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LA CONSTRUCCIÓN DEL PERSONAJE LITERARIO

UN CAMINO DE IDA Y VUELTA


Isabel Cañelles

PRÓLOGO DE ELOY TIZÓN

A Antonio, mi ángel de la guarda;


a Paco, por su paciencia;
A Bea, por su arte.

Índice
Prólogo

Parte I. DESDE LA PERSONA...

1. El camino de la creación
Cuestión de intereses
Búsquedas
La lectura
La observación
La creación de mundos
De la misma levadura
Una dificultad añadida

2. La persona
Indeterminación de la persona
Multiplicidad de seres
Multiplicidad de vidas
Identificación
Singularidad

3. A modo de ejemplo
Pessoa y los heterónimos
Drama en gente
El año de la muerte de Ricardo Reis
Otras realidades
El gato de Schrodinger
Conclusiones y herramientas

Parte II. A TRAVÉS DEL PERSONAJE

1. Inmersión
De muchas maneras
La obsesión
Falsas imitaciones
Tirarse de cabeza
La inmersión
Primera distinción
Desde fuera
Desde dentro
Segunda distinción
Personajes de cuento
Personajes de novela
Matices y aclaraciones

2. Acción
Tres mujeres
Ponerse en movimiento
Lo abstracto y lo concreto
Ejemplo de concreción
Ejemplo de abstracción
Acción y personaje: una misma cosa
La doble historia: trama y acción
Abuso de la trama
Abuso de la acción
Selección de los hechos
Colocación de los hechos: la intriga

3. Función
Con el corazón en la mano
El anzuelo
Los mejores guías
La empatía
Una visión del mundo
Tercera distinción
Personajes principales
Personajes secundarios
Figurantes o extras

4. Narración
El discurso narrativo
La voz del narrador
Tono
Volumen 176
Expresividad
La mirada del narrador: focalización
La enunciación
Elección
Composición
El diálogo
La naturalidad

5. Esencia
Personajeidad
Personajes autobiográficos
Coherencia
Humanidad
Universalidad
Imprevisibilidad
Mortalidad

Parte IIl. ...HASTA LA PERSONA

1. Del escritor
Llegada a Ítaca
El hallazgo
Una forma de vida
La última lectura
Últimas correcciones
La separación

2. Del lector
Entre la luna y los jazmines
La interpretación
La confianza
Estadísticas
La integración
Despedidas

Bibliografía
Prólogo

Yo, el personaje

Desde Pirandello hasta hoy, resulta poco menos que obligatorio referirse a la abrumadora
autoridad del personaje en detrimento de su autor. Don Quijote está más vivo que Cervantes. Hamlet,
en su castillo de naipes, nos atormenta mejor que ese hipotético Shakespeare, hijo del sombrerero de
Stratford. Flaubert murió, mientras que su creación aún corretea a su antojo por las calles solitarias de
una ciudad de provincias.
Sorprendidos a traición, asistimos fascinados a la insumisión del personaje, esa especie de
androide, moderno monstruo de Frankenstein liberado de ataduras que, en un descuido del carcelero,
apuñala a su creador en el suelo de la cocina clavándole un bolígrafo por la espalda para a
continuación salir huyendo por la ventana, sembrar el pánico en la ciudad y entrar a formar parte de
la leyenda y de infinidad de tesis doctorales.
El asesino anda suelto. El personaje anda suelto. Mi duda es si serán engendros independientes
unos de otros, los personajes, o si a lo largo de la historia de la literatura ha existido un solo personaje,
el Personaje, modulado en mil matices, y es Ulises quien vuelve a desembarcar en Ítaca disfrazado de
turista tras un viaje de unos treinta siglos, después de haber dado caza a la ballena blanca en los
alrededores de la isla del tesoro bajo el nombre de John Silver y haber pilotado entre bancos de sirenas
el submarino Nautilus lanzado a la búsqueda desesperada de un tal Kurtz, el horror, el horror,
asociado ya para siempre a la calvicie del actor Marlon Brando, con la ayuda inestimable de un loro,
una pata de palo y un esclavo llamado a veces Viernes y a veces Verne.
Pudo haber sido peor. Pudo haber vivido en Argel, denominarse Mersault, asesinar a otro
hombre de un disparo por culpa del sol demasiado fuerte en la playa —lo cual nos lleva a pensar que,
de haber tenido a mano unos anteojos ahumados, tal vez la suelte del existencialismo habría sido
distinta. O pudo, nuestro Personaje enmascarado, transgrediendo las leyes del espacio y el tiempo,
aterrizar por arte de magia un buen día en el astillero Petrus, decrépito a más no poder, y seducir a la
hija del dueño; o bien colocarse de escribiente en una polvorienta oficina de Manhattan y no salir
nunca de ella, alimentarse de pasteles de jengibre y pasarse el día entero sin dar golpe entre los
muebles respondiendo a las órdenes del jefe con el lema: «Preferiría no hacerlo».
Quién sabe. En realidad, la capacidad alucinatoria del Personaje es tan grande que diríamos que
son los propios lectores quienes resultan contagiados de su irrealidad y se vuelven, también ellos, un
poco más espectrales, carne del mito. Ya está. Han bastado unos cuantos siglos dedicados al ejercicio
poco sensato de leer novelas y cuentos para que literatura y vida se mezclen, se superpongan, y ya no
seamos capaces de distinguir dónde termina una y dónde comienza la otra. Vemos lo que los
personajes ven, oímos lo que oyen, olemos a través de su olfato, tocamos con sus dedos, sentimos lo
que sienten, soñamos lo que sueñan, sufrimos lo que sufren, nos suicidamos con ellos y morimos de
sus mismas enfermedades románticas.
No estoy exagerando. Aquí cabe recordar que el suicidio en la ficción del protagonista Werther,
en 1774, a los veintipocos años, conmocionó a toda Europa con una oleada de muertes voluntarias de
muchachos, igual que ocurre hoy con los ídolos del rock, que abandonaban esta existencia a imitación
de su héroe ataviados con el «uniforme de morir» que lucía Werther en el momento culminante de la
novela de Goethe: frac azul, chaleco amarillo, equipaje de amargura... y pistoletazo en la sien. Como
tantos otros rebeldes sin causa de ahora mismo, el joven Werther se viste para morir.
Que esa pandilla de locos, ebrios de vida y de literatura, pululen solos por las calles, resulta
espeluznante. Se llaman como nosotros, visten con nuestras mismas ropas o casi, viven en casas
parecidas a las nuestras, pero más planas, nos copian cuanto pueden con un cinismo y una
desenvoltura que nosotros nunca tendremos y que, la verdad, nos afecta y, para colmo, nos han
robado los traumas. ¿Qué más quieren de nosotros? Imposible sustraerse al laberinto de personajes
que, como un espejo vacío, nos interroga. Me temo que de Calixto a Bart Simpson y de Melibea a
Morticia Addam, no nos queda otro remedio que soportar sus desplantes, pues compartimos con ellos
su mismo barro vertiginoso y su polvo enamorado.
Con estos hilos Isabel Cañelles ha tejido un libro lleno de sensatez y de verdad literaria. De toda
la historia de la literatura ha seleccionado un puñado significativo de ejemplos prácticos referidos a
personajes bien y mal construidos, de buenas y malas palabras. No da fórmulas mágicas, porque eso
en literatura no existe, pero su texto sí ayuda a agudizar los sentidos y a combatir esos vicios que
acechan a todo aquel que se acerque a la escritura.
Con este libro Isabel Cañelles enseña cómo hacer que un personaje que está clínicamente muerto
resucite, haciéndole el boca a boca, mediante una transfusión de palabras, y ofrece, quizá sin
proponérselo, ayuda y consuelo a todos aquellos aprendices de escritores que en este preciso instante
venderían su alma al diablo por crear a un personaje inmortal de carne y hueso y que en cambio se
encuentran en las manos con un huevo pintado de madera.
Este ensayo, que se lee como un relato (de misterio, pues trata nada menos que del misterio más
pavoroso que concierne al ser humano: el de nuestra propia identidad), nos enseña que un lector, un
buen lector, es poco más que un contenedor de personajes, un recipiente humano creado para albergar
almas ajenas. La operación de leer consiste sobre todo en un trasvase de líquidos, de humores, de
ensoñaciones, y de ese intercambio de ida y vuelta entre el cerebro y la página nace ese algo, algo
artístico, permanente, que Isabel Cañelles tan bien rastrea en su estudio.
Ignoramos si existe vida en Marte, pero de lo que no cabe duda es de que existe vida ahí, en
nuestra biblioteca, al alcance de la mano. La atracción que sobre nosotros ejerce el personaje es la
atracción del abismo. En los jardines de la ficción deberían clavar un letrero bien visible que
advirtiese: «Cuidado con el personaje», ya que nada hay tan peligroso como una metáfora suelta. Los
mordiscos de la poesía son peores que los otros. Comparado con esto, la clonación de ovejas en un
laboratorio es casi un chiste aburrido. Por lo que se ve, uno ha estado media vida distraído y la otra
media soñando, y ahora resulta que los mejores años del siglo XX nos los hemos pasado sin movemos
de la silla, esperando a Godot.
Pero el misterio persiste. Ya nada será lo mismo. Gracias a libros como éste los lectores de ficción
entenderemos mejor cómo opera el milagro de que unos cuantos signos tipográficos, arbitrariamente
dispuestos sobre la página en blanco, ordenados en racimos de palotes, tengan la fabulosa capacidad
de crear constelaciones de sentido tras las cuales late una vida más hermosa, la tinta se convierte en
sangre y Odette de Crécy nos ama.

Eloy Tizón
Parte I

DESDE LA PERSONA...

Todo cuanto hacemos o decimos, todo cuanto pensamos o sentimos, porta la misma máscara
y el mismo dominó. Por más que nos despojemos de nuestros vestidos, no llegaremos nunca a la
desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del alma y no el hecho de arrancarse un traje. Así,
vestidos de cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan plegados a nosotros como las plumas
de las aves, vivimos felices o infelices, o incluso sin saber lo que somos, el breve espacio que los
dioses nos conceden para divertimos, como niños que juegan a juegos serios.

Bernardo Soares

1. EL CAMINO DE LA CREACIÓN

CUESTIÓN DE INTERESES

Hay que ver lo ocupadísima que anda la gente. Algunos invierten como locos en la Bolsa. Otros
juegan al mus en el bar que hace esquina. Estos no paran de trabajar en una maldita oficina que ni
siquiera da a la calle. Esa mujer se arregla el pelo mirándose en el escaparate de una zapatería. Aquel
muchacho, tras la ventana del segundo, no se desengancha de Internet. Yo misma, aquí sentada,
escribiendo un libro...
Y sin embargo, a todos sin excepción, lo que más nos importa no es precisamente la Bolsa ni el
mus, ni siquiera el trabajo o escribir un libro; tampoco se desvive la gente por un mechón de pelo
descolocado ni por Internet. Qué va. Lo que más nos importa en realidad son las demás personas: la
opinión que podamos merecer a nuestra pareja y amigos, a nuestros padres o a nuestros hijos; el
cariño que nos tengan o el que nos falte... Y esa mujer, a la que habíamos dejado arreglándose el pelo
frente al escaparate, lo que hace es espiar con disimulo al hombre alto de traje a rayas que espera el
autobús; y éste, a su vez, mira el reloj aparentando una impaciencia que en realidad es nerviosismo,
pues ha notado que la mujer morena de mirar suave estudia su reflejo en el escaparate de la zapatería
mientras finge arreglarse el pelo.
También nos importa, y quizá más, nuestro propio «yo».
Pero a él no tenemos acceso, qué le vamos a hacer, sino a través de nuestro reflejo en el
escaparate, es decir, de los demás. Será por ello que ese reflejo nos resulta imprescindible para vivir...
¿Quién no ha tenido la impresión alguna vez, al leer el periódico, de que lo que ocurre en el
mundo es producto de un inmenso juego de estrategia en el que los hombres se divierten y sufren
durante su corta existencia? Y es que cuando nos fue dada la conciencia, se nos otorgó al mismo
tiempo la capacidad de engaño, la necesidad de jugar a que las cosas no sean lo que son. De esta
forma, hemos conseguido aparentar —y sólo hay que echar un vistazo a la calle o asomarse al
descansillo de la escalera para comprobarlo— que no nos importan en absoluto nuestros congéneres
(«yo, a lo mío»), cuando realmente todas esas tareas tan importantes en que se nos van los días (la
Bolsa, Internet...) son meros pretextos que nos permiten rozarnos unos con otros. Son, en definitiva,
una gran farsa.
BÚSQUEDAS

Y una de las farsas que representa el ser humano para hacerse el desentendido —el solitario, el
interesante— mientras intenta abrir una vía de acceso a sí mismo y a los demás (como la mujer de los
ojos almendrados frente al escaparate), es el Arte.
Hacer arte supone, pues, una búsqueda de la persona. Y donde hay búsqueda no hay consuelo
ni contento. El artista busca en su obra lo que no ha encontrado en el mundo.
Porque la primera búsqueda que hace el ser humano es en el mundo. Por alguna razón, a
algunas personas ese mundo no les acaba de convencer. De entre ellas, unas cuantas se dedican a la
política, otro grupo se mete en una ONG, y otras se deciden por el arte como medio de comunicarse
consigo mismas y con los demás. Así pues, el primer cruce de caminos que se encuentra el futuro
artista es el de la insatisfacción.
Si hablamos del grupo más reducido que se dedicará a la literatura, se puede observar que
cuando el que será escritor no encuentra en el mundo que lo rodea la tan cacareada felicidad ni la
respuesta a sus preguntas, recurre a una segunda búsqueda: la lectura. Y mientras recorre el largo
camino de los libros encuentra mundos extraordinarios, cada uno de los cuales le revela un secreto al
oído. Bebe una historia tras otra, acude a las librerías o a las bibliotecas, pregunta por un autor y por
otro, quiere referencias, busca respuestas. Pero, aunque son muchas las cosas que descubre en esos
mundos, tampoco ahí halla la Respuesta, la medicina para su ansiedad.
En este segundo cruce de caminos es donde el escritor en ciernes siente la necesidad de crear sus
propios mundos, para buscar en ellos, con toda libertad y sin limitaciones —ya que él mismo pondrá
las reglas—, aquella solución tan perseguida, la clave del ser humano.
Pero para crear esos mundos personales donde buscar su felicidad, el escritor tiene que
encontrar primero la materia prima, y ésa sólo se halla en el mundo exterior. Así que vuelve a él y se
convierte de nuevo en observador atento de las almas, pues en ellas se ha de fijar para modelar sus
mundos donde buscar, a su vez, el secreto de las almas, de su alma. Esto es lo que podríamos llamar,
en efecto, un círculo vicioso. El círculo de cielo y fuego en el que dan vueltas y vueltas los escritores.

LA LECTURA

Es difícil sortear, en el camino hacia la creación literaria, el paso previo de la lectura. Todos los
escritores, es decir, aquellas personas que escriben por ser incapaces de no hacerlo, han pasado
primero por la búsqueda en la lectura. Es extraño que alguien que no haya saboreado cien, doscientos,
mil mundos, necesite —no pueda dejar de— crear el suyo, y menos que desee transferirlo a los demás;
el mundo del lector y el mundo del escritor se parecen demasiado, son uno mismo, y el hilo de la
comunicación se rompe —se ha de romper— si el escritor no tiene alma de lector.
Saltarse, pues, este paso, por impaciencia o desdén, supone sumergirse en una búsqueda a
ciegas. Empezar a escribir sin haber aprendido a disfrutar de la lectura, aunque ésta acabe por no ser
plenamente satisfactoria, es salirse del camino —algo embarrado, eso sí— de la exploración artística y
perderse en la selva engañosa de la sinrazón.
Quizá en esos maravillosos mundos creados por otros encontremos las respuestas, y no
necesitemos más. A lo mejor muchas de las cosas que pensábamos escribir ya están escritas (y
entonces, vaya ahorro de tiempo). Cuando uno se siente mal, va al médico. Si el médico no lo cura,
busca la ayuda de un psicólogo o de un sacerdote. Apresurarse a ir al psicólogo o hacerse católico por
un simple dolor de estómago es, diría yo, precipitado. Escribir puede resultar más o menos placentero,
pero no deja de ser una necesidad, el remedio para un padecimiento. Y en esta vida acelerada y corta
(vive dios) no hay tiempo que perder inventándonos falsas vocaciones.
Decía E. M. Forster en un delicioso librito titulado Aspectos de la novela:

Y los libros hay que leerlos —mal asunto, porque requiere mucho tiempo—; es la única
manera de averiguar lo que contienen. Hay algunas tribus salvajes que se los comen, pero la
lectura es el único método de asimilación conocido en Occidente.

LA OBSERVACIÓN

Entonces nos habíamos quedado en que hay que escribir. Las lecturas no acaban de damos la
tranquilidad de espíritu a la que aspiramos ni la Respuesta a esa pregunta que no sabemos formular.
Necesitamos cerrar el ciclo de la .comunicación, no ser meros espectadores, construir nuestro propio
espacio, la «habitación de juegos» de que hablaba Ángel Zapata en su libro La práctica del relato.
Ya estamos en esa habitación, el sol entra con sesgo alegre por la ventana animándonos a
escribir y nos hemos puesto la música adecuada a nuestros propósitos. La pantalla del ordenador, la
hoja de papel, están en blanco, reclamando nuestras palabras. Y me pregunto yo: ¿Dónde busco esas
palabras? ¿Por dónde empiezo? ¿Cómo reflejo todas estas inquietudes, mi desazón, en forma de historias?
Nuestro espíritu insatisfecho ya nos había llevado antes, desde la infancia, a ser buscadores.
Estamos acostumbrados, pues, a la observación del mundo, esa observación en aquel tiempo tímida y
esperanzada que nos había defraudado. Y ahora tenemos que volver a mirar en el viejo baúl del
mundo, que quizá ya teníamos arrumbado en la azotea o escondido tras las persianas, quitar el polvo
a los recuerdos, ponemos a re-buscar.
He dicho mundo. He dicho recuerdos. Búsqueda exterior; búsqueda interior. Observaremos —
seguiremos observando— en la vida diaria a las personas que nos rodean, reteniendo e interpretando
sus actos, adivinando sentimientos, deduciendo inclinaciones, ahora con mirada más audaz y
decidida. Atenderemos también, volviendo los ojos hacia nuestro interior, a todo lo que hemos vivido,
amado, resucitaremos caras ya olvidadas, el roce del sol en la primavera del 82, la tienda de
chucherías frente a la que tanto pataleamos por una gominola de fresa...
Esta segunda búsqueda es distinta a la primera. En primer lugar, el mundo y nuestros recuerdos
nos van a servir ahora como medio, y no como fin; ya sabemos por experiencia que la respuesta no se
encuentra ahí. Por otro lado, lo que pretendemos es contar historias, así que la observación ha de ser
selectiva, y no una búsqueda ciega e inabarcable. Debemos escoger sólo aquello que sirva a nuestras
narraciones.

LA CREACIÓN DE MUNDOS

Tanto lo que observemos en el mundo como lo que encontremos en el baúl de nuestra memoria,
hay que cribarIo con mentalidad artística. No vale la pena plasmarIo tal cual (eso, ya lo sabemos, nos
llevaría a una búsqueda sin frutos). Hemos de recrearIo, revivido y transformarIo, construir con todo
ello algo nuevo. Al igual que se pueden fabricar juguetes bien bonitos con latas viejas de CocaCola,
nuestro material usado lo vamos a someter a un reciclaje prodigioso.
Pero no debemos olvidar, a lo largo del proceso de reciclaje, que el mundo que estamos creando,
ése que al final será nuevo y flamante, está hecho de antiguos materiales. Tan antiguos como el
mundo. No en vano hablaba Aristóteles (que es casi tan antiguo como el mundo, también) de mímesis
para referirse a lo que ahora llamamos creación. No se puede pretender crear de la nada, no sólo
porque sea imposible, sino porque es contraproducente. Cuando en la televisión alguien describe al
extraterrestre que el otro día encontró en su garaje, le pone un cinturón de Star Treck, trompa de
elefante, garras de dinosaurio y unas orejas de soplillo; es lo más original que se le/nos puede ocurrir,
lo más insólito que cabe imaginar, y sin embargo resulta grotesco, casi vulgar. La originalidad, esa
serpiente escurridiza, ha de encontrarse en el producto final, no en los materiales utilizados.
Entre esos materiales habrá retazos de nuestras lecturas (lo que otros han averiguado antes nos
servirá para avanzar en esa búsqueda sin cuartel), pedazos de historias oídas a la abuela Soledad,
retales de nuestra vida, aquella gominola de fresa que nunca pudimos paladear, gajos de
conversaciones en un mercado... Con todas esas cosas tan familiares nos tenemos que conformar. Y
someterlas a la transformación artística que hará de ellas un mundo, otro muy distinto del que
provienen, con sentido, con causas y efectos (no como el que nos rodea, tan caótico, tan lioso e
incomprensible), en el que a lo mejor, quién sabe, encontraremos la respuesta a nuestra pregunta, no
por desconocida menos insistente.

DE LA MISMA LEVADURA

Tampoco hay que olvidar que la materia prima y nuestra recreación están hechas de la misma
levadura, es decir, de ser humano. Si perdemos esto de vista, nuestros textos serán puro artificio y,
aunque nos dejen satisfechos en el plano estético, nos quedaremos con sed en esa búsqueda profunda,
razón última de la escritura.
«Pero a mí eso del ser humano me da igual —oigo una voz al fondo de la sala—; a mí lo que me
importa, lo que me gusta, es el lenguaje, la lengua, las palabras, todo eso».
Ya. Y a mí también. Por ello estudié Filología. Tiene dos ramas, la literatura y la lingüística,
ambas volcadas plenamente sobre el lenguaje, la lengua y las palabras. Pero el escritor no ha de ser
catedrático en las Ciencias del Lenguaje (aunque al final lo acaba siendo, qué remedio, de tanto usar
las palabras), sino que su estudio, que no dura cinco ni diez años sino toda la vida, se centra en la
persona. Su medio, eso sí, son las palabras, que han de conseguir expresar los más sutiles
descubrimientos del estudioso. Igual que el experto en biología molecular ha de ser ducho en el
manejo de probetas y microscopios, pero no por eso presume de hábil, el escritor debe ser un
malabarista y un mago del lenguaje sin que se le noten los trucos. Y cuando al escritor sólo le interesan
las herramientas (y no su objeto de estudio) se le notan los trucos.

UNA DIFICULTAD AÑADIDA

El problema está en que la escritura no es una ciencia, sino un arte, lo que supone una dificultad
añadida para su estudio. Eso quiere decir que cada persona que decide dedicarse a escribir, por
muchas ayudas y apoyos que le presten, está sola ante el papel en blanco. No sólo eso, sino que cada
vez que empiece una nueva obra a lo largo de su vida volverá de nuevo a esa inmensa soledad, al
pánico de no saber qué ni cómo escribir. No podemos acudir a fórmulas, manuales ni tesis doctorales.
Nada: la soledad, el desentrañar con cada palabra un pedacito de humanidad. (Quizá por eso es tan
fácil que nos enredemos en las seducciones del lenguaje y olvidemos nuestro objetivo: decir algo).
Las ciencias que estudian la mente, el comportamiento o el conocimiento humanos (la
Psicología, la Psiquiatría, la Filosofía...) no han tenido un avance lineal. Son ciencias con pocas certezas
y muchas hipótesis, en las que todo podría ser cierto pero también mentira, con teorías en las que se
puede creer o no creer (ni que fueran dioses) y que, aun siendo contradictorias, se pueden
complementar para un determinado fin. Esto es porque su objeto de estudio somos nosotros mismos,
y la distorsión o el margen de error producidos por la falta de distancia entre nosotros y... nosotros, es
imposible de calcular. Observarnos objetiva y subjetivamente a la vez resulta, en definitiva, imposible.
Lo mismo sucede con los estudios que profundizan en el arte de la escritura. Avanzan a
trompicones. Y quizá más que en el resto de las artes, pues la literatura es la que a mayor profundidad
se sumerge en el ser humano. Muchas personas piensan que a pintar y a esculpir se puede aprender;
muy pocas, sin embargo, confían en que se pueda aprender a escribir. Y es que la Narratología, la
Crítica, la Teoría Literaria..., todas esas ciencias que nos podrían ayudar en nuestra tarea, están en
pañales: van por aquí, por allá, miran el texto desde fuera, lo diseccionan como si fuera un animalillo,
lo comparan con un árbol o con una figura geométrica (según les dé), lo parten en muchos cachitos a
los que llaman de mil formas diferentes... Y todo, claro, porque es difícil explicamos a nosotros
mismos de qué está hecha nuestra alma. No cabe duda de que, a pesar de todo, el escritor puede sacar
provecho de esos estudios que, aunque incompletos y desmadejados, intentan estructurar por medio
del raciocinio lo que él hace por medio de la intuición. Como la intuición en muchas ocasiones es
engañosa y otras veces nos hace dar mil vueltas para llegar dos pasos más allá, entre el escritor y la
teoría literaria se puede llegar a una simbiosis de lo más fructífera.
Pero dejando a los críticos aparte —entretenidos en sus operaciones a texto abierto—, si
preguntamos a los escritores, que al fin y al cabo son los que sufren en sus carnes el proceso creativo,
tampoco sabrán contestamos con exactitud en qué consiste éste. «Es como si...»; «no sé, depende... es
muy extraño...»; «llegaron los extraterrestres y me raptaron...». En fin, que la persona, cuando se
enfrenta a sí misma cara a cara, se vuelve tímida, se bloquea, le viene un desmayo... y después es
incapaz de acordarse del camino que la llevó a ese encuentro, a esos momentos de inspiración lunática
en que vio (y consiguió hacer ver a los demás) las orejas a su verdad, que es la de todos.

2. LA PERSONA

INDETERMINACIÓN DE LA PERSONA

Voy a ir, a estas alturas, atando cabos. El escritor, tras hacer su primera búsqueda en el mundo y
la segunda en los libros, emprende el camino de la creación, cuyo destino no es otro que él mismo. Su
equipaje son sus recuerdos y el mundo que lo rodea, de donde ha de seleccionar los materiales
apropiados para construir nuevas ciudades en las que buscarse como persona, ciudades de las que
será fundador, arquitecto, alcalde y urbanista.
De todo lo dicho, recojo una palabra: persona. Persona busca persona para encontrarse a sí misma. El
escritor, en lugar de poner un anuncio por palabras, se pasa los días y los años, la vida entera,
escribiendo historias.
Y es que no es tan sencillo. El resto de los animales no pierden el tiempo buscándose a sí
mismos, y los llamamos ignorantes... Es nuestra manera de reprocharles que sean más reales que
nosotros; que estén más convencidos de su existencia, al menos. Las personas, sin embargo, con esta
mezcla de instinto e inteligencia que nos dio la naturaleza —sin duda para amargamos la vida—
desconfiamos, con desconfianza animal pero con método y conciencia racionales, de nuestro propio
ser. Si ya lo decía Segismundo...

Sueña el rico en su riqueza,


que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.

Y Calderón se escondía de esta forma tras su personaje para expresar los temores más fundados
del ser humano.
«Sé tú misma», nos dicen los anuncios de compresas.
«Busca al hombre que hay en ti», rezan los de colonia for men. Sin duda obedeceríamos si nos
explicaran cómo hacerlo. Pero ni siquiera el ingenio de los publicistas puede contestar a las eternas
preguntas: ¿Quién soy?; pero, ¿acaso soy? Y constantemente buscamos, desesperados, pruebas de
nuestra existencia: en el mundo, en los libros, en las palabras que escribimos...
No quiero yo meterme en honduras filosóficas, pero sí recordar aquí esa indeterminación de la
persona que la priva de buena parte de su realidad. Si dibujáramos un mapa de nosotros mismos,
¿acaso sabríamos dónde poner las fronteras?

MULTIPLICIDAD DE SERES

Uno de los síntomas de la falta de fronteras de la persona es la multiplicidad. Ser uno y muchos
a la vez es nuestro eterno padecimiento.
A todos, de pequeños, nos gustaba jugar a disfrazamos. Y de mayores no dejamos de hacerlo,
aunque ya no lo llamemos juego. Sólo hay que abrir el periódico al azar para entrar en un escenario de
lo más variado: personas adultas disfrazadas de soldados o policías, de reyes y princesas, de artistas,
de pobres y ricos... Quizá la muerte es la única capaz de arrancamos el disfraz, y cuando la
observamos, en primera plana o en las páginas interiores, nos hace volver la cara por su falta de
ropaje, por su crudeza insoportablemente real.
Pero los adultos no nos conformamos con disfrazamos exteriormente, sino que también
vestimos el alma con mil trajes. En ocasiones es la timidez la que nos hace envolvemos en un manto de
antipatía; o la extraversión en uno de hipocresía. Unas veces nos disfrazamos por autodefensa; otras,
por conveniencia. En general, por ignorar nuestra propia identidad.
Y así como los vestidos del cuerpo están limitados por la materia y el tiempo —también por
nuestro nivel adquisitivo y por el IPC, todo hay que decirlo—, los del alma pueden ser innumerables.
La mente nos permite multiplicamos sin extrapolar al cuerpo.
El escritor, que al fin y al cabo no es sino el traductor de las almas, en un intento de limitar, y por
tanto de realizar, esa infinitud de seres larvados que lleva dentro, les da forma literaria. Les abre las
rejas de su mente difusa para que vivan fuera de él y poder, de esa forma, vivirlos. El agua, si no se
limita se pierde, se expande hasta desaparecer o evaporarse; necesita de cauces y orillas para
convertirse en río, lago u océano, para ser agua realmente. De la misma forma, hemos de encauzar
nuestra multiplicidad para que ésta realmente exista. Y los personajes no son otra cosa que la
encarnación de la propia multiplicidad del artista.

MULTIPLICIDAD DE VIDAS

Esa multiplicidad que padece el ser humano se va a convertir, pues, en un arsenal más de
búsqueda en manos del escritor. Va a ser a la vez su suerte y su desgracia.
Su desgracia, porque si solamente fuera uno y limitado, sabría quién es, estaría seguro de su
existencia y sería, por tanto, feliz.
Su suerte, porque esa misma capacidad de multiplicarse le va a permitir vivir muchas vidas que
le estarían vedadas y buscar, entre todas ellas o juntándolas a todas, la verdadera.
A los niños siempre se les pregunta: «¿Qué vas a ser de mayor, ricura?» Y el niño o la niña
contestan: «Camionero o astronauta». «Pues yo, bombera. No, no, mejor paracaidista. Bueno, no sé». A
medida que uno va creciendo, las oportunidades se limitan. Que si no das la talla, que si las mates son
un rollo, que si el vértigo, que si un camión es muy caro... Pero da igual, porque en la juventud uno
sigue con mil proyectos: aprender treinta idiomas, visitar todos los países del mundo, meterse a
misionero... Sin embargo, llega un momento en que la persona ya adulta se da cuenta, a veces de
sopetón (¡vaya chasco!), de que su fantasía va por un lado y sus limitaciones por otro. Y de que al final
son las limitaciones y su última versión, que es la muerte, las que ganarán el pulso.
Es el escritor —maduro— el único que tiene una segunda oportunidad de vivir otras vidas, y ésa
es, quizá, su mayor suerte, el verdadero premio de consolación a una existencia de búsquedas e
insatisfacciones. Ernesto Sábato nos lo dice:

[...] la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento, nuestro
carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede apostar otra vez, al
menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o suicidas o criminales en la
existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos simulacros.
Así pues, la contradicción entre una mente que se expande sin delimitación y un tiempo, cuerpo
y espacio limitados, los resuelve el creador poniendo en movimiento a los personajes y viviendo en
ellos.

IDENTIFICACIÓN

Otra cualidad de la persona que va a ayudar al artista a construir sus mundos es la de


identificarse con el resto de la humanidad. No es que el escritor sea un altruista, ni que se enternezca
al oír el llanto de un niño o el discurso del rey. Pero sí que tiene afinada la capacidad de identificación
que comparte, por lo demás, con todos sus semejantes.
Ya lo he insinuado varias veces en lo que llevamos andado. La verdad del escritor es la de todos,
y su alma; también sus inseguridades y la eterna duda respecto a su propia existencia; y, por
supuesto, el miedo a la muerte. Son diferentes, sí, sus gustos, las ideas políticas o el tiempo en que le
ha tocado vivir, sus lecturas, vicios y el color de sus ojos. Pero ésas son manifestaciones puntuales,
funciones diferentes para unas coordenadas comunes.
No es pura casualidad que yo sea capaz de identificarme con don Quijote, con Segismundo o
con el Principito. Ni creo ser la única que se identifique con los grandes personajes de la historia de la
literatura. ¿No será que sus autores tenían mucho en común conmigo?
Pero antes de que nos identificáramos con don Quijote, Cervantes se tuvo que identificar con
nosotros, aunque no nos conociera de nada (que en paz descanse, pobre). Y para ello se sirvió de lo
único que nos une a través del tiempo y las distancias: nuestra semejanza como seres humanos.
Pocas cosas hay tan obvias como lo que estoy diciendo. y sin embargo, si se me permite la
insistencia, lo vaya repetir de otra manera: la identificación es una de las armas más potentes que
tiene el escritor en sus manos para contar historias, para comunicarse consigo mismo y con el lector .
Y también la más difícil de usar. Hay muchos escritores —buenos escritores— que no saben utilizarla
en todo su potencial. Sólo los que alcanzan el título de excelentes conocen sus más secretos
mecanismos. Y por eso sus obras son indiscutibles. Nadie puede decir que esté de acuerdo o en
desacuerdo con el Quijote o con Proust. Su esencia, su verdad, no dan lugar a dudas ni discusiones,
porque simplemente dicen lo que todos sentimos y nunca supimos expresar.
Y es que no es nada fácil separar el grano de la paja. Uno no sabe muy bien lo que, de todas sus
vivencias y observaciones —internas o exteriores—, toca al resto de la humanidad o lo que sólo atañe
a unos pocos coetáneos suyos, o a él únicamente. También es tarea ardua educar el poder de
identificación hasta el extremo de saber, sin ningún género de duda, cómo reaccionaría nuestro odioso
vecino de abajo si un día, al cruzamos con él en la escalera, le guiñamos un ojo. Por eso, claro, sólo ha
habido un Proust y un Cervantes; y por eso también son habas contadas los grandes personajes de la
literatura. Si Flaubert, por ejemplo, no hubiera sido capaz de ponerse en el lugar de una mujer
enferma de romanticismo rodeada de hipocresía provinciana, difícilmente seríamos capaces de leer
hoy su Madame Bovary.
Ni siquiera los autores excelentes saben separar en todo momento lo pasajero de lo inmortal. Sólo
hay que recordar algunos de los discursos de don Quijote en que analiza el teatro de su época, y que a
lo mejor interesan ahora a algún doctorando en filología. O Tolstoi, sin ir más lejos, que en Ana
Karenina nos endosa sus aburridas teorías sobre la repartición agraria del suelo ruso en el siglo
pasado. Me atrevería a decir que difundir esas teorías fue, quizá, lo que lo empujó a escribir el libro.
¡Ah! Pero él sabía muy bien que los lectores sólo iban a ingerirlas si desplegaba alrededor toda una
historia con la que se identificaran, como se le envuelve al perro la píldora en comida para hacérsela
tragar; y, mientras realizaba el despliegue, se prendó él mismo de la dulce Ana. Gajes del oficio.
Resumiendo: cuanto más desarrollemos y manejemos la capacidad de identificación, esa bomba
de neutrones en manos del escritor, más cerca estaremos de nuestro objetivo, a saber, nosotros mismos
y nuestra verdad, que, ahora ya lo sabemos, es la de todos. Después, claro está, habrá que expresar
nítidamente el producto de esa identificación.
Pero eso es otro cantar que entonaremos más adelante.

SINGULARIDAD

Una cosa lleva a la otra. Tenemos que valemos de aquello que nos une al resto de las personas,
pero también de lo que nos separa de ellas (y es que todo son armas para el escritor).
Si fuésemos todos iguales no habría nada que contar, ni escritores en el mundo. Son las
contradicciones las que mueven —y remueven— al ser humano; ser uno y muchos, iguales y
diferentes a la vez, es lo que nos trae por el camino de la amargura. Pero también esto lo ha de poner a
su favor el artista. Sus particularidades como persona diferente de las demás las usará para dibujar, en
función de aquellas coordenadas comunes a todos, la parábola de su mundo personal.
Esas particularidades, ya las hemos mencionado antes, son la ideología, nuestras manías o el
color de ojos. Pero las ideas políticas pueden coincidir con las del programa de tal partido, la manía de
comerse las uñas la tiene la mitad de la población, y los ojos marrones tres cuartas partes del país. La
singularidad que nos va a servir como herramienta artística se encuentra mucho más escondida
dentro de la persona.
Tanto para potenciar el poder de identificación como para encontrar nuestra singularidad vamos
a tener que recurrir a la observación, aquel paso en el camino de la creación del que ya habíamos
hablado. Con la observación atenta del mundo educaremos la capacidad de identificarnos con nuestros
semejantes y, por tanto, con los personajes de las historias que recreemos. Y sólo observándonos por
dentro hallaremos nuestra singular visión de ese mundo. Porque la singularidad, en el campo de la
creación literaria, no va a ser otra cosa que el producto de nuestra mirada.
La mirada es la que nos va a diferenciar del resto de los escritores y, sin embargo, nos unirá a los
lectores. Ella será la que nos capacite para expresar de forma única sentimientos de sobra conocidos
por todos y vivencias similares a las de la humanidad entera.
Por poner un ejemplo: todo el mundo se ha sentido atraído, desde que el mundo es mundo, por
la luna. ¿Hay alguien que no haya experimentado un peculiar estremecimiento ante su fría claridad?
Innumerables son los poetas, por tanto, que han cantado a la luna (y los que quedan). Sin embargo,
cada uno tiene su propio ángulo de visión y son distintos, por tanto, los sentimientos que les descubre
el observarla. Por eso no bostezamos aburridos cada vez que aparece la palabra luna en un poema (y
son tantas...). Los malos escritores, por el contrario, la describen todos de la misma manera; adoptan,
pues, una forma tópica de mirar la luna.
Y es que no es fácil graduar nuestro propio enfoque del mundo. Pero como no hay oculistas para
los ojos del espíritu, nos tenemos que curar solitos la miopía del alma, esa deformación adquirida por
la comodidad de mirar por los ojos de aquellos que sabían más que nosotros. Para ello, sólo cabe
ejercitarse en la observación: mirar una y otra vez la luna hasta que la veamos por primera vez, con los
ojos de un niño.
Alberto Caeiro dice en un poema:
La luna a través de las altas ramas
dicen todos los poetas que es más
que la luna a través de las altas ramas.

Pero para mí, que no sé lo que pienso,


lo que la luna a través de las altas ramas
es, además de ser
la luna a través de las altas ramas,
es no ser más
que la luna a través de las altas ramas.

Y así, el poeta lanza su mirada a la luna y nos regala su visión, diferente a todas. Aprovechemos
este ejemplo tan sencillo para reconstruir, una vez más, el proceso de la creación:

1. El poeta, insatisfecho del mundo y de sus lecturas, busca una respuesta.


2. Observador atento, escoge del mundo que lo rodea los elementos que le servirán para su
propósito, que en este caso no será contar historias, sino expresar una emoción en la que se encuentre
a sí mismo. Elige, pues, un objeto tan común, tan familiar, como la luna.
3. En el proceso de creación se identifica, tras haberlos observado, con el resto de los poetas, y
expresa lo que ellos sienten al mirar la luna.
4. Después, buscando en su interior, ofrece su propia mirada, su singularidad respecto a un
sentimiento común a toda la humanidad: el de que los objetos que nos rodean no son sino lo que son.
5. Y el lector, por tanto, logra identificarse con el poeta, pues éste expresa de una forma nueva,
particular, lo que todos alguna vez hemos sentido. Nos descubre, con su manera única de decirlo, y
que se transforma en inevitable para quien lee el poema, lo que siempre había estado en nuestro
interior.

3. A MODO DE EJEMPLO

PESSOA Y LOS HETERÓNIMOS

He saltado, en el camino que acabamos de recorrer, por encima de la multiplicidad. Lo he hecho


deliberadamente, pues merece la pena que la tratemos con detenimiento. Para ello voy a utilizar otro
ejemplo, que en realidad es el mismo.
Hace ya muchos años, en la adolescencia, cayó por casualidad en mis manos un libro titulado
Poemas de Alberto Caeiro. Me llamó la atención la portada y lo abrí en una tarde de invierno. Cuando
levanté la vista ya era noche cerrada; pero no para mí, porque yo no estaba en mi habitación sino en
otro lugar, muy lejos, en la cumbre de un otero, a la puerta de una casita encalada. En los días y meses
sucesivos volví a leerlo una y otra vez. Lo pasé a máquina. Me lo aprendí de memoria en su versión
bilingüe. Se convirtió para siempre en mi libro de cabecera.
Recuerdo, con una sonrisa en el alma, con qué intensidad dediqué aquellos meses a observar
todo lo que me rodeaba (las calles grises de Madrid, los árboles, la luz del sol... o las nubes, si estaba
nublado) con una mirada nueva, con la forma de observar el mundo que me había enseñado Alberto
Caeiro. Para poder hacerla tuve que proceder antes a un minucioso desaprendizaje de los
conocimientos inútiles que me contaminaban, almacenados a lo largo de quince años. No había otro
remedio, toda aquella basura era incompatible con la mirada cristalina de mi maestro.
Había nacido en mí otra dimensión. Y lo que más me impresionaba y sorprendía —y daba
gracias por ello— era que existiese alguien como Alberto Caeiro en el mundo.
¿Estaría vivo o muerto?, ¿habitaría de verdad en la cima de un otero, o sería esto un recurso
poético?, me preguntaba diez veces al día. Pero aquellos poemas eran tan verdaderos, tan reales, que
siempre acababa concluyendo que sí, que forzosamente el poeta tuvo que vivir rodeado de naturaleza,
bajo un sol que multiplicara el blanco de las paredes de su casa pequeña. No había engaño posible.
Varios años después me enteré de que Alberto Caeiro, al parecer, no existía. Lo que yo había
tomado, en la portada del libro, por el nombre del editor —Fernando Pessoa—, era en realidad el
autor. Y este señor tenía la curiosa costumbre, según me dijeron, de engañar a los inocentes como yo
multiplicándose en lo que él llamaba «heterónimos». El desencanto fue memorable. Ese mundo que se
había abierto ante mí era una invención; peor aún, era la invención de una invención. Ni naturaleza, ni
casa, ni otero, ni siquiera poeta. Fernando Pessoa escribió el libro en una tarde de inspiración (el 8 de
marzo de 1914), de pie, apoyado en una cómoda de su casa lisboeta. Y Alberto Caeiro no existía.
Mi primera reacción fue de enfado. Me sentía estafada, manipulada... Intenté olvidar ese libro y
su mentira. Después, al cabo de un par de años, comprendí que aquella forma de mirar el mundo
continuaba dentro de mí; mezclada, diluida por el paso del tiempo con otras muchas miradas, pero
siempre presente y poderosa. Y eso sí era real. Así que consentí en profundizar en otros heterónimos
de Fernando Pessoa, en aceptar realidades diferentes a las de carne y hueso de mi entorno
hiperracionalista.
Antonio Tabucchi, escritor y gran admirador de Pessoa, aludiendo al arca en que se encontraron
la mayoría de las obras inéditas del poeta portugués, cuenta:

Resulta sugerente imaginar, cediendo al hechizo de la literatura, lo que hubiera podido


ocurrir si por un capricho de la suerte, navegando sellada a través de los siglos, el arca hubiera
llegado hasta las orillas de una época en la cual se hubiera perdido el rastro de Pessoa como
personaje: el asombro de estos hipotéticos sucesores nuestros al comprobar cómo un pequeño y
semidesconocido país del siglo XX, ajeno a Europa y olvidado por ésta, había conocido el esplendor
de una excéntrica edad de Pericles de la poesía, dos décadas (porque en tal lapso de tiempo
actuaron los Pessoas, de 1914 a 1935) en las que cuatro poetas, distintos y hasta opuestos por voz y
temperamento, pero todos igualmente grandes y fascinantes por la complejidad de sus temas y la
calidad de sus versos, escribían contemporáneamente, polemizaban epistolarmente, discutían
públicamente, se intercambiaban prólogos amigables y refinados (siempre tratándose de usted: eran
sin duda otros tiempos), hasta que, inexplicablemente, callaban todos al mismo tiempo,
desapareciendo en la nada.

Esto que Tabucchi imagina como posibilidad literaria fue lo que me ocurrió, por ignorancia y
alergia a los prólogos, con Alberto Caeiro. Sólo que, por suerte o por desgracia, descubrí la verdad.
Gané en conocimiento lo que perdí en inocencia, como suele ocurrir a esas edades.

DRAMA EN GENTE
Fernando Pessoa, poeta portugués, 1888-1935. Pessoa es persona en portugués; y persona es
máscara en latín.
¿Qué mejor definición para este autor que su propio apellido? Fernando Pessoa, el poeta de las
mil máscaras, que hizo de la multiplicidad la razón de su existencia, decía cosas como ésta:

Con semejante falta de gente coexistible como la que hay hoy, ¿qué puede hacer un hombre
de sensibilidad sino inventarse a sus amigos o, cuando menos, a sus compañeros espirituales?

o esta otra:

Primera regla: sentirlo todo de todas las maneras. Abolir el dogma de la personalidad: cada
uno de nosotros debe ser muchos. El arte es la aspiración del individuo a ser el universo.

Pessoa, insatisfecho con su entorno, creó un mundo en el que desenvolverse y sentirse a gusto (o
menos desgraciado). La diferencia con el resto de los escritores es que no lo hizo de forma narrativa, o
no sólo de forma narrativa, sino que transportó a su vida diaria, real, las distintas personalidades
artísticas, rompiendo de una vez y para siempre las fronteras entre realidad y ficción, si es que alguna
vez existieron.
Supongo que, de dedicarse a la novela, Pessoa nos habría deleitado con personajes inolvidables.
Pero él no era novelista, sino un poeta o un filósofo, que es casi lo mismo. Y sin embargo, su pulsión
de vivir otras vidas era tan intensa que la poesía le quedaba estrecha, y creó lo que él mismo llamaba
drama en gente:

En los fragmentos y obras pequeñas publicados en revistas, hay pasajes y composiciones


firmados por Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Estos nombres, sin embargo, no son
pseudónimos: representan personas inventadas, como figuras en dramas, o personajes declamando
en una novela sin enredo.

