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2°quinceañera Eterna
2°quinceañera Eterna
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Camilo, a causa de una temprana orfandad, hizo de las calles, su hogar. Para
darse ánimos sobre su condición, siempre decía, “Todas, las cosas se guardan en
una caja, los animales son guardados en una caja llamada jaula y las personas,
en un cajón llamado casa”. No robaba, no limosneaba, sólo se ponía en cualquier
vereda y contaba historias que nadie escuchaba, la gente, en compasión, le
aventaba moneditas. Cuando cumplió catorce años empezó a soñar a una
bandada de palomas que comían unas migajas del suelo, él los veía con ternura,
pero, de pronto, una de las aves, acercándose ante él, le decía,
—Quédate y defiéndenos, Noé.
—No soy Noé. Soy Camilo, se han confundido.
Entonces, todas las aves se le acercaban diciendo,
—Defiéndenos, defiéndenos, defiéndenos.
—Aléjense. No soy Noé, ¡Déjenme en paaaz! —gritaba y despertaba. Miraba a
su alrededor y frente a él estaban los perros vagos de la ciudad acompañado de
otros animales, caballos, mulos, venidos de algún lugar; no solo eso, algunas
veces, se le acercaban, abejas, pulgas, entre otras especies. Él los espantaba con
piedras y palos, pero ellos al sentir el rechazo le mordían, le corneaban o le
picaban quedando convaleciente en algún rincón.
Cierto día, había llegado al pueblo, el circo de “Los enanos que hacen reír en
grande”, Ahí conoció a Marcus, un enano que tenía la capacidad de hipnotizar
animales, se decía, incluso, que podía dormir a todo un enjambre de abejas solo
con el poder de su voz.
—Enséñame a hacerlo —le había dicho después de la función.
El enano le quedó mirando.
—No tienes con qué pagarlo, eres un simple pordiosero.
—Debe haber alguna forma de pagar que no sea con dinero.
—Mis leones tienen hambre, necesito dinero para comprar su comida. ¿Serías
capaz de cortarte una pierna para darle de comer a mis cachorros?
—No solo eso, le doy mi vida. —dijo con determinación.
—¿Tan urgente es para ti, aprender el arte del hipnotismo?
Camilo le contó su extraño caso y él enano suspiró antes de responder.
—Muchacho, al recorrer el mundo he escuchado cosas extrañas, pero no soy
ningún tonto. En Venezuela, una jovencita juraba que le salía veneno de los
dientes y mataba como las serpientes, le pedí que mordiera el ala de una gallina
y la gallina murió temblando ante mis ojos, le pedí que me mordiera y casi
muero vomitando. Rogué que no se fuera, cuando ya estuve mejor le dije:
Trágate tu propio veneno. Si vives, tomaré como cierto los hechos. Ella se
asustó, pero lo hizo. La pobre murió. Todo era un fraude. Bien dicen: El hombre
es un animal que muere por el veneno de sus propios engaños. Por todo ello,
estoy seguro que tú también eres un fraude.
—Es cierto lo que digo. Solo ocurre cuando sueño a las palomas. Lléveme con
usted. Trabajaré sin cobrarle nada, El sueño vendrá de un momento a otro y verá
que mis palabras son ciertas.
—¿No tienes madre para que tomes esa decisión de irte?
—Mi madre me dejó. Se lo llevó alguien que no conozco. Mi madre me hablaba
de él cada mañana y cada noche. Decía que él era bueno, que me quería mucho,
qué me cuidará cuando ella no esté, pero él se la llevó y aún en sueños ella me
sigue repitiendo que él me cuidará y no le creo.
—No sigas. Cállate. Me molestan tus palabras. Ese hombre al que se refiere tu
madre es Dios, yo tampoco lo conozco, pero creo que está por todos lados. Eres
un verdadero inútil, pero ese es tu problema. Mira, si logras demostrar lo que
dices te enseñaré mi secreto, pero eso sí, ya no podrás dejar el circo. Te daré
comida, vestimenta, remedios, pero nada de dinero. Nunca. Ni un centavo.
Algún día sabrás el porqué de mi decisión. Pero si es un fraude, serás la comida
de mis animales.
Se dieron la mano y se fue con el circo a otros pueblos y a los tres meses,
mientras todo era rutina, el sueño vino y los animales del circo se volvieron
locos por ir hasta la tienda de campaña donde él dormía.
Marcus despertó, salió a ver lo que ocurría y ahí vio a Camilo rodeado por el
león, el conejo, los patos, el elefante, los monos y varios insectos nocturnos.
Todos estaban juntos, como hermanos.
—Si tuvieras a diario ese sueño, todos, ya seríamos ricos.
—Así se comportan mientras no los rechazo —contestó, Camilo.
—Y ahora ¿cómo hacemos para devolverlos a las jaulas?
—Sólo es cuestión de esperar.
—¿Esperar? No tengo tiempo para eso —contestó Marcus y empezó a silbar una
extraña melodía y los animales caían dormidos.
Los trabajadores, sorprendidos, empezaron a cargar a los pequeños y a arrastrar
hasta su jaula a los más grandes. El resto de la noche, nadie durmió.
Al día siguiente, Marcus, cumpliendo su palabra, le enseñó el secreto de la
hipnosis y Camilo cumplió su palabra de servir al circo sin pago alguno. Ahí
conoció a Guillermina, la contorsionista. Hicieron florecer su amor entre el
aplauso del público y los viajes de la caravana, sin embargo, no pudieron tener
hijos, ya que, en plena adolescencia, recibió en la ingle, la cornada intempestiva
de un carnero.
—Tú no puedes hacerlos y yo no quiero criarlos —le decía Guillermina para
fortalecer el amor, aunque en secreto, ella rogaba el milagro de la maternidad
ante una colección privada de imágenes religiosas.
Toda su vida trabajó en el circo hasta que decidió retirarse cuando llegaron a
Chincha. Hicieron sus presentaciones en toda una semana y cuando desarmaba
la carpa para emprender un nuevo rumbo, una bandada de palomas, aterrizó
frente a él para picotear alguna migaja, vio el lugar y era idéntico al sueño, la
misma cantidad de palomas, el sol de costado, la arena.
—Quédate y defiéndenos, Noé —dijo una de las aves y esta vez no era un
sueño.
Ahí comprendió que su afán de huir era en vano, se dio cuenta que los animales
lo habían llevado hasta ese lugar. Las aves se fueron y él sin saber cómo hacerlo,
aceptó su destino. Decidió quedarse. Lo comentó con Guillermina y ella,
compasiva, lo abrazó.
—El cura que nos casó, dijo: Juntos, en la buena y en la mala, con pan y sin pan,
sólo le faltó decir, juntos también en la locura.
Ambos se acercaron ante Marcus quien hasta ese día cuidaba de todos como a
hijos y al mismo tiempo, los respetaba como padres sabios.
—Decidimos quedarnos en este pueblo, amigo —dijo sujetando la mano de su
esposa.
Marcus, siguió rasurándose sin voltear a verlos.
—Éste es el pueblo que he soñado toda mi vida.
