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La trayectoria económica de la familia Anchorena (1800-1945)

Roy Hora

Los Anchorena constituyen la dinastía propietaria más conocida del siglo XIX, y
quizás de toda la historia argentina. El enorme patrimonio legado por el fundador de
esta familia en el Plata, acumulado en la actividad comercial a fines del período
colonial, ya concitaba la curiosidad de algunos observadores de ese tiempo. Tras la
independencia, los descendientes de Juan Esteban de Anchorena volcaron esa fortuna de
origen mercantil hacia otras esferas de actividad, entre ellas la agropecuaria, y gracias a
este giro, el patrimonio familiar siguió creciendo a un ritmo difícil de emular. De
hecho, en el siglo XIX los Anchorena fueron repetidas veces considerados como el clan
propietario más rico de la república. Hacia mediados de siglo, un visitante chileno
describía a Nicolás Anchorena como “el más rico ganadero de Buenos Aires y del
mundo”, y con ello no hacía más que hacerse eco de una opinión que los habitantes de
Buenos Aires tenía por cierta. 1 Un veintenio más tarde, la fortuna de esta familia tenía
ya algo de legendario, a punto tal que en un poema destinado a alcanzar enorme éxito
de público, Estanislao del Campo tentaba a su personaje el doctor Fausto a entablar un
pacto diabólico a cambio del cual llegaría a ser “más rico que Anchorena”, con plena
confianza de que sus lectores sabían bien de qué estaba hablando.2 Para el cambio de
siglo, este apellido seguía siendo sinónimo de riqueza, a punto tal que, como sostenía
La Nación refiriéndose al integrante más prominente del clan en ese período, la
expresión ‘“rico como D. Juan Anchorena’ era el término comparativo más alto para
señalar a un capitalista y llegar a ser tan rico como él, un voto que solamente de broma
se formulaba, en momentos de fantástico devaneo”.3 Al ingresar en la década de 1930,
distintas ramas de esta dinastía todavía formaban parte del círculo más íntimo de una
elite que entonces se había vuelto tan exclusiva como remota: habitaban los palacios
más fastuosos de la Argentina, poseían decenas de miles de hectáreas de tierra, se
contaban entre las familias de mayor linaje y patrimonio del país.

Vista en perspectiva, la trayectoria de los Anchorena resulta doblemente notable.


En primer lugar, porque la capacidad de los miembros de este clan para acumular
riqueza y para mantenerse en la cumbre de la elite económica argentina a lo largo de un
siglo y medio no registra muchos paralelos en la historia de este país, a punto tal que
resulta difícil pensar en otro ejemplo de una dinastía propietaria tan exitosa en el largo
plazo. Colocada en un contexto comparativo, la historia de los Anchorena se revela
igualmente sorprendente, y no sólo por el tamaño de las fortunas que algunos de sus
integrantes edificaron, que en su momento más augusto pudo compararse con las de los
magnates territoriales de Europa; también porque los clanes empresarios europeos o
norteamericanos que lograron expandir su patrimonio a lo largo de un período tan

(Universidad Nacional de Quilmes, CONICET). Domicilio: Roque Sáenz Peña 180 (1876)
Bernal. Te: 4365-7100, interno 209. E-mail: rhora@unq.edu.ar. Esta investigación contó con el
apoyo de la Fundación Antorchas. Versión preliminar; por favor no citar.
1
Benjamín Vicuña Mackenna, La Argentina en el año 1855, Buenos Aires, 1936, p. 25.
2
Estanislao del Campo, Fausto (Buenos Aires, 1973), p. 21.
3
La Nación, 20 de octubre de 1895, p. 4.
2

extenso resultan la excepción antes que la regla. Para decirlo en pocas palabras: la
historia de los Anchorena no sólo se revela excepcional por la rara habilidad con la que
algunos de ellos lograron acumular enormes patrimonios; igualmente notable fue su
capacidad para adaptarse a bruscas mutaciones y nuevos escenarios económicos, y para
recrear constantemente, a lo largo de un siglo y medio, las bases de su fortuna.

Teniendo en cuenta estas peculiares circunstancias, un estudio de la trayectoria


económica de los Anchorena posee un valor que excede el mero caso singular. Un
análisis de la historia económica de esta familia ofrece indicaciones valiosas sobre (y
hasta cierto punto puede ser vista como un análisis de) aquellas estrategias económicas
que permitían sacar provecho de las condiciones en las que se desenvolvió la economía
rioplatense en distintos momentos del largo período que se extiende desde fines del
siglo XVIII hasta bien entrado el siglo XX. Atento a esta problemática, este trabajo se
propone inquirir sobre los motivos que dan cuenta de la notable trayectoria de los
Anchorena remitiéndolas a las cambiantes características del contexto en el que
debieron desempeñarse los empresarios de esta familia en distintas etapas de ese largo
período. En particular, presta especial atención a las estrategias con las que, en distintos
momentos, estos capitalistas se lanzaron a aprovechar las oportunidades y esquivar los
riesgos que les presentaba la economía rioplatense.

La primera parte de este trabajo, referida al período tardo-colonial, se limita a


ofrecer una descripción del ascenso de Juan Esteban de Anchorena, que en distintos
puntos se apoya en la bibliografía existente sobre el tema. La parte medular del estudio,
que se apoya en la correspondencia de los Anchorena, así como en los inventarios
contenidos en los juicios sucesorios de los integrantes de esta familia, y en información
proveniente de diversas fuentes, en cambio, toma distancia de las interpretaciones
corrientes sobre la trayectoria de esta familia propietaria. Como veremos en las páginas
que siguen, el análisis de las fortunas de estos hombres de negocios no valida la muy
extendida visión que sostiene que nos encontramos frente a unos empresarios que
desplazaron sus principales activos desde el comercio hacia la tierra tras la crisis de
independencia. Hasta bien pasada la mitad del siglo XIX los diversos intereses urbanos
de los Anchorena, entre los que destaca la inversión en inmuebles para renta, siguieron
teniendo preeminencia por sobre sus inversiones rurales. Este trabajo argumenta que
sólo pasada la mitad del siglo XIX los Anchorena lentamente abandonaron sus
emprendimientos urbanos y optaron por concentrarse en la percepción de rentas rurales
y en la producción agraria. Recién en esa etapa la clara vocación terrateniente de los
Anchorena se hizo manifiesta. La especialización en los negocios rurales les permitió
ingresar al siglo XX como una de las mayores dinastías terrateniente del país, y
disfrutar por décadas de una posición económica que no muchos fueron capaces de
emular. Desde entonces se advierte una suerte de osificación de su dinamismo
empresarial, cuyas consecuencias negativas, aunque tardaron en hacerse evidentes, no
podían esquivarse. En efecto, la lenta fragmentación de su patrimonio inmobiliario, así
como la pérdida de importancia relativa del sector rural desde la década de 1930, les
hizo perder posiciones en la cumbre de la sociedad argentina. A pesar de ello, pocos
fueron los integrantes de esta familia que intentaron probar suerte en otras esferas de
actividad.

I. Una fortuna mercantil


3

Juan Esteban fue el primer Anchorena en arribar a América. Como muchos otros
inmigrantes de ese período, a poco de arribar al Plata Juan Esteban se orientó hacia las
actividades mercantiles. Esta decisión resulta entendible puesto que este terreno era
quizá el más propicio para que, suerte y destrezas mediante, un hombre como el que
aquí nos ocupa, cuyo único patrimonio era su ambición y su talento, acumulase un
patrimonio significativo. En más de un sentido, la exitosa trayectoria económica y
social del primer Anchorena en el Plata ilustra las nuevas oportunidades que se les
presentaron a los comerciantes afincados en Buenos Aires en la segunda mitad del siglo
XVIII. Fue en este período que este puerto, que había sido por largos años un centro de
contrabando por donde ingresaban mercancías europeas y salían exportaciones
clandestinas de metal precioso, comenzó a afirmarse definitivamente como “mercado,
polo de arrastre y centro de distribución de un vasto conjunto regional” que extendía su
influencia desde el Paraguay hasta Chile.4

La expansión de las redes mercantiles que tenían por centro a los comerciantes
de Buenos Aires puede seguirse bien en la trayectoria comercial de Anchorena.
Arribado al Río de la Plata hacia 1750 sin mayores recursos, Anchorena pasó cerca de
un quinquenio al servicio de una casa comercial porteña. Allí adquirió los rudimentos
del oficio, así como también relaciones y conocimientos sobre el funcionamiento de ese
mercado en sostenida expansión. La correspondencia que Juan Estaban nos ha dejado
indica que para mediados de la década de 1750 ya se había lanzado a operar por su
cuenta. En 1757 poseía vínculos mercantiles en el interior, en especial en Córdoba,
donde colocaba productos importados (vino, tabaco, manufacturas de metal) y
compraba productos de la tierra (ponchos, frazadas).5 Para entonces ya había
incursionado en la compra de cueros en el litoral del río Uruguay, y algunos años más
tarde, en 1765, también aparece registrado como propietario de un comercio minorista
en Buenos Aires. En la segunda mitad de la década de 1760 la escala de las operaciones
de Anchorena creció a ritmo sostenido, seguramente gracias a que la suerte lo
acompañó en su ingreso pleno en el lucrativo comercio mayorista a distancia. A lo largo
de la década de 1760, Anchorena realizó viajes regulares al interior (Salta, Jujuy) y al
Alto Perú, extendiendo sus redes comerciales hasta Lima. 6 Para comienzos de la década
de 1770 se había convertido en un importante mercader, cuyos vínculos comprendían
plazas comerciales en todo el virreinato del Perú (Chile, Paraguay, Alto Perú, el Río de
la Plata) y llegaban hasta España, incluyendo también mercados en Inglaterra, Francia y
el Caribe.7

La posición económica de hombres como Juan Esteban de Anchorena dependía


de la vigencia del sistema comercial monopolista español, pues éste les otorgaba a los

4
Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial (Méjico, Grijalbo, 1982), p.
417.
5
Francisco García a Juan Esteban de Anchorena (en adelante JEA), 24 de febrero de 1757, 12
de julio de 1757, 24 de julio de 1758, 22 de marzo de 1760, 25 de enero de 1761, 18 de julio de
1763, en Archivo Anchorena, Archivo General de la Nación, Sala VII (en adelante AA), legajo
317.
6
Francisco Antonio Díaz a JEA, 12 de marzo de 1767 y 27 septiembre de 1770, en Archivo
Anchorena, Archivo General de la Nación (en adelante AA-AGN), 316.
7
Ruprecht Poensgen, “The Challenge to an Argentine Merchant House in the Late 18 th
Century”, Jahrbuch fur Geschicthe von Staad, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 33
(1996), pp. 187-222. Andrés M. Carretero, Los Anchorena. Política y negocios en el siglo XIX
(Buenos Aires, 1970).
4

grandes mercaderes un lugar privilegiado en la captación del excedente en tanto


funcionaban como intermediarios necesarios en los intercambios que tenían lugar en el
vasto espacio que iba desde la metrópoli hasta las remotas tierras del Alto Perú. Estos
comerciantes importaban por si o en consignación una serie de bienes de lujo europeos
(en particular textiles y otros productos manufacturados), que una red de empleados o
asociados locales se ocupaban de distribuir y vender a lo largo de la ruta que conducía
desde Lima al Alto Perú, así como en otras regiones del virreinato; una vez cambiados
por metal precioso o por frutos de la tierra, estas mercancías (en especial el metálico)
eran enviados a Buenos Aires o a Lima, desde donde eran reexportados a Europa, punto
desde el cual se reiniciaba el ciclo.8 Los grandes comerciantes conectaban mercados
limitados y de demanda muy poco elástica, y sacaban provecho de las grandes
disparidades de precios existentes entre distintas regiones. La actividad mercantil
permitía la obtención de grandes márgenes de beneficios, siempre y cuando la oferta de
bienes en un momento y un punto determinados no superara un nivel mayor a la que
cada plaza podía absorber. En ausencia de una demanda suficientemente elástica, la
sobre oferta podía provocar un fuerte derrumbe de precios, que inevitablemente
acarreaba pérdidas. El éxito de estos comerciantes dependía, pues, de una práctica
mercantil más precavida contra la abundancia que contra la escasez.9

Una declaración de bienes que Juan Esteban realizó en 1775, con motivo de su
casamiento, nos permite obtener una radiografía bastante ilustrativa acerca de su
patrimonio y del tipo de actividad a la que éste se hallaba dedicado. Ella confirma el
cuadro que acabamos de trazar: nos muestra a un mercader abocado al comercio a
distancia que negociaba tanto con frutos de la tierra como con efectos de Castilla, y
cuyos lazos comerciales se extendían desde Cádiz a Buenos Aires, pasando por Lima y
el Alto Perú. En esa ocasión, Anchorena dejó constancia de que contaba con un
patrimonio de unos $ 76.100, en el que no incluía los esclavos que poseía en el Alto
Perú (seguramente afectados a la conducción de un cargamento de mercancías) y el
menaje de la casa que alquilaba en Buenos Aires.10 El grueso de su activo estaba
compuesto por tres partidas, que en conjunto representaban cerca de cuatro quintos de
su patrimonio. La primera era una partida de efectos de Castilla que Anchorena había
introducido desde Lima, y que se disponía a vender en el Alto Perú, cuyo valor
estimaba en $ 25.196. La segunda estaba compuesta por un cargamento de yerba que
este comerciante había vendido en Santa Fe, y que debía entregar en Santiago del
Estero y Jujuy. La misma estaba valuada en $ 22.987. En tercer lugar, Anchorena tenía
un crédito a favor por $ 12.130, que resultaba de servicios de transporte que había
prestado a otros comerciantes. Finalmente, una serie de créditos menores, en dinero y
en especie, revelaban la amplitud de los vínculos comerciales que sostenían sus
negocios: $ 3.437 a préstamo en Cádiz, otros $ 5.200 enviados a este puerto para la
compra de mercancías, $ 2.907 en yerba en Chuquisaca, $ 1.904 en mercancías en
Potosí, $ 4.278 en textiles y coca en Jujuy, provenientes de Oruro, y $ 3123 en efectos
8
Al respecto, véase Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite
dirigente en la Argentina criolla (Buenos Aires, Siglo XXI), 1972, cap. 1; Jorge Gelman, De
mercachifle a gran comerciante: los caminos del ascenso en el Río de la Plata (Sevilla, 1996).
9
Halperin Donghi, Revolución y Guerra, cit.
10
En distintos momentos del extenso período comprendido entre 1770 y 1950, distintas
unidades monetarias fueron utilizadas como medio de pago: pesos, pesos fuertes, pesos moneda
corriente, onzas de oro, pesos oro, pesos moneda nacional. Con el fin de facilitar las
comparaciones y simplificar la lectura, estas distintas monedas han sido convertidas a pesos
oro.
5

en Salta en poder de un consignatario. Esta declaración de bienes también nos indica


que el único bien inmueble que Juan Esteban poseía era un terreno en Jujuy, tasado en $
540.11

En una sociedad en la que no existía nobleza titulada, los grandes comerciantes


ocupaban un lugar prominente en la cima del orden colonial, junto a la cumbre de la
burocracia imperial. La posesión de una fortuna cercana a los $ 80.000 colocó a Juan
Esteban en una posición expectable dentro de esa sociedad, en la que patrimonios como
el suyo se encontraban entre las principales de la ciudad. Ello le permitió ingresar en el
mercado matrimonial en una posición que estaba muy por encima de su origen social.
En efecto, en 1775 contrajo enlace con Romana López de Anaya y Gámiz de las
Cuevas, hija de una empobrecida pero distinguida familia de comerciantes. A pesar de
su linaje, las dificultades económicas de los López obligaron a Romana a buscar
consorte entre candidatos de rango inferior. El elegido fue Juan Esteban de Anchorena,
que para entonces ya se destacaba entre los mercaderes más dinámicos de Buenos Aires.
El hecho de que la declaratoria de bienes que hemos citado más arriba fuese impuesta
por sus futuros parientes como “condición expresa” para consentir el matrimonio revela
cuan central a esta unión era la fortuna que este advenedizo había sabido acumular. No
se trataba de un caso extraordinario, por cierto. Era habitual que el matrimonio con una
hija de una familia de arraigo local sirviese para consolidar la posición del inmigrante
enriquecido en la sociedad porteña.12 Si bien Romana no aportó bien alguno al
matrimonio, seguramente contribuyó a darle a este inmigrante salido de la nada un
prestigio del que por sí mismo carecía, lo que debe haberle permitido extender sus redes
sociales y económicas en la sociedad local. De hecho, desde 1776 Anchorena ocupó
diversos cargos honoríficos, el primero de los cuales fue el de oficial de las milicias de
caballería. Cuando en 1794 fue autorizada la creación de un Consulado en Buenos
Aires, Juan Esteban fue designado primer cónsul de esta corporación mercantil.

Como ya señalamos, el éxito económico de Anchorena y otros grandes


mercaderes dependía de la vigencia del sistema comercial monopolista español, y del
papel de los comerciantes mayoristas como intermediarios necesarios entre la metrópoli
y el Alto Perú. La creación del virreinato del Río de la Plata en 1776 y, un par de años
más tarde, la apertura más plena del puerto de Buenos Aires al comercio con la
Península, reafirmaron la importancia de esta ciudad y de sus mercaderes, que lograron
atraer parte del intercambio internacional que antes tenía lugar a través de Lima. Sin
embargo, el ascenso de Buenos Aires se vio afectado por la creciente inestabilidad que
afectó al tráfico mercantil en esa etapa de ocaso del imperio español. En la década de
1790, ese orden que colocaba al capital mercantil en una posición tan privilegiada
comenzó a sufrir impugnaciones cada vez más dañinas. El ciclo de guerras
internacionales abierto por la Revolución Francesa tuvo un efecto destructivo sobre la
capacidad del estado español de mantener a sus colonias dentro de la órbita comercial
de la metrópoli. La relajación del orden mercantilista, y la llegada a América, de forma
más o menos legal, de mercancías y de comerciantes de origen no peninsular, en
especial ingleses, cercenaron de facto los privilegios de los comerciantes monopolistas,
trastocando las formas tradicionales de hacer negocios. Complicaciones adicionales
surgieron como consecuencia de la marcada declinación, tras más de medio siglo de
expansión, de la producción de plata en el Alto Perú, que era consecuencia a la vez de
Archivo General de la Nación, Protocolos notariales, registro 5-1775, pp. 303-5.
11

12
Susan Socolow, Los mercaderes del Buenos Aires virreinal: familia y comercio (Buenos
Aires, 1991), pp. 52-5.
6

las dificultades del estado para garantizar la provisión de trabajo forzado que la minería
reclamaba, así como de problemas vinculados al agotamiento de las vetas y la falta de
azogue, un insumo esencial para la producción argentífera. 13

La contracción de la minería en la región que seguía siendo el principal motor


económico del Plata, y la disrupción de las redes comerciales sobre las cuales los
grandes comerciantes mayoristas basaban su supremacía, afectaron los negocios de la
elite mercantil porteña. No sorprende, pues, que en la década de 1790 Anchorena se
quejase de la baja de sus ingresos. En 1798 le escribía a su hijo Juan José que “la guerra
sigue cada vez más enconada, mi quebranto va en aumento.” 14 A pesar de sus repetidos
lamentos, el derrumbe de sus negocios estuvo lejos de ser total, y durante la década de
1800 el comercio con el Alto Perú parece haber seguido reportándole ganancias. La
creciente autonomización de las zonas productoras y los circuitos mercantiles andinos
respecto de la demanda generada por los mercados mineros, que constituye uno de los
rasgos más notables de la economía altoperuana del siglo XVIII, debe haber ayudado a
compensar la baja de la demanda de bienes importados proveniente del Potosí y otros
centros argentíferos.15 En 1800, el mayor de los hijos de Juan Esteban, Juan José
Cristóbal, que había sido enviado por su padre a comerciar al Alto Perú, advertía que la
liberalización del comercio y la aparición de nuevos productos importados obligaba a
los mercaderes a operar con márgenes más modestos. De todas maneras, también
señalaba que quien supiera adaptarse al nuevo contexto podía seguir obteniendo
beneficios aceptables.16 Y por otra parte, había bienes y mercados que, como el de la
yerba, en el que los Anchorena eran fuertes actores desde tiempo atrás, parecen no
haberse visto mayormente afectados por la disrupción de los circuitos comerciales típica
de esos años, y que incluso siguieron ofreciendo ganancias en el revuelto clima
posterior a la independencia.17

La posibilidad de operar con márgenes menos generosos pero de todas formas


razonables parece haber disuadido a Juan Esteban -para entonces un hombre que se
encontraba en la última etapa de su ciclo vital- de introducir cambios demasiado osados
en el modo de encarar su actividad, que en esa etapa de declinación del orden colonial
siguió centrada en el tipo de transacciones comerciales a las que se había dedicado con
gran éxito a lo largo de medio siglo. 18 A diferencia de Tomás Antonio Romero y otros
emprendedores mercaderes del último período colonial, Anchorena no parece haberse
visto tentado a probar suerte en los atractivos pero riesgosos negocios que se abrieron
en esos años en los que el orden mercantilista comenzó a resquebrajarse, entre los que
destacan el comercio de exportación dentro y fuera del imperio.19 Anchorena tampoco

13
Enrique Tandeter, Coacción y mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial,1692-
1826 (Buenos Aires, 1992), pp. 253-66.
14
JEA a Juna José de Anchorena (en adelante JJA), 26 de mayo de 1798; Poensgen, “The
Challenge to an Argentine Merchant House”, p. 208.
15
Enrique Tandeter, “Población y economía en los Andes (siglo XVIII)”, Revista Andina, 13:1
(1995).
16
Poensgen, “The Challenge to an Argentine Merchant House”, p. 214.
17
Joaquín Obregón Zeballos a JEA, 26 de noviembre de 1802, AA-AGN, 315; Tomás Manuel
de Anchorena (en adelante TMA) a JJA, 20 de noviembre de 1808, Libro copiador de cartas de
Tomás Manuel de Anchorena, I, Instituto Bibligráfico “Antonio Zinny” (en adelante Zinny).
18
Susan Socolow, Los mercaderes del Buenos Aires virreinal: familia y comercio (Buenos
Aires, 1991), pp. 78-82.
19
Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra, pp. 45-7. Hugo Galmarini, “Comercio y
7

parece haber mostrado interés en invertir parte de sus ganancias mercantiles en bienes
de renta que le asegurasen un ingreso quizá reducido pero en todo caso estable, como
hicieron otros importantes comerciantes del período. 20 Hasta su muerte en 1808, pues,
su actividad siguió centrada en el tipo de intercambios interregionales gracias a los
cuales había construido su fortuna.

