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Diagnóstico Psicoanalítico. Comprender La Estructura de Personalidad en El Proceso Clínico (McWilliams, N.)
Diagnóstico Psicoanalítico. Comprender La Estructura de Personalidad en El Proceso Clínico (McWilliams, N.)
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McWilliams, N. Psychoanalytic Diagnostic. Understanding Personality Structure in the Clinical Process. New
York: The Guilford Press (2011).
La autora comienza afirmando que el diagnóstico puede tener buenos y malos usos, así como
utilidad y limitaciones. Por un lado puede usarse para etiquetar al paciente de forma
insultante, o para objetivarlo en vez de verlo como a una persona; sin embargo que se pueda
abusar de algo, sostiene, no es argumento para descartarlo.
El diagnóstico, usado con sensibilidad, tiene muchas ventajas. Puede usarse para el plan de
tratamiento, ya que nos orientará sobre qué contenidos enfocar al principio, o bien qué
actitudes relacionales serán más adecuadas para el paciente; y puede usarse para el
pronóstico, por ejemplo no es lo mismo tratar una fobia en una persona depresiva o narcisista
que en una persona caracterológicamente fóbica. Al ser un punto fuerte en psicoanálisis la
diferencia entre síntomas relacionados con el estrés y problemas de personalidad, esto se ha
de tener en cuenta en el diagnóstico. Puede servirnos para empatizar con el paciente (por
ejemplo si sentimos hostilidad podemos entender que se corresponde con la que hay en el
paciente, porque estamos con una personalidad de tipo paranoide). Aporta beneficios contra
las resistencias (al principio del tratamiento, cuando aun no hay una relación o vínculo creado,
puede ser más fácil sacar información confidencial clave del paciente). Finalmente, la
formulación inicial no tiene que ser “correcta” para que aporte beneficios, la formulación,
sostiene McWilliams, es siempre tentativa y debería reconocerse como tal.
Sin embargo, la utilidad del diagnóstico también tiene sus límites. Para la autora hay dos
momentos en que el diagnóstico es claramente útil: al principio del tratamiento, y en
momentos de crisis o impass, cuando volver a pensar las dinámicas que se enfrentan puede
dar claves para un cambio de foco efectivo. Después, es mejor quitárselo de la cabeza,
porque puede ser usado como defensa frente a la ansiedad de lo desconocido, frente a no
sumergirse en el vínculo terapéutico con la persona concreta a la que tratamos.
Por último, afirma que hay personas que no se ajustan a las categorías tipo, y cuando éstas
oscurecen más que iluminar, es mejor abandonar los criterios diagnósticos. Incluso cuando el
diagnóstico es certero, hay momentos en los que serán otros rasgos de la persona del
paciente los que iluminarán el camino a seguir, más que el diagnóstico, como por ejemplo
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pueden ser la religión, la etnia, las actitudes políticas o la orientación sexual. De manera que
la disposición a dejar de lado el diagnóstico inicial a la luz de nueva información es parte de la
buena terapéutica.
McWilliams hace aquí una revisión de lo que ha sido hasta ahora el diagnóstico psicoanalítico
de la personalidad. Realiza un recorrido somero de las distintas teorías psicoanalíticas a lo
largo de la historia de nuestra disciplina, encontrando en todas aportaciones que permanecen
(teoría de la pulsión y del desarrollo freudiana clásica, psicología del yo, kleiniana, de las
relaciones objetales, psicología del self, relacionales, e incluso otros fuera del psicoanálisis y
lacanianos).
Incluso aspectos de la teoría freudiana que hoy se han visto por diversos autores como
definitivamente obsoletos, ella los encuentra sugerentes, intuitivos de alguna dimensión de la
realidad. Por ejemplo, la teoría del desarrollo libidinal como algo lineal en la que la fijación en
una etapa del desarrollo es factor causal de síntomas posteriores; ella afirma que algo de eso
puede verse en determinados casos, y destaca una de entre las teorías actuales que sigue
usando ese paradigma, la de Fonagy y Target sobre el desarrollo de la capacidad reflexiva o
mentalización, ya que estos autores proponen que la mentalización pasa por varias etapas y
que en los trastornos límite hay un estancamiento de la capacidad reflexiva en etapas
inmaduras del desarrollo.
- Por un lado evaluar del nivel de desarrollo de la organización de personalidad del paciente,
ubicándolo en la línea continua entre sano, neurótico, límite y psicótico.
McWilliams revisa la historia del diagnóstico del nivel de patología del carácter. Empezó con la
diferenciación entre neurosis y psicosis en Kraepelin, que llevó a Freud a hacer lo mismo, y
que tuvo importantes implicaciones clínicas y fue útil porque abrió la puerta a diferenciar
diferentes abordajes terapéuticos para diferentes tipos de dificultades. Pero esta
diferenciación se quedó corta en cuanto a alcanzar un ideal clínico de comprenhensividad y
matización, siendo solo un comienzo de lo que debe ser un diagnóstico diferencial útil.
