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58 EUSKAL-ERRIA

EL SENTIMIENTO DEL PAISAJE

Q UÉ profunda emoción aquella que surge en nuestra alma ante la


contemplación del paisaje y la Naturaleza. ¿Hay algún sentimiento
más puro, más desinteresado y más lleno de dulzura que el senti-
miento del paisaje? Finalmente, cuando los hombres en la lucha hu-
mana, en el vivir cotidiano, quedan con el corazón como una esponja
empapado de dolor, con las sienes dilatadas por la fiebre, con el alma
huérfana de amores y de cariños, él es gran refugio, él es el gran amigo
que acoge amorosamente nuestras confidencias íntimas y á él nos en-
tregamos sin palabras, para que enjugue con su dulzura serena, plá-
cida é inmutable, nuestra pesadumbre y melancolía.....
El sentimiento del paisaje ha sido el refugio solitario de artistas,
poetas y músicos. Quién ignora aquellos paseos matinales de Beetho-
ven, en los cuales el músico recogía inspiración y grandeza para sus
concepciones. Las confidencias llenas de melancolía y resignación de
Sully Prudhomme bajo las arboledas frondosas del estío. La medita-
ción y el pensamiento de Carducci en las orillas del mar. Y la con-
templación profunda, llena de mística dulzura de San Francisco, cuan-
do en los suaves atardeceres italianos, ungía el crepúsculo vespertino
á todo el paisaje de silencio, de soledad y de misterio.
El sentimiento del paisaje se manifiesta por una afinidad, por una
inclinación á la contemplación de las infinitas bellezas que la Natura-
leza ha desparramado pródigamente. Todas las literaturas, desde la
india, misteriosa, hasta nuestros días, se hallan impregnadas de este
sentimiento. La española, hasta el presente, en que los poetas han pe-
netrado en el alma del paisaje, permaneció algo ajena, á excepción del
dulcísimo Garcilaso y algunos más, que compusieron bellos poemas
inspirados en el paisaje.
La Naturaleza tiene para nuestro espíritu un valor estético, nacido
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por las impresiones espontáneas que nos sugieren sus diversas mani-
festaciones, y también un valor sentimental. Este último corresponde
á los paisajes patrios, á los paisajes que ha convivido con nosotros la
niñez, á los paisajes familiares que más tarde recogieron nuestro ro-
manticismo adolescente, los cuales parecen que nos envían justamente
con su perfume primaveral, una onda de dulce intimidad.
¡Oh, los paisajes, los jardines, que contemplan diariamente nues-
tras luchas, nuestras vidas tumultuosas y atormentadas! Jardines ama-
bles, parques tranquilos, que reserváis vuestra calma serena y aproxi-
mativa, para neutralizar nuestra tortura interior. Vuestra misión es
alta, elevada, consoladora, y debía de ser, además, pedagógica. Guia-
dos por sabios maestros, en vuestra compañía, compenetrados íntima-
mente, debían de deslizarse nuestros primeros balbuceos de la infancia.
Así aprenderíamos á conoceros, pajarillos inquietos, flores aromáticas,
árboles frondosos y profundos. Á vuestro lado se encauzarían nuestros
sentimientos, haciéndose amistosos, dulces, fraternales, en vez de ser
recios, violentos y esquinosos. Nos dotaríais de templanza y serenidad
para la vida, y cuando la desventura nos llenase de desaliento, siempre
nos brindaríais un rincón amoroso á vuestro lado, porque nos conoce-
ríamos íntimamente desde la infancia y vosotros sois consecuentes in-
mutables. ¡Oh, las ciudades á cuyas calles llegan los bosques poblados
de grandes, frondosos y paternales árboles!.....
¿Es el mismo sentimiento de la Naturaleza en los tiempos moder-
nos que en la antigüedad? ¿Qué buscamos los modernos en el paisaje?
Indudablemente que no. El artista de nuestros días se ha complicado,
se ha sutilizado infinitamente. Á la sensación antigua, de agradecimiento,
de reconocimiento á la tierra, madre fecunda que da frutos y flores,
sustituye la moderna totalmente desinteresada, que no se basa más que
en una sensación de arte, de belleza, de pura poesía. Tal vez es ésta, en
definitiva, la sensación que buscaban Ruskin y otros en la Naturaleza.
Si nos fijamos detenidamente, encontraremos, además, otros géne-
ros de sensaciones. Tal vez se nos objete que puede haber tantas como
temperamentos, como individuos. Perfectamente. Pero esto no obsta,
para que las agrupemos en dos. Una más general, más corriente, ase-
quible á la mayoría. Otra más subjetiva, más particular, correspon-
diente á una escasa minoría.
¿Cuál es la manera de sentir que corresponde á la primera? Pues
es la puramente objetiva sin más complicación, la que nace de la ob-
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servación directa de la retina, la que observa sin penetrar la belleza de


