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CARLO GINZBURG

HISTORIA NOCTURNA

Traducido del italiano por


Alberto Clavería Ibáñez

M U C H N I K E D I T O R E S S A
Colección dirigida por :
Enrique Lynch

Título de la edición original: Storia nottuma

En ia preparación de Historia nocturna han intervenido:


José Antonio González Cófreces (corrección de estilo)
Montserrat de Andrés (corrección tipográfica)

© Cario Ginzburg, 1986


© 1991 by Muchnik Editores, S. A.,
Aribau, 80. 08036 Barcelona
Cubierta: J&B
Ilustración: Francisco de Goya, Soplones, aguafuerte (fragmento)

ISBN: 84-7669-149-1
Depósito legal: B, 38.075 - 1991
Impreso en España - Printed in Spain
HISTORIA NOCTURNA
Introducción

1. Brujos y bmjas se reunían por la noche, generalmente en lugares


solitarios, en los campos o en los montes. Unas veces llegaban volando,
tras haberse untado el cuerpo con ungüentos, cabalgando sobre bastones o
mangos de escoba; otras veces montados en animales o transformados en
animales ellos mismos. Los que acudían a la reunión por vez primera tenían
que renunciar a la fe cristiana, profanar los sacramentos y rendir homenaje
al demonio, presente en forma humana o, más a menudo, en forma animal
o semianimal. Seguían a continuación banquetes, danzas y orgías sexuales.
Antes de volver cada uno a su casa, brujas y brujos recibían ungüentos
maléficos elaborados con grasa de niño y otros ingredientes.
Estos son los elementos fundamentales que figuran en la mayor parte
de las descripciones del aquelarre. Las variantes locales — sobre todo en
cuanto al nombre con que se designaba a las reuniones— , eran muy
frecuentes. Junto al término sabbai, de etimología oscura y difusión tardía,
encontramos expresiones doctas como sagarum synagoga o strigiarum
conventus, que traducían una miríada de epítetos populares como striaz,
barlott, akelarre y así sucesivamente.1*A esta variedad terminológica se
opone la extraordinaria uniformidad de las confesiones de quienes parti­
cipaban en las reuniones nocturnas. De los procesos por brujería celebrados
entre principios del siglo XV y finales del xvn de un extremo al otro de
Europa, así como de los tratados de demonología que se basaban directa
o indirectamente en esos procesos, surge una imagen del aquelarre sustan­
cialmente análoga a la que hemos descrito de modo sumario. Esta imagen
sugería a los contemporáneos la existencia de una auténtica secta de brujas
y brujos mucho más peligrosa que las figuras aisladas, conocidas desde hada
siglos, de ios hechiceros o de los encantadores. La uniformidad de las
confesiones era considerada como una prueba de que los secuaces de esta
secta estaban difundidos por doquier, y por doquier practicaban los mismos

* Para las notas numeradas, que siguen el orden de los capítulos, véanse pp. 231-
267. (N. del E.)
ritos horrendos.2 Así pues, era el estereotipo del aquelarre lo que sugería
a los jueces la posibilidad de arrancar a los acusados, por medio de presiones
físicas y psicológicas, denuncias en cadena que a su vez producían verdaderas
oleadas de caza de brujas.3
¿Cómo y por qué cristalizó la imagen del aquelarre? ¿Qué era lo que
se escondía tras ella? De estas dos preguntas (que, como se verá, me han
llevado en direcciones totalmente imprevistas) nace mi indignación. Por una
parte quería reconstruir los mecanismos ideológicos que facilitaron la per­
secución de la brujería en Europa; por otra, las creencias de las mujeres
y los hombres acusados de brujería. Los dos temas están estrechamente
interrelacionados. Pero es el segundo el que sitúa a este libro — como ya
sucedía con 1 benandanti (1966), del que es un desarrollo y una profun-
dización— en una posición marginal respecto de la honda discusión sobre
la brujería entre los historiadores durante algo más de los veinte últimos
años. En las páginas que siguen intento explicar el porqué.

