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Estado Nacional, Interculturalidad y Ciudadanía

Osvaldo F. Allione
F.D. y Cs. Ss.
CICJS
U.N.C.

Lo que diferencia las sociedades europeas de las americanas, y


acaso crea para las nuestras una inferioridad es que en aquellas
los “pueblos” han sido anteriores a la “nación” y a la
“independencia”, en tanto que nosotros, después de haber creado
la independencia y la nación, necesitamos, por una alternación de
factores, plasmar en nueva substancia cosmopolita, un pueblo
homogéneo que responda a los ideales de una civilización
superior. Pueblos heterogéneos, pueblos advenedizos y sin unidad
espiritual, son pueblos sin perpetuidad y sin destino humanos.

Ricardo Rojas Cosmopolis 1908, VII

Estado Nacional y Monoculturalidad

La finalización de los procesos de emancipación y organización nacional dejaron


una América Latina escindida. Por un lado, la hegemonía de los estados nacionales
diseñados por las élites blancas según el paradigma eurocéntrico funcional a las
necesidades y requerimientos del capitalismo, y, por el otro, comunidades, individuos,
lenguas, historias y experiencias diversas. Pluralidad de adscripciones culturales que nada
tenían que ver con aquel paradigma y que las colocaba en condiciones de marginalidad y
opresión. Las élites dominantes no fueron sensibles a esta problemática, por ello
estructuraron a los Estados Nacionales en torno a la necesidad de reducir dicha pluralidad,
para lo cual buscaron constituir un núcleo poblacional homogéneo. Entre los instrumentos
medulares para conseguir este objetivo, están la promoción de la educación universal, las
políticas migratorias, la uniformidad lingüística, la unificación de la memoria histórica,
la consolidación del sistema eleccionario y la difusión de rituales y mitos que contribuían
a reforzar un sentimiento de pertenencia colectiva (Quijada:2000). Otra herramienta
homogeneizadora es el monismo jurídico, es decir, un sistema de atribución de derechos
único y general para todos los ciudadanos (Irigoyen Fajardo: 2011). Dado que, el Estado
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Nación requiere homogeneidad, la convivencia de diversos ordenamientos jurídicos en
su interior no es posible, o, dicho de otro modo, no puede haber una pluralidad normativa
ya que esto supondría darle estatus jurídico a la diversidad y la heterogeneidad. Es más,
estos Estados poseen el monopolio para atribuir derechos y son los únicos usufructuarios
de la violencia legítima, disponiendo, por consiguiente, de la facultad de gobernar,
disciplinar, dictar normas y administrar la justicia. Ahora bien, se constituyeron orgánica
y operativamente en torno a la diferenciación tripartita del poder, a través de la cual se
reservaba también la capacidad para garantizar los derechos individuales sobre la cual se
sustenta la idea de ciudadanía. Puede entenderse, entonces, que el Estado fue concebido
para representar a una sola etnia, un solo pueblo, una sola nación, una sola cultura, una
sola lengua, una sola religión, ya que necesitaba hacia su interior una población cultural
e identitariamente homogénea (Quijada 2000). Así, el constitucionalismo liberal de los
procesos poscoloniales en nuestro continente hizo emerger un Estado Nación patriarcal y
monocultural, construido sobre un paradigma antropológico: el del hombre blanco,
burgués, heteronormativo, ilustrado. Esto supuso dejar fuera de los derechos atribuidos
constitucionalmente a los pueblos originarios, a los afro-descendientes, a las mujeres, a
los sexualmente diferentes y a cualquier otra diversidad en relación al patrón establecido.
De allí que, desde su emergencia, los Estados Nacionales desarrollaron políticas
identitarias para lograr la uniformidad de la diversidad estructural que componía y
compone nuestro continente. Sin embargo, hay que decir que, dichas políticas, no sólo no
suprimieron las diversidades, sino que las generaron aún más, legándonos una profunda
desarticulación entre la institucionalidad política, por una parte, y la composición
poblacional y su dinámica socio-política, por otra. Por otra parte, esta desarticulación ha
generado demandas políticas, sociales y jurídicas que no pueden ser satisfechas por la
actual estructura del Estado.
En síntesis, el Estado Nacional en su función homogeneizadora se constituyo en una
máquina de producir diferencias y exclusiones: las mujeres, los sexualmente diversos, los
pueblos indígenas, los afro-descendientes, los no blancos. De todos se puede decir que
fueron colonizados por el Estado Nación.
Ahora bien, la cuestión de la heterogeneidad cultural y la de la interculturalidad
hace ya algún tiempo que están incorporadas al discurso público de buena parte de los
Estados Nacionales de nuestro continente. Ante esta situación, la mayor parte de los
Estados y los pueblos latinoamericanos estamos ante el desafío de instaurar un orden
político diferente que no tenga como valor absoluto la homogeneidad cultural y que
atienda a la composición “estructuralmente heterogénea” de nuestra población. Se sabe
que algunas de esas demandas ya han comenzado a ser satisfechas, particularmente en
Bolivia y Ecuador, donde podemos afirmar que, dada la profundidad de los cambios
estructurales, hemos asistido a “una refundación del Estado” (Boaventura de Souza
Santos: 2010).

