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Diagnóstico Psicoanalítico. Comprender la estructura de personalidad en el


proceso clínico (McWilliams, N.)
Publicado en la revista nº047

Autor: Díaz-Benjumea, María Dolores J.

McWilliams, N. Psychoanalytic Diagnostic. Understanding Personality Structure in the Clinical Process. New
York: The Guilford Press (2011).

El trabajo de reseña del manual lo hemos llevado a cabo un equipo de autores. Yo he


asumido la coordinación y la elaboración de la primera parte del libro, dedicada a los
fundamentos teóricos del diagnóstico y a la descripción de los dos ejes de evaluación en que
éste se basa. En la segunda parte del manual cada capítulo está dedicado a un tipo de
personalidad, cada uno de ellos ha sido reseñado independientemente por los autores:
Mónica de Celís (personalidad masoquista y personalidad psicopática), Mónica Menor
(personalidad disociativa y personalidad depresiva y maníaco-depresiva) Javier Ramos
(personalidad histérica y personalidad paranoide), Inmaculada Sánchez-Hita (personalidad
obsesivo-compulsiva y personalidad esquizoide) y yo misma (personalidad narcisista). Todas
las reseñas se publican en este mismo número de la revista.

Capítulo 1. ¿Por qué el diagnóstico?

La autora comienza afirmando que el diagnóstico puede tener buenos y malos usos, así como
utilidad y limitaciones. Por un lado puede usarse para etiquetar al paciente de forma
insultante, o para objetivarlo en vez de verlo como a una persona; sin embargo que se pueda
abusar de algo, sostiene, no es argumento para descartarlo.

El diagnóstico, usado con sensibilidad, tiene muchas ventajas. Puede usarse para el plan de
tratamiento, ya que nos orientará sobre qué contenidos enfocar al principio, o bien qué
actitudes relacionales serán más adecuadas para el paciente; y puede usarse para el
pronóstico, por ejemplo no es lo mismo tratar una fobia en una persona depresiva o narcisista
que en una persona caracterológicamente fóbica. Al ser un punto fuerte en psicoanálisis la
diferencia entre síntomas relacionados con el estrés y problemas de personalidad, esto se ha
de tener en cuenta en el diagnóstico. Puede servirnos para empatizar con el paciente (por
ejemplo si sentimos hostilidad podemos entender que se corresponde con la que hay en el
paciente, porque estamos con una personalidad de tipo paranoide). Aporta beneficios contra
las resistencias (al principio del tratamiento, cuando aun no hay una relación o vínculo creado,
puede ser más fácil sacar información confidencial clave del paciente). Finalmente, la
formulación inicial no tiene que ser “correcta” para que aporte beneficios, la formulación,
sostiene McWilliams, es siempre tentativa y debería reconocerse como tal.

Sin embargo, la utilidad del diagnóstico también tiene sus límites. Para la autora hay dos
momentos en que el diagnóstico es claramente útil: al principio del tratamiento, y en
momentos de crisis o impass, cuando volver a pensar las dinámicas que se enfrentan puede
dar claves para un cambio de foco efectivo. Después, es mejor quitárselo de la cabeza,
porque puede ser usado como defensa frente a la ansiedad de lo desconocido, frente a no
sumergirse en el vínculo terapéutico con la persona concreta a la que tratamos.

Por último, afirma que hay personas que no se ajustan a las categorías tipo, y cuando éstas
oscurecen más que iluminar, es mejor abandonar los criterios diagnósticos. Incluso cuando el
diagnóstico es certero, hay momentos en los que serán otros rasgos de la persona del
paciente los que iluminarán el camino a seguir, más que el diagnóstico, como por ejemplo

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pueden ser la religión, la etnia, las actitudes políticas o la orientación sexual. De manera que
la disposición a dejar de lado el diagnóstico inicial a la luz de nueva información es parte de la
buena terapéutica.

Capítulo 2. Diagnóstico psicoanalítico del carácter

McWilliams hace aquí una revisión de lo que ha sido hasta ahora el diagnóstico psicoanalítico
de la personalidad. Realiza un recorrido somero de las distintas teorías psicoanalíticas a lo
largo de la historia de nuestra disciplina, encontrando en todas aportaciones que permanecen
(teoría de la pulsión y del desarrollo freudiana clásica, psicología del yo, kleiniana, de las
relaciones objetales, psicología del self, relacionales, e incluso otros fuera del psicoanálisis y
lacanianos).

Incluso aspectos de la teoría freudiana que hoy se han visto por diversos autores como
definitivamente obsoletos, ella los encuentra sugerentes, intuitivos de alguna dimensión de la
realidad. Por ejemplo, la teoría del desarrollo libidinal como algo lineal en la que la fijación en
una etapa del desarrollo es factor causal de síntomas posteriores; ella afirma que algo de eso
puede verse en determinados casos, y destaca una de entre las teorías actuales que sigue
usando ese paradigma, la de Fonagy y Target sobre el desarrollo de la capacidad reflexiva o
mentalización, ya que estos autores proponen que la mentalización pasa por varias etapas y
que en los trastornos límite hay un estancamiento de la capacidad reflexiva en etapas
inmaduras del desarrollo.

McWilliams justifica su actitud de integración extremadamente abarcadora con el siguiente


razonamiento: “Así, no es sorprendente que tengamos tantas concepciones alternativas.
Incluso aunque algunas de ellas sean lógicamente extrañas, yo argumentaría que no lo son
fenomenológicamente; pueden aplicarse diferencialmente a diferentes individuos y diferentes
tipos de carácter” (p. 22). Me parece muy representativo del carácter de esta escritora que
antes que la coherencia lógica-y no precisamente porque le falte racionalidad ni rigor-ella
prioriza una coherencia vivencial, una narración sobre el paciente que nos ayude a entenderlo
desde la empatía. Esto tiene aspectos positivos como negativos, como al final se verá.

A continuación, siguen capítulos dirigidos respectivamente a: 3 y 4) los niveles de desarrollo


de la organización de personalidad y sus implicaciones terapéuticas; 5 y 6) los tipos de
defensas; y la segunda parte del libro, desde el capítulo 7 al 15) tipos de organización de
personalidad (reseñados independiente cada uno de ellos en este mismo número de la
revista) Esta distribución ya nos da una clave de la lógica de su propuesta diagnóstica, ella
plantea:

- Por un lado evaluar del nivel de desarrollo de la organización de personalidad del paciente,
ubicándolo en la línea continua entre sano, neurótico, límite y psicótico.

- Por otro ubicar al paciente dentro de un tipo de organización de personalidad.

Capítulo 3. El nivel de desarrollo de la organización de la personalidad

McWilliams revisa la historia del diagnóstico del nivel de patología del carácter. Empezó con la
diferenciación entre neurosis y psicosis en Kraepelin, que llevó a Freud a hacer lo mismo, y
que tuvo importantes implicaciones clínicas y fue útil porque abrió la puerta a diferenciar
diferentes abordajes terapéuticos para diferentes tipos de dificultades. Pero esta
diferenciación se quedó corta en cuanto a alcanzar un ideal clínico de comprenhensividad y
matización, siendo solo un comienzo de lo que debe ser un diagnóstico diferencial útil.

La segunda diferenciación fue la de la psicología del yo, entre síntoma neurótico, carácter
neurótico y psicosis. Aquí McWilliams ve diferentes problemas, de los que expongo uno de
ellos: no puede garantizarse que todo problema del carácter es más patológico que toda
neurosis, aunque eso todavía se ve en el DSM, porque algunas reacciones neuróticas tienen
más consecuencias para la capacidad de afrontamiento de la persona que algunos trastornos
de personalidad histéricos u obsesivos (p.51). Por ejemplo, una agorafobia grave puede ser
más invalidante que un trastorno de personalidad e incluso que algunas psicosis. Por otro

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lado, a la vez hay problemas en sentido contrario, algunas perturbaciones del carácter
parecen mucho más severas y primitivas en cualidad que cualquiera que pudiera
razonablemente ser llamado “neurótico”. La conclusión de la autora es que en tal clasificación
lineal, en tres partes, no hay modo de discriminar entre los trastornos del carácter que son
medianamente incapacitantes y los que implican consecuencias enormes.

