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Martín Alejandro Vicente

Una opción, en lugar de un eco


LOS INTELECTUALES LIBERAL-CONSERVADORES EN LA
ARGENTINA, 1955 - 1983

Tesis para optar por el título de Doctor en Ciencias Sociales

Facultad de Ciencias Sociales


Universidad De Buenos Aires

Director: Alejandro Raúl Blanco


Co-director: Abraham Daniel Lvovich

Ciudad Autónoma de Buenos Aires


2014

1
Se estaba produciendo una pequeña
revolución, tan modesta y educada que casi
nadie había reparado en ella.
-J.G. Ballard.

2
ÍNDICE

Agradecimientos………………………………………………………………………………6

Introducción…………………………………………………………………………...……...8
Un estado de la cuestión………………………………………………………………………14
Enfoque analítico……………………………………………………………………………..22

Primera parte. Geografías intelectuales e ideología………………………………………29

Capítulo I: Espacios intelectuales. Aproximaciones al caso argentino…………………..30


1-Lectura sobre lecturas: planos analíticos sobre los intelectuales, 1955-1983……………...31
La vía analítica de la especificidad política: más allá de la izquierdización………………….35
La vía analítica de la especificidad disciplinaria: el desgaje de la figura del intelectual……..37
2-Los intelectuales liberal-conservadores: un abordaje………………………………………39
Conclusiones………………………………………………………………………………….60
Capítulo II: Trazando círculos cuadrados. El liberal-conservadurismo como
ideología………………………………………………………………………………….......62
1-En el espacio de las formas: la ideología y las ideologías………………………………….63
Ideología: ejes, límites y dinámica……………………………………………………………64
La libertad de los modernos: en torno al liberalismo…………………………………………69
Retrato en sepia: alrededor del conservadurismo…………………………………………….77
2-Orden y libertad: la ideología liberal-conservadora……………………………………......83
Conclusiones………………………………………………………………………………….91

Segunda parte. Los que vieron la zarza……………………………………………………93

Capítulo III: El reino de este mundo. Articulaciones en torno a la religión…………….94


1-El incendio y las postrimerías: el catolicismo luego del peronismo………………………..95
Cristo roto: esquirlas políticas del catolicismo……………………………………………….97

3
De la cual estamos intentando despertar: la historia, entre tele-teología y Apocalipsis…….105
Nosotros lo hemos matado: Dios, los hombres y el ateísmo……………………………......109
2-Otra Nación Católica: la cristianización liberal de la historia argentina………………….112
Lo que fue y lo que nunca será: (de)ontologías de la Argentina…………………………….115
3-Gritar en medio del fuego: religión y subjetividad..………………………………………120
Cristo Vence: las formas de la superioridad católica en un marco ecuménico………….......123
Occidente como trascendencia religioso-racional……………………………………….......128
Hijos del Hombre: divinidad y humanismo en la concepción personalista…………………130
Conclusiones…………………………………………………………………………….......134
Capítulo IV: El siglo de las masas. Variaciones en la construcción agonal de los
sujetos……………………………………………………………………………………….136
1-El sueño de los héroes: las alternativas de la desperonización……………………………137
Nieves de setiembre: el breve paréntesis sobre las masas………………………………......140
¿Qué es el pueblo?: de las masas a las formas de la democracia……………………………148
La madeja del hilo rojo: el entramado entre antipopulismo y antiperonismo……………….155
2-El sujeto político hueco: en torno a la falta de una clase dirigente………………………..162
Las elites en sí: de los modos de la democracia a los grupos sociales………………………164
Las generaciones de la República……………………………………………………….......169
3-Las elites contra las masas: la otredad social como conflicto…………………………….175
Del cientificismo al ensayismo: formas expresivas de la construcción dicotómica…….......178
El desierto crece: el siglo de las masas como fruto del nihilismo……………………….......183
Conclusiones…………………………………………………………………………….......191
Capítulo V: En guardia contra el Leviatán. El Estado y las formas del vivir
juntos......................................................................................................................................194
1-Memoria del miedo: el estado peronista en el espejo europeo………………………… ...195
Pintarlo de negro: el peronismo como forma totalitaria……...………………………..........197
2-Ficciones imaginadas: sujeto, Constitución y Estado……………………………………..207
El juego de máscaras: la trama del Estado ante la libertad………………………………….208
Las casas de los hombres: entre naturaleza, Derecho y Estado……………………………..214
3-Historia de una huella: orígenes y límites del Estado y la democracia…………………...227
El origen del Estado y el Estado en su origen.........................................................................228
¿Democracia en qué Estado?: límites y tramas del vivir juntos…………………………….235
Conclusiones…………………………………………………………………………….......247

4
Capítulo VI: Las formas de la Argentina. Representaciones, voluntades y
fracasos...................................................................................................................................249
1-Durmiendo con fantasmas: del antiperonismo a la pregunta por la derecha………….......252
La frontera móvil y sus límites: populismo y comunismo…………………………………..257
2-Una Guerra Fría para el desierto argentino………………………………………………..260
La otra Latinoamérica: Argentina y el Occidente en el Sur…………………………………262
Entre caníbales: la violencia y la desintegración de la comunidad………………………….267
3-La refundación imposible y su epílogo……………………………………………………277
El orden posible y su inmediata grieta: la economía más allá de lo económico…………….280
La democracia como Jano: los dos rostros de la transición…………………………………285
Conclusiones…………………………………………………………………………….......297

Conclusiones generales…………………………………………………………………….299

Fuentes y bibliografía………………………………………………………………...........309
Fuentes………………………………………………………………………………………309
Bibliografía………………………………………………………………………………….315

5
AGRADECIMIENTOS

El presente trabajo no hubiera llegado a puerto (no digo, como se acostumbra, “a buen puerto”:
simplemente no hubiera anclado en un sitio firme, estaría aún a la deriva) sin las diversas
formas de colaboración, explícitas, implícitas, directas o indirectas, de muchas personas. En
primer lugar, quiero agradecer a mis directores, Alejandro Blanco y Daniel Lvovich, quienes
hace años aportan sus particulares y muy distintos estilos a mi trabajo y formación. Una serie
de colegas han sido pilares básicos durante el proceso de construcción de esta Tesis: Ernesto
Bohoslavsky, Olga Echeverría, Mariana Heredia, Sergio Morresi y Laura Rodríguez, quienes
leyeron partes de este trabajo, me aportaron documentación, recomendaron lecturas, y han
sido, fundamentalmente, interlocutores constantes, generosos y, por ello, determinantes.
Carlos Altamirano, Gerardo Aboy Carlés, José Casco, Franco Castiglioni, Fernando Devoto,
Osvaldo Furman, Silvano Pascuzzo, Mariano Plotkin, Pablo Semán y Hugo Vezzetti
aportaron lo suyo durante la prehistoria de este trabajo. Malena Chinski, Paula Canelo, Jorge
Cernadas, Humberto Cucchetti, Nicolás Damín, Luis Donatello, Flavia Fiorucci, Valeria
Galvan, Dante Ganem, Guido Giorgi, Gabriela Gómes, Ezequiel Grisendi, Mariana Iglesias,
Alfredo Mason, Florencia Osuna, Elías Palti, Roberto Pittaluga, Alfredo Pucciarelli, José
Zanca y Eduardo Zimmermann me han realizado sugerencias o bien han intercambiado
conmigo ideas que han resultado muy productivas. El grupo de Historia Reciente de la
Universidad Nacional de General Sarmiento es siempre un ámbito de debate sincero y
amigable, gracias nuevamente a Daniel, Ernesto, Laura, Valeria, Florencia, Gabriela y a
Jaquelina Bisquert, Juan Califa, Guido Casabona, Maximiliano Catoira, Juan Gandulfo,
Blanca Gauto, María Paula González, Florencia Levín, César Mónaco, Francisco Teodoro y
Cristian Vázquez.
El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas me otorgó dos becas de
posgrado que permitieron mi dedicación al objeto de estas páginas, que tuvo como lugar de
trabajo al Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

6
Que además esta Tesis sea el corolario de una formación doctoral en la Universidad de
Buenos Aires expone mis deudas con el sistema público de formación e investigación.
Saliendo del plano académico, mis afectos, familia y amigos, que son afortunadamente
muchos, son siempre el principal apoyo para este tipo de proyectos, al punto que es incluso
inútil mencionarlo. Pero ellos y ellas saben quiénes son y lo importante de sus presencias.
Lucía acompañó este proceso desde muy cerca, y más importante acompañó y acompaña a su
autor, y sabe lo que es (y lo que será) librarse de “los lib-cons” a partir de ahora. A ella está
dedicada esta Tesis.
A todos los mencionados: gracias, muchas, muchas, muchas gracias.

7
INTRODUCCIÓN

Este trabajo se ocupa de los intelectuales liberal-conservadores en la Argentina dentro del


período 1955-1983. Los años del pretorianismo político1, marcados en sus fechas extremas
por el derrocamiento del peronismo y la reinstauración democrática fueron el marco en el cual
estos actores desarrollaron una serie de intervenciones intelectuales en pos de, al mismo
tiempo, superar las condiciones de la Argentina de masas y reformular la tradición liberal.
Ello implicó un doble problema: por un lado, reposicionar el lugar del liberalismo en la
historia nacional y, por el otro, hacerlo bajo las implicancias de la democracia de masas. Esta
Tesis, por lo tanto, se ocupa de analizar los diversos modos en los cuales estas problemáticas
fueron abordadas por la intelectualidad liberal-conservadora argentina. En 2006, el mismo año
en que esta Tesis comenzó a existir como posibilidad, se editaron dos libros que implicaron
una renovación en los abordajes sobre la tradición liberal argentina y que, mirados con
relativa distancia, marcan dichas grandes problemáticas que recorren este trabajo. El primero
de ellos, en rigor una reedición ampliada y corregida de un texto apenas previo, era
Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia, de
Fernando Devoto. El segundo, una obra colectiva compilada por Darío Roldán, era Crear la
democracia. La Revista Argentina de Ciencias Políticas y el debate en torno de la República
Verdadera2. En los planteos de esas dos obras se encontraban dos líneas cuyas inquietudes
definen esta investigación. Por un lado, si bien una gran mayoría de estudios sobre las
derechas argentinas se ha interesado en sus vertientes nacionalistas o autoritarias, creemos que
la relación entre trabajo académico e historia política no es, en este sentido, convergente.

1
Figura que remite a la existencia de asaltos militares al poder tanto como a la ligazón de estos con miembros
civiles que permiten su arribo, por falta de instituciones fuertes para encausar la demanda social. Sobre las
interpretaciones de este término de Huntington (1972) según la situación argentina, puede verse Quiroga (2004).
En el contexto general de América Latina, Rouquié (1984).
2
Dos detalles sobre dicho contexto: ese mismo 2006, poco antes de la salida de la obra de Roldán, habíamos
presentado nuestra Tesis de licenciatura, dedicada a la Revista Argentina de Ciencias Políticas (Vicente, 2006).
Al mismo tiempo, se cumplía una década del debate abierto en la revista Punto de Vista sobre la tradición liberal
argentina, inicialmente en torno a artículos de Terán (1994), de Privitellio (1995) y Hora y Trímboli (1996).
Pueden verse, también, Dotti (1997), Myers (1999) y, por fuera de dicha publicación, pero retomando dicho
debate, Zimmerman (1999).

8
Como ha destacado Devoto, justamente, en la relación de preeminencia al interior de las
derechas vernáculas, el liberalismo posee una centralidad que lo coloca por encima del
nacionalismo, sino que debemos entender “su debilidad, su subalternidad ante la larga
pervivencia del fundador imaginario liberal argentino” (2006: XI). Tal proceso encontraría su
clave en la fuerza con la cual el modelo básico liberal generó un consenso alrededor de su
concepción de los valores, los basamentos políticos y legales, y “en torno de una idea de
pasado que subtendría otra de futuro” (2006: XII). Este ideario tuvo frente a sí escollos de
todo tipo, venidos desde diversas concepciones, y que se enfrentó, como veremos en la
segunda parte de esta Tesis y según los propios autores del liberal-conservadurismo, a un
núcleo común: la política de masas. En tal politización esta vertiente del liberalismo encontró
los genes forjadores del populismo, el socialismo y/o el fascismo, siempre unidos
conceptualmente por sus modos de articulación masivos: era en las formas de politización de
masas donde el ideario liberal-conservador encontraba tanto su límite como su némesis. En
segundo lugar, y como se desprende de lo antes expuesto, a diferencia del liberalismo, es
posible hablar del conservadurismo en la Argentina, como lo hace Ezequiel Gallo, marcando
el “carácter sui generis de la tradición conservadora en la Argentina” (Montserrat, 1992: 91)3.
El conservadurismo no logró forjar una estructura basamental capaz de convertirlo en una
expresión con la fuerza necesaria para incorporar en sí otras lógicas políticas, salvo claro en
casos minoritarios, incomparables con la amplitud del esquema que el liberalismo pudo
construir, ni logró forjar con el correr del tiempo un corpus doctrinario independiente o la
construcción de una genealogía, una familia ideológica propia y diferencial4.
Los fuertes influjos que el ideario y el modelo liberal supusieron en una serie de
intelectuales e ideólogos autoritarios, la pervivencia que destacaba Devoto, debe tenerse en
cuenta a la hora de comprender las relaciones conflictivas pero también articulatorias al
interior del espacio de las derechas argentinas. Olga Echeverría ha marcado cómo las críticas
autoritarias no se alejaban excesivamente de ciertos patrones rectores del modelo previo, en
tanto compartían con los sectores de la elite ochentista una serie de diagnósticos centrales y
por ende “en términos políticos no se rechazaba de plano al sistema liberal burgués, sobre
todo de un liberalismo tan conservador como era el argentino” (2009: 126), amén de

3
Federico Pinedo, durante el proceso que cubre esta Tesis, cuando ya se autoadscribía al liberal-
conservadurismo, señalaba que “un conservador es un liberal haciendo política práctica” (Vicente, 2013). La
misma problemática habían visto en el siglo XIX, entre otros, Juan Bautista Alberdi y Bartolomé Mitre (cf. Palti,
2010).
4
En tal sentido, en las instancias de la década del treinta y el posterior advenimiento del peronismo se inscriben
diversas alternativas de análisis del breve y fracasado momento de articulación conservadora con otras lógicas
(Nallim, 2002).

9
compartir la idea motriz del ideal de República como gran eje ordenador de la vida política.
Los ejes de las críticas de los autoritarios, enfatiza Echeverría, eran las mismas que las del
liberal-conservadurismo: el acto “precipitado” de la reforma electoral y el advenimiento de la
“chusma yrigoyenista”; es decir, el liberal-reformismo y la democracia de masas. Este
diagnóstico permite enfocar con precisión dos articulaciones centrales: el rol del ideario
liberal-conservador como amalgamador de diversas vertientes de las derechas argentinas y la
opción, entendida como políticamente justa, que una salida autoritaria podía representar frente
a una democracia que ha perdido sus estribos. Así, la diferenciación entre “dictadura” como
fenómeno pasajero, correctivo y saneador y “totalitarismo” como desborde masivo, aparecerá
como un recurso clave en el discurso de las derechas. Si bien las justificaciones teórico-
doctrinarias han sido diversas –desde los padres de la Iglesia Católica a Alexis de Tocqueville,
pasando por Bartolomé Mitre–, en su eje aparecía la idea de que el orden nacido de la
Constitución Nacional de 1853 había sido “desfigurado por la Ley Sáenz Peña, y había
llevado a los argentinos a vivir en perpetua beligerancia” (Echeverría, 2009: 201), impuesta
esta por la apertura del sistema político a la sociedad de masas, en proceso de creciente
diversificación y complejización.
En efecto, el liberalismo argentino absorbió en su seno lineamientos diferentes a los
del conservadurismo, centralmente los del reformismo que se hace patente como visión
gradualista y a la vez, frente al liberal-conservadurismo, aperturista. Tal vertiente del
liberalismo buscó ampliar los criterios políticos básicos de la tradición que esta ideología
tenía en la Argentina, mediante el recurso de la polémica y posterior reforma de los esquemas
característicos del liberalismo tutelar decimonónico. Históricamente, el eje de la aparición de
esta concepción debemos colocarlo en las ideas que buscaron, dentro de los cánones liberales,
la superación del signo ochentista, y cuyo momento de mayor influjo sobre la política
nacional se da con la denominada Ley Sáenz Peña en 1912. Efectivamente, este liberal-
reformismo, pese a su basamento en el liberalismo como esquema rector común, se vio
enfrentado en muchas de sus ideas centrales al liberal-conservadurismo5. La pertenencia de
ambos al esquema liberal rector, empero, es lo que logra miradas que, pese a ser disonantes e
incluso antagónicas entre sí, las entienden y justifican desde dicha tradición mayor. A su vez,
y retomando en cierto sentido los aportes de Devoto, creemos que en esta bifurcación en dos
alas diferenciadas pero en relación de retroalimentación con el esquema madre se encuentran
muchas de las claves para explicar la importancia del ideario en la Argentina. Por medio de un

5
No debe, sin embargo, reducirse el reformismo del Centenario al liberalismo reformista, ni el reformismo
liberal a la reforma electoral (cf. Zimmermann, 1995; Devoto, 1996; Roldán, 2006; Castro, 2012).

10
proceso dinámico que permitió su fortaleza a través de la polémica entre sus vertientes, pero
también como un ciclo de pujas al interior del ideario, que los intelectuales que nos ocupan
propondrán reiteradamente como clave interpretativa, si bien no siempre explicitada.
José Luis Romero, quien caracterizaba como “la línea del liberalismo conservador” a
la ideología de las clases dirigentes una vez que “la evolución de la élite republicana hacia
una organización cada vez más estrechamente oligárquica fue acelerada”, sostenía que tal
ciclo “suscitó una contradicción íntima entre los ideales liberales y los ideales democráticos”
(2004: 190-191), que derivó en la crisis del proceso, el cual se decidió por medio de posturas
liberales diferentes, que abrieron una brecha en su estructura previa. Este cambio, según
Natalio Botana, para quien “la combinación de conservadurismo y liberalismo generó
actitudes muchas veces contradictorias”, implicaba que en el sendero de salida del canon
rector decimonónico “ocupaban el primer plano los reformadores” (1998: 14-16). Ambos
autores, que partían de la compatibilidad per se entre liberalismo y democracia, han marcado
que dentro de aquellos esquemas conservadores, luego presuntamente superados, existían
fuertes contradicciones, en tanto el paso del conservadurismo al reformismo resolvía un
conflicto básico a modo de transición. Ambos autores partían, en sus explicaciones, de
sostener la compatibilidad per se entre liberalismo y democracia.6 Contrariamente, Roldán
mencionaba “las dificultades que la tradición liberal enfrentó cuando se trató de sintetizar y de
integrar la aspiración democrática” (2006: 8), segundo de los problemas que hace inteligible
las líneas de esta Tesis. En este trabajo, justamente, entendemos aquí al liberal-
conservadurismo como un lineamiento ideológico particularizado y coherente, que por ello
mismo no resolvió sus aparentes contradicciones sino que fue otra vertiente dentro del tronco
madre del liberalismo, la del liberal-reformismo, la encargada de dar paso a la renovación del
sistema político, y con ella a sentar las bases para un tipo de puesta en acto de la sociedad en
la política que la vertiente liberal-conservadora, sesenta años luego, cuando se cierra el arco
temporal de esta Tesis, aún estigmatizaba. El Centenario, efectivamente, supuso una suerte de
breve y fuerte resplandor donde, entre el estado de sitio que marcó la fecha y los proyectos de
reforma política, ese “acontecimiento” (Devoto, 1996) que fue la Ley Sáenz Peña no capturó
sino una de las múltiples facetas en las cuales liberalismo y democracia buscaron una de sus
imbricaciones. En efecto, dos concepciones liberales sobre el sitio de las masas en la sociedad
parecieron enfrentarse en torno de la reforma. Por un lado, la idea voluntarista del propio

6
Si bien Botana (1998) tomaba fuertemente en cuenta el problema de la fricción interna en lo que denomina el
“orden conservador”, y Romero proponía un cambio entre conservadores y reformistas, en ambos casos primaba
una lectura cíclica. Recientemente, Martín Castro ha centrado su análisis del proceso en el faccionalismo interno
de los sectores dirigentes de dicha experiencia (2012).

11
Roque Sáenz Peña cifrada en la célebre frase-fórmula: “Quiera el pueblo votar”. Por el otro, la
aspiración, que atraviesa la historia del liberalismo argentino, de educar al pueblo o, en
términos reformistas, “crear al elector”. El déficit de legitimidad que la República Verdadera
poseía para el momento del Centenario, en efecto, tramaba interpretaciones sobre la reforma
más amplias a las finalmente contenidas en la ley electoral. Pese a ello, a ojos vista de la
tradición liberal, la llegada de la democracia de masas, como expresión de la propia sociedad
masiva, marcará un nuevo ciclo en la historia del liberalismo nacional: la pregunta por la
organización democrática de la sociedad de masas se impondrá como dato ineludible, y la
respuesta no será ni uniforme ni siempre democrática.
Hay un acuerdo extendido en las Ciencias Sociales sobre la crisis que el liberalismo
expone durante los años treinta del siglo XX y que se prolongará con el ciclo peronista. Más
aún, muchos de los trabajos sobre el nacionalismo como exponente de la crisis liberal parten
de la búsqueda de los orígenes del peronismo y la militarización de la política, como han
puesto en relieve Ana Barletta y María Dolores Béjar (1988). Es decir, lateralizando el interés
de los sentidos y las formas de la crisis del liberalismo, en tanto la pregunta sobre qué sucedió
en la tradición liberal entre el Centenario y el golpe de Estado de 1930 ha despertado un
interés menor. Como veremos a lo largo de este trabajo, para los intelectuales liberal-
conservadores esas dos fechas, sin embargo, eran núcleos tan problemáticos como el
advenimiento del peronismo o el inicio de la democracia de masas yrigoyenista. Si la
Argentina vivió el auge liberal en los años en los cuales en Europa comenzaba el proceso que
Eric Hobsbawn (2003) denominó “la caída del liberalismo”7, el cierre de la etapa álgida del
liberalismo nacional tal vez merezca ser revisitada para complejizar la etapa que, entre el
Centenario y el golpe liderado por José Uriburu, implicó la aparición de la primera
democracia de masas. No será este, claro, el sitio para tal investigación, sino que nos
ubicaremos entre la caída de la segunda experiencia masiva, el decenio peronista, y el retorno
de la democracia en 1983 tras el período de pretorianismo político que marcó casi treinta años
de historia nacional. Pero ello no obsta marcar que, sin embargo, aquella es una operación
necesaria para un conocimiento más cabal de la historia del liberalismo en la Argentina y, al
mismo tiempo, de la democracia como problema que atravesó el siglo XX. Aquí nos
ocuparemos, entonces, de una fase muy especial de la historia del liberalismo argentino: los
intelectuales liberal-conservadores entre 1955 y 1983.

7
Para el historiador británico, dicho ciclo se caracterizó por “el hundimiento de los valores e instituciones de la
civilización liberal” que habían marcado el siglo XIX, con el ascenso de los fascismos como clave (2003c: 116-
147).

12
Han estado ligados a dos grandes manifestaciones de la imbricación entre los espacios
intelectuales 8 y políticos argentinos de la segunda mitad de siglo, como han sido las
transformaciones al interior de las derechas en general y de la derecha liberal en particular.
Han tenido especial participación en los tumultuosos años pretorianos, desde el derrocamiento
del primer peronismo hasta la reinstauración democrática de 1983. Han sido forjadores,
inspiradores o miembros destacados de varias de las más importantes instituciones de la vida
cultural y política nacional, tanto como de instituciones articuladas en torno a sus figuras. Han
constituido plumas de referencias en medios de amplia trayectoria y destacada importancia
tanto como de noveles empresas intelectuales y mediáticas. Han sido funcionarios, asesores o
ideólogos de gobiernos tanto constitucionales como dictatoriales. Han tenido, en definitiva, un
espacio de marcada importancia en la historia de la segunda mitad del siglo XX argentino,
pero, sin embargo, los intelectuales liberal-conservadores argentinos aparecen en la actualidad
ocluidos por los análisis que, desde las ciencias sociales y, en menor medida, desde el
periodismo, han retomado las instancias de los espacios intelectuales de las últimas décadas.
No es este, sin embargo, un diagnóstico cerrado a estos actores, sino que las derechas
argentinas han quedado, durante largos años, atrapadas en torno a dos grandes clivajes
analíticos: por un lado, los estudios sobre los movimientos pendulares entre democracia y
autoritarismo; por el otro, ensombrecidas ante los numerosos trabajos que se han ocupado de
las derechas en las primeras décadas del siglo XX y aquellos que lo han hecho sobre el
neoliberalismo del último tercio de la centuria9.
Recientemente, una serie reducida de trabajos, entre los cuales se cuentan los nuestros
propios, ha comenzado a hacer emerger al debate académico las trayectorias, ideas y
sociabilidades de un conjunto de actores liberal-conservadores, dentro de una renovación de
los estudios sobre intelectuales en el período 1955-198310. Aquí nos centramos en un conjunto

8
Consideramos que el concepto de “campo intelectual” de Pierre Bourdieu (1999, 2000, 2002, 2007),
contrariamente al modo en que han trabajado otras investigaciones, no es aplicable al caso que nos ocupa, puesto
que aquí no aparecen la serie de condiciones estructurales requeridas por la formulación del sociólogo galo, en
especial las ligadas a la institucionalización de los actores y las prácticas (Lahire, 2005). Para lecturas en
consonancia, Altamirano y Sarlo (1980, 1983, 1997), y Sigal, (1991, 2002a). Es por ello que preferimos la
categoría de espacios intelectuales, que hace referencia tanto a una topografía de estos espacios como refiere a
prácticas que los conforman. Puede verse Vicente (2008).
9
Entre otros, Lvovich (2003), Mc Gee Deutsch (2005), Devoto (2006) y Echeverría (2009) para las tendencias
nacionalistas. Heredia (2007), Morresi (2008), Pucciarelli (2011), para el neoliberalismo. Puede verse un
importante aporte sobre los vínculos entre las derechas en Bohoslavsky y Morresi (2011), amén del ya clásico
compilado de AAVV (2001).
10
Entre otros: el libro sobre los gramscianos argentinos de Burgos (2004); el estudio sobre las ideas de Nación y
revolución en la izquierda nacional de Georgieff (2008); La investigación sobre los intelectuales y la violencia
política de Ponza (2010). Dentro del espacio de las derechas, debemos destacar los aportes de Rodríguez (2011,
2012) sobre los intelectuales ligados a la educación y sus roles en torno a la última dictadura; el abordaje de

13
de catorce intelectuales: Álvaro Alsogaray, Alberto Benegas Lynch, Germán Bidart Campos,
Horacio García Belsunce, Jorge Luis García Venturini, Mariano Grondona, Juan Segundo
Linares Quintana, Mario Justo López, José Alfredo Martínez de Hoz, Víctor Massuh, Jaime
Perriaux, Ambrosio Romero Carranza, Carlos Sánchez Sañudo, Ricardo Zinn, cuyas
trayectorias presentaremos en el primer capítulo. La elección de estos actores obedece a un
doble recorte. En primer lugar, el espacio vacante que el tema de los intelectuales liberal-
conservadores posee aún en los estudios sobre intelectuales, por lo que optamos por un
número amplio de autores. En segundo término, y como se verá en dicho capítulo, porque los
intelectuales aquí seleccionados implican un abanico amplio de trayectorias que componen
figuras intelectuales de diversidad, pero que sin embargo aparecían unidas por muchos más
vínculos, como se verá, que la ideología. Esta Tesis no se trata, entonces, de un trabajo sobre
actores, es decir, no sigue cronológica y detalladamente las trayectorias de los autores e
inscribe en ellas sus intervenciones, modalidad que, más allá de encontrarse imposibilitada
por el amplio número de actores aquí elegido y por la centralidad de lo ideológico en nuestro
foco analítico, consideramos dotada de potencialidades claras y hemos abordado en otros
trabajos. Se trata, en cambio, de una Tesis con actores, en tanto no procede ni sobre los
discursos o conceptos como superiores a los autores que los ponen en escena, ni opta por la
muy recurrente modalidad de utilizar a los actores como insumos del discurso del analista,
que pueden emerger en un momento y ser dejados de lado en otros, en una fragmentación de
actores y temas.

Un estado de la cuestión

Desde el enfoque presentado en las páginas precedentes, el estado de la cuestión sobre el tema
de esta Tesis propone tener en cuenta las transformaciones operadas tanto en la bibliografía
sobre las derechas como sobre los intelectuales durante el período que este trabajo contempla,
pero cerrar su presentación a una serie de trabajos que, a fines analíticos, separamos en tres
tipos de registro. En primer lugar, los estudios que utilizan el concepto liberal-
conservadurismo durante el período 1955-1983, y en segundo término, los que se enfocan
sobre actores presentes en nuestro universo de análisis, a fines de una inserción de nuestro
estudio en un campo temático inmediato. Nos ocuparemos a continuación del primer caso de

Galván (2013) sobre la intelectualidad nacionalista vinculada a Azul y Blanco; y la renovada preocupación sobre
el pensamiento corporativista de Gómes (2013).

14
estudios, de manera más prolongada y detallada, y seguidamente del segundo, de modo más
breve.
En 1995, en un trabajo señero y no exento de problemas, Iván Llamazares Valduvieco
se preguntaba por los modos en los cuales la tradición liberal aparecía como “configuración
específica” en los actores liberal-conservadores en la Argentina contemporánea (1995: 143).
El politólogo se enfocaba en el análisis de dos casos representativos, Federico Pinedo y
Álvaro Alsogaray, para estudiar las transformaciones que la experiencia peronista produjo en
el liberalismo argentino. Para el autor, el decenio justicialista implicó en el espacio liberal la
“radicalización o profundización” del ideario liberal y su articulación con el conservadurismo,
sea por las lecturas nostálgicas del ciclo 1880-1916 como en el caso de Pinedo o por las
diversas propuestas de Alsogaray de articular liberalismo económico con vertientes como la
Doctrina Social de la Iglesia Católica o la Economía Social de Mercado. Para Llamazares
Valduvieco, sin embargo, una serie de puntos separaban a un intelectual del otro, y marcan las
transformaciones del liberal-conservadurismo local: mientras que en Pinedo el autor detectaba
una clara impronta republicana articulada con liberalismo, en Alsogaray hallaba la
identificación del liberalismo económico con el orden social. El artículo, lamentablemente
poco retomado por análisis posteriores, posee sin embargo una serie de problemas, devenidos
de la propia comparación que lo vertebra: en efecto, pese a ciertos rasgos comunes (interés en
la economía, tránsito entre posturas heterodoxas a un liberalismo clásico, articulación entre
política e intelectualidad), Pinedo y Alsogaray aparecen como actores muy disímiles, lo que
lleva a que la comparación tenga muchos puntos en blanco por la no coincidencia entre los
actores, tanto en los temas abordados como en las lecturas propuestas. Por otra parte, el
trabajo de Llamazares Valduvieco se cierra con una serie de reflexiones teóricas que, por el
problema recién mencionado, pierden la necesaria articulación con el análisis de los actores
escogidos11.
Pocos años luego, Mariana Heredia (2000) publicaba “La identificación del enemigo.
La ideología liberal conservadora frente a los conflictos sociales y políticos en los años
sesenta”. (2000) y “Política y liberalismo conservador a través de las editoriales de la prensa
tradicional en los años ‘70 y ‘90” (2002). A diferencia de Llamazares Valduvieco, quien
prefiere analizar a los actores escogidos e ingresar luego en el plano teórico, la socióloga, en
el primero de ellos, partía de entender al liberal-conservadurismo como parte de las derechas
y de abordarlo como

11
Puede verse nuestro abordaje a la figura de Pinedo, el rol del ideario liberal-conservador y las pautas que
separaban las reflexiones de este actor del posterior liberal-conservadurismo posperonista en Vicente (2013).

15
matriz que, en defensa de la libertad y la propiedad privada, postuló a la Constitución
de 1853 como ley suprema, sostuvo que sus modificaciones podían ser sólo graduales
y progresivas y recusó cualquier opción política que alejara al país del mundo
"occidental y cristiano". Esta concepción enfatiza la unidad nacional, subsumiéndola
a algún principio superior tal como la patria, la tradición o el bien común. Si bien se
permite incorporar una mirada crítica, intenta reforzar los mecanismos de autoridad y
orden que rigen una sociedad (2000: 92).

A partir de tal definición, de carácter casi minimalista, Heredia realizaba un importante aporte
a la Historia Política del liberal-conservadurismo en la Argentina, poniendo énfasis en el
análisis cronológico. Al estudiar cómo desde tal espacio se analizaba la realidad nacional, el
artículo mostraba las maneras en las cuales las argumentaciones doctrinarias se articulaban
con la hora histórica, es decir, los modos en los cuales la ideología liberal-conservadora
actuaba de modo dinámico en su tiempo, así

la ‘nostalgia por el orden perdido’ y la apelación a los hitos fundantes de la


República, rasgos distintivos el pensamiento liberal local, no constituyeron una fuga
resignada hacia el pasado sino, muy por el contrario, un soporte de legitimidad y una
fuente de inspiración destinada a poner de manifiesto los errores de sus rivales (2000:
116).

Precisamente, el carácter agonal que Heredia señalaba en el liberal-conservadurismo nacional


es un eje clave para otro trabajo de su autoría: “Política y liberalismo conservador a través de
las editoriales de la prensa tradicional en los años ‘70 y ‘90” (2002). En efecto, allí la autora
destacaba :

En los años ’70, este discurso estaba a la defensiva frente a una sociedad movilizada
en la cual ciertos sectores pretendían no ya distribuir más igualitariamente las
riquezas del país sino cuestionar las bases mismas de la organización social. Veinte
años más tarde, sus postulados han sido obedecidos aún por sus antagonistas de ayer,
sembrando apoyo incluso en los sectores más perjudicados (2002: 58).

Más allá de ciertos puntos que en esta Tesis se reformularán, el paso de una estrategia de
confrontación a una preeminencia equiparable al concepto gramsciano de “hegemonía”
(Gramsci, 2006), marcaba tanto las transformaciones del lugar que el liberal-conservadurismo
ocupó en la sociedad como dos momentos claramente diferenciados para analizar la
construcción de dicho sitio. Otros trabajos de Heredia, ya no centrados en el concepto liberal-
conservadurismo, son especialmente relevantes como aportes, entre ellos sus abordajes a los
“centros de investigación y diseño de políticas” durante el “Proceso de Reorganización

16
Nacional” (2004) y su extenso estudio doctoral sobre “las metamorfosis de la representación”
implicadas en la progresiva centralización de los economistas en la sociedad argentina (2007).
Emiliano Álvarez, por su parte, ha utilizado el concepto liberal-conservadurismo, en
su artículo “Los intelectuales del ‘Proceso’. Una aproximación a la trama intelectual de la
última dictadura militar” (2007). Allí, el sociólogo analizaba las ideas del Grupo Azcuénaga,
coordinado por Jaime Perriaux, el encuentro internacional “Diálogo de las culturas”
orquestado por Víctor Massuh en 1977, y la revista Carta Política, orientada por Mariano
Grondona12. Para el autor, se trataba de analizar cómo “la vieja ideología nacionalista” se
articuló con el ideario procesista, las relaciones del mundo cultural con el “Proceso” y el
efecto modernizador en el pensamiento conservador (2007: 84-85). Si bien Álvarez no partía
de definiciones teóricas del concepto liberal-conservadurismo, su trabajo mostraba interés en
comprender las distintas instancias en las cuales este ideario y los actores que lo promovieron
formaban parte de una serie de articulaciones en los espacios de las derechas. Dicho enfoque
aparecía como clave, ese mismo año, en los primeros trabajos de Sergio Morresi y los
nuestros propios.
Dentro de esta línea, la serie de trabajos más ligados a los que hemos desarrollado son
los de Sergio Morresi, quien al igual que Heredia parte en ellos de una preocupación por las
transformaciones del liberalismo y la paulatina centralidad del neoliberalismo en la
Argentina13. En ese sentido, dos líneas convergentes marcan las intervenciones del autor: por
un lado, sus estudios sobre la recepción del neoliberalismo en el país, que se puede apreciar
en trabajos como su artículo “Neoliberales antes del neoliberalismo” (2007), donde Morresi
ha estudiado cómo el neoliberalismo apareció en actores presentes en nuestro trabajo, como
Alsogaray y Alberto Benegas Lynch. Allí, el politólogo elegía debatir las lecturas que
entienden al “Proceso” como ingreso del neoliberalismo en el país, y al mismo tiempo
retomar y criticar algunos de los aportes de autores presentes en este estado de la cuestión,
como Heredia y Gastón Beltrán. Bajo tal enfoque, es destacable también su artículo “Las
raíces del neoliberalismo argentino (1930-1985)”, que prolonga la escala de estudio del

12
Carta Política había sido objeto de un artículo bajo un enfoque similar durante el mismo “Proceso”, por parte
de Emilio de Ípola y Liliana De Riz (1982).
13
Los trabajos de Morresi comenzaron a editarse en 2007, lo mismo que los nuestros, si bien nuestras
trayectorias los colocaban en planos muy distintos: mientras en los análisis del politólogo se trataba de
publicaciones posdoctorales, en nuestro caso eran los primeros resultados de un trabajo de Maestría. Al mismo
tiempo, Morresi se interesó primeramente por el neoliberalismo, llegando de allí al liberal-conservadurismo,
mientras que en nuestro caso el plano central fue el análisis de los intelectuales liberal-conservadores. A lo largo
de esta Tesis, se verán intervenciones que complejizan los análisis del autor en torno a la recepción de las
tradiciones neoliberales en dichos intelectuales.

17
ingreso y la circulación del ideario neoliberal, estudiando sus articulaciones con el
liberalismo-conservador de actores como José Alfredo Martínez de Hoz y Jaime Perriaux. Allí
también aparecen Benegas Lynch y Alsogaray como actores claves en la recepción neoliberal,
junto con Carlos Sánchez Sañudo y Ricardo Zinn. Morresi cerraba tal trabajo con lo que
aparece como su clave de lectura en la concepción de tales autores sobre la democracia, una
vez reestablecida en 1983, “la democracia podía continuar, siempre y cuando se mantuviese
dentro de los límites que le marcara el mercado” (2011: 64).
Por otro lado, la lectura de Morresi se extendió a las relaciones del ideario liberal-
conservador con la última dictadura y la actuación de intelectuales como los mencionados
Benegas Lynch, Perriaux y Zinn (2009, 2010). Para el autor, resulta central comprender que el
eje liberal-conservador actuó como articulador de los diversos sectores que compusieron la
experiencia procesista. Como se verá a lo largo de este trabajo, compartimos dicha lectura,
que hemos profundizado en nuestra Tesis de Maestría (Vicente, 2008), pero al mismo tiempo
marcamos una serie de puntos que complejizan el diagnóstico. Entre los trabajos de Morresi,
además, debe considerarse su breve libro La nueva derecha argentina. La democracia sin
política (2008), donde convergen ambas líneas de análisis. Allí, el politólogo partía de la
premisa de que la derecha argentina se remozó a partir de 1983:

Esta ‘nueva derecha’ (…) ha ido rompiendo los lazos (cada vez más frágiles) que la
unían a las tradiciones nacionalistas y más ranciamente conservadoras, lo que le
permitió adoptar –y refinar– un ideario coherente y sistemático, conocido
popularmente como neoliberalismo. Sin embargo, los rasgos que distinguen a esta
nueva derecha (o derecha neoliberal) no deben ocultarnos que sus orígenes están en la
vieja derecha, con la que compartió ideas, hombres, planes y gobiernos es más de una
ocasión (2008: 9).

Morresi volvía aquí tanto sobre la recepción neoliberal en Benegas Lynch, Martínez de Hoz y
Alsogaray como en el rol del liberal-conservadurismo durante el “Proceso”, con Perriaux y
Zinn como ejemplos. Para el autor, ambas líneas se entramaron para marcar las bases de esa
nueva derecha vernácula. Los trabajos de Morresi, en síntesis, aparecen como material para
un diálogo permanente con esta Tesis, como se verá luego, tanto en coincidencia como en
polémica.
El segundo grupo de estudios lo componen los trabajos que, sin apelar al concepto
liberal-concervadurismo, se detienen sobre actores presentes en esta Tesis. Ya durante el
“Proceso” Adolfo Canitrot (1980) se ocupó de una lectura en clave política del plan
económico del ministro José Alfredo Martínez de Hoz. Para el autor, se trataba de un “plan
económico como proyecto político” de tipo ordenancista (caracterizado bajo la idea de

18
“disciplinamiento”) que implicaba el eje del plan dictatorial. “(S)u objetivo de largo plazo era
producir una transformación completa en el funcionamiento de la sociedad argentina tal que
fuera imposible la repetición del populismo y de las experiencias subversivas del primer
quinquenio de la década del ‘70” (1980: 10). También Schvarzer (1986), Novaro y Palermo
(2002) y Canelo (2008a) han sostenido lecturas del mismo calibre centradas en la politicidad
de las pautas económicas, mientras los mencionados trabajos de Morresi han hecho hincapié
en la faceta ideológica. De todos ellos, es el de Schvarzer el más detallado en términos de
análisis sobre el plan del intelectual liberal-conservador. Dentro de estos estudios interesados
en la economía, en 2005, Gastón Beltrán editaba Los intelectuales liberales, un trabajo que
analizaba las figuras de Álvaro Alsogaray y Domingo Cavallo como representantes de dos
líneas de la intelectualidad liberal, la “tradicional” y la pragmática”, respectivamente. Al igual
que los trabajos de Heredia, el breve libro, que reformulaba partes de una Tesis de Maestría,
partía de la preocupación por las transformaciones del liberalismo, centrándose en los
economistas. Allí, también José Alfredo Martínez de Hoz aparecía categorizado como un
intelectual tradicional. En su estudio, Beltrán partía de diferenciar ambas categorías de actores
tanto por sus trayectorias como por las particulares maneras en las que la ideología liberal se
expresaba en cada uno. Por ello, Beltrán entendía que era clave analizar la serie de
problemáticas que atravesaban al espacio liberal y que, en sus palabras, implicaba un
enfrentamiento: “tradicionales vs. pragmáticos” (2005: 46-56). Para el sociólogo, entonces, si
bien el clivaje era la clave de lectura de las intervenciones de dos generaciones bien
diferenciadas, no se debía, por ello, dejar de lado que al mismo tiempo existieron divergencias
con otros espacios con los cuales estos autores podían compartir rasgos.14
Precisamente, el plano de los clivajes es destacable en los análisis de Paula Canelo
sobre la relación de intelectuales presentes en nuestra Tesis y la experiencia procesista. En su
libro El Proceso en su laberinto (2008a) la autora dedica gran parte de su análisis a
comprender la actuación de Martínez de Hoz al frente de la cartera económica y las
problemáticas en torno a su programa, así como el sitio que este ocupó en el clivaje interno
dictatorial. En su artículo “Las dos almas del Proceso. Nacionalistas y liberales durante la
última dictadura militar argentina (1976-1981)” (2008b), por su parte, la autora opta por
dividir al ala liberal en “tradicionales” y “tecnocráticos”. Perriaux y Alsogaray son parte de su
análisis, además, de los intelectuales ligados al ciclo dictatorial. Estos trabajos de Canelo
permiten abordar no sólo el complejo faccionalismo presente en la última dictadura, sino

14
La lamentable muerte de Beltrán en 2013 nos ha privado de conocer cómo hubieran prosegudio sus estudios
sobre las interpretaciones de diversos actores económicos y del influjo del neoliberalismo luego de 1983.

19
hacerlo a través de las ópticas de las diversas expresiones derechistas presentes, lo que marca
una serie de tensiones que esta Tesis recorre, si bien de modos muy distintos. De tal manera,
no sólo pueden verse allí los conflictos entre nacionalismo y liberalismo, e, incluso, ciertas
convergencias, sino las problemáticas asociadas a las pujas al interior del propio espacio
liberal, algo que en esta Tesis marcaremos también, en nuestro caso por medio de la apelación
a las complejas instancias en las cuales los intelectuales liberal-conservadores asumían el
ascenso del neoliberalismo. En dicho sentido, la socióloga discutía en dichos trabajos las
interpretaciones de la dictadura como “la encarnación de un poder absoluto” así como de una
expresión plena “del liberalismo más recalcitrante, o, indistintamente, del pensamiento
neoliberal” (2008b: 83-84), operación clave para ciertos pasajes de nuestro trabajo.
Desde otra perspectiva de abordaje de estos autores, aparecen los trabajos de José
Zanca sobre la intelectualidad católica. Especialmente en sus dos libros, Los intelectuales
católicos y el fin de la cristiandad (2006) y El humanismo católico en la Argentina (2013), el
historiador aborda, entre otros, al “catolicismo liberal”, y entre los actores que ocupan sus
análisis aparecen Ambrosio Romero Carranza (en un plano central en el segundo de los
trabajos) y, muy brevemente, Jorge Luis García Venturini. Los aportes del autor resultan
claves en tanto sus dos obras permiten no sólo reposicionar las relaciones entre la tradición
liberal y la fe católica, sino que al hacerlo desde el rol de una nueva generación de
intelectuales en el primero de los libros y desde la recepción de la renovación católica en el
segundo, abre espacios escasamente estudiados y que, como se verá a lo largo de esta Tesis,
implican puntos analíticos de importancia clave para comprender a nuestros intelectuales en
un plano que en general ha sido muy poco atendido.
Por último, debemos destacar en esta línea la biografía de la familia Alsogaray escrita
por los periodistas Fabián Domán y Martín Olivera (1989), que si bien se centra en los años
posteriores a 1983, expone detalles de interés sobre el economista y figuras como Carlos
Sánchez Sañudo y Ricardo Zinn. La biografía de Mariano Grondona escrita por Martín Sivak
(2004), por su parte, es detallada y se detiene tanto en la trayectoria como en las
intervenciones del intelectual. Grondona mismo ha sido objeto de abordajes en tanto
columnista político: Daniel Mazzei (1997) se ha enfocado en sus columnas en la publicación
Primera Plana, las cuales interpretó en términos de golpismo contra el gobierno de Arturo
Illia.
Finalmente, vale la pena mencionar una serie variopinta de trabajos que, desde los
registros del periodismo de investigación y el ensayo polémico, abordan a algunos de nuestros
actores. En esta línea de abordaje, Oscar Terán y Carlos Correas han dedicado intervenciones

20
sobre la figura de Víctor Massuh durante la década de 1980. En su artículo “El error Massuh”
(1983), Terán se ha centrado en las concepciones que el autor desplegó en el best-seller
editado durante la última dictadura, La Argentina como sentimiento, mientras que Correas
dedicó gran parte de su ensayo La manía argentina (2011) a la figura y la filosofía del autor
tucumano. En ambos casos, se trata de escritos que, centralmente, unen las concepciones de
Massuh con las de la experiencia dictatorial y destacan la lectura elitista del filósofo, si bien
Terán proponía centralmente rediscutir los planteos de Massuh de cara a la transición
democrática y Correas prefería un análisis basado en las refutaciones de todo tipo. En el
mismo sentido, también la investigación periodística de Vicente Muleiro 1976. El golpe civil,
se encargaba de estudiar, con distintos grados de detalle, las vinculaciones de actores como
Alberto Benegas Lynch, Horacio García Belsunce, Jorge Luis García Venturini, Mariano
Grondona, José Martínez de Hoz, Jaime Perriaux, Ambrosio Romero Carranza, Carlos
Sánchez Sañudo, Ricardo Zinn con diversos “clubes” intelectuales que convergieron en el
“Proceso”. El autor ya había abordado brevemente al Grupo Azcuénaga en su trabajo
biográfico sobre Jorge Videla, El dictador (2001). Tal libro, escrito con María Seoane,
retomaba a su vez las coordenadas sobre el Grupo planteadas por Jorge Túrolo (1996), quien
en De Isabel a Videla aportaba información testimonial sobre el rol de estos actores en torno a
la última dictadura, precisamente un enfoque muy presente en trabajos periodísticos15.
Del conjunto de trabajos reseñados, pese a sus diferencias, deben destacarse dos ejes,
con sus respectivos aportes y ausencias. En primer lugar, una cuestión cronológica, en torno
del lugar central que la década de 1970 ocupó en los análisis, especialmente por el sitio que en
ellos se ha dedicado al “Proceso de Reorganización Nacional”. Ello ha permitido conocer
tanto el desarrollo de trayectorias de los intelectuales liberal-conservadores como sus
intervenciones en esos años, por lo cual el estado del conocimiento sobre aquellos años es
particularmente avanzado. Pero, por otro lado, ello ha impedido conocer con mayor detalle las
intervenciones intelectuales de estos actores en años previos y posteriores: fenómenos como
la caída del peronismo en 1955, la alternancia entre democracia limitada y dictaduras, la
modernización de la década de 1960, los años de expansión de la violencia política, entre
otros, han quedado mayormente afuera de tales consideraciones. En parte, Heredia (2000,
2002), Morresi (2011) y Zanca (2006, 2013) son excepciones a esta ausencia. En segundo
término, una clave teórica, en tanto es notorio el modo amplio en que en la mayoría de los
trabajos utiliza el concepto liberal-conservadurismo separandolo de la derecha nacionalista o

15
Entre otros, pueden verse: Muleiro (1999, 2001), García Lupo (2001), Dellatorre (2006), Maradeo (2013). Más
abarcativo, el análisis de la trayectoria de Zinn en Cerruti (2010).

21
bien parte de la idea generalista de usar el concepto genérico de derecha/s. Ello ha aportado
un importante núcleo de conocimiento sobre el rol de estos intelectuales en el amplio espacio
derechista, pero sin abordar una serie de ejes y límites presentes en la definición del liberal-
conservadurismo, lo que significa una fuerte presencia del uso de categorías generalistas o
bien de usos conceptuales laxos. En los trabajos de Morresi, contrariamente, sí aparece esta
operación conceptual, e inclusive el autor critica esta ausencia en los trabajos de Álvarez,
Beltrán y Heredia. Finalmente, relacionado con la fuerte presencia de esos ejes, aquí
proponemos centrarnos en una lectura en tres planos: las relaciones ideológicas al interior del
espacio liberal, las pujas políticas de cada momento histórico, y los propios debates al interior
de las derechas. Ello implica asumir una serie de pautas en torno al ideario y los actores
objeto del estudio, como explicamos a continuación, en pos de un análisis de la
intelectualidad liberal-conservadora capaz de retomar, reformular, complejizar y ampliar los
aportes de estos trabajos.

Enfoque analítico

Esta Tesis es un trabajo de estudio cualitativo que procede utilizando insumos analíticos de
órbitas muy diversas, entre ellas la Historia Intelectual, la Sociología de los Intelectuales, la
Teoría Política, la Historia Política. Abordar una ideología tal como ha sido puesta en acto por
un conjunto amplio y multiforme de actores no es, consideramos, tarea para un modelo
uniforme ni unívoco, ya que en la multiplicidad de herramientas nuestro enfoque encuentra
uno de los puntos centrales de su construcción. Estudiar a los intelectuales liberal-
conservadores implica hacerlo en torno a tres ejes, que tanto pueden moverse en cruces de
unión u oposición como independizarse en movimientos de ruptura. El primero de los planos
es el ideológico, ya que las intervenciones de estos intelectuales se construyeron desde la
centralidad de la identidad política de los actores, quienes forjaron sus figuras con notorios
trazos doctrinarios, precisamente en momentos de una compleja renovación del liberalismo,
en general asimilable a las corrientes neoliberales, y de erección de un liberal-
conservadurismo de nuevo cuño. En tal sentido, la tradición liberal debe ser entendida como
la gran línea que otorga inteligibilidad, con la vertiente liberal-conservadora como foco desde
el cual las propias alternativas de las diversas formas liberales eran interpretadas. El segundo
de los planos remite a las pujas del tiempo político, en tanto las operaciones intelectuales
estaban destinadas a impactar sobre la realidad inmediata, como partes de debates presentes

22
en la hora histórica de cada intervención. Al mismo tiempo, este plano es el que ponía en acto
al anterior: si bien el cariz doctrinario de los intelectuales liberal-conservadores es claro, este
se entramó en diálogos y pujas con su marco inmediato: qué forma adquirieron las
intervenciones ideológicas, marcada por una tradición de pensamiento, estuvo determinado
por un contexto histórico inmediato. Finalmente, debe tenerse en cuenta el peso de los debates
al interior de los espacios de las derechas, en tanto el mismo cariz doctrinario como las pujas
del ciclo aquí cubierto se completaban como operaciones en torno al proceso de construcción
de la preeminencia del liberal-conservadurismo en el espacio de las derechas nacionales,
proceso donde pojó contra las derechas nacionalistas al principio, donde conformó gramáticas
de amplio rango y donde también dio cuenta de la renovación neoliberal. Este plano completa
los anteriores en tanto la doctrina y el contexto temporal deben entenderse en tensión: lejos de
representar posiciones extremas o radicales que se definirían por oposición plena, las
intervenciones liberal-conservadoras terminan por adquirir con este entramado su sitio en este
triple contexto16.
Dichos ejes, por lo tanto, configuran un marco tripartito que, por sus mismas
características, complejiza el plano histórico en el cual se inscribían las intervenciones de
nuestros actores. Las propias características con las cuales los intelectuales liberal-
conservadores expresaron sus construcciones ideológicas y lecturas nos lleva, sin embargo, a
que debamos privilegiar un plano conceptual a la hora de interpretarlas: en efecto, los grandes
tópicos ideológicos, ético-políticos, culturalistas, eran los configuradores de los discursos de
estos actores, al punto que, aún cuando transigieran referirse al presente inmediato e incluso
cuando se trataba de claras intervenciones de puja política inmediata, privilegiaban la alta
teoría o los esquemas modélicos. Es por ello que la segunda parte de esta Tesis se articula en
capítulos basados en formulaciones en torno a conceptualizaciones, para dentro de ellos seguir
cortes menores referentes a momentos temáticos, ordenados estos sí de manera cronológica.
Allí, en ese esquema que acabamos de mencionar, apareció una de las características más
notorias de estos intelectuales, en tanto los mencionados tres planos sobre los cuales
interpretamos las intervenciones liberal-conservadoras aparecieron representados
centralmente como formulaciones conceptuales y, ligado a ellas, luego como actuando en
tópicos puntuales. Por ello mismo, damos un especial espacio en las citas prolongadas de los

16
En ese sentido, por ejemplo, en estudios sobre principios del siglo XX el foco en las posiciones radicalizadas
permite a McGee Deutsch (2005) leer a las derechas extremas desde lógicas oposicionales, a Lvovich (2003)
interpretar el nacionalismo de la misma época desde el peso del antisemitismo, o a Bohoslavsky (2009) hacerlo
desde el peso del conspiracionismo. Descentrar el análisis de las posturas radicales, por su parte, permite a
Devoto (2006) interpretar la supeditación de las diversas derechas al liberalismo, o a Echeverría (2009) encontrar
puntos de confluencia entre los nacionalistas autoritarios y el liberal-conservadurismo.

23
autores que analizamos, a fines de captar las especiales inflexiones, expresiones y modos
argumentativos propios de estos autores, en tanto modo de plasmar cómo se hicieron
presentes sus intervenciones intelectuales en el triple eje analítico que proponemos. Elías Palti
ha marcado, sobre los lenguajes políticos, una serie de problemáticas que deben tenerse en
cuenta a la hora de este tipo de abordajes:

Un lenguaje político no es un conjunto de ideas o conceptos, sino un modo


característico de producirlos. Para reconstruir el lenguaje político de un período no
basta, pues, con analizar los cambios de sentido que sufren las distintas categorías,
sino que es necesario penetrar la lógica que las articula, cómo se recompone el
sistema de sus relaciones recíprocas (2007: 17).

En tal sentido, las intervenciones del discurso ideológico, en este caso el de los
intelectuales liberal-conservadores, aparece como parte del lenguaje político de su tiempo, en
tanto es una de las voces, uno de los vocablos, que lo conforman. Por ello mismo, no
buscamos trazar la totalidad de caminos que han recorrido los conceptos vertebradores de las
ideas de los intelectuales del liberal-conservadurismo argentino, lo cual implicaría una serie
de operaciones que llevarían a este trabajo a analizar permanentemente, entre otros focos,
todas las definiciones, inflexiones y características que presentase cada concepto en cada uno
de los intelectuales aquí estudiados y en cada una de las intervenciones por ellos realizada. O
bien las relaciones que cada una de las instancias en que cada concepto se presentase pudiera
establecer con otros autores, tradiciones o instancias, sea en cuanto a las articulaciones por
cercanía o influencia como a los enfrentamientos o batallas conceptuales explícitos o
implícitos. Así, se correría el riesgo de, como aquel personaje de Jorge Luis Borges, terminar
trazando un mapa que tuviera el mismo tamaño del reino objeto de la cartografía. Es por ello
que elaboramos un tipo de análisis relacional entre los conceptos centrales de los autores aquí
considerados capaz de ofrecernos trabajarlos en tanto partes de un discurso político que se
encuentra no sólo referenciado en su contexto ideológico, siendo parte de una genealogía
mayor, sino dentro del lenguaje político de su tiempo, atentos centralmente a recuperar, de
esos focos finalmente inabarcables previamente mencionados, las expresiones que nos
permitan potenciar el análisis aquí propuesto.
De lo previamente mencionado se desprenden tres grandes cuestiones que hacen a los
modos de construcción de nuestro análisis: en primer lugar, el sitio que debe ocupar en este
trabajo la cuestión de lo espacial y temporal, entendido como una doble operación sobre lo
histórico que, por un lado, rompa con la idea de historias producidas en sociedades diversas y
momentos diversos capaces de ofrecer casos idénticos tanto como con la idea de que las

24
articulaciones en sociedades periféricas de lineamientos ideológicos nacidos en los países
centrales implique una torsión o una asimilación lineal de ellos. Esto implica que, por un lado,
las potencialidades comparativas entre casos de sociedades diversas deban realizarse en un
nivel que respete las lecturas que los intelectuales que nos ocupan han realizado de sus
precursores como interpretaciones propias de un espacio político-intelectual y temporal
particular que, sin embargo, entra en relación de diálogo con otros discursos pero ofrece
resultados singulares. Claro que existen diversos trabajos cuyo punto central es establecer la
continuidad o la similitud entre casos de sociedades y tiempos diversos, pero en general se
trata de obras cuya centralidad es la confrontación política por medio no de un trabajo de
análisis contextualizado sino de un ataque a bases que se entienden como inmóviles en el caso
que se busca anatemizar: en ese sentido, lo que se evita, centralmente, es abordar los textos en
sus propios términos, haciendo de la acción del autor estudiado, por el contrario, sólo la parte
de una red teleológica estática. Como lo planteaba Quentin Skinner, “la metodología que
estoy criticando incluye la abstracción de argumentos particulares del contexto de su
ocurrencia con el fin de recolocarlos como ‘contribuciones’ a los supuestos debates perennes”
(2007: 159). Otra vía de esta captación teleológica sería la de la “mitología de la prolepsis”,
que implicaría leer la obra según su proyección a futuro y no según su momento y la acción
del agente que la elabora. Justamente, centrarse en las intervenciones intelectuales permite, al
mismo tiempo, dejar de lado las dos posturas previamente criticadas, al tiempo que captar el
contexto donde los intelectuales produjeron sus trabajos, lo que nos abre las posibilidades de
colocar a aquellos agentes en el marco contextual específico. El contexto en el cual se
estudian los conceptos producidos por los agentes no es meramente el histórico-social del
momento en que las intervenciones fueron escritas, puesto que captarlo es indudablemente
una tarea propia de todo abordaje que buscase no tejerse en el aire, sino del propiamente
intelectual en el que se produjeron dichas intervenciones.
El segundo punto que es clave para nuestro análisis es la importancia del análisis de
los discursos políticos: aquí, lo político-conceptual gana centralidad y nos permite abordar el
discurso de nuestros actores tanto desde parámetros simbólicos como extra-simbólicos. Es
decir, las articulaciones entre textos y contextos son las que ponen en juego el pasaje de los
conceptos a los lenguajes políticos. Entender a las sociedades modernas, con su
heterogeneidad y diversas dinámicas, como el zócalo básico donde se extienden las relaciones
que conforman lenguajes políticos, nos lleva a leerlas como provistas de múltiples conceptos,
ideologías y discursos políticos, de allí que los conceptos deban interpretarse siempre dentro
de una serie de procesos de debate, apropiación, etc., los cuales están fuertemente enmarcados

25
históricamente. En tal sentido, trabajar sobre los intelectuales del liberal-conservadurismo
argentino en un espacio temporalmente limitado, y entender sus conceptos como el discurso
político que construyeron estos actores en ese momento histórico preciso, es el modo de
analizar sus intervenciones de manera contextual. Lo cual no obsta leer esos conceptos a la
luz de las tradiciones, las influencias o los debates que superen el marco histórico:
precisamente, captar líneas directrices nos da una mejor posibilidad de, por un lado, entender
a los actores que nos ocupan en su contexto y, por el otro, entender sus ideas dentro de un
marco mayor.
Ahora bien, creemos que son necesarias, sin embargo, una serie de precisiones teóricas
con respecto a algunos de los términos que hemos utilizado en esta presentación. Sin dudas,
se habrá puesto de relieve que los conceptos que vertebran el enfoque presentado aquí son las
nociones de actor, texto y contexto, ya que de ellas deriva toda la serie de conceptos que
vertebran la operación analítica que proponemos –ideas, conceptos, discursos y lenguajes
políticos–. La primera de las categorías ha tenido, de la mano de la Historia Político-
Intelectual, un gran giro con respecto a lo que la Historia de las Ideas o la Teoría Política
consideraba como los actores intelectuales que merecían ser estudiados: mientras que estas
disciplinas habían privilegiado el estudio de los grandes nombres, de los autores-faro, la
Historia Político-Intelectual permite, con su insistencia en el análisis de los lenguajes políticos,
abordar autores no canónicos, marginales, fronterizos, que permiten estudiar la conformación
de un discurso político desde otras perspectivas no atinentes al análisis de los textos canónicos
sino a poder captar un espacio dado en sus diversas manifestaciones. En lo tocante al texto,
debemos marcar que no concebimos aquí a los textos como un simple reflejo de su/s
contexto/s sino que entendemos que el texto es una parte constitutiva, constructiva, de su/s
contexto/s. El texto, en tal sentido, es parte hacedora de lo contextual, y esta dimensión
performativa le otorga diversas cualidades a distintos tipos de textos. En el caso del contexto,
no son pocas las polémicas que se han desatado en torno suyo. El eje del conflicto apareció,
mayormente, colocado sobre dos puntos: el primero de ellos se pregunta qué es el contexto y
cuáles son sus límites y contenidos; dicho en otras palabras, si el contexto puede ser
autosuficiente o si debe incorporar en él las prevalencias y tradiciones que tengan relación con
el texto, y si debemos hablar de un contexto singular o de múltiples contextos –histórico,
ideológico, biográfico– y qué aspectos elegiremos destacar. Como lo ha señalado Alejandro
Blanco:

26
Dicho de otro modo, los hechos de dicho contexto serán aquellos que puedan ser
postulados como hipótesis potencialmente explicativas del texto o de los textos en
cuestión. Se trata, por consiguiente de ‘cerrar el contexto’ de las declaraciones
pasadas (hechos de discurso) limitándolo a un conjunto de hechos discursivos que
resulten relevantes para la comprensión de lo que hemos decidió examinar. Pero todo
ello muestra, en definitiva, que el concepto de contexto no es algo hallado, que se lo
encuentra ya disponible, sino que es seleccionado (mediante abstracción) y construido
como una función de la explicación que se trata precisamente de proporcionar (2006:
48).

Es decir que proponemos un tipo de uso de la idea de contexto que, por una parte, nos permita
entender al contexto como una multiplicidad de espacios –los contextos– que conforman un
marco mayor –el contexto– y, por otra parte, entender la noción de contexto como una de las
herramientas centrales de este enfoque y no como el determinante metodológico mismo.
Los intelectuales liberal-conservadores son, tanto desde un estado de la cuestión de
escasas dimensiones como desde los términos metodológicos que aquí proponemos, un objeto
descentrado. Descentrado en tanto han sido escasamente atendidos por la investigación
académica, incluso por aquella centrada en los grandes tópicos atinentes a nuestro objeto: los
intelectuales, las derechas, las tradiciones liberal-conservadoras. Descentrado, además, por las
propias repercusiones que esos trabajos han tenido sobre el objeto: obturación, reduccionismo,
simplificación. Descentrado, también, porque esos dos puntos señalados obligan a
reposicionar al objeto de una doble forma: en tanto objeto dotado de un peso y una densidad
específica, y por medio de un abordaje particular. Dicho descentramiento, entonces, nos lleva
a estudiar a nuestro objeto por medio de una doble vía, que marca la división de la Tesis en
dos partes. La primera parte del trabajo, “Geografías intelectuales e ideología”, está formada
por dos capítulos. El primero de ellos, “Espacios intelectuales. Aproximaciones al caso
argentino”, se basa en analizar los trabajos que han marcado las dos grandes líneas que a la
fecha aún configuran los estudios sobre intelectuales en el ciclo que nos ocupa: las miradas
centradas en la especificidad política, con la radicalización hacia la izquierda de amplios
segmentos de la intelectualidad nacional, y las basadas en la especificidad disciplinaria, con la
aparición de la figura del experto como transformación de la figura intelectual. Tras ello, nos
adentramos en presentar a los intelectuales que protagonizan esta Tesis, atendiendo a sus
trayectorias para luego realizar un balance del conjunto. El segundo de los capítulos,
“Trazando círculos cuadrados. El liberal-conservadurismo como ideología”, propone una
lectura que complejice el postulado tradicional de liberalismo y conservadurismo como
idearios opuestos e irreconciliables. Allí procedemos a reconstruir centros y límites de dichas
ideologías que nos permitan explicar al liberal-conservadurismo como una ideología,

27
entendiendo que precisamente las ideologías se definen por su movilidad y por una tensión
entre dichos ejes y fronteras.
La segunda parte de la Tesis, “Los que vieron la zarza”, analiza las intervenciones de
los intelectuales liberal-conservadores entre 1955 y 1983, y está compuesta por cuatro
capítulos, subdivididos a su vez en tres partes. El primero es “El reino de este mundo.
Articulaciones en torno a la religión”, donde analizamos las diversas instancias en las cuales
la religión fue parte de las construcciones intelectuales de nuestros autores. Hacemos eje en el
sitio de la religión católica en el posperonismo, la cristianización liberal de la historia nacional
y el problema de la subjetividad de finales del ciclo aquí abarcado. El segundo de los
capítulos es “El tiempo de las masas. Variaciones en la construcción agonal de los sujetos”,
centrado en los diversos ejes temáticos en los cuales el problema de la sociedad de masas se
hizo presente en las estrategias de los actores que nos ocupan. Hacemos eje en el problema de
la desperonización, las preguntas por la ausencia de una clase dirigente y en la concepción de
otredad social en el clivaje elites-masas. “En guardia contra el Leviatán. El Estado y las
formas del vivir juntos” es el tercer capítulo de este segmento, centrado en el análisis de la
cuestión estatal y las implicancias de la regulación política de la vida pública en los
intelectuales liberal-conservadores. Allí ponemos el foco en las consideraciones sobre el
Estado tras la experiencia peronista, las relaciones del Estado a través de las ficciones de
sujeto y la figura constitucional, por último, nos detenemos en la historización que estos
autores realizaron del Estado argentino como forma político-democrática. Finalmente, el
quinto capítulo de esta segunda parte, sexto de la Tesis, es “Las formas de la Argentina.
Voluntades, representaciones y fracasos”, donde estudiamos los complejos modos en los
cuales estos autores trataron de dotar a la realidad inmediata de una racionalidad que
entendían ausente. En primer lugar, analizamos aquí las permanencias de la cuestión peronista
como parte de una redefinición identitaria de estos intelectuales, luego las consideraciones en
torno a la Guerra Fría y, por último, las pautas que plasmaron las lecturas del
refundacionalismo como finalmente imposible. Finalmente, en las conclusiones generales
ofrecemos una visión de conjunto del objeto de estudio tal como ha sido estudiado en este
trabajo.

28
PRIMERA PARTE
GEOGRAFÍAS INTELECTUALES E IDEOLOGÍA

29
CAPÍTULO I:
ESPACIOS INTELECTUALES
Aproximaciones al caso argentino

Pero en tanto no se piense los sistemas sociales


como sistemas de hombres, sigue uno sin pisar
tierra al usar este concepto.
-Norbert Elias.

Reconocer a los intelectuales liberal-conservadores en la bibliografía que se ha ocupado de la


cuestión intelectual en la Argentina de los años pretorianos es una tarea ímproba17. Desde el
artículo señero de Beatriz Sarlo en la revista Punto de Vista (1985) y los trabajos de Silvia
Sigal y Oscar Terán que, en 1991, fueron los primeros estudios de envergadura sobre la
temática, la cantidad de trabajos sobre los intelectuales en los años pretorianos, sea en libros,
artículos y ponencias, ha crecido a ritmo sostenido, sumándose a las propias intervenciones
dentro de dicho ciclo histórico (Rodíguez Bustamante, 1967; Marsal, 1970, 1972a, 1972b).
Sin embargo, dos grandes líneas de interés han predominado en estas investigaciones y, por
ende, marcado el estado de la cuestión: la que privilegia el plano político y la que se centra en
el plano disciplinario, dos movimientos de los espacios intelectuales que encontraron a los
autores liberal-conservadores por fuera de ellos. Es por eso que sostenemos la necesidad de
volver el trazar, desde dichas pautas, los espacios intelectuales argentinos en los años que nos
ocupan, a fines de poder preguntarnos por los roles de diversos núcleos intelectuales poco
atendidos por los trabajos especializados como son los liberal-conservadores que
analizaremos en esta Tesis. Por ello, nos centraremos primero en un estado de la cuestión

17
El rol de nuestros actores en torno a la última dictadura ha sido, en tal sentido, un factor obturador de
trayectorias e idearios complejos. Pueden verse como jemplos de dichas lecturas, entre otros: Novaro y Palermo
(2002: 93, n.27), quienes señalan a Jaime Perriaux y Ricardo Zinn como “aspirantes a intelectuales orgánicos del
régimen” dictatorial de 1976, junto a “los más sofisticados” Mariano Grondona y Víctor Massuh. Seoane y
Muleiro (2001) y Muleiro (2011), se centran también en tópicos similares.

30
sobre el tema que nos ocupa, para posteriormente presentar a los actores de este trabajo y
relevar una serie de conclusiones para complejizar el trazado del espacio en el caso argentino.

1-LECTURA SOBRE LECTURAS: PLANOS ANALÍTICOS SOBRE LOS


INTELECTUALES ENTRE 1955-1983

La preeminencia de los planos políticos y disciplinarios se configuró sobre las operaciones


analíticas donde la situación de los intelectuales en la Argentina en los años del pretorianismo
político, encastrada a la de América Latina, pero con sus particularidades, se haya estado
leyendo en los años precedentes y, en cierto sentido, aún hoy, bajo una lente específica. En
dicha mirada se entendía que

una particularidad conceptual de esos años es que la fórmula intelectual progresista


entrañaba una redundancia. El sólo contenido de la palabra intelectual arrastraba hacia sí
ese adjetivo. Dicho de otro modo, lo que no podía pensarse, excepto como aberración de
la naturaleza social o caso de laboratorio, es la idea de que un intelectual ‘reaccionario’
mereciera el nombre de intelectual (Gilman, 2003: 57).

Como ha señalado Sandra McGee Deustch con una carga de ironía: “El no especialista que
pasa revista previa a los títulos de trabajos académicos sobre América Latina en el siglo XX
puede casi concluir con seguridad que el pasado reciente de la región se caracteriza por el
izquierdismo y el cambio revolucionario” (2005: 19). ¿Clave de los tiempos, signados por la
centralidad de los intelectuales parados en una sola de las veredas del clivaje izquierda-
derecha? ¿Construcción retrospectiva de analistas fascinados por el evidente movimiento de
izquierdización18 de los espacios intelectuales, al punto que tal inclinación impediría ver la
construcción de ideas derechistas dentro de los núcleos desatendidos de las geografías
intelectuales y su posterior centralidad soterrada? ¿Lecturas simplistas que toman los aspectos
más generales o más destacados y reducen a ellos la multiplicidad de un universo vasto y
harto complejo? ¿Error de quienes, como lectores, acabamos por olvidar que la bibliografía

18
Elegimos el término “izquierdización” como concepto explicativo de un paulatino avance hacia la izquierda de
ciertos intelectuales, que no es lo mismo que hablar de “giro” o de “transformación”, y al mismo tiempo
preferimos no usar la categoría “radicalización”, que en general se utiliza como un fenómeno exclusivo para las
izquierdas y deja de lado los procesos similares en las derechas.

31
dedicada a los intelectuales en aquellos años posee objetos claros de análisis y la hemos
llevado a totalizar los aspectos históricos que ella cubre de modo parcial? Lo cierto es que
asistimos a un vacío de conocimiento de los fundamentos intelectuales que fueron base de las
transformaciones de las derechas, a punto tal que buena parte de la literatura se ha construido
sobre referencias extemporáneas19. Aquí, sin embargo, no se propone un estudio global de las
composiciones de tales espacios intelectuales, sino marcar ciertos ejes capaces de complejizar
las bases que los sustentaron, a la vez que colaborar, por esta misma operación, a una
ampliación de las miradas sobre las complejidades inherentes a los territorios intelectuales.
Totalizar las ideas contenidas en análisis que focalizaron sobre el carril que va desde el centro
hacia la izquierda de los espacios intelectuales, puede llevar a forzar una imagen que,
dibujando tales parcelas del quehacer social inclinadas hacia dicho carril, acabe por narrar que
esa era toda su significación.
Inevitablemente, las preguntas, las respuestas totales o parciales, las apuestas y las
dudas que podamos formular aquí están íntimamente ligadas con pasajes de lo que hemos
expuesto precedentemente. Se trata entonces de comenzar a reconstruir un espacio intelectual
específico, el del liberal-conservadurismo, desde sus bases mismas: los basamentos histórico-
teóricos, y los actores de tal lineamiento, atentos a sus trayectorias biográfico-intelectuales y
sus sociabilidades, como haremos a continuación, a fin de poder diagramar los ejes de una
operación básica para todo trabajo de historia político-intelectual: mapear los actores y los
circuitos de producción, circulación y difusión de las lecturas del lineamiento ideológico a
estudiar. La indagación de los espacios intelectuales argentinos en los años del pretorianismo
político debe, necesariamente, comenzar por trazar una serie de esquemas rectores que, según
el estado del arte, han definido la especificidad de tales espacios. Creemos, para ello, un
camino fructífero el que se trace en dos líneas paralelas, relevando las lógicas rectoras de los
espacios intelectuales desde una mirada de lo político y otra desde lo disciplinario. Dichos
movimientos marcan el desarrollo de procesos de diversa índole que, en una relación
dinámica, alimentaron la arquitectura que definió la forma y los contenidos de los espacios
intelectuales mismos, que fueron posteriormente rescatados por quienes han posado allí su
lente analítica.
Si, como ya hemos marcado, existió un efectivo movimiento hacia la izquierda de
determinados sectores de los espacios intelectuales con epicentro en la década de 1960,

19
Ejemplos claros son las homologaciones de las diversas derechas a una unidad; la identificación extemporánea
del nacionalismo de la segunda mitad del siglo XX con aquel de la primera mitad; la lectura del liberalismo y el
conservadurismo como homologables e intercambiables, entre otras operaciones. Puede verse Bohoslavsky y
Morresi (2011).

32
debemos en primer término marcar los hitos que la posibilitaron y explican. El intelectual se
leyó modernamente, para bien o para mal, como elogio o como reproche, pero siempre como
característica constitutiva de su función social, como un sujeto comprometido con su presente:
es el “modelo matricial” marcado por el caso Dreyfus, como lo ha denominado Franҫois
Dosse (2007: 43-98), lo cual dista mucho de entender por tal un valor aplicable sólo a
inclinaciones unilaterales, es decir, cuanto menos, progresistas20. Indisociable de la realidad,
forjador simbólico y por ello cultural y político de las alternativas bajo las cuales la sociedad
la interpreta, el intelectual como sujeto moderno vio, además, el nacimiento de un retoño
anómalo de su propio tronco: el experto (Bauman, 2005). Si en el principio estaba el caso
Dreyfus (Ory y Sirinelli, 2007), el recomienzo fue el desgaje particularista de la figura
intelectual durante la segunda mitad del siglo XX. Como destacaron Federico Neiburg y
Mariano Plotkin,

si la figura del intelectual remite a un tipo de formación general, que puede o no tener a la
universidad como ámbito principal de acción, la figura del experto evoca especialización
y entrenamiento académico. En su aparición pública, el primero dice anteponer un
conjunto de valores y un tipo de sensibilidad; el segundo, al contrario, actúa en nombre de
la técnica y de la ciencia, reclamando hacer de la neutralidad axiológica la base para la
búsqueda del bien común (2004: 15).

Como han analizado diversos trabajos21, en la propia década de los sesenta se dio el epicentro
de la reformulación que crea un núcleo de nuevas formas intelectuales en la Argentina. Si por
un lado avanzó la profesionalización y se consolidaron los espacios académicos como nuevas
plataformas legitimadoras de las prácticas del conocimiento social abiertas con el
derrocamiento del peronismo, los “años de oro” de la universidad y la modernización de
canales de circulación, por otro lado se dio un fuerte movimiento de redefinición y
reinterpretación de espacios políticos y simbólicos. Lo que podría pensarse como un quiebre
que deja de lado la tradicional práctica del ensayo de interpretación como marco de expresión,
en pos del avance del academicismo, no era sino una situación de pujas, tanto entre
concepciones antagónicas sobre los modos del conocimiento cuanto de modalidades
expresivas, generalmente simbolizada por la batalla entre ensayistas y cientistas sociales

20
Sobre el affaire Dreyfus, pueden verse la óptica sociológica de Charle (2009) y la obra de corte más
ensayístico de Ory y Sirinelli (2007). Para una lectura de esquemas “dreyfusianos” en la interpretación del
propio caso francés, Winock (2010). Diversas recepciones del caso en la Argentina pueden consultarse en
Lvovich (2003) y Altamirano (2006).
21
Ver Altamirano (2001, 2011), Blanco (2006), Rubinich (2002), Terán (1991), Sarlo (2001), Sigal (1991), y los
artículos del mencionado trabajo compilado por Neiburg y Plotkin (2004).

33
(Saitta, 2004; Blanco, 2006). Allí, lo que aparecía en pugna era ni más ni menos que la
pertinencia, e incluso la validez, de modos de apropiación del capital cognitivo, ese eje
definitorio de las figuras tanto como de las prácticas intelectuales. En los términos de Bauman
(2005), entonces, tendríamos la dinámica de luchas entre los intelectuales generales y los
territorializados, con los movimientos en torno a la política y en torno a las resoluciones del
proceso cognitivo en constante fricción y redefinición de posicionamientos.
Los profusos y profundos cambios de la formación del conocimiento social en la
Argentina durante dicho período son claves para analizar dónde se han ubicado las miradas
que han estudiado aspectos de los espacios intelectuales, ya que no sólo han primado las
visiones que indagaron sobre la izquierdización de ciertos sectores, sino también los que han
focalizado en las condiciones de forjamiento, dinamismo y vías de resolución del conflicto
entre intelectuales y expertos. El conjunto de tales investigaciones ha construido un sólido
espacio de base para inquirir en las especificidades de los diversos espacios intelectuales en
nuestro país, tanto en los años previos como en los que nos ocupan en este trabajo y que son
inseparables de ellos, pero han llevado también, por consecuencia de sus objetos de estudio, a
que el estado de la cuestión refleje la dinámica del campo desde los debates y conflictos
tocantes al progresismo y la profesionalización. Por supuesto, esto no es resultado de falencias
en tales obras sino, por el contrario, consecuencia de sus méritos, que resultaron en un
estancamiento de la cuestión, la cual permanentemente remite a los caminos temáticos que los
pioneros entre tales análisis han abierto.
Los dos planos analíticos, al mismo tiempo, se imbricaron entre sí de manera compleja,
marcando límites a veces muy finos entre el debate político y el profesional (Rubinich, 2002).
Como hemos señalado, hay en conceptos como el de campo que muchos trabajos han tomado
de Pierre Bourdieu de manera ortodoxa, un problema central, en tanto los límites que, en la
teoría del sociólogo, definen las lógicas internas de los campos, aparecieron muy esfumados
en el ciclo aquí cubierto. La imbricación referida, empero, hace necesaria también la
separación expositiva de ambos procesos tanto como de las miradas que los reconstruyeron, a
fin de graficar la complejidad de ambos procesos, muy distantes de la linealidad con que
muchas veces han sido presentados.

34
La vía analítica de la especificidad política: más allá de la izquierdización

Si entendemos que, por un lado, debemos rastrear el proceso que supuso la izquierdización de
amplios contingentes de los espacios intelectuales, es referencia obligada remitir a la lógica
cultural y política que dio lugar a tal movimiento. En un contexto de cambios culturales y
políticos que al mismo tiempo apareció marcado por la Guerra Fría y por los años de cambios
“excepcionales” a nivel mundial (Hobsbawm, 2003c: 261), ocupó un sitio destacado en el
contexto argentino el influjo de la Revolución Cubana y el rol que desde ella y a través de ella
ocuparon, y hasta se dogmatizó, debían ocupar los intelectuales22. A lo largo de tales años,
además, se configuró fuertemente una interpretación que ligaba el compromiso intelectual con
posiciones progresistas, cuando no directamente revolucionarias, y cuyos intelectuales faro
fueron el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre y el filósofo alemán Herbert Marcuse. El
influjo que los movimientos de liberación o insurgencia tercermundista ejercieron sobre los
intelectuales es otro hecho destacable del momento, lo mismo que las explosiones juveniles
de finales de la década, de las cuales el Mayo Francés se transformó en símbolo y actuó, a la
vez, como un nuevo mojón a la hora de revisar las relaciones entre intelectuales, cultura y
política.
En el caso argentino, es central la necesidad de incluir, además, el conjunto de nuevas
reflexiones sobre el peronismo, marcadas por un constante acercamiento de los intelectuales
hacia el “hecho maldito”, que dio una reconstrucción de las lógicas analíticas y de los
resultados de ellas que fue más allá de aquel intento, originario y original de una lectura desde
la izquierda ejercida por los integrantes de la hoy mítica revista Contorno (Croce, 1997: 111 y
ss.; Sigal, 1991: 134 y ss.). “La débil capacidad interna de producción de legitimidad tuvo una
equivalencia simétrica: la actividad intelectual se encontró sometida, sin mediaciones, tanto a
los acontecimientos políticos como a los cambios de humor ideológico de las capas cultas”,
destacó Silvia Sigal (1991: 35-36) sobre la centralidad política de estos fenómenos. Por un
lado, entonces, la dinámica operada por las transformaciones en el seno de la práctica del
análisis social, y el rol de primacía de la política, por el otro, actuaron como dos vías paralelas
que irían a encontrarse en la movilidad ideológica de una etapa que estaba pariendo nuevas
concepciones a la vez que no acababa de enterrar las previas, y donde los intelectuales como
figuras fueron parte de un ciclo de dinamismo interno y retroalimentación con el exterior. La

22
El cambio en la agenda cultural que implicó la revolución socialista en suelo americano, al igual que los demás
factores que incluiremos aquí como ejes que explican la lógica del movimiento hacia la izquierda, sobrepasa los
límites de este trabajo. (cf. Gilman, 2003; Ponza, 2010).

35
propia Sigal ha enfantizado, en efecto, que “estos interrogantes sobre el lugar de los
intelectuales en la política son inseparables de la pregunta sobre el lugar de lo político para
los intelectuales”, por lo que esta relación por sitios de concepción y acción aparecía
configurando identidades y roles sociales:

[I]nevitablemente contaminada por los problemas que, retrospectivamente, plantea la


ideologización de una vasta zona del espacio intelectual poco más de diez años más tarde.
Ideologización que traduce límpidamente el esfuerzo de los intelectuales argentinos para
encontrar un lugar y una identidad a través de simbiosis entre cultura y política en una
coyuntura pensada en términos de ruptura del orden social (1991: 16)23.

Vemos, entonces, que se destaca la mutua implicancia entre los espacios disciplinarios y
políticos –tomando, claro, a ambos como conceptos acotados a fines de su presentación
analítica– y el nuevo desafío que asumirán muchos intelectuales de una reconstrucción de
sentidos de ambos ámbitos que los una y, a la vez, los inscriba dentro de una lógica que se
mueva paulatinamente hacia posiciones de izquierda.
Pero no por ello debe obturarse que, como señalamos, ciertas concepciones no
acababan de ser enterradas. Ejemplos de ello serán las miradas que, desde la intelectualidad
ligada a la izquierda más dogmática, seguían analizando a los partidos movimientistas tales
como el radicalismo y el peronismo con lentes antiguos, cuando no lo hacían de ese modo con
una concepción de la historia argentina toda (Altamirano, 2011). En el mismo sentido, por
ejemplo, puede señalarse el reverdecer de un nuevo antiintelectualismo que colocaría a los
intelectuales –más que nunca ejerciendo, un grueso de ellos, un complejo acercamiento
teórico o fáctico a la política de masas– como verdaderos agentes que desfiguraban la política
(Saitta, 2004: 114; Terán, 1991: 151 y ss.). Desde los propios intelectuales, a su vez, y vista la
desazón que significó la experiencia de apoyo de muchos de ellos al gobierno de Arturo
Frondizi, se recrudecieron ciertas posturas por medio de las que se

reforzó la tradición ‘modernista’ de la incontaminación del intelectual con el Príncipe,


cerrando el círculo que definía un estilo de intervención en la política que veda la
incidencia directa sobre el Estado, caracterizado como un centro no reformable y con
el que es preciso no comprometerse para no verse incluido en su ‘engranaje’ (…)”
(Terán, 1991: 153)24.

23
El uso de la idea de contaminación utilizado por Sigal, pese a su carga evaluativa, muestra el conflicto por los
límites entre los espacios intelectuales y políticos como sitios sociales en reformulación. Operaciones
sumamente destacadas se dieron en torno de las relaciones de las izquierdas con el peronismo, como ha
analizado Altamirano (2011).
24
Para la relación de los intelectuales con el frondizismo, momento clave del contexto posperonista, pueden
verse, entre otros, Croce (1997), Sigal (1991), Terán (1991), para las tendencias progresistas. Para los espacios
de derechas, Sivak (2004) y Galván (2013). El segunda capítulo de la biografía del periodista Jacobo Timerman

36
Es decir que tenemos aquí un extendido arco de posiciones: desde los propios clivajes
entre aquellos intelectuales que se acercaban a la política y asumían el riesgo de hacerlo desde
una renovación de lecturas, hasta aquellas posturas que desde la propia intelectualidad
clausuraban las posibilidades de acercamiento a la política en acto, vista como contaminante
de los hombres de ideas, pasando por el antiintelectualismo que invertía tal relación y el
dogmatismo partidario que clausuraba posibilidades como la primera de las mencionadas. La
reconstrucción de miradas permite colocar bases de mayor amplitud para atender el tipo de
análisis que circulaban en aquellos momentos, y que ello mismo nos lleva a señalar que la tan
extendida idea de una relación privilegiada o, más aún, una sinonimia entre los términos
intelectual e izquierda o progresismo se muestra insuficiente. Es el primer paso para dibujar
lineamientos que permitan recrear el obturado lugar de los intelectuales de derechas,
ampliando, como ya postulamos, los espacios de batalla en los cuales los intelectuales
intervinieron desde su relación con la producción de conocimiento, el despliegue de ideas en
la sociedad y sus lógicas políticas.

La vía analítica de la especificidad disciplinaria: el desgaje de la figura del intelectual

Al mismo tiempo en que se daban las contriciones en la relación de los intelectuales con la
política, ocurría una fuerte polémica entre los dos modelos que buscaban retener para sí la
verdad última del capital que signa a la figura intelectual: el conocimiento. El debate, que
adelantamos ya, entre los cultores de la práctica intelectual generalista, y aquellos que, desde
criterios de profesionalismo y emplazamiento académico, buscaban en cambio espacios
territorializados de intervención, incluyó dentro de sí matrices fundamentales. Primeramente,
una polémica de carácter cultural, donde lo que se ponía en juego eran las pertinencias de los
distintos modos de producción de conocimiento social, donde en primer término colisionaban
quienes practicaban el ensayismo, esa tradición tan cara a las prácticas intelectuales argentinas,
y quienes buscaban pautar tal conocimiento según modalidades de rigor científico. La
polémica, además, se extendía al ámbito político, en tanto aparecían entonces en pugna los
modos de intervención pública y la pertinencia de la construcción del conocimiento por parte

escrita por Mochkofsky (2003), presenta un importante análisis de caso que va más allá de los recortes
ideológicos.

37
de los intelectuales, aún cuando en medio del fragor de la contienda se admitiera la validez de
tal término para englobar a quienes se paraban en veredas antagónicas pero, por las mismas
características de la puja, en permanente contacto.
Fue en los ámbitos de la sociología, y a través de una renovación de la disciplina con
la incorporación de técnicas empiristas y el acento en un distanciamiento de las prácticas
cognitivas de un basamento ideológico-político como eje central, a la vez que por ello mismo
una centralidad en la búsqueda de la neutralidad valorativo-axiológica, donde comenzó la
lucha entre dos modos de concebir las formas de conocimiento social (Blanco, 2004; 2006).
Como ha destacado Lucas Rubinich, “frente al pensamiento social predominante en América
Latina, cuya principal forma de expresión era el ensayo, surgía esta nueva disciplina que se
proponía lograr un conocimiento objetivo de la realidad social” (2002: 251). Estas formas
introdujeron en la intelectualidad un desafío y un trastorno mayúsculo puesto que, como
expusimos, los modos tradicionales y aceptados de cuestionar y explicar lo social aparecieron
desafiados, generando en torno de estos dos modos de aprehender la realidad una polémica
que puso en disputa la pertinencia de los modos de producir, expresar y reproducir
conocimiento tanto como la validez de la propia figura del intelectual según los lineamientos
que tal estampa poseía desde la matriz forjada por el “caso Dreyfus”. A la concepción ya
clásica del intelectual le surgía un desgaje que no sólo implicaba un cambio de sus contenidos
y alcances, sino que aparecía en abierto desafío a su figura previa, cuestionándola en su
capital y acompañada de un marco internacional supeditado a la reformulación internacional
de las ciencias sociales y el interés de las instituciones en la investigación social, tan amplio,
vasto e influyente como aquel que enmarcaba la lógica de los intelectuales comprometidos
con posiciones progresistas (Devés Valdes, 2009: 21-68). Es decir, estamos aquí ante el doble
relato de procesos de relevancia internacional que hacen eclosión en el contexto local. Y
justamente en tal marco la polémica se mostró de una fuerza tal que trascendió el inicial
ámbito sociológico donde, como mencionamos, comenzó en nuestro país tal puja entre
intelectuales y expertos. Quienes pugnaban por las nuevas concepciones buscaban un
lineamiento con criterios científicos o de neutralidad axiológica que era condenado por los
practicantes del ensayo como “cientificismo”, a la vez que estos eran vistos por los primeros
como promotores de un conocimiento viciado (Blanco, 2004; 2006). Como dijimos, el tesoro
por cuya apropiación simbólica se luchaba era tan luego el capital cognitivo, el que define a
las figuras tanto como a las prácticas intelectuales, y tal batalla se prolongó en la creación de
canales de expresión de todo tipo, que actuaban a la vez como portadores de los lineamientos
y roces internos de cada facción, y como modos de validación y legitimación. En tal sentido,

38
los espacios intelectuales se desgajaron a un nivel antes desconocido, que marcó una nueva
etapa para la intelectualidad nacional, como ya lo han planteado los trabajos pioneros y lo
enfatizan las investigaciones más recientes.
El peso que sobre la vida cultural y política tuvo este enfrentamiento disciplinario e
identitario es difícil de exagerar, al punto que ha opacado otras alternativas del caso que, si
bien no son nuestro foco de atención, en aras de mostrar la coincidencia con el diagnóstico de
un alto dinamismo de las pujas que ya marcamos, debemos mínimamente hacer mención a
ellas. La narrativa, muy extendida, que ha focalizado en el enfrentamiento de lógicas ha
dejado de lado dos situaciones indudablemente verificables una vez que se recorre la
bibliografía especializada: primeramente, el segmento de lo que se ha agrupado en el
imaginario analítico como “sociología científica” lejos estaba de conformar un conjunto
estandarizable, sino que en él convivían tensiones interiores, que han quedado relegadas largo
tiempo por la relevancia propia del enfrentamiento entre intelectuales y expertos, entre
ensayistas y científicos. Tanto como han quedado de lado, en las miradas sobre el conjunto
del ensayismo, las ideas de la corriente antiintelectualista sobre el rol de los intelectuales en la
sociedad de su época (Saitta, 2004). Y lo mismo podemos señalar acerca de la relación que
comenzaron a ocupar, por medio de la apropiación y difusión universitaria tanto como
militante obras de una y otra corriente (Rubinich, 2002).
Una vez recorridas estas alternativas, notamos que en el desgaje que supuso la idea de
experto, la noción de intelectual no sólo encontró al principio un desafío, sino que también
halló un modo de engrosar sus implicancias, en medio de un proceso que fue de una alta
complejidad y un dinamismo que hizo que los nucleamientos inicialmente en oposición
acabaran por momentos en una complementación. Es dentro de esa compleja serie de
entrecruzamientos donde debemos ubicar a los actores del liberal-conservadurismo intelectual
y sus obras, a fines de poder arribar a un diagrama más completo de los espacios intelectuales
argentinos en los años del pretorianismo político.

2-LOS INTELECTUALES LIBERAL-CONSERVADORES: UN ABORDAJE

39
Como hemos señalado previamente, la bibliografía sobre los espacios intelectuales en la
segunda mitad del siglo ha conformado un proceso que obturó, retrospectivamente, el rol de
estos autores. Por ende, recuperar sus trayectorias biográfico-intelectuales, una vez
conceptualizado el liberal-conservadurismo como ideología política específica, es un paso
necesario para trabajar con sus ideas. El modo de abordaje elegido para este apartado busca
realizar un relevamiento prosopográfico de los actores, es decir, trabajarlos como parte de un
grupo social buscando una serie de características comunes al mismo tiempo que de
diferencias tales que nos permitan obtener un cuadro tanto cuantitativo como cualitativo. En
tal sentido, la estrategia prosopográfica nos permite, por un lado, trabajar a los agentes
individuales en relación al conjunto y, por el otro, dejar de lado las implicancias que, a decir
de Bourdieu (1997), conformarían “la ilusión biográfica” en tanto construcción narrativa
cuando no se trata aquí de estudios de tipo biográficos ni de seguir a lo largo del trabajo las
trayectorias intelectuales de los autores. El tipo de abordaje analítico que aquí realizamos
busca destacar una serie de particularidades que conformen al sujeto estudiado en cuanto actor
intelectual, dentro de una serie determinada de espacios y lógicas sociales capaces de ofrecer
no sólo datos sobre dicho actor sino sobre el grupo intelectual-ideológico que estamos
estudiando. Su objetivo es, entonces, demarcar el lugar de los intelectuales que nos ocupan
ante el trazado de espacios que ofrecimos previamente.
Uno de los más notorios intelectuales de esta tendencia, Álvaro Alsogaray, ha
destacado en el espacio público con roles muy diferentes: político, funcionario público,
impulsor del liberalismo económico. Pero Alsogaray ha sido, fundamentalmente, un
intelectual, y específicamente un intelectual liberal-conservador que, sin embargo, realizó un
tránsito hacia las nuevas tendencias de la derecha liberal, las que hoy conocemos
genéricamente como neoliberalismo (Morresi, 2007; Vicente, 2010). Nacido en Santa Fe en
1913, dentro de una familia de tradición patricia ligada al ejército, se recibió de ingeniero
mecánico en la Universidad Nacional de Córdoba, amén de realizar diversos estudios dentro
de las Fuerzas Armadas y posteriormente estudiar economía en posgrados en el extranjero. A
su retorno tuvo un cargo que, a las luces de su notorio antiperonismo, parecería insólito: fue
designado por el propio Juan D. Perón al frente de la Flota Aérea Mercante Argentina, donde
llegó tras un cargo en la empresa mixta estatal-privada Zonda. Su primera experiencia en el
Estado fue breve, a cargo de la Flota Aérea Mercante Argentina (FAMA) desde el 21/09/’48
al 9 de abril del año siguiente, cuando el propio líder justicialista lo echó de su cargo (Doman

40
y Olivera, 1989: 41-43) 25 . Posteriormente, fue subsecretario de Comercio y ministro de
Industria de la “Revolución Libertadora”, bajo Lonardi y Aramburu, respectivamente, aunque
en 1956 renunció por diferencias con Raúl Prebisch, especialmente de tenor ideológico
(Doman y Olivera, 1989: 44). Fue designado ministro de Economía del gobierno de Frondizi,
en una de las maniobras que la intelectualidad progresista más cuestionó al líder desarrollista,
según diversas fuentes por presión del sector liberal del Ejército donde revistaba su tío Julio
Alsogaray (Domán y Olivera, 1989: 218; Potash, 1982a: 143-144; Rouquié, 1982: 198).
También en dicha administración fue ministro interino de Trabajo y Seguridad Social,
manteniendo el primer cargo durante un tramo del interinato de José María Guido. Tras el
golpe de Estado de 1966 fue designado al frente de la embajada nacional en los Estados
Unidos, cargo que ocupó por dos años. Fundó el “Instituto de la Economía Social de
Mercado” (IESM), que según sus palabras estuvo inspirado en las ideas que aplicaron en la
Alemania de Konrad Adenauer Ludwig Erhard y, en la Francia de Charles De Gaulle, Jaques
Rueff, de quienes fue un constante difusor. El IESM forjó fluidos contactos con referentes de
la nueva derecha liberal, y lanzó una revista, Orientación Económica.
Alsogaray fundó diversos partidos políticos, como el Partido Cívico Independiente,
que editó el periódico Tribuna Cívica en los años de Frondizi, durante el breve lapso en que
se hizo cargo del ministerio de Economía. Fue miembro de la Academia Nacional de Ciencias
Económicas desde 1968. Si bien se autodenominó opositor a las políticas de Martínez de Hoz
en el “Proceso de Reorganización Nacional”, y hay escritos en concreto contundentes al
respecto, en aquellos años señaló compartir el diagnóstico general del programa, su hija María
Julia fue funcionaria del gobierno en la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio
(ALALC), designada en 1977, Alsogaray mismo participó de los diálogos políticos del
“Proceso” con su partido Nueva Fuerza e incluso varios funcionarios procesistas fueron luego
militantes de la Unión del Centro Democrático (UCD), siendo el caso más notorio el del ex
gobernador bonaerense Jorge Aguado. La UCD, el más importante de los partidos forjados
por el santafesino, por breve tiempo logró ser “el tercer partido” del sistema político argentino,
durante los primeros años del retorno democrático, y donde Alsogaray compartió militancia
con otros intelectuales liberal-conservadores aquí considerados, como el vice-almirante
Carlos Sánchez Sañudo y el economista Ricardo Zinn, con quienes también impulsó la
construcción, a partir de 1982, del Encuentro Nacional Republicano, un conglomerado

25
La versión de los biógrafos no autorizados de la familia Alsogaray propone que se debió tanto a
incompatibilidades ideológicas (quitar retratos de Eva Perón, publicar publicidad en el matutino opositor La
Prensa) como prácticas (remitir a Perón facturas de viajes de su esposa), caracterizados por el mandatario
justicialista como “desastres” (Doman y Olivera, 1989: 43).

