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Liderazgo personal y construcción de la


identidad profesional del docente

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XXXII SEMINARIO INTERUNIVERSITARIO DE TEORÍA DE LA EDUCACIÓN

Liderazgo y Educación
Universidad de Cantabria. Santander, 10-12 de noviembre de 2013.

Ponencia 1

Liderazgo personal y construcción de la


identidad profesional del docente
Antonio Bernal Guerrero (Coord.)

Gonzalo Jover Olmeda, Marta Ruíz Corbella, Julio Vera Vila

Este documento está sujeto a los derechos de la propiedad intelectual protegidos por
las regulaciones nacionales e internacionales.
LIDERAZGO PERSONAL Y CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD
PROFESIONAL DEL DOCENTE
Antonio Bernal Guerrero (Coord.) (Universidad de Sevilla)
Gonzalo Jover Olmeda (Universidad Complutense)
Marta Ruiz Corbella (UNED)
Julio Vera Vila (Universidad de Málaga)

“Si tengo que elegir cuatro hombres que hayan tenido un poder mayor que los
demás deberé mencionar a Buda y a Cristo, a Pitágoras y a Galileo. Ninguno de
ellos tuvo el apoyo del Estado hasta que su propaganda hubo alcanzado el buen
éxito durante su vida. Ninguno de los cuatro hubiera influido en la vida
humana como lo hubiera hecho si el poder hubiera sido su objetivo primordial.
Ninguno de los cuatro aspiró al poder que esclaviza a los demás hombres, sino
al que les hace libres…” (Bertrand Russell, 2010[1938], 254).

1. Introducción
Una clara fuente de contraste de la importancia que se está dando al liderazgo en
entornos internacionales es la existencia de publicaciones periódicas, redes
profesionales y científicas o encuentros científicos focalizados en su estudio e
intercambio de buenas prácticas. Ejemplo de esta relevancia, de acuerdo a esta fuente de
información, son dos revistas incluidas en el área de Education & Educational Research
del último listado JCR (2011), que se centran exclusivamente en esta temática:
Educational Managment Administration & Leadership y Educational Leadership.
También encontramos en diferentes países, especialmente de habla anglosajona,
institutos dedicados al estudio del liderazgo y a la formación de los profesionales de la
educación y la promoción de redes profesionales que ayuden a compartir y a colaborar
en el logro de experiencias exitosas. Ejemplo de ello son la European Qualification
Network for Effective School Leadership, de la Unión Europea, o la Red de Liderazgo
en Educación de la OREALC/UNESCO en América Latina o el Educational
Leadership Network a nivel internacional. Como se puede comprobar, estamos ante un
tema que preocupa, y que está ocupando, a muchos investigadores, profesores, gestores
y políticos en los ámbitos educativos más diversos.
Al realizar una búsqueda sencilla en la reconocida base de datos ERIC1
combinando los descriptores: ‘leadership & education’, comprobamos este interés de la
comunidad científica: más de 46.000 entradas. Ahora bien, si cruzamos los descriptores
‘leadership & theory of education’, descendemos ya a 445 entradas. Aparte de la
enorme diferencia de trabajos de ambas búsquedas, el primer dato desprende el interés
permanente a lo largo de los años sobre este tema, que ha ido incrementándose en estas
últimas décadas especialmente a partir de estudios empíricos sobre la influencia del
liderazgo en comunidades formativas determinadas. En cambio, al introducir el
descriptor de teoría de la educación, se recuperan documentos fechados en los 70 y 80,
desapareciendo, poco a poco, la atención y reflexión sobre la dimensión teórica de este
concepto.

1
Búsqueda realizada en las bases de datos ERIC y DIALNET con fecha 27/02/2013.
Si revisamos esta situación en nuestro entorno, nos encontramos con que el
liderazgo nunca ha sido objeto de atención en los Seminarios y Congresos del área de
Teoría de la Educación2. A la vez, al consultar una base de datos reconocida a nivel
nacional, DIALNET, utilizando los mismos descriptores, el resultado recoge 213
entradas, reduciéndose a 10 en el segundo supuesto.
Estos datos quizás sean suficientes para considerar que desde la Teoría de la
Educación debemos problematizar el sentido y alcance del liderazgo educativo, hasta
ahora relegado a otras áreas de conocimiento, ya que desde él se está abordando
también el problema de la calidad y la equidad de la educación, el desafío del
aprendizaje para toda la vida, el reto de la empleabilidad, el impacto formativo de la
globalización, la delimitación de los escenarios educativos posibles que se puedan dar
en los próximos años... El docente, como figura clave dentro del sistema escolar, en la
medida en que se relaciona con el liderazgo, se abre a diversas interrogantes que tienen
que ver con lo que cuenta como una buena educación y un buen gobierno.
Parece que la comunidad científica ha producido una cantidad notable de
evidencias para persuadirnos de que el liderazgo en los centros educativos es
importante. Además, esto se produce en un contexto donde cada vez existe una mayor
presión para el rendimiento social de cuentas. La mezcla de liderazgo y responsabilidad
al mismo tiempo ha generado nuevos contextos de trabajo en el ámbito de la educación,
como está sucediendo en otros, distintos a los que la mayoría de los profesores y
profesionales de la educación en general habíamos vivido. Comprender estas
implicaciones se ha convertido prácticamente en un asunto de supervivencia para los
docentes.

2. Estado de la cuestión
2.1. El fenómeno del liderazgo personal y su proyección actual sobre la construcción de
la identidad. Una revisión teórica
La palabra “líder” (del inglés, “leader”) se define en el Diccionario de la Real
Academia Española como guía o conductor, en definitiva, como quien señala la
dirección de un grupo o colectividad. Así mismo, encontramos el término “leader”
asociado a la palabra “jefe”, por ejemplo, en el Diccionario Ideológico de la Lengua
Española, de Julio Casares (2001). Etimológicamente, pues, el término líder alude a una
relación asimétrica entre, por lo menos, dos personas3, en la cual una persona ejerce
influencia sobre otra, que de alguna manera la sigue. Popularmente, cuando se habla de
liderazgo4, de buscar, encontrar o reconocer un líder, las interpretaciones posibles no

2
Dato contrastado en la información vertida en la página web del Seminario Interuniversitario de Teoría
de la Educación.
3
Podríamos pensar en célebres díadas históricas o literarias, donde se pone de manifiesto este sentido del
liderazgo, reflejado inmortalmente, por ejemplo, en El Quijote y Sancho, esos universales cervantinos.
4
Resulta sintomático que en el Diccionario de la RAE (22ª ed.) liderazgo lo definan como liderato,
condición de líder, y como la situación de superioridad en que se halla una empresa, un producto o un
sector económico, dentro de su ámbito. Curiosamente estamos ante una palabra que no tiene sinónimo. En
cambio, para el término líder se proponen caudillo, adalid, paladín, cabeza, jefe…, todas ellas muy
distan mucho de este sentido expuesto, aunque pueda adecuarse mejor su significado a
unos ámbitos que a otros.
No parece que sea muy desacertado asociar el fenómeno del liderazgo, de algún
modo, al del poder, aunque el propósito no sea precisamente complaciente, sino
transgresor (contra la acumulación del poder en el líder). Después de criticar sin
ambages a Fichte, al que incluyó, como es sabido, entre los idólatras del Estado que
consideraron la educación como instrumento valioso para el logro de sus fines
amparándose en la aniquilación del libre albedrío y cediendo a su proclividad al poder
con el pretexto del logro de un bien absoluto, Bertrand Russell nos dejó dicho hace tres
cuartos de siglo sin que sus palabras hayan perdido una nonada de vigencia: “El amor al
poder es el peligro principal del educador, como el del político; el hombre a quien se
puede confiar la educación debe cuidar de sus discípulos por sí mismos, y no
únicamente como soldados potenciales de un ejército o como propagandistas de una
causa” (Russell5, 2010[1938], 284).
Todas las definiciones, ya clásicas, que podemos encontrar de liderazgo (Bass,
1981), dentro del ámbito científico, también admitirían, según grados y perspectivas
diversas, un acercamiento desde su proximidad al poder como práctica social: influencia
efectiva en una dirección, instrumento para la modelación grupal, ejercicio de
influencia, acto de dirección comportamental, forma de persuasión, efecto emergente de
la interacción, rol diferenciado dentro de la interacción… En efecto, en la mayoría de
las definiciones de liderazgo hallamos su referencia a la interacción humana y a los
procesos de influencia que se dan en el seno de los grupos y de las colectividades. Los
diferentes enfoques teóricos del liderazgo se han construido desde estos principios
básicos, desde el clásico enfoque de rasgos de la personalidad hasta los más
situacionales, pasando por aquellos que han girado más claramente en torno a la
conducta. Espiguemos, aunque sea someramente, varias de las principales teorías que se
han presentado sobre el fenómeno del liderazgo.
Al margen de que la medición de factores de personalidad no ha demostrado ser
muy eficaz para la determinación de líderes, la teoría de los rasgos vendría a incidir en
la idea de que “el líder nace, no se hace” (Stogdill, 1974) pero, a la postre, trata de
perfilar aquellos atributos o rasgos que caracterizan al líder como guía del grupo. Los
enfoques conductuales, por otra parte, se han centrado en tratar de diferenciar los estilos
de liderazgo más válidos en función de la productividad y satisfacción de los miembros
del grupo6. En la tradición generada por las teorías basadas en el comportamiento cabe
señalar como un referente inexcusable las investigaciones llevadas a cabo en la
Universidad de Ohio (Fleishman, 1995) en la década de los años cincuenta del siglo

