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XXXII SEMINARIO INTERUNIVERSITARIO DE TEORÍA DE LA EDUCACIÓN
Liderazgo y Educación
Universidad de Cantabria. Santander, 10-12 de noviembre de 2013.
Ponencia 1
Este documento está sujeto a los derechos de la propiedad intelectual protegidos por
las regulaciones nacionales e internacionales.
LIDERAZGO PERSONAL Y CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD
PROFESIONAL DEL DOCENTE
Antonio Bernal Guerrero (Coord.) (Universidad de Sevilla)
Gonzalo Jover Olmeda (Universidad Complutense)
Marta Ruiz Corbella (UNED)
Julio Vera Vila (Universidad de Málaga)
“Si tengo que elegir cuatro hombres que hayan tenido un poder mayor que los
demás deberé mencionar a Buda y a Cristo, a Pitágoras y a Galileo. Ninguno de
ellos tuvo el apoyo del Estado hasta que su propaganda hubo alcanzado el buen
éxito durante su vida. Ninguno de los cuatro hubiera influido en la vida
humana como lo hubiera hecho si el poder hubiera sido su objetivo primordial.
Ninguno de los cuatro aspiró al poder que esclaviza a los demás hombres, sino
al que les hace libres…” (Bertrand Russell, 2010[1938], 254).
1. Introducción
Una clara fuente de contraste de la importancia que se está dando al liderazgo en
entornos internacionales es la existencia de publicaciones periódicas, redes
profesionales y científicas o encuentros científicos focalizados en su estudio e
intercambio de buenas prácticas. Ejemplo de esta relevancia, de acuerdo a esta fuente de
información, son dos revistas incluidas en el área de Education & Educational Research
del último listado JCR (2011), que se centran exclusivamente en esta temática:
Educational Managment Administration & Leadership y Educational Leadership.
También encontramos en diferentes países, especialmente de habla anglosajona,
institutos dedicados al estudio del liderazgo y a la formación de los profesionales de la
educación y la promoción de redes profesionales que ayuden a compartir y a colaborar
en el logro de experiencias exitosas. Ejemplo de ello son la European Qualification
Network for Effective School Leadership, de la Unión Europea, o la Red de Liderazgo
en Educación de la OREALC/UNESCO en América Latina o el Educational
Leadership Network a nivel internacional. Como se puede comprobar, estamos ante un
tema que preocupa, y que está ocupando, a muchos investigadores, profesores, gestores
y políticos en los ámbitos educativos más diversos.
Al realizar una búsqueda sencilla en la reconocida base de datos ERIC1
combinando los descriptores: ‘leadership & education’, comprobamos este interés de la
comunidad científica: más de 46.000 entradas. Ahora bien, si cruzamos los descriptores
‘leadership & theory of education’, descendemos ya a 445 entradas. Aparte de la
enorme diferencia de trabajos de ambas búsquedas, el primer dato desprende el interés
permanente a lo largo de los años sobre este tema, que ha ido incrementándose en estas
últimas décadas especialmente a partir de estudios empíricos sobre la influencia del
liderazgo en comunidades formativas determinadas. En cambio, al introducir el
descriptor de teoría de la educación, se recuperan documentos fechados en los 70 y 80,
desapareciendo, poco a poco, la atención y reflexión sobre la dimensión teórica de este
concepto.
1
Búsqueda realizada en las bases de datos ERIC y DIALNET con fecha 27/02/2013.
Si revisamos esta situación en nuestro entorno, nos encontramos con que el
liderazgo nunca ha sido objeto de atención en los Seminarios y Congresos del área de
Teoría de la Educación2. A la vez, al consultar una base de datos reconocida a nivel
nacional, DIALNET, utilizando los mismos descriptores, el resultado recoge 213
entradas, reduciéndose a 10 en el segundo supuesto.
Estos datos quizás sean suficientes para considerar que desde la Teoría de la
Educación debemos problematizar el sentido y alcance del liderazgo educativo, hasta
ahora relegado a otras áreas de conocimiento, ya que desde él se está abordando
también el problema de la calidad y la equidad de la educación, el desafío del
aprendizaje para toda la vida, el reto de la empleabilidad, el impacto formativo de la
globalización, la delimitación de los escenarios educativos posibles que se puedan dar
en los próximos años... El docente, como figura clave dentro del sistema escolar, en la
medida en que se relaciona con el liderazgo, se abre a diversas interrogantes que tienen
que ver con lo que cuenta como una buena educación y un buen gobierno.
Parece que la comunidad científica ha producido una cantidad notable de
evidencias para persuadirnos de que el liderazgo en los centros educativos es
importante. Además, esto se produce en un contexto donde cada vez existe una mayor
presión para el rendimiento social de cuentas. La mezcla de liderazgo y responsabilidad
al mismo tiempo ha generado nuevos contextos de trabajo en el ámbito de la educación,
como está sucediendo en otros, distintos a los que la mayoría de los profesores y
profesionales de la educación en general habíamos vivido. Comprender estas
implicaciones se ha convertido prácticamente en un asunto de supervivencia para los
docentes.