La segunda diferenciación fue la de la psicología del yo, entre síntoma neurótico, carácter
neurótico y psicosis. Aquí McWilliams ve diferentes problemas, de los que expongo uno de
ellos: no puede garantizarse que todo problema del carácter es más patológico que toda
neurosis, aunque eso todavía se ve en el DSM, porque algunas reacciones neuróticas tienen
más consecuencias para la capacidad de afrontamiento de la persona que algunos trastornos
de personalidad histéricos u obsesivos (p.51). Por ejemplo, una agorafobia grave puede ser
más invalidante que un trastorno de personalidad e incluso que algunas psicosis. Por otro
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lado, a la vez hay problemas en sentido contrario, algunas perturbaciones del carácter
parecen mucho más severas y primitivas en cualidad que cualquiera que pudiera
razonablemente ser llamado “neurótico”. La conclusión de la autora es que en tal clasificación
lineal, en tres partes, no hay modo de discriminar entre los trastornos del carácter que son
medianamente incapacitantes y los que implican consecuencias enormes.
La tercera clasificación diagnóstica vino dada por la teoría de las relaciones objetales y
supuso la delineación de las condiciones límite como un grupo de pacientes que no entraban
dentro de la neurosis ni tampoco de la psicosis, y que no se ajustaban a las condiciones
típicas de tratamiento. A partir de ahí se va acumulando evidencia empírica que legitima y da
valor al concepto psicoanalítico de trastorno límite de la personalidad, y es asimilado por la
psiquiatría (DSM), pero este efecto positivo tuvo también la consecuencia, negativa para
McWilliams, de perder el significado original del nivel de funcionamiento de la personalidad.
Kernberg, uno de los autores originarios, empezó diferenciando en 1984 entre “organización
límite de la personalidad” y el “trastorno límite de la personalidad” del DSM. La autora lucha
contra esta pérdida en su posición mantenida en todo el libro, piensa que se ha perdido
mucho al igualar el término “límite” con un tipo particular de carácter. “Si toda nuestra
investigación empírica sobre fenómenos límite se aplica estrechamente a la versión más
autodramatizante, histriónica de la organización de personalidad de nivel límite, estaremos
perdidos en la oscuridad en cuanto a la etiología y tratamiento de otros trastornos de
personalidad del nivel límite” (p.53)
Una consecuencia de esto fue que el paradigma cambió, desde la noción de fijación en una
fase normativa del desarrollo a la evidencia de experiencias diferentes de apego y efectos
destructivos del trauma recurrente incluso mucho después de los años preescolares. Pero
sostiene McWilliams que sea cual sea la etiología de la organización de personalidad límite,
que probablemente difiere de una persona a otra, hay un sorprendente y fiable consenso en
las manifestaciones clínicas de problemas del nivel de desarrollo límite: “Pienso que todavía
puede ser útil ver a las personas con vulnerabilidad a la psicosis como preocupada
inconscientemente con temas de la fase simbiótica temprana (especialmente la confianza), a
las personas con organización de la personalidad límite como centradas en temas de
separación-individuación, y aquellos con estructura neurótica como más “edípicos” o capaces
de experimentar conflictos que sienten más internos a ellos. La clase de ansiedad más
prevalente para la gente en el rango psicótico es el miedo de aniquilación (Hurvich, 2003),
evidentemente una activación del sistema cerebral del MIEDO (Panksepp, 1998) que se
desarrolló para proteger contra la predación; la ansiedad central para la gente en el rango
límite es la ansiedad de separación o la activación del sistema de PÁNICO de Panskepp que
trata con necesidades tempranas de apego; la ansiedad en la gente neurótica tiende a
implicar más conflictos inconscientes, especialmente miedo a actuar deseos culpógenos.”
(p.55)
Los pacientes de nivel neurótico establecen una alianza de trabajo y pueden colaborar con
el analista en la observación de sus propios procesos psíquicos. La terapia puede ser más
intensiva (como en los aspirantes a analistas) o menos, dependiendo del grado de implicación
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que desee el paciente, el cual puede cambiar con la propia experiencia terapéutica, por eso la
terapia psicoanalítica es de final abierto. Para las personas neuróticas que no pueden o no
quieren comprometerse en el tiempo, dinero y energía emocional de análisis intensivo, se
opta por la psicoterapia psicoanalítica, de menor número de sesiones y con mayor
focalización en los objetivos específicos, el paciente suele estar cara a cara, y se anima
menos la regresión y la terapia se dirige más a temas que el propio paciente plantea.
