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Ronda y lumbre de los imperceptibles

[primeros borradores para cinco cuentos]

Gerardo Daniel Jiménez Martínez

¿Hablar es diluvio?

Marta Díaz Rueda

Hace quién sabe cuánto caminaban, cansados y hablando al aire. La madre de Eli todavía

lloraba en casa la muerte de su hermano; Nichil tenía tiempo en la calle; Franca María

sobrevivía mal con hurtos insignificantes; Moritura andaba con ellos porque le daban

lástima y casi no decía nada; a Maro desde hace meses lo asediaban la misma pesadilla y

unas voces. Ninguno quería estar en casa. Más allá de las afueras de la ciudad llegaron a lo

alto de una barranca al anochecer. Abajo vieron un lago sin nadie, al bajar lentamente la

barranca Nichil y Maro imaginaban que ése sería su nuevo escondite, una casa a la

intemperie. El hermano de Eli nunca aprendió a nadar, a ella le hubiera gustado estar ahí

jugando con su madre, y Moritura y Franca María estaban absortos en su hambre y en su

miedo a la noche.

Comenzaron a jugar en el lago. Nichil empujó a Moritura al lago carcajeándose.

Todos se rieron. Moritura fue un umbral entre el agua fría y su ira al rojo vivo, pero no hizo

nada. Para contener su intenso impulso de violencia les dio la espalda y comenzó a caminar

más allá del lago hasta encontrarse con la amplia entrada de una madriguera entre la hierba.

Le gritó a los demás y entró. Todos lo siguieron. En el breve y oscuro pasillo de tierra

pisaron animales muertos, y sólo Franca María se hincó para ver que eran ratas y un conejo.

La visión de los cadáveres le dio un escalofrío que le torció el rostro y no la dejó parpadear
durante un rato. Al salir, encontraron unos dispersos muros en ruinas que se prolongaban en

todas direcciones hasta donde daba la vista. Se voltearon por todos lados pero ya no vieron

el lago ni la barranca.

A varios metros de altura podrían haber visto los quebrados senderos concéntricos

que trazaban los diezmados muros. Al entrar, Eli silbaba cualquier tonada triste y no

escucharon en la hierba las pisadas del venado que comenzó a seguirlos sigilosamente. Al

cruzar la primera hilera de paredes, Maro escuchó el rumor de un recreo.

– ¡Oigo unos niños por allá! ¡Vamos a ver! – exclamó y corrió, pero allí donde Maro

escuchaba un recreo, Nichil oía el rumor de una masacre y Moritura los gritos de sus padres

regañándolo por andar fuera tan tarde. Eli y Franca María no escuchaban nada, se habían

quedado sordas.

– ¡Papi! ¡Mami! ¡Perdón! ¡No me castiguen!

– ¡Están matando gente! ¡Gente!

– ¡Esperen no oigo nada! ¡No oigo nada! – gritaba Franca María

Eli por el vértigo no gritó su sordera, corría al final de los demás y su pecho

retumbaba y se volteó y vio al venado corriendo también detrás de ellos y escuchó un

murmullo en su cabeza: semperatrizdelaslucesmásmarshalegoríadeunanostadikembre.

Gritó. Maro la escuchó pero cuando se volteó no vio a sus amigos sino un cuarteto de

cuerdas conformado por cuatro famélicos arbolitos vestidos con trajes detrás de

instrumentos que ejecutaban solos unos chillidos melancólicos y espeluznantes. Se puso a

llorar y a preguntar entre gimoteos a sus amigos dónde estaban. Todavía escuchaba el

recreo a lo lejos a pesar de haber corrido tanto. Los demás vieron a Maro convulsionarse en

la hierba. Se arrodillaron e intentaron calmarlo y lo interrogaban miedosamente de qué le

pasaba.
– ¡Voy por mis papás! – gritó Moritura, pero conforme avanzaba dejó de escuchar

las voces de sus padres y entró entonces lentamente en un trance que lo hizo olvidarse de

ellos y los otros niños. Se ensimismó viendo unos trazos que muro por muro formaban un

dibujo. Cada muro añadía un trazo que al otro le faltaba. No descifraba en las líneas

ninguna figura pero sentía que ellas en él concertaban la única figura dentro de él, la que no

correspondía a nada que hubiera percibido antes. Habiéndose olvidado de todos, se sentó en

el pasto a contemplar esa constelación grabada en la piedra, Eli lo vio a lo lejos y cuando

corrió hasta él lo encontró ensimismado viendo una ventana a través de la cual se

encontraba un concurrido boulevard, sintió la ciudad retumbar en su sordera. Sin escuchar

nada, tampoco le encontraba mucho sentido a decir nada, pero esto era algo que sabía con

la piel o la sangre y no con palabra alguna, de repente escuchó toser a Moritura.