2. Estado de la cuestión
2.1. El fenómeno del liderazgo personal y su proyección actual sobre la construcción de
la identidad. Una revisión teórica
La palabra “líder” (del inglés, “leader”) se define en el Diccionario de la Real
Academia Española como guía o conductor, en definitiva, como quien señala la
dirección de un grupo o colectividad. Así mismo, encontramos el término “leader”
asociado a la palabra “jefe”, por ejemplo, en el Diccionario Ideológico de la Lengua
Española, de Julio Casares (2001). Etimológicamente, pues, el término líder alude a una
relación asimétrica entre, por lo menos, dos personas3, en la cual una persona ejerce
influencia sobre otra, que de alguna manera la sigue. Popularmente, cuando se habla de
liderazgo4, de buscar, encontrar o reconocer un líder, las interpretaciones posibles no
2
Dato contrastado en la información vertida en la página web del Seminario Interuniversitario de Teoría
de la Educación.
3
Podríamos pensar en célebres díadas históricas o literarias, donde se pone de manifiesto este sentido del
liderazgo, reflejado inmortalmente, por ejemplo, en El Quijote y Sancho, esos universales cervantinos.
4
Resulta sintomático que en el Diccionario de la RAE (22ª ed.) liderazgo lo definan como liderato,
condición de líder, y como la situación de superioridad en que se halla una empresa, un producto o un
sector económico, dentro de su ámbito. Curiosamente estamos ante una palabra que no tiene sinónimo. En
cambio, para el término líder se proponen caudillo, adalid, paladín, cabeza, jefe…, todas ellas muy
distan mucho de este sentido expuesto, aunque pueda adecuarse mejor su significado a
unos ámbitos que a otros.
No parece que sea muy desacertado asociar el fenómeno del liderazgo, de algún
modo, al del poder, aunque el propósito no sea precisamente complaciente, sino
transgresor (contra la acumulación del poder en el líder). Después de criticar sin
ambages a Fichte, al que incluyó, como es sabido, entre los idólatras del Estado que
consideraron la educación como instrumento valioso para el logro de sus fines
amparándose en la aniquilación del libre albedrío y cediendo a su proclividad al poder
con el pretexto del logro de un bien absoluto, Bertrand Russell nos dejó dicho hace tres
cuartos de siglo sin que sus palabras hayan perdido una nonada de vigencia: “El amor al
poder es el peligro principal del educador, como el del político; el hombre a quien se
puede confiar la educación debe cuidar de sus discípulos por sí mismos, y no
únicamente como soldados potenciales de un ejército o como propagandistas de una
causa” (Russell5, 2010[1938], 284).
Todas las definiciones, ya clásicas, que podemos encontrar de liderazgo (Bass,
1981), dentro del ámbito científico, también admitirían, según grados y perspectivas
diversas, un acercamiento desde su proximidad al poder como práctica social: influencia
efectiva en una dirección, instrumento para la modelación grupal, ejercicio de
influencia, acto de dirección comportamental, forma de persuasión, efecto emergente de
la interacción, rol diferenciado dentro de la interacción… En efecto, en la mayoría de
las definiciones de liderazgo hallamos su referencia a la interacción humana y a los
procesos de influencia que se dan en el seno de los grupos y de las colectividades. Los
diferentes enfoques teóricos del liderazgo se han construido desde estos principios
básicos, desde el clásico enfoque de rasgos de la personalidad hasta los más
situacionales, pasando por aquellos que han girado más claramente en torno a la
conducta. Espiguemos, aunque sea someramente, varias de las principales teorías que se
han presentado sobre el fenómeno del liderazgo.
Al margen de que la medición de factores de personalidad no ha demostrado ser
muy eficaz para la determinación de líderes, la teoría de los rasgos vendría a incidir en
la idea de que “el líder nace, no se hace” (Stogdill, 1974) pero, a la postre, trata de
perfilar aquellos atributos o rasgos que caracterizan al líder como guía del grupo. Los
enfoques conductuales, por otra parte, se han centrado en tratar de diferenciar los estilos
de liderazgo más válidos en función de la productividad y satisfacción de los miembros
del grupo6. En la tradición generada por las teorías basadas en el comportamiento cabe
señalar como un referente inexcusable las investigaciones llevadas a cabo en la
Universidad de Ohio (Fleishman, 1995) en la década de los años cincuenta del siglo
lejanas a las propuestas educativas que se están exponiendo. Por estos motivos, en esta ponencia al hablar
de liderazgo y líder no utilizaremos sinónimos.
5
Para el filósofo británico, el poder es la habilidad para alcanzar las metas. Pero, particularmente, Russell
tenía presente el poder social, o sea, el poder sobre los otros. Considerando que el deseo de poder forma
parte de la naturaleza humana, todos los temas de las ciencias sociales no serían sino análisis de diferentes
formas de poder, especialmente, las formas económicas, militares, civiles y culturales.
6
Los famosos estilos de liderazgo autocrático, democrático y de laissez-faire, identificados en las
investigaciones sobre climas sociales de grupo llevadas a cabo a finales de la década de los años treinta
del pasado siglo (Lewin, Lippitt y White, 1939), han tenido una notable repercusión en buena parte de la
investigación y teoría elaborada en el ámbito de las ciencias sociales contemporáneas.
XX, donde se identificaron, mediante análisis factorial, como más significativos, los
factores7 de “consideración” e “iniciación de estructura” que, de alguna manera, han
orientado gran parte de los estudios sobre el fenómeno del liderazgo hasta nuestros días.