También los pacientes neuróticos son candidatos de terapias de tiempo limitado, porque
pueden soportar el focalizar intensivamente la atención en un tema o conflicto importante sin
abrumarse. Igualmente pueden ser apropiadas las terapias de grupo y de familia. De hecho,
para estos pacientes puede ser bueno cualquier tipo de aproximación terapéutica, desde el
psicoanálisis intensivo a terapias conductuales.
Los pacientes del rango psicótico necesitan que el terapeuta se comporte con honestidad a
toda prueba, porque necesitan tener la seguridad de que pueden confiar en sus terapeutas.
Por eso, las autorrevelaciones son más comunes que en el pacientes del rango neurótico. Es
necesario darle razones explícitas del modo de trabajar, de un modo que tenga significado
emocional para él. Temas como por ejemplo el dinero, para el paciente en rango psicótico
puede tener significado en forma de fantasías que no son analizables, como en el paciente
neurótico, porque para el sujeto son creencias sintónicas, no vestigios de formas infantiles de
pensamiento. Por eso, ante una pregunta sobre los honorarios, se le puede explicar: “Yo
cobro esto porque es el modo en que me gano la vida, ayudo a la gente con sus problemas
emocionales. También, he aprendido que cuando cobro menos que esto acabo sintiéndome
resentido, y no creo que pueda ser de plena ayuda cuando estoy en un estado de
resentimiento” (p.77). Esto además de ser educación sobre cómo funciona el mundo y la
psicoterapia, es una muestra de honestidad.
McWilliams reconoce que su propio estilo con los pacientes de este rango es de mucha
autorrevelación, aunque sea una postura controvertida y no todos los terapeutas se sientan
cómodos con ella. Su razonamiento es que hay diferencias importantes entre la gente más
simbiótica y la más individualizada. Las primeras tienen transferencias tan totales que sólo
pueden aprender sobre sus distorsiones de la realidad cuando la realidad se muestra en
colores fuertes delante de ellos, mientras que los segundas son transferencias sutiles e
inconscientes que salen cuando el terapeuta es más opaco.
Esto lleva al tema del rol educativo. Como estos pacientes tienen gran confusión cognitiva,
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especialmente entre fantasías y emociones, las personas psicóticas necesita con frecuencia
educación explícita sobre lo que son los sentimientos, su diferencia con las acciones, cómo
todo el mundo tiene fantasías. La normalización es un componente del proceso educativo, el
mostrarles que sus pensamientos y sentimientos son respuestas humanas naturales.
Esto implica aceptar el marco de referencia del paciente, porque solo así éste se siente
suficientemente entendido para aceptar reflexiones posteriores. Aproximación ésta parecida a
las “intervenciones paradójicas” de los terapeutas familiares. Otro ejemplo de la autora de
esta técnica de “unirse al paciente” (“joining”): “Una mujer explosiona en la consulta del
terapeuta, acusándole de implicarse en un complot para matarla a ella. Más que cuestionar la
existencia del complot o sugerir que está proyectando sus propios deseos asesinos, el
terapeuta dice: “¡Disculpa! Si he estado conectado con tal complot, no era consciente de ello.
¿Qué está pasando?” (p.82). El terapeuta no expresa acuerdo con la interpretación que hace
la paciente de los eventos, pero tampoco hiere su orgullo. Y sobre todo, invita a posterior
discusión.
Como terminación de este apartado, McWiliams da una serie de reglas traídas de Ann-Louise
Silver para trabajar con personas psicóticas: 1) si no puedes ayudar al paciente, no lo hieras;
2) usa la fuerza física sólo para prevenir que un paciente se hiera a sí mismo o a algún otro,
nunca como castigo o refuerzo negativo; 3) nunca humilles a tu paciente; 4) consigue una
historia de caso tan precisa como sea posible, no te limites a unas pocas horas o incluso unas
pocas sesiones; 5) anímalo al trabajo y a las relaciones sociales; y 6) lo más importante, haz
lo mejor para entenderlo como un ser humano individual.
Con los pacientes del rango límite hay un rango de gravedad dentro del espectro, que se
extiende desde el borde con la neurosis al borde con la psicosis. Sostiene McWilliams que no
somos unidimensionales, y por tanto toda persona del nivel neurótico tiene tendencias límite y
viceversa, pero en general, las personas con nivel de organización límite necesitan terapias
muy estructuradas.
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McWilliams alude a los diferentes aproximaciones terapéuticas dirigidas a pacientes del nivel
límite, que en general se dirigen específicamente al Trastorno de Personalidad Límite del
DSM y no al nivel límite en todos los tipos de personalidad. Cada una de esas aproximaciones
ha resaltado una dimensión característica de este trastorno, vienen de distintas tradiciones
teóricas y plantean diferentes etiologías y diferentes estrategias terapéuticas, sin embargo,
concluye la autora, a pesar de todo es llamativo el amplio consenso práctico sobre los
principios generales del tratamiento, que a continuación ella resume.
