Está en la página 1de 67

1 de 67

LECTURAS CRONICAS

1. Gay Talese, Frank Sinatra está resfriado


2. Santiago Cruz, La tumba de Andrés Caicedo no tiene flores
3. Plinio Apuleyo Mendoza fue a Chile por Allende y sepultó a Neruda 
https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-12729405
4. García Márquez, Papable
http://www.pantallazosnoticias.com.co/news/el-papable-gabriel-garcia-marquez/

Sinatra está resfriado


Gay Talese31 Agosto 2007

Borrador de Sinatra está resfriado


2 de 67

Frank Sinatra, con un vaso de bourbon en una mano y un pitillo en la otra,


estaba de pie, en un ángulo oscuro del bar, entre dos rubias atractivas aunque
algo pasaditas, sentadas y esperando a que dijera algo. Pero Frank no decía
nada. Había estado callado la mayor parte de la noche y ahora, en su club
particular de Beverly Hills, parecía aún más distante, con la mirada perdida en
el humo y en la penumbra, hacia la gran sala, más allá del bar, donde docenas
de jóvenes y parejas estaban acurrucadas alrededor de unas mesitas o se
retorcían en el centro del piso al ritmo ensordecedor de una música folk que
atronaba desde el estéreo. Las dos rubias sabían, como también los cuatro
amigos de Sinatra, que era una pésima idea entablarle conversación cuando
estaba de ese humor tan tétrico, un humor que le había durado toda la primera
semana de noviembre, un mes antes de que cumpliera los cincuenta años.
Sinatra había trabajado en una película que ahora le desagradaba y estaba
deseando terminar, harto de toda la publicidad que había rodeado sus
encuentros con Mia Farrow, la jovencita de veinte años que esta noche no
había aparecido todavía; estaba enfadado porque el documental televisivo sobre
su vida, hecho por la CBS, y que se proyectaría dentro de dos semanas, según
se murmuraba, se metía con su vida privada e incluso especulaba sobre su
posible amistad con jefes de la mafia; y preocupado también por su papel de
estrella en un show de la NBC, de una hora de duración, titulado “Sinatra: el
hombre y su música”, que le impondría la obligación de cantar dieciocho
canciones con una voz que en este preciso momento, unos días antes de que
empezara la grabación, estaba débil, dolorida e incierta. Sinatra no se
encontraba bien. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de la gente
lo hubiera encontrado insignificante. A él, en cambio, lo precipitaba en un
estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso furor. Frank
Sinatra tenía un resfriado.
Sinatra con catarro es Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, sólo
que peor. Porque los catarros corrientes roban a Sinatra esa joya que no se
puede asegurar, su voz, y hieren en lo más vivo su confianza. No sólo afectan a
su psique, sino que parecen provocar una especie de moquillo nasal
3 de 67

psicosomático en las docenas de personas que lo rodean y trabajan para él, que
beben con él y lo quieren y cuyo bienestar y estabilidad dependen de él. Un
Sinatra acatarrado puede, salvando las distancias, enviar vibraciones a la
industria del espectáculo y aún más lejos, casi como una enfermedad repentina
de un presidente de los Estados Unidos puede sacudir la economía nacional.
Porque Frank Sinatra no sólo está involucrado en muchas cosas que
implican a muchas personas –su propia compañía de películas, su compañía de
discos, su línea aérea particular, su industria de piezas para cohetes, sus
propiedades inmobiliarias en todo el país, su servicio privado de 75 personas–,
una parte tan sólo, por lo demás, del poder que tiene y representa. Parecía,
ahora, ser también la encarnación del varón completamente emancipado, quizá
el único en Norteamérica, el hombre que puede hacer todo lo que quiere,
cualquier cosa, y lo puede hacer porque tiene el dinero, la energía y ningún
sentido aparente de culpa. En una época en la que parece que los más jóvenes
lo invaden todo, protestando y pidiendo cambios, Frank Sinatra sobrevive
como un fenómeno nacional, uno de los productos de preguerra que aguanta la
prueba del tiempo. Es el campeón que supo hacer un “retorno” triunfal, el
hombre que lo había perdido todo para luego recuperarlo, sin dejar que nada se
le pusiera por delante, haciendo lo que pocos hombres logran hacer: desarraigó
su vida, dejó a su mujer e hijos, rompió con todo lo que era familiar,
aprendiendo sobre la marcha que el sistema para conservar a una mujer es no
encadenarla. Ahora tiene el afecto de Nancy, de Ava y de Mia, el delicado
producto femenino de tres generaciones, y conserva todavía la adoración de sus
hijos además de la libertad de un soltero. No se siente viejo. Hace que hombres
viejos se sientan jóvenes; les hace pensar que si Frank Sinatra puede, es que es
posible. No quiere decir que ellos puedan, pero sigue siendo agradable para
otros hombres saber que a los cincuenta años eso es posible.
Pero entonces, de pie junto a aquella barra, en Beverly Hills, Sinatra
tenía un resfriado y seguía bebiendo silenciosamente, y parecía estar a muchos
kilómetros de distancia, en un mundo privado, sin reaccionar siquiera cuando el
4 de 67

estéreo en la otra sala emitió de pronto una canción de Sinatra, In the Wee
Small Hours of the Morning.
Se trata de una bonita balada que grabó por primera vez hace diez años y
que ahora obligaba a levantarse y a deslizarse lentamente, muy agarraditas, a
muchas parejas de jóvenes que se habían sentado cansadas de tanto retorcerse.
La entonación de Sinatra, pronunciada con precisión y, sin embargo, llena y
fluida, daba un significado más profundo a la letra sencilla: “En las horas
tempranas/ mientras todo el mundo duerme profundamente/ tú estás despierto,
y piensas en la chica…” Como en muchos de sus clásicos, era una canción que
evocaba soledad y sensualidad. Combinada con las luces tenues, el alcohol y la
nicotina, se convertía en una especie de afrodisiaco aéreo. Sin duda, las
palabras de esta canción y de otras similares han inspirado a millones de
personas. Era música para hacer el amor, y sin duda se ha hecho, por toda
Norteamérica, mucho el amor a su compás: por la noche, en los automóviles,
mientras se descargan las baterías; en las playas, en los atardeceres suaves de
verano; en casitas a orillas del lago; en parques apartados y en elegantes áticos
o en cuartos amueblados; en yates, en taxis, en cabañas; en todos los lugares
donde se podían oír las canciones de Sinatra. Las letras animaban a las mujeres,
las cortejaban y las conquistaban, cortaban las últimas inhibiciones y
complacían los egos masculinos de ingratos amantes; dos generaciones de
hombres han sido beneficiarios de estas baladas, por lo cual quedan
eternamente en deuda; por lo cual puede también que lo odien eternamente. Y,
sin embargo, aquí estaba él en persona, fuera de su alcance, en Beverly Hills, a
altas horas de la noche.
Las dos rubias, que aparentaban unos treinta y pico de años, compuestas
y acicaladas, con sus cuerpos maduros ceñidos en trajes oscuros, estaban
sentadas con las piernas cruzadas, encaramadas encima de los altos taburetes
del bar. Escuchaban la música. Una de ellas sacó un Kent, y Sinatra
rápidamente acercó el extremo de su encendedor de oro mientras ella le cogía
la mano y miraba sus dedos: tenía los nudillos hinchados y los dedos tan
rígidos por la artritis que los doblaba con dificultad. Como siempre, estaba
5 de 67

vestido impecablemente. Llevaba un traje gris con chaleco, un traje de corte


clásico, pero forrado de seda vistosa; parecía que se había sacado brillo a sus
zapatos británicos hasta en la suela. También llevaba, como todos parecían
saber, una convincente peluca negra, una de las sesenta que posee, la mayor
parte de las cuales están confinadas a los cuidados de una insignificante
viejecita que, con el pelo en una pequeña bolsa, le sigue a todas partes cuando
actúa. Gana 400 dólares a la semana. La característica más saliente de la cara
de Sinatra son sus ojos azules claro, vivos, unos ojos que en el espacio de un
segundo pueden volverse fríos de rabia, o brillar de afecto, o, como ahora,
reflejar un vago recogimiento que mantiene a sus amigos callados y a distancia.
Leo Durocher, uno de los más íntimos de Sinatra, jugaba al billar en la
pequeña habitación detrás del bar. De pie, al lado de la puerta, estaba Jim
Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo grueso, con una
mandíbula cuadrada y ojos pequeños, semejante a un rudo policía irlandés a no
ser por los costosos trajes europeos que llevaba y sus estupendos zapatos,
adornados a menudo de bruñidas hebillas. Estaba cerca también un actor alto,
de noventa kilos de peso, llamado Brad Dexter, que parecía sacar el pecho para
que no se le notara la barriga.
Brad Dexter ha aparecido en algunas películas y en programas de
televisión, dando pruebas de buenas condiciones como actor de carácter, pero
en Beverly Hills es conocido también por el papel representado en Hawai hace
dos años, cuando nadó cerca de cien metros y arriesgó su vida para salvar a
Sinatra, a punto de ahogarse en un torbellino. Desde entonces Dexter ha sido
uno de los constantes compañeros del cantante y fue nombrado productor en la
compañía cinematográfica de Sinatra. Ocupa una lujosa oficina al lado de la
suite. Su misión consiste en la busca y captura de obras literarias que puedan
convertirse en nuevos papeles estelares para Sinatra. Siempre que está con
Sinatra entre extraños se preocupa porque sabe que provoca lo mejor y lo peor
en la gente: hay hombres que se vuelven agresivos, mujeres que insinúan sus
encantos; otros se le aproximan y lo examinan con aire escéptico. El ambiente
se excita con su sola presencia, y a veces el propio Sinatra, si está fastidiado,
6 de 67

como esta noche, se muestra intolerante y tenso, lo que se traduce luego en


grandes titulares en los periódicos. Brad Dexter intenta prevenir el peligro
poniendo a Sinatra en guardia. Confiesa ser su protector. Recientemente, en un
momento de sinceridad admitió: “Sería capaz de matar por él”.
Aunque esta declaración puede parecer excesivamente dramática, en
particular si se cita fuera de contexto, expresa, sin embargo, la feroz fidelidad
tan corriente en el círculo íntimo de Sinatra. Es característico que, aun sin
reconocerlo explícitamente, Sinatra parece preferir el “para siempre”, el “todo
o nada”. Es el siciliano que Sinatra lleva dentro; no permite a sus amigos, si
quieren seguir siéndolo, ninguna de las escapatorias anglosajonas. Pero si le
son leales no hay nada que Sinatra no sea capaz de hacer a su vez: regalos
fabulosos, cortesías personales, ánimo y estímulo en los momentos de
depresión, adulación cuando están eufóricos. Es necesario, sin embargo, que no
olviden una cosa. Él es Sinatra. El amo. Il padrone, el padrino.
El verano pasado, en el bar de Jilly, en Nueva York, la única vez que
logré verlo de cerca en esa noche, pude observar algunas de las características
sicilianas de Sinatra. El Jilly’s está situado en Manhattan, en la calle Cincuenta
y Dos, Oeste; aquí es donde Sinatra bebe siempre que se encuentra en Nueva
York. En la sala de atrás hay pegada a la pared una silla especial que le está
reservada y que no usa nadie más. Cuando la ocupa, junto a una larga mesa y
rodeado de todos sus amigos íntimos de Nueva York –entre ellos el dueño del
local, Jilly Rizzo, y Honey, su mujer, la de la cabellera azul, conocida también
como la Judía Azul–, se desarrolla un extraño ritual. Aquella noche aparecieron
en la entrada de Jilly’s docenas de personas, amigos casuales de Sinatra
algunos, simples conocidos, otros, e incluso quienes no eran ni lo uno ni lo
otro. Todos se acercaban como a un santuario. Habían venido a rendirle
pleitesía. Venían de Nueva York, de Brooklyn, de Atlantic City y de Hoboken.
Eran actores veteranos, ex boxeadores, cansados trompetistas, políticos, un
chico con un bastón. Había una mujer gorda que decía acordarse de cuando
Sinatra solía tirar en su puerta el diario Jersey Observer, en 1933; parejas de
7 de 67

mediana edad que habían oído cantar a Sinatra en The Rustic Cabin, en 1938:
“Lo hemos conocido de verdad cuando estaba de verdad en su momento”.

O lo habían oído cuando trabajaba en la orquesta de Harry James en


1939, o con Tommy Dorsey en 1941: “Sí, esa es la canción: I’ ll Never Smile
Again. La cantó una noche en ese local cerca de Newark y bailamos…” O
recordaban la voz aquella vez en el teatro Paramount con sus fans y él con sus
corbatas de pajarita; y una mujer traía a la memoria aquel odioso chico que
entonces ella conocía, Alexander Dorogokupetz, un resentido de dieciocho
años que había lanzado un tomate a Sinatra y que por poco no fue linchado por
las adictas legiones de adolescentes. ¿Qué había sido de Alexander
Dorogokupetz? La señora lo ignoraba.
Y se acordaban de cuando Sinatra había sido un fracaso y cantado basura
como Mairzie Doats, y luego su triunfal reaparición. Esa noche estaban todos
apiñados en la puerta del bar de Jilly sin poder entrar. Algunos se marcharon.
Pero la mayoría se quedó esperando deslizarse en el bar abriéndose paso entre
el público que se apretujaba en triple fila ante la barra, para poderlo ver sentado
allá atrás. Lo que querían era esto: verlo. Lo contemplaban en silencio unos
momentos, con los ojos abiertos a través del humo. Luego se volvían, se abrían
paso trabajosamente por el bar y se iban a casa.
Algunos amigos íntimos de Sinatra, conocidos todos ellos por los
hombres de Jilly que custodian la entrada, logran una escolta para llegar a la
sala de atrás. Pero una vez allí se las tienen que agenciar por sí solos. En esta
noche en particular, Frank Giffors, el ex jugador de fútbol americano, logró
avanzar tan sólo siete metros en tres intentonas. Muchos no llegaron siquiera a
estrechar la mano de Sinatra, pero pudieron al menos tocarle un brazo, o bien
se acercaron lo bastante para que los viera y después de haberles saludado con
un gesto de la mano o pronunciando sus nombres (tiene una memoria fantástica
para los nombres de pila), se volvían y se marchaban. Habían hecho acto de
presencia. Habían rendido pleitesía. Al asistir a esta escena ritual, tenía la
8 de 67

impresión de que Frank Sinatra vivía simultáneamente en dos mundos que no


eran contemporáneos.
Por un lado está el hombre cordial –el que charla o bromea con Sammy
Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi o con cualquier otra
figura del mundo del espectáculo que se sienta a su mesa–; por el otro, el que
saluda con la mano o inclina la cabeza a sus paisanos más próximos (Al
Silvani, entrenador de boxeo que trabaja en la compañía de películas de
Sinatra; Dominic Di Bona, encargado de su guardarropa; Ed Pucci, ex jugador
de fútbol que pesa ciento treinta y cinco kilos y es su “ayudante de campo”):
Frank Sinatra es il padrone. O, mejor todavía, es un ejemplar de lo que
tradicionalmente llaman en Sicilia uomini rispettati, hombres respetados:
hombres majestuosos y humildes a la vez, hombres queridos por todos y
generosos por naturaleza, hombres a quienes les besan las manos cuando pasan
por los pueblos, hombres dispuestos a tomarse molestias para enderezar un
entuerto.
Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En Navidades, él mismo
escoge docenas de regalos para sus amigos íntimos y familiares, acordándose
del tipo de alhajas que les gustan, sus colores favoritos, las medidas de sus
camisas y trajes. Cuando la casa de un músico amigo suyo en Los Ángeles fue
destruida por un alud de fango y su mujer pereció hace poco más de un año,
Sinatra acudió personalmente en su ayuda. Le buscó otra casa, pagó todas las
cuentas del hospital que el seguro no había cubierto y supervisó el decorado de
la nueva casa hasta en los menores detalles, como la reposición de la plata, de
los enseres y la ropa.
El mismo Sinatra que ha hecho esto es capaz, en menos de una hora, de
estallar en un ataque de rabia si alguna cosa hecha por sus paisanos no
encuentra su aprobación. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo un
frankfurter con salsa picante, que Sinatra aborrece, le tiró encima el frasco,
salpicándolo. La mayoría de los hombres que trabajan al lado de Sinatra son
muy altos, pero esto no parece intimidarlo ni poner freno a su conducta
impetuosa cuando se enfada. Nunca reaccionarán. Él es il padrone.
9 de 67

En otras ocasiones, sus hombres, en un afán por darle gusto, se pasan de


rosca. Una vez observó de pasada que su gran jeep naranja, que suele utilizar
en el desierto, en Palm Springs, parecía necesitar otra mano de pintura; se pasó
la voz de uno a otro, cada vez con más urgencia, hasta que por fin alguien dio
la orden de que el jeep fuera pintado ahora, inmediatamente. Para ello hacía
falta un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche a precio de
horas extraordinarias, lo que significaba que la orden tenía que recorrer el
camino inverso para el visto bueno. Cuando llegó a la mesa de trabajo de
Sinatra no sabía de qué se trataba. Por fin se dio cuenta y confesó con
expresión cansada que prefería no averiguar cuándo demonios le habían
pintado el coche.
Sin embargo no hubiera sido aconsejable para nadie prever su reacción,
porque él es un hombre completamente imprevisible, de humor variable y dado
el exceso, un hombre que reacciona de inmediato y por instinto, de golpe,
dramática y salvajemente. Nadie puede prever lo que puede seguir. Una joven
llamada Jane Hoag, reportera de Life en las oficinas de Los Ángeles, antigua
compañera de escuela de Nancy, la hija de Frank Sinatra, había sido invitada a
la casa de la señora Sinatra en California, donde Frank, que mantiene las más
cordiales relaciones con su antigua mujer, recibía a los invitados. En los
primeros momentos, la señorita Hoag, al apoyarse en una mesa en la que había
una pareja de pájaros de alabastro, tiró con el codo uno de ellos. Según
recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: “Oh, ése era uno de los
favoritos de mi madre…” Pero antes de que terminara su frase, Sinatra la
fulminó con la mirada y, mientras otros cuarenta invitados miraban en silencio,
se acercó y con un rápido golpe tiró al suelo el otro pájaro, puso luego un brazo
sobre el hombro de Jane Hoag y le dijo en tono tranquilo que le devolvió la
calma: “Todo va bien, chica.”