lejanas a las propuestas educativas que se están exponiendo. Por estos motivos, en esta ponencia al hablar
de liderazgo y líder no utilizaremos sinónimos.
5
Para el filósofo británico, el poder es la habilidad para alcanzar las metas. Pero, particularmente, Russell
tenía presente el poder social, o sea, el poder sobre los otros. Considerando que el deseo de poder forma
parte de la naturaleza humana, todos los temas de las ciencias sociales no serían sino análisis de diferentes
formas de poder, especialmente, las formas económicas, militares, civiles y culturales.
6
Los famosos estilos de liderazgo autocrático, democrático y de laissez-faire, identificados en las
investigaciones sobre climas sociales de grupo llevadas a cabo a finales de la década de los años treinta
del pasado siglo (Lewin, Lippitt y White, 1939), han tenido una notable repercusión en buena parte de la
investigación y teoría elaborada en el ámbito de las ciencias sociales contemporáneas.
XX, donde se identificaron, mediante análisis factorial, como más significativos, los
factores7 de “consideración” e “iniciación de estructura” que, de alguna manera, han
orientado gran parte de los estudios sobre el fenómeno del liderazgo hasta nuestros días.
De estas investigaciones puede inferirse que los factores situacionales parecen tener
mayor importancia de la otorgada inicialmente. La teoría de los roles, que puede
considerarse próxima al enfoque conductual, contempla las dos categorías señaladas por
las célebres investigaciones de Ohio: roles de tarea, de naturaleza cognitiva y centrados
en la planificación y la organización; y roles de corte socioafectivo, que giran en torno a
la dedicación a la conexión emocional entre los miembros del grupo. Pero los vincula a
los factores situacionales. El profesor canadiense Henry Mintzberg (1973, 2000, 2005),
célebre iconoclasta de la estrategia empresarial, podría considerarse un destacado
representante de la teoría de los roles, según la cual el estilo de liderazgo empleado será
efectivo en función de los roles desempeñados en cada situación. El trabajo de un líder
implica adoptar distintos roles en diversas situaciones para contribuir a cierto grado de
orden dentro del caos que reina por naturaleza en el seno de las organizaciones
humanas. Para Mintzberg, la planificación estratégica gira en torno a tres falacias: la de
la predicción, el entorno futuro no puede predecirse; la de la independencia, la
planificación no puede contar con toda la información necesaria para la formulación
estratégica; y la de la formalización, los procedimientos formales de planificación
estratégica son insuficientes para hacer frente a los cambios constantes del medio, por lo
que las organizaciones precisan de los sistemas informales.
Se ha ido imponiendo, con la tozudez que la realidad proporciona, la evidencia
de que el liderazgo, sus posibilidades de éxito dentro del grupo, se halla relacionado con
las variables situacionales. Incluso, la aparición del líder podría deberse a la necesidad
grupal de rol y no a sus cualidades personales. Una misma conducta no es efectiva en
todas las situaciones. Más bien la dinámica grupal parece requerir diferentes patrones de
conducta en función de las diferentes situaciones que pudieren darse. Así, pues, la
eficacia del liderazgo dependerá de las relaciones establecidas entre la situación o
problema a solucionar y el estilo empleado por el líder dentro de esa misma situación.
Desde estos supuestos, se han formulado las diversas teorías situacionales. El modelo
de contingencia propuesto por Fiedler (1984) nos presenta al líder como un agente
(variable independiente) cuya influencia depende de elementos situacionales (variables
moduladoras). Los factores que determinan la favorabilidad de la situación se sintetizan
en la relación entre el líder y los miembros, la estructura de la tarea y la posición de
poder del líder. La teoría de la expectativa de meta (House y Mitchell, 1974) ha
insistido en que la eficacia del estilo de liderazgo para incrementar la motivación de los
miembros del grupo estará en función de las características de los mismos, de las
características de la tarea y de las presiones ambientales. La teoría del liderazgo
situacional8, de Hersey y Blanchard (1977, 1979), está fundada en que las actitudes de

7
Aunque originalmente se identificaron cuatro factores (consideración, iniciación de estructura, énfasis
en la producción y sensibilidad), finalmente las investigaciones mostraron a los dos primeros como los
únicos significativos. El factor “consideración” hace referencia al grado en que el líder tiene presente el
bienestar de los miembros del grupo, mientras que el de “iniciación de estructura” está orientado hacia los
comportamientos del líder que están relacionados con el logro de la tarea por parte del grupo.
8
Esta teoría nos recuerda los planteamientos expuestos en la teoría XY de Douglas McGregor (1994). En
esta teoría basada en el comportamiento también hallamos dos tipos de liderazgo: para la teoría X, el líder
actúa como jefe y guía, el grupo carece de iniciativa y cooperación; para la teoría Y, el liderazgo se ejerce
de manera participativa y consultiva.
liderazgo deben apoyarse en las que se observan en el grupo, o sea, en su disposición,
resultando de este modo dos posibles estilos de liderazgo: directivo, donde el líder
indica normas o tareas; bidireccional, en el que todos los miembros del grupo escuchan
y se involucran en la toma de decisiones. En su teoría de la decisión normativa, Vroom
y Yetton (1973) presentaron diversos procedimientos para la toma de decisiones
(decisiones autocráticas del líder, decisiones autocráticas posteriores a la recogida de
información adicional, consultas individuales, consultas con el grupo, decisiones
grupales) según el contexto en que se desarrollen. Incluso las variables situacionales
(experiencia y capacidad de los miembros del grupo, claridad de las tareas o
estructuración de la organización) pueden convertirse en neutralizadoras del liderazgo,
convirtiéndolo en algo superfluo, como defendieron Kerr y Jermier (1978) en su teoría
de los sustitutos del liderazgo.
Parece desprenderse de la teorización sobre el liderazgo que éste se nos presenta
dinámico, variable y evolutivo. La situación incide y, a su vez, es influida por las
transacciones que se producen entre el líder y los miembros del grupo (Antonakis,
Cianciolo y Sternberg, 2004; Wofford, 1982). Uno de los enfoques sobre el liderazgo
más desarrollados y estudiados actualmente es el transformacional. Bernard M. Bass
(1985) fue su precursor más relevante y la mayoría de las teorías realizadas desde este
enfoque tratan de reunir tanto los rasgos y conductas del líder como las variables
situacionales, tratando de conseguir una perspectiva lo más amplia posible del
fenómeno (Yukl, 2002). El liderazgo transformacional hace referencia al proceso de
inducción de cambios importantes en las actitudes de los miembros del grupo y de
creación de compromiso para modificar los objetivos y las estrategias (Muchinsky,
2001). En este sentido, el liderazgo transformacional implica la influencia de un líder
sobre los miembros del grupo, pero el efecto de esa influencia es dar poder a todos ellos
para que puedan convertirse, a su vez, en agencias personales dispuestas al cambio. Con
el liderazgo transformacional (De Quijano, 2001; Molero, Recio y Cuadrado, 2010), se
trata finalmente de modificar la organización para dar libertad a los individuos para que
puedan motivarse hacia el desarrollo de sus potencialidades, contribuyendo al logro de
sus propias necesidades humanas y coadyuvando al mismo tiempo a la satisfacción de
las metas de la organización.
La actual relevancia del liderazgo transformacional no puede comprenderse
plenamente si no la asociamos al inequívoco impacto que ha producido la investigación
científica sobre las emociones humanas en estos dos últimos decenios. El constructo
“inteligencia emocional”, desarrollado por Salovey y Mayer (1990), ha capitalizado la
investigación reciente sobre las emociones en las organizaciones. El interés de la
inteligencia emocional se ha reflejado en dos ámbitos: los equipos y el liderazgo. En la
distinción clásica, los dos estilos de liderazgo, de tarea y socioemocional, corresponden
a líderes distintos; actualmente, se considera que ambos estilos pueden concentrarse en
una sola persona, considerándose complementarios y necesarios9. Cuando una persona
es capaz de combinar ambos estilos, entonces reúne las condiciones del líder

