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Los principios penales en la protección de los derechos humanos1

Pablo Martín Perot


Universidad Nacional de Mar del Plata

1. Paradojas del derecho penal de los derechos humanos


Durante el siglo pasado se ha experimentado una expansión sin precedentes
del reconocimiento de derechos humanos, sea a través de instrumentos
internacionales o de declaraciones locales. Desafortunadamente, esa expansión no
ha sido acompañada de un crecimiento semejante en su efectividad práctica.
Aunque se acepte que constituye un gran avance para la humanidad, parece difícil
negar que las expectativas generadas por ese reconocimiento están muy lejos de
ser colmadas ante las circunstancias actuales. Tan es así, que podría afirmarse sin
riesgo de exagerar demasiado, que tanto los derechos humanos como sus
violaciones masivas y sistemáticas se han vuelto verdaderamente universales.
Una importante cuestión que debe precisarse para tratar de lograr una mayor
correspondencia entre las exigencias normativas y la realidad consiste en
determinar de qué forma puede contribuir el derecho penal a la protección de los
derechos humanos. Aunque el rechazo unánime que suscitan genocidios, crímenes
de guerra y delitos de lesa humanidad también supone, normalmente, que para
evitar su repetición resulta correcto imponer una pena a sus autores; no existe, sin
embargo, un consenso similar acerca de la justicia de los castigos efectivamente
impuestos a los más graves atropellos de derechos humanos. La idea de que el
castigo debería ser un acto de justicia, y no la continuación de las hostilidades
inspirada por la venganza y bajo una forma sólo en apariencia jurídica, que fuera
expresada por Hans Kelsen (1947) en referencia a los juicios de Nuremberg,
enuncia en forma sintética la intuición de la que generalmente parten las críticas a
la administración de castigos para violaciones masivas a los derechos humanos.
Guillermo Yacobucci, tanto en su artículo “El dilema de la legalidad en el
derecho penal de los derechos humanos” (2006), como en el libro El sentido de
los principios penales (2018), ha formulado una fuerte crítica al modo en el que se
recurre al derecho penal para proteger los derechos humanos. El autor define al
“derecho penal de los derechos humanos” como el ámbito normativo, teórico y
jurisprudencial, a través del cual se concreta la sanción de comportamientos
gravemente lesivos del universo de derechos fundamentales de la persona
humana. Señala que a través de él se ha pretendido dar una respuesta penal
diferenciada o de excepción a graves abusos a derechos humanos, poniendo en
tensión dos valores constitutivos del Estado de derecho, como lo serían la justicia
material y el principio de legalidad. Un punto crucial en su presentación es la
afirmación de que la antinomia generada entre ambos valores sería irresoluble,
obligándonos a elegir uno de ellos en detrimento del otro. En su visión, si bien la
respuesta de excepción que ofrecería el derecho penal de los derechos humanos
perseguiría la justicia material, lo haría al precio de abandonar la concepción
tradicional del principio de legalidad y asumir ciertos rasgos característicos del
1
Trabajo en progreso, no citar sin la expresa autorización del autor.

1
derecho penal del enemigo. De tal manera, se llegaría a una consecuencia
paradójica: la adopción de un derecho penal del enemigo en el ámbito de los
derechos humanos. Adicionalmente, considera que un ejemplo representativo de
ese fenómeno lo constituirían los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos
durante la última dictadura militar en Argentina. Desde su perspectiva, en tales
casos, la Corte Suprema de Justicia de la Nación habría abandonado la forma en la
que concebía el principio de legalidad, dando lugar a una doble interpretación de
las garantías que de él emergen en algunos de sus aspectos fundamentales (2006,
pp. 1074, 1091-1092 y 1115-1116; 2018, pp. 472-474).
La argumentación seguida por Yacobucci para extraer las conclusiones
apuntadas podría esquematizarse del siguiente modo:
1. Dos valores constitutivos del Estado de derecho serían la justicia material o
sustantiva y el principio de legalidad penal.
2. En el derecho penal de los derechos humanos se presentaría un conflicto
irresoluble entre la justicia material, que se obtendría mediante la aplicación
de una pena a quienes cometieron graves atropellos a tales derechos, y las
garantías de la legalidad penal, que protegen a los individuos de castigos
arbitrarios.
3. Como ese conflicto sería irresoluble, surgiría la siguiente opción de hierro: o
bien respetamos el principio de legalidad penal, pero dejamos sin castigo
graves violaciones a los derechos humanos, desatendiendo la justicia
material; o bien honramos esa justicia castigando tales violaciones, pero
dejamos de lado garantías derivadas del principio de legalidad penal
respecto de sus autores.
4. Como a través del derecho penal de los derechos humanos se escogería la
segunda opción, paradójicamente, se adoptaría el derecho penal del
enemigo; ya que se estaría desconociendo el carácter igualitario y universal
de la protección que confieren esos derechos, al considerar que las garantías
derivadas de la legalidad penal no se aplicarían a los imputados por graves
abusos a los derechos fundamentales.
Para ser conscientes del alcance que posee la crítica esquematizada,
conviene tener presente que ambos cuernos del dilema planteado en la premisa 3
conducen a resultados paradójicos. A Yacobucci le interesa destacar que ese es el
resultado al que se llega adoptando la segunda alternativa y, por tal razón, ello es
lo que concluye en 4. Sin embargo, lo mismo sucede con la primera alternativa,
porque el respeto del principio de legalidad debería permitir acceder a una
solución justa de los casos de graves violaciones a los derechos humanos, lo que
precisamente se niega en ella. En la medida en que el principio de legalidad se
considere valioso y digno de respeto, resulta paradójico que su aplicación
necesariamente contraríe la justicia material o sustantiva. Ahora bien, si ambas
alternativas conducen a resultados paradójicos, la conclusión que se debería
extraer de la crítica de Yacobucci es que el derecho penal puede contribuir de
ninguna manera significativa a la protección de los derechos humanos, porque su
intervención siempre daría como consecuencia resultados inadmisibles: injusticia
material o violación de la legalidad penal.

2
Esa conclusión resulta devastadora para una concepción garantista del
derecho penal. Desde tal perspectiva el derecho penal se legitima como un
instrumento de tutela de los derechos fundamentales, que definen normativamente
los bienes que no está justificado lesionar ni con los delitos ni con los castigos. Es
la garantía de esos derechos la que hace aceptable para todos el derecho penal, aun
para quienes son imputados o condenados por la comisión de un delito. De este
modo, un sistema penal está justificado “sólo si la suma de las violencias -delitos,
venganzas y castigos arbitrarios- que esté en condiciones de prevenir es superior
a la de las violencias constituidas por los delitos no prevenidos y por las penas
establecidas para éstos” (Ferrajoli 1989, p. 336). El derecho penal se justificaría
como mal menor, es decir, únicamente cuando es inferior que los males que se
producirían en su ausencia (Ferrajoli 1989, Cap. 6; Guibourg 1998, p. 121). Una
concepción garantista del derecho penal sería prácticamente inútil si se admite la
crítica de Yacobucci. En el ámbito del derecho penal de los derechos humanos
cualquier intervención penal que se pretenda, sea para justificar la aplicación de
una pena o para fundar su rechazo, resultaría deslegitimada porque ella no
contribuiría a la tutela de los derechos funamentales. Si se adopta la primera
alternativa del dilema, se respetaría el principio de legalidad penal, pero se dejaría
sin castigo los más graves atropellos a los derechos humanos. Si se adopta la
segunda alternativa, se castigarían tales abusos, pero se violarían las exigencias de
la legalidad penal. De este modo, lo paradójico para una concepción garantista
sería que sólo puede legitimar la utilización del derecho penal para proteger las
lesiones menos graves a los derechos humanos, debiendo rechazar esa
intervención para todos los casos en los que esos derechos han sido violados en
forma masiva, sistemática y a través del poder público.
En el presente trabajo trataré de mostrar que existen buenas razones para
rechazar la crítica de Yacobucci, por lo cual, puede afirmarse que no es cierto que
una concepción garantista del derecho penal traiga aparejadas las consecuencias
paradójicas que se deducen de su argumentación. Para ello, no pondré en tela de
juicio lo afirmado en la primera premisa y centraré el análisis en las premisas 2 y
3. En términos generales, lo que trataré de mostrar es que como el conflicto al que
se hace referencia en 2 no es irresoluble, el dilema que se presenta en 3 no es
genuino. Más específicamente, respecto de la premisa 2, argumentaré que el
conflicto aludido no es privativo de lo que Yacobucci denomina “derecho penal
de los derechos humanos”, sino que se presenta en cualquier intento por aplicar
una pena en el marco de una concepción garantista del derecho penal. Asimismo,
señalaré que, de acuerdo con la concepción de los principios que el propio autor
sostiene, ese conflicto no puede interpretarse como irresoluble. En virtud de lo
anterior, puede sostenerse que el dilema planteado en la premisa 3 no es genuino,
dado que los principios penales deberían aportar una justificación que permita
congeniar las exigencias de la justicia material y el principio de legalidad, cuando
se juzgan graves violaciones a los derechos humanos. Por último, trataré de
mostrar que los argumentos utilizados por la Corte Suprema en los casos
“Arancibia Clavel” (Fallos: 327:3312, 24/08/2004), “Simón” (Fallos 328:2056,
14/06/2005) y “Mazzeo” (Fallos 330:3248, 13/07/2007) resultan respetuosos del