41
político de diversas expresiones autodenominadas de derecha y centroderecha. Fue asesor con
rango de secretario de Estado del primer gobierno de Carlos Menem, cargo al que renunció a
principios de 1991. Como señaló Ezequiel Adamovsky (2009: 332), una de las
particularidades de Alsogaray fue su constante búsqueda de transmitir sus ideas económicas y
políticas, lo que hace comprensible que haya abarcado una serie de ámbitos muy extensa: la
vida académica, los medios, la edición de diversos libros ensayísticos o programáticos, la vida
político-partidaria. Entre sus libros se destacan dos vertientes: los que ofrecen ensayos sobre
diversos tópicos políticos y económicos, como Política y economía en Latinoamérica o
Experiencias de cincuenta años de política y economía argentina y los que conforman
escritos programáticos o plataformas gubernamentales, como Bases para la acción política o
Bases para un programa liberal de gobierno. Falleció en abril de 2005.
También Alberto Benegas Lynch fue otro importante referente de los economistas
liberal-conservadores influidos en este ciclo por el neoliberalismo. Nació en 1909 en Buenos
Aires, parte de una familia dedicada a la vitivinicultura cuya tradicional Bodega Benegas,
ubicada en la provincia de Mendoza, dirigió durante 30 años. Obtuvo su título de economista
en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, donde luego se
doctoró. Trabó relaciones con figuras de la renovación liberal como Ludwig von Mises,
Fredich Hayek y Leonard Read en 1950, en ocasión de un viaje a los Estados Unidos,
conexiones que profundizó cinco años luego, cuando el gobierno de la “Revolución
Libertadora” lo nombró ministro consejero en la embajada nacional en Washington. Fue
acreditado como miembro de la Mont Pellerin Society por medio de las invitaciones de Mises
y Hayek en 1957, el mismo año en el que a sus instancias se creó en la Argentina el Centro de
Estudios sobre la Libertad (CEL), inspirado en la Foundation for Economic Education, que
dirigía Leonard Read. Con el sello de esa institución lanzó obras de autores de gran
importancia para el pensamiento liberal nacional e internacional, como Federico Pinedo, Hans
Sennholz y el propio von Misses. Ya durante ese primer año de vida el CEL invitó al país a
brindar seminarios a Hayek, Read y Louis Baudin, y en 1958 lanzó la revista Ideas sobre la
libertad. La revista se basó en su concepción y diseño en The Freeman, la publicación de la
propia fundación liderada por Read, subtitulada justamente Ideas on Liberty. Con el paso de
los años, el Centro traería al país a diversos intelectuales, donde se destacó la presencia de
Mises, y crearía un sistema de becas de estudios de la mano de Read, para perfeccionar a
graduados argentinos en los Estados Unidos en la propia Foundation y en universidades como
Columbia, New York o Yale, y posteriormente en la de Grove City, en este caso de la mano
del propio Sennholz. Fue miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas (desde

42
1968) y de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (desde 1969), de la cual fue
Presidente entre 1985-86, y de otras similares fuera del país. Fue uno de los partícipes de la
Asociación Patriótica Argentina (APA), liderada por el almirante Isaac Rojas, donde fue parte
de la Comisión Promotora, y de la Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora.
Fue uno de los integrantes del ya mencionado Encuentro Nacional Republicano. En el ámbito
empresario, amén de la bodega familiar, presidió la Cámara Argentina de Comercio (1955-56)
y la Asociación Vitivinícola Argentina. Su obra, caracterizada por una constante tendencia a
la intervención breve y polémica, se encuentra en libros como el ensayo breve Destino de la
libertad, así como distintas intervenciones en obras colectivas lanzadas a través de las redes
editoriales donde tuvo, desde su rol de académico, lugares clave. En su trabajo Por una
Argentina mejor (1989) compiló y reformuló diversos escritos previos, por lo que actuó como
una síntesis de su pensamiento, cuando ya era una figura del panteón liberal local: había sido
homenajeado en vida con una obra colectiva donde escribieron autores tan reconocidos como
Ezequiel Gallo, Francis Korn, Manuel Mora y Araujo (AAVV, 1984). Falleció en 1999.
Germán Bidart Campos, abogado doctorado en la UBA, ha sido uno de los
intelectuales de mayor reconocimiento académico dentro del espectro liberal-conservador, y
el que ha producido uno de los giros ideológico-políticos más notorios. Nacido en 1927 en
Buenos Aires, se graduó en 1949, tras lo cual realizó estudios de posgrado en España, y a su
vuelta obtuvo, con la Tesis “La democracia como forma de Estado” su grado de Doctor en
Derecho en la misma casa. Fue profesor de Derecho Constitucional y Derecho Político en la
propia UBA, donde también fue Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales
Ambrosio L. Gioja y fue nombrado Profesor Emérito en 1995. Otros de los cargos
académicos de su trayectoria fueron: Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad
Católica Argentina (UCA) entre 1962 y 1967 y Vicerrector Académico de la UCA entre 1986
y 1990. En el marco estatal, se desempeño como Director del Registro Civil de la Ciudad de
Buenos Aires, miembro de la Comisión Asesora para la Reforma Constitucional en 1972,
asesor de la Convención Nacional Constituyente en 1994. Su obra escrita es de una amplitud
tal que, en la actualidad, la biblioteca de la Suprema Corte de Justicia de la Nación posee un
archivo especial con su nombre. Además, fue director del importante medio profesional
editado por la UCA El Derecho, entre 1978 y 1966, y uno de los principales colaboradores de
la revista La Ley, la más importante del espacio del Derecho. Formó parte de la Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la Academia Nacional de
Ciencias Morales y Políticas (desde 1982), así como de la Asociación Argentina de Ciencia
Política, desde su fundación en 1957. Dentro de su obra no exclusivamente jurídica, vale

43
mencionar obras como Historia e ideología de la Constitución Argentina (1969), Lecciones
elementales de política (1973), El régimen político. De la Politeia a la República (1979),
Problemas políticos del siglo XX (1981), el libro-folleto Pensando la República (1982) y
Problemas de la democracia argentina (1983). El giro ideológico-político al que hemos
referido ocurrió en la década de 1980, cuando una manifestación discriminatoria le realizó un
“escrache” por su condición de homosexual. A partir de allí, Bidart Campos profundizó su
compromiso con los Derechos Humanos, al punto de ser considerado en la actualidad un
emblema de las causas humanitarias. Obtuvo diversos galardones: en 1983, el Premio
Nacional Consagración en Ciencias Sociales; en 1986 recibió el diploma al mérito en Ciencias
Políticas de la Fundación Konex, y en 1996 el mismo galardón en Derecho Constitucional; en
el año 1994 recibió sendas distinciones de la Universidad Nacional de Mar del Plata y de la
Universidad de Belgrano, y el Premio a la Producción Científica y Tecnológica de la UBA.
Falleció en 2004, un año luego de haber sido nombrado Ciudadano Ilustre de la ciudad de
Buenos Aires.
Horacio García Belsunce, al igual que Alsogaray, fue otro intelectual ligado a la
economía pero titulado en otra disciplina, ya que es abogado, recibido en la Universidad de
Buenos Aires, donde se doctoró en Jurisprudencia, y se ha especializado en Derecho
Tributario. Nacido en 1924, es hijo de un abogado español que emigró a la Argentina, donde
contrajo matrimonio como Emma Belsunce, de ahí el apellido compuesto que en años
recientes apareció ligado al mundo de las noticias policiales: su hija, la socióloga María Marta,
fue asesinada en un sórdido episodio en el Country Club “El Carmel”, de la localidad de Pilar.
Ejerció como profesor titular de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA
durante casi treinta años, de 1956 a 1984, salvo en el interregno peronista del 1973-76,
cuando renunció en solidaridad con el cesanteado Roberto Alemann. En dicha Facultad tuvo
diversos cargos docentes y directivos, como la dirección del Instituto y del Posgrado en
Derecho Tributario. En 1984 renunció por diferencias con el gobierno de Raúl Alfonsín y su
política de Derechos Humanos. Tuvo diversos cargos en el Estado: subsecretario de Hacienda
de la “Revolución Libertadora”, secretario de Hacienda en el interinato presidencial de José
María Guido, 1962-1963; fue y es miembro de diversos organismos como la Academia
Nacional de Ciencias de Buenos Aires, la Academia Nacional de Ciencias Económicas (desde
1966), la Academia Nacional de Derecho (desde 1982), a las cuales presidió en 1986-89 y
2001-04 respectivamente, y de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (desde
1979), amén de instituciones similares en el extranjero y entidades como el Jockey Club y el
Círculo de Armas. Fue uno de los creadores de la Fundación de Investigaciones Económicas

44
de Latinoamérica (FIEL), de la cual fue vicepresidente. En el área empresarial, fue directivo
de la Cámara Argentina de Comercio, entre 1962 y 1968, años en los que tuvo a su cargo los
puestos centrales: Director (1962), Vicepresidente (1963-66) y Presidente (1966-68); al
mismo tiempo, fue Vicepresidente primero de ACIEL (1964-66). Fue, además, el primer
Presidente de las Comisiones Mixtas Argentino-Española, Argentino-Japonesa y Argentino-
Alemana, y ocupó la presidencia de importantes empresas como la cervecería Quilmes, la
compañía de electrónica Philips y el diario La Prensa, entre otras. Su obra se divide en dos
grandes núcleos, el dedicado a su especificidad profesional, con títulos como Estudios
financieros (1966) o Temas de derecho tributario (1982), y el conjunto de trabajos de corte
analítico económico-político como Trece años en la política económica argentina. 1966-1979
(1979) o Política y economía en años críticos (1982). Obtuvo el Premio Konex en las áreas
“Derecho Administrativo, Tributario y Penal” en 1996 y en “Humanidades” en 2006, así
como el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica de Salta en 2002. Alejado de
los sitios de alta exposición pública que ocupara otrora, sus mayores intervenciones de los
últimos años se dieron en cartas de lector enviadas al periódico La Nación y en homenajes a la
“Revolución Libertadora”.
Jorge L. García Venturini nació en la ciudad de Bahía Blanca en 1928, y se mudó a los
quince años a la Capital Federal, donde cursó sus estudios secundarios y universitarios, estos
últimos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, casa en la que
se doctoró en Filosofía. Fue docente de esa institución, tanto en esa dependencia como en la
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, de la Universidad del Salvador (USAL) y de la
UCA. Amén de sus ensayos de tono filosófico como Filosofía de la historia (1963) y Politeia
(1976), sus trabajos se centraron fundamentalmente en una profusa obra divulgativa y
pedagógica, tanto de su especialidad como en los libros Curso de Filosofía (1959),
Introducción dinámica a la filosofía de la historia (1966) o Historia general de la Filosofía
(1972), cuanto de otras áreas de las Humanidades, como Curso de Psicología (1959) o Curso
de Historia de la Educación (1962). Los dos ensayos previamente mencionados, así como el
primero de los cursos, fueron verdaderos best-sellers: Politeia tuvo seis ediciones, cinco
sucesivas y la más reciente en 2003; Ante el fin de la historia, cinco ediciones sucesivas; el
Curso de Psicología alcanzó la notable cifra de veintisiete ediciones26. Escribió Dos ensayos
junto a Alberto Benegas Lynch (h). Miembro fundador del Partido Demócrata Cristiano en
1955, cuando formó parte de la corriente juvenil ligada a las ideas de Jacques Maritain

26
Las casas editoras de estas obras no diferenciaban entre reimpresión y reedición, por lo que subsumimos la
primera forma editorial a la segunda.

45
(Ghirardi, 1983: 90)27 , su otra notoria actividad militante fue formar parte del Encuentro
Nacional Republicano. Fue, además, asiduo colaborador de la revista católica Criterio, del
periódico La Prensa, miembro de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
(desde 1975), y tuvo dos cargos públicos relevantes: director de Cultura de la provincia de
Buenos Aires y director de EUDEBA durante la última experiencia dictatorial, a los que
accedió desde su rol de miembro del “Grupo Azcuénaga”, si bien su paso por la función
pública fue breve, y la experiencia de la editorial universitaria especialmente rodeada de
controversias entre militares y civiles (Invernizzi y Gociol, 2002: 225-256). García Venturini
había estado ligado al mundo editorial mediante la dirección de la colección “El tema del
hombre”, de la editorial Troquel (donde publicó diversos trabajos propios), dedicada a temas
de filosofía, metafísica e incluso esoterismo y parapsicología. Durante el “Proceso”,
precisamente, ocupó un destacado rol como intelectual televisivo, con visitas regulares al
programa Hora Clave, conducido por Bernardo Neustadt y otro intelectual liberal-
conservador, Mariano Grondona. No llegó a ver el final de tal régimen pero sí sus declinantes
últimos días: falleció el 23 de setiembre de 1983.
Mariano Grondona nació en Buenos Aires en 1932. Hijo de una familia de negocios
ligados al campo, estudió en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, donde
fue compañero de otros futuros intelectuales muy destacados como Guillermo O´Donnell,
José Nun y Rodolfo Ortega Peña. Previamente, su fuerte vocación religiosa lo ligó a el padre
Luis María Etcheverrri Boneo, y a la Acción Católica (Sivak, 2004: 41-46). De tal postura,
más cercana al nacionalismo de inspiración católica, giró hacia el liberalismo en los tiempos
que rodearon la caída del peronismo, de la cual participó como comando civil cuando ya era
miembro de la Asociación Cultural para la Defensa y Superación de Mayo (ASCUA). Tras
recibirse en la UBA, viajó a realizar estudios de posgrado en Ciencias Políticas y Sociología a
España, los cuales cursó en el Instituto de Estudios Políticos y la Universidad de Madrid,
respectivamente. En 1969 se doctoró en la misma Facultad de Derecho y Ciencias Sociales,
donde ejerció la docencia en Derecho Político –luego Teoría del Estado– desde 1960, en la
cátedra de Ambrosio Romero Carranza, y fue nombrado, en 2004, como Profesor Emérito.
También dictó clases dentro del primer grupo de profesores de la por entonces novel carrera
de Ciencias Políticas de la USAL desde 1967. Fue docente en la Escuela Interamericana de
Guerra desde 1961, y docente e investigador de la Harvard University en los Estados Unidos,

27
Ghirardi también señala a García Venturini, en ese momento, como parte de un grupo juvenil contrario al
liberalismo económico, algo incomprobable desde los artículos del bahiense de esos años y negado por los
informantes que accedieron a darnos datos del filósofo.

46
entre 1985-91. Su carrera periodística se inició en La Nación en 1962 y, tras un alejamiento
en 1965, desde 1987 volvió a las páginas del diario de la familia Mitre, siendo su rol
premiado cuando obtuvo el Diploma al Mérito de la Fundación Konex en el rubro Análisis
Político. Entre sus trabajos periodísticos más destacados se cuentan la participación en
Primera Plana; la dirección de las revistas Visión entre 1978 y 2005, a la cual ingresó
recomendado por José A. Martínez de Hoz (Sivak, 2004: 188), Carta Política entre 1974 y el
final del PRN, solventada por el empresario del azúcar Raúl Piñero Pacheco28, y A Fondo,
durante los primeros años ochenta. También se destaca su importante trayectoria en proyectos
televisivos como Tiempo Nuevo, al que se sumó invitado por su creador, Bernardo Neustadt, a
mediados de la década de 1970 y en el que permaneció hasta que en los años noventa creó el
programa que aún hoy conduce: Hora Clave, por el cual fue premiado por la Fundación
Konex en 1997 con el Diploma al Mérito, el Premio de Platino y el Premio de Brillante por su
labor televisiva.
Grondona Fue subsecretario del Interior durante el interinato de Guido, una gestión
donde darían sus primeros pasos en la función pública otros intelectuales liberal-
conservadores, como José A. Martínez de Hoz, Jaime Perriaux, a quienes estudiaremos aquí,
además de Federico Pinedo y Guillermo Walter Klein. Posteriormente, tendría un breve paso
como embajador plenipotenciario del gobierno de facto instaurado en 1966, dentro del área
del canciller Nicanor Costa Mendez, y también el rol de asesor de Planeamiento, desde
noviembre de 1968 a agosto de 1969. Esas fueron sus experiencias directas en el mundo del
Estado y la política, si bien fue co-autor, junto al sociólogo José Enrique Miguens, del famoso
Comunicado 150 del bando “Azul” del Ejército que tenía como figura al general Juan Carlos
Onganía. Escribió también un Plan Político para la Fuerza Aérea, de la cual fue asesor
muchos años, durante el PRN, e incluso su fue sondeado como posible candidato
independiente en una fórmula porteña del FREPASO a fines de los noventa, en el pico de lo
que fue un reacomodamiento ideológico que el propio Grondona calificó como progresista29
(Sivak, 2004: 65-92, 117-125,159-180, 259-283).
Segundo V. Linares Quintana nació en City Bell en 1909 y se mudó a Buenos Aires a
los ocho años. Recibido de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA,
casa en la que también obtuvo su doctorado en Jurisprudencia, comenzó a ejercer la docencia

28
Experiencia solventada por el empresario del azúcar Raúl Piñeiro Pacheco. El propio Piñeiro Pacheco (1981)
da cuenta de las relaciones entre militares, intelectuales y empresarios en un libro autobiográfico.
29
Justamente en aquellos años diversos medios publicaron documentos concernientes a la actuación de
Grondona en los golpes de Estado de 1966 y 1976, con lo cual este intelectual realizó una suerte de “mea culpa”
pero si bien admitió haber redactado el sonado Comunicado aludido, negó haber asesorado a los uniformados del
PRN (Sivak, 2004).

47
en esa casa y en la Universidad Nacional de La Plata en 1939, donde además creó y dirigió la
Licenciatura Especializada en Ciencia Política. Fue docente de ambas casas de estudios
durante cuatro décadas. Fue, luego, Profesor Emérito de ambas universidades, así como
Doctor Honoris Causa por la North Carolina University de los Estados Unidos, donde ejerció
como docente durante 1951-54, cuando debió dejar sus cargos en el país por motivos políticos,
retornado en 1955, año en que asumió, hasta 1956, como director de Asuntos Jurídicos del
ministerio del Interior, cargo que volvería a ejercer bajo el mandato de Arturo Illia. Fue
también decano de Ciencias Políticas, Jurídicas y Económicas en la Universidad del Museo
Social Argentino (UMSA) y profesor (con grado Extraordinario) de Derecho Constitucional
en la Universidad Católica de La Plata (UCALP). También dio clases en la Universidad del
Museo Social Argentino y en la Escuela de Guerra Naval. Especializado en Derecho
Constitucional, fue el encargado de trabajar en el estatuto que regularía a los partidos políticos,
por expreso encargo del general Edelmiro J. Farrell, en 1944, tras haber ejercido como
director del Departamento de Trabajo bonaerense desde 1942, mismo año en el cual ingresó
como asesor legislativo en el Nacional, y como director de Establecimientos Penales
Bonaerenses. En 1959 fue asesor del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Fue miembro de
la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires; de la Academia de Derecho y Ciencias
Sociales de Buenos Aires desde 1956, presidiéndola entre 1983-86; Presidente de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, a la cual ingresó en 1976, entre 1987-90;
fundador y primer Presidente de la Asociación Argentina de Ciencia Política en 1957, al
mismo tiempo presidió la Asociación Latinoamericana de Ciencias Políticas, y fue miembro
de la International Political Science Association. También formó parte de una de las
instituciones derivadas del porteño Colegio de Abogados, el Fondo de Estudios sobre la
Administración de Justicia (FORES), creado en 1976, anunciando en su declaración de
principios que la institución “nace como respuesta al espíritu que guía a este Proceso de
Reorganización Nacional”. Allí ocupó primero el cargo de profesor titular en los programas
pedagógicos de la institución y luego fue parte del Comité Asesor. Su amplia obra fue
premiada con diversos galardones, como los premios “Mario Carranza” y “Accesit” otorgados
por la UBA en 1938 a su Tesis doctoral Derecho público en los territorios nacionales
argentino y comparado; los premios “B. Nazar Anchorena” y “José A. Berry” otorgados por
la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires en 1946 y 1957;
Primer Premio Nacional de Ciencias en las áreas Historia, Filosofía, Derecho y Ciencias
Políticas, en 1957; Premio en Derecho de la Fundación Bunge & Born, en 1981; Premio
Konex de Platino en Derecho Constitucional y Diploma al Mérito en el mismo área, en 2006.

48
Fue primo de destacados intelectuales como el economista Raul Prebisch y quien fuera
presidente de la Asociación Argentina de Medicina, el doctor Julio Uriburu, Segundo V.
Linares Quintana falleció a principios de 2013, a los 103 años de edad.
Mario Justo López nació en 1915. Se recibió de abogado en la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la UBA en 1940, donde también se doctoró en Jurisprudencia en 1958
con la Tesis “Burocracia en el Estado moderno”, y donde militó en el Partido Socialista
Obrero. Fue docente de esa casa de estudios, que lo distinguió como Profesor Emérito en
1981, de la Universidad de Belgrano y del Instituto Nacional Superior del Profesorado, amén
de, como señalamos, la Escuela Interamericana de Guerra. Recibió los premios “Ireneo
Cuculu”, otorgado por la Institución Mitre (1938-’39), el Diploma al Mérito de la Fundación
Konex en el área Ciencias Políticas (1986) y el Premio Bunge & Born (1988). Fue miembro
de la Asociación por la Libertad, de la Academia de Ciencias de Buenos Aires, de la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Academia
Nacional de Ciencias Morales y Políticas, y de la Academia Argentina de Educación. Durante
las décadas de 1970 y 1980 fue actor central de la Asociación Argentina de Ciencias Políticas.
También ocupó lugares en instituciones menores o más esporádicas, como en la Comisión
Popular de Homenaje a la Revolución de Mayo, organizada para el sesquicentenario de 1810,
como miembro de la Comisión Ejecutiva. Ocupó el cargo clave de Procurador General de la
Nación durante el PRN, en los años 1979-83, años durante los cuales promovió o fue parte de
diversas revisiones del proyecto de la “Generación del ‘80”, en consonancia con el rescate de
esa experiencia que fue central en el discurso del PRN y los intelectuales ligados a la última
experiencia autoritaria. Fue colaborador de los diarios La Nación y La Prensa. Al igual que
en los casos de Bidart Campos y Grondona, sus primeras experiencias docentes se ligaron a la
órbita de un intelectual liberal-conservador de una generación previa, Ambrosio Romero
Carranza, en lo que primero fue Derecho Constitucional y luego Derecho Político. Fue parte
de la Comisión para la Reforma Constitucional en 1971 y su amplia obra es aún hoy
referencia central de los ámbitos del derecho más ligados a la politología. Dentro de tales
escritos, su voluminoso trabajo en dos tomos Introducción a los estudios políticos es un
verdadero clásico, editado originalmente en 1972 y que ha tenido diversas reediciones
ampliadas. Su obra se divide en dos grandes líneas: por un lado, los tomos ligados al Derecho
Político, como La representación política (1959), La soberanía (1967 ) o Manual de Derecho
Político (1973), donde se destaca una línea de obras estrictamente politológicas, enfocadas
sobre los partidos políticos, como Partidos Políticos. Teoría general y régimen legal (1968).

49
Por otro lado, ensayos de como El mito de la Constitución y tres ensayos sobre la democracia
(1963) y La empresa política de la generación de 1880 (1982). Falleció en 1989.
José Alfredo Martínez de Hoz nació en la provincia de Salta en 1925. Su familia llegó
al país ya en el siglo XVIII, tuvo al primer Regidor y Alcalde del Cabildo de Buenos Aires y
formó parte de la fundación de la Sociedad Rural Argentina. Martínez de Hoz estudió derecho
en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, en otro caso de relación con la
economía desde un área diversa de formación. En esa casa de altos estudios fue profesor de
Derecho Agrario y Minero hasta ser exonerado por el peronismo en 1973. También fue
docente de la USAL en áreas similares. Previamente a ser ministro de Economía del PRN,
había ocupado el mismo cargo durante el gobierno de Guido, entre mayo y octubre del ’63,
del cual previamente había sido secretario de Agricultura y Ganadería; anteriormente había
tenido a su cargo la cartera de Economía pero a nivel provincial, en su tierra natal durante la
“Revolución Libertadora”. Además de los negocios agropecuarios familiares, Joe condujo
varias empresas, entre ellas la que dirigía al momento del último golpe de Estado, la acería
Acindar; al mismo tiempo, presidía la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas y tenía
profusos contactos con referentes de los negocios internacionales, el más sonado con Nelson
Rockefeller. Primer presidente del Ateneo de la Juventud Democrática Argentina (AJDA),
fundado en 1946, su vida de cenáculos se continuo formando parte del exclusivo Club Demos,
erigido en torno a Federico de Álzaga y que, en palabras de Mario Cadenas Madariaga, era
orientado por el propio Martínez de Hoz (Muleiro, 2001). Según plantea Turolo, su
designación como ministro partió del Ejército, donde había trabado amistad con uniformados
como Videla por la afición de ambos al hipódromo, pero centralmente a través del Grupo
Azcuénaga, y fue aceptada por las demás fuerzas, luego de una compulsa de más de diez
candidatos, entre los que había otros tres integrantes del Grupo Azcuénaga, como el propio
Cadenas Madariaga, Enrique Logan y el ya presentado Horacio García Belsunce (1996: 52-
54). Posteriormente, los dos primeros se incorporarían a su gabinete, lo mismo que otros
integrantes del Grupo como Jorge Zorreguieta o, a modo de asesor, Ricardo Zinn –a quien
analizaremos luego–30. Falleció en marzo de 2013. Entre sus publicaciones, se diferencian
claramente dos tipos de obras: por un lado, los libros ligados a estudios sobre cuestiones

30
Luego de ser uno de los ministros de más prolongada trayectoria en un gabinete nacional y el ministro de
Economía más duradero hasta allí, volvió a los negocios privados. Su actuación como ministro dictatorial lo
puso en el banquillo judicial en diversas ocasiones, y en la actualidad se encuentra preso por una causa llevada a
cabo por el juez federal Norberto Oyarbide que investiga el secuestro y desaparición, en 1976, de los
empresarios Federico y Miguel Gutheim (padre e hijo), propietarios de la algodonera SADECO. La causa tiene
una prolongada historia, y ha sido reflotada con la caída del indulto que Carlos Menem firmó en 1990, y
Martínez de Hoz pasó sus días finales cumpliendo arresto domiciliario en la condena de la misma causa judicial.

50
económicas puntuales, como Enfiteusis y arrendamiento vitalicio en la Argentina y Nueva
Zelanda, de 1961, o El régimen económico-jurídico de la producción y comercio de granos,
editado al año siguiente, y aquellos en los que analizó su gestión al frente del ministerio de
Economía durante el PRN, Bases para una Argentina moderna, de 1981, y Quince años
después, de 1991.
Víctor Massuh nació en 1924 en San Miguel de Tucumán. Hijo de una importante
familia ligada a los negocios, estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Tucumán,
donde se doctoró, en años en los que allí daban clases los exiliados Rodolfo Mondolfo, Roger
Labrousse y Elizabeth Goguel. Realizó estudios posdoctorales en Alemania y los Estados
Unidos, en las universidades de Tübingen (1967-58) y Chicago (1964), respectivamente.
Entre sus cargos académicos se destacan su labor en la Universidad de Buenos Aires, donde
dirigió el departamento de Filosofía, y la Universidad Nacional de Córdoba, donde fue decano
de la Facultad de Filosofía y Humanidades, junto a su cargo de investigador del Conicet desde
1975. También fue docente de la Escuela de Aviación Militar en Córdoba. Fue asiduo
colaborador del matutino La Nación y de La Gaceta de Tucumán y miembro de la comisión
de ASCUA durante el primer peronismo, con el cargo de vocal. En sus obras se destacan
nítidamente dos grandes conjuntos: la serie de trabajos filosóficos centrados en la Filosofía de
la Religión, su especialidad académica, como El rito y lo sagrado (1965) o Nietzsche y el fin
de la religión (1969), y los ensayos publicados mientras fue embajador ante la Unesco del
“Proceso”, La Argentina como sentimiento (1982) y El llamado de la Patria Grande (1983),
verdaderos best-sellers cuya relevancia e intencionalidad política ha sido estudiada en su
momento por Oscar Terán (1983). Massuh fue designado ante la Unesco en 1976 y formó
parte del Consejo Directivo de tal organización, entre 1978-83, presidiéndola entre los años
‘80 y ‘83 –fue el segundo argentino en ocupar tal cargo, el primero había sido el intelectual
católico Atilio Dell ’Oro Maini en los tempranos años sesenta–, y convocando al Coloquio
Internacional “El diálogo de las culturas” –nombre tomado de la primera obra del filósofo, un
pequeño volumen editado en Salta en 1956– realizado en Villa Ocampo. Tras el fin de la
última dictadura, Massuh se sumergió en una suerte de ostracismo que quebró irregularmente
con unas pocas obras, comparando su silencio con el de Martin Heidegger luego del nazismo,
aunque ocupó el cargo de embajador en Bélgica durante el primer mandato de Carlos Menem,
entre 1989 y 1995. En 1997 ingresó a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
También fue parte de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. En 2002 recibió el
Premio 25 Años Sociedad Argentina de Filosofía. Falleció en 2008.

51
Jaime Perriaux, uno de los más influyentes cuanto misteriosos actores de la historia
argentina reciente, conocido también como Jacques por su ascendencia francesa, nació en
1920. Recibido de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, donde
se garduó en 1944 con medalla de oro y el premio “Alberto Tedín Uriburu”, cursó
posteriormente estudios en la University of Michigan, también en el área de Derecho, gracias
a una beca como Research Fellow durante 1944-45, y finalmente Filosofía en la Sorbone en
París, en 1949-50. Amén de una sólida trayectoria profesional, fue funcionario del interinato
de Guido y de las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse. En esta última creó la
Cámara Federal en lo Penal, conocida como “el Camarón”, mientras era ministro de Justicia,
en 1972. Al año siguiente obtuvo la representación de los derechos editoriales de su admirado
José Ortega y Gasset, con lo cual forjó una densa amistad con el mundillo orteguiano, en
especial con el discípulo del autor de La rebelión de las masas, el también filósofo hispano
Julián Marías31. Dos importantes hitos de su trayectoria intelectual fue la publicación de su
traducción de Sociedad y Naturaleza, el tratado de Hans Kelsen, y una versión casi completa
del monumental trabajo de Arnold Toynbee Estudio de la Historia, en 1956. Fue
Vicepresidente del poderoso grupo germano-argentino Staudt & Cia., dedicado a la venta de
armas y con intereses en empresas como Krupp y Siemens, donde además tuvo a su cargo la
representación legal de la viuda del fundador del holding de origen teutón. Ya desde los
últimos años del peronismo, Perriaux se integró a grupos de notables de gran influencia en la
vida pública, como fue el caso de ASCUA, tras haber sido parte de los cursos de Cultura
Católica. Tras la caída del gobierno de Juan D. Perón, el abogado formó parte del Club
Demos y, durante los años de Frondizi, de la primera versión del Grupo Azcuénaga, ambas
nucleadas por Federico de Álzaga. Con el retorno del peronismo al poder en 1973, Perriaux se
transformó en el orientador de este último grupo, por lo cual también se lo ha denominado
Grupo Perriaux. Desde allí, fue el articulador de relaciones entre intelectuales, militares y
empresarios que diagramaron diversas alternativas en torno a la refundación argentina tal cual
era entendida en el espacio liberal-conservador32. Desde allí, Perriaux fue el artífice de las

31
El propio Martínez de Hoz conceptualizó el ascendente de Perriaux sobre el PRN diciendo que a través suyo el
pensamiento de Marías “había sido el mentor” de la última dictadura, lo que fue desmentido tanto por el filósofo
ibérico y luego por el propio ministro procesista (Baruch Bertocchi, 1988: 95 y 152).
32
Si bien se ha probado la ligazón del Grupo con militares de la denominada “línea dura” como Gerardo Díaz
Bessone y Alfredo Saint Jean, sus interlocutores más habituales fueron el propio Videla y su futuro ministro del
Interior, Albano Hardindeguy, y su primer sucesor en la presidencia de facto, Roberto Viola, junto con
influyentes hombres de los medios cercanos a los militares como el aquí estudiado Mariano Grondona. Según
consigna Turolo, fue el general Hugo Miatello, un militar amigo de Videla desde la infancia, el encargado de
oficiar de nexo entre el Grupo y los militares, logrando de hecho que el Ejército designara a dos uniformados
para ser contactos permanentes con el este núcleo civil: los “duros” Santiago Riveros y Carlos Suarez Mason
(1996: 43-44). Vicente Muleiro señaló que la relación entre el intelectual orteguiano y el hombre del armas se

52
convocatorias a una serie de hombres ligados al derecho y la economía a sumarse a la plantilla
original, muchos de los cuales pasaron por el gobierno procesista33.
Diversos autores, a cuya lectura nos sumamos, proponen que el Grupo Azcuénaga fue
el principal sostén civil de la última dictadura, por la cantidad de funcionarios que aportó al
gobierno dictatorial, y el influjo de las ideas de estos actores en los objetivos y el accionar
dictatorial (Turolo, 1996; Morresi, 2010; Muleiro, 2011; Novaro y Palermo, 2002; Seoane y
Muleiro, 2001) 34. Hay evidencias de que Perriaux escribió diversos documentos militares, y
García Belsunce señaló que el plan económico de Martínez de Hoz circuló en el Grupo, sino
fue, de hecho, concebido allí, como sostiene Muleiro (2011: 75) 35 . Más allá de estas
imbricaciones ideológicas y programáticas, el Grupo fue clave en una serie de eventos que
propiciaron el golpe del 24 de marzo, como el sonado simposio de la Cámara Argentina de
Comercio de finales de 1975, donde disertaron varios integrantes del Grupo, señalando que el
país atravesaba una instancia límite, en consonancia con el diagnóstico patronal (Turolo, 1996:
45-46)36; y la propuesta de un lockout empresario fogoneada por Perriaux y Martínez de Hoz
(Seoane y Muleiro, 2001: 69), que se concretó en el caso del agro entre el 24/10 y el 10/11 de

inició en los tiempos de “el Camarón” (2011: 84). Esta muestra de la amplitud de vertientes de la derecha que
orbitó en torno al Grupo permite corroborar no sólo su influencia en el futuro gobierno procesista, sino también
la capacidad del liberal-conservadurismo para ser articulador de la derecha argentina –en tal sentido,
prolongando los alcances del diagnóstico que hemos trabajado sobre la base de las ideas de Devoto–, y su
pertinencia ideológica en un proyecto refundacional como el del “Proceso de Reorganización Nacional”.
33
Entre los más destacados: los luego secretarios de Agricultura de Joe Martínez de Hoz, Mario Cadenas
Madariaga (1930-) y Jorge Zorreguieta (1928-). El primero, abogado recibido en la UBA, fue subsecretario de
Gobierno y Jefe de Gabinete del ministerio de Trabajo de la provincia de Corrientes durante el gobierno de la
“Revolución Libertadora” y abogado consultor de YPF durante el gobierno de Arturo Frondizi, además de
ostentar importantes cargos en entidades del agro. El segundo, padre de la hoy Princesa de Holanda, Máxima de
Orange, fue secretario tanto de la Sociedad Rural Argentina (SRA) como de Confederaciones Rurales Argentinas
(CRA)33. El futuro ministro de Justicia videlista, el abogado Carlos Alberto Rodríguez Varela, quien también
ocupó el cargo de Fiscal del Estado provincial en la gestión policial bonaerense de Ramón Camps, y luego fue
abogado del primer dictador del “Proceso”. Fue rector de la UBA entre 1981 y 1982, y Secretario Letrado de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación. Quien sería ministro de Economía de Viola, Lorenzo Sigaut (1933-),
economista y parte de la conducción de FIAT, previamente funcionario de la gestión de Adalbert Krieger Vasena
durante la “Revolución Argentina”. Incluso un intelectual católico-nacionalista, pero que gustaba definirse como
“liberal ortodoxo”, como el futuro segundo ministro de Educación de Videla, Juan J. Catalán, quien reemplazaría
a Ricardo Bruera en esa cartera a mediados de 1977. Nacido en Tucumán, abogado y ex ministro de Economía
de tal provincia entre 1967 y 1968, Catalán había sido uno de los creadores de la Fundación para el Avance de la
Educación en 1974 (Rodríguez, 2011).
34
Durante la transición democrática, la jueza Amelia Berraz de Vidal buscó ligar a los miembros del Grupo por
su participación en el golpe de Estado, pero estos negaron haber formado parte del putch, y sus palabras fueron
corroboradas por los uniformados. Turolo señala que, pese a ello, en off the record, una fuente militar admitió
que el rol jugado por el grupo fue coincidente con el que aquí señalamos (1996: 36). Ante la Justicia, el propio
Videla aceptó el rol del Grupo, aunque lo minimizó señalando su influencia “en alguna oportunidad” (Seoane y
Muleiro, 2001: 451), versión que varió en su última entrevista, donde reconoce un influjo más fuerte del
Azcuénaga (Reato, 2013).
35
García Belsunce hace referencia al conocimiento y apoyo, por parte del grupo de civiles, de los lineamientos
generales del plan económico de Martínez de Hoz aprobado “antes del 24 de marzo de 1976” (1978: 187.
Énfasis nuestro).
36
Para el comportamiento empresario, Birle (1997), Castellani (2009).

53
ese mismo 1975. Además, los integrantes del Grupo serían figuras de los “Diálogos” a los que
invitaba el ministro del Interior de Videla, el gral. Arguindeguy, en pos de intercambiar ideas
sobre el futuro del gobierno dictatorial (Morresi, 2009). Perriaux Falleció en 1981.
Ambrosio Romero Carranza nació en San Fernando, provincia de Buenos Aires, en
1904. Recibido de abogado en 1930 en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA,
donde trabó una relación de fuerte impacto personal con Monseñor Gustavo Franceschi a
partir del curso sobre San Pablo dictado por el sacerdote. Previamente, Romero Carranza
había sido discípulo de Monseñor Miguel De Andrea, quien incluso lo preparó para su
primera Comunión. La carrera tanto judicial como académica y política del jurista fue extensa
y marcada por el diálogo entre la tradición liberal y los principios católicos, por lo cual puede
entenderse su posición como la de un actor liminar a ambos espacios, como se verá luego
(Vicente, 2014). Entre sus cargos en el Poder Judicial destacan su rol como Defensor de
Menores y Fiscal en la provincia de San Juan, que ejerció desde el año de su egreso
académico; secretario de Juzgado en la Capital Federal, cargo del cual fue exonerado por el
peronismo en 1949, mismo año en que se transformó en el defensor legal del diario La Prensa;
restituido al mundo judicial por la “Revolución Libertadora” en 1955, ocupó un cargo en la
Cámara Federal de Apelaciones hasta su retiro en 1974, siendo uno de los encargados de
juzgar el asesinato del general Pedro Aramburu; en 1963 fue nombrado conjuez de la
Suprema Corte y presidente de la Junta Electoral de la Capital Federal. En 1954 fundó el
Seminario de Historia Argentina junto a Manuel Rio y Manuel Ordóñez, sus compañeros en
la representación del periódico de la familia Paz, por donde pasaron intelectuales como Carlos
Floria, César García Belsunce –hermano de Horacio, cuya trayectoria hemos analizado
previamente– o Alejandro Padilla. El inmueble donde funcionó el Seminario fue cedido a tal
fin por Monseñor Miguel de Andrea, quien había sido mentor espiritual de Romero Carranza
desde su niñez, al punto de ser su tutor de bautismo. En 1955 pasó un período de cárcel en
Devoto, donde estaba preso el propio de Andrea, aparentemente la detención del jurista fue
por ciertos conceptos vertidos en una entrevista con la prensa uruguaya. Desde 1956 ejerció la
titularidad de la cátedra de Derecho Constitucional en la mencionada facultad, donde como ya
apuntamos se formaron diversos intelectuales liberal-conservadores, y fue Profesor Consulto
desde 1971. También dictó clases en la UCA y la USAL. Fue miembro de la Academia
Nacional de Derecho desde 1967 y de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
desde 1987, donde fue nombrado Académico Emérito. Fue uno de los fundadores, en 1935, de
la Corporación de Abogados Católicos, que presidió, y del Partido Demócrata Cristiano, en
1955, siendo integrante de su primera junta. Fue, además, miembro de Acción Católica y de la

54
Junta de Historia Eclesiástica Argentina, colaborador de diversos medios como La Nación,
Criterio y La Ley, dirigió la revista Rumbo Social, durante doce años desde 1976, donde
publicó una serie de importantes artículos sobre las figuras del laicado católico. Su obra se
divide en una serie de escritos sobre su especialidad como El derecho de resistencia a la
opresión (1967) e Historia del Derecho Político (1971); políticos como Historia Política de
la Argentina, tres volúmenes editados en 1970, 1971 y 1975 y escritos en colaboración con
Alberto Rodríguez Varela y Eduardo Ventura Flores Pirán, transformado luego en un manual
de historia política y constitucional que tuvo sucesivas reediciones, y Qué es la Democracia
Cristiana (1956); y libros ligados a temáticas católicas, como El triunfo del cristianismo
(1947), traducido a varios idiomas, u Ozanam y sus contemporáneos (1951), amén de
numerosos trabajos sobre figuras del catolicismo argentino. Durante el “Proceso” tuvo
relaciones tanto con miembros del Grupo Azcuénaga como con la APA y el llamado Grupo
La Plata37, donde su colega y amigo Rodríguez Varela fue una figura central (Muleiro, 2011:
55-95). Falleció en 1999.
Carlos Sánchez Sañudo, nació en 1914. Estudió en la Escuela Naval de Guerra, de la
que egresó en 1937 con el cargo de Guardiamarina, especializado en el área de Comunicación.
Entre 1952 y 1953 dictó clases en la Escuela Naval Militar y en la Escuela de Aplicaciones
para Oficiales. Llegó al cargo de Almirante de la Marina. Desempeñó un rol activo en el
golpe de Estado que derrocó a Perón el 16 de setiembre de 1955, y fue Secretario del
Almirante Isaac Rojas, a cargo de la vicepresidencia de facto durante la “Revolución
Libertadora”, junto a quien estaba embarcado con destino a Buenos Aires al momento de la
renuncia del fundador del Partido Justicialista. Robert Potash, le atribuye, también, un rol
central en el derrocamiento de Frondizi, señalando que incluso este fervoroso antiperonista
anheló el triunfo justicialista bonaerense que marcó el inicio del fin del gobierno del
presidente de la Unión Cívica Radical Independiente (1982b: 477). Entre sus funciones
militares, cabe destacar su comando de la fragata Sarandí, el crucero La Argentina y el
portaviones La Independencia; tras ejercer la titularidad de la Dirección General de Material
Naval, se retiró de la fuerza en 1962. Fundó la Escuela de Educación Filosófica y Económica
de la Libertad y la Fundación Alberdi –fue reconocido como uno de los mayores difusores del
legado del autor tucumano, y hay diversas reediciones de textos alberdianos editados y
prologados por Sánchez Sañudo–, fue miembro fundador de la Fundación Emilio J. Hardoy

37
El Grupo La Plata, al igual que el Azcuénaga, reunió a intelectuales, empresarios, políticos y militares ligados
al PRN, si bien sus posturas fueron más radicalmente derechistas que las de quienes se nuclearon en torno a
Perriaux (Muleiro, 2011: 96-126).

55
en 1997, y llegó a presidir la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas en 1995-96,
de la cual era académico desde 1969. Como su amigo Benegas Lynch, fue parte de la
“Comisión Promotora” de APA, desde donde se promovía el retorno a los ejes de la
Constitución Nacional de 1853. Al mismo tiempo, fue dirigente de la Ucedé desde el retorno
democrático, llegando a ser titular de la secretaría de Doctrina, donde militó en el grupo
antiperonista visceral que sus rivales internos denominaron “los dinosaurios”, férreos
enemigos de la alianza con el menemismo que el partido realizó tras las elecciones
presidenciales de 1989. El político Francisco Siracusano solía bromear señalando, en una
humorada sobre el carácter antiperonista del marino apodado “Bebe”, que “Sánchez Sañudo
todavía está subido a la torpedera del ‘55 persiguiendo a Perón” (Doman y Olivera, 1989:
137-138). Fue Presidente Honorario de la Comisión de Afirmación de la Revolución
Libertadora. Falleció en 2005.
Ricardo Zinn, en cierto sentido, comparte con Jaime Perriaux la particularidad de ser
un actor social de extrema relevancia para la historia reciente y a la vez poco conocido. Nació
en Buenos Aires en 1926. Hijo de un pastor protestante, recibido de economista en la
Universidad de Buenos Aires, se ligó tanto al mundo de los negocios como al de la política:
en el primero de los ámbitos, fue ejecutivo de las empresas Sasetru y SocMa, presidente de
Sevel, entre otras ligadas al Grupo Macri, y fue el mentor intelectual del delfín del clan,
Mauricio, hasta que un aparente intento de takeover empresarial lo separó de las huestes de
Franco Macri (Cerruti, 2010: 48 y 76-78); en el segundo, tuvo cargos en los gobiernos de
Arturo Frondizi, Roberto Levigston, Alejandro Lanusse y María Estela Martínez de Perón,
como secretario de Coordinación del ministerio de Economía, asesor en temas financieros de
los gabinetes de facto, y secretario de Programación y Coordinación Económica,
respectivamente. Sobre esta última experiencia, muchos análisis coinciden en marcar a Zinn
como el creador del plan económico conocido como “el Rodrigazo”, en la breve gestión
ministerial de Celestino Rodrigo. Ya durante el PRN, Zinn fue asesor de Martínez de Hoz y
uno de los artífices del plan económico al interior del Grupo Azcuénaga, más tarde diseñó las
líneas maestras del Plan de Entidades Financieras (Cerruti, 2010: 49), amén de ariete entre el
gobierno y el Grupo Macri, uno de los más beneficiados durante el PRN (Castellani, 2009).
Impulsor del Centro de Estudios Macroeconómicos de la Argentina (CEMA), gran cantera de
funcionarios procesistas y la Escuela de Dirección y Negocios, IAE, hoy parte de la
Universidad Austral, y asesor de dirección de la publicación política A fondo, dirigida por
Mariano Grondona. Junto al empresario Gilberto Montagna creó la Fundación Carlos
Pellegrini, otro nucleamiento del liberal-conservadurismo, como lo deja en claro su nombre.

56
Participó, además, en la Fundación Piñeiro Pacheco, de escandaloso final legal (Piñero
Pacheco, 1981). Una vez acabada la última dictadura militar, Zinn fue hombre de la Ucedé,
tuvo fuertes relaciones con la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas,
FIEL, el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales, CARI, y la Asociación de
Bancos Argentinos, ADEBA. En los primeros años de la presidencia de Carlos Menem fue
asesor de María Julia Alsogaray en las privatizaciones de la telefónica ENTEL y SOMISA,
junto con Mariano Grondona (h). Murió en 1995, junto a José Stenssoro, de quien era asesor
en la privatización de la petrolera YPF que el menemismo dejó en manos de María Julia
Alsogaray, en un accidente aéreo sospechado, justamente, de su carácter accidental. Tras su
muerte la Fundación Carlos Pellegrini publicó un compilado de sus escritos durante la
transición democrática, titulado weberianamente Ricardo Zinn: Por una ética de la
responsabilidad, que compila intervenciones una vez retornada la democracia en 1983, en
diversos eventos y en medios como La Nación.
La reconstrucción de las trayectorias biográfico-intelectuales y de las sociabilidades
que hemos realizado previamente permite, ahora, centrarnos en un análisis del grupo de
actores. En primer lugar, vemos que más la mitad de nuestros autores (siete de catorce) han
nacido en la década de 1920, con lo cual la simetría generacional no sólo es estrictamente
normal en términos del conjunto, sino que actúa como una suerte de eje de tránsito entre el
representante más joven de los considerados, el Dr. Mariano Grondona (1932) y el nacido en
primer término, el Dr. Ambrosio Romero Carranza (1904). Asimismo, el origen social es
común, en tanto todos los actores pertenecieron a sectores entre medio-altos y altos, y han
nacido en abrumadora mayoría en Capital Federal o la Provincia de Buenos Aires (once de
catorce), con el dato de la absoluta pertenencia de todo el universo considerado a la religión
católica. Dicha identidad, sin embargo y como veremos, aparecía siempre colocada en un
plano secundario frente al ideológico: la primacía de la política como dato central. En cuanto
a la formación, vemos que la profesión más frecuente en el conjunto fue la de abogado (ocho
de catorce), lo que marca la preeminencia de una carrera tradicional y sus articulaciones con
posteriores especializaciones, como la Economía (dos de ocho), las Ciencias Sociales (cuatro
de ocho) o la Filosofía (uno de ocho). Otras carreras tradicionales en la intelectualidad
argentina como la Economía y la Filosofía también tienen representación en los estudios de
grado de estos intelectuales (dos de catorce en cada caso) y posgrado (uno de catorce en cada
caso), lo mismo que los estudios al interior del mundo militar (dos de catorce). Estos autores
no formaron parte de la renovación disciplinaria del espacio intelectual que se produjo desde
1955, sino que permanecieron en el ámbito del ensayismo o, en los momentos en los cuales

57
adoptaron discursos cientificistas, lo hicieron de modos muy distintos a los que marcaban las
grandes lógicas de los espacios intelectuales, lo cual expone nuevamente una de las causas de
la obturación retrospectiva. En tal sentido, estos autores permanecieron en la idea de elites
letradas, al punto de promover una concepción donde las prácticas periodísticas como
intervenciones ideológicas eran una de sus formas centrales de expresión en el espacio
público, estrategia tan cara a los autores del ensayismo (Saitta, 2004). Otro de los sitios
centrales para juzgar las trayectorias intelectuales, la pertenencia académica, ha sido muy
frecuente (nueve de catorce) y con diversas manifestaciones: universidad pública en todos los
casos (nueve de nueve), universidad privada en un alto porcentaje (seis de nueve) y docencia
en ámbitos académicos militares (tres de nueve), dentro de los cuales dos de esos tres han
ejercido la docencia en instituciones militares transnacionales. Aquí debemos marcar, sin
embargo, dos salvedades ligadas a las condicionantes de nuestra investigación: el hermetismo
de los sectores militares con respecto a sus docentes y programas no nos permite comprobar si
hubo más casos de intelectuales que desarrollasen una docencia regular. Al mismo tiempo,
nos impide comprobar si hubo, también, más casos de docencia en las redes internacionales
de cursos militares que ejercieron un influjo notable sobre las concepciones de las dos últimas
dictaduras argentinas y cuál fue su posible extensión a otras experiencias similares en
Latinoamérica. En segundo lugar, diversos informantes de esta Tesis han señalado que
algunos de los intelectuales de mayor penetración en el mundo empresarial fueron asiduos
benefactores de instituciones académicas privadas, pero en condición anónima.
El rol institucional jugado por estos intelectuales es otro de los tópicos centrales para
captar su accionar: en tal sentido, hay un equilibrio entre la pertenencia a instituciones
profesionales ligadas a sus disciplinas (ocho de catorce) y las no profesionales, verdaderos
cenáculos elitistas (once de catorce) en donde la Academia Nacional de Ciencias Políticas y
Morales funcionó como un espacio relacional axial (nueve de catorce). Al mismo tiempo, al
interior del conglomerado de instituciones, en cinco casos fueron fundadores y en cuatro
presidentes de diversos nucleamientos, ejemplo del importante rol que estos intelectuales
tuvieron en las estrategias institucionales de las Academias Nacionales. Estas instituciones
funcionaron como espacios relacionales intermedios entre la participación en el Estado en
casos de dictadura (cinco en la “Revolución Libertadora”, tres en la “Revolución Argentina”,
seis en el “Proceso de Reorganización Nacional”), de interregno constitucional durante el
interinato de Guido (seis) y los cargos en períodos democráticos (donde debemos destacar,
empero, que el caso de Alsogaray en el gobierno de Frondizi parece haber obedecido a la
presión militar sobre el líder de la UCRI, y el de Zinn en el gobierno de María Estela Martínez

58
de Perón a un intento de direccionamiento liberal-conservador), y las participaciones en
grupos de notables no institucionales (donde se destaca el Grupo Azcuénaga con cinco casos).
El ámbito empresarial fue otro espacio relacional para estos autores (cinco casos en empresas
internacionales, cuatro en empresas nacionales, dos en extranjeras y tres en organismos de
capital mixto). En tal sentido, los grupos y las empresas han funcionado como plataformas
más consistentes de relación con el poder Estatal que los partidos políticos, donde salvo los
casos notorios de Alsogaray –y, en menor medida, de Sánchez Sañudo y Zinn en la UCD, y
de todos los mencionados más Benegas Lynch y García Belsunce en el Encuentro Nacional
Republicano, lo mismo que el de García Venturini en la Democracia Cristiana– fueron
espacios muy ocasionales. El caso de Romero Carranza en la Democracia Cristiana merece
palabras aparte, puesto que su participación como fundador e integrante de su primera junta
coincide con un período de fuerte producción intelectual ligada a temáticas religiosas, que
será sin embargo el pináculo y la culminación de una de las etapas de su trayectoria
biográfico-intelectual, que luego quedará centralizada en el mundo académico y jurídico. Hay
una serie de explicaciones para los fenómenos previamente repasados: en primer lugar, la
autoconcepción intelectual de estos autores los colocaba como actores de elite más ligados a
las prácticas de cenáculos exclusivistas, que entendían que la política partidaria era un
fenómeno propio de la denostada democracia de masas. A su vez, los años del pretorianismo
político dañaron fuertemente no sólo a las instituciones partidarias sino su relación con la
sociedad, que ejerció distintas prácticas políticas por fuera e, incluso y centralmente, por
encima de los partidos.
Hay otro aspecto central a tener en cuenta, y es el de las transformaciones ideológicas.
Sin tratarse de cambios biográfico-intelectuales e ideológicos tan plenos que puedan
configurar virajes políticos, entendidos como “un viaje político para, después de una crítica y
un replanteo, aparecer en cualquier otra parte del espectro político” (Bunzel, 1990: 7-8),
movimientos como los de García Venturini y Grondona, desde el catolicismo político al
liberal-conservadurismo se explican por una continuidad de la mirada católica articulada con
ideologías políticas. Es importante destacar también que, del grupo de actores que hemos
trabajado en este escrito, una parte importante de ellos se encuentran en lo que elegimos
denominar como un “proceso de tránsito” entre el liberal-conservadurismo y el neoliberalismo;
no casualmente, este tipo de trayectoria biográfico-intelectual aparece protagonizada
excluyentemente por intelectuales ligados, por formación o desempeño, a las áreas de la
economía, las primeras en recibir el influjo del neoliberalismo. Han sido los casos, con
diferentes grados de profundidad, de Alsogaray, Benegas Lynch, García Belsunce, Martínez

59
de Hoz, Sánchez Sañudo y Zinn. En estos intelectuales aparecieron diversas incorporaciones
de ideas del neoliberalismo que se inician en la faz económica y acabarán, con el correr de los
años y profundizándose alrededor del “Proceso”, en un pasaje hacia posiciones de fuerte
diálogo con los conceptos neoliberales, al tiempo que apareció una fuerte estrategia propia de
las transformaciones de la derecha liberal a nivel mundial: la conformación de instituciones
capaces de organizar y formar actores a la vez que expandir sus ideas a diversos estratos de la
vida social (Smith, 1994)38. En esta transformación, lejos de plasmarse una negación de las
implicancias del modelo rector del liberal-conservadurismo, entendemos que se prueban,
como hemos referido antes sobre el caso de las derechas autoritarias, las fuertes pautas que
han permitido a este ideario ser el articulador de diversas vertientes de las derechas argentinas
desde una posición de preeminencia. El mencionado trabajo de Bohoslavsky y Morresi (2011)
establece cómo el liberal-conservadurismo forjó su sitio determinante entre las derechas
nacionales durante este período: si ello en efecto fue así, las complejas tramas por las cuales
se movieron los actores que promovieron tal ideología son un dato central para el posterior
estudio de las intervenciones que plasmaron dicha centralidad.

CONCLUSIONES

La centralidad de los enfoques analíticos centrados en el plano político y el plano disciplinario


en el espacio de los estudios sobre intelectuales en los años que cubre nuestra Tesis es un
factor central para explicar la obturación retrospectiva de los intelectuales liberal-
conservadores. Así, como hemos marcado, encontramos dos grandes movimientos que se
desarrollaron en los años que nos ocupan y que, al ser estudiados, constituyeron cada uno una
vía analítica de enfocar el fenómeno de los intelectuales en aquellos años y sus relaciones con
la sociedad: por un lado, la vía que analizó la especificidad disciplinaria, es decir, las pujas
entre intelectuales y expertos; en segundo lugar, la vía que analizó la especificidad política, es
decir, el notorio movimiento hacia la izquierda de amplias franjas de la intelectualidad.
Ambas lógicas han interactuado en un proceso dinámico donde por momentos los núcleos de

38
Para el caso argentino, una multiplicidad de trabajos dan cuenta de estas instancias; destacamos los trabajos de
Morresi (2007), Heredia (2003) y Beltrán (2005).

60
una se confundían con los de la otra. Desde tal imbricación de espacios, actores que estaban
por fuera de dichas lógicas, como los intelectuales que nos ocupan, necesitan ser
reposicionados dentro de las líneas maestras que hacen al estado de la cuestión. Este, marcado
por los trabajos pioneros y las marcas trazados por ellos, ha comenzado a complejizarse en los
últimos años, operación a la cual buscamos sumar los aportes de este trabajo.
Como el análisis de sus trayectorias expone, se trató de un conjunto de actores que,
representantes cabales de la ideología liberal-conservadora, emergieron a la vida pública con
especial visibilidad luego del golpe de Estado que derrocó al segundo gobierno de Juan Perón
y desde ese momento se constituyeron en actores de múltiples espacios. Lejos de comportar
una suerte de grupo marginal, el peso de los intelectuales que nos ocupan se puede constatar
viendo que atravesaron una diversidad de estratos de la sociedad: de gabinetes ministeriales
en dictadura o democracia a organizaciones de la sociedad civil; de las universidades públicas
a las privadas; de las Academias Nacionales a los grupos de notables; de los medios de
comunicación tradicionales a revistas especializadas. En esa densidad de circulaciones, el sitio
central que el ideario liberal-conservador tuvo al interior de las derechas argentinas encuentra
una de sus explicaciones, que se completa por medio del tipo de intervenciones que estos
intelectuales realizaron, como veremos en la segunda parte de la Tesis, sobre una diversidad
de tópicos que, señalamos, deben entenderse en tres pautas: la tradición liberal, las pujas al
interior del espacio de las derechas nacionales y el contexto intelectual de su época. Antes de
ingresar en ese análisis, buscaremos definir de manera operativa el concepto ideológico de
liberal-conservadurismo.

61
CAPÍTULO II:
TRAZANDO CÍRCULOS CUADRADOS
El liberal-conservadurismo como ideología

Siempre es la misma inversión: lo que el mundo tiene


por ‘objetivo’ yo lo tengo por artificial y lo que tiene
por locura, ilusión, error, yo lo tengo por verdad. En
lo más profundo del señuelo es donde viene a alojarse
curiosamente la sensación de verdad.
-Roland Barthes.

En el presente capítulo buscaremos construir una definición operativa del concepto liberal-
conservadurismo. Para ello, apelaremos a una estructuración en cuatro partes: en primer lugar,
puesto que estamos tratando con una ideología política en particular, partiremos de definir qué
concepción de ideología estamos proponiendo; seguidamente, en los tres pasos siguientes,
abordaremos definiciones sobre el liberalismo, el conservadurismo y finalmente el liberal-
conservadurismo. Lo haremos, repetimos, como construcciones operativas, centrados en
determinar tanto una serie de ejes y límites que identifican a dichas ideologías, como de
determinados debates puntuales sobre ellas. En cuanto a la metodología de estos análisis, con
el concepto de ideología propondremos un basamento en las líneas teóricas que lo entienden
como un modo discursivo que liga lo subjetivo (el actor) con lo objetivo (las estructuras
ideológicas en tanto tales). Por ello, expondremos nuestras construcciones desde actores
pertenecientes a las ideologías que estamos tratando tanto como de analistas de ellas, tomando
en cuenta además diversos debates atinentes a cada punto, es decir que el abordaje se dará
tanto desde el interior de las ideologías como desde el afuera, lo que permite un balance
teórico complejo que a la vez se sostiene sobre nuestra concepción de lo ideológico.

62
1-EN EL ESPACIO DE LAS FORMAS: LA IDEOLOGÍA Y LAS IDEOLOGÍAS

Términos cuya oposición formal dista de repetirse plenamente en una oposición política, lejos
están los conceptos de liberalismo y conservadurismo de formar el oxímoron que su
articulación en fórmulas como liberal-conservadurismo o liberalismo-conservador pueden
suponer ante una revisión formalmente lexicológica antes que de historia político-intelectual.
¿Cómo se conjugan, preguntaría una lectura estrictamente terminológico-formalista, la mano
invisible del mercado con la sociedad orgánica, el libre albedrío individual con el
tradicionalismo holístico, el Estado mínimo con el gobierno fuerte, el racionalismo positivista
con el paradigma religioso? ¿Implicarían, estas relaciones, una serie de articulaciones donde
el liberalismo y el conservadurismo pugnen por devorar mediante incorporación el uno al otro?
En primer lugar, no para responder estas preguntas tautológicas sino para comenzar a esbozar
las páginas que siguen, debemos señalar que tanto el liberalismo como el conservadurismo
tienen una relación prolongada, dada centralmente por una conjunción contextual: la época en
la que surgen y sus tempranas imbricaciones. En tal sentido, el liberalismo y el
conservadurismo se han ligado tanto de modo especular como refractario o articulador, y esa
compleja serie de relaciones lleva a que el intento de definir uno de los términos, aún en el
caso de una búsqueda de definiciones operativas como la que emprenderemos a continuación,
necesite la consideración del otro, puesto que los límites entre ambas ideologías son, en
puntos tan centrales como diversos, porosos (Ashford y Davies, 1992). Y tal porosidad,
justamente, se debe a que no son ideologías monolíticas sino que permiten un amplio grado de
variación a sus respectivos interiores (Lakoff, 2002).
Nos referimos a definiciones operativas por tres motivos: en primer término, debido a
que estamos trabajando sobre ideologías cuyos desarrollos históricos implican grandes
complejidades, el único modo de poder abordarlas dentro de un capítulo de una Tesis mayor,
entendemos, es por medio de este tipo de construcción; en segundo lugar, directamente ligado
a lo anterior, porque si quisiéramos limitar la definición de liberalismo, conservadurismo y
liberal-conservadurismo a lo comprendido por las construcciones operativas, estaríamos
efectuando un reduccionismo de ellas; finalmente, ya que las definiciones de tipo operativo

63
permiten fungir de plataformas teóricas para el resto del diseño de la Tesis, evitando caer en
postulados esencialistas, en tanto se entienden como un constructo que se resignificará luego,
cuando se trabaje mediante un estudio de caso con un objeto empírico ya definido.
Los estudios sobre los orígenes de ambas ideologías, dos de las más destacadas de la
Modernidad, son profusos tanto en número como en líneas interpretativas que se han
transformado en análisis ya clásicos y constantemente revisitados, y que serán, en parte,
retomados en lo siguiente. Es por ello que en este primer apartado buscaremos analizar no las
diversas ópticas, escuelas de análisis o debates sobre los términos implicados, sino realizar un
recorrido tal que nos pueda brindar definiciones, como señalamos, de carácter operativo.
Entendemos por una definición de este tipo una que nos permita pautar qué entendemos aquí
por liberal-conservadurismo, y en su trazo no buscamos realizar una genealogía de los
términos liberalismo y conservadurismo, de sus respectivos derroteros interpretativos, sus
grandes líneas o familias teóricas internas. Aquí, por el contrario, buscamos postular
definiciones capaces de ser comprensivas tanto de los ejes y contornos que las construyen
como de las diversas implicancias que las hacen dinámicas, puesto que estamos trabajando
con conceptos que, al decir de Raymond Williams, son palabras “fuertes”, ya que sobre ellas
se establecen constantes conflictos de sentido (2008: 15-30). Y justamente en dichos
atolladeros aparece la característica que determina la idea de categoría analítica como aquella
forjada en base a las determinaciones de los basamentos mínimos comunes y las pautas que
singularizan un concepto.

Ideología: ejes, límites y dinámica

Previamente, debemos definir qué entendemos, también de modo operativo, por ideología, en
tanto estamos planteando que el liberal-conservadurismo, lejos de una rareza política o una
puja de conceptos, es una ideología coherente y con una profusa historia. El término es
esencialmente complejo, en tanto las diversas definiciones de este implican modos de
abordaje radicalmente distintos en muchos casos, como lo prueba el ejercicio, no exento de
ironía, que realiza Terry Eagleton al repasar las maneras de entender el concepto:

a) el proceso de producción de significados, signos y valores en la vida cotidiana;


b) conjunto de ideas característico de un grupo o clase social;
c) ideas que permiten legitimar un poder político dominante;
d) ideas falsas que contribuyen a legitimar un poder político dominante;
e) comunicación sistemáticamente deformada;

64
f) aquello que facilita una toma de posición ante un tema;
g) tipos de pensamiento motivados por intereses sociales;
h) pensamiento de la identidad;
i) ilusión socialmente necesaria;
j) unión de discurso y poder;
k) medio por el que los agentes sociales dan sentido a su mundo, de manera consciente;
l) conjunto de creencias orientadas a la acción;
m) confusión de la realidad fenoménica y lingüística;
n) cierre semiótico;
o) medio indispensable en el que las personas expresan en su vida sus relaciones en una
estructura social;
p) proceso por el cual la vida social se convierte en una realidad natural (2005: 19-20).

Nos referíamos a la ironía del autor inglés en tanto este comenzaba ese capítulo señalando la
imposibilidad de dar una definición acabada de ideología, y que su libro no sería la excepción.
Sin embargo, hay en la obra de Eagleton, y el propio teórico lo señala a lo largo del trabajo y
lo subraya en sus conclusiones, una postura que busca romper con la idea de que las
ideologías son sistemas absolutamente conscientes y articulados, sino que por el contrario hay
una compleja esfera donde están “las dimensiones afectiva, inconsciente, mítica o simbólica
de la ideología” (2005: 281). De ahí que la ideología no sólo sea un plano de la ética,
centralmente política, sino de lo performativo, una puesta en acto y al mismo tiempo una
articulación entre niveles, por ello para el autor las ideologías son más discursos que lenguajes
(2005: 283). Esto no quiere decir, sin embargo, que aquí estemos postulando que no haya una
construcción de lenguaje propia de las ideologías particulares, sino que la propia idea de
lenguaje, en especial planteándolo en el plano del lenguaje político, aparece superando a las
ideologías para configurarse como un plano transideológico. De ahí que, por ejemplo, el
lenguaje político de una época sea transversal a las ideologías en pugna y a los discursos de
los actores. El mencionado plano performativo de la ideología es el que le permite a Eagleton,
previamente, apoyarse en las ideas planteadas por Slavoj Žižek acerca de la relación entre la
posición del actor y las ideas, señalando que “la ideología no es sólo cuestión de lo que yo
pienso sobre una situación; está inscrito de algún modo en esa situación” (2003: 65)39. En el
modo en que lo ha destacado otro importante analista del concepto, Teun van Dijk, hay en la
ideología un ámbito individual, en tanto ella es un modo de sistema cognitivo (una manera de

39
Tanto Williams como, Žižek rompen, desde el marxismo, la idea de que la ideología sería una suerte de plano
de lecturas distorsionados, cuyo ejemplo más característico es la idea de “falsa conciencia” sin por ello otorgarle
un cariz de objetividad plena: es la articulación entre el plano subjetivo y el objetivo lo que define la ideología, y
no uno de ellos por sí sólo. En tal sentido, hay un paralelismo clave con la concepción de discurso que
planteamos a continuación.

65
captar y entender) y de sistema social (en tanto subcultura de un grupo) que le permite al
sujeto articular una cierta forma de comprender y actuar (1980: 37-39) 40.
Como lo ha marcado en diversas ocasiones Elías Palti, debemos marcar una diferencia,
clave para nuestro abordaje, entre discurso y lenguaje, en tanto el primero es entendido aquí
dentro de los cánones que presentamos en los párrafos anteriores, y los lenguajes políticos
aparecen diferenciados, pero en interacción, con los discursos. En tal sentido,

los lenguajes son indeterminados semánticamente: uno puede afirmar lo mismo desde
matrices conceptuales muy diversas, e, inversamente, decir cosas muy distintas, y aún
opuestas entre sí, desde una misma matriz conceptual. Esto nos permite ya distinguir
un lenguaje político de sus contenidos ideológicos” (2005: 70).

Es decir, el discurso político es necesariamente una operación ideológica, pero un


lenguaje político no lo es: como señalamos, es transideológico. Esta distinción, al mismo
tiempo, tiene una relación entre la palabra y la acción, en tanto el discurso es necesariamente
performativo en dos planos. Primero, en cuanto a la concepción, que se desprende de lo ya
formulado, de discurso ideológico como acción ideológica; luego, por la reformulación de la
historicidad que se plantea desde este supuesto, en tanto las ideas articuladas en la forma
discurso exigen analizar los puntos de intersección entre texto y contexto: un discurso es una
puesta ideológica, entonces, dentro de los lenguajes políticos de su tiempo. Las palabras
implicadas en los discursos ideológicos, así, son conceptos: no sólo poseen una densidad
terminológica sino que están supeditadas a una historicidad que puede modificarlas tanto en el
nivel del lenguaje político como de los discursos ideológicos.
Entendida dentro de tales abordajes, en primer lugar elegimos marcar que una
ideología es un modo de organizar al actor social con una esfera que es al mismo tiempo
interior (subjetiva: la ideología en ese actor, la ideología de ese actor) y exterior (objetiva: la
ideología en tanto tal, una ideología en tanto tal) y que se nutre necesariamente de tal relación.
Esto no quiere decir que la exterioridad pueda escindirse plenamente de las subjetividades de
los actores, en tanto la sumatoria de las subjetividades es parte informante (en el doble y aquí
concurrente sentido de dar forma tanto como de dar información) de la exterioridad,
marcando tanto los ejes centrales como los límites de tal objetividad. Por lo tanto, como lo
marca el propio Žižek, no es el criterio de falsedad o verdad de una ideología el eje analítico,
sino “el modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva supuesta por su
propio proceso de enunciación” (2003: 15). Es decir, no sólo el grado de coherencia interna

40
En tal sentido, la pauta ideológica relaciona en sí misma los dos grandes objetos de estudio de las ciencias
sociales y las humanidades: los sujetos y las estructuras. De allí el tipo de abordaje que proponemos.

66
que la posición del sujeto enunciante guarda con su concepción ideológica sino con la
posición del sujeto enunciante al momento del enunciado. Por ende la ideología debe
analizarse desde dos planos, que el autor conceptualiza bajo los trazos de una clásica
distinción marxiana: en primer lugar, la ideología “en sí”: “la noción inmanente de la
ideología como una doctrina, un conjunto de ideas, creencias, conceptos y demás”, y luego la
ideología “para sí”: el momento de exteriorización y otredad (2003: 23). El filósofo esloveno
advierte, al mismo tiempo, sobre los riesgos de un tercer momento de la ideología, cuando
esta exteriorización parece “reflejarse sobre sí misma”, donde “lo que se produce es la
desintegración, la autolimitación y la autodispersión de la noción de ideología” (2003: 23).
Dados estos momentos, se llega al punto en que la noción se satura, lo que es

una de las principales razones para el progresivo abandono de la noción de ideología:


de algún modo, esta noción se vuelve demasiado ‘fuerte’, comienza a abarcarlo todo,
incluso la base extraideológica neutral que se supone puede proporcionar el criterio
por el cual se puede medir la distorsión ideológica (2003: 25).

En tal sentido, el análisis del teórico balcánico nos permite acotar aquel tipo de
operaciones a las cuales normalmente se conceptualiza, peyorativamente, como ideologemas:
concepciones que marcan cuán ideológico es un proceso o, en otro sentido, proponen la
caducidad cuando no el fin de las ideologías. Desde dónde se postula tales conclusiones no
sería aquí sino esa tercera etapa destacada por Žižek, cuyas vertientes proponen su discurso
desde afuera de toda articulación ideológica. Estas formas del afuera, sin embargo, lejos de
resolver el complejo proceso de relación entre la subjetividad del actor y el exterior objetivo,
brindan al analista de los discursos ideológicos nuevos objetos de abordaje y renuevan las
preguntas por el lugar de los actores en la compleja gramática que suponen los discursos
ideológicos. Como lo ha destacado célebre y repetidamente Michel Foucault (2008), la
interpretación forma parte del hecho mismo que se está interpretando: subjetividad y
objetividad están, en la trama del discurso, inseparablemente relacionadas.
Un contraejemplo de la operación analítica que aquí presentamos puede encontrarse
en autores que estudian las ideologías por fuera de los actores, como un constructo que los
sobrepasa constantemente y donde ciertas inflexiones polémicas al interior de ese corpus que
se propone como homogéneo pasan a ser consideradas dentro del pantanoso terreno de las
desviaciones, anomalías e incluso incoherencias. Manteniéndonos dentro de los espacios
ideológicos de interés de esta Tesis y más allá de los aspectos positivos que poseen cada uno
de ellos y que rescataremos a lo largo de este escrito, los trabajos de Salvador Giner (1979),

67
Louis Hartz (1994), Ted Honderich (1993), Clinton Rossiter (1986) y Edwin Schapiro (1965),
son ejemplos de tal proceder. Contrariamente, aquí partimos del postulado de entender que, si
bien las ideologías tienen centros y márgenes de relativa dureza, estos forman parte de
procesos de puja tanto al interior del espacio ideológico como desde los márgenes y el afuera
de este. Es decir, consideramos que las polémicas en torno del concepto ideológico –en
nuestro caso, de los dos términos implicados en la articulación liberal-conservadurismo– son,
como hemos marcado desde Williams, pugnas por el sentido de las palabras fuertes y ello
marca que esos mismos combates sean inherentes al concepto en cuanto forma histórico-
filosófica: que está en la historia y que implica modos de concepción insertos en dicha
historicidad. Las pujas, justamente, remiten a que este tipo de concepciones, mayormente, se
plantean centralmente como operaciones de tipo polémico en torno de la ideología que se
estudia, y por ende los análisis devienen construcciones polémicas que dan cuenta de las
posiciones del autor con respecto a la ideología estudiada. Parte, a su vez, de un esquema
mayor que remite a la tradicional historia de las ideas que, en nuestro medio académico, ha
criticado profusa y profundamente Palti en diversos trabajos, estos abordajes se formulan
desde una visión esencialista donde las ideologías son siempre idénticas a sí mismas y los
actores cuentan en tanto insumos conceptuales que engrosan esa identidad fija. No sólo se
trata de la crítica al proceder la superada historia de las ideas sobre el cual el historiador ha
realizado diversas intervenciones, sino también del modo en que las operaciones polémicas
ejemplificadas actúan: un autocerramiento en el discurso ideológico que no toma en cuenta
los lenguajes políticos y transforma a las ideologías en entes cerrados (o de apertura relativa,
en general relacional, en una puja ideológica) de ambición identitaria para consigo mismas41.
Por lo anteriormente analizado, creemos importante realizar una serie de aclaraciones:
en tren de erigir definiciones operativas elegimos trabajar tomando como ejes de nuestras
construcciones los puntos que consideramos más importantes para alcanzar tales
conceptualizaciones; no proponemos con ello ni agotar los tópicos atinentes a cada una de las
ideologías estudiadas, ni proponer que estamos ante definiciones de carácter rígido o taxativo.
Lo contrario sería ir hacia definiciones reificadas, esencialistas u otro tipo de categorizaciones
ajenas a los objetivos de este trabajo. No estamos aquí formulando teorías generales sobre el
liberalismo, el conservadurismo y el liberal-conservadurismo ni, atendiendo a las páginas

41
En tal sentido, y sobre un ejemplo ligado a nuestro objeto, John Gray ha marcado con ironía: “Suele sostenerse
que el pluralismo de valores apoya al liberalismo como ideal político. La verdad está más cerca de lo opuesto”
(2001: 31), es decir: la idea de que estemos ante un sistema de ideas ordenado en torno de la libertad no autoriza
deformarlo al punto de creer que este habilita cualesquiera libertades sino que está postulando un idea más
autocentrada: libertades liberales.

68
precedentes, sobre las ideologías, sino erigiendo breves definiciones, como dijimos,
operativas, para poder estudiar el objeto de esta Tesis, es decir, los intelectuales liberal-
conservadores argentinos entre 1955 y 1983. En tal sentido, y teniendo en cuenta que el eje de
nuestra Tesis, por los propios procederes de los intelectuales que conforman nuestro objeto,
son los tópicos ético-políticos y culturalistas, se interrogará por otros (el mejor ejemplo es el
caso de las ideas económicas) en tanto nos expliquen estos o bien sean necesarios para
ponderarlos.

La libertad de los modernos: en torno al liberalismo

En su Diccionario del pensamiento conservador y liberal, Nigel Ashford y Stephen Davies


señalaban sobre el término liberalismo que “esta es tal vez la palabra más ambigua del
vocabulario político” (1992: 183). Tomando y reformulando algunas de las explicaciones con
las cuales los autores británicos justificaban su ambiciosa sentencia, es central destacar que a
la hora de analizar las implicancias de la ideología liberal, quien busque definir al liberalismo
se halla ante dos escollos centrales. Por un lado, la ampliamente extendida lectura cuyo
proceder analítico asimila –aunque lo haga de modo indirecto e incluso involuntario– al
liberalismo con la Modernidad o los procesos de modernización, o bien considera que algunas
de sus más destacadas facetas deben referenciarse en el liberalismo. Obra clásica de este tipo
de análisis es el volumen Liberalismo del político y académico británico Leonard Hobhouse,
exponente del new liberalism inglés, denominación esta que quedó luego opacada por el
avance del neoliberalismo. En tal obra se planteaba, hegelianamente, que en tanto el
liberalismo era el motor de la modernización social, política y económica, era sobre él que los
siguientes estadios de modernización estarían basados y que la propia democracia y por ende
sus transformaciones estaban supeditadas al futuro de esta ideología. Pero al mismo tiempo, el
autor analizaba que el liberalismo no era, no había sido desde hacía mucho tiempo
“solamente” liberalismo: “la reacción del movimiento conservador nos afecta más
concretamente en lo que puede influir sobre el porvenir de la democracia” (1927: 169-170).
Hobhouse entendía el problema del futuro del liberalismo en tanto doctrina estrictamente
moderna pero no por ello alejada del terreno de los conflictos con otras ideologías. Es por este
conflicto que la idea liberal se hará, desde principios del siglo XX, portadora de una
ambivalencia esencial fruto de un conflicto interno por la definición del concepto, cuya
respuesta más cruda estará dada por los teóricos neoliberales (Morresi, 2005).

69
La definición de John Gray es clave de aquellas lecturas montadas sobre la tendencia
que ha buscado identificar al liberalismo con la Modernidad, e incluso aparece dotada de
importantes cambios a su interior, por lo que su dinámica interna la hace fuertemente
representativa en tanto construcción amplia. En ella, el autor recogía los siguientes puntos que
proponía comunes a las diversas tradiciones liberales: individualismo, igualitarismo,
universalismo y “perfeccionismo” (1978). Si bien posteriormente Gray (1994) ha reformulado
esta idea, tal visión era representativa de la asimilación de características entre liberalismo y
Modernidad que marcamos previamente, proponiendo una concepción del liberalismo como
cosmovisión que sobrepasaba a los teóricos liberales para reformularla en torno de los
cánones que el propio autor analizaba como determinantes de tal etapa histórica. Ello tenía un
eje de partida básico, en tanto en esta línea de interpretaciones, el liberalismo aparecía como
una filosofía, un modo de estar en el mundo, que se identificaba plenamente con la
Modernidad, y un punto de llegada que es el que acabamos de criticar: se llegaba al núcleo de
saturación conceptual donde un término no podía ser separable del otro. Liberalismo y
Modernidad, así, eran una unidad.
Lo que este tipo de posturas llevaron a cabo era, entonces, la construcción de una
categoría de liberalismo que sobrepasaba a la de ideología política y se volvía una categoría
ontológica e inclusive deontológica que superaba al propio liberalismo y se entroncaba con la
Modernidad. No queremos decir aquí que no haya, en las grandes teorizaciones liberales,
verdaderos criterios ontológicos o deontológicos, especialmente si ellas aparecían inmersas en
debates en torno de la propia ideología, sino que tales modos de llevar el análisis a esos
planos creaba categorías, paradójicamente, en exceso formalistas o laxas, por lo cual se hacía
patente el riesgo de una confusión con la asimilación recién mencionada. Incluso, aparecía el
problema de una asimilación por vía doble: su laxitud las hacía llevar el liberalismo a una
identificación con la Modernidad y a la Modernidad a una identificación con el liberalismo, lo
que daba como resultados un paroxismo y un reduccionismo, respectivamente. Así, se llegaba
al punto de hacer del liberalismo un ideario transhistórico o ahistórico, volcado cuasi
naturalmente en los sujetos, como en el muy gráfico caso de T. P. Neill (1953): en la tesis del
autor, efectivamente, el liberalismo aparecía como un ideario transhistórico o, en sus palabras,
“ecuménico”, en tanto para gran parte de la humanidad aparecía como un modo dado, natural,
de existencia civilizada de los occidentales 42. Otro tipo de interpretación, en veta formalista,
que juzgamos problemática es la que realiza el ya mencionado Hartz (1994), quien, desde una

42
Por otra parte, habría otro liberalismo, “sectario”, ligado a una concepción más estrecha, es decir, como
ideología (Neill, 1953).

70
óptica crítica, a mediados del siglo XX proponía la existencia de un caso nacional, los Estados
Unidos, donde el liberalismo podía ser interpretado como un estado de ánimo o como una
formulación no razonada y por ende natural/naturalizada en tal sociedad. Es decir, no estamos
aquí ya ante un caso falto de historicidad, sino además ante la traspolación de una ideología a
una categoría holística y trascendentalista, que encerraba el completo devenir histórico-social
dentro de las coordenadas de una ideología43. Estas lecturas, aparecen claramente llevadas al
extremo por el tipo de interpretaciones neoliberales que ven al propio liberalismo como
evolución humana (Hayek, 1990).
También creemos cuestionable un tipo de abordaje como el propuesto por Pierre
Vachet (1972, 1973), quien buscó conceptualizar una vertiente del liberalismo, el
pensamiento de los fisiócratas, como más representativa que otras, dentro de una comparación
no exenta del mencionado carácter ontológico y deontológico: es decir, hay un modo de
liberalismo que sería cuali y cuantitativamente más liberal que los demás; la máxima laissez
faire, laissez passer, sería entonces el eje del liberalismo. Esta perspectiva, por lo tanto, no
sólo aparece formulada en torno a establecer la centralidad de una de las vertientes de las
diversas concepciones liberales sino que, además, parte de la concepción de que el liberalismo
se articula como un juego de antinomias entre individualismo, racionalismo y naturalismo.
Allí, “los tres temas fundamentales del liberalismo mantienen relaciones antitéticas y, en
consecuencia su unificación lógica supone la subordinación de los dos primeros temas al
tercero, el cual conserva un valor absoluto” (1972: 137). Por lo cual el liberalismo, en sus
orígenes “se niega a elegir entre naturaleza y razón” (1972: 139), que imbricados con el
individualismo recién podrán intentar una síntesis en el siglo XIX44. En tal sentido, Vachet
formulaba una lectura donde el liberalismo aparecía, por ende, releído desde la idea de
libertad negativa: nuevamente, el reduccionismo como eje de la construcción teórica45.
Contrariamente a las teorías recién presentadas, aquí proponemos que el mejor modo
de alcanzar una definición al mismo tiempo comprensiva y operativa del liberalismo es
partiendo de una base histórica y, al mismo tiempo, siguiendo dos propuestas-advertencias de
Norberto Bobbio en su clásico artículo “Liberalismo viejo y nuevo” (1991). Es decir,

43
Para Hartz, en efecto, el liberalismo natural en tanto estado de ánimo ha llevado a leer la tradición lockeana no
como lo que es, una ideología, sino como un modo de vida: el American Way of Life, para el autor, sería la
adaptación no consciente del ideario racional de Locke al modus vivendi del país del norte (1994: 19-44).
44
Ello llevaba a evidentes dificultades para congeniar, en el argumento del autor francés, tanto el dualismo
social-político que leía en los diversos orígenes de la autoridad como en la lectura de los criterios liberales como
centrados en el poder del sujeto como dominador, entre otras posturas de compleja articulación (Vachet, 1972).
45
La centralidad de la libertad negativa puede ser entendida como central ya en los teóricos neoliberales, pero
difícilmente en el momento en el cual la ubica Vachet: en ese sentido, su lectura extemporánea está marcada por
el contexto de ascenso del neoliberalismo (Morresi, 2005).

71
entendiendo que el liberalismo no puede interpretarse como un conjunto de ideas articuladas
por la centralidad de una figura y su obra –Marx para el socialismo sería el ejemplo básico de
uno de estos casos– y al mismo tiempo dotado de clivajes internos que contraponen entre sí,
en tópicos particulares pero centrales, a determinados autores. En tal sentido, es central para el
recorrido que proponemos adentrarnos, brevemente, en la historia del término en tanto
concepto ideológico para luego formular, según la ya postulada interpretación de las
ideologías, nuestra definición operativa.
Si bien el término liberal proviene del vocablo latín libertas y tiene sus primeros usos
ligados a la noción de profesiones liberales, es decir no ligadas a los poderes políticos o
eclesiásticos, tales como la medicina, las ciencias o el derecho, debemos, según los fines de
esta Tesis, ingresar en las concepciones políticas del término. Como lo ha destacado Sergio
Morresi (2005) existe un consenso entre una serie amplia de estudios sobre el origen del
liberalismo en tanto ideología, en postular al filósofo John Locke como el padre del
liberalismo, y entender que los años en que el autor oriundo de Wrington concibió sus
principales obras, sobre la segunda mitad del siglo XVII, hayan sido los que dieron lugar a la
conformación de una serie de principios liberales que comenzaron a conformar tanto el núcleo
como los a veces porosos límites de la ideología. El consenso sobre esta lectura, como lo ha
planteado Leo Strauss, ha formado una “visión corriente” (2007: 52), de la cual, aclaramos, el
propio autor forma parte en gran medida, si bien no se ha privado de encontrar principios
liberales en los antiguos griegos, operación que, sin embargo, se muestra módica si la
comparamos con Friedrich von Hayek y su remisión al origen de la humanidad para explicar
el advenimiento del liberalismo (Strauss, 2000; Hayek, 2006). Hay, sin embargo, un camino
en el cual estas visiones del origen lockeano pueden, también, repetir el esquema de las
concepciones que abroquelaron liberalismo y Modernidad, como el caso de Harold Lasky,
quien proponía a Locke como un preciso pensador del ascenso de la burguesía liberal, el
hombre paradigmático de los nuevos tiempos , ahora sí, liberales (1973, 1987)46.
Justamente, la recién mencionada cuestión de los ejes y límites del ideario liberal
aparece como central a nuestro trabajo por dos motivos: en primer lugar, y como se desprende
del propio título, porque estamos trabajando sobre una de las vertientes del liberalismo, el
liberal-conservadurismo, y en segundo término porque es destacable notar que, en la historia
de los movimientos liberales, la escisión es temprana. En efecto, es en la España de las Cortes
de Cádiz donde se usa por primera vez el vocablo liberal desde un ángulo político y donde al

46
Para debates en torno al surgimiento del liberalismo y el rol de Locke en él desde dos posiciones diversas,
pueden verse Méndez Baiges (1995) y Morresi (2005).

72
mismo tiempo se da una separación entre dos alas, los liberal-conservadores o “doceañistas” y
los liberal-progresistas o “moderados” (Marichal, 1980). Sin embargo, y como lo hacen
Ashford y Davies (1992: 183-188), debemos separar un liberalismo filosófico, originado en
Locke, de un liberalismo político “partidario”, como en el caso de los españoles47.
Las aclaraciones previas nos llevan a preguntarnos, entonces, si, en el plano de las
ideologías, existe un liberalismo o debemos, para ser más exactos, señalar la existencia de
diversos liberalismos, de diversas posiciones de liberalismo, y ello sin adentrarnos
densamente en las pautas que la aparición de la renovación liberal, hoy genéricamente
denominada neoliberalismo, impuso a una agenda sobre la temática. En tal sentido es
destacable que fueron –y son– varios de los propios propulsores del liberalismo, e incluso
algunos de los más destacados a nivel teórico, quienes establecieron esta división (Ashford y
Davies, 1992: 183-198). Por supuesto, no estamos sugiriendo que en los padres del
liberalismo no hubiera un fuerte foco puesto sobre la configuración ético-política –el caso de
Immanuel Kant es incluso rutinario de tan contundente– sino que estamos planteando que hay
una traslación desde la órbita del individuo, eje del liberalismo clásico, hacia el ordenamiento
social. Por ende el punto clave de todo pensamiento liberal, el término que da nombre a esta
ideología, la libertad, se juega en dos entes y dos planos distintos. Así como el liberalismo
clásico –y, como veremos, en su línea lo hace también y a su manera el liberal-
conservadurismo– piensa la sociedad desde el individuo, el liberal-reformismo y gran parte
del liberalismo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, los llamados liberales
igualitaristas, proceden inversamente. Tal modo, justamente, es llevado a un punto máximo en
autores que se han autodefinido “socialistas liberales”, como el propio Bobbio. Desde allí, por
ejemplo, las críticas que los neoliberales, no en vano denominados en diversas instancias
como neoclásicos, han realizado al liberalismo de la etapa que Eric Hobsbawm ha definido
como la de la “caída del liberalismo” (2003c: 116-147; Morresi, 2005). Estas críticas en
muchos casos han sido similares a las de los intelectuales liberal-conservadores que nos
ocupan, y en otros casos y que han sido retomadas por ellos.
Teniendo en cuenta los parámetros previos, podemos entonces abordar al liberalismo
siguiendo, justamente, al propio autor turinense en su ya clásica definición: “Como teoría
económica, el liberalismo es partidario de la economía de mercado; como teoría política es
simpatizante del Estado que gobierne lo menos posible o, como se dice hoy, del Estado

47
Para Marichal, en efecto, es central destacar la diferencia entre los primeros y muy breves gobiernos de
carácter liberal en España, en 1810-1814 y 1820-1823 y la experiencia que explora largamente, la de 1834-1844,
en tanto en los dos primeros “los principales pilares de la sociedad tradicional seguían en pié y todavía podían
resistir los embates de las nuevas fuerzas políticas” (1980: 17).

73
mínimo (reducido al mínimo indispensable)” (Bobbio, 1991: 89). Esta categorización, sin
embargo y como bien lo ha marcado Morresi (2005: 28-31), necesita ser completada mediante
el análisis del rol que cumple en el liberalismo el consentimiento como articulador de las
relaciones del individuo con las órbitas macro como, centralmente, el Estado y el mercado,
amén de, agregamos, especificar las implicaciones de los términos utilizados por Bobbio. La
libertad liberal y por ende el liberalismo en sí mismo, no estarían completos sin una
concepción acerca de que es el consentimiento, libre, racional y voluntario, del sujeto el que
determina su relación con esas dos esferas y con otros sujetos, entendiendo al consentimiento
tanto como necesaria voluntad racional libre del agente cuanto como ausencia de coacción.
Tenemos, entonces, que el liberalismo es aquella ideología centrada en la postulación de una
economía de mercado, un Estado mínimo y relaciones de consentimiento de los agentes.
Debemos, seguidamente, precisar qué significados posee, para el liberalismo, cada uno de los
componentes de esta amalgama.
Por economía de mercado, el liberalismo entiende un tipo de organización económica
cuyo centro es el mercado, comprendido como un ente racional, cuando no natural,48 que
realiza intercambios basados en la tenencia de bienes privados diversos; dentro de los bienes
ingresa toda cosa o actividad transable. La idea de mercado parte de la concepción de la
necesidad, nuevamente, cuando no la naturalidad, de la propiedad privada, incluido el propio
cuerpo y con él la fuerza de trabajo, intelectual o física, como un bien indisoluble e
inalienable del individuo. La extensión de la propiedad privada presupone la existencia de
tenencia privada de los medios de producción y de allí la formación de un mercado, con
capacidad de autoregulación, cuyos límites pueden variar según las interpretaciones. Estas
pueden ir desde la famosa metáfora de “la mano invisible” de Adam Smith (2001), que ha
llevado al paroxismo el neoliberal Ludwig von Mises (2006) con su concepto de “catalaxia”,
hasta el mercado fuertemente regulado de John Rawls (2006), pasando por términos
intermedios como los propuestos por John Stuart Mill (2005) 49 . Es importante notar la
inflexión de Bobbio al no hablar de “libre mercado”, ya que los padres del pensamiento
liberal no conocieron tal fenómeno –si bien muchas de sus formulaciones parecen apuntar
hacia la teorización de un modelo semejante– y diversos liberales no aceptan, como acabamos
de señalar, la idea libremercadista sino que promueven la necesidad de regulaciones de

48
Las concepciones de lo que es natural y racional en el liberalismo poseen diversas inflexiones, pero una línea
central las entiende como prolongaciones de la órbita del sujeto (Ashford y Davies, 233-239). Nuevamente,
resulta interesante desde esta lectura retomar las implicancias de lo propuesto por Vachet y notar el desencuadre
de su propuesta y las de dicho tenor.
49
Precisamente en esas posturas tan discordantes se puede apreciar una importante lucha que es al mismo tiempo
por los ejes y los límites, como proponemos aquí leer a las ideologías.

74
diverso tipo y grado, como en los casos de los liberales igualitaristas y los liberal-reformistas.
Con la idea de Estado mínimo el liberalismo plantea límites muy precisos tanto a la
intervención estatal como a sus componentes y dimensiones, claro que si bien estos límites
difieren entre los autores, es central que esta noción es compartida por el conjunto del ideario
liberal. Por Estado mínimo no debe entenderse un tamaño y funciones lo menor posibles sino
lo menor necesarias: es decir, el punto mínimo que permita el eficaz quehacer de los sujetos.
Como ejemplo más drástico aparecen los neoliberales, usualmente “acusados” de proponer un
Estado minúsculo, quienes sin embargo proponen un Estado fuertemente identificado con esa
línea del liberalismo clásico, que será la que se rompa con autores de finales del siglo XIX y
principios del siglo XX, a los que los neoliberales criticarían luego en su construcción no
ociosamente caracterizada como neoclásica50.
El consentimiento es entendido por el liberalismo como el único modo de relación
para los individuos, obtenido mediante la voluntad racional y dado en ausencia de toda
coacción. En tal sentido, la idea de sujeto que defiende el liberalismo clásico es la de sujetos
iguales, a priori, en racionalidad y libertad, cuestión que comenzará a oscurecerse con las
transformaciones sociales y el avance de la democracia: en Locke (2005), tomado como
ejemplo del primer liberalismo, se trata de una construcción predemocrática. Esta concepción
consensualista remite a un régimen cualquiera que obtenga el consentimiento de los
individuos, moderado en su alcance y regulado racionalmente, por lo que no permite realizar
la igualación de liberalismo con democracia. Si bien hay importantes teorizaciones sobre la
articulación e incluso asimilación entre ambos términos bajo el rótulo de democracia liberal,
con las diversas complejidades, empero, de la construcción conceptual (Macpherson, 1997) o
formas análogas donde la democracia no encuentra otra forma más que la liberal (Sartori,
2003), hay también liberalismos ejemplares y profundamente antidemocráticos, como los
federalistas estadounidenses (Hamilton, Madison, Jay, 2010; Epstein, 1987). En tal sentido, es
clave en las lecturas identificatorias el peso que la articulación liberalismo-democracia-
República tuvo en el siglo XIX y que sucumbió en el ciclo que Hobsbawm denominó,
drásticamente y como mencionamos, “la caída del liberalismo” (2003c: 116-147).
Nuevamente, dicha etapa debe ser destacada como clave para releer tanto las construcciones
teóricas como fácticas de los modelos liberales y, como propusimos antes, debemos marcar el
importante influjo que su derrotero tanto teórico como histórico tuvo en las diversas corrientes
liberales posteriores.

50
En tal sentido, el Estado de los neoliberales no funciona en el sentido de laissez faire promovido por los
fisiócratas, sino que se concentra en asegurar el laissez passer del Mercado como expresión plena.

75
Finalmente, en tren de esta construcción operativa, queda por analizar una cuestión
tocante a la relación entre el sujeto y las órbitas sociales. En el liberalismo aparece
fuertemente marcada la idea de un tipo de individuo libre, racional, perfectible, y una
sociedad que, sin llegar en la mayoría de expresiones a conformar una meritocracia, se torna
más racional y se optimiza en relación inescindiblemente directa con el accionar de esos
ciudadanos51. En tal sentido, el ideario liberal postula centralmente un individuo no atomizado,
pero dotado de un ámbito privado-personal cuyo espectro define las relaciones sociales, al
punto que aquí entendemos al liberalismo como una visión que establece ideales de libertad
sujetos, idealmente, a los individuos entendidos como universales y no como colectivos
sociales ni casos particularizados. Por ende, esta idea de relación individuo-sociedad, con
preeminencia del primero, comprende una idea de individuo participativo que es radicalmente
moderna y propia del liberalismo. La obra de Benjamin Constant, es en ese sentido ejemplar52:
en la teoría del doctrinario, el individuo no aparecía ni reductible ni supeditado a lo colectivo
pero tampoco atomizado y aislado. En la lectura constantiana, gran fuerte de inspiración del
liberalismo de principios del siglo XX, el individuo no podía ser avasallado por órbitas
externas pero tampoco debía retraerse a su esfera privada al punto de alienarse de su sociedad
(Constant, 2010). Desde estas nociones, el liberalismo contemporáneo forjó los conceptos de
libertad positiva y libertad negativa, cuya teorización más célebre realizó Isaiah Berlin.
Para Berlin, en el clásico artículo “Dos conceptos de libertad” (1988: 187-243), en
efecto, la libertad aparecía escindida en dos tipos: una positiva, “libertad para”, y una negativa,
“libertad de”. La primera era la ponderada por el liberalismo clásico, consistente en la libertad
del individuo de obrar según su libertad. La segunda implicaba un tipo de libertad donde el
individuo no podía ser coaccionado por otro. Para Berlin, en aquel artículo señero, la libertad
negativa aparecía como la central, pero posteriormente revisó su teoría, pese a lo cual diversos
seguidores de su obra mantuvieron el eje sobre la preeminencia de este tipo de libertad,
especialmente, como marcamos, los neoliberales. Pero aquí sostenemos que, en aras de acotar

51
Por supuesto, muy otra es la óptica en ciertos neoliberalismos, como lo ha estudiado David Held (1997: 147-
185). Morresi ha propuesto, creemos que acertadamente, que los modelos de individuo del liberalismo y el
neoliberalismo son “uno de los principales (sino el principal)” eje de diferenciación entre ambas vertientes
(2005: 19). Volvemos, otra vez, a Vachet, quien además escribió su texto en pleno ascenso del neoliberalismo:
en los neoclásicos la cuestión de la naturaleza es, ciertamente, más compleja e incluso más drástica que en los
clásicos y contemporáneos, y sin embargo la transformación neoliberal se basa en los criterios de sujeto para
retomar a los clásicos y criticar a los contemporáneos: es nuevamente, la disputa por el eje del sujeto racional.
52
Los doctrinarios, en general, pertenecen, desde nuestras categorizaciones, al espacio liberal-conservador, como
postularemos luego. Pese a ello, las concepciones de libertad de Constant son el eje más típicamente liberal de
estos autores. Se juega, por ello, una tensión dentro del equilibrio liberal-conservador que explica las dificultades
de su aprehensión sin estudios de caso como los que proponemos en esta Tesis. Puede verse Craiutu (2003).

76
una definición operativa del liberalismo, debemos tener en cuenta una complementariedad de
los dos tipos de libertad, que nos lleve a entender la noción de libertad liberal compuesta tanto
de libertad positiva entendida como “libertad para hacer X” cuanto de libertad negativa
entendida como “libertad para no ser obligado a hacer X”. La articulación de estos tipos de
libertad nos permitirá configurar la libertad liberal como aquella donde el individuo posee una
libertad desde sí tanto como una libertad hacia sí. Por ello, en la idea de libertad el liberalismo
encuentra su eje. El correcto desarrollo de la libertad conforma el sentido primordial del
modelo liberal, en tanto expresión máxima del sujeto racional, y a partir de allí se hace
inteligible la concepción del orden liberal, como un constructo de las libertades subjetivas.
Será este el principal factor donde se encontrarán las imbricaciones con el conservadurismo y
el nacimiento de la vertiente liberal-conservadora, en tanto el liberal-conservadurismo, como
analizaremos más adelante, hará eje en la idea de orden para dar paso, luego, a la libertad.

Retrato en sepia: alrededor del conservadurismo

Una vez propuesta la previa definición operativa de liberalismo, nos ocuparemos de hacer lo
propio con el concepto de conservadurismo. Como ya señalamos, los orígenes de ambas
ideologías son coincidentes y no faltan autores que ven en el conservadurismo la reacción al
liberalismo, justamente sobre la misma línea de lectura que marcábamos al comienzo de este
apartado y que lleva a equiparar liberalismo con Modernidad o fenómenos de modernización
y a entender al conservadurismo como un ideario centrado en su rechazo. Como lo ha
planteado Honderich, “hay quienes dicen que, por ello, que el conservadurismo se identifica
mejor por aquello a lo que se opone que por lo que apoya” (1993: 9). Tanto como ocurre en el
caso del concepto de liberalismo, quien se proponga definir al conservadurismo, se enfrenta a
una serie de escollos no menos traumáticos, no sólo por lo previamente afirmado sino, además,
por la asimilación entre liberalismo y conservadurismo que se ha realizado desde el auge del
neoliberalismo y desde el ascenso de los neocons estadounidenses, que ha dado lugar a un
liberalismo-conservador cuyas vertientes pueden ser más liberales o más conservadoras según
la tendencia (Ashford y Davies, 1992; Nash, 1987) y que, ciertamente, es fuertemente
influyente desde las últimas décadas53.

53
En cierto sentido, muchas de las formulaciones que intentan categorizar a diversos actores por medio de
separaciones ideológicas como “liberal en lo económico, conservador en lo político”, parten del grado de
mixtura que estos fenómenos produjeron, o de reproducir directamente categorías locales, como la muy

77
La honda impresión que los cambios que definieron la Modernidad provocó en un
conjunto de pensadores y políticos europeos fue el punto de partida para el conservadurismo,
sustentado sobre lo que Salvador Giner ha denominado “el desencanto del progreso” (1979:
79). Estos hombres atribulados dieron origen a una concepción que, al analizarse centralmente
sus formulaciones ético-políticas y culturalistas, aparece como la única de las grandes
ideologías políticas occidentales que coloca en su centro la idea de Dios, y parte desde allí, en
una compleja articulación teológico-política, para entender el mundo. Este “ordenamiento
cosmológico” del conservadurismo, como lo definió William Harbour (1985: 14), es el que
determina el postulado de un universo cuyo centro es Dios y todo otro ente y acción aparecen
sujetos a la divinidad. Esta óptica teísta es esencial para aprehender los diversos ejes del
ideario conservador, ya que desde tal centro el conservadurismo erige una concepción
antropológicamente negativa, basada en dos puntos centrales: el hombre se entiende desde sus
imperfecciones frente a la perfección de Dios, y al mismo tiempo la vida terrenal aparece
incompleta ya que es inferior, en sentido (teo)lógico-progresivo, a la vida en el más allá, la
cual a su vez es el única manera de realizar la completud humana. Advertir el basamento en
esta antropología negativa constituyente del conservadurismo no es impedimento para colocar
a este pensamiento como fuertemente humanista sino todo lo contrario: de hecho, y teniendo
en cuenta la centralidad que la pregunta por Dios posee en esta ideología, es posible entender
esta concepción, como lo hacía el citado Harbour, como “humanismo teocéntrico” (1985: 21-
25). Así, implica una concepción donde Dios es centro para el hombre, y desde allí se
desprenden tanto la antropología negativa que señala la incompletud y las limitaciones
humanas, marcadas además por el pecado original, cuanto los ejes y límites que conforman el
orden propiamente terrenal y humano, erigido sobre los pilares religiosos judeo-cristianos
que implican una ética fuertemente politizable, y las incorporaciones posteriores entendidas
como aportes a la tradición54. Desde esta óptica, los cambios aceptados son aquellos que,
sustentados en los principios del humanismo teocéntrico suponen renovaciones que caminan
por la antigua senda y logran actualizarla, deslizarla en el tiempo dentro de un orden teo-
teleológico55.

particular lectura que la sociedad estadounidense hace de las categorías liberal y conservative. Pero, como lo han
planteado Micklethwait y Wooldridge (2006), esto responde centralmente a una extrañación del investigador con
el objeto.
54
La influencia de las lecturas de la Reforma protestante son esenciales en el pensamiento conservador por esta
centralidad de la marca del pecado en la construcción de la antropología negativa (Skinner, 1993b: 9-118).
55
Sobre las diversas implicancias del pensamiento humanista en la Modernidad, cf. Todorov, 1999. La idea
central de las pedagogías teorizadas por los autores humanistas analizados por el autor búlgaro es paralela al
rescate de las formas políticas, y sus argumentaciones, aquí estudiados en el liberalismo, conservadurismo y
liberal-conservadurismo.

78
La idea de retorno al lugar de siempre para conocer lo verdaderamente nuevo, llega al
conservadurismo a través de los pensadores clásicos del catolicismo, en la forma
argumentativa de un mito del eterno retorno que es el que conforma la circularidad, en ese
sentido la idea de perfección, del ideario religioso trascendentalista. También de la filosofía
católica, más precisamente de Tomás de Aquino, proviene el tipo de noción de realismo del
conservadurismo, que de otro modo podría entenderse como imposible de homogeneizar con
su vertiente espiritualista y cosmológica, si se entrase dentro de una categoría filosófica
incompatible con el pensamiento conservador, como el clivaje realismo-idealismo: imposible
entender estas concepciones como antitéticas, en cuanto en el conservadurismo la noción de
idealismo racionalista es inaplicable en tanto no es sino una derivación putativa y deformada,
del pensamiento trascendentalista. En ese sentido, un fuerte sentido crítico del racionalismo
como postulado no sólo postreligioso sino potencialmente antireligioso, es el eje filosófico de
las críticas de los primeros conservadores como Louis de Bonald (1988) o reaccionarios como
Joseph de Maistre (1978), y será reformulado en el siglo XX por liberales con fuerte apego a
ciertas categorías del conservadurismo, como en los casos de Michael Oakeshott (2001) e
incluso von Hayek (2008), quien sin embargo gustaba de afirmar los puntos que explicarían,
en sus palabras, “por qué no soy conservador”, precisamente en respuesta a Oakeshott56. Por
lo tanto, los usos de lo religioso en el conservadurismo aparecen tanto ligados a la
centralización política de la religión como a usos utilitarios o pragmáticos de la cuestión
religiosa, pero en ambos sentidos ligados con concepciones de antropología negativa cuyo
origen filosófico se filia en el humanismo teocéntrico que, desde Harbour, destacamos
previamente.
Es la óptica de negatividad antropológica ya analizada la que determina cómo el
conservadurismo entiende al hombre en sociedad, es decir, cómo forja su concepciones ético-
políticas y culturalistas. En tal sentido, el pensamiento conservador posee una visión no sólo
fuertemente antiutópica y realista, contraria a lo que el recién mencionado Oakeshott (2001)
ha criticado como “el racionalismo en la política”, sino también, y por ello mismo,
prudencialista57. Este prudencialismo aparece ligado a una doble argumentación: en primer

56
El conservadurismo secularizado, en términos genéricos, reemplaza la construcción teísta por la idea de
tradiciones: el idealismo se mantiene, lo mismo que la forma circular del eterno retorno. De ahí la ligazón entre
tradición y ética que el conservadurismo promueve, incluso para adaptarse, desde la religión, al liberalismo.
Como destacan Ashford y Davies, en un proceso que veremos en los intelectuales liberal-conservadores, el
liberalismo surge en un contexto de aceptación del cristianismo, por ende aparece marcado por él (1992: 322).
57
Como se verá en el apartado siguiente, si bien consideramos a Oakeshott como un liberal-conservador, su
exposición es categórica para mostrar este plano del pensamiento conservador. Nuevamente, esto demuestra las
dificultades de aquellos estudios teóricos que no apelan al plano empírico, y potencia las problemáticas de las
genealogías si se parte desde los usos aproblemáticos de las definiciones de los propios actores.