Cuatro fueron sus principales heterónimos: Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos
y Ricardo Reis. El primero compuso el Libro del desasosiego, en prosa; los tres restantes fueron
poetas. Pessoa los describió de la siguiente manera:

Yo veo ante mí, en el espacio incoloro pero real del sueño, las caras, los gestos de Caeiro,
Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Les construí las edades y las vidas. Ricardo Reis nació en 1887
(no me acuerdo del día ni del mes, pero los tengo por alguna parte), en Oporto, es médico y
actualmente se encuentra en Brasil. Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915; nació en Lisboa,
pero vivió la mayor parte de su vida en el campo. No tuvo profesión ni apenas educación. Álvaro de
Campos nació en Tavira el 15 de octubre de 1890 (a la una y media de la tarde, me dice Ferreira
Gomes; y es cierto, pues, hecho el horóscopo para esa hora, concuerda perfectamente). Éste, como
sabe, es ingeniero naval (por Glasgow), pero está aquí en Lisboa inactivo. Caeiro era de estatura
media y, aunque era verdaderamente frágil (murió tuberculoso), no parecía tan frágil como en
realidad era... Ricardo Reis es un poco, muy poco, más bajo, más fuerte, más seco. Álvaro de
Campos es alto (un metro setenta y cinco de altura, dos centímetros más que yo), delgado y con
cierta tendencia a curvarse. Cara rapada todos —Caeiro rubio sin color, ojos azules; Reis de un vago
moreno mate; Campos entre blanco y moreno, tipo aproximado portugués, aunque de pelo liso y
normalmente echado a un lado, monóculo—. Caeiro, como dije, apenas tuvo educación —sólo
instrucción primaria—; se le murieron muy pronto los padres y él se quedó en su casa, viviendo de
unas exiguas rentas. Vivía con una tía vieja, una tía-abuela. Ricardo Reis, educado en un colegio de
jesuitas, es, como dije, médico; vive en Brasil desde 1919, tras expatriarse voluntariamente por sus
convicciones monárquicas. Es un latinista por educación ajena, y un semi-helenista por propia
educación. Álvaro de Campos tuvo una educación corriente de instituto; después fue enviado a
Escocia para estudiar ingeniería, primero mecánica y después naval. Durante unas vacaciones viajó
a Oriente, de cuyo viaje nació el Opiário. Le enseñó latín un tío beirao que era cura.
[...] Mi semi-heterónimo Bernardo Soares, por otra parte semejante en muchas cosas a Álvaro
de Campos, aparece siempre que estoy cansado o soñoliento, de suerte que tenga ligeramente
suspendidas las cualidades de raciocinio y de inhibición;
aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo mía la
personalidad, no es sin embargo diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Soy yo
menos el raciocinio y la afectividad. La prosa, salvo lo que el raciocinio da de tenue a la mía, es
idéntica a ésta, y el portugués perfectamente igual; mientras que Caeiro escribía mal el portugués,
Campos razonablemente pero con lapsus como decir «yo propio» en vez de «yo mismo», etc., Reis
mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado.

Después de leer estas microbiografías parece difícil pensar que los heterónimos de Pessoa no
fueron reales.
Tras haber leído su prosa y sus poemas, es imposible.
Álvaro de Campos, futurista y renovador, intenso; Ricardo Reis, sereno y meditativo, bastante
arcaizante; Alberto Caeiro, «el maestro» según palabras del propio Pessoa, cuyo único oficio era la
existencia y al que desesperaba el mismo hecho de pensar; Bernardo Soares, depresivo, triste y
cansado, muy solo («Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que me tienen aprecio y que tal vez
sintieran pena si me arrollara un tren y el entierro se celebrase en día de lluvia», nos dice en el Libro
del desasosiego).
Si estas personalidades diversas se acercan tanto a la realidad que hubieran podido ser reales,
que fueron de hecho reales al menos para Pessoa y, setenta años después, para una adolescente en una
tarde de invierno (que me conste), ¿por qué no tomarlas, a efectos prácticos, corno reales?

EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS

Perdón. Había olvidado mencionar a otra persona para la que —me consta— Álvaro de
Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y hasta Fernando Pessoa fueron reales. Se trata de José
Saramago, autor de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis. Me parece una de las más bellas
demostraciones de que la literatura se va tejiendo a fuerza de creer en ella.
Saramago recoge uno de los cabos sueltos que dejó Pessoa con su muerte y lo pone en
movimiento. Podría parecer una osadía por su parte atreverse a encarnar a un ser inventado por otro
artista. Sin embargo, Saramago consigue tender un puente invisible entre el poeta soñado por Pessoa y
el personaje que recorre, bajo la lluvia, las calles lisboetas de la novela. Saca a Ricardo Reis de su
estado de heteronimia latente, le da vida corno personaje en una continuidad sin fisuras y cierra el
ciclo con su muerte, permitiendo que descanse, al fin, en paz.
El año de la muerte de Ricardo Reis comienza, pues, donde Fernando Pessoa tuvo que abandonar a
su compañero espiritual, en 1935. Muere Pessoa y Ricardo Reis vuelve a Portugal tras su larga estancia
en Brasil. Empieza la novela cuando «un hombre de apariencia gris, seco en carnes», llega al puerto de
Lisboa. Se trata de Ricardo Reis, quien, por si habíamos dudado alguna vez de su existencia corno
heterónimo, nos cala hasta los huesos de su realidad corno personaje a lo largo de trescientas
cincuenta páginas. Mientras Reis lee en los periódicos portugueses las menciones a la muerte de
Fernando Pessoa, Saramago aprovecha para convencer a un hipotético lector incrédulo de la realidad
de su personaje:

No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta
extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan
escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San
Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de
Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de
oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con
sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de
Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras
pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que
vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se
aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor
no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me
encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente
fisonomista y definidor de identidades.

Quién se atreverá a dudar de un buen escritor al que no se le ocurre poner en tela de juicio la
existencia de sus personajes. No nos queda otro remedio que aceptar el principio de autoridad; y en
verdad que no resulta muy difícil. De hecho, mientras Ricardo Reis va adquiriendo consistencia como
amigo digno de compasión y respeto, como confidente y consejero del lector, Pessoa se va
desdibujando en su papel de fantasma. Se le aparece a Reis algunas veces y mantiene charlas con él
sobre la vida y la muerte. Va vestido con el traje ligero con que lo enterraron. Y es que los muertos, los
fantasmas, no sienten frío. La muerte de Pessoa no se nos hace dolorosa; más bien algo patética. Y sin
embargo, cuando Ricardo Reis decide acompañarlo, una parte de nosotros se va con él camino del
cementerio.

OTRAS REALIDADES

Porque para el ávido lector puede llegar a ser más real el personaje de una novela que muchas
de las personas que lo rodean. Que su vecino de abajo, por ejemplo, a pesar de que al vecino de abajo,
si se empeña, lo pueda tocar. Hay muchas cosas que no podemos tocar, y no por eso son menos —o
más— reales.
El protagonista de nuestra novela favorita se nos instala en el espíritu de forma similar a la de la
persona amada cuando está ausente, o a la de un ser querido que ha muerto pero sigue hablándonos
en sueños.
Se puede decir que el personaje toma cuerpo incluso fuera de la acción en que se ve envuelto en
la novela. Si un día me encontrara a Emma Bovary sentada en mi salón, no necesitaría la retransmisión
en directo de su suicidio para reconocerla. Me sentaría a charlar un rato con ella de cualquier tema —
de las relaciones de pareja, por ejemplo— y al cabo de un rato le preguntaría: «Perdone la
indiscreción, pero, ¿no será usted por casualidad Emma Bovary?» Hay una interacción constante entre
la literatura y la vida. Leer y escribir nos ayuda a comprender la vida, y el esfuerzo de comprender la
vida nos ayuda a escribir. Los personajes son creados por personas a imagen y semejanza de las
personas, y algunas personas parecen hechas a imagen y semejanza de un personaje. El bovarysmo
puede llegar a ser una enfermedad en algunas mujeres y no menos hombres, y hace unos años un
muchacho desconocido saltó quijotescamente a las vías del metro a recoger un libro que se me había
caído en un descuido, sólo porque su Dulcinea se encontraba entre la pandilla que lo acompañaba.
El escritor sabe todo eso, y por eso escribe. La realidad se le va de las manos y él intenta
atraparla entre sus palabras. Se obsesiona y vive con sus seres inventados, y ellos lo ayudan a crear
una obra tras otra.

EL GATO DE SCHRÖDINGER

En este proceso los ojos del escritor, como los de los gatos, aprenden a distinguir historias y
personajes donde para los demás sólo hay oscuridad.
Hablando de gatos: hace poco un amigo, físico experto en asuntos neutrínicos, me contaba un
experimento teórico de física cuántica famoso por su inverosimilitud. Se trata de El gato de Schrödinger.
«Buen título para un cuento», me dije.
El experimento consiste, según parece, en introducir a un gato en una caja, algo ya complicado e
inverosímil de por sí. En la caja se ha instalado un aparatito que se dedica a disparar electrones y, al
otro extremo, un mecanismo sensible al roce de los electrones conectado a una botella de gas
venenoso. Cuando hemos conseguido encerrar al pobre gato, nos ponemos a disparar electrones con
la ametralladora dispuesta al efecto. Si alguno de ellos da en el blanco, la botella de gas venenoso se
abre y el gato la palma (Schrödinger sabía que un experimento sin muertos carece de interés).
Pero resulta que, según cuentan —e incluso demuestran— las caprichosas leyes de la física
cuántica, los electrones no se sitúan en un punto concreto sino que están en muchos lugares a la vez,
extendidos por el espacio como las olas por el mar. Así que, según la velocidad a la que pongamos
nuestro disparador, el gato estará muerto en un tanto por ciento y vivo en otro (cuarenta por ciento
muerto, sesenta por ciento vivo; o setenta por ciento muerto y treinta por ciento vivo). Es decir, el
desgraciado no estará ni vivo ni muerto, sino en un tercer punto desconocido entre ambos estados de
ánimo.
Por suerte para el minino, el experimento no se puede llevar a la práctica, porque la observación
modifica el estado de los electrones y, si abrimos la caja para mirar dentro, el gato pasa
inmediatamente a estar vivo o muerto.
Los que no hayan oído hablar del experimento, supongo que dudarán de mi palabra inexperta,
como dudé yo de haber oído bien cuando me lo contaron: «¿Cómo que ni vivo ni muerto? ¡Eso es
imposible!». Con la paciencia de los sabios ante los ignorantes, mi amigo me explicó que todas esas
leyes de la física cuántica tienen aplicaciones prácticas, como fabricar microondas o encontrar agua en
la Luna. La siguiente pregunta me vino sola a la boca: «Pero, ¿qué siente el gato?; ¿qué sentirías tú si te
meten dentro de la caja?; ¿cómo es eso de no estar ni vivo ni muerto?».
«Buena pregunta», dijo mi amigo, y no supo responderme.
Eso ya pertenecía a otros terrenos, como la Filosofía de la Ciencia o... la Literatura.
En el caso de que este experimento me lo hubiera explicado Isaac Asimov en una de sus novelas
de ciencia-ficción, posiblemente habría pensado que su imaginación iba demasiado lejos. Sin embargo,
me lo explicó un físico, y me estaba hablando de algo supuestamente real, tan real como que la Tierra
gira alrededor del Sol. Real, pero no por eso menos inverosímil. A veces la Ciencia, la Filosofía y la
Literatura se pueden confundir y mezclar tanto que las dosis o los tantos por ciento de realidad no
quedan nada claros.
Pensando en que si algún día nos pillan por banda unos cuantos físicos (suficientes en número y
musculatura) podemos acabar metidos en una caja, en un tercer estado que no es la vida ni es la
muerte, quizá nos sea mucho más fácil creer en la realidad de los personajes, los cuales —como el gato
de Schrödinger— se encuentran en el limbo entre el sueño y la conciencia, entre la literatura y la vida.

CONCLUSIONES Y HERRAMIENTAS

Construir un personaje es creer en su existencia. Crear es creer. Y es que a la literatura, como a la


religión, hay que echarle fe. Para que el verbo se haga carne, es decir, personaje, el escritor tiene que
rezar muchas oraciones.
Emprende su camino en busca de la verdad y la comprensión del mundo; alcanzar su objetivo es
cuestión de fe en los medios que está utilizando. Y se ha de valer de todo lo que le rodea, empezando
por su propia persona, para llegar al final del recorrido.
De manera que es imposible desvincular al personaje, representante de la multiplicidad del
artista en la obra, de la persona. Concebirlo como un actante o una función, acorralarlo en una categoría
narratológica, puede servir para analizar un texto; no sirve para escribirlo.
Por eso me he detenido a hablar, a lo largo de esta primera parte, de la persona. Todos los
conceptos que se han ido desplegando nos van a servir como herramientas para construir a esos
hermanos gemelos de la especie humana que son los personajes. Darles vida va a estar en función, en
buena medida, de las características personales del escritor. No he hecho sino recordarlas para, en el
próximo capítulo, sumergimos juntos en el personaje propiamente dicho.
Antes de la zambullida, me permito incluir un fragmento del prólogo que Gonzalo Torrente
Ballester escribió a una antología poética de Fernando Pessoa:

Lo que a mí me parece más conveniente es, ante todo, prescindir del asombro, y, cuando nos
es dado, recordar cada cual su propia infancia, si es que la ha tenido. Después, renunciar a ciertas
nociones queridas y al parecer inamovibles, como la unidad de la persona y su estructura compacta,
y, finalmente, aceptar que la vida de cada uno esté compuesta, no sólo por lo que fue y lo que hizo,
sino (ante todo) por lo que pudo ser y por lo que soñó hacer (teniendo, por supuesto, muy en
cuenta, lo que no quiso ser y lo que no quiso hacer, si bien imaginados, el ser y las acciones). De esta
manera precavido y apercibido, se alcanzan determinadas convicciones algo marginales y, en
general, rechazadas por los bienpensantes de cualquier orden, como la de que la persona es a veces
una multiplicidad sin contornos, digamos desharrapada, y que la pretendida unidad y su absoluta
perfección formal (y moral, claro) resulta de la aplicación sistemática de la poda, de la renuncia, del
crimen y del olvido: cuando no del temor a ser muchos y a serlo de infinitas maneras, y carecer de
las riendas oportunas. La vida de cada hombre (un cuerpo y muchas personas) es la lucha incesante
de lo imaginario-real contra lo posible-ideal: al fin casi siempre vence lo peor. Cada hombre escoge,
o le hacen escoger, un arquetipo, el que conviene a la sociedad, y le obligan a acercarse a él hasta
que no puede más, que siempre es poco: pues la vida de cada cual consiste siempre en quedarse a la
mitad con las manos tendidas y en aceptar para el resto del camino los engaños que la sociedad le
ofrece. [...] Pero, contra el deseo más compartido por los que mandan, dirigen y proyectan, de un
color o de otro, que da lo mismo, a veces hay sujetos que oponen a este morir diario de tantos
hombres posibles una sorprendente y por lo demás curiosa resistencia, no siempre triunfante, y que,
para poder llevarse a cabo, acude a los trucos más dispares y peor vistos por el común.
Parte II

A TRAVÉS DEL PERSONAJE

Más allá de la curva del camino


quizás haya un pozo, y quizás un castillo,
o quizás sólo la continuación del camino.
No lo sé ni pregunto.
Mientras voy por el camino antes de la curva
sólo miro el camino antes de la curva,
porque no puedo ver más que el camino antes de la curva.
De nada me serviría estar mirando para otro lado
y para aquello que no veo.
Que nos importe sólo el lugar donde estamos.
Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte.
Si hay alguien más allá de la curva del camino,
que se preocupen ellos por lo que hay más allá de la curva del camino.
Ése es su camino.
Si tenemos que llegar allí, cuando lleguemos lo sabremos.
Por ahora sólo sabemos que allí no estamos.
Aquí sólo hay el camino antes de la curva, y antes de la curva,
el camino sin curva alguna..

Alberto Caeiro

1. INMERSIÓN

DE MUCHAS MANERAS

Hay muchas maneras de construir una historia, una para cada persona; e incluso un mismo
artista lo puede hacer de diferente forma en cada obra. Hay escritores que sólo necesitan escribir una
frase, una frase de escritura automática; y una de las palabras de esa frase, zas, le despierta la
imaginación, empieza a generar asociaciones de ideas, y ése es el germen de un cuento o una novela.
Otras personas trabajan más el proceso mental previo, y cuando se ponen a escribir reciben una
especie de dictado de sus neuronas, en las que ya está registrado el principio, el nudo y el desenlace. A
veces es un tambor escuchado en la lejanía del bosque ciudadano el que arranca un cuento. Otras
veces, una idea que te obsesiona se une a los ojos color turquesa de alguien que se cruza contigo
camino del trabajo... Incluso construir un personaje y echarlo a andar puede ser una forma de crear
una novela.
También hay muchas maneras de construir un personaje. Se puede recurrir a los más diversos
trucos. Veamos algunos de ellos:
a) Acudir a una libreta donde se vayan apuntando los rasgos físicos y de carácter que se nos
vayan ocurriendo, hacer una lista enorme (feo, cojo, bobalicón, patilargo, listo, esperpéntico,
cariacontecido...), y luego ir seleccionando algunos de ellos que no se contradigan; u otros que se
contradigan (con 10 que nos quedaría un personaje de 10 más contradictorio).

b) Otra forma sería pensar en nuestro tío misionero que murió en el Brasil, recrearlo
mentalmente hasta sacarlo de la tumba, y después convertirlo en motorista.

c) Hablando de misioneros, también nos puede ayudar el modo en que creó Unamuno al
protagonista de San Manuel Bueno Mártir: le aplicó una vocación, la de cura, y luego la puso en tela de
juicio, convirtiéndolo en ateo. Una contradicción o un conflicto abstractos también pueden adquirir
vida propia a poco que los pinchemos. ¿Cómo será un asesino cobarde? Y ya tenemos a Raskólnikov
en Crimen y castigo.

d) Algunos novelistas hacen que el personaje escriba largas disertaciones para que se vaya
formando solo, o listados sobre las cosas que le gustan y le disgustan. Estas digresiones o monólogos
del personaje no aparecerán en la obra, pero le sirven al escritor para conocer mejor a su criatura.

e) Jugar con los nombres propios y sus evocaciones también puede dar buenos resultados.

Así que, si multiplicamos todas las formas de inventar una historia por todas las maneras de
construir un personaje, por la cantidad de tipos de personaje (tantos como personas en el mundo;
mejor dicho, tantos como personas posibles en todos los posibles mundos), resulta que se hace
bastante difícil proponer un método para la construcción del personaje literario.

LA OBSESIÓN

Pero tenemos un punto en común donde apoyan tanto para inventar historias como para
construir personajes (sean del tipo que sean). Se trata de la obsesión. Puede que suene esta palabra a
término psiquiátrico, a enfermedad peligrosa. De hecho, los escritores no dejan de estar poco locos por
andar siempre metiéndose en pieles que son la suya e inventándose mundos intangibles.
Hasta que se pueda radiografiar la psique humana, sabremos si padecen los escritores más
traumas que resto de los mortales, o simplemente es que son capaces sacar del subconsciente sus
fantasmas —esos fantasmas que todos llevamos dentro— y transformarlos en palabras para librarse,
de alguna manera, de ellos.
Lo que sí se puede decir es que el escritor ha de tener una relación fluida con su inconsciente, esa
porción de mente en la que a simple vista no se sabe lo que hay pero donde anida, sin duda, muy
buena parte del material que tendrá que utilizar el narrador de historias, el cual ha saber extraerlo de
las cavernas y moldearlo con la conciencia. El escritor tiene, en definitiva, que obsesionarse con lo que
va a escribir, con lo que está escribiendo.
Obsesionarse no significa tanto pensar la historia o personaje, sino más bien vivir la historia, en el
personaje.
Los síntomas que permiten distinguir al escritor obsesionado del que no lo está suelen ser que el
primero padece insomnio persistente, se levanta a horas intempestivas a escribir, llega tarde al trabajo
porque se le ha ocurrido cómo terminar su cuento, no mira a los lados al cruzar calle y remueve el café
con el cepillo de dientes.
También se nota, claro, en la forma de escribir. Aquél que vive sus historias no las quiere contar;
quiere recrearlas, hacérselas vivir al lector, y las palabras no son más que un utensilio, la varita mágica
que ha de permanecer invisible entre los movimientos, las imágenes y los personajes, que pasan a
ocupar toda la extensión de la obra.

FALSAS IMITACIONES

Vamos a ver, para ejemplificarlo, dos párrafos de Marcel Proust. El primero dice así:

[...] hay lugares que siempre imponen en tomo suyo su particular imperio y arbolan sus
inmemoriales insignias en medio de un parque como las arbolarían, lejos de toda intervención
humana, en una soledad que también viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su
exposición y superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque
artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas la corona natural,
delicada y azul que ciñe la frente claroscura de las aguas; y así también el gladiolo, dejando
doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ranúnculo
los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.

Allá va el segundo:

En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero había algunas
aisladas, como aquel nenúfar, atravesado en la corriente y tan desdichadamente colocado que no
paraba un momento, como una barca movida mecánicamente y que apenas abordaba una de las
márgenes cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su
pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de
su tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se
llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque
no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma maniobra. Yo la veía en todos
nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a
la tía Leoncia, que durante años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres,
creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente y sin perderlas jamás; cogidos en el
engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente para escapar
contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible
y funesta.

Se puede observar cómo en el primer párrafo sólo ven las palabras, una detrás de otra;
difícilmente poden visualizar el estanque artificial, las vincapervincas y eupatorio, las miosotis y el gladiolo
que se deja doblegar con regio abandono, el lirio de cetro lacustre... No sé si el autor llegó a ver todo eso,
pero creo que, si lo hizo, se perdió luego en las palabras y se olvidó del paisaje.
Sin embargo, en el segundo párrafo, aunque el estilo varía, sí conseguimos visualizar el nenúfar
que se debate eternamente entre las aguas, atrás y adelante, una y otra vez. Utiliza Proust, para
hacérnoslo ver, una magnífica metáfora que iguala el nenúfar a algunos neurasténicos; metáfora
intercambiable, pues no se sabe muy bien cuál es el referente y cuál el término metafórico, si nos habla
deI nenúfar para que entendamos la enfermedad o si se vale la neurastenia para que visualicemos el
nenúfar. Y ése su gran acierto, la unión de la naturaleza con el ser humano, de la objetividad de un
paisaje con la subjetividad deI autor.
En el primer párrafo intenta describirnos el panorama de una forma un tanto distanciada, y por
eso se le llena pluma de términos botánicos, grandilocuentes, abstracto Incluso se empeña en
señalarnos la abstracción de un lugar que impone su particular imperio, lleno de inmemoriales insignias,
como si estuviera lejos de toda intervención humana y superpuesto a la obra del hombre. Con ello logra, en
efecto, alejamos definitivamente de un paisaje que no está hecho para nosotros.
En el segundo, sin embargo, nos describe su propia percepción del paisaje, su nenúfar interior, y
los términos que utiliza resultan mucho más accesibles y cercanos («aquel nenúfar [...] no paraba un
momento»; «la pobre planta [...] no se estaba allí ni un segundo sin volver a zarpar»...). De la misma
manera, aprovecha para hablamos de papá y de la tía Leoncia, a la que enseguida identificamos como
una maniática de tomo y lomo. Este párrafo no sólo resulta más cálido y familiar que el primero, sino
que en unas pocas frases (supuestamente descriptivas) nos transmite una cantidad de información
nada despreciable sobre la historia que nos está contando.
Hay que decir que para encontrar el primer párrafo he tenido que escarbar bastante, y a mala
leche, mientras que el segundo está sacado casi al azar. Se puede afirmar que la perfección formal de
Proust es la manera —la mejor manera— que tiene de conseguir que experimentemos y sintamos lo
que él está viviendo por dentro.
Encontrar la metáfora que une a un nenúfar empujado por la corriente con una enfermedad
mental es todo un proceso de introspección, de obsesión. El nenúfar tiene que avanzar y retroceder
muchas veces en el río de nuestra conciencia para que podamos encontrar las palabras idóneas que lo
describan.
Muchas de las personas que empiezan a escribir admiran a Proust, y eso está muy bien. Lo malo
es confundirse y tratar de imitarlo sólo en el aspecto formal. Por desgracia, suele ser la tendencia
natural, quizá porque es lo más sencillo. Absorber de Proust su forma de mirar el mundo fundida con
la nuestra, utilizar la mezcla para observar lo que nos rodea, obsesionarse con ello y luego transmitir
con estilo impecable el fruto de nuestra mirada es, sin duda alguna, más difícil que hilar términos
abstractos y resonantes uno detrás de otro. Pero también sería lo único que nos resultaría de utilidad,
puestos a imitar a Proust.

TIRARSE DE CABEZA

Voy a contar cómo aprendí a tirarme de cabeza a la piscina. Recuerdo que estuve todo un
verano intentándolo, practicando... Imposible. En el último instante me entraba el pánico y acababa
cayendo en plancha sobre el agua, o de costado, o de pie, pero nunca de cabeza. Se acabó el verano y
yo no lo había conseguido ni una sola vez. Ese invierno y toda la primavera estuve obsesionada con
ello; mis primos y hermanos habían aprendido, y yo era el patito feo y torpón. Antes de dormirme, e
incluso en sueños, no hacía más que visualizar una y otra vez cómo me tiraba con elegancia a una
piscina. No me lo podía sacar de la mente. Hasta que llegó el verano de nuevo. El primer día que a la
piscina, me acerqué al borde muy decidida y me tiré de cabeza limpiamente, a la perfección.
Con la escritura ocurre algo parecido. Hemos de tirarnos de cabeza en nuestra historia desde el
bordillo de la primera idea. Una y otra vez. Al principio la historia será estrecha y poco profunda. Nos
costará bucear en ella. Poco a poco se irá haciendo más y más amplia, tomará hondura, el agua se
limpiará de lodo y podremos ver nítidamente el fondo de nuestro sueño.
Porque el proceso de la creación tiene mucho de sueño. Partamos de lo que partamos, una
imagen, una experiencia vivida, una anécdota contada por un amigo, la conversación entre dos
vecinos, nuestra mente no lo piensa como una hilera de palabras; más bien lo ve como una nebulosa
de imágenes que se van superponiendo. Despejar ese sueño es el único método (si se le puede llamar
así) que propongo.
Supongo que todo el mundo habrá tenido un sueño de persecuciones, en el que es a la vez
espectador y protagonista; en el que, en los momentos más peligrosos, se sale de su piel y observa las
acciones desde fuera; en el que el sueño se va forjando a sí mismo y a la vez es la persona la que
decide por dónde va a torcer en la siguiente esquina. Igualito que la literatura. El escritor es
espectador y protagonista, actor secundario, creador y criatura. Como en nuestro sueño, al escribir
hay que ser capaz de implicarse, de vivir en la piel de los personajes, y también de distanciarse en la
figura del narrador, mirar la historia desde dentro y desde fuera. Y, sobre todo, visualizarla con la
nitidez algo acuática de los sueños.

LA INMERSIÓN

No es mi intención, como se puede ver, escribir un recetario para construir personajes, sino
lograr que nos sumerjamos en ellos para que nos ayuden en la tarea. Porque un personaje poco tiene
de estático. El personaje es dinámico y móvil, y tan pronto como logremos visualizarlo se arremangará
y se pondrá a actuar, con un movimiento detrás de otro, con las manos en la masa de la ficción. No
aprovechar esa ayuda sería una lástima. Si imagino a alguien, lo pongo en movimiento y vivo en él, ya
tengo una historia.

Si imagino, por ejemplo, a la mujer que habíamos dejado en las primeras páginas del libro mirando en
el cristal del escaparate al hombre que esperaba el autobús, la primera pregunta que me haría es por qué lo
mira. Para contestarla, no tengo más que observar la escena más atentamente, asomarme a los ojos verdes de la
mujer. Parece algo temerosa. ¿No será que cree conocerlo? ¿ Y por qué no lo mira directamente? ¿Por
timidez?; ¿por miedo de que él la reconozca, a su vez? A juzgar por su belleza y su traje escotado no parece
una mujer tímida. Está claro que es otra la causa. Miremos al hombre, a ver si descubrimos algo. Está
impaciente, nervioso; se ha dado cuenta de que la mujer lo mira, pero él no sabe quién es ella, porque en ese
caso no hubiera dejado escapar su autobús. Simplemente, se siente incómodo al ser observado por una mujer.
¿Por una mujer o por esa mujer? Las rayas del traje caen impasibles desde sus hombros sin curvarse en una
sola arruga, y mantiene alta la barbilla a pesar de los nervios;
sin duda está acostumbrado a que lo miren las mujeres. Pero ésta... ésta tiene algo de pájaro, parece que
flota sobre sus botines mientras se separa del escaparate y echa a andar calle arriba.
Se va, se le va. ¿Por qué lo miraba? El hombre cierra las manos y las vuelve a abrir un par de veces,
aprieta los labios y comienza a andar con pasos largos calle arriba...

Bueno, otra cosa es que sea ésa la historia que queremos contar. Sólo era un ejemplo para que se
vea cómo, partiendo de cualquier escena, si entramos en ella una y otra vez con curiosidad y obsesión,
es muy difícil mantener quietos a los personajes. Y una vez en movimiento... ya están creados.
John Gardner, profesor de escritura creativa, decía en su libro Para ser novelista que «escribir una
novela es como adentrarse en el mar con una barca. Si se sabe a dónde se quiere ir, es conveniente
conocer el rumbo. Si se pierde el rumbo, se puede recobrar observando las estrellas. Si no se tiene
mapa ni rumbo trazado, tarde o temprano la confusión obliga a observar las estrellas».
Dejo a elección de cada uno la forma de poner en movimiento la barca; se puede dejar llevar por
el viento o incorporarle un motor, llenar miles de cuartillas esquematizando la historia, o ir
improvisando. He podido comprobar que cada artista conduce ese proceso a su modo, y el camino
más largo para unos es el más corto para otros. Lo esencial al crear una historia es creérsela,
obsesionarse con ella. Los personajes son quienes mueven las historias, y empaparse de ellos el único
requisito imprescindible para crearlos.

PRIMERA DISTINCIÓN

Son necesarias, no obstante, algunas distinciones previas (muy poquitas, lo prometo). Se habrá
podido observar que a lo largo de estas páginas me estoy refiriendo, sobre todo, a la novela. La novela
es el género en que el personaje se puede desarrollar en toda su complejidad. Ninguna historia de
ficción podría existir sin personajes, pero no en todas se les puede dejar desenvolverse a sus anchas.
Podríamos decir, para entendemos, que en la novela el personaje es el motor de la acción y en el
cuento es la acción el motor del personaje.
La distinción que hago entre novela y cuento 1 no es anecdótica. Cada idea o cada posible historia
piden una forma de traslación al papel. El escritor es consciente de ello y, cuando decide escribir un
cuento, o una novela, o un poema, lo que en realidad está decidiendo es de qué manera su tema se
revelará con mayor fuerza y plenitud. Por supuesto, hay artistas versátiles que no tienen problemas en
cambiar de uno a otro género; pero son los menos. En general van unidos en la misma persona un tipo
de ideas a una forma de expresadas. Hay novelistas, hay cuentistas hay poetas... En general.
Tanto en el cuento como en la novela, el creador ha sumergirse en la historia: eso tiene que ver
con el proceso creativo, y no tanto con el género que se elija para narrar Pero en el caso del cuento
debemos estar más pendientes de lo que va a suceder que de las veleidades del personaje. En la
novela, por el contrario, será el personaje el que buena medida decida el desarrollo de la acción.

DESDE FUERA

Vuelvo por un momento a nuestro ejemplo del sueño, en el que somos los protagonistas pero a
ratos nos salimos de nuestra piel para observarnos desde fuera y cambiar el decorado, como en el
entreacto de una obra de teatro: si nuestro sueño fuera un cuento, los momentos en que nos
observaríamos y encauzaríamos el desarrollo de las peripecias serían los más. En una novela, por el
contrario, nos tocaría pasarnos más tiempo como protagonistas que como manipuladores.
Pongo un ejemplo extraído del cuento de Julio Cortázar «Manuscrito hallado en un bolsillo», en
el que el protagonista se dedica a seguir a las mujeres en el metro de una forma de lo más obsesiva:

Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba
una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la

1
Voy a referirme, a lo largo de estas páginas, al relato breve contemporáneo, cuyo nacimiento podríamos situar en E.
A. Poe, quien, si no fue el primero en practicarlo, sí lo fue en reflexionar sobre sus características. Este tipo de relatos distan
mucho de ser novelas resumidas; son no sólo cuantitativa, sino cualitativamente diferentes de la novela. Su germen, su
objetivo y su desarrollo les son propios y distintos a los de cualquier otro género.
Asimismo, cuando hable de novela, me referiré a la novela como se la concibe a partir del siglo XIX, digamos desde el
Romanticismo, con alguna salvedad como pueda ser el Quijote, en la que el autor se adelanta con mucho a su época.
ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla
turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la ventanilla, si Margrit me veía sonreír y
entonces Ana bajaba la cabeza y empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo,
entonces había juego [...]. La regla del juego era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el
derecho de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la
decidida por mí antes de cada viaje; y entonces —siempre, hasta ahora— verla tomar otro pasillo y
no poder seguirla, obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir viviendo hasta
que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo reclamando la posibilidad de que todo
coincidiera alguna vez, mujer y cristal de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de
trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarme y decir la primera palabra, espesa de
estancado tiempo, de inacabable merodeo en el fondo del pozo entre las arañas del calambre.

En una ocasión el protagonista rompe sus propias reglas y, sin que le corresponda hacerlo, sigue
a una mujer hasta la calle. Charla con ella. Comienzan a citarse. Se enamoran. Sin embargo, la desazón
que le provoca haber violado las reglas del juego puede más que sus sentimientos, y le cuenta lo que
le ocurre a ella, que por amor acepta probar suerte en el maquiavélico juego. Durante quince días se
buscan a ciegas por los caminos subterráneos del metro. El cuento es una especie de pesadilla en la
que la mente enferma del protagonista queda reflejada en forma de acción, de juego desenfrenado:

[...] el juego iba a recomenzar como tantas otras veces pero con solamente Marie-Claude, el
lunes bajando a la estación Couronnes por la mañana, saliendo en Max Dennoy en plena noche, el
martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la precisa regla del juego, quince
estaciones en las que cuatro tenían combinaciones, y entonces en la primera de las cuatro sabiendo
que tocaría seguir a la línea Sevres-Montreuil como en la segunda tendría que tornar la combinación
Clichy-Porte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque no podía haber ninguna
razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa, en Denfert-Rochereau o en Corvisart,
estaría cambiando en Pasteur para seguir hacia Falguiere, el árbol mondrianesco con todas sus
ramas secas, el azar de las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas, el jueves, el viernes, el
sábado. Desde cualquier andén ver entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar
mientras pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a un vagón sin Marie-Claude,
bajar en la estación siguiente y esperar otro tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra
línea, ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos, subir en el tercero, seguir
hasta la terminal, regresar a una estación desde donde podía pasar a otra línea, decidir que sólo
tornaría el cuarto tren, abandonar la búsqueda y subir a comer, regresar casi enseguida con un
cigarrillo amargo y sentarme en un banco hasta el segundo, hasta el quinto tren.

Sin dejar totalmente de lado sus propios sentimientos (recordemos que el personaje, en todo
caso, siempre es una parte del autor, un desdoblamiento de su espíritu que cobra autonomía propia),
el narrador-protagonista se observa actuar como si fuera otro el que lo contara, y sólo a través de las
acciones vemos reflejada su mente enferma.
Asimismo, el personaje adquiere vida por medio de un solo rasgo: su obsesión maniática. Si
tuviéramos que de describirlo necesitaríamos una sola frase: es un loco capaz de jugarse su amor a la
ruleta. Nada más sabemos de él, ni nos importa; el cuento, el juego azaroso, requiere una naturaleza
escueta que se mueva con rapidez por los andenes.

DESDE DENTRO
Veamos ahora un ejemplo sacado del capítulo «Informe sobre ciegos», de la novela de Ernesto
Sábato Sobre héroes y tumbas. Este capítulo es prácticamente una novela en sí mismo. El protagonista se
revela, igual que en el cuento anterior, como un ser obsesivo y maniático que se dedica, a lo largo de
ciento y pico páginas, a perseguir a los ciegos:

Recuerdo perfectamente [...] los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la


inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al
pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía
abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera
despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar
en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto
aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, alguno
de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado,
como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos
la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la
ciega que allí vende baratijas.
Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para
despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como
una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su
rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida,
quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la
eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y
que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.

El desarrollo de la acción en este fragmento viene dado por las derivaciones emocionales, las
reacciones, el carácter del narrador-protagonista. Ese carácter (que intuir introspectivo, tortuoso) va
creando a su vez imágenes exteriores («Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su
cara, vi a la ciega que allí vende baratijas»), las cuales le son devueltas en forma de estímulo para
nuevas reacciones y cambios emocionales.
En el «Informe sobre ciegos», como en el cuento Cortázar, el protagonista es un hombre
enfermo, obsesivo Sin embargo, mientras que en el cuento el personaje está especialmente creado para
que cumpla los designios azar, en la novela de Sábato es el carácter del personaje el que va
provocando los sucesos. Parece que no es sino su propia mente enfermiza la que hace sonar la
campanilla y pone frente a él a la vieja ciega.
También se puede observar en este fragmento que todavía nos queda mucho por saber del
personaje. No es un simple maniático, sino un ser complejo del que queremos saber más.
Así pues, en el cuento el hilo de la acción arrastra y condiciona al personaje, le abre bocas de
metro y pasillos para que corra por ellos, le dice cómo debe ser y cuándo se tiene que tranquilizar. En
la novela, sin embargo, el personaje va forjando su propio destino de felicidad o desgracia. Sus dudas
o su arrojo, sus contradicciones o su entereza, se materializan en forma de historia.
Esto no quiere decir que en los cuentos los personajes sean seres pasivos o inertes. No. Pero
digamos que están a disposición del escritor. El cuento es un coágulo de significación, y todo en él,
hasta el personaje, está en función de esa búsqueda de significado —consciente o inconsciente—, de
esa especie de revelación instantánea que se desarrolla en forma de historia y acción. En la novela, sin
embargo, el significado es una paga extra, un plus que nos regala el personaje al desenrollarse en toda
su complejidad.

SEGUNDA DISTINCIÓN

Esto me lleva a hacer una segunda distinción. Me voy a apoyar, como punto de partida, en la
división que establece E. M. Forster entre personajes planos y redondos. Forster nos dice:

Los personajes planos [...] en su forma más pura se construyen en tomo a una sola idea o
cualidad; cuando predomina más de un factor en ellos, atisbamos el comienzo de una curva que
sugiere el círculo. [...] Una de las grandes ventajas de los personajes planos es que se les reconoce
fácilmente cuando quiera que aparecen. [...] Para un autor es una ventaja el poder dar un golpe con
todas sus fuerzas, y los personajes planos resultan muy útiles, ya que nunca necesitan ser
introducidos, nunca escapan, no es necesario observar su desarrollo y están provistos de su propio
ambiente: son pequeños discos luminosos de un tamaño preestablecido que se empujan de un lado
a otro como fichas en el vacío o entre las estrellas; resultan sumamente cómodos.

Yo voy a establecer una distinción parecida entre personajes de cuento y personajes de novela 2.
Podríamos decir, exagerando un poco, que los personajes de los cuentos son una especie de
caricaturas de las personas, mientras que los de las novelas serían personas propiamente dichas.
Esta distinción, al igual que la anterior —entre novela y cuento—, tampoco es anecdótica. El
narrador de cuentos no se puede permitir que el personaje invada el relato. Ha de escatimar las
palabras, así que necesita crear la ilusión de humanidad en unas pocas frases bien elegidas.
La síntesis y la ausencia de complejidad de los personajes de cuento van a ir en beneficio del
impacto que provocarán en el lector, como si fueran pequeñas granadas mano, manejables pero
cargadas de pólvora.
La contrapartida es que su recuerdo resulta menos duradero. La memoria que guardamos de los
cuentos suele ser la de la acción que se narra, más que la de los personajes que aparecen. Si vaya
contar a un amigo un relato que el otro día, suelo comenzar: «Pues estaba una pareja mayor en su
casa, tan tranquila, y de pronto escucharon ruidos una de las habitaciones del fondo. Él se levantó y
fue a ver cuál era la causa...». Incluso en los pocos casos en que recordamos persistentemente y con
viveza al personaje un cuento, lo describimos en función de sus actos («era un tipo que le hacía la vida
imposible a las mujeres... »; «paseaba sin parar por los parques de la ciudad y les contaba a las
palomas sus problemas...»). Sin embargo, si es una novela lo que intentamos rememorar, lo primero
que vendrá a la cabeza es el protagonista y su forma de ser. A veces, cuando ha pasado el tiempo, ni
siquiera somos capaces de recordar el hilo argumental, mientras que el personaje aparece ante nuestra
vista, a veces más nítido que el amigo a quien se lo tratamos de describir.

PERSONAJES DE CUENTO

«Los personajes planos —nos dice Forster— se construyen en torno a una sola idea o cualidad».

2
Me refiero, tanto al hablar de personajes de cuento como de personajes de novela, a los personajes principales. De los personajes
secundarios se hablará en sucesivos capítulos.
En un cuento, el personaje también tiene que quedar dibujado en un solo trazo, aunque no por
eso va a ser un personaje cojo. Veamos el principio de un relato de Eloy Tizón, «El inspector de
equipajes»:

Durante un registro rutinario a un pasajero, el inspector de equipajes Iriarte descubrió que


le engañaba su esposa.
Del portafolios del desconocido asomaron unas fotos comprometedoras que no dejaban sitio a
la duda. No quiso hacer una escena, y después de sellar convenientemente el resguardo y
entregárselo al intruso mientras decía: «Todo en orden», vio alejarse de reojo la espalda cubierta
por el pelo rubio del abrigo, la espalda del amante camino de su vuelo, y se quedó sin respuestas.
Ella le había prendido una nota en la almohada diciendo que ese fin de semana se marchaba a
esquiar a la montaña y quizá no fuese mentira. La maleta que venía a continuación contenía un
surtido de rosarios bendecidos por el Vaticano.

Ahí tenemos al inspector Iriarte. Enterito. Habíamos dicho que en un relato es la acción la que
mueve al personaje, y ahí podemos distinguir al personaje dibujado en cuatro líneas de acción. No se
nos dice cómo va vestido, de qué color tiene los ojos ni si fuma en pipa o no. Se nos centra
directamente en la acción, y esa acción es la que nos muestra a Iriarte con vividez: débil de carácter,
sumiso, apocado, triste, mediocre... Yo me lo imagino medio calvo con cuatro pelos atravesándole el
cráneo, delgado, con unos cuantos pellejos fláccidos bajo el estómago; cada uno se lo imaginará a su
manera, pero se lo imaginará. Y a nadie le extrañará encontrarse en el segundo y tercer párrafo con
que:

[...] Buscó algo a lo que aferrarse para mantenerse a flote y se le ocurrió hacerse rico. Se
marcaría una meta y no cesaría de luchar hasta alcanzada. Pensó que un millón de pesetas bastaría
para dejar el trabajo. No se le ocurrió pensar en una cifra más alta.
Durante los nueve años siguientes Iriarte trabajó como un perturbado, con la conciencia vacía,
apartando cantidades minúsculas de su sueldo de funcionario de Aduanas y yendo cada sábado a
primera hora a ingresarlas en la ventanilla bancaria con el ánimo oprimido.

A nadie le resultará inverosímil tan extraño proceder, porque el sujeto que se nos había
presentado en el primer párrafo ya era extremado de por sí. Extremado en su mediocridad. Una
caricatura de lo insípido.
Un cuento ha de ser un estampido en el espíritu del lector. Algo que duele por su intensidad,
por su brevedad: una bofetada, un beso en la boca, el olor viejo del incienso ya se aleja en la brisa...
Los personajes tienen que manejables, simples, perfectamente reconocibles. Eso quiere decir que no
cambien: el Iriarte del principio del cuento no es el mismo Iriarte que al final le declara su amor a la
cajera del banco —declaración bancaria sin precedentes—. Ese cambio, precisamente, es el cuento. La
acción dibuja una rápida parábola y arrastra al personaje en su torrente, explicándolo. Por eso ha de
ser éste liviano y sin anclajes: para adaptarse al duro ecosistema del cuento.
Los problemas que se encuentran a su paso quienes comienzan a escribir cuentos suelen ser, por
lo que respecta a la inmersión en el personaje, de dos tipos:

1. El personaje se les va de las manos e inicia su propia andadura, independiente de la acción del
relato. Normalmente, les sucede esto a quienes comienzan escribiendo relatos pero cuyo
temperamento les inclina en realidad hacia la novela.
El resultado es que el cuento pierde el sentido inicial y, por tanto, su unidad y su fuerza. La
acción sobresale del argumento como una camisa mal metida en cintura.
Por otro lado, al esbozarse en ellos personajes complejos, este tipo de relatos dejará al lector con
una sed imposible de saciar (si no es con una novela, claro): éste querrá saber más y más del
protagonista, y siempre se quedará decepcionado cuando el cuento finalice.
Uno de los síntomas por el que se puede detectar esta tendencia es cierta dificultad para poner el
punto final al relato. Cuando el escritor está introduciéndose en un personaje complejo le cuesta
acabar con esa vida incipiente, cortarle las venas a su criatura. Quien no encuentre la manera de cerrar
con éxito sus relatos, que eche un vistazo a los personajes: puede que sean ellos quienes se hayan
zampado el cuento y estén pidiendo más comida.

Veamos, por poner un ejemplo, el final de un cuento en el que se puede observar esa resistencia
de la autora a abandonar al personaje a su suerte:

Cuando nació el pequeño, Fidel también confirmó sus sospechas, pero nunca, ni antes ni
después de su nacimiento, hizo nada por hablar con su amigo, y Alberto, por su parte, tampoco
volvió a llamar ni a escribir. Ni siquiera sabía cómo se llamaba su hijo, pero calculó sin equivocarse
que aquella tarde de otoño el bebé tendría ya tres meses y que podía ser uno de aquellos que
paseaban con sus madres o sus niñeras por el parque en el que tantas veces él mismo había paseado
a Fidelia hacía veinte años. Cuando la vio aparecer con el pequeño en brazos se dio cuenta de que aquella
mujer enamorada era él mismo, era su misma expresión y su mismo deseo de entonces, el tiempo sólo había
hecho una mudanza en todos estos años: había permitido que el amor de ella ocupara su lugar, un lugar que
había custodiado celosamente al lado de las mujeres a las que había amado durante todos aquellos años y que
ahora, gracias Fidelia, le convertían finalmente en un hombre. Un hombre como otro cualquiera. Un hombre
que se levanta del banco, que cruza el parque, que hace su viaje errático como una hoja seca, pero encuentra al
final su agujero y huye.

Me interesa señalar el cambio brusco que toma el cuento al acercarse al final. Toda la parte que
he puesto en cursivas se vuelve abstracta, vaga y etérea. Es el típico síntoma de que el escritor no
quiere separarse de su personaje de hacer un esfuerzo por terminar el relato, se distancia, se aleja de lo
concreto, de la vida, de la historia, y deja al lector con las ganas de saber qué diablos ha ocurrido.
Vamos a ver: ¿se casa o no se casa?; ¿es feliz o no es feliz?; ¿hay perdices para comer ese día?, ¿y al
siguiente?, ¿y al otro? En lugar de ofrecernos respuestas, el personaje —junto su autora— se nos
escapa por un agujero y huye.
En el caso de que el escritor de relatos observe esa tendencia a los finales abstractos, más vale
que se pregunte si el personaje está pidiendo amplitud, si tiene demasiadas dudas que resolver,
contradicciones que sacar a flote; en una palabra, si es demasiado complicado para la constricción de
un cuento.

