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Título original:
Lehrstück oder Tragödie?
Traducción de
J oaquín Ajdsuar Ortega
1.a edición: abril 1995
© 1991 by Böhlau-Verlag GmbH & Cie, Köln
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 1995: Editorial Ariel, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona
ISBN: 84-344-1131-8
Depósito legal: B. 15.980 - 1995
Impreso en España
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún
medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotoco­
pia, sin permiso previo del editor.
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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

El lector que tome en sus manos la presente obra


podrá tener la impresión de que su autor está tan viva­
mente interesado en la guerra civil mundial ideológica
de los años 1917 a 1989 y, sobre todo, en los principales
antagonistas de la guerra civil europea de la era de la
guerra m undial —concretam ente la Unión Soviética
comunista y el Tercer Reich nacionalsocialista—, que
sólo menciona de modo ocasional y marginal el suceso
que para sus contemporáneos resultó el más convulsivo
e impresionante del siglo: la guerra civil española. Esta
impresión es engañosa no sólo en lo que se refiere a di­
cha guerra civil, sino a España en general. Hay razones
de tipo muy especial para que la edición en lengua es­
pañola de mi obra Lehrstück oder Tragödie? sea motivo
de satisfacción para mí.
Durante los años en blanco que, entre 1938y 1941,
me pasé estudiando los últimos cursos en un instituto
de enseñanza media en las cercanías de la cuenca del
Ruhr, mi principal ocupación durante el tiempo libre
consistió en aprender español con la ayuda del curso
por correspondencia de Langenscheidt. También en la
Universidad mostré mi interés por esa lengua, pese a
que el idioma español y su literatura no formaban parte
de mis estudios académicos. Recuerdo perfectamente
al profesor Muñoz y Marrero, a cuyas clases y confe­
rencias asistí en Münster y Freiburg. Ese contacto, cier­
tamente, se interrumpió después de la guerra, y los en­
sayos que dieron origen a El fascismo en su época se
8 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ocupan de Italia y en especial de Mussolini. Pero in­


cluso en la actualidad, no me resulta difícil leer textos
españoles, siempre y cuando no sean demasiado exi­
gentes y literarios.
El apartado especialmente dedicado a la guerra civil
española que apareció por primera vez en 1966 en el li­
bro sobre la Crisis del sistema liberal y el desarrollo del
fascismo, podría ser calificado de complemento narra­
tivo y rico en detalles de El fascismo en su época. Natu­
ralmente, no se puede, en sólo nueve páginas, preten­
der ofrecer una exposición de los acontecimientos de la
guerra y de sus prem isas políticas. Se trataba, m ás
bien, de poner de manifiesto lo que tenía de específico
la situación española y de hacer visibles las relaciones
recíprocas entre los factores nacionales y los interna­
cionales. La situación del año 1930 es descrita en el si­
guiente párrafo:
Ciertamente se daba el sistema de partidos impe­
rante en toda Europa, pero con curiosos desplazamien­
tos: los conservadores no conocían aún el aguijón de la
derrota; los liberales seguían siendo jacobinos, el movi­
miento obrero tenía ya el ejemplo de la Revolución
rusa pero sentía una especial repulsión por el desarro­
llo del bolchevismo y su nuevo orden de dominio jerár­
quico.
Al estallar la guerra civil se dijo que, como conse­
cuencia de los disturbios que siguieron a la victoria
electoral del Frente Popular en las elecciones de fe­
brero de 1936, era de esperar el viraje hacia la derecha
de los liberales y el desarrollo de los grupos fascistas
hasta convertirse en movimientos de masas, lo que ha­
cía ya mucho tiempo que se había producido en otros
lugares de Europa.
Pero antes de que pudiera culminar ese desarrollo,
estalló la guerra civil el 18 de julio de 1936, que llevó al
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 9
enfrentamiento de la España católica con la España
laica y, al mismo tiempo, significó la colisión entre un
intento de revolución socialista y un sistema de propie­
dad que seguía siendo feudal. Un enfrentamiento que
continuaría con los gritos de guerra y con la ayuda de
las fuerzas del fascismo y del antifascismo internacio­
nales.
Al final, la guerra civil española, «peculiaridad local
y acontecimiento mundial al mismo tiempo», trajo con­
sigo resultados políticos significativos y de efectos pro­
longados, como, por ejemplo, la cooperación con los
regímenes afines de Italia y Alemania, así como el m an­
tenimiento de un frente antifascista. Al mismo tiempo,
se mostró como tierra fértil de paradojas y de tergiver­
saciones en todos los frentes, como, por ejemplo, el que
la Iglesia católica venciera con ayuda de los moros, ma­
hometanos, y que los comunistas se adhirieran a la de­
mocracia.
Se m enciona por segunda vez a España en la se­
gunda parte de este libro, cuyo tem a son «los m ovi­
mientos fascistas nacionales». Allí se describe la evolu­
ción de la Falange y se subrayan sus diferencias con
otros m ovim ientos fascistas, con los que, al m ism o
tiempo, comparte un concepto común. Se acentúa al
máximo que «la España nacional» del general Franco
no debe ser llamada fascista, puesto que la unificación
forzada de la Falange con los tradicionalistas carlistas,
los requetés, decretada por Franco el 19 de abril de
1937, fue más allá «de lo que un partido fascista puede
soportar en síntesis»; por la misma razón, el partido es­
tatal de la España franquista no debe contarse entre los
partidos fascistas.
En 1987 volví a utilizar de nuevo a España y la gue­
rra civil española como tema de un apartado del capí­
tulo «La guerra civil europea 1917-1945», pero en esta
ocasión el título fue «Alemania y la Unión Soviética en
10 DESPUÉS DEL COMUNISMO

la guerra civil española»; como puede apreciarse, lo


que se acentúa es el aspecto internacional. Basta con
citar un párrafo:
En el mundo entero, la izquierda tenía puesta la mi­
rada en la liberación y la lucidez, en un nuevo co­
mienzo y en el entusiasmo de las masas; la derecha mi­
raba por todas partes con horror los asesinatos, los
desórdenes y las expropiaciones y, sin más, se ponía a
hablar de bolchevismo en España.
De esta comparación internacional resultó también
la tesis de que el partido comunista, en España, defen­
día conceptos que en Rusia habían propugnado los
mencheviques; por ejemplo, la idea de que las circuns­
tancias españolas no estaban «maduras» para el socia­
lismo y que sólo era posible llevar a cabo una «revolu­
ción burguesa» si se colaboraba con la burguesía.
Hoy, transcurrido ya bastante tiempo desde la «tran­
sición» exitosa del régimen de Franco a una democra­
cia pluralista, me pregunto si no sería lícita una espe­
culación —ciertamente audaz—: que aquellas zonas de
E uropa donde la «dem ocracia occidental» no tiene
fuertes raíces y donde, por lo tanto, «occidentalistas» y
eslavófilos, o «europeizados y tradicionalistas», se en­
frentan entre sí casi en igualdad de condiciones, busca­
ran en la imitación de esta parte de la historia de Es­
paña una feliz alternativa para su desarrollo. Mutatis
mutandis, tam bién Alemania podría incluirse en ese
grupo.
El hecho de que en Rusia el partido extremista de iz­
quierdas, el bolchevique, llegara a hacerse con el poder
en 1917, tan sólo ocho meses después de la revolución
de febrero, se debió a las especiales circunstancias en
que se encontraba un país ya vencido pero que aún
continuaba en guerra; que ese país fuera el mayor es­
tado, en superficie, de la tierra, y que los bolcheviques
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 11
rusos mostraran una decisión combativa y una firmeza
sin parangón produjo, como consecuencia, aconteci­
mientos de trascendencia histórica mundial y —no en
último término y en unión con otros factores— la toma
del poder en Alemania por un partido de extrema dere­
cha. Pero si Lenin, el 10 de octubre de 1917 y contra el
consejo de sus amigos más próximos, no se hubiera de­
cidido por la «sublevación armada» y si el «gobierno
provisional» hubiera mostrado mayor energía, la poste­
rior evolución de Rusia posiblemente hubiera sido se­
mejante a la que se produjo en España.
La revolución «burguesa» que tuvo lugar en España
en 1931, y que trajo de modo incruento la segunda Re­
pública, no fue superada en sólo unos pocos meses por
una revolución «proletaria», sino que tuvo por delante
cinco años de desarrollo. Pero, como ocurría en toda
Europa, ofreció, sobre todo a sus adversarios de la iz­
quierda, un campo de juego hasta entonces descono­
cido y con ello, también pudieron surgir, al margen de
sus adversarios conservadores, grupos de nuevo cuño
que tenían una curiosa semejanza con los de la extrema
izquierda, aunque con una orientación de enemistad
hacia ésta aún más acentuada que la mostrada por los
conservadores, ya conocida desde mucho tiempo antes.
Éstos, sin embargo, fueron lo suficientemente fuertes
para dirigir el gobierno durante dos años, de 1933 a
principios de 1936, y acabar por la fuerza con movi­
m ientos de izquierdas como la rebelión de Asturias.
Las elecciones de febrero de 1936 trajeron, por primera
vez, una situación comparable con la de Rusia después
de la revolución de febrero: un poderoso avance, aun­
que desordenado, de los anarquistas y de los socialistas
que cada día hacían más suya la bandera de la revolu­
ción violenta. El gobierno de Casares Quiroga era, cier­
tamente, burgués, pero estaba considerado, no sin mo­
tivo, como débil e incluso partidista en favor de las
izquierdas. El complot del ejército bajo la dirección de
12 DESPUÉS DEL COMUNISMO

los generales Mola y Franco puede compararse con el


intento de golpe de Estado del general Kornilov en Ru­
sia, que fracasó debido a los partidos de izquierda, in­
cluidos los bolcheviques. Este fracaso, sin embargo,
estuvo estrecham ente ligado a la situación bélica,
mientras que el semifracaso inicial del alzamiento del
ejército en España puede achacarse, al menos en parte,
al clima internacional antifascista. Pero era del todo
factible que en aquellas circunstancias, el ejército, al
mando de un líder popular y decidido, pusiera punto fi­
nal al «caos bolchevique», como ocurrió con Luis Na­
poleón en Francia, en 1851, y en el «más europeo» de
los países de América del Sur, Chile, en 1973. En nin­
guno de estos casos un movimiento fascista pudo de­
sem peñar un papel independiente y finalm ente deci­
sivo, como ocurrió en Italia y Alemania. En España, el
ejército sólo logró im ponerse tras tres años de san­
grienta guerra civil. Y aunque las medidas represivas
que sucedieron a la victoria franquista fueron muy du­
ras, no pueden compararse con el «terror rojo» en Ru­
sia durante el año 1917 y, menos todavía, con las inten­
sas medidas de aniquilamiento tomadas por el régimen
establecido en la Unión Soviética, o las del Tercer Reich
en Alemania. En España la supervivencia del régimen
estaba vinculada a la vida del jefe del Estado, Franco, y,
así, inm ediatam ente después de su m uerte comenzó
una nada despreciable «liberalización», pero el período
de transición sólo pudo llegar a feliz término en la me­
dida en que ninguna de las partes componentes del res­
taurado sistema de partidos intentó imponerse por sí
sola o m ediante la violencia. Contrariam ente, tras la
muerte de Stalin, el «deshielo» fue una planta pequeña,
delicada, llamada a marchitarse prontamente. Pese a la
cuidadosa «desestalinización» de finales de los años se­
tenta, el régimen, bajo la dirección de Breznev, parecía
no menos fuerte e indestructible que durante el período
de Stalin. Fue necesaria la larga y tediosa guerra de
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 13
Afganistán, la política norteamericana de armamento
acelerado, el intento de una perestroika por Gorbachov
y toda una serie de casualidades para que se produjera
el derrumbe definitivo del sistema. La cifra de víctimas
del régimen superó la del nacionalsocialismo alemán.
De acuerdo con todos los criterios hum anos, el «ca­
mino español» hubiera sido el mejor para todas esas
zonas de Europa todavía (relativamente) «deseuropei­
zadas», siempre y cuando se acepte que la forma más
elevada de gobierno es la democracia liberal y plura­
lista que tuvo su origen en Inglaterra, y existe una gran
abundancia de buenas razones para hacerlo así. Está
claro que con esto «la historia» dudosam ente ha lle­
gado a su fin y sí es muy cierto que el liberalismo está
en trance de transformarse en un «liberismo» de indivi­
duos plenamente emancipados y, por lo tanto, libres de
todo lazo. Las críticas de la derecha a la «decadencia»,
como las alusiones de la izquierda al «capitalismo mo­
nopolista», cobran nuevas fuerzas. Pero es indiscutible
que «la era del comunismo (bolchevique)» está ya tan
definitivamente superada, como la «época del fascismo
(nacional europeo)». A los nuevos fenómenos políticos
deben aplicarse nuevos conceptos, aun cuando algunos,
hoy subyacentes, todavía nos pasen desapercibidos.
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INTRODUCCIÓN

El térm ino Lehrstück (el título original alemán de


esta obra es Lehrstück oder Tragödie?) podría traducirse
como «drama didáctico» y se ha popularizado, gracias,
principalmente, a Bertolt Brecht. En su drama Mass­
nahme, cuatro activistas que son enviados a China para
realizar una misión política matan al «joven camarada»
que pone en peligro el éxito de su operación al dejarse
vencer por la «compasión» y despreciar los «medios in­
dignos» que deben emplearse para elim inar todas las
indignidades del mundo. Al obrar así, actúa de modo
equivocado, aunque pretendiera hacer lo correcto. Al
final, acatará la sabiduría del partido, que tiene «mil
ojos» y que está representado por los revolucionarios.
Acepta su propia muerte al tomar conciencia de que el
partido «todavía no puede perm itirse el no m atar»
dado que «este m undo que m ata» sólo puede cam ­
biarse con violencia.1
De este modo, Brecht aplica el pensamiento funda­
mental de la interpretación marxista de la historia a la
experiencia concreta, tal y como hiciera un órgano
de inform ación de la checa, que escribió dos lustros
antes:
Nuestro humanismo es absoluto, pues se basa en el
deseo de eliminar toda forma de opresión y de tiranía.
Todo nos está permitido porque somos los primeros del
mundo que no blandimos la espada para oprimir y es­
clavizar, sino en nombre de la libertad y para terminar
16 DESPUÉS DEL COMUNISMO

con la esclavitud. No hacemos la guerra contra el indi­


viduo, lo que queremos es destruir la burguesía como
clase.2
Aquellos que conocen el juicio histórico y aceptan
su objetivo inmanente, una sociedad mundial sin clases
en la que predomine la razón y perm ita que los seres
humanos salgan del estado semianimal en el que han
sido mantenidos hasta ahora por una historia marcada
por la guerra, la violencia y la explotación, tienen dere­
cho prioritario sobre los indecisos, los vacilantes y, es­
pecialmente, sobre sus enemigos. Si perecen, lo hacen
por la m ejor causa que puede darse; incluso cuando
matan, se diferencian de todos los demás soldados, jue­
ces y verdugos porque lo que desean es terminar defini­
tivamente con las muertes y la violencia. Sus enemigos
son perversos porque defienden y reafirman la existen­
cia del mal; por esa razón, el odio contra estos hombres
es, verdaderamente, am or a la hum anidad como tal.
Por esa misma razón, la propia historia, en sí, tampoco
puede leerse como una tragedia en la que los buenos
sólo son buenos y los malos sólo son malos, m ientras
que los inseguros se cuentan entre los malos si no sa­
ben librarse de sus vacilaciones y superarlas. E stá
claro, sin embargo, que puede interpretarse como un
dram a didáctico, aun cuando se presentan retrasos
inesperados que obligan al partido de la razón —es de­
cir del partido que emplea la violencia con el pretexto
de eliminar toda violencia— a reflexionar sobre la tác­
tica correcta.
En el pensam iento m arxista hay que constatar un
retraso que se presenta ya al comienzo del siglo xx,
cuando no se hizo realidad la victoria que Friedrich En-
gels había pronosticado que ocurriría con el cambio de
siglo. Como justificación, se propuso la tesis de que el
«imperialismo» constituía la última carta con que con­
taba el enemigo capitalista para salvarse de su ocaso:
INTRODUCCIÓN 17
era la posibilidad de extenderse por todas las zonas no-
capitalistas de la tierra. El estallido de la primera gue­
rra mundial pareció ser la más brillante confirmación
de esta teoría, pues el conflicto entre Austria y Serbia
sólo puede ser considerado como un simple pretexto.
Está claro que el comportamiento de las «masas traba­
jadoras» en todos los estados beligerantes daba pie a
serias dudas, pero esa actitud podía atribuirse a la trai­
cionera actitud de los «reformistas» y considerarse
como algo meramente temporal. Sin embargo, en 1917
se produjo un retraso mucho peor cuando en la Rusia
derrotada llegó al poder un partido marxista y el fin de
la guerra no trajo consigo la esperada revolución m un­
dial. Se tuvo que plantear la cuestión de si la relación
entre el acontecimiento y el no acontecimiento estaba
caracterizada por un «a pesar de» o por un «a causa
de». El movimiento mundial comunista, nacido de las
facciones más num erosas de los partidos socialistas
existentes hasta entonces, se mostró partidario del «a
pesar de», buscó a los culpables y los encontró en los
«reformistas», es decir, en los socialdemócratas; por su
parte, éstos, los socialdem ócratas, subrayaron el «a
causa de» y, para ellos, los culpables fueron los bolche­
viques, que se hicieron con el poder en un país retra­
sado, con lo cual im pidieron la revolución en las na­
ciones pro g resistas. Am bas p artes co m p artían la
convicción de que «el socialismo», es decir, un sistema
de planificación económica mundial, tenía que suceder
necesariam ente al capitalism o y a su «anarquía pro­
ductiva». La teoría que defendía la enseñanza de la his­
toria como dram a didáctico postulaba establecer la
«unidad del movimiento obrero», la cual, desgraciada­
mente, había sido boicoteada por «traidores» o por
«aventureros». Cuando, en 1922, triunfó en Italia un
movimiento decididamente antimarxista, a cuyo frente
estaba el antiguo líder del Partido Socialista de Italia
(Mussolini), la «traición» tomó un nuevo aspecto muy
18 DESPUÉS DEL COMUNISMO

diferenciado. Socialdemócratas y comunistas podían


haberse encontrado y constituir un bloque antifascista,
pero, en vez de ello, continuaron enfrentados y se califi­
caron mutuamente de «fascista de izquierdas» y «fas­
cistas sociales». Ambos continuaron creyéndose posee­
dores de la «verdad de la historia» y del conocimiento
preciso de quiénes eran los héroes y quiénes los rufia­
nes del drama. Naturalmente, sólo los comunistas pu­
dieron resistir la dura prueba del pacto Stalin-Hitler y,
después, la alianza bélica de la Unión Soviética con los
«capitalistas»; mientras tanto los socialdemócratas pu­
sieron en duda la claridad y rectitud de la interpreta­
ción marxista del proceso histórico y, en parte, empeza­
ron a abandonar la teoría del totalitarismo y a juzgarla
con tonos en los que, muchas veces, se percibían mati­
ces muy pesimistas. Durante la celebración del septua­
gésimo aniversario de la Revolución de Octubre, todos
los oradores invitados al acto se m ostraron todavía
convencidos de que la lógica de la historia del socia­
lismo concluiría en la victoria mundial, como ya había
ocurrido en la Unión Soviética, a la que se había otor­
gado el rango de superpotencia y convertido en fuerza
rectora del socialismo mundial. Ciertamente, ya nadie
quería ni podía negar que se habían producido «desvia­
ciones» temporales pero, básicamente, se mantenía la
división del m undo entre buenos y m alos, sabios e
ignorantes, lo que permitía interpretar toda la historia
del siglo xx como un drama didáctico;
Pero no fueron los marxistas los primeros en estable­
cer una clara línea divisoria entre «progreso» y «reac­
ción», «civilización»^ «barbarie», «hijos de la luz» e
«hijos de las tinieblas». Ya en el siglo xvm, la Ilustración
se había convencido de que la hum anidad seguía una
tendencia ascendente e imparable en el camino hacia la
moralidad y la espiritualidad, que triunfarían, cada vez
más, dentro de los límites naturales, sobre la ambición y (
el egoísmo, en busca de «una mayor felicidad para un
INTRODUCCIÓN 19
número de personas cada vez mayor», que garantizara a
cada individuo, en todo lo posible, el logro pleno de sus
impulsos naturales y colmar sus necesidades. También
aquí era obvio que sólo la maldad, el aferrarse a los pri­
vilegios o el oscurantismo supersticioso podían poner
trabas o provocar retrasos; también aquí se consideraba
como etapa final el «reino de la razón», que debía carac­
terizarse principalmente por el intercambio, sin impedi­
mento alguno, de mercancías e ideas, es decir un «reino
de libertad», que primordialmente consistiría en un sis­
tem a mundial de economía de mercado. A comienzos
del siglo xx, aquellos que hablaban en favor de una
«americanización del mundo» eran casi tan confiados y
optimistas como los profetas marxistas de la sociedad
sin clases. Por un instante, en 1919, pudo parecer como
si la idea de Wilson de «la liga de los naciones» fuera a
im ponerse en general, con lo que se conseguiría un
mundo «seguro para la democracia». Tampoco los in­
tem acionalistas de la izquierda liberal, sucesores de
Wilson, vieron en la aparición de los movimientos na­
cionalistas y fascistas en Europa y Asia más que contra­
tiempos tem porales, si bien el fenómeno del bolche­
vismo les planteó algunos interrogantes que les llevaron
a acusadas diferencias de opinión. Sin embargo, des­
pués de la segunda guerra mundial, la «teoría de la mo­
dernización» supo clasificar muy positivam ente a la
Unión Soviética situándola en una de las «etapas de de­
sarrollo económico», mientras que el régimen fascista, y
en especial el nacionalsocialism o alemán, se resistía
más al intento de clasificación. En conjunto, sin em­
bargo, la idea de que un gran capítulo de la historia, la
totalidad del siglo xx, pueda parecer más una tragedia
que un drama didáctico se les sigue haciendo extraña a
los voceros de la teoría del progreso, ya sean los que se
identifican con Estados Unidos como a los marxistas.
La interpretación germano-céntrica constituye una
variante especialmente diferenciada. Para un hombre
20 DESPUÉS DEL COMUNISMO

como Heinrich von Treitschke no cabe la menor duda


de que la unificación de Alemania constituyó un acon­
tecimiento progresista en el marco de la forma más ele­
vada de civilización, la protestante, que se veía obli­
gada a luchar contra las fuerzas m ás retrógradas y
oscuras, la Iglesia de Roma y la casa im perial de los
Habsburgo, y que, también, tenía que ser defendida de
nuevas formas enemigas de la civilización, por ejemplo,
el socialismo. Después de su derrota en las dos guerras
mundiales, esta Alemania, a juicio de una joven escuela
de historiadores, ha regresado a una posición total­
mente reaccionaria, de «país sin revolución», cuya his­
toria determinaron los Junkem, los defensores del pro­
teccionism o aduanero y los m ilitaristas, hasta que
encontró en la catástrofe de 1945 —y para siempre, se­
gún la opinión de la mayoría— su merecido ocaso. Por
valiosas que sean muchas de las investigaciones y de las
aclaraciones de esta escuela, todas ellas se mueven en
el marco de un mismo concepto básico que implica una
intención central: mostrar el efecto nefasto que puede
tener «el camino específico» alemán y cuán obligada
resultó la decisión de la República Federal de Alemania
de integrarse sin reservas en Occidente. También en
este punto, y precisamente en este punto, la historia del
siglo xx es concebida en conjunto como un drama di­
dáctico que permite una clara distinción entre «negro»
y «blanco».
Sin embargo, al comienzo de los años ochenta sa­
lieron a la luz pública algunos hechos cuyos funda­
mentos cuestionaban forzosamente este concepto. La
creencia de que «el socialismo» representa el ordena­
miento social más elevado y que debía alcanzar la vic­
toria en todo el m undo por «medios legales», había
perdido ya parte de su fuerza interna, precisamente en
los países del socialismo real. El derrum bamiento del
régimen de partido único en la Europa central y orien­
tal —y en cierto grado también en la Unión Soviética—
INTRODUCCIÓN 21
fue, al parecer, su consecuencia lógica. Pero también
se vio con claridad la fuerte supervivencia de la con­
ciencia nacional en los Estados del supuestam ente
homogéneo Bloque oriental. Es cierto que todas las in­
terpretaciones progresistas habían visto factores posi­
tivos en la formación de naciones, pero no es menos
cierto que en esas interpretaciones se consideró que se
trataba sólo de procesos transitorios que abrían ca­
mino a una era «posnacional». Ahora se ha visto que
las naciones y las nacionalidades tienen una m ayor
fuerza vital y mayor capacidad de acción e influencia
de lo que se les había supuesto, y que la unificación or­
denada por los poderes superiores no había eliminado
la aspiración a la autodeterm inación nacional y a la
independencia política. Finalm ente, innum erables
seres humanos en todo el mundo llegaron al convenci­
miento de que el «progreso» no era la potencia inofen­
siva y benéfica que sus partidarios habían visto en él,
sino que en determ inadas circunstancias hasta podía
llegar a ser un peligro para la existencia de la hum ani­
dad. De todo esto tenía que resultar, forzosamente, la
idea de que la historia no podía ser un drama dialéc­
tico que nos m ostrara la victoria de la razón sobre la
sinrazón, de la luz sobre las tinieblas, sino que estaba
llena de elementos trágicos y, posiblemente, era en sí
misma una tragedia.
Ya antes, Hegel recurrió al ejemplo de Antígona
para explicar el elemento trágico. La hija de Edipo se
resistió a cumplir la orden del jefe supremo del Estado
y enterró a su hermano, caído en la lucha contra la ciu­
dad que era su patria. Con ello se dejó arrastrar a una
situación límite al decidirse por una de las dos lealtades
que se entrelazaban en la vida cotidiana: la lealtad a la
familia, a los lazos de la sangre, y la obediencia debida
a los preceptos de los dioses. Al violar la orden de igual
rango de los políticos del Estado y de sus dioses, era
culpable y debía morir. Antígona quiere el bien, pero
22 DESPUÉS DEL COMUNISMO

actúa contra el bien, porque en situaciones extremas no


está claro qué es el bien, dado que también el hombre
es un ser opaco.
Después de Hegel, también Max Weber habla en tér­
minos semejantes de la «lucha de los dioses» que llena
la vida humana, y de modo especial la vida política, de
una lucha de «valores» que no puede dirimir una jerar­
quía preconstituida y que, precisamente por ello, obliga
principalmente, y con toda razón, a aquel que más se
dedica al servicio de su «dios». De aquí se deriva un
concepto pro trágico de la vida histórica que se opone
radicalmente al concepto no-trágico del progresismo
radical. Todos los actos históricos serían, al mismo
tiempo, decisiones en favor de una buena posibilidad y
rechazo de otra posibilidad igualm ente buena, «va­
liosa»; cada preferencia llevaría en sí el menosprecio de
otro objetivo igualmente justo y, por lo tanto, cualquier
acto implicará convertirse en culpable. Cada hombre,
cada mujer, cada movimiento y cada Estado serán Antí-
gonas, tan pronto como se desarraiguen del compro­
miso pragmático de lo cotidiano y se vean arrastrados a
una situación límite.
El presupuesto de este concepto es que los «dioses»
com parten los mismos valores: esos «dioses» son vo­
luntad de autonomía y, al contrario, aspiración a unio­
nes más grandiosas; defensa de las tradiciones y aper­
tura a lo nuevo; impulso hacia el conocimiento racional
y confianza en el conocimiento intuitivo. Pero, aunque
se pueda hablar hasta el infinito de estas cuestiones,
este concepto es esencialmente estático; ninguno de los
«dioses» desaparece, por múltiples que sean las conste­
laciones en las cuales tiene lugar su lucha. Dado que la
tendencia de la historia mundial hacia una mayor uni­
dad y una cohesión más fuerte es, cuando menos, algo
que se pierde fuera del alcance de la vista, la actitud de
defensa de la tragedia de los «dioses» de rango parejo y
que luchan entre sí, no puede tener la última palabra,
INTRODUCCIÓN 23
sino que hay que adm itir que ésta debe ser, más bien,
parte de la dinámica que el progresismo trata de desen­
trañar, aun cuando el progreso conduzca al abismo.
Cuando ese progreso no puede ser determ inado de
modo concreto y sus resultados son imposibles de valo­
rar, es decir, cuando no se puede constituir ningún
«partido progresista» cuyo derecho sea absoluto, en­
tonces es posible que en el seno de la historia residan
elementos trágicos que pueden ser mejor entendidos
desde este punto de vista que desde cualquier otro.
El supuesto necesario es que los partidos que lu­
chan entre sí renuncien a su polém ica cotidiana. Se
puede trazar un cuadro muy negativo de las cualidades
personales de los primeros bolcheviques, de la esclero­
sis cerebral de Lenin y sus consecuencias, de las histo­
rias con mujeres de Sinoviev o de las inclinaciones de
Stalin por el atraco a bancos. Pero con la suma de estos
defectos personales lo que se consigue es, probable­
mente, distorsionar nuestro ángulo de visión y alejarlo
de la «cosa en sí», que no tiene por qué verse afectada,
necesariamente, por los errores o defectos de sus pala­
dines. También al historiador debe estarle permitido te­
ner sus adversarios, pero lo que debe preguntarse, ante
todo, es cuáles son los fundamentos de su fuerza, y no
elegir al caricaturista como modelo. Tampoco debe de­
jarse conducir por consideraciones que traten de esqui­
var los puntos comprometidos. Si se toma su tarea en
serio, descubrirá que la historia del siglo xx tiene más
de trágico de lo que le hubiera gustado, pero en la re­
nuncia al cuadro blanco-negro de las distintas versio­
nes del progresismo, verá también un beneficio. Añado
algunos ejemplos para aclarar lo que quiero decir:
No conozco mejor ejemplo, con referencia al carácter
simpático aun cuando distante de un personaje y, al
mismo tiempo, de una tendencia histórica, que el que nos
ofreció Amold Zweig en 1919 con motivo de la muerte de
Rosa Luxemburgo, y que citamos íntegramente:3
24 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Era, es, la revolucionaria judía del Este que, porta­


dora de un ideal, combatió durante toda su vida al mili­
tarismo hasta su última fibra y fue enemiga de la vio­
lencia para, finalmente, acabar siendo víctima de esa
misma violencia. Mujeres judías de ese tipo, consagra­
das por su obsesión y totalmente auténticas en sus
anhelos, fueron las que hicieron caer al zarismo [...] in­
cansablemente, conmovidas por la impaciencia e igno­
rantes de los caminos especiales del espíritu popular
ruso o alemán, vivieron la idea de la revolución y mu­
rieron por ella.
Qué lejos está esta explicación definitoria, que nos
ofrece este importante escritor judío y filobolchevique,
de la indignación miope, aun cuando no injustificada,
que despertó el «asesinato» de Rosa Luxemburgo; y, al
mismo tiempo, qué alejada tam bién de la afirmación
tranquilizadora de que fue simplemente una «idea in­
sensata» de Hitler el establecer que existía una estrecha
colaboración entre la revolución bolchevique y los ju­
díos. Arnold Zweig ve la realidad a la luz de una idea
tipo, pero escapa a la posibilidad tentadora y cercana
de considerar, lleno de orgullo, como positivo aquello
que Hitler consideraba no ya absolutamente negativo,
sino la expresión concreta «de la maldad»: que una mi­
noría oprimida jugara un papel destacado en la caída
de un régimen odiado. La persona que el escritor des­
cribe no es subjetivamente una figura trágica, puesto
que actúa con la consciencia de que está haciendo lo
absolutamente justo y porque, incluso a la hora de la
m uerte, no siente por sus adversarios otra cosa que
desprecio; pero Arnold Zweig le atribuye una personali­
dad trágica «objetiva», puesto que si bien él no com­
parte sus creencias de que el uso de la violencia con­
duce a la eliminación de toda la violencia, sino que más
bien está convencido de que el proclam ar la violencia
como «lo bueno», o sea, como una fuerza cuya aplica­
ción es necesaria durante un breve momento y que, se­
INTRODUCCIÓN 25
guidamente conducirá a un mundo libre de toda violen­
cia, lo único que hace, en verdad, es producir un cam­
bio cualitativo que, además, puede acarrear un recru­
decimiento generalizado de la violencia. Y, finalmente,
según Arnold Zweig, a este idealismo le falta la llama
pura de una relación interna con el mundo en el que
existe, con la naturaleza que no es simplemente idea­
lista, sino real, del «espíritu popular ruso o alemán».
Por esta razón, la servidora de la idea se hace culpable
y, «objetivamente», pasa a constituir, con todo el bol­
chevismo, un fenómeno trágico.
Aún es más palpable, lo que hay de trágico en ese
idealismo dispuesto al sacrificio, en aquellos otros que,
en la misma situación de peligro y de amenaza de de­
rrumbamiento, no eligen el camino de una «revolución
mundial», sino el de una «revolución nacional en su
sentido más elevado y sorprendente: los sionistas. ¿Qué
podría ser más legítimo, como expresión del deseo del
más oprimido de todos los grupos, los judíos —que en
Galitzia y en Rusia aún seguían constituyendo, induda­
blemente, un «pueblo»—, que el deseo de conseguir un
estado nacional en el que les fuera posible vivir en li­
bertad, ciertamente con la ayuda de aquellos judíos que
únicamente se declaran seguidores de una «confesión»
y quieren seguir siendo ingleses entre los ingleses o ale­
manes entre los alemanes? Pero la tierra que debía ser
esa patria, y en la cual tenían puestas todas sus espe­
ranzas desde hacia dos mil años, era una tierra ocu­
pada por otro pueblo o, para expresarlo con m ayor
cuidado y rigor, habitada de modo absolutamente ma-
yoritario por m iem bros de otro pueblo, los árabes.
Theodor Herzl estaba poseído por una convicción pro­
gresista que confiaba en que una fuerte inmigración
traería como consecuencia un fuerte increm ento del
comercio y el tránsito de viajeros y, con ello, un creci­
miento del nivel de vida, también, para los anteriores
habitantes del territorio. Sin embargo, otros espíritus
26 DESPUÉS DEL COMUNISMO

más realistas ya le habían advertido con claridad que


un nuevo estado judío en Palestina sólo podía ser fun­
dado mediante la lucha y el derramamiento de sangre,
y que en aquel terreno el derecho de los unos se enfren­
taría de modo irreconciliable con el derecho de los
otros. Este vaticinio se cum pliría, precisam ente en
1917, o sea, en el momento en que las circunstancias
bélicas hicieron posible la Declaración de Balfour que
dio a los judíos una base legal para sus reclamaciones.
«Objetivamente» la situación de los sionistas era trá­
gica, y no fueron pocos entre ellos los que lo sabían;
pero los dos más importantes adelantados de la funda­
ción del Estado sionista, Vladimir Jabotinsky y después
David Ben Gurion no fueron, subjetivamente, figuras
trágicas, sino que, de hecho, estaban absolutam ente
convencidos de sus propios derechos, aunque no mos­
traron la misma comprensión por los derechos, tan jus­
tos como los suyos, de los palestinos.
Finalmente, ¿se debe atribuir también al nacional­
socialismo un destino trágico o, al menos, es posible
descubrir en él elementos trágicos? Nada despertaría
mayor indignación en el progresismo, que se ha habi­
tuado a ver en el nazismo la «maldad absoluta» y que
gracias al pacto de sus distintas versiones logró elimi­
narlo del m undo, quizá para siem pre; aunque muy
pronto, en la polémica de los cambios de 1945, se des­
cubrió y fue combatida otra «maldad absoluta. El na­
cionalsocialismo fue un tejido muy complejo y, por lo
tanto, es posible considerar como trágicos algunos de
sus momentos aislados, porque no estuvieron privados
totalmente de razón.
En primer lugar, el nazismo fue una forma extrema
del nacionalismo alemán. La condena general que re­
cae sobre este com ponente descansa en el convenci­
miento de la naturaleza agresiva de este nacionalismo.
¿Pero no se está igualmente en lo cierto cuando se dice
que en esa indiscutible agresividad había tam bién un
INTRODUCCIÓN 27
elemento defensivo? ¿No se planeó ya en tiempos ante­
riores a la guerra la supremacía de las superpotencias
extraeuropeas? ¿Estaba equivocado Max Weber al en­
tender que Alemania y, conjuntamente con Alemania,
toda Europa estaban en una posición defensiva? In­
cluso Karl Jaspers habló ya en 1946, al referirse a la
«cuestión de la culpabilidad», de «la precipitación y
la violencia del intento de reacción alemán», y citó la
carta de un «hombre al que hum anam ente valoraba
mucho» al que, sin em bargo, le atribuía «un senti­
miento turbado por la confusión»:
«Un filósofo expresa a la ligera su sentencia: la his­
toria alemana ha llegado a su fin, ahora comienza la
era Washington-Moscú. Una historia como la alemana,
tan grande y nostálgica no se limita a decir “sí y amén”
a una conclusión tan académica. Se inflama, se preci­
pita en la profunda agitación de la defensa y el ataque
para terminar en un salvaje tumulto de fe y de odio.»4
El autor de esta carta hizo exactamente lo mismo
que Arnold Zweig: vio la realidad a la luz de una ideali­
zación general, y descuidó muchos detalles que podían
oscurecer el cuadro sin hacerlo más veraz. A ese mo­
mento del nacionalsocialismo no se le puede discutir lo
que tiene de trágico si se acepta la regla de que el histo­
riador debe, en prim er lugar, interesarse por la fuerza
interna del fenómeno y mantenerse alejado de toda po­
lémica política o de partido.
El nacionalismo, además, fue tam bién una form a
extrema del antibolchevismo. La interpretación comu­
nista en su globalidad ve en ello el núcleo de su falta de
razón histórica. Sin embargo, en la actualidad se em­
pieza a contem plar la posibilidad de que ese antibol­
chevismo, en sí, tuviera razón. Sólo se necesita experi­
m entar con la idea de que se está de la otra parte y,
desde ese perspectiva, mantener los ojos fijos en la ab-
28 DESPUÉS DEL COMUNISMO f
soluta crueldad del régimen soviético de finales de los
años treinta y preguntarse cuáles hubieran sido las con­
secuencias si el nacionalismo hubiera sido realmente la
fuerza rectora de un antibolchevismo «limpio» e inter­
nacional. De acuerdo con todas las previsiones hum a­
nas, la consecuencia hubiera sido una guerra contra el
bolchevismo análoga a la guerra de Estados Unidos y
las Naciones Unidas contra Irak, con cincuenta años de
anticipación —y, proporcionalmente, con muchas me­
nos bajas entre los vencidos—; es decir, lo que hubiera
ocurrido entonces es lo que se esboza ahora, a princi­
pios de la década de los noventa, y cuyo éxito no está
asegurado en modo alguno: «el retorno de R usia a
Europa», la liberación de las nacionalidades y la pros­
peridad económica del Este de Europa. Pero eso es lo
que no era el nacionalsocialismo: un antibolchevismo
«limpio». Y se puede afirmar, con un alto margen de
probabilidades de dar en el blanco, que no hubiera po­
dido porque el nacionalismo —tanto el agresivo como
el defensivo— crea una fuerza en el seno de la cual no
cabe una limpia contraideología como tal. Es precisa­
mente esa síntesis la que puede ser llamada trágica.
El nacionalsocialismo también fue, y no en último
lugar, una síntesis paradójica del pesimismo tradicio­
nal presente en la crítica de la cultura europea y de la
optimista voluntad de cambio de una idea de la biolo­
gía que es, al mismo tiempo, progresista y darwiniana.
Sólo desde esta perspectiva se puede comprender me­
jor la «solución final del problema judío» y en este te­
rreno no cabe hablar de lo trágico, aunque sí de la gran
paradoja que unió cosas que eran realmente incompati­
bles, o sea, aquel pesimismo profundamente arraigado
y el nuevo optimismo del cientifismo racional.
Con todo, H itler no es una figura trágica. En él,
como en ningún otro, se mostraban entrelazados los di­
versos componentes activos del nacionalsocialism o;
pero Hitler dudaba menos que Lenin y se mantuvo con-

i
INTRODUCCIÓN 29
vencido de su razón absoluta hasta el momento mismo
de su muerte. No se puede negar que su muerte tuvo la
grandeza de lo horrible, y eso mismo es válido, aun en
mayor medida, para Joseph Goebbels. Nada caracte­
riza mejor la intención de robar a la historia parte de su
contenido por razones m oralizadoras, que la form a
como se expresó un biógrafo que no vaciló en escribir
que Goebbels «asesinó» a sus hijos. Lo cierto es, sin
ninguna duda, que Goebbels am aba a sus hijos más
que a nada y, además, también se «asesinó» a sí mismo.
Compensó las muchas debilidades y malas acciones de
su vida practicando en su m uerte lo «absolutamente
necesario», del mismo modo que Lenin y Luxemburgo
realizaron en vida esa «absoluta necesidad».
Una observación tan categórica como ésta provo­
cará escándalo por lo que tiene de apología. Pero un
apologista es quien disculpa al atacado y defiende su
causa. Un juez no debe ser considerado un apologista
por el hecho de tomarse en serio los argumentos del de­
fensor y colocarlos en el correspondiente platillo de la
balanza de la justicia; todo lo contrario: si no lo hiciera,
faltaría a su ética profesional y no sería juez, sino fis­
cal. Nadie capaz de pensar podría aceptar en la actuali­
dad otro tipo de sociedad que no fuera la pluralista, que
concede al individuo derechos inviolables, pero que
permite, e incluso anima, los conflictos abiertos entre
grupos, siempre que estos conflictos se resuelvan o se
atenúen por medios pacíficos, reprobando la guerra ci­
vil e incluso que la política se entienda como una rela­
ción entre el amigo y el enemigo.
La forma histórica que constituye el espacio original
de esta sociedad, el sistem a liberal europeo, fue, sin
embargo, terreno propicio para guerras civiles tan
pronto como la oposición radical que se cobijaba en él,
y que en su mayoría representaba lo nuevo, quiso ser
un todo único y trató de conseguir el poder absoluto.
Un exceso semejante se enfrentaba con los demás fac-
30 DESPUÉS DEL COMUNISMO

tores del sistema, tanto en el terreno estatal, de la polí­


tica exterior, como en el de la política interna; por esa
razón, Europa no llegó a ser en su totalidad ni española
ni francesa ni alemana ni protestante ni progresista ni
socialista. Pero la lucha entre esas fuerzas produjo algo
análogo al destino de Antígona, es decir, que pudieron
surgir tragedias no sólo individuales, sino también his­
tóricas. Ninguna de esas tragedias fue mayor que la del
socialismo, que notoriamente traía consigo tantas pro­
mesas de justicia y de futuro, pero que cayó en la injus­
ticia al tratar de imponer sus leyes al conjunto de la so­
ciedad tan pronto como se vio ligado a la aterradora
realidad de un gran Estado. De carácter más trágico fue
la reacción que, de modo distinto, también reunía en sí
razones y errores históricos y que logró encarnarse
fuertemente en otro gran Estado. La guerra civil polí­
tica e intelectual, que acabaría por convertirse en gue­
rra entre Estados, y que enfrentó al comunismo y al
fascismo, es la tragedia espiritual del siglo xx, porque el
exceso fanático con que los partidos en lucha exigían la
imposición de sus razones sobre las de la otra parte, en
vez de buscar el equilibrio, imposibilitó el compromiso
y condujo a una siniestra «lucha final», con todas sus
paradojas y tergiversaciones, que dejaría tras de sí la
secuela de millones de muertos. Si bien después de aca­
bada la segunda guerra mundial el conflicto adquirió
una forma nueva que, con la «guerra fría» entre «capi­
talismo» y «socialismo», llegó a convertirse en una gue­
rra civil mundial, la historia intelectual de la República
Federal de Alemania se caracteriza precisamente por el
hecho de que la violencia de la polémica nacionalsocia­
lista contra el comunismo parece enterrada y, por ca­
minos directos o indirectos, ha llevado a una mayor
comprensión de los motivos de los comunistas y de sus
aliados. Esto está justificado, pues sólo basta no olvidar
cuántas interpretaciones y tesis que fueron calificadas
en 1930 de «bolchevismo cultural» y causaron horror
INTRODUCCIÓN 31
no sólo a los cristianos, hoy parecen haber alcanzado
derecho de ciudadanía en el seno de la Iglesia católica.
El reverso de la moneda consiste en que el nacionalso­
cialismo se considera también, desde el punto de vista
del capitalism o, como la «maldad absoluta», como
siempre lo fue el comunismo. De ese modo, el nacional­
socialismo pierde totalm ente su carácter de reacción
—pese a que gustosamente se le sigue llamando reac­
cionario— y los alborotadores callejeros del Roten
Frontkampferbund.es, la vanguardia militante roja, pa­
san desapercibidos o son considerados «víctimas del
fascismo». De ese modo, se pretende ejercer un efecto
«pedagógico nacional» pero se descuida un hecho muy
im portante: quien, sin dem asiado valor, se dedica a
darle patadas a un tigre muerto y además afirma que,
en realidad, se trata de un asno, acaba por provocar la
reacción que teme, que es la misma que provoca quien
sólo exige «que recordemos» y no quiere admitir que la
capacidad de olvidar pertenece tan necesariamente al
ser humano como la capacidad de recordar. Ha llegado
el momento de percibir como una totalidad la tragedia
del siglo xx, para conseguir llegar, superando las dispu­
tas de los contemporáneos, a un nuevo nivel de enten­
dimiento. Existe una condición previa elemental para
ello: que lleguemos a comprender las razones del odio
entre ambas partes y no las juzguemos desde el punto
de vista de la moral. Al hacerlo así, no obstante, no de­
ben dejarse de atender, con toda claridad a las diferen­
cias, pero sin que eso signifique perpetuar el odio y que
cada uno le atribuya al otro cualidades metafísicas ca­
racterísticas que eliminen toda posibilidad de entendi­
miento.
Esa exigencia es hoy más fácil de cumplir, pues con
toda razón podemos constatar un triunfo de la «demo­
cracia liberal» en esta fase, segunda y distinta, de la
gran guerra civil ideológica. La forma de sociedad del
sistema liberal, que hunde sus raíces en la Edad Media
32 DESPUÉS DEL COMUNISMO

europea, y que adquirió su form a m oderna por vez


prim era en Inglaterra para extenderse después a la
Europa central y oriental, así como a Estados Unidos,
no encuentra hoy en el mundo otra fuerza política de
igual rango que se le pueda oponer y presentarse como
una opción de futuro igualmente válida. Adquiere así
un carácter paradigmático en las negociaciones sobre
salarios entre organizaciones patronales y sindicatos.
Cada uno de los dos grupos reconoce básicamente el
derecho del otro a existir, aunque ninguno de los dos
pueda dejarse llevar por motivos altruistas y deba saber
defender sus propios derechos así como sus privilegios.
De modo parecido se llevan a cabo las conversaciones y
negociaciones en el marco de las Naciones Unidas y se
limitan (aunque no realmente en todas partes) los pro­
blemas internos para que los resuelva el propio Estado.
En sus fases primeras este sistema encerraba, en sí, la
posibilidad de tragedias. Así, el socialismo, por ejem­
plo, podía ser considerado como un intento de los sin­
dicatos de abolir la libre empresa y tomar la economía
en sus «propias manos». Contrariamente, todavía a fi­
nales del siglo xix, importantes empresarios, movidos
por convicciones auténticas y fundamentadas, trataron
de acabar radicalmente con los sindicatos. Ambos in­
tentos, de haber triunfado, hubieran provocado una
tragedia, y acabaron por fracasar. La sociedad en la que
cada parte o poder ha renunciado básicamente a consi­
derar como un enemigo a su oponente y a buscar su
destrucción, es una sociedad libre de tragedias. Hoy día
nadie puede pensar seriamente en ultrajarla o menos­
preciarla, ni siente nostalgia por nuevas grandes trage­
dias. Lo que sí es posible desde este punto de vista es
percibir cómo realmente fue en sí la última tragedia del
pasado, es decir la guerra civil ideológica del siglo XX.
No niego que un día pudiera llegar a sentirse nostalgia
por la acción heroica, si llegaran a m anifestarse con
mayor intensidad los aspectos negativos que forman el
INTRODUCCIÓN 33
reverso del Estado de bienestar liberal-dem ocrático
como forma última del sistema liberal, aspectos que no
se pueden eliminar o mejorar como si fueran defectos
del sistema, porque son realmente irresolubles, incluso
si se los considera y se tratan de resolver con «la mejor
voluntad». Este sistema está formado por una serie de
interdependencias inescrutables, en las que los indivi­
duos, los grupos y los Estados deben tolerarse, en me­
dio de la confusión desconcertante de sus distintos am­
bientes y de su diversidad; debe ser un sistem a en el
cual se renuncie a la violencia y donde el elemento sub­
jetivo común quede reducido al mínimo, con lo cual se
minimizarán, también, las frustraciones; de este modo,
es posible que se puedan producir «pequeños actos de
violencia» pero se hará imposible la formación de una
auténtica alternativa de la que pueda surgir la gran vio­
lencia, la ideológica, y, como consecuencia, también la
gran guerra, como conflicto entre las grandes potencias
mundiales y la anexión de los pequeños Estados por los
mayores y más poderosos. Es posible que el momento
de esta nostalgia esté todavía muy lejos y, también, que
no puedan esperarse de él consecuencias prácticas de
naturaleza im portante, porque la consciencia de las
ventajas del sistema serán siempre —al menos así cabe
esperarlo— más fuerte que la de las frustraciones. Por
lo demás, el historiador reflexivo deberá m antenerse
alejado de la pregunta sobre las eventuales consecuen­
cias políticas que puedan producirse, porque su tarea
consiste en conseguir que su obra facilite una compre­
sión lo más completa y adecuada del pasado.
Resultaría injusto entender el anterior postulado
como un intento de ofrecer una nueva clarificación po­
sitiva de las teorías nacionalsocialistas. Pero sería tam ­
bién perverso que fueran los historiadores alemanes los
primeros en plantearse la pregunta acerca de si esta in­
terpretación no trae consigo el peligro de disminuir la
conciencia de culpabilidad de los alemanes.
34 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Notas