2. Lo que todavía en 1967 K. Thomas podía definir con pleno derecho


como «un tema que la mayoría de los historiadores considera marginal, por
no decir extravagante»,4 se ha convertido, en este lapso, en un tema
historiográfico más que respetable, incluso cultivado por estudiosos poco
amantes de las excentricidades. ¿Cuáles son las razones de este imprevisto
éxito?
La primera impresión es que estas razones deben de ser científicas o
extracientíficas. Por una parte, la tendencia cada vez más difundida a
investigar comportamientos y actitudes de grupos subalternos o no privi­
legiados, como los campesinos y las mujeres,5 ha inducido a los historiadores
a tropezar con el tema (y quizás también con los métodos y las categorías
interpretativas) de-los antropólogos. Tradicionalmente, en la investigación
antropológica británica (pero no sólo británica), observaba Thomas en el
ensayo citado, la magia y la brujería ocupan un lugar central. Y por otra,
los dos últimos decenios han visto surgir, no sólo el movimiento de las
mujeres, sino también una creciente intolerancia respecto de los costos y
riesgos ligados al proceso tecnológico. La renovación historiográfica, el
feminismo, el redescubrimiento de culturas que el capitalismo ha destruido
han contribuido —a diversos niveles y en distinta medida— a la fortuna,
a ía moda si se quiere, de los estudios históricos sobre la brujería.
Con todo, cuando se examinan más de cerca las investigaciones apa­
recidas en estos años, el nexo señalado resulta mucho menos claro. Sorprende
sobre todo el hecho de que, con poquísimas excepciones, dichas investiga­
ciones han seguido, como en el pasado, concentrándose de manera casi
exclusiva en la persecución, prestando una menor o nula atención a las
actitudes y comportamientos de los perseguidos.

3. La justificación más explícita de esta elección interpretativa la ha


dado, en un ensayo muy notable, H. R. Trevor-Roper. ¿Cómo es posible,
_',e pregunta, que una seriedad cuita y progresista como la europea desen-
cadenara, precisamente en la edad de la llamada revolución científica, una
persecución basada en una idea delirante de la brujería ( imtcb-craze), fruto
de la reelaboración sistemática, efectuada por los clérigos de la Edad Media
tardía, de una serie de creencias populares? Estas últimas son liquidadas por
Trevor-Roper con palabras despectivas: «extravagancias y supersticiones»,
«desórdenes de naturaleza psicopática», «fantasías de montañeses», «ideas
absurdas, nacidas de la credulidad campesina y de la histeria femenina».
A quien le reprochaba no haber indagado con mayor anuencia la mentalidad
campesina, Trevor-Roper objetó, en la reedición de su ensayo, no haber
tenido en cuenta «las creencias en la brujería (witch-beliefs ), que son
universales, sino la delirante teoría de la brujería (witck-craze), limitada en
el espacio y en el tiempo». La segunda, observaba, es distinta de la primera,
así como «el mito de los Sabios de Sión es distinto de la pura y simple
hostilidad hacia los judíos; que a su vez, ciertamente, puede ser investigada
con anuencia (sympathetically) por cuantos consideran que un error, por
ser compartido con las clases inferiores, pueda ser inocente y digno de res­
peto».6
Previamente Trevor-Roper había propuesto ver en las brujas y en los
judíos el chivo expiatorio de tensiones sociales difundidas (hipótesis sobre
la que volveremos). Pero es evidente que la hostilidad campesina hacia las
brujas puede ser analizada desde dentro — como el antisemitismo popular—
sin que ello implique necesariamente una adhesión ideológica o moral a sus
presupuestos. Más significativo es el hecho de que Trevor-Roper haya
ignorado las actitudes de los individuos acusados de brujería; comparables,
en la analogía por él propuesta, a las de los judíos perseguidos. Las creencias
en las reuniones nocturnas, fácilmente reconocibles en las «alucinaciones»
y en las «ideas absurdas, nacidas de la credulidad campesina y de la histeria
femenina», se convierten en objeto legítimo de investigación historiográfica
sólo a partir del momento en que «hombres cultos», como inquisidores y
demonólogos, han sabido transformar en un «extravagante pero coherente
sistema intelectual» la informe, «desorganizada credulidad campesina».7