El hecho de que Juan Esteban de Anchorena dejara a sus herederos una de las
mayores fortunas del virreinato parece sugerir que esta decisión no era del todo errada.
Aunque no tenemos elementos de juicio suficientes como para estimar las ventajas y
desventajas de sus decisiones, parece razonable concluir que conforme pasaban los años
y su fortuna se consolidaba, Anchorena debió comportarse cada vez menos como un
comerciante arriesgado y aventurero, y que se orientase según patrones conservadores y
probados. Talento empresarial y prudencia a la hora de optar por las operaciones
seguras hicieron que el primer Anchorena en el Plata dejase a sus descendientes un
patrimonio muy considerable, que al momento de su muerte sus herederos estimaron en
$ 175.000. Esta cifra se iba a incrementar hasta superar los $ 250.000 en 1811,
momento en el cual sus herederos finalmente repartieron el activo, correspondiéndoles
unos $ 55.000 a cada uno de los tres hijos (Juan José, Tomás Manuel y Mariano
Nicolás) y unos $ 87.000 a la viuda.21 Si bien es lícito suponer que en ese lapso la
sociedad constituida por sus tres hijos generó nuevas ganancias, es indudable que parte
de ese incremento se debía a la finalización de operaciones que todavía se encontraban
en curso cuando Juan Esteban súbitamente encontró la muerte. Por este motivo, parte
del incremento patrimonial verificado entre 1808 y 1811, del que la viuda no participó,
legítimamente puede ser considerado como parte de la herencia que aquellos recibieron.

Una fortuna cercana a los $ 250.000 se ubicaba entre los mayores del Río de la
Plata tardocolonial, y no estaba lejos de las acumuladas por los mayores mercaderes de
ese tiempo. Entre ellas se destacaban las de Segurola, Domingo Belgrano y Francisco
Tellechea, que al morir dejaron patrimonios que oscilaban entre los $ 300.000 y los $
400.000.22 Los tres hijos de Juan Esteban heredaron así una de las mayores fortunas del
virreinato, a la vez que un amplio conjunto de relaciones mercantiles a ambos lados del
Atlántico. También se hicieron de una posición social expectable, que más tarde
reforzarían mediante alianzas matrimoniales con importantes familias de la elite
porteña: Lezica, García y Zúñiga, Ibáñez, Arana. Conviene destacar que el hecho de
que sólo tres hijos sobrevivieran a los siete nacidos en el matrimonio entre Juan Esteban
y Romana creó condiciones propicias para la perduración de la empresa comercial y del
patrimonio acumulado a través de ella. Esta situación estaba lejos de ser habitual, pues
la vida de parte importante de las casas mercantiles coloniales solía terminar junto con
la de su fundador. Ello sucedía, en primer lugar, porque las leyes de herencia españolas
obligaban a una distribución igualitaria del patrimonio entre todos los hijos legítimos,
esto es, nacidos dentro del matrimonio. Dada la inexistencia de formas jurídicas que
hicieran posible la distinción entre la propiedad y la gestión de una empresa (que sólo
aparecerían tímidamente a fines del siglo XIX), así como también a la ausencia de

burocracia colonial. A propósito de Tomás Antonio Romero”, en Investigaciones y ensayos, 28


y 29 (1980), pp. 407-39, 387-424.
20
Jorge Gelman, De mercachifle a gran comerciante, p. 38.
21
Inventarios y partición de bienes, AA-AGN, 316.
22
Susan Socolow, “Marriage, Birth, and Inheritance: The Merchants of Eighteenth-Century
Buenos Aires”, Hispanic American Historical Review 60:3 (1980), p. 403; Gelman, “Sobre el
carácter del comercio colonial”, p. 54.
8

mayorazgos, la partición igualitaria solía dar por resultado la fragmentación de las


fortunas y la división de los activos mercantiles entre un número de herederos que no
solía ser pequeño. Para citar sólo algunos ejemplos, recordemos que dos de las tres
grandes fortunas mercantiles que hemos mencionado más arriba, las de Tellechea y
Segurola, fueron distribuidas entre nueve descendientes; la restante, la de Belgrano, fue
partida entre un número aún mayor de herederos, que en su caso alcanzaba al número
de trece.23

II. Enfrentando la crisis del orden colonial

La crisis final del orden colonial y el estallido de los movimientos


independentistas que esa crisis alentó tuvieron consecuencias más relevantes para los
negocios de los hermanos Anchorena. La llegada de una gran flota mercante tras los
pasos del ejército inglés que dominó Buenos Aires en 1807’ fue un heraldo de los
cambios por venir, y provocó “un catastrófico derrumbe de precios” que en pocos
meses se hizo notar hasta en el Potosí. 24 Progresivamente debilitado el vínculo mercantil
con España por la acentuación de la crisis política y militar de la metrópoli, en los años
que siguieron a 1807 la presencia comercial británica se hizo sentir con mayor fuerza.
En julio de 1809 Tomás Manuel, entonces al frente de la casa comercial en Buenos
Aires, le informaba su hermano Juan José, que se encontraba en España, que “los
negocios por acá están muy malos... se dice que vienen para las Américas 150 buques
mercantes ingleses ... todo es duda y recelos”.25 Este cuadro se afirmó con el
movimiento independentista de 1810, cuando la apertura comercial se volvió
permanente. De regreso en el Plata tras una larga estadía en la Península, Juan José se
lamentaba de que “el estado de las ventas sigue malo; mucho fiado y poca plata:
abundan toda clase de géneros ingleses, tejidos de seda españoles y algodón.”26

La etapa inicial de la apertura plena al mundo del comercio libre fue sin
embargo más ambigua de lo que habitualmente se supone, a punto tal que Tomás
Manuel creyó por un tiempo que la nueva situación podía traer más beneficios que
pérdidas.27 Esta postura se explica porque si bien Anchorena partía de la premisa de que
la presencia extranjera en el comercio internacional no podía ser desafiada, los bienes
que los mercaderes extranjeros volcarían sobre el puerto de Buenos Aires terminarían
siendo distribuidos a través de los circuitos dominados por los mercaderes nativos. 28 De
hecho, en los años inmediatamente previos a 1810, los Anchorena se habían interesado
en el comercio con textiles británicos (“esto nunca puede ofrecer perdida”, decía Tomás
en 1808), que distribuyeron hasta el Alto Perú. 29 A lo largo de esos años, estos
hermanos formularon duros juicios sobre el auge del contrabando (práctica mercantil en
la que, al parecer, nunca se iniciaron) al que acusaban de muchas de las dificultades que
enfrentaban. Ello sugiere que juzgaban que un nuevo orden mercantil más abierto al
23
Socolow, “Marriage, Birth, and Inheritance”, p. 403.
24
Joaquín de Obregón Cevallos a JEA, Potosí, 27 de octubre de 1807, citado en Tulio Halperin
Donghi, Argentina. De la revolución de independencia a la confederación rosista, Buenos
Aires, Paidós, 1985, p. 30.
25
TMA a JJA, 1 de julio de 1809, I, Zinny.
26
JJA a José Genesy, 5 de agosto de 1810, citado en Carretero, Los Anchorena, p. 18.
27
TMA a JJA, 20 de noviembre de 1808, I, Zinny.
28
TMA a JJA, 20 de noviembre de 1808, I, Zinny.
29
TMA a JJA, 28 de julio de 1808, I, Zinny.
9

intercambio con nuevas metrópolis económicas, pero al mismo tiempo mejor capacitado
para limitar el comercio ilegal y para poner trabas a nuevos competidores, constituía
una alternativa quizás mejor que la incertidumbre de los años previos a la crisis final del
imperio español, y por tanto digna de ser considerada

La creencia de que la apertura comercial multiplicaría las oportunidades


comerciales para la elite mercantil local no resistió la dura prueba de la realidad. Ello
fue en parte consecuencia del nuevo contexto político en el que la apertura vino a
afirmarse. El derrumbe del poder imperial impidió que la elite mercantil nativa pudiera
asegurarse los privilegios que le aseguraban reformas comerciales como la sancionada
por el virrey Cisneros a fines de 1809, que le reservaba a este grupo el control del
mercado americano (los extranjeros debían vender sus productos al por mayor a
comerciantes de la plaza; también les estaba prohibido tomar parte en el transporte
interno y la venta al menudeo). Por su parte, las débiles autoridades surgidas en 1810 no
se mostraron capaces de mantener a los comerciantes extranjeros en el modesto papel
de transportistas internacionales, y pronto debieron aceptar que éstos ampliasen el radio
de sus operaciones. En consecuencia, en poco tiempo se hizo evidente que la presencia
de estos nuevos competidores que dominaban técnicas comerciales más agresivas, y que
se movían al margen y en contra de los circuitos dominados por los mercaderes
coloniales, traería el fin del orden mercantil fundado sobre la escasez.

Los mercaderes coloniales no tuvieron más remedio que adaptarse a esta nueva
situación. A mediados de 1811, Tomás Manuel ya se hallaba en camino al Alto Perú,
llevando consigo los productos que la apertura del puerto había volcado sobre Buenos
Aires. Su viaje también tenía por objeto cobrar deudas y supervisar el estado de los
negocios heredados de su padre, estableciendo un contacto más estrecho con sus agentes
locales. Para entonces, los hermanos Anchorena ya habían dividido la parte principal
del patrimonio heredado y cada uno de ellos actuaba por su cuenta, no obstante lo cual
se asistían mutuamente en diversos emprendimientos comerciales. Una vez arribado a
Chuquisaca, Tomás advirtió que lo mejor que podía hacer era desprenderse a la
brevedad de las mercaderías que él y sus hermanos poseían en un territorio asolado por
la guerra, que se volvía cada vez más hostil para las autoridades y los hombres de
Buenos Aires. En octubre de 1811 le relataba a su hermano Mariano que se proponía
“vender al contado lo que tengo en Potosí, pues no me determino a pasar a aquella villa.
Si consigo hacerlo para juntar sin quemar los géneros, lograré cualquiera ocasión
favorable que se presente para conducir el dinero yo mismo a Jujuy”. 30 Para entonces,
Anchorena ya advertía que el orden que había hecho posible (y previsible) el comercio
a distancia había sido duramente golpeado por la guerra, y que resultaba muy arriesgado
continuar operando sobre la base del sistema de consignatarios y agentes locales. De
hecho, Tomás ya había perdido todo contacto con Joaquín Obregón Zeballos, su agente
en Potosí, y a fines de 1811 le relataba a un corresponsal que “por más diligencias que
hice en cerca de un mes ... nada pude saber ni de mi apoderado, ni de mis intereses”. 31
Sólo a mediados de 1813 volvería establecer contacto con su agente. Moribundo,
Obregón había vendido a otro comerciante las mercancías que Anchorena le había
dejado en consignación, por lo que éste se vio en la obligación de iniciar acciones
legales (que finalmente no prosperaron) para recuperar sus bienes. En esos mismos años
los tratos de Tomás Manuel con su agente en Chuquisaca se interrumpieron, pues éste

30
TMA a MNA, 10 de octubre de 1811, I, Zinny.
31
TMA a Mariano Saravia, 18 de diciembre de 1811, I, Zinny.
10

optó por mantenerse fiel a las autoridades de Lima, y en consecuencia quedó del otro
lado de la línea de guerra.

Tras la caía de Cochabamba en manos del ejército leal al Consejo de Regencia,


Tomás Manuel de Anchorena abandonó las tierras altas, dejando sus bienes en Potosí
librados “a la providencia”.32 Se instaló por varios meses en Jujuy, donde esperó, a
veces “en la ociosidad”, a veces ocupado en negocios menores (entre los que se contaba
la provisión al ejército) que se reabriera el camino al Alto Perú. 33 Cuando se produjo la
ofensiva de las tropas de Goyeneche, Anchorena retrocedió con el ejército de Belgrano
(al que por un tiempo sirvió de secretario) hasta Tucumán. Al llegar a esta provincia, su
decepción fue grande. En octubre de 1812 le escribía a Juan José señalándole que “no
tengo nada que vender en esta porque no hay quien compre por mayor, me falta surtido
por menudear, abundan los géneros, y están muy abatidos, como en todas partes”. 34
Sólo la presencia del ejército y la demanda que éste generaba compensaba parcialmente
la falta de ventas.35 Las victorias de las armas de Buenos Aires en las batallas de
Tucumán y Salta reabrieron la ruta al Alto Perú, y entonces Tomás pudo avanzar hasta
Potosí. Su experiencia en esa ciudad no fue nada feliz, y pronto pudo comprobar el
efecto negativo que la lucha había causado no sólo sobre el comercio sino sobre toda la
economía de la región. En mayo de 1813 le relataba a Mariano Nicolás que la Villa
estaba “arruinada”: “los indios de mita no trabajan, los comerciantes que han quedado
no giran, unos por estar atrasados, y otros porque no ven decidida la cosa, de modo que
a mi entender no se puede pensar en negocio muy crecido ... yo no pienso permanecer
mucho tiempo por acá, y no creo que en el día haya sugeto a quien se le pueda confiar
intereses para venta”.36 Dos meses más tarde le confirmaba sus opiniones sombrías: “te
asombraras al ver el estado de miseria y pobreza en que esta esto. No hay minería, no
hay comercio. De las ciudades y pueblos de las provincias nadie viene a comprar; los de
aquí solo aspiran a vender lo poco que tienen, y el menudeo, único giro que existe, es
una quarta parte de lo que era en los ultimos tiempos regulares”. 37 Poco tiempo después,
el curso de la guerra hizo que incluso las menudas operaciones que Tomás llevaba
adelante se volvieron imposibles. En la primavera de 1813, las derrotas de Vilcapugio y
Ayohuma obligaron al ejército de Buenos Aires a abandonar el Alto Perú, que otra vez
salió de la órbita de influencia del gobierno porteño y de los comerciantes que se
identificaban con la Revolución.

Tomás Manuel regresó a Buenos Aires cargando con frustraciones y pérdidas. A


fines de 1814 se negaba a habilitar a un comerciante jujeño de su confianza, y se
mantenía “encerrado en un rincón de mi casa sin hacer negocio, pues veo que en el día
se trabaja solo para perder”. 38 Todavía entonces Tomás seguía creyendo que el Alto
Perú constituía el único mercado digno de atención, y en 1815 por tercera vez se
encaminó al Potosí siguiendo el avance de las tropas de Buenos Aires. En su paso por
Jujuy le escribía a Juan José que los “compradores son mui pocos a causa de la gran
32
TMA a JJA, 25 de agosto de 1811, I, Zinny.
33
TMA a MNA, 4 de julio de 1812, I, Zinny.
34
TMA a JJA, Tucumán, 19 de octubre de 1812, citado en Ruprecht Poensgen, Die Familie
Anchorena. 1750-1875. Handel und Viehwirtsschaft am Rio de la Plata (Colonia, Weimar y
Viena,1998) p. 194.
35
TMA a MNA, 2 de abril de 1813, I, Zinny.
36
TMA a MNA, 27 de mayo de 1813, I, Zinny.
37
TMA a MNA, 27 de junio de 1813, I, Zinny.
38
TMA a Teodoro Sánchez de Bustamante, 26 de noviembre de 1814, I, Zinny.
11

emigración de comerciantes al territorio enemigo, o porque muchos se han arruinado


con la revolución, y los que tienen un peso no quieren emplearlo en el estado de
incertidumbre en que se hallan las cosas”. 39 Apenas llegado a Potosí, las tropas del
Directorio fueron derrotadas en la batalla de Sipe Sipe, y Tomás debió abandonar el
Alto Perú por tercera vez. Para entonces se describía como “un hombre a quien lo
tienen casi agoviado las desgracias, y a veces a punto de desesperar”. 40 Ni su visión ni
sus finanzas cambiaron demasiado en los años que siguieron. Instalado en Tucumán, a
comienzos de 1817 le relataba a su pariente Sebastián Lezica que “el mal giro de mis
negocios anteriores, junto con el estado funesto que ofrece nuestra revolución por la
división de los pueblos me obliga a un aislamiento e inacción que por perjudicial que
sea, jamás podrá serlo tanto como entrar en especulaciones que se trastornan siempre
por nuestra inestabilidad y la incertidumbre de los sucesos públicos”. 41 Desde entonces,
Tomás renunció a pensar siquiera en nuevas aventuras en el Alto Perú, y comenzó a
ocuparse, todavía en escala modesta, del negocio de acopio y exportación de cueros;
también comenzó a prestarle mayor atención al mercado interno, y se interesó en la
introducción de papel, azúcar y otras mercancías importadas en Córdoba y otras plazas
del interior.42

