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Siete

días. Una chica inglesa. No habrá segundas oportunidades.


Madeleine Hart es una estrella emergente en el partido que gobierna Gran
Bretaña: bella, inteligente, con una carrera meteórica desde sus humildes
orígenes hasta el éxito. Pero también es una mujer con oscuros secretos: es
la amante del Premier Jonathan Lancaster. Cuando desaparece mientras
pasa las vacaciones en Córcega con unos amigos del partido, saltan todas
las alarmas. De algún modo, alguien ha descubierto esa relación secreta y
ha decidido hacerle pagar los pecados al máximo dirigente de Reino Unido
secuestrando a su joven amante. Aterrorizado ante la perspectiva de un
escándalo que acabaría con su carrera política, Lancaster decide llevar el
asunto a través de vías poco convencionales.
Y ahí aparece Gabriel Allon, restaurador de arte, espía y con un currículum
en el que no escasea la intriga política y el asesinato. La cuenta atrás ha
empezado y Gabriel tiene que lograr encontrar a Madeleine y devolverla a
casa sana y salva.

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Daniel Silva

La chica inglesa
Gabriel Allon - 13

ePub r1.1
Titivillus 04.03.16

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Título original: The English Girl
Daniel Silva, 2013
Traducción: Juanjo Estrella

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Una vez más, a mi esposa, Jamie,
y a mis hijos, Lily y Nicholas.

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Quien vive una vida inmoral muere
de una muerte inmoral.

Proverbio corso

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PRIMERA PARTE

LA REHÉN

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1

Piana, Córcega

S e la llevaron a finales de agosto, en la isla de Córcega. La hora exacta de la


desaparición no llegaría a determinarse; ninguno de los compañeros de viaje con
los que se alojaba logró precisarla, más allá de que esta se había producido entre el
anochecer y el mediodía siguiente: al anochecer la habían visto por última vez,
alejándose por el camino de la villa en su vespa roja, la falda vaporosa, de algodón,
revoloteando alrededor de los muslos bronceados; a mediodía se habían percatado de
que su cama estaba vacía, salvo por un libro de bolsillo dejado sobre ella, una novela
barata a medio leer que olía a aceite de coco y un poco a ron. Todavía esperarían
otras veinticuatro horas antes de decidirse a llamar a los gendarmes. Era verano y, en
verano, ya se sabe…
Habían llegado a Córcega hacía dos semanas, cuatro chicas bonitas y dos jóvenes
decididos, fieles servidores, todos ellos, del gobierno o del partido político que lo
gestionaba en aquella época.
Disponían de un solo vehículo, un Renault de cinco puertas en el que, algo
apretadas, cabían cinco personas. La vespa roja era para uso exclusivo de Madeline,
que la conducía con una temeridad casi suicida. Su villa, de fachada ocre, se alzaba
en el extremo occidental del pueblo, sobre un acantilado que daba al mar. Se trataba
de una casa sólida y pulcra, de esas que las inmobiliarias definían siempre como «con
encanto». Pero tenía piscina, y un jardín tapiado en el que crecían arbustos de romero
y pimienta. Y así, a las pocas horas de su llegada, todos se encontraban instalados ya
en aquel bendito estado de semidesnudez y piel quemada al que aspiran los turistas
británicos, les lleven a donde les lleven sus viajes.
Aunque Madeline era la más joven del grupo, se había convertido también en su
líder no declarada, carga que ella asumía sin protestar. Era ella la que había
gestionado el alquiler de la villa, y también la que organizaba los largos almuerzos,
las cenas tardías y las excursiones de un día al agreste interior de Córcega, durante las
que abría siempre camino, con su vespa, por sus vías traicioneras. No se molestaba
jamás en consultar un solo mapa. Sus conocimientos enciclopédicos de la geografía,
la historia, la cultura y la cocina de la isla los había adquirido a lo largo de un periodo
de intenso estudio y preparación que se había prolongado durante las semanas previas
a su viaje. Al parecer, Madeline no había dejado nada al azar. Nunca lo hacía.
Había llegado a la sede del partido, en Millbank, dos años antes, tras licenciarse
en Económicas y Política Social en la Universidad de Edimburgo. A pesar de haberse
formado en instituciones de segundo nivel —la mayoría de sus colegas eran producto

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de los colegios privados de la élite, y de las universidades de Oxford y Cambridge—,
prosperó rápidamente desempeñando diversos puestos administrativos, antes de ser
ascendida a directora de Asistencia Social. Su función, según ella misma la describía
a menudo, consistía en buscar votos entre las clases británicas que no ganaban nada
apoyando al partido, a su plataforma y a sus candidatos. Todos coincidían en que
aquel puesto era una estación intermedia en un viaje hacia cosas mejores. El futuro de
Madeline era brillante, de un brillo «solar», en palabras de Pauline, que había asistido
al ascenso de su colega más joven con no poca envidia. Se rumoreaba que Madeline
era la protegida de un pez gordo del partido, de alguien cercano al primer ministro.
Tal vez del propio primer ministro. Con su belleza telegénica, su aguda inteligencia y
su energía sin fin, parecía destinada a ocupar un escaño en el Parlamento y a recibir
una cartera ministerial. Era solo cuestión de tiempo. O eso se decía.
Por todo ello, resultaba aún más raro que, a sus veintisiete años, Madeline Hart
siguiera sin pareja. Cuando se le preguntaba por qué vivía en aquel desierto
emocional, ella respondía que estaba demasiado ocupada para pensar en hombres.
Fiona, una morena muy guapa y algo maliciosa que trabajaba en la Oficina del
Gabinete, no acababa de creerse aquella explicación. O, mejor dicho, creía que
Madeline los engañaba, siendo el engaño una de las cualidades más disculpables para
Fiona, de ahí su interés por la política del partido. Para avalar su teoría, señalaba que
Madeline, que se mostraba locuaz sobre casi cualquier tema imaginable, se expresaba
con suma cautela cuando se trataba de su vida personal. Sí, claro, admitía Fiona,
aceptaba soltar alguna migaja sobre su infancia problemática —su espantosa vivienda
de protección oficial en Essex, el padre cuyo rostro apenas recordaba, el hermano
alcohólico que no había trabajado ni un solo día en toda su vida—, pero el resto lo
mantenía oculto tras un foso y un muro de piedra.
—Nuestra Madeline podría ser una asesina en serie, o una furcia de lujo —añadía
Fiona—, y ninguno de nosotros tendría la menor idea.
Pero Alison, una administrativa del Ministerio del Interior a la que habían roto el
corazón varias veces, defendía otra teoría.
—La pobrecilla está enamorada —declaró una tarde al verla surgir del mar como
una diosa, en la diminuta cala que quedaba justo debajo de su villa—. El problema es
que el hombre en cuestión no la corresponde.
—¿Y por qué no habría de correspondería? —preguntó Fiona, soñolienta, con el
rostro oculto bajo una enorme visera.
—Tal vez no esté en posición de hacerlo.
—¿Casado?
—Pues claro.
—El muy cabrón.
—¿Es que tú nunca…?
—¿Tener una historia con un hombre casado?
—Sí.

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—Solamente dos veces, aunque ya me estoy planteando una tercera.
—Vas a arder en el infierno, Fiona.
—Eso espero, por supuesto.
Fue entonces, la tarde del séptimo día, y a partir de aquellas pruebas más que
inconsistentes, cuando a las tres chicas y a los dos chicos que se alojaban con
Madeline Hart en la villa alquilada en Piana, les dio por buscarle amante. Y no un
amante cualquiera, puntualizó Pauline. Debía ser de la edad adecuada, de apariencia y
formación impecables, y de una gran estabilidad económica y mental, sin secretos
inconfesables ni más mujeres en la cama. Fiona, la más experimentada en las cosas
del corazón, lo consideraba misión imposible.
—Ese hombre no existe —declaró, con el cansancio propio de una mujer que
había pasado mucho tiempo buscándolo—. Y, si existe, o ya está casado o está tan
enamorado de sí mismo que no tendrá ni un minuto para la pobre Madeline.
A pesar de sus dudas, Fiona se lanzó de cabeza a la tarea, aunque solo fuera
porque de ese modo añadiría algo de intriga a sus vacaciones. Por suerte, no había
escasez de posibles candidatos, pues al parecer la mitad de la población del sureste de
Inglaterra había cambiado su lluviosa isla por el sol de Córcega. Ahí estaba la colonia
de directores de finanzas de la City, que ocupaba las lujosas residencias situadas en la
punta del Golfo de Porto. Y ahí estaba también la pandilla de pintores que vivían
como zíngaros en el pueblo montañoso de Castagniccia. Y la troupe de actores que
habían hecho de la playa de Campomoro su lugar de residencia. Y la delegación de
políticos de la oposición que conspiraba sobre su regreso al poder desde una villa
situada sobre los acantilados de Bonifacio. Usando la Oficina del Gabinete como
tarjeta de presentación, Fiona no tardó en organizar varias reuniones sociales
improvisadas. Y, en cada una de ellas —ya se tratara de una cena, de una excursión a
la montaña o de una tarde de copas en la playa—, ella atrapaba al candidato idóneo
entre los presentes y lo depositaba junto a Madeline. Sin embargo, ninguno de ellos
lograba trepar sus muros, ni siquiera el joven actor que acababa de poner fin a una
exitosa temporada representando el papel protagonista en la comedia musical del año
en el West End.
—Es evidente que le ha dado muy fuerte —admitió Fiona cuando, ya muy tarde,
regresaban a casa una noche y Madeline, en su vespa roja, los guiaba en la oscuridad.
—¿Y de quién crees que se trata? —le preguntó Alison.
—Ni idea —respondió Fiona arrastrando mucho las palabras, envidiosa—. Pero
ha de ser alguien muy especial.
A partir de ese momento, cuando quedaba poco más de una semana para su
regreso a Londres, Madeline empezó a pasar bastante tiempo sola. Salía de la villa a
primera hora todos los días, por lo general antes de que los demás se hubieran
levantado, y regresaba a media tarde. Cuando le preguntaban dónde había estado, ella
ofrecía respuestas claramente vagas, y durante las cenas se mostraba a menudo
taciturna o preocupada. Alison, claro está, se temía lo peor: que el amante de

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Madeline, fuera quien fuese, le hubiera hecho saber que prescindía de sus servicios.
Sin embargo, al día siguiente, al regresar a casa tras una jornada de compras, Fiona y
Pauline anunciaron alegremente que Alison se equivocaba. Al parecer, el amante de
Madeline había llegado a Córcega. Y Fiona tenía fotos que lo demostraban.
El «avistamiento» se había producido a las dos y diez, en Les Palmiers, frente al
puerto Adolphe Landry de Calvi. Madeline estaba sentada a una mesa pegada a los
amarres, con la cabeza ligeramente vuelta hacia el mar, como si no prestara atención
al hombre que tenía delante. Unas grandes gafas de sol, de vidrios oscuros, cubrían
sus ojos. Un sombrero de paja, con un intrincado lazo negro, proyectaba sombra
sobre su rostro perfecto. Pauline hizo el gesto de acercarse a su mesa, pero Fiona, al
percibir la intimidad algo forzada de la escena, sugirió una rápida retirada. Aun así,
permaneció en el sitio lo bastante como para tomarle, a escondidas, una primera foto
acusadora con el teléfono móvil. Madeline no pareció darse cuenta de su presencia,
pero no así el hombre. Apenas Fiona pulsó el botón correspondiente, él se volvió con
brusquedad, como alertado por algún instinto animal de que su imagen estaba siendo
captada electrónicamente.
Tras huir a un restaurante cercano, Fiona y Pauline examinaron cuidadosamente
al hombre de la foto: tenía el pelo de un tono rubio ceniza característico, agitado por
el viento, y muy poblado. Le caía sobre la frente y enmarcaba un rostro anguloso,
dominado por una boca pequeña, de aspecto algo cruel. Su atuendo era vagamente
marinero: pantalones blancos, una camisa de algodón de rayas azules, un reloj
grande, de submarinista, zapatillas de lona con suelas que no dejarían huellas en la
cubierta de un barco. Llegaron a la conclusión de que así era él: un hombre que no
dejaba huella.
También llegaron a la conclusión de que era inglés, aunque podría haber sido
alemán, escandinavo o, tal vez, pensó Pauline, descendiente de aristócratas polacos.
El dinero no era un problema para él, como evidenciaba la costosa botella de
champán hundida en un cubo plateado rebosante de hielo y situado en un extremo de
la mesa. La suya, dedujeron, era una fortuna más ganada que heredada, y no del todo
limpiamente. Le gustaba apostar. Tenía cuentas en Suiza. Viajaba a lugares
peligrosos. Sobre todo, era discreto. Sus asuntos, como las suelas de sus zapatillas
náuticas, no dejaban huella.
Pero lo que más les intrigaba era la imagen de Madeline. En la foto, ya no era la
chica que conocían de Londres, y ni siquiera la que llevaba dos semanas
compartiendo casa con ellas. Era como si hubiera adoptado una actitud
completamente distinta: se trataba de una actriz en otra película. Era la otra. Ahora,
inclinadas sobre el teléfono móvil como un par de colegialas, Fiona y Pauline
escribían los diálogos y daban vida a los personajes. Según su visión de la historia,
aquella aventura había empezado de manera inocente, con un encuentro casual en
alguna tienda exclusiva de New Bond Street. El flirteo había sido largo; la
consumación, meticulosamente planeada. Pero el final de la historia se les resistía,

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por el momento, porque en la vida real todavía no estaba escrito. Las dos coincidían
en que sería trágico.
—Así es como acaba siempre este tipo de historias —dijo Fiona, que hablaba por
experiencia—. Chica conoce chico. Chica se enamora de chico. Chica sufre y hace
todo lo posible por destruir a chico.
Fiona todavía tendría ocasión de tomar otras dos fotos de Madeline y de su novio
aquella tarde. En una de ellas se los veía paseando por el puerto, bajo un sol radiante,
sus manos casi rozándose. En la segunda se despedían sin darse siquiera un beso.
Entonces el hombre se subió a una zódiac y se alejó por el puerto. Madeline se montó
en su vespa roja y regresó a la villa. Cuando llegó, ya no llevaba el sombrero de paja
con el intrincado lazo negro. Aquella noche, mientras les explicaba qué había hecho
aquella tarde, no mencionó su visita a Calvi, ni su almuerzo con aquel hombre de
aspecto próspero en Les Palmiers. Fiona se mostró bastante impresionada con sus
dotes interpretativas.
—Nuestra Madeline es una mentirosa extraordinaria —le comentó a Pauline—.
Tal vez sí, tal vez su futuro sea tan brillante como se dice. ¿Quién sabe? Es posible
que algún día llegue incluso a ser primera ministra.
Aquella noche, las cuatro chicas guapas y los dos chicos serios que se alojaban en
la villa alquilada decidieron ir a cenar a la cercana localidad de Porto. Madeline
reservó mesa con su francés de colegio, e incluso exigió al dueño que les guardara la
mejor mesa de la terraza, la que tenía vistas a la bahía rocosa. Los demás dieron por
sentado que se desplazarían formando su convoy habitual, pero poco antes de las
siete Madeline anunció que se iba a Calvi a tomar algo con un viejo amigo de
Edimburgo.
—Nos vemos en el restaurante —dijo, volviendo la cabeza y alzando la voz, ya
montada en su vespa y mientras se alejaba por el camino a toda velocidad—. Y, por el
amor de Dios, intentad ser puntuales, para variar.
Y se fue.
A nadie le pareció raro que no se presentara a cenar aquella noche. Tampoco se
alarmaron cuando, a la mañana siguiente, descubrieron que la cama no estaba
deshecha.
Era verano y, en verano, ya se sabe…

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2

Córcega-Londres

L a policía nacional francesa dio oficialmente por desaparecida a Madeline a las


2.00 p. m. del último viernes de agosto. Tras tres días de búsqueda, no habían
encontrado el menor rastro de ella salvo la vespa roja, que apareció, con el faro roto,
al fondo de un barranco aislado cercano a Monte Cinto. Hacia el final de la semana,
la policía ya había perdido toda esperanza de encontrarla con vida. En público seguía
insistiendo en que el caso consistía, sobre todo, en la búsqueda de una turista
británica desaparecida. Pero en privado ya habían empezado a buscar a su asesino.
No había sospechosos potenciales, ni personas que pudieran ser de interés, más
allá del hombre con el que había almorzado en Les Palmiers el mediodía anterior a su
desaparición. De todos modos, este, al igual que Madeline, parecía haberse borrado
de la faz de la tierra. ¿Se trataba de un amante secreto, como Fiona y los demás
sospechaban, o se habían conocido hacía muy poco, allí mismo, en Córcega? ¿Era
británico? ¿O, como dijo un comisario desesperado, un extraterrestre de otra galaxia
que se había desintegrado en partículas antes de regresar a su nave nodriza? La
camarera de Les Palmiers no resultó de gran ayuda. Recordaba que aquel hombre se
dirigía en inglés a la chica del sombrero de paja, pero que había pedido los platos en
perfecto francés. Pagó la cuenta en efectivo: en billetes nuevos, lisos, que depositó
sobre la mesa como quien aumenta una apuesta. Y dejó una buena propina, algo nada
habitual en aquella época, en aquella Europa en crisis. Lo que más recordaba de él
eran sus manos. Con muy poco vello, sin manchas de sol, sin cicatrices. Era evidente
que se cuidaba las uñas, algo que le gustaba en un hombre.
Su fotografía, que se hizo circular discretamente por los mejores balnearios y
locales de restauración de la isla, apenas suscitaba gestos de indiferencia, algún
apático encogimiento de hombros. Al parecer, nadie lo había visto. Y, si lo habían
visto, no recordaban su rostro. Era como los demás impostores que se paseaban por
las costas de Córcega todos los veranos: un buen bronceado, gafas caras, y en la
muñeca un buen pedazo de ego de oro fabricado en Suiza. Era una nada con tarjeta de
crédito y una novia guapa al otro lado de la mesa. Era el hombre que se olvida.
Tal vez lo fuera para los camareros y los dependientes de las tiendas de Córcega,
pero no para la policía francesa, que se dedicó a cotejar su imagen con las de todos
los delincuentes registrados en su base de datos, y posteriormente con otras más.
Cuando de aquella labor no obtuvieron siquiera un destello de coincidencia, se
plantearon si debían publicar la foto en prensa. Había quien, sobre todo entre los
mandos superiores, se oponía a dar ese paso. Después de todo, decían, era posible que

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el pobre tipo solo fuera culpable de una infidelidad conyugal, algo que, en Francia, no
puede considerarse delito. Pero cuando habían transcurrido otras setenta y dos horas y
la investigación seguía exactamente en el mismo punto, llegaron a la conclusión de
que no tenían más remedio que pedir ayuda públicamente. Y así, aparecieron en la
prensa escrita dos fotografías, convenientemente recortadas, del hombre: una en la
que aparecía sentado en Les Palmiers, y otra en la que se lo veía caminando por el
puerto. Antes de que oscureciera, los investigadores habían recibido ya centenares de
pistas. Descartaron enseguida las de charlatanes y chiflados, y concentraron sus
esfuerzos solo en aquellos hilos que les parecieron remotamente plausibles. Pero
ninguno de ellos dio fruto. Una semana después de la desaparición de Madeline Hart,
su único sospechoso seguía siendo un hombre sin nombre, sin nacionalidad siquiera.
Si la policía carecía de pistas prometedoras, de teorías no andaba escasa. Un
grupo de detectives creía que el hombre de Les Palmiers era un depredador, un
psicópata, que había atraído a Madeline hasta su trampa. Otro grupo consideraba que
se trataba, simplemente, de alguien que había tenido la desgracia de encontrarse
donde no debía cuando no debía. Según esa teoría, se trataba de un hombre casado y,
por tanto, no estaba en disposición de dar un paso al frente y cooperar con la policía.
En cuanto al destino de Madeline, consideraban que se trataba probablemente de un
robo en el que las cosas se habían torcido. Al fin y al cabo, era una mujer sola que se
desplazaba en moto y, por tanto, un blanco propicio. Tarde o temprano el cuerpo
acabaría apareciendo. El mar lo devolvería a la orilla; algún caminante se tropezaría
con él en las montañas; un campesino lo desenterraría mientras araba sus campos. En
la isla, las cosas eran así; Córcega siempre devolvía a sus muertos.
En Gran Bretaña, los errores policiales eran excusa para cargar contra los
franceses. Pero, en su mayoría, incluso los periódicos que simpatizaban con la
oposición trataron la desaparición de Madeline como si fuera una tragedia nacional.
Su notable ascenso desde una vivienda de propiedad municipal de Essex se relató con
todo lujo de detalles, y numerosos dirigentes del partido emitieron comunicados en
los que se referían a una brillante carrera truncada. Su madre, llorosa, y su indolente
hermano concedieron una única entrevista televisiva, tras la que desaparecieron de la
mirada pública. Lo mismo ocurrió con sus compañeros de vacaciones en Córcega.
Tras su regreso a Inglaterra, convocaron juntos una rueda de prensa en el aeropuerto
de Heathrow, supervisada por miembros del gabinete de prensa del partido. Pero
después se negaron a atender peticiones de entrevistas, incluso las que venían
acompañadas de generosas ofertas de dinero. La cobertura del caso estuvo siempre
exenta de cualquier insinuación de escándalo. No había referencias a exceso de
alcohol, excentricidades sexuales o desórdenes públicos, más allá de los tópicos sobre
los peligros que acechaban a las mujeres jóvenes que viajaban a países extranjeros.
En la sede del partido, el gabinete de prensa se felicitó por su habilidad a la hora de
enfrentarse al asunto, mientras que, a un nivel político, se constató un repunte
considerable en la valoración del primer ministro. De puertas adentro, lo atribuían a

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lo que llamaban el «efecto Madeline».
Gradualmente, las noticias sobre su desaparición dejaron de ocupar las portadas y
pasaron a las secciones interiores, hasta que, a finales de septiembre, ya habían
dejado de figurar por completo en los periódicos. Era otoño y, por tanto, momento de
regresar a las tareas de gobierno. Los retos a los que se enfrentaba Gran Bretaña eran
inmensos: una economía en recesión, una zona euro que sobrevivía con respiración
asistida, una larga lista de problemas sociales no resueltos que desgarraban el tejido
de la vida en el Reino Unido. Pendiendo sobre todo ello estaba la posibilidad de que
se celebraran comicios. El primer ministro había dado a entender en numerosas
ocasiones que pretendía convocarlos antes de fin de año. Era más que consciente de
los riesgos políticos de dar marcha atrás a aquellas alturas; si Jonathan Lancaster era
el actual jefe del gobierno británico era porque su predecesor no se había decidido a
convocar elecciones anticipadas tras meses de filtraciones públicas. Lancaster, que
entonces era el jefe de la oposición, lo había bautizado como «el Hamlet del 10 de
Downing Street», causándole así una herida mortal.
Ello explicaba que Simon Hewitt, secretario de comunicación del primer
ministro, no durmiera muy bien últimamente. El patrón de su insomnio era
invariable: exhausto tras su dura jornada laboral, se quedaba dormido rápidamente,
por lo general con algún documento apoyado en el pecho, pero se despertaba
transcurridas apenas dos o tres horas. Una vez desvelado, su mente empezaba a dar
vueltas y más vueltas. Tras cuatro años en el gobierno, parecía capaz de concentrarse
solo en lo negativo. Ese era el sino del secretario de comunicación de Downing
Street. En el mundo de Simon Hewitt no había triunfos, solo desastres y más
desastres. Como los movimientos sísmicos, estos variaban en intensidad, y podían ser
solo pequeños temblores apenas perceptibles, o terremotos fortísimos capaces de
derribar edificios y cobrarse vidas. Se suponía que Hewitt debía ser capaz de predecir
la inminente calamidad y, a poder ser, minimizar los daños. Últimamente había
llegado a comprender que su tarea era imposible. En los momentos más negros,
aquella constatación le proporcionaba un mínimo consuelo.
En otro tiempo había sido un hombre valorado por derecho propio. En tanto que
jefe de la sección de política del Times, Hewitt había sido una de las personas con
más influencia sobre el gobierno. Con unas pocas palabras de su característica y
afilada prosa, era capaz de sentenciar una política gubernamental, además de la
carrera política del ministro que la hubiera diseñado. El poder de Hewitt llegó a ser
tan inmenso que ningún gobierno aplicaba una iniciativa importante sin antes
consultarla con él. Y a ningún político que soñara con un futuro más brillante se le
habría pasado por la cabeza presentarse a un puesto de liderazgo sin asegurarse antes
el apoyo del periodista. Uno de aquellos políticos había sido, precisamente, Jonathan
Lancaster, exabogado de la City con escaño asegurado correspondiente a una zona
residencial de Londres. Al principio, Hewitt no daba un duro por Lancaster: era
demasiado atildado, demasiado guapo, y provenía de un entorno demasiado

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privilegiado como para tomarlo en serio. Sin embargo, con el tiempo, el periodista
había llegado a ver en él a un hombre de talento, de ideas, que deseaba reformar su
moribundo partido político y, a continuación, el país entero. Más sorprendente aún,
Hewitt descubrió que, de hecho, Lancaster le caía bien, lo que no era nunca buena
señal. Y, a medida que su relación se afianzaba, pasaban menos tiempo
intercambiando chismes sobre las maquinaciones del gobierno y más tiempo
planeando cómo recomponer la maltrecha sociedad británica. Durante la noche
electoral, en la que Lancaster fue aupado a la victoria con la más amplia mayoría
parlamentaria en una generación, Hewitt fue una de las primeras personas a las que
telefoneó. «Simon —le dijo con aquella seductora voz que tenía—. Te necesito,
Simon. No puedo hacer esto solo». Después, Hewitt había escrito muy positivamente
sobre las probabilidades de éxito del nuevo primer ministro, plenamente consciente
de que, en pocos días, ya estaría trabajando para él en el número 10 de Downing
Street.
Ahora, Hewitt abrió los ojos muy despacio y se fijó, temeroso, en el despertador
de la mesilla de noche. Como si se burlaran de él, los dígitos intermitentes le
anunciaban que eran apenas las 3.42. Junto a él se alineaban tres teléfonos móviles,
con sus baterías cargadas al máximo para hacer frente a la masacre que la prensa
iniciaría al día siguiente. Ojalá él pudiera recargar sus pilas con la misma facilidad,
pero a aquellas alturas, por más horas de sueño que llegara a acumular, por más sol
tropical que consiguiera tomar, ya no podría reparar el daño que había infligido a su
cuerpo de hombre de mediana edad. Miró a Emma. Como de costumbre, ella dormía
profundamente. En otra época, habría contemplado la posibilidad de despertarla
valiéndose de alguna maniobra lasciva. Pero ahora no; su lecho conyugal se había
convertido en una chimenea helada. Durante un breve periodo, a Emma le había
seducido el glamur del trabajo de Hewitt en Downing Street, pero con el tiempo había
empezado a ver con malos ojos su devoción esclava hacia Lancaster. Veía al primer
ministro casi como un rival sexual, y empezó a sentir un odio por él rayano en el
fervor irracional. «Tú eres el doble de hombre que él, Simon —había sentenciado
aquella misma noche, antes de plantarle un beso fraternal en la mejilla—. Y sin
embargo, por algún motivo que se me escapa, sientes la necesidad de representar el
papel de criada. Tal vez, algún día, me contarás por qué».
Hewitt sabía que no volvería a conciliar el sueño, ya no, así que permaneció
tendido en la cama, despierto, prestando atención a la secuencia de sonidos que
anunciaban el inicio de su jornada. El golpe seco de los periódicos al rebotar sobre el
peldaño de la entrada; el gorgoteo de la cafetera; el ronroneo del vehículo oficial que
aguardaba en la calle, bajo su ventana. Moviéndose con cuidado para no despertar a
Emma, se quitó el batín y bajó a la cocina. La cafetera silbaba airadamente. Hewitt se
sirvió un café, sin nada, porque últimamente se estaba ensanchando mucho, y se lo
llevó al recibidor. Los periódicos estaban cubiertos en plástico, sobre el felpudo, junto
a la maceta de los geranios muertos. Al agacharse, vio algo más: un sobre amarillo de

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20 x 25 centímetros, sin marcas, cerrado a cal y canto. Hewitt supo al momento que
ese sobre no provenía de Downing Street; ninguno de sus empleados se habría
atrevido a dejar ni el documento más trivial en el exterior de su puerta. Por tanto,
debía de tratarse de algo que él no había solicitado. Aquello no era nada raro: sus
antiguos colegas de la prensa conocían su dirección de Hampstead y no dejaban de
remitirle paquetes. Regalitos a cambio de alguna oportuna filtración; mensajes
airados sobre algo que hubieran percibido como ofensas. Rumores malignos,
demasiado delicados como para transmitirse a través de correo electrónico. Hewitt
tomó nota mental de mantenerse al corriente de los últimos cotilleos del gobierno.
Como periodista, sabía que lo que se decía a espaldas de alguien era a menudo mucho
más importante que lo que se escribía de él en primera página.
Empujó el sobre con la punta del pie para asegurarse de que no contuviera cables
ni baterías, y a continuación lo depositó encima de los periódicos, antes de regresar a
la cocina. Después de encender el televisor y bajar mucho el volumen, retiró el
plástico de los periódicos y echó un rápido vistazo a las portadas, dominadas por la
propuesta de Lancaster de incrementar la competitividad de la industria británica
bajando los impuestos. The Guardian y The Independent se mostraban
escandalizados, como era previsible, pero gracias a los esfuerzos de Hewitt la mayor
parte de las reacciones eran positivas. Las otras noticias referidas al gobierno eran
afortunadamente inofensivas. Nada de terremotos. Ni un pequeño temblor.
Después de hojear los llamados periódicos de calidad, Hewitt pasó enseguida a
los tabloides, que según su criterio constituían un mejor termómetro de la opinión
pública británica que cualquier encuesta. Entonces, después de servirse una segunda
taza de café, abrió el sobre anónimo. Contenía solo tres cosas: un DVD, una hoja de
papel tamaño A4 y una fotografía.
—Mierda —dijo Hewitt en voz baja—. Mierda, mierda, mierda.
Lo que ocurrió después sería motivo de mucha especulación y, para Simon
Hewitt, que había sido periodista político y no se chupaba el dedo, de no pocas
recriminaciones. Porque, en lugar de ponerse en contacto con la Policía
Metropolitana de Londres, tal como exigía la legislación británica, Hewitt había
llevado el sobre y su contenido hasta su despacho del número 12 de Downing Street,
situado a dos puertas de la residencia oficial del primer ministro. Tras participar en la
preceptiva reunión de personal que empezaba a las ocho en punto de la mañana,
durante la que no mencionó nada a nadie, le mostró aquellas tres cosas a Jeremy
Fallon, el jefe de gabinete de Lancaster y su asesor político. Fallon era, además, el
jefe de gabinete con más poder de la historia de Gran Bretaña. Sus atribuciones
oficiales incluían la planificación estratégica y la coordinación política entre diversos
departamentos del gobierno, lo que le autorizaba a meter las narices en cualquier
asunto. Los medios de comunicación lo llamaban a veces «el cerebro de Lancaster»,
algo que a él le complacía bastante, y que al primer ministro, por más que no lo
dijera, no le hacía ninguna gracia.

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La reacción de Fallon difirió de la suya solo en la elección de la palabra
malsonante. Su primer impulso fue llevar aquel material a Lancaster de inmediato
pero, como era miércoles, esperó a que este hubiera sobrevivido al combate de
gladiadores que tenía lugar todas las semanas en la Cámara de los Comunes, y que se
conocía como «turno de preguntas al primer ministro». En ningún momento, durante
la reunión que celebraron luego, ni Lancaster, ni Hewitt ni Jeremy Fallon sugirieron
entregar el material a las autoridades competentes. Los tres convinieron en que lo que
hacía falta era contactar con una persona discreta y hábil en la que, por encima de
cualquier otra consideración, pudiera confiarse para proteger los intereses del primer
ministro. Fallon y Hewitt le pidieron a este que les facilitara nombres de posibles
candidatos, y él les proporcionó solo uno. Existía un vínculo familiar entre ellos y, lo
que era más importante, una deuda no saldada. La lealtad personal era importante en
momentos como ese, dijo el primer ministro, pero la capacidad de influencia servía
de mucho más.
A partir de ahí, discretamente, solicitaron la presencia en Downing Street de
Graham Seymour, el veterano subdirector del Servicio de Seguridad de Gran Bretaña,
también conocido como MI5. Mucho después, Seymour describiría el encuentro —
que tuvo lugar en el Estudio, bajo el amenazador retrato de Margaret Thatcher—
como el más difícil de su carrera. Aceptó ayudar al primer ministro sin dudar, porque
eso era lo que un hombre como Graham hacía en una circunstancia como aquella.
Aun así, dejó claro que, si su implicación en el asunto llegaba a hacerse pública,
destruiría a los responsables de haberla divulgado.
Con ello, ya solo quedaba por decidir la identidad de los miembros del operativo
que llevaría a cabo la búsqueda. Como Lancaster antes que él, Graham Seymour solo
contaba con un candidato. No reveló su nombre al primer ministro. En vez de ello, y
recurriendo a los fondos de una de las muchas cuentas reservadas del MI5, adquirió
un asiento en el vuelo de British Airways que esa noche partía rumbo a Tel Aviv.
Cuando el avión iniciaba la maniobra de despegue, empezó a pensar en la mejor
manera de realizar la aproximación. La lealtad personal era importante en momentos
como ese, pero la capacidad de influencia servía de mucho más.

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3

Jerusalén

E n el corazón de Jerusalén, no lejos de la calle Ben Yehuda, había una callejuela


tranquila y arbolada conocida como calle Narkiss. El edificio de apartamentos
que se alzaba en el número 16 era pequeño, de apenas tres plantas de altura, y
quedaba parcialmente oculto tras un sólido muro de piedra caliza, y por un eucalipto
que crecía en el jardín delantero. El piso más alto difería solo de los otros dos por
haber sido propiedad del servicio secreto de inteligencia del estado de Israel.
Disponía de un salón espacioso, de una cocina impoluta dotada de electrodomésticos
modernos, de un comedor formal y de dos dormitorios. El más pequeño de los dos,
pensado para un niño, había sido transformado en el estudio de un artista plástico
profesional. Aun así, Gabriel seguía prefiriendo trabajar en el salón, donde la brisa
fresca que se colaba por los ventanales abiertos alejaba el desagradable olor de sus
disolventes.
En ese momento, concretamente, estaba usando una solución milimétricamente
calculada de acetona, alcohol y agua destilada, que le había enseñado a preparar en
Venecia Umberto Conti, el maestro restaurador de obras de arte. La mezcla resultaba
lo bastante fuerte como para disolver los contaminantes en superficie y los barnices
viejos sin dañar las pinceladas originales del artista. Ahora sumergió un bastoncillo
de algodón hecho a mano en la solución y lo aplicó con delicadeza sobre el pecho
turgente de Susana. Ella apartaba la mirada, y parecía solo vagamente consciente de
la presencia de dos viejos campesinos que la veían bañarse desde el otro lado del
muro del jardín. Gabriel, que se mostraba excepcionalmente protector con las
mujeres, pensó que le gustaría poder intervenir para evitarle el trauma de lo que
estaba a punto de ocurrirle: falsas acusaciones, el juicio, la sentencia de muerte. Pero,
en lugar de hacerlo, seguía aplicando suavemente el bastoncillo de algodón sobre la
superficie de su pecho, y observaba la piel amarillenta tornarse de un blanco
resplandeciente.
Cuando vio que el bastoncillo estaba demasiado manchado, lo colocó en un
recipiente hermético para que no se propagara el olor. Mientras preparaba otro, sus
ojos vagaban por la superficie del cuadro. Por el momento su autoría se atribuía solo
a un discípulo de Tiziano. Pero Julian Isherwood, su actual propietario y conocido
marchante londinense, creía que procedía del estudio de Jacopo Bassano. Y, ahora
que había revelado parte del trazo original de la obra, Gabriel coincidía en que este
evidenciaba coincidencias con el del mismísimo maestro, sobre todo en la figura de
Susana. Conocía bien el estilo de Bassano: había estudiado exhaustivamente sus

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pinturas mientras realizaba sus prácticas, y en una ocasión había pasado varios meses
en Zúrich restaurando un importante Bassano para un coleccionista privado. La
última noche de su estancia en la ciudad, había matado a un hombre llamado Ali
Abdel Hamidi en un callejón húmedo cercano al río. Hamidi, un conocido terrorista
palestino con las manos muy manchadas de sangre israelí, se había hecho pasar por
dramaturgo, y Gabriel le había dado una muerte digna de sus pretensiones literarias.
Gabriel hundió el bastoncillo nuevo en la solución, pero antes de retomar su tarea
oyó que desde la calle llegaba el ronroneo conocido de un motor de coche. Salió a la
terraza para confirmar sus sospechas, y a continuación abrió la puerta y la dejó
entornada. Instantes después, Ari Shamron ya estaba instalado en lo alto de un
taburete de madera, junto a Gabriel. Llevaba pantalones de color caqui, una camisa
blanca de algodón y una chaqueta de cuero con una brecha sin remendar en el
hombro izquierdo. Sus gafas, muy feas, brillaban a la luz de las lámparas halógenas
con las que trabajaba Gabriel. Su rostro, cubierto de arrugas profundas, componía una
mueca de hondo disgusto.
—Apenas me he bajado del coche y he plantado el pie en la calle, he notado este
olor a productos químicos —dijo Shamron—. No cuesta imaginar el daño que le
habrán hecho a tu cuerpo durante todos estos años.
—No te quepa duda de que eso no es nada comparado con el daño que me has
causado tú —replicó Gabriel—. Me sorprende que todavía sea capaz de sostener un
pincel entre los dedos.
Gabriel apoyó el bastoncillo humedecido sobre la carne de Susana, y lo hizo girar
ligeramente. Shamron frunció el ceño mientras consultaba la hora en su reloj de acero
inoxidable, como si ya no funcionara bien.
—¿Ocurre algo? —preguntó Gabriel.
—No, pero me preguntaba cuánto vas a tardar en ofrecerme un café.
—Ya sabes dónde están todas las cosas. Si prácticamente vives aquí…
Shamron murmuró algo en polaco sobre la ingratitud de los niños. Y después se
levantó del taburete y, apoyándose pesadamente en su bastón, se metió en la cocina.
Consiguió llenar el hervidor de agua del grifo, pero pareció desconcertado en
presencia de los botones y ruedas que se alineaban junto a los fogones. Ari Shamron
había ocupado en dos ocasiones el puesto de director de los servicios de inteligencia
israelíes, y antes había sido uno de los altos mandos militares más condecorados.
Pero ahora, a su provecta edad, parecía incapaz de realizar las tareas domésticas más
elementales. Cafeteras, batidoras, tostadoras… Todos aquellos aparatos eran un
misterio para aquel hombre. Gilah, su abnegada esposa desde hacía tantos años, se
burlaba a menudo de él y aseguraba que, si se quedara solo, conseguiría morirse de
hambre en una cocina llena de comida.
Gabriel fue a encenderle el fogón y siguió trabajando. Shamron se acercó al
ventanal y permaneció allí de pie, fumando. El olor apestoso de su tabaco turco tapó
al momento el penetrante aroma de los disolventes.

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—¿Tienes que fumar? —le preguntó Gabriel.
—Sí, tengo que fumar —respondió Shamron.
—¿Qué estás haciendo en Jerusalén?
—El primer ministro quería hablar conmigo.
—¿En serio?
Shamron dedicó a Gabriel una mirada asesina a través de una cortina de humo
denso.
—¿Por qué te sorprende que el primer ministro quiera verme?
—Porque…
—¿Porque soy viejo e irrelevante? —se anticipó Shamron.
—Tú eres terco, impaciente, y en ocasiones irracional. Pero irrelevante no has
sido nunca.
Shamron asintió. Estaba de acuerdo. Con la edad había aprendido al menos a
reconocer sus defectos, por más que ya no le quedara tiempo para rectificarlos.
—¿Y cómo está? —le preguntó Gabriel.
—Ya te lo imaginas.
—¿De qué habéis hablado?
—Nuestra conversación ha sido franca, y hemos tocado temas muy diversos.
—¿Significa eso que habéis discutido?
—Yo solo he discutido con un primer ministro.
—¿Con cuál? —quiso saber Gabriel, sinceramente intrigado.
—Con Golda —respondió Shamron—. Fue el día después de lo de Múnich. Le
dije que debíamos modificar nuestra táctica, que debíamos aterrorizar a los
terroristas. Le presenté una lista de nombres, de hombres que tenían que morir. Pero
Golda no quiso ni oír hablar de ello.
—¿Y tú discutiste con ella? ¿Le alzaste la voz?
—No fue uno de mis mejores momentos.
—¿Y qué hizo ella?
—Pues alzarme la voz a mí, claro. Pero finalmente acabó aceptando mi punto de
vista. Después, yo le presenté otra lisia de nombres, los nombres de los jóvenes que
necesitaba para ejecutar la operación. Todos aceptaron sin vacilar. —Shamron hizo
una pausa, y añadió—: Todos menos uno.
Gabriel metió sin hacer ruido el bastoncillo manchado en el recipiente hermético,
que encerró al momento los vapores nocivos del disolvente, pero no el recuerdo de su
primer encuentro con aquel hombre al que llamaban El Memuneh, «el que está al
mando». Este se había producido a unos centenares de metros de donde se encontraba
ahora, en el campus de la Academia Bezalel de Bellas Artes y Diseño. Gabriel
acababa de asistir a una conferencia sobre la obra pictórica de Viktor Frankel, el
conocido expresionista alemán que, además, resultaba ser su abuelo materno.
Shamron lo estaba esperando en una de las esquinas de un patio achicharrado por el
sol. Era un señor menudo, fuerte como una barra de hierro, con unas gafas espantosas

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y unos dientes que parecían una trampa de acero. Como de costumbre, venía bien
preparado: sabía que Gabriel se había criado en un deprimente asentamiento agrícola
del valle de Jezreel, y que sentía un odio visceral por todo lo que tuviera que ver con
las granjas. Sabía que la madre de Gabriel —pintora de talento también ella— había
conseguido evitar la muerte en el campo de exterminio de Birkenau, pero que no
había podido hacer nada contra el cáncer que había minado su cuerpo. Sabía también
que la lengua materna de Gabriel era el alemán, y que esa había seguido siendo la
lengua de sus sueños. Todo ello constaba en el documento que sostenía entre sus
dedos manchados de nicotina.
—La operación se llamará «Ira de Dios» —le informó ese día—. No tiene nada
que ver con la justicia. Se trata de una venganza por las once vidas inocentes perdidas
en Múnich.
Gabriel le había dicho a Shamron que se buscara a otro.
—No quiero a otro —insistió Shamron—. Te quiero a ti.
Durante los tres años siguientes, Gabriel y los otros agentes de la operación Ira de
Dios acecharon a su presa por Europa y Oriente Próximo. Armado con una Beretta
del calibre 22, un arma discreta apta para matar en distancias cortas, Gabriel había
asesinado personalmente a seis miembros de Septiembre Negro. Siempre que podía,
les disparaba once veces, una bala por cada israelí abatido en Múnich. Cuando,
finalmente, regresó a casa, tenía las sienes plateadas y el rostro de un hombre veinte
años mayor. Incapaz desde entonces de crear obra propia, se trasladó a Venecia a
estudiar restauración. Después, tras ese periodo de descanso, volvió a trabajar para
Shamron. En los años que siguieron, llevó a cabo algunas de las operaciones más
míticas de la historia del espionaje israelí. Ahora, tras muchos años de vagar
incesante, había regresado finalmente a Jerusalén. Nadie se alegraba más de ello que
el propio Shamron, que lo quería como a un hijo y consideraba el apartamento de la
calle Narkiss como si fuera suyo. En otra época, tal vez a Gabriel le habría molestado
la presión de aquella presencia constante, pero ahora ya no. El gran Ari Shamron era
eterno, pero el recipiente en el que residía su espíritu no iba a durar siempre.
Nada había erosionado más la salud de aquel hombre que el hecho de ser un
fumador empedernido. El suyo era un hábito adquirido de joven en el este de Polonia,
que había empeorado tras su llegada a Palestina, donde luchó en la guerra que
condujo a la independencia de Israel. Ahora, mientras describía su encuentro con el
primer ministro, abrió su viejo Zippo para encender otro de sus apestosos cigarrillos.
—El primer ministro está nervioso, más que de costumbre. Supongo que tiene
derecho a estarlo. La Primavera Árabe ha arrastrado hacia el caos a toda la región. Y
los iraníes están cada vez más cerca de hacer realidad su sueño nuclear. Dentro de
poco alcanzarán la zona de inmunidad, lo que nos impedirá a nosotros actuar
militarmente sin la ayuda de los estadounidenses. —Shamron bajó de golpe la tapa
del encendedor y miró a Gabriel, que había vuelto a concentrarse en la pintura—.
¿Me estás escuchando?

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—Estoy pendiente de todas y cada una de tus palabras.
—Demuéstramelo.
Gabriel repitió la última frase de Shamron palabra por palabra. Shamron sonrió.
Consideraba la infalible memoria de Gabriel como una de sus mejores virtudes. Se
iba pasando el Zippo por entre los dedos. Dos giros a la derecha. Dos giros a la
izquierda.
—El problema es que el presidente de Estados Unidos se niega a trazar líneas
rojas contundentes e inmediatas. Manifiesta que no permitirá que los iraníes
fabriquen armas nucleares. Pero esa declaración no significa nada si los iraníes tienen
la capacidad de fabricarlas en un corto periodo de tiempo.
—Como los japoneses.
—Los japoneses no están gobernados por apocalípticos mulás chiíes —replicó
Shamron—. Si el presidente de Estados Unidos no se anda con cuidado, sus dos
mayores logros en política exterior serán un Irán con capacidad nuclear y la
reinstauración del Califato islámico.
—Bienvenido al mundo posamericano, Ari.
—Por eso mismo considero una locura dejar nuestra seguridad en sus manos.
Pero ese no es el único problema del primer ministro —añadió Shamron—. Los
generales no están seguros de poder destruir la parte mínima del programa para que
un ataque militar resulte efectivo. Y los del bulevar Rey Saúl, bajo la tutela de tu
amigo Uzi Navot, le dicen al primer ministro que una guerra unilateral contra los
persas sería una catástrofe de proporciones bíblicas.
El bulevar Rey Saúl era la dirección del servicio de inteligencia israelí. Tenía un
nombre largo y deliberadamente ambiguo, totalmente alejado de la verdadera
naturaleza de su cometido. Incluso los agentes retirados, como Gabriel y Shamron, se
referían a él llamándolo «la Oficina», sin más.
—Uzi es el que tiene acceso a las informaciones reservadas todos los días —dijo
Gabriel.
—Yo también. No a todas —se apresuró a añadir Shamron—. Pero a un número
suficiente como para estar convencido de que los cálculos de Uzi respecto al tiempo
que tenemos pueden estar equivocados.
—Las matemáticas nunca han sido el punto fuerte de Uzi. Pero cuando estaba en
el campo de batalla, jamás cometía errores.
—Eso es porque casi nunca se colocaba en ninguna posición en que fuera posible
cometerlos. —Shamron hizo una larga pausa, mientras contemplaba el viento, que se
movía en el eucalipto, más allá de la balaustrada de la terraza de Gabriel—. Siempre
he dicho que una carrera sin controversia no es una carrera de verdad. Yo he
suscitado la mía, y tú la tuya.
—Y conservo las cicatrices que lo demuestran.
—Pero también las distinciones —dijo Shamron—. Al primer ministro le
preocupa que la Oficina demuestre un exceso de cautela por lo que respecta a Irán. Sí,

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hemos introducido virus en sus ordenadores, y hemos eliminado a varios de sus
científicos, pero últimamente no ha estallado nada. Al primer ministro le gustaría que
Uzi llevara a cabo otra operación Obra Maestra.
«Obra Maestra» era el nombre en clave de una operación conjunta entre Israel,
Estados Unidos y Gran Bretaña que había dado como resultado la destrucción de
cuatro instalaciones iraníes secretas de enriquecimiento de uranio. Esta se había
producido bajo supervisión de Uzi Navot, pero en los pasillos del bulevar Rey Saúl se
consideraba una de las acciones más inspiradas de Gabriel.
—Ocasiones como las de la Obra Maestra no se dan todos los días, Ari.
—Eso es cierto —admitió Shamron—. Pero siempre he creído que la mayoría de
las oportunidades, más que darse, se ganan. Y el primer ministro también lo cree.
—¿Ha perdido la confianza en Uzi?
—Todavía no. Pero quería saber si la había perdido yo.
—¿Y tú qué le has dicho?
—¿Qué alternativa tenía? Fui yo quien lo recomendó para el puesto.
—¿Así que le has dado tu bendición?
—Una bendición condicionada.
—¿Cómo es eso?
—Le he recordado al primer ministro que la persona a la que yo, en realidad,
quería para el trabajo, no estaba interesada. —Shamron meneó la cabeza muy
despacio—. Tú eres la única persona en la historia de la Oficina que ha declinado el
ofrecimiento de ser su director.
—Siempre hay una primera vez para todo, Ari.
—¿Significa eso que estarías dispuesto a replanteártelo?
—¿Por eso has venido, Ari?
—Me ha parecido que tal vez disfrutarías del placer de mi compañía —
contraatacó Shamron—. Y el primer ministro y yo nos preguntábamos si estarías
dispuesto a echarle una mano a uno de nuestros más estrechos aliados.
—¿A cuál?
—Graham Seymour se ha presentado en la ciudad sin previo aviso. Le gustaría
hablar contigo.
Gabriel se volvió a mirar a Shamron.
—¿Hablar de qué? —preguntó, transcurrido un momento.
—No ha querido decirlo, pero, por lo que parece, es urgente. —Shamron se
acercó al caballete y entrecerró los ojos, concentrándose en la porción del lienzo en la
que Gabriel había estado trabajando—. Vuelve a parecer nuevo.
—De eso se trata.
—¿Existiría alguna posibilidad de que hicieras lo mismo conmigo?
—Lo siento, Ari —dijo Gabriel, pasándole la mano por la mejilla surcada de
arrugas—. Pero me temo que lo tuyo ya no tiene arreglo.

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4

Hotel Rey David, Jerusalén

L a tarde del 22 de julio de 1946, el grupo sionista extremista conocido como El


Irgun hizo estallar una gran bomba en el Hotel Rey David, sede en Palestina de
las fuerzas británicas, militares y civiles. El atentado —una represalia por la
detención de varios centenares de combatientes judíos— causó noventa y un muertos,
entre ellos veintiocho súbditos británicos que no habían hecho caso de una llamada
telefónica de advertencia en la que se conminaba a la evacuación del edificio.
Aunque condenado de manera unánime, el atentado demostró ser una de las acciones
de violencia política más eficaces jamás perpetradas. En menos de dos años, los
británicos se habían retirado de Palestina, y el estado moderno de Israel, otrora un
sueño sionista casi inimaginable, era una realidad.
Entre los pocos afortunados que sobrevivieron a la explosión estaba un joven
agente de los servicios de inteligencia británicos llamado Arthur Seymour, veterano
del programa que, en tiempos de guerra, se llamó de «Doble Cruz», y que había sido
trasladado recientemente a Palestina para espiar a la clandestinidad judía. Tendría que
haber estado en su despacho en el momento del ataque, pero ese día se había reunido
con un informante en la Ciudad Vieja, y llegaba unos minutos tarde. Oyó la
detonación cuando cruzaba la Puerta de Gaza, y presenció, horrorizado, el derrumbe
de parte del hotel. Aquella imagen perseguiría a Seymour durante el resto de su vida,
y marcaría su trayectoria profesional. Antiisraelí acérrimo, muy buen conocedor de la
lengua árabe, que hablaba con fluidez, creó lazos demasiado estrechos con muchos de
los enemigos de Israel. Era invitado habitual del presidente egipcio Gamal Abdel
Nasser, y precoz admirador del joven revolucionario palestino Yaser Arafat.
A pesar de sus simpatías proárabes, la Oficina consideraba a Arthur Seymour
como uno de los agentes más capaces del MI6 en Oriente Próximo. Así, supuso cierta
sorpresa que su único hijo, Graham, optara por hacer carrera en el MI5, y no en el
más glamuroso servicio secreto de inteligencia. Seymour el Joven, como lo llamaban
al principio, sirvió primero en el contraespionaje, trabajando contra el KGB en
Londres. Después, tras la caída del Muro de Berlín y el auge de los fanatismos
islamistas, fue ascendido a jefe de la lucha antiterrorista. Ahora, en tanto que
subdirector del MI 5, había tenido que recurrir a sus conocimientos en los dos
ámbitos. Había más espías rusos dedicados a sus asuntos en Londres, en aquella
época, que durante el punto álgido de la Guerra Pria. Y gracias a errores cometidos
por los sucesivos gobiernos británicos, el Reino Unido era ya hogar de varios miles
de militantes islamistas del mundo árabe y de Asia. Seymour se refería a Londres

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como al «Kandahar del Támesis». En privado, admitía que le preocupaba que su país
se acercara cada vez más al borde del abismo de la civilización.
Aunque Graham Seymour había heredado la pasión de su padre por el espionaje
puro, no compartía en absoluto su desdén por el estado de Israel. De hecho, bajo su
supervisión, el MI5 había forjado estrechos lazos con la Oficina y, en concreto, con
Gabriel Allon. Los dos hombres se veían como miembros de una hermandad secreta
que se ocupaba de las tareas sucias que nadie estaba dispuesto a abordar, y solo
después pensaban en las consecuencias. Habían luchado el uno por el otro, habían
sangrado el uno por el otro, y en algún caso habían matado el uno por el otro. Eran
tan amigos como podían serlo dos espías de servicios distintos, lo que significaba que
desconfiaban solo un poco el uno del otro.
—¿Hay alguien en este hotel que no sepa quién eres? —preguntó Seymour,
estrechando la mano de Gabriel como si perteneciera a alguien con quien se
encontraba por primera vez.
—La chica de recepción me ha preguntado si venía al bar mitzvá de los
Greenberg.
Seymour le dedicó una sonrisa discreta. Con sus mechones plateados y su
poderosa mandíbula, parecía el arquetipo del magnate británico, del hombre que
decidía asuntos importantes y que nunca se servía él mismo el té.
—¿Dentro o fuera? —preguntó Gabriel.
—Fuera —respondió Seymour.
Se sentaron a una de las mesas de la terraza. Gabriel lo hizo encarado al hotel, y
Seymour, a los muros de la Ciudad Vieja. Pasaban pocos minutos de las once, ese
interludio de calma que va del desayuno al almuerzo. Gabriel solo quería un café,
pero Seymour se pidió de todo. A su mujer le encantaba cocinar, pero se le daba fatal.
Para él, la comida de los aviones era todo un regalo, y un brunch de hotel, aunque
saliera de las cocinas del Rey David, toda una celebración digna de saborearse.
Como, al parecer, también lo eran los muros de la Ciudad Vieja.
—Tal vez te cueste creerlo —dijo, entre un bocado a su tortilla y el siguiente—,
pero esta es la primera vez que pongo el pie en tu país.
—Lo sé —replicó Gabriel—. Está todo en tu ficha.
—¿Una lectura interesante?
—Estoy seguro de que no es nada comparado con lo que tu servicio sabe de mí.
—¿Cómo es eso? Pero si yo solo soy un humilde servidor del Servicio de
Seguridad de Su Majestad. Tú, en cambio, eres una leyenda. De hecho —añadió
Seymour, bajando la voz—, ¿cuántos agentes de inteligencia pueden decir que han
salvado al mundo de un apocalipsis?
Gabriel volvió la cabeza y contempló la cúpula dorada de La Roca, el tercer lugar
más sagrado del Islam, que resplandecía bajo la luz cristalina de Jerusalén. Cinco
meses atrás, en una cámara secreta situada cincuenta metros bajo la superficie del
Monte del Templo, había descubierto una bomba inmensa que, de haber estallado,

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habría causado el derrumbe de todo el monte. Durante la operación, también había
descubierto veintidós pilares del Templo de Salomón, proporcionando así la prueba
irrefutable de que el antiguo santuario judío, descrito en Reyes y en Crónicas, había
existido en realidad. Aunque el nombre de Gabriel no apareció en ningún momento
en la cobertura que la prensa hizo de tan importante hallazgo, su implicación en el
caso era bien conocida en ciertos círculos de la comunidad del espionaje
internacional. También se sabía que su mejor amigo, el reputado arqueólogo bíblico y
agente de la Oficina Eli Lavon, había estado a punto de morir en su intento por salvar
aquellas columnas de la destrucción.
—Tuvisteis mucha suerte de que aquella bomba no estallara —comentó Seymour
— De haberlo hecho, habríais tenido a varios millones de musulmanes en vuestras
fronteras en cuestión de horas. Y después… —La voz de Seymour se perdió.
—Habría sido el fin de la empresa conocida como el estado de Israel —dijo
Gabriel, completando la frase de Seymour.
—Que es exactamente lo que los iraníes y sus amigos de Hezbolá querían que
ocurriese.
—Ni me imagino lo que debías de sentir cuando contemplaste esas columnas por
primera vez.
—Para serte sincero, Graham, no tuve tiempo para disfrutar el momento. Estaba
demasiado ocupado intentando que Eli salvara su vida.
—¿Y cómo está?
—Ha pasado dos meses en el hospital, pero ya parece casi como nuevo. De
hecho, ha vuelto a trabajar.
—¿Para la Oficina?
Gabriel negó con la cabeza.
—Ha vuelvo a las excavaciones del Túnel del Muro Occidental. Si quieres, puedo
organizarte una visita guiada para ti solo. De hecho, si estás interesado, puedo
mostrarte el pasadizo secreto que lleva directamente al Monte del Templo.
—No sé si a mi gobierno le parecería bien. —Seymour permaneció en silencio
mientras el camarero volvía a servirles café.
Entonces, cuando se quedaron solos, dijo:
—Así pues, el rumor es cierto, después de todo.
—¿De qué rumor hablas?
—Del que dice que el hijo pródigo ha vuelto a casa finalmente. Tiene su gracia —
añadió, esbozando una sonrisa triste—, pero siempre di por sentado que te pasarías el
resto de tu vida paseándote sobre los acantilados de Cornualles.
—La verdad es que son preciosos, Graham. Pero Inglaterra es tu país, no el mío.
—A veces ya no lo siento mío —dijo Seymour—. Helen y yo nos hemos
comprado hace poco una casa en Portugal. Pronto seré un exiliado, como lo eras tú.
—¿Muy pronto? —le preguntó Gabriel.
—Nada es inminente —respondió Seymour—. Pero, antes o después, todo lo

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bueno debe terminar.
—Has tenido una gran carrera, Graham.
—¿Ah, sí? No es fácil medir el éxito en el mundo de la seguridad, ¿no te parece?
Nos juzgan por las cosas que no suceden, por los secretos que no llegan a ser
robados, por los edificios que no llegan a estallar. La nuestra puede ser una manera
profundamente insatisfactoria de ganarse la vida.
—¿Y qué vas a hacer en Portugal?
—Helen intentará envenenarme con su cocina exótica, y yo pintaré espantosas
acuarelas de paisajes.
—No sabía que pintaras.
—Por algo será. —Seymour contempló la vista y frunció el ceño, como
constatando que quedaba muy por encima de su pincel y su paleta—. Mi padre se
retorcería en su tumba si supiera que estoy aquí.
—Y entonces ¿por qué estás aquí?
—Quería saber si estarías dispuesto a buscar algo para un amigo mío.
—¿Y ese amigo tuyo tiene nombre?
Seymour no respondió nada. Lo que hizo fue abrir su maletín y extraer de él una
fotografía de 20 x 25, que le entregó a Gabriel. En ella aparecía una mujer joven,
atractiva, que miraba directamente a la cámara y sostenía un ejemplar del
International Herald Tribune de hacía tres días.
—¿Madeline Hart? —preguntó Gabriel.
Seymour asintió, antes de alargarle un folio que tenía escrita una sola frase en
letras sencillas, de fuente sans serif:

Tiene siete días, o la chica muere.

—Mierda —soltó Gabriel en voz baja.


—Pues esto no es todo.
Casualmente, la dirección del Hotel Rey David había instalado a Graham
Seymour, hijo único de Arthur Seymour, en la misma ala del hotel que había
resultado destruida en 1946. De hecho, su habitación se encontraba en el mismo
pasillo que la que su padre había usado como despacho durante los días del ocaso del
Mandato Británico en Palestina. A su llegada, encontraron la tarjeta de no molesten
aún colgada en el tirador, así como una bolsa que contenía un ejemplar del Jerusalem
Post y otro del Haaretz. Seymour cedió el paso a Gabriel. Después, tras comprobar
que nadie hubiera entrado en la habitación en su ausencia, insertó un DVD en su
ordenador portátil y le dio al PLAY. Segundos después, Madeline Hart, súbdita
británica desaparecida, y empleada del partido en el gobierno de su país, apareció en
pantalla.
«Hice el amor por primera vez con el primer ministro Jonathan Lancaster durante
el congreso del partido que se celebró en Manchester en octubre de 2012…».

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5

Hotel Rey David, Jerusalén

E l vídeo duraba siete minutos y doce segundos. En él, la mirada de Madeline se


mantenía fija en un punto situado ligeramente a la izquierda de la cámara, como
si estuviera respondiendo a las preguntas de un entrevistador televisivo. Se veía
asustada y fatigada al describir, en contra de su voluntad, cómo había conocido al
primer ministro en una de sus visitas a la sede del partido en Millbank. Lancaster
había expresado su admiración por el trabajo de Madeline y, en dos ocasiones, la
había invitado a Downing Street para que se reuniera con él personalmente. Fue al
final de la segunda visita cuando reconoció que su interés por Madeline iba más allá
de lo profesional. Su primer escarceo sexual había sido un encuentro apresurado en
una habitación de hotel de Manchester. Después, Madeline era trasladada hasta la
residencia de Downing Street por un viejo amigo del primer ministro, siempre cuando
Diana Lancaster no se encontraba en Londres.
—Y ahora —dijo Seymour, sombrío, mientras la pantalla del ordenador quedaba
en negro— el primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte
está siendo castigado por sus pecados con un burdo intento de chantaje.
—Este chantaje no tiene nada de burdo, Graham. Sea quien sea quien está detrás
de esto sabía que el primer ministro mantenía una relación extramatrimonial. Y ha
conseguido hacer desaparecer a su amante de Córcega sin dejar rastro. Se trata, sin
duda, de gente muy sofisticada.
Seymour extrajo el disco del ordenador, pero no dijo nada.
—¿Quién más lo sabe?
Seymour le explicó que aquellos tres elementos —la fotografía, la nota y el DVD
— habían aparecido la mañana anterior junto a la puerta de Hewitt. Y que Hewitt los
había llevado hasta Downing Street, donde se los había mostrado a Jeremy Fallon. Y
que Hewitt y Fallon habían ido a ver a Lancaster a su despacho en el número 10.
Gabriel, residente hacía poco en el Reino Unido, conocía bien a los personajes del
reparto: Hewitt, Fallon, Lancaster, la santísima trinidad de la política británica.
Hewitt era el manipulador, el asesor de imagen, Fallon el estratega, el organizador, y
Lancaster, el talento político puro y duro.
—¿Por qué te ha escogido a ti Lancaster?
—Nuestros padres trabajaron juntos en el servicio de inteligencia.
—Seguro que no habrá sido solo por eso.
—No, claro —admitió Seymour—. También ha tenido que ver Siddiq Hussein.
—Me temo que no me suena.

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—No me sorprende —le aclaró Seymour—. Porque, gracias a mí, hace unos años,
a Siddiq se lo tragó la tierra y nunca nadie volvió a saber nada de él.
—¿Y quién era?
—Siddiq Hussein era un residente en Tower Hamlets, una localidad del este de
Londres, nacido en Pakistán. Apareció en las pantallas de nuestro radar tras los
atentados de 2007, momento a partir del cual, finalmente, entramos en razón y
empezamos a sacar a los radicales islamistas de las calles. Tú recuerdas bien esos días
—dijo Seymour amargamente—. Los días en que la gente de izquierdas y los medios
de comunicación insistían en que hiciéramos algo con los terroristas de nuestro
entorno.
—Sigue, Graham.
—Siddiq se relacionaba con conocidos extremistas de la mezquita del este de
Londres, y el número de su teléfono móvil no dejaba de aparecer en todos los sitios
sospechosos. Entregué una copia de su ficha a Scotland Yard, pero el Mando
Antiterrorista dijo que no existían suficientes pruebas para actuar contra él. Entonces
Siddiq hizo algo que me dio la oportunidad de ocuparme del problema por mi cuenta.
—¿Qué hizo?
—Reservó un billete de avión a Pakistán.
—Craso error.
—Un error fatal, de hecho —convino Seymour, lacónico.
—¿Qué ocurrió?
—Lo seguimos hasta Heathrow y nos aseguramos de que se subiera a su avión,
rumbo a Karachi. Después, realicé una discreta llamada a un viejo amigo en Langley,
Virginia. Creo que lo conoces bien.
—Adrian Carter.
Seymour asintió. Adrian Carter era director del Servicio Nacional Clandestino de
la CIA. Supervisaba la guerra global de la agenda contra el terror, incluidos los por
entonces programas secretos para detener e interrogar a agentes estratégicos.
—El equipo de Carter siguió a Siddiq en Karachi durante tres días —prosiguió
Seymour—. Después, le taparon la cabeza con una bolsa y lo metieron en el primer
vuelo que salía del país.
—¿Dónde lo llevaron?
—A Kabul.
—¿A la Salina?[1]
Seymour asintió despacio.
—¿Y cuánto duró allí?
—Eso depende de a quién le preguntes. Según el relato de los hechos de la
agencia, a Siddiq lo encontraron muerto en su celda diez días después de su llegada a
Kabul. Su familia presentó una querella en la que se denunciaba que había muerto
mientras era torturado.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el primer ministro?

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—Cuando los abogados que representaban a la familia de Siddiq solicitaron todos
los documentos del MI5 relativos al caso, el gobierno de Lancaster se negó a
facilitárselos con el argumento de que hacerlo podía poner en peligro la seguridad
nacional británica. Es decir, que el primer ministro me salvó la carrera.
—¿Y ahora tienes que devolverle el favor intentando salvarle el cuello a él? —Al
ver que Seymour no le respondía, Gabriel dijo—: Esto va a acabar mal, Graham. Y,
cuando termine mal, tu nombre aparecerá de manera destacada en la inevitable
investigación.
—He dado instrucciones de que, si eso llega a ocurrir, me los llevaré a todos por
delante, incluido Lancaster.
—Nunca creí que fueras tan ingenuo, Graham.
—No lo soy en absoluto.
—Pues entonces deja el caso. Vuelve a Londres y dile a tu primer ministro que se
plante delante de las cámaras, con su esposa a su lado, y realice una llamada pública a
los secuestradores para que liberen a la chica.
—Ya es demasiado tarde para eso. Además —añadió Seymour—, tal vez sea un
poco anticuado, pero no me gusta que la gente intente chantajear al líder de mi país.
—¿Y el líder de tu país sabe que estás en Jerusalén?
—Sin duda estás de broma.
—¿Y por qué habría de estarlo?
—Porque si el MI5 o el servicio de inteligencia intentan encontrarla, se sabrá,
como se supo lo de Siddiq Hussein. Además, a ti se te da muy bien encontrar cosas
—dijo Seymour en voz baja—. Columnas antiguas, Rembrandts robados,
instalaciones secretas iraníes de enriquecimiento nuclear.
—Lo siento, Graham, pero…
—Tú también estás en deuda con Lancaster —se anticipó Seymour.
—¿Yo?
—¿Quién crees que te permitió refugiarte en Cornualles con una identidad falsa
cuando ningún otro país te admitía? ¿Y quién crees que te permitió reclutar a un
periodista británico cuando te interesó introducirte en la cadena iraní de suministro
nuclear?
—No sabía que lleváramos la cuenta, Graham.
—No la llevamos —dijo Seymour—. Pero, si lo hiciéramos, seguro que tú irías
perdiendo el partido.
Los dos hombres se sumieron en un silencio incómodo, como si el tono de su
conversación los avergonzara a ambos. Seymour miraba hacia arriba, y Gabriel se
concentraba en la nota.
«Tiene siete días, o la chica muere…».
—Bastante vago, ¿no crees?
—Pero muy eficaz —dijo Seymour—. No hay duda de que han conseguido que
Lancaster les preste atención.

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—¿Y no hay exigencias?
Seymour negó con la cabeza.
—Es evidente que tienen la intención de poner el precio en el último momento. Y
quieren que Lancaster esté tan desesperado por salvar su pellejo político, que acepte
pagar cualquier precio.
—¿Y cuánto vale tu primer ministro actualmente?
—La última vez que eché un vistazo a sus cuentas corrientes —dijo Seymour en
tono jocoso—, tenía más de cien millones.
—¿De libras?
Seymour asintió.
—Jonathan Lancaster ganó millones en la City, heredó millones de su familia, y
obtuvo más millones gracias a su matrimonio con Diana Baldwin. Es un blanco
perfecto, un hombre con más dinero del que necesita, y con mucho que perder. Diana
y los niños viven seguros en la burbuja que es el número 10 de Downing Street, lo
que significa que sería prácticamente imposible ir a por ellos. Pero la amante de
Lancaster… —Seymour hizo una pausa—. Una amante es algo totalmente distinto.
—Supongo que Lancaster no le habrá comentado nada de todo esto a su mujer.
Seymour hizo un gesto con la mano, como para indicar que no estaba al corriente
del funcionamiento interno del matrimonio Lancaster.
—¿Has trabajado alguna vez en un caso de secuestro, Graham?
—No desde lo de Irlanda del Norte. Y todos estaban relacionados con el IRA.
—Los secuestros políticos son distintos de los secuestros criminales —prosiguió
Gabriel—. El secuestrador político medio es un tipo razonable. Quiere que sus
camaradas salgan de la cárcel, exige un cambio de políticas, por lo que se lleva a un
político importante, o se monta en un autobús escolar lleno de niños y los toma como
rehenes hasta que se ceda a sus exigencias. En cambio, un delincuente común
únicamente quiere dinero. Y, si se lo pagas, entonces querrá más. Así que sigue
pidiendo dinero hasta que cree que ya se lo ha llevado todo.
—Supongo, entonces, que solo nos queda una opción.
—¿Cuál es?
—Encontrar a la chica.
Gabriel se acercó a la ventana y miró al otro lado del valle, hacia el Monte del
Templo. Y, durante unos instantes, regresó a la caverna secreta, a 50 metros bajo
tierra, sujetando a Eli Lavon mientras su sangre impregnaba el corazón de la montaña
santa. En las largas noches que Gabriel había pasado en el hospital junto al lecho de
Lavon, se había prometido a sí mismo que no volvería a poner los pies en el campo
de batalla de lo secreto. Pero, ahora, un viejo amigo surgía de las profundidades de su
pasado y le pedía un favor. Y ahora Gabriel tampoco encontraba las palabras para
decirle que no. Hijo único de supervivientes del Holocausto, no estaba en su
naturaleza decepcionar a los demás. Cambiaba de opinión para complacerles, pero
casi nunca les decía que no.

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—Incluso si fuera capaz de encontrarla —dijo, al cabo de un momento—, los
secuestradores seguirán teniendo en su poder el vídeo en el que la chica confiesa su
relación con el primer ministro.
—Pero ese vídeo tendrá un impacto muy distinto si la joven inglesa está de vuelta
en suelo patrio, sana y salva.
—A menos que la joven inglesa decida decir la verdad.
—Es fiel a su partido. No se atrevería.
—No tenemos ni idea de lo que le han hecho los secuestradores —observó
Gabriel—. A estas alturas podría ser ya una persona completamente distinta.
—Cierto —admitió Seymour—. Pero nos estamos anticipando a los
acontecimientos. Esta conversación no tiene sentido a menos que tú y tu servicio
llevéis a cabo, en mi nombre, una operación para encontrar a Madeline Hart.
—Carezco de autoridad para poner mis servicios a tu disposición, Graham. La
decisión es de Uzi, no mía.
—Uzi ya ha dado su aprobación —dijo Seymour sin inmutarse—. Y Shamron
también.
Gabriel dedicó a Seymour una mirada asesina, pero no dijo nada.
—¿Acaso crees que Ari Shamron habría dejado que me acercara a un kilómetro
de ti sin conocer el motivo por el que estoy en la ciudad? —preguntó Seymour—. Se
muestra muy protector contigo.
—Pues tiene una manera muy curiosa de demostrarlo. Aunque me temo que hay
una persona en Israel que tiene más poder que Shamron, al menos por lo que respecta
a mi persona.
—¿Tu esposa?
Gabriel asintió.
—Tenemos siete días, o la chica muere.
—Seis —corrigió Gabriel—. La chica podría estar en cualquier lugar del mundo,
y nosotros no tenemos ni una sola pista.
—Eso no es del todo cierto.
Seymour volvió a abrir el maletín y sacó de él dos fotografías de la Interpol del
hombre con el que Madeline Hart había almorzado el día de su desaparición. El
hombre de los zapatos que no dejaban huellas. El hombre que se olvida.
—¿Quién es? —preguntó Gabriel.
—Buena pregunta —dijo Seymour—. Pero, si das con él, sospecho que
encontrarás a Madeline Hart.

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6

Museo de Israel, Jerusalén

G abriel se llevó solo una de las tres cosas que le había mostrado Graham
Seymour: la fotografía de una Madeline Hart cautiva, que transportó consigo
hacia el oeste de la ciudad, hasta el Museo de Israel. Tras dejar el coche en el
estacionamiento reservado al personal —un privilegio del que hasta hacía poco no
gozaba— y tras franquear el imponente acceso de cristal, se dirigió a la sala del
museo que albergaba la colección de arte europeo. En un ángulo estaban expuestas
nueve pinturas impresionistas, en otro tiempo propiedad de un banquero suizo
llamado Augustus Rolfe. Una placa explicaba el largo periplo de aquellos cuadros
que, desde París, habían acabado colgados en aquellas paredes: los nazis los habían
tomado como botín de guerra en 1940, y posteriormente se los cedieron a Rolfe a
cambio de los servicios que prestó a la inteligencia alemana. Lo que el panel
explicativo no contaba era que Gabriel y la hija de Rolfe, la prestigiosa violinista
Anna Rolfe, habían descubierto los cuadros en la cámara acorazada de un banco de
Zúrich, ni que un consorcio de empresarios suizos había contratado a un sicario corso
para que los matara a los dos.
En la galería contigua se exponía la obra de pintores israelíes. Allí había tres
lienzos de la madre de Gabriel, entre ellos una representación perturbadora del viaje
hacia la muerte en Auschwitz en enero de 1945, que ella había pintado de memoria.
Gabriel pasó un buen rato admirando su maestría, el gran trazo de su pincel, antes de
salir al jardín de esculturas. En un extremo se alzaba el Santuario del Libro, con su
forma de panal de abeja, depositario de los rollos del Mar Muerto. Junto a él se
encontraba la estructura más nueva del museo, un edificio moderno, de vidrio y
acero, de sesenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de altura. Por el momento
estaba cubierto por una lona opaca de construcción que ocultaba su contenido, las
veintidós columnas del Templo de Salomón, invisibles al mundo.
Había guardias de seguridad armados y apostados a ambos lados del edificio, y
junto a su entrada, encarada al este, respetando la orientación original del Templo de
Salomón. Ese era solo uno de los elementos de una exposición que se había
convertido, probablemente, en el proyecto museístico más controvertido de la
historia. Los jaredíes, es decir, los ultraortodoxos israelíes, habían denunciado que
aquella muestra era una afrenta a Dios que finalmente conduciría a la destrucción del
estado judío, mientras que, en el Jerusalén Oriental, árabe, los custodios de La Roca
habían declarado que aquellas columnas no eran más que una sofisticada invención.
«En el Monte del Templo nunca existió ningún templo —declaró el gran muftí de

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Jerusalén en un artículo de opinión publicado en el New York Times—, y ninguna
exposición conseguirá cambiar esa realidad».
A pesar de las encarnizadas luchas religiosas y políticas libradas en torno a la
exposición del hallazgo, esta había avanzado con notable celeridad. Pocas semanas
después del descubrimiento de Gabriel, ya se habían aprobado los planes
arquitectónicos, se habían recaudado fondos y se había empezado a trabajar sobre el
terreno. Gran parte del mérito era atribuible a la directora y diseñadora jefe del
proyecto, nacida en Italia. En público se la llamaba siempre por su nombre de soltera,
que era Chiara Zolli. Pero quienes tenían algo que ver con el museo sabían que, en
realidad, se llamaba Chiara Allon.
Las columnas estaban dispuestas tal como Gabriel las había encontrado, en dos
hileras rectas separadas unos seis metros entre sí. Una de ellas, la más alta, estaba
ennegrecida por el fuego, por el incendio que los babilonios habían provocado la
noche en que habían destruido el templo que los judíos consideraban la morada de
Dios en la tierra. Esa era la columna a la que se había agarrado Eli Lavon cuando
había estado a punto de morir, y fue allí donde Gabriel, ahora, encontró a su mujer.
Sostenía una carpeta en una mano y, con la otra, gesticulaba apuntando hacia el techo.
Llevaba unos vaqueros desgastados, unas sandalias planas y una blusa blanca sin
mangas que se pegaba a las curvas de su cuerpo. Sus brazos desnudos se veían muy
bronceados del sol de Jerusalén; sus cabellos largos, alborotados, parecían salpicados
de destellos dorados. Gabriel pensó que estaba guapísima, y que era demasiado joven
para ser la mujer de un viejo achacoso como él.
Más arriba, dos técnicos realizaban cambios en la iluminación de la exposición,
mientras Chiara supervisaba el efecto desde abajo. Les hablaba en hebreo, con un
marcado acento italiano. Hija del rabino principal de Venecia, había pasado su
infancia en el mundo cerrado del antiguo gueto, del que solo había salido para
obtener su máster en historia romana por la Universidad de Padua. Regresó a Venecia
tras graduarse, y consiguió un empleo en el pequeño museo judío del Campo del
Ghetto Nuovo, donde podría haber seguido trabajando indefinidamente si un cazador
de talentos de la Oficina no se hubiera fijado en ella durante una visita de la joven a
Israel. El cazador de talentos se le presentó en una cafetería de Tel Aviv y preguntó a
Chiara si estaría interesada en hacer algo más por el pueblo judío que trabajar en el
museo de un gueto moribundo.
Tras pasar un año asistiendo al programa de adiestramiento secreto de la Oficina,
Chiara regresó a Venecia, en esa ocasión como agente encubierta de la inteligencia
israelí. Entre sus primeras misiones estuvo la de no perder de vista, discretamente, a
un agente díscolo de la Oficina, a un hombre con licencia para matar llamado Gabriel
Allon, que se había trasladado a Venecia para trabajar en la restauración del retablo
del altar de San Zacarías, de Bellini. Poco después, ella se le presentó en Roma, tras
un incidente en el que se produjeron disparos y la intervención de la policía italiana.
Encerrado a solas con Chiara en un piso franco, Gabriel sentía unos deseos

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desesperados de acariciarla. Esperó a que el caso estuviera cerrado, a que hubieran
regresado a Venecia. Una vez allí, en una casa del Cannaregio que daba al canal,
hicieron el amor por primera vez, en una cama con sábanas limpias. Fue como
hacerle el amor a una imagen salida del pincel del Veronés.
Ahora la figura volvió la cabeza y, al percatarse de la presencia de Gabriel,
sonrió. Sus ojos, grandes y orientales en su forma almendrada, eran del color del
caramelo, con destellos dorados, combinación que él nunca había conseguido
reproducir con precisión sobre un lienzo. Placía ya muchos meses que Chiara no
aceptaba posar para él; la exposición no le dejaba casi tiempo para nada más. Se
trataba de un cambio radical en la dinámica de su matrimonio. Por lo general era
Gabriel el que se embebía en sus proyectos, fueran estos pintar o participar en alguna
operación, pero ahora los papeles se habían invertido. Chiara, organizadora nata,
meticulosa con todo, estaba en su salsa bajo la presión intensa a que la sometía la
exposición. Gabriel no decía nada, pero aguardaba con impaciencia el momento de
recuperarla.
Ella se acercó a la columna siguiente y examinó el efecto de la luz sobre ella.
—He llamado a casa hace unos minutos, pero no me ha contestado nadie.
—Estaba almorzando con Graham Seymour en el Hotel Rey David.
—Qué bien —dijo ella, burlona. Y entonces, sin dejar de concentrarse en la
columna, le preguntó—: ¿Qué hay en ese sobre?
—Una oferta de trabajo.
—¿Y quién es el artista?
—Desconocido.
—¿Y el tema de la obra?
—Una chica llamada Madeline Hart.
Gabriel regresó al jardín de esculturas y se sentó en un banco con vistas a los
montes parduzcos de Jerusalén Oeste. Minutos después, Chiara se sentó a su lado.
Una brisa ligera, otoñal, le movía el pelo. Se apartó un mechón de la cara y cruzó una
pierna larga sobre la otra, de manera que la sandalia le quedó suspendida en la punta
del pie bronceado. De pronto, Gabriel pensó que lo que menos le apetecía era irse de
Jerusalén en busca de una joven a la que no conocía.
—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo ella al fin—. ¿Qué hay en ese sobre?
—Una foto.
—¿Qué clase de foto?
—Una prueba de vida.
Chiara alargó la mano. Gabriel vaciló.
—¿Estás segura?
Chiara asintió, y él le entregó el sobre y la observó mientras ella levantaba la
lengüeta y extraía la fotografía. A medida que examinaba la imagen, una sombra
cruzó su rostro. Era la sombra de un traficante de armas ruso llamado Ivan Járkov.
Gabriel se lo había quitado todo a Ivan: su negocio, su dinero, su esposa y sus hijos.

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Y entonces Ivan se había vengado llevándose a Chiara. La operación para rescatarla
había sido la más sangrienta de la larga carrera de Gabriel. Después, en represalia, se
había cargado a once de sus hombres. Y posteriormente, en una callejuela tranquila
de Saint-Tropez, también había matado al propio Ivan. Sin embargo, incluso después
de muerto, este seguía formando parte de sus vidas. Las inyecciones de ketamina que
le habían tenido que administrarle habían hecho que Chiara perdiera el hijo que
esperaba. Al no poder tratarse a tiempo, aquel aborto había afectado gravemente su
fertilidad. Aun así, y aunque no lo decía, no había perdido del todo la esperanza de
concebir de nuevo.
Metió la fotografía en el sobre y se lo devolvió a Gabriel. Lo escuchó con
atención mientras él le explicaba cómo el caso había acabado en manos de Graham
Seymour primero y, después, en las suyas.
—Así que el primer ministro británico está obligando a Graham Seymour a
hacerle el trabajo sucio —dijo cuando Gabriel terminó de hablar—, y Graham te está
haciendo lo mismo a ti.
—Ha sido un buen amigo.
Chiara mantenía el rostro inexpresivo. Sus gafas de sol ocultaban sus ojos, por lo
general ventanas elocuentes de sus pensamientos.
—¿Y qué supones tú que quieren? —le preguntó al cabo de un momento.
—Dinero —respondió Gabriel—. Esa gente siempre quiere dinero.
—Casi siempre —puntualizó Chiara—. En algunos casos quieren cosas que son
imposibles de conceder.
Se quitó las gafas y se las colgó de la blusa.
—¿De cuánto tiempo dispones antes de que la maten? —preguntó.
Cuando Gabriel respondió, ella meneó la cabeza lentamente.
—Es imposible —dijo—. De ninguna manera podrás encontrarla en tan pocos
días.
—Mira el edificio que tienes ahí detrás. Y después dime si opinas lo mismo.
Pero Chiara no apartó la mirada del rostro de Gabriel.
—La policía francesa lleva más de un mes buscando a Madeline Hart. ¿Qué te
hace pensar que darás con ella?
—Tal vez no hayan buscado donde debían… o no hayan hablado con la gente
adecuada.
—¿Por dónde empezarías tú?
—Siempre he creído que el mejor lugar para empezar una investigación es la
escena del crimen.
Chiara cogió las gafas de sol y, ausente, empezó a limpiar los cristales frotándolos
contra la tela de los pantalones vaqueros. Gabriel sabía que esa era una mala señal.
Chiara siempre se ponía a limpiar cuando se enfadaba.
—Si no paras, las vas a rayar —intervino él.
—Están asquerosas —respondió ella, distante.

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—Tal vez deberías meterlas en una funda antes de echarlas dentro del bolso.
Ella no dijo nada.
—Me sorprendes, Chiara.
—¿Por qué?
—Porque tú sabes mejor que nadie que Madeline Hart está en el infierno ahora
mismo. Y va a permanecer en él hasta que alguien la saque.
—Lo único que digo es que preferiría que la sacara otro.
—No hay otro.
—No hay otro como tú.
Chiara examinó los lentes de sus gafas y frunció el ceño.
—¿Qué pasa?
—Están rayadas.
—Te he dicho que se rayarían.
—Y tú siempre tienes razón, querido.
Se las puso, alzó la vista y miró a lo lejos, hacia la ciudad.
—Doy por sentado que Shamron y Uzi han dado su bendición.
—Graham fue a verlos a los dos antes de venir a hablar conmigo.
—Qué listo por su parte. —Descruzó la pierna y se puso en pie—. Tengo que
volver. Ya queda muy poco para la inauguración.
—Has hecho un trabajo magnífico, Chiara.
—Haciéndome la pelota no llegarás a ninguna parte.
—Tenía que intentarlo.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Solo tengo siete días para encontrarla.
—Seis —apostilló ella—. Seis días, o la chica muere.
Chiara se agachó y le besó con ternura en los labios. Después se dio la vuelta y se
alejó por el jardín inundado de sol, las caderas oscilando suavemente, como al ritmo
de una música que solo ella oía. Gabriel la contempló hasta que desapareció tras la
lona que cubría el edificio. De pronto, pensó que lo que menos le apetecía era irse de
Jerusalén en busca de una joven a la que no conocía.
Gabriel regresó al Hotel Rey David a recoger el resto del dosier de Graham
Seymour: la nota de las exigencias que no incluía ninguna exigencia, el DVD con la
confesión de Madeline, y las dos fotografías del hombre del restaurante Les Palmiers
de Calvi. Además, solicitó una copia de la ficha laboral que obraba en poder de su
partido, y pidió que se la enviaran a una dirección de Niza.
—¿Qué tal te ha ido con Chiara? —le preguntó Seymour.
—En este momento, es muy posible que mi matrimonio esté más deteriorado que
el de Lancaster.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Largarte de Jerusalén lo antes posible. Y no mencionarle mi nombre ni al
primer ministro ni a nadie en Downing Street.

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—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
—Yo te enviaré un aviso cuando tenga noticias. Hasta ese momento, no existo.
Tras pronunciar aquellas palabras, Gabriel se despidió. Una vez de vuelta en la
calle Narkiss, encontró, sobre la mesa de centro, bien visible, un cinturón de viaje que
contenía doscientos mil dólares. Junto a él, un billete de avión para el vuelo de las
cuatro de la madrugada a París. La reserva estaba hecha a nombre de Johannes
Klemp, uno de sus alias favoritos. Entró en el dormitorio y metió en una pequeña
maleta de fin de semana la ropa moderna de Herr Klemp, reservando un conjunto —
un traje negro y un suéter del mismo color— para el viaje. Entonces, de pie frente al
espejo del baño, se dedicó a realizar sutiles alteraciones a su apariencia: unos cabellos
canosos aquí y allá, unas gafas alemanas sin montura, unas lentillas con las que
ocultar sus característicos ojos verdes. En cuestión de minutos, ni él mismo reconocía
apenas el rostro que le devolvía la mirada. Ya no era Gabriel Allon, el ángel vengador
de Israel. Ahora era Johannes Klemp, de Múnich, un señor siempre dispuesto a darse
por ofendido, un hombrecillo siempre a punto de indignarse por algo.
Después de ponerse el traje negro de Herr Klemp y de rociarse con la espantosa
colonia de Herr Klemp, se sentó frente al tocador de Chiara y abrió su joyero. Al
momento, un objeto le llamó la atención por estar claramente fuera de lugar. Se
trataba de un cordón de cuero del que colgaba un coral rojo tallado en forma de
mano. Lo sacó del joyero y se lo metió en el bolsillo. Entonces, por razones que se le
escapaban, se lo puso al cuello y lo ocultó bajo el suéter de Herr Klemp.
En la calle, un vehículo de la Oficina esperaba con el motor en marcha. Gabriel
dejó la maleta en el asiento trasero antes de subir él. Después consultó su reloj de
muñeca, no para saber la hora, sino el día. Era 27 de septiembre. En otra época, esa
había sido su fecha favorita del año.
—¿Cómo te llamas?
—Lior.
—¿De dónde eres, Lior?
—De Beersheba.
—¿Era un buen sitio cuando eras niño?
—Los hay peores.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinticinco.
Veinticinco, pensó Gabriel. ¿Por qué tenía que tener exactamente veinticinco?
Volvió a consultar el reloj. No para saber la hora, sino el día.
—¿Qué instrucciones te han dado? —le preguntó a ese conductor de veinticinco
años, ni uno más ni uno menos.
—Me han ordenado que lo lleve a Ben Gurión.
—¿Algo más?
—Me han dicho que tal vez usted querría realizar una parada por el camino.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Ha sido Uzi?

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—No —respondió el chófer, meneando la cabeza—. Ha sido el Viejo.
Así que se acordaba, pensó Gabriel. Volvió a mirarse el reloj. La fecha…
—¿Entonces?
—Llévame al aeropuerto.
—¿Sin paradas?
—Solo una.
El conductor puso la primera y se separó despacio de la acera, como si
emprendieran una procesión fúnebre. No se molestó en preguntar dónde iban. Era
veintisiete de septiembre. Y Shamron se acordaba.
Se acercaron en el vehículo hasta el Huerto de Getsemaní y, desde allí,
ascendieron por el camino serpenteante del Monte de los Olivos. Gabriel entró en el
cementerio solo y caminó por entre el mar de lápidas, hasta que llegó a la tumba de
Daniel Allon, nacido el 27 de septiembre de 1988 y muerto el 13 de enero de 1991.
Muerto una noche de nevada en el distrito primero de Viena, en el interior de un
Mercedes azul que voló por los aires por culpa de una bomba. La bomba la había
instalado en el coche un terrorista palestino llamado Tariq al-Hourani, que seguía
órdenes directas de Yaser Arafat. El blanco no era Gabriel; la acción habría resultado
demasiado leve. Tariq y Arafat querían castigarlo obligándole a presenciar la muerte
de su esposa y su hijo, para que el dolor lo persiguiera el resto de su vida, como los
palestinos. Solo había fallado un elemento de la trama: Leah había sobrevivido a
aquel infierno de llamas. Ahora vivía en un hospital psiquiátrico, en lo alto del Monte
Herzl, atrapada en una cárcel de recuerdos y con el cuerpo destruido por el fuego.
Víctima de una combinación de síndrome de estrés postraumático y de depresión
psicótica, revivía sin cesar el atentado. Sin embargo, de tarde en tarde experimentaba
destellos de lucidez. Durante uno de aquellos interludios, había dado permiso a
Gabriel para casarse con Chiara. «Mírame, Gabriel. De mí no queda nada. Solo un
recuerdo».
Gabriel volvió a consultar el reloj. No para saber el día, sino la fecha.
Todavía tenía tiempo para una última despedida. Un último torrente de lágrimas.
Una disculpa final por no haber inspeccionado el coche en busca de una bomba antes
de dejar que Leah pusiera el coche en marcha. Entonces, con paso tambaleante, se
alejó del jardín de lápidas en ese día que, antes, era su favorito del año, y volvió a
subirse al vehículo de la Oficina, conducido por un muchacho de veinticinco años.
El muchacho tuvo la delicadeza de no decir nada durante el trayecto hasta el
aeropuerto. Gabriel accedió a la terminal como un pasajero más, pero después se
metió en una sala reservada al personal de la Oficina, donde esperó a que se
anunciara su vuelo. Mientras se instalaba en su asiento de primera clase, sintió una
necesidad muy poco profesional de telefonear a Chiara. Pero en lugar de hacerlo,
recurriendo a las técnicas que Shamron le había enseñado en su juventud, la apartó de
sus pensamientos. A partir de entonces no habría sitio para Chiara. Ni para Daniel. Ni
para Leah. Solo había sitio para Madeline Hart, la amante secuestrada del primer

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ministro británico Jonathan Lancaster. Mientras el avión se elevaba por el cielo
oscuro, la chica inglesa se le apareció a Gabriel como un óleo en un lienzo, en forma
de Susana bañándose en su jardín. Y mirándola, lascivo, desde el otro lado del muro
estaba el hombre del rostro angular y de la boca pequeña, de rictus cruel. El hombre
sin nombre ni país. El hombre que se olvida.

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7

Córcega

L os corsos dicen que, cuando regresan a su isla en barco, el olor inconfundible


de los arbustos de su tierra llega hasta ellos mucho antes de que el perfil afilado
de sus costas resulte visible desde el mar. Gabriel no experimentó esa sensación, entre
otras cosas porque viajó a Córcega en avión, en el primer vuelo de la mañana que
salía de Orly. Solo cuando iba ya al volante de un Peugeot alquilado en dirección sur
desde el aeropuerto de Ajaccio, aspiró las primeras bocanadas de aulaga, jara y
romero que se derramaban desde los montes. Los corsos lo llamaban la «macchia».
La usaban para cocinar, para calentar sus casas, y se refugiaban entre aquella densa
vegetación en tiempos de guerra y de vendetta. Según una leyenda isleña, un hombre
perseguido podía ocultarse en la macchia y, si quería, permanecer en ella toda la vida
sin ser descubierto. Gabriel conocía a un hombre así. Por eso llevaba al cuello una
mano de coral rojo, sujeta por un cordón de cuero.
Tras conducir durante media hora, Gabriel dejó la carretera de la costa y se dirigió
al interior. Los aromas de los arbustos crecían por momentos, como crecían las
murallas que rodeaban los pequeños pueblos de las montañas. Córcega, como la
antigua tierra de Israel, había sido invadida muchas veces. En efecto, tras la caída del
Imperio Romano, los vándalos habían saqueado la isla tan despiadadamente que la
mayoría de sus habitantes huyeron de la costa y se refugiaron en los montes. Incluso
hoy, el temor a los forasteros seguía siendo intenso. En una aldea aislada, una anciana
apuntó a Gabriel con el índice y el meñique extendidos para protegerse de los efectos
del occhju, el mal de ojo.
Más allá de la aldea, la carretera era poco más que una pista de un solo carril
flanqueada por espesas paredes de macchia. Después de recorrer otro kilómetro llegó
a la entrada de una finca privada. La verja estaba abierta, pero frente a ella había
apostado un vehículo ocupado por un par de guardias de seguridad. Gabriel apagó el
motor y, colocando las manos en lo alto del volante, esperó a que los hombres se
acercaran. Al cabo de un rato, uno de ellos se bajó de su coche y se aproximó
despacio. Sostenía un arma en una mano, y la otra la llevaba medio metida en la
cintura de los pantalones. Con un solo movimiento de sus pobladas cejas le interrogó
sobre el motivo de su visita.
—Quiero ver al don —dijo Gabriel en francés.
—El don es un hombre muy ocupado —replicó el guardia en dialecto corso.
Gabriel se quitó el talismán que llevaba al cuello y se lo entregó. El corso sonrió.
—Veré qué puedo hacer.