La tercera clasificación diagnóstica vino dada por la teoría de las relaciones objetales y
supuso la delineación de las condiciones límite como un grupo de pacientes que no entraban
dentro de la neurosis ni tampoco de la psicosis, y que no se ajustaban a las condiciones
típicas de tratamiento. A partir de ahí se va acumulando evidencia empírica que legitima y da
valor al concepto psicoanalítico de trastorno límite de la personalidad, y es asimilado por la
psiquiatría (DSM), pero este efecto positivo tuvo también la consecuencia, negativa para
McWilliams, de perder el significado original del nivel de funcionamiento de la personalidad.
Kernberg, uno de los autores originarios, empezó diferenciando en 1984 entre “organización
límite de la personalidad” y el “trastorno límite de la personalidad” del DSM. La autora lucha
contra esta pérdida en su posición mantenida en todo el libro, piensa que se ha perdido
mucho al igualar el término “límite” con un tipo particular de carácter. “Si toda nuestra
investigación empírica sobre fenómenos límite se aplica estrechamente a la versión más
autodramatizante, histriónica de la organización de personalidad de nivel límite, estaremos
perdidos en la oscuridad en cuanto a la etiología y tratamiento de otros trastornos de
personalidad del nivel límite” (p.53)

Una consecuencia de esto fue que el paradigma cambió, desde la noción de fijación en una
fase normativa del desarrollo a la evidencia de experiencias diferentes de apego y efectos
destructivos del trauma recurrente incluso mucho después de los años preescolares. Pero
sostiene McWilliams que sea cual sea la etiología de la organización de personalidad límite,
que probablemente difiere de una persona a otra, hay un sorprendente y fiable consenso en
las manifestaciones clínicas de problemas del nivel de desarrollo límite: “Pienso que todavía
puede ser útil ver a las personas con vulnerabilidad a la psicosis como preocupada
inconscientemente con temas de la fase simbiótica temprana (especialmente la confianza), a
las personas con organización de la personalidad límite como centradas en temas de
separación-individuación, y aquellos con estructura neurótica como más “edípicos” o capaces
de experimentar conflictos que sienten más internos a ellos. La clase de ansiedad más
prevalente para la gente en el rango psicótico es el miedo de aniquilación (Hurvich, 2003),
evidentemente una activación del sistema cerebral del MIEDO (Panksepp, 1998) que se
desarrolló para proteger contra la predación; la ansiedad central para la gente en el rango
límite es la ansiedad de separación o la activación del sistema de PÁNICO de Panskepp que
trata con necesidades tempranas de apego; la ansiedad en la gente neurótica tiende a
implicar más conflictos inconscientes, especialmente miedo a actuar deseos culpógenos.”
(p.55)

Capítulo 4. La perspectiva de la diferenciación neurótico-límite-psicótico y sus


implicaciones clínicas

La autora plantea un diagnóstico en base a evaluar el nivel de organización de la


personalidad, entre sano, neurótico, límite y psicótico. Para ella, estos niveles de organización
indican niveles de madurez y salud mental que conllevan toda una serie de dimensiones:
defensas favoritas, nivel de integración de la identidad, adecuación a la prueba de realidad,
capacidad de observar la propia patología, naturaleza del conflicto primario de uno y
transferencia y contratransferencia. Por otro lado, reconoce que es una clasificación artificial,
y se pueden encontrar personas con temas de cualquier nivel, y que evaluar el nivel de un
paciente no debe distraer al clínico de la individualidad de la persona y de las áreas de
fortaleza.

La autora se detiene en las implicaciones de cara al tratamiento de que el paciente sea


evaluado según estos niveles de desarrollo de organización de la personalidad. Dependiendo
del nivel, los síntomas no significan lo mismo ni han de abordarse terapéuticamente de la
misma manera.

Los pacientes de nivel neurótico establecen una alianza de trabajo y pueden colaborar con
el analista en la observación de sus propios procesos psíquicos. La terapia puede ser más
intensiva (como en los aspirantes a analistas) o menos, dependiendo del grado de implicación

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que desee el paciente, el cual puede cambiar con la propia experiencia terapéutica, por eso la
terapia psicoanalítica es de final abierto. Para las personas neuróticas que no pueden o no
quieren comprometerse en el tiempo, dinero y energía emocional de análisis intensivo, se
opta por la psicoterapia psicoanalítica, de menor número de sesiones y con mayor
focalización en los objetivos específicos, el paciente suele estar cara a cara, y se anima
menos la regresión y la terapia se dirige más a temas que el propio paciente plantea.

También los pacientes neuróticos son candidatos de terapias de tiempo limitado, porque
pueden soportar el focalizar intensivamente la atención en un tema o conflicto importante sin
abrumarse. Igualmente pueden ser apropiadas las terapias de grupo y de familia. De hecho,
para estos pacientes puede ser bueno cualquier tipo de aproximación terapéutica, desde el
psicoanálisis intensivo a terapias conductuales.

Los pacientes en el rango psicótico son muy vulnerables a la desorganización psicótica,


carecen de un sentimiento básico de seguridad en el mundo y sienten que puede haber una
inminente aniquilación. Por ello sería peligroso una terapia llena de ambigüedad, como la
técnica psicoanalítica clásica (sería según la autora como echar gasolina en la llama del terror
psicótico), y no están indicada las terapias más “expresivas”, o exploratorias, en que se
indaga en los conflictos intrapsíquicos y se busca el insight. La terapia de opción es la
“psicoterapia de apoyo”, que enfatiza el sostén activo de la dignidad, autoestima, fuerzas del
yo y necesidad de información y guía del paciente.

El trabajo de apoyo implica demostración de confiabilidad. El terapeuta ha de preocuparse de


no actuar de manera que refuerce las imágenes primitivas de autoridad omnipotente y hostil
que atormentan a las personas psicóticas. No valen las interpretaciones de la transferencia.
Hay que ser mucho más activo que con los pacientes neuróticos para provocar seguridad,
mostrar aceptación y hacer que el paciente se sienta cómodo, desde preguntarle si siente frío
o calor, pedirle opiniones, crear situaciones donde ellos puedan mostrar sus áreas de
experiencia personal y comentarle los aspectos positivos incluso de sus síntomas.

Los pacientes del rango psicótico necesitan que el terapeuta se comporte con honestidad a
toda prueba, porque necesitan tener la seguridad de que pueden confiar en sus terapeutas.
Por eso, las autorrevelaciones son más comunes que en el pacientes del rango neurótico. Es
necesario darle razones explícitas del modo de trabajar, de un modo que tenga significado
emocional para él. Temas como por ejemplo el dinero, para el paciente en rango psicótico
puede tener significado en forma de fantasías que no son analizables, como en el paciente
neurótico, porque para el sujeto son creencias sintónicas, no vestigios de formas infantiles de
pensamiento. Por eso, ante una pregunta sobre los honorarios, se le puede explicar: “Yo
cobro esto porque es el modo en que me gano la vida, ayudo a la gente con sus problemas
emocionales. También, he aprendido que cuando cobro menos que esto acabo sintiéndome
resentido, y no creo que pueda ser de plena ayuda cuando estoy en un estado de
resentimiento” (p.77). Esto además de ser educación sobre cómo funciona el mundo y la
psicoterapia, es una muestra de honestidad.

McWilliams reconoce que su propio estilo con los pacientes de este rango es de mucha
autorrevelación, aunque sea una postura controvertida y no todos los terapeutas se sientan
cómodos con ella. Su razonamiento es que hay diferencias importantes entre la gente más
simbiótica y la más individualizada. Las primeras tienen transferencias tan totales que sólo
pueden aprender sobre sus distorsiones de la realidad cuando la realidad se muestra en
colores fuertes delante de ellos, mientras que los segundas son transferencias sutiles e
inconscientes que salen cuando el terapeuta es más opaco.

Otra manera de demostrar preocupación y dar confianza es manifestar ampliamente una


actitud de resolución de problemas, como por ejemplo dando consejos concretos, algo que
con los pacientes neuróticos está menos indicado porque se infantiliza al paciente. Esto
significa que es necesario, con el rango de personalidad psicótica, adoptar una actitud de más
autoridad (aunque no autoritaria) que con los pacientes de mayor nivel, pero con el desarrollo
de la terapia esta autoridad puede ir disminuyendo al ir creciendo el sentimiento de
independencia psicológica genuina en el paciente.

Esto lleva al tema del rol educativo. Como estos pacientes tienen gran confusión cognitiva,

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especialmente entre fantasías y emociones, las personas psicóticas necesita con frecuencia
educación explícita sobre lo que son los sentimientos, su diferencia con las acciones, cómo
todo el mundo tiene fantasías. La normalización es un componente del proceso educativo, el
mostrarles que sus pensamientos y sentimientos son respuestas humanas naturales.