Políticas de Mestizaje

Quiero abordar el problema del mestizaje en línea con lo que Silvia Rivera
Cusicanqui (Rivera Cusicanqui: 2010) llamó la “matriz colonial del mestizaje”, y Javier
Sanjinés (Sanjinés: 2005) el “mestizaje como discurso de poder”. Para ambos el mestizaje

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se refiere a un proyecto de nación homogénea, que fue fraguado en un contexto de
continuidad con el hecho colonial y sostenido en relaciones raciales de dominación.
La caracterización de la raza como signo permite acercarnos más claramente a los
mecanismos de clasificación social, que se produjeron no sólo en el período colonial, sino
también luego de aquel momento inaugural. La clasificación racial realizada por los
colonizadores, hizo emerger en los territorios colonizados por España y Portugal la
cuestión de la mezcla entre indios, españoles y negros. Ahora bien, la problemática de la
miscegenación, aunque articulada de otra manera, sigue presente en nuestros días. La
retórica del mestizaje fue recurrentemente utilizada durante el siglo diecinueve como
legitimadora de políticas de sumisión, segregación y genocidio, siendo la continuadora
de la estrategia de racialización colonial. Durante los procesos de formación y
consolidación de los Estados nacionales, el problema del mestizaje quedó encuadrado
dentro de la búsqueda de una identidad nacional homogénea –en lo fenotípico, pero
particularmente en lo cultural–, que permitiera no sólo el orden interno, sino también, el
tránsito de la barbarie hacia la civilización o, dicho de otra manera, la incorporación a la
modernidad. La educación escolar estatal y pública, en su búsqueda de integración e
inclusión, sirvió al Estado Nación como dispositivo disciplinario decisivo para conseguir
su objetivo homogeneizador. Es por ello que la educación se constituyó también en un
instrumento crucial de segregación social.
Se puede ver, entonces, que tanto los discursos civilizadores del poder, como las
estrategias políticas de mestizaje –claramente racistas– ocuparon un rol decisivo en las
políticas nacionales. Se buscaba el blanqueamiento de la población que permitiera la
constitución de una identidad civilizada y homogénea (Sarmiento, Alberdi). Por lo demás,
hay que distinguir entre estas estrategias políticas de blanqueamiento y las constantes,
inevitables y, muchas veces positivas miscegenaciones que se han dado y siguen dándose
en la dinámica de los procesos vitales. En este último sentido, los mestizajes son el
resultado de dichos procesos, los cuales no tienen nada que ver con el mestizaje como
política de Estado, instrumento material y simbólico de sometimiento. Este mestizaje
como política estatal fue concebido, entonces, como el punto de partida para la el logro
de la identidad nacional “civilizada” en las Repúblicas latinoamericanas del siglo XIX, lo
fue de los teóricos que diseñaron el proyecto de nación, así como de las élites políticas
que asumieron el trabajo de construir la identidad nacional. Por otra parte, aún hoy,
encubierto en otras estrategias y en otras figuras, el mestizaje sigue presente en la retórica
de la modernización. Así, participa subrepticiamente en los ideales desarrollistas, en las
políticas educativas y, muy particularmente, en las políticas académicas y de
investigación, en definitiva, en todos los procesos de modernización en los cuales se busca
integrar a las diferencias, colonialmente generadas, dentro de los atributos que otorga el
Estado Nacional. No puede extrañarnos que el blanqueamiento, físico y cultural, se
constituyera en el camino imprescindible hacia la modernidad. Los proyectos de Nación
siempre buscaron que la densa heterogeneidad poblacional alcanzara la unidad en torno
al parámetro civilizador: el hombre europeo blanco, ilustrado, heteronormativo y burgués.
La ideología nacionalista del mestizaje pretendía recuperar un aspecto de la colonia
que se consideraba fundacional de nuestra identidad continental: la miscegenación entre
africanos, indios y blancos europeos. De este modo, el mestizaje, fue practicado en
nuestro continente como un modo de jerarquización de aquella población que,
previamente, había sido colonizada e inferiorizada. Se buscaba jerarquizarla escondiendo
su origen, obligándola a la renuncia de sus raíces y a la construcción de una subjetividad
“civilizada” en torno a la representación del ciudadano individualista, monolingüe y
encuadrado dentro de la disciplina de la educación formal. Por ello, se puede afirmar que