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En la isla de Córcega nunca había hecho falta gran cosa para que estallaran
sangrientas rivalidades: acusar a alguien de engaño en el mercado; incumplir un
compromiso; el embarazo de una mujer soltera. Tras el chispazo inicial,
inevitablemente, seguían brotes de violencia. Aparecía muerto un buey, o talado un
olivo venerable. Ardía una casa de campo. Después llegaban los asesinatos, que ya no
paraban, y que en algunos casos seguían durante una generación, o más, hasta que las
partes agraviadas resolvían sus diferencias o abandonaban la lucha, extenuados.
En su mayoría, los hombres corsos estaban más que dispuestos a ocuparse ellos
mismos de dar muerte a sus enemigos. Sin embargo, había quien necesitaba que otras
personas hicieran por ellos el trabajo sucio: notables con remilgos que no querían
mancharse las manos de sangre, o que no podían arriesgarse a que los detuvieran, o a
tener que exiliarse; mujeres incapaces de perpetrar la venganza por sí mismas, o que
no contaban con familiares del sexo masculino que actuaran en su nombre. Esas
personas recurrían a asesinos profesionales conocidos como taddunaghiu. Por lo
general, acudían al clan de los Orsati.
Los Orsati poseían buenas tierras, con muchos olivos, y su aceite estaba
considerado el más dulce de todo Córcega. Pero no se limitaban a la producción de
aceite de oliva. Nadie sabía cuántos corsos habían muerto a manos de los sicarios
Orsati a lo largo de los años, y mucho menos los propios Orsati, aunque la voz
popular contaba la cifra por miles. Y habría podido ser considerablemente más
elevada de no haber sido por el estricto sistema de criba que imperaba en el clan, que
se negaba a autorizar una muerte a menos que tuviera la certeza de que la parte que
acudía a ellos había sido electivamente agraviada, a menos que llegara a la
conclusión de que el agravio requería derramamiento de sangre como venganza.
Sin embargo, todo aquello había cambiado con la llegada de Don Anton Orsati.
Cuando este se hizo con el control de la familia, las autoridades francesas habían
conseguido erradicar los odios y las venganzas en casi toda la isla, salvo en los
reductos más aislados, lo que hizo que fueran pocos los corsos que necesitaban los
servicios de sus taddunaghiu. Con la demanda local en claro retroceso, a Orsati no le
quedó más remedio que buscarse las oportunidades en otra parte, es decir, más allá
del mar, en el continente. Ahora aceptaba casi cualquier oferta de trabajo que le
propusieran, por más desagradable que fuera, y sus sicarios estaban considerados
como los más fiables y profesionales de toda Europa. De hecho, Gabriel era una de
las únicas dos personas que habían sobrevivido a un contrato de aquella familia.
Aunque Orsati descendía de un linaje de notables corsos, por su aspecto nada lo
distinguía de los paesanu que custodiaban la entrada de su finca. Al entrar en el
despacho del don, Gabriel lo encontró sentado a su escritorio, con una camisa blanca,
unos pantalones anchos de algodón, de color claro, y unas sandalias polvorientas que
parecían adquiridas en el mercado al aire libre de la localidad más cercana. En ese
momento se dedicaba a estudiar el contenido de una carpeta vieja, y a su rostro de
rasgos contundentes asomaba una mueca de preocupación. Gabriel suponía cuál era

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el motivo: hacía mucho tiempo, Orsati había unido sus dos negocios en una sola
empresa sin solución de continuidad. Actualmente, sus taddunaghiu eran todos
empleados de la Empresa Aceitera Orsati, y los asesinatos que les encargaban
constaban como pedidos de producto.
Poniéndose en pie, Orsati extendió la mano pétrea hacia Gabriel sin el menor
atisbo de temor.
—Es un honor conocerle, Monsieur Allon —dijo en francés—. Sinceramente,
esperaba verlo antes por aquí. Tiene usted fama de tratar con dureza a sus enemigos.
—Mis enemigos eran los banqueros suizos que lo contrataron a usted para
matarme, Don Orsati. Además —añadió Gabriel—, en lugar de plantarme una bala en
la cabeza, su sicario me regaló esto.
Gabriel, con un movimiento de cabeza, señaló el talismán, que reposaba sobre el
escritorio, junto a la carpeta. El don frunció el ceño. Levantó el amuleto
sosteniéndolo por el cordón de cuero e hizo que la mano de coral rojo oscilara como
un péndulo.
—Fue algo imperdonable —dijo al fin el don.
—¿Olvidarse el talismán o dejarme con vida?
Orsati sonrió, enigmático.
—En Córcega hay un viejo refrán que dice: «I solda un vènini micca cantendu»:
el dinero no se gana cantando. Se gana trabajando. Y, por estas tierras, trabajar
significa cumplir con los contratos, incluso cuando estos tienen que ver con
violinistas célebres y agentes de la inteligencia israelí.
—Así que devolvió el dinero a los hombres que lo contrataron…
—Eran banqueros suizos. No era precisamente dinero lo que necesitaban. —
Orsati cerró la carpeta y depositó el amuleto sobre la cubierta—. Como supondrá, me
he dedicado a seguirle la pista a lo largo de todos estos años. Desde que nuestros
caminos se cruzaron, ha estado usted muy ocupado. De hecho, gran parte de sus
mejores trabajos los ha realizado usted en mis dominios.
—Esta es mi primera visita a Córcega —le corrigió Gabriel.
—Me refería al sur de Francia —replicó Orsati—. Usted mató a aquel terrorista
saudí, Zizi al-Bakari en el Puerto Viejo de Cannes. Y después, hace unos años, se
produjo aquella situación desagradable con Ivan Járkov en Saint-Tropez.
—Según tengo entendido, a Ivan lo mataron otros rusos —dijo Gabriel, evasivo.
—A Ivan lo mató usted, Allon. Y lo mató porque él se llevó a su mujer.
Gabriel no dijo nada. El corso sonrió de nuevo, esta vez con la seguridad de quien
sabe que está en lo cierto.
—La macchia no tiene ojos —dijo—. Pero lo ve todo.
—Por eso estoy aquí.
—Sí, ya lo he supuesto. Después de todo, es evidente que un hombre como usted
no necesita los servicios de un asesino a sueldo. Eso es algo que sabe hacer muy bien
usted solo.

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Gabriel se sacó un fajo de billetes del bolsillo y los depositó sobre la carpeta de la
muerte, junto al amuleto. El don no los miró siquiera.
—¿En qué puedo ayudarle, Allon?
—Necesito información.
—¿Sobre?
Sin pronunciar palabra, Gabriel dejó junto al dinero la fotografía de Madeline
Hart.
—¿La chica inglesa?
—No parece sorprendido, Don Orsati.
El corso no dijo nada.
—¿Sabe dónde está?
—No —respondió Orsati—. Pero tengo una idea clara de quién se la ha llevado.
Gabriel le mostró entonces la foto del hombre de Les Palmiers.
Orsati asintió con un único movimiento de cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Gabriel.
—No lo sé. Solo lo he visto una vez.
—¿Dónde?
—Fue en esta oficina, una semana antes de que la chica inglesa se esfumara. Se
sentó en la misma silla en la que ahora está sentado usted —añadió Orsati—. Pero él
tenía más dinero que usted, Allon. Mucho más.

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8

Córcega

E ra la hora del almuerzo, el momento del día que más gustaba a Orsati. Se
trasladaron hasta la terraza, a la que se accedía directamente desde su despacho,
y se sentaron a una mesa ya puesta y rebosante de pan corso, queso, verduras y
embutidos. El sol brillaba con fuerza, y a través de un resquicio entre las ramas de un
pino se adivinaba el mar, que centelleaba, azul turquesa, en la distancia. El intenso
perfume de los arbustos se apoderaba de todo: impregnaba el aire fresco y se elevaba
desde los alimentos que cubrían la mesa. Incluso Orsati parecía empapado de él. El
don escanció tres dedos de vino tinto en la copa de Gabriel, y a continuación se puso
a cortar varias lonchas de un denso embutido corso. Gabriel no preguntó sobre el
origen de la carne de que estaba hecho. Como solía decir Shamron, a veces era mejor
no saber.
—Me alegro de no haberle matado —declaró Orsati, alzando su copa sin vino
apenas un centímetro.
—Le aseguro, Don Orsati, que el sentimiento es compartido.
—¿Más salchichón?
—Sí, por favor.
Orsati cortó otras dos lonchas gruesas y las depositó sobre el plato de Gabriel. A
continuación se caló unas gafas de lectura y examinó la fotografía del hombre de Les
Palmiers.
—Se ve distinto en esta imagen —dijo al cabo de un momento—, pero sí, no hay
duda, es él.
—¿En qué está distinto?
—En el pelo. Cuando vino a verme, lo llevaba engominado y peinado hacia atrás,
muy pegado a la cabeza. Un cambio sutil —añadió Orsati—, pero muy eficaz.
—¿Y tenía nombre?
—Se refirió a sí mismo como Paul.
—¿Apellido?
—Que yo sepa, ese era su apellido.
—¿Y qué lengua hablaba nuestro amigo Paul?
—Francés.
—¿Nativo?
—No, tenía acento.
—¿Qué tipo de acento?
—No logré ubicarlo —dijo él, frunciendo el ceño—. Era como si hubiera

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aprendido el francés con una cinta de casete. Lo hablaba perfecto, pero, al mismo
tiempo, había algo que no terminaba de sonar bien.
—Supongo que no lo localizó a usted gracias a las páginas amarillas.
—No, Allon. Traía referencias.
—¿Qué clase de referencias?
—Un nombre.
—Alguien que había requerido sus servicios en el pasado…
—Así suele ser.
—¿Y qué clase de servicio fue ese…?
—Un servicio en el que dos hombres entran en una habitación y solo sale uno. Y
no se moleste en preguntarme por el nombre de la referencia —añadió rápidamente
—. Yo me dedico a esto.
Con una leve inclinación de cabeza, Gabriel le hizo saber que no tenía el menor
deseo de seguir indagando en el tema, al menos de momento. A continuación le
preguntó al don por qué había ido a verle aquel hombre.
—Para pedirme consejo —respondió Orsati.
—¿Sobre qué?
—Me contó que tenía cierto producto que quería mover. Me dijo que le hacía falta
alguien que contara con una embarcación rápida. Alguien que conociera bien las
aguas de la zona y que supiera actuar de noche. Y alguien que fuera capaz de
mantener la boca cerrada.
—¿Producto?
—Tal vez esto le sorprenda, pero no entró en detalles.
—Y usted dio por sentado que se trataba de un contrabandista —señaló Gabriel,
afirmándolo más que preguntándolo.
—Córcega es el mayor punto de tránsito de la heroína que circula entre Oriente
Próximo y Europa. Que conste —añadió el don enseguida— que los Orsati no
traficamos con narcóticos, aunque se sepa que, ocasionalmente, hemos eliminado a
algún miembro destacado de ese comercio.
—A cambio de unos honorarios, claro está.
—Cuanto más importante es el actor, más elevados son los honorarios.
—¿Y pudo usted satisfacer su curiosidad?
—Por supuesto —respondió el don que, bajando la voz, añadió—: A veces
nosotros mismos debemos mover cosas de noche, Allon.
—¿Cosas como por ejemplo cadáveres?
El don se encogió de hombros.
—Por desgracia se producen como consecuencia de nuestro negocio, son
productos derivados, por así decir —explicó, filosófico—. Por lo general intentamos
dejarlos en el sitio en el que caen. Pero a veces los clientes pagan una cantidad extra
para que desaparezcan de manera permanente. Nuestro método preferido es meterlos
dentro de ataúdes de cemento y enviarlos al fondo del mar. Solo Dios sabe cuántos

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habrá ahí abajo.
—¿Y cuánto le pagó Paul?
—Cien mil.
—¿A repartir cómo?
—La mitad para mí, y la otra mitad para el hombre del barco.
—¿Solo la mitad?
—Y tuvo suerte de que le diera tanto.
—¿Y cuando oyó que la chica inglesa había desaparecido?
—Evidentemente, sospeché algo. Y al ver la fotografía de Paul en los
periódicos… —Don se detuvo—. Dejémoslo en que no me gustó. No son problemas
lo que me hace falta, precisamente. Los problemas son malos para el negocio.
—¿Para usted la línea roja está en secuestrar a chicas jóvenes?
—Y sospecho que en su caso también.
Gabriel no respondió.
—No pretendía ofenderle —dijo el don, sincero.
—No me he ofendido, Don Orsati.
Este se sirvió pimientos y berenjenas asados en un plato y los roció con aceite de
oliva de su finca. Gabriel dio un par de sorbos al vino, ensalzó sus virtudes para
halagar al don y entonces le preguntó cómo se llamaba el hombre de la lancha rápida,
el conocedor de las aguas de la zona. Lo hizo como si en realidad no le importara lo
más mínimo, mostrando un gran desinterés.
—Nos estamos adentrando en un territorio sensible —replicó Orsati—. Yo me
paso la vida haciendo negocios con esa gente. Si llegaran a saber que les he
traicionado delatándolos a alguien como usted, las cosas se pondrían feas, Allon.
—Le aseguro, Don Orsati, que jamás sabrán cómo he obtenido la información.
Orsati no pareció convencido.
—¿Por qué es tan importante esa chica, tanto que incluso el gran Gabriel Allon la
busca?
—Digamos que tiene amigos poderosos.
—¿Amigos? —Orsati meneó la cabeza, escéptico—. Si usted está metido en esto
es que tiene que haber algo más.
—Es usted muy listo, Don Orsati.
—La macchia no tiene ojos.
—Necesito el nombre —dijo Gabriel muy deprisa—. Nunca sabrá de dónde lo he
obtenido.
Orsati levantó la copa de vino tinto, oscuro como la sangre, y la observó al
trasluz.
—Yo, en su lugar —dijo al cabo de un instante—, iría a hablar con un hombre
llamado Marcel Lacroix. Tal vez él sepa dónde fue la chica después de salir de
Córcega.
—¿Y dónde puedo encontrarlo?

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—En Marsella —respondió Orsati—. Tiene amarre en el Puerto Viejo.
—¿En qué lado?
—En el sur, frente a la galería de arte.
—¿Y cómo se llama la lancha?
—Moondance.
—Bonito nombre —dijo Gabriel.
—Le aseguro que en Marcel Lacroix no hay nada bonito, ni en los hombres para
los que trabaja. Tendrá que andarse con cuidado en Marsella.
—Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, Don Orsati, pero ya he hecho algo
parecido una o dos veces.
—Cierto. Pero usted ya debería llevar mucho tiempo muerto. —Orsati le devolvió
el amuleto—. Llévelo al cuello. No solo protege del mal de ojo.
—De hecho —replicó Gabriel—, me preguntaba si tendría algo un poco más
potente que ofrecerme.
—¿Como por ejemplo?
—Un arma.
El don sonrió.
—Tengo algo mejor.
Gabriel condujo por la carretera hasta que esta se convirtió en pista de tierra, y
siguió avanzando un trecho más. La cabra vieja lo esperaba exactamente donde Don
Orsati le había advertido que la encontraría, antes de llegar a un desvío pronunciado,
a la sombra de tres olivos centenarios. Al ver que Gabriel seguía avanzando, el
animal se puso en pie, abandonó su lugar de descanso y se plantó en el centro de la
pista estrecha, la barbilla alzada en actitud desafiante, como si retara al intruso a
intentar pasar. Era moteada, de color marrón claro, y tenía la barba rojiza. Como
Gabriel, también ella mostraba en su cuerpo las cicatrices de antiguas batallas.
Gabriel adelantó el coche un poco más, con la esperanza de que la cabra se
rindiera sin presentar pelea y le cediera el paso. Pero esta se mantuvo en su sitio. Él
miró el arma que Don Orsati le había entregado: una Beretta de 9 mm que reposaba,
cargada, en el asiento del copiloto. Un tiro entre los cuernos desgastados del animal
bastaría para poner fin a aquella interrupción. Pero no podía ser. La cabra, al igual
que aquellos olivos centenarios, pertenecía a Don Casabianca. Y si Gabriel se atrevía
a tocarle un pelo de la cabeza siquiera, causaría un conflicto que acabaría en
derramamiento de sangre.
Gabriel hizo sonar el claxon dos veces, pero la cabra no se movió. Entonces,
suspirando con fuerza, se bajó del coche para intentar razonar con el rumiante,
primero en francés, después en italiano y, finalmente, desesperado, en hebreo. La
cabra respondió bajando la cabeza y apuntando con ella, como si de un ariete se
tratase, hacia la entrepierna de Gabriel. Pero este, que creía que la mejor defensa era
un buen ataque, cargó primero, agitando los brazos y gritando como un loco.
Sorprendida, la cabra cedió terreno al instante y desapareció tras unos arbustos.

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Gabriel se dirigió al momento hacia el coche, que tenía la puerta abierta, pero se
detuvo al oír, a lo lejos, un sonido, algo así como el chasquido de un pájaro. Se volvió
y miró en dirección a la villa de fachada ocre que se alzaba en la ladera de la colina
siguiente. De pie en la terraza vio a un hombre rubio vestido de blanco de pies a
cabeza. No podía asegurarlo, pero habría jurado que aquel hombre se reía a
carcajadas.

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9

Córcega

E l hombre que esperaba a Gabriel en la villa no era corso, o al menos no de


nacimiento. Su verdadero nombre era Christopher Keller, y se había criado en
el seno de una familia acomodada, en el selecto barrio londinense de Kensington. Sin
embargo, en Córcega, solo Don Orsati y algunos de sus hombres estaban al corriente
de ese dato. Para el resto de los isleños, Keller era, simplemente, el Inglés.
La historia del viaje que llevó a Christopher Keller desde Kensington hasta la isla
de Córcega era una de las más intrigantes que Gabriel había oído en su vida, lo que
no era decir poco. Hijo único de una pareja de médicos de Harley Street, Keller dejó
claro desde su más tierna infancia que no tenía intención de seguir los pasos de sus
padres. Obsesionado con la historia, sobre todo con la historia militar, quería
convertirse en soldado. Sus padres le prohibieron alistarse en el ejército, y durante un
tiempo él accedió a sus deseos. Se matriculó en Cambridge y empezó a estudiar
historia y lenguas orientales. Era un alumno brillante, pero tras el primer curso
empezó a sentirse inquieto, y una noche se esfumó sin dejar rastro. Días después
apareció en casa de su padre, en Kensington, con el pelo rapado casi al cero, vestido
con uniforme verde oliva. Acababa de alistarse en el ejército británico.
Tras realizar la instrucción básica, Keller se unió a una unidad de infantería, pero
su inteligencia, su fortaleza física y su actitud de lobo solitario no tardaron en llamar
la atención del Servicio Aéreo Especial (SAS)[2], un cuerpo de élite. A los pocos días
de su llegada al cuartel del regimiento de Hereford, ya era evidente que Keller había
encontrado su auténtica vocación. Su puntuación en la «Casa de la Muerte», las
infames instalaciones en las que los reclutas practicaban combate en espacios
cerrados y rescate de rehenes, fue la más alta registrada hasta entonces, y los
instructores del curso de combate sin armas redactaron unos informes en los que
expresaban que nunca habían visto a un hombre con más facilidad instintiva para
acabar con vidas humanas. Aquellas sesiones de adiestramiento culminaron con una
marcha de sesenta y cinco kilómetros por Brecon Beacons, un páramo desolado y
azotado por el viento, en una prueba de resistencia que causó la muerte de varios
hombres. Cargado con una mochila de veinte kilos a su espalda, y con un rifle de
asalto, Keller superó en treinta minutos el récord establecido hasta ese momento, una
marca que todavía no ha sido mejorada.
Al principio lo destinaron a un escuadrón de combate especializado en
operaciones bélicas en el desierto, pero su carrera no tardó en dar otro giro cuando un
agente de inteligencia Militar fue a verlo. Aquel hombre iba en busca de soldados

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únicos, capaces de llevar a cabo misiones de observación sobre el terreno y otras
tareas especiales en Irlanda del Norte. Le dijo que le impresionaba su facilidad para
las lenguas, y su capacidad para improvisar y tomar decisiones sobre la marcha.
¿Podía interesarle? Aquella misma noche Keller metió sus cuatro cosas en una bolsa
y se trasladó desde Hereford hasta una base secreta situada en las Tierras Altas
escocesas.
Durante el periodo de instrucción, Keller demostró poseer otro don notable.
Durante años, las fuerzas de seguridad e inteligencia británicas se habían enfrentado a
la miríada de acentos que existían en Irlanda del Norte. En el Ulster, las comunidades
enfrentadas eran capaces de identificarse unas a otras por el sonido de una voz, y una
manera concreta de pronunciar una frase podía suponer el salvoconducto hacia la
vida o el pasaporte para una muerte espantosa. Keller desarrolló la capacidad de
imitar a la perfección todo tipo de entonaciones. Era capaz, incluso, de cambiar de
acento sin transición, pasando, en un segundo, de católico de Armagh a protestante de
la Shankill Road de Belfast, para volver a ser católico, esta vez de las viviendas
sociales de Ballymurphy. Estuvo un año operando en Belfast, identificando a
miembros del IRA, recabando informaciones útiles de las comunidades circundantes.
Dada la naturaleza de sus acciones, a veces pasaba semanas enteras sin contactar con
sus agentes de control.
Su misión en Irlanda del Norte llegó a su fin bruscamente, una noche, ya muy
tarde, cuando fue secuestrado en la zona occidental de Belfast y conducido hasta una
remota granja del condado de Armagh. Allí lo acusaron de ser espía británico. Keller
sabía que su situación era desesperada, de manera que decidió salir de allí como
fuera. Cuando abandonó la granja, dejó tras de sí los cuerpos sin vida de cuatro
curtidos terroristas del IRA Provisional. Dos de ellos, literalmente, cortados en
pedazos.
Keller regresó a Hereford seguro de que le concederían un largo descanso y un
puesto de instructor. Pero su estancia allí terminó en agosto de 1990, cuando Sadam
Husein invadió Kuwait. Keller se unió enseguida a su vieja unidad de combate y, en
enero de 1991, se encontraba ya en el desierto occidental de Irak, en busca de los
lanzamisiles Scud que sembraban el terror en Tel Aviv. La noche del 28 de enero,
Keller y los integrantes de su equipo localizaron uno de ellos a unos ciento cincuenta
kilómetros al norte de Bagdad, y enviaron por radio las coordenadas a sus superiores,
situados en Arabia Saudí. Noventa minutos después, una formación de
cazabombarderos de la Coalición inició un ataque bajo en el desierto. Pero, en un
caso dramático de fuego amigo, uno de los aviones atacó el escuadrón del SAS en
lugar de bombardear la base de los lanzamisiles Scud. El alto mando británico dio por
muertos a todos los integrantes de la unidad, incluido Keller. En su obituario no se
hacía mención a sus misiones de espionaje en Irlanda del Norte, ni a los cuatro
combatientes del IRA a los que destrozó en aquella granja del condado de Armagh.
En todo caso, lo que los altos mandos del ejército británico no tuvieron en cuenta

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fue que Keller había salido ileso del incidente. Su primera reacción fue ponerse en
contacto por radio con su base y solicitar un rescate. Pero, en lugar de hacerlo, y
furioso ante la incompetencia de sus superiores, empezó a caminar. Camuflado bajo
la túnica y el pañuelo que le daban aspecto de beduino, y muy bien adiestrado en el
arte del movimiento clandestino, Keller consiguió abrirse paso entre las fuerzas de la
Coalición y llegar a Siria. Desde allí, siguió caminando hacia el oeste y, tras atravesar
Turquía y Grecia, llegó a Italia, y desde allí a las costas de Córcega, donde Orsati lo
recibió con los brazos abiertos. El don Je proporcionó una casa y una mujer que le
ayudó a curarse las muchas heridas. Después, cuando Keller hubo descansado, le dio
trabajo. Con su aspecto de hombre del norte de Europa y su formación en el SAS,
Keller podía cumplir con encargos que quedaban fuera del alcance de los
taddunaghiu, los hombres de Orsati nacidos en Córcega. Uno de aquellos encargos,
concretamente, llevaba los nombres de Anna Rolfe y Gabriel Allon. Por motivos de
conciencia, Keller no fue capaz de ejecutarlo, pero el orgullo profesional le había
llevado a dejar allí su amuleto, el mismo que ahora Gabriel sujetaba en la palma de la
mano.
Aquellos dos hombres se habían conocido en una ocasión anterior, hacía muchos
años, cuando Keller y otros varios miembros del SAS se habían trasladado a Israel
para formarse en técnicas de antiterrorismo. El último día de su estancia, Gabriel, a
regañadientes, aceptó pronunciar una conferencia clasificada sobre una de sus
misiones más arriesgadas: el asesinato, en 1988, de Abu Jihad, el segundo dirigente
de la OLP, en su casa de Túnez. Keller se había sentado en la primera fila, muy
pendiente de todas y cada una de las palabras de Gabriel. Y después, durante la sesión
de fotos de grupo, se había colocado junto a él. Gabriel llevaba gafas de sol y un
sombrero para camuflar su identidad, pero Keller miraba directamente a la cámara.
Aquella fue una de las últimas fotos que le tomaron en vida.
Ahora, mientras Gabriel se bajaba del coche alquilado, el hombre que en una
ocasión le había perdonado la vida estaba de pie frente a la puerta abierta de su
escondite corso. Le sacaba una cabeza a Gabriel, y era mucho más corpulento de
pecho y hombros. Los veinte años que había pasado bajo el sol de la isla habían
contribuido en gran medida a su cambio de aspecto. Su piel parecía de cuero, y el
agua salada le había aclarado el pelo, que llevaba muy corto. Solo sus ojos azules
eran los de antes, los mismos que lo observaban con atención mientras él relataba el
momento de la muerte de Abu Jihad. Y los mismos que, en otra ocasión, le habían
mostrado clemencia, aquella noche lluviosa en Venecia, en su otra vida.
—Te invitaría a almorzar —dijo Keller con su cerrado acento británico—, pero
me han dicho que ya lo han hecho en Chez Orsati.
Cuando alargó la mano para dársela a Gabriel, los músculos del brazo se
retrajeron y se abultaron bajo el suéter blanco. Gabriel vaciló un instante antes de
estrechársela. Todo en Christopher Keller, desde aquellas manos que eran como
hachas, hasta sus piernas dotadas, se diría, de resortes, parecía diseñado expresamente

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para matar.
—¿Hasta dónde te ha contado el don? —preguntó Gabriel.
—Lo bastante como para saber que no se te ocurriría hacer negocios con un
hombre como Marcel Lacroix si no tuvieras apoyos.
—Doy por sentado que lo conoces.
—Una vez me llevó a un sitio.
—¿Antes o después?
—Antes y después —respondió Keller—. Lacroix pasó por el ejército francés.
También ha pasado algún tiempo en algunas de las cárceles más duras del país.
—¿Se supone que debo mostrarme impresionado?
—«Si conoces a tus enemigos y te conoces a ti mismo, ganarás cien batallas sin
perder ninguna».
—Sun Tzu —dijo Gabriel.
—Tú mismo nos citaste ese pasaje durante tu conferencia en Tel Aviv.
—Así que sí, que ese día prestabas atención.
Gabriel esquivó a Keller y se coló en uno de los grandes salones de la villa. Los
muebles eran de estilo rústico y, como Keller, también estaban cubiertos con telas
blancas. Montañas de libros cubrían todas las superficies horizontales, y de las
paredes colgaban varias pinturas de gran calidad, entre ellas alguna obra menor de
Cézanne, Matisse y Monet.
—¿Y no cuentas con ningún sistema de seguridad? —preguntó Gabriel, echando
un vistazo a la sala.
—No lo necesito.
Gabriel se acercó al Cézanne, un paisaje pintado en los montes de Aix-en-
Provence, y pasó los dedos con suavidad por la superficie.
—Las cosas te han ido muy bien, Keller.
—Llego a fin de mes.
Gabriel no dijo nada.
—¿No apruebas mi manera de ganarme la vida?
—Matas a gente por dinero.
—Tú también.
—Yo mato por mi país —puntualizó Gabriel—. Y solo como último recurso.
—¿Por eso le volaste la tapa de los sesos a Ivan Járkov en aquella calle de Saint-
Tropez?
Gabriel apartó la vista del Cézanne, se volvió y la clavó en los ojos de Keller.
Cualquier otro hombre se habría acobardado ante la intensidad de aquella mirada,
pero Keller no. Mantenía los musculosos brazos cruzados sobre el pecho, y en sus
labios se dibujaba una media sonrisa.
—Tal vez esto no sea buena idea —dijo Gabriel al fin.
—Conozco a los actores y conozco el terreno. Sería una locura no recurrir a mí.
Gabriel, una vez más, permaneció en silencio. Keller tenía razón: era el guía

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perfecto para abrirse paso en el submundo de la delincuencia francesa. Y sus
aptitudes físicas y tácticas le resultarían, sin duda, de gran valor antes de que todo
aquel asunto terminara.
—Yo no puedo pagarte —dijo Gabriel al fin.
—No me hace falta el dinero —replicó Keller, paseando la mirada por su hermosa
mansión—. Pero sí necesito que, antes de que nos vayamos, me respondas a unas
preguntas.
—Tenemos cinco días para encontrarla. Si no, la chica morirá.
—Cinco días son una eternidad para hombres como nosotros.
—Te escucho.
—¿Para quién trabajas?
—Para el primer ministro británico.
—No sabía que os tratarais tú y él.
—Un miembro del servicio de inteligencia británico se puso en contacto
conmigo.
—¿En nombre del primer ministro?
Gabriel asintió.
—¿Y qué relación tiene el primer ministro con esa chica?
—Recurre a tu imaginación.
—Dios mío.
—Dios tiene muy poco que ver en todo esto.
—¿Quién es el amigo del primer ministro en el servicio de inteligencia británico?
Gabriel vaciló, pero fue sincero en su respuesta.
Keller sonrió al oír el nombre.
—¿Lo conoces? —le preguntó a Keller.
—Trabajé con Graham en Irlanda del Norte. Es muy profesional. Pero, como todo
el mundo en Inglaterra —añadió al momento—, Graham Seymour cree que estoy
muerto. Lo que implica que bajo ningún concepto puede llegar a saber que estoy
colaborando contigo.
—Tienes mi palabra.
—Y quiero algo más.
Keller alargó la mano. Gabriel le entregó el amuleto.
—Me sorprende que lo hayas conservado —comentó Keller.
—Tiene un valor sentimental para mí.
Keller se lo colgó en el cuello.
—Vámonos —dijo, sonriendo—. Sé dónde conseguirte otro.
La signadora vivía en una casucha destartalada en el centro del pueblo, no lejos
de la iglesia. Keller llegó sin cita, pero la anciana no pareció sorprendida al verle.
Llevaba un vestido negro y un pañuelo también negro sobre el pelo áspero.
Esbozando una sonrisa no exenta de preocupación, le pasó con suavidad la mano por
la mejilla. Después rozó con los dedos la cruz que llevaba al cuello, y se fijó en

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Gabriel. Su trabajo consistía en ocuparse de las personas afectadas por el mal de ojo.
Era evidente que temía que Keller hubiera llevado a su casa la encarnación misma del
maligno.
—¿Quién es este hombre? —preguntó.
—Un amigo.
—¿Es creyente?
—No como nosotros.
—Dime su nombre, Christopher… Su verdadero nombre.
—Se llama Gabriel.
—¿Como el arcángel?
—Sí —respondió Keller.
Ella estudió su rostro atentamente.
—Es israelita, ¿verdad?
Al ver que movía la cabeza en señal de asentimiento, ella frunció un poco el ceño,
descontenta. De acuerdo con la doctrina, se consideraba que los judíos eran herejes,
aunque ella, personalmente, no tenía problemas con ellos. La mujer le abrió un poco
la camisa y acarició el amuleto que llevaba al cuello.
—¿No es este el que perdiste hace unos años?
—Sí.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En el fondo de un cajón lleno de cosas.
La signadora meneó la cabeza con gesto de reproche.
—Me estás mintiendo, Christopher —dijo—. ¿Cuándo aprenderás que cuando me
mientes lo noto?
Keller sonrió, pero no dijo nada. La anciana soltó el amuleto y volvió a pasarle la
mano por la mejilla.
—¿Vas a salir de la isla, Christopher?
—Esta noche.
La signadora no le preguntó por qué. Sabía muy bien cómo se ganaba la vida
Keller. De hecho, en una ocasión ella misma había contratado los servicios de un
taddunaghiu llamado Anton Orsati para que vengara la muerte de su marido.
Con un movimiento de mano invitó a Keller y a Gabriel a sentarse a la pequeña
mesa de madera de su salita. Frente a ellos puso un plato con agua y un recipiente que
contenía aceite de oliva. Keller hundió el dedo índice en el aceite y dejó que tres
gotas cayeran sobre el agua. Según las leyes de la física, ese aceite debería haberse
unido formando una sola mancha. Pero, en vez de hacerlo así, se descompuso en
miles de gotas diminutas, hasta que, al momento, no quedó rastro de él.
—El demonio ha regresado, Christopher.
—Me temo que son gajes del oficio.
—No bromees con eso, querido. El peligro es muy real.
—¿Y qué es lo que ves?

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Ella se concentró completamente en el líquido, como si estuviera en trance.
Transcurrido un momento, preguntó en voz baja:
—¿Estáis buscando a la chica inglesa?
Keller asintió, antes de preguntarle:
—¿Está viva?
—Sí —respondió la anciana—. Viva.
—¿Dónde se encuentra?
—No está en mi poder decírtelo.
—¿La encontraremos?
—Cuando esté muerta —respondió la signadora—. Entonces sabréis la verdad.
—¿Qué ves?
Ella cerró los ojos.
—Agua…, montañas…, un viejo enemigo…
—¿Mío?
—No. —Abrió los ojos y miró fijamente a Gabriel—. Suyo.
Sin decir nada más, tomó la mano del inglés y empezó a recitar una oración. Un
momento después estalló en un llanto silencioso, prueba de que el mal había pasado
del cuerpo de Keller al suyo. Entonces cerró los ojos y pareció quedarse dormida.
Unos instantes después despertó y ordenó a Keller repetir la prueba del aceite y el
agua. En esa segunda ocasión, las gotas de aceite se unieron y formaron una mancha
única.
—El mal ha abandonado tu alma, Christopher. —Se volvió hacia Gabriel y dijo
—: Ahora le toca a él.
—Yo no soy creyente —dijo el aludido.
—Por favor —imploró la anciana—. Si no lo hace por usted, hágalo por
Christopher.
A regañadientes, Gabriel hundió el índice en el recipiente y dejó que tres gotas
cayeran sobre la superficie del agua. Cuando el aceite se descompuso en otras mil
más pequeñas, la mujer cerró los ojos y empezó a temblar.
—¿Qué ves? —le preguntó Keller.
—Fuego —respondió ella en voz muy baja—. Veo fuego.
Había un ferry que salía de Ajaccio a las cinco. Gabriel metió el Peugeot en la
bodega a las cuatro y media y, diez minutos después, vio que Keller embarcaba
también al volante de un viejo Renault de tres puertas. Sus camarotes estaban en la
misma planta, cada uno a un lado del pasillo. El de Gabriel era del tamaño y la
comodidad de una celda penitenciaria. Dejó la bolsa sobre la cama turca, y se dirigió
al bar, situado en la planta superior. Cuando llegó encontró a Keller sentado ya junto
a un ventanal, llevándose un vaso de cerveza a los labios. Sobre la mesa, en el
cenicero, humeaba un cigarrillo. Gabriel meneó la cabeza, despacio. Hacía cuarenta y
ocho horas se encontraba plantado frente a un lienzo en Jerusalén. Ahora estaba
buscando a una mujer a la que no conocía, acompañado de un hombre que, en una

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ocasión, había aceptado el encargo de matarle.
Le pidió un café al camarero y salió a la cubierta de popa. El barco había
abandonado ya la protección del puerto, y el aire de la tarde se había vuelto frío.
Gabriel se levantó el cuello del abrigo y rodeó el vaso de cartón con las manos, para
calentárselas. Las estrellas de levante brillaban intensamente en el cielo despejado, y
el mar, que hasta hacía un momento mantenía sus tonalidades turquesa, había
adquirido ya el color de la tinta china. A Gabriel le pareció que el perfume de la
macchia llegaba hasta allí, traído por el viento. Entonces, un instante después, oyó la
voz de la signadora. Cuando esté muerta, había dicho la anciana. Entonces sabréis la
verdad.

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Marsella

C uando Gabriel y Keller llegaron a Marsella a primera hora del día siguiente, el
Moondance, la potente lancha dedicada al contrabando, de trece metros de
eslora, estaba amarrada en el Puerto Viejo, en su punto habitual. Su dueño, sin
embargo, no se veía por ninguna parte. Keller se instaló estratégicamente en la zona
norte, mientras Gabriel hacía lo mismo en la zona este, frente a una pizzería que,
inexplicablemente, llevaba el nombre de un barrio de Manhattan. Cambiaban de
posición al inicio y al final de cada hora, pero a media tarde todavía no había ni rastro
de Lacroix. Finalmente, impaciente ante la idea de perder un día entero, Gabriel
empezó a recorrer todo el perímetro del puerto, pasó frente a las mesas metálicas de
los vendedores de pescado y se encontró con Keller en su Renault. El tiempo
empeoraba por momentos: llovía a cántaros, y un mistral frío descendía, ululando,
desde las montañas. Keller ponía en marcha los limpiaparabrisas cada pocos
segundos para poder ver algo. El ventilador resoplaba débilmente y desempañaba un
poco el vidrio.
—¿Estás seguro de que no tiene un apartamento en la ciudad? —preguntó
Gabriel.
—Vive en el barco.
—¿Y no tendrá alguna mujer?
—Tiene varias, pero ninguna tolera su presencia mucho tiempo. —Keller pasó la
mano por el parabrisas—. Tal vez debiéramos buscar un hotel para pasar la noche.
—Es un poco pronto para eso, ¿no crees? En el fondo, acabamos de conocernos.
—¿Siempre haces comentarios tontos durante las operaciones?
—Es un vicio cultural.
—¿Qué? ¿Los comentarios tontos o las operaciones?
—Las dos cosas.
Keller sacó un pañuelo de papel de la guantera e intentó limpiar bien lo que con la
mano solo había conseguido empeorar.
—Mi abuela era judía —dijo de pasada, como quien admite que a su abuela le
gustaba jugar al bridge.
—Felicidades.
—¿Eso es otro comentario jocoso?
—¿Qué quieres que te diga?
—¿No te parece interesante que tenga un antepasado judío?
—Según mi experiencia, la mayoría de los europeos tienen algún pariente judío

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escondido en algún armario.
—A mi abuela la teníamos escondida a plena luz del día.
—¿Dónde nació?
—En Alemania.
—¿Y llegó a Gran Bretaña durante la guerra?
—Un poco antes —respondió Keller—. La acogió un tío lejano que ya no se
consideraba judío. Le dio un nombre cristiano y la envió a la iglesia. Mi madre no
supo que tenía un pasado judío hasta que tenía más de treinta años.
—Siento ser el portador de malas noticias —dijo Gabriel—, pero, según lo veo
yo, tú también eres judío.
—Para serte sincero, siempre me he sentido algo judío.
—¿Sientes aversión por el marisco y por la ópera alemana?
—En sentido espiritual, digo.
—Pero si eres un asesino a sueldo, Keller.
—Eso no significa que no crea en Dios —se defendió Keller—. De hecho,
sospecho que sé más sobre tu historia y tus Escrituras que tú mismo.
—Entonces, ¿por qué acudes a ver a esa loca supersticiosa?
—No es ninguna loca.
—No irás a decirme que crees en todas esas chorradas…
—¿Cómo sabía ella que estábamos buscando a la chica?
—Supongo que se lo habría dicho el don.
—No —replicó Keller meneando la cabeza—. Lo vio. Lo ve todo.
—¿Como el agua y las montañas?
—Sí.
—Estamos en el sur de Francia, Keller. Yo también veo agua y montañas. De
hecho, las veo casi en todas partes.
—Es evidente que te puso nervioso cuando te habló de un viejo enemigo.
—Yo nunca me pongo nervioso —dijo Gabriel—. En cuanto a viejos enemigos,
por lo que se ve no soy capaz de salir de casa sin tropezarme con alguno.
—Pues cámbiate de casa.
—¿Es eso un refrán corso?
—No, solo el consejo de un amigo.
—Nosotros no somos exactamente amigos todavía.
Keller se encogió de hombros para demostrar indiferencia, ofensa o una mezcla
de ambas.
—¿Qué has hecho con el amuleto que te entregó la mujer? —le preguntó tras
unos instantes de silencio abrumador.
Gabriel se dio una palmada en el pecho para indicar que llevaba aquel talismán,
idéntico al de Keller, colgado del cuello.
—Si no crees en nada de eso —le preguntó Keller—, ¿por qué lo llevas?
—Me gusta porque me combina bien con la ropa.

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—Hagas lo que hagas, no te lo quites en ningún momento. Sirve para ahuyentar el
mal.
—Hay algunas personas en mi vida a las que me gustaría poder ahuyentar.
—¿A Ari Shamron, por ejemplo?
Gabriel consiguió disimular la sorpresa.
—¿Qué sabes tú de Shamron? —preguntó.
—Lo conocí cuando me trasladé a Israel a formarme. Además —añadió Keller al
momento—, en este mundo nuestro, todos conocemos a Shamron. Y todos sabemos
que él quería que tú fueses el jefe, y no Uzi Navot.
—No deberías creerte todo lo que lees en los periódicos, Keller.
—Tengo buenas fuentes —replicó Keller—. Y me dicen que el puesto te lo
ofrecieron a ti, pero que tú lo rechazaste.
—Tal vez te cueste creerlo —dijo Gabriel mirando con ojos cansados a través del
cristal salpicado de lluvia—, pero, sinceramente, no me apetece pasear contigo por el
camino del recuerdo.
—Solo intentaba hacer más llevadera la espera.
—Tal vez deberíamos disfrutar de un cómodo silencio.
—¿Otro comentario gracioso?
—Lo entenderías si fueras judío.
—Técnicamente, lo soy.
—¿A quién prefieres? ¿A Puccini o a Wagner?
—A Wagner, por supuesto.
—Entonces no puedes ser judío.
Keller encendió un cigarrillo y agitó la cerilla para apagarla. Una ráfaga de viento
lanzó la lluvia contra el parabrisas, dificultando la visión del puerto. Gabriel bajó un
poco su ventanilla para que saliera el humo.
—Tal vez tengas razón —dijo—. Tal vez deberíamos buscarnos una habitación de
hotel.
—Me parece que no será necesario.
—¿Por qué no?
Keller conectó los limpiaparabrisas y señaló hacia el exterior.
—Porque Marcel Lacroix viene hacia aquí.
Llevaba un chándal negro y unas zapatillas deportivas de un verde fosforescente,
y una bolsa Puma colgada del hombro. Era evidente que se había pasado gran parte
de la tarde en el gimnasio. No es que lo necesitara: Lacroix medía un metro noventa y
pesaba más de noventa kilos. Llevaba el pelo negro engominado y recogido en una
coleta. Tenía un pendiente de brillante en cada oreja, y unos caracteres chinos
tatuados en un lado del grueso cuello, lo que indicaba que era aficionado a las artes
marciales. Sus ojos estaban siempre en movimiento, y a pesar de ello no se fijó en los
dos hombres sentados en el Renault viejo de vidrios empañados. Al verlo, Gabriel
suspiró. Lacroix sería, sin duda, un rival digno de tal nombre, sobre todo en el

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reducido espacio del Moondance. Por más que dijeran algunos, el tamaño sí
importaba.
—¿Ahora no se te ocurre ningún comentario gracioso?
—Lo estoy pensando.
—¿Por qué no me dejas que me ocupe yo?
—No sé por qué, pero creo que no es buena idea.
—¿Por qué no?
—Porque él sabe que trabajas para el don. Y si te presentas ahí y empiezas a
hacerle preguntas sobre Madeline Hart, sabrá que Orsati le ha traicionado, y eso será
perjudicial para los intereses del don.
—De los intereses del don ya me preocupo yo, no sufras.
—¿Por eso estás aquí, Keller?
—Estoy aquí para asegurarme de que no acabes metido en un ataúd de cemento y
arrojado al fondo del Mediterráneo.
—Hay peores sitios para que te entierren.
—La ley judía no permite los entierros en el mar.
Keller permaneció en silencio al ver que Lacroix bajaba a la pasarela y se dirigía
al Moondance. Gabriel se fijó en el chándal del francés, en la caída de la tela, y se fijó
también en la bolsa de deporte que llevaba al hombro.
—¿Qué opinas? —le preguntó Keller.
—Opino que lleva el arma en la bolsa.
—Tú también te has fijado, ¿no?
—Yo me fijo en todo.
—¿Cómo vas a hacerlo?
—Lo más discretamente que pueda.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Espérame aquí —respondió Gabriel, abriendo la puerta del coche—. E intenta
no matar a nadie mientras yo no esté.
La Oficina seguía una doctrina muy sencilla en relación con el uso correcto de las
armas de fuego ocultas. Dios se la había transmitido a Ari Shamron —al menos eso
era lo que se contaba—, y Shamron, a su vez, la había compartido con todos los que
salían por las noches, en secreto, a cumplir con sus deseos. Aunque no constaba por
escrito en ninguna parte, todos los agentes en ejercicio podían recitarla de memoria,
como recitaban la bendición de las velas del sabbat. Un agente de la Oficina solo saca
el arma por una razón, y solo por esa; no la mueve de aquí para allá como un gánster,
ni la usa para amenazar con ella alegremente. Si saca el arma es para disparar, y no
deja de disparar hasta que la persona a la que apunta con ella deja de estar entre los
vivos. Amén.
La admonición de Shamron atronaba en los oídos de Gabriel mientras avanzaba
por el tramo final de la pasarela, en dirección al Moondance. Vaciló unos instantes
antes de montarse; incluso él, que pesaba poco, haría que la embarcación oscilara

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ligeramente. Así pues, la rapidez y el aplomo, aunque fuera fingido, eran
imprescindibles en un momento así.
Gabriel volvió la cabeza por última vez y vio que Keller lo miraba atentamente a
través de la ventanilla del Renault. Entonces se subió a la cubierta del Moondance y
avanzó deprisa por la popa, hacia la puerta que daba acceso a la cabina principal.
Cuando llegó, Lacroix ya estaba plantado frente a ella. En el interior atestado del
barco, el francés parecía incluso más corpulento que en la calle.
—¿Qué coño está haciendo usted en mi barco? —preguntó al momento.
—Lo siento —dijo Gabriel, levantando las dos manos en gesto disuasorio—. Me
habían dicho que estaría esperándome.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Paul, claro. ¿No le ha dicho que vendría a verle?
—¿Paul?
—Sí, Paul —repitió Gabriel sin dudar—. El hombre que le contrató para entregar
el paquete de Córcega aquí, en tierra firme. Me dijo que usted era el mejor que había
visto nunca. Me dijo que si alguna vez necesitaba a alguien para transportar algo,
usted era la persona indicada.
En la expresión del francés, Gabriel distinguió varias reacciones enfrentadas:
confusión, temor y, por supuesto, avaricia. Finalmente esta se impuso, victoriosa. Se
apartó un poco y, con un movimiento de ojos, hizo pasar al desconocido. Gabriel dio
dos pasos lentos mientras buscaba con la mirada la bolsa de deporte de Lacroix. La
encontró sobre una mesa, junto a una botella de Pernod.
—¿Le importa? —preguntó Gabriel, señalando la puerta abierta con la cabeza—.
No es de esas conversaciones que deben oír los vecinos.
Lacroix dudó un instante, y entonces se acercó y la cerró. Gabriel se aproximó
más a la mesa, a la bolsa.
—¿De qué clase de trabajo se trata? —preguntó Lacroix, volviéndose.
—Ah, es algo muy fácil. De hecho, solo le llevará unos minutos.
—¿Cuánto?
—¿A qué se refiere? —preguntó Gabriel, fingiendo desconcierto.
—¿Cuánto dinero me ofrece? —insistió Lacroix, frotando el pulgar contra los
dedos índice y corazón.
—Le ofrezco algo que vale mucho más que el dinero.
—¿Y qué es eso?
—Su vida —dijo Gabriel—. Verá, Marcel, usted va a contarme qué hizo su amigo
Paul con la chica inglesa. Y, si no lo hace, voy a cortarlo en pedacitos y a usarlo como
carnaza.
El arte marcial israelí conocido como krav maga no destaca por su elegancia,
aunque, claro está, no fue inventado pensando en la estética. Su única función es
incapacitar o matar a un adversario lo más deprisa posible. A diferencia de algunas
disciplinas orientales, no le hace ascos al uso de objetos pesados para que quien

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recurra a ella se proteja de rivales superiores en tamaño y fuerza. De hecho, los
instructores animan a sus alumnos a usar cualquier objeto que tengan a su alcance
para defenderse. Como les gusta decir, David no luchó cuerpo a cuerpo contra Goliat,
sino que le golpeó con una piedra. Y solo después le cortó la cabeza.
Gabriel, por su parte, echó mano de la botella de Pernod, que agarró por el cuello
y, como si de una daga se tratara, lanzó con gran puntería contra la mole de Marcel
Lacroix. Fue a darle en la frente, y le abrió una brecha horizontal por encima de las
pobladas cejas. A diferencia de Goliat, que cayó boca abajo al momento, Lacroix
consiguió permanecer en pie, aunque a duras penas. Gabriel se abalanzó sobre él y le
clavó la rodilla en la entrepierna. A partir de ahí, fue llevando los golpes cada vez
más arriba, machacándole el torso antes de partirle la mandíbula de un codazo
certero. De otro codazo que le alcanzó la sien sí consiguió tumbarlo. Gabriel se
agachó y le apretó un poco el cuello para asegurarse de que aún tenía pulso. Entonces
alzó la vista y descubrió que Keller lo observaba desde la puerta, sonriendo.
—Estoy muy impresionado —dijo—. El Pernod tiene un toque único, encantador.

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Frente a las costas de Marsella

L a lluvia cesó al anochecer, pero el mistral sopló sin pausa hasta bien entrada la
noche. Cantaba entre los mástiles de los barcos que se acurrucaban en el Puerto
Viejo, y soplaba sobre la cubierta del Moondance, que Keller, con mano experta,
guiaba hacia el mar abierto. Gabriel permanecía a su lado, en el puente de mando, y
allí siguió hasta que dejaron atrás el abrigo del embarcadero. Solo entonces bajó al
salón principal, donde Marcel seguía tumbado boca abajo en el suelo, atado,
amordazado y con los ojos tapados con cinta aislante. Le dio la vuelta, lo puso boca
arriba y le quitó el adhesivo de un tirón. Lacroix había vuelto en sí; en sus ojos no
había rastro de temor, solo de rabia. Keller estaba en lo cierto: el francés no era de los
que se asustaban fácilmente.
Gabriel volvió a cubrirle los ojos e inició una búsqueda exhaustiva por toda la
embarcación, empezando por el salón principal y terminando por el camarote de
Lacroix. Encontró un alijo de narcóticos legales, unos sesenta mil euros en efectivo,
pasaportes y permisos de conducir franceses falsos a nombre de cuatro personas
distintas, cien tarjetas de crédito robadas, nueve teléfonos móviles de usar y tirar, una
abultada colección de pornografía, tanto impresa como en versión electrónica, y un
recibo con un número de teléfono anotado en el reverso. El recibo era de un
establecimiento llamado Bar du Haut, con dirección en el bulevar Jean Jaurès de
Rognac, un municipio de clase obrera situado al norte de Marsella, no lejos del
aeropuerto. Gabriel había pasado por él en una ocasión, en otra vida. Eso era Rognac
en realidad: un lugar de paso rumbo a otro lugar.
Gabriel se fijó en la fecha del recibo. Después revisó el historial de llamadas de
los nueve teléfonos móviles en busca del número anotado en el reverso. Lo encontró
en tres de ellos. De hecho, Lacroix había llamado dos veces esa misma mañana
usando dos aparatos distintos.
Gabriel metió los teléfonos móviles, el recibo y el dinero en efectivo en una
mochila de nailon, y regresó al salón principal. Por segunda vez le retiró la cinta
aislante de los ojos a Lacroix, y en esa ocasión, además, le quitó la mordaza. Lacroix
tenía la cara muy deformada a causa de la fractura de la mandíbula. Se la apretó con
fuerza al tiempo que lo miraba fijamente a los ojos.
—Voy a hacerle una serie de preguntas, Marcel. Tiene usted una sola oportunidad
de decirme la verdad. ¿Entiende? —dijo Gabriel, estrujándole la cara un poco más—.
Una sola oportunidad.
Lacroix gimió de dolor.

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—Una oportunidad —insistió Gabriel, levantando el dedo índice para dar más
énfasis a sus palabras—. ¿Me oye?
Lacroix no dijo nada.
—Lo consideraré un sí —dijo Gabriel—. Y ahora, Marcel, quiero que me diga los
nombres de las personas que retienen a la chica. Y después quiero que me diga dónde
puedo encontrarlas.
—Yo no sé nada de ninguna chica.
—Está mintiendo, Marcel.
—No, le juro que…
Sin dar tiempo a Lacroix a pronunciar otra palabra, Gabriel le hizo callar
sellándole la boca una vez más. A continuación cogió la cinta aislante y le cubrió toda
la cabeza con ella, dándole varias vueltas, dejando solo un pequeño espacio para los
agujeros de la nariz. En la bodega, en un armario, encontró un carrete de cuerda de
nailon. Después subió al puente de mando. Keller agarraba el timón con las dos
manos, concentrado en el fuerte oleaje.
—¿Cómo te va por ahí abajo? —le preguntó.
—Por asombroso que parezca, no le he convencido para que coopere.
—¿Y para qué es esa cuerda?
—Persuasión adicional.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—Reducir la velocidad y poner el piloto automático.
Keller lo hizo y siguió a Gabriel hasta el salón principal. Allí encontraron a
Lacroix con señales evidentes de malestar; respiraba con dificultad a través del casco
de cinta aislante. Gabriel se le sentó en la barriga y le pasó la cuerda por los pies y los
tobillos. Tras hacer un nudo bien apretado, arrastró a Lacroix hasta la cubierta de
popa, como si se tratara de una ballena recién arponeada. Allí, con ayuda de Keller, lo
bajó hasta la plataforma inferior que servía para lanzarse al agua, y lo empujó.
Lacroix emitió un golpe seco al caer al mar oscuro, y empezó a agitar los brazos
desesperadamente, en un intento de mantener la cabeza por encima de la superficie.
Gabriel lo observó un momento, y después escrutó el horizonte en todas direcciones.
No había ni una sola luz a la vista. Parecían los tres últimos habitantes de la tierra.
—¿Cómo sabrás que ya ha tenido bastante? —preguntó Keller mientras miraba a
Lacroix luchar por su vida.
—Cuando empiece a hundirse —replicó Gabriel sin inmutarse.
—Recuérdame que no me enemiste nunca contigo.
—No te enemistes nunca conmigo.
Tras cuarenta y cinco segundos en el agua, Lacroix se quedó quieto de pronto.
Gabriel y Keller lo subieron rápidamente a bordo y le quitaron la cinta aislante de la
boca. Durante los minutos siguientes el francés se mostró incapaz de hablar, y se
limitaba a aspirar hondo y a toser para expulsar el agua de los pulmones. Cuando,
finalmente, el vómito cesó, Gabriel le agarró con fuerza la mandíbula rota y apretó.

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—Tal vez ahora mismo no se dé cuenta —le dijo—, pero este es su día de suerte,
Marcel. Y ahora, vamos a intentarlo de nuevo. Dígame dónde puedo encontrar a la
chica.
—No lo sé.
—Me está mintiendo.
—No —respondió Lacroix moviendo la cabeza con violencia de un lado a otro—.
Le digo la verdad. No tengo ni idea de dónde está.
—Pero conoce a uno de los hombres que la retiene. De hecho, se tomó unas copas
con él en un bar de Rognac una semana después de su desaparición. Y ha estado en
contacto con él desde entonces.
Lacroix no dijo nada. Gabriel le apretó más la mandíbula.
—El nombre, Marcel. Dígame cómo se llama.
—Brossard —balbució Marcel a través del dolor—. Se llama René Brossard.
Gabriel miró a Keller, que asintió.
—Muy bien —le dijo a Lacroix, soltándolo—. Y ahora siga hablando. Y ni se le
pase por la cabeza mentirme. Si lo hace, volverá al agua. Pero esta vez será para
siempre.

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Frente a las costas de Marsella

H abía dos mecedoras en la cubierta de popa. Gabriel ató a Lacroix en la del lado
de estribor, y él se sentó en la otra. Lacroix seguía con los ojos vendados, y
tenía el chándal empapado por su breve baño en el mar. Tiritaba violentamente y
suplicaba que le dejaran cambiarse de ropa, o le proporcionaran una manta. Al
constatar que no recibía respuesta, rememoró en voz alta la noche cálida de mediados
de agosto en que, en el Moondance, se había presentado un hombre sin previo aviso,
igual que Gabriel había hecho esa tarde.
—¿Paul?
—Sí, Paul.
—¿Lo conocía?
—No, pero lo había visto por ahí.
—¿Dónde?
—En Cannes.
—¿Cuándo?
—Durante el festival de cine.
—¿Este año?
—Sí, en mayo.
—¿Usted asistió al festival de Cannes?
—No figuraba en la lista de invitados, si es a eso a lo que se refiere. Fui a trabajar.
—¿Qué clase de trabajo?
—¿Usted qué cree?
—¿Robar a las estrellas de cine y a la gente guapa?
—Es una de las semanas con más actividad del año, todo un chollo para la
economía local. La tribu de Hollywood es tonta de remate. Les robamos en su cara
cada vez que vienen, y nunca parecen darse cuenta.
—¿Y qué hacía Paul?
—Relacionarse con la gente guapa. Creo que llegué a verlo entrando en la sala un
par de veces para ver alguna película.
—¿Cree?
—Siempre cambia de aspecto.
—¿Se dedicaba a estafar a la gente en Cannes?
—Eso tendría que preguntárselo a él. De eso no hablamos cuando vino a verme.
Solo hablamos del trabajo.
—Quería contratarlo a usted y contratar el barco para trasladar a la chica desde

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Córcega a tierra firme.
—No —respondió Lacroix, meneando la cabeza con vehemencia—. De la chica
no me comentó nada.
—¿Qué le comentó entonces?
—Que quería enviar un paquete.
—¿Y usted no le preguntó de qué se trataba?
—No.
—¿Así es como opera siempre?
—Depende.
—¿De qué?
—Del dinero que haya sobre la mesa.
—¿Y cuánto había ese día?
—Cincuenta mil.
—¿Eso es mucho?
—Mucho.
—¿Le comentó quién le pasó el contacto?
—El don.
—¿Quién es el don?
—Don Orsati, el corso.
—¿Qué clase de trabajo hace ese don?
—Toca muchas teclas —respondió Lacroix—, pero sobre todo se dedica a matar a
gente. De vez en cuando, transporto a alguno de sus hombres. Y a veces le ayudo a
hacer desaparecer cosas.
La intención de Gabriel con aquel interrogatorio era doble: le permitía valorar la
veracidad de las respuestas de Lacroix, al tiempo que se cubría las espaldas. Ahora
Lacroix tenía la impresión de que Gabriel no había tenido el gusto de conocer a aquel
asesino corso llamado Orsati. Y, al menos de momento, estaba respondiendo a sus
preguntas con sinceridad.
—¿Y le dijo Paul cuándo iba a llevarse a cabo el trabajo?
—No —respondió Lacroix, negando con la cabeza—. Me dijo que me avisaría
con veinticuatro horas de antelación, que seguramente tendría noticias suyas en una
semana, en diez días como máximo.
—¿Cómo iba a ponerse en contacto con usted?
—Por teléfono.
—¿Sigue teniendo el teléfono que usó?
Lacroix asintió y cantó el número asociado al aparato.
—¿Le llamó como estaba planeado?
—A los ocho días.
—¿Y qué le dijo?
—Que quería que lo recogiera a la mañana siguiente en la cala que queda al sur
de Capo di Feno.

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—¿A qué hora?
—A las tres de la madrugada.
—¿Y cómo se suponía que debía realizarse la recogida?
—Quería que le dejara una zódiac en la playa, y que le esperara en mar abierto.
Gabriel alzó la vista y miró a Keller que, desde el puente de mando, controlaba el
rumbo. El inglés asintió, como para corroborar que, en electo, había una cala
adecuada en Capo di Feno, y que el escenario, tal como lo acababa de describir
Lacroix, era del todo plausible.
—¿Cuándo llegó a Córcega?
—Unos minutos antes de la medianoche.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Sí, se lo juro.
—¿A qué hora dejó la zódiac en la playa?
—A las dos.
—¿Y cómo regresó al Moondance?
—Andando —respondió Lacroix, ingenioso—. Como Jesús.
Gabriel se acercó a él y le arrancó el pendiente de la oreja derecha.
—¡Era solo una broma! —balbuceó el francés con la oreja ensangrentada.
—Yo, en su lugar —replicó Gabriel—, no haría bromas sobre el Señor en un
momento como este. De hecho, haría todo lo que pudiera por tenerlo de mi parte.
Gabriel volvió a mirar a Keller, y vio que intentaba reprimir una sonrisa. Después
le pidió a Lacroix que describiera lo que había ocurrido a continuación. El francés
contó que Paul había llegado a la hora prevista, a las tres en punto. Lacroix vio que
un solo vehículo, un pequeño cuatro por cuatro, avanzaba sorteando los baches de la
empinada pista que descendía por el acantilado, con las luces de posición encendidas.
Después oyó el petardeo del motor de la zódiac, que rebotaba en el agua, cada vez
más cerca. Y entonces, cuando la balsa rozó el casco del Moondance, fue cuando vio
a la chica.
—¿Paul estaba con ella?
—Sí.
—¿Había alguien más?
—No, solo Paul.
—¿Y ella estaba consciente?
—Muy poco.
—¿Qué ropa llevaba puesta?
—Un vestido blanco, y una bolsa negra en la cabeza.
—¿Le vio la cara?
—En ningún momento.
—¿Estaba herida?

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—Tenía las rodillas ensangrentadas y rasguños en los brazos. Y algún moratón.
—¿Ataduras?
—En las manos.
—¿Delante o detrás?
—Detrás.
—¿Qué clase de ataduras?
—Bridas de plástico: muy profesional.
—Siga.
—Paul tendió a la chica en un sofá, en el salón principal, y le administró una
inyección de algo para que se quedara quieta. Después subió al puente y me dijo
dónde quería que lo llevara.
—¿Dónde?
—Al estuario que queda justo al oeste de Saintes-Maries-de-la-Mer. Allí hay un
pequeño puerto deportivo. Yo lo he usado otras veces. Era evidente que Paul había
estudiado el plan.
Gabriel volvió a mirar a Keller, que volvió a asentir.
—¿Y fueron directamente?
—No —respondió Lacroix—. Habríamos llegado a puerto en pleno día. Pasamos
toda aquella jornada en alta mar, y llegamos a puerto sobre las once de la noche.
—¿Paul mantuvo a la chica en el salón todo ese tiempo?
—La llevó al baño en una ocasión, pero más allá de eso…
—¿Más allá de eso, qué?
—La pinchaba.
—¿Ketamina?
—Yo no soy médico.
—No me diga.
—Usted me pregunta y yo le respondo.
—¿La llevó hasta la costa en la zódiac?
—No. Yo mismo entré en el puerto deportivo. Es de esos en los que se puede
meter el coche hasta delante mismo de la embarcación. Había uno esperando a Paul.
Un Mercedes negro.
—¿Qué clase de Mercedes?
—Clase E.
—¿Matrícula?
—Francesa.
—¿Sin nadie en su interior?
—No. Había dos hombres. Uno estaba apoyado en el maletero cuando llegamos.
El otro iba al volante.
—¿Conocía usted al que estaba apoyado en el maletero?
—No lo había visto en mi vida.
—Pero no puede decir lo mismo del que iba al volante, ¿verdad?

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—No —respondió Lacroix—. El que conducía era René Brossard.
René Brossard era un soldado raso en una familia del crimen en ascenso, con
conexiones internacionales. Estaba especializado en misiones de fuerza: cobro de
deudas, persuasión, seguridad. En su tiempo libre, trabajaba como portero de
discoteca, en un club cercano al Puerto Viejo, sobre todo porque le gustaban las
chicas que la frecuentaban. Lacroix lo conocía del barrio. También sabía su número
de teléfono.
—¿Cuándo lo llamó? —le preguntó Gabriel.
—Unos días después de leer la primera noticia en el periódico sobre la chica
inglesa que se había esfumado durante sus vacaciones en Córcega. Sumé dos más
dos, até cabos y llegué a la conclusión de que se trataba de la chica que había llevado
hasta el puerto deportivo de Saintes-Maries-de-la-Mer.
—¿Es usted una especie de genio de las matemáticas?
—Sé sumar —replicó Lacroix.
—Se dio cuenta de que Paul pretendía obtener de alguien una gran suma por el
rescate, y quiso llevarse una porción de la tarta.
—Me engañó sobre el tipo de trabajo que me pedía —dijo Lacroix—. Yo nunca
habría aceptado participar en el secuestro de una persona tan conocida por solo
cincuenta mil.
—¿Cuánto dinero quería?
—No tengo por costumbre negociar conmigo mismo.
—Un hombre sabio —dijo Gabriel, y al momento le preguntó cuánto tiempo
esperó Brossard en devolverle la llamada.
—Dos días.
—¿Entraron en detalles por teléfono?
—Lo bastante como para que le quedara claro cuáles eran mis intenciones.
Brossard volvió a llamarme horas después y me dijo que fuera al Bar du Haut al día
siguiente, a las cuatro.
—Eso fue una imprudencia, Marcel.
—¿Por qué?
—Pues porque allí, en vez de Brossard, podría estar esperándole Paul. Y podría
haberle pegado un tiro en la cabeza por su osadía de pedirle más dinero.
—Sé cuidarme solo.
—Si eso fuera cierto —dijo Gabriel—, ahora no estaría atado a una silla en su
propio barco. Pero me estaba contando su conversación con René Brossard.
—Me dijo que Paul estaba dispuesto a ser razonable. Después, entramos en un
periodo de negociaciones.
—¿Negociaciones?
—Por el precio de nuestro acuerdo. Él me hizo una oferta; yo, una contraoferta.
Nos comunicamos varias veces.
—¿Siempre por teléfono?

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Lacroix asintió.
—¿Y cuál es el papel de Brossard en la operación?
—Él se queda en la casa en la que tienen retenida a la chica.
—¿Paul está allí con ellos?
—No lo he preguntado.
—¿Cuántos son en total?
—No lo sé. Lo único que sé es que en la casa hay otra mujer, para que todo tenga
una apariencia de familia.
—¿Le ha hablado Brossard en alguna ocasión de la chica inglesa?
—Me comentó que está viva.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Y cuál es el estado actual de sus negociaciones con Paul y Brossard?
—Hemos alcanzado un acuerdo esta mañana.
—¿Cuánto más ha conseguido sacarles?
—Otros cien mil.
—¿Cuándo se supone que va a recibir el dinero?
—Mañana por la tarde.
—¿Dónde?
—En Aix.
—¿En qué parte de Aix?
—En un café, cerca de la plaza del General de Gaulle.
—¿Cómo se llama ese sitio?
—La Provence… ¿Qué más?
—¿Y cómo se supone que va a ocurrir?
—Se supone que Brossard va a llegar primero, a las cinco y diez. Se supone que
yo me reuniré con él, a las cinco y veinte.
—¿Dónde se sentará él?
—En una de las mesas de la terraza.
—¿Y el dinero?
—Brossard me dijo que lo traería en un maletín metálico.
—Qué discreto.
—Ha sido idea suya, no mía.
—¿Hay algún plan alternativo por si uno de los dos no se presenta?
—El Cézanne, que está en la misma calle, más arriba.
—¿Cuánto tiempo esperará allí?
—Diez minutos.
—¿Y si usted no se presenta?
—El trato se cancela.
—¿Le han dado alguna otra instrucción?
—No más llamadas telefónicas —respondió Lacroix—. Paul se está poniendo

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nervioso con tanto teléfono.
—No me cabe duda.
Gabriel miró hacia arriba, pero en esa ocasión vio que Keller se mantenía
inmóvil: una figura negra recortada contra el cielo, los brazos extendidos, un arma
sujeta entre las dos manos. El disparo único, acallado por el silenciador, abrió un
hueco sobre el ojo izquierdo de Lacroix. Gabriel le sujetó los hombros mientras
moría. Después se volvió, furioso, y apuntó con su pistola a Keller.
—Será mejor que bajes eso, antes de que alguien se haga daño —dijo el inglés sin
inmutarse.
—¿Por qué coño has hecho eso?
—Me caía mal. Además —añadió Keller mientras se metía el arma en la cintura
del pantalón—, ya no lo necesitamos.

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Costa Azul, Francia

L o enviaron al fondo del mar, más allá del Golfo de León, y después regresaron a
Marsella. Todavía era de noche cuando entraron en el Puerto Viejo; se bajaron
del Moondance con unos minutos de intervalo, cada uno se montó en su coche y se
dirigieron hacia Toulon por la costa. Un poco antes de llegar al pueblo de Bandol,
Gabriel se detuvo en el arcén y aflojó varios cables del motor. A continuación llamó a
la empresa de alquiler de vehículos y, en el tono histérico de Herr Klemp, dejó un
mensaje informando de dónde encontrarían el coche «averiado». Tras borrar sus
huellas del volante y el salpicadero, se subió al Renault de Keller y, juntos, cuando
empezaba a salir el sol, siguieron hacia Niza. En la calle Verdi había un viejo edificio
de apartamentos, blanco como la cal, donde la Oficina contaba con uno de los pisos
francos que poseía en territorio francés. Gabriel entró en el edificio solo y
permaneció en él el tiempo justo para recoger la correspondencia, entre la que se
encontraba la ficha de afiliación al partido de Madeline Hart que le había solicitado a
Graham Seymour. La leyó ya en el coche, mientras Keller conducía hacia Aix por la
autopista A8.
—¿Qué dice? —le preguntó el inglés tras varios minutos de silencio.
—Dice que Madeline Hart es perfecta. Pero bueno, eso ya lo sabíamos.
—Yo también fui perfecto en mi época, y ya ves en qué me he convertido.
—Tú siempre has sido un desalmado, Keller. Lo que pasa es que no te diste
cuenta hasta esa noche en Irak.
—Perdí a ocho de mis camaradas intentando proteger a tu país de los misiles de
Sadam Husein —dijo Keller.
—Y siempre te estaremos en deuda por ello.
Aplacado, Keller encendió la radio y buscó una emisora que emitía en inglés
desde Mónaco y que daba servicio a la numerosa comunidad de expatriados
británicos que residían en el sur de Francia.
—¿Echas de menos tu tierra? —le preguntó Gabriel.
—A veces me gusta oír el sonido de mi lengua materna.
—¿No has vuelto nunca?
—¿A Inglaterra?
Gabriel asintió.
—Nunca —respondió Keller—. Me niego a trabajar allí, y nunca he aceptado un
contrato en el que esté implicado un súbdito británico.
—Muy noble por tu parte.

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—Conviene operar de acuerdo con ciertos códigos.
—¿Y tus padres no tienen ni idea de que estás vivo?
—Ni la más remota.
—En ese caso, es imposible que seas judío —le regañó Gabriel—. Ningún hijo
judío permitiría que su madre creyera que estaba muerto. No se atrevería.
Gabriel se fijó en la anotación más reciente de la ficha de Madeline y la leyó en
silencio mientras Keller conducía. Se trataba de la copia de una carta que Jeremy
Fallon había enviado al presidente del partido en la que sugería que la joven fuera
ascendida a un puesto subalterno en algún ministerio y que la formaran con especial
dedicación con vistas a una elección futura. Después observó la foto de Madeline
sentada en la terraza del café con el hombre al que conocían, simplemente, como
«Paul».
Keller, mirándolo, le preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—Me pregunto, nada más, por qué una estrella ascendente del partido británico
en el gobierno compartía una botella de champán con un malvado de primera clase
como nuestro amigo Paul.
—Porque él sabía que tenía una aventura con el primer ministro británico, y se
estaba preparando para secuestrarla.
—¿Y cómo lo había sabido?
—Tengo una teoría.
—¿Apoyada en hechos?
—En un par.
—Entonces es solo una teoría.
—Pero al menos nos ayudará a pasar el rato.
Gabriel cerró la carpeta para indicarle que lo escuchaba. Keller apagó la radio.
—Los hombres como Jonathan Lancaster siempre cometen el mismo error
cuando tienen aventuras —dijo—. Confían en que sus guardaespaldas mantendrán la
boca cerrada. Pero los guardaespaldas no cierran la boca. Hablan los unos con los
otros, hablan con sus mujeres, con sus novias, y hablan con sus excompañeros de
trabajo, que han encontrado otro empleo en la industria de seguridad privada de
Londres. Y no pasa mucho tiempo hasta que el contenido de sus conversaciones llega
a oídos de personas como Paul.
—¿Crees que Paul está relacionado con el negocio de la seguridad privada en
Londres?
—Podría ser. O podría conocer a alguien que sí lo esté. Sea como sea —añadió—,
una información de ese tipo es como el oro para personas como Paul. Seguramente
hizo vigilar a Madeline en Londres, le pinchó el teléfono móvil y sus cuentas de
correo electrónico. Así fue como supo que se iba de vacaciones a Córcega. Y cuando
llegó, Paul ya la estaba esperando.
—¿Y por qué almorzar con ella? ¿Por qué correr el riesgo de mostrar el rostro?

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—Porque necesitaba estar a solas con ella para poder llevársela limpiamente.
—¿La sedujo?
—Es un cabrón encantador.
—No lo compro —dijo Gabriel tras un momento de reflexión.
—¿Por qué no?
—Porque en el momento del secuestro, Madeline mantenía una relación de tipo
romántico con el primer ministro. No se habría sentido atraída por alguien como Paul.
—Madeline era la amante del primer ministro —objetó Keller—, lo que significa
que había poco romanticismo en su relación. Seguramente se sentía sola.
Gabriel volvió a fijarse en la foto, pero ahora se concentró en Paul, no en
Madeline.
—¿Y quién diablos es él?
—No es ningún aficionado, eso seguro. Solo un profesional conocería al don. Y
solo un profesional se atrevería a llamar a su puerta para pedirle ayuda.
—Si tan profesional es, ¿por qué tuvo que recurrir a un talento local para terminar
el trabajo?
—¿Preguntas por qué no dispone de equipo propio?
—Supongo que sí.
—Por una simple cuestión económica —respondió Keller—. Mantener un equipo
puede ser una misión compleja. Y siempre, sin excepción, surgen problemas con los
contratados. Cuando hay poco trabajo, los chicos están descontentos. Y cuando los
golpes son importantes, quieren un gran trozo de la tarta.
—Así que usa a gente que va por libre y les paga un tanto por trabajo, para evitar
tener que compartir los beneficios.
—En el mundo empresarial de hoy, tan globalizado y competitivo, todo el mundo
lo hace así.
—El don no.
—El don es distinto. Somos una familia, un clan. Y tú tienes razón en una cosa —
añadió Keller—. Marcel Lacroix tuvo suerte de que Paul no lo matara. Si se hubiera
atrevido a pedirle más dinero a Don Orsati después de realizar el trabajo, habría
acabado metido en un ataúd de cemento, en el fondo del Mediterráneo.
—Que es donde está ahora.
—Sin el cemento, claro.
Gabriel miró a Keller con mala cara, pero no dijo nada.
—El que le arrancaste el pendiente fuiste tú.
—Un lóbulo desgarrado es un mal pasajero. Pero una bala entre las cejas es para
siempre.
—¿Y qué querías que hiciéramos con él?
—Podríamos haberlo llevado a Córcega y dejarlo con el don.
—Hazme caso, Gabriel, no habría durado mucho. A Orsati no le gustan los
problemas.

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—Y, como decía Stalin, la muerte resuelve todos los problemas.
—Si no hay hombre, no hay problema —sentenció Keller, completando la cita.
—Pero ¿y si el hombre nos hubiera mentido?
—El hombre no tenía motivos para mentirnos.
—¿Por qué?
—Porque sabía que no iba a salir con vida de su barco. —Keller bajó la voz y
añadió—: Solo esperaba tener una muerte indolora, evitarse la agonía de morir
ahogado.
—¿Esta es otra de tus teorías?
—Son reglas de Marsella —le aclaró Keller—. Cuando las cosas empiezan de
manera violenta, siempre acaban de manera violenta.
—¿Y si René Brossard no está sentado en La Provence a las cinco y diez con el
maletín de metal a sus pies? ¿Qué hacemos entonces?
—Estará.
A Gabriel le habría encantado compartir la confianza de Keller, pero su
experiencia no se lo permitía. Consultó la hora y calculó el tiempo que les quedaba
para encontrarlo.
—Si resulta que Brossard se presenta —dijo—, tal vez sería mejor que no lo
matáramos hasta que nos lleve a la casa en la que tienen escondida a Madeline.
—¿Y después?
La muerte resuelve todos los problemas, pensó Gabriel. Si no hay hombre, no hay
problema.

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Aix-en-Provence, Francia

L a antigua ciudad de Aix-en-Provence, fundada por los romanos, conquistada


por los visigodos y adornada por reyes, tenía poco en común con Marsella, su
sórdida vecina del sur. Marsella tenía drogas, delincuencia y un barrio árabe en el que
apenas se hablaba francés. Aix, por su parte, contaba con museos, tiendas de lujo y
una de las mejores universidades del país. Sus habitantes tendían a mirar por encima
del hombro a Marsella, a la que iban poco —sobre todo cuando debían usar su
aeropuerto—, y salían de allí lo antes posible, con algo de suerte aún en posesión de
sus pertenencias.
La avenida principal de Aix era el célebre Cours Mirabeau, un bulevar largo y
espacioso flanqueado por cafés y sombreado por dos hileras paralelas de frondosos
plátanos. Al norte se extendía la maraña de callejuelas y pequeñas plazas del Quartier
Ancien, el barrio antiguo. Se trataba, fundamentalmente, de una zona peatonal, en la
que, salvo en las calles más anchas, el tráfico rodado no estaba autorizado. Gabriel
realizó una serie de maniobras bien contrastadas por la Oficina para comprobar si les
seguían. Después, tras determinar que estaba solo, se dirigió hacia una placita muy
concurrida que se abría en la calle Espariat. En el centro había una columna antigua
rematada por un capitel romano; y en la esquina situada más al sur, medio oculto bajo
la sombra de un árbol, se encontraba el café La Provence. Había unas pocas mesas en
la plaza, y algunas más alineadas en la calle Espariat, donde había dos hombres
sentados, mirando al vacío, separados por una botella de pastis. Se trataba de un
establecimiento más frecuentado por lugareños que por turistas. Un lugar en el que un
hombre como René Brossard se sentiría cómodo.
Al entrar, Gabriel se dirigió al mostrador donde vendían tabaco y pidió un
paquete de Gauloises y un ejemplar del Nice-Matin; y mientras esperaba a que le
dieran el cambio, echó un vistazo al café para asegurarse de que solo hubiera un
acceso. A continuación salió y buscó un punto de observación que le permitiera
controlar las mesas de ambos lados de la terraza. Mientras sopesaba sus opciones, dos
adolescentes japoneses se acercaron a él y, en un francés pésimo, le pidieron que les
tomara una foto. Gabriel hizo como que no entendía. Se volvió y siguió caminando
por la calle Espariat, pasó frente a aquellos dos ancianos provenzales que mantenían
la mirada perdida, y se dirigió a la plaza del General de Gaulle.
El rugido de los coches que rodeaban la concurrida rotonda contrastaba con la
calma peatonal del barrio antiguo. Era posible que Brossard saliera de Aix por otra
ruta, pero Gabriel lo dudaba: lo máximo que un coche podía acercarse a La Provence

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era esa plaza. Todo ocurriría muy deprisa, pensó, y si no estaban preparados, lo
perderían. Miró hacia el Cours Mirabeau y vio que una brisa suave agitaba las hojas
de los plátanos. Calculó el número de operativos que harían falta para realizar el
trabajo correctamente. Doce, como mínimo, en cuatro coches para evitar ser
detectados durante la persecución hasta la finca aislada en la que mantenían retenida
a la chica. Meneando la cabeza lentamente, se acercó al café situado en un extremo
de la rotonda en el que Keller, solo, se había sentado a tomar un café.
—¿Y bien? —le preguntó el inglés.
—Vamos a necesitar una moto.
—¿Dónde está el dinero que le quitaste a Lacroix antes de que lo matara?
Frunciendo el ceño, Gabriel le dio una palmada en la barriga. Keller dejó unos
euros de propina y se levantó.
Había un concesionario cerca de allí, en el bulevar de la République. Después de
pasar varios minutos inspeccionando las motos en oferta, Gabriel se decidió por una
Peugeot Satelis 500, un escúter de gama alta, que Keller pagó al contado y registró a
nombre de una de sus identidades falsas con domicilio en Córcega. Mientras el
empleado se encargaba del papeleo, Gabriel cruzó la calle, entró en una tienda de
ropa y se compró una chaqueta de cuero, unos vaqueros negros y unas botas. Se
cambió en uno de los probadores y metió la ropa que llevaba puesta en uno de los
compartimentos de la Peugeot. Después, tras ponerse un casco negro, se subió a la
moto y siguió a Keller por el bulevar, hasta la plaza del General de Gaulle.
Faltaba poco para las cinco de la tarde. Gabriel dejó la moto al inicio de la calle
Espariat y, con el casco bajo el brazo, caminó por la estrecha calle hasta la placita con
la columna romana en el centro. Los dos ancianos seguían en La Provence, instalados
en las mismas mesas. Gabriel se sentó en la terraza de un pub irlandés que quedaba al
otro lado de la calle y le pidió una cerveza a la camarera. Se extrañó de que alguien
acudiera a un pub irlandés en el sur de Francia. Pero al momento sus pensamientos se
vieron interrumpidos por la visión de un hombre muy corpulento que avanzaba por la
calle, entre las sombras, con un maletín metálico en la mano derecha. El hombre
entró en el local cerrado de La Provence y salió al momento con un café crème y un
chupito de algo más fuerte. Escrutó la plaza con la mirada, lentamente, y se sentó a
una mesa libre, fijándose durante un instante en Gabriel antes de apartar la mirada.
Este consultó la hora. Eran, exactamente, las cinco y diez. Se sacó el teléfono móvil
del bolsillo y marcó rápidamente el número de Keller.
—Te dije que vendría —dijo el inglés.
—¿Cómo ha venido?
—Mercedes negro.
—¿De qué clase?
—Clase E.
—¿Matrícula?
—Adivina.

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—¿El mismo coche que esperaba en el puerto deportivo?
—Muy pronto lo sabremos.
—¿Quién conduce?
—Una mujer de veinticinco años, treinta tal vez.
—¿Francesa?
—Podría ser. Si quieres, se lo pregunto.
—¿Dónde está ahora?
—Conduciendo en círculos.
—¿Y dónde estás tú?
—Dos coches por detrás de ella.
Gabriel cortó la conexión y volvió a meterse el móvil en el bolsillo de la
chaqueta. Después, del otro bolsillo sacó uno de los teléfonos que se había llevado
del barco de Marcel Lacroix. Todo ocurriría deprisa, pensó de nuevo, y si no estaban
preparados lo perderían. Doce operativos, cuatro vehículos: eso era lo que necesitaba
para hacer bien el trabajo. Pero él solo contaba con dos vehículos, y el único miembro
de su equipo era un asesino a sueldo que, hacía tiempo, había intentado matarlo. Dio
un trago a la cerveza, aunque solo fuera por dar coherencia a su personaje. Después
clavó la vista en el teléfono del hombre muerto, y vio pasar los minutos lentamente.

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Aix-en-Provence, Francia

A las 5.18 el tiempo pareció detenerse. El zumbido distante del tráfico se


desvaneció; los cuerpos que ocupaban la plaza diminuta se paralizaron, como
salidos de la mano de Renoir y pintados al óleo sobre un lienzo; Gabriel, el
restaurador de obras de arte, pudo examinarlos a su antojo: dos parejas de alemanes
rubicundos que consultaban la carta en un bar de tapas; dos jóvenes escandinavas en
sandalias que observaban, perplejas, el último mapa callejero en papel de la creación;
una mujer bonita sentada al pie de la columna romana con un niño de unos tres años
sobre sus rodillas; y un hombre sentado en un café llamado La Provence sin más
compañía que un maletín metálico que contenía cien mil euros. Cien mil euros
proporcionados por un hombre sin país, y sin más nombre que Paul. Gabriel se fijó en
la mujer y el niño del pedestal y, por su mente, pasó un destello fugaz de disparos y
sangre. Después volvió a mirar al hombre que estaba sentado solo en La Provence. Ya
eran las cinco y veinte. En el preciso instante en que el reloj de Gabriel señalaba las
5.21, el hombre se puso en pie, recogió el maletín y se fue.
«¿Hay algún plan alternativo por si uno de los dos no se presenta?».
«El Cézanne, que está en la misma calle, más arriba».
«¿Cuánto tiempo esperará allí?».
«Diez minutos».
«¿Y si usted no se presenta?».
«El trato se cancela».
Pero ¿por qué no habría de presentarse a recibir su generosa paga de cien mil
euros un delincuente profesional? Porque el criminal se encontraba en ese momento
en el fondo del Mar Mediterráneo, a ocho millas al sur-sureste de Marsella, con una
bala entre ceja y ceja. No había que dejar que René Brossard lo supiera, claro, y por
eso, precisamente, Gabriel llevaba consigo el teléfono móvil del hombre muerto. Vio
que Brossard se movía rápidamente por la calle sombreada, con el maletín en la
mano. Después se fijó en los alemanes rubicundos, en las escandinavas de las
sandalias, en la madre con el niño que, en un recoveco oscuro de su memoria, seguían
ardiendo. Eran las 5.22. Ocho minutos, pensó, y daría inicio la persecución. Bastaba
un error. Un error y Madeline Hart moriría. Bebió un poco más de cerveza, pero en su
estado le supo a ajenjo. Volvió a mirar a la mujer y al niño, y contempló, impotente,
las llamas que devoraban su carne.
A las 5.25 volvió a llamar a Keller.
—¿Dónde está la mujer?

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—Todavía conduce en círculos.
—Tal vez te esté despistando. Tal vez haya un segundo coche.
—¿Eres siempre tan negativo?
—Solo cuando está en juego la vida de una chica joven.
Keller no dijo nada.
—¿Dónde está la mujer ahora?
—Yo diría que vuelve, que se dirige hacia donde te encuentras tú.
Gabriel interrumpió la conexión y cogió el otro móvil. Tras llamar a toda prisa al
número de Brossard, apretó con fuerza el micrófono con el pulgar y se acercó el
aparato al oído. Dos tonos. Y la voz de aquel hombre.
—¿Dónde cono está?
Gabriel apretó con más fuerza el micrófono y no dijo nada.
—¿Marcel? ¿Es usted? ¿Dónde está?
Gabriel se apartó el móvil del oído y pulsó el botón correspondiente para poner
fin a la llamada. Treinta segundos después volvió a llamar. Volvió a cubrir con fuerza
el micrófono, y tampoco dijo nada. En esa ocasión, Brossard respondió al primer
tono.
—¿Marcel? ¿Marcel? Creía que le había dicho que nada de teléfonos. Tiene tres
minutos. Después, me voy.
Esta vez fue Brossard el que colgó primero. Gabriel se metió el móvil en el
bolsillo y llamó de nuevo a Keller.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó el inglés.
—Cree que Lacroix está vivito y coleando, y que está en un sitio con mala
cobertura.
—Muy mala cobertura, sí.
—¿Dónde está ahora la mujer?
—Se acerca a la plaza del General de Gaulle.
Gabriel cortó la llamada y comprobó qué hora era. Tres minutos más y Brossard
se pondría en marcha. Se mostraría inquieto, desconfiado. Era posible que se diera
cuenta de que había un hombre siguiéndolo a pie, sobre todo si ese hombre había
estado tomándose una cerveza en el pub irlandés cuando Brossard esperaba en La
Provence. Pero si Gabriel adelantaba al hombre de camino hacia el coche, tal vez se
sintiera menos inclinado a sospechar de él. Esa era una de las reglas de oro de
Shamron sobre vigilancia física. A veces, insistía, era mejor seguir a alguien desde
delante que desde detrás.
Gabriel consultó la hora una vez más. Entonces, a las 5.28 en punto, dejó la mesa
del pub y empezó a caminar por la calle Espariat con el casco bajo el brazo. El
Cézanne era el último establecimiento a mano derecha, en el punto en el que la calle
se encontraba ya con la plaza del General de Gaulle. Brossard se encontraba en una
mesa de la terraza. Al dejarlo atrás, Gabriel sintió que sus ojos se le clavaban en la
espalda, pero se obligó a no volverse a mirar. La moto seguía en su sitio, aparcada

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junto a otras bajo un plátano que empezaba a perder las hojas. Tres de ellas se habían
ido a posar sobre el sillín. Gabriel las apartó. Se subió a la moto y se puso el casco.
Por el espejo retrovisor vio que Brossard se levantaba de su mesa y avanzaba por
la calle estrecha. Segundos después pasó a escasos centímetros del hombro derecho
de Gabriel. Lo bastante cerca como para oler la colonia que llevaba. Lo bastante
cerca como para, de haberlo querido, haberle arrancado el maletín de su mano
izquierda. Antes Brossard lo llevaba en la mano derecha, pero ahora no podía ser,
porque con esa mano sostenía el teléfono móvil. Y lo tenía muy pegado al oído.
Gabriel puso en marcha el motor cuando Brossard entraba en la explanada que
daba acceso a la plaza del General de Gaulle, moviendo la cabeza a un lado y otro,
lentamente, como el torreón de un tanque que buscara el objetivo a destruir. Había
mucha gente que, a esa hora de la tarde, paseaba por el lugar. Gabriel habría podido
perderlo de vista si no hubiera llevado el maletín, que brillaba como una moneda
recién acuñada a la luz del atardecer. Cuando Brossard llegó a la acera de la rotonda,
su teléfono móvil ya volvía a estar en su bolsillo, y con la mano buscaba la puerta del
copiloto de un Mercedes negro Clase E que estaba aparcado a un lado. Al agacharse
para ocupar el asiento, un Renault de tres puertas pasó a su lado y enfiló el bulevar de
la République. El Mercedes hizo lo mismo instantes después. Al verlo, Gabriel no
pudo evitar sonreír por su buena suerte. A veces, pensó, era mejor seguir a un hombre
desde delante que desde detrás. Dio gas y se sumergió en el tráfico, con la vista fija
en las luces posteriores del Mercedes. Un error, pensaba. Bastaba un error. Un error y
la chica moriría.
Siguieron por el bulevar de la République hasta la carretera de Aviñón, y después
se dirigieron hacia el norte. Durante los dos primeros kilómetros todo eran comercios
y semáforos, pero gradualmente las tiendas dejaban paso a bloques de apartamentos y
a casas, y al poco ya iban a toda velocidad por una autopista de cuatro carriles. Un
kilómetro y medio más allá, a su derecha, apareció una gasolinera. Keller aminoró la
marcha y puso el intermitente, y al momento el Mercedes los adelantó. Entonces, sin
apenas transición, la carretera volvía a ser solo de dos carriles. Gabriel se posicionó
unos cincuenta metros por detrás del Mercedes. Keller lo seguía a él.
Para entonces el sol ya se había puesto, y la noche otoñal caía con la rapidez de
un telón en un escenario. Los cipreses que flanqueaban la carretera pasaron, primero,
del verde intenso al negro, y después la oscuridad los engulló. A medida que las
tinieblas se posaban sobre el paisaje, el mundo de Gabriel se encogía: faros blancos,
luces traseras rojas, el quejido del motor de su Peugeot, el zumbido del Renault de
Keller unos pocos metros más atrás. Mantenía la mirada fija en el maletero del
Mercedes de René Brossard, pero mentalmente consultaba el mapa de Francia. En esa
parte de Provenza los pueblos y las aldeas se sucedían casi sin solución de
continuidad, como perlas de un collar. Pero si seguían en aquella dirección, no
tardarían en entrar en Vaucluse. Allí, en el Luberon, los pueblos eran más dispersos, y
el terreno se volvía más montañoso. Pensó que tenía sentido que la retuvieran en una

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zona así. En una zona aislada. En algún lugar que solo contara con una carretera de
acceso y de salida. De ese modo podrían controlar si los vigilaban. O si los seguían.
Atravesaron fugazmente las afueras de un lugar anodino llamado Lignane. Un
poco más allá, el Mercedes se detuvo en el desierto estacionamiento de gravilla de un
comercio dedicado a la venta de cerámica de jardín, lo que no dejó a Gabriel y a
Keller más opción que adelantarlos y seguir avanzando. Unos doscientos metros más
allá había una rotonda. Un desvío llevaba a Saint-Cannat; otro, por una carretera más
pequeña, hasta Rognes. Con un movimiento de mano Gabriel envió a Keller hacia
Saint-Cannat. Entonces, tras apagar las luces de la moto, él se desvió hacia Rognes y
enseguida buscó refugio en la penumbra de una pared de ladrillos de hormigón. Un
instante después el Mercedes pasó emitiendo un leve ronroneo, aunque ahora era
Brossard el que iba al volante y la mujer, a la que Gabriel veía con claridad por
primera vez, miraba atentamente por el espejo retrovisor de su lado. Llamó enseguida
a Keller y le comunicó la noticia. Entonces contó despacio hasta diez y entró de
nuevo con la moto en la carretera.
Camino de Rognes, el tiempo pareció retroceder: la calzada se estrechaba, la
noche era cada vez más oscura y el aire se enfriaba a medida que iban ganando altura
y se acercaban a la base de los Alpes. La luna, casi llena, se ocultaba tras las nubes
intermitentemente, iluminando la tierra un momento, sumiéndola en la oscuridad
poco después. A ambos lados de la carretera, las viñas desfilaban ordenadas hacia las
colinas oscuras, como reclutas camino de una guerra, pero, más allá de eso, el paisaje
parecía deshabitado. Apenas unas pocas luces titilaban aquí y allá, y por la carretera
no pasaba nadie, salvo el Mercedes Clase E. Gabriel lo seguía a cierta distancia, y
Keller lo hacía desde mucho más atrás, para que Brossard no pudiera verlo. Azotado
por el viento, y con tan poca visibilidad, tenía la sensación de viajar a la velocidad del
sonido.
Al llegar a las afueras de Rognes, finalmente apareció algún camión, algún coche.
En el centro de la población, el coche se detuvo por segunda vez, frente a una
charcutería y la panadería contigua. Una vez más, Keller pasó de largo, pero Gabriel
consiguió ocultarse resguardado por una iglesia antigua. Desde allí vio que la mujer
bajaba del coche y entraba sola en las tiendas, de las que salió minutos después con
unas bolsas rebosantes de comida. Suficiente como para alimentar una casa llena de
gente, pensó Gabriel, y para, además, darle las sobras a un rehén. Que hubieran
parado a cargar provisiones daba a entender que Brossard no sospechaba que los
seguían. Y también daba a entender que se encontraban cerca de su destino.
La mujer metió las bolsas en el maletero y entonces, tras echar un vistazo a la
calle tranquila, se metió en el coche. Brossard arrancó antes incluso de que ella
hubiera terminado de cerrar la puerta. Atravesaron deprisa las calles del centre ville y
giraron al llegar a la D543, una carretera, de un carril por sentido que unía Rognes
con el pantano de Saint-Christophe. Más allá de este se encontraba el río Durance.
Brossard lo cruzó a las seis y media y entró en Vaucluse.

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Siguieron hacia el norte, atravesando los pintorescos pueblos de Cadenet y
Lourmarin, antes de iniciar el ascenso por la ladera sur del Macizo del Luberon. En la
llanura del valle que abría el río, Gabriel se había mantenido un kilómetro por detrás
de Brossard; pero ahora, en las serpenteantes carreteras de las montañas, no tenía más
remedio que acortar la distancia y mantener el Mercedes siempre a la vista. Tras
pasar por la aldea de Buoux, sintió una punzada de temor al pensar que, tal vez,
Brossard se hubiera percatado de su presencia. Pero al ver que el coche seguía
avanzando al mismo ritmo otros diez kilómetros sin realizar ninguna maniobra
evasiva, se tranquilizó un poco. Siguió conduciendo en plena noche, dejando atrás
paredes de roca y formaciones de granito que resplandecían, blancas, bañadas por la
luz de la luna, con la mirada fija en las luces traseras del Mercedes, y la mente puesta
en una mujer a la que no conocía.
Finalmente, Brossard dobló al llegar a una abertura entre los árboles que se
alineaban junto a la carretera, y desapareció. Gabriel no se atrevió a seguirlo todavía,
y siguió recto durante un kilómetro antes de dar media vuelta. La pista que había
tomado Brossard solo estaba asfaltada en parte, y era apenas lo bastante ancha como
para que pasaran dos vehículos. Gabriel vio que se adentraba en un pequeño valle, un
mosaico de campos cultivados, separados por setos y árboles. Había tres casas de
campo en la hondonada, dos en el extremo occidental y otra que se alzaba solitaria al
este, tras una barrera de cipreses. El Mercedes no se veía por ninguna parte. Brossard
debía de haber apagado los faros por precaución. Gabriel calculó el tiempo que le
había llevado ir y volver por la pista, y cuánto tardaría Brossard en llegar a cada una
de las casas. Se plantó junto a la moto, recorriendo el valle con la mirada varias veces
pensando que, antes o después, Brossard tendría que detenerse en alguna parte. Y
que, cuando lo hiciera, sus luces de freno delatarían su posición. Transcurridos unos
diez segundos, Gabriel dejó de mirar hacia las casas situadas al oeste, y que quedaban
más cerca de donde él se encontraba, y se concentró en la que se alzaba sola al este. Y
entonces lo vio. Un destello de luz roja, como una cerilla encendida. Por un momento
pareció quedar suspendida sobre los cipreses, como un piloto de advertencia en lo
alto de un campanario. Después se apagó, y el valle volvió a quedar sumido en la
oscuridad.