9
Desde el enfoque de la IE (inteligencia emocional), los dos estilos de liderazgo clásicos se reinterpretan
de un modo distinto y más complejo. En el modelo de Mayer y Salovey (1997), la IE se concibe como la
habilidad de las personas para percibir, usar, comprender y manejar las emociones. Con lo que estas
habilidades pueden usarse sobre nosotros mismos (competencia personal o inteligencia intrapersonal) o
sobre los demás (competencia social o inteligencia interpersonal). Ambas competencias son
independientes. El líder de tarea, que en la visión clásica no requería de habilidades emocionales, ahora
también las precisa, aunque relativas estrictamente a la “competencia personal”.
transformacional (cfr. Tabla 1). Como es fácil suponer, aunar esas características en una
sola persona no es nada fácil ni común. Guardar un equilibrio entre las exigencias
propias de uno y otro tipo de liderazgo es un ejercicio continuado de compleja
redistribución de energías, dedicación y tiempos. El liderazgo transformacional se
vincula a mayores dosis de optimismo que a su vez el líder sabe trasladar a los
miembros de la organización, haciéndose más patente en circunstancias de crisis e
incertidumbre; en este sentido, parece una vía interesante de exploración la vinculación
de este estilo de liderazgo con el conocido enfoque del “engagement” (Schaufeli et al.,
2002), constructo motivacional positivo relacionado con el trabajo –surgido en la
investigación sobre el estrés laboral– y caracterizado por un estado positivo de la mente
definido por energía, implicación y eficacia. Del conocimiento actual sobre el liderazgo
transformacional puede inferirse que la buena marcha de las organizaciones difícilmente
puede darse sin una adecuada comunicación y expresión de las emociones dentro de las
mismas. El ingenuo prototipo de la organización guiada sólo por la razón y la lógica
parece haber quedado atrás definitivamente10; las emociones no pueden considerarse
meros antecedentes o resultados, sino constructos que median muchas de las relaciones
que tienen lugar en el seno de los grupos.

Sin estilo socioemocional Con estilo socioemocional

Estilo no centrado en la tarea No hay liderazgo Liderazgo socioemocional

Estilo centrado en la tarea Liderazgo de tarea Liderazgo transformacional

TABLA 1. Estilos de liderazgo. Adaptado de Fernández Berrocal y Extremera (2003, 472)

Si se admite que el liderazgo no se reduce al estricto cumplimiento funcional de


objetivos, se abre claramente al complejo fenómeno de la construcción de identidades.
Esto supone ir más allá de un liderazgo táctico, vinculado a la eficacia del logro de
objetivos a corto plazo; lo que supone una orientación hacia un liderazgo estratégico, en
el sentido de obtener apoyos para propósitos y planes a largo plazo. Los siete principios
de la sostenibilidad en el cambio y el liderazgo educativos que proponen Andy
Hargreaves y Dean Fink (2008) se sitúan en esta perspectiva. Las organizaciones, más

10
Cuando Max Weber (2009[1921-1922]), en su Wirtscheft und Gesellscheft (Economía y Sociedad),
obra póstuma publicada por iniciativa de su mujer, Marianne Weber, se refirió a la autoridad del líder,
señaló tres bases de poder: la racional, que descansa en la creencia de la legalidad de los patrones
normativos y en el derecho a hacerlos cumplir de aquellos que poseen una autoridad legal para hacerlo; la
tradicional, fundada en la creencia de la inviolabilidad de las tradiciones; y, finalmente, la carismática,
apoyada en el heroísmo, en el carácter ejemplar y excepcional de una persona, y en los patrones
normativos que ella revela. La preferencia de Weber por la autoridad racional se debió a que vio la
imposibilidad de la continuidad temporal del líder carismático y las deficiencias obvias del apego
exclusivo a la tradición. Mirémoslo como queramos y al margen de las consabidas críticas que ofrece la
vía racional-técnica para las organizaciones, el enfoque estructuralista de Weber, visto en su contexto,
aludía al bien del conjunto de la organización, que debe proseguir al margen de la acción de cualquier
líder personal, por carismático que éste pueda ser. Supuso un desplazamiento focal desde el sujeto a la
institución. Como ha mostrado la investigación posterior sobre la mente y sobre la adaptación humana, su
propuesta estructuralista ha quedado en entredicho.
que sistemas, son entidades culturales en las cuales los significados que en ellas se
producen son más relevantes que las propias acciones. Puesto que los significados
emergen del sistema de creencias y de la reflexión que se desarrolla en la organización
que, a la postre, definen lo que es importante y lo que ha de dirigir el comportamiento.
En suma, el liderazgo transformacional, respetando las diferencias individuales, subraya
el valor de una cultura organizacional donde se estimula la participación, la
observación, la crítica y la acción coordinada bajo un espíritu de compromiso con la
mejora. De suerte que, bien considerado, tal liderazgo se muestra atento y receptivo a la
contingencia y a la informalidad propias de toda institución “viva”. Si la realidad es
cambiante y dinámica, el liderazgo también ha de serlo, en un proceso de permanente
renovación que ha de implicar a todos los miembros de la organización.
Revisada la teorización sobre el liderazgo personal, reparemos, aunque sea
brevemente, en el panorama internacional actual sobre el liderazgo educativo y sus
tendencias, antes de adentrarnos con mayor profundidad en la figura del docente.