2. El segundo error en el que se suele caer con frecuencia al empezar a escribir relatos cortos es el
de confudir la tipicidad con la topicidad.
Lo primero nos puede resultar muy útil a la hora de construir personajes de cuento. Exagerar un
rasgo de carácter y convertirlo en personaje o acudir a modelos inconscientes de personas (¿cómo nos
imaginamos funcionario de Correos que lleva treinta años en el oficio? ¿Qué características tendría un
empresario adinerado que en sus tiempos fue progre?) es imprescindible a la hora de escribir cuentos.
Por desgracia es fácil caer, al intentar hacerlo, en los tópicos, los mayores enemigos del escritor.
Cualquier tópico es terriblemente dañino en un texto literario, pero más aún cuando se le pega en
forma de gelatina soporífera al personaje, que ha de ser quien capte la atención y la curiosidad del
lector.

Veamos un ejemplo de lo que acabo de comentar, al inicio de un relato:

Ella era joven y desenvuelta y, como en tantas mujeres seguras de sí, su atractivo se
hallaba de tal modo confundido con la repetición de unos gestos y unas maneras en él
sustentadas que a la postre resultaba difícil dirimir si éste era de verdad real o se trataba,
más bien, de una ilusión surgida por el empeño de remarcarlo. Él era mayor, aunque no
mucho más, y parecía, por el contrario, el tipo de persona capaz de caer una vez tras otra
en los mismos baches, en los mismos obstáculos y en los mismos estragos.

Si se compara este comienzo con el de «El inspector de equipajes», se podrá ver la diferencia
entre lo típico y lo tópico. En el caso de Iriarte, Eloy Tizón se apoya en una serie de referentes
instalados en el inconsciente colectivo para crear un personaje típico, pero añadiéndole su propia
visión, diferente a todas. Imaginemos que el escritor se planteó lo siguiente: Necesito para mi cuento un
tipo pavisoso y mediocre. ¿Qué profesión puede tener? Funcionario de Aduanas. ¿Cómo me imagino yo a un
inspector de equipajes? Así y asá.
De ese modo el escritor consigue, con pocas palabras, que el lector se identifique con su
personaje, pues aprovecha no sólo su propia visión del personaje (su singularidad), sino todas las
implicaciones que ese tipo de persona generará en el lector. Por eso esta clase de personajes resulta
muy productiva en un género breve como es el cuento; con la mitad de palabras se duplica el reflejo
del personaje en la mente del lector.
En el segundo relato, sin embargo, parece que al escritor se le olvidó mirar con atención a su
personaje, quedó varado en el inconsciente colectivo, en la obviedad. Le faltó hacerse las siguientes
preguntas: ¿Cómo me imagino yo a ese tipo de persona capaz de caer una vez tras otra en los mismos baches?
¿De qué forma particular es joven y desenvuelta la chica?
Es decir, le faltó valerse de la singularidad, lanzar su propia mirada sobre los personajes. Quizá a
lo largo del relato se aclaren más los caracteres... si para entonces el lector no se ha ido a tomar unas
cañas. Un texto breve no puede contener ni un solo párrafo en balde.
«Él [...] parecía [...] ese tipo de persona capaz de caer una y otra vez en los mismos baches». Ah,
ya, es un ésos —pensará el lector—; ¿y qué? Porque si el personaje es o no es el tipo de persona que cae
siempre en los mas errores es algo que le correspondería concluir, en todo caso, al lector; nunca al
narrador. Es, en definitiva, un tópico, un cliché que el escritor principiante utiliza para evitarse el
esfuerzo de explorar su personaje y encontrar las palabras exactas que lo describan.
Muestro, por último, cómo A. Chéjov, en su cuento «La dama del perrito», describe a un hombre
capaz de caer una y otra vez en los mismos errores:

Gúrov no había llegado aún a los cuarenta, pero tenía ya una hija de doce años y dos chicos
en el liceo. Lo habían casado pronto, cuando todavía era estudiante de segundo curso, y ahora su
esposa parecía mucho mayor que él. [...] Le era infiel desde hacía tiempo. La engañaba a menudo y,
tal vez por eso, casi siempre hablaba mal de las mujeres. Cuando se referían a ellas en su presencia,
siempre decía lo mismo:
—¡Una raza inferior!
[...]
La experiencia, repetida y, en efecto, amarga, le había enseñado hacía tiempo que si al
principio cualquier acercamiento rompe dulcemente la monotonía de la vida, y se presenta como
una deliciosa y ligera aventura, para la gente decente y, en especial, para los moscovitas, lentos de
reflejos e indecisos, inevitablemente se convierte en todo un problema, en algo complicadísimo,
hasta el punto de hacerse insoportable la situación. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer
interesante, esta conclusión parecía desvanecerse de su memoria, sentía renovados deseos de vivir,
y todo parecía muy sencillo y divertido.

PERSONAJES DE NOVELA

Los personajes de novela, como ya he comentado antes, llevan a sus espaldas el peso de la
narración. Por eso hay que sumergirse en ellos hasta el extremo de padecer sus dolores de muelas. Lo
que en el cuento puede llegar a ser contraproducente si se practica en exceso, en la novela resulta
imprescindible.
Cuando el artista se decide por la novela —o la novela se decide por él— como medio de
comunicación, expresión y búsqueda, está emprendiendo el camino que lo llevará a la comprensión de
sus propios personajes: quiere saber sus inclinaciones, los motivos que les llevan a actuar como lo
hacen, sus procesos mentales...
Esa búsqueda requiere extensión. Si es la amplitud la que lleva al escritor a enamorarse de sus
personajes, o si el interés por vivir y entender otras vidas es lo que lo conduce a desenvolverse en
grandes praderas, no nos importa mucho ahora mismo. Lo que importa es el camino que se recorre, y
no el motivo por el que se emprendió. Si Rafael Sánchez Ferlosio empezó a escribir El Jarama como un
mero ejercicio donde quería reflejar la curiosa forma de hablar de los jóvenes de su época, sus
personajes no le dejaron salirse con la suya y contaron su propia historia, perpleja y trágica.
Incluso en un subgénero marcado por la acción como es la novela negra, se puede observar una
tendencia (en las mejores series del subgénero ) a que el detective, ese bloque de piedra escuetamente
cincelado, se humanice y se haga con las riendas de la acción. Veamos lo que cuenta Manuel Vázquez
Montalbán sobre la creación de su famoso detective Carvalho:

[...] para mí Carvalho significaba la resolución del gran problema del punto de vista de cara a
una novela crónica. Él vería la realidad y propondría al lector una identificación de miradas.
Construí el personaje con una serie de materiales de derribo que lo hacían inverosímil en la realidad
material, pero perfecta y mágicamente verosímil en la realidad literaria. Inmigrante, ex-agente de la
CIA, ex-miembro del Partido Comunista, amante de una prostituta de teléfono, viviendo inmerso en
una familia atípica (Biscuter, Bromuro, Charo, el gestor Fuster). [...]
Ahora bien, con estos requisitos, Carvalho podía haber sido un mero pretexto técnico para
descargarme de la responsabilidad de mi propia mirada. Podría haberlo utilizado como mi
monstruo del Dr. Frankenstein y moverlo desde el centro remoto de mi mesa de escribir. Pero bien
pronto me di cuenta de que Carvalho tenía vida propia. El conjunto de extrañas peculiaridades
habían conformado un personaje real que tenía su propia lógica y que en ocasiones, en el momento
de redactar una novela, podía plantearme problemas de rebeldía a la manera unamuniana o
pirandelliana. Desde la más elemental intuición lectora, al repasar muchas veces lo que yo mismo
había escrito sobre lo hecho o dicho por Carvalho, me daba cuenta de que él, en buena ley, por su
propia lógica, no podía haber dicho ni hecho lo que yo le atribuía. Y siempre he dado la razón a este
instinto lector que en cierto sentido se fragua en un diálogo constante con el personaje.
Y precisamente esa rebeldía del personaje, que en principio puede resultar una incomodidad
para un tipo de novela que exige ante todo acción, es lo que le proporciona una tercera dimensión —la
de la profundidad—, el eje por el que el lector resbalará del mero entretenimiento a una actitud más
reflexiva frente a la vida y ante sí mismo.
Conviene tener claro, por tanto, que la novela ha de desprender —más que ingenio o exquisitez
formal— humanidad por los cuatro costados. Los personajes son los que llevarán al lector por el largo
camino, los responsables de la coherencia y de la lógica interna del texto. Por eso es absolutamente
imprescindible que el escritor sea capaz de contemplar la historia desde el interior de sus
protagonistas y de —en las ocasiones transitorias en que tenga que salir al exterior— mantener con
ellos un diálogo ininterrumpido.
Así como en el cuento el personaje puede ser descabellado o extremoso, sin sentimientos o con
una sola inclinación extravagante mientras que la acción redondee el relato y mantenga la cohesión, en
la novela el personaje ha de sentir como un ser humano lo haría, por más que la acción resulte
desenfrenada o absurda.
Veamos, por poner un ejemplo, un pasaje de Cien años de soledad en el que García Márquez, con
su maestría habitual, crea una situación supuestamente inverosímil, mágica y delirante, echando a
volar por los aires a Remedios, la bella. Se puede observar cómo todos los que la rodean, y hasta ella
misma, se comportan de una forma de lo más natural y humana:

[...] Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
—¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de
lástima.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las
sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en
los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que
Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para
identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a
Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que
subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a
través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los
altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su
irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la
levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho
tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta
se encendieron velas y se rezaron novenas.

Tanto Úrsula, Amaranta y Fernanda como los forasteros y la gente de Macondo, reaccionan ante
el prodigio en función de sus humanos temperamentos e intereses. Muchas de nuestras abuelas, por
ejemplo, se hubieran lamentado —de haberse enfrentado a una situación similar— por la pérdida de
unas sábanas que son, por otra parte y con toda su carga de cotidiana domesticidad, el lienzo de fondo
de la escena. Pero resulta curioso que hasta Remedios, la bella, sea fiel a su humanidad. Alguna vez
me he encontrado, en la vida real, a ese tipo de mujer ingenua y alunada que inspira el pensamiento
de que se puede echar a volar como un globo de feria en cualquier momento. En una novela, donde no
se tienen las limitaciones de la corporeidad, podemos llevar la esencia del personaje hasta el final,
subiéndolo a las nubes si así lo pide su temperamento volátil.
Gracias a esa humanidad resultan creíbles las novelas de García Márquez, pues una vez que nos
ha convencido de que sus personajes son seres humanos como nosotros, los dejamos ya que vuelen o
que vivan trescientos años, que toquen el clavicordio en oscuros palacios o que fabriquen sin cesar
pececillos de oro para después volver a fundirlos.
Un héroe de cuento se puede permitir ser perfecto y nada más que perfecto. El héroe de una
novela, sin embargo, por muy héroe que sea no dejará de tener sus momentos de duda, oscuros
secretos que lo manchan de infamia, tentaciones no vencidas, flaquezas perdonables...
El escritor —y después el lector— se tiene que identificar con él durante muchas páginas, y le
sería imposible empatizar con alguien que no se pareciera a él ni en el blanco de los ojos.
Las novelas poco convincentes suelen flaquear, muy a menudo, por este lado. Cuando el autor
intenta, a partir de unos cuantos rasgos que elige para su personaje, moverlo como una marioneta a
través de la acción, sin preocuparse lo más mínimo de cuál es el temperamento de su criatura o de
preguntarle si le apetece de verdad recorrer el camino que le ha marcado, esto suele reflejarse en que
el protagonista aparece desdibujado y turbio; en que se mueve maquinalmente y no por su propia
naturaleza. Como consecuencia, sus actos resultan incoherentes y la narración se arrastra en un
sinsentido constante, renqueando a lo largo de las páginas como si llevara muletas.
Este problema tiene que ver, indudablemente, con la inmersión del autor en el personaje. La
coherencia y fuerza de una novela no se pueden conseguir manejando los hilos desde fuera, como si
jugáramos una partida de ajedrez; sólo la mente y los ojos de los personajes nos podrán señalar el
camino que han de seguir, y si el escritor no es capaz de identificarse con ellos, la novela se
desmembrará y aburrirá al lector.
Veamos un ejemplo de personaje difuso, extraído de una novela publicada recientemente :

OIga me llevó a ese café, me presentó a todas esas personas a quienes yo conocía de oídas,
escritores, periodistas, pintores, abogados, todos políticos al fin y al cabo, todos interesados en
transformaciones sociales, en procesos históricos, en revoluciones, en teorías. Enseguida me di
cuenta de que OIga, aunque no hablaba mucho, era allí, en la tertulia del Somos, como lo había sido
en el colegio, el centro de la reunión. OIga ejercía de reina silenciosa y distante y, aun cuando su
superioridad no era sólo una cuestión de edad, estaba claro que era la mayor de las mujeres, la que
había vivido más y conocido Dios sabe cuántas personas, y de qué modo, y, sobre todo, personas
importantes, raras, seductoras, más aún que las que en ese momento nos rodeaban. Otra vez, como
en el colegio, tenía tras de sí un territorio extraordinario para su uso exclusivo. Eso era lo que se
decía de OIga, lo que se daba por supuesto al hablar con ella: su intimidad con los grandes
personajes, su misteriosa amistad con esos hombres admirados cuyos nombres, a todos los demás,
nos infundían tanto respeto que apenas nos atrevíamos a pronunciarlos.
El relativo silencio de OIga en la tertulia se rompía después, a la salida del Somos. Me cogía
del brazo y echábamos a andar junto a la verja del Retiro. Esos son los atardeceres de verano que
recuerdo ahora. Ese aire cálido, cargado de olores y nostalgia, ha venido hasta mí a través de la
ventana abierta, con todas las palabras, ya irreconocibles, de OIga, que, colgada de mi brazo,
hablaba y hablaba, como aquella tarde en la enfermería del colegio, en el cuarto en penumbra en el que
nos había recluido la madre enfermera. Ahora, años después, a la salida del Somos, OIga me
contaba sus aventuras, me relataba sus amores.

Vaya, parece que en este fragmento no se puede ver a OIga por ningún sitio. Hablaba y
hablaba... pero, ¿qué decía? Todo es vago en ella: parece que la narradora se niega a damos detalles
concretos sobre OIga. Estamos en la página dieciséis. Puede que nos haya pasado desapercibida
alguna secuencia anterior en la que se la definía.
Vamos a retroceder hasta aquella tarde en la enfermería del colegio, en la página diez, por si ahí
conseguimos escuchar a OIga, ver a OIga:

Sin duda ésa fue la primera vez que estuvimos juntas OIga y yo, juntas y solas, y la primera
vez que hablamos, que, sobre todo, habló OIga, porque, una vez que la puerta se cerró tras los
pasos silenciosos de la madre enfermera y que el cuarto, con las contraventanas y la puerta cerradas,
estaba casi completamente oscuro, OIga empezó a hablar, a contar una cosa tras otra, a reírse
incluso, y aunque hablaba en susurros a veces alzaba la voz, de manera que, si la madre enfermera
estaba en el cuarto contiguo, nos tenía que oír, pero quizá estaba en otro cuarto más alejado o
dormitaba, porque no entró sino mucho después, casi al cabo de la tarde. No sé lo que OIga me
contaría durante aquel rato que compartimos en la enfermería, supongo que chismes de la vida del
colegio, y aún creo que yo no podía escucharla del todo, impresionada por el hecho de que OIga
Francines, la famosa OIga Francines, me estuviera hablando a mí, que era una absoluta desconocida
para ella, una niña, por lo demás, cinco años más pequeña. [...] Puede que yo tuviera entonces diez
años y ella quince, y la verdad fue que después de haber pasado aquella tarde en la enfermería, yo
miraba a OIga como si me perteneciera un poco, ya no era la OIga lejana que todas admirábamos y que
no tenía nada que ver conmigo, era una OIga que me había hablado durante horas.

OIga no para de hablar, y sin embargo al lector le parece alguien de lo más silencioso, porque,
por alguna razón, se nos ocultan sus palabras. Retrocedamos algo más para saber al menos por qué
todas las alumnas del colegio admiraban a OIga:

Admirábamos a Oiga [...] por su vida extraordinaria y secreta, por el padre al que nuestra
imaginación había hecho diplomático y que iba y venía por el mundo inmenso, esos países remotos
y exóticos de los que sin duda le traía a Oiga algún recuerdo. La admirábamos por no tener una
familia normal, por tener siempre a las monjas pendientes de ella, porque en cierto modo todo
giraba a su alrededor.

Como se puede ver, las razones por las que las niñas admiraban a OIga son externas a la propia
OIga. No hay manera de visualizarla, ni de escucharla, ni de conocer su carácter. Sigamos indagando,
a ver si logramos atraparla.
¿Por qué tenía siempre a las monjas pendientes de ella?

Pero nadie compadecía a OIga, salvo las monjas, que quizás tampoco la compadecían, pero
que la miraban con un poco de temor, como si ellas, encargadas de cuidar a OIga durante tantas
vacaciones, tuvieran miedo de no estar a la altura, de fallar.
[...] Por vivir muchas temporadas sola con las monjas tenía con ellas una confianza que a
todas las demás nos parecía asombrosa, indescifrable...

Tampoco se contesta aquí a nuestra pregunta sino con evasivas; en ningún caso con algo que
aluda a la persona de OIga.
Durante dieciséis páginas se nos ha estado hablando de una OIga que no existe, y por tanto
todas sus acciones (hablar o permanecer callada, pasear o ir a las tertulias) resultan inverosímiles, aun
sin ser extraordinarias. Podríamos seguir buscando pistas y respuestas hacia atrás o hacia adelante,
pero siempre nos encontraremos con esa vaguedad elusiva que nunca nos permite aprehender al
personaje por completo.
Después OIga se enamora, se desenamora y hasta habla, pero es alguien abstracto a quien le
ocurren cosas, porque en ningún momento se nos muestra en su individualidad, en sus gestos
característicos. Da la impresión de que no es ella quien actúa, sino la narradora quien la mueve y
habla por ella como lo haría un ventrílocuo con su muñeco:

¡Qué enamorada estoy!, exclamaba, interrumpiendo el desordenado relato, y fijando los ojos
inmensos, brillantes, en ese punto indefinido del amor que era invisible para mí. ¡Si lo llegas a ver,
allí, frente a mí, diciéndome esas cosas tan desoladoras: estoy agotado y vacío, desconectado del
mundo, ya no volveré a escribir, no me interesa la vida! [...] ¡Es horrible lo mal que resultan las cosas
contadas!, protestaba OIga. ¡Si lo hubieras podido ver cuando se volvió hacia mí delante de la
puerta de la pensión y me miró como pidiéndome perdón por tener que llevarme a un sitio como
ése, y suplicándome a la vez que no me volviera atrás, que me necesitaba...! Las escaleras, estrechas
y sucias, en penumbra, ese olor indefinido y rancio de las viviendas baratas, esos sordos sonidos —
voces, televisión, radio, pasos— de los fantasmales vecinos de los pisos... Pero todo se transformaba
y valia la pena, porque Luis pedía perdón y la pedía a ella, tenerla, amarla. ¡Ése es el instante por el
que se lucha y se muere, la razón de las existencias erráticas de los seres humanos! Un instante que
no pertenece por entero a la vida, que llega a otro lado, un instante poético... Aquí se detenía OIga,
en el umbral de una teoría sobre la poesía.

En este fragmento se puede observar cómo se mezclan las voces de la narradora y del personaje
en un lenguaje envarado que suena a falsete, como si alguien por detrás de Olga estuviera tratando de
imitar su voz, sin demasiada fortuna. Sólo hay que fijarse en la cantidad de exclamaciones sin valor
expresivo que se incluyen, en un intento de soslayar la ausencia de convicción del monólogo, de esa
mixtura de las voces de autora, narradora y personaje.
Por otro lado, da la impresión de que la narradora estuviera justificándose constantemente, a lo
largo de la narración, por la falta de verosimilitud de lo narrado: «No sé lo que Oiga me contaría
durante aquel rato que compartimos en la enfermería [...], y aún creo que yo no podía escucharla del
todo...»; «...todas las palabras, ya irreconocibles, de Oiga, que, colgada de mi brazo, hablaba y hablaba»;
«¡Es horrible lo mal que resultan las cosas contadas!, protestaba Oiga».
En esta novela el estilo es correcto, la narración se sigue sin dificultad, los detalles ambientales
son aceptables...; pero se echa en falta una mayor identificación con el personaje por parte de la autora
y, en consecuencia, por parte del lector, que se ve obligado a seguir un argumento construido en torno
a un conjunto de vaguedades llamado OIga.
Este tipo de deficiencias relativas a la inmersión del autor en el personaje de novela hace que el
lector reciba la impresión de que el narrador está contándole una película que vio el otro día. Y el
lector no necesita que le cuenten la película; quiere verla con sus propios ojos, que para eso ha pagado
la entrada.

MATICES Y ACLARACIONES

De manera que sumergirse en el personaje resulta fundamental a la hora de escribir una novela,
así como en el cuento lo es sumergirse en la acción.
Hay novelas, no obstante, en las que predomina la acción sobre el personaje. Sería el caso de la
novela de aventuras, la novela negra o la ciencia-ficción. En ellas los personajes pueden ser
absolutamente estereotipados y predecibles sin que al lector se le cierren los ojos por ello. La acción
contumaz y persistente puede sostener también un texto largo. Sin embargo, qué duda cabe de que si
en este tipo de novela el protagonista adquiere profundidad, como he señalado antes refiriéndome a
Vázquez Montalbán, la narración ganará en calidad y calará más hondo en la mente del lector (y del
propio escritor). Así, en las novelas, de Joseph Conrad o de Graham Greene los personajes son
psicologías complejas que nos llevan a través de la acción, provocada, a su vez, por ellos.
Asimismo, hay cuentos en los que destaca el personaje sobre la acción narrada, aunque no es la
tendencia actual. Estos cuentos de personaje se asemejan a novelas sintetizadas, o a fragmentos de
novela (con valor en sí mismos, pero que podrían alargarse sin que la unidad se resintiera); sería el
caso de algunos de los relatos de Chéjov o Flaubert. Sin embargo, con el paso del tiempo el género
cuentístico se ha ido especializando y adquiriendo unas características que lo hacen cada vez más
diferente de la novela. Durante los últimos tiempos son cada vez más numerosos los escritores que se
avienen a aprovechar al máximo los recursos que la poca extensión les ofrece. Los cuentos especializados
son como chispas, y una sola línea añadida los estropearía. En ellos la fuerza de los personajes radica
precisamente en su contención, y es a ellos a los que me he referido al hablar de personajes de cuento.
En estas páginas he señalado, pues, las tendencias generales, en un intento de delimitar los
errores más frecuentes en los que caen aquellas personas que se inician en la creación literaria. Porque
un problema que suele encontrarse quien empieza a escribir es el de no saber exactamente cuál es el
género donde mejor se desenvolverá y en el que su estilo y sus temas tomarán mayor impulso. A esas
personas les recomiendo que observen en sus textos el tratamiento que han dado al personaje y que
reflexionen sobre su forma de sumergirse en la historia. En definitiva, que se tomen el pulso narrativo.
Obstinarse en escribir relatos en los que el personaje se desmelena o novelas en las que el
protagonista echa el hígado por la boca por no dar más de sí puede resultar frustrante. Asimismo, el
esfuerzo que conlleva nadar contra corriente no deja mucho espacio a la verdadera creación, a la
búsqueda de nuevos mundos, por lo que es mejor tener un terreno firme bajo los pies que nos ponga
alas en lugar de cortárnoslas, pero que tampoco nos quede ancho.
Una vez inmersos en el personaje, no nos queda otro remedio que dejarle actuar, por lo que se
va quedando corto este capítulo. A partir del próximo me centraré en los personajes de novela,
aunque de vez en cuando los de cuento me servirán de contrapunto.
Sirva de puente, entre este capítulo y el próximo, una I cita de A. Gide:

El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar. El verdadero novelista
los mira actuar.

2. ACCIÓN

TRES MUJERES

Tres apasionadas pero virtuosas señoras, encerradas en una sociedad mezquina que no deja
mucho lugar a los sueños, y casadas las tres con maridos mediocres, se dejan robar la virtud tras un
largo asedio por otros no menos mediocres caballeros. Todo les sale fatal; y es lógico, rodeadas como
están de gentuza. Una vive en Rusia, otra es francesa ya la tercera le toca pasar su calvario en la
España de provincias.
Se trata, en efecto, del argumento (expuesto de forma algo subjetiva, como se habrá notado) de
tres grandes novelas del siglo XIX: Ana Karenina, Madame Bovary y La Regenta, cuyas protagonistas son
Ana Karenina, Emma Bovary y Anita Ozores respectivamente. Estas tres mujeres, que tantos
disgustos y satisfacciones han dado a miles de lectores en los últimos doscientos años, nos van a
ayudar ahora con toda amabilidad, acompañándonos en los próximos capítulos.
Aunque las tres novelas tienen un argumento similar, las diferentes personalidades de las tres
jóvenes van a marcar cada obra con un sello inconfundible, por lo que nos van a poder guiar
diestramente por los vericuetos del personaje.
No hace falta decir que, de no haberse identificado con sus protagonistas, León Tolstoi, Gustave
Flaubert y Leopoldo Alas «Clarín», no habrían alcanzado los estantes de nuestras librerías. Quizá ni
ellos mismos imaginaron que a las puertas del siglo XXI hombres y mujeres de todas las edades
seguirían leyendo sus obras.
Lo que sí supieron sin duda estos tres magníficos observadores del alma humana es que vivir en
sus personajes era una manera de entenderse, de soportarse, de encontrarse a sí mismos. «Madame
Bovary soy yo», dijo Flaubert. Madame Bovary somos todos. Y todos, como lo hizo Flaubert al escribir
la novela, nos salvamos —un poco y por poco tiempo— a costa de su sacrificio. Aunque, como dice
Ernesto Sábato:

Yo sé, en cambio, lo que con lágrimas en los ojos habría murmurado mi madre, pensando no
ya en Emma sino en él, en el pobre y sobreviviente Flaubert: «¡Que Dios lo ayude!»

Pero nada de dramatismos. Por el momento, los personajes están vivitos y coleando, deseando
moverse.

PONERSE EN MOVIMIENTO

Desde que mencioné la primera vez al personaje, apareció la palabra acción por estas páginas.
Imposible despegar al uno de la otra. Las células se reproducen, el corazón late, el niño llora, mueve
las manos y los pies, echa a andar, piensa y aprende. La vida tiene que ver con el movimiento; la
muerte, con lo estático. Y la literatura es vida, porque sólo de la vida podemos hablar.
Llamamos historia a «la sucesión de las acciones que constituyen los hechos relatados en una
narración». Así que sin acciones no tenemos historia, y sin personajes no hay acción que valga. Y en
una novela, cómo no, vamos a contar una historia. Es obvio, y sin embargo no viene mal recordarlo de
vez en cuando.
Los personajes serán en la historia los representantes de la humanidad. La cosa es seria. Tienen
que dar la talla. No se pueden quedar tirados a la bartola durante trescientas páginas, porque los
personajes holgazanes no representan a la humanidad, sino sólo a un escritor apático al que le da
pereza escribir.
Historia implica movimiento. Nuestros personajes pueden pensar, pero cuidado: no pueden sólo
pensar. Tienen sobre todo que moverse, actuar. No existen novelas exclusivamente de pensamiento
como no existen personas estáticas de por vida.
Cuando el niño está en el sofá del salón, calladito, los padres desconfían. Si un amigo nuestro se
encierra durante días en casa sin querer ver a nadie en actitud reflexiva, pensamos: «¿Qué estará
tramando?». Cuando el gobierno no abre la boca, malo. Cuando es la oposición la que calla, peor.
Porque luego nos encontramos al niño prendiendo fuego a la alfombra del salón, nuestro amigo nos
querrá liar para que nos metamos con él a una secta, el gobierno robará el dinero a los ciudadanos y la
oposición se habrá llevado una parte del pastel. Cuando las personas piensan es para después actuar.
Con los personajes ocurre lo mismo. No se los puede mantener quietos durante mucho tiempo.
Si los encerremos entre cuatro paredes, su mente tendrá que encargarse de sacarlos a correr por los
prados. Como consecuencia vienen definidos, en buena medida, por sus acciones. A los personajes no
hay que explicarlos, sino dejarlos actuar.

LO ABSTRACTO Y LO CONCRETO

Desde hace ya algunos siglos la novela se distingue por llevar al terreno de lo concreto los
grandes temas existenciales (el amor, la vida, la muerte, el miedo...). Dicho de otra forma: la
identificación, es decir, lo que la novela va a tener de universal, se consigue por medio de la
singularidad, tanto del autor como de los personajes que crea.
Así que los personajes tienen que ser personas singulares que hagan cosas concretas, en un
espacio dado y durante un tiempo determinado.
Cuando escribimos una novela estamos creando un mundo; nuestro mundo particular. Ese
mundo no es ilimitado, sino que tiene sus fronteras, que son las páginas que den de sí la narración y
los personajes. Digamos que es un microcosmos con un pequeño número de personas, objetos,
animales, paisajes..., siempre muchísimo menor que el del mundo que nos rodea. Eso lo hace
abarcable para buscar en él con mayor comodidad lo que en el otro —excesivamente complejo— se
nos hace imposible encontrar. No obstante, como cualquier mundo, tiene que dar la impresión de
totalidad, de infinitud, de diversidad.
Para conseguir ese efecto plural hemos de ser concretos hasta la extenuación, al contrario de lo
que cabe imaginar.
Muchas personas, y entre ellas algún que otro escritor, piensan que cuanto más abarca el
significado de una palabra, más amplio y grandioso es lo que expresa. Parece que si decimos «amor»,
«humanidad», «existencia», al que nos lee se le hinchará el pecho de emoción, cosa que no ocurriría si
le habláramos de «hormigas», «zapatos» o «ruedas de caucho». Y no es verdad.

EJEMPLO DE CONCRECIÓN

Me explico con un ejemplo extraído de Ana Karenina.


Es parte de la escena en que Ana llega a Moscú procedente de San Petersburgo, al principio de la
novela. En la estación ocurre un incidente al que asisten Ana, su hermano Oblonsky (que ha ido a
recogerla), el conde Vronsky (el que será su amante y al que acaba de conocer) y la madre de éste.
Veamos cómo lo cuenta Tolstoi (pongo en negrita los sustantivos concretos y en cursivas los verbos de
movimiento):

La doncella cogió el maletín y el perrito; el mayordomo y el mozo se llevaron las demás


maletas. Vronsky tomó del brazo a su madre; pero cuando se apeaban del vagón vieron unas cuantas
personas asustadas que pasaban corriendo. Tras ellas corría el jefe de estación con su gorra de un
color absurdo. Debía de haber sucedido algo insólito. Los pasajeros de aquel tren volvían corriendo.
—¿Qué pasa?... ¿Qué pasa?... ¿Dónde?... ¿Se ha tirado?... ¿Lo ha matado? —se oía exclamar a
los que pasaban.
Stepan Arkadievich y su hermana, cogidos del brazo, volvían también y sus semblantes
expresaban susto. Sorteando a la gente llegaron a la portezuela del vagón, donde se detuvieron.
Las dos señoras subieron al vagón mientras Vronsky y Stepan Arkadievich fueron a enterarse
de los pormenores del accidente.
El guardagujas, bien porque estuviese borracho, o porque fuese demasiado abrigado por la
helada, no oyó retroceder el tren, que lo aplastó.
Antes de que regresaran Vronsky y Stepan Arkadievich, las señoras se enteraron de esto por el
mayordomo.
Stepan Arkadievich y Vronsky vieron el cadáver mutilado.
Era evidente que Oblonsky sufría. Hacía muecas y parecía a punto de echarse a llorar.
—¡Ah! ¡Qué horrible! ¡Si lo hubieras visto, Ana! ¡Qué cosa tan horrible! —decía.
Vronsky callaba; su rostro era grave, pero completamente sereno.
—¡Ah! Si lo hubiera usted visto, condesa —dijo Stepan Arkadievich—. Su mujer está aquí...
Es espantoso verla... Se arrojó sobre el cadáver. Dicen que él solo mantenía una familia inmensa.
¡ Qué desgracia!
—¿No se podría hacer algo por ella? —murmuró con emoción Ana Karenina.
Vronsky le echó una mirada, e inmediatamente salió del vagón.
—Ahora mismo vuelvo, maman —dijo desde la portezuela.
Cuando regresó, al cabo de unos minutos, Oblonsky hablaba con la condesa de una nueva
cantante, mientras ella miraba con impaciencia la portezuela, esperando a su hijo.
—Vámonos ya —dijo Vronsky, entrando.
Salieron juntos. Vronsky y su madre iban delante. Ana Karenina y su hermano los seguían. A la
salida, el jefe de estación alcanzó a Vronsky.
—Ha entregado usted doscientos rublos a mi ayudante. Haga el favor de decirme para quién
son.
—Para la viuda —dijo Vronsky, encogiéndose de hombros—. No sé para qué lo pregunta.
—¿Le has dado dinero? —le gritó Oblonsky, y apretando el brazo de su hermana, añadió—:
¡Qué bien, qué bien ha hecho! ¿Verdad que es un buen muchacho? Mis respetos, condesa.
Oblonsky y su hermana se detuvieron, buscando con la vista a la doncella. Cuando salieron de la
estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. La gente que entraba comentaba aún lo sucedido.
—Una muerte horrible —decía un señor que pasaba junto a ellos—. Dicen que ha quedado
partido en dos.
—Al contrario, me parece que es la mejor; ha sido repentina —observaba otro.
—No entiendo cómo no se toman medidas... —decía un tercero.
Ana Karenina se sentó en el carruaje, y Oblonsky vio con asombro que sus labios temblaban y
que apenas podía contener las lágrimas.
—¿Qué te pasa, Ana? —le preguntó cuando el coche hubo recorrido unos centenares de
metros.
—Es un mal presagio —contestó la Karenina.

En este pasaje lleno de gente que viene y va, portezuelas, vagones, trenes, diálogos
entrecortados, maletas, maletines, perritos, cantantes, condesas impacientes, guardagujas demasiado
abrigados y jefes de estación se nos está hablando, en una capa subterránea, de la muerte (y no sólo de
la muerte del guardagujas), de un amor incipiente, de la mezquindad, de la pobreza y la riqueza, del
destino de Ana Karenina en el mismo instante en que éste se empieza a fraguar... Pero todo eso no se
ve ni se menciona en el texto, sino que se va posando en la mente del lector como un velo de tragedia
a través de los hechos.
Asimismo, se puede observar cómo consigue el autor recrear una sensación de multitud y
movimiento. En el fragmento se menciona explícitamente a catorce personas (la doncella, el
mayordomo, el mozo, el jefe de estación, su ayudante, Ana, Oblonsky, la condesa, Vronsky, el
guardagujas, la viuda del guardagujas y tres señores que pasan), que en la mente del lector se
multiplican por diez.
El truco no es otro que la acción específica. Se nos está hablando de objetos y personas
determinados («maletas», «jefe de estación», «gorra de un color absurdo», «vagón», «doscientos
rublos»...) unidos por exactamente cuarenta y dos verbos de movimiento («cogió», «llevaron»,
«tomó», «corría», «volvieron», «subieron», «regresaran»...) y algunos diálogos. La palabra «vagón» se
menciona cuatro veces; la palabra «muerte» una sola vez.
Por último, echemos un vistazo al narrador. Con un tono neutro nos va mostrando lo ocurrido
con su cámara oculta, como si estuviese allí mismo, junto a los personajes, como si fuera una persona
más —una persona anónima— en el tumulto de la estación. Es omnisciente, sabe todo de sus
personajes, pero no utiliza esa información; se disfraza con una gabardina y una maleta, y nos va
contando las reacciones y los movimientos de la gente («¿Qué pasa?.. ¿Qué pasa?.. ¿Dónde?.. ¿Se ha
tirado?.. ¿Lo ha matado?»). El autor, muy astutamente y disfrazado de narrador, está presentándonos
a sus criaturas por sus gestos y reacciones.
Así, leyendo estos párrafos sabemos, sin que se mencione explícitamente, de la frivolidad de
Oblonsky y la condesa, la serenidad —algo fría— de Vronsky y la emotividad de Ana, rasgos que se
mantendrán hasta el final de la novela.

EJEMPLO DE ABSTRACCIÓN

Veamos ahora un ejemplo en el que se intenta hacer algo parecido (pongo en cursivas los hechos
concretos, y en negrita las abstracciones):

Estacionamos en el aparcamiento del Mac Donald's, fuimos recibidos por la sonrisa del payaso de
plástico, con sus colorines. Entramos y nos pusimos a la cola: niños con madres gordas y padres
bobalicones, oficinistas, funcionarios, familias de retrasados, contándose chistes, chismes.
[...]
África, con la mirada perdida, la memoria ocupada por su madre, devoraba la hamburguesa.
Tenía frente a ella a la barbie, a mí, a una familia compuesta por una niña de unos seis años; un padre con
pintas de ratón de biblioteca, gafas de montura redonda, perilla, pelo largo, corbata roja; una madre en mangas
de camisa, con el tatuaje de una araña en el hombro izquierdo. Charlaban y se reían. La escena resultaba
tierna, repugnante. Saqué del bolsillo la petaca y la apuré de un trago. El Mac Donald's estaba repleto de
personas clónicas, que comían la misma basura y, casi con certeza, frecuentaban escenarios
gemelos: hoteles funcionales y cajeros automáticos y cadenas de supermercados y multisalas de
cine y grandes almacenes. Vivían en el no lugar, merecían el no lugar, eran copias exactas unos de
otros, de sus frustraciones, sus anhelos, sus miedos.
Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa, aconsejó reparando en mi petaca:
—Compórtese, hay niños, está prohibido beber alcohol.
—Estoy merendando con mi hija...
—Usted no es un buen ejemplo para ella.
Un guardia jurado, igual a miles de guardias jurados que incordiaban a los clientes del no
lugar, criticaba mi manera de educar a África. El alcohol y la coca liberaban lo mejor de mí, se
hermanaban en mi conciencia. Agarré la cabeza del guardia jurado y la estrellé contra la mesa. Cayó como
un guiñapo, sordo, roto, con los ojos desorbitados. Sangre, la nieve roja, la noche roja desparramándose
en el exterior, y el primer invierno de mi desencuentro con Anasu, y el frío que me obsesionaba. El
guardia jurado balbucía en el suelo. Me apropié de su revólver, lo sostuve en las manos, apunté a la familia
de enfrente, al hombre de la corbata roja.
Pregunté:
—África, cariño, ¿estás bien?
—Dijiste que contigo no me podía ocurrir nada, nunca.
Comencé a disparar.
[...]
Sonaban los disparos, África desorbitaba la mirada. El hombre de la corbata roja, el de la mesa
de enfrente, estaba muerto, le había reventado los pulmones. Su hijita y su mujer lloraban. África se
había quedado en blanco, abrazando a la barbie. Tiré la pistola al suelo, recobré el sentido, me
cercioré de lo que había hecho y la verdad es que me dio igual. Había matado a un hombre, no me
sentía culpable, ¿Por qué habrían de atosigarme los remordimientos? El hombre que cenaba en el
Mac Donald's poseía familia, trabajo, Le había robado lo que fue, lo que podía haber llegado a ser,
¿Y qué? Era uno de esos individuos que concurrían en el no lugar, una imitación de una imitación,
un plagio de un ser humano.

He elegido este pasaje porque intenta —y debería— ser una escena de acción. Hay algunos
diálogos y objetos concretos («barbie», «revólver», «corbata roja»...), pero está salpicado de tantas
abstracciones que éstas consiguen estropear en buena medida el efecto requerido.
Aunque se nos dice que el local está repleto de personas clónicas, nos resulta difícil imaginamos a
esa multitud.
Decir «personas clónicas», «madres gordas y padres bobalicones, oficinistas, funcionarios,
familias de retrasados», es como no decir nada. Si en lugar de eso, el narrador nos hubiera mostrado
un ejemplar de cada especie, ellos mismos se habrían reproducido.
Se menciona explícitamente a siete personas (el hombre de la corbata roja, su mujer, su hijita, el
guardia jurado, Anasu, África y el protagonista) que, en lugar de multiplicarse, casi se reducen a una
sola: el protagonista. Y es que éste interpone continuamente sus pensamientos abstractos entre el
lector y los hechos, difuminándolos. Nos habla de frustraciones, anhelos, miedos, remordimientos,
culpabilidad... Nos habla del no lugar (la expresión se menciona cuatro veces, como la palabra «vagón»
en el fragmento de Tolstoi) y de personas iguales unas a otras (pero las personas, en la ficción como en
el mundo, nunca pueden ser iguales unas a otras). Nos habla de su conciencia y de sus ideas sobre la
muerte, en vez de hablarnos de sus reacciones frente a ella.
Con todo esto, la escena pierde ímpetu y se hace irreal, abstracta, e incluso estática. La muerte
no es una muerte verdadera como lo es la del guardagujas, sino que se convierte en una excusa para
que el narrador reflexione, yeso se transparenta en el texto. La acción, entreverada de ideas genéricas,
se desarrolla en un no lugar, y las personas son no personas, con lo cual lo que ocurra o deje de ocurrir
nos da un poco lo mismo. La acción en el fragmento se reduce a esto: Estacionamos en el aparcamiento
del Mac Donald's [..]. Entramos y nos pusimos a la cola. [..] Saqué del bolsillo la petaca y la apuré de un trago.
[..] Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa. [..] Agarré la cabeza del guardia jurado y la estrellé contra la
mesa. Cayó como un guiñapo [..]. Me apropié de su revólver, lo sostuve en las manos, apunté a la familia de
enfrente, al hombre de la corbata roja. [..] Comencé a disparar. [..] Tiré la pistola al suelo. Si intentáramos
aislar la acción en la escena de Tolstoi, habría que reproducir el pasaje entero.
El problema radica en que el narrador no parece encontrarse allí, en el Mac Donald's, aunque sea
el protagonista y el mismo ejecutor de los hechos. Si estuviera presente nos reflejaría claramente lo que
ve y lo que pasa, y aquello sería un lugar concreto, con personas que cuentan chismes concretos. En vez
de observar con atención la escena, el autor se pierde en el mundo de las ideas, saca a la superficie el
estrato significativo que debería quedar bajo tierra para que el lector lo desvelara y elude lo que sería
la historia propiamente dicha.
ACCIÓN Y PERSONAJE: UNA MISMA COSA

Y es que acción y personaje son una misma cosa. Más vale, pues, que los personajes queden
dibujados en la historia por medio de sus actos y, en momentos puntuales, a través de sus
pensamientos, pero nunca mediante las especulaciones del narrador, así como en la vida también
ocurre que las personas se definen por su manera de conducirse, y no por cómo las ven los demás.
Si estoy hablando con alguien y digo «Fulgencio es un verdadero canalla», el que me escucha se
quedará frío, seguirá fumando tranquilamente y, si acaso, murmurará somnoliento entre calada y
calada: «¿Y eso?». Yo trato de explicarme: «Él piensa que el fin justifica los medios». Mi oyente soltará
el humo en volutas y, mirando al cielo, señalará: «Creo que va a llover». Yo sigo dándole vueltas al
asunto de Fulgencio, que me parece trascendental, y al fin se me ocurre cómo interesar a mi
interlocutor: «Fíjate que para conseguir un ascenso está haciendo horas extras gratis, el muy esquirol.
Pero no sólo eso, sino que el otro día lo pillé chivándose al jefe de que a sus espaldas lo llamamos El
Gran Dictador». A mi amigo se le atraganta el humo y exclama, entre toses: «¡Pero ese Fulgencio es un
canalla! ». «Pues eso te decía yo», remato, satisfecha.
De la misma forma, en una novela no basta con decir que este personaje es un canalla o este otro
una bellísima persona, ni con expresar sus pensamientos malvados o compasivos, sino que hay que
dejarlos actuar canallesca o bondadosamente, y esa sucesión de hechos es la que va conformando la
historia y enseñando convincentemente al lector cómo son los protagonistas.
Sin embargo, como en el diálogo que acabo de poner de ejemplo, parece que lo primero que nos
sale siempre es la afirmación apriorística o intuitiva («Fulgencio es un canalla»), lo segundo el
pensamiento abstracto (<Él piensa que el fin justifica los medios») y sólo al darle una tercera vuelta de
tuerca conseguimos llegar a la acción concreta que fue, por otro lado, la que nos llevó a hacer la
primera afirmación.
En una novela este proceso es más complicado, porque a los personajes nos los hemos inventado
nosotros, y sus acciones también nos las tenemos que inventar (no nos vienen dadas). Así que es más
fácil todavía caer en el error de dejarlos en el primer o en el segundo paso del análisis. Y sin embargo,
no tendremos historia hasta dar esa tercera vuelta de tuerca que lleva a nuestros personajes a actuar y,
de esa forma, concretarse.
Cuando el escritor se planta en las afirmaciones y los pensamientos abstractos respecto a los
personajes corre el peligro, por lo demás, de equivocarse, contradecirse y armarse un lío. Los hechos,
sin embargo, son irrebatibles.
Veamos un ejemplo:

El grupo que la acompañaba tomó posiciones alrededor de la pista, mientras la rubia,


haciendo de valiente avanzadilla, se dirigió hacia mi rincón, en busca de una copa. Se situó a
unos dos metros de mí, y, acodadas ambas en la barra medio vacía, nos encontramos frente a
frente, apenas separadas por el aire espesado gracias al humo de cientos de cigarros que se extendía
por la sala. Pidió un güisqui a la camarera y me miró. Sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Cuando la
camarera le sirvió su copa, se volvió a mirarme otra vez, como una pitón miraría a un ratón. Creo
que me hipnotizó. Yo sabía que estaba intentando averiguar si le otorgaba vía libre para acercarse a
mí. Sonreí otra vez. Entendió que le cedía el paso y se plantó a mi lado en cuatro zancadas
arrogantes, como si se sintiera dueña de cada baldosa del suelo que pisaba.
En esta escena se nos ha definido al personaje por medio de sus actos. Ahora veamos otro
fragmento, más adelante, en el que nos lo explican por medio de aserciones:

Si yo hubiera llegado a Cat de otra manera, como una hoja en blanco, como un lienzo por
pintar, si no arrastrase tras de mí casi veinte años repletos de borrones y tachaduras, quizá lo
nuestro hubiese funcionado. Si hubiera caminado hasta ella con los ojos vendados desde el punto de
partida ella habría podido abrirme los labios y cerrar mis heridas. Pero Mónica ya había dejado de
ser una herida, se había convertido en una cicatriz, y por tanto, imborrable, no podía deshacerme de
ella. He pasado muchas tardes de estos tres años resguardada del frío en el seno de angora de mi
novia que, enroscada junto a mí frente a la chimenea, suspiraba y se desperezaba cerca del fuego,
holgazana como la gata que era; y no conseguí nunca disfrutarlas del todo, porque me resultaba
inevitable establecer una comparación entre la tranquilidad de Cat y la efervescencia de Mónica, la
dulzura de la primera y el arrojo de la segunda, la receptividad de la una y el empuje de la otra.