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El Luberon, Francia

E l pueblo más cercano contaba solo con un hostal espantoso, por lo que
siguieron hasta Apt y decidieron pasar la noche en un hotel pequeño situado en
el perímetro del centro antiguo de la ciudad. En el comedor no había otros clientes, y
solo lo atendía un camarero mayor. Comieron en mesas separadas y, al terminar,
caminaron por las calles tranquilas, oscuras, hasta la basílica de Sainte-Anne. La nave
abovedada olía a humo de cirios y a incienso, y también un poco a moho. Gabriel
estudió el retablo del altar, ladeando un poco la cabeza, y fue a sentarse junto a
Keller, frente a un panel de velas votivas que parpadeaban débilmente. El inglés tenía
la cabeza echada hacia delante, y se sujetaba el arco de la nariz con el índice y el
pulgar. Al hablar, lo hizo en un susurro de arrepentimiento.
—O sea, que resulta que tenía razón.
—¿Quién?
—La signadora.
—Tal vez me equivoque —dijo Gabriel, alzando la vista hacia la cúpula—, pero
no recuerdo que la signadora dijese nada sobre una casa en un valle agrícola en el
Luberon.
—Pero sí mencionó el mar y las montañas.
—¿Y?
—La trajeron por mar, y ahora la tienen escondida en las montañas.
—Puede ser —dijo Gabriel—. O tal vez ya la hayan trasladado a otro lugar. O tal
vez ya esté muerta.
—Jesús —susurró Keller—. ¿Por qué eres siempre tan negativo, joder?
—Recuerda que estás en una iglesia, Christopher.
Keller se puso en pie, se acercó a las velas y encendió una. Cuando ya iba a
regresar al banco, vio que Gabriel miraba fijamente al cepillo de las limosnas. Se
sacó unas monedas del bolsillo y las fue metiendo, una a una, por la ranura. El sonido
pareció reverberar en la cúpula mucho después de que él ya hubiera vuelto a sentarse.
—¿Pasas mucho tiempo en iglesias católicas? —preguntó.
—Más del que imaginas.
Keller adoptó de nuevo su posición de reflexión y penitencia. El vaso rojo de la
vela teñía de rosa su rostro.
—Digamos que es posible —comentó al cabo de un momento— que la chica esté
en otro sitio. Pero digamos también que todas las evidencias apuntan a que ese no es
el caso. Si no, Brossard no estaría aquí. Estaría de nuevo en Marsella, preparando su

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próximo golpe.
—De momento, es muy posible que esté intentando entender por qué Marcel no
ha acudido a recoger el dinero. Y cuando le cuente lo que ha ocurrido, Paul se va a
poner nervioso.
—Tú no pasas mucho tiempo con delincuentes, ¿verdad?
—Más del que imaginas.
—Brossard no le va a decir ni una palabra a Paul sobre lo que ha ocurrido hoy en
Aix. Le dirá que todo ha salido como estaba previsto. Y se quedará con el dinero.
Bueno, no todo —puntualizó Keller—. Supongo que tendrá que darle una parte a la
mujer.
Gabriel asintió, moviendo la cabeza despacio, como si Keller acabara de
pronunciar unas palabras de gran calado espiritual. Después se volvió ligeramente y
vio que una mujer avanzaba por el centro de la nave. Tenía el pelo negro, peinado
hacia atrás, la frente alta, y llevaba una gabardina cruzada con cinturón, de un
material sintético. Sus pasos, como las monedas que Keller había echado en el
cepillo, reverberaron en el silencio del gran templo. Tras detenerse delante del altar
principal, hizo una genuflexión, se santiguó con parsimonia, en la frente y en el
pecho, en el hombro izquierdo y en el derecho. Después se sentó en el otro lado del
pasillo, mirando con fijeza al frente.
—La única manera de saber si está ahí —dijo Gabriel tras la pausa— es vigilar la
casa durante un periodo largo de tiempo. Y eso no podemos hacerlo si no contamos
con un puesto de vigía adecuado.
Keller frunció el ceño para mostrar su desacuerdo.
—Hablas como un verdadero espía de salón —dijo.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Significa que tú, y los de tu especie, no sois capaces de operar en el exterior sin
vuestros pisos francos y vuestros hoteles de cinco estrellas.
—Los judíos no acampan, Keller. La última vez que los judíos fueron de
camping, se pasaron cuarenta años vagando por el desierto.
—Moisés habría encontrado la Tierra Prometida mucho antes si hubiera contado
con un par de soldados de élite para que lo guiaran.
Gabriel se fijó en la mujer de la gabardina. Seguía mirando al frente, con el rostro
inexpresivo. Entonces se volvió hacia Keller y le preguntó:
—¿Cómo lo haríamos?
—Haríamos no. Haré —replicó Keller—. Lo haré yo solo, como hacía en Irlanda
del Norte. Un hombre en un escondite, con unos prismáticos y una bolsa para sus
desperdicios. Un método de la vieja escuela.
—¿Y qué pasa si algún campesino te descubre mientras tú estás trabajando en
uno de esos campos?
—Un campesino podría pasarle por encima a un hombre del SAS en su escondite
y no verlo. —Keller permaneció unos instantes observando las velas—. En una

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ocasión permanecí dos semanas en un desván de Londonderry observando a un
sospechoso, a un terrorista del IRA que vivía al otro lado de la calle. La familia
católica que ocupaba la planta inferior no supo en ningún momento que yo me
encontraba en su casa. Y cuando me llegó la hora de irme, nadie me oyó.
—¿Qué le ocurrió al terrorista?
—Tuvo un accidente. Fue una lástima, en serio. Era un verdadero pilar de su
comunidad.
Gabriel oyó pasos y, al volverse, vio que la mujer abandonaba la iglesia.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte en el valle? —preguntó.
Con suficiente comida y agua, podría quedarme un mes. Pero cuarenta y ocho
horas me bastarán para saber si se encuentra ahí o no.
—Son cuarenta y ocho horas que ya no recuperaremos.
—Pero serán dos días bien invertidos.
—¿Qué necesitas que te traiga?
—Me encantaría que me trajeras a una tía. Pero, una vez que esté en mi sitio,
puedes olvidarte de mí.
—Entonces no te importará que me vaya a París unas horas.
—¿Y por qué coño tienes que irte a París?
—Creo que ya va siendo hora de que me comunique con Graham Seymour.
Keller no dijo nada.
—¿Hay algo que te inquieta, Christopher?
—Me pregunto por qué tengo que quedarme dos días sentado en el barro mientras
tú te vas a París.
—¿Preferirías que me quedara yo sentado en el barro y que tú te fueras a ver a
Graham?
—No —dijo Keller, dándole una palmada en el hombro a Gabriel—. Vete, vete a
París. Es un buen sitio para un espía de salón.
Llevaban mucho tiempo sin dormir, por lo que regresaron al hotel con quince
minutos de diferencia y se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Gabriel se quedó
dormido casi al momento, y al despertar vio que la luz de Provenza lo inundaba todo.
Cuando bajó al comedor, Keller ya estaba allí, afeitado y con aspecto de haber
dormido bien. Se saludaron con un leve movimiento de cabeza, como dos
desconocidos, y, separados por un par de mesas, desayunaron en absoluto silencio.
Después regresaron al núcleo antiguo de la ciudad, en esta ocasión para hacer algunas
compras. Keller adquirió un abrigo grueso, un suéter de lana oscuro, un saco de
dormir y dos lonas impermeables. Compró también botellas de agua y comida
envasada para dos días, además de unas bolsas con cierre hermético. Después
almorzaron juntos, abundantemente, aunque Keller no bebió vino. Se puso la ropa
que acababa de comprarse mientras Gabriel conducía en dirección a las montañas,
hasta el borde del pequeño valle de las tres casas, y no dijo ni una palabra antes de
desaparecer entre la espesa vegetación, tan veloz como un ciervo alertado por las

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pisadas de un cazador. Para entonces ya estaba anocheciendo. Gabriel telefoneó a
Graham Seymour, que se encontraba en Londres, pronunció el nombre de un
monumento emblemático de París, y colgó. Aquella noche Dios, en su infinita
sabiduría, tuvo a bien descargar una tormenta de otoño sobre el Luberon. Gabriel
permanecía despierto en la cama de su hotel y oía la lluvia golpeando la ventana, y
pensaba en Keller, solo en el barro, en el valle de las tres casas. A la mañana siguiente
desayunó en el comedor, con la única compañía de los periódicos y del camarero de
pelo blanco. Después se dirigió a Aviñón, donde tomó el TGV de París.

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París

-E mpezaba a creer que ya no sabría nada más de ti.


—Solo han sido cinco días, Graham.
—Cinco días parecen una eternidad cuando tienes detrás al primer ministro
constantemente.
Estaban paseando por el Quai de Montebello, por delante de las paradas de los
vendedores de libros de ocasión. Gabriel llevaba pantalón vaquero y chaqueta de piel,
y Seymour un abrigo Chesterfield y unos zapatos confeccionados a mano, muy
elegantes, que parecían no haber pisado más superficie que la moqueta que iba de su
despacho al del director general. A pesar de las circunstancias, parecía pasarlo bien.
Hacía mucho tiempo que no salía a la calle sin la compañía de sus guardaespaldas, en
París y en cualquier otro sitio.
—¿Estás en comunicación directa con él? —le preguntó Gabriel.
—¿Con Lancaster?
Gabriel asintió.
—Ya no —respondió Seymour—. Le ha pedido a Jeremy Fallon que le sirva de
intermediario.
—¿Y cómo te comunicas con él?
—En persona y con gran cautela.
—¿Sabe alguien más de vuestra implicación?
Seymour negó con la cabeza.
—Lo hago todo en mi tiempo libre —dijo con voz cansada—, cuando no tengo
que dedicarme a vigilar a los veinte mil yihadistas que llaman hogar a nuestra bendita
isla.
—¿Y cómo lo llevas?
—Mi director general sospecha que vendo secretos a mis enemigos, y mi mujer
está convencida de que tengo un lío con otra. Pero vaya, salvo por esos pequeños
detalles, lo llevo bastante bien.
Seymour se detuvo frente a uno de los puestos de los vendedores de libros, e hizo
como que se interesaba por ellos. Tras él, Gabriel inspeccionaba la calle por si
alguien les seguía: alguna actitud forzada, algún rostro que hubiera visto demasiadas
veces antes. El viento levantaba unas olas blancas en la superficie del río. Al
volverse, vio que Seymour sostenía un ejemplar gastado de El conde de Montecristo.
—¿Y bien? —preguntó Seymour.
—Es un relato clásico de amor, engaños y traiciones —dijo Gabriel.

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—Te preguntaba si nos siguen.
—Parece que tanto tú como yo hemos conseguido entrar en París sin llamar la
atención de amigos mutuos de los servicios de seguridad franceses.
Seymour devolvió a su sitio la novela de Dumas y después, mientras reanudaban
la marcha, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo un sobre.
—Dejaron esto pegado debajo de un banco en Hampstead Heath ayer noche —
dijo, entregándoselo a Gabriel—. En dos días, la chica morirá.
—¿Y siguen sin poner condiciones?
—Así es —respondió Seymour—. Pero aportan una nueva prueba de que está
viva, una foto.
—¿Cómo te informaron de dónde encontrar el sobre?
—Realizaron una llamada al teléfono móvil de Simon Hewitt mediante un
generador electrónico de voz. Hewitt recogió el paquete por la mañana, que es
cuando sale a correr. Bien, en realidad, ese fue el único día en toda su vida en que
salió a correr. Jeremy Fallon me lo ha entregado esta mañana. No hace falta que te
comente que la tensión en el interior del 10 de Downing Street es bastante elevada en
este momento.
—Y seguro que aumentará más aún.
—¿No hay avances? —preguntó Seymour.
—De hecho —respondió Gabriel—, creo que la he encontrado. La cuestión es…
¿Qué hacemos ahora?
Cruzaron el Petit Pont y avanzaron por la explanada que quedaba frente a Notre-
Dame mientras Gabriel le resumía lo que había descubierto hasta ese momento. Que
el hombre con el que Madeline Hart había almorzado la tarde de su desaparición se
hacía llamar Paul. Que Paul había contratado los servicios de un contrabandista
marsellés llamado Marcel Lacroix para que trasladara a Madeline desde Córcega
hasta el continente. Que Lacroix había negociado un pago extra de cien mil euros por
sus servicios, que debía entregarle un hombre llamado René Brossard en la ciudad
francesa de Aix. Y que Brossard, después de que la transacción no se llevara a cabo
con éxito, se había trasladado de inmediato, en coche, hasta las montañas del
Luberon, en concreto hasta un valle agrícola aislado en el que solo había tres casas.
—¿Crees que tienen a Madeline escondida en una de esas villas?
—René Brossard es un criminal muy conocido en Marsella. A menos que haya
decidido meterse en el negocio de la elaboración de vinos, solo hay un motivo para
que esté ahí.
Seymour meneó la cabeza.
—La policía francesa lleva un mes buscándola —dijo, transcurrido un momento
— y vas tú y la encuentras en cinco días.
—Es que yo soy mejor que la policía francesa.
—Por eso acudí a ti.
Delante de ellos había unos jóvenes de la Europa Oriental que posaban para una

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foto con la catedral al fondo. Gabriel supuso que serían croatas, o eslovacos, pero no
estaba seguro: las lenguas eslavas no se le daban bien. Le dio un codazo suave a
Seymour para que se desplazara a la izquierda, y dejaron atrás los cafés turísticos que
se alineaban en la calle d’Arcole.
—No te importará que te formule algunas preguntas —dijo Seymour.
—Cuanto menos sepas, mejor, Graham.
—Compláceme.
—Si insistes…
—¿Cómo te enteraste de la existencia de Paul?
—Eso no puedo decírtelo.
—¿Dónde está Marcel Lacroix?
—Mejor no preguntes.
—¿Quién está vigilando la casa?
—Un socio.
—¿De la Oficina?
—No exactamente.
—Bien —dijo Seymour—, muy esclarecedor todo, sí.
Gabriel no dijo nada.
—¿Qué sabes de Paul?
—Que habla francés con fluidez, con acento, que modifica su apariencia en
función de sus necesidades, y que al parecer le gusta el cine.
—¿De qué estás hablando?
Gabriel le explicó que Marcel Lacroix había visto a Paul en el festival de cine de
Cannes (aunque se saltó la parte de la cinta aislante, y no le dijo ni que había estado a
punto de ahogarlo ni que Christopher Keller, un renegado del SAS al que el gobierno
británico daba por muerto, le había pegado un tiro en la frente).
—Paul parece todo un profesional.
—Lo es —coincidió Gabriel.
—¿Se hizo amiguito de Madeline antes de secuestrarla? ¿Es esa tu teoría?
—Es evidente que, en el momento de su desaparición, los dos se conocían —dijo
Gabriel—. Que fueran amigos, amantes o alguna otra cosa es motivo de cierto debate.
Supongo que la única manera de saberlo con certeza es preguntárselo a Madeline.
—¿Desde cuándo vigilas la casa?
—Desde hace menos de veinticuatro horas.
—¿Y cuánto te llevará establecer si está en ella o no?
—Tal vez no lleguemos a estar seguros del todo, Graham.
—¿Cuánto?
—Otras veinticuatro horas.
—Eso nos dejaría solo un día antes de que venza el ultimátum.
—Por eso mismo no tienes más remedio que aceptar mi información y
comunicársela a los franceses.

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Doblaron la esquina y siguieron por una calle tranquila.
—¿Y qué les digo a los franceses cuando me pregunten de dónde he sacado yo la
información? —preguntó Seymour.
—Diles que te lo ha contado un pajarito. Invéntate un cuento convincente sobre la
fuente, o diles que habéis interceptado una comunicación. Créeme, Graham, no
insistirán mucho sobre la fuente.
—¿Y si consiguen rescatarla? ¿Qué ocurrirá entonces? —Seymour se respondió
rápidamente a sí mismo—. Descubrirán, sin duda, que tenía una aventura con el
primer ministro británico. Y entonces, como son franceses, se lo pasarán por la cara a
Lancaster a bombo y platillo.
—Tal vez no.
—Lancaster nunca correría ese riesgo.
—Tú me pediste que la encontrara —dijo Gabriel—, y creo que la he encontrado.
—Y ahora te pido que la saques de ahí.
—Si entro en esa casa, morirá gente.
—Los franceses darán por hecho que ha sido una banda de criminales marselleses
matando a otra banda. Por ahí abajo pasa siempre. —Seymour hizo una pausa antes
de añadir—: Sobre todo cuando tú estás cerca.
Gabriel pasó por alto el comentario.
—¿Y si consigo sacarla de ahí? ¿Qué se supone que debo hacer con ella?
—Llevarla a Inglaterra y dejarnos a nosotros hacer el resto.
—Tendrás que inventarte algo.
—La gente aparece y desaparece constantemente.
—¿Y si el vídeo llega a hacerse público?
—Si no hay chica desaparecida, no hay escándalo.
—Necesitará un pasaporte.
—Me temo que no puedo ayudarte en eso.
—¿Por qué no?
—Porque no puedo generar un pasaporte falso con su foto sin que suenen todas
las alarmas. Además —añadió Seymour—, tú y tu servicio sois bastante buenos
fabricando pasaportes falsos.
—No nos queda otro remedio.
Siguieron paseando en silencio un rato más por la calle tranquila. A Gabriel ya se
le habían terminado las objeciones y las preguntas. Lo único que le quedaba era decir
que no, algo que no estaba preparado para hacer.
—Tal vez la chica no esté en condiciones de viajar —dijo Gabriel al fin—. De
hecho, es posible que pase bastante tiempo hasta que esté en condiciones de hacer
gran cosa.
—¿Qué insinúas?
—Si en realidad la tienen metida en esa casa —respondió Gabriel—, y si
conseguimos sacarla de allí, tendremos que llevarla a alguno de nuestros pisos

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francos y adecentarla. Llevaré basta allí a un equipo, un médico, algunas chicas
buenas que la hagan sentirse a gusto.
—¿Y cuando esté lista para viajar?
—La someteremos a un cambio de aspecto, le tomaremos una foto y la
pegaremos a un pasaporte israelí. Después cruzaremos con ella el Canal de la
Mancha, y a partir de ahí será vuestro problema.
Habían llegado al final de la calle, que los había devuelto a un lateral de Notre-
Dame. Seymour se colocó bien la bufanda y fingió admirar las filigranas de piedra.
—No me has dicho dónde está la casa —dijo en tono de indiferencia.
—Pronto lo sabrás.
—¿Y Marcel Lacroix?
—Está muerto —dijo Gabriel.
Seymour se volvió y extendió la mano.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Irte andando a la Gare du Nord y montarte en el primer tren a Londres.
—Hay más de un kilómetro.
—El ejercicio te sentará bien. No te ofendas, Graham, pero tienes un aspecto
horrible.

Resultó que Seymour no recordaba cómo se iba a la Gare du Nord. Era un hombre del
MI5, es decir, que acudía a París solo para asistir a conferencias, o de vacaciones, o
cuando intentaba encontrar a la amante secuestrada de su primer ministro. Gabriel le
susurró al oído la manera de llegar, y lo siguió hasta la entrada de la estación, donde
se esfumó entre un mar de mendigos, camellos y taxistas africanos.
De nuevo solo, Gabriel se montó en el metro hasta la plaza de la Concordia y,
desde allí, se acercó a pie hasta la embajada de Israel, situada en el número 3 de la
calle Rabelais. Tras saludar al jefe de la legación, se puso en contacto con el
despacho de operaciones del bulevar Rey Saúl para solicitar un piso franco en Francia
y un comité de recepción para un rehén. Cinco minutos después devolvieron la
llamada para informar de que un equipo de tres miembros estaría operativo en menos
de veinticuatro horas.
—¿Y el piso?
—Poseemos una propiedad en Normandía, cerca de la terminal de ferris de
Cherburgo.
—¿Cómo es?
—Cuatro dormitorios, cocina-office, bonitas vistas al canal y servicio de limpieza
opcional.
Gabriel colgó y recogió las llaves del piso, que el jefe de la legación guardaba en
la caja fuerte. Eran casi las cuatro y media, y el tren de Aviñón salía a las cinco.
Llegó cuando ya había oscurecido, y regresó a su hotel de Apt. Aquella noche no

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llovió, pero un viento fuerte recorría las calles del centro histórico. Gabriel
permanecía despierto en la cama, solidarizándose con Keller. A la mañana siguiente,
durante el desayuno, tuvo que tomar más café que otros días.
—¿No ha dormido bien, Monsieur? —le preguntó el camarero entrado en años.
—El mistral —respondió Gabriel.
—Terrible.
En el cartel fijado sobre la puerta del establecimiento se leía L’IMMOBILIÈRE DU
LUBERON. Adoptando la actitud escéptica de Herr Johannes Klemp, Gabriel pasó un
momento inspeccionando las fotografías de las propiedades expuestas en el
escaparate antes de entrar. Una mujer de unos treinta y cinco años lo saludó. Llevaba
una falda marrón y una blusa blanca que se le pegaba a la piel creando un efecto
húmedo. No parecía resultarle atractivo el intento de Herr Klemp de charlar con ella
de cosas intrascendentes. A pocas mujeres se lo resultaba.
Le comentó que había caído bajo el hechizo del Luberon y que deseaba volver
para instalarse durante un periodo más largo. No quería ir a un hotel, dijo. Para
conocer el «auténtico Luberon», deseaba alquilar una villa. Pero no una villa
cualquiera: tenía que ser algo auténtico, en una zona que los turistas apenas
frecuentaran. Herr Klemp no era turista: era viajero. «Existe una diferencia
importante», insistía él, aunque, si la había, aquella mujer no era capaz de captarla.
Había algo en la manera de actuar de Herr Klemp que le anunció que la
transacción iba a ser larga. Por desgracia, había tratado con otros como él. Querría
ver todas las propiedades pero, al final, ninguna le satisfaría del todo. Aun así, ese era
el único empleo que había encontrado en ese lugar que tanto encantaba a Herr Klemp
y a los que eran como él, por lo que le ofreció un café de la máquina automática y
abrió varios folletos con todo el entusiasmo fingido del que pudo hacer acopio.
Había una casa encantadora al norte de Apt, pero él la encontró demasiado
corriente. También se alquilaba una villa recién reformada en Ménerbes, pero el
jardín era demasiado pequeño, y los muebles, demasiado modernos. Después estaba
la gran mansión cercana a Lacoste, con su pista de tenis de tierra batida y su gran
piscina, pero sus dimensiones ofendían el sentido de la mesura de Herr Klemp, así
como su conciencia socialdemócrata. Y así siguió, casa por casa, municipio por
municipio, localización por localización, hasta que ya solo le quedaba una propiedad
al sur de Apt, en un pequeño valle agrícola lleno de viñedos y lavanda.
—Suena muy bien —dijo Herr Klemp, esperanzado.
—Está algo aislada.
—El aislamiento me gusta.
Para entonces, la comercial de la inmobiliaria opinaba exactamente lo mismo. De
hecho, de haber podido, habría encerrado a Herr Klemp en la finca más aislada de
Francia y habría tirado la llave al mar. Pero lo que hizo fue abrir el folleto y mostrarle
una por una todas las estancias de la casa. Por algún motivo, él se mostró interesado,
sobre todo, en el vestíbulo, a pesar de que no tenía nada de especial. Una pesada

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puerta de madera con tachonados de hierro. Una pequeña mesa decorativa. Dos
tramos de escaleras de piedra caliza, uno que subía a la primera planta, y otro que
descendía a un sótano.
—¿Y hay algún otro acceso al sótano además de esta escalera?
—No —repitió la mujer—. Si tiene invitados que usen el dormitorio de abajo,
tendrán que acceder a él por esta escalera.
—¿Y hay fotos del nivel inferior?
—Me temo que no hay mucho que ver. Cuenta solo con un dormitorio de
invitados y una sala de máquinas.
—¿Eso es todo?
—También hay un cuarto de almacenaje, pero los inquilinos no pueden usarlo. El
propietario tiene puesto un candado.
—¿La casa dispone de algún edificio anexo?
—Lo había —dijo ella—, pero durante las últimas obras de renovación lo
eliminaron.
Él sonrió, cerró el folleto y lo empujó un poco hacia la agente.
—Creo que, finalmente, he dado con el sitio —dijo.
—¿Cuándo estaría interesado en alquilarlo?
—La próxima primavera. Pero, si es posible —añadió—, me encantaría echarle
un vistazo ahora mismo.
—Me temo que está ocupado.
—¿De veras? ¿Hasta cuándo?
—Los inquilinos tienen previsto quedarse tres días más.
—Me temo que ya no estaré en Provenza para entonces.
—Qué lástima —dijo la mujer.
Gabriel se pasó el resto de la tarde haciendo como que recorría la zona del
Luberon en su moto, y al ponerse el sol se encontraba en un rincón discreto, en el
límite del valle de las tres casas. Keller debía salir de su escondrijo a las seis y media
en punto, pero cuando pasaban diez minutos de la hora todavía no había dado señales
de vida. En ese momento Gabriel captó una presencia a su espalda. Al volverse, vio
que el inglés estaba agazapado detrás, a oscuras, inmóvil como una estatua.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó Gabriel.
—Diez minutos —respondió Keller.
Gabriel puso en marcha el motor. Y se alejaron.

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18

Apt, Francia

K eller le comentó al recepcionista que había estado unos días realizando una
travesía por las montañas, y que por eso tenía manchas de barro en las
mejillas, la mochila sucia sobre el hombro, y ese olor a campo que le impregnaba la
ropa. Una vez en su habitación, se afeitó bien, se metió en una bañera de agua muy
caliente y se fumó su primer cigarrillo en dos días. Después se dirigió al comedor,
donde cenó abundantemente y pidió la botella del burdeos más caro de la bodega,
cortesía de Marcel Lacroix. Aplacada el hambre, recorrió las callejuelas de la ciudad
camino de la basílica. La nave estaba en penumbra, y desierta, salvo por Gabriel que,
una vez más, ocupaba el banco contiguo a las velas votivas.
—Pero… ¿Estás seguro? —le preguntó apenas Keller se sentó a su lado.
—Sí —respondió Keller, asintiendo despacio.
Estaba seguro.
—¿Has llegado a verla?
—No.
—¿Entonces cómo sabes que está ahí?
—Porque sé reconocer una operación criminal cuando la tengo delante —dijo
Keller sin dudar—. O tienen un laboratorio de fabricación de metanfetaminas, o están
montando una bomba sucia, o se dedican a vigilar a una chica inglesa secuestrada. Y
apuesto a que es la chica.
—¿Cuánta gente hay en la casa?
—Brossard, la mujer y otros dos jóvenes marselleses. Los chicos permanecen
dentro durante todo el día, pero de noche salen a fumar y a respirar un poco de aire.
—¿Han recibido alguna visita?
Keller negó con la cabeza.
—La mujer ha salido de la casa cada día para hacer alguna compra y saludar a los
vecinos, pero no ha habido más actividad.
—¿Durante cuánto tiempo se ha ausentado?
—El primer día, una hora y veintiocho minutos, y dos horas y doce minutos el
segundo.
—Admiro tu precisión.
—No tenía gran cosa que hacer.
Gabriel le preguntó cómo pasaba el día Brossard.
—Hace como que está de vacaciones —le respondió Keller—. Pero también se
pasea por la finca fijándose en las cosas. En un par de ocasiones ha estado a punto de

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tropezarse conmigo.
—¿Y cuál es la rutina por la noche?
—Siempre hay alguien despierto. Ven la tele en el salón, o salen al jardín.
—¿Cómo sabes que ven la tele?
—Porque he visto su resplandor intermitente entre las persianas. Por cierto, las
persianas no las abren nunca. Nunca.
—¿Y hay alguna otra luz encendida de noche?
—Dentro no —respondió Keller—. Pero el exterior está más iluminado que un
árbol de Navidad.
Gabriel frunció el ceño. Keller reprimió un bostezo y le preguntó por París.
—Bastante frío.
—¿Qué? ¿París o la reunión?
—Las dos cosas —replicó Gabriel—. Sobre todo cuando he sugerido que fueran
los franceses quienes se ocuparan de llevar a cabo el rescate.
—¿Y por qué diablos habrían de hacerlo ellos?
—Esa, exactamente, ha sido la reacción de Graham.
—¡Qué sorpresa se habrá llevado!
—Pareces conocer bien las reacciones de Downing Street.
Keller pasó por alto el comentario. Gabriel contempló las velas parpadeantes un
poco más, antes de resumirle el resto de su encuentro con Graham Seymour: el piso
franco de la Oficina en Cherburgo, el comité de recepción, el discreto regreso a
Inglaterra con pasaporte falso de la Oficina. Pero todo dependía de una cosa: debían
sacar a Madeline de aquella casa cuanto antes, y discretamente. Sin tiroteos. Sin
persecuciones de coches.
—Los tiroteos son para los vaqueros del Oeste —dijo Keller—. Y las
persecuciones solo se dan en las películas.
—¿Cómo vamos a pasar sin que nos vean los guardias, si hay tantas luces
encendidas?
—Es que no vamos a hacerlo.
—Explícate.
Keller lo hizo.
—¿Y si Brossard o alguno de los hombres baja?
—Entonces es posible que sufran daños.
—Permanentes —añadió Gabriel. Miró a Keller muy serio unos instantes—.
¿Sabes qué va a ocurrir cuando la policía encuentre esos cadáveres? Empezarán a
preguntar por el pueblo. Y no tardarán mucho en tener listo el retrato robot de un
exagente del SAS que, en teoría, había muerto en Irak. Con fotografías de las cámaras
de seguridad del hotel incluidas.
—Para eso está la macchia.
—¿Cómo?
—Me esconderé en Córcega y esperaré a que pase la tormenta.

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—Es posible que pase mucho tiempo hasta que puedas volver a tu vida de antes
—le advirtió Gabriel—. Mucho.
—Es un sacrificio que estoy dispuesto a hacer.
—¿Por la Reina y el país?
—Por la chica.
Gabriel miró a Keller en silencio un momento.
—O sea, que tienes un problema con los hombres que hacen daño a chicas
inocentes.
Keller asintió, moviendo despacio la cabeza.
—¿Quieres contarme algo?
—Tal vez te resulte difícil de creer —dijo Keller—, pero la verdad es que no
estoy de humor para transitar por el camino de la memoria contigo.
Gabriel sonrió.
—Finalmente va a resultar que no eres un caso perdido, Keller.
—No del todo —replicó el inglés.
Gabriel oyó pasos en la iglesia y, al volverse, vio a la mujer de la gabardina, que
avanzaba despacio por la nave. Una vez más, se detuvo ante el altar y se santiguó a
conciencia, desde la frente hasta el pecho, desde el hombro izquierdo al derecho.
—Solo tenemos hasta mañana —dijo Gabriel—. Lo que significa que debemos
irnos esta noche.
—Cuanto antes, mejor.
—Necesitamos a más gente para hacer las cosas bien —susurró Gabriel muy
serio.
—Sí, lo sé.
—Podrían fallar cien cosas.
—Sí, lo sé.
—Es posible que la chica no esté en condiciones de salir por su propio pie.
—En ese caso, la llevaremos nosotros —replicó Keller—. No será la primera vez
que he alejado a alguien del campo de batalla.
Gabriel miró a la mujer de la gabardina beis, que mantenía la vista fija en el
vacío, y que después la clavó en las velas votivas.
—¿Quién crees que es él?
—¿Quién?
—Paul.
—No lo sé —dijo Keller, poniéndose en pie—. Pero, si llego a encontrarlo, es
hombre muerto.
Al salir de la iglesia, Gabriel regresó al hotel e informó en recepción de su
partida. Nada grave, les aseguró: una pequeña crisis doméstica que solo él, el sin par
Herr Johannes Klemp, de Múnich, podía resolver. El gerente sonrió, expresando sin
palabras que lo lamentaba, aunque en realidad se alegraba de perderlo de vista. Las
empleadas del servicio de habitaciones lo habían nombrado por unanimidad el cliente

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más molesto de la temporada, y Mafuz, el jefe de botones, secretamente, le deseaba la
muerte.
Fue precisamente Mafuz, tieso como una estatua desde su puesto, junto a la
puerta principal, quien se despidió de él con gran alivio y lo vio partir. Durante varios
minutos Gabriel recorrió en moto las calles de la ciudad, para asegurarse de que no lo
seguía nadie. Después, ya con el faro apagado, se dirigió hacia el camino estrecho de
tierra y grava que recorría el valle de las tres casas. Una de ellas, la que quedaba al
este, estaba tan iluminada que se diría que sus habitantes celebraban algo. Keller se
encontraba de pie en medio de un pinar, observando fijamente la construcción.
Gabriel se plantó a su lado y también se puso a mirar. Al cabo de unos minutos
apareció una silueta recortada en el jardín, y vieron el destello de un encendedor.
Keller alargó el brazo y susurró:
—Bang, bang. Estás muerto.
Permanecieron ocultos tras los árboles hasta que el hombre volvió a entrar en
casa. Después se sentaron en el Renault de Keller, a oscuras, repasando los detalles
finales de su plan de ataque: sus posiciones, sus líneas de visión, sus vías de tiro, la
manera de entrar. Al cabo de veinte minutos, ya solo quedaba por decidir quién
dispararía el tiro que desencadenaría la acción. Gabriel insistía en que debía ser él,
pero Keller se resistía. Le recordó a Gabriel que él había obtenido la máxima
puntuación de todos los tiempos durante las prácticas de tiro en Hereford.
—Aquello fue un ejercicio —respondió él, nada impresionado.
—Un ejercicio con fuego real —puntualizó Keller.
—Sí, pero un ejercicio al fin y al cabo.
—¿Qué pretendes demostrar?
—Una vez maté a un terrorista palestino disparándole entre las cejas cuando yo
iba de paquete en una moto en marcha.
—¿Y qué?
—El terrorista estaba sentado en medio de un café atestado de gente en el bulevar
Saint-Germain de París.
—Sí —dijo Keller fingiendo aburrimiento—. Creo recordar que leí algo al
respecto en uno de mis libros de Historia.
Finalmente acabaron echándolo a cara o cruz.
—No falles —dijo Gabriel, metiéndose de nuevo la moneda en el bolsillo.
—Yo no fallo nunca.
Eran casi las diez de la noche, todavía temprano para ponerse en movimiento.
Keller cerró los ojos y se quedó dormido mientras Gabriel no dejaba de observar las
luces de la casa situada más al este. Imaginó un cuarto pequeño en el sótano: un
camastro, esposas, una capucha, un cubo que haría las veces de retrete, paredes
aisladas para amortiguar los gritos, una mujer que ya no era ella. Y, por un momento,
se vio caminando sobre la nieve rusa, hacia una dacha situada junto a un bosque de
abedules. Ahuyentó la imagen de su mente y, sin pensar, pasó los dedos por la mano

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de coral rojo que llevaba al cuello. Cuando esté muerta, pensó. Entonces sabréis la
verdad.
Cuatro horas después zarandeó un poco a Keller. Este se despertó al instante, se
bajó del coche y sacó la mochila del maletero. En su interior llevaba dos rollos de
cinta aislante, dos fuertes cortacadenas de sesenta centímetros, y dos silenciadores,
uno para su HK45 compacta, y el otro para la Beretta de Gabriel. Este enroscó el
suyo al final del cañón de su pistola, y se colgó la mochila a los hombros. Después
siguió a Keller por entre los pinos, hasta el límite del valle. No había luna ni estrellas,
y el viento se había encalmado por completo. Keller avanzaba entre los arbustos y las
formaciones rocosas en absoluto silencio, despacio, como si se moviera bajo el agua.
Cada pocos pasos levantaba la mano derecha para indicar a Gabriel que se detuviera
en seco, pero, más allá de eso, no se comunicaba con él. No le hacía falta. Todos sus
pasos, todos sus movimientos, los habían ensayado antes.
Al llegar al pie de la colina, se separaron. Keller se dirigió al lado sur de la casa y
se instalo junto a una zanja de drenaje; Gabriel se fue hacia el lado este, y se ocultó
tras unas espesas zarzas. Se había situado quince metros más allá del punto a partir
del cual las luces del jardín dejaban de iluminar, donde la noche reivindicaba su
oscuridad. Delante de él quedaban los ventanales del salón que daban directamente al
jardín. A través de las persianas, veía el parpadeo de la tele encendida y lo que supuso
que era la débil sombra de un hombre.
Consultó la hora: eran las 2.37 a. m. Faltaban apenas tres horas para que
empezara a clarear. Después, el hombre de la casa ya no podría salir al jardín. Seguro
que lo haría una última vez para respirar un poco de aire puro, para ver el cielo por
última vez ese día, aunque no hubiera luna ni estrellas, aunque no soplara el viento.
Entonces, desde la zanja de drenaje del lado sur de la casa llegaría un solo disparo. Y
así empezaría todo: cama, esposas, un cubo a modo de retrete, la mujer que ya no era
ella misma.
Volvió a mirar el reloj, constató que solo habían pasado dos minutos, y se
estremeció de frío. Tal vez Keller tuviera razón: tal vez, en el fondo, sí fuera un espía
de salón. Para que el tiempo le pasara más deprisa, se alejó mentalmente de aquellas
zarzas y se situó frente a un lienzo. Era la pintura que había dejado a medio restaurar
en Jerusalén: Susana bañándose en su jardín observada por los viejos del pueblo. Una
vez más atribuyó a Madeline el papel de Susana, aunque ahora las heridas que le
curaba no se las había causado el tiempo, sino la cautividad.
Trabajaba despacio, pero sin detenerse, reparando las magulladuras de las
muñecas, añadiendo carne a sus hombros atrofiados y color a sus mejillas hundidas.
Mientras, controlaba el paso de los minutos y no le quitaba ojo a la casa, que para él
era el paisaje de fondo de la pintura. Durante dos horas no se produjo el menor
movimiento. Pero entonces, cuando la primera luz del día aparecía en el cielo, por
levante, uno de los ventanales se abrió y un hombre salió al jardín de Madeline. Se
desperezó, miró a izquierda y derecha. A petición de la joven, Gabriel terminó la

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restauración al momento. Y cuando vio un destello de luz que provenía del sur, se
puso en pie y, con el arma en la mano, se echó a correr.

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19

El Luberon, Francia

C uando Gabriel penetró en el límite exterior de la luz vio que Keller avanzaba
velozmente por el jardín. El inglés alcanzó enseguida el ventanal abierto y se
situó del lado izquierdo. Gabriel lo hizo en el derecho y miró brevemente al hombre
que, segundos antes, había salido al jardín a respirar aire puro. No hacía falta
agacharse a comprobar si tenía pulso: la bala del 45 que había salido del arma de
Keller le había atravesado el cráneo limpiamente, y había salido de él destrozándolo
todo. El hombre no llegó a saber nunca qué le había ocurrido, y es muy probable que
muriera antes de caer al suelo. Era una manera bastante decente de irse de este
mundo, pensó Gabriel. Para un delincuente. Para un soldado. Para cualquiera.
Gabriel miró a Keller. Sus posturas eran idénticas: un hombro orientado hacia el
exterior de la casa, el arma sujeta con las dos manos, el cañón apuntando al suelo.
Tras unos segundos, Keller asintió secamente. Entonces, levantando la HK a la altura
de los ojos, se volvió para encararse del todo hacia el interior. Gabriel lo siguió y
cubrió el lado derecho del salón mientras Keller hacía lo propio en el izquierdo. No
había otro movimiento, otro sonido que el del televisor, donde James Stewart
rescataba a Kim Novak de las aguas de la Bahía de San Francisco. El salón olía a
comida pasada, a tabaco rancio y a vino derramado. Por todas partes se amontonaban
cajas de comidas preparadas. Un mes en Provenza, pensó Gabriel, pero al estilo del
hampa marsellesa.
Keller dio un paso al frente, iluminado por el parpadeo del televisor, con la HK
extendida, apuntando a un lado y a otro en un arco de noventa grados. Gabriel le
seguía agazapado, medio paso más atrás, apuntando con su arma en la dirección
opuesta, aunque realizando también un barrido que describía la misma parábola.
Llegaron a un arco que separaba el salón del comedor. Gabriel se asomó, apuntando
con el arma en todas direcciones, y retrocedió hasta regresar junto a Gabriel. Al llegar
a la cocina repitió la operación. Los dos espacios estaban desocupados, aunque llenos
de platos y cubiertos sucios. Aquel desorden indignó profundamente a Gabriel: por
norma, los captores que vivían como cerdos no trataban bien a sus rehenes.
Finalmente, llegaron al vestíbulo. Era el único espacio de la casa que aún se
parecía algo a las fotos que Gabriel había visto en la oficina de L’Immobilière du
Luberon: el pesado portón de madera tachonada; la pequeña mesa decorativa; los dos
tramos de peldaños de piedra caliza, uno que ascendía hasta la primera planta y otro
que descendía hasta el sótano. Ambos estaban sumidos en la oscuridad más absoluta.
Keller se situó en un punto intermedio entre los dos, mientras Gabriel sacaba del

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bolsillo una linterna. No la encendió, y empezó a bajar a ciegas hacia las tinieblas,
despacio, un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro. A medio camino, oyó un sonido que
provenía de arriba, unos pasos amortiguados y rápidos. Después llegaron dos golpes
sordos, los dos tiros seguidos de la HK45 pasados por el silenciador.
Alguien acababa de caer por la escalera.
Alguien acababa de chocar contra el hombre que poseía el récord absoluto de la
casa de tiro de Hereford.
Alguien acababa de morir.
Gabriel encendió la linterna y corrió, saltando los peldaños de dos en dos.
Allí abajo había un espacio con el suelo embaldosado y una puerta en cada una de
las tres paredes. El almacén del dueño quedaba a la izquierda. Iluminado por el haz
de luz de la linterna, el candado apareció ante él con un brillo que indicaba que no
llevaba ahí mucho tiempo. Gabriel se quitó la mochila, extrajo el cortacadenas y lo
aplicó a un eslabón. No tuvo que ejercer mucha presión para enviar el candado al
suelo. Movió el tirador y abrió la puerta. El olor lo golpeó al momento: denso,
dulzón, repugnante. Era el olor de un ser humano en cautividad. Pasó el haz de luz
por el interior del cubículo: un camastro. Esposas. Una capucha. Un cubo que hacía
las veces de retrete. Paredes con aislamiento acústico para impedir que los gritos se
oyeran desde el exterior.
Pero Madeline no estaba.
Desde arriba llegaron otros dos disparos sordos de la HK de Keller.
Y después dos más.
El primer cuerpo estaba en el vestíbulo, al inicio de la escalera que llevaba a la
primera planta. Era uno de los guardias que no se habían dejado ver en el exterior de
la casa. Ahora, gracias a las dos balas del calibre 45 que lo habían alcanzado,
quedaba poco de él. Lo mismo podía decirse de René Brossard, que se encontraba
tendido a su lado, con la mano sin vida todavía aferrada a una pistola. La mujer
estaba en el segundo rellano. Keller no quería dispararle, pero no había tenido más
remedio: le había apuntado con su arma, y le había dado indicios muy claros de que
pensaba usarla. Aun así, no le había disparado en la cara, y se había limitado a
pegarle dos tiros en la parte superior del tronco. Como consecuencia de ello, era la
única de los tres que seguía con vida. Gabriel se arrodilló junto a ella y le levantó la
mano, que ya le pareció fría.
—¿Voy a morir? —le preguntó ella.
—No —respondió él, apretándole un poco la mano—. No vas a morir.
—Ayúdame —dijo ella—. Por favor, ayúdame.
—Lo haré —le aseguró Gabriel—. Pero tú también tienes que ayudarme. Tienes
que decirme dónde puedo encontrar a la chica.
—Aquí no está.
—¿Dónde está?
La mujer intentaba hablar, pero no le salían las palabras.

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—¿Dónde está? —repitió Gabriel.
—Te juro que no lo sé. —La mujer empezó a temblar. Su mirada perdía
definición—. Por favor —susurró—. Tienes que ayudarme.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí?
—Hace dos días. No. Tres.
—¿Dos o tres?
—No me acuerdo. Por favor, por favor, tienes que…
—¿Fue antes o después de que Brossard y tú fuerais a Aix?
—¿Cómo sabes que fuimos a Aix?
—Respóndeme —dijo Gabriel, apretándole la mano una vez más—. ¿Fue antes o
después?
—Fue esa noche.
—¿Quién se la llevó?
—Paul.
—¿Solo Paul?
—Sí.
—¿Dónde la llevó?
—Al otro piso franco.
—¿Así es como lo llamó? ¿Piso franco?
—Sí.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—Dímelo —insistió Gabriel.
—Paul no nos dijo dónde estaba. Decía que era por «seguridad operativa».
—¿Fueron esas sus palabras exactas? ¿Seguridad operativa? La mujer asintió.
—¿Cuántos pisos francos hay?
—No lo sé.
—¿Dos? ¿Tres?
—Paul no nos informaba de eso.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí la chica?
—Desde el principio —respondió la mujer.
Y entonces murió.
Dispusieron los cuatro cuerpos sin vida en el suelo del cubículo de almacenaje, y
los cubrieron con una sábana blanca. No podían hacer nada con la sangre que
salpicaba el interior de la casa, pero, fuera, Gabriel regó con una manguera el suelo
de piedra del jardín para, al menos superficialmente, borrar las pruebas de lo que
acababa de ocurrir allí. Según él, disponían al menos de cuarenta y ocho horas. A
partir de entonces, la mujer de L’Immobilière du Luberon acudiría a recoger las llaves
de los clientes y a supervisar la limpieza de la casa. Cuando viera la sangre, llamaría
de inmediato a los gendarmes, que serían los que descubrirían los cuatro cuerpos en
el cuarto de almacenaje que el propietario se reservaba para sí: un cuarto que se había

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vaciado y que se había usado como celda para la víctima de un secuestro. Cuarenta y
ocho horas, pensó Gabriel. Tal vez algo más, pero no mucho.
Ya clareaba cuando, andando, salieron del valle y regresaron al punto en el que
habían dejado la moto y el viejo Renault de Keller. Gabriel se detuvo y volvió la vista
atrás para echar un último vistazo. Una figura solitaria, un campesino, se movía entre
las viñas pero, salvo por él, en aquellas tierras no se adivinaba la menor actividad.
Metieron las mochilas en el maletero y condujeron por separado hasta el pueblo de
Buoux, donde pararon a tomarse un brioche y un café con leche en un local lleno de
lugareños rubicundos. El olor a pan recién hecho mareó un poco a Gabriel. Llamó a
Londres, a Graham Seymour, y en lenguaje críptico le informó del fracaso de la
misión, y de que Madeline había estado en la casa, pero que se la habían llevado de
allí hacía setenta y dos horas. Habían llegado a un callejón sin salida, dijo antes de
colgar. Lo único que podían hacer ahora era esperar a que Paul anunciara sus
condiciones.
—¿Y si decide que es demasiado arriesgado anunciarlas? —preguntó Keller—.
¿Y si, simplemente, la mata?
—¿Por qué eres tan negativo?
—Supongo que se me empieza a pegar de ti.
Dejaron el Luberon por la misma carretera que habían recorrido la noche en que
habían seguido a René Brossard y a la mujer desde Aix: descendieron por el puerto
de montaña, cruzaron el río Durance, dejaron atrás el pantano de Saint-Christophe y,
finalmente, llegaron a Marsella. Había un ferry que salía para Córcega a mediodía.
Cada uno adquirió su billete, y después se sentaron el uno junto al otro, en mesas
separadas, en un café frente a la terminal. Gabriel pidió un té y Keller, una cerveza.
Se notaba que estaba de mal humor. No era frecuente que regresara a Córcega sin
haber cumplido con su misión.
—No ha sido culpa tuya —le dijo Gabriel.
—Yo te dije que la chica estaba allí —replicó él—. Y no estaba.
—Pero lo parecía.
—¿Por qué? —preguntó Keller—. ¿Por qué los guardias seguían montando
guardias de noche si Madeline ya no se encontraba en la casa?
En ese momento, el móvil de Gabriel vibró. Se lo acercó despacio a la oreja,
escuchó en silencio, y volvió a dejarlo en la mesa.
—¿Graham? —preguntó Keller.
Gabriel asintió.
—Ayer noche, alguien dejó un teléfono pegado debajo de un banco en Hyde Park.
—¿Dónde está ahora ese teléfono?
—En Downing Street.
—¿Y cuándo se supone que va a sonar?
—En cinco minutos.
Keller se terminó la cerveza e inmediatamente pidió otra. Pasaron cinco minutos,

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y cinco más. Oyeron que por megafonía anunciaban que se procedía al embarque del
ferry a Córcega. La voz de los altavoces estuvo a punto de impedir que oyeran el
zumbido del teléfono de Gabriel, que empezó a deslizarse sobre la mesa. Este volvió
a acercárselo a la oreja, y volvió a escuchar en silencio.
—¿Y bien? —le preguntó Keller al ver que se guardaba el aparato en el bolsillo.
—Paul ya ha revelado sus condiciones.
—¿Cuánto quiere?
—Diez millones de euros.
—¿Eso es todo?
—No —dijo Gabriel—. El primer ministro quiere hablar conmigo.
En el muelle, una fila de coches serpenteaba en dirección al vientre del ferry.
Keller se puso en pie. Gabriel lo vio alejarse.

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20

Marsella-Londres

E l siguiente vuelo a Heathrow era a las cinco de la tarde. Gabriel se compró una
muda de ropa en unos grandes almacenes, cerca del Puerto Viejo, y se fue a un
triste hotel de tránsito situado junto a la estación de tren para ducharse y vestirse.
Metió su ropa usada en un contenedor de basura lleno a rebosar que había detrás del
hotel, dejó la moto en un sitio del que, estaba seguro, habría desaparecido antes de
que cayera la noche, se montó en un taxi y se fue al aeropuerto. La terminal principal
parecía abandonada ante el avance inminente de un ejército enemigo. Gabriel buscó
en los principales portales de noticias franceses por internet para asegurarse de que la
policía francesa no hubiera encontrado los cadáveres en aquel tranquilo valle del
Luberon. A continuación adquirió un billete de primera clase a Londres usando el
nombre de Johannes Klemp. Durante el vuelo rechazó cualquier servicio e ignoró los
reiterados intentos del pasajero que se sentaba a su lado —un banquero suizo calvo—
de trabar conversación con él, prefiriendo pasar el rato mirando por la ventanilla. No
había gran cosa que ver aquella tarde; un espeso manto de nubes cubría por completo
el norte de Europa. Solo cuando el avión se encontraba a unos pocos miles de pies de
altitud, la luz amarillenta de las farolas del oeste de Londres consiguió rasgar las
tinieblas. A Gabriel le parecían un mar de velas votivas. Cerró los ojos y, en su
mente, vio a una mujer con gabardina de pie ante el altar de una iglesia oscura,
antigua, santiguándose despacio, como si todos aquellos movimientos le resultaran
ajenos y forzados.
Al bajar del avión, Gabriel se sumó a la cola de pasajeros que se disponían a
someterse al control de pasaportes. El agente de aduanas, un sij barbudo que llevaba
un turbante azul ultramar, examinó el suyo con el escepticismo que merecía, y
después, tras sellárselo con un golpe seco, le dio la bienvenida a Gran Bretaña.
Gabriel se lo guardó de nuevo en el bolsillo del abrigo y se dirigió al vestíbulo de
llegadas, donde un agente del MI5 llamado Nigel Whitcombe lo esperaba solo, entre
la multitud, sosteniendo un cartel mustio de papel en el que se leía MR. BAKER.
Whitcombe era uno de los acólitos de Graham Seymour, encargado, sobre todo, de
las misiones extraoficiales. Tendría unos treinta y cinco años, aunque parecía un
adolescente metido a la fuerza en la edad adulta. Sus mejillas, coloradas y lampiñas,
se combinaban con la sonrisa fugaz que le dedicó al estrecharle la mano, inocente
como un cura de pueblo. Su aspecto benévolo se había revelado todo un punto a su
favor en el MI 5, pues ocultaba una mente tan astuta y retorcida como la de cualquier
terrorista o delincuente profesional.

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A causa de la naturaleza secreta de la visita de Gabriel, Whitcombe se había
trasladado hasta Heathrow en su coche particular, un Astra Vauxhall. Conducía con la
destreza y la velocidad propias de quien dedica sus fines de semana a participar en
rallies. De hecho, hasta que llegaron a West Cromwell Road, el velocímetro no bajó
de las ochenta millas.
—Por suerte estamos cerca de un hospital —comentó Gabriel.
—¿Por qué?
—Porque, si no frena un poco, vamos a necesitarlo.
Whitcombe levantó algo el pie del acelerador, solo un poco.
—¿Existe alguna posibilidad de que hagamos escala en Harrods para tomar un té?
—Me han ordenado que lo lleve directamente a su destino.
—Era broma, Nigel.
—Sí, lo sé.
—¿Sabe por qué estoy aquí?
—No —respondió Whitcombe—, pero debe de tratarse de algo urgente. No había
visto a Graham así desde…
Se interrumpió.
—¿Desde cuándo? —preguntó Gabriel.
—Desde el día en que un terrorista suicida se inmoló haciendo estallar los
explosivos que llevaba encima en Covent Garden.
—Qué tiempos aquellos —comentó Gabriel, sombrío.
—Esa fue una de nuestras mejores operaciones, ¿no cree?
—Salvo por el final.
—Esperemos que esta, sea lo que sea, no termine de la misma manera.
—Esperemos —coincidió Gabriel.
Tras abrirse paso con pericia entre la maraña de tráfico de Hyde Park Córner,
Whitcombe dejó atrás el palacio de Buckingham y se dirigió hacia Birdcage Walk.
Cuando pasaban frente a Wellington Barracks, pulsó una tecla de su teléfono móvil,
murmuró algo sobre la entrega de un paquete y colgó al momento. Dos minutos
después, en Old Queen Street, se detuvo junto a una limusina de Jaguar aparcada.
Sentado en el asiento trasero, con cara de haber cenado mal en su club, estaba
Graham Seymour.
—Supongo que no tendrás algo parecido a un traje —le preguntó a Gabriel
cuando este se sentó a su lado.
—Lo tenía —replicó—, pero British Airways me ha perdido el equipaje.
Seymour frunció el ceño, miró al chófer y dijo:
—Al número 10.
La casa que ocupaba el número 10 de Downing Street, tal vez la dirección más
conocida del mundo, era custodiada, en otro tiempo, por dos policías normales y
corrientes de la ciudad de Londres; uno montaba guardia frente a la anodina puerta
negra, y el otro lo hacía en el vestíbulo, sentado en una cómoda silla de cuero. Pero la

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situación cambió cuando el IRA Provisional atacó con morteros la residencia del
primer ministro en febrero de 1991. Se instalaron barreras de seguridad en el acceso a
la calle desde Whitehall, y miembros fuertemente armados del Grupo de Protección
Oficial Diplomática de Scotland Yard relevaron a los dos policías municipales.
Downing Street, como la Casa Blanca, era ahora un campamento fortificado, visible
solo a través de los barrotes de una verja.
En sus orígenes, el número 10 no era una casa, sino tres: una residencia urbana,
una casa de campo y una amplia mansión del siglo XVI conocida como «La casa de
atrás», que servía de vivienda a ciertos miembros de la familia real. En 1732, el rey
Jorge II le ofreció la finca a sir Robert Walpole, el primero en ejercer de primer
ministro, aunque nominalmente no ostentara el cargo. Fue él quien decidió unir las
tres casas. El resultado, en palabras de William Pitt, fue una «casa grande y rara», con
tendencia a hundirse y a agrietarse, en la que pocos primeros ministros fijaban su
residencia. Hacia finales del siglo XVIII la casa había quedado en tal estado de
abandono que el Tesoro recomendó demolerla. Y, tras el fin de la Segunda Guerra
Mundial, su estructura era ya tan endeble que se estableció un número máximo de
personas que podían ocupar a la vez la planta superior, por miedo a que el edificio se
hundiera a causa de su peso. Finalmente, muy avanzada ya la década de 1950, el
gobierno emprendió una reconstrucción laboriosa y respetuosa. Interrumpido por
huelgas de obreros y por el descubrimiento de restos medievales bajo sus cimientos,
el proyecto tardó tres años en terminarse y costó tres veces más de lo previsto. Harold
Macmillan, a la sazón primer ministro, residía entretanto en la Casa del
Almirantazgo.
Los visitantes, en su mayoría, acceden a Downing Street cruzando la valla de
seguridad de Whitehall y entran en el número 10 a través de la emblemática puerta
negra. Pero aquella noche, Graham Seymour y Gabriel lo hicieron a través de la verja
instalada en Horse Guards Road, y se metieron en la residencia franqueando el
ventanal que daba al jardín tapiado. Los esperaba en el vestíbulo una secretaria de la
oficina privada de Lancaster, una mujer recatada con aspecto de bibliotecaria que
sostenía un portafolio de piel muy pegado al pecho, como si se tratara de un escudo.
Saludó a Seymour con un movimiento de cabeza, pero evitó mirar a Gabriel a los
ojos. Inmediatamente después se volvió y los condujo por un pasillo amplio y
elegante hasta una puerta cerrada, que golpeó varias veces con los nudillos,
discretamente.
—Entre —dijo la segunda voz más conocida de Gran Bretaña, y aquella mujer
recatada los hizo pasar.

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21

10 de Downing Street

T ras toda una vida dedicada al servicio secreto, Gabriel había perdido la cuenta
de las veces en que había entrado en una habitación inmersa en una situación de
crisis. Las características del lugar, su ubicación, parecían no importar: siempre era
igual. Un hombre caminando de un lado a otro, otro mirando por la ventana, como
aturdido, y un tercero haciendo esfuerzos desesperados por aparentar calma, por
fingir control de la situación, por más que todo esté descontrolado. En ese caso, la
habitación era la Sala Blanca del número 10 de Downing Street. El hombre que
caminaba de un lado a otro era Simon Hewitt; el que miraba por la ventana, Jeremy
Fallon; y el que intentaba aparentar calma, el primer ministro, Jonathan Lancaster.
Estaba sentado en uno de los sofás enfrentados, frente a la chimenea. Sobre la mesa
baja, rectangular, que tenía delante, reposaba un teléfono móvil, el que habían dejado
en Hyde Park la noche anterior. Lancaster lo miraba como si fuera ese aparato, y no
Madeline Hart, la causa de la situación en la que se encontraba.
Se levantó y se acercó a Gabriel y a Seymour con la cautela del hombre que cruza
la cubierta de un velero en medio de una tempestad. Las cámaras de televisión no
hacían justicia a aquel hombre: era más alto de lo que Gabriel había imaginado y, a
pesar de la tensión del momento, más atractivo.
—Soy Jonathan Lancaster —dijo, de manera algo absurda, al tiempo que le
estrechaba la mano a Gabriel con la suya, grande, decidida—. Ya era hora de que nos
conociéramos, aunque habría preferido que las circunstancias fueran otras.
—Yo también, primer ministro.
Gabriel pretendía que su comentario expresara empatía, pero el ceño fruncido de
Lancaster le hizo saber que este se lo había tomado como un reproche a su conducta.
Le soltó la mano al momento y, con un gesto, les señaló a los otros dos hombres que
ocupaban la sala.
—Entiendo que conocen a estos caballeros —dijo, tras reponerse un poco—. El
que se dedica a desgastar mi alfombra es Simon, mi portavoz. Y ese otro de ahí es
Jeremy Fallon. Jeremy es mi cerebro, si hay que creer lo que dicen los periódicos.
Simon Hewitt dejo de caminar un instante y los saludó, asintiendo vagamente en
dirección a Gabriel. Sin americana, arremangado, con la corbata aflojada, parecía un
periodista al que estuvieran a punto de cerrar la edición de su periódico y que todavía
no hubiera redactado dos líneas de su artículo. Por su parte, Jeremy Fallon, que no se
había movido de la ventana, estaba vestido con todas sus prendas, y abotonado hasta
el cuello. De él se había escrito que se consideraba a sí mismo primer ministro hasta

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que se miraba en el espejo. Casi sin barbilla, con su pelo lacio y su piel cetrina, su
imagen lo cualificaba más para las alcantarillas de la política.
Ya solo quedaba el teléfono móvil. Sin decir nada, Gabriel lo levantó de la mesilla
de centro y revisó el registro de llamadas, que le mostró que el aparato solo había
recibido una: la que se había efectuado mientras Gabriel y Keller estaban en la
terminal del ferry, en Marsella.
—¿Quién ha hablado con él?
—Yo —respondió Fallon.
—¿Y cómo era su voz?
—No era real.
—¿Generada por ordenador?
Fallon asintió.
—¿A qué hora se supone que volverá a llamar?
—A medianoche.
Gabriel apagó el teléfono, le quitó la batería y la tarjeta SIM y dejó ambas cosas
sobre la mesa.
—¿Qué se supone que ha de ocurrir a las doce?
Fue Lancaster el encargado de responder.
—Quiere una respuesta: sí o no. Sí significa que acepto pagar los diez millones de
euros en efectivo a cambio de Madeline y de la promesa de que el vídeo no se
divulgará nunca. Si digo que no, Madeline morirá y todo saldrá a la luz.
Evidentemente —añadió, soltando el aire sonoramente— no tengo más remedio que
plegarme a sus exigencias.
—Ese sería el mayor error de su vida, primer ministro.
—El segundo.
Lancaster se sentó en el sofá y se cubrió su famoso rostro con una mano. Gabriel
pensó en la gente que había visto por las calles de Londres esa tarde, en toda aquella
gente que iba y venía, ocupada en sus cosas, ajena al hecho de que su primer ministro
se encontraba, en ese momento, paralizado por el escándalo.
—¿Qué otra opción tengo? —preguntó Lancaster tras un momento.
—Todavía puede acudir a la policía.
—Ya es demasiado tarde para eso.
—En ese caso, tendrá que negociar.
—Él ha dicho que no negociará. Ha dicho que la matará si no acepto pagarle los
diez millones.
—Eso lo dicen siempre. Pero, hágame caso, primer ministro, si usted acepta, se
enfadará.
—¿Conmigo?
—Consigo mismo. Creerá que se ha equivocado pidiéndole solo diez millones. Y
volverá para pedirle más dinero. Y si usted acepta pagárselo, volverá a por más. Lo
dejará seco, millón a millón, hasta que no le quede nada.

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—¿Y qué sugiere usted?
—Que esperemos a que suene el teléfono. Cuando eso pase, le diremos que le
daremos un millón, y que lo tome o lo deje. Cuando colguemos, esperaremos a que
nos vuelva a llamar.
—¿Y si no vuelve a llamar? ¿Y si la mata?
—No lo hará.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque ha invertido demasiado tiempo, demasiado esfuerzo, demasiado dinero.
Para él, esto es un negocio, nada más. Y usted debe actuar del mismo modo. Debe
abordar este caso como cualquier otra negociación dura. No hay atajos. Tiene que
cansarlo. Tiene que ser paciente. Solo así conseguiremos recuperarla.
En la sala se hizo un gran silencio. Jeremy Fallon había abandonado su posición
en la ventana y contemplaba un cuadro, un paisaje urbano de Londres obra de Turner,
como si lo viera por primera vez. Graham Seymour, por su parte, parecía haber
desarrollado un interés apasionado por la alfombra.
—Aprecio su consejo —dijo Lancaster al fin—, pero hemos… —Se interrumpió
y entonces, de manera deliberada, eligió otra persona del verbo—: He decidido darles
lo que quieren. Es mi comportamiento indigno el que ha llevado a Madeline a ser
secuestrada. Y estoy obligado a hacer todo lo que sea necesario para que vuelva a
casa sana y salva. Eso es lo honorable, por ella y por el cargo que ocupo.
Parecían unas frases escritas por Fallon y, a juzgar por el gesto de satisfacción que
apareció en su poco agraciado rostro, así debía de ser.
—Honorable, tal vez —dijo Gabriel—. Sensato, no.
—Discrepo —insistió Lancaster—. Y Jeremy también.
—Con el debido respeto —prosiguió Gabriel, volviéndose hacia el aludido—:
¿Cuándo fue la última vez que negoció con éxito la liberación de un rehén?
—Creo que convendrá conmigo —replicó Fallon— en que no nos encontramos
ante un secuestro ordinario. El blanco de la extorsión es el primer ministro del Reino
Unido. Y en ningún caso puedo permitir que se vea incapacitado por una negociación
larga y agotadora.
Fallon había pronunciado aquellas palabras en voz baja y con la confianza
suprema de quien está acostumbrado a susurrar instrucciones al oído de uno de los
hombres más poderosos del mundo. Se trataba de una imagen captada en numerosas
ocasiones por los medios de comunicación británicos. Por eso, habitualmente, los
dibujantes de viñetas representaban a Fallon como a un titiritero, y a Jonathan
Lancaster como a la marioneta que él movía a su antojo.
—¿Y de dónde van a sacar el dinero? —preguntó Gabriel.
—Varios amigos del primer ministro han aceptado prestárselo hasta que él esté en
posición de devolvérselo.
—Debe de ser agradable contar con amigos así. —Gabriel se puso en pie—.
Según parece, lo tienen todo bajo control. Lo único que les hace falta ahora es

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encontrar a alguien que haga entrega del dinero. Les recomiendo, eso sí, que busquen
a alguien bueno porque, si no, dentro de unos días, volverán a reunirse en esta sala a
esperar que el teléfono suene de nuevo.
—¿Tiene algún candidato? —le preguntó Lancaster.
—Solo uno —respondió él—. Pero me temo que no está disponible.
—¿Por qué?
—Porque tiene que coger un avión.
—¿Cuándo sale el próximo vuelo a Ben Gurión?
—A las ocho de la mañana.
—Entonces supongo que no le importará quedarse un poco más, ¿verdad?
Gabriel vaciló.
—No, primer ministro. Supongo que no.
Pasaban ya unos pocos minutos de las diez. A Gabriel no le apetecía lo más
mínimo pasarse las dos horas siguientes encerrado con un político cuya carrera estaba
a punto de saltar por los aires, por lo que bajó a la cocina y asaltó la nevera del
primer ministro. La cocinera encargada del turno de noche, una señora oronda de
unos cincuenta años y con cara de querubín, le preparó una bandeja de sándwiches y
una tetera, y se dedicó a observarlo mientras comía, como si temiera que pudiera
quedar desnutrido. Sabía muy bien que no debía preguntar sobre la naturaleza de su
visita. Eran pocas las personas que acudían al número 10 de Downing Street a
aquellas horas de la noche vestidas con prendas baratas adquiridas en unos grandes
almacenes de Marsella.
A las once, Graham Seymour bajó a la cocina con aspecto cansado y gesto de
preocupación. Declinó el ofrecimiento de la cocinera; no tenía hambre, dijo, pero acto
seguido procedió a devorar los restos del sándwich de huevo y eneldo de Gabriel.
Después, los dos hombres salieron a caminar por el jardín cerrado. Todo estaba en
silencio salvo por algún que otro chasquido de las radios de los policías, y por el
rumor lejano del tráfico, que circulaba sobre una Horse Guards Road mojada de
lluvia. Seymour se sacó del bolsillo de la gabardina un paquete de cigarrillos y,
nervioso, encendió uno.
—No sabía que firmaras —dijo Gabriel.
—Helen me obligó a dejarlo hace unos años. Yo intenté que ella dejara de
cocinar, pero se negó.
—Por lo que se ve, es buena negociadora. Tal vez deberíamos dejar que fuera ella
la que tratara con Paul.
—Sí, seguro que en ese caso el tipo no tendría la menor posibilidad de salirse con
la suya. —Seymour soltó el humo apuntando hacia el cielo sin estrellas, y lo vio
alejarse más allá de la tapia del jardín—. Tal vez te equivoques. Ya sabes. Tal vez
todo vaya bien y Madeline esté de vuelta, sana y salva, mañana por la noche.
—Y también es posible que, un día de estos, Gran Bretaña vuelva a controlar sus
colonias americanas —dijo Gabriel—. Es posible, pero poco probable.

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—Diez millones de euros son mucho dinero.
—Pagarlos es la parte fácil —sentenció Gabriel—. Conseguir que el rehén vuelva
a casa con vida ya es otra cosa. La persona que entregue el dinero debe ser un
profesional con experiencia. Y tiene que estar preparado para no seguir adelante con
el trato si le parece que los secuestradores intentan secuestrarlo. —Hizo una pausa, y
añadió—: No es trabajo para indecisos.
—¿Hay alguna posibilidad de que te plantees hacerlo tú?
—En las actuales circunstancias —respondió Gabriel—, ninguna.
—Tenía que preguntártelo.
—¿Quién te ha pedido que lo hagas?
—¿Tú qué crees?
—¿Lancaster?
—De hecho, ha sido Jeremy Fallon. Le has causado una honda impresión.
—No la suficiente para conseguir que me haga caso.
—Está desesperado.
—Precisamente por eso no debería ni acercarse a ese teléfono.
Seymour arrojó el cigarrillo al césped húmedo y lo aplastó con el zapato. Después
condujo a Gabriel al interior de la residencia, hasta la Sala Blanca. Nada había
cambiado: un hombre caminando de un lado a otro, el otro mirando sin ver por la
ventana, y un tercero intentando desesperadamente aparentar control, aunque no lo
tuviera. El teléfono seguía desmontado sobre la mesa. Gabriel insertó la batería y la
tarjeta SIM y conectó el aparato. Se sentó en el sofá, frente a Jonathan Lancaster, y
esperó a que sonara.
La llamada se produjo a las doce en punto. Fallon había subido el volumen al
máximo, y había activado también la función de vibración, por lo que el teléfono
empezó a deslizarse sobre la superficie de la mesa, como movido por un seísmo por
lo demás imperceptible. Hizo ademán de cogerlo, pero Gabriel alargó la mano y lo
sostuvo durante diez segundos interminables, antes de soltarlo. Fallon lo agarró de
inmediato y se lo acercó al oído. Entonces, con la mirada fija en Lancaster, dijo:
—Acepto sus condiciones.
La llamada habría sido grabada, sin duda, por el GCHQ, el servicio británico de
escuchas, y permanecería almacenada en sus bases de datos hasta el fin de los
tiempos.
Durante los siguientes cuarenta y cinco segundos, Fallon no dijo nada. Sin apartar
la mirada de Lancaster, se sacó una estilográfica del bolsillo y garabateó unas líneas
ilegibles en un cuaderno. Gabriel oía el sonido de aquella voz generada por
ordenador, aguda, artificial, que ponía los acentos donde no correspondía.
—No —dijo Fallon finalmente, contagiándose de aquella entonación forzada—.
Eso no será necesario. —Y después, en respuesta a otra pregunta, añadió—: Sí, claro.
Tiene nuestra palabra.
Después siguió otro silencio, durante el que su mirada pasó de Lancaster a

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Gabriel, antes de regresar al primer ministro.
—Tal vez eso no sea posible —dijo tentativamente—. Tendría que preguntarlo.
Y entonces se cortó la llamada. Fallon apagó el teléfono.
—¿Y bien? —preguntó Lancaster.
—Quiere que transportemos el dinero en dos maletas negras con ruedas. Nada de
dispositivos de seguimiento, nada de bombas de tinta, nada de policía. Volverá a
llamar mañana a mediodía para decirnos qué tenemos que hacer.
—No le ha pedido ninguna prueba de que esté viva.
—No me ha dado la oportunidad.
—¿Ha expresado alguna exigencia adicional?
—Solo una —respondió Fallon—. Quiere que sea usted quien lleve el dinero. Si
no lo lleva Gabriel, no hay chica.

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22

Londres

P asaban unos minutos de la una de la madrugada cuando Gabriel, finalmente,


abandonó el número 10 de Downing Street. Graham Seymour se ofreció a
llevarlo, pero a él le apetecía caminar. Llevaba meses sin pisar la ciudad, y le pareció
que el aire húmedo de la noche le sentaría bien. Cruzó la valla de seguridad que,
desde la zona trasera de la residencia, daba a Horse Guards Road, y se dirigió hacia el
oeste, atravesando parques vacíos, hasta llegar a Knightsbridge. Una vez allí siguió
por Brompton Road, hasta South Kensington. El número de la calle al que se dirigía
lo tenía almacenado en uno de los cajones de su prodigiosa memoria: Victoria Road,
59, la última dirección conocida del desertor del SAS y asesino a sueldo llamado
Christopher Keller.
Se trataba de una casa pequeña, sólida, con verja de hierro forjado y unos bonitos
peldaños que llevaban a la puerta principal. El pequeño jardín delantero estaba
cubierto de flores, y a través de la ventana del salón se veía la luz de una sola lámpara
encendida. La cortina estaba algo descorrida y, a través de aquella abertura, Gabriel
vio a un hombre, el doctor Robert Keller, sentado muy recto en un sillón orejero,
leyendo, o durmiendo, no podía determinarlo. Era algo más joven que Shamron pero,
aun así, no le quedaba ya mucha vida por delante. Durante veinticinco años había
sufrido creyendo que su hijo estaba muerto, un dolor que Gabriel conocía demasiado
bien. Keller había sido muy cruel con sus padres actuando así, pero no le
correspondía a él reparar aquella injusticia. Así que permaneció ahí, en la calle vacía,
con la esperanza de que aquel anciano percibiera de algún modo su presencia. Y,
mentalmente, le dijo que su hijo era un hombre con defectos, que había hecho cosas
malas por dinero, pero que también era decente, honorable y valiente, y que estaba
vivito y coleando.
Poco después la luz de la lámpara se apagó, y el padre de Keller desapareció de su
vista. Gabriel se volvió y se encaminó hacia Kensington Road. Cuando se acercaba a
Queen’s Gate, una moto lo adelantó por la derecha. Era la misma que ya había visto
cuando cruzaba Sloane Street, y que también había aparecido minutos antes, cuando
salía de Downing Street. Al principio había supuesto que el piloto era alguien del
MI5 que lo vigilaba. Pero ahora, mientras observaba la ligera línea de la espalda y la
generosa curva de las caderas, comprendió que no era el caso.
Siguió hacia el este, en paralelo a Hyde Park, viendo que la luz trasera de la moto
se hacía más pequeña, convencido de que volvería a verla pronto. No hubo de esperar
mucho: dos minutos, tal vez menos. Entonces la vio acelerando directamente hacia él.

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Pero, en vez de pasar de largo, realizó un giro de ciento ochenta grados al llegar a una
pequeña rotonda, y se detuvo. Gabriel levantó la pierna, la pasó sobre el sillín y se
agarró a su delgada cintura. Cuando la moto se puso en marcha, aspiró aquel perfume
a vainilla que conocía tan bien, y acarició fugazmente aquellos pechos cálidos,
redondeados. Cerró los ojos, en paz por primera vez en siete días.
El piso estaba situado en un edificio feo de la posguerra, en Bayswater Road.
Había sido un piso franco de la oficina en otro tiempo, pero en el bulevar Rey Saúl —
y, en realidad, también en el MI5—, ahora era conocido como el lugar de paso de
Gabriel Allon en Londres. Al entrar, colgó la llave en el gancho clavado en la puerta
de la cocina, por su parte interior, y abrió la nevera, en la que encontró un cartón de
leche fresca, media docena de huevos, una cufia de queso parmesano, champiñones,
hierbas aromáticas y una botella de pinot grigio, su favorito.
—El armario estaba vacío cuando he llegado —le informó Chiara—. Así que he
bajado a comprar cuatro cosas en el mercado de la esquina. Esperaba que pudiéramos
cenar juntos.
—¿Cuándo has llegado?
—Una hora después que tú, más o menos.
—¿Y cómo lo has conseguido?
—Estaba en las inmediaciones.
Gabriel la miró, muy serio.
—¿En qué inmediaciones?
—Francia —respondió ella sin vacilar—. En una granja que no quedaba lejos de
Cherburgo, para ser más exactos. Cuatro dormitorios, una cocina-office y unas vistas
preciosas al Canal de la Mancha.
—¿Te asignaron al equipo de recepción?
—No, no fue así.
—¿Cómo fue entonces?
—Ari intervino.
—¿De quién fue la idea?
—Suya.
—¿Ah, sí?
—Le pareció que yo sería perfecta para el trabajo, y no pude rebatírselo. En el
fondo, algo sé sobre lo que una siente cuando la secuestran y piden rescate por ella.
—Y precisamente por eso yo no habría dejado que te acercaras siquiera a
Madeline.
—De aquello hace ya muchos años, amor mío.
—No tantos.
—A mí me parece que fue en otra vida. De hecho, a veces me parece que en
realidad no ocurrió.
Cerró la nevera y besó a Gabriel con ternura. Su chaqueta de cuero conservaba
aún el frío del trayecto en moto recorriendo las calles de Londres, pero sus labios

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estaban tibios.
—Nos pasamos todo el día esperando vuestra llegada —añadió, besándolo de
nuevo—. El despacho de operaciones nos envió finalmente un mensaje informando
de que habías cogido un vuelo en Marsella con destino a Londres.
—Es curioso, porque no recuerdo haber comentado mis planes con nadie del
despacho de operaciones.
—Te controlan las tarjetas de crédito, amor mío, eso ya lo sabes. Enviaron a un
equipo de la Base de Londres a esperarte en Heathrow. Te vieron salir con Nigel
Whitcombe. Y después te vieron entrar en la residencia del primer ministro por la
puerta de atrás.
—Me sentí algo decepcionado al ver que no me hacían entrar por la principal,
pero, dadas las circunstancias, seguramente ha sido lo mejor.
—¿Qué ocurrió en Francia?
—Las cosas no salieron según lo previsto.
—¿Y ahora qué?
—El primer ministro está a punto de hacer muy rico a un hombre.
—¿Muy rico?
—Le va a pagar diez millones de euros.
—Así que sí, que en el fondo dedicarse a la delincuencia sale a cuenta.
—Por lo general, sí. Por eso hay tantos delincuentes.
Chiara se separó un poco de Gabriel y se quitó la chaqueta. Llevaba un jersey
negro ajustado de cuello alto. Se había recogido el pelo para poder ponerse el casco.
Ahora, sin apartar los ojos cansados de Gabriel, iba quitándose pasadores y
horquillas, y los mechones iban cayendo sobre sus hombros, formando una nube
cobriza y castaña.
—¿Entonces ya está? —preguntó—. ¿Podemos irnos a casa?
—No exactamente.
—¿Qué significa eso?
—Significa que alguien tiene que hacer entrega del dinero del rescate —Hizo una
pausa—. Y, después, alguien tiene que sacarla de allí.
Chiara entornó los ojos. Parecían haberse oscurecido de pronto, lo que nunca
auguraba nada bueno.
—Estoy segura de que el primer ministro puede encontrar a otro para ocuparse de
ello, a otro que no seas tú —dijo.
—Yo también estoy seguro de eso —coincidió Gabriel—. Pero me temo que no
tiene mucho que decir sobre el asunto.
—¿Y eso por qué?
—Porque los secuestradores han planteado una última exigencia esta noche.
—¿Que seas tú?
Gabriel asintió.
—Si no va Gabriel, no hay chica.

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A pesar de ser tan tarde, Chiara dijo que le apetecía cocinar algo. Gabriel se sentó
ante la diminuta mesa de la cocina, se sirvió una copa de vino y fue relatándole el
periplo que había seguido desde su marcha de Jerusalén. Si hubieran sido otra pareja,
sin duda la esposa habría mostrado incredulidad y asombro al oír aquella historia,
pero a Chiara lo único que parecía preocuparle era el punto de cocción de las
verduras, la cantidad de hierbas aromáticas que debía echar al plato. Solo en una
ocasión alzó la vista: cuando Gabriel le habló de aquella despensa vacía en el sótano
de la casa del Luberon, y de la mujer que había muerto en sus brazos. Cuando Gabriel
finalizó su relato, Chiara cogió un puñado de sal, tiró lo que consideró sobrante por el
fregadero, y echó el resto en una olla de agua hirviendo.
—Y después de eso —dijo ella— decidiste dar un paseo nocturno por South
Kensington.
—Se me pasó por la cabeza hacer una locura.
—¿Más locura que aceptar entregar los diez millones de euros del rescate a los
secuestradores, a cambio de la amante del primer ministro británico?
Gabriel no dijo nada.
—¿Quién vive en Victoria Road, 59?
—El doctor Robert Keller y su mujer.
Chiara estuvo a punto de preguntarle por qué había ido a verlos, pero ella misma
dedujo el motivo.
—¿Y qué les habrías dicho?
—Ese es el problema, ¿verdad?
Chiara dispuso unos champiñones en el centro de la tabla de cortar y empezó a
rebanarlos con gran precisión.
—Seguramente es mejor que piensen que está muerto —dijo, pensativa.
—¿Y si fuera tu hijo? ¿No te gustaría saber la verdad?
—Si lo que me preguntas es si me gustaría saber que mi hijo se gana la vida
matando a gente, la respuesta es no.
Se hizo el silencio entre los dos.
—Lo siento —dijo Chiara al cabo de un momento—. No era mi intención sonar
tan dura.
—Lo sé.
Chiara echó las láminas de champiñón en una sartén y las salpimentó.
—¿Llegó a saberlo ella?
—¿Mi madre?
Chiara asintió.
—No —dijo Gabriel—. No llegó a saberlo.
—Pero algo debió de suponerse —dijo Chiara—. Estuviste fuera tres años.
—Sabía que estaba metido en trabajos secretos, y que tenía algo que ver con lo de
Múnich. Pero nunca le conté que fui yo el que, de hecho, llevó a cabo las muertes.
—Seguro que mostró curiosidad.

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—Pues no.
—¿Por qué no?
—Lo de Múnich fue un trauma para todo el país —respondió Gabriel—, pero
especialmente para personas como mi madre, judíos alemanes que habían sobrevivido
a los campos de exterminio. Casi no se veía capaz de leer los periódicos ni de ver los
funerales por televisión. Se encerraba en su estudio y se dedicaba a pintar.
—¿Y cuando volviste a casa después de la Ira de Dios?
—Ella me vio la muerte en los ojos. —Hizo una pausa—. Sabía cómo era.
—¿Y aun así tú nunca hablaste con ella del tema?
—Nunca —respondió Gabriel, negando despacio con la cabeza—. Ella nunca me
contó a mí lo que había vivido durante el Holocausto, y yo nunca le conté a ella lo
que había hecho yo en Europa durante tres años.
—¿Crees que le habría parecido bien?
—A mí no me importaba lo que pensara.
—Pues claro que te importaba, Gabriel. Tú no eres tan fatalista como te crees. Si
lo fueras, no te habrías acercado a la antigua casa de Keller en plena noche ni te
habrías quedado mirando a su padre a través de la ventana.
Gabriel no dijo nada. Chiara echó los fettuccine en el agua hirviendo y los
removió con una cuchara de madera.
—¿Y cómo es él? —preguntó.
—¿Quién? ¿Keller?
Ella asintió.
—Muy capaz, absolutamente despiadado y sin una pizca de conciencia.
—Por tu descripción, parece la persona perfecta para hacer entrega de los diez
millones de euros del rescate a los secuestradores de Madeline Hart.
—El gobierno de Su Majestad vive convencido de que Keller está muerto.
Además —añadió Gabriel—, los secuestradores han pedido específicamente que sea
yo quien entregue el dinero.
—Precisamente por eso no te conviene en absoluto hacerlo.
Gabriel no replicó nada.
—Para empezar, ¿cómo han sabido que estabas metido en esto?
—Debieron de verme en Marsella o en Aix.
—¿Y por qué habrían de querer que un profesional como tú entregue el dinero?
¿Por qué no pedir que lo haga un tonto de Downing Street, al que podrían manejar
mucho mejor?
—Supongo que se estarán planteando matarme. Pero eso les va a costar bastante.
—¿Por qué?
—Porque estaré en posesión de diez millones de euros, un dinero del que tienen
muchísimas ganas de apoderarse, lo que implica que somos nosotros los que tenemos
la sartén por el mango.
—¿Nosotros?

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—No pensarás que voy a hacer esto yo solo. Iré con alguien que me cubra las
espaldas.
—¿Con quién?
—Con alguien muy capaz, absolutamente despiadado y sin una pizca de
conciencia.
—Creía que había vuelto a Córcega.
—Así es —corroboró Gabriel—, pero está a punto de despertarlo una llamada.
—¿Y yo qué?
—Vuelve a la casa de Cherburgo. Llevaré allí a Madeline después de pagar el
rescate. Cuando esté lista para viajar, la traeremos de nuevo a Inglaterra. Y después
nos iremos a casa.
Chiara permaneció unos instantes en silencio.
—Haces que parezca la cosa más fácil del mundo.
—Si juegan según mis reglas, lo será.
Chiara dejó en el centro de la mesa un gran cuenco con la pasta y los
champiñones humeantes, y se sentó frente a Gabriel.
—¿Ya no hay más preguntas? —dijo él.
—Solo una. ¿Qué vio la vieja de Córcega cuando tú echaste las gotas de aceite en
el agua?
Cuando terminaron de fregar los platos eran casi las cuatro de la madrugada, casi
las cinco en Córcega. Aun así, al responder la llamada de Gabriel, Keller parecía
despierto y bien alerta. Recurriendo a un lenguaje cuidadosamente codificado,
Gabriel le explicó lo que había ocurrido en Downing Street y lo que iba a ocurrir ese
día, más tarde.
—¿Puedes coger el primer vuelo a Orly? —le preguntó.
—Ningún problema.
—Alquila un coche en el aeropuerto y dirígete hacia la costa. Te llamaré en
cuanto sepa algo.
—Ningún problema.
Gabriel colgó y se tumbó en la cama, junto a Chiara, e intentó dormir, sin éxito.
Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de aquella mujer que había muerto en sus
brazos en el Luberon, en el valle de las tres casas. De modo que se quedó allí muy
quieto, escuchando el sonido de la respiración de Chiara y el rumor del tráfico en
Bayswater Road, mientras la luz grisácea de un amanecer londinense se colaba
despacio en la habitación.
Despertó a Chiara a las nueve en punto llevándole un café a la cama, y se metió
en la ducha. Al salir del baño vio a Jonathan Lancaster en la tele hablando de su
nueva y costosa iniciativa de conceder ayudas a las familias británicas con problemas.
Le maravilló su gran capacidad interpretativa: su carrera, en ese momento, pendía de
un hilo muy fino, y aun así él se veía tan impertérrito y tan revestido de autoridad
como siempre. Sí, al terminar su intervención, incluso Gabriel se convenció de que

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pagar unos cuantos millones más de libras en impuestos serviría para resolver los
problemas de la eterna clase desfavorecida de Gran Bretaña.
La siguiente noticia tenía algo que ver con una empresa energética rusa que había
adquirido el derecho de extracción de petróleo en las aguas territoriales británicas del
Mar del Norte. Gabriel apagó el televisor, se vistió y sacó la Beretta 9 mm que
guardaba en el doble fondo del armario. Entonces, después de besar a Chiara por
última vez, bajó a la calle. Junto a la acera, al volante de su Astra Vauxhall, le
esperaba ya Nigel Whitcombe. Condujo hasta el número 10 de Downing Street en un
tiempo récord, y dejó a Gabriel frente a la entrada trasera de Horse Guards Road.
—Esperemos que esta no termine como la anterior —dijo, con buen humor
fingido.
—Esperemos —coincidió Gabriel antes de entrar.

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23

10 de Downing Street

J eremy Fallon lo esperaba en el vestíbulo trasero de la residencia del primer


ministro. Le extendió a Gabriel una mano tibia, húmeda y, sin palabras, lo
condujo hasta la Sala Blanca que, en esa ocasión, estaba vacía. Gabriel se sentó sin
esperar a que nadie le invitara a hacerlo, aunque Fallon permaneció de pie. Se metió
la mano en el bolsillo y sacó las llaves de un coche alquilado.
—Es un Passat sedán, como solicitó. Si pudiera devolverlo entero, le estaría
eternamente agradecido. Yo no soy tan rico como el primer ministro.
Se rio fugazmente de su propio comentario y, al hacerlo, Gabriel comprendió por
qué aquel hombre no sonreía más a menudo: tenía los dientes de barracuda.
Le entregó las llaves a Gabriel, junto con el tique de un aparcamiento.
—Está en la Victoria Station. Se entra por…
—Eccleston Street.
—Lo siento —dijo Fallon en tono sincero—. A veces olvido con quién estoy
hablando.
—Yo no.
Fallon no dijo nada.
—¿De qué color es el coche?
—Gris isla.
—¿Qué coño es Gris isla?
—La isla no debe de ser muy bonita, porque el coche es bastante oscuro.
—¿Y el dinero?
—Está en el maletero. En dos maletas, tal como pidieron.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Desde primera hora de esta mañana. Lo he llevado yo mismo.
—Espero que siga en el mismo sitio.
—¿El dinero o el coche?
—Las dos cosas.
—¿Lo dice en broma?
—No —respondió Gabriel.
Fallon frunció el ceño y se sentó frente a Gabriel. Se miró las uñas. Las tenía muy
mordidas.
—Le debo una disculpa por mi comportamiento de ayer noche —dijo, tras un
silencio—. Solo actuaba para garantizar lo que me parecía que iba en interés de mi
primer ministro.

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—Yo también —replicó Gabriel.
Fallon pareció sorprenderse. Como le ocurría a la mayoría de los hombres
poderosos, él tampoco estaba acostumbrado a que le hablaran con sinceridad.
—Graham Seymour ya me advirtió de que en ocasiones podía resultar muy
directo.
—Solo cuando hay vidas en juego —dijo Gabriel—. Y en cuanto me ponga al
volante de ese coche, la mía correrá peligro. Lo que significa que, a partir de ese
momento, seré yo quien tome todas las decisiones.
—No hace falta que le recuerde que todo este asunto ha de terminar de la manera
más discreta posible.
—No, no hace falta. Porque, si no es así, el primer ministro no será el único que
pagará el precio.
La única respuesta de Fallon fue consultar la hora. Eran las 11.40, veinte minutos
antes de que, según lo previsto, sonara el teléfono. Se puso en pie. Su aspecto era el
de un hombre que llevaba muchos días durmiendo mal.
—El primer ministro se encuentra en la Sala del Gabinete, reunido con el
secretario de Exteriores. Se supone que yo debo incorporarme al encuentro en unos
minutos. Después lo traeré hasta aquí para que esté presente durante la llamada.
—¿Sobre qué trata la reunión?
—Sobre la política británica en relación con el conflicto árabe-israelí.
—Pues no se olviden de quién va a llevar el dinero.
Fallon esbozó otra de sus espantosas sonrisas y se dirigió con paso cansado hacia
la puerta.
—¿Usted lo sabía? —preguntó Gabriel.
Fallon se volvió despacio.
—¿Saber qué?
—Que Lancaster y Madeline tenían una aventura.
Fallon vaciló antes de responder.
—No —dijo al fin—. No lo sabía. De hecho, jamás hubiera pensado que haría
algo que pudiera poner en peligro todo aquello por lo que habíamos trabajado. Y lo
más irónico del caso —añadió— es que yo fui el imbécil que los presentó.
—¿Y por qué lo hizo?
—Porque Madeline era parte integral de nuestra operación política. Y porque era
una mujer de una inteligencia y una capacidad extraordinarias, una mujer con un
futuro sin límites.
A Gabriel le sorprendió que hablara en pasado de una colega desaparecida. A
Fallon tampoco le pasó por alto lo que acababa de decir.
—No es por eso —dijo.
—¿Entonces por qué es?
—No estoy seguro. —Aquellas eran tres palabras que no pronunciaba a menudo
—. Pero no creo probable que vuelva a ser la misma persona después de algo así, ¿no

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le parece?
—Los seres humanos somos más fuertes y resistentes de lo que usted cree, sobre
todo las mujeres. Con la ayuda adecuada, podría retomar su vida normal. Pero tiene
razón sobre una cosa —añadió Gabriel—. No volverá a ser la misma persona.
Fallon se dirigió hacia la puerta.
—¿Necesita algo más? —preguntó, volviendo la cabeza.
—Dormir unas horas.
—¿Cómo lo toma?
—Con leche y sin azúcar.
Fallon salió y cerró la puerta. Gabriel se puso en pie y se acercó al paisaje de
Turner. Permaneció un rato frente a él, con una mano en la barbilla y la cabeza
ligeramente ladeada. Eran las 11.43 y faltaban diecisiete minutos para que sonara el
teléfono.
Fallon regresó justo antes de las doce, acompañado de Jonathan Lancaster. El
cambio en el aspecto del primer ministro era notable: no quedaba nada del Lancaster
al que Gabriel había visto por televisión aquella mañana, del político seguro de sí
mismo que había prometido reparar el tejido de la sociedad británica. El que aparecía
ahora por la puerta era un hombre cuya vida y cuya carrera estaban en peligro
inminente de desembocar en el escándalo político más espectacular de la historia
británica. Era evidente que Lancaster no podría resistir mucho más sin ponerse en
evidencia.
—¿Seguro que quiere estar presente? —le preguntó Gabriel estrechándole la
mano.
—¿Y por qué no habría de querer?
—Porque tal vez no le guste todo lo que oiga.
Lancaster se sentó, dejando claro que no tenía la menor intención de ir a ninguna
parte. Fallon se sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y lo dejó sobre la mesa de
centro. Gabriel extrajo al momento la batería, dejando al descubierto el número de
serie oculto en el interior del aparato y, con su BlackBerry, le tomó una foto.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Lancaster.
—Con toda probabilidad, los secuestradores me pedirán que deje este teléfono en
un lugar en el que nadie lo encuentre nunca.
—¿Y entonces por qué lo fotografía?
—Para la aseguradora —respondió Gabriel.
Se guardó la BlackBerry en el bolsillo y conectó el aparato facilitado por los
secuestradores. Eran las 11.57. Ya no había nada más que hacer, salvo esperar. A
Gabriel se le daba muy bien esperar: según sus cálculos, se había pasado más de la
mitad de la vida esperando. Esperando un tren o un avión. Esperando una fuente.
Esperando que saliera el sol tras una noche de muertes. Esperando a que los médicos
le dijeran si su mujer sobreviviría o si moriría. Creía que su serenidad tranquilizaría a
Lancaster, pero parecía tener el efecto contrario. El primer ministro miraba sin

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parpadear la pantalla del teléfono. A las 12.03 todavía no había sonado.
—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —preguntó finalmente, desesperado.
—Intentan que se ponga nervioso.
—Pues la verdad es que les está saliendo muy bien.
—Por eso voy a hablar yo.
Pasó otro minuto sin llamada. Entonces, a las 12.05, el teléfono sonó y empezó a
moverse por la mesa. Gabriel lo levantó y se fijó en la identidad del emisor mientras
el aparato le vibraba en la mano. Como suponía, en esa ocasión usaban otro número
de teléfono. Levantó la tapa y, con voz sosegada, preguntó:
—¿Qué desea?
Hubo una pausa, durante la que Gabriel oyó el repiqueteo de un teclado. Entonces
oyó una voz robotizada.
—¿Quién es? —preguntó.
—Usted ya sabe quién soy —respondió Gabriel—. Pongámonos en marcha. Mi
chica lleva mucho tiempo esperando este día. Quiero acabar con esto lo antes posible.
Se hizo otro silencio y volvió a oírse teclear. Entonces la voz preguntó:
—¿Tiene el dinero?
—Lo estoy mirando en este momento —respondió Gabriel—. Diez millones de
euros, sin marcar, no consecutivos, sin tintes… Todo lo que han pedido. Espero que
cuenten con un buen banco sin escrúpulos a su disposición, porque van a necesitarlo.
Dedicó una mirada breve a Lancaster, que parecía morder algo que tuviera en el
interior de la mejilla. En cuanto a Fallon, se diría que había dejado de respirar.
—¿Está listo para recibir las instrucciones? —preguntó la voz tras otra ráfaga de
tecleo.
—Lo estoy desde hace varios minutos —respondió Gabriel.
—¿Tiene algo con lo que escribir?
—Usted diga —soltó él, impaciente.
—¿Está en Londres?
—Sí.
—¿Tiene coche?
—Sí, claro.
—Tome el ferry de las cuatro cuarenta que sale de Dover hacia Calais. Cuarenta
minutos después de zarpar, arroje este móvil por la borda al Canal de la Mancha.
Cuando llegue a Calais, diríjase al parque de la calle Richelieu. ¿Lo conoce?
—Sí, lo conozco.
—Hay una papelera en su extremo noreste. El nuevo teléfono estará fijado abajo
con cinta adhesiva. Cuando lo tenga, regrese al coche. Nosotros le llamaremos y le
diremos dónde debe ir después.
—¿Algo más?
—Venga solo, nada de apoyos, nada de policía. Y no pierda el ferry de las cuatro
cuarenta. Si lo pierde, la chica morirá.

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—¿Ya ha terminado?
Se hizo el silencio en el otro extremo de la línea. Ni voz robotizada ni ruido de
teclado.
—Supongo que eso es un sí —dijo Gabriel—. Ahora escúcheme a mí, porque
solo lo diré una vez. Este es su gran día. Han trabajado muy duro, y el final está ya
muy cerca. Pero no lo estropeen con alguna tontería. A mí lo único que me interesa es
traer a la chica sana y salva. Esto es un negocio, nada más. Hagamos las cosas como
caballeros.
—Nada de policía —afirmó la voz con unos segundos de retraso.
—Nada de policía —repitió Gabriel—. Pero déjeme decirle una cosa más. Si
intenta hacerle daño a Madeline, o hacérmelo a mí, mis servicios descubrirán quién es
en realidad. Y lo perseguirán, y lo matarán. ¿Está claro?
Esa vez no hubo respuesta.
—Y otra cosa —añadió Gabriel—. No vuelva a hacerme esperar cinco minutos
antes de llamar. Si lo hace, nuestro acuerdo se cancela.
Dicho esto, cortó la llamada y miró a Jonathan Lancaster.
—Creo que ha ido bien. ¿Usted no, primer ministro?
No es habitual ver a un hombre salir del número 10 de Downing Street llevando
pantalones vaqueros y chaqueta de cuero, pero eso fue exactamente lo que ocurrió a
las 12.17 de aquel mediodía lluvioso de octubre. Habían transcurrido cinco semanas
desde la desaparición de Madeline Hart en la isla de Córcega, ocho días desde que su
fotografía y su vídeo habían llegado a casa del asesor de prensa Simon Hewitt, y doce
horas desde que el primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del
Norte había aceptado pagar diez millones de euros de rescate para asegurarse de que
la joven regresaría a casa sana y salva. El policía que montaba guardia en el vestíbulo
principal no sabía nada de todo ello, por supuesto. Ni se percató de que el hombre
vestido de ese modo tan poco habitual era el espía y justiciero Gabriel Allon. Ni vio
que, bajo la chaqueta de cuero, llevaba una Beretta semiautomática cargada. Por ello,
se limitó a desearle buenos días y a ver cómo se alejaba por Downing Street en
dirección a la verja de seguridad de Whitehall. Al franquearla, una cámara le tomó
una fotografía. Eran las 12.19.
Jeremy Fallon había dejado el Passat en una zona descubierta del aparcamiento de
Victoria Station. Gabriel se acercó a él como siempre se acercaba a los coches que no
eran suyos, despacio y con cierta aprensión. Lo rodeó una vez, como inspeccionando
la chapa en busca de arañazos, y a continuación, deliberadamente, tiró las llaves al
suelo de adoquines rojos. Al agacharse a recogerlas echó un vistazo por debajo de la
carrocería. Como no vio nada que se saliera de lo común, se puso en pie y abrió el
maletero. El portón se levantó despacio, mostrando su contenido: dos maletas de
nailon barato. Hizo correr la cremallera de una de ellas, miró dentro y vio hileras y
más hileras de billetes de cien euros en paquetes compactos.
Para lo que solía ser Londres, el tráfico a esa hora era solo ligeramente

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catastrófico. Gabriel cruzó el puente de Chelsea a la una en punto, y media hora
después ya había dejado atrás los barrios periféricos del sur de la ciudad y circulaba a
toda prisa por la autopista M25. A las dos puso la radio para escuchar el boletín
informativo de Radio Four. Poco había cambiado desde la mañana: Lancaster seguía
hablando de sanar los males de los pobres británicos, y la empresa rusa seguía
pensando en buscar petróleo en el Mar del Norte. No se mencionaba a Madeline Hart,
ni se decía nada de un hombre en vaqueros y chaqueta de cuero a punto de pagar diez
millones de euros por su rescate a unos secuestradores. A continuación llegó la
previsión meteorológica, según la cual las condiciones iban a empeorar rápidamente a
lo largo de la tarde, con lluvias fuertes y peligrosos vientos en la zona del Canal de la
Mancha. Apagó la radio y, en un gesto mecánico, acarició el amuleto corso que
llevaba al cuello. Cuando esté muerta, oyó decir a la anciana. Entonces sabréis la
verdad.