Salvaguardar los límites de la terapia. Con personas cuyo núcleo ansioso tiene que ver con
temas de separación/individuación es perturbador más que contenedor el permitir que se
incumplan los límites, porque, como los adolescentes, si no tienen límites explícitos tiende a
presionar hasta que encuentran lo que no se ha establecido en el encuadre.
Poner palabras a los estados emocionales contrastantes. Frente a los pacientes neuróticos,
que toleran la interpretación de lo que no han admitido en su conciencia porque la ven como
una ayuda y no se sienten en general humillados por ella, los pacientes límites la viven como
un ataque, se sienten criticados, debido a su tendencia a estar en un estado u otro más que
en un marco mental que puedan experimentar la ambivalencia y la ambigüedad. Este
fenómeno se explica por la inmadurez en la capacidad reflexiva, lo que hace necesario que se
aporte esta función a la vez que se interpreta. Por ejemplo, ante una mujer de nivel neurótico
que relata su relación con una amiga que está en una situación de competencia pero sin
nombrar ningún sentimiento negativo, se le podría decir “Pero también te gustaría matarla”;
sin embargo, si está en el nivel límite la intervención podría ser “Puedo ver cuánto significa
Mary para ti. Es posible, sin embargo, que haya también una parte de ti-una parte que tú no
actuarías, por supuesto-por la que te gustaría librarte de ella porque de alguna manera ella
compite contigo”.
Interpretar los procesos defensivos en estos pacientes requiere también una especificidad,
debido a que las defensas son tan primitivas y se dan en toda la gama de estados mentales.
Es necesario la interpretación de la situación emocional del aquí y ahora. Por ejemplo, si
aparece la rabia no está deformada por el desplazamiento o la proyección, sino por la
identificación proyectiva. Entonces el paciente provocará su sentimiento de ser malo y su
rabia en el terapeuta, pero a la vez no se libra él mismo de sentir ambos, sino que los retiene
a pesar de la proyección. Este es el precio que, sostiene McWilliams, se paga por la
separación psicológica inadecuada, que no se libran del sentimiento proyectado, sino que lo
mantienen a la vez que necesitan hacer que sea justificado para no sentirse locos: porque el
terapeuta es hostil, él está enfadado. Un ejemplo de intervención terapéutica en este caso
sería: “Pareces tener la convicción de que eres malo. Estás enfadado por eso, y estás
manejando ese enfado diciendo que yo soy quien es malo, y que es mi enfado el que causa el
tuyo. ¿Podrías imaginar que tanto tú como yo podríamos ser una combinación de bueno y
malo?”. Así se iría transmitiendo una visión de la realidad matizada y no en blanco o negro.
McWilliams sostiene que una técnica útil para ella ha sido pedir ayuda al paciente para
resolver los dilemas en que suele colocarse el terapeuta. En esta técnica, es importante que
las intervenciones sean articuladas desde la perspectiva de los propios motivos de uno, más
que desde los motivos que se infieren en el paciente, no decir “Te colocas en una actitud en la
que cualquier cosa que digo es equivocada”, sino “Estoy intentando hacer lo correcto como tu
terapeuta, y me encuentro a mí misma atascada. Estoy preocupada de que si hago X no seré
de ayuda en una dirección, y si hago Y te decepcionaré en otra”.
Promover la individuación y desanimar la regresión. Para la autora, lo que suele ocurrir es que
los pacientes del nivel límite provocan en el terapeuta contratransferencias amorosas cuando
están deprimidos o asustados, y odio cuando están beligerantes, con lo cual el terapeuta se
encuentra sin darse cuenta promoviendo la regresión y castigando sus intentos de
individuación. Se trata entonces de actuar contraintuitivamente: ser relativamente insensibles
a estados de desamparo y mostrar aprecio por la asertividad, aunque sea en forma de enfado
oposicionista.
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Interpretar durante los estados más calmos. Contrariamente a los pacientes neuróticos, con
los que es más efectivo interpretar en estados de activación emocional, en los pacientes límite
es lo contrario, porque están demasiado alterados para aceptar o asimilar las interpretaciones.
Intervenir cuando haya pasado el momento de intensidad emocional, no en medio de él.
Por último, respetar los datos contratransferenciales: “Las respuestas imaginarias, afectivas e
intuitivas cuando se está con un paciente límite pueden aportar mejores datos sobre la
esencia de lo que está ocurriendo entre las dos personas que la reflexión cognitiva sobre el
contenido de la comunicación del paciente o recurrir a las ideas sobre la teoría y la técnica”
(p.93). Se trata entonces de hacer devoluciones a los pacientes que contengan el
conocimiento adquirido a raíz de nuestras emociones contratransferenciales. Un ejemplo es el
de un paciente paranoide que en la terapia con una analista joven siente que es maltratado
por una autoridad y está indignado, la terapeuta se siente débil, pequeña, temerosa de la
crítica del paciente y con fantasías de ser atacada; ella podría decir algo como “Sé que te
estás sintiendo enfadado y fuerte, pero pienso que también puede haber una parte de ti en
que te sientes débil, ansioso, y con miedo de ser atacado”. La autora advierte, dirigiéndose a
la controversia sobre el uso abusivo del concepto de identificación proyectiva, que no se trata
de que todo lo que siente el terapeuta con un paciente límite ha sido “puesto en él” por éste.