Un ejemplo de la autora: en una ocasión se acercó a cerrar la ventana y su paciente psicótica


manifestó que le gustaban sus piernas. A una paciente neurótica quizá le habría pedido que
asociara sobre ello, a esta paciente le dijo que agradecía su cumplido, con lo cual la paciente
la miró horrorizada. McWilliams dijo que sabía por su historia que no había datos para que
fuera lesbiana, y también sabía del componente homosexual de todo el mundo, la diferencia
es que ella era más consciente de esos pensamientos universales.

En definitiva, se trata de normalizar sus contenidos mentales ya que ellos están


sobreestimulados por sus procesos primarios. Se trata también de rescatarlos del rol de
enfermos en que han solido ubicárseles en la familia y las instituciones, de quitarles el
estigma que su diagnóstico implica, con lo cual las intervenciones, aunque sean educativas,
han de ofrecerse como invitación, no en tono autoritario.

El tipo de interpretación que se da a los pacientes de nivel neurótico va desde lo superficial a


lo profundo, dirigiéndose a la defensa que impide conocer el contenido inconsciente. Por el
contrario la clase de interpretación ahora expuesta (“interpreting up”), va directamente a lo
profundo, a nombrar los contenidos y explicar por qué ese material podría haberse
desencadenado a raíz de la experiencia de vida del paciente. McWilliams se lamenta que no
haya mayores referencias a este aspecto del trabajo psicodinámico en los libros de técnica.

La identificación de los desencadenantes es otro principio de la terapia de apoyo, se atiende a


los sentimientos y estresores más que a las defensas. Por ejemplo, ante un paciente
paranoide que se altera, intentar explicar la defensa proyectiva o contrastar sus distorsiones
con la visión que tiene terapeuta de la realidad no da resultado. Hay que esperar a que el
paciente se tranquilice, recordarse a sí mismo que al menos el paciente ahora confía en uno
lo suficiente para expresar sentimientos censurados. Después, se comenta algo como
“Pareces más alterado de lo normal hoy”, sin implicar que el contenido de que lo esté es una
locura. Y finalmente, se intenta ayudarlo a imaginar qué desencadenó esta intensidad de
sentimiento. Normalmente la fuente sólo está lejanamente relacionada con el tema por el que
despotrica (por ejemplo puede ser que su hijo ha empezado a ir a la guardería). Entonces se
empatiza activamente con lo difíciles que pueden ser esas separaciones.

Esto implica aceptar el marco de referencia del paciente, porque solo así éste se siente
suficientemente entendido para aceptar reflexiones posteriores. Aproximación ésta parecida a
las “intervenciones paradójicas” de los terapeutas familiares. Otro ejemplo de la autora de
esta técnica de “unirse al paciente” (“joining”): “Una mujer explosiona en la consulta del
terapeuta, acusándole de implicarse en un complot para matarla a ella. Más que cuestionar la
existencia del complot o sugerir que está proyectando sus propios deseos asesinos, el
terapeuta dice: “¡Disculpa! Si he estado conectado con tal complot, no era consciente de ello.
¿Qué está pasando?” (p.82). El terapeuta no expresa acuerdo con la interpretación que hace
la paciente de los eventos, pero tampoco hiere su orgullo. Y sobre todo, invita a posterior
discusión.

Como terminación de este apartado, McWiliams da una serie de reglas traídas de Ann-Louise
Silver para trabajar con personas psicóticas: 1) si no puedes ayudar al paciente, no lo hieras;
2) usa la fuerza física sólo para prevenir que un paciente se hiera a sí mismo o a algún otro,
nunca como castigo o refuerzo negativo; 3) nunca humilles a tu paciente; 4) consigue una
historia de caso tan precisa como sea posible, no te limites a unas pocas horas o incluso unas
pocas sesiones; 5) anímalo al trabajo y a las relaciones sociales; y 6) lo más importante, haz
lo mejor para entenderlo como un ser humano individual.

Con los pacientes del rango límite hay un rango de gravedad dentro del espectro, que se
extiende desde el borde con la neurosis al borde con la psicosis. Sostiene McWilliams que no
somos unidimensionales, y por tanto toda persona del nivel neurótico tiene tendencias límite y
viceversa, pero en general, las personas con nivel de organización límite necesitan terapias
muy estructuradas.

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El objetivo es el desarrollo de un sentido del self positivamente valorado, complejo, fiable e


integrado. Junto con la capacidad de amar a otras personas a pesar de sus flaquezas y la
habilidad de tolerar un amplio rango de emociones.

McWilliams alude a los diferentes aproximaciones terapéuticas dirigidas a pacientes del nivel
límite, que en general se dirigen específicamente al Trastorno de Personalidad Límite del
DSM y no al nivel límite en todos los tipos de personalidad. Cada una de esas aproximaciones
ha resaltado una dimensión característica de este trastorno, vienen de distintas tradiciones
teóricas y plantean diferentes etiologías y diferentes estrategias terapéuticas, sin embargo,
concluye la autora, a pesar de todo es llamativo el amplio consenso práctico sobre los
principios generales del tratamiento, que a continuación ella resume.

Salvaguardar los límites de la terapia. Con personas cuyo núcleo ansioso tiene que ver con
temas de separación/individuación es perturbador más que contenedor el permitir que se
incumplan los límites, porque, como los adolescentes, si no tienen límites explícitos tiende a
presionar hasta que encuentran lo que no se ha establecido en el encuadre.

Poner palabras a los estados emocionales contrastantes. Frente a los pacientes neuróticos,
que toleran la interpretación de lo que no han admitido en su conciencia porque la ven como
una ayuda y no se sienten en general humillados por ella, los pacientes límites la viven como
un ataque, se sienten criticados, debido a su tendencia a estar en un estado u otro más que
en un marco mental que puedan experimentar la ambivalencia y la ambigüedad. Este
fenómeno se explica por la inmadurez en la capacidad reflexiva, lo que hace necesario que se
aporte esta función a la vez que se interpreta. Por ejemplo, ante una mujer de nivel neurótico
que relata su relación con una amiga que está en una situación de competencia pero sin
nombrar ningún sentimiento negativo, se le podría decir “Pero también te gustaría matarla”;
sin embargo, si está en el nivel límite la intervención podría ser “Puedo ver cuánto significa
Mary para ti. Es posible, sin embargo, que haya también una parte de ti-una parte que tú no
actuarías, por supuesto-por la que te gustaría librarte de ella porque de alguna manera ella
compite contigo”.

Interpretar los procesos defensivos en estos pacientes requiere también una especificidad,
debido a que las defensas son tan primitivas y se dan en toda la gama de estados mentales.
Es necesario la interpretación de la situación emocional del aquí y ahora. Por ejemplo, si
aparece la rabia no está deformada por el desplazamiento o la proyección, sino por la
identificación proyectiva. Entonces el paciente provocará su sentimiento de ser malo y su
rabia en el terapeuta, pero a la vez no se libra él mismo de sentir ambos, sino que los retiene
a pesar de la proyección. Este es el precio que, sostiene McWilliams, se paga por la
separación psicológica inadecuada, que no se libran del sentimiento proyectado, sino que lo
mantienen a la vez que necesitan hacer que sea justificado para no sentirse locos: porque el
terapeuta es hostil, él está enfadado. Un ejemplo de intervención terapéutica en este caso
sería: “Pareces tener la convicción de que eres malo. Estás enfadado por eso, y estás
manejando ese enfado diciendo que yo soy quien es malo, y que es mi enfado el que causa el
tuyo. ¿Podrías imaginar que tanto tú como yo podríamos ser una combinación de bueno y
malo?”. Así se iría transmitiendo una visión de la realidad matizada y no en blanco o negro.

McWilliams sostiene que una técnica útil para ella ha sido pedir ayuda al paciente para
resolver los dilemas en que suele colocarse el terapeuta. En esta técnica, es importante que
las intervenciones sean articuladas desde la perspectiva de los propios motivos de uno, más
que desde los motivos que se infieren en el paciente, no decir “Te colocas en una actitud en la
que cualquier cosa que digo es equivocada”, sino “Estoy intentando hacer lo correcto como tu
terapeuta, y me encuentro a mí misma atascada. Estoy preocupada de que si hago X no seré
de ayuda en una dirección, y si hago Y te decepcionaré en otra”.