—Tienes sesenta años. Solo es un sueño. Reacciona. Creí que ya lo habías
superado. —aclaró mientras sacudía el rasurador.
—Me uní al circo para escapar de los animales, y hoy me di cuenta que nunca
logré huir. Fueron ellos que me arrearon de lugar en lugar como a un animal
para llegar a este pueblo.
—Déjate de tonterías y larguémonos.
—Ya lo decidí. Me quedo.
El pequeño dejó el afeitador, miró a Camilo, tan decidido como aquella vez que
decidió unirse al circo. Lo conocía muy bien y sabía que sería en vano insistir.
—Arrodíllate —pidió resignado, mientras se limpiaba la cara con la toalla.
Camilo se arrodilló para estar a la altura de su pequeño amigo y se abrazaron.
—Por tu fidelidad, tu amistad, y tu confianza, ahora rompo el pacto que hicimos
de servirme sin pago alguno y te dejo libre. Escuché sobre el complejo de Edipo,
pero nunca sobre el complejo de Noé. Lo que te o curre es un chaco ¿sabes que
es un chaco? —dijo con una falsa sonrisa para disimular sus lágrimas.
—No —contestó, Camilo.
—En las punas peruanas, las vicuñas al ver a un grupo de cazadores, huyen
desesperadamente, pero en su huida no hace más que ir al corral que esos
hombres fabricaron y ahí los pobres animales terminan trasquilado o muerto.
—No creo que ocurra eso, pero gracias por el consejo.
—Espérate, —dijo Marcus —tengo algo para ti—. Caminó hasta su carro y sacó
dos bolsas en una estaba el nombre de Guillermina y en el otro de Camilo,
ambas estaban llenas de dinero —Tómalos, es el dinero que ahorraron todos los
días que estuvieron conmigo.
—Pero… pero… yo creí que… —Camilo sintió un nudo en la garganta.
—Ahora sí necesitas del dinero. Busca un trabajo y si no lo consigues, trata de
alcanzarme. El circo es tu casa, pero si persistes en esa locura de los animales,
puedes vivir hipnotizándolos. Al principio te funcionará, la gente aplaudirá, pero
luego se aburrirán de ver lo mismo. Por eso viajamos. Recuérdalo.
—Ya veré qué hago. No te preocupes. Gracias, gracias, siempre supe que eras
un hombre justo.
—Me olvidé decirte algo. Yo también tengo sueños al igual que tú y soñé que
tendrán descendencia. Si es varón pónganle mi nombre porque yo estoy
dándoles la noticia y si es mujer llámenla Cristina. Quiero que se llame como mi
madre. Prométanlo.
—Así será —dijeron, riendo un poco y tratando de contener las lágrimas.
—Sé que lo harán.
Esa tarde, mientras la caravana se iba, Camilo y Guillermina se quedaron al
borde del camino, mirando la partida como si fuese un acto de magia, la noche
era una capa que todo lo cubría y al día siguiente, cuando el sol quitó la
oscuridad, las huellas que habían dejado las ruedas, tampoco estaban.
Esa mañana, emprendieron una nueva vida. Lograron comprar una casa
abandonada al que poco a poco embellecieron, siempre habían vivido entre los
enseres del circo, quizá por ello, aquella rudimentaria edificación, casi
derrumbada, fue para ellos la mejor.
Diez años, lograron sobrevivir haciendo una y otra cosa, en todo ese tiempo, los
animales no volvieron a hablarle en los sueños ni lo atacaban y más de una vez
creyó que toda esa decisión de quedarse era una auténtica locura.
A Guillermina, la artritis empezó a torcerle los dedos, Camilo, haciendo
esfuerzos buscó trabajo, pero nadie lo vio como útil operario, volvió renegando.
Malditos animales, dijo y un perro salió de una pequeña maleza y le mordió la
pantorrilla, se libró como pudo y regresó a casa. La sangre no paraba.
—Volviste a maldecir a los animales.
—Qué diablos le hice para que me jodan la vida.
—Ya cálmate o te irá peor.
Viejos, enfermos y con deudas, Guillermina, para cubrir los gastos, propuso
convertir la casa en un criadero de niños.
—Ya somos viejos, no estamos para esas cosas. Los bebés no hacen más que
orinar y llorar.
—Prefiero la bulla de los niños, antes que la bulla de los cobradores y del
estómago. Piénsalo, mi amor.
Al día siguiente. Decidida y aún antes del amanecer, ella misma puso un letrero
en la puerta:
“Cuidamos niños mientras usted trabaja”
ATENCIÓN LAS 24 HORAS
Camilo estuvo molesto. Aún no habían acabado de discutir el asunto y
Guillermina ya lo había decidido. Resentido se mantuvo en su habitación
mientras que Guillermina limpiaba la sala y divisaba de rato en rato hacia la
calle, pero, llegó la tarde, la noche y nadie se asomó,
—Te lo dije, es una tontería —recriminó Camilo.
Ella no dijo nada. Al día siguiente, se levantó temprano y tampoco apareció
ningún cliente, en la noche, mientras se alistaba para descansar, a eso de las
diez, se presentó en la puerta una mamá con un niño gritón y sólo se calmó en la
mañana siguiente cuando lo recogieron.
—Este trabajo no es para nosotros. Ahora mismo sacaré el letrero —dijo,
Camilo haciendo un esfuerzo.
—Mejor duérmete. Estás loco. Yo seguiré trabajando.
Camilo no dijo más, se sentía débil, cinco horas después lo despertó el grito de
dos niñas que dormían a su costado.
—¡Carajo! ¡Guillermina! ¡Guillermina! —gruñó.
Lleno de ira y apoyándose en la pared por la infección de la herida salió a buscar
a su esposa y la encontró en la sala con tres bebés más que lloraba asustados por
el griterío de Camilo.
—Vas a ayudar o vas a gritar como un niño más —dijo, Guillermina con toda
calma.
Camilo recordó que ella no había dormido nada y tuvo vergüenza.
—Lo siento.
—Ahora vuelve al cuarto y haz callar a esos bebés que tú despertaste.
Camilo obedeció, volvió al cuarto y trataba de calmar a los pequeños,
—Discúlpenme, discúlpenme, discúlpenme, carajo. Cállense, por favor —les
susurraba mientras los mecía en sus brazos.
En los días siguientes llegaron más infantes. Todos dispuestos a destruir la casa
y como no había pelotas ni sonajas, empezaron a jugar con las esculturas de
santos hasta que todas las imágenes terminaron sin cabeza, sin manos o sin pies.
—Qué curioso, —dijo Guillermina— La iglesia peleando con ateos y, mira tú,
todos los santos destruidos en manos de inocentes cristianos.
Camilo no dijo nada, secretamente aún guardaba su inconformidad ante el
proyecto de convertir la casa en un criadero. Estaba harto de la pestilencia de los
pañales, de la destrucción de los más grandecitos y del agudo llanto de los recién
nacidos. Usó tapones de algodón en los oídos, perfumes para disimular el olor
de caca y nada funcionaba. Toda la casa le apestaba a baño público y a talco
para bebés.
Sin poder soportar más se acercó ante su esposa y suplicante dijo,
—Guillermina tengo un plan.