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24

Dover, Inglaterra

C uando Gabriel se incorporó a la M20 empezaba a diluviar. Sin apenas disminuir


la velocidad, dejó atrás Maidstone, Lenham Heath y Ashford, y llegó al puerto
de Folkestone a las tres y media. Una vez allí tomó la A20 y siguió hacia el este,
cruzando una llanura interminable de los prados más verdes que había visto en su
vida. Finalmente, remontó una colina baja y el mar apareció, oscuro y salpicado de
crestas blancas. La travesía prometía ser desagradable.
A medida que la carretera descendía hacia el frente marítimo de Dover, Gabriel
atisbo por primera vez una zona de acantilados, blancos como la tiza, recortados
contra un fondo de nubarrones grises. El camino hacia el ferry estaba claramente
señalizado. Gabriel entró en la terminal y confirmó su reserva sin quitar la vista de
encima al Passat en ningún momento. Después, ya con el billete en la mano, volvió a
ponerse al volante y se unió a la cola de vehículos que esperaban para embarcar. «Y
no pierda el ferry de las cuatro cuarenta. Si lo pierde, la chica morirá…». Solo había
un motivo para exigir algo así, pensó Gabriel. Ahora los secuestradores lo estaban
vigilando.
Según la normativa, los pasajeros no podían permanecer en sus vehículos durante
la travesía. Gabriel se planteó por un momento la posibilidad de llevarse las maletas,
pero llegó a la conclusión de que tener que arrastrarlas por las zonas de pasajeros lo
haría vulnerable. Así que cerró el coche lo mejor que pudo, comprobó dos veces que
tanto el maletero como las cuatro puertas estuvieran bien cerrados, y se dirigió al
salón de pasajeros. Cuando el ferry zarpó del muelle, se acercó al bar y pidió un té y
un bollo. En el exterior, el cielo se encapotaba cada vez más, y a las 5.15 ya no se
veía el mar. Gabriel permaneció en su asiento cinco minutos más. Después se levantó
y se dirigió a un rincón aislado de la cubierta de observación, azotada por el viento.
Ningún pasajero le siguió y, por tanto, ninguno le vio tirar un teléfono móvil por la
borda.
Gabriel tampoco vio, ni oyó, cómo el aparato alcanzaba la superficie del mar.
Permaneció en cubierta dos minutos más antes de regresar a su asiento del salón. Y
allí permaneció, obligándose a recordar todos los rostros de las personas que lo
rodeaban, hasta que por megafonía llegó el anuncio que, primero en inglés y después
en francés, informaba a los pasajeros de que era hora de regresar a sus vehículos.
Gabriel se aseguró de ser el primero en llegar a la bodega. Abrió el maletero y
comprobó que las maletas seguían en su lugar, llenas de dinero. Después se subió al
coche y fue viendo llegar a los demás conductores. En la fila contigua a la suya, una

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mujer abría la puerta de un Peugeot pequeño. Era rubia, de pelo corto, peinada casi
como un chico. Tenía la cara en forma de corazón. Pero a Gabriel le llamó la atención
algo más: era la única pasajera del barco que llevaba guantes.
Clavó la vista al frente, y puso las dos manos en el volante.
Era ella. Estaba seguro.
Calais era una ciudad costera fea, medio inglesa, medio alemana, apenas francesa.
La calle Richelieu se encontraba a menos de un kilómetro de la terminal de los barcos
de pasajeros, en un quartier conocido como Calais-Nord, una isla octogonal,
artificial, salpicada de canales y puertos. Gabriel aparcó frente a unas casas blancas y
se dirigió hacia el parque, observado por tres afganos ataviados con pesados abrigos y
sus tradicionales gorros pakul. Se trataba, seguramente, de emigrantes por razones
económicas que buscaban la ocasión para colarse ilegalmente en alguna embarcación
que los llevara a Gran Bretaña. En otro tiempo había llegado a haber un gran
campamento en las dunas de arena de la playa, desde donde, en días despejados,
veían los acantilados blancos de Dover centellando desde el otro lado del canal. Las
gentes respetables de Calais, feudo del Partido Socialista, se referían a aquel
campamento como «La Selva», y aplaudieron a la policía francesa cuando finalmente
lo retiró de allí.
La papelera se encontraba en el lado derecho de un sendero que conducía al
parque. No llegaba al metro de altura, y era de un verde intenso. Se encontraba junto
a un cartel que pedía a los visitantes que no estropearan el césped ni las flores. No
decía nada de rascar debajo de las papeleras para extraer un móvil, que fue lo que
hizo Gabriel tras arrojar el billete del ferry a su interior. Lo encontró al instante:
estaba fijado con cinta adhesiva a la superficie inferior. Lo arrancó y se lo metió en el
bolsillo del abrigo antes de incorporarse y regresar al Passat. El teléfono sonó apenas
puso el coche en marcha.
—Muy bien —dijo la voz generada por ordenador—. Ahora, escuche
atentamente.
Aquella voz le indicó que fuera directamente al Hotel de la Mer de la localidad de
Grand-Fort-Philippe. Había una reserva hecha a nombre de Annette Ricard. Gabriel
debía registrarse en la habitación usando su tarjeta de crédito e informar de que
Mademoiselle Ricard llegaría esa noche. Gabriel no había oído hablar de aquel hotel
en su vida, ni siquiera del pueblo. Lo encontró gracias al buscador de internet de su
teléfono móvil personal. Grand-Fort-Philippe se encontraba inmediatamente al oeste
de Dunkerque, escenario de una de las mayores humillaciones militares de la historia
británica. En la primavera de 1940, más de trescientos mil miembros de la Fuerza
Expedicionaria Británica fueron evacuados de las playas de Dunkerque a medida que
Francia caía en poder de la Alemania nazi. Con las prisas de la huida, las tropas
británicas no tuvieron más remedio que abandonar tanto material de guerra que con él
habrían podido equiparse unas diez divisiones. Era posible que los secuestradores no
hubieran sido conscientes de nada de todo aquello al escoger el hotel, aunque Gabriel

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lo dudaba.
A pesar de su nombre, el Hotel de la Mer no estaba en primera línea de mar.
Compacto, pulcro y recién pintado, daba a una ría que dividía en dos la ciudad.
Gabriel pasó por delante con el coche tres veces antes de detenerlo, finalmente, en un
aparcamiento en ángulo que daba al muelle. Nadie acudió a ayudarlo (la categoría del
hotel no obligaba a prestar ese servicio). Esperó a que un vehículo solitario pasara de
largo antes de apagar el motor. Entonces, tras hundir las llaves en el fondo del bolsillo
de sus vaqueros, salió deprisa. Las dos maletas pesaban mucho, sorprendentemente.
Tanto que, de no haber sabido lo que contenían, habría dicho que Jeremy Fallon las
había llenado con barras de plomo.
Las gaviotas sobrevolaban en círculos por encima de su cabeza, como si
esperaran que se derrumbara bajo el peso de la carga que llevaba.
En el hotel no había un vestíbulo propiamente dicho, sino solo un acceso
abigarrado en el que un recepcionista permanecía sentado, como un sonámbulo, tras
el mostrador. Aunque el establecimiento contaba apenas con ocho habitaciones, aquel
hombre tardó un rato en encontrar su reserva. Gabriel pagó en efectivo, incumpliendo
una de las exigencias de los secuestradores, y dejó un generoso depósito para
incidentes.
—¿Hay una segunda llave de la habitación? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Puede dármela, por favor?
—Pero… ¿y Mademoiselle Ricard?
—Ya la dejaré entrar yo.
El recepcionista frunció el ceño, con gesto de desaprobación, mientras le alargaba
la llave.
—¿No hay más? —quiso saber Gabriel—. ¿Solo esta?
—La camarera cuenta con una llave maestra, claro está. Y yo con otra.
—¿Y está usted seguro de que no hay nadie más en la habitación? —insistió él.
—Absolutamente —dijo el recepcionista—. Acabo de prepararla yo mismo.
Para recompensar tanta dedicación, Gabriel depositó un billete de diez euros
sobre el mostrador, que fue interceptado por una mano sucia y que desapareció en el
bolsillo de una americana que le iba grande.
—¿Necesita ayuda con el equipaje? —le preguntó entonces, en un tono que no
dejaba lugar a dudas: servir a Gabriel era lo que menos le apetecía aquella tarde.
—No, gracias —respondió Gabriel con energía—. Creo que podré yo solo.
Empujó las maletas por el suelo de linóleo, y al llegar a la estrecha escalera hizo
todo lo posible por aparentar que no pesaban tanto. Su habitación estaba en la tercera
planta, al fondo de un pasillo mal iluminado. Gabriel introdujo la llave en la
cerradura con la cautela de un médico que sometiera a un paciente a una exploración.
Al entrar, constató que la habitación estaba vacía, y que una única lámpara encendida
en la mesilla de noche alumbraba tenuemente el espacio. Franqueó el quicio de la

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puerta con las maletas, y después de cerrarla sacó la Beretta y, rápidamente,
inspeccionó el armario y el baño. Al fin, tras asegurarse de que estaba solo, pasó la
cadena de la puerta, montó una barricada frente a ella con todos los muebles que
encontró a su alcance y metió las maletas debajo de la cama. Cuando todavía no
había terminado de incorporarse, el teléfono que había recogido en Calais sonó por
segunda vez.
—Muy bien —dijo aquella voz generada por ordenador—. Ahora, escuche bien.
En aquella ocasión, también Gabriel pronunció varias exigencias propias. La
mujer debía venir sola, sin apoyos, sin armas. Él se reservaba el derecho de
registrarla; exhaustivamente, añadió, para que no hubiera malentendidos. Después,
ella podría dedicar el tiempo que considerase oportuno a verificar que los billetes
fuesen auténticos y que sumasen diez millones de euros. Podría contar el dinero,
olerlo, probarlo o hacerle el amor; eso a Gabriel no le importaba, con tal de que no
intentara robarlo. Si lo hacía, sentenció Gabriel, le haría daño, mucho daño, y el
acuerdo quedaría cancelado.
—Y nada de estúpidas amenazas con matar a Madeline —dijo—. Las amenazas
son un insulto a mi inteligencia.
—Una hora —respondió la voz antes de que la comunicación se cortara.
Gabriel retiró una silla de respaldo recto de la barricada y la acercó a la ventana,
estrecha como una aspillera. Allí permaneció sesenta y siete minutos, observando la
calle. Cuando llevaba cuarenta montando guardia, vio a un hombre pasar
apresuradamente bajo un paraguas, deteniéndose apenas un instante junto al Passat y
accionando la maneta de la puerta del copiloto. Después ya no cruzó por allí ningún
otro vehículo, ningún otro peatón. Solo las gaviotas sobrevolaban en círculos, y una
banda de gatos callejeros se daba un festín con las bolsas de basura de un restaurante
cercano. La espera, pensó. Siempre la espera.
Después de sesenta minutos, al comprobar que no llegaba nadie, Gabriel sintió
una punzaba de pánico, un pánico que se apoderaba de él por momentos. Pero
entonces, finalmente, un BMW familiar se detuvo en la plaza de aparcamiento que
quedaba libre junto a la suya. La puerta se abrió y apareció una bota elegante, seguida
de inmediato de una pierna larga, embutida en un pantalón vaquero. Aquella pierna
pertenecía a una mujer de pelo negro como el carbón que le caía sobre los hombros e
impedía que Gabriel le viera la cara. La vio cruzar la calle bajo la lluvia, y se fijó en
el ritmo de su paso, en la flexión de sus rodillas. Aquella manera de andar era
característica: como una huella dactilar o un escáner de retina. Un rostro podía
cambiarse fácilmente, pero incluso los agentes profesionales de las agencias de
inteligencia debían esforzarse mucho por alterar su paso. Gabriel se dio cuenta de que
ya la había visto antes: en efecto, era la mujer del ferry.
Estaba seguro.

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25

Grand-Fort-Philippe, Francia

T ardó menos de un minuto en pasar de la calle a la tercera planta del hotel.


Gabriel lo aprovechó para retirar la barricada de muebles de la entrada. A
continuación pegó la oreja a la puerta y oyó el martilleo de sus tacones, que resonaba
en el pasillo sin alfombra. Era una puerta de buena calidad, ancha y de madera
maciza, capaz de ralentizar el paso de una bala, pero no de detener su trayectoria. La
mujer llamó con delicadeza, como si sospechara que un niño dormía en la habitación.
—¿Viene sola? —preguntó Gabriel en francés.
—Sí —respondió ella.
—¿Está armada?
—No.
—¿Sabe qué ocurrirá si descubro que lleva un arma encima?
—Se cancela el trato.
Gabriel entreabrió la puerta sin retirar la cadena.
—Pase la mano por aquí —ordenó.
La mujer vaciló un instante antes de obedecer. Tenía la mano larga, pálida.
Llevaba solo un anillo, un aro de plata trabajada, y entre el pulgar y el índice tenía
tatuado un sol. Gabriel le sujetó la muñeca y se la dobló con violencia. Sobre las
venas se distinguían las cicatrices de un intento de suicidio durante su juventud.
—Si quiere volver a usar esta mano en el futuro —dijo— hará exactamente lo que
le diga. ¿Entiende?
—Sí —balbució la mujer.
—Suelte el bolso, tírelo al suelo y acérquemelo con el pie.
La mujer obedeció una vez más. Sin soltarle la muñeca, Gabriel se agachó a
vaciar el contenido del bolso en el suelo. Allí aparecieron los clásicos desechos que
uno espera encontrar en el bolso de una mujer francesa, con dos notables
excepciones: una lupa de joyero y una linterna manual de rayos infrarrojos. Gabriel
retiró la cadena de la puerta y, doblándole tanto la muñeca que estaba ya a punto de
rompérsela, la arrastró al interior y cerró con el pie. Después la empujó de cara a la
pared y, como había advertido, la registró de arriba abajo, convencido de que sus
manos iban a pasar por donde muchas otras ya habían pasado antes.
—¿Lo está disfrutando? —dijo ella.
—Sí —replicó él sin inmutarse—. De hecho, no me lo había pasado tan bien
desde el día en que me extrajeron una bala del cuerpo.
—Espero que le doliera.

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Le quitó la peluca morena y le pasó la mano por su pelo rubio, cortado a lo chico.
—¿Ya ha terminado? —preguntó ella.
—Dese la vuelta.
Ella lo hizo, y quedó frente a él por primera vez. Era alta y delgada, con las
extremidades largas y los pechos pequeños, como una bailarina de Degas. Su rostro,
con forma de corazón, era travieso e inocente, y a sus labios, ligerísimo, asomaba un
atisbo de sonrisa irónica. En la Oficina les encantaban aquellas caras. Gabriel se
preguntó cuántas fortunas se habrían perdido por aquella.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó ella.
—De la manera habitual —respondió Gabriel—. Usted examinará el dinero, y yo
le apuntaré a la cabeza con un arma. Y si hace alguna cosa que me ponga nervioso, le
levantaré la tapa de los sesos.
—¿Siempre se muestra igual de encantador?
—Solo con las chicas que me gustan de verdad.
—¿Dónde está el dinero?
—Debajo de la cama.
—¿Va a sacarlo usted?
—De ninguna manera.
La mujer resopló con fuerza, se arrodilló a los pies de la cama y arrastró la
primera de las dos maletas. La abrió, contó el número de fajos en sus distintas
direcciones, primero las líneas verticales, después las horizontales. Después extrajo
un fajo de la zona central, como una climatóloga barrenando un bloque de hielo, y lo
contó.
—¿Ya ha terminado? —preguntó Gabriel, imitándola.
—Acabamos de empezar.
La mujer seleccionó seis fajos de billetes de seis zonas distintas de la maleta,
correspondientes a seis alturas distintas, y separó un billete de cada paquete. Contaba
rápido, como si hubiera trabajado en un banco o en un casino. Aunque también podía
ser sencillamente —pensó Gabriel— que pasara mucho tiempo contando dinero
robado.
—Necesito mis cosas —dijo ella.
—Supongo que no creerá que voy a darle la espalda.
La mujer dejó los seis billetes de cien euros sobre la cama y se dirigió a la entrada
para recoger la lupa y la lámpara de infrarrojos. Volvió sobre sus pasos, se sentó en el
borde de la cama y usó la lupa para examinar cuidadosamente los billetes, en busca
de cualquier pista que pudiera indicarle que se trataba de una falsificación: alguna
imagen mal impresa, la ausencia de un número o una letra, un holograma o marca de
agua que no pareciera auténtico. El examen de los billetes le llevó más de un minuto.
Cuando terminó, soltó la lupa y cogió la lámpara de rayos infrarrojos.
—Las luces de la habitación tienen que estar apagadas —anunció.
—Encienda eso primero —dijo Gabriel, señalando la lámpara con la cabeza.

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Ella obedeció.
Gabriel empezó a apagar las luces, hasta que todo quedó iluminado solo por el
resplandor rojizo del dispositivo, que ella usó para examinar de nuevo los seis
billetes. Las bandas de seguridad brillaban con una tonalidad verde lima,
demostrando que eran auténticos.
—Muy bien —dijo.
—Ni se imagina lo que me alegra que esté satisfecha —dijo Gabriel encendiendo
las luces—. Ahora yo le planteo a usted una exigencia. Dígale a Paul que me llame en
menos de una hora, o cancelo el trato.
—No le va a gustar.
—Háblele del dinero —sugirió Gabriel—. Lo superará.
La mujer volvió a ponerse la peluca, recogió sus cosas y se fue sin decir ni una
palabra. Gabriel, desde su puesto de vigilancia junto a la ventana, la vio alejarse en
coche. Permaneció allí, sin moverse, viendo la calle mojada, esperando a que sonara
el teléfono. La llamada se produjo a las 9.15, exactamente una hora después. Tras
soportar una bronca con voz robotizada, Gabriel, sin inmutarse, planteó su exigencia.
Se hizo el silencio, seguido de un frenético teclear, y a continuación habló la voz;
aguda, sin vida, remarcando las sílabas que no eran.
—Aquí el que manda soy yo —dijo—, no usted.
—Entiendo —respondió Gabriel más calmado aún—. Pero esta es una
transacción comercial, nada más. Un dinero a cambio de una mercancía. Y faltaría a
mi deber si no hiciera lo que tengo que hacer antes de completar la venta.
Otra pausa, más ruido de teclas, y de nuevo la voz.
—Esta llamada ha durado demasiado. Cuelgue y espere a que lo llamemos.
Gabriel hizo lo que le pedían. Un minuto después recibió una llamada desde un
número distinto. La voz emitió una serie detallada de instrucciones, que Gabriel
copió en una página con membrete del Hotel de la Mer.
—¿Cuándo? —preguntó.
—En una hora —respondió la voz.
Y después, nada. Gabriel colgó y volvió a leer las instrucciones para asegurarse
de que las había anotado correctamente.
Solo había un problema.
El dinero.
Durante los cinco minutos siguientes, Gabriel realizó tres llamadas telefónicas
rápidas, sucesivas. Las dos primeras desde el teléfono del hotel: una a la habitación
contigua, que no obtuvo respuesta, y la otra al soñoliento recepcionista de la entrada,
que le confirmó que aquella habitación no estaba ocupada. Gabriel la reservó para
aquella misma noche, prometiendo pagarla en menos de una hora. Después, desde su
móvil, llamó a Christopher Keller.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—En Boulogne —respondió Keller.

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—Necesito que entres en el Hotel de la Mer de Grand-Fort-Philippe en cincuenta
y cinco minutos.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Porque yo tengo que salir a hacer un encargo, y quiero asegurarme de que
nadie me robe el equipaje mientras yo no estoy.
—¿Dónde está el equipaje?
—Debajo de la cama de la habitación de al lado.
—¿Y dónde vas tú?
—No tengo ni idea.
Otra hora. Otra espera. Gabriel aprovechó ese tiempo para poner la habitación en
orden y para prepararse la que tal vez fuera la taza de Nescafé más fuerte que se había
preparado jamás. Iba a pasar su tercera noche sin dormir: el Luberon, Downing
Street, y ahora aquella. Ya faltaba poco. Lo notaba. Unas horas más, pensó, mientras
el líquido amargo descendía por su garganta. Y después me pasaré un mes entero
durmiendo.
A las diez y diez, bajó a la entrada del hotel, donde informó al recepcionista de
que un tal Monsieur Duval llegaría en breve. Pagó el importe total de la habitación y
le dio un sobre, que debía entregarle a él en el momento de formalizar el ingreso.
Después salió y se montó en el Passat. Mientras se alejaba, miró por el espejo
retrovisor y vio que Keller entraba puntualmente en el hotel.
En esa ocasión no solo le habían indicado un destino, sino también la ruta por la
que debía llegar hasta él. Aquella ruta pasaba por campos salpicados de molinos de
viento y, después, por plantas de tratamiento de gas, refinerías, y por los almacenes
ferroviarios de la zona occidental de Dunkerque. Ante él se alzaba una cadena
montañosa de grava, una versión en miniatura de los Alpes. La dejó atrás levantando
una polvareda, y se metió en una carretera estrecha que pasaba por lo alto de un
espigón. A su derecha veía las grúas de carga del puerto de Dunkerque; a su
izquierda, el mar. Puso el cuentakilómetros a cero al entrar en el dique; después,
exactamente mil quinientos metros después, aparcó a un lado y apagó el motor. El
coche se estremecía, azotado por el viento fuerte, húmedo. Gabriel se bajó y,
levantándose el cuello del abrigo, empezó a caminar por la playa. Había marea baja.
La arena estaba dura y plana como el suelo de un estacionamiento. Se detuvo al llegar
a la orilla y arrojó al mar su Beretta. Era un lugar adecuado para que la pistola de un
soldado terminara sus días, pensó mientras regresaba al coche. En el fondo de las
aguas, junto a las playas de Dunkerque.
Cuando llegó a la carretera, miró en ambas direcciones hacia el este y hacia el
oeste, y después de nuevo hacia el este. No había nadie, y no se divisaban los faros de
ningún coche acercándose. Las únicas luces eran las de las grúas de carga, que se
sumaban al resplandor distante de las llamaradas que ardían en lo alto de las
refinerías. Gabriel abrió el maletero del coche, y dejó la llave en el suelo, pegada a la
rueda trasera izquierda. A continuación se subió al maletero y, a pesar de su

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corpulencia, consiguió ponerse en algo parecido a la posición fetal, y tiró del
maletero para cerrarlo desde dentro. Segundos después, sonó el teléfono.
—¿Está dentro? —preguntó la voz.
—Estoy dentro.
—Cinco minutos —anunció la voz.
En realidad pasaron casi diez hasta que Gabriel oyó que un vehículo se detenía
junto al suyo. Oyó que una puerta se abría y se cerraba, y después el martilleo de
unos tacones sobre el asfalto. Era la mujer, pensó mientras el coche se ponía en
marcha dando una sacudida. Estaba seguro.
Una vez que dejó atrás Dunkerque, la mujer condujo a una velocidad considerable
durante más de una hora, y solo se detuvo por completo en un par de ocasiones.
Después se metió por una pista con baches, y siguió conduciendo muy deprisa, como
si quisiera castigar a Gabriel por la insolencia de haber pedido una prueba de que
Madeline estaba viva antes de entregar los diez millones de euros del rescate. En
determinado momento, el Passat raspó algo duro al pasar. A Gabriel le pareció que
acababan de impactar con un iceberg.
La pista irregular no tardó en desembocar en otra mucho más lisa, de gravilla, y
esta, a su vez, los condujo hasta el hormigón de un aparcamiento cerrado. Gabriel se
percató de ello porque, cuando el coche se detuvo, el sonido del motor reverberaba y
le llegaba multiplicado por el efecto de unas paredes. Tras un momento quedó en
silencio, y la mujer se bajó. Sus tacones resonaron de nuevo contra el suelo. El
maletero se abrió unos centímetros, y la mano larga, pálida, introdujo en él un pedazo
de tela, con el que Gabriel se cubrió la cabeza de inmediato.
—¿Está listo? —le preguntó ella.
—Sí.
—¿Sabe qué ocurrirá si se le sale la capucha?
—Que la chica morirá.
Gabriel oyó que el portón del maletero se levantaba. Y notó que dos pares de
manos, sin duda de hombre, lo levantaban para sacarlo de allí. Lo depositaron de pie
en el suelo con sorprendente delicadeza, y se aseguraron de que mantuviera bien el
equilibrio antes de colocarle las manos detrás de la espalda e inmovilizarlas con unas
bridas de plástico. Después lo sujetaron por los codos y le hicieron avanzar por la
gravilla, aminorando mínimamente la marcha al llegar a los dos peldaños de ladrillo
que había junto a la entrada.
El suelo del interior era de madera, e irregular, como la tarima de una vieja casa
de campo. Mientras realizaban una serie de giros rápidos, Gabriel tuvo la sensación
de que era guiado por una figura de autoridad. Bajaron un tramo de escaleras y
llegaron a una bodega fresca que olía a piedra y a humedad. Las manos lo empujaron
para que avanzara unos pasos más, y a continuación le hicieron detenerse y
agacharse, indicándole que se sentara en el borde de un camastro. Gabriel escuchó
atentamente los pasos de los secuestradores que se alejaban, intentando determinar

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cuántos eran. Entonces, una pesada puerta se cerró de golpe, contundente como la
tapa de un ataúd. Después, el silencio absoluto. Solo el olor. Penetrante,
nauseabundo, dulzón. El olor de un ser humano en cautividad.
Gabriel permaneció sentado, sin moverse, sin decir nada, convencido de que se
había quedado solo en aquel cuarto. Pero, al cabo de unos segundos, una mano le
quitó la capucha de la cabeza. Pertenecía a una joven demacrada, pálida como la
porcelana, y aun así de una belleza exquisita.
—Soy Madeline Hart —dijo—. ¿Quién es usted?

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26

Norte de Francia

D urante nueve días Gabriel había hecho esfuerzos por pintar aquel rostro con
claridad en su mente. Hasta entonces ella era un boceto al carboncillo, un
nombre en un archivo impresionante, un favor que le hacía a un viejo amigo. Pero
ahora, por fin, la tenía sentada frente a él, la cautiva por la que había torturado y
matado, como si posara para un retrato. Llevaba un chándal azul marino y unas
zapatillas de lona sin cordones. Estaba más delgada que en el vídeo —más flaca aún
que en la última foto que los secuestradores habían enviado como prueba de que
estaba viva—, y el pelo le había crecido al menos un dedo desde su desaparición. Lo
llevaba retirado de la cara, y descendía, lacio, por su espalda. Había una franja oscura
en sus pómulos, y unas manchas oscuras, como moratones, bajo sus ojos de un azul
grisáceo. Tenía las manos juntas en el regazo. Las muñecas eran solo hueso y tendón,
y las uñas apenas existían ya, de tan mordidas. Aun así, lograba transmitir un aire de
dignidad, de autoridad. Era evidente por qué Jeremy Fallon la consideraba destinada
a ocupar un escaño en el parlamento, y por qué Jonathan Lancaster lo había
arriesgado todo por ella. Gabriel cayó en la cuenta en ese instante de que también él
lo había hecho.
—Estoy aquí para liberarte, Madeline —dijo, respondiendo finalmente a la
pregunta que ella le había formulado—. Esto forma parte del final del juego.
—¿Quería ver si todavía estaba viva?
Él vaciló un momento antes de asentir.
—Pues bien, estoy viva —dijo ella—. O al menos eso creo. A veces no estoy tan
segura. No sé qué hora es, ni qué día de la semana, ni del mes. Ni siquiera sé dónde
estoy.
—Creo que estás en Francia —dijo Gabriel—. En algún punto del norte.
—¿Cree?
—Me han traído hasta aquí en el maletero de un coche.
—Yo me he pasado bastante tiempo en el maletero de un coche —comentó ella,
comprensiva—. Y creo recordar un trayecto en barco horas después de que me
secuestraran, pero no estoy segura. Me inyectaron algo. Después, todo fue borroso.
Gabriel suponía que su conversación estaba siendo monitorizada. Por tanto, no le
contó a Madeline que la habían sacado de Córcega en una embarcación llamado
Moondance, pilotada por un contrabandista llamada Marcel Lacroix y acompañado
por el hombre con el que ella había almorzado un día antes en Les Palmiers. Gabriel
habría querido formularle muchas preguntas sobre aquel hombre al que solo conocía

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como Paul. ¿Dónde lo había conocido? ¿Cuál era la naturaleza de su relación? Pero
no lo hizo, y se limitó a preguntarle si recordaba las circunstancias de su secuestro.
—Fue en la carretera entre Piana y Calvi. —Se interrumpió—. ¿Ha estado allí?
—¿En Córcega?
—Sí.
—No, no he estado nunca.
—Pues es bastante bonito, la verdad —dijo ella, de un modo muy británico—.
Bueno, el caso es que yo iba en moto, y corría más de lo que debía, como siempre.
Un coche se me puso delante después de una curva cerrada. Conseguí apretar los
frenos, pero aun así le di al lateral del coche con bastante fuerza. Los rasguños y los
moratones que tenía han tardado una eternidad en curarse. ¿Cuánto tiempo ha
pasado? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevo retenida?
—Cinco semanas.
—¿Solo? A mí me parece más.
—¿Te han tratado bien?
—¿Por mi aspecto?, ¿qué le parece a usted?
Él no dijo nada.
—Solo he comido pan con queso y verduras de lata. Una vez me dieron unas
sobras de pollo —añadió—, pero me sentaron mal, y ya no han vuelto a darme más.
Pedí una radio, pero no me la trajeron. Pedí libros para leer, o algún periódico, para
mantenerme informada de lo que ocurre en el mundo, pero también se negaron a eso.
—No querían que leyeras sobre tu caso.
—¿Y qué sabe de mí el mundo?
—Que estás desaparecida. Eso es todo.
—¿Y qué ha pasado con ese vídeo espantoso que me obligaron a grabar?
—No lo ha visto nadie —dijo él—. Nadie salvo el primer ministro y sus más
estrechos colaboradores.
—¿Jeremy?
—Sí.
—¿Simon?
Gabriel asintió.
—¿Y usted? Usted también lo habrá visto, supongo.
Gabriel no dijo nada. Madeline se frotaba con fuerza el dorso de la mano, como si
quisiera lesionarse. Gabriel habría querido impedírselo, pero no podía, porque tenía
las suyas esposadas a la espalda.
—No tuve más remedio que grabar ese vídeo —dijo al fin.
—Lo sé.
—Dijeron que me matarían.
—Lo sé.
—Intenté mentir… Tiene que creerme. Intenté decirles que no había nada entre
Jonathan y yo, pero ellos lo sabían todo. Horas, fechas, lugares… Todo.

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Hizo una pausa y lo miró con cara de desconcierto.
—Usted no es inglés.
—Lo siento —dijo Gabriel.
—¿Es policía?
—Soy amigo del primer ministro.
—O sea, que es espía.
—Algo así.
Ella llegó a sonreír fugazmente. En otro tiempo la suya era una sonrisa bonita,
pero ahora había algo en ella ligeramente trastornado. Con el tiempo se recuperaría,
pero iba a costarle bastante.
—Por favor, para, Madeline —dijo.
—¿Parar qué?
—Las manos.
Ella se las miró. Le salía sangre.
—Lo siento —dijo con voz sumisa. Se entrelazó las manos y se las apretó hasta
que se le pusieron los nudillos blancos—. ¿Por qué me han hecho esto?
—Por dinero —respondió Gabriel.
—¿Están chantajeando a Jonathan?
Él asintió.
—¿Cuánto?
—Eso no es importante.
—¿Cuánto? —insistió ella.
—Diez millones.
—Dios mío —exclamó Madeline en voz baja—. ¿Y ha aceptado pagarlos?
—Sin pestañear.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Encontraremos la manera de realizar un intercambio que satisfaga a las dos
partes.
—¿Cuánto falta?
—Ya falta poco.
—¿Cuánto?
—Yo haré todo lo posible para que estés fuera de aquí mañana a primera hora.
—Me temo que con eso no me dice gran cosa.
—Dentro de unas horas.
—¿Y después?
—Te llevaremos a un lugar seguro para que puedas lavarte y descansar. Y después
te irás a casa.
—¿A qué? —preguntó ella—. Mi vida estará destrozada, y todo porque cometí un
solo error estúpido.
—Nadie sabrá nunca lo del rescate, lo de tu aventura. Será como si nunca hubiera
ocurrido.

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—Hasta que se entere la prensa. Entonces me despellejarán viva. Eso es lo que
hacen siempre. A eso se dedican todos.
Gabriel estaba a punto de responder algo cuando llamaron a la puerta, dos veces,
dos golpes dados con un puño que parecía un martillo. Madeline se sobresaltó de tal
manera que a Gabriel se le hizo un nudo en el estómago. Al momento, la chica le
cubrió la cara con la capucha. Supuso que también se habría puesto la suya, aunque
no podía estar seguro: la oscuridad era total.
—No me ha dicho cómo se llama —dijo ella.
—Eso no es importante.
—Yo lo quería, ¿sabe? Lo quería mucho.
—Lo sé.
—No podré soportar esto mucho más.
—Lo sé.
—Tiene que sacarme de aquí.
—Lo haré.
—¿Cuándo?
—Pronto.
Le quitaron las esposas antes de meterlo de nuevo en el maletero del vehículo y lo
llevaron de nuevo por el camino de baches. Al llegar al mismo punto, los bajos
volvieron a arañar el suelo, y después ya llegaron las carreteras asfaltadas, la
conducción fácil y veloz. Debía de estar lloviendo con fuerza, porque el agua
golpeaba sin cesar los huecos de las ruedas. Aquel sonido amodorró a Gabriel durante
unos instantes, y llegó a quedarse dormido. Soñó que Madeline se había rascado tanto
la mano que había llegado al hueso.
—No podré soportar esto mucho más.
—Lo sé.
—Tiene que sacarme de aquí.
—Lo haré.
Despertó diez minutos después, cuando el coche se detuvo. El motor se apagó, se
abrió una puerta, unos tacones resonaron en el asfalto hasta perderse. Después, solo la
lluvia y el distante vaivén de las olas. Por un momento Gabriel temió que lo hubieran
dejado allí para que muriera una muerte que había de ser algo así como que te
enterraran vivo. Pero entonces le sonó el teléfono que llevaba en el bolsillo.
—Le dijimos que nada de apoyos —dijo la voz.
—Supongo que no pensaba que dejaría diez millones de euros en la habitación del
hotel, ¿no?
—A partir de ahora, haga exactamente lo que le decimos, o la chica morirá.
—Tiene mi palabra —aseguró Gabriel.
Se hizo un silencio, seguido del repicar de unas teclas.
—La llave está pegada a la parte interior del portón del maletero, directamente
sobre su cabeza. Regrese a su habitación y espere nuestra llamada.

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—¿Cuánto tiempo?
La conexión se cortó. Gabriel se incorporó y arrancó la llave. A continuación
pulsó el botón de cierre del maletero, y la lluvia, benevolente, le empapó la cara.

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27

Grand-Fort-Philippe, Francia

C uando Gabriel entró en su habitación del Hotel de la Mer, encontró a Keller


medio tumbado en la cama, con un cigarrillo entre los dedos, la mirada fija en
el televisor. Daban un partido repetido de la liga inglesa, el Fullham contra el
Arsenal. Había quitado el sonido.
—¿Cómodo? —le preguntó Gabriel.
—Te he visto salir con el coche. —Keller apuntó con el mando a distancia a la
pantalla y pulsó un botón—. ¿Y bien?
—Está viva.
—¿En malas condiciones?
—Sí.
—¿Qué hacemos ahora?
—Esperar a que suene el teléfono.
Keller volvió a poner la tele, y encendió otro cigarrillo.
En esa ocasión, la paciencia natural de Gabriel lo abandonó. Intentó distraerse
con el partido de fútbol, pero la visión de unos hombres hechos y derechos en
pantalón corto persiguiendo una pelota le resultaba ofensiva. Al cabo de un rato, se
preparó otra taza espantosa de Nescafé doble y se la bebió desde su puesto de
vigilancia, junto a la ventana. La corriente de la marea en la ría había cambiado de
dirección, y ahora el agua, en lugar de verter hacia el mar, entraba en ella. Consultó la
hora: era la misma que la última vez que había mirado el reloj: las 3.22 de la
madrugada.
—No van a llamar —dijo más para sus adentros que para Keller.
—Pues claro que llamarán.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque han llegado demasiado lejos. Y además —añadió—, ten en cuenta una
cosa: llegados a este punto, tienen tantas ganas de librarse de Madeline como tú de
recuperarla.
—Eso es precisamente lo que me da miedo.
Keller lo miró muy serio.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste?
—En septiembre.
—¿Hay alguna posibilidad de que me dejes entregar el dinero a mí?
—No. Ninguna.
—Tenía que preguntártelo.

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—Te agradezco el gesto.
Keller, con la vista clavada en el televisor, frunció el ceño. Parecía evidente que
alguien había marcado un gol, porque los hombres del pantalón corto saltaban arriba
y abajo como niños en un patio. Pero Gabriel no. Él seguía contemplando las aguas
de la ría, pensando en Madeline, que se arañaba la piel de la mano. Por eso, cuando el
teléfono sonó finalmente a las 3.48, se sobresaltó, como si se hubiera tratado del grito
de una mujer aterrada.
La voz volvió a hablarle, aguda, artificial, poniendo los acentos en las sílabas que
no eran. Tras unos segundos, miró a Keller y asintió.
Era la hora.
El recepcionista no estaba en ninguna parte. Gabriel dejó las dos llaves de la
habitación en su cubículo correspondiente, tras el mostrador, y arrastró las dos
maletas hasta la calle mojada. (El motor del Passat todavía crujía del viaje anterior).
Las metió en el maletero y se puso al volante. El teléfono empezó a sonar cuando
cerraba la puerta. Al momento conectó la función «manos libres», como le habían
exigido.
—Diríjase a la A 16 y siga hacia Calais —dijo la voz—. Y, haga lo que haga, no
cuelgue. Si la conexión se interrumpe, la chica morirá.
—¿Y si pierdo la cobertura?
—No la pierda —dijo la voz.
Era una autopista de cuatro carriles, con torres de luz en la mediana y llanuras
agrícolas a ambos lados. Gabriel respetaba el límite de velocidad, que era de noventa
kilómetros por hora, a pesar de que no había apenas tráfico. Conducía con una sola
mano, y con la otra sostenía el teléfono. Comprobaba a menudo la barra de cobertura,
que por lo general marcaba los cinco segmentos, aunque durante unos angustiosos
segundos descendió hasta los tres.
—¿Dónde está? —preguntó la voz finalmente.
—Acercándome a la salida de la D219.
—Siga recto.
Gabriel obedeció. El paisaje seguía siendo el mismo: campos cultivados y luces,
algo de tráfico, unos cables eléctricos que interferían con la cobertura. Cuando la voz
volvió a pronunciarse, lo hizo entre el crepitar de la electricidad estática.
—¿Dónde está?
—Acercándome a la D940.
—Siga recto.
Los cables eléctricos quedaron atrás, y la cobertura mejoró.
—¿Dónde está?
—Acercándome al cruce con la A216.
—Siga recto.
Cuando las luces de Calais aparecieron en su campo de visión, Gabriel dejó de
esperar a que le preguntaran, y él mismo informó de su paradero, aunque solo fuera

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por romper con la monotonía de aquella dinámica de preguntas y respuestas. En el
otro extremo de la línea, el silencio no se rompió hasta que Gabriel anunció que se
aproximaba a la salida de la D243.
—Tómela —dijo la voz, aunque en un tono que era más interrogativo que
imperativo.
—¿En qué dirección?
La respuesta tardó unos segundos en llegar. Querían que se dirigiera hacia el
norte, hacia el mar.
La siguiente población era Sangatte, un pueblecito de casas de piedra acurrucadas
muy juntas, azotadas por el viento, que parecían sacadas del campo inglés y arrojadas
sobre Francia. Desde allí, lo enviaron más hacia el oeste, siguiendo la costa del canal,
atravesando las localidades de Escalles, Wissant y Tardinghen. Durante algunos
periodos de varios minutos no había instrucciones. Gabriel no oía nada al otro lado de
la línea, pero tenía la sensación de que estaba llegando al final. Decidió que era el
momento de forzar la cuestión.
—¿Cuánto falta? —preguntó.
—Ya está cerca.
—¿Dónde está ella?
—Está a salvo.
—Esto ya ha durado demasiado —replicó Gabriel—. Ya han visto el dinero, y
saben que no me sigue nadie. Acabemos con esto para que la chica pueda regresar a
casa.
Se hizo el silencio. Después, la voz preguntó:
—¿Dónde está?
—Estoy pasando por Audinghen.
—¿Ve ya la rotonda de tráfico?
—Espere —dijo Gabriel mientras tomaba una curva de la carretera—. Sí, ahora sí
la veo.
—Entre en ella, tome la segunda salida y siga cincuenta metros más.
—¿Y después qué?
—Deténgase.
—¿Es ahí donde está la chica?
—Haga lo que le decimos.
Gabriel obedeció las instrucciones. No había arcén en la carretera, lo que no le
dejó más opción que subirse a una especie de acera de cemento y aparcar en el paso
de peatones. Ahí mismo se alzaba un establecimiento comercial indeterminado, largo
y bajo, con chimeneas de ladrillo rojo en sus dos extremos. A su derecha, un campo
de cereales, empapado de lluvia, se mecía al viento. Y más allá del campo estaba el
mar.
—¿Dónde está ahora? —preguntó la voz.
—Cincuenta metros más allá de la rotonda.

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—Muy bien. Ahora apague el motor y escuche atentamente.
Era evidente que las instrucciones habían sido cargadas con anterioridad en el
ordenador, porque se sucedían sin interrupción, aunque algo a trompicones. Gabriel
debía abrir el maletero del coche y lanzar la llave al campo que quedaba a su derecha.
Madeline se encontraba a aproximadamente tres kilómetros de allí, en la carretera, en
el compartimento trasero de carga de un Citroën C4 azul oscuro. La llave del Citroën
estaba escondida en una caja magnética, en el hueco de la rueda delantera izquierda.
Gabriel debía sostener el teléfono móvil en todo momento hasta que llegara al coche,
sin interrumpir esa misma llamada, para que ellos pudieran oírlo. Nada de policía.
Nada de apoyos. Nada de trampas.
—No lo veo claro —dijo.
—Tiene quince minutos.
—¿Y si no?
—Ya está perdiendo tiempo.
Por la mente de Gabriel cruzó una imagen. Madeline en su celda, lesionándose
hasta sangrar.
«No podré soportar esto mucho más».
«Lo sé».
«Tiene que sacarme de aquí».
«Lo haré».
Gabriel salió del coche y lanzó la llave con tal fuerza que no le habría extrañado
que hubiera llegado al Canal de la Mancha. A continuación se fijó en la hora que
señalaba el móvil y empezó a correr.
—¿Estamos conectados? —preguntó la voz.
—Sí —respondió Gabriel.
—Deprisa —dijo la voz—. Quince minutos, o la chica morirá.

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28

Pas-de-Calais, Francia

T res kilómetros equivalían a siete vueltas y media a una pista de atletismo de


cuatrocientos metros. Un corredor profesional podía completar esa distancia en
menos de ocho minutos; un atleta en buena forma que corriera con regularidad, en
unos doce. Pero para un hombre de mediana edad vestido con vaqueros y zapatos de
calle, para alguien que en el pasado había recibido dos impactos de bala en el pecho,
quince minutos eran todo un desafío. Y eso si la distancia era exacta, pensó. Si
resultaba que la chica se encontraba unos centenares de metros más allá, ese límite de
tiempo podía exceder sus posibilidades.
Afortunadamente, la carretera era llana. De hecho, como Gabriel avanzaba en
dirección al mar, había una ligera inclinación descendente a ratos, aunque un viento
sostenido soplaba con fuerza en su contra. Impulsado por una descarga de adrenalina
y rabia, inició un sprint exagerado, pero tras unos centenares de metros fijó la
velocidad a un ritmo que le llevaría a cubrir un kilómetro en unos cuatro minutos,
aproximadamente. Mantenía el teléfono bien sujeto con la mano derecha, pero la
izquierda la llevaba suelta y relajada. Al principio respiraba con facilidad, pero no
tardó en notar que le faltaba el aire, y un sabor oxidado en el fondo de la garganta.
Era culpa de Shamron, se dijo con resentimiento mientras pisaba con fuerza el asfalto
y las gotas de lluvia se le clavaban en la cara. Shamron y sus malditos cigarrillos.
Más allá de aquel edificio comercial no había nada, nada en absoluto: ni casas, ni
farolas, solo campos negros y setos y la línea blanca, discontinua, de la carretera que
guiaba a Gabriel a través de la oscuridad. Los espacios entre las líneas blancas
medían lo mismo que estas, dos pasos por cada línea, dos pasos por cada espacio
vacío. Gabriel empezó a usar aquella intermitencia para mantener el paso
acompasado y rítmico. Dos pasos por cada línea y dos más por cada espacio
intermedio. Quince minutos para cubrir tres kilómetros.
—¿Y si no?
—Ya está perdiendo tiempo.
Tras cinco minutos notaba las pantorrillas como piedras, y sudaba bajo el peso de
su chaqueta de cuero. Intentó quitársela mientras corría, pero no pudo, por lo que se
detuvo el tiempo imprescindible para despojarse de ella y lanzarla al campo. Cuando
se puso a correr de nuevo, vio un semicírculo de luz amarilla en el horizonte.
Después, dos faros, las luces de emergencia de un vehículo que remontaba lo alto de
una pequeña loma. Se dirigió hacia ellas aumentando la velocidad. El vehículo era
una furgoneta pequeña sin ventanas, de un gris claro, bastante vieja. Cuando esta

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pasó a su lado, Gabriel entrevió que tanto el conductor como el copiloto llevaban
pasamontañas. Pensó que eran los hombres que se dirigían a recoger las bolsas con el
premio. No se molestó en volverse a mirar. Hacía esfuerzos por ignorar el dolor de las
pantorrillas, las punzadas de la lluvia en la cara. Dos pasos por línea, dos pasos por
espacio. Quince minutos para cubrir tres kilómetros.
Cuando esté muerta. Entonces sabréis la verdad…
Gabriel llegó a lo alto de la pequeña loma y, de inmediato, vio una ristra de luces
que brillaban a lo lejos. Ahí estaba Audresselles, pensó, el pequeño pueblo costero
que quedaba al sur del faro de Cap Gris Nez. Consultó la hora en su teléfono móvil.
Habían transcurrido ocho minutos. Le quedaban siete. Empezaba a perder ritmo, y se
le entumecían las rodillas por detrás. Lamentaba no estar en mejor forma, pero sus
pensamientos, sobre todo, le llevaban hasta Viena. Hasta un coche aparcado junto a
una plaza cubierta de nieve. Hasta un motor que no arrancó enseguida porque una
bomba le chupaba la energía de la batería.
Consultó la hora. Habían transcurrido nueve minutos. Quedaban seis. Dos
zancadas por línea. Dos por cada espacio entre líneas.
Se acercó el teléfono a la boca.
—¿Ya tienen el dinero?
La voz respondió unos segundos después.
—Lo tenemos. Muchísimas gracias.
Una voz aguda, sin vida, que ponía los acentos en las sílabas que no eran. Aun
así, Gabriel habría jurado que estaba llena de alegría.
—Tienen que darme más tiempo —gritó.
—Eso no es posible.
—No llegaré.
—Tiene que intentarlo con más empeño.
Consultó la hora. Habían transcurrido diez minutos. Faltaban cinco. Tres
zancadas por línea. Tres por espacio.
—Voy a por ti, Leah —gritó al viento—. No arranques el coche. No lo arranques.
Corriendo, dejó atrás la casa de campo, de nueva construcción pero de aspecto
antiguo, e inmediatamente notó el tirón del mar. La carretera descendía hacia él, y el
aire olía a pescado y a sal, y le impregnó la lengua. En la oscuridad apareció una
señal que indicaba que había un acceso a la playa doscientos metros más allá. Y
entonces Gabriel vio el Citroën. Estaba esperando en un pequeño aparcamiento
cubierto de arena. Los faros le miraban a la cara, como si lo observaran mientras él,
enloquecido, avanzaba en su dirección. Se fijó en la hora que marcaba el teléfono
móvil. Habían transcurrido trece minutos. Quedaban dos. Llegaría a tiempo, antes de
consumirlo todo. Aun así, se obligó a mantener el paso hasta el final, golpeando el
asfalto con los pies, agitando los brazos, hasta que le pareció que el corazón le iba a
estallar. Falto de oxígeno, su cerebro empezaba a gastarle malas pasadas. El Citroën
estaba aparcado ahí, sí, pero un segundo después se trataba de un Mercedes azul

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oscuro detenido junto a una plaza de Viena cubierta de nieve. Juraba que acababa de
oír un motor ponerse en marcha, y después recordaría que había gritado algo
incoherente antes de resultar cegado por el destello de una deflagración. La onda
expansiva lo alcanzó con la fuerza de un coche a toda velocidad y lo tiró al suelo. Se
quedó tendido en el frío asfalto varios minutos, jadeando, sin aire, preguntándose si
todo aquello era real o solo un sueño.

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SEGUNDA PARTE

EL ESPÍA

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29

Audresselles, Pas-de-Calais

E ra temprano y el lugar, remoto, y por tanto la respuesta fue lenta. Mucho


después, una comisión de investigación cuestionaría al jefe de la gendarmería
local y emitiría un abultado pliego de recomendaciones que serían en gran medida
ignoradas, pues en aquel pintoresco pueblecito de pescadores de Audresselles, las
críticas eran lo último en lo que pensaba la gente. Durante muchos meses después de
lo sucedido, los asombrados residentes hablarían de aquella mañana con gran
consternación. Una mujer octogenaria, cuyos antepasados ya vivían en la localidad
cuando esta estaba gobernada por un monarca inglés, describiría el incidente de la
playa como lo peor que había visto desde que los nazis colgaron una esvástica en el
Hôtel de Ville. Nadie la cuestionó por ello, aunque hubo a quien su afirmación le
pareció exagerada. Sin duda, dijeron, Audresselles había visto cosas peores que
aquella, por más que, cuando les preguntaban, aquellas personas no acertaban a poner
ningún ejemplo.
El municipio de Audresselles cuenta apenas con 800 hectáreas, y la onda
expansiva hizo temblar ventanas en toda su extensión. Varios residentes,
sobresaltados, llamaron inmediatamente a los gendarmes, aunque habrían de
transcurrir veinte largos minutos hasta que el primer coche patrulla llegara a aquel
pequeño aparcamiento cubierto de arena que quedaba junto a la playa. Allí
descubrieron un Citroën C4 envuelto en llamas, a una temperatura tan alta que era
imposible acercarse a menos de treinta metros de él. Y pasarían otros diez minutos
antes de que llegaran los bomberos. Cuando consiguieron sofocar las llamas, el
Citroën era poco más que un caparazón ennegrecido. Por motivos que nunca llegaron
a aclararse, uno de los bomberos se empeñó en abrir el maletero. Al momento cayó al
suelo de rodillas y no pudo reprimir el vómito. El primer gendarme que miró en el
interior confirmó que el contenido carbonizado del coche eran, en efecto, los restos
de un ser humano. De inmediato llamó por radio al agente de guardia de la región de
Pas-de-Calais, e informó de que el caso de la explosión del vehículo de Audresselles
pasaba a ser un caso de asesinato, de un asesinato espantoso, para más señas.
Al amanecer, más de diez detectives y expertos forenses trabajaban ya en la
escena del crimen, observados por lo que parecía la mitad de la población local. Solo
un residente en Audresselles pudo contarles algo útil: Léon Banville, propietario de
una mansión recién construida en uno de los extremos de la localidad. Resultó que
Monsieur Banville estaba despierto a las 5.09, cuando un hombre vestido de paisano
pasó corriendo frente a su ventana, gritando en una lengua que no reconoció. La

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policía inició al momento una inspección de la carretera, y encontró una chaqueta de
cuero que parecía corresponder a un hombre de estatura y complexión medianas.
Nunca se encontró ningún otro objeto de interés: ni la llave que el hombre, en su
carrera, había arrojado al campo de cereal, ni el Volkswagen que esta abría. El coche
se esfumó sin dejar rastro, junto con los diez millones de euros que llevaba ocultos en
su maletero.
El intenso calor del fuego había causado importantes alteraciones en los restos del
cuerpo alojado en la parte trasera del Citroën, pero no los había destruido por
completo. Así, los forenses consiguieron determinar que la víctima era una mujer
joven, de entre veinte y treinta años y un metro setenta y cinco de estatura. La
descripción coincidía aproximadamente con Madeline Hart, la chica inglesa que
había desaparecido a finales de agosto en la isla de Córcega. Con suma discreción, la
policía francesa retomó el contacto con sus colegas del otro lado del Canal de la
Mancha y, a las cuarenta y ocho horas, estaba ya en posesión de una muestra de ADN
obtenida en el apartamento londinense de la señorita Hart. Tardaron muy poco en
cotejarla con otra muestra que habían tomado en el coche, y comprobaron que, en
efecto, ambas coincidían. El ministro de defensa británico avisó de inmediato al
Ministerio del Interior antes de hacer público el hallazgo en una apresurada rueda de
prensa que tuvo lugar en París. Madeline Hart estaba muerta. Pero ¿quién la había
matado? ¿Y por qué?
El funeral se celebró en la iglesia de Saint Andrew, en Basildon, delante mismo
de la pequeña vivienda de protección oficial en la que se había criado la joven. El
primer ministro Lancaster no asistió: su agenda no se lo permitía, o eso explicó su
portavoz, Simon Hewitt. Sí lo hizo, casi en pleno, todo el personal del partido,
además de Jeremy Fallon. Este, junto a la tumba, no reprimió el llanto, lo que llevó a
un periodista a comentar que, tal vez, en el fondo, sí tuviera corazón. Después,
conversó brevemente con la madre y el hermano de Madeline, que parecía
curiosamente fuera de lugar entre toda aquella gente tan bien vestida de Londres. «Lo
siento mucho —le oyeron decir—. Lo siento muchísimo, de veras».
Una vez más, el equipo político del partido percibió un repunte en el índice de
popularidad de Lancaster, aunque en esa ocasión tuvieron la decencia de no invocar
el nombre de Madeline. En ese contexto, el primer ministro anunció un programa
exhaustivo para mejorar la eficacia del gobierno, y acto seguido partió en viaje oficial
hacia Moscú, donde prometió una nueva era en las relaciones entre Gran Bretaña y
Rusia en los campos financiero, energético y de la lucha antiterrorista. Algunos
comentaristas conservadores criticaron tímidamente a Lancaster por no reunirse con
los líderes del movimiento prodemocrático ruso durante su visita a Moscú, pero, en
su mayoría, la prensa británica aplaudió su prudencia. Con la economía interna
todavía en cuidados intensivos, publicaron, lo que menos convenía a Gran Bretaña
era otra guerra fría con los rusos.
Tras su regreso a Londres, los medios aprovechaban cualquier oportunidad para

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preguntarle a Lancaster si tenía intención de convocar elecciones. Durante diez días
jugó al gato y al ratón con la prensa, mientras Simon Hewitt organizaba una serie
constante de filtraciones que dejaban claro que el anuncio era inminente. Así pues,
cuando Lancaster compareció al fin en la Cámara de los Comunes para anunciar su
intención de presentarse a un nuevo mandato, no tuvo lugar el clímax esperado. De
hecho, la noticia más sorprendente tuvo que ver con el futuro de Jeremy Fallon, que
pensaba dejar su puesto de poder en Downing Street para ocupar un escaño seguro en
el Parlamento. Se publicaron numerosos artículos, todos sin confirmación oficial, en
los que se afirmaba que si Lancaster obtenía su segundo mandato como primer
ministro, Fallon pasaría a ser ministro de Hacienda. Fallon lo negaba con rotundidad,
y llegó a declarar que el primer ministro y él no hablaban de su futuro. Pero eso no se
lo creía ni un solo miembro del cuerpo de periodistas de Whitehall.
Cuando octubre dejó paso a noviembre y la campaña electoral empezó en serio,
Madeline Hart volvió a difuminarse de la conciencia pública. Aquello fue una
bendición para la policía francesa, pues le permitió llevar a cabo sus investigaciones
sin la interferencia constante de la prensa británica. Entre los avances más
reveladores, se produjo el hallazgo de cuatro cadáveres en una casa aislada del
Luberon. Se trataba de cuatro conocidos miembros de una violenta banda marsellesa.
A tres de ellos los habían matado de unos tiros en la cabeza disparados, sin duda, por
un profesional. La cuarta, una mujer, tenía dos balas en la zona superior del tronco.
Lo más importante, sin embargo, fue el descubrimiento de un zulo creado ex profeso
en el sótano de la casa. A la policía no le cabía duda de que Madeline había sido
retenida en esa habitación tras su secuestro en Córcega, seguramente durante bastante
tiempo. Era posible que hubiera sido víctima de esclavización sexual, aunque no
probable, dada la fama de las cuatro personas que la habían retenido: no eran
depredadores sexuales, sino delincuentes profesionales a los que solo les interesaba el
dinero. Todo aquello llevó a la policía a concluir que Madeline Hart había sido
secuestrada por motivos económicos, para poder pedir un rescate por ella, en una
operación de la que, por algún motivo, no se informó a las autoridades.
Pero ¿por qué secuestrar a una chica que provenía de una familia de clase
trabajadora, criada en una vivienda de protección oficial de Essex? ¿Y quién había
matado a los cuatro delincuentes marselleses hallados en la casa del Luberon? Esas
eran solo dos de las preguntas que la policía francesa todavía no podía responder un
mes después de que se produjera la espantosa muerte de Madeline en la playa de
Audresselles. Tampoco tenían la menor idea de la identidad del hombre al que se
había visto correr por delante de la casa de Monsieur Banville a las 5.09 a. m.,
minutos antes de que el coche estallara. Pero un inspector con experiencia, que había
trabajado en la resolución de numerosos casos de secuestro, tenía una teoría: «El
pobre diablo era el que llevaba el dinero —les decía a sus colegas sin asomo de duda
—. En algún momento cometió un error, y la chica murió por su culpa». Pero ¿dónde
estaba ahora? Suponían que oculto en alguna parte, lamiéndose las heridas e

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intentando entender qué había ido mal. Y aunque la policía francesa nunca llegaría a
saberlo, estaba en lo cierto.
Pero había muchas otras cosas sobre aquel corredor que la policía francesa no
habría imaginado ni en sueños. Nunca sabría, por ejemplo, que se trataba de Gabriel
Allon, el legendario espía israelí con licencia para matar que llevaba desde los
veintidós años actuando impunemente en suelo francés. Ni que el hombre que lo
había llevado hasta un lugar seguro tras la explosión de la bomba no era otro que
Christopher Keller, el asesino a sueldo afincado en Córcega del que la gendarmería
francesa llevaba años oyendo rumores. Ni que aquellos dos hombres, en otro tiempo
rivales irreconciliables, se habían trasladado a una casa frente al mar cerca de
Cherburgo, en la que un operativo compuesto por cuatro agentes israelíes se
encontraba a la espera de entrar en acción. Keller había permanecido en aquella
residencia apenas unas horas antes de regresar discretamente a Córcega, pero Gabriel
y Chiara se habían quedado allí toda la semana, esperando a que a él se le curaran los
pequeños cortes que le cubrían todo el cuerpo. La mañana del funeral de Madeline
Hart, se dirigieron en coche al aeropuerto Charles de Gaulle y tomaron un vuelo de
EL AL[3] a Tel Aviv. Aquella misma noche ya se encontraban en el apartamento de la
calle Narkiss.
En ausencia de Gabriel, Chiara había trasladado la pintura y todo el material a la
habitación que, en teoría, era su estudio. Pero a la mañana siguiente, cuando ella salió
camino del museo en el que trabajaba, él volvió a poner sus cosas en el salón. Se pasó
casi tres días sin alejarse apenas del lienzo, desde el amanecer hasta bien entrada la
tarde, cuando Chiara regresaba a casa. Intentaba ahuyentar de su mente los recuerdos
de la pesadilla vivida en Francia, pero el tema central de la pintura que estaba
restaurando —una joven hermosa bañándose en un jardín— no se lo permitía.
Madeline se colaba constantemente en sus pensamientos, sobre todo el cuarto día,
que dedicó a recuperar los numerosos fragmentos dañados de las manos de Susana.
En ellas se apreciaba con claridad el trazo luminoso de Bassano. Gabriel lo imitaba
tan fidedignamente que resultaba casi imposible distinguir la parte original de la
retocada. De hecho, en la modesta opinión de Gabriel, en ciertos lugares había
logrado superar al maestro. Le habría encantado poder atribuirse el mérito de la
extraordinaria calidad de su trabajo. Pero no. El mérito era de Madeline, que se había
convertido en su fuente de inspiración.
Se obligaba a parar un rato cada mediodía para comer algo, pero no podía evitar
hacerlo delante del ordenador, rastreando en internet cualquier dato sobre la
investigación francesa de la muerte de Madeline Hart. Sabía que las noticias que
aparecían eran muy incompletas, pero, al parecer, la policía no estaba al corriente de
su implicación en el caso. Tampoco en la prensa británica encontraba el menor
indicio que diera a entender que Jonathan Lancaster pudiera tener la menor
vinculación con la desaparición y la muerte de la joven. Al parecer, el primer ministro
y Jeremy Fallon habían logrado lo imposible, y ahora, según las encuestas, se

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disponían a arrasar en las próximas elecciones. Evidentemente, ninguno de los dos
intentó ponerse en contacto con Gabriel. Incluso Graham Seymour esperó tres largas
semanas antes de telefonear. Por el ruido de fondo, Gabriel supuso que lo hacía desde
una cabina telefónica de la estación de Paddington.
—Nuestro amigo mutuo te envía recuerdos —dijo Seymour tentativamente—. Se
pregunta si necesitas algo.
—Una chaqueta de cuero nueva —replicó Gabriel, con un toque de humor que no
se correspondía con sus sentimientos.
—¿De qué talla?
—Mediana, y con un compartimento oculto para pasaportes falsos y un arma.
—¿Me explicarás alguna vez cómo conseguiste salir de allí sin que te detuvieran?
—Alguna vez, Graham.
Seymour guardó silencio mientras por megafonía informaban de la salida de un
tren con destino a Oxford.
—Te está agradecido —dijo al fin, refiriéndose de nuevo a Lancaster—. Sabe que
hiciste todo lo que estaba en tu mano.
—Aunque no fue suficiente para salvarla.
—¿Te has planteado que tal vez no tuvieran la intención de liberarla en ningún
momento?
—Sí —dijo Gabriel—. Pero, por más que lo intento, no consigo entender por qué.
—¿Hay algo que quieras que le transmita?
—Tal vez te interese recordarle que los secuestradores conservan una copia del
vídeo con la confesión de la chica.
—Si no hay chica, no hay escándalo.
Si la intención de Seymour al llamarlo había sido animarlo un poco, había
fracasado estrepitosamente. De hecho, en los días posteriores, el estado de ánimo de
Gabriel empeoró aún más. Las pesadillas perturbaban su sueño. En ellas corría hacia
un coche, pero, a cada paso que daba, en vez de acercarse a él, se alejaba más. Eran
pesadillas de fuego y sangre. En su subconsciente, Madeline y Leah se hacían
indistinguibles, dos mujeres, una a la que había amado, otra a la que había prometido
proteger, consumidas por las llamas. La tristeza lo tenía desesperanzado aunque, más
que cualquier otra cosa, lo que experimentaba era una inmensa sensación de fracaso.
Le había dado su palabra a Madeline de que la sacaría de allí con vida. Solo esperaba
que, en el momento de la explosión, la hubieran tenido sedada, que no se hubiera
dado cuenta del dolor, del horror.
Pero ¿por qué la habían matado? ¿Había cometido él un error durante la
transacción que le hubiera costado la vida a Madeline? ¿O la intención de los
secuestradores había sido en todo momento matarla en presencia de Gabriel, para que
no le quedara más remedio que verla arder? Aquello se lo preguntó Chiara una noche
mientras paseaban por la calle Ben Yehuda. Gabriel le respondió hablándole de la
visión de la signadora, que había visto a un viejo enemigo mientras observaba su

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poción mágica hecha con aceite de oliva y agua. No un viejo enemigo de Keller, sino
de Gabriel.
—No sabía que tuvieras enemigos en el mundo del hampa de Marsella.
—No los tengo —replicó Gabriel—. Al menos, que yo sepa. Pero tal vez actuaran
a las órdenes de otros cuando secuestraron a Madeline.
—¿De quién, por ejemplo?
—De alguien que quisiera castigarme por algo que hice en el pasado. De alguien
que quisiera humillarme.
—¿Dijo algo más la signadora que te hayas olvidado de comentarme?
—«Cuando esté muerta —respondió Gabriel—. Entonces sabréis la verdad».
Eran más de las nueve cuando regresaron a la calle Narkiss, pero aun así Gabriel
quiso pasar un rato más frente al caballete. Puso un CD de La Bohème en el
reproductor portátil, manchado de pintura, bajó el volumen hasta que la música no era
más que un susurro, y trabajó con una determinación que no había sentido aún desde
su regreso a Jerusalén. No se dio cuenta del momento en que terminaba la ópera, ni se
dio cuenta de que, a su espalda, el cielo empezaba a clarear. Finalmente, al amanecer,
dejó el pincel en la mesa y permaneció muy quieto, frente a la pintura, con la mano
en la barbilla y la cabeza ligeramente ladeada.
—¿Está terminado? —le preguntó Chiara, observándolo con atención.
—No —respondió Gabriel sin apartar la vista del lienzo—. Acabo de empezar.

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30

Tiberíades, Israel

A quella tarde era sabbat. Shamron los invitó a cenar en su casa de Tiberíades. En
realidad, no se trataba de una invitación, pues estas podían declinarse
amablemente. Era, más bien, una orden cincelada en piedra, inviolable. Gabriel se
pasó la mañana organizándolo todo para que le enviaran el cuadro a Julian
Isherwood. Después se fue en coche a la otra punta de Jerusalén a recoger a Chiara al
Museo de Israel. Mientras descendían por Bab al-Wad, el congosto con pendientes de
vértigo que unía Jerusalén con la llanura costera, los militantes palestinos de la Franja
de Gaza lanzaron un ataque con proyectiles que llegaron hasta Ashdod. Solo hubo
algunos heridos leves, pero se formó un gran atasco en aquel cuello de botella del
país, pues eran miles las personas que regresaban a sus casas para celebrar el sabbat.
Aquellas cosas solo pasaban en Israel, pensó Gabriel mientras, durante una hora, le
tocaba esperar a que el embotellamiento mejorara. Qué alegría estar de nuevo en
casa.
Tras llegar finalmente a las llanuras costeras, se dirigieron hacia el norte, hacia
Galilea, y después hacia el este, pasando por una sucesión de poblaciones árabes
hasta Tiberíades. La casa de veraneo de Shamron, de fachada amarilla, se encontraba
a algunos kilómetros de la ciudad, sobre un risco que daba al lago. Para llegar a ella
había que subir por una cuesta empinada. Cuando Gabriel y Chiara entraron fue Gilah
la que salió a recibirlos. Shamron estaba de pie frente al televisor, con un teléfono
pegado al oído. Se había levantado aquellas feas gafas suyas metálicas, que apoyaba
en su frente, y se frotaba el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Gabriel pensó
que si alguna vez le erigían una estatua, tendrían que reproducir ese gesto.
—¿Con quién está hablando? —le preguntó Gabriel a Gilah.
—¿Con quién crees tú?
—¿Con el primer ministro?
Gilah asintió.
—Ari cree que debemos actuar en represalia. El primer ministro no está tan
seguro.
Gabriel le entregó a Gilah la botella de vino que habían llevado, un tinto tipo
burdeos que se elaboraba en los montes de Judea, y le dio un beso en la mejilla, suave
como el terciopelo, y que olía a lilas.
—Dile que cuelgue, Gabriel. A ti te hará caso.
—Antes prefiero recibir el impacto directo de uno de esos proyectiles palestinos.
Gilah sonrió y los condujo a la cocina. Sobre las encimeras se alineaban bandejas

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con comida de aspecto delicioso. Seguramente se habría pasado el día cocinando.
Gabriel intentó robarle un pedazo de sus famosas berenjenas con especias
marroquíes, pero ella, en broma, le dio un golpecito en el dorso de la mano.
—¿A cuántas personas piensas alimentar? —preguntó.
—Se suponía que iba a venir Yonatan con su familia, pero no puede salir por
culpa del ataque.
Yonatan era el hijo mayor de Shamron. Era general del ejército israelí, y había
rumores de que iba a presentarse al cargo de jefe del estado mayor.
—Comeremos en cinco minutos —dijo Gilah—. Ve a sentarte con él un rato. Te
ha echado muchísimo de menos mientras has estado fuera.
—Solo he estado fuera dos semanas, Gilah.
—A estas alturas de la vida, dos semanas representan mucho tiempo.
Gabriel descorchó el vino, sirvió dos copas y las llevó a la habitación de al lado.
Shamron ya no hablaba por teléfono, pero seguía con la vista clavada en el televisor.
—Acaban de lanzar otro ataque —dijo—. Los proyectiles caerán en cuestión de
segundos.
—¿Y va a haber respuesta?
—Ahora no. Pero si esto sigue, no vamos a tener más remedio que actuar. La
cuestión es saber qué hará Egipto, ahora que está gobernado por los Hermanos
Musulmanes. ¿Se quedará de brazos cruzados mientras atacamos a Hamás que, en el
fondo, no deja de ser una rama de los Hermanos Musulmanes? ¿Resistirá el tratado
de paz de Camp David?
—¿Qué opina Uzi?
—Por el momento, la Oficina es incapaz de predecir con seguridad cómo
reaccionará el líder egipcio si entramos en C laza. Por eso el primer ministro, al
menos por ahora, está dispuesto a no hacer nada mientras los proyectiles caen sobre
su pueblo.
Gabriel se fijó en la pantalla. Los proyectiles empezaban a caer. Apagó la tele y se
llevó a Shamron a la terraza. Hacía más calor allí que en Jerusalén, y una brisa suave
que llegaba desde los Altos del Golán dibujaba líneas en la superficie del lago.
Shamron se sentó en una de las sillas de hierro colado encaradas a la balaustrada, y al
momento encendió uno de sus apestosos cigarrillos. Gabriel le alargó una de las
copas de vino y se sentó a su lado.
—A mi corazón no le sirve de nada —dijo Shamron después de dar unos sorbos
al vino—, pero me he acostumbrado a él ya en mi edad provecta. Supongo que me
recuerda a todas las cosas para las que nunca tenía tiempo cuando era joven: el vino,
mis hijos, las vacaciones. —Hizo una pausa—. La vida.
—Todavía hay tiempo, Ari.
—Ahórrame las mentiras piadosas —objetó Shamron—. Ahora mi enemigo es el
tiempo, hijo.
—Entonces, ¿por qué malgastas un minuto siquiera metiéndote en política?

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—Existe una diferencia entre política y seguridad.
—La seguridad es una mera extensión de la política, Ari.
—¿Y si tú aconsejaras al primer ministro sobre lo que hacer con los misiles?
—Eso le corresponde a Uzi, no a mí.
Shamron cambió de tema momentáneamente.
—He estado siguiendo con gran interés las noticias que llegaban de Londres —
dijo—. Parece que tu amigo Jonathan Lancaster va directo a la victoria.
—Es, tal vez, el político con más suerte del planeta.
—En esta vida es importante tener suerte. Yo nunca he tenido demasiada. Y tú
tampoco, dicho sea de paso.
Gabriel no dijo nada.
—No hace falta que te diga —prosiguió Shamron— que nuestra mayor esperanza
es que la actual tendencia electoral se mantenga y que Lancaster gane. Si eso sucede,
estamos seguros de que será el político más prosionista desde Arthur Balfour.
—Eres un cabrón despiadado.
—Alguien tiene que serlo. —Shamron miró a Gabriel muy serio un instante—.
Siento haberte metido en todo este asunto.
—Has conseguido exactamente lo que querías —replicó Gabriel—. Lancaster
podría perfectamente estar en nómina en la Oficina. Es lo peor que puede ser un líder:
ha cedido.
—Eso es cosa suya, no nuestra.
—Eso es verdad. Pero fue Madeline Hart la que pagó el precio.
—Tienes que esforzarte en olvidarla.
—Me temo que les dije algo a los secuestradores que convierte ese esfuerzo en
imposible.
—¿Los amenazaste con matarlos si le hacían daño?
Gabriel asintió.
—Las promesas de muerte son como las de amor eterno pronunciadas al calor de
la pasión: son fáciles de hacer y fáciles de olvidar.
—No cuando las pronuncio yo.
Shamron apagó la colilla a conciencia.
—Me sorprendes, hijo. Pero a Uzi no. Él anticipó que querrías ir a por ellos,
razón por la cual ya ha desautorizado una posible operación de represalia.
—En ese caso, la llevaré a cabo sin su ayuda.
—Eso implica que estarás ahí afuera por tu cuenta, sin recursos ni protección de
la Oficina.
Gabriel no dijo nada.
—¿Y si yo te prohibiera ir? ¿Me obedecerías?
—Sí, Abbá.
—¿En serio? —preguntó Shamron, sorprendido.
Gabriel asintió.

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—¿Y si te permitiera ir a por esos hombres y aplicarles la justicia que se
merecen? ¿Qué obtendría yo a cambio?
—¿Es que todo tiene que ser una negociación contigo?
—Sí.
—¿Qué quieres?
—Ya sabes lo que quiero. —Shamron hizo una pausa, antes de añadir—: Y el
primer ministro también lo quiere. —Dio un sorbo al vino y encendió otro cigarrillo
—. Vivimos tiempos trascendentes y turbulentos, y los desafíos van a ser cada vez
más serios. Las decisiones que tomemos en los próximos meses y años determinarán
si nuestra empresa va a tener éxito o va a fracasar. ¿Cómo puedes renunciar a la
posibilidad de influir en la historia?
—Yo ya he influido en la historia, Ari. Muchas veces.
—Entonces guarda la pistola en el cajón y usa ese cerebro que tienes para derrotar
a nuestros enemigos. Róbales sus secretos. Recluta a sus espías y generales como
agentes. Atúrdelos, confúndelos. Con engaños, hijo mío, es como harás la guerra.
Gabriel guardó silencio. El cielo, sobre el Golán, se tornaba de un azul cada vez
más oscuro con la llegada de la noche, y el lago apenas se distinguía ya. A Shamron
le encantaba aquella vista porque le permitía mantener la vigilancia sobre sus
enemigos distantes. A Gabriel le gustaba porque la había contemplado durante su
boda con Chiara, mientras pronunciaba sus votos matrimoniales. Ahora estaba a
punto de comprometerse de otra manera, un compromiso que haría muy feliz al viejo.
—No pienso formar parte de nada que se parezca a un golpe en palacio —dijo
Gabriel al fin—. Uzi y yo hemos mantenido diferencias a lo largo de los años, pero
hemos llegado a ser amigos.
Shamron sabía bien que no debía decir nada. Poseía el don del silencio,
imprescindible en todo buen interrogador.
—Si el primer ministro decide no renovar a Uzi para un segundo mandato —
prosiguió Gabriel—, consideraré la oferta de convertirme en el siguiente jefe de la
Oficina.
—Necesito que me des más garantías.
—Pues no vas a obtenerlas.
—Negociar con secuestradores te ha vuelto más duro.
—Sí, así es.
—¿Por dónde piensas empezar?
—Todavía no lo he decidido.
—¿Qué harás para conseguir dinero?
—Me encontré unos cuantos miles de euros en un barco de Marsella.
—¿A quién pertenecía ese barco?
—A un contrabandista llamado Marcel Lacroix.
—¿Y dónde está él ahora?
Gabriel se lo dijo.

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—Pobre diablo.
—Le seguirán otros.
—Tú asegúrate de no ser uno de ellos. Tengo planes para ti.
—He dicho que lo consideraría. Todavía no he aceptado nada.
—Lo sé —dijo Shamron—. Pero también sé que nunca me engañarías para
conseguir algo que quisieras. Tú no eres como yo. Tú tienes conciencia.
—Tú también. Por eso no puedes dormir por las noches.
—Algo me dice que esta noche voy a dormir como un tronco.
—No te emociones demasiado —dijo Gabriel—. Todavía tengo que hablar de
todo esto con Chiara.
Shamron sonrió.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—¿De quién crees que ha sido la idea?
—Eres un cabrón despiadado.
—Alguien tiene que serlo.
Pero ¿por dónde empezar la búsqueda de los asesinos de Madeline Hart? El lugar
más lógico era entre las organizaciones criminales de Marsella. Podía intentar
localizar a los socios de Marcel Lacroix y René Brossard, vigilarlos, sobornarlos,
interrogarlos, lesionar a algunos de ellos si era necesario, hasta que llegara a conocer
la identidad del hombre que se hacía llamar Paul. El hombre que había llevado a
Madeline a almorzar a Les Palmiers el día de su desaparición. El hombre que hablaba
francés como si lo hubiera aprendido escuchando una cinta de casete. Pero había un
problema en ese plan: si Gabriel se trasladaba a Marsella, sin duda se cruzaría en el
camino de la policía. Además, pensaba, el hombre que se hacía llamar Paul se habría
largado de allí haría bastante tiempo. Así pues, decidió que iniciaría su búsqueda no
con quienes habían perpetrado el crimen, sino con las dos víctimas de este. Alguien
se había enterado de que Jonathan Lancaster y Madeline Hart tenían una aventura. Y
alguien había transmitido aquella información al hombre conocido como Paul. Se
dijo que si encontraba a esa persona, encontraría a Paul.
Sin embargo, Gabriel debía encontrar antes a otra persona. Alguien que hubiera
sido testigo del ascenso al poder de Lancaster. Alguien que conociera la dinámica de
su relación con Jeremy Fallon. Alguien que supiera en qué armarios ocultaban los
cadáveres. Encontró a esa persona a la mañana siguiente, mientras leía el seguimiento
de la campaña electoral británica. Sería complicado, incluso peligroso. Pero si de ese
modo obtenía alguna información que le condujera hasta los asesinos de Madeline,
valdría la pena correr ese riesgo personal.
Pasó el resto de la mañana preparando un dosier detallado. Después metió un par
de mudas en un equipaje de mano, además de dos documentos de identidad falsos.
Aquella misma tarde tomó un avión en Ben Gurión con destino a París, y a mediodía
del día siguiente ya volvía a estar en la isla de Córcega. Necesitaba algo más antes de
iniciar su búsqueda: necesitaba un cómplice. Alguien muy capaz, absolutamente

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despiadado y sin pizca de conciencia.
Necesitaba a Christopher Keller.

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31

Córcega

L a isla había experimentado una notable transformación desde la última visita de


Gabriel. Las playas estaban desiertas, en los mejores restaurantes podían
conseguirse las mejores mesas sin necesidad de reserva, y en los mercados al aire
libre no había ni rastro de los visitantes medio desnudos que, venidos de tierra firme,
lo admiraban todo pero no compraban casi nada. Córcega volvía a ser propiedad de
los corsos, algo por lo que incluso los residentes más pesimistas se mostraban
agradecidos.
Sin embargo, había otras muchas cosas que seguían como siempre. El mismo
aroma embriagador de la macchia saludó a Gabriel cuando este, dejando atrás la
costa, se dirigió hacia el interior; la misma anciana le apuntó con el índice y el
meñique al pasar por la diminuta aldea de montaña; y los mismos dos guardias
levantaron la cabeza con gesto amenazador cuando dejó atrás la verja de entrada a la
finca de Don Anton Orsati.
Siguió por la carretera hasta que esta se convirtió en camino de tierra, y aún
avanzó un poco más. Y al tomar la curva cerrada cerca de aquellos tres olivos
antiquísimos, encontró a la malvada cabra de Don Casabianca en el mismo sitio,
cortándole el paso. Al ver a Gabriel, su expresión se hizo más adusta, como si
recordara las circunstancias de su último encuentro y ahora quisiera devolverle el
favor. A través de la ventanilla abierta, Gabriel le pidió educadamente a la cabra que
se apartara. Cuando el animal irguió la barbilla, desafiante, él se bajó del coche, se
inclinó sobre una de las orejas peladas de la cabra, y le susurró una amenaza que se
parecía mucho a la que había dedicado a los secuestradores de Madeline. Al instante,
la cabra dio media vuelta y se internó apresuradamente en la espesura de la macchia.
Era una cobarde, como la mayoría de los tiranos.
Gabriel se montó de nuevo en el coche y siguió hasta la casa de Keller. Aparcó en
el camino de entrada, a la sombra de un pino, y anunció su llegada gritando en
dirección a la terraza, saludo que no obtuvo respuesta. La puerta no estaba cerrada.
Gabriel fue pasando por las habitaciones, todas ellas blancas, todas ellas hermosas,
pero no había nadie en ninguna de ellas. Entró en la cocina y abrió la nevera. No
había leche, ni carne, ni huevos: nada que pudiera estropearse. Solo unas cervezas,
mostaza de Dijon y una botella de un Sancerre bastante bueno. Gabriel la descorchó y
telefoneó a Don Orsati.
Keller se había ausentado por negocios. A tierra firme, a Francia no, a otro país…
No le sacó nada más. Si todo salía según lo planeado, Keller estaría de vuelta en

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Córcega esa misma noche, o al día siguiente por la mañana a más tardar. El don le
dijo a Gabriel que se quedara en la casa de Keller y que se pusiera cómodo. Le dijo
que sentía lo que había ocurrido «en el norte». Sin duda, Keller le habría informado
de todo con detalle.
—¿Y qué le trae de nuevo a Córcega? —preguntó el don.
—Le pagué a alguien una importante suma de dinero, y ese alguien no me entregó
la mercancía como había prometido.
—Una suma muy importante —coincidió el don.
—¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar?
—Yo, para empezar, jamás habría aceptado ayudar a un hombre como Jonathan
Lancaster.
—Vivimos en un mundo complicado, Don Orsati.
—Eso es cierto —admitió el don, filosóficamente—. En cuanto al problema con
el negocio, tiene dos opciones. Puede esforzarse por olvidar lo que le ocurrió a la
chica inglesa, o puede castigar a los responsables.
—¿Qué haría usted?
—Aquí, en Córcega, hay un refrán que dice: «El cristiano perdona, el tonto
olvida».
—Yo no soy tonto.
—Ni cristiano —observó Orsati—, aunque eso no se lo voy a tener en cuenta.
El don le pidió entonces que no colgara, que se mantuviera a la espera mientras él
se ocupaba de un asunto menor. Al parecer, un importante envío de aceite destinado a
un restaurante de Zúrich no había llegado donde debía. Gabriel oyó al don gritarle a
un lacayo en dialecto corso. Encuentra el aceite, le decía, o rodarán cabezas. En
cualquier otro negocio, una amenaza como esa se habría considerado una exageración
del empresario. Pero en la Empresa Aceitera Orsati no era así.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó el don.
—Me decía algo sobre cristianos e idiotas. Y estaba a punto de cobrarme un alto
precio por prestarme a Keller.
—Es que es mi empleado más valioso.
—Por razones obvias.
El don permaneció unos instantes en silencio. Gabriel lo oyó sorber café.
—Es importante que esto no se quede solo en un asunto de sangre —dijo,
transcurrido un momento—. También tiene que recuperar el dinero.
—¿Y si lo consigo?
—Procedería que pagara un pequeño tributo a su padrino corso.
—¿Muy pequeño?
—Un millón sería suficiente.
—Ese es un precio bastante alto.
—Iba a pedirle cinco.
Gabriel lo pensó un instante y aceptó los términos.

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—Pero solo si encuentro el dinero —remarcó—. Si no, puedo usar a Keller como
mejor me convenga, sin coste alguno.
—Hecho —dijo Orsati—. Pero asegúrese de que vuelva a casa sano y salvo.
Recuerde, el dinero no se gana cantando.
Gabriel salió a la terraza con el Sancerre y el grueso dosier con las
investigaciones internas de Downing Street durante el mandato de Jonathan
Lancaster. Pero en menos de una hora ya se sentía inquieto, y volvió a llamar a Don
Orsati y le pidió permiso para salir a caminar un poco. El don le dio su bendición, y
le dijo dónde encontrar una de las armas de Keller, una aparatosa HK de 9 mm que
guardaba en el cajón de un precioso escritorio francés antiguo situado justo debajo
del Cézanne.
—Pero cuidado —le advirtió el don—. Christopher siempre afloja mucho la
presión de los gatillos. Es un hombre muy sensible.
Gabriel se metió el arma en la cintura de los vaqueros y echó a andar por un
sendero estrecho en dirección a los tres olivos centenarios. Por suerte, la cabra
todavía no había regresado a su puesto de centinela, y él pudo seguir hasta el pueblo
sin que nadie lo molestara. Era esa hora incierta que se llama media tarde y que
precede al crepúsculo. Las casas estaban cerradas a cal y canto y las calles, tomadas
por los gatos y los niños. Todos miraron a Gabriel con gran interés cuando este pasó
frente a ellos camino de la plaza principal. En tres de sus lados se alineaban tiendas y
cafés, y el cuarto estaba ocupado por la iglesia. Gabriel compró un pañuelo para
Chiara en uno de los comercios, y a continuación ocupó una mesa en el local que le
intimidó menos. Se tomó un café bien cargado para contrarrestar los efectos del
Sancerre. Después, cuando el cielo, muy lentamente, empezaba a oscurecerse y la
brisa a enfriarse, pidió un vino corso, tinto, peleón, para contrarrestar los efectos del
café. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par. De su interior llegaban
los murmullos de las oraciones.
Poco a poco, la plaza empezó a llenarse de gentes del lugar. Adolescentes
sentados en sus vespas frente a la heladería; un grupo de hombres que iniciaron una
reñida partida de bolos en el centro de la explanada polvorienta. Poco después de las
seis, una veintena de personas, casi todas mujeres, salieron de la iglesia y
descendieron por su escalinata. Entre ellas iba la signadora. Sus ojos se posaron
fugazmente en Gabriel, el no creyente. Poco después desapareció tras la puerta de su
casucha destartalada. Y al momento dos mujeres entraron a verla: una anciana viuda
vestida de luto de pies a cabeza, y una joven con mal aspecto de poco más de veinte
años que, sin duda, sufría los efectos adversos de algún occhju.
Media hora después las dos mujeres salieron, junto con un niño de unos diez
años, de pelo largo y rizado. Los tres se dirigieron a la heladería, pero el niño, tras
detenerse un instante a seguir la partida de bolos, se acercó al café en el que Gabriel
estaba sentado. Llevaba en la mano un pedazo de papel azul celeste y doblado dos
veces. Lo dejó sobre la mesa, ante Gabriel, y se alejó enseguida, como si temiera

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contagiarse de algo. Gabriel desdobló el papel y, a la luz menguante del atardecer,
leyó la única línea que tenía escrita.

Debo verle ahora mismo.

Gabriel se metió la nota en el bolsillo del abrigo y siguió allí sentado unos
minutos más, sin saber bien qué hacer. Finalmente, dejó unas monedas sobre la mesa
y atravesó la plaza.
Cuando llamó a la puerta con los nudillos, una voz aflautada lo invitó a entrar. La
anciana estaba sentada en una mecedora, con aspecto soñoliento, y tenía la cabeza
ladeada, como si todavía estuviera agotada tras haber absorbido el mal que infectaba
a las visitantes que lo habían precedido. A pesar de las protestas de Gabriel, ella
insistió en ponerse en pie para saludarlo. En esa ocasión no había hostilidad en su
gesto, solo preocupación. Sin decir nada, le acarició la mejilla y lo miró fijamente a
los ojos.
—Tiene los ojos muy verdes. Los ha sacado de su madre, ¿verdad?
—Sí —respondió Gabriel.
—Ella sufrió durante la guerra, ¿no es cierto?
—¿Se lo ha contado Keller?
—No he hablado de su madre con Christopher.
—Sí —admitió Gabriel tras una pausa—. A mi madre le ocurrieron cosas
espantosas durante la guerra.
—¿En Polonia?
—Sí, en Polonia.
La signadora le cogió una mano y se la puso entre las suyas.
—Está caliente. ¿Tiene fiebre?
—No —respondió Gabriel.
Ella cerró los ojos.
—¿Su madre era pintora como usted?
—Sí.
—¿Estuvo en los campos? ¿En ese que tenía nombre de árboles?[4]
—Sí, en ese.
—Veo un camino. Nieve. Una fila larga de mujeres vestidas de gris, un hombre
con un arma.
Gabriel retiró la mano enseguida. La anciana, sobresaltada, abrió los ojos.
—Lo siento, no era mi intención disgustarle.
—¿Por qué quería verme?
—Sé por qué ha vuelto.
—¿Y?
—Quiero ayudarle.
—¿Por qué?

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—Porque es importante que no le ocurra nada en los días venideros. El viejo le
necesita. Y su mujer también.
—No estoy casado —mintió Gabriel.
—Se llama Clara, ¿verdad?
—No —replicó Gabriel, sonriendo—. Se llama Chiara.
—¿Es italiana?
—Sí.
—Entonces los tendré en mis oraciones. —Con un movimiento de cabeza señaló
la mesa, sobre la que, junto a dos velas encendidas, reposaban un cuenco con agua y
otro con aceite.
—¿No se sienta?
—Prefiero no hacerlo.
—¿Todavía no cree?
—Creo —dijo él.
—Entonces, ¿por qué no se sienta? Supongo que no tendrá miedo. Su madre le
puso Gabriel por algo. Tiene usted la fuerza de Dios.
Gabriel sintió como si el peso de una piedra le oprimiera el corazón. Quería salir
de allí al momento, pero la curiosidad lo empujaba a quedarse. Tras ayudar a la
anciana a sentarse en su silla, él lo hizo en la de enfrente, y hundió el dedo en el
aceite. Tras impactar con la superficie del agua, las tres gotas se descompusieron en
mil pedazos antes de desaparecer. La anciana asintió con expresión muy seria, como
si la prueba hubiera confirmado sus más oscuros temores. Después, por segunda vez,
sujetó la mano de Gabriel entre las suyas.
—Está ardiendo —dijo—. ¿Seguro que se siente bien?
—He tomado el sol.
—En casa de Christopher —dijo ella sin dudar—. Se ha bebido su vino. Lleva
una pistola suya al cinto.
—Siga.
—Usted está buscando a un hombre, al hombre que mató a la chica inglesa.
—¿Sabe quién es?
—No —respondió ella—. Pero sí sé dónde está. Se oculta en el este, en la ciudad
de los herejes. Usted no debe poner el pie allí jamás. Si lo hace —añadió con firmeza
—, morirá.
Cerró los ojos y, transcurrido un momento, empezó a llorar en silencio, señal de
que el mal había pasado del cuerpo de Gabriel al suyo. Entonces, con un movimiento
de cabeza le indicó que repitiera la prueba del agua y el aceite. En esa ocasión este se
unió en una sola gota. La anciana sonrió como Gabriel no la había visto sonreír hasta
entonces.
—¿Qué ve?
—¿Está seguro de querer saberlo?
—Sí, claro.

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—Veo un niño —respondió ella sin vacilar.
—¿El niño de quién?
Ella le dio una palmadita en la mano.
—Vuelva a la casa —dijo—. Su amigo Christopher ha regresado a Córcega.
Cuando Gabriel llegó a la casa, encontró a Keller delante de la nevera y con la
puerta abierta. Llevaba un traje gris marengo, arrugado del viaje, y una camisa blanca
con el botón del cuello desabrochado. Sacó la botella medio llena de Sancerre, la
agitó un poco, y se sirvió media copa.
—¿Has tenido un día difícil en la oficina, cariño? —preguntó Gabriel.
—Brutal —respondió él, sujetando la botella—. ¿Y tú?
—Yo ya he bebido bastante.
—Sí, eso ya lo veo.
—¿Qué tal el viaje?
—El viaje ha sido espantoso —dijo Keller—, pero todo lo demás ha ido muy
bien.
—¿Quién era él?
Keller dio varios sorbos al vino sin responder, y le preguntó a Gabriel dónde
había estado. Cuando él le contó que había ido a ver a la signadora, Keller sonrió.
—Ya verás: al final te vamos a convertir en corso.
—No ha sido idea mía —le aclaró Gabriel.
—¿Qué quería contarte?
—Nada. Sus típicas supercherías.
—Entonces, ¿por qué estás tan pálido?
Gabriel no respondió, y se limitó a dejar la pistola de Keller sobre la encimera de
la cocina.
—Por lo que he oído —comentó Keller—, vas a necesitar una de esas.
—¿Qué es lo que has oído?
—He oído que te vas de caza.
—¿Estás dispuesto a ayudarme?
—Francamente —respondió Keller levantando la copa a contraluz—, te esperaba
desde hacía tiempo.
—Tenía que terminar de restaurar un cuadro.
—¿De quién?
—De Bassano.
—¿Del estudio de Bassano, o de Bassano-Bassano?
—Un poco de ambas cosas.
—Qué bien —dijo Keller.
—¿Cuándo podrías estar listo para que nos pongamos en marcha?
—Tengo que echarle un vistazo a mi calendario, pero sospecho que estaré listo
para irme a primera hora de la mañana. Con todo, debes saber que, en este momento,
Marsella está llena de policías. Y la mitad nos buscan a nosotros.

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—Por eso, a Marsella ni nos acercaremos, al menos por ahora.
—¿Dónde vamos entonces?
Gabriel sonrió.
—Nos vamos a casa.

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32

Córcega-Londres

C enaron allí mismo, y después Gabriel se instaló en una habitación de invitados


situada en la planta baja. Las paredes eran blancas, la ropa de cama era blanca,
el sillón y el puf estaban tapizados con lona cruda. Aquella falta de color lo
perturbaba. Esa noche, cuando se encontró con Madeline en sueños, él corría por un
campo de nieve, interminable. Y cuando ella se rascaba el dorso de la mano, la sangre
que brotaba de la herida era del color de la nata espesa.
A la mañana siguiente, tomaron el primer avión a París, y desde allí volaron a
Heathrow. Keller pasó la aduana con pasaporte francés, algo que a Gabriel, que lo
estaba esperando en la zona de llegadas, le pareció una manera indigna de llegar a la
tierra que le había visto nacer. Abandonaron el edificio y tuvieron que esperar veinte
minutos para tomar un taxi, que se abrió paso hacia el centro de la ciudad entre la
lluvia y el denso tráfico.
—Ahora entenderás por qué ya no vivo aquí —dijo Keller en voz baja y en
francés, mientras, por la ventanilla salpicada de gotas, veía las zonas residenciales,
grises, de la periferia de Londres.
—Esta humedad te va a ir muy bien para la piel —replicó Gabriel en la misma
lengua—. Pareces un pellejo seco.
El taxi los dejó en Marble Arch. Gabriel y Keller caminaron un poco por
Bayswater Road hasta el apartamento que daba a Hyde Park. Estaba tal como lo había
dejado la mañana en que se había trasladado a Francia en coche con el dinero del
rescate. De hecho, los platos del desayuno de Chiara seguían aún en el fregadero.
Gabriel soltó su equipaje en el dormitorio principal y sacó un arma del doble fondo
del suelo. Al salir, encontró a Keller de pie junto a la ventana del salón.
—¿Puedes quedarte a solas durante unas horas? —le preguntó Gabriel.
—Sí, claro, ningún problema.
—¿Algún plan?
—Creo que alquilaré una barquita en Serpentine, y después me acercaré a Covent
Garden para hacer unas compras.
—Tal vez sería mejor que te quedaras aquí. Uno nunca sabe con quién puede
tropezarse.
—Soy soldado, cielito.
No le hizo falta decir nada más. Keller era del SAS, lo que implicaba que, si
quería, podía pasar por una habitación llena de amigos íntimos sin que nadie supiera
quién era.

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Gabriel salió a la calle y paró un taxi. Veinte minutos después pasaba junto a la
verja de acceso a Downing Street, en dirección a las Casas del Parlamento. En el
bolsillo llevaba un solo artículo de su dosier, un detallado texto sacado del Daily
Telegraph. Su titular rezaba: «Madeline Hart: preguntas sin respuesta».
El artículo lo había escrito Samantha Cooke, la jefa de sección de asuntos
gubernamentales, y una de las periodistas más prestigiosas de Gran Bretaña. Cubría
las informaciones relacionadas con Jonathan Lancaster desde que este era un simple
diputado, y había relatado su ascenso en una biografía titulada El camino hacia el
poder. A pesar de lo pretencioso del título, la obra había sido bien recibida, incluso
por sus competidores, envidiosos del generoso adelanto que había recibido de su
editor londinense. Samantha Cooke era de las que sabían mucho más de lo que
publicaban, razón por la cual Gabriel quería hablar con ella.
Llamó a la centralita del Telegraph y pidió que le pasaran con su extensión. La
operadora lo hizo al momento y, tras unos segundos, Samantha descolgó el teléfono.
Gabriel sospechaba que se trataba de un móvil, porque oía pasos y el eco de unas
voces de barítono en una sala de techos altos, tal vez el vestíbulo del Parlamento, que
se encontraba justo delante del café en el que Gabriel estaba sentado. Le dijo que
necesitaba que le dedicara unos minutos de su tiempo. Le prometió que no se
arrepentiría de invertirlos en él. En ningún momento mencionó ningún nombre.
—¿Sabe cuántas llamadas como la suya recibo al día? —le preguntó ella, a la
defensiva.
—Le aseguro, señora Cooke, que nunca ha recibido una llamada como esta.
Se hizo un silencio. Era evidente que había conseguido intrigarla.
—¿De qué se trata?
—Prefiero no hablar de ello por teléfono.
—No, claro. Cómo no.
—La noto escéptica.
—No sé por qué será.
—¿Su teléfono tiene conexión a internet?
—Por supuesto.
—Hace un par de años, un agente de inteligencia israelí bastante conocido fue
capturado por unos terroristas islámicos e interrogado mientras lo grababan. Su plan
era matarlo, pero las cosas no salieron como habían preparado. El vídeo del
interrogatorio todavía circula por la red. Mírelo, y después llámeme.
Le facilitó un número de teléfono y colgó. Diez minutos después recibió la
llamada de Samantha Cooke.
—Me gustaría verle.
—Seguro que puede formularlo de otra manera.
—Por favor, señor Allon, ¿consideraría la posibilidad de concederme una
audiencia?
—Solo si se disculpa por tratarme tan bruscamente hace un momento.