Los Anchorena también tentaron suerte en otros destinos. Mientras Tomás


Manuel se obstinaba en salvar algo de sus negocios en el Alto Perú, el joven Mariano
Nicolás, tras haber interrumpido sus estudios superiores en Chuquisaca, partía hacia
Chile, a donde se proponía colocar textiles y yerba. Las oportunidades comerciales que
ofrecía este mercado que había sido recientemente ganado para las fuerzas
independentistas pronto se revelaron limitadas, puesto que tras la derrota de las fuerzas
realistas también allí desembarcaron en gran número los comerciantes extranjeros. En
poco tiempo los recién llegados abarrotaron la plaza con sus productos, saturando muy
pronto una demanda de bienes extranjeros muy poco elástica. A mediados de 1814
Mariano le informaba a Juan José que “la inacción de esta plaza ... es increíble”. 43 La
situación se volvió más difícil a fines de 1814, cuando la reconquista de Santiago por el
ejército realista forzó a los partidarios de la independencia a emigrar o a afrontar la dura
suerte del vencido en una guerra que se volvía cada vez más sangrienta. En esos
tiempos, no sólo los negocios se volvían inciertos; la vida misma también aparecía
sometida a grandes riesgos. De hecho, tras la derrota de la patria vieja, Mariano se vio
obligado a permanecer oculto durante siete meses en una finca rural. Sólo pudo
abandonarla gracias al auxilio de un comerciante británico que lo llevó, disfrazado “en
clase de criado”, hasta un navío que lo alejó de Chile. 44 Poco deseoso de exponerse a
nuevos peligros, poco antes de abandonarlo le escribía a su hermano Juan José que “soy
de opinión que procures redondear todos tus negocios, y pongas los fondos
principalmente los míos en el Janeiro, ó Londres en manos seguras porque pienso
abandonar la America, resuelto a vivir primero entre los bárbaros africanos, si la
Europa no me admite”.45

Intentando escapar de las convulsionadas colonias españolas, Mariano se dirigió


39
TMA a JJA, 25 de julio de 1815, I, Zinny.
40
TMA a Vicente Anastasio de Echeverría, 17 de enero de 1816, I, Zinny.
41
TMA a Sebastian Lezica, 3 de febrero de 1817, I, Zinny.
42
TMA a Francisco Gabriel del Portal, 10 de junio de 1818, I, Zinny.
43
MNA a JJA, 6 de agosto de 1814, AA-AGN, 331.
44
MNA a JJA, Río de Janeiro, 26 de marzo de 1815, citado en Carretero, Los Anchorena, p. 84.
45
MNA a JJA, 18 marzo de 1815, AA-AGN, 331.
12

a Rio de Janeiro. En esta ciudad ya se hallaba Sebastián Lezica, comerciando por su


propia cuenta pero también en representación de sus parientes Anchorena. La
continuidad del orden colonial en el Brasil parecía asegurar una estabilidad que
Hispanoamérica había perdido con la revolución y la guerra. A poco de llegar a Rio de
Janeiro, en el otoño de 1816, Mariano le escribía a Juan José que “en este país en el día
se disfruta de bastante tranquilidad, las relaciones comerciales están expeditas con todo
el mundo mercantil, hay pequeña concurrencia de las mercaderías de Inglaterra,
Holanda, España, Asia Africa y Norte América.” 46 En ese emporio mercantil, el menor
de los Anchorena creyó encontrar un lugar propicio para asentarse. Para entonces, su
visión sobre la situación y perspectivas del Río de la Plata era francamente pesimista, a
punto tal que en más de una oportunidad urgió a sus hermanos a abandonar la región.
En abril de 1816 afirmaba que “es preciso olvidar las Provincias Unidas del Río de la
Plata por algún tiempo, porque todo negocio que pueda hacerse allí, ofrece poca o
ninguna ventaja, sí presenta grandes riesgos y pocos progresos, no siendo éste el mal
menor, a lo que se [agrega] que las provincias están exhaustas de numerario, y casi
incomunicadas, cuyas dos cosas, entorpeciendo el giro, forman la escasés de recursos
del Estado y así es preciso que se repitan las contribuciones y cuando éstas ya no
puedan realizarse se adoptarán medidas violentas para sacar los recursos de donde se
crea que haya, y esta enfermedad puede prevenirse pero no curarse.”47

Para los negocios de los Anchorena, pues, la revolución había traído grandes
dificultades: crisis del comercio a distancia, competencia de nuevos comerciantes
extranjeros, desaparición del metálico, gobiernos arbitrarios y débiles que, atendiendo
ante todo a la necesidad de asegurar su propia supervivencia, parecían más interesados
en saquear a sus súbditos que en garantizar el orden imprescindible para el intercambio
mercantil. Para complicar aún más las cosas, la restauración de los Borbones en el trono
de España tras la derrota de Napoleón tornaba muy real la amenaza de una reconquista
española de América. En caso de triunfar, ésta haría caer su peso sobre aquellos se
habían pronunciado a favor de la emancipación. Ello era peligroso para todos los
Anchorena, y en especial para Tomás Manuel que, a pesar de toda su moderación,
ocupó un lugar destacado entre la nueva elite política surgida con la independencia (se
contó entre los congresales que declararon la Independencia en 1816), frente a la cual el
rey no parecía dispuesto a entrar en componendas. Considerando este cuadro de
fracasos mercantiles y temores políticos, no sorprende que en repetidas oportunidades
los Anchorena realizasen importantes envíos de metálico a Londres, con el fin de
colocar parte de sus activos a buen resguardo.48 Por su parte, desde su arribo al Brasil,
Mariano Nicolás seguía insistiendo en la necesidad de que sus hermanos se trasladasen
a Rio, ciudad desde la que por entonces se lanzaba a participar en el comercio con el
Extremo Oriente (China, Calcuta, Macao) y con distintos puertos en América y Europa.

Desde mediados de 1817, sin embargo, Mariano Nicolás fue perdiendo su


entusiasmo en el proyecto de radicar a la familia en Brasil. El levantamiento que tuvo
lugar en Pernambuco en ese año puso de manifiesto que el orden colonial también allí
era frágil. Esta insurrección republicana, que las tropas de Joao VI tuvieron dificultades
en dominar, parecía anunciar que Brasil podía orientarse en una dirección similar a la
tomada por la América española unos años antes. De hecho, la derrota del movimiento
46
MNA a JJA, Río de Janeiro, 30 de abril de 1816, citado en Carretero, Los Anchorena, p. 85.
47
MNA a JJA, Río de Janeiro, 30 de abril de 1816, citado en Carretero, Los Anchorena, p. 86.
48
Véase, por ejemplo, TMA a JJA, 7 de junio de 1816, 29 de julio de 1820, y 10 de enero de
1821, I, Zinny.
13

independentista pernambucano no terminó con el estado de inquietud que embargaba a


un hombre tan suspicaz como Mariano Nicolás, por lo que, temeroso de nuevos sucesos
que “quitaban tranquilidad a las operaciones comerciales”, abandonó Rio de Janeiro en
noviembre de 1818.49 Esta decisión también se debía a que, tras el alzamiento
nordestino, el clima político brasileño comenzaba a tornarse más hostil hacia aquellos
hombres que se habían manifestado en favor de la revolución en el Río de la Plata. Ello
se hizo más evidente con el ascenso de Don Pedro al poder, pues el heredero de la casa
de Braganza se colocó a la cabeza de un movimiento independentista que no podía
evitar, pero también hizo lo posible por colocar al Brasil en sintonía con el clima
reaccionario que dominaba a la Europa restaurada. Mariano Nicolás siguió las
alternativas de la crisis de independencia brasileña desde la Banda Oriental. Las
convulsiones políticas y la mayor dureza con los disidentes republicanos terminó por
convencerlo de que las circunstancias no eran propicias para su regreso a la capital del
Brasil. En marzo de 1821 escribía que debido a “las animosidades del Príncipe” Pedro,
“un insurgente del Río de la Plata” como él ya no tenía lugar alguno en el nuevo orden
brasileño.50

No tenemos elementos de juicio suficientes para determinar con precisión qué


sucedió con los negocios de Mariano Nicolás en esos años de exilio. Parece claro, sin
embargo, que a diferencia de Tomás Manuel –quizás capitalizando la experiencia de su
hermano, que insistió más de lo recomendable en revivir el comercio en torno a la ruta
del Alto Perú-, Mariano logró adaptarse muy rápidamente al nuevo contexto comercial
que tomaba forma con el librecomercio, en el cual los mercaderes americanos debían
buscar nuevos nichos en los que pudieran protegerse del avance de los comerciantes
venidos del Atlántico norte, cuyo dominio sobre la introducción de manufacturas
europeas era difícil de desafiar. Su experiencia chilena, aunque muy traumática, parece
haberle enseñado a privilegiar el comercio de productos primarios, pues en este terreno
las ventajas de los británicos y otros mercaderes extranjeros no eran tan obvias. Una vez
instalado en Rio, Mariano Nicolás se lanzó a participar en el comercio con puertos de
Europa y Oriente, pero hizo del comercio con la América hispana el eje de su actividad.
A veces asociado con su hermano Juan José y otras por su cuenta, colocó harina chilena
en Rio, envió cueros del Plata al Brasil, vendió azúcar brasileña en Buenos Aires.51 Este
cambio de rumbo parece haber sido exitoso, y gracias a él Mariano Nicolás no sólo
mantuvo sino que incrementó su fortuna. En efecto, al contraer matrimonio con
Estanislada Arana en octubre de 1822, el menor de los hijos de Juan Esteban declaró
poseer un patrimonio que alcanzaba los $ 110.000, que estaba cerca de doblar el que
había recibido tras la muerte de su padre.

En 1822, tras casi una década de autoimpuesto ostracismo, Mariano Nicolás


regresó a su ciudad natal. A los pocos meses, Tomás Manuel también volvía del exilio
al que la agudización de la crisis política porteña lo había empujado a mediados de
1820. Tomás había abandonado Buenos Aires como consecuencia la persecución de que
fue objeto tras la caída del Directorio, decidido a que “si el desorden sigue, tengo hecha
la resolución de abandonar para siembre ese pueblo”. 52 Un par de años más tarde, sin
49
Carretero, Los Anchorena, p. 92.
50
MNA a, 20 de marzo de 1821, citado en Carretero, Los Anchorena, p. 134.
51
MNA a JJA, 22 de marzo de 1817, 16 septiembre de 1817, 1 de noviembre de 1817, 16 de
febrero de 1818, 4 de noviembre de 1818, 25 de enero de 1821, 19 de diciembre de 1821, todos
en AA-AGN, 331.
52
TMA a JJA, 29 de julio de 1820, I, Zinny.
14

embargo, ya se encontraba de regreso, dispuesto a no “andar más hecho payaso


volante”.53 De hecho, el retorno de los hermanos Anchorena a su ciudad natal tuvo lugar
en un momento muy particular de la historia de Buenos Aires. Para 1821, el
levantamiento liberal encabezado por el general Riego ya había sumido a la Península
en una nueva guerra civil, y con ello se desvanecía, esta vez definitivamente, la
amenaza de una reconquista española de América. 54 Lo que es más importante, la
situación en la provincia de Buenos Aires había cambiado en más de un sentido, a punto
tal que muchos habitantes de esta ciudad abrigaban la esperanza de que, luego de años
de destrucción y guerra, la paz y la prosperidad podían renacer en el Plata. Como es
sabido, tras más de una década de conflictos recurrentes, que culminó con el
estruendoso derrumbe del poder central, desde 1821 la provincia de Buenos Aires fue
protagonista de una significativa experiencia de reconstrucción política e institucional
que se extendió por cerca de un quinquenio. Todavía a mediados de ese año Juan José le
confiaba a su hermano Tomás que “las provincias las considero en tal mal estado que
calculo muchos Guemes, muchos Ramirez, y me parece que salen como hongos... Han
reventado esos hormigueros y todo han devorado; los bárbaros han de ser los amos; los
que hasta ahora usaban corbata han de tener que huir. Para mi, nunca han estado las
Provincias como ahora.”55 Pero ya entonces Tomás Manuel, que tenía mejor ojo político
que su hermano, calificaba el panorama “de los negocios públicos en la provincia y
demás del interior” como “lisongero”. Y le solicitaba que de los fondos en Inglaterra le
hiciese enviar “hasta diez mil pesos en libranzas con plazo” para colocar en Buenos
Aires “bajo el premio de uno por ciento por mes, y quando menos de tres quartos de por
ciento”.56

Tomás Manuel daba su voto de confianza al programa de restauración de la


autoridad e innovación institucional que en esos meses impulsaba el gobernador Martín
Rodríguez. Este programa rápidamente logró afirmarse, en parte porque contó con
sólidos apoyos entre unas clases propietarias hartas de guerra y desorden. En particular,
estos grupos prestaron su concurso a un gobierno que se declaró decidido a favorecer el
renacimiento de la vida económica y el retorno de los hombres a la disciplina del
trabajo, a los que una década de politización y guerra los habían parcialmente sustraído.
En esos años dorados, como nunca desde la ruptura con la corona española, parecieron
recrearse en el Plata condiciones propicias para el desarrollo de la actividad
empresarial, que hicieron que los hombres de corbata comenzaran a sentirse más a
gusto en su tierra.

III. Diversificando riesgos

Durante los apacibles años de la “Feliz Experiencia”, los Anchorena


abandonaron sus proyectos de radicarse en el extranjero, y unieron su suerte a la de la
reconstrucción política y económica que tenía lugar en la provincia de Buenos Aires.
Para ello, sin embargo, debieron completar su adaptación al nuevo orden económico
que surgía de la crisis del vínculo colonial, las guerras de independencia y luego las
civiles, y la apertura al comercio libre. Se ha sugerido muchas veces que en esos años
53
TMA a JJA, 27 de junio de 1821, I, Zinny.
54
Sobre los temores suscitados por la expedición, TMA a José Velez, 3 de septiembre de 1819,
I, Zinny; Ernesto Celesia, Rosas. Aportes para su historia, Buenos Aires, 1954, p. 40.
55
JJA a TMA, 26 julio 1821,
56
TMA a JJA, 5 de julio de 1821, y 16 de julio de 1821, I, Zinny.
15

los Anchorena abandonaron las empresas mercantiles para concentrarse en la


producción rural. Esta visión es inexacta, y en rigor no refleja bien el sentido del
cambio de orientación de los negocios de estos grandes capitalistas rioplatenses. Es
indudable que durante la década de 1820 los Anchorena realizaron importantes
inversiones en propiedad fundiaria, y colocaron bajo su dominio alrededor de medio
millón de hectáreas. En 1826, Juan José advertía que la cantidad de tierra que habían
puesto poseían bajo su control no era pequeña, y que “ya bastante nos han murmurado
por lo que tenemos”.57 Al seguir este curso de acción, los hermanos Anchorena
respondían a las oportunidades creadas por el incremento de la demanda externa de
productos pecuarios, que fue una de las consecuencias más visibles de la apertura
comercial. Más relevante, sin embargo, es el hecho de que viesen a sus nuevos
emprendimientos rurales sólo como un aspecto de una nueva estrategia de inversión que
apuntaba ante todo a la búsqueda de seguridad, y que estaba signada por la
diversificación de activos. Desde los años de 1820 y por largas décadas, no fue la
apuesta exclusiva a la actividad rural, sino la inversión en distintos campos de actividad,
el principio que presidió la organización del patrimonio de los Anchorena.

La conducta de estos hombres de negocios, como también la de otros grandes


empresarios del período, parece sugerir que juzgaban que una estrategia de inversión
fundada sobre la diversificación de activos, pero con un fuerte énfasis en la inversión
inmobiliaria urbana, resultaba apropiada para enfrentar los turbulentos tiempos que les
tocaba vivir. Como hemos señalado más arriba, la mejora de las perspectivas para la
actividad empresarial que pudo entreverse a comienzos de la década de 1820 parece
haber favorecido la permanencia de estos empresarios en el Plata. De todas maneras, los
Anchorena estuvieron lejos de percibir este cambio como una modificación definitiva
en la situación de la región. El paso del tiempo no tardaría en darles la razón. Apenas
cerrada la primera mitad de la década el renacimiento del conflicto político ponía fin al
breve interregno de paz que Buenos Aires había disfrutado durante la gobernación de
Martín Rodríguez, y ya se embarcaba en una nueva aventura guerrera (esta vez con el
Brasil), que afectó en particular al comercio exterior y a la economía de exportación. Y
ello no fue sino el prolegómeno de nuevos conflictos. En 1828, con la llegada de
Lavalle al gobierno, Tomás y Nicolás fueron a parar a la cárcel y luego debieron
marchar al exilio.58 En agosto de 1829, Faustino Lezica le escribía a Juan José,
refugiado en Montevideo, que “el estado político de este país es siempre violento.” 59 En
los primeros meses de ese año, la campaña de Buenos Aires se había colocado
virtualmente fuera del control de las autoridades, y por un momento la desobediencia
cada vez más generalizada de las clases subalternas rurales amenazó desembocar en una
guerra social. Es indudable que el temor a este desenlace (al que Mariano Nicolás se
refería cuando señalaba que el enfrentamiento entre los decembristas y los hombres “de
chuza y chiripá”, daba lugar a una lucha en la que no respetaba ni las propiedades ni las
vidas “ni aun los sentimientos más sagrados de la humanidad”60), comenzó a disiparse
con la llegada de Juan Manuel de Rosas al poder cuando se cerraba el año 1829. Y
aunque disfrutaron de importantes privilegios durante la larga dictadura encabezada por
su pariente, y en numerosas ocasiones obtuvieron ventajas de la arbitrariedad del estado
rosista, ello no siempre les permitió resguardarse de muchas de las incertidumbres
57
JJA a Juan Manuel de Rosas, 13 de mayo de 1826, Archivo Anchorena, Jockey Club.
58
Tulio Halperin Donghi, Argentina. De la revolución de independencia a la confederación
rosista, pp. 262-6.
59
Faustino Lezica a JJA, 10 de agosto de 1829, AA-AGN, 334.
60
MNA a Faustino Lezica, en Celesia, Rosas, p. 134.
16

propias de ese convulsionado período.

En un contexto económico y político extremadamente inestable, signado por


bruscas mutaciones políticas y económicas, falto de un horizonte de estabilidad en el
mediano y largo plazo, y en el que el comercio de viejo tipo ya no ofrecía mayor
atractivo, la estrategia económica que parecía más apropiada era aquella que apuntaba,
en primer lugar, a otorgar seguridad al patrimonio acumulado. Y para ello nada mejor
que un patrón de inversiones conservador, que combinase: a) colocaciones en sectores
que se encontraban relativamente al abrigo de la incertidumbre que signaba al clima
político y económico del período, con b) inversiones en distintos campos de actividad.
En una carta a su hermano Tomás fechada en el otoño de 1822, Juan José formuló este
razonamiento de modo muy explícito. En esos años en los que la reconversión de su
fortuna comenzaba a tomar forma, el líder de la familia instaba a su hermano menor a
imitarlo, señalándole que “la edad y las circunstancias de todos los países me decidieron
a poner fondos en bienes raíces concentrando todo sobre esta [ciudad de Buenos Aires]
para evitar los contrastes que en otras partes pueden ocurrir. Yo me persuado podría
convenirte invertir la mitad de tus intereses en bienes raíces y con la otra mitad algunos
descuentos o entretenimientos y por lo futuro siempre tendrás alguna suma mobible.” 61

Como es sabido, en ese período la riqueza mueble no ofrecía las ventajas que de
ella se esperan en sociedades más apacibles, dotadas de instituciones de crédito sólidas
y desarrolladas. Debido a la ausencia de un sistema bancario, no resultaba sencillo
proteger el dinero, en papel o en metálico, de la presión de un estado siempre
necesitado de contribuciones, o de las alternativas de la guerra, que incluían el saqueo.
Depósitos en plazas bancarias como Londres permitían colocar activos al abrigo de la
incertidumbre que dominaba al Río de la Plata. Pero la tasa de interés que de ese modo
se percibía era baja (inferior al 4% anual) y, por otra parte, no resultaba posible
disponer con agilidad de estos recursos en caso de necesidad; el sistema de
comunicaciones de la época, dependiente de la navegación a vela, hacía que
inevitablemente pasaran varios meses hasta que un propietario pudiese reunirse con sus
activos depositados en Europa. Los semovientes tampoco ofrecían un campo de
inversión exento de riesgos. Estos solían ser objeto de las iras de una sociedad en
guerra, y en la que la presencia estatal todavía era débil. El primitivismo de los métodos
de cría, que podía hacer poco para paliar los efectos de los desastres naturales (entre los
que en período destaca la gran sequía de 1828-31) importaba un factor de inestabilidad
adicional.