La contratransferencia, como la transferencia, es siempre una mezcla de material generado
externa e internamente y que pesa a veces más en una dirección o en la otra, y tan malo es la
tendencia minimizar lo de uno mismo como lo del otro. McWilliams reconoce que su estilo, de
acuerdo a su propia personalidad, es ser más emocionalmente “real” con los pacientes límite
que con los de nivel neurótico, ya que intentar ser “neutral” con ellos, y especialmente cuando
se están autolesionando, suena falso y rígido. Contra algunos argumentos relacionales, ella
se afirma en una perspectiva de diagnóstico unipersonal, en el sentido de que trata de
entender lo que es suficientemente consistente en un paciente como para que éste tienda a
comportarse de una determinada manera en cualquier relación; sin embargo, aboga por no
perder de vista en el tratamiento que uno como observador es parte de lo observado, que la
relación es coconstruida y se debe asumir las contribuciones propias. Los pacientes límite se
alivian cuando el terapeuta comparte la responsabilidad de lo que ocurre entre ambos.
Que McWilliams dedique dos capítulos a las defensas manifiesta la importancia que da a
estos procesos tanto para evaluar el nivel de personalidad como el tipo de personalidad. Para
ella lo que llamamos defensas en el psicoanálisis son simplemente modalidades de
funcionamiento del psiquismo que además pueden usarse con función defensiva, pero no
necesariamente, por tanto resalta un concepto positivo de estor procesos. “A lo que nos
referimos como defensas en los adultos son modos globales, inevitables y adaptativos de
experienciar el mundo” (p.100). De hecho, cada defensa tiene unos orígenes normales, y
pueden después tener funciones adaptativas o desadaptativas. Ella empieza describiendo el
funcionamiento adaptativo de cada defensa (adaptaciones creativas), y después el patológico.
La autora diferencia dos tipos de defensas, las primarias, más inmaduras, y las secundarias,
más maduras. Las primarias se corresponden con los modos en que creemos que el infante
naturalmente percibe el mundo. Si se considera primaria, una defensa tiene típicamente dos
cualidades asociadas con la fase preverbal del desarrollo: 1) no se ha conquistado el principio
de realidad y 2) la carencia de apreciación de la separación y la constancia de lo que está
fuera del self. Las defensas primarias implican pérdida de los límites entre el self y el mundo
externo y operan de un modo global e indiferenciado, implicando la totalidad de la persona
(pensamiento, sentimiento, sensación y conducta). Las defensas secundarias tratan más con
los límites internos, como los que hay entre yo o superyó y ello, o entre el observador y las
partes experienciales del yo, y provocan transformaciones específicas de pensamiento,
sentimiento, sensación o conducta, o algunas combinaciones de éstos. Sin embargo, la autora
reconoce puntualmente que la separación conceptual entre ambos tipos es, de todos modos,
algo arbitraria (p.102). Por otro lado, muchas modalidades de defensa tienen en sí mismas
formas más primitivas y más maduras.
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Las defensas usadas diferencian el nivel de organización de la personalidad en tanto que las
personas más trastornadas no usan defensas más elaboradas o maduras, pero no en que
usen las primarias, porque estas en alguna medida las usamos todos. “Es la ausencia de
defensas maduras, no la ausencia de las primitivas, lo que caracteriza la estructura límite o
psicótica” (p.103). También hay diferencia en la rigidez en el uso de las defensas, mientras
más flexible y plástico sea el sujeto, más defensas pueda usar dependiendo del momento,
más sano es.
Una de las características de los procesos defensivos de alto nivel es que no se encuentran
tipos de personalidad particulares que reflejen la sobredependencia de ellos, la gente sana
tiende a usar más defensas maduras pero también a manejar la ansiedad con mayor variedad
de recursos defensivos.