Promover la individuación y desanimar la regresión. Para la autora, lo que suele ocurrir es que
los pacientes del nivel límite provocan en el terapeuta contratransferencias amorosas cuando
están deprimidos o asustados, y odio cuando están beligerantes, con lo cual el terapeuta se
encuentra sin darse cuenta promoviendo la regresión y castigando sus intentos de
individuación. Se trata entonces de actuar contraintuitivamente: ser relativamente insensibles
a estados de desamparo y mostrar aprecio por la asertividad, aunque sea en forma de enfado
oposicionista.

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Interpretar durante los estados más calmos. Contrariamente a los pacientes neuróticos, con
los que es más efectivo interpretar en estados de activación emocional, en los pacientes límite
es lo contrario, porque están demasiado alterados para aceptar o asimilar las interpretaciones.
Intervenir cuando haya pasado el momento de intensidad emocional, no en medio de él.

Por último, respetar los datos contratransferenciales: “Las respuestas imaginarias, afectivas e
intuitivas cuando se está con un paciente límite pueden aportar mejores datos sobre la
esencia de lo que está ocurriendo entre las dos personas que la reflexión cognitiva sobre el
contenido de la comunicación del paciente o recurrir a las ideas sobre la teoría y la técnica”
(p.93). Se trata entonces de hacer devoluciones a los pacientes que contengan el
conocimiento adquirido a raíz de nuestras emociones contratransferenciales. Un ejemplo es el
de un paciente paranoide que en la terapia con una analista joven siente que es maltratado
por una autoridad y está indignado, la terapeuta se siente débil, pequeña, temerosa de la
crítica del paciente y con fantasías de ser atacada; ella podría decir algo como “Sé que te
estás sintiendo enfadado y fuerte, pero pienso que también puede haber una parte de ti en
que te sientes débil, ansioso, y con miedo de ser atacado”. La autora advierte, dirigiéndose a
la controversia sobre el uso abusivo del concepto de identificación proyectiva, que no se trata
de que todo lo que siente el terapeuta con un paciente límite ha sido “puesto en él” por éste.
La contratransferencia, como la transferencia, es siempre una mezcla de material generado
externa e internamente y que pesa a veces más en una dirección o en la otra, y tan malo es la
tendencia minimizar lo de uno mismo como lo del otro. McWilliams reconoce que su estilo, de
acuerdo a su propia personalidad, es ser más emocionalmente “real” con los pacientes límite
que con los de nivel neurótico, ya que intentar ser “neutral” con ellos, y especialmente cuando
se están autolesionando, suena falso y rígido. Contra algunos argumentos relacionales, ella
se afirma en una perspectiva de diagnóstico unipersonal, en el sentido de que trata de
entender lo que es suficientemente consistente en un paciente como para que éste tienda a
comportarse de una determinada manera en cualquier relación; sin embargo, aboga por no
perder de vista en el tratamiento que uno como observador es parte de lo observado, que la
relación es coconstruida y se debe asumir las contribuciones propias. Los pacientes límite se
alivian cuando el terapeuta comparte la responsabilidad de lo que ocurre entre ambos.

Capítulos 5 y 6. Procesos defensivos

Que McWilliams dedique dos capítulos a las defensas manifiesta la importancia que da a
estos procesos tanto para evaluar el nivel de personalidad como el tipo de personalidad. Para
ella lo que llamamos defensas en el psicoanálisis son simplemente modalidades de
funcionamiento del psiquismo que además pueden usarse con función defensiva, pero no
necesariamente, por tanto resalta un concepto positivo de estor procesos. “A lo que nos
referimos como defensas en los adultos son modos globales, inevitables y adaptativos de
experienciar el mundo” (p.100). De hecho, cada defensa tiene unos orígenes normales, y
pueden después tener funciones adaptativas o desadaptativas. Ella empieza describiendo el
funcionamiento adaptativo de cada defensa (adaptaciones creativas), y después el patológico.

La autora diferencia dos tipos de defensas, las primarias, más inmaduras, y las secundarias,
más maduras. Las primarias se corresponden con los modos en que creemos que el infante
naturalmente percibe el mundo. Si se considera primaria, una defensa tiene típicamente dos
cualidades asociadas con la fase preverbal del desarrollo: 1) no se ha conquistado el principio
de realidad y 2) la carencia de apreciación de la separación y la constancia de lo que está
fuera del self. Las defensas primarias implican pérdida de los límites entre el self y el mundo
externo y operan de un modo global e indiferenciado, implicando la totalidad de la persona
(pensamiento, sentimiento, sensación y conducta). Las defensas secundarias tratan más con
los límites internos, como los que hay entre yo o superyó y ello, o entre el observador y las
partes experienciales del yo, y provocan transformaciones específicas de pensamiento,
sentimiento, sensación o conducta, o algunas combinaciones de éstos. Sin embargo, la autora
reconoce puntualmente que la separación conceptual entre ambos tipos es, de todos modos,
algo arbitraria (p.102). Por otro lado, muchas modalidades de defensa tienen en sí mismas
formas más primitivas y más maduras.

La preferencia por el tipo de defensas depende de la interacción entre cuatro factores: 1)


temperamento constitucional, 2) la naturaleza del estrés que se sufre en la niñez temprana, 3)
las defensas modeladas por los padres y otras figuras significativas, y 4) las consecuencias

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experimentadas de usar un tipo particular de defensas (reforzamiento).

Las defensas usadas diferencian el nivel de organización de la personalidad en tanto que las
personas más trastornadas no usan defensas más elaboradas o maduras, pero no en que
usen las primarias, porque estas en alguna medida las usamos todos. “Es la ausencia de
defensas maduras, no la ausencia de las primitivas, lo que caracteriza la estructura límite o
psicótica” (p.103). También hay diferencia en la rigidez en el uso de las defensas, mientras
más flexible y plástico sea el sujeto, más defensas pueda usar dependiendo del momento,
más sano es.

Una de las características de los procesos defensivos de alto nivel es que no se encuentran
tipos de personalidad particulares que reflejen la sobredependencia de ellos, la gente sana
tiende a usar más defensas maduras pero también a manejar la ansiedad con mayor variedad
de recursos defensivos.

Entre los procesos defensivos primarios están los siguientes:

La retirada extrema, manifiesta ya por el bebé cuando se defiende de un adulto invasivo


quedándose dormido, supone entrar en un estado de conciencia diferente de manera
automática para protegerse. La desventaja de esta defensa es que evita a la persona una
participación activa en el problema interpersonal que podría resolver, como ocurre a las
personalidades esquizoides. La principal ventaja es que aunque implica un escape psicológico
de la realidad, requiere poca distorsión de ella. En el extremo más saludable de la escala
esquizoide, se encuentra gente muy creativa, artistas, escritores, científicos, filósofos y
religiosos, personas talentosas cuya capacidad de permanecer fuera de la mirada
convencional les da una capacidad única para ser originales en sus aportaciones.

La negación también se observa ya en los infantes, se trata de no aceptar lo que está


ocurriendo. Ocurre automáticamente en todos nosotros cuando nos enfrentamos a cualquier
catástrofe, la respuesta inicial de alguien que escucha que ha muerto alguien cercano es decir
“¡Oh, no!”, una respuesta enraizada en el pensamiento prelógico infantil, por el cual si no me
entero de algo, eso no está ocurriendo. La mayoría de nosotros la usamos ocasionalmente
para hacer nuestra vida más placentera, y algunos específicamente para tratar asuntos que le
causan estrés específico, por ejemplo, una persona que se siente herida en situación en que
no es apropiado o es contraproducente llorar es más probable que niegue su sentimiento de
estar herida a que lo reconozca plenamente pero conscientemente inhiba su respuesta de
llanto. En un nivel menos benigno, los resultados no son buenos, como cuando se niega la
posibilidad de tener cáncer y se evita ir a revisiones médicas, o se niega que la pareja es
abusiva, o que uno es alcohólico. El ejemplo más claro en la psicopatología es la negación
maníaca. La gente leve o medianamente hipomaníaca puede ser encantadora, como lo son
muchos actores y cómicos, por su elevada energía, su juego con las palabras y su contagioso
estado de ánimo, pero el lado depresivo de tales personas y el precio psicológico que pagan
por su encanto maníaco con frecuencia no se ve más que por los amigos cercanos.

