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Daniel Silva
La chica inglesa
Gabriel Allon - 13
ePub r1.1
Titivillus 04.03.16
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Título original: The English Girl
Daniel Silva, 2013
Traducción: Juanjo Estrella
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Una vez más, a mi esposa, Jamie,
y a mis hijos, Lily y Nicholas.
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Quien vive una vida inmoral muere
de una muerte inmoral.
Proverbio corso
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PRIMERA PARTE
LA REHÉN
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Piana, Córcega
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de los colegios privados de la élite, y de las universidades de Oxford y Cambridge—,
prosperó rápidamente desempeñando diversos puestos administrativos, antes de ser
ascendida a directora de Asistencia Social. Su función, según ella misma la describía
a menudo, consistía en buscar votos entre las clases británicas que no ganaban nada
apoyando al partido, a su plataforma y a sus candidatos. Todos coincidían en que
aquel puesto era una estación intermedia en un viaje hacia cosas mejores. El futuro de
Madeline era brillante, de un brillo «solar», en palabras de Pauline, que había asistido
al ascenso de su colega más joven con no poca envidia. Se rumoreaba que Madeline
era la protegida de un pez gordo del partido, de alguien cercano al primer ministro.
Tal vez del propio primer ministro. Con su belleza telegénica, su aguda inteligencia y
su energía sin fin, parecía destinada a ocupar un escaño en el Parlamento y a recibir
una cartera ministerial. Era solo cuestión de tiempo. O eso se decía.
Por todo ello, resultaba aún más raro que, a sus veintisiete años, Madeline Hart
siguiera sin pareja. Cuando se le preguntaba por qué vivía en aquel desierto
emocional, ella respondía que estaba demasiado ocupada para pensar en hombres.
Fiona, una morena muy guapa y algo maliciosa que trabajaba en la Oficina del
Gabinete, no acababa de creerse aquella explicación. O, mejor dicho, creía que
Madeline los engañaba, siendo el engaño una de las cualidades más disculpables para
Fiona, de ahí su interés por la política del partido. Para avalar su teoría, señalaba que
Madeline, que se mostraba locuaz sobre casi cualquier tema imaginable, se expresaba
con suma cautela cuando se trataba de su vida personal. Sí, claro, admitía Fiona,
aceptaba soltar alguna migaja sobre su infancia problemática —su espantosa vivienda
de protección oficial en Essex, el padre cuyo rostro apenas recordaba, el hermano
alcohólico que no había trabajado ni un solo día en toda su vida—, pero el resto lo
mantenía oculto tras un foso y un muro de piedra.
—Nuestra Madeline podría ser una asesina en serie, o una furcia de lujo —añadía
Fiona—, y ninguno de nosotros tendría la menor idea.
Pero Alison, una administrativa del Ministerio del Interior a la que habían roto el
corazón varias veces, defendía otra teoría.
—La pobrecilla está enamorada —declaró una tarde al verla surgir del mar como
una diosa, en la diminuta cala que quedaba justo debajo de su villa—. El problema es
que el hombre en cuestión no la corresponde.
—¿Y por qué no habría de correspondería? —preguntó Fiona, soñolienta, con el
rostro oculto bajo una enorme visera.
—Tal vez no esté en posición de hacerlo.
—¿Casado?
—Pues claro.
—El muy cabrón.
—¿Es que tú nunca…?
—¿Tener una historia con un hombre casado?
—Sí.
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—Solamente dos veces, aunque ya me estoy planteando una tercera.
—Vas a arder en el infierno, Fiona.
—Eso espero, por supuesto.
Fue entonces, la tarde del séptimo día, y a partir de aquellas pruebas más que
inconsistentes, cuando a las tres chicas y a los dos chicos que se alojaban con
Madeline Hart en la villa alquilada en Piana, les dio por buscarle amante. Y no un
amante cualquiera, puntualizó Pauline. Debía ser de la edad adecuada, de apariencia y
formación impecables, y de una gran estabilidad económica y mental, sin secretos
inconfesables ni más mujeres en la cama. Fiona, la más experimentada en las cosas
del corazón, lo consideraba misión imposible.
—Ese hombre no existe —declaró, con el cansancio propio de una mujer que
había pasado mucho tiempo buscándolo—. Y, si existe, o ya está casado o está tan
enamorado de sí mismo que no tendrá ni un minuto para la pobre Madeline.
A pesar de sus dudas, Fiona se lanzó de cabeza a la tarea, aunque solo fuera
porque de ese modo añadiría algo de intriga a sus vacaciones. Por suerte, no había
escasez de posibles candidatos, pues al parecer la mitad de la población del sureste de
Inglaterra había cambiado su lluviosa isla por el sol de Córcega. Ahí estaba la colonia
de directores de finanzas de la City, que ocupaba las lujosas residencias situadas en la
punta del Golfo de Porto. Y ahí estaba también la pandilla de pintores que vivían
como zíngaros en el pueblo montañoso de Castagniccia. Y la troupe de actores que
habían hecho de la playa de Campomoro su lugar de residencia. Y la delegación de
políticos de la oposición que conspiraba sobre su regreso al poder desde una villa
situada sobre los acantilados de Bonifacio. Usando la Oficina del Gabinete como
tarjeta de presentación, Fiona no tardó en organizar varias reuniones sociales
improvisadas. Y, en cada una de ellas —ya se tratara de una cena, de una excursión a
la montaña o de una tarde de copas en la playa—, ella atrapaba al candidato idóneo
entre los presentes y lo depositaba junto a Madeline. Sin embargo, ninguno de ellos
lograba trepar sus muros, ni siquiera el joven actor que acababa de poner fin a una
exitosa temporada representando el papel protagonista en la comedia musical del año
en el West End.
—Es evidente que le ha dado muy fuerte —admitió Fiona cuando, ya muy tarde,
regresaban a casa una noche y Madeline, en su vespa roja, los guiaba en la oscuridad.
—¿Y de quién crees que se trata? —le preguntó Alison.
—Ni idea —respondió Fiona arrastrando mucho las palabras, envidiosa—. Pero
ha de ser alguien muy especial.
A partir de ese momento, cuando quedaba poco más de una semana para su
regreso a Londres, Madeline empezó a pasar bastante tiempo sola. Salía de la villa a
primera hora todos los días, por lo general antes de que los demás se hubieran
levantado, y regresaba a media tarde. Cuando le preguntaban dónde había estado, ella
ofrecía respuestas claramente vagas, y durante las cenas se mostraba a menudo
taciturna o preocupada. Alison, claro está, se temía lo peor: que el amante de
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Madeline, fuera quien fuese, le hubiera hecho saber que prescindía de sus servicios.
Sin embargo, al día siguiente, al regresar a casa tras una jornada de compras, Fiona y
Pauline anunciaron alegremente que Alison se equivocaba. Al parecer, el amante de
Madeline había llegado a Córcega. Y Fiona tenía fotos que lo demostraban.
El «avistamiento» se había producido a las dos y diez, en Les Palmiers, frente al
puerto Adolphe Landry de Calvi. Madeline estaba sentada a una mesa pegada a los
amarres, con la cabeza ligeramente vuelta hacia el mar, como si no prestara atención
al hombre que tenía delante. Unas grandes gafas de sol, de vidrios oscuros, cubrían
sus ojos. Un sombrero de paja, con un intrincado lazo negro, proyectaba sombra
sobre su rostro perfecto. Pauline hizo el gesto de acercarse a su mesa, pero Fiona, al
percibir la intimidad algo forzada de la escena, sugirió una rápida retirada. Aun así,
permaneció en el sitio lo bastante como para tomarle, a escondidas, una primera foto
acusadora con el teléfono móvil. Madeline no pareció darse cuenta de su presencia,
pero no así el hombre. Apenas Fiona pulsó el botón correspondiente, él se volvió con
brusquedad, como alertado por algún instinto animal de que su imagen estaba siendo
captada electrónicamente.
Tras huir a un restaurante cercano, Fiona y Pauline examinaron cuidadosamente
al hombre de la foto: tenía el pelo de un tono rubio ceniza característico, agitado por
el viento, y muy poblado. Le caía sobre la frente y enmarcaba un rostro anguloso,
dominado por una boca pequeña, de aspecto algo cruel. Su atuendo era vagamente
marinero: pantalones blancos, una camisa de algodón de rayas azules, un reloj
grande, de submarinista, zapatillas de lona con suelas que no dejarían huellas en la
cubierta de un barco. Llegaron a la conclusión de que así era él: un hombre que no
dejaba huella.
También llegaron a la conclusión de que era inglés, aunque podría haber sido
alemán, escandinavo o, tal vez, pensó Pauline, descendiente de aristócratas polacos.
El dinero no era un problema para él, como evidenciaba la costosa botella de
champán hundida en un cubo plateado rebosante de hielo y situado en un extremo de
la mesa. La suya, dedujeron, era una fortuna más ganada que heredada, y no del todo
limpiamente. Le gustaba apostar. Tenía cuentas en Suiza. Viajaba a lugares
peligrosos. Sobre todo, era discreto. Sus asuntos, como las suelas de sus zapatillas
náuticas, no dejaban huella.
Pero lo que más les intrigaba era la imagen de Madeline. En la foto, ya no era la
chica que conocían de Londres, y ni siquiera la que llevaba dos semanas
compartiendo casa con ellas. Era como si hubiera adoptado una actitud
completamente distinta: se trataba de una actriz en otra película. Era la otra. Ahora,
inclinadas sobre el teléfono móvil como un par de colegialas, Fiona y Pauline
escribían los diálogos y daban vida a los personajes. Según su visión de la historia,
aquella aventura había empezado de manera inocente, con un encuentro casual en
alguna tienda exclusiva de New Bond Street. El flirteo había sido largo; la
consumación, meticulosamente planeada. Pero el final de la historia se les resistía,
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por el momento, porque en la vida real todavía no estaba escrito. Las dos coincidían
en que sería trágico.
—Así es como acaba siempre este tipo de historias —dijo Fiona, que hablaba por
experiencia—. Chica conoce chico. Chica se enamora de chico. Chica sufre y hace
todo lo posible por destruir a chico.
Fiona todavía tendría ocasión de tomar otras dos fotos de Madeline y de su novio
aquella tarde. En una de ellas se los veía paseando por el puerto, bajo un sol radiante,
sus manos casi rozándose. En la segunda se despedían sin darse siquiera un beso.
Entonces el hombre se subió a una zódiac y se alejó por el puerto. Madeline se montó
en su vespa roja y regresó a la villa. Cuando llegó, ya no llevaba el sombrero de paja
con el intrincado lazo negro. Aquella noche, mientras les explicaba qué había hecho
aquella tarde, no mencionó su visita a Calvi, ni su almuerzo con aquel hombre de
aspecto próspero en Les Palmiers. Fiona se mostró bastante impresionada con sus
dotes interpretativas.
—Nuestra Madeline es una mentirosa extraordinaria —le comentó a Pauline—.
Tal vez sí, tal vez su futuro sea tan brillante como se dice. ¿Quién sabe? Es posible
que algún día llegue incluso a ser primera ministra.
Aquella noche, las cuatro chicas guapas y los dos chicos serios que se alojaban en
la villa alquilada decidieron ir a cenar a la cercana localidad de Porto. Madeline
reservó mesa con su francés de colegio, e incluso exigió al dueño que les guardara la
mejor mesa de la terraza, la que tenía vistas a la bahía rocosa. Los demás dieron por
sentado que se desplazarían formando su convoy habitual, pero poco antes de las
siete Madeline anunció que se iba a Calvi a tomar algo con un viejo amigo de
Edimburgo.
—Nos vemos en el restaurante —dijo, volviendo la cabeza y alzando la voz, ya
montada en su vespa y mientras se alejaba por el camino a toda velocidad—. Y, por el
amor de Dios, intentad ser puntuales, para variar.
Y se fue.
A nadie le pareció raro que no se presentara a cenar aquella noche. Tampoco se
alarmaron cuando, a la mañana siguiente, descubrieron que la cama no estaba
deshecha.
Era verano y, en verano, ya se sabe…
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Córcega-Londres
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el pobre tipo solo fuera culpable de una infidelidad conyugal, algo que, en Francia, no
puede considerarse delito. Pero cuando habían transcurrido otras setenta y dos horas y
la investigación seguía exactamente en el mismo punto, llegaron a la conclusión de
que no tenían más remedio que pedir ayuda públicamente. Y así, aparecieron en la
prensa escrita dos fotografías, convenientemente recortadas, del hombre: una en la
que aparecía sentado en Les Palmiers, y otra en la que se lo veía caminando por el
puerto. Antes de que oscureciera, los investigadores habían recibido ya centenares de
pistas. Descartaron enseguida las de charlatanes y chiflados, y concentraron sus
esfuerzos solo en aquellos hilos que les parecieron remotamente plausibles. Pero
ninguno de ellos dio fruto. Una semana después de la desaparición de Madeline Hart,
su único sospechoso seguía siendo un hombre sin nombre, sin nacionalidad siquiera.
Si la policía carecía de pistas prometedoras, de teorías no andaba escasa. Un
grupo de detectives creía que el hombre de Les Palmiers era un depredador, un
psicópata, que había atraído a Madeline hasta su trampa. Otro grupo consideraba que
se trataba, simplemente, de alguien que había tenido la desgracia de encontrarse
donde no debía cuando no debía. Según esa teoría, se trataba de un hombre casado y,
por tanto, no estaba en disposición de dar un paso al frente y cooperar con la policía.
En cuanto al destino de Madeline, consideraban que se trataba probablemente de un
robo en el que las cosas se habían torcido. Al fin y al cabo, era una mujer sola que se
desplazaba en moto y, por tanto, un blanco propicio. Tarde o temprano el cuerpo
acabaría apareciendo. El mar lo devolvería a la orilla; algún caminante se tropezaría
con él en las montañas; un campesino lo desenterraría mientras araba sus campos. En
la isla, las cosas eran así; Córcega siempre devolvía a sus muertos.
En Gran Bretaña, los errores policiales eran excusa para cargar contra los
franceses. Pero, en su mayoría, incluso los periódicos que simpatizaban con la
oposición trataron la desaparición de Madeline como si fuera una tragedia nacional.
Su notable ascenso desde una vivienda de propiedad municipal de Essex se relató con
todo lujo de detalles, y numerosos dirigentes del partido emitieron comunicados en
los que se referían a una brillante carrera truncada. Su madre, llorosa, y su indolente
hermano concedieron una única entrevista televisiva, tras la que desaparecieron de la
mirada pública. Lo mismo ocurrió con sus compañeros de vacaciones en Córcega.
Tras su regreso a Inglaterra, convocaron juntos una rueda de prensa en el aeropuerto
de Heathrow, supervisada por miembros del gabinete de prensa del partido. Pero
después se negaron a atender peticiones de entrevistas, incluso las que venían
acompañadas de generosas ofertas de dinero. La cobertura del caso estuvo siempre
exenta de cualquier insinuación de escándalo. No había referencias a exceso de
alcohol, excentricidades sexuales o desórdenes públicos, más allá de los tópicos sobre
los peligros que acechaban a las mujeres jóvenes que viajaban a países extranjeros.
En la sede del partido, el gabinete de prensa se felicitó por su habilidad a la hora de
enfrentarse al asunto, mientras que, a un nivel político, se constató un repunte
considerable en la valoración del primer ministro. De puertas adentro, lo atribuían a
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lo que llamaban el «efecto Madeline».
Gradualmente, las noticias sobre su desaparición dejaron de ocupar las portadas y
pasaron a las secciones interiores, hasta que, a finales de septiembre, ya habían
dejado de figurar por completo en los periódicos. Era otoño y, por tanto, momento de
regresar a las tareas de gobierno. Los retos a los que se enfrentaba Gran Bretaña eran
inmensos: una economía en recesión, una zona euro que sobrevivía con respiración
asistida, una larga lista de problemas sociales no resueltos que desgarraban el tejido
de la vida en el Reino Unido. Pendiendo sobre todo ello estaba la posibilidad de que
se celebraran comicios. El primer ministro había dado a entender en numerosas
ocasiones que pretendía convocarlos antes de fin de año. Era más que consciente de
los riesgos políticos de dar marcha atrás a aquellas alturas; si Jonathan Lancaster era
el actual jefe del gobierno británico era porque su predecesor no se había decidido a
convocar elecciones anticipadas tras meses de filtraciones públicas. Lancaster, que
entonces era el jefe de la oposición, lo había bautizado como «el Hamlet del 10 de
Downing Street», causándole así una herida mortal.
Ello explicaba que Simon Hewitt, secretario de comunicación del primer
ministro, no durmiera muy bien últimamente. El patrón de su insomnio era
invariable: exhausto tras su dura jornada laboral, se quedaba dormido rápidamente,
por lo general con algún documento apoyado en el pecho, pero se despertaba
transcurridas apenas dos o tres horas. Una vez desvelado, su mente empezaba a dar
vueltas y más vueltas. Tras cuatro años en el gobierno, parecía capaz de concentrarse
solo en lo negativo. Ese era el sino del secretario de comunicación de Downing
Street. En el mundo de Simon Hewitt no había triunfos, solo desastres y más
desastres. Como los movimientos sísmicos, estos variaban en intensidad, y podían ser
solo pequeños temblores apenas perceptibles, o terremotos fortísimos capaces de
derribar edificios y cobrarse vidas. Se suponía que Hewitt debía ser capaz de predecir
la inminente calamidad y, a poder ser, minimizar los daños. Últimamente había
llegado a comprender que su tarea era imposible. En los momentos más negros,
aquella constatación le proporcionaba un mínimo consuelo.
En otro tiempo había sido un hombre valorado por derecho propio. En tanto que
jefe de la sección de política del Times, Hewitt había sido una de las personas con
más influencia sobre el gobierno. Con unas pocas palabras de su característica y
afilada prosa, era capaz de sentenciar una política gubernamental, además de la
carrera política del ministro que la hubiera diseñado. El poder de Hewitt llegó a ser
tan inmenso que ningún gobierno aplicaba una iniciativa importante sin antes
consultarla con él. Y a ningún político que soñara con un futuro más brillante se le
habría pasado por la cabeza presentarse a un puesto de liderazgo sin asegurarse antes
el apoyo del periodista. Uno de aquellos políticos había sido, precisamente, Jonathan
Lancaster, exabogado de la City con escaño asegurado correspondiente a una zona
residencial de Londres. Al principio, Hewitt no daba un duro por Lancaster: era
demasiado atildado, demasiado guapo, y provenía de un entorno demasiado
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privilegiado como para tomarlo en serio. Sin embargo, con el tiempo, el periodista
había llegado a ver en él a un hombre de talento, de ideas, que deseaba reformar su
moribundo partido político y, a continuación, el país entero. Más sorprendente aún,
Hewitt descubrió que, de hecho, Lancaster le caía bien, lo que no era nunca buena
señal. Y, a medida que su relación se afianzaba, pasaban menos tiempo
intercambiando chismes sobre las maquinaciones del gobierno y más tiempo
planeando cómo recomponer la maltrecha sociedad británica. Durante la noche
electoral, en la que Lancaster fue aupado a la victoria con la más amplia mayoría
parlamentaria en una generación, Hewitt fue una de las primeras personas a las que
telefoneó. «Simon —le dijo con aquella seductora voz que tenía—. Te necesito,
Simon. No puedo hacer esto solo». Después, Hewitt había escrito muy positivamente
sobre las probabilidades de éxito del nuevo primer ministro, plenamente consciente
de que, en pocos días, ya estaría trabajando para él en el número 10 de Downing
Street.
Ahora, Hewitt abrió los ojos muy despacio y se fijó, temeroso, en el despertador
de la mesilla de noche. Como si se burlaran de él, los dígitos intermitentes le
anunciaban que eran apenas las 3.42. Junto a él se alineaban tres teléfonos móviles,
con sus baterías cargadas al máximo para hacer frente a la masacre que la prensa
iniciaría al día siguiente. Ojalá él pudiera recargar sus pilas con la misma facilidad,
pero a aquellas alturas, por más horas de sueño que llegara a acumular, por más sol
tropical que consiguiera tomar, ya no podría reparar el daño que había infligido a su
cuerpo de hombre de mediana edad. Miró a Emma. Como de costumbre, ella dormía
profundamente. En otra época, habría contemplado la posibilidad de despertarla
valiéndose de alguna maniobra lasciva. Pero ahora no; su lecho conyugal se había
convertido en una chimenea helada. Durante un breve periodo, a Emma le había
seducido el glamur del trabajo de Hewitt en Downing Street, pero con el tiempo había
empezado a ver con malos ojos su devoción esclava hacia Lancaster. Veía al primer
ministro casi como un rival sexual, y empezó a sentir un odio por él rayano en el
fervor irracional. «Tú eres el doble de hombre que él, Simon —había sentenciado
aquella misma noche, antes de plantarle un beso fraternal en la mejilla—. Y sin
embargo, por algún motivo que se me escapa, sientes la necesidad de representar el
papel de criada. Tal vez, algún día, me contarás por qué».
Hewitt sabía que no volvería a conciliar el sueño, ya no, así que permaneció
tendido en la cama, despierto, prestando atención a la secuencia de sonidos que
anunciaban el inicio de su jornada. El golpe seco de los periódicos al rebotar sobre el
peldaño de la entrada; el gorgoteo de la cafetera; el ronroneo del vehículo oficial que
aguardaba en la calle, bajo su ventana. Moviéndose con cuidado para no despertar a
Emma, se quitó el batín y bajó a la cocina. La cafetera silbaba airadamente. Hewitt se
sirvió un café, sin nada, porque últimamente se estaba ensanchando mucho, y se lo
llevó al recibidor. Los periódicos estaban cubiertos en plástico, sobre el felpudo, junto
a la maceta de los geranios muertos. Al agacharse, vio algo más: un sobre amarillo de
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20 x 25 centímetros, sin marcas, cerrado a cal y canto. Hewitt supo al momento que
ese sobre no provenía de Downing Street; ninguno de sus empleados se habría
atrevido a dejar ni el documento más trivial en el exterior de su puerta. Por tanto,
debía de tratarse de algo que él no había solicitado. Aquello no era nada raro: sus
antiguos colegas de la prensa conocían su dirección de Hampstead y no dejaban de
remitirle paquetes. Regalitos a cambio de alguna oportuna filtración; mensajes
airados sobre algo que hubieran percibido como ofensas. Rumores malignos,
demasiado delicados como para transmitirse a través de correo electrónico. Hewitt
tomó nota mental de mantenerse al corriente de los últimos cotilleos del gobierno.
Como periodista, sabía que lo que se decía a espaldas de alguien era a menudo mucho
más importante que lo que se escribía de él en primera página.
Empujó el sobre con la punta del pie para asegurarse de que no contuviera cables
ni baterías, y a continuación lo depositó encima de los periódicos, antes de regresar a
la cocina. Después de encender el televisor y bajar mucho el volumen, retiró el
plástico de los periódicos y echó un rápido vistazo a las portadas, dominadas por la
propuesta de Lancaster de incrementar la competitividad de la industria británica
bajando los impuestos. The Guardian y The Independent se mostraban
escandalizados, como era previsible, pero gracias a los esfuerzos de Hewitt la mayor
parte de las reacciones eran positivas. Las otras noticias referidas al gobierno eran
afortunadamente inofensivas. Nada de terremotos. Ni un pequeño temblor.
Después de hojear los llamados periódicos de calidad, Hewitt pasó enseguida a
los tabloides, que según su criterio constituían un mejor termómetro de la opinión
pública británica que cualquier encuesta. Entonces, después de servirse una segunda
taza de café, abrió el sobre anónimo. Contenía solo tres cosas: un DVD, una hoja de
papel tamaño A4 y una fotografía.
—Mierda —dijo Hewitt en voz baja—. Mierda, mierda, mierda.
Lo que ocurrió después sería motivo de mucha especulación y, para Simon
Hewitt, que había sido periodista político y no se chupaba el dedo, de no pocas
recriminaciones. Porque, en lugar de ponerse en contacto con la Policía
Metropolitana de Londres, tal como exigía la legislación británica, Hewitt había
llevado el sobre y su contenido hasta su despacho del número 12 de Downing Street,
situado a dos puertas de la residencia oficial del primer ministro. Tras participar en la
preceptiva reunión de personal que empezaba a las ocho en punto de la mañana,
durante la que no mencionó nada a nadie, le mostró aquellas tres cosas a Jeremy
Fallon, el jefe de gabinete de Lancaster y su asesor político. Fallon era, además, el
jefe de gabinete con más poder de la historia de Gran Bretaña. Sus atribuciones
oficiales incluían la planificación estratégica y la coordinación política entre diversos
departamentos del gobierno, lo que le autorizaba a meter las narices en cualquier
asunto. Los medios de comunicación lo llamaban a veces «el cerebro de Lancaster»,
algo que a él le complacía bastante, y que al primer ministro, por más que no lo
dijera, no le hacía ninguna gracia.
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La reacción de Fallon difirió de la suya solo en la elección de la palabra
malsonante. Su primer impulso fue llevar aquel material a Lancaster de inmediato
pero, como era miércoles, esperó a que este hubiera sobrevivido al combate de
gladiadores que tenía lugar todas las semanas en la Cámara de los Comunes, y que se
conocía como «turno de preguntas al primer ministro». En ningún momento, durante
la reunión que celebraron luego, ni Lancaster, ni Hewitt ni Jeremy Fallon sugirieron
entregar el material a las autoridades competentes. Los tres convinieron en que lo que
hacía falta era contactar con una persona discreta y hábil en la que, por encima de
cualquier otra consideración, pudiera confiarse para proteger los intereses del primer
ministro. Fallon y Hewitt le pidieron a este que les facilitara nombres de posibles
candidatos, y él les proporcionó solo uno. Existía un vínculo familiar entre ellos y, lo
que era más importante, una deuda no saldada. La lealtad personal era importante en
momentos como ese, dijo el primer ministro, pero la capacidad de influencia servía
de mucho más.
A partir de ahí, discretamente, solicitaron la presencia en Downing Street de
Graham Seymour, el veterano subdirector del Servicio de Seguridad de Gran Bretaña,
también conocido como MI5. Mucho después, Seymour describiría el encuentro —
que tuvo lugar en el Estudio, bajo el amenazador retrato de Margaret Thatcher—
como el más difícil de su carrera. Aceptó ayudar al primer ministro sin dudar, porque
eso era lo que un hombre como Graham hacía en una circunstancia como aquella.
Aun así, dejó claro que, si su implicación en el asunto llegaba a hacerse pública,
destruiría a los responsables de haberla divulgado.
Con ello, ya solo quedaba por decidir la identidad de los miembros del operativo
que llevaría a cabo la búsqueda. Como Lancaster antes que él, Graham Seymour solo
contaba con un candidato. No reveló su nombre al primer ministro. En vez de ello, y
recurriendo a los fondos de una de las muchas cuentas reservadas del MI5, adquirió
un asiento en el vuelo de British Airways que esa noche partía rumbo a Tel Aviv.
Cuando el avión iniciaba la maniobra de despegue, empezó a pensar en la mejor
manera de realizar la aproximación. La lealtad personal era importante en momentos
como ese, pero la capacidad de influencia servía de mucho más.
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Jerusalén
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pinturas mientras realizaba sus prácticas, y en una ocasión había pasado varios meses
en Zúrich restaurando un importante Bassano para un coleccionista privado. La
última noche de su estancia en la ciudad, había matado a un hombre llamado Ali
Abdel Hamidi en un callejón húmedo cercano al río. Hamidi, un conocido terrorista
palestino con las manos muy manchadas de sangre israelí, se había hecho pasar por
dramaturgo, y Gabriel le había dado una muerte digna de sus pretensiones literarias.
Gabriel hundió el bastoncillo nuevo en la solución, pero antes de retomar su tarea
oyó que desde la calle llegaba el ronroneo conocido de un motor de coche. Salió a la
terraza para confirmar sus sospechas, y a continuación abrió la puerta y la dejó
entornada. Instantes después, Ari Shamron ya estaba instalado en lo alto de un
taburete de madera, junto a Gabriel. Llevaba pantalones de color caqui, una camisa
blanca de algodón y una chaqueta de cuero con una brecha sin remendar en el
hombro izquierdo. Sus gafas, muy feas, brillaban a la luz de las lámparas halógenas
con las que trabajaba Gabriel. Su rostro, cubierto de arrugas profundas, componía una
mueca de hondo disgusto.
—Apenas me he bajado del coche y he plantado el pie en la calle, he notado este
olor a productos químicos —dijo Shamron—. No cuesta imaginar el daño que le
habrán hecho a tu cuerpo durante todos estos años.
—No te quepa duda de que eso no es nada comparado con el daño que me has
causado tú —replicó Gabriel—. Me sorprende que todavía sea capaz de sostener un
pincel entre los dedos.
Gabriel apoyó el bastoncillo humedecido sobre la carne de Susana, y lo hizo girar
ligeramente. Shamron frunció el ceño mientras consultaba la hora en su reloj de acero
inoxidable, como si ya no funcionara bien.
—¿Ocurre algo? —preguntó Gabriel.
—No, pero me preguntaba cuánto vas a tardar en ofrecerme un café.
—Ya sabes dónde están todas las cosas. Si prácticamente vives aquí…
Shamron murmuró algo en polaco sobre la ingratitud de los niños. Y después se
levantó del taburete y, apoyándose pesadamente en su bastón, se metió en la cocina.
Consiguió llenar el hervidor de agua del grifo, pero pareció desconcertado en
presencia de los botones y ruedas que se alineaban junto a los fogones. Ari Shamron
había ocupado en dos ocasiones el puesto de director de los servicios de inteligencia
israelíes, y antes había sido uno de los altos mandos militares más condecorados.
Pero ahora, a su provecta edad, parecía incapaz de realizar las tareas domésticas más
elementales. Cafeteras, batidoras, tostadoras… Todos aquellos aparatos eran un
misterio para aquel hombre. Gilah, su abnegada esposa desde hacía tantos años, se
burlaba a menudo de él y aseguraba que, si se quedara solo, conseguiría morirse de
hambre en una cocina llena de comida.
Gabriel fue a encenderle el fogón y siguió trabajando. Shamron se acercó al
ventanal y permaneció allí de pie, fumando. El olor apestoso de su tabaco turco tapó
al momento el penetrante aroma de los disolventes.
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—¿Tienes que fumar? —le preguntó Gabriel.
—Sí, tengo que fumar —respondió Shamron.
—¿Qué estás haciendo en Jerusalén?
—El primer ministro quería hablar conmigo.
—¿En serio?
Shamron dedicó a Gabriel una mirada asesina a través de una cortina de humo
denso.
—¿Por qué te sorprende que el primer ministro quiera verme?
—Porque…
—¿Porque soy viejo e irrelevante? —se anticipó Shamron.
—Tú eres terco, impaciente, y en ocasiones irracional. Pero irrelevante no has
sido nunca.
Shamron asintió. Estaba de acuerdo. Con la edad había aprendido al menos a
reconocer sus defectos, por más que ya no le quedara tiempo para rectificarlos.
—¿Y cómo está? —le preguntó Gabriel.
—Ya te lo imaginas.
—¿De qué habéis hablado?
—Nuestra conversación ha sido franca, y hemos tocado temas muy diversos.
—¿Significa eso que habéis discutido?
