La Iglesia halla su fundamento en el conjunto de la historia de Dios con los hombres; nace de la dinámica global de la historia de salvación. Puede hablarse por lo tanto, de una fundación gradual de la Iglesia. Hasta ahora, analizando el comportamiento y la predicación de Jesús en el marco de una «eclesiología implícita», hemos indicado las huellas prepascuales de la Iglesia postpascual: el desarrollo de la comunidad de seguidores de Jesús hunde sus raíces en el sustrato de la acción y las palabras de Jesús. Con todo, no se niega la cesura entre el fracaso de la cruz y la luz de la pascua, lo que hace necesario continuar buscando los lazos de unión. Para ello debemos atender al papel que juega el Espíritu Santo en la formación de la Iglesia. En este sentido podemos asegurar que Dios mismo, a través del Espíritu, es el que garantiza un continuum entre esas dos etapas salvíficas diversas, mientras lleva adelante la historia dela salvación.
2.1 El envío del Espíritu Santo, momento constitutivo
A diferencia de Lucas y Juan, el evangelio de Marcos no hace ningún intento por ocultar la terrible soledad en la que debió transcurrir el final de Jesús en la cruz. Los discípulos huyen. Uno de los indicios más seguros de la huida es el hecho de que las primeras apariciones hayan tenido lugar en Galilea y no en Jerusalén. Sin embargo, por la fiesta de Pentecostés encontramos a Pedro, a los Doce y a los otros discípulos de nuevo en Jerusalén. Allí también residían simpatizantes de la causa de Jesús, como aquellas mujeres que en la mañana del primer día de la semana buscaron en vano su cadáver (cf. Mc 16,1-8). La noticia de la tumba vacía habría reforzado tanto la espera apocalíptica como su interpretación de los acontecimientos pascuales en el sentido de que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Ahí reside otra razón para regresar a la Ciudad Santa. Este desplazamiento de Galilea a Jerusalén concuerda bien con el pensamiento judío que espera y localiza allí el acontecimiento del tiempo final. Desde Sión se ofrece la salvación definitiva a todos los pueblos, en Jerusalén tendrá su comienzo el inicio del juicio y la resurrección. Allí se han instalado Pedro y sus compañeros para esperar el desenlace definitivo. En esta espera escatológica se inserta el pasaje inicial del libro de los Hechos de los Apóstoles que cuenta el restablecimiento del círculo de los Doce con la elección de Matías (cf. Hch 1,15-26). La reunión de los discípulos en Jerusalén y la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés marcan los comienzos de la Iglesia de Jesucristo. Pedro y su grupo están bajo la impresión de las apariciones y esperan en la Ciudad Santa la última aparición del Resucitado. En el marco de esta atmósfera de fiesta y de oración se sitúa el núcleo de la narración de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), un acontecimiento vivido por la comunidad primera: en medio de una asamblea tuvo lugar un fenómeno de alabanza a Dios en lenguajes incomprensibles, un hecho que fue interpretado como un estar poseídos por el Espíritu Santo. Sin embargo, otras gentes que eran espectadores, consideran que están cargados de mosto (cf. Hch 2,13). El núcleo de la narración está adornado con los motivos típicos de la teofanía: viento impetuoso y lenguas de fuego, que sirven para dar curso al milagro de las lenguas (cf. Hch 2,7-9). Aquella experiencia de oración ha debido cimentar una profunda certeza de fe que constituye a los seguidores de Jesús definitivamente en una comunidad que siente haber nacido de la experiencia del Espíritu Santo. La promesa del Espíritu parece remontarse ya a la vida de Jesús, cuando,en los albores de su muerte, promete el don del Paráclito (cf. Jn 14,16-17). Además, existía en el Antiguo Testamento y en el judaísmo una tradición que concebía la llegada del Espíritu Santo como un fenómeno del tiempo final. En este sentido, el discurso de Pedro en Pentecostés (cf. Hch 2,16-21) recurre a la profecía de Joel (cf. 3,1-5). La asamblea allí reunida interpreta aquellos hechos como el envío escatológico del Espíritu, en conexión con lo que habían anunciado los profetas: «todos se llenaron del Espíritu Santo».