El control omnipotente se da normalmente en la infancia cuando el bebé por ejemplo tiene


frío, un cuidador lo percibe y lo arropa, y entonces aquél tiene la experiencia de haber
provocado ese calor mágicamente. La actitud adulta madura de asumir que el poder de uno
tiene límites necesita como precondición la experiencia emocional opuesta en la infancia, ya
que es necesaria suficiente seguridad en la vida temprana y haber desarrollado y disfrutado
libremente ilusiones de control y de la propia omnipotencia y la de aquellos de quienes se
depende. Algunos restos de aquella omnipotencia quedan en todos nosotros y contribuyen a
sentimientos de competencia y efectividad en la vida. Pero para alguna gente, sentir un
control omnipotente e interpretar las experiencias como resultantes del poder propio sigue
siendo atractivo, si es así la personalidad se organiza alrededor de la búsqueda y disfrute de
esta sensación a costa de relegar preocupaciones prácticas y éticas, y tenemos entonces las
personalidades de rango psicopático o antisocial.

La idealización y devaluación extrema tiene su origen en la necesidad de los niños


pequeños de sentir que su madre o padre es capaz de actos suprahumanos, para evitar el
terror, así como para evitar la vergüenza fusionándonos con el objeto idealizado. Todos
idealizamos, acarreamos remanentes de la necesidad de atribuir gran valor a las personas de

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quienes dependemos emocionalmente; la idealización es un componente esencial del amor


maduro, y la tendencia a desidealizar o devaluar a aquellos que fueron nuestros apegos en la
niñez es una parte importante del proceso de separación-individuación en la adolescencia. En
la vida adulta, en general mientras más dependiente es alguien mayor es la tentación de
idealizar. Las personalidades narcisistas se caracterizan porque viven midiendo todos los
aspectos de la condición humana para comparar lo valiosos que son ellos, están fuertemente
motivados a buscar la perfección fusionándose con objetos idealizados, se esfuerzan por ser
perfectas y tiene tendencias a compararse a sí mismas con otros devaluados. La devaluación
primitiva es una cara inevitable de la necesidad de idealizar, mientras más se idealiza un
objeto más radical es la devaluación en la cual podrá caer. La modificación de la idealización
primitiva es un objetivo de toda terapia psicoanalítica de larga duración, pero es
especialmente relevante en los clientes narcisistas por el grado de infelicidad en sus vidas y
en la gente que intenta quererlos.

Proyección, introyección e identificación proyectiva son procesos relacionados, porque


proyección e introyección representan caras de una misma moneda, en ambas hay una
permeabilidad de los límites entre el self y el mundo. Cuando ambos procesos se dan juntos,
tenemos la defensa llamada identificación proyectiva. La proyección en sus formas benignas
es la base de la empatía; en sus formas malignas genera malentendidos peligrosos y daño
interpersonal, al distorsionar el objeto sobre el que se proyecta, o cuando lo que se proyecta
consiste en partes muy negativas desapropiadas del self. Sostiene McWilliams que la
paranoia no es en absoluto inherente a la actitud de sospecha, porque ésta puede estar
basada en observaciones realistas, en la experiencia, o puede derivarse de la vigilancia
postraumática; de igual modo, el hecho de que una proyección se ajuste al objeto no la hace
menos proyección y, a su vez, puede haber otras razones no defensivas para malinterpretar
los motivos de alguien. La introyección es el proceso por el cual lo que pertenece al afuera se
interpreta como interno, algo que hoy día se entiende por el funcionamiento de las neuronas
espejo. En su forma más problemática, la introyección patológica es “identificación con el
agresor”, por la cual la persona traumatizada adquiere cualidades de los abusadores para
adquirir un sentimiento de control, mecanismo particularmente evidente en las disposiciones
caracterológicas hacia el sadismo, la explosividad y lo que con frecuencia se denomina
impulsividad. La introyección está implicada también en algunas personalidades depresivas, y
en los niños que se autoinculpan para proteger su imagen interna de sus cuidadores que le
maltratan. La identificación proyectiva es un mecanismo hoy día controvertido en la literatura
analítica, y la autora explica que su propia posición al respecto es que la proyección y la
introyección son fenómenos en un continuo, desde más primitivos a más avanzados; en el
polo más primitivo ambos procesos se fusionan por su confusión similar de lo interno y lo
externo. McWilliams ilustra con un ejemplo la diferencia entre la proyección madura, en un
paciente A que dice “Sé que no tengo razón para creer que eres crítica conmigo, pero no
puedo evitar pensar que lo eres”, a la más primitiva representada en un paciente B que dice,
en tono acusatorio: “¡Cortas todo amor para cruzarte de brazos y juzgar a la gente y no doy
una mierda por lo que tú piensas!”. El paciente A mantiene su capacidad para la reflexión, el B
no, su proyección es egosintónica. Además, ambos difieren en la medida en que la proyección
tiene éxito en eliminar el sentimiento proyectado, el paciente A siente alivio al hacerla, pero B
sigue sintiendo el mismo sentimiento (actitud crítica) después de proyectarlo, lo que se ha
llamado (Kernberg) “mantener la empatía” con lo proyectado. Una última diferencia consiste
en los diferentes efectos emocionales que tienen sus comunicaciones en el otro, mientras que
con A es fácil mantener la alianza terapéutica, con B el terapeuta se sentirá exactamente
como el tipo de persona que B está convencido que es. La identificación proyectiva es por eso
un reto a las capacidades del terapeuta, quizá es la operación que más amenaza su confianza
en su propia salud mental. Como la escisión, la identificación proyectiva se da en las
personalidades con nivel de organización límite, en particular con las de tipo paranoide. Sin
embargo, contrariamente a lo que se piensa, no es un proceso usado sólo en el nivel límite,
sino que hay muchas formas más benignas de este proceso que operan en la vida cotidiana,
como cuando lo que se proyecta implica afectos amorosos y joviales, o como cuando, a pesar
de que lo que se proyecta es negativo, si no es un proceso intenso, continuo y no modulado
por otros más maduros, no es peligroso.

La escisión del yo viene de la época preverbal en la que el infante no aprecia que sus
cuidadores tienen cualidades buenas y malas, asociadas con experiencias buenas y malas
con ellos, ya que antes de tener una constancia de objeto no se puede apreciar la
ambivalencia, porque ésta implica sentimientos opuestos hacia un mismo objeto. En la vida
adulta, la escisión queda como un modo atractivo y poderoso de sentir experiencias
complejas, especialmente cuando son amenazadoras. El mecanismo puede ser efectivo en

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sus funciones de reducir la ansiedad y mantener la autoestima, aunque siempre implica


distorsión. Clínicamente, la escisión es evidente cuando un paciente expresa una actitud no
ambivalente y mira su opuesta como completamente desconectada. Es frecuente en los
personas de organización límite. En el contexto de los hospitales psiquiátricos, estos
pacientes no solo se escinden internamente sino que crean, vía identificación proyectiva, la
escisión en el personal, que se encuentra dividido entre los que sienten una enorme simpatía
y ganas de apoyar y rescatar al paciente, y los que sienten una igualmente poderosa antipatía
y ganas de confrontarlo y establecer límites.

La somatización se origina cuando los niños no son ayudados por sus cuidadores a poner
sus sentimientos en palabras, entonces tienden a expresarlos en estados corporales
(enfermedades) o acción. Nuestras primeras reacciones al estrés en la vida son somáticas, y
muchas permanecen siendo básicas como respuesta, como la respuesta de lucha/huída
/congelamiento ante el estrés, o como ponerse colorado ante la vergüenza. Es parte de la
maduración el dominio del lenguaje para describir experiencias que se sienten originalmente
en el cuerpo. Se sabe que el apego inseguro y una historia de trauma infantil están asociados
con la somatización, así como todo esto se correlaciona con la falta de integración del self. La
somatización es común en la patología más severa de la personalidad, y la gente que
responde con regularidad al estrés con somatización se considera como personalidad
somatizante en el PDM (Psychoanalytic Diagnostic Manual). McWiliams alerta de que no
debería tomarse sin reflexión la conclusión de que una persona que se queja de dolor físico a
un terapeuta está usando la defensa de somatización, ya que por un lado el estrés de la
enfermedad en sí puede causar reacciones regresivas, y por otro la gente puede enfermar
porque están deprimidas inconscientemente.