Al leer el segundo fragmento, al lector le puede parecer que la persona a quien se describe en el
primero es Mónica (efervescente, arrojada y con empuje). Y sin embargo resulta que es Cat —la
serpiente pitón de pasos arrogantes— quien, al pasar de los actos a las definiciones de la narradora, se
convierte en alguien tranquilo, dulce y sosegado. A partir de ese punto, ya pocas veces se nos muestra
a Cat por su manera de desenvolverse, sino sólo tamizada por las reflexiones de la narradora, y ya no
vuelve a ser una pitón ni tiene una gota de arrogancia, sino que se vuelve una chica encantadora. Al
lector se le podría olvidar ese primer párrafo en que Cat sale a escena y actúa, pero curiosamente no se
le olvida, porque es uno de los pocos en que el personaje se mueve con su propio motor y, a pesar de
que luego se lo contradice cien veces, en una novela una acción vale por mil reflexiones.
¿Qué es lo que ocurre? Que una novela no se escribe para divagar sobre la vida y las personas
directamente sobre el papel (para eso están los diarios, los tratados de psicología o los ensayos
filosóficos), sino para contar una historia en la que los personajes actúan siguiendo sus propios
impulsos. La reflexión ha de ir al hilo de las acciones y no al revés. Trocar el orden supone romper ese
hilo narrativo y arriesgarse a que las contradicciones que conlleva el pensamiento abstracto aneguen el
texto de tedio.

LA DOBLE HISTORIA: TRAMA Y ACCIÓN

Al hablar de acción y personaje estamos pasando sin querer a la capa superior, que sería la
historia. Y es que un reflejo textual suele estar señalando siempre a un problema de fondo.
En cualquier obra de ficción tenemos dos niveles: uno es la narración de los hechos en su
sucesión temporal; otro, la narración de los hechos en su sucesión causal. Para aclaramos, al primero
vamos a llamarlo acción y al segundo trama. La acción de una novela sería, pues, los hechos colocados
unos detrás de otros; la trama consiste en un análisis lógico-causal de esos hechos.
Lo ejemplifico con un corto pasaje de Madame Bovary en el que Carlos Bovary, el día que conoce
a Emma y después de haber entablillado la pierna a su padre, se va a marchar de la casa:

Cuando Carlos, después de subir a despedirse del padre, volvió a la sala antes de marcharse,
encontró a mademoiselle Rouault de pie, apoyada la frente contra la ventana y mirando al jardín,
donde el viento había tirado los rodrigones de las judías.
Se volvió.
—¿Busca algo? —preguntó.
—La fusta, por favor —repuso el médico.
Y se puso a buscar sobre la cama, detrás de las puertas, debajo de las sillas; la fusta se había
caído al suelo, entre los sacos y la pared. Mademoiselle Emma la vio; se inclinó sobre los sacos de
trigo. Carlos, por galantería, se precipitó sobre ella, y, al alargar también el brazo en el mismo
movimiento, notó que su pecho rozaba la espalda de la muchacha, inclinada debajo de él. Emma se
incorporó muy sonrojada y le miró por encima del hombro, tendiéndole el látigo.
En vez de volver a Les Bertaux tres días más tarde, como había prometido, volvió al día
siguiente, y luego dos días fijos por semana, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en
cuando, como por equivocación.

La acción de este fragmento sería:

Carlos baja a la sala después de despedirse del padre de Emma. Se la encuentra junto a la ventana y ella
le pregunta si necesita algo, a lo que él responde que busca su fusta. Emma se pone a registrar la habitación y,
cuando la encuentra, Carlos se precipita a cogerla. Roza la espalda de la chica. Ella se vuelve y le tiende el
látigo. [El médico se marcha.] Carlos vuelve al día siguiente, y luego dos días fijos por semana, haciendo
también algunas visitas inesperadas.

La trama la podríamos resumir así:

Carlos empieza a visitar con sospechosa frecuencia la casa de los Rouault a partir del día en que, tras
haber atendido al padre de Emma, mantiene con ella, con la excusa de una fusta caída entre algunos sacos, una
escena galante sazonada de erotismo.

Probemos a darle otro apretón sintético al texto:

Acción: Carlos baja a la sala y Emma lo ayuda a encontrar su fusta. A partir de ese día, el médico realiza
frecuentes visitas a la casa.

Trama: Carlos se está enamorando de Emma, y a ella no le repele.

Como se puede observar, la acción pertenece al nivel textual y la trama al nivel intelectual. Para
entender la acción, nos basta con saber leer y conocer el significado de las palabras; para llegar a la
trama, tenemos que utilizar la razón. Un niño que acabe de aprender a leer, de este fragmento extraerá
la acción, pero no la trama.
Este engranaje de poleas compuesto de acción y trama lo está manejando constantemente el
escritor de forma intuitiva o consciente; el escritor y, en su momento, el lector, que sigue un proceso
similar al de mi interlocutor en el diálogo sobre Fulgencio: analiza los hechos concretos y saca sus
propias conclusiones, que en general coinciden con las pretensiones del escritor. En el fragmento de
Madame Bovary lo que acaba concluyendo el lector es: «Vaya, vaya. Estos dos van a acabar liándose».
Si en vez de un pasaje analizamos una obra entera siguiendo la pista a estas dos orugas que son
la acción y la trama, nos encontramos con que en cualquier ficción de calidad hay dos historias: una en
el nivel superficial o textual, que es a su vez la que mantiene la atención directa del lector, la narración
visual y concreta; otra, en un estrato más profundo o conceptual, cuyo entendimiento exige un
esfuerzo de abstracción por parte del lector y a la vez le proporciona un enriquecimiento espiritual.
(Por poner otro ejemplo de todos conocido: si analizamos Cien años de soledad en su capa más
superficial, nos encontramos con las entretenidas peripecias de una familia en sus sucesivas
generaciones; pero si profundizamos más en su lectura, veremos que García Márquez nos está
contando la historia de Colombia y, si me apuras, la mismísima historia de la humanidad).
Las dos historias deben llevar el mismo paso; una por la superficie, otra por el subsuelo. Si una
avanza más rápidamente que la otra, la conexión entre ambas se pierde y la narración se ve
descompensada.
En ocasiones la trama puede salir al exterior, normalmente por medio de pistas sutiles, o para
ofrecer al lector informaciones que no tienen que ver directamente con la historia pero que se
necesitan para entenderla (detalles relativos a personajes secundarios, observaciones puntuales del
narrador...), pero en general ha de permanecer bajo tierra.
Como hemos podido observar en el fragmento de Flaubert, que la trama permanezca escondida
no quiere decir que no exista. Imaginemos que la acción es la carretera bien asfaltada y visible —hecha
de sólidos materiales— por la que avanzamos, y la trama un río que siempre corre paralelo pero
oculto en su cauce, fluido y escurridizo. Pues bien, cada una de las acciones, objetos y diálogos que
nos encontramos en la carretera son grandes señales de tráfico que apuntan al río que se esconde tras
los matorrales, a la historia paralela y oculta.
Cuando se nos dice que Emma se incorpora «muy sonrojada» (en lugar de incorporarse, por
ejemplo, con violencia y fuego en sus ojos oscuros), escuchamos otra voz por debajo que nos está
diciendo que a Emma no le desagrada el acercamiento de Carlos. De la misma forma, el río de la
trama humedece la última parte del fragmento en forma de nexos y locuciones: «En vez de volver a
Les Bertaux tres días más tarde, como había prometido, volvió al día siguiente, y luego dos días fijos
por semana, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como por equivocación».

ABUSO DE LA TRAMA

Sin embargo, hay que tener presente que la trama es poco amiga de la luz del día, y lo que al
lector le parece un gran descubrimiento cuando lo infiere de los hechos, se transforma en una
banalidad si se lo explicitan.
Asimismo, mientras la trama está a flote los personajes quedan suspendidos, y con ellos la
acción. Y los personajes más vale que se muevan, porque en otro caso se nos marchitan y mueren; y
ellos son los cicerones de la novela, los que guían tanto al novelista como al lector. Si Flaubert hubiera
contado Madame Bovary por medio de la trama resultaría, más que una novela, un tratado sobre el
galanteo y la situación de la mujer en el siglo XIX.
No obstante, mantener el equilibrio en la cuerda floja de la acción no resulta nada fácil, y es
habitual, cuando uno se está iniciando en la escritura creativa, caer al río de la trama, empantanarse en
abstracciones y razonamientos lógicos, perdiendo el hilo de la historia propiamente dicha. Cuando
ocurre esto, puede ser por varias razones. Expongo las más habituales:

1. El autor piensa que los lectores no sabrán captar la segunda historia y se cree en la obligación de
ponerlos al día, haciendo una especie de duplicado abstracto de cada acción concreta.
Pongo un ejemplo:

Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago, un impulso nostálgico de
acercamiento que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada. Intenté aproximarme a ella, avancé
unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí. Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su
piel, pero volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. Entre
Mónica y yo acababa de establecerse una zona de nadie, un abismo de vértigo, y sentí que cuando hablaba me
miraba desde muy lejos. Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de la cafetería. No la besé al
despedirme.

En este fragmento se puede observar ese efecto de espejo. La narradora-protagonista siente una
opresión en el estómago [plano de la acción], un impulso nostálgico que contrastaba con una inmensa
distancia recién fijada [plano de la trama].
A un personaje (y a cualquiera) le puede dar un vuelco el estómago; es difícil, sin embargo, que
sienta un impulso nostálgico. Y es que lo segundo no es sino una racionalización de lo primero, una
explicación lógico-causal que, al plasmarse en el texto, no sólo falsea y deshumaniza al personaje, sino
que estorba al lector, a quien le hubiera gustado sacar sus propias conclusiones.
Asimismo, en la segunda frase que he puesto en cursivas se nos explica innecesariamente por
medio de abstracciones lo que se nos acaba de mostrar con los movimientos de los personajes. Se
podría excusar la explicación si las acciones no hablaran por sí mismas; pero no es el caso. Los
movimientos se siguen perfectamente y la comparación que se utiliza («volví a detenerme antes de
rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal») es certeramente expresiva.
Si prescindimos de esas dos frases, el texto quedaría así:

Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago [...]. Intenté aproximarme a
ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí. Me obligué a dirigirme
nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si hubiera
chocado con un cristal. [...] Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de la cafetería.
No la besé al despedirme.

De esta forma, no sólo se entendería perfectamente que se está estableciendo una distancia
infranqueable entre las dos amigas, sino que el pasaje ganaría en fuerza y expresividad, invitando al
lector (al que el autor debe considerar una persona inteligente y sensible) a poner su granito de arena
en la historia.
Aunque en un fragmento tan escueto y cargado de dinamita como éste se pueden pasar por alto
las intromisiones explícitas de la trama, cuando se repite el mecanismo a lo largo de toda una novela
puede resultar un verdadero estorbo.

2. El artista parte de una tesis o un tema indemostrable por medio de acciones, por lo que no le queda
más remedio que explicar los razonamientos que lo han llevado a inventarse tal historia.
Transcribo como ejemplo el principio de un relato:

Los hombres nunca se enamoran como las mujeres. En el amor de los hombres siempre hay
una fuga, un agujero por el que acaban desapareciendo. Sólo a veces ocurre de forma diferente, y lo
que parece un caso raro se abre camino con una naturalidad asombrosa a través de la oscura
normalidad. Pueden llegar a pasar incluso veinte años sin que nadie se dé cuenta de esta anomalía,
ni siquiera el que la experimenta, pero el tiempo, como el barrendero del parque que aparta
lánguidamente y sin tregua las hojas del camino, siempre acaba trabajando en la misma dirección.
Su objetivo es igualarnos en todos los sentidos, aunque para ello tenga que poner a prueba su
paciencia, su tolerancia y su infinita pereza, pues sabe que al final del recorrido toda hoja
extraviada, casi como una compensación para el barrendero, acaba por salir rodando pacíficamente
del parque y buscando sola su agujero.
Lo que se dice en este fragmento es lo que se supone que el lector debería concluir al leer el
relato, es decir, la trama. Sin embargo, y dado que resulta bastante difícil conseguir que acabemos
deduciendo que los hombres, con alguna excepción, se enamoran de distinta forma que las mujeres, la
autora se siente obligada a decirlo bien claro. La intuición es correcta, pero no el punto de partida.
Ante un problema similar, más vale revisar la idea inicial, pues cuando un axioma no es
demostrable por medio de acciones e imágenes no resulta válido como tema central de una narración.
Sí sería muy interesante, por ejemplo, promover un debate televisivo con este tema: ¿Se enamoran las
mujeres deforma distinta a los hombres? Pero, como digo, imposible plasmarlo por medios narrativas
sin tener que urdir una explicación ensayística.

3. Cuando el escritor atiende a la ley del mínimo esfuerzo también suele caer en los brazos de la trama
explícita. Para explicar la historia por medio de razonamientos no hace falta mover el músculo
imaginativo, sino sólo el racional (que suele estar más entrenado).
La pereza —de todos es sabido— es una traba brutal para escribir. Convivir con los personajes,
seguir todos sus pasos, elegir las acciones que mejor los reflejen, describirlas con puntería...; todo eso
es muy trabajoso, claro que sí. Pero eso y no otra cosa es contar historias. Engañarse a uno mismo
pensando que quizá, de alguna manera, puede eludir la narración de cómo su personaje viene y va,
habla, se mete en líos y sale de ellos, de poco sirve. Lo digo de verdad: no queda otro remedio.
Así que frente a la incapacidad de contar la historia por medio de acciones sólo hay una
solución: perseverancia. ¿Que veo en mis textos ausencia de diálogos? A escribir diálogos, por muy
mal que se me den al principio. ¿Que tiendo a explicar la historia por medio de reflexiones abstractas?
Tendré que transformadas en escenas y secuencias de escenas.
Frases como la que transcribo a continuación no sugieren nada excepto que el autor está
escurriendo el bulto frente a la narración:

Es difícil convivir con una persona: las cosas se complican si ésta resulta ser la persona que
amas. Nuestras disputas, la mayoría de ellas, seguían un hilo invisible que iba de la más absoluta
nada a lo inacabable. ¿Conocen esas discusiones? No me digan que no.

ABUSO DE LA ACCIÓN

Como ya he dicho, la trama ha de permanecer por lo general escondida, pero no ausente. Eso
quiere decir que el plano de la acción debe permitir un seguimiento lógico de los hechos.
Aunque es menos frecuente, uno puede caer también en el error de limitarse a la enumeración
de una serie de acciones que no llevan a ningún lado, imposibles de descifrar en el plano de la trama.
Suele ocurrir esto cuando el autor está más pendiente del estilo, o de un tipo de registro, o de
algún aspecto técnico concreto, que de sus personajes y de la historia que está contando. Pongo un
ejemplo:

Llevaba ya un buen rato tumbado, sin saber qué hacer, hipnotizado por las aspas que giraban
lentas y silenciosas sobre su cabeza. Vaya asco de verano. Uno no podía hacer nada con tanto calor,
aparte de pasarse el día tumbado, como los perros, con las persianas bien bajadas y el ventilador
conectado. La objeción de conciencia le dejaba el mes libre y pagado —1.500 pelas, ¡menuda broma!
—, y no había nada que hacer hasta el festival de Benicassim, el próximo fin de semana. Venían los
Chemical Brothers, Cold-Cut, Dinousaur Jr y cuarenta grupos más. Iba a ser flipante. No pensaba
dormir ni un solo día: tenía reservados un par de gramos de speed puro que le había agenciado el
Manga —de ese que con un buen homenaje no comías en dos días— y dieciocho pastis para pasar:
a los de Santander, y a quien se terciara. Pensaba quedarse hasta el martes, luego ya vería.
Suicidarse. Quién sabe. Soltó una risita: mírate, qué pintas. Ahí tumbado sobre la cama todavía
deshecha, en bañador, con una camiseta sin mangas pringada de sudor y barba de cuatro días. Si
por lo menos pudiera ir a la piscina esta tarde... Pero Yoni —había pasado a verle a primera hora de
la mañana— se iba unos días a no se acordaba dónde. Y no quedaba nadie más en Madrid este puto
verano. Un servidor. Y su hermana, que tenía que currar. Vendiendo seguros. Vamos, él no se
dedicaba a vender seguros ni de coña. Días antes había rechazado una oferta de la tía de Yoni, que
trabajaba en una agencia de empleo temporal, para currar en el Duty Free del aeropuerto de Barajas.
Cuatro horas al día y setenta mil pelas. Sólo había que empezar este mismo sábado. Él lo tenía
clarísimo: «Yo no me pierdo Benicassim». Así que aquí estamos, tumbado a la bartola en el cubil.
Ni siquiera le apetecía oír música, de lo asqueado que estaba.

Este es el principio de un cuento que, como se puede ver, consigue damos una idea bastante
nítida del personaje que lo protagoniza. No obstante, sus acciones (dentro de la inacción principal que
supone estar tumbado a la bartola) no parecen señalar a ninguna historia subterránea. Todo lo que
piensa el personaje se queda en la superficie; todo lo que se nos está diciendo es lo que se nos quiere
decir.
Con lo cual la lectura del texto da la apariencia de arbitrariedad: unos hechos detrás de otros, sin
consecuencias ni causalidad. Un chico tumbado en la cama que va a ir al festival de Benicassim, que
toma speed y pasa pastis, que no quiere currar y está asqueado. Da la impresión de que los hechos se
podrían sustituir por otros sin mayor problema, ya que no llevan a ningún lado.
Y parece que lo que ocurre es que el autor lo único que quiere es impactar al lector convencional
por medio de la indolencia y del lenguaje de su personaje, sin que la historia le importe lo más
mínimo, pues igual que esa podría ser cualquier otra.
Incluyo ahora otro ejemplo en el que, con el mismo tipo de lenguaje y personajes, sí podemos
captar la historia subterránea:

[...] Mónica, reclinada sobre la cisterna, estaba cortando unas rayas de coca sobre una tarjeta
de crédito.
—No hagas tres. Yo no voy a querer —dije.
—¿Por qué no vas a querer? —me dijo Mónica.
—Porque no quiero. Me acelero muchísimo y luego me duele la cabeza y se me atontan las
encías, y tampoco noto que me ponga mejor o peor.
—Tú te vas a meter por la sencilla razón de que los demás nos vamos a meter, y yo paso de
que las cosas me suban a mí sola —replicó Mónica, tajante.
—Déjala, mujer —intervino Coco—; si no se mete, que no se meta. Mejor para nosotros, así
nos tocará más.
—Tú te callas.
Con una mano de pulso de hierro me colocó la tarjeta delante de la nariz, y con la otra me
alargó un tubo confeccionado con un billete de mil enrollado. Esnifé la raya. Creo que hubiese
bebido veneno si ella me lo hubiera presentado en una copa. Los polvos me subieron por la nariz
haciendo cosquillas y bajaron hasta la garganta dejando un regusto amargo.
—Esto sabe asqueroso —dije entre muecas.
Ellos dos se rieron a la vez.
—Joder, cómo mola tu navaja —dijo Coco.
Coco se había fijado en la navaja que su novia (es un decir) había utilizado para cortar la coca:
un bardeo automático de mango esmaltado rojo brillante, el color de un corazón enamorado en los
dibujos animados.
—Me la regaló un camello rasta que me enrollé en Ámsterdam —dijo Mónica—. Es bonita,
¿verdad? Pero no creas, no tiene valor sentimental ni nada de eso. El tío me daba igual, así que, si
tanto te gusta, puedes quedártela.
Él se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la página
central del Playboy.
—Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. —y para demostrarlo cogió a su (por decir algo)
novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.
Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los celos y la
envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?
Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó
detenidamente su imagen en e] espejo.
Comprobó que el rouge se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se perfiló los
labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra vez en la boca.

En este fragmento los personajes sí están contando una historia —su historia—. Por debajo del
texto podemos deducir un enamoramiento oculto, el aparente dominio de Mónica sobre el resto de los
personajes, hasta qué punto la narradora se está dejando llevar por su amiga... También aparece en la
escena por primera vez una navaja que va a traer cola más adelante.
En definitiva, el texto no es una mera excusa para describir el mundillo de las drogas y sus
registros característicos, así como ninguna de las acciones es arbitraria, sino que se percibe un antes y
un después, el hilo de una historia sumergida bajo los hechos que se cuentan, cosa que no ocurre en el
fragmento anterior.

SELECCIÓN DE LOS HECHOS

La cosa se va complicando. No basta con dejar actuar al personaje, sino que el autor tiene que
hacer una criba de todas sus posibles acciones para que éstas vayan conformando una historia (la
historia del protagonista). .
Puede parecer que en una buena novela caben infinidad de sucesos, que los personajes no paran
de hacer cosas a lo largo de los días y los años. Y sin embargo, no es así sino en la memoria del lector.
La realidad es que el número de acciones es sorprendentemente limitado en contraste con lo que
percibimos al leerlas.
Eso se debe en buena parte a la selección que el autor ha hecho —de forma intuitiva o deliberada
— de los movimientos de sus personajes. No se puede uno demorar durante tres capítulos en medio
de una novela para describir cómo el protagonista se despereza, se levanta de la cama, se ducha y se
marcha al trabajo, si no tenemos una buena razón argumental para esa demora. De igual manera,
tampoco es conveniente mandar a nuestro personaje a la Luna precipitadamente (por muy astronauta
que sea) si de lo que se trata es de que se aclaren sus problemas conyugales y domésticos.
Por poner un ejemplo: en los quince primeros capítulos de La Regenta (¡la mitad del libro!)
transcurren tres días.
Dicho así, puede parecer que la novela peca de estatismo, pues en tres días a nadie le da tiempo
a hacer muchas cosas. y sin embargo, no es ésa la idea que al lector le queda.
Clarín necesitaba esa especie de suspensión temporal para presentamos por medio de sus
acciones, pensamientos y maledicencias (de haber utilizado la trama le hubiera llevado menos
páginas) a la sabrosa galería de personajes que componen la novela. Porque en esta novela la ciudad
de Vetusta resulta ser uno de los personajes principales, con sus miserias y sus rezos, con los secretos
a voces y la hipocresía convenida; y convertir a una ciudad entera en personaje no es algo que se
pueda hacer deprisa y corriendo, pues resulta de la suma de decenas de individuos.
De esto se puede deducir que mientras se están haciendo las presentaciones (Aquí Ronzal; aquí el
paciente lector. ¿Qué hay? Mucho gusto) los hechos están más detallados, más concienzudamente
descritos, para que los personajes vayan cogiendo fuerzas en tanto que el lector puede ir
identificándose con ellos sin muchos sobresaltos que lo distraigan. Una vez conseguida la
identificación, la acción puede empezar a brincar, pues ya nos conocemos todos.
Este punto de giro se produce, en La Regenta, cuando al tercer día desde el comienzo de la
novela se encuentran juntos por primera vez todos los personajes principales y buena parte de los
secundarios en la casa de los marqueses de Vegallana. Es un episodio clave, pues en él se reflejan y
entrechocan claramente los temperamentos que se nos habían ido mostrando por separado hasta ese
momento, y quedan ya definidos —por contraste— para el resto de la novela.
A Obdulia Fandiño no se le ocurre otra cosa que quedarse atrapada en lo alto de un columpio
del jardín. Intentan sacarla de allí, pero nadie tiene la altura suficiente para poder hacerlo. Obdulia
está cada vez más asustada. Se pone en movimiento el primer galán:

Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y suplicante, se
decidió. Rato hacía que se le había ocurrido que él, gracias a su estatura, podría coger cómodamente
la barquilla y arrancarla de sus prisiones..., pero ¿qué le importaba a él Obdulia? Podía hacer una
figura ridícula, mancharse la levita. La mirada de Ana le hizo saltar a la escalera. Por fortuna era
ágil. La Regenta le vio tan airoso, tan pulcro y elegante en aquella situación de farolero como
paseando por el Espolón.
—¡Bravo!, ¡bravo! -gritaron Edelmira y Paco al ver los brazos del buen mozo entre los palos
de la barquilla del columpio.
—¡No me tires!, ¡no me tires! —gritó Obdulia, que sintió las manos de su ex amante debajo de
las piernas. Visita le dio un pellizco a Edelmira a quien ya tuteaba. La chica se fijó en la intención del
pellizco porque se había fijado en el tratamiento.
¡Le había llamado de tú!
—Esté usted tranquila; no va con usted nada —respondió don Álvaro..., ya arrepentido de
haber cedido al ruego tácito de Anita.
Empleaba largos preparativos para colocar los brazos de modo que hicieran la fuerza
suficiente para levantar el columpio a pulso... Al intentar el primer esfuerzo, que desde luego reputó
inútil, pensó en la cara que estaría poniendo el Magistral.
—¡Aúpa...! —gritó abajo Visitación para mayor ignominia.
—¡No puede usted, no puede usted...! ¡No lo mueva usted, es peor...! ¡Me voy a matar! —gritó
la Fandiño.
Los demás callaban.
—¡Estáte quieta! —dijo en voz baja, ronca y furiosa don Álvaro, que de buena gana la hubiera
visto caer de cabeza.
E intentó el segundo esfuerzo sin fortuna.
Aquello no se movía. Sudaba más de vergüenza que de cansancio. Un hombre como él debía
poder levantar a pulso aquel peso. [...]

Pero no puede ni en cuatro intentos, y finalmente desiste, abochornado. Entonces Fermín de Pas,
el segundo «galán», entra en escena:

[...]
—Si yo alcanzase... —insinuó entonces el Magistral, con modestia en la voz y en el gesto.
—Es verdad —dijo la Marquesa—, usted es también alto.
—Sí llega, sí llega —gritó Paco, que quiso verle hacer títeres.
—Sí, alcanza usted —concluyó Vegallana padre—. Como tenga usted fuerza... Y aquí nadie le
ve.
Lo difícil era subir a lo alto de la escalera sin hacer la triste figura con el traje talar.
—Quítese usted el manteo —observó Ripamilán.
—No hace falta —contestó De Pas, horrorizado ante la idea de que le vieran en sotana.
y sin perder un ápice de su dignidad, de su gravedad ni de su gracia, subió como una ardilla
al travesaño más alto, mientras el manteo flotaba ondulante a su espalda.
—Perfectamente —dijo, metiendo los brazos por donde poco antes había introducido los
suyos Mesía.
Aplausos de la multitud. Obdulia comprimió un chillido de mal género.
Doña Petronila, extática, con la boca abierta, exclamó por lo bajo:
—¡Qué hombre! ¡Qué lumbrera!
Sin gran esfuerzo aparente, con soltura y gracia, el Magistral suspendió en sus brazos el
columpio, que libre de su prisión y contenido en su descenso por la fuerza misma que lo levantara,
bajó majestuosamente. Somoza, Paco y Joaquín Orgaz ayudaron a Obdulia a salir del cajón maldito.
El Magistral tuvo una verdadera ovación. [...] Don Álvaro disimuló difícilmente el bochorno.
«¡Mayor puerilidad!, pero estaba avergonzado de veras.» Además, él, que miraba a los curas como
flacas mujeres, como un sexo débil especial a causa del traje talar y la lenidad que les imponen los
cánones, acababa de ver en el Magistral un atleta; un hombre muy capaz de matarle de un puñetazo
si llegaba esta ocasión inverosímil.

Aquí tenemos un episodio aparentemente cotidiano.


Uno se puede preguntar qué diablos llevó a Clarín a encaramarse a un columpio durante siete
páginas (me he saltado la mayor parte de la escena).
Bueno, pues no es que el autor se volviera loco o saltimbanqui, sino que escogió, entre todos los
hechos posibles, aquél que mejor resultado podía darle para dejar vía libre a los caracteres de sus
personajes y a la historia que nos está contando.
Con esta escena el escritor pone de manifiesto, por un lado, la rivalidad entre don Álvaro Mesía
y Fermín de Pas, que a partir de entonces serán contrincantes declarados en su afán por conseguir los
favores de la Regenta. Esta vez el ganador es el Magistral, que va a obtener varias victorias
consecutivas. Más adelante, don Álvaro le tomará ventaja, dejándolo atrás definitivamente al alcanzar
sus lascivos propósitos.
Por otro lado, se establece una comparación entre los dos hombres, que se definen a los ojos de
Ana como la tentación diabólica don Álvaro, y Fermín como su salvador y el guardián de su honra. Se
puede ver también que los pensamientos de Anita están separados como por una muralla de los del
resto de los personajes, pues mientras éstos piensan siempre lo peor, ella todo lo idealiza y lo lleva al
terreno del romanticismo.
Tenía que estar presente también, por supuesto, el marido de Ana, el tercero en discordia
aunque ignorante de ello, que se reafirma en su estupidez diciendo tonterías y sin darse cuenta de que
se disputan a su mujer en sus mismas narices.
Queda representada en esta escena, por último, la aristocracia vetustense, en toda su gama de
hipocresías y cuchicheos, intereses y bajezas.
En definitiva, después de haber hecho una presentación de todos los personajes, el autor
precisaba una situación conflictiva en que salieran a la luz todos sus sentimientos, afines o
encontrados. Necesitaba mostrar de un golpe de vista lo que nos había estado contando en
desmenuzadas porciones. A partir de este día, la acción se empieza a desarrollar con rapidez, a
grandes saltos de semanas y meses.
Todos estamos ya preparados para ello: Clarín, los lectores y la ciudad entera de Vetusta.
Es crucial, pues, elegir los hechos de forma que se les pueda sacar el mayor partido posible. Es
cierto que en lugar de la escena del columpio, Clarín podría haber incluido alguna otra con la que
consiguiera el mismo efecto; sin embargo, después de leerla nos queda la sensación de que ésa —y no
otra— es la que mejor refleja a los personajes.
Y eso es lo que importa, al fin y al cabo.
En Ana Karenina, por ejemplo, se utiliza un baile como punto de encuentro de los personajes
principales: algo más serio, menos ridículo que un columpio trabado. Pero es que los apasionados
habitantes de esta novela pedían un evento solemne, mientras que los de La Regenta —más
esperpénticos— precisaban justamente una situación ridícula cargada de ironía.
Por último, en Madame Bovary, Flaubert no junta a sus protagonistas en un baile ni en un jardín,
sino en la posada de Yonville. Y el recurso que utiliza es un diálogo cruzado en el que los caracteres,
contrastes y afinidades de Homais (el boticario del pueblo), Carlos Bovary, Emma y León (el que será
su segundo y último amante), quedan sobre el tapete de sus palabras. Veamos un fragmento:

Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego, por miedo a coger un catarro.
Después, dirigiéndose a su vecina:
—¿La señora debe de estar un poco cansada? ¡Nuestra Golondrina da tantísimos tumbos!
—Es verdad —dijo Emma—, pero lo que se sale de la rutina me divierte siempre; me gusta
cambiar de lugar.
—¡Es tan aburrido —suspiró el pasante— vivir anclado en los mismos sitios!
—Si tuvieran que estar —dijo Carlos— siempre a caballo como yo...
—Pues es muy agradable —repuso León dirigiéndose a madame Bovary—; cuando se puede
—añadió.
—Además —apoyó el boticario— el ejercicio de la medicina no es muy penoso aquí, pues el
estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolé, y generalmente pagan bastante bien, porque
los labradores son gente acomodada. En el aspecto médico, aparte los casos corrientes de enteritis,
bronquitis, afecciones biliares, etc., tenemos de vez en cuando fiebres intermitentes en el tiempo de
la siega; pero, en suma, pocas cosas graves, nada especial que señalar, a no ser muchos humores
fríos, que sin duda se deben a las deplorables condiciones higiénicas de nuestras casas campesinas.
[...]
—¿Tienen ustedes por lo menos algunas excursiones en las cercanías? —continuaba madame
Bovary hablando al joven pasante.
—¡Oh, muy poca cosa! —contestó—. Hay un lugar que llaman el Pastizal, en lo alto de la
cuesta, a orillas del bosque. A veces voy allí los domingos y allí me quedo con un libro, mirando la
puesta del sol.
—Para mí, nada tan admirable como las puestas de sol —repuso Emma—, pero sobre todo en
la orilla del mar.
—¡Oh, yo adoro el mar! —dijo León.
—y además, ¿no le parece —replicó madame Bovary— que el espíritu boga más libremente
por esa superficie sin límites, cuya contemplación eleva el alma y sugiere ideas de infinito, de ideal?
[... ]
—Es lo que tenía el honor de explicar a su señor esposo —dijo el boticario— a propósito de
ese pobre Yanoda que se fue; gracias a las locuras que hizo, se encontrará usted con una de las casas
más confortables de Yonville. [...] ¡Era un mozo que no reparaba en gastos! Mandó construir al final
de la huerta, a la orilla del agua, un cenador expresamente para tomar cerveza en verano, y si a la
señora le gusta la jardinería, podrá...
—Mi mujer no se ocupa mucho de esas cosas —interrumpió Carlos—; aunque le recomienden
el ejercicio, prefiere quedarse en su cuarto leyendo.
—Igual que yo —intervino León—. ¿Qué mejor cosa que estarse por la noche al amor de la
lumbre con un libro, mientras el viento pega en los cristales, y arde la lámpara...?
—¿Verdad que sí? —exclamó Emma, clavando en él sus grandes ojos negros muy abiertos.
—No se piensa en nada —prosiguió León—, pasan las horas. Se pasea uno inmóvil por unos
países que cree estar viendo, y el pensamiento, enlazándose con la ficción se recrea en los detalles o
sigue el contorno de las aventuras. Se identifica con los personajes; nos parece palpitar nosotros
mismos bajo sus costumbres.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —decía Emma.
—¿No le ha ocurrido alguna vez —prosiguió León— encontrar en un libro una idea vaga que
ha tenido, una imagen oscurecida que retorna de lejos, y algo así como la entera exposición de su
sentimiento más sutil?
—Sí, sí, lo he experimentado.
[...]
—Si la señora quiere hacerme el honor de servirse de ella [...], tengo a su disposición una
biblioteca con los mejores autores: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, L 'Echo des Feuilletons,
etc., y además recibo diferentes periódicos, entre ellos, diariamente Le Fanal de Rouen, del que tengo
el honor de ser corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y las
inmediaciones.

Los personajes de Flaubert no demandan bailes ni diversiones ridículas. En ellos predomina lo


mezquino, aburrido y mediocre (en Homais y Carlos) en contraposición a unas aspiraciones en Emma
y León que ellos suponen elevadas y para el lector resultan romanticonas y vulgares. Es ésta una
escena, pues, que aunque puede parecer intrascendente, cumple un papel fundamental en la novela,
como el mismo Flaubert le cuenta en una carta a su amiga Louise Colet:

Esta escena de la posada va a exigirme quizá tres meses, no sé. A veces me entran ganas de
llorar, tal es la impotencia que siento. Pero antes que escamotearla, reviento. He de situar en la
misma conversación a cinco o seis personajes a la vez (que hablan), varios otros (de los que se
habla), el lugar donde están, la región, describiendo físicamente a las personas y a los objetos y
mostrando, en medio de todo esto, a un señor y una señora que empiezan (por afinidad de gustos) a
enamorarse poco a poco. ¡Si por lo menos tuviera espacio! Pero es preciso que todo sea rápido sin
parecer seco, y que esté desarrollado sin dar la impresión de prolijo, guardando para más adelante
detalles que aquí serían demasiado llamativos.

Un columpio enganchado, un baile de postín y la conversación en una posada al calor de la


lumbre: estos tres modelos de situación en que se confronta a los personajes en una especie de careo
son sólo un ejemplo de selección de los hechos. Hay que tener en cuenta que, aunque el autor debe
dejar que los personajes sigan sus propios impulsos, ha de ser a la vez una especie de catalizador
constante de sus acciones, eligiendo aquéllas que más convengan a la historia.

COLOCACIÓN DE LOS HECHOS: LA INTRIGA

Hemos hablado de que la historia implica movimiento de los personajes, y los movimientos
sucesivos son acciones. Esas acciones por medio de las cuales los personajes se concretan y definen
van conformando una historia superficial o textual, y otra profunda o intelectual. Para conseguir un
equilibrio entre ambas, los hechos deben estar cuidadosamente seleccionados.
Pero todavía nos queda una labor importante, que más bien pertenece a la carpintería de la
novela. Sería la de colocar los hechos que hemos seleccionado de la mejor manera posible.
Así como la selección de las acciones apunta a la historia profunda (pues ésta será una u otra,
quedará más o menos clara dependiendo de nuestro arbitrio), su ubicación pertenece al orden
superficial o textual.
Las posiciones que ocupen los hechos en el texto van a conformar la intriga, que tiene mucho
que ver con la tensión narrativa. Si Flaubert, por poner un ejemplo, hubiera colocado la escena del
suicidio de Madame Bovary en las primeras páginas de la novela y no en las últimas, la historia oculta
continuaría siendo la misma, pero variaría la que corre por la superficie. No obstante, Flaubert sabía
—como buen escritor que era— que no podía iniciar la novela con un episodio de tal envergadura,
pues todo lo que ocurriera a continuación tendría los colores desvaídos de la nimiedad.
Voy a dar un par de trucos que pueden resultar útiles para armar el puzzle:

1. Conviene que la importancia de los acontecimientos vaya de menos a más, en un crescendo que
mantenga el suspense y a la vez vaya recompensando la espera del lector con hechos cada vez más
reveladores.
La mayoría de las novelas comienzan con sucesos que luego van a resultar bastante
intrascendentes, protagonizados muchas veces por personajes secundarios.
Por seguir con nuestras tres novelas, podemos observar que Ana Karenina comienza con un
altercado en la casa de los Oblonsky entre Stepan Arkadievich (el hermano de Ana) y su mujer Dolly,
que descubre la infidelidad de su marido. En las primeras páginas de Madame Bovary se nos presenta a
Carlos Bovary de pequeño, una escena igualmente nimia —aunque intensa— en contraste con lo que
luego se nos relatará. Y al comienzo de La Regenta tenemos una detallada descripción de la ciudad,
contemplada a vista de pájaro (o de prismáticos) por Fermín de Pas.
Así que empezar una novela con el suicidio o la muerte del protagonista no es, aunque pueda
parecerlo, la mejor manera de mantener la atención del lector.
Eso no quiere decir, sin embargo, que esa información no se pueda dar. Por ejemplo, en Crónica
de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, sabemos desde un principio (desde el título,
vamos) que el protagonista la va a palmar, y eso no hace más que acrecentar nuestro interés. Pero una
cosa es dar una información, y otra muy distinta mostrarla por medio de acciones, en forma de escena.
García Márquez lo que hace es decirnos lo que va a ocurrir; y luego, a lo largo de la novela, nos
enseña cómo ocurre, desde que el hombre sale de su casa un día hasta que vuelve a entrar con las
vísceras en la mano. Y, a pesar de que uno sabe que el amigo va a morir, mantiene la esperanza de que
se salve (y es que es inocente, ¡caramba!) hasta el mismo momento en que lo acuchillan.

2. Ahora bien, al hacer esta gradación en la relevancia de los acontecimientos, no hay que pensar
que los sucesos iniciales tengan que ser insulsos o carentes de interés.
No; el anzuelo que atrape al lector hay que lanzarlo desde las primeras líneas. Sólo que es mejor
recurrir a situaciones que no correspondan directamente al conflicto principal o a la historia matriz. Al
lector, que aún no sabe cuál es la historia principal, le parecerán interesantísimas, seguirá leyendo y
verá recompensada su espera con un aumento constante de la enjundia.
Porque hay que tener en cuenta que para mantener la tensión narrativa es preciso que la acción
nunca se detenga.
La extensión de una novela nos permite tener varios hilos de acción: uno, el que va de principio
a fin conformando la historia principal; otros, secundarios, que pueden ir hasta el final o concluir
antes. A su vez, estos hilos se subdividen en secuencias, y éstas se distribuyen en escenas.

Por ejemplo, en Ana Karenina el hilo principal de la acción sería la historia de Ana y Vronsky.
Uno de los hilos secundarios (aunque fundamental) es la historia de Levin y Kitty. Ambos corren
paralelos de principio a fin de la novela, entretejiéndose los capítulos dedicados a uno y otro.
Dentro de la historia de la pareja Levin-Kitty tenemos, por ejemplo, la secuencia en que Levin
llega a Moscú decidido a declararse, saca fuerzas de flaqueza para hacerlo y le dan calabazas, ya que
Kitty está enamorada (o cree estarlo) del conde Vronsky.
Esa secuencia estaría a su vez conformada por varias escenas: las conversaciones que Levin
mantiene con su amigo Oblonsky, en las que intenta sonsacarle información sobre sus posibilidades
con Kitty; el precioso pasaje en que Levin va a buscar a Kitty a la pista de patinaje y patinan un rato
juntos, charlando; el mal trago que pasa Levin en casa de Kitty cuando se declara; etc.
Bueno, pues la forma en que Tolstoi (y tantos escritores) coloca las sucesivas secuencias hace que
siempre quede alguna inconclusa. En el transcurso de su estancia en Moscú, Levin recibe una nota
preocupante de su hermano Nikolai (añadiéndose un nuevo hilo pendiente de continuación en la
madeja de Levin); cuando es rechazado por Kitty todavía estamos pendientes de saber en qué acaba el
conflicto entre Oblonsky y su mujer. E inmediatamente tenemos la escena de la estación, en la que
comienza el enamoramiento de Vronsky y Ana.
Cuando Ana consigue resolver los problemas conyugales de su hermano, el lector está
esperando ver qué ocurre entre Vronsky y Kitty. Cuando en la escena del baile nos damos cuenta de
que Kitty no tiene nada que hacer con Vronsky, quien sólo tiene ojos para Ana, el narrador vuelve a la
historia de Levin con su hermano Nikolai. Y así sucesivamente durante toda la novela, en una especie
de escalada con anclajes.
De esta forma, el lector no se puede despegar del libro sino para prepararse un bocadillo de vez
en cuando, pues siempre le queda algo por saber, y a la vez se va saciando su curiosidad con
pequeños desenlaces. Por otra parte, los remansos descriptivos o las reflexiones de los personajes se
van intercalando en ese tejemaneje de sucesos inconclusos sin peligro de que aburran al lector, que se
recrea en ellos como quien se fuma un cigarro en el foyer durante los entreacto s de una obra de teatro.

3. Por último, una recomendación: no hay que preocuparse en exceso por la colocación de los
hechos mientras se está escribiendo. Resulta mucho más sencillo hacerla al final, cuando la novela esté
ya formada y uno pueda estudiarla con cierta distancia, como un pintor mira su cuadro de lejos una
vez terminado.
Dado que esta tarea es, como ya he comentado, más de carpintería que de fondo, puede ser
incluso contraproducente realizarla mientras se está inmerso en el profundo sueño de la historia y
fundido con los personajes. Tener la mente fría habilitará al autor para cambiar las piezas sin miedo,
con vistas a que la intriga se desarrolle a todo gas.

Aunque podría seguir hablando de la acción a lo largo de páginas y páginas, pues los personajes
no se cansan nunca de moverse ni tienen agujetas —y menos las tres enérgicas mujeres que nos sirven
de guía—, va siendo hora de pasar a otro capítulo, pues al personaje no basta mirarlo desde un solo
ángulo. Y ni aun desde cien.
3. FUNCIÓN

CON EL CORAZÓN EN LA MANO

Ya nos hemos sumergido en los personajes y los hemos visto actuar. Me toca ahora formular una
preguntita poco ortodoxa: ¿Para qué sirven los personajes?
Hombre, pues servir, lo que se dice servir...; visto lo visto, los personajes no sirven para nada.
Van, vienen, se entristecen, dan a luz personajitos pequeños, se casan, se suicidan, mueren como
moscas... Igual que las personas.
Igual que las personas. Y las personas, ¿sirven para algo las personas? Si hiciésemos una
encuesta, posiblemente obtendríamos un setenta por ciento de noes, un quince por ciento de los
encuestados se saldría por las ramas religiosas, otro diez por ciento por las astrológicas y el cinco por
ciento restante pasaría de largo, ofendido por la pregunta o fastidiado por la intromisión del
encuestador.
Pero si en vez de perder el tiempo con encuestas lo que hacemos es escuchar las conversaciones
de la gente por los parques y en el metro, o asomamos a nuestro interior con el corazón en la mano,
puede que oigamos cosas como éstas: «La verdad es que me viene muy bien que mi hija pequeña viva
conmigo. Me hace compañía y me ayuda con la casa»; «¡Vaya! Así que usted es médico... Oiga, ¿y no
me podría decir de dónde viene este dolor que se me instala en el coxis toditas las noches de luna
llena?»; «Pues no te vendría a ti mal casarte con Luis Alfonso. Su padre está forrado y parece que le
gustas»; etc.
Vaya, que una de las múltiples formas de mirar a las personas es por el lado del interés y todos,
quien más, quien menos, lo hacemos de vez en cuando. Y como escritores, tendremos que volver a
hacerlo, sólo que ahora con nuestros personajes.
Así que voy a volver a formular la preguntita de marras:
¿Para qué sirven los personajes? Uf. Pues para muchas cosas. ¿Por dónde empezamos?

EL ANZUELO

Primero y antes que nada, los personajes sirven como anzuelo: para el escritor, para el lector,
para la narración...
Para el escritor, porque el personaje lo guiará en el desarrollo de la acción con su temperamento
único y arrollador. Para el lector, porque ante la aparición del personaje salta el resorte de la
identificación, y ésa es la única forma de que la historia cobre vida a sus ojos. Para la narración,
porque mientras el personaje no asome la cabeza en ella, se desarrollará en vano.
Voy a escoger, entre los libros que en estos meses se me amontonan por la casa, tres de ellos, de
muy diferentes épocas. Leamos juntos cómo empiezan:

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra
ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las
costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación
por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni
aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos!
Comiéronse las vacas del Sol, hijos de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del
regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

*****

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé
González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro
del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios
perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual
fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle
el parto y parióme allí.
De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

*****

En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado
en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.
En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se
encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos, y más que una habitación
parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con derecho a comida y servicio vivía más
abajo, en la misma escalera. Cada vez que el joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por
delante de la cocina de su patrona; esta cocina daba a la escalera, y la puerta estaba casi siempre
abierta de par en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor,
que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía
encontrarse con ella.

Bueno, seguro que todo el mundo ha adivinado de qué obras se trata: La Odisea, El Lazarillo y
Crimen y castigo.
He escogido estas tres como podía haber elegido otras mil (quien tenga curiosidad, puede hacer
la prueba). En segunda, en primera o en tercera persona, que eso da igual, lo primero que hace el
narrador es ponemos delante de las narices a alguien a quien podamos y queramos seguir, lanzar el
anzuelo —es decir, el personaje— en las primeras líneas.
No estoy enseñando nada extraordinario, claro que no.
Todas las personas que practican la literatura empiezan generalmente las historias de igual
forma, aunque alguna no se haya parado a pensarlo. Es algo que el escritor de ficciones hace por
olfato, y también porque ha leído La Odisea, El Lazarillo, Crimen y castigo, Moby Dick, El Quijote, Cien
años de soledad, etcétera, etcétera.
Ahora bien, no está de más recordarlo, porque a veces el escritor, sobre todo en la etapa en que
empieza a manejar con soltura y habilidad los recursos técnicos que le ofrece la creación literaria, se
enreda en complicados malabarismos y se olvida de lo más sencillo: introducir al personaje
rápidamente para captar la atención del lector. Vamos a ver tres ejemplos:

1. A veces el autor está demasiado pendiente de la intriga, y oculta tantos datos al lector que, por
ocultar, nos esconde también al personaje.
Leamos el principio de este cuento:

Tal vez nada de esto estaría ocurriendo si ciertas agencias de pompas fúnebres no cayeran en
manos de granujas. Pero, de una manera o de otra, los granujas siempre logran el control de las
empresas de cierta estabilidad: el Estado, las funerarias o la realeza, por ejemplo.
La verdad es que nos enteramos muy tarde: más de un año después, hace apenas un par de
meses. Pero al menos nos enteramos. De no haber sido así, hoy seguiríamos aturdidos. Pero, aunque
tarde, ya digo, nos enteramos, y a estas alturas podemos siquiera intuir el motivo de cuanto nos
ocurre y de lo que probablemente va a seguir ocurriéndonos durante bastante tiempo.
Bien. A finales de 1995 fue mucha la gente que murió en la comarca del Telán, pero sólo
disponemos de autoridad suficiente para practicarle una autopsia rápida a un cadáver que en vida
se llamó Tania Farrutz.

