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CAPÍTULO 23

Cuando me desperté, por la mañana, me sentí algo culpable. Incluso asustada. Solo
porque no le hubiera devuelto a Maxon el tirón de oreja no quería decir que no pudiera
presentarse en mi habitación en cualquier momento. Podrían habernos pillado. Si alguien tuviera
la más mínima idea de lo que había hecho…
Aquello era traición, y en palacio solo tenían una respuesta para la traición. Pero había
una parte de mí a la que no le importaba. En los confusos momentos del despertar reviví cada
mirada en los ojos de Aspen, cada caricia, cada beso. ¡Lo echaba tanto de menos! Ojalá
hubiéramos tenido más tiempo para hablar. Necesitaba saber qué pensaba Aspen, aunque la
noche anterior me había dado algunas pistas. ¡Era tan increíble —después de intentar con tanto
ahínco dejar de desearlo— que aún me quisiera!
Era sábado, y se suponía que debía ir a la Sala de las Mujeres, pero no podía soportar la
idea. Necesitaba pensar, y sabía que con el incesante parloteo de allí abajo aquello sería imposible.
Cuando llegaron mis doncellas, les dije que me dolía la cabeza y que me quedaría en la cama.
Fueron de lo más solícitas, me trajeron comida y me limpiaron la habitación haciendo el
mínimo ruido posible. Casi me sentí mal por mentirles. Pero tenía que hacerlo; no podía
enfrentarme a la reina y a las chicas, y tal vez a Maxon, mientras tuviera la mente tan bloqueada
con la imagen de Aspen.
Cerré los ojos pero no dormí. Intenté averiguar cómo me sentía. Entonces alguien llamó
a la puerta. Me giré en la cama y me encontré con la cara de Anne, que me preguntaba en silencio
si debía responder. Me senté en la cama, me alisé el pelo y asentí.
Recé por que no fuera Maxon —temía que pudiera verme la expresión de culpabilidad en
el rostro—, pero lo que no me esperaba era ver la cara de Aspen asomando por mi puerta. Noté
que inconscientemente erguía más el cuerpo, y esperé que mis doncellas no se hubieran dado
cuenta.
—Disculpe, señorita —le dijo a Anne—. Soy el soldado Leger. He venido a hablarle a
Lady America sobre algunas medidas de seguridad.
—Sí, claro —repuso ella, sonriendo más de lo habitual e indicándole a Aspen que pasara.
Por la esquina vi que Mary le hacía una mueca a Lucy, a quien se le escapó una risita mal
disimulada.
Al oírlas, Aspen se giró hacia ellas y se tocó el sombrero.
—Señoritas.
Lucy bajó la cabeza y Mary se ruborizó tanto que sus mejillas se pusieron más rojas que

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