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CAPÍTULO 25

Noté que alguien me tiraba del brazo. Estaba oscuro: o era muy tarde, o muy temprano.
Por un instante pensé que habríamos sufrido otro ataque. Entonces supe que no era así: lo dejaba
claro la palabra usada para despertarme.
—¿Mer?
Tenía a Aspen a mis espaldas, y me llevó un momento recomponerme antes de darme la
vuelta. Sabía que tenía que hablar con él y aclarar ciertas cosas. Esperaba que el corazón me
permitiera decirlas.
Me giré y, al ver sus brillantes ojos verdes, supe que no sería fácil. Entonces observé que
había dejado la puerta de la habitación abierta.
—Aspen, ¿estás loco? —susurré—. ¡Cierra la puerta!
—No, ya lo he pensado. Con la puerta abierta, puedo decirle a cualquiera que venga que
he oído un ruido y que he entrado a comprobar que estés bien, que es mi trabajo. Nadie
sospecharía nada.
Era sencillo pero brillante. Supongo que a veces el mejor modo de guardar un secreto es
dejarlo a la vista.
Asentí.
—De acuerdo.
Encendí la lámpara de mi mesita de noche para dejar claro a los ojos de cualquiera que
pasara que no estábamos escondiendo nada. En el reloj vi que eran más de las tres de la mañana.
Evidentemente Aspen estaba satisfecho de sí mismo. Lucía una gran sonrisa, la misma
con la que solía recibirme en la casa del árbol.
—Lo has guardado —dijo.
—¿Eh?
Señaló hacia la mesita de noche, donde seguía el frasco con el céntimo dentro.
—Sí —admití—. No podía deshacerme de él.
Se le veía cada vez más esperanzado. Se giró para mirar hacia la puerta, como para
comprobar que no hubiera nadie. Entonces se agachó para besarme.
—No —dije, en voz baja, apartándome—. No puedes hacer eso.
La expresión de sus ojos estaba perdida entre la confusión y la tristeza, y me temí que

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