4. El ensayo de Trevor-Roper, aparecido en 1967, es, además de


discutible,8 ajeno —al menos en apariencia— al planteamiento de las
investigaciones sobre la brujería aparecidas en los veinte años siguientes.
Se trata de una presentación de carácter general que intenta seguir las líneas
fundamentales de la persecución de la brujería en el ámbito europeo,
descartando desdeñosamente la posibilidad de servirse de la contribución de
la antropología. Por el contrario, la limitación del campo de investigación
y el recurso a las ciencias sociales caracterizan algunas de las investigaciones
más recientes, como la de A. Macfarlane sobre la brujería en Essex
('Witcbcraft in Tudor and Stuart Englad [1970]), presentada por E. E. Evans-
Pritchard. Remitiéndose al célebre libro de este último sobre la brujería entre
los azande, Macfarlane declaraba no haberse preguntado «por qué la gen te
creía en la b ru jería», sino «de qué m od o funcionaba la brujería en una
situación caracterizad a p o r d eterm inad as actitudes de fondo sobre la r»aí¿“
raleza del mal, sobre los tipos de causalidad y sobre ios orígenes del "poder”
sobrenatural». Así pues, el análisis se centraba fundamentalmente en los
mecanismos que alimentaban la acusación de brujería en el seno de la
comunidad, si bien Macfarlane no excluía (remitiéndose al libro, entonces
inminente, de K. Thomas) la legitimidad de «una investigación sobre las
bases filosóficas de la creencia en la brujería y sobre su relación con las ideas
religiosas y científicas de la época».9 En realidad Macfarlane examinaba la
edad y el sexo de los acusados de brujería, los motivos de la acusación, sus
relaciones con los vecinos y con la comunidad en general; pero casi no se
detenía en lo que aquellos hombres y mujeres creían o afirmaban creer.
Tampoco el contacto con la antropología inducía a analizar desde dentro
las creencias de las víctimas de las persecuciones. Esta sustancial carencia
de interés se evidencia de modo clamoroso en el caso de los procesos, ricos
en descripciones del aquelarre, celebrados en Essex en 1645. En su nota­
bilísimo libro The Witch-Cult in Western Euro-pe (1921), Margaret Murray
sostenía, basándose ampliamente en estos procesos, que el aquelarre (ritual
witchcraft), distinto de los maleficios comunes [pperative witchcraft), era
la ceremonia central de un culto organizado, relacionado con una religión
precristiana de la fertilidad difundida por toda Europa. Macfarlane objetaba:
a) que Murray había leído erróneamente las confesiones de los acusados en
los procesos de brujería, como si fueran informes de hechos reales en vez
de creencias; tí) que la documentación de Essex no proporciona prueba
alguna de la existencia de un culto organizado como el descrito por Murray.
En general, concluía Macfarlane, «el cuadro del culto brujesco» trazado por
Murray «parece excesivamente sofisticado y elaborado (sophisticated and
articúlate) para la sociedad de que estamos tratando».10
Esta última afirmación planteaba de modo más sutil la superioridad
cultural respecto de los acusados de brujería expresada por Trevor-Roper.
La primera (y justa) objeción puesta a Murray habría permitido a Macfarlane
descifrar, en las descripciones del aquelarre hechas por los acusados en los
procesos de 1645, un documento de creencias complejas, insertadas en un
contexto simbólico a reconstruir. Creencia... ¿de quién? ¿De los acusados?
¿De los jueces? ¿De ambos? Es imposible dar una respuesta a priori : ios
acusados no fueron torturados, pero, en efecto, sufrieron una fuerte presión
cultural y psicológica de parte de los jueces. Según Macfarlane, estos procesos
fueron «excepcionales», «anormales», llenos de elementos «extraños», «ex­
travagantes», que denotaban el «influjo [evidentemente sobre los jueces] de
ideas que provenían del continente».11 Es una hipótesis más que verosímil,
dada la rareza de testimonios sobre el aquelarre en Inglaterra; si bien de
ello no se deduce necesariamente que todos los detalles particulares referidos
a los acusados hubieran sido sugeridos por los jueces. En cualquier caso, en
un libro que ya desde el subtítulo se presenta como investigación «regional
y comparada», cabe esperar en este punto un confronta miento analítico entre
las descripciones del aquelarre que se repiten en estos procesos de Essex,
y las contenidas en los tratados de demonología y en los procesos de la
Europa continental. Pero la comparación, a la que Macfarlane dedicaba toda
una sección de su libro, se efectuaba solamente con datos extraeuropeos,
sobre todo africanos. No está claro cómo una confrontación con la brujería
de los azande, por ejemplo, pueda en este caso sustituir a una confrontación
con la europea: a fin de cuentas, la presunta influencia de las doctrinas
demonológicas continentales coincide, como muestra el propio Macfarlane,
con un brusco aumento de los procesos y de las condenas por brujería en
Essex.12 En cualquier caso, los detalles «extraños» o «extravagantes» refe­
rentes a los acusados en los procesos de 1645 son considerados «anomalías»,
curiosidades que pueden ser omitidas por quien se sitúe en una perspectiva
auténticamente científica.