—Ahora qué quieres —respondió ella sin dejar de atender la cocina.
—Puedo hacer que duerman los niños con el hipnotismo.
Ella dejó de mover la olla.
—¿Estás loco?
—Si esos chicos no se calmas seré yo quien verdaderamente se vuelva loco.
—No es lo correcto. Tú solo hipnotizas animales y punto —dijo enérgica.
—Ya probé hasta dónde puedo llegar, dormí a los que rompieron el espejo.
—Viejo loco.
Ella salió apresurada y encontró a los cinco niños, tirados desordenadamente,
caídos como insectos fumigados.
—¡Qué hiciste! ¡Despiértalos! ¡Despiértalos!
Camilo obedeció, silbó y despertaron como si nada hubiese pasado, se
levantaron y siguieron jugando. Al poco rato rompieron la escultura de Sarita
Colonia, la última sobreviviente de la amplia colección de estatuillas.
—Te lo dije.
—Cállate. No me metas ideas a la cabeza.
En la noche trajeron dos niños más y lloraron hasta despertar a los otros.
—No soporto más —dijo, Camilo. Salió directo a la sala, silbó y el silencio
reinó.
Guillermina no dijo nada, se quedó quieta bajo las frazadas.
—Prométeme que no les pasará nada —preguntó a su marido al sentirlo
nuevamente a su lado.
—Solo están durmiendo. Mañana temprano los despierto.
Ella no le reprochó, abrazó a su marido y se mantuvieron así, como cómplices
escondidos bajo la frazada. Él durmió como nunca y ella, acostumbrada al ruido
sintió aquel silencio como una amenaza, se levanto varias veces a comprobar si
los niños dormían como cualquier niño.
En la madrugada, preocupada sacudió a Camilo,
—Ya es hora, despierta a las criaturas.
Camilo así lo hizo y desde ese día, los desayunos, los almuerzos y las cenas,
estaban llenas de silencio. Ambos disfrutaban de los minúsculos ruidos que
producía el pan crocante, el viento atravesando la ventana y su propia
respiración.
—Nunca imaginé cambiarle el pañal a un bebé dormido —comentaba
Guillermina.
La casa ahora se había convertido en un dormidero. Había niños y bebés en la
sala, en los pasillos y hasta en el jardín; todos envueltos en frazaditas como
larvas.
Cinco meses después, por la mañana del día de San Silverio Macario, una mujer
con cara de no haber dormido en toda la noche, dejó a una bebé, diciendo que
sólo sería por un momento mientras iba al mercado. Camilo la recibió como a
cualquier otro, la acomodó junto al resto, silbó para hacerla dormir, pero no
durmió.
—Camilo, ya está listo el desayuno —le llamó su esposa.
Camilo fue a la cocina, preocupado.
—¿Qué pasa? —preguntó, ella.
—La niña que llegó recién, es un caso muy raro. Quise hacerla dormir y no
pude.
—A lo mejor es sordita. ¿Cómo se llama?
—No pregunté. Sólo lo dejaron por un momento.
Llegó la hora en que iban a recogerla y no la recogieron, llegó la tarde, la
mañana siguiente y nadie volvió por ella. Pasó una semana, un mes, quisieron
llevarlo ante la policía, pero decidieron esperar. A los tres meses se habían
acostumbrado con ella y le llamaron, la sordita. Cuando se cumplió un año, ya
no querían que nadie la recoja.
—Hay que ponerle un nombre, hasta que sepamos su origen.
Camilo hizo una pausa y pensó en las palabras de Marcus.
—Que se llame Cristina y… será nuestra hija hasta que venga su madre. Así se
lo prometimos a Marcus. ¿Recuerdas?
Guillermina no protestó.
***
Cuando la niña cumplió ocho años, no le gustaba leer. Su profesora había
mandado un informe a Camilo diciendo que Cristina leía muy mal y que era
necesario la ayuda desde casa. Camilo, muy preocupado, decidió ser un lector
ejemplar, aunque su esposa le decía que su plan no funcionaría.
—No quiero que sea un ignorante como yo —dijo.
Fue al mercado a comprar toda clase de libros y revistas, sobre todo, los que
tenían muchos dibujos y colores. Era un Noé que, en vez de juntar animales,
juntaba libros. En poco tiempo, los estantes que antes estaban llenos de santos,
ahora estaban los libros.
Cada día se pasaba la tarde sonriendo y meditando ante un libro y cada noche le
narraba lo leído a la pequeña,
—¡Qué bonita historia! —Exclamaba, aplaudiendo.
—Tú también deberías leer. Lo que acabo de contarte está en el libro verde del
estante.
—No quiero leer. Es muy difícil y aburrido.
—Comes cuando tienes hambre, Te abrigas cuando tienes frío. A veces, pienso
que a Dios se le olvidó hacer que el cerebro también muestre una necesidad de
alimentarse con la lectura.
—Es que Dios sabe que la tele es más divertida y de ahí también puede
aprender.
—Siempre vamos a preferir el pollo frito o los dulces, eso te llenan la barriguita,
pero no son nutritivos.
—Qué complicada es la vida. Mejor me duermo. Hasta mañana.
Guillermina, también atenta a las historias, miraba sin optimismo a su esposo.
—No funcionará tu plan —le decía.
—Cállate.
Cristina ya tenía nueve años y aunque había aprendido a leer un poco, los
calificativos en la escuela no mejoraban. Cierto día, recordó el cuento, “El burro
inteligente” y por primera vez quiso leerlo. Camilo le había indicado que el libro
azul guardaba esa historia. Con la ayuda de una banca, cogió el libro, lo limpió y
buscó el título, pero al revisarlo, se dio con la sorpresa de que las páginas
estaban llenas de paisajes. Recordó otra historia el de “La gallina fiel”. Camilo
le había señalado el primer libro del tercer taquillero, lo revisó y era un
diccionario de inglés, abrió otro y nada coincidía. Buscó a Camilo y lo encontró
en el jardín, estaba sentado, como siempre sonriente mientras hojeaba una
revista.
—Hola, princesita.
—¿Qué haces? —preguntó serena.
—Estoy leyendo un cuentito para contártelo en la noche.
—¿de qué trata?
—Se llama… el… el…—abrió la revista, lo revisó y dijo— se llama… El perro
dientes de… dientes de serrucho.
—Cuéntamela.
—¿Ahorita?, mejor en la noche.
—Quiero escucharla ahora, por favor.
—Bien. Era una señora que…, decía tener un perro muy, muy…, inteligente
porque, porque cada vez que ella salía de casa, encontraba sus lentes, su bolso,
sus llaves en la cama del perro y eso le ahorraba tiempo porque, porque antes de
tener al perro, ella se pasaba un buen rato buscando sus cosas. Imagínate a ese
perro. Bien, pero la hora del cuento es en la noche. Mejor espérate.
—Quiero escuchara ahora.
