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por las impresiones espontáneas que nos sugieren sus diversas mani-
festaciones, y también un valor sentimental. Este último corresponde
á los paisajes patrios, á los paisajes que ha convivido con nosotros la
niñez, á los paisajes familiares que más tarde recogieron nuestro ro-
manticismo adolescente, los cuales parecen que nos envían justamente
con su perfume primaveral, una onda de dulce intimidad.
¡Oh, los paisajes, los jardines, que contemplan diariamente nues-
tras luchas, nuestras vidas tumultuosas y atormentadas! Jardines ama-
bles, parques tranquilos, que reserváis vuestra calma serena y aproxi-
mativa, para neutralizar nuestra tortura interior. Vuestra misión es
alta, elevada, consoladora, y debía de ser, además, pedagógica. Guia-
dos por sabios maestros, en vuestra compañía, compenetrados íntima-
mente, debían de deslizarse nuestros primeros balbuceos de la infancia.
Así aprenderíamos á conoceros, pajarillos inquietos, flores aromáticas,
árboles frondosos y profundos. Á vuestro lado se encauzarían nuestros
sentimientos, haciéndose amistosos, dulces, fraternales, en vez de ser
recios, violentos y esquinosos. Nos dotaríais de templanza y serenidad
para la vida, y cuando la desventura nos llenase de desaliento, siempre
nos brindaríais un rincón amoroso á vuestro lado, porque nos conoce-
ríamos íntimamente desde la infancia y vosotros sois consecuentes in-
mutables. ¡Oh, las ciudades á cuyas calles llegan los bosques poblados
de grandes, frondosos y paternales árboles!.....
¿Es el mismo sentimiento de la Naturaleza en los tiempos moder-
nos que en la antigüedad? ¿Qué buscamos los modernos en el paisaje?
Indudablemente que no. El artista de nuestros días se ha complicado,
se ha sutilizado infinitamente. Á la sensación antigua, de agradecimiento,
de reconocimiento á la tierra, madre fecunda que da frutos y flores,
sustituye la moderna totalmente desinteresada, que no se basa más que
en una sensación de arte, de belleza, de pura poesía. Tal vez es ésta, en
definitiva, la sensación que buscaban Ruskin y otros en la Naturaleza.
Si nos fijamos detenidamente, encontraremos, además, otros géne-
ros de sensaciones. Tal vez se nos objete que puede haber tantas como
temperamentos, como individuos. Perfectamente. Pero esto no obsta,
para que las agrupemos en dos. Una más general, más corriente, ase-
quible á la mayoría. Otra más subjetiva, más particular, correspon-
diente á una escasa minoría.
¿Cuál es la manera de sentir que corresponde á la primera? Pues
es la puramente objetiva sin más complicación, la que nace de la ob-
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