De estas investigaciones puede inferirse que los factores situacionales parecen tener
mayor importancia de la otorgada inicialmente. La teoría de los roles, que puede
considerarse próxima al enfoque conductual, contempla las dos categorías señaladas por
las célebres investigaciones de Ohio: roles de tarea, de naturaleza cognitiva y centrados
en la planificación y la organización; y roles de corte socioafectivo, que giran en torno a
la dedicación a la conexión emocional entre los miembros del grupo. Pero los vincula a
los factores situacionales. El profesor canadiense Henry Mintzberg (1973, 2000, 2005),
célebre iconoclasta de la estrategia empresarial, podría considerarse un destacado
representante de la teoría de los roles, según la cual el estilo de liderazgo empleado será
efectivo en función de los roles desempeñados en cada situación. El trabajo de un líder
implica adoptar distintos roles en diversas situaciones para contribuir a cierto grado de
orden dentro del caos que reina por naturaleza en el seno de las organizaciones
humanas. Para Mintzberg, la planificación estratégica gira en torno a tres falacias: la de
la predicción, el entorno futuro no puede predecirse; la de la independencia, la
planificación no puede contar con toda la información necesaria para la formulación
estratégica; y la de la formalización, los procedimientos formales de planificación
estratégica son insuficientes para hacer frente a los cambios constantes del medio, por lo
que las organizaciones precisan de los sistemas informales.
Se ha ido imponiendo, con la tozudez que la realidad proporciona, la evidencia
de que el liderazgo, sus posibilidades de éxito dentro del grupo, se halla relacionado con
las variables situacionales. Incluso, la aparición del líder podría deberse a la necesidad
grupal de rol y no a sus cualidades personales. Una misma conducta no es efectiva en
todas las situaciones. Más bien la dinámica grupal parece requerir diferentes patrones de
conducta en función de las diferentes situaciones que pudieren darse. Así, pues, la
eficacia del liderazgo dependerá de las relaciones establecidas entre la situación o
problema a solucionar y el estilo empleado por el líder dentro de esa misma situación.
Desde estos supuestos, se han formulado las diversas teorías situacionales. El modelo
de contingencia propuesto por Fiedler (1984) nos presenta al líder como un agente
(variable independiente) cuya influencia depende de elementos situacionales (variables
moduladoras). Los factores que determinan la favorabilidad de la situación se sintetizan
en la relación entre el líder y los miembros, la estructura de la tarea y la posición de
poder del líder. La teoría de la expectativa de meta (House y Mitchell, 1974) ha
insistido en que la eficacia del estilo de liderazgo para incrementar la motivación de los
miembros del grupo estará en función de las características de los mismos, de las
características de la tarea y de las presiones ambientales. La teoría del liderazgo
situacional8, de Hersey y Blanchard (1977, 1979), está fundada en que las actitudes de
7
Aunque originalmente se identificaron cuatro factores (consideración, iniciación de estructura, énfasis
en la producción y sensibilidad), finalmente las investigaciones mostraron a los dos primeros como los
únicos significativos. El factor “consideración” hace referencia al grado en que el líder tiene presente el
bienestar de los miembros del grupo, mientras que el de “iniciación de estructura” está orientado hacia los
comportamientos del líder que están relacionados con el logro de la tarea por parte del grupo.
8
Esta teoría nos recuerda los planteamientos expuestos en la teoría XY de Douglas McGregor (1994). En
esta teoría basada en el comportamiento también hallamos dos tipos de liderazgo: para la teoría X, el líder
actúa como jefe y guía, el grupo carece de iniciativa y cooperación; para la teoría Y, el liderazgo se ejerce
de manera participativa y consultiva.
liderazgo deben apoyarse en las que se observan en el grupo, o sea, en su disposición,
resultando de este modo dos posibles estilos de liderazgo: directivo, donde el líder
indica normas o tareas; bidireccional, en el que todos los miembros del grupo escuchan
y se involucran en la toma de decisiones. En su teoría de la decisión normativa, Vroom
y Yetton (1973) presentaron diversos procedimientos para la toma de decisiones
(decisiones autocráticas del líder, decisiones autocráticas posteriores a la recogida de
información adicional, consultas individuales, consultas con el grupo, decisiones
grupales) según el contexto en que se desarrollen. Incluso las variables situacionales
(experiencia y capacidad de los miembros del grupo, claridad de las tareas o
estructuración de la organización) pueden convertirse en neutralizadoras del liderazgo,
convirtiéndolo en algo superfluo, como defendieron Kerr y Jermier (1978) en su teoría
de los sustitutos del liderazgo.
Parece desprenderse de la teorización sobre el liderazgo que éste se nos presenta
dinámico, variable y evolutivo. La situación incide y, a su vez, es influida por las
transacciones que se producen entre el líder y los miembros del grupo (Antonakis,
Cianciolo y Sternberg, 2004; Wofford, 1982). Uno de los enfoques sobre el liderazgo
más desarrollados y estudiados actualmente es el transformacional. Bernard M. Bass
(1985) fue su precursor más relevante y la mayoría de las teorías realizadas desde este
enfoque tratan de reunir tanto los rasgos y conductas del líder como las variables
situacionales, tratando de conseguir una perspectiva lo más amplia posible del
fenómeno (Yukl, 2002). El liderazgo transformacional hace referencia al proceso de
inducción de cambios importantes en las actitudes de los miembros del grupo y de
creación de compromiso para modificar los objetivos y las estrategias (Muchinsky,
2001). En este sentido, el liderazgo transformacional implica la influencia de un líder
sobre los miembros del grupo, pero el efecto de esa influencia es dar poder a todos ellos
para que puedan convertirse, a su vez, en agencias personales dispuestas al cambio. Con
el liderazgo transformacional (De Quijano, 2001; Molero, Recio y Cuadrado, 2010), se
trata finalmente de modificar la organización para dar libertad a los individuos para que
puedan motivarse hacia el desarrollo de sus potencialidades, contribuyendo al logro de
sus propias necesidades humanas y coadyuvando al mismo tiempo a la satisfacción de
las metas de la organización.