2.2 El carácter pneumatológico de la Iglesia
Después de este repaso por la Escritura, es tiempo de llevar a cabo una reflexión sistemática. Visto lo visto, hay que tomar en consideración el doble origen de la Iglesia: en Jesucristo y en el Espíritu Santo. La Iglesia ha surgido de hecho de la decisión de los Apóstoles: tras reconocer que el rechazo de la fe por parte de Israel es definitivo, no se han quedado parados a la espera del reino, sino que han intentado implantar la Iglesia entre los pueblos. Los Apóstoles se sienten legitimados para esta decisión por el convencimiento de que les asiste el Espíritu del Señor y les capacita para interpretar la revelación en esta nueva situación. La Iglesia se constituye por una decisión tomada sobre la base de la fuerza del Espíritu Santo. A esto se le puede denominar origen pneumatológico de la Iglesia. Aquí se da un paso más respecto del legado histórico de Jesús, y este legado se recibe pneumatológicamente. Al mismo tiempo hemos visto que en la predicación de Jesús y en los hechos concretos del Jesús histórico, se encuentra «performados» los elementos fundamentales de la Iglesia. Por tanto, el mensaje de Jesús contiene un impulso decisivo para la Iglesia y podemos hablar de un origen cristológico. Esta dualidad se condensa en una tesis doble: a) El Jesús histórico ha puesto el fundamento de la Iglesia; b) la Iglesia ha surgido en Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo. Brevemente lo resume J. Zizoulas: «Sólo desde una perspectiva cristológica se puede hablar de la iglesia como in-stituida (por Cristo), pero desde una perspectiva penumatológica tenemos que hablar de ella como con-stituida (por el Espíritu). Cristo instituye y el Espíritu constituye». En este sentido, Y. Congar designa al Espíritu Santo como «cofundador de la Iglesia»: la Iglesia ha nacido y vive de dos misiones, la del Hijo y la del Espíritu. Es evidente que hay que evitar el dilema reduccionista entre un enfoque cristomonista, típicamente occidental y latino, que subraya la continuidad de la Iglesia con la encarnación, propiciando una fuerte orientación institucional, y un enfoque pneumatológico, más de inspiración oriental. La figura organizativa de la Iglesia, no es una prolongación rectilínea de la encarnación, sino que reposa sobre la fe en la autoridad del Espíritu Santo. En el ministerio eclesial y en la dimensión institucional se da al mismo tiempo la referencia cristiana a la permanente libertad del Espíritu que abre la esfera de lo carismático de la Iglesia. La Iglesia se renueva siempre desde y por la eucaristía, y, en este sentido, se levanta sobre un fundamento cristológico. La pneumatología aporta a la eclesiología la dimensión de la comunión: Cristo tiene un cuerpo. En definitiva, la fe en la presencia del Espíritu Santo ha legitimado la fundación de la institución eclesial y la ha posibilitado. La muerte, la resurrección y la elevación de Jesús, por un lado, y el envío del Espíritu, por otro, constituyen, pues, un único acontecimiento global. La Iglesia nació en el instante en que los discípulos decidieron «en el Espíritu» iniciar la congregación escatológica de todas las naciones mediante la predicación y la celebración sacramental. En consecuencia, la Iglesia es, por su origen, tanto fundación de Jesús como realización de esta en el Espíritu. Recibe desde un principio una dimensión pneumatológica esencial. El envío del Espíritu, vinculado al envío apostólico, es un momento estructurante de la eclesiogénesis. En este sentido, el Espíritu Santo puede ser entendido como alma de la Iglesia en sentido funcional, no ontológico. La Iglesia no se deja comprender sin el Espíritu Santo, y sólo como acción y efecto del mismo Espíritu puede ser entendida. La eclesiología sólo puede entenderse en conexión con la pneumatología y como consecuencia de la misma. La definición de la Iglesia como «sacramento del Espíritu» podría resultar beneficiosa para entender la continuidad hermenéutica entre el entonces y el hoy. La mediación acontece en el Espíritu Santo, a través del cual experimentamos a Jesús presente en la comunidad de los creyentes. Además nos recuerda que la Iglesia es una improvisación del Espíritu y que por su origen y esencia le es inherente la valentía de lanzarse a lo imprevisible, a lo nuevo, a lo que no es planificable. Pablo define al cristiano como aquel que se deja llevar por el Espíritu de Dios (Rom 8,14). También la acción del Espíritu se haya en la actividad y en el ejercicio de la acción apostólica; más en concreto, en sus misiones de santificar, enseñar y dirigir la comunidad.