3
principio de legalidad penal, tal y como es concebido tradicionalmente ese
principio, de acuerdo con la presentación que efectúa Yacobucci.

2. Relaciones entre derecho penal y derechos humanos


La tutela de los derechos fundamentales generalmente se materializa a
través de su reconocimiento en el estrato superior de los sistemas jurídicos, lo que
impacta en el derecho penal, al menos, de dos formas distintas. En el nivel de las
normas penales o criminalización primaria2 ellos cumplen la función de legitimar
la amenaza penal. Como es sabido el dictado de muchas normas penales persigue
la protección de diferentes derechos como el derecho a la vida, a la libertad, a la
integridad física, etcétera. El valor que se confiere al amparo de esos derechos
permite, en buena medida, brindar sustento a las normas dictadas para su
resguardo. Es decir, los derechos humanos contribuyen a la justificación del
ejercicio del poder punitivo y, con ello, a la del derecho penal en general. Esa
relación entre derechos humanos y derecho penal presupone una concepción
preventivo-general de la pena, dado que ella se justificaría como una forma idónea
de evitar la comisión de delitos que pudieran lesionar tales derechos o de reforzar
la confianza en la vigencia de las normas que prohíben esa lesión.
En el marco de la teoría del delito la función enunciada puede expresarse de
diferentes formas. Claus Roxin, por ejemplo, sostiene que a través del concepto
material del delito se establece cómo tiene que estar configurada una conducta
para que el Estado esté legitimado para penarla. El concepto material de delito
sería previo a las normas penales, suministrándole al legislador un criterio
político-criminal sobre lo que puede penar y lo que debe dejar impune. En este
contexto, uno de los presupuestos más importantes de la punibilidad de una
conducta es que lesione un bien jurídico. Roxin acepta que del concepto de “bien
jurídicamente protegido” no se desprende nada que no se pueda derivar del
cometido del Estado y de los derechos fundamentales, pero destaca que se
justifica su utilización porque sirve para anudar sus múltiples resultados y obliga
someter de antemano todo precepto penal a las limitaciones constitucionales
(1994, pp. 51 y 55-56).
En el nivel de la imposición del castigo o criminalización secundaria, en
cambio, los derechos fundamentales cumplen la función de la protección de los
individuos frente a las pretensiones punitivas del Estado. De ese modo, se trata de
asegurar que el sufrimiento y la afectación de derechos que supone la pena no sea
arbitraria. La función que desempeñan los derechos en este nivel se funda a partir
de la exigencia kantiana de que la dignidad de los seres humanos requiere que se
trate a cada persona como un fin en sí mismo, por lo cual es necesario justificar
que al imponer la pena no se está utilizando la persona del condenado como un
mero medio para obtener beneficios sociales. En tal sentido, Julio Maier destaca
que los principios que expresan tales exigencias aparecen como superiores en
rango a la misma potestad penal del Estado, a la facultad de realización del
derecho penal material y a su eficacia (1996, p. 478).

2
En este punto sigo la distinción trazada por Alagia, Slokar y Zaffaroni (2002, p. 7).

4
El gran problema para una concepción garantista, que pretende justificar el
derecho penal por ser un instrumento de tutela de los derechos humanos, es cómo
hacer compatibles las dos funciones que ellos desempeñan en su relación con el
derecho penal. Como lo destaca Roxin, las teorías preventivo-generales también
constituyen teorías de la imposición y de la ejecución de la pena, puesto que de su
imposición y ejecución depende la eficacia de la amenaza penal (1994, p. 90). El
doble rol conflictivo que juegan los derechos fundamentales en relación con el
derecho penal se pone de manifiesto con mayor claridad en el procedimiento
penal. En tal contexto los derechos humanos reclaman la imposición del castigo
para dar eficacia a la amenaza penal; pero, a la vez, limitan esa imposición como
forma de respetar la dignidad de las personas imputadas de un delito. En buena
medida esos roles se traducen en finalidades del procedimiento penal que se
encuentran en permanente tensión: la realización del derecho penal sustantivo y la
protección de los derechos fundamentales del encausado. Alberto Binder,
precisamente, ha denominado “antinomia fundamental del proceso” al conflicto
que se verifica entre los objetivos político-criminales del proceso penal y la
defensa de las libertades de los individuos que se encuentran amenazadas y
efectivamente restringidas por la puesta en práctica de la política criminal (2014,
p. 104).
Yacobucci también acepta, aunque con otros términos, que el reclamo de la
imposición de una pena pone en evidencia una antinomia fundamental, a la que
califica como uno de los conflictos sociales más agudos. También entiende que
ella puede ser superada por los jueces mediante la apelación a los principios
penales:

Estos roles asignados al Poder Judicial encuentran el cauce de realización


habitual en la aplicación de los principios constitucionales que, en el ámbito
penal, suponen el resguardo de la fuerza normativa de aquellos valores que
disciernen las relaciones entre el ejercicio del poder punitivo y las libertades
personales. En este “espacio constitucional” los principios penales no sólo
operan negativamente en cuanto restringen o encausan el ejercicio del ius
puniendi sino también de manera positiva, conformando un verdadero
“programa” de política criminal asentado en ciertos valores que la
comunidad ha establecido con carácter más o menos permanente. En este
último caso, el rol positivo de la jurisdicción penal encuentra en los
principios generales del derecho penal el punto de partida para fundamentar
el conflicto socialmente más agudo, como es aquel que reclama la aplicación
de sanciones punitivas (2018, pp. 162-163).

