Somos esclavas y esclavos. Ésa es la cruda realidad y,
cuanto antes lo aceptes, antes podrás empezar a ponerle remedio. No es sólo que no seamos dueñas y dueños de nuestras vidas, sino que, la mayor parte de las veces, tampoco lo somos de nuestros actos, de nuestras palabras o ni tan siquiera de nuestros pensamientos. Todo ello es el producto de nuestra educación a nivel escolar, laboral y mediático. ¿O quizás sería mejor llamarlo adoctrinamiento? También funciona a nivel familiar, porque, sin que seamos conscientes de ello, inculcamos a nuestras hijas e hijos las mismas creencias que una vez también nos inculcaron. Antes de continuar, tal vez convendría definir qué es una creencia. Existen múltiples acepciones para este término (psicológicas, religiosas e incluso diplomáticas), pero la más apropiada para el caso que nos ocupa tal vez sea la siguiente: una creencia es una serie de datos grabados en nuestro cerebro que hacen referencia a cómo funcionan o cómo deberían funcionar el mundo, las cosas, los animales o las personas que nos rodean. Un ejemplo sencillo de creencia podría ser, «si arrojas una piedra hacia arriba, ésta volverá a caer», o bien, «me sienta mejor la ropa negra que la de cualquier otro color». Ambas aseveraciones son creencias, independientemente de que la primera sea un hecho objetivo que nos afecta a todas y a todos (todo lo que sube baja) y la segunda funcione más a nivel particular (una mera cuestión de gustos).
Esto que a simple vista puede parecer algo sin
importancia, en realidad no lo es. Las creencias actúan tanto a nivel consciente como inconsciente, influyendo de manera directa sobre todos y cada uno de nuestros pensamientos, emociones, actos y juicios. Cuando piensas «necesito perder unos kilos», esto es fruto de una o varias creencias, probablemente relacionadas con los cánones de belleza establecidos a nivel sociocultural. Aunque también puede ser posible que temas por tu salud a causa de la información que ha llegado a ti sobre obesidad y problemas cardiovasculares (creencias en definitiva). Cuando suena el teléfono en mitad de la noche y sientes angustia o inquietud, esto también se debe a una o varias creencias negativas, fundamentadas tal vez en malas experiencias pasadas. Piensas que si alguien te llama a esas horas sólo puede tratarse de malas noticias. Cuando se abre la puerta del metro o del tren de cercanías y corres dentro en busca de un asiento, esto también tiene que ver con creencias. Se debe a la certeza que tienes de que va a haber pocos asientos disponibles y que sólo las más rápidas y rápidoss conseguirán ocuparlos (aunque muchas veces no sea así). Y cuando te topas con una persona y enseguida desconfías de ella, bien porque se encuentra mal arreglada, porque es extranjera o, sencillamente, porque no te gusta su cara, eso también se debe a una serie de creencias a raíz de las cuales enjuicias al resto de seres humanos.
Así pues, si desde que podemos recordar nos han venido
inculcando creencias como «el que no llora no mama», «sólo los más fuertes triunfan en la vida» o «el fin justifica los medios», viviremos en un paradigma de competencia continua con el resto de las personas, en el cual sólo existen dos resultados posibles: ganar o perder. Eres una triunfadora o una loser, como dicen en las series norteamericanas para adolescentes.
Del mismo modo, al haber crecido y habernos
desarrollado como personas recibiendo continuos mensajes que juegan con la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que formamos parte de una sociedad de iguales en la que todos sus integrantes disfrutan de los mismos derechos y obligaciones, que la única manera de medrar en la vida es por medio de trabajo duro, que tanto tienes tanto vales, que el dinero es la medida de todas las cosas y la economía el motor de cuanto nos rodea, que el progreso de las empresas implica bienestar para todas y todos y que el estado es una entidad neutral que salvaguarda los intereses de los ciudadanos, estas creencias han quedado arraigadas de manera profunda en nuestras mentes y, de manera inevitable, las reproducimos en nuestras conversaciones y actos diarios. En definitiva, refrendamos continuamente la sociedad en la que vivimos, aunque ésta sea, en realidad, un sistema por el cual unas pocas personas imponen su voluntad a la mayoría convirtiéndolas en sus esclavas.