1. Bertolt Brecht; S tü c k e , t. IV, Berlin, 1956, pp. 290, 298


y 304.
2. «Rotes Schwert», de 18 de agosto de 1919, en David Schub,
L en in , Wiessbaden, 1957, p. 379.
3. Véase p. 52.
4. Karl Jaspers; H o ffn u n g u n d S o rg e . S c h rifte n z u r d e u tsc h e n
P o litik 1 9 4 5 -1 9 6 5 , Munich, 1965, p. 136.
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÈTICO.
FIN DE UN ESTADO*

La opinión pública de los países occidentales se ha


acostumbrado ya a una situación que a comienzos de
1991 apenas nadie intuía y que en 1982, a la muerte de
Leonid Bréznev, parecía de todo punto impensable: una
de las dos superpotencias del mundo bipolar de la gue­
rra fría, el estado más totalitario y centralista de toda la
historia de la humanidad, renunciaba a una parte im ­
portante de los territorios anexionados en 1939 y se dis­
gregaba en varios estados soberanos que quedaban vin­
culados sólo por un débil hilo que am enazaba con
rom perse en cualquier m om ento. En el lu gar que
ocupó la bandera roja con la hoz y el martillo sobre el
Kremlin, ahora ondea la tricolor de Rusia. Ésta es la
hora de los informes y las miradas retrospectivas, y el
suceso ofrece materia suficiente para una reflexión que
vaya más allá de la simple crónica y trata de definir el
carácter de una época. Esto, sin olvidar que en agosto
de 1991 la situación era otra, y bastante más inquie­
tante.
Nunca hasta entonces había ocurrido en la historia
de la hum anidad que un acontecim iento no bélico y
casi incruento, como el golpe de agosto en la Unión So­
viética, provocara tanto seguimiento, incluso directo,
* Este capítulo no figura en la edición alemana y lo hemos traducido
de la edición italiana: Dopo il com unism o, Sansoni Editore, Florencia, 1992.
(N .d e lt)
36 DESPUÉS DEL COMUNISMO

de la televisión, Aquel día pareció como si los comunis­


tas ortodoxos fueran a recuperar el poder, y que la obra
de Gorbachov, el com unista reform ador, tuviera los
días contados. Por las capitales occidentales se exten­
dió el pánico, el temor a una posible vuelta a la guerra
fría; los países del este se sintieron atenazados por el te­
rror, los estados bálticos se prepararon para constituir
gobiernos en el exilio, pero lo ocurrido sólo mereció un
apoyo tibio por parte de lo que quedaba del «socialismo
real».
Dos días más tarde, cuando —gracias a la oposición
del ex com unista Eltsin que lideró a una m ultitud de
ciudadanos, principalmente jóvenes— falló el golpe de
Estado, la alegría y el alivio sustituyeron al miedo y la
preocupación, aunque no podía ignorarse que el éxito
pendía todavía de un hilo. De hecho, la convocatoria de
huelga general por parte de Eltsin, a diferencia de la
que en su día hizo el gobierno alemán durante el putsch
de Kapp, en 1920,1 casi no tuvo seguimiento. Los Yana-
yev y Yasov, por su parte, no dieron muestra alguna de
una resolución comparable a la que mostró en Polonia
su compañero comunista Yaruszelski. En cuanto a la
prensa occidental, no tenía dónde elegir, tras una danza
vertiginosa de interpretaciones muy audaces: derro­
tado, el comunismo se convirtió en «el mayor engaño
de este siglo»; además, al final, el «mayor imperio dic­
tatorial de todos los tiempos»; el poder dictatorial esta­
blecido en 1917 mediante un golpe de Estado fue derri­
bado por otro golpe de Estado; muerto el Moloch de la
superpotencia comunista —que, pese a todo, había sido
la autora de una revolución mundial—, pareció demos­
trarse, al final, que el marxismo-leninismo, en su con­
junto, era un histórico callejón sin salida. Un artículo
de fondo del Frankfurter Allgemeine Zeitung se refirió a
aquellos días calificándolos de «final de una época de
la historia mundial» que había durado casi setenta y
cinco años. No faltaron las alusiones a las «dos doloro-
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÉTICO 37
sas tentativas autoritarias» que habían dejado su marca
en nuestro atormentado siglo. En Moscú, delante de la
Lubjanka, sobre el pedestal del m onum ento a Dzer-
zhinski, recién abatido, apareció expresada en claras le­
tras —no por primera vez, aunque sí de modo bastante
más significativo— una com paración que sólo pocos
años antes aún era violentamente rechazada por gran
parte de los intelectuales occidentales: el parangón en­
tre el partido comunista soviético y las SS nazis, entre
el Pravda y la cruz gamada.
Se trata, como se ve, de afirmaciones molestas que
dieron la vuelta al mundo y que mostraron una cosa de
modo indiscutible: este comunismo —que hasta el final
tuvo su centro en Moscú, aun cuando otros regímenes y
otros partidos comunistas ya habían dejado de recono­
cer su pretensión de ejercer el papel de guía— fue un
fenómeno histórico de alcance absolutamente excep­
cional. El poder del partido se basaba en una ideología
que había encontrado seguidores y admiradores en el
mundo entero. No obstante, inmediatamente después
del fracaso del golpe, aunque todavía no estaba claro
que el partido hubiera dejado de existir para siempre,
desapareció definitivamente aquel convencimiento me-
siánico que aún transpiraba la rigidez de la era Bréz-
nev. De hecho, el Partido Comunista Soviético murió en
aquellos días.
Un dicho popular afirma que «de los muertos sólo
se debe hablar bien», con crítica moderada, con cierto
distanciamiento, evitando la denigración, la injuria y la
polémica no objetiva. Si la caída del comunismo bol­
chevique hubiera venido del cielo repentinam ente,
como un rayo fulgurante en medio de un día sereno, se­
ría prem aturo, sin duda, preguntarse qué fuerza in­
terna habría conseguido ejercer una influencia de pro­
porciones tan vastas. Pero el golpe de Estado no hizo
más que acelerar aquello que era lícito esperar desde
hacía, al menos, cinco años. Esto nos autoriza a volver
38 DESPUÉS DEL COMUNISMO

nuestra atención al año 1917 para preguntarnos en qué


circunstancias, en qué sentimientos y en qué aspiracio­
nes pudo apoyarse el partido de Lenin para dejar una
marca profunda en toda una época histórica, a la que,
por añadidura, le daría nombre.
El partido bolchevique llegó al poder en noviembre
de 1919 porque era el partido que mostraba mayor re­
solución en favor de la paz. Frente a la amenaza de la
derrota militar después de la revolución de febrero, to­
dos los liberales rusos, e incluso numerosos «defenso­
res de la patria» que se encontraban en las filas socia­
listas, quisieron continuar la guerra contra el Imperio
alemán «feudal e imperialista», pese a las enormes pér­
didas en vidas humanas. Sólo un entendimiento con los
aliados occidentales hubiera podido, de hecho, asegu­
rar el desarrollo liberal del país. Lenin tuvo el valor de
oponerse a esta tendencia que dominó de modo casi in­
controlado hasta la etapa de 1917, cuando, en otoño de
ese año, el deseo de la mayoría de los soldados, ya com­
pletam ente extenuados, se identificó con la voluntad
del líder. Seguidamente, los bolcheviques tom aron el
poder y asumieron el papel de gran partido defensor de
la paz. Su determinación de poner fin a la guerra mun­
dial causó gran sim patía entre franceses e ingleses,
pese a que la paz unilateral ruso-alem ana constituía
de hecho una seria am enaza a la causa aliada. Karl
Radeck no se m ostró frío en su apreciación política
cuando el 1 de enero de 1919, durante el congreso fun­
dacional del partido com unista alemán, dijo que, en
sustancia, el bolchevismo no era otra cosa que las «lá­
grimas de las viudas y los niños, el dolor por los muer­
tos y la desesperación de los oprimidos». Aun cuando,
después, el partido ganó la guerra civil y más tarde la
Unión Soviética se convirtió en una de las potencias
vencedoras de la segunda guerra m undial, la palabra
«paz» siguió ocupando un lugar central en la propa­
ganda del partido. La profunda emoción inherente a
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÈTICO 39
esta idea no perdió nunca completamente su fuerza, ni
siquiera para sus propios activistas. Era una fuerza que
se apoyaba en bases reales.
El bolchevismo, no obstante, no era tan sólo el par­
tido del pacifism o m ilitante, distinto del pacifism o
«burgués» únicamente por una cuestión de mayor in­
tensidad. Había surgido como parte del movimiento
europeo de los trabajadores y pertenecía al grupo de
los grandes partidos de protesta y de esperanza naci­
dos de la revolución industrial. La protesta del «Cuarto
estado», que progresó y creció durante el transcurso
del siglo xix, eligió como blanco al capitalismo y a sus
empresarios que —según se afirmaba— explotaban al
trabajador privándole de una parte del producto de su
trabajo y condenándolo a la miseria. Todos las esperan­
zas apuntaban al socialismo, entendido como una su­
peración de la economía de mercado, a la que se seguía
considerando responsable de la crisis. La economía
planificada era lo opuesto a los esfuerzos aislados de
los individuos o la exigencia de beneficios, réditos e in­
tereses. Buscaba la satisfacción sistemática y uniforme
de las necesidades de todos los miembros de la socie­
dad. Esta esperanza, tan simple como difusa, ya había
sido ofrecida por Karl Marx y Friedrich Engels en 1848
en el Manifiesto Comunista, la apasionada exposición
de una visión general de toda la historia mundial. En
los años 1919 y 1920, ningún otro partido provocaba
tanto entusiasmo como aquel de la Internacional Co­
m unista recién fundada. La revolución m undial del
proletariado acabaría con el dominio del capital, lo que
haría imposible la guerra, anularía las fronteras de los
Estados y transformaría el mundo en una sociedad que
trabajaría por sí misma. ¿Qué otro partido hubiera po­
dido acuñar una frase como la siguiente? «Sobre la
tierra sólo hay una bandera por la que vale la pena
com batir y m orir; esta bandera es la Internacional
Comunista.»
40 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Pero esta afirm ación dem uestra, tam bién, que la


esperanza del proletariado internacional, nacido de
la revolución industrial del que se había proclamado
portavoz, no podía apelar sólo al racionalism o de la
Ilustración, sino que hundía sus raíces en sentimien­
tos m ucho más antiguos y, en cierto sentido, «eter­
nos». De hecho, ya en la antigüedad algún pensador
aislado había criticado la forma concreta de la vida so­
cial, aquel tipo de civilización condicionada por el ar­
tificio y la injusticia, y había reconocido la «raíz del
mal» en la propiedad privada, que desencadena el
egoísmo de los individuos y destruye la armonía entre
la existencia hum ana y la naturaleza. La eliminación
de la propiedad privada no significaba más que la libe­
ración de la maldición impuesta a la historia. Este fi­
lón interpretativo que no está ligado a ningún período
histórico ni a ninguna clase de personas en particular,
se puede definir como una especie de religión social.
El gran partido de protesta y de esperanza nacido de la
revolución industrial podía incluso englobar los im­
pulsos de una religión social extratem poral y ser, en
este sentido profundo, un «partido de fe». Sólo por
esta razón la Internacional Comunista pudo utilizar
fórm ulas que recuerdan m ucho el lem a cristiano In
hoc signo vinces.
Quien se pone bajo el signo de lo absoluto y alcanza
con ello una indestructible seguridad interior puede ser
llamado un militante de Dios: su fin consiste en exter­
minar a «los sin dios», aunque de palabra rechace radi­
calm ente una explicación de este género. «Lucha de
clases» era una expresión corriente en su tiempo, pero
Marx y Engels le dieron un objetivo sociorreligioso
como la liberación definitiva de la humanidad. De este
modo, el partido que —contrariamente a los «utópicos»
y a los «reformistas»— no se tomó el socialismo sólo
como una expresión literal debía convertirse, al mismo
tiempo, en el gran partido del exterminio.
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÉTICO 41
Las primeras actuaciones políticas del gobierno bol­
chevique, apenas constituido, fueron: en política exte­
rior, el tratado de paz con Alemania, y en política in­
terior, el decreto en el que no sólo condenaba al partido
de los «demócratas constitucionales» como partido del
enemigo de clase burgués, sino que, además, lo decla­
raba «fuera de la ley». Trotski estableció, no sin cierto
humanitario sentimiento de desagrado, que la revolu­
ción debía usar «los métodos de la cirugía más atroz».
Lenin ordenó el exterminio de millones de enemigos y
«parásitos»; Stalin afirmó algo más tarde y sin pesta­
ñear que en la Unión Soviética habían sido «elimina­
dos» los propietarios de tierras, los capitalistas, los co­
m erciantes y los kulaks; los hom bres de la checa se
colocaron al margen de toda regla ética normal, con­
vencidos por su «nueva moral» de que luchaban contra
el «mal», e incluso de que estaban realizando la volun­
tad de la historia.
Es cierto que los marxistas moderados y muchos so-
cialdemócratas aspiraban también al advenimiento del
socialismo, pero los bolcheviques fueron los únicos que
no retrocedieron a la hora de hacerlo efectivo, aun a
costa de desatar auténticas guerras civiles. Es cierto
que todos los cristianos han rezado pidiendo ser libra­
dos de todo mal, pero sólo los bolcheviques quisieron
obtener tal liberación en este mundo. El entusiasmo y
el horror fueron las dos caras de la misma moneda. Por
eso tiene fundamento la tesis que considera al comu­
nismo bolchevique como la fuerza política más deter­
minante y singular que jamás haya visto la luz hasta el
siglo xx. Una época histórica debe tomar el nombre de
su fuerza más determinante y singular, aun cuando ésta
no haya llegado a obtener la victoria o, incluso, aunque
haya sufrido una dura derrota.
La prueba tal vez más convincente de la fuerza in­
trínseca de ese partido reside en la amplia simpatía que
logró suscitar, incluso en Occidente. El norteamericano
42 DESPUÉS DEL COMUNISMO

John Reed se convirtió en el seguidor más entusiasta y


en el cronista de la revolución gracias a la experiencia
relatada en su libro Diez días que conm ovieron al
mundo. Cuando las tropas de Kerenski se dieron a la
fuga delante de Petersburgo, un anciano que se encon­
traba entre los trabajadores arm ados —así lo cuenta
Reed— se volvió hacia la ciudad con el brazo extendido
y gritó con una sonrisa llena de júbilo: «¡Petrogrado
mía, ahora eres del todo mía!»
El joven William Bullitt, al que Wilson había invi­
tado a la capital rusa, quedó impresionado, sobre todo
por el siguiente episodio: un joven con tanta hambre
que se le traslucía en la cara, le dijo: «Por nuestra revo­
lución estam os dispuestos incluso a soportar un se­
gundo invierno de hambre.» Nada hay más falso que la
opinión de que la Unión Soviética se convirtió, bajo el
gobierno de Stalin, en «la patria del socialismo en un
solo país», aislada, autárquica y relegada «al fin del
mundo». Por el contrario, la Unión Soviética se consi­
deró, casi de inmediato, como una potencia que debía
revolucionar al mundo entero, que contaba, dentro de
sí, con una gran masa de seguidores prontos a la lucha
en casi todos los países del planeta y que podía contar,
además, en todo momento y lugar, incluso en Inglate­
rra y América del Norte, con extensas capas de simpati­
zantes socialistas y liberales. Hasta tenía la posibilidad
de realizar una revolución auténtica que impusiera el
cambio radical de las relaciones de propiedad y la abo­
lición de las clases dominantes, cuyos precedentes ha­
bría que encontrarlos en la Revolución francesa. Ber­
nard Shaw llegó a decir que en Rusia se había fusilado
a quien se lo merecía.
Los numerosos ingenieros norteamericanos que tra­
bajaban con gran espíritu de sacrificio en Dneprope­
trovsk y en Chelyabinsk no lo hicieron sólo porque reci­
bieran una buena paga: el entusiasm o y la fe de los
jóvenes del Komsomol, que con exiguos medios técni-
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÉTICO 43
eos crearon de la nada enormes plantas industriales,
como en Magnitagorsk por ejemplo, les habían persua­
dido de que estaban trabajando por el nacimiento de
una sociedad mejor que aquella otra egoísta, árida y es­
céptica conocida en Occidente. Era cierto, en efecto,
que no eran los ricos y los parásitos los que gozaban de
un «beneficio inmerecido»; que no sobrevivían cier­
tos inútiles «avances del pasado» com parables a los
colleges ingleses, todavía gobernados a medias por la
Iglesia; que el gobierno se había impuesto un objetivo
grandioso que abarcaba al mundo entero, mientras que
en los países capitalistas los políticos se ponían al servi­
cio de los intereses privados. En este contexto, cuando
mediaba la década de los treinta, los más notables par­
tidarios ingleses de un «socialismo democrático», Sid-
ney y Beatrice Webb, publicaron un libro que procla­
maba que la Unión Soviética representaba una «nueva
forma de civilización», no hicieron más que actuar
como portavoces de un movimiento de opinión bas­
tante extendido. Tal vez se ha cometido una injusticia
hasta con los fellow travellers de la última posguerra, si
se piensa que estuvieron movidos únicamente por el di­
nero y por las promesas de proclamar a la Unión Sovié­
tica como el m undo del futuro y de descalificar cual­
quier toma de posición del mundo «todavía capitalista»
como «deformaciones» movidas por una actitud hostil.
Una prueba aún más llam ativa de la fuerza inter­
na del partido nos llega no de los amigos sino de los
propios enemigos. Si en realidad es cierto que algunos
dirigentes socialdem ócratas, y en prim er lugar Karl
Kautsky, se expresaron muy pronto de modo bastante
negativo sobre el régimen bolchevique, calificándolo de
socialismo «tártaro» o despótico, no es menos cierto
que reconocieron, pese a todos los disfraces, la existen­
cia de una «idea justa». Otto Bauer afirmó sin rodeos
que los bolcheviques, al realizar una revolución social
en un país que atravesaba una situación de atraso, se
44 DESPUÉS DEL COMUNISMO

habían constituido en los nuevos jacobinos. Tampoco


los trotskistas escatimaron su crítica a Stalin, llegando
incluso hasta el punto de poner en discusión la existen­
cia de los fundamentos del socialismo.
Por otra parte, resultaba inevitable que fuera de la
Unión Soviética se mantuvieran posturas contrarias y
surgieran movimientos políticos radicalmente antibol­
cheviques y antimarxistas. De hecho, esta actitud acabó
por convertirse en la característica principal del pe­
ríodo que se extiende hasta el final de la segunda gue­
rra mundial.
Fue su propia intrínseca afinidad con el comunismo
lo que hizo que los movimientos fascistas dieran testi­
monio del significado y la potencia de su enemigo. Si en
Italia y en Alemania pudieron combatirlo y derrotarlo
fue sólo porque lo imitaron: para empezar, ya con el co­
lor rojo de la bandera en la svástica y, después, hasta
con la pretensión, común en ambos, de considerarse
«partidos de los trabajadores». En este sentido, resulta
muy ilustrativa una declaración de Alfred Rosenberg en
1934. La condición previa para la victoria del nacional­
socialismo fue, según él, «el derrumbamiento radical de
todas las ideas y de todo el pensamiento del movimiento
marxista democrático [...] A toda tesis marxista noso­
tros le opusimos la tesis contraria» (por ejemplo, a la
idea del internacionalism o, el pensam iento racista).
Mientras Shaw y Webb se concentraban por completo
en el trabajo de construcción del comunismo y en sus
objetivos humanitarios, Hitler y Rosenberg, Himmler y
Heydrich se dedicaron paralelamente a la elaboración
del exterminio. El núcleo más profundo del nacionalso­
cialismo tenía que ser, necesariamente, la imitación del
enemigo. El exterminio de los judíos conservó todas las
peculiaridades del marxismo y del bolchevismo, y fue la
versión étnica y biológica del exterminio social practi­
cado por los bolcheviques. Pero esto sólo fue un as­
pecto: la realidad era mucho más compleja.
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÈTICO 45
Si es cierto que, con su pretensión de conocer la vo­
luntad de la historia, el marxismo se equivocó y dio pie
a que su extremismo ideológico fuera su característica
más acusada, también ahora se comprende por qué la
«revolución tortuosa» de los movimientos fascistas en
Europa tuvo más éxito que la «revolución total» del
marxismo; y cómo la «solución menor», un socialismo
nacional y estatal, pudo revelarse en aquel momento
más oportuna que la «gran solución» de una sociedad
mundial internacional-socialista. Así, el período entre
las dos guerras, en vez de ser la «época de la revolución
mundial del proletariado» se convirtió en la «época del
fascismo», y la Unión Soviética com unista sólo pudo
derrotar a la Alemania nacionalsocialista aliándose con
su viejo enemigo, el capitalismo.
Esa alianza, sin embargo, no superó la contradic­
ción que dividía el m undo, y que tenía raíces dem a­
siado profundas. La época del fascismo fue sustituida
por la de la guerra fría, y Occidente se quedó, durante
varias décadas, confinado en una situación difícil res­
pecto al «movimiento comunista mundial», que, mien­
tras tanto, conquistaba parte de Asia, algunos países
aislados de África y una im portante base popular en
América Latina. Por el contrario, al margen de algunas
escaramuzas, el espíritu de emulación hostil frente al
comunismo, que había sido la característica principal
de los movimientos fascistas, no avanzó de igual modo.
En esta ocasión, la fuerza del enem igo no se m idió
tanto por sus espectaculares tomas de poder como por
el hecho de que muchos de aquellos que habían sido
comunistas llegaron a la conclusión de que Occidente,
aun siendo el sistem a que había producido todas las
carencias, las dificultades y las crisis de las cuales el co­
munismo era una consecuencia, había logrado cons­
truir, entretanto, una solución mejor que el «totalita­
rismo» de la Unión Soviética. Cabe preguntarse si
Occidente hubiera podido superar la guerra fría sin los
46 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Koestler y los Burnham, los Borkenau y los Tasca, los


Silone y los Lówenthal. Pero todavía más relevante es el
hecho de que una especie de ex comunismo llamado
«comunismo reformista» se propagara incluso entre las
propias filas de los partidos comunistas en el poder. Su
principal motivación era la ineficacia económica del ré­
gimen; así, gradualmente, el comunismo bolchevique
fue perdiendo aquella fuerza interior de la que estuvo
infundido durante tanto tiempo.
Al partido del pacifismo militante y de la universali­
dad no le quedaban ya razones para existir de modo autó­
nomo, porque se daba el convencimiento general de que
una nueva guerra en cuyos combates se utilizara la mo­
derna tecnología militar llevaría a la destrucción de todo
el planeta. En cuanto al militarismo de los movimientos
fascistas, ya sólo era un lejano y odioso recuerdo.
El gran partido de la protesta y de la esperanza, na­
cido de la revolución industrial, había contribuido no­
tablemente a transformar los viejos estados del «capita­
lismo de Manchester» en estados sociales en los cuales
un concepto tal como el del «bienestar extendido» se
había hecho realidad. Por el contrario, el sistema para
mantener a las masas aplicado en los estados comunis­
tas sólo era, por decirlo así, un sistema relativamente
igualitario. La diferencia la estableció, básicamente, la
continuidad de la clase empresarial. Y fue esto, precisa­
mente, lo que hizo perder la credibilidad al anticapita­
lism o como idea central del m arxism o. Desde este
punto de vista, no se puede negar que incluso el aspecto
más criticado y discutido del régimen fascista, o sea, su
tolerancia hacia el capitalismo o el reconocimiento di­
recto de la necesidad de su mantenimiento, se mostró,
en realidad, como algo más «progresista» que el pro­
ceso de transformación de las relaciones sociales reali­
zado por un partido que se declaraba abiertam ente
«progresista» pero que tenía del progreso una idea de­
masiado simplista.
LA CAÍDA DEL COMUNISMO SOVIÈTICO 47
Esto iba acompañado de la convicción de que el de­
seo sociorreligioso de redención, con su hostilidad ra­
dical al egoísmo y al sistem a económico, frente a los
beneficios y los intereses, era, en realidad, un fe­
nóm eno radical-reaccionario que incluso podía ser
«eterno» y al cual se le había concedido la posibilidad
de renovarse de vez en cuando, pero no en la forma de
un partido de defensores de Dios que quieren tomar «el
poder» y crear un estado de armonía social mediante la
violencia.
Así, hacia finales del m ilenio se puede decir que
unos setenta años del siglo xx han sido, en realidad, la
era del comunismo ya que el comunismo representó
durante esos años el desafío más potente y determ i­
nante de toda la tradición histórica en el seno del sis­
tema liberal. Pero nunca como hoy constatamos la iro­
nía de la historia: la ideología que tenía la desorbitada
pretensión de anticipar el futuro de toda la humanidad,
se ha revelado como algo del pasado.

Nota

1. En el año 1920, Wolfgang Kapp, banquero y fundador del


llamado Partido de la Patria Alemana, de inspiración pangermá-
nica, intentó un golpe de estado de extrema derecha, conjunta­
mente con el comandante en jefe de las fuerzas armadas de la Repú­
blica de Weimar. Su gobierno sólo duró cinco días y fue derribado
por la huelga general convocada por las izquierdas unidas.
rI

i
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945

Guerra civil es una expresión que para el historiador


tiene un significado distinto del de las ciencias jurídi­
cas o del de las metáforas literarias.
Desde el punto de vista jurídico, una guerra civil es
la lucha entre dos grandes form aciones arm adas de
ciudadanos de un mismo Estado. En este sentido estre­
cho y concreto, fueron guerras civiles, por ejemplo, la
norteamericana de 1861 a 1865, la rusa de 1917 a 1920
y la española de 1936 a 1939.
La expresión adquiere un significado m ucho más
amplio con Friedrich Nietzsche cuando éste afirma, en
su prólogo al Crepúsculo de los ídolos, de 1888, que esta
pequeña obra se trata de una gran declaración de gue­
rra. Entiende que un desafío bélico, expresado de modo
especialmente duro, y dirigido contra los adversarios
de su filosofía o de su ideología constituye una «decla­
ración de guerra civil» que no tiene por qué traer, nece­
sariamente, como consecuencia, un conflicto armado.
En el mismo sentido, un conocido escritor ha atacado
muy recientemente el conservadurismo de la sociedad
de la Alemania federal con la que él se declara en «es­
tado de guerra civil».1 Queda claro que se trata de una
metáfora, pero de una metáfora muy brillante. Las gue­
rras civiles que nacen de una controversia intelectual
—por enconada que ésta sea— son guerras civiles en un
sentido más restringido que su significado jurídico.
50 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Pero el concepto jurídico tampoco está libre de du­


das. ¿Existe una frontera claramente diferenciada entre
«insurrección» y «guerra civil»? ¿La guerra civil espa­
ñola no fue decidida en último término por la interven­
ción de Italia y Alemania? ¿No pelearon en Guadalajara
italianos contra italianos? ¿No lucharon sobre Madrid
aviones alemanes contra aviones soviéticos? ¿No fue, en
cierto modo, esa guerra civil una guerra entre Estados y,
en ciernes, incluso una guerra mundial, como era el de­
seo y el proyecto del gobierno obligado a trasladarse a
Valencia? ¿No lucharon —hace poco tiem po— en la
guerra entre Irán e Irak, los mujadines del pueblo persa
al lado del Irak y los kurdos iraquíes en el bando iraní?
Esa guerra entre Estados, ¿no fue al mismo tiempo, en
cierto modo, una «guerra civil» del Oriente Medio?

El historiador debe tener en cuenta la multiplicidad de


situaciones y alianzas posibles, así como la diversidad
de los tiem pos y, contrariam ente al jurista, no debe
quedar cautivo en una definición. Incluso puede hacer
uso de las m etáforas propias del escritor, m ientras
tenga claro que sirven para aclarar y explicar, pero no
pueden ocupar el lugar que les corresponde a los con­
ceptos.
Si las guerras de las Dos Rosas fueron guerras civi­
les o, como tantas veces ocurrió en la Edad Media, tan
sólo se puede hablar de un gran conflicto armado entre
familias de la nobleza, es una cuestión que dejamos
pendiente. Pero son pocos los que dudarán de que las
guerras de religión de comienzos de la historia mo­
derna fueron guerras civiles, aun cuando pueda haber
quien opine que en ese período todavía asistíamos a la
formación de los «Estados». Numerosos protestantes
alemanes vieron en el desembarco del rey de Suecia,
Gustavo Adolfo, la salvación de la causa del Evangelio;
no sólo al principio de la guerra civil inglesa se sintió
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 51
Inglaterra como la beleaguered. isle, la isla sitiada, que
tenía que afianzarse en su propio suelo contra el papa
anticristo y sus seguidores. Tras la derogación del
Edicto de Nantes, los refugiados hugonotes de Ingla­
terra y los Países Bajos lucharon contra Luis XIV en
una guerra que m ostraba todas las características
de una guerra civil ideológica.
Podría objetarse que al principio de la Edad Mo­
derna los hombres rendían verdadera lealtad a su reli­
gión o confesión, como durante la Edad Media, en el
marco de una fe común, se la debían a su correspon­
diente casa reinante. La situación cambió cuando la
Ilustración comenzó a luchar contra las guerras religio­
sas como si fueran la «peste del mundo» y, en unión
con el absolutism o o, en su caso, con el parlam enta­
rismo inglés, impuso el concepto de Estado, que, como
es natural, tuvo que existir antes de que pudiera ser
amenazado o destruido por una guerra civil. En reali­
dad es lógico y razonable diferenciar las guerras civiles
anteriores a la Ilustración de las posteriores, y limitar
el concepto de guerra civil a estas últimas. Esto ocurre
así porque en la Ilustración se daba una tendencia que
declaraba perversas las relaciones sociales, a las que ca­
lificaba de degeneración del estado natural, de modo
que las diferencias existentes entre los distintos estados
quedaban superadas por otra: la diferencia entre los
despojados y los privilegiados, los oprimidos y los opre­
sores. Se trataba de la tendencia revolucionaria de
Rousseau y de Linguet, opuesta radicalmente a la ten­
dencia evolucionista de Voltaire y Locke.
Resulta, pues, justificado designar a las guerras de
la Revolución francesa como la «primera guerra civil
europea» puesto que, de modo digno de crédito, hizo
suyo, como consigna, el grito de guerra «guerra en los
palacios, paz en las chozas». Cuando Luis XIV llevó a
cabo su guerra de expolio contra el Palatinado, ningún
alemán se puso de su parte, pero cuando, a finales de
52 DESPUÉS DEL COMUNISMO

1792, las tropas del general Custine conquistaron la


ciudad de Mainz, se formó un partido fuerte que reci­
bió a los conquistadores como «liberadores». No sólo
en Francia había «jacobinos», sino que también abun­
daban en Alemania y Austria.
La ejecución de Luis XVI y el terreur de 1793 y 1794
hicieron que, en Europa, se convirtieran en enemigos
de la revolución muchos que antes habían simpatizado
con ella, pero tanto en Alemania como en Inglaterra se
cantaron himnos de alabanza a la guillotina y, a co­
mienzos del nuevo siglo, Johann Gottlieb Fichte toda­
vía seguía considerándose ciudadano de la libre Repú­
blica francesa. Ciertam ente, los jacobinos sufrieron
una dura derrota, incluso en Francia; Napoleón estaba
considerado como hijo de la revolución y, al mismo
tiempo, también como su domesticador, pero la crea­
ción de un partido contrarrevolucionario se quedó en
una tentativa debido a que los gobiernos no buscaron
aliados en el interior de la sociedad y lucharon solos
contra el primer Consulado y contra el Imperio. En In­
glaterra, también el partido del joven Pitt tuvo momen­
tos de zozobra cuando se sublevó una parte de la flota y
los United Briton parecieron estar en condiciones de re­
cibir la ayuda decisiva de un desembarco de Napoleón.
La «batalla de los pueblos», en Leipzig, fue un ca­
pítulo de la guerra civil entre alemanes, y el ordena­
m iento del Congreso de Viena no estaba tan dirigido
contra Francia como contra la revolución que cuestio­
naba la «tranquilidad de Europa» con la amenaza de la
guerra civil. El «partido del movimiento» y el partido
de la perseverancia eran partidos com unes en toda
Europa, pese a que eran muy diferentes sus relaciones
en los distintos estados. El liberalismo, como partido,
creía en una evolución progresista en paz, y para los ra­
dicales la deseada revolución era una lucha breve y de­
cisiva que traería el triunfo del bien sobre el mal y lo
caduco. Ni siquiera en el momento cumbre de las revo­
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1 9 1 7 - 1 9 4 5 53
luciones europeas de 1848-1849 hubo apenas quienes
creyeran que llegarían lustros enteros de guerras civiles
provocadas por guerras entre estados, y guerras entre
estados provocadas por guerras civiles. Karl Marx, que
en su doctrina tanto se distanció del grito de combate
de la Revolución francesa hasta el punto de hacer creer
que en los estados avanzados de Europa no parecía po­
sible una guerra civil de los pocos magnates del capital
contra la creciente y arrolladora superioridad del prole­
tariado, esbozó el 1 de enero de 1849, en la Neuen Rhei-
nischen Zeitung, un cuadro de la evolución mundial en
el que vinculó de forma muy estrecha la guerra civil y la
guerra entre estados:
Pero el país que transformó naciones enteras en
proletariado, que mantiene en vilo al mundo entero
con sus masas de pobres [...] In glaterra parece ser la
roca contra la que se estrellan las olas de la revolución
pues la nueva sociedad se muere de hambre ya en el
vientre materno [...] La vieja Inglaterra sólo puede ser
destruida por una guerra mundial, que es lo único ca­
paz de ofrecer al partido constitucional, el organizado
partido de los trabajadores ingleses, las condiciones
para una insurrección con éxito contra su gigantesco
opresor [...] Toda guerra europea en la que se vea en­
vuelta Inglaterra es una guerra mundial [...] Y la guerra
europea es la primera consecuencia de la victoriosa re­
volución de los trabajadores en Francia. Como en la
época de Napoleón, Inglaterra encabezará los ejércitos
contrarrevolucionarios, pero la propia guerra la empu­
jará a colocarse al frente del movimiento revoluciona­
rio, con lo que pagará la deuda contraída con la revolu­
ción del siglo xviii. In su rrecció n revo lu cio n a ria de la
clase obrera francesa, guerra m undial... Éste es el índice
del año 1849.2
Éste es el concepto de una guerra internacional de
alcance europeo que, en su núcleo, sería una guerra ci­
54 DESPUÉS DEL COMUNISMO

vil europea. Se trata de un concepto mucho más rea­


lista que la idea optimista e inocua de una revolución
breve e irresistible llamada a producirse de modo si­
multáneo en Inglaterra, Francia y Alemania, y que pon­
dría fin, de una vez para siempre, a la «prehistoria» de
la humanidad. Este concepto de Marx tiene una conse­
cuencia inmanente, aunque no haya sido pronunciada,
la idea de que no serán los «palacios» ni las «chozas»
los que jueguen el papel decisivo, sino las «casas»; no
los «capitalistas» y los «proletarios», sino las clases me­
dias que supuestamente debían desaparecer pero que,
por el contrario, en los países avanzados son las que,
proporcionalmente, más aumentan en número en com­
paración con las otras clases sociales. Pero, como ya
hemos visto, este concepto no se materializó y en su lu­
gar tuvieron lugar dos guerras interestatales: la guerra
de Crimea y la guerra francogermana. El emerger de la
cabeza de la hidra internacional, que tanto asustó, no
sólo al joven N ietzsche sino tam bién a B ism arck y
Thiers durante los días de la Comuna de París, siguió
siendo, de momento, un episodio sin continuidad. Ha­
cia 1900, con la excepción de algunos rusos, no había
ya ningún grupo de em igrantes revolucionarios que
—como en los tiempos de Napoleón III hicieron Proud­
hon y Quinet, Bucher y Bamberger— esperaran en In­
glaterra o Bélgica la hora del regreso triunfante. El sis­
tema parlamentario o, en su caso, el constitucional, el
sistema en favor de una solución abierta pero pacífica
de los conflictos internos se había impuesto ya en toda
Europa, con la excepción de Rusia. De todos modos,
aquel concepto revolucionario y optimista, al parecer,
había ganado nuevas fuerzas con el gigantesco desarro­
llo del movimiento obrero marxista. Pero quien haya
leído con atención el tercer volumen, postumo, de El
Capital, de Karl Marx, tendrá algunas dudas sobre el
hecho de si otro concepto de «la lucha de clases entre
los pueblos», en el cual se unirán en uno las guerras in-
r LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 55
ternacionales, entre estados, y las guerras civiles, en
realidad sólo fue la «curiosa invención» de algunos
nacionalistas italianos. Quien conocía los últimos escri­
tos de Friedrich Nietzsche, puede haberse planteado
la cuestión de si no se habrá dedicado una atención
demasiado escasa a su singular concepto del «partido
de la vida», ese partido que, con m ano despiadada,
pone fin a la decadencia moderna en todas sus m ani­
festaciones.3

II
El estallido de la primera guerra mundial, que hasta
1917 fue una guerra totalmente europea, significó, en
primer lugar, la completa victoria de las fidelidades al
Estado. Fue una experiencia en parte satisfactoria y en
parte traum ática para los marxistas, que estaban con­
vencidos de que la estructura horizontal y totalmente
actual de la solidaridad de la clase obrera homogénea e
internacional sería más fuerte que las estructuras verti­
cales de los Estados y naciones, profundamente arrai­
gadas en el pasado.
Sin embargo, con la, en principio inimaginable, du­
ración de la guerra y su insólita devastación, fue ga­
nando fuerza una tendencia opuesta, cuyo punto cen­
tral era que la ilimitada soberanía de los Estados había
sido, al fin y al cabo, la responsable de la guerra, y que
la fuerza destructora de la contienda se había hecho de­
masiado grande como para perm itir que la dirección
de la guerra continuara siendo un derecho inaliena­
ble de cada Estado por separado. Esa tendencia pudo
unirse con otra de tipo totalm ente distinto que repre­
sentaba la culminación de la voluntad de victoria de to­
dos los grupos de potencias beligerantes, y que se ba-
¡ saba en la creencia de que el enem igo era el único
culpable de la guerra y, por lo tanto, debía ser aniqui-

i
56 DESPUÉS DEL COMUNISMO

lado. En este terreno, los aliados contaban con una


ventaja indiscutible, pues podían llegar a opinar que re­
presentaban a «la civilización», en lucha contra las po­
tencias centrales reaccionarias y feudales. Su afirma­
ción de luchar por la cultura encontró poco crédito en
el mundo y, además, la hermandad de armas de las po­
tencias occidentales con el estado zarista, «medio asiá­
tico» y «despótico» significó un notable punto débil en
la tesis de los aliados. De modo totalmente clandestino,
durante algún tiempo ejerció su influencia un tercer
concepto que era defendido decididamente por un re­
volucionario ruso por aquellos días casi com pleta­
mente desconocido: la culpa de la guerra era atribuible
al sistema económico del capitalismo, y la guerra impe­
rialista debía transformarse en una guerra civil. Eso no
era más que la autoafirmación invariable de la doctrina
marxista, que de ese modo sustituía al indeterminado e
inofensivo concepto de la lucha de clases por el de gue­
rra civil, más adecuado a las circunstancias del mo­
mento.
Como es bien sabido, la teoría de Lenin triunfó en
Rusia con la Revolución de Octubre de 1917, que qui­
so ser un «alzamiento armado» y no fue más que un
putsch contra el intento, a todas luces capaz de lograr
el éxito, de formar un gobierno de los tres partidos so­
cialistas; pretendió significar algo nuevo, con trascen­
dencia histórica mundial, pero se limitó, de momento,
a realizar las exigencias que ya habían sido planteadas
por la revolución de febrero, es decir, la firma de un tra­
tado de paz y el reparto de las tierras de los aristócratas
entre los campesinos. Pero ese tratado de paz hubiera
significado una paz ajena a las potencias centrales y,
por lo tanto, una grave violación de sus acuerdos con
los aliados, aunque bastante menos de lo que la revolu­
ción de febrero había exigido; y la reforma agraria, bajo
la dirección de marxistas, tuvo que ampliarse a la ex­
propiación socialista de la industria, es decir profun-
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 57
dizó más de lo que los revolucionarios sociales y los
mencheviques consideraban adecuado. Por esa razón,
los victoriosos bolcheviques, desde el primer día de su
toma del poder, definida como ilegal o delictiva, fueron
calificados por todos los demás partidos como «el par­
tido de la guerra civil» e incluso desde sus propios cua­
dros de mando llegó el reproche de que el dominio de
un partido único sólo podía ser m antenido con el te­
rror. De hecho, la guerra civil rusa nació de la indigna­
ción de los aliados contra los traidores bolcheviques y
de la decisión de los demás partidos de no aceptar la
disolución violenta de la Asamblea constituyente en
enero de 1918. Aún más trascendental fue el convenci­
miento de los bolcheviques de que estaban inmersos en
una lucha decisiva contra los «bourgeoise», es decir, los
grandes burgueses, y contra la pequeña burguesía, y
que debían aniquilar a estas clases como tales si que­
rían evitar su propio exterminio. No pasó mucho tiem­
po antes de que Lenin se refiriera a los «perros y cerdos
de la burguesía moribunda» y Sinoviev, con la misma
claridad, exigió el exterminio de diez millones de ene­
migos de clase.4
Con todo esto, y en todo esto, la toma del poder en
uno de los grandes Estados en guerra por parte de un
partido contrario a la guerra, y además socialista, des­
pertó en todo el mundo una ola de simpatía y, a veces,
hasta de entusiasmo, aunque no exento, por otra parte,
de una cierta reacción de rabia, amargura y horror. Los
unos —y de ningún m odo siem pre exclusivam ente
obreros— creyeron ver una señal de que por fin iba a
terminar el derram am iento de sangre de la guerra; a
otros —y entre ellos también obreros— les pareció, más
bien, que estaban asistiendo al nacim iento de una
época en la que se haría realidad un exterminio todavía
más espantoso, una destrucción de clase en la que no se
preguntaría por la inocencia o la culpa individual ni se
tendría en cuenta el estatuto de combatiente o no com-
58 DESPUÉS DEL COMUNISMO

batiente; un exterminio del cual los bolcheviques ofre­


cieron un ejemplo simbólico cuando no se limitaron a
fusilar al zar, sino tam bién a la zarina, a sus hijos y
hasta al personal a su servicio.
La analogía con la Revolución francesa saltaba a la
vista, y cuando las potencias centro-europeas fueron
derrotadas en noviembre de 1918, Europa se dividió
entre am igos y enem igos de la R evolución de una
forma más clara de lo que había sucedido en 1790. La
Gran Guerra había afectado a cada individuo, con mu­
cha mayor dureza de lo que hubiera podido hacerlo el
despotismo del Antiguo régimen y, además, las masas
ya no estaban, como lo estuvieron antaño, mudas y de­
sorganizadas, sino organizadas y unidas por partidos
con capacidad de acción y dispuestos a actuar. No cabe
la menor duda de que los bolcheviques se considera­
ban la vanguardia de un movimiento internacional, y
fue indescriptible el entusiasmo que transm itía el ma­
nifiesto con el que a principios de 1919, tras la funda­
ción de su partido internacional mundial, se convocó a
las m asas de todo el m undo a la «rebelión armada»
contra los «gobiernos burgueses» culpables de la gue­
rra. Cuando, realmente, el 1 de mayo de 1919, como
había propuesto la Internacional, se celebró en toda
Europa el día de la victoria de la «revolución proleta­
ria», la «revolución» había triunfado, como lo hizo la
Revolución francesa en 1808 bajo la forma del ejército
napoleónico.
Pero la Revolución francesa no tuvo su origen en la
derrota y el hundimiento, como sí lo tuvo la rusa. Fran­
cia estaba considerada como el más avanzado de los
países de Europa, mientras que Rusia, según el criterio
general, era uno de los más atrasados; en Francia, la re­
volución accedió relativam ente tarde a la fase del
terreur y en Rusia ya hacía tiempo que había empezado
cuando llegó la oportunidad de la victoria generalizada.
Ni en 1789 ni en 1793 se produjo algo semejante al ar-
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 59
gumento de los enemigos de la revolución de que había
sido puesta en m archa por un pequeño grupo con
características externas fácilmente reconocibles: los
judíos.
Por esas razones, la Revolución rusa fue, al mismo
tiempo, más poderosa y más débil que la Revolución
francesa, aunque, como ella, fuera un acontecimiento
de trascendencia histórica mundial que cambió todas
las relaciones existentes hasta entonces, aun cuando al­
gunas de éstas conservaran el mismo aspecto exterior.
La llam ada a la insurrección no fue atendida, y en el
otoño de 1919 se tuvo la impresión de que el ejército
rojo iba a ser derrotado por el ejército blanco sin que
los partidos comunistas del resto de Europa pudieran
hacer más que contem plar los acontecimientos; pero
los partidos mundiales de la Tercera Internacional no
dejaron la menor duda de que se consideraban los par­
tidos de la guerra civil generalizada y que no cejarían
en convocar a las masas a la «rebelión armada». Lo po­
tente y terrorífica que resultó esta «declaración de gue­
rra» se reflejó en el temor, casi pánico, que desató la
marcha ruso-soviética sobre Varsovia de agosto de
1920 en todas las capitales occidentales, cuando Trotski
se refirió a la «gran batalla en el Rin» que los trabajado­
res alemanes y rusos sostendrían contra la Entente.
Igualmente probatoria es la explicación que ofreció
Lloyd George en 1921 como fundamento del estableci­
miento de relaciones comerciales con la Unión Sovié­
tica: que prefería una Rusia bolchevique a una Inglate­
rra bolchevique. Un testim onio de este tem or son las
declaraciones de Thomas Mann cuando llegó a su fin la
República de los soviets (consejos) de Munich, en mayo
de 1919, y de Winston Churchill en el año 1920, decla­
raciones que fueron igualm ente antibolcheviques y
poco m enos antisem itas que lo m anifestado en la
misma época por un desconocido orador llamado Adolf
Hitler, que se dedicaba a hacer propaganda de un mi­
60 DESPUÉS DEL COMUNISMO

núsculo partido. Un testimonio igualmente sintomático


de la credibilidad y el entusiasm o, que constituían
una de las causas principales de aquel temor de sus ad­
versarios, fue una frase de la dirigente comunista Clara
Zetkin, que ella puso en boca del «proletariado ruso»,
pero que podía recomendarse como máxima para to­
dos los com unistas: «La Unión Soviética debe vivir,
aunque nosotros tengamos que morir», que parafra­
seaba el verso original de un poeta obrero alemán for­
mulado a principios de la guerra mundial: «Alemania
tiene que vivir aunque nosotros tengamos que morir».5
A ningún contem poráneo se le ocultaba, en 1920 y
1921, que por fin en Europa había un Estado que des­
pertaba una lealtad supranacional entre grandes masas
hum anas, que predicaba la guerra civil y que, pese a
ello, ofrecía un futuro en paz, un Estado que provocaba
en sus enemigos sentimientos tan intensos como entre
sus amigos y que se veía sometido a la acusación de ha­
ber sido el Estado que, por primera vez en la moderna
historia m undial, había fom entado el exterm inio de
grandes clases sociales, y hasta lo había puesto en prác­
tica. ¿Quién podía dudar que se daba una situación de
guerra civil y que había surgido un estado de las ideolo­
gías que, en forma diversa y con un convencimiento
aún mayor, había hecho suyo el grito de la Revolución
francesa de «guerra en los palacios, paz en las chozas»
y que sufría de esa debilidad?
La principal diferencia respecto a la situación que se
dio en Europa en los diez últimos años del siglo xviii
consistía en que se estaba formando un partido contra­
rio a la guerra civil, que no se conformaba —como ha­
cían todos los gobiernos— con tomar simples medidas
de defensa contra el adversario, sino que también pos­
tulaba su exterminio. En Italia, cuando después de lar­
gos meses de una situación que tenía mucho de guerra
civil, tomó el poder un nuevo partido contrarrevolucio­
nario dirigido por el más decidido de los revoluciona-
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 61
ríos del período prebélico* fueron sin duda muchos los
observadores que debieron preguntarse si no podía
darse por superada la antigua y benéfica diferenciación
entre «revolución» y «contrarrevolución» y si la época
de la posguerra no estaba llamada a ser una «época del
fascismo» puesto que la «revolución mundial proleta­
ria» era un fracaso.
A partir de 1924, pareció como si Europa y el mun­
do hubieran superado, por fin, «los desórdenes de la
posguerra» y que ya pudiera intentarse escribir la histo­
ria contemporánea como la simple historia de las rela­
ciones interestatales y tratar los conflictos sociales
como nuevas cuestiones de política interna a ser deba­
tidas en los parlamentos. Incluso en Alemania fueron
olvidando que en el año 1920, en el territorio del Ruhr,
se produjo una auténtica guerra civil entre un «ejército
rojo» y las tropas del gobierno; que en 1921 hubo un
movimiento de insurrección a gran escala que recibió
el nombre bastante restrictivo de «acción de marzo», y
que en 1923 dos de los lander de la Alemania central,
dominados por los comunistas, por una parte, y por la
otra Baviera, donde la influencia de los nacionalsocia­
listas de Adolf Hitler era muy grande, se armaban ante
la posibilidad de una guerra civil entre ellos. En Fran­
cia, la fuerza del partido comunista, que en 1920 atrajo
a la mayor parte del partido socialista, comenzó a re­
troceder de modo continuado, y la Unión Soviética,
tras la victoria de Stalin sobre Trotski, estableció «un
socialismo en un solo país» que parecía no comportar
peligro alguno para el resto del mundo. Mussolini, por
su parte, tras la destrucción de todos los demás parti­
dos, estableció firmemente el dominio único del fas­
cismo, aunque concedió gran valor a seguir siendo
considerado como un m iem bro más de la familia de

Mussolini. (N. del t.)