Frente a estas alternativas, la inversión en bienes inmuebles resultaba más segura


y confiable. Ello era especialmente cierto respecto de la propiedad urbana, que en
muchos aspectos competía con ventaja con la inversión rural. Como se ha argumentado
muchas veces, el vuelco de los grandes capitalistas hacia la inversión en estancias
constituye una novedad de este período. Liberada del freno que le imponía un mercado
doméstico de reducidas proporciones y un mercado externo en lo esencial limitado a la
Península, la producción rural, en particular la ganadera, comenzó a crecer luego de
1810. Pero esa expansión, que considerada en el largo plazo resulta notable, se vio sin
embargo sometida a abruptas fluctuaciones (e incluso retrocesos), a los que no fueron
ajenos los desastres naturales y las recurrentes guerras y conflictos internos y externos
(los bloqueos al comercio exterior, las guerras civiles, la presión del estado, etc.) que

61
JJA a TMA, 10 de abril de 1822, citado en Poensgen, Die Familie Anchorena, p. 250.
17

signaron la vida de los estados de la Confederación hasta bien entrada la segunda mitad
del siglo. Lejos de ofrecer una fuente de ingreso estable, pues, las ganancias devengadas
por la inversión rural se hallaban bajo la influencia de factores que los empresarios no
siempre estaban en condiciones de preveer y mucho menos dominar. 62

En contraste, la inversión en inmuebles urbanos para renta ofrecía un ingreso


constante y seguro, sobre todo si se contaba con numerosos inquilinos. Durante la
primera mitad de siglo, concluye un conocido experto en el tema, la inversión rural
prometía “una buena rentabilidad –con cifras nada milagrosas por cierto- pero está
sometida a los vaivenes de la coyuntura política y bélica (la época fue rica en esos
acontecimientos) y a los ciclos climáticos.”63 La inversión urbana, en cambio, quizás
ofrecía ganancias menos espectaculares, pero al menos aseguraba un ingreso “más
seguro en el mediano plazo y por supuesto, mucho menos dependiente de los azares de
la coyuntura y de los caprichos de la naturaleza”.64 Y aunque quizá no siempre al
mismo ritmo que la propiedad rural, la sostenida expansión que la ciudad de Buenos
Aires experimentó a lo largo del período (pasó de 43.000 habitantes en 1810 a 177.800
en 1869) también impulsaba el incremento del precio de los inmuebles urbanos. En
síntesis, la inversión inmobiliaria urbana debía poseer un atractivo especial para esos
tiempos agitados, pues ofrecía ventajas (un ingreso seguro y de fácil percepción, y
valorización en el largo plazo) que otras formas de inversión difícilmente podían
igualar. De hecho, era habitual que los empresarios de la primera mitad de siglo
diversificasen sus activos, y que invirtiesen en el sector rural un porcentaje de su
fortuna que no solía ser menor que el que colocaban en inmuebles urbanos.65 Incluso el
propio Rosas advirtió las ventajas de poseer propiedad urbana, y en momentos en que se
preparaba para acceder al poder supremo le escribía a su primo que “si algo queda
después de esta tormenta acaso seria bueno comprarle á Encarnación una ó dos casa
para que con el alquiler se mantengan si les hace falta.” 66

Considerando estas circunstancias, resulta comprensible que el mayor de los


Anchorena invirtiera importantes sumas en inmuebles de renta urbana. La estimación de
estos valores presenta dos dificultades. En primer lugar, carecemos de un inventario
completo de las compras realizadas por Juan José en esos años, por lo que es posible
que alguna de ellas nos resulten desconocidas. En segundo lugar, el fuerte proceso
inflacionario desatado desde 1826 (el metálico triplicó su valor en moneda corriente
sólo en ese año), precisamente cuando muchas de estas compras fueron realizadas, nos
advierte contra la tentación de hacer de estos cálculos algo más que estimaciones muy
generales sobre el monto invertido en inmuebles, y sobre su importancia respecto a
otras formas de inversión. Advertidos de las limitaciones de este ejercicio, recordemos

62
Para un ejemplo, JJA a Juan Manuel de Rosas, 19 de septiembre de 1824, citado en
Poensgen, Die Familie Anchorena, p. 263.
63
Juan Carlos Garavaglia, “Patrones de inversión y ‘elite económica dominante’: los
empresarios rurales en la pampa bonaerense a mediados del siglo XIX”, en Jorge Gelman, Juan
Carlos Garavaglia y Blanca Zeberio (editores), Expansión capitalista y transformaciones
regionales. Relaciones sociales y empresas agrarias en la Argentina del siglo XIX (Buenos
Aires/Tandil, 1999), p. 142. Conclusiones similares en Samuel Amaral, The Rise of Capitalism
on the Pampas. The Estancias of Buenos Aires, 1785-1870 (Cambridge, 1998), pp. 227-9.
64
Garavaglia, “Patrones de inversión”, p. 142.
65
Ibid., pp. 121-43.
66
Juan Manuel de Rosas a JJA, Guardia del Monte, 10 de octubre de 1829, Archivo Anchorena,
Jockey Club (en adelante AA-JC).
18

que a lo largo de la década de 1820, Juan José adquirió diversas propiedades urbanas,
entre las que se encontraba la antigua casa de correos, que compró con el fin de
destinarla a vivienda particular. También le compró a un conocido comerciante
británico, William Parish Robertson, “seis casas de alto en la calle del Brazil, y dos en
la calle de Balcarce”, que aún se encontraban en construcción. Entre 1821 y 1829 Juan
José adquirió inmuebles en Buenos Aires por no menos de $ 68.000. 67 Juan José invirtió
sumas que desconocemos en la refacción de las propiedades que le compró a Robertson.

Estas inversiones no parecen haber sido mucho menores que sus inversiones en
ganado y estancias en el mismo período. Para la compra y explotación de sus
establecimientos rurales, Juan José se asoció con su hermano Mariano. El grueso de sus
colocaciones en empresas rurales data de la década de 1820. 68 Sabemos que Juan José
abonó $ 6.000 por la adquisición de la mitad de Las Dos Islas (56.000 hectáreas), $
2.750 por la mitad de Los Camarones (119.000 hectáreas), y $ 4.000 por el derecho a
explotar en enfiteusis 130.000 hectáreas en Marihuincul. También desembolsó unos
35.000 pesos por ganado y otras 2 leguas. 69 En total, Juan José invirtió unos $ 47.750
por la posesión o la propiedad del 50 % de más de 300.000 hectáreas de tierra y
ganados en la frontera. No contamos con un inventario detallado de estas adquisiciones,
pero parece claro que el grueso de estos gastos fueron destinados a la compra de tierra.
Para apreciar bien la importancia de estas inversiones es preciso recordar que estudios
recientes estiman que sólo un cuarto del total de la inversión necesaria para poner en
funcionamiento un establecimiento ganadero en la frontera en la década de 1820 estaba
representado por la inversión en tierra, herramientas y mejoras, mientras que el ganado
y los esclavos representaban el grueso de los activos de una estancia, superando en
promedio el 60 % de la inversión total.70 Estas estimaciones deben manejarse con
cuidado en el caso que nos interesa analizar. Como consecuencia del bajo precio del
suelo, los Anchorena adquirieron o arrendaron territorios muy extensos, que
difícilmente estaban en condiciones de poner a producir inmediatamente. Pero aun si
consideramos que toda (o la mayor parte de) la tierra entonces adquirida o arrendada
por Juan José y Nicolás fue puesta en explotación en esos años, y en consecuencia
estimamos que estos hermanos también realizaron inversiones adicionales en ganado,
esclavos y equipamiento, de todas maneras parece difícil que los gastos totales en
empresas rurales superasen ampliamente sus inversiones urbanas.

Una somera consideración de los demás activos de este empresario sugiere que
Juan José de Anchorena complementaba sus ingresos provenientes de la renta urbana y
la actividad rural con otros de diversas fuentes, entre ellas el comercio interno y el
préstamo de dinero. No resulta posible trazar un panorama preciso de sus inversiones en
estos rubros. Sabemos, sin embargo, que en las décadas de 1810 y 1820 Juan José
perdió interés en el negocio de importación de bienes europeos, aunque ello sucedió
más lento de lo que a menudo se supone (todavía a comienzos de la década de 1820
mantenía contactos con comerciantes peninsulares como Josef Genesy). 71 Sin embargo,
67
Poensgen, Die Familie Anchorena, pp. 250-1.
68
Andrés Carretero, “Contribución al conocimiento de la propiedad rural en la provincia de
Buenos Aires para 1830”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana ‘Dr. Emilio
Ravignani’. XIII:22-23 (1970), p. 274. Poensgen, Die Familie Anchorena, pp. 261-3.
69
Poensgen, Die Familie Anchorena, pp. 261-3.
70
Samuel Amaral, The Rise of Capitalism on the Pampas, p. 58.
71
Véase, por ejemplo, Josef Genesy a JJA, 11 abril de 1819, 9 de abril de 1821 y 24 de mayo de
1821, AA-AGN, 316.
19

poco a poco fue concentrándose en la comercialización de bienes de producción


doméstica, en particular de yerba y maderas, que traía del alto Paraná y distribuía en el
interior y las provincias litorales.72 También introducía azúcar, textiles y cuchillería, y
exportaba cueros. En esos años poseía una tienda y almacén minorista en Buenos Aires,
y también incursionó en la producción de trigo y la comercialización de pan.73 Por otra
parte, participaba en el préstamo de dinero, descontando letras de cambio. La
correspondencia de Anchorena sugiere que esta última actividad presentaba importantes
riesgos, y que además estaba sometida a marcadas fluctuaciones. En noviembre de
1828, por ejemplo, le escribía a Juan Manuel de Rosas que “desde Marzo no he
descontado una letra, y desde últimos de Abril me hallo con mucho dinero parado”. En
esa misma carta le informaba a su primo que “los quebrados y por quebrar” le debían
unos $ 75.000.74 En este grupo seguramente incluía deudas de origen comercial.

Los riesgos del préstamo de dinero, sumados al carácter aleatorio de las


ganancias comerciales, ayudan a explicar el interés de Juan José por diversificar su
fortuna, dándole a la vez un anclaje seguro en la inversión inmueble urbana. Su muerte
prematura, ocurrida en 1831 cuando apenas había cumplido los cincuenta años, impide
evaluar hasta qué punto la transformación que se propuso encarar a comienzos de la
década anterior alcanzó a completarse. Al mismo tiempo, la imposibilidad de acceder al
inventario de los bienes que dejó a su fallecimiento nos impide trazar un cuadro
pormenorizado de la composición de su patrimonio. En parte por estos motivos, la
información con que contamos sobre los bienes de su hermano Tomás Manuel resulta
de gran utilidad, pues ayuda a ejemplificar y precisar algunas de las aseveraciones que
hasta aquí hemos formulado.

Tomás Manuel fue, de los tres integrantes de esta segunda generación de


Anchorenas en el Plata, aquel que mostró menos fascinación por la acumulación de
riqueza. A diferencia de su hermano mayor, a quien su padre había preparado para
sucederlo al frente de la casa comercial, Tomás había sido destinado a una carrera
letrada, que comenzó bajo el Antiguo Régimen, y que continuó bajo signo republicano.
Quizás la única persona de quien pudo decirse que ejerció verdadera influencia sobre su
primo el Restaurador de las Leyes, Tomás fue un hombre cuya vocación primera fue el
ejercicio del poder, y que por tanto estaba menos dispuesto que sus hermanos a ocupar
todo su tiempo en la atención de su fortuna. El hecho de que el deceso de su padre se
produjese cuando Juan José se hallaba lejos de Buenos Aires y cuando Mariano todavía
era menor de edad lo forzó a asumir temporariamente la dirección de los negocios
familiares. Más tarde, la crisis del orden colonial lo mantuvo largo tiempo ocupado en
el rescate de lo que quedaba de los intereses familiares en el Alto Perú. Aun así, se las
arregló para ocupar lugares expectables en la vida política del período revolucionario.
Luego de 1820, y a pesar de continuas y prologadas enfermedades, que lo mantuvieron
postrado por largos períodos, siguió siendo un notable de la vida porteña hasta su
muerte en 1847.

72
Tomás Ignacio Urmeneta a JJA, 12 noviembre 1813, AA-AGN, 328; José Manrique a JJA, 9
de mayo de 1817, AA-AGN, 328; Juan Carreras a JJA, 19 octubre de 1822, AA-AGN, 328;
Bartolomé Carreras a JJA, 21 junio 1823, AA-AGN, 328
73
Benito Sosa a JJA, 30 de agosto de 1824, AA-AGN, 334; Jonathan Brown, “A nineteenth-
century Argentine cattle empire”, Agricultural History 52:1 (enero de 1978), p. 162.
74
JJA a Juan Manuel de Rosas, 1 noviembre de 1818, citado en Poensgen, Die Familie
Anchorena, p. 245.
20

Los reveses que Tomás sufrió en la década revolucionaria en la ruta del Alto
Perú lo impulsaron a probar suerte, desde fines de la década de 1810, en nuevos
mercados que habían sobrevivido al colapso del imperio o que crecieron en el clima
más libre que sucedió a la Independencia. Así, en 1821 lo encontramos acopiando
cueros y suelas en distintos puntos del interior (Córdoba, Tucumán) y en el litoral
fluvial, que reunía en Buenos Aires con el fin de exportarlos. También lo vemos
comprando productos agrícolas y pieles de Chile, y colocando yerba en ese mercado.
Estas actividades se complementaban con la introducción de algunos productos
mediterráneos, como vino y aguardiente.75 La imposibilidad de localizar su libro
copiador de correspondencia en el período que va de 1822 a 1840 nos impide entender
los motivos que lo impulsaron a abandonar el comercio, así como también el momento
en el que dio este paso. Es probable que su estado de salud cada vez más precario
contribuyese a convencerlo de la conveniencia de alejarse de la actividad mercantil. Lo
cierto es que en 1842 insistía en que desde hacía años que “no soi comerciante ni
reputado por tal en esta ciudad”.76

Tras su alejamiento del comercio y del préstamo de dinero, Tomás Manuel


invirtió el grueso de su patrimonio en bienes inmuebles urbanos y rurales, y vivió hasta
su muerte de las rentas y ganancias que éstos generaban. Anchorena legó a sus
herederos una gran propiedad rural y dos importantes inmuebles urbanos. En 1828,
adquirió una estancia de unas 8 leguas ubicada sobre la costa atlántica, en el partido de
Tordillo, donde pastaban más de 10.000 animales mayores y unas 1.000 ovejas. El
monto que Anchorena pagó por esta estancia -la primera y única propiedad rural que
poseyó en su vida, y que jamás visitó-, fue de unos $ 50.000 ($ 148.000 en papel), que
pagó en varias cuotas (con un pequeño recargo) a lo largo de un año. 77 Una década más
tarde, en 1838, también se hizo acreedor al derecho a explotar campos vecinos en
enfiteusis, pagando unos $ 500. Cuando a fines de la década de 1840 alcanzó la
propiedad sobre estas tierras que lindaban con su propiedad (así como también de varias
leguas de bañados de escaso valor que le fueron donadas por el Estado), la estancia de
Las Víboras creció hasta comprender cerca de 27 leguas (unas 73.000 hectáreas).

Una rápida mirada a la historia de Las Víboras indica que las utilidades de una
empresa rural no eran regulares y que, por distintos motivos, en determinados
momentos éstas podían ser bajas o incluso negativas. Según el testimonio de sus
dueños, a lo largo de la primera mitad de la década de 1830 esta empresa generó
beneficios sustanciales; la gran sequía de fines de la década de 1820 no parece haberla
afectado demasiado, quizás porque estaba ubicada sobre tierras bajas. Sin embargo,
hacia fines de esa década éstos prácticamente desaparecieron. En esos años, las
dificultades de las Víboras sin duda se vinculan con el bloqueo francés, que cerró el
puerto de Buenos Aires al comercio internacional desde marzo de 1838 hasta
noviembre de 1840. Según el relato de la viuda de Anchorena, Clara García de Zúñiga,
la estancia sufrió importantes pérdidas durante los años de 1837 y 1838, y entonces
“vino a ser completamente improductivo un fuerte capital empleado diez años atrás”.78
En ese período de baja de los precios del ganado, Anchorena no encontró suficientes
compradores para sus animales, por lo que el rebaño de Las Víboras creció “hasta un
75
TMA a JJA, 11 de diciembre de 1820, I, Zinny.
76
TMA a MNA, 4 junio de 1842, II, Zinny.
77
AGN, Protocolos Notariales, Registro 6, 1830, ff. 82-6.
78
Clara García de Zúñiga, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Escribanía de
Gobierno, legajo 118, expediente 9344, f. 435.
21

número que nunca había tenido”. 79 A comienzos de 1840 la empresa seguía en


dificultades, y Tomás le anunciaba a su socio y encargado de la administración, que “si
no logro en esta estación vender un regular numero de ganado, me veré mui
embarazado para preveer en el año a los gastos de la estancia y de mi familia”. 80

Como consecuencia del bloqueo, vender ganado a buen precio era poco menos
que imposible. En octubre de 1840 Anchorena le advertía a su socio que “me hallo mui
escaso de dinero, y si no vendo una buena partida de ganado, sera preciso parar los
trabajos de la estancia, porque yo no he de tomar dinero á premio para sostenerlos”. 81 El
fin del bloqueo alivió la situación, y a mediados de 1841 Anchorena ya podía
anunciarle a Martínez que si “necesita algun dinero para sus gastos puede librar contra
mi, porque ahora tengo fondos”.82 De hecho, en esos años Tomás vendió a distintas
saladeristas gran cantidad de animales adultos, cuyo número había crecido durante los
años de bloqueo. El producto de esas ventas mejoró la situación de Anchorena. Ello se
confirma cuando advertimos que a mediados de 1842 se interesó (siguiendo el consejo
de su hermano Nicolás) en colocar algunos fondos en Londres. 83 Los problemas de Las
Víboras, sin embargo, no terminaron allí. Desde comienzos de 1845, y por cerca de dos
años, un nuevo bloqueo del puerto, esta vez por acción de una flota anglo-francesa, otra
vez contrajo el mercado para los productos de la estancia. Como consecuencia, “en
1847, habían corrido dos años que esa estancia con esa extensa área de terreno no
alcanzaba a cubrir sus gastos más precisos”. 84 De hecho, según revela la cuenta de
administración que comenzó a llevarse en 1847, en este año la estancia apenas pudo
vender ganado por unos $ 1.600. Después de hacer frente a los gastos de
funcionamiento, ello reportó una ganancia prácticamente nula, de apenas $ 165. En
1848 el bloqueo perdió fuerza, y las ventas treparon hasta alcanzar los $ 5.620, lo que
(descontado gastos de funcionamiento) dejó beneficios por $ 3.095. En 1849 la
situación fue parecida, pues según la cuenta de administración, Las Víboras generó
ganancias por $ 3.725. Estas cifras estaban muy lejos de ser espectaculares, sobre todo
si se las compara con el valor de la inversión. Recordemos que apenas superaban el 6 %
del precio que Tomás había pagado por Las Víboras en 1828 ($ 50.000), que era
seguramente inferior al que poseía dos décadas más tarde. En esos años, pues, esta
empresa rural debe haber rendido beneficios muy magros, que quizás no excedían del 3
% del valor de la estancia, y que contrastan con la imagen que suele situar la tasa de
beneficios de las empresas rurales del período en niveles significativamente más altos. 85
Sin duda, años tan malos como éstos se compensaban con otros de ganancias más
sustantivas. De hecho, desde 1850, luego de una década de fluctuaciones y dificultades,
la rentabilidad de las Víboras parece haberse vuelto más positiva (la ganancia anual se
ubicó en promedio en unos $ 14.000), seguramente por encima del 8 o 9 % del valor de
la inversión. De todas maneras, en dos años (1853 y 1855, cuando la estancia rindió
ganancias de $ 2.000 y $ 1.000 respectivamente) la tasa de ganancia no parece haber
79
Tomás Samuel de Anchorena, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Escribanía
de Gobierno, legajo 118, expediente 9344, f. 316.
80
TMA a Mariano Ramírez, 20 de enero de 1840, II, Zinny.
81
TMA a Mariano Ramírez, 20 de octubre de 1840, II, Zinny.
82
TMA a Mariano Ramírez, 16 de agosto de 1841, II, Zinny.
83
TMA a Jorge F. Dickson, 13 de junio de 1842, II, Zinny.
84
Clara García de Zúñiga, Archivo Histórico de la Provincia, Legajo 118, Expediente 9344, p.
433.
85
Tulio Halperin Donghi , ‘La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires’, en
Torcuato Di Tella y Tulio Halperin Donghi, Los fragmentos del poder (Buenos Aires, 1969).
22

alcanzado al 3 %.86

Según se advierte en la correspondencia que mantenía con el encargado de las


Víboras, a fines de la década de 1830 Tomás Manuel decía no disponer de recursos
suficientes como para financiar el funcionamiento de su estancia durante los períodos
de baja de sus ingresos rurales. Sin embargo, su situación no era tan desesperada, pues
la producción rural no conformaba su única fuente de ingresos. También gozaba de
importantes rentas urbanas. Además de su casa particular, que compró a su regreso del
exilio en 1823, en 1836 adquirió un gran inmueble de renta. En ese año le compró al
fisco por $ 37.000 ($ 240.000 en papel) la Recova, quizá el mayor inmueble de renta
existente en Buenos Aires hasta su expropiación y demolición durante la intendencia de
Torcuato de Alvear en 1884. La Recova, que dividía a la Plaza del 25 de Mayo de la
Plaza de la Victoria, contaba con unos cuarenta locales que alojaban numerosos
comercios.87