2.2. El liderazgo en las políticas educativas supranacionales


Para una mejor comprensión de las implicaciones del liderazgo en las políticas
educativas es conveniente revisar qué dicen al respecto la OECD y la UNESCO como
referentes a nivel mundial, y la Unión Europea como principal y más directo marco de
nuestra política educativa.
La OECD (2009, 2011), ante la implantación de un escenario educativo
radicalmente nuevo, inició una serie de publicaciones dirigidas a revisar las políticas y
prácticas del liderazgo en las escuelas de 22 países. La investigación Improving School
Leadership (Pont, Nusche y Moorman, 2008; Pont, Nusche y Hopkins, 2008) parte de
una afirmación: el sistema educativo en gran parte de los países no responde a las
exigencias de la sociedad actual, cada vez más inmersa en cambios profundos y
acelerados. No se trata de invertir más dinero, sino de crear las condiciones y clima
necesarios en la escuela del siglo XXI para que cada profesor pueda mejorar sus
prácticas educativas y el aprendizaje de los alumnos. Tras analizar la realidad en la que
están inmersos, se apuesta por el liderazgo de directores y del profesorado como opción
prioritaria para promover una educación de calidad. Se sostiene que tal liderazgo no
reside nunca en una única persona, sino que se distribuye entre los diferentes
profesionales de la educación que convergen dentro y fuera de la escuela. Se reclaman
nuevos roles (gestión de los recursos humanos y económicos, planificación de la
enseñanza, gestión del aprendizaje…) y se exigen mayores cotas de autonomía, ya que
ésta “(…) se asocia con la reducción de la burocracia, el fomento de la innovación y,
como consecuencia, una mejora generalizada de la calidad educativa” (OCDE, 2012,
37). En esta misma línea convergen los resultados del estudio PISA 2009 (OCDE,
2012).
Todo ello conlleva la necesidad de redefinir las responsabilidades y contenido
del liderazgo educativo: es decir, proporcionar mayor autonomía a los líderes de la
escuela, asegurar su selección, formación inicial y permanente, a la vez que fomentar un
modelo de liderazgo compartido. Un liderazgo dirigido no solo a diseñar un proyecto
educativo coherente con los grupos de interés que intervienen en ese centro, sino
también con el contexto en el que está enclavado, participando con las otras escuelas de
su entorno. “Hablar de liderazgo es hablar de aprendizaje mutuo, de construcción del
significado y del conocimiento por la colectividad y en colaboración” (Coronel, 2005,
477).
A la luz de los trabajos promovidos por la OECD, la UNESCO potenció la
formación de líderes en todas las regiones. Si revisamos las acciones que están llevando
a cabo, encontramos informes sobre la formación del liderazgo en escuelas de Ghana,
Cabo Verde, India, Pakistán, Chile, Colombia, Brasil…, en los que la acción se centra
en la mejora de los procesos de gestión institucional y pedagógica de los
establecimientos, incentivando el auto-diagnóstico, la planificación con foco
pedagógico y el liderazgo directivo (Rojas y Lambrecht, 2009; Martinic y Elaqcua,
2010; IWGE, 2012). En todos ellos, la atención se dirige de forma prioritaria a la
formación de los directores de los centros educativos, como punto clave inicial para
promover ese liderazgo educativo. Sin duda, la capacidad para desarrollar y mejorar un
centro educativo depende de forma significativa de equipos directivos con capacidad de
liderazgo, que contribuyan a dinamizar el aprendizaje. Pero no olvidemos que estos
mismos informes destacan que esta acción se sitúa como segundo factor con mayor
relevancia para el logro de los objetivos de la escuela, tras la acción docente de su
profesorado (Pont, Nusche y Moorman, 2008; Barber y Moushed, 2007). El liderazgo
compartido (Harris, 2008; Spillane, 2006), es decir, no restringido a una única persona o
a un equipo directivo más o menos competente, ocupa un lugar privilegiado en el
desarrollo de toda institución educativa, por lo que, necesariamente,“(…) deja de ser un
rol reservado al director, siendo dicha misión compartida por otros miembros del equipo
docente” (Bolívar, 2010, 3).
Por su parte, la Unión Europea, en sintonía con los informes internacionales,
también incluye el liderazgo como uno de los puntos clave para lograr sistemas
educativos de calidad. Sus acciones se centran de forma prioritaria en el profesorado, ya
que defienden que es la calidad de la enseñanza la que tiene un efecto directo sobre el
nivel de logro de los alumnos y de sus experiencias de aprendizaje (European
Commision, 2013). Y, en un segundo lugar, en los directores de los centros educativos,
a los que se refiere permanentemente como líderes. Sin embargo, la práctica demuestra
que estos continúan dedicando entre el 40 y 50% de su tiempo a tareas administrativas
(European Commision, 2012), lo que les impide centrarse en las verdaderas funciones
relevantes para su liderazgo. Como señala este mismo informe, hay que permitir a los
directores centrar toda su atención en mejorar el aprendizaje, y no perder gran parte de
su tiempo y esfuerzo en asuntos burocráticos.
Ahora, no podemos perder de vista que tanto si hablamos del liderazgo del
director, como de cualquier otro actor del centro educativo, éste debe saber entender y
atender las expectativas políticas y culturales de su entorno y su inclusión en la
dinámica del centro y del aula (Bolhöfer, 2011; López Yáñez, Sánchez y Altopiedi,
2011).
En los últimos informes mencionados, la Unión Europea llega a destacar las
competencias básicas necesarias para desempeñar el liderazgo, exigibles tanto para la
función de la dirección del centro educativo, como para cualquier miembro de esa
institución. Lógicamente, algunas son propias de cada contexto y/o cultura, pero,
independientemente de los elementos contextuales, en todo escenario educativo un
liderazgo eficaz gravita sobre las siguientes competencias:
• saber motivar a todos los actores y agentes del centro educativo;
• saber mantener una perspectiva holística del centro y de su entorno;
• saber potenciar un clima y cultura de aprendizaje;
• saber mejorar la calidad y resultados de aprendizaje de los alumnos;
• saber gestionar los recursos de forma eficaz y eficiente;
• un buen conocimiento del sistema educativo;
• gran capacidad de comunicación y de apertura;
• destrezas para la resolución de problemas.
Sin olvidarnos de rasgos personales como coraje, optimismo, resiliencia,
tolerancia, conciencia de sí mismo, energía, ambición, inteligencia emocional,
compromiso y deseo de aprender (European Commission, 2012), ya que toda acción
educativa no se fundamenta exclusivamente en saberes competenciales, sino, de forma
esencial, en cualidades personales, actitudes y valores.
Lo que se resalta tras todos estos informes es que el liderazgo nunca puede ser
algo referido a una única función, o que desempeñe una única persona. Es necesario un
desempeño interactivo, colaborativo, ya que “… la esencia del liderazgo no es el actor
social individual, sino una relación de direcciones, movimientos y orientaciones casi
imperceptibles que no tienen ni principio ni fin” (Woods, 2005, 115). De este modo, la
definición que resulta determinante para una organización es la “emergencia de un
sentido compartido de dirección junto con una influencia perceptible, finalmente, en que
todos se muevan en esa dirección” (Leithwood y Day, 2007, 4). De este modo, esta
capacidad de liderazgo compartido crea ese clima formativo necesario a través del cual
logra resultados de aprendizaje previstos y de calidad. Es capaz de aprovechar todos los
canales de influencia: actores y agentes de la organización educativa, cultura
organizacional, estructura, redes sociales, etc., para favorecer experiencias de
aprendizaje realmente relevantes (Supovitz, Sirinides, y May, 2010; Young, 2011), ya
que, en definitiva, “el impacto del liderazgo educativo sobre los logros de los
estudiantes es algo evidente. Algunas investigaciones nos muestran que este representa
el 27% de variación en el rendimiento de los alumnos en todas las escuelas. Está
demostrado que la calidad del liderazgo determina tanto la motivación del profesorado
como la calidad de su enseñanza” (European Commision, 2012, 43).
No podemos dejar de mencionar los estudios elaborados por la consultoría
inglesa McKinsey & Co., cuyos informes marcaron el debate de las reformas educativas
europeas de la última década. En ellos se destaca que no hay recetas para lograr una
educación de calidad, ni se pueden aportar pautas válidas para todos los contextos. Sin
embargo, se incide de nuevo como factor clave en el profesorado: profesores con buenas
capacidades, bien formados y con un apoyo permanente a lo largo de su carrera
profesional. Profesores que forman parte de un equipo, se sienten integrantes de él y del
proyecto educativo de su centro. Es aquí donde radica el papel del liderazgo, no sólo del
profesorado, sino, de forma especial, del director del centro como líder de líderes.
3. Identidad y liderazgo docente
3.1. Marco de comprensión del liderazgo educativo
En educación, como en cualquier otro ámbito de convivencia, el líder es
necesario (Lorenzo, 2005). Se reclama alguien que sepa responder a todas las cuestiones
que justifican el sentido del grupo, en nuestro caso, el aprendizaje y desarrollo personal
y social de cada individuo y, por ende, de esa misma comunidad. Y que sepa y sea
capaz de promover la acción de otros en esa misma dirección. Ahora, lo que está claro
es que el logro de este fin no es obra de un líder único. No podemos limitar la educación
a un solo sujeto, por muy carismático que sea, sino que la educación reclama la
intervención de múltiples líderes, dentro de una responsabilidad colaborativa, en la que
la interdependencia exige la actuación de liderazgo de cada uno en su ámbito específico
de intervención. Aunque este liderazgo no impide cierta focalización del liderazgo en
alguna figura significativa de la institución como pueda ser el director (Bolívar, 2011).
“No es de extrañar que el discurso sobre este tema, en los tiempos actuales, deba de
soportar la tensión entre las políticas de mercado educativo y rendimiento de cuentas y
una educación democrática y para la ciudadanía, o la tensión entre la racionalidad
instrumental y las capacidades afectivas para dar sentido al funcionamiento
organizativo” (Coronel, 2005, 473). Es decir, evolucionar hacia la idea de organización
en la que se ejerce el “poder con”, en el que se acentúa el componente ético del
liderazgo, asentado en la justicia, la solidaridad y el cuidado, y en el que no podemos
dejar de lado el componente emocional. En este sentido, el liderazgo no puede ser
estudiado e implementado como un asunto exclusivamente técnico.
Si analizamos toda comunidad educativa comprobamos que estamos ante
arquitecturas sencillas en cuanto a su estructura organizativa, pero tremendamente
complejas en cuanto a su dinámica social y el liderazgo se dirige precisamente a las
redes sociales que se establecen dentro de esta estructura (Leithwood & Riehl, 2009).
En suma, el liderazgo se entiende como “(…) la labor de movilizar e influenciar
a otros para articular y lograr las intenciones y metas compartidas de la escuela. La
labor del liderazgo puede ser realizada por personas que desempeñan varios roles en la
escuela. Los líderes formales -aquellas personas que ocupan cargos formales de
autoridad- sólo son líderes genuinos en la medida que desempeñen esas funciones. Las
funciones del liderazgo pueden realizarse de muchas maneras, dependiendo del líder
individual, del contexto y del tipo de metas que se persiguen” (Leithwood & Riehl,
2009, 20). Y precisamente esto es lo que lo hace tan singular y lo que nos debe llevar a
reflexionar y comprender los elementos y condiciones que movilizan a las personas y a
los centros bajo los patrones de liderazgo. Por otro lado, no podemos olvidar que tanto
las investigaciones sobre liderazgo, como sus actuaciones, están muy influidas por el
contexto cultural, político, social, etc., en el que se desarrolla, además de la biografía de
cada institución y la historia de vida de cada uno de los líderes. Se relaciona de manera
compleja y profunda con la construcción de la persona.
Somos conscientes de que la educación es incertidumbre, desorden,
desequilibrio, heterogeneidad, libertad, azar, complementariedad, no saber,
ambivalencia, pregunta, juego, creación, poesía, diversidad, etc. (Ferrer, 2006). Es decir,
“(…) fenómenos irreversibles en lo temporal, de alta complejidad, en absoluto lineal,
con diferencias significativas en su punto de partida (la diversidad genética y social,
biológica y psicológica, cultural y de clase, que ya se da entre los niños de escuelas
infantiles), impredecible, de alta contingencia, continuamente estructurante y por
estructurar, dinámico y, en definitiva, caótico” (Colom, 2005, 1331). Y para saber, y
poder, actuar en este escenario se requiere, sin duda, la confluencia coordinada de
líderes que aporten una nueva narrativa en el permanente avance entre orden y
desorden. El liderazgo nunca es algo estático, ni unidirecccional, sino que es un proceso
que envuelve un aprendizaje activo y acumulativo a través de la experiencia, la solución
de problemas y la capacidad de juicio (Middlehurst, 2008). Todo apunta a que la
respuesta a la pregunta sobre quién debe liderar no tiene una respuesta única ni solitaria,
porque además sería insostenible en el tiempo.
En esta nube de incertidumbre donde se produce el redescubrimiento o la
sospecha de que no hay reglas preestablecidas ni objetivos universalmente sólidos, por
invocar el ínclito vocabulario de Bauman, hacia los que apuntar, hemos de interrogarnos
por la legitimidad de educar y por la relación entre el liderazgo y la identidad
profesional del docente.