Sólo Nichil y Franca María se quedaron con Maro hasta que su epilepsia paró.

Recobró el conocimiento pero se había quedado ciego, y cuando despertó se encontraba en

una especie de trance en el que no lo desconcertaba la pérdida de la visión, se sentía andar

en la oscuridad por una habitación que conocía muy bien. Sus dos amigos lo rodearon y

caminaron con él en dirección contraria a la que habían tomado Eli y Moritura. Eli

atravesaba la avenida a la que la había llevado una de las paredes concéntricas, al voltear en

una esquina vio a sus amigos jugando en las ruedas oxidadas de un parque, fue hacia ellos y

ellos la vieron salir por detrás de uno de los muros. En los ojos de Moritura el dibujo había

comenzado a mutar en la imagen perturbadora de una masacre. La imagen reflejaba un

mundo interior en Moritura y lo había mutilado, al volver a reflejarse en un espejo ya no

vería más que un paisaje devastado. Despertó también. Franca María y Nichil vieron a Eli

salir detrás de un muro y Maro en su trance murmuró:


– Los relojes de arena se caen y se rompen sobre la nuca de un geógrafo dormido,

una estatua de sal parecida a sus sueños nos desdibuja la mano de las reliquias dibujadas en

las márgenes de un mapa solar.

Los otros no lo escucharon o no entendieron lo que dijo, Maro señaló un muro y

caminaron todos guiados por su anómala ceguera clarividente. Encontraron a Moritura

recargado tras el muro al que Maro los había llevado. A Moritura se le resbalaba por la

nariz un hilillo de sangre y tenía unas ojeras negrísimas, sus ojos parecían de vidrio (tenia

también un tercer ojo mutilado, pero este ni siquiera él podía sentirlo claramente). No

estaba en ningún en trance pero tampoco plenamente consciente, sin embargo, si lo

tomabas de un brazo y caminabas, él iba contigo, y eso hizo Franca María. Anduvieron los

cinco juntos de nuevo, entraron progresivamente a una zona donde el espacio entre los

muros se hacía más ancho y en la que había camillas dispersas. Cansado, Nichil quiso

sentarse en una de las camillas.

– Por aquí vienen a hablar las fuentes – murmulló Maro

Eli y Franca María veían moverse los labios de los demás y les dijeron que estaban

sordas, sintiendo su voz retumbar dentro de su cabeza. Volvieron a ver que los labios de los

otros se movían e intentaron comunicarse desesperadamente con señas. Del otro lado de

lado de la sordera, los otros razonaron que si en cierta zona del laberinto habían perdido el

oído en otra seguramente lo recuperarían, y comenzaron a caminar de nuevo. Eli ya no

pudo contarles del venado que había visto. Nichil se quedó unos minutos más acostado en

la camilla, cuando se incorporó ya no vio a nadie, el miedo le contrajo el estómago pero no

dijo nada ni gritó.

Los otros, sin embargo, lo veían a lo lejos sentado inmóvil en la cama.


– Voy por él – dijo Moritura. Franca María y Eli se miraron como acordando

quedarse ahí hasta volver a estar juntos. Unas gotas de agua rápidamente se transformaron

en una tormenta y en la noche. Nichil empezó a buscar apresuradamente un refugio, pero

no había ningún espacio techado cerca. El mundo se oscureció tanto que Moritura ya no

veía nada. No veía más a Nichil, ni podía ver el suelo ni sus propias manos, daba lo mismo

tener los ojos abiertos o cerrados. Los otros tres se recargaron en un muro pero la tempestad

lo desmoronó rápidamente. Ellos también sintieron que se deshacían y la tierra se los bebió

mientras intentaban moverse y escapar. Los cinco volvieron a reunirse en el cauce de un río

subterráneo. El agua les devolvió los sentidos, Franca María y Eli escucharon el agua que

las arrastraba y la tempestad arriba y el miedo de los otros tres. Maro vio a sus amigos

batallar contra la corriente, las lámparas colgadas en el techo del río y los murales que

estaban dibujados en las paredes. Eran mapas de estrellas, tenían aspecto medieval y cada

tramo se les aparecía como un relámpago. Cada que podían sacar la cabeza a la superficie,

era como si los dibujos en las paredes del túnel los golpeara y los hundiera de nuevo, aún

así, el vaivén entre el hundirse y el atestiguar esa extraña cartografía los hizo sentir un

alivio profundo e inexplicable.