10 de 67

Ahora Sinatra le estaba diciendo algunas palabras a las rubias. Luego se separó
de la barra y se encaminó a la sala de billar. Otro de los amigos de Sinatra se
acercó a las dos mujeres. Brad Dexter, que hablaba en un rincón con otras
personas, siguió a Sinatra.
Resonaban en la sala los golpes de las bolas de billar. Había una docena
de espectadores, la mayoría de ellos jóvenes que observaban cómo Leo
Durocher contendía contra dos jugadores no muy diestros. Este club privado,
donde está permitido el alcohol, cuenta entre sus socios con muchos actores,
directores, escritores, modelos, todos ellos bastante más jóvenes que Sinatra y
Durocher y mucho más descuidados en su manera de vestir por la noche.
Muchas de las chicas, con el largo pelo suelto a las espaldas, llevaban
pantalones vaqueros ceñidos y unos jerséis muy caros; algunos muchachos
vestían unas camisas azules o verdes de cuello alto, pantalones estrechos muy
ceñidos y zapatos italianos.
Era evidente, por la manera en que Sinatra miraba a estas personas, que
no eran de su agrado, pero estaba apoyado en un taburete alto adosado a la
pared, con un vaso en la derecha y sin decir nada. Observaba cómo Durocher
pegaba a las bolas. Los hombres más jóvenes presentes, acostumbrados a ver a
Sinatra en este club, lo trataban sin deferencia, aunque no decían nada
ofensivo. Era un grupo joven muy displicente, al estilo de California, y frío.
Uno que lo parecía más era una hombrecito de movimientos rápidos, con un
perfil agudo, pálidos ojos azules, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Llevaba
pantalones de pana marrón, jersey peludo de Shetland, chaqueta beige de ante y
botas de guarda forestal por las que había pagado hacía poco sesenta dólares.
Frank Sinatra, apoyado en el taburete, resollando de vez en cuando por
su catarro, no lograba despegar la vista de las botas de guarda. Después de
contemplarlas largo rato volvió los ojos; pero en seguida los volvió a dirigir
hacia éstas. El propietario de las botas estaba mirando la partida de billar; se
llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión
cinematográfico: El Oscar.
Por fin, Sinatra no pudo contenerse.
11 de 67

–¡Eh! –gritó con su voz algo ronca, que todavía tenía un suave eco
agudo–, ¿son italianas esas botas?
–No –contestó Ellison.
–¿Españolas?
–No.
–¿Son botas inglesas?
–Mire, amigo, no lo sé –contestó Ellison, frunciendo el ceño a Sinatra y
volviéndose otra vez.
En la sala de billar se hizo un repentino silencio. Leo Durocher, doblado
con el taco en la mano, se quedó clavado en esa posición un segundo. Nadie se
movió. Sinatra se despegó del taburete y empezó a caminar lentamente, con sus
andares arrogantes, hacia Ellison. El único ruido en la sala era el taconeo de
Sinatra. Luego, mirando de arriba abajo a Ellison con las cejas algo levantadas
y una media sonrisita, Sinatra preguntó:
–¿Espera usted una tormenta?
Harlan se volvió ligeramente.
–Oiga, ¿hay alguna razón para que se dirija a mí?
–No me agrada su forma de vestir –contestó Sinatra.
–Siento disgustarle –dijo Ellison–, pero visto como quiero.
En la sala se había levantado un susurro y alguien dijo:
–Anda, Harlan, larguémonos.
Leo Durocher hizo su jugada y dijo:
–Sí, anda.
Pero Ellison no se movió.
Sinatra preguntó:
–¿Qué hace usted?
–Soy fontanero –contestó Ellison.
–No lo es –intervino rápidamente un joven del otro lado de la mesa–. Ha
escrito El Oscar.
–Oh, sí –replicó Sinatra–. La he visto y es una mierda.
–Es raro –dijo Ellison–, porque todavía no se ha estrenado.
12 de 67

–Pues yo la he visto y es una mierda –repitió Sinatra.


Entonces Brad Dexter, demasiado grande frente a la bajita figura de
Ellison, dijo, muy nervioso:
–Venga, chico, no quiero que se quede aquí.
–Eh –interrumpió Sinatra a Dexter–: ¿No ves que estoy hablando con
este tipo?
Dexter se quedó confuso; luego cambió completamente de actitud y, en
voz baja, casi implorando, dijo a Ellison:
–¿Por qué insiste en molestarme?
Toda la escena se tornaba ridícula. Sinatra parecía bromear, quizá como
reacción frente al aburrimiento o contra su propia desesperación. De todos
modos, después de unas pocas palabras más, Harlan Ellison se marchó.
Ya había corrido la voz en la sala sobre la disputa entre Sinatra y Ellison,
y un muchacho había ido en busca del director. Pero otro dijo que cuando el
director oyó rumores salió de estampida, cogió el coche y se marchó a su casa.
Por esta razón el subdirector tuvo que ir al salón de billar.
–Aquí no quiero a nadie sin chaqueta y corbata –dijo bruscamente
Sinatra.
El subdirector asintió con la cabeza y regresó a su despacho.
A la mañana siguiente comenzó otro día de tensión para el agente de
prensa de Sinatra, Jim Mahoney.

Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el


incidente Sinatra-Ellison de la víspera. En aquellos momentos estaba en la otra
sala sentado en una mesa con su mujer y probablemente ni se había enterado
del incidente. Había durado cerca de tres minutos. Y tres minutos más tarde a
Frank Sinatra se le había olvidado completamente, mientras que Ellison se
acordaría de él durante el resto de su vida: había tenido, como muchos
centenares de personas antes que él, una escena con Sinatra en un momento
inesperado de la madrugada.
13 de 67

Seguramente fue mejor que Mahoney no estuviera en la sala de billar;


aquel día tenía otras cosas en la cabeza: estaba preocupado por el catarro de
Sinatra e inquieto por el discutido documental de CBS que, a pesar de las
protestas de Sinatra y de haber retirado su permiso, se iba a transmitir por
televisión en menos de dos semanas. Durante estos días los periódicos
insinuaron que Sinatra iba a querellarse con la estación televisiva, y los
teléfonos de Mahoney sonaron sin interrupción. Precisamente ahora hablaba en
Nueva York, con Kay Gardella, del Daily News, y decía: “Así es, Kay, habían
prometido no hacer ciertas preguntas sobre la vida privada de Frank, pero
Cronkite dijo: ‘Frank, háblame de esas asociaciones’. Esa pregunta, Kay, fuera.
Nunca debía haberla hecho”.
Mientras hablaba, Mahoney se había estirado en su butaca, sacudiendo
lentamente la cabeza. Es un hombre robusto de 37 años; con una cara redonda
y colorada, una mandíbula fuerte y unos ojos pequeños y azules. Parecería
pendenciero si no hablara con tanta claridad y sinceridad y no fuese tan
meticuloso en el vestir. Sus trajes y sus zapatos están soberbiamente cortados a
la medida y esto es lo primero en que Sinatra se fijó al conocerlo. En su amplio
despacho, frente al bar, hay un sacabrillos eléctrico para los zapatos y un par de
perchas para sus chaquetas. Cerca del bar hay una foto del presidente Kennedy
con su autógrafo y unas cuantas de Sinatra, no hay una más en el resto de las
habitaciones de la agencia de Mahoney. Antes había una gran foto de Sinatra
adornando la sala de recepción, pero como hería los sentimientos de otras
estrellas de cine clientes de Mahoney, y en vista de que Sinatra no va nunca por
allí, la foto fue eliminada.
Sin embargo, parece que Sinatra esté siempre presente, y aunque
Mahoney no tenga razones auténticas para preocuparse por él –como sucedía
hoy–, se las inventa. Para ello, se rodea de recordatorios de momentos en que
se preocupó. Entre sus avíos de afeitar hay un frasco de somníferos despachado
por una farmacia de Reno. La fecha de la etiqueta coincide con el secuestro de
Frank Sinatra Jr. Sobre una mesa del despacho de Mahoney hay una
reproducción de madera de la nota de rescate del mencionado suceso. Cuando
14 de 67

Mahoney, sentado en un escritorio, está preocupado por algo, tiene la manía de


entretenerse con un minúsculo tren de juguete que está delante de él. El tren –
recuerdo de la película de Sinatra El coronelVon Ryan– es, para los hombres
que lo rodean, lo que era el sujetacorbatas recuerdo del PT-1091 para los
íntimos de Kennedy. Mahoney empuja el trenecito sobre los cortos rieles arriba
y abajo, adelante y atrás, clic, clac…
Mahoney apartó su trenecito. La secretaria le anunció una llamada
telefónica importante. Cogió el auricular y su voz se volvió aún más sincera
que antes.
–Sí, Frank –dijo–. Bien… Bien… Sí, Frank… –Cuando hubo colgado el
teléfono lentamente, anunció que Frank Sinatra se había marchado en su jet
particular a pasar el fin de semana en la casa de Palm Springs, a dieciséis
minutos de vuelo de su domicilio en Los Ángeles. Mahoney estaba preocupado
de nuevo. El jet Lear, que el piloto de Sinatra iba a conducir, era idéntico,
según Mahoney, a otro que se había estrellado no hacía mucho en un lugar de
California.
Al lunes siguiente, un día poco californiano, nublado y frío, más de un
centenar de personas se reunieron en el interior de un estudio blanco de
televisión, una sala enorme dominada por un escenario, también blanco,
paredes blancas y docenas de fotos y de luces colgando: parecía un quirófano
gigantesco. En esta sala, aproximadamente en una hora, la NBC iba a grabar un
espectáculo de sesenta minutos de duración que sería televisado en color en la
noche del 24 de noviembre y que sintetizaría, lo mejor posible, los veinticinco
años de carrera de Frank Sinatra como artista. No sondearía, como se decía del
siguiente documental de CBS, el sector privado de la vida del artista. El
espectáculo de la NBC tendría una hora de duración, en la que Sinatra cantaría
algunos de los éxitos que lo llevaron de Hoboken a Hollywood; un espectáculo
que únicamente sería interrumpido por algunos cortos y por los anuncios de la
cerveza Budweiser. Antes del resfriado, Sinatra estaba muy excitado por este
espectáculo; veía la oportunidad de atraer no sólo a los nostálgicos, sino
también de dar a conocer su talento a los partidarios del rock and roll. En cierto
15 de 67

sentido, presentaba batalla a los Beatles. Los comunicados de prensa realizados


por la agencia de Mahoney subrayaban esto diciendo: “Si usted está cansado de
los cantantes adolescentes que llevan la melena tan espesa que se puede ocultar
en ella una caja de melones… sería estimulante que considere el grado de
diversión de un programa especial titulado Sinatra: El hombre y su música”.
En esos momentos, en el estudio de la NBC de Los Ángeles había una
atmósfera de expectación y de tensión a causa de la incertidumbre sobre la voz
de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle ya
habían llegado y algunos estaban templando sus instrumentos en la blanca
plataforma. Dwight Hemion, un joven director de pelo rubio que había sido
elogiado por su espectáculo televisivo sobre Barbra Streisand, estaba sentado
en la cabina de dirección situada sobre la orquesta y el escenario. Los
camarógrafos, el equipo de técnicos, los guardas de seguridad y los publicistas
de la Budweiser estaban también esperando entre los focos y las cámaras, así
como una docena o más de secretarias del edificio, que se habían escapado para
poder presenciarlo todo.
Unos minutos antes de las once corrió la voz, a lo largo del interminable
pasillo que conduce al estudio, de que se había visto a Sinatra en el
estacionamiento y que parecía estar bien. Hubo gran alivio entre los allí
reunidos; pero cuando la delgada figura elegantemente vestida se fue
acercando, advirtieron con consternación que no se trataba de Frank Sinatra
sino de su doble, Johnny Delgado.
Johnny Delgado anda como Sinatra, tiene su misma conformación de
cuerpo, y desde algunos ángulos faciales se le asemeja. Pero parece un tipo
algo tímido. Quince años antes, al principio de su carrera, aspiró a un papel en
De aquí a la eternidad. Lo contrataron y más tarde descubrió que tenía que ser
el doble de Sinatra. En la última película de éste, Asalto al Queen Mary,
historia en la que Sinatra y algunos cómplices intentan asaltar al Queen Mary,
Johnny Delgado le sustituye en algunas escenas en el agua; y ahora en el
estudio de la NBC su cometido consistía en estar de pie bajo los calientes focos
marcando las situaciones de Sinatra a los camarógrafos.
16 de 67

Cinco minutos más tarde entraba el auténtico Frank Sinatra. Su cara


estaba pálida, sus ojos azules parecían algo acuosos. No había conseguido
librarse del catarro, pero de todos modos iba a intentar cantar, porque el
programa estaba muy ajustado y en ese momento estaban en juego miles de
dólares entre la orquesta, los equipos y el alquiler del estudio. Pero mientras
Sinatra caminaba hacia la pequeña habitación de ensayos para calentar su voz,
miró hacia el estudio y vio que el escenario y la plataforma no estaban juntos,
como había requerido específicamente; apretó los labios y apareció claramente
contrariado. Unos momentos después se oyeron desde la salita de ensayos sus
puñetazos sobre el piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, que le decía
suavemente:
–Procura calmarte, Frank.
Más tarde llegaron Jim Mahoney y otro hombre, y se habló de la muerte
de Dorothy Kilgallen, acontecida por la mañana temprano en Nueva York.
Había sido una ardiente enemiga de Sinatra durante años, y él, actuando en su
centro nocturno, se había metido bastante con ella. Ahora, a pesar de haber
muerto, no ocultó sus sentimientos.
–Dorothy Kilgallen ha muerto –repitió al salir de la salita al estudio–.
Bueno, supongo que tendré que cambiar todo mi número.
Cuando entró en el estudio todos los músicos cogieron sus instrumentos
y se quedaron rígidos en sus asientos. Sinatra se aclaró la garganta unas cuantas
veces y luego, después de ensayar algunas baladas con la orquesta, cantó Don’t
Worry About Me a su satisfacción. Como no estaba seguro de cuánto tiempo le
duraría la voz se volvió impaciente.
–¿Por qué no grabamos esa matriz? –dijo dirigiéndose a la cabina de
cristal donde Dwight Hemion, el director y su personal estaban sentados. Todos
tenías las cabezas bajas observando el cuadro de mandos.
–¿Por qué no grabamos la matriz? –volvió a preguntar Sinatra.
El director de escena, que estaba cerca de la cámara con los auriculares
puestos, repitió las palabras de Sinatra por el micrófono que le comunicaba con
el control.
17 de 67

–¿Por qué no grabamos esa matriz?