La actual relevancia del liderazgo transformacional no puede comprenderse
plenamente si no la asociamos al inequívoco impacto que ha producido la investigación
científica sobre las emociones humanas en estos dos últimos decenios. El constructo
“inteligencia emocional”, desarrollado por Salovey y Mayer (1990), ha capitalizado la
investigación reciente sobre las emociones en las organizaciones. El interés de la
inteligencia emocional se ha reflejado en dos ámbitos: los equipos y el liderazgo. En la
distinción clásica, los dos estilos de liderazgo, de tarea y socioemocional, corresponden
a líderes distintos; actualmente, se considera que ambos estilos pueden concentrarse en
una sola persona, considerándose complementarios y necesarios9. Cuando una persona
es capaz de combinar ambos estilos, entonces reúne las condiciones del líder
9
Desde el enfoque de la IE (inteligencia emocional), los dos estilos de liderazgo clásicos se reinterpretan
de un modo distinto y más complejo. En el modelo de Mayer y Salovey (1997), la IE se concibe como la
habilidad de las personas para percibir, usar, comprender y manejar las emociones. Con lo que estas
habilidades pueden usarse sobre nosotros mismos (competencia personal o inteligencia intrapersonal) o
sobre los demás (competencia social o inteligencia interpersonal). Ambas competencias son
independientes. El líder de tarea, que en la visión clásica no requería de habilidades emocionales, ahora
también las precisa, aunque relativas estrictamente a la “competencia personal”.
transformacional (cfr. Tabla 1). Como es fácil suponer, aunar esas características en una
sola persona no es nada fácil ni común. Guardar un equilibrio entre las exigencias
propias de uno y otro tipo de liderazgo es un ejercicio continuado de compleja
redistribución de energías, dedicación y tiempos. El liderazgo transformacional se
vincula a mayores dosis de optimismo que a su vez el líder sabe trasladar a los
miembros de la organización, haciéndose más patente en circunstancias de crisis e
incertidumbre; en este sentido, parece una vía interesante de exploración la vinculación
de este estilo de liderazgo con el conocido enfoque del “engagement” (Schaufeli et al.,
2002), constructo motivacional positivo relacionado con el trabajo –surgido en la
investigación sobre el estrés laboral– y caracterizado por un estado positivo de la mente
definido por energía, implicación y eficacia. Del conocimiento actual sobre el liderazgo
transformacional puede inferirse que la buena marcha de las organizaciones difícilmente
puede darse sin una adecuada comunicación y expresión de las emociones dentro de las
mismas. El ingenuo prototipo de la organización guiada sólo por la razón y la lógica
parece haber quedado atrás definitivamente10; las emociones no pueden considerarse
meros antecedentes o resultados, sino constructos que median muchas de las relaciones
que tienen lugar en el seno de los grupos.
10
Cuando Max Weber (2009[1921-1922]), en su Wirtscheft und Gesellscheft (Economía y Sociedad),
obra póstuma publicada por iniciativa de su mujer, Marianne Weber, se refirió a la autoridad del líder,
señaló tres bases de poder: la racional, que descansa en la creencia de la legalidad de los patrones
normativos y en el derecho a hacerlos cumplir de aquellos que poseen una autoridad legal para hacerlo; la
tradicional, fundada en la creencia de la inviolabilidad de las tradiciones; y, finalmente, la carismática,
apoyada en el heroísmo, en el carácter ejemplar y excepcional de una persona, y en los patrones
normativos que ella revela. La preferencia de Weber por la autoridad racional se debió a que vio la
imposibilidad de la continuidad temporal del líder carismático y las deficiencias obvias del apego
exclusivo a la tradición. Mirémoslo como queramos y al margen de las consabidas críticas que ofrece la
vía racional-técnica para las organizaciones, el enfoque estructuralista de Weber, visto en su contexto,
aludía al bien del conjunto de la organización, que debe proseguir al margen de la acción de cualquier
líder personal, por carismático que éste pueda ser. Supuso un desplazamiento focal desde el sujeto a la
institución. Como ha mostrado la investigación posterior sobre la mente y sobre la adaptación humana, su
propuesta estructuralista ha quedado en entredicho.
que sistemas, son entidades culturales en las cuales los significados que en ellas se
producen son más relevantes que las propias acciones. Puesto que los significados
emergen del sistema de creencias y de la reflexión que se desarrolla en la organización
que, a la postre, definen lo que es importante y lo que ha de dirigir el comportamiento.