3.2. Legitimidad docente, identidad profesional y liderazgo del profesor


La investigación, tal como hemos avanzado en apartados anteriores, coincide en
destacar al profesor y su capacidad para influir en los aprendizajes de los alumnos como
un factor clave en el resultado final de todo el proceso, lo cual quiere decir que,
independientemente del nivel en el que trabajen, de cuál sea la materia que impartan, de
las condiciones en que hayan de ejercer su trabajo, es relevante que sean conscientes de
la importancia de lo que hacen y que vayan construyendo su identidad a partir de la
convicción de que hay una dimensión profunda en el acto de enseñar, a la vez individual
y universal, que no se puede reducir a una lista de competencias, porque como dice
Meirieu (2006), ser profesor es una forma de estar en el mundo.
El maestro es esa persona en la que, por primera vez, descubrimos que somos
capaces de aprender, y a la vez, objeto de la máxima atención de otra persona que nos
hace sentirnos capaces de comprender y aprender el mundo y a nosotros mismos.
Cuando en algún momento los profesores son capaces de sentir de ese modo la labor
que realizan, entonces pueden tener la certidumbre de haberse encontrado con lo
esencial, lo que justifica su compromiso con la profesión, de que todavía es posible,
pese al desánimo y el derrotismo, que haya transmisión y que la profesión adquiera
sentido (Meirieu, 2006).
Esta labor de mediación no es meramente técnica, aséptica o neutra, es además y
fundamentalmente un compromiso humano porque al realizarla la llena de sentido o la
limita. En este sentido, puede decirse que la tarea primordial del profesor consiste en
seducir al alumno para que desee, y deseando, aprenda (Alves, 1996).
El buen hacer docente es muy difícil que se dé sin que haya una implicación
personal por parte de los que enseñan, sin que crean en lo que hacen o sin que traten de
transmitir el valor de aquello que hacen: enseñar y favorecer los aprendizajes valiosos.
La buena docencia será aquella que logre armonizar la necesidad y el valor del saber
con la trayectoria vital de un grupo de alumnos que necesitan descubrir y comprender la
necesidad valiosa de aprender y definir un proyecto personal de vida que responda a
interrogantes como ¿quién soy yo?, ¿qué quiero ser?, ¿qué puedo llegar a ser?
La educación tiene un componente técnico y otro moral y ambos son necesarios,
pero el que da consistencia, permanencia, convicción y compromiso no es el técnico
sino el moral, por eso se puede afirmar que los maestros eficaces son aquellos que
muestran un mayor interés, una mayor preocupación o una mayor sensibilidad hacia los
alumnos como personas en disposición de aprender (Carr, 2005; Bárcena y Mélich,
2000). En el núcleo de la identidad profesional debe haber un conjunto de valores y
creencias claros, un sentido de la finalidad de su tarea, de los principios morales que la
sustentan; un compromiso de accesibilidad y ayuda a todos sus alumnos y una elevada
autoestima y sentido de la propia autoeficacia, por supuesto, sin caer en la complacencia
(Day, 2006).
La primera fuente de satisfacción en la profesión docente se obtiene de
comprender su auténtico significado, un sentido radicalmente humano. Los seres
humanos estamos necesitados, capacitados y predispuestos para aprender y para hacerlo
de manera cooperativa y empática con los demás. Todos los profesores sueñan con
encontrarse con alumnos ya motivados que aprenden solos, pero la educación es una
profesión ambivalente, puede producir muchas satisfacciones, pero también muchas
frustraciones. Educar es atender a todos, pero especialmente rescatar a los que más lo
necesitan, a los que Pennac en su libro llama “zoquetes”. Así describe él a los
profesores que le salvaron de la pasión del fracaso y le introdujeron en la pasión de
enseñar:
“Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados para
hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo
buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en
peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de
nuevo, día tras día, más y más... Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo.
Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida” (Pennac, 2008, 36).