El relato no tiene mala pinta... a partir del tercer párrafo. Hasta ese momento en que se nos
menciona al personaje, y aunque la prosa sea fluida y atractiva, el lector hace caso omiso de lo que lee.
Todavía no hay nadie a quien seguir o por quien interesarse, así que la información que se da en los
dos primeros párrafos se pierde. Nos da la impresión, a todos los efectos, de que el cuento empieza en
el tercer párrafo.
Sólo son dos párrafos (aunque en un cuento de cuatro páginas suponen una quinta parte del
total) los que al lector le van a pasar tan inadvertidas como si nunca los hubiera leído, y la información
que se da no es imprescindible para comprender la historia. No obstante, veamos cómo cambia el
inicio del cuento si alteramos el orden:

A finales de 1995 fue mucha la gente que murió en la comarca del Telán, pero sólo
disponemos de autoridad suficiente para practicarle una autopsia rápida a un cadáver que en vida
se llamó Tania Farrutz.
Tal vez nada de esto estaría ocurriendo si ciertas agencias de pompas fúnebres no cayeran en
manos de granujas. Pero, de una manera o de otra, los granujas siempre logran el control de las
empresas de cierta estabilidad: el Estado, las funerarias o la realeza, por ejemplo.
La verdad es que nos enteramos muy tarde: más de un año después, hace apenas un par de
meses. Pero al menos nos enteramos. De no haber sido así, hoy seguiríamos aturdidos. Pero, aunque
tarde, ya digo, nos enteramos, y a estas alturas podemos siquiera intuir el motivo de cuanto nos
ocurre y de lo que probablemente va a seguir ocurriéndonos durante bastante tiempo.

¿Se nota la diferencia? Ahora parece que los dos párrafos que siguen al primero adquieren
sentido, y de verdad nos intrigan. Queremos saber qué pasa con el cadáver de Tania Farrutz, quién era
y qué fue de ella, y estamos dispuestos a seguir leyendo para enteramos. De esta forma las pompas
fúnebres, las funerarias y el año transcurrido en la ignorancia ya tienen un punto de referencia y
conexión (Tania Farrutz) por medio del cual se acoplan a la historia.
A veces es fácil perder de vista este pequeño detalle: como el escritor tiene toda la información
en su cabeza, olvida que el lector no sabe nada de nada, y que necesita un primer contacto humano al
que poder asirse. A partir de ahí, los datos se pueden ir dosificando más lentamente. Pero si se
escamotea esa figura, la pretensión de crear tensión narrativa se volverá en contra del autor.

2. En otras ocasiones, el narrador está tan preocupado por presentarse a sí mismo, tan embebido
en su propio discurso, que va demorando las presentaciones de rigor. Es el caso del inicio de esta
novela:

Vivíamos en uno de esos almacenes vacíos del Manjatan Sur que se pusieron tan de moda a
mediados de los ochenta.
Nos habíamos trasladado a Nueva York en abril y, sobre todo, recuerdo —aquello quedó
impreso en mis pupilas fotográficas— la niebla que se desgarraba esperpénticamente del agua en la
bahía sembrada de grumos de tristeza. Los buques parecían pedacitos inofensivos de aluminio,
chapas metálicas casi ingrávidas que cualquiera pudiera manejar con una sola mano.
Sí, por aquellos días, todo en nuestras existencias era, por decido así, simple. Y no quiero que
se entienda esta palabra en un sentido despectivo o peyorativo, sino más bien en la dimensión que
simple tiene de primigenio, de absoluto, de imprescindible, de irrechazable. Simple, ¡qué grotesco!
Quizás hasta esa supuesta sencillez con que fingíamos decorar sin adornos nuestras vidas no fuera
sino otro jirón más de la idiosincrasia propia del posmodemismo: barrocas intenciones embriagadas
de banalidad, casi de esperpento.

Bien, pues mientras el narrador no nos diga quiénes se habían trasladado a un almacén vacío de
Nueva York en abril, no debe albergar muchas esperanzas de que disfrutemos de su discurso y
divagaciones.
La causa de este error suele ser un excesivo énfasis en el estilo y la perfección formal, en
detrimento de la historia y los personajes, que están en un segundo plano en los intereses del autor.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en una novela las palabras han de estar al servicio de la
historia, y no al revés. Un estilo florido poco nos dice por sí mismo en tanto que el narrador no se
valga de él para dibujamos unos personajes y hacernos vivir unos hechos.

3. Y por último, en ocasiones es el afán por experimentar nuevas técnicas lo que lleva al escritor
a evitar, intencionadamente, las presentaciones. Transcribo parte del primer párrafo de un cuento:
¿Qué pasó entonces por la mente de aquel astrónomo, qué indescriptible perplejidad al verla
allí, petrificada en un haz de luz, ya eterno, milésimas después de que apretara ese botón? Cabe aquí
seguramente aludir al tópico, decir por ejemplo que tantos años de estudio, de trabajo, de esfuerzo,
la fama, el premio Nobel, las noches en vela en busca de estrellas blancas enanas, quásars, nuevas
galaxias, radiaciones de fondo; haciendo cálculos, mediciones, computerizando datos, informes.
Cabe todo eso, porque es verdad, pero no esencial; además se presupone y no deja de ser morralla
barata para un relato. Acaso sí que convendría personalizarlo más, no ese despegado y lejano «aquel
astrónomo»; definirlo y acercarlo cálidamente a quien nos lea, eso sí que conviene. ¿Cabría hablar de
sus circunstancias personales, de su familia, por ejemplo? Lo dudo. En el sentido estricto, no
figurado: dudo si se necesita; hasta los astrónomos de primera fila tienen circunstancias personales,
y aun secretas. Mi dilema es si influyen o no estrictamente en esta historia.

¿Qué le podríamos contestar al narrador de este cuento? Yo, por mi lado, le diría que si él tiene
dudas respecto al protagonista de su historia, más aún las tendrá el lector. Y que en vez de llenar el
texto de preguntas, mejor nos vendría a todos que diera las respuestas.
La metaliteratura no es precisamente la mejor forma de contar una historia. Hablar de la
construcción de un personaje no es crear un personaje (como muy bien se puede comprobar leyendo
este libro), y lo que estamos esperando cuando empezamos a leer un cuento es que nos narren una
historia, no que nos hablen sobre el arte de narrar.
Es preciso recordar, ante la tentación de hacer experimentos, que las restricciones a que nos lleva
la experiencia en la creación literaria no son correajes para inmovilizar narraciones o mecanismos para
fabricarlas en serie, sino el papel pautado que, junto con los conocimientos de solfeo suficientes, nos
va a permitir componer sinfonías. La originalidad estará en la combinación de los elementos y en la
profundidad del tratamiento, no en la ruptura del sistema.
Experimentar no es mala cosa (mejor cuanto más se sabe, peor cuanto más nos queda por
aprender). En todo caso, más vale respetar siempre ciertas normas básicas de narratividad, como la de
evitar en lo posible hacer alarde de nuestros conocimientos técnicos; de otra forma, los experimentos
dejan de ser tales para convertirse en arbitrariedades del autor.
Así pues, el aliciente que va a suponer la aparición del personaje al principio de las narraciones
no se puede sustituir por bellas palabras ni por alardes técnicos. A las personas nos interesan las
personas, y el escritor ha de aprovecharse de ese mecanismo empático.

LOS MEJORES GUÍAS

He hablado del inicio de las historias, pero no sólo al comienzo actúa el personaje como
estímulo.
En ocasiones, yo me imagino la novela como un desplegable que se va alzando a mi alrededor a
medida que voy leyendo. Una especie de maqueta del mundo —de un mundo— en versión onírica,
con sus arbolitos, las calles cuidadosamente señalizadas, la gente que viene y va, los ríos por los que
corre agua de verdad y la lluvia que lo moja todo en virtud de un mecanismo oculto fabricado por el
autor.
Claro, que hay maquetas bien hechas y maquetas mal hechas. En las malas maquetas los ríos son
de papel de aluminio y, cuando llueve, asoma la mano del escritor con una regadera de plástico por
encima del decorado; los edificios están hechos de cartón piedra y parece que van a derrumbarse en
cualquier momento sobre los personajes, que a su vez son muñecos de plastilina que no se mueven
sino por bruscos cambios de posición, en los que se vuelven a ver las manipulaciones del autor.
Los buenos simulacros, sin embargo, dejan de ser tales en tanto que el lector pasa de mirarlos
desde fuera a introducirse en ellos para acompañar a los personajes en sus idas y venidas, para
bañarse con ellos en el río y velar sus enfermedades al borde del lecho, sea en una gran mansión de
tupidos cortinajes o en un pringoso cuchitril con olor a fritanga.
Que esta especie de milagro se produzca va a depender, otra vez, de los personajes. Ellos son los
que tienen que levantar al lector —que en principio no tiene ninguna razón para moverse— del sofá
de su casa, los que sacan una mano afectuosa fuera del libro invitándolo a entrar. Y cuando el lector dé
ese paso se producirá la transfiguración del decorado. El río hecho de palabras (o de papel de plata)
empezará a correr y a salpicarle las gafas, los edificios darán miedo de tan oscuros y la pistola tendrá
balas de verdad.
No obstante, para que la ilusión de esa vivencia no se rompa en ningún momento, los personajes
han de permanecer todo el tiempo al pie del cañón, guiando al lector por ese mundo recién
desplegado. Si lo dejan solo, éste se perderá, y en su aturdimiento dará una zancada en dirección
contraria, saliéndose del sueño, que pasará a ser de nuevo una maqueta hecha de palabras y papel de
celofán.
Un fragmento de Ana Karenina me va a servir para ejemplificarlo. Se trata de parte de la escena
en que Levin, al principio de la novela, va a buscar a Kitty a la pista de patinaje:

A las cuatro de la tarde, Levin, con el corazón palpitante, bajó del coche de punto, en las
puertas del Parque Zoológico, y se encaminó por un sendero hacia las montañas y la pista, con la
seguridad de encontrar allí a Kitty, pues había visto el coche de los Scherbatsky a la entrada.
Era un día claro y frío. Junto a la puerta había filas de carruajes y de trineos y se veían
algunos cocheros y algunos guardias. El público, bien arreglado, con sus sombreros que
resplandecían bajo el sol brillante, bullía junto a las puertas y en las alamedas, limpias de nieve,
entre las casitas de estilo ruso con adornos esculpidos. Los viejos y frondosos abedules del parque,
cuyas ramas se inclinaban bajo el peso de la nieve, parecían engalanados con solemnes vestiduras
nuevas.
Levin caminaba por el sendero hacia la pista, diciéndose:
«No debo emocionarme; es preciso estar tranquilo». «¿Qué te pasa? ¡Calla, tonto!», añadía,
dirigiéndose a su corazón. Y cuanto más se esforzaba por tranquilizarse, tanto más emocionado se
sentía. Un conocido le saludó, pero Levin ni siquiera reconoció quién era. Se acercó a las montañas,
en las que chirriaban las cadenas de los trineos que subían y bajaban, produciendo gran estrépito, y
donde se oían alegres voces. Avanzó unos cuantos pasos más, quedando la pista al descubierto ante
él, e inmediatamente, entre los que patinaban, reconoció a Kitty.
Se dio cuenta de que estaba allí por la alegría y el temor que invadieron su corazón. Kitty
estaba en el extremo opuesto de la pista hablando con una señora. Al parecer, no había nada
extraordinario en su traje ni en su postura. Pero a Levin le fue tan fácil reconocerla entre la multitud
como un rosal entre ortigas.
Ella parecía iluminarlo todo, parecía una sonrisa que hiciera refulgir todo en torno suyo. «¿Es
posible que pueda bajar a la pista y acercarme a ella?», pensó Levin. El lugar donde se encontraba
Kitty se le apareció como un santuario inaccesible y hubo un momento en que estuvo a punto de
irse: tal fue el temor que le invadió. Tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de que Kitty
estaba rodeada de toda clase de personas y de que también él podía patinar allí. Bajó a la pista,
evitando mirar a Kitty prolongadamente, como si se tratase del sol, pero la veía sin mirarla lo mismo
que ocurre con el sol.

Si somos capaces de disfrutar de este níveo paisaje de abedules engalanados es porque Kitty lo
ilumina todo con su incandescencia, mientras que la angustia de Levin pone las pinceladas de sombra.
Entre ambos organizan el cuadro de contrastes donde el lector será uno más, ora emocionándose con
Levin, ora disfrutando de la dulzura de Kitty, ora contemplando el sencillo panorama invernal.
Si ellos dos no estuvieran ahí para guiamos, el fragmento pasaría a ser un simple ejercicio de
redacción descriptiva. Nuestros ojos verían las metáforas en blanco y negro, y nuestros oídos
permanecerían sordos a los chirridos de las cadenas de los trineos.
No sólo eso, sino que sin la ayuda de los personajes lo más posible es que el autor no hubiera
escrito el pasaje como lo hizo, ya que son los ojos y el corazón encogido de Levin los que van
dibujando el entorno, y la presencia de Kitty la que se convierte en un sol tan resplandeciente que sin
duda Tolstoi se habría puesto sus gafas de sol —de haberlas tenido— para describir la escena.
Muestro ahora un fragmento cuya lectura debería exigir también gafas de sol (o de luna), pero
que palidece por culpa de unos personajes mal dibujados:

La playa, velada por la niebla, parece diferente a la que era de día. Se han difuminado los
contornos del paisaje, el mar se pierde en el cielo salpicado de estrellas y apenas se entrevén unos
puntos de referencia —el perfil del hotel, el pico de la montaña— suspendidos en la niebla como en
el vacío. EIsa piensa en otro siglo, en contrabandistas y filibusteros, y en amantes que habrían hecho
de esta playa el punto de cita de sus encuentros secretos, y comprende que Él no podría haber
hallado mejor escenario para besarla. Esa misma mañana el Escritor Alcohólico ha dicho que la
felicidad no constituye tema para una novela. Sí puede serIo, ha pensado ella, y ha recordado a Jane
Austen. Y EIsa piensa en la felicidad porque ella es feliz, y se lo dice. «No te creerás esto, pero creo
que este es uno de los momentos más felices que he vivido». Él, demasiado borracho, no alcanza a
calibrar el alcance de las palabras de EIsa.
Mejor así. EIsa ha aprendido que la felicidad se compone de momentos puntuales como éste,
momentos que EIsa acapara y que atesora en el recuerdo como piedras preciosas, pero sabe que
cuanto más feliz es el momento, más doloroso será el recuerdo en la distancia. Lo que EIsa no sabe
todavía es cuánto le dolerá ese recuerdo.
Como el mismo narrador nos dice, «se han difuminado los contornos del paisaje», de ese
«escenario» en que Él besa a la chica.
Y el fallo no está precisamente en la descripción —perfectamente válida— de la playa; tampoco
en el lenguaje ni en el estilo. El fragmento resultaría efectivo si no fuera por la presencia de unos
personajes estereotipados, arquetípicos, que impregnan sus alrededores de tópicos mates, de forma
que no percibimos un lugar real. Al no tener a la vista unas personas singulares con quienes
identificarse, al lector no le apetece demasiado pasear por esa playa bañada por la niebla; y al mirarla
desde fuera queda, en efecto, convertida en escenario de filibusteros, en una imitación novelesca de un
paisaje vivido.
La maqueta no ha funcionado, sólo porque los personajes no nos invitaron a entrar en ella.

LA EMPATÍA

Porque otra función del personaje, sobre todo del protagonista, va a ser la de lograr un
acercamiento afectivo del lector hacia la narración. Tras suscitar nuestro interés —un interés casi
instintivo— en el inicio, y mientras nos guían por el peculiar microcosmos en el que se desenvuelven,
los personajes han de conseguir que nos impliquemos sin reservas en la historia; y para eso tienen que
hacerse querer.
Esta implicación del lector no se va a producir sin que el escritor se haya implicado primero. Y,
por supuesto, ni escritor ni lector pueden unirse sentimentalmente con un argumento, ni con el
lenguaje; han de ser los personajes los que encaucen ese impulso afectivo.
Por eso es conveniente que el protagonista nos caiga bien. Si el personaje que está llevando el
peso de la acción es un desalmado que sólo moviliza nuestros sentimientos más reprobables (odio,
venganza, desprecio...) o, como mínimo, nos deja indiferentes, conviviremos con él sólo si no nos
queda más remedio; y como no es nuestro padre ni nuestro hijo, no tenemos por qué aguantarlo; basta
con dejar de escribir... o con cerrar la novela.
A Flaubert, por ejemplo, le resultaba difícil soportar la mediocridad y estupidez de los
personajes de su Madame Bovary, como se puede leer en las cartas que en aquellos años escribía a sus
conocidos. De las tres novelas que estoy utilizando como modelo, es quizá la de Flaubert la que más
agónica se hace en este sentido; y es que todos los personajes resultan bastante insoportables. Todos,
menos Emma (aunque a ratos también puede llegar a desesperarnos).
Emma Bovary se salva. Se salva, en principio, de la mediocridad, que invade el resto de la
novela como una capa de hollín que exaspera al lector, a quien no le queda más remedio que sentirse a
su vez mediocre en ese ambiente descolorido. Y Emma se salva porque, a pesar de todas sus bajezas,
engaños y caídas, se hizo con el afecto y la compasión del autor, y por tanto con los nuestros.
Veamos un pasaje:

Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de
la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los
suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de
la sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy
despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el
hule con la punta del cuchillo.
[...]
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los tocaba, un día no
bebía más que leche pura, y al día siguiente tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no
salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de echar una
buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la
misma manera que a veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no
era tierna ni fácilmente asequible a la emoción ajena [...].
[...]
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella,
Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La Vaubeyssard duquesas
menos esbeltas que ella y con modelos más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios;
apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras,
los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que
probaban parecía irritarla más.

Viéndola sufrir de tal manera, comprendiendo su aburrimiento y la melancolía rezumante de


ese ambiente claustrofóbico, no nos queda más remedio que querer a Emma, identificamos con ella,
roer alguna de sus avellanas, comprender sus arranques de mal humor, su volubilidad y, en último
extremo, el adulterio. Mejor parece el infierno que vivir la monotonía con la extraordinaria lucidez con
que lo hace Emma.
Como ya he comentado en algún momento, el camino de la creación novelesca es también el
proceso en el que se llega a comprender a los personajes. Y comprender a alguien (su manera de
actuar, sus motivos, su carácter...) significa también tomarle afecto. A la hora de escribir una novela,
pues, no está de más que el autor se piense dos veces la elección de unos protagonistas que le sean
indiferentes u odiosos, a los que no sea capaz de entender; ha de tener en cuenta que lo que el escritor
sienta por ellos lo sentirá a su vez el lector.
Esto no significa, por supuesto, cerrar el paso a la indagación. Escribir una novela es indagar en
el «otro». Pero el fruto que se recoja no puede estar podrido. Así que, antes de escoger a una
psicópata, un violador o un asesino de niños como protagonistas, el autor tiene que plantearse que ha
de llegar a entenderlos y a sentir afecto por ellos. Si se ve con fuerzas, adelante, aunque no parece
tarea fácil; pero si se encuentra en medio del proceso sin que se haya producido una aproximación
afectiva a su protagonista, le resultará más práctico escribir otra novela o cambiar de protagonista.
Flaubert, eligiendo el mundo de la mediocridad como contexto para su personaje, y mirando ese
mundo a través de los ojos de Emma, se tuvo que desesperar, sin duda.
Quizá al principio pretendió hacer de ella una mujer llena de ideales vulgares, defectos y
debilidades; pero a lo largo de la novela alcanzó a comprenderla, como muestra el fragmento que
hemos leído. «¿Y aquella miseria iba a durar siempre?», se pregunta Emma. Flaubert intenta sacarla de
ahí por medio del adulterio, y no hace otra cosa que hundida más. Porque quizá lo que nos quieren
decir autor y personaje es que el romanticismo y la falta de resignación que hasta el último instante
acompañan a Emma son una visión errónea y distorsionada del mundo. Errónea, pero absolutamente
comprensible.

UNA VISIÓN DEL MUNDO

Esto me lleva a otra de las principales funciones del protagonista de una novela: la de dar
determinado enfoque a la observación del mundo.
En capítulos pasados hablaba de la singularidad y de la multiplicidad como herramientas
artísticas —entre otras— para el escritor. Del cruce de ambas va a resultar que los personajes también
tienen su propia visión de todo lo que los rodea, su propia singularidad, diferente de la de su creador.
La posibilidad de mirar por muy distintos tipos de ojos constituye una de las bazas más
importantes en la exploración del escritor, pues convertirá su búsqueda en un pulpo de muchos
tentáculos.
Pongo un ejemplo sacado de «¡Adiós, "Cordera"!», el delicioso cuento de Clarín en cuyo
comienzo tres personajes lanzan su mirada sobre el mismo objeto: un poste de telégrafo plantado en
medio de un prado. Ahí va:

Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo,
inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible
a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar
hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las
jícaras que había visto en la rectoral de Puao.
Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar
deprisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el
oído al palo de telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables
rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que
quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por
los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía
curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué
le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad
también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba
de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que
no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas,
pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de
vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también
tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona,
llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de
Horacio.

Pinín, Rosa y la Cordera. Y un poste de telégrafo que se transforma en tres modos de ver el
mundo. Pinín, que interactúa con lo desconocido; Rosa, que reflexiona sobre lo desconocido; la vaca,
que ignora sabiamente lo desconocido. Y la realidad invasora, que a todos los rincones llega, se llevará
a la Cordera, ignorante y sabia a la vez, al matadero; después arrastrará a Pinín a la guerra, haciéndole
actuar de verdad —y no en juegos— frente a lo desconocido; y dejará a Rosa sola en el mismo prado,
diciendo adiós a Pinín y a la Cordera, y reflexionando sobre la vida y la muerte con la cabeza apoyada
en el poste de telégrafo.
Tres visiones del mundo y ninguna —¿o las tres juntas?— la de Clarín. El autor consigue las
respuestas por boca de sus personajes, precisamente porque no se inmiscuye.
Volviendo a nuestras tres mujeres: ¿cómo ven ellas el mundo?
Para Ana Karenina el mundo es rojo y negro. El rojo de las pasiones extremas y de la sangre; el
negro del choque entre sus ideales y la realidad. Todo a su alrededor está filtrado por su increíble
sensibilidad, teñido de su propia tragedia, de la imposibilidad de acoplar sus ganas de vivir libre y
honestamente a la hipocresía y la evidente crueldad del mundo. El amor por la vida se convierte para
Ana en una lucha a muerte.
Emma Bovary, por su parte, lo ve todo de color de rosa. Un rosa que se va transformando en
gris a medida que pasa del plano de las ilusiones al de los hechos consumados. Y cuando la rosa por
cuyos pétalos pretende escapar la fogosa protagonista —quemándolos uno por uno a su paso— se
convierte en ceniza grisácea, cuando ya sólo quedan las espinas en el tallo, el único escape que le
queda es clavarse en ellas.
En la mirada de Ana Ozores es el color ocre, mezcla del amarillo y el negro, el que predomina.
Para ella la vida no tiene mucho que ofrecer, es una cadena de sinsabores desde su infancia; y lo poco
que la podría animar es «pecado». La Regenta, como Ana Karenina, también ve el mundo como una
lucha, pero mientras que esta última se debate entre sus altos ideales y los del mundo mezquino, en
Ana azores la procesión va por dentro. Para ella vivir es arrastrarse por un camino de tierra ocre y
seca, y sabe que acercarse al río está mal. Así que su lucha interior le hace debatirse entre la sed que
seca su garganta constantemente y los remordimientos que le provoca el hecho de sentir sed; entre la
tentación pecaminosa que la arrastra y el fervor religioso por el que intenta escapar.
Otras tres visiones del mundo, y ninguna la de sus autores respectivos. A través de sus
personajes han tenido la oportunidad estos escritores de ver la vida y reflexionar sobre ella con un
enfoque en el que de otra forma les habría sido imposible ajustar el objetivo de su cámara. Las
personas vemos el mundo en una gama de incontables colores difícilmente identificables. Los
personajes le van a servir al escritor como filtro para su mirada, y le permitirán aislar una percepción
entre todas las posibles, igual que un biólogo tiñe su preparación de un color para observar al
microscopio determinados elementos celulares que de otra manera permanecerían invisibles.
Algunos escritores no tienen en cuenta esta función autónoma del personaje, y simplemente se
dedican a trasladar —por sistema— su propia visión del mundo a su protagonista, sin darse cuenta de
que la búsqueda consiste en lo contrario, en mantener su concepción al margen y estudiar otras vidas,
otras miradas. Por supuesto que el autor siempre podrá hacer préstamos al personaje, pero sólo
cuando resulte absolutamente necesario y éstos se acomoden con naturalidad. Si llega a transformarlo
en un préstamo al completo, el personaje no le devolverá ni un céntimo de su inversión, ya que habrá
dejado de existir.
Veamos un ejemplo de este tipo de intromisiones del autor en su propio personaje. Se trata de
un relato en que el protagonista sufre una extraña enfermedad, que le hace escuchar todos los
pensamientos ajenos sin que sean pronunciados. Se agudiza su mal hasta tal punto que el personaje
escucha a la humanidad entera:

En el trayecto notó un cambio: ahora era capaz de percibir conjuntos de pensamientos


fundidos en uno, pensamientos de pueblos, ciudades, naciones. En su cerebro aparecían imágenes
de las zonas que abarcaba su extraña percepción. Se concentró en los países africanos que sufrían la
plaga del hambre, y se dio cuenta de que la suma del dolor que sentían no era igual a un dolor
inmenso, sino que su intensidad era la misma que la de cada ser humano. La ambición, el instinto de
supervivencia, la solidaridad, el belicismo, la soledad de naciones enteras no era diferente que la
que había escuchado en individuos anónimos.
El horror no se suma, llegado a un punto máximo era semejante al que sufría un hombre de la
calle, y lo mismo ocurría con todos los sentimientos. Rodríguez no podía más, la cabeza le daba
vueltas, no había reposo en él.
No es Rodríguez quien piensa todas estas cosas tan trascendentes, sino el autor del relato. Por
suerte o por desgracia, el personaje no estaba diseñado para hacer tales reflexiones, que se escapan de
su naturaleza más bien simplona. El escritor sintió la necesidad de endosárselas, bien porque a raíz de
ellas se le ocurrió el relato, o porque cayó en la tentación de las «grandes palabras». Pero en ningún
caso pertenecen al personaje.
Estas intromisiones del autor se reflejan, como casi todo, en la forma, invadiendo la narración de
abstracciones, de un lenguaje aparentemente elevado, de una falsa profundidad casi panfletaria.
Los resbalones de este tipo son fáciles de evitar. Cuando el escritor se sienta arrastrado por sus
propias reflexiones sobre la vida, habrá de pensarse dos veces si éstas tienen que ver con su
protagonista. Si no es así, más vale morderse la lengua y esperar mejor ocasión para soltar el carrete.
Puede que en algún otro texto le encajen. Las puede encauzar también por medio del narrador o de la
consecución de los hechos; o a través de personajes secundarios...

TERCERA DISTINCIÓN

Y esto me lleva a establecer la tercera división (y la última) a que someto a los personajes en este
libro. Para que todo quede más claro, vamos a distinguir entre personajes principales, secundarios y
figurantes.
El personaje más principal de todos sería el protagonista, que se diferencia del resto en que es el
que arrastra el hilo principal de la acción. Puede haber un solo protagonista (como en el caso de Ana
Karenina, Madame Bovary y La Regenta) o varios (como, por ejemplo, en El Jarama, de Rafael Sánchez
Ferlosio, o en La colmena, de Camilo José Cela).
El resto de los personajes principales son los que llevan a sus espaldas los distintos hilos
secundarios de la acción, diferenciándose en esto del protagonista. Como consecuencia, tienen un
menor relieve dentro del conjunto.
Por ejemplo, en Ana Karenina este tipo de personajes estaría representado por Levin, Kitty,
Vronsky y por el marido de Ana; en La Regenta, por Fermín de Pas; y en Madame Bovary, por Carlos
Bovary. Todos estos personajes desarrollan historias paralelas a la de la acción principal (aunque, por
supuesto, relacionadas con ella en mayor o menor medida), y el autor profundiza en ellos en tanto que
lo permiten sus diferentes hilos de acción, que nunca llegan a solapar la historia principal (ya que en
ese caso se convertirían en protagonistas). Si seleccionamos a cualquiera de ellos (Levin, Kitty,
Vronsky, Alexey Alexandrovich Karenin, De Pas o Carlos Bovary) podríamos ir desenrollando su
historia, que cobraría autonomía propia y que incluso alcanzaría para escribir una novela corta si se
restara importancia a las actuales protagonistas. Los personajes principales son, pues, los pesos
pesados de la novela.
A diferencia de ellos, los personajes secundarios no tienen su propia historia ni dirigen ningún
hilo de acción, sino que están a las órdenes de alguno o varios de estos hilos a lo largo de la narración.
Son personajes planos y, si deslindáramos del resto lo que de ellos se dice en la novela, lo máximo que
protagonizarían sería una serie de anécdotas aisladas, y no una historia cabal. Por lo demás, se
parecen mucho a los personajes de cuento: disponen de poco espacio para desarrollarse y han de tener
fuerza suficiente para que el lector los reconozca en cualquier momento en que aparezcan,
convirtiéndose de esta manera en una especie de caricaturas de personas. Concisos, ligeros,
reconocibles y rápidos, los personajes secundarios son los pesos medios de la novela.
Por último, los figurantes (por adoptar el término teatral) serían todos aquellos personajes que
aparecen en momentos puntuales para recoger el abrigo del protagonista, armar escándalo en un
restaurante, hacer un comentario sagaz o interrumpir con una pregunta estúpida a los dos amantes
cuando éstos al fin se iban a besar. Ellos son los pesos mosca de la novela, y su principal característica,
la fugacidad.

PERSONAJES PRINCIPALES

De los protagonistas he hablado mucho ya a lo largo de este libro. Ellos son, como hemos
podido ver, los que van provocando la acción de la historia principal, los guías del lector, quienes le
hacen implicarse afectivamente en la narración, los que permiten al artista profundizar en una
determinada visión del mundo... En fin, que no les sobra ni un minuto, de tanto trabajo como tienen
en la novela.
Todas estas responsabilidades que tiene a su cargo el protagonista hacen que, como ya señalé en
su momento, el escritor no pueda permitirse manejarlo desde fuera como un muñeco. Hay que jugar
limpio en este aspecto, pues el mecanismo entero de la novela depende de ello. El protagonista ha de
ser consistente, tener peso, materia y recursos para manejarse con eficacia en todas sus labores. Y al
escritor no le queda otra forma de conseguirlo que sumergirse en él, dejarse llevar, enfrentarse con
todas las contradicciones que se le vayan presentando en la comprensión de su personaje, etc. No hay
trucos que valgan.
Claro, que estas funciones que acarrea el protagonista van ser también un pesado lastre. El lastre
de las estrellas. El lector no le va a quitar el ojo de encima a lo largo de toda la novela ni le va a
permitir un segundo de respiro en su resplandor. Si, por ejemplo, se nos ocurre esconderlo durante un
rato largo, ya tendremos al impaciente lector tamborileando con los dedos sobre el brazo del sofá y
preguntándose qué diablos estará haciendo su héroe o heroína en ese tiempo.
Esa especie de striptease al que continuamente está expuesto el protagonista hace que, de alguna
manera, le dé poco juego al escritor. Sabiendo que las miradas de miles de espectadores están puestas
sobre su criatura, no se puede permitir hacer trucos ni caer en contradicciones, que destacarían bajo el
potente foco como una jirafa en medio del Congreso de los Diputados.
Vaya mostrar un fragmento de Ana Karenina en el que Ana, después de haber actuado de ciclón
a su paso por Moscú, deshaciendo las ilusiones de Kitty, solucionando los problemas conyugales de su
hermano y dejando a Vronsky prendado de su brillo, vuelve a San Petersburgo con su familia. A
mitad de viaje el tren se detiene, y Ana baja a tomar el aire:

Ana aspiró otra vez el aire, y ya había sacado del manguito una mano para asir la barandilla y
subir al vagón, cuando un hombre con capote militar, acercándose a ella, ocultó la luz del farol. Ana
se volvió y al punto reconoció a Vronsky. Llevándose una mano a la gorra, éste se inclinó,
preguntándole si podía servirla en algo. Ana, sin contestar, lo contempló durante un buen rato, y, a
pesar de que Vronsky estaba en la sombra, vio, o creyó ver, la expresión de su rostro y de sus ojos.
Era la misma expresión de entusiasmo respetuoso que tanto la había impresionado la víspera. Más
de una vez se había repetido durante estos últimos días y también hacía un momento que Vronsky
era para ella uno de tantos jóvenes, siempre iguales, que se encuentran por todas partes, y que ella
nunca se permitiría pensar en él; pero ahora, al encontrarlo, la embargó un sentimiento de alegría y
de orgullo. No necesitaba preguntar por qué estaba allí. Lo sabía con certeza, como si él le hubiera
dicho que era para estar cerca de ella.
—No sabía que iba usted a San Petersburgo. ¿Para qué va allí? —preguntó Ana, soltando la
barandilla.
La animación y una alegría incontenible resplandecían en su rostro.
—¿Para qué voy? —repitió Vronsky, mirándola a los ojos—. Ya sabe que lo hago por estar
cerca de usted. No puedo hacer otra cosa.
En aquel instante, el viento, como si hubiera vencido los obstáculos, arrojó la nieve de los
tejadillos de los vagones y agitó una plancha metálica que había arrancado en algún sitio, y, más
allá, aulló triste y lúgubre el estridente silbido de la locomotora... Todo el horror de la tormenta le
pareció todavía más grandioso ahora. Vronsky había dicho precisamente lo que Ana deseaba en el
fondo de su alma, aunque su razón lo temiera. Ana no contestó, y él vio que en su rostro expresaba
la lucha.
—Perdóneme si le ha molestado lo que le dije —pronunció humildemente.
Hablaba con respeto y cortesía, pero con tanta firmeza y decisión, que Ana no pudo
contestarle durante bastante tiempo.
—Eso está muy mal, y le ruego, si es usted buena persona, que olvide lo que ha dicho, como
lo olvidaré yo —dijo finalmente.
—No olvidaré ni puedo olvidar una sola palabra, ni un solo gesto suyo.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Ana, tratando en vano de imprimir una expresión seria a su
rostro, que él miraba fijamente.
Asiéndose a la fría barandilla, subió rápidamente los peldaños hasta la pequeña plataforma
del vagón. Se detuvo en ella, recordando todo lo que había sucedido. No recordaba sus palabras ni
las de él, pero sentía que aquella breve conversación los había unido muchísimo y aquello la
asustaba y la hacía feliz.

En este fragmento podemos ver a Ana con todas sus responsabilidades como protagonista y
estrella de la novela a cuestas. En primer lugar, está haciendo avanzar la acción con pasos de gigante.
Al mismo tiempo, nos guía a través de la historia y nos hace sentir la tormenta como si estuviera
cayendo sobre nuestras cabezas. En este punto, por supuesto, ya estamos dentro de su mundo, de ese
mundo teñido de rojo por su apasionada mirada, completamente identificados con ella y con cada uno
de sus sentimientos.
Pero me interesa ahora señalar el striptease psicológico en el que Ana se desenvuelve. No se
permite Tolstoi ni un solo truco con respecto a ella: pone todas las cartas encima de la mesa sin ningún
pudor. Ana lucha consigo misma, y su lucha es la nuestra. El clima de expectación que crea cada
aparición de Ana es de tal intensidad, que el autor se va a tener que andar con mucho cuidado para
que la cuerda que nos une al personaje no se rompa por la tensión. Tenemos demasiadas expectativas
puestas en Ana; no nos puede defraudar.
Precisamente para aliviar esa tensión se va a valer el escritor del resto de los personajes
principales. Éstos quitarán parte de la carga al protagonista y diversificarán la atención del lector.
Ayudarán a nuestro héroe o se opondrán a sus propósitos, ramificando la historia y dejándole
descansar, a ratos, en su camerino.
Sin ellos, el narrador no podría despegarse ni un segundo del protagonista, y a veces es
necesario un distanciamiento que permita poner de relieve otros aspectos de la historia, para luego
volver al héroe y abarcado mejor.
Tras el intenso pasaje que acabo de poner como ejemplo, Tolstoi se centra, al principio del
siguiente capítulo, en Vronsky. Tiene que dejar reposar a Ana después del gasto de energía a que la ha
sometido, y el lector no aceptaría irse con cualquiera:
Vronsky ni siquiera intentó dormir aquella noche. Permaneció sentado en su butaca, a ratos
con la mirada fija ante sí; a ratos, observando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a
los desconocidos por su inalterable serenidad, ahora, parecía aún más orgulloso y con más aire de
suficiencia. Miraba a la gente como si fuesen objetos. [...]
Vronsky no veía nada ni a nadie. Se sentía como un rey, no porque creyese haber
impresionado a Ana —aún no lo creía—, sino porque la impresión que le produjera ella le llenaba
de felicidad y orgullo.
No sabía ni siquiera pensar en lo que iba a resultar de aquello. Sentía que sus fuerzas,
desperdigadas hasta entonces, se habían reunido en una sola y terrible energía y se dirigían hacia
una finalidad maravillosa. Se sentía feliz con aquello. Lo único que le constaba era que le había
dicho la verdad a Ana, que iba al mismo sitio que ella, y que toda su felicidad y el único objeto de su
vida consistía en verla y oírla. Cuando se apeó en la estación de Bologoia para beber agua de seltz y
vio a Ana, le había dicho lo que pensaba involuntariamente. Ahora se alegraba de haberlo hecho, se
alegraba de que lo supiera y de que pensara en ello. Pasó toda la noche sin dormir. Desde el
momento en que regresó al vagón estuvo recordando todas las actitudes en que la había visto, todas
sus palabras, y se imaginó escenas de un porvenir posible, cosa que le paralizaba el corazón.

Se puede observar aquí cómo el autor nos ha deslizado, sin que apenas lo notemos, hacia otro
hilo de acción, considerablemente más distendido que el de la protagonista: la historia de Vronsky. El
tratamiento que recibe éste es muy similar al de Ana, y sus funciones también, aunque, como ya he
dicho, están llevadas con mayor ligereza. No obstante, el escritor tampoco se puede permitir hacer
trampas con este tipo de personajes.
Por otra parte, la utilización de personajes principales hace que los tentáculos de la búsqueda se
extiendan, pues cada uno de ellos significa una forma de observar el mundo (como refleja el
fragmento de Vronsky), de modo que, en conjunto, el autor obtendrá una visión estereoscópica del
microcosmos novelesco, una fusión de diferentes miradas lanzadas sobre los mismos hechos.

PERSONAJES SECUNDARIOS

Cuando he hablado de trampas o trucos, me refería a todos esos pasos intermedios que ha de
dar el escritor entre los grandes bloques de acción. Éste necesitará en todo momento excusas
argumentales, puentes de unión entre las distintas secuencias, chispas desencadenantes, maneras
varias de suministrar información al lector, etc.
En este sentido es en el que no se puede utilizar a los personajes principales. En primer lugar,
porque están demasiado ocupados y cargados con los diferentes hilos de acción. En segundo lugar,
porque cualquier manipulación estructural de sus actuaciones destacaría demasiado bajo los focos que
los alumbran, y aparecería ante los ojos del lector como una falsedad o una excusa insincera.
Así que el autor tendrá que acudir, en muchos casos, a un tipo de personajes más manejables
que le sirvan para lo que necesite en cada momento. Y éstos serán los personajes secundarios.
Como ya hablé por extenso de los personajes de cuento, no es necesario que me detenga en la
forma de construir este tipo de personajes. Sólo voy a recordar aquí que su principal característica
formal es la concisión. Su esencia consistirá en un solo rasgo (su antipatía o su simpatía, la
maledicencia, la codicia, su estupidez...) ampliado con la lupa del autor hasta que cobre estatura
humana.
Cada vez que aparezcan los reconoceremos por ese rasgo exagerado, así que el escritor se debe
cuidar únicamente de mantenerlo estable a lo largo de toda la novela.
Es fácil, pero necesario. Si se cae en contradicciones respecto a los personajes secundarios
perderán su funciona1idad. Pongo un ejemplo de este tipo de resbalones:

Dejé pasar un rato, cogí el teléfono y marqué el número de Ernest. Resultaba bastante fácil
pillarle en casa. Era un hombre hogareño, siempre y cuando contase con algunas latas de cerveza
disponibles. Una cerveza disponible, para Ernest, era una cerveza helada. Si no estaba lo
suficientemente fría acababa vomitándola. La segunda cosa de importancia que irritaba su ánimo
era encontrarse con una huella de carmín en el filo de un vaso. Pero en el supuesto de que no se
dieran ninguna de estas dos circunstancias, podía ser enteramente feliz.

Aquí tenemos a Ernest, un personaje perfectamente dibujado. Su nota distintiva: es un bebedor


impenitente de cerveza helada. Así que cada vez que aparezca en escena, debería llevar una lata de
cerveza fría en la mano. Sin embargo, un poco más adelante, en la conversación telefónica que
mantiene el narrador con Ernest, éste traiciona su propia esencia:

—De acuerdo —me dijo—, allí estaremos. Pero haz el favor de tenerme vino blanco, y que
esté bien frío. ¿De acuerdo?

¿¡Vino blanco!? Si tenemos que reconocer a Ernest precisamente por su afición a la cerveza, no
puede aparecer pidiendo vino blanco, porque entonces el personaje se esfuma en su propia paradoja.
Cuidado, pues, con este tipo de errores.
Veamos ahora algunas de las funciones de los personajes secundarios. En realidad, las funciones
que desempeñen pueden ser infinitas, ya que el autor se los irá sacando de la manga a medida que se
le planteen distintos problemas de estructura. También los puede crear por el mero placer de hacerlo,
pero en ese caso no se tiene que olvidar, luego, de sacarles partido a lo largo de la narración.
Un cargo que desempeñan los personajes secundarios con increíble habilidad es el de nexo de
unión entre los distintos hilos argumentales. Dado que los personajes principales están ensimismados
en sus propios problemas y les cuesta, por su excesivo peso específico, relacionarse con los demás, se
apoyarán en los secundarios para que les solucionen la vida social. Es el papel que desempeña, por
poner un ejemplo, Stepan Arkadievich Oblonsky en Ana Karenina. Por un lado, es el hermano de Ana
y, por tanto, el cuñado de Alexey Karenin; por otro, tiene a Kitty por cuñada; da la casualidad también
de que es amigo íntimo de Levin; y, por último, se corre sus buenas juergas con Vronsky. Así que
Tolstoi, cuando necesita trasladar la acción de Moscú a San Petersburgo, o cuando tiene que hacer
coincidir en la misma casa a dos de los personajes principales, se vale de este curioso personajillo que,
por otro lado, no hace más que organizar comidas y cenas, viajar de aquí para allá y hacer visitas
inesperadas a diestro y siniestro. Por supuesto, su función está reflejada en su propio carácter, pues
resulta ser un hombre frívolo, juerguista, simpático, extravertido y amistoso; es decir, un verdadero
relaciones públicas.
El cotilleo tampoco se les suele dar nada mal a algunos personajes secundarios. Para que no me
denuncien por difamación, lo podemos denominar la labor informativa. Cuando el escritor necesita
aportar determinados datos sobre los personajes principales o sobre sus distintos hilos de acción, y no
lo puede hacer desde la perspectiva de esos personajes, se vale a menudo de los secundarios. De paso,
estas redes informativas sirven para mostrar a los protagonistas desde fuera, para enfocarlos desde
distintos ángulos o puntos de vista.
Los personajes de La Regenta son unos verdaderos maestros en estas lides, y también de los más
hábilmente dibujados en la historia de la literatura, a mi modo de ver.
Obdulia Fandiño, uno de los principales personajes secundarios (valga la contradicción), reina
de la promiscuidad y de la hipocresía vetustenses, nos informa en este fragmento de cómo ve la
ciudad entera de Vetusta a la Regenta:

Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí [en el dormitorio
de la Regenta].
«—¡Qué mujer esta Anita!
»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla
para muchas damas vetustenses.» Pero añadía Obdulia:
«—Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre,
¿tiene un cachet? Ps..., qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al cabo.
¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y
qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de
un estudiante. Ni un objeto de arte. Ni un mal bibelot; nada de lo que piden el confort y el buen
gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y
la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera
contraria a las conveniencias.»
«—¡ Lástima —concluía Obdulia, sin sentir lástima— que un bijou tan precioso se guarde en
tan miserable joyero!»

Por último (y es que las funciones de este tipo de personajes son infinitas, pero no lo es el
espacio que les puedo dedicar), otra función de los personajes secundarios es dar una visión tipificada
del universo que rodea a los personajes principales. Como el modo de ver el mundo de estos últimos
suele salirse de la norma, el autor necesita reflejar cuál es esa norma. Y esto lo hará por medio de
alguno —o de varios— de los personajes secundarios. Es el caso, en Madame Bovary, de Homais, el
boticario de Yonville, que representa, con su petulancia provinciana, el contexto en que se tienen que
desenvolver Emma y Carlos Bovary, y ante el cual cada uno de ellos tendrá sus propias reacciones (de
sosegada aceptación, en el caso de Carlos; de rechazo, en el de Emma).
Por supuesto, cada uno de los personajes secundarios podrá cumplir varias tareas a lo largo de
la narración. Una vez que el escritor los tenga a todos desplegados, acudirá a uno u otro según los
necesite, siempre con cuidado de que su modo de ser se adapte como un guante a la misión
encomendada. Como ya he dicho, las diferentes utilidades que pueden tener este tipo de personajes
son incontables, tantas como necesidades le surjan al escritor: desde organizar un viaje hasta difamar
al protagonista, pasando por apoyos morales, peleas o asesinatos. En todo caso, no viene mal tenerlos
a mano en cualquier novela, ya que, aparte de los usos que se les puede dar, aportan colorido y
variedad a ese microcosmos que estamos alzando. Si juntáramos a todos los personajes secundarios de
la historia de la literatura tendríamos, sin ninguna duda, una pandilla de lo más curiosa, divertida y
amena. Aunque, ¿quién se atrevería a aguantarlos a todos juntos?