En suma, el liderazgo transformacional, respetando las diferencias individuales, subraya
el valor de una cultura organizacional donde se estimula la participación, la
observación, la crítica y la acción coordinada bajo un espíritu de compromiso con la
mejora. De suerte que, bien considerado, tal liderazgo se muestra atento y receptivo a la
contingencia y a la informalidad propias de toda institución “viva”. Si la realidad es
cambiante y dinámica, el liderazgo también ha de serlo, en un proceso de permanente
renovación que ha de implicar a todos los miembros de la organización.
Revisada la teorización sobre el liderazgo personal, reparemos, aunque sea
brevemente, en el panorama internacional actual sobre el liderazgo educativo y sus
tendencias, antes de adentrarnos con mayor profundidad en la figura del docente.
Entre el amor a los alumnos y el amor al saber, no es necesario elegir, ambos son
ingredientes de los procesos de enseñanza. No se trata de enfrentar una profesión
centrada en el alumno, que se dedica a ayudarlo a comprender, con una profesión
centrada en el saber, que se contenta con transmitir los conocimientos a los alumnos y
les anima a trabajarlos de manera autónoma. Ambas cosas son necesarias y se
complementan. Al trabajar con los contenidos, los alumnos aprenden y al aprender
crecen como personas.
Nadie cuestiona que la enseñanza es una profesión compleja que se ejerce en
contextos muy distintos, con alumnos de edades y características diversas, a lo largo de
los diferentes ciclos de la vida profesional, pero aunque puedan variar los objetivos, los
contenidos y los métodos didácticos, nunca se deja de ser profesor y es el profesor y su
manera de entender su trabajo quienes determinan en gran medida el clima emocional
de la clase (Esteve, 1997, 2006).
Para aspirar a tener oportunidades de éxito en la enseñanza, para aspirar a que
los alumnos reconozcan a sus profesores el derecho a ejercer alguna influencia sobre
ellos, es necesario que tengan un sentido claro de identidad. Al reconocimiento de ese
derecho a ejercer influencia sobre los alumnos, se le ha denominado autoridad, una
autoridad liberadora que se basa en el reconocimiento en otra persona de un mejor ser,
de unos valores, un saber o un prestigio que se acepta voluntariamente en tanto ayuda al
otro a mejorar y a aspirar con esperanza a nuevas y mejores metas (Esteve, 1977, 2010).
Podríamos decir que mientras la autoridad la otorga el alumno cuando reconoce
en sus profesores, o en alguno de ellos, ese mejor ser; el liderazgo educativo es la otra
cara de la moneda, es decir, el deseo y la capacidad de ejercer una influencia positiva en
los alumnos para ayudarles a alcanzar su autonomía. Por eso, el verdadero líder primero
se convence a sí mismo para luego contagiar a otros.
La identidad del profesor está directamente afectada por el significado que le da
al saber y al contacto con sus alumnos, si no puede ser con cada uno de ellos, porque a
veces la realidad del contexto lo imposibilita, sí al menos con ellos como grupo. Ball
(1972) distingue entre identidad situada e identidad sustantiva. La situada varía en
función de los cambios en el contexto, en cambio la sustantiva es la que contiene los
aspectos fundamentales y estables respecto a la forma de pensar de una persona respecto
a sí misma, hacia su profesión, los alumnos, la importancia de lo que enseña, la
transcendencia de la educación, etc. La identidad de los docentes se crea a partir de la
interacción entre sus experiencias personales y las experiencias profesionales en el
entorno laboral en el que se desenvuelven a diario. Se ha definido como “el proceso por
el que una persona trata de integrar sus diversos estatus y funciones, así como sus
diversas experiencias, en una imagen coherente del yo” (Epstein, 1978, 101).
Sachs (2003) diferencia entre una identidad profesional gerencial, que identifica
con los profesores más centrados en la eficiencia y la responsabilidad respecto a los
imperativos normativos que miden la calidad de acuerdo a unos estándares externos,
competitivos, controladores y reguladores; y una identidad activista o comprometida,
centrada en la convicción del aprendizaje de los alumnos y la mejora de las condiciones
que lo hacen posible. Cuando en los centros impera esta segunda forma de entender la
enseñanza, prevalece un interés por investigar, por crear ambientes de colaboración y un
fuerte compromiso moral y con los valores sociales, lo que hace posible trascender los
fines previstos en la normativa legal.
Kelchtermans (1993) señala que el yo profesional, como el yo personal,
evoluciona con el tiempo y que está constituido por cinco elementos interrelacionados:
la autoimagen, su autoestima, la motivación para el trabajo, la percepción de la tarea y
la perspectiva de desarrollo futuro en el mismo.
Por supuesto, en la construcción y reconstrucción de la identidad profesional
intervienen muchos más factores, es un proceso evolutivo de interpretación y
reinterpretación de experiencias a lo largo de toda la vida laboral, se gesta mucho antes
de matricularse en una facultad de educación, puesto que la persona que aspira a ser
profesor ya lleva dieciocho años socializándose en la profesión viendo cómo actúan sus
profesores; influye también la imagen social de la profesión, su tradición y su cultura; se
trata de un constructo que se crea como respuesta al contexto y bajo la influencia de los
colegas (Marcelo y Vaillant, 2009). Teniendo en cuenta la complejidad de los procesos
educativos y la rapidez con la que se suceden los cambios y las demandas sociales hacia
el sistema escolar, es fácil comprender cómo estos afectan a la identidad situada, pero
también reconocer la importancia de la identidad sustantiva, a la que podríamos
entender como la vocación o el compromiso que va tomando forma con el paso del
tiempo y sin la cual será difícil superar las situaciones tan difíciles que, a veces, plantea
la docencia. Por eso, “por su propio bien y por el bien de aquellos a quienes educan, los
profesores deben comprometerse con su trabajo en términos vocacionales, o bien buscar
empleo en otro lugar” (Hansen, 2001, 178).