Hemion no contestó. Posiblemente el interruptor estaba desconectado.
Era difícil averiguarlo a causa de los reflejos oscuros que las luces producían
en los cristales.
–¿Por qué no nos ponemos chaqueta y corbata –siguió Sinatra, que en
ese momento llevaba un jersey amarillo de cuello alto– y grabamos esto?
De pronto se oyó, muy calma, la voz de Hemion desde el altavoz:
–Está bien, Frank, ¿le importaría repetir…?
–Sí, me importaría –replicó Frank con brusquedad.
El silencio de Hemion, que duró uno o dos segundos, fue interrumpido
nuevamente por Sinatra, que dijo:
–Cuando dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez…
Y siguió metiéndose con Hemion, renegando de la falta de técnicas
modernas para la organización de este género de espectáculos; luego, tal vez
para no malgastar su voz inútilmente, se calló. Y Dwight Hemion, muy
paciente, tan paciente y sereno que parecía no haber oído nada de lo dicho por
Sinatra, esbozó la primera parte del espectáculo. Y Sinatra, unos minutos más
tarde, leyó las frases introductorias, frases que seguirían a Without a Song en
los letreros para apuntar que se colocaban junto a las cámaras.
–El show de Frank Sinatra, Acto i, página 10, toma primera –anunció,
con la claqueta delante del objetivo, un hombre que se retiró en seguida.
–¿Han pensado alguna vez –empezó Sinatra– qué sería el mundo sin una
canción? Sería un sitio bastante aburrido, ¿verdad?
Sinatra se interrumpió.
–Perdón –dijo–. Dios santo, necesito beber algo.
Ensayaron otra vez.
–El show de Frank Sinatra, Acto i, página 10, toma segunda –gritó el tipo
saltarín de la claqueta.
–¿Han pensado alguna vez qué sería del mundo sin una canción…?
Esta vez Frank Sinatra leyó todo seguido sin pararse.
18 de 67

Después ensayó algunas canciones, interrumpiendo a la orquesta una o dos


veces cuando cierto sonido instrumental no era de su agrado. Era difícil
predecir cuánto resistiría su voz, pues era todavía pronto; hasta ahora, sin
embargo, todo el mundo parecía satisfecho, en particular cuando cantó Nancy,
una vieja canción sentimental muy popular, escrita poco más de veinte años
antes por Jimmy van Heusen y Phil Solvers, inspirada en la mayor de los tres
hijos de Sinatra cuando tenía tan sólo unos pocos años.

If I don’t see her each day


I miss her...
Gee what a thrill
Each time I kiss her...

Mientras Sinatra entonaba esta canción, a pesar de haberla cantado en el


pasado centenares de veces, de pronto fue evidente para todos los del estudio
que algo muy importante bullía dentro de él, porque algo también muy especial
salía de él. A pesar del catarro, estaba cantando con fuerza y calor; se
abandonaba y su arrogancia había desaparecido; en esta canción aparecía el
lado íntimo de la muchacha que lo comprende mejor que nadie y ante la cual
puede manifestarse abiertamente.
Nancy tiene veinticinco años. Vive sola. Su matrimonio con el cantante
Tommy Sands terminó en divorcio. Su casa se encuentra en un suburbio de Los
Ángeles y en estos momentos participa en su tercera película y graba además
en la casa de discos de su padre. Se ven diariamente; y si no, él le telefonea
cada día, aunque esté en Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra empezó a
hacerse popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo escuchaba en casa y
lloraba. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se
marchó de casa, Nancy era la única que se acordaba de su padre. Lo vio
también con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y con otras muchas.
Algunas veces había salido formando pareja con él…
19 de 67

She, takes the winter


and makes summer...
Summer could take
some lessons from her...

Nancy lo ve cuando va de visita a casa de su primera mujer, Nancy


Barbato, hija de un estuquista de Jersey City con la que Sinatra se casó en 1939
cuando ganaba veinticinco dólares en la semana cantando en The Rustic Cabin,
cerca de Hoboken.
La primera señora Sinatra es una mujer excepcional que no ha vuelto a
casarse (como ella misma explicó una vez a una amiga: “Cuando se ha estado
casada con Frank Sinatra…”). Vive en una magnífica mansión de Los Ángeles
con la hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura entre Sinatra y su
primera mujer, sino tan sólo un gran respeto y afecto. Siempre ha sido
bienvenido en su casa, e incluso se dice que acostumbra a llegar a cualquier
hora, atiza el fuego de la chimenea, se estira en el sofá y se queda dormido.
Frank Sinatra tiene la suerte de dormir en cualquier sitio, cosa que aprendió
cuando viajaba en autobús con sus conjuntos musicales; en esa época también
aprendió a dormir en smoking sin arrugar la chaqueta y conservando el pliegue
de los pantalones. Pero ya no viaja en autobús, y su hija Nancy, que de niña se
creía olvidada cuando él se dormía en el sofá en vez de dedicarle su atención,
se ha dado cuenta de que uno de los pocos sitios del mundo donde Frank
Sinatra podía encontrar un poco de recogimiento, donde su famosa cara no iba
a ser mirada fijamente ni provocaría reacciones anormales en los demás, era el
sofá. También se dio cuenta de que las cosas corrientes han eludido siempre a
su padre: su infancia ha sido una infancia de soledad y de lucha para ganar la
atención. Desde que lo ha conseguido, nunca más ha tenido la posibilidad de
estar solo. Cuando miraba por las ventanas de una casa que tuvo una temporada
en Hasbrouk Heights, Nueva Jersey, vislumbraba a veces las caras de los
adolescentes que le espiaban, y en 1944, después de haberse mudado a
California y haber adquirido una casa protegida por un seto de tres metros de
20 de 67

altura a orillas del lago Toluca, descubrió que el único método para escapar del
teléfono y otros asaltos era quedarse en un bote en el centro del lago. Sin
embargo, según Nancy, ha intentado vivir como todo el mundo. El día de la
boda de su hija lloró, porque es muy sensible y sentimental…
–¿Qué diantre estás haciendo allá arriba, Dwight?
Silencio desde la cabina de dirección.
–¿Tienes una recepción o algo parecido, Dwight?
Sinatra estaba en el escenario con los brazos cruzados y miraba furioso a
Hemion. Había cantado Nancy con lo que probablemente le quedaba de voz ese
día. Los números siguientes tuvieron unas cuantas notas roncas y por dos veces
se le rompió la voz. Pero Hemion estaba incomunicado en la cabina. Bajó
luego al estudio y se dirigió a Sinatra. Unos minutos después los dos se fueron
a la cabina. Le puso la cinta a Sinatra. La escuchó unos minutos y en seguida
empezó a sacudir la cabeza. Después dijo a Hemion:
–Olvídalo, olvídalo. Estás perdiendo el tiempo. Lo que hay allí –dijo
Sinatra señalando su imagen que cantaba en la pantalla de la televisión– es un
tipo acatarrado.
Luego se marchó de la cabina y ordenó que se cancelara todo y se
aplazase la grabación hasta que se encontrara bien.
Inmediatamente la noticia se esparció como una epidemia entre el
personal de Sinatra, luego en Hollywood, más tarde por todo el país, llegando
al bar de Jilly, y también a la otra orilla del río Hudson, a las casas de los
padres de Frank Sinatra y de sus amigos de Nueva Jersey.
Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se
encontraba malísimo, el viejo Sinatra le contestó que él se encontraba aún peor:
que la mano y el brazo izquierdo estaban tan entorpecidos por un trastorno
circulatorio que casi no podía usarlos, añadiendo que ello podía ser el resultado
de haber golpeado demasiado con la izquierda, cincuenta años antes, en sus
días de peso gallo.
Martin Sinatra, un pequeño siciliano tatuado, de tez colorada y ojos
azules, nacido en Catania, había sido púgil bajo el nombre de Matty O’Brien.
21 de 67

En aquellos tiempos y en aquellos lugares, con los irlandeses que mandaban en


los bajos estratos de la vida ciudadana, no era raro el caso de los italianos que
tomaran esos nombres. La mayoría de los italianos y de los sicilianos que
habían emigrado a América a finales del siglo pasado eran pobres e incultos;
eran excluidos de los sindicatos de la construcción, dominados por los
irlandeses; eran amedrentados por la policía irlandesa, por los sacerdotes
irlandeses y por los políticos irlandeses.
Una excepción notable era Dolly, la madre de Frank Sinatra, una mujer
alta y muy ambiciosa, que sus padres habían traído a América de dos meses. El
padre era litógrafo en Génova. Más tarde, Dolly Sinatra, con su cara colorada y
redonda y sus ojos azules, era a menudo tomada por irlandesa y sorprendía a
muchos por la rapidez con que lanzaba su pesado bolso contra el primero que
dijera “wop” 2.
Valiéndose de su habilidad política dentro de la máquina democrática del
norte de Jersey, Dolly Sinatra iba a convertirse en una especie de Catalina de
Médicis del Tercer Distrito de Hoboken. En periodo de elecciones se podía
contar con que ella conseguiría reunir hasta seiscientos votos en su barrio
italiano, y en esto se basaba su poder. Cuando dijo una vez a uno de los
políticos que quería que su marido ingresara en el cuerpo de bomberos de
Hoboken y éste le contestó: “Pero, Dolly, no hay ninguna plaza vacante”, ella
rebatió:
–Hágala.
Y la hicieron. Algunos años más tarde pidió que el marido fuera
ascendido a capitán de bomberos, y un buen día recibió una llamada telefónica
de los mandamases políticos que empezó:
–Enhorabuena, Dolly.
–¿Por qué?
–Por el capitán Sinatra.
–Oh, por fin lo han ascendido. Muchas gracias.
Seguidamente llamó a la estación de bomberos de Hoboken.
–Quiero hablar con el capitán Sinatra –dijo.
22 de 67

El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole…


–Marty, creo que tu mujer se ha vuelto loca.
Cuando él tomó el auricular, Dolly lo saludó:
–Enhorabuena, capitán Sinatra.
El único hijo de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por
poco se muere el 12 de diciembre de 1915. Fue un parto difícil y durante sus
primeras horas en la tierra recibió unas señales que llevará hasta la muerte: las
cicatrices del lado izquierdo del cuello fueron el resultado de la torpeza del
médico al usar los fórceps. Sinatra decidió no borrarlas con la cirugía estética.
Después de cumplir los seis meses fue criado casi exclusivamente por su
abuela. La madre tenía un empleo en una firma importante. Era tan hábil en dar
baños de chocolate que prometieron enviarla a la fábrica de París para dar
clases. Algunas personas recuerdan a Sinatra como el chico solitario que se
pasaba las horas muertas en el porche con la mirada perdida en el espacio.
Sinatra no fue nunca un golfillo de los barrios bajos; nunca estuvo en la cárcel,
e iba siempre bien vestido. Poseía tantos pantalones que algunos en Hoboken le
llamaban “Slacksey O’Brien”3.
Dolly Sinatra no era de ese tipo de madres italianas que se quedaban
satisfechas tan sólo con la sumisión y el buen apetito de su vástago. Esperaba
mucho de su hijo. Era siempre muy severa. Soñaba que se hiciera ingeniero
aeronáutico. Una noche descubrió las fotos de Bing Crosby pegadas en las
paredes de su dormitorio y se enteró de que también su hijo quería ser cantante;
se puso furiosa y le tiró un zapato. Más adelante, consciente de que no había
manera de hacerle cambiar de opinión –“se parece a mí”–, lo animó en su idea.
Muchos chicos italoamericanos de esa generación tenían los mismos
sueños. Eran fuertes en la música, débiles en las letras; no ha habido ni un solo
gran novelista entre ellos: ningún O’Hara, ningún Bellow, ningún Cheever,
ningún Shaw. Sin embargo, podían establecer comunicación con el bel canto.
Esto entraba más en su tradición; no hacía falta ningún título de estudios;
podían ver sus nombres en neón: Perry Como... Frankie Lane... Tony Bennett...
Vic Damone... Pero nadie lo veía con más claridad que Frank Sinatra.
23 de 67

A pesar de que estaba trabajando casi todas las noches en The Rustic
Cabin, se levantaba al día siguiente para cantar gratis en la radio de Nueva
York y atraer más la atención. Más adelante logró un empleo de cantante con el
conjunto de Harry James, y fue entonces, en agosto de 1939, cuando Sinatra
obtuvo el primer éxito con un disco: All or Nothing at All. Les tomó mucho
cariño a Harry James y a todos los miembros de la orquesta, pero cuando
recibió una oferta de Tommy Dorsay –que entonces tenía probablemente el
mejor conjunto del país–, Sinatra aceptó. Le pagaban ciento veinticinco dólares
por semana, y Dorsay sabía cómo promoverlo. Sin embargo, Sinatra estaba
muy deprimido por tener que dejar la orquesta de James, y la última noche que
pasó con ellos fue tan memorable que, veinte años después, hablando con un
amigo, se acordaba aún de todos los detalles: “El autobús salió con todos los
chicos sobre la medianoche.

Les había dicho adiós y me acuerdo de que estaba nevando. No había


nadie alrededor y me quedé solo en la nieve con mi maleta, siguiendo con la
mirada las luces posteriores hasta que desaparecieron. Luego comencé a llorar
e intenté correr detrás del autobús. Había en ese conjunto tanto esfuerzo y tanto
entusiasmo, que sentía dejarlo…”
Pero lo hizo. Como seguiría dejando también otros puestos cómodos,
siempre en busca de algo más, sin perder nunca el tiempo, intentando hacerlo
todo en una generación, luchando con su propio nombre, defendiendo a los
débiles, aterrorizando a los poderosos. Le pegó un puñetazo a un músico que
había dicho algo en contra de los judíos; sostuvo la causa de los negros dos
décadas antes de que esto se pusiera de moda. Arrojó también una bandeja de
vasos a Buddy Rich por tocar los tambores demasiado fuerte.
Antes de cumplir treinta años, Sinatra había regalado mecheros de oro
por valor de cincuenta mil dólares y vivía el sueño dorado de los emigrados a
Norteamérica. Hizo su aparición cuando DiMaggio estaba callado, cuando sus
paisanos estaban melancólicos y a la defensiva por la presencia de las tropas de
Hitler en su tierra nativa. Con el tiempo, Sinatra se convirtió en el único
24 de 67

miembro de la Liga Contra la Difamación de los Italianos de Norteamérica, un


tipo de organización que no hubiera progresado mucho entre ellos porque,
según dicen, siendo individualistas rara vez están de acuerdo: magníficos como
solistas, pero no tan buenos en el coro; fantásticos como héroes, pero no tan
admirables en un desfile.
Cuando eran usados muchos nombres de italianos para distinguir a los
pandilleros en la serie televisiva de Los intocables, Sinatra dejó oír con fuerza
su desaprobación. Sinatra, y también muchos otros miles de italianos, se
resistían cuando Joe Valadri, un delincuente de poca monta, era presentado por
Bob Kennedy como una eminencia de la mafia, mientras en realidad, por lo que
se pudo deducir de las declaraciones de Valadri en televisión, era evidente que
estaba menos enterado que la mayoría de los camareros de Mulberry Street.
Muchos italianos del círculo de Sinatra consideraban que Bobby Kennedy era
un policía irlandés de más talla que los que había conocido Dolly Sinatra, pero
que infundía el mismo pavor. Se dice que Bobby Kennedy, junto con Peter
Lawford, se volvió arrogante con Sinatra tras la elección de John Kennedy,
olvidando la contribución de Sinatra, tanto en la recaudación de fondos como
en la influencia sobre muchos votos de los italianos antiirlandeses. Se sospecha
que tanto Lawford como Bobby Kennedy intervinieron en la decisión del
difunto presidente de hospedarse en casa de Bing Crosby en vez de en casa de
Sinatra, como se había planeado en un principio. Una contrariedad que Sinatra
no olvidará nunca. Desde entonces, Peter Lawford ha sido excluido del clan
Sinatra en Las Vegas.
–Sí, mi hijo es como yo –dice con orgullo Dolly Sinatra–. Si se le
contraría nunca lo olvida. Pero –aclara en seguida– no consigue hacer nada que
su madre no quiera. Incluso ahora lleva la misma marca de prendas interiores
que le solía comprar.
Hoy Dolly Sinatra tiene 71 años, uno o dos menos que Martin, y durante
todo el día hay gente que llama a la puerta trasera de su casa pidiéndole
consejos o buscando su influencia. Cuando no recibe visitas o no está en la
cocina, se ocupa de su marido, un hombre callado pero testarudo, y le hace
25 de 67

apoyar el brazo dolorido en la esponja que ha colocado en el brazo de su


butaca.
–Oh, este hombre ha ido a incendios terroríficos –dijo Dolly a una visita,
señalando con gestos admirativos al marido sentado en su butaca.
Aunque Dolly Sinatra tiene 87 ahijados en Hoboken, y sigue yendo a esa
ciudad durante las campañas políticas, vive ahora con su marido en una bonita
casa de dieciséis habitaciones en Fort Lee, Nueva Jersey. Esta casa fue
regalada por el hijo, hace tres años, en sus bodas de oro. Está amueblada con
gusto y está repleta de contrastes entre lo piadoso y lo mundano: fotografías del
Papa Juan y de Ava Gardner, del Papa Pablo y Dean Martin; varias estatuas de
santos y agua bendita, una silla con autógrafo de Sammy Davis Jr. y botellas de
whisky. En el estudio de joyas de la señora Sinatra hay un magnífico collar de
perlas que acaba de recibir de Ava Gardner, a quien quiso muchísimo como
nuera y con la que todavía mantiene contacto y menciona a menudo. Colgando
en una pared hay una carta dirigida a Dolly y a Martin: “Las arenas del tiempo
se han convertido en oro; sin embargo, el amor continúa desplegándose como
los pétalos de una rosa en el jardín de la vida de Dios... Que Dios los proteja
por toda la eternidad. Le doy las gracias, les doy las gracias por el don de la
existencia, su hijo que los quiere, Francis...”.
La señora Sinatra habla por teléfono con su hijo al menos una vez por
semana. Hace poco Sinatra le sugirió que cuando fueran a Manhattan hiciera
uso de su apartamento en la Calle Setenta y Dos Este, cerca del río. Está en un
barrio caro y elegante de Nueva York, aunque en la misma manzana haya una
pequeña fábrica. Dolly Sinatra se sirvió de esta oferta para tomar represalias
contra su hijo por algunas declaraciones no muy lisonjeras que había hecho
sobre su infancia en Hoboken.
–¿Qué? ¿Quieres que vaya a tu piso, a aquella pocilga? –preguntó–.
¿Crees que quiero pasar la noche en aquel horrible vecindario?
Frank Sinatra comprendió al vuelo y dijo:
–Mil perdones, señora Fort Lee.
26 de 67