Es importante advertir que la tensión extrema en la configuración valorativa


de la sociedad contemporánea, generada según el autor por el derecho penal de los
derechos humanos al enfrentar la justicia material con el principio de legalidad
penal (Yacobucci 2006, p. 1074; 2018 p. 477), no es más que una instancia de la
antinomia fundamental del proceso penal. En dichos casos se verifica el agudo
conflicto de la justicia material que reclama la imposición de una pena y las
garantías que pueden derivarse de la legalidad penal. Resulta claro que esas
garantías forman parte de la defensa de las libertades individuales amenazadas en

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todo procedimiento penal. Menos claro puede parecer que sea asimilable lo que el
autor rotula “justicia material o sustantiva” con los objetivos políticos-criminales
del procedimiento penal o con la realización del derecho penal sustantivo. Sin
embargo, si lo que reclama esa justicia material es la imposición de una pena para
los autores de graves transgresiones a los derechos humanos, parece difícil negar
que se vincule estrechamente con aquellos objetivos políticos-criminales y que no
presuponga una concepción de la pena que de algún modo se relacione con la
protección de tales derechos.
Asimismo, es conveniente subrayar que, en el caso de los procedimientos en
los que se juzga la comisión de graves violaciones a los derechos humanos, no
existe una diferencia sustancial o cualitativa en lo que concierne a esa antinomia
fundamental. La diferencia con el resto de los casos sólo sería una cuestión de
grado. Como en el derecho penal de los derechos humanos la demanda de justicia
material que se plasma en la exigencia de castigo de graves atropellos a los
derechos fundamentales es particularmente fuerte, la antinomia cardinal del
proceso también se manifiesta con mayor potencia que en los casos normales.
Dicho de otro modo, el conflicto adquiere mayor intensidad cuando se juzgan
crímenes de guerra, genocidios o delitos de lesa humanidad, porque el reclamo de
eficacia de la amenaza penal a su respecto resulta especialmente fuerte.
Pero si la diferencia es meramente de grado, no se entiende por qué la
antinomia fundamental del procedimiento penal en el caso de los juicios por
graves violaciones a los derechos humanos sería irresoluble. Ella también debería
poder resolverse como en el resto de los casos, por ejemplo, a través de la
apelación a los principios penales por parte de los jueces al decidir los casos
individuales, como lo afirma Yacobucci en la cita textual anterior. ¿Cuáles son las
razones por las que el conflicto entre la justicia material y las garantías derivadas
del principio de legalidad, que se daría en el derecho penal de los derechos
humanos, debe considerarse como irresoluble?

3. Principios penales y conflictos normativos


Pese a que un punto clave en la crítica de Yacobucci al derecho penal de los
derechos humanos consiste sostener el carácter irresoluble del conflicto entre
justicia material y legalidad penal, el autor no brinda demasiados argumentos en
su apoyo. El esfuerzo argumentativo se dirige a mostrar con claridad en qué
consiste el conflicto, más que a justificar por qué debe entenderse que posee tal
carácter. De todos modos, con independencia de cuales sean los argumentos de los
que dispone en su apoyo, el gran problema es que la concepción de los principios
que ofrece en el libro El sentido de los principios penales resulta incompatible con
la idea de que existan conflictos normativos sin solución.
En la mentada obra el autor divide a los principios penales en cuatro
categorías. Los principios configuradores, constitutivos, materiales o nucleares,
entre los que ubica a los de bien común político y de dignidad humana,
conformarían los presupuestos ontológicos o causales del derecho penal. Los
caracteriza como aquellos principios que están en el fundamento del derecho
penal contemporáneo, gozan de cierta evidencia vinculada con bienes, fines y
valores, otorgando sentido y legitimación al razonamiento práctico penal. Agrega

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que, si bien son constitutivos del orden penal, no son puramente originarios de esa
área, sino reflejo del ámbito más amplio determinado por la politicidad de la
convivencia. Los que denomina principios fundamentales, entre los que se
encuentran el principio de legalidad y el de culpabilidad, están en un contacto
inmediato y hasta específico con el ejercicio del ius puniendi. Ellos expresarían un
modo especial de entender la realización del bien común y asegurar la dignidad de
las personas. Los principios derivados, entre los que incluye a los de
proporcionalidad, ultima ratio, ofensividad, subsidiariedad e intervención penal
mínima, serían una consecuencia axiológica de los anteriores. Por último, los
estándares jugarían un rol importante en la aplicación e interpretación del resto de
los principios a los casos concretos; pero sólo de forma metafórica podrían ser
entendidos como principios. Ellos son presentados por el autor como niveles de la
razonabilidad exigida en la aplicación concreta de normas, principios o conceptos
iuspositivos (2018, pp. 94 y 126).
Resulta sorprendente que, en este contexto, Yacobucci admita que existen
conflictos irresolubles. Los rasgos que atribuye a los principios configuradores,
constitutivos, materiales o nucleares hacen que sea muy difícil o, más bien,
imposible, encontrar antinomias sin solución. Por ejemplo, a su respecto predica:
que hacen presente la racionalidad surgida de valores propios de la persona dentro
de la convivencia social; que pueden operar como instancia de justificación
decisoria, especialmente en el nivel de aplicación e interpretación normativa; que
garantizan la seguridad jurídica al evitar la arbitrariedad y al hacer manifiesto el
fundamento valorativo de la resolución en los conflictos más difíciles; que deben
reflejar su contenido axiológico en la determinación de los principios de legalidad
y de culpabilidad; que se encuentran en el primer escalón de la legitimación de la
potestad sancionatoria del Estado; que resultan parte indisponible de la existencia
social y, por ello, irradiarían su comprensión sobre el resto del orden de la
convivencia, más allá de su diversa determinación histórica; que representan la
existencia básica de cierto orden natural en el campo penal, con relativa
independencia de la codificación positiva; y que su validez no depende de manera
exclusiva o sustancial del ordenamiento positivo, sino de su racionalidad o del
valor jurídico que encarnan, a la hora de considerar los conflictos emergentes de
las relaciones humanas (2018, pp. 77, 95, 97, 113, 127, 314, 874 y 877). De todo
lo anterior interesa subrayar que, desde la perspectiva de Yacobucci, los principios
materiales de bien común político y dignidad humana serían: operativos, porque
pueden recurrirse a ellos para justificar decisiones particulares, sin necesidad de
mediación alguna de otra pauta normativa; jerárquicamente superiores, porque el
resto de las normas y principios se encuentran subordinados, en el sentido de que
no pueden contradecir las exigencias que de ellos emanan; y objetivos, porque su
validez depende de la racionalidad o valor jurídico que poseen, con independencia
de lo que disponga el ordenamiento positivo.
En este contexto, sencillamente, no hay espacio para las antinomias
irresolubles. Una vez que se acepta que los principios materiales tienen esas
propiedades; ya se cuentan con todas las herramientas necesarias para resolver
cualquier conflicto normativo. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el autor
atribuye a el conjunto de los principios penales una función integradora, que

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resultaría esencial para que ellos puedan presentarse como instancia última de
justificación del derecho penal. Para Yacobucci, dentro del debate jurídico, los
principios no solamente constituyen reglas de configuración, sino también fuente
de interpretación e integración de carácter normativo, con un especial sentido
axiológico. Al respecto, resalta que ellos operan como elementos integradores del
sistema, otorgándole coherencia (2018, pp. 96-97 y 873). Más específicamente, si
nos enfrentamos a la antinomia entre justicia material y principio de legalidad que
se verificaría en el derecho penal de los derechos humanos, deberíamos apelar a la
función integradora de los principios, para descubrir a través de nuestra capacidad
racional el valor jurídico que el bien común político y la dignidad humana
encarnan, utilizándolos directamente para resolver el conflicto, desplazando
cualquier pauta normativa que contradiga lo que ellos disponen.
En la propuesta de Yacobucci, ni siquiera es posible alegar que algunos
conflictos entre el bien común político y la dignidad humana puedan ser
irresolubles en algunos casos excepcionales. En su visión, sería erróneo plantear
en términos de oposición la relación entre ambos principios materiales. Se
trataría, más bien, de una relación de recíproca subordinación. Precisamente, una
de las funciones principales que asigna a los principios derivados es la de servir de
regla de ponderación frente a los conflictos que pudieran presentarse entre los
principios materiales en los casos concretos (2018, pp. 115 y 685-686). Por tal
razón, si se entiende que las exigencias del principio de bien común político de
que se prevengan las graves violaciones a los derechos humanos, se las persiga y
las sancione, contradicen las demandas de la dignidad humana que se desprenden
de la legalidad penal, debe integrarse esas exigencias a partir de lo que disponen
los principios derivados, por ejemplo, el principio de proporcionalidad, a fin de
encontrar cuál es la solución correcta para el caso.
En definitiva, si los principios penales tienen todas las propiedades que
Yacobucci les atribuye, entonces no es posible afirmar que existan conflictos
irresolubles. La insistencia en sostener tal cosa respecto a la antinomia
fundamental del proceso en el derecho penal de los derechos humanos, pone en
jaque el andamiaje de su concepción de los principios penales, porque deberíamos
rechazar la idea de que cumplen con una función de integración o de que los
principios materiales sean operativos, jerárquicamente superiores y objetivos. En
otras palabras, no es posible sostener consistentemente la concepción de los
principios que defiende Yacobucci y que la antinomia fundamental del proceso en
el derecho penal de los derechos humanos sea irresoluble. En conclusión, la forma
en la que Yacobucci concibe a los principios penales, permite rechazar las
premisas 2 y 3 de su crítica al derecho penal de los derechos humanos. Lejos de
justificar la existencia de una antinomia irresoluble entre justicia material y
principio de legalidad penal, su concepción torna imposible la propia idea de un
conflicto normativo sin solución. De esa forma, puede rechazarse que exista un
dilema genuino que nos obligue a elegir entre la justicia material y el principio de
legalidad, porque siempre podríamos llegar a una solución correcta que conjugue
coherentemente los principios en disputa respecto de cualquier caso individual.
Es de destacar que la conclusión anterior es bastante restringida, dado que se
limita a mostrar una incongruencia en el pensamiento de Yacobucci. Si