—Yo solo he discutido con un primer ministro.
—¿Con cuál? —quiso saber Gabriel, sinceramente intrigado.
—Con Golda —respondió Shamron—. Fue el día después de lo de Múnich. Le
dije que debíamos modificar nuestra táctica, que debíamos aterrorizar a los
terroristas. Le presenté una lista de nombres, de hombres que tenían que morir. Pero
Golda no quiso ni oír hablar de ello.
—¿Y tú discutiste con ella? ¿Le alzaste la voz?
—No fue uno de mis mejores momentos.
—¿Y qué hizo ella?
—Pues alzarme la voz a mí, claro. Pero finalmente acabó aceptando mi punto de
vista. Después, yo le presenté otra lisia de nombres, los nombres de los jóvenes que
necesitaba para ejecutar la operación. Todos aceptaron sin vacilar. —Shamron hizo
una pausa, y añadió—: Todos menos uno.
Gabriel metió sin hacer ruido el bastoncillo manchado en el recipiente hermético,
que encerró al momento los vapores nocivos del disolvente, pero no el recuerdo de su
primer encuentro con aquel hombre al que llamaban El Memuneh, «el que está al
mando». Este se había producido a unos centenares de metros de donde se encontraba
ahora, en el campus de la Academia Bezalel de Bellas Artes y Diseño. Gabriel
acababa de asistir a una conferencia sobre la obra pictórica de Viktor Frankel, el
conocido expresionista alemán que, además, resultaba ser su abuelo materno.
Shamron lo estaba esperando en una de las esquinas de un patio achicharrado por el
sol. Era un señor menudo, fuerte como una barra de hierro, con unas gafas espantosas
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y unos dientes que parecían una trampa de acero. Como de costumbre, venía bien
preparado: sabía que Gabriel se había criado en un deprimente asentamiento agrícola
del valle de Jezreel, y que sentía un odio visceral por todo lo que tuviera que ver con
las granjas. Sabía que la madre de Gabriel —pintora de talento también ella— había
conseguido evitar la muerte en el campo de exterminio de Birkenau, pero que no
había podido hacer nada contra el cáncer que había minado su cuerpo. Sabía también
que la lengua materna de Gabriel era el alemán, y que esa había seguido siendo la
lengua de sus sueños. Todo ello constaba en el documento que sostenía entre sus
dedos manchados de nicotina.
—La operación se llamará «Ira de Dios» —le informó ese día—. No tiene nada
que ver con la justicia. Se trata de una venganza por las once vidas inocentes perdidas
en Múnich.
Gabriel le había dicho a Shamron que se buscara a otro.
—No quiero a otro —insistió Shamron—. Te quiero a ti.
Durante los tres años siguientes, Gabriel y los otros agentes de la operación Ira de
Dios acecharon a su presa por Europa y Oriente Próximo. Armado con una Beretta
del calibre 22, un arma discreta apta para matar en distancias cortas, Gabriel había
asesinado personalmente a seis miembros de Septiembre Negro. Siempre que podía,
les disparaba once veces, una bala por cada israelí abatido en Múnich. Cuando,
finalmente, regresó a casa, tenía las sienes plateadas y el rostro de un hombre veinte
años mayor. Incapaz desde entonces de crear obra propia, se trasladó a Venecia a
estudiar restauración. Después, tras ese periodo de descanso, volvió a trabajar para
Shamron. En los años que siguieron, llevó a cabo algunas de las operaciones más
míticas de la historia del espionaje israelí. Ahora, tras muchos años de vagar
incesante, había regresado finalmente a Jerusalén. Nadie se alegraba más de ello que
el propio Shamron, que lo quería como a un hijo y consideraba el apartamento de la
calle Narkiss como si fuera suyo. En otra época, tal vez a Gabriel le habría molestado
la presión de aquella presencia constante, pero ahora ya no. El gran Ari Shamron era
eterno, pero el recipiente en el que residía su espíritu no iba a durar siempre.
Nada había erosionado más la salud de aquel hombre que el hecho de ser un
fumador empedernido. El suyo era un hábito adquirido de joven en el este de Polonia,
que había empeorado tras su llegada a Palestina, donde luchó en la guerra que
condujo a la independencia de Israel. Ahora, mientras describía su encuentro con el
primer ministro, abrió su viejo Zippo para encender otro de sus apestosos cigarrillos.
—El primer ministro está nervioso, más que de costumbre. Supongo que tiene
derecho a estarlo. La Primavera Árabe ha arrastrado hacia el caos a toda la región. Y
los iraníes están cada vez más cerca de hacer realidad su sueño nuclear. Dentro de
poco alcanzarán la zona de inmunidad, lo que nos impedirá a nosotros actuar
militarmente sin la ayuda de los estadounidenses. —Shamron bajó de golpe la tapa
del encendedor y miró a Gabriel, que había vuelto a concentrarse en la pintura—.
¿Me estás escuchando?
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—Estoy pendiente de todas y cada una de tus palabras.
—Demuéstramelo.
Gabriel repitió la última frase de Shamron palabra por palabra. Shamron sonrió.
Consideraba la infalible memoria de Gabriel como una de sus mejores virtudes. Se
iba pasando el Zippo por entre los dedos. Dos giros a la derecha. Dos giros a la
izquierda.
—El problema es que el presidente de Estados Unidos se niega a trazar líneas
rojas contundentes e inmediatas. Manifiesta que no permitirá que los iraníes
fabriquen armas nucleares. Pero esa declaración no significa nada si los iraníes tienen
la capacidad de fabricarlas en un corto periodo de tiempo.
—Como los japoneses.
—Los japoneses no están gobernados por apocalípticos mulás chiíes —replicó
Shamron—. Si el presidente de Estados Unidos no se anda con cuidado, sus dos
mayores logros en política exterior serán un Irán con capacidad nuclear y la
reinstauración del Califato islámico.
—Bienvenido al mundo posamericano, Ari.
—Por eso mismo considero una locura dejar nuestra seguridad en sus manos.
Pero ese no es el único problema del primer ministro —añadió Shamron—. Los
generales no están seguros de poder destruir la parte mínima del programa para que
un ataque militar resulte efectivo. Y los del bulevar Rey Saúl, bajo la tutela de tu
amigo Uzi Navot, le dicen al primer ministro que una guerra unilateral contra los
persas sería una catástrofe de proporciones bíblicas.
El bulevar Rey Saúl era la dirección del servicio de inteligencia israelí. Tenía un
nombre largo y deliberadamente ambiguo, totalmente alejado de la verdadera
naturaleza de su cometido. Incluso los agentes retirados, como Gabriel y Shamron, se
referían a él llamándolo «la Oficina», sin más.
—Uzi es el que tiene acceso a las informaciones reservadas todos los días —dijo
Gabriel.
—Yo también. No a todas —se apresuró a añadir Shamron—. Pero a un número
suficiente como para estar convencido de que los cálculos de Uzi respecto al tiempo
que tenemos pueden estar equivocados.
—Las matemáticas nunca han sido el punto fuerte de Uzi. Pero cuando estaba en
el campo de batalla, jamás cometía errores.
—Eso es porque casi nunca se colocaba en ninguna posición en que fuera posible
cometerlos. —Shamron hizo una larga pausa, mientras contemplaba el viento, que se
movía en el eucalipto, más allá de la balaustrada de la terraza de Gabriel—. Siempre
he dicho que una carrera sin controversia no es una carrera de verdad. Yo he
suscitado la mía, y tú la tuya.
—Y conservo las cicatrices que lo demuestran.
—Pero también las distinciones —dijo Shamron—. Al primer ministro le
preocupa que la Oficina demuestre un exceso de cautela por lo que respecta a Irán. Sí,
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hemos introducido virus en sus ordenadores, y hemos eliminado a varios de sus
científicos, pero últimamente no ha estallado nada. Al primer ministro le gustaría que
Uzi llevara a cabo otra operación Obra Maestra.
«Obra Maestra» era el nombre en clave de una operación conjunta entre Israel,
Estados Unidos y Gran Bretaña que había dado como resultado la destrucción de
cuatro instalaciones iraníes secretas de enriquecimiento de uranio. Esta se había
producido bajo supervisión de Uzi Navot, pero en los pasillos del bulevar Rey Saúl se
consideraba una de las acciones más inspiradas de Gabriel.
—Ocasiones como las de la Obra Maestra no se dan todos los días, Ari.
—Eso es cierto —admitió Shamron—. Pero siempre he creído que la mayoría de
las oportunidades, más que darse, se ganan. Y el primer ministro también lo cree.
—¿Ha perdido la confianza en Uzi?
—Todavía no. Pero quería saber si la había perdido yo.
—¿Y tú qué le has dicho?
—¿Qué alternativa tenía? Fui yo quien lo recomendó para el puesto.
—¿Así que le has dado tu bendición?
—Una bendición condicionada.
—¿Cómo es eso?
—Le he recordado al primer ministro que la persona a la que yo, en realidad,
quería para el trabajo, no estaba interesada. —Shamron meneó la cabeza muy
despacio—. Tú eres la única persona en la historia de la Oficina que ha declinado el
ofrecimiento de ser su director.
—Siempre hay una primera vez para todo, Ari.
—¿Significa eso que estarías dispuesto a replanteártelo?
—¿Por eso has venido, Ari?
—Me ha parecido que tal vez disfrutarías del placer de mi compañía —
contraatacó Shamron—. Y el primer ministro y yo nos preguntábamos si estarías
dispuesto a echarle una mano a uno de nuestros más estrechos aliados.
—¿A cuál?
—Graham Seymour se ha presentado en la ciudad sin previo aviso. Le gustaría
hablar contigo.
Gabriel se volvió a mirar a Shamron.
—¿Hablar de qué? —preguntó, transcurrido un momento.
—No ha querido decirlo, pero, por lo que parece, es urgente. —Shamron se
acercó al caballete y entrecerró los ojos, concentrándose en la porción del lienzo en la
que Gabriel había estado trabajando—. Vuelve a parecer nuevo.
—De eso se trata.
—¿Existiría alguna posibilidad de que hicieras lo mismo conmigo?
—Lo siento, Ari —dijo Gabriel, pasándole la mano por la mejilla surcada de
arrugas—. Pero me temo que lo tuyo ya no tiene arreglo.
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como al «Kandahar del Támesis». En privado, admitía que le preocupaba que su país
se acercara cada vez más al borde del abismo de la civilización.
Aunque Graham Seymour había heredado la pasión de su padre por el espionaje
puro, no compartía en absoluto su desdén por el estado de Israel. De hecho, bajo su
supervisión, el MI5 había forjado estrechos lazos con la Oficina y, en concreto, con
Gabriel Allon. Los dos hombres se veían como miembros de una hermandad secreta
que se ocupaba de las tareas sucias que nadie estaba dispuesto a abordar, y solo
después pensaban en las consecuencias. Habían luchado el uno por el otro, habían
sangrado el uno por el otro, y en algún caso habían matado el uno por el otro. Eran
tan amigos como podían serlo dos espías de servicios distintos, lo que significaba que
desconfiaban solo un poco el uno del otro.
—¿Hay alguien en este hotel que no sepa quién eres? —preguntó Seymour,
estrechando la mano de Gabriel como si perteneciera a alguien con quien se
encontraba por primera vez.
—La chica de recepción me ha preguntado si venía al bar mitzvá de los
Greenberg.
Seymour le dedicó una sonrisa discreta. Con sus mechones plateados y su
poderosa mandíbula, parecía el arquetipo del magnate británico, del hombre que
decidía asuntos importantes y que nunca se servía él mismo el té.
—¿Dentro o fuera? —preguntó Gabriel.
—Fuera —respondió Seymour.
Se sentaron a una de las mesas de la terraza. Gabriel lo hizo encarado al hotel, y
Seymour, a los muros de la Ciudad Vieja. Pasaban pocos minutos de las once, ese
interludio de calma que va del desayuno al almuerzo. Gabriel solo quería un café,
pero Seymour se pidió de todo. A su mujer le encantaba cocinar, pero se le daba fatal.
Para él, la comida de los aviones era todo un regalo, y un brunch de hotel, aunque
saliera de las cocinas del Rey David, toda una celebración digna de saborearse.
Como, al parecer, también lo eran los muros de la Ciudad Vieja.
—Tal vez te cueste creerlo —dijo, entre un bocado a su tortilla y el siguiente—,
pero esta es la primera vez que pongo el pie en tu país.
—Lo sé —replicó Gabriel—. Está todo en tu ficha.
—¿Una lectura interesante?
—Estoy seguro de que no es nada comparado con lo que tu servicio sabe de mí.
—¿Cómo es eso? Pero si yo solo soy un humilde servidor del Servicio de
Seguridad de Su Majestad. Tú, en cambio, eres una leyenda. De hecho —añadió
Seymour, bajando la voz—, ¿cuántos agentes de inteligencia pueden decir que han
salvado al mundo de un apocalipsis?
Gabriel volvió la cabeza y contempló la cúpula dorada de La Roca, el tercer lugar
más sagrado del Islam, que resplandecía bajo la luz cristalina de Jerusalén. Cinco
meses atrás, en una cámara secreta situada cincuenta metros bajo la superficie del
Monte del Templo, había descubierto una bomba inmensa que, de haber estallado,
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habría causado el derrumbe de todo el monte. Durante la operación, también había
descubierto veintidós pilares del Templo de Salomón, proporcionando así la prueba
irrefutable de que el antiguo santuario judío, descrito en Reyes y en Crónicas, había
existido en realidad. Aunque el nombre de Gabriel no apareció en ningún momento
en la cobertura que la prensa hizo de tan importante hallazgo, su implicación en el
caso era bien conocida en ciertos círculos de la comunidad del espionaje
internacional. También se sabía que su mejor amigo, el reputado arqueólogo bíblico y
agente de la Oficina Eli Lavon, había estado a punto de morir en su intento por salvar
aquellas columnas de la destrucción.
—Tuvisteis mucha suerte de que aquella bomba no estallara —comentó Seymour
— De haberlo hecho, habríais tenido a varios millones de musulmanes en vuestras
fronteras en cuestión de horas. Y después… —La voz de Seymour se perdió.
—Habría sido el fin de la empresa conocida como el estado de Israel —dijo
Gabriel, completando la frase de Seymour.
—Que es exactamente lo que los iraníes y sus amigos de Hezbolá querían que
ocurriese.
—Ni me imagino lo que debías de sentir cuando contemplaste esas columnas por
primera vez.
—Para serte sincero, Graham, no tuve tiempo para disfrutar el momento. Estaba
demasiado ocupado intentando que Eli salvara su vida.
—¿Y cómo está?
—Ha pasado dos meses en el hospital, pero ya parece casi como nuevo. De
hecho, ha vuelto a trabajar.
—¿Para la Oficina?
Gabriel negó con la cabeza.
—Ha vuelvo a las excavaciones del Túnel del Muro Occidental. Si quieres, puedo
organizarte una visita guiada para ti solo. De hecho, si estás interesado, puedo
mostrarte el pasadizo secreto que lleva directamente al Monte del Templo.
—No sé si a mi gobierno le parecería bien. —Seymour permaneció en silencio
mientras el camarero volvía a servirles café.
Entonces, cuando se quedaron solos, dijo:
—Así pues, el rumor es cierto, después de todo.
—¿De qué rumor hablas?
—Del que dice que el hijo pródigo ha vuelto a casa finalmente. Tiene su gracia —
añadió, esbozando una sonrisa triste—, pero siempre di por sentado que te pasarías el
resto de tu vida paseándote sobre los acantilados de Cornualles.
—La verdad es que son preciosos, Graham. Pero Inglaterra es tu país, no el mío.
—A veces ya no lo siento mío —dijo Seymour—. Helen y yo nos hemos
comprado hace poco una casa en Portugal. Pronto seré un exiliado, como lo eras tú.
—¿Muy pronto? —le preguntó Gabriel.
—Nada es inminente —respondió Seymour—. Pero, antes o después, todo lo
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bueno debe terminar.
—Has tenido una gran carrera, Graham.
—¿Ah, sí? No es fácil medir el éxito en el mundo de la seguridad, ¿no te parece?
Nos juzgan por las cosas que no suceden, por los secretos que no llegan a ser
robados, por los edificios que no llegan a estallar. La nuestra puede ser una manera
profundamente insatisfactoria de ganarse la vida.
—¿Y qué vas a hacer en Portugal?
—Helen intentará envenenarme con su cocina exótica, y yo pintaré espantosas
acuarelas de paisajes.
—No sabía que pintaras.
—Por algo será. —Seymour contempló la vista y frunció el ceño, como
constatando que quedaba muy por encima de su pincel y su paleta—. Mi padre se
retorcería en su tumba si supiera que estoy aquí.
—Y entonces ¿por qué estás aquí?
—Quería saber si estarías dispuesto a buscar algo para un amigo mío.
—¿Y ese amigo tuyo tiene nombre?
Seymour no respondió nada. Lo que hizo fue abrir su maletín y extraer de él una
fotografía de 20 x 25, que le entregó a Gabriel. En ella aparecía una mujer joven,
atractiva, que miraba directamente a la cámara y sostenía un ejemplar del
International Herald Tribune de hacía tres días.
—¿Madeline Hart? —preguntó Gabriel.
Seymour asintió, antes de alargarle un folio que tenía escrita una sola frase en
letras sencillas, de fuente sans serif:
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—No me sorprende —le aclaró Seymour—. Porque, gracias a mí, hace unos años,
a Siddiq se lo tragó la tierra y nunca nadie volvió a saber nada de él.
—¿Y quién era?
—Siddiq Hussein era un residente en Tower Hamlets, una localidad del este de
Londres, nacido en Pakistán. Apareció en las pantallas de nuestro radar tras los
atentados de 2007, momento a partir del cual, finalmente, entramos en razón y
empezamos a sacar a los radicales islamistas de las calles. Tú recuerdas bien esos días
—dijo Seymour amargamente—. Los días en que la gente de izquierdas y los medios
de comunicación insistían en que hiciéramos algo con los terroristas de nuestro
entorno.
—Sigue, Graham.
—Siddiq se relacionaba con conocidos extremistas de la mezquita del este de
Londres, y el número de su teléfono móvil no dejaba de aparecer en todos los sitios
sospechosos. Entregué una copia de su ficha a Scotland Yard, pero el Mando
Antiterrorista dijo que no existían suficientes pruebas para actuar contra él. Entonces
Siddiq hizo algo que me dio la oportunidad de ocuparme del problema por mi cuenta.
—¿Qué hizo?
—Reservó un billete de avión a Pakistán.
—Craso error.
—Un error fatal, de hecho —convino Seymour, lacónico.
—¿Qué ocurrió?
—Lo seguimos hasta Heathrow y nos aseguramos de que se subiera a su avión,
rumbo a Karachi. Después, realicé una discreta llamada a un viejo amigo en Langley,
Virginia. Creo que lo conoces bien.
—Adrian Carter.
Seymour asintió. Adrian Carter era director del Servicio Nacional Clandestino de
la CIA. Supervisaba la guerra global de la agenda contra el terror, incluidos los por
entonces programas secretos para detener e interrogar a agentes estratégicos.
—El equipo de Carter siguió a Siddiq en Karachi durante tres días —prosiguió
Seymour—. Después, le taparon la cabeza con una bolsa y lo metieron en el primer
vuelo que salía del país.
—¿Dónde lo llevaron?
—A Kabul.
—¿A la Salina?[1]
Seymour asintió despacio.
—¿Y cuánto duró allí?
—Eso depende de a quién le preguntes. Según el relato de los hechos de la
agencia, a Siddiq lo encontraron muerto en su celda diez días después de su llegada a
Kabul. Su familia presentó una querella en la que se denunciaba que había muerto
mientras era torturado.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el primer ministro?
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—Cuando los abogados que representaban a la familia de Siddiq solicitaron todos
los documentos del MI5 relativos al caso, el gobierno de Lancaster se negó a
facilitárselos con el argumento de que hacerlo podía poner en peligro la seguridad
nacional británica. Es decir, que el primer ministro me salvó la carrera.
—¿Y ahora tienes que devolverle el favor intentando salvarle el cuello a él? —Al
ver que Seymour no le respondía, Gabriel dijo—: Esto va a acabar mal, Graham. Y,
cuando termine mal, tu nombre aparecerá de manera destacada en la inevitable
investigación.
—He dado instrucciones de que, si eso llega a ocurrir, me los llevaré a todos por
delante, incluido Lancaster.
—Nunca creí que fueras tan ingenuo, Graham.
—No lo soy en absoluto.
—Pues entonces deja el caso. Vuelve a Londres y dile a tu primer ministro que se
plante delante de las cámaras, con su esposa a su lado, y realice una llamada pública a
los secuestradores para que liberen a la chica.
—Ya es demasiado tarde para eso. Además —añadió Seymour—, tal vez sea un
poco anticuado, pero no me gusta que la gente intente chantajear al líder de mi país.
—¿Y el líder de tu país sabe que estás en Jerusalén?
—Sin duda estás de broma.
—¿Y por qué habría de estarlo?
—Porque si el MI5 o el servicio de inteligencia intentan encontrarla, se sabrá,
como se supo lo de Siddiq Hussein. Además, a ti se te da muy bien encontrar cosas
—dijo Seymour en voz baja—. Columnas antiguas, Rembrandts robados,
instalaciones secretas iraníes de enriquecimiento nuclear.
—Lo siento, Graham, pero…
—Tú también estás en deuda con Lancaster —se anticipó Seymour.
—¿Yo?
—¿Quién crees que te permitió refugiarte en Cornualles con una identidad falsa
cuando ningún otro país te admitía? ¿Y quién crees que te permitió reclutar a un
periodista británico cuando te interesó introducirte en la cadena iraní de suministro
nuclear?
—No sabía que lleváramos la cuenta, Graham.
—No la llevamos —dijo Seymour—. Pero, si lo hiciéramos, seguro que tú irías
perdiendo el partido.
Los dos hombres se sumieron en un silencio incómodo, como si el tono de su
conversación los avergonzara a ambos. Seymour miraba hacia arriba, y Gabriel se
concentraba en la nota.
«Tiene siete días, o la chica muere…».
—Bastante vago, ¿no crees?
—Pero muy eficaz —dijo Seymour—. No hay duda de que han conseguido que
Lancaster les preste atención.
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—¿Y no hay exigencias?
Seymour negó con la cabeza.
—Es evidente que tienen la intención de poner el precio en el último momento. Y
quieren que Lancaster esté tan desesperado por salvar su pellejo político, que acepte
pagar cualquier precio.
—¿Y cuánto vale tu primer ministro actualmente?
—La última vez que eché un vistazo a sus cuentas corrientes —dijo Seymour en
tono jocoso—, tenía más de cien millones.
—¿De libras?
Seymour asintió.
—Jonathan Lancaster ganó millones en la City, heredó millones de su familia, y
obtuvo más millones gracias a su matrimonio con Diana Baldwin. Es un blanco
perfecto, un hombre con más dinero del que necesita, y con mucho que perder. Diana
y los niños viven seguros en la burbuja que es el número 10 de Downing Street, lo
que significa que sería prácticamente imposible ir a por ellos. Pero la amante de
Lancaster… —Seymour hizo una pausa—. Una amante es algo totalmente distinto.
—Supongo que Lancaster no le habrá comentado nada de todo esto a su mujer.
Seymour hizo un gesto con la mano, como para indicar que no estaba al corriente
del funcionamiento interno del matrimonio Lancaster.
—¿Has trabajado alguna vez en un caso de secuestro, Graham?
—No desde lo de Irlanda del Norte. Y todos estaban relacionados con el IRA.
—Los secuestros políticos son distintos de los secuestros criminales —prosiguió
Gabriel—. El secuestrador político medio es un tipo razonable. Quiere que sus
camaradas salgan de la cárcel, exige un cambio de políticas, por lo que se lleva a un
político importante, o se monta en un autobús escolar lleno de niños y los toma como
rehenes hasta que se ceda a sus exigencias. En cambio, un delincuente común
únicamente quiere dinero. Y, si se lo pagas, entonces querrá más. Así que sigue
pidiendo dinero hasta que cree que ya se lo ha llevado todo.
—Supongo, entonces, que solo nos queda una opción.
—¿Cuál es?
—Encontrar a la chica.
Gabriel se acercó a la ventana y miró al otro lado del valle, hacia el Monte del
Templo. Y, durante unos instantes, regresó a la caverna secreta, a 50 metros bajo
tierra, sujetando a Eli Lavon mientras su sangre impregnaba el corazón de la montaña
santa. En las largas noches que Gabriel había pasado en el hospital junto al lecho de
Lavon, se había prometido a sí mismo que no volvería a poner los pies en el campo
de batalla de lo secreto. Pero, ahora, un viejo amigo surgía de las profundidades de su
pasado y le pedía un favor. Y ahora Gabriel tampoco encontraba las palabras para
decirle que no. Hijo único de supervivientes del Holocausto, no estaba en su
naturaleza decepcionar a los demás. Cambiaba de opinión para complacerles, pero
casi nunca les decía que no.
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—Incluso si fuera capaz de encontrarla —dijo, al cabo de un momento—, los
secuestradores seguirán teniendo en su poder el vídeo en el que la chica confiesa su
relación con el primer ministro.
—Pero ese vídeo tendrá un impacto muy distinto si la joven inglesa está de vuelta
en suelo patrio, sana y salva.
—A menos que la joven inglesa decida decir la verdad.
—Es fiel a su partido. No se atrevería.
—No tenemos ni idea de lo que le han hecho los secuestradores —observó
Gabriel—. A estas alturas podría ser ya una persona completamente distinta.
—Cierto —admitió Seymour—. Pero nos estamos anticipando a los
acontecimientos. Esta conversación no tiene sentido a menos que tú y tu servicio
llevéis a cabo, en mi nombre, una operación para encontrar a Madeline Hart.
—Carezco de autoridad para poner mis servicios a tu disposición, Graham. La
decisión es de Uzi, no mía.
—Uzi ya ha dado su aprobación —dijo Seymour sin inmutarse—. Y Shamron
también.
Gabriel dedicó a Seymour una mirada asesina, pero no dijo nada.
—¿Acaso crees que Ari Shamron habría dejado que me acercara a un kilómetro
de ti sin conocer el motivo por el que estoy en la ciudad? —preguntó Seymour—. Se
muestra muy protector contigo.
—Pues tiene una manera muy curiosa de demostrarlo. Aunque me temo que hay
una persona en Israel que tiene más poder que Shamron, al menos por lo que respecta
a mi persona.
—¿Tu esposa?
Gabriel asintió.
—Tenemos siete días, o la chica muere.
—Seis —corrigió Gabriel—. La chica podría estar en cualquier lugar del mundo,
y nosotros no tenemos ni una sola pista.
—Eso no es del todo cierto.
Seymour volvió a abrir el maletín y sacó de él dos fotografías de la Interpol del
hombre con el que Madeline Hart había almorzado el día de su desaparición. El
hombre de los zapatos que no dejaban huellas. El hombre que se olvida.
—¿Quién es? —preguntó Gabriel.
—Buena pregunta —dijo Seymour—. Pero, si das con él, sospecho que
encontrarás a Madeline Hart.
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G abriel se llevó solo una de las tres cosas que le había mostrado Graham
Seymour: la fotografía de una Madeline Hart cautiva, que transportó consigo
hacia el oeste de la ciudad, hasta el Museo de Israel. Tras dejar el coche en el
estacionamiento reservado al personal —un privilegio del que hasta hacía poco no
gozaba— y tras franquear el imponente acceso de cristal, se dirigió a la sala del
museo que albergaba la colección de arte europeo. En un ángulo estaban expuestas
nueve pinturas impresionistas, en otro tiempo propiedad de un banquero suizo
llamado Augustus Rolfe. Una placa explicaba el largo periplo de aquellos cuadros
que, desde París, habían acabado colgados en aquellas paredes: los nazis los habían
tomado como botín de guerra en 1940, y posteriormente se los cedieron a Rolfe a
cambio de los servicios que prestó a la inteligencia alemana. Lo que el panel
explicativo no contaba era que Gabriel y la hija de Rolfe, la prestigiosa violinista
Anna Rolfe, habían descubierto los cuadros en la cámara acorazada de un banco de
Zúrich, ni que un consorcio de empresarios suizos había contratado a un sicario corso
para que los matara a los dos.
En la galería contigua se exponía la obra de pintores israelíes. Allí había tres
lienzos de la madre de Gabriel, entre ellos una representación perturbadora del viaje
hacia la muerte en Auschwitz en enero de 1945, que ella había pintado de memoria.
Gabriel pasó un buen rato admirando su maestría, el gran trazo de su pincel, antes de
salir al jardín de esculturas. En un extremo se alzaba el Santuario del Libro, con su
forma de panal de abeja, depositario de los rollos del Mar Muerto. Junto a él se
encontraba la estructura más nueva del museo, un edificio moderno, de vidrio y
acero, de sesenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de altura. Por el momento
estaba cubierto por una lona opaca de construcción que ocultaba su contenido, las
veintidós columnas del Templo de Salomón, invisibles al mundo.
Había guardias de seguridad armados y apostados a ambos lados del edificio, y
junto a su entrada, encarada al este, respetando la orientación original del Templo de
Salomón. Ese era solo uno de los elementos de una exposición que se había
convertido, probablemente, en el proyecto museístico más controvertido de la
historia. Los jaredíes, es decir, los ultraortodoxos israelíes, habían denunciado que
aquella muestra era una afrenta a Dios que finalmente conduciría a la destrucción del
estado judío, mientras que, en el Jerusalén Oriental, árabe, los custodios de La Roca
habían declarado que aquellas columnas no eran más que una sofisticada invención.
«En el Monte del Templo nunca existió ningún templo —declaró el gran muftí de
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Jerusalén en un artículo de opinión publicado en el New York Times—, y ninguna
exposición conseguirá cambiar esa realidad».
A pesar de las encarnizadas luchas religiosas y políticas libradas en torno a la
exposición del hallazgo, esta había avanzado con notable celeridad. Pocas semanas
después del descubrimiento de Gabriel, ya se habían aprobado los planes
arquitectónicos, se habían recaudado fondos y se había empezado a trabajar sobre el
terreno. Gran parte del mérito era atribuible a la directora y diseñadora jefe del
proyecto, nacida en Italia. En público se la llamaba siempre por su nombre de soltera,
que era Chiara Zolli. Pero quienes tenían algo que ver con el museo sabían que, en
realidad, se llamaba Chiara Allon.
Las columnas estaban dispuestas tal como Gabriel las había encontrado, en dos
hileras rectas separadas unos seis metros entre sí. Una de ellas, la más alta, estaba
ennegrecida por el fuego, por el incendio que los babilonios habían provocado la
noche en que habían destruido el templo que los judíos consideraban la morada de
Dios en la tierra. Esa era la columna a la que se había agarrado Eli Lavon cuando
había estado a punto de morir, y fue allí donde Gabriel, ahora, encontró a su mujer.
Sostenía una carpeta en una mano y, con la otra, gesticulaba apuntando hacia el techo.
Llevaba unos vaqueros desgastados, unas sandalias planas y una blusa blanca sin
mangas que se pegaba a las curvas de su cuerpo. Sus brazos desnudos se veían muy
bronceados del sol de Jerusalén; sus cabellos largos, alborotados, parecían salpicados
de destellos dorados. Gabriel pensó que estaba guapísima, y que era demasiado joven
para ser la mujer de un viejo achacoso como él.