Después de haber pasado toda la semana en Palm Springs, Frank Sinatra,


muy mejorado del catarro, volvió a Los Ángeles, una bonita ciudad de sol y
sexo, un descubrimiento español lleno de miseria mexicana, un país estelar de
hombrecitos y de mujeres esbeltas con pantalones muy ceñidos que entran y
salen de sus descapotables.
Sinatra regresó a tiempo para ver junto con su familia el documental tan
esperado de la CBS. Cerca de las nueve de la tarde llegó en coche a la casa de
su ex mujer Nancy y cenó con ella y sus dos hijas. El hijo, al que ven
raramente, estaba fuera.
Frank Jr., de veintidós años, estaba de gira con un conjunto y viajaba a
Nueva York, donde estaba contratado en Basin Street East con la orquesta de
los Pied Pipers, con los que Frank Sinatra había cantado con la banda de
Dorsay en 1940. Hoy en día Frank Sinatra Jr., nombre que le puso su padre en
honor de Franklin D. Roosevelt, vive casi siempre en hoteles, cena cada noche
en su camerino del club nocturno y canta hasta las dos de la madrugada,
aceptando amablemente, dado que no tiene más remedio, la inevitable
comparación. Tiene una voz suave y agradable que con el ejercicio está
mejorando. Es muy respetuoso con su padre; habla de él con objetividad y, a
veces, con arrogancia contenida.
Según Frank Jr., refiriéndose al principio de la fama de su padre, ha
habido “un Sinatra de recortes de periódico” que tenía el propósito de “apartar
a Sinatra del hombre corriente, de las cosas cotidianas; de repente ha surgido el
magnate fogoso, el Sinatra súper normal, no súper hombre, sino súper normal.
Y este es –seguía diciendo Frank Jr.– el error, el gran camelo, porque Frank
Sinatra es normal, es un tipo con el que cualquiera puede toparse al volver la
esquina. Sin embargo, hay otro factor, el disfraz súper normal que ha influido
tanto en Frank Sinatra como en cualquiera que vea uno de sus programas
televisivos o lea un artículo sobre él...”
“La vida de Frank Sinatra en los comienzos era tan normal –dijo–, que
nadie en 1934 hubiera creído que este chiquillo italiano de pelo rizado se
convertiría en un gigante, en un monstruo, en la gran leyenda viviente...
27 de 67

Conoció a mi madre –Nancy Barbato, hija de Mike Barbato, estuquista de


Jersey City– en un verano en la playa. Y ella conoció al hijo de Martin, un
bombero, en un verano en la playa de Long Branch, Nueva Jersey. Los dos son
italianos, los dos son católicos, los dos son unos tortolitos de clase media baja,
es como un millón de películas malas protagonizadas por Frankie Avalon…
“Tienen tres hijos. El primero, Nancy, fue el más normal de los hijos de
Frank Sinatra. Nancy fue cheerleader, iba a campamentos de verano, conducía
un Chevrolet, tenía la clase de desarrollo más fácil, centrado en el hogar y la
familia. El siguiente soy yo. Mi vida con la familia es muy, muy normal hasta
septiembre de 1958, cuando, en completo contraste con la educación de las dos
chicas, me mandan a una escuela preparatoria. Ahora estoy lejos del círculo
más íntimo de la familia, y nunca he recuperado mi posición desde entonces…
El tercer hijo es Tina. Y para ser totalmente honesto, no sabría decir cómo es su
vida…”
El show de la CBS, narrado por Walter Cronkite, empezó a las diez de la
noche. Un minuto antes de eso, la familia Sinatra, que había terminado de
cenar, giró las sillas para ponerse de cara a la cámara, unida por el desastre que
podía suceder. Los hombres de Sinatra en otras partes de la ciudad, en otras
partes de la nación, estaban haciendo lo mismo. El abogado de Sinatra, Milton
A. Rudin, fumando un cigarro, estaba mirando con ojos atentos, una alerta
legal en la mente. El programa también iban a verlo Brad Dexter, Jim
Mahoney, Ed Pucci; el maquillador de Sinatra, “Shotgun” Britton; su
representante en Nueva York, Henri Gin, su camisero, Richard Carroll; su
agente de seguros, John Lillie, su mayordomo, George Jacobs, un guapo negro
que, cuando recibe a chicas en su apartamento, pone discos de Ray Charles.
Y como sucede con buena parte del miedo de Hollywood, la aprensión
por el show de la CBS demostró carecer de razón. Fue una hora enormemente
halagadora que no hurgó profundamente, como insistían los rumores, en la vida
amorosa de Sinatra, o la mafia, u otras zonas de su provincia privada. Si bien el
documental no era autorizado, escribió Jack Gould en el New York Times del
día siguiente, “podría haberlo sido”.
28 de 67

Inmediatamente después del show, los teléfonos empezaron a sonar por


todo el sistema de Sinatra y transmitieron palabras de alegría y alivio, y de
Nueva York llegó el telegrama de Jilly: “¡SOMOS LOS AMOS DEL
MUNDO!”

El día siguiente, en un pasillo del edificio de la NBC donde se iba a retomar la


grabación de su programa, Sinatra estaba discutiendo el show de la CBS con
varios de sus amigos, y dijo: “Oh, fue divertidísimo.”–Sí, Frank, una
barbaridad.
–Pero creo que Jack Gould tenía razón hoy en el Times –dijo Sinatra–.
Debería haber habido más sobre el hombre, no sólo sobre la música…
Asintieron, nadie mencionó la histeria que había en el mundo Sinatra
cuando parecía que la CBS iba a ser implacable con él; sólo asintieron y dos de
ellos se rieron porque, al parecer, había salido en el programa diciendo la
palabra “pájaro”, que es una de las palabras preferidas de Sinatra. Con
frecuencia pregunta a sus compinches: “¿Cómo está tu pájaro?”, y cuando casi
se ahogó en Hawai, después explicó: “Se me metió un poco de agua en el
pájaro”, y bajo una gran fotografía suya sosteniendo una botella de whisky, una
foto que cuelga en la casa de un amigo actor llamado Dick Balayan, la leyenda
dice: “¡Bebe, Dickie! Es bueno para tu pájaro”. En la canción Come Fly with
Me, Sinatra a veces altera la letra: “Sólo di las palabras y llevaremos a nuestros
pájaros a Acapulco…”
Diez minutos más tarde Sinatra, siguiendo a la orquesta, entró en el
estudio de la NBC, que no parecía ni de lejos la escena de ocho días antes.

En esa ocasión Sinatra tenía la voz muy bien, hizo bromas entre
números, nada le alteró. En una ocasión, mientras cantaba How Can I Ignore
the Girl Next Door, en el escenario, junto a un árbol, una cámara de televisión
montada en un vehículo se acercó demasiado y chocó contra el árbol:
29 de 67

–¡Cristo! –gritó uno de los asistentes técnicos.


Pero Sinatra a duras penas pareció darse cuenta.
–Hemos tenido un pequeño accidente –dijo con total tranquilidad.
Después empezó la canción desde el principio.
Cuando el programa terminó, Sinatra observó lo grabado en el monitor
de la sala de control. Estaba muy complacido, le dio la mano a Dwight Hemion
y a sus ayudantes. Después se abrieron las botellas de whisky en el camerino de
Sinatra. Pat Lawford estaba allí, y también Andy Williams y una docena más
de personas. Los telegramas y las llamadas seguían llegando de todas las partes
del país con felicitaciones por el programa de la CBS. Hubo incluso una
llamada, dijo Mahoney, del productor de la CBS, Don Hewitt, con el que
Sinatra estaba terriblemente enfadado hacía sólo unos días. Y Sinatra seguía
enfadado, sentía que la CBS le había traicionado, aunque el programa en sí
mismo no era ofensivo.
–¿Le escribo una línea a Hewitt? –preguntó Mahoney.
–¿Se puede mandar un puño por correo? –respondió Sinatra.
Lo tiene todo, no puede dormir, da bonitos regalos, no es feliz, pero no
cambiaría, ni por la felicidad, lo que es…
Es una parte de nuestro pasado, sólo que nosotros hemos envejecido, él
no… nosotros estamos angustiados por la vida doméstica, él no... nosotros
tenemos escrúpulos, él no… Es culpa nuestra, no suya…
Controla los menús de todos los restaurantes italianos de Los Ángeles; si
quieres comida del norte de Italia, coge un avión a Milán…
Los hombres le siguen, le imitan, se pelean por estar cerca de él… hay
algo de vestuario, de cuartel, en él… pájaro… pájaro…
Cree que hay que jugar a lo grande, con todo, cada vez más… cuanto
más abierto eres, más recibes, tus dimensiones aumentan, creces, te vuelves
más lo que eres… más grande, más rico…
“Es mejor que nadie, o al menos yo creo que lo es, y tiene que vivir a la
altura de eso.” (Nancy Sinatra Jr.)
30 de 67

“Es tranquilo aparentemente… pero por dentro le están pasando un


millón de cosas.” (Dick Bakalayan)
“Tiene un insaciable deseo de vivir cada momento al máximo porque
tiene la sensación que al otro lado de la esquina está la extinción.” (Brad
Dexter)
“Lo único que obtuve de mis matrimonios fueron los dos años que Artie
Shaw me financió el diván del analista.” (Ava Gardner)
“No éramos madre e hijo, sino colegas.” (Dolly Sinatra)
“Tengo cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, sean oraciones,
tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s.” (Frank Sinatra)

Frank Sinatra estaba cansado de la cháchara, los cotilleos, la teoría, cansado de


leer citas sobre sí mismo, de oír lo que la gente decía de él en toda la ciudad.
Habían sido tres semanas tediosas, dijo, y ahora sólo quería largarse, ir a Las
Vegas, soltar un poco de presión. Así que se subió a su jet, voló por encima de
las colinas de California hasta las llanuras de Nevada, después sobre millas y
millas de desierto hasta The Sands y la pelea Clay-Patterson.
La velada del combate se quedó despierto toda la noche y durmió la
mayor parte de la tarde, aunque su voz grabada se oyó en el lobby de The
Sands, en el casino de apuestas, incluso en los lavabos, siendo interrumpido por
algunos compases de anuncios públicos: “ … Llamada telefónica para el señor
Ron Fish, señor Ron Fish… con una cinta dorada en el cabello… Llamada
telefónica para el señor Herbert Rothstein, señor Herbert Rothstein…
memories of a time so bright, keep me sleepless through dark endless nights...”
La tarde antes del combate en el recibidor de The Sands y de los otros
hoteles a lo largo de la avenida pululaban los consabidos profetas de la pelea:
los apostadores, los viejos campeones, segundones del negocio del boxeo de la
Octava Avenida, los redactores deportivos que dicen pestes de los grandes
combates durante todo el año, pero que no quieren perderse uno; los novelistas
31 de 67

que parecen identificarse siempre con un púgil o con otro; las prostitutas
locales reforzadas por algunas profesionales de Los Ángeles; y también una
joven morena con un traje negro de cóctel arrugado que estaba en el mostrador
de recepción implorando: “Pero yo quiero hablar con el señor Sinatra”.
–No está aquí –contestó el encargado.
–¿No quiere comunicarme con su cuarto?
–No se puede transmitir ningún mensaje, señorita –contestó.
Tambaleándose y casi a punto de llorar, cruzó el recibidor y entró en la
grande y ruidosa sala de juegos, llena de hombres interesados tan sólo en el
dinero.
Poco antes de la siete de la tarde, Jack Entratter, un hombretón de pelo
cano que dirige The Sands, entró en la sala de juego para anunciar a unos
hombres que se encontraban alrededor de la mesa de blackjack que Sinatra se
estaba vistiendo. Dijo también que le había sido imposible encontrar asientos
de primera fila para todos, así que algunos de los hombres –incluido Leo
Durocher, que escoltaba a una señorita, y Joey Bishop, que venía con su
mujer– no podían sentarse en la fila de Sinatra y tenían que acomodarse en la
tercera. Cuando Entratter se lo dijo a Joey Bishop, éste no pareció enfadarse;
sin embargo, miró sorprendido a Entratter en silencio.
–Joey, lo siento –dijo Entratter al prolongarse el silencio–, pero no
hemos podido conseguir en la primera fila más que seis localidades juntas.
Bishop siguió en silencio. Pero cuando asistieron a la pelea, Joey Bishop
estaba en la primera fila y su mujer en la tercera.
El combate, llamado guerra santa entre cristianos y musulmanes, venía
precedido por la presentación de tres ex campeones con calvicie incipiente:
Rocky Marciano, Joe Louis y Sonny Liston, otro hombre que surgía también de
las sombras del pasado. Habían pasado más de catorce años, pero Sinatra se
acordaba de todos los detalles: Eddie Fisher era entonces el nuevo rey de los
barítonos junto con Billy Eckstine y Guy Mitchell, mientras que él había sido
desechado. Recordaba que, entrando una vez en un estudio de radio, un nutrido
grupo de admiradores de Fisher que aguardaba en el recibidor esperó a mofarse
32 de 67

de él: “Frankie, Frankie, me desmayo, me desmayo”. Era la época en que


vendía tan sólo treinta mil discos al año, cuando en su programa televisivo le
habían dado un papel equivocado de cómico y cuando había grabado aquellos
desastres, como Mama Will Bark.
–Gruñía y ladraba en ese disco –ha dicho Sinatra, todavía lleno de horror
ante la idea–. Únicamente fue bueno para los perros.
En 1952 su voz y su gusto artístico eran infinitamente malos, pero, según
sus amigos, la causa principal de su ocaso fue la persecución de Ava Gardner.
Ella era entonces la gran reina del cine, una de las mujeres más guapas del
mundo. Nancy, la hija de Sinatra, recuerda haber visto a Ava nadar un día en la
piscina del padre, salir luego del agua con ese cuerpo fabuloso, acercarse
lentamente al fuego, inclinarse un momento hacia él, y de pronto tener la
impresión de que su oscuro pelo largo se había secado y que milagrosamente y
sin esfuerzo estaba perfectamente arreglado.
Como dicen sus amigos, Sinatra nunca sabe si las mujeres con las que
devanea lo quieren por lo que puede hacer por ellas o por lo que hará más
adelante. Con Ava Gardner fue distinto. Él no podía ayudarla en nada. Estaba
en la cumbre. Si Sinatra ha aprendido algo de su experiencia con Ava, quizá
haya sido que cuando un hombre orgulloso ha caído, una mujer no lo puede
ayudar. Y en particular una mujer que está en la cumbre.
Sin embargo, en esta época, a pesar de su voz cansada, se filtraba alguna
emoción profunda en su forma de cantar. Una canción en particular, que
todavía hoy se recuerda: I Am a Fool to Want You. Un amigo que se
encontraba en el estudio cuando Sinatra estaba grabando, recordaba: “Frank
aquella noche estaba realmente presionado. Cantó en una sola toma, luego dio
media vuelta y salió del estudio”.
Hank Sanicola, que era por entonces el representante de Sinatra, dijo:
“Ava quería a Frank, pero no tanto como él la quería. Él necesita mucho amor.
Lo quiere durante las veinticuatro horas del día; necesita gente a su alrededor.
Frank es así”. Según Sanicola, Ava Gardner era muy insegura. Temía no poder
33 de 67

retener a un hombre… Dos veces corrió detrás de ella a África, dañando su


carrera…
Otro amigo dijo:
–Ava no quería que los amigos de Sinatra estuvieran siempre de por
medio. Esto la ponía furiosa. Con Nancy solía llevar a su casa a toda la pandilla
y ella, la buena mujer italiana, nunca se quejaba. Se limitaba únicamente a
preparar espagueti para todo el mundo.
En 1953, después de casi dos años de matrimonio, Sinatra y Ava se
divorciaron. Parece que la madre de Frank trató de reconciliarlos, pero si Ava
estaba dispuesta, Frank Sinatra no. Salía con otras mujeres. La balanza se había
equilibrado. De alguna manera, en ese periodo Sinatra dejó de ser el cantante
adolescente, el chico actor en traje de marinero, para convertirse en hombre.
Incluso antes de 1953, cuando ganó el Oscar por su interpretación en De aquí a
la eternidad, salían a relucir algunos destellos de su antiguo talento como en la
grabación de The Birth of the Blues y su reaparición en el club nocturno
Riviera, que únicamente fue alabada por los críticos de jazz. Como había
también entonces una tendencia hacia los Long Playing y evitar los discos de
pocos minutos de duración, el estilo de concierto de Sinatra hubiera tenido
éxito con el Oscar o sin él.
En 1954, Frank Sinatra, completamente entregado otra vez a su talento,
fue nombrado por Metronome “cantante del año”, y más adelante ganó en la
votación de los disc-jockeys de la upi, desplazando a Eddie Fisher, que en esos
momentos salía del ring, después de haber cantado en Las Vegas el himno
nacional. Y se inició el combate.
Floyd Patterson estuvo persiguiendo a Clay alrededor del cuadrilátero en
el primer asalto, sin lograr alcanzarlo, y a partir de entonces fue el juguete de
Clay. El encuentro terminó en el duodécimo asalto, quedando Patterson
técnicamente fuera de combate. A la media hora casi todo el mundo se había
olvidado del combate y había vuelto a las mesas de juego o se había puesto en
la cola para comprar entradas para el espectáculo que ofrecían, en el escenario
de The Sands, Dean Martin, Sinatra y Bishop. El show, que incluye a Sammy
34 de 67

Davis Jr. cuando está en la ciudad, consiste en muchas canciones interrumpidas


por un diálogo improvisado y chistoso.
Después del último espectáculo en The Sands, el grupo de Sinatra –que
ascendía por entonces a unos veinte, y comprendía a Jilly, que había llegado en
vuelo de Nueva York; a Jimmy Cannon, el crítico deportivo favorito de
Sinatra, y a Harold Gibbons, un funcionario del sindicato de transportes que
sustituiría a Hoffa si éste llegaba a ir a la cárcel– subió a varios coches para ir a
otro club nocturno.