En efecto, la identidad y el liderazgo también se relacionan con el compromiso,
término que suele aparecer en las investigaciones para distinguir a los que se toman en
serio su trabajo de quienes ponen por delante sus propios intereses (Nias, 1989). El
compromiso está relacionado con la satisfacción en el trabajo, si bien es verdad que el
compromiso puede brindar tanto satisfacción como frustración por los resultados
obtenidos y por ello suele ser un buen predictor del rendimiento en el mismo, del
absentismo y de la aparición del síndrome del quemado, además de tener una influencia
importante en el rendimiento de los alumnos y sus actitudes con respecto a la escuela
(Esteve, 1987; Day, 2006). Estos maestros sobreviven y progresan en las circunstancias
más adversas, sobre todo, gracias a los valores que asumen. Y esa es la fuerza que
pueden contagiar como líderes potenciales: la creencia de que pueden ayudar a sus
alumnos a desarrollar todo su potencial, la certidumbre de tener unos valores más
sólidos que las circunstancias, la responsabilidad de aceptar la propia formación como
algo ineludible para hacer bien su trabajo y para su desarrollo personal, el entender la
educación como una actividad colegiada en la que intervienen muchos factores que
pueden coordinarse hacia un mismo fin, por eso, son profesores que también se
implican en la gestión de las instituciones sin que necesariamente hayan de ocupar
puestos directivos, simplemente consideran que lo que hacen en el aula es importante
para la marcha general del centro y de sus cometidos. De hecho, las culturas
colaborativas refuerzan la participación de los maestros y ayudan a sostener su
compromiso.
Como ya hemos señalado, el liderazgo es una cuestión de cultura más que de
estructura. La cultura de la escuela impulsa u obstaculiza el aprendizaje de su
profesorado, de ahí su importancia como comunidad de aprendizaje. El paso de las
formas tradicionales de enseñar a otras más adecuadas a la complejidad actual, vienen
marcadas por ciertas transiciones, entre ellas: el paso del individualismo a la comunidad
profesional; el paso de la primacía de la enseñanza a la del aprendizaje como centro; el
paso del poder sobre los alumnos a un liderazgo de influencia en clase; el paso de un
liderazgo individual a un liderazgo distribuido; la transición desde las preocupaciones
por lo que ocurre en la clase a las que atañen al centro y a la comunidad (Lieberman y
Miller, 1999).
Las teorías más populares sobre liderazgo dejan claro que los líderes de éxito
además de organizar, dirigir y supervisar, entablan relaciones con toda la comunidad
escolar, se centran en las personas y personifican unos valores y unas prácticas
coherentes que tratan de compartir con los demás. Las escuelas que se mueven con un
aprendizaje enriquecido (Rosenholtz, 1989) son lugares en los que hay unos valores y
finalidades fundamentales que se mantienen, oportunidades regulares y frecuentes para
compartir experiencias, colegialidad, actividades de desarrollo profesional, que
contemplan el conocimiento para la práctica, en la práctica y de la práctica y, lo más
interesante de todo, los docentes reflexionan sobre sus motivaciones, identidades,
emociones y compromisos. Todos estos elementos que conforman la cultura de una
comunidad escolar, la red acordada de sus dependencias mutuas, son elementos muy
importantes a los que se les ha prestado mucha menos atención que a los cambios
estructurales, cuando es realmente difícil que la eficacia llegue a los corazones de
padres, profesores y alumnos desde las frías páginas de los boletines oficiales.
En cierta manera, ser líder educativo es buscar con esperanza el aporte único que
hay en cada persona, mientras no deja de construirse uno mismo en aquello con lo que
está comprometido. Siguiendo esta orientación general, a continuación, ofrecemos
algunos elementos de discusión sobre la construcción de la identidad profesional y las
condiciones del liderazgo docente a partir de un pequeño trabajo de campo realizado
con aspirantes a la profesión.
Como en el caso de la ética del líder, también los enfoques actuales en torno a la
identidad profesional del profesor reclaman la adopción de perspectivas más centradas
en lo cotidiano, en las que la identidad aparece como un concepto relacional, que
emerge en la relación con los otros, y fluido, que se construye narrativamente, afectado
por las experiencias, los elementos que consideramos más determinantes de nuestra
posición en el mundo (edad, género, etnia, origen social, etc.) y las condiciones
asociadas a la práctica (Mensah, 2012; Tobin y Llena, 2012).
“El bello discurso que sustenta, protege y apuesta por la hipótesis vocacional no es comprendido;
se ve como algo demasiado bonito como para ser verdad. Se le mira como diciendo ‘ya somos
11
La experiencia se ha llevado a cabo durante el curso 2012-2013 con estudiantes del Máster en
Formación del Profesorado de Educación Secundaria de la Universidad Complutense. Se solicitó
autorización a los estudiantes para citar sus textos. Sus nombres han sido cambiados.
mayores para un mundo construido sobre llamadas.’ Ahora sólo triunfa el rol de buscavidas,
nadie llama. Y ése es el problema, nadie llama, todos quieren ir ¿Pero adónde? (…) Hace no
mucho tiempo vi como entrevistaban a dos djs prestigiosos en la televisión. Uno de ellos dijo
algo que me gustó mucho: ‘tenemos que diferenciar entre ser dj o hacer de dj’ ¡Qué maestría,
qué manera de proteger la profesión, el gremio; eso sí es corporativismo, y del bueno! Qué triste
ver cómo la sociedad moderna ha eliminado esta dicotomía tan necesaria. Una cosa es hacer y
otra ser.”