79
lugar, a la devoción conservadora por las tradiciones y el orden social marcado por ellas, y a
la escasa confianza en las transformaciones. Este desaliento, sin embargo, no significa que el
conservadurismo proponga una sociedad estática, sino que aprueba los cambios graduales,
módicos e inspirados en lo que entiende como el espíritu de la tradición. Es por ello que el
pensamiento conservador entiende que hay una fuerte ligazón entre su concepción realista,
basada en la antropología negativa, y lo que entiende como el efectivo ser de la sociedad: a
diferencia del liberalismo clásico, no hay confianza conservadora en la autoregulación de la
sociedad. Es más, el conservadurismo aparece marcado, desde sus inicios, por un temor
espinal: el ocaso de la comunidad, paso final de la disolución del hombre en la moderna
sociedad de masas, donde la sociedad devora a la comunidad (Giner, 177-198).
Al igual que en el caso del liberalismo, existen al interior del conservadurismo
diversas manifestaciones que, respetando el núcleo axial antes descripto, otorgan dinamismo
interno a la ideología. En tal sentido, y de modo central para la relación entre liberalismo y
conservadurismo tal como la articula el ideario liberal-conservador, aparecen las ideas sobre
el rol del Estado y el mercado. Debemos recordar que el surgimiento del conservadurismo se
da justamente en torno de los cambios experimentados en la transformación del Ancien
Régime, donde las ideas de Estado y mercado mutan fuertemente pero, a diferencia del
liberalismo, no hay en el conservadurismo inclinaciones genéricas hacia las concepciones
sobre tales esferas, si bien una importante parte de la literatura señala que el conservadurismo
mayoritariamente propone un Estado fuerte y su asimilación al gobierno o al orden legal
(Ashford y Davies, 1992: 60-83, 113-117). En tal sentido, es importante aplicar la lectura de
Honderich (1993: 38-61), centrada en lo que el autor denominó “la prueba del tiempo” y
determinada por la interpretación de que el pensamiento conservador juzga desde la facticidad,
por lo cual los análisis conservadores pueden variar según lo ocurrido en diversas sociedades
y tiempos. Así, sería probable afirmar que, en una sociedad donde el individuo conservador
entendiese que determinadas formas de Estado y mercado han actuado de modo positivo, sus
concepciones se liguen a destacar la sabiduría de tales modelos y por ende la necesidad de
prolongarlos y protegerlos de posibles disrupciones. Esto, como el propio Honderich señala,
no implica por ello un desprecio por la teoría, en tanto “la naturaleza básica del
conservadurismo no consiste en una oposición, ni la incluye, a la teoría y lo que procede de
ella, y en realidad el conservadurismo acepta la teoría y lo que proviene de ella” (1993: 74).
Lo que es central, entonces, en el conservadurismo es la preeminencia de la experiencia
fáctica, mesurada y aceptada, por sobre la construcción teórica, en especial la que se entiende
como idealista, y la remisión a modelos no fácticos. Por lo tanto, y a modo de ejemplo, se

80
hace posible la existencia de conservadores promercadistas, como los neocons
estadounidenses (Nash, 1987) y de conservadores fuertemente estatistas, como los
conservadores europeos de la etapa de entreguerras (Viereck, 1959), por citar sólo dos casos
muy significativos.
En la base del conflicto de las posturas sobre el Estado y el mercado, aparece el
problema ético-político que en el conservadurismo representa el que es el concepto
vertebrador del liberalismo: la libertad. Precisamente, la idea de libertad es central en el
conservadurismo, pero aparece imbuida de características muy diversas a las que presenta la
concepción de libertad liberal. En primer lugar, la libertad no aparece como el término
configurador de la ideología, puesto que en el conservadurismo tal sitio es ocupado por el
concepto de orden, centrado en la concepción de que este significa la puesta en presente, con
miras hacia el horizonte del futuro, de las enseñanzas de quienes ya no están: es el sentido de
la famosa “democracia de los muertos” teorizada por el escritor inglés Gilbert K. Chesterton
como el verdadero significado de la tradición en la historia58. El autor de la clásica saga del
Padre Brown señalaba que no podía considerarse ambas ideas separadas en tanto “es obvio
que la tradición es democracia extendida en el tiempo” (1998: 28)59. Seguidamente, la libertad
dentro del orden, supeditada a él, debe sin embargo dotarse de límites muy específicos,
ausentes –en términos generales– en el liberalismo, donde es la racionalidad de la libertad
individual la primera (auto)limitadora, y luego la Ley. Esta subordinación de la libertad al
orden, que los conservadores entienden como la auténtica libertad, deviene en una abierta
desconfianza a los principios del racionalismo iluminista en general y a su aplicación a los
casos de la política, especialmente. Esta aversión del conservadurismo ha sido gráficamente
expuesta por Oakeshott, quien acuñó el ya mencionado concepto de “el racionalismo en la
política” para marcar lo que entendía como evidente hiato que separaría las teorizaciones
abstractas de la política empírica y situacional. Al mismo tiempo, el autor postulaba que el
racionalismo mismo no debía ser entendido como un don propio de un movimiento humano,
sino como un don otorgado por Dios a los hombres. En tal sentido, la libertad no aparece
como un eje de lo humano sino como una consecuencia de su accionar histórico pero
determinado por los componentes teocéntricos que lo sustentan, dentro del marco terreno del
58
Recordemos que Chesterton estaba profundamente influido por Edmund Burke, y que su idea de tradición es
conservadora en el sentido de actuar como un freno tanto a la masificación como al atomismo social, mediante
una idea de democracia como sitio de reunión de los hombres con lo divino, fuertemente atada a la situación
histórica en la cual el autor construyó su teoría, de ahí un giro más profundamente conservador del modelo
burkeano.
59
De allí que, por ejemplo, el anarquismo, como ideario ácrata sea realmente una impostura política, tal cual lo
metaforiza la paradoja que da lugar al desenlace de El hombre que fue jueves (Chesterton, 1978).

81
ordenamiento cosmológico (2001: 21-53). Estas categorías, orden y libertad, serán claves para
la imbricación liberal-conservadora, en especial a la hora de interpretar las diversas torsiones
discursivas que este lineamiento suscitó en los intelectuales estudiados en esta Tesis.
Hemos señalado previamente que en el liberalismo aparecía un concepto central para
entender esta ideología y que tenía obvias derivaciones en la concepción liberal sobre el rol
del individuo, la idea de consentimiento. En el caso del conservadurismo, muy otras son las
circunstancias. Para este ideario, la distorsión de la gran tradición judeo-cristiana, y su
imbricación con las pautas greco-romanas, por el avance racionalista e iluminista comporta la
licuación del basamento ético central de la civilización, de allí que su lectura
antropológicamente negativa del hombre y su desconfianza en los asertos de la razón humana
conformen una lectura reticente a que el individuo pueda expresar un libre consentimiento, y
prefiera hacer foco en los medios de coerción y regulación necesarios para asegurar el
correcto desenvolvimiento de los agentes sociales. Podemos señalar, en este sentido, que dos
grandes movimientos normativos son axiales en el pensamiento conservador: la creencia en
una ley natural, proveniente de Dios y en armonía con la concepción teocéntrica, que debe
respetarse pero aparece amenazada de ser pervertida, y la postulación de la sabiduría de las
tradiciones, que hemos marcado desde el contundente dictum de Chesterton. En ese sentido, el
orden de Dios y la democracia de los muertos son el límite aceptable para el albedrío
individual; el hombre que obre dentro de él, puede utilizar el criterio del consentimiento, pero
como el conservadurismo postula estar en permanente peligro, sólo pocos hombres pueden
permanecer impertérritos ante los cantos de las sirenas de la disrupción, con lo que se hace
necesario un criterio superior, ligado a las coerciones, en tanto la naturaleza humana tenderá,
generalmente, al desborde (Giner, 1993: 63-107). De ahí que, acerca de la idea de libertad en
el conservadurismo, podamos indicar que el criterio central de libertad conservadora aparece
rodeando la idea de propiedad privada en un sentido amplio: la tenencia de bienes y la órbita
privada del sujeto. Para el conservadurismo los bienes no son naturales al sujeto, como sí lo
son para el liberalismo, pero sí lo es el derecho a la seguridad del sujeto, la cual puede
depender en parte de la tenencia de bienes capaces de ayudarlo en su vida, de cumplir con el
destino prefijado achicando el grado de incertidumbre en la vida terrena.
Mediante los puntos recientemente expuestos, podemos señalar que, al revés del
proceder liberal, el conservadurismo coloca en su centro la idea de orden, de sustrato
cosmológico, y a ella supedita la idea de libertad: sólo se podrá ser libre en el caso de que el
orden propuesto por el conservadurismo, entendido como proveniente de Dios, impere. Aquí
se dará, como señalamos, el punto central para la reformulación liberal-conservadora.

82
2- ORDEN Y LIBERTAD: LA IDEOLOGÍA LIBERAL-CONSERVADORA

Fórmula que en el plano ideológico dista del aparente oxímoron terminológico que la
conjunción entre liberalismo y conservadurismo parece suponer, la categoría liberal-
conservadurismo se encuentra fuertemente representada en la historia del pensamiento
político desde hace siglos. Como lo ha planteado Sanford Lakoff (1998), el liberal-
conservadurismo que diversos analistas entienden como centralmente expresado a mediados
del siglo XX, con representantes como (en los casos citados por el autor) Raymond Aron, el
ya mencionado Oakeshott y los neo-cons estadounidenses, tiene sus orígenes en las obras de
dos pensadores europeos de los siglos XVIII y XIX: Edmund Burke y Alexis de Tocqueville60.
Para el politólogo norteamericano, en una óptica que aquí compartimos, dichos teóricos
fueron los iniciadores de la articulación liberal-conservadora, pero si bien los orígenes del
pensamiento liberal-conservador se dan en Gran Bretaña con Burke, es en Francia donde los
doctrinarios dan por primera vez forma a un corpus teórico que logra equilibrar liberalismo y
conservadurismo. Ello en un contexto donde, como ya hemos marcado, la idea conservadora
neta comenzó a ser usada con referencias religiosas inseparables de la concepción política y al
mismo tiempo abrirán un surco que influirá fuertemente en los “moderantistas” españoles61.
El conjunto de autores doctrinarios se diferenciaba de las argumentaciones propias de una
teología política que comenzaron a exponer, como señalamos previamente, fervientes
contrarevolucionarios como Louis de Bonald (1988) en su Teoría del poder político y
60
Si bien pueden parecer muy distintas en una primera aproximación, en especial si se comparan las lecturas de
los autores sobre el gran suceso que marcó sus trayectorias intelectuales, la Revolución Francesa, hay, para
nosotros, en las propuestas de Burke y Tocqueville, un similar equilibrio entre un elitismo abierto y el temor a la
tiranía de las masas, si bien el autor francés se muestra más favorable a la idea de democracia. Al mismo tiempo,
sostenemos que en el liberal-conservadurismo de ambos, en el primero es preeminente el eje conservador y en el
segundo el liberal (Burke, 1996; Tocqueville, 2006, 2010). En el caso del británico, sin dudas, existe aún lo que
en su momento Macpherson denominó “el problema Burke”: dónde colocar las ideas de un autor que fue
secuencialmente visto como “archiconservador”, “liberal utilitarista” o “adelantado del derecho natural” (1980:
13-20).
61
El contexto de surgimiento y difusión de la teoría de los doctrinarios, implica considerar un tipo de
“liberalismo under siege (bajo estado de sitio/asedio)” como lo marcado acertadamente Craiutu (2003): es allí el
liberalismo y no las concepciones de los conservadores, el que debe reformularse en un sentido defensivo capaz
de dar lugar a nuevas formulaciones. Esto es fundamental si se analizan fenómenos situados, como, a modo de
ejemplo, los neocons estadounidenses (Nash, 1987), las articulaciones del catolicismo político con el liberalismo
(Fazio, 2008) y nuestro propio caso de estudio. Recientemente, los artículos compilados en Jarsić y Posada
Carbó (2011) han reposicionado las preguntas sobre este tipo de articulaciones en torno a los procesos
latinoamericanos del siglo XIX, clásicamente reducidos a pujas entre liberales y conservadores.

83
religioso o Joseph De Maistre (1978) en su Estudio sobre la soberanía, y optaron por intentos
de encausar los resultados de la Revolución Francesa sobre carriles moderados 62 . En sus
diversas torsiones, la pregunta central era la que, como propone Enrique Aguilar, articula la
obra del propio Tocqueville: “¿Cómo preservar la libertad en la democracia?” (2008: 13), lo
que muestra la concepción, sino contraria, como mínimo no a favor del fenómeno
democrático así como una contundente afirmación: la democracia era el fenómeno sobre el
cual debían girar las preguntas sobre la vida sociopolítica, lo que en estos autores llevaba a
una respuesta ordenancista profundamente compleja.
Fue en la península ibérica donde, durante el período que Carlos Marichal (1980: 17)
propuso entender como el de las revoluciones en lugar de el de la revolución liberal, se
produjo la división entre un liberalismo conservador representado por los “moderados” y un
liberalismo jacobino encarnado en los “radicales”. Desde allí, el liberalismo tendrá dos
representaciones cabalmente diferentes, una representada por el liberal-conservadurismo y
otra por lo que aquí denominamos liberalismo reformista, que se abrió camino en la política
“partidaria” antes que en las teorizaciones63 . Debemos también señalar que los modos de
conceptualizar esta separación entre liberalismo, conservadurismo y una vertiente que los
amalgame no son, sin embargo, para nada uniformes y diversos autores han tratado de marcar
diversas pautas de diferenciación. Para el jurista estadounidense Bruce Ackerman, existieron
históricamente dos tipos de liberalismo, uno de raíz conservadora que colocaba en su centro la
libertad identificada con el mercado y acababa siendo equiparable a un modo específico de
capitalismo, es decir, cercana al mismo tiempo al liberal-conservadurismo y ciertas posiciones
de neoliberalismo, y otro de raíz revolucionaria que se expresó en las revoluciones modernas
y sus proyectos constitucionales (1995: 7-29)64. También desde la órbita del derecho, Carlos
Nino optó por establecer una distinción entre un liberalismo conservador y otro igualitario,
señalando además a este último como el verdadero liberalismo, en tanto el primero, también
aquí, aparecía leído como cercano al neoliberalismo (1990: 19-44). En estos dos casos, muy
sugerentes, se trataba de miradas implicadas en una polémica al interior del mundo liberal,
que optaban por priorizar una mirada ético-política progresista e igualitarista, respectivamente,

62
De ahí la ya clásica teorización de Remond (1982) sobre las tres derechas francesas: una legitimista, ligada al
Antiguo Régimen, monárquica, católica y antiliberal; otra orleanista, surgida de la revolución liberal de 1830,
con dos vertientes: el liberalismo popular y el liberal-conservadurismo; la bonapartista, finalmente, nacionalista,
populista (en el sentido europeo del concepto) y autoritaria.
63
Entrecomillamos ya que, como señalamos previamente, el liberal-conservadurismo preexiste a este quiebre
hispánico, pero es en España donde hay una autoasunción de los actores más definida. Nuevamente, retomando a
Macpherson (1980), se trataría del “problema Burke” entendido como derivación.
64
Esta afirmación de Ackerman habilita un debate sobre el carácter liberal de las revoluciones modernas, donde
creemos que es más importante el carácter republicano que el liberal.

84
del liberalismo por sobre otro tipo de argumentaciones. Y es justamente este abordaje
propiciado por el peso del factor ético-político el más eficaz, sostenemos, para establecer la
separación entre dos tipos de liberalismo, que aquí llamamos liberal-conservadurismo y
liberal-reformismo.
El breve pero complejo tránsito histórico desde las concepciones liberales y
conservadoras clásicas hacia la génesis liberal-conservadora puede observarse, básicamente,
en torno a dos grandes ejes: por un lado, la desaparición de la creencia liberal en la
autosuficiencia de la sociedad, patente en ideas ya mencionadas como “la mano invisible del
mercado” de Smith o “la fábula de las abejas” de Bernard de Mandeville (1982), que
conformará el eje de las reformas propuestas por los liberales de fines del siglo XIX y
principios del XX, y será, asimismo, retomada, si bien con cambios profundos, por los
neoliberales. En segundo término, la paulatina descentralización del pensamiento religioso en
el conservadurismo, donde es observable un desplazamiento de estas justificaciones hacia
autores que conformarán un ideario conservador reaccionario, cuyo pico se dará en los autores
franceses enfrentados a la teoría de los doctrinarios, con Luis de Bonald y Joseph de Maistre
como símbolos, y al mismo tiempo propiciará una transformación a principios del siglo XX
(Harbour, 21-40).
Una vez expuestas las precedentes bifurcaciones 65 , podemos tipificar, siempre con
finalidad operativa, la ideología liberal-conservadora, y diferenciarla del liberalismo y del
conservadurismo específicos, como lo haremos a continuación. Entendemos, entonces, al
liberal-conservadurismo como la articulación ideológica entre liberalismo y conservadurismo
que parte de una concepción antropológica negativa, basada en el ideal religioso de que la
vida terrena es necesariamente incompleta e inferior a la que espera una vez abandonada la
vida biológica (Harbour, 1987: 21-90) que se profundiza al analizar las consecuencias de la
Modernidad, especialmente el “siglo de las masas”, como denominó José Ortega y Gasset
(1992) al siglo XX, fenómeno que, sin embargo, para el madrileño comenzó en la centuria
previa66. Aquí, por lo tanto, la democracia aparece como un bien a lograr por medio de la
elevación de tales masas, pero hasta que tal momento no se patentice, es concebida como un
peligro que amenaza a las minorías, por lo que entiende como la deformación central de las

65
El propio contexto liberal y conservador explica la fundamental importancia del advenimiento liberal-
conservador desde el siglo XVIII, como lo han marcado Strauss y Eric Voegelin en su correspondencia, “toda la
oscuridad moderna (…) comenzó en el siglo XVII” (2009: 66).
66
Puede verse un interesante ensayo en torno a las concepciones antimasivas de la intelectualidad modernista en
Carey (2009). El crítico literario ha postulado una continuidad entre las visiones despreciativas de las masas
propias de la segunda mitad del siglo XIX y las concepciones de ciertas vanguardias intelectuales de las primeras
décadas del siglo XX.

85
formas masivas de la democracia. Tal forma ha sido llamada por John Stuart Mill (2005) “la
tiranía de la sociedad”, un modo más profundo de entender las amenazas sociopolíticas que el
clásico “despotismo político” propio de los liberales originales, preocupados por limitar el
poder político, y confiados en la sociedad como ente racional en tanto formado por sujetos
iguales en libertad y racionalidad. Esta preeminencia del temor a las masas que viene a
sumarse a la voluntad de establecer un poder político institucional acotado, hace que la
articulación liberal-conservadora sea confluyente con una idea limitada de República de un
modo más directo que en el liberalismo y el conservadurismo. El ideario republicano en los
liberal-conservadores permite solucionar los hiatos que el liberalismo y el conservadurismo
poseen en torno a la idea de un Estado mínimo y un poder político institucional, y de una
doble configuración estatal y política fuerte, respectivamente. Se trata, por ello, de las lecturas
que el liberal-conservadurismo hará del ideario liberal, en especial de las centradas en las
reformulaciones del ideal romano por parte del republicanismo moderno: el liberal-
conservadurismo asumirá que el liberalismo es republicano, pero republicano inscripto en una
tradición previa a la Modernidad, tradicional, es decir, mediante el giro conservador. Nótese
cómo además, hay una clara construcción que ejecuta una remisión a los ejes de la ética
judeo–cristiana y su reformulación greco-romana, un doble foco de la construcción que
ejecuta el liberalismo conservador.
Como lo han propuesto Ashford y Davies (1992: 288-290), el republicanismo ha
permitido una revisión crítica del liberalismo y del conservadurismo originales, y ha sido
especialmente influyente en el siglo XVIII europeo, es decir, en el momento que hemos
marcado como el surgimiento de una fuerte teoría liberal-conservadora con la obra de, en
primera instancia, Burke. Efectivamente, las vertientes atomistas y utilitaristas de ciertas
versiones del liberalismo, tanto como la cerrazón de inspiración premoderna del
conservadurismo, generaron una crisis que, en el paso de los siglos XVII al XVIII comenzó a
cobrar forma de salida en el pensamiento liberal-conservador67. La idea republicana en el
liberal-conservadurismo aparece basada en tres ejes. En primer lugar, su construcción en
torno al concepto de ciudadano como sujeto político que determina el espacio de lo público:
basado en la antropología negativa, serán ciudadanos aquellos que puedan formar parte del
conglomerado, generalmente elitista, de los mejores, dejar de lado el espacio amorfo de la
masa. En segundo término, con la idea de la unión entre el espacio de lo público y la
institucionalidad: el espacio social, en su vertiente política, será un espacio fuertemente

67
Las críticas a tales facetas pueden verse, por el liberalismo, en Macpherson (1977) y Skinner (2004); para el
conservadurismo, en Giner (1979) y Harbour (1986), entre otros.

86
institucionalizado, es decir, con pautas que impidan los desbordes de las masas tanto como de
la tiranía política. Finalmente, como una lógica que lleva del sujeto a las estructuras, en tanto
la idea de República es entendida como devenida desde la entidad y la sabiduría de las
instituciones y tradiciones heredadas, es decir, propias del republicanismo premorderno, a las
cuales busca proteger de posibles amenazas disolventes patentes en la concepción de la
democracia como proclive a ser un espacio amenazante por medio del accionar de las masas o
su manipulación por un poder tiránico.
El liberal-conservadurismo, así, postula la necesidad de un orden social jerárquico, que
estaría instaurado en la propia naturaleza de la República, cuya lógica aparece sustentada por
las implicancias de los anteriores puntos básicos. Estos puntos conforman el basamento de los
dos imperativos del modelo liberal-conservador: orden y libertad. Como lo expresan Ashford
y Davies, si “la cuestión de la libertad es de gran interés para los liberales porque esta es (…)
su meta definitiva”, en cambio “los conservadores en general no consideran a la libertad como
el summum bonum”, en tanto, si bien la juzgan como un bien, “la subordinan a otros,
particularmente el orden y la tradición” (1992: 204). Ahora bien, como profundizaremos a
continuación, en la lectura que aquí realizamos del liberal-conservadurismo, las nociones de
orden y tradición son inseparables, en tanto es la segunda la que explica y justifica a la
primera, al tiempo que le otorga a la idea de orden una articulación de tipo jerárquico.
Orden implica aquí la supresión del caos social tanto como de las formas societales,
especialmente políticas 68 , plausibles de ser disruptivas del modelo propugnado, y en
consonancia con la concepción cosmológica; en ese sentido, aquí aparece una mirada sobre el
sistema democrático que es central: su ligazón con un esquema republicano cerrado y su
alejamiento de las formas masivas. Este rechazo a los esquemas masivos se extiende a todos
los fenómenos que impliquen una ruptura de los cánones elitistas, por cuanto entiende que en
la realidad existen tanto los “mejores” como los “peores”, y la sociedad debe ser tutelada por
los primeros, que buscarán elevar a los demás, mediante formas pedagógicas, a un estadio
superior. Una vez logrado ese orden, puede darse paso a la libertad, la cual no está ligada con
la idea liberal decimonónica, sino que aparece como una libertad acotada al respeto de los
marcos delimitados por dicho orden. Es decir, se trataría de un tipo de libertad equidistante de
la idea de libertad positiva tanto como de la idea de libertad negativa que hemos mostrado
desde Berlin, pero que las incorpora para forjar una concepción que se liga con ciertas

68
Los teóricos liberal-conservadores, si bien advierten sobre los peligros de ciertas formas económicas que
normalmente califican de colectivistas, las remiten siempre a modelos políticos que las implementan y hacen de
ellas una extensión de sus lógicas en tanto articulaciones masivas (Nash, 1987).

87
vertientes del ideario republicano, especialmente en la línea francesa cuyo mayor exponente
es Charles de Montesquieu, en tanto el sujeto es libre de adoptar la Ley de los libres, la Ley
justa y esto tiene un necesario correlato social. Como lo ha señalado Pierre Manent (1987:
129), hay en el barón de Montesquieu una inversión del principio lockeano por el cual la
libertad está fundada en el derecho. En el pensador francés, por el contrario, se trata más bien
del eje puesto sobre la amenaza del poder a la libertad, como en su clásico dictum acerca de la
necesidad de que el poder frene al poder (1984: 114). En tal sentido, la idea republicana aquí
presente es aquella que se interroga por la soberanía y los límites del poder en un sentido con
un doble actor: la sociedad, y por ende los individuos que la componen, disgregados aquí en
mejores y peores, por un lado; el Estado y el poder público, por el otro. En tal sentido es que
recuperamos aquí el influjo de Montesquieu, en tanto es en su Espíritu de las Leyes donde
aparece la distinción que el liberal-conservadurismo hará suya: la República puede ser el
gobierno de muchos, tanto en forma de aristocracia como de democracia, pero será
necesariamente un régimen moderado y basado en la virtud. En tal sentido, las leyes son
interpretadas como la construcción al mismo tiempo racional y tradicional, como el verdadero
motor de la República: gobierno de las leyes, esa es la res pública en el liberal-
conservadurismo, la cosa pública en tanto forja lo público como espacio ciudadano basado al
mismo tiempo en la libertad y el orden de la tradición, es decir la conjunción liberal-
conservadora por la cual tal concepción republicana se transforma en un modo de la
aristocracia dentro de la democracia.
Un pensador con un diagnóstico tan oscuro sobre la Modernidad, y cuyas lecturas de
la democracia distan de ser entusiastas, como Strauss, antepone, de hecho, la idea de ley como
ordenadora y garante de un modelo moderantista que la propia democracia, por sí sola, no
había sabido asegurar. Para el autor, la moderación es la forma social de un tipo de elitismo
inscripto en las fronteras sociales donde sólo algunos podrán subir “la escalera que asciende
desde la democracia de masas hacia la verdadera democracia” (2007: 16). No debemos
confundirnos, sin embargo, con la posibilidad de libertad inscripta en la ley propia de los
liberales: en los liberales la ley es posibilidad tanto como condición de la libertad, pero en un
sentido que, en caso de poder ser republicano, lo es de modo muy diverso al planteado por el
liberal-conservadurismo. Si un autor como Locke escribe en un contexto republicano donde
su obra forjará el liberalismo propiamente dicho, los liberal-conservadores clásicos lo hacen
en un contexto donde republicanismo, liberalismo y conservadurismo ya existían, es decir, lo
hacen no creando las bases de una ideología sino una articulación, un clivaje ideológico que,
como provocativamente ha marcado John Pocock, ha quedado subsumido por las relecturas

88
“conservadoras” de autores como Hanna Arendt, Eric Voegelin y el mencionado Strauss
(2003: 545 y ss.).
La concepción recién presentada llevará, en el liberal-conservadurismo, a diversas
lecturas sobre la virtud como el modo de separar, en el plano social, mejores y peores, y, en el
plano del sistema político, aristocracia/elitismo de democracia, e incluso democracia de
democracia, en tanto se operará una serie de lecturas sobre la democracia como plausible de
ser deformada desde la misma democracia por formas distorsivas. La compleja dinámica entre
la apertura democrática a las masas y el perfeccionamiento de medidas restrictivas de la
misma voluntad popular fue señalada por Hobsbawm (2003b: 95) como “el dilema
fundamental del liberalismo del siglo XIX”69. Recordemos que la virtud es clave tanto en el
liberalismo como en el conservadurismo, pero aclaremos que aquí adquiere un cariz
fundamentalmente meritocrático, en tanto es el modo en el cual el sujeto se plasma como
ciudadano: el sujeto meritorio, virtuoso, es actor político de la República y no mera parte de la
masa. Es, straussianamente, un “señor”, en tanto es quien se ha forjado en los cánones capaces
de “fundar una aristocracia dentro de la sociedad de masas democrática” (Strauss, 2007: 25).
Como lo destacó el teórico neocons Peter Berkowitz, en tanto “[e]s bien conocida la tendencia
del pensamiento liberal a restar significación a la virtud en sus descripciones y prescripciones
concernientes a la vida política” (2001: 25), su lectura propone una recuperación de la virtud
dentro de los amplios cánones del universo liberal, entendiendo que, si bien existen formas
liberales tendientes a “poner en jaque la integridad de la virtud” 70 su postulación “es
indispensable” (2001: 27). En tal sentido, es sumamente sugerente la fórmula de este autor a
la hora de abordar al “padre del liberalismo”, Locke: “Virtud privada y bien público” como
una línea lógica inescindible (2001: 99-132). Esta recuperación de la idea de virtud, por lo
tanto, que parte del sujeto y se hace patente en lo público, aparecerá articulada en el liberal-
conservadurismo con la idea republicana71. La construcción del sujeto político racional propia
del liberalismo, junto con la idea de aquello tradicional como bueno y sabio, dan lugar a abrir
el espacio de la virtud como espacio ciudadano propio del liberal-conservadurismo en su
articulación con el republicanismo.

69
Pueden verse los abordajes del propio Hobsbawm en torno a la misma temática en dos obras diferentes, parte
de su ya clásica saga de “las eras” en La era del capital y en Historia del siglo XX (2003a: 109-126, 2003c: 116-
147).
70
Retorna aquí la puja entre diversas tradiciones liberales, de la cual la obra de Berkowitz es parte como una
articulación liberal-conservadora. Pueden consultarse los artículos incluidos en Rosemblum (1993), en este caso
abarcando un concepto más amplio pero confluyente: el de moral.
71
No negamos aquí las potencialidades de diversas versiones igualitaristas o progresistas del ideario republicano
(Gargarella, 2008; Ovejero, 2008), sino que abordamos el tipo de clivaje posibilitado en el liberal-
conservadurismo.

89
En el sentido de esta construcción que estamos presentando, es especialmente
importante destacar las lecturas de Philip Pettit sobre el republicanismo, en el sentido de partir
de una idea de libertad como no-dominación (libertad negativa), pero a partir de allí realizar
una reformulación de esta idea para separarla de las vertientes del liberalismo más
identificadas con el neoliberalismo (1999: 11-30) 72 . El autor proponía que el ideario
republicano aparece basado, entonces, no en una libertad negativa, sino que lo hace, y ya
desde Maquiavelo, en la idea de no-interferencia que, una vez delimitadas sus pautas, podrá
interpretarse como no-dominación en un sentido que le permita ubicarse por fuera y por
encima de las ideas de libertad positiva y negativa (1999: 35-148). En tal sentido, el liberal-
conservadurismo se referencia en esta concepción, en tanto, como señalamos, es el ideario
republicano el que le permite, como una prolongación que sus autores normalmente
consideran deseable o incluso naturalizan, formular un modo de regulación política de la
sociedad. Por ende, es aquí, en el sentido de los alcances de la República, donde no sólo se
juegue la concepción socio-política del liberal-conservadurismo sino su idea de Estado.
Veamos: la forma republicana del Estado aparece como constitutiva para el liberal-
conservadurismo, al punto que sólo habrá un Estado moderno en el sentido cabal donde haya
República73. A diferencia del liberalismo, aquí el Estado no estará tomando su forma con
respecto a los sujetos, es decir, limitado según el consenso, sino que será un constructo
basado en la tradición y por ello mismo ordenancista y sujeto a una racionalidad superior: la
del tiempo, y sólo podrán ejercer como parte activa del cuerpo ciudadano los mejores. Por ello,
es asimismo diferente al Estado propio del conservadurismo donde, como vimos, la forma
adquiere caracteres más viscosos.
El liberal-conservadurismo tendrá por eje, entonces, una relectura de los conceptos
centrales del liberalismo y el conservadurismo, anteponiendo la idea de orden a la de libertad,
y buscando en la formulación republicana el modelo capaz de dar lugar a este delicado
equilibrio. Es, por ello, un modelo ideológico mixturado, de ahí una complejidad no sólo en
sus postulados sino en las posibilidades del analista de aprehenderlos sin referenciarse al
mismo tiempo en el liberalismo, el conservadurismo y el republicanismo. Alejado al mismo
tiempo de la confianza en el sujeto propia del liberalismo y de la estricta remisión a lo
pretérito del conservadurismo, el liberal-conservadurismo adoptará una idea ordenancista para

72
Aquí puede ingresar, si bien están por fuera de nuestro objetivo las polémicas suscitadas entre las ideas de
libertad negativa, no dominación y autonomía, la lectura del republicanismo desde una óptica de libertad
negativa característica de la Escuela de Cambridge ( Pocock, 2003; Skinner, 2004).
73
La asimilación del Estado a la República es un factor que adquiere torsiones multiformes en los autores
liberal-conservadores, en general ligado al país de pertenencia de cada autor y las tradiciones con las cuales
debaten.

90
el desarrollo de la libertad, en tanto será la división entre mejores y peores, ausente en el
liberalismo clásico y aquí configurada por una antropología negativa que irá más allá del
argumento teocéntrico del conservadurismo, para internarse en una relectura del ideario de
virtud republicana, la que componga el eje de su concepción de la sociedad: orden y libertad.

CONCLUSIONES

A lo largo de este capítulo hemos buscado rastrear de manera compleja una serie de tópicos
que nos permitieran llevar a cabo una definición, sin intenciones canónicas ni taxativas, de la
ideología liberal-conservadora. Hemos partido de considerar a las ideologías como discursos,
es decir, como puestas en acto de lenguajes políticos, por lo cual no adscribimos a la
delimitación lexicográfica que entendería la categoría liberal-conservadurismo como un
oxímoron, sino que buscamos un doble anclaje, histórico y conceptual, que nos permitiera
avanzar en pos de nuestra construcción teórica. Por ello, preferimos no partir, una vez
expuesta nuestra lectura de las ideologías, desde la propuesta del liberal-conservadurismo,
sino hacerlo de modo etapista, definiendo primero al liberalismo y luego al conservadurismo
para, finalmente, llegar a la idea de liberal-conservadurismo que proponemos.
En tal trayecto, caracterizamos al liberalismo como el ideario que encuentra su eje en
la idea de libertad, y desde allí entendimos que el correcto desarrollo de la libertad conforma,
entonces, el eje básico del modelo liberal, como la expresión máxima del sujeto racional, y a
partir de allí la concepción del orden liberal se vuelve inteligible, como un constructo de las
libertades subjetivas. En tal sentido, allí estará el principal factor donde se encontrarán las
imbricaciones con el conservadurismo, que permitirán el nacimiento de la vertiente liberal-
conservadora, en tanto el liberal-conservadurismo tendrá su eje en la idea de orden para dar
paso, luego, a la libertad. Como destacamos, el conservadurismo coloca en su eje el concepto
de orden, devenido de un sustrato cosmológico, y a tal idea supedita la noción de libertad:
sólo se podrá ser libre en el caso de que el orden propuesto por el conservadurismo, entendido
como proveniente de Dios, impere. Aquí se dará, propusimos, el punto central para la
reformulación liberal-conservadora, en tanto esta ideología tendrá por eje una relectura de los
conceptos centrales del liberalismo y el conservadurismo, pero anteponiendo la idea de orden

91
a la de libertad, y buscando en la formulación republicana el modelo capaz de dar lugar a un
equilibrio tan delicado. Un modelo ideológico mixturado, entonces, de ahí una complejidad
no sólo en sus postulados sino en las posibilidades del analista de aprehenderlos sin
referenciarse al mismo tiempo en el liberalismo, el conservadurismo y el republicanismo,
como hemos buscado hacer en nuestro recorrido. Alejado tanto la confianza en el sujeto
propia del liberalismo cuanto a la estricta remisión a lo pretérito del conservadurismo, el
liberal-conservadurismo promoverá, anotamos, una matriz ordenancista para el desarrollo de
la libertad, puesto que será la división entre mejores y peores, ausente en el liberalismo
clásico y aquí configurada por una antropología negativa que irá superará el tradicional
argumento teocéntrico conservador, desarrollando una relectura del concepto de virtud
republicana, donde se forjará el centro de su concepción de la sociedad.
Lejos del oxímoron de una remisión puramente terminológica, como señalamos, el
liberal-conservadurismo se muestra no sólo como una completa y compleja ideología, sino
que es menester teórico y político poder captar sus implicancias, permitiéndonos proponer
usos conceptuales atentos a su densidad y ajenos a caricaturas, pero atentos, al mismo tiempo,
de la imposibilidad de toda definición de pretensiones canónicas o clausurante.

92
SEGUNDA PARTE:
LOS QUE VIERON LA ZARZA

93
CAPÍTULO III:
EL REINO DE ESTE MUNDO
Articulaciones en torno a la religión

No caben dudas de que el reino de Dios se ensancha.


-Friedrich Nietzsche.

La religión fue entendida por los intelectuales liberal-conservadores como un eje central de
sus intervenciones: en el contexto del posperonismo, fue uno de los puntos sobre los cuales la
conformación identitaria actuó inmediatamente 74 . Anteponiendo la identidad política a la
religiosa, reformular por ello mismo la potencialidad política de la religión católica fue un eje
central para nuestros actores, donde convergieron el quiebre del cuerpo católico y las pujas al
interior de las derechas. Desde ese sitio, releer la historia argentina fue parte de una operación
polémica entendida como un claro programa posperonista. Aperturismo religioso, humanismo
católico y apelaciones renovadoras podían convivir con silencios o construcciones
tangenciales ante las transformaciones del complejo universo católico, tanto para asimilar las
lecturas personalistas de la renovación teológica como para hallar nuevos modos de entender
el Occidente como construcción basada en el catolicismo o enfrentar las consecuencias del
avance de la contemporaneidad posreligiosa.
En el doble sentido del término, lo religioso remitía a una concepción trascendentalista
del hombre tanto como a las particularidades de la fe en una religión particularizada: la
cristiana. El completo andamiaje ético-político y culturalista propuesto por estos autores se
fundamentó, en última instancia, sobre la base de su interpretación religiosa, pese a que, sin
contradicción real alguna, se trate de laicos que optaran por definirse primeramente en
términos políticos. En este capítulo, entonces, analizaremos las diversas instancias en que la

74
Nuestros autores procedieron por medio de la asimilación de los términos catolicismo-cristianismo, en lugar
de separarlos entendiendo al cristianismo como el marco religioso general y al catolicismo como la forma
particularizada, apostólica y romana. Salvo aviso, mantenemos, para nuestro estudio, tal concepción en nuestros
análisis, en pos de evitar las constantes aclaraciones en torno a dichas interpretaciones.

94
religión fue abordada por nuestros intelectuales, desde tres núcleos principales: en primer
lugar, el arco de lecturas abierto por el derrocamiento del justicialismo; en segundo término,
las instancias en las cuales se releyó la historia nacional; finalmente, los usos de las
posiciones personalistas.

1-EL INCENDIO Y LAS POSTRIMERÍAS: EL CATOLICISMO LUEGO


DEL PERONISMO

El año 1955, como se verá reiteradamente a lo largo de la Tesis, conformó un doble punto de
partida para el grupo de intelectuales liberal-conservadores, pero que puede definirse con una
sola palabra que será a partir de aquí multiforme: peronismo. El peronismo, como veremos
más adelante, será no sólo un concepto de lucha constante, sino que la ligazón que los dos
primeros gobiernos del general Perón establecieron con la Iglesia Católica serán claves en las
concepciones que estos autores elaborarán sobre el rol de la religión institucionalizada en la
vida pública. Como se ha visto en la presentación de sus trayectorias, todos estos actores se
consideraban católicos, y un porcentaje de ellos se ligó a espacios institucionales que, si bien
no estaban dentro de la Iglesia, eran satélites laicos de ella. El ciclo peronista reformuló una
serie de pujas que atravesaron al espacio católico en los años del “fin de la cristiandad”
(Zanca, 2006) y que tuvieron una reelaboración central en las intervenciones liberal-
conservadoras, en términos de problematizar las líneas maestras del espacio de las derechas75.
Como ha destacado José Zanca:

En las décadas de 1930 y 1940, los intelectuales católicos argentinos se dividieron,


especialmente en torno de cuestiones políticas e ideológicas. El clima de ideas
europeo, el surgimiento de los movimientos nacionalistas, la Guerra Civil Española, y
el estallido de la Segunda Guerra fueron motivos de ásperos enfrentamientos. En el
ámbito local, a estos ingredientes explosivos se sumaría la participación semioficial

75
Zanca entiende el fin de la cristiandad como aquel complejo período donde “[a] partir de la primera posguerra,
la cristiandad fue el modelo que intentó frenar el desarrollo de teorías modernistas dentro del catolicismo y
promover una religión de combate, intransigente, que ‘reconquistara’ el mundo para Cristo” (2006: 15).
Precisamente en la tensión entre religión y pautas de la Modernidad se jugará una de las articulaciones claves de
las intervenciones de los intelectuales que nos ocupan.

95
de la Iglesia y ‘sus hombres’ en el gobierno de la revolución del 4 de junio de 1943
(2006: 19)

Precisamente, el historiador señalaba que “[e]l discurso religioso ganó terreno en la sociedad
argentina a partir de la primera posguerra, al tiempo que la ‘Argentina liberal’ iba perdiendo
crédito social” (2006: 19). Dicho proceso, analizado por Loris Zanatta (1995, 2005) como el
paso del Estado liberal a la Nación católica, encontró en el decenio justicialista un momento
clave del ciclo. Tal entramado histórico-político, propio de los años formativos de nuestros
actores, es un factor explicativo clave de las tensiones que recorrerán las prácticas y los
discursos de estos intelectuales. En tal sentido, la posición no orgánica pero sí militante, los
llevaba a constantes tomas de posición, de las cuales criticar las relaciones con el peronismo,
como un modo de imbricar al movimiento de Juan Perón con los nacionalismos radicales
europeos, en especial con las experiencias fascistas, fue una de las más urgentes. Dicha
estrategia al mismo tiempo implicaba un rescate de la línea liberal-conservadora que, como lo
ha estudiado Jorge Nallim (2002), se encontraba en una etapa de prolongada crisis, expresada
en múltiples espacios de la vida social: de los partidos políticos a las ideologías, pasando por
los intelectuales.
Una de las corrientes explicativas más profusas en cuanto a disciplinas concurrentes y
amplias en cuanto a obras producidas, es aquella vía que ha intentado dar cuenta de las
multiformes transformaciones de la Argentina entre el régimen liberal-conservador y la
democracia de masas. Desde el punto de vista de la religión católica, son claves los
mencionados trabajos de Zanatta: si bien los ya clásicos estudios del académico boloñés han
sido criticados por cierta tendencia a proponer una identificación plena entre el catolicismo y
el peronismo en sus argumentos, su investigación permite, precisamente por ese tono,
comprender el marco histórico de lectura de la cuestión llevada a cabo por nuestros autores76.
No se trataría, entonces, de la puja bifronte localizable en diversos planos de la experiencia
histórica peronista, “la lucha entre dos Argentinas” (Neiburg, 1998: 111), sino que en torno de
la idea católica se jugaba una expresión aún más profunda: el sentido de la política estaba
definido, para los intelectuales liberal-conservadores, por los usos políticos de la fe. Como
veremos más adelante y a diferencia de las diversas inflexiones de la imbricación entre
nacionalismo y catolicismo, en los actores que nos ocupan se tratará de que la opción política
sea la articuladora de la fe. Este clivaje formaba parte de una serie de movimientos entre
política y religión iniciados en las décadas previas: en tanto Fortunato Mallimaci (2011) ha

76
Pueden verse críticas y reformulaciones a Zanatta, entre otros, en Caimari (2010).

96
marcado la diferencia central entre el nacionalismo católico y el catolicismo nacionalista, en
tanto en el primer caso está la política en primer plano, y en el segundo la religión es el eje
primario. Similarmente, aquí se trata de laicos en el sentido católico del término, es decir, no
aconfesionales, sino creyentes que no formaban parte de las estructuras consagradas de la
Iglesia. Contrarios a las construcciones holísticas, masivas o corporativas, la serie de lecturas
que estos autores propondrán sobre la cuestión religiosa será novedosa al interior del espacio
de las derechas nacionales en términos genéricos y de las propias líneas liberal-
conservadoras77.

Cristo roto: esquirlas políticas del catolicismo

La más fuerte de las críticas a la relación de los católicos con el peronismo será la que dirigirá,
desde la emblemática Criterio, Jorge Luis García Venturini. El filósofo nacido en Bahía
Blanca, allí un joven intelectual muy cercano a los círculos intelectuales de lo que
genéricamente se ha considerado como el liberalismo católico78, produjo una serie de trabajos
en la revistas Criterio y Sur que marcaban claramente diversos ejes problemáticos para los
autores liberal-conservadores. Apelando a un modo connotativo del discurso que utilizará
constantemente para ampliar los planos de su intervención, decía en una reseña editada en
Criterio del libro Los católicos, la política y el dinero, de Pierre–Henri Simon, publicado por
la editorial Sur, que “quienes debieron ser los propiciadores de la más amplia fraternidad
universal se han encerrado, paradójicamente, en el más cerrado y estéril de los nacionalismos”
(1956c: 478). La frase del filósofo sobrepasaba la Europa analizada en el libro del francés, y
se dirigía a la Argentina, más concretamente a la Iglesia Católica y los laicos que
acompañaron la experiencia peronistas y que, como han señalado diversos estudios ligaron
religión y política a un punto que hizo difícil diferenciar una de la otra (Bianchi, 2001;
Caimari, 2010; Zanatta, 1995). El breve artículo de García Venturini articulaba un doble
debate que recorría a nuestros autores: por un lado, las cuestiones atinentes a los
nacionalismos radicales europeos, cuya forma prototípica eran los fascismos, y que se
superponía a la pregunta por el nacionalismo argentino y su vertiente peronista; en segundo
lugar, el interrogante abierto por el rol de la multiforme ecclesia de los católicos en esa hora

77
Capaz de complejizar, por ende, los límites del “pacto laico argentino” (Di Stéfano, 2011) desde las
transformaciones de las relaciones de la gran línea liberal con los espacios católicos (Castro, 2009).
78
La categoría “catolicismo liberal” ha perdido en los últimos años parte de su capacidad explicativa, en especial
por el peso de las investigaciones que abordan con mayor detalle actores intelectuales (Zanca, 2006; 2013).

97
política. La reseña del libro de Simon, uno de los principales nombres del catolicismo
antifascista y al mismo tiempo un gran denunciante de las complicidades de los religiosos con
el avance de tales regímenes (San Miguel Pérez, 2006: 47), se trataba de una puesta en acto de
la metáfora de la lucha antiperonista como antifascista, y al mismo tiempo una poderosa señal
al interior del universo católico para marcar que estaba evidentemente quebrado. La operación
del bahiense era compleja y multiforme: trazaba una línea divisoria de evidente contundencia,
con basamento en el libro de un resistente a los fascismos, publicado por la más visible casa
editorial ligada al antiperonismo intelectual, desde la revista cultural que acertadamente ha
sido descrita por Beatriz Sarlo (2001: 43) como “probablemente la más coherente, desde un
punto de vista intelectual, y la más poderosa por su rigor argumentativo” dentro del mundo
católico. Una intervención, por lo tanto, que llevaba inscripta la voluntad rupturista y que
marcaba que no había punto posible de retorno en el complejo cuerpo católico.
También desde las páginas de Criterio, al año siguiente de derrocado el entonces
“Tirano Prófugo”, García Venturini daba una estocada a la derecha nacionalista y católica al
reseñar las memorias de Carlos Ibarguren y señalar, mediante el recurso de la ironía, que “no
entendemos por qué” muchas memorias políticas “se cortan” en 1943 y que “no otorgamos
razón suficiente a la iniciación del proceso totalitario” (1956a: 117-118). Es decir: lo que
completaba dicha “razón suficiente” era el rol de la derecha nacionalista en el complejo
entramado peronista, en aquel momento leída por el filósofo bahiense como vergonzante. Al
año siguiente, en otra intervención de similares características, reseñando una obra del
sacerdote Julio Meinville, García Venturni escribía: “Pareciera que también Meinville
comenzó a desconfiar del régimen en noviembre del ‘54” (1957a: 445). El joven intelectual
culpaba a la imbricación nacionalista-católica de desvirtuar la religión en manos de la política,
pero no de cualquier política, sino de la que el liberal-conservadurismo entendía como su
némesis: la política de masas. Tal universo era comprendido como aquel donde compartían
sitio desde el peronismo al nacionalismo, del fascismo al comunismo, pero que, motivos del
tiempo histórico-político nacional, se resumía en la lectura del peronismo en una línea
consecuente con los nacionalismos radicales y los fascismos, y de estos con el comunismo en
una familia totalitaria. De ahí, entonces, que las operaciones estuvieran marcadas por la
construcción de la antítesis como modalidad expresiva y construcción de lugar político.
“Las interpretaciones sobre el peronismo parecían surgir como una necesidad de
posicionamiento dentro del campo cultural católico”, ha señalado Zanca (2006: 53) sobre la
lógica que en nuestros autores obedecía al encuentro de dos grandes estrategias. En primer
lugar, la recién mencionada línea de ubicar en un espacio político determinado, y vilipendiado,

98
al movimiento justicialista. En segundo término, la posición política de los intelectuales
liberal-conservadores como modo de reformular las identidades católicas desde la identidad
política. Como veremos más adelante, el eje central de esta lógica, la mencionada
construcción antropológica, hacía que lo masivo, fuera cual fuese la forma política que
adoptase, se entendiera como amenaza. Allí, el sitio de la religión pasaba a ser el de un
espacio de especial interés no sólo por las propias identidades asumidas por los autores
liberal-conservadores sino por el propio sentido de las pujas con las cuales interpretaban el
complejo momento posperonista.
En tal sentido, la religión católica, tras su identificación con el nacionalismo y el
peronismo, estaba en juego en el plano de sus significados, al punto que los discursos de estos
intelectuales buscarán entender el modo de ser católico de diversos fenómenos sociales. Así,
las posturas podían moverse en un abanico temático tan amplio como el modo concreto de ser
cristianos que, pese a las críticas por su “marxfilia” y su “lenguaje combativo”, García
Venturini descubría en el aporte de Emmanuel Mounier, “profundamente cristiano contra un
cristianismo declamado y de periferia” (1956c: 516), a las formas del federalismo como
propiamente cristiano que efectuaba José Alfredo Martínez de Hoz pocos años después. Allí,
el abogado especialista en Derecho Agrario entendía que

si bien el federalismo no es una exigencia de la doctrina católica para la organización


política de un Estado, puede afirmarse que él, mejor que ningún otro sistema,
favorece el libre armónico desarrollo de la personalidad de los individuos y de los
grupos humanos sujetos a la obtención del Bien Común de acuerdo con los principios
cristianos (1960: 771).

Martínez de Hoz, anteriormente orientador del grupo Demos, conjunto donde las
preocupaciones por las relaciones entre catolicismo, liberalismo y forma política estatal eran
centrales, lanzaba aquí dos formulaciones claves79. En primer lugar, la idea de bregar por un
bien entendido como católico pero que no era exigencia de la doctrina católica, que tuvo en
estos actores dos formas de expresarse: primero, la idea de que hay correspondencias para con
la religión que esta no explicita pero que deben postularse como deseables desde el punto de
vista religioso; segundo, esa misma operación habilitaba a un quiebre con la palabra de la
Iglesia Católica, en tanto eran los propios fieles laicos los que interpretan el catolicismo, es
decir, se colocan en diferendo con la autoridad hermenéutica y regulatoria de la institución.

79
Pueden consultarse las ediciones de la revista del grupo, Demos, una experiencia intelectual muy significativa
de dichas preocupaciones durante el peronismo y que intentó constantes diálogos entre el liberalismo y el
catolicismo.

99
En tal sentido, los intelectuales liberal-conservadores ejecutaron, desde su postura
antinacionalista y antiperonista, diversas formas de intervención sobre las cuestiones
religiosas que, posteriormente, aparecieron en las nuevas generaciones de católicos durante la
etapa abierta por el Concilio Vaticano II. Pero, sin embargo, en nuestros actores el sendero de
movimientos fue diametralmente más amplio que aquel por el cual debieron moverse los
intelectuales católicos cuya identidad era preeminentemente religiosa (Zanca, 2006, 2013).
Sin dicha concepción, sería incomprensible entenderse el rol que estos intelectuales
jugaron como opuestos al vínculo Iglesia-peronismo, ni sus laicas libertades para hablar en
nombre de la religión y, además, el proceso mediante el cual no sólo se expresaron en nombre
del catolicismo sin formar parte de la Iglesia institucional sino que ese lugar, de la Iglesia en
el sentido del cuerpo del pueblo de Dios unido en Cristo, los habilita para ser sujetos de
enunciación del bien común por fuera de la reciente historia de la Iglesia institucional: sin
máculas de peronismo. Dicho lugar era, además, modalidad de autovalidación y de
construcción del rol intelectual en una dinámica donde, al mismo tiempo, el lugar de las
cuestiones religiosas aparecía todo el tiempo en una tensión dinámica con la centralidad de las
cuestiones políticas. Así, en ¿Qué es la democracia cristiana?, editado en 1956, Ambrosio
Romero Carranza se preguntaba: “Pero ¿cuál es la verdadera democracia con la que debe
unirse el cristianismo para evitar la lucha de clases y salvar, en este siglo, la dignidad y la
libertad humanas amenazadas de muerte por el avance de doctrinas totalitarias?” (1956: 43).
Y se respondía que la unión de democracia y catolicismo era el ideal. Es decir, como denota la
pregunta retórica del autor, el cristianismo uniéndose con la democracia, no al revés como
podían proponer las corrientes centradas en la identidad religiosa por sobre la política. En tal
sentido, aun siendo uno de los intelectuales más representativos de la experiencia democrático
cristiana de la Argentina, Romero Carranza atravesaba su texto programático con las claves
polémicas del momento tal como el espacio liberal-conservador lo entendía80. Al igual que
García Venturini, también este abogado tenía una destacada participación en los espacios
culturales del “catolicismo liberal” pero, a diferencia del bahiense, su trayectoria era en ese
momento mucho más vasta. Referente de la Democracia Cristiana, autor de una serie de
trabajos sobre el catolicismo social, en ese mismo momento funcionario de la Revolución
Libertadora, su sitio era menos el de un joven francotirador que el de un intelectual ya
consagrado, por lo que sus estrategias de intervención diferían de las del filósofo. Así, en
lugar de encarar una batalla acusatoria contra la etapa justicialista y sus lógicas, o de apuntar a

80
Para una articulación de las propuestas de Zanca (2006; 2013) sobre Romero Carranza y sus estrategias
intelectuales con las contenidas en esta Tesis, Vicente (2014).

100
la resignificación del clivaje fascismo-antifascismo en clave de peronismo-antiperonismo,
Romero Carranza llevaba su lectura a un plano distinto. En lugar de buscar exhibir la grieta
del universo católico, el jurista elegía suturarla y se preguntaba por las relaciones entre
democracia y catolicismo, para hallar la némesis.
El abogado proponía repensar la democracia, así, dejando de lado los totalitarismos
basados en dos grandes tópicos: el Estado-Leviatán de Thomas Hobbes y “el mito” de la
voluntad general de Jean Jacques Rousseau (1956: 44-50). Justamente, dos de las grandes
metáforas que se utilizarán desde 1955 en adelante para caracterizar los que estos intelectuales
entendían como rasgos claves del peronismo: el gran Estado (Leviatán) y el populismo
(voluntad general). Estos dos conceptos, ligados directamente a la unión de la voluntad
popular con el Estado, a través de un tercero, idealmente el soberano, remitían directamente a
la teoría política de Carl Schmitt, en especial en su Concepto de lo político (2006), editado
originalmente en el país en 1950. El teórico alemán, como ha analizado Jorge Dotti, se
encontraba fuertemente identificado con el peronismo, y además había ingresado al país desde
ámbitos nacionalistas (2000: 13-26, 95-133). Es decir, estamos ante otro modo, más
alambicado e indirecto, de prolongar la batalla con el peronismo desde argumentos políticos
de la cuestión religiosa, y por ello mismo una forma de leer la religión desde ejes políticos.
Menos directa que las posiciones de García Venturini, la interpretación de Romero Carranza,
sin embargo, se abría hacia una preocupación que paulatinamente se haría central entre los
intelectuales liberal-conservadores. En ella se proponía que lo que estaba en juego, entonces,
no eran ya únicamente las implicancias de un gobierno o una ideología, sino lo que había
detrás: un humanismo ateo que, sin conciencia de serlo, pertenecía a una línea que lo separaba
del humanismo religioso-católico que promovían estos autores y que, en la década de 1970,
llegará a su más denso desarrollo teórico en las obras de Víctor Massuh81.
Para Romero Carranza, poco tiempo después, esta concepción sería clave para explicar
por qué, una vez eliminado el peligro fascista, el marxismo era la peor forma política que
podía tomar este humanismo, en tanto “constituye un mesianismo hebraico desfigurado” ya
que “en tiempos anteriores a Cristo hubo muchos hebreos que entendieron las promesas
mesiánicas en un sentido puramente material”: era la línea que culminaba, sumando un
“hegelianismo arreglado para su propio uso” mediante, en la concepción marxista (1961: 206-
207). El peligro del marxismo aparecía sustentado, enfatizaba el jurista, sobre dos causas.

81
En tal sentido, la recepción de Schmitt, que retomaremos luego, es clave para entender esta construcción: el
uso velado de las herramientas teóricas del autor alemán implicaba otro movimiento dentro de las pautas de su
uso, que oscilaron entre la cita indirecta y la negación de su carácter católico en tanto intelectual alineado al
nazismo.

101
Primero, su refinada construcción: “No es un materialismo vulgar y grosero, sino un
humanismo, una concepción del hombre que da a los seres humanos el primer puesto,
constituyéndose una religión atea” (1961: 208). En segundo término, la construcción de los
fieles que “buscan cristianizar al marxismo” olvidando que el marxismo es, centralmente, una
teoría que niega “lo más trascendente de la existencia: su final” (1961: 209). Como vimos
previamente en García Venturini amonestando a su, sin embargo y precisamente por eso,
admirado Mounier, el tópico de la imposibilidad de conciliación entre el catolicismo y el
marxismo, previo a los luego denostados resultados del Concilio y de Medellín, estará referida
a la doble significación de lo religioso. La idea trascendentalista en primer lugar, en tanto en
las concepciones “sin Dios” no había concepción alguna de la trascendencia, y el catolicismo
mismo como religión en segundo término, en el sentido de la imposibilidad de reformularlo
bajo otro signo. Por ello, para los autores liberal-conservadores intervenir desde la Iglesia en
tanto cuerpo no institucional, en tanto ecclesia, habilitaba a cristianizar espacios, pero jamás a
efectuar el proceso inverso. En ese sentido, el mencionado libro de Romero Carranza era
sumamente gráfico al desarrollar una suerte de historización del modo en que la democracia y
el cristianismo se encontraban y anudaban casi como las mitades humanas del mito platónico,
donde jamás la política se imponía sobre la religión. Ese era el balance propio de actores que
priorizaban la identidad política y desde allí intervenían sobre el plano religioso.
La primacía de la política, por lo tanto, marcaba las intervenciones que, ese mismo
1956, Juan Segundo Linares Quintana realizaba para un abordaje de tópicos fuertemente
presentes y problematizados en la experiencia peronista, como el derecho de propiedad, la
presencia del Estado en la economía o la función del capital. Sin una relación tan directa con
los espacios institucionales del “liberalismo católico” como las de García Venturini ni mucho
menos Romero Carranza, el jurista procedía, sin embargo, a una lectura en términos
equivalentes. Como Romero Carranza, también Linares Quintana había sido desplazado de
sus cargos por el peronismo y retomaba con la “Libertadora” su sitio intelectual. En tal
sentido, su intervención marcaba el inicio del ciclo de elaboración de una obra ambiciosa, su
Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional Argentino y comparado, que marcaba el
eje de su etapa de mayor producción sobre las áreas atinentes al Derecho Constitucional.
Había en las obras de ese momento una premisa que las atravesaba: una construcción que, sin
postularse como directa, connotaba la unidad de dos modelos, el liberal-conservadurismo
argentino decimonónico, entendido como canónico por estos autores, y la tradición católica.
Desde allí, por medio de las referencias teóricas y las citas de autores, esa línea dialogaba con
las producciones recientes. En tal sentido, Linares Quintana comenzaba su exploración con un

102
epígrafe de Juan Bautista Alberdi, proseguía con citas a Esteban Echeverría o Nicolás
Avellaneda, y articulaba esta línea con la de las apelaciones a Santo Tomás de Aquino o Pío
XI o los autores con los que se había familiarizado en su estadía en los Estados Unidos al
exiliarse durante el peronismo.
Como en los casos previamente analizados, en Linares Quintana era notoria la
construcción de una lectura articulatoria entre el liberal-conservadurismo y el catolicismo,
donde el foco de la batalla aparecía colocado en reformular los límites de la religión de Cristo
en su relación con las doctrinas políticas. En palabras del autor: “Motivo que justifica y da
belleza a la vida de los hombres, es la libertad el más valioso de los dones que el Supremo
Hacedor ha hecho en su infinita bondad al ser humano” (1956: 7). La lucha con el
nacionalismo, como vimos, colocaba en su centro esta cuestión, ya prolongada en la historia
del liberalismo argentino y articulada luego en lucha antifascista y antiperonista, que se
reformuló tras el golpe de Estado que acabó con la primera experiencia peronista. Los ámbitos
de polémica en los cuales los intelectuales liberal-conservadores intervenían fueron tamizados
en esos años por las implicancias de estas pujas, a un punto caleidoscópico en cuanto a la
diversidad y multiplicidad de formas de variación constante que se retomará, con
características diferentes, en la década de 1970.
En 1957, en La reforma de la Constitución Argentina, Linares Quintana cifraba el
desafío de la hora en la oposición entre “el Estado humanista frente al Estado nacionalista”
(1957b: 19). Lo hacía retomando a esa figura clave de la articulación entre liberalismo y
catolicismo que fue Estanislao Zeballos, en una marca clara de las estrategias a las que
referimos más arriba. El concepto de humanismo era allí, entonces, el eje capaz de sustentar la
imbricación entre el liberal-conservadurismo político y la religión católica, frente a la
amenaza nacionalista que, en esta interpretación, el país acababa de sortear. Pero, por ello
mismo, debían reforzarse las bases de la nueva realidad que, entre las pujas del momento, era
presentada como endeble: la superación temporaria del Estado nacionalista. Humanista era el
significante con el cual el abogado significaba católico, como veremos más adelante, cuando
la operación retórica sea dejada de lado y apele directamente a la noción de Estado católico,
donde no había lugar para el nacionalismo. Este posicionamiento comprometía dos
entramados temáticos claros del momento. Por un lado, este tipo de posturas eran equivalentes
con el tipo de operación que Pierre-André Taguieff ha detectado en el antinacionalismo
francés en tanto “tiende a hacer del nacionalismo una de las figuras modernas del mal
absoluto” (1993: 73). Dicha cuestión remitía en nuestros actores a una concepción del mal en
torno a formas equivalentes con las problemáticas religiosas y sus construcciones

103
interpretativas. Dichos modos tenían fuertes antecedentes en las propias interpretaciones de
las derechas nacionalistas: también retomar los modos expresivos de aquellos contra quienes
se libraba la puja, y transmutarlos, era un modo de construcción intelectual, en especial si se
lo hacía sobre el plano simbólico de la fraseología religiosa. Al mismo tiempo, reforzaba la
estrategia refundacionalista en un momento histórico como aquel donde se promovía la
reforma de la Constitución de 1949, sobre la cual intervenía de modo directo el trabajo de
Linares Quintana. El peso de la recepción del humanismo católico, centrado entre nuestros
autores en la postulación de una batalla entre nacionalismo y liberalismo, se resignificaba
como una lucha entre el bien y el mal donde el sitio del peronismo quedaba permanentemente
remarcado.
No era sorprendente, en dicho contexto, la dura crítica que el nacionalista católico
Gustavo Martínez Zuviría dedicó al espacio de nuestros autores. Desde las páginas de la
revista confesional Estudios y firmando con su nome-de-plume Hugo Wast, el escritor
antisemita atacó en 1958 a los católicos que “deleitaban al enemigo, que tiene predilección
por los católicos ‘discretos’” (1958: 765). Lejos estaba el contexto, sin embargo, de
representar la dimensión de catástrofe religiosa que el intelectual ultramontano presentaba,
con prosa escandalizada, en su artículo. Por el contrario, si bien las preocupaciones de los
jóvenes liberal-conservadores en cuanto a los peligros que enfrentaba la religión en la nueva
etapa histórica eran tan hondas como las que agitaba en su denuncia el autor de El Kahal, pero
estaban invertidas en el sentido político: la ideología nacionalista de la cual Martínez Zubiría
era uno de los más notorios y extremos representantes, era la némesis del liberal-
conservadurismo que, en la figura de nuestros autores, comenzaba a ascender en los espacios
intelectuales. Lo que se quebraba, y que no escapaba a la comprensión del articulista,
apareciendo implícito en la amarga redacción de su libelo, era la posibilidad de una unidad
católica más allá del signo político o centrada en los ejes del nacionalismo católico: era el fin
de la cristiandad, como lo ha marcado certeramente Zanca (2006). Es por ello que, en lo
sucesivo, reinterpretar el catolicismo será una tarea central para los intelectuales que nos
ocupan, en tanto construcción autónoma y voluntad de ejercer una preeminencia política
dentro de los espacios religiosos, tarea indisociable de las maneras en las cuales construyeron
su propio sitio de centralidad en el espacio de las derechas argentinas.
El propio Zanca ha destacado que dentro de los espacios católicos “el recurso de los
jóvenes fue recurrir a legitimidades alternativas, fuera de la tradición intelectual católica de
las décadas de 1930 y 1940” (2006: 46). En nuestros autores, parte integrante pero al mismo
tiempo flotante, heterodoxa, de esos jóvenes, la opción política no fue sólo otra legitimidad

104
sino la base explicativa de su opción dentro de la religión. La unidad en Cristo postulada por
la idea metafísica de Iglesia se había roto: allí radicaba justamente la operación de los
intelectuales liberal-conservadores, quienes separaban diversos modos de entender al
catolicismo, validando su posición política y actuando desde ella hacia la que entendían como
la forma correcta de politizar la religión.

De la cual estamos intentando despertar: la historia, entre tele-teología y Apocalipsis

La pregunta por la religión estaba ligada, de manera inescindible, a la interrogación por la


historia entendida como problema filosófico. Fuertemente presente en los trabajos de García
Venturini y de Víctor Massuh, la producción ensayística de ambos autores tenía dos grandes
tópicos en las ideas de historia y religión, que connotaban o denotaban, según la inflexión
discursiva, los sentidos de una batalla clave contra dos enemigos: el relato teleológico secular
político, sea marxista o nacionalista, y las diversas instancias de lo que conceptualizaban
como el nihilismo moderno. En 1955, Víctor Massuh señalaba desde La Nación:

Es casi un lugar común hablar de los grandes poderes de destrucción que el hombre
tiene entre sus manos. No hace mucho se difundió la advertencia de sabios ilustres
sobre los peligros de una guerra atómica. Esta memorable declaración confirmó la
paradoja: el momento de mayor poderío del hombre sobre la naturaleza y sobre sí
mismo marca, a la vez, el instante de su mayor fragilidad. Lo humano puede perderse
y la destrucción material en vasta escala no es improbable (1955a: s/p)

El tétrico horizonte planteado por el filósofo era el punto culminante de una de las vertientes
del nihilismo, su signo último: el fin del hombre. Autor allí muy joven, sin embargo Massuh
ocupaba ya determinados espacios intelectuales que lo situaban como uno de los nombres
salientes del espacio liberal-conservador y, como en el caso de García Venturini, habilitado
para emitir diagnósticos filosóficos enfocados en preguntas de evidente densidad. Los sucesos
de la Segunda Guerra palpitaban en las palabras del autor, quien veía en los años que le
siguieron una decadencia sin retorno de los grandes ideales cristianos y occidentales, que
marcaba el punto límite de un proceso: “Los últimos cincuenta años de la cultura occidental
asistieron a la destrucción de la voluntad redentora animada por el amor” (1955a: s/p). No era
una apelación novedosa en las derechas nacionales que se preocupaban por las cuestiones
ligadas a la religión, ya que el tópico estuvo fuertemente presente en los teóricos nacionalistas
y autoritarios de las primeras décadas del siglo (Lvovich, 2004; Echeverría, 2009). Pero en

105
nuestros autores esta retórica traía una clara reformulación de los cánones propios del liberal-
conservadurismo tutelar, al mismo tiempo que las formulaciones milenaristas como las que
aquí estamos estudiando marcaban, al mismo tiempo, un resquicio por el cual las
reformulaciones de la cuestión religiosa se ubicaban en un plano que no era propiedad
intrínseca de las polémicas argentinas, sino parte central de los debates internacionales. Como
lo han establecido Mariano Fazio (2008) para Europa y George Nash (1987) para los Estados
Unidos, las sociedades en las cuales nuestros intelectuales gustaban reflejarse, estas eran
cuestiones centrales de la hora82.
La historia como centro era el tópico de García Venturini quien, desde las páginas de
Criterio en 1958, optaba por realizar una diferenciación, en distintos planos analíticos pero de
signo político directo, entre la utopía y el ideal histórico concreto. Colocando su reflexión en
torno a la segunda de las concepciones, señalaba:

El ideal histórico concreto, como imagen prospectiva de la historia, es, más que la
anticipación ideal de un futuro posible, la anticipación ideal del futuro más probable
o, quizá, del único futuro posible, al menos en cuanto tipificación esencial de una
civilización o de un ciclo histórico suficientemente inteligible (1958a: 732).

Era por ello necesario, decía el filósofo, que las políticas de toda sociedad estuvieran en plena
colaboración con la filosofía de la historia, para no caer en la utopía que “ya por exceso, ya
por defecto, ocupa la más de las veces, el lugar que debiera ocupar el ideal histórico concreto”
(1958a: 733). El bahiense entendía a la utopía desde un doble eje. Por un lado,
etimológicamente, como el no lugar, un imposible que chocaba con la construcción discursiva
realista propia de estos intelectuales, pero también, en segundo término, como un constructo
propio de las ideas teleológicas de los ideales marxistas y nacionalistas, relatos con sentido
trascendentalista y finalista que trataban de ocupar el sitio de la narración religiosa: por ende,
un lugar inadecuado, falso, lo cual en el sentido de la argumentación religiosa aparecía como
un no lugar. ¿Cuál era, entonces, el equilibro? El que aparecía marcado por las necesidades de
colocar la visión histórica, trascendente, dentro de las lógicas de la política:

Aclaramos que la política tiene su fin específico en el orden temporal y no en el


sobrenatural, lo cual no significa como algunos creen que su fin sea exclusivamente
de orden material, porque temporal y material no son sinónimos. Fin específico de la
política no es la salvación de las almas, pero el cristiano debe salvar su alma y esta

82
La construcción de las nuevas derechas tanto en el país del norte de América como en el viejo continente tuvo
en la reelaboración de los tópicos religiosos ligados a las concepciones historicistas ejes centrales, de fuerte
influencia en la construcción de un liberal-conservadurismo de nuevo cuño (Lakoff, 1997).

106
exigencia le exige a su vez tomar partido en el orden temporal, porque en él tiene
asentados sus pies, y buena parte de ese orden corresponde al quehacer político,
especialmente y de manera creciente en las últimas décadas (1958a: 368).

Siguiendo esta lógica de reflexión, en 1962 García Venturini publicaba Ante el fin de
la historia donde compilaba y reformulaba trabajos anteriores. En él planteaba, con una
contundencia de diagnóstico que superaba los cautos potenciales de su prosa, que “por vez
primera, la civilización que padecería la declinación o extinción tendría dimensión universal y
por lo tanto sería la única existente” (1962: 66).

No estaríamos, pues, como en otras oportunidades, ante la decadencia más o menos


sensible de un sector de la humanidad (Civilización Helénica, Civilización Andina,
Civilización Minoica o cualquier otra), sino ante un verdadero derrumbe de la
humanidad toda (una suerte de Untergang der Allelӓnder), que es hoy (…), la única
Civilización existente (1962: 66).83

La lectura tele-teológica, que tendrá mayor énfasis y centralidad en Massuh y García


Venturini por sus respectivas modalidades ensayísticas pero que, sin embargo, recorrerá a los
intelectuales liberal-conservadores de modos diversos, se producía sobre el conflicto político
con las teleologías políticas no confesionales. Como lo ha destacado Malcom Bull: “Puede
decirse que la escatología de la alta cultura cristiana fijó la agenda de las filosofías seculares
de la historia y al mismo tiempo ofreció un detallado marco al milenarismo religioso popular”
(2000: 17). En ese sentido, la lucha de estos autores estará marcada no sólo por advertir la
oscurísima nube de la historia que atisbaban palabras como las de Massuh recién citadas, sino
a introducir un modo interpretativo que, pregnado de politicidad, pudiera al mismo tiempo
actuar en pugna con las filosofías de la historia no religiosas y con las múltiples formas que el
relato milenarista adoptaba en las corrientes populares, e incluso cuestionar la propia
concepción milenarista. De ahí que García Venturini al destacar “el verdadero sentido” de sus
palabras previas, optara por atacar por un lado a los esquemas seculares y por otro a las masas.

Un par de lustros o, en algunos aspectos, un poco más, y la inmensa mayoría de las


proposiciones y de los esquemas tradicionales y actuales en el orden político, en el
campo económico, en el pedagógico, en el social, en el jurídico, etc., carecerán en
absoluto de sentido. Serán, en rigor, utopías, es decir, no tendrán lugar (1962: 69).

83
Las lecturas culturalistas de la idea de civilización estaban basadas en una concepción que tenía en sus ejes
interpretativos una idea al mismo tiempo global y decadentista, pero que no por ello dejaba de lado el clivaje de
los sujetos. En tal sentido, como expresará el propio García Venturini, era clave el sesgo orteguiano (Ortega y
Gasset, 1976, 1992).

107
El desvanecimiento del tiempo histórico por un lado, como señalamos, y el rol de las masas
anónimas e informes, por el otro: “Los que logren situarse a la altura de los tiempos estarán
habilitados para ser protagonistas y testigos de la historia; los que no, quedarán desubicados,
desvivirán su vida –como decía Ortega” (1962: 69). Pese al resquicio de optimismo en la
capacidad de agencia de los sujetos que las palabras del filósofo parecen marcar, no había tal,
sino una elipsis, puesto que lo no dicho aquí completaba el sentido: Ortega y Gasset, quien
brinda la autoridad sobre la reflexión subsidiaria de García Venturini, ya había distinguido
entre dos tipos de actores sociales, donde las masas ocupaban el rol pasivo y no eran
protagonistas, sino mero coro (Ortega y Gasset, 1992). En un tiempo marcado por las masas,
serán justamente ellas las desubicadas, incapaces de comprender el propio ciclo que las tenía
como factor clave. Y justamente allí radicaba, para nuestros autores, gran parte de la tragedia
de ese tiempo por venir que, sin embargo, ya había comenzado.
A cinco años de tal interpretación, García Venturini era aún más taxativo, en
correspondencia con la propia cualidad acumulativa que su lectura tele-teológica poseía en su
reflexión. Promoviendo un tipo de interpretación que se haría desde allí típica en sus
preocupaciones intelectuales y en sus modos de intervención, el bahiense trazaba un doble
marco posible para el momento finalista que atisbaba:

Estamos en vísperas del fin de la historia. Es decir, de la liquidación lisa y llana de la


especie humana sobre el planeta (o de la destrucción prácticamente total de la actual
civilización) o, si no se diera esa probabilísima posibilidad, nos hallaríamos ante una
Nueva Historia, de características tales que, respecto de la otra, casi no guardaría
analogías (1967a: 93)

La historia, proponía García Venturini, había perdido su juicio en un momento


claramente determinado. Con la llegada del tiempo posreligioso y la introducción de las
masas en la vida pública, aparecía otro sentido para la historia que, con el protagonismo de las
masas nihilistas, pasaba a ser un relato subalterno. Ese era el lugar del Apocalipsis temporal,
el de la sociedad desquiciada, que sin embargo no tendrá aún, en los puntos que hemos
analizado, su sitio final. Germán Bidart Campos haría, al poco tiempo, una aclaración
pertinente sobre la recepción de la teoría de Maritain, al criticar los usos maniqueos de la
historia :

Maritain afirma que la historia muestra un crecimiento simultáneo del bien y del mal,
a través de un movimiento dual y antagónico de ascenso y de descenso que se formula
en la ley del doble progreso contrario. El bien y el mal crecen juntos y, por eso,
ninguna época histórica puede ser absolutamente condenada mi absolutamente

108
aprobada. Tal es la ley de ambivalencia de la historia, según la cual en las distintas
etapas hay un mayor progreso hacia el bien o un mayor progreso hacia el mal, y
conforme a cuál de los dos prevalezca sobre el otro, será la fructificación histórica del
bien o del mal. Estas evoluciones compensatorias no equivalen a un maniqueísmo
filosófico aplicado a la historia, sino a la íntima realidad de lo que hace el hombre en
los procesos históricos y en el mundo (1969: 11).

Era por ello que no se trataba de leer la historia como buena o mala, sino de captar la acción
humana en un momento liminar. Desde su versación como autor de obras de Derecho Político,
Bidart Campos ocupaba allí ya un sitio muy destacado como intelectual y el interés sobre
tópicos ligados a la nueva filosofía humanista no era extraño en sus intervenciones. La
restitución clara del sitio humano en la historia que realizaba el jurista era, sin embargo,
menos oscura que aquella con la cual comenzaba a desplegarse el sentido de la “Nueva
Historia” mentada por García Venturini. Sin embargo será esta última lectura la que tendrá su
más dramática interpretación como expresión central de las exacerbadas interpretaciones de
mediados de la década siguiente, bajo las interpretaciones de un humanismo religioso
ensombrecido, que ya se desplegaban aquí en obras tan disímiles como la introducción a la
Filosofía Política del bahiense o el abordaje constitucional de Bidart Campos. En efecto, la
articulación liberal-conservadora hacía del argumento católico una de las pautas para
comenzar a construir uno de sus grandes puntos de lógica interna, la concepción de la
articulación entre sujeto y elite como enfrentada a las masas, cuya forma más contundente se
dará en los años setenta. El factor que comenzaría a enfatizarse en la construcción de dicha
interpretación sería la concepción del rostro oscuro del humanismo: el ateísmo, sus diversas
formas y sus articulaciones políticas.

Nosotros lo hemos matado: Dios, los hombres y el ateísmo

Sobre el conflicto suscitado por el entramado construido entre el peronismo y la Iglesia que
mencionamos previamente, se depositó, como estrategia de ruptura, parte del accionar de los
autores liberal-conservadores. Era, sin embargo, un diagnóstico que superaba a las
implicancias del gobierno de Perón. El conflicto entre dos modos de Estado, el humanista y el
nacionalista, estaba también formando parte de un conflicto superior que, si bien podía leerse
entre líneas de distintos argumentos previos, en especial en las intervenciones de García
Venturini en Criterio, será con la obra de Massuh, Nietzsche y el fin de la religión, donde se
desplegará una lectura de mayor densidad. La preocupación central de la obra del filósofo

109
tucumano, y que será una constante en su producción de allí en más, será el declarado intento
de captar el modo en el cual los hombres mataron a Dios y creadon dioses mundanos y
supletorios. Para Massuh, Ludwig Feuerbach, Karl Marx y Friedrich Nietzsche conformaron
“el fenómeno espiritual más decisivo del siglo XIX: la conversión del ateísmo naturalista del
siglo XVIII en un ateísmo humanista o humanismo radical” (1969: 108).
Las reflexiones del autor estaban enmarcadas dentro de una inquietud que ya había
aparecido en Sentido y fin de la historia, su tercer libro, (1963a). Primera de sus obras
dedicadas a los tópicos atinentes a la filosofía de la religión, luego de dos trabajos sobre
autores latinoamericanos, en este caso a ensayos sobre la idea historicista en autores religiosos
de diverso signo como el ortodoxo ruso Nicolai Berdiaeff o el existencialista judío Martin
Buber, a quien le dedicó ese mismo año un ensayo en Sur (1963b). El libro planteaba,
retomando a Karl Lowith, “la opción entre la historia profana o sagrada pareciera llevarnos a
una alternativa mucho más radical: el nihilismo o la fe” (1963a: 20). Tal sería el eje central
que organizaba la reflexión de Massuh en este y los siguientes trabajos sobre la temática. El
nihilismo, en la concepción del tucumano, era la sumatoria de dos fenómenos que
presentamos anteriormente: la secularización y el momento de las masas, entendidas en su
teoría como la negación de Dios en la etapa contemporánea. La fórmula de tal ciclo de la
negación, en sí misma, era en tal sentido un continuo lógico: las instancias de la
secularización posibilitaban las configuraciones del tiempo del “hombre medio”, como supo
definirlo Ortega y Gasset (1992: 48). Es por ello que no debe intentarse aquí reducir el
discurso liberal-conservador a una postura meramente clasista: lejos de un rechazo social de
tal sentido, hay en estos autores un profundo sentido antropológico que dialoga en permanente
vínculo con la concepción religiosa, ora entendida en sentido filosófico, ora en sentido
puramente teológico.
García Venturini había señalado, al principio de la misma década, al reseñar en
Criterio un volumen que reunía escritos de Martin Heidegger y Jean Paul Sartre, que la
pregunta definitiva era la siguiente:

Lo que sí queremos expresar es que compartimos con Sartre que si Dios no existe
‘desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible’; pero, ¿cómo
Sartre ni advierte que después de esa afirmación no se puede seguir hablando porque
todo lo demás, en cuestión ética, no tiene ya sentido? (1960: 718).

El autor bahiense retomaba, sin mencionarlo, el clásico planteo de Feodor Dostoievski en Los
hermanos Karamazov acerca de que “si Dios no existe, todo está permitido; y si todo está

110
permitido la vida es imposible”. La premisa del escritor ruso, que ha recorrido gran parte de
las inquietudes filosóficas posteriores, de autores como Friedrich Nietzsche a Theodor
Adorno, era retomada por García Venturini para apuntar al mismo sentido que hemos
marcado en la obra de Massuh: en su concepción, a diferencia de lo que plantea la teología
católica, el sentido ético aparecía dado por la noción de Dios84. La operación de este autor, sin
embargo, al mismo tiempo que tomaba las palabras de Sartre para dar vuelta su argumento y
descalificar al humanismo ateo, abría un hiato con la lectura canónica católica: en efecto,
desde esta concepción, ¿qué posibilidad de obrar justo podía haber desde el desconocimiento
o la negación de Dios? No debe sorprendernos que este tópico apareciera connotado en los
intelectuales liberal-conservadores: su laicismo católico era interpretado de modos
heterodoxos, incluso a la hora de dejar abiertas formas de cuestionamiento a las lecturas
canónicas, desde páginas católicas. Más importante era esta postura en momentos en que ya
estaba en preparación el Concilio Vaticano II, cuyas líneas directrices transformarán, en
silencio, a nuestros autores en católicos aún más descentrados.
Precisamente esa heterodoxia en las maneras de interpretar el catolicismo permite
explicar el eje que atraviesa el mencionado estudio de Massuh sobre Nietzsche. Para el
tucumano, el autor alemán era la culminación de un ciclo iniciado por Feuerbach y continuado
por Marx, cuyo resultado final exponía de manera lapidaria: “Dios y la religión han terminado,
estamos en su estación final, vienen a decir. Ahora es el hombre, en tanto ser supremo, un
nuevo punto de partida” (1969: 125). El humanismo ateo, fuente de constante preocupación
para los intelectuales liberal-conservadores, era interpretado por Massuh bajo cánones que ya
no eran los de la teología católica dominante, sino una reformulación de los postulados que,
entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, atacaban al modernismo como herejía85. El
ensayista presentaba a Nietzsche como “un espíritu sacudido por fuertes accesos místicos y
hondas intuiciones de lo divino”, que finalmente acababa matando a Dios y erigiendo en su
lugar al Superhombre (1969: 122, 173). Massuh veía aquí la entronización del hombre, el
alzar lo humano al nivel divino y por ende la cerrazón en una idea humanista sin Dios: si bien
el ímpetu del creador de Zaratustra era de orden religioso, su solución era su antítesis, puesto
que su filosofía se resumía en un acto de adoración del hombre, una autoinfatuación. Ese era,
para Massuh, el verdadero sentido del ateísmo: el olvido de Dios por y para el hombre. Por lo

84
Para las propuestas salvíficas aceptadas por la Iglesia y promovidas por la teología católica, el obrar justo no
está marcado por la fe, si bien esta otorga al sujeto las pautas de una ética superior. En el punto límite del
argumento, el paraíso se gana no por fe sino por un obrar justo, en tanto no hay pecado en la ignorancia y el
pecado de soberbia es redimible ante el buen accionar (Ott, 1986).
85
Pueden verse diversas transformaciones de las concepciones teológicas en Lacoste (2010). Para una lectura en
términos de posturas heréticas, puede consultarse Masson (1989).

111
tanto, el autor tucumano retomaba categorías clásicas del pensamiento teológico, en tanto su
razonamiento aparecía forjado sobre una división entre dos tipos de ateísmo. En primer lugar,
el activo, que buscaba motivos para negar a Dios, desde el cual, en su lectura, escribía el
alemán; y el pasivo, aquel que había olvidado a Dios, por ende el que Nietzsche legó al
mundo al anunciar la muerte de Dios. En esa operación estaba, para ponerlo en palabras del
filólogo teutón, el origen de la tragedia. Esta interpretación llegará a un punto paroxístico a
mediados de la década de los setenta, como veremos al final de este capítulo.

2-OTRA NACIÓN CATÓLICA: LA CRISTIANIZACIÓN LIBEAL DE


LA HISTORIA ARGENTINA

El liberal-conservadurismo decimonónico, fuertemente positivista, recurrió escasamente a las


apoyaturas religiosas en sus discursos. En muchos casos, inclusive, sumió a la religión en una
fórmula donde “la España Católica” aparecía como representación del atraso y de personajes
que se construían como su némesis como, totémicamente, Juan Manuel de Rosas condensaba
en sí a los caudillos federales (Terán, 2000). En nuestros actores, por el contrario, será central
una estrategia de múltiples sentidos en torno a la cristianización de la historia nacional. Una
operación coherente con los postulados que Romero Carranza, precisamente uno de los más
activos actores en el desarrollo de este tópico, proponía en lo previamente relevado: un
cristianismo leído como inescindible de la lógica política, actuante dentro de ella. Así, lejos de
las formas en las cuales desde principios del siglo XX ciertas tendencias católicas buscaron
construir una historia nacional donde los orígenes de la Argentina eran católicos y confrontar
con la narrativa liberal, aquí se jugaba una compleja operación que ligaba la forma religiosa a
la política. La cristianización de la historia nacional no era una novedad en los ámbitos del
catolicismo político, como lo ha demostrado Zanatta (1995, 2005), pero el giro que los
autores liberal-conservadores dieron en estos años nos permite extender el mapa de las
operaciones simbólicas sobre el pasado a un conjunto de actores que, en tal sentido,

112
construyeron una de sus más multifacéticas versiones 86 . Las complejas instancias de la
prolongada batalla con los nacionalismos fueron, ya desde los inicios de la crisis del
liberalismo que se experimentó en la Argentina en la década de 193087, un fuerte eje del
liberal-conservadurismo que tras el derrocamiento del peronismo cobró un nuevo sentido,
sumando al movimiento justicialista al centro de la confrontación.
El ascenso del revisionismo histórico desde los años treinta fue un factor central para
determinar las coordenadas de la lectura de un devenir nacional que había perdido su anterior
eje liberal, hasta completar, con el peronismo, “el viraje decisivo” en su relación con el signo
político (Quattrocchi-Woisson, 1995: 225). Formados en tiempos en que este giro amanecía y
se completaba, una vez presentes en el espacio público nuestros autores dirigieron una de sus
estrategias discursivas claves a la historia argentina. No se trató exclusivamente de una
estrategia anclada en el plano erudito, como correcto conocimiento del pasado y los modos
más adecuados de interpretarlo, y en el plano político, en tanto puja ideológica en esas
interpretaciones, sino que nuevamente la propia fe estaba en juego, en sus múltiples sentidos,
sino de un modo de construcción de tópicos propios de la batalla contra el nacionalismo al
interior de las derechas, marcada por el peso de la cuestión religiosa.
Alain Rouquié ha interpretado el inmediato posperonismo como un “catolicismo
nacionalista imposible” (1994: 98). En la mirada del autor francés, el sector católico-liberal,
donde se incluyen nuestros actores, vilipendiaba al sector nacionalista tanto por sus ideas
generales como por sus relaciones con el gobierno depuesto (1994: 98-103). En el triple plano
en el cual se jugaba el desafío de recristianizar la historia nacional, la intelectualidad liberal-
conservadora no luchaba sólo contra un adversario identificable en su afuera ideológico, sino
que debía profundizar la operación en tanto, como lo marcaban cáusticamente las ya
analizadas reseñas que García Venturini ofreció de Ibarguren y Meinville, la historia del
posperonismo comenzaba con el imperativo de separar a los nacionalistas de los espacios que
los liberal-conservadores buscaban hacer suyos. Erigir una historia propia, en tal sentido, era
la otra cara de ese primer momento en que eliminar a aquellos marcados por el peronismo era

86
Dos de las mayores articulaciones cristianizadoras en sentido político de la historia nacional, se dieron fuera
de los marcos temporales de esta Tesis, con las revista Demos, del grupo orientado por Martínez de Hoz, y
Tiempo Social, dirigida por Romero Carranza. La primera, fue editada desde los años ’40 y hasta inicios de la
década siguiente; la segunda, por su parte, desde 1976 hasta 1991, y las operaciones en la transición democrática
fueron claves.
87
Existe un consenso, al interior de las Ciencias Sociales, de señalar que la crisis liberal es central en tal década.
En tal sentido, es clave en nuestra óptica el trabajo de Nallim (2002), cuyo objetivo está articulado desde la
propia crisis del liberalismo entendida desde las lógicas, actores y articulaciones de esta corriente.
Recientemente, Bohoslavsky y Morresi (2011) han destacado el complejo entramado de preeminencias al
interior de las derechas experimentado en ese período, en posturas coincidentes con las que aquí estamos
proponiendo como eje de análisis.

113
en sí misma una parte estructurante de una estrategia intelectual de mayor envergadura.
Enfrentar la narrativa nacionalista y peronista, condensación del triple sentido antes
presentado, no era posible por medio de la apelación solitaria a los defectos, excesos o abusos
del “régimen depuesto”, sino que debía señalarse su desviación y, con ella, la de las diversas
formas de nacionalismo, de la línea fundacional y rectora de la historia nacional. Para ello, se
enfatizó una interpretación del pasado que subrayara, indirectamente, la monstruosidad del
justicialismo como extremo de los nacionalismos argentinos. En ese sentido, la lectura liberal-
conservadora colocará a los nacionalismos como desfiguraciones del sentido religioso y a los
fascismos como enemigos de la religión, realizando sobre el peronismo una operación que
abroquelaba ambas tipificaciones. Así, los intelectuales liberal-conservadores condenaban al
movimiento fundado por Perón como un modo nacionalista y fascista, antítesis de lo que se
presentaba como la historia argentina y, al mismo tiempo, introducían un cariz religioso en la
reconstrucción histórica: en tal sentido, la operación de cristianización era no sólo un
imperativo ideológico sino un programa completo88.
Haciendo caso omiso a las diferencias de los nacionalismos tanto en sus diversas
formas ideológicas como en sus relaciones con la religión, en esta estrategia de nuestros
actores se ahondaba el trazado de un esquema diferenciador al interior de las derechas. Al
tiempo que se resumía al nacionalismo en uno se procedía, además, a la creación de una línea
lógica de fenómenos de masas donde se engarzaban nacionalismo, fascismo y comunismo.
Como ha marcado Flavia Fiorucci, el antiperonismo, al cual pertenecían nuestros autores,
buscó “construir un enemigo más coherente ideológicamente de lo que realmente era” (2011:
174). En este caso, ello fue por medio de la construcción de remisiones ideológicas, donde
todo nacionalismo era parte de un universo fascistizado, por un lado, y por el otro por medio
de la equiparación de los fenómenos políticos de masas en un esquema, en última instancia,
equivalencial. Cuidado: no decimos aquí que el peronismo original haya sido un fenómeno sin
una coherencia ideológica concreta, sino que en la intelectualidad liberal-conservadora primó
una concepción donde operaba una lectura de la posible ideología del movimiento en un doble
plano, el del peronismo mismo y el de los fenómenos que entendían como equiparables. Ese
era el rostro inmediato de la operación política.

88
Las complejas construcciones sobre este tipo de tópicos refuerzan los paralelismos trazados por los propios
intelectuales liberal-conservadores con las experiencias de los fascismos europeos, entendidos hasta por lo
menos la década de 1960, generalmente, como desviaciones de la historia nacional (Lvovich, 2007). Pueden
verse abordajes a los casos particulares más resonantes en nuestros autores, el nazismo alemán y el fascismo
italiano, en Kershaw (2004: 15-38) y Gentile (2005: 35-168).

114
Lo que fue y lo que nunca será: (de)ontologías de la Argentina

El famoso número 237 de la revista Sur, editado tras el derrocamiento del segundo gobierno
de Perón y titulado “Por la reconstrucción nacional”, incluía un artículo de Massuh que
llevaba el título “Restitución de la verdad”. Allí, el tucumano entendía la clave de la hora
histórica como una pregunta por la democracia:

La formación espiritual del argentino tiene que ver con la educación para la
democracia. Bien es cierto que, en nuestras tierras, la democracia es el ideal más
permanente y su realidad, sin embargo, es una historia de frustraciones. Hay que
plantar el árbol de la democracia una y mil veces (1955b: 108).

La democracia, rosario de reveses según entendía el autor, era el signo determinante de la


historia nacional, y lo era no pese a tales infortunios, sino precisamente por ellos, en tanto
construcción compleja e inestable. Desde allí, el filósofo llamaba a desconfiar de los ideales
absolutos: “Con el señuelo del estado perfecto trabaja el totalitarismo; bien sabemos que esas
exigencias paradisíacas son las trampas de la indignidad social” (1955b: 109). El ideario
realista propio del liberal-conservadurismo estaba, así, indicando que la historia, como ocurría
en ese momento, no era un constructo ni ideal ni perfecto, sino un camino largo y sinuoso.
Nuevamente, se pujaba con las teleologías no religiosas, como analizamos en el punto previo.
En tal sentido, al tiempo que se postulaba una ontología de la Argentina, el captar ese ser
implicaba no torcerlo, es decir, mantenerlo: se proponía un deber ser, una deontología.
Al poco tiempo, Juan Segundo Linares Quintana presentaba su Tratado de la ciencia
del derecho constitucional, obra en tomos donde realizaba una construcción que ya hemos
visto en su colega Romero Carranza y que representaba típicamente las argumentaciones de
los abogados de esta corriente. Allí, orquestando una serie de definiciones de pretensión
universal, desde Grecia a los clásicos de la Modernidad, pasando por los Padres de la Iglesia y
autores nacionales de la tradición liberal, el autor forjaba una línea que culminaba en el
liberal-conservadurismo. Este planteo del liberal-conservadurismo como ultima ratio del
pensamiento occidental atravesó, como se verá a lo largo de la Tesis, todos los grandes
tópicos del discurso de nuestros autores. Por ende, también lo hizo con sus pujas: en contra de
esa línea que inscribía al país en la gran lógica de Occidente, aparecía la experiencia
justicialista:

115
La dictadura peronista, que instauró en el país un régimen despótico que suprimió la
libertad y negó el derecho y la justicia, en el hecho violó todos los derechos y
garantías constitucionales, desconociendo hasta los más elementales atributos de la
personalidad humana (1956: 269).

El enardecido párrafo del hombre de Derecho, expresión paroxística de las lecturas


sobre el peronismo que recorrían a los intelectuales liberal-conservadores, marcaba
fuertemente las lógicas enfrentadas que hemos mencionado y sobre las cuales operaban estos
actores: el peronismo era la ruptura violenta del modo de ser del país, la construcción
monstruosa por antonomasia.
En los años del posperonismo, la pregunta historicista no será resuelta con apelaciones
a releer el pasado nacional sino con postulaciones a un antagonismo radical entre la Argentina
histórica y el decenio justicialista. Como lo ha señalado Fiorucci, la dicotomía peronismo-
antiperonismo implicaba un debate que fue menos directo en los años peronistas, cuando los
intelectuales “hicieron uso de un lenguaje en código a través de señas, metáforas y guiños
retóricos” (2011: 170). Por ello, las intervenciones tendieron a establecer una serie de lugares
comunes, que implicaban los centros recurrentes de las operaciones metafóricas o los
paralelismos no explicitados: en términos de John Pocock (2003), una gramática. La
postulación de una forma real de la Nación era una de ellas, asimilada en nuestros autores al
modelo liberal-conservador decimonónico y su inescindible forma cristiana, que se
continuaría en los primeros tiempos posteriores al golpe setembrino89. En 1960, por ejemplo,
Alberto Benegas Lynch llegaba a trazar un paralelismo entre los hombres de Mayo y su
propia generación. Las lecturas de autoconstrucción de roles intelectuales eran un insumo
central en operaciones de este tipo: Benegas Lynch, por medio de la apelación metafórica,
ligaba a los hombres de Mayo con los “Libertadores” de 1955. Para el economista, la libertad
contra el intervencionismo y dirigismos económicos, propagada por liberales, era el ariete
explicativo del quiebre político de 1810. Este ideario se patentizó, dirá el fundador de Ideas
sobre la libertad, revista donde se publicó el artículo, con la Constitución de 1853, y su
negación llegaría con el peronismo, cuando “la realización totalitaria llega a extremos
intolerables” (1960: 11-15). De ahí que la Revolución Libertadora fuera el punto de freno de
“la segunda tiranía” pero al mismo tiempo estuviese marcada por un desafío central:
prevenirse del colectivismo mediante un retorno a la tradición que articuló la historia

89
La serie de debates en torno a la forma política propia de la Constitución de 1853 será otro punto de cifra de
las relaciones entre el liberal-conservadurismo y la religión, como se verá más adelante, y por ende gran foco de
conflicto con una experiencia que, como la peronista original, reformó la Carta Magna en un sentido ideológico
diferente al originario.

116
argentina y le dio su modo de ser (1960: 15-16). El recurso religioso era, en tal sentido,
inseparable de la voluntad reconstructora de estos autores en tanto, como vimos previamente,
su liberalismo conservador estaba forjado sobre el catolicismo, pero al mismo tiempo la
religión dependía de la preeminencia de la cuestión política. Y los modos de interpretar la
historia eran, al mismo tiempo, maneras de constituir el sitio que estos intelectuales
reclamaban para sí.
La operación más audaz, en tal construcción de sentido, será la emprendida al año
siguiente por Romero Carranza en su artículo “Bagaje doctrinal de los hombres de Mayo”,
como parte de un libro sobre la Revolución de 1810 orquestado por él mismo90. Para el jurista,
la clave del análisis de las ideas que forjaron el Mayo histórico estaba en analizar “la
personalidad de los argentinos que las formularon”: “Conociendo cómo estaba formado su
espíritu y su intelecto, descubriremos el resorte secreto que puso en marcha sus acciones y la
base de su pensamiento político” (1963: 11). Desde tal premisa, trazaba luego un eje de
pensamiento político que tipificaba como democrático y que hallaba sus bases en las
concepciones cristianas. Tres puntos eran los centrales en la formulación del autor: la línea
cristiana como diferente a otras concepciones de influjo católico como la doctrina del derecho
divino de los reyes y el pensamiento político protestante; una concepción de democracia
basada en el pueblo como receptor del orden de Dios y opuesta al absolutismo estatal, y una
tendencia hacia la emancipación americana (1963: 12-17)91. El eje formativo de los pioneros
de 1810 era, en la lectura de Romero Carranza, una articulación liberal-conservadora regida
por el catolicismo:

El buen bagaje doctrinal de los padres de la patria, es decir, de los fundadores de


nuestra nación y de nuestros primeros gobernantes, nos proporcionó todos esos bienes
religiosos, sociales y políticos. La doctrina de Mayo es, por tanto, un patrimonio
nacional que debemos conocer, amar y defender. Si los argentinos no renegamos de
esta doctrina, podemos tener plena confianza en el porvenir y progreso de nuestra
patria (1963: 29).

90
En el libro, fruto de una conferencia previa, aparecían también artículos de Bidart Campos y Martínez de Hoz,
quien reformulaba el artículo sobre federalismo publicado en Criterio que analizamos previamente. También
aparecían allí autores cercanos a estos actores, como Carlos Floria y Alberto Rodríguez Varela (cf. Romero
Carranza, 1963).
91
La construcción de amenazas que describe Romero Carranza tiene grandes similitudes con las que María Pía
López ha detectado en el giro religioso de Leopoldo Lugones: “La civilización proviene del progreso del
cristianismo, y sus obstáculos han sido la reforma protestante, el jacobinismo francés, el maquiavelismo estatal y
el comunismo soviético” (2004: 48). Así, el uso de la religión como agente de seguridad ante la metamorfosis
social ha atravesado no sólo, como ha sido muy estudiado, a las derechas nacionalistas (Lvovich, 2003; Devoto,
2006; Echeverría, 2009; Finchelstein, 2010), sino al propio espacio liberal-conservador, dotándolo de
particularidades específicas.

117
El llamado a recuperar la senda de Mayo, era parte inseparable de la pregunta por el inicio de
la Argentina, “los orígenes nacionales como tropo” (Zanca, 2006: 208), tan presente en
diversos momentos de la historia nacional y en especial al interior de las derechas católicas.
Dicha preocupación cobraba en el momento de edición del trabajo de Romero Carranza una
especial relevancia, en tanto formaba parte del complejo sistema de enfrentamientos con la
derecha nacionalista. Los ámbitos del nacionalismo de derecha en la etapa posperonista
utilizaban, también, la cuestión religiosa como un elemento para la lucha política capaz de
converger en el debate por las ideologías (Lvovich, 2011; Galván, 2013). En tal sentido,
nuevamente, la puja por los sentidos de la religión era una cuestión política en diversos planos,
de lo ideológico a lo histórico, y marcaba una serie de pautas de intervención intelectual.
Cuando al año siguiente se editó el trabajo colectivo La política del ochenta, en el que
diferentes autores ligados a las alas derechas del liberalismo y al conservadurismo, todos ellos
reconocidos católicos92, la operación emprendida por Romero Carranza quedaba plasmada de
manera más categórica. Como lo patentizaba el propio jurista al presentar el volumen, la obra
buscaba leer las grandes polémicas al interior de la experiencia liberal-conservadora
ochentista “en defensa de una forma cristiana de Estado” (1964: 9). Tal pretensión se llevaba
a cabo destacando un complejo universo de coincidencias entre el régimen político finalizado
en 1916 y el ideario católico en sus diversas manifestaciones. Se articulaban aquí dos ejes de
la voluntad cristianizadora que hemos destacado previamente: el que buscaba presentar la
historia nacional y sus grandes hitos como fruto de una concepción católica, y aquel que
rastreaba el sustrato católico en la experiencia fuertemente laicista del período iniciado en
1880. Allí, Romero Carranza planteaba que tal década fue, justamente, la que vio agudizarse
en el mundo occidental, la polémica acerca del mejor tipo de Estado, y cuyas respuestas
argentinas estuvieron sustentadas en las ideas católicas tal cual las habían expresado desde los
Padres de la Iglesia al pontífice de la etapa, León XIII. El eje de la cuestión era el Estado de
forma católica como modo de conjurar a las formas despóticas “que hoy denominamos
totalitarias” (1964: 9-10). Dicha puja entre dos modelos antagónicos no era sino el resultado
de un formato de Estado donde

Las nuevas [para el siglo XIX] doctrinas basadas en un ateísmo militante, y que
sostenían no deber hacerse mención de Dios ni de la Iglesia en las constituciones de

92
Los autores eran, según el orden de aparición en la obra, Romero Carranza, Atilio Dell’ oro Maini, Estanislao
del Campo Wilson, Gaspar Ferrer y Carlos Gelly y Obés (cf. AAVV, 1964). Un conjunto de autores en cierta
medida extraño a las redes que los intelectuales liberal-conservadores construyeron en sus políticas editoriales e
institucionales, más cercano, en cambio, a redes más laxas y no institucionalizadas como aquellas de los espacios
de conferencias, como se verá a lo largo de la Tesis.

118
los pueblos, no conseguían dar a la potestad política la fuerza, la dignidad y la
estabilidad necesarias para el gobierno de los Estados y el bien común de los
ciudadanos. De allí los desórdenes sin fin y la anarquía consiguiente (1964: 13)

Ese era el contexto en el cual el modelo de Estado cristiano debía rescatarse, por medio de
una concepción estatal imbuida de los principios del catolicismo, donde “las leyes
propenderán al bien común, dictándose, no por el voto apasionado de muchedumbres fáciles
de seducir y arrastrar, sino por la verdad y la justicia” (1964: 14). Nuevamente, una
construcción que se apoyaba en anatemizar la política de masas, y que al mismo tiempo se
encargaba de apostrofar a las concepciones que, basadas en el cristianismo, propendían a
modelos autoritarios, con una crítica connotada al modelo hobbesiano que, al mismo tiempo,
ingresaba dentro del complejo sistema de referencias negativas indirectas a Schmitt:

Quienes pretenden que la sociedad civil ha nacido del libre consentimiento de los
hombres, dicen que cada uno ha cedido una parte de sus derechos, y que todos,
voluntariamente, se sujetan al poder de aquel en el cual ha sido acumulada la suma de
los derechos de todos los demás (1964: 15).

Como lo hemos marcado previamente, las connotaciones en torno al teórico de la


lógica amigo-enemigo aparecían centradas en lo que estos autores entendían como los
basamentos de la obra central donde Schmitt exponía tal criterio, Concepto de lo político. Así,
las referencias a Hobbes y Rousseau que analizamos antes, retomaban aquí no sólo con la
recién citada idea de Romero Carranza, sino con también con la mención a la problemática de
la “identificación entre gobernantes y gobernados (que existía en Grecia y que existió en
Rousseau)” (1964: 28). Allí, el abogado colocaba al ginebrino en una un sitio destacado de
una línea protototalitaria93, utilizando justamente el término “identificación”, que define una
de las grandes características por las cuales el modelo de Schmitt es leído bajo dos categorías
que aquí tenían una poderosa resonancia: unanimismo y populismo 94 . Al mismo tiempo,
aparecía otra estrategia de construcción de un límite: nuestros actores ejecutaban en torno al
jurista alemán no sólo una separación con los nacionalismos radicales basada en la
93
En tal sentido, la construcción de Romero Carranza era, con sus diferencias, muy similar a la expuesta por
Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1992), donde postula que desde Platón a Hegel y Marx
prima una lógica de sociedad cerrada que anticipa los modelos totalitarios del siglo XX. La obra, que se había
editado en 1945 y se traduciría al castellano en 1967, tuvo un fuerte influjo en los intelectuales liberal-
conservadores, y si bien no aparece mencionada en el texto de nuestro autor, patentiza la alta coincidencia de
preocupaciones que compartían los autores de la renovación liberal en diversos países (Nash, 1987).
94
En la teoría schmittiana la identificación unanimista-populista entre pueblo y soberano es uno de los ejes
explicativos de su modelo y parte central de su crítica a la teoría liberal (Schmitt, 2006). Al mismo tiempo, las
críticas al unanimismo fueron un eje central no sólo en torno al peronismo, sino también hacia el radicalismo
yrigoyenista (Rock, 2001; Svampa, 2006), en lo que conformó una línea interpretativa central de la amplia franja
liberal argentina, incluyendo también a los sectores reformistas (Roldán, 2006; Vicente, 2006).