62 DESPUÉS DEL COMUNISMO

pueblos europeos. Los nacionalsocialistas contaban


con un dos por ciento de escaños en el Reichstag ale­
mán. Stresemann fomentó una política de reconcilia­
ción con Francia, y en 1926 firmó un tratado de neutra­
lidad con la Unión Soviética.
Sin embargo, existían buenas razones para creer
que esa imagen de una nueva norm alidad era enga­
ñosa, no menos engañosa que lo fue la pacífica situa­
ción de Alemania del Norte después de la paz, por sepa­
rado, de Prusia con Francia en 1795. En Inglaterra, el
gobierno de Baldwin no creía en la normalidad ni en la
capacidad de autocontrol de la Unión Soviética, y de re­
pente, después de la huelga general de 1926, rompió las
relaciones diplomáticas, a lo que Stalin, por su parte,
respondió con una vehemente campaña contra los su­
puestos planes de guerra de las «potencias imperialis­
tas». El embajador francés, Jean Herbette, informó de­
talladam ente sobre la «colectivización» y calificó de
«personificación del mal» al Estado que m antenía una
guerra civil de aquel tipo contra una gran parte de su
población. El concepto difuso de una «cruzada en pro
de la civilización», con la que se soñaba en algunos ám­
bitos, resultó imposible desde el principio, puesto que,
como era de esperar, daría lugar a revueltas e inciden­
tes provocados, incluso dentro de las propias líneas,
por comunistas y amigos de los soviéticos. En Alema­
nia, el partido comunista —el más numeroso de la Ter­
cera Internacional—, se convirtió ya en las elecciones
de 1928 en un serio rival de los socialdemócratas y el
único, entre todos los partidos, que continuó creciendo
hasta casi igualar al SPD; en Berlín, así como en otros
lugares de las regiones industriales alemanas, llegó a
contar con un núm ero mayor de afiliados que el otro
partido de los obreros, el socialdemócrata, al que los
comunistas llamaban «social-fascista» y al que comba­
tían casi con el mismo encono que al nacionalsocia­
lismo de Hitler. La causa de este ascenso estuvo en la
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 63
crisis económica mundial, como lo estuvo también, no­
toriamente, en la aún mayor del partido nacionalsocia­
lista. Pero, en general, no se tiene en cuenta el hecho de
que el programa de los comunistas era aún más radi­
cal que el de los nazis. Por ejemplo, los comunistas no
sólo querían suprim ir el pago de las indemnizaciones
de guerra, sino también los intereses sobre los emprés­
titos, con lo que Alemania hubiera quedado excluida de
toda relación con la economía mundial y obligada, por
lo tanto y consecuentemente, a establecer un pacto in­
disoluble con la Unión Soviética. Con la m ism a fre­
cuencia, deja de ser tomado en cuenta por la ciencia
histórica —que adopta una postura excesivamente «po­
pulista» en el sentido pedagógico— el hecho de que en
la guerra civil, todavía limitada pero ya claramente per­
ceptible que se libraba en las calles de las ciudades ale­
manas, los comunistas no eran menos activos ni menos
violentos que los nazis. Los comunistas cantaban:
Así está la joven guardia
dispuesta a la lucha de clases,
sólo cuando corra sangre burguesa
seremos libres por fin.
Saltemos a las barricadas
dispuestos a la revolución, a la guerra,
icemos la bandera soviética
por la victoria roja de sangre.6
En cuanto a los nacionalsocialistas, utilizaban la
misma música y hasta la misma letra, cambiando sólo
«sangre burguesa» por «sangre judía». Con todo, la
toma del poder por parte del partido nacionalsocialista
hubiera sido evitable si la indecisión y la ineptitud hu­
biera quedado limitada exclusivamente a los principa­
les estadistas y a los partidos «nacionales». Pero no era
así: después de que la crisis económica creó una situa­
64 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ción análoga a la crisis de la posguerra, el significado


del 30 de enero de 1933 difícilmente puede ser determi­
nado de otra forma que como sigue: de nuevo llegaba al
poder en Europa un partido revolucionario-contrarre­
volucionario, contrario a la guerra civil; además de la
Unión Soviética, existía un segundo gran Estado de las
ideologías, y si llegaba a producirse una guerra entre
ambas potencias, esta guerra entre Estados sería, al
mismo tiempo, una guerra civil, pues también el nacio­
nalsocialismo contaría con amplias simpatías interna­
cionales, pese a que se trataba de un partido clara­
mente nacionalista.
Pero incluso aquí estaba presente un aspecto de la
normalidad que hace posible situar los años posteriores
a 1933 en el marco de la «historia interestatal», es decir,
de la historia de las relaciones entre Estados: no fue
sólo el Vaticano quien confirió a Hitler un reconoci­
miento internacional con la firma del concordato con
el Reich, sino que, en la misma línea, lo hicieron, con
las negociaciones sobre el pacto cuatripartito, Inglate­
rra, Francia e Italia; tam bién en este terreno cabe in­
cluir la prórroga del tratado de neutralidad de 1926 con
la Unión Soviética. Al mismo tiempo, empero, en la po­
lítica interior se reflejaba ya una guerra civil de tal in­
tensidad y parcialidad que en el otoño de 1933 habían
sido barridos de Alemania todos los enemigos del na­
cionalsocialismo, bien porque estaban internados en
campos de concentración o porque se vieron obligados
a emigrar, mientras que las grandes masas de sus anti­
guos partidarios se habían pasado, enarbolando sus
banderas al lado del victorioso «canciller del pueblo».
Que el estado nacionalsocialista era un auténtico es­
tado ideológico de un tipo hasta entonces desconocido,
y que de ningún modo podía ser comparado con la Ita­
lia fascista, es algo que se puso en evidencia desde las
primeras semanas, sobre todo a la luz de su legislación
biologicista y antisemita, que trataba de mejorar la «sa-
I
1
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 65
lud del pueblo» mediante la esterilización obligatoria
de los que sufrieran enfermedades hereditarias, y que
pretendía establecer la homogeneidad del pueblo elimi­
nando a los judíos del aparato estatal. Una de esas dos
medidas se apoyaba en el pensamiento biológico que se
introdujo ya en tiempos de Darwin y Galton, y que ha­
bía seguido ganando terreno; la otra más bien parecía
dimanar del antisemitismo tradicional. Y mientras la
primera pasó casi inadvertida, la segunda atrajo sobre
sí la atención internacional.
Sólo muy pocos observaron que la persecución de
los judíos se correspondía de manera bastante exacta
con las privaciones de derechos que le había sido im ­
puesta a la burguesía rusa y que ambas medidas pre­
tendían conseguir una «purificación» semejante. En
Alemania esos abusos no se dirigieron contra una fuer­
za que siem pre fue poderosa y que hasta aquel m o­
mento había dom inado al lado de la nobleza, sino
contra una m inoría exigua e indefensa que se había
considerado, desde un principio, como algo especial­
mente repugnante y demente. Sin embargo, gran parte
de los judíos alemanes tenían realmente ideas naciona­
listas y antibolcheviques. El hecho de que Hitler, a par­
tir de 1919, hubiera hecho una «atribución de culpa co­
lectiva» y declarado a los judíos como responsables de
la llegada del bolchevismo, pasó a segundo lugar: toda
la atención de la opinión pública se conmocionó al ver
cómo científicos de fama mundial eran desposeídos de
sus cargos, algo absurdo si se piensa que entre ellos ha­
bía personajes como Fritz Haber,* sin cuyo descubri­
miento y actividades el Reich no hubiera podido soste­
ner la prim era guerra mundial. Existían ya, de hecho,

* Fritz Haber, Premio Nobel de Química en 1918, fue director del De­
partamento de Guerra Química del emperador Guillermo II durante la pri­
mera guerra mundial. Su intervención fue muy importante en el desarrollo
de los gases asfixiantes. (N. del t.)
66 DESPUÉS DEL COMUNISMO
buenos motivos para sostener que el verdadero funda­
mento ideológico del antisemitismo no era el «antisio­
nismo», protector de la segregación racial, ni la aver­
sión cristiana contra los «asesinos de Cristo», sino el
antim arxism o en su form a concreta de antibolche­
vismo.
El pacto de no agresión firmado entre Hitler y Polo­
nia en enero de 1934 no hubiera podido proponerlo
ningún estadista de la República de Weimar sin arries­
gar su supervivencia política; Hitler, por el contrario,
fue capaz de imponerlo debido a su parentesco ideoló­
gico con el m ariscal Pilsudski y, probablem ente, te­
niendo en cuenta ya la posibilidad de un posterior en­
frentamiento con la Unión Soviética. En un principio,
el Ministerio de Asuntos Exteriores, como el de la Gue­
rra, se m ostraron contrarios a la intervención de Ale­
mania en la guerra civil española; Hitler, sin embargo,
ordenó dicha intervención y la mantuvo con firmeza
hasta que se produjo la victoria de Franco. El pacto con
Mussolini se debió, al principio, a razones de tipo ex­
clusivamente pragmático. El Pacto de Munich se atenía
exactamente a la conducta observada por Hitler desde
su llegada al poder en Alemania: en estrecha colabora­
ción con las fuerzas conservadoras tradicionales, Hitler
deseaba infligir una dura derrota al Estado revolucio­
nario. Naturalmente, tam bién la Unión Soviética, que
en aquel entonces m antenía una actitud tan revisio­
nista como polémica con respecto al Tratado de Versa-
lles, perseguía, desde hacía años, alcanzar un acuerdo
con las potencias occidentales, mientras que Hitler, por
su parte, estaba decidido de todo punto y abiertamente
a som eter a Checoslovaquia, aun sin contar con la
aprobación de Inglaterra y Francia. Y se había puesto
de manifiesto que la complejidad de la realidad histó­
rica no perm itía que la «contrarrevolución» tom ara
cuerpo en determinados Estados o, incluso, en deter­
minados partidos. En la Unión Soviética, Stalin había
LAGUERRACIVIL EUROPEA 1917-1945 67
eliminado radicalm ente a los compañeros de viaje de
Lenin, como Hitler hizo con los cam aradas de Thal-
m ann. El ejem plo m ás llam ativo y desconcertante
—para sus contemporáneos— de estas paradojas y con­
tradicciones históricas fue el Pacto de no agresión en­
tre Stalin y Hitler, que, en realidad, fue un acuerdo de
guerra encaminado a la destrucción y al reparto de la
Polonia anticomunista de los sucesores de Pilsudski y
que significó el prim er disparo que desencadenaría la
segunda guerra m undial. Durante dos años pareció
darse una situación de guerra civil de un tipo completa­
mente nuevo: las democracias parlamentarias, denomi­
nadas por su más antiguos enemigos plutocracias capi­
talistas, estaban solas —aunque contaban con unos
pocos aliados en el campo enemigo— frente a los dos
estados con «dictaduras totalitarias», la más joven de
las cuales había reclamado hasta hacía poco el papel
de adalid en la lucha contra la más antigua. Si se hubie­
ran realizado los proyectos aliados de acudir en ayuda
de Finlandia, atacada por la Unión Soviética sin pre­
via declaración de guerra, o si se hubieran destruido,
mediante un ataque aéreo, los campos petrolíferos de
Bakú, todas las hipótesis razonables llevan a suponer
que Hitler y Stalin hubieran seguido siendo aliados du­
rante un período de tiempo incalculable.
No queda claro, a primera vista, que se pueda consi­
derar la guerra germano-soviética como una guerra ci­
vil, como una especie de reanudación de la guerra civil
rusa entre blancos y rojos; con la notable diferencia, so­
bre todo, de que en esta ocasión las potencias occiden­
tales luchaban a favor de los «rojos». En un estudio
breve, como es éste, tampoco pueden explicarse deta­
lladamente estos fundamentos y, especialmente, no es
posible m ostrar hasta qué punto no se trataba de una
guerra civil «pura», sino de una realidad múltiple, den­
tro de la cual se mezclaban factores casuales que juga­
ban un importante papel, en la que se superaba lo con­
68 DESPUÉS DEL COMUNISMO
tradictorio y los enemigos se asemejaban. Al que desee
conocer más detalles, le recomiendo mi libro, cuyo tí­
tulo es idéntico al de este capítulo (Der europäische
Bürgrkrieg 1917-1945). Aquí, no obstante, citaré algu­
nos hechos que aclaran la perspectiva desde la cual esta
guerra entre Estados aparece como guerra civil.
Con el Kommisarbefelh* Hitler no hizo sino conti­
nuar, como algo natural, una de las reglas más espanto­
sas de la guerra civil rusa; en amplios territorios de la
Unión Soviética, las tropas alemanas fueron recibidas
con júbilo por la población, y cientos de miles de solda­
dos soviéticos se pasaron al bando alemán; en sus dis­
cursos, tam bién Stalin evocaba las em ociones de la
guerra civil y tam bién había un núm ero de alemanes
que —en el interior de Alemania primero y más tarde,
también, en los campos de prisioneros— actuaban en
favor de un enemigo cuya ideología com partían o al
menos consideraban adecuada a los tiem pos. Hitler
hizo ver claro hasta qué punto tenía presentes los acon­
tecimientos de la guerra civil rusa y se dejó determinar
por esos recuerdos incluso en actuaciones concretas.
También se enfrentaron grupos de antifascistas france­
ses contra los m iem bros de la Legión Charlemagne,
árabes contra árabes, indios contra indios; incluso de
Estados Unidos e Inglaterra acudieron en ayuda de Hit­
ler hom bres influyentes, como Ezra Pound y James
Joyce. Es precisam ente desde esta perspectiva que
queda claro con qué fuerza seguían existiendo viejas
tradiciones que, de acuerdo con la teoría biologicista,
presentaban aspectos contradictorios con los de una
guerra civil pura y simple, como, por ejemplo, la tradi­
ción alemana de la «lucha popular» en el Este, que pre­
tendía esclavizar y oprim ir a los anticomunistas pola-

* Orden dada por Hitler de ejecutar sin juicio a todos los comisarios
políticos soviéticos capturados. (N. del t.)
LAGUERRACIVILEUROPEA 1917-1945 69
eos considerándolos slawische Untermenschen, o sea,
«infrahombres eslavos». Estas herencias culturales in­
fluyeron también en la «solución final de la cuestión ju­
día» que, desde el punto de vista de la guerra civil, apa­
rece como la repetición, aunque a escala gigantesca, del
progrom «blanco» en Ucrania, pero en la que también
está presente en aquel pensamiento que lam entaba la
decadencia moderna, la corrupción y la desintegración
de la vida y que, en parte, señalaba a los judíos como los
responsables de este fenómeno. De ese modo, la «solu­
ción final» es la prueba más concluyente de que los na­
zis no sólo buscaban responder a las medidas políticas y
sociales de destrucción de la revolución bolchevique
con otras medidas de destrucción antagónicas, igual­
mente políticas y sociales, sino que tenían previstas
otras medidas de exterminio basadas en la biología, e
incluso en la metabiología, que habrían de superar con
creces el horror inherente a toda situación de guerra ci­
vil. La solución final hizo posible postular de m anera
ideológica el pacto entre el comunismo y las democra­
cias occidentales, que tuvo como consecuencia la de­
rrota del Tercer Reich. Como todo el mundo sabe, esa
derrota fue el prólogo a la «guerra fría» entre el «Este» y
el «Oeste», es decir, de la guerra civil mundial potencial,
cuyo fin sólo actualmente da muestras de vislumbrarse.

III
La tesis del libro, cuyo contenido hemos reiterado
aquí —aunque muy resumido— ha sido objeto de m u­
chas críticas, por lo general de tendencia científica, y
además tuvo que enfrentarse a graves reproches: se le
acusó de falta de sensibilidad moral o, incluso, se in­
tentó atribuirle otras intenciones aún peores. Expongo
algo de ello a continuación y ofrezco las respuestas que
me parecen más necesarias:
l
70 DESPUÉS DEL COMUNISMO
1. Se objeta que presentar el período que abarca el
tiempo transcurrido entre las dos grandes guerras y el
de la segunda guerra mundial como una «guerra civil
europea», no está justificada si se tienen en cuenta la
multiplicidad de factores y la complejidad de las rela­
ciones entre Estados soberanos: esto desvía la atención
del hecho de que la segunda guerra mundial fue una re­
petición de la primera y que ambas tuvieron su origen
en las mismas causas: los esfuerzos expansionistas del
Imperio prusiano-alemán. Casi tan fuerte como la crí­
tica objetada por los defensores de la interpretación
germanocéntrica, fue la que hicieron los partidarios del
concepto teórico del totalitarismo: en vez de examinar
en sus profundas contradicciones la concordancia
esencial de los regímenes totalitarios de Hitler y Stalin
frente a los estados constitucionalistas de impronta oc­
cidental, se aceptó la imagen tópica generalizada sobre
ambos regímenes que ya hacia prever una mortal ene­
mistad entre ellos; de ese modo, el papel de Occidente
se redujo de modo inadmisible, hasta el punto de consi­
derar como irrelevante e inconsecuente, simplemente
como un posible error, su apoyo a la Unión Soviética.
Pero la flagrante contradicción entre estas dos interpre­
taciones dominantes desde hacía mucho tiempo, per­
mitía apreciar que cabía otra interpretación más. Esta
interpretación no pudo evitar una reducción, incapaz
de crear y reflejar el cuadro monumental de los aconte­
cimientos que se había propuesto como meta una «his­
toria de Europa de 1914 a 1945» o una «historia de la
segunda guerra mundial». Pero aspiraba, eso sí, a rei­
vindicar el hecho de haber puesto luz y hecho com­
prensible, en el marco de lo posible, aquello que en las
otras interpretaciones queda como un hecho incom­
p ren sib le y deleznable, p o r ejem plo el ya citado
Kommisarebefehl o, tam bién, la «solución final» del
problem a judío. En lo que respecta al significado de
«occidente» o del «sistema liberal», nadie podrá apre-
LAGUERRACIVILEUROPEA 1917-1945 71
ciar menosprecio en el juicio expresado, en ninguno de
mis cuatro libros sobre la historia de las ideologías mo­
dernas, o que haya algo allí despreciativo o negativo.
En esos libros, el sistem a liberal es considerado
como la raíz y la tierra abonada de las ideologías de ex­
trema izquierda y de extrema derecha que, en 1917 y en
1933, por así decirlo, lograron su respectiva autonomía
como ideologías de un Estado. La primera fue más ori­
ginal que la segunda porque nació de una fe más autén­
tica y mucho más antigua a la que se opone otra fe radi­
calm ente contraria. En conjunto, para em plear un
término de Jacob Burckhardt, es una historia de la era
moderna de las revoluciones que surgió con la revolu­
ción industrial y que aporta —mediante el análisis más
que mediante la descripción— a la teoría del totalita­
rismo la dimensión histórico-genética que hasta enton­
ces le faltaba, sin omitir la cuestión del papel especial
jugado por Alemania para no mencionar la polémica, ya
obsoleta desde hace tanto tiempo, contra los Junker*
La crítica científica puede m ostrar la limitación de
los conceptos expresados en mis libros y está obligada
a criticar la debilidad de su exposición, pero no debe
extrapolar las frases aisladas sin tener en cuenta el sig­
nificado conjunto e interdependiente, es decir el con­
texto; ni hacer conjeturas sobre la motivación preexis­
tente, que queda fuera del ámbito científico. Además,
tampoco he sido yo el primero en emplear el concepto
de «guerra civil europea» aplicado a la segunda guerra
mundial, ya que, con anterioridad, lo hizo así Dorothy
Thompson, en octubre de 1939; tam poco soy el p ri­
mero en considerar, desde una perspectiva igualmente
distante de ambas ideologías, su lucha como un aconte­
cimiento central de la historia del siglo xx.
* Terratenientes prusianos de la nobleza inferior, de ideas ultracon­
servadores, que desde la época de Bismarck constituyeron la aristocracia del
ejército y absorbieron el Estado Mayor durante la primera guerra mundial.
(N.delt)
72 DESPUÉS DEL COMUNISMO
2. En lo que se refiere a la crítica no científica, a la
crítica filosófica o conceptual, ésta no se dirige tanto
contra el hecho de que se tome muy en serio el enfrenta­
miento entre el nacionalsocialismo y el bolchevismo —y
no sea considerado como una simple apariencia o mera
lucha por el poder—, sino que se escandaliza de que el
poder «revolucionario», tanto como el «contrarrevolu­
cionario», se repartan por igual tanto la injusticia como
la justicia históricas. Desde el punto de vista del año
1989, me parece evidente, de hecho, que el comunismo
jactancioso y violento que se llamó a sí mismo bolchevi­
que, es decir, mayoritario, carecía de razón histórica
cuando pensó que podía sustituir al capitalismo, es de­
cir, a la economía mundial de mercados, que se hallaba
en su prim era etapa de desarrollo, por una economía
planificada, y quiso «abolir» los Estados. Estoy comple­
tamente convencido de que el nacionalsocialismo tenía
razón histórica al oponer resistencia a ese intento. Pero
el nacionalsocialismo se enfrentó a la historia cuando,
por ejemplo, quiso utilizar la guerra como medio de es­
tablecer para el futuro la conservación de la pureza de
la raza y fijar jerarquías visibles de individuos y estados
para los siglos venideros; por el contrario, el bolche­
vismo se identificó con el movimiento opuesto, que te­
nía como meta el establecimiento de un gobierno mun­
dial único. Consecuentemente, es lícita y justificada una
distinción histórica entre el «exterminio social» del bol­
chevismo y el «exterminio biológico» nazi. Pero me
parece de todo punto ilícito, y una deplorable conse­
cuencia del entusiasmo revolucionario —tan extendido
como ingenuo—, extraer de esta diferenciación histó­
rica también una diferenciación moral, y prescindir así
del único principio con validez absoluta: que el asesi­
nato de seres hum anos inocentes e indefensos está
prohibido en toda circunstancia y que la «atribución de
responsabilidad colectiva» que lo fundamenta debe ser
reprobada cualesquiera que sean las circunstancias.
LAGUERRACIVILEUROPEA 1917-1945 73
3. Precisam ente en este contexto se ha elevado
una acusación moral: que se ha olvidado de tomar en
consideración que la causa original de «la solución fi­
nal» radica en el antisemitismo y que al establecer un
paralelismo entre el Gulag soviético y el Auschwitz nazi
se ha tratado de realizar una operación que pretende
relativizar los crímenes nazis y cuestionar su singulari­
dad. Yo sé también, perfectamente, que el antisem ita
Eugen Dühring, mucho antes del cambio de siglo, ya
exigió el exterm inio de los judíos por constituir una
«nacionalidad especialmente peligrosa para los pue­
blos».7 Pero sé, igualmente, que exigencias de este tipo
eran fenómenos totalmente marginales y que el antise­
mitismo de las masas no perseguía otro objetivo, en
Francia y en Alemania, en Rumania y en Polonia, que
la expulsión de los judíos de sus respectivos países.
Este antisemitismo se convirtió en asesino sólo porque
se pudo aliar con otro fenóm eno social m ucho más
fuerte que la mera existencia de una minoría judía. Ese
fenómeno fue el marxismo de la época, que había pro­
bado que él, por sí solo, se bastaba para estar en condi­
ciones de hacerse con el poder en exclusiva y realizar
sus postulados de exterm inio social; la relación de
causa-efecto fue el concepto «bolchevismo judío».
Un escritor ha mostrado recientemente en la revista
judía Commentary que en el caso del paradigm a de
«atribución de culpa colectiva», éste apenas si se trató
de una simple fantasmagoría del individuo Hitler, y ese
mismo autor no ha sentido tem or al citar la frase de
un rabino: «Los Trotskis hicieron la revolución y los
Bronsteins pagaron la cuenta.»8 Con eso establece la
evidencia de un nexus causal pero, no menos evidente­
mente, se aleja también de la opinión de que ese nexus
causal significaba una obligada determ inación, y de
que la presentación de esa cuenta no pueda ser igual­
mente considerada una singular injusticia o error his­
tórico. El establecer una diferenciación moral basada
74 DESPUÉS DEL COMUNISMO

en distinciones sistemáticas de procedimiento, y, final­


mente, en las cifras, es, a mi entender, algo injustifi­
cado y altam ente discutible desde un punto de vista
moral.
4. El reproche político y actual que se insinúa con
mayor frecuencia que se expresa formalmente, es que
la tensión entre Este y Oeste puede hacerse peligrosa si
la «polémica anticomunista» sigue siendo practicada
en vez de elegir como punto de partida nuevas bases
para «el pacto bélico antifascista». Pero aquellos inte­
lectuales com unistas o procom unistas de Occidente
que trataron ya de conseguir esa alianza, antes de que
ésta se realizara no hablaban nunca de los «crímenes
de Stalin» y menos todavía de los crímenes ideológi­
cos de las depuraciones como tales; e incluso trataron
de justificar los Procesos de Moscú. Tal vez tenían ra­
zón cuando opinaban que Stalin constituía la fuerza
decisiva contra Hitler, pero eligieron la m entira para
protegerla. Los intelectuales no comunistas y ex comu­
nistas que describían a Stalin como asesino de millones
de seres humanos y a la Unión Soviética como el más
totalitario de los Estados, por más que fueran antico­
munistas viscerales, lo cierto es que, básicamente, de­
cían la verdad. Hoy día parece como si en Occidente el
ambiente espiritual y mental siguiera determinado por
los sucesores de aquellos intelectuales procomunistas.
Por el contrario, en Moscú, en la actualidad, puede pu­
blicarse una revista que contiene un artículo titulado:
«¿Hubiera sido posible Hitler sin Stalin?» La coexis­
tencia en distensión es deseable y posible en la actuali­
dad, pero no tiene por qué basarse en una moral selec­
tiva, ni tam poco, sim plem ente, en reflexiones prag­
máticas, sino en los esfuerzos comunes por establecer
la verdad. Únicamente entonces se superarán no sólo
las guerras entre Estados, sino también las guerras ci­
viles del pasado, aun cuando, ciertamente, no serán ol­
vidadas.
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1 9 1 7 - 1 9 4 5 75

Notas
1. Ralph Giordano, D ie zw e ite S ch u ld o d er v o n d e r L ast, D e u t­
scher zu sein , Hamburgo-Zurich, 1987, p. 358.
2. M E W , t. 6, pp. 149 y ss.
3. Véase, a este respecto Ernst Nolte, N ie tzsch e u n d d er N ie tz­
sch ea n ism u s, Frankfurt-Berlin, 1990, pp, 190 y ss.
4. Ernst Nolte, D er eu ro p ä isc h e B ürgerkrieg, 1 9 1 7 -1 9 4 5 , Frank­
furt-Berlin, 1987, p. 67; W. I. Lenin, A u sg ew ä h lte W erke, t. II, p. 886.
5. R o te F ahne del 2 de noviembre de 1920.
6. P o em a s y C an cio n es ro ja s, Berlín, 1924, p. 76.
7. Eugen Dühring, D ie Ju den frage als Frage des R a ssen ch a ra k ­
ters u n d sein er S c h ä d lich k eiten fü r V olkerxisten ze, S itte u n d K u ltu r.
M it ein er d en k erisch freih eitlich en u n d p ra k tisc h a b sch liessen d en A n t­
w ort. 5.a ed. rev., Nowawes, 1901, pp. 3 y 113.
8. Véase «Abschliessende Reflexionen...», p. 235.
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES
EN LA IDEOLOGÍA NACIONALSOCIALISTA.
PERSPECTIVAS HISTÓRICAS

Nada es más fácil que hacer con las manifestaciones


de Adolf Hitler, Alfred Rosenberg y de otros nacionalso­
cialistas y, de modo muy especial con lo que dijeron so­
bre los eslavos, los judíos y los bolcheviques, un com­
pendio paradigmático de lo grotesco y lo repugnante,
que produzca indignación y, al mismo tiempo, supere
los límites de lo absurdo. ¿Cómo sería posible no consi­
derar absurda la afirmación contenida en el borrador
de uno de los primeros discursos de Hitler de que «sólo
el judío es culpable» de la denuncia del Tratado de Rea­
seguros de 1887?;1 ¿cómo es posible leer sin indigna­
ción a Hitler cuando dice, en sus Monólogos en el Cuar­
tel General del Führer, que cree fundamentalmente que
«una larga paz, digamos de 25 años, perjudica a cual­
quier nación»?2 Hay que buscar aquí, también, el mo­
tivo por el que los vencedores de la segunda guerra
mundial no desarrollaran, con respecto a Hitler y al na­
cionalsocialismo, esos sentimientos que siempre mos­
traron los vencedores: el orgullo de haber vencido a un
adversario fuerte con extraordinarios esfuerzos. Lo
grotesco y lo horrible se unen en este caso de un modo
tal que, pese a que casi ha transcurrido medio siglo
desde el fin de la guerra, aún perm anecen en prim er
plano la polémica y las acusaciones que a veces, con
bastante frecuencia, se convierten en verdaderos ul­
trajes.
78 DESPUÉS DEL COMUNISMO
En lo que a mí me atañe, estoy convencido de que es
urgente analizar los factores en el origen de una fuerza
que, durante años, no se basó solamente en el poderío
de las armas; una fuerza que llevó a decir a Max Hor-
kheimer, en 1939, que ejércitos de desocupados y de pe-
queñoburgueses en todo el m undo am aban a Hitler
en razón de su antisemitismo.3 Quiero hacer compren­
sible la naturaleza de esa fuerza partiendo de su rela­
ción con las tradiciones. Sin embargo, en mi alegato no
se incluye acusación alguna contra esas tradiciones.
Salta a la vista que una manifestación oral o un senti­
miento que en cierta época estaban justificados por la
realidad o al menos eran comprensibles, en una época
posterior pueden volverse falsos o peligrosos sin haber
perdido por ello su capacidad de impacto emocional. Al
final, lo que verdaderamente quiero es llegar a plantear
la pregunta de si en la ideología nacionalsocialista se
puede entrever algo así como un «núcleo racional» que
esté en relación con el problema de la «identidad cultu­
ral» de Rusia, y no sólo de Rusia. En primer lugar, cabe
subrayar algo que es evidente, es decir, que esta ideolo­
gía intentaba la destrucción de la cultura rusa, de igual
manera que el debilitamiento biológico del eslavismo y
el aniquilamiento de los judíos, un esquerra de inten­
ciones para el que no existen palabras de condena lo
suficientemente fuertes. Pero quiero afirm ar que esto
sólo es un aspecto de la verdad.
La relación con los eslavos ha sido, de siempre, un
problema espinoso para la sociedad romano-germánica
y, más tarde, para Europa, pero sobre todo —y de ma­
nera muy especial— un problema de los alemanes. La
colonización del Este durante la Edad Media, abarcó
hechos violentos y tratados amistosos; Prusia, como el
Imperio austríaco eran definibles en razón de sus rela­
ciones con los eslavos, aun antes de que los Hohenzo-
llern como los Habsburgo, al igual que Rusia, se hubie­
ran adueñado de grandes partes del territorio polaco.
ESLAVOS, JUDÍOS YBOLCHEVIQUES 79
Desde los «grandes príncipes electores» a los «hakatis-
tas», desde María Theresia a Franz Ferdinand, se po­
dría escribir la historia interna de Prusia y la de Aus-
tria-Hungría desde el punto de vista principal de su
política respecto a polacos y croatas. Naturalmente, las
relaciones con la mayor potencia eslava, Rusia, eran lo
dominante, tanto en el pensamiento ideológico como
en la política; y desde finales del siglo xvm el senti­
miento más extendido, y no sólo en Alemania y Austria,
era de peligro. En 1798, Joseph Górres, que todavía se­
guía siendo jacobino, comparó a «este pueblo» (el ruso)
«salvaje y tosco, que ha pisoteado la semilla cultural de
siglos enteros», con los sarracenos; todavía en 1812,
cuando ya hacía tiempo que se había convertido en fer­
viente católico, Górres definió a Rusia como «el impe­
rio de los eslavos y de los esclavos» y, sobre todo, «de
espíritu del Oriente en medio de Occidente».4 Para Her-
der y Arndt la falta de cultura estaba en relación directa
con el hecho de que en Rusia no existía una clase bur­
guesa ni una conciencia de ciudadanía. Pero esta falta
de cultura también podrá ser vista en un sentido posi­
tivo pues denotaba la juventud y la fuerza del pueblo
ruso. En diez años Europa será «cosaca o republicana»,
dijo Napoleón en la isla de Santa Elena; y Friedrich
Schlegel atribuyó a los pueblos eslavos «una fuerza na­
tural, fresca, robusta y sana» que se enfrentaba con «la
creciente decadencia de la vieja Europa».5 El senti­
miento de superioridad cultural por parte de Occidente
I iba de la mano con el temor a la propia decadencia cul­
tural y política, y la sensación de estar amenazado ad­
quirió un carácter muy diferenciado. Por parte rusa,
sobre todo en Tschaadayev, podía encontrarse, como es
I sabido, una notable ambivalencia, un vacilar entre la
desesperación por el atraso que se creía irremediable y
la confianza en la juventud del pueblo ruso. Los rusos
I «partidarios de Occidente» se correspondían, pues, a
los «progresistas occidentales», pero tampoco ellos es-
80 DESPUÉS DEL COMUNISMO
taban libres de tem or a una derrota de Europa. Si se
equiparaba derrota con revolución, Rusia podía consi­
derarse, como lo hacían Franz Baader y los eslavófilos,
el país que había conservado su unidad de fe y su inte­
gridad. Donde la revolución de Occidente en 1848 en­
contró mayor aprobación fue tam bién mayor el odio
contra el «despotismo» del Este zarista, como enemigo
natural de Europa; Marx y Engels se expresaron, pese a
toda su pública amistad con Polonia, en artículos y en
su correspondencia, de modo extraordinariamente ne­
gativo sobre los eslavos en general y también sobre la
nation foutue, Polonia;6 Ferdinand Freiligrath pidió
que «la izquierda cogiera del cuello al eslavo y al pi­
caro» y en su poem a «Junto al abedul» (Am Birken-
baum) describió la lucha decisiva entre los «esclavos
del este» y los «pueblos de occidente, los libres», que lu­
chaban bajo la bandera roja del progreso y la revolu­
ción.7 Ciertamente, el punto de vista arriba mencio­
nado no era una actitud «racista» sino «civilizadora»,
pero no podía dejar de apreciarse, tam bién allí, una
ambivalencia, puesto que los conceptos «progreso» y
«civilización» se unían estrechamente a determinados
pueblos, como hizo Engels, por ejemplo, que situó los
«crímenes» de los alemanes y magiares a bastante dis­
tancia e incluso definió algunos de ellos como grandes
hazañas.8 Por otra parte, quienes vieron cómo la revo­
lución también llegaba a Rusia pudieron sentir temor,
el temor a un «paneslavismo revolucionario», como le
ocurrió a Bismarck. Naturalmente, también puede atri­
buirse, desde una perspectiva positiva, una afinidad na­
tu ral con el socialism o apoyándose en el descubri­
miento de Haxthausen o en una mejor interpretación
del yo. Con distinto tono, concuerdan con esto las ideas
de Herzen y Fallmerayer. Frente al extendido convenci­
miento de que «el porvenir pertenece a los eslavos» y
que éstos, conjuntam ente con los norteam ericanos,
acabarán por determinar la historia del mundo —como
ESLAVOS, JUDÍOS YBOLCHEVIQUES 81
Hegel y Tocqueville insinuaron o profetizaron en su
caso— las diferencias internas entre eslavos apenas si
llaman la atención pero, pese a ello, Josef Edmund Jorg
desarrolló una directriz política para Austria, basán­
dose en el hecho de que los eslavos de Occidente mues­
tran estar en posesión de una cultura propia y diferen­
ciada; con una valoración contraria, Tiutchev se refirió
a la «sediciosa y católica Polonia, el fanático bastión de
Occidente y la eterna traidora a sus hermanos».9
Bruno Bauer veía otra posibilidad en un enfrenta­
miento mundial entre el absolutismo occidental y el ab­
solutismo oriental, es decir entre Francia y Rusia, pero,
por otra parte, llama a Rusia «el país de sus (los alema­
nes) hazañas futuras y de su dominio seguro».10 Nietz-
sche, a su vez, ve posible un «gobierno final germano-es­
lavo y ve también «por una vez, que la violencia queda
repartida entre anglosajones y eslavos».11
En toda la diversidad y contradicción de esta polé­
mica que afectaba a toda Europa —en la cual también
participaban los intelectuales rusos— sobre el papel
presente y futuro de los eslavos y, principalm ente de
Rusia, hay que tom ar en cuenta, para compendiarlo,
aunque sea demasiado brevemente, sobre todo las si­
guientes características fundamentales: la sensación,
por parte de Occidente, de estar amenazado, la posi­
ción de la Europa libre, culta y burguesa contra la
Rusia del despotismo y de la esclavitud, la preocupa­
ción de Occidente por su propia decadencia; la consta­
tación de la juventud y también de la fuerza de la fe de
rusos y eslavos; el temor o, también, la esperanza res­
pecto a una posible combinación entre la economía tra­
dicional de la Obschin y el socialismo occidental. Sobre
todo esto domina, casi siempre, el convencimiento de
que la relación con los eslavos plantea uno de los mayo­
res problemas del mundo, si no el mayor de todos.
También para Adolf Hitler la relación entre alema­
nes y eslavos fue el prim er hecho problemático con el
82 DESPUÉS DEL COMUNISMO
que tropezó, y su reacción fue exactamente de orgullo
cultural y de temor. Ya de muchacho, en Linz, de creer
lo que cuenta en Mein Kampf, se sentía un nacionalista
alemán y toma forma en él un temor sin precedentes en
el siglo xix: el gran miedo al «exterminio» de los alema­
nes en Austria, como consecuencia de la «eslavización
de Austria» llevada a cabo por los Habsburgo y, sobre
todo, patrocinada por el archiduque Franz Ferdinand.12
Esos temores ya no tenían razón de ser una vez que se
produjo el fin de la monarquía austrohúngara, pero en
Hitler, firmemente convencido de la inferioridad de los
eslavos, declaró «inferiores» a todas las naciones opri­
midas, incluso los indios y hasta «las masas» en el seno
de su propio pueblo. Para eso contaba con un solo pre­
cedente en el siglo xix, la dilatada unión de Rusia con
Asia, es decir, con los mongoles. En Hitler la sensación
de estar amenazado no desapareció ni siquiera cuando
el bolchevismo no estaba a la vista y, según sus Monólo­
gos, los eslavos más peligrosos eran los checos, por su
gran aplicación en el trabajo, m ientras que el creci­
miento de la población rusa era lo que más temores le
causaba.13 Para él los eslavos siem pre representaron
una «masa nacida para la esclavitud, que pedía a gritos
un amo» y no estaban «destinados a decidir su propia
vida», de modo que el espacio vital del Este podía llegar
a convertirse en «nuestra India».14 Su valoración acerca
de la «peligrosidad de los eslavos» oscilaba notable­
mente e iba de un orgulloso desprecio, hasta las actitu­
des más defensivas; él siempre se opuso a la idea de que
«Europa había llegado a su fin y que el momento pre­
sente era del Este o de Norteamérica».15
De vez en cuando, aparecían en su obra declaracio­
nes positivas como, por ejemplo, la extraña frase de
que en Rusia los círculos clericales y reaccionarios ha­
bían apartado a Rasputín y, con ello, se habían librado
de una fuerza «que había revalorizado el poder del ele­
mento eslavo con una sana afirmación de la vida»,16 o
ESLAVOS, JUDÍOS YBOLCHEVIQUES 83
la afirm ación de que las obras m aestras de la música
no podían nacer sin una aportación de lo eslavo, razón
por la cual los ingleses, un pueblo puram ente germá­
nico, no tenía compositores creativos.17 No es simple­
mente una paradoja el que Hitler en su impulso biolo-
gista por «cambiar el mundo» se propusiera no sólo
oprimir a millones de eslavos sino también «absorber­
los» en gran parte.18
Pero, ver a Hitler en su papel de conquistador occi­
dental del «espacio vital» en el Este eslavo, orgulloso de
su propia civilización y nutrido por las teorías biologis-
tas, es ver un solo aspecto de su compleja naturaleza.
Él no era el único convencido no sólo del atraso y de la
inferioridad de los eslavos, sino también de su peligro­
sidad, y a mirarlos con desprecio y también con preo­
cupación. Alfred Rosenberg lo expresa de modo espe­
cialmente sencillo en su Mythos des 20. Jahrhubderts
(El mito del siglo xx):
Las masas eslavas son como arcilla moldeable en
manos de sus amos desde el tiempo en que, por pri­
mera vez, llamaron en su ayuda a los vikingos y, más
tarde, se sometieron a la soberanía de los príncipes ale­
manes y de la nobleza báltica. Ahora, después de la re­
volución, se encontraban en las manos de «tiranos ju­
díos o mongoles».19
El judío al frente de los pueblos eslavos; éste, para
Adolf Hitler, es un concepto inaceptable ya que tenía la
convicción de que el Estado ruso había sido fundado
por alemanes y controlado por ellos a la distancia. El
antisemitismo de Hitler no parte de ese concepto, y de
hecho tuvo numerosos precedentes en los siglos xvm y
XIX. En su carta a Adolf Gemlich del 1 6 de septiembre
de 1919, el prim er documento que, indiscutiblemente,
procede de la pluma de Hitler, se dice:
84 DESPUÉS DEL COMUNISMO
En primer lugar, el judaismo es ciertamente una
raza y no una comunidad religiosa. El judío nunca se
describe a sí mismo como judío alemán, judío polaco o
judío norteamericano [...] De ese sentimiento (la ado­
ración del becerro de oro) nacen sus pensamientos y su
afán por el dinero y el poder como medio de protec­
ción; esto hace que el judío no tenga escrúpulos en la
elección de los medios, ni compasión a la hora de em­
plearlos siempre que sirvan a ese fin [...] Su poder es el
poder del dinero que, en forma de intereses, se multi­
plica sin fatiga y sin fin en sus manos y obliga a los
pueblos a someterse a ese peligroso yugo que con su
dorado esplendor inicial no deja prever sus tristes con­
secuencias posteriores [...] Su actividad trae como con­
secuencia la tuberculosis de los pueblos [...] Este hecho
despoja a la república de su apoyo interno, sobre todo
de las tan necesarias fuerzas espirituales de la nación.
Así, los actuales líderes del Estado se ven obligados a
buscar apoyo en aquellos que se limitan exclusiva­
mente a aprovecharse de las nuevas circunstancias ale­
manas y que, por los motivos expuestos, son, también,
la fuerza motriz de la revolución, los judíos [...].20
No sería nada difícil extraer de los escritos y discur­
sos de Hitler una nutrida serie de expresiones semejan­
tes: sobre el becerro de oro al que adoran los judíos,
sobre la desunión que introducen en el seno de los pue­
blos, sobre el carácter inm utable de que hacían gala
desde Moisés y Saulo hasta Rathenau y Trotski, sobre su
actividad económica indiferente a los valores humanos
y sobre su sistemática agitación revolucionaria.
Llegado a este punto, prefiero recordar las caracterís­
ticas del antisemitismo o antijudaísmo en los siglos xvin
y xix. No sería apropiado, ciertamente, calificar como
antisemitas todas las afirmaciones críticas y despreciati­
vas sobre los judíos. Arnold Zweig —poeta, sionista y fí-
locomunista— en un artículo publicado en Weltbühne, en
1919, recoge algunos de los vituperios que los distintos
ESLAVOS, JUDÍOS YBOLCHEVIQUES 85
sectores de la población alemana solían intercambiarse,
y dijo, con razón, que los ultrajes de ese género dirigidos
a los judíos no debían ser considerados como una mues­
tra de antisemitismo.21 En un plano más elevado sería
igualmente erróneo calificar a Marcion de antisemita por
haber atacado al Dios del Antiguo Testamento; si fuera
así, también Emst Bloch sería antisemita. Por el contra­
rio, es un indicativo de la importancia del judaismo den­
tro de la historia europea que todas y cada una de las
grandes ideologías se hayan visto envueltas en controver­
sias con el judaismo o, para ser más exactos, con deter­
minados aspectos del judaismo, y, por lo tanto, todas po­
drían ser tildadas de «antisemitas».
La Ilustración tam bién ejerció su efecto sobre la
emancipación de los judíos y, por esa razón, es califi­
cada de projudía, pero lo que quería realmente, como
se dijo en la Revolución francesa, era «garantizar al ju­
dío todos sus derechos como ser humano, pero negár­
selo todo como nación», es decir, que exigía de los ju­
díos la renuncia a sus peculiaridades y a su tradición.
En Voltaire, las más duras críticas contra el Antiguo
Testamento están en relación con su lucha contra la
Iglesia católica, y para Holbach el Dios de los judíos era
un «sultán» y un «tirano». La crítica a la rigidez de la
ortodoxia judía es uno de los rasgos básicos del libera­
lismo del siglo xix y con mucha frecuencia el amor a la
libertad es caracterizado como «germánico» y opuesto
a los «judíos asiáticos». Para Bruno Bauer, los judíos
creyentes eran una reliquia de un pasado lejano que se
resistía a la movilidad moderna, e incluso Cari von Rot-
teck llamó a la fe judía «enemiga de los pueblos». Con­
trariamente, el conservadurismo en su totalidad tendía
a establecer una estrecha relación entre el liberalismo y
el judaismo, pero, naturalmente, aquí no se tomaba en
consideración a los ortodoxos sino a los judíos que pen­
saban en la asimilación. Cuando Ludwig von der Mar-
witz calificó a la Prusia del período de la Reforma de
86 DESPUÉS DEL COMUNISMO

«Estado judío a la nueva usanza» no podía decir seria­


mente que ese Estado estuviera dominado por los ju­
díos, sino que ciertas medidas tomadas por el gobierno
prusiano, como, por ejemplo, la eliminación de algunas
fronteras internas prusianas y la instauración de la li­
bertad de comercio, tenían en sí algo de abstracto y
«nómada» que se correspondía muy bien con la movili- !
dad de los judíos pero que, naturalm ente, no tenía en
ella su causa. Más bien se atribuyó a una relación cau­
sal, cuando Constantin Frantz llamó «una obra de ju­
díos» a la lucha por la cultura (Kulturkampf) del Estado
alemán. Por lo general, casi todos los conservadores .
vincularon a los judíos, con los efectos disgregantes del
sistema monetario triunfante y, en términos generales,
con la revolución.
Los socialistas también criticaron el «sistema mone­
tario» y durante la primera mitad del siglo un nombre
polarizó su atención mucho más que la de los conserva­
dores: Rothschild. Para Fourier, como para Proudhon,
los judíos se contaban entre los principales promotores
de este sistema y para Marx el mundo actual (el de su
época) era «judío hasta lo más profundo de su cora­
zón».22 Marx, sin duda, aportó más que nadie para que i
un título como Les juifs rois de Vépoque de Toussenel,
discípulo de Fourier, pasara a ser obsoleto dentro del
movimiento socialista, y para que la «forma de produc­
ción capitalista» se librara de cualquier connotación ét­
nica; pero su proposición sobre la cuestión judía con­
tiene la siguiente frase, que puede inducir a error con
facilidad, «La emancipación de los judíos es, en su úl­
timo significado, la emancipación de la humanidad del
judaism o»,23 pero esta proposición puede ser difícil­
mente mal interpretada si se la considera como un es­
crito de combate contra la abstracción judeocristiana,
con lo que se pone claramente de manifiesto la hostil
proximidad del conservadurismo y el socialismo ante el
liberalismo dominante.
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 87
Todas estas tendencias antisemitas eran, de hecho,
una prueba de la notable importancia que tenían los ju­
díos en el seno de la historia europea. Era un grupo que
representaba una religión universal, y en cuanto tal, era
matriz del cristianismo y pueblo al mismo tiempo. El
hecho de que también fueran un elemento indispensa­
ble para el desarrollo de la economía mundial, hacía
que no resultara adecuado caracterizarlo como una
«minoría perseguida». Cada una de las distintas ten­
dencias antisemitas simpatizaba con una de las distin­
tas ramas en que se dividía el judaismo, con los ortodo­
xos, con los liberales, los revolucionarios o, en su caso,
con los socialistas. En cada uno de estos casos «la ene­
mistad contra los judíos» significaba únicam ente un
aspecto en referencia a sólo una de las ram as del ju ­
daismo.
Sólo se puede hablar con propiedad de antisem i­
tismo si la lucha contra los judíos se coloca en el centro
de una ideología y se les atribuye a todos los judíos
—como tales y en conjunto— la culpa en un proceso
ominoso. No es éste el caso de Heinrich von Treitschke,
pero sí, más tarde, el de Eugen Dühring, que en su ju ­
ventud tuvo una notable influencia en el partido social-
demócrata. El Dühring de los últimos tiempos fue, por
el contrario, uno de los primeros en postular con toda
seriedad la eliminación de los judíos. Pero en el impe­
rio wilhelmiano no pasó de ser una presencia marginal,
por lo que su postura sólo tuvo un éxito temporal y mo­
desto, limitado, además, a los llamados partidos antise­
mitas.
Volvamos de nuevo a la carta de Hitler a Gemlich.
No tiene, ciertamente, pretensiones literarias ni ensa­
yistas. Pero aunaba las tres tendencias principales en el
siglo xix: atribuye a los judíos un papel básico dentro
del sistem a m onetario; les reprocha su exigencia de
una revolución y, como hicieron los liberales, los define
como rígidos e incapaces de cambiar. Esta rigidez no es
88 DESPUÉS DEL COMUNISMO

considerada simplemente como una característica de


los judíos ortodoxos, sino como característica racial,
más allá de las contingencias históricas. Por esa razón,
y contrariamente a lo que hace con los eslavos, Hitler
no establece distinciones entre los judíos. Lo más que
podemos encontrar en sus Monólogos es la afirmación
de que es cierto que existen judíos honestos pero nin­
guno de ellos se ha decidido a luchar en serio contra los
repugnantes esfuerzos de sus com pañeros de raza.24
Casi siempre habla «de los judíos» y en sus Monólogos
se encuentra también la afirmación de que «el judío» es
mucho más lascivo, más sangriento, más satánico de lo
que el propio Julius Streicher afirmaba en su periódico
Der Stünner.25 No es muy probable que muchos de los
seguidores de Hitler compartieran puntos de vista tan
radicales y sin embargo debe constatarse, como primer
hecho provisional, que el antisem itism o de Hitler, al
igual que su postura antieslava, tenía una notable
fuerza interior porque aunaba tendencias que en el si­
glo xix habían com partido la izquierda, la derecha y
el centro del espectro político e intelectual. Aisladas
del antiguo contexto y privadas casi por completo del
atractivo de su fuerza intelectual, las emociones podían
resultar más duraderas que las intenciones y, por regla
general, más potentes. El antisem itism o de Hitler,
como su antieslavismo, se revelan como una mezcla
ecléctica de ideas del siglo xix que él presentó como
una síntesis ideológica.
Al lector actual no le sorprende la abundancia de
frases en las que Hitler insulta y estigmatiza a los ju­
díos como ya solía hacerse en el siglo xix, por ejemplo
cuando llama al judío «dragón de oro»26 o cuando em­
plea un título como el que sigue: «El bolchevismo de
Moisés a Lenin» que, ciertamente, no procede del pro­
pio Hitler sino de Dietrich Eckart —el hom bre al que
Hitler admiraba más que a nadie— que hace decir en
sus Diálogos entre Adolf Hitler y yo a su interlocutor que
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 89
los judíos en el antiguo Egipto ya trataron de ganarse a
las clases más bajas con la consigna «proletarios de to­
dos los países, unios»* y pusieron en marcha un golpe
sangriento.27 Moisés fue, por lo tanto, el primer bolche­
vique y, consecuentemente, una pre-reencarnación de
Lenin, y sus seguidores judíos. Hay muchas cosas que
parecen indicar que el antisemitismo de Hitler adquirió
su carácter específico y su impulso en su relación con
el antibolchevismo, de modo que el térm ino «bolche­
vismo judío» pasó a ser el concepto central de la ideolo­
gía hitleriana y nacionalsocialista.
Realmente, en los prim eros discursos de Hitler, el
bolchevismo ocupa un lugar muy destacado, aunque
ocupen más espacio en ellos las acusaciones contra el
«Dictado» de Versalles y un antisemitismo de actuali­
dad, por así decirlo, como la crítica a la emigración de
los judíos del Este y a la hegemonía del componente ju­
dío en la vida política y económica de la República de
Weimar. Pocas semanas después de la ya citada carta a
Gemlich, en diciembre de 1919, Hitler, en uno de sus
primeros discursos como jefe de propaganda del Par­
tido Alemán de los Trabajadores (Deutscher Arbeiterpar-
tei), destaca el concepto de espacio vital con la pregunta
de si es justo que un ruso disponga de dieciocho veces
más tierra por cabeza que un alem án, y acusa a los
judíos de ser los instigadores de la guerra entre herma­
nos28 mediante la incitación y la agitación. Los bolche­
viques son mencionados por primera vez en las referen­
cias a su discurso de 9 de febrero de 1920, con las
palabras: «Los bolcheviques en m archa [...] Los rusos
están frente a Polonia.»29 En adelante, siempre que se
hablaba de bolchevismo en Rusia se destacaba su obra
de exterminio y se resaltaba la firme decisión de los co­

* En España el grito se tradujo por «¡Unios hermanos proletarios!».