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la cultura indígena y la afro ya no tenían sentido en este camino elegido por los Estados
latinoamericanos.
Por lo demás, hay que decir también que el mestizaje tiene diferentes
representaciones y significados a lo largo y ancho de Nuestra América. En muchos países
del continente, este mestizaje como instrumento de mejoramiento fenotípico y cultural
representó y fue reconocido como una vía de ascenso social. Ése es el caso, por ejemplo,
de Bolivia, que puso al mestizo como representación de la identidad nacional,
entendiendo como tal a quien logró el paso del estado indígena al de civilizado, en tanto
que quienes se mezclaron pero no se civilizaron quedaron en condición de “cholos”.
Cholo no se entiende, entonces, como una autoadscripción identitaria (“yo soy cholo”),
sino una expresión incómoda y dolorosa, porque contiene una doble violencia colonial:
es el término despectivo hacia quien no es reconocido como mestizo, pero que también
es usado para esconder y negar el propio origen indígena. El mestizo es, pues, quien mejor
ha logrado limar sus rasgos físicos y culturales (Soruco: 2011).
Ahora bien, ése no es el caso de nuestro país en el cual el mestizaje, cuando es
perceptible, se convierte en una mácula moral. En Argentina, nunca fue hegemónico un
proyecto de Nación fundado en la historia precolombina o en el pasado colonial, que
buscara en la mezcla de las diversidades que existían en esos pasados ciertos rasgos
característicos y más preciados del "ser nacional". Tanto Alberdi como Sarmiento
teorizaron largamente sobre la necesidad del mejoramiento de la raza, pero con la única
finalidad de limpiar cualquier rastro de no-blancura. Por ello consideraron que, si bien las
mezclas con el blanco podían jerarquizar al indio y al negro, lo mejor era exterminarlos
o sino esconderlos en enclaves y favorecer la inmigración de la raza blanca “caucásica”.
Fruto de esa ideología, los argentinos hemos rescatado como el mayor capital simbólico
ser el país más europeo y más blanco de América Latina, ya que a nuestros ancestros hay
que buscarlos no en los que habitaban nuestro suelo antes de la colonia, y ni siquiera en
los que lo habitaron en el mismo período colonial, sino en aquellos que han venido en los
barcos (desde el s.XIX) (Briones: 2002). Se entronizó el concepto de que en Argentina
no había –ni hay– indios, ni negros, ni racismo, construyendo estereotipos y prejuicios
que aún perduran en amplios sectores de la sociedad. De allí que las autocomprendidas
élites morales construyeron al mestizo –el “negro” o no blanco– como humanidad
desvalorizada, como marca estigmatizante que lo ubica bien próximo al indio o al negro
y bastante alejado del blanco, que es como se representa a sí mismo y anhela ser el
“argentino tipo”. Por otra parte, hay que reconocer que en nuestro país el fenotipo es
determinante, ya que, un mestizo que no tiene cara de indio y tiene piel blanca, es blanco
y puede “mimetizarse” como tal. Pero puede ocurrir, también, que haya fenotipos blancos
que, al asumir pautas culturales no-blancas, son considerados “negros”. No obstante la
importancia que adquiere el fenotipo en nuestro país, también es posible adquirir rasgos
de argentinidad haciéndose un baño purificador por la vía de la transformación cultural,
esto es, ser no-blanco disciplinándose a las pautas culturales impuestas, y, así, si bien
tiene los signos de la posición que han ocupado sus antepasados, puede aspirar a ingresar
al círculo de “los civilizados” (Segato. 2010). Para conseguirlo, deben dejar de ser
ignorantes (esto es, asumir las pautas enciclopédicas de la educación pública), deben
abandonar el territorio en el que vive (ya que son lugares pobres, sucios, feos y, por si
fuera poco, violentos), deben abandonar también “su trabajo” (las mujeres dejar de de ser
“putas” y los hombres “choros”). Por ello, en nuestro país, la racialización del mestizo
como negro, como no-blanco, oscila entre una doble marcación, la del fenotipo y la de la
cultura, siendo ambas signos de la posición ocupada en la historia. Así, el negro (esto es,
el mestizo) es considerado el lado “oscuro” de la sociedad, ya que, si bien forma parte de