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rechazamos su concepción de los principios penales, queda en pie el problema
general de cómo puede contribuir el derecho penal a la protección de los derechos
humanos y, más específicamente, la cuestión de si una concepción garantista del
derecho penal permite justificar el castigo de las más graves violaciones a esos
derechos. Lo único que se ha mostrado al respecto es que los argumentos del autor
no permiten extraer la conclusión general según la cual, el derecho penal de los
derechos humanos no puede contribuir de ninguna manera significativa a la
protección de esos derechos o que desde una concepción garantista no es posible
justificar el castigo de graves violaciones a los derechos humanos.
Lo anterior también deja en pie la crítica específica que Yacobucci esgrime
contra la estrategia utilizada por la Corte Suprema de Justicia para justificar la
persecución penal y el castigo de los delitos de lesa humanidad perpetrados por
las fuerzas públicas durante la última dictadura militar en nuestro país. Rebatir su
argumento general para mostrar que el derecho penal de los derechos humanos
conduce a consecuencias inadmisibles, no es suficiente para descartar que la
estrategia particular adoptada por el Alto Tribunal suponga una interpretación del
principio de legalidad reñida con una visión garantista. En lo que sigue centraré el
análisis en esa cuestión, para tratar de mostrar que los argumentos utilizados por
el Alto Tribunal en las causas “Arancibia Clavel”, “Simón” y “Mazzeo”,
contrariamente a lo que sostiene Yacobucci, resultan compatibles con la
concepción tradicional de la legalidad penal.

4. La concepción tradicional del principio la legalidad


Yacobucci toma como punto de partida para criticar las decisiones
adoptadas por la Corte Suprema una caracterización clásica o tradicional del
principio de legalidad. Luego de indicar que el concepto de una legalidad
específicamente penal comienza a tomar cuerpo a partir del pensamiento de
Montesquieu y del desarrollo efectuado por Cesare Beccaria, explica que recién a
partir de los postulados expuestos por Anselm Feuerbach alcanza su realización
histórica. Siguiendo a Roxin, destaca que el aporte original de Feuerbach consistió
en relacionar el principio de legalidad con la pena, más específicamente con la
función preventivo-general negativa que le otorgaba. Puntualiza al respecto que,
de acuerdo con la máxima, la ley se dirigiría, por un lado, a los ciudadanos como
posibles criminales, mediante la coacción psicológica y, por otro lado, a los
funcionarios del Estado como órganos de esa misma ley, quienes debían hacer
valer la conminación punitiva frente a los concretos infractores. Se presuponía, a
partir de una concepción contractualista del origen del Estado, que la ley penal se
orientaba a la protección de los derechos subjetivos individuales y, sobre esa base,
el ius puniendi conferido se legitimaba en virtud de la forma legal. De
consideraciones como las anteriores el autor infiere que el sentido garantista de la
legalidad en materia penal fue acompañado desde su origen por finalidades o
funciones político-criminales (2006, pp. 1074-1077; 2018, pp. 374-377).
Desde el punto de vista de Yacobucci, la contrapartida al nivel de
abstracción que traía aparejado el contractualismo resultó ser la extrema
formalización del principio de legalidad, que prescindía de consideraciones
relativas al contenido de la ley penal. La sujeción del juez a la ley se entendía

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como una garantía de objetividad, que se obtenía gracias a la existencia previa al
hecho de una norma positivizada, donde no había lugar para la ampliación de la
punibilidad, persiguiéndose la máxima taxatividad y determinación en su
enunciado. El jurista argentino explica que, desde entonces, el principio de
legalidad fue incorporando paulatinamente una serie de reglas, cuyo objetivo era
delinear la forma estricta de la ley, en función de criterios de motivación y
comprensión ciudadana. También remarca que tales reglas se cristalizaron en una
serie de prohibiciones que determinaban el alcance de la máxima (2006, pp. 1077-
1078).
En el mismo sentido Roxin explica que las exigencias del principio de
legalidad tradicionalmente se traducen en cuatro prohibiciones. Primero, la
prohibición de retroactividad o nullum crimen, nulla poena sine lege praevia,
exige que la punibilidad del hecho esté declarada y determinada legalmente antes
de su realización. Esto incluye la prohibición tanto de que un hecho que no era
punible en el momento de su comisión sea penado retroactivamente; como que a
una acción que era legalmente punible se le correlacione retroactivamente una
clase de pena más grave o se agrave la pena dentro de la misma clase. Segundo, la
prohibición de leyes penales y penas indeterminadas o nullum crimen, nulla
poena sine lege certa, exige que para poder afirmar que la punibilidad está
“legalmente determinada” antes del hecho el precepto tiene que permitir
reconocer qué características ha de tener la conducta punible, así como qué pena y
en qué cuantía se puede imponer. Tercero, la prohibición de analogía o nullum
crimen, nulla poena sine lege stricta, prohíbe trasladar una regla jurídica a otro
caso no regulado en la ley por vía del argumento de la semejanza de los casos. La
argumentación por analogía se prohíbe para proteger al imputado por un delito en
la medida en que opere en su perjuicio; pues para un supuesto que sólo sea similar
al regulado en la ley, no está fijada o determinada legalmente la punibilidad. Por
último, la prohibición del derecho consuetudinario para fundamentar y para
agravar la pena o nullum crimen, nulla poena sine lege scripta, exige que la
punibilidad no se fundamente o agrave por medio del derecho consuetudinario,
como una consecuencia bastante clara de la norma que prescribe que la
punibilidad sólo se puede determinar legalmente (Roxin 1994, pp. 140-141).
En resumen, la concepción tradicional del principio de legalidad para
Yacobucci se caracterizaría por asumir tres ideas o tesis básicas: a) el ejercicio del
ius puniendi se justifica a través de una concepción preventivo-general negativa
de la pena, asumiendo una concepción contractualista del Estado según la cual ese
ejercicio se orienta a la protección de los derechos individuales; b) la ley debe
determinar con precisión, antes de la realización del hecho, tanto los elementos
constitutivos del delito como el tipo y la medida de respuesta punitiva, y c) se
encuentra prohibida la aplicación retroactiva de la ley penal, la indeterminación de
su contenido, la analogía y la apelación a la costumbre.
El penalista argentino indica que ese sentido clásico o tradicional de la
máxima había sido receptado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, dado
que ella históricamente sostuvo que una de las garantías más relevantes en nuestro
sistema normativo es la consagrada por el artículo 18 de la Constitución Nacional,
cuando establece que ningún habitante puede ser penado sin juicio previo fundado