Más arriba, dos técnicos realizaban cambios en la iluminación de la exposición,
mientras Chiara supervisaba el efecto desde abajo. Les hablaba en hebreo, con un
marcado acento italiano. Hija del rabino principal de Venecia, había pasado su
infancia en el mundo cerrado del antiguo gueto, del que solo había salido para
obtener su máster en historia romana por la Universidad de Padua. Regresó a Venecia
tras graduarse, y consiguió un empleo en el pequeño museo judío del Campo del
Ghetto Nuovo, donde podría haber seguido trabajando indefinidamente si un cazador
de talentos de la Oficina no se hubiera fijado en ella durante una visita de la joven a
Israel. El cazador de talentos se le presentó en una cafetería de Tel Aviv y preguntó a
Chiara si estaría interesada en hacer algo más por el pueblo judío que trabajar en el
museo de un gueto moribundo.
Tras pasar un año asistiendo al programa de adiestramiento secreto de la Oficina,
Chiara regresó a Venecia, en esa ocasión como agente encubierta de la inteligencia
israelí. Entre sus primeras misiones estuvo la de no perder de vista, discretamente, a
un agente díscolo de la Oficina, a un hombre con licencia para matar llamado Gabriel
Allon, que se había trasladado a Venecia para trabajar en la restauración del retablo
del altar de San Zacarías, de Bellini. Poco después, ella se le presentó en Roma, tras
un incidente en el que se produjeron disparos y la intervención de la policía italiana.
Encerrado a solas con Chiara en un piso franco, Gabriel sentía unos deseos
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desesperados de acariciarla. Esperó a que el caso estuviera cerrado, a que hubieran
regresado a Venecia. Una vez allí, en una casa del Cannaregio que daba al canal,
hicieron el amor por primera vez, en una cama con sábanas limpias. Fue como
hacerle el amor a una imagen salida del pincel del Veronés.
Ahora la figura volvió la cabeza y, al percatarse de la presencia de Gabriel,
sonrió. Sus ojos, grandes y orientales en su forma almendrada, eran del color del
caramelo, con destellos dorados, combinación que él nunca había conseguido
reproducir con precisión sobre un lienzo. Placía ya muchos meses que Chiara no
aceptaba posar para él; la exposición no le dejaba casi tiempo para nada más. Se
trataba de un cambio radical en la dinámica de su matrimonio. Por lo general era
Gabriel el que se embebía en sus proyectos, fueran estos pintar o participar en alguna
operación, pero ahora los papeles se habían invertido. Chiara, organizadora nata,
meticulosa con todo, estaba en su salsa bajo la presión intensa a que la sometía la
exposición. Gabriel no decía nada, pero aguardaba con impaciencia el momento de
recuperarla.
Ella se acercó a la columna siguiente y examinó el efecto de la luz sobre ella.
—He llamado a casa hace unos minutos, pero no me ha contestado nadie.
—Estaba almorzando con Graham Seymour en el Hotel Rey David.
—Qué bien —dijo ella, burlona. Y entonces, sin dejar de concentrarse en la
columna, le preguntó—: ¿Qué hay en ese sobre?
—Una oferta de trabajo.
—¿Y quién es el artista?
—Desconocido.
—¿Y el tema de la obra?
—Una chica llamada Madeline Hart.
Gabriel regresó al jardín de esculturas y se sentó en un banco con vistas a los
montes parduzcos de Jerusalén Oeste. Minutos después, Chiara se sentó a su lado.
Una brisa ligera, otoñal, le movía el pelo. Se apartó un mechón de la cara y cruzó una
pierna larga sobre la otra, de manera que la sandalia le quedó suspendida en la punta
del pie bronceado. De pronto, Gabriel pensó que lo que menos le apetecía era irse de
Jerusalén en busca de una joven a la que no conocía.
—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo ella al fin—. ¿Qué hay en ese sobre?
—Una foto.
—¿Qué clase de foto?
—Una prueba de vida.
Chiara alargó la mano. Gabriel vaciló.
—¿Estás segura?
Chiara asintió, y él le entregó el sobre y la observó mientras ella levantaba la
lengüeta y extraía la fotografía. A medida que examinaba la imagen, una sombra
cruzó su rostro. Era la sombra de un traficante de armas ruso llamado Ivan Járkov.
Gabriel se lo había quitado todo a Ivan: su negocio, su dinero, su esposa y sus hijos.
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Y entonces Ivan se había vengado llevándose a Chiara. La operación para rescatarla
había sido la más sangrienta de la larga carrera de Gabriel. Después, en represalia, se
había cargado a once de sus hombres. Y posteriormente, en una callejuela tranquila
de Saint-Tropez, también había matado al propio Ivan. Sin embargo, incluso después
de muerto, este seguía formando parte de sus vidas. Las inyecciones de ketamina que
le habían tenido que administrarle habían hecho que Chiara perdiera el hijo que
esperaba. Al no poder tratarse a tiempo, aquel aborto había afectado gravemente su
fertilidad. Aun así, y aunque no lo decía, no había perdido del todo la esperanza de
concebir de nuevo.
Metió la fotografía en el sobre y se lo devolvió a Gabriel. Lo escuchó con
atención mientras él le explicaba cómo el caso había acabado en manos de Graham
Seymour primero y, después, en las suyas.
—Así que el primer ministro británico está obligando a Graham Seymour a
hacerle el trabajo sucio —dijo cuando Gabriel terminó de hablar—, y Graham te está
haciendo lo mismo a ti.
—Ha sido un buen amigo.
Chiara mantenía el rostro inexpresivo. Sus gafas de sol ocultaban sus ojos, por lo
general ventanas elocuentes de sus pensamientos.
—¿Y qué supones tú que quieren? —le preguntó al cabo de un momento.
—Dinero —respondió Gabriel—. Esa gente siempre quiere dinero.
—Casi siempre —puntualizó Chiara—. En algunos casos quieren cosas que son
imposibles de conceder.
Se quitó las gafas y se las colgó de la blusa.
—¿De cuánto tiempo dispones antes de que la maten? —preguntó.
Cuando Gabriel respondió, ella meneó la cabeza lentamente.
—Es imposible —dijo—. De ninguna manera podrás encontrarla en tan pocos
días.
—Mira el edificio que tienes ahí detrás. Y después dime si opinas lo mismo.
Pero Chiara no apartó la mirada del rostro de Gabriel.
—La policía francesa lleva más de un mes buscando a Madeline Hart. ¿Qué te
hace pensar que darás con ella?
—Tal vez no hayan buscado donde debían… o no hayan hablado con la gente
adecuada.
—¿Por dónde empezarías tú?
—Siempre he creído que el mejor lugar para empezar una investigación es la
escena del crimen.
Chiara cogió las gafas de sol y, ausente, empezó a limpiar los cristales frotándolos
contra la tela de los pantalones vaqueros. Gabriel sabía que esa era una mala señal.
Chiara siempre se ponía a limpiar cuando se enfadaba.
—Si no paras, las vas a rayar —intervino él.
—Están asquerosas —respondió ella, distante.
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—Tal vez deberías meterlas en una funda antes de echarlas dentro del bolso.
Ella no dijo nada.
—Me sorprendes, Chiara.
—¿Por qué?
—Porque tú sabes mejor que nadie que Madeline Hart está en el infierno ahora
mismo. Y va a permanecer en él hasta que alguien la saque.
—Lo único que digo es que preferiría que la sacara otro.
—No hay otro.
—No hay otro como tú.
Chiara examinó los lentes de sus gafas y frunció el ceño.
—¿Qué pasa?
—Están rayadas.
—Te he dicho que se rayarían.
—Y tú siempre tienes razón, querido.
Se las puso, alzó la vista y miró a lo lejos, hacia la ciudad.
—Doy por sentado que Shamron y Uzi han dado su bendición.
—Graham fue a verlos a los dos antes de venir a hablar conmigo.
—Qué listo por su parte. —Descruzó la pierna y se puso en pie—. Tengo que
volver. Ya queda muy poco para la inauguración.
—Has hecho un trabajo magnífico, Chiara.
—Haciéndome la pelota no llegarás a ninguna parte.
—Tenía que intentarlo.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Solo tengo siete días para encontrarla.
—Seis —apostilló ella—. Seis días, o la chica muere.
Chiara se agachó y le besó con ternura en los labios. Después se dio la vuelta y se
alejó por el jardín inundado de sol, las caderas oscilando suavemente, como al ritmo
de una música que solo ella oía. Gabriel la contempló hasta que desapareció tras la
lona que cubría el edificio. De pronto, pensó que lo que menos le apetecía era irse de
Jerusalén en busca de una joven a la que no conocía.
Gabriel regresó al Hotel Rey David a recoger el resto del dosier de Graham
Seymour: la nota de las exigencias que no incluía ninguna exigencia, el DVD con la
confesión de Madeline, y las dos fotografías del hombre del restaurante Les Palmiers
de Calvi. Además, solicitó una copia de la ficha laboral que obraba en poder de su
partido, y pidió que se la enviaran a una dirección de Niza.
—¿Qué tal te ha ido con Chiara? —le preguntó Seymour.
—En este momento, es muy posible que mi matrimonio esté más deteriorado que
el de Lancaster.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Largarte de Jerusalén lo antes posible. Y no mencionarle mi nombre ni al
primer ministro ni a nadie en Downing Street.
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—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
—Yo te enviaré un aviso cuando tenga noticias. Hasta ese momento, no existo.
Tras pronunciar aquellas palabras, Gabriel se despidió. Una vez de vuelta en la
calle Narkiss, encontró, sobre la mesa de centro, bien visible, un cinturón de viaje que
contenía doscientos mil dólares. Junto a él, un billete de avión para el vuelo de las
cuatro de la madrugada a París. La reserva estaba hecha a nombre de Johannes
Klemp, uno de sus alias favoritos. Entró en el dormitorio y metió en una pequeña
maleta de fin de semana la ropa moderna de Herr Klemp, reservando un conjunto —
un traje negro y un suéter del mismo color— para el viaje. Entonces, de pie frente al
espejo del baño, se dedicó a realizar sutiles alteraciones a su apariencia: unos cabellos
canosos aquí y allá, unas gafas alemanas sin montura, unas lentillas con las que
ocultar sus característicos ojos verdes. En cuestión de minutos, ni él mismo reconocía
apenas el rostro que le devolvía la mirada. Ya no era Gabriel Allon, el ángel vengador
de Israel. Ahora era Johannes Klemp, de Múnich, un señor siempre dispuesto a darse
por ofendido, un hombrecillo siempre a punto de indignarse por algo.
Después de ponerse el traje negro de Herr Klemp y de rociarse con la espantosa
colonia de Herr Klemp, se sentó frente al tocador de Chiara y abrió su joyero. Al
momento, un objeto le llamó la atención por estar claramente fuera de lugar. Se
trataba de un cordón de cuero del que colgaba un coral rojo tallado en forma de
mano. Lo sacó del joyero y se lo metió en el bolsillo. Entonces, por razones que se le
escapaban, se lo puso al cuello y lo ocultó bajo el suéter de Herr Klemp.
En la calle, un vehículo de la Oficina esperaba con el motor en marcha. Gabriel
dejó la maleta en el asiento trasero antes de subir él. Después consultó su reloj de
muñeca, no para saber la hora, sino el día. Era 27 de septiembre. En otra época, esa
había sido su fecha favorita del año.
—¿Cómo te llamas?
—Lior.
—¿De dónde eres, Lior?
—De Beersheba.
—¿Era un buen sitio cuando eras niño?
—Los hay peores.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinticinco.
Veinticinco, pensó Gabriel. ¿Por qué tenía que tener exactamente veinticinco?
Volvió a consultar el reloj. No para saber la hora, sino el día.
—¿Qué instrucciones te han dado? —le preguntó a ese conductor de veinticinco
años, ni uno más ni uno menos.
—Me han ordenado que lo lleve a Ben Gurión.
—¿Algo más?
—Me han dicho que tal vez usted querría realizar una parada por el camino.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Ha sido Uzi?
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—No —respondió el chófer, meneando la cabeza—. Ha sido el Viejo.
Así que se acordaba, pensó Gabriel. Volvió a mirarse el reloj. La fecha…
—¿Entonces?
—Llévame al aeropuerto.
—¿Sin paradas?
—Solo una.
El conductor puso la primera y se separó despacio de la acera, como si
emprendieran una procesión fúnebre. No se molestó en preguntar dónde iban. Era
veintisiete de septiembre. Y Shamron se acordaba.
Se acercaron en el vehículo hasta el Huerto de Getsemaní y, desde allí,
ascendieron por el camino serpenteante del Monte de los Olivos. Gabriel entró en el
cementerio solo y caminó por entre el mar de lápidas, hasta que llegó a la tumba de
Daniel Allon, nacido el 27 de septiembre de 1988 y muerto el 13 de enero de 1991.
Muerto una noche de nevada en el distrito primero de Viena, en el interior de un
Mercedes azul que voló por los aires por culpa de una bomba. La bomba la había
instalado en el coche un terrorista palestino llamado Tariq al-Hourani, que seguía
órdenes directas de Yaser Arafat. El blanco no era Gabriel; la acción habría resultado
demasiado leve. Tariq y Arafat querían castigarlo obligándole a presenciar la muerte
de su esposa y su hijo, para que el dolor lo persiguiera el resto de su vida, como los
palestinos. Solo había fallado un elemento de la trama: Leah había sobrevivido a
aquel infierno de llamas. Ahora vivía en un hospital psiquiátrico, en lo alto del Monte
Herzl, atrapada en una cárcel de recuerdos y con el cuerpo destruido por el fuego.
Víctima de una combinación de síndrome de estrés postraumático y de depresión
psicótica, revivía sin cesar el atentado. Sin embargo, de tarde en tarde experimentaba
destellos de lucidez. Durante uno de aquellos interludios, había dado permiso a
Gabriel para casarse con Chiara. «Mírame, Gabriel. De mí no queda nada. Solo un
recuerdo».
Gabriel volvió a consultar el reloj. No para saber el día, sino la fecha.
Todavía tenía tiempo para una última despedida. Un último torrente de lágrimas.
Una disculpa final por no haber inspeccionado el coche en busca de una bomba antes
de dejar que Leah pusiera el coche en marcha. Entonces, con paso tambaleante, se
alejó del jardín de lápidas en ese día que, antes, era su favorito del año, y volvió a
subirse al vehículo de la Oficina, conducido por un muchacho de veinticinco años.
El muchacho tuvo la delicadeza de no decir nada durante el trayecto hasta el
aeropuerto. Gabriel accedió a la terminal como un pasajero más, pero después se
metió en una sala reservada al personal de la Oficina, donde esperó a que se
anunciara su vuelo. Mientras se instalaba en su asiento de primera clase, sintió una
necesidad muy poco profesional de telefonear a Chiara. Pero en lugar de hacerlo,
recurriendo a las técnicas que Shamron le había enseñado en su juventud, la apartó de
sus pensamientos. A partir de entonces no habría sitio para Chiara. Ni para Daniel. Ni
para Leah. Solo había sitio para Madeline Hart, la amante secuestrada del primer
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ministro británico Jonathan Lancaster. Mientras el avión se elevaba por el cielo
oscuro, la chica inglesa se le apareció a Gabriel como un óleo en un lienzo, en forma
de Susana bañándose en su jardín. Y mirándola, lascivo, desde el otro lado del muro
estaba el hombre del rostro angular y de la boca pequeña, de rictus cruel. El hombre
sin nombre ni país. El hombre que se olvida.
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Córcega
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En la isla de Córcega nunca había hecho falta gran cosa para que estallaran
sangrientas rivalidades: acusar a alguien de engaño en el mercado; incumplir un
compromiso; el embarazo de una mujer soltera. Tras el chispazo inicial,
inevitablemente, seguían brotes de violencia. Aparecía muerto un buey, o talado un
olivo venerable. Ardía una casa de campo. Después llegaban los asesinatos, que ya no
paraban, y que en algunos casos seguían durante una generación, o más, hasta que las
partes agraviadas resolvían sus diferencias o abandonaban la lucha, extenuados.
En su mayoría, los hombres corsos estaban más que dispuestos a ocuparse ellos
mismos de dar muerte a sus enemigos. Sin embargo, había quien necesitaba que otras
personas hicieran por ellos el trabajo sucio: notables con remilgos que no querían
mancharse las manos de sangre, o que no podían arriesgarse a que los detuvieran, o a
tener que exiliarse; mujeres incapaces de perpetrar la venganza por sí mismas, o que
no contaban con familiares del sexo masculino que actuaran en su nombre. Esas
personas recurrían a asesinos profesionales conocidos como taddunaghiu. Por lo
general, acudían al clan de los Orsati.
Los Orsati poseían buenas tierras, con muchos olivos, y su aceite estaba
considerado el más dulce de todo Córcega. Pero no se limitaban a la producción de
aceite de oliva. Nadie sabía cuántos corsos habían muerto a manos de los sicarios
Orsati a lo largo de los años, y mucho menos los propios Orsati, aunque la voz
popular contaba la cifra por miles. Y habría podido ser considerablemente más
elevada de no haber sido por el estricto sistema de criba que imperaba en el clan, que
se negaba a autorizar una muerte a menos que tuviera la certeza de que la parte que
acudía a ellos había sido electivamente agraviada, a menos que llegara a la
conclusión de que el agravio requería derramamiento de sangre como venganza.
Sin embargo, todo aquello había cambiado con la llegada de Don Anton Orsati.
Cuando este se hizo con el control de la familia, las autoridades francesas habían
conseguido erradicar los odios y las venganzas en casi toda la isla, salvo en los
reductos más aislados, lo que hizo que fueran pocos los corsos que necesitaban los
servicios de sus taddunaghiu. Con la demanda local en claro retroceso, a Orsati no le
quedó más remedio que buscarse las oportunidades en otra parte, es decir, más allá
del mar, en el continente. Ahora aceptaba casi cualquier oferta de trabajo que le
propusieran, por más desagradable que fuera, y sus sicarios estaban considerados
como los más fiables y profesionales de toda Europa. De hecho, Gabriel era una de
las únicas dos personas que habían sobrevivido a un contrato de aquella familia.
Aunque Orsati descendía de un linaje de notables corsos, por su aspecto nada lo
distinguía de los paesanu que custodiaban la entrada de su finca. Al entrar en el
despacho del don, Gabriel lo encontró sentado a su escritorio, con una camisa blanca,
unos pantalones anchos de algodón, de color claro, y unas sandalias polvorientas que
parecían adquiridas en el mercado al aire libre de la localidad más cercana. En ese
momento se dedicaba a estudiar el contenido de una carpeta vieja, y a su rostro de
rasgos contundentes asomaba una mueca de preocupación. Gabriel suponía cuál era
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el motivo: hacía mucho tiempo, Orsati había unido sus dos negocios en una sola
empresa sin solución de continuidad. Actualmente, sus taddunaghiu eran todos
empleados de la Empresa Aceitera Orsati, y los asesinatos que les encargaban
constaban como pedidos de producto.
Poniéndose en pie, Orsati extendió la mano pétrea hacia Gabriel sin el menor
atisbo de temor.
—Es un honor conocerle, Monsieur Allon —dijo en francés—. Sinceramente,
esperaba verlo antes por aquí. Tiene usted fama de tratar con dureza a sus enemigos.
—Mis enemigos eran los banqueros suizos que lo contrataron a usted para
matarme, Don Orsati. Además —añadió Gabriel—, en lugar de plantarme una bala en
la cabeza, su sicario me regaló esto.
Gabriel, con un movimiento de cabeza, señaló el talismán, que reposaba sobre el
escritorio, junto a la carpeta. El don frunció el ceño. Levantó el amuleto
sosteniéndolo por el cordón de cuero e hizo que la mano de coral rojo oscilara como
un péndulo.
—Fue algo imperdonable —dijo al fin el don.
—¿Olvidarse el talismán o dejarme con vida?
Orsati sonrió, enigmático.
—En Córcega hay un viejo refrán que dice: «I solda un vènini micca cantendu»:
el dinero no se gana cantando. Se gana trabajando. Y, por estas tierras, trabajar
significa cumplir con los contratos, incluso cuando estos tienen que ver con
violinistas célebres y agentes de la inteligencia israelí.
—Así que devolvió el dinero a los hombres que lo contrataron…
—Eran banqueros suizos. No era precisamente dinero lo que necesitaban. —
Orsati cerró la carpeta y depositó el amuleto sobre la cubierta—. Como supondrá, me
he dedicado a seguirle la pista a lo largo de todos estos años. Desde que nuestros
caminos se cruzaron, ha estado usted muy ocupado. De hecho, gran parte de sus
mejores trabajos los ha realizado usted en mis dominios.
—Esta es mi primera visita a Córcega —le corrigió Gabriel.
—Me refería al sur de Francia —replicó Orsati—. Usted mató a aquel terrorista
saudí, Zizi al-Bakari en el Puerto Viejo de Cannes. Y después, hace unos años, se
produjo aquella situación desagradable con Ivan Járkov en Saint-Tropez.
—Según tengo entendido, a Ivan lo mataron otros rusos —dijo Gabriel, evasivo.
—A Ivan lo mató usted, Allon. Y lo mató porque él se llevó a su mujer.
Gabriel no dijo nada. El corso sonrió de nuevo, esta vez con la seguridad de quien
sabe que está en lo cierto.
—La macchia no tiene ojos —dijo—. Pero lo ve todo.
—Por eso estoy aquí.
—Sí, ya lo he supuesto. Después de todo, es evidente que un hombre como usted
no necesita los servicios de un asesino a sueldo. Eso es algo que sabe hacer muy bien
usted solo.
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Gabriel se sacó un fajo de billetes del bolsillo y los depositó sobre la carpeta de la
muerte, junto al amuleto. El don no los miró siquiera.
—¿En qué puedo ayudarle, Allon?
—Necesito información.
—¿Sobre?
Sin pronunciar palabra, Gabriel dejó junto al dinero la fotografía de Madeline
Hart.
—¿La chica inglesa?
—No parece sorprendido, Don Orsati.
El corso no dijo nada.
—¿Sabe dónde está?
—No —respondió Orsati—. Pero tengo una idea clara de quién se la ha llevado.
Gabriel le mostró entonces la foto del hombre de Les Palmiers.
Orsati asintió con un único movimiento de cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Gabriel.
—No lo sé. Solo lo he visto una vez.
—¿Dónde?
—Fue en esta oficina, una semana antes de que la chica inglesa se esfumara. Se
sentó en la misma silla en la que ahora está sentado usted —añadió Orsati—. Pero él
tenía más dinero que usted, Allon. Mucho más.
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Córcega
E ra la hora del almuerzo, el momento del día que más gustaba a Orsati. Se
trasladaron hasta la terraza, a la que se accedía directamente desde su despacho,
y se sentaron a una mesa ya puesta y rebosante de pan corso, queso, verduras y
embutidos. El sol brillaba con fuerza, y a través de un resquicio entre las ramas de un
pino se adivinaba el mar, que centelleaba, azul turquesa, en la distancia. El intenso
perfume de los arbustos se apoderaba de todo: impregnaba el aire fresco y se elevaba
desde los alimentos que cubrían la mesa. Incluso Orsati parecía empapado de él. El
don escanció tres dedos de vino tinto en la copa de Gabriel, y a continuación se puso
a cortar varias lonchas de un denso embutido corso. Gabriel no preguntó sobre el
origen de la carne de que estaba hecho. Como solía decir Shamron, a veces era mejor
no saber.
—Me alegro de no haberle matado —declaró Orsati, alzando su copa sin vino
apenas un centímetro.
—Le aseguro, Don Orsati, que el sentimiento es compartido.
—¿Más salchichón?
—Sí, por favor.
Orsati cortó otras dos lonchas gruesas y las depositó sobre el plato de Gabriel. A
continuación se caló unas gafas de lectura y examinó la fotografía del hombre de Les
Palmiers.
—Se ve distinto en esta imagen —dijo al cabo de un momento—, pero sí, no hay
duda, es él.
—¿En qué está distinto?
—En el pelo. Cuando vino a verme, lo llevaba engominado y peinado hacia atrás,
muy pegado a la cabeza. Un cambio sutil —añadió Orsati—, pero muy eficaz.
—¿Y tenía nombre?
—Se refirió a sí mismo como Paul.
—¿Apellido?
—Que yo sepa, ese era su apellido.
—¿Y qué lengua hablaba nuestro amigo Paul?
—Francés.
—¿Nativo?
—No, tenía acento.
—¿Qué tipo de acento?
—No logré ubicarlo —dijo él, frunciendo el ceño—. Era como si hubiera
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aprendido el francés con una cinta de casete. Lo hablaba perfecto, pero, al mismo
tiempo, había algo que no terminaba de sonar bien.
—Supongo que no lo localizó a usted gracias a las páginas amarillas.
—No, Allon. Traía referencias.
—¿Qué clase de referencias?
—Un nombre.
—Alguien que había requerido sus servicios en el pasado…
—Así suele ser.
—¿Y qué clase de servicio fue ese…?
—Un servicio en el que dos hombres entran en una habitación y solo sale uno. Y
no se moleste en preguntarme por el nombre de la referencia —añadió rápidamente
—. Yo me dedico a esto.
Con una leve inclinación de cabeza, Gabriel le hizo saber que no tenía el menor
deseo de seguir indagando en el tema, al menos de momento. A continuación le
preguntó al don por qué había ido a verle aquel hombre.
—Para pedirme consejo —respondió Orsati.
—¿Sobre qué?
—Me contó que tenía cierto producto que quería mover. Me dijo que le hacía falta
alguien que contara con una embarcación rápida. Alguien que conociera bien las
aguas de la zona y que supiera actuar de noche. Y alguien que fuera capaz de
mantener la boca cerrada.
—¿Producto?
—Tal vez esto le sorprenda, pero no entró en detalles.
—Y usted dio por sentado que se trataba de un contrabandista —señaló Gabriel,
afirmándolo más que preguntándolo.
—Córcega es el mayor punto de tránsito de la heroína que circula entre Oriente
Próximo y Europa. Que conste —añadió el don enseguida— que los Orsati no
traficamos con narcóticos, aunque se sepa que, ocasionalmente, hemos eliminado a
algún miembro destacado de ese comercio.
—A cambio de unos honorarios, claro está.
—Cuanto más importante es el actor, más elevados son los honorarios.
—¿Y pudo usted satisfacer su curiosidad?
—Por supuesto —respondió el don que, bajando la voz, añadió—: A veces
nosotros mismos debemos mover cosas de noche, Allon.
—¿Cosas como por ejemplo cadáveres?
El don se encogió de hombros.
—Por desgracia se producen como consecuencia de nuestro negocio, son
productos derivados, por así decir —explicó, filosófico—. Por lo general intentamos
dejarlos en el sitio en el que caen. Pero a veces los clientes pagan una cantidad extra
para que desaparezcan de manera permanente. Nuestro método preferido es meterlos
dentro de ataúdes de cemento y enviarlos al fondo del mar. Solo Dios sabe cuántos
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habrá ahí abajo.
—¿Y cuánto le pagó Paul?
—Cien mil.
—¿A repartir cómo?
—La mitad para mí, y la otra mitad para el hombre del barco.
—¿Solo la mitad?
—Y tuvo suerte de que le diera tanto.
—¿Y cuando oyó que la chica inglesa había desaparecido?
—Evidentemente, sospeché algo. Y al ver la fotografía de Paul en los
periódicos… —Don se detuvo—. Dejémoslo en que no me gustó. No son problemas
lo que me hace falta, precisamente. Los problemas son malos para el negocio.
—¿Para usted la línea roja está en secuestrar a chicas jóvenes?
—Y sospecho que en su caso también.
Gabriel no respondió.
—No pretendía ofenderle —dijo el don, sincero.
—No me he ofendido, Don Orsati.
Este se sirvió pimientos y berenjenas asados en un plato y los roció con aceite de
oliva de su finca. Gabriel dio un par de sorbos al vino, ensalzó sus virtudes para
halagar al don y entonces le preguntó cómo se llamaba el hombre de la lancha rápida,
el conocedor de las aguas de la zona. Lo hizo como si en realidad no le importara lo
más mínimo, mostrando un gran desinterés.
—Nos estamos adentrando en un territorio sensible —replicó Orsati—. Yo me
paso la vida haciendo negocios con esa gente. Si llegaran a saber que les he
traicionado delatándolos a alguien como usted, las cosas se pondrían feas, Allon.
—Le aseguro, Don Orsati, que jamás sabrán cómo he obtenido la información.
Orsati no pareció convencido.
—¿Por qué es tan importante esa chica, tanto que incluso el gran Gabriel Allon la
busca?
—Digamos que tiene amigos poderosos.
—¿Amigos? —Orsati meneó la cabeza, escéptico—. Si usted está metido en esto
es que tiene que haber algo más.
—Es usted muy listo, Don Orsati.
—La macchia no tiene ojos.
—Necesito el nombre —dijo Gabriel muy deprisa—. Nunca sabrá de dónde lo he
obtenido.
Orsati levantó la copa de vino tinto, oscuro como la sangre, y la observó al
trasluz.
—Yo, en su lugar —dijo al cabo de un instante—, iría a hablar con un hombre
llamado Marcel Lacroix. Tal vez él sepa dónde fue la chica después de salir de
Córcega.
—¿Y dónde puedo encontrarlo?
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—En Marsella —respondió Orsati—. Tiene amarre en el Puerto Viejo.
—¿En qué lado?
—En el sur, frente a la galería de arte.
—¿Y cómo se llama la lancha?
—Moondance.
—Bonito nombre —dijo Gabriel.
—Le aseguro que en Marcel Lacroix no hay nada bonito, ni en los hombres para
los que trabaja. Tendrá que andarse con cuidado en Marsella.
—Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, Don Orsati, pero ya he hecho algo
parecido una o dos veces.
—Cierto. Pero usted ya debería llevar mucho tiempo muerto. —Orsati le devolvió
el amuleto—. Llévelo al cuello. No solo protege del mal de ojo.
—De hecho —replicó Gabriel—, me preguntaba si tendría algo un poco más
potente que ofrecerme.
—¿Como por ejemplo?
—Un arma.
El don sonrió.
—Tengo algo mejor.
Gabriel condujo por la carretera hasta que esta se convirtió en pista de tierra, y
siguió avanzando un trecho más. La cabra vieja lo esperaba exactamente donde Don
Orsati le había advertido que la encontraría, antes de llegar a un desvío pronunciado,
a la sombra de tres olivos centenarios. Al ver que Gabriel seguía avanzando, el
animal se puso en pie, abandonó su lugar de descanso y se plantó en el centro de la
pista estrecha, la barbilla alzada en actitud desafiante, como si retara al intruso a
intentar pasar. Era moteada, de color marrón claro, y tenía la barba rojiza. Como
Gabriel, también ella mostraba en su cuerpo las cicatrices de antiguas batallas.