(N.delt.)
90 DESPUÉS DEL COMUNISMO

munistas alemanes de emplear los mismos métodos ra­


dicales para conseguir sus fines. Una y otra vez se
vuelve a hablar de «asesinatos en masa contra la inteli­
gencia», de las matanzas de clérigos, del asesinato de
oficiales y funcionarios, de los treinta millones de vícti­
mas de este «azote de Dios». Con todo esto, Hitler tenía
ante sus ojos algo real, aunque lo utilizaba de un modo
muy parcial, en relación con otros hechos no menos
reales y con grandes exageraciones en sus cifras. Los
observadores extranjeros se refirieron ya, en el verano
de 1918, «al planificado aniquilam iento de toda una
clase social»30 y, más tarde, tam bién en la literatura
burguesa del Oeste se constató el exterminio de la bur­
guesía en Rusia sin dem asiada conmoción, como un
hecho consumado. Incluso un hombre como Cari von
Ossietzky llamó a Dsenschinski, con una mezcla de te­
m or y adm iración, «la figura de un Torquem ada de
oscura grandiosidad».31 De hecho, la «liquidación de la
clase explotadora» fue un punto de gran importancia
en el programa de los bolcheviques y aunque ese pro­
grama no se dejaba im poner sin resistencia, también
por parte de destacadas personalidades soviéticas se
habló muy pronto de cifras m illonarias de enemigos
aniquilados.32 Hitler, sin embargo, casi nunca quiso ver
la otra cara de la medalla: el gran entusiasmo de aque­
llos que querían eliminar de la tierra la guerra y la in­
justicia para crear un reino de paz y justicia. Estaba
claro que para él la objetividad no era un ideal; la cues­
tión es si eso es algo que se le pueda pedir a quien se
encuentra envuelto en un enfrentamiento político ideo­
lógico de semejante magnitud.
Visto en conjunto, en Occidente no faltaba la pre­
sencia de la «otra parte»; algunos simpatizantes, como
William Bullit, Arthur Ransome y, más tarde, Bernard
Shaw, vieron que en Rusia se hacía realidad una idea
grandiosa y llena de futuro, que justificaba las víctimas,
por muchas que fueran. Por otra parte, Hitler, en su va­
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 91
loración del bolchevismo, estaba tan poco aislado de
sus contemporáneos como en su condena de los eslavos
y judíos, dentro de la tradición del siglo pasado. Las de­
claraciones de Pawel Axelrods —un menchevique judío
y antiguo miembro de la redacción de Iskra— sobre el
leninismo, apenas iban a la zaga de las del propio Karl
Kautsky, el guardador del santo grial del marxismo or­
todoxo, que vio en los «fusilamientos» la cumbre de la
sabiduría del gobierno, y calificó al régimen existente
en Rusia de «un socialismo a lo tártaro»; Otto Bauer, el
líder espiritual de los austromarxistas, manifestó una
mayor comprensión por la especial situación en que se
encontraban los bolcheviques en aquellos días, pero de­
finió los acontecimientos que estaban sucediendo en
Rusia como un aspecto de manifestación tardía de la
«revolución burguesa», en la forma extrema de un so­
cialismo despótico. Entre los liberales surgió pronto,
con acento negativo, el concepto de totalitarismo y el
Times declaró que en el m undo no había lugar sufi­
ciente para que pudieran convivir el bolchevismo y la
civilización.33
Casi nadie en Occidente identificó el bolchevismo
con el judaismo —el primero en hacerlo fue Churchill
en un artículo, aunque excluía expresamente a Chaim
Weizmann y a los sionistas—.34 Esa identificación pa­
rece haber surgido de entre los emigrantes rusos blan­
cos y de alemanes como Alfred Rosenberg y Max Erwin
von Scheubner-Richter, con los que Hitler mantenía es­
trechos contactos en M unich. Pero la idea de que el
«exterminio de los intelectuales» llevado a cabo por
el bolchevismo no era otra cosa que el intento de los
judíos de colocarse como elite intelectual a la cabeza
de las m asas eslavas y, más adelante, a la de todo el
mundo, como una inteligencia aparentemente suprana-
cional, aunque en el fondo era estrictamente nacional,
es más propia de Hitler que de Alfred Rosenberg, por
ejemplo, que odiaba a Roma y a los jesuítas tanto como
92 DESPUÉS DEL COMUNISMO

a los judíos. Si bien es cierto que no faltan buenas razo­


nes para creer que el antibolchevismo de Hitler era su
impulso más fuerte y que su antisemitismo no era, en el
fondo, otra cosa que la interpretación con la que se
explicaba a sí mismo el fenómeno angustioso y enigmá­
tico del bolchevismo, que le llevaba a buscar un «cau­
sante» visible. Con ello trastocaba la secuencia «esla­
vos, judíos, bolcheviques» pues Hitler fue, sobre todo,
un antibolchevique que, en principio, hubiera sido
capaz de elegir a cualquiera como culpable, a los inte­
lectuales o simplemente a los fumadores y, como raza
de inferiores a la que dominar, incluso a los celtas en
Francia.
Expuesta así, esta tesis no puede ser correcta. Pre­
cisa aclaración y precisión.
En primer lugar, se puede objetar que el antibolche­
vismo sólo utilizó al antisemitismo fundamentalmente
como arma de propaganda y, en último lugar, para salir
al paso de la acusación de ser responsable de la carni­
cería masiva de la guerra y culpable de otro genocidio
en sus propios lares.35 En Hitler la idea de la «inteligen­
cia nacional asesinada» se repite, una y otra vez, hasta
el final de su vida, y siem pre predom ina el miedo al
bolchevismo; aún latía en aquella declaración tardía, a
Horthy, de que había que ver en los judíos a «las bes­
tias» que «quisieron traernos el bolchevismo».36
Aún más importante es lo siguiente: al comienzo de
Meim Kampf, Hitler expresa en varias ocasiones dos
emociones que a mi juicio eran más genuinas y acu­
ciantes que, por ejemplo, el miedo contra los Habsbur-
go, dispuestos a eslavizar el Imperio austrohúngaro, o
su sorprendente desprecio por los «judíos con kaftán»
de Viena. La causa original de la que parece ser la más
im portante de am bas em ociones es descrita de una
forma extrañamente dilatoria y confusa.
Cuando fue a residir a Viena, el joven Hitler presen­
ció una gigantesca manifestación de obreros. Aunque
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 93
de acuerdo a sus datos él mismo trabajaba en aquellos
días como obrero de la construcción, no observó el
paso de los m anifestantes con esperanza ni con una
sensación de solidaridad, sino con preocupación y te­
mor, pues ya con anterioridad le habían inquietado las
j expresiones contrarias a toda cultura y forma de estado
de sus por entonces colegas de la construcción. Em ­
pezó a leer a fondo la Arbeiterzeitung, de inmediato se le
cayó la venda de los ojos y le saltó a la vista que todos
los red actores ten ían nom bres y apellidos judíos.
«Nombres como Austerlitz, David, Adler, Ellenbogen,
etcétera, siempre permanecerán en mi memoria.» En-
1 tonces, H itler llega a creer que conoce al judaism o
y que este conocimiento le ofrece la clave para desci­
frar las intenciones ocultas, y por lo tanto las verdade­
ras, de la socialdemocracia.37
La segunda emoción es su reacción ante la noticia
de la derrota alemana y la revolución monegasca, mo­
mento en que Hitler se halla en el hospital m ilitar de
Pasewalk recuperándose de una lesión en la vista.
Vuelve a llorar por vez prim era desde la m uerte de su
madre y crece en él «el odio, el odio contra los autores
de estos hechos».38 Hoy todo el mundo sabe que entre
I los responsables de los acontecimientos de noviembre
de 1918, si es que puede hablarse de responsables con­
cretos, hay que contar, en prim er lugar, con el general
Ludendorff, y con que los revolucionarios del 9 de no­
viembre eran, en su mayoría, militares alemanes. Pero
Hitler, pese a su ceguera, pretende ver que fueron unos
cuantos jóvenes judíos los líderes de los marineros que
lanzaron el grito revolucionario en Pasewalk; esto fue
para él una confirmación de aquella clave que años an­
tes, en Viena, le había permitido comprender el meca­
nismo de la sociedad m oderna. El bolchevismo ruso
sólo representaba una confirmación más.
Si estos párrafos de Mein Kampf son de im portan­
cia decisiva, es porque confirman la tesis de que para
94 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Hitler el antisemitismo representa el punto de partida


de una experiencia fundamental y que él no era antibol­
chevique en prim er lugar, sino antimarxista. El m ar­
xismo significaba para él, en sustancia, el proceso de
intelectualización y despersonalización típico de la era
moderna, proceso que el propio marxismo considera
«burgués» y, por tanto, lo relativizaba. El antimarxismo
de Hitler no puede ser comprendido correctamente si
no se entiende que, simultánea y paradójicamente, era
un cuasimarxismo, que hacía suyos algunos conceptos
importantes del enemigo como, por ejemplo, el conven­
cimiento de un próximo ocaso de la burguesía, y un
seudom arxism o que añadía una m arca biológica al
concepto de la ruptura violenta de las relaciones entre
las fuerzas de la producción. Así se hacía comprensible
aquella frase de Mein Kampf a la que se ha llamado la
«clave de todas las claves»,39 que dice que si el judío,
con la ayuda de una profesión de fe marxista, lograra
alcanzar la victoria sobre los pueblos de este mundo, su
corona de mando sería la corona de flores que adorna­
ría el funeral de la humanidad y este planeta volvería a
deslizarse por el éter como lo hizo hace millones de
años, desprovisto de presencia hum ana. Por eso él,
Hitler, al defenderse de los judíos luchaba en realidad
en pro de la obra del Señor.
Con esto se establece la base para una última defini­
ción con la que vuelvo al problema de la «identidad cul­
tural» no sólo de los alemanes sino también de los ru­
sos. Es de todo punto necesario en este caso plantearse
la pregunta de si en Hitler la experiencia del marxismo
y su interpretación contra los judíos, a los que acusa de
tratar de conseguir la futura sumisión de los eslavos, no
contiene en sí un núcleo de racionalidad.
El ya citado Arnold Zweig publicó inmediatamente
después de la muerte de Rosa Luxemburgo, en enero de
1919, una «Oración fúnebre por Espartaco». Confron­
tado directamente con los acontecimientos, Zweig al­
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 95
canza aquí tan alto grado de emotiva objetividad —su
discurso no es ni panegírico ni polémico—, que incluso
75 años después ni siquiera es algo natural para un his­
toriador. Escribe sobre Rosa Luxemburgo:
Era, es, la revolucionaria judía del Este, antimilita­
rista hasta la médula, enemiga de la violencia, de la que
acabó siendo víctima, y portadora de una idea por la
que luchó toda su vida. Judías de esta clase, benditas en
su obsesión y totalmente puras en sus intenciones, de­
rribaron al zarismo [...] marcharon en línea recta,
como el pensamiento lógico que se habían prescrito y
todas ellas en todas partes, a la hora de morir despre­
ciaron a aquellos que las mataron pero que no consi­
guieron doblegarlas [...] Mujeres llenas de inquietudes
y de impaciencia, sin conocimiento de los caminos es­
peciales del espíritu popular ruso-alemán, que vivieron
las ideas de la revolución y murieron por ellas.40
En otro lugar, habló Arnold Zweig, en ese mismo
año, de «aquella sangre» que el socialismo de todo tipo
derram ó en el m undo, desde Moisés a Gustav Lan-
dauer.41 Podría haber añadido que Moses Hess ya se ha­
bía expresado antes de m odo muy sem ejante. Todo
aquello que había dicho, en tono de acusación y con ex­
traordinaria emotividad, sobre la interdependencia del
socialismo (o en su caso el marxismo), la revolución y
el judaism o lo reconocieron los propios judíos, de
modo ponderado y mucho más racional, y a excepción,
naturalmente, de la «imputación de culpabilidad colec­
tiva» que también les atribuyó Hitler.
Con eso queda abonado el terreno para mi últim a
definición: el nacionalsocialism o, como antibolche­
vismo y antim arxism o, fue, en últim a instancia, un
«particularismo» m ilitante y en ningún caso simple­
mente un nacionalismo radical alemán, es decir, bus­
caba asegurar de una vez para siempre la identidad y la
soberanía política de los alem anes, o incluso de los
96 DESPUÉS DEL COMUNISMO

«pueblos arios», puestas en peligro por un proceso his­


tórico difícilmente comprensible, fijando una inaltera­
ble tesitura racial que exterm inara a los judíos como
supuestos autores del proceso y haciendo que los esla­
vos, sin distinción alguna, quedaran sometidos a una
nueva soberanía m undial germánica o al menos aria.
Pero como ese particularismo quería llevar a cabo una
«lucha mundial», se impregnó de tal modo de universa­
lidad, que la forma histórica de la identidad cultural
alem ana hubiera sido destruida si el nacionalsocia­
lismo hubiera conseguido la victoria y se hubiera recu­
perado toda la «valiosa sangre» germana que hasta en­
tonces estuvo repartida por el mundo entero para que
estableciera su dominio, después del exterminio de los
judíos, sobre las masas eslavas despojadas de todos sus
derechos.
Aún más antiguo que el particularismo militante, e
incluso que su premisa elemental, era el universalismo
militante, esa idea por la cual Arnold Zweig y Rosa Lu­
xemburg vivieron y murieron. Hoy día, ni siquiera los
más tozudos conservadores se atreven a negar que la ¡
búsqueda de la paz mundial y del bienestar de todos los j
hombres constituye un valor ético más elevado y tiene
mayor porvenir que la voluntad de una nación o de to­
das las naciones de im ponerse a toda costa. Sin em­
bargo, ese universalismo no evitó los excesos propios
de toda ideología. Los exterminios masivos de seres hu­
manos, por motivos ideológicos, llevados a cabo por el
bolchevismo en tiempo de paz —que difícilmente pue­
den atribuirse exclusivamente a la predisposición per­
versa de Stalin— aunque tuvieran una intención social
y fueran cualitativamente distintos, fueron cuantitati­
vamente tan grandes, al menos, como los exterminios
de seres humanos llevados a cabo por los nazis durante
la guerra. ¿Quién se atrevería a afirmar que los prime­
ros sirvieron al «progreso» y los otros al «atraso»? Ya
hace m ucho tiem po que el concepto «progreso» se
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 97
cuestiona. Lenin se dejó guiar por una idea simplista
cuando estableció su objetivo del siguiente modo: «la
fusión total de los trabajadores y campesinos de todos
los países en una república soviética m undial u n i­
taria».42
La multiplicidad y diversidad de estados y pueblos
se hubiera opuesto, con razón, a esa exorbitante uni­
dad, sin necesidad de hacer suya la no menos exorbi­
tante ideología del fascismo radical. Precisamente del
auge del universalismo militante, surgió en la Unión
Soviética otro cambio, un aislamiento externo e interno
sin precedentes en la historia moderna. Es cierto que el
texto constitucional y otras leyes promulgadas por los
bolcheviques garantizaban la identidad cultural de to­
dos los pueblos de la Unión Soviética, pero ocurre que
las identidades culturales se ven amenazadas de per­
derse si no son aseguradas por cierta forma de semiso-
beranía y del derecho a la autodeterminación, como lo
han probado de modo inequívoco los acontecimientos
de los tiempos más recientes.
La gran guerra civil mundial del siglo xx parece en­
caminarse a su fin. Surgió de dos reivindicaciones ideo­
lógicas de legitimidad: la primera nació de los excesos
\ en el esfuerzo de buscar una república mundial homo­
génea; la segunda, de una ideología que ordenaba la
pluralidad y el equilibrio de las naciones sobre la base
de una jerarquía racial. Hoy prevalece la convicción de
que la unidad es indispensable, pero no bajo la forma
de un gobierno mundial ideocràtico; de que la plurali­
dad posee un derecho imperecedero pero que sus com­
ponentes, es decir, los estados, los pueblos y las cultu­
ras no deben detentar m ás una soberanía absoluta.
Cualquier pueblo con identidad cultural propia sólo
¡ puede hallar su espacio adecuado en un orden mundial
1 en el que hayan sido superados los extremismos de los
1 dos partidos de la guerra civil.
98 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Notas

1. Adolf Hitler, S ä m tlic h e A u fze ic h n u n g e n 1 9 0 5 -1 9 2 4 , Eber­


hard Jäckel y Axel Huhn (eds.), Stuttgart, 1980, p. 883.
2. Adolf Hitler, M on olo gu e im F ü h rerh a u p tq u a rtier 1 9 4 1 -1 9 4 4 ,
Werner Jochmann (ed.), Hamburgo, p. 366.
3. Mark Horkheimer, «Die Juden und Europa», en Z eitsch rift
fü r S o zia lfo rsch u n g , año VIII, pp. 133 ss.
4. E u ro p a u n d R u ssla n d . Texte z u m P ro b lem d es w e ste e u ro p ä is­
c h e n u n d r u s s is c h e n S e lb s tv e r s tä n d n is s e s , Dmitrij Tschizewski y
Dieter Groh (eds.), Darmstadt, 1959, pp. 41 ss.
5. Ibidem, p. 45.
6. M E W , t. 27, pp. 266 ss.
7. F re ilig ra th s W erke, Julius Schwering (ed.), t. 2, pp. 134,
147.
8. M E W , t. 6, pp. 278 ss.
9. E u ro p a u n d R u ssla n d , op. cit., p. 234.
10. Ibidem, p. 424.
11. Friedrich Nietzsche, Sämtliche Werke, KSA, t. 11, pági­
nas 457, 42.
12. Adolf Hitler, M ein K a m p f, 73.a ed., Munich, 1933, p. 13.
13. M o n o lo g u e ..., op. cit., pp. 22 1 , 199.
14. Ibidem, pp. 62 ss. y 48.
15. Ibidem, p. 289.
16. Ibidem, p. 134.
17. Ibidem, p. 403.
18. Ibidem, p. 331.
19. Alfred Rosenberg, D e r M y th u s d e s 2 0 . J a h r h u n d e r ts ,
ed. 177-182, Munich, 1941, p. 113.
20. S ä m tlich e A u fzeich n u n g en , op. cit., pp. 88 ss.
21. D ie W eltbü h n e, 1919,1, 382.
22. M E W , t. 1, p. 116.
23. Ibidem, t. 1, p. 373.
24. M o n o lo g u e..., op. c it., pp. 148 ss.
25. Ibidem, p. 158.
26. S ä m tlich e A u fzeich n u n g en , op. cit., p. 779.
27. Ernst Nolte, «Eine früke Quelle zu Hitlers Antisemitis­
mus», en H isto risc h e Z eitsch rift, t. 192 (1961).
28. S ä m tlich e A u fzeich n u n g en , pp. 96 ss.
29. Ibidem, p. 109.
30. Alfons Paquet, I m k o m m u n is tis c h e n R u ssla n d . B riefe aus
M o sk a u , Jena, 1919, pp. 112 ss. y 73.
31. D ie W eltbü h n e, 1927,1, p. 927.
32. Ernst Nolte, D er e u ro p ä isc h e B ü rgerkrieg 1 9 1 7 -1 9 4 5 , p. 67.
33. Ibidem, pp. 107 ss.
34. Ibidem, p. 111.
35. Véase, S ä m tlich e A u fzeich n u n g en , op. cit., p. 1209.
í
ESLAVOS, JUDÍOS Y BOLCHEVIQUES 99
36. S ta a tsm ä n n e r u n d D ip lo m a te n b ei H itler, Andreas Hillgru-
ber (ed.), t. II, Frankfurt am Main, 1970, p. 256.
37. M ein K a m p f, o p . cit., pp. 43, 66 y 54.
38. Ibidem, p. 225.
39. «100 Jahre Hitler. Un balance», S p ie g e l-S p e c ia l, 1989,
p. 36. (Ernst Nolte, Der Nationalist und der Ideologie), M K , pp. 69 ss.
40. D ie W eltbü h n e, 1919,1, pp. 77 ss.
41. Ibidem, p. 443.
42. Lenin, A u sg ew ä h lte W erke, t. II, Berlin, 1955, p. 640.
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN
DE LA SITUACIÓN HISTÓRICA
DEL NACIONALSOCIALISMO

Antes de entrar en materia es necesaria una premisa


1 importante: quien esto escribe decidió no considerar el
problema de la definición del nacionalsocialismo en la
historia alemana, o según la continuidad de la historia
alemana, como la cuestión en última instancia determi­
nante y decisiva. Sin embargo, no niego que esta cues­
tión, y con motivos Lindados, se merece una atención
preferente y que, por lo tanto, resulta oportuno elegirla
como punto de partida. Seguirá a ello una completa ex­
posición del problema y, finalmente, perfilaré el diag­
nóstico basado en mi Tetralogie zur Geschichte der mo-
deme Ideologien.
Los Estados son los únicos organismos unitarios que
1 están autorizados para ejercer una violencia legítima so­
bre el individuo y cuentan con los poderes para hacerlo
así, lo que no ocurre con las comunidades religiosas,
partidos o clases sociales. Las vías trazadas por el Es­
tado tienen, pues, mucha más importancia que las deci­
siones de los demás grupos. En la República de Weimar,
el partido nacionalsocialista, luchó por el poder frente a
todos los demás partidos y con una energía distinta; el
Grossdeutsche Reich (el Gran Imperio Alemán) hizo la
segunda guerra m undial como Estado nacionalsocia­
lista. Y la perdió, con gravísimas consecuencias para el
pueblo alemán. Nada más lógico, pues, que después de
1945, cuando la mayor parte de los partidos y de las ten-
102 DESPUÉS DEL COMUNISMO

dencias políticas vieran confirmadas sus antiguas sos­


pechas, volvieran a hacer uso de los mismos argumen­
tos que habían empleado en la lucha política interior, y
desde la emigración, contra el nacionalsocialismo, en
especial aquellas manifestaciones que los nuevos parti­
dos de la historia alemana. Nadie puede discutir el he­
cho de que el nacionalsocialismo se había considerado a
sí mismo como cima y perfección del Estado nacional
alemán. Durante muchos años pudo verse en muchos
centros oficiales un cuadro en el que aparecían juntos
los retratos de Federico el Grande, Bismarck, Hinden-
burg y Hitler, y al pie se leía la siguiente leyenda: «Lo
que el rey comenzó, el príncipe le dio vida, lo defendió
el mariscal de campo y el soldado lo salvó y lo perfec­
cionó.» Pero teniendo en cuenta el resultado catastró­
fico de la guerra, ¿no queda cuestionada toda la historia
del Estado nacional alemán, ese Estado nacional que
tuvo sus comienzos en los siglos xvm y xix, es decir, esa
política imperial contraria al federalismo del Estado mi­
litarista prusiano, fundada entre 1864 y 1870, mediante
tres guerras, por el Junker Bismarck y que bajo el káiser
Guillermo II aterrorizó al mundo con sus aspiraciones
de convertirse en una «potencia mundial» y su belige­
rante política naval? Si bien estas objeciones tienen su
origen, principalmente, en sentimientos conservadores, j
también los partidarios de conceptos más progresistas
plantearon críticas de otro tipo: en 1848, la política
reaccionaria de los distintos Estados alemanes, y en es­
pecial de Prusia, hizo fracasar la «revolución burguesa»
de ese mismo año y, con ello, impidió la constitución de
una gran Alemania democrática; desde entonces, las
fuerzas feudales del pasado se vieron enfrentadas en
una lucha defensiva, sin esperanzas en última instancia,
pero que, al principio, pudo parecer victoriosa ante las
m anifestaciones y tendencias m odernas, como, por
ejemplo, el liberalismo de izquierdas y los esfuerzos de
emancipación de los movimientos obreros.
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 103
Los resultados fueron, en prim er lugar, el imperia­
lismo social como intento de desviar las tensiones in­
ternas dirigiéndolas hacia el exterior y, finalmente, una
retirada hacia adelante que tuvo como consecuencia el
estallido de la primera guerra mundial.
El nacionalsocialismo no fue más que el resurgir del
pangerm anism o y del partido patriótico después de
una derrota que habían provocado ellos mismos. Este
resurgir sólo fue posible porque de nuevo fracasó una
revolución de las fuerzas del pasado, exactamente la re­
volución socialista, o mejor, si se quiere, la revolución
burguesa de 1918-1919. El acceso al poder del nacio-
’ nalsocialismo, en enero de 1933, significó, por lo tanto,
la victoria de una concentración de todas las fuerzas ya
desechadas y reaccionarias presentes en la historia ale­
mana, y nada más lógico, por lo tanto, que una forma­
ción de este tipo se viera condenada al fracaso en un
enfrentamiento contra el mundo entero que acabaría
en una catástrofe sin par. Esto justifica el tono de pro­
funda satisfacción, la expresión de un fuerte senti­
miento de haber tenido razón, por grande que pueda
ser el dolor que sientan por el destino de la patria, que
se expresa en num erosas declaraciones posteriores a
1945, y no sólo por parte de los conservadores, sino
también de los liberales o incluso de los socialistas.
Por parte de los países vencedores, como era de es­
perar, se expusieron interpretaciones relativas a los ale­
manes llamadas a poner en duda este sentimiento de
satisfacción. De Lutero a Hitler fue el título de un libro
norteamericano, y en ocasiones se encontraron las raí­
ces de la derrota del nacionalsocialismo en la insurrec­
ción del querusco Arminio contra la civilización ro­
mana. Si aquellos revolucionarios de 1848 no hubieran
sido esos nacionalistas decididos a todo que, de modo
irreflexivo y desconsiderado, trataron de destruir el
equilibrio de Europa con la creación en su centro de un
Imperio alem án excesivamente poderoso, ¿hubieran
104 DESPUÉS DEL COMUNISMO

permitido los socialdemócratas de la República de Wei-


m ar el ascenso del nacionalsocialismo, facilitado por la
disolución del movimiento obrero de los consejos o so­
viets, tan rico en esperanzas, llevado a cabo por los Frei-
korps mientras que, por el contrario, nunca cesó en su
ilógica orientación hacia un socialismo que no tenía
ninguna esperanza de hacerse realidad en los grandes ¡
países de Occidente, como Francia, Gran Bretaña o los I
Estados Unidos? ¿No se hubieran unido, bajo esta pers­
pectiva, todos los alemanes, fuera cual fuese su orien­
tación política, en una única masa perditioni? ¿No de­
bieron plantearse a sí m ism os todos los alem anes ,
adversarios del nacionalsocialismo la pregunta de cómo 1
puede explicarse el hecho de que sus partidos, tan po­
tentes hasta finales de 1932, consintieran, sin oponer
una verdadera resistencia, que Hitler fuera aplaudido
por millones de personas y que en 1933, en un plebis­
cito que se llevó a cabo sin coacción alguna digna de ese
nombre, obtuviese el noventa por ciento de todos los
votos? ¿Acaso hay razones de peso para aceptar las exis­
tencia de un defecto innato del carácter nacional de los
alemanes que justifica que se les atribuya a ellos, como
tales alem anes, la culpa de la desastrosa evolución
de los acontecimientos? ¿No term inó el racismo nazi
siendo perjudicial para los propios alemanes, una vez li- :
berado del mito de la «pureza de la sangre»?
Si se vuelve a prestar atención al Estado alemán y a
los alemanes, puede llegarse a consideraciones comple­
tamente distintas. Los Estados ascienden y descienden,
se levantan y se hunden. No se conoce el objetivo defi­
nitivo de ese movimiento más que cuando, como úl­
timo fin, conduce a la destrucción de un pueblo. Fue el
propio Stalin quien en plena guerra, cuando las tropas
alem anas estaban cerca de Moscú, en noviembre de
1941, definió al nacionalsocialism o como «un movi­
miento nacional de liberación» que había actuado con
justo derecho al conseguir para los sudetes alemanes el
í> EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 105
derecho a la autodeterminación; sólo cuando Hitler de­
cidió atacar Praga, el nacionalsocialismo tomó el ca­
mino de un imperialismo perverso. En 1952, en su úl­
timo escrito, Stalin volvió de nuevo a la cuestión de la
situación histórica del nacionalsocialismo en el marco
nacional, e hizo observar sin ambages que la época
comprendida entre 1933 y 1939 fue el período en el
cual «Alemania» rompió las cadenas del tratado de paz
de Versalles.1 En el marco de la determinación de la si­
tuación del nacionalsocialismo, se podía, o incluso se
estaba obligado a atribuirle también un papel positivo,
la realización de antiguos y legítimos anhelos de los
alemanes que, sin duda alguna, estaban de acuerdo con
las máximas intemporales del derecho natural como,
por ejemplo, la aspiración a la autodeterm inación de
los pueblos y de las naciones. Los defectos del nacional­
socialismo sólo pudieron advertirse claram ente en el
momento en que rebasó el marco nacional. Eso, de to­
dos modos, no implicaba necesariamente poner fin a la
historia nacional de los alemanes: no podía descartarse
un nuevo auge, puesto que el pueblo alemán no estaba
aniquilado; la exigencia de la autodeterminación no ha­
bía perdido su validez, y un día, como ya ocurrió en
1813, la nación volvería a salir de nuevo de su «más
‘ profunda humillación».
La forma de considerar la historia alemana desde el
punto de vista nacional o germanocéntrico no ofrece,
¡ en sí, ninguna posibilidad de llegar a una clasificación
histórica del nacionalsocialismo, en tanto sólo consi­
dera el avatar de los pueblos entre los polos de la auto­
determinación y el aniquilamiento; partiendo de este
punto de vista, del nacionalsocialismo no se puede decir
con certeza otra cosa salvo que llevó a la más terrible de
las derrotas bélicas del Estado alemán, lo que no basta
para responder a la pregunta de si esta derrota fue me­
recida y definitiva o sólo el principio de un nuevo as­
censo en la eterna lucha de las Naciones y los Estados.
106 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Un análisis más profundo muestra claramente que


una interpretación histórica en el sentido exclusiva­
mente nacional no es posible. Sea cual fuera la versión,
siem pre hay una perspectiva que vincula al nazismo
con realidades o tendencias que van más allá de lo na­
cional y presuponen un concepto histórico. En la anti­
güedad griega no existía este tipo de perspectiva. Allí,
de hecho, sólo se daban las luchas entre las diversas
ciudades-Estado, cuyos resultados sólo podían estable­
cerse cuando, como en el diálogo con los de Melos en
las páginas de Tucídides, se hacía notar la presencia de
una voluntad de exterminio que acabaría por poner fin
a la historia de una u otra de las ciudades-Estado en
conflicto. En el ámbito de la cultura judeocristiana, por
el contrario, se habla pronto de «humanidad» y se con­
sidera la unificación como un objetivo de la historia,
aun cuando, como con san Agustín, esa unificación
sólo se realice el día del Juicio final universal.
En efecto, todas las interpretaciones progresistas de
la historia alemana parten de la premisa de que Alema­
nia form aba parte del proceso de desarrollo político
occidental, del cual el nazismo se desvinculó ostentosa­
mente. Se trataba de una evolución hacia la democra­
cia parlamentaria que se identificaba con el desarrollo
de los derechos humanos y sus implicaciones, como la
libertad de prensa y la existencia de una oposición le­
gal. Salta a la vista que Alemania no fue la única en des­
cartar ese objetivo.
Para Montesquieu el polo opuesto de la sociedad li­
beral con división de poderes era el estado de despo­
tismo oriental en el cual un tirano dispone del poder
absoluto; en los años veinte de nuestro siglo xx, en evi­
dente dependencia con esta tradición del pensamiento
europeo, surgió el concepto de «totalitarismo», como
se denominó a esa versión moderna del despotismo en
el cual no era tanto un solo hombre cuanto un solo par­
tido el que disponía de todo el poder, de modo que po-
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 107
día prescindir de la oposición y aniquilar así, política y
también físicamente, a sus adversarios, individuos o
grupos. Mussolini y sus fascistas ya se jactaron en 1925
de esa «forma totalitaria» de poder cuando la enfrenta­
ron al atomismo y a la decadencia de las sociedades de-
moliberales. Algunos pensadores liberales volvieron el
concepto en negativo al relacionarlo simultáneamente
con lo obsoleto y reaccionario de la sociedad italiana y
definiendo, de ese modo, al fascismo totalitario como
una forma peculiar de mezcla de lo moderno y lo anti-
| guo, de lo revolucionario y lo reaccionario, de lo elitista
y lo vulgar. Sin embargo, no podía ocultarse el hecho de
! que estas características negativas y paradójicas tam ­
bién podían observarse en el Estado de partido único
de la Rusia bolchevique.
Hubo pensadores políticos que ya a mediados de los
años veinte establecieron un parangón entre ambos Es­
tados, que exigía, eso sí, algunas distinciones, porque el
fascismo y el bolchevismo representaban ideologías
opuestas y, por ejemplo, mantenían con la Revolución
francesa una relación totalmente distinta. Además, nin­
gún italiano pudo engañarse acerca del fascismo, que,
en los años 1920-1922, se había abierto paso de modo
t triunfal precisam ente porque se oponía de modo m i­
litante a «la em briaguez bolchevique de las masas»,
como formuló el dirigente socialista Filippo Turati.
Si bien, desde el punto de vista de la historia m un­
dial, en aquella época la principal diferencia que se
establecía era la existente entre «democracia» y «totali­
tarismo», habría que diferenciar, también, entre dos to­
talitarismos: uno de izquierdas, el bolchevismo, y otro
de derechas, el fascismo. Ambos m antenían diferente
actitud en su relación con la democracia, puesto que el
bolchevismo, según las declaraciones de Lenin, se es­
forzaba en conseguir una forma más perfecta y directa
de democracia, m ientras que el fascismo, im púdica­
mente, postulaba un inquadramento de las masas, es
108 DESPUÉS DEL COMUNISMO
decir, su sometimiento a las órdenes del partido y del
duce. Sin embargo, en 1933 apenas si existían dudas so­
bre en cuál de las dos formas de manifestación del tota­
litarismo había que encuadrar el nazismo, victorioso en
Alemania y que al cabo de pocos años mostraba una ac­
titud mucho más radical que el fascismo italiano; de tal
modo que, en un primer examen ideológico, cabía más
bien alinearlo junto al bolchevismo que, bajo el régi­
men de Stalin, se había llegado a convertir en la forma
perfecta del totalitarismo y que hasta 1939 había exi­
gido un núm ero de víctimas m ayor que el nacional­
socialismo o el fascismo italiano.
No obstante, fueron muchos los intelectuales euro­
peos que durante los años treinta se mantuvieron fir­
mes en su convencimiento de que el «socialismo en un
solo país» de Stalin era un camino hacia la democracia,
mientras que el nazismo era el enemigo mortal de toda
idea humanitaria tendente a la búsqueda de un futuro
m ejor para el ser hum ano. Esa convicción sufrió un
duro golpe con el pacto Hitler-Stalin, así como con la
agresión de la Unión Soviética contra Finlandia. En
1940, el ex comunista Frank Borkenau aún creía poder
contar con la aprobación de Roosevelt cuando situó al
conjunto de los Estados democráticos de Occidente, sin
excepciones de importancia, en un mismo bloque del
cual la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler eran sus
más encarnizados enemigos.
El ataque de Hitler a la Unión Soviética significó el
triunfo de los «compañeros de viaje» en Inglaterra y Es­
tados Unidos, a los que se sum aron muchos liberales
porque tenían confianza en que el pacto m undial de­
m ocrático contra el «enemigo fascista» conduciría a
una liberalización de la Unión Soviética. Este convenci­
miento se vio confirmado no sólo por la victoria común
de 1945 sino también, y sobre todo, cuando se hicieron
de dominio público las medidas de exterminio adopta­
das durante la guerra por los nacionalsocialistas —o los
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 109
alemanes o los fascistas— con respecto a los enfermos
mentales, los cíngaros, los judíos, los prisioneros de
guerra soviéticos y, de modo tendencioso, contra todos
los eslavos. Y todo ello en nombre de una teoría bioló­
gica y social darwinista sin precedentes.
La consecuencia forzosa tuvo que llevar a la defini­
tiva clasificación del nazismo dentro de una perspec­
tiva histórica mundial: dejó de ser considerado un tota­
litarismo de derechas para pasar a ser la prim era y
última forma, y la más monstruosa, de un totalitarismo
biologicista que, en su desesperada resistencia contra
el proceso m undial hacia la humanización, represen-
' taba la culminación de la historia bélica y represiva de
toda la humanidad.
Sin embargo, esa definición no fue la última palabra
de lo que cada vez más fue configurándose como una
«teoría del totalitarismo». En el curso del período que
siguió a la reanudación de las contradicciones entre Es­
tados Unidos y Rusia, entre el comunismo y el capita­
lismo, pese a la dureza de este enfrentamiento, la opo­
sición, com partida por el nazism o y el com unism o,
contra el sistema democrático liberal parlamentario o,
en su caso, presidencialista, pasó a primer plano.
Tanto H annah Arendt como, tam bién, Cari Frie-
drich y Zbigniew Brzezinski, señalan que la caracterís­
tica que compartían ambas ideologías era, sobre todo,
el terror ejercido contra grandes grupos de población,
que eran condenados a m uerte siguiendo las reglas de
una visión salvadora sociorreligiosa de la «historia o de
¡ la naturaleza». Con ello, el nazismo perdió una vez más
la peculiaridad que se le atribuía y pasó a ser clasifi­
cado como parte de un fenómeno híbrido e inhumano
que había emprendido la tarea de formar y mejorar al
ser humano como individuo y en conjunto, m ientras
que la democracia occidental garantizaba al individuo
empírico unas posibilidades de desarrollo como nunca
antes tuvo en toda la historia universal.
110 DESPUÉS DEL COMUNISMO