Otras respuestas evitan, sin embargo, cualquier perspectiva que pueda considerar
la existencia de un ser genérico del profesor. Susana, por ejemplo, estudiante también de
una especialidad de ciencias humanas, afirma:
“¿Qué es ser profesor? En primer lugar, cabría impugnar cualquier pregunta que fuera
esencialista tal y como lo es la anterior, cabría impugnar cualquier pregunta que se formulase
acerca de en qué consiste la identidad del profesor como aquello que trasciende más allá de ser
profesor de esta o de aquella materia… como si lo verdaderamente sustancial fuera el enseñar
algo y no el enseñar algo acerca de algo. Precisamente con ese espíritu se funda el ‘Máster de
formación del profesorado’, que entiende que es posible formar ‘profesorado’ entendido como
‘absoluto’. Es decir, que si en algún sentido pudiéramos determinar qué es ser profesor,
podríamos decir que, en primer lugar, se es profesor de una materia y en la medida en que se es
profesor de una materia, un profesor es un perfecto conocedor de la materia que pretende
enseñar. En segundo lugar, que un buen profesor será aquél capaz de transmitir, enseñar, mostrar
a un alumno dichos conocimientos.”
Hace un siglo, John Dewey insistió ya en esa imagen del docente como líder,
dentro de su metáfora del profesor-artista (Simpson, Jackson y Aycock, 2005). Hoy
vuelve a reconocerse esta aportación, hasta el punto de que una de las últimas
recopilaciones de trabajos de Dewey lleva precisamente por título Teachers, Leaders,
and Schools (Simpson y Stack, 2010). Nos basaremos en una relectura de sus ideas para
identificar algunas condiciones del liderazgo docente y situar las respuestas de nuestros
estudiantes en un marco teórico de discusión.
En Dewey el análisis del liderazgo docente aparece también asociado a un juego
de antinomias. En un informe de 1914 sobre la escuela de Marietta L. Johnson en
Fairhope (Alabama) recogido un año más tarde en Schools of Tomorrow, contraponía a
la tradicional imagen del profesor como instructor, la del profesor como líder que
facilita el aprendizaje de los alumnos en un contexto natural (Dewey y Dewey, 1915).
Esta dicotomía entre instrucción y liderazgo está en la base de las dos posturas
antagónicas que en las respuestas de los estudiantes representan Susana y Manuel. Para
Susana, no puede hablarse como tal de ser del profesor. Se es siempre profesor de algo,
de matemáticas, de filosofía o de “cono”. Para Manuel, más que un devoto del
conocimiento, el profesor es el líder de un grupo.
Empezando por lo más básico, como hemos visto, con independencia de la teoría
que se adopte, más centrada en rasgos o más centrada en situaciones, el liderazgo es
algo que se ejerce siempre en el seno de una relación, de un grupo. Las implicaciones de
esta idea tal como la formuló Dewey van, sin embargo, más allá de entender
simplemente el liderazgo docente como algo grupal. En Experience and Education,
Dewey contrapuso la figura del profesor que actúa, “como un dictador”, desde el
exterior de la clase, a la del profesor líder de un grupo social que dirige procesos de
cambio en los que todos participan (Dewey, 2004[1938] 99). Lo propio del liderazgo
docente, tal como lo entiende Dewey, es que es una dirección que se ejerce desde el
interior del grupo. El profesor líder hace suyo el objetivo del grupo, el aprendizaje, y, al
hacerlo, se pone al mismo nivel que sus aprendices. Los especialistas actuales sitúan en
este actuar desde dentro en vistas a una meta compartida la base del liderazgo
organizativo, lo que, como señala Dimmock, ha llevado a abandonar la vieja visión
“heroica” y “carismática” del líder que dirige desde arriba en favor de modelos de
liderazgo distribuido (Dimmock, 2012, 98-114). En este sentido, ya hemos señalado que
el liderazgo en las instituciones educativas tiende a verse hoy como un liderazgo
compartido. Cuando esta filosofía de actuación desde dentro se traslada del centro a la
vida del aula, implica no sólo una forma de organización, sino, sobre todo, una
determinada concepción del aprendizaje y el conocimiento, que Dewey plasmó en su
noción de la democracia como empeño fundamentalmente epistemológico (Johnston,
2006).
Dewey añade dos condiciones vinculadas a la idea del profesor como líder
intelectual. La primera es la posesión de un conocimiento amplio de la materia a
enseñar: “El problema de los alumnos se encuentra en la materia; el problema del
maestro estriba en saber qué hace la mente de los alumnos con la materia” (Dewey,
2007[1933] 272-273).