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ella, repugna al ideal de nación blanca; ocupa el mismo territorio pero, sin embargo, es
alguien de quien hay que avergonzarse.
Finalmente, las políticas de blanqueamiento pueden ser consideradas como
etnocidio, ya que consistieron en la anulación, por la violencia, de la memoria de los no-
blancos. A los “negros”, a los mestizos se los ha sometido a la más cruel expropiación:
se los despojó de sus memoria y se cortó el vínculo con sus linajes originarios y se los
obligó a ajustarse al modelo de lo que debían llegar a ser según el relato de la nación.

La Interculturalidad como proyecto político

Quiero inicialmente establecer ciertas coordenadas dentro de las cuales voy a


abordar el problema de la interculturalidad. Las diferencias que caracterizan a Latino
América se gestaron en un contexto de opresión. Esto supone que, en un marco de
colonialidad como es el de América Latina, cuando hablamos de pluriculturalidad y de
las relaciones que se establecen entre los diferentes, no se puede pensar que éstas sean
gestadas a partir de que los colectivos y los individuos que los componen hayan podido
desplegar autónomamente sus capacidades y se encuentren, además, frente a otros
colectivos e individuos que se desarrollan del mismo modo. Por el contrario, estamos
frente a grupos que fueron forzados a modificar sus modos de vida, que han sido
dominados, oprimidos y esclavizados, a quienes se les expoliaron sus bienes y saberes, y
fueron sometidos a todo tipo de atrocidades. Quienes se encuentran en estas condiciones
deben interactuar con aquellos que los han sometido. Ésta es la situación de nuestra
América desde que fue inventada: las relaciones entre los diversos se establecen entre
quien avasalla y quien es avasallado. Por cierto que estas vinculaciones tienen diversos
grados y se dan también relaciones entre pares. Sin embargo, el marco referencial y el
tramado de los vínculos al interior de un Estado y las relaciones que los Estados
mantienen entre sí, se estructuran en torno a un patrón colonial de poder. Por ello un
aspecto medular para entender las relaciones interculturales en nuestro continente es
comprender que la heterogeneidad cultural que nos caracteriza se generó y se estructuró
como diferencia colonial (Mignolo. 2003). Mi argumentación apunta a afirmar que las
diferencias que nutren la heterogeneidad estructural latinoamericana tuvieron su génesis
en un patrón de poder que se sirvió de la raza como instrumento de dominación.
Sencillamente, la categoría diferencia colonial esta nombrando a la diferencia cultural
que tiene en su origen a la racialización como dispositivo de clasificación social.
Ahora bien, la cuestión fundamental de la práctica y la teoría intercultural se debe
centrar en la desarticulación de cualquier hegemonía cultural, que es casi lo mismo que
decir cualquier hegemonía racial. Por ello, creo que es necesario hacer algunas
distinciones en torno al significado de la categoría interculturalidad. Por una parte, se
puede hablar de un interculturalismo funcional –el cual puede ser identificado con el
multiculturalismo neoliberal–, que procura promover el diálogo y la tolerancia, pero sin
poner en cuestionamiento los orígenes de la asimetría social y cultural imperantes
(Tubino: 2005). Así, la interculturalidad funcional aflora como un dique de contención a
las amenazas que constituye para el Estado monocultural la pluriculturalidad. Esta manera
de entender y practicar la interculturalidad está claramente vinculada a políticas de Estado
o de organismos internacionales que buscan reducir las demandas de los grupos
racialmente marcados, por medio de la asimilación. Es por ello que, para quienes buscan