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—Le pido mis más sinceras disculpas, y espero que, en lo más profundo de su
corazón, encuentre la manera de perdonarme.
—Está perdonada.
—¿Dónde está usted ahora?
—En el Café Nero de Bridge Street.
—Por desgracia lo conozco bien.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará en llegar?
—Diez minutos.
—No se retrase —dijo Gabriel antes de colgar.
Resultó que sí se retrasó, seis minutos, concretamente, y por eso entró
apresuradamente, como un vendaval, con el teléfono pegado al oído y el paraguas
batiendo al viento que se coló con ella en el café. La mayoría de los clientes del
establecimiento eran turistas, aunque, al fondo, había tres diputados rasos, trajeados,
que se tomaban unos caffè latte. Samantha Cooke se detuvo a intercambiar unas
palabras con ellos antes de dirigirse a la mesa de Gabriel. Tenía el pelo rubio ceniza,
largo hasta los hombros, y los ojos azules, penetrantes. Durante varios segundos no
los apartó del rostro de Gabriel.
—Dios mío —dijo al fin—. Es verdad. Es usted.
—¿Qué esperaba?
—Cuernos, supongo.
—Al menos es usted sincera.
—Ese es uno de mis defectos.
—¿Algún otro?
—La curiosidad —admitió ella.
—En ese caso ha acudido al lugar adecuado. ¿Quiere tomar algo?
—De hecho —respondió ella mirando a su alrededor—, sería mejor que
paseáramos un poco.
Se encaminaron hacia Tower Bridge, pero enseguida giraron por Victoria
Embankment. El tráfico de la tarde avanzaba lentamente por la calle, pero las
multitudes que normalmente recorrían el paseo del río se habían visto ahuyentadas
por la lluvia. Gabriel miró atrás para asegurarse de que no los seguían desde que
habían salido del café. Al volverse de nuevo se fijó en que Samantha lo miraba bajo
su paraguas, como si él perteneciera a alguna especie animal en vías de extinción.
—Tiene usted mucho mejor aspecto del que tenía en ese vídeo —comentó tras
una pausa.
—Es que me maquillaron muy bien antes de grabarme.
Ella no tuvo más remedio que sonreír.
—¿Le ayuda en algo? —preguntó ella.
—¿Qué? ¿Bromear después de que te pase algo así?
Samantha asintió.
—Sí —respondió él—. Ayuda.

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—La conocí en una ocasión, ¿sabe?
—¿A quién?
—A Nadia al-Bakari. Cuando ella todavía no era conocida, la típica chica saudí
que asiste a fiestas, la hija malcriada de Abdul Aziz al-Bakari, el que se dedicaba a
financiar el terrorismo islámico. —Miró a Gabriel a la cara, escrutando una posible
reacción, y pareció decepcionada al no encontrarla—. ¿Es cierto que fue usted quien
lo mató?
—Zizi al-Bakari murió como resultado de una operación iniciada por los
americanos y por sus aliados en la guerra global contra el terror.
—Pero usted fue el que, de hecho, apretó el gatillo, ¿no es cierto? Lo mató en
Cannes, en presencia de Nadia. Y después reclutó a esta para acabar con la red
terrorista de Rashid al-Husseini. Genial —sentenció—. Verdaderamente genial.
—Si hubiera sido tan genial, Nadia seguiría viva.
—Pero su muerte cambió el mundo. Ayudó a llevar la democracia al mundo
árabe.
—Y ya ve qué bien ha terminado todo —replicó Gabriel, sombrío.
Pasaron bajo el puente de Hungerford mientras un tren traqueteaba sobre las vías
de Charing Cross. Estaba dejando de llover. Samantha cerró el paraguas, lo ató, le
puso la funda y se lo guardó en el bolso.
—Me halaga que haya acudido a mí —dijo—, pero el Oriente Próximo no es mi
especialidad.
—Esto no tiene nada que ver con Oriente Próximo. Esto tiene que ver con
Jonathan Lancaster.
Ella alzó la vista al momento.
—¿Por qué un célebre agente de la inteligencia israelí viene a Londres a ver a una
periodista en busca de información sobre el primer ministro británico?
—Debe de tratarse de algo importante —respondió Gabriel, evasivo—. En caso
contrario, ese célebre agente israelí no se habría atrevido jamás a hacer algo así.
—No, no se habría atrevido —coincidió ella—. Pero seguro que ese célebre
agente israelí puede acceder muy fácilmente a un montón de información sobre
Lancaster.
—Contrariamente a la opinión popular, no nos dedicamos a recopilar información
personal sobre nuestros amigos.
—Eso no se lo cree nadie.
Gabriel vaciló un instante.
—Este es un asunto estrictamente personal, señora Cooke. El servicio para el que
trabajo no tiene nada que ver en esto, en modo alguno.
—¿Y si acepto ayudarlo?
—Evidentemente, le daría algo a cambio.
—¿Una historia?
Gabriel asintió.

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—Pero no puede decirme de qué se trata —adivinó ella.
—Todavía no.
—Sea lo que sea, más le vale que se trate de algo gordo.
—Soy Gabriel Allon. Yo solo me dedico a lo gordo.
—Eso es cierto. —Samantha se detuvo y contempló el London Eye, que giraba
lentamente en la otra orilla del río—. Está bien, señor Allon. Acepto el pacto. Tal vez
debería decirme ya de qué va todo esto.
Gabriel sacó del bolsillo del abrigo el artículo del Telegraph y se lo mostró.
Samantha Cooke esbozó una sonrisa.
—¿Por dónde quiere que empiece?
Gabriel volvió a guardarse el artículo en el bolsillo, y le pidió que empezara por
Jeremy Fallon.

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33

Londres

E ra una buena periodista y, como tal, proporcionaba a sus lectores (y en este caso
a Gabriel) la información de fondo necesaria para situar el relato en su
contexto. Gabriel, que había residido en el Reino Unido, ya sabía gran parte de lo que
le contaba. Sabía, por ejemplo, que Jeremy Fallon había estudiado en el University
College de Londres y que había trabajado como redactor publicitario antes de
integrarse al departamento de política de la sede del partido. Lo que Fallon había
descubierto era que la organización de campaña estaba anticuada y que se dedicaba a
vender un producto que nadie —y mucho menos los votantes británicos— deseaba
comprar. Su prioridad había sido, pues, modificar la manera de asumir el proceso
electoral. A Fallon no le importaba a qué partido daba su apoyo el votante; a él le
interesaba saber dónde hacía la compra ese votante, qué programas de televisión veía
ese votante, qué esperanzas para sus hijos tenía ese votante. Y, sobre todo, lo que a
Fallon le interesaba saber era qué esperaba ese votante de su gobierno.
Discretamente, lejos de los focos, Fallon había empezado a reformular las políticas
básicas del partido para que atendieran las necesidades del electorado británico
moderno. Después partió en busca del mejor vendedor, el más capaz de colocar su
producto en el mercado. Y lo encontró en la figura de Jonathan Lancaster. Con la
ayuda de Fallon, Lancaster retó con éxito al líder del partido. Y seis meses después
llegaba a Downing Street.
—La recompensa de Jeremy fue conseguir su trabajo soñado —explicó Samantha
Cooke—. Jonathan lo nombró jefe de gabinete, y delegó en él más poder del que
nunca en la historia del país había tenido ninguna otra persona con su mismo cargo.
Jeremy es la puerta de acceso a Lancaster, y el que ejecuta sus ideas; un viceprimer
ministro en todo menos en el cargo. Lancaster me comentó en una ocasión que ese
era el mayor error que había cometido en su vida.
—¿Se lo dijo para que constara?
—No, me lo dijo off the record —puntualizó ella—. Totalmente off the record.
—Si Lancaster sabía que era un error, ¿por qué lo hizo?
—Porque, sin la presencia de Jeremy, el partido todavía seguiría vagando por el
proverbial desierto político. Y Jonathan Lancaster seguiría siendo un diputado de a
pie de la oposición intentando labrarse un nombre una vez a la semana durante la
sesión de preguntas. Además —añadió—, Jeremy le es totalmente leal a Lancaster.
Estoy casi segura de que estaría dispuesto a matar por él, y que se ofrecería
voluntario para limpiar la sangre.

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A Gabriel le habría encantado poder contarle hasta qué punto sus suposiciones
eran ciertas. Pero no lo hizo, y siguió caminando en silencio a su lado, esperando a
que ella dijera algo más.
—Pero en su relación había algo más que un mero vínculo de deuda y lealtad.
Lancaster necesitaba a Fallon. Literalmente, se creía incapaz de gobernar el país sin
tenerlo a su lado.
—O sea que es cierto.
—¿Qué?
—Que Jeremy Fallon es el cerebro de Lancaster.
—No. En realidad, eso es una chorrada. Pero la opinión pública no tardó mucho
en hacer suya esa percepción. Incluso las encuestas internas del partido mostraban
que la mayoría de los británicos creían que era Jeremy el que, en realidad, llevaba las
riendas del gobierno. —Hizo una pausa, pensativa—. Por eso me sorprendió tanto
que Jeremy estuviera al lado de Lancaster el día en que este, finalmente, anunció la
convocatoria de nuevas elecciones.
—¿Le sorprendió?
—No hacía mucho circulaba un rumor malicioso por Whitehall según el cual
Lancaster planeaba echar a Jeremy de Downing Street.
—¿Porque se había convertido en una carga política?
Samantha asintió.
—Y porque era tan impopular en el partido que nadie quería trabajar para él.
—¿Por qué no informó usted de ello?
—No disponía de las fuentes necesarias para llevarlo a imprenta —respondió ella
—. Algunos tenemos principios, ¿sabe?
—¿Cree que a Jeremy Fallon le llegaron esos mismos rumores?
—No se me ocurre que no fuera así.
—¿Abordaron el tema Lancaster y él?
—Eso no conseguí confirmarlo, y, entre otras cosas, por eso no escribí en el
periódico sobre el asunto. Gracias a Dios no lo hice —añadió—. Porque habría
quedado como una tonta.
Habían llegado al puente de Waterloo. Gabriel la sujetó del codo y la orientó
hacia el Strand.
—¿Lo conoce bien? —le preguntó.
—¿A Jeremy?
Gabriel asintió.
—No estoy segura de que nadie conozca de verdad a Jeremy Fallon. Yo lo
conozco a nivel profesional, lo que implica que me cuenta las cosas que quiere que
yo publique en mi periódico. Es un cabrón manipulador, razón por la cual su
actuación durante el funeral de Madeline Hart resultó tan peculiar. Jamás lo habría
creído capaz de derramar una lágrima. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Supongo
que, después de todo, era cierto.

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—¿El qué?
—Que Jeremy estaba enamorado de ella.
Gabriel se detuvo y se volvió para mirarla.
—¿Me está diciendo que Jeremy Fallon y Madeline Hart tenían una aventura?
—A Madeline no le interesaba Fallon desde el punto de vista amoroso —
respondió ella, negando con la cabeza—. Pero eso no le impedía utilizarlo para
medrar en su carrera. Ascendió peldaños demasiado deprisa, en mi opinión. Y
sospecho que fue gracias a Jeremy.
Entre los dos se hizo el silencio. Estaban en la acera, delante de la Courtauld
Gallery. Samantha Cooke contemplaba el tráfico que circulaba por el Strand, pero
Gabriel se preguntaba por qué Jeremy le había presentado a Jonathan Lancaster a la
mujer de la que estaba enamorado. Tal vez quisiera ejercer alguna influencia sobre el
hombre que estaba a punto de poner fin a su carrera política.
—¿Está segura?
—¿De que Jeremy estaba colado por Madeline?
Gabriel asintió.
—Tan segura como se puede estar de algo así.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Me llegó de diversas fuentes en las que confío. Jeremy se inventaba las excusas
más pobres para ponerse en contacto con ella. Al parecer, todo resultaba bastante
patético.
—¿Y por qué no informó de ello tras la desaparición de la joven?
—Porque no me pareció que fuera adecuado en su momento —respondió ella—.
Y ahora que está muerta…
No terminó la frase. Entraron en la galería, adquirieron dos entradas y subieron la
escalinata de acceso a las salas de exposiciones. Como de costumbre, estaban
prácticamente desiertas. En la sala 7 se detuvieron ante un marco vacío que
denunciaba el robo de la obra maestra del museo: el Autorretrato con oreja vendada
de Vincent van Gogh.
—Una lástima —dijo Samantha Cooke.
—Sí —coincidió Gabriel, y la condujo frente al Nunca más de Gauguin. Allí le
preguntó si había llegado a conocer a Madeline Hart.
—Una vez —respondió ella, señalando a la mujer del lienzo, como si estuviera
hablando de ella y no de una mujer que estaba muerta—. Estaba preparando una
crónica sobre los esfuerzos del partido para conectar con votantes de las minorías.
Jeremy me envió a hablar con ella. Me pareció que su belleza podía irle en contra,
pero que era inteligente y aguda. A veces parecía que fuera ella la que me
entrevistaba a mí, y no al revés. Me sentí como si… —Hizo una pausa, buscando la
palabra exacta—. Me sentí como si me estuviera captando. Para qué, no tengo ni
idea.
Cuando ella terminó la frase, Gabriel oyó pasos a sus espaldas y, al volverse, vio

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a una pareja de mediana edad que entraba en la sala. El hombre llevaba gafas de
vidrios tintados, y era prácticamente calvo, salvo por una tonsura que le daba un
aspecto simiesco. La mujer era bastante más joven que él, y llevaba una guía del
museo abierta por una página que no correspondía. Pasaban frente a los cuadros sin
hablar, se detenían apenas unos segundos y, mecánicamente, pasaban al siguiente.
Gabriel los vio entrar en la siguiente sala, y se llevó a Samantha abajo, al espacioso
patio interior que ocupaba el centro del edificio. Cuando hacía buen tiempo era un
lugar muy frecuentado por los londinenses que trabajaban en los edificios de oficinas
del Strand. Pero ahora, bajo aquella lluvia helada, las mesas metálicas de la cafetería
estaban vacías, y la fuente con surtidor resonaba con la tristeza de un juguete
olvidado en un jardín de infancia sin niños.
—Usted escribió bien sobre Madeline tras su desaparición —dijo Gabriel
mientras recorrían lentamente el perímetro del patio.
—Y estaba convencida de todo lo que escribí. Se trataba de una persona fuera de
lo común, y con una gran confianza en sí misma, teniendo en cuenta de dónde
provenía. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Nunca comprendí el
comportamiento de su madre durante los días posteriores a su desaparición. La
mayoría de los padres de desaparecidos hablan con la prensa constantemente. Pero
ella no. Ella se mostró en todo momento callada e inaccesible. Y ahora parece
haberse borrado de la faz de la tierra. Y el hermano de Madeline, también.
—¿Qué insinúa?
—Cuando intenté ponerme en contacto con ellos para escribir ese artículo —dijo,
agitando la cabeza en dirección al bolsillo del abrigo de Gabriel—, nadie me contestó
en su casa. Nunca. Finalmente tuve que desplazarme hasta Essex y esperar sentada
frente a su puerta. Un vecino me dijo que, desde poco después del funeral, no habían
visto a la familia.
Gabriel no dijo nada, pero empezó a calcular mentalmente la distancia entre
Londres y Basildon, Essex, en plena hora punta de la tarde.
—Yo ya he hablado mucho —sentenció Samantha—. Ahora le toca a usted. ¿Por
qué diablos el gran Gabriel Allon se interesa por la muerte de una chica inglesa?
—Me temo que eso no puedo contárselo.
—¿Lo hará alguna vez?
—Eso depende.
—No sé si lo sabe —replicó ella, retándolo—, pero el mero hecho de que esté
usted en Londres formulando preguntas ya es una noticia en sí misma.
—Eso es cierto —admitió Gabriel—. Pero usted no se atrevería a publicar nuestra
conversación, ni siquiera a mencionársela a nadie.
—¿Por qué no?
—Porque a mí me impediría proporcionarle una noticia mucho mejor en el futuro.
Samantha Cooke sonrió y consultó la hora.
—Me encantaría pasarme una semana entera hablando con usted, pero la verdad

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es que tengo que irme. Debo entregar un artículo para la edición de mañana.
—¿Sobre qué está escribiendo?
—Sobre Gas y Petróleo Volgatek.
—¿La empresa rusa de energía?
—Estoy impresionada, señor Allon.
—Intento mantenerme al día de la actualidad. Es algo que me ayuda en mi
trabajo.
—De eso no tengo duda.
—¿Y cuál es la noticia?
—Los ecologistas y los que advierten sobre los peligros del cambio global están
molestos con el acuerdo. Anticipan las catástrofes de siempre: vertidos masivos de
petróleo, hielo de los polos derretido, las casas de Chelsea en primera línea de mar y
esas cosas. No parece importarles que el acuerdo vaya a traducirse en miles de
millones de dólares en concepto de licencias, ni que gracias a él vayan a crearse miles
de puestos de trabajo, tan necesarios en Escocia.
—¿Su artículo va a ser equilibrado entre las dos posturas? —preguntó Gabriel.
—Mis artículos siempre son equilibrados —respondió ella, dedicándole una
sonrisa—. Según mis fuentes, el acuerdo ha sido el proyecto estrella de Jeremy, su
última gran iniciativa antes de dejar Downing Street para presentarse al Parlamento.
He intentado hablar con él del tema, pero él me respondió pronunciando dos palabras
que jamás le había oído pronunciar antes.
—¿Qué dos palabras?
—No comment.
Dicho esto, ella le entregó su tarjeta de visita, le estrechó la mano y desapareció
por el pasaje abovedado que conectaba el patio con el Strand. Gabriel esperó cinco
minutos antes de salir. Cuando llegó a la calle, vio a la pareja de la galería intentando
parar un taxi. Pasó junto a ellos sin mirarlos y siguió hasta Trafalgar Square, donde
unos mil manifestantes protestaban en sus Dos Minutos de Odio contra el estado de
Israel. Gabriel se abrió paso entre la multitud, avanzando lentamente por entre los
asistentes, deteniéndose aquí y allá para comprobar si alguien le seguía. Al fin, un
oportuno chaparrón dispersó a los congregados, que salieron corriendo en busca de
refugio. Gabriel se unió a un grupo de actores y pintores propalestinos que se dirigían
a los bares del Soho, pero en Charing Cross Road se separó de ellos y se perdió en la
boca del metro de Leicester Square. Mientras bajaba por la escalera mecánica hacia
las entrañas calientes de la tierra, llamó a Keller.
—Necesitamos un coche —le dijo rápido, en francés.
—¿Dónde vamos?
—A Basildon.
—¿Por algún motivo en concreto?
—Te lo contaré por el camino.

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34

Basildon, Essex

S e había creado tras la Segunda Guerra Mundial como parte de un plan a gran
escala destinado a reducir la masificación en los barrios populares, los más
castigados por los bombardeos de Londres. El resultado había sido lo que los
planificadores de la capital llamaban «Ciudad Nueva», un lugar sin historia, sin alma,
sin más propósito que dar cobijo a los miembros de la clase obrera. Su centro
comercial, la plaza central de Basildon, era una obra maestra de la arquitectura
neosoviética. También lo era el edificio alto de viviendas de protección oficial que se
alzaba, amenazador, a uno de sus lados, como un pedazo gigantesco de pan muy
tostado.
Una milla y media al este de allí se encontraba una zona deteriorada de bloques
de pisos y casas adosadas conocida como los Lichfields. Las calles, sin excepción,
tenían nombres bonitos —Avon Way, Norwich Walk, Southwark Path—, pero las
aceras estaban cuarteadas, y en los patios proliferaban las malas hierbas. Algunas de
las casas contaban con unos pequeños jardines delanteros, pero la diminuta unidad
que quedaba al fondo de Blackwater Way disponía solo de una porción de cemento
levantado en el que casi siempre aparcaba algún coche destartalado. Su fachada era
de guijarros en la primera planta y de ladrillo oscuro en la segunda. Había tres
ventanas pequeñas, todas cubiertas por cortinas, y a oscuras. No había ni una luz
encendida sobre la puerta pequeña de la entrada, que no daba precisamente la
bienvenida.
—¿Trabaja alguno? —preguntó Keller cuando, con el coche, pasaban frente a la
casa por segunda vez.
—La madre trabaja unas horas a la semana en la farmacia Boots de la plaza —
respondió Gabriel—. Y el hermano se dedica a beber.
—¿Seguro que ninguno de los dos está ahí dentro?
—¿A ti te parece que hay gente?
—A lo mejor les gusta la oscuridad.
—O a lo mejor son vampiros.
Gabriel llevó el coche hasta una zona de aparcamiento que quedaba cerca de la
esquina y apagó el motor. Un poco más allá de la ventanilla de Keller había un cartel
que advertía que la zona se encontraba sometida a videovigilancia las veinticuatro
horas del día.
—Todo esto me da mala espina.
—Pero si hace nada has matado a un hombre por dinero.

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—Sí, pero no había cámaras.
Gabriel no dijo nada.
—¿Cuánto tiempo pretendes pasar ahí dentro? —le preguntó Keller.
—El que haga falta.
—¿Y qué pasa si se presenta la policía?
—No estaría de más que me lo hicieras saber.
—¿Y si se dan cuenta de que yo estoy aquí sentado?
—Muéstrales tu pasaporte francés y cuéntales que te has perdido.
Dicho esto, Gabriel abrió la puerta y salió del coche. Mientras cruzaba la calle, un
perro empezó a ladrar. Debía de ser muy grande, porque cada uno de sus ladridos
profundos, sonoros, retumbaba en las fachadas decrépitas de los bloques de
apartamentos como un cañonazo. Por un momento Gabriel se planteó regresar al
coche: sí, claro, pensó, malhumorado, eso era lo que pretendía el perro. Pero no lo
hizo y, tras cruzar el jardín de los Hart, se plantó frente a su puerta.
No había porche ni tejadillo para resguardarse de la lluvia. Gabriel bajó el tirador
pero, como se temía, la puerta estaba cerrada con llave. Entonces sacó del bolsillo
una herramienta metálica, estrecha, y la insertó en el mecanismo. Solo tardó unos
segundos en abrirla. Quien no supiera nada habría dicho que solo estaba palpando
con la llave, porque estaba oscuro. Volvió a probar el tirador, que en esa ocasión
cedió sin ofrecer resistencia. Abrió la puerta, penetró en la penumbra y la cerró
enseguida. Fuera, el perro soltó una última serie de ladridos antes de quedar en
silencio. Gabriel se metió de nuevo la ganzúa en el bolsillo, extrajo de él una linterna
compacta y la encendió.
Descubrió que se encontraba en un recibidor atestado. El suelo de linóleo estaba
cubierto de periódicos sin leer, y a su derecha varios abrigos de lana e impermeables
colgaban de varios ganchos. Gabriel vació los bolsillos, que contenían cerillas, tiques
de compra, tarjetas de visitas, y a continuación orientó el haz de luz hacia el salón. Se
trataba de un espacio pequeño y claustrofóbico, de unos tres por cuatro metros, en el
que tres sillones deshilachados se distribuían en torno a un televisor. En el centro de
la habitación había una mesa baja, y sobre ella dos ceniceros rebosantes de colillas.
Fotos enmarcadas de Madeline decoraban una de las paredes: en una salía de niña
persiguiendo una pelota en un campo soleado; en otra, recibía el título de la
Universidad de Edimburgo. En una tercera, Madeline posaba con el primer ministro
Jonathan Lancaster en Downing Street. También había una imagen de la familia al
completo, nada sonriente, en algún paseo marítimo sin encanto. Gabriel se fijó en los
rasgos ordinarios, inexpresivos, de los rostros de sus padres e intentó imaginar cómo
se habrían combinado para producir un rostro como el suyo. Ella era un error de la
naturaleza, pensó. Ella era hija de un Dios distinto.
Salió de la sala y, atravesando un pequeño comedor, entró en la cocina. Las
encimeras estaban llenas de platos sucios, amontonados, y en el fregadero todavía
quedaba un poso de agua grasienta. En el aire flotaba un desagradable olor a

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putrefacción. Gabriel abrió uno de los armarios bajos y encontró un cubo de basura
rebosante de restos de comida pasados. Había más en la nevera. Se preguntó qué los
habría empujado a abandonar la casa tan apresuradamente y a dejarla en aquel estado.
Regresó al recibidor y subió a la primera planta por una escalera estrecha. Había
tres habitaciones: dos cubículos diminutos a la izquierda de la casa, y una habitación
más espaciosa a la derecha, que fue la que inspeccionó primero. Pertenecía a la madre
de Madeline. La cama de matrimonio había quedado sin hacer, y se colaba una
corriente de aire frío a través de una ventana abierta que daba al rectángulo de tierra
que era su patio trasero. Gabriel abrió la puerta del armario, fina como un papel, y
enfocó el interior. De un extremo a otro de la barra colgaban vestidos, y había más
ropa cuidadosamente doblada en el estante superior. Después se acercó al tocador.
Todos los cajones estaban llenos a rebosar, excepto el primero de la izquierda.
Gabriel pensó que ese era el típico cajón en el que una mujer guardaría sus
documentos personales y sus objetos de más valor. Se agachó e iluminó por debajo de
la cama, pero allí solo encontró polvo. A continuación se acercó al teléfono, instalado
en una de las dos mesillas de noche, idénticas, junto a un vaso vacío. Lo descolgó, se
lo acercó al oído, pero no había línea. Pulsó entonces el botón correspondiente del
contestador automático. No había mensajes.
Gabriel regresó al rellano y asomó la cabeza a una de las habitaciones pequeñas.
Parecía como si hubiera sido arrasada por el estallido de un coche bomba. Solo las
paredes permanecían intactas. Estaban forradas con las imágenes habituales: astros
del fútbol, top models, coches que el ocupante de aquel dormitorio jamás podría
permitirse. En el aire flotaba un olor acre a hombre que Gabriel, afortunadamente, no
había vuelto a encontrarse desde que había salido del ejército. Revisó someramente la
habitación pero no encontró nada fuera de lo común, descontando el hecho de que allí
no había ni un solo objeto, ni un solo pedazo de papel que contuviera el nombre de la
persona que la ocupaba.
El último de los dormitorios que inspeccionó fue el de Madeline. No la Madeline
que había sido amante de Jonathan Lancaster, ni la sombra de aquella, que Gabriel
había conocido en Francia, sino la Madeline que, al parecer, había sobrevivido a una
infancia pasada en aquella casa pequeña y deprimente. A Gabriel le parecía que debía
de haberlo conseguido de la misma manera como había soportado un mes de
cautiverio: con pulcritud, con orden. La cama estaba impecablemente hecha; su
diminuto escritorio de colegiala, listo para pasar la inspección más estricta. Sobre él
se alineaba una colección de novelas inglesas clásicas: Dickens, Austen, Forster,
Lawrence. Por el estado de los volúmenes, se diría que se habían leído muchas veces,
y las páginas estaban muy subrayadas y salpicadas de anotaciones escritas con letra
diminuta y precisa. Gabriel estaba a punto de meterse uno en el bolsillo —Una
habitación con vistas— cuando el teléfono móvil vibró sordamente. Descolgó y se
llevó el aparato al oído.
—Tenemos compañía —anunció Keller.

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—¿Cuántos son?
—Parece que solo uno, pero no estoy seguro.
Gabriel separó un dedo las cortinas de gasa del dormitorio y vio a una mujer que
caminaba por Blackwater Way protegida por un paraguas. Al pasar bajo una farola
que proyectaba una luz amarillenta, vislumbró fugazmente un rostro, y supo que no
era la primera vez que lo veía. Cuando la mujer se volvió un poco más en la acera de
cemento, le vino a la memoria: había sido en aquella iglesia antigua de las montañas
del Luberon. Era la mujer que se había santiguado con gesto fingido. Gabriel no sabía
por qué, pero esa misma mujer estaba ahora insertando la llave en la cerradura de la
casa.
Gabriel apagó el teléfono y extrajo el arma que llevaba encajada en la cintura del
pantalón, por la espalda. Estuvo tentado de bajar furtivamente la escalera y encararse
con ella, pero decidió que era mejor esperar. Tarde o temprano, pensó, la mujer le
diría quién era y por qué estaba allí, preferiblemente sin darse cuenta de que lo había
hecho. Esa era siempre la mejor manera de obtener una información: sin el
conocimiento del sujeto. Como siempre decía Shamron, a un espía le iba mejor como
carterista que como atracador.
Así que Gabriel permaneció inmóvil en el dormitorio de infancia de Madeline,
con el cañón de la pistola muy pegado a la mejilla, mientras la mujer entraba en el
recibidor y cerraba la puerta con sigilo. A continuación emitió una sola sílaba que
para Gabriel no significaba nada, y de inmediato empezaron a oírse ruidos que
indicaban que la mujer estaba recogiendo el correo y metiéndolo en una bolsa de
plástico. Después se dirigió al salón, donde pasó aproximadamente dos minutos, y
posteriormente a la cocina, desde donde emitió aquel mismo sonido monosilábico,
incomprensible. Gabriel sospechaba que se trataba de una expresión vulgar en una
lengua que no era inglés, ni hebreo, ni francés, ni italiano ni alemán. Y sospechaba
algo más: que aquella mujer, fuera quien fuese, estaba inspeccionando aquella casa,
tal como él había hecho antes de su llegada.
Cuando oyó que sus pasos alcanzaban la base de la escalera, la indecisión se
apoderó de Gabriel por un instante: si estaba en lo cierto respecto a sus intenciones, si
estaba buscando algo, no había duda de que inspeccionaría el dormitorio de
Madeline. Miró a su alrededor para ver si podía ocultarse en algún sitio, pero no
encontró ningún escondite adecuado. Aquella habitación era apenas más grande que
la celda en la que la habían mantenido encerrada en Francia. Cuando los pasos de la
mujer se oían ya muy cerca, Gabriel llegó a la conclusión de que no le quedaba más
remedio que salir de allí. Pero ¿por dónde? El baño quedaba al otro lado del rellano.
Entró en él sin hacer ruido, y al hacerlo se preguntó qué pensaría Shamron si pudiera
ver al futuro jefe de los servicios de inteligencia israelíes en ese momento. Le
parecería bien, se respondió a sí mismo. De hecho, estaba seguro de que el gran Ari
Shamron se había ocultado en lugares profesionalmente más degradantes que el
cuarto de baño de una casa de protección oficial de Basildon.

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Dejó la puerta algo entornada —apenas medio centímetro— y sostuvo el arma
con las dos manos extendidas mientras la mujer culminaba su ascensión a la primera
planta. Entró primero en el dormitorio grande y, a juzgar por el ruido de cajones y
puertas al abrirse, lo revisó de arriba abajo. Cinco minutos después salió de allí y
pasó sin detenerse por delante del baño, sin saber que en ese preciso instante un arma
le apuntaba a la cabeza. Llevaba la misma gabardina beis que le había visto en
Francia, pero el pelo peinado de una manera algo distinta. En la mano izquierda
sostenía una bolsa verde de Marks & Spencer que parecía contener algo más que el
correo sin abrir de la casa.
Cuando entró en el dormitorio de Madeline, su búsqueda se volvió de pronto más
frenética. Se trataba de una inspección profesional, pensó Gabriel, escuchando. Una
inspección destructiva… Sacaba ropa del armario, arrancaba las sábanas de la cama,
vaciaba el contenido de los cajones en el suelo. Finalmente se oyó un chasquido seco,
como si se hubiera partido una madera, seguido de un denso silencio. El silencio lo
rompió enseguida el sonido de su voz, serena, grave, como la que se usa para
informar a un superior a través de un dispositivo que emite una señal por onda
abierta. Gabriel no entendía lo que decía —no se le daban bien las lenguas eslavas—,
pero de una cosa estaba seguro:
Aquella mujer se expresaba en ruso.

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35

Basildon, Essex

S u coche, un Volvo viejo, poco aerodinámico, estaba aparcado al otro lado de la


calle, delante del bloque de apartamentos más feo de los Lichfields. Se dirigió
hacia él enseguida, con el paraguas en la mano derecha y la bolsa verde de Marks &
Spencer en la izquierda. El paraguas era puramente decorativo, pensó Gabriel
observándola desde la ventana del dormitorio de Madeline, porque había dejado de
llover. La bolsa parecía pesada. Tras abrir la puerta del coche, la dejó en el asiento del
copiloto y se puso al volante, dejando el paraguas abierto hasta que estuvo en el
interior, a salvo. El motor vaciló un poco antes de arrancar. No encendió los faros
hasta que se alejó algo del recinto. Conducía deprisa pero con suavidad y gran
pericia.
Gabriel echó un último vistazo a la destrucción que aquella mujer había causado
en el dormitorio de Madeline y bajó corriendo la escalera. Al salir vio que Keller
había detenido el coche delante y lo esperaba junto a la puerta. Gabriel se montó
enseguida y, con un gesto de cabeza, le indicó que siguiera a la mujer.
—Pero con cuidado —le advirtió—. Es buena.
—¿Muy buena?
—Del Centro Moscú, nada menos.
—¿De qué estás hablando?
—Tal vez me equivoque —respondió Gabriel—, pero diría que la mujer que va al
volante de ese vehículo es del KGB.
Técnicamente, el KGB ya no existía, claro. Había sido desmantelado no mucho
después del hundimiento del antiguo imperio soviético. Ahora, la Federación Rusa
contaba con dos servicios de inteligencia: el FSB y el SVR. EL FSB se ocupaba de
los asuntos que se producían en el interior de las fronteras de Rusia: contraespionaje,
antiterrorismo, mafiya, activistas prodemocracia lo bastante valientes (o lo bastante
tontos) como para desafiar a los hombres que gobernaban el país tras los muros del
Kremlin. El SVR era el servicio exterior de inteligencia del país. Controlaba su red
global de espías desde el mismo campus escondido de Yasenevo que había servido de
sede del Primer Directorio Principal del KGB. Los agentes del SVR todavía llamaban
al edificio el «Centro Moscú», y no podía sorprender que incluso los ciudadanos
rusos se refirieran al SVR llamándolo KGB. Si lo hacían era por algo. Tal vez el
Kremlin le hubiera cambiado el nombre al servicio de inteligencia ruso, pero su
misión seguía siendo la misma: tener acceso, para debilitar, a las naciones de la
antigua Alianza Atlántica, con Estados Unidos y Gran Bretaña como prioridades.

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Pero ¿por qué una agente de campo del SVR había seguido a Gabriel y a Keller
hasta una antigua iglesia de las montañas del Luberon? ¿Y por qué esa misma agente
de campo acababa de registrar la casa de una chica inglesa muerta llamada Madeline
Hart? Una chica que había sido la amante del primer ministro británico. Una chica
que había sido secuestrada mientras se encontraba de vacaciones en la isla de
Córcega y por la que se había pedido un rescate. Una chica que había muerto
quemada en el maletero de un Citroën C4, en la playa de Audresselles.
—No nos anticipemos —dijo Keller.
—Sé muy bien lo que he oído.
—Has oído a una mujer que hablaba ruso.
—No —insistió Gabriel—. He visto a una agente del Centro Moscú poniendo
patas arriba un dormitorio.
Se dirigían hacia el oeste por la Al 27. Eran casi las ocho. En los carriles que se
dirigían hacia el este el tráfico era aún muy denso, pues la hora punta de salida de
Londres no había terminado. La mujer avanzaba unos doscientos metros por delante
de ellos. A Keller no le costaba demasiado seguir la pista a las luces traseras de aquel
Volvo, tan características.
—Supongamos que tienes razón —dijo, manteniendo la vista al frente—.
Supongamos que el KGB, o el SVR, o como coño quieras llamarlo, esté relacionado
de alguna manera con el secuestro de Madeline Hart.
—Yo diría que, en este momento, ese dato queda fuera de toda especulación.
—Acepto el planteamiento —dijo Keller—. Pero ¿cuál es la relación?
—En eso todavía estoy pensando. Pero, si tuviera que aventurar algo, diría que ha
sido una operación suya desde el principio.
—¿Operación? —preguntó Keller, incrédulo—. ¿Estás diciendo que los rusos
secuestraron a la amante del primer ministro británico?
Gabriel no respondió. Ni él mismo terminaba de creérselo aún.
—¿Me permites que te refresque la memoria sobre unos cuantos datos
destacados? —preguntó Keller.
—Sí, claro, hazlo.
—Marcel Lacroix y René Brossard no eran rusos, y no trabajaban para el SVR.
Los dos eran miembros de una organización criminal francesa con un largo historial
en Marsella y el sur de su país.
—Tal vez no supieran para quienes trabajaban.
—¿Y qué hay de Paul?
—No sabemos nada de él, salvo que habla un francés aprendido de una cinta de
casete… O eso dijo el gran Don Anton Orsati de Córcega.
—Que la paz sea con él.
Gabriel dio un golpecito al vidrio del parabrisas.
—Esa mujer nos lleva demasiada ventaja.
—La tengo controlada.

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—Reduce un poco más la distancia.
Keller pisó a fondo el acelerador durante unos segundos.
—¿Crees que Paul es ruso? —preguntó.
—Eso explicaría por qué la policía francesa no ha conseguido ponerle cara al
nombre.
—Pero ¿por qué habría contratado a unos delincuentes franceses para secuestrar a
Madeline en vez de hacerlo él mismo?
—¿Has oído hablar alguna vez de operaciones bajo bandera falsa? —preguntó
Gabriel—. Los servicios de inteligencia llevan a cabo de manera rutinaria
operaciones que causarían conflictos diplomáticos o políticos si llegaran a hacerse
públicas. De modo que cubren esas actividades bajo banderas falsas. A veces se
hacen pasar por operativos de otros servicios. Y en ocasiones fingen ser otra cosa
completamente distinta.
—¿Criminales franceses, por ejemplo?
—No te extrañe.
—Solo hay un problema en tu teoría.
—¿Solo uno?
—Al SVR no le hace falta dinero.
—Dudo mucho que todo esto tenga que ver con el dinero.
—Tú mismo les llevaste dos maletas que contenían diez millones de euros.
—Sí, lo sé.
—Si no tuviera nada que ver con el dinero, ¿para qué era ese pago?
—Hicieron ondear la bandera falsa hasta el final —aventuró Gabriel.
Keller permaneció unos instantes en silencio, y finalmente preguntó:
—Pero ¿por qué mataron a Madeline?
—No lo sé.
—¿Dónde está su familia?
—No lo sé.
—¿Cómo se enteraron los rusos de la relación entre Madeline y Lancaster?
—Tampoco lo sé.
—Hay alguien que podría decírnoslo.
—¿Quién?
—La mujer que conduce ese coche —dijo Keller, señalando las luces traseras del
Volvo por encima del volante.
—Es mejor ser carterista que atracador.
—¿Y eso qué significa?
—Reduce la distancia —dijo Gabriel, dando un golpe con los nudillos en el
parabrisas—. Nos lleva demasiada ventaja.
La mujer pasó por debajo del nudo viario de la M25, siguió a buena velocidad
entre un paisaje de granjas y campos, y llegó a la periferia de Londres. Después de
una media hora, aquella periferia dejó paso a los barrios del East End y, finalmente, a

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las torres de oficinas de la City. Desde allí, a través de Holborn y el Soho se dirigió
hacia Mayfair, donde aparcó junto a la acera en un tramo muy concurrido de Duke
Street, justo por debajo de Oxford Street. Después de poner los intermitentes de
emergencia, bajó del Volvo y llevó la bolsa de Marks & Spencer hasta un Mercedes
aparcado a pocos metros. Cuando ya se encontraba cerca, el portón del maletero del
Mercedes se levantó automáticamente, aunque Gabriel no vio nada que hiciera pensar
que la mujer había sido quien lo había abierto. Dejó la bolsa en su interior, cerró el
portón, que emitió un ruido sordo, y regresó al Volvo. Diez segundos después se alejó
con prudencia de la acera y se encaminó hacia Oxford Street.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Keller.
—Dejar que se vaya.
—¿Por qué?
—Porque la persona que ha abierto el maletero del Mercedes está vigilando para
ver si la siguen.
Keller echó un vistazo a la calle. Gabriel también. Había restaurantes a ambos
lados, todos para turistas, y las aceras estaban atestadas de peatones. Cualquiera de
ellos podía tener en su poder la llave del Mercedes.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Keller.
—Esperar.
—¿Esperar a qué?
—Lo sabré cuando lo vea.
—¿Carteristas y atracadores?
—Algo así.
Keller mantenía la vista fija en el Mercedes, pero Gabriel miraba a su alrededor
en aquella pesadilla culinaria que era la zona alta de Duke Street: Pizza Hut,
Garfunkel’s, un local que se llamaba algo así como Pure Waffle, a saber qué sería. El
lugar con más clase de la calle era Bella Italia, una franquicia con restaurantes
distribuidos por toda la ciudad. Hacia ahí fue hacia donde Gabriel, finalmente, dirigió
la mirada. Un hombre y una mujer de edades bastante distintas salían en ese preciso
instante por la puerta del establecimiento, al parecer tras haber terminado de cenar. El
hombre llevaba un sombrero encerado que lo protegía de la llovizna, y la mujer
buscaba algo en su bolso, como si se lo hubiera olvidado en alguna parte. Ese mismo
día, unas horas antes, en las salas de exposición de la Courtauld Gallery, aquella
misma mujer sostenía una guía abierta por la página que no correspondía, y aquel
mismo hombre llevaba unas gafas con cristales tintados. Ahora no había ni rastro de
las gafas. Después de ayudar a la mujer a montarse en el asiento del copiloto del
Mercedes, él lo rodeó y se sentó al volante. Al arrancar, el motor pareció transmitir su
vibración a toda la calle. Al momento se pusieron en marcha con un chirrido de
ruedas, y se colaron en Oxford Street a toda velocidad justo cuando el semáforo se
ponía en rojo.
—Bien jugado —dijo Keller.

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—Sin duda —coincidió Gabriel.
—¿Intento seguirlos?
Gabriel negó con la cabeza, moviéndola despacio. Eran buenos, pensó. Del
Centro Moscú, nada menos.
El Grand Hotel Berkshire ni era grande ni se encontraba en el encantador condado
que le daba nombre. Se alzaba en un extremo de una hilera de casas de estilo
eduardiano de fachadas desconchadas que se sucedían en West Cromwell Road. A un
lado del establecimiento había una tienda de aparatos electrónicos baratos y, al otro,
un café internet sospechoso. Gabriel y Keller llegaron a medianoche. No tenían
reserva, ni llevaban equipaje (todavía lo tenían en el piso franco de Bayswater que,
según Gabriel suponía ahora, estaba vigilado por los rusos). Pagó al contado una
estancia de dos noches, e informó al recepcionista de que su compañero y él no
esperaban visitas y no querían que se los interrumpiera en modo alguno, ni siquiera
con el servicio de habitaciones. Aquella petición no le pareció nada del otro mundo al
recepcionista. El Grand Hotel Berkshire —o el GHB, que era la abreviatura que
usaba la dirección del establecimiento— tenía entre sus clientes a personas que se
salían del camino más transitado.
Su habitación estaba en el último piso, el cuarto, y la vista desde su ventana era
digna de un francotirador. Gabriel insistió en que Keller durmiera primero. Él se
sentó junto a la ventana, con el arma sobre las piernas y los pies apoyados en el
alféizar. Cinco preguntas regresaban sin cesar a sus pensamientos. ¿Por qué el
servicio de inteligencia ruso iba a ser tan despiadado como para secuestrar a la
amante del primer ministro británico? ¿Por qué había exigido pago de rescate si el
dinero no era lo que interesaba a los rusos? ¿Por qué habían matado a Madeline?
¿Dónde estaba su familia? ¿Y cuánto sabían Jonathan Lancaster y Jeremy Fallon? No
se le ocurrían respuestas satisfactorias. Podía adivinar, deducir, pero nada más. Debía
robar algunas carteras más, pensó, y, si era necesario, llevar a cabo uno o dos atracos.
¿Y después? Pensó en la anciana signadora y en sus profecías sobre un viejo enemigo
y la ciudad de los herejes, al este.
«Usted no debe poner el pie allí jamás. Si lo hace —añadió con firmeza—,
morirá».
En ese momento, un camión de reparto de periódicos se detuvo con un chirrido
frente el supermercado Tesco Express situado al otro lado de la calle. Gabriel se fijó
en la hora: eran casi las cuatro en punto, momento de despertar a Keller y de echarse
a dormir unas horas. Pero en lugar de hacerlo cogió el libro de E. M. Forster que se
había llevado del dormitorio de Madeline y lo abrió al azar. Empezó a leer:

Un juego complicado había estado jugándose toda la tarde colina arriba, colina abajo. De qué juego se
trataba y de qué modo se habían alineado los jugadores eran cosas que a Lucy le estaba costando
descubrir…

Gabriel cerró el libro y se fijó en que el camión se alejaba por la calle mojada,

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oscura. Entonces lo comprendió. Pero ¿cómo demostrarlo? Necesitaba la ayuda de
alguien que conociera el oscuro mundo de los negocios y la política rusa. Alguien que
fuera tan despiadado como los hombres del Kremlin. Necesitaba ponerse en contacto
con Viktor Orlov.

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36

Chelsea, Londres

A Viktor Orlov siempre se le habían dado bien los números. Nacido en Moscú
durante los días más aciagos de la Guerra Fría, había estudiado en el
prestigioso Instituto de Precisión Mecánica y Óptica de Leningrado, y había ejercido
de físico en el programa de armamento nuclear soviético. A instancias de sus
superiores, se había afiliado al Partido Comunista, aunque, muchos años después,
durante una entrevista concedida a un periódico británico, afirmaría que nunca había
sido un verdadero convencido. «Me afilié al partido —declaró sin atisbo de
remordimiento— porque para mí era la única manera de avanzar profesionalmente.
Supongo que podría haber sido disidente, pero el gulag nunca me pareció un sitio
irresistiblemente atractivo».
Cuando la Unión Soviética, finalmente, se desintegró, Orlov no derramó ni una
lágrima. De hecho, se emborrachó con vodka soviético barato y se puso a recorrer las
calles de Moscú corriendo y gritando: «El rey ha muerto». A la mañana siguiente, con
una resaca impresionante, renunció a seguir siendo socio del Partido Comunista,
dimitió de su puesto en el programa nuclear soviético y juró que se haría rico. En
pocos años, Orlov había amasado una fortuna considerable importando ordenadores,
electrodomésticos y otros productos occidentales para el incipiente mercado ruso.
Después usó ese dinero para adquirir la mayor empresa estatal dedicada al acero, así
como Ruzoil, el gigante siberiano del petróleo, a precio de ganga. En poco tiempo,
Viktor Orlov, un físico soviético que había tenido que compartir apartamento con
otras dos familias, era multimillonario y el hombre más rico de Rusia. Era uno de los
primeros oligarcas del país, un magnate de su tiempo, un plutócrata que había
construido su imperio saqueando las joyas del estado soviético. Orlov no se
disculpaba por haberse hecho rico: «Si hubiera nacido inglés —declaró en una
ocasión a un periodista— tal vez el dinero me hubiera llegado limpiamente. Pero nací
ruso. Y he ganado una fortuna rusa».
Aun así, en la Rusia postsoviética, tierra sin ley donde proliferaban el crimen y la
corrupción, la fortuna de Orlov lo había convertido en un hombre señalado. Había
sobrevivido al menos a tres intentos de acabar con su vida, y se rumoreaba que, a
modo de represalia, había ordenado asesinar a varios hombres. Pero la mayor
amenaza para Orlov le llegaría del político que había sucedido a Boris Yeltsin como
presidente de Rusia. Él creía que Viktor Orlov y los demás oligarcas habían robado a
Rusia sus activos más valiosos, y su intención era robárselos a ellos. Tras instalarse
en el Kremlin, el nuevo presidente convocó a Orlov y le exigió dos cosas: su empresa

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de acero y Ruzoil. «Y no metas las narices en política —añadió, amenazador—. Si lo
haces, te cortaré las alas».
Orlov aceptó renunciar a sus intereses en el sector del acero, pero se negó a
entregar Ruzoil. Su decisión no gustó nada al presidente, que ordenó de inmediato
que los tribunales abrieran una investigación contra él por fraude y soborno. En
menos de una semana ya le había llegado una orden de detención. Orlov,
sensatamente, huyó a Londres, donde se convirtió en uno de los críticos más
acérrimos y estridentes contra el presidente ruso. Durante varios años, Ruzoil
permaneció en una especie de limbo, fuera del control tanto de Orlov como de los
dueños del Kremlin. Finalmente, aquel aceptó entregar la empresa como parte de un
pacto secreto para liberar a cuatro personas a las que un traficante de armas ruso
llamado Ivan Járkov había secuestrado y mantenía como rehenes. A cambio, los
británicos habían recompensado a Orlov convirtiéndolo en súbdito de su reino y
concediéndole un encuentro breve y muy privado con Su Majestad la Reina. La
Oficina le envió una nota de agradecimiento, nota que dictó Chiara y transcribió
Gabriel. Ari Shamron se la entregó en mano, y la quemó después de que Orlov la
hubiera leído.
—¿Y tendré alguna vez la oportunidad de conocer personalmente a ese hombre
excepcional? —le preguntó Orlov.
—No —respondió Shamron, tajante.
Sin rendirse, Orlov le había facilitado a Shamron su número de teléfono más
privado, y este, a su vez, se lo había dado a Gabriel. Él lo llamó esa misma mañana,
más tarde, desde una cabina telefónica próxima al Grand Hotel Berkshire, y le
sorprendió que le respondiera el propio Orlov.
—Soy una de las personas a las que usted salvó al renunciar a Ruzoil —dijo
Gabriel sin mencionar su nombre—. El que le escribió la nota que el viejo quemó
después de que usted la leyera.
—Me pareció una de las criaturas más desagradables que he conocido en mi vida.
—Espere a conocerlo un poco mejor.
Orlov soltó una carcajada breve, seca.
—¿Y a qué debo el honor?
—Necesito su ayuda.
—La última vez que la necesitó, tuve que entregar una compañía petrolera que
valía al menos dieciséis mil millones de dólares.
—Esta vez no le costará nada.
—Esta tarde a las dos estoy libre.
—¿Dónde?
—En el número cuarenta y tres —dijo Orlov.
Y la comunicación se cortó.
El número cuarenta y tres correspondía al número de la calle en la que se alzaba
la mansión de ladrillo rojo de Viktor Orlov: Cheyne Walk, en Chelsea. Gabriel llegó a

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pie. Keller, unos cien metros más atrás, se ocupaba de controlar si alguien lo seguía.
La casa era alta y estrecha, y su fachada estaba cubierta de glicinas. Como las de sus
vecinos, quedaba algo retirada de la acera, tras una verja de hierro forjado. Una
limusina Bentley blindada aguardaba fuera, con el chófer al volante. Aparcado detrás,
había un Range Rover negro en el que montaban guardia cuatro miembros de la
escolta personal de Orlov. Todos ellos habían sido miembros del viejo regimiento de
élite de Keller: la Fuerza Aérea Especial (el SAS).
Los guardaespaldas observaron a Gabriel con franca curiosidad cuando este
atravesó la entrada ajardinada y se plantó frente a la puerta. Pulsó el timbre y
enseguida le abrió una doncella de uniforme blanco y negro muy almidonado. Tras
comprobar que se trataba de Gabriel, lo hizo subir por un elegante tramo de escaleras
hasta el despacho de Orlov. La sala era una réplica exacta del estudio privado de la
reina en Buckingham Palace, salvo por la pantalla gigante de plasma que emitía
noticias económicas y datos de los mercados de todo el mundo. Cuando Gabriel
entró, Orlov se encontraba frente a ella, en una especie de trance. Como de
costumbre, vestía un traje italiano, oscuro, y una estridente corbata rosa con nudo
Windsor. El pelo, gris, cada vez más escaso, lo llevaba engominado y peinado de
punta. Los números de la pantalla se reflejaban en los cristales de sus gafas de
montura moderna. Permaneció inmóvil, y solo su ojo izquierdo se desplazaba,
inquieto, de un lado a otro.
—¿Cuánto dinero ha ganado hoy, Viktor?
—De hecho —respondió él sin apartar la vista de la pantalla—, creo que he
perdido diez o veinte millones.
—Lamento oírlo.
—Mañana será otro día.
Orlov se volvió y miró a Gabriel en silencio durante un instante prolongado antes
de tenderle una mano muy cuidada. Tenía la piel fría al tacto y curiosamente blanda.
Fue como darle la mano a un recién nacido.
—Siendo ruso —prosiguió—, no resulta fácil sorprenderme. Pero reconozco que
me sorprende de verdad verlo aquí, en mi oficina. Había dado por sentado que no nos
conoceríamos nunca.
—Lo siento, Viktor. Debería haber venido hace mucho tiempo.
—Entiendo por qué no lo ha hecho —dijo Orlov, esbozando una sonrisa triste—.
Usted y yo tenemos algo en común. Los dos hemos sido blanco del Kremlin. Y los
dos hemos conseguido sobrevivir.
—Aunque algunos han sobrevivido mejor que otros —replicó Gabriel, echando
un vistazo al lujoso despacho.
—He tenido suerte. Y, además, el gobierno británico ha sido muy bueno conmigo
—añadió Orlov enseguida—. Razón por la cual no quiero hacer nada que pudiera
molestar a los poderes que tienen su sede en Whitehall.
—En ese punto, nuestros intereses coinciden.

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—Me alegra oírlo. Y bien, señor Allon, ¿por qué no me cuenta de qué se trata?
—Gas y Petróleo Volgatek.
Orlov sonrió.
—Bien —dijo—. Me alegro de que alguien, por fin, se haya dado cuenta.

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37

Cheyne Walk, Chelsea

V iktor Orlov nunca había sido reacio a hablar de dinero. En realidad, raramente
hablaba de otra cosa. Alardeaba de que cada uno de sus trajes costaba diez mil
dólares, de que sus camisas, hechas a mano, eran las mejores del mundo, y de que el
reloj de oro y brillantes que llevaba en la muñeca era uno de los más caros que se
habían fabricado jamás. De hecho, la actual reencarnación de aquel reloj era la
segunda. Se sabía que la primera la había destruido en Suiza, al chocar contra un
abeto mientras esquiaba. «Fue un despiste mío —había declarado a un periódico
sensacionalista tras el impacto millonario—, no me acordé de quitarme el maldito
reloj antes de salir del chalet».
Bebía Château Pétrus, el famoso Pomerol que consumía como quien bebe agua.
Con todo, aquella tarde era un poco temprano, incluso para Orlov, por lo que tomaron
té. Él pidió el suyo al estilo ruso, y lo bebió a través de un azucarillo que mantenía
entre los dientes. Apoyaba el brazo sobre el respaldo de un elegante sofá de tapicería
brocada, y lo extendía hacia Gabriel mientras con la mano sostenía aquellas gafas
caras por la montura, como hacía siempre que hablaba de Rusia.
No del país que había conocido durante su infancia, ni de aquel al que había
servido como científico nuclear, sino de la Rusia que había empezado a existir, de
manera convulsa, tras el hundimiento de la Unión Soviética. Era la Rusia sin ley, la
Rusia ebria, confusa, perdida. A su gente, traumatizada, se le había prometido
seguridad desde la cuna hasta la tumba. Y ahora, de pronto, debían defenderse solos.
Se trataba de darwinismo social puro y duro. Los fuertes se alimentaban de los
débiles, y los débiles pasaban hambre, y los oligarcas eran los reyes absolutos. Se
habían convertido en los nuevos zares de Rusia, en los nuevos comisarios. Recorrían
Moscú en convoyes blindados, rodeados por cuerpos de escoltas privados. Por las
noches, aquellos escoltas luchaban los unos contra los otros en las calles de la ciudad.
—Era el «salvaje Este» —comentó Orlov, haciendo memoria—. Una locura.
—Pero a usted le encantaba —dijo Gabriel.
—Y con razón. Éramos dioses. Lo éramos.
En sus inicios como capitalista, Orlov había dirigido su creciente imperio en
solitario, con mano de hierro. Pero tras la adquisición de Ruzoil, se dio cuenta de que
necesitaba un virrey, un hombre de confianza. Lo encontró en la persona de Gennadi
Lazarov, un matemático teórico de inteligencia excepcional con el que había
trabajado en el programa de armamento nuclear soviético. Lazarov no sabía nada de
capitalismo pero, como a Orlov, se le daban muy bien los números. Aprendió de

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negocios desde abajo. Después Orlov lo puso al frente de las operaciones ordinarias
de Ruzoil. Y ese fue, en palabras de Orlov, el mayor error que cometió en su empresa.
—¿Por qué? —le preguntó Gabriel.
—Porque Gennadi Lazarov era del KGB —respondió Orlov—. Era del KGB
cuando trabajaba en el programa de armamento nuclear, y era del KGB cuando yo lo
puse al frente de Ruzoil.
—¿Y usted nunca sospechó nada?
Orlov negó con la cabeza.
—Era muy bueno… y muy leal a la espada y el escudo, que es como los matones
del KGB se llaman a sí mismos. No hace falta que le diga —añadió Orlov— que
Lazarov me traicionó. Facilitó al Kremlin montañas de documentos internos,
documentos que los fiscales, luego, usaron para inventarse un caso contra mí. Y
cuando yo hui del país, Lazarov pasó a dirigir Ruzoil como si la empresa fuera suya.
—¿Lo excluyó?
—Completamente.
—¿Y qué ocurrió cuando usted aceptó renunciar a Ruzoil para conseguir sacarnos
de Rusia?
—Lazarov ya no estaba allí. Para entonces dirigía una nueva compañía petrolera
estatal. Al parecer, el presidente ruso fue el encargado de ponerle nombre a la
empresa. La llamó Gas y Petróleo Volgatek. Circulaba una broma en aquella época
que decía que el presidente quería llamar a la empresa Gas y Petróleo KGB, pero que
creía que en Occidente no se lo tomarían bien.
Volgatek —prosiguió Orlov— no debía jugar ningún papel en la producción
petrolera interna rusa, pues esta ya estaba toda explotada. Su único objeto era
expandir a nivel internacional los intereses petroleros y gasísticos para lograr así que
aumentara la influencia y el poder global del Kremlin. Con el apoyo de fondos
gubernamentales, Volgatek entró en una vorágine de adquisiciones en Europa y se
hizo con refinerías petroleras en Polonia, Lituania y Hungría. Después, y a pesar de
las objeciones de Estados Unidos, firmó un lucrativo acuerdo de perforación con la
República Islámica de Irán. También alcanzó pactos de desarrollo con Cuba,
Venezuela y Siria.
—¿Ve alguna pauta que le llame la atención? —preguntó Orlov.
—Los acuerdos sellados por Volgatek eran en territorios del antiguo imperio
soviético, o en países hostiles a Estados Unidos.
—Correcto.
Pero Volgatek no se conformó con quedarse ahí, añadió Orlov. Expandió sus
operaciones a Europa Occidental, firmando acuerdos de distribución y refinado en
Grecia, Dinamarca y Países Bajos. Posteriormente se fijó en el Mar del Norte, donde
quería perforar en dos campos recién descubiertos, situados frente a las Islas
Occidentales de Escocia. Los geólogos de Volgatek estimaban que la producción
podría alcanzar los cien mil barriles diarios, y gran parte de los beneficios irían a

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parar directamente a las arcas del Kremlin. La empresa solicitó licencia al
Departamento Británico de Energía y Medio Ambiente. Y en ese contexto el
secretario de estado para la energía convocó a Orlov a su despacho para charlar con
él.
—¿Y qué cree usted que le dije yo?
—Que Volgatek era una empresa subsidiaria del Kremlin y dirigida por un
exmiembro del KGB.
—¿Y qué cree usted que hizo el secretario de estado para la energía con la
solicitud de Volgatek de perforar en aguas territoriales británicas?
—Pasarla por su destructor de documentos.
—Allí mismo, ante mis propios ojos —añadió Orlov, sonriendo—. Qué sonido
más agradable.
—¿Supo el Kremlin que usted saboteó el acuerdo?
—No, que yo sepa —respondió Orlov—. Pero estoy seguro de que Lazarov y el
presidente ruso sospechaban que yo estaba implicado de un modo u otro. Están
siempre dispuestos a creer lo peor de mí.
—¿Qué ocurrió luego?
—Volgatek esperó un año. Después presentó otra solicitud de licencia de
perforación aunque, en esa ocasión, las cosas eran distintas. Tenían a un amigo en
Downing Street, un hombre al que se habían pasado todo el año cultivando.
—¿Quién?
—Prefiero no decirlo.
—Bien —dijo Gabriel—. En ese caso, lo diré yo por usted. El hombre de
Volgatek en Downing Street era Jeremy Fallon, el jefe de gabinete más poderoso de
toda la historia de Gran Bretaña.
Orlov sonrió.
—Tal vez sí deberíamos abrir esa botella de Pétrus después de todo.
Habían navegado por aguas peligrosas. Gabriel lo sabía, y Orlov debía de saberlo
también, porque su ojo izquierdo temblaba a un ritmo frenético. De niño, aquel tic lo
había convertido en blanco de despiadadas burlas y de acoso escolar. El odio que
llegó a sentir en aquella época lo había llevado a triunfar en la vida. Viktor Orlov
quería ganar a todo el mundo. Y todo por aquel tic en el ojo izquierdo.
En ese preciso momento, aquel ojo estaba fijo en una copa Pomerol color rubí.
Orlov todavía no lo había probado. Ni había respondido a la pregunta bastante directa
que acababa de formularle Gabriel. ¿Por qué Jeremy Fallon?
—¿Y por qué no Jeremy Fallon? —dijo el ruso al fin—. Fallon era el cerebro de
Lancaster. Fallon era el que manejaba el títere. Fallon movía una cuerda y Lancaster
agitaba la mano. Mejor aún: era vulnerable a un acercamiento.
—¿En qué sentido?
—No tenía donde caerse muerto. Era pobre como una rata.
—¿Quién sugirió intentarlo con él?

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—Según me informan, la rezidentura del SVR aquí, en Londres.
«Rezidentura» era la palabra que usaba el SVR para describir sus operaciones en
el interior de las embajadas locales. El rezident era el que dirigía la operación, y la
rezidentura, el lugar donde esta tenía lugar. Se trataba de un vestigio de los días del
KGB. Como casi todo lo que tenía que ver con el SVR.
—¿Y cómo lo hicieron?
—Lazarov y Fallon empezaron a encontrarse casualmente en sitios donde no
debían estar: fiestas, restaurantes, conferencias, vacaciones. Según se dice, Fallon
pasó un largo fin de semana en la casa que Lazarov posee en Gstaad, y recorrió las
islas griegas a bordo de su yate. Según me cuentan, se llevaban extraordinariamente
bien, aunque no es de extrañar. Gennadi puede ser un cabrón encantador cuando le da
la gana.
—Pero habría algo más que una campaña de amabilidad, supongo, Viktor.
—Mucho más.
—¿Cuánto más?
—Cinco millones de euros en una cuenta suiza numerada, cortesía del Kremlin.
Todo muy limpio. Imposible de rastrear. El SVR se ocupó de todos los detalles.
—¿Quién lo dice?
—Prefiero no decirlo.
—Vamos, Viktor.
—Sin duda usted cuenta con sus fuentes, señor Allon, y yo cuento con las mías.
—Al menos dígame la procedencia de su información.
—Procede del Este —respondió Orlov, lo que significaba que procedía de alguno
de sus muchos confidentes de Moscú.
—Siga —le pidió Gabriel.
Orlov le dio un sorbo al vino antes. Y entonces le explicó que Volgatek presentó
una solicitud de licencia para perforar en el Mar del Norte, y que en esa ocasión
contaba con el respaldo del segundo hombre más poderoso de Whitehall. Pero el
primer ministro todavía se mostraba, en el mejor de los casos, vacilante, y el
secretario de estado para la energía se oponía de manera frontal. Fallon consiguió que
el secretario no rechazara la solicitud de entrada. Técnicamente, esta seguía con vida,
aunque a duras penas.
—Y entonces —prosiguió Orlov, levantando una mano hacia el cielo—, el
secretario de estado aprueba de pronto la licencia, Jonathan Lancaster sale disparado
hacia Moscú donde lo reciben con brindis en el Kremlin, y el hombre que aceptó los
cinco millones de euros en moneda rusa está a punto de convertirse en ministro de
Hacienda.
—Tengo que saber qué fuente le ha informado de los cinco millones de euros.
—Ya me lo ha preguntado, y ya se lo he respondido —replicó Orlov, cortante.
Gabriel cambió de tema.
—¿Cuál es el estado de las relaciones entre Volgatek y la empresa que usted tiene

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aquí, en Londres?
—Como imaginará, estamos en un estado de guerra. Se parece bastante a la
Guerra Fría: no se ha declarado, pero es virulenta.
—¿Y cómo es eso?
—Lazarov me ha apartado de bastantes adquisiciones. Para él es muy fácil —
añadió Orlov con resentimiento—. Él no se está jugando su propio dinero. Además,
experimenta un gran placer contratando a mis mejores empleados. Les ofrece grandes
cantidades de dinero —dinero del Kremlin, claro—, y ellos se trasladan a pastos más
verdes.
—¿Se dirigen la palabra?
—Yo no diría tanto —respondió Orlov—. Cuando nos encontramos en público
nos saludamos educadamente con un movimiento de cabeza, e intercambiamos
sonrisas gélidas. Nuestra guerra se libra por completo a la sombra. Debo admitir que
Gennadi ha sacado lo mejor de mí últimamente. Y ahora va a buscar petróleo en las
aguas de un país que he llegado a amar. Me repugna la idea.
—En ese caso, tal vez deba hacer algo al respecto.
—¿Como qué?
—Ayudarme a hacer que ese acuerdo salte por los aires.
Orlov dejó de mover las gafas y lo miró fijamente durante un instante, sin hablar.
—¿Cuáles son sus intereses en este asunto? —le preguntó finalmente.
—Se trata de algo estrictamente personal.
—¿Por qué a alguien como usted habría de importarle que una empresa
energética rusa obtenga acceso al petróleo del Mar del Norte?
—Es complicado.
—Viniendo de usted, no esperaba menos.
Gabriel sonrió a su pesar, antes de añadir en voz baja:
—Creo que el Kremlin chantajeó a Jonathan Lancaster para que este concediera a
Volgatek los derechos de perforación.
—¿Cómo?
Gabriel no dijo nada.
—Renuncié a una empresa valorada en dieciséis millones de dólares para que
usted y su esposa pudieran salir de Rusia —dijo Orlov—. Creo que eso me da
derecho a una respuesta. ¿Cómo lo hicieron?
—Secuestrando a la amante de Lancaster en la isla de Córcega.
Orlov no parpadeó siquiera.
—Bien —volvió a decir—. Me alegro de que alguien, por fin, se haya dado
cuenta.
Conversaron hasta que las ventanas del lujoso despacho de Viktor Orlov se
tiñeron de negro, y aun entonces siguieron conversando un poco más. Al concluir su
charla, Gabriel estaba convencido de que comprendía cómo se había jugado aquel
juego en la colina, aunque de qué lado exactamente se habían alineado los jugadores

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era algo que todavía se le resistía. Con todo, de una cosa sí estaba seguro: había
llegado el momento de hablar discretamente con Graham Seymour. Lo llamó desde
una cabina telefónica de Sloane Square y le confesó que había vuelto a entrar en el
país sin firmar en el libro de huéspedes. Después le solicitó reunirse con él. Seymour
le indicó lugar y hora e interrumpió la comunicación. Gabriel colgó el teléfono y
empezó a andar. Christopher Keller, cien metros por detrás, vigilaba que no le
siguiera nadie.

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38

Hampstead Heath, Londres

C aminaron hasta Hyde Park Corner y tomaron un metro de la línea Piccadilly


hasta Leicester Square, donde pasaron a la Línea Norte para realizar el largo y
lento trayecto hasta Hampstead. Keller entró en un pequeño café de High Street y
esperó a que Gabriel recorriera, solo, South End Road. Entró en el parque por Pryors
Field, pasó junto a la orilla de las lagunas destinadas al baño y ascendió por la suave
pendiente de Parliament Hill. A lo lejos, medio ocultas por las nubes bajas y la
neblina, brillaban las luces de Londres. Graham Seymour admiraba la vista sentado
en un banco del parque. Dos escoltas con gabardina lo protegían, inmóviles como
piezas de ajedrez apostadas en el camino, a su espalda. Los dos apartaron la mirada
cuando Gabriel, sin mediar palabra, pasó ante ellos y se sentó junto a Seymour. El
hombre del MI5 no hizo nada que indicara que se había percatado de su presencia.
Una vez más, estaba fumando.
—Tienes que dejarlo, en serio —le dijo Gabriel.
—Y tú deberías haberme dicho que volvías al país —replicó Seymour—. Te
habría organizado un comité de bienvenida.
—No quería ningún comité de bienvenida, Graham.
—No, claro. —Seymour seguía contemplando las luces del centro de Londres—.
¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?
—Llegué ayer tarde.
—¿Por qué?
—Unos asuntos por resolver.
—¿Por qué? —insistió Seymour.
—Madeline —dijo Gabriel—. Estoy aquí por Madeline.
Seymour volvió la cabeza y miró a Gabriel por primera vez.
—Madeline está muerta —dijo despacio.
—Sí, Graham. Eso ya lo sé. Estaba allí.
—Lo siento —se disculpó Seymour al cabo de un momento—. No debería
haber…
—No te preocupes, Graham.
Entre los dos se hizo un silencio incómodo. Gabriel pensó que era por culpa de la
naturaleza de aquel caso desgraciado. Se habían metido en el mundo del espionaje
para proteger a sus respectivos países, y a sus ciudadanos, no a sus políticos.
—Debes de haber descubierto algo importante —aventuró Seymour, finalmente
—. De otro modo, no me habrías llamado.

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—Siempre has sido muy bueno en lo tuyo, Graham.
—No lo bastante como para impedirte entrar en mi país cada vez que te da la
gana.
Gabriel no dijo nada.
—¿Qué has averiguado?
—Creo que sé quién secuestró a Madeline Hart. Y lo más importante —añadió
Gabriel—, creo que sé por qué la secuestraron.
—¿Quién lo hizo?
—Petróleo y Gas KGB —respondió Gabriel.
Seymour se volvió al instante.
—¿De qué estás hablando?
—Fue por el acuerdo con Volgatek, Graham. A Madeline la secuestraron para que
los rusos pudieran robaros vuestro petróleo.
Para un espía profesional no hay nada peor que conocer, por boca de un agente de
otro cuerpo, algo que ya debería saber por sus propios medios. Graham Seymour
recibió el golpe indigno con gran elegancia, manteniendo la cabeza bien alta, la
barbilla levantada. Después, tras sopesar cuidadosamente las consecuencias, le pidió
que le ampliara la explicación. Gabriel empezó por contarle todo lo que había
averiguado sobre Jeremy Fallon. Que Fallon había estado enamorado de Madeline.
Que Fallon había perdido el favor de Downing Street y que estaba a punto de ser
apartado antes de las siguientes elecciones. Que Fallon había aceptado un pacto
secreto de cinco millones de euros de un tal Gennadi Lazarov y que posteriormente
había usado su poder para forzar el pacto ignorando las objeciones del secretario de
estado para la energía. Finalmente, le habló a Seymour de la mujer que hablaba ruso,
a la que había visto por primera vez en el Luberon y después en aquella casa de
protección oficial abandonada de Basildon.
—¿Cuál es la fuente sobre Jeremy Fallon y los cinco millones? —preguntó
Seymour.
—Si no te importa, quisiera exigir exclusividad sobre ella.
—Sí, por supuesto. Pero ¿cuál es la fuente?
Gabriel respondió la verdad. Seymour meneó la cabeza muy despacio.
—Viktor Orlov es genéticamente incapaz de decir la verdad —comentó—. Se
pasa la vida ofreciendo al MI6 informaciones según él secretas sobre Rusia, y
ninguna de ellas acaba confirmándose.
—Chiara y yo no estaríamos vivos si no fuera por Viktor Orlov —replicó Gabriel.
—Eso no significa que todo lo que diga sea cierto.
—Sabe más que nadie en el mundo sobre los entresijos de la industria petrolera.
Seymour no rebatió aquella afirmación.
—¿Y estás seguro sobre el hombre y la mujer que se fueron montados en el
Mercedes? —le preguntó—. ¿Estás seguro de que son los mismos que te siguieron en
la galería de arte?

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—Graham… —dijo Gabriel, impaciente.
—Todos nos equivocamos de vez en cuando.
—Algunos con más frecuencia que otros.
Seymour, molesto, apagó el cigarrillo aplastándolo contra la noche.
—¿Y por qué me estoy enterando de esto ahora? ¿Por qué no me llamaste ayer
noche cuando los tenías controlados?
—¿Qué habrías hecho? ¿Habrías alertado al jefe de vuestra división de
contraespionaje ruso? ¿Habrías informado a tu director? —Gabriel permaneció en
silencio unos instantes—. Si me hubiera puesto en contacto contigo ayer noche,
habría puesto en marcha una cadena de acontecimientos que habría llevado a la
destrucción de Jonathan Lancaster y de su gobierno.
—Entonces, ¿por qué te has puesto en contacto conmigo ahora?
Gabriel no respondió. Seymour hizo ademán de encender un cigarrillo, pero se
detuvo.
—Bastante irónico, ¿no te parece?
—¿Qué?
—Te pedí que encontraras a Madeline Hart porque intentaba proteger del
escándalo a mi primer ministro, y ahora tú me traes una información que podría
destruirlo.
—No era mi intención.
—No puedes demostrar ni una palabra de todo esto, ya lo sabes. Ni una palabra.
—Sí, lo sé.
Seymour resopló con fuerza.
—Yo soy el subdirector del Servicio de Seguridad de Su Majestad —dijo, aunque
dirigiéndose más a sí mismo que a Gabriel—. Los subdirectores del MI5 no se cargan
gobiernos británicos. Los protegen de enemigos externos e internos.
—Pero… ¿Y si el gobierno es corrupto?
—¿Y qué gobierno no lo es? —replicó Seymour al momento.
Gabriel no dijo nada. No estaba de humor para disquisiciones relativistas sobre la
ética en la política.
—¿Y si te convenciera para que dejaras las cosas como están y te olvidaras del
tema? —le preguntó Gabriel—. ¿Qué harías?
—Me plegaría a tus deseos y regresaría a Jerusalén.
—¿A hacer qué?
—Parece que Shamron tiene planes para mí.
—¿Algo que te apetezca compartir conmigo?
—Todavía no.
Seymour estaba claramente intrigado, pero no insistió por el momento.
—¿Y qué pensarías de mí? —preguntó.
—¿Y qué te importa la opinión que tenga sobre ti?
—Me importa —dijo Seymour en tono sincero.

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Gabriel fingió que se lo pensaba muy bien.
—Creo que te pasarías el resto de tu vida preguntándote qué hacía el SVR con
todo el dinero que le sacaba al Mar del Norte. Y creo que te sentirías culpable por no
haber hecho nada por pararlo.
Seymour no dijo nada.
—En nuestro servicio secreto tenemos un dicho, Graham: creemos que una
carrera sin escándalo no es una carrera digna de tal nombre.
—Nosotros somos británicos —replicó Seymour—. Nosotros no tenemos dichos,
y no nos gustan los escándalos. En realidad, vivimos en el terror a dar el más mínimo
traspié.
—Para eso ya me tenéis a mí.
Seymour miró a Gabriel muy serio durante un momento.
—¿Qué es lo que insinúas exactamente?
—Déjame que vaya yo a la guerra contra Volgatek en nombre tuyo. Encontraré
las pruebas que demuestren que os han robado vuestro petróleo.
—¿Y después qué?
—Se lo robaremos nosotros a ellos.
Gabriel y Graham Seymour pasaron la siguiente media hora planeando los
detalles del que tal vez fuera el acuerdo de misión menos ortodoxo entre dos servicios
que, en ocasiones, funcionaban como aliados. Posteriormente llegaría a conocerse
como «el acuerdo de Parliament Hill», aunque ciertos agentes de inteligencia
británicos lo llamaron «el acuerdo de Kite Hill», que era el otro nombre de la loma
que ocupaba el extremo sur de Hampstead Heath. Según las cláusulas del pacto,
Seymour otorgaba a Gabriel licencia para operar en suelo británico como mejor le
pareciera, con tal de que no hubiera violencia ni amenaza para la seguridad nacional.
Por su parte, Gabriel se comprometía a compartir toda información obtenida como
resultado de la operación con Seymour, y aceptaba que fuera este, y solo este, quien
decidiera cómo usarla. El acuerdo se selló con un apretón de manos. Inmediatamente
después, Seymour se alejó, seguido por sus dos guardaespaldas.
Gabriel permaneció en el parque otros diez minutos antes de regresar a la calle
principal de acceso a Hampstead Heath, donde volvió a encontrarse con Keller.
Juntos se fueron en metro a Kensington, y desde allí siguieron a pie hasta la embajada
de Israel. La oficina consular estaba desierta, salvo por un empleado subalterno que
se puso alerta cuando la leyenda viva entró por la puerta sin previo aviso. Gabriel
condujo a Keller hasta una antesala y se dirigió al centro de comunicación segura,
que los veteranos como él llamaban «el sanctasanctórum». El número de teléfono
privado de Shamron en Tiberíades todavía estaba cargado en el directorio de
contactos de emergencia. Este respondió al primer tono, como si hubiera estado
sentado junto al teléfono.
Aunque la llamada era técnicamente segura, los dos hombres se expresaban en
pura jerga de la Oficina, un dialecto que ningún traductor, ningún ordenador, podría

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descifrar jamás. Gabriel le expuso brevemente lo que había descubierto, lo que
pensaba hacer a continuación y lo que precisaba para seguir avanzando. Los recursos
necesarios para llevar a cabo una operación de aquella envergadura no estaban al
alcance de Shamron que, además, no contaba con la autoridad oficial para aprobarla.
Solo Uzi Navot podía poner en marcha aquella empresa, y solo con el beneplácito
explícito del primer ministro.
Así fue como se pusieron las bases de una discrepancia que pasaría a los anales de
la Oficina como la peor de su historia. Todo comenzó a las 10.18 p. m., hora de
Israel, cuando Shamron telefoneó a Navot a su domicilio particular y le informó de
que Gabriel pretendía entrar en guerra con Petróleo y Gas KGB, y de que Shamron
quería que lo hiciera. Navot dejó claro desde el primer momento que una operación
como aquella no entraba en ningún plan, al menos de momento. Mejor dicho, nunca.
Shamron colgó sin añadir nada más, y llamó al primer ministro, antes de que Navot
se le adelantara.
—¿Por qué debo iniciar una guerra contra el presidente de Rusia? —le preguntó
el primer ministro—. Es solo petróleo, por el amor de Dios.
—No es solo por el petróleo, para Gabriel no. Además —añadió Shamron—,
¿quieres que sea el próximo jefe o no?
—Ya sabes que sí, Ari.
—Entonces deja que salde una cuenta que tiene pendiente con los rusos —dijo
Shamron— y será tuyo.
—¿Quién va a decírselo a Uzi?
—Dudo que a mí me descuelgue el teléfono.
Y así fue como el primer ministro israelí, actuando a petición de Ari Shamron,
llamó al jefe de su servicio de inteligencia en el extranjero y le ordenó que aprobara
una operación que ese mismo jefe no quería que tuviera lugar. Los testigos
declararían posteriormente que se oyeron voces más altas de la cuenta, y circularon
rumores que decían que Navot había amenazado con dimitir. Pero eran solo eso,
rumores, porque a Navot le gustaba ser jefe casi tanto como le había gustado a
Shamron. Anticipando lo que iban a ser sus relaciones en el futuro, Navot se negó a
llamar a Gabriel a Londres para transmitirle personalmente su bendición, y delegó la
tarea en un subalterno. Gabriel recibió el visto bueno para la operación poco después
de las doce de la noche, hora de Londres, mediante una llamada telefónica que duró
apenas diez segundos. Después de colgar, Keller y él abandonaron la embajada y
recorrieron a pie las calles de la ciudad, tranquilas a esa hora, camino del Grand Hotel
Berkshire.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Keller—. ¿Me quedo o me monto en el
próximo avión rumbo a Córcega?
—Como quieras.
—Creo que voy a quedarme.
—Seguro que no te decepcionarás.

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—No hablo hebreo.
—Mejor.
—¿Por qué?
—Porque de este modo podremos burlarnos de ti y no te darás cuenta.
—¿Cómo vais a utilizarme?
—Hablas un francés perfecto, dispones de varios pasaportes limpios, y eres bueno
disparando. Seguro que se nos ocurrirá algo.
—¿Puedo darte un consejo?
—Solo uno.
—Vas a necesitar a un ruso.
—No te preocupes —dijo Gabriel—. Ya tengo uno.

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39

Grayswood, Surrey

L a casa, de estilo tudor y algo decrépita, se alzaba a menos de dos kilómetros de


la antigua iglesia parroquial de Grayswood, al borde del bosquecillo de
Knobby. Un camino flanqueado por hayas conducía hasta ella, y unos setos espesos la
ocultaban a la vista. Allí había un jardín frondoso para entregarse a profundos
pensamientos, ocho acres de terreno para luchar contra los propios demonios, y un
estanque lleno de peces en el que nadie había pescado nada desde hacía años. Las
percas que acechaban en sus aguas profundas eran ya grandes como tiburones.
Mantenimiento, la división de la Oficina que se encargaba de adquirir y mantener
seguras las propiedades, llamaba a ese estanque «el Lago Ness».
Gabriel y Keller llegaron a la finca poco después de las doce del día siguiente, en
un Land Rover cuatro por cuatro que les había facilitado la división de transporte. En
el maletero iban dos baúles de acero llenos de equipos de comunicación que se
habían llevado de la sala de seguridad de la embajada, así como varias bolsas con
comida adquirida en un supermercado Sainsbury de Guilford. Después de meter los
alimentos en la despensa, retiraron las telas que cubrían los muebles, quitaron las
telarañas de los techos e inspeccionaron la casona de punta a punta en busca de
dispositivos de escucha. Después salieron al jardín y se acercaron al borde del
estanque. Unas aletas dorsales rasgaban la superficie negra.
—No exageraban —comentó Keller.
—No —dijo Gabriel.
—¿Qué comen?
—La última vez que estuve aquí devoraron a uno de mis mejores agentes.
—¿Hay alguna caña?
—En el armario del recibidor.
Keller entró y encontró un par de ellas apoyadas en un rincón, junto a un remo
viejo y astillado. Mientras buscaba algo que le sirviera de cebo, oyó un ruido
amortiguado, como si se hubiera partido la rama de algún árbol. Al salir le llegó el
inconfundible olor de la pólvora flotando en el aire. Entonces vio a Gabriel que se
acercaba por el sendero. Llevaba una Beretta con silenciador en una mano y un pez
de medio metro en la otra.
—No creo que eso se considere deporte —comentó.
—No tengo tiempo para deportes —dijo Gabriel—. Debo inventarme algo para
meter a un agente en el interior de una compañía petrolera rusa. Y tengo muchas
bocas que alimentar.

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Aquella misma tarde, cuando los contornos de los setos se confundían con la
oscuridad y el aire se volvía frío y punzante, llegó hasta la aislada casa de estilo tudor
un convoy compuesto por tres vehículos, distintos todos en marca y modelo, como
también eran distintos los nueve agentes que se bajaron de ellos, fatigados tras un día
muy largo viajando de incógnito. En los pasillos y salas de reuniones del bulevar Rey
Saúl, a aquellos agentes de operaciones se los conocía como «Barak», el término
hebreo que significa «relámpago», por su capacidad para unirse y atacar deprisa. Los
estadounidenses, que envidiaban la inigualable lista de sus éxitos operativos, se
referían a ellos como al «Equipo de Dios».
Chiara fue la primera en entrar en la casa, seguida por Rimona Stern y Dina Sarid.
Menuda y de pelo oscuro, Dina era la principal experta en terrorismo de la Oficina,
pero poseía una excepcional mente analítica que la convertía en un activo para
cualquier tipo de operación. Rimona, mujer de curvas generosas y pelo color ceniza,
había iniciado su carrera en el ámbito de la inteligencia militar, pero ahora formaba
parte de la unidad de la Oficina que se centraba exclusivamente en el programa
nuclear iraní y era, además, sobrina de Shamron. En efecto, los mejores recuerdos
que Gabriel tenía de ella eran los de una niña sin miedo que montaba en patinete por
la empinada cuesta de la célebre casa de su tío, en Tiberíades.
Detrás de ellas entraron dos agentes de campo polivalentes llamados Oded y
Mordecai, seguidos de Yaakov Rossman y Yossi Gavish. Yaakov, un tipo de aspecto
duro, pelo negro y cara picada de viruela, se dedicaba a captar agentes, y estaba
especializado en el reclutamiento y el mantenimiento de espías árabes. Yossi era un
alto mando de Investigaciones, la división de análisis de la Oficina. Nacido en
Londres y educado en Oxford, seguía hablando hebreo con un acusado acento
británico.
Del tercer coche salieron dos hombres más: uno de mediana edad, el otro en la
flor de la vida. El mayor de los dos no era otro que Eli Lavon: prestigioso
arqueólogo, cazador de criminales de guerra nazis y de bienes saqueados como
consecuencia del Holocausto, era, además, un extraordinario artista de la vigilancia.
Como de costumbre, Lavon llevaba numerosas capas de ropa que no combinaban en
absoluto las unas con las otras. Le quedaba ya poco pelo, que además se resistía a
someterse a cualquier disciplina, y tenía las cejas marrones, hirsutas, como las de un
terrier en estado de alerta. Sus zapatos de gamuza no hicieron el más mínimo ruido
cuando entró en el vestíbulo y saludó a Gabriel, que lo abrazó con afecto. Eli Lavon
lo hacía casi todo con gran sigilo. Shamron había comentado en una ocasión que el
legendario vigilante de la Oficina era capaz de desaparecer mientras te estrechaba la
mano.
—¿Estás seguro de que quieres meterte en esto? —le preguntó Gabriel.
—No me lo perdería por nada del mundo. Además —añadió Lavon—, tu jefe me
dijo que no se le ocurriría acercarse a los rusos si yo no le cubría las espaldas.
Gabriel se fijó entonces en el hombre alto que asomaba tras el hombro diminuto

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de Lavon. Se llamaba Mijaíl Abramov. Algo desgarbado y rubio, tenía un rostro
anguloso y los ojos del color del hielo glacial. Había emigrado a Israel desde Rusia
cuando todavía era adolescente, y se había apuntado al Sayeret Matkal, el cuerpo de
élite para operaciones especiales de las Fuerzas Armadas Israelíes. Descrito en una
ocasión por Shamron como «un Gabriel sin conciencia», había eliminado
personalmente a varios de los principales cerebros de la actividad terrorista de Hamás
y de la Yihad Islámica palestina. Ahora llevaba a cabo misiones similares por encargo
de la Oficina, aunque sus enormes talentos no se veían limitados estrictamente al uso
de armas. Había sido Mijaíl, cooperando con una agente de la CIA llamada Sarah
Bancroft, el que se había infiltrado en el séquito personal de un tal Ivan Járkov, dando
inicio así a la larga y sangrienta guerra entre la Oficina y el ejército privado de este.
Si Viktor Orlov no hubiera renunciado a Ruzoil en favor del Kremlin, Mijaíl habría
muerto en Rusia, junto con Gabriel y Chiara. De hecho, en la mejilla de porcelana de
Mijaíl era visible la cicatriz profunda que le había dejado el puño mortífero de Ivan.
—No tienes por qué hacerlo —le dijo Gabriel rozándole la cicatriz—. Podemos
buscar a otro.
—¿A quién? —preguntó Mijaíl mirando a su alrededor.
—Yossi podría ocuparse.
—Yossi habla cuatro lenguas —admitió Mijaíl—, pero el ruso no está entre ellas.
Esa gente podría estar hablando de cortarle el cuello, y él creería que encargaban dos
raciones de pollo Kiev.
Todos los integrantes del equipo ideal de Gabriel habían estado ya en aquella
casa, por lo que se dirigieron a sus antiguas habitaciones sin protestar demasiado,
mientras Chiara se metía en la cocina a preparar una cena con la que celebrar su
encuentro. El entrante principal era la inmensa carpa, que horneó con vino blanco y
hierbas aromáticas. Gabriel sentó a Keller a su derecha durante la cena, en un gesto
deliberado que indicaba que, al menos por el momento, el inglés debía ser tratado
como un miembro más de la familia. Al principio a los demás les incomodaba su
presencia, pero gradualmente fueron relajándose. Casi todas las conversaciones se
desarrollaban en inglés para que él pudiera seguirlas. Pero al hablar de su última
operación, se pasaron al hebreo.
—¿De qué están hablando? —le preguntó Keller a Gabriel en voz baja.
—De un nuevo programa que están emitiendo en la televisión israelí.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—No.
Todos se mostraban más apagados que de costumbre, porque la sombre de Ivan se
proyectaba sobre ellos. Durante la cena, nadie pronunciaba su nombre y, en cambio,
se referían a la «matsav», es decir, a «la situación». Yossi, muy instruido en los
clásicos y en la historia, ejercía de guía. Veía un mundo que giraba peligrosamente
fuera de control. Las promesas de la gran Primavera Árabe se habían revelado falsas,
dijo, y pronto se produciría un aumento del Islam radical que abarcaría desde el norte

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de África hasta Oriente Próximo. Estados Unidos estaba arruinado, cansado y ya no
era capaz de mantener el liderazgo. Era posible que en ese nuevo desorden mundial
se creara, durante el siglo XXI, un nuevo eje encabezado por China, Irán y, por
supuesto, Rusia. Y ahí solos, rodeados de un mar de enemigos, se encontrarían Israel
y la Oficina.
Tras la charla, recogieron los platos y regresaron al salón, donde Gabriel,
finalmente, les explicó por qué los había llevado a todos a Inglaterra. Ellos ya lo
sabían en parte. Ahora, de pie ante ellos, con una chimenea de gas encendida a su
espalda, Gabriel completó el cuadro en cuatro pinceladas. Les contó todo lo que había
ocurrido, empezando por la desesperada búsqueda de Madeline Hart en Francia, y
terminando por el acuerdo que había sellado con Graham Seymour la noche anterior
en Hampstead Heath. Sin embargo, había un aspecto del asunto que relató saltándose
el orden cronológico. Fue su breve encuentro con Madeline Hart en las horas
anteriores a su muerte. Él le había dado su palabra de que la llevaría de vuelta a casa
sana y salva. Como le había fallado, pretendía mantener su promesa deshaciendo lo
que era una operación rusa de principio a fin. Para lograrlo, infiltrarían a Mijaíl en
Petróleo y Gas KGB, dijo. Y después encontrarían pruebas que demostraran que
Madeline Hart había sido asesinada como parte de una trama rusa para robar el
petróleo británico del Mar del Norte.
—¿Cómo? —preguntó Eli Lavon, incrédulo, cuando Gabriel terminó de hablar—.
¿Cómo diablos vamos a meter a Mijaíl en una empresa petrolera controlada por el
Kremlin y dirigida por la inteligencia rusa?
—Encontraremos la manera de hacerlo —sentenció Gabriel—. Como siempre.
El verdadero trabajo empezó a la mañana siguiente, cuando los miembros del
equipo de Gabriel empezaron a escarbar en secreto en la empresa energética rusa
conocida como Petróleo y Gas Volgatele. En un principio, el grueso del material que
obtuvieron provenía de fuentes abiertas: publicaciones económicas, comunicados de
prensa y artículos académicos escritos por expertos en el duro mundo de la industria
petrolera rusa. Gabriel, además, solicitó ayuda a la unidad 1400, el servicio de
escuchas electrónicas israelí. Como era de esperar, este descubrió que las redes y las
comunicaciones de Volgatele con base en Moscú estaban protegidas por cortafuegos
muy sofisticados, curiosamente los mismos que usaban el Kremlin, el ejército ruso y
el SVR. Sin embargo, a última hora de la tarde la unidad consiguió hackear los
ordenadores de una sucursal de Volgatek en Gdansk, donde la empresa era propietaria
de una importante refinería que producía gran parte de la gasolina que se distribuía en
Polonia. El material fue transferido directamente al piso franco de Surrey. Mijaíl y Eli
Lavon, los únicos miembros del equipo que hablaban ruso, se encargaron de la
traducción. Mijaíl llegó a la conclusión de que la información no les conduciría a
nada, pero Lavon se mostró más optimista. Haber puesto un pie en la puerta de
Gdansk, dijo, les permitiría aprender mucho sobre la manera de operar de Volgatek
más allá de las fronteras de la madre Rusia.

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Instintivamente, se enfrentaban a su objetivo como si se tratara de una
organización terrorista. Y una primera norma al tratar con grupos o células terroristas,
según les repetía Dina sin cesar, era identificar la estructura y al personal clave.
Resultaba tentador centrarse en aquellos que ocupaban lo más alto de la cadena
trófica, añadió, pero los mandos medios, los soldados rasos, los mensajeros, los
caseros y los conductores solían revelarse más valiosos a la larga. Eran los
ninguneados, los olvidados, los ignorados. Arrastraban agravios, albergaban
resentimientos y, a menudo, costaban más dinero del que ganaban. Ello los convertía
en blancos más fáciles para el reclutamiento que los hombres que viajaban en aviones
privados, bebían grandes cantidades de champán y contaban con un harén de
prostitutas rusas a su disposición, sin importar dónde se encontraran.
En lo más alto del organigrama se encontraba Gennadi Lazarov, antiguo científico
del programa nuclear ruso e informante del KGB que había ejercido de representante
de Viktor Orlov en Ruzoil. Su fiel mano derecha era Dmitri Bershov, y su jefe de
operaciones europeas, Alexei Voronin. Ambos eran exagentes del KGB, aunque
Voronin era, con diferencia, el más presentable de los dos. Hablaba con fluidez varias
lenguas extranjeras, entre ellas el inglés, que aprendió durante su rezidentura en
Londres en los últimos días de la Guerra Fría.
El resto de la cúpula de Volgatek resultó más difícil de identificar, algo que no
podía ser casual. Yaakov equiparaba el perfil de la empresa con el de la Oficina. El
nombre del jefe era del dominio público, pero los de sus mandos más importantes, y
las tareas que desempeñaban, se mantenían en secreto o bien ocultos bajo capas de
engaños y confusión. Por suerte, el tráfico de correos electrónicos de la sucursal de
Gdansk permitió al equipo identificar a otros varios actores clave de la empresa, entre
ellos al jefe de seguridad, Pavel Zhirov. Su nombre no aparecía en los documentos de
la empresa, y todos los intentos por localizar una fotografía suya fueron en vano. En
el organigrama que iba reconstruyendo el equipo, Zhirov era un hombre sin rostro.
Con el paso de los días, el equipo tenía cada vez más claro que la empresa que
Zhirov se encargaba de proteger no se dedicaba solo al petróleo; formaba parte de
una estrategia del Kremlin a gran escala para hacer de Rusia una superpotencia
energética global, una Arabia Saudí euroasiática, y para conseguir que de las ruinas
de la Unión Soviética resurgiera el Imperio Ruso. Tanto la Europa del Este como la
Occidental ya dependían fuertemente del gas natural ruso. La misión de Volgatek era
ampliar el dominio ruso sobre el mercado energético europeo mediante la adquisición
de refinerías petroleras. Y ahora, gracias a Jeremy Fallon, había puesto un pie en el
Mar del Norte, lo que a la larga acabaría enviando miles de millones en beneficios a
las arcas del Kremlin. Sí, Petróleo y Gas Volgatek tenía que ver con la codicia rusa,
en eso el equipo estaba de acuerdo; pero tenía que ver sobre todo con el revanchismo
ruso.
Pero… ¿Cómo infiltrar a un agente en una organización de esas características?
Fue Eli Lavon quien dio con una solución posible, que expuso a Gabriel mientras

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paseaban por el jardín enmarañado. Después de adquirir la refinería de Gdansk, dijo,
Volgatek había contratado a un profesional polaco para que ejerciera nominalmente
de director de la refinería. En la práctica, este estaba absolutamente desvinculado de
las operaciones del día a día. Estaba ahí solamente de cara a la galería, era un florero
pensado para aplacar un poco el agravio que percibían los polacos al ver que el oso
ruso devoraba uno de sus grandes recursos económicos. Más aún —añadió Lavon—,
Polonia no era el único lugar en el que Volgatek contrataba a personal local de apoyo.
También lo hacía en Hungría, Lituania, e incluso en Cuba. Ninguno de aquellos
directores pintaba más que el de Gdansk. Sin excepciones, todos eran ningunea—
dos, ignorados y excluidos de la toma de decisiones.
—Son jarrones chinos con patas —dijo Lavon.
—Pues entonces no tienen acceso a las informaciones confidenciales que
andamos buscando —observó Gabriel.
—Eso es cierto —admitió Lavon—. Pero si alguno de esos empleados locales
resultara ser también ruso por nacimiento, o si lo fueran sus antepasados, es posible
que el mando central de Volgatek lo viera con mejores ojos, sobre todo si fuera el
alumno más aventajado de la clase. En ese caso, tal vez se vieran tentados de
atribuirle responsabilidades reales. ¿Quién sabe? Tal vez le dejaran acceder incluso al
sanctasanctórum de Moscú.
—Brillante, Eli.
—Sí, lo es —admitió Lavon—. Pero hay un problema muy serio.
—¿Cuál?
—¿Cómo conseguimos que Volgatek se fije en él?
—Eso es fácil.
—¿En serio?
—Sí —dijo Gabriel, sonriendo—. En serio.
Gabriel no asistió a la cena de grupo de esa noche. Se acercó a Chelsea y cenó a
solas con Viktor Orlov. Su plan incipiente no solo no encontró reticencias por parte
del ruso, sino que Orlov, de hecho, le dio varias sugerencias importantes que
sirvieron para mejorarlo. Después del postre, Gabriel entregó a Orlov el impreso que
se hacía firmar a todas las personas externas a la Oficina que participaban en
operaciones de esta. En él se prohibía a Orlov revelar nunca su participación en el
caso, y se le dejaba sin recursos legales si él o su empresa resultaban perjudicados de
algún modo. Orlov se negó a firmar. Gabriel no esperaba menos de él.
Tras salir de la mansión del magnate, Gabriel se dirigió a Hampstead en coche, y
después siguió a pie hasta Parliament Hill. Seymour estaba esperando en el banco,
flanqueado por sus dos guardaespaldas, que se alejaron para no oír la conversación.
Gabriel le habló de la operación que estaba a punto de llevar a cabo, y de la ayuda
extraoficial que necesitaba del gobierno británico. Al oírlo, Seymour no pudo evitar
sonreír. Se trataba de un procedimiento muy poco ortodoxo, como lo eran, por otra
parte, la mayoría de las operaciones de la Oficina, sobre todo cuando las concebían

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Gabriel y su equipo.
—No sé —dijo Seymour—, pero creo que puede funcionar.
—Va a funcionar, Graham. La cuestión es saber —añadió— si queréis que siga
adelante con ella.
Seymour permaneció unos instantes en silencio. Entonces se puso en pie y dio la
espalda a las luces de Londres.
—Tú tráeme las pruebas de que los rusos estuvieron detrás del secuestro y
asesinato de Madeline —dijo con voz serena— y yo ya me aseguraré de que esos
cabrones del Kremlin no vean ni una gota de nuestro petróleo.
—Déjame que sea yo quien lo haga, Graham. De esa manera tú no tendrás que…
—Esto es algo que solo puedo hacer yo —replicó Seymour—. Además, un
hombre muy sabio me dijo una vez que una carrera sin escándalo no es una carrera de
verdad.
—Teclea mi nombre en Google, y después ya me dirás si sigues creyendo que soy
tan sabio.
Seymour sonrió.
—No te estarás arrepintiendo de nada, ¿verdad?
—De nada.
—Buen chico —subrayó Seymour—. Pero ten presente una cosa.
—¿Qué?
—Que tal vez te resulte fácil meter a Mijaíl en Volgatek, pero sacarlo de ahí
puede costarte algo más.
Dicho esto, Seymour regresó a la compañía de los guardaespaldas y se perdió en
la oscuridad. Gabriel permaneció sentado en el banco otros cinco minutos. Después
se dirigió al coche y regresó a la casa junto al bosquecillo de Knobby.