Gabriel adelantó el coche un poco más, con la esperanza de que la cabra se
rindiera sin presentar pelea y le cediera el paso. Pero esta se mantuvo en su sitio. Él
miró el arma que Don Orsati le había entregado: una Beretta de 9 mm que reposaba,
cargada, en el asiento del copiloto. Un tiro entre los cuernos desgastados del animal
bastaría para poner fin a aquella interrupción. Pero no podía ser. La cabra, al igual
que aquellos olivos centenarios, pertenecía a Don Casabianca. Y si Gabriel se atrevía
a tocarle un pelo de la cabeza siquiera, causaría un conflicto que acabaría en
derramamiento de sangre.
Gabriel hizo sonar el claxon dos veces, pero la cabra no se movió. Entonces,
suspirando con fuerza, se bajó del coche para intentar razonar con el rumiante,
primero en francés, después en italiano y, finalmente, desesperado, en hebreo. La
cabra respondió bajando la cabeza y apuntando con ella, como si de un ariete se
tratase, hacia la entrepierna de Gabriel. Pero este, que creía que la mejor defensa era
un buen ataque, cargó primero, agitando los brazos y gritando como un loco.
Sorprendida, la cabra cedió terreno al instante y desapareció tras unos arbustos.
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Gabriel se dirigió al momento hacia el coche, que tenía la puerta abierta, pero se
detuvo al oír, a lo lejos, un sonido, algo así como el chasquido de un pájaro. Se volvió
y miró en dirección a la villa de fachada ocre que se alzaba en la ladera de la colina
siguiente. De pie en la terraza vio a un hombre rubio vestido de blanco de pies a
cabeza. No podía asegurarlo, pero habría jurado que aquel hombre se reía a
carcajadas.
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Córcega
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únicos, capaces de llevar a cabo misiones de observación sobre el terreno y otras
tareas especiales en Irlanda del Norte. Le dijo que le impresionaba su facilidad para
las lenguas, y su capacidad para improvisar y tomar decisiones sobre la marcha.
¿Podía interesarle? Aquella misma noche Keller metió sus cuatro cosas en una bolsa
y se trasladó desde Hereford hasta una base secreta situada en las Tierras Altas
escocesas.
Durante el periodo de instrucción, Keller demostró poseer otro don notable.
Durante años, las fuerzas de seguridad e inteligencia británicas se habían enfrentado a
la miríada de acentos que existían en Irlanda del Norte. En el Ulster, las comunidades
enfrentadas eran capaces de identificarse unas a otras por el sonido de una voz, y una
manera concreta de pronunciar una frase podía suponer el salvoconducto hacia la
vida o el pasaporte para una muerte espantosa. Keller desarrolló la capacidad de
imitar a la perfección todo tipo de entonaciones. Era capaz, incluso, de cambiar de
acento sin transición, pasando, en un segundo, de católico de Armagh a protestante de
la Shankill Road de Belfast, para volver a ser católico, esta vez de las viviendas
sociales de Ballymurphy. Estuvo un año operando en Belfast, identificando a
miembros del IRA, recabando informaciones útiles de las comunidades circundantes.
Dada la naturaleza de sus acciones, a veces pasaba semanas enteras sin contactar con
sus agentes de control.
Su misión en Irlanda del Norte llegó a su fin bruscamente, una noche, ya muy
tarde, cuando fue secuestrado en la zona occidental de Belfast y conducido hasta una
remota granja del condado de Armagh. Allí lo acusaron de ser espía británico. Keller
sabía que su situación era desesperada, de manera que decidió salir de allí como
fuera. Cuando abandonó la granja, dejó tras de sí los cuerpos sin vida de cuatro
curtidos terroristas del IRA Provisional. Dos de ellos, literalmente, cortados en
pedazos.
Keller regresó a Hereford seguro de que le concederían un largo descanso y un
puesto de instructor. Pero su estancia allí terminó en agosto de 1990, cuando Sadam
Husein invadió Kuwait. Keller se unió enseguida a su vieja unidad de combate y, en
enero de 1991, se encontraba ya en el desierto occidental de Irak, en busca de los
lanzamisiles Scud que sembraban el terror en Tel Aviv. La noche del 28 de enero,
Keller y los integrantes de su equipo localizaron uno de ellos a unos ciento cincuenta
kilómetros al norte de Bagdad, y enviaron por radio las coordenadas a sus superiores,
situados en Arabia Saudí. Noventa minutos después, una formación de
cazabombarderos de la Coalición inició un ataque bajo en el desierto. Pero, en un
caso dramático de fuego amigo, uno de los aviones atacó el escuadrón del SAS en
lugar de bombardear la base de los lanzamisiles Scud. El alto mando británico dio por
muertos a todos los integrantes de la unidad, incluido Keller. En su obituario no se
hacía mención a sus misiones de espionaje en Irlanda del Norte, ni a los cuatro
combatientes del IRA a los que destrozó en aquella granja del condado de Armagh.
En todo caso, lo que los altos mandos del ejército británico no tuvieron en cuenta
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fue que Keller había salido ileso del incidente. Su primera reacción fue ponerse en
contacto por radio con su base y solicitar un rescate. Pero, en lugar de hacerlo, y
furioso ante la incompetencia de sus superiores, empezó a caminar. Camuflado bajo
la túnica y el pañuelo que le daban aspecto de beduino, y muy bien adiestrado en el
arte del movimiento clandestino, Keller consiguió abrirse paso entre las fuerzas de la
Coalición y llegar a Siria. Desde allí, siguió caminando hacia el oeste y, tras atravesar
Turquía y Grecia, llegó a Italia, y desde allí a las costas de Córcega, donde Orsati lo
recibió con los brazos abiertos. El don Je proporcionó una casa y una mujer que le
ayudó a curarse las muchas heridas. Después, cuando Keller hubo descansado, le dio
trabajo. Con su aspecto de hombre del norte de Europa y su formación en el SAS,
Keller podía cumplir con encargos que quedaban fuera del alcance de los
taddunaghiu, los hombres de Orsati nacidos en Córcega. Uno de aquellos encargos,
concretamente, llevaba los nombres de Anna Rolfe y Gabriel Allon. Por motivos de
conciencia, Keller no fue capaz de ejecutarlo, pero el orgullo profesional le había
llevado a dejar allí su amuleto, el mismo que ahora Gabriel sujetaba en la palma de la
mano.
Aquellos dos hombres se habían conocido en una ocasión anterior, hacía muchos
años, cuando Keller y otros varios miembros del SAS se habían trasladado a Israel
para formarse en técnicas de antiterrorismo. El último día de su estancia, Gabriel, a
regañadientes, aceptó pronunciar una conferencia clasificada sobre una de sus
misiones más arriesgadas: el asesinato, en 1988, de Abu Jihad, el segundo dirigente
de la OLP, en su casa de Túnez. Keller se había sentado en la primera fila, muy
pendiente de todas y cada una de las palabras de Gabriel. Y después, durante la sesión
de fotos de grupo, se había colocado junto a él. Gabriel llevaba gafas de sol y un
sombrero para camuflar su identidad, pero Keller miraba directamente a la cámara.
Aquella fue una de las últimas fotos que le tomaron en vida.
Ahora, mientras Gabriel se bajaba del coche alquilado, el hombre que en una
ocasión le había perdonado la vida estaba de pie frente a la puerta abierta de su
escondite corso. Le sacaba una cabeza a Gabriel, y era mucho más corpulento de
pecho y hombros. Los veinte años que había pasado bajo el sol de la isla habían
contribuido en gran medida a su cambio de aspecto. Su piel parecía de cuero, y el
agua salada le había aclarado el pelo, que llevaba muy corto. Solo sus ojos azules
eran los de antes, los mismos que lo observaban con atención mientras él relataba el
momento de la muerte de Abu Jihad. Y los mismos que, en otra ocasión, le habían
mostrado clemencia, aquella noche lluviosa en Venecia, en su otra vida.
—Te invitaría a almorzar —dijo Keller con su cerrado acento británico—, pero
me han dicho que ya lo han hecho en Chez Orsati.
Cuando alargó la mano para dársela a Gabriel, los músculos del brazo se
retrajeron y se abultaron bajo el suéter blanco. Gabriel vaciló un instante antes de
estrechársela. Todo en Christopher Keller, desde aquellas manos que eran como
hachas, hasta sus piernas dotadas, se diría, de resortes, parecía diseñado expresamente
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para matar.
—¿Hasta dónde te ha contado el don? —preguntó Gabriel.
—Lo bastante como para saber que no se te ocurriría hacer negocios con un
hombre como Marcel Lacroix si no tuvieras apoyos.
—Doy por sentado que lo conoces.
—Una vez me llevó a un sitio.
—¿Antes o después?
—Antes y después —respondió Keller—. Lacroix pasó por el ejército francés.
También ha pasado algún tiempo en algunas de las cárceles más duras del país.
—¿Se supone que debo mostrarme impresionado?
—«Si conoces a tus enemigos y te conoces a ti mismo, ganarás cien batallas sin
perder ninguna».
—Sun Tzu —dijo Gabriel.
—Tú mismo nos citaste ese pasaje durante tu conferencia en Tel Aviv.
—Así que sí, que ese día prestabas atención.
Gabriel esquivó a Keller y se coló en uno de los grandes salones de la villa. Los
muebles eran de estilo rústico y, como Keller, también estaban cubiertos con telas
blancas. Montañas de libros cubrían todas las superficies horizontales, y de las
paredes colgaban varias pinturas de gran calidad, entre ellas alguna obra menor de
Cézanne, Matisse y Monet.
—¿Y no cuentas con ningún sistema de seguridad? —preguntó Gabriel, echando
un vistazo a la sala.
—No lo necesito.
Gabriel se acercó al Cézanne, un paisaje pintado en los montes de Aix-en-
Provence, y pasó los dedos con suavidad por la superficie.
—Las cosas te han ido muy bien, Keller.
—Llego a fin de mes.
Gabriel no dijo nada.
—¿No apruebas mi manera de ganarme la vida?
—Matas a gente por dinero.
—Tú también.
—Yo mato por mi país —puntualizó Gabriel—. Y solo como último recurso.
—¿Por eso le volaste la tapa de los sesos a Ivan Járkov en aquella calle de Saint-
Tropez?
Gabriel apartó la vista del Cézanne, se volvió y la clavó en los ojos de Keller.
Cualquier otro hombre se habría acobardado ante la intensidad de aquella mirada,
pero Keller no. Mantenía los musculosos brazos cruzados sobre el pecho, y en sus
labios se dibujaba una media sonrisa.
—Tal vez esto no sea buena idea —dijo Gabriel al fin.
—Conozco a los actores y conozco el terreno. Sería una locura no recurrir a mí.
Gabriel, una vez más, permaneció en silencio. Keller tenía razón: era el guía
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perfecto para abrirse paso en el submundo de la delincuencia francesa. Y sus
aptitudes físicas y tácticas le resultarían, sin duda, de gran valor antes de que todo
aquel asunto terminara.
—Yo no puedo pagarte —dijo Gabriel al fin.
—No me hace falta el dinero —replicó Keller, paseando la mirada por su hermosa
mansión—. Pero sí necesito que, antes de que nos vayamos, me respondas a unas
preguntas.
—Tenemos cinco días para encontrarla. Si no, la chica morirá.
—Cinco días son una eternidad para hombres como nosotros.
—Te escucho.
—¿Para quién trabajas?
—Para el primer ministro británico.
—No sabía que os tratarais tú y él.
—Un miembro del servicio de inteligencia británico se puso en contacto
conmigo.
—¿En nombre del primer ministro?
Gabriel asintió.
—¿Y qué relación tiene el primer ministro con esa chica?
—Recurre a tu imaginación.
—Dios mío.
—Dios tiene muy poco que ver en todo esto.
—¿Quién es el amigo del primer ministro en el servicio de inteligencia británico?
Gabriel vaciló, pero fue sincero en su respuesta.
Keller sonrió al oír el nombre.
—¿Lo conoces? —le preguntó a Keller.
—Trabajé con Graham en Irlanda del Norte. Es muy profesional. Pero, como todo
el mundo en Inglaterra —añadió al momento—, Graham Seymour cree que estoy
muerto. Lo que implica que bajo ningún concepto puede llegar a saber que estoy
colaborando contigo.
—Tienes mi palabra.
—Y quiero algo más.
Keller alargó la mano. Gabriel le entregó el amuleto.
—Me sorprende que lo hayas conservado —comentó Keller.
—Tiene un valor sentimental para mí.
Keller se lo colgó en el cuello.
—Vámonos —dijo, sonriendo—. Sé dónde conseguirte otro.
La signadora vivía en una casucha destartalada en el centro del pueblo, no lejos
de la iglesia. Keller llegó sin cita, pero la anciana no pareció sorprendida al verle.
Llevaba un vestido negro y un pañuelo también negro sobre el pelo áspero.
Esbozando una sonrisa no exenta de preocupación, le pasó con suavidad la mano por
la mejilla. Después rozó con los dedos la cruz que llevaba al cuello, y se fijó en
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Gabriel. Su trabajo consistía en ocuparse de las personas afectadas por el mal de ojo.
Era evidente que temía que Keller hubiera llevado a su casa la encarnación misma del
maligno.
—¿Quién es este hombre? —preguntó.
—Un amigo.
—¿Es creyente?
—No como nosotros.
—Dime su nombre, Christopher… Su verdadero nombre.
—Se llama Gabriel.
—¿Como el arcángel?
—Sí —respondió Keller.
Ella estudió su rostro atentamente.
—Es israelita, ¿verdad?
Al ver que movía la cabeza en señal de asentimiento, ella frunció un poco el ceño,
descontenta. De acuerdo con la doctrina, se consideraba que los judíos eran herejes,
aunque ella, personalmente, no tenía problemas con ellos. La mujer le abrió un poco
la camisa y acarició el amuleto que llevaba al cuello.
—¿No es este el que perdiste hace unos años?
—Sí.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En el fondo de un cajón lleno de cosas.
La signadora meneó la cabeza con gesto de reproche.
—Me estás mintiendo, Christopher —dijo—. ¿Cuándo aprenderás que cuando me
mientes lo noto?
Keller sonrió, pero no dijo nada. La anciana soltó el amuleto y volvió a pasarle la
mano por la mejilla.
—¿Vas a salir de la isla, Christopher?
—Esta noche.
La signadora no le preguntó por qué. Sabía muy bien cómo se ganaba la vida
Keller. De hecho, en una ocasión ella misma había contratado los servicios de un
taddunaghiu llamado Anton Orsati para que vengara la muerte de su marido.
Con un movimiento de mano invitó a Keller y a Gabriel a sentarse a la pequeña
mesa de madera de su salita. Frente a ellos puso un plato con agua y un recipiente que
contenía aceite de oliva. Keller hundió el dedo índice en el aceite y dejó que tres
gotas cayeran sobre el agua. Según las leyes de la física, ese aceite debería haberse
unido formando una sola mancha. Pero, en vez de hacerlo así, se descompuso en
miles de gotas diminutas, hasta que, al momento, no quedó rastro de él.
—El demonio ha regresado, Christopher.
—Me temo que son gajes del oficio.
—No bromees con eso, querido. El peligro es muy real.
—¿Y qué es lo que ves?
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Ella se concentró completamente en el líquido, como si estuviera en trance.
Transcurrido un momento, preguntó en voz baja:
—¿Estáis buscando a la chica inglesa?
Keller asintió, antes de preguntarle:
—¿Está viva?
—Sí —respondió la anciana—. Viva.
—¿Dónde se encuentra?
—No está en mi poder decírtelo.
—¿La encontraremos?
—Cuando esté muerta —respondió la signadora—. Entonces sabréis la verdad.
—¿Qué ves?
Ella cerró los ojos.
—Agua…, montañas…, un viejo enemigo…
—¿Mío?
—No. —Abrió los ojos y miró fijamente a Gabriel—. Suyo.
Sin decir nada más, tomó la mano del inglés y empezó a recitar una oración. Un
momento después estalló en un llanto silencioso, prueba de que el mal había pasado
del cuerpo de Keller al suyo. Entonces cerró los ojos y pareció quedarse dormida.
Unos instantes después despertó y ordenó a Keller repetir la prueba del aceite y el
agua. En esa segunda ocasión, las gotas de aceite se unieron y formaron una mancha
única.
—El mal ha abandonado tu alma, Christopher. —Se volvió hacia Gabriel y dijo
—: Ahora le toca a él.
—Yo no soy creyente —dijo el aludido.
—Por favor —imploró la anciana—. Si no lo hace por usted, hágalo por
Christopher.
A regañadientes, Gabriel hundió el índice en el recipiente y dejó que tres gotas
cayeran sobre la superficie del agua. Cuando el aceite se descompuso en otras mil
más pequeñas, la mujer cerró los ojos y empezó a temblar.
—¿Qué ves? —le preguntó Keller.
—Fuego —respondió ella en voz muy baja—. Veo fuego.
Había un ferry que salía de Ajaccio a las cinco. Gabriel metió el Peugeot en la
bodega a las cuatro y media y, diez minutos después, vio que Keller embarcaba
también al volante de un viejo Renault de tres puertas. Sus camarotes estaban en la
misma planta, cada uno a un lado del pasillo. El de Gabriel era del tamaño y la
comodidad de una celda penitenciaria. Dejó la bolsa sobre la cama turca, y se dirigió
al bar, situado en la planta superior. Cuando llegó encontró a Keller sentado ya junto
a un ventanal, llevándose un vaso de cerveza a los labios. Sobre la mesa, en el
cenicero, humeaba un cigarrillo. Gabriel meneó la cabeza, despacio. Hacía cuarenta y
ocho horas se encontraba plantado frente a un lienzo en Jerusalén. Ahora estaba
buscando a una mujer a la que no conocía, acompañado de un hombre que, en una
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ocasión, había aceptado el encargo de matarle.
Le pidió un café al camarero y salió a la cubierta de popa. El barco había
abandonado ya la protección del puerto, y el aire de la tarde se había vuelto frío.
Gabriel se levantó el cuello del abrigo y rodeó el vaso de cartón con las manos, para
calentárselas. Las estrellas de levante brillaban intensamente en el cielo despejado, y
el mar, que hasta hacía un momento mantenía sus tonalidades turquesa, había
adquirido ya el color de la tinta china. A Gabriel le pareció que el perfume de la
macchia llegaba hasta allí, traído por el viento. Entonces, un instante después, oyó la
voz de la signadora. Cuando esté muerta, había dicho la anciana. Entonces sabréis la
verdad.
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Marsella
C uando Gabriel y Keller llegaron a Marsella a primera hora del día siguiente, el
Moondance, la potente lancha dedicada al contrabando, de trece metros de
eslora, estaba amarrada en el Puerto Viejo, en su punto habitual. Su dueño, sin
embargo, no se veía por ninguna parte. Keller se instaló estratégicamente en la zona
norte, mientras Gabriel hacía lo mismo en la zona este, frente a una pizzería que,
inexplicablemente, llevaba el nombre de un barrio de Manhattan. Cambiaban de
posición al inicio y al final de cada hora, pero a media tarde todavía no había ni rastro
de Lacroix. Finalmente, impaciente ante la idea de perder un día entero, Gabriel
empezó a recorrer todo el perímetro del puerto, pasó frente a las mesas metálicas de
los vendedores de pescado y se encontró con Keller en su Renault. El tiempo
empeoraba por momentos: llovía a cántaros, y un mistral frío descendía, ululando,
desde las montañas. Keller ponía en marcha los limpiaparabrisas cada pocos
segundos para poder ver algo. El ventilador resoplaba débilmente y desempañaba un
poco el vidrio.
—¿Estás seguro de que no tiene un apartamento en la ciudad? —preguntó
Gabriel.
—Vive en el barco.
—¿Y no tendrá alguna mujer?
—Tiene varias, pero ninguna tolera su presencia mucho tiempo. —Keller pasó la
mano por el parabrisas—. Tal vez debiéramos buscar un hotel para pasar la noche.
—Es un poco pronto para eso, ¿no crees? En el fondo, acabamos de conocernos.
—¿Siempre haces comentarios tontos durante las operaciones?
—Es un vicio cultural.
—¿Qué? ¿Los comentarios tontos o las operaciones?
—Las dos cosas.
Keller sacó un pañuelo de papel de la guantera e intentó limpiar bien lo que con la
mano solo había conseguido empeorar.
—Mi abuela era judía —dijo de pasada, como quien admite que a su abuela le
gustaba jugar al bridge.
—Felicidades.
—¿Eso es otro comentario jocoso?
—¿Qué quieres que te diga?
—¿No te parece interesante que tenga un antepasado judío?
—Según mi experiencia, la mayoría de los europeos tienen algún pariente judío
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escondido en algún armario.
—A mi abuela la teníamos escondida a plena luz del día.
—¿Dónde nació?
—En Alemania.
—¿Y llegó a Gran Bretaña durante la guerra?
—Un poco antes —respondió Keller—. La acogió un tío lejano que ya no se
consideraba judío. Le dio un nombre cristiano y la envió a la iglesia. Mi madre no
supo que tenía un pasado judío hasta que tenía más de treinta años.
—Siento ser el portador de malas noticias —dijo Gabriel—, pero, según lo veo
yo, tú también eres judío.
—Para serte sincero, siempre me he sentido algo judío.
—¿Sientes aversión por el marisco y por la ópera alemana?
—En sentido espiritual, digo.
—Pero si eres un asesino a sueldo, Keller.
—Eso no significa que no crea en Dios —se defendió Keller—. De hecho,
sospecho que sé más sobre tu historia y tus Escrituras que tú mismo.
—Entonces, ¿por qué acudes a ver a esa loca supersticiosa?
—No es ninguna loca.
—No irás a decirme que crees en todas esas chorradas…
—¿Cómo sabía ella que estábamos buscando a la chica?
—Supongo que se lo habría dicho el don.
—No —replicó Keller meneando la cabeza—. Lo vio. Lo ve todo.
—¿Como el agua y las montañas?
—Sí.
—Estamos en el sur de Francia, Keller. Yo también veo agua y montañas. De
hecho, las veo casi en todas partes.
—Es evidente que te puso nervioso cuando te habló de un viejo enemigo.
—Yo nunca me pongo nervioso —dijo Gabriel—. En cuanto a viejos enemigos,
por lo que se ve no soy capaz de salir de casa sin tropezarme con alguno.
—Pues cámbiate de casa.
—¿Es eso un refrán corso?
—No, solo el consejo de un amigo.
—Nosotros no somos exactamente amigos todavía.
Keller se encogió de hombros para demostrar indiferencia, ofensa o una mezcla
de ambas.
—¿Qué has hecho con el amuleto que te entregó la mujer? —le preguntó tras
unos instantes de silencio abrumador.
Gabriel se dio una palmada en el pecho para indicar que llevaba aquel talismán,
idéntico al de Keller, colgado del cuello.
—Si no crees en nada de eso —le preguntó Keller—, ¿por qué lo llevas?
—Me gusta porque me combina bien con la ropa.
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—Hagas lo que hagas, no te lo quites en ningún momento. Sirve para ahuyentar el
mal.
—Hay algunas personas en mi vida a las que me gustaría poder ahuyentar.
—¿A Ari Shamron, por ejemplo?
Gabriel consiguió disimular la sorpresa.
—¿Qué sabes tú de Shamron? —preguntó.
—Lo conocí cuando me trasladé a Israel a formarme. Además —añadió Keller al
momento—, en este mundo nuestro, todos conocemos a Shamron. Y todos sabemos
que él quería que tú fueses el jefe, y no Uzi Navot.
—No deberías creerte todo lo que lees en los periódicos, Keller.
—Tengo buenas fuentes —replicó Keller—. Y me dicen que el puesto te lo
ofrecieron a ti, pero que tú lo rechazaste.
—Tal vez te cueste creerlo —dijo Gabriel mirando con ojos cansados a través del
cristal salpicado de lluvia—, pero, sinceramente, no me apetece pasear contigo por el
camino del recuerdo.
—Solo intentaba hacer más llevadera la espera.
—Tal vez deberíamos disfrutar de un cómodo silencio.
—¿Otro comentario gracioso?
—Lo entenderías si fueras judío.
—Técnicamente, lo soy.
—¿A quién prefieres? ¿A Puccini o a Wagner?
—A Wagner, por supuesto.
—Entonces no puedes ser judío.
Keller encendió un cigarrillo y agitó la cerilla para apagarla. Una ráfaga de viento
lanzó la lluvia contra el parabrisas, dificultando la visión del puerto. Gabriel bajó un
poco su ventanilla para que saliera el humo.
—Tal vez tengas razón —dijo—. Tal vez deberíamos buscarnos una habitación de
hotel.
—Me parece que no será necesario.
—¿Por qué no?
Keller conectó los limpiaparabrisas y señaló hacia el exterior.
—Porque Marcel Lacroix viene hacia aquí.
Llevaba un chándal negro y unas zapatillas deportivas de un verde fosforescente,
y una bolsa Puma colgada del hombro. Era evidente que se había pasado gran parte
de la tarde en el gimnasio. No es que lo necesitara: Lacroix medía un metro noventa y
pesaba más de noventa kilos. Llevaba el pelo negro engominado y recogido en una
coleta. Tenía un pendiente de brillante en cada oreja, y unos caracteres chinos
tatuados en un lado del grueso cuello, lo que indicaba que era aficionado a las artes
marciales. Sus ojos estaban siempre en movimiento, y a pesar de ello no se fijó en los
dos hombres sentados en el Renault viejo de vidrios empañados. Al verlo, Gabriel
suspiró. Lacroix sería, sin duda, un rival digno de tal nombre, sobre todo en el
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reducido espacio del Moondance. Por más que dijeran algunos, el tamaño sí
importaba.
—¿Ahora no se te ocurre ningún comentario gracioso?
—Lo estoy pensando.
—¿Por qué no me dejas que me ocupe yo?
—No sé por qué, pero creo que no es buena idea.
—¿Por qué no?
—Porque él sabe que trabajas para el don. Y si te presentas ahí y empiezas a
hacerle preguntas sobre Madeline Hart, sabrá que Orsati le ha traicionado, y eso será
perjudicial para los intereses del don.
—De los intereses del don ya me preocupo yo, no sufras.
—¿Por eso estás aquí, Keller?
—Estoy aquí para asegurarme de que no acabes metido en un ataúd de cemento y
arrojado al fondo del Mediterráneo.
—Hay peores sitios para que te entierren.
—La ley judía no permite los entierros en el mar.
Keller permaneció en silencio al ver que Lacroix bajaba a la pasarela y se dirigía
al Moondance. Gabriel se fijó en el chándal del francés, en la caída de la tela, y se fijó
también en la bolsa de deporte que llevaba al hombro.
—¿Qué opinas? —le preguntó Keller.
—Opino que lleva el arma en la bolsa.
—Tú también te has fijado, ¿no?
—Yo me fijo en todo.
—¿Cómo vas a hacerlo?
—Lo más discretamente que pueda.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Espérame aquí —respondió Gabriel, abriendo la puerta del coche—. E intenta
no matar a nadie mientras yo no esté.
La Oficina seguía una doctrina muy sencilla en relación con el uso correcto de las
armas de fuego ocultas. Dios se la había transmitido a Ari Shamron —al menos eso
era lo que se contaba—, y Shamron, a su vez, la había compartido con todos los que
salían por las noches, en secreto, a cumplir con sus deseos. Aunque no constaba por
escrito en ninguna parte, todos los agentes en ejercicio podían recitarla de memoria,
como recitaban la bendición de las velas del sabbat. Un agente de la Oficina solo saca
el arma por una razón, y solo por esa; no la mueve de aquí para allá como un gánster,
ni la usa para amenazar con ella alegremente. Si saca el arma es para disparar, y no
deja de disparar hasta que la persona a la que apunta con ella deja de estar entre los
vivos. Amén.
La admonición de Shamron atronaba en los oídos de Gabriel mientras avanzaba
por el tramo final de la pasarela, en dirección al Moondance. Vaciló unos instantes
antes de montarse; incluso él, que pesaba poco, haría que la embarcación oscilara
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ligeramente. Así pues, la rapidez y el aplomo, aunque fuera fingido, eran
imprescindibles en un momento así.
Gabriel volvió la cabeza por última vez y vio que Keller lo miraba atentamente a
través de la ventanilla del Renault. Entonces se subió a la cubierta del Moondance y
avanzó deprisa por la popa, hacia la puerta que daba acceso a la cabina principal.
Cuando llegó, Lacroix ya estaba plantado frente a ella. En el interior atestado del
barco, el francés parecía incluso más corpulento que en la calle.
—¿Qué coño está haciendo usted en mi barco? —preguntó al momento.
—Lo siento —dijo Gabriel, levantando las dos manos en gesto disuasorio—. Me
habían dicho que estaría esperándome.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Paul, claro. ¿No le ha dicho que vendría a verle?
—¿Paul?
—Sí, Paul —repitió Gabriel sin dudar—. El hombre que le contrató para entregar
el paquete de Córcega aquí, en tierra firme. Me dijo que usted era el mejor que había
visto nunca. Me dijo que si alguna vez necesitaba a alguien para transportar algo,
usted era la persona indicada.
En la expresión del francés, Gabriel distinguió varias reacciones enfrentadas:
confusión, temor y, por supuesto, avaricia. Finalmente esta se impuso, victoriosa. Se
apartó un poco y, con un movimiento de ojos, hizo pasar al desconocido. Gabriel dio
dos pasos lentos mientras buscaba con la mirada la bolsa de deporte de Lacroix. La
encontró sobre una mesa, junto a una botella de Pernod.
—¿Le importa? —preguntó Gabriel, señalando la puerta abierta con la cabeza—.
No es de esas conversaciones que deben oír los vecinos.
Lacroix dudó un instante, y entonces se acercó y la cerró. Gabriel se aproximó
más a la mesa, a la bolsa.
—¿De qué clase de trabajo se trata? —preguntó Lacroix, volviéndose.
—Ah, es algo muy fácil. De hecho, solo le llevará unos minutos.
—¿Cuánto?
—¿A qué se refiere? —preguntó Gabriel, fingiendo desconcierto.
—¿Cuánto dinero me ofrece? —insistió Lacroix, frotando el pulgar contra los
dedos índice y corazón.
—Le ofrezco algo que vale mucho más que el dinero.
—¿Y qué es eso?
—Su vida —dijo Gabriel—. Verá, Marcel, usted va a contarme qué hizo su amigo
Paul con la chica inglesa. Y, si no lo hace, voy a cortarlo en pedacitos y a usarlo como
carnaza.
El arte marcial israelí conocido como krav maga no destaca por su elegancia,
aunque, claro está, no fue inventado pensando en la estética. Su única función es
incapacitar o matar a un adversario lo más deprisa posible. A diferencia de algunas
disciplinas orientales, no le hace ascos al uso de objetos pesados para que quien
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recurra a ella se proteja de rivales superiores en tamaño y fuerza. De hecho, los
instructores animan a sus alumnos a usar cualquier objeto que tengan a su alcance
para defenderse. Como les gusta decir, David no luchó cuerpo a cuerpo contra Goliat,
sino que le golpeó con una piedra. Y solo después le cortó la cabeza.