119
asimilación de Schmitt al nazismo, sino que al mismo tiempo era central la puja con la idea de
“conservadurismo revolucionario”, como se conoció el movimiento intelectual del cual formó
parte el joven Schmitt95. Así como la puja por la noción de liberalismo recorrió al espacio
liberal-conservador, también una pugna en torno a los sentidos del conservadurismo,
eminentemente supletoria a aquella, podía atisbarse en ciertos momentos.
Para Romero Carranza, por lo tanto, los debates ochentistas no eran sino en torno a
“los valores trascendentes que estaban en juego” en aquella época: “defender la forma
cristiana y democrática de nuestro Estado” (1964: 30). Ellos volvían a ponerse en cuestión al
retomarlos y responder la pregunta por la forma del Estado que, justamente, pudo llevarse a
cabo en aquella experiencia y quedó trunca luego, enfatizaría el abogado, cuando la Argentina
adoptó su forma totalitaria, la de los “ultranacionalistas de hoy” (1964: 31). Trazar las formas
de la Argentina, marcar su origen en el espíritu de Mayo, destacar su momento de entrada en
la contemporaneidad, por medio de ontologías del deber ser, era un modo, de maneras
multiformes, de nuevamente reformular la puja ideológica al interior de las derechas y
exponer la deformación básica que implicaba el peronismo, identificado como una forma
exógena a la genealogía del país.

3-GRITAR EN MEDIO DEL FUEGO: RELIGIÓN Y SUBJETIVIDAD

En los dos grandes puntos previos, hemos hecho repetidas menciones al sesgo paroxístico que
adquirieron los argumentos liberal-conservadores en los años setenta, y hemos detenido
nuestra construcción analítica antes de ingresar en ellos. Como se ha notado, el contexto de
los años sesenta ha sido eludido en las intervenciones de los intelectuales liberal-
conservadores. La etapa marcada por los hitos del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de
Medellín, insertos en el contexto general de años cuya línea rectora ha sido interpretada tanto
como “la década rebelde” (Pujol, 2002) cuanto como los años de “violencia, proscripción y

95
La bibliografía sobre Schmitt aparece muy marcada por polémicas muy cercanas de las planteadas por los
intelectuales aquí analizados. Una serie de enfoques diversos pueden verse en los trabajos incluidos en Mouffe
(2012).

120
autoritarismo” (James, 2003) 96 , han sido también claves para nuestros actores. En dicho
contexto, como lo ha señalado Zanca, los intelectuales católicos que oficiaban como
mediadores desde sus publicaciones conformaron una red donde se asentó la identidad
católica y donde siendo “animadores de la acción cultural y apostólica, las diferencias
ideológicas dentro del catolicismo eran generalmente menores –por lo menos en los años de
1950– que las diferencias que mantenían con ‘los de afuera’” (2006: 31). Este aserto del
historiador marca una de las vías explicativas tanto de las trayectorias como de las
intervenciones de los intelectuales liberal-conservadores. En efecto, el núcleo de
coincidencias que en los cincuenta podía permitir enfoques como los que hemos rescatado,
desde autores cuya identidad católica estaba supeditada a su identidad ideológica liberal-
conservadora, es el mismo que explica el silencio durante los años peronistas tanto como en la
etapa de las grandes reformas eclesiásticas. Una estrategia de callar ante el contexto que no se
apoya, suerte de pacto tácito para no dañar la ecclesia, se impuso en ambos ciclos. Un sentido
del todo distinto de aquel que se le da en la bibliografía a la noción de preconciliar dominó la
contracción del espacio religioso en nuestros actores tras la efervescencia que fue preeminente
en el posperonismo. Enfrentados a los resultados del Concilio, no por ello los liberal-
conservadores se articularon con el catolicismo ultramontano, sino que apelaron a estrategias
de no confrontación: desde el silencio a la elusión, el modo de pujar con los resultados
conciliares fue muy diferente de aquel utilizado para polemizar con la Iglesia y el laicado
católico en el posperonismo. La carga simbólica de enfrentar la acción política de la Iglesia
nacional era completamente distinta de la que implicaba hacerlo con los modos doctrinales del
Vaticano, y reforzaba el sitio descentrado de nuestros autores en estos planos97.
Las apariciones de nuestros intelectuales en medios católicos dejaron de ser constantes
hasta reducirse al mínimo, en medios que estaban, justamente y pese a su catolicismo,
identificados con un liberalismo conservador, como La Nación y, principalmente, La Prensa.
En otros casos, abandonando Criterio, como García Venturini y Romero Carranza, y
volviendo, tras un largo impasse, recién en los años clave de los setenta, como ocurrió con

96
Es sugerente, en tal sentido, la idea promovida por Terán (1991), señalando que “los sesenta” pueden leerse
con sus límites entre 1955 y 1966, es decir, entre el golpe de Estado que derroca a Perón y el que hace lo propio
con Arturo Illia, identificados con los “años de oro” de la universidad y una profunda reformulación cultural. En
tal sentido, no eran nuestros intelectuales sujetos capaces de estar contenidos en la segunda de las fronteras, pero
sí claramente en la primera, que de hecho marcaba un eje central en sus intervenciones.
97
Lejos ya de los años del Concilio y de Medellín, García Venturini publicaba una nota de fuerte contenido
polémico contra la Biblia Latinoamericana y los usos de la “tendencia política de corte marxista y peronista”
(1976), pero donde quedaba claro que el enfrentamiento con la Iglesia universal era un imposible. En tal sentido,
las intervenciones en la década de los ’60 fueron, como dijimos, más cautas, así como la mencionada muestra el
plano conflictivo radical de mediados de la década siguiente.

121
Bidart Campos. Las apelaciones al cristianismo, como se desprende de las fechas de los
trabajos que hemos analizado hasta aquí, muestran un fuerte dato: antes del año de fin del
Concilio, 1965, ya las menciones al catolicismo se habían detenido. Asimismo, los años
previos de esa década vieron una disminución y recién a partir del último tramo de la década
estos volverán, sí que reformulados, a un plano de centralidad renovada, si bien por modos
más sinuosos como vimos en la muy sugerente obra de Massuh, que se hará notoria con el
paso a la década posterior. De cierta manera, tal como lo ha señalado para la década de 1930
Tulio Halperín Donghi (2003: 106 y ss.), también aquí puede notarse cómo una serie de
debates acallados al interior del catolicismo configuran las alternativas del espacio intelectual
desde los trazos de ese silencio. Por ello, las estrategias intelectuales en torno a dicho
silenciamiento resultan tan importantes como aquellas que marcan las intervenciones directas.
Di Stefano y Zanatta han señalado que estos años encontraron al movimiento católico
en crisis, lo que afectó de un modo tal al espacio religioso que las propuestas de
reconstrucción fueron factor de diferencias al interior tanto de los fieles laicos como de los
ordenados, y entre ambos (2000: 489). En ese sentido, la particular manera de ser cristianos
de nuestros autores experimentó la compleja y crítica situación de su religión de modos
únicos al interior del catolicismo argentino y, de hecho, más ligados a los de las tradiciones al
interior de las derechas que a las maneras en que otras corrientes del catolicismo vivieron el
ciclo, salvo su final98. Los intelectuales liberal-conservadores establecieron en dicho contexto
un pronunciado ahondamiento de las propuestas más duras que se habían insinuado hasta allí,
o desarrollado previamente en sentidos menos drásticos tanto como por medio de un discurso
de tonos menos dramáticos, en parte plausible de ser captado en paralelo a la búsqueda de una
cerrazón uniformante que a mediados de la década del setenta se ejerció al interior de la
Iglesia por medio de un pronunciado “giro a la derecha” (Obregón, 2005: 140).
Diversos tópicos que hemos estudiado en las páginas precedentes serán reformulados
por el giro paroxístico de los setenta que tendrá lugar a mediados de la década: de las
articulaciones políticas del catolicismo a las lecturas sobre el nihilismo, de los límites del
ecumenismo a las concepciones de persona humana, los puntos que conformaron un sustento
del tipo de catolicismo expresado por nuestros autores experimentarán un complejo cuanto
acelerado proceso de radicalización, inseparable de las propias lecturas que el escenario
histórico les deparó.

98
Es por ello que, pese a compartir lógicas y espacios con los intelectuales católicos estudiados por Zanca
(2006), en los liberal-conservadores sí es central el peso de la lectura política. En ciertos aspectos, lo mismo
ocurrió con actores de la derecha nacionalista de inspiración religiosa en ese mismo período (Galván, 2013).

122
Cristo Vence: las formas de la superioridad católica en un marco ecuménico

En 1975 se reeditó El triunfo del cristianismo, de Romero Carranza, que había sido
originalmente publicado en 1947 por la editorial orientada a temas cristianos Huarpes y vuelto
a publicar en 1950 por Emecé, una de las más importantes casas editoras del país. Traducido a
diferentes idiomas y con ediciones en diversos países, fue la obra de mayor repercusión del
abogado dentro de los círculos católicos y, al mismo tiempo, un trabajo que se abrió
paulatinamente a públicos más amplios: la versión de 1975 fue editada por el Círculo de
Lectores, promotor de libros de gran tiraje, suerte de clásicos de la hora. El contexto
inmediato del liberal-conservadurismo era el de una profunda reformulación de los cánones
religiosos, cuyo resultado sería una concepción de sujeto centrada en el proceso de puja contra
las articulaciones políticas masivas. La reedición de esta obra central del abogado, tras
veinticinco años de su última versión, aparecía complejizando aún más las diversas instancias
de un espacio ideológico que experimentaba en esos momentos una etapa clave de
redefiniciones. Organizado en torno a lo que el autor definía como las luchas del cristianismo,
el libro se dividía en seis capítulos que presentaban cada una de tales batallas, desde “la lucha
contra el paganismo romano” propia del inicio del ciclo cristiano, hasta “la lucha contras las
herejías occidentales”. El epílogo de la obra proponía, desde tal concepción, una poderosa
interpretación del momento histórico:

El cristianismo triunfó, pues, en esas luchas, de sus más temibles y peligrosos


adversarios, echando tan profundas raíces en el corazón y la mente de la humanidad
que ya nada ni nadie lo podrá arrancar. Aunque surjan nuevos heresiarcas y proliferen
múltiples sectas disidentes, la luminosa doctrina del Salvador no será ensombrecida
por más grande que sea el cúmulo de dispares opiniones y creencias. Y aunque se
propague en Europa y América un ateísmo disolvente creador de innumerables
partidos políticos y sistemas sociales enemigos de toda fe, los cimientos de la
civilización cristiana tampoco podrán ser conmovidos por este diluvio de doctrinas
ateas (1975: 579).

El punto central de la amenaza a la cual refería Romero Carranza era la doble vía conformada
por el ateísmo –es decir, una de las formas del nihilismo, como hemos analizado en Massuh–
y la reformulación de los cánones religiosos, vaciados ahora de su sentido real, por medio de
la erección de un falso ídolo: en este caso, el Estado en su sentido no humanista, es decir, no
católico. Del momento del peronismo original a los años del retorno justicialista, el trabajo se

123
resignificaba asumiendo una problemática similar: esas desviaciones confluentes que
conformaban el rostro incivilizado de la humanidad.

El mundo civilizado ha entendido que la moral cristiana constituye su salvación no


sólo eterna sino también temporal, porque es la única base sobre la que se puede
fundamentar una paz verdadera y la única armadura capaz de proteger los esenciales
derechos de la persona humana (…) (1975: 580).

Pero, sin embargo, advertía este intelectual, “muchas son aún las batallas que el cristianismo
se verá obligado a librar en los siglos venideros” (1975: 580), que sólo estarían acabadas con
la consumación de la Parusía. Este ideal finalista, por ende, estaba estrictamente atado a las
pujas terrenales en las cuales el cristianismo se debatía, en tanto el final sería sólo con la
consumación de la Presencia “quedando así para siempre vencidos los negadores de Dios y
demás adversarios de Cristo y de su Iglesia” (1975: 580). Ese fin de los tiempos terrenales, sin
embargo, no obstaba a los cristianos de desarrollar, día a día, su tarea eclesiástica: el trabajar
en pos de la comunidad amplia en torno de Cristo como verdadera manera de ser en la tierra.
Lejos del milenarismo estático que una lectura superficial, Romero Carranza, por el contrario,
apelaba a una construcción del ideario social cristiano, la ecclesia, como un proceso activo,
una lucha en primera instancia contra el ateísmo y las formas para-religiosas. En ese sentido,
teniendo en cuenta el cariz ecuménico del cristianismo que profesaba la intelectualidad
liberal-conservadora, la clave aparecía colocada en la siguiente aseveración:

Desde su nacimiento la Iglesia Católica dejó establecido el siguiente axioma: Ecclesia


abhorrent a sanguine (la Iglesia aborrece la sangre), axioma que mantendrá hasta el
fin del mundo y que todo buen cristiano lleva siempre grabado en el fondo de su
corazón (1975: 303-304).

Por ello era que, tras referir a las grandes voces de autoridad de la tradición cristiana, el autor
señalaba que “[e]n virtud de estas y otras evangélicas ideas la Iglesia nunca reconoció la
legitimidad de difundir el cristianismo por medio de la violencia y la espada” (1975: 304). El
análisis de Romero Carranza se centraba en construir, por medio de un discurso en sumo
grado alambicado, una suerte de astucia de la razón cristiana que culminaba, ante las
amenazas de la historia, imponiéndose como fe superior y que tenía su más alta figura en los
Congresos Eucarísticos Internacionales:

Nuestro siglo –al cual debemos alabar ya que en él se rindió a Jesús Sacramentado un
intenso culto público y privado como jamás se había dado–, aun no ha sido bautizado,

124
pero tal vez algún día sea llamado con el glorioso y cristiano título de “el siglo de la
Eucaristía (1975: 575)99.

La finalidad del rito eucarístico, la formación visible de la ecclesia, era entonces el gran signo
del siglo donde el cristianismo triunfaba: tal triunfo era inseparable, así, de la comunión
privada y pública inserta en las modalidades de dichos Congresos. Si el cristianismo vencía,
era por esa articulación política despojada, según entendía el abogado, de armas y violencia.
Era, en el más denso sentido religioso, la conquista de las almas y no su sometimiento: en una
de sus interpretaciones centrales, la eucaristía es presencia de Cristo y reconstrucción del
momento pre-sacrificial de la ecclesia: es el sacramento instaurado por Cristo en la última
cena como modo de darse entre sus seguidores y por ello renovación del vínculo, religión en
su significado básico (Ott, 1986).
La lectura de Romero Carranza se posicionaba como uno de los extremos de
interpretación de la condición del catolicismo, en tanto la oscura formulación de Massuh que
analizamos previamente y retomaremos de inmediato lo hacía en el otro. Posicionado con
ímpetu militante, el jurista elegía marcar el potencial de la religión como articuladora social y
destacar el signo de concordia como clave del siglo de las masas. En el mismo sentido de las
argumentaciones de Romero Carranza, en La segunda fundación de la República, Ricardo
Zinn proponía una redefinición de la idea de civilización propia del intelectual miembro de la
Democracia Cristiana. Para este hijo de un pastor protestante, el signo de Occidente todo era
el cristianismo: así, “Occidente nació en el Gólgota”, como tituló a uno de los capítulos de su
ensayo. Había en este título una compleja sucesión de capas interpretativas: Gólgota no
refiere aquí únicamente al sitio donde, según el Nuevo Testamento, fue crucificado Cristo,
cuyo nombre proviene de la forma de calavera de uno de los lados del monte, sino que
apelada al modo en el cual se describe en la tradición judía tanto el sitio geográfico como la
coronación. El término Gulgota (calavera) se utiliza en el Zohar para Keter, la primera zefirá
del Árbol de la Vida, es decir, según la tradición cabalística, la corona, la cifra de la creación.
Amén de la postulación de una superioridad del cristianismo que se desprende de esta
construcción, se articula aquí Occidente como cristiano y por ende superior: ese es el sentido
de la coronación, el de dar lugar a una –el término es el predilecto de estos autores–
civilización que condensaba la fe y la razón. La más densa de las construcciones liberal-

99
El sentido último de las palabras de Romero Carranza pareciera marcar una línea interpretativa a las que
aparecen en ciertas lecturas de los intelectuales neo-cons estadounidenses, una experiencia muy cercana en
diversos planos a nuestros autores: la Parusía implicaría la conversión al cristianismo de las diversas religiones
no blasfemas, centralmente de la religión base del cristianismo, la judía (Nash, 1987; Micklewaith y Wooldridge,
2006; Bloom, 2008).

125
conservadoras, en este sentido, será ofrecida por García Venturini, por medio de su concepto
de “el Espíritu de Occidente”, que analizaremos en el parágrafo siguiente. Antes, examinemos
las formas del discurso ecuménico en estos autores, para poder apreciar en toda su
contundencia la formulación del autor bahiense.
Actores constitutivos de un espacio que se definía primeramente por su identidad
política que religiosa, pero al mismo tiempo comprometidos en articular ambas en medio de
una puja de múltiples significados, los intelectuales liberal-conservadores rompieron con las
férreas posturas propias de los modos de interpretar el catolicismo en otros sectores de las
derechas argentinas. En sus versiones más extremas, la operación nacionalista buscó producir
“un fascismo cristianizado”, como lo ha postulado provocativamente Federico Finchelstein
(2010: 213-253)100. Es en este sentido, sumado a lo analizado por Zanatta (1995, 2005) que
hemos mencionado previamente, que el liberal-conservadurismo intelectual proponía su
batalla: contra los usos del cristianismo que entendían como desviados hacia los
nacionalismos. Por eso la apelación liberal no era sólo marca de identidad: si los
nacionalismos buscaron purgar a la historia Argentina de su supuesta raíz liberal, nuestros
autores intentarán negar el cristianismo de los nacionalismos. Colocar al cristianismo como
religión y ética superior no significaba entonces, desde la concepción de estos actores, negar o
despreciar a las demás religiones, sino colocarlas en un plano de debate ecuménico,
subrayando la diferencia con las operaciones que entendían como propias de un signo
totalitario. La forma ecuménica del catolicismo de los intelectuales liberal-conservadores no
se referenciaba sólo en la línea humanista que primaba en su concepción religiosa, devenida
de la obra de Jacques Maritain (1938, 1944, 1947, 1952, 1968), sino que abrevaba
fuertemente del silencio de una parte de la Iglesia y de numerosos cristianos ante el fenómeno
del exterminio nazi. El cristianismo aliado de las grandes formas humanistas, fueran religiosas
o no, promovido por Maritain abría en los modos de entender la religión propios de nuestros
actores una problema central para los católicos, como había destacado García Venturini en la
serie de artículos publicados en Criterio que ya analizamos.
En 1964, la DAIA editaba como folleto la conferencia del autor bahiense
Antisemitismo y cristianismo, centrada en una afirmación enfática: “Antisemitismo: negación
del cristianismo” (1964: 20), y fuertemente influida por la reflexión de Maritain en Los judíos

100
La lectura de este historiador, sumamente disruptiva de los cánones de análisis centrales sobre el fenómeno
fascista (su incompatibilidad con la religión en tanto se concibe como religión política, Mann, 2006) y no exenta
de problemas, es de gran importancia para atender a los límites y formas en que las articulaciones entre religión
y política se experimentaron en un sector de las derechas argentinas, lo cual nos lleva a señalar que no
compartimos, sin embargo, la lectura sobre la proyección histórica de una presunta “Argentina fascista”
(Finchelstein, 2008).

126
entre las naciones (1938). “Pocos temas como el antisemitismo ubican al hombre tan
radicalmente ante sí mismo” (1964: 11), señalaba el filósofo, quien al mismo tiempo separaba
el racismo del antisemitismo, entendido como una opción aún más profunda de
discriminación, propia de dos vías: las paganas (en su concepción, la propia del nazismo) y la
“sediciente” (un cristianismo desviado), siendo estas últimas “las más comunes en nuestro
país” (1964: 17).

Un cristiano no sólo no puede tener aversión o menosprecio por el judío –por el


hecho de ser judío, que esto es antisemitismo– sino que su condición de seguidor de
Cristo le exige, además de rechazar esa posición negativa, tener una actitud positiva
hacia el pueblo y el paisaje de Israel. Amar a Cristo es amar al linaje de Dios (…).
Por todo ello amar a Cristo, es decir, a Dios encarnado en ese muchacho judío que
murió en la cruz por nuestros pecados, exige necesariamente escuchar, comprender y
aplicar aquellas palabras dichas el Sumo Pontífice en momentos decisivos de la
agresión nazi: ‘El antisemitismo es inadmisible. Somos espiritualmente semitas’
(1964: 21).

Nuevamente, García Venturini ofrecía una interpretación del verdadero cristianismo, opuesto
tanto a los fenómenos “paganos” que buscaban incorporarlo –los nacionalismos– y a las
desviaciones. La confluencia de su postulación con la frase del Papa Pío XII apuntaba a
destacar la línea judeocristiana en un doble sentido: así como el cristianismo proviene de la
cultura religiosa judía, el Mesías católico fue judío. Doble referencia al origen judío del
cristianismo que, en este sentido, se desplegaba polémicamente contra el significado de los
nacionalismos en la lectura liberal-conservadora tanto como retomaba la problemática
antisemita desde tal idea. Como lo ha planteado Daniel Lvovich, el antisemitismo se entroncó
como debate argentino tras el fin de la Segunda Guerra Mundial con la cuestión judía que
emergió en la década del treinta (2007: 177). Los intelectuales liberal-conservadores estaban
marcados, así, en sus batallas políticas, por la lucha de sentidos presente en tal encuentro. La
construcción ecuménica era una de las tantas formas que adoptaba esa lucha, y posteriormente
decantaría en moldes donde, sin perder la empatía por la tradición judía ni el sentido
ecuménico, se enfatizaba, como vimos desde Romero Carranza, la superioridad religiosa del
cristianismo.

127
Occidente como trascendencia religioso-racional

El concepto “Espíritu de Occidente” que teorizó y difundió García Venturini, y fue retomado
profusamente por los intelectuales liberal-conservadores, apareció en la pluma del bahiense
tras una serie de torsiones conceptuales. Si en 1956 elegía hablar, genéricamente, de “la
civilización occidental” (1956b:118) y en 1962 introducía la cuestión clave de la religión y
optaba por “Civilización Cristiana Occidental” (1962: 44), será en los años clave de mediados
de la década de los setenta cuando proponga la categoría que nos ocupa. En efecto, durante
esa etapa, el filósofo comenzará a mencionar en sus artículos al “Espíritu de Occidente”, que
definirá en su libro más resonante, Politeia, editado en 1976. Allí, García Venturini concibió
este concepto como la unión de las lógicas judía, fe monoteísta y bíblica, y griega, razón y
logos socrático, donde “la concepción judía –que luego serán la fe y la cosmovisión
cristianas– habría de integrarse con el espíritu griego para constituir el núcleo sustancial de lo
que personalmente llamamos el Espíritu de Occidente” (2003: 254). A la razón y la fe,
señalaba el filósofo, “hay que añadir un tercero, en cierta forma derivado o consecuente de
estos dos primeros: la libertad” (2003: 255).

En esa síntesis y en esas circunstancias quedó conformado el Espíritu de Occidente.


Desde entonces fuimos sabiendo que el ser humano no es un mero objeto o un objeto
más importante, sino un sujeto; que no es algo sino un alguien; que no es sólo un
individuo sino una persona. Persona significa ser racional (zoon logón ejón); esto lo
dijeron los griegos. Pero también significa espiritualidad abierta a la trascendencia,
dignidad intrínseca, anterior y superior a todos los poderes de la tierra; esto sólo lo
dijo la Revelación (2003: 257).

La libertad aparecía posibilitada por la razón y la fe: esta construcción terminaba de explicar
la cuestión de la aprehensión para con las masas, en tanto su formación en un plano nihilista
estaba marcada por la falta de razón y fe. Era imposible, entonces, concebirlas como
conglomerados de sujetos libres. Al mismo tiempo, esta construcción del bahiense nos
permite retomar lo que hemos analizado desde Romero Carranza: si bien estos actores parten
de un marco ecuménico y se mueven dentro de él, la superioridad del cristianismo aparece en
tanto es entendido como una religión, una ética, superior, donde la fe judía no era sino una
parte posibilitadora de la lógica occidental. Como lo había dejado en claro Jaime Perriaux a
inicios de la década, se trataba de “lo prodigioso de la contribución judía, hebrea, israelita, o
como se la quiera llamar, a la civilización occidental, por lo menos en su faz contemporánea”

128
(1970: 41). Israel, piedra basamental, entonces, del “Espíritu de Occidente”, pero desde el
surgimiento de este, supeditada a él, proseguía García Venturini:

El Espíritu de Occidente se ha dado, pues, en función de una teología, una metafísica,


una antropología y una filosofía de la historia, distintas de las que existieron
secularmente en todo el planeta, con la excepción –ya está dicho– de Grecia –pueblo
elegido de la razón– e Israel –pueblo elegido de la Revelación–. La razón y la fe, pues,
Jerusalén y Atenas, Atenas y Jerusalén, curiosamente las capitales de Occidente. Y
sobre esta base teológica y filosófica surgió una ética y una política diferentes” (2003:
260).

El autor bahiense, empero, destacaba que la némesis del Espíritu de Occidente no se


encontraba en el Oriente, sino dentro del propio Occidente, en lo que el autor denominaba,
alternativamente, sus patologías y sus aberraciones. Por ello destacaba que en la propia
concepción occidental estaba presente el respeto al Oriente:

Al afirmar y exaltar el Espíritu de Occidente no despreciamos al Oriente, por


supuesto, en sus variadas expresiones. No despreciamos al Oriente porque eso estaría
en contra del Espíritu de Occidente, que por su propia índole humanista y
trascendente se opone a todo racismo, a todo nacionalismo, a todo sentimiento tribal,
a toda discriminación ‘a priori’ entre los hombres (2003: 259)101.

Ese era el sentido último de la construcción ecuménica: el respeto, el reconocimiento,


pero no el diálogo entre pares, sino, retomando la cita papal de García Venturini ante la DAIA,
bajo la idea del cristianismo como “espiritualmente semita” 102. Ese semitismo espiritual era el
que estaba implicado en el “Espíritu de Occidente”, bajo las formas que estamos analizando,
que al mismo tiempo retomaba y reformulaba problemáticas inscriptas en la historia del
liberal-conservadurismo argentino en torno a la “cuestión judía”. De los diversos trazos de
antisemitismo de principios de siglo que ha relevado Lvovich (2003) a las transformaciones
pro-judías durante el ciclo iniciado en los años treinta, marcadas por las luchas, al interior de
las derechas, con las visiones nacionalistas103. Esta concepción formaba parte de una puja
entre los opuestos Occidente-Oriente, donde su némesis se construía del mismo modo pero
101
Pese a este desarrollo, dos años luego García Venturini, en una entrevista, se mostraba fuertemente
despreciativo del Oriente, al afirmar: “Oriente no existe. ¿Por qué (Occidente, M.V.) debería comprenderlo?”
(1980).
102
Nuevamente, es interesante destacar las posibilidades comparativas con la experiencia estadounidense y las
concepciones de Parusía presentes en las lecturas neocons. Ver asimismo la nota 53.
103
Que tuvo su representación más significativa en el relato ficcional de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares, “La fiesta del monstruo” (1977). La narración de los creadores de Bustos Domecq, en efecto,
condensaba las relaciones nacionalismo-peronismo-antisemitismo y las tramaba en una suerte de tradición
nacionalista y autoritaria donde el peronismo recreaba el régimen rosista, construcción que veremos
recurrentemente en la Tesis. También Di Stefano (2011) ha marcado, como Lvovich, la presencia de elementos
antisemitas en el liberalismo del temprano siglo XX, si bien desde marcos interpretativos muy distintos.

129
con características ético-políticas enfrentadas, al “Espíritu de Occidente”. Espejo en reverso,
así:

Hoy el enemigo de Occidente no es sólo una concepción política, o económica o


social, o todo ello sumado. Es algo más. En efecto, se presenta como una cosmovisión,
esto es, como una visión totalizadora del hombre, del mundo y de la vida, que procura
dar respuesta a todos los interrogantes posibles, y que, siendo atea, no está exenta de
religiosidad (2003: 267).

“Si no tuviéramos una cosmovisión habría que inventarla, pero la tenemos, y ésta es
precisamente el Espíritu de Occidente, con sus viejas raíces y su milenaria trayectoria”,
señalaba García Venturini (2003: 276-8). En tal sentido, aparecía planteada una lucha entre
dos cosmovisiones, la del espíritu teorizado por el bahiense y la de un ateísmo corruptor del
Occidente desde sus propias entrañas: como en el caso de Massuh, la quiebra del pensamiento
religioso emergía como un hijo putativo de las lógicas racionalistas, tal como la crítica que el
propio Massuh (1975) y Zinn (1976) efectuarán sobre el humanismo ateo. Como planteaba el
segundo, este no era sino “una trampa fatal que escamotea el alma y despoja al individuo del
concepto de futuro en aras de un presente inasible y de una supuesta seguridad social que de
ninguna manera es liberadora”, en tanto

al alejarse de Dios que era la síntesis de todo el futuro y cuyos mandamientos y cuya
ética compatibilizan la conducta del presente con la existencia del individuo y de la
sociedad, [el hombre] comienza a transitar círculos concéntricos plenos de presente y
curiosamente vacíos de valores inmutables (1976: 97).

No eran entonces las diversas construcciones orientales las que amenazan a Occidente sino
ese núcleo, plenamente moderno, desde el cual el nihilismo, el ateísmo u otros modos de
olvidar a Dios, se asentaban en las sociedades, y se transformaban, en su punto máximo, en
política.

Hijos del Hombre: divinidad y humanismo en la concepción personalista

El influjo del humanismo cristiano propio del personalismo francés, referenciado en autores
como Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, Maurice Nedoncelle y Gabriel Marcel, entre
otros, fue central en los intelectuales liberal-conservadores, como lo fue además en el amplio
mundo del liberalismo católico (Zanca, 2006, 2013). El propio Zanca destacó una serie de

130
potencialidades de la recepción del humanismo católico por la vía de la renovación teológica
francesa que, entre otras, centralizó la problemática de los nacionalismos, dándole al espacio
influido por la renovación un eje de lucha contra tales tendencias (2013: 55-152). La
renovación que el influjo de estos autores implicó en modos de ser cristianos diferentes a los
preeminentes durante las décadas previas al inicio del ciclo que cubre nuestra Tesis, fue
además un eje de polémicas con las vertientes católicas nacionalistas. Al analizar la recepción
de la obra de Maritain, el más influyente de estos autores, como una forma de batalla al
interior del catolicismo, Patricia Orbe ha destacado que “el sentido de su pensamiento no se
halla limitado al contenido de sus textos sino que surge de la relación que atrapa a la obra
entre la producción y la recepción, con resultados indeterminados” (2006: 170). En efecto, la
corriente marcada por la nouvelle théologie y el nuevo humanismo fue un influjo central en
los intelectuales liberal-conservadores, no sólo por las implicancias teóricas que el conjunto
de renovadores franceses brindó a los espacios católicos, sino por el contexto histórico en el
cual estos autores promovieron una lucha contra los nacionalismos radicales seculares y al
interior mismo de la grey católica. En tal sentido, adoptar las pautas filosóficas y políticas de
los personalistas implicaba tanto renovar las nociones de persona y de ecclesia como adoptar
un sistema de oposiciones políticas que los liberal-conservadores asumieron de maneras
particulares. En un sentido fuertemente presente, esos modos aparecieron como resultados
indeterminados: por un lado, nuestros actores colocaron en primer plano la concepción
personalista, a la cual articularon, mediante un conjunto diverso de estrategias, con sus
miradas contra las masas; pero, al mismo tiempo, se desentendieron de una consecuencia de
las posturas políticas de la renovación católica francesa: las preguntas sobre el socialismo
como horizonte de posibilidad104.
La recepción de la obra de los renovadores franceses comenzó muy temprano en
nuestros autores, de la mano del influjo y las polémicas que los trabajos de Maritain
generaron en nuestro país, y que en los intelectuales liberal-conservadores tuvo una especial
potencia en tanto desde el año de la visita del filósofo a la Argentina su obra generó un
drástico conflicto con el catolicismo nacionalista, precisamente en los años formativos de
nuestros actores, como destacamos (Orbe, 2006; Zanca, 2013). En tal sentido, es
especialmente gráfico el modo en el cual García Venturini señalaba la centralidad de esa
lucha contra los nacionalismos y el influjo que la vida y obra del neotomista ejercieron en su

104
El propio espacio personalista francés estuvo fuertemente sacudido por esta cuestión, al punto de que la más
áspera de las polémicas, sostenida por Maritain y Mounier, no salió a la luz pública sino hasta que fue analizada,
desde la correspondencia de ambos pensadores, por John Hellman (1980).

131
tiempo y sobre él mismo, en el artículo que escribió en La Prensa tras la muerte del filósofo
de Meudon:

Siempre en defensa de la persona humana y de su dignidad trascendente. Siempre en


lucha sin cuartel contra todos los mitos y los ‘superhombres’, contra todas las formas
de totalitarismo, contra las tiranías de cualquier tipo y color, de extrema izquierda o
extrema derecha que ha padecido y padece el mundo contemporáneo, siempre en
defensa de la verdadera Iglesia de Cristo, opuesto tanto a la reacción intolerante como
a la nueva herejía del tercermundismo (1973: 11).

La figura del francés era, finalmente, saludada con la siguiente frase: “Ha muerto Jacques
Maritain, ha muerto un filósofo y, quizás, un santo” (1973: 11). Así, cinco años luego, en
Politeia, García Venturini diría del autor galo: “representa el mayor esfuerzo filosófico, no
sólo de nuestra época, por asumir la mejor tradición occidental y expresarla en una síntesis,
fundada ésta en ciertas verdades teológicas y morales” (2003: 209). Era clave el rescate que el
argentino hacía de la diferenciación entre las nociones de persona e individuo propia del
filósofo neotomista, que atribuían al ser humano la primera de las categorías:

(…) el hombre no es un mero individuo, como un animal, una planta o cualquier cosa,
sino una persona, un todo en sí mismo y no una parte, un microcosmos, un universo
espiritual, una imagen de Dios y, por ello, le corresponde una ‘dignidad absoluta,
porque está en relación directa con lo absoluto’ (2003: 208).

En las ideas de Maritain, de donde provenía la cita final del párrafo que destacamos, García
Venturini destacaba otro punto que es evidente también en sus postulaciones: el
“reconocimiento de que Dios es el fundamento de la persona, del derecho natural y de la
sociedad política” (2003: 208). Es decir, nuevamente la lucha no sólo contra el ateísmo, sino
contra los nacionalismos católicos en tanto la construcción de maritaineana era explícitamente
internacionalista, pero también contra las concepciones de sujeto propias del neoliberalismo.
Teniendo en cuenta las prolongadas líneas que hemos dedicado a la lucha contra los
nacionalismos, ingresemos a continuación en el conflicto con las nociones de persona propias
del liberalismo neoclásico.
En tanto los autores más ligados a la filosofía y el ensayismo, como Massuh, García
Venturini y Zinn advertían fuertemente sobre la problemática del individualismo, ya antes de
abiertos los setenta, un intelectual vinculado centralmente a la economía y fuertemente
influido por el neoliberalismo, como Álvaro Alsogaray, defendía la centralidad del concepto
de individualismo pero se cuidaba de recoger las críticas que circulaban al interior del liberal-

132
conservadurismo105. Para el ingeniero, su propuesta de Economía Social de Mercado estaba
tanto inscripta en el catolicismo que bien podía aceptar el rótulo de “humanismo” (1968: 7).
El problema, decía el santafecino, era que la democracia cristiana había abjurado del uso del
concepto de liberalismo, presa de prejuicios antiliberales, como si el liberalismo fuera
contrario al catolicismo (1969: 11-19).
La centralidad del humanismo católico y de las reformulaciones que la renovación
francesa tuvo en nuestros autores implicó, como dijimos, la posibilidad de articular una
concepción personalista que les permitiera escapar de dos modelos de persona que entendían
como amenazas: los diversos sentidos del hombre-masa y la construcción de sujeto del
neoliberalismo. Construcción acuciante de la hora, entre las pautas del siglo de las masas y las
complejidades de las transformaciones en el liberalismo, la idea de subjetividad propia de
nuestros autores estaba en medio de un campo de tensiones. Para ello, se partía de un
basamento religioso donde se entendía que, como lo dejaba en claro Zinn: “El hombre es libre
porque participa, aunque de manera imperfecta, en la absoluta ausencia de necesidad que es
Dios” (1976: 163-164), en una definición fuertemente maritaineana. En la pluma de Zinn
aparecía también su concepto de persona, que no es otro que el de Mounier, precisamente uno
de los autores católicos que el propio García Venturini destacaba dentro de los aportes de
hombres comprometidos con tal religión a la filosofía política:

Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia
y de independencia en su ser; mantiene esta subsistencia mediante su adhesión a una
jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso
responsable y en una constante conversión (…) (1976: 164-165).

Una concepción de persona, entonces, que ya no reformulaba sus bases, sino que las calcaba
de los autores tutelares, reingresando la cita literal en un contexto ideológico sumamente
distinto al presente en la obra de Mounier (1956, 1957, 1965). Punto álgido de una operación
que amputaba las aristas corrosivas de la obra en la cual se sustentaba la argumentación, y la
transformaba en un insumo. En el punto cenital del conflicto de los setenta, donde las
connotaciones ya se habían hecho a un lado y se debatían sin metáforas ni barroquismos las
categorías de sujeto, el Occidente cristiano en el discurso de nuestros autores llegaba al punto
extremo de su concepción antropológica. Como veremos en el tramo final de esta Tesis, el
horizonte histórico se tramaba en torno a una experiencia refundacional.

105
No es menor, al interior de las pujas de los espacios liberales, el influjo del “individualismo metodológico”
promovido por los neoliberales, en especial de la Escuela de Viena (cf. Mises, 2006), como problema.

133
CONCLUSIONES

Dos profundas marcas dejaron los nacionalismos en los intelectuales liberal-conservadores:


los nacionalismos radicales europeos, genéricamente entendidos como fascismos, y la
experiencia peronista en la Argentina. A partir del cierre del ciclo histórico que, para nuestros
autores, culminó en 1955, fue el momento de ajustar cuentas con un modo de nacionalismo al
cual en su vertiente argentina ciertos católicos e incluso la propia Iglesia católica habían
apoyado. En las interpretaciones de nuestros autores, el cuerpo de la Nación Católica estaba
quebrado, y desde esa noción edificaron una separación con el catolicismo nacionalista y
hasta incluso con la misma Iglesia, en tanto se buscaba plasmar dicha ruptura del espacio
católico y recuperar el sentido de la ecclesia como espacio de los creyentes. La centralidad de
la identidad política fue una determinante central de estas operaciones intelectuales, en tanto
la postulación de una tradición liberal y católica rectora de la Argentina buscaba postular al
nacionalismo peronista como un fenómeno extraño a la historia del país: en tal sentido, si el
presente de 1955 fue un campo de batalla política, lo fue resignificando los clivajes fascismo-
antifascismo y peronismo-antiperonismo no sólo a las instancias del posperonismo sino
proyectando la dicotomía en un plano de lectura histórica. Historia argentina e historia como
concepción tele-teológica se fundían en estas estrategias intelectuales donde el catolicismo
como pregunta tanto como insumo argumentativo tuvo, por lo tanto, una amplitud de usos que
lo llevó a ser un concepto transversal a dichas luchas: de las formas organizativas del Estado a
las metáforas sobre las teorías políticas totalitarias, de las relaciones entre democracia y
religión a la construcción de genealogías ideológicas.
El humanismo teológico presente en nuestros autores fue también un eje de reflexiones
múltiples, donde si el catolicismo era leído en búsqueda de una separación estricta con los
nacionalismos y abierto a marcos ecuménicos, las inflexiones intelectuales estaban marcadas
tanto por las preocupaciones por el fin de los tiempos en una era leída como de catástrofes
como por las miradas sobre el nihilismo del siglo de las masas. Eran modos, en definitiva, de
preguntar por la hora histórica y su sentido, así como por los problemas de lo que entendían
como la laxitud ética del presente, respectivamente. La redefinición del concepto de persona

134
humana apareció entroncada en un complejo universo de luchas políticas que oscilaba,
pendularmente, entre las definiciones categóricas y las connotaciones: presente en la
construcción de nuestros autores desde el inicio del ciclo que estamos analizando, es sin
embargo a mediados de los setenta cuando, en un contexto de profundización de sus posturas,
esta idea va a pasar a primer plano. Que ese proceso haya ocurrido en los años sesenta marca
la presencia que esa década dispar supuso para los intelectuales que nos ocupan, quienes
inclusive reaccionaron de maneras elusivas ante los eventos clave del Concilio Vaticano II y
la Conferencia de Medellín.
Reformulando desde los setenta el edificio conceptual en el cual se unían la
concepción sobre las masas y el basamento religioso, el círculo liberal-conservador se
redibujó en torno a un concepto de persona amparado en el humanismo pero enfatizando una
lectura claramente negativa de las concepciones antropológicas, que al mismo tiempo trazó
sus límites con la idea individualista de la renovación neoliberal. El marco de este tránsito
estuvo marcado por la centralización de una lectura occidentalista donde en el marco
ecuménico comenzaron a marcarse una serie de lecturas sobre la superioridad católica. El
problema de la concepción de persona, justamente, nos conduce al siguiente capítulo, en tanto
la potencialidad de su trayecto debe evaluarse como punto de tensión que permite abordar
nuestro siguiente gran eje: la construcción agonal de los sujetos presente en las lecturas sobre
el siglo de las masas.

135
CAPÍTULO IV:
EL SIGLO DE LAS MASAS
Variaciones en la construcción agonal de los sujetos

Gobernar a los buenos cuesta muy poco.


Poquísimo. Y a los malos no hay modo de
gobernarlos. Al menos que yo sepa.
-Cormac McCarthy.

El debate sobre las masas en la vida pública nacional había hecho eclosión décadas antes del
período considerado en esta Tesis. Sin embargo, los años del inmediato posperonismo se
caracterizaron, en este plano, por las polémicas cuyo eje era “qué hacer con las masas”, como
lo ha caracterizado Carlos Altamirano (2001). El sentido instrumental de tal fórmula es
representativo del tipo de problemática que recorrió a la intelectualidad liberal-conservadora:
en tal sentido, una lectura basada en las posibilidades de direccionamiento de las masas fue la
primera gran articuladora de las preguntas y respuestas liberal-conservadoras, que configuró
el eje temático sobre el cual se leyó entre estos autores la problemática socio-política del
tiempo de las masas. La lectura de antropología negativa ingresó, en ese breve ciclo, en un
paréntesis donde la transformación identitaria de las masas fue parte del horizonte de
expectativas de los autores que nos ocupan, que sin embargo apareció superada por una
particular gramática donde el antipopulismo del inmediato posperonismo se imbricó con el
anticomunismo, en una gramática donde el liberal-conservadurismo se entramó con pautas
analíticas propias de otras derechas.
Posteriormente, en el espacio de nuestros actores se dio paso a la pregunta por la
ausencia de una clase rectora, que marcó la década de los sesenta e implicó reconfigurar el
movimiento previo, releyendo la problemática de las masas en torno del sujeto político
dirigente. Así, al final del ciclo considerado las pautas de las lecturas sobre el problema de la
sociedad de masas se reformuló, con la aparición de una lectura en clave generacional que

136
implicaba un reposicionamiento de los problemas tanto en términos de diagnóstico como en
reformulación de las lecturas sobre el propio sitio que los intelectuales liberal-conservadores
entendían para sí. En un tono cuya oscuridad sobrepasará los análisis más negativos
originados en torno al tiempo político abierto en 1955, durante los años setenta las masas
como tópico implicaron una relectura donde la otredad se entendió como conflicto.

1- EL SUEÑO DE LOS HÉROES: LAS ALTERNATIVAS DE LA


DESPERONIZACIÓN

El inicio del momento posperonista articuló dos grandes líneas interpretativas sobre la
cuestión del sitio de las masas en la vida pública. Por un lado, reformuló los debates sobre
este tópico que atravesaban a distintas franjas del arco político y que, en el caso de los
intelectuales que aquí analizamos, operó como una construcción donde el peronismo se
transformó en la clave interpretativa de un diagnóstico apesadumbrado sobre la era de las
masas. En segundo término, dicha lectura no impidió, sin embargo, una serie de inflexiones
más optimistas que hacían eje en la posibilidad de lograr una transformación identitaria de las
masas. En este complejo entramado, por lo tanto, la cuestión de las masas ocupó un espacio
central en las indagaciones de nuestros actores. Efectivamente, el hiato que mediaba entre la
concepción de las masas y las ligeras esperanzas tendientes a una transformación de su cariz
político, definió la pregunta acerca de qué hacer con ellas. En las alternativas de este debate
que cruzó al espacio liberal-conservador, cobraron relieve una serie de posturas que
entroncaron, nuevamente, la puja política nacional con las luchas ideológicas internacionales.
Como veremos, el marco interpretativo general, en el mismo sentido de lo analizado en
ciertos puntos del capítulo previo, estuvo colocado en una batalla del liberal-conservadurismo
con las ideologías de masas. No sólo, entonces, contra los nacionalismos radicales, dentro de
los que incluían al populismo, sino ahora también contra los fenómenos comunitarios y su
expresión, para nuestros autores, totémica: el comunismo.
El golpe de Estado al peronismo en 1955, sin embargo, igual que los tiempos previos
marcados por la agudización del conflicto entre el gobierno y sus antagonistas, vio a los

137
intelectuales liberal-conservadores tramando estrategias oblicuas de discurso. En este caso no
fue, como hemos visto en el capítulo precedente, una construcción cuyo estilo alambicado
remitía centralmente a las complejidades del catolicismo en un marco histórico sumamente
complejo, sino en torno a una articulación entre las palabras medidas y los silencios sobre un
tópico donde, salvo por un pequeño resquicio, las posturas estaban decididas. En efecto, el
problema de las masas ingresaba dentro de una lectura de las relaciones entre sociedad y
política que, fundada en el negativismo antropológico, colocaba a las masas en un sitio de
otredad. Pese a ello, la dialéctica entre expresiones moderadas y vacios conformó un espacio
breve donde el liberal-conservadurismo tejió un ligero paréntesis temático y temporal cuyo
final parecía, retrospectivamente, predeterminado por sus mismas bases frágiles.
Las posturas ante el contexto eran claras, pero sin embargo la serie de posiciones por
medio de las cuales estos actores intervinieron fue amplia. Como lo ha analizado Flavia
Fiorucci en torno a la intelectualidad antiperonista, también nuestros autores, exponentes de
tal tendencia, ejecutaron un amplio arco marcado por los “tiempos de hablar”, que oscilaba en
un movimiento del tipo “compromisos de última hora, pasados épicos”, trazando un pasaje
“de la expectativa a la desilusión” (2011: 175-210). El breve tiempo de un posperonismo “sin
vencedores ni vencidos”, encontró a los intelectuales liberal-conservadores en posturas que
daban cuenta del tipo de inquietudes que animaría el segundo gobierno de facto de la
“Revolución Libertadora”, de tajante oposición al pasado peronista y sus posibles
continuaciones. Pero justamente ante esta intransigencia se hacen más relevantes las tan
mínimas como sugestivas apuestas a una “desperonización” popular, que al mismo tiempo
acabarán desnudando el grueso del problema que la hora nacional presentaba para estos
autores: el tipo de presencia de las masas en la vida pública. Las tenues muestras que dichos
análisis propuestos por los intelectuales liberal-conservadores acerca de que el antagonismo
con el fenómeno populista no debía entenderse como un bloque, fueron, sin embargo
reformuladas luego. Si las masas fueron primero entendidas como un sujeto no
necesariamente uniforme ni cuya identidad fuera al mismo tiempo inconmovible e inseparable
del líder, las transformaciones sobre este ligero optimismo contribuyeron luego a profundizar
las lecturas de pesimismo antropológico, dándoles un alambicado carácter de constatación
sociopolítica.
Silvia Sigal (2002a: 115-125) ha destacado tres ejes centrales de respuesta que
rompieron “la unidad antiperonista” de un amplio arco de la intelectualidad argentina a
medida que se desarrollaba el proceso iniciado en 1955. A diferencia de los conflictos teóricos,
políticos e incluso identitarios que atravesaron a importantes sectores intelectuales en el

138
posperonismo, el espacio liberal-conservador apareció no sólo ajeno sino contrario a dicho
proceso, sus debates e implicancias. Entre nuestros actores no surgió un tipo de debate
interesado en repensar el peronismo sino que, además, las posturas sobre el movimiento
justicialista mantuvieron una lectura recta que paulatinamente profundizó su virulencia con el
correr de los años. En tal sentido, si bien nuestros autores participaron del consenso
mayoritario en la intelectualidad acerca de la división entre las masas y el líder a la hora de
evaluar la década previa, el espacio de tolerancia con aquellas no fue sino un paréntesis de
tensa espera. Al principio de este trabajo, destacamos la no pertenencia de los intelectuales
liberal-conservadores a las lógicas de izquierdización y profesionalización de los sectores
intelectuales, lo que implicó una distancia de los principales círculos de renovación de los
debate en torno del fenómeno peronista. Así, las visiones liberal-conservadoras, más
equiparables a las de los sectores más duros de los elencos del gobierno de facto que a las que
surcaban las líneas directrices de los espacios intelectuales, ingresaron en un cono
interpretativo autocentrado donde se destacaba especialmente la combinación de
categorizaciones paroxísticas y epítetos calificativos como modos de entender al proceso
depuesto y a los actores que lo posibilitaron106.
Federico Neiburg, por su parte, analizó el inmediato contexto posperonista desde las
alternativas de “luchas de clasificación y discurso de barricada”, atendiendo a las dimensiones
en las cuales los discursos políticos procedieron la pugna por las clasificaciones posibles del
fenómeno peronista como parte de disputas por el sentido político (1998: 26-34). El sentido
bourdiano de las luchas de clasificación tal cual las propone el antropólogo argentino nos
permite, aquí, atender a una de las principales consecuencias de las posturas intelectuales de
nuestros actores en este entramado de debates. Si Pierre Bourdieu (2008) interpretó este tipo
de estrategias que parten de luchas por la imposición de sentidos del mundo social a través de
la división, en los intelectuales del liberal-conservadurismo era el sentido de lo social el que
aparecía condicionando el carácter determinante de sus sentencias. La partición social básica
implicada en la construcción de las masas como otredad era la que permitía, a la vez, la
operación de separación de estas del espacio social representado por nuestros actores, y la
postulación de un carácter no polémico sino taxativo de los abordajes. En otras palabras, no
había en los intelectuales que nos ocupan sitio para el debate ni sobre ni con las masas, así
como no había, en la base de este proceso, participación en las instancias que repensaban al

106
Pueden verse las diversas alternativas del antiperonismo “libertador” en Spinelli (2005). Allí, la autora
propone distintas modalidades antiperonistas, marcadas por los respectivos grados de virulencia, donde era
común la centralidad de la separación analítica entre masas y líder, desde el peso de la “teoría del engaño” sobre
el pueblo justicialista (2005: 192, 212).

139
peronismo justamente desde las masas, sea como objeto de estudio al que analizar, sea como
sujeto político al cual interpelar.

Nieves de setiembre: el breve paréntesis sobre las masas

El problema de las masas en la vida pública se había transformado, durante el peronismo, en


una clave interpretativa que daba cuenta tanto de las reconversiones del concepto de
multitudes como de las lecturas de la época como situada “bajo el signo de las masas”
(Altamirano, 2001). En efecto, así como el término multitudes estaba presente en los debates
político-intelectuales desde su recepción a fines del siglo XIX, su reemplazo por el de masas
marcaba la centralidad de las lecturas que entendían el momento peronista como el de una
democracia masiva 107 . El momento posperonista, en tanto, articuló como inescindibles la
cuestión de las masas con la de la democracia: ese lazo apareció, para los intelectuales liberal-
conservadores, inseparable del problema de las “desperonización”. El artículo de Víctor
Massuh aparecido en Sur que hemos analizado en el capítulo previo era, también, fuertemente
representativo del plano agonal en el cual nuestros actores interpretaban al país de 1955, así
como del paréntesis de expectativas sobre la posible desperonización popular que marcaba la
hora. Dividiendo el plano socio-político entre “ellos” y “nosotros”, el tucumano iniciaba su
escrito de la siguiente manera: “Hasta ayer no más, triunfantes, creían que no existíamos”,
para plasmar una interpretación del peronismo en la cual tanto las masas como el liderazgo se
fundían en un cuerpo unívoco donde “[e]llos habían confundido su propio desenfreno con la
realidad del país” (1955b: 107). El lugar de enunciador de Massuh en Sur lo colocaba, pese a
su juventud, en un sitio central de la intelectualidad liberal y antiperonista, como quedaba
claro en el homenaje que el Fondo de Cultura Económica le realizaba apenas dos meses luego,
en diciembre, junto a autores de la relevancia de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares,
José Luis Romero y Ezequiel Martínez Estrada. La conformación del “nosotros” en su
intervención estaba marcado por la pertenencia a un antiperonismo de elevada condición
intelectual, y desde allí se hacía inteligible el clivaje agonal de su lectura. En la simbiosis de
las masas con el líder, sin embargo, era donde aparecía la pequeña rendija de luz de la hora:
para el filósofo, las masas, aún leídas bajo la concepción de otredad, podían romper con la

107
Para una recepción de las teorías de Gustave Le Bon aplicadas a lo social, (Batalla, 2007). Para los problemas
en torno a la democracia de masas en el período, (Halperín Donghi, 2000).

140
relación, que entendía propia de los mitos, con el líder. Dejar de lado la mitificación e ir hacia
la razón, entonces, era el programa del filósofo tucumano para el pueblo justicialista:

Pero la verdad se restituye. Ellos podrán, ahora, deshacer el hechizo de la plaza


pública, acallar el grito que los extravía y retrotrae a un pasado impulsivo. Sin sus
delincuentes y torturadores, sin la coerción de una infernal propaganda, ellos podrán
recuperar la propia dignidad. Lo que conocieron con el nombre de justicia social no
fue más que una trampa para olvidar la justicia y olvidar la dignidad (1955b: 107-
108).

Las ideas prototípicas de sujeto racional y de civismo se unían al proponer el tipo de corte que
las masas debían ejercer con el pasado populista, por medio de la tutela de quienes formaban
el “nosotros”. Como vimos al detenernos en este mismo artículo en el capítulo anterior, para
Massuh la democracia era un camino largo y sinuoso, la educación de las masas constituía un
ejercicio de pedagogía racional sobre el fondo oscuro de los mitos, pero también tal
instrucción formaba parte del derrotero de la democracia, si esta buscaba tramarse con un
sujeto político como las masas: “En su mundo espiritual debe encontrar ciudadanía estable
aquel conglomerado humano flotante siempre dispuesto a ceder al hechizo de los caudillos”
(1955b: 108). Entre el paternalismo iluminado y la antropología negativa, entonces, el
resquicio de esperanza y sus límites, una relación entendida como urgente pero cargada de las
salvedades de un deber en terreno pantanoso. Si, como lo ha expresado Silvia Sigal, “[e]l
derrocamiento de Perón había marcado el inicio del largo trabajo de elaboración imaginaria de
la unidad de la intelligentsia y el pueblo” (2002a: 151), en nuestros autores se trataba de un
esfuerzo tan complejo como marcado por fronteras que, siempre presentes, cercarían
progresivamente el eje esperanzado del paréntesis sobre las masas.
La apelación a las masas como “conglomerado humano flotante” trazaba los límites
que, de allí en adelante, el liberal-conservadurismo daría a sus interpretaciones sobre la
condición de vacancia identitaria de las masas. En tal sentido, la idea de que las masas se
hallaban en un vacío ideológico se asentaba en los caracteres de sus apariciones en el espacio
público, y donde las interpretaciones podían variar desde subrayar su cariz repentino hasta
entroncarlas con pliegues históricos profundos, pasando por las diversas maneras de enfatizar
la manipulación. Pero hasta allí, sin embargo, las masas no eran una negatividad absoluta sino
una serie de posiciones más o menos complejas (espontaneísmo, manipulación, sedimentación
del pasado, entre otras) pero sin trazos de mayor densidad autónoma 108 . Justamente esa

108
La obra de Federico Pinedo, intelectual reivindicado por nuestros actores, y con contactos con ellos, quien ya
se autodenominaba liberal-conservador, es un claro ejemplo de cómo la lectura sobre las masas puede

141
interpretación permitía los resquicios de esperanza en la transformación desperonizadora pero
al mismo tiempo marcaba en el triunfo o fracaso de tal cambio sus límites y las pautas del
tiempo venidero. En las interpretaciones liberal-conservadoras se patentizaba una lectura
sobre las masas que entendía que sobre ellas había actuado el aparato formativo peronista, en
un sentido donde, desde lo estructural, como ha subrayado Maristella Svampa,

es profunda la continuidad ideológica del modelo peronista con respecto a la


representación antigua de las masas: continuidad sarmientina que lo acercaba más al
modelo del ’80 (la posibilidad de ‘civilizar’ a las masas bárbaras), que a la supuesta
irreductibilidad que planteaban liberales y conservadores de la época, o la inversión
sin más realizada por los revisionistas desde el registro Pueblo-Nación (2006: 293-
294).

En tal sentido, los jóvenes intelectuales del liberal-conservadurismo consiguieron interpretar


con agudeza cuál era el desafío que el peronismo había supuesto: la apropiación de un
proyecto pedagógico que estaba en las bases formativas de nuestros actores, pero
reinterpretado desde el populismo. No en vano, resonaban aquí las clásicas formulaciones del
barón de Montesquieu (1984) acerca de la problemática de confusión entre la libertad del
pueblo y el poder del pueblo109. Al igual que con la experiencia yrigoyenista antes, las masas
eran leídas tanto por los opositores del líder radical como luego del justicialista, como
manipuladas, lo cual colocaba el eje problemático primero en los líderes y llevaba, tras sus
derrocamientos, a repensar cómo transformar la compleja educación de las aparentemente
simples masas (Svampa, 2006; Fiorucci, 2011). Con el peronismo fuera del Estado, la hora se
ofrecía como marco de posibilidad para desandar aquello que se había construido en la década
justicialista110.
De ahí el equilibrio que trataba de llevar a cabo Segundo Linares Quintana al señalar,
en plena “Revolución Libertadora” que

potenciarse en torno a la cuestión del liderazgo, pero sin llegar a efectuar las consecuencias de una lectura
antropológicamente negativa (Vicente, 2013).
109
Para el autor francés se trataba del peligro de confundir el poder del pueblo por la vía de la participación con
la seguridad subjetiva por medio de la organización de la vida política. En tal sentido, Montesquieu privilegiaba
la segunda opción, es decir, la libertad civil por sobre la libertad política: en el plano interpretativo de nuestros
autores, la democracia formal o la República en contra de la democracia de corte rousseauniano.
110
Es sugestiva la interpretación que Fiorucci realiza del desencuentro del proyecto pedagógico peronista y la
intelectualidad liberal: para la autora, el fracaso del peronismo en “cooptar e intervenir” sobre estos llevó a que
el gobierno tomase, desde 1950, una postura de “enfrentamiento directo” (2011: 29-63). Desde nuestros autores,
era muy claro en este sentido García Venturini al plantear, desde las páginas de La voz del interior un artículo
luego recogido en su Introducción dinámica a la Filosofía Política, la respuesta liberal-conservadora por
antonomasia: “Dos conceptos, pues, definitivamente excluyentes. O pedagogía o demagogia, educación o
barbarie. Esta es la opción fundamental” (1967: 121).

142
el Gobierno Provisional ha reconocido que el único y exclusivo titular o sujeto del
poder constituyente es el pueblo. Pero ello no obsta a que dicho gobierno, en su
carácter de gobierno revolucionario y al objeto esencial que resume todas las
finalidades de la revolución que lo llevó al poder, pueda convocar al pueblo de la
Nación para que por medio de sus representantes libremente elegidos y reunidos en
una Convención Reformadora, considere la introducción en el texto de la ley suprema
de las modificaciones encaminadas al cumplimiento de aquel propósito cardinal: la
vuelta del país al orden jurídico y evitar que la Patria vuelva a ser sojuzgada por el
despotismo (1957b: 28).

La intervención del jurista, escrita a propósito de la reforma de la Constitución de 1949, es


clave para entender el lugar de los intelectuales que nos ocupan. Como mencionamos, por un
lado nuestros actores formaban parte de los sectores más drásticos de la coalición
posperonista, pero al mismo tiempo no atendían lecturas sobre un poder absoluto de la
experiencia “libertadora”, reingresando la centralidad del poder popular y la marca de la Carta
Magna de 1853. Aquí el pueblo era el sujeto del poder político princeps, el constituyente,
pero el gobierno de facto bien podía convocar a la renovación constitucional –como, de hecho,
el propio autor lo proponía como actor clave de estos debates–, puesto que el diagnóstico que
vertebraba esta posición era la idea que marcaba a la anterior Constitución peronista como
parte de la manipulación a la cual las masas populares habían sido sometidas. Se imponía, por
ende, recrear el basamento social incluyendo a las masas en un movimiento no ya sólo
posperonista sino propiamente desperonizador. Pero, como el propio catedrático de Derecho
Constitucional señalaba, “la próxima constitución será reformadora y no constituyente”
(1957b: 31), acción reservada, en el amanecer de la República, a los padres fundadores111. En
parte importante, el sitio social de nuestros autores se construía desde la puesta en diálogo
entre la hora histórica y las fórmulas doctrinarias, con apelaciones como las de Linares
Quintana.
La democracia no sólo aparecía además, en relación a las masas, leída simplemente
desde la cruda propuesta de la desperonización y sus posibles implicancias, sino llevada a
planos que comprometían al propio concepto. Según se leía el momento histórico en una
dimensión supranacional, al final temporal del paréntesis antes referido, tal como lo exponía
Jorge Luis García Venturini (1958b: 944) en Criterio, “[p]areciera que en los últimos años
(después de la guerra en Europa, después de la tiranía entre nosotros) se hubiera producido un
nuevo desplazamiento en el significado y, como consecuencia, en la aceptación de este

111
Las posiciones en torno a la idea constituyente colocan a los intelectuales liberal-conservadores en un sentido
fundacionalista de la cuestión política que debe leerse no desde el ángulo de las prioridades liberales y/o
conservadoras, sino en torno al tipo de concepciones en torno a la idea de la posibilidad, o no, de la fundación.
Muy por fuera de los cánones en los cuales se referencia el liberal-conservadurismo, puede verse el ensayo de
Marchant, (2009).

143
término [democracia]”. La concepción que planteaba al peronismo como un fenómeno
identificable al fascismo y el nazismo, aparecía en las palabras del filósofo: la Argentina
estaba, así, realizando un proceso equiparable a los modos sobre los cuáles se reconstruyeron
las democracias europeas112. Pero al mismo tiempo, al igual que en el momento posterior al
yrigoyenismo, la crisis argentina estaba entroncada con la crisis mundial113. Era por ello que
se habilitaba, en el momento del posperonismo, tanto la pregunta por la desperonización como
aquella por los sentidos de la democracia: el doble eje contextual e histórico, nacional y
mundial, nuevamente, se hacía presente en las alternativas de nuestros autores.
De allí que en el momento de escrito el artículo del filósofo bahiense debían incluirse
dentro de la democracia la aceptación de las situaciones de facto tanto como repensar los
diferentes modelos históricos, donde el autor ponía énfasis en tres: el de la Grecia clásica, el
de Jean-Jacques Rousseau y el de Abraham Lincoln. En primer lugar, la democracia
ateniense, originada en Platón, para quien “está lejos de expresar el gobierno ideal”, y donde
“a partir de Aristóteles el término comienza a complejizarse” (1958b: 943). Luego, la
concepción de Rousseau, quien “no busca otra cosa [que] lo que hoy llamamos ‘república
representativa’”, donde sin embargo García Venturini elegía una estrategia de relectura y
toma de posición, destacando que “Rousseau es aristócrata y no demócrata. Pero, en tal
sentido, ¿no lo somos nosotros también?” (1958b: 943)114. Esta pregunta tautológica exponía
las características que el comienzo del fin del breve paréntesis sobre las masas implicaba: por
un lado, las repreguntas por la democracia y el trazado de una genealogía que debía
complejizarse, operación que se llevaba a cabo en torno a ejes centrales del liberal-
conservadurismo, como la recién mencionada idea de República y, ya yendo sobre las masas,
el abordaje al rol del pueblo, como lo hacía el filósofo al proponer el tercer modelo. Tomando
la clásica definición del político estadounidense de la democracia como “gobierno del pueblo,

112
Para las equiparaciones durante el peronismo y luego de su caída, Fiorucci (2011). Ciertos planes sobre la
desperonización pueden verse en Neiburg (1998) y Spinelli (2005). Sobre la desnazificación puede consultarse la
problematización propuesta por Kershaw (2004: 15-38, 309-348).
113
Como lo ha señalado con ironía Marcelo Padoan para las estrategias de los opositores a Yrigoyen: “Por fin,
con la crucifixión del falso apóstol, la intención de terminar con Yrigoyen para acabar con el yrigoyenismo
parecía haber resultado exitosa. Echando una mirada a más largo plazo, la búsqueda de conjurar este tipo de
liderazgos de la vida política argentina aparecerá como un cuento de nunca acabar, por lo menos si se considera
lo sucedido posteriormente” (2002: 45). Era por ello que se habilitaba, en el momento del posperonismo, tanto la
pregunta por la desperonización como aquella por los sentidos de la democracia.
114
Las lecturas posteriores del liberal-conservadurismo sobre el ginebrino dejarán de lado esta categorización
republicana de su teoría para considerarla en términos de democracia popular o comunitarismo, como se verá a
lo largo de la Tesis. Así, se llegará al punto de pasar a leer la idea de la voluntad popular como exponente clave
de una forma democrática que podía oscilar, según la interpretación, entre un modelo masivo, una formulación
puramente retórica o la construcción escrita de una entelequia.

144
por el pueblo y para el pueblo”, García Venturini terminaba de dar forma a su reconstrucción
del concepto:

Pareciera, entonces, que el más actual sentido de democracia fuese ‘gobierno o


sistema por y para el pueblo’ y esto en dos alcances: implicando sólo los llamados
‘derechos políticos’ o incluyendo la ‘justicia social’. Claro que tal significación no
excluye que pueda ser también un ‘gobierno del pueblo’, pero esto no es, por lo visto,
una exigencia” (1958b: 944).

Por medio de esta formulación, se anulaban aquí las ideas de democracia directa y/o
popular que, como se verá a lo largo de esta Tesis, funcionaban en el liberal-conservadurismo
muchas veces bajo una operación de doble sinonimia, esto es como sinónimos entre sí y al
mismo tiempo ambas como sinónimos de populismo. La respuesta republicana era la
alternativa, enunciada en un contexto de dictadura que se asimilaba a las situaciones de facto
aceptadas dentro del devenir democrático, que aquí no tomaba la virulencia del planteo agonal
contra las masas pero trazaba las líneas por las cuales comenzaría a cerrarse el modelo
democrático propugnado por nuestros autores.
Preguntas retóricas (“¿no lo somos nosotros también?”), refutaciones coloquiales (“por
lo visto”): la levedad de las formas no hacía sino marcar el comienzo del final del arco en el
cual sobre las masas y sus modos de estar en la democracia podía aún pender un signo de
interrogación por encima de una respuesta que, por el momento, se dejaba por fuera de la
brevedad del paréntesis. Esta retórica de la banalidad ejercida por el bahiense comenzará,
lentamente, a ocupar mayor lugar en el conjunto de estrategias intelectuales de nuestros
actores, por medio de posicionamientos sobre presuntas verdades que, de tan evidentes,
aparecían por fuera del plano de las pujas denotadas 115 . Nuevo sentido de las formas
expresivas, el hueco explicativo marcaba una suerte de externalidad a la lucha política pero, a
idéntico tiempo y por ello mismo, se constituía en uno de los modos más notables de ella.
Este tipo de construcción discursiva suponía un “nosotros” familiar dirigido a los sectores
comprendidos como resistentes al peronismo y por ello habilitados para la intervención en los
debates en torno a la democracia: como vimos en el capítulo previo, las máculas de peronismo
depositaban a los justicialistas y a todo espacio ligado a la experiencia populista en el sitio de
lo anómalo. Nuevamente, los paralelismos con los períodos de reconstrucción europea tras los
fascismos se imponían en las construcciones de los intelectuales que nos ocupan.

115
Agradezco a José Casco el señalamiento acerca de la presencia de una “retórica de la banalidad” para definir
ciertas operaciones como la que damos cuenta en esta página.

145
Una estrategia de similares características, en cuanto al abordaje de la cuestión
democrática, era utilizada por Mariano Grondona pocos meses luego y también en un artículo
publicado en Criterio. El abogado y periodista había comenzado a ocupar paulatinamente
espacios cada vez más destacados, en especial como por sus columnas políticas en diversas
publicaciones (Sivak, 2004). En sus intervenciones, era central una forma discursiva que se
transformaría en una de las marcas de su producción intelectual: la reflexión sobre la hora
basada en modelos teóricos contrapuestos. Así, proponía analizar “Los factores de poder en la
Argentina”116, y apelaba también a una genealogía del concepto de democracia, en este caso
por medio de la lectura de dos clásicos modernos de la teoría democrática: el mismo Rousseau
y Charles de Montesquieu. Por ello, alertaba que la visión del primero ha sido “tan falseada,
por otra parte”, y alabando “el genio sagaz y prudente” del segundo. Como hemos articulado
en el primer capítulo de esta Tesis, hay una centralidad de las ideas del autor de Del espíritu
de las Leyes en el liberal-conservadurismo en tanto lectura moderantista de la forma
República, fórmula a la cual apelaba el propio Grondona. En efecto, en el marco temporal que
tramaba las teorías de ambos pensadores de la Ilustración “se trataba, pues, de aceptar el credo
democrático por una parte: la voluntad general manda. Por la otra, se procuraba que ese
mando fuera lo más limitado posible, y se creaba el mecanismo apto para paralizar abusos”
(1959: 904). Tal mecanismo era calificado por el columnista como liberal, ingresando en la
línea de lecturas que entiende a Montesquieu como un continuador de las ideas de John Locke
y al mismo tiempo ingresan en un balance con la obra de Rousseau117: “[S]in ese elemento
liberal, la democracia amenaza entonces con convertirse en un totalitarismo más”, por lo cual
se estaría en un totalitarismo de masas, de donde, por lo tanto, “el régimen de la dictadura
peronista fue estrictamente democrático y legal. Pero no fue liberal sino totalitario” (1959:
904). Las masas, como sustento y objeto del gobierno eran entendidas como parte inescindible
de la democracia, pero como sujeto efectivo conformaban la desviación totalitaria. El autor
realizaba, entonces, una operación sobre los centros y los límites del modelo democrático
similar a la de García Venturini ya analizada. Pero, a diferencia del filósofo, ingresaba en la
particularización explícita de la desviación: no ya un modelo teórico sino su plasmación
efectiva en una experiencia concreta, la del período peronista, que además reaparecía como
fantasma durante la experiencia presidencial de Arturo Frondizi. Desde esta lectura, se hará

116
Operación en la cual se basaría posteriormente su segundo libro (Grondona, 1964).
117
Los balances teóricos entre los padres del pensamiento liberal y los contractualistas han tomado un giro muy
importante en torno, principalmente, a los desarrollos de Quentin Skinner. Si se postula la centralidad de una
concepción de libertad negativa como hemos desarrollado en el Capítulo 1 desde Berlin (1988) y que está
evidentemente presente en los intelectuales liberal-conservadores en torno a este tipo de tópicos, podemos ver
que el modelo propuesto por Skinner (2004) amalgama la idea de República con esa forma de libertad.

146
evidente el uso de Rousseau que acabamos de marcar, en cierto sentido en paralelo al
movimiento que, en torno a las masas, creaba, sostenía y eliminaba el corto paréntesis.
Por otra parte, pero en confluencia, más cercano tanto a sus postulados teóricos como
intelectual centrado en el plano de las cuestiones económicas como eje central de la sociedad,
tenemos el caso de Alberto Benegas Lynch. Intelectual y hombre de empresa, en una
conferencia pronunciada ese mismo 1959 en la Bolsa de Comercio de la ciudad de Córdoba,
sin apelar a las formulaciones genealógico-modélicas de los autores recién analizados,
exponía su concepto de democracia por medio de una lectura dicotómica entre el sujeto y las
masas. Para el economista, la democracia debía ser democracia liberal y representativa, por lo
cual advertía tanto del peso de los riesgos de masificación como del abuso del poder político,
riesgos que presentaba como asimilables en tanto ambos partían de la negación de la libertad
del sujeto (1959a: 10). De allí, entonces, el uso estratégico de una definición continuada por
un ejemplo dramático, por medio del que señalaba:

Para que la libertad realmente tenga vida, pues, es de fundamental importancia el


logro en los hechos de las efectivas limitaciones de los poderes gubernamentales.
Negarlo, en razón de que éstos han surgido del voto popular, es como admitir la
licitud de la omnipotencia de las mayorías; cuya omnipotencia puede conducir a
cualquier extremo en materia legislativa, por absurdo que parezca. Como podría ser,
por ejemplo, si se le ocurriera a una mayoría circunstancial, decidir el exterminio de
la minoría de ese momento, valiéndose para el caso de una ley que así lo resolviera
(1959a: 12).

Benegas Lynch trazaba una clara delimitación entre un tipo de democracia con límites
sustantivos y formales taxativos, y otra populista, como lo hacían los autores previamente
presentados en este capítulo, y articulaba su definición con las connotaciones posibles de un
ejemplo hipotético que estará muy presente luego en el liberal-conservadurismo pero de
manera netamente explícita: la apelación a la idea de una ley que respondería a una mayoría,
ejercida eliminatoriamente en contra de las minorías, remitiendo a los fenómenos totalitarios
europeos, con el consiguiente paralelismo con la reciente experiencia peronista. De ahí la
construcción argumentativa acerca de “la acción compulsiva y el poder de policía son
aplicados con gran celo y rigor para velar por la observancia y cumplimiento de leyes
tiránicas, que coartan y desvirtúan libertades fundamentales del hombre”, ejemplificada al
postular que “la acción estatal compulsiva suele ser utilizada para exigir el cumplimiento de
medidas de gobierno que no son otra cosa que la legalización del despojo, como ha ocurrido
con ciertas expropiaciones practicadas” (1959a: 13-14). El arco lógico trazado por el autor
partía, entonces, de una definición que proponía marcar límites entre formas de democracia y

147
desde allí buscaba retomar los peligros de la democracia populista y del intervencionismo
desarrollista apelando a la lectura de identificación entre los fascismos y el populismo que,
como hemos visto en el capítulo anterior, articula las derivaciones, ya tempranas, de la teoría
democrática de estos autores. Pero al mismo tiempo, como señalamos antes, aún estamos en
momentos en que el paréntesis construido sobre las masas estaba en los inicios de su final, por
ende la lectura asimiladora no era explicitada, como vimos también en el caso de Grondona:
incluso uno de los ejes centrales del combate liberal-conservador al interior de las derechas, y
su propia batalla en el contexto histórico nacional, se hacía a un lado ante el complejo
movimiento de levedad y silencio otorgado ante un posible horizonte de desperonización
popular.

¿Qué es el pueblo?: de las masas a las formas de la democracia

Carlos Altamirano señaló la centralidad que, con el advenimiento del peronismo, adquirió un
diagnóstico acerca de las masas como actores insoslayables en la vida pública, al punto de ser
una lectura que, al mismo tiempo, “peronistas y la mayor parte de sus críticos y opositores
compartirán” (2001: 17). Debe destacarse, como el propio autor lo hace, que esta
interpretación continuará vigente luego de 1955 tanto en los rótulos que buscaron
conceptualizar el período como “de masas” cuanto en “lo que dividirá a los antiperonistas, a
veces violentamente, [que] será la cuestión de cómo integrar a esa nueva realidad colectiva,
sin mantener vigente el peronismo” (2001: 17). El limitado paréntesis que los intelectuales
liberal-conservadores abrieron en 1955 estaba tramado, justamente, sobre dicha constatación
al tiempo que pendiente de la respuesta acerca de qué hacer con las masas. La inadecuación
de ellas a las expectativas liberal-conservadoras durante la prolongación del momento
posperonista llevó a que nuestros autores ejecutaran un doble movimiento convergente: el
cuestionamiento de las masas por un lado y el de la democracia por otro, en tanto el tiempo
histórico estaba irremisiblemente marcado por las democracias masivas, donde confluían las
preocupaciones de estos autores. A partir de este diagnóstico, las masas pasaban a ser una
problemática que comenzaba a corroer las tenues bases del paréntesis optimista que
analizamos previamente, por lo que a partir de allí, retrospectivamente, podemos ver el inicio
de un tránsito hacia la categoría de amenaza. En tal sentido, las propias pautas del liberal-
conservadurismo de nuestros autores no apelaron directamente las diversas vertientes que
habían denunciado el presunto carácter distorsivo de las masas –verbigracia, la lectura

148
orteguiana tan presente entre ellos–, sino que en primer lugar entendieron que el problema
estaba en el proceso justicialista. Por ende, se les otorgaba a las masas, al menos, una suerte
de beneficio de la duda no exento de fórmulas paternalistas cuando no redentoristas, para
posteriormente realizar un corrimiento paulatino hacia posiciones profundamente elitistas, que
marcaría el tránsito del ciclo histórico que estudiamos.
El movimiento hacia la lectura de las masas como un problema en sí mismas apareció,
precisamente, atravesado por un tercer plano de debate, más allá del propio tópico de las
masas y del de la democracia: la cuestión del Estado. La aparición de esta problemática
acababa de completar el plano de un cruce de significados donde nuevamente se apelaría a las
experiencias de los fascismos, con el agregado ahora de las experiencias de los “socialismos
reales”, a la hora de encontrar las formas políticas enfrentadas al modelo liberal-conservador.
Alejandro Blanco ha demostrado la centralidad que, desde la segunda mitad de los años
cincuenta, el proyecto sociológico de Gino Germani implicó para las nacientes ciencias
sociales argentinas, y el peso específico clave que la pregunta por la sociedad de masas tenía
en tal programa (2006: 133-160). Sin embargo, y si bien las preguntas por la cuestión
democrática eran parte central de las preocupaciones del programa del sociólogo nacido en
Italia, sin duda el eje de sus preocupaciones estaba colocado en la cuestión del totalitarismo,
enfocado desde las masas. Había en nuestros actores, por el contrario, una pregunta centrada
en la relación entre las masas y la democracia y, por otro lado, una pregunta complementaria
en torno a las relaciones entre el Estado y el totalitarismo. El tipo de lecturas que el impulso
germaniano comenzaba a motorizar en los espacios intelectuales argentinos, además,
demostraba un interés en los abordajes a la cuestión de la psicología de las masas, leídas,
como la cuestión del totalitarismo, especialmente desde la obra de Karl Mannheim y la
relectura de la psicología desde la teoría crítica, ejes teóricos ausentes en nuestros autores,
quienes prolongaban en estas áreas las implicancias de una batalla política118.
Efectivamente, si en amplios sectores de la intelectualidad se buscó reformular
visiones previas por medio de una fuerte renovación tanto metodológica como teórica, en el
liberal-conservadurismo será central la preeminencia de un proceso de profundización de las
concepciones negativas sobre las masas, fuertemente dependiente de las formas que las
construcciones agonales adquieran en las pujas libradas. En estas diferencias, como señalamos

118
La agenda de investigaciones propuesta desde el germanismo, asimismo, consideraba central la pregunta por
el pasaje de la sociedad tradicional a la moderna, y creaba en torno a ella diversas respuestas sobre el fenómeno
peronista (Neiburg, 1998: 204-216; Blanco, 2006: 154-160). Resulta curiosa la ausencia de esta preocupación en
nuestros autores, salvo como reminiscencia a las consideraciones sobre la modernización que entendían
genéricamente en torno al proceso de la Organización Nacional. Manheimm, desde otras ópticas, aparecía sin
embargo en varios abordajes de nuestros actores.

149
previamente, se tramaron gran parte de las particularidades del sitio de los intelectuales
liberal-conservadores en los espacios de la intelectualidad argentina. En tal sentido, la
pregunta por las relaciones entre la sociedad de masas y las formas de la democracia
comenzaban a ocupar un sitio axial en los tópicos con los cuales nuestros autores construían
sus lecturas de los años posperonistas119.
En 1959 Mario Justo López publicaba La representación política, un libro breve que
partía de la idea de que este tipo de forma democrática era la clave de las democracias
modernas:

Es elemento esencial, inseparable, del ‘régimen democrático’, en su generalizada y


prácticamente única manifestación contemporánea: la ‘democracia indirecta’ o sea la
forma ‘representativa-republicana’ de gobierno, según reza el artículo primero de la
Constitución de la Nación Argentina. Y, además, la representación política es,
simultáneamente, la teoría que explica y la doctrina que justifica esa forma de
gobierno (1959: 7-8).

El jurista, al igual que los autores que hemos reseñado hasta aquí, enfatizaba la centralidad de
la idea representativa, que será una de las más constantes preocupaciones de su trayectoria
intelectual, en consonancia con la lectura constitucionalista sobre la cual la forjaba, central en
los ámbitos del Derecho Político en los cuales desarrollaba su principal intervención. En la
identificación del tipo de democracia representativa con el ideario constitucional podemos
notar los comienzos de un debate de doble límite, no sólo sobre los centros y los ejes de la
democracia, sino que, nuevamente, nuestros actores estaban retomando la experiencia de la
Argentina de masas y construyendo una argumentación, indirecta en este caso, sobre su
adecuación. Aquí, sin embargo, el punto nuclear para nuestro interés reside en las prolongadas
notas al pie que López colocaba a su exposición. Nuevamente, se procedía sobre las figuras de
Rousseau y Carl Schmitt para realizar un cercamiento del concepto de democracia con sus
límites en los modelos sustancialistas 120 . Del ginebrino, decía López que era tanto un
“enemigo declarado” de la idea representativa y que entendía a la democracia como sinónimo
de democracia directa, de la cual, pese a ello, “reconoce expresamente su impracticabilidad”;
al prusiano, por su parte, lo destacaba como ejemplo de que “no faltan, en pleno siglo XX,

119
Lo cual no obstaba, como se verá a lo largo de este capítulo, que existiera una recepción de la obra de
Germani en el liberal-conservadurismo que, sin verse reflejada en citas o uso directo de la terminología o el
bagaje analítico germaniano, estuviera presente en nuestros autores. El ejemplo más claro aparece en torno a la
idea de disponibilidad de las masas, donde la no reconocida lectura del trabajo del romano se tramaba con
autores totémicos para los liberal-conservadores como, ejemplo central, Ortega y Gasset (1976, 1992).
120
Las menciones a Rousseau y especialmente a Schmitt fueron comunes a la hora de ciertos análisis centrados
en la cuestión del totalitarismo, como lo ha analizado Enzo Traverso (2001).

150
quienes insisten en atribuir a la democracia su sentido primigenio” (1959: 8-9). A estas
figuras, nuestro autor oponía a los autores de El federalista, “quienes reservan la palabra
‘república’ para designar la manifestación ‘indirecta’ de la democracia”, es decir, la
conjunción entre democracia representativa y República, que sería la misma adoptada por la
Argentina en su texto constitucional (1959: 8)121. Si en el modelo de Rousseau López hallaba
que “la mayoría de sus argumentos no son válidos contra una doctrina cuya exposición
sistemática no llegó a conocer”122, en el de Schmitt, en cambio, aparecía un abordaje distinto.
El abogado recriminaba al autor del Concepto de lo político haber “puesto de relieve el
carácter doctrinario y hasta ideológico de la representación política”: “Carl Schmitt ha
señalado que, en la argumentación de los ‘doctrinarios’ (exponentes del liberalismo francés
durante la primera mitad del siglo XIX), la idea de representación era utilizada como freno o
contrapeso frente al pueblo” (1959: 21-22). Es decir, López tomaba una de las ideas que
hemos marcado como centrales en nuestro primer capítulo como constitutivas del liberal-
conservadurismo, para relevar negativamente la crítica a sus implicancias123.
García Venturini, desde las páginas de Criterio, se encargaba de subrayar que “[e]n
el oscuro laberinto de la semántica contemporánea sobresale –justamente por su oscuridad– el
vocablo pueblo, quizá el más empleado del léxico político” (1961: 297). El filósofo destacaba
uno de los ejes centrales desde los cuales el liberal-conservadurismo leía la noción de pueblo:
como un sujeto que, por su propia definición, era ajeno al acto político como totalidad:

Y así como ‘el pueblo’ (considerado como totalidad) no protagoniza un hecho


tampoco protagoniza una idea. ‘El pueblo’ nunca es tal cosa o tal otra, de este o aquel
credo religioso o político. Por eso, la connotación más certera del vocablo pueblo, es

121
López tomaba nuevamente el ejemplo norteamericano en 1961, cuando, en un artículo publicado en la Revista
Jurídica de Buenos Aires y retomado en su libro El mito de la Constitución, proponía la centralidad del ideario
republicano-constitucional en la construcción de los sistemas políticos modernos, por lo cual “sea como fuere, lo
que ha existido y existe como democracia –en la medida todo lo relativa que se quiera–, inclusive con su pesada
carga de pecados, ha sido la democracia constitucional y no otra” (1963a: 237). Es decir, la única real
democracia era la constitucional. Retomaremos luego este punto de articulación con el ideario republicano-
constitucional.
122
Pese a lo cual, López señalaba luego que las ideas de Rousseau habrían un sendero teórico para aquellos
autores que “se enfrentan contra la representación política no por su adjetivación sino por su substantividad, es
decir, por ser representación” (1959: 24).
123
Como lo ha demostrado Dotti, en este período las lecturas sobre Schmitt son negativas en todos los ámbitos
políticos salvo el de recepción original: el nacionalismo. Esto comienza a cambiar a partir de los ’60, cuando
comienzan a circular en diversos ámbitos lecturas en tono de “aceptación”, “moderación”, “distanciadas” o
“técnicas”. Algunas de ellas, incluso en autores liberal-conservadores, como el autor señala en torno a Linares
Quintana y Bidart Campos (Dotti, 2000: 441-485). Debemos señalar, sin embargo, que la prevalencia de las
lecturas tecnicistas obedece centralmente a los formatos técnicos de las obras de estos constitucionalistas y a un
distanciamiento de la experiencia peronista. Esto queda de relieve en el propio tratamiento que Dotti destaca, por
ejemplo, en trabajos de López cercanos al peronismo original o en los momentos del “Luche y vuelve” (Dotti,
2000: 397-417) o en la estrategia intelectual de Romero Carranza en torno a la Teoría de la Constitución, nada
menos que en 1972 (Dotti, 2000: 459-485).

151
decir, la totalidad de personas humanas que integran un cuerpo político (hablamos un
lenguaje mariteniano) nunca puede ser sujeto de una acción, sólo puede funcionar
como objeto pasivo y aun esto potencialmente (1961: 297-8).

La idea de pasividad, clave para las lecturas de las masas como sujetos sin capacidad de
agencia real, se complementaba con la visión del bahiense de una doble problemática de la
hora. En primer término, los usos desviados del concepto de pueblo; en segundo lugar, la idea
populista de que en dicho pueblo (ya fallido, para el autor, desde la concepción desviada)
anidaba la razón: “El equívoco de nuestra época –quizá de otras también– no se limita al uso
promiscuo del término ‘pueblo’ sino que con alarmante frecuencia y generalidad se atribuye
al pueblo la posesión de la verdad, a veces de la verdad política, otras de la verdad total”
(1961: 298). De ahí que debiera reformularse, enfatizaba, la idea de popular: “Popular no
significa sólo ‘del pueblo’; más aún, según vimos, eso sólo sería posible muy relativamente.
Popular es, fundamental y fácticamente, para y también por el pueblo”, para poder salir de
las ideas míticas propias del populismo: “Nos parece fundamental, entonces, ceñir el concepto
pueblo a su verdadera dimensión, dimensión humana –lo mismo diríamos de la historia–
despojándolo de la dimensión mítica en que, violentándolo, se le ha instalado” (1961: 298).
El concepto de pueblo aparecía entonces, en las intervenciones liberal-conservadoras,
entre dos planos interpretativos. Por un lado, se buscaba reformular los contornos del término,
en una clara lucha política con los usos populistas, llevando a redefiniciones que, como la de
García Venturini, se encargaban de leer al pueblo en sentido social extenso y advertir sobre lo
que se entendía como un peligroso reduccionismo; por el otro, se enfatizaban ciertas
características muy presentes en las tradiciones que tramaban las lecturas de nuestros autores,
en un sentido en el cual la idea extensa de pueblo se equiparaba a la totalidad de la sociedad y
no al clivaje populista entre el pueblo y sus otros. No había aún, en ese sentido, teorizaciones
plenamente antipopulares en el liberal-conservadurismo, sino que en torno de las formas
definitorias del concepto pueblo se entablaba esta batalla sumada a las implicancias de la
cuestión de las masas: el punto de antagonismo acabaría colocándose, tras el cierre del
paréntesis que hemos analizado previamente, sobre la dicotomía entre masas y elites, pero en
este momento el vocablo pueblo estaba incorporado no sólo positivamente en nuestros autores,
sino que se convertía en un coto de lucha conceptual y política. Como ha señalado Horacio
Tarcus, el período abierto en 1955 llevó a que importantes sectores de la intelectualidad
vinculada con la izquierda colocaran la idea de pueblo-nación como sujeto político central de
sus lecturas de la realidad (1999: 483). En tal sentido, la construcción de nuestros autores
aparecía jugando una relación de imbricación y rechazo con aquellos postulados, con los

152
cuales crecía paulatinamente pero en postura antagónica, nuevamente como plasmación del
sitio propio de los actores liberal-conservadores en el complejo mapa intelectual de la hora124.
Tarea doblemente compleja aquella de rodear a las masas, puesto que, por un lado,
durante la experiencia peronista las lecturas intelectuales sobre la problemática de las masas
se habían desarrollado con grados de importante densidad y virulencia, donde la lectura
orteguiana del “hombre masa” había sido una de las alternativas explicativas más evocadas,
sea en sentido directo como por representaciones connotadas (Graciano, 2008: 318-330;
Fiorucci, 2011: 123-174). Por otra parte, las propias implicancias de la idea del hombre masa
y de su disponibilidad ideológica llevaba a que los programas liberal-conservadores
necesitaran apelar a una serie de inflexiones del todo novedosas, como lo patentizan las
tensiones del arco de espera en torno de la desperonización.
Las formas de la democracia, para nuestros autores, como lo patentizaba de modo
drástico Carlos Sánchez Sañudo, se jugaban entre dos modelos: “democracia totalitaria y
democracia auténtica”. Para el marino, un particular actor del espacio liberal-conservador en
tanto protagonista central del golpe de Estado de 1955 y autor especializado en problemáticas
económicas y difusor de la obra alberdiana, debía partirse de la distinción entre dos modelos
de democracia: una basada en lo social y otra fundada en los individuos. Sobre la primera,
advertía que

la experiencia enseñó que –como ya lo había anticipado Aristóteles– los gobiernos de


la llamada democracia social o popular tienen una tendencia natural a acrecentar su
poderío y dimensión, por cuanto si el poder deriva sólo del número de electores
reivindicantes, éstos tratarán de mejorar su condición mediante generosidades
estatales y los elegidos –profesionales de la política que habrán solicitado su voto–, se
dedicarán a remates demagógicos para asegurar su reelección: de ahí deriva la
conocida historia de los impuestos crecientes, inflación, devaluaciones,
nacionalizaciones y luego planificación total, pues como consecuencia el Estado,
frente a la necesidad de no ir a la quiebra, se encuentra en la de hacerse omnipotente
(1966: 8).

Subsumiendo al filósofo griego a su estrategia, Sánchez Sañudo trazaba un verdadero mapa


con las críticas que los sectores liberal-conservadores expresaron a las experiencias
yrigoyenista y peronista, entendida esta última como un estadio superior en las aquí criticadas
democracias populares. El autor, en línea con las operaciones interpretativas que hemos
124
Como lo ha planteado Guillermina Georgieff, “este actor colectivo había sido estigmatizado en el siglo XX
por la historiografía liberal con la reintroducción de la imagen de la barbarie sarmientina, pero después de 1955
fue revalorizado como actor unitario de la historia, revalorización que produjo encuentros ideológicos y políticos
donde comulgaban y se separaban nacionalistas, peronistas y la izquierda progresista” (2008: 165). En nuestros
actores, en efecto, la idea de masas como distorsión de la República se hacía incompatible con cualquiera de los
diálogos posibles en los demás espacios.

153
analizado desde el capítulo anterior, volvía a utilizar a Rousseau como pensador totémico de
una línea democrática que, enclavada en la pregunta por el ejercicio directo o indirecto del
poder, respondía por los modos directos. A esta forma política, Sánchez Sañudo le oponía la
que caracterizaba como “democracia liberal”, nacida de Locke, donde “a modo de síntesis
puede decirse que la democracia liberal por ser auténtica es duradera y estable”, y en cambio,
“[p]or el contrario, la democracia popular o social es transitoria, circunstancial, cíclica, y en
ella se alternan los períodos de estabilidad decreciente con los de convulsiones, violencias y
luchas” (1966: 9). Al momento de colocar la antinomia sobre el desarrollo histórico nacional,
la mirada aparecía fijada en una oposición entre las interpretaciones de la Constitución de
1853: para el intelectual militar, la clave se encontraba en los dos modos divergentes de
entender el capítulo que consagraba los derechos y garantías. Citando a Juan Bautista Alberdi
y a Dalmacio Vélez Sarsfield, Sánchez Sañudo proponía que entender las ideas de ambos
pensadores implicaba entender que “necesariamente el gobierno debía tener poderes limitados,
y mientras el país y la justicia así lo entendieron ofrecieron un ejemplo al mundo, en forma
análoga a la de otros países que aplicaron el mismo sistema. Este es el concepto de la
democracia auténtica o liberal”. Es decir, la trama oposicional entre modelos aparecía aquí
zanjada por el autor, quien entendía que el modelo de democracia por él sostenido había
conducido al “milagro argentino”, en tanto la forma política opuesta lo hizo hacia el “misterio
argentino” (1966: 9).
El movimiento que hemos analizado hasta aquí comienza a mostrar cómo el fin del
paréntesis sobre las masas dibujó en las intervenciones liberal-conservadoras un
desplazamiento hacia la repregunta por lo masivo que implicaba a la democracia, no para
cuestionarla como un sistema unitario sino para describir las posiciones opuestas entre las
formas políticas populistas y liberales. El tipo de interpretación de la forma liberal aparecía, al
mismo tiempo, formando parte del debate sobre los contenidos tanto del liberalismo como de
las líneas históricas nacionales. La democracia de equilibrio propuesta por nuestros autores
descansaba aquí sobre la construcción del pueblo como un sujeto sociopolítico subordinado,
en estos años aún a los modos de la democracia que se proponía como auténtica, así como en
la década siguiente lo será a las elites. Pero la década de los sesenta, al mismo tiempo, será el
tablero donde el paso de la voluntad de cambio de las masas populistas se oscurezca por las
implicancias de las resonancias que las interpretaciones de los totalitarismos efectuarían, no
ya sobre el fenómeno peronista como vimos en el capítulo previo y profundizaremos en el
siguiente, sino sobre la más difusa idea de lo masivo.

154
La madeja del hilo rojo: el entramado entre antipopulismo y anticomunismo

Recientemente, Ernesto Bohoslavsky (2011) ha marcado las diversas torsiones que las
derechas argentinas experimentaron en torno de la cuestión antipopulista y anticomunista, eje
cuyo peso será central desde los años sesenta en nuestros actores. Para el historiador, el factor
antipopulista fue el centro de las preocupaciones derechistas, aseveración que se condice con
los procesos experimentados por nuestros autores, en tanto las lecturas que conformaron la
forma específica de su propia “pesadilla en rojo” (Nash, 1987) estuvieron relacionadas,
indefectiblemente, a sus lecturas de la cuestión de las masas y el populismo. Efectivamente, es
central destacar las muy particulares características que la puja en torno de las lecturas
anticomunistas tuvo en el liberal-conservadurismo, en tanto esta concepción reformulará sus
estrategias discursivas en torno del populismo. Si en un primer momento el peronismo
apareció colocado en una trama con los nacionalismos radicales europeos y su referencialidad
política inmediata era el fascismo, la década del sesenta llevará a un giro en las operaciones
intelectuales de nuestros autores. El contexto de la Guerra Fría, la Revolución Cubana, la
guerra de Vietnam, y las diferentes alternativas mundiales que definieron la etapa de la
bipolaridad entre los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, llevaron
a que tanto el peronismo como la cuestión de las masas comenzaran a presentarse bajo una
óptica nueva. En tal sentido, Oscar Terán propuso en su momento que desde 1957, por lo
menos a ojos de la represión, peronismo y comunismo comenzaron a compartir una suerte de
espacio común, el “de la exclusión política” (1991: 101). Los giros e intercambios entre el
populismo y las izquierdas, en tal sentido, actuaron desde allí como uno de los ejes sobre los
cuales nuestros actores tramaron la evidente separación que ciertos sectores de izquierda
experimentaron en torno a sus bases liberales y sus posturas antiperonistas.
La peculiaridad de los modos de intervención de los intelectuales liberal-
conservadores contrastó, en tal sentido, con la de otros espacios del liberalismo, que habían
privilegiado el “uso en clave” del comunismo para superponerlo al peronismo y, al mismo
tiempo, hacer que tal estrategia formara parte de sus lecturas críticas al totalitarismo (Nallim,
2012). Retomando un trabajo del mismo Bohoslavsky inmediatamente previo al recién citado,
podemos concordar con el autor que “la intensidad de las diatribas antipopulistas inhibió la

155
llegada y apropiación de los discursos anticomunistas” (2010: 20)125. Como lo había señalado
antes Cristian Buchrucker, ya en el decenio populista el eje de estos sectores no pasaba por la
aversión al comunismo, al cual el propio justicialismo denostaba, sino al propio peronismo
(1987: 392-393). El proceso de entrecruzar la prédica anticomunista con las lecturas
antipopulistas previas, comenzará para nuestros actores con énfasis en la segunda mitad de los
sesenta, alcanzando, como sobre los tópicos religiosos, una particular virulencia en la próxima
década, donde también sus modos expresivos conllevarán una carga de densidad ausente en el
momento que estamos analizando en este apartado. En los años que nos ocupan,
efectivamente, el problema del comunismo se escinde de la cuestión totalitaria que lo ligaba a
los fascismos y, en esa cadena equivalente al interior de las concepciones liberal-conservadora,
protagonizará junto al populismo un entramado particular. Dicha construcción será retomada
posteriormente cuando, en la década de 1970, las concepciones de la amenaza se entronquen
con los análisis sobre la violencia política y la disgregación de la comunidad, como veremos
en el último capítulo de este trabajo126.
El breve libro-folleto de Benegas Lynch editado en 1961, Destino de la libertad,
retomaba las construcciones oposicionales fuertemente presentes en el tipo de arquitectura
argumentativa de nuestros autores, y proponía al marxismo como eje de la “contrarrevolución
antiliberal”. Sobre dicho modelo, los fascismos se engarzarían luego, seguidos a su vez por las
formas estatales donde “se acentúa todavía más en el mundo el crecimiento del autoritarismo
a expensas de la libertad” (1961a: 36). La aseveración del economista aparecía moldeada,
esencialmente, en la lectura que Friedrich von Hayek realizaba en su resonante Camino de
servidumbre: allí, el vienés entendía que los fascismos nacían de la propuesta socialista-
comunista en tanto socavación del sujeto prototípico de las concepciones liberales, separados
por diferencias en el plano retórico, que llevaba al paroxismo de “las raíces socialistas del
nazismo” (1945: 124-135) 127 . El momento en que Benegas Lynch escribía, por ende, era
caracterizado por el autor del siguiente modo:

125
Ambos artículos componen un único trabajo comparativo sobre las derechas en el ABC del cono sur,
retomamos este en tanto allí aparece esta observación de suma importancia tanto para el desarrollo de los
argumentos de Bohoslavsky como para el panorama que trazamos desde ellos.
126
En tal sentido, en un movimiento de este tipo se comienzan a forjar las matrices analíticas con las cuales el
liberal-conservadurismo incluiría en los setenta la idea de “enemigo subversivo”. La gramática de estas
articulaciones en el amplio espacio de las derechas debe ser necesariamente reforzada teniéndose en cuenta las
posibilidades de potenciar lecturas más allá del actor militar, que es sobre el cual se han concentrado trabajos
previos (Rouquié, 1982; Potash, 1994a, 1994b). Es importante el balance crítico que realiza de estos Paula
Canelo (2008a). Para un abordaje que sale del plano militar, puede verse Heredia (2000).
127
El exitoso ensayo de Hayek compartía, con un énfasis diferente, las lecturas que desarrolló Karl Popper en el
ya citado La sociedad abierta y sus enemigos, que si bien se editó un año luego que el trabajo del discípulo de

156
Lo que queda del mundo libre afronta, pues, en la actualidad, la actitud agresiva de un
totalitarismo colectivista, agrupado en torno de Moscú y Pekín. Y este mundo libre,
aunque muy poderoso en el campo militar, no posee hoy toda la fortaleza que podría
tener, para resistir la agresión del totalitarismo colectivista. Ello ocurre debido a que,
por insuficiencia de comprensión en cuanto a los principios de la tesis de la libertad y
su significado, nuestro mundo libre se ha dejado minar el campo de las ideas (1961a:
39).

Se estaba ante premisas falsas, proponía el economista, que desnudaban el “complejo de


inferioridad del mundo libre” frente a “la agresión colectivista en el campo de las ideas” y que
daban lugar a la siguiente ecuación: “Premisas falsas, llevan necesariamente a conclusiones
erróneas y estas últimas inducen a actuar equivocadamente” (1961a: 43). Nuevamente, el
modelo argumentativo hayekiano: para el vienés, también existía un problema actitudinal y no
explícitamente ideológico (en el sentido de construcción racional consciente) en el
“abandono” del camino liberal (1945: 1-7)128. El resultado era que aquellos sujetos errados en
su lectura “[n]o advierten que los fracasos atribuidos al liberalismo son, en verdad y por el
contrario, fracasos del intervencionismo y del colectivismo” (1961a: 43). Para Benegas Lynch,
el comunismo estaba ya dentro de sociedades como la Argentina a través de una suerte de
colonización mental que iba destruyendo a la propia democracia, entendida, como vimos,
como liberal-representativa: “El abandono gradual de las estructuras capitalistas, que habían
sido creadas como resultado de la aplicación de la doctrina liberal, ha significado el sacrificio
de parte muy importante del contenido de la democracia moderna” (1961a: 44).
El contexto del frondizismo no era ajeno a las palabras del economista, y llevaba
implícita una problemática: ¿cómo se había formado el contexto dramáticamente descrito por
el autor? Benegas Lynch proponía que el colectivismo era una construcción progresiva
centralmente ubicada en el plano intelectual, desde construía apoyo popular por medio de
formas políticas que apelaban a los planos no racionales de los sujetos:

El avance colectivista continúa, pues, su marcha, dejando girones de libertad, hoy


maltrecha por carecer de adecuadas defensas en la mente humana, que sigue siendo
víctima de la infección colectivista. El totalitarismo arrogante y cínico, por esta causa,
ha podido ir ganando batalla tras batalla, a veces sin disparar un tiro y a menudo con
el apoyo inconsciente de mayorías, embriagadas por falsas promesas de políticos
irresponsables, quienes recurren a las más execrables prácticas demagógicas, ávidos
de poder, sin otra mira que escalarlo y mantenerse en él (1961a: 47).

Mises, fue escrito previamente. Ambos tuvieron una recepción tan inmediata como significativa en nuestros
autores. Puede verse, sobre la circulación de dichas obras, Nash (1987).
128
De allí la dedicatoria, plenamente política, de Camino de servidumbre “a los socialistas de todos los partidos”
(1945).