3. La Iglesia apostólica primitiva
3.1 Norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos La «época apostólica» de la Iglesia primitiva tiene una importancia decisiva para la fe cristiana. La tiene en el sentido de su relación con lo que denominamos revelación. El principio básico de la revelación es que se dio de manera plena y definitiva en Cristo (cf. DV 2). Después, «no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo« (DV 4). La radicación de la Iglesia en Cristo y en el Espíritu conlleva que ella misma, en su forma y constitución, esté relacionada con el carácter definitivo de la revelación. No fue hasta la época de la Reforma cuando esta cuestión se comenzó a plantear de manera explícita. El concilio de Trento afirmó que la revelación fue entregada a la Iglesia «por medio de los apóstoles», siendo «conservada por continua sucesión en la Iglesia católica» (DH 1501). El Vaticano I confirmó esta doctrina (cf. DH 3070). Teológicamente, a partir de la mitad del siglo XIX se divulgó la expresión «clausura de la revelación». En 1870 J. B. Franzelin, experto del Vaticano I, acuñó el siguiente principio: «La revelación católica por medio de Jesucristo y del Espíritu Santo se completó en los apóstoles». De forma similar lo hará el cardenal J.H. Newman, aunque con una formulación negativa: «No ha sido dada a la Iglesia una nueva verdad después de la muerte de Juan (o el último apóstol)». En el siglo XX, esta cuestión quedó recogida en el Juramento antimodernista (1907). Por otra parte, la teología se ocupará de ella especialmente en relación con la evolución del dogma. K. Rahner en 1954 interpretará eclesiológicamente la fórmula tradicional de «conclusión de la revelación» como expresión de la salvación escatológica del Dios presente de forma plena en la Iglesia, y que por esta razón deberá entenderse tal fórmula como la clara indicación de que ha llegado ya la «consumación de la fundación de la Iglesia». El concilio Vaticano II no usó la expresión tradicional «la revelación se cerró a la muerte de los apóstoles», tal vez porque su sentido literal se prestaba a discusión: se dudaba de que todos los libros del Nuevo Testamento se redactasen íntegramente en vida de los apóstoles. En cambio, el Vaticano II afirma la razón última de este hecho, que la revelación se consuma en Cristo. Además se precisa el término «apóstoles» con el de «varones apostólicos» para así no limitarse a los Doce y poder confirmar el origen enteramente «apostólico» de todo el Nuevo Testamento. También subraya al función decisiva que tuvo el acontecimiento pascual y el propio Espíritu para que los apóstoles comunicasen «con una mayor comprensión los dichos y hechos de Jesús», conservados por los autores sagrados en los evangelios a fin de transmitir siempre «datos verdaderos y sinceros sobre Jesús» (DV 19). La misión peculiar de los apóstoles en la Iglesia viene claramente explicitada en el Vaticano II: son los que «reúnen la Iglesia universal que el Señor formó en los apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, el primero de ellos». En este sentido, la Iglesia se halla fundada sobre los primeros e irreemplazables testigos: los apóstoles. Aquí hay que tener en cuenta que el título «apóstol», aunque aparece en boca de Jesús en los sinópticos, debe considerarse fruto de una lectura posterior y pascual. Los Doce son el primer núcleo que atestigua el Cristo resucitado y por eso se tiende a identificarles como los apóstoles. Pero el Nuevo Testamento amplía a otros personajes el calificativo de apóstol, tal como acontece con Pablo, Bernabé, Timoteo… Esta comprensión más amplia se consolida posteriormente en los primeros escritos cristianos. Esta fase constituyente de la Iglesia es conocida como «el tiempo apostólico», y es testigo de la resurrección de Cristo. Coincide con la formación de la Escritura. Con el último escrito del Nuevo Testamento (2 Pe) se concluye la Iglesia apostólica propiamente dicha, y por tanto su valor constitutivo y fundante (cf. DV 4). Se trata de principios del siglo II, pero no más allá de su mitad. Los apóstoles y los varones apostólicos son los garantes de que conozcamos la «verdad». De esta forma se puede afirmar con H. Rahner que «el tiempo apostólico constituye para todos los tiempos de la Iglesia una magnitud dogmáticamente relevante y a la vez históricamente delimitable, que en cuanto tal sigue siendo única y válida, y por consiguiente no puede superarse ni repetirse. Según K. Rahner, «la Iglesia apostólica es el fundamento permanente y la norma para todo lo porvenir, el estatuto por el que se ha de regir todo el discurrir de la Iglesia».