Un ligero temblor, se apoderó de Camilo, sin embargo, continuó,
—Ella, ella quería mucho al perro porque, porque cada vez que ella llegaba a
casa dejaba inconscientemente tirada sus cosas, los lentes por aquí, las llaves por
allá. Era muy descuidada. El perro juntaba cada objeto y las llevaba hasta el
pequeño rincón donde dormía. No solo eso, para la señora aquel perro le pareció
único ya que le gustaba comer madera. Imagínate… un perro que come madera.
Se dice que empezó a morder las patas de la mesa, de las sillas y del ropero, la
señora no corregía al perro, lo, lo consideraba una maravilla. Cada noche, sacaba
al animal a pasearlo al parque para que muerda los árboles y bancas como si
fuese un hueso y cuando ya estaba saciado, volvían a casa. Pero aquella dieta
inusual, causaba en el perro constantes diarreas, ¡Qué asco! —dijo tapándose la
nariz, pero Cristina miraba atento con los brazos cruzados. Él continuó— La
señora seguía consintiendo al perro, solo porque le hacía esperar sus objetos en
un solo lugar, aunque claro, siempre con un poco de baba. Cierto día, vio en la
televisión sobre un concurso llamado “Talentos en casa”, Inscribió a su perro
y… lo, lo presentaron como “El perro dientes de serrucho”. Le pusieron un trozo
de eucalipto, su madera favorita, pero no comió, lo único que hizo en el estudio
de grabación fue un tremendo y pestilente excremento sobre la alfombra. Está
nervioso, está nervioso. Decía la dueña para justificar aquella asquerosidad.
Señora, quizá el talento que su perro tiene es de embarrarlo todo. Dijo el
conductor del programa, mientras llamaba al personal de limpieza. Moraleja, mi
niña: A veces queremos tanto a alguien que hasta justificamos sus
asquerosidades.
Ella no celebró el relato,
—¿Esa historia está ese texto? preguntó
—Sí.
—Déjame verlo.
—Aquí está —Le señaló la hoja —Mira ahí está el perrito. Le tomaron una foto.
—Déjame leerlo.
Camilo, nervioso, le extendió la revista. Hubo un breve silencio.
—No sabes leer, ¿verdad? —le preguntó sin mirarlo.
—Qué dices, mi niña. No entiendo.
—Aquí dice: Consejos para cuidar y alimentar a tu mascota… Tú no lees. Tú
inventas esos cuentos.
Camilo se quedó avergonzado.
—Pero… hija… yo…
—Nada de lo que me contabas están en los libros.
Él seguía sin poder contestar, se sentía un vil estafador.
—Perdóname. Perdóname, es… es verdad. No sé leer… ni… escribir. Solo
quería que no seas un ignorante como yo.
—Mentiste. Siempre dijiste que deberíamos hablar con la verdad. —dijo,
llorando— siempre te creí. En el colegio no hago más que hablar de ti, que eres
muy bueno, que eres muy inteligente, que lees todas las tardes. Cuento a mis
amigos tus historias. Todo es mentira. Ya no te quiero.
—Pero…
Ella se fue. Guillermina en ese instante, había salido al mercado y al regresar
encontró a Camilo llenando los libros en un costal.
—¿Qué pasó?
—Tú dijiste que mi plan no funcionaría y así fue. Cristina ya sabe que soy una
bestia.
—No, no digas eso.
—Solo soy un miserable hipnotizador de niños, un mago barato que vivió
haciendo truquitos. Ahora entiendo por qué ahora me quieren los animales ¡Soy
una bestia como ellos! —se reprochaba.
Se puso en pie y tumbó los estantes y cayendo al suelo, lloró amargamente.
Guillermina no tuvo palabras para consolarlo. De pronto, frente a él se presentó
Cristina,
—No eres una bestia, eres mi papito y mi Papito Camilo es el mejor hombre que
Dios me ha dado. —Lo abrazó —Eres el mejor escritor que solo le falta escribir.
Toma —Cristina le entregó un cuaderno y un lapicero.
Camilo dejó el costal y abrazó a su pequeña.
—Perdóname por mentirte.
—Perdóname tú, papito. Ya no llores, por favor —le limpió las lágrimas como a
un niño —En este cuaderno aprenderás a escribir y a leer. Cada cuaderno que
escribas, será el libro que falta en esta biblioteca. Yo te ayudaré.
Camilo recibía el cuaderno con cierto pesimismo.
—Estoy viejo para estas cosas.
—Yo te enseñaré. Convertiremos en letras tus historias.
Cristina acarició la cabeza de Camilo y le besó entre la escasa cabellera.
—Es una tontería. Jamás aprenderé.
—Si tú no quieres aprender a escribir yo no leeré.
Camilo abrazó a la pequeña y desde el día siguiente, a las cuatro de la tarde,
Camilo se convirtió en el estudiante de Cristina. Poco a poco, escribió las
vocales, palabras, oraciones, párrafos y páginas enteras. Escribió más de
ochentaidós cuadernos y cada uno de ellos estuvieron bien acomodados en la
estantería como si fuesen tomos de un prolífico escritor. Escribió
incansablemente por tres años, siete meses y tres días hasta que volvió a tener
aquel sueño persistente. Esta vez, ninguna paloma le habló, todas comieron de
las migajas y murieron al instante. Sintió culpa por aquellas muertes. Esa
mañana, Camilo decidió defender a los animales y por fin supo cómo hacerlo.
****
Ese día salió temprano a comprar una carretilla y en ella cargó brochas, latas de
pinturas, aerosoles entre otras cosas propias de un muralista. Se puso frente a
Guillermina y con voz enérgica, dijo,
—Defenderé a los animales con mis escritos.
—¿Y esa carretilla? —dijo Guillermina, mientras tejía unas ropitas de bebé que
regalaba a sus clientes.
—Escribiré para los que no quieren leer un libro.
—¿Piensas escribir en las calles como un adolescente? —preguntó, Cristina.
—Sí —contestó.
—¿Tienes alguna objeción? —Preguntó Camilo dirigiéndose a su esposa.
Ella alzó las cejas para ver sobre la montura de los lentes.
—Si ya lo decidiste, ¿qué puedo hacer?, pero eso de escribir en la calle, nada.
No quiero que la gente sepa que estás loco. Raya todo lo que quieras en la casa,
pero eso sí, óyeme bien, nada de estar escribiendo o dibujando disparates. Los
niños aprenderían. Ellos no hablan, pero miran. Recuerda que cada día salimos a
las calles con ropas limpias y siempre volvemos un poco sucios. Nunca
volvemos un poco más limpios, por eso, mientras estos niños estén aquí,
procuremos que no se ensucien el cerebro.
Camilo aceptó, se dieron la mano y sin decir más, empujó su carretilla y sobre el
estante de libros escribió:
“Lea para que no se aburra y para que no sea burra”
—Mamá, dentro de poco, la casa parecerá un callejón de barrio.
—Qué importa. Es la andropausia.
—¿Qué es eso?
—Algunos hombres cuando llegan a viejos, la mente se les retrocede y andan
enamorando a las jovencitas; pero, al parecer, la mente de mi marido retrocedió
hasta la infancia. Que pinte y raye lo que quiera y si es necesario que le
cambiemos de pañal, también lo haremos.