10
en ley anterior al hecho del proceso; que a tal efecto la ley debe precisar tanto los
hechos punibles como las penas aplicables; que el concepto de “ley penal”
también comprende las consecuencias vinculadas con su validez y vigencia; y que
ella excluye la analogía, prohibiendo la ampliación por vía interpretativa de los
bienes jurídicos comprometidos (2006, pp. 1078-1079, donde se citan Fallos:
136:200, “Jensen”, 12/05/1922; 204:359 “Castro”, 22/03/1946; 237:636,
“Mouviel”, 17/05/1957; 254:315, “Riera Diaz”, 23/11/1962; 275:89, “Oliver”,
15/10/1969; 287:76, “Mirás”, 18/10/1973; 298:717, “Formosa Representaciones
S.C. Col.”, 11/09/1977; 301:395, “Rolfo”, 10/05/1979; 303:988, “Martínez de
Perón”, 07/07/1981; 308:2650, “Espiro”, 30/12/1986; 311:2453, “Cerámica San
Lorenzo”, 01/12/1988; 312:1990, “Fernández”, 26/10/1989; y 318:207; “Esterlina
S.A.”, 23/02/1995)
Yacobucci entiende que pueden encontrarse buenos ejemplos del abandono
de la concepción tradicional del principio de legalidad penal en la fundamentación
que la Corte Suprema elaborado para justificar la persecución penal y el castigo de
los delitos de lesa humanidad perpetrados en Argentina. Desde su perspectiva, la
necesidad de atender al castigo de graves violaciones a los derechos humanos
cometidas por gobiernos de facto y dictaduras, sobre todo en el ámbito de
América Latina, determinó una nueva reflexión sobre el alcance que corresponde
otorgar al principio de legalidad penal. Los criterios asumidos por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) legitimaron restricciones de
algunas consecuencias de la referida máxima que tradicionalmente habían sido
asumidas como el cauce natural en el ejercicio del ius puniendi y como garantía
intangible de los individuos. También entiende que el impacto de una justicia y
orden penal de naturaleza internacional o universal, pero aplicado por las
jurisdicciones nacionales, dislocó la tradicional consideración del derecho penal y
la invocación clásica a la matriz iluminista del principio. La referencia bajo el
rótulo “derecho de gentes” a un núcleo intangible de valores, derechos y
principios, que no exigen para su juridicidad la positivación escrita de enunciados
precisos y penas tasadas, implicó a su criterio una evidente modificación de los
postulados del principio de legalidad penal como fueran asumidos y aplicados
históricamente en el sistema jurídico nacional. De ese modo, Yacobucci concluye
que se ha conformado un ámbito de excepción dentro de la potestad pública
estatal de sancionar que, aunque remita de manera particular a los denominados
crímenes de lesa humanidad, no dejó de impactar sobre graves violaciones a los
derechos humanos que no pueden incluirse en esa clase especial de delitos. (2018,
pp. 477-481).
Para el jurista argentino, el Alto Tribunal Nacional habría abandonado la
concepción clásica de la legalidad penal; dando lugar a una doble interpretación
de las garantías emergentes del principio de legalidad en algunos de sus aspectos
fundamentales e, incluso, de sus consecuencias en materia de prescripción,
afectando la previsibilidad jurídica. Indica como el inicio de la transformación el
otorgamiento de extradiciones vinculadas a crímenes contra el derecho de gentes,
fundamentalmente a partir del fallo “Priebke” (Fallos 318:2148, 02/11/1995).
También afirma, como una suerte de conclusión, que el análisis de la
jurisprudencia de la Corte Suprema muestra un cambio de paradigma en la

11
consideración de la legalidad penal, a partir de las exigencias de cierta juridicidad
material que imponen las instancias de control internacional a costa misma de
otras garantías. Al respecto, manifiesta cierta perplejidad por un conflicto que
aparece como insoluble, entre la obligación de reparación positiva que incluye la
necesidad de investigar y condenar, y el respeto por las propias garantías de raíz
constitucional que regulan el proceso penal. En definitiva, para el penalista
argentino se ha puesto en crisis la finalidad garantista del principio en cuanto
protege a los ciudadanos de la indeterminación de la sanción (2006, pp. 1091-
1092; 2018, pp. 472-474 y 481-482).

5. Los argumentos de la Corte y el principio de legalidad


En lo que sigue centraré la atención en los fallos “Arancibia Clavel”,
“Simón” y “Mazzeo” los que, como ya se señaló, constituyen decisiones
fundamentales para habilitar la reapertura de la persecución penal de los delitos de
lesa humanidad perpetrados durante la dictadura.3 Los argumentos del Alto
3
A muy grandes rasgos, pueden distinguirse tres etapas en el complejo proceso que hizo
posible juzgar los delitos de lesa humanidad cometidos por las fuerzas públicas durante la última
dictadura militar. La primera se caracteriza por establecer una persecución penal limitada, y
comienza con la sanción de la ley 23040 (BO: 29/12/1983). Si bien dicha ley anuló la autoamnistía
dictada poco antes de que los militares dejaran el poder (ley 22924, BO: 27/09/1983), desde un
principio el gobierno democrático admitió que existirían restricciones extraordinarias en la
persecución de tales delitos. Las ideas generales que guiaban esas restricciones, reflejadas
parcialmente en la ley 23.049 (BO: 15/02/1984), eran que no se podrían juzgar a todas las personas
que participaron en la represión y que los juicios no deberían tomar un tiempo excesivo. En este
período se llegó a condenar a Videla, Massera, Agosti, Viola y Lambruschini en el histórico juicio
a los integrantes de las juntas militares, y a los generales Camps y Riccheri por la conducción de la
policía de Buenos Aires. En una segunda etapa, desarrollada en un contexto en el que las presiones
militares iban en aumento, se implantaron restricciones mucho más significativas, por lo que
terminó prevaleciendo la impunidad. A fines de 1986 la ley de Punto Final (23492, BO:
23/12/1986) estableció la extinción de las acciones penales si no se citaba a prestar declaración
indagatoria a los imputados dentro de los 60 días contados a partir de su publicación. A mediados
de 1987 la ley de Obediencia Debida (23521, BO: 09/06/1987) implantó la presunción de que los
miembros de las fuerzas armadas, de seguridad y penitenciarias habían actuado obedeciendo
órdenes de superiores jerárquicos, por lo que se los eximiría del castigo. Quienes habían
intervenido en alguna de dichas fuerzas con la jerarquía de jefes de zona o sección podían invocar
el mismo beneficio, a menos que dentro de los 30 días se estableciera judicialmente que habían
tenido poder de decisión. La presunción tenía carácter irrebatible, ya que no podía ser objeto de
ninguna prueba en contrario. La imposibilidad de juzgar y castigar a los autores de delitos contra la
humanidad se consolida a través de una serie de indultos otorgados en 1989 y en 1990, que
favorecían tanto a condenados como a procesados por tales delitos. Las leyes de Punto Final y
Obediencia Debida, así como los indultos, exceptuaban de su a aplicación ciertas figuras
delictivas, como el secuestro y apropiación de niños. La Corte Suprema de Justicia de la Nación,
por su parte, consideró como constitucionales las decisiones adoptadas por los poderes legislativo
y ejecutivo en las causas “Camps” (Fallos: 310:1162, 22/06/1987) y “Aquino” (Fallos: 315:2421,
14/10/1992). El saldo de estas medidas fue que durante la década de 1990 solamente continuaran
los juicios por sustracción de menores. Aunque el cuadro general de impunidad provocado por las
leyes de Obediencia Debida y Punto Final, así como también por los indultos, comenzó a
modificarse paulatinamente recién a comienzos del presente siglo; pueden señalarse algunos
antecedentes significativos de esa transformación. El primero de ellos fue el voto del juez
Leopoldo Schiffrin en el caso “Schwammberger”, donde se decidió la solicitud de extradición de
un ex miembro del Servicio Secreto Nazi. Dicho voto se consideró como uno de los precursores en