La teoría del totalitarismo sufrió un cambio poste­


rior en el curso del proceso de «distensión» entre las
dos superpotencias que se inició a principios de la dé­
cada de los sesenta. Entonces se creyó observar en la
Unión Soviética un cambio del totalitarismo al autori­
tarismo, mientras que, al mismo tiempo, el concepto
del fascismo vivía un renacim iento, de modo que la
contradicción histórica entre ambas formas principales
del totalitarismo se hizo más fuerte a los ojos de todos.
El nacionalsocialism o pasó a ser considerado como
una etapa final, desprovista de todo futuro, mientras
que se aceptaba que el comunismo soviético, si bien ha­
bía sido el creador de una dictadura, buscaba y seguía
buscando cierto tipo de desarrollo, aunque se había so­
brevalorado a sí mismo con un exceso de entusiasmo
ideológico.
Los m arxistas tam bién podía aproxim arse a este
concepto aunque sólo después de un proceso de cam- I
bio ideológico. El concepto de totalitarismo, a causa de
su origen en la resistencia «feudal» o de los hugonotes
contra el absolutism o, no era ofensivo ni optimista.
Sostenía que una forma de vida en libertad era la mejor
y más civilizada, pero tenía el convencimiento de que
no era posible que se impusiera a corto plazo y que ha- I
bía que tener en cuenta la posibilidad de que se produ- í
jeran graves retrocesos, como fue, por ejemplo, la abo­
lición del Edicto de Nantes. La doctrina histórica del
cristianismo, por su parte, pertenecía por naturaleza a
la historia sagrada y la representación ideológica de
que una evangelización del mundo, regular e irresisti­
ble, podía ser su lógico corolario, no estaba presente ni
en san Agustín ni en Bossuet.
Esta previsible consecuencia tam bién fue comba­
tida y secularizada por la filosofía de la historia de la
Ilustración. Para Condorcet, la historia de la huma­
nidad se presenta como una senda continua que no
puede ser interrumpida, que conduce a una mayor uní-
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 111
dad, a la racionalidad, a la moralidad y a la felicidad,
como victoria progresista de la luz de la ciencia sobre
la oscuridad de la superstición. Pese a todo lo que He-
gel profundiza en el tema, también en él se mantiene el
esquema básico propio de la Ilustración, que determina
el desarrollo de la razón y de la libertad humanas y, por
eso, en su Filosofía de la Historia, Hegel emprende la ta­
rea de ordenar con precisión en ese esquema numero­
sos fenómenos históricos, que van desde el culto a los
animales del antiguo Egipto, pasando por el monoteís­
mo abstracto de los hebreos, hasta el ascetismo de la
Edad Media, la Reforma y el mundo moderno protes-
< tante germánico, en el cual la filosofía de la historia al­
canza su punto culminante.
Durante ese mismo período, la historiografía social
de los franceses se ocupó más del individuo y de lo coti­
diano e hizo de la lucha de clases el punto central per­
manente del combate, que ya duraba siglos, del «tercer
Estado», o de «la burguesía», que perseguía el logro de
la total emancipación; una emancipación que signifi­
caba la hegemonía sobre el adversario pero, según Gui-
zot, no su exterminio.
Esta escuela fue superada en influencia por la es­
cuela inglesa de la Econom ía Nacional, que tenía la
vista puesta, principalm ente, en el desarrollo de las
«fuerzas de la producción» y que, por ello, se orientaba
en busca de un crecimiento constante del nivel de vida
que sólo podría conseguirse por medio de una econo­
mía de mercado en continua expansión y la coopera­
ción de los factores de la producción, la tierra, el capi­
tal y el trabajo, en form a de un enfrentam iento de
clases —consecuencia del principio de la división del
trabajo— entre los grandes terratenientes, los empresa­
rios y los trabajadores. Marx y Engels sintetizaron las
ideas de esta escuela de tal modo que redujeron la filo­
sofía hegeliana al concepto del espíritu absoluto, al
tiempo que ampliaban la teoría clasista de Guizot para
112 DESPUÉS DEL COMUNISMO

postular la victoria total de una nueva clase, el proleta­


riado industrial. Éste, actuando de forma paralela al
desarrollo de las fuerzas productoras, llevaría a estable­
cer un proceso económico social que conduciría a la
eliminación de todas las clases y a una sociedad que,
transformándose por sí misma, haría libres e iguales a
todos los seres humanos del mundo.
Más im portante que estas teorías m odernas de la
evolución fue que Marx y Engels mantuvieran su fideli­
dad a un antiquísimo concepto: la fuerza liberadora de
la propiedad común y de la economía planificada, que
ya habían desarrollado los primeros socialistas en pe­
queñas comunidades y que se había llevado a cabo en )
los falansterios de Fourier y en los villages of unity and
cooperation de Robert Owen. De ese modo, Marx mo­
dernizó, por una parte, el concepto idílico-arcaico de
los primeros socialistas al tiempo que, por otra parte,
hacía obsoletas las ideas de Hegel, la teoría clasista de
los burgueses y la economía política. El resultado fue la (
idea de la transición del capitalism o —en su última
fase— al socialismo como una realidad social total- j
m ente distinta, que debía caracterizarse, sobre todo,
por la «abolición de la división del trabajo» y por el de­
sarrollo libre de todos los individuos.
Marx y Engels entendieron esta transición como -
una «revolución proletaria mundial» que llevaba implí­
cita la eliminación de los pocos magnates que habían
surgido del proceso de enorme concentración de capi­
tal, pero en ningún caso la entendieron como el aniqui­
lamiento físico de grandes grupos, puesto que el prole­
tariado, la inmensa mayoría, debía ser, por lo tanto, la
única fuerza dominante. La dificultad fundamental de
este grandioso concepto residía en su dependencia
constante del crecimiento del proletariado; todo el edi­
ficio acabaría por derrumbarse si el desarrollo del pro­
letariado no se mantenía constante y si, por el contra­
rio, crecían de modo incontrolado otras capas sociales
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 113
que estaban al m argen de la verdadera producción,
como los intermediarios o los intelectuales, y se conver­
tían en la base fundamental real de la sociedad, como
el propio Marx ya había expresado en algunas observa­
ciones colaterales sobre la tendencia al «aburguesa­
miento».
El enorme convencimiento sociorreligioso con que
los marxistas, con Friedrich Engels a la cabeza, critica­
ban las relaciones sociales· a finales del siglo xix y su fe
en el triunfo del socialismo sobre el capitalismo en los
países más avanzados, por ejemplo Inglaterra, Alema­
nia, Francia y Estados Unidos, sólo puede explicarse
como un producto del concurso de sentimientos con­
tradictorios: la m oderna confianza en que la m archa
del proceso histórico no podía ser detenida y el conven­
cimiento arcaico de que es m oralm ente condenable
toda sociedad en la que el individuo no coopere volun­
tariamente y no pueda regular sus asuntos por sí mis­
mo, es decir, sin la intermediación de instituciones so­
beranas o burocráticas.
El estallido de la prim era guerra mundial supuso el
primer duro golpe contra esa convicción; el segundo
fue la subida al poder de un partido socialista en un
país atrasado, aunque potencialm ente fuerte, como
Rusia; el tercero, el triunfo en Italia de un movimiento
militante opuesto, y después, contra todas las expec­
tativas fundadas en el materialismo histórico, en Ale­
mania.
¿Cómo se puede definir históricamente el nazismo?
Esta fue la pregunta más difícil y dolorosa, tanto para
los bolcheviques y sus seguidores en toda Europa como
para los «marxistas occidentales» que ya algún tiem ­
po antes habían responsabilizado al bolchevismo de
la evolución irregular del marxismo y, en, ocasiones,
como hicieron los ex colegas de Lenin en la redacción
del Iskra, Pawel Axelrod y Julius Martow, con una cru­
deza dialéctica mayor que la que utilizaba Hitler.
114 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Sin embargo, la m ayor parte de los m arxistas de


todo tipo se mantuvieron firmes en su creencia de que
la principal causa del triunfo del fascismo, o en su caso
del nazismo, había que buscarla en el capitalismo, y que
tan sólo podía tratarse de un aplazamiento de la victoria
mundial del socialismo, que seguían esperando con la
misma convicción de siempre. De aquí surgió la teoría
según la cual el fascismo era «la última carta» de que
disponía la burguesía y, sobre todo, las «masas de la pe­
queña burguesía», que habían formado la base social de
los movimientos contrarios al socialismo. No se tuvo en
cuenta, en general, que ya Marx se había visto obligado ¡
a describir otra «última carta» de la burguesía para él
totalmente inesperada, es decir, el bonapartismo, y que
las masas de la pequeña burguesía ya no debieran ha­
berse dado si el capitalismo, de acuerdo con la idea tra­
dicional, hubiera estado ya «maduro para su ocaso».
A partir de 1935, cuando el marxismo comunista se
unió al movimiento antifascista, y sobre todo en 1945,
cuando una paradójica alianza entre socialismo y capí- i
talismo conseguía la victoria contra el nazismo, y en '
cierto modo contra una Europa continéntal que en I
1940-1941 se había vuelto «fascista», hubo de produ­
cirse un notable cambio en la forma de pensar. Si bien
es cierto que de algún modo había quien se aproximaba
a una interpretación germanocéntrica y de modo ten­
dencioso constataba, con Ernst Niekisch, un «defecto
existencial alemán», en general la mayoría se mantenía
aferrada al concepto básico supranacional y definía el
nazismo como la reacción más fuerte y más terrorista
—que no estaba aislada en modo alguno ni se limitaba
a Alemania— contra la inm inente victoria del movi­
miento obrero en todo el mundo, como «la hora más
oscura que precede a la salida del sol», si se nos per­
mite repetir las palabras empleadas tan frecuentemente
por Joseph Goebbels en los últimos años de la guerra,
aunque referidas a una esperanza totalmente distinta.
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 115
Entre todas las grandes interpretaciones que ya he­
mos anticipado, la llamada teoría de la modernización
se puede considerar como una síntesis del marxismo y
una teoría totalitaria y, además, se puede añadir, si se
quiere ser exacto, que la teoría de la evolución de la so­
ciedad industrial es aún más antigua que la teoría mar-
xista. La teoría de la m odernización tiene en común
con la marxista la idea de que el devenir de la historia
está obligado a seguir determinadas fases de desarrollo
que conducen de modo necesario a la modernidad, que
no tiene que ser entendida, o al menos no en prim er
término, como una sociedad sin clases, y menos toda­
vía como una «economía planificada», sino que toma
como punto de referencia a Estados Unidos, como país
más adelantado desde el punto de vista de la produc­
ción, y que, además, por regla general, se orientaba ha­
cia la libertad de la sociedad.
En este aspecto, la historia mundial se parece a una
carrera en la que com piten Estados que partieron en
momentos distintos hacia la meta: la sociedad indus­
trial, para alcanzar finalmente la «madurez» de una si­
tuación social no igualitaria, pero integrada y con un
elevado nivel de vida. Se adelantaron así una serie de
Estados, lo cual significó una fuerte humillación para
la Unión Soviética, que quedó estancada en un nivel de
vida que podría situarse entre el de la India y Turquía,
porque su renta per capita era, comparativamente, muy
baja. No puede negarse, sin em bargo, que en 1917
tomó el poder en la Unión Soviética una dirección de
«orientación m oderna» a la que pueden atribuirse
notables éxitos y que el país se situó en un lugar de pre­
ferencia entre las dictaduras de los países en vías de de­
sarrollo. La política de exterm inio acordada por los
bolcheviques contra la burguesía se adapta difícilmente
a este marco; algo más comprensible es la lucha contra
los kulaks, que buscaba la transform ación de la pe­
queña empresa agrícola en grandes empresas capaces
116 DESPUÉS DEL COMUNISMO

de explotar mayores extensiones de tierra. Las conside­


raciones morales no jugaron en esto ningún papel de
importancia, aunque en Cyril E. Black encontramos la
observación de que el tránsito de la Unión Soviética a
la m odernidad supuso un sacrificio y un sufrimiento
sin parangón.
Es indiscutible que en 1933 Alemania era una na­
ción más moderna y más industrializada que la Unión
Soviética. ¿Cómo clasificar, pues, al nacionalsocia­
lismo, dado que este régim en no puede ser conside­
rado, eso es evidente, como otra versión de las dictadu­
ras de los países en vías de desarrollo? Sólo nos queda
una salida: definir al régimen nacionalsocialista como
un régimen de un grupo dirigente antim oderno en el
seno de un país moderno. No se pregunta aquí cómo es
posible que se produjera tal paradoja, porque en ese
caso habría que prestar atención a cosas que van más
allá de la estadística de las cifras de producción.
¿Es verdaderamente cierto que el liderazgo nazi, y
en especial el de Adolf Hitler, no tuvieron alguna carac­
terística moderna? Ya en 1922 un escritor norteameri­
cano había contrapuesto el bolchevismo, como fenó­
m eno atávico, la doctrina racista como perspectiva
progresista.2 Con su proyecto de planificación bioló­
gica, ¿no representaba tam bién el nacionalsocialismo
un desarrollo coherente de la idea de planificación so­
cial? ¿No fue acaso, como abanderado de la eugenètica,
una especie de adelantado de la moderna ingeniería ge­
nética y de sus técnicas? ¿No puede aplicarse la decla­
ración de Talcott Parsons de que el nacionalsocialismo,
com o todo el fascism o, tom aban parte, del mismo
modo que el socialismo en su «prim era fase» (!), del
movimiento de la sociedad moderna hacia la armonía?3
La teoría de la modernización, al menos en su sentido
m ás am plio, debe ser entendida como teoría de la
emancipación o de la liberalización, si se quiere definir
la situación histórica mundial del nacionalsocialismo,
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 117
aunque quizá sin razones totalmente suficientes, como
un fenómeno antimoderno en medio de la modernidad.
De nuevo surge la cuestión del parentesco del nazismo
alemán con el fascismo, que ya había sido caracteri­
zado de m odo im presionante por Franz B orkenau
como una dictadura del desarrollo.
La interpretación judía, o sionista, definió al na­
zismo con toda claridad como un retroceso hacia la
barbarie más primitiva, cuyo eje central es el llamado
exterminio de los judíos, con lo cual se establece una lí­
nea divisoria entre nazismo y fascismo. Aunque adopta
en parte el punto de vista germanocéntrico, considera
que nazismo y fascismo están muy próximos y atribuye
un alto grado de culpa en las persecuciones contra los
judíos a las tradiciones antisemitas alemanas. Cierta­
mente la interpretación judía —no la interpretación
hecha por hom bres de origen judío, como Trotski o
Thalheimer, que no m antenían relaciones con la fe
judía ni con el concepto sionista del pueblo judío—
adopta todo tipo de posiciones.
En 1939, en su ensayo, Los judíos y Europa, del cual
se cita con m ucha frecuencia la más convencional de
sus frases —«quien no quiere hablar de capitalism o
debe callar sobre el fascismo»—, Max Horkheimer no
vio en un capricho de Hitler ni tampoco en premisas
alemanas y sí en el sistema monopolista y capitalista la
causa de que los judíos tuvieran que ser exterminados,
y pronunció una declaración totalm ente contraria al
marxismo al afirmar que las masas son «en todas par­
tes» potencialmente fascistas y amaban a Hitler preci­
samente en razón de su antisemitismo.4
Por esa razón, Horkheimer no encontró refugio en
la creencia de que el proceso histórico tendía necesaria­
mente al bien, sino en el regreso al núcleo más pro­
fundo de la religiosidad judía, es decir, la negativa de
hacer infinito lo que era finito y, con ello, la decisión de
enaltecer la idea de una hum anidad única y mejor en
118 DESPUÉS DEL COMUNISMO

un mundo de idólatras. Todos los indicios nos llevan a


suponer que Horkheimer al referirse a echar a los leo­
nes a los judíos no se refería al exterminio físico. Era
igualmente casi obvio que los pensadores e historiado­
res judíos, después de 1945, destacaran principalmente
la peculiaridad y la unidad de los genocidios de Ausch­
witz, Treblinka y otros campos de exterminio, lo cual
no se contemplaba en la interpretación germanocén-
trica ni en las teorías del totalitarismo, como tampoco
en el concepto marxista ni en la doctrina de la moder­
nización.
Ya durante la prim era guerra mundial, el Imperio
alemán estaba lleno de Junkern, colonialistas y defen­
sores de las viejas tradiciones alemanas y, sin embargo,
se desarrolló una política am istosa hacia los judíos;
para Hannah Arendt y Carl Friedrich no existe una di­
ferencia entre los procedimientos de exterminio que se
aplicaron a los kulaks y los que se usaron con los ju­
díos; no faltaron marxistas que vieron en la persecu­
ción del movimiento obrero y en los veinte millones de
víctim as en la Unión Soviética un fenómeno mucho
más significativo que el exterminio de los judíos que
era considerado como un exceso irracional. En la teo­
ría de la modernización, Auschwitz tenía que aparecer
como un simple abuso, por más horroroso que hubiera
sido, si sus postulantes hacían suya la interpretación
sionista de que la integración de una sociedad nacional
acarrea, forzosamente la separación de los elementos
extraños a la nación que se integra. La peculiaridad de
la aniquilación de los judíos por los nazis radica sobre
todo en el carácter casi industrial de ese asesinato en
masa, es decir, en el empleo de las cámaras de gas y en
el recurso a doctrinas de tipo específicamente racista
que, básicamente, no perm itían que ningún miembro
del grupo perseguido pudiera escapar, bien por conver­
sión o por traición. La tesis de la peculiaridad, como es
comprensible, fue desarrollada por vez prim era en el
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 119
campo de los no judíos y por esa razón no se basa, en
los métodos de exterminio, ni en los datos que ofrecen
las cifras ni en los objetivos inmediatos. Su versión po­
lítica va mucho más allá: acusa a todo el pueblo ale­
mán; por tanto, no tiene en cuenta el antisem itism o
que se difundía por casi toda Europa y que tanto in­
fluyó en que pudieran tomarse las medidas de extermi­
nio y de deportación en masa.
Esta tesis fue objeto de duras críticas por parte de
los ortodoxos, puesto que venía a negar implícitamente
la existencia de un proceso histórico e implicaba la ca­
racterística de irrepetibilidad de la historia, opuesta
[ claramente a la tradición del destino del pueblo elegido
como una serie infinita de persecuciones e intentos de
genocidio que, en el transcurso de los milenios, debe
continuar hasta el advenimiento del Mesías. Si se acep­
ta esta interpretación, entonces el pensamiento judío
ortodoxo queda sin la m enor posibilidad de formular
una definición histórica del nazismo.
Dedicaré sólo unas pocas palabras a caracterizar al­
gunas otras posibilidades interpretativas que hoy día,
i con razón o sin ella, se han soslayado. La interpreta­
ción cristiana cancela en principio la diferencia entre
confesiones. Los católicos vieron en la Reforma el pri-
1 mer acto de negación de la Iglesia única y verdadera,
mientras que los protestantes acusaron al catolicismo
i de ser una primera forma de totalitarismo. Ambas con­
fesiones pueden compartir el concepto de «seculariza-
! ción» que abarca por igual al liberalismo, al naciona­
lismo, al socialismo, al bolchevismo y al fascismo.
Una distinción sólo podría basarse en el inquietante
hecho de que el bolchevismo es abiertamente anticleri­
cal, m ientras que tanto el nazismo como el fascismo
italiano, intentaron en un primer momento utilizar a la
Iglesia católica y aproxim ándose —real o aparente­
mente— a posiciones cristianas, por ejemplo, en el én­
fasis puesto en la autoridad constituida o en su antibol-
120 DESPUÉS DEL COMUNISMO

chevismo. En su máxima expresión, la interpretación


cristiana podría ver en el nazismo a un Anticristo se­
ductor, m ientras que el bolchevismo representaría al
Anticristo abiertamente hostil y beligerante. En cual­
quier caso, no entiende al nacionalsocialismo como un
nuevo fenómeno político, al que cabe enfrentarse de
modo puramente político. Es posible un encuentro am­
bivalente con el concepto de totalitarismo cuando se es­
tablece una clara diferenciación entre un totalitarismo
tolerable desde el punto de vista político y un totalita­
rismo rechazable que no le reconoce a la humanidad
ningún valor preestatal ni sobrenatural.
Hay tam bién una interpretación conservadora que
sólo se distingue de la cristiana por sus elementos prag­
máticos. Como ejemplo destacado puede citarse el pen­
samiento de Hermann Rauschning, que vio en el nacio­
nalsocialism o una «revolución del nihilismo» y, con
ello, la disolución de todos los valores tradicionales en
favor de una ilimitada voluntad de poder. Otro ejemplo
en el período posterior a 1945, es el de Gerhard Ritter,
quien da gran importancia al componente de las masas
plebeyas y jacobinas del nacionalsocialismo. De todos
modos, es difícil sacar alguna conclusión de estas teo­
rías porque si, por ejemplo, llegamos a convenir con
Rauschning que una disolución completa no puede lle­
var una restauración, su planteamiento en favor de la
restauración monárquica de los Hohenzollern carece
entonces de toda consistencia. A diferencia de los teóri­
cos del socialismo, los viejos conservadores europeos
no son capaces de imaginar ninguna «fase ulterior» que
no sea una mera expresión de deseos.
Una teoría intermedia puede ser la freudo-marxista,
que a veces se limita a explicar las peculiaridades psico­
lógicas de Hitler por conflictos edípicos, por tem ores
de' castración u odio al médico judío supuestamente
culpable de la muerte de su tan querida madre, por ha­
berle aplicado una terapia errónea. Esta teoría, de la
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 121
cual Wilhelm Reich es su exponente más radical, trata
de aclarar la grieta que se abre entre las relaciones ob­
jetivas y la consciencia subjetiva de las m asas. Esa
grieta, el hecho de que innumerables personas, no sólo
en Alemania, no se comportaran como hubieran tenido
que hacerlo por su condición social, significó una de
las mayores dificultades para el marxismo ortodoxo.
Wilhelm Reich señala el origen de esta contradicción
en la estructura familiar autoritaria y represiva, mucho
i más antigua que el capitalismo, que aún seguía condi-
¡ cionando a la m ayoría de los seres hum anos. El na-
i zismo deviene entonces la última y más brutal defensa
del patriarcado. Precisamente por esa razón, no podía
quedar lim itado a Alemania, sino que representa en
sustancia e incluso hasta hoy una realidad histórica
fundamental. Más tarde, Reich desarrolló una teoría en
la cual presenta al fascismo como un fenómeno general
de la llamada modernidad, e incluye asimismo al bol­
chevismo. Esto lo sostiene con una especial vehemen­
cia ya que ha visto cómo se habían diluido sus anterio­
res esperanzas de que una sociedad, como la soviética,
lograra liberarse de las represiones.
Hasta qué punto son múltiples y contradictorias las
, posibilidades de interpretación lo dem uestra, final­
mente, el ejemplo de Ernst Niekisch, que antes de 1933
vio que el nazismo, como factor decisivo en la lucha
i contra Occidente y Versalles, no era lo suficientemente
! radical, lo que le llevó a definir su mesianismo nacional
como un arbusto de las orillas del Mediterráneo que, en
definitiva, era de origen judío. Hoy día puede leerse
ocasionalmente en lunáticas publicaciones que Hitler
fue un agente soviético o que Eichmann, de origen ju­
dío, por encargo de las organizaciones del judaism o
mundial, había hecho el trabajo previo que resultaría
decisivo para la creación del Estado de Israel.
Soy de la opinión de que la definición más acertada
. del nacionalsocialismo puede surgir de la imagen que
122 DESPUÉS DEL COMUNISMO

se hacían los nazis de sí mismos y de su situación en el


contexto general de la historia contem poránea, en la
cual términos como modernización, democratización,
industrialización o secularización recogen sólo aspec­
tos singulares y separados, sin contenido. Como con­
cepto general, el primero por lo abundante de su uso es
el de progreso, núcleo de la filosofía de la historia de
Hegel y Marx y de casi toda la Ilustración. Descansa in­
dudablemente en diversas realidades: la formación de
los Estados nacionales partiendo de regiones, la supe­
ración de las distancias al disponer de mejores medios
de comunicación, el aumento del nivel de vida en gran­
des áreas de la tierra debido a fuerzas productivas cada
vez más poderosas y eficientes, el creciente número de
ciudades y de su población en todo el mundo y, final­
mente, el convencimiento presente de que se debe limi­
tar la soberanía de los Estados y desechar la guerra si la
hum anidad quiere sobrevivir. Pero este progreso obje­
tivo, que puede ser definido como una trascendencia
práctica, no se realiza obedeciendo a una ley natural,
sino que cambia de significado según las diversas con­
cepciones del mundo; por ejemplo, aquellas en las que
se basa la filosofía de la historia de Hegel dicen que el
progreso alcanza su culminación en la sociedad cris­
tiano-germánica, u otras como la de una tradición po­
pular del socialismo, que señala que se cumple ese ob­
jetivo cuando se abolen las diferencias sociales y las
barreras lingüísticas. Pero esta form a de progreso es
descrita en sus aspectos negativos por los que defien­
den tendencias conservadoras: la califican de condu­
cente a la disolución de las antiguas tradiciones y de los
lazos de lealtad, como pérdida de la natural espontanei­
dad de la vida, como creciente abstracción y distancia-
miento de la verdadera esencia del ser. El marxismo fue
la única ideología que se planteó la tarea de construir
una síntesis: precisamente la abstracción más extrema
y el distanciamiento debían convertirse en sus; contra­
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 123
ríos; pero su credibilidad estaba ya muy debilitada an­
tes de 1914 con la llegada del reformismo. La guerra
hubiera tenido que constituir, para la hum anidad —y
primero de todo para los pueblos europeos—, una mo­
tivación y una justificación para hacer propia una con­
cepción ya desarrollada por Saint-Sim on —y desde
luego no sólo por él—: aceptar las características bási­
cas de una supresión progresista de fronteras, pero sin
caer por ello en las interpretaciones ideológicas excesi­
vas y exaltadas que se habían asociado a ella; llevar a
cabo la federación entre Alemania, Francia e Inglate­
rra, que debería equilibrar no tanto la fuerza de las po­
tencias extraeuropeas emergentes, como prestar ayuda
a las partes del mundo postergadas por la naturaleza y
por el desarrollo histórico, para que pudieran evolucio­
nar y alcanzar un ordenamiento social, que si bien en
su principio sólo fue Occidental, todavía era portador
de valores universales. Es decir, una ayuda y un desa­
rrollo que no desnaturalizaran el hecho diferencial de
cada pueblo.
Es comprensible que estas ideas no estuvieran libres
de sombríos presagios a los ojos del presidente norte­
americano Wilson y que sólo lograran afianzarse par-
, cialmente en el seno de la Sociedad de Naciones. Mucho
más importante fue el hecho de que la idea de progreso
llegara a encontrar su expresión más entusiasta y ex­
trema en un lugar del m undo donde hasta entonces
nunca había tenido eco, precisamente en el Estado de
mayor extensión geográfica del mundo, en Rusia. Allí se
hizo con el poder absoluto un partido único que se pre­
sentó y llegó a ser considerado como el partido defensor
del progreso y que con inusitada rapidez demostró que,
1 en realidad, era el partido del exterminio.
En Inglaterra, el progreso, bajo la forma de la «revo­
lución industrial», también actuó de modo destructivo
y despertó el temor a ser eliminados de numerosos ofi-
i dos que estuvieron a punto de desaparecer, como, por
124 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ejemplo, el de los tejedores manuales que trabajaban en


sus propios domicilios. Otro tanto sucedió en pequeños
Estados, cuya m era existencia era puesta en peligro
precisamente por los movimientos que luchaban en pro
del progreso. Pero esas destrucciones no formaban
parte de un programa universal ni se presentaban bajo
la forma de un partido. En aquellos días, un escritor
alemán de tendencia progresista se lam entó, en una
carta desde Moscú, fechada en el mes de septiembre de
1918, de los «horrores» que estaban acaeciendo en to­
das las ciudades rusas, de «el exterminio planificado de
toda una clase social».5 De hecho, un partido que real­
mente desea derrocar al capitalismo y establecer una
sociedad sin clases tiene que fijarse como meta a largo
plazo la eliminación de los que son «diferentes», al me­
nos en tanto que la historia, de acuerdo con la doctrina
ortodoxa del marxismo, no lo haya liberado de esa ta­
rea, y tiene que exterminar a la nobleza, a la burguesía
económica, a la pequeña burguesía, a los intelectuales
y a la economía privada de los campesinos. En princi­
pio se trataba de una destrucción social que no tenía
que significar el exterminio físico; pero ya de por sí el
uso frecuente de la palabra «liquidar» y los tempranos
fusilamientos masivos sin otra causa que la mera perte­
nencia a una determinada clase social, dejaron ver con
m eridiana claridad que la realidad era distinta de los
ideales. El deseo de igualdad, elemento indispensable
en una sociedad progresista, si se hace cumplir por de­
creto, tiene como resultado el exterminio más absoluto.
Realmente, son muchos los testimonios que hablan del
miedo, de la angustia, del terror y de la incertidumbre
que recorrieron Estados Unidos y Europa —que hasta
entonces se habían venido considerando a sí mismos
como la cumbre del progreso— cuando ante los ojos de
la burguesía, gracias a la prensa, o a las noticias que
llevaban los miles de deportados y emigrados de Rusia,
apareció este nuevo aspecto del progreso. Tampoco
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 125
tranquilizaba a nadie el evidente entusiasmo que la re­
volución bolchevique suscitaba en grandes sectores
obreros e intelectuales.
De ese modo se dio la posibilidad de que, partiendo
de la base del progreso real en los territorios industria­
les y más desarrollados del m undo y asum iendo los
aspectos más radicales de una específica ideología pro­
gresista, es decir, el darwinismo social nacido en Ingla­
terra y Estados Unidos pudiera surgir un partido que
en realidad negaba radicalmente el progreso e incluso
trataba de eliminarlo del mundo. Ciertamente, no fue
en el sentido de proponer un retroceso de la industriali­
zación y la vuelta al sistema feudal, sino de reivindicar
para el E stado el ejercicio pleno e ilim itado de la
soberanía de devolver a la guerra su naturaleza de irre­
primible exigencia humana, y de dotar a la civilización
europea y aglosajona de una hegemonía mundial, esta­
ble y sólida. Este partido internacional, el partido de
contraexterminio, podía ser más o menos radical según
las circunstancias nacionales, regionales, ideológicas y
personales. El exterminio podía presentarse como la
eliminación política del sistema de partidos, como fac­
tor debilitador y de inestabilidad, pero también como
aniquilam iento de la aparente causa principal de la
decadencia; o sea, según la terminología fenomenoló-
gica del fascismo, como fascismo radical en su sentido
literal.
Eso no significa de ningún modo que ese partido de­
biera triunfar necesariamente, pues en grandes zonas
de Europa se iba aplacando aquel temor, aquel miedo y
aquella acritud a medida que perdía fuerzas el partido
comunista y la Rusia soviética, la cual, tras el fracaso
de sus esperanzas en la revolución m undial de 1919-
1920, había vuelto a ser, de nuevo, un país lejano al otro
extremo del mundo. Pero si bien es cierto que alcanzó
la victoria debido a que se dieron mejores condiciones
y premisas especiales y eso facilitó la realización cohe­
126 DESPUÉS DEL COMUNISMO

rente de su programa, es lógico pensar que un ataque


tan directo contra el progreso, en un terreno en el que
se daban condiciones progresistas, únicamente era po­
sible una sola vez.6 Ésta es la característica que se pre­
senta como una «brutal resistencia contra la trascen­
dencia práctica y lucha contra la trascendencia teórica»
y que constituye una inconfundible definición histórica
del fascismo radical, o sea, del nazismo.
Esta definición aclara simultáneamente la razón por
la que la llamada «solución final de la cuestión judía»
procede, de modo consecuente, de la propia esencia del
nazismo; en realidad, es posible que esa «solución fi­
nal» sólo la deseara de m anera resuelta un solo hom­
bre, hipótesis que parece confirm ar una frase revela­
dora de Himmler en un documento secreto de 1940 en
la que definió «el método bolchevique del exterminio fí­
sico de un pueblo» como «contrario al carácter ger­
mano e imposible»,7 pero estaba claro que no se podía
aniquilar a «las masas contaminadas de bolchevismo o
pacifismo» que Hitler, en 1932, calculó en un cuarenta
por ciento de la totalidad del pueblo alemán,8 a no ser
que se buscara un «culpable», un responsable al que
poder eliminar de este mundo. Para Hitler, sin duda al­
guna, ese responsable era «el judío». Hitler sólo podía
llevar a cabo el exterminio justificándose en una inter­
pretación basada en una atribución de culpa colectiva.
Hasta ese momento, las medidas de aniquilamiento na­
zis se fundaban en una mitología de carácter biológico,
m ientras que la elim inación de la burguesía y de los
kulaks llevada a cabo por los bolcheviques se basaba,
simplemente, en que se les declaró enemigos directos
de la sociedad. La mitología, sin embargo, no era más
que un simple delirio insensato. Debemos recordar, so­
bre este punto, que para los primeros socialistas, y tam­
bién para Karl Marx, los judíos eran los inventores del
odiado «sistema monetario»; por otra parte, en Gustav
Landauer se puede leer la frase de que en la vanguardia
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 127
de la nueva hum anidad «se encuentra una mayoría
notable de judíos».9 Pero Landauer no estaba conven­
cido de que esos pioneros de vanguardia fueran la
causa de una nueva realidad que sin ellos no hubiera
existido.
Con Hitler, el judío alcanzó la categoría de «cau­
sante» y por esa razón en El fascismo en mi época
afirmo que las teorías posteriores conceden a los millo­
nes de víctimas de Hitler «el mayor de los honores»,
porque ponen de relieve que estas víctimas, que fueron
eliminadas como si fueran una plaga, murieron como
representantes de una idea durante el ataque más de­
sesperado y cruel que jamás se haya llevado a cabo con­
tra la naturaleza humana y su trascendencia.10
No creo que la definición histórica del nazismo y al
mismo tiempo la singularidad del exterminio de los ju­
díos —como un proceso de carácter no sólo biológico
sino trascendental— hayan sido tratados por nadie con
mayor relieve. Pero, precisamente por eso, hoy no sólo
es lícito, sino obligatorio destacar aquello que corre el
riesgo de ser olvidado o reprimido: que el exterminio de
los judíos por los nazis no fue el primer acto de aniqui­
lación de la historia moderna que se basó en el estable­
cimiento de categorías ideológicas, o sea, sin tener en
cuenta la culpabilidad o inocencia individual de los sa­
crificados, y, por lo tanto, tenía un carácter de contra­
exterminio —o de revancha—. Para decirlo gráfica­
mente, y teniendo en cuenta las previsiones humanas,
se puede pensar que sin el Gulag no hubiera sido posi­
ble Auschwitz.11 Además, debemos añadir lo siguiente:
Es cierto que en 1945 triu n fó el «progreso»
-—o, para ser más exactos, la posibilidad de progreso—
sobre el extraordinario intento de impedirlo del todo y
para siempre; pero el progreso tiene dos caras y sería
conveniente y necesario definirlo sin la connotación
optimista de dicha y bienestar para el individuo, como
«trascendencia». Ese progreso no es idéntico, en abso-
128 DESPUÉS DEL COMUNISMO

luto, al concepto marxista de progreso, sobre el cual el


ya citado Landauer emitió un juicio extremadamente
duro, ni tampoco se identifica con la concepción norte­
americana. Cabe suponer que el apocalíptico intento
fracasado de borrarlo del mapa, por medios políticos y
bélicos y basándose en una atribución de culpa colec­
tiva que trataba de crear un mito, fríe sustituido, y fi­
nalm ente superado definitivam ente, por el esfuerzo
mucho más difícil y complicado de no conceder a la
trascendencia del hom bre, por am or al hom bre, un
campo de juego ilimitado y cuidando, al mismo tiem­
po, de no constreñirlo en la rigidez de una «situación
final».
E sta interpretación, a su vez, puede redefinirse
como la versión histórico-genética y filosófica de la teo­
ría del totalitarismo, que no tiene en cuenta la singula­
ridad de la situación histórica del nazismo ni el con­
texto en que llevó a cabo sus tropelías. Queda claro que
no brinda datos directos y precisos a las futuras genera­
ciones. Como análisis final, lo que para el hom bre
cuenta es el conocimiento de sus propios límites. Estar
sujeto a error impide aspirar a la verdad, aunque tam­
poco asegure su posesión.

Notas

1. Citado en Ernst Nolte, D e u tsc h la n d u n d d e r K a lte K rieg, Mu­


nich-Zurich, 1974, pp. 52 ss. y 342 ss.
2. Lothrop Stoddard, T h e R e v o lt a g a in s t C iv iliz a tio n . The
M en ace o f th e U n der-M an , Londres, 1922, p. 164.
3. Talcott Parsons, «Some Sociological Aspects of the Fascist
Movements», en P o litics a n d S o c ia l S tru c tu re , Nueva York-Londres,
1967, p. 81.
4. Max Horkheimer, «Die Juden und Europa», en Z eitsch rift
fü r S o cia lfo rsch u n g , ano VIII, 1939, pp. 116 y 133 ss.
5. Alfons Paquet, Im k o m m u n is tis c h e n R u ss la n d . B riefe aus
M o sk a u , Jena, 1919, pp. 112 ss.
6. Ernst Nolte, D er F a scism u s in se in e r E p o ch e, Munich, 1963,
pp. 507 y 544.
EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN 129
7. V ierteljah rsh efte fü r Z eitg esch ich te, año V, p. 507.
8. V ö lk isch er B eo b a ch ter de 1-2 de enero de 1933.
9. Gustav Landauer, A u f r u f z u m S o z ia lis m u s , Frankfurt-
Viena, 1967, p. 23 (cit. en introd. de J. J. Heydorm).
10. Ernst Nolte, op. cit., p. 513.
11. Ernst Nolte, «El pasado que no quiere pasar» (discurso
que fue escrito pero no pronunciado), en H isto rik erstre it (documen­
tación de la controversia en torno a la singularidad del exterminio
judío por los nazis), Munich-Zurich, 1987, pp. 39-47 y 45.
PARADIGMAS DE LA HISTORIA
DEL SIGLO XX

Se entiende por paradigm a histórico el modelo de


pensamiento o diseño en cuyo marco se desarrollan las
representaciones del acontecer histórico. No son tan
sólo simples construcciones ideológicas, sino que se
apoyan también en hechos esenciales y en experiencias
colectivas. Pueden configurarse como estructuras del
desarrollo de la historia, pero allí donde la ciencia
puede evolucionar libremente se forman varios diseños
ideológicos en concurrencia. No pueden excluirse in­
fluencias recíprocas, pues los límites entre los concep­
tos individualizados fluctúan del mismo modo que los
límites entre épocas y períodos. Si no se teme profundi­
zar en la idea, aunque sólo sea en alguna medida, siem­
pre se establecerán claras diferencias. Dentro de la his­
toria del siglo xx se pueden reconocer, por lo general,
cuatro paradigmas.
El primero de ellos —y, al parecer, el menos especí­
fico de todos— es el concepto de lucha entre diversas
potencias, cuyo ejemplo aparece en títulos de libros
como The Struggle for Mastery in Europa de A. J. P. Tay-
lor y Gleichgewicht oder Hegemonie de Ludwig Dehio.
Las «potencias» son entes individualizados que se ca­
racterizan por su cohesión interna y su aspiración a
ejercer su influencia sobre otras potencias. No tiene
que tratarse necesariam ente de Estados nacionales
Pues también los Estados multinacionales son poten­
zas; sin embargo, en la Europa del siglo xix, donde por
132 DESPUÉS DEL COMUNISMO

vez primera se constituyó este paradigma, eran los Es­


tados nacionales los que constituían la realidad efectiva
o en trance de llegar a serlo en el futuro. La cohesión
interna solía asegurarse por medio de instituciones so­
beranas autoritarias, pero tam bién podía basarse en
decisiones democráticas. La aspiración a influir sobre
las demás potencias y, en último término, a la hegemo­
nía, no implicaba necesariamente una voluntad de do­
minio sino que podía consistir en una predisposición a
lim itar las propias ambiciones como, según Ranke, se
dio en el «sistema» de las grandes potencias de la pen-
tarquía europea (Austria, Prusia, Francia, Gran Bre­
taña y Rusia 1815-1860). Los desplazamientos de po­
der, bien sean de tipo casual o no, son siem pre una
realidad que no se puede ignorar y en ellos la guerra
era considerada siempre como la última opción. De ese
modo, el «juego» por el poder en el «escenario» de la
historia mundial, que se presentaba como un procedi­
miento comedido de la razón y la cortesía diplomática,
tenía siempre un trasfondo en el que nunca se descar­
taba el recurso sanguinario a las armas. No fue Ludwig
Dehio el único en pensar que el juego de la historia,
tanto si transcurría de modo incruento como sanguina­
rio, no era más que una lucha por conseguir el domi­
nio, o sea, la hegemonía, y, al mismo tiempo, para man­
tener el equilibrio; así fue siempre, tanto si se trató de
Felipe II como de Luis XTV, Napoleón o Hitler.
Si se piensa de modo consecuente, la igualdad es el
principio de este concepto, la igualdad de la voluntad
de poder, que puede adoptar múltiples disfraces pero
que, en el fondo, es siempre y en todas partes la misma·
Estos «disfraces» pueden adquirir una forma especial
Por ejemplo: si una potencia logra mediante el empleo
de uno de ellos una ventaja sobre otra potencia y, con
inteligencia y habilidad, consigue un triunfo, el adver­
sario momentáneamente vencido empleará los mismos
métodos —si está en condiciones de hacerlo— cuando
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 133
se le presente una oportunidad nueva y más favorable.
Lo que se busca finalmente es sólo el poder. Las acusa­
ciones o las invocaciones morales son, sencillamente,
medios para conservar dicho poder o para conseguirlo.
Quien se las toma en serio se engaña sobre las realida­
des fundamentales de la historia. Es bien conocida la
aversión que sentía Napoleón por los «ideólogos», pero
él mismo no vacilaba en reafirmar sus éxitos basándose
en fundamentos ideológicos. El concepto de la prim a­
cía de la voluntad de poder y, como consecuencia, de la
política de poder, no está ligado, necesariamente, a la
existencia de un sistema de Estados europeo, como pa­
rece deducirse de las exposiciones de Taylor y Dehio, y
un «sistema mundial de Estados» no presenta ninguna
diferencia sustancial, aun en el caso de que, a la larga,
sólo quedaran dos únicas «superpotencias». Éstas se­
guirían luchando, como antes y como siem pre, por
conseguir la hegemonía o para mantener el equilibrio.
¿Con todos sus medios? Desde hace mucho tiempo
predomina la opinión de que las superpotencias ten­
drán que renunciar al más elemental de todos los me­
dios: la guerra. Una guerra que no podrían declararse
sin destruirse recíprocamente. Por lo que parece, el po­
der político ha encontrado su maestro en la superiori­
dad tecnológica. Sin embargo, basta pensar en la cri­
sis cubana o en la guerra del Yom-Kippur para darse
cuenta de que hasta tiem po muy reciente no habían
quedado obsoletas las hazañas bélicas. Puede ser que la
lucha por el poder se haya hecho más sutil y refinada.
De todos modos, no cabe duda de que algo de esencial
importancia tiene que haber cambiado para que la más
importante y decisiva de todas las cartas de la baraja no
pueda ser jugada de modo deliberado.
Con esto gana rango y peso un segundo concepto, el
germanocéntrico, que a prim era vista no era más que
un simple instrum ento de poder del bando m om entá­
neamente vencedor. Desde el comienzo de la prim era
134 DESPUÉS DEL COMUNISMO

guerra mundial, la propaganda de los aliados se centró


en la tesis de que el Imperio alemán, o las potencias
centrales, eran los culpables de la guerra. Las declara­
ciones de guerra a Rusia y Francia pesaron mucho en
la balanza, pero lo que causó mayor impacto en todo el
mundo fue la invasión de la Bélgica neutral, que el pro­
pio canciller del Reich calificó de «injusticia».
La atribución de la culpabilidad de la guerra a los
alemanes, que se establecía en determinados artículos
del Tratado de Versalles, fue la base, al parecer, sobre la
que se estableció la nueva regulación del ordenamiento
europeo. Casi al unísono, los historiadores, periodistas
y escritores alemanes pusieron manos a la obra para
dem ostrar la injusticia de ese reproche de culpabili­
dad. Estaban en condiciones de esgrimir buenos argu­
mentos y pronto encontraron apoyo en el que fuera el
campo aliado. ¿No fue Rusia la prim era potencia que
ordenó la movilización general? ¿Qué podía reprochár­
sele a Austria por su com portam iento con relación a
Serbia, si esta misma nación poco antes había llevado a
cabo una agresión contra un vecino que terminó victo­
riosamente? Debido a su situación central, ¿no estaba
Alemania objetivamente amenazada de modo muy es­
pecial? ¿Qué otra cosa podía hacer más que atacar si
quería defenderse?
¡Qué miserable y llena de prejuicios parecía ahora, a
años vista, la propaganda inglesa contra los «hunos» y
sus bulos sobre «las manos cortadas a los niños»! ¡Qué
infundado el odio liberal contra el espíritu supuesta­
mente belicoso de los Junkers que, en gran parte, fue­
ron los principales opositores a la política de convertir
a Alemania en potencia mundial y de construir su gran
flota y que, por razones de política interior, se habían
opuesto al crecimiento desmesurado del ejército!
Los argumentos de los acusados de ser responsables
de la guerra apenas si eran más débiles de los que em­
pleaban los acusadores, pero, no obstante, sirvieron
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 135
como instrum entos en la lucha por el poder, al hacer
todavía más quebradizos de lo que de por sí ya eran los
fundam entos del ordenam iento de la posguerra. Se
convirtieron en un triunfo a corto plazo que conduciría
a una derrota definitiva, puesto que el Reich alemán
llevó a cabo una segunda guerra mundial en un escena­
rio y en unas condiciones semejantes y también la per­
dió, ahora de modo catastrófico. En esta ocasión no fue
una reducida capa social, como la de los Junkers, la que
estableció las diferencias con Europa sino todo un régi­
men; y no sólo hubo rumores sobre «manos infantiles
cortadas», sino noticias bien fundadas que hacían refe­
rencia a matanzas masivas que parecían no tener ana­
logía en toda la historia mundial.
En esta ocasión los historiadores alemanes adopta­
ron la postura autocrítica y de toma de conciencia que
tras la primera guerra mundial sólo habían mantenido
los socialistas de izquierda y algunos de los liberales
más decididos, pese a que todos tenían bien presente el
ejemplo de la Francia derrotada en 1870. Allí varios de
los principales pensadores franceses pusieron en duda
algunas de las más apreciadas tradiciones —natural­
mente en aquella ocasión no se dirigió ningún reproche
de culpabilidad contra Francia—. Gerard Ritter se ex­
presó con apenas menos decisión que Friedrich Mei-
necke. Sin embargo, la aparición de la obra de Fritz
Fischer Griff nach Weltmacht, en 1961, significó un
cambio profundo. Fischer ya no se lamentaba con tono
autocrítico del destino de su nación, que parecía haber
tomado el camino equivocado, sino que, al contrario,
acusó en la misma dirección y con la misma pasión que
lo hicieron los acusadores aliados durante y después de
la prim era guerra m undial. Parecía resonar la voz
de Clemenceau cuando Fischer afirmaba «que la idea
de una hegemonía alemana, condición previa para que
Alemania accediera al rango de potencia europea, era
el patrimonio espiritual de amplias capas sociales en
136 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Alemania, y el impulso predom inante en los círculos


dominantes del Estado, de la economía y la sociedad».1
Las referencias a los diarios de cam paña de Guiller­
mo II, a los libros del general Von Bernhardi y del líder
de los pangerm anistas, H einrich Class, así como al
«programa de septiembre» de Bethmann-Hollweg, con­
tribuyeron a reforzar una tesis frente a la que un parti­
dario coherente de la teoría de «juegos de poder» hu­
biera podido plantear algunas preguntas: ¿Cuál es la
diferencia sustancial con Napoleón? ¿No era Alemania,
de hecho, el Estado más poderoso de Europa? Frente a
las nuevas potencias mundiales, ¿podía el continente
europeo consolidarse si no era mediante la unificación
en torno al más fuerte de sus Estados? La idea de debi­
litar a Rusia con la expulsión de su imperio de aquellos
miembros ajenos a su nacionalidad, como polacos, fin­
landeses, ciudadanos de las provincias bálticas e in­
cluso ucranianos, ¿no estaba en consonancia con la
ideología de la libertad preconizada por las izquierdas
europeas en el siglo xix? Proyectos como el de «la ad­
quisición de tierras sin habitantes», ¿no eran margina­
les e insignificantes teniendo en cuenta la magnitud
prevista? ¿No fue la derrota la que llevó a tomar esa de­
cisión? ¿Tenía sentido potenciar esa derrota de modo
que hiciera suya y permanente la acusación moral del
adversario, teniendo en cuenta que Francia, después de
1815, cuando aún no estaba agotada, pudo celebrar la
victoria de los ejércitos napoleónicos sin tener que lle­
var a cabo una segunda guerra hegemónica?
Precisamente aquí radica el punto central. Alema­
nia, a diferencia de Francia, tuvo que em pezar una
nueva guerra hegemónica dos décadas después de ter­
minada la primera; al aceptar la noción del poder polí­
tico, Fischer llegó a la tácita hipótesis de que existía
una línea de continuidad que iba de la primera a la se­
gunda guerra mundial, una continuidad alemana. Por
eso, Fischer se convirtió en el padre fundador de la his-
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 137
toriografía germanocéntrica que, lejos de ser exclusiva­
mente alemana, no consideraba a Alemania el centro
del mundo, como sí lo era en las teorías de Treitschke y
Sybel. La hipótesis de Fischer se centra en los elemen­
tos de continuidad que hacen aparecer la segunda gue­
rra mundial como una directa repetición de la primera
y, en ese sentido, se aproxima de nuevo a la escuela de
la «política de poder». En los libros de los historiadores
más jóvenes se enlaza, de modo mucho más fírme que
en el caso de Fischer, con un punto de vista de política
interna e histórico-social, que atribuye a Alemania, «un
país sin revolución», un atraso singular: la falta de un
desarrollo «moderno» y «democrático» cuya responsa­
bilidad, en lo que se refiere al Tercer Reich, recaía so­
bre Adolf Hitler.
Se llega así, pese a esta fijación con Alemania, a un
tercer concepto, de carácter general, parejo al concepto
de política de las potencias, una idea en la que la sexta
gran potencia, la revolución, se considera más impor­
tante que la pentarquía europea a la que ya nos hemos
referido, y no ve en la guerra de Crimea o en la guerra
| germano-francesa los acontecimientos fundamentales
de la historia europea, sino en la «doble revolución» de
la industrialización de Inglaterra y las grandes subver­
siones en Francia, así como en los movimientos revolu­
cionarios y modernizadores que surgieron de ellas. Los
libros de Eric Hobsbawm sobre las revoluciones euro­
peas y de E. H. Carr y, aun más recientemente, el mo­
numental volumen, profusam ente ilustrado de Man-
! fred Kossok Revolutionen der Weltgeschichte, pueden
| servir de ejemplo. Desde esa perspectiva, se atribuye a
la ideología un rango más elevado e independiente, y la
Alemania de 1914 aparece como un concentrado de las
fuerzas y las form as del pensam iento reaccionario,
como la última monarquía militar del mundo que, con
graves consecuencias internas, llega a transformarse en
el Estado dictatorial y belicoso de Adolf Hitler. En mu-
138 DESPUÉS DEL COMUNISMO

chas obras de esta escuela y de la escuela germanocén-


trica se puede apreciar un profundo pesar por el hecho
de que el partido socialdemócrata, mediante las huel­
gas masivas de 1910 o negándose a votar los créditos de
guerra, como pudo hacer en agosto de 1914, no hubiera
provocado un levantamiento revolucionario que podría
haber convertido a Alemania en una potencia rectora
de la modernización y tal vez hubiera abierto la puerta
a un socialismo de ámbito mundial, en vez de lanzarse
a una lucha desesperada contra el espíritu moderno.
¿Pero puede darse algo más antihistórico que el sen­
timiento de pesar ante el hecho de que hace ya muchos
lustros no se hubiera producido un determinado acon­
tecimiento, teniendo en cuenta, además, que se trataba
de un acontecimiento que, de hecho, no tenía analogía
en ninguno de los demás estados industriales moder­
nos? Vista en el contexto de su época, ¿era realmente
tan poco m oderna la Alemania de Guillermo II? En
ocasiones, ¿no fue considerada con temor por Francia
y también por Inglaterra como una especie de «Norte­
américa en suelo europeo»?2 Esa transición, que vista
retrospectivam ente parece justificada y necesaria, el
pasar de la obviedad de la guerra a la obviedad de la no
guerra, ¿era posible sin un largo período intermedio?
La escuela germanocéntrica y la tendencia hacia la re­
volución, ¿estaban guiadas por un sentim iento justo
hacia los cambios cualitativos que tenían que realizarse
necesariam ente en el siglo xx o com etían el error de
percibir y evaluar de modo equivocado el elemento de­
terminante sin el cual la historia de este siglo, y dentro
de ella de modo especial la historia alemana, no hubie­
ran podido ser las que realmente fueron?
Creo llegado el momento de introducir algunas con­
jeturas. Supongamos que en todos los Estados que par­
ticiparon en la primera guerra mundial se hubiera im­
puesto el convencimiento de que la novedad cualitativa
que tenía que surgir después de aquella horrible expe-
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 139
rienda, era la renuncia a la soberanía ilimitada de los
Estados y, por tanto, la lim itación del «derecho a la
guerra». En tal caso, se hubiera formado presumible­
mente una verdadera alianza de pueblos, lo que hu­
biera producido un cambio profundo a nivel global que
habría im pedido el estallido de una segunda guerra
mundial. Pero, en todas partes, los revolucionarios se
hubieran opuesto del modo más decidido a esta asocia­
ción de los pueblos, porque de ella podía decirse que re­
presentaba la consolidación del statu quo, es decir, la
aceptación del desequilibrio de poder, la perpetuación
de la injusticia, la inexpugnabilidad del monopolio ca-
i pitalista y la consolidación de la dependencia de los
países pobres. La democracia, extendida por doquier,
como corresponde a su esencia, hubiese provocado
grandes tensiones y luchas entre clases sociales, nacio­
nalidades y religiones. Cualquier federación de pue­
blos, en realidad una alianza de Estados, no hubiera es­
tado en condiciones de m antener la paz, aun cuando,
teóricamente, se hubiera renunciado a la guerra entre
Estados.
Supongamos que el convencimiento revolucionario
de la necesidad de llegar a una situación mundial de un
estilo totalmente nuevo se hubiera impuesto en un Es­
tado y que en él se realizara el antiquísimo ideal de un
reino de herm andad sin dueños ni señores, suponga­
mos tam bién que, mientras tanto, en todos los demás
países del mundo los movimientos populares no fueran
lo suficientemente fuertes para conseguir el mismo tipo
de transformación, pero que, sin embargo, fueran ca­
paces de impedir cualquier ataque enemigo contra «el
país de la esperanza» para darle, así, la oportunidad de
demostrar con claridad y a toda prueba su «superiori­
dad antropológica». De ocurrir así las cosas, no cabe
duda de que con el transcurso del tiempo iría aumen­
tando el número de Estados que se unirían al luminoso
ejemplo de esa «metrópoli de la igualdad»; el socia-
140 DESPUÉS DEL COMUNISMO