En una economía en la que el sector rural pampeano tenía una importancia


mayor que la que alcanzaría en cualquier otro momento del futuro o del pasado, los
sucesos que afectaban a este sector inevitablemente tenían un fuerte impacto sobre el
conjunto de la economía rioplantense, al que no escapaban las actividades vinculadas al
mercado doméstico. De todas maneras, las abruptas fluctuaciones de ingreso
características de la producción agraria en ese turbulento período no se trasladaron sin
más a otros sectores, y por este motivo figuras como Anchorena, que poseían
inversiones en otros campos de actividad, podían contar con ingresos en parte
independientes del ciclo rural. Aunque fragmentaria, la correspondencia de Anchorena
sugiere que las rentas urbanas se cobraron regularmente y sin dificultades, y que sus
oscilaciones fueron menos marcadas que las de sus ingresos rurales; para 1871, éstas
sólo reconocían una deuda por el alquiler de un local durante seis meses. Al igual que
con los ingresos rurales, la cuenta de administración sólo nos ofrece información sobre
la evolución de los ingresos en concepto de alquileres desde 1847 hasta 1871. En aquel
año, en el que el ingreso de las Víboras no alcanzó a los $ 200, La Recoba rindió unos $
2.000; debió tratarse de una cifra considerable en momentos de tanta penuria. En años
sucesivos, gracias a la recuperación económica, los ingresos por alquileres se
incrementaron, aunque a un ritmo más pausado que el de los ingresos rurales: $ 3.300
en 1848, $ 5.100 en 1849, $ 5.500 en 1850. Acompañando la veloz expansión de la
ciudad, y por tanto del precio del suelo en las décadas de 1850 y 1860, desde esta
última fecha subieron sin pausa, hasta alcanzar los $ 20.000 anuales en 1870.

Cuando falleció en 1847, Tomás de Anchorena poseía las tres propiedades a las
que hemos hecho referencia, además del equivalente a unos $ 50.000, repartido entre
onzas de oro, depósitos en Londres y moneda corriente.88 Recién a comienzos de la
década de 1870, casi un cuarto de siglo después de su muerte, algunos de sus herederos
iniciaron acciones legales para dividir el patrimonio. Aunque tardía, la tasación de los
bienes de Tomás Manuel realizada en 1871 permite apreciar cómo estaba compuesta su
fortuna. En este último año, el valor de la estancia de Las Víboras fue estimado en $ 9,9
86
Sucesión TMA, AGN, Cuenta de administración de la testamentaria del Doctor Tomás
Manuel de Anchorena, ff. 9-19.
87
AGN, Protocolos Notariales, Registro 6, 1836, ff. 401-9. Adrian Beccar Varela, Torcuato de
Alvear. Primer Intendente Municipal de la Ciudad de Buenos Aires. Su acción edilicia, Buenos
Aires, 1926, pp. 10-23.
88
Sucesión TMA, Cuenta de adminstración, ff. 2-3.
23

millones moneda corriente ($ 396.000), y el de la Recova en $ 9 millones moneda


corriente ($ 360.000). Por desgracia, la propiedad de Anchorena de la calle Cangallo no
fue tasada ni incluida en la partición de bienes (permaneció en usufructo de la viuda,
que la arrendaba), lo que dificulta la estimación de su valor. De todas maneras,
podemos obtener una idea aproximada del mismo pues sabemos que a comienzos de la
década de 1870 esta propiedad devengaba unos $ 400 mensuales de renta. Si estimamos
que, como era habitual entonces (y como sucedía con las rentas que los herederos de
Tomás Manuel obtenían por ceder el uso de otros inmuebles), esta casa debía rendir un
5 % anual, tenemos que su valor rondaba los $ 100.000, o 2,5 millones de la moneda de
papel del momento. En resumen, a precios de 1871 la fortuna de Tomás Manuel debía
estar cerca de los $ 900.000. Al igual que en el caso del patrimonio de su hermano Juan
José, las inversiones urbanas también sobrepasaban a las rurales. Es probable que, como
argumentó uno de los herederos disconforme con algunos aspectos de la tasación de los
bienes, el valor de la estancia estuviese exagerado, y que con el de la Recova sucediese
lo inverso.89 Pero aun si no consideramos los valores de la tasación y los que hemos
estimado para la casa de la calle Cangallo, parece indudable que los inmuebles urbanos
debían alcanzar al 55 % del patrimonio que Anchorena dejó al morir.

Dado que no tenemos mayores referencias sobre las inversiones realizadas en


Las Víboras entre la década de 1820 a la de 1870, resulta difícil estimar cómo se
incrementó el valor de esta estancia a lo largo de un período tan extenso. El hecho de
que parte importante de su superficie estuviese compuesta por bañados, que sólo la
acción del tiempo y el pastoreo de los animales mayores logró poco a poco mejorar,
hace aun más difícil la estimación de la evolución de su valor. Es indudable que, a pesar
de sus problemas en las décadas de 1830 y 1840, esta empresa debe haber generado
ingresos sustantivos, además de un incremento del valor de los activos en el largo plazo.
Ello no debe hacer olvidar que procesos de valorización no menos importantes también
afectaban a las inversiones urbanas. Como parece indicarlo el ejemplo de la Recova, el
incremento de valor de los inmuebles urbanos incluso podía ser más alto que el de los
rurales. En este caso, ello resulta sencillo de demostrar, puesto que la Recova no sufrió
mayores mejoras entre su construcción a comienzos de la década de 1800 y su
demolición en 1884.90 A lo largo de los 35 años que corren entre 1836 y 1871, el
inmueble no sólo rindió una renta regular y fácil de percibir, sino que además
incrementó su precio casi diez veces (de $ 37.000 a $ 360.000), aun más rápido que la
estancia de Las Víboras (que pasó de $ 50.000 en 1828 a $ 396.000 en 1871). Desde
que pasó a ser propiedad de Tomás Manuel, este edificio no debe haber reclamado sino
mínimos gastos de mantenimiento, por lo que el incremento de su valor, y de la renta
que generaba, solo puede atribuirse al alza del precio del suelo. En consecuencia, parece
necesario concluir que, en este caso, las inversiones urbanas se mostraron tan o más
rentables que las rurales. O para decirlo de otra manera, Tomás Manuel de Anchorena
hizo mejor negocio comprando propiedad urbana que apostando a la actividad rural.

La importancia de la renta urbana se pone de manifiesto también cuando


advertimos el destino que, según la cuenta de administración, y en valores de 1871, la
viuda de Anchorena le dio a los excedentes que acumuló tras la muerte de su esposo.
89
En efecto, José Pacheco, esposo de una de las hijas de Tomás Manuel, sostenía que la
tasación del inmueble de la Recova estimaba en menos su valor puesto que “ninguna [de las
demás propiedades urbanas] rinde un 5% anual mientras que esta otra da un 7%.” Sucesión
TMA, AGN, f. 204.
90
Adrián Beccar Varela, Torcuato de Alvear, p.
24

Pues este dato ofrece evidencias adicionales que ponen en duda la hipótesis que enfatiza
la vocación terrateniente de esta familia en el medio siglo que sucedió a la
Independencia. No tomaremos en cuenta aquí los $ 315.000 ($ 7,9 millones m/c) que
Clara García de Zúñiga otorgó a sus hijos a lo largo del período comprendido entre
1847 y el inicio de juicio sucesorio en 1871 en concepto de adelantos de herencia, que
representaban cerca de un tercio del total de las ganancias de la sociedad conyugal en
ese período de casi un cuarto de siglo. Si consideramos el destino otorgado a los
restantes $ 660.000 ($ 16,5 millones m/c) que generó el patrimonio conyugal,
comprobamos que el grueso de este dinero no fue invertido en el sector rural. En efecto,
la viuda destinó a la compra de tierra apenas el 27 % del dinero que invirtió entre 1847
y 1871 (compró la estancia Las Tres Lomas en $ 180.000). En este período, Clara
García de Zúñiga adquirió propiedades urbanas de mayor importancia, tasadas en $
300.000 (45 % de sus inversiones) y también colocó unos $ 180.000´a interés (27 % de
sus inversiones) en el Banco de la Provincia a una tasa del 5%.91

La historia del más exitoso de estos tres hermanos ofrece evidencias adicionales
que confirman cuáles eran los rasgos singularizaban el patrón de inversiones mejor
adaptado a las cambiantes alternativas de ese tormentoso período. Desde la década de
1820, Mariano Nicolás volcó parte de su fortuna hacia la tierra, pero siguió participando
en distintos emprendimientos mercantiles. A fines de la década de 1830, por ejemplo,
era un importante productor y especulador en trigo, y se lo llegó a acusar de dominar el
mercado local. En una carta a Rosas en la que desmentía “la infame impostura, que se
me ha hecho, de haber abarcado todo el trigo” de la ciudad, Anchorena argumentaba
que este infundio respondía a las maquinaciones de “un par de godos, y godos
unitarios”. De todas maneras, aceptaba que “la casa ha sembrado una cosa mui
insignificante, también recibirá alguna semilla de los años pasados que se le debe, he
comprado alguno” y prometía desde entonces constituirse “en el angel de la guarda de
los labradores”.92

Mariano Nicolás acumuló quizá la mayor fortuna de Buenos Aires en el medio


siglo que sucedió a la Independencia, que algunos contemporáneos llegaron a estimar
en cifras fabulosas.93 El inventario de sus bienes, realizado en 1871, indica que su
fortuna era en efecto muy grande, pues para entonces alcanzaba a la extraordinaria cifra
de $ 5,76 millones ($144 millones moneda corriente). Más importante que determinar
su tamaño absoluto es comprobar que la propiedad urbana y sus activos en dinero y en
papeles ocupaban en ella lugares más importantes que la propiedad rural. La visión que
describe a Mariano Nicolás Anchorena como “el más rico ganadero de Buenos Aires”
quizás no era del todo errada, puesto que al morir en 1856 dejó a sus tres herederos (sus
hijos Nicolás y Juan y su nieto Fabián Gómez) unas 200.000 hectáreas. Es significativo
que el patrimonio territorial que dejó en 1856 era prácticamente el mismo que poseía
cuando su hermano Juan José, con quien había adquirido sus tierras a medias, falleció
en 1831. El hecho de que en el cuarto de siglo que transcurrió entre la muerte de su
hermano y la suya Mariano Nicolás no haya realizado grandes compras de tierra resulta
particularmente revelador, y parece indicar que este empresario no consideraba que el
camino hacia el éxito económico necesariamente pasaba por la expansión ilimitada de
su patrimonio rústico. Ello se confirma cuando advertimos que el hombre más rico de la
Argentina a mediados del siglo XIX era un empresario diversificado, con fuertes
91
Sucesión TMA.
92
MNA a Juan Manuel de Rosas, 26 de febrero de 1839, AGN, VII, 2068.
93
Benjamín Vicuña Mackenna, La Argentina en el año 1855, Buenos Aires, 1936, p. 118.
25

intereses en el préstamo de dinero, la construcción y la renta urbana.

En efecto, las inversiones rurales tenían una importancia relativa en el


patrimonio del menor de los tres hijos de Juan Esteban de Anchorena. En el cálculo del
tamaño de la fortuna que dejó al morir, así como de la forma en que la misma estaba
invertida, otra vez nos encontramos con algunos problemas de difícil resolución. Ello se
debe a que sólo contamos con una estimación del valor de sus bienes para el año 1871,
momento en el cual su nieto Fabián Gómez reclamó su parte en la herencia de su
abuelo. Recién entonces, tras quince años de demora, sus bienes fueron tasados.
Mariano Nicolás había dejado unas 70 leguas de campo, varios inmuebles urbanos,
metálico, dinero en efectivo y en hipotecas. Las tierras y empresas rurales que había
dejado a su muerte en 1856 representaban, a valores de 1871, $ 0,88 millón ($ 22
millones m/c). Sus propiedades en la ciudad superaban esta cifra, pues alcanzaban
(también a valores de 1871), a $ 1,3 millón ($ 28,3 millones m/c). Del total de sus
inmuebles, pues, los urbanos representaban el 56 %, y los rurales el 44 % de su
patrimonio. Por un inventario levantados por sus hijos en 1856 sabemos que Mariano
Nicolás poseía, al momento de morir, unos $ 3.2 millones en moneda corriente, así
como también unas 32.000 libras esterlinas depositadas en Londres, unas 5.500 onzas
de oro y un crédito con garantía de hipoteca por $ 4.700 libras esterlinas. Medidos en
pesos de 1856, estos diversos activos líquidos representaban unos $ 420.000 ($ 8,7
millones en papel, o el equivalente de unos $ 10,5 millones m/c de la más depreciada
moneda de 1871). Ya que desconocemos el precio de tasación de los inmuebles en
1856, podemos evaluar la importancia del dinero en efectivo dejado por Anchorena
respecto del patrimonio inmobiliario estimando cuánto hubiese representado éste en
1871 de haber sido colocado a una tasa moderada. Si multiplicamos los $ 8,7 millones
m/c dejados por Anchorena en 1856 a una tasa promedio del 7 % anual (la tasa a la que
la Estanislada Arana le ofreció adelantos monetarios a sus hijos, que era sin duda más
baja que la tasa de mercado), tenemos que para 1871 este dinero debía estar cerca de
alcanzar el millón de pesos ($ 25 millones m/c). Esta cifra representa, a muy grandes
rasgos, una magnitud algo inferior a la de los bienes urbanos y ligeramente superior a la
de los bienes rurales de Anchorena. Si seguimos el camino inverso, y estimamos el
precio de sus inmuebles en 1856, el resultado no puede ser muy distinto, puesto que en
esos lustros el precio del suelo se incrementó a un ritmo sostenido, que seguramente
excedía el 5 % anual. De estas estimaciones podemos concluir que el hombre que era
tenido por el mayor terrateniente de las pampas poseía una fortuna diversificada que
superaba los $F 3 millones, cuya estructura estaba compuesta, en partes relativamente
equivalentes, por bienes urbanos, bienes rurales y activos líquidos, con una ligera
primacía de los primeros.94

IV. El giro hacia la inversión rural

Este patrón de inversiones diversificado mantuvo su vigencia hasta bien pasada


la mitad de siglo. Algunos de sus rasgos, que reflejan bien los esfuerzos de los grandes
capitalistas por poner sus fortunas a cubierto de la inestabilidad económica y política
que signó la vida de la república por décadas, resultan perceptibles incluso hacia 1870.
Todavía entonces, cuando falleció la esposa de Juan N. Anchorena, Josefa Catalina
Aguirre, la propiedad rural, en especial en las tierras nuevas, era percibida como una

94
Sucesión Nicolás Anchorena, AGN.
26

inversión de riesgo. Por este motivo, Juan N. Anchorena solicitó al juez que prestase su
consentimiento para ceder a sus hijos (que entonces todavía no habían alcanzado la
mayoría de edad), los bienes urbanos, guardando para sí el grueso de los bienes rurales
que había adquirido en los años anteriores. Para el hijo menor de Mariano Nicolás
Anchorena ello se justificaba y resultaba “prudente, porque, siendo los bienes rurales ...
inseguros ó de un porvenir incierto, especialmente los que se hallan fuera de esta
Provincia, y ofreciendo menos riesgo la conservación de los bienes urbanos, conviene
adjudicarle estos a los menores, para dar mayor seguridad a sus bienes.”95

Para entonces, sin embargo, un conjunto de transformaciones políticas y


económicas comenzaba a modificar sustancialmente el horizonte de expectativas y
certezas en el que por largas décadas se habían movido los empresarios rioplatenses,
redefiniendo en consecuencia el modo de hacer negocios en la región. Al calor de la
aceleración del crecimiento y de los cambios económicos que tuvieron lugar en el
mundo nordatlántico y en sus satélites económicos en el último tercio del siglo XIX, el
capitalismo agrario pampeano experimentó un crecimiento sostenido. Distintos factores
impulsaron esta expansión, entre los que se cuentan el incremento y la sofisticación de
la demanda externa de productos pampeanos, los cambios tecnológicos que afectaron al
sistema de transportes terrestres y marítimos (en particular el ferrocarril y el barco de
vapor), y la emergencia de un sistema de crédito bancario más complejo. Estas
transformaciones, características de la gran expansión planetaria del capitalismo en el
período finisecular, contribuyeron a apuntalar un proceso de cambio tecnológico y
expansión productiva en la pampa que tuvo por varias décadas a la economía lanar
como su elemento más dinámico.

Estos desarrollos fueron también impulsados por la consolidación del orden


político, que avanzó a ritmo sostenido en la república en el último tercio del siglo. De
particular relevancia para la actividad rural fueron la expansión militar de la frontera,
cuyo último gran episodio fue la campaña de 1878-80. Esta culminó con la eliminación
definitiva de la presencia indígena en la pampa, abriendo el camino para la
incorporación de millones de hectáreas al dominio de los colonizadores blancos,
reafirmando a la vez la plena vigencia de los derechos de propiedad. No menos
importantes fueron otros procesos estrechamente dependientes de la afirmación
definitiva del estado. En efecto, la estabilidad política e institucional que Argentina
alcanzó en el último tercio de siglo sentaron las bases para la construcción de un
sistema bancario y monetario sólido y desarrollado, para asegurar un flujo masivo de
inversiones externas, y para asegurar horizontes de largo plazo y mayor previsibilidad a
la actividad económica.