La actuación defensiva (acting out) consiste en poner en acción lo que uno no tiene
palabras para expresar, y por tanto es una operación preverbal por definición. En el acting out
como defensa individual, creando escenarios perturbadores la persona inconscientemente
ansiosa cambia de pasiva a activa, transformando una sensación de indefensión y
vulnerabilidad en una experiencia de agencia y poder, aunque sea representando un drama
negativo. El “acting out” o “enactment” propiamente hablando se considera una expresión de
actitudes transferenciales cuando el paciente no se siente suficientemente seguro, o
emocionalmente articulado, para expresarlas en palabras. Las personas que se basan en la
actuación para tratar con sus dilemas psicológicos entran en la categoría de personalidades
impulsivas. La gente organizada histéricamente es famosa por actuar escenarios sexuales
inconscientes, las personas adictas de todo tipo pueden conceptualizarse como actuadoras, la
gente con compulsiones es por definición actuadora cuando sucumben a la presión hacia sus
actos compulsivos, y la gente psicopática puede estar reactuando un patrón de manipulación.

La sexualización puede considerarse un subtipo de actuación, aunque puede haber


sexualización sin actuación, como la erotización. La experiencia clínica, desde Freud, ha
mostrado que con frecuencia la actividad y la fantasía sexual se usan defensivamente, para
manejar la ansiedad, para restaurar la autoestima, para eliminar la vergüenza, o para evitar un
sentimiento de muerte interior. La gente puede sexualizar cualquier experiencia con la
intención inconsciente de convertir terror, dolor u otra sensación abrumadora en excitación.
Estudios con personas con tendencias sexuales inusuales han mostrado la transformación de
experiencias infantiles que abrumaron la capacidad de afrontamiento el niño y se
transformaron en sexualización autoiniciada del trauma. En el otro lado del espectro
sadomasoquista, la violación es la sexualización de la violencia. Hay diferencias de género en
lo que tiende a ser sexualizado, las mujeres sexualizan más la dependencia y los hombres
sexualizan más la agresión. Alguna gente lo hace con el dinero, la suciedad, el poder…

La disociación extrema es una defensa primaria cuando funciona globalmente en toda la


personalidad. McWilliams se muestra de acuerdo con los autores relacionales en que es una
cuestión de grado lo que diferencia el dolor de una persona del trauma de otra, y en que la
disociación existe en un continuo desde normal y menor a aberrante y devastadora. La
disociación es una reacción normal al trauma, y todos los adultos supervivientes de traumas
sufren de trastorno disociativo crónico, llamado actualmente Trastorno de Identidad
Disociativo. Los estudios neuropsicoanalíticos están ahora empezando a describir lo que
ocurre en el cerebro en los estados de disociación.

Los procesos defensivos secundarios son los siguientes:

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La represión fue descrita por Freud como basándose simplemente en alejar algo de la
conciencia. El proceso puede aplicarse a una experiencia completa, al afecto conectado con
una experiencia, o a las fantasías y deseos asociados a ella. Freud vio la operación de la
represión en las experiencias traumáticas como violación o tortura, que la víctima no puede
posteriormente recordar; nuestro conocimiento actual de los procesos cerebrales sugiere que
la represión no es un concepto certero para conceptualizar los problemas de recuerdos
traumáticos. La teoría analítica posterior aplicó el término “represión” más a las ideas
generadas internamente que al trauma, y es la versión que más ha quedado en psicoanálisis,
en la cual uno debe haber adquirido un sentido de totalidad y continuidad del self antes de
poder manejar los impulsos perturbadores por la represión. Como todas las defensas, la
represión se vuelve problemática solo cuando 1) fracasa en su objetivo de mantener lo
perturbador fuera de la conciencia y acomodarse mejor a la realidad, 2) es un obstáculo para
aspectos más positivos de la vida, y 3) opera excluyendo otras formas de afrontamiento más
exitosas. La represión se ha considerado la marca de la personalidad de tipo histérico. Un
elemento de represión está presente en la mayoría de las operaciones defensivas de alto
nivel, aunque puede argumentarse que la negación, más que la represión, opera cuando no
está claro si la persona fue originalmente consciente de algo antes de excluirlo de la
conciencia.

La regresión, un proceso familiar a cualquier progenitor que ve el retroceso de su hijo en sus


hábitos madurativos cuando está cansado o hambriento. En la psicoterapia y psicoanálisis, la
tendencia se observa cuando un paciente, tras conseguir un nuevo modo de comportamiento,
con frecuencia cambia al viejo en sesiones siguientes. En ambos casos se muestra que el
progreso no sigue una trayectoria lineal, sino una fluctuación. En sentido estrictamente
defensivo, el proceso ha de ser inconsciente, como en el caso de la mujer que
involuntariamente vuelve a sus modos relacionales complacientes, de niña pequeña, tras
tomar conciencia de alguna ambición, o el hombre que se vuelve agresivo o rudo con su
mujer justo después de conseguir un mayor grado de intimidad con ella. Alguna gente
hipocondríaca usa la regresión al rol de enfermo como medio principal de afrontar los
aspectos perturbadores de sus vidas. Cuando la regresión, con o sin hipocondría, constituye
la estrategia nuclear ante los desafíos de la vida, tenemos una personalidad infantil.

El aislamiento del afecto es un modo en que alguna gente trata de aliviarse de la ansiedad,
el aspecto afectivo de una experiencia o idea se aísla o desconecta de su dimensión
cognitiva. Puede ser de gran valor, como en el cirujano al operar, el general al planear la
estrategia de la batalla o el policía que investiga crímenes violentos. El entumecimiento
psíquico descrito como consecuencia de las catástrofes es una operación de aislamiento
afectivo a nivel social. En situaciones extremas su utilidad adaptativa es más discriminativa
que la disociación porque la experiencia no está totalmente eliminada de la vivencia
consciente, pero su significado emocional queda ausente, de hecho muchos analistas
contemporáneos la consideran un subtipo de disociación. Cuando es una defensa principal y
el patrón de vida refleja la sobrevaloración del pensamiento y la minusvaloración del
sentimiento, se considera que hay una estructura de personalidad obsesiva.

La intelectualización es una versión de más alto orden del aislamiento del afecto desde el
intelecto. Se puede pensar sobre los sentimientos “Bueno, naturalmente siento algún enfado
sobre esto”, pero con un tono desapegado. La intelectualización maneja el exceso emocional
normal del mismo modo que el aislamiento maneja la sobreestimulación traumática, muestra
fuerza del yo considerable para pensar racionalmente en situaciones llenas de significado
emocional y, en la medida en que los aspectos afectivos puedan procesarse con más
conciencia, la defensa opera con efectividad. Pero cuando alguien es incapaz de dejar una
posición defensivamente cognitiva, antiemocional, aunque se le provoque, los demás le
suelen considerar deshonesto, y la sexualidad, la expresión artística u otras dimensiones
pueden quedar innecesariamente truncadas si la persona depende de esta defensa para
afrontar su vida.

La racionalización es una defensa muy familiar, que puede entrar en funcionamiento cuando
uno fracasa en conseguir algo querido y luego concluye que realmente no lo deseaba. Cuanto
más inteligente y creativa es la persona, más probable es que sea una buena o buen
racionalizador. Opera de modo benigno cuando permite que alguien saque lo mejor de una
experiencia difícil con el mínimo resentimiento, pero la desventaja es que prácticamente
cualquier experiencia puede ser racionalizada, como el padre que golpea al hijo pensando

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que es por educarlo, o el terapeuta que sube sus honorarios sin consideración pensando que
será beneficioso para el proceso terapéutico.

La moralización está cerca del proceso anterior, uno busca inconscientemente bases
moralmente aceptables para una actuación, busca sentir que uno hace lo que debe al actuar
así. Es la defensa principal de una organización de personalidad llamada masoquismo moral,
y también alguna gente obsesiva y compulsiva usa esta defensa. En psicoterapia, el paciente
que moraliza puede crear dilemas al clínico, porque al confrontar al paciente una actitud
autodestructiva éste ve al terapeuta como moralmente deficiente. La moralización ilustra la
idea de que aunque una defensa pueda considerarse “madura”, puede ser muy resistente a la
influencia terapéutica.