12
Tribunal para justificar las tres decisiones indicadas no son en absoluto sencillos,
debido a que se han juzgado hechos sumamente complejos y se han resuelto
intrincadas cuestiones jurídicas. A ello se suma el problema de que en “Arancibia
Clavel” y en “Simón” los magistrados que adoptaron la posición mayoritaria
fundaron sus votos de manera independiente (excepto los ministros Higthon de
Nolasco y Zaffaroni, que realizaron un voto común en “Arancibia Clavel”), razón
por la cual hablar de “mayoría de la Corte” a su respecto implica una
simplificación importante. No obstante, salvo aclaración en contrario, las ideas
que en este trabajo se atribuyen a la mayoría de la Corte se consideran
compartidas, aunque con diferentes matices que no se tomarán en cuenta en el
análisis, por los votos que justificaron las decisiones adoptadas. Afortunadamente,
en “Mazzeo” los magistrados lograron consensuar un voto mayoritario único, lo
que facilita la reconstrucción de las ideas comunes de los votos en las dos causas
anteriores.
Teniendo en consideración las aclaraciones realizadas en el párrafo anterior,
no es muy aventurado resumir las ideas centrales que motivaron los tres fallos de
la siguiente manera. La imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y la
nulidad de leyes e indultos se justificó en el derecho internacional de los derechos
humanos, de base tanto convencional como consuetudinaria. El punto de partida
de la mayoría de la Corte fue la “consagración positiva” que la Constitución
Nacional habría otorgado al derecho de gentes desde 1853 en el artículo 102
(actual 118), lo que implicaría el reconocimiento de un sistema de protección de

la materia, porque afirmaba que las normas sobre imprescriptibilidad del jus gentium prevalecían
sobre las reglas del derecho interno que regulaban el instituto de la prescripción. El segundo
antecedente significativo fue el fallo de la Corte Suprema en el caso “Priebke” (Fallos 318:2148,
02/11/1995). Allí, el Alto Tribunal concedió la extradición solicitada por tribunales italianos, a
pesar de que los tratados vigentes exigían como condición que el delito que motivaba el reclamo
no debía estar prescripto de acuerdo con las normas del Estado requirente y del requerido, cosa
que sucedía de acuerdo con la legislación argentina. Como fundamento para dar curso al reclamo
se sostuvo que los tratados de extradición debían interpretarse de conformidad con lo que establece
el ius cogens, para el cual los crímenes contra la humanidad eran imprescriptibles (Schiffrin 1997,
pp. 116-117). La primera señal clara de cambio se encuentra en la declaración de
inconstitucionalidad y nulidad insanable de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida,
dictada en la primera instancia de la justicia federal durante el 2001 (Caso “Simón” o “Poblete”,
del 06/03/2001, Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N° 7. Texto reproducido en
Nueva Doctrina Penal, 2000/B, pp.527 y ss), donde por primera vez se afirmó en una decisión
judicial que los crímenes cometidos por la dictadura eran delitos de lesa humanidad. En el año
2003 el nuevo gobierno declaró como un aspecto central de su programa político posibilitar la
persecución penal de los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado, mientras que el
Congreso acompañó dicha política otorgando rango constitucional a la Convención sobre la
Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (CICGyLH)
por medio de la ley 25.778 (BO: 03/09/2003), y declarando insanablemente nulas las leyes de
Punto Final y Obediencia Debida mediante la ley 25.779 (BO: 03/09/2003). De todos modos,
parece poco cuestionable que el paso decisivo para posibilitar la persecución penal fue dado por la
Corte Suprema a través de una serie de fallos. En la causa “Arancibia Clavel” declaró que la
imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad alcanzaba a los crímenes cometidos durante la
década del setenta; en el fallo “Simón” afirmó la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y
Punto Final; mientras que en “Mazzeo” anuló los indultos. La nulidad de tales leyes e indultos
implicó dejar sin efecto cualquier acto que, recurriendo a dichas medidas, pretendiera oponerse al
avance de los procesos penales.

13
derechos que resulta obligatorio para el Estado argentino. Dentro de tal sistema de
protección juegan un papel primordial los delitos de lesa humanidad, entendidos
como graves violaciones a los derechos humanos cometidas a través de la
actuación estatal.4 En la inteligencia del Alto Tribunal, la obligación de prevenir y
sancionar esos delitos forma parte del ius cogens, es decir, de las pautas aceptadas
y reconocidas por la comunidad internacional como normas que no admiten
acuerdo en contrario y que sólo pueden ser modificadas por pautas posteriores del
mismo carácter. Los instrumentos internacionales que definen los delitos de lesa
humanidad simplemente reconocerían lo que el derecho internacional
consuetudinario, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, ya había
incorporado al catálogo de tales delitos. La reforma constitucional de 1994 habría
integrado al sistema normativo nacional los principios desarrollados por la
comunidad internacional en esta materia, al añadir algunos tratados
internacionales como un orden equiparado a la Constitución Nacional misma en el
artículo 75 inciso 22.
Además, el compromiso del Estado argentino para proteger los derechos
humanos incluiría tanto un deber de respeto como un deber de garantía. Para
determinar el alcance de este compromiso, el Alto Tribunal recepta el criterio
sostenido por la Corte IDH: el deber de garantía implica que es imputable al
Estado la falta de la debida diligencia para investigar, sancionar y prevenir graves
violaciones a los derechos humanos. El Estado tiene la obligación de organizar el
aparato gubernamental en todas las estructuras del ejercicio del poder público de
tal manera que sus instituciones sean capaces de llevar adelante las
investigaciones y aplicar las sanciones que correspondan.5
Tomando estas ideas como punto de partida, la Corte removió las
restricciones extraordinarias a la persecución penal de las violaciones a los
derechos humanos llevadas a cabo por las fuerzas públicas durante la última
dictadura militar. En “Arancibia Clavel” trató el problema de la prescripción de
las acciones penales, operada de acuerdo con los plazos establecidos por el
artículo 62 del Código Penal. Para ello, comenzó recordando que a partir del caso
“Mirás”, es doctrina del Alto Tribunal incluir en el significado de la expresión
“ley penal” del artículo 18 de la Constitución Nacional el instituto de la
prescripción. Sin embargo, subrayó que en el precedente “Priebke” se había
admitido que las reglas de prescripción interna eran desplazadas por las normas
internacionales en los delitos de lesa humanidad. Los votos mayoritarios, salvo el
4
Esta caracterización es sumamente general. La Corte ha intentado precisar el alcance con
el que entiende la expresión “delitos de lesa humanidad” tomando en cuenta distintos instrumentos
internacionales, tales como la CICGyLH, la Convención para la Prevención y la Sanción del
Delito de Genocidio y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, entre otros. En
particular, en su dictamen en la causa “Derecho” el Procurador General realiza un esfuerzo
dogmático para determinar con precisión los rasgos relevantes para identificar los delitos de lesa
humanidad, tomando al artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional como el
último punto sobresaliente del esfuerzo que la comunidad internacional ha realizado para definir
tales delitos. La mayoría del Alto Tribunal compartió las consideraciones vertidas en el dictamen
del Procurador General (CSJN, “Derecho”, fallos: 330:3074, 11/07/2007).
5
"Arancibia Clavel": considerandos 28 y 29 de los ministros Zaffaroni y Highton de
Nolasco, y 25 a 35 del ministro Maqueda; "Simón": considerando 19 del ministro Lorenzetti;
“Mazzeo”: considerandos 14, 15, 18, 19 y 22 del voto de la mayoría.