El río los devolvió al pasto y a los muros interminables. Los escupió por el agujero

de una madriguera. Había amanecido, el suelo estaba seco. Se morían de hambre y sed.

Volvieron a la boca de la madriguera para tomar agua. La corriente del río se volvía

amigable conforme bebían. Al saciar su sed regresaron y no pudieron dejar de mirar al sol.

En el cielo aparecieron tres soles más y no sabían si era que se movían o era su mareo lo

que movía al cielo. Vieron a sus sombras en el pasto desprenderse de ellos y empezar una

fiesta a solas. No podían enfocar ni siquiera estas imágenes suyas. Intentaron sostenerse de
los muros pero al hacerlo se derrumbaban y al caer sonaban como campanarios y alaridos.

Todo se derrumbó como un dominó en círculos.

El paisaje devastado de los muros se erizaba en fragmentos de piedra, muebles,

lámparas, casas, araucarias arrancadas, semáforos, todo aquello de lo que estaban hechas

las transfiguraciones del laberinto, que era lo mismo de lo que estaban hechas las ciudades.

Los cinco niños, sin embargo, no podían contemplar el panorama. Sentían el cuerpo

como lluvia y conforme avanzaban todo lo que tocaban se volvía papel. Las avenidas y

habitaciones y los murales y la fauna que los había atrapado se volvían un montón de hojas

mojadas. Ellos no sabían qué se estaban volviendo, o qué se habían vuelto. Si alguien más

estuviera allí ¿podría verlos como niños desorientados? ¿O los vería como venados, o

lluvia, o glifos hipnóticos o cartografías subterráneas? ¿O acaso no podría verlos si no que

sería devorado por ellos como una tempestad?


Historia de la pintura iraní

A principios de la década de los setenta, la familia de Adela había emigrado de Irán a un

pueblo que sólo su padre sabía cómo se llamaba y dónde estaba. El hombre había cometido

un crimen y era buscado por autoridades y otros criminales. La casa a la que se mudaron

pertenecía a un hombre de oficio desconocido en el pueblo, por lo que era visto con malos

ojos por los demás, quienes se imaginaban era un criminal, lo cual no era del todo erróneo.

Ni Adela ni su madre entendían el idioma que los pobladores hablaban. El hombre sabía

que era español pero nada más. Ellas le sonreían a la gente cuando salían a la calle pero

nadie les devolvía el gesto. El hombre casi nunca salía y en el pueblo comenzó a

especularse su identidad y porqué habían llegado allí.

Una noche unos señores fueron a tocar a la casa para averiguar quiénes eran y qué

hacían allí. No pensaban ser intimidantes pero sí claros. La familia de Adela, sin embargo,

no comprendió el interrogatorio en español que sus desconfiados vecinos les hacían. El

hombre no quería verse en una situación en la que tuviera que escapar de nuevo del pueblo

así que les invitó un vaso de agua y con señas los invitó a sentarse. Balbuceó algunas

palabras pacíficas. Los señores terminaron por abdicar de sus intentos de esclarecimiento, y

en el camino de regreso estuvieron de acuerdo en que mientras no perjudicaran a nadie ni

trajeran desgracia alguna a su hogar no importaba si no se sabía quiénes eran. No se veían

malas personas, tal vez eran mormones, venían del extranjero a hacer quién sabe qué.

Una tarde, luego de comer, Adela se sintió muy cansada y se fue a dormir. Llevaba

días durmiendo la mayor parte del tiempo y conforme más dormía más cansada se sentía.

Al despertar, no se percató que la silueta de un caballo se había dibujado con cicatrices

arriba de su codo. Sin embargo, en el patio su madre vio parte de las cicatrices, se acercó a
ella, alzó la manga de la blusa de su hija y vio la figura. Le preguntó enfurecida a su hija si

se había cortado ese dibujo y ella le contestó que no lo había visto. Frente a un espejo pudo

contemplar mejor el caballo de cicatrices. El hecho la preocupó pues no sabía si las marcas

habían aparecido espontáneamente o de verdad ella se había cortado sonámbulamente. Con

su madre compartió su confusión.

