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De pirámides y edificios

Camino por la ciudad, atravieso el preludio de su soledad nocturna, ese vago tramo que
va de las siete de la tarde a las diez de la noche, aún hay silbatos auxiliando al semáforo,
máscaras de cortesía dentro de los lomos metálicos mutiladores de distancias con su
velocidad de puente hueco o explosión de tráfico, los aparadores anuncian la cercanía de su
crepúsculo pues no está cerrado el telón que oculta la ilusión a la que nos entregamos ya
sea por necesidad de no llegar con las manos vacías a casa o por el ocio al que parece
obligarnos la ciudad con su deslumbramiento. Atraviesan los hombres en caravanas de
pasos, no se detienen y alguien pregunta ¿por qué querrán alejarse del centro? Me dirijo al
café con ánimo de encontrarme con estas letras y con el aroma ocre de un segundo piso
vacío pero armonioso pues no hay sitio abandonado si suena la música… camino y los ojos
buscadores de estrellas sueñan con las alturas, entonces he llegado con premura y cierto
olvido hasta la zona de construcción.

Ante mis ojos el sutil escombro sube y su ascenso es nuevas ventanas abiertas, escaleras
que conducen a puertas cuya cerradura, por la ubicación del edificio y la publicidad madre
de presagios y hacedora de revelaciones anunciando será plaza y hotel casi barco
convertido en circo para los que puedan pagar, permite intuir la forma virtual de la llave.

Se dibuja un signo cuyo perfil de secta o cazadores de cifras y simpleza, hermana


solemne del aburrimiento, los habitantes sin nombre de la ciudad no podemos repetir. Pero,
y esta es la duda engendradora del texto ¿tampoco somos capaces de mirar? Una grúa cuyo
tamaño activa en mi memoria el recuerdo escamoso de los dinosaurios (el vivo por
imaginario recuerdo del Apatosaurus, el cuello más alto de la prehistoria) está más cerca
del cielo que la cúpula de la iglesia que la mira en la otra acera. En otro hemisferio este
edificio no sería más que el cruel y risible aborto de un rascacielos pero en esta provincia, y
yo me pregunto ¿será aún sensato llamarla así? el misterio no pule del todo sus
instrumentos de tortura.
La nostalgia es la única sobreviviente del pasado, cuenta la leyenda. Piso tras piso
afirmando nuestro peso sobre una tierra que oculta tras el concreto poco vemos. Detenida
frente a lo que a mis pupilas es un triste monstruo observo los puntos lejanos, son hombres
trabajando, arquitectos de qué designio dando forma al paisaje urbano que hoy me asombra
a una pregunta. Al encontrarme sola, ritmo detenido en la calle, asisto a la soledad de las
grandes torres y maravillada por la imagen, remembranza de un rastro más cercano al
origen y una creatividad inspirada por un espíritu cuyo viento nos es cada vez más ajeno, ha
aparecido en mi mente la densidad de las pirámides. Sé del gusto filantrópico de quitarles el
polvo, de la admiración suscitadora de miles de fotografías como amuleto.

Pero antes de que la historia convirtiera a las ruinas en deidades mimadas por el ojo del
hombre, cuando su gestación era una pausa de noches y recomienzo al alba, imaginando
que nuestras manos moldearon lo sagrado de las piedras y la perfección de la geometría,
situados en lo que se llevó de tiempo y esfuerzo construir Egipto y los santuarios de las
civilizaciones del México antiguo, aparece el luminoso signo de interrogación ¿los hombres
del pasado asistieron con ánimo y ese misticismo oculto en cada mirada al nacimiento de la
pirámide nombrada hoy ruina o, al igual que los viajeros de esta ciudad, esquivaron con sus
pasos y prisa atemorizante, negando su aprobación con la mirada perdida hacia otro
horizonte, al gran edificio?

5 de febrero, 2014.

Brianda Pineda Melgarejo


DÉDALO

Cada noche oigo crecer la yerba

bajo el corredor.

He martillado tanto, remodelado

tanto el rostro de estos muros

que hoy no alcanzo entender si empiezan o terminan.

Es un andar a tientas, un brotar para dentro

como el crecer del mangle,

un paso fracturado de arena o de serpiente

que derruye las rocas,

que hace de las palabras una espera desierta,

este andar sobre tumbas

como sobre uno mismo

buscando la salida, el rastro del poema,

su angustia prematura.

Estás dormida al fondo

de mi noche aherrojada.

Nada se mueve allí:

eco del liquidámbar que apenas

se presiente, dormir como el de roca

que no se sacia nunca.

Oigo crecer la yerba. Su ritmo diminuto

es también tu cintura,

la forma de mis manos bordando en el vacío

un muro de palabras
que siempre recomienza.

Dicen que es lo infinito, la angustia de una bestia

que se sueña a sí misma y a sí misma

se daña al inventarse.

No terminamos nunca de salir.

Basta mirar la calle, la acrópolis

que corre cual río frente al espejo

y en el espejo encuentra

su rostro repetido

sus calles, sus paredes,

sus palabras vacías:

rumor del laberinto que lleva en las entrañas.

Oigo crecer la yerba —su risa es la del árbol

que vigiló tu sueño de Naxos olvidado—,

y bajo el corredor, la noche recomienza:

la hoja en que te escribo florece hacia el anverso

Mayco Osiris Ruíz

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