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40

Grayswood, Surrey

L a instrucción de Mijail Abramov, futuro empleado de la empresa energética


estatal rusa conocida como Petróleo y Gas Volgatele, comenzó a las nueve en
punto del día siguiente. Su primer tutor fue nada menos que Viktor Orlov. A pesar de
las objeciones de Gabriel, Orlov insistió en trasladarse hasta Surrey en su limusina
Mercedes Maybach, precedida por un Land Rover lleno de guardaespaldas. Aquella
pequeña caravana de vehículos causó cierto revuelo en Grayswood, y durante gran
parte del día en la localidad circuló el rumor de que el ocupante del coche no era otro
que el primer ministro en persona. Pero Jonathan Lancaster no estaba ni siquiera
cerca de Surrey; aquella mañana se encontraba en Sheffield asistiendo a un acto de
campaña. Las últimas encuestas le daban una clara ventaja sobre el candidato de la
oposición. El analista político más famoso de Gran Bretaña anticipaba ahora una
victoria arrolladora sin precedentes.
Orlov regresó al piso franco a la mañana siguiente y dos días después. Sus
lecciones eran fiel reflejo de su personalidad única: brillantes, arrogantes, cuajadas de
opiniones y con un punto de condescendencia. Se dirigía a Mijaíl sobre todo en
inglés, con alguna incursión en el ruso que solo Eli Lavon comprendía. Y en
ocasiones mezclaba las dos lenguas, creando una jerga rara que el equipo denominaba
«rusglish». Era infatigable, enervante, y resultaba imposible no adorarlo. Era siempre
alguien a tener en cuenta. Era Orlov dedicado a una misión.
Inició su tutoría con una clase de historia: la vida bajo el comunismo soviético, la
caída de un imperio, la era sin ley de los oligarcas. Para sorpresa de todos, Orlov
admitió que él y los demás barones saqueadores de Rusia habían plantado las semillas
de su propia destrucción enriqueciéndose en exceso, demasiado deprisa. Al hacerlo,
añadió, habían contribuido a crear las condiciones que habían llevado a un regreso al
autoritarismo. El actual presidente de Rusia era un hombre sin ideología ni sistema de
creencias más allá del ejercicio del poder puro y duro.
—Es un fascista en todo menos en el nombre —afirmó Orlov—. Y lo creé yo.
La siguiente fase de la instrucción acelerada de Mijaíl se inició el cuarto día, al
cursar lo que Eli Lavon describió como el máster en administración de empresas más
corto de la historia. Su profesor era de Tel Aviv, pero había asistido a la Wharton
School of Business y había trabajado un tiempo breve para ExxonMobil antes de
regresar a Israel. Durante siete largos días, con sus respectivas noches, dio clases a
Mijaíl sobre los aspectos básicos de la administración de empresas: contabilidad,
estadística, márquetin, economía empresarial, gestión de riesgos. Mijaíl se reveló un

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alumno de aprendizaje rápido, lo que no sorprendió a nadie, pues sus padres habían
sido destacados intelectuales en la época soviética. Al concluir el curso intensivo, el
profesor vaticinó que Mijaíl tenía un futuro brillante por delante, aunque no tuviera ni
idea de qué podía albergar este. Después firmó sin oponerse el impreso de
confidencialidad de Gabriel, y tomó un vuelo de regreso a Israel.
Mientras Mijaíl se dedicaba a los estudios, el resto del equipo se esforzaba por
crearle una identidad que lo enmascarara una vez que pasara a la acción. Lo
construyeron como un novelista construye un personaje en una hoja en blanco:
antepasados, educación, amores y pérdidas, triunfos y decepciones. Tardaron varios
días en dar con un nombre que encajara con alguien que tenía un pie en Occidente y
otro aún fuertemente plantado en Europa Oriental. Fue Gabriel quien, finalmente,
optó por Nicholas Avedon, una perversión inglesa de Nicolai Avdonin. Con la
bendición de Graham Seymour, falsificaron para él un pasaporte británico muy
viajado y le escribieron un currículum vítae extenso y detallado que se correspondía
con los sellos estampados en él. Entonces, cuando Mijaíl ya había completado su
cursillo, se lo llevaron a realizar un recorrido por la vida que nunca había tenido. Ahí
estaba la casa en la arbolada zona residencial de Londres en la que nunca había
entrado, y la facultad de Oxford en la que nunca había abierto un libro, y las oficinas
de una empresa de servicios de perforación desconocida radicada en Aberdeen de las
que jamás había cobrado una nómina. Lo llevaron incluso a Estados Unidos, para que
pudiera recordar qué se sentía al caminar por las calles de Cambridge, Massachusetts,
una tarde fría de otoño, por más que él, en realidad, nunca había estado en
Cambridge, ni en otoño ni en ninguna otra estación del año.
Ya solo quedaba la cuestión de su aspecto físico. Iban a tener que modificarlo
drásticamente. Si no, los amigos de Volgatek que trabajaban para el SVR lo
identificarían por operaciones pasadas. La cirugía estética quedaba descartada; el
tiempo de recuperación era excesivo, y además Mijaíl se negaba a que le cortaran la
cara con un cuchillo. Fue Chiara la que concibió una posible solución, que mostró a
Gabriel en uno de los ordenadores. En la pantalla apareció una de las fotografías que
habían tomado a Mijaíl para prepararle el pasaporte falso. Ella pulsó entonces una
única tecla, y la foto apareció de nuevo, pero con un cambio notable.
—A mí mismo me cuesta reconocerlo —manifestó Gabriel.
—Pero ¿lo aceptará él?
—Le dejaré muy claro que no tiene alternativa.
Aquella noche, en presencia de todo el equipo, Mijaíl se rapó el pelo al cero y
quedó calvo. Yaakov, Oded y Mordecai hicieron lo mismo para solidarizarse con él.
Pero Gabriel se negó a sumarse. Su compromiso con la cohesión del grupo tenía un
límite, dijo. A la mañana siguiente, las mujeres se llevaron a Mijaíl a Londres de
compras, y las facturas que llegaron al departamento de contabilidad del bulevar Rey
Saúl suscitaron no pocos comentarios. A su regreso a Grayswood, encontraron a
Viktor Orlov esperando para someter a Mijaíl a un examen final, que aprobó con

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nota. Para celebrarlo, el magnate descorchó varias botellas de su querido Château
Pétrus. Mientras alzaba la copa en honor de su alumno, del jardín llegó el ruido sordo
de una Beretta con silenciador.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Orlov.
—Creo que hoy cenamos pescado —respondió Mijaíl.
—Pues alguien debería habérmelo advertido —comentó Orlov—. Habría traído
un buen Sancerre.
Poco después de obtener su pasaporte británico, Orlov había adquirido una
participación mayoritaria en un periódico en horas bajas, el venerable Financial
Journal de Londres, y lo había hecho para aumentar su prestigio entre la clase
influyente de la ciudad. Algunos miembros del personal, entre ellos la reconocida
periodista de investigación Zoe Reed, habían dimitido como protesta, pero la mayoría
se había mantenido en sus puestos, en parte porque no tenían otro sitio donde ir.
Según los términos de la adquisición, Orlov había aceptado que no jugaría papel
alguno en el contenido editorial de la publicación. Se trataba de una promesa que, de
algún modo, había logrado cumplir, a pesar de su deseo de usar el periódico como
garrote con el que apalear a sus enemigos del Kremlin.
Aun así, ello no implicaba que Orlov no pudiera llamar a los editores para
facilitarles este o aquel dato, sobre todo cuando tenía que ver con su propio negocio.
Y así fue como, tres días después, en las páginas centrales del Financial Journal
apareció una breve nota en la que se informaba de una incorporación a la plantilla de
Viktor Orlov Investments, S. L. Orlov confirmó la contratación en una nota de prensa
aquella misma mañana, e informó de que un ejecutivo de treinta y cinco años, de
nombre Nicholas Avedon, pasaría a controlar la cartera de valores energéticos de
VOI, así como la oficina de operaciones de futuros petroleros. En cuestión de
minutos, internet bullía de rumores según los cuales Orlov había escogido sucesor y
preparaba su retirada gradual de la gestión diaria de su empresa. Aquella misma
noche, los rumores eran ya tan insistentes que Orlov se vio obligado a hacer una
aparición en la CNBC para desmentirlos, algo muy raro en él. Su aparición resultó
poco convincente. En realidad, un prominente comentarista dijo que esta había
suscitado más preguntas de las que había respondido.
En los círculos financieros de Londres, nadie llegaría a saber que los rumores de
la inminente jubilación de Orlov habían partido de un equipo de hombres y mujeres
que trabajaban desde una casa aislada de Surrey. Ni sabrían que esos mismos rumores
penetrarían en el sistema circulatorio de la comunidad empresarial rusa, ni que habían
llegado a las más altas instancias de la empresa energética estatal conocida como
Petróleo y Gas Volgatek. Gabriel y su equipo sí tuvieron conocimiento de ello, pues
lo leyeron en un correo electrónico cáustico enviado por Alexei Voronin, el jefe de
operaciones europeas de Volgatek, al director de la oficina de Gdansk. Eli Lavon le
mostró a Gabriel una copia impresa durante la cena y le tradujo el texto, incluso los
párrafos no aptos para oídos delicados. Gabriel respondió abriendo una de las botellas

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de Château Pétrus que habían sobrado y sirviendo una copa a cada miembro del
equipo. Habían empezado con buen pie. Mijaíl era ya, a ojos del mundo, el heredero
de Viktor Orlov. Y Petróleo y Gas KGB observaba.

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41

Mayfair, Londres

L os despachos de Viktor Orlov Investments S. L. ocupaban cuatro plantas de un


lujoso edificio de oficinas, no muy lejos de la embajada de Estados Unidos.
Cuando Nicholas Avedon se presentó en ellos a la mañana siguiente, temprano, el
personal directivo en pleno lo esperaba ya en la sala de juntas para darle la
bienvenida. Orlov pronunció unas palabras a las que siguieron unas presentaciones
apresuradas, todas ellas innecesarias porque Mijaíl había memorizado los nombres y
los rostros de los miembros del equipo de Orlov durante su periodo de preparación.
Si estos esperaban que él fuera entrando gradualmente en su trabajo, se
equivocaban por completo porque, menos de una hora después de instalarse en su
nueva oficina esquinera con vistas a Hanover Square, había iniciado ya una revisión
exhaustiva de las lucrativas inversiones de VOI en el sector energético. No importaba
que ya hubiera llevado a cabo el mismo repaso desde el interior de un piso franco, ni
que Viktor Orlov ya hubiera puesto por escrito los interesantes hallazgos en los que
trabajaría: aquella acción le serviría para enviar al resto del personal el mensaje de
que a Nicholas Avedon no había que tomarlo a la ligera. Había llegado a VOI a
trabajar. Y pobre del que se interpusiera en su camino.
Sus días no tardaron en adoptar una estricta rutina. Llegaba temprano a su
despacho, tras haber leído la prensa económica y revisar las cifras de los mercados
asiáticos, y se pasaba una o dos horas con sus hojas de cálculo y sus tablas antes de
asistir a la reunión matinal del consejo directivo, que tenía lugar siempre en la
espaciosa oficina de Orlov. Tendía a reservarse sus opiniones durante aquellos
encuentros más concurridos, pero, cuando optaba por hablar, sus intervenciones
llamaban siempre la atención por su brevedad. Casi siempre almorzaba solo. Después
regresaba a su escritorio y seguía trabajando hasta las siete o las ocho, hora a la que
regresaba al amplio apartamento que Gabriel le había alquilado en Maida Vale. Los
de mantenimiento se habían instalado en un piso más pequeño, en el edificio de
enfrente. Cuando Mijaíl estaba en casa, siempre había algún miembro del equipo
vigilando. Y cuando se iba a trabajar, una cámara de alta resolución con transmisor
protegido mantenía la vigilancia.
Y resultó que Volgatek también lo controlaba. Gabriel y el equipo lo sabían
porque la unidad 1400 había conseguido finalmente acceder a la red informática de
Volgatek, y ahora se dedicaban a leer los correos electrónicos de los altos ejecutivos
de la empresa casi a tiempo real. El nombre de Nicholas figuraba de manera
prominente en varios, entre ellos uno enviado por Gennadi Lazarov a Pavel Zhirov, el

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jefe de seguridad sin rostro de Volgatek, en el que le pedía que realizara una
comprobación de su pasado. Nicholas Avedon era ahora una luz que brillaba con
fuerza en la pantalla de radar de Volgatek.
Y Gabriel decidió que ya iba siendo hora de hacer que resplandeciera más
intensamente.
A la mañana siguiente, Nicholas Avedon presentó los resultados de su revisión a
Viktor Orlov y al equipo de VOI. Orlov los consideró brillantes, ninguna sorpresa,
teniendo en cuenta que los había redactado él mismo. En el curso de los días
siguientes, llevó a cabo una serie de operaciones mercantiles arriesgadas, todas ellas
planificadas ya con antelación, y que alteraron de forma radical la posición de VOI en
el sector global de la energía. Durante el torbellino de entrevistas en prensa escrita y
televisión, Orlov hablaba de «energía para el siglo XXII y más allá» y, siempre que
podía, atribuía parte del mérito al artífice real del plan: Nicholas Avedon. A los
inversores de la City les gustaba lo que veían en el protegido de Orlov. Y, al parecer,
a Petróleo y Gas KGB también.
Habían demostrado competencia en lo relativo a Nicholas Avedon. Ahora era el
momento de revelar hasta qué punto Viktor Orlov había llegado a depender de él.
Analistas de bolsa y ejecutivos medios había a patadas, dijo Gabriel. Gennadi
Lazarov le haría una oferta a Nicholas Avedon única y exclusivamente por una razón:
para fastidiar a su antiguo mentor y socio.
Y así empezó lo que el equipo describió como el Show de Viktor y Nicholas.
Durante las dos semanas siguientes, se mostraron inseparables. Almorzaban juntos,
cenaban juntos, y cada vez que Orlov aparecía en público, Nicholas estaba a su lado.
En varias ocasiones fue visto abandonando la mansión que el magnate poseía en
Cheyne Walk a altas horas de la noche, y pasó un fin de semana descansando en su
inmensa finca de Berkshire, un privilegio que no había concedido a ningún otro
empleado de la empresa. A medida que su relación se iba afianzando, en la sede de
VOI, en Mayfair, surgían las tensiones. A los jefes de las otras divisiones no les
gustaba el hecho de que Nicholas Avedon empezara a asistir a lo que hasta entonces
habían sido reuniones de a dos con el jefe, ni que se viera con frecuencia a Avedon
susurrándole cosas al oído a Viktor. Varios ejecutivos le declararon una guerra
abierta, pero la mayoría se adaptó a los cambios. Empezaron a invitar a Avedon a
tomar copas al salir del trabajo y a cenas de trabajo. Pero él declinaba todos los
ofrecimientos. Según decía, Viktor requería toda su atención.
A continuación llevaron el Show de gira por Europa. Asistieron al foro
empresarial de París, donde causaron sensación. Y a la reunión de banqueros suizos
celebrada en Ginebra, donde no podían cometer errores. También participaron en una
reunión bastante tensa en Madrid con el directivo de una empresa de oleoductos
propiedad de Orlov, al que se le dieron seis meses para demostrar que era capaz de
generar beneficios, pues en caso contrario tendría que buscarse otro empleo, junto
con el resto de sus compatriotas.

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Finalmente volaron a Budapest para asistir a un encuentro de líderes
empresariales y de gobierno de los llamados mercados emergentes de la Europa del
Este. Gazprom, el gigante ruso del gas, envió a un representante a asegurar a los
presentes que no tenían nada que temer de su gran dependencia de la energía rusa,
que al Kremlin jamás se le ocurriría cerrar la llave de paso como mecanismo para
imponer su voluntad de recuperar los territorios perdidos de su antiguo imperio.
Aquella noche, durante un cóctel organizado a orillas del Danubio, el hombre de
Gazprom se presentó a Nicholas Avedon y descubrió, para su sorpresa, que hablaba
ruso con fluidez. El ejecutivo quedó sin duda impresionado con lo que oyó, porque
minutos después de su encuentro, a la carpeta de entrada del correo electrónico de
Gennadi Lazarov llegó un mensaje. Gabriel y su equipo lo leyeron antes incluso de
que su destinatario llegara a abrirlo. Al parecer, Nicholas Avedon ya estaba en venta.
«Fíchalo —le decía el hombre de Gazprom—. Si no lo haces tú, lo haremos
nosotros».
Pero ¿cómo propiciar el encuentro de las dos partes para que la relación pudiera
consumarse? Como no era de los que esperaban junto al teléfono, Gabriel pretendía
forzar la situación colocando a Mijaíl y Lazarov muy cerca el uno del otro, en algún
lugar en el que tuvieran un momento para mantener una conversación privada. Y vio
la ocasión propicia cuando la unidad 1400 interceptó un correo que su secretaria le
envió a Lazarov. El tema era la agenda de este durante el Foro sobre Energía Global,
el encuentro bienal que celebraba la Asociación Internacional de Productores de
Petróleo. Al leerlo, Gabriel sonrió. El Show se desplazaría hasta Copenhague. Y la
Oficina iría con él.

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42

Copenhague, Dinamarca

C inco días más tarde —que se hicieron eternos—, los señores del petróleo
empezaron a llegar a Copenhague desde los cuatro puntos cardinales: saudíes y
emiratíes, azeríes, kazajos, brasileños y venezolanos, estadounidenses y canadienses.
Los activistas que advertían de las consecuencias del calentamiento global se
mostraban, como de costumbre, escandalizados con el encuentro, y un grupo emitió
un comunicado alarmista informando de que solo el dióxido de carbono que generaría
esa conferencia haría que el mar se tragara una aldea de Bangladesh. Los delegados,
en cualquier caso, parecían no darse cuenta de ello: llegaban a Copenhague a bordo
de jets privados, y circulaban a toda velocidad por las preciosas calles montados en
sus limusinas blindadas alimentadas por motores de combustión interna. Tal vez
algún día el petróleo se agotara y el mundo se calentara tanto que la vida humana
dejara de ser posible. Pero, al menos por el momento, los extractores de combustibles
fósiles seguían siendo los reyes absolutos.
En Copenhague, la competencia por los recursos era intensa. Era imposible
reservar mesa para cenar, y en el Hotel d’Angleterre, un lujoso edificio blanco,
imponente, que daba a la gran Plaza Nueva del Rey, no quedaba ni una habitación
disponible. Viktor Orlov y Mijaíl llegaron a su elegante entrada en medio de una
ventisca cegadora, y uno de los directores del establecimiento los condujo de
inmediato a sus respectivas suites contiguas, situadas en una de las plantas altas. En
la de Mijaíl le esperaba una bandeja con exquisiteces danesas y una botella de Dom
Pérignon, que se mantenía fría en un cubo de hielo. La última vez que se había
alojado en un hotel durante una misión para la Oficina, había usado la botella de
cortesía para infligirse a sí mismo una herida en la rodilla, pues así lo exigía el plan.
Ahora, pensaba, el plan de la operación en curso le exigía, sin duda, tomarse una copa
o dos. Mientras descorchaba la botella oyó que llamaban débilmente a la puerta. Era
raro, porque acababa de colgar el cartel de no molesten en el tirador, antes de dar una
generosa propina al botones. La abrió despacio, con la cadena puesta, y observó a
través de la rendija al hombre de altura y complexión medianas que aguardaba en el
pasillo. Llevaba un abrigo tres cuartos de lana, con cuello de estilo alemán, y un
sombrero tirolés de fieltro. Tenía el pelo entrecano algo indómito, y los ojos,
castaños, asomaban tras unas gafas. Con la mano derecha sostenía un maletín de piel
blanda ya gastado y lleno de rasguños.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Mijaíl.
—Abriendo la puerta —respondió Gabriel en voz baja.

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Mijaíl retiró la cadena, se apartó a un lado y dejó pasar a Gabriel, antes de cerrar
al momento. Al volverse, vio que este se movía lentamente por la habitación con su
BlackBerry en la mano y el brazo muy extendido. Al cabo de un momento le hizo un
gesto de cabeza a Mijaíl para indicarle que allí no había dispositivos de escucha.
Mijaíl se fue hasta el cubo de hielo y se sirvió una copa de Dom Pérignon.
—¿Y tú? —preguntó, moviendo la botella en dirección a Gabriel.
—Me da dolor de cabeza.
—A mí también.
Mijaíl, alto, desgarbado, se sentó en el sofá y plantó los pies sobre la mesa de
centro, la viva imagen del ejecutivo cansado tras una larga jornada de viajes y
reuniones. Gabriel echó un vistazo a la lujosa suite y meneó la cabeza.
—Me alegro de que la factura corra a cargo de Viktor —dijo—. Uzi no me deja
en paz con el tema de los gastos.
—Dile a Uzi que debéis mantenerme el nivel al que ya me he acostumbrado.
—Es bueno saber que todo este éxito no se te ha subido a la cabeza.
Mijaíl le dio un sorbo al champán, pero no dijo nada.
—Tienes que afeitarte.
—Me he afeitado esta mañana —replicó Mijaíl pasándose la mano por la barbilla.
—No digo ahí —le corrigió Gabriel.
Mijaíl se acarició la brillante calva.
—Pues quiero que sepas que empiezo a acostumbrarme a esto —dijo—. De
hecho, estoy pensando en mantener este aspecto cuando termine la operación.
—Pero si pareces un extraterrestre, Mijaíl.
—Mejor ser extraterrestre que personaje de Sonrisas y lágrimas. —Mijaíl cogió
un diminuto sándwich de gambas de la bandeja y lo devoró de un bocado.
—¿Desde cuándo comes marisco?
—Desde que me he convertido en inglés de origen ruso que trabaja para una
empresa de inversión propiedad de un oligarca llamado Viktor Orlov.
—Con un poco de suerte —comentó Gabriel—, esto va a ser solo un paso hacia
cosas mejores y de más envergadura.
—Inshallá —dijo Mijaíl alzando la copa, en un simulacro de brindis—. ¿Ha
llegado ya mi futuro jefe?
Gabriel abrió aquel maletín viejo y sacó de él una carpeta de cartulina. En su
interior había tres fotografías en color recién impresas, que dispuso sobre la mesa de
centro, delante de Mijaíl, en el orden en que habían sido tomadas. Mostraban a tres
hombres descendiendo por la escalerilla de un pequeño jet privado y montándose en
la limusina que ya los esperaba. Las habían obtenido desde una distancia
considerable, con una cámara dotada de teleobjetivo. La nieve daba un toque borroso
a las imágenes.
—¿Quién ha hecho las fotos? —preguntó Mijaíl.
—Yossi.

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—¿Y cómo se ha colado en la pista?
—Cuenta con un pase de prensa del Foro —respondió Gabriel—. Y Rimona
también.
—¿Para quién trabajan?
—Para un semanario empresarial que se llama Energy Times.
—No me suena.
—Es nuevo.
Sonriendo, Mijaíl levantó la primera foto, la que mostraba a los tres hombres que
descendían en fila por la escalerilla. En primer lugar, conservando en todo el aspecto
del sesudo matemático que había sido, iba Gennadi Lazarov. Un paso por detrás le
seguía Dmitri Bershov, consejero delegado de Volgatek, y a continuación venía un
hombre bajo y fornido, cuyo rostro aparecía oscurecido por el ala de un sombrero.
—¿Quién es? —preguntó Mijaíl.
—No hemos podido determinarlo.
Mijaíl levantó entonces la segunda fotografía, y a continuación la tercera. En
ninguna de las tres, el rostro de aquel hombre resultaba visible.
—Es bastante bueno, ¿verdad? —dijo Gabriel.
—Tú también te has dado cuenta.
—Cuesta no verlo, de hecho. Sabía dónde estaban las cámaras, y se ha asegurado
de que nadie tomara una buena imagen de él. —Mijaíl dejó las fotos sobre la mesa—.
¿Y por qué crees tú que lo ha hecho?
—Por la misma razón por la que lo hacemos nosotros también.
—¿Trabaja para la Oficina?
—Es un profesional, Mijaíl. Un auténtico profesional. Tal vez esté retirado del
SVR pero lo siga haciendo por costumbre. Pero a mí me parece que sigue en el
servicio activo.
—¿Y dónde está ahora?
—En el Hotel Imperial, con los demás. Gennadi está bastante descontento con el
alojamiento.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Mordecai y Oded han hecho una visita a su habitación una hora antes
de que aterrizara, y le han dejado un regalito debajo de la mesilla de noche.
—¿Cómo sabíais cuál era la habitación de Lazarov?
—La unidad ha hackeado el sistema de reservas del Imperial.
—¿Y la puerta?
Mordecai cuenta con una nueva llave mágica. La puerta, prácticamente, se ha
abierto sola. —Gabriel guardó las fotografías en la carpeta, y esta en el maletín—.
Has de saber que Gennadi no ha hablado solo de la calidad de sus habitaciones —
dijo, al cabo de un momento—. No hay duda de que tiene ganas de encontrarse
contigo.
—¿Y tienes alguna idea de cuándo dará el paso?

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—No —dijo Gabriel, meneando la cabeza—. Pero lo lógico es que sea algo sutil.
—¿Y lo conozco?
—Sabes su nombre, pero no conoces su cara —respondió Gabriel.
—¿Y si se me pone a tiro?
—Siempre he sido partidario de hacerme de rogar un poco.
—Y no te ha ido tan mal. —Mijaíl se sirvió otro dedo de champán en la copa,
pero no dijo nada más.
—¿Intentas decirme algo, Mijaíl?
—Supongo que debo felicitarte.
—¿Por qué?
—Vamos, Gabriel. No me hagas decírtelo en voz alta.
—¿Decir qué?
—La gente habla, Gabriel, sobre todo los espías. Y lo que se comenta en el
bulevar Rey Saúl es que vas a ser el próximo jefe.
—Yo no he aceptado nada.
—No es eso lo que me ha llegado —insistió Mijaíl—. He oído que ya está hecho.
—Pues no lo está.
—Lo que usted diga, jefe.
Gabriel resopló con fuerza.
—¿Cuánto sabe Uzi?
—Uzi sabía, desde el momento en que aceptó el trabajo, que para todos era una
segunda opción.
—No es algo que yo haya buscado.
—Lo sé. Y sospecho que Uzi también lo sabe —añadió Mijaíl—. Pero eso no se
lo va a poner más fácil al primer ministro cuando tenga que comunicarle que no va a
ejercer un segundo mandato como jefe.
Mijaíl alzó de nuevo la copa al contraluz y observó las burbujas que ascendían
hasta la superficie.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Gabriel.
—En la vez que estuvimos en Zúrich, en aquel pequeño café cerca de
Paradeplatz. Fue cuando intentábamos recuperar a Chiara de las garras de Ivan. ¿Te
acuerdas de aquel sitio, Gabriel? ¿Recuerdas lo que me dijiste aquella tarde?
—Creo que es posible que te dijera que te casaras con Sarah Bancroft y que
dejaras la Oficina.
—Tienes buena memoria.
—¿A dónde quieres llegar?
—Me preguntaba si todavía crees que debería dejar la Oficina.
Gabriel vaciló antes de responder.
—Yo, en tu lugar, no lo haría.
—¿Por qué no?
—Porque, si yo llego a ser el próximo jefe, a ti te espera un futuro brillante,

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Mijaíl. Muy brillante.
Mijaíl se acarició la calva.
—Tengo que afeitarme —dijo.
—Sí.
—¿Seguro que no quieres un poco de champán?
—Me da dolor de cabeza.
—A mí también —dijo Mijaíl mientras se servía otra copa.
Antes de salir de la suite del hotel, Gabriel instaló una aplicación de software en
el teléfono móvil de Mijaíl que lo convertía en un transmisor permanente y enviaba
de manera automática todas sus llamadas, correos electrónicos y mensajes de texto a
los ordenadores del equipo. A continuación bajó al vestíbulo y pasó varios minutos
buscando rostros conocidos entre aquella multitud de empresarios del petróleo. En el
exterior, la nieve y el viento casi habían cesado, pero de vez en cuando algún copo
grueso caía mansamente, iluminado por la luz de las farolas. Gabriel atravesó la
ciudad hacia el oeste, pasando por una calle peatonal, serpenteante y llena de tiendas
conocida como el Strøget, hasta que llegó a la Rådhuspladsen. Las campanas del reloj
daban las seis de la tarde. Estuvo tentado de acercarse a visitar el Hotel Imperial,
situado relativamente cerca de la plaza, frente a los Jardines Tívoli. Pero no lo hizo, y
en cambio sí se dirigió a un edificio de apartamentos de aspecto anodino, situado en
una calle de nombre impronunciable salvo para un danés. Al entrar en el pequeño
piso de la segunda planta, encontró a Keller y a Eli Lavon inclinados sobre un
ordenador portátil. De los altavoces salía el sonido de una conversación en voz baja
que tres hombres mantenían en ruso.
—¿Ya habéis podido determinar de quién se trata? —preguntó Gabriel.
Lavon negó con la cabeza.
—Es curioso —dijo—, pero estos chicos de Volgatek no son muy dados a
pronunciar nombres.
—No me digas.
Lavon estaba a punto de replicar algo, pero el sonido de una de las voces lo
interrumpió. Hablaba en un murmullo grave, como si estuviera plantado en el interior
de una tumba abierta.
—Ese es nuestro chico —dijo Lavon—. Siempre habla así. Como si diera por
sentado que hay alguien que lo escucha.
—Es que hay alguien que lo escucha.
Lavon sonrió.
—He enviado una muestra de su voz al bulevar Rey Saúl y les he pedido que la
cotejen con la base de datos.
—¿Y?
—No ha habido coincidencias.
—Envía la muestra a Adrian Carter, en Langley.
—¿Y si Carter nos pide una explicación?

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—Miéntele.
En ese preciso instante, los tres ejecutivos rusos estallaron en carcajadas.
Mientras Lavon se acercaba más para prestar atención, Gabriel se acercó a la ventana
y miró hacia la calle. Estaba desierta, salvo por una mujer que caminaba por la acera
cubierta de nieve. Tenía la misma piel de alabastro que Madeline, y los pómulos de
Madeline. De hecho, su parecido era tan extraordinario que por un momento Gabriel
sintió el impulso de salir corriendo tras ella. Los rusos seguían riéndose. Gabriel
pensó que sin duda se reían de él. Aspiró hondo para sosegar el latido acelerado de su
corazón, y siguió viendo pasar el fantasma de Madeline bajo sus pies. Al poco, la
oscuridad la reclamó, y la silueta se fundió con la noche.

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43

Copenhague, Dinamarca

E l Foro se celebraba en el Bella Center, un palacio de congresos monstruoso, de


acero y cristal, que parecía un invernadero gigantesco venido del espacio.
Varios periodistas aguardaban en el exterior, tiritando de frío, tras una cinta amarilla.
La mayoría de los ejecutivos que iban llegando eran lo bastante prudentes como para
ignorar sus gritos de atención, pero Orlov no. Él se detuvo a responder una pregunta
sobre el incremento súbito de los precios del petróleo a escala mundial, que a él tanto
beneficiaba, y pronto se encontró hablando de temas que iban desde las elecciones
británicas hasta los ataques del Kremlin a los movimientos rusos en favor de la
democracia. Gabriel y el equipo lo oían todo, porque Mijaíl se encontraba junto a
Orlov, a la vista de todas las cámaras, con el móvil en la mano. De hecho, fue aquel el
que finalmente puso fin a la improvisada rueda de prensa de Orlov agarrándolo de la
manga del abrigo y tirando de él hacia la puerta abierta del edificio. Posteriormente,
una periodista inglesa comentaría que era la primera vez que veía a alguien atreverse
a ponerle un dedo encima a Viktor Orlov.
Una vez en el interior, este se mostró muy activo: asistió a todas las conferencias
de la mañana, visitó todos los stands de la sala de expositores y estrechó todas las
manos que le alargaban, incluso las que correspondían a hombres que lo detestaban.
—Este es Nicholas Avedon —anunciaba a todo el que quisiera oírle—. Nicholas
es mi mano derecha y mi mano izquierda. Nicholas es mi estrella polar.
El almuerzo fue «vertical» (que era como Orlov definía a los bufets en los que no
había asientos asignados), y en él no se sirvió ni alcohol ni carne de cerdo en
deferencia a los numerosos delegados que provenían del mundo islámico. Orlov y
Mijaíl se pasearon por la sala sin probar bocado, y a continuación asistieron a la
primera mesa redonda de la tarde, un debate deprimente sobre las lecciones
aprendidas tras el desastre de BP en el Golfo de México. Gennadi Lazarov asistía
también al acto, y se encontraba sentado dos filas por detrás de Orlov, a su derecha.
—Está estrechando el cerco. Es cuestión de tiempo que desenfunde el arma.
Su comentario llegó con claridad al pequeño apartamento de la calle de nombre
impronunciable, y lo que expresaba lo compartían Gabriel y el resto del equipo. De
hecho, gracias a la cámara que Yossi llevaba al cuello, disponían de las imágenes que
así lo atestiguaban. Durante la sesión de la mañana en el Foro, Lazarov había
mantenido una distancia prudencial. Pero ahora, a medida que avanzaba la tarde, se
acercaba cada vez más a su objetivo.
—Es como un avión esperando la orden de aterrizar —comentó Eli Lavon.

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—No estoy seguro de que las condiciones meteorológicas en tierra lo permitan —
replicó Gabriel.
—¿Y cuándo crees tú que se abrirá un claro?
—Aquí —dijo Gabriel apuntando con el dedo el último acto previsto para ese
primer día—. Ahí es donde lo pillaremos.
Ello implicaba que Gabriel y el resto del equipo se verían obligados a soportar lo
que Christopher Keller había descrito como «blablablá petrolero». Un ministro indio
pronunció un discurso aburridísimo sobre las necesidades energéticas futuras del
segundo país más poblado del mundo. Después llegó una soporífera conferencia a
cargo del nuevo presidente de Francia sobre impuestos, beneficios y responsabilidad
social. Y finalmente tuvo lugar una mesa redonda notablemente sincera acerca de los
peligros para el medio ambiente que planteaba una técnica de extracción conocida
como «fractura hidráulica». Como era de esperar, Gennadi Lazarov no asistió a ella.
Por regla general, las empresas rusas concebían el medio ambiente como algo a
explotar, no a proteger.
Al concluir el acto, los delegados se dirigieron hacia las escaleras mecánicas y
subieron a la terraza cubierta de la planta superior, donde se había organizado un
cóctel de bienvenida. Gennadi Lazarov había sido de los primeros en llegar y
conversaba con un par de ejecutivos iraníes sin corbata en un extremo de la sala.
Orlov y Mijaíl cazaron al vuelo unas copas de champán cuando el camarero que
llevaba la bandeja pasó a su lado, y se instalaron entre un grupo de brasileños
festivos. Orlov le daba la espalda a Lazarov, pero Mijaíl podía verlo muy bien desde
donde se encontraba. Fue él, por tanto, quien vio al ruso alejarse de los iraníes e
iniciar un lento avance por la terraza.
—Este podría ser un buen momento para que salgas a dar un paseo, Viktor.
—¿Dónde?
—A Finlandia.
Actor experimentado en el arte de los cócteles, Orlov se sacó el teléfono móvil
del bolsillo de la americana y se lo llevó al oído. Entonces, frunciendo el ceño como
quien no oye nada, salió deprisa de allí en busca de un lugar tranquilo desde donde
hablar. En su ausencia, Mijaíl se dio la vuelta e inició una conversación muy seria con
uno de los brasileños sobre oportunidades de inversión en Latinoamérica. Pero al
cabo de dos minutos se percató de que tenía detrás a un hombre. Lo supo por el olor a
colonia cara, que anulaba todos los demás. Y también lo supo porque lo vio reflejado
en el ojo del brasileño. Al volverse, se vio mirando a la cara al hombre cuya imagen
adornaba el piso franco de Grayswood. La instrucción recibida y la experiencia le
permitieron limitar su reacción a un gesto neutro.
—Disculpe la interrupción —dijo aquel rostro que le hablaba en inglés con acento
ruso—, pero quería presentarme antes de que regresara Viktor. Me llamo Gennadi
Lazarov. Soy de Petróleo y Gas Volgatek.
—Soy Nicholas —dijo Mijaíl, aceptando estrecharle la mano que le tendía—.

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Nicholas Avedon.
—Ya sé quién es —replicó Lazarov, sonriendo—. De hecho, sé todo lo que hay
que saber sobre usted.
La conversación que tuvo lugar a continuación duró un minuto y veintisiete
segundos. La calidad del sonido resultó más que aceptable, salvo tal vez por el rumor
de fondo y por unos golpes sordos, rítmicos, que el equipo, después, identificaría
como los latidos del corazón de Mijaíl. El de Gabriel también latía con fuerza
mientras escuchaba la grabación de principio a fin, cosa que hizo cinco veces
seguidas. Ahora, mientras pulsaba el icono del PLAY y la escuchaba por sexta vez,
parecía que se había quedado sin pulso.
—Ya sé quién es. De hecho, sé todo lo que hay que saber sobre usted.
—¿En serio? ¿Y cómo es eso?
—Porque he ido siguiendo algunas de las operaciones que ha realizado con la
cartera de Viktor, y estamos muy impresionados.
—¿Estamos?
—Volgatek, por supuesto. ¿De quién creía que le estaba hablando?
—El entorno empresarial ruso es bastante distinto al de Occidente. Los
pronombres pueden resultar algo traicioneros.
—Es usted muy diplomático.
—Debo serlo. Trabajo para Viktor Orlov.
—A veces parece como si fuera él quien trabajara para usted.
—Las apariencias engañan, señor Lazarov.
—¿De modo que los rumores que circulan no son ciertos?
—¿Qué rumores son esos?
—Que usted se ha hecho con el control del día a día en las operaciones de Viktor
Orlov. Que Viktor no es más que un nombre y una corbata llamativa.
—Viktor sigue siendo el estratega. Yo soy solo el que pulsa las teclas y tira de los
contrapesos.
—Es usted muy leal, Nicholas.
—En eso le doy la razón.
—Me gusta esa cualidad en un hombre. Yo también lo soy.
—Pero no le fue leal a Viktor Orlov…
—Es evidente que Viktor y usted han hablado de mí.
—Solo en una ocasión.
—No creo que le dijera nada bueno.
—Dijo que era usted muy listo.
—¿Y lo dijo a modo de elogio?
—No.
—Viktor y yo tuvimos nuestras diferencias…, eso no lo niego. Pero todo eso
pertenece al pasado. Siempre he respetado su opinión, sobre todo en lo que respecta
a las personas. Siempre fue muy buen cazatalentos. Por eso me apetecía conocerle.

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Tengo una idea que me gustaría tratar con usted.
—Le comentaré a Viktor que desea hablar con nosotros.
—No es una idea que concierna a Viktor Orlov. Es una idea que concierne a
Nicholas Avedon.
—Yo soy empleado de Inversiones Viktor Orlov, señor Lazarov. Nicholas vedon no
existe, al menos en todo lo que tiene que ver con el dinero.
—Esto no tiene nada que ver con el dinero de Viktor. Tiene que ver con su futuro.
Me gustaría disponer de unos minutos de su tiempo antes de que abandone
Copenhague.
—Me temo que mi calendario es de pesadilla.
—Tome mi tarjeta, Nicholas. Mi número privado está en el reverso. Le prometo
que no le haré perder el tiempo. No me decepcione. No me gusta que me
decepcionen.
Gabriel pulsó el icono de STOP y miró a Eli Lavon.
—Diría que ya lo tienes —dijo Lavon.
—Tal vez —replicó Gabriel—. O tal vez Gennadi nos tiene a nosotros.
—Una reunión con él no puede hacernos daño.
—Sí puede hacernos daño —rebatió Gabriel—. En realidad, puede hacernos
mucho daño.
Gabriel arrastró la barra del audio hacia atrás, hasta el principio de la
conversación, y pulsó PLAY.
«Ya sé quién es. De hecho, sé todo lo que hay que saber sobre usted».
Pulsó STOP.
—Es una figura retórica —dijo Lavon—. Nada más.
—¿Estás seguro de ello, Lavon? ¿Al ciento por ciento?
—Estoy seguro de que el sol saldrá mañana y de que se pondrá cuando llegue la
noche. Confío razonablemente en que Mijaíl sobrevivirá a una copa con Gennadi
Lazarov.
—A menos que Gennadi le sirva un ponche de polonio.
Gabriel hizo ademán de arrastrar el ratón del ordenador, pero Lavon le detuvo la
mano.
—Hemos venido a Copenhague a propiciar este encuentro —dijo—. Así que
ahora el encuentro tiene que producirse.
Gabriel cogió el teléfono y marcó el número de Mijaíl. El tono de llamada le llegó
también a través de los altavoces del ordenador, igual que la voz de este cuando
descolgó.
—Que sea mañana por la noche —le ordenó—. Controla tú el sitio en la medida
de tus posibilidades. Nada de sorpresas.
Gabriel colgó sin añadir nada, y esperó a que Mijaíl marcara el número de
Gennadi Lazarov, que respondió al momento.
—Me alegro mucho de que me haya llamado.

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—¿Qué puedo hacer por usted, señor Lazarov?
—Cenar conmigo mañana por la noche.
—Tengo algo con Viktor.
—Invente alguna excusa.
—¿Dónde?
—Ya encontraremos un sitio por el camino.
—Nada demasiado apartado, señor Lazarov. No puedo ausentarme mucho más de
una hora.
—¿Qué tal a las siete?
—A las siete me va bien.
—Le haré llegar un coche.
—Estoy en el Hotel d’Angleterre.
—Sí, lo sé —dijo Lazarov antes de poner fin a la llamada. Gabriel pasó el canal
de audio del ordenador de Mijaíl al transmisor instalado en la habitación del hotel de
Gennadi. Los tres rusos se reían a carcajadas. Gabriel pensó que seguramente se
estaban riendo de él.

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44

Copenhague, Dinamarca

E l segundo día del Foro fue una repetición cansada del primero. Mijaíl se
mantuvo fielmente al lado de Viktor Orlov en todo momento, sonriendo con el
aire exageradamente solícito del hombre que está a punto de cometer adulterio.
Durante el cóctel, una vez más se sumó al corrillo de brasileños, que parecieron
desolados cuando él rechazó su invitación a acompañarlos a un recorrido por las
discotecas más animadas de la ciudad. Poco después se despidió de ellos y arrancó a
Viktor de las garras del ministro del petróleo kazajo y lo condujo hasta la limusina
que habían alquilado. Esperó a encontrarse a pocas calles del Hotel d’Angleterre para
decirle que no tenía fuerzas para asistir a la cena. Lo hizo en voz suficientemente alta
para que cualquier transmisor ruso instalado allí pudiera captarlo.
—¿Cómo se llama la chica? —preguntó Orlov, que ya estaba al corriente de los
planes de Mijaíl para esa noche.
—No es eso, Viktor.
—¿Qué es entonces?
—Tengo un dolor de cabeza espantoso.
—Espero que no sea nada grave.
—No, seguro que solo será un tumor cerebral.
Una vez en su habitación, Mijaíl realizó varias llamadas telefónicas para cubrirse
las espaldas, y después le envió un correo electrónico subido de tono a su secretaria
para que los ciberespías del Centro Moscú supieran que, en el fondo, también era un
ser humano. Se duchó y empezó a escoger la ropa que se pondría esa noche, algo que
le resultó más difícil de lo que preveía. ¿Cómo se viste uno —pensó— cuando va a
traicionar a su falso jefe reuniéndose con ejecutivos de una empresa petrolera
propiedad de la inteligencia rusa? Finalmente optó por un traje liso, de color gris
soviético, y por una camisa blanca con gemelos franceses. Decidió no llevar corbata
por miedo a parecer mayor. Además, si su intención era matarlo, prefería no ponerse
una prenda que pudieran usar como arma homicida.
Siguiendo instrucciones de Gabriel, dejó todas las luces de la habitación
encendidas y colgó el cartel de no molesten en el tirador antes de dirigirse a los
ascensores. El vestíbulo era un mar de delegados. Cuando se dirigía a la salida vio a
Yossi, el recién nombrado periodista de la inexistente Energy Times, que entrevistaba
a uno de los iraníes sin corbata. En el exterior, la nieve, arrastrada por el viento, como
si de una tormenta de arena se tratase, azotaba la Plaza Nueva del Rey. Un Mercedes
negro clase S esperaba en la esquina. De pie junto a la puerta trasera, un ruso de

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metro noventa. Si su nombre no era Igor, debería haberlo sido.
—¿Dónde vamos? —preguntó Mijaíl mientras el coche se ponía en marcha.
—A cenar —gruñó Igor, el chófer.
—Bien —susurró Mijaíl—, me alegro de haber aclarado al menos eso.
El chófer no oyó el comentario de Mijaíl, pero Gabriel sí. Iba al volante de un
Audi, que había aparcado en una de las calles laterales que daban al hotel. Keller iba
a su lado, con un ordenador portátil apoyado en las rodillas. En la pantalla aparecía
un mapa de la ciudad de Copenhague en el que la posición de Mijaíl venía marcada
por una luz azul intermitente. En ese momento, la luz se desplazaba rápidamente,
alejándose de la Plaza Nueva del Rey, y se dirigía hacia una zona de la ciudad que no
era conocida por su oferta gastronómica. Gabriel arrancó sin prisa. Y entonces se fijó
en la luz y se puso a seguirla atentamente.
No tardó en quedar claro que Mijaíl y Gennadi Lazarov no iban a cenar en
Copenhague esa noche porque, minutos después de abandonar el hotel, el gran
Mercedes se dirigía ya hacia las afueras de la ciudad a una velocidad que indicaba
que Igor estaba acostumbrado a conducir sobre nieve. A Gabriel no le hacía falta
mantener el mismo ritmo desbocado. La luz del ordenador le informaba de todo lo
que necesitaba saber.
Después de dejar atrás los distritos meridionales, la luz se internó en la autopista
E20, en dirección sur, hacia la región de Dinamarca conocida como Zealand. Y
cuando la autopista se internaba en tierra firme hacia la ciudad de Ringsted, la luz la
abandonó y siguió parpadeando hacia la costa. Gabriel y Keller hicieron lo mismo y
pronto se encontraron en una carretera estrecha, de un carril por sentido: a su
izquierda, las aguas negras de la Bahía de Køge, y a su derecha, campos cubiertos de
nieve. Siguieron por ella varios kilómetros hasta que llegaron a un agrupamiento de
casas de veraneo distribuidas a lo largo de una playa azotada por el viento, y fue ahí
donde la luz parpadeante, por fin, dejó de moverse. Gabriel aparcó en el arcén y le
subió el volumen al auricular. Oyó que se abría una puerta, y pasos sobre unas losas
cubiertas de nieve, y el martilleo acelerado del corazón inquieto de Mijaíl.
Aquella casa era de las mejores de la playa. Contaba con un camino de acceso
semicircular, con un aparcamiento cubierto con tejadillo de tejas rojas y con un jardín
escalonado enmarcado por setos impecables y muritos de ladrillo. Doce peldaños
ascendían hasta un mirador con balaustrada blanca. A ambos lados de la puerta de
cristales emplomados, como centinelas, montaban guardia dos arbustos dispuestos en
macetas. Cuando Mijaíl se acercó, la puerta se abrió, y Gennadi Lazarov salió al
mirador a recibirlo. Llevaba un jersey de cuello alto y un cárdigan de estilo nórdico.
—¡Nicholas! —dijo en voz muy alta, como si se dirigiera a un pariente sordo—.
Entre antes de que muera congelado. Siento haberle arrastrado hasta aquí, pero nunca
me siento cómodo haciendo negocios en restaurantes y en hoteles.
Le tendió la mano y tiró de él para hacerlo entrar, como si arrastrara a alguien que
debe salir de un mar agitado. Entonces, tras cerrar la puerta demasiado deprisa, ayudó

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a Mijaíl a quitarse el abrigo y dedicó unos segundos a admirar el trofeo que acababa
de ganarse. A pesar de su poder, de su riqueza, Lazarov seguía pareciendo un
científico del estado. Con sus gafas de montura redonda y el ceño fruncido, tenía el
aire del hombre que está siempre a punto de resolver una ecuación matemática.
—¿Ha tenido algún problema para separarse de Viktor? —preguntó.
—No —respondió Mijaíl—. De hecho, creo que se ha alegrado de librarse de mí
unas horas.
—Parece que ustedes dos se llevan muy bien.
—Es cierto.
—Pero aun así ha venido —observó Lazarov.
—Me ha parecido que debía hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque cuando un hombre como Gennadi Lazarov pide reunirse contigo, suele
ser buena idea aceptar.
No había duda de que las palabras de Mijaíl complacían a Lazarov. Era evidente
que el ruso no era inmune a los elogios.
—¿Y no le ha dicho dónde iba? —quiso saber.
—No, claro que no.
—Muy bien. —Lazarov apoyó una mano delicada en el hombro de Mijaíl—.
Venga a tomar una copa y le presento a los demás.
Lazarov lo escoltó hasta una gran sala con ventanales que daban al mar. Allí había
dos hombres que esperaban en esa especie de silencio incómodo que suele seguir a
una discusión. Uno de ellos se servía una bebida frente al carrito, mientras el otro se
calentaba junto a la chimenea. El que se preparaba la copa estaba sin afeitar y se le
intuía una barba poblada, así como un cabello oscuro y escaso que se peinaba
fijándoselo mucho al cráneo. Al otro, Mijaíl casi no lo veía porque le daba la espalda.
—Este es Dmitri Bershov —dijo Lazarov señalando al hombre del carrito de las
bebidas—. Estoy seguro de que habrá oído su nombre. Dmitri es mi número dos.
—Sí, por supuesto —respondió él aceptando la mano extendida—. Es un placer
conocerle.
—Lo mismo digo —replicó Bershov.
—Y ese de ahí es Pavel Zhirov —dijo Lazarov señalando al hombre que seguía
instalado frente a la chimenea—. Él se encarga de la seguridad de la empresa y de las
demás cuestiones sucias de las que haya que ocuparse. ¿No es así, Pavel?
El hombre de la chimenea se volvió muy despacio hasta quedar totalmente
encarado hacia Mijaíl. Llevaba un jersey negro, de lana, y pantalones gris marengo.
El pelo era rubio, entrecano, cortado casi a cepillo, y en su rostro, anguloso,
sobresalía una boca de rictus cruel. Mijaíl se dio cuenta al momento de que no era la
primera vez que lo veía: aquella cara aparecía también en la fotografía de un
almuerzo que había tenido lugar en Córcega, pocas horas antes de la desaparición de
Madeline Hart. Ahora ese rostro se apartaba de la luz de la chimenea y se acercaba a

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él, y en aquella boca pequeña se dibujaba algo parecido a una sonrisa.
—¿Nos conocemos? —preguntó Zhirov mientras le daba la mano.
—No, no lo creo.
—Me resulta familiar.
—Eso me pasa mucho.
La sonrisa se esfumó, y Zhirov entrecerró los ojos.
—¿Ha traído teléfono? —le preguntó.
—Me ducho con él.
—¿Le importaría apagarlo?
—¿Es realmente necesario?
—Lo es —insistió él—. Y quítele también la batería. Hoy en día nunca se es lo
bastante prudente.
Treinta segundos después, la luz azul, intermitente, del ordenador portátil se
apagó. Gabriel se quitó el auricular y frunció el ceño.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Keller.
—Mijaíl se ha ido a la otra cara de la luna.
—¿Y eso qué significa?
Gabriel se lo explicó. Y a continuación se sacó el móvil del bolsillo y llamó a Eli
Lavon al piso franco. Hablaron durante unos segundos en hebreo, intercambiando
frases breves, operativas.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Keller cuando Gabriel colgó.
—Un par de agentes del SVR de la rezidentura de Copenhague están en este
momento registrando la habitación de Mijaíl en el Hotel d’Angleterre.
—¿Y eso es bueno?
—Eso es muy bueno.
—¿Estás seguro?
—No.
Gabriel se guardó el móvil en el bolsillo, miró por la ventanilla y vio las olas que,
empujadas por el viento, azotaban la playa helada. La espera, pensó. Siempre la
espera.

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45

Zealand, Dinamarca

E n la mesa, un abundante bufet con productos rusos. No se sabía bien de dónde


procedía toda aquella comida, pues no parecía haber nadie más en la casa,
además de los tres ejecutivos. Mijaíl se preguntaba cómo habrían conseguido aquella
casa con tan poca antelación. Y llegó a la conclusión de que, en realidad, se trataba de
un piso franco que Volgatek ya poseía. O tal vez perteneciera al SVR. O tal vez no
importara. Tal vez aquella distinción fuera irrelevante.
Por el momento, la comida era solo decorativa. Le habían puesto un vaso en la
mano —con vodka, por supuesto— y lo habían conducido hasta una silla de honor
desde la que había una buena vista del mar oscuro. Dmitri Bershov, el atleta de la
empresa, recorría la sala de punta a punta, con el paso lento y decidido del boxeador
que está a punto de entrar en el cuadrilátero. Pavel Zhirov, custodio de los secretos de
Volgatek, secuestrador de Madeline Hart, mantenía la vista clavada en el techo como
si calculara cuánta cuerda haría falta para ahorcar a Mijaíl. Finalmente, la mirada
dura de Zhirov se posó en Gennadi Lazarov, que se había apropiado del asiento más
cercano a la chimenea, contemplaba las llamas y pensaba en la manera de responder a
la pregunta que Mijaíl le había formulado hacía un instante: «¿Por qué estoy aquí?».
—Eso, ¿por qué está aquí? —dijo finalmente, devolviéndosela.
—Estoy aquí porque usted me ha pedido que viniera.
—¿Acepta usted siempre reunirse con los enemigos del hombre que le paga el
sueldo?
Lazarov se volvió despacio para oír mejor la respuesta de su invitado.
—¿Así que la cosa va de eso? —preguntó Mijaíl al cabo de un momento—.
¿Quiere reclutarme para que espíe a Viktor?
—Parece usted familiarizado con el lenguaje del espionaje, Nicholas.
—Leo libros.
—¿Qué clase de libros?
Mijaíl dejó el vaso sobre la mesa con parsimonia.
—Esto empieza a parecerse demasiado a un interrogatorio —dijo sin alterar la
voz—. Si no les importa, creo que voy a volver al hotel ahora mismo.
—Eso sería un error por su parte —dijo Lazarov.
—¿Por qué?
Sonriendo, Lazarov recogió el vodka intacto de Mijaíl y se lo llevó hasta el carrito
para refrescarlo. Mijaíl miró a Pavel Zhirov, que volvía a observarlo con aquellos
ojos sin vida. Mentalmente, lo había despojado de aquellas ropas oscuras y le ponía el

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atuendo colorido y veraniego que llevaba durante aquel almuerzo en el restaurante
Les Palmiers de Calvi. Cuando la copa volvió a aparecer, Mijaíl borró aquella imagen
de sus pensamientos como quien borra algo escrito con tiza en una pizarra, y se
concentró solo en Lazarov. Este tenía el ceño fruncido, como si le intrigara el
resultado de una ecuación irresoluble.
—¿Le importa que mantengamos el resto de la conversación en ruso? —dijo al
fin.
—Me temo que mi ruso solo es bueno para ir a restaurantes y montarme en taxis.
—Sé de muy buena tinta que su ruso es bastante bueno. Fluido, de hecho.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Un amigo de Gazprom —respondió Lazarov, sincero—. Habló con usted
brevemente en Praga cuando estuvo allí con Viktor.
—Las noticias vuelan.
—Me temo que en Moscú no hay secretos, Nicholas.
—Eso me cuentan.
—¿Estudió ruso en el colegio?
—No.
—Eso significa que debe de haberlo aprendido en casa.
—Será eso.
—¿Sus padres son rusos?
—Y mis abuelos también —respondió Mijaíl.
—¿Y cómo es que acabaron en Inglaterra?
—Pues por lo de siempre.
—¿A qué se refiere?
—Salieron de Rusia con la caída del zar y se instalaron en París. Y después se
trasladaron a Londres.
—¿Sus antepasados eran burgueses?
—No eran bolcheviques, si es eso lo que quiere preguntarme.
—Sí, supongo que es eso.
Mijaíl hizo como que sopesaba con gran cuidado las palabras que pronunció a
continuación.
—Mi bisabuelo era un empresario de éxito moderado que no quería vivir en un
régimen comunista.
—¿Cómo se llamaba?
—El apellido de la familia era Avdonin, pero con el tiempo se lo cambió por el de
Avedon.
—Así que su verdadero nombre es Nikita Avdonin —señaló Lazarov.
—Nicolai —le corrigió Mijaíl.
—¿Puedo llamarle Nicolai?
—Como quiera.
Las siguientes palabras que dijo Lazarov las pronunció en ruso.

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—¿Ha estado alguna vez en Moscú?
—No —respondió Mijaíl en la misma lengua.
—¿Por qué no?
—Nunca he tenido motivos.
—¿Y no siente curiosidad por saber de dónde viene?
—Mi casa está en Inglaterra —dijo Mijaíl—. Rusia es la tierra de la que huyó mi
familia.
—¿Estaba usted en contra de la Unión Soviética?
—Yo era demasiado joven para estar en contra.
—¿Y nuestro actual gobierno?
—¿Qué quiere preguntarme?
—¿Comparte la opinión de Viktor Orlov? ¿Cree usted también que nuestro
presidente es un cleptócrata autoritario?
—Tal vez le sorprenda, señor Lazarov, pero Viktor y yo no hablamos de política.
—Pues sí, me sorprende.
Mijaíl no añadió nada más y Lazarov no insistió. Dejó de mirarlo y se concentró
en Bershov y en Zhirov durante unos instantes. Después, volvió a fijarse en Mijaíl y
cambió de lengua.
—Supongo que habrá leído sobre el acuerdo que hemos alcanzado con el
gobierno británico que nos permitirá realizar operaciones de extracción en el Mar del
Norte.
—Dos campos recién descubiertos en las Islas Occidentales —dijo Mijaíl como si
lo estuviera leyendo en algún folleto—. Se estima que, a máximo rendimiento, la
producción será de cien mil barriles diarios.
—Me impresiona usted.
—Es mi negocio, señor Lazarov.
—De hecho, el negocio es mío. —Lazarov hizo una pausa, antes de añadir—:
Aunque me gustaría que lo llevara usted.
—¿El proyecto de las Islas Occidentales?
Lazarov asintió.
—Lo siento, señor Lazarov —respondió Mijaíl en tono respetuoso—. Pero yo no
soy director de proyectos.
—Ha realizado usted un trabajo similar en el Mar del Norte para KBS Oil
Services.
—Y precisamente por eso no quiero volver a hacerlo. Además, ya estoy
contratado por Viktor. —Mijaíl se puso en pie—. Me perdonará si no me quedo a
cenar, señor Lazarov, pero, de veras, debería volver.
—Todavía no ha oído el resto de mi oferta.
—Si se parece en algo a la primera parte —sostuvo Mijaíl sin inmutarse—, no me
interesa.
Lazarov pareció no oírlo.

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—Como sabrá, Nicolai, Volgatek está expandiendo sus operaciones en Europa y
en otros territorios. Si queremos tener éxito en este proyecto, necesitamos a personas
con talento, como usted. Gente que entienda a Occidente y a Rusia.
—¿Se supone que esto es una oferta?
Lazarov dio un paso al frente y, con aires de propietario, le plantó una mano en
cada hombro.
—Las Islas Occidentales son solo el principio —dijo, como si no hubiera nadie
más en la sala—. Quiero que me ayude a crear una empresa de verdadero alcance
global. Voy a hacerle rico, Nicolai Avdonin. Más rico de lo que nunca ha soñado.
—La verdad es que ya me va bastante bien.
—Conozco a Viktor y sé que le está pagando calderilla. —Lazarov sonrió y le
estrujó los hombros—. Véngase a Volgatek, Nicolai. Venga a casa.
El extremo meridional de la Bahía de Køge no es un lugar en el que dos hombres
puedan permanecer sentados en el interior de un vehículo sin llamar la atención, por
lo que Gabriel y Keller se trasladaron a una población cercana y cenaron en un
pequeño restaurante bien caldeado en el que servían una mezcla poco apetitosa de
comida italiana y china. Keller comió por los dos, pero Gabriel pidió solo un té
negro. Su auricular seguía emitiendo silencio, y en su mente se sucedían las imágenes
de Mijaíl conducido hacia su muerte en medio de un bosque de abedules. En dos
ocasiones, invadido por el temor y la desesperación, hizo ademán de levantarse, y las
dos veces Keller le pidió que se sentara y tuviera paciencia.
—Tú ya has hecho tu trabajo —le dijo con voz serena y una sonrisa falsa,
operativa, dibujada en su rostro bronceado—. Ahora deja que se desarrolle.
Finalmente, una hora y treinta y tres minutos después de que Mijaíl hubiera
entrado en aquella casa junto al mar, Gabriel oyó una serie de chasquidos electrónicos
agudos en el auricular, seguidos del soplo del viento, el mismo que azotaba los
cristales de las ventanas cubiertas de escarcha que tenía a un palmo de sus narices. Y
a continuación, para su gran alivio, le llegó la voz de Mijaíl, aterida de frío.
—Lo pensaré, Gennadi. En serio, lo haré.
—No lo piense mucho, Nicolai, porque la oferta tiene fecha de caducidad.
—¿De cuánto tiempo dispongo?
—Me gustaría contar con una respuesta esta misma semana. Si no, tendré que
buscar en otros sitios.
—¿Y si digo que sí?
—Lo llevaremos a Moscú unos días para que conozca al resto del equipo. Si a los
dos nos gusta lo que vemos, daremos el siguiente paso. Si no, se queda con Viktor y
haremos ver que esto nunca ha ocurrido.
—¿Y por qué a Moscú?
—¿Le da miedo venir a Moscú?
—No, claro que no.
—Es que no debe tenerlo. Pavel cuidará muy bien de usted.

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Aquellas fueron las últimas palabras que pronunciaron los dos. Después se oyó
cerrarse una puerta y un motor de coche que arrancaba. Al momento, la luz azul
volvió a parpadear en la pantalla del ordenador portátil. Cuando se aproximaba a las
coordenadas del café, Gabriel volvió la cabeza y vio que el gran Mercedes negro
pasaba a toda velocidad, arremolinando la nieve a su paso. Mijaíl había sobrevivido
al impacto con la atmósfera. Lo único que había que hacer ahora era sacarlo del mar y
llevarlo a casa.
El viaje de vuelta a Copenhague duró cuarenta y cinco minutos y resultó anodino,
casi aburrido. Gabriel permitió que Keller se pusiera al volante, para poder de ese
modo dedicar él toda su capacidad de concentración, que no era poca, al audio que
llegaba en directo a sus oídos. No se oía más que el rumor sedoso del motor del
Mercedes y un golpeteo acompasado. Al principio Gabriel supuso que habría alguna
pieza suelta bajo el coche, pero poco después se dio cuenta de que era Mijaíl, que
tamborileaba los dedos en el reposabrazos, algo que siempre hacía cuando estaba
nervioso.
Sin embargo, cuando se bajó del coche frente al Hotel d’Angleterre, Mijaíl era la
viva imagen del hombre despreocupado. Entró en el vestíbulo, se encontró al grupo
de brasileños bebiendo en el bar y decidió unirse a ellos para tomarse una más que
merecida copa. Después subió a su habitación, en la que no había ni rastro del
registro altamente profesional que allí había tenido lugar en su ausencia. Incluso su
ordenador portátil, víctima de un saqueo digital, se encontraba en el lugar exacto en
que lo había dejado. Lo usó para enviar una alerta de prioridad al equipo, y cuando
Gabriel y Keller regresaron al piso franco de la calle con nombre impronunciable, Eli
Lavon los recibió con una copia impresa en la mano.
—Lo has conseguido, Gabriel —dijo Lavon—. Ya lo tienes.
—¿A quién? —preguntó Gabriel.
—A Paul —respondió Lavon, sonriendo—. Pavel Zhirov, de Petróleo y Gas
Volgatek… ¡Es Paul!
La discusión que tuvo lugar a continuación fue de las peores de toda la historia
del equipo, pero se desarrolló en voz tan baja que Keller apenas se dio cuenta de que
se estaba produciendo. Por una vez, se dividieron en dos grupos bastante igualados,
de los que Yaakov asumió el control de la facción rebelde. Su posición era simple y la
defendía con gran vehemencia: habían iniciado la operación por un motivo, que no
era otro que buscar pruebas de que los rusos habían perpetrado el secuestro de
Madeline Hart como parte de una conspiración para hacerse con el control de parte
del petróleo británico. Ahora, la prueba viviente se encontraba sentada en una
habitación del Hotel Imperial, encarnada en Pavel Zhirov, jefe de seguridad de
Volgatek y uno de los mayores matones del Centro Moscú. No tenían más remedio
que actuar contra él de inmediato, defendía Yaakov. Si no, Zhirov se les escaparía
para siempre.
Por desgracia para Yaakov, el responsable de la facción opositora no era otro que

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su futuro jefe, Gabriel Allon, que sin alterarse explicaba los motivos por los que
Pavel Zhirov saldría de Copenhague a la mañana siguiente, según lo previsto. No
tenían tiempo para planificar y ensayar la operación convenientemente, dijo. Ni se les
presentaría ninguna oportunidad de pillar limpiamente a Zhirov, tal como establecían
los criterios de la Oficina. Las operaciones de choque entrañaban siempre un riesgo,
insistió Gabriel. Y una operación de choque sin planificar era caldo abonado para el
desastre, algo que la Oficina no podía permitirse en ese momento. A Pavel Zhirov se
le permitiría dejar su puesto y, si era necesario, la Oficina le llevaría las maletas.
Y así fue. A las diez de la mañana, Pavel Zhirov, alias Paul, abandonó el Hotel
Imperial acompañado de Gennadi Lazarov y Dmitri Bershov. Juntos se dirigieron al
aeropuerto de Copenhague en una limusina con chófer y se montaron en un avión
privado con destino a Moscú. Yossi tomó una última fotografía para aquella revista
inexistente y voló hacia Londres. Aquella tarde, él y los demás miembros del equipo
ya volvían a reunirse en el piso franco de Grayswood, en torno a Gabriel, que les
informó de que Nicolai Avdonin se trasladaría a la ciudad de los herejes para
someterse a una entrevista de trabajo. Y que el equipo iba a acompañarlo.

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46

Grayswood, Surrey

L a convocatoria llegó al día siguiente, por la tarde, vía conexión segura. Gabriel
se planteó ignorarla, pero el mensaje dejaba claro que la no comparecencia
comportaba la cancelación inmediata del permiso para la operación. Así pues, a las
seis de la tarde, a regañadientes, se dirigió en coche al centro de Londres y entró en la
embajada israelí por la puerta de atrás. El jefe de la legación, un curtido diplomático
de carrera llamado Natan, lo esperaba, tenso, en el vestíbulo. Condujo a Gabriel a la
planta inferior, hasta el sanctasanctórum, y desapareció enseguida, como si temiera
resultar herido por el lanzamiento de algún proyectil. La sala estaba vacía, pero sobre
la mesa había dispuesta una bandeja con sándwiches y galletas de mantequilla
vienesas, además de una botella de agua mineral, que Gabriel guardó en un armario.
Era la costumbre: los protocolos de la Oficina señalaban que los escenarios de
posibles encuentros hostiles debían estar exentos de objetos que pudieran usarse
como armas arrojadizas.
Nadie entró en la habitación en los veinte minutos siguientes. Entonces,
finalmente apareció un hombre con aspecto corpulento, de luchador. Llevaba un traje
negro que le quedaba pequeño, y una camisa de solapas altas y corte moderno que
potenciaba la sensación de que le faltaba cuello. Había sido pelirrojo, pero ahora tenía
canas, y se cortaba mucho el pelo para que no se apreciara que lo perdía a un ritmo
alarmante. Observó un instante a Gabriel por encima de la montura de sus gafas
estrechas, como si sopesara si debía matarlo en ese mismo instante o al amanecer. Y a
continuación se acercó a la mesa y meneó la cabeza.
—¿Crees que mis enemigos lo saben?
—¿Qué, Uzi?
—Que soy incapaz de resistirme a la comida. Sobre todo a esta —respondió
Navot mientras escogía una galleta—. Supongo que es genético. Lo que más le
gustaba a mi abuelo era una de estas con un buen café vienés.
—Mejor tener un problema con el dulce que con el juego o las mujeres.
—Para ti es fácil decirlo —replicó Navot resentido—. Tú eres como Shamron. No
tenéis debilidades. Sois incorruptibles. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Sois
perfectos.
Gabriel entendió al momento a dónde quería llegar. Permaneció en silencio
mientras Navot contemplaba la galleta que tenía en la mano como si esta fuera el
origen de todos sus problemas.
—Aunque supongo que una debilidad sí tienes —prosiguió Navot al fin—.

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Siempre has dejado que los sentimientos personales afectaran a tu toma de
decisiones. Tendrás que librarte de ese defecto cuando seas jefe.
—Esto no es nada personal, Uzi.
Navot le dedicó una sonrisa forzada.
—No me negarás que Shamron te ha pedido que seas el próximo jefe.
—No —respondió Gabriel—. No voy a negártelo.
Navot todavía sonreía, aunque mucho menos.
—Tienes otra debilidad, Gabriel. Eres sincero. Demasiado sincero para ser espía.
Navot se sentó al fin y apoyó los pesados antebrazos en la mesa, que pareció
hundirse bajo su peso. Al verlo, Gabriel recordó una tarde desagradable, hacía
muchos años, en que lo emparejaron con él durante una sesión de adiestramiento en
asesinato silencioso. Gabriel perdió la cuenta de cuántas veces murió ese día.
—¿Cuánto tiempo me queda? —le preguntó Navot.
—Vamos, Uzi, no entremos en esto.
—¿Por qué no?
—Porque no nos va a hacer bien a ninguno de los dos.
—Debes de sentirte culpable.
—No, en absoluto.
—¿Desde cuándo planeas quitarme el trabajo?
—Me conoces demasiado bien para decir eso, Uzi.
—Eso creía yo.
Navot apartó la bandeja y miró a su alrededor.
—¿Tanto les habría costado dejarme una botella de agua?
—La he guardado en el armario.
—¿Por qué?
—Porque no quería que me golpearas con ella.
Navot apoyó una mano en el hombro de Gabriel, se lo apretó y este, al momento,
notó que se le dormía la mano.
—Ve a buscármela —dijo Navot—. Es lo menos que puedes hacer.
Gabriel se levantó y fue a por la botella. Cuando volvió a sentarse, el enfado de
Navot parecía haber remitido algo. Quitó el tapón de aluminio usando solo los dedos
pulgar y corazón, y se sirvió un poco de agua con gas en un vaso de plástico
transparente, sin ofrecérsela antes a Gabriel.
—¿Qué he hecho yo para merecer esto? —preguntó, increpándose más a sí
mismo que a su interlocutor—. He sido un buen jefe, un jefe buenísimo, maldita sea.
He llevado los asuntos de la Oficina con dignidad, y he conseguido mantener a mi
país al margen de las grandes complicaciones extranjeras. ¿He conseguido poner fin
al programa nuclear iraní? No, no lo he conseguido. Pero tampoco he hecho que nos
metamos en una guerra catastrófica. Esa es la misión principal de un jefe, asegurarse
de que el primer ministro no se vaya de la lengua y arrastre al país a un conflicto
innecesario. Eso ya lo aprenderás cuando te instales en mi butaca.

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Al ver que Gabriel no decía nada, Navot dio unos sorbos más al agua, muy
despacio, como si aquella fuera la última que quedara en toda la tierra. En una cosa
tenía razón: había sido un buen jefe. Por desgracia, los éxitos que se habían
producido durante su mandato habían sido todos, sin excepción, obra de Gabriel.
—Y hay otra cosa que también aprenderás enseguida —prosiguió Navot—. Es
muy difícil dirigir un servicio de inteligencia si tienes a un hombre como Shamron
mirándote por encima del hombro.
—El servicio es suyo. Lo creó de la nada y lo convirtió en lo que es hoy.
—El viejo es solo eso…, un viejo. El mundo ha cambiado en el siglo que lleva
Shamron siendo jefe.
—Eso no lo piensas de verdad, Uzi.
—Perdóname, Gabriel, pero en este momento no me siento muy magnánimo con
Shamron. Ni tampoco contigo, dicho sea de paso.
Navot se quedó un buen rato en silencio. Natan, el jefe de la legación, asomó la
cabeza entre las puertas de vidrio blindado, vio que los dos hombres se miraban
fijamente cada uno desde su extremo de la mesa y regresó a su búnker.
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Navot.
—Uzi…
—¿Van a permitirme terminar mi mandato?
—Por supuesto.
—No lo digas como si fuera la cosa más evidente del mundo, Gabriel, porque,
desde la posición en la que me encuentro yo, en este momento no hay nada evidente.
—Has sido un buen jefe, Uzi. El mejor desde Shamron.
—¿Y cuál es la recompensa que recibo por ello? Me pasarán a la reserva antes de
tiempo. Porque todo el mundo sabe que no se puede tener a la vez a un jefe y a un
exjefe en el bulevar Rey Saúl.
—¿Y por qué no?
—Porque no hay precedentes.
—Tampoco hay precedentes de esto.
—Lo siento, Gabriel, pero no quisiera acabar mi carrera recibiendo la
conmiseración de los demás.
—No te hagas daño a ti mismo por hacérselo a los demás.
—Hablas como mi madre.
—¿Cómo está?
—Tiene días buenos y días malos.
—¿Puedo hacer algo por ella?
—Ir a verla cuando estés en la ciudad. Siempre te ha adorado, Gabriel. Todo el
mundo te adora.
Navot se comió otra galleta de mantequilla. Y otra más.
—Según mis cálculos —dijo, frotándose los gruesos dedos para eliminar las
migas—, me quedan catorce meses en el cargo, lo que implica que soy yo quien

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decide si hay que enviar a varios de nuestros mejores agentes a la ciudad más
peligrosa del mundo.
—Tú delegaste en mí la autoridad para llevar a cabo la operación.
—En aquel momento tenía una pistola en la sien.
—Sigue en el mismo sitio.
—Soy consciente de ello, razón por la cual ni se me ocurriría impedirte nada.
Pero por eso mismo te pido que respires hondo y entres en razón.
Como Gabriel no decía nada, Navot se echó hacia delante y, apoyándose en la
mesa, lo miró fijamente a los ojos. De su rostro ya había desaparecido todo atisbo de
ira.
—¿Recuerdas cómo fue la última vez que estuvimos en Moscú, o has conseguido
reprimir tu memoria?
—Lo recuerdo todo, Uzi.
—Yo también —dijo Navot con frialdad—. Fue el peor día de mi vida.
—El mío también.
Navot entrecerró los ojos, como si su perplejidad fuera sincera.
—Entonces, ¿por qué diablos quieres regresar?
Gabriel no dijo nada, y Navot se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz,
donde unas marcas atestiguaban el peso de la montura. Aquel modelo de lentes, como
todo lo demás que llevaba puesto, lo había escogido para él su exigente esposa, Bella.
Había trabajado brevemente para la Oficina como analista en el despacho de Siria, y
le encantaba el estatus que se derivaba del hecho de ser la mujer del jefe. Gabriel
siempre había sospechado que su influencia no se limitaba a la ropa de su marido.
—Ya está —dijo Navot finalmente—. Le has vencido. Has ganado.
—¿Vencer a quién?
—A Ivan.
—Esto no tiene nada que ver con Ivan.
—Claro que sí. Y si no eres capaz de verlo, tal vez, en el fondo, no seas la
persona más indicada para dirigir esta operación.
—Retírame la licencia, entonces.
—Me encantaría. Pero, si lo hago, iniciaré una guerra que no puedo ganar. —
Navot se puso las gafas y sonrió fugazmente—. Eso también lo aprenderás cuando
seas jefe, Gabriel. Hay que escoger con mucho cuidado las batallas.
—Yo ya lo he hecho.
—Como yo todavía voy a seguir siendo el jefe durante catorce meses más, ¿por
qué no me haces el honor de compartir conmigo las pinceladas generales de tu plan?
—Pretendo llevarme a Pavel Zhirov aparte para charlar con él. Él me contará por
qué secuestró y asesinó a una pobre mujer inocente solo por cumplir con el ultimátum
de Volgatele. También me dirá que Volgatele no es más que una tapadera del KGB. Y
entonces los dejaré a todos fritos, Uzi. Voy a demostrarle al mundo civilizado, de una
vez por todas, que la panda que ocupa hoy el Kremlin no es mejor que la que la

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precedió.
—Voy a contarte un secretito, Gabriel. Eso el mundo civilizado ya lo sabe y no le
importa lo más mínimo. De hecho, está tan arruinado y tiene tanto miedo al futuro
que está dispuesto a permitir que los mulás hagan realidad su sueño nuclear.
Gabriel no dijo nada. Navot resopló, rindiéndose.
—¿Una confesión? ¿Es eso lo que dices?
—Grabada con cámara. Como la que obligaron a realizar a Madeline antes de
matarla.
—¿Y si se niega a hablar?
—Todo el mundo habla, Uzi.
—¿Y qué piensas hacer con Keller?
—Él se viene conmigo.
—Es un asesino a sueldo que una vez intentó matarte.
—Hemos dejado atrás las rencillas del pasado. Además —añadió—, voy a
necesitar algo más de músculo.
—¿Y qué más necesitarás?
—Pasaportes, visados, viaje, alojamiento… Lo de siempre, Uzi. Y también
necesito que la oficina de Moscú ponga a Pavel bajo inmediata vigilancia
permanente.
—¿Eso es todo?
—No —dijo Gabriel—. También te necesito a ti.
Navot permaneció en silencio.
—Yo no lo he pedido, Uzi.
—Ya lo sé —replicó Navot—. Pero eso no me lo hace más fácil.
Era casi medianoche cuando Gabriel regresó al piso franco de Grayswood. Al
entrar en el dormitorio que compartía con Chiara, la encontró sentada en la cama, con
una infusión caliente en la mesilla de noche y un montón de revistas ilustradas en el
regazo. Llevaba el pelo recogido en un moño improvisado del que se le escapaban
varios mechones, y sus gafas nuevas, muy modernas, que desde hacía un tiempo
necesitaba para leer. A Chiara le preocupaba mucho tener que usarlas, pero Gabriel se
alegraba secretamente de su pérdida de visión. Le daba esperanzas de que algún día
pareciera menos su hija y más su mujer.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó ella sin levantar la vista.
—Con descanso y la rehabilitación adecuada, existe la posibilidad de que
recupere parcialmente la movilidad en la mano izquierda.
—¿Tan mal?
—Está enfadado. Y no me extraña.
Gabriel se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo de una silla. Chiara puso mala
cara, se lamió la punta del dedo y pasó la página de la revista.
—Lo superará —comentó.
—Esas cosas no se superan nunca del todo, Chiara. Y nunca habría ocurrido si

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Shamron y tú no hubierais conspirado a mis espaldas.
—No fue así, cariño.
—¿Y cómo fue, exactamente?
—Shamron vino a verme cuando tú estabas en Francia buscando a Madeline. Me
dijo que quería intentar convencerte por última vez para que fueras jefe, y que quería
mi bendición.
—Qué considerado por su parte.
—No te enfades, Gabriel. Es lo que quiere. —Chiara hizo una pausa, antes de
añadir—: Y es lo que quiero yo también.
—¿Tú? —preguntó Gabriel, sorprendido—. ¿Eres consciente de cómo serán las
cosas una vez que haya tomado posesión?
—Estamos compartiendo habitación en un piso franco, vivimos con otras ocho
personas, entre ellas un hombre que en otro tiempo intentó matarte. Creo que podré
soportar que te conviertas en jefe.
Gabriel se acercó a la cama y echó un vistazo al montón de revistas que Chiara
tenía a su lado. Una trataba sobre mujeres embarazadas. La levantó para que ella la
viera y dijo:
—¿Es que quieres decirme algo?
Ella le arrebató la revista pero no respondió nada. Gabriel la observó un instante
con la cabeza ladeada y una mano en la barbilla.
—No me mires así —dijo ella.
—¿Así cómo?
—Como si fuera una pintura.
—No puedo evitarlo.
Chiara sonrió.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó.
—Estoy pensando en que me gustaría que estuviéramos solos, y no en un piso
franco con otras ocho personas.
—Entre ellas un hombre que intentó matarte —recalcó ella—. Sí, pero ¿en qué
estás pensando realmente?
—Me pregunto por qué no me has pedido que no vaya a Moscú.
—Yo también.
—¿Por qué no lo has hecho?
—Porque la encerraron en el maletero de un coche y la quemaron viva.
—¿Por nada más?
—No —reiteró ella—. Y si te preguntas si quiero ir a Moscú con el resto del
equipo, la respuesta es no. No creo que pudiera soportar verme de nuevo ahí. Y
podría cometer algún error.
Sin decir nada, Gabriel se subió a la cama y apoyó la cabeza en el vientre de
Chiara.
—¿Es que no te vas a quitar la ropa? —le preguntó ella.

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—Estoy demasiado cansado para quitarme la ropa.
—¿Te importa que lea un poco más?
—Puedes hacer lo que quieras.
Gabriel cerró los ojos.
El sonido de las páginas que iba pasando Chiara lo mecía en el sueño.
—¿Todavía estás despierto? —le preguntó ella de pronto.
—No —murmuró él.
—Dime, ¿ella sabía que todo esto iba a terminar en Moscú, Gabriel?
—¿Quién?
—La anciana de Córcega. ¿Lo sabía?
—Sí —respondió él—. Supongo que sí.
—¿Y te advirtió de que no fueras?
—No —dijo Gabriel, con el cuchillo de la culpa clavado en el pecho—. Ella me
dijo que allí estaría a salvo.
—¿Y te dijo algo más?
—Un niño —respondió Gabriel—. Vio un niño.
—¿El niño de quién? —preguntó Chiara, pero Gabriel ya no la oyó. Estaba
corriendo hacia una mujer a través de un campo interminable cubierto de nieve. La
mujer estaba en llamas. La nieve estaba manchada de sangre.

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47

Grayswood, Surrey

U zi Navot, director del servicio secreto de inteligencia, llegó al piso franco de


Grayswood a las siete y veinte minutos de la mañana siguiente, mientras un
amanecer gris asomaba por entre los árboles desnudos del bosquecillo de Knobby. Se
encontró primero con Christopher Keller, que en ese momento perseguía la pelota de
ping-pong que Yaakov acababa de lanzarle endiabladamente. Iban ocho a cinco a
favor de Yaakov, pero Keller había empezado a remontar.
—¿Quién es usted? —le preguntó Keller al personaje serio y con gafas que se
había plantado en el recibidor.
—No es de su incumbencia —respondió Navot.
—Qué nombre tan curioso. Es hebreo, ¿verdad?
Navot frunció el ceño.
—Usted debe de ser Keller.
—Debo de serlo.
—¿Dónde está Gabriel?
—Chiara y él han ido a Guildford.
—¿Por qué?
—Porque ya nos hemos terminado todos los peces del estanque.
—¿Quién ha quedado al mando?
—Los internos.
Navot sonrió.
—Ya no.
Con la nada ortodoxa llegada de Navot, el equipo se puso en pie de guerra. Se
trataba de una guerra no declarada, como lo eran todas las suyas, y esa, además, se
libraría en tierra hostil, contra un enemigo superior en tamaño y capacidad. La
Oficina estaba considerada uno de los servicios de inteligencia más capaces del
mundo, y sin embargo no podía compararse con la hermandad de la espada y el
escudo. Los servicios de inteligencia de la Federación Rusa eran herederos de una
tradición orgullosa y letal. Durante más de setenta años, el KGB había protegido sin
piedad el comunismo soviético de enemigos reales e imaginarios, y había actuado
como la avanzadilla del partido en el extranjero, reclutando y colocando a miles de
espías por todo el mundo. Su poder había sido casi ilimitado, lo que le había
permitido operar casi como un estado dentro de otro estado. Ahora, con el
hundimiento de la Unión Soviética, se había convertido en el estado por antonomasia.
Y Volgatek era su compañía petrolera.

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Era esa conexión —la conexión entre Volgatek y el SVR— la que Gabriel
destacaba una y otra vez a partir del momento en que el equipo empezó a trabajar. La
compañía petrolera y el servicio de inteligencia ruso eran la misma cosa, decía, lo que
significaba que Mijaíl estaría en manos enemigas a partir del instante mismo en que
su avión levantara el vuelo en Londres. Su identidad falsa había sido lo bastante
elaborada como para engañar a Gennadi Lazarov, pero no resistiría mucho en las
salas de interrogatorios de Lubianka. Y Mijaíl tampoco, por cierto. Lubianka era el
lugar al que agentes y operaciones iban a morir, les advertía Gabriel. Lubianka era el
final del camino.
Aun así, los pensamientos de Gabriel no se apartaban mucho de Pavel Zhirov, el
jefe de seguridad de Volgatek y cerebro de la operación con la que la empresa
pretendía acceder al petróleo británico del Mar del Norte. Cuando todavía no habían
transcurrido veinticuatro horas de la llegada de Navot al piso franco, la delegación de
la Oficina ya había averiguado que Zhirov residía en un edificio de apartamentos
fortificado de Boroviovi Gori, una zona exclusiva y elevada a orillas del río Moscova
cuyo nombre en ruso significaba «Colina de los gorriones». Su agenda diaria
ilustraba bien la naturaleza doble de su trabajo: mañanas en la flamante sede de
Volgatek, situada en la calle Tverskaia, y tardes en el Centro Moscú, el complejo del
SVR situado en el arbolado distrito de Yasenevo. El equipo de vigilancia de Moscú
logró tomar varias fotografías de Zhirov subiéndose a su limusina Mercedes con
chófer, o bajando de ella, aunque en ninguna se le veía el rostro con claridad. Gabriel
no podía por menos que admirar la profesionalidad del ruso. De hecho, ya había
demostrado ser un rival de talla con el secuestro de Madeline bajo bandera falsa.
Según él, sacarlo de las calles de Moscú iba a requerir al menos tanta pericia por su
parte como la que él había desplegado.
—Con dos importantes diferencias —puntualizó Eli Lavon—. Moscú no es
Córcega. Y Pavel Zhirov no se desplazará en moto por una carretera solitaria vestido
con ropa de verano.
—Entonces, supongo que tendremos que buscar la manera de meter a Mijaíl en el
coche de Zhirov —dijo Gabriel—. Con un arma cargada en su bolsillo trasero, claro.
—¿Y cómo pretendes conseguir algo así?
—Así.
Gabriel se sentó a uno de los ordenadores y, tras pulsar algunas teclas, recuperó la
grabación de las últimas palabras que Gennadi Lazarov dedicó a Mijaíl en
Dinamarca:
«Lo llevaremos a Moscú unos días para que conozca al resto del equipo. Si a los
dos nos gusta lo que vemos, daremos el siguiente paso. Si no, se queda con Viktor y
haremos ver que esto nunca ha ocurrido».
«¿Y por qué a Moscú?».
«¿Le da miedo venir a Moscú?».
«No, claro que no».

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«Es que no debe tenerlo. Pavel cuidará muy bien de usted».
Gabriel pulsó el icono de STOP y miró a Lavon.
—Puedo equivocarme —dijo— pero sospecho que la vuelta a la patria de
Nicholas Avedon no va a estar exenta de problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—La clase de problemas que solo Pavel puede resolver.
—¿Y cuando Mijaíl esté en el coche?
—Va a ofrecerle a Pavel una elección muy simple.
—¿La elección entre venir con nosotros discretamente o que le vuelen la tapa de
los sesos en el interior de su precioso Mercedes?
—Algo así.
—¿Y qué hay de la regla de oro de Shamron?
—¿Cuál?
—La que advierte contra la exhibición de armas en público.
—Existe una excepción poco conocida cuando se trata de encañonarle las
costillas a un tipo como Pavel.
Lavon compuso un gesto pensativo.
—También tendremos que llevarnos al chófer —dijo finalmente—. Si no, todos
los agentes del FSB y todos los militares de Rusia se pondrán a buscarnos.
—Sí, Eli, soy consciente de ello.
—¿Y dónde pretendes llevar a cabo el interrogatorio?
—Aquí —dijo Gabriel dando unos golpecitos al teclado.
—Preciosa —dijo Lavon, fijándose en la pantalla—. ¿A quién pertenece?
—Es de un empresario que no soportaba seguir viviendo en Rusia.
—¿Y dónde vive ahora?
—Muy cerca de Shamron.
Gabriel pulsó una vez el ratón y la imagen de la pantalla se esfumó.
—Ya solo queda una cosa pendiente —comentó Lavon.
—Cómo sacar después a Mijaíl de Rusia.
Lavon asintió.
—Tendrá que salir no como Nicholas Avedon, sino con otra identidad.
—Preferiblemente con el menor número posible de cargas rusas de las que
librarse.
—¿Y cómo lo hacemos?
—Igual que cuando Shamron sacó a Eichmann de Argentina.
—¿EL AL?
Gabriel asintió.
—Qué malo eres —dijo Lavon.
—Sí —coincidió Gabriel, sonriendo—. Y eso que solo estoy empezando.
Navot aprobó el plan de Gabriel de inmediato, lo que daba al equipo cinco días de
margen hasta que venciera el plazo dado por Gennadi Lazarov a Mijaíl para que este

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decidiera si se trasladaba o no a Moscú. Cinco días para dedicarse a mil y un detalles,
más o menos importantes, o, como decía Lavon, cinco días para determinar si la
visita de Mijaíl a Rusia resultaría mejor que la anterior. Pasaportes, visados,
identidades, preparativos para el viaje, alojamiento: todo debía organizarse de
inmediato. Y también estaban los escondites, los planes B para los planes B. Su
misión se veía dificultada más aún por el hecho de que Gabriel no podía aclararles
cuándo ni dónde tendría lugar la retención de Zhirov. Ello implicaba que deberían
improvisar en una ciudad que, a lo largo de su larga y sangrienta historia, nunca había
sido muy hospitalaria con los librepensadores.
Gabriel hizo trabajar duro a su equipo durante aquellos largos días, con sus
noches, y cuando se ausentaba, Navot los hacía trabajar más aún. Entre los dos
hombres, aparentemente, no existía tensión, ni indicios de que uno iba en ascenso y el
otro se encaminaba hacia la puerta de salida. En realidad, varios miembros del equipo
se preguntaban si no estarían asistiendo al nacimiento de una sociedad que
sobreviviría más allá del momento en que Gabriel ocupara el lugar que le
correspondía y se convirtiera en jefe de la Oficina. Yaakov, el más fatalista de todos,
descartaba la idea: «Sería como si la nueva esposa permitiera a la primera quedarse
con su antiguo dormitorio. Eso no pasará jamás». Pero Eli Lavon no estaba tan
seguro. Si había alguien con la seguridad en sí mismo necesaria para permitir que su
predecesor mantuviera algún poder, ese era Gabriel Allon. No en vano —
argumentaba—, si había sido capaz de hacer las paces con Christopher Keller, por
qué no iba a llegar a algún arreglo con Navot.
Las conversaciones sobre los planes futuros de Gabriel se interrumpían cada vez
que Chiara entraba en la habitación. Al principio, ella intentó trabajar junto con los
demás, pero las constantes alusiones a Rusia no tardaron en ensombrecer su ánimo. Si
ella estaba viva era solo porque los miembros del equipo, en una ocasión, habían
arriesgado sus vidas para salvarla. Ahora, mientras actuaban a contrarreloj, ella
ejercía de encargada de la intendencia. A pesar de la tensión que se respiraba en la
casa, se esforzaba por conseguir que el ambiente no dejara de ser familiar. Cada
noche les preparaba una buena cena y, a instancias de Chiara, hablaban de cualquier
cosa menos de la operación: de libros que hubieran leído, de películas que hubieran
visto, del futuro de su atormentado país. Entonces, después de una o dos horas,
Gabriel y Navot, inquietos, se levantaban de sus asientos y todos volvían al trabajo. A
Chiara no le molestaba lo más mínimo ocuparse de los platos todas las noches. Sola,
frente al fregadero, canturreaba en voz baja para ahuyentar el sonido de las
conversaciones que le llegaban desde la habitación contigua. Más tarde le confesaría
a Gabriel que le bastaba oír una palabra pronunciada en ruso para sentir un vacío y un
dolor profundo en el abdomen.
El hombre que era el centro de la operación permanecía felizmente ajeno a los
esfuerzos del equipo, o eso le parecía a todo el que se tropezaba con Nicholas Avedon
tras el regreso de este a Londres. Su comportamiento era el del hombre que ya no se

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molesta en ocultar que asiste a lugares con los que muchos otros solo sueñan. Orlov
mimaba a su protegido como si fuera el hijo que nunca había tenido, y con el paso de
los días parecía depender cada vez más de él. El pronombre «nosotros» entró por
primera vez en su vocabulario cuando hablaba de sus negocios, un cambio de tono
que no pasó desapercibido en la City. Informó a su personal de que pasaría gran parte
del mes de enero en un punto sin determinar del Caribe. «Necesito desconectar por un
buen tiempo —dijo—. Y ahora que tengo a Nicholas, por fin podré hacerlo».
Con Orlov aparentemente en retirada, en los círculos financieros se corrió la voz
de que Nicholas Avedon era el hombre con el que había que hablar en VOI. La
mayoría de los solicitantes debían esperar una semana o más si querían entrevistarse
con él. Pero cuando recibió la llamada de un tal Jonathan Albright, de una empresa
llamada algo así como Markham Capital Advisers, aceptó recibirlo sin demora. La
reunión tuvo lugar en su despacho, el que daba a Hanover Square, aunque el tema no
tuvo nada que ver ni con negocios ni con inversiones. Al término de esta, Avedon
marcó un número de Moscú. La llamada duró tres minutos y su resultado fue
satisfactorio. A continuación acompañó al señor Albright hasta los ascensores con el
aplomo de quien sabe que no podría obrar mal. «Se lo haré saber a Viktor —dijo en
voz alta, para que todos los que estaban cerca pudieran oírlo—. Aunque yo diría que
todo está a punto para el despegue».
Aquella noche apareció un vehículo en el exterior del apartamento de Mijaíl, en
Maida Vale. Con posterioridad Graham Seymour identificaría al hombre que se bajó
de él como un mensajero de la nutrida rezidentura que el SVR mantenía en Londres.
El hombre recibió el pasaporte falso de Mijaíl y lo llevó a la embajada rusa, situada
en Kensington Gardens. Una hora después, a su regreso, el pasaporte incorporaba ya
un visado de Rusia expedido con gran celeridad, acompañado de la tarjeta de
embarque de un vuelo de British Airways a Moscú con salida prevista del aeropuerto
de Heathrow a las diez de la mañana del día siguiente.
Mijaíl guardó el billete y el pasaporte en el maletín. Después llamó a Orlov a su
casa de Cheyne Walk y le dijo que necesitaba tomarse unos días libres.
—Lo siento, Viktor —le dijo—, pero estoy muy estresado. Y, por favor, nada de
llamadas ni correos electrónicos. Voy a desaparecer unos días.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta el miércoles. Hasta el jueves como máximo.
—Tómate la semana entera.
—¿Estás seguro?
—Te prometo no estropear nada en tu ausencia.
—Gracias, Viktor. Eres un encanto.
Mijaíl intentó dormir esa noche, pero no lo consiguió. Nunca llegaba a conciliar
el sueño la noche anterior al inicio de una operación. Y así, poco antes de las cuatro
de la madrugada, se levantó de la cama y se vistió para convertirse en Nicholas
Avedon, alias Nicolai Avdonin. A las seis apareció un coche junto a su puerta, que lo

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llevó a Heathrow, donde pasó sin problemas los controles de seguridad, observado de
cerca por Christopher Keller y Dina Sarid. Al acceder a la terminal de salidas, se
encontró con una versión profundamente modificada de Gabriel, que en ese momento
leía un ejemplar de The Economist con un interés algo excesivo. Mijaíl pasó por
delante de él sin mirarlo siquiera y se montó en el avión, pero Gabriel esperó hasta
que las puertas estaban a punto de cerrarse antes de entrar precipitadamente en el
compartimento de primera clase. Tras el despegue, los controladores británicos
hicieron pasar el avión directamente sobre Basildon, y a las diez y media en punto
este entró en el espacio aéreo internacional. Mijaíl empezó a tamborilear con los
dedos, nervioso, sobre el apoyabrazos central. Ahora estaba en manos del enemigo.
Como también lo estaba el futuro jefe de la inteligencia israelí.