157
El tramo final del párrafo mostraba cómo el liberal-conservadurismo comenzaba a
entender al comunismo y al populismo como imbricados: la lectura de la relación entre el
líder y las masas se transformaba en el modo asordinado en el cual el colectivismo se hacía
presente en nuestras sociedades, en una directa alusión a la experiencia peronista. Tres años
antes, justamente el propio Benegas Lynch ya había explicitado la densidad de la
problemática, en tanto el comunismo se valía de otros partidos e instituciones para “infiltrar
su pensamiento destructor de las instituciones libres básicas” (1958: 7). Y dos años luego de
Destino de la libertad, reforzaba la lectura advirtiendo sobre la penetración de “las
instituciones comunizantes” que Occidente adoptaba en plena Guerra Fría, con lo cual “la
supremacía militar del mundo libre sólo podrá procurar victorias a lo Pirro” (1963: 34).
La lectura de la penetración comunista se sostenía, además, en las posiciones en las
cuales este era leído como continuación de la temida democracia teorizada por Rousseau.
Desde un plano tradicional del Derecho politológico y convergente con la interpretación
central de Benegas Lynch, Grondona proponía como eje del Estado la idea de concordia: “La
capacidad de un Estado para alcanzar el bien común”, decía, era la “unión de los corazones”,
por encima de la idea conflictivista (1962a: 26). Por ello, para el autor era erróneo el planteo
nacido de Rousseau –nuevamente, autor cenital en las preocupaciones de estos intelectuales–
y continuado por Karl Marx, quienes creían que los individuos creaban la desigualdad, cuando
en realidad lo hacían los pueblos129:

La llamada injusticia social no se da necesariamente a través del despojo de unos


individuos por otros. Se da por la migración y la lucha entre pueblos de diferente
origen dentro de un mismo Estado. Y, por tanto, el tema de la concordia es
substancialmente político, aunque no tenga vinculaciones económicas y sociales.
Cuando el plebeyo cree que se le da la parte que le corresponde en el Estado, hay
concordia. Cuando no lo cree, hay revolución o situación revolucionaria (1962a: 28).

El párrafo del periodista y abogado trazaba una unión entre el clásico discurso
peronista sobre la justicia social y sus causas, y la posibilidad de revolución. En el centro,
colocaba al bajo pueblo como sujeto de unidad de ambos fenómenos. El propio autor lo

129
El juego de términos individuos y pueblo de Grondona y sus implicancias ideológicas, entre liberalismo y
populismo es fuertemente significativo. De nuevo, la libertad negativa estaba jugando aquí un rol central: el
pueblo como aquello que puede imponerse sobre los individuos configuraba el eje de separación.

158
llevaba al plano del ejemplo histórico, considerando que tales fenómenos migratorios, en la
Argentina, fueron dos130:

Ellos son las fuentes de nuestros problemas políticos y sociales. La ‘gran


inmigración’ de fin de siglo fue una migración externa y creó un problema patricio-
plebeyo que desembocó en el radicalismo y la revolución de 1930. La nueva clase
desbordó a la anterior con Yrigoyen y ésta recuperó el poder mediante la fuerza: no
funcionó el mecanismo de la concordia. La ‘migración interna’ se produjo con la
industrialización. Así como antes había surgido en la sociedad europea el burgués, el
‘proletario’, nuevo hombre, reclamó su lugar en el mundo político, económico y
social. Tampoco en este caso hubo lenta asimilación de la nueva clase en el viejo
esquema político. Ello no debe asombrar: el mecanismo de la concordia no sólo no
funciona siempre, sino que es la excepción, y el pueblo que logra ponerlo en marcha
tiene asegurado un porvenir egregio (1962a: 29).

El posible futuro eminente que Grondona teorizaba aparecía, en este plano, reducido a la
concordancia entre grupos sociales como contracara de la lucha de clases implicada en que los
plebeyos reclamen lo que el propio autor entendía como “su parte”. Suerte de contrareflexión
sobre el derecho de los sin derecho marxista, tramada en torno al convencimiento del bajo
pueblo, esta construcción consensualista y gradualista presentaba la historia sociopolítica de
la Argentina contemporánea, y la de los dos grandes movimientos partidarios de masas, en
confluencia con los horizontes del peligro revolucionario igualitarista. Los siguientes
apartados del libro eran “La libertad”, “Voluntad y razón: la sede de la soberanía” y “La ley”:
un completo programa liberal-conservador para la hora.
Los intelectuales liberal-conservadores tramaban sus lecturas en un plano no solo caro
sino prototípico de su némesis en el espacio de las derechas: el nacionalismo, en tanto la
forma interpretativa aquí desplegada reunía las características centrales de las lecturas
conspiracionistas 131 . El giro, que puede resultar llamativo en una primera aproximación,
mostraba, contrariamente, una fuerte coherencia en tanto modalidad de trazado ideológico al
interior de las derechas, donde la idea de amenaza aparecía como clave de diálogo de dichas
interpretaciones. Como lo exponía de manera contundente Ambrosio Romero Carranza al
comparar el momento de Mayo con la actualidad en la cual escribía:

130
Nuevamente, el contexto trazado por la agenda de Germani (1965) y los usos liberal-conservadores: eran
centrales, en tales años, los estudios sobre la cuestión inmigratoria en las ciencias sociales (Blanco, 2006, 2009).
En las ideas de Grondona tal recepción se convertía en un nuevo modo de reformular las ideas liberal-
conservadoras previas sobre la constitución de las masas.
131
Las formas narrativas conspiracionistas, en efecto, se han analizado centralmente como una modalidad propia
de formas nacionalistas de derecha, tanto en el plano de la constitución de los nacionalismos modernos
(Jaffrelot, 1993) como en los abordajes sobre casos argentinos (Lvovich, 2003) o por medio de estudios
comparativos (Bohoslavsky, 2009).

159
Si el espíritu de los hombres de Mayo fue emancipador, constructivo, cristiano y
patriótico, en cambio, ahora, en pleno siglo XX nos encontramos con que el espíritu
de muchos argentinos es, en la actualidad –como lo hemos señalado anteriormente–,
revolucionario, destructor y jacobino. Hoy existe en nuestra patria una campaña
anticristiana destinada a destruir todo lo tradicional para darle a la Argentina otra
bandera: la roja, emblema de la revolución social, en vez de la azul y blanca, símbolo
de la libertad argentina.
Para fundamentar el bienestar y el adelanto de nuestra patria, e impedir que la
bandera roja tremole triunfante en las calles de nuestras ciudades, es necesario poseer
el mismo espíritu de los hombres de Mayo: espíritu de la fortaleza, amor y
patriotismo, es decir, espíritu cristiano, y es necesario seguir el camino de quienes
trabajaron y lucharon por la permanencia y la victoria de los grandes, desinteresados,
cristianos y auténticos ideales de Mayo (1963b: 226-227).

Tanto el tono general de la prosa como ciertos giros estilísticos remitían a las intervenciones
nacionalistas, en una suerte de juego de encastre entre las lógicas anticomunistas de larga data
en dicho espacio ideológico y el uso que de esa profunda huella hacía el jurista132.
Proponiendo tanto una intención secreta (el colectivismo), como un actor que
engañaba (el manipulador) y sujetos engañados (las mayorías), tramándose en el plano mental
pero con eje en los factores no racionales, esta construcción ingresaba en un terreno donde las
confluencias entre diversas interpretaciones de derechas podían hacerse, pese a sus diferencias
internas, evidentes. La concepción de una dualidad de la amenaza entre lo visible y lo
fantasmal, en tal sentido, conformaban para nuestros liberal-conservadores, al igual que para
los nacionalistas que Buchrucker ha estudiado en el amanecer del autoritarismo de 1930, una
figura de “doble enemigo” (1987: 56). Pero, a diferencia de la construcción de aquellos
nacionalistas en torno a la unificación de la enemistad política, en nuestros actores el proceso
debe entenderse, al menos en estos años, en términos de una imbricación133.
Entonces: ¿en qué coincidían y cómo se diferenciaban, al mismo tiempo, las
formulaciones liberal-conservadoras de las nacionalistas? En primer lugar, y dejando de lado
los respectivos y contrapuestos planos ideológicos generales de cada una de estas lecturas, el
sentido de los usos del decadentismo, interpretación genérica común a las derechas, es
desigual134. Para los nacionalistas, hay siempre otro, en general el sujeto del mito negativo,

132
El texto apareció en el mismo trabajo colectivo Las ideas políticas de Mayo que analizamos previamente.
Debemos destacar el rescate que los autores proponían de una línea que, se denominara “itinerario evolutivo”
(Bidart Campos, 1963: 33) o se la leyera en términos de reforma, como hacía el mismo Romero Carranza,
apuntaba a mostrar el esquema de Mayo como una constante que no implicaba revolución sino evolución.
133
Buchrucker (1987) estudió el tránsito del doble enemigo a la aparición de un “denominador común” y la final
construcción de un enemigo único, como hizo luego Lvovich (2003), quien ha postulado que en el cenit
nacionalista de los ’30 nacionalismo y antisemitismo se implicaban mutuamente.
134
Una genealogía del decadentismo argentino previo a los años que nos competen debe necesariamente unir las
tesis liberales, conservadoras y nacionalistas. Fernando Devoto ha rastreado hasta Sarmiento el inicio de una
consideración sobre el presunto fracaso nacional, y señalado que “[e]n medio plena euforia de la generación del
ochenta, es el momento de hacer un primer balance. El mismo no es, en la perspectiva de buena parte de la

160
capaz de urdir la decadencia (Taguieff, 1993), mientras que para el liberal-conservadurismo
esta es fruto de relaciones más complejas entre masas y elites, como se ha visto en torno a las
construcciones previas presentadas este capítulo. En segundo término, hay diversos énfasis en
el plano de la idea de mito. Si los nacionalistas buscaron crear una idea conspirativa basada en
un doble uso de lo mítico donde por un lado se colocaba como mito positivo a la Nación
como construcción y por el otro se fomentó el mito negativo de una amenaza (Lvovich, 2003;
Bohoslavsky, 2009), nuestros autores optaron por denunciar que el mito está ensombreciendo
la racionalidad de aquellas víctimas del engaño. Por lo tanto, ingresando en las modalidades
expresivas de las figuras míticas, las narrativas nacionalistas propendieron a utilizar recursos
como la animalización del denunciado (Girardet, 1999), el vocabulario belicista no exento de
inflexiones de liturgia o de cruzada (Finchelstein, 2002), o directamente organizarse en torno
a los modos extremos de la idea de limpieza (Mann, 2006). Los autores aquí analizados, por
su parte, prefirieron exponer en términos de manipulación de sujetos en disponibilidad, en una
suerte de lectura que, si bien abrevaba centralmente de Ortega y Gasset, se procesó en un
marco interpretativo muy similar al estudiado por Saítta (2004) en el paso del ensayismo a las
ciencias sociales propio de estos años. Efectivamente, para la autora hubo, en la práctica del
ensayismo, intelectuales “ocupados en encontrar diagnósticos a partir de los cuales predecir
un futuro cuyas señales eran por lo demás oscuras” (2004: 139). Desde allí pueden trazarse
líneas de lectura capaces de ayudarnos a comprender cómo, en el ocaso del paréntesis
optimista sobre las masas que había comenzado con las expectativas de desperonización, la
oscuridad del diagnóstico se tramaba cercana a la lengua del enemigo nacionalista.
Svampa ha señalado los modos en los que la dicotomía entre civilización y barbarie,
que aparece configurando las intervenciones de nuestros autores, ha atravesado las tradiciones
políticas argentinas, destacado su centralidad en la tradición liberal, en tanto “la historia
particular de los empleos y funciones de esta imagen ha dado forma a la tradición política
liberal, puesto que ella se instaló como imagen fundacional en el dispositivo simbólico de la
ideología liberal” (2006: 9). Pese a las diferencias mencionadas, debemos recordar, con Olga
Echeverría (2009), las similitudes que liberal-conservadurismo y nacionalismo tramaron en
las décadas de 1920 y 1930 en torno a una serie de tópicos centrales en los diagnósticos
decadentistas, en especial con la idea de relación subordinada de las masas a una elite

dirigencia argentina, plenamente satisfactorio (…)” (2006: 16). En tal sentido, parte del arsenal argumentativo
del sanjuanino se reproducirá o reformulará tanto en el Centenario como en la década de 1930, etapa formativa
de nuestros actores. Desde dicho ángulo, las ideas sobre “la Argentina como desilusión” (Kozel, 2008)
implicaron una construcción decadentista, en tanto se articularon sobre “el dilema argentino: civilización o
barbarie” (Svampa, 2006).

161
dirigente. Interpretaciones de tal calibre, así, no remitían solamente a las comparaciones o
identificaciones que estos intelectuales proponían, sino a un diagnóstico que comenzaría a
explicitarse a mediados de los sesenta: la falta de una clase dirigente como sujeto político
capaz de torcer la transformación social de efectos masificantes. Una vez fracasada la
desperonización popular, el contexto de peligro llevaba a nuevas lecturas, sobre la posibilidad
del fantasma comunista de hacerse carne en esas masas, por lo cual la pregunta quedaba
tramada entre sombras y las elites pasaban a ocupar el centro de las interrogaciones.

2- EL SUJETO POLÍTICO HUECO: EN TORNO A LA FALTA DE UNA


CLASE DIRIGENTE

Tras el breve paréntesis en espera de los efectos de una posible desperonización popular, e
imbricado con las implicancias de las advertencias ante el fantasma rojo, tanto las preguntas
como las respuestas liberal-conservadoras sobre la problemática de las masas partían de una
constatación que no aparecía en los años cincuenta y que recién comenzaría a estructurarse a
mediados de los sesenta pero sin adquirir ni los centros ni los bordes de los debates que se
darían en los setenta: la existencia de una prolongada crisis en la dirigencia nacional. Esta
lectura de la realidad argentina estaba lejos de cerrarse a las líneas interpretativas de nuestros
actores, y aparecía colocada en el centro de muchos diagnósticos sobre la hora histórica. El
advenimiento del peronismo y su posterior derrocamiento no sólo habían terminado de abrir la
puerta por la cual se colaba la interrogación sobre las masas, sino que al mismo tiempo los
sucesivos intentos de recomponer un liderazgo social basado en una dirigencia de notables
estaban en el centro de la misma indagación y de los posibles modos de contestarla. Como
hemos mencionado antes, la ostensible crisis liberal mundial tanto como argentina completaba
el mapa donde las formas políticas masivas eran resaltadas por las miradas liberal-
conservadoras bajo el prisma analítico de un tiempo de zozobra. “La Argentina
contemporánea ha carecido de verdadero gobierno. Con esto queremos decir que no ha sido
conducida durante un período relativamente largo por una única clase dirigente”, sentenciaba
Grondona (1977: 257) una vez que este período había, largamente, acabado.

162
Los intelectuales liberal-conservadores no fueron los únicos analistas que se
preguntaron por la presunta crisis dirigencial de la sociedad argentina, ni lo hicieron de
manera uniforme, pero sí lo hicieron de modos peculiares, que daban a sus formulaciones un
sitio especial en la etapa que nos ocupa. Primeramente, es importante destacar que las
interpretaciones sobre la falta de un grupo conductor nacional remitían a una problemática
que, al menos para las líneas directrices que el debate implicaba en estos autores, poseía tres
rostros. En primer lugar, el inmediato contexto de “juego imposible” (O’Donnell, 2011) de la
política en la Argentina, marcada por la crisis abierta con el derrocamiento del peronismo; en
segundo término, las vías posibles de reconstrucción de nuevas líneas, siguiendo con la
metáfora lúdica, de juego democrático; finalmente, el modo en el cual la respuesta a este
último interrogante implicaba distintas posiciones de fuerza al interior de las derechas
nacionales. En tal sentido, la gran confluencia de estas líneas de tensión colocó a nuestros
actores en un plano interpretativo donde se dejó de lado la previa explicación de la crisis de la
sociedad de masas centrada en la experiencia peronista, y se procedió a profundizar una
respuesta que, si bien estuvo presente en los años previos, cobró en esta etapa no sólo mayor
densidad y centralidad sino, desde allí, renovado peso a la hora de marcar las particularidades
que separaron al pensamiento liberal-conservador de esta etapa con el de momentos
precedentes. Pero es justamente tal contexto previo el que da las pautas centrales de la
aparición de estas preguntas en nuestros autores: el fracaso de la desperonización popular y el
entramado conceptual con el peligro comunista abrieron el sendero interpretativo en torno a la
vacancia del espacio dirigente, al tiempo que esta misma cuestión conllevaba reformular las
lecturas de las masas, las elites y sus relaciones135.
La pregunta por la ausencia de una auténtica clase dirigente atravesaba diversas
expresiones de la etapa, como la graficaba el hoy clásico estudio sociológico de José Luis de
Imaz en Los que mandan. Aparecido en 1964 y tramado por la noción de una crisis o ausencia
dirigencial que expresaba, como señalaba el título de su último capítulo que actuaba como
conclusión, una “Argentina sin elite dirigente” (1964: 236)136. Al mismo tiempo, el desdén
que el sociólogo expresaba por tomar en cuenta a los intelectuales como parte de los sectores

135
Por eso, muy otra era la respuesta que la izquierda en tránsito de ser conocida como “izquierda nacional”
podía dar a esta pregunta que, sin embargo, también la acuciaba: para tales autores, por el contrario, se trataba de
una clase dirigente fracasada en lugar de la ausencia de un grupo capaz de tramar el desarrollo nacional
(Georgieff, 2008).
136
La misma pregunta será potente aún en la década siguiente, como lo plasman trabajos como El pensamiento
de la derecha latinoamericana y Latinoamérica. Las ciudades y las ideas, de José Luis Romero (1970, 2007),
aparecidos en 1970 y 1977, respectivamente, y la prolongada serie de trabajos sobre la Generación del ’80 en
torno a su centenario, especialmente en La república conservadora de Ezequiel Gallo y Roberto Cortés Conde
(1986), publicado en 1972 y El orden conservador, de Natalio Botana (1998), editado en 1977.

163
dirigenciales del país expresaba, en parte, varias de las problemáticas que recorrían a nuestros
autores 137 . En efecto, no se trataba sólo de la falta de un grupo capaz de obrar como
direccionador de una sociedad que se entendía en crisis, sino que las propias problemáticas de
la intelectualidad se cruzaban en ese marco 138 . Sigal ha propuesto que la intelectualidad
populista se enfrentaba a problemas intelectuales y la marxista al problema del intelectual, en
tanto los primeros partían no de una serie de categorías sino de la construcción de un linaje, y
los segundos se “habían dado una clase a iluminar antes que un adversario a quien combatir”,
con lo que “su identidad se turbaba cada vez que esa clase no seguía el itinerario esperado”
(2002a: 180). Siguiendo esta sugestiva diferenciación, podemos comprender a nuestros
actores, en esta etapa, como centrados en un punto interpretativo donde los problemas
intelectuales en torno a categorías se tramaban con sus problemas en tanto intelectuales,
puesto que ni la desperonización había sido posible ni la clase dirigente aparecía en el
horizonte. Era momento, entonces, de preguntarse, categorialmente, por la elite en sí, dejando
de lado las posibilidades que esta debería suponer para la salida a la crisis nacional, y
reposicionar desde allí a esa clase como centro de una nueva lectura a las teorías de la
democracia. En cierto sentido, las complejidades de la etapa parecían transfigurar lo que Tulio
Halperín Donghi ha analizado en torno a la sociabilidad intelectual en tiempos de “la tormenta
del mundo”. Si en la década de 1930 de la democracia “sólo sobrevivía un simulacro” y las
elites, representadas en sus intelectuales, “podían discutir de nuevo a solas” (2003: 87-89), en
los sesenta los intelectuales liberal-conservadores parecían estar atravesando problemas
análogos, pero ya sin elites capaces de reordenar el complejo mapa.

Las elites en sí: de los modos de la democracia a los grupos sociales

Enmarcada en el tipo de preguntas-fuerza del derecho politológico, la construcción de los


abordajes a la cuestión de las elites fue clave en los años subsiguientes al posperonismo para

137
“En cuanto a los intelectuales, pensamos que, salvo escasísimas excepciones, cuentan poco; la mayoría de las
ideologías provienen de los marcos exteriores, y apenas si alguna pasa discretamente por el tamiz de su
adecuación local”, decía De Ímaz para explicar cómo no hacía lugar a su análisis (1964: 6). En tal sentido, debe
separarse a las elites intelectuales ascendentes de las elites sociales que motorizaban las preguntas que los
propios segmentos intelectuales formulaban (Blanco, 2010).
138
En torno al sitio en los espacios intelectuales de la pregunta por la ausencia de una clase dirigente, pueden
verse con provecho una serie de trabajos de la época, menos resonantes que Los que mandan, en Rodríguez
Bustamante (1967).

164
los autores enrolados en esta corriente interpretativa139. En tal sentido, sus posturas eran, si
bien tan políticas como las intervenciones polémicas de otros actores de esta corriente, en
primera instancia más apegadas a un criterio de formalidad axiológica profesional, postura
que será mantenida incluso durante los setenta por algunos de estos autores. Como hemos
analizado previamente, la idea de democracia representativa aparecía fuertemente subrayada
por nuestros intelectuales, pero lo hacía por dos motivos. Primero, como modo de rescatar esa
forma política de otras posibles articulaciones democráticas anatemizadas, como la
democracia directa o populista, y asimilable por ende a las pautas primigenias de lo que
nuestros actores entendían como República; segundo, como operación que por medio de ese
rescate buscaba conjurar un diagnóstico de fondo: la crisis de ese tipo de democracia. Por ello,
el constitucionalista Germán Bidart Campos había analizado bajo dicho prisma el tipo de
relación entre los partidos políticos y el bien común: “Lejos, pues, de que la atención de los
intereses particulares disperse al interés general, creemos que la promoción de este último
sólo se logra a través de los primeros” (1961: 88). Justamente tramada por esta argumentación
politológica, era altamente sugerente la postura del autor, quien señalaba

En el orden de la realidad, la actuación de los partidos nos lleva a afirmar que son las
únicas fuerzas políticas legalmente vinculadas al ejercicio del poder, y las únicas
entidades representadas en los parlamentos, con lo que en rigor cabe hablar de
parlamentos representativos de los partidos políticos y no del pueblo (…)// Esta cruda
realidad de los partidos políticos ha entrado en crisis conjuntamente con la llamada
representación política. Si teóricamente el partido responde a un fin político de interés
general, en la práctica ese principio sufre detrimento (1961: 107-108).

La argumentación politológica, empero, se tramaba en torno a una serie de tópicos


fuertemente presentes en estos autores, donde la representación estaba atravesada por los
partidos políticos, representantes siempre particularistas, por ende ni movimientos ni
portadores de una voluntad general, pero al mismo tiempo la propia idea de una finalidad
política de interés general aparecía imposibilitada por el accionar de esos partidos. Es decir,
las instituciones particularistas eran el mecanismo con el cual la democracia aquí leída evitaba
el avance de las otras formas de democracia que el liberal-conservadurismo enfrentaba. A
fines de la década, por ejemplo, Álvaro Alsogaray proponía que el concepto de democracia
representativa era el que debía entenderse al hacer referencia a un “auténtico régimen

139
Juan F. Marsal ha propuesto, tempranamente, que el problema de la elite era el eje de las ideas de la derecha
en la Argentina y que desde allí debía entenderse la cuestión de la democracia (1972: 114-135). Si bien no
coincidimos con la lectura generalista del autor y su idea de que se trataba de antidemocracia antes que de
formas de democracia, el diagnóstico previo es altamente preciso de las cuestiones que atravesaban la época.
Puede verse también Marsal (1970).

165
democrático”. Para el ingeniero y economista, ello implicaba que “la Argentina deberá
organizarse sobre bases similares a las que tradicionalmente han existido”, es decir, dejando
de lado “aventuras corporativistas o similares” (1968: 21). Claro señalamiento al momento del
onganiato y sus tendencias corporativas, este cerramiento de la definición actuaba sobre la
misma tipología que los autores reseñados en estas páginas, sólo que sin apelar al proceso de
dicotomía y partiendo de los resultados de la puja política inmediata. El diagnóstico de Bidart
Campos, puede notarse, atravesaba los años sesenta.
Dos años luego del trabajo de su colega Bidart Campos, Mario Justo López brindaba
una lectura similar, ahora sobre los partidos políticos, por medio de herramientas analíticas
confluentes, al señalar, con agria pluma:

No encauzan la caótica voluntad popular. No preparan al ciudadano para la


responsabilidad política. No sirven de eslabones entre el gobierno y los gobernados.
No seleccionan la élite que debe gobernar. No proyectan la acción de gobierno. Y la
verdad es que tampoco lo controlan eficazmente (1963b: 83-84).

La tajante lectura de López era plenamente representativa de cómo la crisis que trama este
apartado se procesaba de modos dispares incluso dentro de un marco interpretativo
politológico y poco propenso a las inflexiones ensayísticas. Lo explicitaba al señalar que al
hablar de la crisis de los partidos debía completarse la enunciación: “La crisis de los partidos
políticos argentinos en el momento en que vinimos” (1963b: 73). Por eso, el planteo de Bidart
Campos que ya analizamos aparecía como un modo, no carente de equilibrio interno, de llevar
al análisis politológico lo que previamente planteaba, yendo directamente al fenómeno que
aquí estaba por detrás de sus palabras: el peronismo. Pero, al mismo tiempo, la crisis del
frondizismo configuraba un mapa sumamente complejo donde el fenómeno populista se
resignificaba, junto con las concepciones de democracia, tras un nuevo fracaso a la hora de
hallar la salida del laberinto nacional. Tras calificar la experiencia justicialista como “tiranía”,
Bidart Campos sentenciaba:

El estado justicialista, como totalitarismo que era, disponía, a su favor, de todos los
factores de poder que había encumbrado alrededor del poder oficial para afianzar el
sistema. Eran factores reales y efectivos de poder insertados en la estructura
constitucional por el propio titular del poder político (1961: 72).

Posteriormente, retomando el marco de intervenciones liberal-conservadoras que ya hemos


marcado en diversas páginas, el abogado explicitaba la relación que esta lectura de la etapa

166
peronista tenía con las diversas concepciones de democracia sobre las cuales nuestros actores
establecían separaciones y tomaban posición:

Hace tiempo que venimos insistiendo en nuestra crítica a toda la teoría de la


democracia popular. En síntesis, entendemos que ni hay –ni puede haber– gobierno
del pueblo; que no hay soberanía del pueblo ni de la nación –porque la soberanía es
una cualidad del poder del estado que no reside en nadie ni tiene titular–; y que no
hay representación, porque el pueblo en su totalidad heterogénea es irrepresentable
(1961: 99).

Al año siguiente, en Política y gobierno, Grondona proponía una tipificación de los


distintos modos de la autoridad, íntimamente ligada con esta idea representativa que
acabamos de analizar en Bidart Campos. Lo hacía colocando en el punto más bajo al
“entusiasmo”, más arriba en la escala apreciativa al “prestigio” y en el punto cenital la
“legitimidad”. El primero era “el nivel más bajo del poder porque el hombre obedece por lo
que menos tiene de racional, por sus sentimientos y su instinto, similares, con otro signo, al
temor de la coacción”, por ende “[q]uien sólo manda por entusiasmo se llama caudillo o
demagogo” (1962: 11). En el segundo, en cambio, “[s]e obedece porque racionalmente se cree
que quien manda tiene capacidad de mandar. Se obedece por propia voluntad y luego de un
análisis de la aptitud del gobernante”, es decir que “[d]el sentimiento se ha ascendido a la
razón” (1962: 11). En el tercero:

Finalmente, hay un tipo de poder que es el supremo, porque reúne en sí elementos


irracionales y racionales. Existe cuando se manda y se obedece según lo establece una
ley inmemorial por todos aceptada. Cuando una ley que dispone la distribución del
mando es acatada por todos los sectores del pueblo y tiene además una larga vigencia,
reina a la vez sobre la razón porque se la cree justa, y sobre el sentimiento, por la
fuerza de la costumbre. Entonces el mando deja de ser una ‘situación’ para
convertirse en ‘creencia’, en una segunda naturaleza. El Gobierno de la ley se llama
‘legitimidad’. La autoridad de la ley otorga al gobernante un poder más efectivo y, a
la vez, menos coactivo (1962: 11).

Grondona señalaba sobre esta tipificación de inspiración weberiana que, sin embargo, debía
tomarse en cuenta que las formas de gobierno de la hora obedecían a una realidad tajante: la
presencia de las oligarquías gubernamentales, sea en sistemas democráticos o no:

Existen dos formas básicas de gobierno en la realidad de hoy: la ‘tiranía-oligarquía’ y


la ‘democracia-oligarquía’. O gobierna un solo hombre rodeado de un grupo de
notables que asegurarán la sucesión, o manda un grupo de notables que no se suceden
entre sí, sino que son escogidos por la comunidad. La democracia pura, es decir: el
mando del pueblo sin intermediarios, sin los ‘pocos’, es una utopía: ni siquiera

167
Rousseau la admite sin concesiones a la realidad, e históricamente no se ha dado
nunca (1962: 16).

Nuevamente, entonces, la forma democrática del ginebrino aparecía como eje del tipo
democrático que, en este caso, se postulaba como quimera y siempre como némesis. Pero esto
no se limitaba a una cuestión de modelos, sino que tenía un peso clave en la realidad política,
en tanto implicaba la puja entre modelos políticos actuantes: nuevamente, las categorías
masivas como problema clave 140. Por ello, retomando los argumentos del libro Política y
gobierno, la imposibilidad de un modelo como el de la voluntad general llevaba a
contraponerle un modelo no sólo fáctico sino normal en sentido cuantitativo tanto como en
sentido de la construcción de la Argentina moderna:

La forma más usual de la democracia-oligarquía es la ‘democracia representativa’. La


tiranía oligarquía se apoya por lo general en un partido único que asegura la sucesión
y colabora con el monarca vitalicio. Donde falta el partido único efectivo, el problema
de la sucesión resulta prácticamente insoluble y el sistema resulta transitorio, es un
paréntesis en el curso de la historia. El hombre que manda sin la colaboración de ‘los
pocos’ es un episodio, no una forma de gobierno (1962: 17).

Nuevamente, la forma política desarrollada en la década justicialista aparecía connotada en la


exposición de Grondona, en este caso con una doble admonición, que destacaba una lectura
sobre el problema de vacancia de una clase conductora dejada por la pérdida del régimen. Así,
el columnista interpretaba la línea de larga duración del problema: no en torno al peronismo,
que no habría sido sino “un episodio”, puesto que no formó una oligarquía en torno del líder
carismático, sino de la crisis de liderazgo de larga data. Esta era una cuestión que hará
explícita años luego en un ensayo ya no sobre conceptos políticos sino sobre la historia
política nacional. Pero, nuevamente, aquí estaba la problemática del frondizismo: el presunto
maquiavelismo de Arturo Frondizi, su mentado “estilo florentino” de hacer política, aparecía
también connotado en las palabras del abogado y periodista, quien hacía de este tipo de
construcciones un rasgo característico de su pluma: el presidente la Unión Cívica Radical
Independiente no era sino parte de esos episódicos liderazgos141.

140
El tipo de interpretaciones dicotómicas conformaba, como se puede ver a lo largo de la Tesis, un modo clave
de las construcciones argumentativas liberal-conservadoras, por lo cual en casos como el de Grondona se podía
apelar indiferentemente al modelo liberal o conservador como fuente de autoridad, dependiendo de qué arista del
adversario propuesto se busque enfrentar. La idea de lo liberal como separación de poderes que vimos antes en el
mismo Grondona se utilizaba, así, de un modo diferente pero confluente, con la idea de conservador como puesta
en vigencia de la tradición, en tanto ambas servían para enfrentar el modelo de voluntad general según fuera
leído en su faceta populista o de izquierda.
141
Leer Política y gobierno como una metáfora del frondizismo implica tener en cuenta que Grondona fue un
activo crítico del gobierno de la UCRI, cuyos análisis le valieron el siguiente señalamiento de la propia editorial:

168
Desde las páginas de la revista El Príncipe, a los pocos meses, Grondona acababa de
darle forma a la lectura previa. “Nuestro país es de tal modo presidencialista que una vez
disuelta la autoridad o el prestigio presidencial comienza el rápido deterioro de las
instituciones”, salvo en casos límite, afirmaba, como ante el peronismo: “1955 es el
levantamiento contra un dictador” (1962b: 66). Por ello, una figura como la de Frondizi era
parte de un ciclo de errores e incompletudes:

Sin un presidente ‘de los de antes’ no habrá sistema. Esta es la grave conclusión de
estos días. Y sin consagración popular, no hay verdadero mando, verdadero imperium.
La Argentina necesita, cuanto antes, un presidente que tenga tras de sí la mayoría del
país. Millones y millones de votos deben coincidir (1962b: 67).

Grondona reclamaba un presidente como aquellos notables de fines del siglo XIX y principios
del siglo XX, pero con la validación de la democracia de masas. El arcano que postulaba el
periodista y abogado era una respuesta a la crisis del frondizismo pero no era todavía una
lectura más dramática sobre el sistema político y el fracaso del ciclo abierto con el
posperonismo, como las que llegarían unos años luego. En ese momento, se harían patente
una serie de intervenciones que conformarían el encastre de las reformulaciones al problema
de las masas con la ausencia de la elite, cuando se comience a inquirir sobre la sociedad como
conjunto.

Las generaciones de la República

La admonición que en 1967 Grondona lanzaba al antiperonismo, del cual fue partícipe
militante en el mismo 1955, era exponente de las lecturas acerca de qué había estado en juego
en el posperonismo y de cómo la ocasión había sido desaprovechada: “Por eso en 1955,
cuando le tocó gobernar, se encontró que no tenía otro ideal que el de ‘destruir’ o desmontar
el aparato peronista”, por lo que “[e]l antiperonismo cumplió, así, el papel negativo de ‘cerrar’
el ciclo de Perón” (1967: 89). Ese año Romero Carranza publicaba la versión reescrita de su
Tesis doctoral, El derecho de resistencia a la opresión, entregada originalmente en 1957,
donde podía leerse una clara metáfora del proceso de oposición al peronismo bajo el análisis

“Su ingreso como colaborador en la Colección Esquemas viene abalado por la ductilidad, idoneidad y
perspicacia puestas de manifiesto en sus agudos enfoques del ‘Panorama Político’ que publica periódicamente en
La Nación desde 1959” (1962, s/p), es decir, el basamento en el análisis de la política doméstica como punto de
construcción de su figura como teórico.

169
que el abogado realizaba de la resistencia al gobierno de Juan Manuel de Rosas (1967: 131-
145). Dos contextos y su reelaboración: de la ocasión posperonista a las reformulaciones del
tiempo que, habiendo cerrado el ciclo peronista, no lograba establecer una legitimidad
alternativa capaz de encausar la historia nacional142.
El compás de espera de la desperonización, como analizamos antes, estuvo centrado
en la cuestión de las masas, pero el tiempo pasado desde 1955 permitía ahora nuevas
inflexiones donde las interpretaciones sobre el fracaso de quienes condujeron la experiencia
de la “Revolución Libertadora” se explicitaban, pero al mismo tiempo los intelectuales
liberal-conservadores asumían su parte en dicha realidad. La imposibilidad de reformular la
sociedad configurada por el peronismo era el signo de una derrota de la cual comenzaba a
notarse el eje: el problema no estaba sólo en el movimiento justicialista, ni en las masas, sino
que los propios autores liberal-conservadores asumían la ausencia de una clase dirigente y el
peso que el rol de ellos mismos conllevaba. No estamos todavía, sin embargo, en un momento
en el cual la autoconstrucción intelectual proponga la centralidad del intelectual en esa
configuración dirigente, como lo será en la década posterior, pero sí en la construcción
paulatina de las líneas de sentido que darán nacimiento a un nuevo diagnóstico.
El sujeto político dirigente, interpretado en términos de elite, era en las lecturas
liberal-conservadoras no un sujeto ausente, como se ha señalado en términos generalistas
sobre ciertas problemáticas atinentes a las derechas de cuño liberal en esta etapa (Cavarozzi,
2006; O’Donnell, 2011), sino un sujeto hueco. Cáscara, pura forma, la elite era pensada como
clase en sí pero no como dotada de una conciencia capaz de reposicionarla como conductora
nacional. Como el propio Grondona lo indicaba cáusticamente, con el advenimiento de la Ley
Sáenz Peña y con Victorino De la Plaza como sujeto-metáfora social, “la oligarquía se retira a
sus estancias y a París” (1967: 75)143. Hemos analizado antes las concepciones de democracia
que el editorialista proponía en torno al concepto de oligarquía como forma vinculada a la

142
La idea de resistencia a la opresión, historizada por Romero Carranza antes del capítulo dedicado a la historia
nacional, partía de la concepción de que “La tiranía vuelve a aparecer en nuestro siglo, violando las normas
constitucionales y dejando sin efecto la separación de Poderes y demás sistemas ideados para impedir las
extralimitaciones de los gobernantes” (1967: 13). Es decir, la lectura del tipo de democracia falente que nuestros
autores realizaban de la experiencia justicialista, a punto extremo: “Alarma, en nuestro tiempo, la opresión
existente en Estados democráticos que contrarían, de este modo, el espíritu y la letra de sus Cartas
fundamentales” (1967: 14), como el propio autor analizaba la experiencia peronista en otras obras ya citadas.
143
Como se ha puesto en evidencia en los análisis previos a sus teorías sobre los grupos sociales, no había en
Grondona una utilización peyorativa del concepto oligarquía que la redujera a una clase parasitaria, ni un uso
decadentista que la viese como la corrupción de una aristocracia, lo cual no niega sin embargo el marco
decadentista general de su lectura. La mención a De la Plaza no es simbólica sólo en el plano que el abogado
destaca, sino por las implicancias de su oposición a la Ley Sáenz Peña (Castro, 2012).

170
autoridad política, ahora bien: ¿qué resonancias tenía tal concepción en el caso de entenderse
como clase social?

Las generaciones que constituyeron el Estado argentino no fueron una ‘oligarquía’


sino un ‘patriciado’. Si entendemos por ‘patriciado’ a una clase política totalmente
representativa de la sociedad y directamente orientada a la grandeza de esa sociedad,
tendremos que concluir que los hombres que organizaron el Estado (…) eran
‘patricios’ en el cabal sentido de la palabra. Primero, porque tuvieron, en el
pensamiento y en la acción, dimensión nacional. Y segundo porque, en la Argentina
anterior a la Gran Inmigración, eran completamente representativos de la sociedad
(…).
Para que un patriciado se convierta en una oligarquía es necesario que, ‘fuera’
del esquema de poder patricio, otros sectores de la sociedad queden sin voz y sin
participación. El patriciado es el gobierno de los ‘padres’: en ellos se da en germen
toda la Nación. La oligarquía es el gobierno de los pocos: ellos representan sólo una
parte de la Nación (1967: 73).

Como señalamos antes, nuevamente había una lectura crítica al liberal-conservadurismo del
Centenario, en tanto no ha sido capaz de generar una matriz política que lograse transformar
el esquema del patriciado. La inadecuación del modelo, que fue drásticamente marcada por el
reformismo liberal de la época (Zimermann, 1995; Roldán, 2006; Vicente, 2006), tanto como
los propios integrantes de la coalición ochentista (Botana, 1998; Castro, 2012) 144 , era
recuperada aquí por Grondona, en un sentido convergente con el ciclo de impugnaciones que
la renovación liberal aplicó sobre el liberalismo moderno como deformación del liberalismo
clásico. Al mismo tiempo, es central volver a destacar las diferencias con el “orden
conservador”, según lo definiera clásicamente Natalio Botana (1998) y la nueva generación
liberal-conservadora, en este caso en torno no ya a ejes centrales en sus concepciones, sino a
las relecturas que nuestros autores realizan de aquel proceso. La apelación al patriciado de
parte de Grondona puede parecer, en una primera lectura, extemporánea: más cercana a las
preocupaciones de cierta franja de los nacionalistas autoritarios de la generación previa145;
más próxima a apelaciones romantizadas del orden ochentista que se impondrían, como
estrategia, en los años setenta. Pero, sin embargo, hay en ella una apelación cierta a retomar
una doble problemática. En primer lugar, entroncado con los puntos que acabamos de
mencionar, aparece una tensión sobre la historia de los grupos dirigentes que, sin cortar el hilo
conductor elitista, parte de un reposicionamiento tanto de la experiencia argentina como del

144
El debate por las caracterizaciones del proceso ochentista, como ha marcado Paula Bruno, atravesó diversas
etapas, dentro de las cuales los años sesenta fueron clave ya que allí “cristalizó una representación de la
generación del 80 destinada a perdurar”, donde se articularon, desde diversos ángulos analíticos, las lecturas
generalistas previas (2007: 115-161).
145
En tal sentido, la figura de Carlos Ibarguren puede mencionarse como un autor eje de este tipo de
interpretaciones (Echeverría, 2009).

171
lugar que los propios intelectuales liberal-conservadores buscaban como espacio ideológico y
como espacio generacional. Segundo, la lectura de la inmigración como fenómeno capaz de
trastocar el orden previo, de larga data en la literatura política argentina, no aparecía tramada
aquí desde una coordenada central que había sido compartida por las diversas derechas:
aquella que focalizaba en el potencial disruptivo que las masas llegadas al país o a la urbe
significaron en la vida nacional (Devoto, 2006; Echeverría, 2009). Por el contrario, se la
colocaba en un tipo de tensión novedosa y del todo pertinente con las pautas que trazaban los
grandes lineamientos de las construcciones intelectuales de nuestros actores. Allí se volvía a
jugar lo generacional, ahora en un mapa del todo diferente al que una primera aproximación,
atenta sólo a las pautas discursivas o la continuidad de una presunta línea genealógica podría
develarnos.
El uso del concepto de generaciones en sentido orteguiano que hace Grondona tendrá,
como veremos, una reformulación clave en la obra de su amigo Jaime Perriaux y en la
relectura que de ella hará Ricardo Zinn. Esa es, justamente, la línea mayor de la década de los
años setenta y de nuestro próximo apartado. En el marco de ideas propuestas por Perriaux
había una reinterpretación del pensamiento orteguiano, un llamado a la necesidad de
transformación del país y una metáfora, por momentos vaporosa y por momentos explícita,
acerca de los modos en que está debía llevarse a cabo. El pensamiento de Ortega y Gasset
había tenido una profunda influencia en la Argentina y, como destaca Echeverría, desde su
primera visita al país en 1916 tuvo un especial influjo una de sus teorizaciones: “[U]na nación,
había sostenido, no podía sobrevivir sin una fuerte minoría pensante y crítica que asumiera
una nueva forma de dominio, tanto intelectual como moral” (2009: 21). En ese sentido, hay
una continuidad entre las modalidades en las cuales nuestros actores buscan reformular la
realidad nacional sobre la huella liberal-conservadora y los modos bajo los cuales el propio
Ortega concebía los tiempos de crisis. Como lo ha interpretado Enrique Aguilar, en las ideas
del madrileño era central la recuperación de las nociones romanas de concordia y libertas,
operación que las preguntas de nuestros actores aparecían reconfigurando continuamente
como modos de operar sobre la crisis nacional. El autor de La rebelión de las masas entendía
que en el plano político la concordia duradera era una creencia fuerte y común sobre quién
debe tener el poder de mando en la sociedad; y al mismo tiempo proponía la reformulación
del liberalismo decimonónico (Aguilar, 2004: 310 y ss.). El plano de inquietudes de nuestros
actores era, nuevamente, paralelo al de los de los autores centrales en sus referencias, a la vez
que se nutría de una serie de problemáticas que conformaban la versión argentina de los ejes

172
propuestos por el autor ibérico146. En tal sentido, el concepto de elite modelado según los
cánones orteguianos era el plano clave de intervención liberal-conservadora.
Esa elite orteguiana no era, sin embargo, una elite referenciada en el acotado espacio
intelectual sino que debía intervenir en la realidad. Las generaciones argentinas, único libro
publicado por Perriaux, en 1970, mientras era funcionario de la segunda etapa de la
“Revolución Argentina”, era el modo de llevar a la historia y la política nacionales lo que
Ortega consideraba “el concepto más digno de atención en la ideología histórica”: la idea de
generación (2005: 59)147. La obra, decía el abogado, era fruto de años de preparación de “un
ensayo sobre el destino de la Argentina” (1970: 1), que había quedado momentáneamente
suspendido al leer La Argentina en el tiempo y en el mundo, de Grondona, “sin duda, uno de
los más imprescindibles ensayos sobre nuestro país en las últimas décadas” (1970: 5), donde
el abogado y periodista aplicaba la teoría de las generaciones orteguianas a la historia
argentina. Titular de los intereses editoriales de la obra del madrileño en la Argentina y amigo
íntimo del discípulo orteguiano Julián Marías, Perriaux retomaba el esquema conceptual y
metodológico del madrileño, entendiendo a las generaciones como grupos unidos por un
“sentido vital”, es decir un tipo de ideas en común entre hombres nacidos con cercanía
cronológica (Ortega y Gasset, 1993; Marías, 1967). Esas ideas formarían, entonces, parte de
un sustrato generacional que puede entenderse a sí mismo como continuador de generaciones
anteriores, inmediatas o no, o apreciarse en franca ruptura. El caso límite, como señalaba el
mismo Ortega, era el momento en el cual la continuidad histórica se rompía, en tanto “nace
una nueva generación tan divergente de las anteriores que toda inteligencia entre ellas se hace
imposible” (2005: 60). Como lo dejaría en claro el propio Zinn al comentar el libro de
Perriaux en su obra La segunda fundación de la república, de lo que se trataba en la lectura
del abogado y filósofo era de generar una nueva generación del ’80, que estaría latente,
efectuando un quiebre en la historia (1976: 186). Se trataba aquí de desterrar un modo de
articulación del cuerpo político argentino, el populismo, y reformular las relaciones entre elite

146
Lecturas más amplias de las actividades de Ortega en la Argentina, su recepción y una serie de tópicos
atinentes, pueden consultarse AA.VV (2004) y Molinuevo (1997). Ciertos tópicos del pensamiento del autor
español, como efectivamente lo marca el propio Aguilar (2004), experimentaron profundos cambios en su
prolongada trayectoria, de allí que optemos por marcar los puntos atinentes a nuestro desarrollo desde el análisis
de Aguilar, que incluye tal constatación como parte de su diagnóstico.
147
La admiración irrestricta de Perriaux al filósofo español quedaba plasmada al principio de Las generaciones
argentinas: “Cada día, después de treinta largos años de intensa lectura y relectura de Ortega –y de muchas horas
imborrabilísimas pasadas con él– me inclino más a decirme a su propósito, viéndolo como pensador de nuestro
tiempo, lo que el Cardenal Casanate había hecho inscribir, para otro inmenso monstruo del pensamiento, en la
Biblioteca de Minerva, en Roma: ‘En vano leeríais todos los libros, si no leyerais a Tomás de Aquino; y si lo
leéis a él solo, basta, no necesitáis los otros’. ¿Exageración? Sí. Pero Ortega mismo nos dijo ‘…una exageración
es siempre la exageración de algo que no lo es’” (1970: XI).

173
y masas. Al mismo tiempo, “al hilo de las generaciones, pues, se ve la marcha de la historia.
Contemplándola así, se aprecian preclaramente estas dos cosas. En primer lugar, que cada
generación, como la sociedad en general, consiste en una dinámica entre minorías y masas”
(Perriaux, 1970: 19). Por lo tanto, la división entre las minorías y las masas expresaba una
dinámica social que se resolvía en el plano político:

Minorías –y dentro de ellas los hombres sobresalientes de la generación, los guías, los
arquetipos, en uno u otro campo– que crean las novedades propias de cada generación
y, sobre la base de lo recibido en los primeros dos períodos, niñez y juventud, en
especial el segundo, acuñan la sensibilidad, el estilo, propios de ella. Y masas que,
dóciles a esas minorías –¡gran bendición!– o rebeldes, pero siempre suscitadas por
ellas, son, si cabe la metáfora, la vasta altura media sobre la cual se alzan los cerros y
picos de las minorías que configuran así el paisaje generacional (1970: 19).

Perriaux no sólo presentaba un tablero social demarcado por el clivaje entre las
minorías y las masas, sino que al interior del primer colectivo colocaba una minoría aún más
intensa, la de los conductores, es decir los hombres destacados. Como hemos analizado en el
entramado de ideas promovidas por el liberal-conservadurismo en torno del PRN, la
autorepresentación de estos autores los colocaba, en esta línea, como una la elite dentro de la
elite148. En la lectura de las masas como dóciles o rebeldes se jugaba, en tanto, la concepción
de la hora histórica según la entendía Perriaux. Para el autor, el orden generacional argentino
se dividía cada quince años, entendiendo que aquí el nexo entre las generaciones aparecía
marcado por relaciones entre elites de notables, quienes debían guiar la historia nacional. De
ahí, entonces, la idea de entender a la República como un modo de democracia elitista y a la
democracia como un sistema de relaciones entre elites, que dejaba por fuera del eje central a
las masas, que debían aparecer como subordinadas. Esta postura, inscripta en las bases liberal-
conservadoras como hemos marcado en el primer capítulo, aparecerá radicalizada en los años
posteriores a la edición del trabajo del abogado. Ello, sin embargo, no implicaba que la teoría
de Perriaux deba interpretarse necesariamente como la adaptación de la idea de un tiempo de
beligerancia, como lo ha propuesto Morresi (2010). Sino que, más adecuadamente, la fuerza
de la idea de concordia en tiempo de crisis, junto con el ascenso de la nueva generación,
presupone más bien una lectura de direccionamiento moral: en tal sentido, en la propuesta de

148
Perriaux armaba su esquema sólo con hombres, si bien aclaraba que no lo hacía “por misoginia” (1970: 23), y
dentro de la “aridez de un panorama exclusivamente masculino” (1970: 25), explicaba cómo escogió a los
nombres para su tabla. Aquellos “que valieran algo, los que hubieran tenido figuración y que valieran poco o
nada y, por fin, los que hubieran tenido poca o ninguna figuración y valieran mucho”, al mismo tiempo, dividió
“por campos de actividad: escritores, pintores y escultores, hombres públicos, militares, médicos, sacerdotes,
abogados, marinos, jefes sindicales, hombres de negocios o empresarios, ingenieros, etcétera” (1970: 27).

174
Perriaux se trataría de un ciclo asimilable a la forma de operación social implicada en el
concepto gramsciano de hegemonía (Gramsci, 2006)149. En efecto, sin dejar de lado el influjo
que una obra como El problema de nuestro tiempo, donde Ortega proponía la idea de
beligerancia y la destrucción-construcción de un nuevo orden, tuvo entre nuestros actores, es
recién en la explicitación política que hará Zinn de la propuesta de Perriaux donde la lectura
de la categoría orteguiana se hará presente en el sentido pleno. La idea direccionista del
abogado orteguiano tenía, por lo tanto, un plano social y una clara lectura política, como lo
postulará Zinn años luego.

3- LAS ELITES CONTRA LAS MASAS: LA OTREDAD SOCIAL COMO


CONFLICTO

Como ha ocurrido con los tópicos religiosos estudiados en el capítulo precedente, en torno del
tópico de las masas también encontraremos un proceso de interpretaciones paroxísticas en la
década del setenta en nuestros intelectuales. Pero, a diferencia de lo analizado en dicho
capítulo en torno a las alternativas de las cuestiones religiosas, el contexto inmediato de los
años sesenta no fue obliterado por nuestros actores sino que fue el eje sobre el cual sus
intervenciones comenzaron a reforzar una serie de puntos ya presentes desde 1955. El gran eje
de tales construcciones pasaba por la cuestión de las masas, en un doble sentido: en primer
lugar, centradas en las diferencias que se proponían entre las elites y los colectivos sociales
masivos; en segundo término, a partir de la asimilación de distintos fenómenos políticos de
masas a un mismo lineamiento al cual se contraponía el modelo liberal-conservador.

149
Dentro de las categorías con las cuales el piamontés construyó su lógica analítica debemos diferenciar entre
“dominio” y “hegemonía” de una clase social sobre las demás: el primero se da en la “sociedad política”, por
ende es el Estado su medio coactivo; la segunda, una etapa más profunda, implica el direccionamiento moral y
cultural de la sociedad, con consenso en lugar de coacción, y se da en el ámbito de la “sociedad civil”, es decir,
dentro del espacio de las instituciones ajenas al poder público. Los intelectuales son, aquí, los creadores de la
hegemonía, en tanto esta implica la universalización de los criterios particulares de la clase hegemónica, y el
consenso sobre su cultura como cultura sin más. Es, por lo tanto, una operación que necesita de los intelectuales
y de las distintas funciones intelectuales, desde aquellas centradas en la definición moderna del término hasta las
que se encargan de la reproducción de lo concebido por quienes están en el primero de los niveles. Esta idea,
justamente, creemos que reposiciona el sentido de las propuestas de Perriaux en medio de lo que nuestros autores
entendían, orteguianamente, como la crisis de la hora (Gramsci, 2006).

175
El ciclo de caída liberal mundial, acoplado al análisis que, generalizadamente,
acuerda que en la Argentina se vivió también una experiencia de crisis liberal, tuvo, como
marcamos en el capítulo previo, en las décadas del treinta y el cuarenta, las formativas de
nuestros autores, un pico. En palabras de Mario Justo López en Sur al inicio precisamente de
los años sesenta, era en esas dos décadas donde se iniciaba la “época de decadencia (…) del
país en casi todas sus manifestaciones” (1960: 108). En tal sentido, podemos trazar un
paralelismo con la constatación que Nash realiza sobre los neocons estadounidenses al señalar
que “[l]a época de las décadas de 1930 y 1940 fue, para ellos, un período de retirada liberal y
de abdicación ante el apocalipsis del fascismo, el comunismo y la guerra total” (1987: 67-68).
Como hemos marcado en el capítulo previo, las lecturas apocalípticas abundaron en la
intelectualidad liberal-conservadora, al punto de tramar una completa interpretación del
momento histórico y que, como veremos, seguirán presentes aquí de una manera más secular
que las atinentes a los tópicos religiosos. Tal modo temporal, lego, del análisis liberal-
conservador, no refería, sin embargo, a un posible modo areligioso de enfocar el problema,
sino más bien a las concepciones multifocales presentes en estos actores, donde el plano del
combate podía pasar por lo religioso tanto como por lo profano, pero era siempre remitido a
las concepciones ideológicas que se ponían en juego, al mismo tiempo trascendentalistas y
mundanas. En este caso, las argumentaciones que seguiremos revistieron un eminente carácter
laico, pero no por ello dejaron de encastrarse en el complejo andamiaje con el cual los
intelectuales que nos ocupan construyeron sus estrategias intelectuales. Como el propio Nash
lo marca sobre su objeto, se evidenciaba la lucha contra las consecuencias de un “liberalismo
desintegrado” (1987: 76), por lo cual la multiplicidad de torsiones interpretativas configuraron,
en nuestros autores, las formas que adquirieron las pujas reintegradoras. Pero los tipos de
integración implicaban, ahora, una concepción liberal-conservadora que no buscará acoplar a
las masas como en el breve paréntesis abierto por la desperonización ni advertirlas de las
consecuencias posibles de la amenaza roja, operaciones ambas que dejaban lugar a una
asimilación paternalista. Por el contrario, en los setenta se configurará una lectura en primer
plano expulsiva que, en un segundo movimiento, sí abrirá, idealmente, a las masas las puertas
del cuerpo político, pero les cerrará, como horizonte, las del espacio de participación efectiva.
Se trataba de las respuestas a una “erosión generalizada de los vínculos que constituían las
clases sociales y sus formas de articulación”, como la ha denominado Mariana Heredia (2002:
66). Nuevamente son las lecturas de la idea de democracia en los términos que estos autores le
adjudicaban a Rousseau y sus correlatos fácticos, las grandes productoras de los ejes sobre los
cuales se tramará la cuestión.

176
En tal sentido, como lo ha propuesto Ismael Saz Campos desde una lectura-balance de
los usos de la idea de masas como concepto de crítica:

Señalemos en primer lugar que el término masas asume desde muy pronto, y así se
desarrolla en lo sucesivo, una fuerte connotación negativa, cuando no catastrofista o
directamente aterradora. Las masas son casi por definición negativas. Son
desarraigadas y amorfas, irracionales y primitivas, corrompibles y corruptoras,
violentas, destructivas y bárbaras. Las masas evocan peligros cuando no directamente
catástrofes. En las visiones apocalípticas de finales del siglo XIX, como en la
explicación de las grandes y efectivas catástrofes del siglo XX, las masas tienen
siempre un protagonismo decisivo. Tanto como negativo (2000: 119).

Por lo cual, concluye cáusticamente el autor español, “las masas son, por tanto, peligrosas; y
peligrosas siempre” (2000: 119). La sentencia de Saz Campos permite marcar una serie de
lugares comunes en ciertas críticas sobre las masas que las hacen “el chivo expiatorio” de sus
teorías, sean estas de cuño aristocrático o democrático (deberíamos agregar, para nuestros
intelectuales: o democrático-elitistas), donde priman las interpretaciones de las masas como
“culpables directas” o “culpables indirectas”, respectivamente, de las constataciones
propuestas por el autor de turno (2000: 120). Efectivamente, como hemos podido ver hasta
aquí, había en los intelectuales que nos ocupan un delgado equilibrio entre considerar a las
masas sujetos primeramente moldeables y por ello plausibles tanto de la manipulación del
demagogo como de la reforma liberal-conservadora, y señalarlas como desviación del canon
racional en tanto no cumplían con las pautas de la pedagogía del liberal-conservadurismo. En
tal sentido, la idea de amenaza de las masas fue una construcción que partió desde una
peligrosidad negativa, en tanto como vimos el problema estribaba en la manipulación externa,
pasó por una etapa donde era leída en sentido de conflicto en torno al direccionamiento del
país, y acabará decantando aquí en una negatividad antropológica que, siempre presente, se
presentará sin embargo, finalmente, de una manera explícita y sin ninguna consideración
directa a discursos connotativos. La situación de estabilidad argumentativa, entonces, acabará
por romperse en los setenta, pero no lo hará de manera lineal sino que tendrá importantes
pliegues internos. En efecto, las modalidades interpretativas cuanto los modos de plasmar los
diagnósticos serán un punto central de diferenciación interna entre nuestros autores, que no
enturbiará la coherencia interna de las lecturas liberal-conservadoras sino que, contrariamente,
les otorgará una dinámica particular.

177
Del cientificismo al ensayismo: formas expresivas de la construcción dicotómica

Como marcamos previamente, el uso de las inflexiones cientificistas se hizo presente en los
autores ligados al Derecho politológico, siempre en el marco de las grandes líneas de
polémica que envolvían al liberal-conservadurismo y sin adherir a las vertientes del programa
germaniano150. Esta estrategia volverá a ser utilizada en los años setenta como parte de las
múltiples dimensiones que las lecturas sobre la relación entre elites y masas deparaban a estos
intelectuales. La “ciencia política juridicista”, como la ha definido Pablo Bulcourf (2003: 9),
expresó desde nuestros autores un balance entre los criterios del cientificismo social y las
variantes propias del ensayismo. Si por un lado se tramaban definiciones muñidas de
referencias empíricas, se trabajaban los textos por medio de citas bibliográficas actualizadas,
se acudía a soportes como el uso de gráficos, cuadros sinópticos o esquemas tipológicos, por
otra parte la carga subjetiva, valorativa y polémica no quedaba ausente, sino que se
potenciaba desde el uso de tales insumos151. En tal tipo de construcción, ambas tendencias se
mixturaban en una imbricación donde el cientificismo propio del giro experto de ciertos
espacios intelectuales que hemos analizado previamente aparecía resignificado.
Bidart Campos retomaba sus propias intervenciones sobre la cuestión del gobierno del
pueblo (que hemos analizado previamente), señalando pautas que retomaban ciertos criterios
propuestos por García Venturini que hemos reseñado páginas atrás:

Quien nos haya leído en algunos trabajos anteriores –algunos de más de una década
atrás– tendrá idea de que para nosotros no hay ni puede haber gobierno del pueblo,
porque el pueblo no se gobierna ni se puede gobernar a sí mismo, ni directamente ni
por medio de sus representantes. Cuando hablamos, acaso, de gobierno popular, o
gobierno mayoritario, sólo aludimos metafóricamente a un gobierno que adopta o
sigue una forma populista, o que cuenta con adhesión mayoritaria de partidos o
fuerzas sociopolíticas. Y nada más, porque siempre y en todas partes, hoy y siempre,
el gobierno es una estructura o un aparato que, en su dimensión fáctica o sociológica,
se reduce a un pequeño grupo de hombres (a veces a uno solo) que son los titulares o
detentadores de poder. Y aquí yace la idea básica y preliminar: los que mandan o
gobiernan o ejercen el poder son siempre los menos (1977: 8).

150
Esta construcción no obturaba, sin embargo y como se verá, un uso legitimador de los discursos de corte
cientificista que han sido parte de las estrategias sobre las cuales se sustenta una intervención ideológica. En tal
sentido, si bien como se ha planteado en diversos análisis es el neoliberalismo el gran espacio al interior de las
derechas nacionales el que apuntó a tales procedimientos, Tulio Halperín Donghi ha mostrado, por ejemplo, las
construcciones de pretendida cientificidad de los hermanos Irazusta (2003: 79 y ss.).
151
Bidart Campos articulaba desde los clásicos de la reflexión sobre las elites, Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto,
hasta obras no editadas en el país como las de Harold Lasswell o David Lerner. Al mismo tiempo, su insistencia
en los modelos gráficos remitía a los teóricos del rational choice, como Buchanan y Tullock (1993),
originalmente publicado en 1962. La postura sobre la relación entre las elites y las masas, leída tanto desde
Ortega y Gasset como desde los autores de El cálculo del consenso, tiene una importante serie de similitudes.

178
Por ello, el jurista establecía que debían marcarse las diferencias entre la pequeña porción de
la sociedad que accedía a los puestos de decisión política y el resto de la sociedad, como
primer paso, “ya que de aquí en más podrá construirse la explicación de lo que es la elite, la
clase política, la clase gobernante, etc.” (1977: 9). En segundo lugar, dada tal diferenciación
social, debía tomarse en cuenta que ello no implicaba un manejo de lo público por parte de las
elites autocentrado en su interés, por lo cual debía dejarse de lado la idea de la manipulación:

Acaso el verbo ‘manipular’ insinúa un manejo tortuoso de asuntos o intereses ajenos,


a gusto y paladar de aquel de quien el asunto o el interés son propios. Y aunque eso a
veces ocurra, nosotros no podemos introducir en la naturaleza esencial de la elite o
del elitismo un rasgo abominable que sólo caracteriza a las elites perversas. (1977: 9)

Si tal aclaración era necesaria, dejaba en claro Bidart Campos, ello se debía a los diferentes
usos de los conceptos sobre los cuales trabajaba su interpretación:

Las voces ‘elite’ y ‘elitismo’ han adquirido en algunos sectores –incluso científicos–
resonancia y significado peyorativos. Los términos parecen aludir, dentro de esa
estimativa, a fenómenos sociales aristocráticos, minoritarios, de privilegio, de
cristalización, etc. Lo que pertenece a la elite se supone extraño, inaccesible, o vedado
al común de los hombres, a la gente, a la masa, al pueblo. No es de todos, sino de
algunos y de pocos. Y con ello, al trazarse una frontera discriminatoria, se hace fobia
de lo selectivo que se cree anidar en el círculo elitista. No sería difícil, por esta
vertiente, llegar a una cierta asimilación de elite y oligarquía (1977: 9-10).

El abogado retomaba el debate típico de la larga década de los sesenta, en especial a las
fórmulas propias de los fenómenos de izquierdización de ciertos espacios intelectuales.
Nuevamente, se trataba de reformular el clivaje central en la concepción sociopolítica de
nuestros intelectuales, en tanto “la polaridad de elite y de masa nos arrima un poco a la
equivalencia de todos aquellos conceptos y de todos los términos con que esos conceptos se
rotulan” (1977: 15). Desde allí, entonces, se imponía la recuperación de la idea de una elite
dirigente .

Con una acepción o con otra, la dirigencia política, la clase política, la clase
gobernante, la clase dirigente, son siempre elites. Y lo son porque cuantitativamente
se reducen minoritariamente. Porque no son masa, porque son pocos en relación con
el resto. Y entonces se nos preguntará: ¿son elite exclusivamente por el número? No:
por el número, y por lo que hacen; y porque eso que hacen sólo pueden hacerlo unos
pocos, un puñado, y no los más ni todos. El elitismo es minoritario respecto a su papel
o función activa: hace unas cosas que no las pueden hacer las mayorías sino las
minorías. Cantidad y función dibujan, pues, la fisonomía de las elites (1977: 21).

179
Si el momento en que Bidart Campos escribía llevaba al autor a desarrollar consideraciones
de tal tono, estaba en claro que en su lectura el influjo de la “aristofobia de los populismos”
(1977: 25) jugaba un rol central152. Por ello, el necesario paso de reconstrucción de una visión
elitista de la política debía, sin embargo, complementarse con una relectura crítica de lo que,
en la historia, han significado las elites:

Una misma elite sin recambio ideológico, o sin renovación de sus miembros durante
largo tiempo, o con renovación intrascendente, que por lapsos prolongados copa la
cúpula del poder es una elite cerrada. ¿Qué significa esto? Significa muchas cosas.
Por ejemplo: quiere decir que no fomenta el acceso de nuevos hombres, o que
margina a determinados grupos, o que perpetúa la selección de los gobernantes dentro
de su elenco, o que se acopla a un partido único o dominante adueñado del poder, o
que convierte al elitismo en privilegio de un sector, o que preconiza la clausura, o que
se siente la única capacitada, o que una conciencia elitista exagerada la lleva a
menospreciar a otras elites políticas no oficiales, o que combate la existencia y la
formación de nuevas elites de relevo; o, también, que esa sociedad es anémica y no
engendra la rotación normal de las elites porque no hay otras disponibles, o porque las
que hay son ineptas o sin suficiente energía (1977: 52).

En este tipo de advertencias no están sólo las consideraciones previamente expuestas sobre las
elites que desvían su rumbo, las “perversas”, como las definiera previamente, sino la lectura
del autor sobre el proceso de la Organización Nacional, tan elogiado en nuestros actores. En
efecto, Bidart Campos era crítico del modo en el cual aquella experiencia había resuelto su
proceso histórico153. Pero ello no obstaba, sin embargo, reforzar la idea de que la verdadera
problemática no se encontraba en los procesos caracterizados por el corte masas-elite, sino,
nuevamente, en los gobiernos de masas:

¿Por qué los populismos, los países tercermundistas, o el bloque marxista, hacen
alarde verbal de la socialización? ¿Por qué esta palabra resulta cara a los llamados
socialismos nacionales, o a los pueblos subdesarrollados, o a los que emergen hacia la
descolonización? Todo tiene su explicación. Los populismos se dicen antielitistas y
apelan vaga y sentimentalmente al pueblo, a la masa, prometiendo liberación. En
realidad los populismos dan estímulo a tendencias de menor calidad, a lo común, al
hombre masa, pero todos ellos exhiben sus propias elites formadas no por los mejores
sino por sujetos que trepan con otros títulos. En rigor, los populismos –tanto en su
ideología como en su praxis– no tienen capacidad para implantar la socialización
(1977: 106).

152
Extrañamente, no se encuentran menciones notorias en nuestros intelectuales a una obra clave de estos años,
cuyas lecturas sobre los populismos son convergentes, en varios puntos, con las aquí estudiadas: El hombre
político, de Seymur Martin Lipset (1977), editado originalmente en el país en 1966.
153
Cuestión presente en nuestros autores, como se ha visto previamente en Grondona, y como ocurre en Romero
Carranza, Rodríguez Varela y Ventura Flores Pirán (1975), en López (1982a) y, de modo más alambicado, en
Perriaux (1970) y Zinn (1976), editadas además en un arco temporal muy breve. Visiones de fuerte contenido
economicista como las de Benegas Lynch (1980) de modo directo, o en otros planos las de Alsogaray (1968) o
Sánchez Sañudo (1981a), dan menor lugar a este tipo de críticas.

180
La apelación al concepto orteguiano de “hombre masa” mostraba cómo, desde las
posturas cientificistas, el trabajo de Bidart Campos se trasladaba a los planos ensayísticos y
reforzaba la lectura propiamente política, donde nuevamente las reminiscencias a la teoría de
Ortega y Gasset se hacían presentes. Es por ello sumamente sugerente la lectura que Aguilar
hace de la relación del madrileño con el pensamiento liberal: el politólogo argentino dota de
centralidad a la tradición que, en el liberalismo moderno, busca evitar la licuación del sujeto
en lo colectivo. A dicha interpretación, tal como postula Aguilar, no es exagerado entenderla
como “communis opinio” liberal en el siglo XIX y que se retoma en el siglo XX. En tal
sentido, en Ortega se privilegiaba el temor a la “hiperdemocracia”, al gobierno de la voluntad
general o, en términos clásicos, de la tiranía de las masas por sobre el imperio de la Ley
(Aguilar, 1992: 2-6) 154 . Finalmente, la lectura antipopulista retornaba como corolario del
prolongado proceso de reflexión de Bidart Campos: “El antielitismo es, pues, únicamente el
slogan barato y ordinario de que se vale, no la masa, sino los especuladores de la masa que
intentan manipularla en provecho de determinados usufructuarios” (1977: 109).
Ese mismo año, Segundo Linares Quintana disertaba sobre “La constitución como
instrumento de la reconstrucción nacional”. Allí, tras un recorrido por los puntos clave de la
idea gubernamental del ideario constitucional, el abogado proponía la centralidad de la idea
pedagógica desde una lectura enfocada en la cuestión de las masas: partía desde una
aseveración de Rousseau (como vimos, bete noire del pensamiento democrático para nuestros
intelectuales), para postular que

La ignorancia del pueblo, o la semi-ignorancia –quizá más temible todavía que


aquélla– genera el clima propicio para el desarrollo del funesto y virulento germen de
la demagogia y el despotismo. Si los ciudadanos no son educados para la libertad,
serán siempre masa o muchedumbre, pero nunca pueblo; rebaño que seguirá ciega e
irreflexiblemente [sic] a cualquier mal pastor que satisfaga sus más bajos apetitos;
será, en el mejor de los casos, espectador pasivo y no protagonista de la noble gesta
cívica” (1977: 37).

La lectura del jurista, por ende, partía de la ya señalada idea pedagógica para con las masas,
desde la concepción de que estas poseían un carácter maleable, por ende susceptible de

154
Sin embargo, la tradición liberal tal como la plantea Aguilar debe, desde nuestra óptica, precisarse, en tanto la
compatibilidad de lecturas sobre las relaciones sujeto-sociedad parte efectivamente de dichas premisas, muy
otras son las articulaciones posibles entre las respuestas de, por ceñirnos a teóricos mencionados por el autor,
Tocqueville, Mills, Sartori y Hayek.

181
influencias tanto civilizadoras cuanto demagógicas. Allí radicaba la peligrosidad de las masas
que indicaba Saz Campos, y que Linares Quintana llevaba a planos orteguianos:

La rebelión de las masas –como acertadamente denominó Ortega y Gasset a la


irrupción de las masas al poder político y social– aumenta si cabe todavía más la
importancia de la educación para la libertad en las democracias contemporáneas. Se
ha afirmado, con razón, que el problema principal de los derechos del hombre en la
actualidad se encuentra en una nueva tiranía que está desarrollándose en los últimos
tiempos –la tiranía de las masas–, que parece tener una inclinación incontenible a
transformarse, en definitiva en la tiranía del Estado (1977: 38).

El plano racionalista de la política liberal-conservadora quedaba anulado ante la tiranía de las


masas dominadas, por medio del Estado, por el demagogo: “En tal régimen, la lucha de ideas,
que distingue a la democracia, es sustituida por la dominación de la masa” (1977: 38). La
fórmula reflejaba, además, la línea que, como planteó Enzo Traverso, signó las visiones
liberales y conservadoras sobre la cuestión del totalitarismo, basada en el “grito de Casandra”
del teórico español (2001: 55). Por ello, no era correcta en la lectura liberal-conservadora la
idea de la democracia de masas como una auténtica democracia, como lo hacía constar el
autor en una voluminosa obra editada el año anterior, Sistemas de partidos y sistemas
políticos. Allí, retomaba el clásico procedimiento de los manuales de Derecho Político de
resumir la literatura sobre el tópico en cuestión, pero en este caso con giros cientificistas que
proponían analizar, a la vez que complejizar, las “innumerables tipologías de los sistemas
políticos” para luego “intentar una tipología propia” (1976: 13-28). Como en el caso de Bidart
Campos, había un paso del cientificismo al ensayismo: si en el primer ámbito “[p]ara poder
dominar el enorme número de variables con que tropieza, el investigador emplea algunas
técnicas especiales para establecer sus hipótesis de trabajo”, destacándose el procedimiento
tipológico (1976: 13), en el segundo movimiento “[c]on sincera humildad, reconocemos que
en manera alguna intentamos encontrar tan inexpugnable clave de la ciencia política, sino que
nos limitamos a exponer nuestro criterio sobre el tema, a manera de una simple hipótesis de
trabajo” (1976: 611). De tal giro, surgía la siguiente propuesta:

No nos parece adecuado, en nuestra tipología, utilizar la expresión, tan difundida y


manoseada como falseada, de democracia, toda vez que con dicho término no es raro
que algunos pretendan designar a gobiernos que si bien de origen popular, o seudo
popular, no respetan la libertad y la dignidad del hombre, ni se encuentran sujetos al
imperio del derecho, y que en el hecho, muchas veces con la hipócrita invocación de
la aparente voluntad de la masa, comportan un verdadero despotismo. Frente al
empleo usual por los países democráticos de Occidente de la palabra democracia para
designar a sus sistemas políticos, las naciones del otro lado de la cortina de hierro

182
pretenden reivindicar para ellas el uso legítimo de la autodenominación de
democracias populares (1976: 611).

Por tales cuestiones, Linares Quintana proponía la diferenciación clave entre el gobierno de
las leyes frente al gobierno de los hombres. Como hemos visto en el Capítulo 1, eje central de
la concepción republicana del liberal-conservadurismo, ejecutada aquí como modo restrictivo
de acotar el espacio político ante las asechanzas del siglo de las masas.

El desierto crece: el siglo de las masas como fruto del nihilismo

En 1975, Víctor Massuh publicó la primera versión de Nihilismo y experiencia extrema. El


libro se articulaba sobre lo que el autor interpretaba como las transformaciones del ciclo del
“moderno nihilismo”, originado centralmente por las obras de Karl Marx, Friedrich Nietzsche
y Sigmund Freud, que habrían quebrado el pensamiento iluminista y religioso de Immanuel
Kant, Georg Hegel y Ludwig Feuerbach, y que evidenciaba desde mediados del siglo XX un
nuevo sustento y un rostro diferente. Cabe destacar que la crisis aparejada por el modelo
entendido como nihilista era una de las más profundas preocupaciones de Massuh, como lo
muestran obras previas como la ya analizada Nietzsche y el fin de la religión (1969), donde
escribía con inocultable deferencia, pese a su concepción religiosa, sobre la obra del pensador
alemán. El mismo talante se detecta en las páginas de la obra que nos cabe al analizar las
obras de Marx y Freud, tratadas con sumo respeto y admiración, y nuevamente la de
Nietzsche, cuerpos teóricos donde se evidenciaba, para Massuh, el fin del ateísmo intenso,
activo, para dar paso a una versión degradada, típica del siglo de las masas155. En cambio, el
ensayista de origen tucumano postulaba que a través del moderno nihilismo “ya no se lucha
contra Dios, más bien se lo ha olvidado. Esta actitud difiere de la del ateísmo del siglo XVIII”,
donde según Massuh el hombre participaba de un naciente pensamiento iluminista donde
“pensaba que la noción de Dios merece ser objetada o refutada porque aún tiene vigencia
cultural”, lo cual acababa en la etapa contemporánea: “En cambio, para el ateísmo
contemporáneo, Dios no es un enemigo fuerte que presenta batalla; sencillamente no existe”
(1975a: 70), enfatizaba. Para el filósofo, “la fórmula ‘Dios ha muerto’ definía la difusión y el
éxito de la concepción atea del mundo. Podría decirse que la define con exceso, ya que

155
La teología católica distingue también entre un nihilismo activo, al cual no condena, puesto que es entendido
como un modo, si bien equívoco, de búsqueda de la verdad, y un nihilismo pasivo, condenable en tanto acto de
la indiferencia propio de la enajenación (Ott, 1986: 25-60).

183
Nietzsche pone en ella un pathos que los ateos del siglo XIX no tenían” (1975a: 71). Por su
parte, las obras de Marx y Freud implicaban una negación desde el olvido y la concentración
en el hombre y la historia, y su reducción a una ilusión del sujeto, respectivamente (1975a:
70-79). A partir de esta constatación, en Massuh aparecía que el centro de la reflexión no se
había desplazado de Dios al hombre, como ocurría desde comienzos de la Modernidad, sino
que la reflexión se ha centrado en el hombre, quitando a Dios, activamente, del eje de lo
pensable. Es a partir de este marco interpretativo que el autor podía señalar, entonces, que “el
humanismo ateo efectúa una valoración del tiempo y de la historia. Considera que ellos
constituyen el reino del hombre: se destino se agota en la pura historicidad” (1975a: 85).
Apesadumbrado, Massuh sentenciaba, entonces, que “no podemos desconocer que al cabo de
estos cien años, la batalla del humanismo ateo ha sido ganada. Bajo su tremendo impacto
cultural se operó una afirmación de lo finito y de lo concreto” (1975a: 87)156. Aparecían rotas,
así, las líneas de unión con la trascendencia en tanto la idea máxima de lo metafísico, la idea
de Dios, era la que dejaba la escena de la reflexión moderna y esta se concentraba en lo
humano: este desplazamiento de lo cosmológico a lo antropocéntrico marcaba el reino de la
concepción temporalista-materialista que comenzaría a dar forma al siglo de las masas157.
Sobre las bases de ese moderno nihilismo, Massuh entendía que se articulaba un
nihilismo corrosivo y expansivo, falto ahora de las poderosas bases intelectuales y humanistas
de aquel propulsado por los tres grandes filósofos de la sospecha, como los llamó Michel
Foucault (1989): el “nihilismo contemporáneo”. Este no era ya un ateísmo activo sino un
nihilismo sin matices intelectuales:

El blanco del nihilismo, su obsesión, su persecución encarnizada, no es otro que el


fundamento absoluto. Y esto porque la raíz de aquél es la nada, es decir, la negación
que se absolutiza a sí misma. Se trata de la pura voluntad de nihilizar, de aniquilar,
que se propone a sí misma como afirmación suprema o, lo que es lo mismo, como
base negativa de toda afirmación (1975a: 90).

Esta búsqueda de destruir el todo y reemplazarlo por la nada daba como resultado la erección
constante de los fragmentos, en tanto “el fragmento aparece, entonces, cuando hemos

156
Si en un libro editado una década antes, Bidart Campos amparaba la idea de Julián Marías de que “la pérdida
de Dios” se había iniciado con Descartes (1965: 8), el planteo era impensable en una construcción como la de
Massuh, donde la crítica a la Modernidad clásica se encontraba ausente.
157
Debemos notar, sin embargo, y pese a lo dramático del diagnóstico de Massuh, que este evitaba caer en
ciertos argumentos conservadores que reducen el mundo social, cultural o político a un esquema teocéntrico,
como lo ha analizado William Harbour (1985), sino que la articulación liberal-conservadora permite concebir el
basamento cosmológico como eje del análisis que se trasladará luego al sujeto sin entrar en una lógica
determinista.

184
olvidado el todo o la unidad” (1975a: 92), poniendo en funcionamiento la lógica, circular y
aplanadora, del nihilismo contemporáneo158:

El nihilismo reduce las conductas a fragmentos neutros e intercambiables. No


distingue lo apartado, lo singular, el mundo de las cualidades, la virtud de las
diferenciaciones. La negativa sistemática se confunde con la disposición para el
asentimiento a todo. Esto hace que el nihilismo se sienta a sus anchas en lo masivo, la
acumulación y la cantidad. Es igualador por lo bajo, satisface una necesidad de
degradación y convierte a la banalidad en recurso contra todo paradigma (1975a: 93).

Sin embargo, no debe entenderse aquí que para el autor este tipo degradado de nihilismo
se impuso históricamente de modo prístino, como una sucesión lógica del erigido desde la
segunda mitad del siglo XIX. Massuh señalaba que la obra del escritor y ensayista francés de
origen argelino Albert Camus, El hombre rebelde, desentrañaba los peligros de tal versión del
nihilismo, pero su voz no fue oída por diversos motivos, entre los que el tucumano marcaba el
grado inferior de atracción que despertaban los ensayos del autor de La peste frente a su
laureada literatura, y el peso de la sombra de Jean Paul Sartre, “una de las figuras mayores del
nihilismo contemporáneo” y “genio del espectáculo intelectual” (1975a: 101-102) 159 . Del
autor de La Náusea, Massuh señala que en su libro San Genet: comediante y mártir, se
encontraba la aparición del nihilismo “como un satanismo entusiasta que, bajo cualquier
pretexto, se solaza en la destrucción exasperada e inocente”, por la incomprensión de Sartre
de la figura retratada, puesto que el filósofo galo carecería de “un alma religiosa; no tiene
nada de ‘maldito’ como Nietzsche, Dostoiewsky (sic), Artaud o Genet mismo” (1975a: 107).
Al recorrer las posturas políticas de Sartre, Massuh era implacable y trazaba una relación
entre nihilismo y terrorismo de fuerte resonancia política: “Un intelectual nihilista, en suma,
no puede acabar en otra cosa que en abogado del terrorismo” (1975a: 103). La referencia a la

158
Como hemos analizado en el capítulo previo en torno de las ideas de individualismo propias del
neoliberalismo, también aquí hay una diferencia de importancia con nuestros autores, en tanto las concepciones
fragmentarias promovidas por ciertas corrientes neoliberales, cuyo ejemplo extremo serían las vertientes anarco-
liberales, entran en las categorías criticadas por Massuh. Posteriormente al período comprendido por esta Tesis,
Grondona intentó un balance con estas corrientes, también desde una óptica ética, señalando que la lectura de
Nozick “completaba” el pensamiento liberal al colocar en su eje la pregunta sobre el “para qué” de la libertad
(1986: 155-167).
159
La lectura de Massuh, en tal sentido, prolonga a otro nivel su propia sistematización analítica, en tanto son las
lógicas de la sociedad de masas, entre ellas la espectacularidad y la idea del ídolo moderno, las que determinan el
mayor suceso de Sartre por encima de Camus. En tal sentido, el gran pliegue de inicio del moderno nihilismo
enrolla y aplasta la última etapa intelectual de posible combate a su lógica. Al mismo tiempo, en tanto lectura
crítica de la figura de Sartre, hay una autoconstrucción del lugar del intelectual. “La mayoría de nosotros, en mi
país y en el mundo entero, ha rechazado el nihilismo y se consagra a la conquista de una legitimidad. Le ha sido
preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara
descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia”, había señalado Camus en el discurso
de recepción del Premio Nobel (1957), palabras que marcaban el ensayo de Massuh.

185
militancia de Sartre se entroncaba, como en un juego discursivo de cajas chinas, con las
resonancias que el prólogo del francés a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon,
editado originalmente en catellano en 1963, tenía en la intelectualidad de izquierda (Gilman,
2003: 35-56), la militancia insurgente y las organizaciones armadas (Tortti, 1998: 205-234).
En Sartre, entonces, estaba para Massuh el mayor pensador del nihilismo
contemporáneo, y si bien el tucumano no ocultaba su lectura del pensador existencialista
como “una de las mayores mentes de nuestro tiempo” (1975a: 107), señalaba que la
centralidad del hombre en el pensamiento sartreano operaba de un modo que expandía el
nihilismo desde Dios al hombre. El abordaje del tucumano al resonante conflicto entre los dos
autores franceses era una muestra cabal de la orientación de la consideración religiosa del
pensador tucumano, en tanto habría en la obra de Camus una pregunta por Dios articuladora
de sus trabajos, en tanto en la de Sartre sólo habría una completa ausencia de Dios: Massuh
entendía, entonces, el pensamiento de Camus como un nihilismo dinámico y el de Sartre
como expresión cenital del nihilismo moderno que condenaba. A partir de allí se, se ingresaba
en la etapa en la cual Massuh escribía, sobre la que el autor proponía una interpretación
oscura:

El más reciente trabajo de destrucción llevado a cabo por el nihilismo se concentra en


el núcleo más valioso del humanismo ateo: el hombre. Sabemos hasta qué punto lo
convirtió en ‘realidad suprema’ o sustituto de Dios. Y en ese campo de exaltación de
lo humano, el nihilismo deja suelto a un roedor implacable de nuestro tiempo: la
idolatría (1975a: 112).

La aparición de esta versión moderna del ídolo arcaico comprendía, para el filósofo tucumano,
“un Dios de utilería, la deidad de las almas superficiales, la religión de una comunidad que ha
perdido el sentido de lo sagrado: un síntoma de la decadencia” (1975a: 116). Nuevamente, el
tipo de formulación decadentista que llevaba a las implicancias explícitamente políticas de
esta situación: vemos aquí cómo se quiebra la relación del hombre con Dios y, para decirlo en
términos muy usados por los intelectuales liberal-conservadores, lo que desaparece es la
persona humana, tal como la analizamos en el capítulo previo, dejando en su lugar a un ser
alienado de lo trascendente, de lo divino: el hombre-masa.

Tentación de la hybris, desmesura, negación que se absolutiza a sí misma, igualación


por lo bajo, rechazo de toda disposición jerárquica de los entes, sustitución de la
valoración por la clasificación, el fragmento como realidad última, la destrucción
como vía de conocimiento, activismo terrorista y emocionalismo banal, idolatría de
los héroes insignificantes, libertad como acto gratuito que se funda en la nada, el
hombre como plasticidad infinita, religión del mal, homogeneidad de todos los

186
instantes del tiempo, espontaneidad biológica, redentorismos políticos, éxtasis a
cualquier precio: he aquí algunos de los variados rasgos del nihilismo (1975a: 122).

La sociedad contemporánea, entonces, se encontraba trazada por la lógica del nihilismo, cuyo
resultado era la indiferenciada sociedad de masas, caracterizada por una uniformidad formada
por trizas, en un orden cultural que “se desmorona”, puesto que “el nihilismo, fecundo para
destruir, es estéril para la construcción” (1975a: 123)160. A partir de allí, en este libro que
actúa como una gran metáfora de las articulaciones masivas, se comprende la aún más gráfica
metáfora del populismo y el liderazgo carismático que Massuh presentaba unas páginas antes:

El nihilismo opera sucesivas reducciones: iguala al pueblo por lo bajo y lo convierte


en multitud, masa, conglomerado humano. Toma al sentimiento de respeto y lo
degrada en adoración obsecuente y sensiblera: el Dios divino se vuelve ídolo y éste se
reduce a la medida de un cantor insignificante o un político afortunado. El imperativo
de igualación del nihilismo instaura el reino de la medianía y de la pura banalidad.
Cuando la multitud adora a un hombre lo convierte en un arquetipo. Lo que hace, en
última instancia, es adorarse a sí misma a través del arquetipo (…). En el mundo de la
nivelación por lo bajo, el excremento es alimento sagrado; la subordinación
obsecuente y repulsiva se confunde con un noble acto de lealtad (1975a: 94-95).

El propio Massuh explicitaría esta construcción connotativa ese mismo año, en una entrevista,
al abordar allí al peronismo como un fenómeno de religión política, cuya particularidad era
darse en un país que el autor entendía como situado en el tipo de nihilismo indiferente que
hemos analizado previamente:

Pienso que Perón ha representado en Argentina un fenómeno religioso; en otras


palabras, creo que expresó la religión que se permite un país que es indiferente a la
religión, o, de otro modo, podemos decir que la apatía, que muchos argentinos
manifiestan con respecto de la religión, fue la que indirectamente alimentó la fe
multitudinaria y entusiasta que se cerró en torno a la figura de Perón. Es decir, fue
una especie de sustituto (Massuh, 1975b)161.

Las palabras previas, entonces, nos permiten presentar en el propio discurso del autor que
hemos estado estudiando, cómo la lógica analítica que parte desde una consideración
metafísica sobre la religión acaba ingresando en el mundo histórico de la política, donde
encuentra la más plena realización de sus temores culturales. Es en el avance de un nihilismo

160
Este contundente diagnóstico decadentista de Massuh ha sido uno de los ejes de su obra, al punto que en su
último libro publicado se preguntaba, ya desde el nombre: Cara y contracara ¿Una civilización a la deriva?
(Massuh, 1999).
161
Puede verse el análisis de la religiosidad peronista realizado por Susana Bianchi, especialmente en las
relaciones entre peronismo y catolicismo, y en los usos del peronismo como religión (2001: 59-84, 263-268).

187
enceguecido y enceguecedor que transformaba a los hombres en dioses supletorios frente a las
masas extraviadas donde el círculo se cerraba y el nihilismo completaba su ciclo.
El quiebre de la persona humana iniciaba un proceso decadente que daba lugar al
“siglo del hombre común” (Ortega y Gasset, 1992), un espacio secularizado, impersonalizado
y carente de orden jerárquico, que entroncaba lógicamente con la masificación y su rostro otro:
el avance de un tipo de individualismo de sujetos atomizados que resultaba igualmente
alienante. La respuesta de estos autores, entonces, pasaba por una concepción de persona
capaz de volver a encontrar lo trascendente y lo espiritual en sí misma: “La actual tarea
religiosa ya no implica una salida hacia lo divino trascendente sino un rastreo en el corazón
del hombre, el recorrido de sus profundidades. Descubrir al hombre significa descubrir a
Dios” (Massuh, 1975a: 62). Esta correspondencia entre el hombre y Dios implicaba una
concepción fundamentada en un principio donde el hombre es libre porque participa, de
manera imperfecta y limitada, en lo absoluto que es Dios. El quiebre de la ligazón del hombre
con Dios, entonces, poseía un correlato central en lo social, como hemos visto en el caso del
advenimiento del siglo de las masas y sus implicancias, inescindible de lo político. García
Venturini leía la historia moderna en el mismo sentido de centralidad del nihilismo, dos años
después, en una conferencia en el Jockey Club:

En una cultura desacralizada como la que vivimos, los textos sagrados parecen no
contar, y la voz de Dios se desparrama por las calles aglomeradas sin perturbar el
paso de las muchedumbres y se pierden por los indiferentes asfaltos y paredes de la
ciudad adormilada. Los textos sagrados rara vez son tenidos en cuenta. Pero siguen
encerrando, por lo menos, una vieja sabiduría.
Que queda claro, pues, que no decimos ni insinuamos cuándo será el
apocalipsis. Sí afirmamos que el mundo presenta notorios signos apocalípticos, y que
nunca hasta ahora se han dado más posibilidades de que se produzca” (1977: 19).

“Hay una pregunta básica y anterior a cualquier otra digresión. ¿Cuál es el objetivo de la
política? ¿Cuál es el fin de la ciudad temporal?”, se planteaba García Venturini en su Politeia,
editado el año anterior, a lo que respondía:

Desde un punto de vista cristiano –que es el que asumimos– la política, como ciencia
y como práctica, es una expresión de la moral, una ‘rama especial de la ética’, como
ya la definía Aristóteles. Luego es un modo de relación con Dios y con el prójimo, y
no parece haber otra traducción de este mandato moral que trabajar por la
dignificación de la persona humana (2003: 223).

Justamente, el rol político de tal dignificación de la persona pasaba por la oposición al avance
de las masas tanto como al individualismo ateo, por ello entendido como exacerbado y

188
finalmente nihilista, que en los intelectuales liberal-conservadores se construía a través de
diversas articulaciones elitistas.
“Por supuesto, que en la perspectiva cristiana la ciudad temporal es paso, tránsito y
cosa efímera, no morada definitiva (…). Pero también la ciudad temporal tiene su dignidad,
porque es la ciudad del hombre, que es hijo de Dios y heredero de su gloria” (2003: 223-224).
La lectura del filósofo bahiense postulaba esa ligazón entre el hombre y Dios que, habíamos
visto en el análisis de Massuh, aparecía quebrada, como constitutiva del sentido de la “ciudad
temporal”. Era, por ende, la politización de esta idea religioso-cultural la que permitía
proceder sobre la temática de la sociedad de masas, donde se daban, para estos intelectuales,
tanto el fenómeno de la igualación de las masas como del individualismo nihilista. La
participación de contingentes sociales cada vez mayores en el espacio público, con la carga
institucional y simbólica correspondiente, era vista como el factor clave del quiebre de la
aristocracia política, de la mano de aquello que García Venturini denominaba, en un giro
típico de nuestros autores, “igualitarismo”, y que en su lectura no operaría sino como
“desvirtuación de la igualdad”, obrada por “demagogos” (2003: 243). Este fenómeno no era
sino una cara, señalaba Massuh, una “consecuencia estricta” del nihilismo y su ciclo, que
igualaba todos los instantes: un proceso de achatamiento de la experiencia y de las propias
personas, “el tiempo profano” (1975a: 107-108) 162 . El ámbito de igualación de lo social,
entonces, aparecía aquí dividido entre dos vertientes, una legítima y otra anómica: en primer
lugar, una “igualdad legítima y deseable, aquella que consiste en dar a cada cual lo que le
corresponde (…), en tratar a cada uno según sus méritos y necesidades” (García Venturini,
2003: 243). En segundo término, la ya analizada deformación practicada por el
“igualitarismo”: resuenan en estas interpretaciones las incorporaciones sociales producidas
por los movimientos de masas, y su actuación sobre una concepción aristocrática de igualdad,
donde uno de los modos de aproximación a ella era entendido como dado de manera artificial.
Como lo demuestran las palabras de García Venturini, las máximas representaciones
de los desvíos plausibles de aparecer dentro del derrotero del “Espíritu de Occidente” (ya
analizado en el capítulo previo) eran el nazifascismo y el comunismo, o sus formas putativas,
como “otros ismos menores imitadores que señorean en nuestra época, como el ismo que
señoreó, sin señorío, dos veces en nuestro país en menos de veinte años” (2003: 262), en
alusión al peronismo. Como hemos analizado a la largo de la Tesis, el justicialismo era

162
La argumentación de Massuh, en un trabajo que plantea constantes metáforas sobre el populismo, aparece
aquí ligada a ciertos giros retóricos sobre la transformación de lo religioso en lo profano que remiten al temprano
texto de Karl Marx La cuestión judía (2004), uno de los autores apuntados en la obra comentada, en una suerte
de juego referencial entre metáfora y alusiones indirectas.

189
entendido dentro de los modos extremos de desvío implicados en la sociedad de masas y sus
modalidades de articulación política. “Es fácil advertir en todos ellos un ancestral
irracionalismo, esencialmente ajeno a la principal inspiración de Occidente, opuesto a la razón,
al logos socrático y a la noción de persona del Cristianismo”, y permitían ser así entendidos
en tanto “niegan toda concepción teocéntrica y toda antropología trascendente”, dando por
resultado que “estas fuerzas irracionales son verdaderamente devastadoras y tienen en jaque al
Espíritu de Occidente. Penetran todos los estratos sociales y culturales” (2003: 262-263). Por
ello, el “Espíritu de Occidente enfrenta a un enemigo que, con los medios que el propio
Occidente le ha proporcionado, es hoy más temible y poderoso que nunca” (2003: 265), o en
los términos de Massuh y Zinn ya analizados, el avance del nihilismo vía humanismo ateo y
las respectivas implicancias políticas del fenómeno que hemos analizado desde las lecturas
religiosas en el capítulo previo.
La tiranía totalitaria y la kakistocracia eran, entonces, ese enemigo de dos caras: el
totalitarismo nazifascista y/o comunista, y el gobierno de los peores:

En no pocas conciencias democracia pasó a significar o a implicar la mediocridad, la


medianía (la llamada mediocracia), o directamente la posibilidad de acceso al poder
de los menos aptos, de los inferiores, aun de los incapaces y de los peores. Hay casos
donde ya no se trata de aristocracia ni de democracia sino abiertamente de
kakistocracia” (2003: 307-8).

Para el filósofo, el propio “Espíritu de Occidente” aparecía como la conformación


capaz de hacer frente a lo que presentaba como tan decisivo enfrentamiento, “cosmovisión
que hay que poner al día todos los días y mostrarla reactualizada y cargada de esperanzas a las
nuevas generaciones, porque si bien su fuerza radica en que es verdadera, también es
menester que luzca un rostro atractivo y una prestancia hidalga” (2003: 268)163. Nuevamente,
las “cuestiones de estilo” que permiten leerse como un eje estético de lo político (Svampa,
2006: 190-210), que en los autores que nos ocupan se evidenciaba como central. Como lo
definía Massúh (1975: 112-123), se trataba de la llegada del nihilismo al hombre, la

163
En distintos estudios pueden encontrarse análisis que marcan la fortaleza de una clave interpretativa, que se
extendió a diversos lineamientos ideológicos, fuertemente influida por las categorías de los años de entreguerra y
luego por las de la Guerra Fría: la lucha “libertad vs. totalitarismo” aparecía tutelando muchas construcciones
discursivas inevitablemente reduccionistas. Es notable cómo, por otra parte, los teóricos del liberal-
conservadurismo se manejan, décadas luego, con mucha de la terminología que signó los conflictos alrededor del
primer peronismo, y cómo encastran esa lógica dicotómica dentro del esquema prohijado por las concepciones
bipolares propias de la Guerra Fría. Las reacomodaciones conceptuales, empero, no hacen sino marcar la
fortaleza de las construcciones dicotómicas y los posteriores efectos de frontera, que como vimos aparecen
actuando sobre tópicos diversos.

190
igualación por lo bajo que fomenta el quiebre cultural de lo político164. Las expresiones de
degradación, proponía García Venturini un tiempo después, podían incluso llegar a degradar
la religión, creando “seudoreligiosidad” como en el caso de “la deportivitis” que el autor,
notoriamente, marcaba a pocos meses del Mundial de Fútbol de 1978 y del Mundial Juvenil,
ambos ganados por selecciones argentinas. Si bien entendía que en el caso brasileño la falsa
religión del deporte era aún más densa, el bahiense alertaba sobre la “deformación del deporte
que se hace ahora, llevándolo a alturas idolátricas” (1980: s/p). Manifestaciones diversas pero
que, implicaban la ruptura de la concepción elitista, donde la sociedad de masas, entonces,
desembocaba en la gran antítesis del orden elitista liberal-conservador.
Como lo ilustraban las palabras de Zinn en su programático trabajo de 1976, las
rupturas sociales masivas tenían su faceta política central en el populismo como fenómeno
político:

En el populismo la minoría debe ser perseguida, amedrentada y destruida para


procurar la uniformidad imbecilizadora que tanto complace a la emoción colectiva de
la masa. En cada experiencia populista hay que buscar el manipulador que va a
usufructuar de la domesticación del pueblo (1976: 47).

Aparecía, nuevamente, la cuestión del unanimismo y con ella las referencias indirectas
a Carl Schmitt, en una lectura que lo llevaba al paroxismo, en tanto proponía que “si todo el
pueblo quiere esto, el que no lo quiere está en contra del pueblo y es, por lo tanto, reo de alta
traición al pueblo. Y a partir de esta falacia queda permitida cualquier violencia” (Zinn, 1976:
47). Entramos aquí en la máxima implicancia de las lecturas liberal-conservadoras sobre la
sociedad de masas, y en el modo más crudo de proponerla: ella acabará, siempre, en un orden
clausurante de la persona. De ahí que las relecturas del catolicismo buscaran restituir el valor
de tal concepto, como conjurador de las amenazas de la historia.

CONCLUSIONES

164
Pese a los basamentos en la filosofía católica de estos autores, no estuvo presente en ellos la disputa en torno
a las expresiones estéticas que, para José Zanca, implicaron las diversas formas de expresión de los combates en
torno a una “nueva sensibilidad” expresados luego de la Segunda Guerra Mundial. El autor, sugerentemente,
coloca también la recepción de la Nueva Teología dentro de tal marco general (Zanca, 2013).

191
El derrocamiento del peronismo abrió una pregunta acuciante: ¿qué hacer con las masas? Las
respuestas de los intelectuales liberal-conservadores abrieron inicialmente un paréntesis sobre
las masas, a las cuales se buscó desperonizar y adaptar a los cánones de democracia que estos
intelectuales promovían, sin que ello implicara dejar de lado la antropología negativa con la
cual se interpretaba la sociedad. El fracaso de la estrategia direccionadora sobre las masas,
enmarcado en los diagnósticos sobre el tiempo de lo masivo, se imbricó con el ascenso de la
preocupación anticomunista: populismo y comunismo compartieron un sitio en el diagnóstico
de nuestros autores. En dicha imbricación apareció la primera de las operaciones donde se
produjo una construcción de gramática entre las diversas corrientes de derecha, fenómeno que
veremos en otros tramos de esta Tesis. Sin embargo, en dicha gramática los intelectuales
liberal-conservadores promovieron usos conceptuales e interpretativos que se diferenciaban
de las derechas nacionalistas, en tanto nuestros actores ingresaron en dicha gramática con ejes
propios, como las lecturas decadentistas orteguianas o las formas de la dicotomía civilización-
barbarie.
Las masas como problema social y político dieron lugar a las interrogaciones sobre la
ausencia de una elite rectora capaz de reorganizar la vida pública nacional, que se expresó en
lecturas donde el sitio de los grupos sociales comenzó a forjarse en modalidades elitistas, lo
cual llevó a una centralidad de la cuestión democrática como problema. Si en el capítulo
previo vimos cómo la democracia de identificación era entendida como metáfora del
populismo, en este pudo notarse que las formas de la democracia se dividían entre las formas
masivas y las diversas interpretaciones de democracias acotadas. Pregunta por la democracia
y pregunta por la sociedad eran una, con las masas y las elites en el centro de las
formulaciones. El sujeto hueco que era la elite ausente permitió que los intelectuales liberal-
conservadores dejaran de lado las lecturas del peronismo como partición de la historia
nacional, dando lugar a visiones de más largo rango que al mismo tiempo reposicionaban el
lugar de los propios intelectuales en dicho mapa, como partes posibles de las elites rectoras,
concepto leído en términos orteguianos y construido en torno a ideas generacionales. Una
clara noción de que el momento posperonista había sido desperdiciado se impuso sobre
finales de la década de 1960, que llevó a releer la crisis dirigencial en un arco cronológico
ampliado, especialmente centrado en las transformaciones del momento del Centenario: la
democracia de masas aparecía como una problemática de larga duración y de hecho marcada
por el propio conflicto al interior del liberalismo, entre conservadores y reformistas.
En la década de los setenta que, como señalamos, se caracterizó por una radicalización
de las interpretaciones liberal-conservadoras, las lecturas sobre las masas y las elites se

192
redefinirían en términos de un clivaje agonal, donde las masas eran interpretadas tanto desde
lecturas de criterios cientificistas y ensayistas como desde una renovación de los cánones de
inspiración religiosa que analizamos en el capítulo previo. Como hemos analizado en el
capítulo previo, la apelación a la idea de persona humana fue el punto álgido de una
construcción prolongada: la dicotomía entre elites y masas. La problemática tomó, como se ha
apreciado, inflexiones diversas en torno a distintos ejes, pero siempre en un marco oposicional.
Como se expuso a lo largo del capítulo, la pregunta por los modos de la democracia, en tanto
construcción de sujetos políticos, atravesaba estos debates, y se articulaba con el tema que
trataremos a continuación: la problemática del Estado. Leído como el modo moderno de
organización política de la sociedad dicotómica, la continuidad entre el clivaje elites-masas y
las formas de la democracia con la cuestión del rol estatal será un eje central de intervención
de nuestros intelectuales, como veremos a continuación.

193
CAPÍTULO V:
EN GUARDIA CONTRA EL LEVIATÁN165
El Estado y las formas del vivir juntos

La institución –y las significaciones imaginarias que


ella encarna– sólo puede existir si se conserva, si es
apta para sobrevivir: la tautología darwiniana
encuentra aquí también un terreno fecundo de
aplicación. Se conserva también mediante el poder, y
ese poder existe en primer lugar como infra-poder
radical, siempre implícito.
-Cornelius Castoriadis.

El Estado como problema ocupó un lugar central cuanto multiforme en las intervenciones de
los intelectuales liberal-conservadores. Forma política amenazante, concepto vertebrador del
peronismo con los totalitarismos europeos, construcción inseparable de la articulación
constitucional, límite de las preguntas por la democracia, el Estado fue un tópico que atravesó
múltiples sentidos en nuestros autores, como una interrogación constante por las formas del
vivir juntos. Monstruo político tanto como espacio de la democracia, la concepción estatalista
de estos autores supuso un complejo abanico de conceptualizaciones, marcado por una
multiplicidad de abordajes y quiebres tanto como por líneas de lectura de prolongada
constancia.
Ese espacio temático, amplio y surcado por interrogaciones, proposiciones y tonos de
muy diverso tenor configuró un movimiento que se estructuró con un orden interno cuyos
puntos centrales se movieron en un espacio temporal-temático que, si bien apareció
estructurado por los ejes que delimitan las partes de este capítulo, se halla retrospectivamente
menos cerrado que los tópicos que hemos mostrado en cada uno de los capítulos previos. Por
esa misma lógica expositiva de nuestros autores, podrán apreciarse dos rasgos ausentes en los

165
El título proviene de una columna de opinión de un autor cercano a nuestros intelectuales, Raúl Abdala, en el
diario donde más escribieron: La Prensa (1976).

194
dos capítulos previos. Primero, la centralidad temática de una lectura constitucionalista del
Estado que actuó como un particular eje, tanto temático como temporal, de lo aquí tratado.
Segundo, la falta de una progresiva profundización de los diagnósticos sombríos para
mediados de los setenta, sobre la cual articulamos un principio explicativo en este capítulo
que se articulará con el capítulo siguiente. En dicho sentido, entonces, en primer lugar
analizaremos las intervenciones sobre el Estado como forma política ligada a las reflexiones
en torno al inmediato posperonismo y sus entramados con la cuestión totalitaria que fue
central en tal período, hasta los primeros años de la década del sesenta. Posteriormente, nos
ocuparemos de las amplias construcciones en torno a las ficciones políticas atinentes a las
concepciones que la figura estatal supuso entre el grupo de autores que nos ocupan, cuestión
especialmente central en toda la larga década de 1960. Finalmente, abordaremos las
relaciones entre Estado y democracia que tuvieron un lugar destacado en la etapa final del
ciclo considerado en esta tesis.