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emerger de la subordinación y el desprecio al que han sido sometidos a lo largo de siglos,
esta concepción no les sirve, porque es instrumental a la cultura hegemónica que quiere
asimilar las diferencias coloniales al proceso civilizador o bien mantenerlas reducidas a
un enclave o gueto, ya que sólo hasta allí alcanza el reconocimiento. En síntesis, las
políticas de tolerancia de las diferencias no traspasan los límites de un reformismo que
sigue manteniendo los privilegios y las dominaciones, ya que sigue estando presente la
asimetría existente entre las diferencias (Walsh: 2010).
Otra manera de entender la interculturalidad es lo que Tubino ha llamado el
interculturalismo crítico. Éste señala las asimetrías políticas, sociales y económicas,
procurando liquidarlas por la vía de la desarticulación del patrón colonial del poder.
Desde esta perspectiva, no interesa tanto la cuestión de la diversidad en sí, sino cómo ésta
fue generada (Walsh: 2010). Esta interculturalidad crítica, fruto teórico de América
Latina, es el legado de las prácticas y del pensamiento liberacionista de los movimientos
indígenas de Abya Yala. Por ello, antes que cualquier otra cosa, es un proyecto político
que produce su propia reflexión a partir de la praxis política liberacionista. Entiendo que
no se puede pensar esta problemática en nuestro continente sino es atendiendo a este
antecedente. El punto de partida de los movimientos indígenas es la situación de opresión
y colonialismo en la que se encuentran. Por eso, a partir de allí, lo que se busca es
transformar el patrón colonial de poder, lo cual conlleva necesariamente a cambios
profundos en las estructuras y en las instituciones. Con la actual configuración estatal,
para los movimientos indígenas no alcanza con proponer políticas de inclusión, ya que
las estructuras repelen cualquier diferencia, porque están pensadas para producir
homogeneidad.
Creo conveniente hacer ahora una pequeña digresión en torno al modo como los
movimientos indianistas buscaron el fortalecimiento de las identidades étnicas. La
intensidad de la opresión y las necesidades estratégicas de la praxis política los llevaron
a la esencialización de dichas identidades. Así, la búsqueda de fortaleza por parte de los
movimientos indianistas se ha realizado tomando a las identidades culturales como algo
natural y primigenio, y no como producto de los procesos históricos que ha decantado en
prácticas que, con mutaciones, se van reproduciendo a sí mismas, generando identidades
y tradiciones. Ahora bien, la etnografía y la antropología nos han mostrado que ningún
grupo humano es esencial o naturalmente étnico, nacional o racial. Por el contrario, son
construcciones y autodenominaciones históricas que hacen referencia a los modos como
un colectivo procesa su historia y se afirma ante los otros, en un territorio y un tiempo
determinados. Las identidades no son fijas, naturales ni definitivas; tampoco están
determinadas por la sangre. Son fruto de continuas construcciones, imaginaciones e
invenciones. Las identidades no son entidades esenciales ni subsistentes, sino que son
procesos y representaciones en torno a esos procesos, que se reinventan interactuando con
otros procesos. Sin embargo, en el terreno político, que es el ámbito en el que se mueven
los discursos indianistas, es sumamente comprensible que las identidades étnicas se
naturalicen por los requerimientos de la acción. Así, éstas aparecen bien definidas y, ante
las necesidades de alcanzar determinados objetivos, las delimitaciones culturales se
vuelven diáfanas (Tubino:2005).
Retomando el hilo de la argumentación, la lucha por la interculturalidad fue
planteada por los movimientos indigenistas como una disolución de la cultura
hegemónica. Sólo a partir de aquí se puede entender a la interculturalidad como un
proceso de interrelación igualitaria, esto es, un modo de interacción que lleva
necesariamente a asumir las diferencias no como algo que meramente se tolera, sino como
un complejo de polaridades ineludibles que permiten enriquecer nuestra propia