El efecto combinado de todos estos cambios fue una mutación lenta pero
sustancial del contexto que por largas décadas había signado la vida de los empresarios
pampeanos. En el último tercio del siglo XIX se tornó cada vez más perceptible que el
proceso de acumulación de capital en la economía argentina se desarrollaba en
condiciones más ventajosas que en cualquier momento del pasado. Estas señales fueron
particularmente visibles en la economía rural, y ello instó a los empresarios a
profundizar su vinculación con este sector de actividad. Los integrantes de la tercera
generación de esta familia de capitalistas se contaron entre los empresarios que con
mayor decisión se lanzaron a aprovechar las oportunidades que presentaba esa

95
Sucesión Josefa Catalina Aguirre de Anchorena, AGN, f. 227.
27

coyuntura, y para ello desplazaron hacia el sector rural una parte de los activos que
poseían en otros sectores de actividad. Precavidos contra el exceso de especialización
por una experiencia histórica que premiaba a los empresarios que sabían combinar los
negocios de alto rendimiento con la búsqueda de seguridad, los Anchorena no
abandonaron del todo sus inversiones urbanas, en especial aquellas en propiedad
inmueble. De todas maneras, el giro hacia la inversión rural que tomó nítida forma
desde la década de 1860 revela una mutación muy visible en la estrategia económica y
los patrones de inversión de los empresarios de esta familia. Contra lo que se ha
afirmado muchas veces, recién en esta etapa de aceleración de la expansión del
capitalismo agrario en la pampa se terminó de definir la vocación terrateniente de los
Anchorena y, más en general, de toda la gran burguesía argentina. 96

La redefinición de los lazos entre la elite propietaria y mundo rural adoptó


diversas formas, todas ellas expresivas de la mayor atención que los empresarios de
fines del siglo XIX le otorgaban a este sector de actividad. Algunos capitalistas, entre
los que se contaban capitalistas como los hermanos Felipe y Pastor Senillosa, que en
aquellas décadas se retiraban de la actividad comercial, realizaban esfuerzos
sistemáticos destinados a incrementar la productividad de sus empresas rurales.97 Poco
impresionados por el ejemplo que ofrecían los terratenientes progresistas que se
nucleaban en la Sociedad Rural, los capitalistas de la familia Anchorena optaron por
otro modo de encarar la expansión de sus emprendimientos rústicos. En efecto, el rasgo
definitorio de la estrategia empresarial de la tercera generación de esta familia se refiere
a la atención concedida a la expansión de sus empresas y sus posesiones en la campaña,
que siempre tomó primacía por sobre las inversiones destinadas a la mejora de la
producción agropecuaria.

La historia del hijo de Tomás Manuel de Anchorena ofrece claras indicaciones


en este sentido. A diferencia de su padre, Tomás Severino tuvo una participación más
bien ocasional en la escena política (que incluyó un breve paso por el ministerio de Luis
Sáenz Peña), prefiriendo “la tranquilidad del hogar a las agitaciones de la vida
pública”.98 Como único hijo varón de una familia de seis hermanos, Tomás S. estaba
destinado a hacerse cargo la administración los intereses rurales de la familia, y ejerció
esta función hasta el fallecimiento de su madre y el casamiento de varias de sus
hermanas. Sus propios negocios también estuvieron vinculados a la producción rural.
Su primera compra de tierra fue modesta: un campo de 3.000 hectáreas en Lobos,
adquirido en sociedad con Mariano Acosta en 1857. Por varias décadas no volvió a
adquirir propiedad rural. Tras la división de los bienes de su padre a comienzos de la
década de 1870, Tomás heredó Tres Lomas, la propiedad de 24.300 hectáreas que su
madre había comprado en Balcarce 1854, y que entonces se encontraba arrendada.
Gracias al acceso a la propiedad de esta estancia, Tomás pudo contar con importantes
ingresos, que en su mayor parte parece haber orientado hacia la compra de tierras. La
campaña de exterminio de los indígenas de fines de la década de 1870, que amplió la
oferta de tierras en la frontera, le ofreció la oportunidad de expandir notablemente su
96
Sobre este problema, remito a mi “¿Landowning bourgeoisie or business bourgeoisie? On the
peculiarities of the Argentine economic elite, 1880-1945”, Journal of Latin American Studies,
vol. 34:III, agosto de 2002.
97
Véase mi “The Making and Evolution of the Buenos Aires Economic Elite in the Nineteenth
Century: The Example of the Senillosas”, próximo a publicarse en Hispanic American
Historical Review, agosto de 2003.
98
La Prensa, 30 de agosto de 1899, p. 5.
28

patrimonio inmobiliario, y entre 1882 y 1884 Tomás S. se hizo dueño de cerca de


100.000 hectáreas en el territorio de La Pampa. Tomás no poseía recursos suficientes
como para poner inmediatamente en producción estas tierras de frontera; al momento de
su muerte en 1899, se encontraba organizando la estancia La Merced, de 50.000
hectáreas, mientras que otras 47.500 hectáreas se hallaban “en precario estado de
producción por no poder arrendar[se] a precio alguno”.99 Algunos años antes, Tomás S.
había adquirido sus últimas propiedades rurales. Gracias a una herencia recibida por su
mujer, Mercedes Riglos, en 1890 había comprado unas 4.600 hectáreas en Bragado. Al
morir en 1899, Tomás S. de Anchorena poseía más de 125.000 hectáreas, valuadas en
cerca de $1,25 millón oro, o unos $ 2,84 millones de pesos papel del período. Esta cifra
representaba el 62 % de sus bienes totales, que alcanzaban a unos $ 2 millones oro, es
decir, unos $ 4,5 millones en pesos monenda nacional.

Además de sus inversiones rurales, Tomás S. de Anchorena también poseía


activos en otros rubros. En la década de 1860 compró una casa en donde residió hasta
su muerte. En las décadas de 1880 invirtió dinero en títulos del Banco Hipotecario de la
Provincia, y en 1898 adquirió títulos del Empréstito Popular. Hacia comienzos de la
década de 1890 compró dos fincas urbanas, aparentemente con el fin de ceder la renta
que éstas producían a su hija Dolores, que en esos momentos contraía matrimonio. Esas
propiedades incrementaron los bienes urbanos y suburbanos que Tomás S. recibió tras
el fallecimiento de su madre, compuestos por una finca en el centro de la ciudad, un
terreno en Barracas y parte de una chacra en San Isidro.

La importancia de todos estos activos (parte de los cuales, por cierto, deben
considerarse como bienes de consumo antes que como inversiones) estaba lejos de
alcanzar a la de sus inversiones rurales, y apenas superaba el tercio de su patrimonio.
Cuando falleció, Tomás S. poseía fincas urbanas y suburbanas por el equivalente al 15,5
% de su patrimonio. La mitad de esta cifra estaba representada por la propiedad que
hacía las veces de su domicilio particular en la calle Maipú (parte de la cual, por cierto,
también arrendaba). Anchorena poseía títulos de renta por un 3,5 % de su patrimonio, y
también había hecho adelantos y préstamos a sus hijos y otros parientes cercanos por el
16 % de su fortuna. La información que poseemos sobre sus activos líquidos refleja el
cambio sustancial que se había producido en esas décadas en la relación entre la elite
propietaria y el negocio de préstamo de dinero, a su vez reveladora del avance del
sistema bancario en el período finisecular. A diferencia de los miembros de la
generación anterior, Tomás Severino había abandonado completamente esta actividad, y
sus únicos créditos activos consistían en préstamos a sus hijos y parientes políticos que
difícilmente puedan considerarse como inversiones. De hecho, la tasa de interés que
recibía por estos préstamos era similar y quizás inferior a la bancaria (6 % anual).

En síntesis, tenemos aquí un claro contaste con las formas de inversión y el


patrimonio típicos de la generación anterior. A lo largo de su vida, Tomás S. había
reducido la importancia de sus activos urbanos, en especial los destinados a captar
rentas. Nunca parece haber incursionado en actividades comerciales, o en el préstamo
de dinero. Su principal preocupación parece haber sido reorientar sus activos hacia la
inversión en tierras y empresas rurales, que a su muerte representaban casi dos tercios
de sus bienes. Como nos indica su juicio sucesorio, era la actividad rural, y en particular
su campo de Balcarce, el “generador de todos los bienes [...] y de la amplia vida llevada

99
Sucesión Tomás Severino de Anchorena, f. 87.
29

en todo momento” por él y su familia.100

Tomás S. fue, como afirmaba La Prensa, “uno de los estancieros más fuertes del
país”, el dueño de “una cuantiosa fortuna.” 101 Algunas peculiaridades de la misma salen
a la luz cuando la comparamos con la de su primo Pedro, el único hijo varón de Juan
José de Anchorena. Pedro, que falleció casi una década más tarde que Tomás S., dejó
una fortuna de más de $ 4 millones oro, esto es, cercana a los $ 10 millones papel.
Teniendo en cuenta el fuerte proceso de valorización de la propiedad que tuvo lugar en
la primera década del siglo, que duplicó y triplicó los valores de la década anterior,
podemos afirmar que estas dos fortunas deben haber sido de magnitud similar. La
herencia que cada uno de estos primos recibió, sin embargo, era distinta. Mientras
Tomás adquirió por sí mismo cerca de la mitad de los bienes que legó a sus sucesores,
todos los bienes de Pedro eran heredados. El tamaño de las ramas de la familia a las que
cada uno de ellos pertenecía, y la riqueza relativa de las mismas, ayudan a explicar las
diferencias de magnitud del patrimonio que cada uno de ellos heredó. Estos elementos
también permiten apreciar mejor algunos rasgos de sus biografías económicas. Los
hijos de Tomás Manuel de Anchorena y Clara García de Zúñiga recibieron apenas una
sexta parte de la fortuna de sus progenitores. En cambio, cada uno de los tres
descendientes de Juan José y Andrea Ibáñez (Pedro, Rosa y Mercedes), heredaron una
porción mayor de una fortuna que, además, era más grande. Rosa, por ejemplo, heredó
unas 80.000 hectáreas en Pila y Mar Chiquita, además de más de media docena de
propiedades urbana; las hijuelas de sus hermanos no parecen haber sido muy distintas.
Esta circunstancia ayuda a entender por qué Tomás S., cuya herencia fundiaria no
alcanzaba a un tercio de la de sus más prósperos primos, mostró un interés por la
compra de propiedad rural del que Pedro (al igual que sus hermanas Rosa y Mercedes)
siempre careció.

Esta comparación no debería llevarse demasiado lejos, puesto que resulta


arriesgado juzgar hasta qué punto la conducta más conservadora de Pedro Anchorena
respondía a rasgos propios de su carácter, y en qué medida se vinculaba con su mayor
holgura patrimonial. Carecemos de información sobre la trayectoria de este Anchorena
como empresario, pero en lo esencial esta figura carente de relieve social o político
parece haberse dedicado a administrar sin mayor osadía la fortuna heredada, disfrutando
del incremento que ésta experimentó como consecuencia del intenso proceso de
valorización de la propiedad rural verificado a lo largo de su vida, que le ofrecía rentas
seguras y en aumento.102 De todas maneras, su historia revela, como en el caso de su
más dinámico primo Tomás S., la creciente relevancia de la producción y la renta del
suelo para la elite argentina conforme nos internamos en la segunda mitad del siglo
XIX. En efecto, al morir en 1908, sus empresas y propiedades rurales, que entonces
abarcaban unas 60.000 hectáreas en la provincia de Buenos Aires, estaban tasadas en $
2,46 millones. Esta cifra representaba el 58 % del valor de sus bienes. Las fincas
urbanas representaban un componente destacado en su fortuna (poseía en total seis
inmuebles urbanos por $ 1,26 millones), pero estaban muy lejos de poseer la relevancia
que este tipo de inversión tenía en tiempos de su padre, y de hecho sólo daban cuenta
del 29 % del valor de sus bienes. Finalmente, entre préstamos a sus hijos, un crédito
hipotecario y efectivo depositado en el Banco Nación, Pedro poseía unos $ 0,369

100
Sucesión Tomás Severino de Anchorena, f. 91.
101
La Prensa, 30 agosto 1899, p. 5.
102
La Nación, 24 julio 1908, p. 9.
30

millón, o un 9 % de su patrimonio. 103 Al igual que en el caso de su primo Tomás, estas


colocaciones revelaban la consolidación del sistema bancario argentino y el retiro de los
grandes capitalistas del negocio del préstamo de dinero.

Este fenómeno también se observa cuando consideramos la trayectoria de los


hermanos Juan Nepomuceno y Nicolás Anchorena. Los hijos de Mariano Nicolás
heredaron no sólo la fortuna sino también el talento para acumular dinero que hizo
famoso a su padre. Ambos fueron especialmente sensibles a los atractivos que ofrecía la
actividad rural en el último tercio del siglo XIX. Ello se advierte en el giro que le
imprimieron a sus negocios, cuyo centro de gravedad pasó, aun más que en los
ejemplos que acabamos de citar, de la ciudad a la producción rural. Esta reorientación
les permitió incrementar sustantivamente la fortuna que habían heredado. A pesar de la
división de su patrimonio entre numerosos hijos, ambos dejaron a todos sus
descendientes en una posición privilegiada, a la que muy pocos argentinos del período
del cambio de siglo podían aspirar.

Los hijos de Mariano Nicolás recibieron de su padre numerosas propiedades


urbanas, así como dinero y 48 leguas de campo. Como hemos señalado más arriba, la
fortuna que Mariano Nicolás dejó en 1856 tenía una firme base en la renta urbana y el
préstamo de dinero, que combinados debían representar al menos dos tercios del
patrimonio. El grueso de esa fortuna no se dividió hasta el fallecimiento de la viuda de
Anchorena, Estanislada de Arana, a comienzos de la década de 1870. Para entonces, el
peso de las inversiones urbanas era mayor que quince años antes. Ello se debía a que
tras la muerte de su Nicolás, su viuda continuó invirtiendo sus excedentes en la compra
de propiedad urbana, a punto tal que para comienzos de la década de 1870 este
patrimonio estaba compuesto en un 61 % por inmuebles urbanos. Luego de tres lustros
de administración por parte de la nueva generación, esta situación se había modificado
de manera radical, y la fortuna de los hijos de Mariano Nicolás ya aparecía dominada
por la tierra y la inversión en el sector rural. En efecto, a la muerte de Nicolás en 1884,
el patrimonio del mayor de éstos dos hermanos, que estaba cerca de los $ 7 millones oro
(o $ 168 millones moneda corriente), estaba compuesto en un 54 % por propiedades y
empresas rurales, y en un 43 % por propiedades urbanas. Los activos líquidos del hijo
mayor de Mariano Nicolás no alcanzaban al 3 % del total de sus bienes.

Los hermanos Nicolás y Juan formaron una sociedad para administrar sus
empresas rurales, que funcionó hasta la muerte del primero en 1884. El inventario de
los bienes de esta sociedad, levantado en el mismo año del fallecimiento de Nicolás, nos
ofrece algunas indicaciones sobre la forma en que se operó en este caso el giro hacia la
inversión territorial. Dos rasgos singularizan este proceso. Por una parte, el vivo interés
de los hijos de Mariano Nicolás por expandir sus propiedades rurales, al que se
lanzaron, gracias a adelantos de herencia, poco después de la muerte de su padre. En
segundo lugar, la lenta incorporación de estas tierras a la producción, que sólo parece
haberse acelerado a fines de la década de 1870, cuando estos hermanos comenzaron a
realizar fuertes inversiones en mejoras, y a asumir más plenamente el rol de
empresarios rurales.

Las primeras adquisiciones de tierra de Nicolás y Juan datan de 1857, gracias a


adelantos de herencia que recibieron tras la muerte de su progenitor. En esa oportunidad

103
Sucesión Pedro Anchorena, Archivo de la Justicia Federal (en adelante AJF), ff. 316-330.
31

los hermanos Anchorena se hicieron dueños de Loma de Góngora, una propiedad de


veinte leguas en el sur de Buenos Aires. Este campo, sin embargo, “no fue ocupado sino
pasados algunos años después de su compra”, y por más de dos décadas allí sólo existió
un único gran establecimiento. Recién en 1881 la propiedad fue partida en cuatro
estancias, cada una de unas 5 leguas cuadradas, dotadas de cercos perimetrales y
algunos alambrados internos, que dividían la explotación en lotes de alrededor de una
legua cuadrada. Con el campo San Ramón, ubicado en los partidos de Juárez y Tandil,
sucedió algo similar. Comprado en 1859, y agrandado con posterioridad, “pasó largo
tiempo sin que fuese ocupado seriamente”. Sólo en 1879 esta propiedad de 31,5 leguas
fue fraccionada en cinco estancias de unas seis leguas cuadradas cada una, a su vez
divididas en lotes de cerca de una legua cuadrada. Nicolás y Juan también compraron
una legua en Ramallo, y otras 16 en Córdoba en 1860. Para 1884, en esta última
propiedad todavía “no se ha[bía] ejercido ningún acto de posesión”. Finalmente, los
hermanos Anchorena también se hicieron propietarios de unas 4 leguas anexas a la gran
estancia de Pila que habían recibido de sus progenitores. Al igual que las otras
propiedades a las que hicimos referencia, las tierras de Pila, de unas 26 leguas de
extensión, sólo comenzaron a ser cercadas a fines de la década de 1870.104

Para cuando se iniciaba el último tercio del siglo, pues, Nicolás y Juan
Anchorena habían multiplicado por 2,5 la superficie de su patrimonio territorial (que
pasó de 48 a 124,5 leguas, o poco más de 310.000 hectáreas). Como hemos señalado, la
firme decisión de invertir en tierra no siempre se acompañó de una actitud igualmente
decidida a la hora de impulsar la organización y dirección de nuevas empresas agrarias.
Por largos años, estos hermanos promovieron acuerdos de aparcería o arrendamiento
que dejaban parte del control de lo que sucedía en sus tierras en manos de actores
económicos más humildes: a comienzos de la década de 1870 tenían arrendadas al
menos unas 17 leguas Pila y unas 8 leguas en Mar Chiquita, y también sus tierras de
Chascomús y Morón. Sólo a fines de la década de 1870 se dispusieron a ejercer un
control más directo de sus posesiones. Sabemos, por ejemplo, que en la década de 1870
las 17 leguas que tenían arrendadas en Mar Chiquita fueron colocadas bajo control
directo de la sociedad, y pobladas con lanares.

Hacia fines de la década de 1870, estos Anchorena también comenzaron a


realizar importantes inversiones con el fin de mejorar sus empresas rurales, en primer
lugar en la colocación de cercos de alambre. Como en muchos otros casos, la difusión
del alambrado contribuyó decisivamente a la transformación de la antigua estancia
ganadera, que había sufrido escasos cambios organizativos desde las décadas
inmediatamente posteriores a la Independencia. Para comienzos de la década de 1880,
la discusión sobre la conveniencia del cerco de alambre, todavía viva una década atrás,
había sido saldada definitivamente, y los estancieros se lanzaban a invertir en el cercado
de sus propiedades. En esos años, muchos de los antiguos grandes establecimientos
surgidos en décadas pasadas estaban siendo divididos en estancias menores o
fraccionados en potreros, con el objetivo de volver más sencillo el manejo del ganado,
favorecer la mejora de las razas y aumentar la capacidad de carga del suelo. En sintonía
con este clima, entre fines de la década de 1870 y la muerte de Nicolás en 1884, los
Anchorena erigieron cercos de “una extensión lineal de doscientos cuarenta y ocho
leguas”, es decir, 620 kilómetros. En la construcción de los cercados, así como “los
accesorios de norias y otros accesorios, como galpones y mejoras de poblaciones que

104
Sucesión Nicolás Anchorena, ff. 20, 23.
32

impuso la creación de nuevos establecimientos”, invirtieron “una suma mayor de diez y


siete millones trescientos sesenta mil pesos moneda corriente.” 105 Desconocemos el
origen del importante capital invertido en cercos (que en el caso de Nicolás alcanzó en
poco más de un quinquenio al 5 % de su fortuna), pero no es improbable que al menos
parte de éste proviniese de la venta de activos urbanos.