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La escisión del yo viene de la época preverbal en la que el infante no aprecia que sus
cuidadores tienen cualidades buenas y malas, asociadas con experiencias buenas y malas
con ellos, ya que antes de tener una constancia de objeto no se puede apreciar la
ambivalencia, porque ésta implica sentimientos opuestos hacia un mismo objeto. En la vida
adulta, la escisión queda como un modo atractivo y poderoso de sentir experiencias
complejas, especialmente cuando son amenazadoras. El mecanismo puede ser efectivo en
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La somatización se origina cuando los niños no son ayudados por sus cuidadores a poner
sus sentimientos en palabras, entonces tienden a expresarlos en estados corporales
(enfermedades) o acción. Nuestras primeras reacciones al estrés en la vida son somáticas, y
muchas permanecen siendo básicas como respuesta, como la respuesta de lucha/huída
/congelamiento ante el estrés, o como ponerse colorado ante la vergüenza. Es parte de la
maduración el dominio del lenguaje para describir experiencias que se sienten originalmente
en el cuerpo. Se sabe que el apego inseguro y una historia de trauma infantil están asociados
con la somatización, así como todo esto se correlaciona con la falta de integración del self. La
somatización es común en la patología más severa de la personalidad, y la gente que
responde con regularidad al estrés con somatización se considera como personalidad
somatizante en el PDM (Psychoanalytic Diagnostic Manual). McWiliams alerta de que no
debería tomarse sin reflexión la conclusión de que una persona que se queja de dolor físico a
un terapeuta está usando la defensa de somatización, ya que por un lado el estrés de la
enfermedad en sí puede causar reacciones regresivas, y por otro la gente puede enfermar
porque están deprimidas inconscientemente.
La actuación defensiva (acting out) consiste en poner en acción lo que uno no tiene
palabras para expresar, y por tanto es una operación preverbal por definición. En el acting out
como defensa individual, creando escenarios perturbadores la persona inconscientemente
ansiosa cambia de pasiva a activa, transformando una sensación de indefensión y
vulnerabilidad en una experiencia de agencia y poder, aunque sea representando un drama
negativo. El “acting out” o “enactment” propiamente hablando se considera una expresión de
actitudes transferenciales cuando el paciente no se siente suficientemente seguro, o
emocionalmente articulado, para expresarlas en palabras. Las personas que se basan en la
actuación para tratar con sus dilemas psicológicos entran en la categoría de personalidades
impulsivas. La gente organizada histéricamente es famosa por actuar escenarios sexuales
inconscientes, las personas adictas de todo tipo pueden conceptualizarse como actuadoras, la
gente con compulsiones es por definición actuadora cuando sucumben a la presión hacia sus
actos compulsivos, y la gente psicopática puede estar reactuando un patrón de manipulación.
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La represión fue descrita por Freud como basándose simplemente en alejar algo de la
conciencia. El proceso puede aplicarse a una experiencia completa, al afecto conectado con
una experiencia, o a las fantasías y deseos asociados a ella. Freud vio la operación de la
represión en las experiencias traumáticas como violación o tortura, que la víctima no puede
posteriormente recordar; nuestro conocimiento actual de los procesos cerebrales sugiere que
la represión no es un concepto certero para conceptualizar los problemas de recuerdos
traumáticos. La teoría analítica posterior aplicó el término “represión” más a las ideas
generadas internamente que al trauma, y es la versión que más ha quedado en psicoanálisis,
en la cual uno debe haber adquirido un sentido de totalidad y continuidad del self antes de
poder manejar los impulsos perturbadores por la represión. Como todas las defensas, la
represión se vuelve problemática solo cuando 1) fracasa en su objetivo de mantener lo
perturbador fuera de la conciencia y acomodarse mejor a la realidad, 2) es un obstáculo para
aspectos más positivos de la vida, y 3) opera excluyendo otras formas de afrontamiento más
exitosas. La represión se ha considerado la marca de la personalidad de tipo histérico. Un
elemento de represión está presente en la mayoría de las operaciones defensivas de alto
nivel, aunque puede argumentarse que la negación, más que la represión, opera cuando no
está claro si la persona fue originalmente consciente de algo antes de excluirlo de la
conciencia.
El aislamiento del afecto es un modo en que alguna gente trata de aliviarse de la ansiedad,
el aspecto afectivo de una experiencia o idea se aísla o desconecta de su dimensión
cognitiva. Puede ser de gran valor, como en el cirujano al operar, el general al planear la
estrategia de la batalla o el policía que investiga crímenes violentos. El entumecimiento
psíquico descrito como consecuencia de las catástrofes es una operación de aislamiento
afectivo a nivel social. En situaciones extremas su utilidad adaptativa es más discriminativa
que la disociación porque la experiencia no está totalmente eliminada de la vivencia
consciente, pero su significado emocional queda ausente, de hecho muchos analistas
contemporáneos la consideran un subtipo de disociación. Cuando es una defensa principal y
el patrón de vida refleja la sobrevaloración del pensamiento y la minusvaloración del
sentimiento, se considera que hay una estructura de personalidad obsesiva.