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subjetividad individual y colectiva. De esta manera, la inevitable interdependencia no
constituye una coacción y un peligro que deba ser resuelto por la vía de la
homogeneización identitaria. Ahora bien, todo indica que contamos con escasos recursos,
ya sean teóricos, ya prácticos, para ponernos en situaciones igualitarias de
interculturalidad, esto es, en condiciones dialógicas no binarias, ya que la asimetría social
y la discriminación cultural que supone dicho binarismo lo dificultan al extremo. Para
hacer real ese diálogo hay que empezar por visibilizar las causas del no-diálogo (Fornet
Betancourt: 2000)

“Interculturalidad sí, pero para todos”

Tal como vengo argumentando, la acción del Estado para homogeneizar tuvo como
resultado contradictorio la generación de una sociedad crecientemente heterogénea y
segmentada, ya que los marcados como mestizos no lograron ser incorporados al
“nosotros nacional”. Esto está mostrando la imposibilidad fáctica de suprimir la
diversidad. Como consecuencia, los discursos de asimilación, las prácticas
integracionistas y la búsqueda de inclusión al sistema de derechos no alcanzó para
resolver el problema de la “heterogeneidad estructural” de nuestras sociedad. Por ello, si
queremos recomponer el tejido social y cultural, pienso que es una necesidad
impostergable un abordaje intercultural de la problemática de las sociedades
estructuralmente segmentadas por las políticas de mestizaje. Se requiere de la
“interculturalidad sí, pero para todos” (Tubino; 2005). Esto significa que no debería haber
culturas hegemónicas.
En Argentina la idea de Nación, con sus políticas de la diversidad muy limitada y
racializadora, permitió la emergencia de una clase media, generalizadamente blanca,
amplia y sólida, que es habitualmente valorada como el fruto “exitoso” de las políticas de
miscegenación y homogeneización. Para muchos esta clase media se constituye en la
prueba fundamental de las pretensiones de “excepcionalidad” de nuestra sociedad. No
obstante, esas políticas dieron nacimiento a “los negros”, que son visualizados como el
fruto del “fracaso” y de la imposibilidad del crisol de razas, es decir, de la inviabilidad de
las políticas de borramiento de rasgos fenotípicos y de configuraciones culturales
(Briones: 2004).
Ahora bien, se debe reconocer que en nuestro país existen indios y afroamericanos
de afiliación étnica identificable, y que se agrupan en comunidades –con o sin territorio
común– en las cuales todavía se conservan las tradiciones y los modos de vidas atávicos.
Dichas comunidades se construyen como pueblos de existencia milenaria y exigen una
ciudadanía que surja del reconocimiento de sus derechos específicos (Segato: 2007;
Briones: 2002). Por cierto, estos colectivos tienen el derecho a que su diferencia cultural
sea considerada como valiosa en sí misma y, por ello, a ser miembros plenos del Estado
en el cual viven.
Sin embargo, no podemos desconocer que no son los únicos racialmente marcados
que padecen “la diferencia colonial” (Mignolo: 2003). Por el contrario, hay individuos
que pueden ser marcados como indios o afroamericanos que no se inscriben dentro de
una etnia india o afro identificable, y que no viven en comunidades de costumbres
ancestrales. Es muy probable, además, que ninguno de ellos se considere a sí mismo
miembro de una comunidad indígena o participe de alguna entidad popular autodeclarada