lismo ya no sería simplemente una ideología y un mero


movimiento social sino una realidad mundial. El con­
cepto de lucha por el poder quedaría arrinconado como
algo perteneciente al pasado, y la teoría germanocén-
trica adquiriría validez como paso previo inmediato al
triunfo de un nuevo concepto orientado a la revolución.
No ocurrió así, sin embargo, y el realismo fáctico de la
historia puso sobre el tapete un cuarto paradigm a y,
más tarde, un quinto.
La Revolución de Octubre rusa quiso ser esa gran
transformación. Que Lenin, pese a su sobriedad y con­
cisión, era un ideólogo convencido que había puesto los
ojos en la consecución de algo «totalmente distinto», es
algo que queda claramente reflejado en la frase de que
tan pronto como el proletariado hubiera triunfado en
todo el mundo, él emplearía todas las reservas de oro
en la construcción de lavabos públicos. Pero, en reali­
dad, y para decirlo claro, al principio aquella revolu­
ción no fue más que una desastrosa revolución: el fruto
de una derrota que siguió a la revolución esperanzada
de febrero y que condujo a una paz por separado, en
franca violación de los tratados existentes, que puso
en grave peligro la causa de los aliados y que, tanto en
Londres como en Washington, en Roma como en París,
creó un profundo resentimiento contra los «traidores»
a la causa democrática; ese acto fue realmente -el pro­
nunciamiento de uno de los partidos socialistas contra
los otros partidos socialistas; además, la formación ine­
vitable de un gobierno soviético totalm ente socialista
provocó de inmediato críticas extraordinariamente du­
ras de los representantes rectores de casi todos los par­
tidos socialistas de Europa. Al fin y al cabo esa situa­
ción no se había producido en un Estado cualquiera
sino en el Estado de mayor extensión del mundo y, po­
tencialmente, el más fuerte. Se estuvo muy cerca de lle­
gar a la aplicación de las reglas del juego de la lucha
entre potencias, sobre todo cuando el propio Lenin era-
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 141
pezó a hablar muy pronto de la «sindicalización de to­
das las fuerzas» y de la futura Gran Rusia. Lenin se vio
obligado a declarar «socialista» aquella revolución, aun
cuando la consideró simplemente como la revolución
necesaria para la autoconservación de un Estado que
veía su existencia amenazada de muerte, debido a las
muchas esperanzas que, tanto en Rusia como en otras
partes del mundo, despertó esta primera explosión re­
volucionaria tras la fatalidad y la «carnicería» de la
guerra. Por esta razón se hubo de decretar la socializa­
ción de la industria y se proclamó la guerra a la burgue­
sía, incluso a la «burguesía rural», hasta su completa
extinción; el entusiasm o de la lucha en defensa de
«aquel lugar bajo el sol», de la fortaleza de la revolu­
ción, trajo consigo el terror, pues ninguna clase social
se deja despojar de sus derechos sin oponer resisten­
cia. El «decreto sobre el terror rojo», de septiembre de
1918, convirtió, por vez primera desde 1793-1794, al te­
rror en principio del Estado y sancionó el prim ero de
los grandes exterm inios masivos, haciendo que muy
pronto la checa fuera famosa en todo el mundo. Nunca
hasta entonces en la historia mundial un Estado (que
además había sido vencido) se propuso algo tan enor­
me: el cambio fundamental de toda la situación m un­
dial y, precisamente por eso, nunca hasta entonces en
toda la historia europea, los políticos dirigentes de un
Estado habían exigido la «liquidación» y el exterminio
de grandes capas de su propia población, como lo hi­
cieron Lenin y Zinoview, sin que les detuviera el pensar
que sus víctimas alcanzarían cifras millonarias.
Al mismo tiempo, los dirigentes de aquel Estado se
dirigieron a las masas de todo el m undo pidiéndoles
que se alzaran en armas contra los responsables de la
guerra y los gobiernos imperialistas, así como contra
I capas dirigentes. Al parecer, estas llamadas provoca-
fon después de la guerra levantamientos y revoluciones
de relativa importancia, por ejemplo en Baviera, donde
142 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Lenin dio detalladas instrucciones al gobierno de so­


viets proclamado temporalmente en Munich. Después
de que los bolcheviques lograron imponerse definitiva­
mente en la guerra civil contra sus enemigos de dentro
y de fuera de Rusia, entre los cuales Winston Churchill
fue el más poderoso y decidido, surgió una forma de
Estado jam ás conocida hasta entonces: un régimen
de un solo partido con aspiraciones, a nivel mundial, de
provocar y aplicar una violencia inusitada con la justifi­
cación de que estaba destinada a poner punto final a
toda violencia; un régimen que había despertado entu­
siasmo en todas partes, pero también repulsa y miedo
antes nunca vistos. Un régimen que, en parte, parecía
ser el paraíso terrenal, y en parte, el peor de los retor­
nos al «despotismo asiático».
La historiografía orientada hacia la revolución, de la
cual puede ser un ejemplo la obra de E. H. Carr, se vio
en grandes dificultades por causa de ese régimen. La
excepción fue la historiografía del partido victorioso
en Rusia y de sus excelentes compañeros de viaje en Oc­
cidente. Una inconfundible sim patía y un distancia-
miento que en algunos casos llegaba a adquirir un ma­
tiz de temor, se daban la mano; pero después de 1923 el
reflujo de la marea revolucionaria hizo que volvieran a
pasar al primer plano las preocupaciones y asuntos co­
tidianos de Europa y de la Sociedad de Naciones. El
viejo concepto del poder político se hizo notar con res­
pecto a la Unión Soviética, incluso en el libro del ex co­
munista Arthur Rosenberg sobre la Historia del bolche­
vismo. La Unión Soviética de Stalin, ¿seguía siendo
todavía «lo totalmente distinto»?
En el cuarto concepto histórico, la Unión Soviética
deja de ser «lo totalm ente distinto» para pasar a ser,
sencillamente, «algo distinto», en relación con la toma
del poder y la consolidación del régimen de Mussolini
en Italia. Saltaba a la vista de todos que el fascismo era
radicalmente anticomunista. No menos notable era el
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 143
hecho, raro y paradójico, de que el líder de ese régimen
y un buen número de sus más importantes colaborado­
res fueron antes de la guerra partidarios adelantados
del «socialismo revolucionario». También este partido,
el fascista, eliminó a los demás partidos y empleó la
violencia en notable medida; también creó una policía
secreta política y mantuvo una especie de campos de
concentración. Igualmente, el partido fascista fue un
movimiento de masas en cuyas filas podía apreciarse
un gran entusiasmo y, allende sus fronteras, despertó
no sólo aprobación sino incluso entusiasmo. Por esa ra­
zón, este régimen tiene que ser incluido en el mismo
concepto que el régimen de un solo partido que gober­
naba en la tan lejana Unión Soviética, y el hecho de que
se calificaba a sí mismo como «totalitario» hizo que el
término «totalitario» pasara a ser de uso frecuente. Ya
en los libros del anterior presidente del gobierno, Nitti,
y del fundador del partido democristiano, Sturzo, está
presente este concepto en forma explícita o implícita y
la clasificación del bolchevismo en «bolcheviques de iz­
quierdas» o «bolcheviques de derechas» fue habitual en
los años veinte, tanto en Alemania como en la emigra­
ción italiana. Por lo tanto, resulta injusto decir que la
«teoría del totalitarismo» ha sido una invención y un
instrumento de la guerra fría. Se basa en una elevada
valoración del estado constitucional «moderno» y «oc­
cidental», como se describe de manera característica en
Nitti y Sturzo; tanto el régimen ruso como el italiano se
configuran, desde este punto de vista, como lam en­
tables regresiones con respecto a la m odernidad, de
modo que las diferencias, aunque en ningún caso
deben pasarse por alto, parecen ser de m enor im por­
tancia. La época de auge de la teoría del totalitarismo
concuerda realmente con la época de las mayores ten­
siones entre el Este y el Oeste, de la «guerra fría», y difí­
cilmente se puede considerar causal que dicha teoría
fuera desarrollada, principalm ente, por politólogos
144 DESPUÉS DEL COMUNISMO

como Cari J. Friedrich y Hanna Arendt, como un análi­


sis estructural comparativo. Los regímenes de Stalin y
de Hitler pasaron al primer plano de modo dominante
y, precisamente, gracias al mismo carácter del terror
con el que ambos se lanzaron a la tarea de ejecutar in­
diferentemente las penas de muerte dictadas por la na­
turaleza o la historia, tanto si recaían sobre los kulaks
como sobre los judíos, así como a su parecida y común
enemistad contra Occidente. Ciertamente, el término
totalitario encuentra aplicación en muchas aclaracio­
nes históricas, y una historia de Europa «entre las dos
guerras mundiales» o «del siglo xx» no podría escri­
birse sin dedicar un gran espacio a las relaciones entre
la Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler,
pero sí habría que decir que el concepto de la teoría del
totalitarismo siempre tuvo dificultades cuando se trató
de explicarla históricam ente. E ntre las obras «clá­
sicas», tenem os, en todo caso, el libro de Sigmund
Neumman, Permanent Revolution (1942) que dio algu­
nos pasos vacilantes en este terreno, y en su segunda
edición de 1965 recibió el subtítulo de Totalitarianism
in the Age of International Civil War. Si se asume explí­
citamente la relación entre bolchevismo y fascismo, o
nazi, como tema principal y no se la considera sólo en
sus líneas generales y poco definidas, necesariamente
hay que plantearse la pregunta de la prioridad y la in­
fluencia del uno sobre el otro y de este modo podría
verse con claridad que no eran los «occidentales», por
un lado, y los «totalitarios», por el otro, los verdaderos
enemigos en una guerra civil de larga duración y efec­
tos múltiples, una guerra civil que de 1941 a 1945 de­
term inó también el carácter del más im portante, con
mucho, de todos los escenarios de la segunda guerra
mundial.
Hace entonces su aparición el quinto paradigma, el
de la «guerra civil m undial» o —hasta 1945— de la
«guerra civil europea». Se entiende que sólo puede ha­
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 145
blarse de guerra civil en sentido estrictamente jurídico,
cuando grandes formaciones arm adas de ciudadanos
de un Estado se enfrentan entre sí dentro de las fronte­
ras de ese mismo Estado. Pero, históricam ente, más
importantes que la guerra civil, en su sentido estricto,
son las amenazas de guerra civil o las situaciones de
guerra civil. Éstas se dan cuando un gran grupo de per­
sonas dentro de un Estado son amenazadas de extermi­
nio por otro grupo. En este caso, el grupo de los ame­
nazados se ve arrojado a ese «estado natural primitivo»
que, según Hobbes, determina la relación recíproca de
los Estados, y sus reacciones pueden llegar a ser impre­
visibles y determ inadas por el pánico, especialmente
cuando las confinaciones o deportaciones llegan acom­
pañadas de insultos. La condición previa es una m í­
nima fuerza del amenazado; si una reducida minoría es
amenazada de ese modo, no se produce una situación
de guerra civil, sino una situación de fuga. Las amena­
zas pueden ser poco serias y simplemente verbales, es
decir, expresión de un resentimiento impotente. Tras la
época de las guerras de las religiones, surgió por vez
primera en Europa una situación de guerra civil con la
Revolución francesa, con su grito de guerra: «¡Guerra
en los palacios, paz en las chozas!» Los grandes páni­
cos producidos por el terror y la ejecución del rey deja­
ron una realidad latente incluso cuando la restauración
pareció haberse impuesto totalmente. Por otra parte,
aquella derrota aparentem ente definitiva alim entó el
mito de la revolución como «sexta potencia», y se prefi­
rió ignorar que sólo en casos excepcionales la revolu­
ción no es idéntica a la guerra civil. Se intentó más bien
considerar como norm a lo que era una excepción: la
sublevación de los «muchos» contra los «pocos», de los
«oprimidos» mayoritarios contra el reducido número
de los opresores. Lo que el marxismo aún puede repre­
sentar es en realidad la m ás am biciosa y al m ism o
tiempo la más ingenua expresión de esta esperanza: «la
146 DESPUÉS DEL COMUNISMO

historia» realiza la parte más im portante del trabajo


revolucionario y al final lo único necesario es la elimi­
nación de unos pocos m agnates del capitalism o en
nom bre de la inm ensa mayoría. Consecuentemente,
el movimiento socialista de los trabajadores continúa
siendo para sus adversarios la encarnación de una ame­
naza internacional de guerra civil. Cito una octavilla
que circuló durante el tiempo de los decretos especiales
que llevaba el título: «Muerte a los parásitos. Instruc­
ciones de uso para lograr la extinción total de pulgas,
chinches, polillas y otros parásitos.» Y continuaba así:
[...] todo el mundo sabe lo molestos y dañinos que
son los parásitos para el hombre [...] Hay que privarlos
de su posibilidad de vida si se los quiere eliminar total­
mente. Como con las chinches, debe procederse tam­
bién contra otro tipo de parásitos que se alimentan de
nuestra sangre [...] ¿No es un parásito el usurero? [...]
¿Y el fabricante? [...] Chupa la sangre, la sangre del
obrero, la sangre de mujeres y niños. ¡Por eso está tan
gordo y tan cómodo, mientras sus obreros parecen fan­
tasmas sonámbulos! Y, como él, los grandes terrate­
nientes, las altas autoridades, los príncipes, los cortesa­
nos aduladores, los ministros, los generales, etc., etc.
[...] ¡Sí, también todos ellos viven de sangre humana, y
no de la sangre de una sola clase social, sino de la clase
de todo el pueblo! Esos parásitos humanos son los más
peligrosos y malignos de todos, peores que las tarántu­
las y los escorpiones [...].3
Si este texto, pese a su deshumanizado estilo meta­
fórico, no desató, y con razón, tanta indignación como
lo hubiera hecho otro que con tono semejante se hu­
biera dirigido contra los «judíos», por ejemplo, se debe
claramente a que no se dirige contra un grupo pequeño
y fundamentalmente indefenso, sino contra una impo­
nente estructura de poder, porque en él se contenía un
núcleo central racional, porque su autor se contaba en­
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 147
tre aquellos sometidos a una ley de excepción y porque
su intención definitiva podía considerarse «humana».
Y, sin embargo, no sería lícito menospreciar cuántos te­
rrores quizá reprimidos, cuánta angustia ante la ame­
naza de exterminio tenía que provocar este fenómeno
sin precedentes, dado el crecimiento imparable del nú­
mero de diputados socialdemócratas en el Reichstag, a
los que muchos consideraban defensores de esas ideas,
puesto que se quería ver en Rosa Luxemburgo a la por­
tavoz de la voluntad del partido. Quizá las declaracio­
nes ocasionales de Guillermo II que hacían referencia a
posibles sangrientas represiones contra los socialdemó­
cratas no deberían considerarse lo más notable, pese a
su importancia, sino el hecho de que en la sociedad ale­
mana se produjeran tan escasas reacciones de pánico
como en la inglesa o la francesa. Era evidente que entre
las clases dirigentes existía el bien fundado convenci­
miento de que en el caso de que se produjera una gue­
rra civil podrían superarla y encontrar suficiente apoyo
en el «pueblo». En esto radica la decisiva importancia
de la Revolución rusa. Por vez primera desde la Revolu­
ción francesa, la experiencia de lo sucedido en Rusia
probaba que era posible hacer caer y aniquilar por
completo a una clase dirigente, y m ostraba que una
nueva dirección estatal podía hacer suya y real la metá­
fora de aquella octavilla contra «los parásitos». La im­
ponente estructura de poder del imperio del káiser Gui­
llermo II, sin embargo, no necesitó de ningún elemento
extraño para derrumbarse: cayó como consecuencia de
la derrota, y no sólo fue vencida sino, además, desacre­
ditada. No obstante, sus restos fueron necesarios para
evitar aquello que todos, incluso los socialdemócratas,
temían más que a cualquier otra cosa: que se repitieran
las circunstancias rusas que harían imposible que si­
guiera reuniéndose el parlam ento nacional, que trae­
rían consigo la desorganización y el hambre y provoca­
rían a los aliados para que continuaran avanzando en
148 DESPUÉS DEL COMUNISMO

su ocupación. El poder am edrentador del «ejemplo


ruso» fue la gran realidad que confirió nuevas fuerzas a
la «vieja Alemania», le facilitó nuevas alianzas inespe­
radas e hizo que, incluso a los ojos de los aliados, Ale­
mania apareciera como una fuerza positiva y plena de
futuro, que la convertía en la «muralla de protección»
de Europa y factor decisivo para la salvación de la
democracia parlamentaria. Por esa razón, la enumera­
ción de los elementos de continuidad no está injustifi­
cada, aunque sea insuficiente, porque ignora el ele­
mento central decisivo que concedía al país caído una
nueva vida y una cierta medida de razón histórica. Esa
razón, sin embargo, estaba ligada a una serie de cir­
cunstancias fácticas: al hecho de que las diferencias
con la Unión Soviética fueran algo deseado por todas
las fuerzas importantes; que el antibolchevismo estaba
considerado generalm ente como algo natural; que el
Estado, como tal, estuviera en condiciones de reprimir
al partido de la guerra civil, que se identificaba con una
potencia extranjera y que, por sí mismo, ocupaba una
situación típicamente ideal y crucial en el sistema. Des­
pués de 1923 quedó claro que también en Alemania se
había afirm ado la «síntesis de lo europeo» contra la
pretensión de omnipotencia de uno de sus elementos,
como ocurrió de modo natural en Francia e Inglaterra,
aunque allí fuera en una situación menos peligrosa.
Pero, además, se realizó aquello que en el Imperio ale­
m án sólo se manifestó con débiles indicios: el antico­
munismo había logrado su autonomía como partido y
movim iento político; el partido de la guerra civil se
enfrentaba al partido antiguerra civil; a la voluntad de
exterm inio se oponía la voluntad de exterm inar a
los exterminadores. Esto no era un fenómeno exclusi­
vamente nacional y alemán. A comienzos de 1924, el ré­
gimen fascista llevaba ya quince meses en el poder en
Italia, si bien aún con tin u ab a siendo un fascismo
«constitucional» que ni siquiera parecía intentar la des­
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 149
trucción política de todos los demás partidos, un obje­
tivo al que según todos los indicios estaba destinado se­
gún su propia ideología. La casualidad y las circunstan­
cias estaban llamadas a jugar un gran papel, pero ya no
podía seguir excluyéndose el que un día, junto al régi­
men «fascista normal» de Italia, que como régimen de
partido único ya era tildado de totalitario por sus adver­
sarios y comparado con la Unión Soviética, también en
Alemania hiciera su aparición un régimen radical que
no sólo destruyera de inmediato, y en condiciones cer­
canas a la guerra civil, a su principal enemigo, el par­
tido comunista, y que de modo consciente eliminara a
todos los demás partidos políticos, sino que además ra­
dicalizara las tendencias destructoras, de un modo que
en Italia seguía siendo inconcebible: mediante el pre­
sunto descubrimiento de «la raíz del mal»: el judío. La
última consecuencia de esto podía ser una guerra entre
Estados pero que estaría marcada, necesariamente, por
las rasgos propios de una guerra civil, es decir el cho­
que entre dos ideologías enemigas, aunque próximas,
de dos regímenes que, pese a su odio m ortal, lo que
más deseaban era parecerse el uno al otro. Este es, en
grandes líneas, el diseño del paradigm a de la «guerra
civil europea». De hecho estaba ya contenido en aquella
teoría fenomenológica del fascismo en la cual, en 1963,
muchos pudieron ver una «superación de la teoría del
totalitarismo» porque ponía de relieve la contradicción
existente entre comunismo y fascismo de modo mucho
más destacado de lo que normalmente era habitual. No
debía haber pasado inadvertido que, por regla general,
el «fascismo» es definido por su antimarxismo y su vo­
luntad de exterm inio y que exterminio significa lo
mismo que contraexterminio. Hasta ese punto este con­
cepto no era otra cosa que la versión histórico-genética
de la teoría del totalitarism o. Se diferenciaba sola­
mente de la versión comparativa estructural y politoló-
gica, en que intentaba entender el bolchevismo y el fas­
150 DESPUÉS DEL COMUNISMO

cismo radical de los nazis como dos raíces que, aunque


nacidas y desarrolladas a partir de situaciones seme­
jantes de retraso histórico, eran dos fenómenos inde­
pendientes entre sí. Pero también aquí las fronteras son
fluctuantes. En 1983, Karl Dietrich Bracher definió el
comunismo explícitamente como «la forma primera y
original del juego totalitario».4 Por su parte, Walter La-
queur, en su obra, muy rica en información, Alemania y
Rusia, que apareció en 1965, habla del «gran choque
del fascismo y el comunismo en Europa» en el que los
dos bandos tenían, en todos los puntos importantes, un
juicio falso sobre el carácter del enemigo.5 Si se combi­
nan ambas manifestaciones, se llega al núcleo del con­
cepto de guerra civil europea. Se puede incluso afirmar
que este concepto concuerda ampliamente con el modo
de entender la historia del siglo xx por los comunistas
ortodoxos, aun cuando con la m arcada diferencia de
que el partido comunista mundial no era considerado
como propietario de la razón histórica sino, solamente,
de una forma exuberante y distorsionada de una signi­
ficativa tendencia histórica. También en este punto las
objeciones pueden tener su fundamento. Si el partido
de la guerra civil no tenía razón, entonces el parti­
do contrario a la guerra civil no podía carecer total­
mente de ella. Y, finalmente, la idea de una guerra civil
internacional podía ser com prensible dentro de un
«combate mundial»; ésa era una convicción fundamen­
tal del nazismo y del fascismo. ¿No llegará así, final­
mente, a ser rehabilitado el concepto histórico nacio­
nalsocialista? La verdad es que no sería «rehabilitado»
sino simplemente tomado en serio, del mismo modo
que se toma en serio al comunismo. Este «ser tomado
en serio» implica, en sí, un distanciamiento y exige que
se hagan diferenciaciones; distancia y diferencia están
en contradicción con el compromiso político y con la
exposición aislada, que es una característica de la cien­
cia. Mientras el comunismo del siglo xx fue pacifismo y
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 151
política social militantes, cabe lamentarse de la intran­
sigencia ideológica y de sus consecuencias, así como de
su transformación en realidades tradicionales, pero sin
dejar por eso de reconocer su núcleo racional, del
mismo m odo que K ant y Klopstock, pese a toda la
crueldad de la Revolución francesa, quisieron perma­
necer fieles a sus «ideales de hum anidad». Por otra
parte, en la m edida en que el nacionalsocialismo fue
belicismo m ilitante, superó con desesperada energía
una realidad en trance de dism inuir y se encontró en
medio de un claro error; la tesis siguiente, que encarnó
una política antisocial militante, deja de ser correcta y
no es lícito establecer una violenta contradicción que
implica una negación absoluta. Por otra parte, se puede
constatar una evolución de las relaciones entre los dos
regímenes que desde luego no fue continua ni regular
pero que hizo que el comunismo, a los ojos de Hitler, se
convirtiera en una auténtica representación del horror,
pero, también, en cierto modo, en un ejemplo a seguir.
Se puede formular otro reparo que casi puede adquirir
forma de reproche: si se entienden el antimarxismo y el
antibolchevismo como los principales rasgos esenciales
del nacionalsocialismo, en ese caso el antisemitismo re­
trocede de modo inconveniente y la «solución final de
la cuestión judía» no se sitúa en el lugar central que le
corresponde. Pero el antisemitismo es para el nazismo
la interpretación más característica de lo que puede
constatarse sim plem ente com o realidad histórica.
Como la llam ada a la guerra civil recibe como res­
puesta una llam ada en su contra, escapa así al juicio
moral; el exterminio del «explotador» en la Unión So­
viética es para el observador tan horrible como el exter­
minio directo de los «elementos subversivos» en Indo­
nesia en 1965. Afirmar, sin em bargo, que un grupo
pequeño y relativamente inerme de la población de un
país sea la causa de una guerra civil, aunque haya to­
mado parte activa en los esfuerzos bélicos de la nación,
152 DESPUÉS DEL COMUNISMO

es sin duda «una atribución de culpa colectiva» moral­


mente reprobable y puede llevar, si se une a un prejui­
cio histórico-filosófico, a un exterminio biológico o me-
tabiológico, cualitativamente distinto del exterminio
social realizado por los bolcheviques. Sería injusto e in­
cluso grotesco ver una especie de delito, en que se le
niegue al antisemitismo un carácter de autonomía, es
decir, que se declare poco im portante que su origen
pueda estar en la demencia delirante, en el odio a todo
lo extranjero o en el antijudaísmo católico. Nadie en el
siglo xix se llamó a escándalo jamás cuando el antilibe­
ralismo paso a considerarse como la verdadera razón
de fondo del antisemitismo conservador que convirtió a
los judíos en «chivos expiatorios». Ésta era la interpre­
tación de Theodor Herzl aunque am pliada en un as­
pecto muy importante. Una tercera objeción resulta de
la presunción de que el papel de Occidente y de las de­
mocracias occidentales ha sido infravalorado, al atri­
buirle al enfrentam iento de los dos extremismos una
im portancia tan grande. Pero de ningún m odo se
afirma que esta «guerra civil europea» haya represen­
tado la total realidad de la época. Cada paradigma en­
cierra en sí una selección y no se postula un «cambio
de paradigma», sino que se establece tan sólo la legiti­
midad de un aspecto que fue eliminado por motivos de
peso. Por lo demás, el «sistema liberal» será desviado
de la realidad principal de los dos partidos de la guerra
civil m undial tan pronto se incluya en el cuadro la
cuestión de las relaciones entre la revolución industrial
y el marxismo y la eventualidad de una guerra civil
mundial después de 1945. No se puede negar que todo
este concepto descansa en una suposición previa, que
puede ser llevada al terreno de la duda con una argu­
mentación empírica: la hipótesis de que el impulso an­
ticomunista y antimarxista hayan sido fundamentales
para Hitler y su partido, y no simplemente un pretexto
más ideado para justificar los motivos más profundos
PARADIGMAS DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX 153
de su antisemitismo, de su nacionalismo e, incluso, de
una ideología antiburguesa. Walter Laqueur afirma en
el libro citado que durante los primeros tiempos del
NSDAP,* Hitler y sus partidarios no consideraron a los
com unistas como sus enem igos principales; Hitler
tiene que agradecer su conversión paulatina al antico­
munismo, sobre todo, a Alfred Rosenberg y por pri­
mera vez durante los años centrales y últimos de la dé­
cada de los treinta, la «Rusia de Stalin con sus "purgas”
y "procesos” pasó a ofrecer la más efectiva propaganda
antibolchevique».6 Además, no debe pasarse por alto
una gran dificultad: la exposición de esta cuestión,
como tal, implica, por su propia naturaleza, una supe­
ración de los límites especializados y que, por lo tanto,
sus resultados no se pueden basar exclusivamente en
estudios ampliados de las fuentes. Por otra parte debe
tomarse en cuenta que durante el desarrollo de la peres­
troika algunos de los historiadores soviéticos se aproxi­
maron, al parecer, al concepto de guerra civil europea
y que en Estados Unidos tam bién se han observado
planteamientos de tipo muy parecido. Eso debe iniciar
la discusión científica y sólo a través de ella se podrá
probar, o al menos se dem ostrará el hecho de que el
quinto paradigma no posee utilidad ni fuerza decisiva.
De ninguna m anera puede responderse a la pregunta
mediante el procedim iento de extrapolar citas frag­
mentadas.

Notas
1. Fritz Fischer, G riff n a ch d er W eltm a ch t, Düsseldorf, 1964, p. 5.
2. Vease Claude Digeon, L a c r is e a lle m a n d e d e la p e n s é e
française (1870-1914), Paris, 1959, p. 482.

* Partido N acionalsocialista Alem án del Trabajo, nom bre oficial del


partido nazi. (N. del t.)
154 DESPUÉS DEL COMUNISMO
3. G e sc h ic h te d e r d e u tsc h e n A rb e ite r b e w e g u n g , t. 1, Berlin,
1966, p. ilust. 4 (tras la p. 352).
4. Karl Dietrich Bracher, «Demokratie und Ideologie im Zeit­
alter der Machtergreifungen», en V ierteljahrshefte fü r Z eitgesch ich te ,
31, ano 1983, pp. 1-24 y 10.
5. Walter Laqueur, D e u tsc h la n d u n d R u s s la n d , Berlin, 1965,
241.
6. Ibidem, pp. 67 y 220.
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL
Y LA CATÁSTROFE DE 1945

El enunciado completo de este ensayo debería ser:


«Alemania en el sistema de Estados nacionales desde
la fundación del Imperio alemán en 1871 hasta la ca­
tástrofe de su derrota en la segunda guerra mundial en
1945.» La exposición podría dar comienzo con la pro­
clamación del em perador en el Salón de los Espejos
del Palacio de Versalles, y concluir con el suicidio de
Hitler en el búnker de la cancillería del Reich o con la
declaración de la victoria por parte de las fuerzas alia­
das el 5 de junio de 1945. Pero una exposición de esta
naturaleza no llegaría al verdadero meollo de la cues­
tión, a lo que constituye su verdadero interés: al hecho
de que el tem a, form ulado de modo apodictico, es­
conde toda una serie de cuestiones muy diversas y, so­
bre todo, que no podemos prescindir de la situación
actual, una situación que todavía, a mediados de 1989,
no había sido prevista por nadie y que representa hoy
la restauración del Estado nacional alemán como he­
cho consumado. Podemos arder en deseos de presen­
tar ante nuestros ojos la corte de Versalles o sentir re­
pulsa por hacerlo: la verdad es que, en ambos casos, se
trata de una opción elusiva respecto a la cuestión de la
«catástrofe» y su naturaleza, que sólo podemos afron­
tar asumiendo el punto de vista inmediato de nuestra
experiencia actual.
A continuación se nos plantean dos alternativas in­
telectuales tajantemente enfrentadas entre sí.
156 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Günter Grass, en un artículo publicado en el perió­


dico Die Zeit, adelantó la tesis de que el derecho a la
autodeterm inación le ha sido concedido a todos los
pueblos pero no a los alem anes, puesto que la ver­
güenza indeleble del exterminio planificado de modo
casi industrial de millones de judíos contó con el im­
prescindible apoyo del Estado nacional alemán; por
tanto, todos los alemanes deberían haber aprendido
que tienen razones m ás que suficientes para sentir
miedo de sí mismos como entidad unitaria operante.
Grass entiende la «catástrofe» como «catástrofe moral»
y deduce de ello la legitimidad de la pérdida, por parte
del pueblo alemán, del derecho a la autodeterminación;
según él, la catástrofe final del Estado nacional alemán
se completó en 1945, en el sentido de su ocaso defini­
tivo y merecido. De su exposición se podría llegar a la
conclusión que un no-reconocim iento de esa catás­
trofe, es decir, apoyar la reunificación de los dos Esta­
dos alemanes llevaría a otra catástrofe aún peor, bien
sea en forma de una repetición de Auschwitz, es decir
de un hecho criminal sin precedentes, o al menos en la
de una existencia inmoral y estigmatizada para siem­
pre de un Estado nacional que no debería existir.1
La alternativa contraria cabría pensar que puede de­
ducirse de la lectura de artículos publicados en periódi­
cos extranjeros, en los cuales se planteaba la pregunta
de si Alemania, una vez reunificada, no debería ser
considerada, junto con Japón, como la verdadera triun­
fadora de la segunda guerra mundial. De hecho, el nivel
de vida de la población alemana es notablemente supe­
rior al de la Unión Soviética, que resultó vencedora
en 1945, y no cabe duda de que el Estado alemán de
ochenta millones de habitantes pasará a ser, con toda
posibilidad, la fuerza rectora, en lo económico y en lo
político, de una Europa unida a la que es de suponer
pertenecerán también grandes territorios del Este y el
Sudeste de Europa antaño dominados por los soviéti-
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 157
eos, o hasta incluso la propia Unión Soviética. Cierta­
mente, Estados Unidos seguirá siendo la potencia mun­
dial rectora, pero la diferencia cualitativa, derivada de
la posesión de un gigantesco arsenal de armas atómi­
cas, como en el caso de la Unión Soviética, desapare-
¡ cerá, puesto que esas arm as ya no son utilizables y
I hasta han perdido su valor intimidador, y Estados Uni­
dos ya no tiene la oportunidad de participar como líder
en la formación de una zona económica y política ma­
yor; además, se verá debilitado cada vez más debido a
sus conflictos internos y étnicos.
La catástrofe de 1945 sólo fue una catástrofe en un
sentido superficial porque en realidad significó la aper­
tura de un nuevo camino hacia la grandeza nacional
lleno de posibilidades. Con la desaparición de la fron­
tera antinatural que dividía Alemania, que ya no es
cosa del pasado, se borra la afrenta de infamia que le
fue impuesta colectivamente al pueblo alemán, al m ar­
gen de las condiciones históricas concretas, y que, en el
fondo, es un reproche seudorreligioso o incluso «ra­
cista» perteneciente a un pasado convulso y confuso.
Se trata de posibilidades reflexivas ideales típicas, que
de modo diverso y modificado son fácilmente reconoci­
bles como tendenciosas en casi todos sus intentos de
buscar una interpretación de la historia del Estado na­
cional alemán, incluso en su partición después de la
, guerra.
Algunas sencillas observaciones y preguntas que sal-
j tan a la vista en la actualidad pueden ser de utilidad e
incluso indispensables para tom ar una decisión sobre
la forma de preparar las relaciones entre Estado nacio­
nal, catástrofe y presente, que no tienen por qué ser ne­
cesariamente idénticas a uno de los dos polos. Esto se
deriva de una pregunta que nosotros, como historiado-
fes alemanes, no podemos seguir eludiendo y que hace
que la tierra parezca temblar bajo nuestros pies.
En la antigua República Democrática Alemana, de
158 DESPUÉS DEL COMUNISMO

acuerdo con una opinión ahora ya indiscutible, se pro­


dujo en octubre y noviembre de 1989 una «revolución
pacífica», pero el partido que ejerció un poder casi ab­
soluto durante unos cuarenta años siguió existiendo
durante unos años más; después de someterse a unas li­
geras transformaciones cosméticas mantuvo su fuerza
pese a sufrir una profunda crisis interior. Esa revolu­
ción no significó una limpieza a fondo, ni tampoco una
«purga». ¿No puede decirse lo mismo de la revolución
alemana de 1918-1919 y de todas las demás «revolucio­
nes europeas»? En ese sentido, ¿no fue la Revolución
rusa de octubre de 1917 la única gran excepción? ¿Es
posible que, pese a todo, continuemos orientándonos
hacia un concepto m eram ente formal de revolución
que lleva en sí el postulado de «total»?
Los agitados cambios que han tenido lugar en toda
la Europa del Este se pueden definir como revoluciones
antitotalitarias o como revoluciones del concepto de to­
talitarismo llevado a la práctica. En el entonces Berlín
Este, en Praga, en Budapest y en Riga, incluso en el
propio Moscú, aparecieron pancartas en las que podía
leerse: «Stasi = Gestapo», «KGB = SS». Entre los inte­
lectuales de alto nivel estos sucesos fueron interpreta­
dos como un «regreso a Europa». La propia Unión So­
viética reconoció que su policía secreta había cometido
aquel paradigm ático crim en que lleva el nom bre de
«fosas de Katyn» y que durante más de cuarenta años
figuró en las listas de los crímenes cometidos por los
«fascistas nazis». De repente, en numerosos periódicos
volvieron a aparecer informes sobre campos de concen­
tración nazis que, después de 1945, continuaron fun­
cionando bajo la adm inistración de la potencia ocu­
pante y del KGB, como si no hubiera ocurrido la gran
ruptura. ¿Cómo era posible que ocurriera algo así si,
desde comienzos de los años sesenta, se daba por supe­
rada la llamada teoría del totalitarismo? Equiparacio­
nes como ésa, ¿no debían considerarse como intentos
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 159
groseros de entorpecer la «distensión» y cuestionar el
statu quo como garantía de paz?
En los últimos tiempos nos llegaron de la Unión So­
viética conceptos que sonaban muy radicales a nues­
tros oídos. Un culto y conocido miembro del partido
comunista de la URSS expresó la creencia de que la Re­
volución de Octubre llevaba en sí el germ en de una
«idea descabellada», la creencia de que mediante la eli­
minación de la propiedad privada de los medios de pro­
ducción se conseguiría liberar a la hum anidad de la
maldición del «sistema monetario» y del «capitalismo.
Los miembros de la Academia no necesitaban ya «ex­
tender la mano» para reconocer la existencia de una
continuidad entre el leninismo y el stalinismo. Ya no
era sólo en los periódicos clandestinos donde se defen­
día la tesis de que las reformas de Stolypin, así como la
elección de la Asamblea constituyente m arcaron una
dirección positiva para el desarrollo de Rusia y que la
Revolución de Octubre llevó a tomar una senda equivo­
cada cuyas víctimas podían cifrarse, sin temor a exage­
rar, entre los cuarenta y los cincuenta millones de seres
humanos.
Volviendo a Alemania: No hace mucho* apareció en
la prensa la noticia de que la República Democrática
Alemana había planeado reducir sus fuerzas armadas a
100.000 hombres (sobre los 300.000 soldados soviéticos
estacionados en la RDA el gobierno no tenía el menor
poder decisivo, como es fácil suponer) y con seguridad
la noticia despertó en los lectores un sentim iento de
aprobación y satisfacción. ¿Pero no hubiera sido lógico
pensar un poco más y reflexionar sobre lo extraño del
hecho de que ésa fue la misma cifra que, al término de
la prim era guerra m undial, fijaron los aliados para
todo el Reichswehr, es decir, para el ejército del Impe­
* Se refiere, naturalmente, a «poco antes» de 1990, fecha en que se es­
cribió este artículo. (N. del t.)
160 DESPUÉS DEL COMUNISMO

rio alemán, mucho más extenso que la RDA? ¿No se ha­


cía necesario, por una vez, m ostrar mucha más com­
prensión sobre el hecho de que en la República de Wei-
mar, y no sólo a los ojos de la «clase dominante» y de
los «militaristas», aquellos que desacreditaron y ataca­
ron a ese minúsculo Reichswehr eran los mismos que
ponían en peligro lo más elemental de la vida del Es­
tado?
Pasemos al terreno de los historiadores y los politó-
logos: nosotros, los historiadores y los politólogos de la
República Federal —y me incluyo a mí mism o, aun
cuando creo necesario establecer ciertas diferencias—,
¿no deberíamos, necesariamente, teniendo en cuenta
los acontecimientos presentes poner sobre el tapete con
toda seriedad, el interrogante de si nosotros, durante
nueve lustros, no hemos estado interpretando la his­
toria en el sentido de los vencedores? Apenas si exis­
te otra m áxim a que sea menos discutida que la que
afirma que la historia la escriben los vencedores. ¿No­
sotros,- no dirigimos nuestra vista de modo demasiado
apresurado y directo sólo a Alemania y a las premisas
del nacionalsocialismo alemán, pese a considerar como
m era propaganda bélica libros con títulos como From
Luther to Hitler? ¿No nos precipitamos en exceso al ha­
blar de una forma específica de la historia alemana y,
en especial, de los «crímenes alemanes? ¿No intenta­
mos presentar la partición de Alemania como un acon­
tecimiento progresista, como el «ocaso de los Estados
nacionales», aun cuando sabíamos muy bien que ni los
ingleses ni los franceses ni los italianos ni los españoles
pensaban en absoluto en renunciar a sus respectivos
Estados nacionales, pese a ser auténticos europeos?
Los reconocimientos de culpa que aceptamos pública­
mente, ¿no carecían de valor moral por el hecho de que
se dirigían a facilitar —e incluso a posibilitar— la inte­
gración de la República Federal de Alemania en el mun­
do occidental?

J
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 161
A estas cuestiones de conciencia sólo se puede res­
ponder, o intentar hacerlo, si desviamos la m irada de
Alemania y recurrimos al método comparativo del aná­
lisis.2
Mucho antes que Alemania, otro Estado nacional
europeo vivió una catástrofe muy parecida: la Francia
de los años 1870-1871. También en aquel caso no se
trató sólo de una derrota militar sino que tuvo, además,
una dimensión moral. De acuerdo con el punto de vista
de muchos intelectuales franceses, el derrotado fue un
régime, un régimen criminal que estaba manchado de
sangre, el régimen de Napoleón III. De hecho, el so­
brino del Gran Corso se hizo con el poder en diciembre
de 1851 gracias a un golpe de Estado que costó la vida
a cientos de personas en París y en las provincias del
sur de Francia, mientras que miles de adversarios polí­
ticos fueron condenados a trabajos forzados y enviados
a los trópicos para cumplir allí sus sentencias. Numero­
sos escritores se vieron obligados a em igrar y los iz­
quierdistas de entre ellos atacaron apasionadamente al
káiser como líder de la contrarrevolución. En lo que se
refiere a la política exterior, Napoleón III provocó rápi­
damente una guerra que estuvo a punto de convertirse
en mundial: la guerra de Crimea, aunque, todo hay que
reconocerlo, no lo hizo solo sino aliado con Gran Bre­
taña. Muy poco después pasó a ser considerado como
el «enemigo de la paz en Europa» tanto por los rusos
vencidos como por sus aliados ingleses. En 1859 se
sacó de la manga una agresión contra Austria que, en
contra de su voluntad, tuvo como consecuencia la uni­
dad de Italia. Seguidamente trató incluso de convertir
en emperador de México a un archiduque austríaco, y
con ello tam bién se granjeó la enem istad de Estados
Unidos. En el interior de su país creó un régimen que,
de modo totalmente nuevo, unió la más cruel represión
con «el progreso social». Por fin, a partir de 1860 entró
en un período de limitada liberalización.
162 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Para los emigrantes con tendencias izquierdistas,


como Edgar Quinet y Víctor Hugo, este régimen no fue
más que una nueva forma de la antigua y asfixiante falta
de libertad de la Francia católica, a la que muchos opo­
nían la Alemania protestante y defensora de la libertad
como un luminoso faro. En 1966, Jules Michelet vio en
Kóniggrátz el triunfo de la bella cultura protestante so­
bre la barbarie católica; después de 1871, Edgar Quinet
consideró que la vencida no era Francia, sino el bona-
partismo, el cesarismo, el catolicismo y el «jesuitismo»,
mientras que, por otra parte, los católicos hacían res­
ponsables a los liberales y su inclinación hacia el espí­
ritu «germano», incrédulo y hostil a las tradiciones.
Los más liberales de entre los pensadores de Francia
no se conformaron con un reconocim iento verbal de
culpa por parte del régimen napoleónico. Ernest Renán
puso en duda una de las más antiguas y poderosas tra­
diciones, nada menos que la Revolución francesa que, a
su juicio, con su hedonista teoría de la igualdad había
debilitado aquellas virtudes de las que dependía la rea­
firmación del Estado, pero que en Prusia habían sido
conservadas, como también lo fue el principio de liber­
tad de la ciencia.
A Hipólito Taine le inquietó más la Comuna de París
que la derrota. Veía la causa profunda de todo el mal en
el espíritu de abstracción clásico-romano y en el forma­
lismo que de modo especial se manifestaba en el pensa­
miento utópico de esa «maldita ram a degenerada de
franceses», los jacobinos, que representaba un ideario
totalm ente opuesto al «régimen germánico y moder­
no», como existía en Inglaterra y en Alemania.3
Naturalmente, también había pensadores que toma­
ron la senda opuesta para conseguir una nueva seguri­
dad en sí mismos y descubrir la identidad de Francia
precisam ente en sus tradiciones m ás antiguas. Así,
para Fustel de Coulanges, la derrotada no fue Francia
sino el idealismo universal de las izquierdas que, con la
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 163
proclamación de sus pretensiones misioneras, provocó
una tensión peligrosa y excesiva entre las fuerzas de la
sociedad francesa.
Ninguna de las líneas fundamentales de este enten­
dimiento y ni la propia reflexión sobre la derrota bélica
se olvidó en los lustros siguientes, durante los cuales se
pudo constatar un fortalecim iento del ideal republi­
cano que, vacío del terrorismo jacobino, volvió a hacer
suyo el ideal de la revolución y vio en Francia a la cam­
peona del derecho y la libertad. Pero la conversión de
Charles Péguy, de partidario de Dreyfuss en naciona­
lista, m ostró la gradual recuperación de una firm e
consciencia de identidad pero que no logró volver a al­
canzar la antigua sensibilidad ni su confianza tradicio­
nal en las propias fuerzas.
Las consecuencias que esta observación general nos
permite extraer con respecto a la situación alemana des­
pués de 1945, están al alcance de la mano. La derrota su­
frida por el Reich alemán en 1945 fue mucho más grave
y completa que la sufrida por Francia en 1870-1871. El
régimen contra el que combatió casi el mundo entero se
había hecho responsable de crímenes mucho más abe­
rrantes que los cometidos por el bonapartismo, si bien
no hay más rem edio que reconocer que existe cierta
analogía entre ambos regímenes. Por lo tanto, después
de 1945, no sólo el régimen, sino también Alemania, se
vieron obligados a poner en duda algunas de sus más
entroncadas tradiciones, con mayor fuerza aún que en el
caso de Francia en 1870. La reeducación, por lo tanto,
no fue impuesta solamente desde fuera. No obstante, mi
conclusión es que los historiadores y los politólogos ale­
manes no cedieron, simplemente, ante una imposición
externa sino que, comenzando con el librito de Friedrich
Meinecke titulado Die deutsche Katastrophe, tomaron la
senda de la autocrítica, que se correspondía al ejemplo
dado por Francia tras la guerra germano-francesa y que
fue exactamente igual de legítimo.
164 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Pero, pese a todo, aún siguen pendientes preguntas


de bastante calado. ¿La analogía con lo ocurrido hasta
el final del camino seguido por Francia es válida tam­
bién en lo que se refiere a la recuperación de una iden­
tidad propia y consciente que no quiere limitarse a ser
una mera restauración? ¿Cuál fue el efecto que causó la
realidad fáctica, que faltaba en el ejemplo francés, so­
bre las dos potencias o coaliciones vencedoras, enfren­
tadas entre sí? ¿Hasta qué punto influyó que una de
esas potencias representara un concepto histórico ex­
tremadamente preciso y muy atractivo debido a sus lí­
neas sencillas de comprender, mientras que la otra no
tardó en dar a conocer su pluralismo específico? ¿Llegó
a tomarse en consideración de modo suficiente la dife­
rencia fundam ental de que el régimen nacionalsocia­
lista, contrariam ente al bonapartista, se enfrentaba a
otro régimen preexistente que, por propia convicción,
se consideraba su enemigo más feroz pero con el cual,
desde el punto de vista del pluralismo, tenía notables
concordancias?
Después de que las preguntas más importantes del
período comprendido entre 1870 y 1945 han sido plan­
teadas, aunque no hayan sido contestadas, es oportuno
volver a los comienzos del Estado nacional alemán.
Para el período que va hasta la guerra m undial sólo
quiero poner sobre el tapete unas pocas preguntas, e in­
tentaré darles respuesta del modo más breve y resu­
mido que me sea posible.
1. ¿Fue necesario el nacimiento del Estado nac
nal alemán? La respuesta es: Sí, tenía el máximo coefi­
ciente de necesidad histórica, aunque una necesidad de
este tipo nunca es absoluta. Ya la revolución de 1848
fue, en gran medida, una revolución nacional; de haber
alcanzado su m eta, Alemania se hubiera convertido
bien en un gran Estado alemán federado, bien en un
pequeño Estado nacional prusiano-alem án y relativa­
m ente unitario. Durante los años cincuenta, el pro-
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 165
blema desapareció del orden del día sólo en apariencia,
y recibió un fuerte impulso como consecuencia de la
unificación de Italia, durante los años 1859 a 1861. En
; la Asociación Nacional y en la Asociación Reformista
1 salieron de nuevo a flote las contradictorias posturas de
1848, y en el conflicto constitucional de Prusia se trató
la cuestión de si los prusianos debían emprender la lu­
cha por la hegemonía en Alemania apoyándose en un
. «ejército del rey» o en un «ejército del Parlamento». Lo
que sí quedaba, pues, al margen de toda discusión era
que se debía crear un Estado más poderoso; uno de los
partidos progresistas de la Alemania prusiana difícil­
mente hubiera esperado hasta finales de los años no­
venta del pasado siglo para iniciar la construcción de
una flota de guerra. En 1863, en la Dieta de los prínci­
pes electores, en Frankfurt, si Guillermo I se hubiera
dejado llevar por sus inclinaciones y no por las inten­
ciones de su presidente del consejo de ministros, se hu­
biese podido elegir otra alternativa; pero aquel Estado
federal de la gran Alemania controlado directamente
¡ por el m onarca y sin parlam ento, ¿habría podido en-
' contrar en el pueblo apoyo suficiente para oponerse a
las presiones prusianas, tanto si tenían un sentido libe­
ral como autoritario?
Presumiblemente, Michael Stürm er tenía razón al
ver en la «Confederación Germánica» una «europeiza­
ción» de la cuestión alemana, pero este tipo de europei­
zaciones no se concillaba con el proceso de democrati­
zación fundamental que avanzaba en toda Europa. No
era necesaria, pues, la victoria de Bismarck pero sí el
nacimiento de un Estado centroeuropeo que fuera una
gran potencia, cosa que las otras grandes potencias
sólo hubieran podido evitar mediante una guerra mun­
dial.
2. Después de 1870, ¿el sistema del poder europeo
fue de algún modo un sistem a de «Estados naciona­
les»? La respuesta sería «no», si por Estado nacional se
166 DESPUÉS DEL COMUNISMO