Entre el amor a los alumnos y el amor al saber, no es necesario elegir, ambos son
ingredientes de los procesos de enseñanza. No se trata de enfrentar una profesión
centrada en el alumno, que se dedica a ayudarlo a comprender, con una profesión
centrada en el saber, que se contenta con transmitir los conocimientos a los alumnos y
les anima a trabajarlos de manera autónoma. Ambas cosas son necesarias y se
complementan. Al trabajar con los contenidos, los alumnos aprenden y al aprender
crecen como personas.
Nadie cuestiona que la enseñanza es una profesión compleja que se ejerce en
contextos muy distintos, con alumnos de edades y características diversas, a lo largo de
los diferentes ciclos de la vida profesional, pero aunque puedan variar los objetivos, los
contenidos y los métodos didácticos, nunca se deja de ser profesor y es el profesor y su
manera de entender su trabajo quienes determinan en gran medida el clima emocional
de la clase (Esteve, 1997, 2006).
Para aspirar a tener oportunidades de éxito en la enseñanza, para aspirar a que
los alumnos reconozcan a sus profesores el derecho a ejercer alguna influencia sobre
ellos, es necesario que tengan un sentido claro de identidad. Al reconocimiento de ese
derecho a ejercer influencia sobre los alumnos, se le ha denominado autoridad, una
autoridad liberadora que se basa en el reconocimiento en otra persona de un mejor ser,
de unos valores, un saber o un prestigio que se acepta voluntariamente en tanto ayuda al
otro a mejorar y a aspirar con esperanza a nuevas y mejores metas (Esteve, 1977, 2010).
Podríamos decir que mientras la autoridad la otorga el alumno cuando reconoce
en sus profesores, o en alguno de ellos, ese mejor ser; el liderazgo educativo es la otra
cara de la moneda, es decir, el deseo y la capacidad de ejercer una influencia positiva en
los alumnos para ayudarles a alcanzar su autonomía. Por eso, el verdadero líder primero
se convence a sí mismo para luego contagiar a otros.
La identidad del profesor está directamente afectada por el significado que le da
al saber y al contacto con sus alumnos, si no puede ser con cada uno de ellos, porque a
veces la realidad del contexto lo imposibilita, sí al menos con ellos como grupo. Ball
(1972) distingue entre identidad situada e identidad sustantiva. La situada varía en
función de los cambios en el contexto, en cambio la sustantiva es la que contiene los
aspectos fundamentales y estables respecto a la forma de pensar de una persona respecto
a sí misma, hacia su profesión, los alumnos, la importancia de lo que enseña, la
transcendencia de la educación, etc. La identidad de los docentes se crea a partir de la
interacción entre sus experiencias personales y las experiencias profesionales en el
entorno laboral en el que se desenvuelven a diario. Se ha definido como “el proceso por
el que una persona trata de integrar sus diversos estatus y funciones, así como sus
diversas experiencias, en una imagen coherente del yo” (Epstein, 1978, 101).
Sachs (2003) diferencia entre una identidad profesional gerencial, que identifica
con los profesores más centrados en la eficiencia y la responsabilidad respecto a los
imperativos normativos que miden la calidad de acuerdo a unos estándares externos,
competitivos, controladores y reguladores; y una identidad activista o comprometida,
centrada en la convicción del aprendizaje de los alumnos y la mejora de las condiciones
que lo hacen posible. Cuando en los centros impera esta segunda forma de entender la
enseñanza, prevalece un interés por investigar, por crear ambientes de colaboración y un
fuerte compromiso moral y con los valores sociales, lo que hace posible trascender los
fines previstos en la normativa legal.
Kelchtermans (1993) señala que el yo profesional, como el yo personal,
evoluciona con el tiempo y que está constituido por cinco elementos interrelacionados:
la autoimagen, su autoestima, la motivación para el trabajo, la percepción de la tarea y
la perspectiva de desarrollo futuro en el mismo.
Por supuesto, en la construcción y reconstrucción de la identidad profesional
intervienen muchos más factores, es un proceso evolutivo de interpretación y
reinterpretación de experiencias a lo largo de toda la vida laboral, se gesta mucho antes
de matricularse en una facultad de educación, puesto que la persona que aspira a ser
profesor ya lleva dieciocho años socializándose en la profesión viendo cómo actúan sus
profesores; influye también la imagen social de la profesión, su tradición y su cultura; se
trata de un constructo que se crea como respuesta al contexto y bajo la influencia de los
colegas (Marcelo y Vaillant, 2009). Teniendo en cuenta la complejidad de los procesos
educativos y la rapidez con la que se suceden los cambios y las demandas sociales hacia
el sistema escolar, es fácil comprender cómo estos afectan a la identidad situada, pero
también reconocer la importancia de la identidad sustantiva, a la que podríamos
entender como la vocación o el compromiso que va tomando forma con el paso del
tiempo y sin la cual será difícil superar las situaciones tan difíciles que, a veces, plantea
la docencia. Por eso, “por su propio bien y por el bien de aquellos a quienes educan, los
profesores deben comprometerse con su trabajo en términos vocacionales, o bien buscar
empleo en otro lugar” (Hansen, 2001, 178).
En efecto, la identidad y el liderazgo también se relacionan con el compromiso,
término que suele aparecer en las investigaciones para distinguir a los que se toman en
serio su trabajo de quienes ponen por delante sus propios intereses (Nias, 1989). El
compromiso está relacionado con la satisfacción en el trabajo, si bien es verdad que el
compromiso puede brindar tanto satisfacción como frustración por los resultados
obtenidos y por ello suele ser un buen predictor del rendimiento en el mismo, del
absentismo y de la aparición del síndrome del quemado, además de tener una influencia
importante en el rendimiento de los alumnos y sus actitudes con respecto a la escuela
(Esteve, 1987; Day, 2006). Estos maestros sobreviven y progresan en las circunstancias
más adversas, sobre todo, gracias a los valores que asumen. Y esa es la fuerza que
pueden contagiar como líderes potenciales: la creencia de que pueden ayudar a sus
alumnos a desarrollar todo su potencial, la certidumbre de tener unos valores más
sólidos que las circunstancias, la responsabilidad de aceptar la propia formación como
algo ineludible para hacer bien su trabajo y para su desarrollo personal, el entender la
educación como una actividad colegiada en la que intervienen muchos factores que
pueden coordinarse hacia un mismo fin, por eso, son profesores que también se
implican en la gestión de las instituciones sin que necesariamente hayan de ocupar
puestos directivos, simplemente consideran que lo que hacen en el aula es importante
para la marcha general del centro y de sus cometidos. De hecho, las culturas
colaborativas refuerzan la participación de los maestros y ayudan a sostener su
compromiso.
Como ya hemos señalado, el liderazgo es una cuestión de cultura más que de
estructura. La cultura de la escuela impulsa u obstaculiza el aprendizaje de su
profesorado, de ahí su importancia como comunidad de aprendizaje. El paso de las
formas tradicionales de enseñar a otras más adecuadas a la complejidad actual, vienen
marcadas por ciertas transiciones, entre ellas: el paso del individualismo a la comunidad
profesional; el paso de la primacía de la enseñanza a la del aprendizaje como centro; el
paso del poder sobre los alumnos a un liderazgo de influencia en clase; el paso de un
liderazgo individual a un liderazgo distribuido; la transición desde las preocupaciones
por lo que ocurre en la clase a las que atañen al centro y a la comunidad (Lieberman y
Miller, 1999).
Las teorías más populares sobre liderazgo dejan claro que los líderes de éxito
además de organizar, dirigir y supervisar, entablan relaciones con toda la comunidad
escolar, se centran en las personas y personifican unos valores y unas prácticas
coherentes que tratan de compartir con los demás. Las escuelas que se mueven con un
aprendizaje enriquecido (Rosenholtz, 1989) son lugares en los que hay unos valores y
finalidades fundamentales que se mantienen, oportunidades regulares y frecuentes para
compartir experiencias, colegialidad, actividades de desarrollo profesional, que
contemplan el conocimiento para la práctica, en la práctica y de la práctica y, lo más
interesante de todo, los docentes reflexionan sobre sus motivaciones, identidades,
emociones y compromisos. Todos estos elementos que conforman la cultura de una
comunidad escolar, la red acordada de sus dependencias mutuas, son elementos muy
importantes a los que se les ha prestado mucha menos atención que a los cambios
estructurales, cuando es realmente difícil que la eficacia llegue a los corazones de
padres, profesores y alumnos desde las frías páginas de los boletines oficiales.
En cierta manera, ser líder educativo es buscar con esperanza el aporte único que
hay en cada persona, mientras no deja de construirse uno mismo en aquello con lo que
está comprometido. Siguiendo esta orientación general, a continuación, ofrecemos
algunos elementos de discusión sobre la construcción de la identidad profesional y las
condiciones del liderazgo docente a partir de un pequeño trabajo de campo realizado
con aspirantes a la profesión.

3.3. Ni héroes ni villanos: la construcción de la identidad en los aspirantes a la


profesión y las condiciones del liderazgo

Al principio señalamos que el liderazgo suele ir unido a las situaciones de poder.


Por ello, como indica Price en Leadership Ethics, la ética del líder ha estado a menudo
asociada a dos figuras antagónicas que representan el poder: la del héroe y la del
villano. Ambas figuras comparten la idea de la excepcionalidad moral, es decir la
presunción de que el líder no está sometido a las mismas normas que el resto. Frente a
esta imagen, centrada en lo extraordinario, Price reclama una ética del líder cotidiano,
en la que la excepcionalidad moral encuentra difícil justificación (Price, 2008).

También la percepción del profesorado ha estado a menudo asociada a estas dos


figuras antagónicas, según concluía ya hace unos años Esteve a partir de un análisis de
la imagen social de los docentes en los medios de comunicación (Esteve 1995). Por un
lado, se proyecta la imagen del profesor-héroe, al que se le pide que responda a un
estereotipo social adornado de cualidades positivas, y en el que se busca la solución de
casi todos los problemas que aquejan a la sociedad. Unida a ésta como la otra cara de
una misma moneda, aparece la imagen del profesor-villano, al que se hace responsable
de las deficiencias del sistema, de la incapacidad de la educación para responder a las
nuevas demandas, cuando no se le acusa directamente de buscar sólo su interés egoísta
o incluso, en ocasiones, de valerse de su situación para abusar de su poder.

Como en el caso de la ética del líder, también los enfoques actuales en torno a la
identidad profesional del profesor reclaman la adopción de perspectivas más centradas
en lo cotidiano, en las que la identidad aparece como un concepto relacional, que
emerge en la relación con los otros, y fluido, que se construye narrativamente, afectado
por las experiencias, los elementos que consideramos más determinantes de nuestra
posición en el mundo (edad, género, etnia, origen social, etc.) y las condiciones
asociadas a la práctica (Mensah, 2012; Tobin y Llena, 2012).

Desde este punto de vista, cobra un valor extraordinario preguntarse cómo


construyen los docentes en formación su identidad como futuros profesores. Para ello,
pedimos a una muestra de cincuenta estudiantes del Máster en Formación del
Profesorado de Educación Secundaria que elaborasen un pequeño texto acerca de lo que
entendían por identidad profesional del profesor. Recogemos a continuación tres
respuestas, en cierto modo prototípicas.11

En la mayoría de las respuestas de los estudiantes recién graduados en sus


estudios previos, el discurso predominante es el vocacional. Javier, por ejemplo,
estudiante de una especialidad de humanidades, señala:

“El bello discurso que sustenta, protege y apuesta por la hipótesis vocacional no es comprendido;
se ve como algo demasiado bonito como para ser verdad. Se le mira como diciendo ‘ya somos

11
La experiencia se ha llevado a cabo durante el curso 2012-2013 con estudiantes del Máster en
Formación del Profesorado de Educación Secundaria de la Universidad Complutense. Se solicitó
autorización a los estudiantes para citar sus textos. Sus nombres han sido cambiados.
mayores para un mundo construido sobre llamadas.’ Ahora sólo triunfa el rol de buscavidas,
nadie llama. Y ése es el problema, nadie llama, todos quieren ir ¿Pero adónde? (…) Hace no
mucho tiempo vi como entrevistaban a dos djs prestigiosos en la televisión. Uno de ellos dijo
algo que me gustó mucho: ‘tenemos que diferenciar entre ser dj o hacer de dj’ ¡Qué maestría,
qué manera de proteger la profesión, el gremio; eso sí es corporativismo, y del bueno! Qué triste
ver cómo la sociedad moderna ha eliminado esta dicotomía tan necesaria. Una cosa es hacer y
otra ser.”