Eran las tres de la madrugada. La noche era todavía joven.


Se detuvieron en el Sahara, ocuparon una larga mesa en la parte de atrás
y escucharon a un pequeño cómico calvo llamado Don Rickles, tal vez el más
cáustico de todos los cómicos del país. Su humor es tan grosero, de tan mal
gusto, que no ofende a nadie. Es demasiado ofensivo para ofender. Cuando
distinguió entre el público a Eddie Fisher, empezó a tomarle el pelo, diciendo
que no era nada extraño que no consiguiera dominar a Elizabeth Taylor como
amante. Y cuando dos hombres de negocios admitieron ser egipcios, Rickles se
metió con ellos criticando la postura de su país con Israel. Luego sugirió
abiertamente que una mujer sentada en una mesa con su marido era, en
realidad, una buscona.
Cuando el grupo de Sinatra entró, Don Rickles no pudo ponerse más
contento. Señalando a Jilly, Rickles gritó: “¿Qué se siente al ser el tractor de Fr
ank?… Sí, Jilly sigue andando delante de Frank para abrirle paso”. Después de
meterse con Durocher, Rickles la emprendió con Sinatra, sin olvidar mencionar
a Mia Farrow, ni que llevaba peluquín, ni que estaba terminado como cantante.
Sinatra se rió y todos lo imitaron, y Rickles, señalando a Bishop, dijo: “Joe
Bishop sigue tomando la pauta de Frank para saber lo que es gracioso”.
Después que Rickles contase algunos chistes judíos, Dean Martin se puso
de pie gritando: “Eh, estás hablando siempre de los judíos y nunca de los
italianos”. Y Rickles le interrumpió:
35 de 67

–¿Para qué queremos a los italianos? Lo único que hacen es ahuyentar


las moscas de nuestros pescados.
Sinatra se rió, todos se rieron, y Rickles siguió durante casi una hora
hasta que Sinatra, poniéndose de pie, dijo:
–Está bien, termina ya de una vez, tengo que marcharme.
–Siéntate y calla –ordenó Rickles–. Yo te he aguantado mientras
cantabas…
–¿Con quién crees que estás hablando? –le dijo Sinatra.
–Con Dick Haymes –contestó el otro y Sinatra volvió a reírse.
Luego, Dean Martin, vaciándose en la cabeza una botella de whisky y
empapándose el smoking, empezó a dar puñetazos en la mesa.
–¿Quién iba a creer que ese borrachín llegaría a estrella –dijo Rickles.
Pero Martin dio un bocinazo:
–Eh, quiero echar un discurso.
–Cállate.
–No, Don, quiero decirte algo –insistió Martin–. Pienso que eres un gran
artista.
–Bueno, gracias, Dean –contestó Rickles, aparentemente complacido.
–Pero no me hagas eso –siguió Martin, dejándose caer pesadamente en
su silla–. Estoy borracho.
–No lo dudo –dijo Rickles.
A las cuatro de la madrugada, Frank Sinatra salió del Sahara con el
grupo. Algunos llevaban en la mano sus vasos de whisky y seguían bebiendo
en la acera y en los coches. De vuelta a The Sands entraron en las salas de
juego. Seguían repletas de gente; las ruletas giraban y los jugadores de dados
chillaban en el rincón más alejado.
Frank Sinatra, con un vaso de whisky en su izquierda, se adentró entre la
gente. A diferencia de algunos de sus amigos, estaba impecable, con la corbata
en su sitio y los zapatos sin tacha. Nunca parece perder su dignidad, nunca deja
de estar alerta por mucho que haya bebido o por mucho que lleve despierto.
36 de 67

Nunca se tambalea al andar, como Dean Martin, ni baila en los pasillos o salta
encima de las mesas como Sammy Davis.
Dondequiera que se encuentre hay una parte de Sinatra que no está allí.
Hay siempre algo de él, aunque a veces sea muy poco, que sigue siendo il
padrone. Incluso ahora, con el vaso sobre la mesa de blackjack frente al que
daba las cartas, Sinatra se mantenía un poco alejado de la mesa, sin siquiera
apoyarse. Buscó en el bolsillo de los pantalones y sacó un abultado, pero
limpio, manojo de billetes. Con suavidad despegó un billete de cien dólares que
colocó en el fieltro verde de la mesa. El hombre le dio dos cartas. Sinatra pidió
una tercera, se pasó y perdió los cien dólares.
Sin inmutarse, Sinatra depositó un segundo billete de cien. Lo perdió.
Luego un tercero, que perdió también. Puso en la mesa otros dos billetes de
cien y los perdió. Finalmente, tras haber colocado el sexto billete de cien
dólares en la mesa y haberlo perdido también, se alejó saludando con una
inclinación de cabeza al hombre y diciendo: “Buen croupier”.
La masa de gente que se había apretujado a su alrededor se abrió para
dejarle paso. Pero una mujer se dirigió hacia él alargándole un trozo de papel
para que pusiera su autógrafo.
Firmó y luego dijo: “Gracias”.
En la parte de atrás del gran comedor de The Sands había una larga mesa
reservada para Sinatra. A esa hora el comedor estaba casi vacío. Había quizá
dos docenas de personas, incluidas cuatro señoritas en una mesa cerca de
Sinatra que no iban acompañadas. En otro extremo de la gran sala, en una larga
mesa, estaban sentados siete hombres, apoyados en la pared hombro con
hombro. Dos llevaban gafas oscuras y todos comían tranquilamente sin apenas
hablar, pero nada escapaba de su observación.
El grupo de Sinatra, después de haberse acomodado y de haber bebido
más, pidió algo de comer. La mesa era más o menos del mismo tamaño que la
que le reservan en Jilly’s, en Nueva York; y las personas sentadas alrededor de
ella eran en gran parte las mismas que están con Sinatra en Jilly’s, o en un
restaurante de California, o dondequiera que se encuentre. Cuando Sinatra se
37 de 67

sienta a cenar, sus fieles amigos están cerca; y dondequiera que esté, por muy
elegante que sea el lugar, sale siempre a relucir algo sobre el barrio, porque
Sinatra, aunque haya llegado muy lejos, sigue siendo el chico de barrio, sólo
que ahora se lo puede llevar a todas partes.
De algún modo, la mesa reservada para él y sus familiares en un lugar
público es lo más cercano que Sinatra tiene ahora de vida hogareña. Habiendo
tenido un lugar y habiéndolo abandonado, quizá sea ésta la aproximación que
más le guste; aunque no parece ser exactamente así, ya que habla con mucho
cariño de la familia, se mantiene en contacto con su primera mujer, e insiste en
que no tome ninguna decisión sin antes consultarlo. Siempre desea colocar
muebles u otros recuerdos suyos en casa de su mujer o en la de su hija Nancy,
y también guarda relaciones amistosas con Ava Gardner. Cuando Sinatra se
encontraba en Italia rodando El coronelVon Ryan, estuvo con ella algún
tiempo, y fueron perseguidos adondequiera que fuesen por los paparazzi. Se
dijo entonces que los paparazzi habían hecho a Sinatra una oferta colectiva de
16.000 dólares si se dejaba retratar junto con Ava Gardner, y que él había
hecho a su vez una contraoferta de 32.000 dólares si le dejaban romper un
brazo o una pierna a un paparazzi.
Aunque Sinatra a menudo está encantado de quedarse en casa
completamente solo para poder leer y pensar sin interrupciones por la noche, en
algunas ocasiones se encuentra solo y no por voluntad propia. Tal vez ha
llamado por teléfono a media docena de mujeres que por una razón u otra
tenían otros compromisos. Entonces llama a su ayuda de cámara, George
Jacobs:
–Esta noche iré a cenar a casa, George.
–¿Cuántas personas habrá?
–Tan sólo yo –contesta Sinatra–. Quiero algo ligero; no tengo mucha
hambre.
George Jacobs es un hombre de 36, divorciado dos veces, que se asemeja
a Billy Eckstine. Ha viajado por todo el orbe con Sinatra y le tiene mucha
devoción. Jacobs vive en un cómodo piso de soltero en Sunset Boulevard,
38 de 67

pasada la esquina de Whisky a gogo, y es conocido en todos lados por el


surtido de vivarachas chicas californianas que tiene como amigas, algunas de
las cuales, él lo admite, se acercaron a él para estar cerca de Frank Sinatra.
Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Después,
Sinatra le dice que ya puede marcharse. Si alguna de estas noches el jefe
pidiera a Jacobs quedarse más tiempo, o jugar alguna mano de póker, lo haría
gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide.
Era la segunda noche en Las Vegas y Frank Sinatra se quedó con sus
amigos en el comedor de The Sands hasta cerca de las ocho de la mañana.
Durmió casi todo el día; luego volvió en avión a Los Ángeles, y a la mañana
siguiente conducía su pequeño coche de golf por los estudios Paramount. Tenía
que terminar dos escenas con la rubia y voluptuosa Virna Lisi para la película
Asalto al Queen Mary. Mientras conducía el pequeño vehículo entre los
grandes edificios de los estudios, vislumbró a Steve Rossi, que con su
compañero cómico Marty Allen estaba rodando una película con Nancy Sinatra
en un estudio adyacente.
–Eh, Dag –le gritó–, deja de besar a Nancy.
–Es parte de la película, Frank –contestó Rossi volviendo la cabeza
mientras seguía andando.
–¿En el garaje?
–Es mi sangre “dago”, Frank.4
–Será mejor que frenes –contestó Sinatra, guiñándole un ojo.
Luego, vuelta la esquina, paró el cochecillo frente a un lóbrego edificio
en el interior del cual serían rodadas las escenas de Asalto.
–¿Dónde está ese director gordo? –clamó Sinatra al entrar en el estudio,
que estaba abarrotado de asistentes, técnicos y actores, todos reunidos
alrededor de las cámaras. El director, Jack Donohue, un hombretón que había
trabajado con Sinatra durante veintiún años en una u otra producción, había
tenido sus problemas con esta película. El guión había sido cortado sin piedad,
los actores parecían inquietos, y Sinatra había terminado aburriéndose. Pero
39 de 67

ahora sólo quedaban dos escenas: una breve que se rodaría en el estanque y
otra más larga y apasionada entre Sinatra y Virna Lisi en una playa.
La escena del estanque, que dramatiza una situación en la que Sinatra y
sus compañeros fracasan al intentar saquear el Queen Mary, se hizo
rápidamente y bien. Al ser retenido Sinatra en el estanque con el agua hasta los
hombros durante algunos minutos, dijo:
–A ver si aligeramos, amigos. En el agua hace frío, y yo estoy saliendo
de un catarro.
Los encargados de las cámaras se acercaron, Virna Lisi chapoteó en el
agua junto a Sinatra y Jack Donohue gritó a los que manejaban los
ventiladores: “Que empiecen las olas”. Otro hombre dio la orden: “Agitad”, y
Sinatra empezó a cantar: “¡Agitad rítmicamente!”, después silencio, justo antes
de que empezara el rodaje.
En la otra escena, Frank Sinatra estaba en la playa mirando a las estrellas.
Virna Lisi tenía que acercarse y tirarle un zapato para señalar su presencia.
Luego se sentaría a su lado y seguiría una escena apasionada. Poco antes de
empezar, Virna Lisi ensayó el lanzamiento del zapato hacia Sinatra acostado en
la playa. Cuando lo estaba tirando, Sinatra le dijo:
–Si me das en el pájaro me voy a casa.
Virna Lisi, que no entiende mucho el inglés y menos aún el vocabulario
particular de Sinatra, pareció confundida, pero todos los demás se rieron. Tiró
el zapato que, después de volar por el aire, cayó sobre el estómago de Frank.
–Bueno, ha sido diez centímetros más arriba –observó él.

Ella se desconcertó de nuevo por las risas de detrás de las cámaras.


Luego, Jack Donohue les hizo repasar el diálogo, y Sinatra, todavía
excitado por la excursión a Las Vegas y ansioso de que empezara el rodaje,
dijo:
–Vamos a intentarlo.
Donohue, aunque no estaba muy seguro de que Sinatra y Lisi se supieran
bien el diálogo, accedió y el encargado de la claqueta anunció:
40 de 67

–419, toma 1.
Virna Lisi se acercó, lanzó el zapato que cayó en el muslo de Sinatra. Él
levantó imperceptiblemente una ceja y los demás sonrieron.
–¿Qué te dicen las estrellas esta noche? –dijo Virna Lisi sentándose a su
lado en la arena.
–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota –contestó Sinatra–,
un idiota de marca mayor por meterme en estos líos...
–Corten –ordenó Donohue. Había sobre las arenas las sombras de
algunos micrófonos y Virna Lisi no estaba sentada en el sitio exacto cerca de
Sinatra.
–419, toma 2 –anunció el hombre de la claqueta.
Virna Lisi volvió a acercarse. Le tiró el zapato, que no le alcanzó. Sinatra
dio sólo un leve suspiro.
–¿Qué te dicen las estrellas esta noche?
–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota, un idiota de marca
mayor por meterme en estos líos...
Luego, según el guión, Sinatra tenía que continuar diciendo: “¿Sabes en
qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al puente del Queen
Mary, estaremos indeleblemente marcados”, pero Sinatra, que a menudo
improvisa, dijo:
–¿Sabes en qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al
puente de ese jodido barco...
–No, no –interrumpió Donohue, sacudiendo la cabeza–. No creo que eso
esté bien.
Las cámaras se pararon, algunos rieron y Sinatra miró arriba como si
hubiera sido interrumpido injustamente.
–No veo por qué no lo puedo decir –empezó. Pero Richard Conte, que
estaba detrás de la cámara, gritó:
–En Londres no lo aceptarían.
Donohue se pasó los dedos por su escasa cabellera gris y, sin dar
muestras de enfado, dijo:
41 de 67

–¿Sabes?, la escena era muy buena hasta que alguien la estropeó...