Los $ 6,7 millones oro que Nicolás dejó a sus herederos constituían una de las
mayores fortunas del cambio de siglo. Su hermano Juan, considerado a su muerte por
La Prensa “quizás el más acaudalado millonario del país”, parece haber dejado una
cifra aun mayor.106 La ausencia de su expediente sucesorio impide precisar esta
afirmación. Las características de su patrimonio, empero, pueden ser reconstruidas en
sus rasgos generales gracias a otros testimonios. En el lapso que medió entre el
fallecimiento de su hermano Nicolás y su propia muerte –un período en el que una
enorme masa de tierra se volvió disponible en la frontera-, Juan Anchorena se lanzó aun
más decididamente a invertir en propiedad rural. Para octubre de 1895, cuando su
deceso se produjo, contaba con una cantidad de fincas urbanas que no parece haber sido
mayor que la que había heredado (24 en total). El grueso de sus recursos había ido a la
compra de inmuebles rurales. Juan dejó 440 leguas (1.100.000 hectáreas), 306 de las
cuales estaban localizadas en los nuevos territorios ganados al indio, y permanecían en
su mayoría sin explotar. Otras 24 se encontraban en jurisdicción de la provincia de
Córdoba. El corazón de su fortuna estaba compuesto por sus tierras en la provincia de
Buenos Aires, donde poseía unas 280.000 hectáreas. Según su testamento, redactado en
1888, Anchorena poseía asimismo unas ciento sesenta mil cabezas de ganado vacuno, y
unos cuatrocientas mil lanares. Finalmente, en 1888 este gran capitalista declaró poseer
títulos de renta fija (“nacionales del cinco y seis por ciento, municipales de la Provincia
de Buenos Aires, cédulas hipotecarias del ocho por ciento y acciones del Banco
Nacional, depositadas en el mismo, y en el Banco Inglés del Río de la Plata”) por valor
de dos millones de pesos en moneda nacional que cotizaba a 0,44 oro. 107 La Nación
estimaba que la fortuna de Juan Anchorena debía estar cerca de los diez millones de
pesos oro.108

Teniendo en cuenta las importantes compras de tierra realizadas por Juan N. tras
la disolución de su sociedad con Nicolás, no parece arriesgado afirmar que la
importancia de las propiedades y empresas rurales en el conjunto de su fortuna debía ser
mayor que en la de su hermano. Esta suposición se afirma cuando consideramos la
herencia recibida por Nicolás Paulino, el hijo de Juan fallecido prematuramente pocos
años después que su progenitor. Paulino, que heredó aproximadamente una séptima
parte de la fortuna de su padre, dejó unos 3,8 millones de pesos, que entonces
equivalían, aproximadamente, a $ 1,7 millón oro. El patrimonio de Paulino, que no
debía ser muy distinto del que había heredado tres o cuatro años antes, estaba
compuesto en un 63 % por propiedades rurales y ganado. Le seguían en importancia
fincas urbanas por el 16 % del patrimonio, dinero en efectivo por el 11 %, y créditos
activos (algunos de ellos por ventas de tierras) por otro 8 %. 109

105
Sucesión Nicolás Anchorena, ff. 30.
106
La Prensa, 20 de octubre de 1895, p. 5.
107
Institución Juan Anchorena. Vigesimosegundo Informe de la Comisión Administradora al
Honorable Congreso de la Nación, Buenos Aires, mayo de 1938, p. 19.
108
La Nación, 20 de octubre de 1895, p. 5.
109
Sucesión Nicolás Paulino Anchorena, AJF, ff. 53-61.
33

V. Rentistas y empresarios rurales

El testamento que Juan Anchorena redactó a fines de 1888 ofrece indicios


sugestivos sobre la visión de este empresario sobre el orden institucional que imperaba
en la Argentina del cambio de siglo. Llama la atención, en primer lugar, que
inmediatamente después de ofrecer testimonio de su lealtad a la iglesia presidida por el
obispo de Roma, Anchorena se ocupase de declarar que a lo largo de toda su vida
siempre había “consagrado estricta adhesión a los principios constitucionales contenidos
en la Constitución Nacional, sin que nunca me haya atribuido la facultad de entrar en
interpretaciones derogatorias de sus preceptos”. En boca de un hombre versado en leyes
que era a la vez el mayor capitalista de la Argentina, esta declaración de adhesión al
orden jurídico vigente puede entenderse como un testimonio elocuente sobre las
ventajas que el mismo ofrecía para la acumulación de capital. Esta confianza en las
bondades del ordenamiento institucional del país se acompañaba, además, por una fe no
menos profunda en la firmeza y la perdurabilidad de las instituciones que le daban
sustento, que Anchorena parecía considerar poco menos que eternas. Quizás en
respuesta a repetidas acusaciones de egoísmo e indiferencia hacia la comunidad que le
había permitido acumular su inmensa fortuna, Anchorena dispuso varios legados, el
más importante de los cuales era la creación de una institución que llevaba su nombre, a
la que dotó de un patrimonio de 1,6 millón de pesos moneda nacional en títulos
públicos. Según estipulaba el testador, la Institución entraría en libre disposición de
esos fondos al cabo de cien años contados desde la fecha de fallecimiento de su
benefactor. Mientras tanto, la comisión de administración debía velar por el incremento
constante del patrimonio institucional gracias a la realización de las “ventajas del interés
compuesto capitalizado cada seis meses.” Según había calculado Anchorena, “bajo el
supuesto de que los títulos y demás fondos devenguen una renta alrededor del seis por
ciento anual ... el legado de un millón quinientos mil pesos se elevará a la suma de
quinientos cincuenta y dos millones de pesos moneda nacional; de este modo el capital
acumulado será enorme al fin de cien años, y las colectividades de la República,
beneficiadas por la ‘Institución Juan Anchorena’, tendrán motivo para recordarla con
agrado.”110

Por bizarro que parezca, este legado –que iba a morir sin rendir fruto alguno,
carcomido por la inflación desatada en la segunda mitad del siglo XX- revelaba la
confianza de Anchorena y de muchos que como él pensaban en la solidez que
finalmente había alcanzado el orden institucional en la Argentina, que veían asentado
sobre cimientos inconmovibles. Y si bien la Crisis del Noventa por momentos parece
haber puesto en duda esas certezas, la reconstrucción económica e institucional que
sucedió a ese episodio confirmó que la Argentina ofrecía un contexto muy estable y
muy favorable para la actividad empresarial. La acumulación de enormes fortunas
territoriales por parte de varios miembros de la tercera generación de Anchorenas en el
Plata se dio en este marco signado por la plena confianza en la solidez alcanzada por las
instituciones estatales. Pero además, este proceso tuvo lugar en un momento muy
particular del desarrollo de la economía agraria en la pampa. En el último tercio del
siglo XIX, el avance de la frontera sobre las tierras indígenas volvió disponible una
gran cantidad de tierra apta para los negocios rurales. Esta etapa, que volcó sobre el

Institución Juan Anchorena, Vigesimosegundo Informe de la Comisión Administradora al


110

Honorable Congreso de la Nación, Buenos Aires, mayo de 1938, p. 20.


34

mercado decenas de millones de hectáreas, duró apenas unas décadas. Poco después de
la muerte de Juan Anchorena, la frontera comenzaba a cerrarse. Para 1910 este proceso
se encontraba muy avanzado, y para la década de 1920 se había completado en toda la
pampa. El incremento en el precio del suelo inducido por el cierre de la frontera
modificó el horizonte en el que se había venido desenvolviendo la actividad empresarial
en el sector rural. La creación de explotaciones sobre tierras de bajo precio,
característica de la estrategia económica de los empresarios de esta familia a lo largo
del siglo XIX, desde entonces se reveló imposible, y desde comienzos de siglo ningún
miembro de esta familia pudo emular las grandes compras de tierra que generaciones
anteriores habían realizado en el siglo XIX. La gran expansión del cultivo cerealero
desde la década de 1890, que también trajo como consecuencia un alza en el precio de
la tierra, operó en el mismo sentido.

El aumento del precio del suelo desde los años del cambio de siglo ofreció la
posibilidad de disfrutar de cuantiosas rentas a quienes habían acumulado grandes
patrimonios territoriales en las décadas previas. Los nuevos niveles de riqueza
alcanzados por esta familia gracias a la valorización del patrimonio inmobiliario (rural
pero también urbano), así como el contacto más intenso con una cultura europea que se
había vuelto más declaradamente hedonista, terminaron de erosionar los austeros
ideales que signaban su existencia en etapas anteriores. En 1820, Mariano Nicolás, que
ya era tenido por uno de los hombres más ricos del país, reclamaba desde su exilio en
Montevideo que se le enviase la almohada que usaba en Buenos Aires, pues no se
mostraba deseoso de comprar otro; en esos mismo años, sus bienes muebles cabían,
todos, en un ropero y un baúl.111 En el período finisecular, muchos miembros de la
familia Anchorena se lanzaron de lleno a una vida de consumo conspicuo, cuya
magnificencia no registraba precedentes en la historia de la elite socioeconómica
argentina. Ello se puso de manifiesto en la construcción de fastuosas residencias
urbanas y grandes casas rurales, que reemplazaron las modestas moradas hasta entonces
típicas de la elite porteña. El período que va del cambio de siglo al estallido de la
Primera Guerra Mundial asistió a la construcción de palacios tales como el de la viuda
de Nicolás Anchorena, Mercedes Castellanos, o el que Lucila Anchorena y su marido
Alfredo de Urquiza construyeron sobre las barrancas de San Isidro. 112 También se
evidencia en la costumbre de permanecer durante largos períodos en Europa, que se
convirtió en un escenario privilegiado para la exhibición de los hábitos de consumo
suntuario de los nuevos ricos argentinos. Fue también en el período finisecular que
algunos miembros de esta familia ingresaron en un nicho tan selecto del mercado
matrimonial como el de la nobleza continental.

No fueron pocos los integrantes de esta familia que en esos años adoptaron una
actitud de acendrados rasgos rentísticos, y que se dedicaron a gozar del período dorado
de la renta de la tierra en Argentina. La estabilidad finalmente alcanzada por la
Argentina en el período finisecular, combinada con la extendida confianza en que la
economía se encontraba en una marcha ascendente que no iba a detenerse (y que por
tanto auguraba una continua valorización de los activos inmuebles), seguramente invitó
a muchos propietarios a despreocuparse del futuro, y a disfrutar de las rentas cada vez
más crecidas que rendían sus propiedades. Esta opción resultaba especialmente atractiva
entre las viudas o las solteras emancipadas de la tutela de sus padres. Agustina y Clara,

111
MNA a JJA, 14 de octubre de 1820, y 23 de octubre de 1820, AA-AGN, 331.
112
Lucía Quesada Urquiza, La Lucila (Buenos Aires, 1996).
35

dos de las cinco hijas de Tomás Manuel de Anchorena, se cuentan en este grupo.
Agustina fijó su residencia en París, adonde le llegaban regularmente los
arrendamientos devengados por sus 32.000 hectáreas en Las Víboras y por sus dos
fincas en el centro de Buenos Aires.113 Su hermana Clara vivió con gran lujo hasta
pasados los noventa años gracias a las copiosas rentas generadas por sus numerosas
propiedades urbanas y rurales y sus cédulas hipotecarias, que a fines de la década de
1920, poco antes de su muerte, superaban los $ 3,5 millones. 114 Un cuadro en algunos
aspectos similar se advierte cuando consideramos a los numerosos débiles mentales
nacidos en el seno de esta familia sobre la que el destino prodigó a la vez tantas
riquezas y miserias. Entre ellas se contaban Clara e Isabel, hijas de Tomás Manuel,
quienes heredaron importantes bienes de renta, entre los que predominaban propiedades
urbanas, así como también depósitos a plazo y títulos de rendimiento fijo. Gracias a
estas rentas vivieron cómodamente hasta el fin de sus días (además de, muy
probablemente, contribuir a engrosar los ingresos de su tutor). 115 Cuatro de los diez
hijos de Pedro Anchorena, también declarados deficientes mentales, ofrecen ejemplos
parecidos.116

Los indudables encantos de la vida del rentista también sedujeron a varios


miembros masculinos de esta familia, y algunos de ellos se destacaron porque su
posición económica les ofreció la posibilidad de perseguir en gran forma objetivos
distintos a la mera acumulación de dinero. De todos ellos, los más conocidos fueron
Fabián Gómez de Anchorena y Aaron de Anchorena. Fabián alcanzó la mayoría de
edad a comienzos de la década de 1870, y desde entonces hizo que la fortuna que había
heredado de su abuelo Mariano Nicolás, que para mediados de la década de 1870 estaba
cerca de los $ 3 millones oro, funcionara como una llave de entrada a la gran sociedad
europea, en la que se movió hasta su bancarrota en la década de 1890.117 Su historia
revela bien que en el último tercio del siglo, gracias a la expansión del capitalismo en la
pampa, y la enorme masa de riqueza que éste generó, una persona como él, que sin
duda se contaba entre los argentinos más ricos de su tiempo, podía codearse con las
elites de ciudades continentales de segundo rango como Venecia, Florencia o Madrid
(la elite británica, más opulenta, parece haberlo tratado con frialdad). En Madrid,
Fabián formó parte del séquito aventurero del futuro Alfonso XII, a quien en ocasiones
parece haber superado en su capacidad para derrochar dinero.118

Su primo Aarón, uno de los ocho hijos de Nicolás, también alcanzó cierta fama
en su tiempo como hombre de mundo, y además como deportista y explorador. El joven
Anchorena puso la fortuna que había heredado de su padre, así como también lo que
recibió de su madre Mercedes Castellanos (que le dejó bienes muy considerables) al
servicio de distintos proyectos que tenían en común su voluntad para hacer de la vida
una ocasión propicia para el dandismo y el derroche de riquezas. Activo integrante de lo
que en su época se daba en llamar la “colonia” argentina en París, Aarón fue por largo
tiempo secretario honorario de la legación argentina en la capital francesa. Allí
descubrió el gusto por el deporte y la aventura, a los que consagró, en gran forma,
largos años de su vida. Aarón fue el poseedor del primer brevet de piloto aéreo de la
113
Sucesión Agustina Anchorena de Pacheco, AGN.
114
Sucesión Clara Romana Anchorena de Uribelarrea, AJF.
115
Sucesiones Carmen Petrona Anchorena, AJF, e Isabel Anchorena, AJF.
116
Sucesiones Pedro y Juan José Anchorena, AJF.
117
Pilar de Lusarreta, Cinco dandys porteños (Buenos Aires, 1999), p. 70.
118
Ibid, pp. 39-102.
36

Argentina, y el propietario del primer globo aerostático que se elevó en el Plata. Atraído
por la náutica, adquirió un gran yate de recreo, El Pampa, con el que en su momento
cruzó el Atlántico. El viaje de exploración que encaró por el sur argentino en 1902
(realizada en compañía de un par de amigos y servido por personal doméstico, perros,
cazadores y fotógrafos profesionales, así como por guías y soldados del ejército)
también alcanzó cierta notoriedad en su momento, en parte gracias a la publicación de
un volumen profusamente ilustrado que daba cuenta de los avatares de la expedición. 119

Este viaje le dejó en herencia algo más que un conjunto de trofeos de caza y
“curiosidades” saqueadas en un cementerio indígena. También contribuyó a que Aarón
fuera descripto como un modelo de aquello a lo que la juventud propietaria argentina
debía aspirar; incluso, se lo llegó a identificar con los vástagos de las elites europeas
que por entonces se lanzaban a la aventura de conquistar y sojuzgar al mundo colonial o
extrametropolitano. Una nota aparecida en la Revista de la Liga Agraria en 1903, a
poco del regreso de Aarón de su expedición austral, ejemplifica bien esta visión. Allí se
elogiaba al viajero, colocándolo dentro del grupo de “jovenes distinguidos” que habían
“demostrado su distinción incorporándose á la vida de aspiraciones y luchas
conducentes al logro de un propósito práctico y útil para sí mismos y beneficioso para
la reputación del país”. Para esta publicación que hablaba en nombre de los intereses de
los grandes terratenientes, experiencias como la encarada por Anchorena contribuían a
preparar a los retoños de la elite argentina para encarar empresas capaces de “abrir una
nueva era al país, en muchos capítulos de la vida nacional”, en particular en la vida
pública o en el terreno de la economía. 120 Al comparar el espíritu con el que este émulo
local de Lord Carnarvon y Bend Or se dispuso a recorrer los territorios poco conocidos
de la Patagonia argentina con el que impulsaba a muchos miembros de las clases
dominantes del Viejo Mundo a aventuras en general más osados, o a la búsqueda de
nuevos paraísos en el mundo colonial, se advierte bien que los sentimientos de
incomodidad tan típicos de la elite europea frente a sociedades metropolitanas en las
que las clases medias y populares aumentaban su visibilidad y planteaban nuevos
desafíos al dominio aristocrático y en las que crecía la hostilidad hacia la gran riqueza
(en particular la territorial y la heredada) no estaban presente en el caso de este joven
privilegiado de las pampas.121 A diferencia de sus congéneres europeos, Aaron se sentía
muy a gusto en una Argentina que todavía no había hecho de la riqueza un objeto de
crítica de relevancia pública. En este sentido, es significativo que en el libro en el que
daba cuenta de sus experiencias exploradoras no se privara de formular consideraciones
extremadamente críticas sobre el régimen de reparto de la tierra pública en los
territorios australes, que no creía necesario vincular con el origen de su fortuna. 122

Menos cautivados por la extravagancia, la mayor parte de los integrantes


masculinos de esta familia siguieron derroteros más rutinarios y previsibles. En esta
etapa en la que su fortuna se había orientado decididamente hacia la tierra, ello
119
Instituto Argentino de Historia Aeronáutica Jorge Newbery, Aaron de Anchorena. 1877-
1965. El iniciador (Buenos Aires, 1977). Aarón de Anchorena, Descripción gráfica de La
Patagonia y Valles Andinos (Buenos Aires, 1902).
120
“Nuestra juventud pudiente. La acción que debe desenvolver en bien de sí misma y del país”,
Revista de la Liga Agraria, VI:8, abril de 1903.
121
Al respecto, David Cannadine, The Decline and Fall of the British Aristocracy (Londres,
1996), pp. 370-86; L. Turner y J. Ash, The Golden Hordes: International Tourism and the
Pleasure Periphery (Londres, 1975).
122
Aarón de Anchorena, Descripción gráfica de La Patagonia y Valles Andinos, p. 6.
37

significaba en primer lugar ocuparse de la dirección de empresas y asuntos rurales.


Dado que el alza del precio del suelo tornaba difícil la expansión del patrimonio
territorial recibido, las biografías económicas de los Anchorena desde el cambio de
siglo presentan alternativas menos atractivas que las de la generación anterior, y en
general relevan aspectos más rutinarios de la gestión de los recursos heredados. Una de
las novedades de este período se refiere al mayor interés demostrado por los
empresarios de esta familia por la mejora de las técnicas agrícolas, en particular en lo
referido a la explotación ganadera. Un par de décadas antes, Juan Nepomuceno
Anchorena había sido descripto muchas veces como el ejemplo paradigmático del gran
propietario ausentista y reacio a la modernización, y se lo retrataba habitualmente como
un “modelo de estanciero de escritorio. Nunca fue a sus establecimientos de campo”. 123
Sus hijos y sobrinos, que actuaron en una etapa en la que la actividad rural atravesaba
una fase de grandes cambios tecnológicos, se mostraron mucho más dispuestos a
apreciar las ventajas de invertir en la mejora técnica, y de supervisar in situ la marcha
de sus explotaciones. Este aspecto, por cierto, no debería exagerarse, puesto que ningún
miembros de esta familia, con la posible excepción de Tomás Esteban y Joaquín
Samuel, tuvo un papel particularmente destacado como estanciero modernizador. 124
Vistas en conjunto, las biografías de los Anchorena de los años finiseculares y las
primeras décadas del siglo XX ofrecen claras indicaciones sobre la consolidación de
una forma de gestión de las explotaciones agrarias que no parece presentar mayores
desafíos a aquellos empresarios que contaban con una abundante dotación territorial.