entiende sólo al Estado que com prende a todos los


miembros de una nación y que contiene minorías dig­
nas de ese nombre. Por el contrario, la respuesta sería
«sí» si consideramos Estado nacional aquel en el que
dom ina claram ente una nación y, en ese sentido, in­
cluso el propio Estado ruso, que está formado por múl­
tiples pueblos diversos, sería un Estado nacional. Te­
niendo en cuenta su origen histórico, también Francia
e Inglaterra serían potencias estatales dinásticas. Ha­
bría que actualizar el significado de «Estado nacional»
de acuerdo con el concepto de sus primeros defensores
ideológicos, como por ejemplo Mazzini. En su teoría,
un Estado nacional era el equivalente colectivo de la in­
dividualidad; la articulación del mundo en naciones de­
bía ser resultado de la voluntad de la naturaleza y no,
como ocurría con algunos Estados feudales, del capri­
cho y la casualidad resultantes de las luchas por el po­
der. La humanidad que se articulara según el principio
nacional podría ser una hum anidad en paz porque el
principio que regiría su articulación sería natural y, por
lo tanto, al margen de las ambiciones de poder. Antes
de 1914, ninguno de los Estados nacionales de Europa
renunció a luchar por conseguir la anexión de territo­
rios coloniales y tampoco ninguno de ellos renunció ta­
xativamente a la conquista de territorios nacionales ex­
tranjeros; todos consideraban natural im poner sus
intereses incluso mediante una guerra de ser necesario.
Consecuentemente, el sistema europeo de Estados del
período que siguió a 1870 y el sistema mundial de Esta­
dos a partir, aproximadamente, de 1900 no eran siste­
mas de Estados nacionales en el sentido de Mazzini,
sino sistemas de Estados nacionales imperialistas o de
potencias autoritarias. Por eso hay que rechazar le tesis
del «pequeño inglés», de John Hobson, y de los socialis­
tas, según la cual para que esté presente una forma de
«imperialismo» basta con que se produzca una expan­
sión económica que supere los límites del propio Estado.
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 167
3. ¿Era la Alemania de Bismarck, y de modo espe­
cial la Alemania de «un lugar al sol» de Bülow, la Ale­
mania de la política de convertirse en la gran potencia
naval de Tirpitz y, en general, de la política de expan­
sión mundial guillermina, un cuerpo extraño en aquel
sistem a de Estados que, como un «im perio in tran ­
quilo», provocaba desasosiego y enemistad y am ena­
zaba con la guerra a un m undo en paz? La verdad es
que ese imperio no tenía sometido a ningún continente,
; como hacían ya tanto los norteamericanos como los ru­
sos; sus conquistas coloniales eran muy modestas en
comparación con las de Francia y las de Inglaterra; no
llevaba a cabo ninguna guerra de conquista, como las
que libraban los ingleses en África del Sur y los norte­
americanos en Cuba y en Filipinas; tampoco se dedicaba
a expresar, por medio de sus representantes literarios,
de modo orgulloso o preocupado ideas sobre el «domi­
nio mundial de la raza blanca» o sobre el «peligro ama-
¡ rillo», como ocurría en Estados Unidos y en Rusia; el
imperio alemán no se había establecido a sí mismo un
objetivo que forzosamente tuviera que ser conseguido
mediante una guerra, como, por ejemplo, hacían los ru-
; sos con Constantinopla. Si tomamos en consideración
algunos textos marginales, como, por ejemplo, los li­
bros de Heinrich Class, líder del pangermanismo, o del
i general Von Bernhardi, notamos una notable diferen­
cia: en vez de buscar un preciso diseño económ ico
mundial como podría ser el americanismo de William
Stead o la idea de pacificación mundial de Dostoievski,
lo suyo era la realización de un concreto Estado nacio­
nal. Y esta voluntad en Class o Bernhardi, implicaba tal
menosprecio, e incluso desprecio, hacia todos los de­
más pueblos que en ella, de hecho, nacionalismo e im­
perialismo se unían de modo más estrecho y exigente
que en ninguna otra parte.
4. ¿Fue Alemania la responsable del estallido de la
primera guerra mundial, bien a causa de la ligereza de
168 DESPUÉS DEL COMUNISMO

sus promesas de ayuda a su aliada Austria-Hungría o


bien debido a su deseo de «tomar en sus manos la hege­
monía mundial», como intenta mostrar Fritz Fischer y
su escuela? Tengamos en cuenta que una promesa de
ayuda limitada a las circunstancias más favorables, no
es una promesa; y en cuanto a «tomar en sus manos la
hegemonía mundial», es decir el dominio del mundo,
convendría recordar que Bülow y Schlieffen no aprove­
charon la situación única de 1905, que Bethmann-Holl-
weg y el más joven Moltke no eran precisamente el tipo
de hombres a los que se pudiera considerar capaces de
realizar ese empeño y que Sun Yat-sen, en 1923, refi­
riéndose a la Alemania del período anterior a la gue­
rra, la calificó como «la potencia más poderosa del
mundo». Es grande la probabilidad de que la más sen­
cilla de todas las explicaciones, la de Lloyd George, sea
la justa: los estadistas de todas las naciones entraron en
esta guerra «de resbalón». Si lo aceptamos así, llegare­
mos a un terreno de valoración mucho menos discuti­
ble en el que no se busca en los motivos ni en los actos
de los más importantes hombres de Estado ni en lo que
puede ocultarse en las tinieblas del material de archivo
aún inexplorado, sino en lo que salta a la vista, es decir
en la literatura de la guerra. Si tomamos en cuenta la
postura de oposición de Bergson a la «barbarie cientí­
fica» alemana, la lucha franco-británica en favor de la
humanidad, la polarización de la «cultura» alemana y
de la «civilización» occidental de Scheler, o cualquier
otro de los numerosos productos de autores menores,
pronto veremos con claridad que Alemania, tanto si fue
culpable como si fue inocente, por lo que se refiere a la
responsabilidad de su gobierno, pasó en seguida a ser
considerada como el principal enemigo, y se vio en el
mismo centro de la polémica. Durante los cuatro años
de guerra, Alemania fue el centro del mundo, del cual,
o contra el cual, irradiaban todas los campos de fuer­
za y de energía. Y durante el últim o año, 1917-1918,
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 169
cuando la suerte de la guerra parecía pender de un hilo,
existió algo que bien podía llamarse un imperio m un­
dial alem án, que iba desde el Mosela hasta el Duna,
desde Flensburgo hasta el Éufrates.
De aquí resultó la primera realidad fundamental del
período de la posguerra y, por lo tanto, voy a recurrir a
una especie de narración sobre el tema que no será un
informe, sino un análisis indicativo. Si Alemania, des­
pués de su derrota, no hubiera sido destruida por una
paz al estilo de la que se impuso a Cartago, su revisio­
nismo hubiera sido llamado a convertirse en la realidad
central de los siguientes diez años. Ya con anterioridad,
el propio Bismarck vio el esfuerzo francés en busca de
una «revancha» como algo natural y toda su política de
alianzas se dirigió en ese sentido; así, por ejemplo, en
1815 las potencias vencedoras que formaban la coali­
ción antinapoleónica se comprometieron por medio de
un tratado a oponerse en bloque a cualquier esfuerzo
revisionista de Francia. Si Clemenceau y Lloyd George
—es decir sobre todo la opinión pública en Francia, In­
glaterra y no en últim o lugar en Bélgica— hubieran
sido los llamados a decidir por sí solos, se hubiera lle­
gado a una «paz cartaginesa» pese a que en Europa,
desde el tratado de paz de M ünster y Osnabrück, el
único precedente fue la paz de Tilsit, es decir, una paz
que llevó a la división de Alemania en un Estado del
Norte y otro del Sur, así como al reconocimiento de las
aspiraciones de Polonia a los territorios del este de Ale­
mania que antaño habían sido eslavos. Pero dado que
no se cuestionó la unidad nacional de Alemania, sino
que más bien se acentuó con la separación de la pobla­
ción francesa, danesa y polaca, Francia, Inglaterra y
Estados Unidos tuvieron que tom ar en consideración,
en prim er lugar, el revisionism o alem án. H asta qué
punto estaba llamado a extenderse ese revisionismo es
algo que no se había determinado y Joseph Wirth, Gus-
tav Stresem ann, Hans von Seeck y Alfred Hugenberg
170 DESPUÉS DEL COMUNISMO

tenían de él conceptos muy distintos. Pero en un tema


sí estaban de acuerdo todos los revisionistas, lo que es
tanto como decir todos los políticos alemanes: que la
consecuencia de su política no debía traer, en ningún
caso, una repetición de la lucha en cuatro frentes de la
primera guerra mundial.
También en eso el revisionismo alem án presentó
una característica im portante de novedad, aunque se
aprecia en él un estrecho parentesco con las ambicio­
nes imperiales.
Pero, en 1917, algunos acontecimientos cruciales y
totalm ente nuevos colocaron entre las ruinas del pa­
sado tanto a las «normales» operaciones de revancha
de los Estados vencidos como a la resistencia de las na­
ciones victoriosas.
El prim ero, la irrupción en la guerra de Estados
Unidos no sólo significó la intervención de otra poten­
cia. Wilson, como subrayaron de modo infatigable sus
exégetas literarios, Herrón, Lippmann y otros, se situó
en un terreno sustancialm ente distinto del que Lloyd
George y Clemenceau, es decir no en el terreno de la
política de poder sino en el terreno moral. Su idea era
que los pueblos del mundo tendieron de forma espon­
tánea a un orden democrático, a la formación de autén­
ticos Estados nacionales, renunciando al viejo prin­
cipio del derecho internacional según el cual, la sobera­
nía implica el derecho a la guerra. El objetivo final era
garantizar la libre realización de todos y cada uno de
los pueblos en una liga universal de naciones. Alemania
no debía quedar excluida de dicho objetivo, que hu­
biera tenido como efecto la creación de una «Gran Ale­
mania» en la que todos los alemanes del Reich de Bis-
marck quedasen unidos con los austríacos. En esa liga
de naciones, liderada por Estados Unidos, esta Alema­
nia podría ser toda una potencia pacificada y, por
tanto, no revisionista; su centralism o hubiera dismi­
nuido. La idea de Wilson, como es sabido, no se realizó
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 171
más que en parte pero, pese a ello, en su idea estaba
presente la interferencia, más clara y abierta hasta
ahora, con la concepción «norm al» que todos los
vencedores, en este caso los aliados, hacen la paz. Posi­
blemente la política revisionista de Stresemann no hu­
biera conseguido sus notables éxitos si la idea wilso-
niana se hubiera mostrado más eficaz.
En 1917 se produjo otro acontecimiento fundamen­
tal que, al menos, era igualmente importante y, en todo
caso, constituía una auténtica novedad. En Rusia, de­
rrotada de hecho por Alemania, en noviembre de 1917
se hizo con el poder absoluto un partido que se pro­
clamó portavoz de las masas cansadas de la guerra, y
que quería ser el campeón de los oprimidos de todo el
m undo. Los bolcheviques pretendieron invocar los
conceptos básicos del socialismo mundial, que podrían
parecer claramente traicionados por las decisiones to­
madas por separado por cada uno de los partidos socia­
listas en 1914 al decidirse en favor de la solidaridad na­
cional. Con Lenin, y por vez primera, un movimiento
mundial conseguía hacerse con el poder ilimitado en
un Estado que era, precisamente, el mayor de los Esta­
dos del mundo. Resultaba de todo punto consecuente
que Lenin no se conformara, en modo alguno, con po­
ner fin a la guerra m ediante la paz por separado de
Best-Litowsk, sino que extendiera el principio marxista
de la lucha de clases al de la guerra civil y proclamara
como objetivo el «exterminio de la burguesía». La des­
trucción social de la gran burguesía, relativamente dé­
bil en Rusia, se llevó a cabo rápidamente, pero pronto a
la destrucción social se sumó el exterminio físico, dado
que, de acuerdo con la teoría de la culpabilidad de las
dos clases principales, los m iembros de la burguesía
eran los culpables de todo, incluso de aquel atentado
contra Lenin llevado a cabo por la revolucionaria socia­
lista Dora Kaplan. Sin embargo, lo que preocupó aún
con mayor fuerza a las clases sociales todavía rectoras
172 DESPUÉS DEL COMUNISMO

en Europa fue el entusiasmo de las grandes masas en


sus propios países y, tras la derrota de Alemania, el ar­
dor entusiasta y la convicción con que los informes de
la recién creada Tercera Internacional animaban a las
m asas de todo el m undo a que siguieran el ejemplo
ruso, es decir a que recurrieran a «la insurrección ar­
mada» contra los opresores, para conseguir la elimina­
ción de la propiedad privada de los medios de produc
ción y la institución de una planificación económica a
nivel mundial. Las repúblicas de consejos de trabajado­
res (soviets) en Hungría y en Munich, parecieron ser el
primer ataque del bolchevismo fuera de las fronteras de
Rusia. El avance del ejército ruso hasta las puertas de
Varsovia, en agosto de 1920, despertó un gran pánico
en las capitales internacionales. La novedad y la impor­
tancia de aquel tercer fundamental suceso es evidente
y para el revisionismo alemán significó la apertura de
una posibilidad imprevista: Alemania sólo podía con­
vertirse en paladín del capitalismo de la «economía de
mercado» y de la «cultura occidental» aliándose con los
que fueron sus antiguos enemigos occidentales, algo
que, antes que nadie, intentó el ministro de la guerra
británico Winston Churchill. Pero, incluso en ese caso,
Alemania fue «parte» y no «centro»; el revisionismo ha­
bía sido confundido y superado por un concepto más
amplio.
Aún nos queda por referir un cuarto acontecimiento
de inm ensa im portancia: el extraordinario reforza­
m iento de los m ovim ientos de independencia de los
pueblos coloniales y de «color» como consecuencia in­
mediata de la guerra mundial. Los nombres de Gandhi,
Sun Yat-sen y Chiang Kai-shek pasaron muy pronto a
primer plano y, pese a que estos hombres tomaron una
postura interm edia entre el m arxism o y el antim ar­
xismo, su actividad motivó en Londres y en París una
sensación de amenaza bolchevique. En lo que respecta
a Alemania, el nuevo fenómeno histórico abrió otra po-
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 173
sibilidad totalmente distinta, la de encabezar esos «mo­
vimientos de liberación nacionales» y, con ello, poner
en apuros a las potencias occidentales. El problema es-
| triba en que si no era un simple gesto meramente ins-
1 trum ental con el fin de revisar los tratados, hubiera
i sido inevitable un pacto con la Unión Soviética, opción
favorecida por los bolcheviques nacionales del círculo
I de Ernst Niekisch y los nacionalsocialistas de izquier-
j das de Otto Strasser y Joseph Goebbels.
I Salta a la vista la novedad de estos cuatro hechos
fundamentales y sus posibles consecuencias positivas o
negativas, según las distintas posturas. Por esa razón,
es improbable que la historia del período posterior a la
guerra mundial pueda ser interpretada como una mera
continuación de la historia anterior a 1914. Pero es in­
dispensable sopesar el asunto cuidadosamente y son le­
gítimas las divergencias de opinión. Mi tesis parte de
que el tercer acontecimiento fundamental, es decir, la
I repercusión mundial de la revolución bolchevique, fue
el de mayor importancia y de que no cabe tratar de de-
valuar su significado hablando de la «retórica revolu­
cionaria» o refiriéndose a un supuesto aislamiento del
bolchevismo ruso como consecuencia de la aplicación
del principio del «socialismo en un solo país». Por ello,
no se pueden descartar con un simple gesto de desdén
caprichoso, determ inadas reacciones que se produje­
ron en muchos países de Europa.
Nos referimos al nacimiento de partidos antibolche­
viques que no se conformaron simplemente con aliarse
defensivamente con otros partidos o de aumentar el po­
der de la policía y el ejército en las acciones de go­
bierno, sino que hicieron suya la alternativa radical de
Lenin y, como él, trataron de derrotar al enemigo con
medidas típicas de una guerra civil. Esos «contraparti­
dos», comenzaron a dar señales de vida en 1919 en m u­
chas partes de Europa. El primero de ellos llegó al po­
der en 1922: el partido fascista italiano dirigido por el
174 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ex socialista Benito Mussolini. Sin duda a esa toma de


poder no se le puede atribuir el grado de necesidad
histórica que tuvo el nacimiento del partido fascista,
puesto que en Francia y en Inglaterra operaban movi­
m ientos análogos pero la tradición pluralista de los
partidos fue capaz de dominar la situación amenazante
y siguió en el poder. El nacimiento de un segundo es­
tado monopartidista en Europa fue, pese a todo, un he­
cho de la máxima importancia, aunque liberales como
Nitti y Sturzo definieron al uno y al otro como for­
mas imperfectas propias de las regiones atrasadas de
E uropa. Eso no fue óbice p a ra que el éxito de la
«marcha sobre Roma» fortaleciera los ánimos de Adolf
Hitler.
El partido «nacional socialista» de Hitler se puede
definir históricamente como la forma más radical del
antibolchevismo militante; y constituía, al mismo tiem­
po, la cumbre del revisionismo alemán y refutaba a los
movimientos de liberación de los «pueblos oprimidos»
con la m ism a determ inación con que se oponía a la
idea de una asociación de naciones y de una federación
europea.4
La victoria de este partido en enero de 1933 no pue­
de ser com prendida si nos lim itam os a señalar, con
gesto acusador, aspectos existentes ya antes de la gue­
rra, como, por ejemplo, el antisocialismo, el antisemi­
tismo, la política de apoyo a las clases patronales de los
conservadores, etc., etc. Se trataba de fenómenos tran­
sitorios dentro un marco general del sistema liberal o,
si se prefiere, del sistema de libre mercado. Con todas
sus implicaciones ideológicas, ninguno de estos facto­
res podía ser considerado útilm ente como síntom a.
Pero el hecho de que alguna de estas formas llegasen a
alcanzar el poder absoluto elim inando a los demás
componentes del sistema, se vuelve comprensible sólo
si se tiene presente que, dentro del marco de la crisis
económica mundial, análoga a la situación que siguió
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 175
de modo inmediato a la guerra mundial, hubo grandes
masas de personas desesperadas y radicalizadas que se
decidieron por un programa radical, aunque menos ra­
dical que el de los comunistas. La cuestión de si esto
i significó ya de por sí un error es algo que ahora los co-
I munistas actuales considerarán con mayor cautela que
¡ hace sólo unos pocos años. Hoy se puede considerar le­
gítimo introducir de nuevo el concepto de lo «trágico»
en la historia alemana, en vez de seguir repitiendo sin
cesar el argumento, ciertamente importante, de los re­
presentantes la socialdemocracia y del centro. Pero en­
frentado a un movimiento mundial o a una parte de un
movimiento m undial, el revisionismo alemán podría
alcanzar un nivel inesperado de eficacia en aquellos
! tiempos.
Sólo por eso, las demás potencias no se pusieron de
acuerdo para oponer una resistencia común contra exi­
gencias que si, como tales, podían ser inocuas y justifi­
cadas, en boca del autor de Mein Kampf debían tener,
necesariamente, un carácter amenazador. También ésa
fue la razón por la cual Inglaterra permitió la interven­
ción de Italia y Alemania en la guerra civil española y la
misma razón llevó a Chamberlain y a Daladier a firmar
en Munich en 1938 un acuerdo con Hitler y Mussolini
que mantenía apartada a la Unión Soviética de las deci­
siones europeas en las que no se le permitía intervenir.
Sólo por ello pudo creer Hitler, en 1939, que para Ingla­
terra resultaba más im portante la conservación de su
imperio que la política de equilibrio en el continente
europeo. Y también por eso, y sólo por eso, Stalin llevó
a cabo la más inteligente de todas sus m aniobras, la
firma del pacto Stalin-Hitler, que hizo que las «poten­
cias capitalistas» se vieran envueltas en una guerra en
la que al final, como él mismo había dicho ya en 1925,
esperaba ser él quien tuviera la últim a palabra. No
exclusivamente por eso, pero sí en gran parte, Hitler
atacó en 1941 a la Unión Soviética, puesto que ahora
176 DESPUÉS DEL COMUNISMO

podía encontrarse en armonía con su pasado y llevar a


cabo aquella guerra civil como si fuera una guerra en­
tre Estados cuya realidad, como dejan ver sus viejos
discursos y escritos, le había conmovido tanto como la
derrota de Alemania, injusta a sus ojos. Y esta guerra
de 1941 no sólo fue una guerra mundial del mismo gé­
nero que la primera sino que las líneas divisorias entre
los frentes se entrecruzaban en casi todos los pueblos
del mundo; separaban a los habitantes de la Unión So­
viética, a franceses e italianos, y también a alemanes e,
incluso, durante algún tiempo, a ingleses y norteameri­
canos.
Por las razones expuestas, la derrota de Hitler en
1945 no fue solamente una derrota de Alemania y su re­
visionismo. Sólo durante un tiempo muy breve los alia­
dos siguieron creyendo que tenían que dividir Alema­
nia si se pretendía una seguridad en el futuro, y muy
pronto centraron sus esperanzas en la «reeducación»
de las masas, que debía dar como resultado el naci­
miento de una Alemania antigua y mejor, aunque unita­
ria. La separación de Alemania del Este y la expulsión
de su población fue una consecuencia de la guerra,
pero la división real de Alemania a lo largo de fronteras
entre la zona de ocupación del Este y las occidentales
se produjo como consecuencia de que los soviéticos y
los norteamericanos tenían ideas muy distintas sobre la
«reeducación» de los alemanes. La verdadera catástrofe
del Estado nacional alemán comenzó sólo cuando se
enfrentaron dos tendencias mundiales a la vez antiguas
y nuevas: el «capitalismo» de Occidente y el «socia­
lismo» del movimiento mundial comunista que se ha­
bía agrupado en torno a Stalin. La tesis sostenida por
Ernst Niekisch, entre otros, según la cual el núcleo cen­
tral de los acontecimientos estaba en un «defecto exis-
tencial alemán», es algo que ya en 1946 tenía muy poca
credibilidad.
Tengo la convicción de que el concepto de «guerra
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 177
civil europea», que fue sustituido por el de «guerra civil
mundial» una vez que los Estados Unidos entraron de
lleno en la historia, y que bajo el nom bre de «guerra
fría» llegó a su fin en nuestros días, es más clarificador
para la comprensión de la historia del siglo xx, y con
ello, tam bién de la historia de Alemania, que lo sería
una visión germanocéntrica obsesiva que quisiera su­
perar el nacionalismo volviéndolo del revés. No puedo
negar, sin embargo, que sean muchas y graves las cosas
que se le pueden objetar a esta opinión.
¿No se limita este concepto a reproducir las postu­
ras de los partidos que con mayor enemistad se enfren­
taban entre sí pero que por sí solos quedaban muy lejos
de completar el cuadro? En Inglaterra y Estados Uni­
dos, incluso todavía en tiempos de la República de Wei-
mar, no se apreciaba la menor señal de aquella «lucha
mundial» en la que tanto los comunistas como los na­
zis afirmaban estar involucrados. De hecho, cabe ima­
ginarse una «Historia Mundial del Siglo xx» de una ex­
tensión de entre 10 a 15 tomos, en la que habría 8 o 12
tomos, respectivam ente, en los cuales no se haría ni
una sola referencia al Partido Comunista de la Unión
Soviética, al Partido Comunista alemán ni al Partido
Nacional Socialista alemán. Pero el paradigm a de la
«guerra civil europea» no busca la representación de
una realidad cotidiana, sino que trata de conseguir una
selección individualizando los acontecim ientos más
notables tras los cuales es evidente que estén en primer
plano estos movimientos y estas fuerzas incluso cuan­
do pretendem os seguir la estela de una descripción
neta y simple de la realidad cotidiana.
¿Acaso no es una concepción demasiado subjetiva y
unilateral la que considera a Stalin como el revolucio­
nario mundial por excelencia y a Hitler como el antico-
j tounista primario? ¿No fue Stalin el arquitecto del «so­
cialismo en un solo país» y, por ende, un nacionalista
ruso? ¿No fue Hitler, en primer lugar, un defensor de la

i
178 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ideología racista cuyo máximo objetivo era conquistar


un «espacio vital» en el Este? ¿La «visión mundial ideo­
lógica de Adolf H itler no era, de alguna m anera, un
compendio del antisemitismo de Eugen Dühring, de la
teoría racista de Houston Stewart Chamberlain y del
pangermanismo de Heinrich Class? ¿No era Hitler, pri­
mordialmente, y antes que nada, un nacionalista ale­
m án como sólo puede entenderse en la historia ale­
mana?
Para dar respuesta a estas preguntas se necesitaría
una gran cantidad de trabajo de revisión de textos y
com paración de hechos reales. Aquí, yo sólo puedo
articular en forma de tesis lo que pienso de lo que mos­
traron y m uestran libros enteros: que el antibolche­
vismo de Hitler era auténtico y no un simple instru­
mento retórico. Pero es justo afirmar que Hitler no era
un antibolchevique «puro» y que, por su parte, no con­
dujo una guerra civil «pura». Su antibolchevismo siem­
pre estuvo estrechamente ligado a su desprecio por los
eslavos, sentim iento que llegó incluso a modificar la
guerra en cierta medida. ¿No es esta «falta de pureza»
una característica común a todas las ideologías que
surgen del reino de las ideas para entrar en el de la rea­
lidad? ¿No despiertan muchas de las declaraciones de
Lenin la impresión de que el comunismo fue para él
sólo un medio para hacer de Rusia un Estado fuerte y
floreciente?
¿No significa en cierto modo justificar a Hitler cuan­
do se ofrece una imagen unilateral como es la de un
germano anticomunista?
Resulta obvio, de todo punto, que en nuestra con­
cepción de «guerra civil europea» tiene cabida y com­
prensión el punto de vista comunista, aunque no parti­
cipemos de él y menos aún de su convencimiento de
que con la Revolución de Octubre se alcanzó un grado
mayor de organización de la sociedad representado por
el sistema de la economía planificada como medio de
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 179
salvar a la hum anidad de las crisis y miserias propias
del sistema de producción capitalista. Pero el que una
cosa sea errónea no significa que todas las que se le
oponen tengan necesariam ente razón. También en la
sinrazón cabe una form a de razón, y quien niega el
error de modo integral es posible que esté cayendo en
otro error aún mayor. El m ovim iento obrero estaba
equivocado al querer conquistar el poder político, pero,
no obstante, era el signo indicador más significativo de
que evidentemente en la sociedad estaba cambiando
algo importante que hacía necesarias grandes transfor­
maciones. Uno de los mayores logros del capitalismo, o
mejor dicho del «sistema liberal», fue im pedir que el
movimiento obrero se hiciera con el poder, pero no de
un modo negativo sino saliendo al encuentro de las exi­
gencias obreras legítimas, de tal modo que resultó im­
posible hablar del capitalismo como de algo que en dos
siglos no había cambiado nada sustancial. También, y
del mismo modo, el bolchevismo fue otra señal indica­
dora de que la era de las grandes guerras había llegado
a su fin. Quien, por el contrario, exaltaba la guerra
como tal, tenía aún menos razón que el partido al que
se enfrentaba, por fundadas que fueran las razones de
su enfrentamiento. En otras palabras: el bolchevismo
significaba la realización de una ideología o de una fe
profundamente arraigada en el pasado; el nazismo, y el
fascismo en general, fue una reacción ideológica ex­
trema que no hubiera tenido razones históricas aleja­
das del nacionalismo superficial y de ideas obsoletas de
conquista del mundo.
Con eso ya se da respuesta a una objeción que deja
entrever la mayor carga emocional: esta concepción no
'hace justicia a la importancia del antisemitismo y niega
jtasingularidad del genocidio de los judíos. Lo contrario
jes precisamente el caso. En la primera guerra mundial,
iRemanía apenas si fue menos imperialista que en la se­
cunda y, sin embargo, supo desarrollar una política
180 DESPUÉS DEL COMUNISMO

muy favorable a los judíos. Elizabeth Förster-Nietzsche


era antisemita pero, no obstante, firmó muchas peticio­
nes en favor de los judíos. No se puede hacer derivar a
Auschwitz directamente del nacionalismo y del antise­
mitismo. Lo que ocurre es que cuando un movimiento
antibolchevique quiere ser tan radical y combativo
como su principal enemigo, debe oponer al exterminio
social el biológico, con el objetivo de eliminar un mal
histórico universal —en últim a instancia el supuesto
mal de la modernidad, la decadencia—. Si bien no cabe
duda de que es malo y perverso m atar a seres humanos
por pertenecer a una determinada clase social, todavía
peor y más perverso es exterminarlos a causa de sus ca­
racterísticas étnicas o raciales, puesto que se niega con
ello el último refugio de la libertad del ser humano y se
lleva al extremo la «atribución de la culpabilidad colec­
tiva».
No fue el «Estado nacional» como tal y ni siquiera el
Estado nacional alemán quienes causaron la catástrofe
de 1945, y más bien podría decirse que fue la humilla­
ción sufrida en 1918 la condición previa inevitable. La
reconstitución del Estado nacional alemán liberará a
los alemanes del paso de la falsa teoría de que hayan lo­
grado superar la fase del ordenamiento de nación en un
solo Estado, por haberse resignado a la partición y des­
trucción de su Estado nacional. Pero es razonable y
justo que en el futuro el Estado nacional no vuelva a ser
la realidad última, la de un Estado nacional autoritario,
soberano e imperialista sino que debe incluirse en una
unidad mayor, del mismo modo que antaño los peque­
ños Estados y las regiones se integraban en grandes Es­
tados nacionales. La prem isa m ás elem ental es que
todos los Estados renuncien conjuntamente a unas par­
celas de su soberanía, aunque siga siendo irrenunciable
el reconocimiento de algunos valores nacionales. Sólo
entonces, con un sistema de nuevos Estados nacionales
o patrias, en cierto modo más elevados y válidos, po-
ALEMANIA COMO ESTADO NACIONAL 181
dría conseguirse superar definitivamente la catástrofe
de 1945. Sólo entonces nuestros descendientes estarán
en condiciones de poder colocar su historia en un con­
texto más amplio y, con ello, podrán someterse al juicio
histórico sin arrogancia moral ni contrición forzada.
Esto es algo que hasta ahora sólo ha hecho el presi­
dente de la República de Checoslovaquia, el escritor Va-
clav Havel, que es tan anticomunista como antifascista
y, por lo tanto, su capacidad de juicio histórico no está
em pañada por el anticom unism o ni por el antifas­
cismo. El «adiós a la historia contem poránea», que
postuló Alfred Weber hace casi cincuenta años,5 tiene
que ser, ante todo, un adiós a la guerra civil ideológica
de este siglo, pero no una despedida rencorosa y colé­
rica con la ilusión de que la «democracia pura» creará
un paraíso sin conflictos, sino una despedida cons­
ciente de que en toda exageración y en toda distensión,
por terrible que sea, está la promesa de un mundo que
tiene que encontrarse tan alejado de la asfixiante ho­
mogeneidad como del rígido fraccionam iento de los
Estados soberanos.

Notas
1. D ie Z eit, 5 de octubre de 1990.
2. Más detalles en Ernst Nolte, «Europa und die deutsche
Frage in historischer Perspektive», en E u ro p ä isc h e In teg ra tio n u n d
deutsche F rage, Jens Hacker y Siegfried Mampel (eds.), Berlin, 1989,
pp. 25-42.
3. Véase Ernst Nolte, D e r F a s c h is m u s in s e in e r E p o c h e , Mu­
nich, 1963, pp. 80 y ss.
4. Véase, también, pp. 57 y ss.
5. Hamburgo, 1946.

1
REFLEXIONES FINALES SOBRE
LA DENOMINADA POLÉMICA
HISTORIOGRÁFICA

Quien quisiera hablar de modo amplio y detallado


de la denom inada polém ica historiográfica podría,
como la narradora de Las mil y una noches, entretener,
ser escuchado durante semanas enteras. El punto de
partida de su disertación podría ser el artículo publi­
cado con gran alarde en el periódico Die Zeit, de 11 de
julio de 1986, en el cual el filósofo Jürgen Habermas ca­
lifica con dureza los conceptos falsos y peligrosos de
algunos «historiadores neoconservadores». Podría con­
tinuar llam ando la atención sobre la postura del go­
bierno federal con respecto al proyecto de un museo de
historia alemana; tendría que hablar de la serie de ar­
tículos, tam bién publicados en Die Zeit, que daban la
palabra a otros historiadores para que expresaran cla­
ramente su postura. Y también tomar en consideración
el ensayo de Rudolf Augstein, aparecido en Der Spiegel,
y otros artículos que vieron la luz en el Frankfurter All-
gemeine Zeitung y en otros órganos informativos, entre
ellos Stem y Konkret. Aun cuando no podría citar todas
las discusiones emitidas por la televisión ni por las di­
versas cadenas de radio, tam poco debería dejar de
mencionar más de dos docenas de libros publicados en­
tretanto, que deben su existencia a esa discusión y que,
en su mayor parte, son recopilaciones que reproducen
i el contenido de discursos y conferencias pronuncia­
dos, casi sin excepción, por la que Elie Wiesel llamó la

1
184 DESPUÉS DEL COMUNISMO

«banda de los cuatro», o sea, los historiadores Klaus


H ildebrand, Andreas Hillgruber, M ichael Stürm er y
Ernst Nolte, además, de Joachim Fest, codirector del
diario Frankfurter Allgemeine Zeitung. Un capítulo
aparte lo constituirían las reacciones del extranjero,
pues también fuera de Alemania podemos registrar una
gran abundancia de artículos y varios libros sobre el
tema.
Como consecuencia de todo esto, la narradora se
quedaría afónica y los oyentes empezarían a sentir que
el sueño les cerraba los párpados. Y tendría que acudir
una nueva narradora o narrador a sustituir a la pri­
m era pues muchos autores son de la opinión de que
todo esto no es más que un episodio que se ha tratado
en el seno de una controversia que dura decenas de
años, en el que «historiadores críticos» se han venido
enfrentando a los «mandarines reaccionarios» para lo­
grar imponer una historia social moderna por encima
del superado historicismo de los neorankianos. El re­
sultado final de todas estas narraciones sería un grueso
volumen que llevaría el título de «Historia de la Ciencia
Histórica alemana» y que, pese a toda su gran exten­
sión, tendría que ser considerado insuficiente en su
conjunto, porque habrían quedado excluidos politólo-
gos, críticos y periodistas que participaron en gran me­
dida en la llamada polémica historiográfica de 1986.

E l m eollo em ocional de la polém ica

Naturalmente, tam bién se puede seguir el camino


opuesto y acabar en mucho menos tiempo si lo que se
quiere es saber, sin más, de qué se trata realmente en
esta polémica. Sólo se necesita, realmente, preguntarse
qué frases de los escritos de esa supuesta «banda de los
cuatro» son citadas y atacadas repetidam ente, una y
otra vez. Son dos. Una se encuentra en un artículo de
REFLEXIONES FINALES 185
Michael Stürmer, publicado en el periódico Frankfurter
Allgemeine Zeitung y que dice así: «en un país sin histo­
ria habrá futuro para quien convoca los recuerdos,
acuña los conceptos e interpreta el pasado».1 La otra
frase está en un artículo mío, publicado también en el
ya citado Frankfurter Allgemeine Zeitung y dice:
Pero igualmente debe parecer lícito y casi inevitable
el siguiente interrogante: ¿Llevaron a cabo los nacio­
nalsocialistas, llevó a cabo Hitler, una acción «asiática»
sólo porque ellos y sus semejantes eran víctimas poten­
ciales o reales de una acción «asiática»? ¿El archipié­
lago Gulag no fue un antecedente de Auschwitz?2
El artículo lleva el título de «El pasado que no quie­
re pasar» , un títu lo que se m e dio com o tem a de
una conferencia, conju ntam ente con el su btítulo
de «¿Controversia o punto final?» por la dirección de
las «Conversaciones de Rómerberg» en Frankfurt, pero
que luego no cambiaron.
La conferencia, que después quedó en sólo un sim­
ple artículo, tomó como punto de partida la reproduc­
ción de la exposición de dos líneas arguméntales opues­
tas con respecto a las relaciones de los alemanes con su
pasado nazi, una de las cuales es la determinada por la
opinión pública, mientras que la otra vive en una espe­
cie de clandestinidad, postula una superación de las
imágenes en blanco y negro, sin grises interm edios,
y lleva com o epígrafe una frase de Max Erw in von
Scheubner-Richter, que más tarde llegó a ser hombre
de confianza de Adolf Hitler y que durante la guerra
mundial, como diplom ático alem án en Turquía, ex­
presó su horror y repulsa por la naturaleza «asiática»
del conflicto étnico. Como segundo lema sigue una de­
claración de Hitler, en una de sus conversaciones sobre
la situación después de la capitulación del VI Ejército
en Stalingrado, cuando repitió con el máximo conven­
186 DESPUÉS DEL COMUNISMO

cimiento su afirmación sobre los —supuestos— méto­


dos de tortura de la Checa, entre ellos la «jaula de ra­
tas», sobre los cuales ya en 1920 habían informado mu­
chos diarios alemanes y extranjeros. Hacia el final de
mi artículo se ofrecía una diferenciación entre el exter­
minio social puesto en acción por los bolcheviques y el
exterminio biológico utilizado por los nazis y conde­
naba como falsa y conducente a error la postura de ver
sólo en el segundo de ellos un genocidio y no tomar en
consideración el otro, pese a la posibilidad de la exis­
tencia de un nexo causal entre ambos.3
Es evidente que la frase de Michael Stürm er antes
m encionada es una declaración de tipo general, sin
ninguna relación de contexto con el nacionalismo, ra­
zón por la cual más adelante volveremos a referirnos a
ella. De momento presento la tesis provisional de que la
frase extrapolada de mi artículo del 6 de junio en el
Frankfurter Allgemeine Zeitung constituía y sigue consti­
tuyendo el núcleo central de la «polémica historiográ-
fica». A modo ilustrativo cito una frase de un artículo
de fondo de Theo Sommer en Die Zeit en la cual, sin ci­
tar nombres, dice lo siguiente:
La descabellada idea de que Hitler y los suyos lleva­
ron a cabo una «acción de crueldad asiática» sólo por­
que se consideraban víctimas potenciales o reales de
una «acción de crueldad asiática» (semejante), de que
el archipiélago Gulag preceda a Auschwitz, que el ex­
terminio de clase de los bolcheviques sea el motivo pri­
mario, lógico y fáctico del genocidio racista de los na­
cionalsocialistas [...] es la secreción del pensamiento
demente de un individuo extravagante y no una opi­
nión dominante.4
M ientras tanto, ya existía desde hacía más de un
año un libro voluminoso, obra de ese «individuo extra­
vagante» y, como mínimo, el señor Som mer hubiera
REFLEXIONES FINALES 187
debido informar a sus lectores acerca de si, después de
haber leído este libro, Der europäische Bürgerkrieg
1917-1945, aún seguía considerando que se trataba de
una «idea insensata». Pero incluso en el dudoso caso
de que aún no hubiese leído el libro en cuestión, ya de­
bería haberse dado cuenta de que en el artículo aquella
«tesis» se incluía en un razonamiento del que también
formaba parte el concepto de la «responsabilidad colec­
tiva», un concepto en el que se contiene una condena
de principio de la form a de pensar y actuar del na­
zismo, aunque no exclusivam ente de ella. Debería,
pues, haber añadido que también se trataba de un pos­
tulado que reivindica para la historia de Alemania el
derecho a «una igualdad en el trato» y que con ello no
se quería expresar más que el principio lógico de que
cada período de la historia tiene que ser objeto de una
investigación razonable y sopesada y que no debe con­
vertirse en objeto de la ciencia la perpetuación del cua­
dro propagandístico en blanco y negro creado por sus
contemporáneos.

La «ciencia» no científica

Presento sólo tres ejemplos que permiten responder


a la pregunta de si, al menos en la condena del artículo
o, en su caso, del libro, los historiadores reconocidos
utilizaron la reflexión razonable o la pasión que puede
distorsionar el juicio.
Hans-Ulrich Wehler, en su polémico ensayo titulado
«¿Disculpando el pasado alemán?», escribe:
¿Cómo ha podido construir [...] Emst Nolte sobre
esta [...] base terrible y vacilante su inconsistente edifi­
cio de la «jaula para ratas» de la «C heca china», ele­
vando este síntoma tan extendido de la práctica más
cruel del exterminio asiático-bolchevique hasta conver­
188 DESPUÉS DEL COMUNISMO

tirla en una experiencia primaria política de Hitler e,


incluso, a continuación, dándole el rango de verdad ab­
soluta? [...] ¿Era tan fuerte el afán por mostrar la natu­
raleza «asiática» del bolchevismo que no bastaban los
numerosos crímenes de los bolcheviques rusos, letones
o georgianos?6
Por lo que parece, Wehler deja pasar por alto un he­
cho muy simple: yo no he dicho ni una sola palabra so­
bre si aquel método de tortura era una realidad, una
figuración o un invento del enemigo; a mis ojos lo im­
portante es exclusivamente el hecho de que Hitler, casi
25 años después, todavía recordaba los informes que,
bien podían ser «noticias de crueldades» exageradas
por la propaganda, pero que se basaban en verdades
(no que eran verdades) como el exterm inio masivo
motivado por una atribución de culpa colectiva que,
por primera vez en Europa, fue realmente fomentada y
puesta en acción por la jefatura del Estado ruso-sovié­
tico.
El historiador inglés Ian Kershaw publicó en 1988
un libro sobre el Estado Nacionalsocialista, que con­
tiene un capítulo dedicado a la «polémica historiográ-
fica». Kershaw toma en consideración mi libro sobre la
guerra civil europea y afirma: «En su libro más reciente
[...] Nolte describe directam ente el exterminio de los
judíos como “medida preventiva” [...] como el ejemplo
más radical y extenso [...] [sic] de una lucha preventi­
va [...].»7 Si se prosigue con el examen del texto de los
párrafos «citados» veremos que dicen así: Sobre la si­
tuación en 1918-1819:
«Muy pronto se llegó a la conclusión, en determina­
dos círculos, de que los acontecimientos sucedidos en
Rusia eran un genocidio en el verdadero sentido de la
palabra, porque los ju d ío s habían asesinado a las capas
dirigentes de los rusos y de los alemanes de los países
bálticos para colocarse ellos mismos en sus puestos. La
i
REFLEXIONES FINALES 189
consecuencia inmediata de esta idea fue el postulado
de un exterminio de los judíos como castigo y como
medida preventiva.»8
Con respecto al año 1941:
Por eso las acciones de los grupos de operaciones
fueron el ejemplo más radical y generalizado de una lu­
cha preventiva contra el en em igo que iba mucho más
allá de las exigencias de la estrategia militar y, como
consecuencia de ello, los actos terribles cometidos en
Nikolajewsk y Katyn parecen menos espantosos.9
Hans Mommsen, en una amplia recensión,10 trata
de justificar la tesis de que yo sólo tenía contra Hitler el
hecho de no haber podido llegar a un acuerdo ideoló­
gico con el general Vlassov y de haberse mantenido rí­
gidamente centrado en un programa que implicaba el
genocidio y las «poluciones finales», «porque la impor­
tancia absoluta de la cuestión racial alemana no tenía
nada de ideológica.11 Textualmente, la frase dice así:
Pero el fracaso y la tragedia (del Ejército Ruso de
Liberación) prueba a su manera que para muchos ale­
manes y para innumerables rusos esta guerra era una
lucha de liberación condenada al fracaso porque Hitler,
pese a todas las experiencias sufridas, se mantuvo rígi­
damente fiel al programa que implicaba genocidio y so ­
lu cion es fin a les , porque la absoluta importancia de la
cuestión de la raza alemana no tenía nada de ideológico
y por lo que concierne al exterminio de los judíos, eso
era algo que ya no podía reconsumarse con los concep­
tos morales de una ideología.12
Como se ve, Hans Mommsen corta la cita por la mi­
tad sin advertir de ello, y dándole un sentido notable-
¡diente distinto. Ian Kershaw convierte la repetición de
determinados conceptos, abandonados ya hace mucho

1
190 DESPUÉS DEL COMUNISMO

tiempo, en una propia condena del autor; Hans-Ulrich


Wehler, busca rechazar una afirm ación real que él
mismo presenta como afirmación real. En circunstan­
cias normales, esos tres historiadores sabrían, perfec­
tam ente, que los procedim ientos que em plean son
inadmisibles. ¿Qué les impulsa a actuar de modo tan
evidente contra todas las reglas científicas más ele­
mentales? ¿Por qué son tantos los politólogos, histo­
riadores, críticos y periodistas que se vuelven con
tanta violencia contra un solo artículo o, incluso, con­
tra algunas frases aisladas de ese artículo? Estas cues­
tiones deben convertirse en el punto de partida de al­
gunas reflexiones.

¿El nexo causal com o motivo de indignación?

En este sentido una primera respuesta parece impo­


nerse claramente. Se trata de algo que gira en torno a
un «tema tabú»; dicho brevemente, al tem a tabú de la
«solución final de la cuestión judía», del «holocausto».
Quien roza ese tem a no debe asom brarse si provoca
oleadas de indignación.
Es muy concebible que cuando hay acontecimientos
tan horribles e incalificables sólo parezca apropiado
ante ellos un silencio temeroso o respetuoso ya que por
su propia aberrante naturaleza imposibilitan su inclu­
sión en un contexto de información y la aplicación de
procedimientos normales como puede ser la exigencia
de una investigación científica. Es justo sentir un senti­
miento sacro de terror y de respeto.
Ciertamente, en 1952, en Jerusalén tuvieron lugar
manifestaciones de protesta extraordinariamente vio­
lentas y extendidas cuando se propuso en el Knesset el
proyectado Tratado de Reparaciones con la República
Federal de Alemania. Los militantes del partido Cherut
tendrían que haber podido formular de modo convin­
REFLEXIONES FINALES 191
cente y coherente lo que muchos años después ha dicho
el actual jefe de Estado de Israel: sólo los muertos po­
drían perdonar, sólo ellos deberían m ostrar su predis­
posición a negociar sobre la cuantía de las indemniza­
ciones y otras cosas semejantes. Pero esa postura no se
manifestó entonces. Y desde entonces, ese horrible su­
ceso que fue la eliminación física de una gran parte de
la población judía de Europa no sólo dejó de estar ro­
deado de respetuoso silencio, sino que pasó a estar pre­
sente para siem pre en la atención de todos, pero sin
que nadie lo profanara con la palabra. Existen una gran
cantidad de exposiciones, se han celebrado innum era­
bles conmemoraciones, se han escrito artículos y, casi
de modo continuo, se llevan a cabo investigaciones
concretas, por ejemplo sobre el núm ero de víctimas y
se discuten las causas. Las cifras que se barajan difie­
ren de modo notable, especialmente en lo que se refiere
a Auschwitz, y se señalan causas de la más variada na­
turaleza: son considerados culpables sin paliativos los
«alemanes», pero aquí y allá se oye alguna palabra so­
bre la participación de letones, ucranianos, rumanos e,
incluso, franceses. En la m ayoría de las ocasiones la
causa prim aria del exterminio se atribuye al antisemi­
tismo racial, pero no es raro que también se inculpe al
antisem itism o cristiano. De tanto en tanto, aparece
Auschwitz como un efecto y un síntoma del sistema de
desarrollo m oderno que, al final, podría conducir al
peor de todos los acontecimientos imaginables, o sea,
al «holocausto de la humanidad», si no se presta aten­
ción a su debido tiempo a quienes nos advierten de ello.
Todas las indignaciones, sin embargo, no pueden
depender de que se exija un m étodo de observación
científica para un fenómeno que es repugnante incluso
a este método, pero lo cierto es que desde el momento
en que se hacen manifestaciones sobre causas y conse­
cuencias que se contradicen entre sí, la investigación
científica rigurosa se hace indispensable. La indigna-

i
192 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ción no se puede dirigir contra la tesis de la existencia


de un «nexo causal» como tal, sino contra la creación
artificial de que un nexo determinado pueda ser consi­
derado falso o peligroso. Es presumible que no habría
escándalo si el nexo causal hubiese sido formulado del
modo siguiente: «La propaganda antibolchevique de
los nazis incluyó desde el principio acusaciones contra
los judíos y contribuyó de ese modo notablemente a la
realidad de Auschwitz.» Por consiguiente, este nexo no
puede despertar indignación; lo que la causa es, más
bien, el hecho de que se le atribuía un fundamentum in
re: que un Gulag real se haya sacado a relucir en rela­
ción con Auschwitz porque, como es natural y obvio,
esta relación no puede ser considerada como un dato
necesario, sino como una hipótesis de interpretación.