FIGURANTES O EXTRAS

Y, por último, tenemos a aquellos personajes, siempre necesarios en una novela, que aparecen en
ocasiones aisladas cumpliendo funciones muy específicas.
Una de ellas puede ser, sencillamente, la de hacer bulto. No es ninguna tontería, pues van a
contribuir a crear ese clima de multitud del que hablaba en el capítulo de la «Acción». En algunas
novelas (como en Guerra y paz o las obras de Balzac) se necesitan a cientos. En otras ocasiones serán
más escasos. De cualquier forma, siempre tendrá que haber algunos de ellos en los lugares que
frecuenten los personajes principales, para dar ambiente.
Por lo demás, el autor acudirá a ellos de manera intuitiva para necesidades puntuales del guión,
como dar una opinión atinada o desatinada sobre algún incidente, abrir y cerrar puertas, limpiar la
casa, tirar el café sobre el traje recién estrenado del protagonista, etc.
Dada su escasa relevancia en la historia, conviene retratarlos rápidamente, sin detenerse en
detalles, para que el lector no tenga que fijar su atención en ellos demasiado tiempo y, sobre todo, para
que no crea que van a tener importancia más adelante. A muchos escritores de novela, que en general
tienen poca práctica en lo que a la síntesis se refiere, no les vendría mal para captar la funcionalidad
de los figurantes leer a los buenos cuentistas, quienes, más ejercitados en el arte de la contención,
saben crear con palabras contadas la ilusión de que alguien (y no algo) cruza la calle o se enciende un
cigarrillo. Veamos un ejemplo de un relato de Medardo Fraile, «Descubridor de nada», en el que
aparece un figurante con perro que, en esta ocasión, va a servir de apoyo para una reflexión de Don
Rosendo, el protagonista:

Junto al río, cerca del puente, un hombre justificaba su ocio con un perro. Le tiraba lejos algo
que el perro buscaba y volvía a traerle en la boca. Don Rosendo pensó que hay quien, además del
perro que lleva dentro, lleva otro fuera.

Aunque este tipo de personajes no tiene especial trascendencia en la historia, más vale —y esto
sirve para cada uno de los pasos que tiene que dar el autor de una novela— retratarlos bien que
retratarlos mal. Y retratarlos bien significa darles humanidad sin entrar en detalles superfluos.
Incluso con un poco de suerte (y bastante talento) se pueden hacer famosos, como cierto cochero
que, en Madame Bovary, lleva a Emma y a su amante León, dedicados a sus juegos amorosos dentro de
la cabina del coche, por las calles de Ruán.
Dejo la bajada del telón a este paciente y desconcertado cochero, que con seguridad se mantuvo
en la ignorancia de que iba a ser conocido en todo el planeta y citado en la mayoría de los libros de
crítica literaria:

—¿A dónde va el señor? -preguntó el cochero.


—¡A donde usted quiera! —dijo León metiendo a Emma en el coche.
Y la pesada máquina se puso en marcha.
Bajó por la rue Grand-Pont, atravesó la place des Arts, el quai Napoleón, el Pont Neufy se paró
en seco ante la estatua de Pierre Corneille.
—¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.
El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde el cruce La Fayette, entró a
galope en la estación del ferrocarril.
—¡No, siga derecho! —gritó la misma voz.
El coche salió de las verjas y en seguida, llegado al paseo, trotó despacio entre los grandes
olmos. El cochero se secó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de cuero y llevó el coche
fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.
[...]
—¡He dicho que siga! —exclamó la voz más furiosamente.
[...]
Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deambuló. Se le vio en Saint-Pol, en
Lescure, en el monte Gargan, en Rouge-Mare y en la place du Gaillard-bois; rue Maladrerie, rue
Dinanderie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Marclou, Saint - Nicaise —delante de la
Aduana—, en la Basse-Vieille-Tour, en Trois-Pipes y en el cementerio monumental. De vez en cuando
el cochero, en su pescante, echaba miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de
locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces probaba, e inmediatamente
oía detrás de él unas exclamaciones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados en
sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada, desmoralizado
como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

4. NARRACIÓN

EL DISCURSO NARRATIVO

Dicen algunos críticos que el personaje es una acumulación de palabras, y no les falta razón.
Tampoco les sobra, creo yo, porque el personaje no se compone sólo de palabras, sino también de
imágenes, expectativas, formas de actuar, sentimientos, gestos...; incluso de omisiones. Decir que los
personajes son palabras una detrás de otra es como sentenciar que las personas somos células
amontonadas. Hombre, pues sí; pero... quizá tanto los personajes como las personas seamos algo más
que eso.
Ahora bien, igual que la biología ve al ser humano como un conjunto de células que a veces se
encabritan, una de las perspectivas para mirar al personaje que no podemos eludir es la forma o el
envase que le permite vivir, amar o irse de pesca. A este envase de la historia lo vamos a llamar
discurso narrativo, y está compuesto, efectivamente, de palabras ligadas unas con otras, como
hormiguitas en hilera. Y así como las hormigas forman una comunidad y tienen un mismo objetivo
(llegar al hormiguero o ir en busca de comida), nuestras palabras en ringlera conformarán una obra
portadora de significado.
El discurso va a ser al personaje lo que el cuerpo al espíritu. Si el discurso no goza de buena
salud el personaje se resentirá, y sI el personaje no cobra vida en la mente del autor las facciones del
discurso se embrutecerán.
Así pues, todo lo que hemos estado viendo hasta ahora sobre el personaje se integra, desde un
punto de vista formal, en el discurso narrativo, que es el texto concreto que corre ante los ojos del
lector, es decir, la forma en que nos llega una narración, una historia. El análisis del personaje como
parte del texto o discurso en el que se integra nos ayudará a descubrir varios de sus elementos
constitutivos.
Vamos a ver, antes que nada, algunas características del discurso narrativo, que ayudarán a
aclarar el concepto y que iremos desarrollando a lo largo del capítulo:

1. Una de ellas es la totalidad. Cada una de las palabras y las frases del discurso narrativo remite
al conjunto, y este sentido unitario lo va a tener presente el escritor a la hora de incluir o desechar una
expresión, un enunciado o un diálogo. En una novela las palabras, las frases, los párrafos o los
capítulos no se pueden entender de forma aislada, sino que aluden a otros anteriores y posteriores, y
esa red de conexiones es la que constituye la obra.
2. Otra característica del discurso narrativo es que ha de ser claro y comprensible, ya que va
dirigido a un lector. El lenguaje surgió ante la necesidad de comunicamos unos con otros y, que yo
sepa, nunca se ha utilizado para otra cosa. Esta función vehicular también quedará reflejada en el
discurso. A lo largo de estas páginas he mencionado casi tantas veces la palabra «lector» como la
palabra «escritor». Escribir es querer transmitir, y esa intención tiene que estar integrada de forma
implícita en el propio discurso.

3. Y el último factor del discurso narrativo que me interesa señalar aquí es su exposición en
forma de texto escrito. No es lo mismo contar una historia a un amigo o un cuento a un niño, que
escribirlo; ni siquiera es lo mismo escribir un relato para que sea emitido por radio, que escribirlo para
un lector. Componer una novela exige una elaboración del lenguaje muy distinta a la expresión oral.
Aunque se apoye en esta última, requiere una transformación específica en aras precisamente de la
naturalidad. Por eso, entre otras cosas, es necesario haber leído mucha literatura para escribirla: el
manejo del código escrito sólo se puede adquirir por medio de la asimilación. Igual que aprendemos a
hablar escuchando, aprendemos a escribir leyendo.

LA VOZ DEL NARRADOR

Esa especie de oralidad transformada o reelaborada que constituye el discurso narrativo nos va
a llegar por medio del narrador.
También al narrador lo he mencionado muchísimas veces en el camino que llevamos recorrido,
pues se trata del disfraz hecho de palabras que se pone el autor para escribir una historia de ficción.
Unas veces el escritor se disfraza más que otras; pero, en todo caso, no hay que confundir nunca a éste
con el narrador, como muy bien sabe todo aquel que practica la escritura creativa. La ficción es un
eterno carnaval en el que todo está permitido y, de la misma forma que es de mal gusto ir al carnaval
sin disfrazarse o no bailar al son de los pasacalles, también lo es identificar al escritor tras la máscara y
calificarlo de deslenguado o atrevido por su actuación desacostumbrada.
Estos reproches o insinuaciones que tan frecuentemente han tenido que sufrir —y siguen
sufriendo— todos los escritores del mundo se deben, en buena parte, a que muchas veces el narrador
no es exactamente un personaje (ni, por supuesto, una persona), sino una voz. Cuando alguien
escucha una voz tiende instintivamente a buscar su procedencia; y si no encuentra a nadie detrás de
ella, se la atribuye al primero que pilla —en este caso, al escritor—, igual que un niño se enfada con su
madre cuando a Caperucita se la come el lobo. Pero en el caso de las ficciones, a diferencia de los
artículos de opinión o los tratados científicos, la procedencia de la voz no tiene ninguna importancia.
Lo que importa de ella es lo que narra y cómo lo narra, y no quién la profiere.
Así pues, el narrador es alguien del que muchas veces sólo conocemos la voz. No sabemos cómo
va vestido ni qué hace en sus ratos de ocio, sino únicamente qué nos dice. Y hablo de voz (igual que
antes he hablado de discurso) porque el lenguaje escrito, como ya dije, tiene mucho de oralidad
transformada. Todavía, después de tantísimos siglos, la literatura conserva rasgos de su origen
hablado, de las historias contadas alrededor de una hoguera o en la plaza del pueblo, y también del
teatro. Así que al lector, cuando lee una novela, le parece estar escuchando un rumor muy
característico que le va contando al oído sucesos fascinantes, y a través del cual tiene acceso, con
ayuda de su imaginación, al mundo ficticio.
Para que esto ocurra, la voz del narrador ha de pasar inadvertida en lo posible (sobre todo
cuando lo que se escribe es una novela), porque si continuamente llama la atención sobre sí misma, el
lector se distraerá de la historia que le están contando y fijará su atención en las modulaciones atípicas
de la voz, perdiendo el hilo de la narración propiamente dicha. No hay que olvidar que el objetivo del
escritor, y por tanto del narrador, es que la historia y los personajes cobren vida en la imaginación del
que lee, y eso es imposible si el narrador está gritando «¡Aquí estoy yo!», en una exhibición continua
de sus cuerdas vocales. De igual modo, tampoco es conveniente usar una voz monocorde y soporífera
que, aunque no se señale a sí misma, tampoco apunte a los hechos que está narrando ni se implique en
ellos. En definitiva, para que la voz del narrador pase inadvertida sin resultar tediosa se tiene que dar
una especie de simbiosis entre ésta y los hechos narrados, de modo que acoplada la una a los otros,
formen una misma cosa.
Es importantísimo, pues, modular bien la voz del narrador y aprovechar todos los recursos que
nos ofrece. Esa modulación va a depender de muchas cosas, como cuál es la historia que se está
contando, si el narrador es a la vez uno de los personajes de la historia o alguien ajeno a ella, el bagaje
cultural del autor, etc.; así que tendríamos tantos tipos de voces y combinaciones posibles de sus
características como historias en el mundo.
Hablar de voz y de discurso para designar el texto y la forma en que éste se desarrolla nos va a
servir para aproximamos a nuestro objetivo, a saber, los personajes. De forma que, siguiendo con la
metáfora clarificadora, voy a mostrar tres de los recursos de que dispone la voz del narrador y que,
usados en su justa medida, pueden darle una modulación adecuada: el tono, el volumen y la
expresividad.

TONO

Igual que en la vida diaria el tono que utiliza una persona para hablar a su interlocutor da un
significado u otro a lo que dice, también el tono del narrador aportará parte del sentido a la historia.
El tono puede ser más grave o más agudo. Cuanto más grave sea, tanto más serio y profundo
sonará lo narrado, mientras que la subida de los agudos imprimirá notas ascendentes de desenfado al
texto.
Dependiendo del suceso concreto que se esté contando, el tono puede variar dentro de una
misma novela: no es lo mismo narrar un suicidio que una charla distendida entre amigos. Sin
embargo, hay que tener cuidado con estas variaciones, ya que si son muy exageradas o repentinas,
dará la impresión de que la voz del narrador ha cambiado, y que es otra persona —otra voz—, de
pronto, la que nos habla.
El tono del narrador influirá tanto en la percepción de la historia como en la de los personajes, y
a la vez se verá influido por ellos. Para ejemplificarlo, vamos a detenemos en nuestras tres obras
modelo.
Si dividimos los tipos de tono de mayor a menor gravedad en bajo, barítono, tenor, contralto y
tiple, el narrador de Ana Karenina usaría por lo general una voz de barítono que le da un tinte trágico a
la narración. Veamos un fragmento:

Una nueva vida comenzó desde entonces para Alexey Alexandrovich y para su esposa. No
había ocurrido nada extraordinario. Como siempre, Ana frecuentaba el gran mundo, visitando muy
a menudo a la condesa Betsy y encontrándose con Vronsky por doquier. Alexey Alexandrovich
estaba al tanto, pero era incapaz de hacer nada. A todos sus intentos de suscitar una explicación,
Ana oponía una muralla infranqueable, constituida por su alegre perplejidad. Aparentemente todo
seguía lo mismo, pero sus relaciones íntimas experimentaron un cambio radical. Alexey
Alexandrovich, hombre tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso.
Como un buey, agachó sumiso la cabeza, esperando el golpe del hacha, que presentía suspendida
por encima de él. Cada vez que empezaba a pensar en ello, se proponía hacer otro intento, pues
creía que por medio de la bondad, la dulzura y la persuasión había aún esperanzas de salvarla, de
obligarla a volver a la realidad. Pero cada vez que entablaba conversación con Ana, se convencía de
que el espíritu del mal y del engaño se había apoderado de ella, invadiéndolo a él también [...]

He escogido deliberadamente un fragmento en el que lo que se dice no es especialmente terrible.


De hecho, Ana todavía no ha engañado a su marido (aunque está a punto de hacerlo). Sin embargo, el
tono del discurso es tan grave que el lector se estremece al leerlo. El narrador podría adoptar un tono
burlón para describir al marido cornudo, pero no lo hace. A Tolstoi su historia le parece muy seria
corno para tomársela a guasa.
Para dar el tono a la narración, el autor no tiene otro medio que las palabras, y ellas son las que
en este fragmento nos lo transmiten. Palabras rotundas e inevitables (blanco o negro; bueno o malo;
todo o nada) que resuenan en nuestros oídos con su aire marcial: muralla infranqueable, cambio radical,
impotente, buey sumiso, el golpe del hacha [aquí retumba un baquetazo de tambor], el espíritu del mal y del
engaño...
Siendo el de barítono el tono general de la obra, se permite Tolstoi cambiarlo, aumentando la
gravedad hasta resonancias de bajo en las escenas más dramáticas y disminuyéndola en otras
ocasiones hasta frecuencias de tenor, como cuando se acerca a personajes como Oblonsky, con quien
se permite notas algo más agudas, e incluso algún que otro redoble irónico.
El narrador de Madame Bovary utiliza un tono bastante menos grave que el de Ana Karenina.
Podríamos decir, para seguir con la metáfora, que adopta voz de tenor, un término medio que es el
que más se ajusta al propósito de Flaubert: pasar inadvertido. Ni siquiera al final, al contar el suicidio
de Emma, se le ocurre bajar el tono; y el contraste entre los hechos que se narran y el tono ligeramente
desenfadado tiñen la escena de amargura irónica.
Veamos un fragmento de la novela, en el que se muestra a Emma tras el encuentro con su
primer amante:

Se repetía: «¡Tengo un amante! ¡Un amante!», deleitándose en esta idea como en la de otra
pubertad renacida. Por fin iba a poseer esos goces del amor, esa fiebre de la felicidad que había
desesperado de encontrar. Entraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio;
una inmensidad azulada la rodeaba, las cimas del sentimiento centelleaban bajo su pensamiento, la
existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy allá, en la sombra, entre los intervalos de
aquellas alturas.

En este pasaje, en el que la voz del narrador se entremezcla con la de la protagonista con el
objeto de ridiculizarla, podemos observar el tono que en general se utiliza a lo largo de toda la novela.
Un tono bañado en una ironía sutil que queda reflejada aquí en esa enumeración de cursilerías de
Emma y acentuada por los demostrativos, que distancian al narrador del personaje: esos goces del
amor, esa fiebre de felicidad, aquellas alturas...
Por último, el narrador de La Regenta asume —y arriesga— la voz más aguda de todas; utiliza un
tono de contralto que, en ocasiones, raya en una estridencia atiplada que da a muchas escenas
semblanza de farsa. Sin desprenderse nunca de esa mordacidad incisiva, la voz del narrador se
suaviza a ratos, como cuando se acerca a Anita, gracias a lo cual podemos tomamos en serio la novela.
El tono que utiliza Clarín es muy osado, pues su agudeza hace que el lector tienda a fijarse
muchas veces más en la voz y las palabras aisladas del narrador que en la historia que cuenta. Hay
que tener cuidado, pues, con la subida de los agudos.
Pongo un ejemplo de cómo el narrador ridiculiza con su voz algo estridente a los personajes:

Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con su vello negro algo
rizado y el nacimiento provocador del moño que subía por la nuca arriba con graciosa tensión y
convergencia del cabello. Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un
poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana; más abajo adivinaba
su pie, lo tocaba a veces un instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase
simbólica en el pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y
eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto!
Y como él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el
espiritual, el místico..., ¡ quién diablos iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre...! ¡Se
había puesto aquello en una tesitura endemoniada!» Y lo peor era que no había probabilidades de
hacer entrar, en mucho tiempo, a la Regenta por el aro; ¿quien iba a decirle: «Bájese usted, amiga
mía, que todo esto es volar por los espacios imaginarios»?

En las expresiones que he destacado se puede apreciar el tono lleno de agudos del narrador, así
como en la cantidad de comillas, cursivas, interrogaciones o preguntas retóricas, que inundan toda la
novela de sarcasmo y causticidad. En virtud de ello, la mayoría de los personajes (exceptuando a Ana
Ozores y a Fermín de Pas, tratados con mayor gravedad) adquieren para el lector la apariencia de
fantoches.

VOLUMEN

Regular el volumen de la voz del narrador es otra cuestión importante. En principio, a nadie le
gusta que le griten. Valga como norma, pues, que la voz del narrador debe permanecer en un
volumen medio: ni muy alta, ni muy baja. Sin embargo, como todos los recursos que estamos viendo,
su modulación aportará a la historia matices significativos, con lo cual el narrador podrá alzar o bajar
la voz cuando la historia lo justifique. Pero sólo en esas ocasiones.
Pongo un ejemplo de voz injustificadamente chillona:

Así yo veía en aquellos días como motivo absoluto de una estrofa las adelfas cargadas de
suicidios en los parques abochornados por la sombra soberbia de los rascacielos, la venustidad
extravagantemente erótica de los escaparates, las barandillas de oxidado metal renegrecido de las
escaleras de emergencia de aquellos viejos edificios del Bronx. (¡Qué bella decadencia en sus
paredes delineadas como murales vivientes por las manchas de humedad y por los fanáticos
grafitis!).

Como se puede ver, no sólo con exclamaciones se puede alzar la voz, sino también por medio de
la combinación de sustantivos y adjetivos. En este caso, lo que se nos está contando no merece gritos,
así que se le agradecería al narrador que bajara el volumen.
Por otra parte, si el volumen permanece muy alto a lo largo de todo el discurso, el narrador no
podrá subirlo cuando realmente se necesite, es decir, en las escenas de verdadera relevancia que
requieran un grito de aviso al lector («¡Cuidado! El perro está suelto»).
Asimismo, el narrador puede bajar el volumen en aquellas partes —siempre necesarias en una
novela— de puro trámite que no precisen una atención especial del lector; por ejemplo, mientras el
protagonista baja las escaleras, sale a la calle y toma un taxi para dirigirse a una comida a la que está
invitado, y en la que sí sucederán cosas dignas de una subida del volumen.
Veamos ahora un ejemplo susurrado en voz baja al que no le vendría mal un volumen más alto:

Pascual dio unos cuantos pasos y se asomó con timidez al interior del local. Le impresionó,
por supuesto, la cantidad de clientes que hacían cola para ser atendidos, pero hubo otra cosa que
aún le impresionó más: la luminosidad. Aquella luz blanca y limpia que parecía querer llegar a
todos los rincones y casi hacía daño a la vista. Nada que ver con El Palacio del Estilo. Éste, si se
quiere, era más sombrío, pero también más íntimo y acogedor, sin ese ambiente como de
ambulatorio.

Aquí, para acentuar la impresión que le produce al protagonista la visión del local (que, por
cierto, va a tener una importancia decisiva a lo largo del relato), no vendría mal que el narrador
elevara algo más el tono de voz, para que el párrafo no pase tan inadvertido (y es que casi no se oye).
Algo así como «iVaya luz! Aquello parecía un ambulatorio. Y la cantidad de clientes que hacían cola
frente al mostrador...»
Muestro a continuación un fragmento de Memorias del subsuelo, de F. Dostoievsky, en el que la
elevación gradual de la voz del narrador está perfectamente regulada y justificada por un personaje
que sólo desea hacerse escuchar:

No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso, ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un


insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la estúpida, inútil excusa de que
un hombre inteligente no puede convertirse en nada, de que sólo un tonto puede hacer consigo lo
que quiera. Es verdad que un hombre inteligente del siglo XIX tiene que ser una criatura
invertebrada, en tanto que un hombre de carácter, el hombre de acción, es, en la mayoría de los
casos, una persona de inteligencia limitada. Esta es mi convicción a los cuarenta años de edad.
Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años es toda una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es indecente,
vulgar e inmoral vivir más allá de los cuarenta! ¿Quién lo logra? Contéstenme con sinceridad. O
déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles. Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos
venerables patriarcas, de todos esos respetables hombres canosos, para que lo escuche todo el
mundo. Y tengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta los sesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a
los ochenta...! Esperen, déjenme recobrar el aliento...

EXPRESIVIDAD

Otro recurso que va a permitir ajustar la voz del narrador va a ser la expresividad, que implicará
la proximidad afectiva y el grado de adecuación del narrador con respecto a los personajes. En este
sentido, la voz del narrador podrá ser cálida o fría, anhelante, acariciadora, tierna, distante,
amenazadora o permisiva, despreciativa...
Igual que ocurre con el tono o el volumen, la expresividad de la voz del narrador va a aportar,
combinada con el contenido de la historia, diversos visos de sentido a los personajes y, por tanto,
influirá en la aproximación del lector hacia ellos. La policromía y la rica plasticidad que adquiere un
texto por medio de este recurso bien utilizado es algo que muchos novelistas, encerrados en una
neutralidad expresiva carente de matices, deberían tener en cuenta.
Hay que recordar que el narrador, aun cuando no tenga cuerpo, no deja de comportarse como
una persona, y no como un ente por encima del bien y del mal. Ahora bien: ese comportamiento
humano es mejor que no lo exprese por medio de opiniones o juicios de valor, los cuales no harían
más que molestar al lector y apartarlo de la historia. Se ha de valer de la expresividad de su voz, pues
para eso le hemos dado la palabra. Así que, si el autor desea mostrar la maldad de un personaje,
tendrá que conjugar las pérfidas acciones de éste con una voz detractora por parte del narrador; con
ello hará fruncir el ceño al lector sin necesidad de ninguna explicación adicional. Si, por el contrario, el
escritor quiere señalar las virtudes de su protagonista, utilizará un lenguaje aterciopelado que acaricie
nuestros oídos. De esta forma el autor podrá llevar a cabo sus propósitos sin hacerlos patentes.
He puesto dos ejemplos, pero las combinaciones son casi infinitas. Vamos a ver un fragmento de
El gatopardo, novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa en la que la voz del narrador, de lo más
peculiar y riquísima en matices, nos acerca a un protagonista que no es precisamente un dechado de
virtudes. Pero lo hace con una expresividad tan tierna, condescendiente y dicharachera, que le
acabamos perdonando al príncipe Fabrizio todas sus fechorías.

Se ensombreció tanto que la princesa, sentada junto a él, tendió la mano infantil y acarició la
poderosa manaza que descansaba sobre la servilleta. Ademán inesperado que desencadenó una
serie de sensaciones: irritación por ser compadecido, sensualidad despierta, pero no dirigida sobre
quien la había provocado. Como un relámpago surgió para el príncipe la imagen de Mariannina
con la cabeza hundida en la almohada. Alzó secamente la voz:
—Domenico —dijo a un criado—, di a don Antonio que enganche los bayos al coupé. Iré a
Palermo después de cenar.
Al mirar a los ojos de su mujer, que se habían vuelto vítreos, se arrepintió de haber dado esta
orden; pero como no había ni que pensar en retroceder ante una disposición ya dada, uniendo la
befa. a la crueldad, dijo:
—Padre Pirrone, usted irá conmigo. Estaremos de vuelta a las once. Podrá pasar dos horas en
el convento con sus amigos.
Ir a Palermo por la noche, y en aquellos tiempos de desórdenes, parecía manifiestamente sin
objeto, a excepción de que se tratase de una aventura de baja calidad, y tomar además como
compañero al eclesiástico de la casa era una ofensiva demostración de poder. Por lo menos esto fue
lo que pensó el padre Pirrone, y se ofendió. Pero, naturalmente, cedió.
Apenas se hubo engullido el último níspero, oyóse ya bajo el zaguán el rodar del coche.
Mientras en la sala un criado entregaba la chistera al príncipe y el tricornio al jesuita, la princesa,
ahora con lágrimas en los ojos, hizo una última tentativa, aunque en vano:
—Pero Fabrizio, con estos tiempos..., con las calles llenas de soldados, llenas de
malandrines... Puede ocurrir una desgracia.
Él sonrió, burlón.
—Tonterías, Stella, tonterías. ¿Qué quieres que suceda? Todos me conocen. Hombres de mi
estatura hay pocos en Palermo. Adiós.
Y besó apresuradamente la frente todavía tersa que estaba al nivel de su barbilla. Pero, sea
que el olor de la piel de la princesa le hubiese evocado tiernos recuerdos, sea porque tras él el paso
penitencial del padre Pirrone hubiera evocado piadosas admoniciones, cuando llegó ante el coupé
se encontró de nuevo a punto de volverse atrás. En aquel momento, mientras abría la boca para dar
la orden de que llevasen el coche a la cuadra, un violento grito: «¡Fabrizio, Fabrizio!», llegó a través
de la ventana abierta arriba, seguido de agudísimos chillidos. La princesa tenía una de sus crisis
histéricas.
—Adelante -—dijo al cochero que estaba en el pescante con la fusta en diagonal sobre el
vientre.
Después de la cerdada (con perdón) que el príncipe Fabrizio ha hecho a su mujer, qué menos
que desearle la muerte. Sin embargo, la voz condescendiente y cargada de humor eufemístico que nos
cuenta la escena, sujeta la mano del lector (ya con el dedo puesto en el gatillo), le quita hierro al asunto
y nos hace pensar que, en el fondo, Fabrizio no es más que un pobre hombre. Lo perdonamos por esta
vez. «Pero que sea la última», dice el lector, algo desconfiado. Sin embargo, tendrá que perdonarle
cien bellaquerías más; y lo hará con gusto, debido al increíble poder de persuasión de la voz del
narrador.
Por poner otro ejemplo, voy a detenerme en Madame Bovary. De esta novela se ha dicho que
tiene mucho de lírica; y a Flaubert, estilista puntilloso, se le ha llamado poeta en repetidas ocasiones.
Por supuesto, Madame Bovary no es poesía, pues se utilizan a todo gas los recursos de la narratividad a
lo largo de la novela. No obstante, sí se puede decir que en muchas ocasiones el discurso se acerca a la
prosa lírica. Hay que observar, sin embargo, que ese lirismo sirve para implicar al lector en la
narración, y nunca para alejarlo de ella. Esto se debe a la eficacia implacable de Flaubert en el nivel
expresivo. .
Así pues, la novela se acerca a la poesía por la carga de expresividad que contiene, pero se
diferencia de ella en el uso que se da a esa riqueza expresiva.
Si Flaubert fue el descubridor del estilo indirecto libre que por primera vez en la historia de la
literatura se usa en Madame Bovary, se debió sin duda a que andaba buscando una vía para dar rienda
suelta a la expresividad de sus personajes. De paso, hizo un favor impagable a todos los novelistas
que vendrían después.
El estilo indirecto libre, esa mezcla de las voces de narrador y personaje en la que apenas se
distingue qué palabras vienen de uno y cuáles de otro, no es sino una forma de acercar afectivamente
la narración al lector. La voz del narrador impone el principio de autoridad, todo lo que de objetivo
presuponemos en ella; por su parte, el personaje da los toques subjetivos, empáticos y emocionales.
Así, en una integración sin fisuras, la narración correrá ante los ojos del lector como un río vivo
y a la vez inapelable de sentimientos.
Veamos uno de los muchos fragmentos de Madame Bovary en que, mediante el recurso del estilo
indirecto libre, resulta imposible distinguir la voz de Emma de la de ese narrador camuflado, pues
ambas se apoyan mutuamente y se nutren la una de la otra:

Un día que se separaron temprano y ella volvía sola por el bulevar, reparó en los muros de su
convento; entonces se sentó en un banco, a la sombra de los olmos. ¡Qué calma en aquel tiempo!
¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que, por los libros, intentaba imaginarse!
Los primeros meses de su casamiento, los paseos a caballo por el bosque, el vizconde que
bailaba, y Lagardy cantando: todo desfiló ante sus ojos... Y, de pronto, León le pareció perdido en la
misma lejanía que los demás.
«Y, sin embargo, le amo», pensaba.
De todos modos no era feliz, no lo había sido nunca. ¿Por qué aquella insuficiencia de la vida,
aquella corrupción instantánea de las cosas en que ella se apoyaba?... Pero, si había en alguna parte
un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, plena a la vez de exaltación y de refinamiento, un
corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira de cuerdas de bronce que tocara hacia el cielo
epitalamios elegíacos, ¿por qué no había ella, por azar, de encontrarlo? ¡Oh, qué imposibilidad! Y
nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo mentira! Cada sonrisa disimulaba un bostezo de
aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad, y los mejores besos no dejaban en
los labios más que un irrealizable anhelo de una voluptuosidad más alta.
¿Quién puede saber, en este pasaje, qué parte pertenece a Emma y cuál al narrador? Ambos
están fundidos en una sola voz, mucho más expresiva de lo que hubiera sido la de cada uno de ellos
por separado.

Tono, volumen y expresividad: tres herramientas muy útiles para modular la voz del narrador,
cuyo dominio llevará a una perfecta adaptación del discurso a su contenido.

LA MIRADA DEL NARRADOR: FOCALIZACIÓN

Hemos hablado de la voz del narrador, sin la cual no tendríamos discurso narrativo ni, por
tanto, historia. Pero para que se puedan relatar unos hechos, alguien tiene que haberlos visto o
participado en ellos.
La imaginación del escritor será la primera que observará los hechos, por supuesto. Pero a la
hora de trasladar al discurso el producto de su mirada podrá adoptar diferentes posiciones, y ha de
elegir la perspectiva que de forma más verosímil refleje esos hechos.
Así que el narrador va a tener ojos además de voz, y todo lo que ocurra en su campo de visión se
transformará en discurso narrativo. El campo visual del narrador hará las funciones, pues, de
escenario para nuestro mundo ficcional.
La focalización o el punto de vista del narrador va a ser decisivo para el desarrollo de los
personajes, y es algo que el autor tendrá que plantearse, generalmente, antes de empezar la novela.
Por lo que a los personajes respecta, hay varias formas de enfocarlos por parte del narrador.

1. Una es desde dentro del mismísimo protagonista. Podría decirse que, en estos casos, el
protagonista es el narrador. Pero aquí se produce una curiosa paradoja: la principal característica de
la voz del narrador es que tiene que pasar inadvertida para no distraer al lector de la historia; por su
parte, el protagonista atrae todas las miradas sobre su persona y no tiene que pasar inadvertido en
absoluto. ¿Cómo conjugar ambas cosas?
Pues bien: se ha de producir un desdoblamiento algo esquizoide en el protagonista, de forma
que solicitará la atención del lector sobre su actuación estelar, pero no sobre su voz (excepto cuando
ésta se dé en forma de diálogo). Esto no quiere decir que la voz del narrador haya de ser neutra. Como
ya hemos visto en los apartados anteriores, puede modularse con incontables matices, y emitirá
señales evidentes de su pertenencia al protagonista. Pero no puede señalarse a sí misma, por mucho
que sea el protagonista de la historia quien la profiere.
Veamos un ejemplo, extraído de Lolita, novela de Vladimir Nabokov en la que coinciden
narrador y protagonista:

Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi lado, en mi
banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de mí, un guijarro perdido),
me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente,
en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en tomo a mí para siempre. ¡ Y que nunca crezcan!
A propósito: me he preguntado a menudo qué ocurre después con esas nínfulas. En este
mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ser que el oculto latido
que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero, ¿eso
no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo
su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos
frágiles, una vez crecidas.
Recuerdo que caminaba un día por la calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de
la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus
altos tacones. Nos volvimos para miramos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué.

En este fragmento se puede observar el desdoblamiento que sufre el narrador-protagonista. En


la primera parte del discurso las voces de narrador y protagonista convergen de manera muy similar
al estilo indirecto libre, que aquí se convertiría en estilo directo por la coincidencia de la persona
gramatical (yo). Como personaje, está reflejando sus pensamientos; como narrador, está utilizando la
expresividad y camuflándose camaleónicamente tras la voz del personaje.
En el último párrafo, sin embargo, ocurre al contrario. Es la voz del personaje la que se oculta
tras la del narrador. Como personaje, está desarrollando la acción; como narrador está refiriendo, en
un tono y volumen medios, dichas acciones.
Esta convergencia de funciones hace de los narradores-protagonistas unos seres muy especiales,
pues la impresión que le causarán al lector es la de ausencia de intermediarios. Asimismo, al coincidir
el punto de vista del narrador con el del personaje, la exposición de los hechos estará teñida de
subjetividad. El lector sólo verá lo que el protagonista ve, y sólo a través de él conocerá el universo
novelesco y al resto de los personajes.
Así que el artista elegirá esta perspectiva cuando la historia que quiere contar requiera un filtro
fijo (que será el modo de ver las cosas del protagonista) entre el lector y los hechos narrados. Hay que
tener en cuenta, pues, que este tipo de narrador no sirve para reflejar distintas maneras de ver el
mundo, sino una sola, y el resto de los personajes principales perdería su funcionalidad en este
sentido. De la misma forma, tampoco podría el autor acudir a los personajes secundarios con tanta
facilidad como con otro tipo de narradores para que ayuden al protagonista; éste se tendrá que valer
por sí mismo a lo largo del desarrollo de la acción.
Por eso a nuestras tres novelas (Madame Bovary, La Regenta y Ana Karenina) no les vendría bien
un narrador-protagonista. Si en Ana Karenina, por ejemplo, fuera Ana quien nos contara la historia,
Vronsky o Alexey Karenin no podrían dar su versión de los hechos. Por otro lado, se perderían los
hilos de acción secundarios, y con ello el interesante paralelismo que establece Tolstoi entre la pareja
Levin-Kitty y la de Vronsky-Ana. A Oblonsky, por su parte, le resultaría difícil realizar su tarea de
relaciones públicas sin que se hiciera demasiado notorio. Y, por último, la novela carecería de la
objetividad que le aporta el narrador omnisciente, con lo que nos tendríamos que confiar únicamente
en la palabra de Ana.
Por otra parte, es fácil caer en el error, al optar por un narrador-protagonista, de utilizarlo para
dar rienda suelta a nuestra propia visión del mundo, en una identificación autor-narrador-
protagonista, lo cual suele traer como consecuencia que el autor olvida la verdadera función del
personaje (desarrollar unas acciones que conformen una historia) y, lo que es peor, elude el
desdoblamiento entre narrador y protagonista. Si el personaje no cumple bien sus funciones como
narrador, el discurso se convertirá en la sucesión de los pensamientos y reflexiones del protagonista (o
del autor), llenándose la historia de abstracciones y resultando el texto, finalmente, una especie de
diario o un ensayo sobre el modo de ver las cosas del escritor.
Pongo un ejemplo de este tipo dé discurso, en el que se cae en la tentación de unas reflexiones
que poco tienen que ver con la historia. Sin que dejen de tener su interés, no es una novela el mejor
lugar para ellas, pues desvían la atención del lector y le acaban cargando.
Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya
eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce años. Tu
primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los
chicos en la parada del autobús.
No corres los cien metros. No escuchas heavy metal Ya eres una cretina.
¿Qué aprendí en la facultad? ¿Qué escribía en mis trabajos? El concepto de género está
sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No asociada a factores biológicos.
Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de comportamiento irreversibles. Nos
comportamos como tales por educación. Los roles sexuales se aprenden en función de los hábitos
culturales. No son innatos. Las mujeres no son hembras porque lleven tacones. Los hombres no son
machos por llevar corbata.

2. Otro lugar en el que se puede situar el narrador para contar la historia es dentro de la piel de
un personaje secundario. Se trataría entonces de un narrador-testigo.
El desdoblamiento entre narrador y personaje sería similar al que hemos visto entre narrador y
protagonista, y también la ausencia de intermediarios en la narración de las acciones. Este tipo de
narradores tiene además la ventaja de que, al ser más manejable el personaje, el narrador podrá
ampliar su campo de visión sobre los hechos.
Se suele utilizar un narrador-testigo cuando se quiere centrar el interés del lector en la sucesión
de las acciones, y no tanto en los distintos modos de ver el mundo de los personajes. El narrador, al ser
uno de los personajes, no se podrá introducir en la mente del protagonista ni en la de los personajes
principales. Actuará, pues, de mero transmisor de los hechos.
Uno de los narradores-testigos más famosos de la historia de la literatura es Watson, el
compañero de aventuras de Sherlock Holmes. Conan Doyle lo utiliza para acercar la acción al lector
(librándole así de mediadores) sin tener que teñirla de la subjetividad que le hubiera aportado
Sherlock Holmes, de haber sido él el narrador. Por otro lado, Watson, como personaje secundario que
es, se mueve con rapidez por el mundo novelesco, y su mirada abarca más de lo que hubiera abarcado
la de alguien más complejo.

Por último, vamos a ver ese tipo de narradores cuyo punto de vista se sitúa fuera de los
personajes. Se podría distinguir entre los que tienen acceso a la mente de los personajes y los que sólo
pueden registrar sus acciones, gestos y diálogos, como si de una cámara de cine se tratara.

3. El primer caso es el del narrador omnisciente. Por medio de él sabremos lo que piensan los
personajes y por qué actúan como lo hacen. Asimismo, su omnisciencia le dará la posibilidad de
trasladarse de uno a otro hilo de acción sin problemas, de enfocar a un lado o a otro según la
conveniencia de la historia.
Es el caso de Madame Bovary, La Regenta y Ana Karenina. En las tres novelas el narrador tiene
acceso a los pensamientos y sentimientos de las protagonistas, y se pasea
Una. de las contrapartidas de la. omnisciencia es la Inverosimilitud. El hecho de que quien nos
narra la historia sea una especie de Dios ubicuo con las llaves de todos los lugares y de las mentes de
todos los personajes, puede dar al lector cierta sensación de irrealidad a poco que el autor se descuide.
Para que esto no ocurra, tiene que estar muy bien regulado el índice de aproximación del narrador
hacia los personajes: sólo se reflejarán sus pensamientos cuando sea absolutamente necesario para la
historia; en las demás ocasiones, se los enfocará desde fuera, quedando la historia expuesta por medio
de sus gestos y acciones. El narrador no debe abusar de su omnisciencia, porque se le puede acusar
entonces de entrometido. También se tiene que cuidar, por otro lado, de hacer juicios de valor sobre
los personajes, pues daría otra razón al lector para descreer la narración.
El narrador omnisciente se suele usar cuando la historia es demasiado compleja para
circunscribirla a una sola perspectiva, y cuando además tienen importancia en ella los diferentes
modos de ver el mundo de los personajes. Si son varios los hilos de acción que se desarrollan, y por
tanto hay varios personajes principales, posiblemente sea necesario un narrador omnisciente que salte
de un hilo de acción a otro.
Un tipo de narrador omnisciente muy utilizado en la actualidad es el que sólo tiene acceso a las
acciones y a la mente del protagonista. Se acercaría en cierto modo al narrador-protagonista, sólo que,
en lugar de fundirse con el personaje, permanecería en el exterior, por lo que la narración estaría en
tercera persona. En este tipo de narrador se unirían las ventajas de una relativa omnisciencia —y, por
tanto, objetividad— con las de un acercamiento del protagonista al lector (casi como si no hubiera
intermediarios).

4. Por último, tendríamos la perspectiva del narrador cuasi-omnisciente, que sería aquél que
tiene libertad de movimiento en cuanto al campo de visión se refiere, pero no puede introducirse en la
mente de los personajes. Así, éstos quedan reflejados por medio de sus acciones y diálogos, pero no
por sus pensamientos.
Este es el narrador que utilizan muchas de las novelas de la corriente nouveau roman, como por
ejemplo El amante, de Marguerite Duras, novela en la que se alterna el narrador-protagonista con uno
cuasi-omnisciente, que nos distancia del personaje y se limita a observarlo desde fuera. Se caracteriza
por adoptar una perspectiva cinematográfica con respecto a la historia y a los personajes y, como
consecuencia, por un alejamiento entre éstos y el lector, el cual tendrá que deducir la trama y los
caracteres por una serie de gestos y modos de actuar; por unos indicadores visuales, y no psicológicos.

Todas las perspectivas que he mencionado serán otras tantas herramientas que, junto con los
recursos de la voz, ofrecerán al narrador posibilidades sin límite en cuanto al discurso se refiere. En
una misma novela se podrán utilizar varias de estas focalizaciones, siempre que estén justificadas por
la historia. No conviene cambiar de perspectiva en medio de una novela por capricho o experimento,
ya que la brusquedad de un viraje injustificado llevaría al lector a considerar inverosímil la historia
que le están contando.
Como se puede ver, tanto la modulación de la voz del narrador como el lugar desde el que
observe los hechos resultan fundamentales para aproximar de una forma u otra los personajes al
lector. Por eso insisto tanto en que el escritor ha de estar siempre pendiente de la historia que está
contando, y no de especulaciones ajenas a ella: cualquier desviación modificará las coordenadas que
hemos estado viendo y le hará caer en errores o incongruencias de difícil solución.

LA ENUNCIACIÓN

Y es que todo en la novela debe apuntar a una unidad de sentido, con independencia del
método que el escritor utilice para construirla y de la idea que tenga de ella antes de empezar la labor
creativa.
Si el autor supiera exactamente lo que va a salir de su creación, no tendría mucho sentido
escribir. Es el mismo proceso de la enunciación o exposición del discurso el que le irá indicando el
camino a seguir y le descubrirá facetas inesperadas de sí mismo dentro del mundo que está
construyendo.
Dado que la escritura creativa no es un simple trasvase al papel del mundo que el autor ha
forjado previamente en su mente, sino que ese mundo va existiendo a medida que se plasma en el
discurso narrativo, los cinco sentidos del artista tienen que estar puestos en ese proceso. En ningún
momento debe quedarse anclado en intenciones anteriores o en percepciones externas a la propia
narración, que es la que le irá diciendo cómo están las cosas en cada momento.
La vida de una persona se puede ver como un desarrollo de sucesivos momentos de realización,
a la vez que una esencia invariable —una especie de hilo conductor— prevalece a lo largo de ese
proceso. De la misma forma, el personaje, dentro del texto en el que se integra, resulta de una
progresiva acumulación de detalles, de momentos de elaboración, a la vez que una materia inalterable
le hace sostenerse en cada instante del proceso de la enunciación.
Así pues, el autor, para no desfasarse ni quedarse atrás, debe tener esa doble visión de sus
personajes: como criaturas en continuo desarrollo y a la vez permanentes.
Trasladando esta doble visión al discurso narrativo, podemos diferenciar dos niveles —
simultáneos— de integración del personaje en el texto: la elección y la composición.

ELECCIÓN

La elección que el autor hace de los elementos que irán conformando —por añadidura o
acumulación— a su personaje, correspondería a la visión dinámica del proceso de creación.
Para elegir unas u otras palabras, expresiones o acciones relativas al personaje, hay que tener en
cuenta todo lo que se ha dicho anteriormente de él, y también lo que se va a decir (aunque esto estará
menos claro), de forma que cada uno de esos elementos vendrá a reafirmar lo que ya se ha dicho, y al
mismo tiempo añadirá algo nuevo, que a su vez influirá en posteriores elecciones.
Un factor que va a venir determinado por la selección es el de la claridad del texto. Si se eligen
metáforas oscuras o expresiones desconectadas del resto de la historia, el discurso se hará
incomprensible para el lector.
Por otra parte, observar la historia que estamos contando como un proceso en evolución
continua nos servirá para no caer en contradicciones y para contribuir a esa totalidad de significado
que debe ser la novela.
Por ejemplo, si el autor decide que su protagonista va a vivir en un chaletito de La Moraleja, más
vale que no le haga calzar unas zapatillas de esparto, a no ser que se detenga a explicar cómo alguien
que vive ahí puede llevar semejante calzado. Si se empeña en ello y se detiene a explicarlo, ya tenemos
a un personaje poco convencional que, viviendo en La Moraleja, lleva zapatillas de esparto por
contravenir los hábitos sociales, con todas las consecuencias que eso puede traer en la historia que se
está contando. De esta forma, la elección de cada uno de los elementos afecta a todo el conjunto de la
obra, en un avance continuo hasta el desenlace.
Veamos un ejemplo de La Regenta, extraído de la secuencia en que Anita camina vestida de
nazarena en una procesión, haciendo penitencia por complacer a su dueño espiritual, Fermín de Pas:

Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen
enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su palidez
era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en los pies, que
pisaban las piedras y el lodo, un calor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica
morada; pero a veces se veían. Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo
y de toda el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución singular!; no
sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la vergüenza ya no había honor en su
casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sin vergüenza.»

En este fragmento cada uno de los elementos escogidos por el autor aporta algo en el proceso
dinámico de la conformación del personaje, y a la vez se apoya en elecciones anteriores o sirve de
apoyo a otras posteriores.
Clarín nos habla de la palidez de Ana comparándola a la de la madera pintada con una capa de
barniz, y con ello hace referencia a la virgen a la que precede. Los pies descalzos aluden a la desnudez
del alma; ya se nos ha hablado antes de esos pies «blanquísimos, desnudos, admirados y
compadecidos por multitud inmensa», reafirmándose aquí el símbolo de exhibicionismo. Luego se
habla de prostitución singular, de paseo a la vergüenza, de falta de honor en la casa de la Regenta; todo
esto hace referencia a la posterior caída de Ana en brazos de Álvaro Mesía, teniendo aquí el valor de
profecía o despeñamiento anticipado. Por último, cuando Anita se llama a sí misma literata, Jorge
Sandio, fatua..., Clarín está apuntando a adjetivos con que ha sido calificada la Regenta por la ciudad
entera de Vetusta anteriormente. De esta forma, mientras Ana Ozores camina en la procesión, y
gracias a la cuidadosa selección de los materiales por parte del autor, avanza también como personaje,
en el compacto entramado de relaciones que constituye la novela.
Pongo ahora un ejemplo de selección fallida de los elementos en cuanto a la evolución de los
personajes:

—La ciencia no es la ley suprema. Tiene que estar sometida a la moral. ¿Es que no lo
entiendes?
—Te equivocas —dijo VJ—, Al crearme, Víctor demostró que para él la ciencia está por
encima de la moral. De acuerdo con las normas morales convencionales, no tendría que haber hecho
el experimento FDN. Pero lo hizo. Es un héroe.
—Lo que hizo Víctor al crearte fue un acto de soberbia irresponsable. Víctor estaba tan
obsesionado por los medios y por el fin puntual, que no pensó en las consecuencias. La ciencia
liberada de la moral y de la conciencia de las consecuencias es una locura homicida.
VJ chasqueó la lengua con desdén y sus duros ojos azules se clavaron en Marsha.
—La moral no puede dominar a la ciencia porque es relativa, es decir, variable. La ciencia no
lo es. La moral corresponde a la sociedad humana, que varía en el curso de los años, de una
civilización a otra. Lo que es tabú para una es sagrado para otra.
Esos caprichos no tienen cabida aquí. Si hay algo inmutable en este mundo son las leyes de la
Naturaleza que rigen el universo actual. El juez supremo es la razón, no los caprichos de la moral.