14
del ministro Petracchi,6 concordaron en que la aplicación del Derecho
internacional no contradecía el principio de irretroactividad de la ley penal,
porque el Derecho de gentes reconocido por la Constitución Nacional afirmaba la
imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad al momento de llevarse a
cabo los hechos bajo juzgamiento. La Convención sobre la Imprescriptibilidad de
los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (CICGyLH) sólo
habría venido a afirmar la imprescriptibilidad, es decir, a reconocer la existencia
de una norma imperativa (ius cogens) ya vigente en función del Derecho
internacional público de origen consuetudinario.
En “Simón” la Corte declaró la nulidad insanable de las leyes de Punto Final
(23492, BO: 23/12/1986) y Obediencia Debida (23521, BO: 09/06/1987), por
resultar contrarias a la Constitución Nacional y al sistema internacional de
protección de los derechos humanos por ella reconocido. Para ello subrayó que el
deber de garantía de los derechos humanos asumido por el Estado argentino, que
lo obligaba a investigar y sancionar penalmente los delitos de lesa humanidad,
implicaba una severa restricción a la facultad del Congreso Nacional para dictar
amnistías. También sostuvo que, en el momento de sancionar las leyes, dicho
deber surgía del sistema internacional de protección tanto consuetudinario (i.e.,
Derecho de gentes reconocido por la Constitución Nacional) como convencional
(e.g., Convención Americana de Derechos Humanos). De esta forma, la Corte
repitió los argumentos de “Arancibia Clavel” en el sentido de que no se estaba
aplicando retroactivamente una ley penal in malam partem, dado que los hechos
bajo juzgamiento eran considerados como delitos de lesa humanidad por el
sistema internacional de protección de los derechos humanos con anterioridad a su
ejecución.7 Añadió que la reforma constitucional de 1994 reforzó esta obligación
de garantía al conceder jerarquía constitucional a una serie de tratados sobre
derechos humanos. En “Mazzeo” el Alto Tribunal utilizó argumentos similares a
los esgrimidos en “Simón” para anular los indultos: al momento en el que fueron
6
Diferenciándose de los tres votos mayoritarios restantes, el voto del ministro Petracchi en
“Arancibia Clavel” rechazó la aplicación del Derecho de gentes como fundamento para declarar la
imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. A pesar de considerar que el instituto de la
prescripción se encuentra dentro del alcance del principio de legalidad en materia penal, estimó
que las reglas sobre prescripción de la acción del derecho interno quedan desplazadas por la
CICGyLH en el caso de los delitos de lesa humanidad. La aplicación retroactiva de la convención
se justifica, según su entender, por el deber de garantía de los derechos humanos que corresponde
al Estado argentino según la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
(“Arancibia Clavel”: voto del ministro Petracchi, considerandos 23 y 24).
7
En “Simón” el ministro Petracchi recurrió a la reforma constitucional de 1994 para
justificar su cambio de opinión respecto de la compatibilidad de las leyes de Punto Final y
Obediencia Debida con la Constitución. Desde que afirmó su validez en la causa “Camps”,
consideró que el derecho argentino sufrió modificaciones que imponen la revisión de lo resuelto:
la progresiva evolución del Derecho internacional de los derechos humanos con el rango
establecido art. 75, inc. 22 de la CN ya no autorizaría al Estado a tomar decisiones cuya
consecuencia sea la renuncia a la persecución penal de los delitos de lesa humanidad, en pos de
una convivencia social pacífica apoyada en el olvido de hechos de esa naturaleza. La sujeción del
Estado argentino a la jurisdicción interamericana impediría que el principio de "irretroactividad"
de la ley penal sea invocado para incumplir los deberes asumidos en materia de persecución de
violaciones graves a los derechos humanos (“Simón”: voto del ministro Petracchi, considerandos
15, 16, 17, 19 y 20).

15
dictados existía un doble orden de prohibiciones que limitaba la facultad de
indultar del Poder Ejecutivo, no pudiendo ejercerla respecto de delitos contra la
humanidad.
Cabe preguntarse a esta altura en qué medida se ha apartado la Corte
Suprema de la concepción clásica o tradicional del principio de legalidad,
entendida como la presenta Yacobucci. Parte de la respuesta a ese interrogante
puede encontrarse en el voto en disidencia del ministro Carlos Fayt en la última de
las decisiones tratadas. Allí se indica que la confusión de la imprescriptibilidad
prevista en la CICGyLH con su aplicación retroactiva propicia una violación al
principio de legalidad en materia penal. En tal sentido recuerda que, desde su
aprobación por ley 24.584 (BO: 29/11/1995) y su inclusión entre las
Convenciones con jerarquía constitucional por ley 25.778 (BO: 03/09/2003), las
reglas de jerarquía infraconstitucional sobre prescripción de la acción penal
previstas en el artículo 62 del Código Penal habrían quedado desplazadas. Sin
embargo, entiende que su aplicación retroactiva afectaría la exigencia de lex
praevia del principio de legalidad; y que la imprescriptibilidad tampoco podría
fundarse en el derecho internacional de base no contractual, porque la aplicación
de la costumbre internacional sería contraria a la exigencia de que la ley penal
debe ser escrita.8 Es decir, de acuerdo con lo anterior, dos de las cuatro
prohibiciones que ordinariamente se derivan del principio de legalidad no pueden
satisfacerse conjuntamente en los casos resueltos por la Corte. O bien se considera
que la calificación de los hechos como delitos de lesa humanidad y sus respectivas
consecuencias, como la imprescriptibilidad, se justifican en una lex scripta (e.g.,
la CICGyLH), pero entonces la calificación con sus consecuencias se aplican
retroactivamente; o bien se justifican en una lex praevia (e.g., el derecho de
gentes), pero se está utilizando como fundamento una norma consuetudinaria. De
las dos opciones anteriores la mayoría de la Corte claramente adopta la segunda,
dado que toda su argumentación se apoya en que la consagración positiva del
derecho de gentes por la Constitución Nacional desde 1853 supone el
reconocimiento de un sistema de protección de derechos que posee como fuente
principal la costumbre.
Yacobucci puede tener razón en que la argumentación que utilizó el Alto
Tribunal para justificar la reapertura de la persecución penal de delitos contra la
humanidad restringió el alcance que históricamente la propia Corte había
concedido a dicha máxima. A partir de los fallos resumidos, respecto de tales
delitos, ciertos requisitos de los que depende la punibilidad de una conducta,
como la vigencia de la acción o la posibilidad de ser indultados o amnistiados,
pueden determinarse mediante normas consuetudinarias. Sin embargo, esa
conclusión no puede trasladarse sin ningún reparo respecto de lo que denomina
“concepción clásica o tradicional de la legalidad”. Es más, puede afirmarse que
los argumentos utilizados por la Corte en “Arancibia Clavel”, “Simón” y
“Mazzeo” prácticamente no hacen mella en la concepción tradicional de la
legalidad como es presentada por Yacobucci.
En primer lugar, el fundamento preventivo general de la pena que asume
dicha concepción exigiría que esa determinación recaiga sobre los elementos
8
“Mazzeo”: voto en disidencia del ministro Fayt, considerando 10, 20 y 25.