–Sí –intervino Billy Daniels, asomando la cabeza por detrás de la
cámara–, estaba muy bien...
–Cuidado con lo que dices –le interrumpió Sinatra.
Luego Frank, que es muy hábil en encontrar la forma de no volver a
rodar, propuso una solución con la que se podía usar la película quitando la
frase defectuosa que sería doblada más tarde. La idea se aceptó, las cámaras
empezaron a funcionar de nuevo; Virna Lisi se inclinaba hacia Sinatra en la
arena y él la atraía hacia sí. La cámara se acercó para tomar un primer plano de
sus caras y estuvo en movimiento durante algunos segundos, pero Sinatra y
Lisi no dejaron de besarse, siguieron echados en la playa estrechamente
abrazados, luego la pierna izquierda de Virna Lisi empezó a levantarse un
poco, y todos en el estudio miraban en silencio, sin decir palabra, hasta que
Donohue dijo por fin:
–Cuando hayan terminado, avísenme. Se me está acabando la película.
Entonces Virna Lisi se levantó, se alisó el traje blanco, echó hacia atrás
su pelo rubio, y se limpió la boca, cuya pintura se había emborronado. Sinatra,
con una leve sonrisa en los labios, se levantó y se dirigió a su camerino.
Al pasar cerca de un anciano que estaba junto a una cámara, Sinatra le
preguntó:
–¿Cómo va su Bell & Howell? 
El viejo sonrió.
–Muy bien, Frank.
–Me alegro.
En el camerino le esperaba un diseñador de coches que tenía los dibujos
para el nuevo automóvil con carrocería especial que iba a reemplazar el Ghia
de 25.000 dólares que Sinatra había conducido durante los últimos años.
También le esperaba su secretario, Tom Conroy, que traía un saco lleno de
cartas de sus admiradores, incluida una del alcalde de Nueva York, John
Lindsay; y también Bill Millar, el pianista de Sinatra, para ensayar algunas de
42 de 67

las canciones que serían grabadas más tarde, del nuevo álbum de Frank:
Moonlight Sinatra.
Mientras que a Sinatra no le importa bromear en el estudio
cinematográfico, es enormemente serio en las sesiones de grabación. Como
explicó una vez al escritor británico Robin Douglas-Hume: “Cuando grabas un
disco, estás completamente solo. Si es malo y a la gente no le gusta, la
responsabilidad es tuya y de nadie más. Si es bueno, dígase lo mismo. Con las
películas no es así: están los productores, los autores del guión y cientos de
hombres en las oficinas. La responsabilidad no está sólo en tus manos. Con un
disco lo eres todo...”

But now the days are short


I am in the Autumn of the year
And now I think of my life
As vintage wine
From fine old kegs...

Ya no tiene importancia el autor de la canción o de la letra. Todas sus


palabras, sus sentimientos, son capítulos del lírico romance de su vida.

Life is a beautiful thing


As long as I hold the string...
Cuando Frank Sinatra llega en coche al estudio, baja del automóvil y se
dirige danzando a la entrada; luego, chasqueando los dedos, de pie frente a la
orquesta en una habitación íntima y sellada, de pronto domina a cada hombre, a
cada instrumento, a cada onda de sonido. Algunos de los músicos llevan con él
más de veinticinco años y se han hecho viejos oyéndole cantar You Make Me
Feel so Young.
Cuando está en forma, como sucedía esa noche, Sinatra está extasiado, la
sala se llena de electricidad, hay una excitación que se contagia a la orquesta y
se percibe en la cabina de dirección donde una docena de amigos de Sinatra le
43 de 67

saludan agitando las manos desde detrás del cristal, entre ellos Don Drysdale,
jugador de los Dodgers. “Hola, gran D”, le grita Sinatra. También está allí Bo
Wininger, profesional de golf; hay también –de pie en la cabina, detrás de los
empleados– numerosas mujeres guapas, que sonríen a Sinatra y ondulan
suavemente sus cuerpos al ritmo de la música:

Will this be moon love


Nothing but moon love
Will you be gone when the dawn
Comes stealing through...

Después de haber terminado se vuelve a escuchar la grabación de la


cinta, y Nancy Sinatra, que acaba de entrar, se reúne con su padre delante de la
orquesta para oír la repetición. Escuchan en silencio, mientras todos los ojos
miran fijamente al rey y la princesa. Cuando la música termina, suena un
aplauso desde la cabina de dirección. Nancy sonríe, su padre chasquea los
dedos y canta, llevando el ritmo con el pie. “Oo-ba-deeba-boobe-do”. Luego
Sinatra llama a uno de sus hombres:
–Eh, Sarge, ¿puedes conseguir media taza de café?
Sarge Weiss, que había estado escuchando la música, se levanta
lentamente.
–No quería despertarte, Sarge –dice Sinatra sonriendo.
Weiss trae el café y Sinatra lo mira, lo olfatea y luego anuncia:
–Pensaba que iba a ser amable conmigo, pero es realmente café... –Más
sonrisas, y luego la orquesta se prepara para el número siguiente. Una hora
después todo ha terminado.
Los músicos guardan los instrumentos en sus estuches, cogen sus
chaquetas y empiezan a desfilar, dando las buenas noches a Sinatra. Los
conoce a todos por su nombre; sabe mucho de su vida, de sus días de solteros,
de sus divorcios, de sus momentos felices y desgraciados, como ellos lo
conocen también. Cuando la corneta, un italiano bajito llamado Vincent
44 de 67

DeRosa –que ha trabajado con Sinatra desde los tiempos del Hit Parade del
Lucky Strike– pasó por su lado, Sinatra lo detuvo un momento.
–Vincenzo –dijo–, ¿Cómo está tu nena?
–Está bien, Frank.
–Oh, ya no es ninguna nena –se corrigió Sinatra–, debe ser una mujer.
–Sí, ahora va a la universidad, la usc. También tiene cierto talento para
cantar, Frank.
Sinatra calló un momento. Luego dijo:
–Sí, pero es mejor que antes se eduque, Vincenzo.
Vincenzo DeRosa asintió.
–Sí, Frank. Bien, buenas noches, Frank.
–Buenas noches, Vincenzo.
Después de que los músicos se hubieran marchado, Sinatra abandonó la
sala de grabación y se reunió con sus amigos en el pasillo. Iría a tomar un trago
con Drysdale, Wininger y otros pocos más, pero primero anduvo hasta el otro
extremo del pasillo para dar las buenas noches a Nancy, que estaba poniéndose
el abrigo y pensaba volver a casa en coche.
Cuando Sinatra la hubo besado en la mejilla, se apresuró a reunirse con
sus amigos en la salida. Pero antes de que Nancy pudiera salir del estudio, Al
Silvani, otro de los hombres de Sinatra, un antiguo entrenador de boxeo, se le
acercó.
–¿Estás lista para marcharte, Nancy?
–Oh, gracias, Al, no hay cuidado.
–Órdenes de papi –dijo Silvani, levantando las manos con las palmas
hacia fuera. Solamente cuando Nancy le demostró que dos de sus amigos la
acompañarían a casa, y tan sólo cuando Silvani los reconoció como amigos,
decidió marcharse.
El resto del mes fue claro y templado. La sesión de grabación había sido
magnífica; la película estaba terminada y los espectáculos televisivos
pertenecían al pasado. Sinatra salió de su despacho y mientras conducía su
Ghia había empezado a coordinar sus últimos proyectos. Tenía un compromiso
45 de 67

en The Sands, una nueva película de espionaje llamada Atrapado que se rodaría
en Inglaterra, y un par más de álbumes por hacer en los próximos meses. Y
dentro de una semana cumpliría cincuenta años...

Life is a beautiful thing


As long as I hold the string...
I’d be asilly so-and-so
If I should ever let go...

Frank Sinatra paró el coche. El disco estaba en rojo. Los peatones


pasaban deprisa delante de sus parabrisas, pero, como siempre, hubo alguien
que no lo hizo. Era una muchacha de unos veinte años. Estaba en la acera
mirándolo fijamente. Él la veía de reojo y sabía, porque sucede casi a diario,
que estaba pensando: “Se le parece, pero ¿será él?”
Cuando el disco iba a cambiar, Sinatra se volvió hacia ella y la miró
directamente a los ojos, esperando la reacción que no tardaría en manifestarse.
Así fue, y él le sonrió. Ella contestó con otra sonrisa, y Sinatra se fugó. ~

©Traducción cedida por la revista Gatopardo.

1. El torpedero en que prestaba servicio John F. Kennedy y que se hundió en el


Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. (Nota del traductor)
2. Término despectivo con que los norteamericanos designan a los italianos.
Parece ser que deriva de la palabra “guappo” (de indudable origen castellano)
con la que se denomina a los bravucones y a los chulos. (Nota del traductor)
3. De slacks, pantalones sueltos. (Nota del traductor)
4. Término populachero con el que se designa a los latinos. (Nota del traductor)
46 de 67

No hay flores en la tumba de Andrés

Por Santiago Cruz Hoyos

Foto de Eduardo 'La Rata' Carvajal - Cortesía Casa Ensamble, Bogotá


REVISTA GACETA - EL PAIS

Yo creo que te apresuraste Andrés. Yo creo, esculcando las dos cartas que
escribiste el mismo día de tu muerte, que no te querías matar ese 4 de marzo de
1977.
¿Cómo pensar que te querías matar si ese mismo día acababas de recibir
el primer ejemplar de tu novela ¡Que viva la música!? Ése, Andrés, era un gran
motivo de celebración, de una ‘torcis’ de las buenas, como le decías a las trabas
que te metías.
Pero lo que querías en realidad era celebrar ese triunfo con Patricia
Restrepo, tu eterno amor, tu novia, tu sostén. Sin embargo Andrés, ella no
estaba. Se fue de tu apartamento furiosa por una pelea entre ustedes ya famosa.
Te vio con otro hombre mal parqueado. Le explicaste hasta la saciedad que no,
que no eras homosexual, que eso fue una cosa chiflada que se dio. El caso es
que estaba disgustada y se fue sin dejar pistas.
47 de 67

Entonces, sentiste una agonía profunda, un desespero desesperante que


se siente en las líneas que escribiste el día de tu suicidio: una carta a Miguel
Marías, crítico de cine español y corresponsal en Madrid de la revista Ojo al
Cine, en la que le advertiste que le escribías “con una prisa demente” porque
estabas buscando a Patricia. En esa carta das otra pista para asegurar que no te
querías matar. Le anunciabas a Marías que en ocho días le ibas a mandar libros
y discos de los Rolling Stones, que te encantaba.
La otra carta se la escribiste ese mismo día a Patricia, donde le
implorabas que se reconciliaran. Sospecho que son de esos amores Andrés que
lo dominan a uno, que lo sacuden. Y que cuando parecen irse uno no es uno, es
un ser sin control, demente, horrorizado por la certeza de que al levantarse al
otro día sin esa mujer el sentimiento de soledad será implacable.
Llamaste, entonces, a la casa de tu amigo, Luis Ospina, para preguntar
por tu novia. Llamaste a tu mamá, doña Nellie Estela. Recorriste la Sexta, el
centro. Pensaste en ir a Los Turcos a ver si la veías. Te ilusionabas en tu
apartamento ubicado en el edificio Corkidi al escuchar unas llaves afuera de tu
puerta, pero caías abatido ante la realidad de que era la vecina que llegaba y
abría su morada. No era Patricia. Entonces, escribiste: “No tengo otra cosa que
decir además no me dejes no me dejes no me dejes no me dejes no te vayas no
te vayas no te vayas no te vayas”. Así, sin comas, angustiado y con afán.
Pero, te repito, creo que no pensabas en acabar tu vida ese 4 de marzo.
Luis Ospina, escribe Sandro Romero, se preguntaba cómo era posible que
alguien se suicide si acaba de comprar una nevera. La nevera llegó a tu casa el
día de tu muerte. La decisión de ingerir esa sobredosis de somníferos fue
apresurada Andrés, y sin sentido alguno. Pero ya no importa.
Esas cartas a Miguel Marías y a Patricia las estoy leyendo hoy, 4 de
marzo de 2009, sentado junto a tu tumba, la S-93, ubicada en el cementerio
Metropolitano del Norte. Las cartas están consignadas en el libro ‘El cuento de
mi vida’, tus memorias publicadas por Norma.
Hoy, que se celebra el aniversario número 32 de tu muerte, esperaba
encontrar tu tumba llena de flores, con jóvenes viniendo a visitarte, lectores
48 de 67

que te rindieran tributo en el día de tu aniversario. Pero no. La lápida, en donde


consta que estás enterrado junto al niño Juan Roberto Quevedo y que se dice ya
se la han robado, la encontré sucia, con tierra y hojas secas, y sin flores.
Imaginaba también encontrarme a la caleña de dientes blancos que viene
en las tardes a leer junto a tu tumba. Hoy no vino. Esa caleña la menciona tu
admirador más fiel, el escritor y dramaturgo Sandro Romero Rey, en su libro
‘Andrés Caicedo, la muerte sin sosiego’. No da el nombre, pero yo sospecho
que no es caleña, que se trata de Ángela Rosa Giraldo, una profesora de
literatura nacida en Calarcá, Quindío, que dicta clases en el colegio Santa
Teresa de Jesús y que encontró en tus libros la mejor forma de comunicarse
con sus estudiantes, sobre todo con los indisciplinados y de genios telúricos.
Fue ella quien me dio la ubicación exacta de tu tumba. Pocos de tus amigos se
acuerdan dónde queda.
Andrés, en el curso de Ángela te leen con fervor, sobre todo tu libro ‘El
atravesado’, y también montaron una obra de teatro con esa historia. Los
muchachos, además, armaron una banda de rock, Kalisur, y cantan tus
canciones preferidas : ‘The house of the rising sun’ y todas las de los Rolling
Stones. Cada semana se reúnen para seguir leyéndote y ver tus películas
preferidas (tu número uno fue Psicosis, dirigida por Alfred Hitchcock).
Es, de verdad, hermoso. Son jóvenes como me imagino fuiste tú, que uno
los ve con una mirada rebelde, conflictiva. Pero qué va. Ayer compartí con
ellos y son de lo más buena gente. Te admiran y conocen de tu vida y obra más
que cualquier académico.
Me sorprendió también que al día siguiente de tu muerte, en los
periódicos, sólo registraron el hecho en unas cuantas líneas. Me imaginaba
encontrarme grandes titulares anunciando tu muerte, pero nada. El único que
escribió largo y tendido fue Gustavo Álvarez Gardeazábal, en El País. Publicó
una columna el 8 de marzo y escribió que a los 16 años, ya tenías amagos de
gran genio a la hora de escribir. Todavía no eras el mito que hoy eres.
También, en esos días, 6 jóvenes se habían matado por despecho. ¿Una
coincidencia con tu decisión?
49 de 67

En el cementerio
Hoy descubrí Andrés que leer en un cementerio es un verdadero placer, el
ambiente invita a leer libros de un tirón. En esta mañana, donde nadie, excepto
yo, pasó por tu tumba, se escucha el sonido de algunas guadañas que
embellecen tumbas a lo lejos. En el cementerio lo que se escucha son guadañas,
pájaros y mariachis. Como el mariachi que inició un concierto tétrico en el
entierro de un señor que se llamó José William Castaño.
A las 12 en punto de la tarde escuché pitos como de un árbitro de fútbol.
No les puse atención. Después, un guarda de seguridad se me acercó y me
pidió que me retirara, que los pitos anuncian el cierre del cementerio, me dijo
que volviera a las 2. Le expliqué que estaba escribiendo sobre lo que pasa en
un día en la tumba tuya y hasta le pregunté si sabía algo sobre los supuestos
robos a tu lápida. Hizo cara de no tener ni idea de quién es Andrés Caicedo.
A las 2 regresé, con la ilusión de hablar con alguien que fuera a visitarte
y a ponerte flores. No pasó nada. Terminé de leer ‘El Cuento de mi vida’ y
seguí con ‘Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego’, de Sandro. En esas
lecturas tu vida se me asemejó a la de Gonzalo Arango, el nadaísta antioqueño.
Ambos se sentían intranquilos consigo mismos y su obra, ambos eran almas
atormentadas, ambos tenían un gran amor: Gonzalo a La monja y tú a Patricia.
Ambos le apostaban a temas urbanos en sus escritos.
De pronto, mientras leía, se me acercó Teresa. Era una anciana de 80
años que llevaba una sombrilla roja. Me vio leyendo el libro y de entrada me
preguntó que en mi concepto, cuál era el libro más importante de la humanidad.
Yo me emocioné y pensé que por fin una lectora tuya había venido a saludarte
en tu tumba.
Le respondí que para mí ese libro era ‘Las mil y una noches’. Aprovechó
y me dijo que no, que el libro más grande de la humanidad era la Biblia. Caí en
la cuenta de que tenía que atender a una mujer miembro de los Testigos de
Jehová. Me habló del fin del mundo, del demonio, de la salvación del alma.
50 de 67

Quise cambiarle de tema preguntándole si había leído tus libros pero tampoco
tenía ni idea de quién eras.
Si dijo, observando tu tumba, que Cristo, a lo mejor, te iba a
resucitar.Después se despidió dejándome un consejo: que no tuviera hijos,
porque, repitió, este mundo se va a acabar pronto y habrá mucho sufrimiento y
crujir de dientes. Entonces es mejor apagar, irse y salir corriendo por los
tejados de la tierra huyéndole al diablo. De lo que te salvaste Andrés.
Terminó la tarde y nadie te visitó. Pensé en comprarte unas flores,
aunque ese rito para mí tampoco tiene sentido. El mejor tributo que se te puede
hacer es leer tu obra. Y hoy, Andrés, tus libros se venden como arroz en
Latinoamérica.
Me despedí pensando en eso. Y en que a lo mejor, todos las
‘caicedianos’ no vinieron por estar leyéndote y tu estarás más feliz por eso,
porque el sueño de ser un escritor célebre se te cumplió. Me fui del cementerio
para escribir esta carta que es un intento de homenajearte en tu aniversario de
muerte, nada más, y también eso es mejor que ponerle flores a tu tumba sola.
51 de 67