5. La orientación y los límites de la investigación de Macfarlane son


los típicos de una historiografía fuertemente influida por el funcionalismo
antropológico, por lo cual no tiene un interés sustancial — hasta tiempos
muy recientes— en la dimensión simbólica de las creencias.13 Tampoco la
imponente investigación de K. Thomas, Religión and the Decline o f Magic
(1971), se aparta, en el fondo, de esta tendencia. La discusión, o la ausencia
de discusión, de determinados aspectos de 1a brujería — en primer lugar el
aquelarre— resulta una vez más reveladora.
Thomas ha recogido una documentación vastísima sobre la creencia en
la brujería en la Inglaterra de los siglos XVI y xvn, como lo ha hecho con
otros fenómenos por él investigados. La ha examinado desde tres puntos
de vista: a) psicológico («explicación ... de los movimientos de los parti­
cipantes en el drama de la acusación de brujería»); b) sociológica («análisis
... de la situación a la que mayoritariamente se veían impelidos los acusa­
dos»); c) intelectual («explicación ... de las concepciones que la hadan
plausible»).14 En esta lista falta, como se ve, un examen del significado que
la creencia en la brujería tenía, no para las víctimas de ios maleficios, los
acusadores y los jueces, sino para los acusados. En sus confesiones (cuando
confesaban, se entiende) nos hallamos inmersos a menudo en una riqueza
simbólica que no parece redudble a las necesidades psicológicas de reafir­
mación, a las tensiones del vecindario o a las ideas generales sobre la
causalidad difundidas en la Inglaterra de la época. Cierto es que cuanto más
coincidían las confesiones con las doctrinas de los demonólogos del con­
tinente, tanto más probable era (observa Thomas) que fuesen solicitadas
por los jueces. Pero'inmediatamente a continuación, él mismo reconoce que
quizás se hallen en los procesos elementos demasiado extravagantes
(unconventional) para ser atribuidos a la sugestión.15 Un análisis sistemático
de estos elementos ¿no habría podido arrojar alguna luz sobre la creencia
en la brujería por parte de las brujas o de los brujos (verdaderos o pre­
suntos) ?
Una severa crítica del reduccíonismo psicológico y del funcionalismo
sociológico de Religión and the Decline o f Magic fue formulada por
H. Geertz.16 En su respuesta, Thomas admite haber sido menos sensible
de lo debido «a los significados simbólicos y poéticos de los ritos mágicos»
(una objeción en ciertos aspectos análoga ya le había sido presentada también
por E. P. Thompson)17 observando, como excusa parcial, que ios historia­
dores están hasta cierto punto familiarizados con la noción de «estructuras
sociales profundas», pero que apenas si tienen la costumbre de investigar
las «estructuras mentales invisibles, sobre todo si se refieren a sistemas de
pensamiento rudimentarios, mal documentados, expresados sólo de modo
fragmentario». Y añade: «A un nivel aún menos inaccesible, reconozco que
es preciso hacer más justicia al simbolismo de la magia popular. La mitología
de la brujería — el vuelo nocturno, la oscuridad, la metamorfosis en animales,
la sexualidad femenina— nos dice algo sobre la escala de valores de las
sociedades que creían en ella, sobre los límites que se quería mantener, sobre
el comportamiento instintivo que se creía deber reprimir.,.».18
Con estas palabras Thomas indica, bajo el impulso de las críticas de
Geertz, una vía para superar la imagen demasiado rígidamente funcionalista
de la brujería propuesta en Religión and the Decline o f Magic.19 Que su
elección haya caído sobre el aquelarre es significativo. También lo es el hecho
de que la posibilidad de alcanzar, al menos parcialmente, a través del
aquelarre las «estructuras mentales invisibles» de la magia popular sea
tácitamente descartada. El aquelarre es, en efecto, revelador; pero de un
estrato cultural «menos inaccesible»: el de la sociedad circunstante. A través
del simbolismo del aquelarre, ésta formulaba, en negativo, sus propios
valores. La oscuridad que envolvía los juntas de brujas y brujos expresaba
una exaltación de la luz; la explosión de la sexualidad femenina en las orgías
diabólicas, una exhortación a la castidad; las metamorfosis animalescas, un
límite firmemente trazado entre lo bestial y lo humano.
Esta interpretación del aquelarre en términos de inversión simbólica
es ciertamente plausible: por más que, según el propio Thomas, se estanca
a un nivel relativamente superficial20 Es fácil, pero un tanto apriorístico,
sostener que la visión del mundo expresada por la magia popular no era
equiparable, por coherencia, con la de los teólogos: en realidad el fondo de
las confesiones de brujas y brujos permanece oculto en la oscuridad.21