Gabriel, por su parte, echó mano de la botella de Pernod, que agarró por el cuello
y, como si de una daga se tratara, lanzó con gran puntería contra la mole de Marcel
Lacroix. Fue a darle en la frente, y le abrió una brecha horizontal por encima de las
pobladas cejas. A diferencia de Goliat, que cayó boca abajo al momento, Lacroix
consiguió permanecer en pie, aunque a duras penas. Gabriel se abalanzó sobre él y le
clavó la rodilla en la entrepierna. A partir de ahí, fue llevando los golpes cada vez
más arriba, machacándole el torso antes de partirle la mandíbula de un codazo
certero. De otro codazo que le alcanzó la sien sí consiguió tumbarlo. Gabriel se
agachó y le apretó un poco el cuello para asegurarse de que aún tenía pulso. Entonces
alzó la vista y descubrió que Keller lo observaba desde la puerta, sonriendo.
—Estoy muy impresionado —dijo—. El Pernod tiene un toque único, encantador.
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L a lluvia cesó al anochecer, pero el mistral sopló sin pausa hasta bien entrada la
noche. Cantaba entre los mástiles de los barcos que se acurrucaban en el Puerto
Viejo, y soplaba sobre la cubierta del Moondance, que Keller, con mano experta,
guiaba hacia el mar abierto. Gabriel permanecía a su lado, en el puente de mando, y
allí siguió hasta que dejaron atrás el abrigo del embarcadero. Solo entonces bajó al
salón principal, donde Marcel seguía tumbado boca abajo en el suelo, atado,
amordazado y con los ojos tapados con cinta aislante. Le dio la vuelta, lo puso boca
arriba y le quitó el adhesivo de un tirón. Lacroix había vuelto en sí; en sus ojos no
había rastro de temor, solo de rabia. Keller estaba en lo cierto: el francés no era de los
que se asustaban fácilmente.
Gabriel volvió a cubrirle los ojos e inició una búsqueda exhaustiva por toda la
embarcación, empezando por el salón principal y terminando por el camarote de
Lacroix. Encontró un alijo de narcóticos legales, unos sesenta mil euros en efectivo,
pasaportes y permisos de conducir franceses falsos a nombre de cuatro personas
distintas, cien tarjetas de crédito robadas, nueve teléfonos móviles de usar y tirar, una
abultada colección de pornografía, tanto impresa como en versión electrónica, y un
recibo con un número de teléfono anotado en el reverso. El recibo era de un
establecimiento llamado Bar du Haut, con dirección en el bulevar Jean Jaurès de
Rognac, un municipio de clase obrera situado al norte de Marsella, no lejos del
aeropuerto. Gabriel había pasado por él en una ocasión, en otra vida. Eso era Rognac
en realidad: un lugar de paso rumbo a otro lugar.
Gabriel se fijó en la fecha del recibo. Después revisó el historial de llamadas de
los nueve teléfonos móviles en busca del número anotado en el reverso. Lo encontró
en tres de ellos. De hecho, Lacroix había llamado dos veces esa misma mañana
usando dos aparatos distintos.
Gabriel metió los teléfonos móviles, el recibo y el dinero en efectivo en una
mochila de nailon, y regresó al salón principal. Por segunda vez le retiró la cinta
aislante de los ojos a Lacroix, y en esa ocasión, además, le quitó la mordaza. Lacroix
tenía la cara muy deformada a causa de la fractura de la mandíbula. Se la apretó con
fuerza al tiempo que lo miraba fijamente a los ojos.
—Voy a hacerle una serie de preguntas, Marcel. Tiene usted una sola oportunidad
de decirme la verdad. ¿Entiende? —dijo Gabriel, estrujándole la cara un poco más—.
Una sola oportunidad.
Lacroix gimió de dolor.
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—Una oportunidad —insistió Gabriel, levantando el dedo índice para dar más
énfasis a sus palabras—. ¿Me oye?
Lacroix no dijo nada.
—Lo consideraré un sí —dijo Gabriel—. Y ahora, Marcel, quiero que me diga los
nombres de las personas que retienen a la chica. Y después quiero que me diga dónde
puedo encontrarlas.
—Yo no sé nada de ninguna chica.
—Está mintiendo, Marcel.
—No, le juro que…
Sin dar tiempo a Lacroix a pronunciar otra palabra, Gabriel le hizo callar
sellándole la boca una vez más. A continuación cogió la cinta aislante y le cubrió toda
la cabeza con ella, dándole varias vueltas, dejando solo un pequeño espacio para los
agujeros de la nariz. En la bodega, en un armario, encontró un carrete de cuerda de
nailon. Después subió al puente de mando. Keller agarraba el timón con las dos
manos, concentrado en el fuerte oleaje.
—¿Cómo te va por ahí abajo? —le preguntó.
—Por asombroso que parezca, no le he convencido para que coopere.
—¿Y para qué es esa cuerda?
—Persuasión adicional.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—Reducir la velocidad y poner el piloto automático.
Keller lo hizo y siguió a Gabriel hasta el salón principal. Allí encontraron a
Lacroix con señales evidentes de malestar; respiraba con dificultad a través del casco
de cinta aislante. Gabriel se le sentó en la barriga y le pasó la cuerda por los pies y los
tobillos. Tras hacer un nudo bien apretado, arrastró a Lacroix hasta la cubierta de
popa, como si se tratara de una ballena recién arponeada. Allí, con ayuda de Keller, lo
bajó hasta la plataforma inferior que servía para lanzarse al agua, y lo empujó.
Lacroix emitió un golpe seco al caer al mar oscuro, y empezó a agitar los brazos
desesperadamente, en un intento de mantener la cabeza por encima de la superficie.
Gabriel lo observó un momento, y después escrutó el horizonte en todas direcciones.
No había ni una sola luz a la vista. Parecían los tres últimos habitantes de la tierra.
—¿Cómo sabrás que ya ha tenido bastante? —preguntó Keller mientras miraba a
Lacroix luchar por su vida.
—Cuando empiece a hundirse —replicó Gabriel sin inmutarse.
—Recuérdame que no me enemiste nunca contigo.
—No te enemistes nunca conmigo.
Tras cuarenta y cinco segundos en el agua, Lacroix se quedó quieto de pronto.
Gabriel y Keller lo subieron rápidamente a bordo y le quitaron la cinta aislante de la
boca. Durante los minutos siguientes el francés se mostró incapaz de hablar, y se
limitaba a aspirar hondo y a toser para expulsar el agua de los pulmones. Cuando,
finalmente, el vómito cesó, Gabriel le agarró con fuerza la mandíbula rota y apretó.
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—Tal vez ahora mismo no se dé cuenta —le dijo—, pero este es su día de suerte,
Marcel. Y ahora, vamos a intentarlo de nuevo. Dígame dónde puedo encontrar a la
chica.
—No lo sé.
—Me está mintiendo.
—No —respondió Lacroix moviendo la cabeza con violencia de un lado a otro—.
Le digo la verdad. No tengo ni idea de dónde está.
—Pero conoce a uno de los hombres que la retiene. De hecho, se tomó unas copas
con él en un bar de Rognac una semana después de su desaparición. Y ha estado en
contacto con él desde entonces.
Lacroix no dijo nada. Gabriel le apretó más la mandíbula.
—El nombre, Marcel. Dígame cómo se llama.
—Brossard —balbució Marcel a través del dolor—. Se llama René Brossard.
Gabriel miró a Keller, que asintió.
—Muy bien —le dijo a Lacroix, soltándolo—. Y ahora siga hablando. Y ni se le
pase por la cabeza mentirme. Si lo hace, volverá al agua. Pero esta vez será para
siempre.
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H abía dos mecedoras en la cubierta de popa. Gabriel ató a Lacroix en la del lado
de estribor, y él se sentó en la otra. Lacroix seguía con los ojos vendados, y
tenía el chándal empapado por su breve baño en el mar. Tiritaba violentamente y
suplicaba que le dejaran cambiarse de ropa, o le proporcionaran una manta. Al
constatar que no recibía respuesta, rememoró en voz alta la noche cálida de mediados
de agosto en que, en el Moondance, se había presentado un hombre sin previo aviso,
igual que Gabriel había hecho esa tarde.
—¿Paul?
—Sí, Paul.
—¿Lo conocía?
—No, pero lo había visto por ahí.
—¿Dónde?
—En Cannes.
—¿Cuándo?
—Durante el festival de cine.
—¿Este año?
—Sí, en mayo.
—¿Usted asistió al festival de Cannes?
—No figuraba en la lista de invitados, si es a eso a lo que se refiere. Fui a trabajar.
—¿Qué clase de trabajo?
—¿Usted qué cree?
—¿Robar a las estrellas de cine y a la gente guapa?
—Es una de las semanas con más actividad del año, todo un chollo para la
economía local. La tribu de Hollywood es tonta de remate. Les robamos en su cara
cada vez que vienen, y nunca parecen darse cuenta.
—¿Y qué hacía Paul?
—Relacionarse con la gente guapa. Creo que llegué a verlo entrando en la sala un
par de veces para ver alguna película.
—¿Cree?
—Siempre cambia de aspecto.
—¿Se dedicaba a estafar a la gente en Cannes?
—Eso tendría que preguntárselo a él. De eso no hablamos cuando vino a verme.
Solo hablamos del trabajo.
—Quería contratarlo a usted y contratar el barco para trasladar a la chica desde
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Córcega a tierra firme.
—No —respondió Lacroix, meneando la cabeza con vehemencia—. De la chica
no me comentó nada.
—¿Qué le comentó entonces?
—Que quería enviar un paquete.
—¿Y usted no le preguntó de qué se trataba?
—No.
—¿Así es como opera siempre?
—Depende.
—¿De qué?
—Del dinero que haya sobre la mesa.
—¿Y cuánto había ese día?
—Cincuenta mil.
—¿Eso es mucho?
—Mucho.
—¿Le comentó quién le pasó el contacto?
—El don.
—¿Quién es el don?
—Don Orsati, el corso.
—¿Qué clase de trabajo hace ese don?
—Toca muchas teclas —respondió Lacroix—, pero sobre todo se dedica a matar a
gente. De vez en cuando, transporto a alguno de sus hombres. Y a veces le ayudo a
hacer desaparecer cosas.
La intención de Gabriel con aquel interrogatorio era doble: le permitía valorar la
veracidad de las respuestas de Lacroix, al tiempo que se cubría las espaldas. Ahora
Lacroix tenía la impresión de que Gabriel no había tenido el gusto de conocer a aquel
asesino corso llamado Orsati. Y, al menos de momento, estaba respondiendo a sus
preguntas con sinceridad.
—¿Y le dijo Paul cuándo iba a llevarse a cabo el trabajo?
—No —respondió Lacroix, negando con la cabeza—. Me dijo que me avisaría
con veinticuatro horas de antelación, que seguramente tendría noticias suyas en una
semana, en diez días como máximo.
—¿Cómo iba a ponerse en contacto con usted?
—Por teléfono.
—¿Sigue teniendo el teléfono que usó?
Lacroix asintió y cantó el número asociado al aparato.
—¿Le llamó como estaba planeado?
—A los ocho días.
—¿Y qué le dijo?
—Que quería que lo recogiera a la mañana siguiente en la cala que queda al sur
de Capo di Feno.
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—¿A qué hora?
—A las tres de la madrugada.
—¿Y cómo se suponía que debía realizarse la recogida?
—Quería que le dejara una zódiac en la playa, y que le esperara en mar abierto.
Gabriel alzó la vista y miró a Keller que, desde el puente de mando, controlaba el
rumbo. El inglés asintió, como para corroborar que, en electo, había una cala
adecuada en Capo di Feno, y que el escenario, tal como lo acababa de describir
Lacroix, era del todo plausible.
—¿Cuándo llegó a Córcega?
—Unos minutos antes de la medianoche.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Sí, se lo juro.
—¿A qué hora dejó la zódiac en la playa?
—A las dos.
—¿Y cómo regresó al Moondance?
—Andando —respondió Lacroix, ingenioso—. Como Jesús.
Gabriel se acercó a él y le arrancó el pendiente de la oreja derecha.
—¡Era solo una broma! —balbuceó el francés con la oreja ensangrentada.
—Yo, en su lugar —replicó Gabriel—, no haría bromas sobre el Señor en un
momento como este. De hecho, haría todo lo que pudiera por tenerlo de mi parte.
Gabriel volvió a mirar a Keller, y vio que intentaba reprimir una sonrisa. Después
le pidió a Lacroix que describiera lo que había ocurrido a continuación. El francés
contó que Paul había llegado a la hora prevista, a las tres en punto. Lacroix vio que
un solo vehículo, un pequeño cuatro por cuatro, avanzaba sorteando los baches de la
empinada pista que descendía por el acantilado, con las luces de posición encendidas.
Después oyó el petardeo del motor de la zódiac, que rebotaba en el agua, cada vez
más cerca. Y entonces, cuando la balsa rozó el casco del Moondance, fue cuando vio
a la chica.
—¿Paul estaba con ella?
—Sí.
—¿Había alguien más?
—No, solo Paul.
—¿Y ella estaba consciente?
—Muy poco.
—¿Qué ropa llevaba puesta?
—Un vestido blanco, y una bolsa negra en la cabeza.
—¿Le vio la cara?
—En ningún momento.
—¿Estaba herida?
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—Tenía las rodillas ensangrentadas y rasguños en los brazos. Y algún moratón.
—¿Ataduras?
—En las manos.
—¿Delante o detrás?
—Detrás.
—¿Qué clase de ataduras?
—Bridas de plástico: muy profesional.
—Siga.
—Paul tendió a la chica en un sofá, en el salón principal, y le administró una
inyección de algo para que se quedara quieta. Después subió al puente y me dijo
dónde quería que lo llevara.
—¿Dónde?
—Al estuario que queda justo al oeste de Saintes-Maries-de-la-Mer. Allí hay un
pequeño puerto deportivo. Yo lo he usado otras veces. Era evidente que Paul había
estudiado el plan.
Gabriel volvió a mirar a Keller, que volvió a asentir.
—¿Y fueron directamente?
—No —respondió Lacroix—. Habríamos llegado a puerto en pleno día. Pasamos
toda aquella jornada en alta mar, y llegamos a puerto sobre las once de la noche.
—¿Paul mantuvo a la chica en el salón todo ese tiempo?
—La llevó al baño en una ocasión, pero más allá de eso…
—¿Más allá de eso, qué?
—La pinchaba.
—¿Ketamina?
—Yo no soy médico.
—No me diga.
—Usted me pregunta y yo le respondo.
—¿La llevó hasta la costa en la zódiac?
—No. Yo mismo entré en el puerto deportivo. Es de esos en los que se puede
meter el coche hasta delante mismo de la embarcación. Había uno esperando a Paul.
Un Mercedes negro.
—¿Qué clase de Mercedes?
—Clase E.
—¿Matrícula?
—Francesa.
—¿Sin nadie en su interior?
—No. Había dos hombres. Uno estaba apoyado en el maletero cuando llegamos.
El otro iba al volante.
—¿Conocía usted al que estaba apoyado en el maletero?
—No lo había visto en mi vida.
—Pero no puede decir lo mismo del que iba al volante, ¿verdad?
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—No —respondió Lacroix—. El que conducía era René Brossard.
René Brossard era un soldado raso en una familia del crimen en ascenso, con
conexiones internacionales. Estaba especializado en misiones de fuerza: cobro de
deudas, persuasión, seguridad. En su tiempo libre, trabajaba como portero de
discoteca, en un club cercano al Puerto Viejo, sobre todo porque le gustaban las
chicas que la frecuentaban. Lacroix lo conocía del barrio. También sabía su número
de teléfono.
—¿Cuándo lo llamó? —le preguntó Gabriel.
—Unos días después de leer la primera noticia en el periódico sobre la chica
inglesa que se había esfumado durante sus vacaciones en Córcega. Sumé dos más
dos, até cabos y llegué a la conclusión de que se trataba de la chica que había llevado
hasta el puerto deportivo de Saintes-Maries-de-la-Mer.
—¿Es usted una especie de genio de las matemáticas?
—Sé sumar —replicó Lacroix.
—Se dio cuenta de que Paul pretendía obtener de alguien una gran suma por el
rescate, y quiso llevarse una porción de la tarta.
—Me engañó sobre el tipo de trabajo que me pedía —dijo Lacroix—. Yo nunca
habría aceptado participar en el secuestro de una persona tan conocida por solo
cincuenta mil.
—¿Cuánto dinero quería?
—No tengo por costumbre negociar conmigo mismo.
—Un hombre sabio —dijo Gabriel, y al momento le preguntó cuánto tiempo
esperó Brossard en devolverle la llamada.
—Dos días.
—¿Entraron en detalles por teléfono?
—Lo bastante como para que le quedara claro cuáles eran mis intenciones.
Brossard volvió a llamarme horas después y me dijo que fuera al Bar du Haut al día
siguiente, a las cuatro.
—Eso fue una imprudencia, Marcel.
—¿Por qué?
—Pues porque allí, en vez de Brossard, podría estar esperándole Paul. Y podría
haberle pegado un tiro en la cabeza por su osadía de pedirle más dinero.
—Sé cuidarme solo.
—Si eso fuera cierto —dijo Gabriel—, ahora no estaría atado a una silla en su
propio barco. Pero me estaba contando su conversación con René Brossard.
—Me dijo que Paul estaba dispuesto a ser razonable. Después, entramos en un
periodo de negociaciones.
—¿Negociaciones?
—Por el precio de nuestro acuerdo. Él me hizo una oferta; yo, una contraoferta.
Nos comunicamos varias veces.
—¿Siempre por teléfono?
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Lacroix asintió.
—¿Y cuál es el papel de Brossard en la operación?
—Él se queda en la casa en la que tienen retenida a la chica.
—¿Paul está allí con ellos?
—No lo he preguntado.
—¿Cuántos son en total?
—No lo sé. Lo único que sé es que en la casa hay otra mujer, para que todo tenga
una apariencia de familia.
—¿Le ha hablado Brossard en alguna ocasión de la chica inglesa?
—Me comentó que está viva.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Y cuál es el estado actual de sus negociaciones con Paul y Brossard?
—Hemos alcanzado un acuerdo esta mañana.
—¿Cuánto más ha conseguido sacarles?
—Otros cien mil.
—¿Cuándo se supone que va a recibir el dinero?
—Mañana por la tarde.
—¿Dónde?
—En Aix.
—¿En qué parte de Aix?
—En un café, cerca de la plaza del General de Gaulle.
—¿Cómo se llama ese sitio?
—La Provence… ¿Qué más?
—¿Y cómo se supone que va a ocurrir?
—Se supone que Brossard va a llegar primero, a las cinco y diez. Se supone que
yo me reuniré con él, a las cinco y veinte.
—¿Dónde se sentará él?
—En una de las mesas de la terraza.
—¿Y el dinero?
—Brossard me dijo que lo traería en un maletín metálico.
—Qué discreto.
—Ha sido idea suya, no mía.
—¿Hay algún plan alternativo por si uno de los dos no se presenta?
—El Cézanne, que está en la misma calle, más arriba.
—¿Cuánto tiempo esperará allí?
—Diez minutos.
—¿Y si usted no se presenta?
—El trato se cancela.
—¿Le han dado alguna otra instrucción?
—No más llamadas telefónicas —respondió Lacroix—. Paul se está poniendo
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nervioso con tanto teléfono.
—No me cabe duda.
Gabriel miró hacia arriba, pero en esa ocasión vio que Keller se mantenía
inmóvil: una figura negra recortada contra el cielo, los brazos extendidos, un arma
sujeta entre las dos manos. El disparo único, acallado por el silenciador, abrió un
hueco sobre el ojo izquierdo de Lacroix. Gabriel le sujetó los hombros mientras
moría. Después se volvió, furioso, y apuntó con su pistola a Keller.
—Será mejor que bajes eso, antes de que alguien se haga daño —dijo el inglés sin
inmutarse.
—¿Por qué coño has hecho eso?
—Me caía mal. Además —añadió Keller mientras se metía el arma en la cintura
del pantalón—, ya no lo necesitamos.
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L o enviaron al fondo del mar, más allá del Golfo de León, y después regresaron a
Marsella. Todavía era de noche cuando entraron en el Puerto Viejo; se bajaron
del Moondance con unos minutos de intervalo, cada uno se montó en su coche y se
dirigieron hacia Toulon por la costa. Un poco antes de llegar al pueblo de Bandol,
Gabriel se detuvo en el arcén y aflojó varios cables del motor. A continuación llamó a
la empresa de alquiler de vehículos y, en el tono histérico de Herr Klemp, dejó un
mensaje informando de dónde encontrarían el coche «averiado». Tras borrar sus
huellas del volante y el salpicadero, se subió al Renault de Keller y, juntos, cuando
empezaba a salir el sol, siguieron hacia Niza. En la calle Verdi había un viejo edificio
de apartamentos, blanco como la cal, donde la Oficina contaba con uno de los pisos
francos que poseía en territorio francés. Gabriel entró en el edificio solo y
permaneció en él el tiempo justo para recoger la correspondencia, entre la que se
encontraba la ficha de afiliación al partido de Madeline Hart que le había solicitado a
Graham Seymour. La leyó ya en el coche, mientras Keller conducía hacia Aix por la
autopista A8.
—¿Qué dice? —le preguntó el inglés tras varios minutos de silencio.
—Dice que Madeline Hart es perfecta. Pero bueno, eso ya lo sabíamos.
—Yo también fui perfecto en mi época, y ya ves en qué me he convertido.
—Tú siempre has sido un desalmado, Keller. Lo que pasa es que no te diste
cuenta hasta esa noche en Irak.
—Perdí a ocho de mis camaradas intentando proteger a tu país de los misiles de
Sadam Husein —dijo Keller.
—Y siempre te estaremos en deuda por ello.
Aplacado, Keller encendió la radio y buscó una emisora que emitía en inglés
desde Mónaco y que daba servicio a la numerosa comunidad de expatriados
británicos que residían en el sur de Francia.
—¿Echas de menos tu tierra? —le preguntó Gabriel.
—A veces me gusta oír el sonido de mi lengua materna.
—¿No has vuelto nunca?
—¿A Inglaterra?
Gabriel asintió.
—Nunca —respondió Keller—. Me niego a trabajar allí, y nunca he aceptado un
contrato en el que esté implicado un súbdito británico.
—Muy noble por tu parte.
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—Conviene operar de acuerdo con ciertos códigos.
—¿Y tus padres no tienen ni idea de que estás vivo?
—Ni la más remota.
—En ese caso, es imposible que seas judío —le regañó Gabriel—. Ningún hijo
judío permitiría que su madre creyera que estaba muerto. No se atrevería.
Gabriel se fijó en la anotación más reciente de la ficha de Madeline y la leyó en
silencio mientras Keller conducía. Se trataba de la copia de una carta que Jeremy
Fallon había enviado al presidente del partido en la que sugería que la joven fuera
ascendida a un puesto subalterno en algún ministerio y que la formaran con especial
dedicación con vistas a una elección futura. Después observó la foto de Madeline
sentada en la terraza del café con el hombre al que conocían, simplemente, como
«Paul».
Keller, mirándolo, le preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—Me pregunto, nada más, por qué una estrella ascendente del partido británico
en el gobierno compartía una botella de champán con un malvado de primera clase
como nuestro amigo Paul.
—Porque él sabía que tenía una aventura con el primer ministro británico, y se
estaba preparando para secuestrarla.
—¿Y cómo lo había sabido?
—Tengo una teoría.
—¿Apoyada en hechos?
—En un par.
—Entonces es solo una teoría.
—Pero al menos nos ayudará a pasar el rato.
Gabriel cerró la carpeta para indicarle que lo escuchaba. Keller apagó la radio.
—Los hombres como Jonathan Lancaster siempre cometen el mismo error
cuando tienen aventuras —dijo—. Confían en que sus guardaespaldas mantendrán la
boca cerrada. Pero los guardaespaldas no cierran la boca. Hablan los unos con los
otros, hablan con sus mujeres, con sus novias, y hablan con sus excompañeros de
trabajo, que han encontrado otro empleo en la industria de seguridad privada de
Londres. Y no pasa mucho tiempo hasta que el contenido de sus conversaciones llega
a oídos de personas como Paul.
—¿Crees que Paul está relacionado con el negocio de la seguridad privada en
Londres?
—Podría ser. O podría conocer a alguien que sí lo esté. Sea como sea —añadió—,
una información de ese tipo es como el oro para personas como Paul. Seguramente
hizo vigilar a Madeline en Londres, le pinchó el teléfono móvil y sus cuentas de
correo electrónico. Así fue como supo que se iba de vacaciones a Córcega. Y cuando
llegó, Paul ya la estaba esperando.
—¿Y por qué almorzar con ella? ¿Por qué correr el riesgo de mostrar el rostro?
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—Porque necesitaba estar a solas con ella para poder llevársela limpiamente.
—¿La sedujo?
—Es un cabrón encantador.
—No lo compro —dijo Gabriel tras un momento de reflexión.
—¿Por qué no?
—Porque en el momento del secuestro, Madeline mantenía una relación de tipo
romántico con el primer ministro. No se habría sentido atraída por alguien como Paul.
—Madeline era la amante del primer ministro —objetó Keller—, lo que significa
que había poco romanticismo en su relación. Seguramente se sentía sola.
Gabriel volvió a fijarse en la foto, pero ahora se concentró en Paul, no en
Madeline.
—¿Y quién diablos es él?
—No es ningún aficionado, eso seguro. Solo un profesional conocería al don. Y
solo un profesional se atrevería a llamar a su puerta para pedirle ayuda.
—Si tan profesional es, ¿por qué tuvo que recurrir a un talento local para terminar
el trabajo?
—¿Preguntas por qué no dispone de equipo propio?
—Supongo que sí.
—Por una simple cuestión económica —respondió Keller—. Mantener un equipo
puede ser una misión compleja. Y siempre, sin excepción, surgen problemas con los
contratados. Cuando hay poco trabajo, los chicos están descontentos. Y cuando los
golpes son importantes, quieren un gran trozo de la tarta.
—Así que usa a gente que va por libre y les paga un tanto por trabajo, para evitar
tener que compartir los beneficios.
—En el mundo empresarial de hoy, tan globalizado y competitivo, todo el mundo
lo hace así.
—El don no.
—El don es distinto. Somos una familia, un clan. Y tú tienes razón en una cosa —
añadió Keller—. Marcel Lacroix tuvo suerte de que Paul no lo matara. Si se hubiera
atrevido a pedirle más dinero a Don Orsati después de realizar el trabajo, habría
acabado metido en un ataúd de cemento, en el fondo del Mediterráneo.
—Que es donde está ahora.
—Sin el cemento, claro.
Gabriel miró a Keller con mala cara, pero no dijo nada.
—El que le arrancaste el pendiente fuiste tú.
—Un lóbulo desgarrado es un mal pasajero. Pero una bala entre las cejas es para
siempre.
—¿Y qué querías que hiciéramos con él?
—Podríamos haberlo llevado a Córcega y dejarlo con el don.
—Hazme caso, Gabriel, no habría durado mucho. A Orsati no le gustan los
problemas.
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—Y, como decía Stalin, la muerte resuelve todos los problemas.
—Si no hay hombre, no hay problema —sentenció Keller, completando la cita.
—Pero ¿y si el hombre nos hubiera mentido?
—El hombre no tenía motivos para mentirnos.
—¿Por qué?
—Porque sabía que no iba a salir con vida de su barco. —Keller bajó la voz y
añadió—: Solo esperaba tener una muerte indolora, evitarse la agonía de morir
ahogado.
—¿Esta es otra de tus teorías?
—Son reglas de Marsella —le aclaró Keller—. Cuando las cosas empiezan de
manera violenta, siempre acaban de manera violenta.
—¿Y si René Brossard no está sentado en La Provence a las cinco y diez con el
maletín de metal a sus pies? ¿Qué hacemos entonces?
—Estará.
A Gabriel le habría encantado compartir la confianza de Keller, pero su
experiencia no se lo permitía. Consultó la hora y calculó el tiempo que les quedaba
para encontrarlo.
—Si resulta que Brossard se presenta —dijo—, tal vez sería mejor que no lo
matáramos hasta que nos lleve a la casa en la que tienen escondida a Madeline.
—¿Y después?
La muerte resuelve todos los problemas, pensó Gabriel. Si no hay hombre, no hay
problema.
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Aix-en-Provence, Francia
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era esa plaza. Todo ocurriría muy deprisa, pensó, y si no estaban preparados, lo
perderían. Miró hacia el Cours Mirabeau y vio que una brisa suave agitaba las hojas
de los plátanos. Calculó el número de operativos que harían falta para realizar el
trabajo correctamente. Doce, como mínimo, en cuatro coches para evitar ser
detectados durante la persecución hasta la finca aislada en la que mantenían retenida
a la chica. Meneando la cabeza lentamente, se acercó al café situado en un extremo
de la rotonda en el que Keller, solo, se había sentado a tomar un café.
—¿Y bien? —le preguntó el inglés.
—Vamos a necesitar una moto.
—¿Dónde está el dinero que le quitaste a Lacroix antes de que lo matara?
Frunciendo el ceño, Gabriel le dio una palmada en la barriga. Keller dejó unos
euros de propina y se levantó.
Había un concesionario cerca de allí, en el bulevar de la République. Después de
pasar varios minutos inspeccionando las motos en oferta, Gabriel se decidió por una
Peugeot Satelis 500, un escúter de gama alta, que Keller pagó al contado y registró a
nombre de una de sus identidades falsas con domicilio en Córcega. Mientras el
empleado se encargaba del papeleo, Gabriel cruzó la calle, entró en una tienda de
ropa y se compró una chaqueta de cuero, unos vaqueros negros y unas botas. Se
cambió en uno de los probadores y metió la ropa que llevaba puesta en uno de los
compartimentos de la Peugeot. Después, tras ponerse un casco negro, se subió a la
moto y siguió a Keller por el bulevar, hasta la plaza del General de Gaulle.
Faltaba poco para las cinco de la tarde. Gabriel dejó la moto al inicio de la calle
Espariat y, con el casco bajo el brazo, caminó por la estrecha calle hasta la placita con
la columna romana en el centro. Los dos ancianos seguían en La Provence, instalados
en las mismas mesas. Gabriel se sentó en la terraza de un pub irlandés que quedaba al
otro lado de la calle y le pidió una cerveza a la camarera. Se extrañó de que alguien
acudiera a un pub irlandés en el sur de Francia. Pero al momento sus pensamientos se
vieron interrumpidos por la visión de un hombre muy corpulento que avanzaba por la
calle, entre las sombras, con un maletín metálico en la mano derecha. El hombre
entró en el local cerrado de La Provence y salió al momento con un café crème y un
chupito de algo más fuerte. Escrutó la plaza con la mirada, lentamente, y se sentó a
una mesa libre, fijándose durante un instante en Gabriel antes de apartar la mirada.
Este consultó la hora. Eran, exactamente, las cinco y diez. Se sacó el teléfono móvil
del bolsillo y marcó rápidamente el número de Keller.
—Te dije que vendría —dijo el inglés.
—¿Cómo ha venido?
—Mercedes negro.
—¿De qué clase?
—Clase E.
—¿Matrícula?
—Adivina.
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—¿El mismo coche que esperaba en el puerto deportivo?
—Muy pronto lo sabremos.
—¿Quién conduce?
—Una mujer de veinticinco años, treinta tal vez.
—¿Francesa?
—Podría ser. Si quieres, se lo pregunto.
—¿Dónde está ahora?
—Conduciendo en círculos.
—¿Y dónde estás tú?
—Dos coches por detrás de ella.