Otras respuestas evitan, sin embargo, cualquier perspectiva que pueda considerar
la existencia de un ser genérico del profesor. Susana, por ejemplo, estudiante también de
una especialidad de ciencias humanas, afirma:

“¿Qué es ser profesor? En primer lugar, cabría impugnar cualquier pregunta que fuera
esencialista tal y como lo es la anterior, cabría impugnar cualquier pregunta que se formulase
acerca de en qué consiste la identidad del profesor como aquello que trasciende más allá de ser
profesor de esta o de aquella materia… como si lo verdaderamente sustancial fuera el enseñar
algo y no el enseñar algo acerca de algo. Precisamente con ese espíritu se funda el ‘Máster de
formación del profesorado’, que entiende que es posible formar ‘profesorado’ entendido como
‘absoluto’. Es decir, que si en algún sentido pudiéramos determinar qué es ser profesor,
podríamos decir que, en primer lugar, se es profesor de una materia y en la medida en que se es
profesor de una materia, un profesor es un perfecto conocedor de la materia que pretende
enseñar. En segundo lugar, que un buen profesor será aquél capaz de transmitir, enseñar, mostrar
a un alumno dichos conocimientos.”

Por último, Manuel, Licenciado en Ciencias Económicas, que llega al Máster


tras haber trabajado varios años en el mundo de la empresa, adopta una postura que
podríamos llamar funcional, más centrada en las habilidades relacionales del docente,
que el conocimiento a impartir. Escribe:

“La construcción de la identidad del profesor es un proceso individual y colectivo. El punto de


inicio sería el comienzo en la formación del docente, que evidentemente se prolonga durante
todo el ejercicio de su carrera profesional. Ahora bien, cada profesor debe contextualizar el
proceso educativo teniendo en cuenta los factores condicionantes en cada momento. El profesor
debe comprender los procesos de la enseñanza y aprendizaje por lo que, como en otras
profesiones, el conocimiento del que se trata es importante. (…) Hay una tendencia sobre todo en
el profesor de universidad a centrarse en lo académico, que está bien y es necesaria, pero
también hay que construir la identidad del profesor dentro del ámbito profesional al que
mayormente me estoy refiriendo. La identidad es donde se concentra el saber propio como
individuo y el deseo de construcción de relaciones entre todos los actores comprometidos en la
formación de los estudiantes. El profesor debería identificarse como un líder de empresa que
quiere que todos los factores funcionen perfectamente para llegar al cometido final del desarrollo
de una persona”.

En una perspectiva funcional, como la que adopta Manuel, la identidad del


profesor, como educador, va a unida a su capacidad de liderazgo. Todo profesor que
actúa con función educativa es desde este punto de vista un líder.

Hace un siglo, John Dewey insistió ya en esa imagen del docente como líder,
dentro de su metáfora del profesor-artista (Simpson, Jackson y Aycock, 2005). Hoy
vuelve a reconocerse esta aportación, hasta el punto de que una de las últimas
recopilaciones de trabajos de Dewey lleva precisamente por título Teachers, Leaders,
and Schools (Simpson y Stack, 2010). Nos basaremos en una relectura de sus ideas para
identificar algunas condiciones del liderazgo docente y situar las respuestas de nuestros
estudiantes en un marco teórico de discusión.
En Dewey el análisis del liderazgo docente aparece también asociado a un juego
de antinomias. En un informe de 1914 sobre la escuela de Marietta L. Johnson en
Fairhope (Alabama) recogido un año más tarde en Schools of Tomorrow, contraponía a
la tradicional imagen del profesor como instructor, la del profesor como líder que
facilita el aprendizaje de los alumnos en un contexto natural (Dewey y Dewey, 1915).
Esta dicotomía entre instrucción y liderazgo está en la base de las dos posturas
antagónicas que en las respuestas de los estudiantes representan Susana y Manuel. Para
Susana, no puede hablarse como tal de ser del profesor. Se es siempre profesor de algo,
de matemáticas, de filosofía o de “cono”. Para Manuel, más que un devoto del
conocimiento, el profesor es el líder de un grupo.

Dewey, en su texto de 1914, sustentaba la postura de Manuel, lo que le hizo


objeto de críticas como la que Hannah Arendt (1996[1958]) lanzó a la pedagogía
progresiva y las consecuencias del pragmatismo. Para Arendt, la identidad del profesor,
su autoridad, como mediador entre el dominio privado en que se desenvuelve la vida
infantil y el dominio público de la vida adulta, se funda sobre el conocimiento que
supone su compromiso con el mundo encarnado en la tradición. La pérdida de esta
autoridad, bajo la psicologización de la pedagogía, representa para Arendt una de las
manifestaciones más palpables de la crisis moderna de la educación.

Susana, crítica con la forma de llevar a cabo actualmente la formación de los


profesores de educación secundaria en nuestro país, suscribiría plenamente estas
observaciones de Arendt contra los efectos del pragmatismo en la educación. Sin
embargo, como es sabido, en sus escritos posteriores, de los años treinta, el propio
Dewey adoptó una postura de distanciamiento con respecto a algunas de las direcciones
que había adoptado el movimiento de la educación progresiva. Y será precisamente en
estos escritos en los que más desarrollará la idea del profesor como líder, matizando, de
algún modo, la oposición entre liderazgo e instrucción a la que se refirió en sus
planteamientos anteriores.

En la segunda edición de How We Think, de 1933, Dewey introdujo un apartado


específico dedicado a The Teacher as Leader, que no figuraba en la edición original de
1910. Frente a las concepciones que hacen del maestro un “gobernante dictatorial”, o las
que tienden a reducirlo a “mal necesario”, Dewey definía en él al profesor como “líder
intelectual de un grupo social” (Dewey, 2007[1933] 271). Esta definición encierra
algunas de las principales condiciones para entender la figura del profesor como líder
todavía hoy.

Empezando por lo más básico, como hemos visto, con independencia de la teoría
que se adopte, más centrada en rasgos o más centrada en situaciones, el liderazgo es
algo que se ejerce siempre en el seno de una relación, de un grupo. Las implicaciones de
esta idea tal como la formuló Dewey van, sin embargo, más allá de entender
simplemente el liderazgo docente como algo grupal. En Experience and Education,
Dewey contrapuso la figura del profesor que actúa, “como un dictador”, desde el
exterior de la clase, a la del profesor líder de un grupo social que dirige procesos de
cambio en los que todos participan (Dewey, 2004[1938] 99). Lo propio del liderazgo
docente, tal como lo entiende Dewey, es que es una dirección que se ejerce desde el
interior del grupo. El profesor líder hace suyo el objetivo del grupo, el aprendizaje, y, al
hacerlo, se pone al mismo nivel que sus aprendices. Los especialistas actuales sitúan en
este actuar desde dentro en vistas a una meta compartida la base del liderazgo
organizativo, lo que, como señala Dimmock, ha llevado a abandonar la vieja visión
“heroica” y “carismática” del líder que dirige desde arriba en favor de modelos de
liderazgo distribuido (Dimmock, 2012, 98-114). En este sentido, ya hemos señalado que
el liderazgo en las instituciones educativas tiende a verse hoy como un liderazgo
compartido. Cuando esta filosofía de actuación desde dentro se traslada del centro a la
vida del aula, implica no sólo una forma de organización, sino, sobre todo, una
determinada concepción del aprendizaje y el conocimiento, que Dewey plasmó en su
noción de la democracia como empeño fundamentalmente epistemológico (Johnston,
2006).

Dewey añade dos condiciones vinculadas a la idea del profesor como líder
intelectual. La primera es la posesión de un conocimiento amplio de la materia a
enseñar: “El problema de los alumnos se encuentra en la materia; el problema del
maestro estriba en saber qué hace la mente de los alumnos con la materia” (Dewey,
2007[1933] 272-273).

Dewey no estaba entre quienes, como deplora Javier en su respuesta a nuestra


pregunta, huyen del discurso vocacional. En su contribución de 1938 a la compilación
My Vocation, by Eminent Americans: Or What Eminent Americans Think of Their
Callings, incluía como elemento fundamental de la vocación docente “un amor natural
por comunicar el conocimiento, junto con el amor al conocimiento mismo” (Dewey,
2008[1938] 344-345) y consideraba que, dentro de ese amor al conocimiento, lo que
distingue la vocación del profesor de la del investigador es su “interés en observar el
movimiento de la mente de otros” (ibíd., 345). En Dewey, por tanto, no hay ningún
rechazo al valor del conocimiento como elemento de la vocación o el liderazgo docente.
Lo que rechaza es una visión acumulativa del conocimiento que se transmite de una
mente a otra. El conocimiento es, más que un material a transmitir, el empeño que
proporciona el objetivo compartido a los alumnos y al profesor. El propio Dewey no
dudó en criticar desde este punto de vista el lema de la educación centrada en el niño
(child-centered school), bandera del movimiento de educación progresiva, planteado
como antítesis al valor de las materias de enseñanza. En su ensayo How Much Freedom
in New Schools? de 1930, mantuvo que las interpretaciones más habituales de la
educación centrada en el alumno caían en el mismo error que trataban de evitar, pues
estaban todavía demasiado obsesionadas por el factor personal, más que por la
experiencia compartida en la que participan profesores y alumnos (Dewey, 2008[1930]
322).