Ese mismo día el caballo de una familia apareció muerto en su establo. El animal no

tenía heridas visibles. Bien lo podrían haber envenenado. Los niños lloraron la pérdida del

animalito, mientras que a su padre lo angustiaba más la pérdida económica que suponía, no

sólo por el valor del caballo sino por las dificultades que entrañaría no tenerlo ya como

medio de transporte y trabajo. Ni Adela ni su familia se enteraron del incidente. Pero cada

dos o tres días moría un animal en el pueblo y en sus alrededores. Otro caballo, una vaca,

una gallina, un perro, un gato, un toro, incluso las palomas y tordos del parque, los conejos

y las aves del monte, y la piel de Adela comenzó a llenarse de una fauna de cicatrices.

La familia de Adela no tenía coche, así que no podían trasladar a su hija a un

hospital con secrecía. El hombre sabía la ciudad más cercana, y averiguó dónde se tomaban

los autobuses. Llevaron a Adela envuelta totalmente en cobijas para que nadie viera su piel

cubierta de cicatrices zoológicas. Rara escena la de la muchacha caminando por ahí

envuelta de pies a cabeza en cobijas y viajando de esta manera en autobús. Batallaron

haciéndose entender en inglés y consiguiendo el contacto de un médico que pudiera

atenderlos en ese idioma, sin embargo, al encontrarlo no se les ofreció más que la posible

explicación de auto-lesiones realizadas en estado sonámbulo. Ni Adela ni su familia ni el

doctor estaban conscientes de las muertes animales que correspondían con sus cicatrices,

así que aceptaron ese diagnóstico, fueron canalizados con un psiquiatra, quien a su vez

prescribió pastillas y terapia. La familia, sin embargo, se limitó a la medicina ya que


necesitaban volver al pueblo. Entre la multitud urbana alguien podría reconocerlos, aunque

fuera improbable, al hombre su paranoia lo hacía sentirse observado. Puso sobre la mesa

sus creencias religiosas, ya que tal vez la afección de su hija era una venganza divina contra

su gran crimen.

Mientras tanto en Adela las cicatrices continuaron apareciendo. No había ningún

otro síntoma. Las cicatrices no le dolían y no tenía ningún otro tipo de malestar aparte del

imperioso sueño. La gente del pueblo reparó en que las muertes animales comenzaron a

suceder luego de que esa extraña familia se hubo mudado: como no trabajaban, bien podría

ser que asesinaran a los animales del prójimo para alimentarse. Los mismos señores que

habían ido interrogarlos poco tiempo después de que se mudaran fueron a espiar la casa una

tarde. La familia procuraba no salir de casa ni abrir las ventanas y mantener en todo

momento las cortinas cerradas. Al no ver ningún tipo de actividad se acercaron a la casa y

uno de ellos tocó a la puerta mientras los otros acechaban hacia atrás de la casa. El hombre

abrió la puerta y los saludó amigablemente, sin embargo, los señores lo interrogaron

violentamente, sin consideración alguna por su ignorancia total del idioma español. Le

preguntaron si era él el que mataba a sus animales para alimentar a su pinche familia. Él les

explicaba asustado y molesto que no sabía qué decían en su idioma de bestias.

Antes de que los señores llegaran a su casa, Adela estaba lavándose las manos, las

cicatrices habían dibujado gorriones en las yemas de sus dedos, y al ayudar a su madre a

pelar papas habían comenzado a sangrar un poco. Se quedó absorta mirando una mancha de

agua sobre el grifo. Buscaba en el agua la forma de otro animal, tal vez alguno que ella no

hubiera visto nunca y que sólo existiera en esa tierra que no conocía y que no podía ni

siquiera recorrer porque podía perderse en el silencio, la topografía y los malentendidos.


¿Por qué? … ¿Qué? … ¿Qué guarda esa agua ahí quieta sobre el metal? … ¿Por qué no

me muero? ¿O por qué no llega un día Gassi y me lleva con ella, como en el sueño que

tuve hace unos días en el que llegábamos a un santuario de papalotes y gacelas? ¿Es tal

vez una gacela en el agua? ¿O una difusa bandada de cuervos transparentes? ¿Rebaños

trashumantes que llegaron hasta aquí luego de tantas vidas siendo cenizas? … ¿Por qué

estoy todo el tiempo tan cansada? … ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? … ¿Y si todas mis

cicatrices dibujan un solo animal desconocido y ese animal soy yo y el espejo me miente?