Al día siguiente, sobre el tanque del inodoro se leía:
Máquina reductora de peso. Baje hasta dos kilos. Solo siéntese y espere.
El que estaba junto a la cocina, era el que más le gustaba a pesar de sus faltas
ortográficas,
“Huir del corral siempre será locura para los animales. La vaca anhela
tener alas para escapar y las gallinas anhelan tener la fuerza para
romper la verga del amo”
—¿Cómo quedó la reflexión, profesora? —le preguntaba a Cristina.
—Un poco descuadrado y un poco ofensivo.
—¿Ofensivo? ¿Cómo que ofensivo?
—Supongo que has querido decir: verja, enrejado, cercado, pero ahí dice: verga.
La gente muy bien podría entenderlo como: el pene del amo.
—Maldita ortografía, tratando siempre de hacerme quedar mal.
Camilo, nunca pudo escribir cajón de manera correcta ya que siempre lo hacía
confundiendo la “g” por la “j”, aunque parecía hacerlo a propósito ya que
cuando insultaba a alguien decía: “Usted es un cajón con g”.
No solo la ortografía fue su dolor de cabeza, sino también, la caligrafía, por eso,
algunas veces, Cristina le escribía con lápiz en la pared y él los repasaba con
pinceles como si fuese una tarea caligráfica, sin embargo, Camilo tenía la
necesidad de escribir y dibujar en las calles y así lo hizo. Secretamente, cuando
tenía alguna nueva idea, aprovechaba la noche, hipnotizaba a Guillermina para
que no despierte y salía a las calles. Su primer grafiti lo hizo frente a la
municipalidad:
*****
Cuando Cristina cumplió catorce años, las jovencitas de su edad comentaban de
lo guapo que estaban algunos muchachos del barrio, de los peinados que
mostraban los cantantes coreanos y, entre risitas disimuladas, hablaban
orgullosas de la menarquía como si fuese el boleto con el cual ingresaban a la
libertad. Cristina, ajena a ese mundo, se divertía jugando con muñecas junto a
las niñas de primaria. ¡Ah!, y ¿cómo no hablar de aquella aspiración a la cual
todos calificaban de anormal?
—Yo, cuando sea grande, quiero ser pintora —dijo un día en una charla
vocacional— pero no una pintora cualquiera. Todos pintan al hambriento, pero
no al hambre; pintan al enamorado y no al amor. Yo, algún día pintaré la cara de
la tristeza, de la alegría o del amor.
Por tales afirmaciones, el psicólogo le dijo:
—Serás una pintora especial, aunque en el fondo pensaba que la pobre niña
estaba loca como su padre.
Solo Feliciano, la veía como incomparable. Iba temprano al colegio y desde la
puerta de ingreso, miraba la calle odiando a la gente alta y a los carros que
impedían verla. Ella aparecía y él, emocionado escapaba hasta el jardín para
dejar entre la gramínea un pequeño envoltorio de papel perfumado y escrito con
la única frase de amor que tenía para ella: Te amo todo.
En el recreo, mientras ella jugaba en el jardín, Él había convertido un muro
antiguo en su trinchera perfecta. Ahí, cuidadosamente ataba un beso en la punta
de una flecha imaginaria y lo lanzaba hacia ella. El beso caía exactamente en la
boca de Cristina y él festejaba diciendo: Te amo todo, pero ella, sin saber nada
de aquel sentimiento, seguía jugando a la cocinita con sus amigas de grados
inferiores, poniendo yerbas en ollitas de plástico, sirviendo piedritas en platitos
rosados.
Cada tarde, cerca de las cinco, ella había tomado la costumbre de llevar dos
baldes llenos de agua para vaciarlos en el río. Feliciano le seguía
disimuladamente sin entender los motivos, pero amándola, hasta que un día se
armó de valor y se acercó a ella,
—¿Puedo ayudarte? —le dijo.
Cristina, sin contestar, le dio un balde y caminaron; llegaron al puente y ahí, ella
vació los contenidos sobre la corriente.
—¿Por qué arrojas el agua si está limpia?
—Los libero antes de que se contaminen. Son órdenes de mi padre.
—¿Entonces eres la heroína del agua? —dijo, alagándola.
—No te burles. Solo trato de salvar a la naturaleza de los humanos.
—Pero al echar agua limpia sobre el río, estás haciendo que el agua limpia se
ensucie.
—Mi padre dice que haciendo esto el río estará menos contaminado.
Ella se fue. Él se quedó ahí pensando en aquellas palabras y viendo cómo ella,
poco a poco, su figura se convertía en un punto en el fondo del camino.
Al día siguiente, a la hora de ir al colegio, él estuvo esperándola en la primera
esquina que daba a la casa de Cristina y cuando la vio se acercó a ella,
—Hola —le dijo, con las manos sudorosas.
—Hola —contestó ella, sin detenerse.
—¿Podemos ir juntos?
Ella lo miró y asintió con la cabeza. Mientras caminaban, él buscaba las palabras
para iniciar una conversación y no pudo. En todo el trayecto, solo se atrevió a
repetir mentalmente: te amo todo, te amo todo, te amo todo. Ella, por su parte,
empezó a conversaba con sus muñecas: ¿Por qué no comiste toda tu sopa?, le
resondraba a Nátaly, la engreída. ¿Estás llevando tus cosas?, le recordaba a
Denisse, la de ojitos hermosos. ¿Te cepillaste los dientes?, le reclamaba a Julia,
la de la sonrisa coqueta.
—¿Sabías que se puede leer los sentimientos a través de los ojos? —dijo,
Feliciano casi bruscamente.
—Disculpa ¿qué dices? —preguntó ella, dejando de peinar a Denisse.
Feliciano respiró hondamente y repitió,
—¿Crees que se pueden leer los sentimientos?
—No lo creo. Sólo se lee lo que está escrito.
Él se puso frente a ella.
—Entonces lee esto. Aquí está lo que dicen mis sentimientos.
Le dio un papelito perfumado como los tantos otros que había dejado en el
jardín y ella desdoblando la hoja, leyó: No te amo ni poco ni mucho. Te amo
todo. Te amo todo.
Ella se quedó quieta. No supo qué responder, se acercó al oído de Feliciano y le
susurró.
—Ellas no deben ver estas cosas. —dijo refiriéndose a sus muñecas y las guardó
en su mochila.
—Te amo todo —dijo, él.
—No hables tan fuerte, las muñecas son bien chismosas. Mejor vamos al
colegio. Ya es tarde —contestó.
Caminaron dos cuadras, el poniéndose frente a ella, le preguntó,
—¿Me aceptarías como tu enamorado?
—No lo sé. Déjame consultarlo con mis muñecas. Ellas ya tuvieron novio y
sabrán orientarme.
Él no dijo nada y caminaron en silencio hasta el colegio. En el recreo no la fue a
ver, se quedó en el aula por miedo a ser rechazado, pero en la tarde, volvió a
buscarla y nuevamente le ayudó con los baldes. Cuando estuvieron sobre el río,
él dijo,
—¿Me aceptas?
—Ya conversé con mis muñecas y dicen que pareces ser un buen muchacho.