1-MEMORIA DEL MIEDO: EL ESTADO PERONISTA EN EL ESPEJO


EUROPEO

Como se ha expuesto en los capítulos previos, las experiencias de los nacionalismos radicales
europeos, tramados analíticamente en torno a los fascismos, fueron para los intelectuales del
liberal-conservadurismo argentino claves de interpretación del decenio peronista y de los
antagonismos de la hora histórica. En efecto, las lecturas prefiguradas sobre criterios agonales
propias de los años de la Segunda Guerra Mundial que recorrieron a diversos actores sociales
desde aún antes de la elección de Juan Perón en la primera magistratura, configuraron un
primer eje sobre el cual pueden comprenderse las interpretaciones de nuestros actores. El
segundo fundamento estuvo colocado en las propias reformulaciones que las intervenciones
de nuestros actores realizaron sobre una serie de tópicos que se entroncaban con el Estado
como centro temático. Así, estas dos líneas centrales expusieron tanto las diversas instancias
en las cuales se expresó la crisis del liberalismo en la Argentina que, como ha destacado
Andrés Bisso, explicó una serie de convergencias de ideas no plenamente homologables

195
(2005: 13). Justamente sobre tales articulaciones se conformó un espacio que permitió que el
antifascismo atravesara muchas de las líneas rectoras del posterior antiperonismo, incluso
después del momento en el que, derrocado Perón, las diferencias del heterogéneo conjunto
antiperonista estallaron sin posibilidad de conciliación inmediata (Spinelli, 2005; Fiorucci,
2011)166. De allí, entonces, el peculiar marco destacado por el propio Bisso:

Surgido como una apelación novedosa, producida por las circunstancias que deparaba
el mundo en los años treinta con la internacionalización del fascismo y del
antifascismo, el antifascismo argentino intentó –desde su surgimiento– conciliar su
carácter de nueva prédica movilizadora con un discurso genealógico que lo situara
dentro de ciertas coordenadas de cultura política establecidas y reconocibles. Dentro
de las influencias posibles, resultó ser la tradición liberal histórica, la que más
fuertemente conferiría al movimiento antifascista un anclaje en los orígenes patrios,
haciéndolo partícipe de sus figuras y creencias.
Como contrapartida, la prédica antifascista creaba una renovada épica para los
sectores liberal-democráticos, atosigados por el clima de estancamiento que la
república de la restauración conservadora había sabido imponer al ritmo de la vida
política argentina durante el justismo (2005: 58).

Precisamente, el impacto de la Segunda Guerra Mundial implicó en los espacios intelectuales


la adopción de un criterio analítico basado en un clivaje, donde “el mismo contexto local pasó
a ser leído con la matriz con que se interpretaba el conflicto mundial: una lucha entre
fascismo y democracia”, como señaló Flavia Fiorucci (2011: 68). En tal sentido, la
persistencia del antiperonismo y las fórmulas por medio de las cuales se lo identificó con los
fascismos y luego también con el estalinismo, para acabar entroncándolo en una multiforme
familia de experiencias leídas bajo el signo del totalitarismo, fue uno de los modos centrales
que explican las maneras muy propias por medio de las cuales nuestros autores produjeron su
particular “invención del peronismo” (Neiburg, 1998). Al mismo tiempo, el sinuoso recorrido
conceptual que los intelectuales liberal-conservadores realizaron en torno a la serie de
asimilaciones entre fascismo, peronismo y comunismo formó parte de una red extendida de
interpretaciones en torno a la cuestión del totalitarismo. Abrir surcos en ese concepto era parte
de dicha particular creación intelectual del peronismo en estos intelectuales. Si tal
funcionamiento grupal tuvo la densidad que hemos analizado previamente y veremos también
luego, lo fue en lugar central por el carácter matricial que dicha construcción agonal.
Efectivamente, ello implicó introducir las categorías del conflicto mundial a la realidad
política nacional, en momentos en los cuales nuestros actores estaban en sus etapas formativas
o dando sus primeros pasos en la vida pública. Por lo tanto, el carácter rector de esta división
166
Si bien ya ha quedado relativamente anticuado por el desarrollo de nuevas investigaciones, puede verse un
estado de la cuestión del antifascismo en Pasolini (2004).

196
implicó uno de los modos sobre los cuales se intentó resolver la crisis del liberalismo, tanto en
su sentido global como en su derrotero argentino. La asimilación de la deriva de la
democracia, que para estos intelectuales había llegado a su punto límite con el ascenso de los
fascismos y la década peronista, con la propia crisis del liberal-conservadurismo tutelar será la
llave maestra de este tipo de interpretaciones. Así, no sólo las experiencias históricas, los
estilos políticos o las construcciones sociales de las dictaduras europeas y el populismo
argentino aparecían jugando en un sistema relacional que podía ir desde el epíteto militante a
la formulación erudita o desde las agrias desconsideraciones a las construcciones teóricas
alambicadas, sino que el propio concepto de democracia giraba, como vimos, en torno a ejes
donde la puja aparecía connotada o crudamente explícita. Precisamente, era la idea de
democracia la que traspasaba diversas lecturas que, en nuestros autores, implicaban las
diferentes formas de abordar las cuestiones ligadas al Estado y los modos del vivir juntos,
como se verá no sólo en este sino en los dos apartados siguientes de este capítulo. En tal
sentido, las lecturas del peronismo en el espejo europeo serán la base que, amparada en los
trazos del antifascismo previo, configurará las posteriores inflexiones que la problemática del
Estado suscitaría en las décadas siguientes.

Pintarlo de negro: el peronismo como una forma totalitaria

Las construcciones argumentativas centradas en la asimilación del peronismo a las formas


totalitarias fueron múltiples, pero centradas en dos grandes líneas: las que veían en el
populismo un fenómeno del mismo tipo que los totalitarismos, y aquellas que privilegiaban
leer al peronismo como un régimen colaboracionista con los fascismos o bien proponían la
posibilidad de un populismo entroncado con el comunismo. Mientras las primeras hacían foco
en la detección de presuntas líneas de continuidad entre el justicialismo y, centralmente, el
fascismo italiano, el nazismo alemán y el estalinismo soviético, las segundas no se centraban
en el plano de la identidad política sino en la denuncia de un gobierno con prácticas espurias o
en una construcción retrospectiva marcada por las inquietudes de la hora167. Nuestros autores

167
Una serie diversa de análisis en torno a cuestiones convergentes con estos dos ejes puede consultarse en
García Sebastiani (2006); Klich (2002), Klich y Buchrucker, (2009). Muchos de los tópicos y construcciones
intelectuales de nuestros actores en torno a tales puntos eran compartidos por un basamento consensual
antifascista devenido luego antiperonista (Bisso, 2005; Fiorucci, 2011). Pueden verse con provecho los estudios
sobre estas representaciones en el socialismo argentino efectuadas por Ricardo Martínez Mazzola tramados sobre
la lectura del Partido Socialista como parte de la tradición liberal (2011a, 2011b).

197
se centraron decididamente en el primero de los dos ejes mayores, como se habrá notado
desde los tópicos que han sido relevados en las páginas precedentes, amén de la posterior
construcción identificatoria del peronismo con el comunismo. Pero, como hemos propuesto,
estas lecturas formaron parte de estrategias intelectuales de muy diverso sentido: desde
marcar límites en el espacio de las derechas o del catolicismo hasta producir metáforas sobre
el colectivismo y las masas. Como lo ha destacado Maristela Svampa, existió una clara línea
de lectura donde se señalaba que “el peronismo como totalitarismo había sido posible porque
tocaba las hondas raíces de una Argentina olvidada, invisibles hacía cierto tiempo, pero
presentes con toda su fuerza destructora y primitiva, en busca de la revancha” (2006: 338).
Ello no significa, sin embargo, que la cuestión del totalitarismo deba entenderse
siempre, necesariamente, por medio de una serie de clivajes como aquellos a los cuales hemos
atendido en los dos capítulos previos. Clave por sí mismo para tramar los diversos sentidos
que las interpretaciones del Estado tenían en nuestros actores, el estatus del tópico totalitario
fue aquí central y por ello se expresó de maneras muy diversas, entre las cuales volver al
problema peronista fue una de las más acuciantes. No sólo como manera de aportar una nueva
capa interpretativa al multiforme caso del populismo, sino como modo de reformular una de
las batallas de mayor densidad que nuestros actores entendían estar protagonizando, el
totalitarismo fue centralmente la llave conceptual capaz de vincular una miríada de
interpretaciones sobre la vida política nacional, capaz al mismo tiempo de llevar la puja
política a los clivajes del espacio internacional.
Enzo Traverso plasmó, en su análisis sobre el derrotero conceptual del totalitarismo,
cómo el ciclo de la Segunda Guerra Mundial fue marcado profundamente por las reflexiones
sobre dicho concepto. Fue clave, sostuvo el historiador, la recepción del concepto dentro del
pensamiento liberal cuando este se había visto enfrentado a la crisis y, en muchos casos,
también al derrumbe de las instituciones liberales (2001: 57-73). Por ello, al finalizar la
experiencia bélica, “el concepto de totalitarismo era todavía vago y ambiguo, objeto de usos
múltiples y contradictorios” (2001: 73), lo cual permitía a los autores liberal-conservadores un
margen de labilidad a la hora de aplicarlo al decenio justicialista y comparar el caso argentino
con las diversas opciones que, del nazismo al comunismo, aparecían dentro de sus estrategias
intelectuales. Si el término apareció marcando las intervenciones de nuestros autores en torno
a las relaciones entre la década peronista y los usos del totalitarismo como calificativo para
dicha experiencia, no se trataba sólo de una construcción parte de la puja política, sino de un
uso conceptual típico del momento y, por lo tanto, susceptible de usos tan diversos como
marcados por una fuerte cohesión política.

198
En 1956, Ambrosio Romero Carranza planteaba en la edición de una serie de
conferencias bajo el título de Qué es la Democracia Cristiana un tópico al que hemos
atendido previamente: el ideal de la unión entre la Iglesia católica y el Estado. Para el jurista,
dicha vinculación “siempre ha existido en nuestra patria haciendo su grandeza, dándole paz y
prosperidad, y no trayendo jamás inconvenientes de ninguna especie a ningún gobierno ni a
ningún habitante de la república” (1956: 97). Romero Carranza era en ese momento miembro
de la Cámara Federal de Apelaciones, a la cual había sido reintegrado por la “Libertadora”
tras haber sido dejado cesante en 1949 por el peronismo, y acababa de ganar la titularidad de
la cátedra de Derecho Político en la UBA. Es decir, era un actor intelectual de relieve y
ocupaba un importante sitio en el entramado estatal. Desde esa doble autoridad, las posiciones
expuestas en sus conferencias, a la vez de fuerte impronta doctrinario-partidaria, resultan
especialmente notorias. Allí consideraba que el “respeto que en la Argentina se han profesado
mutuamente Estado e Iglesia” sólo había sido “enturbiado por cortos momentos en el siglo
pasado (en tiempos de la reforma rivadaviana, y durante la primera presidencia del general
Julio A. Roca)”, por lo que “únicamente en el año 1955 nuestro pueblo ha contemplado,
estupefacto e indignado, cómo se desataba en la Argentina una absurda y condenable
persecución religiosa” (1956: 97). Esta postura, para el jurista, implicaba reconocer que la
“grandeza” de la Inglaterra decimonónica, tanto como la de los Estados Unidos en la
actualidad de su sentencia, descansaban en “una estrecha alianza entre las convicciones
políticas y las creencias cristianas de sus connacionales. Y esa alianza ha impedido las
desastrosas consecuencias de aquella separación” (1956: 98) 168 . Al mismo tiempo, debía
entenderse que “unión del Estado con la Iglesia no significa intolerancia ni persecución
religiosa” (1956: 98). Se trataba, entonces, de un vínculo que no era de tipo único, como lo
atestiguaban los siempre citados casos inglés y norteamericano, pero que en la Argentina tenía
una tradición que se había probado sabia. El punto central era que dicha imbricación
“consistió en quitar al Estado la potestad espiritual que se había atribuido sobre las
conciencias de los seres humanos”: el eje no era separar poderes sino evitar la separación
moral de Estado e Iglesia (1956: 99). En esa potestad que el Estado podría arrogarse sin el
marco ético de la religión, estaba la fuente de la problemática totalitaria, en tanto Romero
Carranza construía aquí una metáfora sobre los regímenes del fascismo y del comunismo, que

168
Remitimos a lo que hemos señalado en torno de las operaciones de reformulación de la cuestión católica en el
tercer capítulo, en tanto la recuperación de la tradición liberal no estaba exenta de complejidades como la
referencia, no profundizada, al momento rivadaviano y al gobierno que inició el ciclo ochentista, y las
diferencias expresivas que estas suscitan a la hora de los calificativos con respecto a la experiencia del
peronismo.

199
serían aquellos que producían un orden que establecía “una pretendida supremacía del poder
civil”, por lo que enfatizaba que cada modelo “no depende de otro principio que del arbitrio o
del pretendido interés del poder civil de la coacción brutal” (1956: 101).
El poder civil era abordado aquí como problema que remitía a las formas totalitarias
en tanto el plano civil podía devorar la esfera religiosa, entendida como ámbito intimísimo del
sujeto. Esta era una cuestión central en tanto podía determinar dos tipos contrapuestos de
modalidad de resolución de las relaciones entre el sujeto y el Estado. Un primer punto de esta
oposición era aquel donde la órbita individual podía servir como refugio ante los fenómenos
que la negaban, y desde allí imponerse posteriormente. Así había sido, señalaba Romero
Carranza, cuando “Rosas y Perón destruyeron la forma republicana para gobernar
autocráticamente, pero el espíritu demócrata argentino no murió durante sus tiranías y,
concluyendo por imponerse, derrocó a los dos tiranos” (1956: 155). Esta afirmación, muy
similar a la que meses antes proponía Víctor Massuh en el ya citado artículo de Sur del mismo
1955, donde la democracia era una suerte de pasaje sinuoso que podía tanto brillar como
opacarse pero era parte de un destino, destacaba la lectura hegeliana en sentido liberal,
distinta a la que el propio autor criticaba, como vimos, en la interpretación marxista. La
segunda instancia de tal clivaje era donde, precisamente en torno al lugar del sujeto, podía
articularse un malentendido: la confusión entre un liberalismo auténtico y uno falaz,
representada en el trastorno de la libertad en libertinaje. En efecto, dicha modalidad era
advertida por el jurista señalando el peligro de entender por liberal

partidario de una libertad ilimitada, de una ‘libertad con facultades extraordinarias’


–según la frase de Félix Frías–; y asimismo podrá ser catalogada de antiliberal si por
liberalismo se entiende el liberalismo irreligioso y exagerado que engendró,
directamente, el individualismo, el jacobinismo, el capitalismo individualista y el
anarquismo, y que por reacción engendró, indirectamente, el colectivismo marxista.
La democracia cristiana rechaza ese liberalismo por considerarlo un error
social anticristiano y antidemocrático que ha sido causa preponderante del nacimiento
de todos esos males que hoy afligen a la humanidad (1956: 161).

Por ello mismo, la conjunción liberal-cristianodemócrata debía estar alejada de las posiciones
extremas que, a izquierda y derecha, eran entendidas como contrarias a un equilibrio como el
sustentado por esta lectura. Debía ser claro que dicha vinculación entre liberalismo y
democracia cristiana debía luchar “contra todo despotismo”, comprendiendo que “el
totalitarismo ha explotado hábilmente” las consecuencias del esquema divisor izquierda-
derecha (1956: 217). Dicha división, en efecto, señalaba el autor citando a Christopher

200
Dawson169, era precedente al totalitarismo contemporáneo, pero tenía con este una inquietante
marca de continuidad:

[S]e originó en la Revolución Francesa a la sombra de la guillotina y bajo el reinado


del terror, en una época en que la política se mezclaba con la guerra civil, y cuando la
técnica totalitaria de purgas, liquidaciones y dictaduras de un único partido, se
desarrollaba por vez primera (1956: 218).

Cuidado, enfatizaba Romero Carranza: la Revolución Francesa había prometido democracia


cristiana pero había dado “un régimen de terror y ateísmo”, donde las bases de liberté, egalité,
fraternité habían sido “falseadas por políticos demagogos que buscaban seducir al pueblo”,
dando lugar a “expresiones de odio que incitaban a la venganza y a la lucha de clases” (1956:
219). La prístina metáfora sobre el peronismo, cuando hemos relevado previamente las
opciones teóricas del constitucionalista, se hacía patente en diversos planos, de los cuales el
del engaño era clave central. En efecto, las posiciones de nuestros autores, en torno de un
liberal-conservadurismo basado en las formas de racionalidad y transparencia, deploraban
aquellas vertientes que entendían como mascaradas que, enunciando una concepción,
pergeñaban otra: allí estaba también el eje totalitario. El engaño, como bloqueo de la
necesaria visibilidad política que permitía racionalizar lo público, era entonces un arma
totalitaria. Al mismo tiempo, la referencia crítica al clivaje izquierda-derecha encontraba una
referencia en los debates que, en esos mismos años, se producían en torno a los usos del
totalitarismo como parte de una compleja red de posicionamientos políticos, en especial desde
las derechas liberales y conservadoras (Traverso, 2001: 83-110).
Tales implicancias del recorrido argumentativo realizado por Romero Carranza
aparecían graficadas por su colega Segundo Linares Quintana, quien también vinculaba
totalitarismo y peronismo. Al analizar lo que postulaba como el juego entre discursos y
realidades en torno del régimen económico-político de la Constitución Nacional reformada
por el peronismo, el jurista ingresaba también en un espacio temático caro a los intelectuales
vinculados a la economía que analizamos en este trabajo. La posición de Linares Quintana, en
efecto, se ocupaba de las implicancias constitucionales no sólo entendiendo al Estado como
parte del pacto constituyente, lo que será una visión muy clara años luego, como se verá, sino
que entramaba economía y Estado: dos puntos centrales en el momento de debate sobre qué

169
La referencia a Dawson era sobre el texto “La falacia de izquierdas y derechas”, editado en la revista católica
Orientación Social. No había para ese año aún un libro del historiador inglés editado ni en nuestro país ni en
castellano, sin embargo Romero Carranza, que no menciona otras obras del autor, escribe en convergencia con la
concepción hegeliano-espiritualista del autor que luego será retomada y transformada por García Venturini.

201
hacer con la herencia peronista. Y este punto era clave en tanto, incluso para los autores
centrados en cuestiones económicas como Alsogaray, Benegas Lynch, García Belsunce o
Sánchez Sañudo, lo que aparecía enmarcando las lecturas económicas era la cuestión del
Estado como forma de organización social y política.

Pese a lo frecuente de la afirmación de que las normas constitucionales sancionadas


en 1949, sobre el régimen económico, no harían sino consagrar una posición
intermedia y de equilibrio entre las dos extremas, el examen sereno y objetivo del
sistema que ellas instituyen lleva a la convicción de que, lejos de adoptar tal criterio
transaccional, se enrolan decididamente en la concepción estatista que atribuye al
Estado amplios poderes de intervención y dirección en la actividad económica,
restringiendo sensiblemente la iniciativa privada, hasta casi anularla” (1956: 248)170.

Tras basarse en discursos de constituyentes peronistas y del propio Perón para probar su
afirmación, Linares Quintana definía como “importantes medidas” las realizadas por la
“Revolución Libertadora” en torno a frenar el estatismo. La tensión entre totalitarismo y
dictadura, entre el peronismo como régimen y el gobierno de facto que llega para sanear la
experiencia pasada, aparecía claramente resuelta en nuestros autores. De lo que se trataba,
entonces, era de mostrar cómo el peronismo permitía dejar en claro una serie de diferencias de
contenido teórico que el autor mencionaba previamente en su obra, en busca de asimilar la
experiencia populista con las diversas formas políticas opresivas que analizaba en su tratado.
El abogado, posteriormente, publicó un trabajo en dos tomos dedicado a las
problemáticas del gobierno y la administración del Estado nacional. Allí marcaba que dentro
de las teorías sobre la finalidad del Estado no debía confundirse entre intervencionismo y
socialismo, tendencias sin embargo que “que tienen de común la aspiración a ampliar la esfera
estatal” (1959: 30). Pero advertía luego sobre el crecimiento del Estado y la posibilidad de
que ello ahogase al resto de órbitas sociales: “En pocas palabras, la economía dirigida llegó a
sofocar la iniciativa privada, allanando, evidentemente, la libertad individual” (1959: 34).

El intervencionismo del Estado alcanzó su apogeo moderno en los años


inmediatamente anteriores a la reciente guerra mundial, en los países totalitarios, en
los que todos los derechos individuales sucumbieron ante el interés del gigantesco y
terrible monstruo devorador del individuo que llegó a ser el Estado. Lo que no
significa que el intervencionismo y la planificación no alcanzaran también poderoso
desenvolvimiento en las naciones democráticas (1959: 34).

170
Esto no obsta que Linares Quintana aceptara un espacio de regulación de la propiedad entre el sujeto y la
sociedad, entendido como equilibrio (1959: 258-259).

202
La conclusión de Linares Quintana, por lo tanto, era tan drástica como doctrinaria: “En
verdad, la libertad política es inseparable de la libertad económica” (1959: 34). La clave de la
lectura en torno de la idea de libertad aparecía como llave teórica que podía abrir diversos
espacios temáticos, más allá de la remisión al problema de la libertad económica, presente en
nuestros autores pero casi indefectiblemente como parte de un esquema más complejo en
torno a las categorías políticas. Como señalamos, la economía como tópico aparecía
problematizada dentro de las implicancias del Estado como objeto de reflexión, capaz por lo
tanto de fluctuar entre diversos modos de intervención. Dicha particularidad era expuesta ese
mismo año por Horacio García Belsunce. Por medio de un deliberado y marcado giro del
lenguaje, al analizar las implicancias de un Estado en crecimiento y las “nuevas concepciones
políticas acerca de la función estatal”, señalaba desde las ópticas de su especialidad, el
Derecho Fiscal:

Aún en el estado liberal, en que la política económica es realizada por los individuos
a través de sus decisiones personales y los estímulos económicos provienen
exclusivamente de las fuerzas que rigen el mercado, no se ha podido prescindir de una
cierta intervención en la vida económica, que más que intervención deberíamos
llamar regulación, y que se evidencia a través de la actividad fiscal, el mecanismo
monetario y el comercio exterior (1959: 9-10).

La aclaración correctiva desde la concepción intervencionista a la reguladora establecía la


diferencia entre, “una política intervencionista o liberal, porque aún en ésta –que es la que
sostenemos– la actividad fiscal aunque más reducida produce efectos y determinaciones sobre
la economía privada” (1959: 11). Este tipo de giros alejados de cualquier idealismo liberal,
que tendrá una de sus más notorias manifestaciones una década luego mediante las
teorizaciones de Alsogaray en torno a las relaciones entre diversos tipos de nacionalismo y
liberalismo, marcaban las crudas asunciones sobre los límites de la economía leída en sentido
clásico. Pero, en una operación característica de nuestros autores, García Belsunce planteaba
esta concepción realista como base para promover un programa, una concepción de los usos
del Estado que, justamente desde los asertos previamente marcados, promovía una cuidadosa
línea donde era clave la concepción de libertad negativa. Tópico, este, que comenzaba a
aparecer como un dato ineludible de inflexiones muy diversas en los análisis liberal-
conservadores y que, en una serie de sentidos como los que nuestros actores le imprimían a
sus diagnósticos, los alejaba de las ya muy extendidas bases neoliberales que giraban sobre
dichas concepciones (Nash, 1987; Morresi, 2005).

203
La capacidad analítica de la idea de libertad negativa, justamente, estaba en dicha
etapa consolidándose entre nuestros autores. En ese mismo sentido, bajo dicha centralidad
analítica de la libertad en formato negativo, se entramaban, por ejemplo, las interpretaciones
de una concepción cara al ideario peronista como era la idea de verticalismo, como lo
interpretaba Mario Justo López en Sur. Vimos previamente la centralidad que este jurista
otorgaba al Poder Legislativo en su concepción de la vida política, y desde dicha concepción
señalaba que el peronismo había quebrado la división de poderes, y mediante tal ruptura “el
partido político del presidente de la república tuvo unanimidad en el senado y abrumadora
mayoría en la cámara de diputados. Le viene bien, pues, a ese parlamento, el calificativo de
‘peronista’” (1960: 113). López no se refería a cómo el oficialismo justicialista había logrado
tal composición de los cuerpos parlamentarios, sino que apuntaba a su funcionamiento, de ahí
que el verticalismo que el abogado endilgaba a los legisladores peronistas lo llevara a
calificarlo como un Parlamento de la “inanidad” (1960: 113). De hecho, nuestro autor
postulaba la existencia de una fecha clave, el 18 de abril de 1953:

En esa oportunidad, los legisladores peronistas declararon que apoyaban ‘todas las
medidas que el `libertador de la República` creyera necesario adoptar para afianzar la
obra de la revolución peronista, eliminando los obstáculos que se opongan al
cumplimiento de tan patriótica finalidad, procediendo de acuerdo a su altísimo
criterio y serena voluntad, y obedeciendo únicamente los dictados de su pensamiento
y de su convicción’. Era lo mismo que contraer el compromiso de conceder al
presidente facultades extraordinarias y la suma del poder público. Todo lo demás vino
por añadidura171 (1960: 113-114).

López marcaba el momento en el cual desde uno de los poderes políticos la propia división de
poderes se negaba, entregando al líder el poder total, además por medio de una serie de
discursos donde “[e]n materia de adulación y servilismo con respecto a las personas del
presidente y su señora esposa, la acción de los legisladores excedió todos los límites” (1960:
114). En ese momento fundacional del totalitarismo, según lo entendía el abogado, los
legisladores negaban no sólo la división de poderes, sino que con ello tachaban sus propias
figuras institucionales dentro del orden representativo:

Aquellos legisladores no fueron representantes de la nación; fueron –se


autoproclamaron– ‘hombres de Perón’. No fueron intérpretes ni guías del pueblo. No
investigaron ni controlaron nada. No cumplieron función docente alguna. No

171
Nótese el recurso de escritura del uso de minúsculas en la prosa de López para señalar el carácter no
republicano en el peronismo, frente a la reproducción de la mayúscula de los discursos justicialistas, así como el
entrecomillado irónico sobre la figura de Perón. En autores poco dados a este tipo de registro, no es un hecho
menor que se trate de una publicación en Sur, revista muy apegada a giros de este talante.

204
constituyeron un poder del gobierno. Fueron un coro dócil y monótono, como aquel
que describió George Orwell en su Animal Farm (…). El parlamento argentino –y
con él, el país–, el país argentino –y con él, el parlamento–, habían llegado a su mayor
degradación (1960: 114).

El reemplazo de la Nación por el líder era el punto que culminaba la progresión totalitaria, en
tanto Perón pasaba a ser el vértice de un sistema político: no se trataba ya del Estado-Nación
sino del Estado-Sujeto. Cuestión central de la concepción de nuestros autores, el personalismo
de los liderazgos políticos era una clave de lectura del totalitarismo ya que, como señalaba
López luego: “Dominan en los significados diversos de soberanía, las ideas de supremacía e
independencia. Por otra parte, la soberanía estatal no consiste tanto en el poder de dominación
como en el de dominación sobre sí: autonomía”172 (1960: 37). De ahí el peso de la alusión a la
novela de George Orwell y el claro entramado con la idea de totalitarismo.
La autonomía, precisamente, aparecía en el texto de López más similar a las
consideraciones liberales clásicas en torno a la autonomía de los sujetos e incluso a los
presupuestos sobre las relaciones internacionales a los cuales había lanzado célebres críticas
el muy denostado Carl Schmitt173. Tanto el personalismo como la autonomía recogían un
espacio de concepciones donde se apostrofaba no el sistema sino los modos políticos que se
entendían como partes de una experiencia totalitaria. Así, en 1962174, Germán Bidart Campos
abordaba la idea de totalitarismo explicitando ciertas lecturas muy presentes en el liberal-
conservadurismo: aquellas que identificaban al peronismo no con las generalidades
conceptuales sino con diversos modos políticos totalitarios. Si, como veremos en el siguiente
apartado y mencionamos previamente, para ciertos intelectuales en los cuales el eje analítico
era la cuestión de la economía y desde allí se leía al intervencionismo como forma

172
En tal sentido, la caracterización del Estado se forja sobre un tópico característico del pensamiento liberal: la
idea de autonomía. Así, el eje sobre una libertad positiva aparece como el configurador de la lógica estatal. Si la
autonomía de los sujetos aparece como la base de una sociedad libre entendida desde la libertad positiva, que
esta sea la determinante de la estatalidad era en esta idea una consecuencia lógica de comprender al Estado como
construcción de la propia sociedad determinada por dichas relaciones autónomas. El peso de la idea de libertad
negativa, por su parte, trama la concepción del Estado como no dominación. Pueden verse los tópicos sobre
libertad positiva y negativa en Berlin (1988) y las polémicas sobre la dominación y autonomía en Pettit (1999).
Ver, asimismo, Skinner (2004).
173
Las lecturas schmittianas en torno a la idea de pluralidad entre los Estados, así como su lectura del concepto
genérico de humanidad como no político, configuran diversas intervenciones liberal-conservadoras,
necesariamente pluralistas, internacionalistas y promotoras de una lectura humanista que, en ese sentido, deja de
lado el concepto conflictivista schmittiano. Nuevamente, si bien por la contraria, encontramos las estrategias de
lecturas en clave del prusiano, que hemos destacado desde Dotti (2000).
174
Debe considerarse que la obra Derecho político, editada originalmente en 1962, a partir de su quinta edición
cambia su nombre por Lecciones elementales de política, en 1973. Bidart Campos señala que el motivo fue que
“creemos superada la contradicción entre Derecho Político y Ciencia Política, dado el enfoque con que
analizamos la segunda” (1973a: 9).

205
protototalitaria, en la propuesta de Bidart Campos la analogía se trasladaba al estatismo como
modo político:

El estatismo y el totalitarismo proponen como fin del estado el bien y la grandeza del
propio estado, en el cual se supone que se encarna la nación, la raza, el proletariado,
etc. El estado interviene en todo, porque no se le escapa ningún ámbito de la vida
personal y de la vida social. Diríamos que se introduce por todos los poros de la
sociedad y que se infiltra en todas las actividades humanas. El hombre queda
denigrado, y convertido en una herramienta del estado. ‘Todo en el estado, nada fuera
del estado, nada contra el estado, todo para el estado’ (1973: 194).

En tal sentido, la lectura del peronismo como estatismo constituía una de las formas en las
cuales la experiencia justicialista pasaba a formar parte del complejo juego de cruces con los
fascismos y totalitarismos, en tanto, además, de inmediato el autor pasaba a proponer al
liberalismo como aquella doctrina que “achica el fin del estado exclusivamente para la
defensa de los derechos individuales” (1973: 194). Pero, al mismo tiempo, y como vimos
previamente, advertía sobre el problema cuando “[e]l liberalismo deriva hacia el
individualismo, entendido como negación de la función social de la persona humana y de sus
derechos”, por lo cual debía rescatarse la concepción aristotélico-tomista del bien común, tal
como lo entienden las doctrinas cristianas (1973: 194-195). Como lo habíamos visto
previamente, en Ambrosio Romero Carranza aparecía esta alusión indirecta al peronismo en
tanto lucha entre un Estado humanista identificado en las ligazones del liberalismo y el
cristianismo y un Estado nacionalista, construcción similar a la plasmada aquí por su colega.
Este tipo de construcciones, sin embargo, tendrán una serie de giros en los años siguientes, en
tanto comenzaba un “eclipse” conceptual de los usos del totalitarismo que, como ha expuesto
Traverso (2001: 111-128), se terminaría de plasmar sobre el final de la década de los sesenta y,
casi en el mismo movimiento, se abriría camino una repregunta por las consecuencias de los
modelos comunistas, línea interpretativa sobre la cual se posarían las intervenciones de
nuestros autores. Ello, sin dejar de lado que tanto las operaciones precedentes sobre el
peronismo como las posteriores representaciones de la cuestión del Estado como amenaza
configuraban, centralmente, un discurso de sí propio de las concepciones de democracia
liberal175. Eje central de la hora, los abordajes a la cuestión del totalitarismo signaban cómo se
construía la otredad ideológica que reforzaba las propias posturas, un afuera constitutivo de

175
Traverso toma del autor francés Jean-Yves Potel la idea de que las democracias liberales de Occidente
efectuaban un discurso de sí en lugar de un análisis concreto de los procesos del “socialismo real” que, como
destaca el italiano, aparecía en un momento en el cual el concepto de totalitarismo era útil como arma de lucha
política y controversial como categoría de análisis (Traverso, 2001: 128).

206
gran presencia en las estrategias de los intelectuales que nos ocupan. Desde las intervenciones
de batalla hasta las formulaciones teóricas, pasando por los análisis situacionales, las
operaciones en torno a la identificación multiforme de una otredad política se configuraron
como una de las modalidades de intervención más presentes en lo que era, a las claras, una
concepción agonal de los conflictos políticos, pero que poseía más de un rostro y modos de
expresión.

2-FICCIONES IMAGINADAS: SUJETO, CONSTITUCIÓN Y ESTADO

Interpretar al Estado implicó, para nuestros actores, hacerlo en torno a una serie de categorías
que, centradas en las ideas de sujeto y de Constitución, ingresaban dicho concepto en una
trama interpretativa relacional. Construcciones de este tipo habían sido centrales a partir de la
década de 1930 en diversas corrientes: desde el catolicismo político que advertía sobre las
consecuencias del reemplazo de Dios implicado en la “Estadolatría”, a las inflexiones que,
desde ese momento, comenzaban a tramar el giro neoliberal del liberalismo, y dejaron
profundas marcas en el intercambio teórico con las pautas de los autores liberal-
conservadores 176 . Pasando por la redefinición de los propios postulados ligados al
constitucionalismo que siguieron al derrocamiento de Perón y las alternativas de la disyuntiva
modernizadora, el Estado aparecía como cuestión clave en medio de una serie de posiciones
de relativa complejidad. Como hemos visto en el tercer capítulo, la primacía de la identidad
política de nuestros autores y su rol como católicos descentrados los llevó a posiciones de
diferenciación e incluso antagonismo con la Iglesia, con lo cual las implicancias del paso “del
Estado liberal a la Nación católica” (Zanatta, 2005) fueron una base problemática que
retornaba en sus construcciones intelectuales de modo tangencial. En efecto, al identificarse
una serie de problemáticas propias de aquellos años, se buscaba englobar la experiencia bajo
marcas lateralizadas a estos centros, en general en torno a culpabilizar al nacionalismo, lo cual
implicaba una estrategia a dos bandas. En primer lugar, la recurrente puja con el nacionalismo

176
Pueden verse dichos focos como puntos extremos de la tensión al interior de las derechas argentinas, con
epicentro en la década de 1930, donde el catolicismo nacionalista llega al cénit de sus intervenciones ideológicas
y comienzan, muy lentamente, las recepciones del neoliberalimo (Bohoslavsky y Morresi, 2011).

207
como modo de definir el faccionalismo al interior de las derechas. En segundo término, como
modo de no reflotar una serie de conflictos ligados a la cuestión religiosa que parecían haber
sido saldados, al menos desde las intervenciones directas, en los inmediatos años del
posperonismo, como ya hemos dado cuenta.
En ese sentido, el momento en el cual el recurso, insistimos, transversal y perdurable,
de mirar al peronismo en el espejo europeo hubo cerrado su primer y mayor ciclo, llevó a una
serie de reposiciones de puntos ya existentes y determinantes de aquella operación. En
concreto, puntos nodales de la concepción liberal-conservadora como las ideas de orden y
libertad comenzaron a plantearse, de modos directos o por medio de construcciones indirectas,
como ordenadores de las intervenciones. Así, el peronismo podía retornar como problema
pero a costa de aparecer en una cadena analítica que lo superase y que, a su vez, conllevara las
típicas operaciones dicotómicas de nuestros autores. El punto central, sin embargo, estaba
colocado en las distintas alternativas que entornaban una lectura sobre la idea constituyente
del Estado: entre la naturaleza y el Derecho, entre el sujeto y la historia, diversos eran los ejes
que podían conducir a dichas interpretaciones. Carecemos sin embargo, desde las Ciencias
Sociales, de investigaciones sustanciales sobre el pensamiento constitucional argentino de la
segunda mitad del siglo XX que nos permitan establecer diálogos con las propuestas de
nuestros actores, inusuales en el grueso de las derechas locales de la etapa pero también en el
más amplio mapa de la intelectualidad argentina. El gesto de reposicionar diversos clivajes de
lecturas sobre, en palabras del propio Linares Quintana, “la Nación Argentina hecha ley”
(1971a) en tanto concepción constituyente del Estado, empero, se muestra de un relieve
particular justamente por esa escases de material comparativo y, pese a ella, permite cierto
desarrollo en diálogo con otros análisis sobre cuestiones atinentes.

El juego de máscaras: la trama del Estado ante la libertad

Las formulaciones en torno a las amenazas del Estado sobre las órbitas del sujeto se
condensaban entre los intelectuales que nos ocupan por medio de un vocablo específico
siempre denotado, libertad, y de otro mayormente connotado, tradición. La operación,
muestra de la preeminencia de los conceptos liberales por sobre los conservadores, a la vez
que nueva puja, en sordina, al interior de las derechas177. Esta fórmula liberal-conservadora

177
La centralidad de la idea de tradición en las posiciones conservadoras más ligadas a las derechas nacionalistas
(Devoto, 2006), completa el sentido explicativo de esta lateralización como estrategia en las intervenciones de

208
por antonomasia era el punto nodal de las lecturas del Estado como Leviatán producidas por
nuestros actores, donde se enfatizaban los riesgos que podía correr la libertad ante la acción
estatal desembozada por fuera de los cánones que la tradición nacional había forjado.
Advertencias ante el crecimiento del monstruo estatal y recuperación de una tradición,
entonces, aparecían como los ejes simultáneos y convergentes de una serie de estrategias
intelectuales que permanentemente buscaban construir lógicas oposicionales entre el Estado
Leviatán y el Estado propuesto por estos autores. En tal sentido, la batalla era tanto inmediata
cuanto, en otra operación típica de los intelectuales que estamos estudiando, se entramaba con
un prolongado derrotero de lineamientos históricos. Como señalaba Alberto Benegas Lynch,
en Ideas sobre la Libertad, la polémica no estaba sólo colocada en torno a modelos opuestos,
sino a dejar en claro la oposición taxativa entre dichos modelos:

No obstante el menoscabo que sufre por efecto del autoritarismo, tan en boga en
nuestros tiempos, la libertad goza siempre de gran prestigio. Por eso, hasta los
dirigentes de los pueblos que han caído en el comunismo integral, en el fascismo o en
otras formas de intervencionismo estatal más o menos tiránicas, pretenden ser
partidarios de la libertad (1959b: 27).

Comunismo, fascismo e intervencionismo aparecían concatenados en una cadena cuyas


reminiscencias al peronismo se evidenciaban en la postulación de un comunismo “integral”:
la experiencia justicialista habría, así, conformado una versión imperfecta de los fenómenos
comunistas. Benegas Lynch, como vimos en el capítulo previo, estaba trazando, en el mismo
momento de esta intervención, líneas relacionales entre el populismo y el comunismo. Las
pautas centrales de la interpretación totalitaria volvían aquí a presentarse como las amenazas
sobre el sujeto, resultantes de la ampliación del Estado y el rol del liderazgo político:

En los tiempos contemporáneos los gobiernos han adquirido dimensiones enormes.


Los hay cuyas proporciones y amplitud de facultades de su burocracia política han
convertido al ciudadano en un ser casi irresponsable, carente de posibilidad de
elección y decisión en la mayor parte de los asuntos; casi todos los actos de su vida,
aun en las cuestiones más triviales, están decididos desde arriba; el ejercicio efectivo
del derecho de optar entre diferentes cursos de acción, llega a quedar reducido al acto
de elegir a los gobernantes. Y esto último, equivale muchas veces a elegir al amo que
regirá tiránica y despóticamente los destinos de la ciudadanía, y hasta en los menores
detalles de su vida diaria (1959b: 27)

los intelectuales liberal-conservadores. En tal sentido, a diferencia de lo analizado, por ejemplo, para el caso del
anticomunismo, podemos captar aquí una suerte de gramática subyacente.

209
Ello llevaba a que la situación de los totalitarismos de diverso grado fuera la de dar vuelta la
lógica de los gobiernos democráticos. De ahí su central peligrosidad, en tanto podían surgir de
las democracias y transformarse en su reverso. Connotada en estas palabras, aparecía la
lectura del autor sobre la experiencia peronista y el tipo de Estado nacional allí desarrollado:

La generalizada hipertrofia gubernamental hace olvidar a menudo los derechos


fundamentales del hombre, la razón de ser de la sociedad humana y la naturaleza de la
función de todo gobierno democrático respetuoso de la libertad. La costumbre nacida
de soportar durante largo tiempo pesadas burocracias políticas infunde la creencia de
que éstas constituyen algo inevitable; parece olvidarse que si la libertad ha de tener
vida, el gobierno debe ser un sirviente del hombre y no éste instrumento de aquél,
como ocurre en todos los Estados modernos, más o menos totalitarios (1959b: 27-28).

Si en estas intervenciones Benegas Lynch argumentaba desde un plano donde el eje aparecía
colocado en las potencialidades amenazantes del Estado sobre el sujeto, años luego lo haría
desde una óptica más específica, en este caso planteando directamente la cuestión de la
propiedad como un eje del modelo democrático. Así lo decía en un artículo aparecido en La
Prensa y reproducido en Estudios sobre la Libertad: “Con el tiempo, fue modificándose la
concepción original de la moderna democracia, destinada inicialmente a proteger la
propiedad” (1964: 13). A tal situación se había llegado, en la interpretación del economista,
debido a la deformación de la democracia implicada por la demagogia:

En todas partes, aunque con apreciables diferencias de grados, aparece el cáncer que
ataca a la democracia: la demagogia. El sufragio fue convertido, por aceptación de las
ideas colectivistas, en instrumento para engañar a las masas y sacrificar la propiedad,
buscando la igualdad económica, política esta que rebaja el nivel de vida de todos, es
contraria a la naturaleza e incompatible con la igualdad ante la ley (1964: 13-14).

Benegas Lynch tramaba su posición desde una óptica deontológica, en tanto marcaba un
deber ser de la democracia que, indicaba, había sido pervertido por la agitación de las
mayorías. En tal sentido, el autor retomaba, sin mencionarla, la clásica concepción de
Aristóteles (2004), en tanto se presentaba a la demagogia como una perversión de la
democracia. Como hemos visto a lo largo de la Tesis, la contradicción con las democracias
masivas era un motivo constante de la puja política: definir la democracia podía ser una
operación ligada a pensar las formas organizativas de una ética tramada por un basamento
religioso, releer la historia nacional como el sinuoso recorrido del ideal democrático o las
metáforas en torno a clásicos del pensamiento político moderno y contemporáneo, pero
siempre aparecía la marca, multiforme, de las democracias de masas como eje de la

210
problemática. Y si ello era así lo era en tanto las formas masivas desfiguraban la democracia
en nombre de la democracia: “Se perdió así el sentido que tuvieron originalmente los
gobiernos populares. Por procedimientos diversos, en nuestros tiempos, el voto popular es
utilizado con fines despóticos” (1964: 14). Había allí una nueva continuidad con el Benegas
Lynch que, a fines de la década previa, advertía sobre la imbricación entre populismo y
comunismo, y este que, en 1964, reformulaba aquellas pautas hacia una relectura de la
democracia. Ahora, el autor llevaba la consideración a un punto superior, en tanto la
democracia de masas, fruto de la torsión demagógica, acababa en un plano superior de
degradación: mediante la apropiación estatal de la propiedad, se realizaba el comunismo,
verdad que latía en el interior de aquellas formas democráticas a las cuales nuestros teóricos
combatían.

En los países situados detrás de la cortina de hierro, donde la degeneración de la


democracia ha llegado a sus últimos resultados totalitarios, la propiedad privada de
los medios de producción fue abolida totalmente, reemplazándosela por la propiedad
estatal, única forma de realizar la propiedad colectiva. Así fueron esclavizados
aquellos pueblos por el comunismo total (1964: 14).

Benegas Lynch retomaba el debate de la hora, incluyendo la cuestión desarrollista en


su veredicto: “Estas extralimitaciones de los gobiernos –propias del estatismo dirigista que
incuba planes ‘desarrollistas’– producen siempre un estado de cosas peor que el que se desea
mejorar” (1964: 14). Si esto era como el economista lo planteaba, se debía que “[j]unto con la
declinación de la propiedad decae la libertad. No sólo porque aquélla es elemento intrínseco
de ésta, sino porque de la existencia de la propiedad dependen otras libertades” (1964: 15). Es
decir, la propiedad era una de las características inescindibles de la libertad y desde la propia
propiedad se construían otras libertades dependientes de ella, lo que llevaba al autor a una
conclusión tajante: “Sin propiedad no hay libertad” (1964: 15). Ello no nos indica, sin
embargo, que en este momento Benegas Lynch esté considerando “pensar a la libertad y a la
propiedad como dos caras de la misma moneda (de un modo similar al de Nozick)”, como ha
señalado, acertadamente, Sergio Morresi para las inflexiones posteriores del pensamiento del
economista, cuando sus posturas en este campo estén más profundamente pregnadas de la
concepción neoliberal y, al mismo tiempo, lejanas en el tiempo del decenio peronista que
impregnaba sus interpretaciones previas (2007b: 340)178 . Contrariamente, en el argumento

178
Morresi se basa en los postulados de Benegas Lynch en su libro Por una Argentina mejor (1989) presentado
por el propio economista como una suerte de summa de sus conocimientos y experiencias. Si bien allí se
mantiene la marca del peronismo, lo hace en espacios e interpretaciones más acotadas que en los años que nos

211
que estamos analizando, era central una preeminencia de la cuestión democrática como forma
organizativa de la vida social, sobre la cual se consideraba que, sin embargo, podía ceñirse
una amenaza antidemocrática desde las propias formas democráticas, cuyo colofón sería la
negación plena de la democracia, con el comunismo como eje de la explicación. Allí, la
libertad aparecía incompleta, en tanto era la propiedad privada la que desaparecía, pero lo
mismo podría ocurrir con otros componentes cualesquiera de aquellos que se entendían como
conformadores la libertad, como el Derecho o el autocontrol.
Al año siguiente, se publicaba el trabajo colectivo El Estado y la libertad, por el sello
orientado por Benegas Lynch, Centro de Estudios sobre la Libertad179. Allí, Carlos Sánchez
Sañudo, en el artículo “La encrucijada de la libertad”, señalaba:

En su aspecto más general, aquél [el dilema de la libertad] puede plantearse como la
opción entre socialismo y liberalismo, es decir, entre colectivismo e individualismo,
entre el intervencionismo y la economía de mercado, lo que, en última instancia,
supone la elección entre la tiranía y la libertad (1965: 44).

La serie de oposiciones construida por Sánchez Sañudo encontraba tanto una genealogía
como una reformulación en la hora de su intervención. Nuevamente, estamos aquí ante las
diversas facetas argumentativas de lo que para estos intelectuales eran las pautas centrales de
la lucha entre el modelo de la libertad contra sus antagonistas:

Pero la corriente se mantuvo a través del marxismo, el socialismo y el comunismo, y


a ella se incorporaron hace pocos lustros el nazismo y el fascismo. Actualmente
también la sostienen agrupaciones que cumplen con los requisitos del Manifiesto
Comunista, aunque no se confiesen franca y decididamente marxistas (1965: 47).

Nuevamente, aparecía la lectura de los fenómenos intervencionistas como


experiencias equiparables a los modelos fascistas y comunistas. Pero, a diferencia de lo que
hemos advertido acerca de los tonos en los cuales se entendía al nacionalismo como un mal
absoluto, aquí las operaciones aparecían expresadas por una serie de matices de relevancia, en
tanto se establecían las diferencias entre los fenómenos para reintroducirlos en una línea
equivalencial luego. En este caso, Sánchez Sañudo llevaba la lectura a un plano paroxístico
por medio de la equiparación entre mercado y democracia, al plantear que “bien podría

ocupan en este apartado, cuando la problemática justicialista era una ordenadora negativa de las intervenciones
de nuestros autores.
179
Completaban la lista de autores el propio Benegas Lynch, el periodista económico estadounidense Henry
Hazlitt y el empresario Manuel Tagle. Como hemos señalado, la figura de intelectual en el liberal-
conservadurismo de la época aparecía como multiforme, atenta, bourdianamente, a un juego posicional.

212
denominarse a este sistema como Economía Democrática, puesto que es, indudablemente, la
versión económica de la democracia liberal” (1965: 53). En dicha identificación se sustentaba
la crítica a los modelos intervencionistas, lo cual reforzaba la operación de equivalencia,
suerte de híbridos a los que el autor procedía a interpretar como modelos que, diciéndose
intermedios, llegaban a resultados muy distintos a los de la economía promovida por el propio
autor:

¿Qué pretende ser el intervencionismo? Conforme a su propia imagen no es


capitalismo, ni socialismo, ni liberalismo, ni comunismo. Esta doctrina cree que
existe una solución intermedia entre la economía de mercado o del consumidor
soberano y la economía planificada de dirección burocrática. Es decir, que su
propósito consciente y declarado no es el de abolir el capitalismo, sino corregirlo y
mejorarlo. Tampoco se propone llegar al comunismo, sino hacer innecesario y
evitarlo. No sería socialismo, porque conservaría la propiedad privada hasta en los
medios de producción. Pero tampoco sería el sistema de la libertad, porque eliminaría
los supuestos males y deficiencias que acarrea ésta” (1965: 57).

La clave de la falla constitutiva del intervencionismo estaría en que daba centralidad “al
llamado Estado, en realidad, al gobierno” (1965: 57-58). Desde tal óptica, el autor proponía
que “el sistema intervencionista es incompatible con el previsto en las democracias
representativas”: por debilitar al Congreso y fortalecer la centralidad del Ejecutivo; por tratar
a la economía como una serie de zonas aisladas; por no garantizar el pleno respeto del
derecho de propiedad; por llevar a “la apetencia y sensualidad del poder” a “muchos adeptos
de temperamento totalitario que tienden a acrecentar los poderes indebidos del gobierno”; por
crear privilegios que rompen la igualdad ante la ley; y, final y centralmente, porque “existe
una gran mayoría, y esto es lo importante, que cree y confía que con ello se logra alcanzar una
más justa distribución de la riqueza, tendiendo así a la igualdad comunitaria, manteniendo el
gobierno democrático” (1965: 69-73). Las democracias y el Estado liberal, entonces, podían
ser parte del juego de máscaras de modelos que, disfrazados, ingresaban al comunitarismo
bajo posiciones de pretendida neutralidad. La puja entre modelos antitéticos, advertían los
intelectuales liberal-conservadores, podía por momentos desvanecerse por las propias
negligencias o perversiones de uno de estos sistemas. En tal sentido, las lógicas
equivalenciales entre fascismo y comunismo formaban parte de una línea tanto histórica como
amenazante en la hora histórica.

213
Las casas de los hombres: entre naturaleza, Derecho y Estado

López, en un artículo originalmente publicado en 1960 y retomado en el ya citado trabajo El


mito de la Constitución, planteaba que el siglo XIX había sido “el siglo del
constitucionalismo, el siglo del mito de la Constitución” (1963: 12), cuyas implicancias, ni
sencillas ni lineales, comenzaron a ser primero cuestionadas y luego derruidas por la historia.
El constitucionalismo, proponía el autor, estaba basado, en su complejidad, en “una fuerza
motriz: esa base y ese impulso eran la soberanía del pueblo. Del pueblo, es decir, de todos los
ciudadanos; de los hombres libres, es decir, concientes [sic] y responsables” (1963: 12). Esta
concepción, que igualaba pueblo a ciudadanía, era la que suscitó, para el constitucionalista,
tanto la añoranza del Ancien Régime de los reaccionarios como la impaciencia de los
revolucionarios, pero sin embargo se desvaneció de un modo distinto al que aquellos
propusieron. No se transformó en una vuelta atrás, a aquellos criterios propios de antes del
siglo XIX como pretendían las teorizaciones reaccionarias, ni en las reformulaciones
“científicas” de las relaciones como apuntaba el marxismo, tácito en la explicación de López.
Se trataba, a diferencia de esos modelos, de un fenómeno muy distinto, interpretado por el
jurista como las consecuencias de una ola que había arrasado con la subjetividad, al punto tal
que, en la dramática pluma del autor:

Los hombres uniformaron sus albergues, sus vestidos y sus alimentos y utilizaron los
mismos aparatos; se amontonaron en enormes ciudades y dentro de ellas en recintos
enormes; se fueron confundiendo cada día más unos con otros, e insensiblemente, sin
quererlo y sin comprenderlo, volvieron a ser lo que creían que habían dejado de ser:
súbditos, siervos, rebaño. Tenían un nuevo soberano, un soberano cada vez más
poderoso –aquel Estado, aquel gobierno, aquel poder, contra el que el
constitucionalismo buscaba garantizar los derechos de la persona humana–, que
pugnaba por romper, y a veces lo conseguía, los muros de contención. Por eso puede
afirmarse, sin vacilar, que la formación de la moderna sociedad industrial de masas y
la crisis del constitucionalismo han sido fenómenos concomitantes (1963: 13).

Tan descarnado planteo, que por su propia construcción argumentativa recordaba a una
prolongada saga de lecturas sobre el rol amenazante de la uniformidad estatal ante la sociedad
de masas propias de las primeras décadas del siglo (Echeverría, 2009), se estructuraba sin
embargo ante lo que entendía como los desafíos de la hora. Por eso el autor no trepidaba en
advertir las consecuencias de dicha transformación, que narraba con tono apesadumbrado:

Sobrecogido en medio de la ciudad, como el hombre arcaico en medio de la selva, el


hombre del siglo XX, cada vez más solo entre la masa de sus semejantes, cada vez

214
más desesperado y desesperanzado entre alardes y crisis y guerras y revoluciones, se
ha aferrado a nuevos –¿nuevos?– mitos políticos, como el hombre arcaico se
encadenaba, se encomendaba y se enajenaba a su totem (sic). Los nuevos –¿nuevos?–
mitos fueron la clase, la raza y el Estado (1963: 13).

Nuevamente, las tramas entre los fascismos y el estalinismo, el ariete entre los fenómenos de
masa y el Estado Leviatán. En tal sentido, Bidart Campos procedía, en un plano coincidente, a
reformular el siempre presente de la puja contra las experiencias fascistas, al remitir a la
cuestión del nacionalismo como problema y reintroducir la operación liberal-conservadora de
subsumir a los nacionalismos en los fascismos y asimilarlos con el totalitarismo. La obra
Derecho Político, de 1962, luego reeditada como Lecciones básicas de política, en efecto,
proponía también una lectura sobre las problemáticas del mito en la política, también con
ejemplos de análisis similares a los mencionados por López:

La creencia irracional en la superioridad de una nación deviene en persecución, en


imperialismo, en mito. Hitler y Mussolini asumieron ese mito, suponiendo que el
estado totalitario debía encarnar a la nación, y que por un proceso de metamorfosis la
nación había de alcanzar su destino universal en el estado. La desviación del
nacionalismo es una forma espuria que frena al humanismo universalista (…) (1973a:
105).

En tal sentido, entonces, debe entenderse en un plano dinámico lo que, nuevamente


retomando la obra de López que estábamos analizando, planteaba el jurista sobre la cuestión
del nacionalismo como un mito, al tiempo que advertía sobre las consecuencias de dicha
estrategia de creación mítica y otras operaciones análogas:

Cuando los nuevos –¿nuevos?– mitos políticos –la Clase, la Raza, el Estado– se
desvanecen en sus postreras manifestaciones de impotencia y de fracaso, los hombres
sobrecogidos en medio de la ciudad, solos desesperados y desesperanzados –más
solos, más desesperados y más desesperanzados que nunca–, tienen que aferrarse –no
les queda otra alternativa– al mito de la Constitución, ayer abandonado. Al mito
silencioso, incoloro, inasible; al mito que casi no parece mito y que, sin embargo, es
fuerza histórica, impulso y aliento, camino y meta, lucha abnegada y sacrificada, tarea
de todos los días para hacer que cada hombre sea un hombre y no una partícula
despersonalizada de un monstruo troglodita. Ante el colapso de los mitos
transpersonalistas, renace, tiene que renacer, hay que hacerlo renacer, vivificándolo
desde las entrañas espirituales del ser, el mito de la Constitución, que es el mito del
hombre, de cada hombre, elevado a la categoría de persona (1963: 14).

Por ende, estaba en la cuestión constitucional la más fuerte malla de defensa contra aquellos
fenómenos denunciados y, al mismo tiempo, como señalamos en el primer capítulo, allí
aparecían las claves de la vida digna en tanto consecuencia de la virtud republicana, pues “la

215
mayor grandeza del hombre radica en su voluntad de vivir dignamente. El mito de la
Constitución es el mito del hombre que tiene la voluntad de vivir dignamente” (1963: 14)180.
En estas interpretaciones, por lo tanto, se proponían distintas formas políticas del concepto de
mito: si la mitología de los nacionalismos era desviación e irracionalidad, la constitucional
aparecía entendida como el marco voluntarista del buen vivir juntos. De allí que la centralidad
de la lecturas de tipo constitucional fueran claves en la batalla contra las formas totalitarias de
Estado.
Las relaciones del Estado con los sujetos leídas desde las relecturas de las experiencias
totalitarias, como las proponían tanto Bidart Campos como López, llevaban a la pregunta por
el Derecho, como se hacía patente en la edición del trabajo del mismo Bidart Campos de 1965:
La historicidad del Hombre, del Derecho y del Estado, una obra central en las
interpretaciones de nuestros intelectuales. Allí, el constitucionalista se preguntaba por el rango
histórico de los conceptos y cómo a través del Estado y del Derecho el hombre ha logrado
organizar la vida en común, es decir, cómo se ha organizado políticamente.

El hombre, para poder mantenerse en sociedad, para estar con su prójimo, precisa la
comunidad política. El hombre es ‘ser con otros hombres’ dentro de una sociedad que
se organiza políticamente. La sociedad, la coexistencia, la convivencia, no tienen ni
han tenido jamás la posibilidad humana de realizarse sin forma política, sea que ésta
se llame polis, civitas, imperium, estado, o de cualquier otro modo” (1965: 74).

El constitucionalista se preguntaba y se respondía, desde Aristóteles, por el tenor político de


las definiciones primarias de la vida social. Así, señalaba:

¿Por qué [Aristóteles] enseñó que no basta la familia o el clan, sino que se necesitaba
la polis? Porque había partido de la esencia misma del ser humano, y se daba cuenta
que la plenitud de la vida en común no es asequible, ni siquiera pensable, fuera de la
polis o comunidad política (1965: 75).

Es decir: la unidad vivencial que la vida política permitía era el único modo, desde los
clásicos, de llevar adelante la convivencia en la sociedad. Las apelaciones al pensamiento de

180
La prosa de López en esta intervención aparecía descentrada de sus tradicionales intervenciones que, si bien
no evadían los juicios directos, el señalamiento punzante e incluso cierto devaneo retórico, no tenían en general
el tono barroco y crepuscular de este ensayo. En tal sentido, la estética de tal escrito aparecía más cercana a los
autores de la ensayística sobre el “ser nacional”, donde la idea del mito fue también central (Svampa, 2006: 245-
265), que a los espacios constitucionalistas a los cuales referían los trabajos del jurista. Al interior de nuestro
objeto de estudio, pueden verse las igualaciones en el dramatismo de la prosa a las de autores de disciplinas
filosóficas como Jorge L. García Venturini y Víctor Massuh. Sobre las ideas de virtud en sentidos concomitantes
a los expresados por López, pueden verse Pettit (1999) y Berkowitz (2001), así como los trabajos presentes en
Rosenblum (1980), parte de una renovación en la discusión de los tópicos presentados por López.

216
los clásicos, muchas veces articulados con los padres del pensamiento político moderno, era
una tendencia clara en nuestros autores y, como han destacado diversos estudios, se imbricaba
con movimientos de importancia en los espacios liberales a nivel mundial, sacudidos tanto por
la prolongación de la crisis liberal como por las reformulaciones que el neoliberalismo
implicaba (Nash, 1987; Lakoff, 1998). Lejos de postular, como ciertas tendencias neoliberales
ya muy difundidas en la etapa, un individuo atomizado a partir del cual se articularía la
relación política, o críticas extremas al constructivismo social, los intelectuales que nos
ocupan, pese a sus recepciones positivas e incluso entusiastas de diversos autores de
neoliberales como Mises, Hayek y Popper, entendieron la necesidad de reposicionar a los
clásicos como crítica a la sociedad de masas y, en todo caso, integrar a los neoliberales en
dicha estrategia teórica. La idea moderantista propia del liberal-conservadurismo, por lo tanto,
actuaba como articuladora de núcleos teóricos tan lejanos como el pensamiento de los clásicos
y las innovaciones de la renovación liberal, reconfigurándolas: la versión de nuestros autores
de aquello que Leo Strauss (2007) llamaba “la educación liberal”181.
En el trabajo de Bidart Campos, aparecía de modo patente una lectura clásica del
vínculo social, en tanto se trataba de una relación explícitamente política, marcada
primeramente por el ámbito jurídico:

La vida humana, sede primaria de la socialidad [sic], nos ha descubierto el mundo


jurídico. Y por un tránsito natural, arribamos también al mundo político. La vida
vivida en relaciones de alteridad y con forma de derecho, alcanza su plenitud cuando
el vínculo social se ensancha hasta cubrir a todo el grupo humano, procurando la
satisfacción plena de todas las necesidades de la persona. Y en ese momento se
politiza. La socialidad [sic] subyacente cobra forma y unidad en la comunidad
política, que se llama ‘estado’ (165: 120-121).

Es decir, que para el autor el espacio jurídico prevalecía al político, y a su vez la sociedad
cobraba forma política en el Estado: una serie de relaciones que, centradas por esa primera
trama de la juridicidad, definían la articulación del Estado como la institucionalidad política
del vivir juntos. Bidart Campos proseguía esta visión lockeana del Derecho preexistiendo al
Estado apuntando que

La naturalidad del estado apunto [sic] a lo espontáneo del mismo, a lo que en él hay
de imposición necesaria por parte de la constitución ontológica del hombre. La
historicidad del estado señala, en cambio, la obra voluntaria, libre y concreta del

181
En Strauss (2007), la idea de “educación liberal” no era reducible al liberalismo político, sino que abreva de
fuentes premodernas, religiosas y de la idea virtuosa del republicanismo, pero al mismo tiempo actuaba como un
nexo entre el pensamiento clásico y la democracia contemporánea, a la cual podía perfeccionar.

217
hombre, en orden a la conformación del ente político. Pero naturalidad e historicidad
no se dan divorciadas ni independientes; todo estado, cada estado, en cuanto unidad
política individual, es a la vez producto de una y de otra; en él se entremezcla y aduna
‘lo dado’ y ‘lo construído’ [sic]. Sin la historicidad, que es la forma positiva de
existencia del estado, la naturaleza quedaría como mera potencia; ‘lo dado’ –elemento
natural, espontáneo, necesario– se hace existencialmente histórico en ‘lo construído’
[sic] –elemento voluntario, libre, y, si se quiere decir, con cierta precaución,
artificial–. Con su naturaleza social y política, los hombres ‘hacen’ al estado,
configuran históricamente a la comunidad política, asiento de valores que en el
tiempo y en el espacio son la versión positiva del deber-ser ideal (…). El margen de
historicidad así incorporado a la convivencia política no es algo acoplado o
superpuesto a la ‘naturalidad’ del estado, sino el único modo posible de existencia del
mismo estado. Quiere decir que sin lo histórico, el estado como existencia natural no
existiría” (1965: 122).

Veamos las diferentes interpretaciones que plasmaba este párrafo, que hemos citado
largamente. En primer término, tenemos una lectura donde el Estado es natural en tanto parte
de la constitución antropológica, pero al mismo tiempo aparecía la voluntad humana para
construir el Estado, por lo cual el jurista lo interpretaba como un fenómeno histórico: por ello,
Bidart Campos subrayaba que tales procesos no eran disociados. Precisamente, la naturaleza
del Estado necesitaba de la voluntad de los sujetos, inserta en la historia, para constituirlo.
Nuevamente, era el Derecho el que articulaba las tramas, el eje de la lectura constructivista. El
Estado, como lo entendía aquí nuestro autor, dependía de la previa configuración jurídica que
organizaba al cuerpo político y se construía desde allí. Era por ello que, como señalaba
apelando a las precauciones del caso, se trataba de una construcción artificial: nuevamente,
como en los clásicos del liberalismo, la naturaleza aparecía como una potencialidad que la
voluntad de los sujetos llevaban, o podían llevar, a un plano superior, aquel que concretizaba,
en la historia, la potencialidad del estado natural.
En segundo término, Bidart Campos pensaba al Estado en tanto construcción
eminentemente política una vez dado el espacio jurídico y enlazadas naturaleza e historia a
partir de la acción humana: “La ‘polítia’ informa a la ciudad, le confiere su ser específico”
(1965: 140) 182 . Por ello el jurista proponía que “[e]l funcionar de la política es lo que
realmente define y hace a la constitución del estado” (1965: 141), y desde allí “[l]a polis tiene
su ‘politeia’, que es el régimen o constitución que le da forma” (1965: 145). Lectura que, por
su énfasis en la idea de construcción del Estado como organización política que trama
182
La noción clásica de Polítia refiere directamente al poder politico-legal vinculado, pero no reductible, a lo que
hoy llamaríamos “poder de policía” del Estado, pero implica también el modo de rutinización de las prácticas
dentro del cuerpo político y a la constitución no como texto sino como las formas consuetudinarias, como lo
explica Bidart Campos desde Julián Marías (Biografía de la filosofía). El autor retoma la noción de Polítia del
autor católico Marcelo Demongeot (El mejor régimen político según Santo Tomás). Esta opción es expresada por
el jurista en una toma de posición en torno de lecturas no formalistas de la idea de Estado, a las cuales
igualmente incorpora, como las de Duverger (Instituciones políticas y derecho constitucional).

218
naturaleza e historia, suspendía la concepción formalista del Estado que, desde miradas
críticas, se ha entendido en diversas ocasiones como parte central del ideario liberal183. Había
una clara posición política en esta concepción, en tanto entender al Estado como formalidad
llevaría a aceptar la condición de un Estado, ejemplo central, totalitario. De ahí la centralidad
de este texto que destacamos antes: lejos de asentarse en concepciones legalistas clásicas en
su disciplina, nuestro autor reenviaba a las formas vivenciales, o como las denominaba,
existenciales (1965: 172 y ss.), del origen constitutivo del Estado como modos de articular,
luego, el orden legal. De ahí que el jurista se encargase de señalar que, en sí mismo, el Estado
no posea límites en el sentido positivo, a la hora de hacer el Derecho, pero sí en el sentido
supra-positivo: “Lo que negamos es que ese ‘poner’ o fabricar el derecho estatal se considere
desligado de los valores trascendentes y objetivos” (1965: 166). Por ello mismo, sostenía la
siguiente postulación:

Los criterios de valor se modifican, desaparecen, se sustituyen. Y ello puede ocurrir


total o parcialmente. Momentos hay en los que el quehacer político cambia
integralmente el repertorio de criterios valiosos; por ej., con el advenimiento de Hitler
en la Alemania nacionalsocialista, o de Castro en Cuba. Otras veces, el cambio es
sustancialmente parcial. Cuando tanto en un caso como en otro, la alteración es
fundamental, podemos afirmar que asistimos a una transformación del régimen, y
hasta que se produce una mutación constitucional que permite hablar de constitución
nueva (1965: 167).

Los ejemplos brindados por nuestro autor mostraban las amenazas estatales en los grandes
extremos de lo que este conjunto de intelectuales entendía como totalitarismos: el fascismo y
el comunismo. De ahí que Bidart Campos destacara que se trataba de fenómenos donde “[l]a
introducción de nuevos criterios de valor se acciona a veces originariamente desde el poder”
(1965: 167). Esta ruptura con el entramado sociopolítico de la historicidad como matriz de la
construcción del Estado, limitado aquí a las reformulaciones desde el vértice del poder
político-ejecutivo, arrasaba con el Derecho como valor natural y objetivo, para devenir mera
acción del acto gubernamental. Nuevamente, lecturas cruzadas, connotadas, sobre Schmitt, en
este caso sobre su idea del decisionismo como sede del poder estatal. Precisamente allí, en un
límite de ese tipo, se rescataba en nuestros autores la relación entre los fines trascendentes y la
articulación formal del Estado184.

183
Dicha crítica, precisamente, era tramada negativamente por los autores liberal-conservadores hacia las
prolongaciones de obras que entendían a la estructura legal como un artificio del cual se valía el liberalismo,
centralmente bajo las interpretaciones de la idea de “Estado total” de Carl Schmitt (2006).
184
Esta, que podría leerse como una metáfora completa y no puntual, como marcamos, de las concepciones sobre
la obra de Carl Schmitt en el conjunto de intelectuales que aquí nos ocupan, tiene sin embargo un límite. A lo
largo de su trabajo, Bidart Campos retoma a Schmitt en diversas ocasiones, en especial para marcar la condición

219
Sobre el final del ciclo que aquí estudiamos, Segundo Linares Quintana editaba el
voluminoso estudio Derecho constitucional e instituciones políticas, en tres tomos. Allí,
destacaba la importancia de entender al Estado como diferente al gobierno y destacar el
peligro de confusión entre ambos, tanto en lo conceptual como en las prácticas. El jurista
proponía entender que dicha problemática tenía un eje clave en la concentración de poderes
del Estado en el gobierno, sea por medio de prácticas que concentraban el poder, centrípetas
en la terminología del autor, como del establecimiento de regímenes autoritarios,
democráticos o despóticos, entre otras tipologías posibles (1981: 9-136). El mejor exponente
del siglo XX eran los fenómenos de partido único, como destacaba siguiendo a Maurice
Duverger (1981: 38), inscriptos en la línea genérica de los casos de totalitarismos 185 . El
abordaje a las propuestas analíticas de autores como Raymond Aron, Giovanni Sartori, Franz
Neumann o el mencionado Duverger indican tanto la recepción de autores claves del
momento como el peso que la problemática del totalitarismo tenía en el nuevamente renovado
debate entre democracia y autoritarismo o, en términos de Linares Quintana, entre gobierno
constitucional y gobierno autoritario, definidos como insertos en, y definitorios de, Estados
del mismo talante respectivo. El primero aparecía definido como basado en la libertad como
finalidad, poder limitado y controlado por medio de su división y distribución, juridicidad, y
soberanía popular. Los ejes de la construcción teórico-argumentativa del jurista podían pasar
desde las argumentaciones naturalistas como “[t]odo sistema autoritario, aun cuando
hipotética y aparentemente lograra acrecer el poderío o la grandeza material del Estado,
contraría abiertamente la naturaleza y el fin del ser humano” (1981: 63); a las de corte
histórico y psicologista, al proponer que “la historia enseña que el poder ejerce una nefasta y
terrible atracción sobre el espíritu del ser humano, al que no pocas veces arrastra a los peores
excesos” (1981: 63); pasar por los giros subjetivistas, al vapulear “el repudiable principio de
que el fin justifica los medios” (1981: 77). Diversas construcciones argumentativas, entonces,
en tanto se trataba de la multiplicidad de modos de construir postulaciones definitorias de esa

social de la construcción constitucional, pero lo hace a través de otros autores que presentan la obra del prusiano.
Posiblemente, esto se deba a una estrategia que, de Santo Tomás a Bertrand de Jouvenel, de Aristóteles a Ortega
y Gasset, busca sustentar la tesis del autor sin entrar en las contradicciones ideológicas del liberal-
conservadurismo con Schmitt ni en las implicancias que el modelo decisionista tendría en el modelo propuesto
por Bidart Campos. En tal sentido, como lo ha marcado Jorge Dotti, debe destacarse la lectura “técnico-
instrumental” sobre Schmitt realizada por Linares Quintana (2000: 461).
185
Dos aspectos de la construcción argumentativa de Linares Quintana eran centrales: en primer lugar, como es
regla en trabajos de concepción formativa como los manuales de Derecho, prolongadas exposiciones donde el
recorrido conceptual se establece en torno a una serie de definiciones de autores canónicos, tanto clásicos como
contemporáneos. Allí, el jurista, que exponía tanto a Charles de Montesquieu como a Mario Justo López,
pasando por Juan Bautista Alberdi, construía su diferenciación desde las categorías opuestas de gobierno
constitucional y gobierno autoritario (1981a: 62 y ss.).

220
puja entre los modos opuestos de Estado, rescatando al mismo tiempo los giros propios de
obras teóricas claves de la hora tanto como las lecturas de posición moral.
Al analizar la soberanía popular, Linares Quintana la proponía como una relación
entre las mayorías y las minorías políticas, alertando sobre la posibilidad de existencia de una
problemática teórico-fáctica en las mayorías, que se expresaría de diversas maneras. Así, esta
podría derivar en un gobierno del pensamiento único –si la opinión era unánime o se acallaba
a la oposición–, quebrar la limitación del poder –bajo el argumento de basarse en la soberanía
popular– o superar los causes legales. El abogado tramaba su argumentación en base a autores
centrales para el momento, como el mencionado Aron, pero también recuperando a los
clásicos del pensamiento político argentino que el liberal-conservadurismo abordaba
permanentemente, como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino o, en menor medida, José
Manuel Estrada. Los componentes centrales del rango de problemas que presentaba el jurista
estaban en las capacidades estatales pervertidas por la figura despótica que, amparada en su
origen popular, pudiera suprimir las bases del Estado constitucional. A este fenómeno,
Linares Quintana lo denominaba dictadura, pero aclaraba que se trataba de casos de “régimen
autocrático totalitario contemporáneo”, es decir, diferentes a la dictadura clásica romana, y
marcados porque su esencia totalitaria y contemporaneidad los diferenciaban de cualesquiera
otros casos históricos de dictadura o autocracias (1981: 89-90) 186 . Desde tal óptica, para
Linares Quintana el peronismo debía entenderse como un régimen autoritario que
institucionalizó, en 1949, una estructura de la misma condición. Si en una primera
aproximación la categorización del abogado puede parecer, en comparación con los abordajes
liberal-conservadores que hemos analizado a lo largo de la Tesis, tanto minimalista en
contraste con el lenguaje exaltado y los conceptos barrocos usados por otros actores, cuanto
más mesurada que los propios abordajes del autor ya reseñados, sin embargo dicha mirada no
es del todo exacta. En primer lugar, puesto que Linares Quintana hacía énfasis en el carácter
refundacional de la Constitución peronista como factor que cambiaría el orden constitucional
por uno autoritario, es decir, propendería a la transformación sistémica del régimen político
nacional, por lo cual la Revolución Libertadora había obrado correctamente al remover la

186
Aquí Linares Quintana basaba su explicación en Schmitt, notoriamente dando lugar al argumento de la
construcción dictatorial clásica que proponía el autor prusiano en La dictadura y no buscando asimilar su teoría a
los fenómenos contemporáneos. Estamos, nuevamente, ante un uso instrumental, puesto que ya hemos analizado
las diferencias con la teoría schmittiana, que se hacían aún más patentes teniendo en cuenta lo planteado por
Linares Quintana en La nueva ciencia política y constitucional, donde señalaba que el sistema del prusiano
estaba concebido para “demoler” la democracia y justificar la dictadura, además de mentar su simpatía con el
nazismo (1968: 31-34).

221
completa estructura de los poderes políticos de la Nación187. Desde tal clave de lectura, la
óptica del constitucionalista privilegiaba, en segundo término, tanto un abordaje que tramaba
la legitimidad de origen del peronismo como el desvirtúo de esta y connotaba el posible
advenimiento del totalitarismo que la plena identificación de los poderes del Estado con Perón,
en la misma línea de López ya analizada, deparaban. Nuevamente, una lectura colocada en
torno a las implicancias teóricas del Concepto de lo político schmittiano tal como estos
autores lo interpretaban en consonancia con la experiencia peronista y su capacidad de
resumir, para el liberal-conservadurismo, el antiliberalismo de diversas fórmulas del autor
prusiano.
Una serie de lecturas similares sobre el Estado como problema proponía, desde una
óptica ajena al Derecho Político, Jorge Luis García Venturini. En el ya mencionado
Introducción dinámica a la filosofía política, editado en 1967, el bahiense entendía como
problemática central de la cuestión del Estado la ambivalencia sobre su definición presente en
el pensamiento de clásico de la Modernidad. Así, para el filósofo, el concepto nacía de
Maquiavelo y, de Hegel a Marx, pasando por Hobbes, su esencial labilidad hacía difícil
separar su uso en tanto “sociedad política” de su uso como “poder público” (1967: 26-27). Por
ende, el siglo XX había visto el uso totalitario de las “deficiencias” de esas concepciones, tal
como lo expresara Mussolini en su fórmula “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada
sobre el Estado”188: era allí donde, por la vía de la personalización del poder en el líder, ya
anticipada para García Venturini en la concepción subjetiva del Estado de Luis XIV, se
completaba la articulación de la “dictadura-totalitaria”,

que llamaremos esquema de la triple absorción: absorción de los individuos por la


sociedad política (estado) y absorción de la sociedad política por el poder público
(estado) y absorción del poder público por el déspota de turno (estado). La confusión
semántica, la peor de las confusiones, es siempre arsenal terminológico al servicio de
la demagogia y la tiranía” (1967: 26-27)

187
Esto explica porqué para Linares Quintana los golpes de Estado de 1930 y 1943 habían sido distintos del de
1955, a la vez que permitía entender sus posiciones personales tanto en 1943 como en 1955: participar de una
experiencia que no buscaba transformar el completo sistema, el de 1943, así como hacerlo de una que sí lo
pretendía, pero sobre un sistema entendido como potencialmente totalitario, el de 1955, formaban parte de un
corpus teórico internamente coherente. Pero no por ello debe dejarse de lado que, al mismo tiempo, el discurso
legalista republicano, como lo ha mostrado para los nacionalistas Valeria Galván (2013), aparecía en dichos
contextos como una estrategia política.
188
La famosa frase del Duce aparece citada de maneras distintas por García Venturini y por Bidart Campos,
como citamos previamente, pero las interpretaciones no varían: posiblemente, en el caso del abogado no se
tratara de una estratagema sino de un error.

222
Era por ello que el autor optaba por realizar una separación entre concepciones y optar por
entender al Estado como poder público, puesto que entenderlo como sociedad política
conllevaba el riesgo de “una anfibología cargada de desviaciones ideológicas” (1967: 29).
Una vez definido el Estado, entonces, García Venturini pasaba a abordar la temática del
gobierno, partiendo él también de la base de que las confusiones entre ambos conceptos eran
frecuentes. La confusión, proponía, se explicaba en tanto en un sentido abstracto gobierno
sería equivalente a Estado pero en un sentido concreto no: si en el primer caso la referencia
remitía al “poder público como ente jurídico permanente”, en el otro caso lo hacía a “los
gobernantes de carne y hueso que lo ejercen” (1967: 29)189. Por ello, la confusión entre Estado
y gobierno abría la problemática del clivaje dictadura-democracia, en especial en torno al gran
fenómeno que, para el ensayista, se había “impuesto desde la Segunda Guerra Mundial” como
concepto: el totalitarismo (1967: 56). Para García Venturini, además, se debía atender una
cuestión concurrente, el lugar de la demagogia, en tanto “en los últimos tiempos –en estos
años tipificados por ‘la rebelión de las masas’– difícilmente puede darse un régimen tiránico
sin estilo demagógico” (1967: 57). De ahí que el autor subrayara la importancia de entender
que la oposición de la hora era entre democracia y totalitarismo, por ende a tomar recaudos
ante presuntos usos que pudieran parecer formalmente erróneos, como el de dictadura
democrática, o cuyos usos fueran políticamente peligrosos, como democracia popular. Por
ello el énfasis en establecer una distinción capaz de tener en cuenta los límites de las formas
de gobierno:

Nada impide que un régimen de facto que imponga ciertas limitaciones transitorias a
la Constitución y a las leyes, pueda servir al bien común, de la misma manera que
nada impide tampoco que un gobierno elegido por el pueblo imponga una tiranía o
cree las condiciones que la hagan posible (1967: 66-67).

El ejemplo de las diferencias entre tipos de gobierno era abordada por García Venturini en
torno a un caso clave para el espacio de los intelectuales liberal-conservadores: “En cuanto a
regímenes de facto, está claro que en nuestro país la Revolución Libertadora restableció la
democracia, con todas las deficiencias que se quiera, tras diez años de tiranía” (1967: 66). El
uso del concepto de tiranía, para García Venturini, era parte de un esquema conceptual

189
García Venturini hacía extensiva su preocupación a tres problemáticas: llamar jefe de Estado al presidente, en
lugar de jefe de gobierno; a la “absurda denominación” de un líder de gobierno republicano como tal, en tanto
implicaría que controlaría los tres poderes; y a cómo “es la propia constitución la que se viola a sí misma al
llamar innecesaria e imprecisamente a tal funcionario ‘jefe supremo de la Nación’” (1967: 29-30). En un sentido,
el bahiense recuperaba una problemática sobre una aporía central de la Carta Magna, que recién será formulada
con densidad por ciertos reformistas liberales en el Centenario, en especial desde la Revista Argentina de
Ciencias Políticas (Roldán, 2006; Vicente, 2006).

223
posterior a la Segunda Guerra marcado, como destacamos, por la centralidad del término
totalitarismo. Desde allí, debía notarse que “la tiranía, harto calamitosa de suyo, ha sumado en
nuestro siglo dos características que la tornan en algo más terrible todavía: se ha hecho
totalitaria y demagógica” (1967: 57). En tal sentido, es destacable el cierre del libro que, a
modo de entradas de un diccionario, definía ciertos conceptos centrales de la obra. Allí, por
demagogia, el autor entendía: “Grave perversión de la conducta política, consistente en
halagar a las masas, en arrastrarlas, en ‘llevarlas de las narices’, alentando sus tendencias más
primarias” (1967: 128). El rostro contemporáneo de las tiranías, así, funcionaba en la
definición del bahiense por medio de una concepción que, al mismo tiempo, controlaba de
manera totalitaria todo resquicio de la sociedad y halagaba a las mismas masas que
manipulaba, leídas por el autor en un plano más cercano aquí a los oscuros análisis de
Gustave Le Bon que al presupuesto orteguiano tan influyente en nuestros actores. Este giro,
para nada menor, marcaba la centralidad de la cuestión del Estado como amenaza al vivir
juntos, en tanto la agencia de las masas quedaba sometida a la voluntad del actor político que,
despótico, pudiera hacerse con el dominio del amenazante Leviatán. El tipo de lecturas en
torno a la supeditación de las masas a un liderazgo tiránico era típico de la generación previa
de intelectuales liberal-conservadores, más preocupados por el rol de la demagogia estatal que
por el de las propias masas. Al mismo tiempo, el hiato entre tales lecturas y las variaciones del
tópico orteguiano apareció como una de las claves demarcatorias de las construcciones
intelectuales de nuestros autores y sus precedentes190.
En 1969, Bidart Campos editaba Historia e ideología de la Constitución argentina. La
lectura constituyente del autor aparecía enfáticamente subrayada, en tanto proponía que
“debemos adelantar la afirmación de que el estado argentino comienza en 1853 con la
constitución sancionada por el Congreso Constituyente de Santa Fe” (1969: 9). Propuesta
particular incluso al interior del espacio de nuestros autores que, en líneas generales,
compartían una interpretación menos situada y taxativa de los orígenes del Estado nacional, la
interpretación del autor proponía que “[l]a batalla de Caseros importa recuperar la tradición de
la doctrina de Mayo y ponerla en ejecución inmediata” o, en otros términos, “el proceso
histórico de la revolución de Mayo se consolida y alcanza su vértice” (1969: 17)191.

190
Puede verse un análisis puntual en torno del caso de Federico Pinedo, ya mencionado, en Vicente (2013).
Desde otras ópticas, la cuestión de las masas y sus representaciones en torno a la cuestión peronista puede verse
centralmente en Neiburg (1988), Altamirano (2001) y Fiorucci (2011).
191
Las lecturas liberal-conservadoras, por fuera de los planos de la remisión elogiosa a la Constitución de 1853
como tropos cerrado, pueden concentrarse básicamente en dos grandes ejes: en primer lugar, las lecturas de
mirada historiográfica (López, 1972c; Bidart Campos, 1977; Romero Carranza, Rodríguez Varela, Ventura
Flores Pirán, 1975; López, 1982a); en segundo término, aquellas ligadas a la centralidad de la pauta propia del

224
Un crecimiento del mal en dimensión incalculable se produce en la década del
totalitarismo peronista, afianzado en 1946, y desplazado del poder en 1955. El
fermento de desorden, de inmoralidad y de divisionismo que introdujo en la
comunidad argentina no ha dejado de hacer sentir su influencia y de alterar el proceso
de nuestra democracia deteriorada (…). La reedición tiránica del totalitarismo
peronista nos ha permitido, asimismo, arraigar más la toma de posición ideológica
democrática, y comprender que el valor de la libertad es esencial a nuestro régimen.
Del mal hemos aprendido a tomar conciencia firme y definida de nuestra tradición, la
que viene de Mayo, de la constitución de 1853, y del proceso general de nuestro
constitucionalismo (1969: 23-24).

¿Qué era, en la perspectiva del actor, la Constitución? En primer lugar, una construcción que
aparecía marcada por interpretaciones contrarias al idealismo y las abstracciones, forjada por
una ideología concreta y que comprendía un movimiento realista en términos tanto teóricos
como históricos. Por ello mismo, se trataba de un texto plenamente inserto en la realidad
social:

Nuestra constitución no ha incurrido en el racionalismo ingenuo que cree posible


fabricar y armar un régimen político solamente con ideologías, sino al contrario, ha
arbitrado las técnicas instrumentales para llevar a cabo la ideología sobre la cual
descansa. No hay en ella un espíritu universal abstracto, sino un espíritu histórico y
empírico, surgido del medio ambiente de nuestra propia realidad. La constitución se
basa, simultáneamente, en una realidad social modelada por la historia, y en la
ideología que aspira a realizar en ese medio (1969: 144)

El realismo, tan presente en el liberal-conservadurismo, era rescatado por Bidart Campos


justamente en torno a la idea de que en el propio diseño constitucional se erigían los
mecanismos que entramaban a la sociedad con el ideario del texto de la Carta Magna, que no
serían sino “los principios estructurales de la ideología constitucional: la libertad, la justicia,
la democracia, el federalismo, el teísmo” (1969: 145). Por ello, lejos de cualquier idealismo,
para el constitucionalista se trató de una experiencia no solo realista en lo legal-operativo sino,
en un giro muy particular al interior de nuestros autores, incluso atento a las pautas
territoriales donde el Estado se daba la Constitución: “La ideología de emancipación, de
democracia, de gobierno republicano, de federalismo, etc., germinó en una estructura
constitucional pensada y creada por hombres en un medio físico y geográfico” (1969: 167)192.

Derecho Constitucional (López, 1963a; Bidart Campos, 1969; Linares Quintana, 1981a). Como se ve en las
autorías, un plano de análisis no hacía excluyente el otro.
192
Esta línea, atenta a las cuestiones geográficas, era muy poco habitual en los intelectuales que nos ocupan, con
excepciones notables como Grondona en Factores de poder en la Argentina (1964) y Zinn en La segunda
fundación de la república (1976), sin tomar en cuenta los numerosos trabajos académicos de Martínez de Hoz
sobre la cuestión agraria, que procedían en otro plano analítico. Acaso una doble cuestión generacional pueda

225
Roberto Gargarella, analizando el constitucionalismo latinoamericano del siglo XIX
ha destacado que la base de dichos procesos constitucionales ha sido “el resultado habitual de
un acuerdo liberal-conservador” (2005: 217)193. Dicha construcción, en nuestros autores, se
expresó como una remisión al plano del liberal-conservadurismo de una serie de tópicos
leídos como equivalentes, en un proceso donde eran subsumidos a la ideología de estos
intelectuales. Lejos de constituir un problema de fricciones, esto supuso una característica
más del dinamismo interno que las construcciones liberal-conservadoras ejecutaron. Como ha
destacado Darío Roldan (2009: 39-48), existe un problema en torno a las formas liberales
argentinas del siglo XIX, pero especialmente en torno a la de aquellos actores que son
habitualmente presentados como ejes de dicha tradición. Que son aquellos que los propios
intelectuales liberal-conservadores aquí analizados retomaron una y otra vez como ejes de una
suerte de momento constituyente nacional. En efecto, la difícil rotulación ideológica de la
Generación del ’37, tanto como las ambigüedades que la propia Constitución de 1853 y el
prolongado y complejo proceso de la Organización Nacional, demuestran tanto las
ambivalencias y quiebres de una tradición que los intelectuales que nos ocupan optaban por
leer, generalmente, bajo la postulación de una linealidad. En tal sentido, las diversas tensiones
y aporías de la tradición liberal en la Argentina aparecían, en nuestros actores, subsumidas
dentro de la construcción de una línea de sustento para el liberal-conservadurismo por ellos
promovido. A diferencia del tipo de operaciones que, como hemos analizado, primaron en
tópicos como las diversas vertientes de la cuestión religiosa, aquí las estrategias intelectuales
aparecían notoriamente diferenciadas. En primer lugar, ello se hace explicable por el
lineamiento ideológico propio del debate: si a la hora de intervenir sobre la religión había un
plano central, ligado a las imbricaciones entre nacionalismo y catolicismo, que nuestros
actores buscaban criticar por medio de marcar constantes efectos de frontera, las operaciones
partían de claros esquemas rupturistas, en este caso las metodologías eran diferentes. Las
tácticas de intervención sobre un espectro amplio pero más concentrado como lo era el
liberalismo, permitían a nuestros actores operar sobre un conjunto de reducciones a una lógica

funcionar como contextualizadora: por un lado, la formación de nuestros autores en espacios urbanos en una
etapa de modernización, que colocaba en primer plano otras cuestiones ligadas a la problemática espacial;
segundo, las escasas vías de articulación con un plano prototípico de los ensayos sobre “el ser nacional”, propio
de una generación intelectual previa (Svampa, 2006: 259-265).
193
Debemos destacar que Gargarella analiza el constitucionalismo latinoamericano del siglo XIX desde tres ejes
ideológicos: radicalismo, conservadurismo y liberalismo. Para el autor, en América Latina se dio, en términos
generales, un doble proceso: la centralidad del liberalismo y al mismo tiempo su cesión de principios ante el
conservadurismo, de ahí su idea de un acuerdo liberal-conservador. En tal sentido, para el constitucionalista el
liberalismo logró colocarse como término medio de las tendencias radicales y conservadoras, desde una postura
discursiva de equilibrio, logrando su “relativo éxito final” (2005: 249).

226
fundacional, que podía ser llamada liberal, republicana, constitucionalista, pero que no se
trataba de otra que de la línea liberal-conservadora tal como aparecía en estos intelectuales.
En segundo término, esa noción del espacio liberal como un área común que no se leía bajo
los mismos términos de conflicto interno como sí ocurría con los espacios católicos, daba
lugar a la construcción de esas mismas categorías fundacionales como una igualación que
definía la línea histórica cuanto arrojaba, desde allí y sin necesidad de refutación, toda otra
alternativa al espacio categórico de la anomalía.

3-HISTORIA DE UNA HUELLA: ORÍGEN Y LÍMITES DEL ESTADO Y


LA DEMOCRACIA

Los intelectuales liberal-conservadores propusieron, como hemos analizado, diagnósticos


oscuros sobre el rol del Estado, tanto en el plano teórico como en las diversas inflexiones
sobre la historia, nacional y mundial, y el propio contexto sobre el cual intervenían. Pero ello
no obstó que tales lecturas estuvieran tramadas por bases muy firmes en torno a las
concepciones deontológicas del rol del Estado y las comparaciones con experiencias asumidas
como positivas, nuevamente a nivel nacional como internacional. Desde la segunda mitad de
la década de los sesenta comenzará a consolidarse una línea de intervenciones que colocaba la
cuestión estatal en un plano que, si bien prolongaba, retomaba o dialogaba con los ejes que
hemos relevado hasta aquí, empezó a reposicionar las preguntas en torno a la construcción del
Estado nacional tanto como a deplorar lo que entendía como una posterior pérdida de límites
racionales. Así, mientras por una parte se recuperaban las pautas de creación, desarrollo y
consolidación del Estado propio de la Organización Nacional y lo que se entendían como una
serie de lógicas deseables de cara al presente, por otra parte se censuraban las diversas
implicancias que se postulaban como propias del Estado en la sociedad de masas.
Estos años, clásicamente situados en el centro de preocupaciones nacidas allí y que se
colocaron luego en formulaciones en torno a límites fuertemente ligados a la cuestión del
Estado (O’ Donnell, 1996; 2011), encontraron en los intelectuales liberal-conservadores las
inquietudes propias de muchas de las preguntas de la hora, claramente reformuladas, tanto

227
como la reestructuración de sus propias operaciones iniciales. En efecto, estos autores podían
compartir tanto las preguntas por los orígenes del Estado que atravesaron a las diversas
formas del revisionismo tardío y con las cuales estaban en claro conflicto (Quattrocchi-
Woisson, 1995; Georgieff, 2008). Podían ser los ejes de las lecturas acerca del gesto fundante
alberdiano que, sin embargo, se haría más profundo a fines del ciclo que cubre esta Tesis,
cuando se acerque el centenario de la muerte del tucumano. Podían, en fin, acabar por
inscribir la problemática final del Estado en tanto problema inherente a la democracia, en un
sendero que, con plena rectitud argumentativa, habían inaugurado en aquellas miradas al
espejo europeo con las cuales leyeron el peronismo.
Federalismo, intervención económica, inversión de los verdaderos roles estatales: una
miríada de temas eran parte de una operación mayor, aquella que se enfocaba en constatar que
la hora histórica era la de un Estado que se había salido de sus causes, como ya se temía en los
diagnósticos posperonistas. Pero, sobre el final del ciclo que cubre este trabajo, no era
suficiente denunciar el totalitarismo: por ello, las formas de preguntarse, otra vez, por el
origen del Estado eran operaciones concomitantes con la denuncia de su desencuadramiento.
Una operación estaba incompleta sin la otra, y por ello la construcción de sentido propuesta
por nuestros actores ligó permanentemente el origen del Estado con sus trastornos.

El origen del Estado y el Estado en su origen

En 1963, José Alfredo Martínez de Hoz señalaba que desde el alba de los tiempos del Estado
argentino existía la idea federalista como modo de organización política. “En nuestro país las
ideas del federalismo como forma de Estado se incorporan a su vida institucional desde el
momento mismo de la Revolución de Mayo”, sostenía el economista, y agregaba:

Las ideas federales no podían estar ausentes del nacimiento y desarrollo del Estado
argentino, porque no fueron inventadas ni copiadas, sino que sus factores preexistían
desde el comienzo de la conquista hispánica. Esos factores eran de naturaleza
geográfica, política, económica, y hasta de naturaleza humana por haber sido diverso
el origen y las condiciones de las corrientes que colonizaron sus tres grandes regiones
del norte, del oeste y del litoral (1963: 147).

Para el autor, se trataba así de marcar que la base institucional del federalismo argentino era la
“ciudad-cabildo”, sede del poder y de la representación: “Este es el verdadero origen de
nuestro federalismo, que no es el fruto de la imitación de ejemplos extranjeros sino la

228
consecuencia del desarrollo histórico, político, económico y social del país” (1963: 153-154).
De ahí que Martínez de Hoz eligiera proponer que “[f]ue, entonces, el esfuerzo común de
todos los pueblos el que obró la emancipación nacional”, por lo cual las bases constitucionales
aparecían sostenidas por el principio organizativo federal (1963: 166). La cuestión del
federalismo como lógica organizativa del Estado, tema central en el economista, podía tener
variaciones desde su articulación con el catolicismo, como vimos previamente, hasta su
especificidad a la hora de interpretar las consecuencias de una reforma constitucional, como
postulaba apenas meses antes del artículo que aquí analizamos (Martínez de Hoz, 1962). Esta
multiplicidad de planos en los cuales podía ser central la cuestión federal se debía a su
presencia como clave que conectaba los posibles modelos nacionales con el doble uso del
espejo predilecto de nuestros autores: los Estados Unidos. En efecto, las referencias
federalistas hacían tanto hincapié en el ejemplo estadounidense como ícono de un equilibrio
político logrado bajo la fórmula federal, cuanto se asimilaban al explícito basamento
constitucional argentino, Bases alberdianas mediante, en la Carta Magna del país del norte.
Como vimos previamente en el caso de Bidart Campos, se proponía un federalismo
preexistente a la Constitución que aparecería recogido por la fórmula política de Alberdi y
luego integrado al texto constitucional194. En ese sentido, las operaciones de nuestros actores
sobre el nacimiento del Estado conformaban al mismo tiempo un eje unificado pero dotado de
ciertas fluctuaciones relativas que, sin embargo, se enfocaban en diagramar una suerte de
línea fundacional que, pudiendo variar su nombre, aparecía interpretada como perdida en el
contexto en el cual intervenían: el Estado desquiciado, entonces, como contexto de partida de
las reconstrucciones retrospectivas.
Intervenciones como las presentadas por Martínez de Hoz, de gran relevancia entre la
intelectualidad liberal-conservadora, sin embargo poseían una historia más amplia, en especial
dentro del contexto de las derechas, por lo cual operaciones como la recién descrita se
tramaban en un multiplicidad de planos. El más inmediato era aquel donde aparecían
formulaciones en torno a postular la primacía tanto del gesto alberdiano, como analizamos

194
Un riguroso analista del liberalismo decimonónico y partícipe de los espacios liberales, como Natalio Botana,
cifró el trayecto del federalismo argentino desde 1852 y explica las líneas centrales de la cuestión de la siguiente
manera: “El federalismo liberal que se formó en Argentina en la segunda mitad del siglo XIX encierra varias
paradojas: si los términos federalismo y liberalismo abarcan en la teoría política un proceso basado en la
limitación del poder político, ese movimiento tuvo en Argentina el designio de constituir un Estado Nacional y
un régimen capaz de subordinar a las provincias dentro de un orden que las contuviera y las controlara
eficazmente. En la idea de Constitución federal coexistían en tensión las libertades republicanas y el anhelo de
dar forma y sustento material al poder político: este proyecto se condensó entre los años 1853-60 en una
constitución nacional que adoptaba la forma representativa republicana federal” (1993: 224). Es decir, en la
lectura de Botana, como en la de Ezequiel Gallo (2006), aparecía el federalismo como un proyecto y no como la
realización concreta aunque preconstitucional propuesta por nuestros actores.

229
antes, como del carácter representativo, republicano y federal propugnado en la Carta Magna
que se entendía, en su ausencia, como parte central de la crisis nacional. En un segundo
término, el refuerzo de lecturas de este tipo ingresaba en polémicas con las vertientes
nacionalistas que, desde la segunda mitad de la década de 1920, habían comenzado a colocar
la cuestión republicana en el centro de sus diagnósticos. Adversarios políticos asumidos por
las propias intervenciones de nuestros autores, los nacionalistas neorepublicanos, sin embargo,
compartían con los liberal-conservadores una doble clave central de lectura: la primacía del
movimiento constituyente y la concepción elitista. Como lo ha destacado Olga Echeverría
(2009: 194-233), un importante sector de la intelectualidad nacionalista, incluso los
autoritarios, tuvo en aquellos años una evidente ligazón con ciertos tópicos caros a la tradición
liberal, en especial si de giros ligados a las posturas conservadoras se trataba 195 . La
historiadora, en efecto, propuso la centralidad que la problemática de las elites tenía para
aquellos intelectuales que, desde los años veinte, buscaron interpretar las consecuencias de la
democracia de masas, problema que volvía a hacerse presente en nuestros actores en la década
del sesenta, como vimos en el capítulo previo, y que poseía, como analizamos aquí, un claro
eje sobre la pregunta por el Estado. En tal sentido, la huella iniciada en los años veinte tuvo en
el nacionalismo posterior importantes reformulaciones donde sus interpretaciones
republicanas los colocó, en parte, en encuentro con los diagnósticos liberal-conservadores y
lejos de las renovadas posturas populistas que se habían complejizado especialmente en los
años del primer peronismo (Galván, 2013)196.
En 1967, Mariano Grondona dedicaba uno de los capítulos de La Argentina en el
tiempo y el mundo a “La formación del Estado argentino”, tal su título. Partiendo de la
definición canónica de Estado como organización política de una comunidad, y de su
entroncamiento con el más “contemporáneo” concepto de Nación, el abogado y periodista
señalaba: “Hablamos de ‘estado-nación’, entonces, cuando una comunidad ‘nacional’ se da su
propia estructura de poder” (1967: 47). “Se puede hablar de una nacimiento ‘natural’ del
estado-nación cuando, a la par que la comunidad nacional, surge la estructura de poder y de
autoridad que habrá de conducirla”, proseguía Grondona, identificando dicha instancia con
“los primeros estados nacionales: España, Francia, Inglaterra” (1967: 47-48). Esta modalidad
195
La bibliografía sobre los nacionalismos argentinos debe sopesarse, en este plano, entre una serie de trabajos
que han subrayado las rupturas nacionalistas con la línea liberal y los que, sin negar esa clave, destacan ciertos
ejes de continuidad: en la primera de las líneas, se ubican, entre otros, Lvovich (2003) y Finchelstein (2002,
2011); en la segunda, Matsuki (2004) y la propia Echeverría (2009).
196
La democracia de masas fue un tópico central en la construcción del neorepublicanismo de los nacionalistas,
en una operación donde, a diferencia de los espacios liberales, era central la carencia de una “tradición
republicana” (Botana, 1997) de idéntica densidad. Puede verse el interesante análisis del republicanismo
nacionalista posperonista realizado por Galván (2013).

230
se diferenciaba, para el autor, de los casos “anormales”, donde ubicaba dos instancias. En la
primera de ellas, aquellas naciones europeas de unificación tardía donde “Italia y Alemania
son las más notorias”; en la segunda de las vertientes, “un segundo nacimiento ‘anormal” del
Estado-Nación: aquel en que, surgiendo primero el estado como estructura de poder, consigue
convertir a la sociedad y al territorio bajo su dominación, con la ayuda del tiempo, en una
Nación. Es el caso argentino” (1967: 48) 197 . En su lectura, entonces, la Argentina había
nacido como Estado desde la organización de la revolución de 1810 y la declaración de la
independencia, haciéndose primero una organización político-militar, y era Nación sólo en un
plano proyectual ligado a las ideas de los revolucionarios de Mayo, pudiendo cerrar la unidad
estatal-nacional recién a partir de 1860, con la Organización Nacional.
La compleja trayectoria histórica de las relaciones entre el Estado y la Nación,
postulaba el allí columnista político de Primera Plana, había llevado a la aparición de dos
consecuencias de tal proceso, el nacionalismo y el estatismo: “Primero hubo, simplemente, el
desarrollo: el inglés, el norteamericano, el francés. Luego, el desarrollismo: el impaciente afán
de los imitadores. Así, también, primero hubo el estado-nación: el español, el francés, el
inglés. Después, la marcha forzada de nacionalistas y estatistas” (1967: 50). Los problemas
del nacionalismo, como analizamos a lo largo de la Tesis eran, para nuestros actores, no sólo
múltiples sino que aparecían presentados generalmente bajo la idea del mal absoluto. Ahora
bien: ¿qué inflexiones establecía la conceptualización de Grondona en un abordaje como el
que estamos analizando? Para el autor, de la primacía histórica del Estado por sobre la Nación
aparecían cuatro productos indeseables. En primer lugar, el estatismo, entendido en el doble
sentido de “endiosamiento del estado como promotor de la comunidad” y de aquel donde “la
estructura de poder y sus estructuras subordinadas (…) tienden a ocupar toda la vida social”
(1967: 50). Segundo, la aparición de un Estado voluntarista que, por obra de su accionar,
desalentaba la acción de los sujetos, creando una órbita de órdenes imposibles de realizar. En
tercer término, este estatismo partía en dos a la sociedad, en “una que subsiste por sí y otra
que se alimenta del estado”, haciendo a ambas incompletas (1967: 51). Por último, este
estatismo era analizado como exaltador de la pasión política, en tanto si el Estado era todo, la
vida social se politizaba siendo “absorbida por la fascinación del estado” (1967: 51). Bajo
estas líneas amenazantes, debía entenderse el proceso de construcción del Estado en la
Argentina, que Grondona leía desde la tríada compuesta por “la Revolución, la Guerra Civil,

197
La lectura de Grondona compartía ciertas de las características prototípicas en los análisis sobre los modos
diversos de ingresar a la unidad nacional y la modernización que, en esos años, comenzaban a quedar de lado en
los análisis sobre, justamente, los casos italiano y alemán. En estricta referencia a miradas que complejizan dicha
situación en torno a las experiencias fascistas pueden verse Gentile (2005) y Kershaw (2004).