Si tenemos en cuenta que este diálogo lo mantienen una madre y su hijo, se comprenderá que el
autor no está apuntando precisamente a sus personajes al atribuirles tales palabras. Lo que dicen no
tiene antecedentes ni consecuentes concretos en la historia, sino que son sentencias absolutas y
aisladas, tópicos que sólo pertenecen a quien los ha escrito. De esta forma los personajes, en lugar de
avanzar, se estancan; y en vez de integrarse en el texto, se quedan al margen.
Así pues, si el artista no está en todo momento pendiente de que su labor de selección vaya
encaminada al desarrollo y crecimiento continuos de sus personajes, éstos se descolgarán de la historia
y perderán sus papeles.
COMPOSICIÓN

El otro nivel en el que tiene que actuar el autor mientras transmite el discurso es el de la
composición. Los elementos que ha seleccionado los debe disponer de la forma idónea en orden a la
totalidad y permanencia del personaje en cada momento de elaboración.
Dentro del nivel compositivo, tendríamos dos modos de disponer el discurso: el discurso directo
(o diálogos) y el discurso indirecto.
Si se elige la disposición de discurso indirecto para determinados elementos en un momento
dado, se podrá hacer por medio de la narración o de la descripción. Asimismo, la narración podría venir
dada en forma de digresión, resumen, escena o elipsis. A su vez, una descripción puede ser meramente
ornamental, o significativa (es decir, que contribuye al avance de la narración).
No es mi intención detenerme a analizar cada forma en que se pueden disponer los elementos
seleccionados por el autor, sino sólo señalar la importancia que tiene la composición en la elaboración
del personaje.
El autor ha de elegir en cada momento la forma adecuada para que el personaje aparezca ante el
lector como un ser completo. Si nos decidimos a incluir detalles de la infancia del protagonista, lo
podemos hacer por medio de un resumen (que abarcaría más pero sería menos detallado y visual) o
incluyendo una escena en que su padre le pegaba con una vara. Y de esos dos órdenes compositivos,
el escritor se ha de decidir por el que, dentro de la historia, describa mejor la esencia del personaje.
Pongo un ejemplo en el que Herman Melville, en su relato «Bartleby el escribiente», nos
transmite con toda la fuerza posible los elementos que ha elegido para uno de sus personajes:

[...] en 10 referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en
otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde
su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida
subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie,
se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía
marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a
frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo.

La forma en que Melville dispone las características que ha elegido para su personaje, primero
por medio de una descripción, y luego a través de una escena que aclara y nos hace visualizar la
descripción, hace que el personaje quede en este momento (independientemente de la inclusión de
posteriores elementos que continúen configurándolo) absolutamente dibujado en su esencia
inalterable.

Los dos niveles de la enunciación que acabo de explicar (la elección y la composición), junto con
las herramientas discursivas referentes al narrador que antes habíamos visto, configuran el engranaje
interno que hará al personaje desarrollarse textualmente, en su corporeidad hecha de palabras. Un
discurso claro, comprensible, totalizador, en el que todos los elementos estén conectados, resulta
indispensable para que el receptor de ese discurso (es decir, el lector) se implique en la historia. En
definitiva, el fondo y la forma son indisociables y han de ser una misma cosa en manos del escritor.

EL DIÁLOGO
Antes de terminar con este capítulo, no puedo dejar de señalar un factor compositivo que afecta
especialmente al personaje: el diálogo.
Se puede observar, en los textos de muchas de las personas que se inician en la escritura
creativa, una sospechosa ausencia de diálogos. Y digo sospechosa porque la mayoría de las historias
piden a gritos que los personajes se expresen con sus propias palabras; y cuando no lo hacen, suelen
quedar en la narración unas singulares marcas de esa ausencia de voz, una especie de vacíos donde se
hace evidente que el autor debería haber incluido diálogos.
El recurso del diálogo se ha mantenido desde las primeras novelas que se escribieron hasta la
actualidad. Por algo será. Proviene de la tradición oral —y más cercanamente del teatro—, que abraza
con su influencia el discurso narrativo. La selección natural también funciona en la literatura, y
cuando un recurso se mantiene a lo largo de siglos y más siglos es porque contribuye a la
supervivencia del género.
Así que la reticencia en la utilización de diálogos viene dada, en muchas ocasiones, por el deseo
del autor de evitarse problemas, más que por las necesidades del discurso.
Conseguir naturalidad en los diálogos es francamente difícil. Si las marcas orales del discurso
indirecto están camufladas bajo una cuidadosa reelaboración del lenguaje, en los diálogos esa oralidad
se tiene que hacer patente sin dejar de lado su índole de lenguaje escrito, lo cual supone un
quebradero de cabeza para el escritor. Ya lo decía Flaubert en una de sus cartas, refiriéndose al diálogo
que mantienen Madame Bovary, Carlos, Homais y León en la posada de Yonville (del que incluí un
fragmento en el capítulo de la «Acción»):

[...] La frase en sí misma me resulta muy penosa. Tengo que hacer hablar, en lenguaje escrito,
a personas de lo más vulgar, ¡y la corrección en el lenguaje quita tanto pintoresquismo a la
expresión!

Sin embargo, no hay que olvidar que un personaje sin voz es, en general, un personaje mutilado.
Por un lado, la forma de hablar del personaje y las cosas que dice suponen un rasgo fundamental de
su constitución. Por otro lado, los diálogos son la salida a escena de los personajes, los momentos en
los que, al esconderse el narrador, más cerca estarán del lector, mostrándose a la vez en su forma de
ser y en su modo de conducirse.
Así pues, se suele utilizar el diálogo como forma de presentación del personaje, o cuando se
hace necesario que éste exponga su forma de pensar frente a otros; y también en los momentos de
conflicto en que se necesita una escena dramática para dar intensidad emocional a la narración.
Veamos un diálogo entre Ana Karenina y su hermano Oblonsky, cuando ésta se halla postrada
por una grave enfermedad:

—He oído decir que las mujeres aman a los hombres incluso por sus vicios —empezó
diciendo Ana de repente—; en cambio yo lo odio por su virtud. No puedo vivir con él.
Compréndelo, es algo que actúa sobre mí físicamente y me hace perder el dominio de mí misma. Me
es imposible, completamente imposible vivir con él. ¿Qué puedo hacer? Era desdichada y pensaba
que era imposible serio más. No podía ni imaginarme lo que experimento ahora. ¿Me creerás que, a
pesar de saber que es un hombre tan excelente y bueno, lo odio? Lo odio por su magnanimidad. No
me queda sino...
[...]
—Estás enferma y excitada —le dijo—; exageras muchísimo. La situación no es tan terrible
como dices.
[...]
—No, Stiva —dijo—. Estoy perdida, estoy perdida, aún peor. Todavía no he perecido ni
puedo decir que todo ha terminado. Al contrario, siento que aún, no ha terminado. Soy como una
cuerda tensa que ha de estallar. Aún no ha llegado el fin..., pero ha de ser terrible.
—No importa, se puede aflojar la cuerda poco a poco. No hay situación que no tenga salida.
—Lo he pensado mucho. Sólo hay una...
[...]
—Nada de eso —replicó—. Permíteme. Tú no puedes considerar tu situación como yo.
Permíteme que te diga sinceramente mi opinión [...]. Empezaré desde el principio; te casaste con un
hombre veinte años mayor que tú, sin amor o sin conocer el amor. Supongamos que haya sido esa tu
equivocación.
—¡Una equivocación horrorosa! —exclamó Ana.
—Pero, repito, éste es un hecho consumado. Después has tenido la desgracia de enamorarte
de otro. Es una desgracia, pero también un hecho consumado. Tu marido lo ha reconocido y te ha
perdonado [...]. Las cosas están así. La cuestión estriba ahora en si puedes continuar viviendo con tu
marido, si lo deseas y si lo desea él.
—No sé nada, no sé nada.
—Pero tú misma me has dicho que no puedes soportado.
—No, no lo he dicho. Retiro mis palabras. No sé ni entiendo nada.
—Sí, pero permíteme...
—Tú no puedes comprender eso. Siento que vuelo cabeza abajo hacia un precipicio y que no
debo hacer nada por salvarme. Ni puedo.
—No importa. Pondremos algo debajo y te cogeremos al vuelo. Te comprendo, comprendo
que no puedas decidirte a expresar tu deseo ni tus sentimientos.
—No deseo nada, no deseo nada... Sólo que termine todo esto.
—Pero él lo ve y lo sabe, y ¿crees que sufre menos que tú? Te atormentas y a él también lo
atormentas. ¿Qué puede resultar de todo eso? En cambio, el divorcio lo soluciona todo —concluyó,
no sin esfuerzo, Stepan Arkadievich.

En este diálogo no sólo se están expresando los personajes con toda la viveza de sus voces, sino
que a la vez están resolviendo un conflicto fundamental para el desarrollo de la historia.
Se puede observar también que el tipo de elaboración del lenguaje en los diálogos es distinta a la
del resto de la narración. Aunque no llega a ser la del habla con que nos desenvolvemos en la vida
diaria, tiene algunos rasgos que la hacen similar: las interrupciones, cierta desconexión entre unas
frases y otras, oraciones cortas, espontaneidad, repeticiones... Todas estas características, que
estropearían el discurso indirecto, resultan ser los rasgos distintivos del diálogo, los cuales le confieren
expresividad.
Pongo un ejemplo ahora en el que se elude el diálogo cuando la historia lo requería:

Guillermo y Marta recogieron los platos. Luego se sirvieron una copa, y Marta se sentó de
nuevo a la mesa. Fumaba excitada, hablando mucho. Guillermo la oía, la miraba, y sólo cuando la
miraba se daba cuenta de que ese momento estaba siendo importante para ella. En cambio, cuando
apartaba los ojos de la cara de Marta para dejarse llevar por el significado de sus palabras, sentía un
ligero temor, ligero pero punzante porque era, sin duda, temor, era la conciencia de un peligro
cercano. Guillermo sabía que Marta ya había tomado una decisión. No le estaba consultando si
podía prestar cuatro millones a Carlos: sólo estaba teniendo la gentileza de contárselo en forma
interrogativa.
[...]
Una vez cruzado ese límite, Guillermo casi podía tocar la lengua áspera, los suaves colmillos
amarillentos, la caliente respiración del temor: Marta hablaba, pero en sus palabras no había la
menor alusión al futuro común, a las posibles repercusiones del préstamo en el futuro común. Y un
jabalí latía en la oscuridad. [...] Encontraba sólo delicadeza, esa capacidad de Marta para ponerse en
el lugar del otro y hablarle con respeto, y hacerle sentir partícipe de su decisión.

En este texto se pueden ver las marcas que deja en la narración la elusión de un diálogo.
Tenemos una situación conflictiva que resulta clave en la novela, y la necesidad de una conversación
entre dos personas. Sin embargo, en vez de exponer la conversación, el narrador pasa por encima de
ella y analiza las repercusiones abstractas de esa conversación inexistente. El resultado es que el lector
echa en falta el conflicto mismo, el diálogo que lo refleje; y le sobran las resonancias interiores de ese
hipotético diálogo en los personajes, que por otra parte podrían haber quedado implícitas en el
transcurso de la conversación, de no haberse omitido.

LA NATURALIDAD

Para terminar este capítulo dedicado a la «Narración», incluyo unos consejos que Baltasar de
Castiglione daba a los cortesanos, ya en el s. XVI, sobre la naturalidad en la expresión escrita. Sus
sensatas palabras me vienen que ni pintadas para completar lo que hemos ido viendo:

[...] Paréceme luego estraña cosa juzgar en el escribir por buenas aquellas palabras que en
ninguna suerte de hablar se sufren, y querer que lo que totalmente y siempre paresce mal en lo que
se habla, parezca bien en lo que se escribe. Porque cierto, o a lo menos según mi opinión, lo escrito
no es otra cosa sino una forma de hablar que queda después que el hombre ha hablado, y casi una
imagen o verdaderamente vida de las palabras, y por esto en el hablar (el cual en el mismo punto
que la voz es fuera de la boca es derramado y perdido) pueden quizá sufrirse algunas cosas que en
el escribir no se sufren, porque la escritura conserva las palabras y las somete al juicio del que lee,
dándole tiempo de considerarlas maduramente. Y así es razón que en ella se tenga mayor diligencia
y arte por hacella mejor y más corregida; pero no tampoco de manera que las palabras escritas sean
diferentes de las habladas, sino que tome el que escribiere las más escogidas de las que hablare.
[...] Así que lo que más importa y es más necesario al Cortesano para hablar y escribir bien, es
saber mucho. Porque el que no sabe, ni en su espíritu tiene cosa que merezca ser entendida, mal
puede decilla o escribilla. Tras esto cumple asentar con buena orden lo que se dice o se escribe,
después esprimillo distintamente con palabras que sean proprias, escogidas, llenas, bien compuestas
y sobre todo usadas hasta del vulgo, porque éstas son las que hacen la grandeza y la majestad del
hablar, si quien habla tiene buen juicio y diligencia y sabe tomar aquellas que más propriamente
esprimen la sinificación de lo que se ha de decir, y es diestro en levantallas, y dándoles a su placer
formas como a cera, las pone en tal parte y con tal orden, que luego en representándose den a
conocer su lustre y su autoridad, como las pinturas puestas a su proporcionada y natural claridad.
[...] Pero nosotros, más estrechos y rigurosos que los antiguos, cargámonos de nuevas leyes
sin ningún propósito, y teniendo delante nuestros ojos el camino trillado, buscamos los rodeos, o
(por mejor hablar) los despeñaderos. Porque en nuestra natural lengua, el oficio de la cual (como de
todas las otras) es bien y distintamente declarar los concetos del alma, nos holgamos con la
escuridad, [...] sin considerar que todos los buenos antiguos continamente abominaron mucho los
vocablos hallados fuera de la común costumbre [...].
[...] Verdad es que hay cosas que en todas las lenguas son siempre buenas, como la facilidad,
la buena orden, la abundancia, las gentiles sentencias, las cláusulas numerosas que satisfagan bien al
oído; y, por el contrario, la afetación y las otras cosas, que son al revés destas, son malas. [...] Aquella
pestilencial tacha de la afetación da siempre a todas las cosas mortal desgracia, y por el contrario,
estrema gracia el descuido y la llaneza avisada.
5. ESENCIA

PERSONAJEIAD

Después de sumergimos en el personaje, verlo a través de sus acciones, desde un punto de vista
utilitario y, por último, como un amasijo de palabras, se puede decir que hemos dado una vuelta
completa a su alrededor. Sin embargo, hay algo que se escapa entre las distintas perspectivas como
arena entre los dedos. Y es que el personaje, al igual que el ser humano, no es la suma de sus partes.
Nos queda por explorar, pues, al personaje visto en su conjunto, en su esencia o personajeidad.
Aunque la esencia del personaje ya se ha ido esbozando en todas las páginas que quedan atrás,
toca ahora recoger y atar los cabos sueltos. Para ello, no nos queda más remedio que volver al
principio del camino, ya que lo que el personaje es tiene mucho que ver con el proceso de la
inmersión.
El personaje, como ya dije, surge de una parte del espíritu del autor que cobra autonomía
propia. Quizá en algún momento se haya podido entender con ello que son los personajes, cual
gnomos bienhechores, quienes le escriben la novela al escritor mientras duerme. Aunque no estaría
mal, nada más lejos de la realidad.
Lo que quería decir es que la creación del personaje se parece mucho a un parto: en principio
tenemos el germen, que va engordando y adoptando forma humana en la mente obsesionada del
autor; después sale al exterior en forma de palabras, cortándose de esa forma el cordón umbilical que
lo unía a su creador; y una vez que éste lo percibe como alguien ajeno, tiene que hacer el esfuerzo de
introducirse en su interior, lo cual no le resultará muy difícil, teniendo en cuenta que nació de su
propia mente.
Todos, a lo largo de nuestra vida, hemos sentido incontables veces el deseo de metemos en la
piel de otras personas: de un amigo infeliz, de nuestra pareja, de un familiar enfermo... Asimismo,
cuando decimos «Yo en tu lugar...» no estamos sino tratando de solucionar un problema desde la
forma de sentir de otro. Por desgracia, en el mundo que nos rodea el sistema no acaba de funcionarnos
del todo. Sí nos va a funcionar, sin embargo, con nuestros personajes, debido a que salieron de
nosotros mismos.
Después de desprenderse el autor del personaje, éste queda convertido en alguien
independiente. Lo que va a diferenciarlo de las personas de carne y hueso será precisamente —
además de su índole intangible— esa capacidad del autor para encarnarse en él una vez roto el
vínculo, de pasearse por todo su ser sin problemas de rechazo o inadaptación. Este factor distintivo va
a marcar la esencia del personaje, su personajeidad. Será, pues, el filtro a través del cual iremos viendo
algunas de las características del personaje como un todo.

PERSONAJES AUTOBIOGRÁFICOS

Voy a detenerme, primero, en un tipo de personajes que nos van a permitir comprender la
importancia del proceso que acabo de explicar.
Cuando un escritor quiere construir un personaje autobiográfico o, lo que es lo mismo,
convertirse a sí mismo en personaje, el proceso de inmersión se complica. Ya advertí de los peligros de
utilizar un narrador-protagonista, por la facilidad con que se puede caer en una fusión autor-narrador-
protagonista, rompiéndose así la esencia del personaje de ficción. Voy a extender la advertencia a
todos los personajes autobiográficos, dada la dificultad que entraña convertirse a uno mismo en otro.
Podría pensarse que si el autor quiere ser uno de sus personajes, no sería necesario que se
observara como otro, sino que simplemente habría de plasmarse como él mismo es —o cree ser—;
pero no es así. El proceso psicológico mediante el cual la persona del escritor se separa de su personaje
para después, una vez que éste se ha convertido en alguien ajeno, encarnarse en él y explorado a su
gusto, resulta imprescindible para escribir ficción. Sin ese alejamiento previo, que le permitirá al autor
objetivarse, la novela o el relato se convertirán en una especie de crónica o diario, cosa que el lector
percibirá inmediatamente, igual que distinguimos, por poner una metáfora visible, una película de un
documental.
El esfuerzo que ha de hacer cualquier persona para intentar verse como la ven los demás es
similar al que ha de realizar el escritor para construir un personaje autobiográfico. Si consigue
observarse como si fuera otra persona aunque de iguales características, como una especie de doble o
hermano gemelo, ha saltado el primer obstáculo. Después ha de introducirse dentro de ese doble (que
ya no es él) y contar su historia, poniendo cuidado de que en ningún momento se produzca una fusión
entre creador y criatura, que impediría al personaje desenvolverse con libertad y lógica narrativa en la
consecución de la historia. Tras haber saltado este segundo obstáculo, el escritor habrá conseguido
crear un personaje autobiográfico.
Un truco para lograrlo es partir de una carcasa vacía de personaje a la que el escritor irá
rellenando poco a poco con sus propias cualidades. Para hacer más fácil todavía el proceso, le puede
prestar todas sus cualidades y vivencias menos un par de ellas, las cuales le vendrán a recordar
continuamente que se trata de otro. Esto es lo que hace Javier Marías en su novela Todas las almas,
según él mismo nos cuenta:

Sin embargo, pese a que a ese personaje, el Narrador o Español, yo le estuviera prestando mi
propia voz y parte de mis experiencias, yo sabía que no se trataba de mí, sino de alguien distinto de
mí, aunque parecido. Si se prefiere, se puede utilizar la fórmula de que ese personaje era «quien yo
pude ser pero no fui».
[... ] Lo cierto es que una vez establecida (para mí mismo, el autor) esa separación o distinción
entre autor y Narrador, me sentí libre no sólo —como ya he comentado— de prestarle al Español mi
propia voz o dicción habitual por escrito, sino que además me permitió disfrazarlo de mí mismo, al
menos en lo más accesorio, en lo más secundario. [...]
Este disfraz, que justamente podía permitirme tranquilamente en virtud de la disociación
llevada a cabo ante mí mismo en el texto [...], fue, sin embargo, y al cabo de un centenar de páginas,
convirtiéndose en un arma de doble filo. El Narrador que antes definí como «quien pudo ser yo»
empezaba, por así decir, a no poder ser otro que yo [...]. Así, en un momento dado necesité ([...]
pensando más en el punto de vista del lector que en el del autor) una coartada, algo que permitiera
que el Narrador pudiera ser por lo menos Otro-además-de-yo, o que, con otras palabras, no lo
obligara a ser necesariamente yo [...].
[...] Me bastó atribuir al Narrador una circunstancia o hecho que en modo alguno tenía
correlato en mí, en el autor. El Narrador cuenta, en un momento dado, que tras su estancia de dos
años en Oxford, ahora, ya de regreso a su ciudad, Madrid, se ha casado y ha tenido un hijo, de pocos
meses en el instante en que está escribiendo su texto. Yo no he estado nunca casado ni tengo ningún
hijo [...]. Ese dato comprobable, debo añadir, me dio aún mayor libertad a la hora de acentuar
cualesquiera semejanzas entre el Narrador y yo mismo [...]
Se pueden observar las dificultades que entraña la creación de personajes totalmente
autobiográficos, así como la necesidad del proceso de desvinculación y posterior identificación entre
autor y personaje para escribir una obra de ficción. No nos podemos identificar con un personaje si
antes no lo sentimos como alguien exterior a nosotros.
Estas dificultades hacen que algunos de los personajes autobiográficos de la historia de la
literatura tengan, sin dejar de ser personajes, unas características peculiares. Por poner un ejemplo de
Ana Karenina: si nos fijamos en Levin (con el que León Tolstoi se sentía identificado hasta el punto de
denominarlo con un derivado de su propio nombre, pues Lev es León en ruso) podemos observar que
es un personaje algo amazacotado, tenso, torpe, como si en su interior tuviera, en lugar de huesos,
barras de hierro fundido que le impidieran moverse con fluidez. Asimismo, es un personaje torturado
por unos problemas existenciales de enorme complejidad (los mismos que, sin duda, preocupaban a
Tolstoi), que dan vueltas y vueltas en su cabeza sin que lleguen nunca a tener solución. Esto hace que,
pese a su gran riqueza psicológica, el personaje resulte opaco, incomprensible en muchas ocasiones y
contradictorio en otras. En definitiva, Levin se nos aparece como el personaje más incoherente de la
novela, a pesar de su extrema prudencia y racionalidad.
No deja de ser por ello un buen personaje, en parte porque no es absolutamente autobiográfico,
sino sólo en el nivel intelectual o metafísico. Por lo demás, se acomoda perfectamente a la acción de la
novela y cumple todas sus funciones convenientemente. Sin embargo, me sirve de ejemplo para
señalar la importancia de los pasos que el escritor ha de seguir para crear personajes plenos,
esencialmente ajenos a sí mismo y, por lo tanto, susceptibles de análisis e identificación.

COHERENCIA

Si retrocediéramos algo más por las páginas de este libro, llegaríamos a la parte en la que
hablaba de la indeterminación de la persona y su falta de fronteras. Esta indefinición que impide al
artista conocerse por completo a sí mismo y le hace dudar de su existencia es, como dije, una de las
razones que lo empujan a emprender el camino de la creación.
Los seres humanos, y por extensión el mundo en el que habitan, están plagados de
contradicciones, de dudas insolubles, de una multiplicidad imposible de abarcar, de caminos llenos de
maleza... Por el contrario, el microcosmos novelesco tiene unas fronteras, unas claras conexiones entre
unos elementos y otros; lo que en él ocurre, no sucede porque sí, sino por una serie de causas
implícitas o explícitas. Y los personajes, por su lado, también están delimitados, en virtud de ese
proceso de transubstanciación en que dejan de formar parte del creador y pasan a integrarse en una
historia cabal.
Así que el personaje es, gracias a su esencia narrativa, el más coherente de los seres. Todo lo que
hace o lo que deja de hacer, sus pensamientos, sus emociones, la forma en que ve el mundo, e incluso
sus contradicciones, tienen una causa. El escritor comprende y abarca a su personaje por completo, y
eso lo refleja en el texto.
Veamos un fragmento de Madame Bovary, en el que se habla de la inminente ruptura entre
Emma y su amante León, hacia el final de la novela:

Ahora le importunaba Emma cuando, de pronto, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su


corazón, como las personas que sólo pueden resistir cierta dosis de música, se adormecía de
indiferencia al estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no percibía.
Se conocían demasiado para tener esos arrebatos de la posesión que centuplican su goce.
Emma estaba tan harta de él como él cansado de ella. Volvía a encontrar en el adulterio todas las
vulgaridades del matrimonio.
Pero, ¿cómo salir de aquello? Además, por muy humillada que se sintiera por la bajeza de tal
felicidad, seguía apegada a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se agarraba más a ella,
agostando toda dicha a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas
defraudadas, como si la hubiera traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que determinara la
separación, ya que ella no tenía el valor de consumarla.
Pero seguía escribiéndole cartas amorosas, en virtud de la idea de que una mujer debe
siempre escribir a su amante.
Mas, al escribirlas, veía a otro hombre, un fantasma hecho de sus recuerdos más ardientes, de
sus más bellas lecturas, de sus más fuertes concupiscencias; y acababa por verlo tan verdadero y
accesible que palpitaba maravillada, y eso sin poder imaginarle claramente, que hasta el punto se
perdía como un Dios bajo la abundancia de sus atributos. Habitaba el hombre en el país azul donde
se balancean las escalas de seda en los balcones bajo el aliento de las flores, en el claro de luna. Le
sentía cerca de ella, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Luego caía desinflada, rota; pues
aquellos arranques de amor imaginario la fatigaban más que las grandes orgías.

Ojalá tuviéramos las cosas tan claras en la vida como se refleja en este fragmento. A pesar de
todas sus dudas y sentimientos contradictorios, tanto Emma como León son personajes absolutamente
cabales. La lógica narrativa, determinada por la selección de los elementos que componen el texto,
proporciona congruencia a sus actos y pensamientos.
Por otra parte, la plena comprensión de los personajes por parte del autor hace que el
desencanto amoroso que sufren y las causas que lo han provocado se presenten ante el lector de forma
inevitable y clarividente, como si la cosa no hubiese podido ser de otra manera. Si Flaubert se hubiera
encontrado a lo largo de su vida en similares circunstancias, seguramente éstas no le hubieran
resultado tan manifiestas. En primer lugar, su mente confusa y repleta de contradicciones lo habría
privado de la lucidez necesaria para analizar la situación. En segundo lugar, su desconocimiento de la
otra persona —y de sí mismo— le habría llenado de dudas con respecto a los motivos que los llevaron
a ese desencuentro, y la inmensidad de factores que podrían haber influido por ambas partes se le
habrían escapado como la corriente de un río que se desborda.
En definitiva, los personajes son personas cuya vida se convierte en historia objetivada y cuyo
mundo se transforma en un microcosmos donde cada suceso tiene su causa y su consecuencia. Esta
simplificación de las coordenadas humanas hace de los personajes seres coherentes y completos, a
diferencia de las personas. Así pues, tanto los escritores como los lectores, perdidos en un mundo
inabarcable lleno de incongruencias, tienen mucho que aprender de los personajes.

HUMANIDAD

Esa coherencia de los personajes no es obstáculo para que éstos se comporten en todo momento
como seres humanos, con sus defectos, sus virtudes, y hasta con sus ataques de tos.
Sin embargo, es la de los personajes una humanidad más sencilla que la nuestra, hecha de
pequeños gestos muy reconocibles, de palabras familiares y cercanas, de mágica simplicidad...; las
cuatro gotas esenciales que rezumarían del ser humano si lo exprimiéramos como un limón, si le
quitáramos piel y escamas y disfraces y dobleces, son la humanidad concentrada del personaje.
No son, pues, las grandes palabras —aunque las profiera— ni los actos heroicos —aunque los
ejecute— los que hacen humano al personaje. Nuestro héroe podrá volar sobre las nubes a lomos de
un caballo blanco y alado, pero será su forma de mirar los campos, allá abajo, con la cabeza ladeada y
ojillos algo miopes, lo que hará de él un congénere del lector. Si los dioses griegos nos parecen
personas no es por su magnanimidad o su omnipotencia, sino por las pequeñas rencillas que los
mueven, por su comportamiento casi infantil.
Veamos cómo describe Clarín el momento cumbre de La Regenta, cuando, después de setecientas
páginas de resistencia, Ana Ozores cae, al fin, en los abismales brazos de Álvaro Mesía:

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le dijera algo, por ejemplo,
si se le perdonaba aquella declaración, si se le quería mal, si se había puesto en ridículo..., si se
burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con un mohín de niña,
pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animal débil y montaraz herido, se quejó..., se quejó
con un sonido gutural, hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de
la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces.
Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita..., la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar:
—¿A qué jugáis, locos...?

Un mohín arisco; un quejido mimoso. Eso es todo. A eso se reduce la tan esperada caída de
Anita, las grandes idealizaciones amorosas, los arrebatos místicos, las expectativas amasadas a lo largo
de toda la novela. Y esa mueca infantil acompañada de un sonido gutural hace de la Regenta la más
humana de las criaturas, así como no hubieran conseguido humanizarla las melodías de los clarines,
exclamación amorosa alguna o cualesquiera palabras apasionadas.
León Tolstoi, otro experto en dar el toque humano a sus personajes, nos muestra en el siguiente
pasaje las conclusiones a las que llega Levin (o el mismo Tolstoi) al final de la novela, después de
todos sus quebraderos de cabeza:

Lo ahogaba la emoción, y sintiéndose sin fuerzas para seguir andando, salió del camino, se
internó en el bosque y se sentó a la sombra de los olmos, sobre la hierba sin segar. Después de
quitarse el sombrero de la sudorosa cabeza, se tendió, apoyándose en un brazo, en la hierba
jugosa y suave del bosque.
«Es preciso aclarar esto y comprenderlo —pensaba, mirando fijamente la hierba sin hollar
que se elevaba ante él y siguiendo los movimientos de un insecto verde que trepaba por un tallo
de centinodia y que se detenía en su ascensión a causa de una hoja que le obstaculizaba el paso
—. ¿Qué he descubierto? —se preguntó, apartando la hoja para que no impidiera pasar al insecto y
acercándole otra hierba—. ¿Qué es lo que me alegra? ¿Qué he descubierto?
»Nada. Únicamente me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la fuerza que no sólo
me ha dado la vida en el pasado, sino que me la da ahora también. Me he librado del engaño y he
conocido a mi señor.
»Antes decía que mi cuerpo, lo mismo que el de esa planta y el de ese insecto (no ha querido
trepar por la hierba y, desplegando las alas, ha volado) realiza las transformaciones de la materia
de acuerdo con las leyes físicas, químicas y fisiológicas. y que en todos nosotros, así como en los
álamos, en las nubes y en las nieblas se produce una evolución. ¿Una evolución de qué? ¿Hacia qué
evolucionamos? Una evolución infinita y una lucha... ¡Como si pudiera existir alguna tendencia y
alguna lucha en el infinito! Y me sorprendía de que, a pesar de esa gran tensión mental en ese
sentido, no se me aclarara el significado de la vida, el de mis deseos y aspiraciones. Ahora digo que
conozco el sentido de mi vida: es preciso vivir para Dios y para el Alma. A pesar de su evidencia, es
misterioso y magnífico. Es el sentido de todo lo que existe. Sí, y el orgullo...», se dijo, tendiéndose de
bruces, mientras ataba briznas de hierba, procurando no partirlas.

Lo que Levin no sabe es que su monólogo místico sobre Dios y el Alma le llega al lector como
una tonadilla, agradable pero lejana; que aquello que realmente lo hace humano es la forma en que
aparta la hoja para que el insecto siga su camino; que su cercanía la sentimos en la delicadeza con que
ata las briznas de hierba; y que el sentido de su vida no le viene a través de sus complejas reflexiones,
sino del mismo hecho de estar tendido de bruces bajo la sombra de un olmo. Así de simple es la
humanidad del personaje.
Veamos ahora un fragmento de Las uvas de la ira, de John Steinbeck, en el que dos niños parecen
atravesar el papel con su mirada:

Sujetó la puerta abierta y el hombre entró, trayendo consigo olor a sudor. Los chiquillos se
colaron detrás de él, se acercaron inmediatamente al recipiente de caramelos y se quedaron mirando
con fijeza, no con anhelo, ni esperanza, ni siquiera con deseo, simplemente como asombrados de
que semejantes cosas pudieran existir. Eran iguales de tamaño y sus rostros eran idénticos. Uno de
ellos se rascó el tobillo polvoriento con las uñas de los dedos del otro pie. El otro le susurró algo
quedamente y, entonces, los dos estiraron los brazos hasta que sus puños apretados, metidos en los
bolsillos del mono, se marcaron a través de la fina tela azul.

Entran ganas de echar mano a la cartera y comprarles a estos niños los caramelos, aunque sólo
sea para que dejen de mirar así, para que desincrusten sus puños de los bolsillos del mono. Y de
hecho, aunque no de manos del lector, acaban consiguiendo las golosinas; no podía ser de otra forma.
Los buenos personajes no dejan en ningún momento de mostramos su esencia humana, por muy
fantásticos, descerebrados o pintorescos que resulten. Sirva como muestra, para terminar con ello, un
fragmento de El maestro y Margarita, novela de Mijaíl Bulgákov en la que se cuentan, entre otras
maravillas, las andanzas del diablo por Moscú. Veamos cómo se expresa, de la forma más humana e
informada, el mismísimo ayudante de Satanás, intentando explicar a la sorprendida Margarita los
secretos de la quinta dimensión:

—No, no —contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han hecho para meter todo
esto —hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.
—¿Esto? ¡Sencillísimo! —contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar
cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que
hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente —siguió Koróviev—, he conocido a gente que
no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros
en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un
piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso
de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos
separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá usted
conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como
fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en
Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para
cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones
ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me
atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta
dimensión!
UNIVERSALIDAD

Si la esencia humana de los personajes está condensada en la novela en virtud de la selección


que hace el autor de sus gestos y acciones, su singularidad es universal gracias a la coherencia con que
se gobiernan.
Ya se mencionó la singularidad de los personajes al hablar de la concreción con que se debían
desarrollar sus actos; y también al comentar las distintas formas de observar el mundo de los
protagonistas. Ahora, viendo al personaje en su conjunto, su singularidad va a servir al lector como
modelo de comportamiento.
Al identificarse el autor con su personaje, el lector se implicará a su vez en la historia, hasta tal
punto que pasará de verla como una sucesión de acciones particulares desarrolladas por un personaje
concreto, a generalizar sus atributos. De esta forma, la singularidad del personaje se convierte en
profecía, en metáfora del ser humano, en símbolo o categoría universal.
Esta generalización, que en el mundo real resulta imposible debido a la extrema diversidad y a
la confusión reinantes, servirá a escritor y lector para delimitar y comprender mejor el
comportamiento humano.
Vamos a verlo con un ejemplo extraído de la parte final de Madame Bovary. Es la escena en que
Emma, desesperada por las deudas que ha ido acumulando, va a pedir dinero a su primer amante,
Rodolfo, después de tres años sin vedo:

—¡Oh, Rodolfo, si supieras!..., ¡te he amado mucho!


Le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos enlazados —¡como el primer
día, en los «comicios»!—. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero Emma,
cayendo sobre su pecho, le dijo:
—¿Cómo querías que yo viviera sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse a la felicidad! ¡Estaba
desesperada, he creído morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú has huido de mí!...
Pues desde hacía tres años, había procurado no encontrarse con ella, por esa cobardía natural
que caracteriza al sexo fuerte. Y Emma seguía haciendo gestos graciosos con la cabeza, más mimosa
que una gata enamorada:
—Amas a otras, confiésalo. ¡Oh, las comprendo, las disculpo!; las habrás seducido como me
sedujiste a mí. ¡Tú sí que eres un hombre!, tú tienes todo lo necesario para que te quieran. Pero
volveremos, ¿verdad? ¡Nos amaremos! ¡Mira, me río, soy feliz!... ¡Pero habla!
Y estaba seductora, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una
tormenta en un cáliz azul.
Rodolfo la sentó en sus rodillas y, con el revés de la mano le acariciaba las crenchas lisas,
donde, a la claridad del crepúsculo, vibraba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma
inclinaba la frente; Rodolfo acabó por besarle los párpados, muy suavemente, con la punta de los
labios.
—¡Pero has llorado! —dijo—. ¿Por qué?
Emma rompió a llorar. Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como callaba,
interpretó aquel silencio como un último pudor, y entonces exclamó:
—¡Ay, perdóname! Tú eres la única que me gustas. ¡He sido imbécil y un infame! ¡Te amo, te
amaré siempre! ¿Qué tienes? ¡Dime!
Se arrodilló.
—Pues... ¡Estoy arruinada, Rodolfo! ¡Me vas a prestar tres mil francos!
—Pero... pero —dijo él incorporándose poco a poco, mientras su fisonomía tomaba una
expresión grave.
En esta escena vemos a Emma, a nuestra Emma, tocar fondo en su lastimosa caída particular,
que se ha ido fraguando a lo largo de toda la novela; asimismo, Rodolfo se reafirma en su hipocresía,
egoísmo, cobardía e infamia, cualidades de las que ya teníamos noticia por sus actos anteriores. Pero a
la vez, y gracias a la congruencia de los personajes, vemos a dos seres humanos en la consecución de
sus intereses. Somos capaces de abstraer las acciones y palabras concretas de Emma y Rodolfo para
sacar lección universal de su comportamiento.
Si no fuera por esta cualidad esencial de los personajes, Madame Bovary —como tantas otras
novelas— nos dejaría fríos, pues las circunstancias concretas que rodean a los personajes son
irrepetibles en nuestro siglo.
No sólo de las desgracias de los personajes sacaremos lección, sino también de sus dichas.
Veamos ahora un fragmento de Ana Karenina, en el que Levin y Kitty disfrutan de su vida conyugal:

Acababan de volver de Moscú y los alegraba su soledad.


Levin, sentado ante la mesa, escribía. Kitty, con el traje morado que había llevado en los
primeros días de su matrimonio, de agradable recuerdo para su marido, hacía una broderie anglaise
sentada en el antiguo diván de cuero que siempre había estado en el despacho del abuelo y del
padre de Levin. Éste pensaba y escribía sin dejar de sentir, con una sensación alegre, la presencia de
Kitty. [...] Continuaba sus trabajos, pero ahora se daba cuenta de que el centro de gravedad de su
atención había pasado a otro objeto y, en consecuencia, veía las cosas de modo distinto y más claras.
Antes su trabajo era la salvación de su vida. Notaba que sin él su existencia sería demasiado
sombría. En cambio, ahora necesitaba esos trabajos para que su vida no fuese demasiado monótona
por exceso de luz. [...]
Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la amabilidad poco natural que había mostrado su
marido al joven príncipe Charsky, que se había permitido cortejarla con poco tacto la víspera de su
marcha a Moscú. «Tiene celos. ¡Dios mío! ¡Qué simpático y qué tonto es! ¡Tiene celos! Si supiera que
todos me importan tanto como Pedro, el cocinero —pensaba, mirando la nuca y el cuello rojo de
Levin con una extraña sensación de propiedad—. Aunque da lástima interrumpirle en su trabajo, ya
tendrá tiempo de hacerlo después. Quiero verle la cara. A ver si se da cuenta de que lo estoy
mirando. Quiero que se vuelva... ¡Qué se vuelva!» Kitty abrió más los ojos para reforzar el efecto de
su mirada.
—Sí; absorben todo el jugo y adquieren un brillo falso —murmuró Levin, dejando de escribir,
y, dándose cuenta de que Kitty lo miraba, se volvió—. ¿Qué? -preguntó, sonriendo, sin levantarse.
«Se ha vuelto», pensó ella.
—Nada, quería que volvieras la cabeza —replicó Kitty, observándolo y deseando adivinar si
estaba descontento por la interrupción.
—¡Qué bien estamos aquí los dos solos! Es decir, yo —exclamó Levin, acercándose a su mujer,
con una sonrisa radiante de felicidad.
—¡Me encuentro tan bien! No quiero ir a ningún sitio, y menos a Moscú.
—¿Qué pensabas?
—¿Yo? Pensaba... Pero no, no. Anda, vete, trabaja y no te distraigas. También yo tengo que
recortar esos agujeritos. ¿ Ves? —replicó Kitty, frunciendo los labios.
Cogió las tijeras y se puso a recortarlos.
—No, dime lo que pensabas —insistió Levin, sentándose junto a ella y siguiendo el
movimiento circular de las tijeritas.
—¿En qué pensaba? Pues en Moscú, en tu nuca.
—¿Por qué razón disfruto de esa felicidad? No es natural. Es demasiado buena —dijo Levin,
besando la mano a Kitty.
—Al contrario: cuanto mejor, tanto más natural.
—Te asoma un mechón por aquí —dijo Levin, volviendo cuidadosamente la cabeza de Kitty
—. ¿Ves? Aquí, aquí. Bueno, ¡vamos a seguir trabajando!
Pero no lo hicieron, y, al entrar Kuzma anunciando que estaba servido el té, se separaron
bruscamente, como dos culpables.

Hasta el más acerbo enemigo del matrimonio no podrá contener un cosquilleo de envidia ante
esta escena de cotidianas ternuras. Levin y Kitty ascienden desde su metro y medio de juegos
domésticos y personalísimos a las más altas cimas de lo simbólico, alzándose en representantes de la
felicidad conyugal. No es extraño que, según cuenta Nabokov en su Curso de Literatura Rusa, los rusos
tengan la costumbre, aún hoy, en sus reuniones invernales alrededor de un samovar humeante, de
charlar sobre los personajes de Ana Karenina como si fueran viejos conocidos, poniéndolos como
modelo de tal o cual proceder del ser humano.

IMPREVISIBILIDAD

Otra cualidad que los personajes heredan de sus creadores es la de ser imprevisibles. Aunque
sepamos con pelos y señales el argumento de una novela antes de empezar a leerla, y a pesar de la
coherencia intrínseca de los personajes, éstos no dejarán de sorprendemos en sus reacciones y
comportamientos. Al fin y al cabo son entes autónomos y tienen, por tanto, su libre albedrío dentro de
las fronteras de la narratividad.
Las novelas en las que imaginamos lo que va a hacer o dejar de hacer cada personaje, en las que
se van dando los pasos más previsibles y obvios, son malas novelas, y nos aburren. Un personaje bien
formado siempre nos sorprenderá con una frase de consuelo, un gesto arrebatado o una explosión de
su carácter.
Volvamos a Ana Karenina por un momento para ejemplificarlo. Serguiei Ivanovich, hermano de
Levin, se siente atraído por Varienka, una amiga de Kitty. Ambos coinciden en un paseo por el
bosque, y el momento es propicio para una declaración. Veamos lo que ocurre:

«Varvara Adrievna, cuando yo era aún muy joven me forjé un ideal de mujer a la que amaría
y sería feliz haciéndola mi esposa. He vivido muchos años, hallando por primera vez en usted lo
que buscaba. La amo y le pido que sea mi esposa.» Serguiei Ivanovich iba diciéndose estas palabras
cuando se hallaba ya a unos diez pasos de Varienka, que, de rodillas y defendiendo una seta que
Grisha quería coger, llamaba a Masha.
[...]
—Qué, ¿ha encontrado usted alguna? —preguntó, volviendo hacia él su bello rostro, que
sonreía sereno, enmarcado en el pañuelo blanco.
—Ninguna —respondió Serguiei Ivanovich—. ¿Y usted?
[...]
Anduvieron unos cuantos pasos en silencio. Varienka veía que Serguiei Ivanovich quería
hablar, adivinaba lo que iba a decirle y sentía su alma en un hilo a causa de la emoción, de la alegría
y del temor. Se habían alejado tanto que nadie hubiera podido oírlos; sin embargo, él seguía callado.
Varienka prefirió callar también. Después de un silencio, resultaría más fácil hablar de lo que
deseaban que después de unas palabras acerca de las setas. Pero, en contra de su voluntad, como de
improviso, Varienka dijo:
—¿De modo que no ha encontrado usted ninguna? Desde luego, en el centro del bosque
siempre hay menos setas.
Serguiei Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que Varienka hubiese hablado de las
setas. Quería hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero como en contra de su
voluntad, tras un silencio, hizo la siguiente observación respecto de lo que dijera Varienka:
—He oído decir que las setas blancas crecen principalmente en los linderos del bosque, pero
no soy capaz de distinguir una seta de otra.
Transcurrieron varios minutos más, se habían alejado de los niños y se hallaban
completamente solos. El corazón de Varienka palpitaba de tal modo que percibía sus latidos y se
daba cuenta de que se sonrojaba, palidecía y volvía a sonrojarse.
[...]
Serguiei Ivanovich comprendió también que debía explicarse ahora o que no lo haría nunca.
La mirada, el rubor y los ojos bajos de Varienka denotaban una espera penosa. Serguiei Ivanovich lo
veía y le daba lástima de ella. Hasta pensó que si no le decía nada en aquel momento la ofendería.
Se repitió mentalmente las palabras con las que quería expresar su proposición; pero en lugar de
éstas, por una idea inesperada que le sacudió, preguntó a Varienka:
—¿En qué se diferencia la seta blanca de la del álamo?
Los labios de Varienka temblaron de emoción al contestar:
—El sombrero no se diferencia apenas, pero sí el pie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, ambos comprendieron que todo había terminado,
que lo que debían decirse no se diría. Y la emoción de los dos, que había alcanzado el máximo
grado, empezó a calmarse.