El juicio sucesorio de Tomás Severino, que ya hemos mencionado más arriba,


ofrece indicaciones sobre el proceso de modernización de la producción ganadera en el
período finisecular, que sus hijos más tarde continuaron. También revela el creciente
interés por la vida de estancia que constituye un rasgo tan típico de la elite finisecular.
Cuando falleció a fines de la década de 1890, Tomás S. seguía viviendo en los altos de
un almacén, pero en su estancia Las Tres Lomas ya había erigido una gran “casa
habitación de 2 pisos, construida con materiales de primera calidad”, de 10 dormitorios,
enclavada en un parque de 60 hectáreas. 125 Y en sus diversas estancias poseía gran
cantidad de animales de alta mestización. Su hijo Esteban alcanzó cierta fama como
criador de animales de raza, y su cabaña Santa Clara se contaba entre las más
prestigiosas del país en el primer cuarto de siglo. Otro tanto puede decirse sobre su otro
hijo, Joaquín S., que hizo de su estancia La Merced una de las más renombradas de la
pampa.

La información que poseemos sobre otro de sus hijos, Victorio Hilario, fallecido
en 1911, indica la creciente especialización en la actividad rural que signó a los
Anchorena desde fines del siglo XIX. Fallecido prematuramente a los 41 años, Victorio
dejó una estancia de unas 15.000 hectáreas en La Pampa, que representaba el 80 % de
su activo. El resto estaba compuesto por una propiedad urbana y un poco de efectivo.
Algo similar se observa cuando consideramos a los hijos varones de Juan Anchorena. A
Nicolás Paulino, fallecido muy poco después que su padre, ya lo hemos mencionado
más arriba como un ejemplo de la creciente orientación de los empresarios hacia la
tierra visible para el cambio de siglo, pues cuando falleció poseía casi dos tercios de su
fortuna en bienes rurales. Su hermano Juan Esteban, de vida mucho más prolongada,
123
La Nación, 20 octubre 1895, p. 4.
124
Véase, por ejemplo, La Argentina Rural. Retrospecto Anual de Ganadería y Agricultura
(Buenos Aires, 1911).
125
Sucesión Tomás Severino de Anchorena, AJF, f. 64.
38

tuvo más tiempo para profundizar este rumbo. Cuando murió en 1943 dejó una fortuna
de unos 5 millones (más de $ 13 millones de pesos moneda nacional), en la que las
propiedades rurales representaban el 76 % de su patrimonio total. Entre sus tierras, que
alcanzaban a más de 100.000 hectáreas, se destacaban cerca de 30.000 hectáreas en
Pila, en la provincia de Buenos Aires, y otras 45.000 en Río Cuarto. De estas tierras,
más del 80 % eran heredadas.126

Todos estos integrante del clan Anchorena hicieron de la actividad rural el


centro de sus intereses económicos, especializándose en la administración de la
importante herencia territorial recibida, a la que a lo sumo combinaron (como en el caso
de Tomás Esteban y Manuel Baldomero) con el ejercicio de alguna profesión liberal.
Ejemplos acabados de la conducta de muchos empresarios rurales del período, ninguno
de ellos parece haber mostrado mayor interés en probar suerte en otras esferas de
actividad, en particular en las que se abrían al calor de la expansión de la economía
urbana. El caso de Joaquín Samuel de Anchorena ofrece quizá la excepción a este
patrón, y por este motivo conviene hacer una breve consideración sobre los motivos que
lo impulsaron a tentar suerte en emprendimientos industriales y financieros de muy
diversa naturaleza.

Como quizás ningún otro miembro de la familia, Joaquín se destacó por sus
dotes organizativas y su gusto por la vida asociativa, a las que consagró muchas horas
de su tiempo. Fue diputado nacional por el Partido Conservador de la provincia de
Buenos Aires, intendente de la ciudad de Buenos Aires durante la presidencia de Sáenz
Peña, interventor federal bajo el yrigoyenismo, y además presidió en numerosas
ocasiones instituciones tan prestigiosas como el Jockey Club y la Sociedad Rural.
También fue un reconocido profesor universitario que alcanzó a ocupar el decanato de
la Facultad de Veterinaria, y una figura relevante de la Asociación del Trabajo.

El éxito que Joaquín S. alcanzó en todos estos espacios de interacción de las


elites de la república contrasta marcadamente con los tropiezos que experimentó con sus
finanzas privadas. A comienzos de siglo, había heredado más de $ 200.000 en tierra,
ganado y efectivo, pero para 1920 cargaba con una deuda que prácticamente triplicaba
esa cifra, cuyo origen y motivos no resulta sencillo determinar. En 1925, tras el
fallecimiento de su madre, recibió unos $ 375.000, que no alcanzaban a cubrir el pasivo
que reconocía algunos años antes.127 A diferencia de su hermano Tomás Esteban, que
también se vio en aprietos económicos, pero que, al menos hasta su divorcio, pudo
recurrir a la fortuna de su esposa Clara Cobo, ninguna de las dos mujeres con la que
contrajo enlace aportó mayores bienes al matrimonio.128 A pesar del brillo que signaba
su vida pública, Joaquín debe haber sufrido sobresaltos y estrecheces en sus finanzas
particulares. Dadas estas circunstancias, parece razonable que intentase sacar algún
provecho de su amplio capital relacional. La alternativa más obvia a su disposición era
proponerse como nexo entre diversos grupos de interés y los despachos oficiales y las
altas esferas de la sociedad nativa que tan bien conocía. No sorprende pues que, por
largas décadas, Joaquín ocupase más de un sillón en el directorio de grandes compañías
extranjeras (de electricidad, constructoras, mineras, de comunicaciones, etc.) que
supieron apreciar sus contactos fluidos en la sociedad y la política argentinas.
126
Sucesión Victorio Anchorena, AJF; sucesión Juan Esteban Anchorena, AJF.
127
Sucesión Sara Justa Madero de Anchorena, AJF; sucesión Enriqueta Salas de Anchorena,
AJF.
128
Sucesión Tomás Esteban de Anchorena, AJF.
39

En pocas palabras, lo que llevó a Joaquín de Anchorena a diversificar sus


fuentes de ingreso no fueron sus triunfos sino sus fracasos. Joaquín parece haber sido el
único Anchorena de las décadas del cambio de siglo que intentó probar suerte en
nuevos territorios económicos alejados de la producción agropecuaria o de las
profesiones liberales. Pero aun en este caso singular, en el que este reconocido miembro
de la dinastía Anchorena puso su mundo de relaciones sociales y políticas al servicio de
un conjunto de grandes empresas y entidades patronales, se advierte la distancia entre
los integrantes de esta familia y el mundo de la gran empresa urbana. Fieles a un modo
de entender la actividad económica que, tras medio siglo de especialización en la
actividad rural, ya se les había tornado segunda naturaleza, los Anchorena se mostraron
poco propensos a desplazarse hacia los sectores que, desde la década de 1920, y más
claramente desde la Gran Depresión, comenzaron a mostrar mayor dinamismo, y que se
ligaban a la economía urbana y la producción de bienes y servicios para el mercado
doméstico. Aunque es probable que algunos de ellos comenzaran a percibir ya en la
década de 1920 que la economía rural pampeana no ofrecía las oportunidades de hacer
fortuna que eran habituales algunas décadas antes, poco los urgía a buscar alternativas
fuera de ese sector de la economía con el que tanto se identificaban y que conocían tan
bien. Para los integrantes de una familia que, gracias al enorme patrimonio territorial
heredado, al comienzo del período de entreguerras todavía se mantenía cerca de la
cumbre económica y social de la Argentina (si no en esa misma cumbre), los incentivos
para probar suerte en otros territorios seguramente no fueron tantos.

Desde entonces, empero, su descenso desde su posición encumbrada era poco


menos que inevitable. Precisamente por el carácter esencialmente territorial de la
fortuna de esta familia, tres procesos de distinto ritmo de desarrollo los afectaron con
particular dureza: la Depresión, las leyes de arrendamiento de 1943, y la fragmentación
de la propiedad como consecuencia de la partición hereditaria. Como a todos los
productores y rentistas agrarios, la crisis del sector de exportación durante la Gran
Depresión les provocó serios inconvenientes. El ejemplo de lo sucedido con las
propiedades de Clara Romana, una de las hijas de Tomás Manuel de Anchorena, ofrece
indicios reveladores al respecto. Clara falleció a fines de 1929, cuando la Gran
Depresión comenzaba a abatirse sobre la Argentina. Desde entonces, sus numerosos
herederos asistieron a la fuerte contracción del valor de su patrimonio. En efecto, sus
propiedades urbanas pasaron a tener una tasación de $ 1,9 millones en 1930 (cuando,
por cierto, las cotizaciones inmobiliarias ya habían sido afectadas por la crisis) a valer $
1,5 millones en el lapso de unos pocos años. El derrumbe de los precios, sin embargo,
afectó en particular a sus propiedades rurales: sus 23.000 hectáreas en la provincia de
Buenos Aires pasaron de tener una tasación de $ 1,2 millón a menos de $ 0,45 millón. 129
En el corto plazo, los herederos de Clara lograron hacer caer sobre sus arrendatarios el
costo del ajuste del mercado, manteniendo al menos parte de sus ingresos. El
arrendatario de su gran propiedad en los partidos de Dolores y Conesa, que no era otro
que Nemesio de Olariaga, debió cargar sobre sus espaldas el peso del momento más
álgido de la Depresión (lo que ayuda a explicar el tono destemplado con el que el futuro
líder de la CARBAP se lanzó a satanizar a los grandes propietarios ausentistas que tan
de cerca conocía, y contra los cuales hasta ese momento no había tenido mayores
reclamos). A mediano plazo, la posibilidad de hacer recaer todo el peso del ajuste del
mercado sobre sus arrendatarios era inviable. Como lo indica la tasación de los bienes

129
Sucesión Clara Romana Anchorena de Uribelarrea, AJF.
40

rurales de Clara realizada en el pico de la Depresión, la caída de las cotizaciones de los


productos exportables inevitablemente se acompañaba de una baja de la rentabilidad
agraria y de renta, y también de una fuerte devaluación del patrimonio inmobiliario.

A pesar de la recuperación parcial de los precios agrarios a mediados de la


década de 1930, el paso del tiempo iba a mostrar que el momento dorado de la renta del
suelo había tocado a su fin. Y para muchos integrantes de la familia Anchorena, las
dificultades de ese período no pudieron resolverse sin liquidar parte del patrimonio o
adoptar un estilo de vida menos rumboso. Evidencias de este cambio se advierten al
considerar la suerte de algunas de las grandes residencias de esta familia, que en esos
años fueron vendidas a instituciones u organismos públicos, o demolidas y
fraccionadas. En 1936, los hijos de Mercedes Castellanos y Nicolás Anchorena
vendieron su palacio, que desde entonces pasó a alojar al Ministerio de Relaciones
Exteriores. Tres años más tarde, tras la muerte de Alfredo de Urquiza, esposo de Lucila
de Anchorena, el palacio que este matrimonio había mandado construir en 1911 fue
demolido y vendido. Abrumados por deudas y faltos de ingresos, sus hijos tiraron abajo
la gran casona (sólo por la demolición recibieron unos $ 350.000) y lotearon las 13
hectáreas que comprendía la propiedad, poniendo de ese modo fin a “un modelo de vida
en su expresión acabada de palacio, que en el mundo de la democracia no tenía cabida,
ni razón de ser”.130

El ingreso pleno de la Argentina en el mundo de la democracia social no sólo


volvió cada vez más inaceptable el estilo de vida de las familias de elite. También tuvo
consecuencias decisivas sobre el marco legal en el que se desenvolvían las relaciones
entre terratenientes y arrendatarios rurales, volcando la situación en favor de estos
últimos. La legislación sobre arrendamientos sancionada por la Revolución de Junio a
fines del año 1943 afectó con especial dureza a los propietarios rentistas. Esta
legislación, que se mantuvo en vigencia por cerca de un cuarto de siglo, limitó la
capacidad de los propietarios de disponer libremente de su propiedad, y les aseguró a
los arrendatarios la posibilidad de permanecer en las tierras que ocupaban a cambio de
un canon cuyo monto no podía incrementarse a pesar de la fuerte inflación que signó al
período de posguerra. Como nos advierte la tasación de los bienes rurales de la sucesión
de Norberto Anchorena, que tuvo lugar en 1946, la legislación sobre arrendamientos
tuvo consecuencias muy directas, que fueron rápidamente percibidas por los
interesados. Refiriéndose al precio de una propiedad que Anchorena tenía arrendada en
el partido de Coronel Brandsen, el tasador manifestaba que “es evidente que la inflación
y la incidencia que tienen en el valor de los predios rurales, las actuales leyes de
arrendamiento sintetizadas en el hecho de que el arrendatario puede permanecer en el
fundo cinco años con opción a una prórroga de tres más, siempre al precio de la
locación original, restringiendo la libre disposición del mismo, trae un factor de
desprecio”. El tasador consideraba que “para el caso de contratos recientes ó de
vigencia de uno o dos años, se está conteste en este momento en aforar el desprecio de
un campo ocupado en relación al que está libre en un 40 %.” 131

Una depreciación del valor de la propiedad arrendada tan brutal como la que
entonces tuvo lugar no fue un hecho menor. Para los propietarios, el problema tampoco
terminó allí. Las leyes de arrendamiento se mantuvieron en vigencia por cerca de un

130
Quesada Urquiza, La Lucila, p. 52.
131
Sucesión Norberto Anchorena, AJF, f. 740.
41

cuarto de siglo, obligando a muchos propietarios a deshacerse de sus depreciadas


posesiones en condiciones muy desfavorables o, alternativamente, a aceptar percibir
rentas cada vez más insignificantes. No todos los miembros de esta familia debieron
soportar la depreciación del valor de la propiedad fundiaria o de la caída de la renta
originada en la legislación de congelamiento de arrendamientos; no todos los que se
vieron afectados por esta legislación parecen haberlo sido de la misma forma. Las
estrategias para evitar los efectos de la ley de arrendamientos, así como para evitar el
pago de impuestos, se hallan a la orden del día en este período en el que el estado se
convirtió en un actor de creciente injerencia en el sector rural y en la relación entre éste
y la economía urbana. Para todos ellos, sin embargo, el cambio de prioridades de la
política económica desde la década de 1940, que premiaba a los emprendimientos
urbanos por sobre los rurales, se tornó claro.

Resulta difícil evaluar si estos cambios, que acentuaron la baja de la rentabilidad


agraria y le restaron atractivo a la inversión en el sector rural, visibles ya en la década
de 1930, tuvieron más importancia que el avance del proceso de partición hereditaria
que afectó a esta y a otras familias terratenientes a lo largo del siglo XX. En el nuevo
siglo, las extensas propiedades acumuladas por la segunda y la tercera generación
comenzaron a fragmentarse a un ritmo cada vez más veloz. Durante la etapa de
expansión de la frontera, el patrimonio territorial de los Anchorena creció de modo
sistemático, mientras que el tamaño relativamente reducido de la familia contribuyó a
mantenerlo unido, o en su defecto a reconstruirlo (muchas veces a ampliarlo)
rápidamente. Finalizada esa etapa, el aumento del precio de la tierra hizo poco menos
que imposible la expansión del patrimonio territorial de la familia. Al mismo tiempo,
las nuevas generaciones crecían a un ritmo más veloz. Tomás Manuel dejó seis hijos, y
éstos otros 8, que a su vez tuvieron al menos 28 descendientes. Juan José dejó tres hijos,
que a su vez dividieron su fortuna en 13 partes; varios de sus nietos dieron vida a más
de ocho hijos cada uno (Mercedes tuvo 10 y Norberto 9). Mariano Nicolás dividió su
fortuna en tres partes, pero sus hijos dejaron 14 descendientes, que se convirtieron en
varias decenas para el período de entreguerras. Para 1880, los adultos que llevaban el
apellido Anchorena eran unos diez o doce; cuatro décadas más tarde superaban los
cuarenta, y la familia seguía creciendo. Para las décadas de 1920 y 1930 algunos
miembros de este clan todavía poseían imperios territoriales que una opinión pública
muy sensibilizada hacia el problema de la concentración de la propiedad rural juzgaba
inaceptables. Juan Esteban, a quien hemos citado más arriba, murió en 1943 siendo
propietario de más de 100.000 hectáreas. Su caso, sin embargo, era excepcional, y es
probable que para entonces ninguno de sus parientes alcanzase a poseer un patrimonio
similar.

A pesar de su notable tamaño, acumulaciones de tierra como ésta eran


ciertamente menores que las que eran habituales medio siglo antes. Por otra parte,
estaban en proceso de fragmentación. Las tierras de Juan Esteban, que no tuvo
descendientes, se dividieron entre varios sobrinos de su mujer, Carolina Benítez Ortega.
Lucila, una de las hermanas de Juan Esteban, llegó a poseer más de 70.000 hectáreas,
pero luego de su muerte (en 1917) y la de su marido el coronel Urquiza, dejó a cada
uno de sus 10 hijos una parte de esas tierras, que unas décadas más tarde (reducidas por
las deudas y la mala administración) volvieron a fragmentarse aun más. El ejemplo
quizás más notable de dispersión del patrimonio inmobiliario de esta familia lo ofrece la
descendencia del único hijo varón de Juan José de Anchorena. En 1908, Pedro dejó más
de 60.000 hectáreas de tierra pampeana a sus 10 herederos. Cuatro décadas más tarde,
42

su hijo Norberto repartió 13.000 hectáreas en la pampa entre sus 9 vástagos. Cuando a
Eduardo, nieto de Pedro e hijo de Norberto, le tocó distribuir sus bienes, apenas pudo
disponer de 951 hectáreas en Pila y otras 836 de valor muy inferior en La Pampa.132
Eduardo seguía llamándose a sí mismo un “hacendado”, pero el significado que tenía
esta palabra era muy distinto para él que para su padre o su abuelo. Aun cuando no
todas las ramas de la familia crecieron tan rápido como ésta, ni fragmentaron tanto su
patrimonio, todas ellas se vieron afectadas por el mismo proceso.

Para mediados del siglo XX, la familia Anchorena todavía gozaba de enorme
prestigio. Su nombre se asociaba con los valores que singularizaban a los sectores más
tradicionales de la elite argentina, en una etapa en la que éstos todavía irradiaban su
poderosa influencia sobre amplios sectores de la vieja elite y también sobre el nuevo
empresariado surgido al calor de las transformaciones económicas de la primera mitad
de siglo. Para entonces, sin embargo, resulta dudoso que alguno de los integrantes de
este distinguido clan familiar de comerciantes que, tras sucesivas mutaciones habían
devenido terratenientes, tuviesen un lugar en la cúspide de esta nueva elite económica,
que se había enriquecido y transformado gracias a la expansión de la economía urbana e
industrial, y que aparecía presidida por empresarios de la manufactura, el comercio, los
servicios y las finanzas. Incapaces de advertir a tiempo el cambiante curso de los
vientos económicos que comenzaban a soplar en la Argentina desde la década de 1920,
los Anchorena siguieron atados a la suerte del sector rural en una etapa en la que éste
difícilmente podía brindarles la posibilidad de recrear la fortuna de las generaciones
pasadas. Herederos de un pasado más glorioso y magnífico que su presente, conforme
nos internos en la segunda mitad del siglo XX los Anchorena se hundieron
progresivamente en el magma de las clases medias altas.

132
Sucesión Eduardo Julián Anchorena, AJF.

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