las formas externas, la que descubre el dibujo, las líneas, el colorido
exteriormente sin intromisión alguna de las facultades y sentimientos
superiores, es la que ve la armonía física sin mezcla alguna de factor
intelectual, la que no ve en las formas visibles el reflejo material de
una idea, de una ley oculta más alta; es la visión del color y el dibujo
asequible á la mayoría de los pintores.
La segunda es una manera más superior, más subjetiva, más ínti-
ma. La Naturaleza que para los otros es una cosa inanimada, para los
segundos es algo vivo, que posee una vida latente, capaz de nuevas
formas y maravillas, si se penetra en su esencia. Vive, se embellece,
cambia, nos aproxima amorosamente y nos restituye á su seno. Si
estamos enfermos, á ella volvemos los ojos y nos recoge dulcemente;
sus suavidades, sus horizontes, constituyen el jardín de nuestra con-
valecencia espiritual. Su belleza está en la belleza de sus formas innu-
merables, que á su vez las vemos como trasunto, como reflejo, de algo
ulterior que bajo ellos se esconde. La adivinamos, la sentimos, en la
profunda y solemne armonía de los silencios nocturnos. La Natura-
leza perfuma é inflama el corazón del mundo, y sus latidos repercuten
en el nuestro, porque hay una esencia única que nos une fraternal-
mente. Las múltiples formas y apariencias visibles constituyen el pór-
tico donde comienza el misterio, que esconde otras más sutiles y sor-
prendentes, como esconde la concha marina sus perlas más finas. El
espíritu tiende á penetrar en el paisaje hasta identificarse con él, é
intuye que tras cada forma visible existe un impulso superior que la
conduce á un fin. Es la visión de los pintores superiores, de los ator-
mentados que tras el mundo de las formas sospechan y perciben el
mundo de las causas, y tratan de dar juntamente con las cosas, la pro-
yección inmaterial, la esencia que se oculta bajo ellas y las anima. Esta
segunda visión de la Naturaleza es la de los escogidos, la de aquellos
á quienes les obsede la preocupación de lo transcendente, de lo meta-
físico y abstracto, del espacio, de lo eterno. En ellos la percepción de
la belleza externa del paisaje, va adjunta á la percepción de la activi-
dad íntima que los anima. Así, bajo la inmovilidad de un árbol fron-
doso, que parece dormir un sueño inconsciente y profundo, busca la
energía que labora en su interior en el silencio y el misterio, siguien-
do su camino de evolución ascendente, dentro de la gran armonía que
preside con sus sabias leyes la misma Naturaleza.....
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Como estamos en los días de más encumbrado esplendor, he es-


crito estas divagaciones sobre el sentimiento del paisaje y de la natu-
raleza, que vibra hondamente en el alma de los artistas y poetas. Vi-
bra á compás de esas lentas cabezadas, con que las copas de los árboles
se agitan misteriosamente en los largos crepúsculos de estío, y más
tarde, en el seno de esas noches serenas, profundas, inmensas, en las
que, como dijo Bjornstjerne Bjornson, solamente sobrevive en las al-
mas una sed insaciable de infinito.....
MANUEL MUNOA.

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