6. Como se ha visto, todos estos estudios parten de una constatación


que se da por descontada: que en los testimonios sobre la brujería euro­
pea se superponen estratos culturales heterogéneos, doctos y populares.
R. Kieckhefer (European Witck-Trials, Their Foundations in Popular and
Leam ed Culture, 1300-1500 [1976]) ha hecho una tentativa por distinguir
analíticamente los unos de los otros. Ha clasificado ía documentación
anterior a 1500 en virtud de su (llamémoslo así) grado de contaminación
docta: máximo en los tratados de demonología y en los procesos inquisi­
toriales; mínimo en los procesos llevados por jueces laicos, sobre todo en
Inglaterra, donde la coerción era menor; y casi nulo, finalmente, en los
testimonios de los acusadores y en los procesos por difamación iniciados
por personas que se veían erróneamente acusadas de brujería.22 Sin embargo,
ha ignorado la documentación posterior a 1500, afirmando que en ella los
elementos doctos y los populares estaban ya inextricablemente fusionados.
Todo lo cual lo ha llevado a concluir que, a diferencia de! maleficio y de
la invocación al demonio, el aquelarre (diabolism ) no tenía raíces en la
cultura popular.25
Esta conclusión se ve contradicha por la difusión, en el ámbito folklórico,
de creencias que parcialmente confluían en el aquelarre. Existe, por ejemplo,
una rica serie de testimonios sobre vuelos nocturnos en los que afirmaban
participar algunas mujeres en estado de éxtasis, siguiendo a una misteriosa
divinidad femenina, llamada con diferentes nombres según el lugar (Diana,
Perchta, Holda, Abundia, etc). Sostiene Kierckhefer que estos testimonios,
cuando están registrados en los penitenciales altomedievales o en las
colecciones canónicas, deben ser considerados extraños a la brujería, a menos
que se entienda esta última en una acepción «insólitamente amplia»; cuando
están contenidos en textos literarios, son irrelevantes porque no dan indi­
caciones sobre la difusión real de las creencias mencionadas; cuando son
transmitidos por la tradición folklórica, constituyen meras supervivencias
que no permiten reconstruir situaciones anteriores.24 No obstante estos
filtros preventivos de las fuentes, Kieckhefer debe vérselas con documentos
como las sentencias pronunciadas a finales del siglo xiv contra dos mujeres
de Milán que habían confesado sus periódicos encuentros con una misteriosa
«señora»: «madona Horiente». Aquí no se trata de tradiciones folklóricas
tardías ni de un texto literario ni de creencias consideradas ajenas a la brujería
(las dos mujeres fueron expresamente condenadas por este motivo). Kieck­
hefer sale del apuro argumentando, con evidente embarazo, que los dos casos
no entran en la categoría del maleficio ni en la del aquelarre propio y
verdadero (typical diabolism)-. en un acceso pasajero de «murrayismo»
interpreta las reuniones con «madona Horiente» como descripciones de ritos
o fiestas populares, sin percatarse del evidente parentesco, captado de
inmediato por los inquisidores, entre esta figura y la multiforme divinidad
femenina de la tradición canónica (Diana, Holda, Perchta...) que poblaba
las visiones de las mujeres mencionadas.25 Documentos como éste contra­
dicen de modo evidente 1a tesis, aún persistente, que ve en el aquelarre una
imagen elaborada exclusivamente o casi exclusivamente, por los persegui­
dores.