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48

Moscú

L os manifestantes accedían a la Plaza Roja en pequeños grupos para que la


Milicia Urbana de Moscú y los matones del FSB, vestidos con chaquetas de
cuero, no se percataran: eran pintores, escritores, periodistas, roqueros, punks, e
incluso unas cuantas babushkas que soñaban con pasar los últimos años de su vida en
un país realmente libre. A mediodía, los congregados sumaban ya varios centenares, y
eran demasiados para seguir ocultando los verdaderos motivos de su presencia.
Alguien desplegó una pancarta. Otro hizo aparecer un megáfono y acusó al presidente
ruso de haber robado las últimas elecciones, algo que no dejaba de ser absolutamente
cierto. Acto seguido pronunció una frase ingeniosa sobre todas las demás cosas que el
presidente había robado al pueblo ruso, comentario que al líder de los matones de las
chaquetas de cuero del FSB no le hizo la menor gracia. Con apenas un movimiento
de cabeza, puso en movimiento a los milicianos, que respondieron aporreando todo lo
que se les ponía por delante, incluidos varios de los activistas más importantes. El
hombre del megáfono se llevó la peor parte. La última vez que lo vieron, lo
arrastraban, ensangrentado y semiconsciente, hasta el interior de un furgón policial.
Posteriormente el Kremlin anunciaría que sería acusado de instigar los disturbios,
delito que implicaba una condena de diez años en un «neogulag». La servil prensa
rusa definió a los manifestantes como «maleantes», el mismo calificativo que el
régimen soviético aplicaba a sus opositores, y ni un solo comentarista se atrevió a
criticar las brutales tácticas represivas. Había que disculpar su silencio: en esos días,
los periodistas que se metían con el Kremlin aparecían muertos en extrañas
circunstancias.
En el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú, las noticias de lo ocurrido en la Plaza
Roja pasaban fugazmente por las pantallas de televisión cuando Mijaíl descendió del
avión, seguido, treinta segundos después, por Gabriel. A medida que se aproximaban
al control de pasaportes, este se fijó en un hombre de traje impecable apostado junto a
un policía de fronteras mal alimentado y con el uniforme raído. El hombre del traje
sostenía una fotografía, que consultó en un par de ocasiones a medida que Mijaíl se
acercaba. Al momento se acercó a él y le dijo algo en ruso que Gabriel no
comprendió. Mijaíl sonrió y le estrechó la mano antes de seguirlo por una puerta sin
distintivo. Solo, Gabriel siguió hasta el mostrador de la aduana, donde una mujer de
gesto adusto escrutó su cara durante un largo y tenso instante antes de sellarle el
pasaporte con gran vehemencia y de agitar la mano para indicarle que siguiera
adelante. Bienvenido a Rusia, pensó, mientras accedía a una terminal de llegadas

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atestada. Qué bien estar de vuelta.
Al salir, Gabriel sintió el impacto mareante del humo de tabaco y de los gases
contaminantes de vehículos que circulaban con gasoil. El aire era gélido, cortante. Al
mirar a la izquierda, vio a Mijaíl y a su escolta de Volgatek que se montaban en un
cómodo Mercedes. Él se sumó a la larga cola de quienes esperaban un taxi. El frío del
suelo se colaba por las finas suelas de sus zapatos occidentales y cuando, al cabo de
un buen rato, logró instalarse en el asiento trasero de un Lada destartalado, tenía la
cara tan congelada que apenas podía articular palabra. El taxista le preguntó por su
destino, y él balbuceó que quería que lo llevara al Hotel Metropol.
Después de dejar atrás el aeropuerto, el conductor se encaminó hacia
Leningradsky Prospekt e inició la larga y lenta aproximación al centro de Moscú.
Pasaban unos minutos de las siete, y la espantosa hora punta de la tarde, que
colapsaba por entero la ciudad, todavía daba sus últimos coletazos. Avanzaban a una
velocidad ridícula. El conductor intentaba dar conversación a Gabriel, pero su inglés
era tan impenetrable como el tráfico. Gabriel emitía monosílabos de vez en cuando,
miraba por la ventana y contemplaba los decrépitos edificios de la era soviética que
se sucedían a ambos lados de aquella avenida vieja y sucia. Durante unos años
fueron, simplemente, feísimos. Ahora, además, se encontraban en un estado ruinoso.
En cada esquina, sobre todos los tejados, había carteles llamativos llenos de promesas
de lujo y sexo. Aquello era la pesadilla comunista con un barniz de capitalismo,
pensó Gabriel. Y resultaba muy deprimente.
Finalmente cruzaron la Ronda de Circunvalación Sadovaya, y la avenida se
convirtió en la calle Tverskaia, la versión moscovita de Madison Avenue: descendía
por la suave pendiente de una colina, pasaba junto a la flamante sede de Volgatek y
llegaba a las murallas de ladrillo rojo del Kremlin, y allí desembocaba en los ocho
carriles de la calle Ojotnii Riad. Giraron a la izquierda, dejaron atrás la Duma rusa, la
antigua Casa de los Sindicatos y el Teatro Bolshoi. Pero Gabriel no los vio, porque
solo tenía ojos para la fortaleza amarilla, iluminada, que destacaba en lo alto de la
Plaza Lubianka.
—El KGB —informó el taxista, señalando el edificio.
—El KGB ya no existe —replicó Gabriel en tono neutro—. El KGB es cosa del
pasado.
El conductor murmuró algo sobre la ingenuidad de los extranjeros y siguió hacia
la entrada del Metropol. El vestíbulo había sido meticulosamente restaurado y
conservaba fielmente toda su decoración original, pero a la mujer de mediana edad
que atendía en recepción las cosas no le habían ido tan bien. Dedicó a Gabriel una
sonrisa glacial, preguntó educadamente sobre la naturaleza de su estancia, y a
continuación le entregó un largo formulario de registro, del que una copia había de
ser remitida a las autoridades competentes. Gabriel lo cumplimentó enseguida bajo la
identidad de Jonathan Albright, de Markham Capital Advisers, y como recompensa
obtuvo la llave de su habitación. Un botones se ofreció a llevarle la bolsa, pero

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pareció aliviado cuando él le dijo que se apañaba solo. Aun así, le dio una propina
por el intento. El importe de esta demostraba que aquel extranjero no estaba muy
familiarizado con el valor de la moneda rusa.
Su habitación estaba situada en la cuarta planta, con vistas a los diez carriles de
circulación de Teatralny Prospekt. Gabriel dio por descontado que lo tenían pinchado,
y no se molestó siquiera en buscar los dispositivos. Lo que sí hizo fue telefonear a
dos clientes que no eran clientes, y a continuación revisó el montón de correos
electrónicos que se habían acumulado en su buzón de entrada durante el vuelo desde
Londres. Uno de ellos era de un abogado de Nueva York, y tenía que ver con las
implicaciones fiscales de unas inversiones de dudosa legalidad. Quien en realidad lo
enviaba era Eli Lavon, que se alojaba en una habitación en su misma planta, en su
mismo hotel, y su verdadero contenido se reveló solo cuando Gabriel tecleó la
contraseña correcta. Al parecer, Gennadi Lazarov se había llevado a su posible nuevo
empleado al restaurante 02 del Ritz a tomar una copa y a picar algo. Al encuentro
también asistían Dmitri Bershov, Pavel Zhirov y cuatro bellezas rusas. Las fotos de
seguimiento las tomaron Yaakov y Dina, que ocupaban un reservado en el otro
extremo del salón.
Gabriel volvió a teclear la contraseña y el mensaje regresó a su texto original. A
continuación se puso unos auriculares y buscó una frecuencia segura del audio que
emitía el teléfono móvil de Mijaíl. Oyó entrechocar de copas, risas y el parloteo de
las bellezas rusas, que sonaba a hueco, por más que él no entendiera la lengua en que
se expresaba. Entonces le llegó la voz conocida de Gennadi Lazarov, que le susurraba
una confidencia al oído a Mijaíl. «Tú descansa bien esta noche —le decía, tuteándolo
—. Tenemos grandes planes para ti mañana».
Se quedaron hasta las once en el restaurante, y después Mijaíl regresó a su suite
del Ritz sin otra compañía que un dolor de cabeza espantoso. A pesar de la
advertencia de Lazarov, no pegó ojo aquella noche, pues en su mente se
arremolinaban las operaciones pasadas, que se sucedían como en esos reportajes
televisivos en los que se muestran en imágenes los hechos más catastróficos del siglo.
Necesitaba actividad, tenía que moverse, hacer algo, pero las cámaras de vigilancia
que sin duda estaban ocultas en la habitación no se lo permitían. Y así permaneció
despierto, en la cama, con las sábanas húmedas enredadas a sus piernas, inmóvil
como un cadáver, hasta las siete, cuando la providencial llamada de teléfono hizo que
al fin pudiera levantarse.
El café le llegó un minuto después, y se lo bebió mientras veía las noticias
económicas de Londres. Después bajó al gimnasio, donde realizó una impresionante
sesión de pesas en presencia de uno de los agentes del servicio de inteligencia ruso.
Regresó a su suite y se obligó a darse una ducha fría para despejarse y tonificar algo
sus huesos cansados. A continuación se vistió con su mejor traje, gris con raya
diplomática, el que le había escogido Dina en el Anthony Sinclair de Savile Row. La
vio quince minutos después en el salón en el que se servían los desayunos, mirando a

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los ojos a Christopher Keller como si ambos conocieran el secreto de la felicidad
eterna. Unas mesas más allá, Yossi le devolvía al camarero sus huevos revueltos,
mientras le decía: «Los he pedido poco hechos, sí, pero es que estos deberían
servirlos en vaso». Pero el camarero ni se inmutó, y le respondió: «¿Quiere que le
sirva los huevos en vaso?».
A las nueve en punto, tras leer los periódicos de la mañana y ocuparse, a través
del correo electrónico, de algunos cabos que habían quedado sueltos en Londres,
Mijaíl bajó al ultramoderno vestíbulo del Hotel Ritz. Allí lo esperaba ya el mismo
factótum de Volgatek que la tarde anterior le había ahorrado la cola en el control de
pasaportes de Sheremetyevo. Al verle le dedicó una sonrisa forzada.
—Espero que haya dormido bien, señor Avedon.
—Mejor que nunca —mintió él cordialmente.
—Nuestra oficina queda muy cerca. Espero que no le importe ir a pie.
—¿Sobreviviremos?
—Es bastante posible, aunque, en esta época del año, en Moscú, no puedo
garantizárselo.
Dicho esto, el factótum se volvió y condujo a Mijaíl hasta la calle Tverskaia.
Mientras subía la pendiente, echándose hacia delante para vencer la resistencia del
fuerte viento que soplaba, se dio cuenta de que el ovillo de lana y pieles que
caminaba dos pasos por detrás de él era Eli Lavon. Aquel ovillo lo siguió hasta la
puerta principal de Volgatele, como si quisiera recordarle que no estaba solo, y
después siguió avanzando y se desdibujó tras la reverberación intensa del sol
matutino.
Por si pudiera caber alguna duda sobre la verdadera misión de Volgatek en el
mundo, la gran escultura metálica plantada en el vestíbulo de la sede de la calle
Tverskaia la deshacía al momento: representaba el planeta Tierra, en el que una Rusia
desproporcionada ocupaba una posición dominante y bombeaba una energía
portadora de vida a los cuatro puntos cardinales. De pie tras ella, como un diminuto
Atlas sonriente vestido con un traje italiano cortado a mano, esperaba Gennadi
Lazarov.
—Bienvenido a tu nuevo hogar —dijo mientras le estrechaba la mano a Mijaíl—.
¿O debería decir «a tu verdadero hogar»?
—Paso a paso, Gennadi.
Lazarov le apretó la mano un poco más, como diciéndole que no consentiría que
lo rechazaran, antes de conducirlo a un ascensor reservado a ejecutivos que los subió
como un cohete hasta la planta superior del edificio. A la entrada había una pancarta
en la que podía leerse «¡BIENVENIDO, NICOLAI!». Lazarov se detuvo a admirarlo, como
si se hubiera esforzado mucho en su redacción, antes de guiar a Mijaíl hasta el gran
despacho que tendría reservado siempre que estuviera en la ciudad. Desde sus
ventanales se veía el Kremlin, e incorporaba a una secretaria peligrosamente guapa
llamada Nina.

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—¿Qué te parece? —le preguntó Lazarov, sinceramente interesado en la
respuesta.
—Bien —respondió Mijaíl.
—Ven —dijo Lazarov agarrándolo por el codo—. Todo el mundo está impaciente
por conocerte.
Y, en efecto, resultó que aquel «todo el mundo» no era ninguna exageración.
Durante las siguientes dos horas y media Mijaíl se dedicó a dar la mano a todos los
empleados de la empresa, y tal vez incluso a otros que no lo fueran, por si acaso. Allí
había unos doce vicepresidentes, cada uno de un tamaño, una forma y con una
responsabilidad concreta, así como una figura cadavérica que respondía al nombre de
Mentov y que se dedicaba a algo relacionado con el análisis de riesgos, cosa que
Mijaíl ni siquiera intentó comprender. Después le presentaron al equipo científico, los
geólogos que se dedicaban a buscar nuevos depósitos de petróleo y gas por todo el
mundo, los ingenieros que inventaban maneras novedosas de extraerlos. A
continuación se encaminó hacia las plantas más bajas para conocer a las personas que
ocupaban cargos inferiores, los jóvenes ejecutivos de cuentas que soñaban con estar
en su piel algún día, los muertos vivientes que se aferraban a sus escritorios y a sus
tazas de café rojas con el logotipo de Volgatek. No quería ni imaginar qué le ocurría a
un empleado que dejaba de prestar sus servicios a una empresa propiedad de los
sucesores del KGB y administrada por estos. Tal vez recibiera un reloj de oro y una
pensión, obsequio de la casa, aunque lo dudaba.
Finalmente, regresaron a la planta superior y accedieron al despacho de Lazarov,
espacioso y de techos altísimos, donde él se explayó sobre su visión de Volgatek en el
futuro y el papel que quería que Mijaíl desempeñara. Su posición inicial en la
empresa sería la de jefe de Volgatek UK, la filial que crearían para llevar el proyecto
de las Islas Occidentales. Una vez que el petróleo empezara a fluir, Mijaíl asumiría
mayores responsabilidades, sobre todo en Europa Occidental y Norteamérica.
—¿Crees que será suficiente para mantenerte interesado? —le preguntó Lazarov.
—Podría serlo.
—¿Qué haría falta para convencerte de que dejes a Viktor y te vengas conmigo?
—Dinero, Gennadi, mucho dinero.
—Te aseguro, Nicolai, que el dinero no es problema.
—En ese caso cuentas con mi atención plena.
Lazarov abrió un maletín de piel y sacó de él una hoja de papel.
—Tu paquete de compensaciones incluirá apartamentos en Aberdeen, Londres y
Moscú —dijo—. Volarás en aviones privados, por supuesto, y tendrás acceso a la
mansión que poseemos en el sur de Francia. Además de tu salario base, recibirás
bonos e incentivos que elevarán tu compensación total a algo parecido a esto.
Lazarov puso la hoja de papel frente a Mijaíl y le señaló una cifra escrita en el
extremo inferior. Mijaíl le clavó la vista durante unos instantes, se rascó la calva y
frunció el ceño.

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—¿Y bien? —preguntó Lazarov.
—Ni se acerca.
Lazarov sonrió.
—Ya suponía que esa sería tu respuesta —dijo, hundiendo la mano, una vez más,
en el maletín—. Y por eso me he tomado la libertad de preparar una segunda oferta.
Colocó el papel frente a Mijaíl y volvió a preguntarle:
—¿Mejor?
—Se acerca más —dijo Mijaíl, devolviéndole la sonrisa—. Bastante más.

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49

Plaza Roja, Moscú

A las cuatro de aquella misma tarde ya habían trazado las líneas generales de su
acuerdo. Lazarov redactó un memorando de una página con las bases, reservó
un salón privado en el Café Pushkin para celebrarlo y envió a Mijaíl al Ritz para que
descansara unas horas. Este cubrió a pie la corta distancia, sin más escolta que la de
Gabriel, que lo seguía discretamente desde la otra acera, con el cuello del abrigo
levantado y una boina calada hasta las cejas. Vio que Mijaíl llegaba a la entrada
señorial del edificio, y que seguía por la calle Tverskaia en dirección a la Plaza de la
Revolución. Allí se detuvo brevemente a contemplar a un imitador de Lenin que
exhortaba a un grupo de desconcertados turistas japoneses a arrebatarles los medios
de producción a sus señores burgueses. A continuación, pasando bajo el arco de la
Puerta de la Resurrección, llegó a la Plaza Roja.
Acababa de anochecer, y el viento había decidido dar una tregua a la ciudad para
que sus habitantes pudieran ocuparse en paz de sus asuntos. Con la cabeza gacha y
los hombros hundidos, Gabriel parecía un ajado moscovita más que avanzaba a buen
paso junto a la muralla norte del Kremlin y pasaba frente a los guardias que, con la
mirada fija, montaban guardia en el exterior del Mausoleo de Lenin. Frente a él,
bañadas por una luz blanca, se alzaban las cúpulas de la catedral de San Basilio, que
parecían hechas de caramelo. Gabriel consultó la hora en el reloj de la torre del
Salvador antes de dirigirse al punto en el que Stalin, asesino de millones de personas,
dormía en paz, en un lugar de honor. Eli Lavon se reunió con él un instante después.
—¿Qué te parece? —le preguntó Gabriel en alemán.
—Me parece que deberían haberlo enterrado en una tumba anónima, en un campo
—respondió Lavon—. Pero eso es solo la opinión de un hombre.
—¿Estamos limpios?
—Tan limpios como podemos estar en un sitio como Moscú.
Gabriel se volvió sin añadir nada y condujo a Lavon, a través de la plaza, hacia la
entrada de GUM. Antes de la caída de la Unión Soviética, esos eran los únicos
grandes almacenes del país donde los rusos tenían ciertas garantías de encontrar un
abrigo de invierno o un par de zapatos. Ahora se había convertido en un centro
comercial de estilo occidental lleno de todas esas cosas inútiles que ofrece el
capitalismo. En el alto techo de cristal reverberaban las voces de los compradores
vespertinos. Lavon consultaba su BlackBerry mientras caminaba junto a Gabriel. El
suyo era, también, un gesto muy moscovita en aquellos días.
—La secretaria de Gennadi Lazarov acaba de enviar un correo electrónico a los

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altos cargos de la empresa para informarles de la cena de esta noche en el Café
Pushkin —dijo Lavon—. Pavel Zhirov forma parte de la lista de invitados.
—No he oído su voz en ningún momento mientras Mijaíl ha estado en el interior
de Volgatek.
—Eso es porque no ha estado allí —comentó Lavon sin apartar la vista del
dispositivo—. Después de salir de su apartamento de Boroviovi Gori, se ha ido
directo a Yasenevo.
—¿Y por qué hoy, precisamente? ¿Por qué no estaba en Volgatek para dar la
bienvenida al chico nuevo?
—Tal vez tuviera otros asuntos de los que ocuparse.
—¿Como por ejemplo?
—Tal vez estuviera ocupándose de alguien más que hubiera de ser secuestrado.
—Eso es lo que me preocupa.
Gabriel se detuvo frente al escaparate de una joyería y se fijó en el despliegue de
relojes suizos. El establecimiento contiguo era una cafetería de estilo soviético en el
que unas mujeres corpulentas protegidas con delantales blancos servían, muy serias,
comida rusa en unos platos grises de la era Breznev. Incluso entonces, veinte años
después de la caída del comunismo, seguía habiendo rusos que se aferraban a la
nostalgia de su pasado totalitario.
—A ti no se te enfrían los pies, ¿no es cierto? —preguntó Lavon.
—Es diciembre en Moscú, Eli. Es imposible que no se me enfríen.
—¿Y qué quieres hacer al respecto?
—Me gustaría que los del hotel le entregaran a Nicholas Avedon su regalito
especial un poco antes de lo planeado.
—Ese tipo de regalitos no están bien vistos en el Café Pushkin.
—Quien se precie de ser alguien lleva un arma en el Café Pushkin.
—Es arriesgado.
—No tanto como la alternativa.
—¿Por qué no nos saltamos la cena y pasamos directamente al postre?
—Me encantaría —admitió Gabriel—, pero el tráfico de la hora punta no lo
permitirá. Debemos esperar hasta después de las diez. Si no, nunca conseguiremos
sacarlo de la ciudad. Fracasaremos antes de empezar.
—Una pobre elección de palabras.
—Envía el mensaje, Eli.
Lavon tecleó unos caracteres en su BlackBerry y condujo a Gabriel al exterior, a
la calle Il’inka. El viento volvía a soplar, y la temperatura había descendido en
picado. Al pasar junto a las fachadas rococó de los edificios de la era imperial, el frío
hacía que las lágrimas resbalaran por las mejillas de Gabriel. Por el auricular oía a
Nicholas Avedon canturreando en voz baja mientras se bañaba en su habitación del
Ritz.
—Quiero un seguimiento completo de él en todo momento —ordenó Gabriel—.

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Lo acompañamos a la cena, nos sentamos con él en la cena y después lo devolvemos
al hotel. Y entonces es cuando empieza la diversión.
—Solo si Pavel acepta acudir al rescate de Mijaíl.
—Es el jefe de seguridad de Volgatek. Si el flamante ejecutivo de la empresa cree
que su vida está en peligro, Pavel acudirá de inmediato. Y nosotros le haremos
lamentar su decisión.
—Preferiría poder llevármelo a otro país.
—¿A cuál, Eli? ¿A Ucrania? ¿A Bielorrusia? ¿Qué me dices de Kazajstán?
—En realidad estaba pensando en Mongolia.
—Se come muy mal.
—Sí, la comida es espantosa —coincidió Lavon—, pero al menos no es Rusia.
Al llegar al final de la calle, doblaron a la izquierda y empezaron a subir hacia la
Plaza Lubianka.
—¿Crees que algo así se ha hecho alguna vez?
—¿El qué?
—Secuestrar a un agente del KGB en el interior de Rusia.
—El KGB ya no existe, Eli. El KGB es cosa del pasado.
—No, no lo es. Ahora se llama FSB. Y ocupa ese edificio tan feo que tenemos
delante. Y se van a disgustar bastante cuando echen de menos a uno de sus hermanos.
—Si nos lo llevamos limpiamente, no tendrán tiempo de hacer nada al respecto.
—Si nos lo llevamos limpiamente —reiteró Lavon.
Gabriel no dijo nada.
—Hazme un favor esta noche, Gabriel. Si no puedes disparar, no dispares. —Hizo
una pausa y añadió—: No soportaría perderme la oportunidad de trabajar contigo
cuando te conviertas en jefe.
Habían llegado a lo alto de la colina. Lavon se detuvo y contempló la inmensa
fortaleza amarilla que ocupaba el otro extremo de la plaza.
—¿Por qué supones tú que lo han conservado? —preguntó con genuina
curiosidad—. ¿Por qué no lo derribaron y erigieron en este mismo lugar un
monumento a sus víctimas?
—Por la misma razón por la que no han retirado los huesos de Stalin de la
muralla del Kremlin —respondió Gabriel.
Lavon permaneció unos instantes en silencio.
—Odio este sitio —dijo finalmente—. Y, al mismo tiempo, le tengo un gran
cariño. ¿Estoy loco?
—Eso te lo certifico —dijo Gabriel—. Aunque, claro, esa es solo la opinión de un
hombre.
—Preferiría que pudiéramos llevárnoslo a otro sitio.
—Yo también, Eli. Pero no podemos.
—¿Mongolia queda muy lejos?
—Demasiado para ir en coche —sentenció Gabriel—. Y se come fatal.

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Cinco minutos después, en el preciso instante en que Gabriel entraba en el
caldeado vestíbulo del Metropol, Yossi Gavish salía de su habitación de la cuarta
planta del Hotel Ritz-Carlton con su traje gris de banquero y una corbata plateada. En
la mano izquierda llevaba una chapa dorada en la que se leía Alexander —había
estudiado historia; el nombre lo había escogido él mismo—, y en la derecha una bolsa
de cartón azul con el logotipo del hotel. La bolsa pesaba más de lo que parecía, pues
contenía una pistola Makarov de 9 milímetros, una de las varias armas que la oficina
de Moscú había adquirido de fuentes locales ilícitas antes de la llegada del equipo.
Durante tres días, la pistola había estado oculta entre el colchón y el canapé, en su
habitación, y era comprensible que le aliviara poder librarse finalmente de ella.
Yossi esperó hasta asegurarse de que el pasillo estaba despejado, y entonces,
rápidamente, se pegó la chapa a la solapa. Después se encaminó hacia la puerta de la
habitación 421. Oyó que al otro lado un hombre cantaba «Penny Lane», bastante
bien, por cierto. Llamó dos veces, con firmeza pero educadamente, imitando el toque
de un portero. Al constatar que no recibía respuesta, volvió a hacerlo, con más fuerza
esta vez. Le abrió un hombre cubierto con un albornoz. Era alto, estaba en una forma
envidiable, y tenía un tono de piel rosado, porque acababa de salir del baño.
—Estoy ocupado —dijo, cortante.
—Siento mucho interrumpirle, señor Avedon —replicó Yossi con un acento
neutro, cosmopolita—, pero la dirección desea ofrecerle un pequeño regalo por la
consideración que nos ha mostrado al escogernos.
—Comuníquele a la dirección que gracias, pero que no quiero nada.
—La dirección se mostrará decepcionada.
—No será mi maldito caviar, ¿verdad?
—Me temo que la dirección no me ha informado de ello.
El hombre rosado del albornoz blanco le arrebató la bolsa y cerró la puerta en las
narices del falso empleado, que mantuvo impertérrito su sonrisa. Yossi dio media
vuelta y, tras quitarse la chapa de la solapa, regresó a su habitación. Una vez allí se
quitó el traje, se puso unos vaqueros y un jersey de lana grueso. Tenía la maleta
preparada a los pies de la cama. Si todo salía según lo planeado, un enlace de la
oficina de Moscú vendría a recogerla en unas horas y destruiría su contenido. Yossi
metió como pudo el traje en uno de los bolsillos laterales y cerró la cremallera. A
continuación pasó un trapo por todos los objetos que había tocado y salió de aquella
habitación con la esperanza de que fuera por última vez.
Abajo, en el vestíbulo, vio a Dina que bojeaba con cara de escepticismo un
periódico de Moscú editado en lengua inglesa. Pasó por delante de ella como si no se
conocieran y salió a la calle. Un Range Rover le esperaba junto a la acera. El tubo de
escape lanzaba al aire gélido de la noche una nube de gases tóxicos. Sentado al
volante iba Christopher Keller, que arrancó y se unió al intenso tráfico que a esa hora
punta inundaba la calle Tverskaia antes de que Yossi hubiera terminado de cerrar la
puerta. Ante ellos se alzaba la Torre del Arsenal que ocupaba una de las esquinas del

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Kremlin, y su estrella roja brillaba como una señal de aviso. Keller silbaba cualquier
cosa mientras conducía.
—¿Conoces el camino? —le preguntó Yossi.
—A la izquierda al llegar a la calle Ojotnii Riad, de nuevo a la izquierda en la
calle Bol’shaya Dmitrovka, y un último giro a la izquierda para entrar en la Ronda del
Bulevar.
—¿Pasas mucho tiempo en Moscú?
—Hasta ahora no había tenido el placer.
—¿Podrías al menos fingir que estás nervioso?
—¿Y por qué habría de estarlo?
—Porque estamos a punto de secuestrar a un agente del KGB en pleno centro de
Moscú.
Keller sonrió mientras realizaba el primer giro a la izquierda.
—Eso está chupado.
Keller y Yossi tardaron casi veinte minutos en recorrer la distancia que los
separaba del punto de la Ronda del Bulevar en el que debían esperar. Al llegar, Yossi
envió un mensaje por vía segura a Gabriel al Metropol, y este, a su vez, lo rebotó al
bulevar Rey Saúl, donde apareció en forma de señal parpadeante en la pantalla de
estado del Centro de Operaciones. Sentado en su silla de siempre estaba Uzi Navot,
que en ese momento observaba una imagen de vídeo en directo del vestíbulo del Ritz,
cortesía del transmisor minúsculo oculto en el bolso de mano de Dina. Eran las 7.36
hora de Moscú, una hora menos en Tel Aviv. Dos minutos después, el teléfono que
tenía al lado sonó. Al momento, se acercó el auricular al oído y masculló algo que se
parecía a su nombre, y oyó la voz de Orit, su secretaria ejecutiva. En el bulevar Rey
Saúl se la conocía como «la Doma de Hierro» por su impresionante capacidad para
negar peticiones de cita con el jefe.
—De ninguna manera —respondió Navot—. No tiene nada que hacer.
—Ha dejado claro que no piensa irse.
Navot resopló estentóreamente.
—Está bien —dijo—. Si no hay más remedio, envíamelo.
Navot colgó y siguió concentrado en la imagen del vestíbulo del hotel. Dos
minutos después oyó que la puerta del Centro de Operaciones se abría y se cerraba.
Por el rabillo del ojo vio una mano salpicada de manchas de vejez que dejaba dos
paquetes de cigarrillos turcos sobre la mesa, y sobre ellos un Zippo viejo y
desgastado. El mechero se encendió, y una nube de humo emborronó la imagen de la
pantalla.
—Creía que te había retirado todos los pases —dijo Navot en voz baja, sin
desviar la mirada.
—Lo hiciste —replicó Shamron.
—¿Y cómo has entrado en el edificio?
—He construido un túnel.

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Shamron hizo girar el encendedor en la punta de los dedos. Dos giros a la
derecha, dos giros a la izquierda.
—La verdad es que para presentarte aquí has de tener mucha cara —dijo Navot.
—Este no es ni el momento ni el lugar, Uzi.
—Eso ya lo sé —admitió Uzi—. Pero aun así tienes mucha cara.
Dos giros a la derecha, dos giros a la izquierda…
—¿Podrías subir el volumen del audio del teléfono de Mijaíl? —pidió Shamron
—. Mi oído ya no es el que era.
—Si solo fuera el oído…
Navot miró a uno de los técnicos y le indicó que subiera el volumen.
—¿Qué canción está cantando? —preguntó Shamron.
—¿Y eso qué importa?
—Responde a la pregunta, Uzi.
—Es «Penny Lane».
—¿De los Beatles?
—Sí, de los Beatles.
—¿Y por qué crees tú que ha escogido esa canción?
—Quizá porque le gusta.
—Quizá.
Navot consultó la hora. Eran las 7.42 en Moscú, una hora menos en Tel Aviv.
Shamron apagó el cigarrillo e, inmediatamente, encendió otro.
Dos giros a la derecha, dos giros a la izquierda…
Mijaíl seguía cantando cuando salió de la habitación, vestido para la cena.
Llevaba la bolsa con el obsequio en la mano derecha al entrar en el ascensor, pero, al
aparecer en el vestíbulo, tres minutos después, esta ya había desaparecido. El equipo
del Centro de Operaciones lo vio por primera vez a las 7.51, cuando pasó por delante
del objetivo de la cámara de Dina, camino de la entrada del hotel. Allí, esperando,
con el brazo levantado como si hiciera señas a un avión de rescate, estaba Gennadi
Lazarov. La mano agarró a Mijaíl por el hombro y lo condujo hasta el asiento trasero
de una limusina Maybach que ya los esperaba.
—Espero que hayas podido descansar un poco —dijo Lazarov cuando el vehículo
se alejaba, majestuoso, de la acera—, porque esta noche vas a saber de verdad cómo
es Rusia.

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50

Café Pushkin, Moscú

M ás adelante, cuando se dedicaran a ordenar los expedientes y a redactar los


informes posteriores, se suscitaría un acalorado debate sobre el auténtico
significado de las palabras de Gennadi Lazarov. Un agente las vería como expresión
inocente de buena voluntad; otro, como una advertencia que Gabriel, el jefe al
acecho, habría hecho bien en atender. Como de costumbre, fue Shamron quien zanjó
la disputa: las palabras de Lazarov no habían tenido nada que ver, declaró, pues la
suerte de Mijaíl quedó echada en el momento en que se montó en el coche.
El escenario de lo que ocurrió a continuación, el célebre Café Pushkin de Moscú,
no habría podido resultar más acogedor, sobre todo en una noche de diciembre en que
el aire era frío, cortante, y la nieve parecía suspendida en el aire, levantada por un
viento siberiano. El establecimiento ocupaba la esquina de la calle Tverskaia con la
Ronda del Bulevar, en un edificio señorial del siglo XVIII que parecía importado de la
Italia renacentista. Del otro lado de sus preciosas puertas con vidriera se extendía la
calle de tres carriles y, algo más allá, se encontraba la pequeña plaza en la que los
soldados de Napoleón habían plantado sus tiendas de campaña y habían quemado sus
tilos para entrar en calor. Los moscovitas regresaban apresuradamente a sus casas
siguiendo los caminos que las pisadas habían creado en la gravilla, y algunas madres
aguerridas ocupaban los bancos, a la luz de las farolas, y vigilaban a sus abrigados
niños jugar en los parterres cubiertos de nieve. Mordecai y Rimona, silenciosos, se
encontraban entre ellos. Él no le quitaba ojo a la entrada del Café Pushkin, mientras
ella se concentraba en los pequeños. Keller y Yossi habían encontrado aparcamiento a
cincuenta metros del restaurante. Yaakov y Oded, que también habían llegado en
Land Rover, se encontraban cincuenta metros más allá.
La cena se había convocado a las ocho, pero a causa de la intensidad del tráfico,
más denso de lo habitual en Moscú, Lazarov y Mijaíl llegaron con doce minutos de
retraso. Mordecai tomó nota de la hora, y también lo hicieron los equipos de los Land
Rover. Y Gabriel, que pasó rápidamente un mensaje al Centro de Operaciones del
bulevar Rey Saúl. Se trataba de una acción innecesaria, por supuesto, porque Navot y
Shamron monitorizaban atentamente la fuente de audio que emitía el teléfono de
Mijaíl y, por tanto, oían sus pasos contundentes sobre la tarima sin pulir de la entrada
del Pushkin. Y el repiqueteo del viejo ascensor que los llevó a la segunda planta. Y el
aplauso cerrado que los recibió cuando entraron en el salón que habían reservado para
que fuera escenario de su coronación.
A Mijaíl le habían asignado un sitio en la cabecera de la mesa. Lazarov se sentaba

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a su derecha, y Pavel Zhirov, el jefe de seguridad de Volgatek, a su izquierda. Pero
este parecía no alegrarse con la adquisición del protegido de Viktor Orlov. A lo largo
de toda la velada, su expresión se mantuvo inescrutable, como la de un jugador que
estuviera perdiendo estrepitosamente a la ruleta. Su mirada oscura, sus ojos
pequeños, no se apartaban nunca durante mucho tiempo del rostro de Mijaíl. Parecía
estar calculando el monto de sus pérdidas, y decidiendo si tenía agallas para hacer
girar la rueda una vez más.
Si la inquietante presencia de Zhirov incomodaba a Mijaíl, este no lo demostraba
en absoluto. En efecto, todos los que estuvieron presentes durante la actuación que
Mijaíl ofreció esa noche la describirían como una de las mejores a las que habían
asistido: apareció como el Nicholas Avedon del que todos se habían enamorado a
distancia. El Nicholas ingenioso. El Nicholas agudo. El Nicholas que era más listo
que todos los demás, exceptuando a Gennadi Lazarov, que tal vez era la persona más
lista del mundo. A medida que avanzaba la noche, cada vez hablaba menos inglés y
más ruso, hasta que se pasó del todo al ruso. Ya era uno de ellos. Ya era Nicolai
Avdonin. Un hombre de Volgatek. Un hombre del futuro de Rusia. Un hombre del
pasado de Rusia.
La transformación se completó poco después de las diez, cuando deleitó a los
presentes con una imitación improvisada de Viktor Orlov, que incluía su tic en el ojo
izquierdo, que cautivó a la audiencia. Solo Pavel Zhirov pareció no encontrarla
divertida, y no se sumó a la ovación que siguió a los comentarios elogiosos de
Lazarov. Después, los asistentes abandonaron el local y se esparcieron por la calle,
donde una cola de limusinas esperaba junto a la acera. Lazarov, como de pasada, le
pidió a Mijaíl que se acercara al día siguiente a la oficina antes de irse de la ciudad
para atar algunos cabos sueltos del acuerdo base. A continuación lo acompañó hasta
un Mercedes que ya tenía la puerta trasera abierta.
—Si no te importa —dijo, esbozando su sonrisa de matemático— será Pavel
quien te acompañe hasta el hotel. Desea formularte algunas preguntas por el camino.
Mijaíl se oyó a sí mismo diciendo:
—Ningún problema, Gennadi.
Y entonces, sin siquiera un instante de vacilación, se montó en el vehículo. Pavel
Zhirov, el único perdedor de la noche, estaba sentado frente a él, mirando por la
ventanilla, desolado. Permaneció en silencio mientras el coche arrancaba. Mijaíl
tamborileó con los dedos en el apoyabrazos durante unos momentos, aunque
enseguida se obligó a sí mismo a dejar de hacerlo.
—Gennadi me ha dicho que quería preguntarme varias cosas.
—De hecho —replicó Zhirov en voz baja—, solo una.
—¿Y qué es?
Zhirov se volvió y lo miró por primera vez.
—¿Quién coño es usted?
—Parece que Pavel ha cambiado las reglas del juego a mitad del partido —

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comentó Navot.
Shamron frunció el ceño: el uso de metáforas deportivas en un asunto tan
trascendental como el espionaje no le parecía adecuado. Alzó la vista para echar un
vistazo a uno de los paneles de vídeo y vio luces que se movían rápidamente por un
mapa del centro de Moscú. La que indicaba la posición de Mijaíl era roja. Las cuatro
que la acompañaban, dos delante y dos detrás, eran de color azul.
—Diría que lo tenemos rodeado —dijo Shamron.
—Y bastante bien, la verdad. La cuestión es saber si Pavel está cubierto o si viaja
solo.
—No sé si eso es algo que importe mucho a estas alturas.
—¿Alguna sugerencia?
—Chuta ya —dijo Shamron encendiendo otro cigarrillo—. Deprisa.
Dejaron atrás la calle Tverskaia a toda velocidad y siguieron por la Ronda del
Bulevar.
—Mi hotel está por ahí —dijo Mijaíl, señalando con el pulgar por encima del
hombro.
—Parece conocer bien Moscú —replicó Zhirov. Su tono de voz no dejaba lugar a
dudas: no se trataba de ningún elogio.
—Es una costumbre que tengo —dijo Mijaíl.
—¿El qué?
—Intentar orientarme en ciudades extranjeras. No soporto tener que preguntar por
las direcciones de los sitios, como los turistas.
—¿Prefiere pasar desapercibido?
—Oiga, Pavel, no me gusta hacia dónde va esta…
—¿O tal vez es que ya ha estado antes en Moscú? —apuntó Zhirov.
—Nunca.
—¿Hace poco tiempo?
—No.
—¿De niño?
—Nunca es nunca, Pavel. Y ahora, si no le importa, me gustaría regresar a mi
hotel.
Zhirov volvía a mirar por la ventanilla. ¿O tal vez viera el reflejo del retrovisor
del conductor? Mijaíl no estaba seguro.
—Todavía no me ha respondido a la pregunta —dijo Zhirov finalmente.
—No le he respondido porque su pregunta no merece respuesta —replicó Mijaíl.
—¿Quién es usted?
—Soy Nicholas Avedon —dijo Mijaíl sin perder la calma—. Trabajo para Viktor
Orlov Investments, en Londres. Y gracias a este numerito suyo, ahí es donde voy a
seguir trabajando.
Zhirov no parecía nada convencido.
—¿Quién es usted? —reiteró.

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—Soy Nicholas. Me crie en Inglaterra. Estudié en Cambridge y en Harvard.
Trabajé un tiempo en Aberdeen, en la industria petrolera. Y después empecé a
colaborar con Viktor.
—¿Por qué?
—¿Que por qué me crie en Inglaterra? ¿Que por qué estudié en Harvard?
—¿Por qué empezó a trabajar para un enemigo declarado del Kremlin como es
Viktor Orlov?
—Porque él estaba buscando a alguien que le llevara la cartera petrolera. Y ahora
mismo me arrepiento de haberle traicionado.
—¿Conocía sus preferencias políticas cuando empezó a trabajar con él?
—A mí no me importan lo más mínimo sus preferencias políticas. De hecho, no
me importan lo más mínimo las preferencias políticas de nadie.
—¿Es un librepensador?
—No, Pavel, soy un hombre de negocios.
—Usted es espía.
—¿Espía? ¿Está usted loco?
—¿Para quién trabaja?
—Lléveme a mi hotel.
—¿Para los británicos?
—A mi hotel, Pavel.
—¿Para los americanos?
—Fueron ustedes los que se pusieron en contacto conmigo, no sé si lo recuerda,
Pavel. Fue en Copenhague, durante el Foro del Petróleo. Nos conocimos en una casa
en medio de la nada. Estoy seguro de que usted estaba allí.
—¿Para quién trabaja? —insistió Zhirov, como si fuera un maestro preguntándole
la lección a un alumno torpe.
—Pare el coche. Déjeme bajar.
—¿Para quién?
—Pare el coche, joder.
Y, en efecto, el Mercedes se detuvo, pero no porque Zhirov hubiera dado la orden,
sino porque habían llegado a la calle Petrovka. Se trataba de un cruce importante, con
calles que partían en distintas direcciones. El semáforo acababa de ponerse rojo.
Delante de ellos había un Land Rover ocupado por dos hombres que iban en los
asientos delanteros. Mijaíl se volvió un poco y vio que otro vehículo de la misma
marca iba detrás de ellos. En ese preciso instante notó que su teléfono vibraba tres
veces.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Zhirov.
—Mi móvil.
—Apáguelo y quítele la batería.
—Nunca se es lo bastante cuidadoso, ¿verdad, Pavel?
—Apáguelo —le ordenó Zhirov.

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Mijaíl se metió la mano en el bolsillo del abrigo, extrajo la Makarov y le hundió
el cañón entre las costillas. El ruso abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. Miró a
Mijaíl durante unos segundos, y entonces se fijó en Yaakov, que se bajaba del Land
Rover que tenían delante. Keller ya había hecho lo mismo desde el segundo, y se
aproximaba al Mercedes desde atrás.
—Ordene al chófer que ponga el coche en punto muerto —dijo Mijaíl en voz baja
—. Si no lo hace, le disparo al corazón. Ordéneselo, Pavel, o morirá ahora mismo.
Como Zhirov no decía nada, Mijaíl echó hacia atrás el percutor de la pistola.
Keller había llegado ya junto a la ventanilla de Zhirov.
—Ordéneselo, Pavel.
El semáforo se puso en verde. Sonó una bocina.
Y otra.
—Ordéneselo —masculló Mijaíl en ruso.
Zhirov miró por el retrovisor y sus ojos se clavaron en los del chófer. Asintió y
este puso el coche en punto muerto y las manos sobre el volante.
—Ahora ordénele que salga del coche y que haga exactamente lo que se le diga.
Otra mirada al retrovisor, otro gesto de asentimiento. El chófer respondió
abriendo la puerta y bajándose despacio del coche. Yaakov esperó en su sitio para
apresarlo. Tras murmurarle unas palabras al oído, lo condujo hasta el Land Rover, lo
empujó para que se montara en el asiento trasero y él hizo lo mismo a continuación.
Para entonces Keller ya se había puesto al volante del Mercedes. Cuando el Land
Rover se puso en marcha, él arrancó y lo siguió. Mijaíl mantenía la Makarov clavada
entre las costillas de Zhirov.
—¿Quién es usted? —le preguntó una vez más.
—Soy Nicholas Avedon —respondió Mijaíl.
—¿Quién es usted?
—Soy su peor pesadilla —dijo Mijaíl—. Y si no cierra la boca ahora mismo, le
mataré.
En el Centro de Operaciones del bulevar Rey Saúl, las luces del equipo se movían
verticalmente en el mapa de Moscú que mostraba el vídeo; todas menos una, que
permanecía inmóvil en Teatralny Prospekt, en la parte baja de la colina donde se
situaba la Plaza Lubianka. No hubo celebraciones, ni felicitaciones por un trabajo
bien hecho. El escenario lo desaconsejaba: Moscú sabía cómo devolver los golpes.
—Treinta segundos de principio a fin —dijo Navot sin apartar la vista de la
pantalla—. No está mal.
—Treinta y tres —puntualizó Shamron—. Pero da igual, ¿quién se dedica a
contar esas cosas?
—Tú.
Shamron sonrió. En efecto, él sí se había dedicado a contarlo. De hecho, llevaba
toda su vida contando cosas: el número de miembros de su familia perdidos en el
Holocausto; el número de paisanos perdidos por culpa de las balas y las bombas; el

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número de veces que había burlado a la muerte.
—¿A cuánto queda el piso franco?
—A doscientos treinta y cinco kilómetros de la Ronda Exterior.
—¿Y cuáles son las previsiones meteorológicas?
—Espantosas —replicó Navot—. Pero se las apañarán.
Shamron no dijo nada. Navot se fijó en las luces que recorrían Moscú.
—Treinta segundos —repitió—. No está mal.
—Treinta y tres —dijo Shamron—. Y esperemos que no hubiera nadie mirando.
Aunque Shamron no lo sabía, esos mismos pensamientos ocupaban la mente del
hombre apostado junto a una de las ventanas del Hotel Metropol, en una habitación
de la cuarta planta. Observaba la curva de la Teatralny Prospekt, en dirección a la
fortaleza amarilla que dominaba la Plaza Lubianka. Se preguntaba si sería capaz de
detectar algún tipo de reacción —luces encendiéndose en los pisos superiores,
vehículos saliendo a toda velocidad del aparcamiento—, pero llegó a la conclusión de
que se trataba de algo poco probable. A Lubianka siempre se le había dado bien
camuflar sus emociones, igual que a Rusia siempre se le había dado muy bien ocultar
a sus muertos.
Se alejó de la ventana, apagó el ordenador y se lo guardó en el bolsillo de su
bolso de viaje. Se dirigió entonces hacia el ascensor, que lo llevó hasta el vestíbulo en
compañía de dos prostitutas que pretendían tener diecisiete años pero que en realidad
se acercaban a los cuarenta y cinco. En el exterior, un Volvo esperaba junto a la acera,
vigilado por un aparcacoches de aspecto triste. Le dio una generosa propina, se puso
al volante y se alejó. Veinte minutos después, tras dejar atrás las murallas del
Kremlin, se unió al río de acero y luz que avanzaba hacia el norte de Moscú. Pero en
el Centro de Operaciones, en el bulevar Rey Saúl, era solo una luz roja más, un ángel
de la venganza solo en la ciudad de los herejes.

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51

Tver Oblast, Rusia

H abía sido la dacha de un hombre poderoso, miembro del Comité Central; tal
vez, incluso, del Politburó. Nadie lo sabía a ciencia cierta, porque en los días
caóticos que habían seguido al hundimiento de la Unión Soviética, todo se había
perdido. Las fábricas estatales habían permanecido cerradas porque nadie encontraba
las llaves; los ordenadores del gobierno no funcionaban porque nadie recordaba los
códigos. Rusia se había lanzado al nuevo milenio sin mapa y sin memoria. Había
quien decía que todavía no la había recuperado, aunque para entonces la amnesia ya
era algo deliberado.
Durante varios años, aquella dacha había permanecido deshabitada, ruinosa, hasta
que un promotor moscovita, nuevo rico, llamado Bloch, la había adquirido por una
cantidad ridícula y la había reconstruido de arriba abajo. Con el tiempo, como les
había sucedido a muchos de los primeros en amasar fortunas, Bloch se había hartado
de los nuevos inquilinos del Kremlin y había decidido irse del país cuando todavía
estaba a tiempo. Se instaló en Israel, en parte porque creía que podía tener algo de
judío, pero sobre todo porque ningún otro país lo quiso recibir. Paulatinamente fue
vendiendo sus bienes en Rusia, pero no se desprendió de la dacha de Tver Oblast. Él
se la cedió a Ari Shamron y le pidió que la usara con prudencia.
La casa se alzaba junto a un lago sin nombre, y se llegaba hasta ella por una
carretera que no figuraba en los mapas. No era tanto una carretera como un surco
creado en el bosque de abedules mucho antes de que nadie hubiera oído hablar de la
existencia de Rusia. La verja original de la dacha se conservaba, lo mismo que el
cartel soviético que prohibía el paso y que a Bloch, que era un niño durante el periodo
estalinista, le había dado terror eliminar. Ahora el cartel centelleó brevemente,
iluminado por los faros del coche que conducía Gabriel, cuando llegó al final de
aquel camino lleno de baches y cubierto de nieve. La dacha apareció entonces ante
sus ojos, robusta, con fachada de madera, tejado a dos aguas y amplios porches que la
rodeaban por sus cuatro costados. En el exterior había varios coches aparcados, entre
ellos un Mercedes Clase S propiedad de Petróleo y Gas Volgatek. Cuando Gabriel se
bajaba de su monovolumen Volvo, un cigarrillo alumbró la oscuridad.
—Bienvenido al Shangri-La —dijo Christopher Keller. Llevaba una parka gruesa
y sostenía una Makarov.
—¿Cómo está el perímetro? —preguntó Gabriel.
—Hace un frío negro, pero está limpio.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte aquí fuera?

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—Yo estoy curtido, cariño.
Gabriel pasó junto a Keller y se metió en la dacha. El resto del equipo estaba
esparcido por los diferentes muebles del gran salón, cada uno en un estado de reposo.
Mijaíl todavía iba vestido con el traje que llevaba durante la cena en el Café Pushkin,
y hundía la mano derecha en un cuenco de agua helada.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Gabriel.
—Me he dado un golpe.
—¿Con qué?
—Con la cara de otro hombre.
Gabriel le pidió que le mostrara la mano. La tenía muy hinchada, y con tres
nudillos despellejados.
—¿Cuántas veces te has golpeado con ella? —le preguntó Gabriel.
—Una o dos veces. O tal vez más. Diez… o doce.
—¿Y cómo está la cara?
—Júzgalo por ti mismo.
—¿Dónde está?
Mijaíl le señaló el suelo.
Entre los muchos detalles lujosos de la casa se contaba un refugio antiatómico. En
su día había contenido alimentos para un año entero, agua y suministros. Ahora
albergaba a dos hombres. Los dos estaban totalmente envueltos en cinta adhesiva:
manos, pies, rodillas, bocas, ojos. Aun así, era evidente que el rostro del mayor de los
dos había sufrido daños significativos como consecuencia de repetidas colisiones con
la peligrosa mano derecha de Mijaíl. Tenía la espalda apoyada en la pared y las
piernas extendidas en el suelo. Al oír que se abría la puerta, empezó a mover la
cabeza a un lado y a otro, como una antena parabólica en busca de la aeronave
invasora. Gabriel se acuclilló frente a él y le arrancó la cinta que le cubría los ojos,
llevándose, al hacerlo, parte de una ceja, lo que dio a su cara un gesto de sorpresa
permanente. Tenía un corte profundo en un pómulo, y sangre reseca alrededor de la
nariz hinchada. Gabriel sonrió y le quitó la cinta de la boca.
—Hola, Pavel —dijo—. ¿O debería llamarle Paul?
Zhirov no habló. Gabriel se fijó bien en su nariz rota.
—Eso tiene que doler —dijo—. Pero estas cosas pasan en sitios como Rusia.
—Estoy impaciente por devolverle el favor, Allon.
—De modo que me reconoce.
—Por supuesto —dijo Zhirov con un exceso de confianza—. Le venimos
observando desde que ha puesto los pies en Rusia.
—¿Venimos? ¿Quiénes son los otros? —preguntó Gabriel—. ¿Volgatek? ¿El
SVR? ¿El FSB? ¿O mejor dejamos los eufemismos y los llamamos el KGB, que es
exactamente lo que son?
—Es hombre muerto, Allon… Usted y toda su gente. Nunca saldrán de Rusia con
vida.

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Gabriel mantuvo la sonrisa en los labios.
—A mí siempre me ha parecido mejor no pronunciar amenazas huecas, Pavel.
—En eso estamos de acuerdo.
—En ese caso, tal vez sería mejor que dejara de fingir que sabía que me
encontraba en Moscú, o que sabía que Nicholas Avedon era una creación mía. Usted
no habría actuado jamás contra él esta noche sin el apoyo del FSB si hubiera sabido
que era mi agente.
—¿Y quién dice que no tenía apoyo?
—Yo.
—Se equivoca, Allon. Pero, claro, cuenta usted con un largo historial de
equivocaciones. El FSB está esperando a tener identificados a todos los miembros de
su equipo. Dispone de unas horas, en el mejor de los casos. Y entonces será usted el
que esté sentado en una celda, con la nariz rota.
—En ese caso supongo que será mejor que empecemos cuanto antes.
—¿A qué?
—A obtener su confesión —respondió Gabriel—. Usted va a contarle al mundo
que secuestró a una chica inglesa llamada Madeline Hart para que Petróleo y Gas
Volgatek obtuviera el acceso al Mar del Norte.
Zhirov fingió sorpresa.
—¿La chica inglesa? ¿De modo que todo esto tiene que ver con ella?
Gabriel meneó la cabeza, despacio, como si la respuesta de Zhirov le
decepcionara.
—Vamos Pavel, seguro que es capaz de hacerlo un poco mejor —dijo—. La
interceptó en la carretera de la costa, cerca de Calvi, pocas horas después de almorzar
con ella en Les Palmiers. Un delincuente de Marsella, de nombre Marcel Lacroix, los
llevó a tierra firme, donde se la entregó a otro delincuente marsellés llamado René
Brossard para que la custodiara. Después, tras recoger los diez millones de euros del
rescate pagados por el primer ministro británico, la dejó en el maletero del coche, en
la playa de Audresselles, y encendió una cerilla.
—No está mal, Allon.
—De hecho, no fue tan difícil. Dejó muchas pistas que seguir. Pero esa era
precisamente su intención. Quería que el secuestro y el asesinato de Madeline
parecieran obra de delincuentes franceses. Pero cometió un error, Pavel. Debió
haberme hecho caso cuando le advertí que no le hiciera daño. Le dije qué le ocurriría
exactamente si le hacía daño: que lo encontraría. Y también le dije que lo mataría.
—¿Y por qué no lo ha hecho? ¿Por qué ha puesto en peligro a gente para
secuestrarme y traerme hasta aquí?
—Nosotros no lo hemos secuestrado, Pavel. Lo hemos capturado. Y lo hemos
traído hasta aquí porque, a pesar de las actuales circunstancias en las que se
encuentra, este es su día de suerte. Voy a ofrecerle algo que no se da mucho en
nuestro negocio. Voy a ofrecerle una segunda oportunidad.

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—¿Y qué tengo que hacer para obtener esa segunda oportunidad?
—Responder unas preguntas, atar unos cabos sueltos.
—¿Eso es todo?
Gabriel asintió.
—¿Y después?
—Después será libre y podrá irse.
—¿Irme a dónde? —preguntó Zhirov muy serio.
—De regreso a Volgatek. Al SVR. Podrá volver a esconderse debajo de la piedra
de la que ha salido.
Zhirov consiguió esbozar una sonrisa de condescendencia.
—¿Y qué cree usted que me ocurrirá cuando regrese a Yasenevo después de
responder sus preguntas y atar sus cabos sueltos?
—Supongo que le aplicarán el visshaia mera —dijo Gabriel—. El grado más alto
de castigo.
Zhirov asintió admirativamente.
—Veo que sabe bastante sobre mi servicio —dijo.
—No por voluntad propia —replicó Gabriel—. Y para serle del todo sincero,
Pavel, no me importa lo más mínimo lo que su servicio haga con usted.
—Pues debería importarle —dijo Zhirov sin abandonar el gesto condescendiente
—. Verá, Allon, lo que usted me ofrece es que escoja entre la muerte y la muerte.
—Le ofrezco la posibilidad de ver salir el sol una vez más sobre Rusia, Pavel. Y
no se preocupe —añadió—. Me aseguraré de concederle mucho tiempo en un lugar
tranquilo para que se le ocurra una buena historia que contar a sus jefes del SVR.
Algo me dice que, al final, todo le saldrá bien.
—¿Y si me niego?
—En ese caso yo, personalmente, le dispararé una bala en la nuca por haber
matado a Madeline.
—Necesito tiempo para pensarlo.
Gabriel le cubrió la boca y los ojos con la cinta adhesiva.
—Tiene cinco minutos.
En realidad transcurrieron diez minutos hasta que Mijaíl, Yaakov y Oded sacaron
a Zhirov del refugio antiatómico y lo llevaron al comedor, donde lo ataron muy bien a
una silla resistente. Gabriel se sentó frente a él. Detrás de él estaba Yossi, con los ojos
fijos en el visor de la cámara de vídeo montada sobre un trípode. Tras corregir
mínimamente el ángulo de grabación, Yossi le hizo una seña a Mijaíl, que le arrancó
a Zhirov la cinta aislante de la boca y los ojos. El ruso parpadeó varias veces, y
después pasó la mirada, lentamente, por la habitación, en un intento de registrar todos
los rostros, todos los detalles, antes de posarlos finalmente sobre la fotografía que
sostenía Gabriel. En ella aparecía Zhirov con un aspecto muy distinto, almorzando
con Madeline Hart en el restaurante Les Palmiers de Calvi.
—¿Cómo la conoció? —le preguntó Gabriel.

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—¿Conocer a quién? —respondió Zhirov.
Gabriel dejó la foto sobre la mesa y pidió a Yossi que apagara la cámara.
Lo levantaron de la silla, le ataron una cuerda en las muñecas y lo llevaron fuera,
hasta la orilla del lago. Un embarcadero de unos tres metros se adentraba en la
oscuridad. Al final se adivinaba una porción de agua que todavía no se había
congelado. Zhirov se metió en ella torpemente, como tiende a hacer un hombre muy
bien atado empujado por tres hombres iracundos.
—¿Sabéis cuánto puede sobrevivir un hombre con un agua a esa temperatura? —
preguntó Keller.
—Empezará a perder sensibilidad y movilidad en dos minutos. Y es muy posible
que en menos de quince ya esté inconsciente.
—Si no se ahoga antes.
—Sí, claro, esa es siempre una posibilidad —comentó Gabriel.
Keller observó un instante, en silencio, la figura que se agitaba.
—¿Y cómo sabréis que ya ha tenido bastante? —preguntó finalmente.
—Lo sabremos porque empezará a hundirse.
—Espero no teneros nunca de enemigos.
—Estas cosas pasan en sitios como Rusia.

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52

Tver Oblast, Rusia

D os minutos en el lago fueron suficientes. A partir de entonces ya no hubo más


declaraciones de inocencia, más amenazas de que el FSB acudiría pronto a su
rescate. Resignado a su destino, Pavel Zhirov se convirtió en un preso modélico.
Únicamente pidió una cosa: que hicieran algo con su aspecto físico. Como la mayoría
de los espías, se había pasado la vida evitando las cámaras, y si había de convertirse
en una estrella no quería hacerlo como un boxeador noqueado.
Hay una verdad absoluta en el mundo del espionaje: en contra de la creencia
popular, a la mayoría de los espías les gusta hablar, sobre todo cuando se enfrentan a
una situación en la que su carrera resulte ya insalvable. Llegados a ese punto,
divulgan sus secretos de manera torrencial, aunque solo sea para demostrarse a sí
mismos que han sido algo más que un simple diente en el engranaje de lo
confidencial, que han sido importantes, aunque no lo hayan sido.
Así, a Gabriel no le sorprendió lo más mínimo que Pavel Zhirov, tras recuperarse
de su chapuzón en el lago, se mostrara de pronto tan parlanchín. Vestido con ropa
seca, confortado por un té caliente con un chorrito de coñac, inició su relato no por
Madeline Hart, sino por sí mismo. Había sido un niño de la nomenklatura, la élite
comunista de la Unión Soviética. Su padre había ocupado un alto cargo en el
Ministerio de Asuntos Exteriores soviético bajo las órdenes de Andrei Gromiko, lo
que implicaba que Zhirov había asistido a escuelas especiales reservadas a los hijos
de aquella élite, y había podido comprar en las tiendas especiales del partido, en las
que se encontraban artículos de lujo con los que la mayoría de los ciudadanos
soviéticos solo podían soñar. Y también había conocido un lujo aún mayor, al alcance
de muy pocos: el viaje al extranjero. Zhirov había pasado gran parte de su infancia
más allá de las fronteras de la Unión Soviética, sobre todo en sus estados satélite de la
Europa del Este, que constituían la zona de trabajo de su padre, aunque en una
ocasión había pasado seis meses en Nueva York, en una ocasión en que su padre fue
destinado a una misión en las Naciones Unidas. Odiaba Nueva York porque, como
niño fiel del partido, lo habían criado y educado para que lo odiara. «No veíamos la
riqueza y la avaricia de Nueva York como algo que debiera ser emulado —dijo—.
Las veíamos como algo que podíamos usar contra los estadounidenses para
destruirlos».
A pesar de ser un estudiante poco destacado que con frecuencia molestaba en
clase, Zhirov fue admitido en el prestigioso Instituto de Lenguas Extranjeras de
Moscú. Después de graduarse, se dio por sentado que entraría a trabajar en el

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Ministerio de Asuntos Exteriores. Pero un reclutador del Comité para la Seguridad
Estatal, más conocido como el KGB, llamó un día a la puerta del apartamento
moscovita de Zhirov. El reclutador le dijo que el KGB había estado observando a
Pavel desde que era niño y que creía que poseía los atributos propios del perfecto
espía.
—Me sentí increíblemente halagado —admitió Zhirov—. Era 1975. Ford y
Breznev se llevaban bien en Helsinki, pero, tras la fachada de distensión, la
competencia entre Este y Oeste, entre socialismo y capitalismo, seguía siendo feroz.
Y yo iba a formar parte de ella.
Pero antes, añadió enseguida, debía asistir a otro instituto: el centro de
adiestramiento del KGB, en Moscú. Allí aprendió los rudimentos de la manera de
hacer del KGB, aunque sobre todo aprendió a reclutar espías, algo que, en el KGB,
era un proceso extraordinariamente lento y férreamente controlado que duraba un año
o más. Una vez completada su formación, lo asignaron al Quinto Departamento del
Primer Directorado Principal y lo enviaron a Bruselas. Después siguieron diversos
puestos en otros países de la Europa Occidental, hasta que a los superiores de Zhirov,
en el Centro Moscú, les quedó claro que estaba dotado para iniciarse en el lado más
oscuro de su negocio. Lo transfirieron entonces al Departamento S, la unidad que
supervisaba a los agentes soviéticos que vivían «ilegalmente» en el extranjero.
Posteriormente trabajó en el Departamento V, la división del KGB encargada de los
mokriye dela.
—Asuntos mojados, literalmente —dijo Gabriel—. Asesinatos.
Zhirov asintió.
—Pero yo no era de los que apretaban el gatillo, como usted, Allon. Yo era
organizador, planificador.
—¿Y llevaron a cabo alguna operación bajo bandera falsa mientras estuvo en el
Departamento V?
—Las llevábamos a cabo constantemente —admitió Zhirov—. De hecho, las
banderas falsas formaban parte de nuestro modus operandi. Casi nunca actuábamos
contra un objetivo a menos que pudiéramos crear una historia falsa que hiciera creer
que eran otros los que estaban detrás.
—¿Cuánto tiempo permaneció en el Departamento V?
—Hasta el final.
Con ello quería decir «hasta el final de la Unión Soviética», que se había
desmoronado en diciembre de 1991. Casi de la noche a la mañana, la que había sido
poderosísima superpotencia pasó a ser quince países separados, con Rusia —el
corazón de la vieja unión— como primus inter pares. El KGB se descompuso en dos
servicios separados. En poco tiempo, el Centro Moscú, otrora catedral del espionaje,
pasó por tiempos difíciles. Aparecieron grietas en la fachada, y el vestíbulo estaba
lleno de basura sin recoger. Agentes sin afeitar y con ropas arrugadas recorrían los
pasillos, alcoholizados.

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—Ni siquiera había papel higiénico en los lavabos —comentó Zhirov en tono
indignado—. Aquel sitio se había convertido en una pocilga. Y no había nadie al
mando.
Todo aquello cambió —dijo— cuando Boris Yeltsin finalmente abandonó los
escenarios y los siloviki, los hombres de los servicios de seguridad, se hicieron con el
control del Kremlin. Casi de inmediato, esos hombres ordenaron incrementar las
operaciones contra Estados Unidos y Gran Bretaña, ambos aliados nominales de la
nueva Federación Rusa. A Zhirov lo nombraron nuevo jefe rezident del SVR en
Washington, uno de los puestos más importantes del servicio. Pero el día en que se
suponía que debía salir de Rusia, fue convocado al Kremlin. Al parecer, el presidente,
un viejo colega del KGB, deseaba hablar con él.
—Yo supuse que quería darme instrucciones antes de mi viaje sobre cómo
abordar mi trabajo en Washington —explicó Zhirov—. Pero resultó que tenía otros
planes para mí.
—Volgatek —apuntó Gabriel.
Zhirov asintió.
—Volgatek.
Para entender lo que ocurrió a continuación —prosiguió Zhirov—, antes había
que entender la importancia del petróleo para Rusia. Recordó a su público que,
durante décadas, la Unión Soviética había sido el segundo mayor productor de
petróleo del mundo, solo por detrás de Arabia Saudí y de los emiratos de un Golfo
Pérsico dominado por Estados Unidos. Las crisis petroleras de las décadas de 1970 y
1980 habían sido una bendición para la maltrecha economía soviética; como una
respiración asistida, dijo Zhirov, que alargaba la vida de un paciente mucho después
de que el cerebro dejara de funcionarle. El nuevo presidente ruso comprendía lo que
Boris Yeltsin no había llegado a comprender: que el petróleo podía volver a convertir
a Rusia en una superpotencia. Por eso echó del país a oligarcas como Viktor Orlov y
colocó la totalidad del sector energético ruso bajo el control real del Kremlin. Y a
continuación puso en marcha una empresa petrolera propia.
—Petróleo y Gas KGB —dijo Gabriel.
—Más o menos —admitió Zhirov mientras asentía despacio—. Pero nuestra
empresa había de ser diferente. Nuestra misión consistiría en adquirir derechos de
perforación, refinamiento y derivados fuera de Rusia. Y sí, éramos el KGB de arriba
abajo. De hecho, un porcentaje sustancial de nuestros beneficios va ahora
directamente a las cuentas de Yasenevo.
—¿Y el resto? ¿Dónde va?
—Imagínelo usted mismo.
—¿A los bolsillos del presidente de Rusia?
—Si ha llegado a ser el hombre más rico de Europa no ha sido invirtiendo su
pensión del KGB. Nuestro presidente está valorado en cuarenta mil millones de
dólares, y gran parte de su riqueza proviene de Volgatek.

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—¿De quién fue la idea de perforar en el Mar del Norte?
—Suya —respondió Zhirov—. Se lo tomó como algo personal. Dijo que quería
que Volgatek plantara una pajita en aguas territoriales británicas y se lo chupara todo,
hasta que no quedara nada. Que conste —añadió— que yo me opuse desde el
principio.
—¿Por qué?
—En parte, mi misión como jefe de seguridad y operaciones era supervisar el
campo de trabajo antes de que tomáramos ninguna decisión sobre cualquier
adquisición o cualquier contrato de perforación. Mi análisis de la situación en Gran
Bretaña no era prometedor. Predije que las tensiones políticas entre Londres y Moscú
llevarían a que se rechazara nuestra petición para perforar en las Islas Occidentales.
Y, por desgracia, mis predicciones resultaron acertadas.
—Supongo que el presidente se sentiría decepcionado.
—Nunca lo había visto tan enfadado —dijo Zhirov—. Sobre todo porque
sospechaba que Viktor Orlov había tenido algo que ver en ello. Me convocó a su
despacho del Kremlin y me ordenó que usara todos los medios necesarios para
obtener el contrato.
—De modo que usted se fijó en Jeremy Fallon.
Zhirov vaciló antes de responder.
—Sin duda tiene usted muy buenas fuentes en Londres —dijo, transcurrido un
momento.
—Cinco millones de euros en una cuenta bancaria suiza —replicó Gabriel—. Eso
fue lo que le dieron a Jeremy Fallon para que les consiguiera el contrato.
—La negociación fue muy dura, eso está claro —añadió Zhirov—. Y nos
sentimos extremadamente decepcionados cuando no cumplió con su parte del trato.
Dijo que no podía hacer nada. Lancaster y el secretario de Energía se oponían
frontalmente al acuerdo. Tuvimos que hacer algo para alterar aquella dinámica…,
modificar un poco el campo de batalla, si lo prefiere.
—De modo que secuestraron a la amante del primer ministro.
Zhirov no dijo nada.
—Dígalo —le ordenó Gabriel—, o le llevaremos de nuevo a nadar a la luz de la
luna.
—Sí —dijo Zhirov mirando directamente a la cámara—. Yo secuestré a la amante
del primer ministro.
—¿Cómo supo que Lancaster tenía una aventura con ella?
—La rezidentura de Londres llevaba tiempo oyendo rumores sobre una joven de
la sede del partido que acudía por las noches a Downing Street. Les pedí que
investigaran un poco más sobre el tema. Y no tardaron mucho en averiguar quién era.
—¿Sabía Fallon que usted pensaba secuestrarla?
Zhirov negó con la cabeza.
—Esperé hasta después de enviar la confesión de Madeline para informar a

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Fallon de que los que estábamos detrás del secuestro éramos nosotros. Le dije que
usara aquella oportunidad para conseguir que se cerrara el trato. Si no lo hacía,
también lo salpicaría a él.
—Revelando que había aceptado un soborno de cinco millones de euros de una
empresa petrolera propiedad del Kremlin.
Zhirov asintió.
—¿Cuándo estuvo en contacto con él?
—Viajé a Londres mientras usted y su amiguito de Córcega se dedicaban a
recorrer Francia en busca de la chica. Lancaster estaba tan paralizado por el estrés
que autorizó a Fallon a hacer todo lo que quisiera. Y Fallon consiguió que aceptara el
acuerdo a pesar de las objeciones del secretario de Energía. Entonces fue cuando yo
puse en marcha el final del juego.
—La exigencia de rescate —se anticipó Gabriel—. Diez millones de euros o la
chica moriría. Y Fallon sabía desde el principio que se trataba de una charada
pensada para ocultar el papel de Volgatek en la desaparición de Madeline.
—Y el suyo también —añadió Zhirov.
—¿Y cuánto de todo esto sabía Lancaster?
—Nada —respondió Zhirov—. El sigue creyendo que pagó diez millones de
euros para salvar a su amante y para salvar su carrera política.
—¿Por qué insistió en que fuera yo quien efectuara la entrega del dinero?
—Queríamos divertirnos un poco a costa suya.
—¿Matando a Madeline delante de mis narices?
Zhirov no dijo nada.
—Dígalo a la cámara, Pavel. Admita que usted mató a Madeline.
—Yo maté a Madeline Hart —repitió.
—¿Cómo?
—Metiéndola en el maletero de un Citroën con una bomba de gasolina.
—¿Por qué? —preguntó Gabriel—. ¿Por qué la mató?
—Tenía que morir —respondió Zhirov—. No podíamos dejar que regresara a
Inglaterra.
—¿Por qué no me mató a mí también?
—Créame, Allon. Nada me habría hecho más feliz. Pero nos pareció que nos
resultaría más útil vivo que muerto. Después de todo, ¿quién mejor que Gabriel Allon
para certificar que Madeline había muerto como consecuencia de un plan de
secuestro con móvil económico?
—¿Dónde están los diez millones de euros?
—Se los regalé al presidente de Rusia.
—Me gustaría que los devolviera.
—Pues que tenga buena suerte.
Gabriel colocó la fotografía del almuerzo en Les Palmiers sobre la mesa una vez
más.

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—¿Qué está ocurriendo en esta imagen? —preguntó.
—Supongo que podría describirse como la etapa final de un reclutamiento
romántico.
Gabriel, escéptico, frunció el ceño.
—¿Y por qué una joven guapa como Madeline se interesaría en un adefesio como
usted?
—Se me da bien mi trabajo, Allon. Como a usted. Además —añadió Zhirov—, la
joven se sentía sola. Fue una chica fácil.
—Cuidado con lo que dice, Pavel. —Gabriel hizo como que observaba la foto con
detalle—. Es curioso —dijo al cabo de un momento—, porque los dos parecen muy
cómodos juntos.
—Era nuestro tercer encuentro.
—¿Encuentro?
—Cita —dijo Zhirov, corrigiéndose.
—Pues a mí no me parece que estuvieran pasándolo muy bien —comentó Gabriel
sin dejar de observar la fotografía—. De hecho, si no supiera lo que sé, diría que
estaban discutiendo.
—No discutíamos —replicó Zhirov enseguida.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro.
Gabriel no dijo nada y dejó la foto sobre la mesa.
—¿Alguna otra pregunta?
—Solo una —dijo Gabriel—. ¿Cómo supo que Madeline tenía una aventura con
Jonathan Lancaster?
—Eso ya se lo he respondido.
—Lo sé. Pero ahora quiero que me diga la verdad.
El interrogado ofreció la misma explicación: los rumores que habían llegado a
oídos del rezident del SVR en Londres. Pero Gabriel no se lo creía. Le dio a Zhirov
una última oportunidad. Pero como él contó la misma mentira, condujo al ruso hasta
el final del embarcadero y le acercó el cañón de una Makarov a la nuca. Y allí, al
borde de aquel lago helado sin nombre, la verdad salió a borbotones. Gabriel, en
parte, ya lo sospechaba desde el principio. Aun así, apenas daba crédito al relato que
le hizo Zhirov. Pero tenía que ser cierto, pensó. De hecho, aquella era la única
explicación posible de todo lo que había ocurrido.
Una vez en el interior de la dacha, Zhirov volvió a contar la historia, esta vez ante
la cámara de vídeo, antes de regresar, atado y amordazado, al refugio antiatómico. La
operación casi había culminado. Habían obtenido pruebas de que Volgatek había
sobornado y chantajeado para hacerse con el lucrativo mercado petrolero del Mar del
Norte. Lo único que tenían que hacer era llegar al aeropuerto y regresar a casa en
vuelos distintos. O, como sugirió Gabriel, podían posponer su partida para llevar a
cabo una última acción. No se trataba de una decisión que pudiera tomar él solo, por

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lo que, saliéndose de la norma, la sometió a votación. Y hubo unanimidad.

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56

San Petersburgo, Rusia

G abriel decidió que era más seguro tomar el tren. Había una estación en la
ciudad de Okulovka. Podía montarse en el primer tren de la mañana, y estaría
en San Petersburgo a primera hora de la tarde. Aunque no lo dijo, le alivió constatar
que Eli Lavon insistía en acompañarlo. Necesitaba los ojos de Lavon. Y también
necesitaba a alguien que hablara ruso.
Se encontraban a apenas sesenta kilómetros de Okulovka, pero el pésimo estado
de las carreteras y el mal tiempo contribuyeron a que el viaje durara casi dos horas.
Dejaron el monovolumen Volvo en un pequeño aparcamiento azotado por el vendaval
y se dirigieron a toda prisa a la estación, un edificio de ladrillo de nueva construcción
que, curiosamente, parecía una fábrica. Los pasajeros ya empezaban a subir al tren
cuando Lavon consiguió comprar un par de billetes a uno de los adustos empleados
que se parapetaban tras unos paneles de cristal. En su compartimento viajaban
también dos jóvenes rusas que charlaban sin parar, y un hombre de negocios flaco y
bien vestido que no despegaba la vista de su teléfono móvil. Lavon mataba el tiempo
leyendo los periódicos matutinos editados en Moscú, que no mencionaban en
absoluto la desaparición de ningún ejecutivo de la industria petrolera. Gabriel
contemplaba, a través de la ventanilla medio oculta por la escarcha, los interminables
campos cubiertos de nieve, hasta que el vaivén del vagón lo adormeció y lo sumió en
algo parecido al sueño.
Despertó sobresaltado cuando el tren hacía su entrada en la estación de
Moskovski, en San Petersburgo. Arriba, en el gran vestíbulo abovedado, la actividad
era frenética: al parecer, el tren de alta velocidad que salía hacia Moscú lo haría con
retraso por una amenaza de bomba lanzada por los chechenos. Seguido por Lavon,
Gabriel se abrió paso entre niños que lloraban y parejas que discutían, y se dirigió
hacia la Plaza Vosstaniya. El Obelisco a la Ciudad Heroica se alzaba hacia el cielo en
medio de la rotonda de tráfico, con su estrella dorada desgastada por la nieve. Las
farolas parpadeaban a lo largo de Nevsky Prospekt. Eran solo las dos de la tarde, pero
si en algún momento había salido el sol, este se había puesto hacía un buen rato.
Gabriel caminaba por la avenida, observado de cerca por Lavon. Ya no estaba en
Rusia, pensaba. Estaba en una ensoñación zarista, importada desde Occidente y
construida por unos campesinos aterrorizados. Florencia le hacía guiños desde las
fachadas de los palacios barrocos y, al cruzar el río Moika, Venecia acudió a su
imaginación. Se preguntó cuántos cadáveres yacerían bajo el hielo. Miles, pensó.
Decenas de miles. Ninguna otra ciudad del mundo camuflaba sus horrores con más

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gracia y más belleza que San Petersburgo.
En el último tramo de la prospekt se alzaba el único edificio discordante a la
vista: la vieja sede de Aeroflot, una monstruosidad de piedra gris inspirada en el
Palacio de los Dux de Venecia, con mezcla de estilo florentino de los Médicis, para
que no faltara de nada. Gabriel abandonó la avenida y tomó la calle Bolshaia
Morskaia, y siguió por ella a través del arco triunfal hasta la Plaza del Palacio.
Cuando se aproximaba a la Columna de Alejandro, Lavon pasó a su lado para
informarle de que no le seguían. Gabriel consultó la hora en su reloj de pulsera, que
parecía habérsele congelado en la muñeca. Eran las dos y veinte. «Ocurre todos los
días a la misma hora —le había dicho Zhirov—. La gente parece volverse un poco
loca cuando le llega la hora de volver a casa después de mucho rato pasando frío».
Junto a la Plaza del Palacio había un parque pequeño, verde en verano, pero ese
día desnudo y cubierto de nieve. Lavon esperó allí, sobre un banco helado, mientras
Gabriel caminaba solo a lo largo del embarcadero del Palacio. El río Neva había
detenido su curso, y el hielo lo cubría por completo. Volvió a consultar la hora. Y
entonces se plantó solo junto a la barrera, tan inmóvil como el río, y se puso a esperar
a una chica a la que no conocía.
La vio a las tres menos cinco, cruzando el puente del Palacio. Llevaba un abrigo
grueso y unas botas que le llegaban casi hasta las rodillas. Un gorro de lana le cubría
el pelo claro. Una bufanda ocultaba la parte inferior de su cara. Aun así, Gabriel supo
al instante que se trataba de ella. Los ojos la delataban: los ojos y los pómulos
angulosos. Era como si la joven de la perla de Vermeer hubiera salido de su prisión de
lienzo y caminara ahora sobre el río de San Petersburgo.
Pasó junto a él como si fuera invisible y se dirigió hacia el Ermitage. Gabriel
esperó por si la seguían antes de seguirla él, y cuando entró en el museo, ella ya había
desaparecido. No importaba: sabía a dónde se dirigía. «La misma pintura todos los
días —había dicho Zhirov—. Nadie sabe por qué».
Adquirió una entrada y empezó a recorrer los interminables pasillos y galerías
hasta llegar a la 67, la Sala Monet. Y allí estaba ella, sentada, sola, admirando El
estanque de Montgeron. Cuando Gabriel se sentó a su lado, ella lo miró apenas un
instante antes de regresar al estudio de aquel cuadro. El disfraz que llevaba él era
mejor que el que llevaba ella. Aquel hombre sentado a su lado no le sonaba de nada.
Gabriel supuso que siempre había sido así.
Transcurrió otro minuto y, como él no se movía, ella se volvió y lo miró por
segunda vez. Fue entonces cuando se fijó en el ejemplar de Una habitación con vistas
que él mantenía en equilibrio sobre una rodilla.
—Creo que esto es tuyo —le dijo él, colocando el libro con gran cuidado en su
mano temblorosa.

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54

Plaza Lubianka, Moscú

E n la cuarta planta de la sede del FSB hay un conjunto de salas ocupadas por la
unidad más pequeña y secreta de la organización. Conocida como
Departamento de Coordinación, se ocupa solo de casos políticos extremadamente
delicados, generalmente por orden personal del presidente ruso. En ese momento,
quien había sido su director desde hacía mucho tiempo, el coronel Leonid Milchenko,
se encontraba sentado ante su gran escritorio de diseño finlandés, con un teléfono al
oído, la mirada fija en la Plaza Lubianka. Vadim Strelkin, su número dos, aguardaba,
nervioso, junto a la puerta. Por la fuerza con que Milchenko colgó el teléfono, supo
que aquella iba a ser una noche muy larga.
—¿Quién era? —preguntó Strelkin.
Milchenko le respondió sin dejar de mirar por la ventana.
—Mierda —soltó Strelkin.
—Mierda no, Vadim. Petróleo.
—¿Y qué quería?
—Quiere hablar conmigo en privado.
—¿Dónde?
—En su despacho.
—¿Cuándo?
—Hace cinco minutos.
—¿Y de qué cree que se trata?
—Podría ser cualquier cosa —dijo Milchenko—. Pero si tiene que ver con
Volgatek, no puede ser nada bueno.
—Voy a buscar el coche, entonces.
—Buena idea, Vadim.
Tardaron más en sacar el coche de las tripas de Lubianka que en cubrir el corto
trayecto que los separaba de la sede de Volgatek, situada en la calle Tverskaia. Dmitri
Bershov, el segundo máximo responsable de la empresa, los esperaba ya, muy tenso,
en el vestíbulo, cuando Milchenko y Strelkin entraron por la puerta. Otra mala señal.
No les dijo nada mientras conducía a los dos agentes del FSB hasta un ascensor
reservado a ejecutivos y pulsaba el botón que los llevaría directamente hasta la última
planta del edificio. La oficina era la más grande que Milchenko había visto en Moscú.
De hecho, tardó varios segundos en distinguir a Gennadi Lazarov, sentado en un
extremo de un inmenso sofá de diseño ejecutivo. Milchenko prefirió permanecer de
pie mientras el director de Volgatek le explicaba que desde la noche anterior, a las

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once, no se sabía nada de Pavel Zhirov, su jefe de seguridad. Milchenko lo conocía:
habían coincidido en el KGB. Dejó caer su cuaderno sobre la mesa de centro de
Lazarov, y se sentó.
—¿Qué ocurría a esa hora?
—Dábamos una fiesta en el Café Pushkin para celebrar una importante nueva
incorporación a la empresa. Por cierto —añadió Lazarov—, la nueva incorporación
también está desaparecida. Y el chófer.
—Podría haberlo mencionado desde el principio.
—Estaba llegando a ello.
—¿Y cómo se llama la nueva incorporación?
Lazarov respondió a la pregunta.
—¿Ruso? —preguntó Milchenko.
—En realidad no.
—¿Qué significa eso?
—Significa que sus antepasados son rusos, pero que él tiene pasaporte británico.
—Es decir que, de hecho, es británico.
—Lo es.
—¿Hay algo más que deba saber sobre él?
—Que actualmente trabaja para Viktor Orlov en Londres.
Milchenko miró fijamente a Strelkin un buen rato y, sin decir ni una palabra, posó
la vista en el cuaderno de notas. Todavía no había escrito nada, lo que,
probablemente, era lo más sensato. Un exagente del KGB desaparecido y un socio del
opositor más notorio del Kremlin también desaparecido. Milchenko empezaba a
pensar que esa mañana tendría que haber llamado a la oficina para decir que estaba
enfermo.
—Supongo que salieron juntos del Café Pushkin —dijo finalmente.
Lazarov asintió.
—¿Por qué?
—Pavel quería formularle algunas preguntas.
—¿Por qué será que no me sorprende?
Lazarov no dijo nada.
—¿Qué clase de preguntas? —preguntó Milchenko.
—Pavel sospechaba de él.
—¿Qué significa eso?
—Creía que podía estar relacionado con algún servicio de inteligencia extranjero.
—¿Algún servicio en concreto?
—Por razones obvias —dijo Lazarov con cautela—, sus sospechas se centraban
en el británico.
—De modo que su intención era darle un buen repaso.
—Su intención era formularle algunas preguntas —recalcó Lazarov.
—¿Y si las respuestas no le gustaban…?

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—Entonces sí le daría un buen repaso.
—Me alegro de que hayamos aclarado este punto.
El teléfono de Lazarov emitió un ronroneo suave. Se llevó el auricular al oído,
escuchó en silencio y dijo: «Ahora mismo», antes de colgar.
—¿De qué se trata? —preguntó Milchenko.
—El presidente solicita una reunión.
—No debería hacerle esperar.
—De hecho —informó Lazarov—, es a usted a quien desea ver.

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55

San Petersburgo, Rusia

E n ese preciso instante, el hombre responsable de que hubieran convocado al


coronel Milchenko al Kremlin se paseaba por la avenida del Almirantazgo de
San Petersburgo. Ya no sentía el frío; solo el punto del brazo en el que ella había
posado brevemente la mano antes de irse. El corazón le latía con fuerza. Seguro que
la vigilaban. Seguro que estaban a punto de detenerlo. Para calmar sus temores,
empezó a mentirse a sí mismo: no estaba en Rusia, pensaba. Estaba en Venecia, y en
Roma, y en Florencia, y en París. En todas esas ciudades a la vez. Estaba a salvo. Y
ella también.
La catedral de San Isaac, la colosal iglesia de mármol que los soviéticos habían
convertido en un museo dedicado al ateísmo, apareció ante él. Entró en ella desde la
plaza y subió por la escalera estrecha, de caracol, hasta el balcón que rodeaba su
única cúpula dorada. Como esperaba, el mirador estaba desierto: aquella ciudad de
cuento de hadas se agitaba a sus pies, y el tráfico se movía lentamente por sus
grandes prospekts. Por una de ellas una mujer avanzaba sola. Un gorro le cubría los
cabellos claros, una bufanda ocultaba la mitad inferior de su rostro. Momentos
después oyó unos pasos en la escalera. Y ahí estaba al fin, frente a él. La cúpula no
estaba iluminada. La joven apenas se distinguía en la penumbra.
—¿Cómo me ha encontrado?
El sonido de su voz era casi irreal. Era por el acento inglés. Gabriel cayó en la
cuenta entonces de que era su único acento.
—Eso no es importante —respondió él.
—¿Cómo? —insistió ella. Pero en esa segunda ocasión Gabriel no dijo nada. Dio
un paso al frente para verle mejor la cara.
—¿Te acuerdas de mí ahora, Madeline? Yo soy el que lo arriesgó todo intentando
salvarte la vida. Jamás se me ocurrió que estuvieras metida en todo eso desde el
principio. Me engañaste, Madeline. Nos engañaste a todos.
—Yo nunca estuve «metida» en nada —replicó ella—. Me limité a hacer lo que
me ordenaron.
—Lo sé —admitió él tras una pausa—. En caso contrario, yo no estaría aquí.
—¿Quién es usted?
—En realidad —dijo Gabriel—, yo iba a preguntarte lo mismo.
—Soy Madeline —dijo ella—. Madeline Hart, de Basildon, Inglaterra. Fui
siempre obediente. Me fue bien en el colegio y en la universidad. Conseguí trabajo en
la sede del partido. Mi futuro no tenía techo. Algún día sería diputada. Tal vez

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ministra. —Se detuvo, antes de añadir—: Al menos, eso era lo que se decía de mí.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—No conozco mi verdadero nombre —respondió ella—. Apenas hablo ruso. No
soy rusa. Soy Madeline. Soy una chica inglesa.
Se sacó del bolsillo del abrigo el ejemplar de Una habitación con vistas y se lo
mostró.
—¿Dónde lo encontró?
—En tu habitación.
—¿Qué hacía usted en mi habitación?
—Intentaba descubrir por qué tu madre se había ido de Basildon sin decírselo a
nadie.
—No es mi madre.
—Eso ya lo sé ahora. De hecho —añadió—, creo que lo supe cuando vi una foto
en la que salías entre tu padre y tu madre. Parecían…
—Campesinos —dijo ella con desprecio—. Los odiaba.
—¿Dónde están ahora tu madre y tu hermano?
—En un viejo centro de adiestramiento del KGB, en medio de la nada. Se suponía
que yo también tenía que ir, pero me negué. Les dije que quería vivir en San
Petersburgo y que, si no me lo permitían, me escaparía a Occidente.
—Tuviste suerte de que no te mataran.
—Amenazaron con hacerlo. —La joven lo miró fijamente durante unos instantes
—. ¿Cuánto sabe realmente sobre mí?
—Sé que tu padre fue un general importante del Primer Directorio del KGB, tal
vez incluso el jefe supremo. Tu madre era una de las mecanógrafas. Ella murió de
una sobredosis de somníferos mezclados con vodka poco después de que tú nacieras,
o eso cuentan. Después, a ti te llevaron a una especie de orfanato.
—Un orfanato del KGB —intervino ella—. Me criaron los lobos, literalmente.
—En determinado momento —prosiguió Gabriel—, dejaron de hablarte en ruso
en ese orfanato. De hecho, no decían nada en tu presencia. Te criaron en absoluto
silencio hasta que tenías unos tres años. Y entonces empezaron a hablarte en inglés.
—En inglés del KGB —dijo ella—. Durante un tiempo hablé con la inflexión de
voz de una locutora de Radio Moscú.
—¿Cuándo conociste a tus nuevos padres?
—Cuando tenía unos cinco años. Vivimos juntos en un campo del KGB durante
unos doce meses, más o menos, para ir conociéndonos. Después nos instalamos en
Polonia. Y cuando se inició la gran emigración polaca a Londres, nos unimos a ella.
Mis padres del KGB ya hablaban un inglés perfecto. Se crearon identidades nuevas y
se dedicaron al espionaje de baja intensidad. Fundamentalmente, se dedicaban a
cuidar de mí. Nunca hablábamos ruso en casa. Solo inglés. Con el tiempo, llegué a
olvidar que en realidad era rusa. Leía libros para aprender a ser una auténtica chica
inglesa: de Austen, Dickens, Lawrence, Forster.

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—Una habitación con vistas.
—Eso es todo lo que yo quería —dijo ella—. Una habitación con vistas.
—¿Por qué la vivienda de protección oficial en Basildon?
—Eran los años noventa —respondió ella—. Rusia estaba arruinada. El SVR era
un desastre. No había presupuesto para mantener a una familia de ilegales en
Londres, así que nos instalamos en Basildon y vivíamos del subsidio. El sistema de
bienestar social británico financió a unos espías infiltrados.
—¿Y qué le ocurrió a tu padre?
—Contrajo la enfermedad ilegal.
—¿Se sentía enclaustrado?
Ella asintió.
—Informó al Centro Moscú de que quería dejarlo. Si no se lo permitían, iría a ver
a los del MI5. El Centro le hizo volver a Rusia. Dios sabe qué hicieron con él.
—Visshaia mera.
—¿Qué significa eso?
—No importa.
En ese momento nada importaba, pensaba él, salvo aquella chica. Contempló la
plaza oscura y vio a Eli Lavon, que para quitarse el frío pateaba el suelo. Madeline
también se fijó en él.
—¿Quién es?
—Un amigo.
—¿Un vigilante?
—El mejor.
—Más le vale serlo.
Ella se volvió y empezó a caminar despacio por el mirador.
—¿Cuándo te activaron? —preguntó Gabriel, clavando la vista en su espalda
larga y elegante.
—Cuando estaba en la universidad —respondió ella—. Me dijeron que querían
que me preparara para hacer carrera en el gobierno. Estudié Ciencias Políticas y
Trabajo Social, y sin darme cuenta ya tenía empleo en la sede del partido. En el
Centro Moscú estaban entusiasmados. Entonces Jeremy Fallon me puso bajo su
protección, y el entusiasmo del Centro Moscú llegó ya a cotas máximas.
—¿Te acostaste con él?
La joven se volvió y sonrió por primera vez.
—¿Ha visto usted alguna vez a Jeremy Fallon?
—Sí.
—Entonces estoy segura de que me creerá si le digo que no, que no me acosté con
Jeremy Fallon. Él quería acostarse conmigo, eso sí, y yo le daba las esperanzas justas
para conseguir de él lo que quería.
—¿Por ejemplo?
—Unos minutos a solas con el primer ministro.

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—¿De quién fue la idea?
—Del Centro Moscú —respondió ella—. Yo nunca hacía nada sin su aprobación.
—¿Y ellos creían que Lancaster podía ser vulnerable a una aproximación tuya?
—Todos son vulnerables —respondió ella—. Por desgracia para Lancaster, él
sucumbió a la tentación. Se entregó por completo a partir del momento en que me
hizo el amor por primera vez.
—Felicidades —dijo Gabriel—. Debiste de sentirte muy orgullosa de ti misma.
Ella se volvió bruscamente y lo miró fijamente durante un momento sin decir
nada.
—Yo no estoy orgullosa de lo que hice —respondió finalmente—. Llegué a
apreciar mucho a Jonathan. No quería que le ocurriera nada malo.
—En ese caso, tal vez deberías haberle dicho la verdad.
—Pensé hacerlo.
—¿Y qué ocurrió?
—Me fui de vacaciones a Córcega —dijo ella, esbozando una sonrisa triste—. Y
después me morí.
Pero había habido algo más, claro está, empezando por el mensaje que había
recibido del Centro Moscú, en el que se le ordenaba que se reuniera con un colega, un
agente del SVR, en el restaurante Les Palmiers de Calvi. El agente le informó de que
su misión en Inglaterra había terminado y de que debía regresar a Rusia, para lo cual
debían fingir que había sido víctima de un secuestro. De ese modo intentarían
engañar al servicio de inteligencia británico.
—Y discutieron —dijo Gabriel.
—En voz baja, pero con bastante vehemencia —admitió ella—. Yo le dije que
quería quedarme en Inglaterra y vivir el resto de mi vida como Madeline Hart. Él me
dijo que eso era imposible, y que si no hacía exactamente lo que me ordenaba, el
secuestro no sería fingido, sino real.
—Y entonces saliste de tu villa en moto y tuviste un accidente.
—Tuve suerte de que no me mataran. Todavía conservo las cicatrices de la
colisión.
—¿Cuánto tiempo pasaste realmente en manos de los delincuentes franceses?
—Demasiado —respondió ella—. Pero la mayor parte del tiempo estuve con un
equipo del SVR.
—¿Y la noche en que yo fui a verte?
—Todos los de la casa eran del SVR —dijo ella—. Incluida la chica a la que
enviaron para que contara el dinero.
—Tu actuación fue brillante esa noche, Madeline.
—No todo fue actuación. —Hizo una pausa—. Era verdad que quería que me
rescatara.
—Lo intenté —dijo Gabriel—. Pero las cartas estaban marcadas en mi contra.
—Debió de ser terrible.

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—Sobre todo para la chica a la que metieron en el maletero.
Ella no dijo nada.
—¿Quién era? —preguntó Gabriel.
—Alguna joven a la que arrancaron de las calles de Moscú. Esparcieron su ADN
por mi apartamento de Londres y después… —No completó la frase.
—Encendieron una cerilla.
La expresión de Madeline se ensombreció. Se volvió y miró hacia la ciudad
gélida, oscura.
—Aquí no se está mal, ¿sabe? Me han facilitado un apartamento precioso. Tiene
vistas. Puedo pasarme el resto de mi vida aquí y pensar que estoy en Roma, en
Venecia, en París.
—O en Florencia —añadió Gabriel.
—Así es, en Florencia —coincidió ella—. Como Lucy y Charlotte.
—¿Es eso lo que quieres?
Ella se volvió a mirarlo una vez más.
—¿Qué alternativa tengo?
—Puedes venir conmigo.
—Eso no puede ser —dijo ella, negando despacio con la cabeza—. Lo matarán. Y
a mí también.
—Si he podido encontrarte en San Petersburgo, Madeline, puedo sacarte de aquí.
—¿Cómo me ha encontrado? —volvió a preguntar ella.
—Eso sigo sin poder decírtelo.
—¿Quién es usted?
—Eso tampoco puedo decírtelo.
—¿Dónde me llevará?
—A casa —dijo él—. Con una parada por el camino.
Vivía en un edificio antiguo, señorial, al otro lado del Neva, con vistas al Palacio
de Invierno. Eli Lavon la acompañó discretamente hasta la puerta mientras Gabriel se
registraba en el Hotel Astoria. Una vez en su habitación, redactó una actualización
prioritaria para el bulevar Rey Saúl. Una de las copias le fue remitida a las 5.47 p. m.
(hora de Tel Aviv) a Uzi Navot, que la leyó con ojos fatigados, en silencio, antes de
mirar a Shamron.
—¿Qué ocurre, Uzi?
—Quiere cambiar la ciudad de partida. En vez de desde Moscú, quiere volver
desde San Petersburgo.
—¿Por qué?
—No me creerás si te lo digo.
Navot le entregó la actualización a Shamron, y este la leyó entre volutas de humo.
Cuando terminó, Navot le entregó una segunda actualización.
—Está a punto de enviarnos un vídeo.
—¿De qué?