231
la Organización” (1967: 51), a las cuales tamizaba teóricamente como un reflejo intuitivo de
un paso de concepción hobbesiana a uno lockeano. Para Grondona, la preexistencia temporal
y filosófica del Estado de Hobbes al Estado de Locke marcaba, desde el desarrollo de la
filosofía política, que “[p]rimero es el orden, el mando y el ‘Leviatán. Después, el lujo de las
normas y de la civilización. Nunca ha sido de otra manera” (1967: 57). Tal formulación se
completaba, en la misma línea teórico-histórica, por la aparición de la concepción weberiana
sobre las formas de autoridad: si para el autor alemán debía diferenciarse en los tipos
tradicional, carismático y legal, por los mismos tipos había transcurrido, señalaba Grondona,
el desarrollo del Estado argentino a través de sus mencionadas tres etapas formativas.
La postulación de una lectura de este tipo en la pluma del abogado y periodista
muestra las tensiones que el contexto producía entre sus planteos teóricos y su accionar
intelectual: el rol estatal en muchos casos llevó a Grondona a un debate con las concepciones
desarrollistas de tono aperturista, al punto que la concepción sobre el desarrollo estatal era
central en sus lecturas en ese momento. Pese a ello, en la hora del onganiato y más allá de las
vinculaciones del intelectual con dicho proyecto, la base doctrinaria se terminaba imponiendo
por sobre consideraciones de otro tipo (Vicente, 2014). Y lo hacía, precisamente, desde las
implicancias de la fórmula liberal-conservadora clave: orden y libertad. Dicha construcción
tanto teórica como histórica del imperativo que propusimos como eje del liberal-
conservadurismo, le permitía a Grondona postular como figura central de la construcción del
Estado-Nación a Alberdi: “Juan Bautista Alberdi, y la generación de 1837 a la que perteneció,
representa un momento preciso en la evolución argentina: aquél en que un grupo de dirigentes
realiza el enorme esfuerzo de ‘salir’ de sí para alcanzar el punto de vista del todo, la
perspectiva nacional” (1967: 61). En tal sentido, el tucumano representaba en esta lectura un
proyecto de síntesis en un Estado ya formado, con miras a crear la Nación, lejos, en la lectura
de Grondona, de las interpretaciones que enfatizaban el carácter romántico de la Generación
del ’37198. Por ello, afirmaba: “En Moreno, primer vislumbrador de la nación, la idea aparece
borrosa y en cierto modo ingenua. En Alberdi está cargada de experiencia y de sabiduría. Ya
no es un sueño, sino un programa concreto e inmediato” (1967: 61-62). La apuesta de
Grondona trazada desde el realismo liberal-conservador proponía una idea de construcción del

198
En tal sentido, recientemente Elías Palti ha planteado la “errática trayectoria ideológica del romanticismo
local” en cuanto a sus postulados como conjunto, por lo cual certificar una unidad en el período obligaría a una
operación del analista sobre él (2010: 154 y ss.). Las posturas de cierre o parcialización que construyeron
nuestros autores, en dicho sentido, aparecían más ligadas a estrategias intelectuales que a lecturas simplistas o
inacabadas, en tanto muchas de estas problemáticas aparecían planteadas con fuerza ya por el reformismo del
Centenario, en especial en los autores de la Revista Argentina de Ciencias Políticas (Roldán, 2006; Vicente,
2006).

232
Estado-Nación ya pletórica de las cualidades de los momentos fundacionales, resumiendo en
el máximo ícono de la historia nacional para nuestros autores las virtudes de una acción que,
como analizamos en el apartado previo, se entendía como el modo de articulación estatal por
antonomasia: el momento constituyente.
Si el liberal-conservadurismo, en efecto, parte de la asunción de momentos
fundacionales interpretados como huellas sobre las cuales deben caminar los tiempos
contemporáneos y proyectarse los venideros, en Grondona esta lectura se hacía explícita no
solo desde la elevación del momento constituyente alberdiano, sino desde la trama que tal
instancia comprendía para el abogado y periodista, en tanto clave que permitía a la Argentina
“nacer, rigurosamente, de la nada” (1967: 62) 199. El gesto fundante, así, remitía al tipo de
lectura sobre la Nación e, incluso, sin cargar de contenido ideológico al término, sobre el
nacionalismo, en tanto Grondona marcaba las claves de una construcción donde “todo este
proceso de construcción de la identidad nacional no es incompatible con las creencias en el
ideario liberal y con la vigencia de sus instituciones políticas, sino que hasta cierto punto es
inherente a él”, como ha señalado Fernando Devoto en perspectiva sobre dicho desarrollo
(2006: XV).
¿Dónde fracasaba, entonces, la construcción del Estado-Nación? La respuesta de
Grondona era trazar una línea problemática: en primer lugar, la incapacidad del Estado de
ejercer la “potencia de nacionalización”, idea que Grondona recogía de Ortega y Gasset200.
Luego de constatar que tal debilidad daba lugar a una sociedad de grupos y aislamiento, para
el autor aparecía la lucha interna, que configuraba “el largo forcejeo” que definía al siglo XX
nacional (1967: 69 y ss.). Dicha lucha estaba, como vimos, estrictamente ligada a la
problemática del Estado, en tanto el estatismo, para el autor, llevaba a que los grupos lucharan
por apropiarse de su conducción, en lugar de competir según reglas comunes: era la confusión
gobierno-Estado que signaba para el abogado la historia nacional. Por lo tanto, la Ley Sáenz
Peña no era sino expresión de un fracaso, en tanto no se podía cambiar desde el Estado, en un

199
Para Grondona, los aportes de Alberdi se sintetizaban en tres ejes de su reflexión: el rol de Buenos Aires, las
bases constitucionales, y la concepción sobre la inmigración, que se reflejarían en la propia interpretación del
tucumano de que primero se constituía el Estado y luego se construía la sociedad. Grondona desprendía tal
interpretación, a juzgar por la cita en nota al final del texto (1967: 67-68), del capítulo X de las Bases, “Cuál
debe ser el espíritu del nuevo derecho constitucional en Sud-América” (Alberdi, 1966: 46-48). Curiosamente, tal
vez en defensa de su lectura del momento constitucional como creatio ex nihilo, cita luego el capítulo 12, “Falsa
posición de las repúblicas hispanoamericanas”, pero no repara en la explicación del propio Alberdi en el capítulo
11, “Constitución de California”, donde, al interpretar el texto de dicho estado, señala lo realista de su propia
propuesta (Alberdi, 1966: 49-52).
200
Al retomar en la nota correspondiente el concepto que el filósofo peninsular exponía en España invertebrada,
Grondona proponía que el caso argentino era de un particularismo original, preexistente al Estado y por eso
inverso al “residual” teorizado por Ortega y Gasset para el caso español (1962: 27-31).

233
momento tan lejano del constituyente, a la propia sociedad sin romper el equilibrio de la
conjunción alberdiana. Aquí Grondona repetía, sin citarlos, varios de los puntos sobre los
cuales los liberales reformistas del centenario entendían el problema de la relación entre
sociedad y Estado que la Ley no solucionaba (Roldán, 2006; Vicente, 2006). El argumento del
autor exponía una serie de contradicciones internas que reforzaban la preeminencia de la
operación intelectual: a) si Grondona planteaba que el juego entre los nativos y la inmigración
no se resolvió, incluso antes de la, para el liberal-conservadurismo, problemática Ley Sáenz
Peña, ¿dónde se originó la complejidad del siglo XX?; b) ¿y qué resolvió, entonces, la
fórmula alberdiana, si para Grondona la situación, pese al acto constitucional, no se daba en la
realidad en tanto efectiva unidad? La interpretación de Grondona unía la apelación orteguiana
con la tradicional lectura sobre las diferencias entre el proyecto migratorio y la efectiva
realidad de la inmigración, que ya había comenzado a ser problematizada en los propios años
del ciclo de 1880201. Ese mismo carácter instrumental parecía respondido por Bidart Campos
(1969: 25-35), en el ya abordado Historia e ideología de la constitución argentina, donde
también partiendo de Alberdi, sin embargo, daba lugar a un análisis más matizado del
desarrollo histórico del Estado-Nación, con eje con los procesos de las fechas emblemáticas
de 1810, 1816 y 1853, e incluso admitía que la propia nacionalidad preexistía al pacto
fundante estatal.
En ambos autores, sin embargo, aparecía la lectura de que en 1930 se había dado una
partición de la historia nacional. El golpe setembrino al segundo gobierno de Hipólito
Yrigoyen, en efecto, era para Grondona el uso de la fuerza para hacerse con el control del
Estado por parte de grupos y el inicio de un “dualismo institucional” (1967: 81-84). Para
Bidart Campos, se había producido allí el quiebre que marcaba el fin del período
constitucional (1969: 21-24). El hecho traumático era capaz, así, de resignificar el orden
constitucional luego del giro que el proceso democrático institucionalizó con “el
acontecimiento”, como ha calificado Fernando Devoto (1996) a la Ley Electoral de 1912.
Desde tal óptica, el proceso de desinstitucionalización que para nuestros autores llegará a su
pico en la década peronista, era centralmente un problema de cómo se quebraba la
constitución fundacional del Estado y se subsumía, en un mismo movimiento, en una
transformación como la promovida por la reforma constitucional de 1949. Nuevamente,

201
El debate, en efecto, será central en el Centenario y los consiguientes planteos en torno al “ser nacional”. Si
bien el positivismo de fines del siglo XIX será clave en la centralidad de estos debates, con un paso hacia la
pregunta por la Nación, el tópico será centralmente explotado por las corrientes nacionalistas de derecha (Terán,
2000).

234
entonces, los giros argumentativos acababan centrándose en las referencias a la década
peronista como ordenadora, por la vía negativa, de las lecturas liberal-conservadoras.

¿Democracia en qué Estado?: límites y tramas del vivir juntos

Si las intervenciones sobre la forma y el origen del Estado se enfocaban en una pregunta a
veces explícita y otras veces implícita en torno a la crisis nacional, la democracia aparecía
como un concepto central para complejizar los contornos interpretativos de las nociones de
Estado que se ponían en juego. Así, Benegas Lynch postulaba, en 1969, la problemática de la
identificación del Estado con el gobierno, que además se extendía a la de estos dos espacios
políticos con lo que el autor denominaba sectores intermedios, proceso que describía como un
retroceso de la libertad occidental. No se trataba sólo del peso de la fórmula a la que apelaba
previamente Grondona, sino de una lectura en la cual la hora histórica estaba presente:

En los procesos de crecimiento de poder de los gobiernos, disimulados, a veces, por el


referido aparente desplazamiento de éste hacia los llamados grupos intermedios
–profesionales, empresarios, obreros, etc.– suele invocarse la supuesta necesaria
participación en el gobierno de dichos grupos intermedios. Pero, en verdad, su
institucionalización política, hace que dichos grupos intermedios, en última instancia,
sólo sirvan a los fines del cada vez mayor poder del Estado. El sistema es conocido
con el nombre de régimen corporativo. Ciertos escrúpulos tendientes a evitar
reminiscencias fascistas y nazistas, lo denominan ‘comunitarismo’, ‘democracia
participativa’, etc. Pero estos eufemismos no pueden alterar el resultado del sistema
(1969: 108).

El uso del término comunitarismo era clave en esta construcción, en tanto poseía una
centralidad notoria en el momento del onganiato que, como han señalado diversos trabajos, se
articulaba con la peculiar concepción desarrollista de la Revolución Argentina, problemática
en las interpretaciones de nuestros autores 202 . Nuevamente, operaciones en torno a las
divisiones en el espacio de las derechas nacionales complejizaban las intervenciones de este
grupo de autores. El eje real sobre el cual se intervenía, para Benegas Lynch, era el Estado, de
ahí que propusiera diferenciar entre la justificación del poder, la crisis de autoridad y el poder
desorbitado: la clave se hallaba, ahora sí como en Grondona, en la relación entre el poder
gubernamental y el Estado. En tanto la justificación del poder se ligaba a las múltiples

202
Los principales argumentos comunitaristas provenían de líneas católicas genéricamente identificables con las
derechas de diverso signo, de las reformulaciones del catolicisismo integralista a “nostálgicos del Nuevo Orden”
pasando por clivajes derechistas del peronismo (Cucchetti, 2007; Giorgi y Mallimacci, 2012; Giorgi, 2012).

235
amenazas que podían limitar la autoridad del gobierno, Benegas Lynch aclaraba que no debía
entenderse por esta una contrición de las libertades del sujeto, sino de que “no se trata de
negarle poder al Estado, sino de que el mismo resguarde la libertad personal y no se ponga al
servicio de los enemigos de ella” (1969: 109). Estado gendarme, entonces, cuya entidad y
acción no debían confundirse con “la insuficiente fuerza defensiva en el campo que le
corresponde actuar al Estado”, que configuraría la crisis de autoridad (1969: 111-112).
Finalmente, aquella instancia donde el poder aparecía desquiciado y que configuraba, de
modo opuesto, otro tipo de crisis, en este caso la que se evidenciaba por la salida del poder
gubernativo de los cánones liberales:

Otra cosa es el poder fuera de órbita. El poder desorbitado es la crisis de autoridad por
exceso. Es decir, el poder que excede el limitado campo que es materia de acción
legítima de gobierno y se convierte, al exceder dicho campo, en prepotente artífice del
destino ajeno, en aquello que es privativo de cada cual. El poder fuera de de órbita,
extendido más allá de los límites de su competencia, es el que rige compulsivamente
vidas y patrimonios particulares, violando la propiedad y las libertades de expresar el
pensamiento, de trabajar, de contratar, de asociarse y de profesar el culto preferido.
Este poder fuera de órbita que constituye la crisis de autoridad por exceso, está
empujando a Occidente al colectivismo (1969: 113).

Dicho exceso de autoridad del poder estatal, señalaba Benegas Lynch, debía entenderse en un
marco histórico y teórico, en tanto proponía que tanto la concepción del derecho natural como
la utilitarista habían marcado los límites de tal poder, basadas de modo explícito en el primer
caso e implícito en el segundo, sobre la idea de ley natural (1969: 115). Esta construcción
ordenancista tenía para el autor otros modos de relacionar la teoría y la práctica, en tanto
proponía que el Estado de las monarquías absolutas estaba basado en Maquiavelo, como una
construcción donde el eje era el poder y no la libertad y la justicia. A esta realidad se le
enfrentó, en la lectura del economista, la lógica de la Revolución Inglesa basada en las ideas
de Locke, y luego el influjo de Burke. Siguiendo a George Roche, Benegas Lynch
diferenciaba, así, dos tipos de concepción: la propia de la Revolución Norteamericana y la
respectiva a la Revolución Francesa, identificando a la primera con sus postulados y a la
segunda con la teoría de la voluntad general de Rousseau, aquí nuevamente denostada, que
para nuestro actor se continuaba en Fourier, Saint Simon, Marx “y otros pensadores
colectivistas” (1969: 116)203. La clave de la intervención de Benegas Lynch estaba, así, en
marcar cómo el Estado podía constreñir a los sujetos y ser superior a toda trascendencia, en un

203
Si bien el economista no menciona el trabajo de Roche en el cual se basa, todo indica que se trata de la serie
de artículos “Power”, editados en 1967, o al menos de uno de ellos, “Power. 2. Two modern manifestations”,
donde el actor realiza abordajes en los cuales Benegas Lynch se basaba e incluso reproduce literalmente ciertos
argumentos (Roche, 1967).

236
modelo que no sólo negaba la opción que el liberalismo lockeano y el liberal-
conservadurismo burkeano tramaban sobre la base de los derechos naturales, sino la propia
base cultural cristiana y, en el particular caso nacional, la tradición histórica argentina (1969:
117-123). Tal Estado aparecía, al mismo tiempo, superando a la Constitución, por lo que
creaba una situación donde la democracia salía de todo cauce y también se deformaban las
lecturas de la propia realidad:

Quienes reniegan de nuestra Constitución de 1853 no reparan en que ella es y ha sido


letra muerta por mucho tiempo. Los males sufridos se deben a reiteradas y
sistemáticas violaciones de sus normas que se fundan en principios inmanentes. Lo
que ha fracasado no es la Constitución. El haber violado sus principios es la causa del
fracaso. Tampoco ha fracasado la democracia, puesto que ella no funcionó
correctamente. Lo que comúnmente se entiende por democracia es pura demagogia y
es ésta la que en verdad –como tenía que ocurrir– ha fracasado (1969: 121).

El trabajo de Benegas Lynch hacía eje, por ende, en lo que consideraba un tópico
alberdiano clave, la relación entre la libertad y el poder, llevando la lectura del tucumano a los
problemas de la hora, de los cuales la puja entre dos concepciones opuestas de Estado era
motivo central. Como vimos previamente, las operaciones intelectuales en torno a la idea de
un nacimiento constitucional del Estado estaban entroncadas con la figura del prócer
decimonónico, al tiempo que, como Benegas Lynch aquí, destacaban a 1930 como un
momento de quiebre, como la primera vez en que se explicitaba que la Constitución era, en
sus palabras, letra muerta. En tal sentido, la existencia de diversos puntos cronológicos sobre
los cuales se determinaban momentos de crisis o ruptura era una operación constante en el
liberal-conservadurismo, tendiente a establecer la marcación de fronteras que simbolizaran los
diversos puntos en los cuales se entendía que comenzaba alguno de los diversos rostros de la
crisis nacional. La década de los treinta, justamente, era en tal sentido un eje multiforme para
los abordajes que, como este, efectuaban una defensa de un modelo que aparecía
distorsionado en el momento de la intervención pero cuya lógica se inscribía en una saga más
prolongada pero donde la cuestión del Estado era clave para determinar las formas de la
democracia. Nuevamente, la puja con las derechas nacionalistas: la década de los treinta era,
en nuestros autores, interpretada como la base del posterior peronismo. “La larga década del
nacionalismo”, como la denominó Lvovich (2003), era por lo tanto plausible de abordajes
diversos pero siempre leída como ruptura del orden liberal: el redimensionamiento estatal que
marcó dicha década completaba las lecturas sobre el quiebre democrático o el dominio del
nacionalismo.

237
El rol del Estado era, por lo tanto, para nuestros autores, inseparable de los tipos de
democracia que se proponían y de una serie de relaciones entre los individuos y la sociedad.
Así, Sánchez Sañudo señalaba al año siguiente que se debía entender a la democracia como
parte de la herencia liberal, conformada por influjos del cristianismo y del propio liberalismo
clásico, que daban como resultado una concepción moderna de la libertad. En efecto, para el
autor aparecía un tipo de libertad que era “integral, indivisible”: basada en una relación donde
al mismo tiempo la idea de poder de la mayoría derivaba de los derechos de los individuos.
Del sujeto a la sociedad, entonces:

Para que la voluntad de la mayoría sea respetable, sea un derecho, ella debe hacer lo
propio con los derechos de la minoría, es decir, los que corresponden a todos y cada
uno de los individuos en razón de su humanidad, y cuya defensa constituye la razón
de ser del gobierno y por lo tanto el fundamento del sufragio universal (1970).

La clave, señalaba Sánchez Sañudo, estaba en equilibrar los principios de la libertad con los
de la democracia, clave que estaba dada por la Constitución de 1853. Atento al contexto de
gobierno militar y de naciente violencia insurgente, el marino observaba, basándose en Julián
Marías, que se debían evitar los extremos de la opresión y de la subversión y que tal equilibrio
era, “en una palabra, la democracia liberal” (1970)204. Como hemos visto a lo largo de la Tesis,
una multiplicidad de tópicos llevaban a nuestros autores a tramarlos con uno de los ejes
centrales de sus argumentaciones: la cuestión democrática.
Si este capítulo comenzó analizando cómo el peronismo era observado ante el espejo
de los totalitarismos europeos y luego nos acercamos a las posturas constitucionales sobre el
Estado, es porque tal recorrido llevaba dos marcas internas muy profundas: en primer lugar,
las relecturas del fenómeno justicialista aparecían tramadas sobre una línea que superaba la
experiencia populista pero se basaba en ella a la hora de plantarse frente a la democracia
nacional como clave de organización política. Segundo, el enfoque basado en la concepción
del Estado como creación constitucional completaba las operaciones en torno a plantear las
relaciones entre democracia y Estado como inseparables de la Constitución como lógica
fundante y rectora. Lo expresaba Linares Quintana, al enfocar la crisis nacional en la
conferencia con la cual se inauguraba el Instituto Popular de Conferencias, vinculado, como

204
Si bien Sánchez Sañudo no hace referencia a qué texto del autor español le inspira esta cita, dicha
conceptualización aparece en diversos artículos de Marías de mediados y finales de la década del setenta, con lo
cual es posible que las apelaciones a tales puntos hayan formado parte de las conferencias que el autor dio ese
mismo 1970 en la Argentina. En una conferencia posterior, Sánchez Sañudo refiere a un artículo del madrileño
en La Nación que sigue la misma línea.

238
ya señalamos, al diario La Prensa: se trataba de un problema político que tenía al Estado y a
la cuestión constitucional como claves. En palabras del constitucionalista,

Ha gravitado decisivamente en este último aspecto el fracaso de la acción educativa


del Estado, primordialmente en el esencialismo objetivo de la formación de la
conciencia cívica del individuo, que debe inspirar en la ciudadanía el sincero amor
por las instituciones de la patria y, en primer término, por su Constitución, escudo y
valla contra la anarquía y el despotismo (…) (1971b: s/p).

En momentos en que se debatía una reforma constitucional, y donde los propios intelectuales
liberal-conservadores tuvieron un rol destacado, Linares Quintana proponía una lectura que,
aun aquellos que se mostraron a favor de la reforma, compartían: la centralidad que tenía
cumplir la Constitución antes que reformarla. “La responsabilidad por la actual crisis
institucional no es de la Constitución”, señalaba el autor, y enfatizaba:

La Constitución Nacional –frecuentemente violada, muchas veces injustamente


vilipendiada y por pocos conocida y comprendida– debe ser siempre mirada por los
argentinos como el instrumento que organizó jurídicamente la Patria, consagró la
unión nacional e institucionalizó la Revolución de Mayo y con ella los grandes
ideales de la nacionalidad (…). El deber de las sucesivas generaciones es no apartarse
de ella, cumplirla fielmente y darle plena ejecución (1971: s/p).

Rescatar la Constitución era una estrategia que, sin embargo, no se resumía en una suerte de
congelamiento del texto para enfrentar los desaires de la hora sino, más complejamente, en
una resignificación y repolitización que, si bien se basaban en ejes muy marcados y constantes,
estaban abiertas a operaciones intelectuales de tipo diverso. La crisis a la que aludía el autor
era la del propio sistema político argentino que no sólo la había reformado por medio de la
Constitución de 1949, tan criticada por los liberal-conservadores, sino que la prolongación de
la inestabilidad política tenía en su centro la problemática constitucional. En efecto, así como
la reforma de 1957, como lo vimos, era leída en este espacio como parte de una vuelta al
gesto alberdiano, los debates en ese mismo 1971 se inscribían en la voluntad de reforma del
gobierno de facto, cuyo límite, como marcaba Linares Quintana, debía ser el mismo que el de
1957: no entenderse como fundante. Tal cual lo proponía Romero Carranza comentando a
Bidart Campos, era necesario volver a volcar los esfuerzos intelectuales sobre el Derecho
Político y Constitucional, como lo hacía su colega reseñado, “en momentos en que la
tendencia intelectual, en la República Argentina, es desinteresarse de los altos valores del
Derecho para sólo pensar y escribir sobre las realidades sociales y económicas del país” (1973:
1155). La arenga disciplinaria del miembro de la Democracia Cristiana, publicada en la

239
revista central del espacio intelectual del Derecho, La Ley, mostraba cuán central era la
operación constitucionalista en las lecturas que estamos relevando, máxime como reacción
ante la centralidad de los análisis criticados, efectivamente de gran relieve en dicho momento
(Rubinich, 2002; Neiburg y Plotkin, 2004; Blanco, 2006). Aquel desconocimiento del texto de
la Carta Magna que denunciaba Linares Quintana explicaba las argumentaciones de este tipo,
como lo patentizaba Romero Carranza en tanto elogiaba la actitud de Bidart Campos,
señalando:

Él no olvida lo circunstancial ni las necesidades ni los peligros actuales y nacionales,


pero sabe elevar su pensamiento y dedicar su pluma a lo más alto y de mayor
importancia: a lo que es universal y permanente en la vida de los pueblos, es decir, a
los problemas relacionados con el Derecho, la justicia, la libertad y el bien común
(1973: 1155).

La apelación a un abanico de lecturas que podían referir tanto a los Padres de la Iglesia
como a los clásicos del pensamiento liberal era destacada por Romero Carranza, quien ponía
especial énfasis en aquello que la unía con la tradición de pensamiento cívico católico
argentino, como una postura tradicional. Dicha línea conformaba una visión que “es, por tanto,
la que rechaza todo Estado tiránico, despótico, autocrático o totalitario y considera la
democracia como una forma cristiana de Estado, forma centrada en la libertad, la justicia y el
bien común” (1971: 1156). Como hemos relevado en el capítulo tercero, las construcciones
cristianizadoras de Romero Carranza eran estrategias intelectuales constantes, pero más allá
de volver a marcar esta modalidad, es importante aquí poner en relieve las diversas
articulaciones y los diferentes modos argumentativos por y en medio de los cuales aparecía la
lectura constitucionalista. Origen y centro del Estado como cuerpo legal, la concepción
basada en el eje constitucional podía, así, ser recuperada como arma de batalla contra las
amenazas del Estado Leviatán y también como explícita llave de conexión entre las posturas
disciplinarias y el bien común. Esta construcción de rol intelectual, como señalamos, reactivo
a la centralidad de las transformaciones en los análisis sobre la sociedad de aquellos años, al
mismo tiempo ingresaba en las diversas lecturas que la marca constitucionalista había ejercido
en la construcción de la Argentina como estado basado en el Derecho.
López apelaba, en tal sentido, a recorrer esos ondulados meandros argumentativos que
volvían una y otra vez al Estado fruto de la Constitución planteando que se trataba, en
definitiva, de retomar el gesto alberdiano: “Con respecto a la realidad argentina, Alberdi –fiel
discípulo de Echeverría– lo tuvo presente como ningún otro: el ser y el deber ser equilibrados
y vinculados dialécticamente” (1972c: 47-48). De ahí que fuera necesario apelar a “el

240
realismo arquitectural” del tucumano, como lo calificaba nuestro actor retomando a su amigo
Carlos Alberto Erro, quien “llamaba sentido arquitectural a la manera en que puede actuarse
sobre algo que está en construcción o que no se halla definitivamente formado” (1972c: 40).
De ahí que replicar al autor de las Bases fuera comprender que este “[b]uceó en la
‘constitución natural’ y en la ‘constitución real’ para elaborar el proyecto edificante. Y quiso
hacerlo sin anteojeras deformantes” (1972c: 50). Realismo liberal-conservador, entonces, en
una doble vía: primero, en tanto rescate de la concepción antiutópica de Alberdi; segundo,
rescate del valor tradicional del liberalismo de su obra. Al igual que en Grondona, en López
aparecía la idea de que el plan estatal-constitucional preexistía a la Nación, y que por ello
mismo era el eje de la Nación ya construida desde la cual López escribía: “Sentido
arquitectural, ansia de grandes realizaciones colectivas, concepto de la iniciativa y de la
responsabilidad personal: he aquí lo vivo de Alberdi, lo permanentemente actual, el legado
irrenunciable” (1972c: 63).
La pregunta por las relaciones entre la democracia y el Estado o, más densamente aún,
la interrogación acerca de las posibilidades democráticas dentro del Estado, eran un modo de
tramar la respuesta que volvía, como hemos visto, una y otra vez al sentido fundante de la
Constitución y de la obra alberdiana. Romero Carranza, ese mismo 1972, pronunciaba una
serie de conferencias sobre Alberdi donde, tras trazar una serie de líneas presentes en los
diagnósticos que venimos relevando, señalaba el peligro de la hora en el olvido de la vida y
obra del autor tucumano: “Se lo olvida y menosprecia cuando se pretende establecer en la
Argentina la omnipotencia estatal con desmedro de la libertad individual y del bien común
que no puede promoverse sin el respeto de los derechos humanos” (1972a: 38). El delicado
equilibrio que subyacía a la fórmula del jurista se encontraba marcado en el texto
constitucional inspirado por las Bases, de las cuales decía Romero Carranza que debía
extraerse una lección.

En el prólogo de la tercera edición del año 1856 de su libro Bases y puntos de partida
para la organización nacional, Alberdi dijo: Hay siempre una hora dada en que la
palabra humana se hace carne. Cuando suena esa hora, el que se propone la palabra,
orador o escritor, hace la ley. La ley no es suya en este caso, es la obra de las cosas.
Pero es la ley durable porque es la ley verdadera (1972a: 36-37).

Para el autor, debía entenderse la problemática que, con sagacidad, había planteado Alberdi
así como sus ramificaciones en el tiempo. Precisamente las tristes condiciones de la realidad
que, en las interpretaciones de nuestros intelectuales negaba la obra alberdiana, aparecían
como las generadoras del problema que, en una operación que hemos vista como muy

241
extendida en estos intelectuales, debía remediarse por medio de un retorno dinámico a las
(justamente) Bases.

Los tiranos existentes, que son muchos, y el ultranacionalismo americano y europeo,


que es grande, retardan la llegada de esa hora. Pero la verdad, tarde o temprano, acaba
por imponerse. Y en el futuro nuestros hijos y nuestros nietos verán hecha carne las
palabras emitidas por Alberdi sobre ese principio jurídico-político, así como nuestros
padres y nuestros abuelos vieron hecha carne en la Constitución de 1853 la palabra
escrita por Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización nacional
(1972a: 37).

Como lo explicitaba meses luego López, se trataba entonces de las transformaciones


históricas de una cuestión de opuestos, como lo proponía en una obra de ambiciones
doctrinarias como Manual de Derecho Político: “Así como el ‘liberalismo’ representa una
reacción contra el ‘absolutismo’, el ‘totalitarismo’ representa una reacción contra el
‘liberalismo’” (1973b: 276). Dentro de lecturas propias de concepciones basadas en formas
dicotómicas, como las que eran centrales en las pujas ideológicas que los intelectuales liberal-
conservadores hicieron marca de sus reflexiones, el jurista partía de plantear que, sin embargo,
el liberalismo era una forma donde a lo largo de su historia, “no existe un cuerpo único” de
ideas. Pero, justamente por la centralidad de las lecturas oposicionales, sin embargo López
reconocía un antagonista claro en el totalitarismo, fuera este de signo fascista o comunista
(1973b: 272-278). Por ello, el autor dejaba en claro la centralidad que la cuestión estatal tenía
en ese clivaje oposicional entre liberalismo y totalitarismo como un eje que podía atravesar
las diversas opiniones, categorizaciones y abordajes a dichas ideologías205. Así, la compleja
serie de lecturas, argumentos y posiciones que hemos abordado en las últimas páginas
trazaban diversos modos de aproximarse a la cuestión central: la puja ideológica en torno a la
cuestión estatal. Mito del origen o advertencia sobre su amenaza, ente constitucional o
máquina de los tiranos, articulador de los poderes públicos o Leviatán autosuficiente, el
Estado se transformaba en un foco de múltiples interpretaciones en tanto problema
determinante de los límites políticos que las concepciones liberal-conservadoras trazaban. Al
mismo tiempo, interpretar el Estado era una opción donde los intelectuales que nos ocupan
fue una manera de pensar el sitio del liberalismo en la Modernidad, en la historia nacional, en

205
La drástica operación de López, ejecutada incluso ante sus propias advertencias en torno a las muy diversas
concepciones que los términos han suscitado, cobraba un relieve destacado, además, por la propia posición
pedagógico-normativa que promovía una obra como Manual de Derecho Político, señalada por el autor en la
introducción (1973b: 13-16).

242
el inmediato pasado mundial, y desde allí interpretar la hora histórica, siempre con un saldo
fuertemente propositivo.
Desde la canónica publicación La Ley, Bidart Campos realizaba una intervención
sumamente gráfica de cómo interpretaciones tales como las que estamos analizando aparecían
tensionadas en ese momento. El mismo año 1973, el autor comentaba un fallo judicial
originado en el caso de un sujeto cuyo pelo había sido cortado por un agente policial que lo
había detenido previamente. El jurista apelaba, Constitución mediante, a los basamentos
liberales y a un equilibrio argumental entre las ideas de libertad positiva y negativa para
analizar el suceso y sus implicancias legales y políticas. “La Constitución protege la intimidad
inofensiva de la persona, de sus conductas, de su vida privada, como un ámbito de libertad
jurídica”, por lo cual el problema era la escasa educación constitucional del uniformado, en
tanto “hechos como el de la causa revelan la necesidad de una catequesis constitucional” para
“abortar a tiempo las ínfulas de los mandones que creen que autoridad es arbitrariedad o
antojo” (1973c: 106). Ello era así puesto que “[l]a filosofía política que alienta a estas
disposiciones es la libertad como derecho subjetivo, cubriendo en una de sus dimensiones un
área preservada de interferencias estatales arbitrarias, donde la personalidad del hombre se
desarrolle según su propia decisión y responsabilidad” (1973c: 107). Era por ello que para el
autor el problema estaba en permitir la regulación estatal de esferas íntimas por medio del
autoritarismo o el paternalismo, en tanto la primera de las vías era tratar a los sujetos como
hombres sin libertad y la segunda hacerlo como si fueran niños. Las prácticas contrarias,
advertía el jurista, estaban marcadas por la voluntad autoritaria, expresada plenamente en un
caso de aparente nimiedad, del Estado: “Si se insiste en que el Estado tiene poder para mandar
en una órbita que las mentes normales siempre consideraron privativas del señorío propio de
cada uno, habrá acaso que revestir la pretensión de sustraerse a su intervención absurda bajo
la forma de derecho” (1973c: 107). Lejos del dramatismo expresivo al que regularmente
apelaban los intelectuales liberal-conservadores en sus análisis sobre los peligros del Estado
fuera de sus límites, el panorama articulado por Bidart Campos prefería enfocar cómo incluso
una reductio ad absurdum podía ser el eje sobre el cual se sustentaba la voluntad autoritaria o
paternalista.
Precisamente, eran las construcciones en torno a los problemas acarreados por las que
se postulaban como transformaciones o desviaciones del Estado las que aparecían como una
de las modalidades analíticas de mayor densidad entre nuestros autores. Se tratara de un
Estado enfocado hacia el totalitarismo, empeñado en el infructuoso intervencionismo o
cegado ante los principios reales de su accionar, juzgar desde las inflexiones menores a las

243
consecuencias de los modelos antagónicos fue una estrategia de hondas consecuencias en las
lecturas de los intelectuales liberal-conservadores. Pero dicho movimiento tuvo un límite
taxativo en los años de la última dictadura militar, cuando gran parte de las intervenciones de
corte teórico en torno al Estado, fuertemente presentes en los años previos, se transformaron,
como veremos en el capítulo siguiente. Sin embargo, ello no implicaba un giro completo con
respecto a las intervenciones previas, sino la reformulación argumentativa y estratégica en
torno a un problema que conectaba el problema del Estado con el de la democracia y que,
como se ha visto, estaba ya presente en estos intelectuales. Por lo tanto, el sentido de las
acciones del Estado aparecía analizado tanto para determinar sus características como para
diagnosticar, desde allí, las formas de la democracia presentes en dicho Estado. La amplitud
de la operación podía ir desde la afirmación de Horacio García Belsunce acerca de las
problemáticas que las políticas intervencionistas causaron en la Argentina, las cuales
conllevaron “en última instancia, desinstitucionalización de la República” (1978: IX), a la
formulación de García Venturini, quien señalaba, en su Politeia, la problemática inversión de
los roles del Estado:

Con frecuencia, la relación ha aparecido invertida y ha sido la sociedad política –es


decir, los seres humanos que la componen– quienes han tenido que servir y someterse
al estado despótico y absoluto. A veces, porque la política vigente sustentaba
principios torcidos, como es el caso de los regímenes totalitarios; otras, veces, aun en
sociedades democráticas, la hipertrofia del estado llega a ser tal que, aunque los
principios digan otra cosa, la realidad aparece notoriamente trastocada en relación a
su sano ordenamiento (2003: 233)

Se trataba, para el filósofo, de las diversas mutaciones de una concepción sustancialista que
confundía las coordenadas del propio Estado. Para García Venturini, en efecto, debía
diferenciarse la forma relacional entre Estado y poder de aquella entre Estado y sociedad, en
tanto las formas totalitarias apuntaban, como marca la cita previa, a la sustancialidad en este
último eje. De ahí que rescatara el principio de subsidiaridad del Estado y señalara el
problema central como ideológico, lo cual era la base de las desviaciones. Recientes trabajos
de Laura Rodríguez (2011, 2012) y Gabriela Gómes (2013) han marcado la centralidad que la
cuestión de la subsidiariedad del Estado tuvo en esos años en el pensamiento de los
intelectuales nacionalistas y católicos, y en las posturas corporativistas. Los muy diferentes
roles que nacionalistas, nacional-católicos, corporativistas y liberal-conservadores promovían
para el Estado fue un factor clave para que la problemática del Estado se prolongara, sobre el
final del ciclo que analizamos, con argumentos que remitían a las modalidades discursivas

244
durante el posperonismo, en tanto para nuestros autores la amenaza seguía siendo una sombra
plausible. Los usos de las familias de las derechas nacionalistas, diferentes a los del liberal-
conservadurismo, sin embargo, remiten a un plano común de inquietudes sobre la cuestión
estatal que, tras las inflexiones antinacionalistas de nuestros autores, convergían en un espacio
de paralelismos cuya diferencia central era la pauta ideológica en tanto se dependía de un uso
terminológico. Como lo postulaba al principio de su obra García Venturini: “la confusión
semántica, la peor de las confusiones, es siempre arsenal terminológico al servicio de la
demagogia y la tiranía”, en tanto la comprensión del Estado como sociedad política no era
sino “una anfibología tan cargada de desviaciones ideológicas” (2003: 28). La idea de
subsidiaridad estatal, proponía García Venturini, no debía confundirse con fórmulas
presuntamente análogas, ni entenderse como una forma mediadora entre fenómenos extremos:

Un estado supletorio no es un estado ausente ni un estado omnipresente –dos


extremos inaceptables– pero tampoco es un estado intermedio entre ambos. Es un
estado que hace lo que debe hacer, que ejerce un saludable contrapeso (esa idea tan
cara a un Montesquieu o a un Tocqueville) en relación a algunas fuerzas de la
sociedad; es un estado que cumple una función que la naturaleza de las cosas le
impone y le reclama, derivada de la índole humana que, por un lado implica derechos
inalienables y, por el otro, implica condición social (2003: 236).

Por ello mismo, la fórmula promovida por el filósofo buscaba, al mismo tiempo, rescatar la
tradición liberal pero entender cómo esta estaba entroncada tanto en las formulaciones
clásicas y, al mismo tiempo, relacionar dicha línea con las concepciones propias del
catolicismo, en apelación a las reflexiones de Jacques Maritain sobre el Estado. Operación
compleja que, por un lado, abrevaba de facetas de la teoría del pensador personalista que
aparecían cifradas como por encima del giro intelectual del autor galo y, por otra parte,
mediante ese mismo basamento debatía ciertas lecturas muy integradas al espacio liberal-
conservador, como la figura del Estado gendarme que, hemos visto, aparecía en varias
intervenciones de nuestros actores. En primer lugar, la estrategia replicaba modos que
analizamos en el tercer capítulo, en tanto se optaba por una lectura sesgada del corpus del
autor francés, marcada por las necesidades argumentativas más que por la sistematización de
sus ideas. En segundo término, esa misma construcción permitía lecturas que, ajena a las
tensiones internas, podía proponer fórmulas basadas en autor prestigioso cuya trayectoria

245
intelectual, la misma que se obturaba, daba cuenta de problemáticas como las que, de modo
lateralizado, enfocaba García Venturini206.
La “estadolatría” que el pensamiento católico criticaba en las primeras décadas del
siglo XX (Zanatta, 2005) era retomada, entonces, por la operación de García Venturini, quien
se encargaba de dejar en claro cómo dicha figura tenía un encastre con la cuestión religiosa,
en tanto proponía que, así como las personas y sus derechos eran un claro límite al accionar
del Estado, el rol de la Iglesia era el otro. No debía perderse la perspectiva, señalaba nuestro
autor, que marcaba que la Iglesia tenía poder directo sobre las cuestiones divinas y poder
indirecto sobre las terrenas que referían a aquel plano, “es decir, por razón de pecado, ratione
peccatti” (2003: 236). Sin esta justa balanza de potestades, “hay dos posibles desvirtuaciones”:

En primer lugar, si la Iglesia excediendo la razón de pecado –extra rationes peccati–


interviene directamente en el orden civil y político procurando organizar lo temporal,
se produce una desvirtuación que se conoce como clericalismo. En segundo lugar, si
el estado impide de una manera u otra la acción de la Iglesia, pretendiendo limitarla
‘al templo’ e impide su participación en lo temporal ratione peccati, se incurre en la
desvirtuación llamada laicismo (2003: 236-237).

Este retorno a los argumentos religiosos que, hemos visto, fue notorio en la segunda mitad de
la década de los setenta, servía al mismo tiempo como un modo de diferenciación al interior
de las derechas, contra aquella nacionalista-católica o corporativista, como marcamos
recientemente. Esta estrategia, que fue de las más importantes en nuestros actores, también
operaba sobre el contexto político al interior de los segmentos intelectuales que apoyaron al
“Proceso de Reorganización Nacional”, en tanto marcaba las diferencias entre los sectores
referenciados en el liberalismo y aquellos enrolados en el nacionalismo207. Las pujas en torno
a estas líneas fueron determinantes, como veremos en el capítulo siguiente, a la hora de
plantear una diversidad de lecturas sobre el horizonte histórico nacional en los últimos años
que cubre nuestra Tesis. El Estado, entonces, aún en momentos en los cuales nuestros autores
se habían ligado a la construcción estatal de la última dictadura, era tanto un concepto como
un espacio político sobre el cual centros y límites permanecían en pugna: el plano teórico y la
acción histórica concreta eran, al mismo tiempo, dos vertientes de un mismo problema que

206
Las obras que mencionaba como base de tal construcción eran El hombre y el estado y La primacía del
espíritu, sin citar directamente argumentos del francés. Maritain era el pensador más citado en Politeia, como lo
demuestra el racconto final de la obra (2003: 333).
207
Al tiempo que el liberal-conservadurismo actuó como eje aglutinante (Vicente, 2008; Morresi, 2010), los
conflictos entre ambas líneas fueron muy importantes (Canelo, 2008a, 2008b). En ese sentido, las tensiones entre
las convergencias y las disidencias al interior de las derechas locales que convergieron en torno de la última
experiencia dictatorial reformularon muchas de las líneas de encuentro y distanciamiento que, desde 1955,
atravesaban el amplio espacio de las derechas.

246
había atravesado a nuestros autores en el período que nos ocupa y que lo había hecho de
maneras multiformes.

CONCLUSIONES

El Estado fue el eje conceptual de una serie de interrogaciones multiformes sobre el vivir
juntos que atravesó a los intelectuales liberal-conservadores. El contexto inmediato del
posperonismo imbricó la pregunta por el Estado con las lecturas sobre los nacionalismos
radicales: en tal sentido, la cuestión estatal se leyó desde la experiencia populista interpretada
sobre el espejo de los totalitarismos europeos. Desde intervenciones eruditas a pujas
connotadas, de formulaciones plenamente polémicas a construcciones indirectas, el Estado
fue otra de las claves sobre las cuales nuestros autores forjaron sus concepciones de la vida
política. Por ello mismo, totalitarismo y democracia se tramaron como modos de prolongar la
problemática estatal. Como en el caso de las masas, también aquí fascismo y populismo se
entroncaban en las lecturas de nuestros autores, y desde dicha imbricación se procedía a una
equiparación con las experiencias comunistas. Masas, preeminencia estatal en órbitas como la
economía o el Derecho, podían ser ejes conceptuales para reposicionar al Estado como un
problema clave de la hora, donde además aparecía la idea de libertad negativa de manera clara,
como construcción en ascenso en los espacios liberales, en tiempos de renovación neoliberal.
En dicho sentido, que el avance de las nociones de libertad negativa aparecieran en medio del
gran debate por el totalitarismo no era sino una consecuencia de un entramado conceptual
donde, al mismo tiempo, la postulación de modelos dicotómicos entre liberalismo y
totalitarismo ocupaban el centro de las lecturas.
Ficciones imaginadas donde, imbricadas, el sujeto de Derecho aparecía como
definitorio del Estado de Derecho, uniendo la idea del Derecho natural a la de los límites de la
construcción estatal. El equilibrio estatal aparecía como el de la subjetividad y la libertad
como tales, en tanto podía regular al sujeto como ser esencial en la formación del lazo social,
lo cual replanteaba las preguntas por la democracia como modo de relación política. En efecto,
la pregunta por la democracia reaparecía una y otra vez en tanto modo de preguntar por la

247
trama vinculante de la sociedad en la era de las masas. Así, la pregunta de la alta teoría por el
Estado era la pregunta histórica por el Estado nacional, y por el fracaso de la democracia
inserta en él. De ahí, por lo tanto, el marco opositivo democracia-totalitarismo como
configurador clave.
La fuerza del esquema oposicional implicó, además, el rescate de una serie de
categorías que, a modo de ficciones políticas, se entramaron con la cuestión del Estado. En tal
sentido, las categorías de sujeto y Derecho fueron focos clave para reposicionar lecturas del
Estado una vez que la pregunta por el totalitarismo perdió centralidad. Si la subjetividad era
un límite para la estatalidad, el Derecho se pensó en términos de interpretaciones
constituyentes del Estado tanto como eje de demarcación entre el Estado y el gobierno como
realidades distintas. Ello, sin embargo, no obstaba que el totalitarismo reapareciera como foco
de puja ante las construcciones dicotómicas que tomaban las formas de los debates de la hora,
sean sobre las relaciones entre gobierno y Estado, acerca de las dicotomías entre
constitucionalismo y autoritarismo o las siempre presentes apelaciones a una tradición de
autores elogiados y las connotaciones sobre obras entendidas como justificadoras de todos los
excesos. Fuera o no el totalitarismo el eje conceptual, la idea de anomalía con una tradición
liberal que se entendía inscripta en la lógica de erección del Estado constitucional era una
línea rectora de las interpretaciones sobre el Estado: allí estaba la clave para las guardias
contra el Leviatán. El último tramo histórico en el cual esta problemática se hizo presente, al
mismo tiempo, reinscribió la pregunta por el Estado en tanto experiencia histórica: era ya una
pregunta por las formas posibles de la Argentina, tema que articula nuestro último capítulo.

248
CAPÍTULO VI:
LAS FORMAS DE LA ARGENTINA
Representaciones, voluntades y fracasos

Del otro lado, en el otro frente, se muestra ya


la heterogeneidad de aquello que nuestros
enemigos siempre pensaron idéntico a sí
mismo. Lo que podía pensarse unido, sólido,
comienza a fragmentarse, a disolverse,
erosionado por el agua de la historia.
-Ricardo Piglia.

La intelectualidad liberal-conservadora, como hemos visto a lo largo de los capítulos previos,


se halló en una plena tensión entre dos vías, ora convergentes, ora divergentes, para
interpretar la realidad. Por un lado, una clara predilección por la postulación de lecturas
propias de los planos filosóficos y teóricos. Por el otro, una voluntad de participación en el
presente que no descuidaba abordar el pasado y pensar el futuro. Las posibilidades e
imposibilidades de imbricar la alta teoría con la hora de cada intervención marcaron
profundamente las trayectorias y los modos de participar de nuestros actores en el tiempo que
cubre nuestra Tesis. Efectivamente, hubo en estos intelectuales una notoria preeminencia de la
centralidad de concepciones que, plenamente ideológicas, se enfocaban en las distintas pautas
del saber doctrinario: así, construían lecturas marcadamente teóricas, en general propuestas
como ideales, tanto sea desde intervenciones de aliento enciclopedista como polémicas. Por
medio de genealogías que podían ser al mismo tiempo duras pujas de sentido o
interpretaciones de la realidad voluntariamente condicionadas a esquemas modélicos, nuestros
actores, como hemos visto, construyeron intervenciones que, firmemente ancladas en los
debates de su tiempo, participaban también de una línea más prolongada en torno de los
centros y límites de su propia ideología. Como marcamos previamente, la ya clásica distinción
propuesta por Zygmunt Bauman (2005) entre intelectuales legisladores e intérpretes
encontraba aquí una forma relacional, en tanto el tránsito entre las posiciones generalistas y

249
territorializadas de los liberal-conservadores conformaban un sitio muy particular en los
espacios intelectuales en el tiempo aquí comprendido.
El sociólogo polaco ha señalado que la estrategia intelectual moderna por antonomasia
es la del rol del legislador: “Este consiste en hacer afirmaciones de autoridad que arbitran en
controversia de opiniones y escogen las que, tras haber sido seleccionadas, pasan a ser
correctas y vinculantes”, por lo cual “[e]sto les da el derecho y el deber de convalidar (o
invalidar) creencias que pueden sostener diversos sectores de la sociedad” (Bauman, 2005:
13-14). Como se pudo apreciar en los capítulos precedentes, la voluntad central de nuestros
intelectuales aparecía colocada en esta tensión entre la convalidación y la invalidación de
creencias o, más puntualmente, de visiones y construcciones ideológicas que entendían como
parte de una pugna central al interior de la sociedad de masas. En efecto, se trató de uno de
esos momentos en los que, tomando la ya mencionada metáfora de Aurelian Craiutu (2003),
el liberalismo se hallaba bajo asedio por una serie de fenómenos que tenían a las formas
políticas masivas, deploradas por nuestros actores, en el centro de las construcciones
intelectuales. De los nacionalismos radicales al peronismo, de los fascismos al comunismo,
del desarrollismo al comunitarismo, la hidra contra la cual lucharon los liberal-conservadores
poseía diversas cabezas pero un mismo tronco. Voluntad de reconstrucción, de reafirmación,
entonces, ante una etapa que, tanto a nivel global como nacional, mostraba las diversas
variantes de lo masivo como amenaza del orden relativamente cerrado que propugnaban estos
autores. Decimos, justamente, que dicha cerrazón era relativa en tanto, como analizamos hasta
aquí, las posturas doctrinarias no invalidaban posiciones de cierto aperturismo, renovadoras y
dinámicas, inscritas en la para nada lineal genealogía de la imbricación liberal-conservadora
argentina y sus diversas etapas.
La paulatina consolidación de estos intelectuales en el espacio público a partir de una
amplia visibilidad gestada desde la caída del segundo gobierno de Juan Perón fue, en ese
sentido, un signo evidente de la renovación que las tendencias liberales experimentaron tras la
importante oclusión que puede constatarse en el período 1930-1955. Recordemos que, como
hemos puntualizado pocas páginas antes, si bien era evidente que para estos actores la
problemática de la Argentina de masas se constituye como problema mal resuelto en el
Centenario, también sus lecturas colocaban a 1930 como el quiebre de la historia reciente, de
ahí que el ciclo abierto aquella fecha fuera leído en el posperonismo primero desde una
mirada posibilista y luego como marca de la crisis argentina. Si las expectativas abiertas con
el derrocamiento del justicialismo parecían poder poner en replanteo una serie de factores
intrínsecos a los modos en los cuales se leía la sociedad de masas, tales como la democracia

250
masiva, la identidad popular, la ruptura del canon liberal o el alejamiento de las pautas
constitucionales, muy diferentes fueron las tesituras una vez que dichos horizontes se
probaron inalcanzables. Si recorriésemos en un sentido cronológico, longitudinalmente, a los
intelectuales liberal-conservadores, podríamos notar tres, en el sentido abierto por los autores
de la Escuela de Cambridge, momentos. En primer lugar, el momento posperonista, marcado
por las pautas que acabamos de mencionar. En segundo término, un momento signado por una
pregunta multiforme en torno al desarrollo, donde ya no eran las masas el eje, sino la falta de
una elite capaz de direccionar a la Argentina. Finalmente, un momento marcado por los
límites que las preguntas y las propuestas surgidas de esos dos momentos previos encontraron
en la realidad nacional, que conllevo el paroxismo de ciertas posiciones y la apertura de una
nueva esperanza, también fracasada, en torno del Proceso de Reorganización Nacional más
como signo refundacional que como experiencia concreta.
Las posturas elitistas de nuestros autores, marcadas por sus concepciones en torno a
los sitios de las elites en la sociedad de masas; su tendencia a la reflexión teórica que, si bien
claramente construida sobre visos realistas, se abocaba a definiciones abstractas y
clausurantes; la remisión constante a las temáticas elevadas incluso en las intervenciones más
prosaicas e inmediatas: factores todos que definían la autoconstrucción intelectual de estos
actores y sus lugares multiformes en los espacios de su tiempo. Como señalamos previamente,
ni el movimiento de izquierdización ni el de profesionalización experta repercutieron en los
intelectuales liberal-conservadores, ausentes así de dos grandes fenómenos que afectaban a
los espacios intelectuales en los años que nos ocupan, y sobre los que más se ha ocupado la
bibliografía especializada. Pero, sin embargo y como hemos visto, sus intervenciones se
entramaban fuertemente con las diversas polémicas que atravesaron los debates intelectuales
del período que aquí comprendemos. Pese a las construcciones muchas veces doctrinarias, el
explícito tono de autosuficiencia de sus prosas y la misma condición legisladora de sus
actuaciones, las tensiones e intercambios con los problemas y las voces de su época fueron no
sólo constantes sino, por paradójico que pueda parecer en relación con esa autoasunción de rol
que destacamos, determinantes. En efecto, sería impensable proponer que los intelectuales
liberal-conservadores intervinieron desde dogmatismos doctrinarios alejados de los problemas
de su tiempo, o que lo hicieron sin tomar en cuenta diálogos, polémicas u otras modalidades
de cruce con otros actores208. Como lo ha propuesto Olga Echeverría para los intelectuales
autoritarios de principios del siglo XX, también en nuestros autores se trató de “tiempos de

208
Algunas de estas interpretaciones han aparecido en la literatura periodística, como en el caso de Muleiro
(2011).

251
intentos y frustración” (2009: 160-191), en este caso enmarcados en el ciclo que con el
derrocamiento del primer peronismo abrió esperanzas ante un horizonte que, cada vez más
complejo y lejano, no lograron verse plasmadas ni siquiera en el momento de la oportunidad
procesista, verdadero momento de cierre de una experiencia colectiva.

1-DURMIENDO CON FANTASMAS: DEL ANTIPERONISMO A LA


PREGUNTA POR LA DERECHA

En 1955, el recién derrocado peronismo era visto, como analizamos previamente desde
ángulos diversos, como una anomalía: manifestación exógena a la tradición argentina,
repetición deformada de los fascismos, versión incompleta del comunismo, manipulación
artera de las masas, representación política del nihilismo del siglo del hombre común,
cualesquiera de las interpretaciones de las que dimos cuenta entendían al populismo argentino
como una extrañeza amenazante. La reformulación de la cuestión peronista, en los liberal-
conservadores, no ingresó en la década posterior en la reflexión que había iniciado Contorno
tras el golpe de Estado setembrino y que, en palabras de Silvia Sigal, planteaba que los
intelectuales antiperonistas no habían comprendido al justicialismo, “[s]ea porque se trataba
de una elite espantada por la amenaza de las masas, sea porque contemplaban la realidad con
esquemas importados de Europa, sea porque veían en el hecho peronista un nuevo avatar de
los caudillismos tradicionales” (2002b: 483-484)209. Como analizamos previamente, en torno
del posperonismo se cruzaron una miríada de problemáticas que, desde las interpretaciones
del catolicismo a la cuestión del rol estatal, ponían en foco la pasada experiencia peronista
como numen de la Argentina sin eje. El parteaguas que el primer peronismo implicó en los
debates intelectuales, clásicamente marcado como un factor de consenso por las Ciencias

209
No compartimos, empero, la lectura que Sigal realiza en este artículo sobre los espacios intelectuales que,
como lo ha demostrado Fiorucci (2011), tuvieron importantes complejidades más allá de la caracterización de
“dictadura” propuesta por Sigal como una tensión de opuestos que, si bien entiende como parte del clivaje
peronismo-antiperonismo, resulta insuficiente a la luz de las nuevas interpretaciones que han complejizado dicha
lectura dicotómica (cf. Blanco, 2006; Zanca, 2006; 2009). Ya en Neiburg (1998) había planteos importantes en
tal sentido capaces de complejizar las interpretaciones intelectuales del peronismo.

252
Sociales, comenzó, sin embargo, a ser complejizado en los últimos años, algo que estaba
marcado en su tiempo por las propias intervenciones liberal-conservadoras.
En efecto, si bien nuestros actores fueron sacudidos por el decenio peronista, debemos
tener en cuenta que sus años formativos transcurrieron en medio de la doble crisis liberal,
mundial tanto como nacional, y sus lecturas trabajaban por medio de entramados que no se
detenían en la evaluación de los años peronistas sino que ingresaban la experiencia populista
en una concepción problemática siempre mayor. Flavia Fiorucci ha analizado la “crisis del
consenso antiperonista” desatada durante la Revolución Libertadora, marcada por el conflicto
entre interpretaciones y proyectos muy disímiles de los diversos actores intelectuales que
conformaban el variado espacio del antiperonismo:

(…) el antiperonismo era una posición vaga, definida no por consensos programáticos
sino por el rechazo, y donde la solidaridad grupal aconsejaba eludir debates que
pudieran comprometer la lealtad a la causa. Era de esperar que para la alianza
antiperonista fuera difícil procesar las discrepancias y que los desacuerdos se
amplificaran (2011: 209).

Efectivamente, el precario equilibrio de la alianza antiperonista tenía en los liberal-


conservadores actores sumamente virulentos que desconfiaban tanto de los nacionalistas que
ahora se mostraban críticos del peronismo como de la propia Iglesia católica que había sido
un actor troncal de los años peronistas, así como de actores con los cuales nuestros autores
supieron compartir ciertos espacios antifascistas o nucleamientos culturales. Sin dudas, este
distanciamiento de las experiencias que releían las consecuencias del peronismo desde un
marco más amplio que la asunción de la identidad antiperonista fue clave para la construcción
de un sitio propio para los liberal-conservadores en los espacios intelectuales nacionales, así
como es otro dato central de porqué se los ha considerado escasamente a la hora de relevar a
la intelectualidad de la etapa que estamos analizando. Como hemos señalado, estas
intervenciones podían tomar formas tan diversas como las admoniciones de José Luis García
Venturini a los nacionalistas que despertaron a la realidad del peronismo una vez que los
liberal-conservadores eran conscientes de la pesadilla, o la voluntad de Víctor Massúh para
comprender a la democracia como un camino largo y sinuoso por el cual podían aún ingresar
las masas. Pero más allá de las formas e incluso de la literalidad de los contenidos de estas
propuestas, era configuradora la asunción de las lecturas marcadas por la matriz interpretativa
de “la Argentina como desilusión” (Kozel, 2008). En efecto, tales propuestas convergentes de
la anterior generación de intelectuales de derecha, de los liberales a los nacionalistas,
aparecían en los liberal-conservadores no sólo complejizadas sino como parte de un proyecto

253
genérico de transformación de los cánones políticos de la Argentina de masas, donde marcar
una separación con los nacionalistas, estigmatizados por ser portadores de ese fracaso, era,
como ya vimos, clave.
Como analizamos previamente, el apoyo que el liberal-conservadurismo otorgaba a la
reforma constitucional de 1957 provenía de dos planos interpretativos. En primer lugar, una
lectura positiva en tanto se dejaba atrás la reforma peronista de 1949. En segundo término,
una concepción moderantista que marcaba que el gesto constituyente como tal estaba
reservado a los padres fundadores de 1853. En palabras de Linares Quintana, quien se
desempeñaba como director de Asuntos Jurídicos de la administración de facto, “el gobierno
provisional ha surgido de una verdadera revolución –la “Revolución Libertadora”–, que
depuso a un régimen dictatorial y autoritario, y cuya finalidad es restaurar en la nación
argentina el Estado constitucional o de derecho” (1957a: s/p) 210 . Al poco tiempo, al ser
incorporado a la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, el jurista afirmaba que
se trataba de devolverle a la sociedad una concepción de “libertad por la Constitución”
(1957b), es decir, la libertad por acción de la Ley suprema, libertad bajo la égida del gobierno
de la Ley: en estos intelectuales, libertad republicana. Precisamente, de manos de la reforma
tanto como de las apelaciones republicanas del posperonismo, la cuestión constitucional
ocupaba en ese momento una centralidad clara, hecho que el mismo jurista destacaba en la
apertura de una muestra sobre la organización constitucional en el Museo Mitre en el mismo
mes de mayo de 1957211. Estaba claro que para los espacios liberal-conservadores la cuestión
constitucional debía ir de la mano de una pedagogía que permitiera diferenciar, tomando los
sugerentes títulos de dos editoriales de La Prensa, el medio más ligado a nuestros
intelectuales, la educación democrática de la educación para un régimen totalitario212.
Las apelaciones republicanas, sin embargo, poseían una doble relación al interior de
los espacios de las derechas nacionales. En primer término, en el plano histórico de mediano
término, la concepción republicana había sido eje de las críticas tanto liberales como
nacionalistas al yrigoyenismo. En segundo lugar, durante el posperonismo ciertas operaciones

210
En un artículo que analizaba en retrospectiva a la Revolución Libertadora, Mario Justo López, sin embargo,
señalaba que la intervención de Linares Quintana, tanto como los textos “libertadores” tenían un problema de
confusión entre poder revolucionario y poder constituyente y si se trataba del segundo, si este era de carácter
originario o derivado (s/f: 342-344). El trabajo de López, aparecido en una recopilación extranjera, posiblemente
mexicana, ya que sólo en la Biblioteca Virtual de la UNAM hay una copia, aunque sin mayores referencias,
apareció al menos luego de 1972, por los hechos históricos que utiliza en su argumentación. Ni de la propia
UNAM ni de las Academias Nacionales que integró López han podido ofrecernos certezas sobre el trabajo,
motivo por el cual no lo hemos utilizado como material central en la Tesis.
211
Pueden verse crónicas de ambos eventos en La Prensa, 8 y 29/05/1957, respectivamente.
212
“Educación democrática”, La Prensa, 06/02/1956; “Educación para un régimen democrático”, La Prensa,
07/02/1955.

254
nacionalistas habían reposicionado la propuesta republicana, de maneras diametralmente
opuestas a las de nuestros actores. Para las derechas nacionalistas el republicanismo era el
modo de reformular los contornos de una ideología marcada por su “contracción” en la
posguerra y por las relaciones con el peronismo (Galván, 2013: 24-25)213. Mientras que para
los intelectuales liberal-conservadores la República aparecía, cuando no asimilable, siempre
relacionada de manera intrínseca con la tradición liberal. El legalismo de las interpretaciones
que los dos republicanismos poseían en la etapa era, por lo tanto, parte de una lucha al interior
de las derechas que aparecía inscripta tanto en el tiempo político como en las reformulaciones
de las dos tradiciones. En dicho contexto, los autores que nos ocupan elegían revisar el
momento constituyente como la plasmación republicana de las máximas naturales del hombre,
en una osada lógica política que asimilaba al republicanismo liberal con la esencia humana,
cerrando todo otra posibilidad: como el peronismo leído desde las articulaciones religiosas, el
nacionalismo entendido desde las posibilidades republicanas no era, para los intelectuales
liberal-conservadores, sino un constructo imposible.
El basamento constitucional, que como hemos visto aparecía constantemente retomado
por las intervenciones de estos autores, obedecía a la centralidad que el pensamiento de Juan
Bautista Alberdi tenía dentro del sistema de lecturas sobre la realidad nacional. Para
ejemplificar con el propio Linares Quintana, apenas derrocado el peronismo el jurista entendía
que el tucumano había teorizado “descendiendo hasta las intimidades de la conciencia
humana, en busca de las leyes de nuestras determinaciones morales” (1956: 83). De ahí que la
relación entre las lógicas del Derecho Natural y la Ciencia Política que, según el mismo
Linares Quintana, articulaba su trabajo en tres volúmenes Tratado de la ciencia del derecho
constitucional, se encontrara representada centralmente por las ideas del autor de las Bases. El
constitucionalista señalaba, así, que se trataba de dejar en claro la diferencia entre dos
modelos antagónicos: el de “[l]a doctrina jusnaturalista, que considera al derecho natural
como el fundamento de la libertad, y estima que los derechos del hombre son anteriores y
superiores al Estado”, por un lado y, por el otro,

La doctrina que niega la existencia del derecho natural como fundamento de la


libertad, y que, colocándose en un punto de vista históricodogmático y lógicojurídico

213
En su clásico trabajo en dos tomos sobre el nacionalismo, Enrique Zuleta Álvarez (1975) propuso la división
entre un nacionalismo doctrinario y otro republicano. La obra del autor, que se colocaba a sí mismo en la
segunda de las líneas, puede verse como un importante aporte a la complejización del nacionalismo desde sus
propios promotores, marcada por las preguntas del ciclo posperonista y los análisis sobre el nacionalismo
realizados por otras tendencias políticas.

255
[sic], niega la existencia de los derechos fundamentales, o, en caso de admitirlos, los
estima posteriores al Estado, desde que éste los concedería al individuo (1956: 250).

El segundo de los puntos, como señalamos en el capítulo previo, era representativo de las
lecturas sobre el proceso peronista, por lo cual era momento, destacaba Linares Quintana, de
dar centralidad a la ideas contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
de Naciones Unidas, “expresión actual y fiel del pensamiento de todo el mundo sobre la
materia” (1956: 252). El Derecho en su más alta concepción, por ende, debía imbricarse con
dichas categorías, como lo hacía la Constitución alberdiana, que en 1949, remarcaba el jurista,
había sido reemplazada “con espíritu autoritario” (1957: 18). De ahí que recordara que, tras el
peronismo, lo ideal no era sancionar una nueva Carta Magna, sino reformar la clásica214.
Si durante el peronismo la intelectualidad opositora había creado o reforzado una serie
de estrategias que le aseguraran un determinado caudal de circulación en los espacios públicos
por fuera de las instituciones oficiales de las que había sido relegada, durante la Revolución
Libertadora, esa “otra multitud”, como la llamó María Teresa Spinelli (2005: 51), la
antiperonista, antes antifascista, retomó la esfera pública luego de haber sido desplazada por
las masas justicialistas. El hecho se completaba, en el accionar de nuestros actores, con su
ingreso pleno en una serie de espacios, intelectuales, académicos, mediáticos e institucionales
que comenzaba a colocarlos en un plano central que la tradición liberal había perdido en las
décadas precedentes. El momento posperonista, sin embargo, había llevado las intervenciones
de nuestros actores a proferir una serie de movimientos capaces de dejar atrás las líneas
maestras de la década populista, como lo proponía el recién analizado caso de Linares
Quintana. Del quiebre de la ecclesia a la desperonización de las masas, de la reforma
constitucional al Estado leído en el espejo europeo, los tópicos que atravesaban a la
intelectualidad liberal-conservadora aparecían construidos como una respuesta al decenio
justicialista y, si bien de manera clara eran una construcción programática, no expresaban un
programa propositivo sino las ondulaciones de un amplio abanico de reacción. Por ello mismo,
dichas formas de intervención aparecían en una tensión, conjurando el ciclo argentino en la
tormenta del mundo al mismo tiempo que esbozando programas dependientes de las marcas
de los diez años peronistas. Que ello se expresara en la concepción sobre la República
mostraba cómo lo que estaba en juego no era sólo dejar atrás la marca del populismo, sino

214
En su análisis del semanario Azul y Blanco, Valeria Galván (2013: 45-72) destaca la mirada de los
intelectuales nacionalistas de la publicación contra la reforma constitucional. El argumento del grupo orquestado
por Marcelo Sánchez Sorondo, hasta allí antiperonista, era que la Constitución de 1949 había sido legitimada
popularmente, no así la reforma “Libertadora”. Pese a ello, ciertas lecturas, como la forma republicana inscripta
en la Constitución y no así la democrática, eran compartidas con los intelectuales liberal-conservadores.

256
reposicionar una lectura de la Res Publica convergente con la tradición liberal: una operación
y la otra eran, al igual que las batallas con el nacionalismo, indisociables.

La frontera móvil y sus límites: populismo y comunismo

Habíamos dado cuenta, previamente, del pasaje de la centralidad del populismo como némesis
a la aparición del problema comunista. Dicha dinámica de las intervenciones de los
intelectuales liberal-conservadores, como señalamos, no dejaba de lado la problemática
populista sino que la imbricaba con las lecturas sobre el colectivismo. También, las diversas
formas del nacionalismo y del colectivismo aparecían como fenómenos enfrentados al modelo
propuesto por estos autores, y se presentaban como modalidades políticas ajenas a la historia
nacional, como se ha señalado. En la conferencia “Deliberaciones sobre la libertad”, editada
como parte de un libro colectivo en 1961, Alberto Benegas Lynch señalaba sobre su análisis
que “responde al propósito de llamar la atención sobre la futilidad de los múltiples planteos
que en el mundo occidental se vienen formulando para contener el avance colectivista”
(1961b: 126). Como en otras ocasiones, el economista hacía eje en la no existencia de terceras
posiciones entre el capitalismo y el comunismo, por lo cual: “La única fórmula para evitar el
advenimiento del colectivismo total, es la adopción del orden institucional capitalista. La
alternativa del colectivismo no es otra que el capitalismo auténtico” (1961b: 127). El autor,
como se pudo apreciar a lo largo de esta Tesis, no hacía definiciones taxativas acerca del
capitalismo como un modelo basado en una serie de requerimientos, más allá de los
señalamientos a ejes como la propiedad privada o el orden mercantilista. En este trabajo,
incluido en Deliberaciones sobre la libertad, por el contrario, el autor marcaba los que
consideraba como “principales elementos institucionales en que se basa el capitalismo o
sistema capitalista”, y enumeraba: “[P]ropiedad privada, mercado libre, gobierno con poderes
limitados, moneda independiente y, dentro del gobierno, un poder judicial completamente
independiente” (1961b: 130-131).
La ausencia de posiciones intermedias, usualmente utilizada por estos intelectuales
como una construcción argumental que ligaba al populismo con el comunismo, generalmente
por medio de una significación múltiple de la idea de colectivismo, era retomada por Benegas
Lynch. El autor se apoyaba en la obra El socialismo, de Ludwig von Mises, que se encontraba
en ese momento en proceso de traducción al castellano y en cuya edición argentina fueron
actores clave tanto el economista como Carlos Sánchez Sañudo. Benegas Lynch señalaba que

257
el austríaco proponía al fascismo italiano y al nazismo alemán como “supuestos de ser
sistemas intermedios” (1961b: 146; cf. Mises, 1968). Pero, subrayaba el fundador del Centro
de Estudios sobre la Libertad:

Es decir, los ejemplos que nos brinda la historia contemporánea de pretendidos


sistemas intermedios, que se presentaron ante el mundo con reformas espectaculares,
con rótulos más o menos originales, supuestos de oponerse al comunismo, resultaron
ser, en la práctica, aventajados adeptos de los principios colectivistas (1961b: 146-
147).

A continuación, el autor repasaba una serie de políticas que entendía como típicas del modelo
intervencionista, para marcar que tanto la historia como la propia ciencia económica se
mostraban siempre finalmente falentes. La clave, indicaba Benegas Lynch, estaba en que el
colectivismo buscaba, finalmente, la dominación mundial, y que “los anticomunistas, por su
parte, acusan serias deficiencias respecto a los objetivos perseguidos” (1961b: 159). En dicho
plano, entonces, estaba la centralidad del tópico que aquí analizamos. Las relaciones
soterradas entre los presuntos modelos nacionalistas y colectivistas era rescatada por Benegas
Lynch ante lo que entendía como el punto ciego de las lógicas del momento: la debilidad de la
posición anticomunista. “El problema fundamental de nuestros tiempos está planteado en el
terreno ideológico. La gran batalla contra el colectivismo, no se ganará en una lucha armada
en el campo militar. Tendrá que ganarse, si se gana, en la mente de los hombres” (1961b: 169-
170). La lectura en términos de hegemonía que realizaba el economista se articulaba con los
profusos debates en torno de las diversas alternativas en torno del modelo desarrollista,
llevando la crítica más allá del populismo y, aunando nacionalismo y comunismo, marcaba
cómo toda opción tercerista era una apertura, acaso inconsciente, hacia el colectivismo.
Estas problemáticas se reformularán, como veremos en el siguiente apartado, bajo las
lógicas del momento álgido de la Guerra Fría, a finales de la propia década de los sesenta,
entramándose con el avance de la radicalización de las lecturas liberal-conservadoras de la
década siguiente. Si ello fue posible, se debió entre otras razones a las preguntas por la
derecha en sí misma que aparecieron en el momento que estamos analizando: si las constantes
pujas con los nacionalismos buscaron permanentemente marcar el sitio de la tradición liberal
en el amplio universo de las derechas, sin embargo implicó la necesidad de comprender qué
forma adquiría ese espacio. Era destacable, en ese sentido, la intervención de Mariano
Grondona buscando preguntarse, desde la derecha, por la propia derecha como espacio. En
efecto, a finales de 1961 y principios de 1962, Grondona editó dos artículos donde, bajo el

258
título genérico de “La nueva derecha”, evaluaba lo que consideraba “los síntomas” a sopesar y
“el programa” a aplicar.
Dichos trabajos, publicados en la revista El Príncipe, y de los cuales ya hemos
abordado brevemente el segundo, partían de una consideración tajante: “En un mundo político
de creciente complejidad, la gravitación de la derecha declina” (1961: 70). Para el abogado y
periodista, este era un síntoma llamativo en la hora argentina:

Lo más curioso es que todo parece favorecer el ideal conservador: el gobierno


nacional, surgido de la izquierda, ha evolucionado hacia una posición moderada (…).
Y sin embargo, la izquierda predomina.
La izquierda domina el lenguaje político y determina el clima político (…).
Incapaz de iniciativa, la derecha, que tiene el mando, el dinero, la fuerza y la
inteligencia en sus manos, calla” (1961: 70).

Grondona aplicaba su lectura sobre un fenómeno que ha quedado determinado, en las


Ciencias Sociales, como clave del período: el crecimiento de una nueva izquierda intelectual
(Terán, 1991; Sigal, 1991, 2002a). Los modos de explicar el nuevo fenómeno eran
particulares, en tanto el recién destacado ponderamiento de la racionalidad de la derecha era
entendido por el autor por medio de un clivaje con la izquierda:

La disminución de la inteligencia favorece a la izquierda. La izquierda de hoy,


descendiente directa de la democracia jacobina, fervorosa creyente en la ‘voluntad
general’ no necesita ‘saber’ ni discurrir. Le basta, embestir, vociferar, confundir. Es la
derecha la que necesita de la inteligencia. Es en la derecha, minoría en el número,
moderada en la fuerza, llena de matices en la consideración del adversario, donde se
siente la nostalgia de la razón. En la estridencia de todos los días, la izquierda,
manipuladora de mitos, se encuentra cómoda. La derecha, se pierde (1961: 71).

Nuevamente, la lectura rousseauniana aparecía como referente de las formas políticas


criticadas, en este caso aunada con una lectura de la izquierda como radicalmente distinta del
plano racional y moderado que Grondona asignaba a la derecha. En ese contexto, “[q]ue la
derecha necesite un programa es un signo de los tiempos”, señalaba el periodista, y
determinaba: “Un mundo fracturado en muchos puntos esenciales, lleno de contrastes y en
perpetua polémica, exige que el pensamiento conservador, último baluarte de la sensatez,
abandone su actitud natural y se revista de un programa” (1962: 10). La apelación al
conservadurismo no era casual, en tanto Grondona apelaba al clásico plano realista y
tradicionalista del pensamiento conservador, que en su construcción remitía a la tradición
liberal-conservadora de la Organización Nacional:

259
La realidad es más importante, más profunda y, por lo general, más certera que
nuestras ideas. La derecha es, antes que nada, puesta en valor de lo que nos viene del
pasado, cuidado por el legado de quienes, antes que nosotros, con nuestras ideas o
contra ellas, lucharon por construir nuestra sociedad.
Aquellos [la izquierda] creen que para promover el adelanto económico y
social es menester destruir nuestros hábitos, nuestras creencias, nuestro estilo de vida.
Si consiguen hacerlo crean entonces un nuevo Dios: el Estado imperialista y
abarcante. [la derecha quiere difundir] los bienes sin los cuales es difícil cumplir el
hombre su destino [sic]: educación y libertad (1962: 11-12).

Nuevamente, entonces, aparecía la oposición derecha-izquierda como clivaje modélico, que


desplazaba la puja con el populismo y con las derechas nacionalistas para reintroducir la
problemática de la izquierda como un objeto de lucha intelectual que comenzaría a ganar
terreno en las inquietudes de nuestros actores, como ya señalamos al analizar la intervención
previa de Benegas Lynch. En efecto, tras la puja con el nacionalismo que determinó el ciclo
posperonista inmediato, apareció una repregunta por la derecha que implicó tomar en
consideración a la izquierda en dos sentidos. Por un lado, como ya vimos, desde la pregunta
anticomunista que subsumía al populismo en ella. Por otra parte, mediante la consideración de
un clivaje izquierda-derecha atento a las reconfiguraciones de la hora histórica, tal como lo
hacía Grondona.
El trabajo del columnista ingresaba, sin embargo, en una problemática poco atendida
por los intelectuales liberal-conservadores: pensar la derecha en tanto actores de derecha,
pensarse como derecha. Si bien las constantes marcaciones territoriales al interior de las
derechas efectuadas por estos actores contra las derechas nacionalistas eran parte de una
batalla donde la autoasunción como derecha estaba clara, sin embargo no había allí una
problematización de dicha categoría: se trataba, en todo caso, de una pugna que, enmarcada
en los clivajes fascismo-antifascismo o peronismo-antiperonismo, definía el sitio liberal-
conservador sin una necesidad de autoafirmación explícita como derecha. En tal sentido, el
artículo de Grondona rearticulaba una serie de ideas que atravesaban diversas intervenciones
de la intelectualidad del liberal-conservadurismo, como un modo de cerrar ciertos tópicos del
posperonismo y de abrir, de manera dificultosa, otros que comenzarían a centralizarse de allí
en más. En efecto, como ha destacado Ernesto Bohoslavsky (2011), la centralidad del
antipopulismo en la Argentina ocluyó, al interior de las derechas liberales, la lectura
anticomunista, al menos hasta la Revolución Cubana, como hemos analizado previamente.
Las modalidades en las cuales el problema se hizo presente en la agenda desplegada por estos
intelectuales, por ello, distaron de las intervenciones propias de sus análisis antipopulistas, en
tanto llevó a una relectura del mapa en términos de izquierda-derecha como clivaje central,

260
entroncándose con el gran movimiento que supuso el momento álgido de la Guerra Fría,
donde se impondrían dos tópicos: la pregunta por la Argentina en el mapa mundial y las
reflexiones sobre la violencia.

2-UNA GUERRA FRÍA PARA EL DESIERTO ARGENTINO

Durante la década de 1970, como se ha podido apreciar en los capítulos previos, fue central
un proceso de paroxismo en las intervenciones de los intelectuales liberal-conservadores. En
efecto, diagnósticos cada vez más radicalizados y urgentes, expresados en un contexto
dinámico y turbulento, comenzaron a modificar los planos conceptuales tanto como los
debates en los cuales se enmarcaba el ideario de nuestros actores, con lo cual la concepción
refundacional, una suerte de constante con alternativas en el período que nos ocupa, alcanzo a
mediados de la década sus manifestaciones más radicales. Problema que atravesó el espacio
público de diversas maneras, en los intelectuales que aquí nos ocupan fue una pregunta que
atravesó todo el ciclo que cubre esta Tesis pero, sin embargo, las formas de estas perspectivas
refundacionales fueron muy diversas215. En el momento posperonista encontramos una doble
clave donde, por un lado se buscaba entramar al justicialismo con los fenómenos nacionalistas
radicales y marcarlo como una construcción política exógena a las formas de la Argentina, y
por otro lado se hacía énfasis en las necesidades de la desperonización popular. Los años
posteriores al posperonismo aparecieron, en cambio, marcados por la voluntad de creación de
una elite capaz de conducir el proceso de desarrollo nacional, una línea de lectura que también
estará presente en la década de los setenta, donde las propuestas elitistas aparecerán en un
plano central. Esta última faceta se ligó, promediando dicho decenio, con un dramático
diagnóstico sobre la cuestión de la violencia en la sociedad, entendida como posibilidad de
disgregación de la comunidad política.

215
Agradezco a Hugo Vezzetti sugerirme que, dado el peso de las ideas refundacionales en el período, allí había
una clave de análisis capaz de completar el ciclo que aquí estudiamos.

261
La otra Latinoamérica: Argentina y el Occidente en el Sur

La década de los sesenta ha sido señalada, entre otras características, por la aparición de una
serie de interpretaciones en torno al lugar latinoamericano de la Argentina (AA.VV, 1995).
Los ecos de la Guerra Fría y la Revolución Cubana conformaron el marco general para una
profunda serie de intervenciones en torno al subcontinente, que tuvo en los intelectuales
liberal-conservadores actores muy disímiles, aunque con inquietudes a veces similares, sí que
miradas en un espejo negativo, a los de los trazos más atendidos de esta época (Gilman, 2003).
En efecto, así como nuestros autores se habían mirado en el bando aliado tras las resonancias
de la Segunda Guerra Mundial e interpretado el fenómeno peronista bajo lentes europeos,
adaptando el conflicto fascismo-antifascismo, y apelaron continuamente al modelo
estadounidense a la hora de pensar a la Argentina, sin embargo sus lecturas sobre el
subcontinente fueron del todo particulares. Dicha peculiaridad se expresaba en ese triple plano
en el que, como señalamos, actuaban generalmente las intervenciones liberal-conservadoras:
el de la tradición liberal tal como era reasumida por ellos, el contexto intelectual de la hora, y
el debate inmediato al interior de las derechas. La intelectualidad del liberal-conservadurismo
argentino, así, mostró especial interés por construir categorías capaces de elaborar una mirada
propia sobre el sitio de la Argentina en América Latina y en el mundo, desde una lectura que
se sustentaba en fuertes bases ético-políticas y culturalistas, pero que difícilmente podía
asimilarse a las tendencias que surcaban los espacios políticos e intelectuales del período.
En 1967, en La Argentina en su tiempo y en el mundo, Grondona señalaba que “toda
nación encuentra o yerra su vocación a través de la realización de una función concreta en el
ámbito universal”, y entendía que el mal argentino se mostraba palmario en tanto “hemos sido
‘arrojados’ a América Latina” (1967: 209). Con pesar y lenguaje contemporáneamente
existencialista, el entonces catedrático de la Universidad de Buenos Aires marcaba que
Argentina estaba en el Tercer Mundo, pero era al mismo tiempo una rara avis en él debido a
las particularidades del país.

Tradición no cristiana, reciente acceso a la independencia, razas de color: estos


caracteres no económicos del ‘tercer mundo’ arrojan las primeras dudas sobre la
ubicación de América latina. Porque estamos en el corazón de la tradición cristiana.
Porque nuestra independencia tiene un siglo y medio de vida. Porque, en fin, la raza
blanca ha dejado entre nosotros su impronta con variables grados de intensidad (1967:
215).

262
Es decir: Argentina había “caído” al Tercer Mundo por efecto de su extendida crisis, que
como vimos en las páginas previas el autor centraba en la irresolución de la solución post-
elitista y el quiebre golpista de 1930, pero era sin embargo un conjunto cultural y ético-
político diferente al de las naciones que conformaban, por historia, tal subdesarrollo. Por lo
tanto, la tensión debía necesariamente resolverse por medio de una total aceptación de los
modos occidentales y el quiebre con los factores no occidentales prevalentes en el resto de
América Latina. “La misión de la Argentina es, entonces, reinsertarse en el mundo a través de
América Latina. Debe convertirse en el fermento y la levadura de la elevación de América
Latina al nivel del resto de Occidente”, señalaba el abogado y periodista (1967: 223). Lejos de
ser entendida como el postulado de un imperativo, esta aseveración de Grondona buscaba
señalar que al país no le cabía ni “un papel” ni “una misión” en sentido teleológico (1967:
224), sino que tal mirada a futuro era el resultado esperable de una concepción geopolítica,
donde los rasgos que destacaban a la Argentina del resto del subcontinente la hacía propicia
para liderar tal ingreso pleno a Occidente. Como Grondona se encargaba de destacar, la cabal
comprensión de los postulados de este tipo de teorías debía articularse con el modo correcto
de interpretar a Occidente, de aprehender la esencia que hacía plenamente occidental a la
Argentina.
En tal sentido, resultaba de especial relevancia la sentencia de Álvaro Alsogaray
acerca del rol ejemplar que podría desempeñar la Argentina para el resto del subcontinente
(1969: 73), pero teniendo en cuenta una verdad patente para las interpretaciones de este
colectivo de intelectuales: que “no hay terceras posiciones” (1969: 63). La reminiscencia a la
fórmula tercerista propia del justicialismo era un posicionamiento clave y claro de Alsogaray,
nuevamente como modo de reunir en un mismo sitio político a las posiciones entendidas
como némesis del liberal-conservadurismo que, en momentos de la Guerra Fría, se construía
como el reforzamiento de una posición que se entendía “natural” para la Argentina y que, por
ese mismo naturalismo, sin embargo compartía diversos tópicos del posicionamiento
internacional sostenidas durante los años peronistas. En tal sentido, más allá de la lógica
oposicional con la cual era interpretada la experiencia populista, la concepción de la
excepcionalidad argentina en América Latina atravesaba a diversas corrientes, etapas y
actores de la historia política nacional.
A partir de la década de 1920, como lo ha enfatizado la bibliografía, fue el
nacionalismo de derecha el que centralmente concentró las tesis sobre el excepcionalismo
nacional, no debemos perder de vista que este tenía una base muy desarrollada en las
concepciones liberales que, entre otros factores, permite explicar cómo los análisis aquí

263
estudiados ingresaban en esa lógica explicativa sin mayores necesidades de articulación
argumentativa. Por un lado, el excepcionalismo propio de los nacionalistas, caracterizado por
posiciones donde la Argentina se entendía como una constitución superior a las del
subcontinente (Finchelstein, 2011: 39-84). Por el otro, uno ligado a las concepciones liberales
en torno al lugar del país en el contexto latinoamericano, típico de la matriz civilizatoria del
liberalismo argentino que llegó a ramificarse incluso en las vertientes liberales de la izquierda
(Pasolini, 2013)216. El quiebre del modelo matricial de la excepcionalidad implicó las pautas
de la interpretación decepcionada de los autores liberales en las primeras décadas del siglo
XX (Kozel, 2008) tanto como una plataforma para las interpretaciones autoritarias en torno a
la degradación nacional en esos mismos años (Echeverría, 2009). Naturalizar el naturalismo
de la excepcionalidad argentina era, por ello, parte de una gramática que, nuevamente, era
compartida por las derechas argentinas, si bien con preguntas y respuestas de distinto signo.
La idea central de nuestros autores era consolidar una integración latinoamericana donde la
Argentina, precisamente por su condición excepcional, pudiera cumplir el rol de elevación del
subcontinente a la plena órbita occidental que hemos analizado previamente. Pero tal
integración, al mismo tiempo, debía entenderse mediante la construcción de un eje netamente
occidental. En tal sentido, es importante destacar que dicho eje no implicaba, para estos
intelectuales, un alineamiento con los Estados Unidos o una adhesión llana al
panamericanismo de la potencia del norte, sino que en sus lecturas la Argentina debía
desarrollar una estrategia particular, siempre dentro del arco marcado por Occidente en tanto
construcción cultural como basamento. En ese sentido, el trabajo de Víctor Massuh (1956),
quien desde mediados de la década previa se preguntaba por las pautas culturales de América
Latina, era pionero, y el final del ciclo que esta Tesis cubre se abrió a algunas de las más
notables operaciones del filósofo tucumano en ese sentido217.
Ponderando las diversas miradas, esta integración debía darse por medio de un
conjunto de acciones: entender que la Argentina y América Latina pertenecían a Occidente,
pero que el caso argentino era particular; la pertenencia a Occidente, empero entonces, no
implicaba quedar bajo el ala rectora de los Estados Unidos sino que, como lo expresaba
Alsogaray, debía ser por medio de una relación de “cooperación y no de paternalismo” (1969:
216
Tulio Halperín Donghi (1982) comenzaba su célebre ensayo Una nación para el desierto argentino,
precisamente refiriendo al origen decimonónico de un doble excepcionalismo argentino. Por un lado, el
postulado por un consenso en la velocidad de los cambios de la segunda mitad del siglo XIX. Por el otro, la
encarnación de un proyecto debatido primero por los grandes intelectuales del país.
217
En El llamado de la Patria Grande, Massuh se preguntaba al mismo tiempo por la idea utópica de América
Latina y por la potencialidad del subcontinente. El eje central era, postulaba el intelectual, la validez de la idea
de diálogo de las culturas (1983), título además de la reunión internacional de intelectuales y políticos que el
filósofo coordinó durante el “Proceso”.

264
191). La particularidad del caso argentino era la clave para entender no sólo al país sino al
futuro de la región, en tanto la Argentina era cualitativamente diferente al resto del
subcontinente, y en su suerte se jugaba el destino de América Latina. Las lecturas de nuestros
autores proponían, entonces, la definitiva asunción por parte de la Argentina de su carácter
occidental como modo de superar la crisis nacional y, al mismo tiempo, como acción
especular para el resto de América Latina. Reencontrar el sitio del país dentro del contexto de
Occidente, era visto como el paso clave para poder reformular su sitio en el subcontinente, el
cual era entendido como el de una posible guía para la occidentalización de América Latina.
Eduardo Devés Valdés ha presentado una sugerente tesis según la cual el pensamiento
latinoamericano aparecería definido por el movimiento de ciclos oscilantes entre la
centralidad del pensamiento modernizador y la reflexión identitaria. Para el autor chileno, el
ciclo de los sesenta se caracterizaría, tras el agotamiento de una etapa de capitalismo e
industrialismo propia de las dos décadas precedentes, por un retorno de la pregunta por la
identidad. Ello, aclaraba en la introducción a su trabajo en tres tomos, sin desmedro de que
existieran sectores de la intelectualidad ajenos tanto a dicha tendencia en apariencia
dominante como al propio clivaje entre modernización e identidad, entre ellos los sectores que
pensaban a Latinoamérica desde una óptica universalista (2000: 15-21). Al desarrollar la etapa
de los sesenta en el segundo volumen de su obra, Devés Valdés propone la existencia de una
serie de “propuestas integracionistas” entre ambos polos, que se desarrollaron, centralmente,
sobre la idea del desarrollo. Tal integracionismo, para el autor, tendría una línea sobre dicha
búsqueda de unificar las dos facetas del pensamiento latinoamericano y otra sobre la idea de
integración del subcontinente (2000: 117-132) Como hemos marcado previamente, tras el
momento de las reflexiones del momento posperonista, la cuestión del desarrollo comenzaba a
centralizarse en el interés de la intelectualidad liberal-conservadora, no sólo como marca
epocal sino como el retorno de una pregunta que, según los propios autores, buscaba
encontrar salidas al laberinto de la crisis nacional.
Las cuestiones del desarrollo así como de la integración latinoamericana tenían en los
intelectuales que nos ocupan importantes giros con respecto a las versiones mayoritarias de
estos tópicos en la intelectualidad del subcontinente y de la propia Argentina, al punto de
hacer casi irreconocibles los mismos temas en nuestros autores y en otras vertientes
ideológicas o escuelas de análisis 218 . Efectivamente, así como poco unía las lecturas

218
América como inteligencia y pasión, de Massuh (1955c), sin embargo, retomaba ciertas lecturas idealistas y
románticas, alejadas del realismo liberal-conservador, pero era una obra en sumo particular. Primero, ya que se
componía de ensayos sobre autores puntuales, muy marcados por la evocación. Segundo, se trataba de escritos

265
desarrollistas stricto sensu con las inquietudes por el desarrollo propias de los autores liberal-
conservadores, también eran escasas las similitudes que sus ideas de integración podían tener
con el pensamiento dependentista o cepalino. Así, el basamento cultural sobre el cual se
teorizaba la “verdad profunda” sobre el subcontinente, las concepciones ligadas a lo
geopolítico y al rol que, tras la concatenación de ambas lógicas, le cabía a la Argentina en
Latinoamérica, consecuencia de su sitio en el mundo, como analizamos, en poco podían
coincidir con las tendencias más destacadas de la hora. La serie de lecturas tendientes a ubicar
a la Argentina como un eje central dentro del conflicto de la Guerra Fría, donde debía liderar
un proceso de asunción plena de la esencia occidental capaz de fungir como un rol modélico
para el resto del subcontinente, eran tan atípicas del plano general de la intelectualidad
latinoamericana y argentina cuanto parte inescindible de los conflictos del momento. La
figura de los Estados Unidos en el concierto americano aparecía como el de un espejo en el
cual mirar el futuro deseable del país y de toda América Latina, y Latinoamérica debía
entablar con el país del norte una relación de cooperación capaz de profundizar la unión y la
lógica occidentalista, de la cual Argentina era ejemplo: ese y no otro era el modo en el cual
los intelectuales liberal-conservadores anudaban las preguntas por el desarrollo y la
identidad219.
Patricia Funes, leyendo ese otro gran momento en el cual la intelectualidad argentina
se abrió a la pregunta latinoamericana, los años veinte, ha destacado que 1910 fue la fecha de
“la condensación de las contradicciones de la modernización argentina” (2006: 184) y, al
mismo tiempo, del final de la belle epoque argentina, del despegue del nacionalismo en
disconformidad con el genérico consenso liberal-conservador. La idea occidentalista, en
aquellos años, era entendida por ese nacionalismo ascendente como parte del bagaje nacional
y, trabajando sobre la idea del inmigrante, parte de las reformulaciones del clivaje
civilización-barbarie (2006: 192-304). La idea civilizatoria con la cual determinados autores
leían a la Argentina como parte de Occidente aparecía recobrada por nuestros intelectuales, a
décadas de distancia: mirando Latinoamérica con ojos occidentales y expresando para la
Argentina el sitio rector que ellos mismos se otorgaban en la sociedad, el proceso era parte de
la pregunta, civilizatoria sin dudas, por el desarrollo y el lugar en él de la identidad. Así como

previos al ciclo iniciado en 1955. Esta aclaración, sin embargo, no obsta marcar el equilibrio entre tales
posiciones y las críticas al utopismo y el rescate de proyectos como el de la Generación del ’37, entendido como
racionalista, presentes en la misma obra.
219
El nacionalismo de derecha y de izquierda, así como el antiimperialismo muy marcado en los años sesenta
era, por lo tanto, un plano límite para los intelectuales que nos ocupan, con lo cual eran impensables
movimientos de convergencia entre derecha e izquierda a través de la máxima antiimperialista como los
destacados por Galván (2013) para el nacionalismo de Azul y Blanco, o la aparición de una serie de coordenadas
similares a problematizar, como las estudiadas para las izquierdas nacionales por Georgieff (2008).

266
el final de la Gran Guerra había sacudido el sueño del progreso para los intelectuales de las
primeras décadas del siglo, las tensiones del final de la Segunda Guerra Mundial y el
momento de la Guerra Fría colocaban a nuestros actores en un entramado donde,
compartiendo ejes analíticos propios de la hora histórica con otros colectivos intelectuales,
Latinoamérica retornaba como un problema multiforme.

Entre caníbales: la violencia y la desintegración de la comunidad

Las lecturas liberal-conservadoras sobre el sitio de la violencia en la sociedad ejecutaron la


asimilación de la ya estudiada tríada socialismo-fascismo-populismo, pero, a diferencia de lo
que hemos analizado en otras secciones de esta Tesis, primó aquí una clara observancia al
peso de las tradiciones de izquierda. Dicho abordaje se hizo patente especialmente sobre
finales de los años sesenta, justamente donde hemos dejado el punto anterior, y que tenía con
el tópico internacionalista una imbricación clave, en tanto la pregunta por el sitio
internacional de Argentina lo era, al mismo tiempo, sobre su rol en un contexto marcado por
la violencia política. Los ecos de la Guerra Fría, donde nuestros autores se colocaban
plenamente en el mapa ordenado en torno a las democracias capitalistas, llevaron a una
presencia de la problemática de la violencia ausente en los años previos, donde el proyecto de
transformación nacional del posperonismo había ocluido las alternativas de las preguntas por
dicho tópico. En efecto, las violentas instancias posteriores a 1955 no aparecieron tematizadas
por nuestros autores, quienes se reconocían como partes del heterogéneo mapa antiperonista y,
como hemos visto, ensayaron diversas alternativas sobre los posibles modos que asumiría la
desperonización.
La Guerra Fría no fue, en el espacio liberal-conservador representado por estos actores,
un parteaguas neto, como no lo había sido tampoco durante los propios años del ciclo
peronista, sino una más sutil redefinición de posiciones, así como una alteración de los
lenguajes y las categorías con las cuales se intervenía en un espacio político ya marcado por
una serie de dicotomías. Los conflictos previos, en efecto, marcados por el clivaje fascismo-
antifascismo y luego peronismo-antiperonismo, no hacían sino desarrollar una lectura ya
previa: las formas masivas como una cadena equivalente entre fascismo, populismo y
comunismo. Como hemos marcado en el cuarto capítulo, sin embargo, determinados
escenarios colocaban a los intelectuales liberal-conservadores construyendo una gramática en
común, como lingua franca de las derechas: la problemática comunista, en sus diversas

267
manifestaciones, actuaba como eje de dicha reformulación. Si repensar el sitio de la Argentina
en el concierto mundial, problema que hemos analizado en el paso previo, era una de las
formas de estas intervenciones marcadas por la Guerra Fría, el ingreso de la cuestión de la
violencia política marcaría otro de los modos en los cuales se reconfigurarían las lecturas
liberal-conservadoras. La violencia tenía una lectura doble: por un lado, las interpretaciones
sobre el nihilismo o el extravío de las masas; por el otro, pero en convergencia, la atención
colocada en la centralidad que adquirió la violencia insurgente. En tal sentido, las instancias
de la bipolaridad mundial fueron menos determinantes que las reformulaciones de las lecturas
sobre los peligros de la sociedad de masas sin conducción. En efecto, el plano de los fracasos
en la refundación nacional jugaba un rol central: la Argentina desviada de los cánones
propuestos por nuestros autores era el eje sobre el cual se montaban las intervenciones de la
hora.
Víctor Massuh, en La libertad y la violencia, editado originalmente en 1968, plasmó
una de las más notables intervenciones liberal-conservadoras sobre la temática de la violencia.
La línea histórica del socialismo era el principal carril analítico sobre el cual el filósofo
colocaba su mirada, partiendo del socialismo utópico y llegando hasta el momento de edición
de la obra. “Pensar en la violencia es tanto como pensar en el sentido de nuestra situación
histórica”, sentenciaba el tucumano, aclarando que la analizaba “como forma de acción
política, es decir, como aquel comportamiento que trata de integrar sus componentes
irracionales en el marco de cierta racionalidad histórica, en el seno de una exigencia
normativa supraindividual” (1984: 7-8). El plano de la violencia en tanto expresión “de la
praxis política, como el testimonio de la autonomía humana”, era para el filósofo el eje de su
interés ensayístico, en tanto “se atribuye a la violencia una dignidad creadora y se la identifica
con la esperanza de la redención” (1984: 9). La idea del sujeto violento era tramada por
Massuh retomando la cuestión de las masas, que hemos analizado previamente, de manera
que reponía el tópico:

Si la violencia es la atmósfera dominante de nuestro tiempo, quienes son sus


creyentes no resultan otra cosa que pasivos conformistas que la aceptan y continúan.
Son una muchedumbre los activistas apocalípticos que en todos los países convocan a
la conflagración universal, los estetas del absurdo, los que celebran la pura agresión
como un acto de inteligencia, los que esperan de la arbitrariedad mayor el chispazo de
la coherencia, los que sostienen que no tenemos paz porque no fuimos demasiado
lejos en la guerra, los adolescentes que ensayan el camino de la histeria como paso
nuevo hacia la revolución cultural. Quiere decir que el hombre que ‘elige’ la violencia
asiente al comportamiento de la mayoría (1984: 75).

268
Como hemos analizado en el capítulo correspondiente, el problema de las masas en la vida
pública era, para Massuh, una de las expresiones de la pérdida del sentido trascendente de la
vida, típico del siglo XX pero iniciado en la centuria previa. La violencia, en su reflexión, era
fruto de la irracionalidad que definía al hombre masa, pero no era la acción de cualquier
sujeto masivo: el hombre masificado actuaba por medio de los dictados de una entidad
moderna e iluminista, la ideología. Ese plano amplio, sin embargo encontraba, en el momento
de finales de la década de los sesenta, una imbricación con el contexto de cambios acelerados
a nivel mundial. El tucumano planteaba que “[l]a ideología pone el acento mucho más que en
el conocimiento objetivo, en el imperativo de una praxis transformadora. Más que
‘interpretar’ el mundo, procura ‘cambiarlo’”, afirmaba retomando la célebre tesis once sobre
Feuerbauch de Marx, agregando que “[c]on bastante frecuencia las ideologías aparecen
impregnadas de profetismo” (1984: 85). Esta cualidad mesiánica, entendía Massuh, llevaba a
que la ideología, al contrario de la ciencia y la filosofía, se postulara como un conocimiento
absoluto con voluntad de reemplazar a esas dos grandes modalidades del conocimiento: “Pero
lo que resulta de esta sustitución no es un conocimiento veraz sino un remedo triste” (1984:
89). Como analizamos desde otras intervenciones del filósofo, en su pensamiento aparecía
como clave la idea de que el pensamiento nihilista, aun en sus vertientes más excelsas, cavaba
en la Modernidad un hueco absurdo, obturando la trascendencia de lo humano. La violencia
como eje y la ideología como sustento daban forma, indicaba Massúh, al “hombre
apocalíptico”, resultado de la violencia ideológica sustentada en un imposible: la utopía.
El último tramo del libro de Massuh estaba dedicado a una de las grandes
preocupaciones de los intelectuales liberal-conservadores, la cuestión del sujeto,
esencialmente abordado desde la problemática de la libertad en el tiempo de las masas. El
ensayista abordaba el surgimiento de la idea de individuo desde las obras de Thomas Hobbes
y John Locke, a quienes coloca como parte de un mismo pensamiento liberal, si bien
analizaba que las teorías de ambos filósofos enfocaban la cuestión de lo individual desde
ángulos antitéticos: el autor del Leviatán era analizado como promotor de un individualismo
basado en el egoísmo, el redactor del Segundo ensayo sobre el Gobierno Civil como creador
de un individualismo centrado en la propiedad. Massuh sopesaba las diversas contribuciones,
tanto positivas como negativas, de ese individualismo: si por un lado había sido promotor de
la racionalidad, el liberalismo político y los derechos del individuo, por otro lado había
exaltado al individuo hasta el punto de la “idolización”, llevando eso a un empobrecimiento
del sujeto y una separación de este con la sociedad (1984: 260-270). Como señalamos en el
primer capítulo, la crítica del liberal-conservadurismo al liberalismo primigenio tenía entre

269
sus claves la reformulación del liberalismo, en este caso del clásico, con el argumento de que
aquel primer liberalismo había decantado en formas individualistas o incompatibles con una
serie de valores deseables. Aquí se pueden encontrar, además, varios de los puntos de
disonancia entre el liberal-conservadurismo y el neoliberalismo, como se pudo apreciar en
torno a las categorías de sujeto, gran punto de fricciones y acomodamientos al interior de los
actores que nos ocupan220. Massuh, aquí, ejecutaba un notorio giro y entendía, en un modo
muy cercano a cierta reflexión católica, que el individualismo del liberalismo originario, y sus
continuadores, llevaron a una respuesta extrema de una posición antagónica: el colectivismo.
El plano en el cual la última idea de Massuh se entroncaba era aquel que analizamos
ya en el tercer capítulo de nuestro trabajo: el retorno de la cuestión del individualismo como
problema, como forma del debate con la renovación liberal y en especial con las categorías de
sujeto propias del neoliberalismo. Entre las masas y el individualismo neoliberal, las
categorías propias del liberal-conservadurismo expresado por nuestros actores fueron
atravesadas por el desafío de marcar una serie de límites en torno a dichas formas de sujeto.
La violencia era, en dicha tensión, un tópico clave que marcaba un punto límite en el
extrañamiento subjetivo presente en las masas o en el individualismo neoliberal. George H.
Nash (1987: 79 y ss.) marcó características similares en el desarrollo de la intelectualidad
neocons en los Estados Unidos: el punto central pasaba por lo tocante a la esfera de la
tradición y los valores, que en su decadencia daban lugar a una especie de “siglo del hombre
común”, es decir un espacio secularizado, impersonalizado, que entroncaba lógicamente con
el mayor miedo del liberal-conservadurismo: la masificación. Esta derrota de la persona
individual era la apertura al siglo de las masas, como derrota de la visión de sacralidad de la
persona, pero también como reacción ante el avance de un tipo de individualismo que
resultaba tan alienante como la masificación. Nuevamente, la antropología negativa como
respuesta, esta vez actuando por medio de un proceso que entendía que el camino de derrota
del concepto de persona humana podía darse por medio de dos vías, una que implicaba la
pérdida del individuo en la masa, otra que atendía a los vicios de una conceptualización
individualista cada día más presente. Allí, la violencia aparecía como expresión de dichas
formas de alienación: como lo dejaba en claro Massuh, no se trataba sino de una prolongación
predecible.