7. Esta tesis ha sido propuesta también, con argumentos nuevos en


parte, por N. Cohn (Europe’s Inner Demons, 1975). Según Cohn, la imagen
del aquelarre recogía un estereotipo negativo más que milenario, fijado en
la orgía sexual, el canibalismo ritual y 1a adoración de una divinidad de forma
animal. Esta acusación expresaría obsesiones y miedos antiquísimos, larga­
mente inconscientes. Tras haber sido lanzada contra los judíos, los primeros
cristianos y los herejes medievales, se habría coagulado por fin en torno
de las brujas y los brujos.
A mi juicio, la secuencia que llevó a la cristalización de la imagen del
aquelarre elaborada por jueces e inquisidores es otra. Como intentaré
demostrar más adelante (parte I, caps. I y II), los actores, tiempos y lugares
fueron diversos.26 Quiero hacer mención aquí de que dicha imagen implicaba
la irrupción de elementos de origen folklórico, evidentemente ajenos al
estereotipo analizado por Cohn. Este autor la menciona casi de pasada, a
propósito de los procesos por brujería celebrados en el Delfinado alrededor
de 1430, en los cuales aparecería por vez primera la descripción del aquelarre.
(Y digo «aparecería» porque, como veremos, la cronología que yo propongo
es otra.) Las autoridades eclesiásticas y seculares, empeñadas en la perse­
cución de los herejes valdenses, «tuvieron que vérselas muchas veces con
personas —sobre todo mujeres— que creían respecto de sí mismas cosas
que ensamblaban a la perfección con los relatos que desde hacía siglos se
atribuían a las sectas heréticas. El elemento común venía dado por la noción
del infanticidio caníbal. Existía al respecto la creencia popular de que en
las reuniones nocturnas de los herejes se devoraban niños o recién nacidos.
Análogamente difundida estaba la creencia de que determinadas mujeres
mataban o devoraban, siempre de noche, a niños o a recién nacidos; y
algunas mujeres creían realmente hacerlo». La «extraordinaria conformidad»
(icongruence) de las dos creencias ofrecería a los jueces la prueba de que
las cosas nefandas tradicionalmente atribuidas a los herejes eran verdaderas:
y la confirmación del antiguo estereotipo aportaría las bases de la elaboración
sucesiva de la imagen del aquelarre.27 Según esta reconstrucción, se trató
de un paso históricamente decisivo; pero el comentario es, evidentemente,
inadecuado, así como la alusión que viene inmediatamente después a las
mujeres «ilusas» (deluded) que, quién sabe por qué, creían vagar por la noche
devorando a recién nacidos. El capítulo dedicado por Cohn a «La bruja
nocturna en la imaginación popular» no es más ilustrativo. Afirmar que
la explicación a estas fantasías no ha de buscarse, como sostienen muchos
estudiosos, en la farmacología —esto es, en el uso de sustancias psicotrópicas
por parte de las brujas— sino en la antropología,28 supone formular un
problema sin resolverlo. La confesión de una bruja africana que se autoacusa
de canibalismo nocturno es utilizada por Cohn solamente para insistir en
que, en ambos casos, se trataba de acontecimientos puramente oníricos, y
no, como había sostenido Margaret Murray, reales.
A la refutación de la vieja tesis de Murray está dedicado, no sólo un
capítulo,29 sino, en cierto sentido, todo el libro de Cohn, empeñado en
demostrar la inexistencia, en Europa, de una secta organizada de brujas. Se
trata de una polémica llevada a cabo con argumentos particularmente
eficaces, pero ya finalizada. Su perduración es un síntoma (y, en parte, una
causa) de la unilateralidad que caracteriza a muchos estudios sobre la historia
de la brujería. Veamos por qué.