La comprensión del liderazgo educativo del profesor exige ese desplazamiento


del que habla Dewey desde el factor personal o subjetivo al factor objetivo de la tarea a
realizar, si bien cabría añadir que sin caer por ello en una objetivación de las personas
involucradas en la relación. Ese compromiso con “lo otro”, con lo que genéricamente
puede llamarse “el mundo” es lo que permite diferenciar el liderazgo educativo de otras
formas de liderazgo, como el psicoterapéutico. Como advirtió el maestro de Arendt,
Karl Jaspers, la educación no se sitúa ni en el plano objetivo ni el subjetivo, sino en el
escurridizo terreno que queda “entre” estos dos extremos (Jaspers, 1958-59, I, 140). La
educación exige un objetivo que trasciende al educador y al educando. Lo que convierte
el liderazgo en relación educativa es la tensión entre estos dos polos: la intencionalidad
funcional de cara a un objetivo que supone desde algún punto de vista una mejora, y la
atención personal a la persona que se educa como fin en sí para la que se procura esa
mejora.
La segunda condición que, según Dewey, debe cumplir el profesor como líder
intelectual es la posesión de un conocimiento técnico y profesional de la educación, eso
sí, entendido más como una herramienta de guía y observación de la mente, que como
un esquema fijo de reglas y procedimientos de acción. Dewey incluye en este apartado
“conocimientos de psicología, de historia de la educación, o de los métodos que los
demás han encontrado útiles en la enseñanza de diversos temas” (Dewey, 2007[1933]
273).

Philip W. Jackson ha llamado recientemente la atención acerca del paralelismo


de las ideas de Dewey en How We Think, con los planteamientos que James había
defendido años antes en sus Talks to Teachers, especialmente la justificación que ambos
hicieron de centrar el conocimiento de los profesores en lo esencial, como reacción a las
exigencias crecientes que emanaban del campo en desarrollo del child study (Jackson,
2012b, 3). James en sus conferencias a los profesores fue muy explícito cuando les
decía que “la psicología es una ciencia y la enseñanza es un arte; y las ciencias no
generan arte directamente de sí mismas. Se requiere una mente intermediaria
innovadora que haga la aplicación de manera original. (…) Saber psicología, por tanto,
no garantiza para nada que seamos buenos profesores” (James, 1958[1899] 23-24).

Sorprende ver a un siglo de distancia en autores como James y Dewey,


impulsores de la modernización de la educación, estas cautelas con respecto a la sobre-
psicologización de la actividad docente y el conocimiento pedagógico, cuyos efectos,
según hemos podido comprobar en nuestra pequeña investigación, son vividos por
algunos candidatos a la profesión como una desarticulación de su identidad profesional.
La futura profesora de historia, o de química, se reconoce como profesora, no por sus
conocimientos técnicos, que a lo sumo considera recursos auxiliares, sino porque
domina el campo de la historia o de la química, y su dominio le permite apreciar lo
esencial del conocimiento y su construcción, que es la primera condición para poder
guiar a otros a su aprendizaje, para ser una líder intelectual, como pedía Dewey.

Aún falta una última condición, a la que se refería nuestro estudiante Javier en su
respuesta. Líder, decíamos al comienzo de la ponencia, es el que conduce, y para
conducir no es sólo preciso contar con los medios adecuados, con el dominio de la
materia y el conocimiento técnico para facilitar el aprendizaje de los estudiantes. Para
conducir a otro se requiere también cierta idea, por difusa que sea, del lugar al que se
pretende llegar, o, como decía el estudiante, saber dónde ir. Y aquí es dónde, según ha
mantenido Jackson en otro de sus últimos trabajos, el pragmatismo que inspira la
filosofía de la educación de Dewey tiene su talón de Aquiles, pues la condena a quedar
encerrada en el círculo de la experiencia que se reconstruye a sí misma (Jackson,
2012a). En un contexto epistemológico sacudido por el deconstruccionismo
postmodernista y por el eficientismo quizás eso sea lo máximo a lo que podamos hoy
apelar.

4. Conclusión
Reconociendo que determinadas personas puedan poseer determinados atributos
facilitadores del ejercicio del liderazgo, lo cierto es que éste de alguna manera también
puede ser aprendido. Todos, en cierto modo, formal o informalmente, podemos ser
líderes (Molinar y Velázquez, 2005). Es posible desarrollar conocimientos, actitudes y
habilidades propias del liderazgo. De hecho, en nuestro contexto educativo, como
hemos recordado, el liderazgo se considera una competencia determinante para una
educación exitosa. Pero nosotros hemos procurado mostrar, con mayor o menor acierto,
que es más que todo eso.
Las políticas educativas se hallan progresivamente menos dirigidas hacia el
logro del saber por el propio saber, como si se tratase de un empeño extemporáneo,
orientándose decididamente hacia la imbricación de la educación con el sistema
productivo. Esta tendencia general puede apreciarse, con los matices que quiera
añadirse, en todos los sistemas educativos actuales. El crecimiento económico y la
empleabilidad han pasado a ser dos términos prácticamente omnipresentes en los
discursos oficiales sobre la educación. Así, o bien se posterga cualquier finalidad
educativa o ésta se limita al contexto de lo económico. El espectro de la alienación se
pasea plácidamente por todo el orbe y una interpretación limitada del liderazgo puede
correr la misma suerte. Cimbreados por una colosal e interminable crisis como la actual,
¿cómo recuperar con vocación de éxito la pregunta abierta por la finalidad de la
educación?, situada en el corazón mismo de todo auténtico liderazgo y punto de fuga
para la construcción de la identidad profesional docente. Como afirma el etnólogo y
sociólogo de la cultura Marc Augé (2012, 136), “hasta que se pruebe lo contrario, las
crisis económicas suscitan más inquietudes, depresiones o violencias incontroladas que
sobresaltos intelectuales”. Sin embargo, añade Augé, el desarrollo general de la
educación es un imperativo categórico igualmente general que no necesita ser
apuntalado por justificativo alguno de rentabilidad económica, más bien se trata de un
fin en sí, en nombre de la unidad del género humano, un principio axiomático, del cual
además hay notables razones para pensar que una de las primeras consecuencias de su
realización reside precisamente en la prosperidad económica.
A nuestro parecer, el liderazgo se nos muestra no como una acción agresiva, sino
como un modo de pensar y de sentir sobre nosotros mismos, sobre lo que hacemos y
sobre la naturaleza de aquello que hacemos. Su última referencia moral es la que le
convierte precisamente en un fenómeno educacional, frente a otras posibilidades de
liderazgo. El profesor como líder se sitúa así en un proceso reflexivo sobre los factores
necesarios para lograr los propósitos personales e institucionales, en un marco de
redistribución del poder. Este liderazgo, transformacional, está preocupado por alentar
la participación y la cooperación de todos los miembros de la organización. Aunque el
conjunto de recursos que conforman la planificación, la organización y la realización de
tareas del grupo constituye, obviamente, objeto de su preocupación, se distingue sobre
todo porque las personas, su interacción y las prácticas que de ellas se derivan, están
antes que la estructura. Hay aquí una inequívoca dimensión moral del liderazgo, puesto
que se trasciende la mera necesidad inicial de la organización. Puede generarse así una
cultura desde la que todos los miembros de la organización pueden contribuir al logro
de las metas y al crecimiento y el cambio individual e institucional.
En sus Conversaciones con Tester, Bauman (2002) nos recuerda la célebre frase
de Santayana: la cultura es un cuchillo clavado en el interior del futuro. Si la cultura se
define como permanente revolución, la educación precisa propiciar el pensamiento
crítico, más allá de una atención a la relación pedagógica misma. Que la titularidad del
poder pueda recaer en el sujeto seguramente esté propiciado por los contextos sociales
de hoy, como han puesto de manifiesto eminentes sociólogos como Touraine o Giddens.
Pero, por eso mismo, quizás nunca como ahora la educación haya adquirido tanta
importancia como contribución a las posibilidades de cada persona para tomar las
riendas de su autonomía y responsabilidad en el contexto azaroso de su existencia,
tratando de superar la angustia de la precariedad en la que necesariamente ha de
desenvolverse. El docente como líder, ante este colosal desafío, es consciente de sus
múltiples limitaciones y puede ser fácilmente invadido por el desaliento, por el
desánimo. En y con su respuesta cotidiana irá construyendo su identidad profesional, y
es verdad que muchos datos no invitan precisamente al optimismo. Pero nadie puede
afirmar que no haya antídoto contra el descontento.

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