220
Como señalamos también en el primer capítulo, el neoliberalismo centralizó su recuperación del liberalismo
original sin los matices críticos propios del liberal-conservadurismo. En un sentido, el peso de nociones como la
de “catalaxia” que promovieron los autores de la Escuela de Viena (Mises, 2007), se hacía incompatible con la
idea de ordenamiento social propia de las lecturas liberal-conservadoras, que apelaban a una forma político-
institucional, la República, como eje central.

270
Como señalamos en diversos pasajes de este trabajo, a mediados de los años setenta
las teorizaciones de los intelectuales liberal-conservadores ingresaron en un proceso de
radicalización, llevando al paroxismo muchas de sus lecturas, que se expresó de manera más
categórica a mediados de la década. Las alusiones a la Guerra Fría no eran regulares en las
intervenciones de nuestros actores sino que, más exactamente, configuraban un panorama
sobre el cual sus análisis cobraban su real densidad. Reinterpretar la violencia en el marco del
paroxismo interpretativo de medianos de los setenta, en cambio, aparecía como una operación
de trazos de otro color. El concepto de guerra era el eje de la interpretación de Ricardo Zinn,
una de las más destacadas en el espacio liberal-conservador. Mediante lo que entendía como
la prolongación de la Guerra Fría por parte de Rusia, que “comienza formalmente en 1947 y
termina con la visita de (Richard) Nixon a Moscú en 1972”, pero si bien “es oficialmente
abandonada por EE.UU, no lo es por Rusia”. Por lo tanto, “es necesario que el gobierno, las
Fuerzas Armadas y el pueblo tengan conciencia del estado de guerra y sepan que lo que está
en juego es la supervivencia de la Argentina” (1976: 90). Como destacamos, dentro de la
construcción de una identidad nacional occidental, que en esta mirada era la que aparecía
amenazada, por ende lo estaba la Argentina misma, en tanto y en cuanto ella no era sino eso:
una nación del Occidente en medio de una guerra.
Para Zinn era clave destacar ciertas fechas-faro que marcaban la voluntad de
penetración soviética en el país: el ingreso de productos a la Argentina durante los dos últimos
años del segundo gobierno de Yrigoyen, la concurrencia de dirigentes de izquierda a Moscú
“y a las capitales satélites que están detrás de la cortina de hierro” y la Revolución Cubana,
con la cual “pocos años después de la toma del poder castrista nace en la Argentina la guerra
subversiva” (1976: 90-91). Zinn veía con zozobra hechos que no dudaba en entender como un
avance del ideario tan temido, en un abanico que abarca desde la santificación de la figura de
Ernesto “Che” Guevara, hasta las canciones de protesta, que para él no representan sino los
modos en que el enemigo va parasitando la vida pública, ante la indiferencia generalizada.
“Por una falla imperdonable de los mecanismo culturales y de acción psicológica, campea la
ignorancia colectiva en torno de cuestiones tan profundas como ésta de la guerra”, señalaba el
economista (1976: 92). “Nos transformamos rápidamente en la capital meridional del
movimiento revolucionario comunista”, se alarmaba Zinn (1976: 91). El enemigo es poderoso,
advertía, puesto que esa miríada de hechos que entendía como la concreción de la amenaza
era inasequible a la medianía. El autor marcaba dónde se encontraba el eje de tal obturación:
“La incompetencia política, todavía no ha aceptado el catálogo de las armas empleadas”, con
lo cual no podía ver la ley de hierro que él desnudaba, que llevaba al punto en el cual “los

271
cigarrillos de marihuana de la disolución comparten sitio en ella con los panes de gelamón y
con las minas direccionales vietnamitas” (1976: 95)221.
La violencia propia de una guerra soterrada se ligaba, en estos intelectuales, a las
diversas formas del populismo, cuña destructora en el Occidente, en tanto este período de
mediados de los setenta fue el marco en el cual extremaron su lectura política de la otredad
hasta llevarla al campo de la dicotomía, para establecer desde allí los criterios de una guerra
interna sobre un enemigo que se creía mundial pero se atacaba focalmente como enemigo
interno. La intelectualidad del liberal-conservadurismo pudo construir, desde su versión de la
otredad, una categoría de enemigo tan amplia como para incluir a todo aquel que no se
ajustase a los cánones que ella misma determinaba, en una operación multiabarcativa y
maximalista. Una estrategia de este tipo, nuevamente, redireccionaba las propias coordenadas
del liberal-conservadurismo al interior de las derechas nacionales, en tanto se recreaba, como
ya señalamos, una gramática que aunaba a las derechas nacionalistas con nuestros
intelectuales en pos de la lectura sobre el enemigo. En tanto articulaciones sumamente
complejas, esta producción de una suerte de borramiento de los límites se centraba en las
lecturas del enemigo como amenaza multiforme que se leía desde una frontera política clave:
el Occidente, que al mismo tiempo implicaba reposicionar la pregunta por el rol de las masas.
En un texto que se planteaba un análisis de la reformulación de las identidades
políticas en la recompuesta democracia argentina posterior al “Proceso”, el sociólogo Gerardo
Aboy Carlés se preguntaba y contestaba por la definición del concepto de frontera política en
los siguientes términos:

Pero, ¿qué es una frontera política? Referirnos a ella evoca la imagen de una
discontinuidad, de un término, un confín o un linde, constituyendo en su conjunto la
imagen ambigua de una coexistencia de registros espaciales y temporales. Dicha
ambigüedad es (…) propia de la idea misma de límite: ‘estar más allá del límite’
supone ubicarse fuera de un espacio previamente definido. ‘Vivir una situación
límite’ evoca la experiencia de un estado inhabitual, que contrasta con la historia que
le precede (2001: 168-169).

221
La temática del consumo de drogas ilegales era asimilada a las estructuras con las cuales estos autores
concebían las zonas de la cultura amenazadas: García Venturini, por ejemplo, señalaba que la idea de Occidente
entregada a “una orgía de desviaciones sexuales y uso de drogas” es una construcción “del enemigo” tendiente al
descrédito de Occidente en su totalidad (2003: 278). Pese a las citas que acreditan una lectura de bibliografía al
día, no aparecía en nuestros intelectuales ningún tipo de mirada que contemplara los varios intentos académicos,
periodísticos o literarios de captar los modos en los cuales se fueron creando nuevas pautas culturales, con
epicentro en la segunda parte de la década de 1960, y en especial entre las culturas juveniles, donde los cambios
en la sexualidad y el uso de drogas recreativas ocuparon un lugar central y fueron eje de diversos giros tanto en
las culturas populares como masivas (cf. Pujol, 2002; Cosse, 2010).

272
En ese sentido, agregaba luego el autor, una frontera “es el planteamiento de una
escisión temporal que contrasta dos espacialidades diferentes” (2001: 170). Ingresamos, así,
en la lógica que nos permite comprender la construcción de frontera política, y también
sociocultural, que los intelectuales del liberal-conservadurismo argentino realizaron respecto
de las masas. En efecto, para las miradas que aquí estamos estudiando, las masas estaban más
allá del límite político dentro de una regulación política de lo social deseable, y al mismo
tiempo aparecían más allá del límite sociocultural que definía en su interior a los actores
capaces de actuar políticamente. Si su participación cada vez mayor en la vida pública había
sido explicada por medio de la mirada decadentista, identificándola con demagogia y
manipulación, es porque en las lecturas del liberalismo-conservador las masas aparecieron
como un factor del todo externo a los cánones de imbricación sociocultural y política que la
regulación de lo público implica. Pero, como hemos señalado, estas lecturas sobre las masas
se hacen plenas en los años setenta y alcanzan su punto más radicalizado a mediados de la
década. Y en dicho tránsito, el peso de las lecturas sobre los tópicos que aquí estamos
analizando fue una clave central, en tanto las lógicas que nuestros actores promovieron
dependían, en el ciclo de los setenta, de la construcción de este efecto de frontera,
reingresando el problema de las masas en las lecturas de las amenazas y de la categoría,
multiforme, de enemigo222.
Como señalaba García Venturini: “El Espíritu de Occidente enfrenta a un enemigo que,
con los medios que el propio Occidente le ha proporcionado, es hoy más temible y poderoso
que nunca” (2003: 265). La tiranía totalitaria y la kakistocracia, definida como tal en un
resonante artículo en La Prensa, eran ese enemigo de dos caras: el totalitarismo nazifascista
y/o comunista, y el gobierno de los peores. Y era, para el filósofo, el propio “Espíritu de
Occidente” la conformación capaz de hacer frente a lo que presentaba como tan decisivo
enfrentamiento, “cosmovisión que hay que poner al día todos los días y mostrarla
reactualizada y cargada de esperanzas a las nuevas generaciones, porque si bien su fuerza
radica en que es verdadera, también es menester que luzca un rostro atractivo y una prestancia
hidalga” (2003: 268) 223 . Límite ético-político cuanto estético, la frontera masiva en los

222
Desde dicha perspectiva, eran fuertemente representativos los planteos de Grondona en torno a la necesidad
de institucionalizar el peronismo, desde una concepción ordenancista que implicaba tanto al propio movimiento
como su rol estatal (1973a; 1973b). Pueden verse lecturas especialmente atentas a las posturas liberal-
conservadoras en Heredia (2000; 2002).
223
En distintos estudios pueden encontrarse análisis que marcan la fortaleza de una clave interpretativa, que se
extendió a diversos lineamientos ideológicos, fuertemente influida por las categorías de los años de entreguerra y
luego por las de la Guerra Fría: la lucha “libertad vs. totalitarismo” aparecía tutelando muchas construcciones
discursivas que se tramaban sobre la dicotomía política. Es notable cómo, por otra parte, los teóricos del liberal-
conservadurismo se manejaban con mucha de la terminología que signó los conflictos alrededor del primer

273
tiempos de la violencia aparecía recreando el problema de las masas: era sobre ese actor
masivo y amorfo donde el peligro terrorista se hacía patente. La pérdida de la racionalidad
política encontraba su otredad absoluta ya no en los movimientos de masas, sino en la
transformación de estos en causes de violencia.
Desde una lectura centrada en las prácticas de violencia política pero que buscaba
reingresarlas en una genealogía, Ambrosio Romero Carranza editó, en 1980, El terrorismo en
la historia universal y en la Argentina. Parte de la colección “Humanismo y terror”,
especializada en tópicos ligados a las diversas formas de la insurgencia, la obra buscaba
inscribir a la guerrilla de los años setenta en una línea genérica de movimientos y fenómenos
violentos a nivel mundial y argentino, por lo que entendía a la insurgencia de dichos años
como “segunda ola de violencia” en el país 224 . El trabajo de Romero Carranza buscaba
entramar las diversas manifestaciones de lo que entendía como un terrorismo propio de la
historia argentina con una serie de manifestaciones que, desde la Revolución Francesa,
configurarían una suerte de modelo matricial de las prácticas terroristas, que acababan en un
modelo de terrorismo de masas. En tal sentido, la conclusión del período de exacerbación de
las lógicas analíticas sobre el problema de las masas y el de la violencia aparecía en la obra
del jurista. Romero Carranza colocaba como eje de las formas terroristas al “terrorismo
marxista-leninista”, que analizaba como una lógica dentro de la cual se hallaban las
expresiones de las guerrillas argentinas. Sin embargo, para el autor, una correcta lectura del
terrorismo en la Argentina tenía un centro histórico que no eran las modalidades marxistas-
leninistas, sino la llegada al gobierno de Juan Perón en 1946. En efecto, si para Romero
Carranza el marxismo-leninismo era la forma ideológica de las guerrillas argentinas, el
peronismo había significado una ruptura en la historia nacional que, de hecho, debía
comprenderse cabalmente desde ciertas expresiones de Perón ligadas a los idearios socialistas
y que tuvo en la quema de las iglesias porteñas su más densa manifestación, al mismo tiempo
entroncada en el influjo fascista que el abogado endilgaba al líder justicialista225.

peronismo, y cómo encastraban esa lógica dicotómica dentro del esquema prohijado por las concepciones
bipolares propias de la Guerra Fría. Las reacomodaciones conceptuales, empero, no hacen sino marcar la
fortaleza de las construcciones dicotómicas y los posteriores efectos de frontera, que como vimos aparecen
actuando sobre tópicos diversos. Pueden verse alternativas de la problemática de la Guerra Fría en Gaddis, 2011;
Franco y Calandra, 2012.
224
El nombre de la colección provenía del ensayo del filósofo francés Maurice Merleau-Ponty, del mismo
nombre, subtitulado “Ensayo sobre el problema comunista”, originalmente aparecido en 1947 y que fue fruto de
una polémica con Jean Paul Sartre, intelectual que, como vimos desde el ejemplo de Massuh, aparecía
considerado como un filósofo “abogado del terrorismo”.
225
Romero Carranza trazaba una serie de declaraciones de Perón en el gobierno y en el período de la
proscripción en busca de dar cuenta de una presunta línea genérica de construcción de una lógica violenta en su
concepción de la política. El punto superior, destacaba el jurista, era la declaración “Si Rusia me hubiera dado

274
El influjo fascista había sido determinante en los conflictos con la Iglesia, destacaba
Romero Carranza, en tanto Perón era presentado como un discípulo de Hitler y Mussolini que,
como estos, fue avanzando paulatinamente contra tal institución, hasta plasmar, con los
incendios de templos, “la primera ola” de terrorismo en el país (1980: 157-169). La
articulación entre peronismo y marxismo, sostenía Romero Carranza, se daría durante el
exilio de Perón: “El peronismo, que siempre había exhibido un gran vacío doctrinario, se
orientaba ahora, mediante las manifestaciones de su líder, hacia el marxismo” (1980: 172).
Como consecuencia de esta conjunción entre justicialismo e izquierda, a finales de la década
de 1960, “[e]n cumplimiento de las instrucciones de Perón, se desató en la Argentina la
guerrilla y el terrorismo” (1980: 173). “Perón asumió como propia la actividad terrorista,
pretendiendo liderarla en la Argentina. Se produjo, así, un aprovechamiento recíproco entre el
residente en Madrid y las diversas vertientes del comunismo internacional” (1980: 174),
enfatizaba el constitucionalista, quien luego emprendía un racconto de hechos armados y
construcciones discursivas que llevaban a una etapa superior: la violencia propia del retorno
del peronismo al poder. “Así como en Alemania durante el año 1932 los alemanes cometieron
la aberración de votar a favor de Hitler, cuarenta años después los argentinos cayeron en una
ceguera semejante al votar a favor del regreso de Perón”, concluía Romero Carranza (1980:
193).
El abogado señalaba, igualmente y desde la propia apertura de su libro, que el
terrorismo había sido, sin embargo, vencido, bajo clamor mayoritario de orden, “ese orden
tuvo que ser impuesto por las Fuerzas Armadas con los medios con los cuales contaba”,
parangonables para el jurista con la Edad Media cuando “necesariamente debió oponerse la
recta espada del cruzado cristiano a la curva cimitarra del terrorista sarraceno”, lo cual había
sido una decisión difícil que debía comprenderse desde la siguiente lectura: “Al presente no se
trata de repeler el terrorismo marxista-leninista mediante cruzadas al estilo medieval, ni la
Santa Sede propicia tal campaña. Se trata de cómo hacer para reprimirlo de un modo cristiano
y legal” (1980: 4-5). Por ello mismo, Romero Carranza cerraba su obra señalando que el
triunfo sobre el terrorismo era claro pero momentáneo, y que se debía estar alerta ante un
posible retorno del marxismo-leninismo armado. Así, nuestro actor señalaba que debían
fortificarse los “cuatro baluartes principales: libertad, propiedad, patriotismo y cristianismo”,

pleno apoyo, yo hubiera sido el primer Fidel Castro de América” (Romero Carranza, 1980: 156). Ello no era
incompatible con la idea de que Perón era seguidor de Hitler y Mussolini: como hemos analizado ya, era una
estrategia intelectual clave en nuestros autores el proceso de equiparación comunismo-fascismo y su imbricación
con los populismos.

275
en pos de reforzar las bases de un futuro que evite las amenazas terroristas tal como eran
entendidas en su ensayo.

Mientras esos cuatro baluartes se mantengan en pie, y sus defensores no pierdan su


coraje y la comprensión de la tarea salvadora que cumplen, nuestra civilización no
será tomada al asalto por quienes desean destruirla. Pero basta que uno solo de esos
baluartes ceda ante el empuje de los enemigos de la civilización argentina, para que
ésta se desplome. Urge, por lo tanto, no descuidar la defensa de ninguno de esos
baluartes (1980: 287).

Ya hemos marcado la cercanía que los argumentos liberal-conservadores tomaban con los de
las derechas nacionalistas al estudiar la imbricación entre las intervenciones antipopulistas y
anticomunistas. Dichos modos analíticos volvían en una lectura como la que presentaba
Romero Carranza, en otra intervención donde la construcción de una gramática derechista
borraba momentáneamente las diferencias al interior de las derechas y convergía en un
lenguaje común. En tal sentido, el particular encastre ideológico de las derechas de diverso
signo en torno al Proceso de Reorganización Nacional se centraba en su funcionalidad
histórica, sin mayor densidad que la de aparecer como un dique, monocorde, inevitable, pero
necesitado, sí, de transformaciones. Romero Carranza, si bien destacaba la necesidad de la
intervención que el último gobierno dictatorial suponía frente a una experiencia que
presentaba como desquiciada en un doble sentido, la violencia por un lado, el último gobierno
peronista por el otro, no por ello avanzaba en mejores consideraciones sobre la experiencia
procesista.
La violencia, entendida como posibilidad de destrucción del cuerpo social, aparecía
tramando las diversas preocupaciones de los intelectuales liberal-conservadores que hemos
visto a lo largo de la Tesis, reformulándose con las pautas propias de la Guerra Fría y con el
peso específico de las concepciones de la Doctrina de Seguridad Nacional. Si bien nuestros
autores no atendían al lenguaje tipificador de las concepciones más duras de dicha teoría, los
modos en los cuales se expresaron sus lecturas sobre la problemática de la violencia
aparecieron imbricadas por un doble movimiento. Primero, como vimos previamente, por las
propias condiciones de la radicalización de sus concepciones a mediados de los años setenta.
Segundo, por una serie de puntos que conectaban sus intervenciones con determinados planos
propios de las derechas nacionalistas. En las intervenciones de Zinn y Romero Carranza, a
modos de ejemplos, puede apreciarse un desplazamiento hacia la configuración de una
gramática donde nuestros actores se articularon en torno a una serie de ejes que recorrieron
transversalmente a las derechas: la idea conflictivista de Occidente, las categorías de amenaza

276
y enemistad política, la equiparación entre populismo e izquierda. Como construcciones de
fronteras políticas, estos tópicos resignificaron las pautas del pensamiento de nuestros autores
al tiempo que implicaron, en el contexto de endurecimiento de sus intervenciones, la
construcción de nuevas posiciones en la hora histórica.

3-LA REFUNDACIÓN IMPOSIBLE Y SU EPÍLOGO

El Proceso de Reorganización Nacional no fue, desde la perspectiva de los autores liberal-


conservadores, uno más en la lista de golpes de Estado que marcaron la política argentina
desde 1930. Como en torno al golpe setembrino a Juan Perón en 1955, en la última dictadura
nuestros intelectuales colocaron las expectativas propias de lo que entendieron como una
oportunidad que, en cierto sentido, redefinía la trunca experiencia de la Revolución
Libertadora. En efecto, nuevamente se trataba del panorama trazado por el desplazamiento
golpista a un gobierno peronista, que se comprendía como signado bajo los trazos de la
violencia social, la turbulencia económica y la crisis de autoridad. Los propios integrantes de
la coalición golpista, tanto civiles como militares, poseían lecturas refundacionalistas que, sin
embargo, estaban al mismo tiempo atentas al fracaso de la truncada Revolución Argentina
(Canelo, 2008; Novaro y Palermo, 2002; Quiroga, 2004). Dicha experiencia, en efecto, no
sólo había visto caídas sus ambiciones sino que, para las lecturas liberal-conservadoras tanto
como para las procesistas, había abierto el camino al retorno del peronismo al poder (Morresi,
2010; Vicente, 2008, 2012). El refundacionalismo procesista, precisamente, se distinguía de
los anteriores diagnósticos golpistas por una evidente ambición finalista, presente tanto en los
discursos como en determinados planes gubernamentales y en los propios documentos
oficiales. Sin embargo, fueron escasos los trabajos que propusieron entender el horizonte de
expectativas de la última dictadura como un objetivo presupuesto por una concepción finalista
y cómo ella articulaba las lecturas legitimistas del Proceso de Reorganización Nacional.
Hugo Quiroga, bajo un prisma weberiano, realizaba una diferenciación entre los tres
tipos de legitimidad en los cuales la última dictadura militar buscó basamento y fortaleza: la
legitimidad de origen o título, la legitimidad de ejercicio y la legitimidad de fines. En la

277
pluma del autor rosarino, “la primera obedece al ‘estado de necesidad’ que invocan las fuerzas
armadas el día del levantamiento”, en tanto “el peligro que amenaza el orden público, la
integridad del Estado y conduce a la disolución social debe ser conjurado”; por su parte, la
legitimidad de ejercicio aparece ya que el gobierno golpista “ha sido supuestamente
legitimado en su título, pero que también se piensa legitimado en el ejercicio de un poder que
se practica con coherencia, sin contradicciones con los valores y objetivos que son su razón de
ser”; finalmente, “completando la justificación del uso de la fuerza, para buscar obediencia y
consenso, el régimen militar de 1976 invoca también la legitimidad de fines o de destino. Ello
fue planteado el mismo día del golpe; la intención de instaurar una auténtica democracia
republicana, representativa y federal” (2004: 50-51) 226 . En cambio, más preocupados por
indagar la presunta “incoherencia” ideológica del “Proceso” o la aparentemente extraña
alianza entre familias políticas incompatibles como los nacionalistas y los liberales, un amplio
espectro de análisis repitieron motivos como los que planteaba el historiador Paul Lewis:

Durante el período comprendido entre la caída de Perón y el final de la dictadura


militar de 1976-1983 –lo mismo que antes– existieron dos tendencias principales de
la derecha argentina: 1) la nacionalista, caracterizada por sus rasgos autoritarios,
corporativistas y su militancia en defensa de la herencia hispánica del país; y 2) la
liberal, que buscaba el establecimiento de un sistema capitalista basado en el
autoritarismo. A su vez, la derecha liberal puede subdividirse en extremista y
moderada; la primera estaba a favor de un gobierno militar a largo plazo para poner
fin al populismo, mientras que la última propiciaba la consolidación de un sistema
político de participación restringida (2001: 323).

Contrariamente, en este trabajo postulamos que los límites entre las diversas derechas, que
como vimos eran un problema central para los autores liberal-conservadores, se desdibujarían
a mediados de los setenta, en especial por la centralidad que cobrarían las lecturas sobre la
amenaza de disgregación social, con la violencia como gran exponente, en una convergencia
que, como hemos visto, apareció en diversos momentos del ciclo que cubrimos227. Asimismo,

226
A esta vía tripartita, Quiroga le sumaba la legitimación debida al “apoyo pasivo de la mayoría para que el
golpe se legitimara con el apoyo activo de una minoría convencida en las bondades de la autoridad militar”
(2004: 52). Debemos tener en cuenta que la obra fue escrita originalmente en la transición democrática, con lo
cual una afirmación como esta última, que completa el análisis de Quiroga, debe ser necesariamente relativizada
con la apelación a los debates abiertos en años más recientes, en especial por la concepción del poder dictatorial
bajo lentes schmittianos que propuso Quiroga, analizada por Dotti (2000: 751-756).
227
Ello no implica, empero, comprender la existencia de una serie de diferencias centrales claves en el elenco
procesista y los actores ligados, como los intelectuales liberal-conservadores, sino marcar el nuevo eje relacional
que se genera a mitad de la década y con el golpe. De hecho, las divergencias y conflictos entre los sectores en
apariencia más diferentes, como los militares nacionalistas y los economistas tecnocráticos, tenían en el sector
liberal-conservador de militares como Jorge Videla, Viola o Albano Harguindeguy o civiles como los
orquestados por Jaime Perriaux, un factor de unidad y equilibrio. Sin embargo, las luchas al interior del

278
el ala derecha del liberalismo argentino, el liberal-conservadurismo, actuaba como una unidad
y concebía que ambos objetivos como uno único, en necesaria complementariedad. Su
objetivo central, como analizamos a lo largo de la Tesis, era erradicar la política de masas
realmente existente de la vida pública argentina, buscando forjar un modelo republicano que
podía identificarse con la Constitución histórica y que, en términos de democracia, implicaba
un modelo de baja intensidad.
De hecho, el debate refundacional atravesó al propio espacio liberal-conservador no
sólo en los puntos que analizaremos a continuación sino que se hizo patente sobre uno de los
tópicos más transitados por nuestros autores: la Constitución. En efecto, la construcción en
torno a la Carta Magna fue un punto clave para entender las bases y los límites de las lecturas
refundacionales. En días en que se debatía la reforma constitucional en pos de efectivizar un
posible nuevo sistema político, Jaime Perriaux señalaba “la reforma establecida no significa
una nueva Constitución. Se trata sólo de enmiendas y agregados a la Constitución de 1853.
Esto, precisamente, teniendo en cuenta el concepto de continuidad histórica de la Nación”
(1979: /sp). Y en el mismo momento, Mariano Grondona planteaba que el 24 de marzo de
1976 había comenzado un cambio clave por medio del origen de una nueva lógica sistémico-
constitucional: “Un nuevo sistema constitucional que no está en contradicción con la Carta
Magna del 53 [1853], sino que se ha convertido en la forma moderna de defenderla en un
medio distinto del que la promulgó” (1979: s/p). Apenas luego, Segundo Linares Quintana,
por su parte, puntualizaba que el proyecto de la hora era la Constitución histórica misma:

La ‘instauración de una democracia republicana, representativa y federal’, señalada


en las Bases Políticas de las Fuerzas Armadas como etapa final del Proceso de
Reorganización Nacional, únicamente podrá realizarse a través de la vigencia y el
cumplimiento de la Constitución Nacional de 1853-1860, a la que en diversos trabajos
y conferencias he considerado el instrumento de la reconstrucción nacional (1980:
s/p).

Ese objeto de deseo que era la Carta Magna original para los intelectuales liberal-
conservadores debía imbricarse, como puntualizaba el jurista, con el proceso de “educación
para la libertad” que, como vimos en diversos momentos de la Tesis, aparecía como eje de
una pedagogía cívica, en este caso capaz de revertir el ciclo de “desconstitucionalización”
nacional. Dicho proceso, “cuyo rasgo más saliente a la vez que penoso es el desconocimiento,

entramado procesista se centralizaron en el ejercicio de los espacios de poder más que en los conflictos
ideológicos, y no casualmente se profundizaron tras el período “equilibrador” de preeminencia de los liberal-
conservadores (Novaro y Palermo, 2002; Canelo, 2008a; 2008b).

279
el olvido y hasta el menosprecio de la Ley Fundamental”, conformaba una sociedad extrañada
de la Ley de Leyes: “El problema argentino de hoy, como el de otras veces, no es el de la
reforma de la Constitución, sino el de su cumplimiento” (1980: s/p).
Por las particularidades del sitio que ocuparon los intelectuales liberal-conservadores
en el complejo entramado procesista, y de la propia dinámica del gobierno dictatorial, dos
aspectos centrales fueron claves en cómo se pasó a leer el ciclo del “Proceso” a medida que
este se desarrollaba, desde aquellas expectativas refundacionales. El eje económico, en primer
lugar, donde las intervenciones liberal-conservadoras fueron críticas de los resultados del plan
del propio José Alfredo Martínez de Hoz desde el mismo 1976 pero que, sin embargo, se
mantuvieron en un espacio de defensa de los objetivos del Proceso de Reorganización
Nacional. Por otro lado, la apertura de un horizonte transicional que, en nuestros actores,
comenzó a tramarse ya desde 1981.

El orden posible y su inmediata grieta: la economía más allá de lo económico

La faceta económica fue uno de los tópicos más recurrentes en los intelectuales liberal-
conservadores, si bien las intervenciones de estos autores se tramaron, centralmente, sobre
tres tipos de ejes temáticos mayores: el orden político, el rol del Estado y el problema del
desarrollo. Esas grandes líneas nodales parecieron converger en los diagnósticos optimistas
con los cuales nuestros autores recibieron al golpe de Estado de 1976, considerándolo como la
posibilidad de un momento refundacional. Así como la violencia política aparecía como un
punto límite de las inquietudes de la hora en el espacio liberal-conservador con su dato de
disgregación de la comunidad como extremo, también aparecía la cuestión económica como
parte de dicha inquietud, si bien conjugándose con planteos que superaban el plano netamente
económico. Esta multiplicidad temática de la cuestión económica, como hemos marcado en
varios puntos de esta Tesis, aparecía signada por un eje que nuestros actores explicitaban: la
economía como modo de interpretar la crisis nacional. El plano económico, por lo tanto, se
presentaba como un punto capaz de aparecer como emergente de motivos profundos claves
para la construcción liberal-conservadora en el ciclo que nos ocupa. Ambas líneas, violencia y
economía, confluyeron en una construcción tópica decadentista que encontró en el momento
procesista una clave de interpretación: de un lado, como rémora de la Argentina de masas, la
crisis; del otro, el horizonte refundacional.

280
La clave económica, como señalamos, aparecía ordenando temas de mayor densidad y
por ello era un tópico central desde el cual nuestros intelectuales intervinieron. El proyecto
económico llevado adelante por la última dictadura, en términos de la idea de orden que era
eje de las lecturas de estos intelectuales, fue por ello saludado de inmediato, pero cayó a poco
de transcurrido su ciclo bajo miradas críticas. Aparecía en este movimiento un
posicionamiento claro entre el apoyo a una dictadura ordenancista y la crítica a sus fallos en el
plano económico que, en las intervenciones de estos autores, precisamente complicaba el
reordenamiento nacional. El propio José Alfredo Martínez de Hoz entendía su proyecto
ministerial desde una lectura ordenancista. Como señalaba en Bases para una Argentina
moderna. 1976-80, el libro con el cual cerraba e interpretaba su etapa procesista, el gran
problema de la economía argentina estaba en la distorsión central que implicaron décadas de
paternalismo estatal, en paralelo con el tipo de interpretaciones que estudiamos en el capítulo
previo:

En una economía avanzada, insertada en un sistema político de libertad, debe haber


un sistema objetivo que premie el esfuerzo y la iniciativa individual, el trabajo
ordenado y disciplinado, el ahorro y la inversión como base de la capitalización. A la
inversa, cuando el Estado absorbe y elimina los riesgos propios de la actividad
económica, se incentivan conductas contrarias al interés general, se renuncia al
crecimiento global e incluso se debilita su propio fundamento ético (1981: 18).

El plano económico era una clave, en esta lectura, del reordenamiento social. Como lo ha
marcado una prolongada serie de estudios iniciados con los pioneros análisis de Adolfo
Canitrot (1980; cf. Schvarzer, 1986; Novaro y Palermo, 2002), en el proyecto dictatorial la
economía era entendida como una rearticuladora de las relaciones sociales, es decir, era el eje
de un proyecto plenamente político. Ello, sin embargo, no debe llevarnos a encerrar dicho
objetivo político en una lectura económica y el caso de los intelectuales liberal-conservadores,
en efecto, es un prisma capaz de marcar las diversas instancias de esta problemática. Para
Martínez de Hoz, el Estado paternalista había sido en modelo resultante de la confluencia de
dos modelos que rigieron entre el final de la Segunda Guerra Mundial y 1975: primero, “la
estatización y regulación de la economía y la asunción por el Estado de funciones propias del
sector privado”, y segundo, “los principios de autarquía” (1981: 21). Como consecuencia de
ello, señalaba, “el desarrollo económico resultó así desequilibrado y distorsionado”, con un
efecto clave sobre uno de los temas que, como vimos, más preocupaban a Joe: el quiebre del
federalismo y la exacerbada centralidad de Buenos Aires en el esquema económico nacional
(1981: 25). Por ello, su propósito económico se basaba en lecturas del todo antagónicas con

281
dichos ejes, “la función subsidiaria del Estado y la apertura de la Economía”, junto con la
reformulación del federalismo económico (1981: 30-48).
El mismo año en que Martínez de Hoz publicaba su trabajo, Horacio García Belsunce
escribía Política y economía en años críticos, que se publicaría meses luego, en 1982. Como
ya mencionamos, y se verá con mayor profundidad en el próximo apartado, el año 1981
marcó para los intelectuales liberal-conservadores el inicio de un período multiforme de
transición, cuya lógica aparecía fuertemente plasmada en la obra de este autor. El libro, que
García Belsunce proponía como “la inevitable y comprometida crítica” que “quienes hemos
apoyado el pronunciamiento y cambio de gobierno que tuvo lugar el 24 de marzo de 1976”
debían realizar ya que “tenemos la obligación de vigilar el Proceso como una forma efectiva
de seguir apoyándolo”, condensaba notoriamente el derrotero de esperanza y decepción que
estos economistas trazaron en su relación con la dictadura, en especial durante el momento
“refundacional” comprendido por las presidencias de facto de Jorge Rafael Videla228. Por ello,
el año de concepción de la obra marcaba, como lo escribía el propio García Belsunce, el
límite que estos autores colocaban a su esperanza en el refundacionalismo procesista, una vez
que el programa inicial había sufrido las consecuencias del “extravío” (1982: XI-XXVI).
El derrotero de dicha decepción, sin embargo, se inició tempranamente, en tanto ya a
los pocos meses de iniciado el ciclo procesista las intervenciones liberal-conservadoras sobre
la realidad económica de la gestión de Martínez de Hoz eran de una dureza explícita. En la
lectura de Alsogaray, por ejemplo, la gestión económica aún no se alejaba del
intervencionismo estatal y, peor aún, enfatizaba el economista, acaso sus ejecutores ni
siquiera notasen la permanencia del modelo vilipendiado. “A cinco meses de la intervención
militar, es ya evidente que el gobierno está siguiendo ‘en la práctica’ aunque tal vez ‘en
teoría’ cree que no lo hace”, un modelo estatista que su esencia no se diferenciaba del
inaugurado por el peronismo, por lo que su limitación a “actuar de una manera ‘pragmática y
gradual’ sobre los detalles” no era para nada el giro ansiado y anunciado (Alsogaray, 1976: 4).
Para Benegas Lynch, por su parte, en la planificación económica se encontraban las pautas de
la función intervencionista y distorsiva del Estado, en tanto “ciertos estados modernos tienden
a incrementar el gasto público, como consecuencia de la práctica de multiplicar sus funciones,
invadiendo el ramo de la actividad privada. Afirman así su condición de Estados empresarios
y ‘benefactores’, acentuando el paternalismo”. Por lo que “la política estatal dadivosa nunca
pasa de ser una actitud mediante la cual el Estado da con una mano lo que previamente ha

228
Puede verse un análisis cronológico detallado de las intervenciones de estos autores sobre el plan económico
de Martínez de Hoz en Vicente (2011).

282
quitado con la otra; la parte restante sirve para pagar el costo de la administración de la
dádiva” (1977: 4). Tal rol era propio de lo que estos intelectuales comprendían como la
“hipertrofia” del Estado, instaurada por el primer peronismo y nunca removida: precisamente,
la estructura que el mismo Martínez de Hoz entendía como problemática.
El consabido análisis en términos de modelos dicotómicos que los intelectuales
liberal-conservadores expresaron permanentemente en el ciclo abarcado por esta Tesis,
regresaba aquí: “Descartando la corriente colectivista y la capitalista liberal del siglo XIX,
quedan dos posiciones contrapuestas: la economía de mercado moderna y las corrientes
híbridas de tercera posición (…) En nuestro país la opción se presenta con gran claridad”,
señalaba Alsogaray. Y no dudaba en retomar la caracterización del proceso actual: “A esta
altura podemos ya afirmar que estamos en presencia de otra tentativa de tercera posición,
bastante similar a la del período Onganía-Krieger Vasena” (1978: s/p). Por lo cual volvía a
proponer a las autoridades de facto que entendieran lo dramático de la situación: “El gobierno
puede continuar con su actual política intervencionista-inflacionaria de tercera posición o
puede inclinarse, dando un segundo paso, hacia una democracia fuerte sustentada en una
verdadera economía de mercado moderna” (1978). Para el autor se había perdido una gran
oportunidad, ya que “el 24 de marzo las condiciones políticas y psicológicas para la
aplicación de la estrategia estaban dadas. Si así [con la propuesta original] se hubiera
procedido, gran parte de esos problemas argentinos ya estarían resueltos” (1978: s/p).
Los argumentos de tono ético que eran utilizados en las intervenciones liberal-
conservadoras sobre tópicos muy diversos, tenían en este momento también su apelación en el
plano económico que, como señalamos, representaba un eje político. Benegas Lynch
planteaba que la eterna lucha moral entre el bien y el mal “se manifiesta en la secular lucha
entre la libertad y la esclavitud”, en tanto “los triunfos militares serán victorias a lo Pirro si las
mentes humanas, víctimas de la omnipotencia del Estado, propias de las falsas democracias,
no son reconquistadas para la causa de la libertad” (1979: 8). Por ello, nada deben sorprender
apelaciones de este tipo en el economista, ya este análisis era altamente representativo de las
ideas que los economistas liberal-conservadores poseían en su análisis del derrotero procesista.
Allí se marcaba una concepción sobre el golpe de Estado como necesario, y al mismo tiempo
un profundo desacuerdo con la realidad efectiva de sus políticas económicas, sumadas al
miedo latente a que la dictadura no completara su ciclo refundacional por su propio
extrañamiento. Por ello, al año siguiente, Alsogaray insistía con sus críticas axiales, pero lo
haría sellando una definición taxativa: “A esta altura de los acontecimientos es claro que el
actual sistema económico no es liberal ni de mercado, sino crudamente dirigista e

283
inflacionario, aparte de pragmático y gradualista”. Ya no había medianías en las palabras del
economista, quien tildaba de inconstitucional al modelo procesista: “En síntesis, el sistema
económico dirigista e inflacionario que estamos practicando es, como todos los de su género,
incompatible con un régimen jurídico liberal como el de nuestra Constitución” (1980: 5). Para
el santafecino, se estaba ante el fracaso pleno de la gestión de Martínez de Hoz, y lo plasmaba
con una figura tan coloquial como contundente: “Los dados están echados”.
Como señalamos, el fin del ciclo videlista marcaba también el final de las expectativas
refundacionales de los intelectuales liberal-conservadores, que a partir de allí se sumirían en
una serie de complejas posiciones en torno a la etapa de transición. Si bien aparecieron
análisis de tono moderado y que intentaron realizar lecturas detalladas acerca del fracaso del
plan de Martínez de Hoz, como en la serie de artículos de García Belsunce en La Prensa
(1981a, 1981b, 1981c). Nuevamente, era Alsogaray quien tenía las expresiones más
destacadas a la hora de plasmar el estado de este espacio intelectual: “La oportunidad que
tuvimos el 24 de marzo de 1976 para efectuar las reformas fundamentales que el país estaba y
está esperando se perdió hace tiempo”, ya que “aunque bajo apariencias distintas, el sistema
[estatista] siguió funcionando y condujo, como era inevitable que ocurriera, a la actual
encrucijada”. Escribía, luego, un diagnóstico altamente sugerente sobre las relaciones de las
elites liberales, dentro de las cuales se incluían nuestros actores, con el PRN y su fracaso:

Las crisis anteriores al 24 de marzo de 1976 siempre pudieron ser atribuidas al


fracaso de nuestros adversarios y a la mentalidad antiliberal que los dominaba. Pero,
¿y ahora? ¿A qué y a quiénes atribuir la crisis actual? ¿Cómo explicar este nuevo y
doloroso fracaso? Este interrogante nos plantea una grave cuestión. Si supuestamente
es el ‘capitalismo’ conducido por sus mejores hombres el que ha imperado, ¿cómo
enfrentar de aquí en adelante al socialismo y en general a la ya citada mentalidad
antiliberal? Esta situación es inédita en los últimos 35 años. Está llena de peligros y
acechanzas. Si la libertad económica en manos de conspicuos representantes de la
clase rectora y de los círculos sociales más elevados nos ha conducido a una crisis
como la presente, ¿no habrá llegado la hora de renegar de ella y de volver a
cualquiera de las formas del totalitarismo? (1981: 7).

Como las drásticas palabras de Alsogaray lo plasmaban, el convencimiento de los


intelectuales liberal-conservadores acerca sobre el “Proceso” como un golpe de Estado
necesario y refundacional dieron inmediato paso a la crítica del programa económico, el cual
se entendía como clave para dar cuenta de un modelo entendido como intervencionista,
desarrollista, dirigista y/o estatista, que en su verdadera naturaleza orbitaba en la línea de los
fenómenos totalitarios. Esas críticas, de creciente virulencia, devinieron posturas
diametralmente enfrentadas a las políticas oficiales pero, sin embargo y al mismo tiempo,

284
propias de un equilibrio político que marcaba el momento transicional, como veremos en el
apartado siguiente. Tras los infructuosos intentos de llevar a la dictadura al terreno del
liberalismo económico tal cual estos intelectuales lo concebían, sólo quedó como estrategia
rescatar el concepto de liberalismo de su identificación con el programa ministerial, tarea en
la que los economistas aquí estudiados pusieron tanto énfasis como en sus previos planes
propositivos. En tal sentido, liberalismo positivo y liberalismo negativo eran parte de una
misma concepción, donde dichas intervenciones se valieron de una prosa atribulada que
marcaba que el fracaso, sin embargo, era inocultablemente compartido.

La democracia como Jano: los dos rostros de la transición

La intelectualidad liberal-conservadora se abría a una suerte de momento transicional que, en


horas del promovido y frustrado aperturismo que el turno de Viola al frente de la Junta militar,
aparecía como una primera interrogación sobre las problemáticas que se tornarían centrales en
el largo proceso de decadencia de la última dictadura. En efecto, en nuestros intelectuales el
retorno de la democracia se configuró como una problemática ya en el período de finalización
de los turnos de Jorge Videla al frente de la Junta y durante la temblorosa etapa de Viola,
junto con el repliegue que las consecuencias del plan económico de Martínez de Hoz
produjeron en el espacio de nuestros actores. La transición desde la última dictadura hacia la
democracia, en tal sentido, puede leerse tanto desde aquella que efectivamente se plasmó
como desde los intentos fracasados. En este último plano, ya analizado por Inés González
Bombal (1991), las lecturas transicionales de los autores que nos ocupan ofrecieron un marco
particular. Los intelectuales liberal-conservadores, en efecto, trazaron un camino
problemático hacia el final del ciclo procesista que encontraría dos tipos de interpretación
contrapuestos pero también una particular línea intermedia. Por un lado, una serie de
intervenciones que ponían en foco los problemas del futuro democrático ante lo que entendían
era un ciclo incompleto. Por el otro, las lecturas que trataban de realizar un equilibrio
transicional y abrirse, si bien con reparos puntuales, al horizonte inmediato. Extremos en
apariencia innegociables, estas posiciones sin embargo aparecían como configuraciones que
entraban en contacto con una tercera posición que, si bien partía de una preocupación nacida
de la lectura del ciclo como incompleto, sin embargo articulaba dicha interpretación con una
expectativa en la apertura democrática cercana a la segunda de las vías analíticas que
mencionamos.

285
Jorge Luís García Venturini, en una intervención en La Prensa que titulaba “Señores,
aclaren, por favor”, daba cuenta de este estado de apertura de una problemática, partiendo de
una base pesimista: “[el término] ‘Democracia’ ha gozado –goza aún– de una aureola mágica,
de un pasaporte de garantía política, como no la tiene ningún otro vocablo en la actualidad”
(1981a)229. La posibilidad de la apertura democrática, que ya estaba siendo tramada por el
espacio liberal-conservador, se hacía problema político con la introducción de una
reformulación que había estado presente en nuestros autores durante el período que nos ocupa,
pero que se hizo central en el tránsito que llevaría a la apertura democrática. Al poco tiempo,
desde el mismo matutino, el bahiense recomendaba no confundir dictadura con tiranía,
recordando tanto sus diferencias terminológicas como políticas (1981: 4). Como se ha
analizado a lo largo de la Tesis, para el espacio liberal-conservador la categoría dictadura
podía asimilarse a un momento breve y ordenancista, una excepcionalidad diferente a los
conceptos de tiranía o totalitarismo230. De ahí que el filósofo bahiense le exigiera al gobierno
procesista asumirse como dictadura y evitar los peligros de una transición laxa y hecha de
concesiones, criticando por ello el uso de metáforas y expresiones in media res del “Proceso”,
al señalar que la situación era similar a la de 1972. Por ello, reclamaba claridad conceptual y
certezas, al tiempo que alentaba al gobierno a abrir los ojos ante la situación de repetición,
puesto que el marco situacional evidenciaba, en efecto, su tendencia a repetir la historia ya
conocida231:

Pero esto, que lo sabe cualquier persona medianamente informada, parecen


desconocerlo ciertos gobernantes, que persisten en las mismas falacias que ya
llevaron al país, dos veces, a situaciones límites, absolutamente insoportables. Si errar
dos veces en lo mismo es de tonos, como decían los griegos, errar tres es
sencillamente de locos o de irresponsables (1981c: 4).

El problema de la democracia “ilimitada”, entendida alternativamente pero bajo cánones


idénticos como rousseauniana, populista, colectivista, retornaba. El grito de García Venturini
por un sinceramiento procesista se articulaba con la apesadumbrada reflexión de Carlos

229
El rol de los columnistas de La Prensa, entre los cuales una gran parte de nuestros actores eran firmas
centrales, fue central en el largo ciclo de la transición según esta era interpretada en el espacio liberal-
conservador, en tanto se destacó plenamente la defensa política de la dictadura pero se lanzaron críticas de todo
tipo, comenzando con la economía.
230
Ello no habilita, sin embargo, interpretar que el excepcionalismo dictatorial propuestos por los intelectuales
liberal-conservadores pueda ser asimilado, como forma política y junto al refundacionalismo procesista, a las
teorías de Carl Schmitt, como se ha sugerido en diversos trabajos. Como vimos, el prusiano ha sido un autor
sumamente criticado por nuestros actores. En tal sentido, Jorge Dotti ha alertado sobre las “ingerencias
paradictatoriales” en los usos de Schmitt (2000: 900).
231
La lectura cíclica era una clave interpretativa de la concepción historicista de García Venturini. Pueden verse
especialmente sus libros Ante el fin de la historia (1962) y Qué es la filosofía de la historia (1969), a los cuales
hemos acudido previamente.

286
Sánchez Sañudo sobre la problemática de la democracia. En una nota donde analizaba las
lecturas de la democracia de Friedrich von Hayek, quien en ese momento visitaba la
Argentina, el académico proponía encontrar en ellas la clave de la hora histórica:

Las enseñanzas de Hayek tienen relación directa con nuestro problema más urgente:
poner ‘el límite, el reaseguro’, encontrar las trabas legítimas (no sólo legales) que
impidan el acceso del populismo al poder con cualquier disfraz, como ya ocurrió en
1946, 1958 y 1973. Somos los únicos en Occidente que hemos repetido lo que nadie
repitió (1981b: 6).

Lo que Sánchez Sañudo señalaba, en un sentido del todo coincidente con las palabras del
propio García Venturini, marcaba que el problema central estaba en asegurar “su calidad en
orden a preservar las instituciones que señala la Constitución. Sólo así evitaremos una nueva
destrucción de la República” (1981b: 6). Al referirse a las instituciones de la Constitución, el
fundador de la Institución Alberdi mentaba la centralidad de la idea republicana del texto,
dejando en un segundo plano la idea democrática, que aparecía supeditada a limitarse al
marco republicano, siendo por fuera de este plausible de ingresar en las categorías de
democracias distorsionadas que hemos enumerado previamente, con el punto extremo de la
democracia ilimitada.
Horacio García Belsunce, por su parte, planteaba un paralelismo entre las elecciones
que acababan de consagrar a Francoise Mitterand en Francia con la situación argentina, en
otro de los tantos casos de trazado de comparaciones trasnacionales, en este caso no con el
nazismo sino con un socialismo democráticamente consagrado y actual. También el
economista recurría a la idea de “democracia ilimitada”, como lo hacía Sánchez Sañudo,
haciéndola eje de su construcción teórica y, al igual García Venturini, señalaba “el peligro de
volver a 1972” en caso de no cambiarse lo que presentaba como un enfoque que, tanto en
gobernantes como en gobernados, tendía a generar un consenso en torno a un tipo de
democracia antirepublicano y antiliberal. Por medio de una estrategia comparativa, el autor
igualaba el socialismo de Mitterand con el programa del Partido Comunista Francés y con la
experiencia justicialista 1973-1976. A los tres casos los igualaba en dicha idea de democracia
sin límites que deploraba, proponiendo el retorno de la Argentina a la Constitución de 1853
(1981: 7). Esta construcción era profundizada posteriormente, cuando Sánchez Sañudo
planteaba que el problema sobre la idea de democracia estaba en considerar cierta la
“reiterada prédica según la cual ‘la democracia es el gobierno de las mayorías aunque con el
debido respeto a las minorías a disentir’”, sobre la cual, en la práctica, se conformaba el

287
populismo. ¿Cuál era el modo en el cual se pasaba de la concepción a la práctica? Para el
autor:

Lo que evidentemente nos ha ocurrido es que –sin decirlo– los sucesivos gobiernos y
la casi totalidad de los partidos políticos han cambiado el criterio de legitimidad
adoptado en nuestra Constitución –el de la ‘garantía de los derechos’ por el de
‘voluntad mayoritaria’– modificando sustancialmente la esencia de nuestras
instituciones, el orden social y, por consiguiente, el estilo de vida, que decayó
material y cualitativamente (…). Se ha instaurado, pues, una legitimidad
inconstitucional que ha pasado aparentemente inadvertida y que constituye una
verdadera infidelidad a los principios de 1853 (1982: 1).

De ahí que García Belsunce propusiera, en estricta línea con aquel entramado con la
situación francesa, que no todo partido ni cualquier programa pudiera ser parte del sistema
político argentino, por lo que proponía al gobierno procesista ajustar a dichos fines
constitucionales tanto la Ley Electoral como el Estatuto de los Partidos Políticos. Dichos
temas fueron un tópico central de los diálogos dispuestos por el Poder Ejecutivo, pero sus
resultados fueron magros (González Bombal, 1991; Novaro y Palermo, 2002; Quiroga, 1994).
Similares preocupaciones expresaba sobre el fin de 1982 Mario Justo López, quien
también desde La Prensa, donde sus colaboraciones no eran asiduas como las de los tres
autores recién analizados, advertía: “Los partidos políticos son condición necesaria pero no
suficiente para el funcionamiento y la persistencia de la democracia constitucional. No basta
con que los haya: tienen, además y sobre todo, que resultar idóneos” (1982b: 1). El jurista
había presentado ya, y reformulado, su teoría del partido antisistema, que aparecía en las
consideraciones del artículo y que tendría versiones posteriores. En efecto, en la última
versión de este trabajo, editada a modo de ensayo por la Academia Nacional de Ciencias de
Buenos Aires, López ubicaba su teoría como parte de una tendencia minoritaria de la Ciencia
Política: “Lo cierto es que llama la atención lo poco que han ahondado los politicólogos en el
tema y en el problema” (1981a: 8)232. Desde una lectura sistémica, el abogado proponía el
basamento pluralista en su concepción del sistema político y del subsistema de partidos
políticos, pero dejando en claro la necesidad de una concordancia: “Ese acuerdo, ese consenso
fundamental o mínimo, es la base y al mismo tiempo el límite del pluralismo” (1981a: 13).
Por lo cual, el partido antisistema era aquel con impacto deslegitimador sistémico. Por eso,
enfatizaba López, la clave se desplazaba del terreno axiológico (como se habrá podido
apreciar, central en las lecturas de nuestros autores) al “técnico-funcional”:

232
La preocupación por el tópico en dicho momento se expresaba previamente, desde una postura formalmente
menos drástica, en el trabajo de Linares Quintana (1980).

288
El régimen democrático constitucional admite, pues, y necesita la presencia de
tensiones, es decir de energías renovadoras que graviten sobre el peso de las fuerzas
de conservación, pero con tal que esas tensiones sean ‘sanas’, es decir, que puedan ser
asimiladas por el propio régimen constitucional democrático. Si esto no sucede, nos
hallamos en presencia de tensiones ‘patológicas’ y entonces el régimen mismo está
puesto en cuestión (1981a: 14-15).

En torno a la preocupación de López, Linares Quintana había realizado ya el año anterior un


análisis en términos formalmente menos drásticos, donde se refería al “partido dominante”
como un problema (1980), pero que durante 1981 preferirá abordar desde la problemática,
más acuciante, del “partido antidemocraticoconstitucional” (1981). Dicha preocupación, tenía
un marco analítico claro: como señalamos al principio de este capítulo, las lecturas
refundacionales en torno a la última dictadura tenían una especial atención en el fracaso de la
experiencia de la Revolución Argentina. Que de la trunca dictadura previa se haya dado lugar
al retorno del peronismo al poder era un punto central en las consideraciones de los
intelectuales liberal-conservadores, quienes como veremos harán de dicha cuestión un eje de
sus preocupaciones explícitas. Más connotada, sin embargo, pero apuntando al mismo
problema, era la intervención de López. Tanto en el trabajo publicado en La Prensa como en
este ensayo académico, el jurista proponía una relación entre la sociedad y sus representantes
capaz de actuar como sustento del sistema político y el subsistema de partidos, en una línea de
lectura coincidente con ciertas premisas de teóricos de la Ciencia Política, entre otros y por
limitarnos a los mencionados por el propio autor, tales como Giovanni Sartori, Seymour
Martin Lipset, Maurice Duverger. Pero, como se hacía patente en varias de las intervenciones
de Germán Bidart Campos, había una recepción muy particular, no siempre reconocida por
ellos, de los abogados ligados a la Ciencia Política de la obra de Robert Dahl. En efecto, como
ha planteado Sergio Morresi, existe una relación posible entre las ideas de estos intelectuales
liberal-conservadores, la teoría del autor estadounidense y las concepciones liberal-
conservadoras decimonónicas, en el punto relativo a la transformación del régimen político233.

233
El no reconocimiento a la teoría de Dahl en muchas ocasiones puede deberse tanto a lecturas mediadas e
indirectas del politólogo estadounidense (hasta el momento se habían traducido al español sólo dos obras del
autor y una compilación de artículos), como a dificultades de encastrar su teoría, ya decididamente
participacionista, con las premisas de una democracia de baja intensidad como las propuestas por los
intelectuales liberal-conservadores (Dahl, 1989). Puntualmente, Morresi señala: “Según Dahl, para que una
sociedad arribe exitosamente a una poliarquía estable, es necesario que en primer lugar se garanticen una serie de
libertades personales económicas y políticas a la población en general y luego, de modo paulatino, a medida que
se educa a los habitantes para convertirlos en ciudadanos, se los hace ingresar en el juego político (…), esa
misma era la perspectiva que los liberales-conservadores sostuvieron durante el PRN, al que veían como una
instancia de poder sólido y unívoco capaz de inaugurar una etapa de reinstalación de los derechos, deberes y
garantías republicanas, a los que (luego de un tiempo prudencial durante el cual se “educaría al soberano”) se

289
El bipartidismo, señalaba López, podía tener el problema de que ambos integrantes
pugnaran por sistemas antitéticos, por lo cual, “un ‘sistema bipartidista’ con la presencia de
protagonizadora de un ‘partido antisistema’ está condenado a muerte” (1981a: 24). Ese mismo
año, en una conferencia, López dejaba en claro cómo debía tramarse dicha relación:

El día que los pueblos adquieran la conciencia y la voluntad que les falta para ser
republicanos –‘la aptitud que les falta para ser republicanos’, como clamaba Alberdi
en Las Bases– exigirán que los políticos –los gobernantes– no sean como directores
irresponsables de sociedades anónimas en etapa de vaciamiento sino personal, directa
y solidariamente responsables con su alma y con su cuerpo (1981b: 256).

La lectura negativa del bagaje cívico de la población, como hemos visto parte central de las
concepciones liberal-conservadoras y eje de la reflexión de los autores que nos ocupan, se
hilaba, en un movimiento típico del espacio liberal-conservador, con la lectura alberdiana. El
diagnóstico sobre la falta de estatura republicana de la sociedad, aquí, era inseparable de las
consecuencias de lo actuado por la clase política, que se desprendía de la sociedad, como un
cuerpo flotante sin responsabilidades de accountability entre pueblo y elite política.
En diversos puntos, como se verá luego, las intervenciones de López configuraban una
suerte de posición intermedia entre las que acabamos de reseñar y las que estudiaremos a
continuación. Los dos rostros de la transición, en tal sentido, se dibujaban no en una relación
de contraposición sino en una dinámica con determinados vasos comunicantes, expresión de
la complejidad de la hora. En efecto, una línea opuesta a la que expresaron taxativamente los
autores referidos en las páginas previas se encontraba en dos obras claramente transicionales
de Germán Bidart Campos y Mariano Grondona. Editados por el sello Eudeba, de la UBA,
donde ambos eran docentes, ambos libros representaban claras operaciones intelectuales. En
el caso de Bidart Campos, el horizonte democrático comenzaba a tramarse con el giro en sus
posiciones públicas hacia posturas más progresistas, como mencionamos al acercarnos a su
trayectoria, mientras que en Grondona una doble estrategia era patente: abrir el espacio de
interpretaciones del futuro democrático era a la vez un modo de distanciarse de sus posiciones
durante el PRN234. Precisamente, el abogado y periodista seleccionaba para su libro una serie

sumaría la participación plena de la ciudadanía en una suerte de democracia limitada por los valores
constitutivos de ese orden que aparecía como su fundamento” (2010: 106-107). Si bien la ligazón que Morresi
establece entre los liberales decimonónicos, Dahl y los autores liberal-conservadores es, creemos, más certera en
términos de compatibilidad genérica de modelos que cuando postula que los primeros “anticipaban” la teoría del
estadounidense, es evidente que la teoría de Dahl es un foco sugestivo para analizar a nuestros autores.
234
Pueden verse las intervenciones más elogiosas del “Proceso” en las columnas que Grondona escribió con el
seudónimo Giucciardini en el diario El Cronista Comercial.

290
de artículos que, según sus palabras, se organizaban “en torno de un tema que preocupa
sobremanera, con razón, a los argentinos: la ‘construcción’ de la democracia” (1983: 5).
Tanto en Bidart Campos como en Grondona aparecía centralizada aquella idea que, ya
en 1955, hemos detectado en Víctor Massuh y que, en cierto sentido, era definitoria tanto de
las ambiciones como de los límites de las expectativas de nuestros actores en el ciclo que
cubre esta Tesis: la democracia como una compleja y trabajosa manera de organizar lo
público. Se dejaban de lado los modelos oposicionales entre democracias puras e impuras tan
típicas de años anteriores y que hemos revisado a la largo de la Tesis, en un retorno, menos
llamativo de lo que podría parecer en primera instancia, de esas lecturas que habían marcado
el inicio del período que nos ocupa. Tanto el derrocamiento del peronismo como el lento final
del “Proceso” reposicionaban las lecturas sobre la democracia, abriendo caminos
interpretativos que estaban claramente inscriptos en los análisis liberal-conservadores, si bien
aparecían en ocasiones puntuales, como muestras de que la democracia podía interpretarse
como un cuerpo complejo además de, como era mayormente dado, por medio de
concepciones oposicionales.
Bidart Campos destacaba “la necesidad del esfuerzo cotidiano e ininterrumpido, que
tenemos que hacer para conservar, vivificar, tonificar y dar prosecución a la convivencia
democrática. Es una tarea que no termina jamás, que no admite reposo ni tregua, que no tolera
espacios en blanco ni en inercia” (1981: 17). Al igual que los autores que analizamos
previamente, también el constitucionalista ponderaba el ideal de la Constitución de 1853
como el eje sobre el cual debía forjarse el horizonte político nacional, pero lo hacía con una
nota más esperanzada que aquellos, diferencia central en este contexto. En efecto, el jurista
entendía que existía “concordancia feliz entre lo que la constitución de 1853 valora como
bueno y lo que cree y aspira nuestra sociedad” (1981: 21). Por ello, la letra de la Carta Magna
no era, como en los casos previos, un límite infranqueable sino que, en sentido contrario,
aparecía como “modelo e ideal”, dentro de un modelo que, retomando a Karl Popper, si bien
sin mencionarlo, implicaba una sociedad abierta. “Poder abierto y proceso de poder abierto
guardan afinidad con la libertad y con el pluralismo y, por ende, con la democracia” (1981:
56), puesto que el eje de la cuestión era la libertad, como definía más adelante el autor: “La
libertad es la esencia de la democracia. Tal vez la afirmación suene a hueca o a vana, porque
la libertad es declamada también por quienes la niegan o la escarnecen” (1981: 83). Ese
modelo constitucional, así, no debía entenderse como solo letra escrita, sino como modalidad
para llevar a cabo el espíritu constitucional. Era por ello que Bidart Campos señalaba: “A la
constitución formal no hay que sacralizarla”, pero sí separarla de la constitución material,

291
entendiendo que las múltiples crisis de la realidad argentina “se sitúan en el campo de la
constitución material o de los factores que condicionan su funcionamiento” (1981: 168-169).
El resultado era, ni más ni menos, que “[c]omo consecuencia, nos hallamos ante una crisis de
la democracia”, que tenía como punto más alto que “desembocamos en una crisis de la
república” (1981: 169-170). El problema, nuevamente, insistía, estaba en la no observancia de
los valores de la Carta Magna, que llevaban a desatar las múltiples crisis nacionales, en tanto
se olvidaba el fundamento clave: “Los valores de la constitución de 1953-1860 no son
negociables en ninguna reforma, sin traición a la historia que nos identifica y a la justicia que
nos impele” (1981: 179).
El círculo teórico trazado por Bidart Campos se cerraba sobre sí mismo: se trataba, en
esa hora transicional, de rescatar los valores de la democracia argentina, que resguardaban la
estabilidad de la República y que eran aquellos establecidos por la Constitución histórica. El
ciclo de la crisis argentina, que el constitucionalista interpretaba desde cánones orteguianos,
citando al propio madrileño y a su continuador Julián Marías, entonces, se establecía
centralmente como el período de extrañamiento de la Constitución de 1853, toda una metáfora
y sinécdoque de las reflexiones liberal-conservadoras.
El trabajo de Grondona, por su parte, tanto por su propia estructura de compilado de
escritos pero también por las modalidades de reflexión de su autor, se articulaba como una
propuesta abarcativa, dispersa, no exenta de ciertas fricciones internas pero al mismo tiempo
provocativa y coherente con la línea de intervención que estamos analizando. A los fines de
nuestro trabajo, la última parte del libro, que encaraba el problema transicional de modo
directo, es determinante. En una de sus clásicas exposiciones modélicas, desde un artículo
originalmente editado en 1981, el periodista y abogado planteaba que el sistema político
argentino debía entenderse como un modelo mixto, típico de un país que decantó de un
modelo decimonónico “censitario” hacia la democracia. Desde “tradiciones aristocráticas de
libertad constitucional” como la Argentina en el siglo XIX, señalaba el abogado y periodista,
se experimentó el paso de una “república aristocrática” a una “república democrática” a partir
de la Ley Sáenz Peña, que llegó a un atolladero en el segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen,
donde “[l]a democracia atentaba contra la república: esto es lo que sintieron los
revolucionarios de 1930” (1983: 367-368). Allí aparecía, entonces, un problema que marcaría
la historia política del país:

En los países estables de Occidente llamamos ‘democracias’ a los sistemas políticos


cuyo ‘momento’ democrático se ha incorporado a una tradición republicana, sin

292
destruirla, adaptándose a ella, entrando en ella y dándole un contenido popular. En los
países inestables de Occidente, república y democracia flotan aisladas sin que un
puente las conecte. Son las alternativas extremas de un péndulo que no cesa. Pero
ninguna es, por sí sola, viable. Se pasa de la república aristocrática anacrónica a la
democracia antirrepublicana y liberticida (1983: 369).

El movimiento oscilatorio de la política nacional, sentenciaba Grondona, era la muestra


palmaria de una problemática capaz de ser retratada por medio de una categoría psicológica:
“La Argentina es como un joven que no ha podido pasar la barrera de la niñez a la madurez.
Tiene neurosis. Por eso es inestable” (1983: 369). En un artículo de 1982, por lo tanto, se
preguntaba si el “consenso generalizado que apunta hacia 1984 como el año en el cual termina
un ciclo y otro se inicia en la vida política de los argentinos”: el ciclo del movimiento
pendular (1983: 393). El futuro de la democracia, señalaba el autor, estaba en la necesidad de
abrir un tiempo de moderación, en tanto gran parte del período de péndulo se explicaba por la
dinámica relacional entre “exaltados políticos” e “intervencionismo militar” (1983: 394). La
salida del atolladero, proponía Grondona, aparecía en que los partidos mayoritarios adoptaran
líneas moderadas y, como proponía además en otra nota, en una reforma de las Fuerzas
Armadas (1983: 393-396 y 387-390). Por ello, advertía que “si los extremos ganan el campo
claramente, es posible que el recuerdo de 1973, aún fresco, desencadene la acción
antiextremosa [sic] ‘antes’ de las elecciones” (1983: 398).
Partes diversas de un mismo mapa, las intervenciones de Bidart Campos y Grondona
se planteaban un mismo centro: la idea republicana de la Constitución de 1853 y los modos de
reconstruir su modelo en una democracia marcada por una crisis histórica. Por motivos
diversos, más cerca del plano de los valores en el primero, más ligados al desarrollo político
en el segundo, ambos autores coincidían en marcar la distorsión de los cánones regulatorios
de la Carta Magna, así como la necesidad de entender la centralidad de su importancia para el
momento transicional que se avizoraba. El mito de la Constitución, como lo denominaba el
mismo López, que atravesó a nuestros intelectuales en el complejo período de nuestra Tesis,
se reconfiguraba en el naciente escenario transicional, articulando una respuesta ante el
horizonte de la apertura democrática muy diverso a aquellos con los cuales iniciamos este
apartado. El tiempo transicional habilitaba dos grandes vías contrapuestas que, sin embargo,
admitían una posición de equilibrio como la expuesta por el propio López. Como señalamos,
sin embargo, los trabajos de Bidart Campos eran notorias estrategias intelectuales ante el
advenimiento democrático: la tesitura prevalente en el espacio liberal-conservador era
apesadumbrada y el inmediato tiempo de llegada de la democracia así lo demostraría cuando
se estuviera ante la hora liminar.

293
En 1982, el best-seller de Víctor Massuh, La Argentina como sentimiento, también
realizaba un ejercicio crítico, nuevamente sobre esa matriz que, desde Kozel (2008),
identificamos como las lecturas de la Argentina como desilusión.

La frustración parece un ingrediente infaltable de nuestra experiencia colectiva.


Sucesivas generaciones vivieron de esa manera sus encuentros con la historia.
Muchos argentinos padecieron el populismo como una caída. La experiencia que le
siguió no tuvo mejores resultados. Los que en 1976 abrigaron alguna esperanza,
reconocieron luego su desencanto: los frutos han sido magros. Nuevamente la
frustración, el abatimiento y la desorientación como sabor dominante de la vida
histórica. Otras vez el sarmientino ‘festín gozado a hurtadillas’ (1982: 138).

El tucumano entendía que los argentinos eran sujetos constituidos por una división
entre dos modos de ser, uno ligado al racionalismo y otro a las pasiones, uno solitario y otro
populista, uno continuista y otro rupturista, y esos planos se habían llevado a la relación de la
sociedad con la política. El tránsito a la democracia clamaba para el autor por “poner en
marcha una acción política que reencuentre a las mayorías” como modo de superar los
clivajes que marcaron el ciclo de alternancia entre democracia y dictadura: “Reconocer que la
patria ha crecido y puede acoger las diferencias porque ellas acaso converjan en el punto
desconocido de algún esfuerzo creador (1982: 153). La democracia, nuevamente entendida
como en aquel 1955 como un fenómeno sinuoso y complejo, implicaba una reformulación de
la Argentina de las oposiciones, precisamente uno de los modelos más consecuentemente
presentes en las intervenciones liberal-conservadoras. La hora del tránsito hacia la democracia
implicaba nuevas maneras de pararse ante la relación social y política:

Reconocer que la democracia es una gimnasia cotidiana, un estado de espíritu que


comienza con este doble movimiento: la aceptación de la disidencia y el
reconocimiento de que un orden justiciero es fruto del esfuerzo común y no de una
ofrenda providencial. Cuando un ser humano descubre que su contradictor es una
prolongación de sí mismo, que el único caudillaje auténtico es el que se ejerce sobre
la propia voluntad y no sobre los otros, cuando además comprende que la libertad es
conquista de sus manos y no una dádiva de los otros, en ese preciso instante la
democracia levanta su reino (1982: 154).

Lejos de los modos ensayísticos y el lenguaje barroco de Massuh, las urgencias de la


hora liminar se procesaban de manera muy distinta, pero bajo una lectura común: sólo
quedaba el paso a la nueva democracia. Pero los modos de este paso eran, sin embargo,
complejos. Por ello, el mismo año García Belsunce planteaba las complejidades de la cuestión
democrática desde un ángulo distinto al de Massuh, retomando la problematización entre

294
República y democracia en un reforzamiento de los conceptos más duros que hemos relevado
en esta Tesis.

Nuestra forma de gobierno por imperio del artículo 1˚ de la Constitución Nacional es


la república representativa y federal. La Constitución Nacional no alude a la
democracia como forma de gobierno; no obstante la ciencia política y la doctrina
constitucional han admitido que la elección del gobierno por el pueblo es un concepto
inmanente a la república como forma pura de gobierno. Pero tampoco debemos ligar
como conceptos inseparables, por seguir un doctrinarismo que como tal puede y debe
ser superado frente a un estado de necesidad, los de república y democracia.
La democracia es un proceso para llegar a la república representativa (…). La
república como forma de gobierno lleva como principio esencial el de la limitación de
los poderes y los derechos. La república está dada en su esencia por la noción de la
representatividad y éste es un concepto no cuantitativo sino cualitativo que, por lo
tanto, se desnaturaliza frente a la llamada democracia de masas que, generalmente de
origen espurio, termina por conculcar la propia democracia con que se autotitula.
Además, la república representativa exige también la representatividad cualitativa en
el representante o, lo que es lo mismo, el gobierno de los más por los mejores, a fin de
no caer en el acertado concepto de la ‘kakistocracia’, tan usado en nuestro medio en
los últimos tiempos (1982: 32).

El refuerzo de las más radicales interpretaciones liberal-conservadoras que García Belsunce


postulaba en el final del ciclo procesista marcaba las dificultades con las cuales se abría el
tránsito democrático al interior del espacio de nuestros autores. Dicha radicalidad,
continuación de las lecturas propias de mediados de los setenta, era la misma que explicaba el
desolador momento en el cual el retorno de la democracia, lejano al teorizado en el espacio
liberal-conservador, se plasmaba como realidad. Alberto Benegas Lynch, a principios de 1983,
planteaba entonces la necesidad impostergable de realizar las elecciones, en una lectura que se
tramaba bajo el signo de un crudo realismo político marcado por un doble signo: el
consumido ciclo procesista y la posibilidad de una situación de extremos. Señalaba:

La convocatoria a elecciones no encuentra a nuestro país en condiciones óptimas


para una consulta electoral. Sin embargo, es preciso apurar las elecciones, para evitar
caer en la anarquía o la tiranía, dado el descalabro institucional a que hemos llegado y
el completo agotamiento del Proceso de Reorganización Nacional (1983: s/p).

El trance que significó para algunos de nuestros autores el horizonte transicional parecía, en
las palabras del economista, querer ser asumido con velocidad, como si de un doloroso trance
se tratara. Pero, sin embargo, las circunstancias en las cuales el proceso de apertura
democrática se hacía real distaban de ser, como lo dejaba al mismo tiempo claro el
economista, una situación de transición tranquila, sino más bien la necesidad de darle una
legitimidad a la constitución del poder institucional ante la debacle. A los pocos días, Carlos

295
Sánchez Sañudo trazaba una lectura similar a las propuestas ya por García Belsunce y, en un
ángulo diverso, por López, enfatizando la problemática de la necesidad de ajustar a los
partidos a los fines constitucionales. Retomando también las problemáticas de 1972, el autor
de Qué es y qué no es democracia planteaba las complejas relaciones entre “la opinión
mayoritaria y su límite”, que en su interpretación habían dado lugar a un

‘sistema político’ de la democracia ilimitada, hoy en boga –que no es el de nuestra


Constitución– propugna medidas incompatibles con los fines que promete, creando
una nueva frustración al ignorar el orden social (jurídico-económico) que requiere la
sociedad moderna (…). ‘Las fantasías políticas son pecados que no purgan sus
teorizadores sino los pueblos’, decía con razón [José Manuel] Estrada (1983: 1).

No en vano, el mismo García Belsunce hacía un paralelo con el proceso que llevó al
peronismo al poder en 1973 y el ciclo allí abierto, en el décimo aniversario de dicha elección.
El autor entendía que allí se abría una etapa superior en el drama argentino, problemática de la
cual el país no había salido aún en 1983. Como Sánchez Sañudo, el catedrático de Derecho
Tributario acudía a la idea de democracia ilimitada como clave problemática, concluyendo
que en la experiencia del hasta allí último peronismo: “El Estado destruyó a la Nación y
postró la República” (1983). Era clave nuevamente, en la lectura de Sánchez Sañudo, la
necesidad de recuperar la Constitución de 1853 y separarla de “sus irresponsables detractores”,
en especial ante lo que entendía como un plano de resignación social que planteaba en los
siguientes términos, imaginando una sentencia coloquial: “bueno, habrá que acostumbrarse a
alternar el partido A y el B, a pesar de que, a sabiendas, son ‘antisistema’ (jurídico-
económico)”. Se trataba de una premisa central, explicaba el autor, en tanto por un lado
estaban los partidos populistas causantes del incesante movimiento pendular argentino, la
Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista (el A y el B del dictum ficcional de Sánchez
Sañudo), y por el otro el sereno marco de límites de la Constitución, verdadero modo de
cortar con dicho péndulo político.
Figura totémica, la Carta Magna retornaba un espacio de reflexiones que, sin
abandonarla jamás, había formulado y reformulado lecturas en torno a la política nacional y se
encontraba, para el momento, en el agotamiento de su ciclo. Democracia constitucional,
República, allí se cifraba aquel horizonte finalmente inalcanzable que nuestros autores
persiguieron durante el ciclo de esta Tesis. En tal sentido, el fracaso de la experiencia
procesista, cargada de las expectativas refundacionales que hemos analizado, pareció obrar
como un condensador de aquellas líneas que cruzaron los casi treinta años que hemos
transcurrido en este trabajo. Los últimos escritos de uno de los autores a los cuales más hemos

296
apelado en esta investigación, García Venturini, antes de su muerte, acaso funcionan, a la
distancia, como símbolos de aquello que implicó el ciclo que hemos cubierto en nuestro
trabajo. Publicados en La Prensa, uno de los grandes puntos de intervención de los
intelectuales liberal-conservadores, los artículos apuntaban, respectivamente, a las dudas en
torno al retorno de la democracia (1983a) y a un ditirambo de la “Revolución Libertadora”
(1983b): en un sentido, una suerte de agria metáfora sobre el tiempo histórico que hemos
cubierto en este estudio, donde el tembloroso ajuste al retorno democrático, como cierre de
una etapa, miraba con nostalgia los tiempos de aquella “Libertadora para siempre”, ocasión
con la cual se abrió el mismo ciclo.

CONCLUSIONES

Como se ha podido apreciar a lo largo de la Tesis, los intelectuales que nos ocupan
privilegiaron lecturas de corte teórico pero que podían actuar tanto en la ambición filosófica
como en el presente inmediato, articulando intervención directa con perspectivas históricas.
En este trabajo hemos privilegiado una óptica conceptual que, si tuviera que abrirse a una
redefinición cronológica, debería marcar tres momentos que caracterizaron las reflexiones
liberal-conservadoras. Primero, el momento posperonista, marcado por las expectativas
abiertas con el derrocamiento del justicialismo, que parecieron poder poner en replanteo una
serie de puntos en base a los que se leía la sociedad de masas, como la democracia masiva, las
identidades populares, la crisis de la tradición liberal o el distanciamiento de las bases
constitucionales, luego fueron muy distintas las tesituras cuando los horizontes de la
desperonización se probaron inalcanzables. Segundo, un momento marcado por una
construcción multifocal sobre el desarrollo, donde el eje no eran las masas, sino la ausencia de
una elite rectora capaz de transitar felizmente el laberinto argentino. Por último, un momento
caracterizado por los límites que las lecturas aparecidas de esos dos momentos previos
encontraron en la hora histórica, que implicó la radicalización de varias claves interpretativas
y la apertura de una renovada voluntad refundacionalista, luego fracasada, en torno del
Proceso de Reorganización Nacional, más como horizonte de posibilidades que como
experiencia concreta.

297
La puja con las derechas nacionalistas en el posperonismo, más allá de las estrategias
presentadas en los capítulos previos, vio en las intervenciones de nuestros actores una
variedad de estrategias capaces de dejar atrás las pautas rectoras del ciclo populista. Del
quiebre de la Nación Católica a la tutela democrática de las masas, de la reforma de la
Constitución al Estado interpretado bajo los cánones europeos, los ejes conceptuales y
problemáticos que tramaron las intervenciones de la intelectualidad liberal-conservadora
fueron erigidos como modos de responder a la realidad de la década justicialista. Si bien se
trató de construcciones programáticas, no expresaron por ello un programa propositivo
completo, sino las diversas maneras en las cuales un arco de reacción se articuló con dicho
pasado inmediato. Por ello el populismo y el comunismo pudieron, también en este plano
conceptual, imbricarse en una gramática como las que analizamos en los capítulos previos: se
trataba de un problema no cerrado cuyas implicancias se volvían acuciantes. De ahí el
problema que apareció en la década de los sesenta, y las preguntas que cobraron centralidad:
desde la identidad argentina en Occidente y su rol latinoamericano en tiempos de la guerra
fría a las preocupaciones por la violencia de masas como fenómeno que superaba las fronteras
nacionales. Ese doble plano, a su vez, tuvo una fuerte implicancia en las lecturas sobre el
horizontes refundacional que se entramaron en las interpretaciones sobre el último quiebre
democrático.
La refundación procesista, que para estos intelectuales se mostró imposible en un
tiempo breve, implicó en su fracaso una serie de estrategias de nuestros actores para separar la
idea liberal de la realidad económica pero al mismo tiempo defender el cariz político del
proyecto refundacional, el mismo que por ello abrió un prolongado debate por la transición
democrática, marcado por el signo del fracaso. En ese sentido, que el concepto de liberalismo
fuera objeto de un rescate ante el naufragio, y que esta vez la gramática con las otras facetas
de las derechas fuera claramente deficitaria para la tradición sostenida por los intelectuales
liberal-conservadores, marcó el opaco fin de un ciclo que, habiendo nacido refundacional en
tiempos del posperonismo, quedó trunco justamente tras la exhalación de otra voluntad
refundacionalista, tras la cual sólo quedó debatir un tránsito, ora gris ora abrumado, a una
democracia muy distinta a la tantas veces teorizada tanto como doctrina como cuanto
programa.

298
CONCLUSIONES GENERALES

En una tira de Mafalda publicada cerca del centro cronológico de los años que esta Tesis
abarca, la niña protagonista, con un diario en la mano, le preguntaba a su padre, quien
escuchaba con rostro extrañado: “Papá, cuando uno llega a tu edad, ¿logra distinguir una línea
política de un garabato ideológico, o tampoco?”. La escena planteada por Quino nos remite a
los problemas que afrontamos al investigar un tema como el de esta Tesis. En efecto, ante los
intelectuales liberal-conservadores, el primer efecto es de extrañeza, cuando no de
estupefacción o incredulidad: liberales que apoyaron regímenes autoritarios, conservadores
modernizantes, católicos que se separaron de la Iglesia Católica, demócratas que entendieron
a la democracia de masas como un problema, elitistas que ampliaban permanentemente los
márgenes de lo público como sitio de intervención, una aproximación primaria al objeto
resalta lo que en principio pueden parecer contradicciones, posiciones extravagantes o meras
formas retóricas. Por ello, un abordaje en profundidad sobre estos intelectuales implicó una
doble operación: en primer lugar, reposicionar el sitio de estos actores desde la noción
ideológica; en segundo término, estudiar sus intervenciones intelectuales desde los propios
planos que organizaban temáticamente las lecturas y argumentaciones de estos actores. Dicho
modo de acercarnos al objeto, entonces, significó oscilar entre las modalidades de
construcción del lugar de nuestros actores y el balance de tal construcción en distintas líneas
de sentido: en esa compleja dinámica, se forjó el sitio de los intelectuales liberal-
conservadores en su tiempo.
El turbulento período 1955-1983 tuvo en estos autores un conjunto de actores claves,
al punto que incluso su oclusión en las grandes líneas que marcan los estudios sobre el
espacio intelectual del ciclo no hace sino dejar abiertos caminos que se comunican
permanentemente con ellos. Como hemos visto, mayormente nuestros intelectuales
ascendieron a la visibilidad pública con el derrocamiento del peronismo, lo cual implicó
hacerlo por medio de una serie de intervenciones y estrategias que hicieron de la hora
posperonista uno de los momentos de mayor dinamismo para este conjunto de autores.

299
Abordadas desde la distancia histórica, la diversidad de problemáticas y las modalidades de
expresión de ellas se asimila a un caleidoscopio acelerado, al tener en cuenta el breve período
en el cual se sucedieron una serie de ejes que marcaron un primer gran ciclo cronológico-
temático de las intervenciones de nuestros intelectuales. La reconsideración del decenio
populista; su identificación con los nacionalismos radicales europeos y las experiencias
fascistas; el distanciamiento con la Iglesia Católica de actores católicos que enfatizaban tanto
la identidad política como el carácter de la ecclesia como cuerpo creyente; la relectura de la
historia nacional bajo un prisma religioso pero en puja con la estrategia nacionalista de
décadas precedentes; la reformulación del problema de las masas en la vida pública; las
expectativas y desazones sobre la desperonización popular; la complejización de la
democracia como sistema; las consideraciones sobre la idea de pueblo como un problema
central; la lectura del Estado peronista bajo la lente de los totalitarismos europeos; las propias
formas del antiperonismo como posición política y su relación con el anticomunismo. Entre
otros, estos tópicos configuraron las diversas modalidades de las intervenciones liberal-
conservadoras hasta el tránsito a la década de 1960.
Tanto los que eran asumidos como problemas urgentes de la coyuntura inmediata
como aquellas formulaciones donde primaba el refuerzo de pautas doctrinales, tuvieron en el
complejo período posperonista un diálogo evidente en los modos en los cuales los
intelectuales liberal-conservadores intervinieron. Cultores de las altas claves teóricas y del
gesto doctrinario, nuestros actores no utilizaron tal modalidad intelectual como un modo de
alejarse del debate cotidiano sino que, por el contrario, partieron de él para vincular la gran
teoría con el marco histórico inmediato. Las formas de intervención, en ese sentido, como se
pudo apreciar a lo largo de toda la Tesis, no sólo aunaban el plano doctrinal con el contexto
histórico, sino que lo hacían por medio de un posicionamiento particular entre los debates
intelectuales de cada hora histórica y en especial como parte de una puja al interior del amplio
espacio de las derechas. En tal sentido, era clave la estrategia de construcción identitaria de
nuestros actores como un grupo intelectual particular que trazaba permanentemente sus
centros y fronteras políticas: una lógica agonal, devenida de sus años formativos bajo los
clivajes internacionales y nacionales (ora fascismo-antifascismo, ora peronismo-
antiperonismo, o bien las distintas fórmulas en que estas oposiciones se imbricaban), era
factor clave de construcción de sus figuras intelectuales. Dicha estrategia, al mismo tiempo,
aparecía como configuradora del tipo de realismo político propio de estos autores, en tanto los
clivajes remitían a posturas realistas en tiempos de lo que entendían como las utopías de la

300
izquierda, los engaños de masas del populismo o las falsedades con las cuales los
totalitarismos presentaban sus rostros.
Un segundo momento, luego del ciclo posperonista, se organizó en torno de los
complejas problemáticas de la modernización. Pregunta siempre presente en el espacio liberal
así como permanentemente presentada por medio de la identificación de la modernización con
el mismo liberalismo, esta cuestión tuvo en nuestros intelectuales inflexiones que, si por un
lado podían acercarlos a las premisas de las líneas modernizantes propias de la década de
1960, por otro lado se mostraban inseparables de las propias pautas ya expresadas en los años
posperonistas. Si el arco abierto por el derrocamiento del segundo gobierno de Perón se abrió
y caracterizó por la multiplicidad de problemáticas que nuestros actores abordaron, en cambio
este segundo momento vio un abanico menor de cuestiones encaradas por estos intelectuales.
Sin duda, el fracaso de las expectativas de desperonización aquietó el dinamismo previo,
plagado de tonos refundacionales, al tiempo que marcó la aparición de una reconsideración de
la idea de pueblo, intrínsecamente ligada a la consideración sobre la democracia, que
continuaba, con un gesto más oscuro, la apertura de aquella pregunta tras el ciclo justicialista.
Tal problemática, por su parte, llevó posteriormente a la articulación del antipopulismo con el
anticomunismo, marcada tanto por la reconsideración de los modelos no liberales como por la
Revolución Cubana y la recepción del anticomunismo internacional. Allí emergió una
articulación momentánea donde el discurso liberal-conservador se asimiló a las líneas
nacionalistas, una gramática común a las derechas se impuso como matriz interpretativa al
momento de analizar tanto la presencia del enemigo como su latencia, operación clave de las
derechas nacionalistas. Una vez cerrada esa operación, a mediados de los sesenta comenzó a
emerger el problema de la falta de una clase dirigente capaz de liderar el proceso de desarrollo:
si en 1955 las masas eran el sujeto interpelado, ahora eran las elites las que, brillando por su
ausencia, configuraban la pregunta clave de la hora. Allí, sobre ese sujeto hueco de la clase
dirigente ausente, nuestros autores buscaron colocar sus lecturas sobre las generaciones
argentinas y un nuevo intento de refundación nacional, modo de ingreso a la conflictiva
década de 1970.
Precisamente, fue el criterio refundacional el que marcó la resolución de las
intervenciones intelectuales de nuestros actores en los años setenta. Como se ha podido
apreciar en los capítulos de la segunda parte de esta Tesis, tras las complejidades del
momento posperonista y las apuestas del ciclo modernizador, los autores liberal-
conservadores ingresaron en un proceso de radicalización de su pensamiento. Tópicos ya
presentes como la identidad religiosa, el problema de las masas en la vida pública, las

301
amenazas del Estado como Leviatán o los fantasmas del populismo, el comunismo y las
formas políticas masivas como otredad de su propio modelo se hicieron extremas, en
conjunción con un contexto histórico marcado por el fracaso de sus propias apuestas, las
transformaciones en la politización social o el crecimiento de la violencia política. El plano de
paroxismo que marcó las reflexiones de estos autores para mediados de la década, desde la
reformulación de los criterios de subjetividad a las apuestas en torno al “Proceso de
Reorganización Nacional”, se vio claramente marcado por una lectura sobre la desintegración
social que, siempre presente como amenaza en las consideraciones de estos intelectuales,
subrayaba especialmente el contexto abierto en el tránsito de los años sesenta a los setenta. Al
igual que el proyecto desperonizador y las propuestas modernizantes, también el ciclo de
radicalización, que encontró en la última dictadura una apuesta refundacional y ordenancista,
se mostró finalmente falente y marcó las particularidades del modo en el cual, entre la defensa
de la apuesta política y la asunción del nuevo tiempo democrático, nuestros autores
interpretaron el horizonte transicional.
Durante casi treinta años, las intervenciones liberal-conservadoras se caracterizaron
por la dinámica entre la alta reflexión teórica, marcada por una clara línea doctrinaria, y la
voluntad de problematizar desde allí los problemas de cada contexto histórico, centralmente
por medio de polémicas con los debates intelectuales de su tiempo y de las pujas al interior
del amplio espacio de las derechas. Una serie de temas, que organizaron los capítulos de la
segunda parte de esta Tesis, actuaron como grandes focos: las articulaciones de la religión
como problema multiforme, las preguntas por el rol de las masas en el siglo de las multitudes,
las lecturas del Estado como articulador de la vida política, los proyectos de país que
buscaban dar nueva forma a la Argentina. Dentro de esos focos, el debate doctrinario se nutrió
tanto de una serie de ejes como de la recuperación de las figuras tutelares y la apelación a las
nuevas corrientes. Así, el lugar del sujeto pudo articularse con el realismo político, la
limitación del poder público compartió sitio con la argumentación ética trascendentalista, la
tradición pudo ser leída como base de la renovación, el moderantismo pudo ser tanto signo de
República como de distinción elitista, o la recepción de las teorías constructivistas supo
aunarse con la de sus contrarias. El efecto de extrañamiento que mencionábamos al principio
de estas conclusiones, producto de una primera mirada o de una lectura superficial, debe
efectivamente superar la interpretación de estas articulaciones complejas en tanto
incoherencias, desviaciones o simples anomalías, para poder analizarlas como construcciones
dotadas no sólo de una importante carga doctrinaria sino de ligazones evidentes con los
debates de cada contexto pero, especialmente, como operaciones intelectuales sumamente

302
coherentes. La asunción de la herencia de clásicos modernos como John Locke, Charles de
Montesquieu y Alexis de Tocqueville; la apelación a las padres fundadores del liberalismo
nacional como Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría y Domingo Faustino Sarmiento; los
usos de los más cercanos José Ortega y Gasset, Jacques Maritain y Friedrich von Hayek; las
maneras en que los fundadores del pensamiento político occidental como Platón y Aristóteles
podían ser voces tan atendibles en el presente como los Padres de la Iglesia Católica o los
debates de El Federalista, eran todas claves de lectura, de recepción de autores y de
articulación temática que marcaron una de las particularidades claves de los modos en los
cuales nuestros actores se constituyeron intelectualmente e hicieron de ello modos de
intervención, estrategias intelectuales en sí mismas. El complemento de estas operaciones
supuso la presencia de una línea de autores con los cuales se debatía o a los que directamente
se impugnaba. Thomas Hobbes, Jean-Jacques Rousseau y Friedrich Nietzsche podían ser los
creadores del temible Estado Leviatán, la caótica democracia de masas o el nihilismo
contemporáneo, contracaras de los autores modernos que se rescataban permanentemente; el
nacionalismo argentino podía ser, casi sin carga de autores singulares, el espejo negativo del
liberalismo fundacional; Carl Schmitt, Jean-Paul Sartre y un Karl Marx leído siempre en
presente aparecían como íconos de las formas políticas amenazantes; al mismo tiempo, Benito
Mussolini y Juan Perón podían ser asumidos como teóricos políticos, se tomaba a las
posiciones terceristas o al tercermundismo como mascaradas de la lucha de la libertad contra
los totalitarismos o John Maynard Keynes articulaba refutaciones sin ser siquiera nombrado,
como eco de los debates de la renovación neoliberal.
La sociedad de masas fue el problema central que enfrentaron los intelectuales liberal-
conservadores, tanto como realidad histórica cuanto como problema teórico y construcción
simbólica. El orteguiano siglo de las masas era leído como el punto álgido, con sus
totalitarismos masivos, de un prolongado ciclo propio de la Modernidad. Los capítulos que
forman la segunda parte de esta Tesis son atravesados, en ese sentido, por las maneras en las
cuales estos actores procesaron el tema de la sociedad masiva. La tensión clásica entre la
centralidad de la libertad del sujeto propia del liberalismo, del núcleo tradicional del
conservadurismo y de la relación de orden y libertad propiamente liberal-conservadora se
enfrentaba a la masividad como gran problema moderno, dentro del cual nuestros autores
intervinieron tanto sobre las consecuencias en el plano de la alta teoría como en los pliegues
del ciclo histórico aquí comprendido. Problematizar las aristas de la religión como signo
multiforme, las mismas masas en el ciclo comprendido por esta Tesis, el Estado como
formación política y los diversos proyectos de país implicaba hacerlo desde la idea de que

303
tanto la Modernidad como la propia Argentina inserta en su tiempo histórico mundial debían
entenderse desde los problemas de la sociedad de masas. En tal sentido, este debate
vertebrador se ubicaba más allá del terrible impacto que las experiencias del ciclo de
entreguerras y el decenio peronista provocaron en actores que se formaron intelectualmente
en esos momentos, para entroncarse como un problema que por sus propias características era
asumido como plausible de complejizarse en un abanico de referencias caleidoscópico.
Dichas alternativas de problematización podían transitar de las enseñanzas de la democracia
ateniense al vínculo entre la palabra de la Iglesia Católica y el Estado, de las consecuencias de
la renovación neoliberal a las transformaciones de la Argentina tras la Ley Sáenz Peña, de las
maneras de imbricar cientificismo y ensayismo como herramientas de polémica a las formas
de considerar los ecos de la Guerra Fría: en todas ellas, el problema de la sociedad de masas
articulaba el centro o marcaba los márgenes de los debates.
La segunda parte de esta Tesis permite comprender, tras habernos planteado el rol que
este problema posee en el liberalismo, el conservadurismo y el liberal-conservadurismo, cómo
el problema de la sociedad de masas atravesó los tópicos que marcan las intervenciones de
nuestros actores y se configuró como la clave de lectura que recorrió el ciclo 1955-1983. En
efecto, si partimos de estudiar cómo la religión se presenta como un problema de múltiples
aristas, ello se debe a que sobre este tema es dónde estos intelectuales realizaron las
intervenciones más complejas, que marcaron su voluntad polémica en múltiples sentidos (con
la Iglesia Católica, con la derecha nacionalista, con la experiencia peronista) al tiempo que
dejaba en claro sus distintas maneras de enfrentar el debate público. Los nacionalismos
radicales, entendidos como síntoma de masificación social totalitaria, y asimilados al decenio
populista, fueron así el plano central donde esas múltiples polémicas se expresaron. Ello
implicó releer el peronismo a la luz del aún reciente conflicto mundial tanto como asimilar el
plano internacional al argentino y, por ello mismo, repensar la historia nacional, cristianizarla
en un sentido del todo distinto a los ya promovidos por el nacionalismo pero también de lo
que se entendía como una amenazante cristianización marxista. Por ello, también la historia
como concepción debió ser puesta en cuestión, incluso en sus concepciones trascendentalistas
y en el sitio que el occidentalismo poseía allí. El cuerpo de la Nación Católica era ya
imposible, y marcar su quiebre fue una operación central, pero bajo criterios tanto de la alta
teoría, con bordes teológicos, como de la inmediata puja política. De estas categorías no
escapaba el pasado y sus pliegues al presente, como lo dejaba claro la preocupación por el
nihilismo, el ateísmo y, desde allí, el paso al período de radicalización que implicó

304
reconsiderar los criterios de subjetividad desde una óptica religiosa y, por ende, llevar la
concepción de antropología negativa sobre las masas a un plano paroxístico.
En segundo lugar, hemos analizado la presencia del problema de las masas. Lejos de
ser una reducción del que mencionamos es el tema central que articula las intervenciones de
nuestros intelectuales a un capítulo, en ese punto elegimos abordar las pautas más directas que
el tema de las masas suscitó. La desperonización fue, en tal sentido, el punto de partida de una
reflexión imbuida de fervor refundacional que entendía, sin embargo, a la democracia como
una construcción compleja. Ese camino sinuoso de la vida democrática implicaba la
construcción de un paréntesis optimista sobre las masas, un silenciamiento, tan estratégico
como peculiar, de la antropología negativa que marcaba las lecturas liberal-conservadoras.
Más pronto que tarde, sin embargo, la desperonización popular se mostró imposible, y a esa
constatación se le sumaron los influjos del nuevo anticomunismo y de las lecturas sobre la
Revolución Cubana. En ese punto, nuestros actores ingresaron en una particular gramática
donde sus análisis convergieron con los del nacionalismo: el entramado de antipopulismo y
anticomunismo reformuló los modos de pensar las relaciones entre la democracia y el pueblo,
como modo de prolongar la dicotomía entre civilización y barbarie dentro de una “pesadilla
en rojo” (Nash, 1987). Tal lectura dicotómica, justamente, llevó a la apertura de una pregunta
inquietante: la falta de una elite capaz de conducir los destinos nacionales. Es decir, la
asunción de que el problema no era solo la presencia distorsiva de las masas en la vida pública,
sino también el de la ausencia de una conducción. Ese sujeto político hueco de las elites, por
lo tanto, comenzó a ser interpretado como la posibilidad de una nueva refundación, ya bajo el
marco de la dicotomía social como un eje agonal.
En tercer lugar, entonces, el problema del Estado. Entendido como una forma política
problemática en la era de la sociedad de masas y más en el siglo del totalitarismo, el Estado
podía ser tanto el depositario del Derecho como el terrible Leviatán. La década peronista
implicó que, a partir de 1955, fuera entendida por estos actores bajo el espejo de la Europa de
los totalitarismos y que el propio justicialismo fuera analizado como otra forma totalitaria.
Los usos laxos del concepto, sin embargo, eran parte de una etapa en la que, como ha
señalado Enzo Traverso, la idea de totalitarismo no era aún una categoría del todo firme y
aparecía como clave de lectura de sectores liberales y conservadores (2001: 73, 83-110).
Estatismo y totalitarismo, entonces, comenzaron a tener en las intervenciones de nuestros
intelectuales una relación mimética. Por ello mismo, las preguntas por los sentidos y los
límites del Leviatán se articularon en torno a las ideas de sujeto y de derecho. En una trama de
ficciones imaginadas, el sujeto de Derecho aparecía como definitorio del Estado de Derecho,

305
aunando la idea de la naturaleza del Derecho con la de los límites de la construcción estatal.
El delicado equilibrio del Estado era entendido, así, como el de la subjetividad y la libertad
mismas, en tanto podía regular al sujeto como ser esencial del vínculo social, lo cual
replanteaba las preguntas por la democracia como modo de relación política. Como se podrá
notar, la pregunta por la democracia reaparecía permanentemente: era el modo de preguntar
por la trama vincular de la sociedad en la era de las masas. Así, la pregunta teórica por el
Estado era la pregunta histórica por el Estado nacional, y por el fracaso de la democracia
inserta en él, condicionante de una lectura agonal entre democracia y totalitarismo.
Por último, nos abocamos a estudiar los modos en los cuales los intelectuales liberal-
conservadores promovieron sus visiones del país. Esas esquivas formas de la Argentina, en
efecto, determinaron un modo de intervención clave. Releer el peronismo, nuevamente, era la
clave: tanto el proyecto refundacional como las propuestas de la hora, sin embargo, formaban
parte del marco interpretativo de “la Argentina como desilusión” (Kozel, 2008). El apoyo a la
“Revolución Libertadora”, por lo tanto, aparecía tan lleno de entusiasmo como de
condicionamientos ante una alianza dispar. La invocación republicana, por lo tanto, debía
medir sus límites ante el nacionalismo que también formaba parte de la pléyade libertadora.
De ahí que las fórmulas antinacionalistas se sucedieran y se marcara la necesidad de repensar
el propio lugar que estos actores ocupaban, en términos del propio espacio de las derechas y,
desde allí, reintroducir las pujas con la izquierda, justamente ante el contexto de la Guerra
Fría. En dicha hora histórica, fue un sentido clave pensar a la Argentina en el plano de
Latinoamérica, como una cuña occidental ante la postulación de la inexistencia de terceras
posiciones en la lucha bipolar. Allí mismo, y a medida que se pasaba de la década de 1960 a
la siguiente, el tema de la violencia se volvió cada vez más central, sin abandonar los marcos
interpretativos de la Guerra Fría. La desintegración social, sin embargo, fue una clave de
lectura aún más densa que la amenaza comunista, y configuró cómo el “Proceso de
Reorganización Nacional” fue entendido tanto como una nueva ocasión refundacional, en una
interpretación de máxima, cuanto, en una de mínima, como una etapa ordenancista. Acaso la
propia voluntad de refundar la Nación fue la determinante de que el final del ciclo acabase por
leerse sólo bajo el marco ordenancista que, en su hora liminar, acabo mirando con resignación
el pálido horizonte transicional.
En la construcción de esas intervenciones, las formas de acción intelectual de estos
actores fueron, como se describió al presentarlos, múltiples: mediante las pautas más obvias
como la edición de sus opiniones a través de la prensa masiva, cultural o la industria editorial;
por medio de las articulaciones con el mundo político y gubernamental, sea como partes de

306
partidos políticos, como funcionarios públicos o como miembros de nucleamientos que
volvían laxo el límite entre lo público y lo privado; a través de las universidades tanto
públicas como privadas, las Academias Nacionales y otros centros de estudios. En este trabajo
nos centramos en las intervenciones intelectuales, es decir, en el conjunto de recepciones,
discursos, polémicas implicados en la circulación de los modos de acceso al debate público de
estos autores, dejando de lado mayormente sus actuaciones partidarias o sus roles como
funcionarios estatales o privados, cuestiones a las que hemos dedicado trabajos puntuales,
puesto que abordarlas al mismo nivel que lo aquí estudiado implicaría, en conjunto, otra Tesis
muy distinta a la que hemos realizado. Creemos que posteriores investigaciones podrán
complejizar lo que aquí hemos presentado, así como retomar los puntos que hemos preferido
no recorrer de manera exhaustiva. Al mismo tiempo, tal vez, puedan enfrentarse a una serie de
problemáticas que han aparecido en el trayecto de esta investigación como signos complejos
de aprehender y que hemos optado por dejar, salvo pequeños acercamientos, de lado.
Centralmente, la escasa, casi inexistente, presencia que las problemáticas estéticas tuvieron en
estos intelectuales, cuestión sorprendente en primera instancia, teniendo en cuenta el rol
central que la cuestión tuvo tanto en el liberalismo intelectual de otros actores así como en la
recepción del humanismo católico (King, 1989; Zanca, 2013), como en las derechas
nacionalistas (Echeverría, 2009) y, en el ciclo analizado, en las izquierdas (Gilman, 2003) así
como en la politización de las artes (Giunta, 2008) y las consecuencias estéticas del ciclo
modernizador de los años sesenta (Pujol, 2003). Acaso la confianza en la fortaleza de una
fuerte tradición liberal de la alta cultura, del Facundo a Astor Piazzolla y de Bartolomé Mitre
a Sur, así como el gesto elitista con el cual se analizaba lo estético, puedan dar parte de la
respuesta a la pregunta por ese vacío, en tanto estos intelectuales eran partícipes de muchas de
las experiencias recién marcadas pero desatendieron, a puntos sorprendentes, la faceta estética.
Sin duda, completaría mucho nuestro conocimiento de los autores liberal-conservadores saber
cómo entendían la literatura, la pintura, el teatro o el cine, sus lecturas de las formas clásicas y
de las vanguardias estéticas o la politicidad de las artes.
La historia del liberal-conservadurismo argentino será muy otra luego de 1983, como
lo había sido antes de 1955. El ciclo que abarcamos en esta Tesis, fruto de un recorte
claramente histórico-político, nos ha mostrado el proceso de construcción del sitio de estos
actores en la escena pública, desde la euforia con la cual apostaron al momento posperonista
hasta el gesto otoñal ante el retorno democrático. En medio de esas fechas límite, el tránsito
de estos intelectuales por el ciclo fue, al interior de las derechas argentinas, una revolución
pasiva donde el liberal-conservadurismo logró tanto suprimir a las derechas nacionalistas

307
como articularlas consigo e, incluso, articularse por momentos con ellas sin por ello perder su
identidad. En cierta manera, y permitiéndonos salir por un momento del recorte temporal de
este trabajo y llevarlo a un plano proyectual, la “nueva derecha argentina” (Morresi, 2008)
tiene en estos actores un punto de partida, en tanto incluso neoliberales y republicanos de
derecha articulan muchas de sus premisas con las de los autores que hemos estudiado a lo
largo de esta Tesis. En esa construcción de líneas que delimitan un cuasi sentido común, está
acaso la proyección más notoria que han tenido las intervenciones intelectuales de estos
actores y el signo de una revolución como la que marcaba J. G. Ballard en el epígrafe de este
trabajo: pequeña, modesta y educada. Ese gris que, silencioso, cubre gran parte de las
posteriores inflexiones de la derecha argentina. En ese sentido, para el amplio espacio de las
derechas nacionales, es el resultado del ciclo en el cual estos intelectuales trataron, tras la
crisis liberal, de ser una opción, en lugar de un eco.

308
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA:

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