Gabriel cortó la conexión y volvió a meterse el móvil en el bolsillo de la
chaqueta. Después, del otro bolsillo sacó uno de los teléfonos que se había llevado
del barco de Marcel Lacroix. Todo ocurriría deprisa, pensó de nuevo, y si no estaban
preparados lo perderían. Doce operativos, cuatro vehículos: eso era lo que necesitaba
para hacer bien el trabajo. Pero él solo contaba con dos vehículos, y el único miembro
de su equipo era un asesino a sueldo que, hacía tiempo, había intentado matarlo. Dio
un trago a la cerveza, aunque solo fuera por dar coherencia a su personaje. Después
clavó la vista en el teléfono del hombre muerto, y vio pasar los minutos lentamente.
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Aix-en-Provence, Francia
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—Todavía conduce en círculos.
—Tal vez te esté despistando. Tal vez haya un segundo coche.
—¿Eres siempre tan negativo?
—Solo cuando está en juego la vida de una chica joven.
Keller no dijo nada.
—¿Dónde está la mujer ahora?
—Yo diría que vuelve, que se dirige hacia donde te encuentras tú.
Gabriel interrumpió la conexión y cogió el otro móvil. Tras llamar a toda prisa al
número de Brossard, apretó con fuerza el micrófono con el pulgar y se acercó el
aparato al oído. Dos tonos. Y la voz de aquel hombre.
—¿Dónde cono está?
Gabriel apretó con más fuerza el micrófono y no dijo nada.
—¿Marcel? ¿Es usted? ¿Dónde está?
Gabriel se apartó el móvil del oído y pulsó el botón correspondiente para poner
fin a la llamada. Treinta segundos después volvió a llamar. Volvió a cubrir con fuerza
el micrófono, y tampoco dijo nada. En esa ocasión, Brossard respondió al primer
tono.
—¿Marcel? ¿Marcel? Creía que le había dicho que nada de teléfonos. Tiene tres
minutos. Después, me voy.
Esta vez fue Brossard el que colgó primero. Gabriel se metió el móvil en el
bolsillo y llamó de nuevo a Keller.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó el inglés.
—Cree que Lacroix está vivito y coleando, y que está en un sitio con mala
cobertura.
—Muy mala cobertura, sí.
—¿Dónde está ahora la mujer?
—Se acerca a la plaza del General de Gaulle.
Gabriel cortó la llamada y comprobó qué hora era. Tres minutos más y Brossard
se pondría en marcha. Se mostraría inquieto, desconfiado. Era posible que se diera
cuenta de que había un hombre siguiéndolo a pie, sobre todo si ese hombre había
estado tomándose una cerveza en el pub irlandés cuando Brossard esperaba en La
Provence. Pero si Gabriel adelantaba al hombre de camino hacia el coche, tal vez se
sintiera menos inclinado a sospechar de él. Esa era una de las reglas de oro de
Shamron sobre vigilancia física. A veces, insistía, era mejor seguir a alguien desde
delante que desde detrás.
Gabriel consultó la hora una vez más. Entonces, a las 5.28 en punto, dejó la mesa
del pub y empezó a caminar por la calle Espariat con el casco bajo el brazo. El
Cézanne era el último establecimiento a mano derecha, en el punto en el que la calle
se encontraba ya con la plaza del General de Gaulle. Brossard se encontraba en una
mesa de la terraza. Al dejarlo atrás, Gabriel sintió que sus ojos se le clavaban en la
espalda, pero se obligó a no volverse a mirar. La moto seguía en su sitio, aparcada
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junto a otras bajo un plátano que empezaba a perder las hojas. Tres de ellas se habían
ido a posar sobre el sillín. Gabriel las apartó. Se subió a la moto y se puso el casco.
Por el espejo retrovisor vio que Brossard se levantaba de su mesa y avanzaba por
la calle estrecha. Segundos después pasó a escasos centímetros del hombro derecho
de Gabriel. Lo bastante cerca como para oler la colonia que llevaba. Lo bastante
cerca como para, de haberlo querido, haberle arrancado el maletín de su mano
izquierda. Antes Brossard lo llevaba en la mano derecha, pero ahora no podía ser,
porque con esa mano sostenía el teléfono móvil. Y lo tenía muy pegado al oído.
Gabriel puso en marcha el motor cuando Brossard entraba en la explanada que
daba acceso a la plaza del General de Gaulle, moviendo la cabeza a un lado y otro,
lentamente, como el torreón de un tanque que buscara el objetivo a destruir. Había
mucha gente que, a esa hora de la tarde, paseaba por el lugar. Gabriel habría podido
perderlo de vista si no hubiera llevado el maletín, que brillaba como una moneda
recién acuñada a la luz del atardecer. Cuando Brossard llegó a la acera de la rotonda,
su teléfono móvil ya volvía a estar en su bolsillo, y con la mano buscaba la puerta del
copiloto de un Mercedes negro Clase E que estaba aparcado a un lado. Al agacharse
para ocupar el asiento, un Renault de tres puertas pasó a su lado y enfiló el bulevar de
la République. El Mercedes hizo lo mismo instantes después. Al verlo, Gabriel no
pudo evitar sonreír por su buena suerte. A veces, pensó, era mejor seguir a un hombre
desde delante que desde detrás. Dio gas y se sumergió en el tráfico, con la vista fija
en las luces posteriores del Mercedes. Un error, pensaba. Bastaba un error. Un error y
la chica moriría.
Siguieron por el bulevar de la République hasta la carretera de Aviñón, y después
se dirigieron hacia el norte. Durante los dos primeros kilómetros todo eran comercios
y semáforos, pero gradualmente las tiendas dejaban paso a bloques de apartamentos y
a casas, y al poco ya iban a toda velocidad por una autopista de cuatro carriles. Un
kilómetro y medio más allá, a su derecha, apareció una gasolinera. Keller aminoró la
marcha y puso el intermitente, y al momento el Mercedes los adelantó. Entonces, sin
apenas transición, la carretera volvía a ser solo de dos carriles. Gabriel se posicionó
unos cincuenta metros por detrás del Mercedes. Keller lo seguía a él.
Para entonces el sol ya se había puesto, y la noche otoñal caía con la rapidez de
un telón en un escenario. Los cipreses que flanqueaban la carretera pasaron, primero,
del verde intenso al negro, y después la oscuridad los engulló. A medida que las
tinieblas se posaban sobre el paisaje, el mundo de Gabriel se encogía: faros blancos,
luces traseras rojas, el quejido del motor de su Peugeot, el zumbido del Renault de
Keller unos pocos metros más atrás. Mantenía la mirada fija en el maletero del
Mercedes de René Brossard, pero mentalmente consultaba el mapa de Francia. En esa
parte de Provenza los pueblos y las aldeas se sucedían casi sin solución de
continuidad, como perlas de un collar. Pero si seguían en aquella dirección, no
tardarían en entrar en Vaucluse. Allí, en el Luberon, los pueblos eran más dispersos, y
el terreno se volvía más montañoso. Pensó que tenía sentido que la retuvieran en una
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zona así. En una zona aislada. En algún lugar que solo contara con una carretera de
acceso y de salida. De ese modo podrían controlar si los vigilaban. O si los seguían.
Atravesaron fugazmente las afueras de un lugar anodino llamado Lignane. Un
poco más allá, el Mercedes se detuvo en el desierto estacionamiento de gravilla de un
comercio dedicado a la venta de cerámica de jardín, lo que no dejó a Gabriel y a
Keller más opción que adelantarlos y seguir avanzando. Unos doscientos metros más
allá había una rotonda. Un desvío llevaba a Saint-Cannat; otro, por una carretera más
pequeña, hasta Rognes. Con un movimiento de mano Gabriel envió a Keller hacia
Saint-Cannat. Entonces, tras apagar las luces de la moto, él se desvió hacia Rognes y
enseguida buscó refugio en la penumbra de una pared de ladrillos de hormigón. Un
instante después el Mercedes pasó emitiendo un leve ronroneo, aunque ahora era
Brossard el que iba al volante y la mujer, a la que Gabriel veía con claridad por
primera vez, miraba atentamente por el espejo retrovisor de su lado. Llamó enseguida
a Keller y le comunicó la noticia. Entonces contó despacio hasta diez y entró de
nuevo con la moto en la carretera.
Camino de Rognes, el tiempo pareció retroceder: la calzada se estrechaba, la
noche era cada vez más oscura y el aire se enfriaba a medida que iban ganando altura
y se acercaban a la base de los Alpes. La luna, casi llena, se ocultaba tras las nubes
intermitentemente, iluminando la tierra un momento, sumiéndola en la oscuridad
poco después. A ambos lados de la carretera, las viñas desfilaban ordenadas hacia las
colinas oscuras, como reclutas camino de una guerra, pero, más allá de eso, el paisaje
parecía deshabitado. Apenas unas pocas luces titilaban aquí y allá, y por la carretera
no pasaba nadie, salvo el Mercedes Clase E. Gabriel lo seguía a cierta distancia, y
Keller lo hacía desde mucho más atrás, para que Brossard no pudiera verlo. Azotado
por el viento, y con tan poca visibilidad, tenía la sensación de viajar a la velocidad del
sonido.
Al llegar a las afueras de Rognes, finalmente apareció algún camión, algún coche.
En el centro de la población, el coche se detuvo por segunda vez, frente a una
charcutería y la panadería contigua. Una vez más, Keller pasó de largo, pero Gabriel
consiguió ocultarse resguardado por una iglesia antigua. Desde allí vio que la mujer
bajaba del coche y entraba sola en las tiendas, de las que salió minutos después con
unas bolsas rebosantes de comida. Suficiente como para alimentar una casa llena de
gente, pensó Gabriel, y para, además, darle las sobras a un rehén. Que hubieran
parado a cargar provisiones daba a entender que Brossard no sospechaba que los
seguían. Y también daba a entender que se encontraban cerca de su destino.
La mujer metió las bolsas en el maletero y entonces, tras echar un vistazo a la
calle tranquila, se metió en el coche. Brossard arrancó antes incluso de que ella
hubiera terminado de cerrar la puerta. Atravesaron deprisa las calles del centre ville y
giraron al llegar a la D543, una carretera, de un carril por sentido que unía Rognes
con el pantano de Saint-Christophe. Más allá de este se encontraba el río Durance.
Brossard lo cruzó a las seis y media y entró en Vaucluse.
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Siguieron hacia el norte, atravesando los pintorescos pueblos de Cadenet y
Lourmarin, antes de iniciar el ascenso por la ladera sur del Macizo del Luberon. En la
llanura del valle que abría el río, Gabriel se había mantenido un kilómetro por detrás
de Brossard; pero ahora, en las serpenteantes carreteras de las montañas, no tenía más
remedio que acortar la distancia y mantener el Mercedes siempre a la vista. Tras
pasar por la aldea de Buoux, sintió una punzada de temor al pensar que, tal vez,
Brossard se hubiera percatado de su presencia. Pero al ver que el coche seguía
avanzando al mismo ritmo otros diez kilómetros sin realizar ninguna maniobra
evasiva, se tranquilizó un poco. Siguió conduciendo en plena noche, dejando atrás
paredes de roca y formaciones de granito que resplandecían, blancas, bañadas por la
luz de la luna, con la mirada fija en las luces traseras del Mercedes, y la mente puesta
en una mujer a la que no conocía.
Finalmente, Brossard dobló al llegar a una abertura entre los árboles que se
alineaban junto a la carretera, y desapareció. Gabriel no se atrevió a seguirlo todavía,
y siguió recto durante un kilómetro antes de dar media vuelta. La pista que había
tomado Brossard solo estaba asfaltada en parte, y era apenas lo bastante ancha como
para que pasaran dos vehículos. Gabriel vio que se adentraba en un pequeño valle, un
mosaico de campos cultivados, separados por setos y árboles. Había tres casas de
campo en la hondonada, dos en el extremo occidental y otra que se alzaba solitaria al
este, tras una barrera de cipreses. El Mercedes no se veía por ninguna parte. Brossard
debía de haber apagado los faros por precaución. Gabriel calculó el tiempo que le
había llevado ir y volver por la pista, y cuánto tardaría Brossard en llegar a cada una
de las casas. Se plantó junto a la moto, recorriendo el valle con la mirada varias veces
pensando que, antes o después, Brossard tendría que detenerse en alguna parte. Y
que, cuando lo hiciera, sus luces de freno delatarían su posición. Transcurridos unos
diez segundos, Gabriel dejó de mirar hacia las casas situadas al oeste, y que quedaban
más cerca de donde él se encontraba, y se concentró en la que se alzaba sola al este. Y
entonces lo vio. Un destello de luz roja, como una cerilla encendida. Por un momento
pareció quedar suspendida sobre los cipreses, como un piloto de advertencia en lo
alto de un campanario. Después se apagó, y el valle volvió a quedar sumido en la
oscuridad.
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El Luberon, Francia
E l pueblo más cercano contaba solo con un hostal espantoso, por lo que
siguieron hasta Apt y decidieron pasar la noche en un hotel pequeño situado en
el perímetro del centro antiguo de la ciudad. En el comedor no había otros clientes, y
solo lo atendía un camarero mayor. Comieron en mesas separadas y, al terminar,
caminaron por las calles tranquilas, oscuras, hasta la basílica de Sainte-Anne. La nave
abovedada olía a humo de cirios y a incienso, y también un poco a moho. Gabriel
estudió el retablo del altar, ladeando un poco la cabeza, y fue a sentarse junto a
Keller, frente a un panel de velas votivas que parpadeaban débilmente. El inglés tenía
la cabeza echada hacia delante, y se sujetaba el arco de la nariz con el índice y el
pulgar. Al hablar, lo hizo en un susurro de arrepentimiento.
—O sea, que resulta que tenía razón.
—¿Quién?
—La signadora.
—Tal vez me equivoque —dijo Gabriel, alzando la vista hacia la cúpula—, pero
no recuerdo que la signadora dijese nada sobre una casa en un valle agrícola en el
Luberon.
—Pero sí mencionó el mar y las montañas.
—¿Y?
—La trajeron por mar, y ahora la tienen escondida en las montañas.
—Puede ser —dijo Gabriel—. O tal vez ya la hayan trasladado a otro lugar. O tal
vez ya esté muerta.
—Jesús —susurró Keller—. ¿Por qué eres siempre tan negativo, joder?
—Recuerda que estás en una iglesia, Christopher.
Keller se puso en pie, se acercó a las velas y encendió una. Cuando ya iba a
regresar al banco, vio que Gabriel miraba fijamente al cepillo de las limosnas. Se
sacó unas monedas del bolsillo y las fue metiendo, una a una, por la ranura. El sonido
pareció reverberar en la cúpula mucho después de que él ya hubiera vuelto a sentarse.
—¿Pasas mucho tiempo en iglesias católicas? —preguntó.
—Más del que imaginas.
Keller adoptó de nuevo su posición de reflexión y penitencia. El vaso rojo de la
vela teñía de rosa su rostro.
—Digamos que es posible —comentó al cabo de un momento— que la chica esté
en otro sitio. Pero digamos también que todas las evidencias apuntan a que ese no es
el caso. Si no, Brossard no estaría aquí. Estaría de nuevo en Marsella, preparando su
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próximo golpe.
—De momento, es muy posible que esté intentando entender por qué Marcel no
ha acudido a recoger el dinero. Y cuando le cuente lo que ha ocurrido, Paul se va a
poner nervioso.
—Tú no pasas mucho tiempo con delincuentes, ¿verdad?
—Más del que imaginas.
—Brossard no le va a decir ni una palabra a Paul sobre lo que ha ocurrido hoy en
Aix. Le dirá que todo ha salido como estaba previsto. Y se quedará con el dinero.
Bueno, no todo —puntualizó Keller—. Supongo que tendrá que darle una parte a la
mujer.
Gabriel asintió, moviendo la cabeza despacio, como si Keller acabara de
pronunciar unas palabras de gran calado espiritual. Después se volvió ligeramente y
vio que una mujer avanzaba por el centro de la nave. Tenía el pelo negro, peinado
hacia atrás, la frente alta, y llevaba una gabardina cruzada con cinturón, de un
material sintético. Sus pasos, como las monedas que Keller había echado en el
cepillo, reverberaron en el silencio del gran templo. Tras detenerse delante del altar
principal, hizo una genuflexión, se santiguó con parsimonia, en la frente y en el
pecho, en el hombro izquierdo y en el derecho. Después se sentó en el otro lado del
pasillo, mirando con fijeza al frente.
—La única manera de saber si está ahí —dijo Gabriel tras la pausa— es vigilar la
casa durante un periodo largo de tiempo. Y eso no podemos hacerlo si no contamos
con un puesto de vigía adecuado.
Keller frunció el ceño para mostrar su desacuerdo.
—Hablas como un verdadero espía de salón —dijo.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Significa que tú, y los de tu especie, no sois capaces de operar en el exterior sin
vuestros pisos francos y vuestros hoteles de cinco estrellas.
—Los judíos no acampan, Keller. La última vez que los judíos fueron de
camping, se pasaron cuarenta años vagando por el desierto.
—Moisés habría encontrado la Tierra Prometida mucho antes si hubiera contado
con un par de soldados de élite para que lo guiaran.
Gabriel se fijó en la mujer de la gabardina. Seguía mirando al frente, con el rostro
inexpresivo. Entonces se volvió hacia Keller y le preguntó:
—¿Cómo lo haríamos?
—Haríamos no. Haré —replicó Keller—. Lo haré yo solo, como hacía en Irlanda
del Norte. Un hombre en un escondite, con unos prismáticos y una bolsa para sus
desperdicios. Un método de la vieja escuela.
—¿Y qué pasa si algún campesino te descubre mientras tú estás trabajando en
uno de esos campos?
—Un campesino podría pasarle por encima a un hombre del SAS en su escondite
y no verlo. —Keller permaneció unos instantes observando las velas—. En una
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ocasión permanecí dos semanas en un desván de Londonderry observando a un
sospechoso, a un terrorista del IRA que vivía al otro lado de la calle. La familia
católica que ocupaba la planta inferior no supo en ningún momento que yo me
encontraba en su casa. Y cuando me llegó la hora de irme, nadie me oyó.
—¿Qué le ocurrió al terrorista?
—Tuvo un accidente. Fue una lástima, en serio. Era un verdadero pilar de su
comunidad.
Gabriel oyó pasos y, al volverse, vio que la mujer abandonaba la iglesia.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte en el valle? —preguntó.
Con suficiente comida y agua, podría quedarme un mes. Pero cuarenta y ocho
horas me bastarán para saber si se encuentra ahí o no.
—Son cuarenta y ocho horas que ya no recuperaremos.
—Pero serán dos días bien invertidos.
—¿Qué necesitas que te traiga?
—Me encantaría que me trajeras a una tía. Pero, una vez que esté en mi sitio,
puedes olvidarte de mí.
—Entonces no te importará que me vaya a París unas horas.
—¿Y por qué coño tienes que irte a París?
—Creo que ya va siendo hora de que me comunique con Graham Seymour.
Keller no dijo nada.
—¿Hay algo que te inquieta, Christopher?
—Me pregunto por qué tengo que quedarme dos días sentado en el barro mientras
tú te vas a París.
—¿Preferirías que me quedara yo sentado en el barro y que tú te fueras a ver a
Graham?
—No —dijo Keller, dándole una palmada en el hombro a Gabriel—. Vete, vete a
París. Es un buen sitio para un espía de salón.
Llevaban mucho tiempo sin dormir, por lo que regresaron al hotel con quince
minutos de diferencia y se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Gabriel se quedó
dormido casi al momento, y al despertar vio que la luz de Provenza lo inundaba todo.
Cuando bajó al comedor, Keller ya estaba allí, afeitado y con aspecto de haber
dormido bien. Se saludaron con un leve movimiento de cabeza, como dos
desconocidos, y, separados por un par de mesas, desayunaron en absoluto silencio.
Después regresaron al núcleo antiguo de la ciudad, en esta ocasión para hacer algunas
compras. Keller adquirió un abrigo grueso, un suéter de lana oscuro, un saco de
dormir y dos lonas impermeables. Compró también botellas de agua y comida
envasada para dos días, además de unas bolsas con cierre hermético. Después
almorzaron juntos, abundantemente, aunque Keller no bebió vino. Se puso la ropa
que acababa de comprarse mientras Gabriel conducía en dirección a las montañas,
hasta el borde del pequeño valle de las tres casas, y no dijo ni una palabra antes de
desaparecer entre la espesa vegetación, tan veloz como un ciervo alertado por las
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pisadas de un cazador. Para entonces ya estaba anocheciendo. Gabriel telefoneó a
Graham Seymour, que se encontraba en Londres, pronunció el nombre de un
monumento emblemático de París, y colgó. Aquella noche Dios, en su infinita
sabiduría, tuvo a bien descargar una tormenta de otoño sobre el Luberon. Gabriel
permanecía despierto en la cama de su hotel y oía la lluvia golpeando la ventana, y
pensaba en Keller, solo en el barro, en el valle de las tres casas. A la mañana siguiente
desayunó en el comedor, con la única compañía de los periódicos y del camarero de
pelo blanco. Después se dirigió a Aviñón, donde tomó el TGV de París.
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París
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—Te preguntaba si nos siguen.
—Parece que tanto tú como yo hemos conseguido entrar en París sin llamar la
atención de amigos mutuos de los servicios de seguridad franceses.
Seymour devolvió a su sitio la novela de Dumas y después, mientras reanudaban
la marcha, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo un sobre.
—Dejaron esto pegado debajo de un banco en Hampstead Heath ayer noche —
dijo, entregándoselo a Gabriel—. En dos días, la chica morirá.
—¿Y siguen sin poner condiciones?
—Así es —respondió Seymour—. Pero aportan una nueva prueba de que está
viva, una foto.
—¿Cómo te informaron de dónde encontrar el sobre?
—Realizaron una llamada al teléfono móvil de Simon Hewitt mediante un
generador electrónico de voz. Hewitt recogió el paquete por la mañana, que es
cuando sale a correr. Bien, en realidad, ese fue el único día en toda su vida en que
salió a correr. Jeremy Fallon me lo ha entregado esta mañana. No hace falta que te
comente que la tensión en el interior del 10 de Downing Street es bastante elevada en
este momento.
—Y seguro que aumentará más aún.
—¿No hay avances? —preguntó Seymour.
—De hecho —respondió Gabriel—, creo que la he encontrado. La cuestión es…
¿Qué hacemos ahora?
Cruzaron el Petit Pont y avanzaron por la explanada que quedaba frente a Notre-
Dame mientras Gabriel le resumía lo que había descubierto hasta ese momento. Que
el hombre con el que Madeline Hart había almorzado la tarde de su desaparición se
hacía llamar Paul. Que Paul había contratado los servicios de un contrabandista
marsellés llamado Marcel Lacroix para que trasladara a Madeline desde Córcega
hasta el continente. Que Lacroix había negociado un pago extra de cien mil euros por
sus servicios, que debía entregarle un hombre llamado René Brossard en la ciudad
francesa de Aix. Y que Brossard, después de que la transacción no se llevara a cabo
con éxito, se había trasladado de inmediato, en coche, hasta las montañas del
Luberon, en concreto hasta un valle agrícola aislado en el que solo había tres casas.
—¿Crees que tienen a Madeline escondida en una de esas villas?
—René Brossard es un criminal muy conocido en Marsella. A menos que haya
decidido meterse en el negocio de la elaboración de vinos, solo hay un motivo para
que esté ahí.
Seymour meneó la cabeza.
—La policía francesa lleva un mes buscándola —dijo, transcurrido un momento
— y vas tú y la encuentras en cinco días.
—Es que yo soy mejor que la policía francesa.
—Por eso acudí a ti.
Delante de ellos había unos jóvenes de la Europa Oriental que posaban para una
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foto con la catedral al fondo. Gabriel supuso que serían croatas, o eslovacos, pero no
estaba seguro: las lenguas eslavas no se le daban bien. Le dio un codazo suave a
Seymour para que se desplazara a la izquierda, y dejaron atrás los cafés turísticos que
se alineaban en la calle d’Arcole.
—No te importará que te formule algunas preguntas —dijo Seymour.
—Cuanto menos sepas, mejor, Graham.
—Compláceme.
—Si insistes…
—¿Cómo te enteraste de la existencia de Paul?
—Eso no puedo decírtelo.
—¿Dónde está Marcel Lacroix?
—Mejor no preguntes.
—¿Quién está vigilando la casa?
—Un socio.
—¿De la Oficina?
—No exactamente.
—Bien —dijo Seymour—, muy esclarecedor todo, sí.
Gabriel no dijo nada.
—¿Qué sabes de Paul?
—Que habla francés con fluidez, con acento, que modifica su apariencia en
función de sus necesidades, y que al parecer le gusta el cine.
—¿De qué estás hablando?
Gabriel le explicó que Marcel Lacroix había visto a Paul en el festival de cine de
Cannes (aunque se saltó la parte de la cinta aislante, y no le dijo ni que había estado a
punto de ahogarlo ni que Christopher Keller, un renegado del SAS al que el gobierno
británico daba por muerto, le había pegado un tiro en la frente).
—Paul parece todo un profesional.
—Lo es —coincidió Gabriel.
—¿Se hizo amiguito de Madeline antes de secuestrarla? ¿Es esa tu teoría?
—Es evidente que, en el momento de su desaparición, los dos se conocían —dijo
Gabriel—. Que fueran amigos, amantes o alguna otra cosa es motivo de cierto debate.
Supongo que la única manera de saberlo con certeza es preguntárselo a Madeline.
—¿Desde cuándo vigilas la casa?
—Desde hace menos de veinticuatro horas.
—¿Y cuánto te llevará establecer si está en ella o no?
—Tal vez no lleguemos a estar seguros del todo, Graham.
—¿Cuánto?
—Otras veinticuatro horas.
—Eso nos dejaría solo un día antes de que venza el ultimátum.
—Por eso mismo no tienes más remedio que aceptar mi información y
comunicársela a los franceses.
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Doblaron la esquina y siguieron por una calle tranquila.
—¿Y qué les digo a los franceses cuando me pregunten de dónde he sacado yo la
información? —preguntó Seymour.
—Diles que te lo ha contado un pajarito. Invéntate un cuento convincente sobre la
fuente, o diles que habéis interceptado una comunicación. Créeme, Graham, no
insistirán mucho sobre la fuente.
—¿Y si consiguen rescatarla? ¿Qué ocurrirá entonces? —Seymour se respondió
rápidamente a sí mismo—. Descubrirán, sin duda, que tenía una aventura con el
primer ministro británico. Y entonces, como son franceses, se lo pasarán por la cara a
Lancaster a bombo y platillo.
—Tal vez no.
—Lancaster nunca correría ese riesgo.
—Tú me pediste que la encontrara —dijo Gabriel—, y creo que la he encontrado.
—Y ahora te pido que la saques de ahí.
—Si entro en esa casa, morirá gente.
—Los franceses darán por hecho que ha sido una banda de criminales marselleses
matando a otra banda. Por ahí abajo pasa siempre. —Seymour hizo una pausa antes
de añadir—: Sobre todo cuando tú estás cerca.
Gabriel pasó por alto el comentario.
—¿Y si consigo sacarla de ahí? ¿Qué se supone que debo hacer con ella?
—Llevarla a Inglaterra y dejarnos a nosotros hacer el resto.
—Tendrás que inventarte algo.
—La gente aparece y desaparece constantemente.
—¿Y si el vídeo llega a hacerse público?
—Si no hay chica desaparecida, no hay escándalo.
—Necesitará un pasaporte.
—Me temo que no puedo ayudarte en eso.
—¿Por qué no?
—Porque no puedo generar un pasaporte falso con su foto sin que suenen todas
las alarmas. Además —añadió Seymour—, tú y tu servicio sois bastante buenos
fabricando pasaportes falsos.
—No nos queda otro remedio.
Siguieron paseando en silencio un rato más por la calle tranquila. A Gabriel ya se
le habían terminado las objeciones y las preguntas. Lo único que le quedaba era decir
que no, algo que no estaba preparado para hacer.
—Tal vez la chica no esté en condiciones de viajar —dijo Gabriel al fin—. De
hecho, es posible que pase bastante tiempo hasta que esté en condiciones de hacer
gran cosa.
—¿Qué insinúas?
—Si en realidad la tienen metida en esa casa —respondió Gabriel—, y si
conseguimos sacarla de allí, tendremos que llevarla a alguno de nuestros pisos
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francos y adecentarla. Llevaré basta allí a un equipo, un médico, algunas chicas
buenas que la hagan sentirse a gusto.
—¿Y cuando esté lista para viajar?
—La someteremos a un cambio de aspecto, le tomaremos una foto y la
pegaremos a un pasaporte israelí. Después cruzaremos con ella el Canal de la
Mancha, y a partir de ahí será vuestro problema.
Habían llegado al final de la calle, que los había devuelto a un lateral de Notre-
Dame. Seymour se colocó bien la bufanda y fingió admirar las filigranas de piedra.
—No me has dicho dónde está la casa —dijo en tono de indiferencia.
—Pronto lo sabrás.
—¿Y Marcel Lacroix?
—Está muerto —dijo Gabriel.
Seymour se volvió y extendió la mano.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Irte andando a la Gare du Nord y montarte en el primer tren a Londres.
—Hay más de un kilómetro.
—El ejercicio te sentará bien. No te ofendas, Graham, pero tienes un aspecto
horrible.
Resultó que Seymour no recordaba cómo se iba a la Gare du Nord. Era un hombre del
MI5, es decir, que acudía a París solo para asistir a conferencias, o de vacaciones, o
cuando intentaba encontrar a la amante secuestrada de su primer ministro. Gabriel le
susurró al oído la manera de llegar, y lo siguió hasta la entrada de la estación, donde
se esfumó entre un mar de mendigos, camellos y taxistas africanos.
De nuevo solo, Gabriel se montó en el metro hasta la plaza de la Concordia y,
desde allí, se acercó a pie hasta la embajada de Israel, situada en el número 3 de la
calle Rabelais. Tras saludar al jefe de la legación, se puso en contacto con el
despacho de operaciones del bulevar Rey Saúl para solicitar un piso franco en Francia
y un comité de recepción para un rehén. Cinco minutos después devolvieron la
llamada para informar de que un equipo de tres miembros estaría operativo en menos
de veinticuatro horas.
—¿Y el piso?
—Poseemos una propiedad en Normandía, cerca de la terminal de ferris de
Cherburgo.
—¿Cómo es?
—Cuatro dormitorios, cocina-office, bonitas vistas al canal y servicio de limpieza
opcional.
Gabriel colgó y recogió las llaves del piso, que el jefe de la legación guardaba en
la caja fuerte. Eran casi las cuatro y media, y el tren de Aviñón salía a las cinco.
Llegó cuando ya había oscurecido, y regresó a su hotel de Apt. Aquella noche no
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llovió, pero un viento fuerte recorría las calles del centro histórico. Gabriel
permanecía despierto en la cama, solidarizándose con Keller. A la mañana siguiente,
durante el desayuno, tuvo que tomar más café que otros días.
—¿No ha dormido bien, Monsieur? —le preguntó el camarero entrado en años.
—El mistral —respondió Gabriel.
—Terrible.