La intelectualización es una versión de más alto orden del aislamiento del afecto desde el
intelecto. Se puede pensar sobre los sentimientos “Bueno, naturalmente siento algún enfado
sobre esto”, pero con un tono desapegado. La intelectualización maneja el exceso emocional
normal del mismo modo que el aislamiento maneja la sobreestimulación traumática, muestra
fuerza del yo considerable para pensar racionalmente en situaciones llenas de significado
emocional y, en la medida en que los aspectos afectivos puedan procesarse con más
conciencia, la defensa opera con efectividad. Pero cuando alguien es incapaz de dejar una
posición defensivamente cognitiva, antiemocional, aunque se le provoque, los demás le
suelen considerar deshonesto, y la sexualidad, la expresión artística u otras dimensiones
pueden quedar innecesariamente truncadas si la persona depende de esta defensa para
afrontar su vida.
La racionalización es una defensa muy familiar, que puede entrar en funcionamiento cuando
uno fracasa en conseguir algo querido y luego concluye que realmente no lo deseaba. Cuanto
más inteligente y creativa es la persona, más probable es que sea una buena o buen
racionalizador. Opera de modo benigno cuando permite que alguien saque lo mejor de una
experiencia difícil con el mínimo resentimiento, pero la desventaja es que prácticamente
cualquier experiencia puede ser racionalizada, como el padre que golpea al hijo pensando
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que es por educarlo, o el terapeuta que sube sus honorarios sin consideración pensando que
será beneficioso para el proceso terapéutico.
La moralización está cerca del proceso anterior, uno busca inconscientemente bases
moralmente aceptables para una actuación, busca sentir que uno hace lo que debe al actuar
así. Es la defensa principal de una organización de personalidad llamada masoquismo moral,
y también alguna gente obsesiva y compulsiva usa esta defensa. En psicoterapia, el paciente
que moraliza puede crear dilemas al clínico, porque al confrontar al paciente una actitud
autodestructiva éste ve al terapeuta como moralmente deficiente. La moralización ilustra la
idea de que aunque una defensa pueda considerarse “madura”, puede ser muy resistente a la
influencia terapéutica.
La anulación del acto es un sucesor del control omnipotente. Hay un esfuerzo inconsciente
en contrabalancear algún afecto, como culpa o vergüenza, con una actitud o conducta que
mágicamente lo borra. Por ejemplo, el marido que llega a casa con un regalo que tiene el
objetivo de compensar la bronca explosiva de la noche anterior, pero si el motivo es
consciente no podemos técnicamente hablar de anulación, sólo se aplica cuando no hay
conciencia de la vergüenza o la culpa o del deseo de expiarla. Cuando la anulación es una
defensa central en el repertorio de un sujeto tenemos la personalidad compulsiva. McWilliams
aclara que el concepto de compulsividad es neutral respecto a contenido moral, y puede
haber humanitarios compulsivos. La persona que usa este proceso para fines creativos, como
escribir una novela, no constituye un problema, pero para el que sufre de pensamientos que
se imponen a la mente (obsesiones) o actos persistentes no deseados (compulsiones)
pueden estar desesperados por ayuda. Al describir la personalidad, lo “obsesivo” se aplica a
estilos de pensamiento, y lo “compulsivo” a modos de actuación o adaptación.
La vuelta contra sí mismo consiste en redirigir un afecto o actitud negativa desde un objeto
externo hacia el self. Es algo común en los niños, que dependen por completo de sus
cuidadores adultos, y aunque la autocrítica concluya en sentimientos displacenteros hacia sí
mismo, es preferible a reconocer una amenaza real si no se tiene ningún control para cambiar
las cosas. La mayoría de nosotros mantenemos algo de esta tendencia por la ilusión que da
este proceso de estar más en control sobre situaciones perturbadoras. La vuelta contra sí
mismo se considera una versión más madura que la introyección, porque en este caso la
crítica externa no es asumida por completo, aunque uno se identifica con la actitud crítica en
alguna medida. El uso abusivo y compulsivo de esta defensa es común en las personalidades
depresivas y en la versión relacional del masoquismo caracterológico.
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Vuelta en lo contrario implica cambiar desde la posición de sujeto a objeto o viceversa, como
cuando se cambia el anhelo de ser cuidado por otro a cuidar a otro, evitando así lo que se
siente como vergonzoso o peligroso, pero identificándose con la persona que está
gratificándose de ser cuidada. Ocurre mucho a los terapeutas que con frecuencia se sienten
incómodos con su propia dependencia pero les gusta que otros dependan de ellos. El
mecanismo tiene la ventaja de cambiar desde un rol del que responde al que inicia y opera
constructivamente cuando la situación es intrínsecamente negativa. Pero por otro lado
también este mecanismo puede suponer un reto en la psicoterapia, y McWilliams pone un
caso de ejemplo en el que el paciente se colocaba siempre en la posición de analizarla a ella,
la analista; esto se derivaba de una niñez en la que su madre no le había aportado seguridad
para vivenciar la dependencia, especialmente de una figura femenina, y como consecuencia,
al evitarlo le hacía difícil en su vida llegar a establecer una relación de reciprocidad.