¿No es otra fauna el espejo? Me quiero morir… ¿qué es eso? … ¡Padre! ¡Vinieron a

matarnos seguro! ¡No! ¡La ventana! ¡El bosque, la hierba, el cerro! ¡Pero mi familia!

¡¿Dónde está mamá?!

Mientras Adela pasaba de estar ensimismada en el enigma de sus cicatrices a estar

paralizada por el pánico, su madre irrumpió en el baño, la abrazó y se la llevó

mascullándole cosas que el miedo no la dejaba entender. Se encerraron en la recámara.

¿Vendrán a buscarnos? ¿Vendrán a matar a mi papá? ¿Por qué no cobran vida los

animales de mis cicatrices y nos protegen? ¿Qué edad tengo yo para morir? Pensaba Adela

mientras yacía abrazada por su madre en el piso del ropero observando las líneas de luz que

atravesaban sus rendijas pero su mirada estaba en otro mundo.

El hombre pudo librarse de sus agresores pateándolos en los testículos y

pisoteándoles la cabeza con toda la fuerza de su ira y su terror. Subió corriendo a la

recámara donde no reparó en su esposa ni su hija escondidas en el ropero. Sacó la pistola

que guardaba debajo de la cama y bajó dispararles en la cabeza a los señores. Todo estaba

perdido. Asesino otra vez. Asesino una vez, asesino dos veces, asesino para siempre. El

hombre arrastró los cuerpos de los señores y los arrinconó donde pudo. Gritó a su esposa y

a su hija. ¿Habría escuchado alguien los disparos? En todo caso, no quedaba tiempo.
Tenían que largarse cuánto antes de ahí. La mujer salió abrazando a Adela que estaba

catatónica, tenía los ojos muy abiertos y no parpadeaba y no respondía cuando le hablaban.

Al salir, Adela vio aterrada y muda las franjas de sangre que habían dejado los

cadáveres de los señores, en ellas le pareció ver unos coyotes acechándola. La familia se

adentró en el monte que estaba detrás de la casa. Caminaron durante varias por donde la

maleza los dejara caminar más fácilmente. Al anochecer dejaron de caminar y se sentaron

en el pasto. Al anochecer, la gente del pueblo había entrado a la casa abandonada y

encontrado los cuerpos de los señores asesinados, y habían comenzado a repartirse a lo

largo del monte para buscar a la familia. Adela tenía mucho miedo pero aún así el

cansancio y el sueño no la dejaban un segundo a pesar del fuerte terror que sentía, a pesar

de que luchaba con todas sus energías para mantenerse despierta en caso de que fuera

necesario reanudar la huida.

Soñó que se partía en dos persona. Soñó que era dos saltimbanquis en la Edad

Media, vagabundeaban por sendas de tierra en las que se entrecruzaban fragmentos de actos

circenses por la tarde, y conversaban sobre no saber dónde terminaba la voz de uno y

comenzaba la voz de otro, pero para saberlo tenían que escuchar el alfabeto que traía en sus

cuerdas el laúd que sacaba el saltimbanqui que ya no sabía si estaba hablando con su

gemelo, con su sombra, un espejo o a nada. Cantaba versos que entendía

entrecortadamente: … en los ojos de los muertos… reparte sus caminos… Por detrás de las

figuras de estos saltimbanquis oníricos comenzaba alzarse una criatura gigante que se

confundía con los tallos y yerbas de la maleza, pero era como si estuviera dormido y

respirara y a veces tuviese leves espasmos en el sueño.

Adela no se despertó cuando sus padre comenzaron a escuchar a los lejos el rumor

de la gente del pueblo. Intentaron despertar a su hija pero no pudieron, la llevaron a cuestas.
Antes de vislumbrar las luces de la gente, se internaron más y más en la oscuridad. Se

resbalaron, se cayeron, se rasguñaron, y Adela nunca despertó, siguieron caminando sin

tener conciencia de dirección alguna, como si sus vidas se hubieran borrado y el futuro se

hubiera borrado y el tiempo fueran solamente ellos caminando como autómatas en la

oscuridad con la mente totalmente en blanco. Cuando por fin el cansancio los venció (y lo

mantuvieron a raya pasado el amanecer, de hecho, cuando casi volvía a anochecer) hacía

mucho que no escuchaban el rumor de la gente buscándolos, sin embargo, no tenían ya

conciencia de eso, y al tirarse a dormir al pasto con su hija lo habían olvidado todo.