La compartimentalización es otra defensa intelectual, más relacionada con los procesos


disociativos. Su función es permitir que condiciones conflictivas existan sin confusión, culpa,
vergüenza o ansiedad inconsciente. Si el aislamiento implica un abismo entre cognición y
emoción, en la compartimentalización hay un abismo entre cogniciones incompatibles. Se
sostienen dos o más ideas, actitudes o conductas que están esencialmente en conflicto, sin
apreciar la contradicción. En el polo más patológico hay gente muy humanitaria en la esfera
pública que abusa de sus hijos en la privacidad de su hogar. Pero atención, si un acto se
comete con un claro sentimiento de culpa, o en un estado disociado en el momento de la
actuación, no se puede llamar propiamente compartimentalización, el término se aplica sólo si
las actividades o ideas discrepantes son ambas accesibles a la conciencia.

La anulación del acto es un sucesor del control omnipotente. Hay un esfuerzo inconsciente
en contrabalancear algún afecto, como culpa o vergüenza, con una actitud o conducta que
mágicamente lo borra. Por ejemplo, el marido que llega a casa con un regalo que tiene el
objetivo de compensar la bronca explosiva de la noche anterior, pero si el motivo es
consciente no podemos técnicamente hablar de anulación, sólo se aplica cuando no hay
conciencia de la vergüenza o la culpa o del deseo de expiarla. Cuando la anulación es una
defensa central en el repertorio de un sujeto tenemos la personalidad compulsiva. McWilliams
aclara que el concepto de compulsividad es neutral respecto a contenido moral, y puede
haber humanitarios compulsivos. La persona que usa este proceso para fines creativos, como
escribir una novela, no constituye un problema, pero para el que sufre de pensamientos que
se imponen a la mente (obsesiones) o actos persistentes no deseados (compulsiones)
pueden estar desesperados por ayuda. Al describir la personalidad, lo “obsesivo” se aplica a
estilos de pensamiento, y lo “compulsivo” a modos de actuación o adaptación.

La vuelta contra sí mismo consiste en redirigir un afecto o actitud negativa desde un objeto
externo hacia el self. Es algo común en los niños, que dependen por completo de sus
cuidadores adultos, y aunque la autocrítica concluya en sentimientos displacenteros hacia sí
mismo, es preferible a reconocer una amenaza real si no se tiene ningún control para cambiar
las cosas. La mayoría de nosotros mantenemos algo de esta tendencia por la ilusión que da
este proceso de estar más en control sobre situaciones perturbadoras. La vuelta contra sí
mismo se considera una versión más madura que la introyección, porque en este caso la
crítica externa no es asumida por completo, aunque uno se identifica con la actitud crítica en
alguna medida. El uso abusivo y compulsivo de esta defensa es común en las personalidades
depresivas y en la versión relacional del masoquismo caracterológico.

El desplazamiento consiste en redireccionar una pulsión, emoción, preocupación o conducta


desde su objeto inicial a otro porque la dirección original es por alguna razón provocadora de
ansiedad. Puede desplazarse la lujuria en el fetichismo sexual, explicándose como cambio del
interés erótico desde los genitales humanos a alguna otra área, como pies o los zapatos. La
ansiedad también puede desplazarse, y cuando ésta cambia desde originarse en un área de
tensión hacia un objeto específico que simboliza el fenómeno amenazador se considera una
fobia. Cuando se tiene un patrón de preocupaciones en muchos aspectos de la vida, lo
consideramos un carácter fóbico. Pero la psicología fóbica se diferencia de los temores que
se originan en el trauma (si uno evita los puentes porque una vez sufrí un horrible accidente,
mi evitación es un fenómeno postraumático, pero si inconscientemente simbolizo en los
puentes una transición vital, o la muerte, entonces es una fobia.) La transferencia clínica
contiene desplazamiento, así como proyección. Las formas benignas de desplazamiento
incluyen dirigir la agresividad hacia actividades creativas y redirigir impulsos sexuales desde
un objeto sexual prohibido hacia una pareja adecuada.

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La formación reactiva implica la conversión de un afecto negativo a uno positivo y viceversa,


como transformación de odio en amor, o de anhelo en desprecio, o de envidia en atracción.
Se puede ver claramente en el niño de tres o cuatro años que ante un nuevo hermanito
maneja sus sentimientos de rabia y celos por ser desplazado y los convierte en amor hacia el
recién nacido, pero para los observadores hay algo excesivo o falso en la disposición
emocional consciente, que lo delata. Funciona para negar la ambivalencia, ya que en
psicoanálisis pensamos que ninguna disposición es totalmente univalente, y en la formación
reactiva uno se persuade a sí mismo de que todo lo que siente es una polaridad de una
respuesta emocional compleja, por tanto se presupone que en la vida adulta ese mecanismo
es menos necesario. Es una defensa prevalente en las psicopatologías en que los
sentimientos hostiles y agresivos causan ansiedad y se experimentan como en peligro de
descontrol, como en la gente paranoide, en los obsesivos y los compulsivos.

Vuelta en lo contrario implica cambiar desde la posición de sujeto a objeto o viceversa, como
cuando se cambia el anhelo de ser cuidado por otro a cuidar a otro, evitando así lo que se
siente como vergonzoso o peligroso, pero identificándose con la persona que está
gratificándose de ser cuidada. Ocurre mucho a los terapeutas que con frecuencia se sienten
incómodos con su propia dependencia pero les gusta que otros dependan de ellos. El
mecanismo tiene la ventaja de cambiar desde un rol del que responde al que inicia y opera
constructivamente cuando la situación es intrínsecamente negativa. Pero por otro lado
también este mecanismo puede suponer un reto en la psicoterapia, y McWilliams pone un
caso de ejemplo en el que el paciente se colocaba siempre en la posición de analizarla a ella,
la analista; esto se derivaba de una niñez en la que su madre no le había aportado seguridad
para vivenciar la dependencia, especialmente de una figura femenina, y como consecuencia,
al evitarlo le hacía difícil en su vida llegar a establecer una relación de reciprocidad.

La identificación no se refiere siempre a un proceso defensivo, pero muchos ejemplos de


identificación están motivados por necesidad de evitar ansiedad, duelo, vergüenza, o a
restaurar un sentido cohesivo del self y una autoestima amenazados. Es en sí mismo un
proceso neutral, que puede ser positivo o negativo dependiendo de quién sea el objeto de
identificación, y gran parte del proceso terapéutico está dirigido a repensar las identificaciones
antiguas y problemáticas que se produjeron automáticamente y resolvieron en el niño
problemas de ese momento, pero después causan conflictos en la vida adulta. La
identificación se usa como defensa con frecuencia cuando una persona está bajo estrés
emocional, como la muerte o la pérdida, en ambos caso se pierde el objeto amado y la
identificación lo sustituye en el mundo emocional interno del sujeto. Las experiencias de
conversión contienen componente de identificación defensiva, e incluso personas más sanas
con áreas de identidad perturbadas, como por ejemplo una mujer organizada histéricamente
con sentimientos inconscientes de que su género es un problema, puede identificarse con
alguien que parezca manejar mejor las dificultades vitales. La capacidad del ser humano para
identificarse con los objetos de amor nuevos probablemente es el principal medio a través del
cual la gente se recupera del sufrimiento emocional, así como es un medio principal en la
psicoterapia y en todo tipo de cambio. En el tratamiento psicoanalítico, la propensión del
paciente a hacer identificaciones con el terapeuta se valora por su potencial terapéutico pero
también se ve como riesgo porque puede dar lugar al abuso.

La sublimación permanece como concepto en la literatura psicoanalítica referido a cuando


se encuentra un camino creativo y útil de expresar impulsos y conflictos problemáticos. Se la
considera el apogeo del desarrollo del yo, y eso dice mucho de la actitud básica psicoanalítica
hacia el ser humano y nuestros potenciales y límites inherentes, y sobre los valores implícitos
en que se basa el diagnóstico psicoanalítico.

El humor es para la autora un tipo de sublimación, pero uno particularmente interesante.


Puede tener un aspecto no saludable, como en el caso de la necesidad constante de la broma
para evitar el inevitable dolor de la vida, lo que ocurre en la personalidad de tipo hipomaníaca.
Sin embargo, el humor maximiza nuestra capacidad de tolerar el dolor, y es defensivo en un
modo positivo, a través de él se pueden contener el miedo al ridículo, ver las realidades duras
con otra perspectiva, y ser capaces de reírse de uno mismo, lo que está en el mismo corazón
de la salud mental. Su emergencia en un paciente previamente angustiado es frecuentemente
la primera indicación de cambio interno significativo.