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“La dinámica no es patología” (p.154), sostiene por tanto que el tipo de organización de
personalidad no indica trastorno, sino un modo determinado de funcionamiento. “Debería
recordar al lector que este libro es sobre estructura de la personalidad, no simplemente sobre
trastornos de personalidad.” (p.148). Sin embargo, le parece importante la valoración del tipo
de personalidad porque una posición terapéutica que por ejemplo ayuda a una persona
obsesiva con trastorno de depresión será diferente de una que ayuda a otra deprimida con
personalidad de tipo histérica.
La autora dedica un capítulo a cada uno de los distintos tipos, incluyendo, entre otras razones,
los que mejor conoce y omitiendo otros que le parece son variaciones de estos. Distingue
cada tipo de personalidad por 1) pulsiones, afectos y temperamento, 2) defensas y procesos
adaptativos, 3) patrones relacionales, 4) Self, 5) transferencia y contratransferencia, 6)
implicaciones terapéuticas del diagnóstico, y 7) diagnóstico diferencial. Y describe las
personalidades psicopáticas, narcisistas, esquizoides, paranoides, depresivas y maníacas,
masoquistas, obsesivo-compulsivas, histéricas (histriónicas) y disociativas. Como señalé
anteriormente, una reseña de cada uno de estos capítulos está publicada independientemente
en este mismo número de la revista.
Comentario crítico
Por otra parte, el enfoque de McWilliams tiene aspectos cuestionables. En primer lugar, por su
propio afán integrador la autora queda presa, en algunos planteamientos, de contradicciones
lógicas y de forzamiento de la teoría sobre los datos de la experiencia. Ya he comentado que
su actitud inclusiva extrema la lleva a mantener el modelo lineal de desarrollo, sosteniendo
que es algo que aporta también una manera de entender los hechos, y basándose en que
incluso lo que es lógicamente contradictorio puede no serlo fenomenológicamente. Sin
embargo, este abordaje no la lleva siempre a buen puerto.
Por ejemplo, la autora plantea por un lado que los distintos niveles de desarrollo de la
personalidad se caracterizan por distintas ansiedades básicas prevalentes, que se
corresponden con fijación a niveles de desarrollo, y que el rango límite se caracteriza por la
ansiedad de separación, propia de la fase de separación/individuación, y se relaciona con
necesidades tempranas de apego. Por otro lado, sostiene que hay tipos de personalidad que
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suelen aparecer con más frecuencia en el rango límite, dentro de los cuales están las
personalidades psicopáticas, y las paranoides. ¿Acaso podemos pensar que estos tipos de
personalidad tienen fundamentalmente ansiedades de apego y separación? Evidentemente
no, esto muestra un forzamiento de la teoría sobre los fenómenos clínicos.
Para la autora, el trastorno límite de la personalidad no existe como tal, como trastorno
específico, parecería que ve como contradictorio mantener lo límite como un nivel de
desarrollo de organización en general, y además lo límite como un tipo específico de
personalidad. Sin embargo, sostener que no existe el tipo límite de la personalidad contradice
no solo la literatura psiquiátrica y clínica de las últimas décadas en general, sino también
aproximaciones psicoanalíticas como el SWAP de Shedler y Westen (instrumento diagnóstico
basado en conceptos y formulaciones psicoanalíticas que a la vez utiliza métodos
estadísticos), en el cual a través de la técnica factorial Q-sort, emerge el tipo de personalidad
límite-desregulado.
Puede verse este forzamiento de la teoría sobre los fenómenos clínicos como una
consecuencia de pertenecer a la clase de diagnóstico que parte de la descripción de los tipos
de personalidad en general, definiéndolos a cada uno de entrada por un tipo de self,
defensas, relaciones objetales, motivaciones, etc., rasgos todos que quedan de antemano
definidos por el tipo. Es lo que Bleichmar (1997) describe y cuestiona como “unificación
categorial forzada”, las categorías se ven como entidades homogéneas, descuidándose la
diversidad y complejidad que hay dentro de cada una de ellas.
Hurvich, M. (2003). The place of annihilation anxieties in psychoanalytic theory. Journal of the American
Psychoanalytic Association, 57, 579-616.
Panksepp, J. (1998). Affective neuroscience: The foundations of human and animal emotions. New York: Oxford
University Press.
Bleichmar, H. (1997). Avances en Psicoterapia Psicoanalítica. Hacia una técnica de intervenciones específicas.
Barcelona: Paidós.
Shedler, J., y Westen, D. (2010). The Shedler-Westen Assesment Procedure: Making diagnosis clinically
meaningful. In J.F. Clarkin, P. Fonagy y G.O. Gabbard (Eds.), Psychodynamic psychotherapy for personality
disorders (pp. 125-161). Washington, DC: American Psychiatric Association.
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