Viejas opiniones y nuevos paralelism os


Quiero ahora intentar profundizar en los motivos de
mis críticos pero sin poner a prueba la solidez y la vali­
dez de las posturas de los señores Augstein, Wolfgang
Mommsen, Evans, Claussen, Hall, Winkler y muchos
otros. Para aclarar el significado de emociones suscita­
das por la «polémica historiográfica», prefiero cen­
trarme en un tema más digno y analizar algunos escri­
tos de tres importantes pensadores de la República de
Weimar, Georg Lukács, Ernst Bloch y Max Horkheimer.
Por esta vía, que podría parecer una disgresión, me ase­
guro mejores resultados. Pero antes quiero demostrar,
con el ejemplo de escritores y pensadores que escribie­
ron después de 1945, que mi perspectiva de las cosas
no es, en modo alguno, tan audaz ni tan nueva como
podría deducirse del tono de la crítica recibida.
En 1946, Alfred Dóblin, bajo la reciente impresión
de los acontecimientos, no interpretó la realidad, por
ejemplo, en térm inos de una lucha entre el bien y el
I

REFLEXIONES FINALES 193


mal; a sus ojos se trataba del combate entre dos princi­
pios o tendencias de naturaleza muy distinta y que, sin
embargo, al menos de modo provisional, coincidían en
su carácter utópico, tendencias que podían conside­
rarse obra de grandes pensadores y que ellos mismos
popularizaron:
A diferencia de las tesis socialistas y simultánea­
mente económicas, permanentemente activas [...] la
idea biológica condujo en el siglo XIX a una existencia
sombría [...] Como es lógico en un utópico [Nietzsche],
estaba contra la religión [...] Él la malinterpretó con la
misma resolución y firmeza que su colega en la utopía,
Karl Marx, hizo en el terreno social.
La idea socialista, y especialmente en su versión
marxista, representó muy pronto la voluntad de los
obreros industriales [...] No ocurrió así con la idea ra­
cista. Ésta halló su lugar en las capas burguesas, donde
ocupó durante mucho tiempo un lugar intelectual. [...]
Comenzó la carrera y la lucha entre las dos utopías.
[...] La idea socialista tuvo su oportunidad [en Alema­
nia, en 1918] y trató de realizarse. El intento, que se
emprendió con débiles fuerzas, fracasó. [...] La grieta
quedó abierta. Y le llegó el momento a la otra idea: a la
biológica.13
¿No resulta demasiado abstracto entender la histo­
ria del siglo xx como la historia de la lucha entre dos
ideologías? ¿No existen, a este lado de las ideologías,
casos y hechos sencillos y fundamentales que pueden
adquirir caracteres de ideologías y que, como tales,
pueden tener o no tener una legitimidad en cuanto de­
seos e intereses en conflicto? ¿No son legítimos, en sí,
estos deseos e intereses si son vividos por un número
de personas lo suficientem ente grande? ¿No pueden
cambiar su forma del modo más extraño cuando —en
Una generalización quizá inevitable, es decir en su
forma ideológica— quedan sometidos al juego de las

1
194 DESPUÉS DEL COMUNISMO

fuerzas, a las distorsiones y a la ironía de la historia


mundial? En Manes Sperber pudo leerse, en 1972, la si­
guiente reflexión:
\
El año 1919 fue tempestuoso. El espíritu de la épo­
ca, en toda Europa y especialmente en los países venci­
dos, era revolucionario o contrarrevolucionario. Sólo
los políticos de mente estúpida podían creer que aque­
llos ataques, que tenían como objetivo la destrucción7
de las relaciones sociales existentes e iban dirigidos
contra capas sociales cuyos intereses dependían de la
continuidad de ese estado de cosas, podrían continuar
durante mucho tiempo sin provocar en los atacados
una decisiva voluntad de defensa y de llevar a cabo un
contraataque no menos destructor. [...] Esta terrible
alternancia de revolución y contrarrevolución nos vi­
mos obligados a vivirla en el sudeste y en el centro de
Europa entre 1919 y 1924.14
Cuando el movimiento obrero, por propia necesidad
interna, se convirtió en ideología y utopía; cuando tras
la toma del poder en Rusia por los bolcheviques y las
continuas llamadas de la Tercera Internacional a la «re­
sistencia armada», tuvo que nacer, a causa de una nece­
sidad interna semejante, un potente contramovimiento
«burgués» igualmente decidido a desatar un contraata­
que destructor, y cuando ese contramovimiento se co­
locó bajo la bandera de la idea biológica de Nietzsche
(aunque en el mismo orden de necesidad), ¿qué tuvo
que ver todo esto con los judíos que en Alemania e in­
cluso en Rusia en su mayor parte pertenecían a la clase
burguesa, que estaban involucrados en un gigantesco
proceso de secularización y asimilación de modo que
una gran parte de ellos ya no sentían como judíos y en­
tre los cuales se contaban algunos de los primeros se­
guidores de Nietzsche y no pocos de ellos se contaron
entre los partidarios de Mussolini? ¿No es una locura o,
en el m ejor de los casos, una form a despreciable de
REFLEXIONES FINALES 195
propaganda, lo que llevó a acuñar el concepto de bol­
chevismo judío? Con toda certeza sería erróneo poner
en juego en este caso el térm ino de necesidad interna.
Lenin no era judío, ni tam poco lo eran Stalin o Karl
Liebknecht. Está claro que se trata de una explica­
ción sim plista y de una burda interpretación. Esta
afirm ación es justa, pero, sin embargo, difícilmente
se les hará justicia a los judíos si sólo se ve en ellos a
una débil m inoría y no, como sería más lógico, a un
«pueblo, que dio a la hum anidad una religión m un­
dial en la que aún había presentes elementos de una
antigua religión tribal que ellos trataban de conser­
var. Un pensador como Theodor Herzl dijo en 1896
que los judíos estaban en prim era línea a ambos la­
dos de un grave conflicto social que caería sobre ellos
con toda su fuerza si no lograban crearse un refugio
en Palestina.
¿Qué nombre mejor que el de Rothschild podría ser­
vir como símbolo específico de la lucha de los primeros
socialistas contra el sistema capitalista? Por otra parte,
¿no se daba un íntim o parentesco entre el mesianis-
mo del socialismo y el mesianismo del Antiguo Testa­
mento? La alta participación de personas de origen ju­
dío en la revolución rusa, ¿no respondía a factores so­
ciales fácilmente comprensibles y nada distintos del de
otras minorías como, por ejemplo, los letones? Todavía
a principios de siglo, algunos pensadores judíos señala­
ron con gran orgullo esa fuerte participación de sus
congéneres en los movimientos socialistas. A partir de
1917, cuando el m ovim iento antibolchevique —o la
propaganda— destacaron, m ás que ningún otro, el
tema de los comisarios políticos judíos, ese orgullo dejó
de ser expresado y llegó a convertirse en am argura y
desgracia a partir de 1925, cuando Stalin se libró de
la m ayor parte de los seguidores judíos de Lenin y
cuando, diez años más tarde, hizo asesinar a un gran
número de com unistas judíos durante la gran purga.

1
196 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Pero sólo Auschwitz ha hecho que el tem a fuera un


tabú durante décadas.
Por esa razón, resulta aún más notable que en 1988
apareciera en Commentary, el órgano de la derecha ju­
día en Estados Unidos, un artículo de Jerry Z. Muller
que traía de nuevo a la memoria la realidad de los he­
chos innegables, aunque interpretados de distinta ma­
nera:
Si bien los judíos fueron muy visibles en las revolu­
ciones en Rusia y Alemania, en Hungría parecían estar
presentes por todas partes. [...] De los 49 comisarios es­
tatales, 31 eran de origen judío [...]. Racosi bromeó
más adelante que si Gorbay (un gentil) había sido ele­
gido para su cargo fue para «disponer de alguien que
pudiera firmar las penas de muerte los sábados». [...]
Pero el notable papel de los judíos en las revoluciones
de 1917-1919 le dio al antisemitismo [que en 1914 pa­
reció menguar] nuevos ímpetus. [...] Los historiadores
que enfocaron su atención en los ideales utópicos ex­
puestos por los revolucionarios judíos han desviado su
atención del hecho de que aquellos comunistas de ori­
gen judío, no menos que sus colegas no-judíos, fueron
arrastrados por sus ideales a participar en crímenes ne­
fandos —contra judíos y contra no-judíos por igual.
Tanto el periódico como el autor están por encima
de la sospecha de querer establecer un paralelismo con­
tra el cual ellos mismos son una de las muchas pruebas
vivientes. Precisamente por ello, Muller puede terminar
su artículo citando la frase, expresada en forma de me­
táfora, de un rabino moscovita que es una precisa con­
tradicción a la tesis del «nexo causal» entre Gulag y
Auschwitz: «Los “Trotskis” hicieron la revolución y los
"Bronsteins” pagaron la factura.»
Está claro de todo punto, y así tiene que ser, que la
identificación de los «Trotskis» con los creadores de los
Gulag y de los «Bronsteins» con las víctimas de Ausch-
REFLEXIONES FINALES 197
witz, debe ser considerada reprobable, con lo que que­
dan dos posibilidades de juicio que van m ás allá de
toda evidencia m oral. Se puede im aginar que aquel
«mesianismo» fuera la anticipación de un futuro mejor
dentro de un mal pasado y que, consecuentemente, la
postura correcta frente a Auschwitz no debiera ser la de
una blanda aflicción ni una acusación indignada, sino
la glorificación y exaltación de los que anticipadamente
fueron inmolados para conseguir un futuro mejor. Con­
tra esto, naturalmente, cabe un reparo: aquí también se
establece una identificación que no se puede justificar
em píricam ente. También aquí se requiere un juicio
equilibrado y diferenciador, por fatigoso que resulte
conseguir ese equilibrio y establecer las diferencias.
Y por lejos que ese juicio parezca estar de la «polémica
historiográfica», ayudará igualmente a reflexionar so­
bre la misma.

Los adalides de la utopía


Elijo tres autores cuya importancia en el campo inte­
lectual no puede ser cuestionada por nadie. Ellos tuvie­
ron una relación muy diversa con su origen y su pa­
trimonio culturales y también, sintomáticamente, difie­
ren en sus relaciones con la «revolución», aunque, al
mismo tiem po, se consideren sus adalides. N atural­
mente, no presumo de hacer la justicia que se merece al
contenido filosófico de sus obras en este breve resumen.

Geo rg L uk ács

En las obras del joven Georg Lukács, que en 1918 te­


nía ya 33 años, apenas si se encuentran términos como
«burguesía» y «proletariado», «relaciones de produc­
ción» o «plusvalía». Lukács, hijo de un rico aristocrático
198 DESPUÉS DEL COMUNISMO

banquero que en su juventud todavía llevaba el apellido


Lówinger, era un espíritu refinado y un filósofo próximo
a Max Weber y Emil Lask, totalmente condicionado por
el hecho de pertenecer al mundo cultural del idealismo
alemán. Pero este origen llevaba en sí, tam bién, una
dura crítica al atomismo de la sociedad moderna, a la di­
solución de los vínculos comunitarios y al sofocamiento
de la vida interior. Él mismo habló en su juventud del
«anticapitalismo romántico» y probablemente hubo al­
gún tiempo en su vida en que no ignoró que el joven
Marx también estaba pleno de ese «anticapitalismo ro­
mántico», con sus esperanzas de eliminar la alienación,
la despersonalización de la sociedad moderna. Su paso a
la práctica política tuvo lugar, en principio, con su in­
greso en el partido comunista de Hungría poco antes del
final de la primera guerra mundial. Reconoció con toda
claridad que esto implicaba un paso a la violencia, a la
sangre e incluso al delito. Es impresionante cómo atri­
buía un significado trágico y ejemplar al hecho de que
quienes odiaban al delito tuvieran que llegar al crimen.
Esa culpa intencionalmente ignorada se diferenciaba de
toda otra culpa existente en la historia mundial hasta en­
tonces, porque la fase de la violencia debía conducir a la
definitiva destrucción de la violencia. Para que nazca
una sociedad basada en el amor, la comprensión, debe
desarrollarse una guerra despiadada de exterminio de la
burguesía que llevará a una sociedad sin clases. Por esa
razón, el terror rojo ejercido por la República soviética
estaba justificado, y Lukács, en su cargo de Comisario
del Pueblo para la Cultura no se conformó con arrebatar
su posición privilegiada «a aquellas clases condenadas a
muerte por exigencias del desarrollo social»17 mediante
numerosas órdenes de despido y confiscaciones de bie­
nes, sino que, como relata en su aütografía Gelebtes Den-
ken, siendo comisario político de una División, no vaciló
en ordenar el fusilamiento de ocho desertores en la plaza
del mercado de una pequeña ciudad.18
REFLEXIONES FINALES 199
Durante la emigración, Lukács fue un decidido de­
fensor de una «sovietización del mundo», para lo cual,
a sus ojos, era requisito previo no sólo la destrucción de
las clases explotadoras, sino también la de los partidos
socialdem ócratas. Su fam oso libro Geschichte und
Klassenbewusstsein dejaba ver con toda claridad ya en
1923 lo firme que seguía estando en él la herencia del
idealismo alemán, no obstante se plegó rápidamente a
la crítica de sus compañeros y muy pronto se convirtió
en un militante incondicional del partido de Stalin. Di­
fícilmente puede creerse que esto ocurrió así sólo por­
que Stalin fuera para él, como afirmó casi al final de su
vida, «la única fuerza antihitleriana existente».20 Se
pueden añadir m uchos otros buenos motivos, como
que originalmente sintió una profunda aversión contra
«la civilización occidental» lo que le llevó al partido co­
munista en tanto éste prefiguraba el futuro «reino de la
libertad» y la experiencia colectiva de su época.

E r n s t B loch

Nacido en el mismo año de 1885 en el seno de una


familia acomodada de funcionarios, Ernst Bloch, de jo­
ven, estuvo más alejado de la política que su amigo Lu­
kács, y en 1911 aún seguía hablando con entusiasmo
del «arte sagrado de Wagner», de la fuerza oculta del
mito en la juventud y de una Edad Media renovada, del
inminente encuentro con la eternidad de la que él que­
ría ser el Paráclito.21 En ese tiempo elaboraba las líneas
centrales de su obra principal Geist der Utopie en la que
ponía los fundamentos de su futura filosofía de la espe­
ranza y del «todavía-no». Parece que el estallido de la
guerra le convirtó en un pacifista radical y un socialista
intem acionalista convencido, pero su auténtica mili-
tancia política no ocurrió hasta 1917, en Suiza, después
de que se le perm itió abandonar Alemania gracias a

i
200 DESPUÉS DEL COMUNISMO

una misión investigadora que le fue encomendada por


el Archivo para la Ciencia y la Política Sociales. En lo
que sigue, me limito principalmente a su pequeño fo­
lleto Vademecum für heutige Demokraten que no ha sido
recogido en la edición completa de sus obras, publi­
cada por la editorial Suhrhamp.22
Esa obrita, de la prim era a la últim a página, está
llena de un odio realmente desbordado contra Prusia-
Alemania y contra Austria, y mantiene una violenta po­
lémica contra los «derrotistas» de Zimmerwald (es de­
cir, contra la corriente leninista de la socialdemocracia)
y contra el propio marxismo.
El «Estado militarista prusiano-austríaco, violento,
abstracto y por su propia naturaleza enemigo del ser
humano»,23 tiene, para él, toda la culpa de la guerra; es
la perversión radical, la sede del dem onio archiene-
migo del hombre, una institución del delito, respon­
sable de «años de crímenes», origen de una ciencia «po­
día enseñar a cualquier joven puta caprichosa un mo­
delo de desvergüenza y de predisposición a todo»;24
el Ahrimán* de la lucha final que acababa de comen­
zar. Por el contrario, la Entente Cordiale era Ormuz**
como «potencia del bien»; como lo era también Wilson,
el símbolo de la democracia de los pioneros, del paraí­
so americano que abre las puertas a una «nueva metafí­
sica ético-religiosa; pero, sobre todo, la Rusia de la re­
volución, de la cual «vendrá finalm ente el am or al
prójimo, una marea de buenas inclinaciones, el final de
toda violencia, el fruto de la virtud congènita del hom­
bre, la doctrina que nos dice cómo los seres humanos
pueden llegar a convertirse en ángeles».25
Para Bloch, la obligada consecuencia es que todos
los alemanes son culpables y que incluso las regiones
* La personificación del mal en la religión mazdeísta. (N. del L)
** Divinidad suprema y personificación del bien en la misma religión.
(N. del t.)
REFLEXIONES FINALES 201

alemanas mejores y más antiguas, como por ejemplo


Baviera, comparten esa culpa; que Austria, desde siem­
pre, estuvo llena de «personas carentes de espinas
dorsales, fuera de la realidad, corruptas y plenas de hi­
pocresía jesuítica»,26 sólo rescatables mediante un arre­
pentimiento profundo que incluya la «eliminación» de
los Junkers.
Bloch parece no excluirse a sí mismo de esa culpa
cuando dice: «Sólo nosotros somos culpables, pues éra­
mos los que estábamos más abandonados y más enfer­
mos. Sólo nosotros hacíamos héroes de los mercaderes
y estábamos poseídos por el afán de lucro y de éxito.»27
Bloch se enfrenta con virulencia contra los Zimmerwal-
der que veían en el capitalismo la verdadera causa de la
guerra y no consideraban más culpable a Alemania que
a Francia o Rusia, puesto que no se puede soslayar el
hecho de que Prusia-Alemania no era en modo alguno
un caso aislado, como afirma Bloch. En Estados Uni­
dos, Wilson había logrado imponerse a «los tipos como
Roosevelt, prusianos en sus tres cuartas partes»,28 y en
Rusia el marxismo luchaba contra el «espíritu de Tols-
toi» para imponer «una dictadura del proletariado pru­
siano-zarista» como se correspondía a su concepto del
«estado del futuro» que Marx, «entrenado en la antigua
tradición judía económica y bancaria», había orienta­
do hacia el Estado industrial, altamente capitalista de
Gran Bretaña.29
No veo de qué modo podría eludirse la información
siguiente: Quien demoniza de forma tan incontrolada y
mitificadora a una realidad social compuesta por millo­
nes de personas y considerada «digna de ser amada» y
como «patria», no debe sorprenderse si de esa realidad
surge un contragolpe, que estará tanto o más despro­
visto de escrúpulos y no será menos diabólico ni irra­
cional. Y Bloch no puede aducir como justificación el
hecho de que su pluma fuera movida por un amor de­
sengañado o que él se sintiera atorm entado en el mo-
202 DESPUÉS DEL COMUNISMO

mentó en que con tanta aspereza dejaba a merced del


odio de los extranjeros los errores insensatos de sus
propios compatriotas. En una carta de junio de 1918
dirigida a Wilhelm Muehlon escribió que no mantenía
ningún tipo de lazos con Alem ania.30 Poco después,
afirma que pertenece a otro pueblo. En noviembre, es­
cribió lo que sigue al mismo destinatario: «Ball sabe
perfectamente que yo soy un judío plenam ente cons­
ciente de mi raza, que me siento orgulloso de mi pue­
blo, antiguo y misterioso, y que con lo mejor de mí me
encuentro en casa en el seno de la estirpe judía y de las
grandes tradiciones religiosas de mi pueblo.»31 Si su­
mado a esto se tiene en cuenta de qué modo tan pro­
nunciadamente capitalista y ávido de ganancias se ex­
presó Bloch en sus cartas cuando, antes de la guerra,
tiene la intención de casarse con la hija de un millona­
rio, cuesta trabajo m ostrarse indiferente ante tanta
contradicción y no resulta fácil reprimir un sentimien­
to de horror ante las posibles deducciones.
Realmente, muy poco después de acabar la guerra se
derrumbó del todo aquello en lo que Bloch había puesto
sus esperanzas: el «wilsonismo», el «fin de toda la vio­
lencia» en Rusia e, incluso aquella «pura m ística de
amor» que, según él, había guiado a Francia.32 Si quería
evitar la desesperación total, tenía que apostar por la
realidad de la República de Weimar, que no tenía nada
de «mística sino que, por el contrario, era altamente im­
perfecta, o por el régimen del Este, al que todavía muy
recientemente había definido como la «dictadura social-
totalitaria del bolchevismo». Pero esta república fue y
seguía siendo para él una república «sin luz», «vacía de
seres humanos» y «sin dios»33 y por eso observa con
tono positivo, que «precisamente también en la realiza­
ción bolchevique del marxismo» era reconocible de
nuevo «el viejo tipo del luchador ateo, com unista,
de corte más radical».34 Aunque nunca militó en el par­
tido comunista, sus simpatías estaban con él casi sin re­
REFLEXIONES FINALES 203
servas. De todos modos, es difícil dejar pasar el hecho
de que Bloch tuvo grandes dificultades de tipo muy es­
pecial con el nazismo, tanto en el período previo a su
triunfo como después. No podrían encontrarse palabras
más duras que las que él empleó en su obra para carac­
terizar el imperio, pero un observador externo podría
haber presentado la siguiente tesis: Si el régimen ale­
mán, tan detestable para Bloch se hubiera vuelto aún
más detestable, pero tam bién más poderoso, tendría
que haber hecho suyas algunas ideas de Bloch, aun
cuando fuera en forma retorcida, por ejemplo sus ideas
del Reich, de una utópica salvación, de la condena del
«hombre frío que no es dionisíaco pero tampoco mís­
tico»,35 de la «rueda del sol» que el mismo Bloch había
visto resplandecer sobre la Rusia revolucionaria. Y así,
le dio la razón a los nazis en un punto de gran trascen­
dencia cuando, en 1932, en su libro Erbschaft dieser Zeit
dijo: «Los nazis dicen mentiras, pero a la gente; los co­
munistas dicen la verdad, pero sobre las cosas.»36 ¿Fue
precisamente por eso que, en la emigración —y aunque
no se refugió en la Unión Soviética como hizo Lukács—,
se sintió más estrecham ente unido a Stalin de lo que
estuvo Lukács, hasta el punto de defender los procesos
de Moscú sin ninguna reserva e incluso reprochar a los
acusados su «compasión» para con los kulaks?37
Las incoherencias y las contradicciones continua­
ron cuando, en 1949, aceptó la invitación para ir a la
República Democrática Alemana y o cuando omitió en
la edición alemana-occidental de su obra las referen­
cias a Stalin; o en 1961, cuando buscó refugio en la Re­
pública Federal pero siguió mostrándose lo suficiente­
mente hostil a su sistema social como para convertirse
en uno de los grandes instigadores de la revuelta estu­
diantil de 1968. No sería arbitrario, pues, que teniendo
en cuenta determ inadas declaraciones hechas poste­
riormente por Bloch, llegar a conclusiones con las que
éste, seguramente, no hubiera estado de acuerdo.
204 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Los nazis fueron condenados en Nuremberg por crí­


menes semejantes a los que los norteam ericanos co­
m etieron durante años contra el pueblo vietnamita:
«¿Cuándo llegará el mundo a darse cuenta de este para­
lelismo y actuará en consecuencia?»38 Con todo esto
me parece muy probable que Bloch, de estar vivo toda­
vía, se hubiera puesto, con toda su autoridad, al lado de
aquellos que en la «polémica historiográfica» no en­
cuentran palabras suficientes para expresar su indigna­
ción contra «el parangón de Auschwitz».
Ya en 1938, en un discurso en conm em oración de
la Revolución francesa, dijo que ya habían vuelto a
pasar veinte años desde que se produjera otro gran
acontecimiento revolucionario. «De nuevo la defensa
revolucionaria ha causado una conm oción al otro
lado de las fronteras.»39 Sospecho que hoy, probable­
mente, apoyaría a aquellos que no ven ningún «nexo
causal» entre el acontecim iento que causa una con­
m oción y la conm oción en sí; y no querría aceptar,
com o «antecedente lógico y fáctico», aquel acon­
tecimiento que no es justo describir en modo alguno
como contraataque.
Repetidas veces Bloch ha vuelto a recalcar, con pala­
bras duras, la grave responsabilidad culpable que recae
sobre determinados adversarios del nazismo que cola­
boraron en su triunfo, entre ellos los socialdemócratas
y tam bién esos «intelectuales de andar por casa» que
no supieron estar a la altura que correspondía en aque­
lla «irracionalidad de poca monta».40 Pero seguramente
no despertaría menos indignación en la mayor parte de
los participantes en la «polémica historiográfica» si al­
guien tuviera el valor suficiente para decir que la res­
ponsabilidad culpable de Bloch es aún mayor que la de
los socialdemócratas y de los vulgares ilustrados de pa­
cotilla.
REFLEXIONES FINALES 205
M a x H o r k h e im e r

Diez años más joven que Lukács y Bloch, Max Hork­


heimer siempre se ha considerado alejado de una pos­
tura política en un sentido estricto. La colección de afo­
rismos que publicó en Suiza en 1934 bajo el título de
Dämmerung, es una crítica aguda e inspirada, con reso­
nancias socialistas y presocialistas, de la sociedad que
m uestra las consecuencias absurdas e inaceptables de
un reparto de la propiedad injusto e irracional y trata
de reforzar el esfuerzo tendente al logro de una socie­
dad razonable, aunque reconociendo que en la so­
ciedad capitalista la libertad significa el derecho a dor­
m ir en un palacio o bajo un puente de acuerdo con el
azar que determina nuestro nacimiento. También para
Horkheimer el principal punto de partida es la condena
de la guerra y la hebra m aestra en la urdim bre de su
pensamiento es la aceptación de que aquella guerra se
llevaba a cabo meramente en defensa de los «desnudos
intereses del capital». También para él la panacea que
podía poner fin a ese estado de cosas era la revolución,
que no podía hacerse realidad sin violencia, dado que
los empresarios y sus compinches estaban plenamente
decididos a im pedir que se cuestionaran sus bienes y
sus ingresos y, por lo tanto, no vacilarían en «defender
[...] aun a costa de ríos de sangre, aquel orden social
establecido en favor de los intereses de un reducido nú­
mero de seres humanos».41 En este aspecto, carecía de
importancia la división en judíos y no-judíos: el capita­
lista judío se comportaba exactamente igual que su co­
lega no judío y, opuestamente, en Alemania el revolu­
cionario judío lo mismo que el revolucionario «ario»
estaban dispuestos a arriesgar su propia vida por la li­
bertad del hombre.42 Horkheimer no dudaba de que la
liberación era posible, pues esa libertad era para él
idéntica al bienestar general y objetivamente posible
gracias al nivel ya alcanzado por las fuerzas producti­
206 DESPUÉS DEL COMUNISMO

vas. Lo único que lo impedía era el injusto reparto de la


propiedad. Para Horkheimer, esa injusticia no era sólo
una herencia del pasado sino que se establecía siempre
de nuevo, dado que las relaciones sociales se consti­
tuían de modo involuntario e inconsciente «como re­
sultantes de muchas voluntades individuales que veían
muy claro cuáles eran su dependencia y su poder».43 El
verdadero núcleo del mal, para Horkheimer, como para
casi todos los socialistas de entonces, estaba en la eco­
nomía de mercado, y el logro de unas relaciones socia­
les razonables únicam ente era posible sustituyéndola
por una econom ía planificada. Desde m uy pronto,
Horkheimer contempló con simpatía los acontecimien­
tos que estaban ocurriendo en la Unión Soviética, aun­
que también con un escepticismo innegable.44
También la observación de la sociedad capitalista
tuvo que despertar dudas en Horkheimer. Casi siempre
utilizaba conceptos dicotóm icos como «clase domi­
nante-clase dom inada», «propietarios-indigentes»,
«opresores-oprim idos». En algunos pasajes señala,
también, diferencias fundamentales entre la «antigua
clase de señores» y los magnates del capital, que mues­
tran una actitud totalm ente distinta con respecto al
«trabajo»; señala que una señora rica puede caer en la
mayor miseria de un día para otro, «basta para ello una
compra de acciones equivocada por parte de su ma­
rido».45 ¿Qué significa ahora «clase de propietarios»
cuando la propiedad de los bienes cam bia de mano,
cuando la propiedad puede significar también derecho
al trabajo y cualificación para realizarlo? En otro lugar,
Horkheimer compara la construcción de la sociedad
actual con un rascacielos en cuyo piso superior viven
los magnates de la compañía; en la planta inmediata­
mente inferior residen los colaboradores más impor­
tantes así como los grandes propietarios. Más abajo
ocupan su lugar las masas de los que ejercen profesio­
nes liberales y los empleados, y, más abajo todavía, los
REFLEXIONES FINALES 207
artesanos y los cam pesinos. A continuación viene el
proletariado que no vive en un determinado nivel sino
que está repartido en varios, desde el ocupado por las
capas de los obreros profesionales m ejor pagados,
hasta la de los parados y los enfermos. Más abajo, co­
mienza el verdadero fundamento de la miseria, del que
el capital consigue sus principales recursos «el pavo­
roso aparato de explotación» de los países altamente
capitalistas, la «casa de tortura de los territorios colo­
niales o semicoloniales. Y, más abajo todavía, los sóta­
nos, donde tienen su residencia «el sudor, la sangre y la
desesperación de los animales».46
Éste es, en todo caso, un cuadro marxista a medias,
transocial e impregnado de una compasión propia de
Schopenhauer, que sin duda significa un progreso del
pensamiento sobre el mundo conceptual del siglo xix.
Pero el propio Horkheimer, más tarde, como mínimo
durante su emigración, tuvo que ver con claridad lo
inofensivas e idílicas que eran las circunstancias que él
mismo criticaba, cuando dijo: «Ante aquellos que con­
siguieron el poder, la mayoría de los hombres se convir­
tieron en criaturas amistosas y dispuestas a colaborar;
frente a la impotencia absoluta, como la que se da entre
los animales, nos encontramos con los tratantes de ga­
nado y los carniceros.»47 H orkheim er no carece de
buenas razones para calificar de «anticuadas» sus ex­
plicaciones en el prólogo de Dämmerung, que fueron
escritas antes de la victoria nazi: en Alemania salió a la
luz del día una fuerza que era de un tipo totalm ente
distinto al poder del dinero, que halagaba a los hom ­
bres pero que, fundamentalmente, lo que hacía era des­
preciarlos. Ya antes de 1934 Horkheimer sabía, induda­
blem ente, que este tipo de poder había alcanzado la
victoria en la Unión Soviética antes que en Alemania y
no era en absoluto casual que él, conjuntam ente con
Theodor Adorno, se convirtiera, al finalizar la guerra,
en uno de los más importantes defensores de la «teoría
208 DESPUÉS DEL COMUNISMO

del totalitarismo». Sin embargo, yo no veo que haya in­


cluido en el edificio de su pensam iento una observa­
ción marginal que había hecho en 1933, acerca de que
en la lucha de clases del siglo xix la palabra burgués ha­
bía adquirido el carácter de una mortal declaración de
guerra.48 De haberlo hecho, hubiera dicho, por su­
puesto, lo que hizo Manes Sperber en 1972: hubiera
confesado que las reflexiones sobre la «guerra de los
treinta años del siglo xx» (como la llamó Ernst Bloch
en una carta de 1956 dirigida a Peter Huchel),49 o sea,
que la reflexión sobre la «guerra civil europea» y la sub­
siguiente «guerra civil mundial» en potencia del pe­
ríodo de la «guerra fría» no se debe considerar iniciada
en 1933, tam poco en 1917 y menos aún con el Mani­
fiesto comunista, sino con la convulsión social que pro­
dujo la revolución industrial en las condiciones sociales
de vida.

Razón y sinrazón de la utopía y la antiutopía


¿Cómo será posible emitir un juicio conforme con
una tesis científica y que no se limite a prolongar hasta
la actualidad los conflictos del pasado? No puede en­
contrarse un punto de vista absoluto, pero la perspec­
tiva de nuestra época ofrece a la generación actual una
ventaja incalculable acerca de las posibilidades de co­
nocimiento del pasado.
Más que ninguna otra en todos los tiempos, nuestra
época se caracteriza porque en ella una ideología y los
Estados que nacieron y se nutrieron de ella, confiesan
su propia debacle. Si el marxismo reivindicaba como
suya alguna tesis, ésta era, sin lugar a dudas, que un
sistem a de economía planificada no sólo produciría
una sociedad más justa y feliz sino, sobre todo, más
rica; donde las fuerzas de la producción, libres de las li­
mitaciones obligadas de la propiedad privada, se con­
REFLEXIONES FINALES 209
vertirían en una inagotable fuente de riqueza. Hoy es
general el convencimiento de que la Unión Soviética y
los Estados del este de Europa que fueron sus aliados,
seguirán siendo «casas de pobres» si no consiguen re­
formar de modo fundamental y permanente su sistema
económico mediante la introducción de elementos pro­
pios de la econom ía de m ercado. R esulta evidente,
sin embargo, que una reforma como ésa aumentará de
modo notable las desigualdades ya existentes. Ése es
claramente el precio que hay que pagar por la mayor
flexibilidad y dinámica que son propias del sistema ca­
pitalista, tan frecuentemente calificado de «podrido»
por sus oponentes.
De ese reconocimiento de causa se llega a la conclu­
sión retrospectiva de que la defensa de la «economía de
mercado» debe incluir la posibilidad de que se realicen
las iniciativas políticas y económicas del individuo, y
no sólo los intereses particulares de un pequeño nú­
mero de «magnates capitalistas», pues estos magnates
constituyen sólo la cumbre de un desarrollo social que
fundamentalmente hay que valorar de modo positivo,
pero en el cual, ciertamente, la desigualdad esencial se
muestra de modo brutal y en algunas ocasiones incluso
peligroso o patológico. También es posible que la idea
de una sociedad justa y sin desigualdades, de una socie­
dad de economía planificada orientada hacia la «cober­
tura de las necesidades», no sea otra cosa que la im­
plantación en una estructura social colosal y moderna
de una forma de sociedad ya superada en parte —y en
parte sólo soñada—, es decir, de una forma social pro­
pia de una comunidad rural basada en la ayuda mutua
y en el trueque de bienes.
Pero ¿quién podía negar que en esta idea y en la
crítica resultante de ella dirigida contra las pasadas
«relaciones» se contiene algo de justo, de benéfico y
«eterno» que ningún fracaso podrá alejar del mundo
y que se ha convertido en una exigencia irrenunciable
210 DESPUÉS DEL COMUNISMO

de la sociedad que descansa sobre la realidad difícil e


irracional de la «libertad individual»? Una sociedad de
castas no conoce la libertad individual en el sentido que
es corriente entre nosotros; es estructura total, es decir
desigualdad eternizada, institucionalizada y rituali-
zada. Tan pronto como se ha dislocado hasta el punto
de dejar de ser una sociedad de castas y pasa a ser una
de Estados o clases, com ienzan a aparecer procesos
ideológicos que, como reflejo de la utopía, diseñan una
sociedad igualitaria y anárquica. Sólo cuando los pro­
cesos de relajam iento y diferenciación se prolongan
también por m edio de esta idea utópica-igualitaria
puede llegar, después, como reacción de la que hasta
entonces fue la realidad natural, una expresión del pen­
samiento com batiente que puede convertirse en una
ideología estructuralm ente antiutópica cuya consigna
sea «orden». Mientras que la tendencia de «izquierda»
se mantiene siempre igual, eterna, en su forma radical,
la otra tendencia cambia continuamente su forma por­
que la estructura concreta se entiende como una trans­
form ación perm anente. Como posibilidad extrem a
surge una ideología que, de modo revolucionario, re­
sulta antirrevolucionaria y es una estructura determi­
nada que intenta prolongar ilim itadam ente una mo­
derna sociedad de castas.
Estas consideraciones aparentem ente abstractas y
especulativas están muy cerca de lo concreto de la his­
toria. La revolución bolchevique de 1917 significó el
mayor éxito conseguido hasta entonces y el avance más
amplio de la ideología utópica-igualitaria en la historia
de la humanidad; y el apoyo que recibió, aunque fuera
en form a diversa, de Lukács, Bloch y Horkheim er,
como representantes de amplias corrientes de opinión,
se debe totalm ente a ese carácter específico. Pero su
fuerza la ganó gracias a la realidad negativa del cansan­
cio de la guerra y se reflejó en unas condiciones pecu­
liares individualizadas. Esta revolución estaba históri­
REFLEXIONES FINALES 211

camente legitimada, pero sufrió, al mismo tiempo, un


cambio violento que la hizo caer en el error.
Si esa revolución, com o hoy vemos claram ente,
cayó en el error, fruto de una apreciación equivocada
de la economía planificada, y además trajo consigo la
destrucción de diferentes capas de la «burguesía», no
puede ser un error a priori una reacción que quería res­
ponder con violencia a la violencia. Pero la sinrazón
histórica de la contrarrevolución nazi o, mejor dicho,
fascista radical, consistió en que no era forzosamente
necesaria, porque la sociedad del sistema liberal, in­
cluso en Alemania, si bien es cierto que estaba debili­
tada no era incapaz de ofrecer resistencia; además de
eso, estaba el hecho de que quería eliminar para siem­
pre al enemigo y para hacerlo así sólo podía elegir el
método desesperado de exterminar a un presunto cul­
pable. La crítica, incluso la independiente e inspirada
en un principio de igualdad, es un elemento irrenuncia-
ble en la siem pre compleja y nebulosa sociedad m o­
derna. Sólo llega al error cuando sus propios excesos la
transform an en una voluntad efectiva de exterminio.
Estructura e institucionalización, o sea orden, son para
el futuro, no menos que lo fueron para el pasado, reali­
dades sociales fundamentales, pero, cuando se defien­
den de modo extrem ado y revolucionario, ese orden
que en principio debería ser salvaguardado entra en un
proceso de autodestrucción.

Dos tipos de historiografía de la guerra


civil mundial

Una historiografía que no quiera limitarse a descri­


bir los grandes conflictos del siglo xx, sino a verlos
«desde dentro» y de modo mesurado, tiene que distan­
ciarse y tomar una dimensión europea, casi planetaria;
y deberá ser finalmente trágica. En otras palabras, esto
212 DESPUÉS DEL COMUNISMO

significa que no debe someterse a los preceptos de la


«pedagogía popular», debe superar las fronteras alema­
nas y examinar los procesos históricos basándose en el
juicio moral. Resulta trágico que aquello que es benefi­
cioso para la sociedad proceda de lo que en ocasiones
es moralmente perverso o, de algo que es indiferente a
lo moral como, por ejemplo, el ánimo de lucro. Es trá­
gico que en la historia ocurra con frecuencia que lo que
es justo se transforme en injusto; que la voluntad de ha­
cer el bien se convierta en un mal; que el amor a la pa­
tria, sometido a la presión de circunstancias externas e
impulsos internos, se vuelva a menudo en odio hacia
otros seres humanos; que los sueños más nobles se con­
viertan en crueles realidades; o que sean necesarios ex­
cesos ideológicos para imponer la justicia. Todo esto no
significa un desconocimiento ni una relativización de
los principios morales en tanto que el historiador man­
tenga el convencimiento de que siempre, y en todas cir­
cunstancia, es irracional y moralmente injusto arreba­
tar la vida a seres hum anos inocentes e indefensos,
tanto si se trata de hombres o de mujeres, de viejos o de
jóvenes, de judíos o de cristianos, de ya nacidos o
de nonatos.
El tipo opuesto de escribir la historia y de la inter­
pretación histórica es el comprometido con la pedago­
gía nacional, germanocéntrica y moralista. Era un pro­
ducto inevitable de la derrota alem ana, y en últim a
instancia plenamente legítimo, en cuanto reanudaba la
crítica a una política que había conducido a la ruina.
Pero cuando se consolidó y pasó a una fase de egocen­
trismo simple y puro, cerró el telón en vez de abrirlo.
M ientras más envejecía, m ás se convertía de forma
sustancial en una versión diluida y causada de una pos­
tura que retrotraía al paradigm a de la guerra civil, el
mismo que E rnst Bloch form uló, de modo especial­
mente duro en su Vademécum. El núcleo de los que in­
dudablemente tenían razón fue perdiendo fuerza acaso
REFLEXIONES FINALES 213
porque ofrecía, marcada por su forma de expresión de
rem ordim iento racional, una posibilidad demasiado
cóm oda de estar en buenas relaciones con todo el
mundo. La verdad es incómoda porque conduce a ten­
siones, pero al final acaba por despertar respeto allí
donde, hasta entonces, sólo existió satisfacción entre
los discípulos dóciles. La verdad histórica no es una
suma de cosas singulares justas, o de resultados de in­
vestigaciones históricas especializadas, sino que existe
sólo en la forma de intentos de interpretación global de
la verdad, o de las verdades. Por eso resulta infundado
el tem or de que aquella frase de Michael Stürm er ci­
tada al principio pudiera ser entendida como una aspi­
ración futura al poder absoluto, en vez de una descrip­
ción de una situación de hecho.
Del mismo modo, todas aquellas tendencias se sien­
ten sometidas a fuertes exigencias y amenazadas en el
dominio que ejercieron hasta ahora, cuando en la «con­
troversia entre historiadores aparecía con claridad, in­
cluso para los cortos de vista, un perfil que distanciaba
la historiografía global de la trágica. El que aquellos
que desde hacía lustros habían sido mimados y trata­
dos como seres inofensivos, porque simpatizaban con
uno de los partidos de la guerra civil, atacaran airados
el intento de presentar como inofensivo al nazismo, re­
sultaba claramente comprensible. Pero es un triste sín­
toma que aquellos otros que se sometían a las leyes de
la ciencia especializada, y que llevaban a cabo sus in­
vestigaciones en campos cada vez más especializados,
definieran y rechazaran como de «extrema derecha»
una exigencia tan eminentemente científica como es la
de examinar la veracidad de las afirmaciones sobre he­
chos reales y no dejarse llevar por la orientación, real o
presunta del autor. Hay estudiosos judíos que hablan
de antisem itism o y aparentem ente sólo quieren ver a
los judíos anteriores a la fundación del Estado de Israel
como víctimas pasivas de la historia m undial; yo les
214 DESPUÉS DEL COMUNISMO

respondo que tal vez llegue el día en que se sientan con­


tentos con poder recurrir a un concepto que no reduce
a una cuestión de cifras o de técnicas la tesis de que el
nazismo fue una ideología específica y una realidad de
aniquilam iento. Los norteam ericanos, por su parte,
quieren tener razón de cara al futuro cuando conside­
ran la historia de todas las naciones desde el paradigma
de la m odernización norteam ericana, pero para la
Europa del siglo xx esa perspectiva es, a mi juicio, de­
masiado simplificadora. Una exigencia real puede espe­
rarse de aquellos intelectuales soviéticos para los cua­
les el pasado de la Unión Soviética se ha convertido en
un auténtico problema, que no quieren justificar de pa­
labra y obra, siguiendo el mal ejemplo alemán de estig­
matizar a un solo hombre.
Considero un error prolongar la gran guerra civil del
siglo xx de forma más sutil, negándole su verdadera na­
turaleza o redim ensionándola en virtud de un mora-
lismo selectivo. Es muchísimo más im portante supe­
rarla mediante la reflexión en el terreno científico. Si la
controversia de los historiadores ha probado algo es lo
difícil que resulta la simple enunciación de esta tarea y
el mucho tiempo que será necesario para llegar a una
solución que, aunque ajustada a lo real, será necesaria­
mente imperfecta.

Notas
1. M. Stürmer, «Geschichte in geschichtslosem Land April
1986», en H is to r ik e r s tr e it (documentación de la controversia en
torno a la singularidad del exterminio judío por los nacionalsocia­
listas), Munich, 1987, p. 36.
2. E. Nolte, «Vergangenheit, die wicht vergehen will» (dis­
curso que fue escrito pero que no pudo llegar a pronunciarse [6 de
junio de 1986]), en ibidem, p. 45.
3. Ibidem, p. 46 (lo subrayado en el original).
4. Th. Sommer, «Von der Last, Deutschen zu sein», en D ie
Z eit, 18 de noviembre de 1988, p. 1.
REFLEXIONES FINALES 215
5. E. Nolte, D er E u ro p ä isc h e B ü rgerkrieg 1 9 1 7 -1 9 4 5 . N a tio n a l­
so zia lism u s u n d B o lc h e w is m u s , Berlin, 1987.
6. H.-U. Wehler, «Entsorgung der deutsche Vergangenheit?
Ein polemischer Essay», en H is to r ik e r s tre it , Munich, 1988, p. 154.
7. I. Kershaw, D e r N S -S ta a t. G e s c h ic h ts in te r p r e ta tio n e n u n d
k o n tro versen im Ü berblick, Reinbeck, 1988, p. 323.
8. Nolte (Anot. 5), p. 502.
9. Ibidem, pp. 512 ss.
10. Véase H. Mommsen, «Das Ressentim ent als W issen­
schaft», anotaciones de Ernst Nolte D e r E u ro p ä is c h e B ü rg erk rie g
1 9 1 7 -1 9 4 5 . N a tio n a ls o z ia lis m u s u n d B o lsc h e w ism u s, en Geschichte
und Gesellschaft, 1988, pp. 495-512. La respuesta se encuentra en
ibidem, 1989, fase. 4, pp. 537-551 (Das Vor-Urteil als «strenge Wis­
senschaft». Notas de Hans Mommsen y Wolfgang Schieder).
11. H. Mommsen, anot. 10, p. 507 (subrayado en el original).
12. Nolte, anot. 5, p. 499 (subrayado en el original).
13. Citado de B. Hillebrand (ed.), N ie tzsc h e u n d d ie d e u tsc h e
L itera tu r, 1.1, Munich/Tubinga, 1978, pp. 279 y ss.
14. M. Sperber, L eben in d ie ser Z eit, Viena, 1972, p. 101.
15. Th. Herzl, «Der Judenstaat», en Z io n istisc h e S ch riften , t. I,
Tel Aviv, 1934, p. 37.
16. J. Z. Müller, «Communism, Anti-Semitism and the Jews»,
en C o m m e n ta ry, 1988, fase. 8, pp. 28-39.
17. G. Lukács, T a k tik u n d E tjik , P o litis c h e A u fsä tz e I, 1 9 1 8 -
1 92 0, Darmstadt-Neuwied, 1975, p. 233.
18. ídem, G e le b te s D e n k e n . E in e A u to b io g r a p h ie im D ia lo g ,
Frankfurt am Main, 1981, p. 105.
19. ídem, O r g a n isa tio n u n d Illu sio n . P o litis c h e A u fsä tz e III,
1921-1924, Darmstadt-Neuwied, 1977, p. 83.
20. Ídem, anot. 18, p. 175.
21. E. Bloch, B riefe 1 9 0 3 -1 9 7 5 , T. I, Frankfurt am Main, 1985,
p. 67.
22. ídem, V a d e m é c u m fü r h e u tig e D e m o k ra te n , Berna, 1919.
Desde 1985, fácil de consultar en ídem, K a m p f n ic h t K rieg. P o litsch e
S ch riften 1 9 1 7 -1 9 1 9 , M. Korol (ed.), Frankfurt am Main, 1985.
23. ídem, V a d em écu m , anot. 22, p. 12.
24. Ibidem, p. 70
25. Ibidem, pp. 50, 67.
26. Ibidem, p. 35.
27. Ibidem, p. 71.
28. Ibidem, p. 34.
29. Ibidem, p. 54
30. Ibidem, p. 220.
31. Ibidem, pp. 232 y ss.
32. Ibidem, p. 72
33. ídem, D u rch die W ü ste. K ritisch e E ssa ys, Berlin, 1923, p. 31.
34. ídem, T h o m a s M ü n tz e r a ls T h eolo ge d e r R e v o lu tio n , Mu­
nich, 1921, p. 128.
216 DESPUÉS DEL COMUNISMO
35. Ibidem, p. 10.
36. Citado por E. Nolte (ed.), T h eorien ü b e r d e n F a sc h ism u s,
Colonia, 1967, p. 197.
37. E. Bloch, V o m H a sa rd zu r K a ta stro p h e . P o litisch e A u fsä tze
1 9 3 4 -1 9 3 9 , Frankfurt am Main, 1974, p. 245.
38. Idem, P o litisch e M essu n g en , P estzeit, V o rm ä rz, Frankfurt
am Main, 1970, p. 376.
39. Ibidem, p. 232.
40. Ibidem, pp. 320 y ss.
41. M. Horkheimer, N o tize n 1 9 5 0 b is 1 9 6 9 u n d D ä m m e ru n g .
N o tize n in D e u tsc h la n d , W. Brede (ed.), Frankfurt am Main, 1974,
p. 245.
42. Ibidem, p. 260.
43. Ibidem, pp. 269 ss.
44. Ibidem, p. 296.
45. Ibidem, p. 302.
46. Ibidem, p. 288.
47. Ibidem, p. 351.
48. Ibidem, p. 289.
49. Bloch, B riefe..., obra, cit., t. II, p. 878.
ÍNDICE
Prólogo a la edición e s p a ñ o la ........................................... 7
Introducción ..................................................................... 15
N o ta s ............................................................................. 34
La caída del comunismo soviético. Fin de un Estado . 35
N ota ............................................................................. 47
La guerra civil europea 1917-1945 ................................ 49
N o ta s ............................................................................. 75
Eslavos, judíos y bolcheviques en la ideología nacio­
nalsocialista. Perspectivas históricas...................... 77
N o ta s ............................................................................. 98
El problema de la definición de la situación histórica
del nacionalsocialismo ............................................. 101
N o ta s ............................................................................. 128
Paradigmas de la historia del siglo x x .......................... 131
N o ta s ............................................................................. 153
Alemania como Estado nacional y la catástrofe de
1945 ............................................................................. 155
N o ta s ............................................................................. 181
Reflexiones finales sobre la denominada polémica
historiográfica............................................................ 183
220 ÍNDICE

El meollo emocional de la polémica................. 184


La «ciencia» no científica .................................. 187
¿El nexo causal como motivo de indignación? . . 190
Viejas opiniones y nuevos paralelismos........... 192
Los adalides de la utopía..................................... 197
Razón y sinrazón de la utopía y la antiutopía . 208
Dos tipos de historiografía de la guerra civil
mundial............................................................ 211
N o ta s .......................................... 214
Impreso en el mes de mayo de 1995
en Talleres Gráficos DUPLEX, S. A.
Ciudad de Asunción, 26
08030 Barcelona

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