8. En su libro The Witch-Cult Ín Western Euro-pe Margaret Murray,


egiptóloga y cultivadora de la antropología tras las huellas de Frazer,
sostiene: 1) que la descripción del aquelarre contenida en los procesos por
brujería no eran patrañas arrancadas a la fuerza por los jueces ni infor­
mes de experiencias interiores de carácter más o menos alucinatorio,
sino descripciones exactas de ritos efectivamente celebrados; 2) que estos
ritos, deformados por los jueces en sentido diabólico, en realidad estaban
relacionados con un culto precristiano de la fertilidad, procedente quizás de
la prehistoria y que sobrevivió en Europa hasta la Edad Moderna. Aunque
inmediatamente desautorizado por diversos autores por su falta de rigor y
su inverosimilitud, The Witch-Cult obtuvo de todos modos un amplio
consenso. A Margaret Murray (que volvió a formular sus propias tesis de
modo todavía más dogmático) le encomendó la Encyclopaedia Britannica
la redacción de la voz Witch-craft, posteriormente reimpresa sin cambios
durante casi medio siglo.50 Pero la reedición en 1962 de The Witch-Cult
coincide con la aparición de una crítica sistemática (E. Rose, A Razor fo r
a Goat), seguida en años sucesivos por una serie de polémicas cada vez más
ásperas contra Murray y sus seguidores, verdaderos o presuntos. Hoy día
casi todos los historiadores de la brujería están de acuerdo en definir el libro
de Murray (al igual que ya lo habían hecho sus primeros comentaristas)
como propio de una aficionada, absurdo y falto de cualquier valor científico.31
Esta polémica, en sí más que justificada, ha tenido, empero, el efecto negativo
de desalentar implícitamente las investigaciones sobre los elementos del
aquelarre ajenos a los estereotipos doctos. Como ya hemos visto, semejante
investigación fue descuidada por historiadores como Thomas y Macfarlane
basándose en la inexistencia (o, a! menos, en la falta de pruebas) de un
culto brujesco organizado.32 La confusión entre comportamientos y creencias
justamente achacada a Murray se ha vuelto, paradójicamente, contra sus de­
tractores.
En el prefacio a I benandanti hacía yo una afirmación que todavía
suscribo plenamente, por más que me haya valido la inscripción de oficio
en la fantasmal (pero desacreditada) secta de los «murrayistas»: que la tesis
de Murray, aunque «formulada de modo totalmente acrítico», encerraba «un
núcleo de verdad».33 Evidentemente no se trata del primero de los dos
puntos en que, como hemos visto, la tesis se articula. Es sintomático que,
con la intención de mantener la realidad de los acontecimientos mencionados
en las descripciones del aquelarre, Murray se viera obligada a hacer caso
omiso de los elementos más embarazosos —el vuelo nocturno, las trans­
formaciones en animales— recurriendo a aspectos que se configuraban como
auténticas manipulaciones textuales.34 Es cierto que no hay que excluir de
modo absoluto la posibilidad de que en algún caso hombres y mujeres
dedicados a prácticas mágicas se reunieran para celebrar ritos en los que
se preveían, por ejemplo, orgías sexuales; pero casi todas las descripciones
del aquelarre no proporcionan prueba alguna de acontecimientos de esta
índole. Lo cual no quiere decir, obviamente, que estén faltos del valor
documental: simplemente, documentan mitos, no ritos.
Una vez más hemos de preguntarnos: ¿creencias y mitos de qué? Como
ya hemos señalado, una larga tradición, aúp viva, procedente de ias polémicas
de la Ilustración contra los procesos por brujería ha visto en las confesiones
de las brujas las proyecciones, arrancadas a los acusados con torturas y
presiones psicológicas, de las supersticiones y obsesiones de los jueces. La
«religión diánica», esto es, el culto precristiano de la fertilidad que Murray
reconoce, sin profundizar en él, en las descripciones del aquelarre, sugería
una interpretación diferente y más compleja.35
El «núcleo de verdad» de ía tesis de Murray está aquí. Consiste, en
términos generales, en la decisión de tomarse en serio, frente a cualquier
reducción racionalista, las confesiones de las brajas, como ya habían hecho
predecesores mucho más ilustres (pero paradójicamente olvidados), empe­
zando por Jakob Grimm. Pero la voluntad, racionalista a su vez, de buscar
en dichas confesiones descripciones exactas de los ritos lleva a Murray a
un callejón sin salida. A ello se añade la incapacidad para aislar, en los
testimonios sobre el aquelarre, las inclusiones acaecidas en el curso de
los siglos por las intervenciones prácticas y doctrinales de jueces, inquisidores
y dem onólogos.E n vez de intentar distinguir los estratos más antiguos
de las sucesivas superposiciones, Murray admite de modo acrítíco (y esto
sin contar las manipulaciones textuales ya señaladas) el estereotipo ya
consolidado dei aquelarre como base para la propia interpretación, hacién­
dola completamente inaceptable.