Cuando Adela se despertó sus padres estaban dormidos. Caminó sólo unos metros y

salió a la carretera donde se cruzó con una patrulla que se la llevó. Volvió a quedarse

dormida. Despertó en una celda. No quiso ya gritar ni preguntar, tenía ya sólo fuerzas para

llorar un poco donde sea que estuviera encerrada, fuera el pueblo de donde habían

escapado, o fuera otro, en el país en el que estaban o en otro al que hubiera llegado por la

maleza. Sólo quería recargarse en la pared y llorar sobre los animales que llevaba en los

brazos y en las rodillas. No se dio cuenta cuando volvió a quedarse dormida, su cuerpo se

había debilitado al grado de que ya no podía producir escenarios oníricos sino que sólo

soñó que escuchaba una fanfarria a lo lejos.

Despertó fuera de la cárcel, estaba acostada en el pasto, el suelo estaba

extrañamente caliente, boca arriba vio el sol al abrir los ojos. Al incorporarse vio que junto

a ella estaba echada yegua. Se levantó sintiéndose descansada como no lo hacía en mucho

tiempo. La garza y el gato que llevaba cicatrizados en los párpados ya no le estorbaban. Vio

que se encontraba en un monte desde el cual podían verse casas y calles. Sin embargo,

decidió bajar el monte en dirección opuesta hacia donde no había más que maleza y maleza

y maleza. La yegua caminaba detrás de ella.


Abajo en el pueblo, los animales se sintieron imantados y comenzaron a ir en procesión

hacia Adela, ella barca involuntaria en un diluvio intangible. Sin embargo, ella poco caso

hizo de la larga hilera de animales que la seguía. Tal vez la fauna de sus cicatrices no

desaparecería nunca, pero ya no le importaba. A veces los conejos que la seguían se le

adelantaban un poco saltando. Ella no reparaba en ellos. La gente veía a los animales

avanzar juntos y alineados hacia el monte. A ninguno le pasó por la mente seguirlos para

ver a dónde iban, y a Adela tampoco se le pasó por la mente preguntarse ningún rumbo.

Neda Tehrani

Saltabarranca
Somos vaivenes en las ciudades nómadas

Cuando hubo desaparecido toda tierra firme, pasaron algunas generaciones antes de que se

construyeran poblados errantes en el mar. A ella le gustaba ir con Clarisa (su flauta) a

orillas de su vecindario y ver a otros poblados a lo lejos deslizarse en direcciones distintas.

A veces había enfrentamientos sangrientos entre poblados, y en las ciudades nómadas no

hay cementerios. A Ofelia una de esas reyertas le había arrebatado a su madre. Su cuerpo se

perdió así que ella no tenía otra que imaginarse que veía a su madre cuando veía el agua.

Durante las primeras semanas no hacía más que estar con Clarisa haciendo música a orillas

de la ciudad, no contaba las horas y no sabía cuán de madrugada era cuando por fin

regresaba a su casa a dormir.

Poco tiempo después Ofelia comenzó a cultivar un hábito de cocaína y éxtasis y

otras drogas. Se embriagaba y se subía a los postes a cantar.

¡Este es tu corazón! ¡Arrójalo a todas las tormentas!

¡Madre! ¡Susi! ¡Te escucho silbando en mi sangre

todos los animales imaginarios! ¡Grullas apagadas!

¡Este es tu corazón! ¡Arrójalo a todas las tormentas!

Pasó noches encarcelada y muchas otras en la calle. Perdió a Clarisa y ella misma decía

reconocerse pero soñaba sólo con espejos rotos. Su casa comenzó a pudrirse y a ser

saqueada, con el tiempo dejó de ir. Tres veces se arrojó al mar y tres veces la rescataron.

Para cuando la ciudad comenzó a organizar los desfiles por el año nuevo, la coca ya

deshacía el cartílago que separaba sus fosas nasales. Se colgó en el agujero una argolla que

encontró en los muelles, le gustaba respirar el óxido. Encontró unos tubos de plástico y con

cada uno intentó hacer una nueva flauta pero no pudo. Se robó una. Volvió a perderla. Una
mañana vagando por la calle se encontró a un muerto tirado en una esquina. El señor

probablemente

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