Plinio Apuleyo Mendoza fue a Chile por Allende y sepultó a


Neruda
Por: PLINIO APULEYO MENDOZA

Nunca he olvidado aquel momento. Estaba en Caracas, ocupándome de la


revista Bohemia, cuando me llegó la noticia de que había estallado un golpe
militar en Chile contra el presidente Salvador Allende. Sin pensarlo dos veces,
decidí entonces tomar el primer avión que saliera para Santiago, llevándome
como fotógrafa a Fina Torres, una muchacha que semanas atrás yo había
contratado en la revista.
Bonita, muy joven, casi una niña, vestida siempre de cualquier manera y
con ojos llenos de sueño, sus fotos, magníficas, sabían rodear a temas y
personajes de una atmósfera, un halo y un carácter muy particular. Pero a Fina
la seguía un duende maligno que le extraviaba las cámaras, le hacía olvidar
citas y llegar a los aviones cuando estos ya rodaban por la pista.
Pese a todo ello, decidí llevarla a Chile. El propietario de Bohemia,
Armando de Armas, debió de interpretar aquella decisión mía de manera
equívoca. Todo el mundo, en realidad, pues nadie cree en Edipos inocentes.
Pero este lo era: luego de adquirir con su madre el compromiso de sacar
adelante aquella niña con mucho talento pero desastrosamente imprevisible, me
había convertido para Fina en un padre colérico, exigente y protector.
Aquel viaje a Chile estuvo lleno de sobresaltos. El avión no pudo
aterrizar en Santiago porque todos los aeropuertos de Chile estaban cerrados
por orden de los golpistas. De modo que el avión tuvo que regresar a Lima.
Junto con un venezolano que estaba desesperado por llegar a Chile para
encontrarse con su mujer, decidimos volar a Tacna. De allí, tramposamente,
cruzamos la frontera en automóvil y nos dirigimos a Arica. No sé hoy cómo
logramos obtener de las autoridades militares un salvoconducto para viajar de
noche, pues en todo el país se había establecido el toque de queda.
A punto de ser fusilados
52 de 67

En una calle de Arica detuvimos un taxi. Su conductor no podía creer que yo le


solicitara una carrera a Santiago, a solo dos mil o más kilómetros de distancia
(algo tan estrambótico como parar un taxi en Barranquilla y pedirle que lo lleve
al sur del país). Con dólares en el bolsillo y una moneda chilena que estaba por
los suelos, no nos resultó costoso lo que el conductor cobraba por el viaje.
Antes de tomar carretera, él se detuvo en su casa para llevar consigo una
maleta.
Por cierto, aquel taxi, una verdadera antigüedad, se varó en pleno
desierto, de noche y con un toque de queda que daba a aquellos parajes, bajo
las fastuosas estrellas, un aura de silencio y soledad lunares. Nos ayudó a
desvararlo un solitario cantante de óperas que venía desde Guayaquil y nada
sabía de Allende ni de Pinochet.
Recuerdo que cuando llegamos a Antofagasta se oían disparos. Acababa
de estallar una bomba. Como lo he escrito también, soldados histéricos
recorrían las calles en todoterrenos y camiones. Fue entonces, en aquel instante
electrificado de tensión, cuando el duende de Fina volvió a hacer una de las
suyas poniéndole en su cámara un teleobjetivo tan grande como una bazuca,
detrás de la cual, en el taxi, ella parecía como un francotirador agazapado.
Violentos soldados saltaron de un camión, nos rodearon, nos sacaron a
empellones y nos pusieron de cara contra un muro. Un oficial nos salvó de ser
fusilados. Después de los centenares de muertos de esos primeros días
posteriores al golpe, los soldados tenían el gatillo fácil.
Pese a todo, en aquel país todavía sin vuelos y con los aeropuertos
cerrados, fui uno de los primeros periodistas extranjeros en llegar a Santiago.
Logré ver amigos de izquierda escondidos en sus casas, mientras otros eran
detenidos y llevados al Estadio Nacional y otros invadían las embajadas.
Arrumes de sus libros eran quemados en las calles. No sé cómo, logré que una
hermana de Jorge Edwards me consiguiera una cita con Neruda, que estaba
internado en la clínica Santa María de los Ángeles. Allí me dirigí, siempre
movilizándome en el viejo taxi contratado en Arica, apenas se levantó el toque
de queda.
53 de 67

Nunca he olvidado el choque que recibimos Fina y yo cuando, al decirle


a la recepcionista de la clínica que teníamos una cita con el poeta, ella nos
replicó sorprendida: “El maestro Neruda murió a las tres de la mañana”.
Fue tal nuestra congoja y desconcierto que la mujer, apiadada, decidió
darnos la dirección de la casa a donde habían llevado el cuerpo del poeta.
Aquella dirección me quedó grabada para siempre en la memoria: calle
Marqués de la Plata.
Como lo tengo escrito en un texto titulado Aquel adiós a Neruda, hacía
frío y todavía flotaba en el aire una neblina matinal cuando llegamos a aquel
lugar. La calle pequeña, olvidada, refugio ideal para un poeta, se desprende de
otra, igualmente pintoresca, llena de árboles de un intenso color rojizo, que en
plena primavera austral dan una impresión de otoño. Cuando, atendiendo los
golpes que dábamos a la puerta, apareció una mujer a quien le hicimos una
pregunta absurda:
–¿Don Pablo?
–Está arriba –respondió de la manera más natural.
Una casa saqueada
El patio de entrada se veía inundado. Las piezas de la primera planta,
también, por un agua que fluía de alguna parte. Al otro lado del patio, en un
nivel más alto, había un jardín húmedo, lleno de escombros: papeles, libros
quemados, vidrios, muchos vidrios: crujían bajo la suela del zapato. Dos
mujeres removían cautelosamente los escombros. Una de ellas se volvió hacia
nosotros.
–La destruyeron –dijo simplemente.
Nos inclinamos para recoger una foto sucia de barro. Era muy antigua:
tres hombres y una mujer, vestidos a la moda de los años 30, sentados en medio
de la nieve. Parecían reír felices ante el fotógrafo.
–Eran fotos y cartas de don Pablo –dijo la mujer–. No esperaron siquiera
a que muriera.
–¿Dónde lo tienen? –pregunté.
54 de 67

–Allí –dijo ella señalando una casa pequeña, semejante a un palomar,


que se alzaba en lo alto del jardín.
Subimos por una empinada escalera. Al abrir la puerta, nos encontramos
delante del féretro, en un cuarto helado y sin luces, donde solo había media
docena de mujeres.
Aquel féretro gris, sin pompa, sin cirios, sin coronas, colocado en un
extremo de la pieza y adornado solo con dos rosas blancas que parecían
cortadas de prisa, daba una sensación de soledad. Bajo el cristal, descansando
sobre un raso, la cara de Neruda parecía reducida, irreal. Lo humano en aquel
momento no era su cara, sino la camisa de cuadros que llevaba abierta en el
cuello y el saco de tweed: una indumentaria deportiva que hacía pensar en
plácidos domingos en Isla Negra.
La esposa de Neruda estaba sentada junto al féretro, sola. A Matilde
Urrutia la había yo conocido incidentalmente dos años atrás en Barcelona, en la
casa de García Márquez. Nada en aquel verano hacía temer por la vida del
poeta. Ni por Chile. La mujer rubia que entonces hablaba con animación
mientras se enfriaban en la nevera las botellas de vino blanco esperando la
llegada de Neruda permanecía ahora inmóvil y sin llorar, al pie del ataúd, en un
cuarto sembrado de escombros. La casa había sido requisada y saqueada. Al ser
desviadas las aguas de un canal, la planta baja se había inundado. No había luz
eléctrica. Las ventanas estaban rotas. Rotas también las lámparas, rotas en
añicos las cerámicas, quemados los libros y desaparecidos los cuadros, una
colección de primitivos que Neruda había reunido a lo largo de su vida.
El segundo forastero que llegó, después de nosotros, era un escritor alto,
jovial, de cabellos blancos que yo había conocido en un viaje anterior a Chile.
No recuerdo hoy su nombre. Pertenecía al partido comunista. Cuando
charlábamos en voz baja junto al féretro, Matilde se dirigió a él para solicitarle
que se hiciera cargo de los trámites con la funeraria. Buscaba un auto. Yo le
ofrecí mi taxi, que esperaba en la puerta. Así quedé también yo comprometido
en esas diligencias que abarcaron el resto del día.
55 de 67

Recuerdo que al salir recogí en el jardín un buen número de fotos y


cartas regadas por el suelo. Las tuve conmigo seis meses, hasta que se las
devolví a Matilde en Caracas, cuando nos encontramos de nuevo en casa de
Miguel Otero Silva. Aquella mañana, antes de salir con mi amigo el escritor, la
vi en el jardín con la frente apoyada en el tronco de un sauce, llorando en
silencio.
Mientras avanzábamos hacia el centro de la ciudad por calles grises,
llenas de frío, mi amigo nos contaba a Fina y a mí cómo se había descartado la
idea, propuesta por algunos, de llevar el cadáver de Neruda a México. Matilde
no estuvo de acuerdo porque podría ser algo malinterpretado por el pueblo
chileno. Mi amigo abrió su mano y nos enseñó una llave. “Es para la tumba de
Pablo”, nos dijo.
El mausoleo donde sería sepultado el cuerpo del poeta pertenecía a los
familiares de un famoso dirigente de fútbol chileno, Carlos Dittborn. Sepultura
provisional: más tarde sus restos serían llevados a Isla Negra, para respetar una
voluntad expresada por Neruda.
El empleado que nos atendió en la funeraria llenó las planillas con una
minuciosa aplicación burocrática. “¿Nombre del fallecido?” “Neftalí Reyes
Basoalto”. “¿Padres?” “José del Carmen Reyes y Rosa Basoalto”. Etcétera.
Al cabo de un detallado registro, no todo estaba en regla. Faltaba la
cédula del poeta y el registro de defunción (lo obtendríamos más tarde: Neruda
había fallecido a consecuencia de un cáncer en la próstata y no de un infarto,
como se dijo).
Finalmente, una última pregunta: “¿Cuántas carrozas?” Nuestro amigo
no sabía: “En condiciones normales deberían ser más: siete o diez carrozas, qué
sé yo –dijo–. Pero me temo que en las actuales circunstancias baste una sola”.

Un funeral convertido en mitin


Su tono era ligeramente amargo. El amigo de Neruda no sabía en aquel
momento si debía o no esconderse, si sería o no detenido. Aquella madrugada
había recibido por teléfono la noticia de la muerte del poeta cuando se hallaba
56 de 67

en su apartamento, entregado a una faena dispendiosa: estaba quemando su


biblioteca, llena de libros marxistas, en previsión de una requisa. Los libros
habían terminado de arder en la chimenea del salón cuando empezaba a
amanecer.
Al día siguiente, contra lo que temíamos, había más gente de lo previsto
en la puerta de la casa: unas 300 personas, contando periodistas y fotógrafos
europeos. El sol apenas calentaba. Había en el aire algo que sugería aún el olor,
el color del invierno austral. Cubierto con la bandera chilena, el féretro fue
transportado a través del jardín lleno de agua hasta la carroza funeraria que
aguardaba en la puerta. Cuando el cortejo iba a iniciar su marcha, en un
ambiente donde llegaba a percibirse el miedo de aquellos días, estalló en la
calle un grito anónimo:
–¡Camarada Pablo Neruda!
–¡Presente! –contestó la multitud.
El grito se repitió dos veces con la misma réplica. Luego, la voz anónima
cortó con un rotundo: “Ahora y siempre”. Y el cortejo inició su marcha, de
nuevo en silencio y muy despacio. No había mucha distancia de la casa de
Neruda al cementerio general: dos kilómetros a lo sumo. En el clima que vivía
la ciudad intensamente patrullada por el Ejército, aquel fue un recorrido lento y
cargado de tensión. Había gente en algunas puertas y ventanas que miraba
pasar el féretro sin decir nada.
Al llegar a la alta y abovedada puerta del cementerio, el féretro fue
descendido de la carroza funeraria y depositado sobre una tarima rodante. El
grupo, a medida que avanzaba, fue haciéndose más denso. De pronto, alrededor
del ataúd, se alzó el rumor sordo de un canto. Parecía un zumbido de abejas. En
la acústica de la galería, las voces se hicieron más decididas, más firmes.
Cantaban La Internacional.
Detrás, en la plazuela que se abre delante del cementerio, se escuchaban
las sirenas de los vehículos militares. Soldados, metralleta en mano, saltaban de
los camiones. Pero la multitud seguía cantando. Cuando el ataúd iba a ser
57 de 67

introducido en el nicho, en medio de una lluvia de flores, estalló de nuevo el


grito a Neruda. Y de repente, otro intempestivo:
–¡Compañero Salvador Allende!
Era la primera vez que el nombre de Allende era gritado en Santiago
después de su muerte. Un coro inmenso contestó: “¡Presente!”
Luego el saludo fue para Víctor Jara, un cantante chileno fusilado una
semana atrás en el Estadio Nacional. Su esposa, una inglesa alta y rubia que se
encontraba junto al féretro, estalló en sollozos. Cuatro días antes, acompañada
por el embajador británico, había descubierto el cadáver de su esposo en la
morgue, en medio de 200 muertos.
De pronto, el funeral de Neruda se había convertido en un mitin. ‘Primer
acto público de oposición’, titularía el diario francés Le Monde. El acto fue, de
todas maneras, muy breve. Apenas quedó clausurado el nicho que guardaba los
restos de Neruda, se produjo de nuevo un silencio hecho de desconcierto y
tensión. Seguían escuchándose fuera las sirenas de los autos militares. La
multitud empezó a dispersarse con prisa en todas direcciones.
Cuando salimos, a pocos metros de la entrada, encontramos un grupo de
mujeres vestidas de negro que lloraban. No lloraban por Neruda. Eran esposas
de dirigentes obreros que habían muerto fusilados. Acababan de reconocer los
cadáveres de sus maridos en la morgue y tenían en las manos recientes
certificados de defunción dados por las autoridades militares. Lloraban a pocos
metros de los camiones del Ejército.
De todo ello tomó Fina extraordinarias fotos, empezando por la de
Neruda en el ataúd tomada la víspera. Junto con un relato mío, llegaría a varios
medios de Europa. Por cierto, aquella hija adoptiva yo la llevaría a París, la
haría entrar en el IDHEC (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos), sin
imaginar que con el tiempo se convertiría en una famosa directora de cine.
Nunca olvidamos aquel adiós a Neruda, adiós que hoy cobra actualidad
cuando se anuncia que su cuerpo va a ser exhumado, pues el entonces chofer
del poeta sostiene que este murió asesinado por obra de una inyección letal y
no del cáncer que padecía.
58 de 67

La fotógrafa Fina Torres


Estudió diseño, periodismo y fotografía en Venezuela. Luego viajó a París,
donde cursó estudios de cine en el Institute des Hautes Études
Cinématographiques (IDHEC). Después de graduarse, ejerció como editora,
operadora de cámara y ‘script’, mientras desarrollaba sus propios proyectos de
cortometraje y documental. En 1985 ganó el premio Cámara de Oro del
Festival de Cannes, por su ópera prima, la película ‘Oriana’. En 1993
coescribió, produjo y dirigió ‘Mecánicas celestes’, protagonizada por la
española Ariadna Gil. En el 2000 dirigió a otra española, Penélope Cruz, en la
comedia romántica ‘Las mujeres arriba’. En el 2010 escribió y dirigió la cinta
‘Habana Eva’, con la venezolana Prakriti Maduro como protagonista, una
película desarrollada en La Habana, Cuba. En la actualidad reside en Los
Ángeles (California), donde prepara sus proyectos cinematográficos.