3.2 Etapas de la auto-comprensión de la Iglesia en el Nuevo Testamento
Los estudios sobre el cristianismo naciente se han multiplicado en los últimos años, incluso en ámbitos no creyentes. Se trata de estudios de tipo histórico, sociológico, literario que han iluminado diversos aspectos y han hecho posible mostrar la realidad histórica de la Iglesia naciente como plausible o, al menos, no en contradicción con su valoración teológica. El periodo apostólico es muy amplio. Por eso se ha solido dividir en periodos cronológicos que aclaren su significado. R. E. Brown habla de tres etapas: periodo apostólico (30-60); periodo subapostólico (67-100); periodo postapostólico (primera mitad del siglo II). Otros como B. J. Malina hablan de las cuatro primeras generaciones cristianas, tipificadas a partir del modelo de formación y consolidación de pequeños grupos; así existe una fase de constitución, seguida de una fase de tensiones internas, pasando por una tercera de establecimiento de normas, para concluir con una última fase a la que se llega con una cierta madurez. Para simplificar las cosas, seguimos la división propuesta por la Comisión teológica internacional en su documento sobre la apostolicidad (1973), que describe dos etapas: el «tiempo apostólico», entre los años 30- 65 que está caracterizada por la presencia personal de los grandes apóstoles Pedro, Pablo, Santiago; y el «periodo postapostólico», a partir del año 66, que va desde la muerte de los apóstoles hasta que se completaron los escritos canónicos. Pasamos a describir brevemente cada una de ellas. 1. El periodo apostólico (300-65): Se encuentra recogido y narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles. A partir de Pentecostés, la Iglesia naciente vive del Espíritu derramado. En este horizonte hay que situar la práctica del bautismo y el nuevo estilo de vida de los bautizados. El Nuevo Testamento lo denomina koinonia, comunidad o comunión: «Se dedicaban asiduamente a escuchar la enseñanza de los apóstoles, a compartir la vida, a la fracción del pan y a la oración» (Hch 2,42). Progresivamente la comunidad primitiva se encontró con un nuevo y decisivo desafío: la incorporación de gentiles. Esto ocasionó posturas diversas, personificadas en las figuras de Pablo (negaba la necesidad de prácticas judías, especialmente en las comidas), Santiago (mantenía la importancia de la observancia de algunas prácticas del judaísmo, pero sin la circuncisión) y los judaizantes entre los que se encontró Pedro (mantenían la plena observancia de la ley mosaica). El concilio de Jerusalén del año 49 parece que abrió el camino a los gentiles, limitándose a pedirles que se abstuvieran de algunas prácticas. 2. El periodo postapostólico (último tercio del s. I hasta la mitad del s. II): Una vez muertos Pedro, Pablo y Santiago como mártires, se produce una gran transición. Los escritos comienzan a ponerse y justificarse bajo la autoridad de los apóstoles y se ve la necesidad de dejar constancia de su testimonio para que no se olvide. Comienza la preocupación por la estabilización y la consolidación de las comunidades. A medida que el cristianismo se extendía, su diversidad fue creciendo. Pronto habrá un predominio de los gentiles, lo que hace que se deje de considerar esencial el culto y las fiestas judías. La ruptura con el mundo judío es cada vez más patente a partir del año 70 con la destrucción del Templo. Los cristianos comenzaron a ser considerados disidentes que debían ser expulsados de la sinagoga. El cristianismo comienza a ser entendido como una nueva religión. De esta situación, surge un proceso de institucionalización que propicia el establecimiento de la autoridad, especialmente con el objeto de proteger a la Iglesia y de evitar sus divisiones internas. Así comienza a emerger la misión de los presbíteros-ancianos y los obispos en cada ciudad. La necesidad de consolidarse en un lugar y de mantener al mismo tiempo la relación con la Iglesia universal, hizo que surgiera el ministerio episcopal. Hacia el año 110 se encuentra ya en Ignacio de Antioquía el testimonio consolidado del triple grado del ministerio apostólico: el obispo, los presbíteros y los diáconos, desplegándose definitivamente a finales del s. II. El peculiar ministerio de los apóstoles es encarnado por los obispos, garantes de la tradición apostólica y presidentes de la eucaristía local.