El tomó un balde y le dio el otro a ella y vaciaron juntos, lentamente y vieron
que ambas aguas se mezclaban mientras caían formando un solo caudal.
—Como estas aguas juntémonos, para ir limpios o turbios, gritando o en
silencio, pero siempre juntos.
—Acepto, pero no odies a mis muñecas. Júralo.
—Lo juro —dijo, abrazándola.
Él intentó besarla, pero ella se lo impidió.
—No, por favor, el primer beso, quiero que sea mi regalo de quince años.
—¿Cuándo será?
—Cuando yo te dé el beso; paciencia. Falta poco.
Cuando se enteraron en el colegio sobre aquel romance empezaron las
murmuraciones y burlas. “Los raros se han enamorado”, decían, sin embargo,
ellos no hacían caso y se iban al jardín donde ella recogía las diminutas bolitas
de papel que él le había escrito: Te amo todo; recogía otro: Te amo todo, se
repetía la frase, pero ella se divertía porque era otro papel, con otro color y con
otra letra, luego jugaban a la cocinita, él iba por las compras, las niñas le decían
papá y le servían ensaladas de flores en hojitas de geranio, luego él cantaba:
“Eres tú” de Mocedades. Todos aplaudían, mientras que Rocío, la niña de tercer
grado, sirvió mazamorra de tierra en chapitas de gaseosa. Sonó el timbre. El
recreo había terminado. Todos corrieron a sus aulas.
******
El día que Cristina cumplió quince años, se levantó muy emocionada.
—No tenemos mucho presupuesto para hacer una fiesta como otras familias, sin
embargo, este día será muy bonito para ti. Te lo prometo. ¡Ah! y si deseas, hoy
no vayas al colegio. Eres libre —dijo, Camilo.
—Iré. Hoy más que nunca debo ir al colegio. —contestó Cristina y se alistó
sonriente, nerviosa. Estaba feliz. Ese día recibiría su primer beso. Cepilló sus
dientes más de una vez y alistó sus cuadernos, pero no llevó sus muñecas.
Feliciano, puntual como siempre, fue a recogerla. Caminaron juntos, él,
creyendo que es un día cualquiera, le habló de las tareas de matemática y ella,
con disimulado desgano le comentaba sobre las clases de historia, sin embargo,
su corazón era como un cachorro engreído queriendo saltar en brazos del dueño.
Por los nervios se le había enfriado el cuerpo a pesar del calor, “Esos climas solo
se sienten cuando uno está enamorado”, le había explicado Guillermina.
—¿Estás preocupada por algo? —preguntó, Feliciano.
—No sé cómo hacer una tarea —contestó para disimular.
—Pero me lo hubieras dicho, quizá pude haberte ayudado.
—Lo harás. Sé que lo harás —contestó, risueña.
Cuando llegaron al colegio, ella le tomó de la mano,
—Ven. Es una tarea que no podré hacerlo sola.
Le llevó hasta el jardín y abrazándolo le dio el primer beso. Fue breve,
antiestético y hasta cierto punto tosco, pero ¿qué esperar de dos pequeños
hambrientos frente a la comida que ansiaban probar? Para decir algo noble,
puedo decir que se besaban como dos palomas.
—¿Hoy es tu cumpleaños? —preguntó torpemente.
—Sí —contestó, ella.
—Te amo todo —dijo él.
—Yo también y…
En ese instante, sonaba molestosamente el timbre que indicaba el inicio de las
clases, ella, sonriente le soltó la mano y se fue hacia su salón. Él se quedó ahí,
feliz, sin saber cómo reaccionar. El ruido del timbre, el griterío de los niños, la
bocina de los carros y los motores que rugían en las calles, toda, absolutamente
toda esa bulla acumulada parecía celebrar su primer beso.
En el recreo la buscó y no la encontró. En la clase de religión, mientras el
profesor hablaba sobre el monte de los olivos, él pensaba en el jardín del colegio
y en ese beso apurado. Escuchaba las explicaciones del maestro y de pronto
quedó dormido sobre su carpeta. Despertó mientras sus demás compañeros,
incluso el mismo maestro, también le pareció que recién despertaba y no le
importó, él siguió pensando en ese beso. A la hora de salida, sentado en una
banca del patio la esperó y ella no apareció, preocupado fue hasta el salón de
ella, tampoco estaba, la buscó entre los estudiantes que salían y nada, pero se
calmó al ver el mensaje que estaba en el portón, “Vienes a las siete a mi casa. Te
amo todo.” El mensaje le pareció algo confuso, pero sabía que era para él y se
fue, mientras el director cuestionaba al vigilante quien no podía explicar cómo
había sucedido el pintarrajeo de la puerta a pesar de que entre sus dedos tenía
restos de la misma pintura fresca y sobre su mesa estaba el tarro de aerosol.
Dos horas antes empezó aquel misterio en el colegio. Camilo no quiso esperar
hasta la hora de salida para ver a su querida hija. Decidido a sacarla, fue al
colegio, pero de una manera inusual. Era un día especial y todo tenía que ser
especial. Se puso una guayabera blanca y salió. Llegó ante el amplio portón del
colegio, salió el portero a su encuentro, le preguntó, cuál era el motivo de su
visita, sin contestar empezó a silbar y el portero se acomodó en su banca para
dormir, ingresó sin dejar de entonar aquel sonido a través del patio, todo aquel
que lo escuchaban se acomodaba en el suelo para dormir, cruzó la oficina del
director y éste se durmió sobre los documentos del escritorio, siguió con aquella
desconocida tonada a través de los pasillos hasta llegar al salón de Cristina,
ingresó y vio a los estudiantes completamente dormidos, excepto Cristina que
miraba lo ocurrido, lleno de asombro.
—Es hora de irnos, princesita —dijo Camilo, extendiéndole el brazo.
—¿Qué pasará cuando despierten? —preguntó ella.
—Nadie preguntará nada, pero eso no importa. Te prometí que éste día sería
inolvidable. Vamos.
Ella guardó sus cosas y salieron, volvieron por el amplio patio y cuando llegaron
al portón de salida, el portero ya estaba despertando. Sorprendido se dirigió a
Camilo,
—¿Cómo ingresó usted aquí?
Camilo volvió a silbar y nuevamente aquel hombre volvió a dormir.
—Tengo miedo.
—No te preocupes, todas estas emociones son parte del día especial.
—¿Y Feliciano?, pobrecito me va a buscar. Tengo que avisarle.
—No hija, ya es muy tarde para volver. Ya despertarán.
—Él se preocupará. Debo volver.
—Entonces dejémosle una nota en la puerta.
Sacó un aerosol del bolsillo,
—¿Quieres que escriba en la pared? me expulsarían.
—Tú no lo harás, lo hará el portero.
—Pero…
—Apúrate, ya están despertando. Dile el encargo.
Ella pensó un instante,
—Vienes a las siete. Te amo todo.
Camilo se acercó ante el portero le susurró algunas palabras y le puso el aerosol
en la mano, volvió a abrazar a Cristina y salieron del colegio.
—¿Seguro que no pasará nada?
—Nada. Nada. Ahora dime qué se te antoja y deja de temblar.