En el cartel fijado sobre la puerta del establecimiento se leía L’IMMOBILIÈRE DU
LUBERON. Adoptando la actitud escéptica de Herr Johannes Klemp, Gabriel pasó un
momento inspeccionando las fotografías de las propiedades expuestas en el
escaparate antes de entrar. Una mujer de unos treinta y cinco años lo saludó. Llevaba
una falda marrón y una blusa blanca que se le pegaba a la piel creando un efecto
húmedo. No parecía resultarle atractivo el intento de Herr Klemp de charlar con ella
de cosas intrascendentes. A pocas mujeres se lo resultaba.
Le comentó que había caído bajo el hechizo del Luberon y que deseaba volver
para instalarse durante un periodo más largo. No quería ir a un hotel, dijo. Para
conocer el «auténtico Luberon», deseaba alquilar una villa. Pero no una villa
cualquiera: tenía que ser algo auténtico, en una zona que los turistas apenas
frecuentaran. Herr Klemp no era turista: era viajero. «Existe una diferencia
importante», insistía él, aunque, si la había, aquella mujer no era capaz de captarla.
Había algo en la manera de actuar de Herr Klemp que le anunció que la
transacción iba a ser larga. Por desgracia, había tratado con otros como él. Querría
ver todas las propiedades pero, al final, ninguna le satisfaría del todo. Aun así, ese era
el único empleo que había encontrado en ese lugar que tanto encantaba a Herr Klemp
y a los que eran como él, por lo que le ofreció un café de la máquina automática y
abrió varios folletos con todo el entusiasmo fingido del que pudo hacer acopio.
Había una casa encantadora al norte de Apt, pero él la encontró demasiado
corriente. También se alquilaba una villa recién reformada en Ménerbes, pero el
jardín era demasiado pequeño, y los muebles, demasiado modernos. Después estaba
la gran mansión cercana a Lacoste, con su pista de tenis de tierra batida y su gran
piscina, pero sus dimensiones ofendían el sentido de la mesura de Herr Klemp, así
como su conciencia socialdemócrata. Y así siguió, casa por casa, municipio por
municipio, localización por localización, hasta que ya solo le quedaba una propiedad
al sur de Apt, en un pequeño valle agrícola lleno de viñedos y lavanda.
—Suena muy bien —dijo Herr Klemp, esperanzado.
—Está algo aislada.
—El aislamiento me gusta.
Para entonces, la comercial de la inmobiliaria opinaba exactamente lo mismo. De
hecho, de haber podido, habría encerrado a Herr Klemp en la finca más aislada de
Francia y habría tirado la llave al mar. Pero lo que hizo fue abrir el folleto y mostrarle
una por una todas las estancias de la casa. Por algún motivo, él se mostró interesado,
sobre todo, en el vestíbulo, a pesar de que no tenía nada de especial. Una pesada
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puerta de madera con tachonados de hierro. Una pequeña mesa decorativa. Dos
tramos de escaleras de piedra caliza, uno que subía a la primera planta, y otro que
descendía a un sótano.
—¿Y hay algún otro acceso al sótano además de esta escalera?
—No —repitió la mujer—. Si tiene invitados que usen el dormitorio de abajo,
tendrán que acceder a él por esta escalera.
—¿Y hay fotos del nivel inferior?
—Me temo que no hay mucho que ver. Cuenta solo con un dormitorio de
invitados y una sala de máquinas.
—¿Eso es todo?
—También hay un cuarto de almacenaje, pero los inquilinos no pueden usarlo. El
propietario tiene puesto un candado.
—¿La casa dispone de algún edificio anexo?
—Lo había —dijo ella—, pero durante las últimas obras de renovación lo
eliminaron.
Él sonrió, cerró el folleto y lo empujó un poco hacia la agente.
—Creo que, finalmente, he dado con el sitio —dijo.
—¿Cuándo estaría interesado en alquilarlo?
—La próxima primavera. Pero, si es posible —añadió—, me encantaría echarle
un vistazo ahora mismo.
—Me temo que está ocupado.
—¿De veras? ¿Hasta cuándo?
—Los inquilinos tienen previsto quedarse tres días más.
—Me temo que ya no estaré en Provenza para entonces.
—Qué lástima —dijo la mujer.
Gabriel se pasó el resto de la tarde haciendo como que recorría la zona del
Luberon en su moto, y al ponerse el sol se encontraba en un rincón discreto, en el
límite del valle de las tres casas. Keller debía salir de su escondrijo a las seis y media
en punto, pero cuando pasaban diez minutos de la hora todavía no había dado señales
de vida. En ese momento Gabriel captó una presencia a su espalda. Al volverse, vio
que el inglés estaba agazapado detrás, a oscuras, inmóvil como una estatua.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó Gabriel.
—Diez minutos —respondió Keller.
Gabriel puso en marcha el motor. Y se alejaron.
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Apt, Francia
K eller le comentó al recepcionista que había estado unos días realizando una
travesía por las montañas, y que por eso tenía manchas de barro en las
mejillas, la mochila sucia sobre el hombro, y ese olor a campo que le impregnaba la
ropa. Una vez en su habitación, se afeitó bien, se metió en una bañera de agua muy
caliente y se fumó su primer cigarrillo en dos días. Después se dirigió al comedor,
donde cenó abundantemente y pidió la botella del burdeos más caro de la bodega,
cortesía de Marcel Lacroix. Aplacada el hambre, recorrió las callejuelas de la ciudad
camino de la basílica. La nave estaba en penumbra, y desierta, salvo por Gabriel que,
una vez más, ocupaba el banco contiguo a las velas votivas.
—Pero… ¿Estás seguro? —le preguntó apenas Keller se sentó a su lado.
—Sí —respondió Keller, asintiendo despacio.
Estaba seguro.
—¿Has llegado a verla?
—No.
—¿Entonces cómo sabes que está ahí?
—Porque sé reconocer una operación criminal cuando la tengo delante —dijo
Keller sin dudar—. O tienen un laboratorio de fabricación de metanfetaminas, o están
montando una bomba sucia, o se dedican a vigilar a una chica inglesa secuestrada. Y
apuesto a que es la chica.
—¿Cuánta gente hay en la casa?
—Brossard, la mujer y otros dos jóvenes marselleses. Los chicos permanecen
dentro durante todo el día, pero de noche salen a fumar y a respirar un poco de aire.
—¿Han recibido alguna visita?
Keller negó con la cabeza.
—La mujer ha salido de la casa cada día para hacer alguna compra y saludar a los
vecinos, pero no ha habido más actividad.
—¿Durante cuánto tiempo se ha ausentado?
—El primer día, una hora y veintiocho minutos, y dos horas y doce minutos el
segundo.
—Admiro tu precisión.
—No tenía gran cosa que hacer.
Gabriel le preguntó cómo pasaba el día Brossard.
—Hace como que está de vacaciones —le respondió Keller—. Pero también se
pasea por la finca fijándose en las cosas. En un par de ocasiones ha estado a punto de
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tropezarse conmigo.
—¿Y cuál es la rutina por la noche?
—Siempre hay alguien despierto. Ven la tele en el salón, o salen al jardín.
—¿Cómo sabes que ven la tele?
—Porque he visto su resplandor intermitente entre las persianas. Por cierto, las
persianas no las abren nunca. Nunca.
—¿Y hay alguna otra luz encendida de noche?
—Dentro no —respondió Keller—. Pero el exterior está más iluminado que un
árbol de Navidad.
Gabriel frunció el ceño. Keller reprimió un bostezo y le preguntó por París.
—Bastante frío.
—¿Qué? ¿París o la reunión?
—Las dos cosas —replicó Gabriel—. Sobre todo cuando he sugerido que fueran
los franceses quienes se ocuparan de llevar a cabo el rescate.
—¿Y por qué diablos habrían de hacerlo ellos?
—Esa, exactamente, ha sido la reacción de Graham.
—¡Qué sorpresa se habrá llevado!
—Pareces conocer bien las reacciones de Downing Street.
Keller pasó por alto el comentario. Gabriel contempló las velas parpadeantes un
poco más, antes de resumirle el resto de su encuentro con Graham Seymour: el piso
franco de la Oficina en Cherburgo, el comité de recepción, el discreto regreso a
Inglaterra con pasaporte falso de la Oficina. Pero todo dependía de una cosa: debían
sacar a Madeline de aquella casa cuanto antes, y discretamente. Sin tiroteos. Sin
persecuciones de coches.
—Los tiroteos son para los vaqueros del Oeste —dijo Keller—. Y las
persecuciones solo se dan en las películas.
—¿Cómo vamos a pasar sin que nos vean los guardias, si hay tantas luces
encendidas?
—Es que no vamos a hacerlo.
—Explícate.
Keller lo hizo.
—¿Y si Brossard o alguno de los hombres baja?
—Entonces es posible que sufran daños.
—Permanentes —añadió Gabriel. Miró a Keller muy serio unos instantes—.
¿Sabes qué va a ocurrir cuando la policía encuentre esos cadáveres? Empezarán a
preguntar por el pueblo. Y no tardarán mucho en tener listo el retrato robot de un
exagente del SAS que, en teoría, había muerto en Irak. Con fotografías de las cámaras
de seguridad del hotel incluidas.
—Para eso está la macchia.
—¿Cómo?
—Me esconderé en Córcega y esperaré a que pase la tormenta.
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—Es posible que pase mucho tiempo hasta que puedas volver a tu vida de antes
—le advirtió Gabriel—. Mucho.
—Es un sacrificio que estoy dispuesto a hacer.
—¿Por la Reina y el país?
—Por la chica.
Gabriel miró a Keller en silencio un momento.
—O sea, que tienes un problema con los hombres que hacen daño a chicas
inocentes.
Keller asintió, moviendo despacio la cabeza.
—¿Quieres contarme algo?
—Tal vez te resulte difícil de creer —dijo Keller—, pero la verdad es que no
estoy de humor para transitar por el camino de la memoria contigo.
Gabriel sonrió.
—Finalmente va a resultar que no eres un caso perdido, Keller.
—No del todo —replicó el inglés.
Gabriel oyó pasos en la iglesia y, al volverse, vio a la mujer de la gabardina, que
avanzaba despacio por la nave. Una vez más, se detuvo ante el altar y se santiguó a
conciencia, desde la frente hasta el pecho, desde el hombro izquierdo al derecho.
—Solo tenemos hasta mañana —dijo Gabriel—. Lo que significa que debemos
irnos esta noche.
—Cuanto antes, mejor.
—Necesitamos a más gente para hacer las cosas bien —susurró Gabriel muy
serio.
—Sí, lo sé.
—Podrían fallar cien cosas.
—Sí, lo sé.
—Es posible que la chica no esté en condiciones de salir por su propio pie.
—En ese caso, la llevaremos nosotros —replicó Keller—. No será la primera vez
que he alejado a alguien del campo de batalla.
Gabriel miró a la mujer de la gabardina beis, que mantenía la vista fija en el
vacío, y que después la clavó en las velas votivas.
—¿Quién crees que es él?
—¿Quién?
—Paul.
—No lo sé —dijo Keller, poniéndose en pie—. Pero, si llego a encontrarlo, es
hombre muerto.
Al salir de la iglesia, Gabriel regresó al hotel e informó en recepción de su
partida. Nada grave, les aseguró: una pequeña crisis doméstica que solo él, el sin par
Herr Johannes Klemp, de Múnich, podía resolver. El gerente sonrió, expresando sin
palabras que lo lamentaba, aunque en realidad se alegraba de perderlo de vista. Las
empleadas del servicio de habitaciones lo habían nombrado por unanimidad el cliente
El Luberon, Francia
C uando Gabriel penetró en el límite exterior de la luz vio que Keller avanzaba
velozmente por el jardín. El inglés alcanzó enseguida el ventanal abierto y se
situó del lado izquierdo. Gabriel lo hizo en el derecho y miró brevemente al hombre
que, segundos antes, había salido al jardín a respirar aire puro. No hacía falta
agacharse a comprobar si tenía pulso: la bala del 45 que había salido del arma de
Keller le había atravesado el cráneo limpiamente, y había salido de él destrozándolo
todo. El hombre no llegó a saber nunca qué le había ocurrido, y es muy probable que
muriera antes de caer al suelo. Era una manera bastante decente de irse de este
mundo, pensó Gabriel. Para un delincuente. Para un soldado. Para cualquiera.
Gabriel miró a Keller. Sus posturas eran idénticas: un hombro orientado hacia el
exterior de la casa, el arma sujeta con las dos manos, el cañón apuntando al suelo.
Tras unos segundos, Keller asintió secamente. Entonces, levantando la HK a la altura
de los ojos, se volvió para encararse del todo hacia el interior. Gabriel lo siguió y
cubrió el lado derecho del salón mientras Keller hacía lo propio en el izquierdo. No
había otro movimiento, otro sonido que el del televisor, donde James Stewart
rescataba a Kim Novak de las aguas de la Bahía de San Francisco. El salón olía a
comida pasada, a tabaco rancio y a vino derramado. Por todas partes se amontonaban
cajas de comidas preparadas. Un mes en Provenza, pensó Gabriel, pero al estilo del
hampa marsellesa.
Keller dio un paso al frente, iluminado por el parpadeo del televisor, con la HK
extendida, apuntando a un lado y a otro en un arco de noventa grados. Gabriel le
seguía agazapado, medio paso más atrás, apuntando con su arma en la dirección
opuesta, aunque realizando también un barrido que describía la misma parábola.
Llegaron a un arco que separaba el salón del comedor. Gabriel se asomó, apuntando
con el arma en todas direcciones, y retrocedió hasta regresar junto a Gabriel. Al llegar
a la cocina repitió la operación. Los dos espacios estaban desocupados, aunque llenos
de platos y cubiertos sucios. Aquel desorden indignó profundamente a Gabriel: por
norma, los captores que vivían como cerdos no trataban bien a sus rehenes.
Finalmente, llegaron al vestíbulo. Era el único espacio de la casa que aún se
parecía algo a las fotos que Gabriel había visto en la oficina de L’Immobilière du
Luberon: el pesado portón de madera tachonada; la pequeña mesa decorativa; los dos
tramos de peldaños de piedra caliza, uno que ascendía hasta la primera planta y otro
que descendía hasta el sótano. Ambos estaban sumidos en la oscuridad más absoluta.
Keller se situó en un punto intermedio entre los dos, mientras Gabriel sacaba del
Marsella-Londres
E l siguiente vuelo a Heathrow era a las cinco de la tarde. Gabriel se compró una
muda de ropa en unos grandes almacenes, cerca del Puerto Viejo, y se fue a un
triste hotel de tránsito situado junto a la estación de tren para ducharse y vestirse.
Metió su ropa usada en un contenedor de basura lleno a rebosar que había detrás del
hotel, dejó la moto en un sitio del que, estaba seguro, habría desaparecido antes de
que cayera la noche, se montó en un taxi y se fue al aeropuerto. La terminal principal
parecía abandonada ante el avance inminente de un ejército enemigo. Gabriel buscó
en los principales portales de noticias franceses por internet para asegurarse de que la
policía francesa no hubiera encontrado los cadáveres en aquel tranquilo valle del
Luberon. A continuación adquirió un billete de primera clase a Londres usando el
nombre de Johannes Klemp. Durante el vuelo rechazó cualquier servicio e ignoró los
reiterados intentos del pasajero que se sentaba a su lado —un banquero suizo calvo—
de trabar conversación con él, prefiriendo pasar el rato mirando por la ventanilla. No
había gran cosa que ver aquella tarde; un espeso manto de nubes cubría por completo
el norte de Europa. Solo cuando el avión se encontraba a unos pocos miles de pies de
altitud, la luz amarillenta de las farolas del oeste de Londres consiguió rasgar las
tinieblas. A Gabriel le parecían un mar de velas votivas. Cerró los ojos y, en su
mente, vio a una mujer con gabardina de pie ante el altar de una iglesia oscura,
antigua, santiguándose despacio, como si todos aquellos movimientos le resultaran
ajenos y forzados.
Al bajar del avión, Gabriel se sumó a la cola de pasajeros que se disponían a
someterse al control de pasaportes. El agente de aduanas, un sij barbudo que llevaba
un turbante azul ultramar, examinó el suyo con el escepticismo que merecía, y
después, tras sellárselo con un golpe seco, le dio la bienvenida a Gran Bretaña.
Gabriel se lo guardó de nuevo en el bolsillo del abrigo y se dirigió al vestíbulo de
llegadas, donde un agente del MI5 llamado Nigel Whitcombe lo esperaba solo, entre
la multitud, sosteniendo un cartel mustio de papel en el que se leía MR. BAKER.
Whitcombe era uno de los acólitos de Graham Seymour, encargado, sobre todo, de
las misiones extraoficiales. Tendría unos treinta y cinco años, aunque parecía un
adolescente metido a la fuerza en la edad adulta. Sus mejillas, coloradas y lampiñas,
se combinaban con la sonrisa fugaz que le dedicó al estrecharle la mano, inocente
como un cura de pueblo. Su aspecto benévolo se había revelado todo un punto a su
favor en el MI 5, pues ocultaba una mente tan astuta y retorcida como la de cualquier
terrorista o delincuente profesional.
10 de Downing Street
T ras toda una vida dedicada al servicio secreto, Gabriel había perdido la cuenta
de las veces en que había entrado en una habitación inmersa en una situación de
crisis. Las características del lugar, su ubicación, parecían no importar: siempre era
igual. Un hombre caminando de un lado a otro, otro mirando por la ventana, como
aturdido, y un tercero haciendo esfuerzos desesperados por aparentar calma, por
fingir control de la situación, por más que todo esté descontrolado. En ese caso, la
habitación era la Sala Blanca del número 10 de Downing Street. El hombre que
caminaba de un lado a otro era Simon Hewitt; el que miraba por la ventana, Jeremy
Fallon; y el que intentaba aparentar calma, el primer ministro, Jonathan Lancaster.
Estaba sentado en uno de los sofás enfrentados, frente a la chimenea. Sobre la mesa
baja, rectangular, que tenía delante, reposaba un teléfono móvil, el que habían dejado
en Hyde Park la noche anterior. Lancaster lo miraba como si fuera ese aparato, y no
Madeline Hart, la causa de la situación en la que se encontraba.
Se levantó y se acercó a Gabriel y a Seymour con la cautela del hombre que cruza
la cubierta de un velero en medio de una tempestad. Las cámaras de televisión no
hacían justicia a aquel hombre: era más alto de lo que Gabriel había imaginado y, a
pesar de la tensión del momento, más atractivo.
—Soy Jonathan Lancaster —dijo, de manera algo absurda, al tiempo que le
estrechaba la mano a Gabriel con la suya, grande, decidida—. Ya era hora de que nos
conociéramos, aunque habría preferido que las circunstancias fueran otras.
—Yo también, primer ministro.
Gabriel pretendía que su comentario expresara empatía, pero el ceño fruncido de
Lancaster le hizo saber que este se lo había tomado como un reproche a su conducta.
Le soltó la mano al momento y, con un gesto, les señaló a los otros dos hombres que
ocupaban la sala.
—Entiendo que conocen a estos caballeros —dijo, tras reponerse un poco—. El
que se dedica a desgastar mi alfombra es Simon, mi portavoz. Y ese otro de ahí es
Jeremy Fallon. Jeremy es mi cerebro, si hay que creer lo que dicen los periódicos.
Simon Hewitt dejo de caminar un instante y los saludó, asintiendo vagamente en
dirección a Gabriel. Sin americana, arremangado, con la corbata aflojada, parecía un
periodista al que estuvieran a punto de cerrar la edición de su periódico y que todavía
no hubiera redactado dos líneas de su artículo. Por su parte, Jeremy Fallon, que no se
había movido de la ventana, estaba vestido con todas sus prendas, y abotonado hasta
el cuello. De él se había escrito que se consideraba a sí mismo primer ministro hasta
Londres
10 de Downing Street
Dover, Inglaterra
Grand-Fort-Philippe, Francia
Norte de Francia
D urante nueve días Gabriel había hecho esfuerzos por pintar aquel rostro con
claridad en su mente. Hasta entonces ella era un boceto al carboncillo, un
nombre en un archivo impresionante, un favor que le hacía a un viejo amigo. Pero
ahora, por fin, la tenía sentada frente a él, la cautiva por la que había torturado y
matado, como si posara para un retrato. Llevaba un chándal azul marino y unas
zapatillas de lona sin cordones. Estaba más delgada que en el vídeo —más flaca aún
que en la última foto que los secuestradores habían enviado como prueba de que
estaba viva—, y el pelo le había crecido al menos un dedo desde su desaparición. Lo
llevaba retirado de la cara, y descendía, lacio, por su espalda. Había una franja oscura
en sus pómulos, y unas manchas oscuras, como moratones, bajo sus ojos de un azul
grisáceo. Tenía las manos juntas en el regazo. Las muñecas eran solo hueso y tendón,
y las uñas apenas existían ya, de tan mordidas. Aun así, lograba transmitir un aire de
dignidad, de autoridad. Era evidente por qué Jeremy Fallon la consideraba destinada
a ocupar un escaño en el parlamento, y por qué Jonathan Lancaster lo había
arriesgado todo por ella. Gabriel cayó en la cuenta en ese instante de que también él
lo había hecho.
—Estoy aquí para liberarte, Madeline —dijo, respondiendo finalmente a la
pregunta que ella le había formulado—. Esto forma parte del final del juego.
—¿Quería ver si todavía estaba viva?
Él vaciló un momento antes de asentir.
—Pues bien, estoy viva —dijo ella—. O al menos eso creo. A veces no estoy tan
segura. No sé qué hora es, ni qué día de la semana, ni del mes. Ni siquiera sé dónde
estoy.
—Creo que estás en Francia —dijo Gabriel—. En algún punto del norte.
—¿Cree?
—Me han traído hasta aquí en el maletero de un coche.
—Yo me he pasado bastante tiempo en el maletero de un coche —comentó ella,
comprensiva—. Y creo recordar un trayecto en barco horas después de que me
secuestraran, pero no estoy segura. Me inyectaron algo. Después, todo fue borroso.
Gabriel suponía que su conversación estaba siendo monitorizada. Por tanto, no le
contó a Madeline que la habían sacado de Córcega en una embarcación llamado
Moondance, pilotada por un contrabandista llamada Marcel Lacroix y acompañado
por el hombre con el que ella había almorzado un día antes en Les Palmiers. Gabriel
habría querido formularle muchas preguntas sobre aquel hombre al que solo conocía
Grand-Fort-Philippe, Francia
Pas-de-Calais, Francia
EL ESPÍA
Audresselles, Pas-de-Calais
Tiberíades, Israel
A quella tarde era sabbat. Shamron los invitó a cenar en su casa de Tiberíades. En
realidad, no se trataba de una invitación, pues estas podían declinarse
amablemente. Era, más bien, una orden cincelada en piedra, inviolable. Gabriel se
pasó la mañana organizándolo todo para que le enviaran el cuadro a Julian
Isherwood. Después se fue en coche a la otra punta de Jerusalén a recoger a Chiara al
Museo de Israel. Mientras descendían por Bab al-Wad, el congosto con pendientes de
vértigo que unía Jerusalén con la llanura costera, los militantes palestinos de la Franja
de Gaza lanzaron un ataque con proyectiles que llegaron hasta Ashdod. Solo hubo
algunos heridos leves, pero se formó un gran atasco en aquel cuello de botella del
país, pues eran miles las personas que regresaban a sus casas para celebrar el sabbat.
Aquellas cosas solo pasaban en Israel, pensó Gabriel mientras, durante una hora, le
tocaba esperar a que el embotellamiento mejorara. Qué alegría estar de nuevo en
casa.
Tras llegar finalmente a las llanuras costeras, se dirigieron hacia el norte, hacia
Galilea, y después hacia el este, pasando por una sucesión de poblaciones árabes
hasta Tiberíades. La casa de veraneo de Shamron, de fachada amarilla, se encontraba
a algunos kilómetros de la ciudad, sobre un risco que daba al lago. Para llegar a ella
había que subir por una cuesta empinada. Cuando Gabriel y Chiara entraron fue Gilah
la que salió a recibirlos. Shamron estaba de pie frente al televisor, con un teléfono
pegado al oído. Se había levantado aquellas feas gafas suyas metálicas, que apoyaba
en su frente, y se frotaba el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Gabriel pensó
que si alguna vez le erigían una estatua, tendrían que reproducir ese gesto.
—¿Con quién está hablando? —le preguntó Gabriel a Gilah.
—¿Con quién crees tú?
—¿Con el primer ministro?
Gilah asintió.
—Ari cree que debemos actuar en represalia. El primer ministro no está tan
seguro.
Gabriel le entregó a Gilah la botella de vino que habían llevado, un tinto tipo
burdeos que se elaboraba en los montes de Judea, y le dio un beso en la mejilla, suave
como el terciopelo, y que olía a lilas.
—Dile que cuelgue, Gabriel. A ti te hará caso.
—Antes prefiero recibir el impacto directo de uno de esos proyectiles palestinos.
Gilah sonrió y los condujo a la cocina. Sobre las encimeras se alineaban bandejas
Córcega
Gabriel se metió la nota en el bolsillo del abrigo y siguió allí sentado unos
minutos más, sin saber bien qué hacer. Finalmente, dejó unas monedas sobre la mesa
y atravesó la plaza.
Cuando llamó a la puerta con los nudillos, una voz aflautada lo invitó a entrar. La
anciana estaba sentada en una mecedora, con aspecto soñoliento, y tenía la cabeza
ladeada, como si todavía estuviera agotada tras haber absorbido el mal que infectaba
a las visitantes que lo habían precedido. A pesar de las protestas de Gabriel, ella
insistió en ponerse en pie para saludarlo. En esa ocasión no había hostilidad en su
gesto, solo preocupación. Sin decir nada, le acarició la mejilla y lo miró fijamente a
los ojos.
—Tiene los ojos muy verdes. Los ha sacado de su madre, ¿verdad?
—Sí —respondió Gabriel.
—Ella sufrió durante la guerra, ¿no es cierto?
—¿Se lo ha contado Keller?
—No he hablado de su madre con Christopher.
—Sí —admitió Gabriel tras una pausa—. A mi madre le ocurrieron cosas
espantosas durante la guerra.
—¿En Polonia?
—Sí, en Polonia.
La signadora le cogió una mano y se la puso entre las suyas.
—Está caliente. ¿Tiene fiebre?
—No —respondió Gabriel.
Ella cerró los ojos.
—¿Su madre era pintora como usted?
—Sí.
—¿Estuvo en los campos? ¿En ese que tenía nombre de árboles?[4]
—Sí, en ese.
—Veo un camino. Nieve. Una fila larga de mujeres vestidas de gris, un hombre
con un arma.
Gabriel retiró la mano enseguida. La anciana, sobresaltada, abrió los ojos.
—Lo siento, no era mi intención disgustarle.
—¿Por qué quería verme?
—Sé por qué ha vuelto.
—¿Y?
—Quiero ayudarle.
—¿Por qué?
Córcega-Londres
Londres
E ra una buena periodista y, como tal, proporcionaba a sus lectores (y en este caso
a Gabriel) la información de fondo necesaria para situar el relato en su
contexto. Gabriel, que había residido en el Reino Unido, ya sabía gran parte de lo que
le contaba. Sabía, por ejemplo, que Jeremy Fallon había estudiado en el University
College de Londres y que había trabajado como redactor publicitario antes de
integrarse al departamento de política de la sede del partido. Lo que Fallon había
descubierto era que la organización de campaña estaba anticuada y que se dedicaba a
vender un producto que nadie —y mucho menos los votantes británicos— deseaba
comprar. Su prioridad había sido, pues, modificar la manera de asumir el proceso
electoral. A Fallon no le importaba a qué partido daba su apoyo el votante; a él le
interesaba saber dónde hacía la compra ese votante, qué programas de televisión veía
ese votante, qué esperanzas para sus hijos tenía ese votante. Y, sobre todo, lo que a
Fallon le interesaba saber era qué esperaba ese votante de su gobierno.
Discretamente, lejos de los focos, Fallon había empezado a reformular las políticas
básicas del partido para que atendieran las necesidades del electorado británico
moderno. Después partió en busca del mejor vendedor, el más capaz de colocar su
producto en el mercado. Y lo encontró en la figura de Jonathan Lancaster. Con la
ayuda de Fallon, Lancaster retó con éxito al líder del partido. Y seis meses después
llegaba a Downing Street.
—La recompensa de Jeremy fue conseguir su trabajo soñado —explicó Samantha
Cooke—. Jonathan lo nombró jefe de gabinete, y delegó en él más poder del que
nunca en la historia del país había tenido ninguna otra persona con su mismo cargo.
Jeremy es la puerta de acceso a Lancaster, y el que ejecuta sus ideas; un viceprimer
ministro en todo menos en el cargo. Lancaster me comentó en una ocasión que ese
era el mayor error que había cometido en su vida.
—¿Se lo dijo para que constara?
—No, me lo dijo off the record —puntualizó ella—. Totalmente off the record.
—Si Lancaster sabía que era un error, ¿por qué lo hizo?
—Porque, sin la presencia de Jeremy, el partido todavía seguiría vagando por el
proverbial desierto político. Y Jonathan Lancaster seguiría siendo un diputado de a
pie de la oposición intentando labrarse un nombre una vez a la semana durante la
sesión de preguntas. Además —añadió—, Jeremy le es totalmente leal a Lancaster.
Estoy casi segura de que estaría dispuesto a matar por él, y que se ofrecería
voluntario para limpiar la sangre.
Basildon, Essex
S e había creado tras la Segunda Guerra Mundial como parte de un plan a gran
escala destinado a reducir la masificación en los barrios populares, los más
castigados por los bombardeos de Londres. El resultado había sido lo que los
planificadores de la capital llamaban «Ciudad Nueva», un lugar sin historia, sin alma,
sin más propósito que dar cobijo a los miembros de la clase obrera. Su centro
comercial, la plaza central de Basildon, era una obra maestra de la arquitectura
neosoviética. También lo era el edificio alto de viviendas de protección oficial que se
alzaba, amenazador, a uno de sus lados, como un pedazo gigantesco de pan muy
tostado.
Una milla y media al este de allí se encontraba una zona deteriorada de bloques
de pisos y casas adosadas conocida como los Lichfields. Las calles, sin excepción,
tenían nombres bonitos —Avon Way, Norwich Walk, Southwark Path—, pero las
aceras estaban cuarteadas, y en los patios proliferaban las malas hierbas. Algunas de
las casas contaban con unos pequeños jardines delanteros, pero la diminuta unidad
que quedaba al fondo de Blackwater Way disponía solo de una porción de cemento
levantado en el que casi siempre aparcaba algún coche destartalado. Su fachada era
de guijarros en la primera planta y de ladrillo oscuro en la segunda. Había tres
ventanas pequeñas, todas cubiertas por cortinas, y a oscuras. No había ni una luz
encendida sobre la puerta pequeña de la entrada, que no daba precisamente la
bienvenida.
—¿Trabaja alguno? —preguntó Keller cuando, con el coche, pasaban frente a la
casa por segunda vez.
—La madre trabaja unas horas a la semana en la farmacia Boots de la plaza —
respondió Gabriel—. Y el hermano se dedica a beber.
—¿Seguro que ninguno de los dos está ahí dentro?
—¿A ti te parece que hay gente?
—A lo mejor les gusta la oscuridad.
—O a lo mejor son vampiros.