Aún falta una última condición, a la que se refería nuestro estudiante Javier en su
respuesta. Líder, decíamos al comienzo de la ponencia, es el que conduce, y para
conducir no es sólo preciso contar con los medios adecuados, con el dominio de la
materia y el conocimiento técnico para facilitar el aprendizaje de los estudiantes. Para
conducir a otro se requiere también cierta idea, por difusa que sea, del lugar al que se
pretende llegar, o, como decía el estudiante, saber dónde ir. Y aquí es dónde, según ha
mantenido Jackson en otro de sus últimos trabajos, el pragmatismo que inspira la
filosofía de la educación de Dewey tiene su talón de Aquiles, pues la condena a quedar
encerrada en el círculo de la experiencia que se reconstruye a sí misma (Jackson,
2012a). En un contexto epistemológico sacudido por el deconstruccionismo
postmodernista y por el eficientismo quizás eso sea lo máximo a lo que podamos hoy
apelar.
4. Conclusión
Reconociendo que determinadas personas puedan poseer determinados atributos
facilitadores del ejercicio del liderazgo, lo cierto es que éste de alguna manera también
puede ser aprendido. Todos, en cierto modo, formal o informalmente, podemos ser
líderes (Molinar y Velázquez, 2005). Es posible desarrollar conocimientos, actitudes y
habilidades propias del liderazgo. De hecho, en nuestro contexto educativo, como
hemos recordado, el liderazgo se considera una competencia determinante para una
educación exitosa. Pero nosotros hemos procurado mostrar, con mayor o menor acierto,
que es más que todo eso.
Las políticas educativas se hallan progresivamente menos dirigidas hacia el
logro del saber por el propio saber, como si se tratase de un empeño extemporáneo,
orientándose decididamente hacia la imbricación de la educación con el sistema
productivo. Esta tendencia general puede apreciarse, con los matices que quiera
añadirse, en todos los sistemas educativos actuales. El crecimiento económico y la
empleabilidad han pasado a ser dos términos prácticamente omnipresentes en los
discursos oficiales sobre la educación. Así, o bien se posterga cualquier finalidad
educativa o ésta se limita al contexto de lo económico. El espectro de la alienación se
pasea plácidamente por todo el orbe y una interpretación limitada del liderazgo puede
correr la misma suerte. Cimbreados por una colosal e interminable crisis como la actual,
¿cómo recuperar con vocación de éxito la pregunta abierta por la finalidad de la
educación?, situada en el corazón mismo de todo auténtico liderazgo y punto de fuga
para la construcción de la identidad profesional docente. Como afirma el etnólogo y
sociólogo de la cultura Marc Augé (2012, 136), “hasta que se pruebe lo contrario, las
crisis económicas suscitan más inquietudes, depresiones o violencias incontroladas que
sobresaltos intelectuales”. Sin embargo, añade Augé, el desarrollo general de la
educación es un imperativo categórico igualmente general que no necesita ser
apuntalado por justificativo alguno de rentabilidad económica, más bien se trata de un
fin en sí, en nombre de la unidad del género humano, un principio axiomático, del cual
además hay notables razones para pensar que una de las primeras consecuencias de su
realización reside precisamente en la prosperidad económica.
A nuestro parecer, el liderazgo se nos muestra no como una acción agresiva, sino
como un modo de pensar y de sentir sobre nosotros mismos, sobre lo que hacemos y
sobre la naturaleza de aquello que hacemos. Su última referencia moral es la que le
convierte precisamente en un fenómeno educacional, frente a otras posibilidades de
liderazgo. El profesor como líder se sitúa así en un proceso reflexivo sobre los factores
necesarios para lograr los propósitos personales e institucionales, en un marco de
redistribución del poder. Este liderazgo, transformacional, está preocupado por alentar
la participación y la cooperación de todos los miembros de la organización. Aunque el
conjunto de recursos que conforman la planificación, la organización y la realización de
tareas del grupo constituye, obviamente, objeto de su preocupación, se distingue sobre
todo porque las personas, su interacción y las prácticas que de ellas se derivan, están
antes que la estructura. Hay aquí una inequívoca dimensión moral del liderazgo, puesto
que se trasciende la mera necesidad inicial de la organización. Puede generarse así una
cultura desde la que todos los miembros de la organización pueden contribuir al logro
de las metas y al crecimiento y el cambio individual e institucional.
En sus Conversaciones con Tester, Bauman (2002) nos recuerda la célebre frase
de Santayana: la cultura es un cuchillo clavado en el interior del futuro. Si la cultura se
define como permanente revolución, la educación precisa propiciar el pensamiento
crítico, más allá de una atención a la relación pedagógica misma. Que la titularidad del
poder pueda recaer en el sujeto seguramente esté propiciado por los contextos sociales
de hoy, como han puesto de manifiesto eminentes sociólogos como Touraine o Giddens.
Pero, por eso mismo, quizás nunca como ahora la educación haya adquirido tanta
importancia como contribución a las posibilidades de cada persona para tomar las
riendas de su autonomía y responsabilidad en el contexto azaroso de su existencia,
tratando de superar la angustia de la precariedad en la que necesariamente ha de
desenvolverse. El docente como líder, ante este colosal desafío, es consciente de sus
múltiples limitaciones y puede ser fácilmente invadido por el desaliento, por el
desánimo. En y con su respuesta cotidiana irá construyendo su identidad profesional, y
es verdad que muchos datos no invitan precisamente al optimismo. Pero nadie puede
afirmar que no haya antídoto contra el descontento.
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