—No sé, creo que salir del colegio, fue una mala idea.
—Hoy aprenderás más cosas conmigo.
Camilo estaba feliz de ir con Cristina, se desabotonó la camisa y mostraba
orgulloso el tatuaje de un Cristo crucificado en el medio de su huesudo pecho.
El sol parecía una hornilla de cocina, la gente sudaba y el Cristo tatuado también
sudaba. Ingresaron a una heladería. Ahí estaba un hombre gordo que parecía
derretirse sobre el asiento.
—Buenos días, dos helados, por favor —pidió, Camilo.
El hombre no contestó el saludo, solo dejó de ventilarse con el periódico y se
acercó al mostrador,
—¡De qué sabor! —preguntó de mala gana.
—De cualquier sabor —dijo Cristina volteando a cada rato, creyendo que
posiblemente el profesor, el director y toda la policía escolar le han de estar
buscando.
—Pues que sean dos de fresa —agregó Camilo
El señor se limpió el sudor con el brazo, sirvió los pedidos y les alcanzó los
helados. Camilo sacó un billete y antes de dárselo al vendedor le dijo,
—¿Es una pulga lo que está en mi frente?
—¿Qué? —refunfuñó el heladero.
—Digo que, ¿es una pulga lo que está en mi frente? —repitió señalándose el
entrecejo.
El comerciante, limpiándose nuevamente el sudor, de mala gana acercó la
mirada, fue entonces, cuando Camilo sopló levemente y lo hipnotizó,
—Trata bien a la gente, no contagies tu optimismo y deme el vuelto —dijo y
sopló sobre el rostro del heladero.
Cristina miraba atento cómo el heladero ahora se mostraba feliz y atendía con
gran generosidad.
—Papito… tengo miedo.
—Te dije que este día sería inolvidable. Disfrútalo. Ahora vamos a la fiesta.
—¿Fiesta?
—¿No sabes qué es una fiesta?
—Pero…
Cristina guardó silencio y Caminó volviendo, de vez en cuando, la mirada.
Llegaron a la casa, Guillermina esperaba en la puerta con un ramo de flores.
—Hola, princesita, esto es para ti.
—Qué lindo detalle, gracias.
—Espera —dijo Camilo— ¿Qué tienes en la cara? Los invitados no deben verte
así.
—¿Invitados? —dijo, aún más sorprendida.
Camilo le acomodó los cabellos y sopló suavemente sobre el rostro de Cristina
como quitándole el polvo.
—Cierra los ojos, princesita.
Ella obedeció y al ingresar a la casa escuchó,
—¡¡Sorpresa!!
Ella abrió los ojos y todo el interior estaba lleno de decoraciones. No estaba
pintarrajeado como todos los días, toda la casa estaba repintada, limpia, como
nueva. Un grupo de jóvenes, formando una fila, la recibieron entre aplausos.
Ella avanzaba hasta el centro de la sala donde le esperaban dos sillas en forma
de trono y en una ya estaba Feliciano, ella al verlo se sorprendió y se acomodó a
su lado, de pronto, apareció un malabarista haciendo girar en el aire a quince
objetos que formaban un ovalo perfecto como si bailaran una danza comunal,
ahí estaba una cartera, tres zapatitos de bebé, lentes, monedas, un cucharon, una
taza y otros objetos. Ella aplaudía emocionada; seguidamente, se presentó otro
diciendo ser un auténtico hombre de plástico, un verdadero juguete articulable, y
para demostrarlo, mientras bailaba empezó a sacarse el brazo izquierdo y se lo
volvió a poner, luego el pie izquierdo y se lo puso en el derecho e hizo unos
cuantos pasos irregulares, finalmente, empezó a sacarse las orejas, la nariz, la
boca, las pestañas, los ojos y el pelo hasta quedar como un dedo gigante,
finalmente, empezó a colocar cada miembro en su lugar. Detrás de él, hizo su
presentación el gran mago Carlomario llevaba en un brazo una extensa tela
negra,
—Con su permiso, su majestad —le dijo a Cristina.
La cubrió con la tela hasta la silla y cuando la destapó ya no estaba, el mago
miró hacia el segundo piso y todos los presentes hicieron lo mismo y vieron a
Cristina completamente vestida de princesa y ante el asombro de todos los
invitados bajó volando hasta el centro de la sala sujetada de un arnés casi
invisible. Todo era mágico. Los mariachis tocaban, la gente bailaba y comía del
bufete ubicado en el patio. Cristina estaba feliz, bailaba con Camilo, con
Feliciano, con los pajes, otra vez con Feliciano, con el malabarista y nuevamente
con Feliciano. Camilo, celoso de su inocente criatura se acercó a ella.
—Bailemos, princesa —dijo extendiéndole la mano.
Ella accedió y mientras bailaban, en cada vuelta iban desapareciendo los
invitados, el mago, el malabarista, el hombre de plástico, los bocaditos, el
vestido, el adorno y aunque la música aún seguía sonando, todo había vuelto a la
rutina de bebés dormidos y paredes pintarrajeadas. El efecto de la hipnosis
estaba pasando.
—Disculpa que todo haya sido solo un acto de hipnotismo, pero es lo mejor que
se me ocurrió para celebrar tu quinceañera.
—Fue fantástico —contestó ella, mientras seguían bailando con la canción de
mariachis que salía de un viejo equipo de sonido. Guillermina, por su parte,
ingresaba con una torta de vainilla tratando de no tropezar con los niños que
dormían en el pasillo. A las siete, llegó Feliciano llevándole como regalo una
flor.
—Juro —le dijo, tomándole de la mano— cada día de este año, te regalaré una
flor. Cuando llegue el segundo año de nuestro amor, serán dos flores cada día.
Pasará el tiempo y en tu puerta estarán tantas flores que no podrás cargarlas. Te
amo todo.
*******
Pasaron seis meses desde aquel día y en el pueblo se hablaba de la llegada de un
circo. Por las calles se anunciaba: “Ríase a lo grande con los más pequeños”
“Hoy es la única presentación” “Mañana nadie podrá verla ni aquí ni allá” “Vea
a Marcus, el enano que revive y convierte en peluche a los animales” “Hoy
única presentación. Nadie podrá verla mañana” “Los esperamos”. Camilo estaba
emocionado al escuchar el anuncio y fue con toda su familia. Ahí estaban sus
amigos haciendo de payasos, trató de reconocer a los malabaristas, a los
contorsionistas, sin embargo, la gran mayoría era gente desconocida para él.
Muchas cosas habían cambiado, de pronto, los tambores anunciaban la función
estelar. El ambiente se llenó de silencio. Dos leones africanos ingresaron al
escenario arrastrando a un muñeco al cual mordían y le jalaban las extremidades
con violencia, pero aquel juguete era inarrancable. Nada parecía extraordinario
hasta que, desde el parlante principal, sonó un pausado redoble de campana y, de
pronto, aquel muñeco empezó a cobrar vida y resultó ser un enano que parecía
recién despertar, se restregó los ojos y se lavó la cara en una pequeña tina ante la
mirada atenta de los leones que ahora, parecían ser peluches en tamaño natural,
luego, aquel pequeño, tomando a los leones de la cola, los arrastraba hasta el
público que, incrédulo, metía sus manos entre las rejas de seguridad para tocar al
enano y a los peluches. Un gran alboroto se generó entre los asistentes, de
pronto, las campanadas sonaron y aquel hombrecillo, pausadamente, volvió al
centro del escenario y, como en el principio, se convirtió en muñeco. Los leones,
ahora vivos, jaloneaban el cuerpecito para llevarlos fuera del escenario. La gente
aplaudía enloquecida.