Gabriel llevó el coche hasta una zona de aparcamiento que quedaba cerca de la
esquina y apagó el motor. Un poco más allá de la ventanilla de Keller había un cartel
que advertía que la zona se encontraba sometida a videovigilancia las veinticuatro
horas del día.
—Todo esto me da mala espina.
—Pero si hace nada has matado a un hombre por dinero.
Basildon, Essex
Un juego complicado había estado jugándose toda la tarde colina arriba, colina abajo. De qué juego se
trataba y de qué modo se habían alineado los jugadores eran cosas que a Lucy le estaba costando
descubrir…
Gabriel cerró el libro y se fijó en que el camión se alejaba por la calle mojada,
Chelsea, Londres
A Viktor Orlov siempre se le habían dado bien los números. Nacido en Moscú
durante los días más aciagos de la Guerra Fría, había estudiado en el
prestigioso Instituto de Precisión Mecánica y Óptica de Leningrado, y había ejercido
de físico en el programa de armamento nuclear soviético. A instancias de sus
superiores, se había afiliado al Partido Comunista, aunque, muchos años después,
durante una entrevista concedida a un periódico británico, afirmaría que nunca había
sido un verdadero convencido. «Me afilié al partido —declaró sin atisbo de
remordimiento— porque para mí era la única manera de avanzar profesionalmente.
Supongo que podría haber sido disidente, pero el gulag nunca me pareció un sitio
irresistiblemente atractivo».
Cuando la Unión Soviética, finalmente, se desintegró, Orlov no derramó ni una
lágrima. De hecho, se emborrachó con vodka soviético barato y se puso a recorrer las
calles de Moscú corriendo y gritando: «El rey ha muerto». A la mañana siguiente, con
una resaca impresionante, renunció a seguir siendo socio del Partido Comunista,
dimitió de su puesto en el programa nuclear soviético y juró que se haría rico. En
pocos años, Orlov había amasado una fortuna considerable importando ordenadores,
electrodomésticos y otros productos occidentales para el incipiente mercado ruso.
Después usó ese dinero para adquirir la mayor empresa estatal dedicada al acero, así
como Ruzoil, el gigante siberiano del petróleo, a precio de ganga. En poco tiempo,
Viktor Orlov, un físico soviético que había tenido que compartir apartamento con
otras dos familias, era multimillonario y el hombre más rico de Rusia. Era uno de los
primeros oligarcas del país, un magnate de su tiempo, un plutócrata que había
construido su imperio saqueando las joyas del estado soviético. Orlov no se
disculpaba por haberse hecho rico: «Si hubiera nacido inglés —declaró en una
ocasión a un periodista— tal vez el dinero me hubiera llegado limpiamente. Pero nací
ruso. Y he ganado una fortuna rusa».
Aun así, en la Rusia postsoviética, tierra sin ley donde proliferaban el crimen y la
corrupción, la fortuna de Orlov lo había convertido en un hombre señalado. Había
sobrevivido al menos a tres intentos de acabar con su vida, y se rumoreaba que, a
modo de represalia, había ordenado asesinar a varios hombres. Pero la mayor
amenaza para Orlov le llegaría del político que había sucedido a Boris Yeltsin como
presidente de Rusia. Él creía que Viktor Orlov y los demás oligarcas habían robado a
Rusia sus activos más valiosos, y su intención era robárselos a ellos. Tras instalarse
en el Kremlin, el nuevo presidente convocó a Orlov y le exigió dos cosas: su empresa
V iktor Orlov nunca había sido reacio a hablar de dinero. En realidad, raramente
hablaba de otra cosa. Alardeaba de que cada uno de sus trajes costaba diez mil
dólares, de que sus camisas, hechas a mano, eran las mejores del mundo, y de que el
reloj de oro y brillantes que llevaba en la muñeca era uno de los más caros que se
habían fabricado jamás. De hecho, la actual reencarnación de aquel reloj era la
segunda. Se sabía que la primera la había destruido en Suiza, al chocar contra un
abeto mientras esquiaba. «Fue un despiste mío —había declarado a un periódico
sensacionalista tras el impacto millonario—, no me acordé de quitarme el maldito
reloj antes de salir del chalet».
Bebía Château Pétrus, el famoso Pomerol que consumía como quien bebe agua.
Con todo, aquella tarde era un poco temprano, incluso para Orlov, por lo que tomaron
té. Él pidió el suyo al estilo ruso, y lo bebió a través de un azucarillo que mantenía
entre los dientes. Apoyaba el brazo sobre el respaldo de un elegante sofá de tapicería
brocada, y lo extendía hacia Gabriel mientras con la mano sostenía aquellas gafas
caras por la montura, como hacía siempre que hablaba de Rusia.
No del país que había conocido durante su infancia, ni de aquel al que había
servido como científico nuclear, sino de la Rusia que había empezado a existir, de
manera convulsa, tras el hundimiento de la Unión Soviética. Era la Rusia sin ley, la
Rusia ebria, confusa, perdida. A su gente, traumatizada, se le había prometido
seguridad desde la cuna hasta la tumba. Y ahora, de pronto, debían defenderse solos.
Se trataba de darwinismo social puro y duro. Los fuertes se alimentaban de los
débiles, y los débiles pasaban hambre, y los oligarcas eran los reyes absolutos. Se
habían convertido en los nuevos zares de Rusia, en los nuevos comisarios. Recorrían
Moscú en convoyes blindados, rodeados por cuerpos de escoltas privados. Por las
noches, aquellos escoltas luchaban los unos contra los otros en las calles de la ciudad.
—Era el «salvaje Este» —comentó Orlov, haciendo memoria—. Una locura.
—Pero a usted le encantaba —dijo Gabriel.
—Y con razón. Éramos dioses. Lo éramos.
En sus inicios como capitalista, Orlov había dirigido su creciente imperio en
solitario, con mano de hierro. Pero tras la adquisición de Ruzoil, se dio cuenta de que
necesitaba un virrey, un hombre de confianza. Lo encontró en la persona de Gennadi
Lazarov, un matemático teórico de inteligencia excepcional con el que había
trabajado en el programa de armamento nuclear soviético. Lazarov no sabía nada de
capitalismo pero, como a Orlov, se le daban muy bien los números. Aprendió de
Grayswood, Surrey
Grayswood, Surrey
Mayfair, Londres
Copenhague, Dinamarca
C inco días más tarde —que se hicieron eternos—, los señores del petróleo
empezaron a llegar a Copenhague desde los cuatro puntos cardinales: saudíes y
emiratíes, azeríes, kazajos, brasileños y venezolanos, estadounidenses y canadienses.
Los activistas que advertían de las consecuencias del calentamiento global se
mostraban, como de costumbre, escandalizados con el encuentro, y un grupo emitió
un comunicado alarmista informando de que solo el dióxido de carbono que generaría
esa conferencia haría que el mar se tragara una aldea de Bangladesh. Los delegados,
en cualquier caso, parecían no darse cuenta de ello: llegaban a Copenhague a bordo
de jets privados, y circulaban a toda velocidad por las preciosas calles montados en
sus limusinas blindadas alimentadas por motores de combustión interna. Tal vez
algún día el petróleo se agotara y el mundo se calentara tanto que la vida humana
dejara de ser posible. Pero, al menos por el momento, los extractores de combustibles
fósiles seguían siendo los reyes absolutos.
En Copenhague, la competencia por los recursos era intensa. Era imposible
reservar mesa para cenar, y en el Hotel d’Angleterre, un lujoso edificio blanco,
imponente, que daba a la gran Plaza Nueva del Rey, no quedaba ni una habitación
disponible. Viktor Orlov y Mijaíl llegaron a su elegante entrada en medio de una
ventisca cegadora, y uno de los directores del establecimiento los condujo de
inmediato a sus respectivas suites contiguas, situadas en una de las plantas altas. En
la de Mijaíl le esperaba una bandeja con exquisiteces danesas y una botella de Dom
Pérignon, que se mantenía fría en un cubo de hielo. La última vez que se había
alojado en un hotel durante una misión para la Oficina, había usado la botella de
cortesía para infligirse a sí mismo una herida en la rodilla, pues así lo exigía el plan.
Ahora, pensaba, el plan de la operación en curso le exigía, sin duda, tomarse una copa
o dos. Mientras descorchaba la botella oyó que llamaban débilmente a la puerta. Era
raro, porque acababa de colgar el cartel de no molesten en el tirador, antes de dar una
generosa propina al botones. La abrió despacio, con la cadena puesta, y observó a
través de la rendija al hombre de altura y complexión medianas que aguardaba en el
pasillo. Llevaba un abrigo tres cuartos de lana, con cuello de estilo alemán, y un
sombrero tirolés de fieltro. Tenía el pelo entrecano algo indómito, y los ojos,
castaños, asomaban tras unas gafas. Con la mano derecha sostenía un maletín de piel
blanda ya gastado y lleno de rasguños.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Mijaíl.
—Abriendo la puerta —respondió Gabriel en voz baja.
Copenhague, Dinamarca
Copenhague, Dinamarca
E l segundo día del Foro fue una repetición cansada del primero. Mijaíl se
mantuvo fielmente al lado de Viktor Orlov en todo momento, sonriendo con el
aire exageradamente solícito del hombre que está a punto de cometer adulterio.
Durante el cóctel, una vez más se sumó al corrillo de brasileños, que parecieron
desolados cuando él rechazó su invitación a acompañarlos a un recorrido por las
discotecas más animadas de la ciudad. Poco después se despidió de ellos y arrancó a
Viktor de las garras del ministro del petróleo kazajo y lo condujo hasta la limusina
que habían alquilado. Esperó a encontrarse a pocas calles del Hotel d’Angleterre para
decirle que no tenía fuerzas para asistir a la cena. Lo hizo en voz suficientemente alta
para que cualquier transmisor ruso instalado allí pudiera captarlo.
—¿Cómo se llama la chica? —preguntó Orlov, que ya estaba al corriente de los
planes de Mijaíl para esa noche.
—No es eso, Viktor.
—¿Qué es entonces?
—Tengo un dolor de cabeza espantoso.
—Espero que no sea nada grave.
—No, seguro que solo será un tumor cerebral.
Una vez en su habitación, Mijaíl realizó varias llamadas telefónicas para cubrirse
las espaldas, y después le envió un correo electrónico subido de tono a su secretaria
para que los ciberespías del Centro Moscú supieran que, en el fondo, también era un
ser humano. Se duchó y empezó a escoger la ropa que se pondría esa noche, algo que
le resultó más difícil de lo que preveía. ¿Cómo se viste uno —pensó— cuando va a
traicionar a su falso jefe reuniéndose con ejecutivos de una empresa petrolera
propiedad de la inteligencia rusa? Finalmente optó por un traje liso, de color gris
soviético, y por una camisa blanca con gemelos franceses. Decidió no llevar corbata
por miedo a parecer mayor. Además, si su intención era matarlo, prefería no ponerse
una prenda que pudieran usar como arma homicida.
Siguiendo instrucciones de Gabriel, dejó todas las luces de la habitación
encendidas y colgó el cartel de no molesten en el tirador antes de dirigirse a los
ascensores. El vestíbulo era un mar de delegados. Cuando se dirigía a la salida vio a
Yossi, el recién nombrado periodista de la inexistente Energy Times, que entrevistaba
a uno de los iraníes sin corbata. En el exterior, la nieve, arrastrada por el viento, como
si de una tormenta de arena se tratase, azotaba la Plaza Nueva del Rey. Un Mercedes
negro clase S esperaba en la esquina. De pie junto a la puerta trasera, un ruso de
Zealand, Dinamarca
Grayswood, Surrey
L a convocatoria llegó al día siguiente, por la tarde, vía conexión segura. Gabriel
se planteó ignorarla, pero el mensaje dejaba claro que la no comparecencia
comportaba la cancelación inmediata del permiso para la operación. Así pues, a las
seis de la tarde, a regañadientes, se dirigió en coche al centro de Londres y entró en la
embajada israelí por la puerta de atrás. El jefe de la legación, un curtido diplomático
de carrera llamado Natan, lo esperaba, tenso, en el vestíbulo. Condujo a Gabriel a la
planta inferior, hasta el sanctasanctórum, y desapareció enseguida, como si temiera
resultar herido por el lanzamiento de algún proyectil. La sala estaba vacía, pero sobre
la mesa había dispuesta una bandeja con sándwiches y galletas de mantequilla
vienesas, además de una botella de agua mineral, que Gabriel guardó en un armario.
Era la costumbre: los protocolos de la Oficina señalaban que los escenarios de
posibles encuentros hostiles debían estar exentos de objetos que pudieran usarse
como armas arrojadizas.
Nadie entró en la habitación en los veinte minutos siguientes. Entonces,
finalmente apareció un hombre con aspecto corpulento, de luchador. Llevaba un traje
negro que le quedaba pequeño, y una camisa de solapas altas y corte moderno que
potenciaba la sensación de que le faltaba cuello. Había sido pelirrojo, pero ahora tenía
canas, y se cortaba mucho el pelo para que no se apreciara que lo perdía a un ritmo
alarmante. Observó un instante a Gabriel por encima de la montura de sus gafas
estrechas, como si sopesara si debía matarlo en ese mismo instante o al amanecer. Y a
continuación se acercó a la mesa y meneó la cabeza.
—¿Crees que mis enemigos lo saben?
—¿Qué, Uzi?
—Que soy incapaz de resistirme a la comida. Sobre todo a esta —respondió
Navot mientras escogía una galleta—. Supongo que es genético. Lo que más le
gustaba a mi abuelo era una de estas con un buen café vienés.
—Mejor tener un problema con el dulce que con el juego o las mujeres.
—Para ti es fácil decirlo —replicó Navot resentido—. Tú eres como Shamron. No
tenéis debilidades. Sois incorruptibles. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Sois
perfectos.
Gabriel entendió al momento a dónde quería llegar. Permaneció en silencio
mientras Navot contemplaba la galleta que tenía en la mano como si esta fuera el
origen de todos sus problemas.
—Aunque supongo que una debilidad sí tienes —prosiguió Navot al fin—.
Grayswood, Surrey
Moscú
A las cuatro de aquella misma tarde ya habían trazado las líneas generales de su
acuerdo. Lazarov redactó un memorando de una página con las bases, reservó
un salón privado en el Café Pushkin para celebrarlo y envió a Mijaíl al Ritz para que
descansara unas horas. Este cubrió a pie la corta distancia, sin más escolta que la de
Gabriel, que lo seguía discretamente desde la otra acera, con el cuello del abrigo
levantado y una boina calada hasta las cejas. Vio que Mijaíl llegaba a la entrada
señorial del edificio, y que seguía por la calle Tverskaia en dirección a la Plaza de la
Revolución. Allí se detuvo brevemente a contemplar a un imitador de Lenin que
exhortaba a un grupo de desconcertados turistas japoneses a arrebatarles los medios
de producción a sus señores burgueses. A continuación, pasando bajo el arco de la
Puerta de la Resurrección, llegó a la Plaza Roja.
Acababa de anochecer, y el viento había decidido dar una tregua a la ciudad para
que sus habitantes pudieran ocuparse en paz de sus asuntos. Con la cabeza gacha y
los hombros hundidos, Gabriel parecía un ajado moscovita más que avanzaba a buen
paso junto a la muralla norte del Kremlin y pasaba frente a los guardias que, con la
mirada fija, montaban guardia en el exterior del Mausoleo de Lenin. Frente a él,
bañadas por una luz blanca, se alzaban las cúpulas de la catedral de San Basilio, que
parecían hechas de caramelo. Gabriel consultó la hora en el reloj de la torre del
Salvador antes de dirigirse al punto en el que Stalin, asesino de millones de personas,
dormía en paz, en un lugar de honor. Eli Lavon se reunió con él un instante después.
—¿Qué te parece? —le preguntó Gabriel en alemán.
—Me parece que deberían haberlo enterrado en una tumba anónima, en un campo
—respondió Lavon—. Pero eso es solo la opinión de un hombre.
—¿Estamos limpios?
—Tan limpios como podemos estar en un sitio como Moscú.
Gabriel se volvió sin añadir nada y condujo a Lavon, a través de la plaza, hacia la
entrada de GUM. Antes de la caída de la Unión Soviética, esos eran los únicos
grandes almacenes del país donde los rusos tenían ciertas garantías de encontrar un
abrigo de invierno o un par de zapatos. Ahora se había convertido en un centro
comercial de estilo occidental lleno de todas esas cosas inútiles que ofrece el
capitalismo. En el alto techo de cristal reverberaban las voces de los compradores
vespertinos. Lavon consultaba su BlackBerry mientras caminaba junto a Gabriel. El
suyo era, también, un gesto muy moscovita en aquellos días.
—La secretaria de Gennadi Lazarov acaba de enviar un correo electrónico a los
H abía sido la dacha de un hombre poderoso, miembro del Comité Central; tal
vez, incluso, del Politburó. Nadie lo sabía a ciencia cierta, porque en los días
caóticos que habían seguido al hundimiento de la Unión Soviética, todo se había
perdido. Las fábricas estatales habían permanecido cerradas porque nadie encontraba
las llaves; los ordenadores del gobierno no funcionaban porque nadie recordaba los
códigos. Rusia se había lanzado al nuevo milenio sin mapa y sin memoria. Había
quien decía que todavía no la había recuperado, aunque para entonces la amnesia ya
era algo deliberado.
Durante varios años, aquella dacha había permanecido deshabitada, ruinosa, hasta
que un promotor moscovita, nuevo rico, llamado Bloch, la había adquirido por una
cantidad ridícula y la había reconstruido de arriba abajo. Con el tiempo, como les
había sucedido a muchos de los primeros en amasar fortunas, Bloch se había hartado
de los nuevos inquilinos del Kremlin y había decidido irse del país cuando todavía
estaba a tiempo. Se instaló en Israel, en parte porque creía que podía tener algo de
judío, pero sobre todo porque ningún otro país lo quiso recibir. Paulatinamente fue
vendiendo sus bienes en Rusia, pero no se desprendió de la dacha de Tver Oblast. Él
se la cedió a Ari Shamron y le pidió que la usara con prudencia.
La casa se alzaba junto a un lago sin nombre, y se llegaba hasta ella por una
carretera que no figuraba en los mapas. No era tanto una carretera como un surco
creado en el bosque de abedules mucho antes de que nadie hubiera oído hablar de la
existencia de Rusia. La verja original de la dacha se conservaba, lo mismo que el
cartel soviético que prohibía el paso y que a Bloch, que era un niño durante el periodo
estalinista, le había dado terror eliminar. Ahora el cartel centelleó brevemente,
iluminado por los faros del coche que conducía Gabriel, cuando llegó al final de
aquel camino lleno de baches y cubierto de nieve. La dacha apareció entonces ante
sus ojos, robusta, con fachada de madera, tejado a dos aguas y amplios porches que la
rodeaban por sus cuatro costados. En el exterior había varios coches aparcados, entre
ellos un Mercedes Clase S propiedad de Petróleo y Gas Volgatek. Cuando Gabriel se
bajaba de su monovolumen Volvo, un cigarrillo alumbró la oscuridad.
—Bienvenido al Shangri-La —dijo Christopher Keller. Llevaba una parka gruesa
y sostenía una Makarov.
—¿Cómo está el perímetro? —preguntó Gabriel.
—Hace un frío negro, pero está limpio.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte aquí fuera?
G abriel decidió que era más seguro tomar el tren. Había una estación en la
ciudad de Okulovka. Podía montarse en el primer tren de la mañana, y estaría
en San Petersburgo a primera hora de la tarde. Aunque no lo dijo, le alivió constatar
que Eli Lavon insistía en acompañarlo. Necesitaba los ojos de Lavon. Y también
necesitaba a alguien que hablara ruso.
Se encontraban a apenas sesenta kilómetros de Okulovka, pero el pésimo estado
de las carreteras y el mal tiempo contribuyeron a que el viaje durara casi dos horas.
Dejaron el monovolumen Volvo en un pequeño aparcamiento azotado por el vendaval
y se dirigieron a toda prisa a la estación, un edificio de ladrillo de nueva construcción
que, curiosamente, parecía una fábrica. Los pasajeros ya empezaban a subir al tren
cuando Lavon consiguió comprar un par de billetes a uno de los adustos empleados
que se parapetaban tras unos paneles de cristal. En su compartimento viajaban
también dos jóvenes rusas que charlaban sin parar, y un hombre de negocios flaco y
bien vestido que no despegaba la vista de su teléfono móvil. Lavon mataba el tiempo
leyendo los periódicos matutinos editados en Moscú, que no mencionaban en
absoluto la desaparición de ningún ejecutivo de la industria petrolera. Gabriel
contemplaba, a través de la ventanilla medio oculta por la escarcha, los interminables
campos cubiertos de nieve, hasta que el vaivén del vagón lo adormeció y lo sumió en
algo parecido al sueño.
Despertó sobresaltado cuando el tren hacía su entrada en la estación de
Moskovski, en San Petersburgo. Arriba, en el gran vestíbulo abovedado, la actividad
era frenética: al parecer, el tren de alta velocidad que salía hacia Moscú lo haría con
retraso por una amenaza de bomba lanzada por los chechenos. Seguido por Lavon,
Gabriel se abrió paso entre niños que lloraban y parejas que discutían, y se dirigió
hacia la Plaza Vosstaniya. El Obelisco a la Ciudad Heroica se alzaba hacia el cielo en
medio de la rotonda de tráfico, con su estrella dorada desgastada por la nieve. Las
farolas parpadeaban a lo largo de Nevsky Prospekt. Eran solo las dos de la tarde, pero
si en algún momento había salido el sol, este se había puesto hacía un buen rato.
Gabriel caminaba por la avenida, observado de cerca por Lavon. Ya no estaba en
Rusia, pensaba. Estaba en una ensoñación zarista, importada desde Occidente y
construida por unos campesinos aterrorizados. Florencia le hacía guiños desde las
fachadas de los palacios barrocos y, al cruzar el río Moika, Venecia acudió a su
imaginación. Se preguntó cuántos cadáveres yacerían bajo el hielo. Miles, pensó.
Decenas de miles. Ninguna otra ciudad del mundo camuflaba sus horrores con más
E n la cuarta planta de la sede del FSB hay un conjunto de salas ocupadas por la
unidad más pequeña y secreta de la organización. Conocida como
Departamento de Coordinación, se ocupa solo de casos políticos extremadamente
delicados, generalmente por orden personal del presidente ruso. En ese momento,
quien había sido su director desde hacía mucho tiempo, el coronel Leonid Milchenko,
se encontraba sentado ante su gran escritorio de diseño finlandés, con un teléfono al
oído, la mirada fija en la Plaza Lubianka. Vadim Strelkin, su número dos, aguardaba,
nervioso, junto a la puerta. Por la fuerza con que Milchenko colgó el teléfono, supo
que aquella iba a ser una noche muy larga.
—¿Quién era? —preguntó Strelkin.
Milchenko le respondió sin dejar de mirar por la ventana.
—Mierda —soltó Strelkin.
—Mierda no, Vadim. Petróleo.
—¿Y qué quería?
—Quiere hablar conmigo en privado.
—¿Dónde?
—En su despacho.
—¿Cuándo?
—Hace cinco minutos.
—¿Y de qué cree que se trata?
—Podría ser cualquier cosa —dijo Milchenko—. Pero si tiene que ver con
Volgatek, no puede ser nada bueno.
—Voy a buscar el coche, entonces.
—Buena idea, Vadim.
Tardaron más en sacar el coche de las tripas de Lubianka que en cubrir el corto
trayecto que los separaba de la sede de Volgatek, situada en la calle Tverskaia. Dmitri
Bershov, el segundo máximo responsable de la empresa, los esperaba ya, muy tenso,
en el vestíbulo, cuando Milchenko y Strelkin entraron por la puerta. Otra mala señal.
No les dijo nada mientras conducía a los dos agentes del FSB hasta un ascensor
reservado a ejecutivos y pulsaba el botón que los llevaría directamente hasta la última
planta del edificio. La oficina era la más grande que Milchenko había visto en Moscú.
De hecho, tardó varios segundos en distinguir a Gennadi Lazarov, sentado en un
extremo de un inmenso sofá de diseño ejecutivo. Milchenko prefirió permanecer de
pie mientras el director de Volgatek le explicaba que desde la noche anterior, a las
EL ESCÁNDALO
Londres-Jerusalén
Londres
D urante varios días Gabriel había dudado de si debía advertir a Graham Seymour
de que estaba a punto de recibir a una disidente rusa bastante atípica, pero
finalmente decidió que no lo haría. Sus razones eran más personales que operativas.
Simplemente, no quería fastidiar la sorpresa.
Por ello, el comité de recepción que los esperaba en el aeropuerto de Heathrow a
última hora de aquella misma mañana estaba compuesto por miembros de la Oficina
y no del MI5. Estos tomaron posesión clandestina de Gabriel y Madeline en la
terminal de llegadas, y los llevaron hasta un piso en Pimlico que habían conseguido
apresuradamente. Solo entonces Gabriel telefoneó a Seymour a su despacho y le dijo
que, una vez más, había entrado en el Reino Unido sin firmar en el libro de visitas.
—¡Qué sorpresa! —comentó Seymour secamente.
—Y no será la única, Graham.
—¿Dónde estás?
Gabriel le facilitó la dirección.
Seymour debía asistir a una reunión con una delegación de espías australianos
que estaban de visita, y no podía cancelarla, así que pasó una hora hasta que su coche
apareció en la calle y se detuvo frente al edificio. Al entrar en el piso encontró a
Gabriel solo en el salón. Sobre la mesa de centro había un ordenador portátil abierto,
que Gabriel usó para pasar un vídeo en el que Pavel Zhirov confesaba los muchos
pecados de la empresa conocida como Petróleo y Gas Volgatele, propiedad del
Kremlin. Cuando el video terminó, Seymour parecía demacrado, lo que demostraba
el acierto de una de las máximas favoritas de Ari Shamron, pensó Gabriel: en el
mundo del espionaje, como en la vida, a veces era mejor no saber.
—¿Este es el que almorzó con Madeline en Córcega? —preguntó finalmente
Seymour, sin dejar de mirar la pantalla del ordenador.
Gabriel asintió despacio.
—Me pediste que lo encontrara —dijo—. Y lo he encontrado.
—¿Qué le pasó en la cara?
—Le dijo algo a Mijaíl que no debería haberle dicho.
—¿Dónde está ahora?
—Se ha ido —respondió Gabriel.
—Uno puede irse de muchas maneras, ya lo sabes.
El gesto inmutable de Gabriel no dejaba lugar a dudas: Pavel se había ido para
siempre.
Londres
Córcega
P ero ¿quién había sido la fuente de aquella maldita fotografía que había hecho
perder el cargo a Jeremy Fallon y lo había llevado a colgarse del puente de
Westminster? La pregunta dominaría la política británica en los meses venideros. Sin
embargo, en la isla encantada que había estado en la génesis del escándalo, solo a
algunas personas sofisticadas, que por su aspecto procedían del norte, parecía
preocuparles el asunto. De tarde en tarde alguna pareja se fotografiaba en Les
Palmiers, posando a la manera de Madeline Hart y Pavel Zhirov la tarde de su
desgraciado almuerzo, pero por lo general la isla se esforzaba por olvidar el papel
secundario que había jugado en la muerte de un alto cargo británico. A medida que el
invierno avanzaba, los corsos, instintivamente, regresaban a sus antiguas costumbres.
Usaban los arbustos secos de la macchia para encender sus chimeneas. Señalaban con
los dedos a los desconocidos para protegerse del mal de ojo. Y, en el valle aislado del
suroeste, recurrían a la ayuda de Don Anton Orsati cuando no tenían a nadie más a
quien recurrir.
Una tarde desapacible de mediados de febrero, mientras se encontraba sentado
ante su escritorio de roble, en su espacioso despacho, recibió una llamada telefónica
atípica: el hombre que le hablaba desde el otro extremo de la línea no quería que
eliminaran a nadie, algo normal, por otra parte, pensó el don, porque ese hombre era
más que capaz de eliminar por su cuenta a quien quisiera. No. Lo que andaba
buscando era una villa en la que poder pasar unas semanas a solas con su mujer.
Había de ser un lugar en el que nadie le reconociera y en el que no necesitara contar
con guardaespaldas. El don conocía el sitio perfecto. Pero había un problema: solo
había una carretera de acceso, tanto de entrada como de salida, y esta pasaba entre los
tres olivos milenarios que la malvada cabra de Don Casabianca había convertido en
sus dominios.
—¿Y no habría manera de que sufriera un desgraciado accidente antes de nuestra
llegada? —preguntó el hombre del teléfono.
—Lo siento —respondió Don Orsati—. Pero en Córcega hay cosas que no
cambian nunca.
Llegaron a la isla tres días después, tras tomar un vuelo de Tel Aviv a París y otro
desde allí hasta Ajaccio. Don Orsati les había dejado un coche en el aeropuerto, un
Peugeot gris, reluciente, que Gabriel condujo con la despreocupación propia de un
corso en dirección sur, siguiendo la línea de la costa, e internándose después en aquel
campo de densa vegetación baja. Cuando llegaron a los tres olivos milenarios, la
Córcega
T res días después el don invitó a Gabriel a pasarse por su despacho a charlar un
rato. En realidad no se trataba de una invitación, pues las invitaciones podían
rechazarse educadamente. Aquello era una orden como las de Shamron, cincelada en
piedra, inviolable.
—¿Por qué no comemos juntos? —preguntó Gabriel, que sabía que era más
probable que a aquella hora estuviese de buen humor.
—Muy bien —respondió el don en tono serio, y enseguida añadió—: Aunque tal
vez sea mejor que venga solo.
Gabriel dejó la casa poco después de las doce. La cabra le permitió pasar sin
enfrentarse a él, pues ahora lo relacionaba con aquella hermosa mujer italiana. Los
guardias que custodiaban la entrada de la finca le permitieron pasar: el don les había
prevenido de la visita del israelí. Encontró a Orsati en su espacioso despacho,
inclinado sobre sus libros de cuentas.
—¿Cómo va el negocio? —le preguntó Gabriel.
—Mejor que nunca —respondió Gabriel—. Recibo más pedidos de los que puedo
servir.
Si se refería al aceite de oliva o a la sangre, no lo aclaró. Lo que hizo fue conducir
a Gabriel hasta el comedor, donde la mesa ya estaba puesta y rebosaba de productos
de la tierra. Con sus paredes blancas y sus muebles sencillos, aquel espacio recordaba
a Gabriel los aposentos privados del papa en el Palacio Apostólico. Había incluso un
crucifijo colgado en la pared, detrás de la silla reservada al don.
—¿Le molesta? —preguntó Orsati.
—En absoluto.
—Christopher me cuenta que está usted bastante familiarizado con las iglesias
católicas.
—¿Qué más le ha contado Keller?
Orsati frunció el ceño, pero no dijo nada más mientras le servía la comida y le
llenaba la copa de vino.
—¿La villa es de su agrado? —preguntó al fin.
—Es perfecta, Don Orsati.
—¿Y su mujer está contenta aquí?
—Mucho.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
—Todo el que usted quiera que nos quedemos.
británico (UKSF). Sus funciones en tiempo de guerra son las operaciones especiales,
y en tiempo de paz, principalmente el contraterrorismo. (N. del T.) <<