Plinio Apuleyo Mendoza


59 de 67

EL PAPABLE
por Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez escribió el 19 de abril de 1999, en la Revista Cambio desde Roma
sobre el cardenal Darío Castrillón, primer colombiano con posibilidades de llegar a papa.
Esta crónica se convierte hoy en una gran pieza periodística.
La cama en que duerme es la misma en que murió Pío XII. El cuadro colgado
sobre la cabecera de bronce es una imagen de la Inmaculada Concepción que
perteneció a León XIII. El apartamento donde vive es propiedad del Vaticano, a
treinta metros del límite físico entre Italia y la Santa Sede, y desde el estudio se
ven las ventanas del dormitorio del Papa. La mayor parte de los muebles son
salvados del naufragio de los siglos por los anticuarios del Vaticano. Las paredes
del corredor, los dormitorios y el estudio están cubiertos con estantes de libros
en sus idiomas originales, casi todos de enseñanza teológica, filosófica y
pastoral; de los grandes clásicos latinos y griegos, y muy pocos de literatura
contemporánea.
Sin embargo, el cardenal Darío Castrillón Hoyos, a sus 69 años, vive y
piensa en colombiano, y lo demuestra con orgullo mientras nos enseña su casa
cuarto por cuarto. Hay cuadros colgados hasta donde los libros lo permiten.
Algunos son antiguos, pero predominan los de arte popular colombiano,
ligados de algún modo a la historia pastoral del cardenal. En la capilla donde
celebra la misa, todas las mañanas a las seis, el altar está hecho con grabados
de artesanía colombiana, y con un Cristo primitivo tallado sobre tablas de
madera. El cuadro más notorio y notable, en la sala de recibo, es el episodio
bíblico de la Casta Susana que se baña desnuda en la fuente mientras dos
ancianos la acechan desde los matorrales. Su autor es el bumangués José
Ramón Tarazona, que obtuvo el primer premio en una muestra de arte religioso
convocada por el cardenal Castrillón cuando era arzobispo de Bucaramanga. El
artista le pintó un velo de última hora para no escandalizar al jurado, y después
otro velo encima del primero para regalarle el cuadro al arzobispo.
La verdad es que este paisa con perfil de águila está muy lejos de la
imagen académica de un cardenal. Su personal de servicio son dos religiosas
60 de 67

colombianas menudas y vivaces, de la congregación de la Sagrada Familia, que


mantienen la casa con el orden y la limpieza un tanto infantil de los conventos.
Son maestras en las cocinas regionales de Colombia y empiezan a serlo en las
italianas. El cardenal es de buen comer, pero sus gustos son más nostálgicos
que gastronómicos. Prefiere almorzar en su comedor para ocho personas, y a
menudo con invitados colombianos. Hace poco sorprendió al presidente
Andrés Pastrana y su comitiva con un desayuno antioqueño de fríjoles, arepas y
huevos revueltos con chorizo.
Es admirable que pueda sostener la casa con su sueldo de Prefecto de la
Sagrada Congregación del Clero: cuatro millones de liras, que son menos de
dos mil quinientos dólares. El Vaticano tiene un supermercado interno con
precios humanitarios, pero la mano de obra italiana no lo es. El electricista le
pedía 225.000 liras —unos 120 dólares— por colgar en el comedor una
lámpara de Murano que no lucía en la sala, y el cardenal no tenía sino la tercera
parte. Su Volkswagen desgastado lo conduce él mismo porque no tiene
presupuesto para chofer, y sólo le corresponde un tanque de gasolina al mes. Su
pobreza resulta aún más irónica frente a las enormes sumas de dinero que tiene
que manejar por su oficio: ninguna transacción de la Iglesia en el mundo, que
sobrepase el medio millón de dólares, puede hacerse sin su autorización.
Cuatro cosas llaman la atención en la casa de un pastor de almas: un
piano de cola en la biblioteca, un caminador eléctrico y una bicicleta estática en
el dormitorio, y un computador de alta calidad y precio elevado en el estudio.
No hay problema: el piano es una reliquia familiar con la que el cardenal inició
sus estudios de música religiosa, y siguió tocando por vocación canciones
colombianas y algunas piezas de grandes maestros. “¿Chopin?”, le pregunté
con un sesgo de provocación. Él movió la cabeza: “Chopin para niños”.
La bicicleta y el caminador, en cambio, son indispensables para un
teólogo puro que no se ha dejado oxidar por los años, y cada vez que puede
practicar el esquí acuático y las carreras de caballos. La bicicleta la abandonó
por el caminador eléctrico que usa al amanecer mientras ve los noticieros de
61 de 67

televisión, pero le entusiasma la idea de volver a usarla cuando se invente un


proyector de video que se controle con los pedales.
El computador, por costoso que sea, es de vida o muerte para quien está
obligado a una comunicación inmediata y constante con todos los párrocos del
mundo. Esto se hizo siempre por correo a través de obispados y
congregaciones, y el cardenal Castrillón lo hace ahora con su computador de
cuatro gigas, multimedia, donde ha desarrollado una página completa: http: //
www.clerus.org.
A sólo unas cuadras de allí están sus oficinas de la Congregación del
Clero, con un ventanal privilegiado que domina la plaza de San Pedro y se ven
las habitaciones donde trabaja el Papa. Allí se conservan los documentos de
todas las instancias del Vaticano, y se concentra la información y se dirige la
acción para que cada uno de los sacerdotes del mundo se mantenga al día en el
papel de la Iglesia. El servicio se presta en los siete idiomas que el cardenal
conoce, además del español: italiano, portugués, inglés, alemán, francés, latín y
griego, y ahora estudia el árabe.
No es fácil creer que este colombiano raro, cruce impredecible de cultura
popular y cautelas renacentistas, es el mismo que manejó sus dos episcopados
en Colombia con el rigor de un cura de guerra. La verdad parece ser que desde
su ordenación en el seminario de Santa Rosa de Osos, a los veintitrés años,
entendió su sacerdocio como una milicia de justicia social, y la ejerce desde
entonces —como los poetas— con el don sobrenatural de la inspiración. Así
fue como obispo coadjutor y obispo residente de Pereira durante veintidós
años, luego como secretario general y presidente del Consejo Episcopal
Latinoamericano (Celam) y al final como arzobispo metropolitano de
Bucaraman- ga hasta que fue llamado a Roma para ser elegido como el sexto
cardenal colombiano.
“Así como llamaba a los pobres a la diligencia y al trabajo convocaba a
los ricos a la distribución inteligente de los bienes y a compartirlos para
convivir”, ha dicho uno de sus amigos más antiguos. En Pereira, una ciudad
próspera y pacífica, se enfrentó a la codicia y los vicios especulativos de los
62 de 67

cafeteros. A los que le mandaban cheques de caridad para apaciguar sus


conciencias se los devolvía con el encargo de que se preocuparan de las hordas
de desamparados que dormían en la calle. A muchos, en especial a los niños,
les repartía pan y café a media noche. Admiraba la lucidez y el buen corazón
de los loquitos sueltos que se aliviaban el hambre hablando solos. “En lo que
hace referencia a la vida y a los Derechos Humanos —decía Castrillón— los
locos pueden tener más razón que los cuerdos”. Cuando empezaron a amanecer
asesinados, no sólo los locos sino los mendigos, las prostitutas y los huérfanos
callejeros, comprendió que alguien estaba ejecutando una interpretación salvaje
de su justicia social. El obispo habló de frente con el Comandante de la Policía,
sospechoso de los desafueros. Como no le hizo caso lo denunció ante el
presidente de la república en persona, pero tampoco tuvo respuesta. Entonces
tronó en el púlpito: “Anoche a las once invité a unos muchachos a tomar café.
Algunos amanecieron muertos y otros no aparecen. Señor Comandante de la
Policía, contésteme: ¿Dónde están mis hijos?”. La respuesta fue inmediata: los
desaparecidos aparecieron pero nadie resucitó a los muertos, y el señor
Comandante se fue de la ciudad.
Cuando el narcotráfico amenazó con borrar del mapa a Pereira para
presionar contra la extradición, el obispo se disfrazó de civil y fue a
encontrarse en Medellín con un Pablo Escobar disfrazado de repartidor de
leche a domicilio. Escobar le preguntó altanero a quién representaba. El obispo
le contestó en seco: “Sólo represento al que te va a juzgar”. Faltó poco para que
se confesara. Le preguntó si rezaba el rosario, si había hecho la primera
comunión, si se arrepentía de sus crímenes, y le dio la noticia de que los únicos
pecados que la Iglesia no perdona son los que se cometen contra el Espíritu
Santo. Escobar contestaba entonces con respeto, y aun con humildad. Permitió
que le grabara el diálogo, y por último le dio un mensaje para el Presidente de
la República: si el gobierno resolvía no extraditarlo, él se comprometía a
liquidar el cartel de Medellín, entregar su fortuna y sus armas, y acabar con el
terrorismo. El gobierno no aceptó. Pero lo que estremeció al obispo fue que
63 de 67

Escobar le dijo al despedirse: “Si tengo que matar a toda Colombia para que no
me separen de mi esposa, lo haré sin que me tiemble la mano”.
Como arzobispo de Bucaramanga su drama fueron las inconsecuencias y
el dogmatismo de la guerrilla y los métodos expeditivos de los militares.
Ambos se acusaban unos a otros de los mismos pecados, pero el arzobispo no
los confundía: “Por la huella de la bota en el barro sabía cuáles eran los
soldados y cuáles los guerrilleros”. Con todo, en ambos lados le tenían
confianza y acudían a él como mediador.
Entre las condecoraciones de aquella época, su favorita son seis
cartuchos de fusil disparados por ambos bandos, que recogió entre dos fuegos
en una escaramuza de soldados y guerrilleros. Él los ha hecho engastar juntos
en una base de plata con un nombre genérico: Las balas de la paz.
Hoy se hace menos ilusiones. Le parece que ni los guerrilleros ni el
gobierno tienen un proyecto concreto del país que quieren hacer, y que al cabo
de cuarenta años de guerra hay ya una generación con una mentalidad y una
cultura que no tienen mucho qué ver con el resto de Colombia. “Cualquiera de
esos campesinos se siente con el poder de un ministro y tiene un modo de vida
que ha conquistado con las armas”, dice. “De modo que el problema no es
dialogar sino negociar. Nadie está dispuesto a entregar el poder que tiene sin
que le den algo, ni a dar a cambio de nada lo que le ha costado hasta sangre”.

Frases más celebres


Su actuación en la presidencia del Celam fue decisiva sin duda para su
prominencia actual. Ronald Reagan estaba empecinado en que la iglesia de
América Latina había tomado el partido de la revolución armada en
complicidad con la guerrilla. El cardenal lo convenció de que una cosa era la
complicidad y otra muy distinta eran las coincidencias en la lucha contra la
injusticia social. En todo caso —precisó el cardenal— actuaba dentro del
Celam, con autorización del Nuncio y siempre ceñido al pensamiento de Juan
Pablo II.
64 de 67

No es muy sabido, por otra parte, que intercedió ante el presidente


George Bush para que las tropas de Estados Unidos no invadieran a Nicaragua
bajo el gobierno de los sandinistas. Su argumento principal era que después de
la apertura de Gorbachov era necesario desligar el futuro del pasado.
Sus diligencias diplomáticas de entonces fueron tan intensas, y a la vez
tan sigilosas, que algunos periodistas grandes tienen la certidumbre de que fue
mediador secreto entre Gorbachov y los Estados Unidos en el proceso de
distensión. El cardenal lo niega con firmeza, pero también con la melancolía
con que se niega un buen secreto del confesionario.
El reciente Jueves Santo, cuando me contaba en su casa de Roma estas
memorias de sus años intrépidos, no pude resistir la tentación de preguntarle
qué interés lo inspiraba para implicarse en tantos enredos terrenales. Su
respuesta inmediata me erizó la piel: “No les habría dedicado ni cinco minutos,
si no fuera por mi convicción absoluta de que existe la vida eterna”.
Desde el último semestre de 1995 habían empezado los rumores de que
el arzobispo Castrillón sería llamado a Roma. A un grupo de obispos
colombianos reunidos en el Vaticano, a principios de 1996, el Papa los recibió
con una frase críptica: “Voy a colombianizar la curia”. Nadie lo entendió hasta
el primero de julio de ese mismo año, cuando la Nunciatura de Bogotá llamó de
urgencia al arzobispo para notificarle que había sido nombrado Pro—prefecto
del Clero, con sede en Roma, lo cual le abría el camino para que fuera hecho
cardenal en el consistorio siguiente.
Castrillón había estado en Roma varias veces, conocía al Papa, habían
conversado sobre América Latina y en especial sobre Colombia. Sin embargo,
cuando lo recibió por primera vez como Pro—prefecto, el Papa no lo saludó
como siempre con su nombre de pila —Darío— sino con su segundo apellido:
“Buenos días, Hoyos”. Él lo interpretó como una señal secreta de que no sería
cardenal.
Se equivocó. El 23 de febrero de 1998, Darío del Niño Jesús, hijo único
de Manuel Castrillón Castrillón y María Hoyos Salas, nacido en Medellín el 4
de julio de 1929 bajo el signo zodiacal de los soñadores —Cáncer— fue
65 de 67

investido cardenal diácono de la Santa Iglesia Católica como titular del templo
del Santísimo Nombre de María en el Foro de Trajano. Con él fueron
consagrados veintiún cardenales más de distintos lugares del mundo, salvo el
secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el croata
Giuseppe Kuhac, que había muerto la noche anterior. Otro, el arzobispo de
Lyon, Jean Baland, murió a los dos meses. Al Pro—prefecto de los Santos, el
italiano Alberto Bovone, le impusieron el capelo cardenalicio en una clínica de
Roma, y murió poco después.
Cada vez más seducido por la naturalidad casera con que el cardenal me
contaba los grandes saltos de su vida, le pregunté: “¿No se asusta cuando le
suceden estas cosas?”. Él me reveló su secreto en paisa puro: desde sus tiempos
de cura raso inventó unas oraciones muy cortas, casi instantáneas, y las reza sin
falta antes de asumir un riesgo grave. “Por ejemplo —me dijo— siempre las
rezo antes de una entrevista”. Y concluyó divertido: “Sobre todo de ésta”.
Han transcurrido sólo catorce meses desde que fue consagrado, pero se
mueve con una seguridad de Pedro por su casa tanto en la vida real de Italia
como en la fantasmal del Vaticano; responde distraído a los guardias suizos
que se cuadran a su paso, y describe los lugares y sus historias como un guía de
turismo profesional. No parece inquietarlo el vértigo de ser mariscal de campo
en un inmenso imperio intemporal, con sólo 0.44 kilómetros cuadrados y más
de mil millones de súbditos en la Tierra y todos los santos del santoral. No
perturba su buen humor el hilo invisible que lo mantiene en contacto con la
tropa más grande de la Historia: cuatrocientos y un mil curas de base, que
saben de él a diario y reconocen en el computador su voz en siete idiomas.
Otros cuatrocientos mil que pertenecen a monasterios y comunidades no
dependen de él, pero lo representan cuando ejercen una acción parroquial,
como la prédica o el bautismo.
Su relación personal con el Papa es buena y frecuente, y tiene audiencia
preferencial para asuntos de su ministerio. Dos de las muchas restricciones de
la dignidad pontificia es que no se puede hablar por teléfono, y los almuerzos
oficiales son siempre de trece en la mesa —en memoria de la Última Cena—
66 de 67

contra la superstición pagana de que uno de ellos ha de traicionarlo. “Los


traidores son sustituibles” se dice. Pero el Papa suele hacer otros almuerzos
domésticos de sólo tres personas: él mismo, más un invitado y un testigo. En
varias ocasiones, por motivos diversos, el invitado ha sido el cardenal
Castrillón. Otros invitados habituales son los cardenales Roger Etchegaray, de
Francia, y Camillo Ruini, de Italia. No parece casual que ambos sean papables
de dominio público. Una distinción reciente de Castrillón fue haber sido uno de
los dos ayudantes del Sumo Pontífice en los actos de esta Semana Santa, y su
acólito en la misa crismal.
Son hechos cotidianos que los augures acumulan como indicios de
sucesión a medida que se recrudecen los quebrantos del Papa. En realidad
todos los cardenales son elegibles. Más aún: no se requiere ni siquiera ser
sacerdote ni soltero. Cualquier varón bautizado puede serlo, y en la historia de
la cristiandad hay casos notables. Los que favorecen a Castrillón se fundan en
su identificación integral con la apertura de Juan Pablo II, y en la evidencia de
que éste lo trata como un discípulo. En ese sentido es válido pensar en los
votos del Tercer Mundo: Asia, África y América Latina. Además, antes de
hacerlo cardenal el Papa le encargó la copresidencia del Sínodo de las
Américas, reunión general de obispos que evaluó las tareas cumplidas por la
Iglesia y fijó derroteros para el Tercer Milenio. De allí se derivan sus
posibilidades actuales de concentrar los votos de los Estados Unidos y Canadá.
Total: cuatrocientos millones, que es casi el cincuenta por ciento de los
católicos del mundo.
Este era el único tema que nos faltaba por tratar el Sábado de Gloria,
después de tres días con almuerzos e infusiones de manzanilla a media tarde,
además de un concierto espléndido del tenor argentino José Cura en la basílica
de Santa María de los Ángeles, y largas horas de charlas y añoranzas. Pero
cada vez que quise sondear el pensamiento del cardenal sobre los fuertes
rumores de su candidatura pontifical, me eludió con elegancia. Y en el
momento de la despedida sus razones fueron más elegantes que nunca: “Espero
que Dios nos conserve este Papa muchos años para que sea él quien rece sobre
67 de 67

mi tumba”. Sin embargo, un amigo con más suerte le preguntó si le gustaría ser
el escogido, y el cardenal le contestó como un Papa:
“No se puede decirle que no al Espíritu Santo”.

También podría gustarte