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Antes de que Navot pudiera responder, el rostro hinchado de Zhirov apareció en
uno de los monitores.
—Parece que ha sufrido una caída muy mala —comentó Shamron.
—Varias.
—¿Qué está diciendo?
Navot pidió a los técnicos que aumentaran el volumen.
«Nuestra misión consistiría en adquirir derechos de perforación, refinamiento y
derivados Juera de Rusia. Y sí, éramos el KGB de arriba abajo. De hecho, un
porcentaje sustancial de nuestros beneficios va ahora directamente a las cuentas de
Yasenevo».
«¿Y el resto? ¿Dónde va?».
«Imagínelo usted mismo».
«¿A los bolsillos del presidente de Rusia?».
«Si ha llegado a ser el hombre más rico de Europa no ha sido invirtiendo su
pensión del KGB…».
Shamron sonrió.
—Eso es lo que yo llamo un buen as en la manga.
—Más un par de reyes.
—¿A qué hora sale el siguiente vuelo de EL AL para San Petersburgo?
Navot pulsó varias teclas en el ordenador que tenía delante.
—El vuelo 625 sale de Ben Gurión a la una y diez a. m. y llega a San Petersburgo
a las ocho de la mañana. La tripulación se pasa el día descansando en un hotel del
centro. Y después traen ese mismo avión a Tel Aviv por la noche.
—Llama al director de EL AL —dijo Shamron—. Dile que necesitamos tomarle
prestado el aparato.
Navot descolgó el teléfono. Shamron siguió visionando las imágenes en el
monitor.
«Dígalo a la cámara, Pavel. Admita que usted mató a Madeline».
«Yo maté a Madeline Hart».
«¿Cómo?».
«Metiéndola en el maletero de un Citroën con una bomba de gasolina».
«¿Por qué? ¿Por qué la mató?».
«Tenía que morir. No podíamos dejar que regresara a Inglaterra…».

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56

Plaza Lubianka, Moscú

E ra en ocasiones como esa —pensó el coronel Leonid Milchenko— cuando el


inmenso tamaño de Rusia constituía más una maldición que una ventaja. Estaba
de pie ante un mapa, en su despacho de la Plaza Lubianka, y tenía al lado a Vadim
Strelkin. Acababan de regresar del Kremlin, donde el presidente de la federación, el
zar en persona, les había ordenado no reparar en esfuerzos para encontrar a aquellos
tres desaparecidos. El zar no se había mostrado dispuesto a explicar por qué era tan
importante, pero sí les había dicho que tenía que ver con intereses vitales para el país
y para sus relaciones con el Reino Unido. Fue Strelkin, mientras regresaban a
Lubianka en coche, el que le recordó a Milchenko que Volgatek acababa de obtener
unos derechos muy lucrativos para realizar perforaciones petroleras en el Mar del
Norte.
—¿Crees que Volgatek ha jugado sucio para conseguir esa licencia? —le
preguntó ahora Milchenko, sin apartar la vista del mapa.
—No querría prejuzgar la situación sin conocer tocios los datos —respondió
Strelkin con cautela.
—Trabajamos para el FSB, Vadim. A nosotros nunca nos han preocupado los
datos.
—Usted ya sabe cómo llaman a Volgatek, ¿verdad, jefe?
—Petróleo y Gas KGB.
Strelkin no dijo nada.
—Supongamos, pues, que Volgatek no jugó limpio a la hora de conseguir esa
licencia —dijo Milchenko.
—Casi nunca lo hacen. Al menos eso es lo que se oye en las calles.
—Supongamos que sobornaron a alguien.
—O algo peor.
—Y supongamos que la inteligencia británica respondiera intentando infiltrar a
uno de sus agentes en la empresa.
—Supongámoslo —dijo Strelkin, asintiendo.
—Aceptemos que los británicos estaban escuchando cuando Zhirov se llevó a su
hombre al coche y empezó a acribillarlo a preguntas.
—Seguramente estaban escuchando.
—Y que los británicos pensaran que su hombre estaba en peligro.
—Es que lo estaba.
—Y que los británicos respondieran rescatando a su hombre y sacándolo de allí.

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—Con gran perjuicio.
—Y que se llevaran con ellos a Zhirov y a su chófer.
—Tal vez no tuvieran otra opción.
Milchenko permaneció en silencio un largo instante.
—¿Entonces? ¿Dónde está Zhirov ahora? —preguntó finalmente.
—Tarde o temprano aparecerá.
—¿Vivo o muerto?
—A los británicos no les gustan los mokriye dela.
—¿De dónde has sacado eso? —Milchenko dio un paso al frente y se acercó más
al mapa—. Si tú fueras los británicos —dijo—, ¿qué intentarías hacer en este
momento?
—Intentaría sacar a mi hombre del país lo más rápidamente posible.
—¿Y cómo lo harías?
—Supongo que podría llevarlo en coche hasta alguna de las fronteras
occidentales, pero la manera más rápida es Sheremetyevo.
—Llevará un pasaporte distinto.
—Y una cara nueva —añadió Strelkin.
—Acércate al Ritz —le ordenó Milchenko—. Consigue algunas imágenes suyas
de la seguridad del hotel. Y después pon esas fotografías en manos de todos los
agentes de aduanas y policías militares de Sheremetyevo.
Strelkin se dirigió hacia la puerta.
—Una cosa más, Vadim.
Strelkin se detuvo.
—Haz lo mismo en San Petersburgo —dijo Milchenko—. Nunca está de más.
El hombre en cuestión se encontraba en ese momento descansando cómodamente
en una dacha aislada de Tver Oblast, junto con los demás miembros del equipo
israelí. Poco después de las 5 a. m., después de pasar otra noche en blanco,
abandonaron la casa en grupos de dos y de tres y se dirigieron a la estación de
ferrocarril de Okulovka. Todos menos Christopher Keller, que permaneció en la
dacha, solo, para vigilar a Pavel Zhirov y al conductor.
El tren de Okulovka salió con retraso, pero en cambio el vuelo 625 de EL AL lo
hizo puntualmente. Despegó del aeropuerto de Ben Gurión a la 1.10 a. m. y aterrizó
en San Petersburgo dos minutos antes de la hora prevista, a las 8.03 a. m. Los doce
miembros de la tripulación de vuelo y de cabina permanecieron en el avión hasta que
todos los pasajeros hubieron descendido. Entonces, después de pasar por el control de
pasaportes, se montaron en una furgoneta del servicio de tierra de EL AL sin
distintivo y en veinte minutos llegaron al Hotel Astoria, donde tenían habitaciones
reservadas para pasar el día. Una de las asistentes de vuelo era una mujer alta de pelo
moreno y ojos color caramelo. Tras dejar la maleta con ruedas a los pies de la cama,
se acercó a la habitación del fondo del pasillo y, haciendo caso omiso del cartel de no
molesten colgado en el tirador, llamó con suavidad. Al no recibir respuesta, volvió a

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hacerlo. Ahora sí, la puerta se entreabrió. Ella se coló por la abertura y se metió
dentro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Gabriel.
Chiara alzó la vista al techo, como para recordarle a su marido, al futuro jefe de la
inteligencia israelí, que la habitación del hotel ruso en la que se encontraban estaba,
seguramente, pinchada. Él le indicó que no, que estaba limpia, y a continuación
repitió la pregunta. Tenía los brazos en jarras, y los ojos verdes entornados. Hacía
mucho tiempo que Chiara no lo veía tan enfadado.
—Tonta de mí —dijo ella—. Pero me había convencido a mí misma de que te
alegrarías de verme.
—¿Y cómo lo has hecho?
—Necesitábamos a chicas para el vuelo de ida. Y me he ofrecido voluntaria.
—¿Y Uzi no ha encontrado a otra persona que no fuera mi mujer?
—De hecho, Uzi se ha opuesto a la idea.
—Entonces ¿quién te ha dejado incorporarte al equipo?
—Sin que Uzi lo supiera se lo he pedido a Shamron —respondió ella—. Le he
dicho que quería participar en la operación, y que si no me concedía lo que le pedía,
yo no le concedería lo que quería él.
—¿Yo?
Chiara sonrió.
—Qué chica tan lista.
—He aprendido del mejor.
—Creía que habías dicho que no querías venir a Rusia. Creía que habías dicho
que no aguantarías la presión.
—He cambiado de opinión.
—¿Por qué?
—Porque quería compartir esto contigo. —Chiara se acercó a la ventana y
contempló la Plaza de San Isaac, que seguía en penumbra—. ¿Es que aquí no se hace
nunca de día?
—Esto es el día.
Chiara corrió la cortina y se volvió. Con su falda azul y su blusa blanca bien
planchada estaba irresistible. Gabriel ya no estaba enfadado porque hubiera venido a
Rusia en contra de sus deseos. De hecho, se alegraba de contar con su compañía. Las
horas de espera que le quedaban se le harían mucho más tolerables.
—¿Cómo es ella? —le preguntó Chiara.
—¿Madeline?
—¿Así es como la llamamos?
—Es el único nombre que conoce. Fue…
—¿Qué?
—Criada por lobos —dijo Gabriel.
—Tal vez ella también lo sea.

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—No, no lo es.
—¿Estás seguro de eso?
—Estoy seguro, Chiara.
—Ya te engañó una vez…
Gabriel no dijo nada.
—Lo siento, Gabriel, pero debes de haberte planteado que tal vez siga siendo leal
a su servicio.
—Sí, claro —replicó Gabriel sin conseguir borrar un atisbo de irritación de su voz
—. Pero si está limpia cuando abandone su apartamento esta tarde, me la llevaré
conmigo. Y después la llevaré a casa.
—¿Dónde está su casa?
—En Inglaterra.
—Va a causar bastante revuelo.
—Bastante —coincidió Gabriel.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Voy a usarla para devolver una pequeña deuda —respondió Gabriel—. Y
después la pondré en manos de Graham Seymour, un hombre muy capaz.
—Pobre Graham.
Chiara se sentó en el borde de la cama y se quitó los zapatos de tacón.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó Gabriel.
—He conseguido no herir a ningún pasajero mientras servía la cena.
—Bien hecho.
—Había un bebé en primera clase que no ha parado de llorar desde Ankara hasta
Minsk. Varios pasajeros se han mostrado bastante molestos por ello. La madre estaba
desesperada. —Chiara hizo una pausa, antes de añadir—: En cambio a mí me parecía
la mujer más afortunada del mundo.
—Tal vez no deberías haber venido —dijo Gabriel al cabo de un momento.
—Tenía que venir —replicó Chiara—. Voy a disfrutar mucho con todo esto.
Se quitó la falda, la dejó bien doblada sobre la cama y empezó a desabrocharse la
blusa.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Gabriel.
—¿A ti qué te parece?
—Me parece que una preciosa azafata se está desnudando en mi habitación.
—Tengo que descansar un poco. Y tú también —declaró ella mientras se quitaba
la blusa—. No te lo tomes a mal, Gabriel, pero tienes muy mal aspecto. Duerme una
hora o dos. Te sentirás mejor.
—Ahora ya no podría dormir.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Pasarte el rato junto a esa ventana y preocuparte mucho?
—Sí, ese era mi plan.
—Ya tendrás mucho tiempo para eso cuando seas jefe. Ven a la cama. Te prometo
que no te hará daño.

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Gabriel cedió, se quitó los zapatos y los vaqueros, se subió a la cama y se tendió
junto a ella. Notó su cuerpo caliente, febril. Sus labios, al besárselos, le supieron a
miel. Ella le pasó el dedo índice por la punta de la nariz.
—Chiara…
—¿Qué pasa, amor mío? —le preguntó ella, besándolo otra vez.
—Estoy de servicio.
—Tú siempre estás de servicio. Y vas a seguir estando de servicio el resto de tu
vida.
Ella le dio otro beso. Sus labios. Su cuello. Su pecho.
—Supongo que tuvo razón desde el principio —dijo.
—¿Quién? —preguntó Gabriel en voz muy baja.
—La anciana de Córcega. Dijo que sabrías la verdad cuando Madeline estuviera
muerta. En cierto sentido, ella murió aquella mañana en Francia. Y ahora ya sabes la
verdad.
—Pero la anciana se equivocó en una cosa. Me dijo que no fuera a la ciudad de
los herejes. Me dijo que allí moriría.
Chiara dejó de besarlo y lo miró a los ojos.
—Creía que te había dicho que no te pasaría nada.
—Eso te dije, sí.
—O sea, que me mentiste.
—Lo siento, Chiara. No debería haberlo hecho.
Ella le dio otro beso.
—Desde el principio supe que me estabas mintiendo —dijo.
—¿Ah, sí?
—Siempre sé cuándo me mientes, Gabriel.
—Pero si soy un profesional…
—No cuando estás conmigo —Le quitó la camisa por encima de la cabeza y se
sentó sobre sus caderas—. Todavía es una posibilidad, ¿sabes?
—¿El qué?
—Que mueras en la ciudad de los herejes.
—Se refería a Moscú. Creo que ahora estoy a salvo.
—De hecho —dijo ella, pasándole las manos por el vientre—, corres un grave
peligro.
—Sí, lo noto.
Chiara lo acercó al tierno calor de su cuerpo. Ya no estaba en Rusia, pensó.
Estaba en la habitación de Venecia en la que le había hecho el amor por primera vez,
en una cama con sábanas de hilo. Estaba a salvo. Y ella también.
—Tal vez no venga —comentó Chiara después, cuando Gabriel ya se hundía en el
sueño.
—Vendrá —dijo él—. Y entonces la llevaré a casa. —Yo también quiero ir a casa.
—Pronto —dijo Gabriel.

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—¿Es que no va a hacerse nunca de día?
—No, Chiara. Hoy no.

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57

San Petersburgo, Rusia

L o habían hecho muchas veces, en muchos campos de batalla secretos, por lo


que solo necesitaron estudiar un mapa de calles en la habitación de Gabriel, en
el Hotel Astoria, para organizar el plan: la ruta, los puntos fijos, las vías alternativas,
los paracaídas. Gabriel lo llamaba «la última oportunidad del Centro Moscú». Iban a
soltarla por las calles de San Petersburgo una última vez para asegurarse de que
estaba limpia. Y después tirarían del hilo, la recuperarían y la harían desaparecer. De
nuevo.
Y así fue como, poco después de las dos de aquella tarde oscura en San
Petersburgo, seis agentes del servicio de inteligencia israelí salieron discretamente del
Hotel Astoria y dejaron atrás todas aquellas iglesias y aquellos palacios de ensueño y
se dirigieron a sus puntos de vigilancia. Eli Lavon era el que debía llegar más lejos,
porque era el encargado de esperar en el exterior del edificio de apartamentos de
Madeline a que ella saliera a las 2.52 p. m., la hora exacta a la que Gabriel le había
pedido que apareciera si su intención era huir ella, en efecto, cruzó a pie el puente del
Palacio, entró en el Museo del Ermitage por la entrada que daba al embarcadero y se
fue directamente a la Sala Monet, donde, a las tres y siete minutos, se encontraba ya
sentada en su banco de siempre. Lavon se reunió con ella dos minutos después.
—Todo bien de momento —dijo en voz baja, en inglés—. Escucha con atención y
haz exactamente lo que te diga.
La pasearon por la Plaza del Palacio, bajo el Arco de Triunfo y por la Nevsky
Prospekt. Se tomó un café y una porción de pastel ruso en el Café Literario, recorrió
la columnata de la catedral de Nuestra Señora de Kazán, y entró en Zara a comprar
cuatro cosas. En cada uno de los puntos de la ruta, se cruzaba con un miembro del
equipo. Y cada uno le informaba de que no había rastro de la oposición.
Al salir de Zara, se dirigió hacia el río Moika y caminó por las calles de estilo
veneciano hasta la espaciosa Plaza de San Isaac, donde le esperaba Dina con un
teléfono móvil pegado a la oreja derecha. De haberlo hecho con el teléfono pegado a
la izquierda habría sido señal de que Madeline debía seguir avanzando. Pero la
posición del teléfono le indicaba que podía entrar tranquila en el vestíbulo del Hotel
Astoria, lo que hizo a las 3.48. Eli Lavon se coló con ella en el ascensor, y subieron
juntos hasta la tercera planta. Madeline mantenía la vista clavada en sus botas
mojadas de nieve, y Lavon se concentraba en el techo de decoración algo recargada.
Cuando las puertas se abrieron con estrépito, él extendió la mano y, en tono formal, le
dijo: «Usted primero». Madeline pasó frente a él sin decir nada y se fue hacia la

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habitación del final del pasillo. La puerta se abrió cuando ya se encontraba cerca.
Gabriel la arrastró hasta el interior.
—¿Quién es usted? —le preguntó ella.
—Eso no puedo decírselo.
—¿Dónde voy?
—Lo sabrá muy pronto.
La noticia parpadeó en las pantallas de estado del Centro de Operaciones del
bulevar Rey Saúl dos minutos después. Uzi Navot permaneció unos instantes
contemplándola, casi incrédulo. Y entonces miró a Shamron.
—Lo han hecho, Ari —dijo—. Ya la tienen.
—Eso está muy bien —replicó Shamron sin inmutarse—. Ahora veremos si son
capaces de conservarla.
Encendió otro cigarrillo.
Dos giros a la derecha. Dos giros a la izquierda…
Le tiñeron de negro el pelo y las cejas y cubrieron con algo de color mediterráneo
sus mejillas bálticas. Mordecai le tomó una foto y la insertó en el pasaporte que
usaría para abandonar el país. A partir de entonces sería Ilana Shavit. Había nacido en
octubre de 1985 y vivía en Rishon LeZion, una zona de las afueras de Tel Aviv que
resultaba ser uno de los primeros asentamientos judíos de Palestina. Antes de trabajar
para EL AL había servido en las Fuerzas Armadas de Israel. Estaba casada, pero no
tenía hijos. A su hermano lo habían matado en la última guerra del Líbano. Su
hermana había muerto a manos de un terrorista suicida de Hamás durante la Segunda
Intifada. Gabriel le dijo que aquella no era una vida inventada: era una vida israelí. Y
durante unas horas sería la vida de Madeline.
Si había algún resquicio en su armadura era su incapacidad para pronunciar más
que unas pocas palabras en hebreo, aprendidas deprisa y corriendo. Aquella debilidad
se veía compensada en cierto modo por el hecho de que su inglés no contenía ni un
rastro de acento ruso, y por el hecho de que la tripulación de cabina y los pilotos
pasaban en bloque el control de pasaportes. Lo más probable era que se tratara de un
mero trámite, poco más que un vistazo a una fotografía y una mano indicando que
podía pasar. Gabriel confiaba en que Madeline resistiría el impulso natural de
responder a una pregunta formulada en ruso. Llevaba toda la vida haciéndolo. Tenía
que contar una mentira más, actuar una vez más en su vida. Y después se libraría de
ellas para siempre.
Y así, cuando pasaban pocos minutos de las cinco de la tarde, las mujeres del
equipo le quitaron la ropa rusa que llevaba, la vistieron con un uniforme de EL AL y
le peinaron hacia atrás su recién estrenada cabellera morena. Después se la mostraron
a Gabriel, que la estudió durante un largo instante, como si fuera una pintura apoyada
en un caballete.
—¿Cómo se llama? —preguntó él en tono adusto.
—Ilana Shavit.

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—¿Cuándo nació?
—El doce de octubre de 1985.
—¿Dónde vive?
—En Rishon LeZion.
—¿Qué significa eso en hebreo?
—Primero a Sión.
—¿Cómo se llamaba su hermano?
—Moshe.
—¿Dónde lo mataron?
—En Líbano.
—¿Cómo se llamaba su hermana?
—Dalia.
—¿Dónde la mataron?
—En la discoteca Dolphinarium.
—¿Cuántos más fueron asesinados ese día?
—Veinte.
—¿Cómo se llama?
—Ilana Shavit.
—¿Dónde vive?
—En Rishon LeZion.
—¿En qué calle de Rishon LeZion?
—Sokolov.
Gabriel no le preguntó nada más. Se llevó la mano a la barbilla y ladeó la cabeza.
—¿Y bien?
—Cinco minutos —dijo—. Y nos vamos.
Eli Lavon estaba tomándose un café en el vestíbulo poco iluminado. Gabriel fue a
sentarse a su lado.
—Tengo una sensación rara —dijo Lavon.
—¿Cómo de rara?
—Dos junto a la puerta, dos en el bar y uno pululando por el mostrador de
recepción.
—Podría ser cualquier cosa —dijo Gabriel.
—Podría ser, sí —admitió Lavon poco convencido.
—Podrían estar vigilando a algún huésped del hotel.
—Sí, eso es precisamente lo que me preocupa.
—Me refería a otro huésped, Eli.
Lavon no dijo nada.
—¿Estás seguro de que estaba limpia cuando la hemos traído hasta aquí?
—Limpia, limpia.
—Entonces sigue limpia ahora —dijo Gabriel.
—¿Y por qué está el vestíbulo lleno de agentes del FSB?

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—Podría ser cualquier cosa.
—Podría ser —repitió Lavon.
Gabriel miró por la ventana y vio la furgoneta de EL AL junto a la entrada del
hotel, esperando con el motor en marcha.
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a salir tal como teníamos planeado.
—¿Vas a decírselo a ella?
—De ninguna manera.
Lavon le dio un sorbo al café.
—Bien hecho.
Pasaron todavía tres largos minutos hasta que los primeros miembros de la
tripulación de cabina de EL AL salieron de los ascensores y accedieron al vestíbulo.
Dos mujeres guapas, jóvenes, las dos realmente al servicio de la aerolínea nacional
israelí, lo que no podía decirse de las cuatro mujeres y los dos hombres que las
seguían, todos ellos veteranos agentes de campo de la Oficina. Después venía el
capitán y el ingeniero de vuelo, e inmediatamente después una versión muy
disfrazada de Mijaíl, que hacía las veces de copiloto. El hombre del FSB situado
junto a la recepción había vuelto la cabeza y le miraba descaradamente el trasero a
una de las azafatas falsas. Al observar la escena desde el otro lado del vestíbulo,
Gabriel no pudo evitar una sonrisa. Si aquel agente tenía tiempo de fijarse en las
bellezas israelíes, era muy posible que no estuviera buscando a una rusa desaparecida
ilegalmente.
Al fin, a las 5.10 p. m., Chiara y Madeline aparecieron, arrastrando sus
respectivas maletas de ruedas con el logotipo de EL AL. Chiara le contaba la
anécdota de un vuelo reciente, en hebreo fluido, y Madeline se reía como si aquello
fuera lo más divertido que hubiera oído en siglos. Los demás miembros de la
tripulación las rodearon enseguida. Y entonces, todos juntos, se dirigieron al exterior
y se montaron en la furgoneta que los esperaba. Las puertas se cerraron. Y se
pusieron en marcha.
—¿Qué te parece? —preguntó Gabriel.
—Me parece que está muy bien —respondió Lavon.
—¿Estamos limpios?
—Limpios, limpios.
Gabriel se levantó sin decir nada, recogió su bolsa de viaje, salió a la calle y se
adentró en la noche perpetua.
Había un taxi esperando en el exterior del hotel. El taxi pasó por una última
prospekt. Dejó atrás una imponente estatua de Lenin llevando a su pueblo a setenta
años de estancamiento y asesinatos. Dejó atrás el monumento a una guerra que nadie
recordaba. Dejó atrás kilómetros y kilómetros de bloques de apartamentos en estado
ruinoso. Y, finalmente, llegó a la terminal internacional del aeropuerto de Pulkovo.
Gabriel pasó el check-in para el vuelo de Tel Aviv, no tuvo el menor problema en el

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control de pasaportes, al que llegó como Jonathan Albright, de Markham Capital
Advisers, y se dirigió a la puerta de embarque de EL AL, que encontró fuertemente
custodiada. Los rusos aseguraban que las barreras estaban allí para garantizar la
seguridad de los pasajeros con destino a Israel. Aun así, Gabriel tuvo la sensación de
que entraba en el último gueto de Europa.
Ocupó una silla situada en un extremo de la sala, cerca de una familia numerosa
de jaredíes. Nadie hablaba ruso, solo hebreo. De no ser por el disfraz que llevaba,
seguramente lo habrían reconocido. Pero ahora estaba sentado entre ellos, como un
desconocido, su servidor secreto, su ángel de la guarda invisible. Pronto sería el jefe
de su célebre servicio de inteligencia.
¿O no? Sin duda, pensó, esa sería una buena manera de poner fin a su carrera.
Había obtenido pruebas de que una empresa petrolera gestionada por los servicios de
inteligencia rusos había desestabilizado el gobierno del Reino Unido a fin de acceder
al petróleo del Mar del Norte, y todo a instancias del presidente ruso en persona.
Después de aquello ya no habría vuelta atrás. Ya no se hablaría a la ligera de Rusia
como amiga de Occidente. Él demostraría de una vez por todas que los antiguos
miembros del KGB que ahora gobernaban su país eran despiadados, autoritarios y en
absoluto de fiar; que debían ser mantenidos a raya, contenidos, como en los viejos
tiempos de la Guerra Fría.
Pero todo aquello podía no significar nada si perdía a la chica, pensó. Consultó la
hora y alzó la vista justo cuando Yossi y Rimona accedían a la zona de embarque.
Detrás lo hicieron Mordecai y Oded. Después, Yaakov y Dina. Finalmente, Eli
Lavon, con aspecto de haber entrado en el aeropuerto por error: recorrió la sala
durante unos momentos, inspeccionando, meticuloso, todas las sillas vacías, con el
rigor de un hombre que vivía presa del temor a los gérmenes, antes de sentarse frente
a Gabriel. Se miraron sin decir nada, dos centinelas de una ronda nocturna sin fin. Ya
no había nada que hacer, salvo esperar. La espera, pensó Gabriel. Siempre la espera.
Esperar un soplo. Esperar que el sol saliera tras una noche de matanza. Y esperar que
su mujer llevara a una chica muerta de regreso a la tierra de los vivos.
Consultó la hora y miró a Lavon.
—¿Dónde están? —preguntó.
Lavon respondió sin dejar de leer el periódico.
—Ya han pasado el control de pasaportes —dijo—. Los de aduanas están echando
un vistazo a sus equipajes.
—¿Por qué?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Dime que no hay ningún problema con el equipaje.
—El equipaje está bien.
—Entonces ¿por qué lo están inspeccionando?
—Puede que estén aburridos. O tal vez, simplemente, les guste tocar la ropa
interior de señora. ¡Son rusos, por el amor de Dios!

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—¿Cuánto falta, Eli?
—Dos minutos. Quizá menos.
Los dos minutos de Lavon pasaron, pero seguía sin haber rastro de ellas. Pasó un
tercer minuto. Y después un cuarto minuto interminable. Gabriel no dejaba de
consultar la hora, miraba la moqueta sucia, miraba a los niños que tenía al lado…
Cualquier cosa por no fijarse en la entrada de la puerta de embarque. Entonces,
finalmente, las vio por el rabillo del ojo, un destello de azul y blanco como el ondear
de una bandera. Mijaíl avanzaba junto al capitán, y Madeline iba junto a Chiara.
Sonreía, nerviosa, y parecía agarrarse del brazo de su compañera para mantenerse en
pie. ¿O era al revés? Gabriel no estaba seguro. Las vio volverse al unísono hacia la
puerta y dirigirse al fìnger. Entonces miró a Lavon.
—Te dije que todo iría bien —dijo.
—¿No has estado preocupado en ningún momento?
—Aterrorizado.
—¿Y por qué no me decías nada?
Lavon no respondió. Permaneció en su sitio, leyendo el periódico, hasta que
anunciaron el vuelo. Entonces se levantó y siguió a Gabriel hasta el avión. Un último
vistazo por si había vigilancia enemiga, por si acaso.
Le habían asignado un asiento en la tercera fila, junto a la ventanilla. Miraba por
ella la oscura y sucia zona de despegue de Pulkovo, la última visión de Rusia que
tendría en su vida.
Con su uniforme azul y blanco parecía, curiosamente, una colegiala inglesa. Miró
a Gabriel, que en ese momento ocupaba el asiento contiguo, pero enseguida apartó la
mirada. Gabriel envió un último mensaje al bulevar Rey Saúl a través de su Black-
Berry protegida. Después se fijó en su esposa, que preparaba la cabina para el
despegue. Cuando el avión atronaba ya por la pista, los ojos de Madeline brillaron. Y
cuando las ruedas del aparato dejaron de tocar suelo ruso, una lágrima resbaló por su
mejilla. Buscó la mano de Gabriel y se la agarró con fuerza.
—No sé cómo agradecérselo —dijo con su impecable acento inglés.
—Pues no lo hagas —respondió él.
—¿Cuánto dura el vuelo?
—Cinco horas.
—¿Hará calor en Israel?
—Solo en el sur.
—¿Me llevará allí?
—Te llevaré donde tú quieras ir.
En ese momento apareció Chiara y les ofreció una copa de champán a cada uno.
Gabriel levantó la suya, orientándola hacia Madeline, en un brindis silencioso, y la
dejó sobre la mesa plegable sin dar ni un sorbo.
—¿No bebe champán? —le preguntó ella.
—Me da un dolor de cabeza espantoso.

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—A mí también.
Madeline sí bebió un poco y miró por la ventanilla, y vio la oscuridad que se
extendía a los pies del avión.
—¿Cómo me encontró ahí abajo? —preguntó.
—Eso no importa.
—¿Alguna vez me contará quién es?
—Pronto lo sabrás.

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TERCERA PARTE

EL ESCÁNDALO

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58

Londres-Jerusalén

A la mañana siguiente Gran Bretaña acudió a las urnas. Jonathan Lancaster


emitió su voto temprano, acompañado de su esposa, Diana, y de sus tres
fotogénicos hijos, antes de regresar a Downing Street a esperar el veredicto de los
votantes. La jornada presentaba poco suspense: una encuesta realizada la víspera
predecía que el partido de Lancaster vería incrementada casi con toda probabilidad su
mayoría parlamentaria en varios escaños. A media tarde Whitehall era un hervidero
de rumores sobre una arrolladora victoria electoral, y a primera hora de la noche el
champán corría a raudales en la sede del partido, en Millbank. Aun así, Lancaster
apareció extrañamente taciturno en el Royal Festival Hall para pronunciar el discurso
con el que anunciaría el triunfo. Entre los periodistas políticos que se percataron de su
seriedad estaba Samantha Cooke, del Daily Telegraph, que escribió que el primer
ministro parecía saber que su segundo mandato no sería tan fácil como el primero.
Aunque, por otra parte, añadió, los segundos mandatos casi nunca lo eran.
Los problemas de Lancaster empezaron avanzada aquella misma semana, cuando
acometió la tradicional reestructuración de su gabinete y de su secretaría personal.
Como era sabido, Jeremy Fallon, ya miembro del Parlamento por la ciudad de
Bristol, fue nombrado ministro de Hacienda, lo que implicaba que el cerebro de
Lancaster, y quien le movía los hilos, pasaría a ser también su vecino en Downing
Street. El hombre a quien la prensa consideraba ya nominalmente viceprimer ministro
sería, a partir de ahora, considerado por todos en Whitehall como el siguiente primer
ministro. Fallon reclutó enseguida a los miembros disponibles de su antiguo equipo
de Downing Street —al menos a aquellos que soportaban trabajar con él— y recurrió
a su influencia en la sede del partido para cubrir puestos políticos clave con personas
leales. El escenario —escribió Samantha Cooke— estaba ya preparado para acoger
una lucha por el poder de proporciones shakespearianas. Pronto —dijo—, Fallon
llamaría a la puerta del número 10 de Downing Street y exigiría que le entregaran las
llaves. Jeremy Fallon había creado a Lancaster. Y, sin duda, según sus previsiones,
Fallon también intentaría destruirlo.
Durante las maniobras políticas que siguieron a las elecciones, el nombre de
Madeline Hart no apareció en la prensa, ni siquiera cuando el presidente del partido
decidió que había llegado el momento de cubrir su vacante. A un subalterno que
trabajaba en la sede del partido le fue encomendada la desagradable tarea de retirar
sus pertenencias del cubículo que había ocupado. Allí, en realidad, no quedaba gran
cosa: unas cuantas carpetas polvorientas, su calendario, sus bolígrafos y sus clips, y

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un ejemplar gastado de Orgullo y prejuicio que leía cuando le quedaba algún rato
libre. El subalterno entregó aquellos objetos al presidente del partido, que a su vez se
los pasó a su secretaria para que esta se deshiciera de ellos con la mayor dignidad
posible. Y así, los últimos vestigios de una vida inacabada fueron expulsados de la
sede del partido. Madeline Hart, finalmente, se había ido. O eso creían ellos.
Al principio pareció que había cambiado una forma de cautiverio por otra. En esa
ocasión, el apartamento que le servía de cárcel no tenía vistas al río Neva de San
Petersburgo, sino al Mar Mediterráneo desde Netanya. A los encargados del edificio
se les había informado de que la joven estaba convaleciente tras una larga
enfermedad, algo que, de hecho, no era del todo falso.
Durante la primera semana no salió del apartamento. Sus días carecían de una
rutina clara. Dormía hasta tarde, contemplaba el mar, leía sus novelas favoritas, todo
bajo la atenta mirada de un equipo de seguridad de la Oficina. Una doctora acudía
diariamente a examinarla. Cuando, transcurrida una semana, esta le preguntó si sufría
alguna dolencia, ella respondió que su problema era el «aburrimiento terminal».
—Mejor morir de aburrimiento que víctima de algún veneno ruso —replicó la
doctora.
—Yo no estoy tan segura —dijo ella con su acento inglés.
La doctora prometió someter las condiciones de su encierro a la consideración de
las altas instancias, y cuando habían transcurrido ocho días desde su llegada aquellas
altas instancias le permitieron salir a pasear por la fría y ventosa franja de arena que
quedaba más allá de su terraza. Y al día siguiente la autorizaron a llegar algo más
lejos. El décimo día llegó a pie casi hasta Tel Aviv antes de que sus cuidadores la
metieran con gran delicadeza en el asiento trasero de un coche y la devolvieran al
apartamento. Al entrar, encontró una réplica exacta de El estanque de Montgeron en
la pared del salón, exacta salvo por la firma del artista que le había pintado el cuadro.
Este la llamó minutos después y, por primera vez, se presentó como era debido.
—¿El mismísimo Gabriel Allon? —preguntó ella.
—Me temo que sí —respondió él.
—¿Y quién era la mujer que me ayudó a subirme al avión?
—Lo sabrás muy pronto.
Gabriel y Chiara llegaron a Netanya al día siguiente, avanzada ya la mañana,
cuando Madeline había vuelto de dar su paseo diario por la playa. La llevaron a
almorzar a Cesarea, y a pasear por las ruinas romanas y del tiempo de los cruzados.
Después se dirigieron más al norte, siguiendo la costa, y llegaron casi a Líbano, para
recorrer las cuevas marinas de Rosh HaNikra. Desde allí siguieron, en dirección este,
por aquella tensa tierra de frontera; dejaron atrás los puestos de escucha de las
Fuerzas Armadas Israelíes, y los pequeños pueblos que habían quedado despoblados
tras la última guerra con Hezbolá, hasta que llegaron a Kiryat Shmona. Gabriel había
reservado dos habitaciones en la casa de huéspedes de un antiguo kibutz. La de
Madeline contaba con una buena vista de la Alta Galilea. Un guardia de seguridad de

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la Oficina pasó la noche junto a su puerta, mientras otro montaba guardia en la
terraza ajardinada de la habitación.
A la mañana siguiente, tras desayunar en el comedor comunitario del kibutz,
siguieron viaje hasta los Altos del Golán. El ejército israelí los esperaba: un coronel
joven los llevó hasta un punto de la frontera siria desde donde oyeron a las fuerzas
del régimen bombardear posiciones rebeldes. Después, hicieron una breve visita a la
fortaleza de Nimrod, el antiguo bastión de los cruzados que dominaba las llanuras de
Galilea, antes de dirigirse a la antigua ciudad judía de Safed. Allí almorzaron en el
barrio de los artistas, en casa de una mujer llamada Tziona Levin. Aunque Gabriel la
llamaba doda, es decir, tía, en realidad era lo más parecido a una hermana que había
tenido nunca. No pareció sorprenderse lo más mínimo cuando llamó a la puerta
acompañado de una guapa mujer a la que todo el mundo creía muerta. Sabía que
Gabriel acostumbraba a regresar a Israel con objetos perdidos.
—¿Cómo te va el trabajo? —le preguntó mientras tomaban café en su jardín
soleado.
—Nunca me había ido mejor —respondió Gabriel, dedicando una mirada a
Madeline.
—Me refería a tus actividades artísticas, Gabriel.
—Acabo de terminar la restauración de un Bassano precioso.
—Deberías centrarte en tu propia obra —le dijo ella en tono de reproche.
—Ya lo hago —respondió él vagamente, y Tziona no insistió más.
Cuando se habían terminado el café, ella lo llevó a su estudio para que viera sus
pinturas más recientes. Después, a instancias de él, su tía abrió el almacén, que
contenía centenares de cuadros y bocetos de la madre de Gabriel, entre ellos varios
retratos de un hombre alto vestido con el uniforme de las SS.
—Creía que te había dicho que los quemaras —observó Gabriel.
—Lo hiciste —admitió Tziona—, pero no me he visto capaz.
—¿Quién es? —preguntó Madeline mientras contemplaba los cuadros.
—Se llama Erich Radek —respondió Gabriel—. Dirigió un programa secreto de
los nazis conocido como Aktion 1005. Su finalidad era ocultar todas las pruebas que
demostraran que el Holocausto había tenido lugar.
—¿Por qué lo retrató tu madre?
—Estuvo a punto de matarla durante la marcha de la muerte que partió de
Auschwitz en enero de 1945.
Madeline arqueó una ceja, desconcertada.
—¿No fue Radek el que fue capturado en Viena hace unos años y traído a Israel
para ser juzgado?
—Para ser exactos —dijo Gabriel—, Erich Radek aceptó venir voluntariamente a
Israel.
—Sí, claro —comentó Madeline, escéptica—. Y a mí me secuestraron unos
delincuentes marselleses.

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Al día siguiente se fueron a Eilat. La Oficina había alquilado una gran mansión no
muy lejos de la frontera con Jordania. Madeline se pasaba los días junto a la piscina,
leyendo y releyendo clásicos de la literatura inglesa. Gabriel se daba cuenta de que se
preparaba para regresar a un país que no era del todo el suyo. Aquella chica no era
nadie, pensó. No era una persona real del todo. Y aunque no era la primera vez que lo
hacía, se preguntó si no le iría mejor viviendo en Israel que en el Reino Unido. Le
planteó la pregunta la última noche de su estancia en el sur. Estaban sentados en lo
alto de una elevación rocosa, en el desierto del Negev, y veían ponerse el sol tras las
tierras baldías del Sinaí.
—Es tentador —dijo ella.
—¿Pero…?
—No es mi casa. Sería como estar en Rusia. Aquí sería una extranjera.
—Va a ser difícil, Madeline. Mucho más de lo que crees. Los británicos te lo
harán pasar muy mal hasta que estén seguros de tus lealtades. Y después te encerrarán
en algún sitio donde los rusos no te encuentren. Nunca podrás regresar a tu vida de
antes. Nunca —repitió—. Va a ser muy desagradable.
—Lo sé —dijo ella, distante.
De hecho no lo sabía, pensó Gabriel, aunque tal vez fuera mejor así. El sol estaba
suspendido apenas por encima del horizonte. El aire del desierto se enfrió de pronto y
ella se estremeció.
—¿Quieres que entremos? —le preguntó él.
—Todavía no.
Gabriel se quitó la chaqueta y se la pasó por los hombros.
—Voy a contarte algo que seguramente no debería contarte —dijo—. Pronto seré
el jefe de los servicios de inteligencia israelíes.
—Enhorabuena.
—Seguramente tendrías que darme el pésame —replicó Gabriel—. Pero, en todo
caso, eso significa que tendré poder para cuidar de ti. Te daré un lugar bonito para
que vivas en él. Una familia. Es una familia desestructurada —se apresuró a añadir
—. Pero es la única que tengo. Te daremos un país. Un hogar. Eso es lo que hacemos
aquí, en Israel. Le damos un hogar a la gente.
—Yo ya tengo un hogar.
Madeline no dijo nada más. El sol se ocultó del todo. Y perdió la batalla con la
oscuridad.
—Quédate —le pidió Gabriel—. Quédate aquí, con nosotros.
—No puedo quedarme —dijo ella—. Soy Madeline. Soy una chica inglesa.
La noche siguiente se celebraba la gala de inauguración de la exposición sobre las
columnas de Salomón en el Museo de Israel de Jerusalén. Asistían el presidente y el
primer ministro, así como varios miembros del gabinete, casi todos los representantes
de la Kneset y un nutrido grupo de importantes escritores, pintores y personajes del
mundo del espectáculo. Chiara fue una de las que intervino durante la ceremonia, que

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tuvo lugar en la recién construida sala de exposiciones. No hizo mención alguna al
hecho de que había sido su esposo, el legendario agente de la inteligencia israelí
Gabriel Allon, el que había descubierto las columnas, ni explicó que la hermosa
mujer morena sentada al lado de este era, en realidad, una chica inglesa muerta
llamada Madeline Hart. Solo se quedaron unos minutos al cóctel posterior, y después
atravesaron Jerusalén en coche hasta un restaurante tranquilo situado en el viejo
campus de la Academia Bezalel de Bellas Artes y Diseño. Después, mientras
paseaban por la calle Ben Yehuda, Gabriel volvió a preguntarle a Madeline si quería
quedarse en Israel, pero su respuesta fue la misma. La joven pasó su última noche en
el país en la habitación de invitados del apartamento que él tenía en la calle Narkiss,
una habitación pensada para un niño. Al día siguiente, de madrugada, antes de que
saliera el sol, se fueron en coche hasta el aeropuerto de Ben Gurión y se montaron en
un avión con destino a Londres.

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59

Londres

D urante varios días Gabriel había dudado de si debía advertir a Graham Seymour
de que estaba a punto de recibir a una disidente rusa bastante atípica, pero
finalmente decidió que no lo haría. Sus razones eran más personales que operativas.
Simplemente, no quería fastidiar la sorpresa.
Por ello, el comité de recepción que los esperaba en el aeropuerto de Heathrow a
última hora de aquella misma mañana estaba compuesto por miembros de la Oficina
y no del MI5. Estos tomaron posesión clandestina de Gabriel y Madeline en la
terminal de llegadas, y los llevaron hasta un piso en Pimlico que habían conseguido
apresuradamente. Solo entonces Gabriel telefoneó a Seymour a su despacho y le dijo
que, una vez más, había entrado en el Reino Unido sin firmar en el libro de visitas.
—¡Qué sorpresa! —comentó Seymour secamente.
—Y no será la única, Graham.
—¿Dónde estás?
Gabriel le facilitó la dirección.
Seymour debía asistir a una reunión con una delegación de espías australianos
que estaban de visita, y no podía cancelarla, así que pasó una hora hasta que su coche
apareció en la calle y se detuvo frente al edificio. Al entrar en el piso encontró a
Gabriel solo en el salón. Sobre la mesa de centro había un ordenador portátil abierto,
que Gabriel usó para pasar un vídeo en el que Pavel Zhirov confesaba los muchos
pecados de la empresa conocida como Petróleo y Gas Volgatele, propiedad del
Kremlin. Cuando el video terminó, Seymour parecía demacrado, lo que demostraba
el acierto de una de las máximas favoritas de Ari Shamron, pensó Gabriel: en el
mundo del espionaje, como en la vida, a veces era mejor no saber.
—¿Este es el que almorzó con Madeline en Córcega? —preguntó finalmente
Seymour, sin dejar de mirar la pantalla del ordenador.
Gabriel asintió despacio.
—Me pediste que lo encontrara —dijo—. Y lo he encontrado.
—¿Qué le pasó en la cara?
—Le dijo algo a Mijaíl que no debería haberle dicho.
—¿Dónde está ahora?
—Se ha ido —respondió Gabriel.
—Uno puede irse de muchas maneras, ya lo sabes.
El gesto inmutable de Gabriel no dejaba lugar a dudas: Pavel se había ido para
siempre.

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—¿Lo saben los rusos?
—Todavía no.
—¿Cuánto tiempo pasará hasta que se enteren?
—Yo diría que no se enterarán hasta que acabe el invierno.
—¿Quién lo ha matado?
—Esa es otra historia, para otro momento.
Gabriel extrajo el DVD del ordenador y se lo entregó a Seymour. Este, al
aceptarlo, soltó el aire muy despacio, como si intentara mantener a raya su presión
sanguínea.
—Llevo en este juego mucho tiempo —dijo finalmente—, y este vídeo es lo más
explosivo con lo que me he encontrado nunca.
—Pues todavía no lo has visto todo, Graham.
—No sé si te has dado cuenta —dijo Seymour, haciendo como que no había oído
la advertencia de Gabriel—, pero hace poco en este país se celebraron unas
elecciones. Jonathan Lancaster acaba de ganar con una de las mayores ventajas de la
historia de Gran Bretaña. Y Jeremy Fallon es ahora ministro de Hacienda.
—No por mucho tiempo —apuntó Gabriel.
Seymour no dijo nada.
—No estarás pensando en permitir que quede impune, que se salga con la suya,
¿verdad, Graham?
—No —respondió Seymour—. Pero esto va a ser un baño de sangre.
—Supiste en todo momento que sería así.
—Sí, pero esperaba que la sangre no me salpicara a mí también —dijo, antes de
sumirse en un silencio profundo.
—¿Hay algo que te preocupa y que necesitas contarle a alguien, Graham?
—El primer ministro me ha ofrecido un ascenso —dijo tras unos instantes de
vacilación.
—¿Qué clase de ascenso?
—Uno de esos ascensos que no se pueden rechazar.
—¿Director general?
Seymour asintió.
—Pero no del MI5. Tienes delante al futuro jefe del Servicio Secreto de Su
Majestad. Tú y yo, juntos, vamos a controlar el mundo… en secreto, claro.
—A menos que tumbes el gobierno de Lancaster.
—Correcto —replicó Seymour—. Si lo hago, es más que posible que me vea
arrastrado por el temporal junto a todos los demás. Y tú, de paso, perderás a un gran
aliado. —Bajó la voz y añadió—: Diría que un hombre de tu posición querría
mantener a un amigo como yo. Ya no te quedan muchos.
—Pero es que no puedes permitir que una empresa energética controlada por el
KGB perfore en vuestras aguas territoriales en busca de petróleo.
—Eso sería dejación de funciones —admitió Seymour en tono afectuoso.

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—Y tampoco puedes consentir que un agente pagado por el Kremlin siga
ejerciendo como ministro. En caso contrario —añadió Gabriel—, podría llegar a ser
tu siguiente primer ministro.
—La mera idea me da escalofríos.
—Entonces no tienes más remedio que destruirlo, Graham. —Gabriel hizo una
pausa—. O apartar la mirada mientras lo hago yo por ti.
Seymour permaneció en silencio unos instantes.
—¿Y cómo lo harías?
—Devolviendo un favor.
—¿Y Lancaster?
—Él solo ha sido culpable de tener una aventura. Es bastante probable que el
pueblo británico lo perdone, sobre todo cuando sepa que Jeremy Fallon posee cinco
millones de euros en una cuenta suiza… Además, existe otra circunstancia atenuante
de la que no te he hablado aún.
—¿De qué se trata?
Gabriel sonrió y se puso en pie.
Entró en el dormitorio y regresó al cabo de un momento acompañado de una
mujer hermosa. Tenía el pelo negro como el carbón, y su piel, hasta hacía poco
tiempo muy pálida, estaba bronceada por el sol del Mar Rojo. Seymour se levantó,
caballeroso, y, sonriendo, le tendió la mano. Al ver que ella no se la estrechaba,
compuso un gesto de perplejidad. Hasta que lo comprendió. Miró a Gabriel y,
susurrando, dijo:
—Dios mío.
Le contó a Graham Seymour la historia desde el principio, la misma que le había
contado a Gabriel aquella noche gélida en San Petersburgo, en la cúpula de la
catedral de San Isaac. Después, con calma, con recato casi, declaró que deseaba
desertar al Reino Unido y, si fuera posible, regresar algún día a su vida de antes.
En tanto que subdirector del MI5, Graham Seymour no poseía la autoridad para
conceder estatus de refugiado a un espía ruso; la única persona que podía hacerlo era
su antiguo amante, Jonathan Lancaster. Precisamente por eso, a las dos y cuarto de
aquella misma tarde, Seymour se presentó en el número 10 de Downing Street sin
previo aviso y solicitó reunirse en privado con el primer ministro. Casualmente, el
encuentro tuvo lugar en el Estudio. Allí, bajo el mismo retrato de la baronesa
Thatcher, Seymour informó a Lancaster de todo lo que sabía: el presidente ruso había
ordenado a Volgatele que usara todos los medios a su alcance para hacerse con el
control del petróleo del Mar del Norte; Jeremy Fallon, su más estrecho colaborador y
confidente, lo había traicionado a cambio de cinco millones de monedas de plata rusa.
Y Madeline Hart, su antigua amante, era una espía nacida en Rusia que seguía vivita
y coleando y solicitaba asilo en Gran Bretaña. En honor a la verdad, Lancaster, a
pesar de mostrarse claramente afectado por lo que acababa de oír, no vaciló en
absoluto al emitir su respuesta. Fallon tenía que irse. Madeline tenía que quedarse, y

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que pasara lo que tuviera que pasar. Solo le pidió una cosa: que le dejara contárselo
antes a su mujer.
—Yo, en su caso, no esperaría demasiado.
Lancaster se acercó despacio al teléfono. Seymour se puso en pie y abandonó en
silencio el salón.
Ya solo quedaba por decidir el nombre del periodista al que se concedería la
exclusiva más sensacional de la historia política de Gran Bretaña. Seymour sugirió
que fuera Tony Richmond, del Times, o tal vez Sue Gibbons, del Independent, pero
acabó imponiéndose el criterio de Gabriel. Había hecho una promesa, dijo, y pensaba
cumplirla. La llamó a su móvil, le saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje breve. A
las cuatro de la tarde en el Café Nero, dijo. Y no llegue tarde esta vez.
Para disgusto de Graham Seymour, Gabriel y Madeline insistieron en dar un
último paseo juntos. Caminaron por Millbank —el viento soplaba a ráfagas—,
dejaron atrás el Jardín de la Torre Victoria, la Abadía de Westminster y las Casas del
Parlamento, y a las cuatro menos diez entraron en la cafetería. Gabriel pidió café
solo; Madeline se tomó un té Earl Grey con leche y una galleta de cereales. Sacó una
polvera del bolso y se miró en el espejito.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó.
—Muy israelí.
—¿Se supone que eso es un piropo?
—Guarda eso —fue la respuesta de Gabriel.
Ella obedeció, y miró por la ventana a la gente que llenaba las aceras de Bridge
Street. Como si no la hubiera visto nunca, pensó Gabriel. Como si no hubiera de
volver a verla nunca. Él se fijó en el interior de la cafetería. Nadie la reconocía. ¿Por
qué habrían de hacerlo? Estaba muerta y enterrada en el cementerio de la iglesia de
Basildon. Una ciudad sin alma para una chica sin nombre y sin pasado.
—No tienes por qué hacer esto —le dijo al cabo de un momento.
—Claro que tengo que hacerlo.
—Aunque no estés presente, ya tengo bastante. Tengo el vídeo de Zhirov.
—El Kremlin puede negar su relación con él —replicó ella—. Pero no puede
negar mi existencia.
Madeline seguía mirando por la ventana.
—Mira bien —dijo Gabriel—, porque si haces esto, pasará mucho tiempo antes
de que puedas regresar a Londres.
—¿Dónde crees que me meterán?
—En algún piso franco en medio de la nada. Tal vez en alguna base militar hasta
que pase la tormenta.
—No suena muy atractivo, ¿no?
—Siempre puedes volver a Israel conmigo.
Ella no dijo nada. Gabriel se echó hacia delante, le cogió la mano y la notó algo
temblorosa.

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—Tengo una casa en Cornualles —le dijo en voz baja—. El pueblo no es gran
cosa, pero está junto al mar. Puedes quedarte allí si quieres.
—¿Tiene vistas?
—Unas vistas preciosas —respondió él.
—Entonces es posible que me gustara.
Sonrió con gesto valiente. Al otro lado de la calle, dieron las cuatro en el Big Ben.
—Llega tarde —comentó Gabriel, incrédulo—. No me puedo creer que llegue
tarde.
—Siempre llega tarde —dijo Madeline.
—Estaba muy impresionada contigo, por cierto.
—No era la única.
Madeline no pudo evitar reírse de su propio comentario, y le dio un sorbo al té.
Gabriel consultó la hora y torció el gesto. Y entonces, al alzar la vista, vio que
Samantha Cooke entraba apresuradamente y, un instante después, ya se había
plantado junto a la mesa, con la respiración entrecortada. Miró a Gabriel un instante
antes de posar la vista en la hermosa mujer de pelo negro que estaba sentada a su
lado. Y lo comprendió todo.
—Dios mío —exclamó en un susurro.
—¿Quiere tomar algo? —le preguntó Madeline con el más británico de los
acentos.
—De hecho —respondió, tartamudeando, Samantha—, creo que sería mejor que
saliéramos a caminar un poco.

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60

Londres

T rece horas después, un funcionario joven de Downing Street llevó los


periódicos del día hasta una casa con fachada de ladrillo rojo situada en la zona
de Hampstead, en Londres. Se trataba de la residencia de Simon Hewitt, portavoz del
primer ministro Jonathan Lancaster, y el ruido sordo de aquel fajo de papeles al
rebotar en el suelo lo despertó de un sueño anormalmente profundo. Estaba soñando
con algo que le había ocurrido de niño un día en que, en el patio de su colegio, un
gamberro le había puesto el ojo morado de un puñetazo. Aquella pesadilla constituía
cierta mejora respecto a la de la noche anterior, en que había soñado que era
despedazado por unos lobos, o la de dos noches atrás, en que un enjambre de abejas
lo había acribillado hasta hacerlo sangrar. Todo formaba parte de un tema recurrente.
A pesar del triunfo de Lancaster en las elecciones, Hewitt se sentía invadido por una
sensación de desgracia inminente, muy distinta a cualquier cosa que hubiera
experimentado desde que había empezado a trabajar en Downing Street. Estaba
convencido de que la calma de la prensa era un espejismo. Sin duda, pensaba, la
corteza de la tierra estaba a punto de resquebrajarse.
Todo aquello justificaba que aquella mañana fría tardara más de la cuenta en
levantarse de la cama y abrir la puerta. Agacharse para recoger los periódicos del
escalón de entrada hizo que se resintiera su espalda, todo un recordatorio del peaje
que había tenido que pagar en salud por el trabajo que hacía. Llevó el fajo de diarios
hasta la cocina, donde la cafetera emitía unos estertores que indicaban que se
acercaba al final de su ciclo vital. Después de servirse una taza grande, y de aclarar el
café con un buen chorro de espesa crema de leche, le sacó el plástico protector a la
prensa del día. Como de costumbre, el primero era el Times, para el que había
trabajado. Lo repasó deprisa, no encontró nada que objetar y pasó al Guardian.
Después hojeó por encima el Independent. Y, entonces, finalmente, llegó al Daily
Telegraph.
—Mierda —dijo entre dientes—. Mierda, mierda, mierda.
Al principio la prensa no supo muy bien cómo llamarlo. Intentaron bautizarlo
como el «Caso Madeline Hart», pero pronto les pareció que el título se quedaba
pequeño. Lo mismo sucedió con «El Fiasco Fallon», que estuvo en uso apenas unas
horas, y con la «Conexión Kremlin», que gozó de una breve popularidad en ITV.
Hacia última hora de la mañana, la BBC había optado ya por el «Caso Downing
Street», que no tenía mucha garra pero resultaba lo bastante amplio como para cubrir
toda clase de pecados. El resto de los medios de comunicación lo copió enseguida, y

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así fue como nació un escándalo.
Durante gran parte del día, el hombre que se encontraba en el ojo del huracán, el
primer ministro Jonathan Lancaster, permaneció, curiosamente, en silencio. Por fin, a
las seis de aquella misma tarde, la puerta negra del número diez de Downing Street se
abrió y Lancaster salió, solo, a enfrentarse al país. Se expresó, sí, en tono de
remordimiento, pero no lloró ni titubeó en ningún caso. Reconoció que había
mantenido una relación sentimental breve y desafortunada con una joven que
trabajaba en la sede del partido. También admitió que había solicitado la intervención
de un agente de unos servicios secretos extranjeros para encontrar a aquella joven tras
su desaparición, que había mantenido oculta información de manera impropia a las
autoridades británicas, y que había pagado diez millones de euros de rescate,
cediendo a la extorsión. Insistió en que en ningún momento había sospechado que la
joven era, en realidad, una espía «durmiente» nacida en Rusia. Ni que su desaparición
formara parte de una conspiración perfectamente orquestada por una empresa
petrolera propiedad del Kremlin para obtener derechos de perforación en el Mar del
Norte. Él había aprobado la concesión de la licencia, afirmó, a instancia de su
asistente y jefe de gabinete, Jeremy Fallon. Y aquel acuerdo —añadió con énfasis—
quedaba en suspenso.
Por su parte, Fallon fue lo bastante inteligente como para hacer pública su
primera declaración mediante un comunicado escrito, pues incluso en sus mejores
días su aspecto era el de un hombre culpable de algo. En él reconocía haber ayudado
al primer ministro a enfrentarse a las consecuencias de su «indigna conducta
personal», pero negaba categóricamente haber aceptado ningún pago de nadie
relacionado con Petróleo y Gas Volgatele. A los comentaristas no les pasó por alto el
tono brusco de sus declaraciones. Estaba claro, dijeron, que Jeremy Fallon creía que
Lancaster no sobreviviría políticamente hablando, y que tal vez él pudiera optar a
sucederle. Parecía estar preparándose una lucha por la supervivencia, afirmaban. Tal
vez incluso un combate a muerte.
La siguiente declaración no se produjo en Londres, sino en Moscú, donde el
presidente ruso calificó las acusaciones contra el Kremlin y su empresa petrolera de
«patrañas malintencionadas de Occidente». En clara referencia, a que el asunto
tendría repercusiones geopolíticas, acusó a los servicios de inteligencia británicos de
estar implicados en la desaparición de Pavel Zhirov, el hombre sobre cuyas palabras
se sustentaban aquellas acusaciones. Y entonces, sin aportar ni una sola prueba,
sugirió que Viktor Orlov, el oligarca ruso del sector del petróleo que residía en el
Reino Unido, tenía alguna relación con el asunto. Orlov, desde su sede de Mayfair,
emitió una nota en la que, en tono sarcástico, negaba toda implicación y llamaba al
presidente ruso «mentiroso congénito y cleptócrata» y decía de él que finalmente
había mostrado su verdadero rostro. Inmediatamente después se entregó a un
escuadrón de agentes de seguridad del MI5 para que estos le aseguraran la
protección, y desapareció del mapa.

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Pero ¿quién era ese agente de un servicio de inteligencia extranjero al que
Lancaster había pedido que encontrara a Madeline Hart tras la desaparición de esta en
Córcega? Apelando a la seguridad nacional, Lancaster se negó a revelar su identidad.
Jeremy Fallon tampoco arrojó ninguna luz sobre el asunto. Inicialmente, las
especulaciones se centraron en los americanos, con los que se sabía que Lancaster
mantenía buenas relaciones. Sin embargo, la percepción cambió cuando el Times
informó de que un conocido agente de los servicios de inteligencia israelíes, Gabriel
Allon, había sido visto entrando en Downing Street en dos ocasiones durante el
periodo en cuestión. Después, el Daily Mail publicó que un diputado había visto a ese
mismo Gabriel Allon sentado junto a una joven en el Café Nero un día antes de que
estallara el escándalo. La crónica de ese periódico fue tildada de tontería propia de la
prensa sensacionalista —sin duda, el gran Gabriel Allon no sería tan imprudente
como para dejarse ver en una concurrida cafetería londinense—, pero la información
del Times resultó más difícil de desactivar. Rompiendo con la tradición, la Oficina
emitió un escueto comunicado negando las informaciones aparecidas en ambos
artículos, algo que la prensa británica consideró prueba inequívoca de la implicación
de Allon en el asunto.
A partir de ahí, el escándalo entró en un predecible círculo de filtraciones,
contrafiltraciones y guerra política abierta. El líder de la oposición manifestó que la
situación era intolerable y exigió la dimisión del primer ministro. Pero, cuando tras
realizar un conteo de emergencia en la Cámara de los Comunes, se hizo evidente que
Lancaster saldría airoso (por los pelos, sí, pero airoso) de una moción de confianza, el
líder de la oposición no la planteó. Incluso Jeremy Fallon parecía haber capeado el
temporal. Después de todo, no había pruebas de que hubiera aceptado ningún pago de
Volgatek, más allá de la palabra de un ejecutivo de una empresa petrolera rusa que
parecía haberse esfumado de la faz de la tierra.
En realidad, todo podría haber terminado ahí —con el matrimonio Lancaster-
Fallon muy deteriorado pero aún en pie—, de no haber sido por la edición del Daily
Telegraph que llegó al escalón de entrada de la casa de Simon Hewitt el segundo
martes de enero. En portada, junto a un artículo de Samantha Cooke, aparecía una
fotografía de Jeremy Fallon entrando en un pequeño banco privado de Zúrich. Una
vez más, a las pocas horas Lancaster apareció en el exterior del número 10 de
Downing Street, frente a la famosa puerta negra, en esta ocasión para anunciar la
destitución de su ministro de Hacienda. Minutos después, Scotland Yard declaró que
Fallon estaba siendo investigado por soborno y fraude. Y una vez más Fallon se
declaró inocente. Ni un solo miembro del departamento de prensa de Whitehall lo
creyó.
Salió de Downing Street por última vez al atardecer, y regresó a su vacío
apartamento de soltero de Notting Hill que, por lo que se veía, estaba rodeado por
todos los periodistas y los cámaras de Londres. La investigación no llegaría a aclarar
nunca cómo consiguió esquivarlos, aunque un profesional de la CCTV captó una

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imagen clara de su rostro enfermizo a las 2.23 de la madrugada siguiente, mientras
paseaba por un tramo desierto de Park Lane, con el extremo de una soga ya atado al
cuello. Usando un nudo náutico que le había enseñado a hacer su padre, ató el otro
extremo a una farola situada en el centro del puente de Westminster. Al parecer, nadie
vio a Fallon cuando se arrojaba desde el borde, y permaneció allí suspendido toda la
noche, hasta que salió el sol e iluminó su cuerpo, que aún se balanceaba ligeramente.
Su caso daba la razón a un viejo y sabio proverbio corso que decía: «Quien vive una
vida inmoral muere de una muerte inmoral».

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61

Córcega

P ero ¿quién había sido la fuente de aquella maldita fotografía que había hecho
perder el cargo a Jeremy Fallon y lo había llevado a colgarse del puente de
Westminster? La pregunta dominaría la política británica en los meses venideros. Sin
embargo, en la isla encantada que había estado en la génesis del escándalo, solo a
algunas personas sofisticadas, que por su aspecto procedían del norte, parecía
preocuparles el asunto. De tarde en tarde alguna pareja se fotografiaba en Les
Palmiers, posando a la manera de Madeline Hart y Pavel Zhirov la tarde de su
desgraciado almuerzo, pero por lo general la isla se esforzaba por olvidar el papel
secundario que había jugado en la muerte de un alto cargo británico. A medida que el
invierno avanzaba, los corsos, instintivamente, regresaban a sus antiguas costumbres.
Usaban los arbustos secos de la macchia para encender sus chimeneas. Señalaban con
los dedos a los desconocidos para protegerse del mal de ojo. Y, en el valle aislado del
suroeste, recurrían a la ayuda de Don Anton Orsati cuando no tenían a nadie más a
quien recurrir.
Una tarde desapacible de mediados de febrero, mientras se encontraba sentado
ante su escritorio de roble, en su espacioso despacho, recibió una llamada telefónica
atípica: el hombre que le hablaba desde el otro extremo de la línea no quería que
eliminaran a nadie, algo normal, por otra parte, pensó el don, porque ese hombre era
más que capaz de eliminar por su cuenta a quien quisiera. No. Lo que andaba
buscando era una villa en la que poder pasar unas semanas a solas con su mujer.
Había de ser un lugar en el que nadie le reconociera y en el que no necesitara contar
con guardaespaldas. El don conocía el sitio perfecto. Pero había un problema: solo
había una carretera de acceso, tanto de entrada como de salida, y esta pasaba entre los
tres olivos milenarios que la malvada cabra de Don Casabianca había convertido en
sus dominios.
—¿Y no habría manera de que sufriera un desgraciado accidente antes de nuestra
llegada? —preguntó el hombre del teléfono.
—Lo siento —respondió Don Orsati—. Pero en Córcega hay cosas que no
cambian nunca.
Llegaron a la isla tres días después, tras tomar un vuelo de Tel Aviv a París y otro
desde allí hasta Ajaccio. Don Orsati les había dejado un coche en el aeropuerto, un
Peugeot gris, reluciente, que Gabriel condujo con la despreocupación propia de un
corso en dirección sur, siguiendo la línea de la costa, e internándose después en aquel
campo de densa vegetación baja. Cuando llegaron a los tres olivos milenarios, la

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cabra se puso en pie, amenazadora, abandonó su lugar de descanso y les bloqueó el
paso. Pero esta vez retrocedió enseguida, apenas Chiara le susurró unas palabras
tranquilizadoras al oído.
—¿Qué le has dicho? —le preguntó Gabriel cuando ya habían vuelto a ponerse en
marcha.
—Le he dicho que lamentábamos ser malos con ella.
—Pues yo no lo lamento en absoluto. La agresora es ella, eso está claro.
—Es una cabra, cielo.
—Es una terrorista.
—¿Cómo vas a ser capaz de dirigir la Oficina si no consigues llevarte bien con
una cabra?
—Buena pregunta —admitió él, taciturno.
La villa se encontraba a unos dos kilómetros del bastión de la cabra. Era pequeña
y estaba amueblada con sencillez. Los suelos eran de piedra caliza clara, y los de la
terraza, de granito. Unos pinos le daban sombra de mañana, pero por la tarde el sol
iluminaba las piedras con fuerza. Los días eran fríos y agradables. Por las noches, el
viento silbaba entre los pinos. Bebían vinos corsos. En la chimenea quemaban los
matorrales secos de la macchia, y el fuego ardía con perfumes de romero y tomillo.
Gabriel y Chiara no tardaron en impregnarse también de ellos.
No tenían más planes que hacer muy pocas cosas, o no hacer nada. Todas las
mañanas iban a tomar café a la plaza del pueblo. A mediodía comían pescado junto al
mar. Por las tardes, si bacía calor, tomaban el sol en la terraza, y si hacía frío se
retiraban a su sencillo dormitorio, donde hacían el amor hasta que el sueño y el
cansancio se apoderaban de ellos. Shamron dejaba mensajes de protesta en el
contestador de Gabriel, que este ignoraba alegremente. En cuestión de un año,
debería dedicar todas sus horas de vigilia a proteger Israel de los que deseaban
destruirla. Así que, por el momento, allí solo estaba Chiara, y el sol frío, y el mar, y el
perfume embriagador de los pinos y las plantas aromáticas.
Durante los primeros días, evitó los periódicos, internet y la televisión. Pero,
gradualmente, Gabriel fue conectándose de nuevo a un mundo de problemas que
pronto sería el suyo. El director de la IAEA, la agencia de la ONU que velaba
internacionalmente por el control de la energía atómica, predecía que Irán se
convertiría en potencia nuclear en menos de un año. Al día siguiente se hizo público
un informe según el cual Siria había transferido armas químicas a Hezbolá. Y un día
después, al miembro de los Hermanos Musulmanes que ahora gobernaba Egipto le
grabaron una conversación en la que hablaba de una nueva guerra con Israel. En
realidad, la única buena noticia que recibió le llegó de Londres, donde Jonathan
Lancaster, tras haber sobrevivido al Caso de Downing Street, había nombrado a
Graham Seymour nuevo director del MI6. Gabriel lo llamó aquella misma noche para
felicitarlo, aunque, sobre todo, para interesarse por Madeline.
—Le está yendo mejor de lo que esperaba —respondió Seymour.

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—¿Dónde está?
—Al parecer, un amigo le ha ofrecido una casa frente al mar.
—¿En serio?
—Todo muy poco ortodoxo —admitió Seymour—, pero hemos decidido que era
tan buen sitio como cualquier otro.
—Sí, pero no la desatiendas, Graham. Los tentáculos del SVR son largos.
Era, precisamente, la longitud de aquellos tentáculos la que hacía que Gabriel y
Chiara se prodigaran poco por la isla.
Casi nunca salían de casa de noche, y Gabriel se asomaba varias veces a la terraza
para comprobar si se veía algún movimiento en el valle. Cuando llevaban una semana
en la casa, oyó el conocido traqueteo de un Renault y, poco después, las luces de la
villa de Keller se encendieron por primera vez. Esperó hasta la tarde siguiente antes
de pasarse por allí sin avisar. Keller llevaba unos pantalones blancos, anchos, y un
jersey del mismo color. Abrió una botella de Sancerre y se la bebieron fuera, al sol.
Sancerre por la tarde, vino tinto corso por la noche… Gabriel pensó que no le costaría
acostumbrarse a aquella vida. Pero ya no había marcha atrás. Su pueblo le necesitaba.
Tenía una cita con la historia.
—A este Cézanne no le vendría mal un repaso —comentó Gabriel como de
pasada—. ¿Por qué no me dejas que te lo limpie mientras estoy por aquí?
—El Cézanne me gusta exactamente como está. Además —añadió Keller—, tú
has venido aquí a descansar.
—¿Y a ti no te hace falta?
—¿Qué?
—Descansar.
Keller no dijo nada.
—¿Dónde has estado, Christopher?
—En viaje de negocios.
—¿Aceite de oliva o sangre?
Keller arqueó una ceja para responder que lo segundo, y Gabriel meneó la cabeza,
censurándolo.
—El dinero no se gana cantando —manifestó Keller en voz baja.
—Hay otras maneras de ganar dinero, no sé si lo sabes.
—No cuando te llamas Christopher Keller y en teoría estás muerto.
Gabriel le dio un sorbo al vino.
—No te incluí en mi equipo porque necesitara tu ayuda —dijo al cabo de un
momento—. Quería demostrarte que en la vida hay algo más que matar a gente por
dinero.
—¿Querías «restaurarme»? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Es un instinto natural mío.
—Hay cosas que ya no tienen arreglo. —Keller hizo una pausa antes de añadir—:
Que ya no tienen redención posible.

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—¿A cuántos hombres has matado?
—No lo sé. ¿Y tú? —contraatacó Keller—. ¿A cuántos has matado tú?
—Los míos son distintos. Yo soy soldado. Un soldado secreto, pero un soldado.
—Miró a Keller muy serio durante un instante—. Y tú también podrías serlo.
—¿Me estás ofreciendo trabajo?
—Tendrías que convertirte en ciudadano israelí y aprender a hablar hebreo para
poder trabajar en la Oficina.
—Siempre me he sentido un poco judío.
—Sí —dijo Gabriel—. Eso ya me lo habías comentado.
Keller sonrió, y entre ellos se hizo el silencio. El viento de la tarde empezaba a
arreciar.
—Hay otra posibilidad, Christopher.
—¿Cuál es?
—¿Te has enterado de a quién acaban de nombrar nuevo director general del
MI6?
Keller no respondió.
—Puedo hablarle de ti a Graham. El te dará una nueva identidad. Una nueva vida.
Keller levantó la copa y señaló con ella el valle.
—Yo ya tengo una vida. Una vida muy agradable, por cierto.
—Eres un sicario. Un criminal.
—Soy un bandido honorario. Hay una diferencia.
—Lo que tú digas.
Gabriel añadió medio dedo más de vino a la copa.
—¿Para esto has venido a Córcega? ¿Para convencerme de que vuelva a casa?
—Supongo que sí.
—Si te dejo restaurar el Cézanne, ¿me prometes que me dejarás en paz?
—No —respondió Gabriel.
—Entonces tal vez será mejor que disfrutemos del silencio.

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62

Córcega

T res días después el don invitó a Gabriel a pasarse por su despacho a charlar un
rato. En realidad no se trataba de una invitación, pues las invitaciones podían
rechazarse educadamente. Aquello era una orden como las de Shamron, cincelada en
piedra, inviolable.
—¿Por qué no comemos juntos? —preguntó Gabriel, que sabía que era más
probable que a aquella hora estuviese de buen humor.
—Muy bien —respondió el don en tono serio, y enseguida añadió—: Aunque tal
vez sea mejor que venga solo.
Gabriel dejó la casa poco después de las doce. La cabra le permitió pasar sin
enfrentarse a él, pues ahora lo relacionaba con aquella hermosa mujer italiana. Los
guardias que custodiaban la entrada de la finca le permitieron pasar: el don les había
prevenido de la visita del israelí. Encontró a Orsati en su espacioso despacho,
inclinado sobre sus libros de cuentas.
—¿Cómo va el negocio? —le preguntó Gabriel.
—Mejor que nunca —respondió Gabriel—. Recibo más pedidos de los que puedo
servir.
Si se refería al aceite de oliva o a la sangre, no lo aclaró. Lo que hizo fue conducir
a Gabriel hasta el comedor, donde la mesa ya estaba puesta y rebosaba de productos
de la tierra. Con sus paredes blancas y sus muebles sencillos, aquel espacio recordaba
a Gabriel los aposentos privados del papa en el Palacio Apostólico. Había incluso un
crucifijo colgado en la pared, detrás de la silla reservada al don.
—¿Le molesta? —preguntó Orsati.
—En absoluto.
—Christopher me cuenta que está usted bastante familiarizado con las iglesias
católicas.
—¿Qué más le ha contado Keller?
Orsati frunció el ceño, pero no dijo nada más mientras le servía la comida y le
llenaba la copa de vino.
—¿La villa es de su agrado? —preguntó al fin.
—Es perfecta, Don Orsati.
—¿Y su mujer está contenta aquí?
—Mucho.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
—Todo el que usted quiera que nos quedemos.

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El don guardó un silencio algo incómodo.
—¿Ya no soy bienvenido, Don Orsati?
—Puede quedarse en la isla el tiempo que quiera. —El don hizo una pausa—.
Siempre y cuando no se implique usted en asuntos que puedan perjudicar mi negocio.
—Se refiere, obviamente, a Keller.
—Obviamente.
—No pretendía faltarle al respeto, Don Orsati. Solo quer…
—Meterse en asuntos que no le incumben.
El teléfono móvil del don zumbó sordamente, pero él no respondió.
—¿Acaso no le ayudé cuando llegó por primera vez a la isla buscando a la chica
inglesa?
—Sí —admitió Gabriel.
—¿Y acaso no le ofrecí a Keller sin cobrarle nada para que le ayudara a
encontrarla?
—No lo habría conseguido sin él.
—¿Y no pasé por alto el hecho de que en ningún momento me ofreció parte del
dinero del rescate que seguramente usted habrá recuperado?
—El dinero está en una cuenta bancaria del presidente ruso.
—Eso dice usted.
—Don Orsati…
El don agitó la mano, incrédulo.
—¿O sea que de eso se trata? ¿De dinero?
—No —negó Orsati—. Se trata de Keller.
Una ráfaga de viento golpeó los ventanales que daban al jardín. Era el libeccio, el
viento del sureste. Normalmente, en invierno, venía cargado de lluvia, pero por el
momento el cielo seguía despejado.
—Aquí, en Córcega —dijo el don tras un momento de silencio—, nuestras
tradiciones son muy antiguas. Un joven, por ejemplo, no se atrevería jamás a pedirle
matrimonio a su enamorada sin antes solicitar el permiso del padre. ¿Entiende lo que
le digo, Gabriel?
—Creo que sí, Don Orsati.
—Debería haber hablado conmigo antes de proponerle a Christopher que
regresara a Inglaterra.
—Ha sido una equivocación por mi parte.
La expresión de Orsati se ablandó. En el jardín, el libeccio tumbó una mesa y una
silla. Él gritó algo en corso alzando la vista al techo, y a los pocos segundos un
hombre con bigote, que llevaba una escopeta colgada al hombro, salió al jardín y
volvió a ponerlas en su sitio.
—Usted no sabe cómo era su amigo Christopher cuando llegó aquí tras salir de
Irak —prosiguió Orsati—. Estaba hecho un desastre. Yo le di un hogar. Una familia.
Una mujer.

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—Y después le dio un trabajo —dijo Gabriel—. Muchos trabajos.
—Es muy bueno en lo suyo.
—Sí, lo sé.
—Mejor que usted.
—¿Eso quién lo dice?
El don sonrió. Entre los dos se hizo el silencio, que Gabriel permitió que se
alargara mientras, con gran cuidado, escogía las palabras que iba a pronunciar a
continuación.
—No es una manera digna de ganarse la vida para alguien como Christopher —
dijo al fin.
—«Si tu casa es de cristal, no tires piedras».
—¿Un refrán corso?
—Todas las cosas sabias vienen de Córcega. —El don apartó el plato y apoyó los
pesados antebrazos en la mesa—. Hay algo que parece no comprender —dijo—.
Christopher no es solo mi mejor taddunaghiu. Lo quiero como a un hijo. Y si alguna
vez se fuera… —Se le quebró la voz—. Me partiría el corazón.
—Su verdadero padre cree que está muerto.
—No hubo otra manera de hacerlo.
—¿Cómo se sentiría si sus papeles estuvieran cambiados?
Orsati no dijo nada. Cambió de tema.
—¿Realmente cree que ese amigo suyo de la inteligencia británica estaría
interesado en devolver a Christopher a Inglaterra?
—Sería tonto si no lo hiciera.
—Pero tal vez diga que no —señaló el don—. Y al mencionarle el tema, puede
poner en peligro la posición de Christopher aquí en Córcega.
—Lo haré de una manera que no le suponga la menor amenaza.
—¿Ese amigo suyo es de fiar?
—Pondría mi vida en sus manos. En realidad —dijo Gabriel—, lo he hecho
bastantes veces.
El don resopló, resignado. Estaba a punto de dar su bendición a la atípica
proposición de Gabriel cuando volvió a sonarle el teléfono móvil. Esta vez sí atendió
la llamada. Escuchó atentamente, en silencio, unos segundos, pronunció unas
palabras en italiano, y volvió a dejar el aparato sobre la mesa.
—¿Quién era? —preguntó Gabriel.
—Su mujer —respondió el don.
—¿Ocurre algo?
—Quiere dar un paseo por el pueblo.
Gabriel hizo ademán de ponerse en pie.
—Quédese y termínese la comida —dijo Orsati—. Enviaré a dos de mis hombres
a vigilarla.
Gabriel se sentó. El libeccio estaba poniendo patas arriba el jardín de Orsati. El

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don lo contempló con ojos tristes un momento.
—Todavía me alegro de no haberle matado, Allon.
—Puedo asegurarle, Don Orsati, que el sentimiento es compartido.
El viento perseguía a Chiara por el estrecho camino, dejaba atrás con ella las
casas cerradas, los gatos, y finalmente, juntos, llegaron a la plaza, donde se
arremolinó por entre los porches y se llevó por delante algunos de los productos que
los tenderos exhibían sobre unas mesas. Ella entró en el mercado y fue llenando el
cesto de paja de las cosas que necesitaba para la cena. Después se sentó en uno de los
locales y pidió un café. En el centro de la plaza, algunos jubilados jugaban a los bolos
entre pequeños remolinos de polvo, y en la escalinata que llevaba a la iglesia una
anciana le entregaba un pedazo de papel azul a un niño. Este tenía el pelo largo,
rizado, y era muy guapo. Al mirarlo, Chiara esbozó una sonrisa triste. Se imaginó que
el hijo de Gabriel, Dani, habría podido parecerse a él si hubiera llegado a vivir hasta
los diez años.
La mujer descendió los peldaños de la iglesia y desapareció tras la puerta de una
casa pequeña y destartalada. A continuación el niño atravesó la plaza con el pedazo
de papel en la mano. Para sorpresa de Chiara, entró en el café y colocó la nota sobre
la mesa, sin decir nada. Ella no la leyó hasta que el pequeño se hubo ido. Contenía
solo una frase: «Debo verla de inmediato…».
La vieja signadora ya esperaba junto a la entrada de su casa cuando Chiara llegó.
Sonrió, le acarició con suavidad la mejilla y la hizo entrar.
—¿Sabe quién soy? —preguntó la vieja.
—Creo que tengo una idea bastante aproximada —respondió Chiara.
—¿Su marido le ha hablado de mí?
Chiara asintió.
—Le advertí que no fuera a la ciudad de los herejes —dijo la signadora—, pero
no me hizo caso. Tiene suerte de seguir con vida.
—Es duro de pelar.
—Tal vez sí sea un ángel, después de todo. —La mujer volvió a acariciarle la
mejilla a Chiara—. Usted también fue, ¿verdad?
—¿Quién le ha dicho que he estado en Rusia?
—Fue sin decírselo a su esposo —prosiguió la signadora, como si no hubiera
oído la pregunta—. Estuvieron juntos durante unas horas en la habitación de un hotel,
en la ciudad de la noche. ¿Lo recuerda?
La vieja sonrió. Todavía tenía la mano en el rostro de Chiara. Se la acercó al pelo.
—¿Seguimos? —preguntó.
—No me creo que vea usted el pasado.
—Su marido estuvo casado con otra mujer antes de casarse con usted —dijo la
anciana, como si quisiera demostrarle a Chiara que estaba equivocada—. Hubo un
hijo. Un fuego. El niño murió, pero la mujer vivió. Todavía vive.
Chiara se apartó con brusquedad.

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—Usted llevaba mucho tiempo enamorada de él —prosiguió la signadora—. Pero
él no se casaba con usted por la pena que sentía. La rechazó una vez, pero después la
recuperó en una ciudad de agua.
—¿Cómo lo sabe?
—Le pintó un cuadro en el que salía envuelta en una sábana blanca.
—Un cuadro no, era un boceto —dijo Chiara.
La anciana se encogió de hombros, como diciendo que ese detalle carecía de
importancia. Después, con un movimiento de cabeza, le señaló una mesa en la que,
junto a dos velas encendidas, había dos platos, uno con agua y otro con aceite.
—¿No quiere sentarse? —le preguntó.
—Prefiero seguir de pie.
—Por favor —insistió la signadora—. Será solo un momento. Así lo sabré con
seguridad.
—¿Saber qué?
—Por favor —insistió la anciana.
Chiara obedeció, y la anciana tomó asiento frente a ella.
—Hunda el dedo en el aceite, niña mía. Y después deje que tres gotas caigan en el
agua.
A regañadientes, Chiara hizo lo que le pedía aquella mujer. El aceite, tras alcanzar
la superficie del agua, se concentró en una sola gota. La anciana ahogó un grito, y una
lágrima resbaló por su mejilla blanca, empolvada.
—¿Qué ve? —le preguntó Chiara.
La vieja le cogió la mano.
—Su marido la espera en la villa —dijo—. Vaya a casa y dígale que va a ser
padre de nuevo.
—¿Niño o niña?
La anciana sonrió y dijo:
—Niño y niña.

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Nota del autor
La chica inglesa es una obra de entretenimiento y no debería leerse como nada más.
Los nombres, personajes, lugares y hechos narrados en la historia son producto de la
imaginación del autor o se han usado de manera ficticia. Todo parecido con personas
—vivas o muertas—, negocios, empresas, acontecimientos o locales es pura
coincidencia.
La versión de Susana y los viejos, de Jacopo Bassano, que aparece en la novela no
existe. Si existiera, se parecería mucho a la que se expone en el Museo de Bellas
Artes de Reims. Sí existe, en cambio, un pequeño edificio de apartamentos, con
fachada de piedra porosa, en la calle Narkiss de Jerusalén —en realidad son varios—,
pero en él no reside ningún agente de la inteligencia israelí llamado Gabriel Allon. La
sede de los servicios secretos israelíes ya no se encuentra en el bulevar Rey Saúl de
Tel Aviv. Yo he optado por mantener allí la de mis servicios secretos de la ficción
porque siempre me ha gustado el nombre de la avenida. El bombardeo del Hotel Rey
David es un hecho histórico, aunque Arthur Seymour, padre de uno de mis agentes
ficticios del MI 5, no lo presenció. Tampoco existe ninguna exposición en el Museo
de Israel en la que se muestren las columnas del Templo de Salomón, pues nunca se
ha descubierto ninguna ruina de este.
Es cierto que hay un restaurante en el muelle Adolphe Landry de Calvi que se
llama Les Palmiers pero, que yo sepa, nunca se ha usado como escenario de un
encuentro entre dos espías rusos. La Empresa Aceitera Orsati es una invención del
autor, como lo es el incidente del «fuego amigo» que lleva a Christopher Keller —
personaje aparecido por primera vez en El asesino inglés— a desertar del Servicio
Aéreo Especial y a convertirse en asesino a sueldo afincado en Córcega. Quienes
estén familiarizados con la isla y sus tradiciones verán que he atribuido a mi
signadora de ficción poderes que la mayor parte de sus colegas no admiten poseer.
La empresa energética rusa conocida como Petróleo y Gas Volgatele no existe.
Tampoco existe el grupo comercial conocido como Asociación Internacional de
Productores de Petróleo, aunque sí muchos otros que se le parecen. He jugado a mi
antojo con los horarios de los vuelos de EL AL entre Tel Aviv y San Petersburgo para
adaptarlos a las necesidades de mi operación. Los valientes que visiten la ciudad rusa
en pleno invierno no han de intentar subir a la extraordinaria cúpula de la catedral de
San Isaac, pues está cerrada a causa de las bajas temperaturas. Dicho sea de paso, me
gusta bastante el Café Nero de la Londons Bridge Street. Mis disculpas más sinceras
a los hoteles Metropol, Astoria y Ritz-Carlton por hacer que en sus instalaciones se
desarrollen operaciones de espionaje aunque, por otra parte, creo que no he sido el
primero en usarlos para tales propósitos.
He hecho todo lo posible por describir con precisión el ambiente que se respira en
el interior del 10 de Downing Street, aunque admito que, a diferencia de Gabriel
Allon, jamás he puesto los pies más allá de su perímetro de seguridad. Cuando creaba

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el personaje de Jeremy Fallon, mi jefe de gabinete en la ficción, le otorgué los
amplios poderes que el primer ministro Tony Blair concedió a Jonathan Powell, el
suyo en la vida real. Estoy bastante seguro de que, si el brillante y meticuloso Powell
hubiera estado al lado de Lancaster, todo el sórdido asunto que se relata en La chica
inglesa no habría tenido lugar.
El creciente espionaje por parte de los servicios de inteligencia rusos contra
objetivos occidentales es algo bien documentado. El desertor del KGB Oleg
Gordievski reveló recientemente a The Guardian que el tamaño de la rezidentura del
SVR en Londres ha igualado al que tenía en tiempos de la Guerra Fría. Gordievski se
halla en una posición de privilegio para realizar dicha afirmación, puesto que trabajó
en Londres para el KGB entre 1982 y 1985. Y además no es el único en afirmarlo: el
MI5 ha llegado a la misma conclusión. «Resulta una cierta decepción para mí —
declaró Jonathan Evans, director general del MI5— tener que seguir dedicando un
número significativo de equipos, dinero y personal a contrarrestar dicha amenaza. Se
trata de unos recursos que preferiría destinar a contrarrestar la amenaza del terrorismo
internacional».
Si Londres constituye un centro importante de actividad para la inteligencia rusa,
Estados Unidos sigue siendo el foco principal de atención del Centro Moscú. El FBI
proporcionó abundantes pruebas de ello en junio de 2010, cuando detuvo a diez
espías rusos que habían vivido en Estados Unidos durante años bajo identidades
ilegales no oficiales. Temerosa de hacer peligrar la tan cacareada «puesta al día» de
sus relaciones con el Kremlin, la Administración Obama aceptó enseguida el retorno
de todos los espías a Rusia como parte de un intercambio de prisioneros, el mayor
entre Estados Unidos y Rusia desde el fin de la Guerra Fría. El caso más notorio fue
el de Anna Chapman, una atractiva femme fatale que vivió en Londres varios años
antes de trasladarse a Nueva York como agente de la propiedad inmobiliaria y amante
de las fiestas. Desde su regreso a Rusia, Chapman ha presentado un programa de
televisión, ha escrito una columna para un periódico y ha aparecido en ropa interior
en la portada de una revista. También ha sido nombrada miembro del consejo rector
de la Joven Guardia de la Rusia Unida, una organización pro Kremlin relacionada
con el partido de gobierno en Rusia. Quienes se muestran críticos con esa «Joven
Guardia» se refieren a ella, sombríamente, como a las «Juventudes de Putin».
La mayor parte del espionaje ruso contras Estados Unidos es de naturaleza
industrial y económica. Los motivos son descaradamente obvios: casi un cuarto de
siglo después del hundimiento de la Unión Soviética, Rusia sigue siendo, en gran
medida, un caso perdido, que depende excesivamente de las materias primas y, cómo
no, del petróleo y el gas. El presidente Vladimir Putin no oculta a nadie qué significa
la energía para la nueva Rusia. En efecto, el Kremlin lo dejó muy claro en un
documento estratégico redactado en 2003 según el cual «el papel del país en los
mercados energéticos globales determina enormemente su influencia geopolítica».
Sabiamente, el Kremlin ha suavizado su lenguaje cuando se refiere a la importancia

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del sector energético ruso, pero las metas siguen siendo las mismas. Despojada de su
imperio y militarmente débil, actualmente Rusia pretende detentar el poder en el
escenario mundial con el petróleo y con el gas más que con las armas nucleares y la
ideología marxista-leninista. Y, es más, los gigantes energéticos estatales dirigidos
por el Kremlin ya no se conforman operando dentro de los confines de Rusia, donde
la producción de petróleo y gas ha disminuido. Actualmente está adquiriendo activos
tanto de exploración y extracción como de refinado y distribución como parte de su
estrategia para convertirse en un actor realmente estratégico. Dicho en pocas
palabras, la Federación Rusa quiere llegar a ser una Arabia Saudí de Eurasia.
Gazprom, el gigante estatal ruso, es la mayor empresa gasística del mundo, y sus
ingresos representan el origen de gran parte del presupuesto federal anual del
Kremlin. Varias exrepúblicas soviéticas reciben todo su gas de Rusia, lo mismo que la
diminuta Finlandia. Austria recibe más del 80 por ciento de su gas de Rusia.
Alemania, un 40 por ciento. Si es cierto que los avances en las tecnologías
relacionadas con la extracción están colocando más gas en el mercado internacional,
los gasoductos que conectan Europa con Rusia contribuirán a asegurar la posición
dominante de Gazprom en los años venideros. Sus muchos clientes europeos deberían
tener en cuenta que Gazprom actuó como instrumento de represión política en 2001
con la adquisición de NTV, el único canal de televisión independiente de alcance
nacional, muy crítico con Vladimir Putin y con su partido Rusia Unida. En la
actualidad, la línea editorial de la NTV es sistemáticamente pro Kremlin.
Tras un breve periodo como primer ministro, Putin fue elegido presidente para un
tercer mandato en marzo de 2012. Exagente del KGB, actualmente se halla en
posición de gobernar al menos hasta 2024, más que Leonid Breznev, y casi tanto
como Iósif Stalin. Está claro que no todos los rusos apoyan el apego dictatorial al
poder de Putin, pero las voces de la oposición están siendo cada vez más silenciadas,
en ocasiones con gran dureza. En noviembre de 2009, Sergei Magnitski, abogado y
contable moscovita que acusó a inspectores de hacienda y a agentes de policía de
malversación de fondos públicos, murió súbitamente en una cárcel rusa a la edad de
treinta y siete años, lo que provocó la condena internacional y sanciones de Estados
Unidos. Actualmente parece que el Kremlin ha puesto el foco en Alexei Navalni, el
disidente más conocido y líder del movimiento de protesta que recorrió el país tras el
retorno de Putin a la presidencia. En el momento de redactar estas líneas, Navalni se
encuentra a la espera de juicio, acusado de malversación, una acusación en la que él y
sus numerosos seguidores ven motivaciones políticas. Si es condenado, se enfrenta a
diez años de cárcel, donde dejaría de constituir una amenaza para Putin y sus siloviki
del Kremlin.
Con demasiada frecuencia, las penas de cárcel de cierta duración en la Rusia de
Vladimir Putin equivalen a sentencias de muerte. Según funcionarios rusos, solo en
2012 4.121 personas murieron mientras cumplían condena, aunque los activistas en
favor de los derechos humanos afirman que, con toda probabilidad, la cifra es mayor.

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De ese modo se explicaría por qué Alexander Dolmatov, un defensor de la
democracia, optó por quitarse la vida en un centro de detención de Rotterdam en
enero de 2013. Temiendo una detención y un proceso judicial en Rusia, Dolmatov
había huido a los Países Bajos en busca de asilo político. Cuando su petición fue
denegada, se ahorcó en su celda. El gobierno holandés afirmó que su suicidio no
había tenido nada que ver con la denegación de asilo. Sus amigos del movimiento
opositor no lo creen así.
Magnitski, Navalni, Dolmatov: sus nombres son conocidos en Occidente. Pero
hay muchos que ya se pudren en las cárceles de Rusia porque se atrevieron a llevar
una pancarta, o a escribir un blog en internet, criticando a Vladimir Putin. En Rusia,
el constante descenso al autoritarismo continúa. Y los gigantes del petróleo y el gas
corren con los gastos.

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Agradecimientos
Esta novela, como los anteriores libros de la serie de Gabriel Allon, no habría podido
escribirse sin la ayuda de David Bull que, sin duda, es uno de los mejores
restauradores de arte del mundo. Cada año, David dedica muchas horas de su
valiosísimo tiempo a asesorarme en aspectos técnicos relacionados con el mundo de
la restauración, así como a revisar mis textos en busca de posibles errores. Mejor que
sus conocimientos sobre historia del arte es contar con el placer de su compañía, y la
amistad que nos regala ha enriquecido a nuestra familia en grandes y pequeños
detalles.
He hablado con numerosos agentes de inteligencia y con políticos israelíes y
estadounidenses mientras escribía este libro, y ahora les doy las gracias por ello sin
mencionar sus nombres, que es como prefieren que les muestre mi reconocimiento.
Mi querido amigo Gerald Malone, exmiembro del Parlamento británico por el partido
conservador y secretario de estado de Salud, me ha guiado por los entresijos de la
política británica y ha compartido conmigo muchas anécdotas fascinantes sobre la
vida y el ambiente de esa olla a presión que es el número 10 de Downing Street. Ni
que decir tiene que la exactitud de los detalles es toda suya, y que los errores y las
licencias literarias son solo míos.
He consultado centenares de libros, periódicos y artículos de revistas, así como
páginas web, mientras preparaba el texto, demasiados como para citarlos aquí. Aun
así, no me gustaría dejar de destacar la extraordinaria erudición y capacidad
divulgativa de Daniel Yergin, Edward Lucas, Pete Earley, Allan S. Cowell, William
Prochnau y Clint Van Zandt. Asimismo, las memorias de los exprimeros ministros
Tony Blair, John Major y Margaret Thatcher han sido para mí importantes fuentes de
información y contexto.
Louis Toscano, amigo querido y corrector personal desde hace muchos años, ha
realizado incontables mejoras en el texto, lo mismo que mi editora Kathy Crosby. Sin
duda, la responsabilidad de cualquier error tipográfico o de cualquier otro tipo que
pueda abrirse paso hasta la edición final ha de recaer sobre mis hombros, no sobre los
suyos.
Hemos sido bendecidos con muchos amigos que han llenado nuestra vida de amor
y risas en los momentos críticos que acompañan al proceso de escritura,
especialmente Andrea y Tim Collins, Enola y Stephen Carter, Stacey y Henry
Winkler, Joy y Jim Zorn, y Margarita y Andrew Pate.
Mi más hondo agradecimiento a Robert B. Barnett, Michael Gendler y Linda
Rappaport por todo su apoyo y sus sabios consejos. También al extraordinario equipo
de profesionales de Harper Collins, sobre todo a Jonathan Burnham, Brian Murray,
Michael Morrison, Jennifer Barth, Josh Marwell, Tina Andreadis, Leslie Cohen, Leah
Wasielewski, Mark Ferguson, Kathy Schneider, Brenda Segel, Carolyn Robson, Doug
Jones, Karen Dziekonski, Archie Ferguson, David Watson, David Koral y Leah

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Carlson-Stanisic.
Deseo hacer extensible mi gratitud y mi amor a mis hijos, Nicholas y Lily. No
solo me han ayudado en la preparación final de la obra, sino que me han acompañado
mientras realizaba mis investigaciones, y han sido fuente de cariño y consuelo
mientras trabajaba. Finalmente, debo dar las gracias a mi esposa, la brillante
periodista de la NBC Jamie Gangel, que me escuchaba con considerable tolerancia
mientras avanzaba entre los vericuetos del relato y que, posteriormente, corrigió con
agudeza los primeros borradores. De no haber sido por su paciencia y su atención por
el detalle, La chica inglesa no habría estado terminada cuando debía. Mi deuda con
ella es inmensa, como lo es el amor que me inspira.

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DANIEL SILVA. Nació en Michigan (Estados Unidos), el 1960.
Educado en California, inició un Master en Relaciones Internacionales, que abandonó
cuando le ofrecieron un empleo temporal en la United Press Internacional en 1984.
Su misión era cubrir la Convención Nacional Democrática. El trabajo se convirtió en
permanente y un año más tarde fue trasladado a la sede de Washington D. C. Después
de dos años más, fue nombrado corresponsal de Oriente Medio y se trasladó a El
Cairo.
Silva regresó a Washington D. C., para un trabajo con la Oficina de Washington de la
cadena CNN, donde trabajó como productor y productor ejecutivo de varios
programas de televisión. En 1994 empezó a trabajar en su primera novela, Juego de
espejos (The Unlikely Spy). La novela se convirtió en un best-seller y en 1997 dejó la
CNN para dedicarse a escribir a tiempo completo.
Actualmente vive en Georgetown, Washington D. C. con su mujer, Jamie Gangel,
periodista de la NBC —a quien conoció en el Golfo Pérsico—, y sus dos hijos
mellizos: Lily y Nicholas.
Sus novelas son de espionaje e intriga, siendo un escritor de abundante producción.
Ha alcanzado primeros puestos en listas de ventas, traduciéndose su obra a varios
idiomas.

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Notas

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[1]
The Salt Pit. Cárcel clandestina y centro de interrogatorios de la CIA en
Afganistán, adonde se llevaba a personas detenidas de manera ilegal. (N. del T.) <<

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[2] El Servicio Aéreo Especial es un regimiento de fuerzas especiales del ejército

británico (UKSF). Sus funciones en tiempo de guerra son las operaciones especiales,
y en tiempo de paz, principalmente el contraterrorismo. (N. del T.) <<

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[3] Compañía aérea estatal israelí. En hebreo significa «hacia el cielo». (N. del T.) <<

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[4] Birkenau significa bosque de abedules. (N. del T.) <<

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