16
constitutivos del delito y sobre la calidad y cuantía de la respuesta punitiva; para
que la ley pueda cumplir su rol de motivar la conducta de los individuos y, a la
vez, servir de justificación para los funcionarios encargados de aplicar las penas.
En el mismo sentido, Roxin sostiene que la idea básica del principio de legalidad
es que el ciudadano tiene derecho a saber si puede ser castigado y, en su caso, en
qué medida. Si bien admite que la prohibición de retroactividad rige respecto de
todos los presupuestos de la punibilidad del derecho material, en lo que concierne
a la prescripción, también aclara que el sentido del principio de legalidad no es el
de decirle al infractor por cuánto tiempo se tendrá que ocultar tras la comisión del
hecho, para luego poder reaparecer a salvo. Resalta que la protección de dicho
cálculo no se podría deducir de las raíces del principio de legalidad, sobre todo
cuando se advierte que la institución de la interrupción de la prescripción le
impide al delincuente la expectativa de un tiempo de prescripción fijado de
antemano (1994, pp. 163-165).
Por tal razón, si se admite que otras condiciones de punibilidad, distintas a
la determinación de los elementos constitutivos del delito y de la respuesta
punitiva, puedan fundarse en una ley anterior pero consuetudinaria, no se
alterarían las ideas básicas de la concepción tradicional así entendida. Dicho de
otro modo, si se entiende que las exigencias de la legalidad se acotan de la forma
que sugiere Roxin, entonces los argumentos utilizados por el Alto Tribunal
Nacional para justificar la reapertura de la persecución penal de los delitos de lesa
humanidad resultan enteramente compatibles con las tres tesis en las que se
resumieron las ideas básicas de la concepción tradicional de la legalidad penal.
En segundo lugar, aunque por mor de la argumentación se admita que la
concepción tradicional está comprometida con la idea de que todas las
condiciones de punibilidad deben determinarse como lo exige el principio de
legalidad, los argumentos de la Corte en los fallos analizados suponen una
restricción bastante menor de esas exigencias. Las decisiones que habilitan la
persecución penal de los delitos de lesa humanidad, al admitir que se utilice una
norma consuetudinaria para calificar los hechos de ese modo y declarar que los
mismos son imprescriptibles y que no pueden ser amnistiados ni indultados,
desconocerían una de las prohibiciones que tradicionalmente se derivan del
principio de legalidad, y que en el resumen de la presentación de Yacobucci se
ubican en el ítem c). Pero, qué sucedería con las restantes exigencias contenidas
en los ítems a) y b) ¿Es posible afirmar que la Corte Suprema también las está
dejando de lado en su argumentación? Entiendo que la respuesta a ese
interrogante es negativa.
Los argumentos del Alto Tribunal no conmueven las tesis a) y b). Siempre
que las condenas que se dicten se funden en el Código Penal vigente al momento
de los hechos, tanto los elementos constitutivos de los delitos como la especie y
medida de la pena que les corresponderían se determinarían por una ley previa,
estricta, cierta y escrita. Dicho Código sería la ley que se dirigía tanto a los
ciudadanos, ejerciendo coacción psicológica para que se abstengan de cometer
esos delitos; así como también a los funcionarios del Estado, quienes debían hacer
valer la conminación punitiva frente a los concretos infractores. Que se utilicen las
normas consuetudinarias del derecho de gentes para justificar que tales conductas

17
son delitos de lesa humanidad y, por ende, imprescriptibles y no susceptibles de
ser amnistiados o indultados, no afectaría la garantía de objetividad que se deriva
del principio dado que la tipicidad de las conductas y la medida de la pena se
establecen conforme al Código Penal oportunamente vigente. En otras palabras, la
ley a la que se recurre como sustento para afirmar que las acciones bajo
juzgamiento constituyen delitos y, además, especificar la respuesta punitiva que
les corresponde, no se ha dictado bajo la impresión de hechos ocurridos, pero aún
por juzgar, ni como medio contra autores ya conocidos. Por lo tanto, no se
recurrió a normas consuetudinarias para agravar la situación de los imputados
considerando como delictivas conductas que no lo eran, aplicando una especie de
pena más gravosa o una mayor magnitud de la misma especie.
En conclusión, los fundamentos utilizados en “Arancibia Clavel”, “Simón”
y “Mazzeo” prácticamente no alteran la concepción tradicional de la legalidad
presentada por Yacobucci. Si el alcance del principio de legalidad se restringe a
los elementos constitutivos del delito y a la calidad y cuantía de la pena; la
argumentación del Alto Tribunal en modo alguno afecta a la máxima. Si, en
cambio, se entiende que el principio comprende todos los presupuestos de
punibilidad de una conducta, la restricción sería más bien menor. Únicamente se
admite la utilización de la costumbre para justificar algunos, y no todos, los
requisitos de los que depende la punibilidad de un hecho que pueda ser visto como
delito de lesa humanidad: los relativos a la prescripción de la acción penal y a la
posibilidad de ser indultados o amnistiados. Es decir, en ese supuesto, sólo se
estaría desconociendo una de las cuatro prohibiciones que forman parte de la tesis
c) de la concepción tradicional de la legalidad penal, sin que se afecte de ese
modo lo que Roxin denomina su idea básica: que el ciudadano tiene derecho a
saber si puede ser castigado y, en su caso, en qué medida. En definitiva,
contrariamente a lo que afirma Yacobucci los fundamentos ofrecidos por la Corte
no suponen una doble interpretación de las garantías que emergen de la legalidad
penal, si se la sigue entendiendo de forma clásica o tradicional.

6. Consideraciones finales
La crítica de Yacobucci al derecho penal de los derechos humanos puede
descomponerse en dos niveles o lecturas. Un primer nivel o lectura haría foco en
el problema de cómo se ha justificado en nuestra práctica institucional la
persecución penal y el castigo de graves violaciones a los derechos
fundamentales; mientras que el otro nivel o lectura centraría la atención en la
cuestión más general de si el derecho penal puede contribuir de forma
significativa a la protección de esos derechos. En ambos casos su crítica es
valiosa, pero por diferentes motivos. El mérito de la primera lectura consiste en
que ella invita a reflexionar sobre aspectos trascendentes del modo en el cual la
Corte Suprema concibe la relación entre derecho penal y derechos humanos, los
que han tenido un enorme impacto en el devenir de nuestra historia institucional.
Más específicamente, el análisis ofrecido permite identificar un cambio en el
modo en que el Alto Tribunal concibe al principio de legalidad. Si bien en el
punto anterior se trató de mostrar que algunas sus decisiones resultan compatibles
con la concepción tradicional del principio de legalidad penal, los argumentos

18
ofrecidos en tal sentido no permiten cerrar la discusión de fondo acerca de si ese
cambio puede ser admitido desde una perspectiva garantista. Además, su
argumentación crítica parece acertada cuando centra la atención en decisiones que
difícilmente puedan ser defendidas desde esa perspectiva, como podría ser el fallo
"Espósito” (CSJN, Fallos: 327:5668, 23/12/2004).
En la segunda lectura, en cambio, su crítica adquiere valor porque pone en
evidencia un límite infranqueable para una concepción garantista del derecho
penal. Desde tal concepción no se puede aceptar ningún argumento como el de
Yacobucci que, en términos generales, tenga como consecuencia que el derecho
penal no puede contribuir de manera alguna en la protección de los derechos
fundamentales frente a sus peores atropellos. Como se adelantó al principio de
este trabajo, ello conduciría a una conclusión paradójica: una concepción
garantista sólo podría legitimar la utilización del derecho penal para proteger las
lesiones menos graves a los derechos humanos, debiendo rechazar esa
intervención para todos los casos de mayor gravedad.
Cualquier defensa de una concepción garantista necesita mostrar que el
derecho penal y, en especial, los principios penales que constituyen su
fundamento último pueden legitimar la persecución y castigo de graves
violaciones a los derechos humanos. De lo contrario, el garantismo se tornaría
inviable como una concepción que pretende distinguirse no sólo del derecho penal
máximo, sino también del abolicionismo. Siguiendo a Ferrajoli, bajo el rótulo de
“abolicionismo” se designa un conjunto de posiciones que niegan que sea
moralmente justificable prescribir sanciones penales, entendiendo que ese
instrumento de control social tiene que ser categóricamente rechazado como
inmoral, con independencia de qué actos se califiquen de delitos. (1989, pp. 247-
248 y 325). Si en todos los casos de crímenes de guerra, genocidios y delitos
contra la humanidad, por principio, el derecho penal está deslegitimado, porque su
intervención siempre daría como consecuencia resultados inadmisibles (injusticia
material o violación de la legalidad penal); entonces, con mayor razón, debería ser
deslegitimado para su intervención en el caso de lesiones menos graves a los
derechos humanos. De este modo, tendríamos concluir que el ejercicio del poder
punitivo, en realidad, nunca tendría fundamento. En conclusión, si se acepta la
segunda lectura de la crítica de Yacobucci al derecho penal de los derechos
humanos, no se puede defender una concepción garantista del derecho penal que
pueda ser distinguida con claridad del abolicionismo.

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REFERENCIAS

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