Al lector, convencidísimo de que va a asistir a una declaración amorosa en toda regla, se le


sorprende con la más extraordinaria conversación sobre setas jamás oída.
¿Será posible? Tolstoi nos ha dejado sedientos de amores, y sin embargo... ¿no resulta familiar
esta escena? ¿Cuántas palabras no dichas lleva dentro cada uno de nosotros?; ¿cuántas conversaciones
climáticas encubren secretas pasiones en cada esquina? Serguiei Ivanovich y Varienka nos dejan
estupefactos con su comportamiento imprevisible, y a la vez nos dan una clase magistral de
humanidad.
Se produce, entre la coherencia narrativa de los personajes y su imprevisibilidad, un curioso
juego del que entra a formar parte el lector. Y es que, en muchas ocasiones, éste juega a no creerse lo
que en el fondo sabe que ha de ocurrir, como un gato juega a que la mano de su dueño es un ratón
aunque sabe perfectamente que es una mano. Si el lector no entra en ese juego volvemos a la
previsibilidad de las malas novelas, porque el que éste se siente en la mesa de juego o se quede a mirar
la partida apoyado en la barra va a depender de la habilidad del autor.
Por poner un ejemplo: prácticamente todas las personas que empiezan a leerse Madame Bovary
saben que Emma acaba suicidándose. Sin embargo, Flaubert nos hace jugar a que no lo sabemos y,
mientras la desdichada se traga el veneno, e incluso durante su agonía, nos mantenemos en vilo, con
la esperanza puesta en que, por un azar de la suerte, se acabe salvando, en que todo lo que nos habían
contado o habíamos leído sobre el trágico final de la novela resulten patrañas macabras. Finalmente,
Emma, la pobre Emma, muere de la manera más espantosa posible. No podía ser de otro modo y, no
obstante, ha conseguido sorprendemos, pues ha ejecutado su libertad —libertad condicional, en su
caso— a lo largo de toda la novela.

MORTALIDAD
Y llegamos así a la desembocadura de aquel río del que hablaba Jorge Manrique en las Coplas a
la muerte de su padre. Porque los personajes, nos guste o no, son tan mortales como las personas que los
Crearon, como los que disfrutan de ellos, como todo el mundo, vamos.
Los personajes son mortales aunque no se mueran, pues el tiempo pasa por ellos, y el paso del
tiempo no es otra cosa que la inminencia de la muerte. Si una novela termina en banquete con
perdices, el lector se alegrará sobremanera (si las perdices son verosímiles y escabechadas), pero no
por eso habrá dejado de balancearse el péndulo de la muerte sobre las cabezas de los personajes en
todo momento. La vida implica la muerte, y si queremos que nuestros personajes vivan, habrán de ser
mortales.
A un escritor, en su búsqueda, no le servirían para nada unos personajes inmortales, porque
sería incapaz de identificarse con seres tan inhumanos. Incluso en los relatos y novelas en los que se
trata el tema de la inmortalidad, el protagonista termina deseando morir, pues así lo pide su esencia
humana.
Veamos lo que dice Medardo Fraile con respecto a la mortalidad de los personajes de sus
cuentos:

Me gusta la vida. [...] No sé. La muerte me desazona. Me frena, me espolea, me hace trabajar o
vagar. Creo que nunca he iniciado el diálogo con uno de mis modestos personajes sin verle la
muerte. y, entre ellos, me meto, sobre todo, con los que no han pensado en ella o no les afecta.
Muchos, quizá, son desasidos, frustrados o las dos cosas. Puede que les venga todo de la única
prohibición palpable que nunca leemos: «Prohibido Soñar». El ala rota, la melancolía, el humor.
Vaguedad por vaguedad, aunque yo sé lo que digo, milito en lo humano antes que en lo social. Me
parece más hondo, difícil y ambicioso. Lo humano es lo único que me interesa sin proponérmelo .

A Marina Mayoral, por su parte, todavía le pesa en la conciencia la muerte de uno de sus
personajes:

Siempre he dicho que fue culpa suya, que ella se empeñó en matarse, pese a mis intentos de
disuadirla. Pero hoy sé que algo de culpa sí tuve, que una parte de mí, una parte oscura que se
resiste a los mandatos de mi razón y de mi voluntad, la llevó de la mano hasta aquel quinto piso y la
ayudó a saltar la baranda. Me gustaría que no lo hubiera hecho. Aún me duele esa muerte. Ella no
había nacido para heroína romántica; era una buena chica burguesa, que habría olvidado su
desengaño y seguramente habría sido feliz con otro hombre. Ahora tendría cuarenta años y quizá
sería profesora o novelista. Pero ella no quiso y a mí sigue irritándome su rebeldía absurda e inútil,
pero al mismo tiempo algo dentro de mí la disculpa y la entiende. Espero que desde su Más Allá
novelesco, desde su infierno de los enamorados, Amelia me entienda también a mí y me disculpe.

Tampoco ningún lector de Ana Karenina ha perdonado a Tolstoi que precipite a su encantadora
protagonista en los férreos brazos de las vías del tren. Aun cuando la vida entera de Ana fue una
huida desesperada de la muerte y, por tanto, una carrera constante hacia esas vías, a pesar de que el
narrador nos avisa por medio de metáforas, alusiones, sueños proféticos, trenes que vienen y van a lo
largo de toda la novela..., nada se puede hacer para abrir los ojos de un lector encariñado con el
personaje. Esa última salida a escena de Ana nos deja petrificados en nuestros cómodos sillones y no
habrá quien no maldiga, aunque sólo sea una vez, a quien escribió estas palabras:
De repente recordó al hombre atropellado el día de su primer encuentro con Vronsky
y comprendió lo que debía hacer. Con paso ligero y rápido bajó las escalerillas que iban
desde el depósito de agua hacia la vía y se detuvo junto al tren que pasaba.
Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas de
hierro fundido del primer vagón que rodaban lentamente, tratando de determinar con la
vista el centro entre las ruedas delanteras y las traseras y el momento en que ese centro
estaría frente a ella.
«¡Allí! —se dijo, mirando la sombra del vagón y la arena mezclada con carbón
esparcida sobre las traviesas—. ¡Allí, al mismo centro! Lo castigaré y me libraré de todos y
de mí misma.» Quiso tirarse bajo el centro del primer vagón que llegaba junto a ella; pero
la bolsita roja, de la que quiso desprenderse, la entretuvo y no le dio tiempo: el centro
había pasado ya. Era preciso esperar el vagón siguiente. La embargó una sensación
semejante a la que experimentaba cuando se disponía a entrar en el agua para bañarse, y se
persignó. El gesto familiar de la señal de la cruz despertó en su alma una serie de
recuerdos de su infancia y de su juventud. Y súbitamente se desvaneció la niebla que lo
cubría todo, y la vida se le presentó, por un momento, con todas sus radiantes alegrías
pasadas. Pero Ana no bajaba la vista del segundo vagón que se acercaba. En el preciso
instante en que el centro pasaba ante ella, arrojó la bolsita y, hundiendo la cabeza entre los
hombros, se arrojó debajo de él, cayendo sobre las manos. Haciendo un ligero movimiento,
como si se dispusiera a levantarse en seguida, quedó de rodillas.
En aquel momento se horrorizó de lo que hacía: «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Para
qué?» Quiso retroceder y echarse para atrás, pero algo enorme, inflexible, le dio un golpe
en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdóname todo!», pronunció, sintiendo la
imposibilidad de luchar.

Ni siquiera nos perdona, este narrador que todo lo registra, el detalle angustioso de la bolsita
roja, ni el más desesperante aún de un arrepentimiento tardío, que convierte el de Ana Karenina en el
más terrible de los suicidios. ¿Quiso Tolstoi con ello amenazar a todas las pecadoras del mundo? Si así
fue le salió el tiro por la culata, porque matándola la convirtió en mártir, en persona digna de respeto
y admiración por una vida de sufrimiento segada antes de tiempo. En todo caso, y con todas las
intenciones moralizantes que tuviera el autor, sabía que los juicios de valor no entraban en sus
competencias. Los personajes se juzgan a sí mismos con sus propios actos, y el lector decide si esos
actos son verdaderos, creyéndolos o descreyéndolos. Y en el caso de Ana Karenina, sin duda, se los
cree.
Pero, como dije, no es necesario que los personajes mueran para ser esencialmente mortales. La
vida transcurre para ellos como para nosotros, aunque el hecho de haberlos conocido integrados en
una historia les haga despedirse antes de tiempo, como amigos del instituto a los que ya nunca
volvimos a ver pero cuyo recuerdo guardamos como parte de nuestra historia —de nuestra vida—
(¿Qué será de Ramón y su guitarra canora, de Pedro, de Nuria, de Pinel y Ana, de Julio y Juan, de tantas
cervezas compartidas, de Deep Purple y los Led Zeppelin...?).
La memoria que reservamos a los personajes es independiente de la muerte; no lo es, sin
embargo, el transcurso de su vida. No obstante, y dada su esencia narrativa, es la de los personajes
una mortalidad un tanto continuada. Cien veces abriremos El Quijote, y cien veces resucitará para
nosotros el ingenioso hidalgo. Así aconteció también a nuestros padres y abuelos, y acontecerá a
nuestros hijos y nietos. Entonces, ¿se podría decir que los personajes son inmortalmente mortales?
Dejémoslo en que son continuamente mortales.
Pecan de ingenuos los que hablan de la inmortalidad del personaje, pues en realidad están
hablando de la memoria que los hombres guardan del personaje y, por tanto, están llamando inmortal
al hombre, el más mortal de los seres por ser consciente de ello.
Un triste modelo de mortalidad desvalida, donde los haya, nos lo ofrece Martín Santomé —
protagonista de La tregua, de Mario Benedetti— mientras vive la muerte de su amada Avellaneda.
Sírvale de consuelo a Santomé que cientos de lectores la hacen revivir cada día con sus lágrimas; y
sírvanme a mí de despedida sus palabras:

Entonces, cuando estuve en casa, solo en mi cuarto, cuando hasta la pobre Blanca me retiró el
consuelo de su silencio, moví los labios para decir: «Murió. Avellaneda murió», porque murió es la
palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del
dolor, murió es la desesperación, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces,
cuando moví los labios para decir: «Murió», entonces vi mi inmunda soledad, eso que había
quedado de mí, que era bien poco. Con todo el egoísmo de que disponía, pensé en mí mismo, en el
remendado ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez, la forma más generosa de pensar
en ella, la más total de imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de setiembre, a las tres de la tarde, yo
tenía mucho más de Avellaneda que de mí. Ella había empezado a entrar en mí, a convertirse en mí,
como un río que se mezcla demasiado con el mar y al fin se vuelve salado como el mar. Por eso,
cuando movía los labios y decía: «Murió», me sentía atravesado, despojado, vacío, sin mérito.
Alguien había venido y había decretado: «Despójenlo a este tipo de cuatro quintas partes de su ser.»
Y me habían despojado. Lo peor de todo es que ese saldo que ahora soy, esa quinta parte de mí
mismo en que me he convertido, sigue teniendo conciencia, sin embargo, de su poquedad, de su
insignificancia. Me ha quedado una quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos
proyectos, de mis buenas intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de mi lucidez,
alcanza para darme cuenta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente. No quise ir a su
casa, no quise verla muerta, porque era una indecorosa desventaja. Que yo la viera y ella no. Que yo
la tocara y ella no. Que yo viviera y ella no.
Parte III

...HASTA LA PERSONA

Tuyas, no mías, tejo estas guirnaldas,


que en mi frente renovadas pongo.
Para mí teje las tuyas,
que las mías no veo.
Si no pesa en la vida mejor gozo
que vernos, veámonos, y, viéndonos,
sordos conciliemos
lo sordo insubsistente.
Coronémonos pues unos a otros,
y brindemos unísonos a la suerte
que hay, hasta que llegue
la hora del barquero.

Ricardo Reis

1. DEL ESCRITOR

LLEGADA A ÍTACA

(Cuando emprendas el camino hacia Ítaca


ruega que tu camino sea largo,
rico en aventuras y descubrimientos.

No temas a los lestrigones, a los cíclopes


o al colérico Poseidón;
seres tales jamás encontrarás en tu camino
si mantienes en alto tu ideal,
si tu cuerpo y tu alma se conservan puros.
Nunca verás a los lestrigones,
a los cíclopes o a Poseidón,
si de ti no provienen,
si tu alma no los yergue frente a ti.)

Enlodado, cubierto de polvo y sudor, exhausto, ausente, feliz y desgraciado, el escritor termina
su obra y abandona al personaje a su suerte, que ya está echada. Llegamos así al final del camino. Pero
el final es un extremo, y un extremo es también inicio. Volvemos de esta forma al comienzo, a la
inmensa soledad del escritor frente a su creación. Porque lo primero que sentirá el autor al finalizar su
obra es un vacío tan hondo como el que sintió antes de emprender el viaje, frente al papel en blanco.
Resulta más profunda, si cabe, esta segunda soledad, porque es la de quien ha estado acompañado y
ya no lo está.

(Ruega que tu camino sea largo,


que sean muchas las mañanas de verano,
cuando con placer y alegría llegues
a puertos nunca antes vistos.

Ancla en mercados fenicios y hazte


de toda suerte de bellas mercancías:
madre perla, coral, ámbar, ébano
y perfumes voluptuosos de todas clases.
Compra todos los aromas sensuales que puedas,
y ve a las ciudades egipcias a aprender de sus sabios.)

Los personajes han sido algo más que amenos compañeros de viaje. El autor ha sentido las
dichas y el sufrimiento de sus criaturas corno si fueran los suyos —¿y acaso no lo eran?—. Cuando le
tocó deshacerse de alguno de ellos tuvo jaqueca y discutió con su pareja. Había días en que creyó que
el protagonista se le moría entre frases agonizantes, y en esas semanas la casa se llenaba de telarañas y
de sombras negras; después lo sacó a flote, menos mal, y entonces se sintió feliz, lleno de vida.
Cuando tuvo que organizar la intriga y descolocar las secuencias en favor del conjunto, sintió náuseas
de cirujano chapucero jugando con vidas humanas. En otras ocasiones, la inspiración se le subió a la
cabeza en forma de fiebre y escribió frondosos discursos que luego reputó inútiles...

(Ten a Ítaca siempre en tu mente.


Llegar allí es tu meta,
pero no apresures el viaje.
Es mejor que dure mucho,
y mejor anclar cuando seas viejo.

Lleno de la experiencia del viaje,


no esperes la riqueza de Ítaca.)

Y ahora, después de todo eso, lo invade una mezcla de hastío, remordimientos, tristeza,
abandono y desaliño. Mira de reojo su novela, siente escalofríos como junto a un cadáver y se queda
velándola como a un ser amado por su vitalidad pero que permanece, de pronto,
incomprensiblemente exánime. La acaricia, pasa las hojas llenas de hormigas, se pregunta si alguna
vez tuvieron sentido o si lo tendrán en alguna ocasión para otras personas. Finalmente, deprimido, se
va a la cama. Mañana será otro día.

(Ítaca te ha dado un bello viaje.


Sin ella jamás lo hubieras emprendido;
pero no tiene más que ofrecerte,
y si la encuentras pobre,
no es Ítaca quien te ha defraudado.

Con la sabiduría ganada,


con tantas experiencias,
habrás comprendido
lo que las Ítacas significan.)

EL HALLAZGO
Por la mañana, el escritor levanta las persianas y mira a la calle; por primera vez en mucho
tiempo, se asoma al mundo. Decide salir a dar una vuelta. Mientras pasea por las calles soleadas
observa a las personas que se cruzan con él, a los tenderos tras los mostradores de las droguerías y las
ópticas, a aquel muchacho que no se despega del ordenador tras la ventana del segundo, a las gentes
que en la hora del café salen de las oficinas oscuras como caracoles después de la lluvia...
Y suavemente, como el roce del sol en su piel traslúcida, va calándole el sentido de su recorrido.
Ve a un hombre de traje a rayas correr tras una mujer pájaro. Lleva un cucurucho de fresa en cada
mano. La alcanza y le ofrece el helado, sonriendo. Se alejan charlando, teñidos de viento y sol,
borrosos tras las cortinas de agua superpuestas por los aspersores de un jardín. Se alejan como sus
personajes...
El escritor mira a la gente; unas personas le devuelven la mirada y otras no. Pero él no deja por
ello de observar todo lo que lo rodea, alcanzando a comprender los gestos desenfadados o coléricos,
las arrugas o la tersura de los rostros, los mundos disfrazados de traje de chaqueta. Se detiene a
comprar el periódico y charla con el quiosquero, intercambian unos minutos de entendimiento.
Vuelve a casa, llama a unos amigos, quedan para esa noche. Pone música, que se mezcla con
llantos de niños en el patio interior, con el olor a coliflor rehogada. Se tumba en el sofá.
Al cabo de un rato se levanta, se acerca de puntillas a la mesa de trabajo y abre la novela.
Empieza a leer. Sorprendido, descubre que ya no le pertenece, que no es él quien la ha escrito, sino
quien él fue en otro tiempo.
Ahora ya sabe que llegar al final no importaba. A lo largo del viaje se le olvidaron las preguntas
hechas al destino; al otro lado de las montañas de la creación no hay sino la creación misma, y ésa a
todos pertenece menos a quien la llevó a cabo. Pasa las páginas, y unos personajes que no son los
suyos lo saludan desde extraños pedestales, construidos de palabras.

UNA FORMA DE VIDA

Lo que nuestro escritor —demasiado absorto en su lectura— no sabe es que su camino no acaba
más que de empezar. En la sala de máquinas de su inconsciente se están empezando a fraguar otras
búsquedas en las que se consumirán sus días, las personas a las que esa mañana ha observado yacen
ya como sustrato para nuevos personajes, y el virus (o, como lo llama Vargas Llosa, la solitaria) de la
creación ha invadido todas sus vísceras y neuronas.
Escritor es quien está siempre en camino. Los descubrimientos y las metas sólo le sirven de
apoyo para tomar impulso y lanzarse de nuevo a la carrera. Los escritores son aquellas personas que
en el lecho de muerte, sin fuerzas para moverse, viven su personaje final, dictan una última historia
que quedará inconclusa, como su viaje.
Escribir es un modo de ver el mundo, una lógica encaminada a conocer al ser humano, una
manera de relacionamos con los demás, de mostramos escondiéndonos... Es, al fin, una forma de vida.
Quien escribe, apuesta por el conocimiento, por lo desconocido, por la multiplicidad, por la
desaparición de las fronteras entre los mundos reales y los imaginados.
Pero esto todavía no lo sabe nuestro escritor, quien, de momento, sigue leyendo su novela recién
terminada con gesto preocupado. Él no piensa ahora en nuevas búsquedas ni en el camino que le
queda por recorrer. Al igual que en cada paso que ha dado, el de la lectura es el único que le importa
en este instante. Como dice Gabriel y Galán:
Yo no podría escribir una línea si no pensara que mi obra presente hará temblar al mundo.

LA ÚLTIMA LECTURA

Y es que, aunque la obra ya esté terminada, queda todavía la labor de leerla. En realidad, todo el
proceso de la creación es una tarea de lecturas y correcciones superpuestas, pues no pasará un día sin
que el escritor se lea lo que lleva hecho de cabo a rabo, tache un párrafo, descubra errores, cambie la
estructura...
Pero es esta última lectura distinta de las demás. Ahora el autor se ha quitado todos los
disfraces: el de narrador, el de personaje... incluso el de escritor. Queda simplemente la persona que
abre un libro y se pone a leer.
Si bien le ha resultado fácil desprenderse de los disfraces, le va a ser imposible borrar de su
memoria todo lo que sabe sobre la obra que está leyendo. De ahí el gesto de preocupación que
ensombrece su frente. Intenta abstraerse de sus molestos conocimientos —sobre el engranaje interno,
los puntos de giro, los trucos utilizados...— para asimilar el texto como un lector anónimo, como
quien es cuando lee cualquier otro libro.
El intento de abstracción es imprescindible para detectar los errores, y sin embargo nunca podrá
el autor abstraerse del todo. Ese esfuerzo desmedido para tan escasos resultados puede resultar
frustrante, porque quizá una de las cosas que andaba buscando nuestro escritor era escribir un libro —
el Libro— a su medida, el texto que no habría podido nunca leer de otros autores y en el que se
pudiera ver reflejado como en un espejo; y resulta que ahora, una vez conseguido su propósito, le falta
la inocencia necesaria para disfrutar de ese mundo creado por él. Lo que su creación podía darle, ya se
lo dio en el camino andado.
En este momento, lo único que debe tener en cuenta nuestro autor es que su obra forma parte de
un proceso de comunicación, y que tiene que hacer ese esfuerzo de abstracción —por muy frustrante e
inútil que le pueda parecer— por sus lectores, igual que otros artistas, los que escribieron los libros
que tanto ha disfrutado, lo hicieron por él.
Este intercambio algo aleatorio y desordenado de mundos literarios es (o debería ser) una labor
bastante altruista, como lo es (o debería serlo) cualquier proceso de comunicación en el que dos
personas intentan hacerse entender y hacen el esfuerzo, a su vez, de comprender lo que el otro dice.
A veces es fácil olvidar que el arte es un medio de expresión y, por tanto, de comunicación. Más
fácil todavía es olvidarlo en lo que a la literatura se refiere, ya que el diálogo se establece a muy largo
plazo, y es habitual que quien expuso el discurso narrativo (compuesto a su vez de preguntas
lanzadas al aire) no escuche nunca la respuesta de sus interlocutores. Los músicos, los pintores, o
incluso los directores de cine y los actores, tienen un contacto más directo e inmediato con su público.
Los escritores, sin embargo, muchas veces no reciben sino respuestas póstumas. Así que suelen ser la
paciencia y el estoicismo cualidades indisociables del escritor de ficciones, pues el mismo medio de
expresión que libremente eligió es una manera de devolver transformado lo que el mundo le dio, e
implica una suspensión temporal, un pliegue en la teoría de la relatividad, un diálogo a años luz.
No por esta absoluta falta de inminencia ha de esquivarse la última lectura de la obra ya creada.
El escritor, experto en identificaciones y multiplicidades, ha de imaginarse esta vez que un lector va a
leer su obra. Luego tendrá que intentar ponerse en la piel de ese lector. Y leyendo de esa forma su
novela, podrá hacer los cambios que considere adecuados. Todo autor guarda en su imaginación a un
lector ideal. Visualizar a ese lector e identificarse con él puede ayudarle a leer su obra: una joven con
peto y el pelo teñido de azul eléctrico se dispone a abrir el libro en un rincón de una casa okupada; un
anciano viudo pasa las hojas en la biblioteca del Ateneo; a un asistente social se le pasa la estación de
metro donde tenía que bajarse y, absorto en los amores de la protagonista, sonríe mientras sueña...

ÚLTIMAS CORRECCIONES

Así, intentando abstraerse y disfrazarse de lector ideal, el autor dará los últimos retoques a su
obra. Este chequeo abarcará todo lo que hemos ido analizando pormenorizadamente, sólo que visto
ahora en la distancia, desde fuera.
El escritor recorrió el camino recogiendo materiales válidos para su obra. Encontró un paraje
adecuado para construir su ciudad, junto a un río. La edificó, dictó las leyes que habían de regir en
ella. Creó a todos sus habitantes. Y ahora, debe entrar en ella como un turista cualquiera que
casualmente pasa por allí, comprobar su habitabilidad, la acogida que le dan los vecinos, el estado de
las viviendas y de las cañerías, el ambiente de los bares de copas, los entretenimientos que le ofrecen
los alrededores y las posibilidades de salir más sabio que cuando entró.
Aprovechemos las correcciones a las que nuestro autor está sometiendo su novela para hacerle
al texto las preguntas cuya respuesta nos indicará el estado de salud de los personajes:

1. ¿Siguen los personajes principales sus propios impulsos, o da la impresión de que alguien
los mueve desde el exterior como si fueran marionetas?

2. ¿Se mueven los personajes, o no hacen más que filosofar? ¿Se los describe por medio de sus
actos concretos, o es el narrador el que emite juicios abstractos sobre ellos?

3. ¿Se puede seguir sin problemas una historia superficial, concreta, y otra profunda?
¿Marchan las dos al mismo ritmo? ¿No se pierde nunca el hilo de la acción ni el de la trama?

4. ¿Están colocados los hechos de la mejor forma posible? ¿Y graduada su importancia? ¿Hay
tensión narrativa? ¿Apetece seguir leyendo la novela en cada momento?

5. ¿Aparece el personaje en los primeros párrafos? ¿Entran ganas de saber más cosas de él
desde un primer momento? ¿Invita al lector a que se implique en la historia?

6. ¿Nos guían los personajes principales a lo largo de toda la novela? ¿No huyen en ningún
momento, dejando desamparado al lector?

7. ¿Acabamos queriendo al protagonista, con todos sus defectos y debilidades? ¿Hay una
aproximación afectiva del lector hacia la historia?

8. ¿Se exponen otras visiones del mundo que la del autor? ¿Se han explorado a fondo?

9. ¿Se juega limpio con los personajes principales, o se les fuerza a hacer trampas? ¿Está bien
complementado el carácter de los personajes secundarios con sus respectivas funciones?
10. ¿Cómo está modulada la voz del narrador? ¿No se señala a sí misma? ¿Se ha elegido el mejor
punto de vista posible para que los hechos resulten verosímiles?

11. ¿Están todos los elementos de la obra conectados? ¿Da ésta la impresión de totalidad? ¿Hay
un avance continuo en la configuración de los personajes a la vez que permanece en ellos una
esencia inalterable en cada momento?

12. ¿Hablan los personajes? ¿Se utiliza lo bastante el diálogo, o se elude en algún momento?

13. Tras cerrar el libro, ¿guardamos la sensación de haber convivido junto a unos personajes
coherentes, humanos, imprevisibles, tan mortales como nosotros, y de los que se puede sacar
lección universal?

Las respuestas a estas preguntas se transformarán en correcciones, en un proceso que puede


durar días, semanas o meses, dependiendo de la experiencia del autor, del grado de asimilación de las
técnicas narrativas que haya alcanzado mientras escribe, de su carácter más o menos perfeccionista...
En todo caso, es un proceso imprescindible, pues en su transcurso la novela variará
considerablemente. El autor la mira ahora desde una perspectiva nueva, a la que no tenía acceso
durante la creación, y verá muchas cosas que antes le pasaron inadvertidas.
En algunas novelas publicadas actualmente, en estos tiempos de prisas e impaciencias, se echa
en falta ese período de reposo y relectura, de correcciones hechas desde el punto de vista del lector. La
ansiedad y las prisas por llevar la obra a la imprenta, a un concurso o a una editorial se suelen traducir
en incoherencias, contradicciones, oscuridades, tediosos discursos desconectados de la historia,
errores de sentido y gramaticales... He visto a más de un escritor que, leyendo su obra ya impresa,
lamenta no haberse tomado el tiempo suficiente y haber establecido la distancia necesaria para
realizar este último chequeo.
Así que nuestro escritor, armado de paciencia y concentración, sin miedo a los tachones ni a las
modificaciones de esa obra que, al fin y al cabo, ya no le pertenece del todo, va eliminando las frases
malsonantes, comprobando que tal personaje pide a gritos calzar unos zapatos de gamuza azul en
lugar de las botas de piel de cocodrilo que se había obcecado en ponerle, eliminando los restos de
andamios que permanecían ignorados en el denso entramado narrativo, sacando brillo a los últimos
párrafos...

LA SEPARACIÓN

Finalmente, después de días, semanas o meses de frenéticas correcciones, nuestro autor


comenzará a experimentar los primeros síntomas de locura. Su obra en nada se parece ya a aquélla
que él consideró terminada, y cada día que pasa encuentra más y más incongruencias, sinsentidos,
desmanes de los personajes... Entonces, cuando ya se le nubla la vista y las palabras comienzan a
bailar sevillanas por la casa, cuando es incapaz de comprender el sentido de la frase más sencilla,
suele ser el momento de abandonar la novela.
Dado que el proceso de corrección podría alargarse indefinidamente, porque la perfección no
existe, y en caso de que existiera el escritor —persona insegura por naturaleza— no sabría detectarla,
en algún momento tiene que cerrar el ciclo. Para ello, cada artista celebra su propio ritual. Para los más
reservados, la separación definitiva de su obra se llevará a cabo en una tarde de lluvia, bajo unos
soportales, al entregarle a su amigo del alma, con manos temblorosas, el manuscrito. Los que ya tienen
hartos a sus conocidos de sesiones diarias de lectura, empezarán a mandar ejemplares a concursos
literarios. A algunos bienaventurados —los menos— les apremiarán las llamadas del editor, que
recibirá la obra con los brazos abiertos, varios meses después del plazo previsto. Y otros,
sencillamente, la meterán en un cajón y tirarán la llave por la ventana. Pero todos, sin excepción,
sentirán la necesidad de desprenderse simbólicamente de ese mundo narrativo cuyo sentido se les
empieza a escapar, pero que los ha invadido por completo.
Después de la ceremonia de separación las cosas no irán mucho mejor para el autor, pues los
divorcios nunca son agradables. Echará de menos aquel mundo al que ya no tiene acceso, perderá las
rutinas diarias, los referentes cotidianos de los últimos tiempos, y las horas se le irán en suspiros de
enamorado y lágrimas de cocodrilo por los mundos perdidos. Sus personajes se le aparecerán en
sueños, desfigurados, persiguiéndole con reproches o llantos, y se sentirá la persona más desgraciada
de la tierra.
Pero un buen día, pasados los peores momentos, le presentarán en una fiesta a un hombre cuyos
gestos le recuerden terriblemente a uno de sus personajes; lo observará mejor y notará más parecidos.
Se descubrirá adivinando mentalmente la frase que va a decir momentos antes de que la diga. Le
preguntará: «Oiga, ¿no tendrá usted por casualidad un gato negro?». «¿Cómo lo sabe?», responderá el
otro, extrañado. Al cabo de unos meses, aconsejará a una amiga en apuros que actúe con la misma
decisión que la protagonista de su novela. Tendrá ocasión también, en algún momento, de aprovechar
alguna de las sabias reflexiones que un viejo y borracho vagabundo murmuraba por las esquinas del
texto.
Y así sucesivamente, la obra se irá mezclando con su vida hasta que se conviertan en una misma
cosa, en un aprendizaje continuo de sí mismo y de las personas con las que trata. Mientras tanto,
olvidará los malos momentos del matrimonio e idealizará los buenos; pero, por supuesto, ya estará
pensando en un nuevo romance, más rico que el anterior —el definitivo— con la obra que terminará
de desvelarle los secretos de su alma, de todas las almas. Y, posiblemente, ya nunca más sienta deseos
de leer su obra anterior. Sí anhelará, sin embargo, entregársela al mundo, a los demás, pues ellos son
los destinatarios, al fin, de toda obra de arte.

Desde la ventana más alta de mi casa


con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos que parten hacia la humanidad.

Y no estoy alegre ni triste.


Ése es el destino de los versos.
Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede ocultar el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.

Ved los que ya van lejos, como en la diligencia


y yo sin quererlo siento pena
como un dolor en el cuerpo.

¿Quién sabe quién los leerá?


¿Quién sabe a qué manos irán?

Flor, me cogió mi destino para los ojos.


Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.
Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.
Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.

¡Idos, idos de mí!


Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la que fue suya

Paso y me quedo, como el Universo.

(Alberto Caeiro)

2. DEL LECTOR

ENTRE LA LUNA Y LOS JAZMINES

La otra noche me reuní con unos amigos en el ático de uno de ellos. Miguel tiene una terraza
grande en un séptimo piso, y la luna casi se podía tocar. Estábamos adormecidos por la cena, la
cerveza y, sobre todo, por el intenso olor de los jazmines, que brillaban como frágiles estrellitas
blancas. Me preguntaron por mi libro. «Ya queda poco», contesté con un suspiro. Y entonces nos
pusimos a hablar de Ana Karenina, Emma Bovary y Ana Ozores.
No sé si nos despertamos completamente o si terminamos de sumimos en la ensoñación; el caso
es que la conversación se acaloró en seguida. Antonio nunca se ha repuesto de la muerte de la
Karenina, y hablaba de Tolstoi con rencor incontenible, tratándolo poco menos que de asesino
sanguinario. Él pensaba, pocas páginas antes del suicidio, que Ana sentaría la cabeza y se liaría con el
sensato de Levin; éste, sin muchas contemplaciones, abandonaría a «la cursi esa» —decía, refiriéndose
a Kitty—. Paco se rió, sorprendido por la curiosa interpretación de la novela; pero luego, muy digno,
dijo que Kitty no era ninguna «cursi», sino la más encantadora de las mujeres, que Levin no podía ser
tan estúpido como para dejarla, a pesar de que Ana lo intentara seducir con sus malas artes... No por
eso se lamentaba menos por el desgraciado final de la heroína, pero a Kitty que nadie la tocara.
La muerte de Emma Bovary nos había dolido menos a todos; «será que se le coge menos cariño»,
dijo alguien. Lo que Raúl no entendía era que se hubiesen casado las tres con semejantes
mediocridades, habiendo hombres estupendos por el mundo; «un poco tontas sí que tenían que ser»,
remató. «Eran otros tiempos», las defendí yo. Bea afirmó que esas cosas seguían ocurriendo, a ver qué
me creía. Todos justificábamos, en cualquier caso, el adulterio de las tres mujeres.
Mientras nosotros hablábamos de seres incorpóreos, la luna se volvía inalcanzable en las alturas,
y la llama de una vela resistía débilmente entre la brisa y la cera fundida. Por un momento me pareció
ver, flotando entre los jazmines, los rostros sorprendidos de Flaubert, Clarín y Tolstoi, mucho más
incorpóreos para mí que sus personajes. ¿Qué estarían pensando al escuchar nuestra conversación?
¿Estaban escandalizados? ¿Perdían por momentos la confianza en su poder de convicción? ¿O,
simplemente, se sentían halagados? Sus caras temblorosas se tomaron, al morir por fin la llama,
demasiado borrosas para contestarme a estas preguntas.

LA INTERPRETACIÓN

En todo caso, los tres autores no tenían vela en ese entierro, pues la última palabra sobre una
obra de arte no la tiene el artista, sino quienes la contemplan. Así que son los lectores, en mayor o en
menor número, más tarde o más temprano, los que van cerrando el círculo de la obra de ficción y, por
tanto, los que terminarán de configurar al personaje.
Cuando el escritor da por concluida su novela, pasa el relevo al lector, y le dice: «Toma este
mundo, disfruta de él y complétalo». Y es al lector a quien corresponde interpretar la obra, descifrar el
contenido, añadirle su propia sensibilidad, sacar conclusiones... Hasta entonces el texto, como si de
una partitura se tratara, está concluido sólo en potencia, a falta de su ejecución.
Generalmente, los escritores quedan bastante sorprendidos ante las opiniones de los lectores o
los críticos. Es natural. El «lector ideal» que se habían imaginado no suele coincidir en lo más mínimo
con aquellas personas concretas que leen su novela, pues el autor en ningún momento ha podido
acercarse a ella con total independencia de sí mismo. Por tanto, suele escuchar estupefacto las
interpretaciones más diversas, en general totalmente extrañas a los propósitos que lo movieron
mientras escribía. Es fácil que caiga en el desconsuelo al comprobar que las partes que más esfuerzo le
costaron hacen bostezar al más paciente de sus amigos, mientras que aquellos capítulos que había
incluido como relleno provocan risas espasmódicas, llantos o felicitaciones.
Y lo peor es que cada una de las personas que lee una obra ofrece una visión diferente de ella.
Por tanto, cuantas más opiniones escuche el escritor, menos sabrá a qué atenerse. Puede realizar, si lo
desea, una presentación de su novela explicando detalladamente sus intenciones, pero sería una tarea
ardua, frustrante y completamente inútil.
Esto hace que el escritor, altamente sensibilizado por el tema que se trata, sienta la tentación de
rebelarse contra sus lectores (o sus no lectores), tacharlos de insensibles, incompetentes o faltos de
inteligencia. Hay quien los ve como enemigos, o los evita temeroso, como si de espectros se tratara. Y
es una pena, porque es como quien en un diálogo que él mismo ha buscado opta por los gritos como
solución a la incomunicación. En otras ocasiones, el autor hace caso omiso de lo que sus lectores le
dicen, lo cual viene a ser como si en el mismo diálogo se tapara los oídos, pensando que de esa forma
la comunicación se restaurará.
Y digo que es una pena, porque el escritor puede sacar mucho provecho de las diferentes
opiniones sobre su obra. De hecho, al ser la lectura el último paso de la realización, las
interpretaciones las podrá integrar el autor como parte de la obra, adquiriendo ésta la dimensión que
le faltaba.

LA CONFIANZA

Para que el intercambio entre autor y lector sea fructífero, lo primero que hemos de tener en
cuenta es que quien lee una obra no suele tener nada personal contra el escritor, pero tampoco
ninguna razón para ser sensible al ingente esfuerzo del que nació el texto.
Todos, como lectores, abrimos un libro con la inocencia, la expectación y la espontaneidad de un
niño. También tenemos, por supuesto, el deseo de que nos guste. Así que, de entrada, el escritor tiene
de su parte esa buena disposición, que no es mala cosa. Queda en su mano, eso sí, que la buena
disposición no se tuerza hacia el aburrimiento, el enfado o la ofensa, a los que el lector no llegará si no
acumula razones suficientes para ello.
Así pues, el autor no puede hacer menos que fiarse de lo que le dicen, pues ningún factor
externo a la obra influye en el lector. La publicidad y las críticas del periódico pueden incitar a alguien
a comprarse un libro o a intentar terminarlo, pero sólo su relación con el mundo creado por el autor lo
llevará a entretenerse o aburrirse, enternecerse, llorar o reírse, entender el contenido de una forma u
otra...
Sea más o menos grande el círculo de lectores que tenga un escritor (un par de amigos, un grupo
de conocidos, los clientes de tres librerías de su ciudad o las grandes masas), puede confiar en ellos, a
no ser que él mismo los coaccione o soborne. .
Y ese diálogo que mantiene el autor con sus lectores puede resultar, por esa inocencia de la que
éstos últimos parten, de lo más benéfico, sobre todo para las personas que comienzan a escribir. Una
mezcla de optimismo a la hora de hacer la recaudación de opiniones y una distancia prudencial con
respecto a su obra, así como un fuerte deseo de ampliar su visión, ayudarán al escritor a escuchar con
tranquilidad lo que le puedan decir.

ESTADÍSTICAS

Habíamos dicho que las opiniones sobre el libro podían ser tan variadas como las personas que
lo lean. Y es que los lectores también utilizarán, a la hora de introducirse en ese mundo construido por
el autor, su singularidad, completando lo que está escrito con lo que no se dice, con su propia mirada
y perspectiva.
La obra vendría a ser, en cuanto a la lectura se refiere, una especie de esqueleto que el lector
rellenará con lo que le sugiera ese armazón en el instante en que está leyendo, completando así el
microcosmos de la novela. El escritor ha estado viviendo anteriormente en ese mundo, y ha creído
plasmarlo fielmente (cuando en realidad lo estaba esquematizando), así que le llenará de perplejidad
que otra persona lo habite con una visión diferente. Y, sin embargo, igual ocurre en la vida, donde
cada ser humano tiñe de subjetividad el mundo en el que todos vivimos.
Es comprensible, no obstante, que el escritor añada una dosis de inadvertencia al cúmulo de
consejos y diferentes puntos de vista sobre su obra. Por una parte, sabe más que nadie sobre el texto y
los personajes. Por otro lado, hacer caso de todas las opiniones y sugerencias supondría perder su
propia singularidad como escritor. Así que lo más útil resultará que se sitúe en un término medio que
le permita hacer una especie de estadística de las diferentes opiniones sin hacer caso a ninguna en
concreto.
A las personas que comienzan a escribir les suele venir bien tener un grupo de amigos
dispuestos a dar su opinión sincera, o reunirse con personas que, como ellas, escriban, para poder
establecer un intercambio. Cuantos más lectores, más difícil será sacar una conclusión, pero más fiable
será la estadística general.
Claro, que no es lo mismo hacer una estadística sobre el consumo de chocolate en la sociedad
moderna que realizarla sobre esa parte de nuestras entrañas en la que nos hemos quemado las cejas y
el espíritu, con la ilusión puesta en que otros disfrutaran de ella. Así que, antes de acudir a la cita con
nuestro amigo lector, y si queremos que continúe siendo ambas cosas, más vale practicar algunos
ejercicios de yoga, o repasar mentalmente unas cuantas obviedades sedativas:

1. Si nuestro amigo nos da una opinión crítica, no es porque nos odie o sienta envidia malsana
por nuestras virtudes artísticas. Hay que evitar las paranoias y confiar en él.

2. Si lo que nos dice no atiende a nuestras expectativas, más vale contener el enfado, aun a
costa de salir corriendo con cualquier excusa. Si nuestro amigo se siente coaccionado por
posibles represalias, no servirá como lector para otras ocasiones.

3. Tenemos que dejar de lado, durante la conversación, el amor propio. No somos dioses, sino
seres limitados. Si nos encerramos en una actitud orgullosa, no podremos asimilar ni una
palabra de las que nos digan.

4. Si nuestra cita es con varios lectores, hay que procurar, en el caso de que todos tengan dudas
sobre determinada secuencia, no atribuir a cada uno un defecto que le imposibilita para la
comprensión del hecho artístico. Lo más posible es que la culpa sea nuestra.

5. Es mejor no caer en la tentación de —ante los puntos oscuros— justificar nuestros motivos o
explicar en detalle la historia. Lo que los lectores no hayan entendido en una primera lectura hay
que revisarlo o dejarlo por imposible. Las justificaciones suelen ser —más si provienen de un
escritor— poco elegantes y, sobre todo, inútiles.

6. Hemos de agradecer cortésmente los elogios, pero dejarlos correr para intentar indagar en
los puntos débiles.

7. Todos esperamos, en el fondo de nuestra alma, que los lectores digan de la obra en cuestión
que es lo más impactante que han leído en su vida, superando con creces la maestría de un
Proust y un Cervantes. Antes de asistir a la cita debemos hacer, sin embargo, un pacto con la
realidad, para que el desencanto se transforme en ilusión y fuerza renovadas cuando nos digan
cosas corno que la novela es «entretenida»; o que «se puede leer»; o que hay un par de «frases
afortunadas».

Atendiendo a estas pautas dictadas por el sentido común pero que, por el derroche de energías e
ilusiones que está volcando el escritor en su vocación, resultan especialmente costosas de cumplir, se
abrirán las puertas a una comunicación con el lector, y por tanto al aprendizaje de quien, al fin y al
cabo, siempre estará caminando, formándose como artista y como persona.

LA INTEGRACIÓN

Por otro lado, por muy dispares que sean las opiniones que reciba la obra, el escritor podrá
establecer, a fuerza de paciencia, un hilo conductor, una serie de similitudes que serán las que le
permitan hacerse una idea de conjunto.
Porque, igual que sus lectores tienen su propia singularidad, también poseen la capacidad de
identificarse con la obra, con los personajes y, por tanto, con su creador. De la misma forma que en el
ático de Miguel todos coincidíamos en una serie de puntos respecto a las tres heroínas a pesar de las
discrepancias, cualquier grupo de lectores que comentan una obra, lo más normal es que caigan una y
otra vez sobre una serie de ideas comunes. Por otra parte, de la polémica también se puede sacar
lección: las partes sobre las que los lectores no estén en absoluto de acuerdo, aunque al autor le
resulten claras y transparentes, las volverá a revisar desde ese punto de vista conflictivo, buscando las
causas de tanta diversidad de opiniones.
Si el escritor es capaz de integrar en la obra esa diversidad convergente de opiniones, como
quien rellena en un puzzle los huecos vacíos, el discurso narrativo adquirirá la dimensión que le
faltaba, el espesor de la pluralidad. Todo escritor desea, en el fondo, que sus obras sean leídas y
comprendidas (de una forma o de otra); en el milagro de la comunicación es donde encontrará,
realmente, lo que andaba buscando con tanto ahínco. Compartir sus dudas, su exploración, su
universo particular, comprobar que otros lo entienden y lo habitan, le llevará a sentirse menos solo y
más seguro de su existencia en este mundo incomprensible y no del todo satisfactorio.
Por otra parte, sólo mediante la intermediación de sus lectores podrá acceder el autor a una
visión distante de su novela, a la espontaneidad y la inocencia de quien se sumerge en un mundo
creado por otro y goza de él sin responsabilidades.
Volvemos así, cargados de experiencia, al punto de partida de ese camino de ida y vuelta en el
que el escritor logra, después de un intrépido viaje a través de la creación, volver a sí mismo por
medio de los demás, que no son sino su reflejo en el escaparate de la zapatería.
Y el personaje, al que teníamos abandonado en todo este sofisticado engranaje comunicativo, no
es sino el intermediario entre el escritor y el lector, entre la persona y la persona.

DESPEDIDAS

Proseguir el camino significa emprenderlo de nuevo, en un movimiento perpetuo. Ese es el


destino de todo escritor, su vocación, su forma de vida. Llega, sin embargo, el momento de las
despedidas, pues rozamos ya los primeros párrafos de este libro circular.
Me gustaría despedirme, ante todo, de los personajes que nos han acompañado durante este
trecho. Si ellos no hubieran traducido mis palabras, posiblemente no habríamos podido entendemos.
De igual forma actúan en cualquier narración, así que difícilmente podríamos hablar de la novela o el
cuento sin levantar el sombrero y hacer una leve inclinación ante ellos.
Puede que la consideración de que Alberto Caeiro fue el autor de un libro de poemas no sea un
error, sino que el equívoco esté, quizás, en señalar sólo el nombre de los escritores en las portadas, y
no el de los personajes, que son realmente los que entran en tratos con el lector. Si recordamos con
mayor cariño a Emma Bovary que a Flaubert, a Ana Karenina que a Tolstoi y a la Regenta que a Clarín
(los tres autores fueron, posiblemente, bastante más antipáticos que sus personajes), ¿no merecerían
aparecer en los créditos, al menos como traductores de almas solitarias? En fin, no seré yo quien
proponga tal cosa a los editores, esas personas que tienden a considerar cualquier proposición sensata
como una excentricidad de quienes están tan locos que se pasan sus pocos ratos libres frente a un
papel o la pantalla de un ordenador.
Sin embargo, nadie me impide dedicar unas líneas de agradecimiento a esos representantes del
autor y de la humanidad entera, que constantemente se esfuerzan en que nos comprendamos algo
mejor unos a otros. A veces se les va la vida en ello, como es el caso de Ana Karenina o Emma Bovary.
Quizá deberíamos llevar flores también a su tumba.
Me despido, pues, de nuestras tres mujeres, compañeras de buenos ratos y de otros menos
buenos. Y también de Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Bernardo Soares. y de todos
aquellos que a través de sus actos nos han permitido entrever los mecanismos de la creación:
Pinín, Rosa, la Cordera (que no por pertenecer al reino de las vacas resulta menos humana),
Fabrizio, Martín Santomé, Segismundo, el inspector Iriarte, Koróviev, Gúrov, Oblonsky, don Rosendo,
Mónica, Cat, Marcel, Nippers, Olga, Carlos Bovary, Vronsky, Remedios, la bella, Levin, Kitty...
Me despido también de todos los que han llegado a dar la vuelta completa al libro, lo que no
carece de mérito, y de los que recorren —o han recorrido— paso a paso, con la paciencia de los santos
y la fe de los creyentes, el camino de la creación.
Finalmente, para evitar el último adiós, pues no hay despedida que valga para quienes
continúan en camino, un apretón de manos a Ernesto Sábato, a quien dejo la última palabra:

¡Los personajes! En un día del otoño de 1962, con la ansiedad de un adolescente, fui en busca
del rincón en que había «vivido» Madame Bovary. Que un chico busque los lugares en que padeció
un personaje de novela es ya asombroso, pero que lo haga un novelista, alguien que sabe hasta qué
punto esos seres no han existido sino en el alma de su creador demuestra que el arte es más
relevante que la reputada realidad.
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