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Parte II. Tipos de organización de la personalidad

En esta segunda parte McWilliams va a describir los diferentes tipos de organización de la


personalidad, que pueden darse dentro de las personalidades desde las más sanas hasta las
más patológicas.

“La dinámica no es patología” (p.154), sostiene por tanto que el tipo de organización de
personalidad no indica trastorno, sino un modo determinado de funcionamiento. “Debería
recordar al lector que este libro es sobre estructura de la personalidad, no simplemente sobre
trastornos de personalidad.” (p.148). Sin embargo, le parece importante la valoración del tipo
de personalidad porque una posición terapéutica que por ejemplo ayuda a una persona
obsesiva con trastorno de depresión será diferente de una que ayuda a otra deprimida con
personalidad de tipo histérica.

La autora dedica un capítulo a cada uno de los distintos tipos, incluyendo, entre otras razones,
los que mejor conoce y omitiendo otros que le parece son variaciones de estos. Distingue
cada tipo de personalidad por 1) pulsiones, afectos y temperamento, 2) defensas y procesos
adaptativos, 3) patrones relacionales, 4) Self, 5) transferencia y contratransferencia, 6)
implicaciones terapéuticas del diagnóstico, y 7) diagnóstico diferencial. Y describe las
personalidades psicopáticas, narcisistas, esquizoides, paranoides, depresivas y maníacas,
masoquistas, obsesivo-compulsivas, histéricas (histriónicas) y disociativas. Como señalé
anteriormente, una reseña de cada uno de estos capítulos está publicada independientemente
en este mismo número de la revista.

Comentario crítico

Estudiar en profundidad el manual diagnóstico de McWilliams ha sido un placer, porque es un


pozo de sabiduría, sensibilidad y experiencia clínicas, de erudición psicoanalítica abarcadora
e integradora. El estilo de escritura de la autora es además de claro muy pedagógico,
accesible no solo para los psicoanalistas sino para cualquier clínico, incluso cualquier persona
con cultura media. Tiene la ventaja de presentar muchas viñetas de su propia experiencia, y
ofrece una visión general del abordaje clínico psicoanalítico en toda su complejidad,
incluyendo el foco en la psicología del paciente y en la del terapeuta y en lo que puede surgir
de esa conjunción. Destacan sus observaciones sobre las problemáticas transferenciales y
contratransferenciales más frecuentes en cada tipo y nivel de personalidad, y en relación con
el tipo de personalidad del analista. Destaca también la finura de sus observaciones cuando
se dirige al diagnóstico diferencial de cada tipo de personalidad y a las implicaciones
terapéuticas que estos acarrean (todo lo cual se verá en las otras reseñas).

Es una aportación importante de la autora su énfasis en el estudio de la personalidad más allá


de lo patológico, en consonancia con lo que nos diferencia a los psicoanalistas de otras
aproximaciones clínicas. En psicoanálisis siempre hemos concebido el psiquismo humano
esencialmente conflictivo, la señalada visión “trágica” de Freud, que no hace diferencias de
cualidad entre la mente sana y la patológica, y en esto la autora es un ejemplo, lo que puede
verse cuando va ilustrando el uso de cada defensa en términos funcionales o disfuncionales,
así como también cuando ella describe y ejemplifica en cada tipo de personalidad el polo
funcional frente al polo más patológico.

Por otra parte, el enfoque de McWilliams tiene aspectos cuestionables. En primer lugar, por su
propio afán integrador la autora queda presa, en algunos planteamientos, de contradicciones
lógicas y de forzamiento de la teoría sobre los datos de la experiencia. Ya he comentado que
su actitud inclusiva extrema la lleva a mantener el modelo lineal de desarrollo, sosteniendo
que es algo que aporta también una manera de entender los hechos, y basándose en que
incluso lo que es lógicamente contradictorio puede no serlo fenomenológicamente. Sin
embargo, este abordaje no la lleva siempre a buen puerto.

Por ejemplo, la autora plantea por un lado que los distintos niveles de desarrollo de la
personalidad se caracterizan por distintas ansiedades básicas prevalentes, que se
corresponden con fijación a niveles de desarrollo, y que el rango límite se caracteriza por la
ansiedad de separación, propia de la fase de separación/individuación, y se relaciona con
necesidades tempranas de apego. Por otro lado, sostiene que hay tipos de personalidad que

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suelen aparecer con más frecuencia en el rango límite, dentro de los cuales están las
personalidades psicopáticas, y las paranoides. ¿Acaso podemos pensar que estos tipos de
personalidad tienen fundamentalmente ansiedades de apego y separación? Evidentemente
no, esto muestra un forzamiento de la teoría sobre los fenómenos clínicos.

Para la autora, el trastorno límite de la personalidad no existe como tal, como trastorno
específico, parecería que ve como contradictorio mantener lo límite como un nivel de
desarrollo de organización en general, y además lo límite como un tipo específico de
personalidad. Sin embargo, sostener que no existe el tipo límite de la personalidad contradice
no solo la literatura psiquiátrica y clínica de las últimas décadas en general, sino también
aproximaciones psicoanalíticas como el SWAP de Shedler y Westen (instrumento diagnóstico
basado en conceptos y formulaciones psicoanalíticas que a la vez utiliza métodos
estadísticos), en el cual a través de la técnica factorial Q-sort, emerge el tipo de personalidad
límite-desregulado.

Puede verse este forzamiento de la teoría sobre los fenómenos clínicos como una
consecuencia de pertenecer a la clase de diagnóstico que parte de la descripción de los tipos
de personalidad en general, definiéndolos a cada uno de entrada por un tipo de self,
defensas, relaciones objetales, motivaciones, etc., rasgos todos que quedan de antemano
definidos por el tipo. Es lo que Bleichmar (1997) describe y cuestiona como “unificación
categorial forzada”, las categorías se ven como entidades homogéneas, descuidándose la
diversidad y complejidad que hay dentro de cada una de ellas.

Efectivamente, esta clase de diagnóstico se opone al diagnóstico dimensional del enfoque


Modular-Transformacional de Bleichmar, y también al enfoque ya citado del SWAP de Shedler
y Westen, en los cuales uno se enfrenta al paciente evaluando cada una de estas
dimensiones en sí mismas. Son diagnósticos dimensionales-en el sentido de que no priorizan
la visión del paciente como perteneciente a una estructura de carácter que previamente se ha
estipulado teóricamente, sino que se atiende al modo específico en que estas dimensiones se
dan y se organizan entre sí en el psiquismo del paciente. Como conclusión final, uno puede
ver que predomina un tipo de personalidad y otro, que constituye un ejemplo prototípico de tal
o cual tipo o que tiene simplemente rasgos de uno o de varios, pero lo importante es que el
paciente no queda artificialmente incluido en un esquema teórico previo y desvirtuado en sus
características específicas.

El enfoque de McWilliams es en este sentido nomotético, frente a los enfoque idiográficos de


Bleichmar y de Shedler y Westen. O bien otro modo de expresarlo, siguiendo a los autores del
SWAPP, sería decir que el abordaje de McWilliams está basado en la sindromalidad (la unidad
de diagnóstico configurada como características de personalidad relacionadas
estructuralmente entre sí), frente a los tipos de diagnóstico que priorizan el análisis de los
rasgos (que en el caso del enfoque Modular-Transformacional llamamos dimensiones) por
separado. Aunque tener en mente el esquema estructural de los tipos puede ser útil, en todo
abordaje clínico siempre deberá ser prioridad lo idiográfico sobre lo nomotético, porque
respeta la especificidad del paciente sobre todo planteamiento teórico generalizador.

Bibliografía citada del artículo original

Hurvich, M. (2003). The place of annihilation anxieties in psychoanalytic theory. Journal of the American
Psychoanalytic Association, 57, 579-616.

Panksepp, J. (1998). Affective neuroscience: The foundations of human and animal emotions. New York: Oxford
University Press.

Bibliografía de la autora de la reseña

Bleichmar, H. (1997). Avances en Psicoterapia Psicoanalítica. Hacia una técnica de intervenciones específicas.
Barcelona: Paidós.

Shedler, J., y Westen, D. (2010). The Shedler-Westen Assesment Procedure: Making diagnosis clinically
meaningful. In J.F. Clarkin, P. Fonagy y G.O. Gabbard (Eds.), Psychodynamic psychotherapy for personality
disorders (pp. 125-161). Washington, DC: American Psychiatric Association.

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