Camilo salió de su asiento y sosteniendo la mano de los suyo fue a los
camerinos.
—Marcus, Marcus, espera —gritó al verlo.
El enano, volviendo la mirada dijo,
—Me alegra volver a verlos ¿y esa jovencita?
—Es Cristina, nuestra hija —dijo Guillermina.
—Te dije que lo tendrías. Me alegra que hayan cumplido su palabra de ponerle
el nombre de mi madre.
—Vamos a la casa —le invitó, Camilo.
—Vine a este pueblo, porque quería verlos y hablar contigo —dijo, mirando a
Camilo.
—Nosotros también tenemos muchas cosas para contarte —comentó,
Guillermina.
—Quiero hablar con él, a solas —dijo cortante.
—Pero…
—Solo será un momento. —insistió.
—Espérenme afuera —Ordenó Camilo a su familia.
Ambos entraron a la tienda de Marcus.
—¿Qué ocurre, amigo? —preguntó, Camilo.
—Háblame de la niña.
—La verdad… no es mi hija, la dejaron en la casa y, a veces, tengo temor de que
su familia venga a reclamarla.
—No lo harán. Te juro que no lo harán. Nadie podría ser mejor padre de que tú.
Pero bueno, quisiera saber si ya firmaste la paz con los animales.
—Sí, creo que sí.
—¿Ya hiciste tu arca?, ¿lograste sentar en una mesa a perro, gato y pericote?
Cada mañana miraba los periódicos buscando alguna noticia sobre ti y lo único
que sé es que te detuvieron por andar pitando las calles. Pero eso no importa. La
función de esta noche fue para tu familia, para tu hija como regalo por sus
quince años. Esta noche es mi última función y quería que lo veas con tu
familia. Yo también tengo mis propios designios que cumplir.
—No entiendo. Qué dices.
—Debo decírtelo a ti solo.
Después de unos minutos, Camilo salió pensativo, triste, lloroso.
—Vámonos —ordenó.
—¡Qué pasó! ¡Qué te dijo! —preguntó Guillermina
—¡Vámonos! —repitió.
Ya en la noche, mientras descansaban, Guillermina insistió con la pregunta.
Camilo tenía los ojos abiertos en medio de la oscuridad, abrazó a su esposa y
contestó.
—Dice que mañana ya no seremos lo que somos.
********
Así fue, al día siguiente, cerca al anochecer, un ruido insoportable atacó a mucha
gente hasta desmayarlas y cuando recuperaron la consciencia, la cabeza les
dolía, vieron a su alrededor y todo estaba desordenado como si hubiese pasado
un torbellino, no solo eso, cuando salieron de sus casas, la ciudad estaba
derrumbada. Las noticias decían que el terremoto fue terrible. La gente lloraba.
—¡Lo dije! ¡Lo dije! ¡Somos los elegidos! ¡Desde ahora nunca más
envejeceremos! —Gritaba, Marcus por todo el pueblo y le tomaron por loco.
Pasaron muchas cosas aquel día. Una imagen de la virgen María cayó de su altar
y se quebró la cabeza y las piernas, sin embargo, el pecho se mantuvo intacto,
ahí estaba en sus brazos el niño Jesús quien sonriente saludaba a todos como si
nada hubiese pasado. “¡Milagro!”, decía la gente. “¡La virgencita cubrió a
Jesusito con sus brazos!” Los devotos pusieron el torso sobre una mesa y la
llamaron La Virgen Rota.
En medio de tanto desastres y confusión, mucha gente lloraba entre los
escombros tratando de rescatar a sus heridos, a sus muertos o algún objeto de
valor. El alcalde conmovido por los damnificados mandó habilitar un pequeño
espacio para cada poblador, sin embargo, Algunos protestaban por el pequeño
espacio, “apenas puedo dormir en esa miserable casa” se quejaba la gente. Era
cierto, si venía algún visitante, había un solo pasadizo comunitario para todos
los vecinos. No había agua ni luz y poco a poco todo el barrio empezó a emanar
una insoportable pestilencia y eso sin considerar a los demás que no pudieron
conseguir ni uno de esos reducidos espacios, tuvieron que vivir en un ambiente
común y ahí, la cosa era peor. “Nos estamos pudriendo”, comentaban sin poder
hacer nada. Camilo no aceptó el donativo del alcalde, lo consideraba su enemigo
por haberlo detenido y porque aquel espacio era peor que la cárcel y decidió,
junto a Guillermina, volver sobre los escombros de su casa para volverla a
ponerla en pie.
Ella se le acercó. Él seguía mirando atento por la ventana, ella le tocó el hombro,
él suspiraba, ella le dio siete besos en la cabeza. Él cantó otra canción:
Amor eterno, he inolvidable
Tarde o temprano, estaremos juntos
Para seguir amándonos.
Ella escribió en la pared con un plumón: Yo también te amo todo.
Él, sorprendido miró aquella frase. Cristina, salió. Él escuchó los crujidos de la
madera. Él salió a divisar y no había nadie. Volvió a su casa y ahí estaban las
siete flores en su puerta, correctamente acomodadas como en un altar, ella
quería recogerlas en sus brazos, pero prefirió disfrutar del olor, no tocó nada
para no desacomodarlas, se inclinó para ver la tarjeta y emocionada leyó,
Para Cristina,
El ángel del primer beso.
Mi amor eterno e inolvidable.
Feliz cumpleaños,
Te amo todo.
Había otro ramo de claveles, era de Camilo y Guillermina acompañado de una
tarjeta.
Feliz cumpleaños, mi…
Gracias por toda la felicidad que nos diste.
Estaba seguro que era de Marcus. Se acomodó un rato al lado de las flores,
respirando el aroma de claveles, el viento barría las hojas secas del pasadizo y
decidió sentarse en su puerta y ahí estaba la frase que más odiaba, pero dando
ánimos volvió a leerla.
Cristina G. Z.
“La quinceañera eterna”
Q.E.P.D.
Por fin aceptó que estaba muerta, por fin entendió, por qué la madre de Camilo
tenía cuarenta años y Camilo ochentaicinco. Fue a la casa de Camilo, ahí estaba
con Guillermina entre los escombros cuidando a los niños que ya no orinaban y
jugaban sin riesgo con los animales que decidieron vivir junto a Camilo.
—Papá —le dijo.
No se dijeron más, solo se abrazaron. Camilo se sintió lleno de vida y de tanta
emoción, lloró de felicidad. Dos perros que por ahí pasaban, al escucharlo,
aullaron; una señora, persignándose dijo: Alguien va a morir.