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afrodescendiente. Dichos individuos, que han sido sometidos a políticas de mestizaje de
diversos grados, han devenido en “cabecitas negras”, “negros”, “cabezas”, “negros de
alma”, genéricamente no-blancos. Desde su emergencia en nuestro continente, buena
parte de estos no-blancos han estado sometidos a prácticas y políticas de segregación de
diverso tipo, tales como la indigencia, el hacinamiento, el desempleo juvenil, las políticas
clientelares, el alcoholismo, la prostitución (no como trabajo lícito, sino como recurso de
vida al que se llega después de diversas violaciones), el narcotráfico y las policías
corruptas. Estamos ante contextos y procesos de iniquidad, humillación, degradación,
envilecimiento, que se han sufrido a lo largo de generaciones. Los grupos poblacionales
que están sometidos a estas condiciones generan conductas que les posibiliten sobrevivir,
las cuales van sedimentando en esquemas de percepción y acción, nuevas usos, hábitos,
rituales, lenguajes, modos de vida. En esto nuevo que se genera, seguramente, pueden
encontrarse rastros y vestigios de sus culturas ancestrales en un tramado de mezclas
indescriptibles. Así, generan sus propias culturas –tal vez “nuevas etnias”–, las cuales son
y se visualizan diferentes a la que pretende imponer el Estado Nacional, por lo que quedan
excluidas de la monoculturalidad estatal. Podemos decir, utilizando la categoría de
Mignolo, que constituyen una nueva “diferencia colonial”, consecuencia de una historia
de racialización y de marcación como no blanco, pero consecuencia también de las
resistencias a la imposición de las políticas de mestizaje. Atendiendo a que las
experiencias de racialización y resistencia ya llevan cinco siglos, tal vez pueda decirse
que han generado prácticas atávicas, por lo que esa “diferencia colonial” ha creado su
propia cultura, la “cultura de los negros”. Estoy pensando en esos entramados socio-
históricos que han tenido que encontrar sus propios modos de enfrentar los avatares de la
vida, generado, así, formas de zanjar dificultades y situaciones conflictivas y
problemáticas a las que deben enfrentarse cotidianamente. Fueron forjando de esa manera
saberes para hacer –saber práctico– y, además, reflexionaron sobre esos saberes –saber
teórico–. Dicho de otro modo, fundaron modos de hacer y de saber propios y, también,
generaron discursos de legitimación sobre lo que saben y lo que hacen. Esos
conocimientos y prácticas están totalmente desvalorizados y deslegitimados por ser “cosa
de negros”, pero suponen un conjunto de sabidurías que no sólo son valiosas para ellos
mismos –ya que les han permitido sobrevivir–, sino que deberían ser también valiosas
para otros (Auyero: 2005). Sólo hay que estar atentos, ver y escuchar. De eso se trata el
diálogo intercultural.
Nos damos cuenta, entonces, que nuestro país, con todas las diferencias que pueda
tener con otros países latinoamericanos, es también pluricultural. Si se toma nota de esta
realidad de pluriculturalidad, se vuelve necesaria la consideración de la problemática
política desde la interculturalidad, particularmente para revisar las bases sobre las que se
sustenta el Estado monocultural, dado que éste excluye mucho más de lo que parece.
Considero que, aún quedando como está, la estructura de este Estado puede ensancharse
e incluir algunas de las diferencias que ha segregado; pero otras no podrán ser contenidas,
si no es revisando su organización monocultural. Así, la consideración de las estructuras
políticas del Estado Nacional nos muestra, desde la pluri y la interculturalidad, que es
inexcusable la revisión de sus bases fundacionales.
Por todo esto, pienso, que los problemas de segregación y exclusión hacia el no-
blanco nos sitúan ante conflictos interculturales sobre los que tal vez no hayamos
reflexionado lo suficiente. En nuestras sociedades no resolveremos nunca la amenaza que
encarnan los excluidos si estos no son considerados desde sí mismos. Cuando la solución
que se atisba a “este peligro” son sólo dos, la cárcel o la escuela, no hay verdadera
solución. Es manifiesto que la cárcel no es salida. Pero tampoco es solución la educación

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concebida exclusiva y excluyentemente según las pautas culturales y los lenguajes de las
élites blancas burguesas. Si la escuela mantiene vigente el ideal sarmientino que la
imaginó como matriz disciplinaria, civilizadora y blanqueadora, ésta seguirá siendo un
dispositivo reproductor de las asimetrías sociales, distribuyendo los mismos privilegios y
fracasos de siempre. Habitualmente, en una educación concebida como monocultural, los
exitosos son aquellos que dan con el rasero cultural desde el cual fue diseñada la escuela,
y los que fracasan son aquellos que están cruzados por la diferencia colonial.
In fine, decía más arriba que contamos con escasos recursos teóricos o prácticos,
para ponernos en situaciones igualitarias de interculturalidad. Por ello, la condición de
posibilidad excluyente para que el diálogo se dé, es saber escuchar. ¿Estamos los
“disciplinados” académicos blancos o blanqueados en condiciones de iniciar un diálogo
intercultural poniéndonos a la escucha de los no-blancos de nuestra sociedad?

Bibliografía

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