9- Lo que me indujo a reconocer una intuición justa en la comple­


tamente descalificada tesis de Murray (o, mejor, en una parte de la misma)
fue el descubrimiento de un culto agrario de carácter extático difundido en
Friuli entre los siglos xv¡ y xvm. Está documentado en una cincuentena
de procesos inquisitoriales tardíos (área 1575-1675), decididamente atípicos,
procedentes de una zona culturalmente marginal, elementos que se oponen
a todos los criterios externos fijados por Kieckhefer para aislar, más allá
de la superposición docta, las líneas directrices de la brujería popular.
A pesar de ello, de esta documentación surgen elementos decididamente
ajenos a los estereotipos de los demonólogos. Hombres y mujeres que se
autodefinían como benandanti afirmaban que, habiendo nacido «con la
camisa» (esto es, envueltos en el amnio) se veían obligados a ir cuatro veces
al año, por la noche, a combatir «en espíritu», armados de haces de hinojo,
contra brujas y brujos armados de cañas de sorgo: lo que se jugaba en la
batalla nocturna era la fertilidad de los campos. Los inquisidores, visi­
blemente estupefactos, intentaron reconducir este relato al esquema del
aquelarre diabólico; sin embargo, a pesar de sus solicitaciones, hubieron
de pasar casi cincuenta años antes de que los benandanti decidieran, en­
tre dudas y arrepentimientos, modificar sus confesiones en el sentido
requerido.
La realidad física de los encuentros brujescos no se ve en absoluto
confirmada, ni siquiera por vía analógica, por los procesos contra los
benandanti. Declaraban de modo unánime que salían de noche «invisible­
mente con el espíritu», dejando el cuerpo exánime. Sólo en un caso los
misteriosos deliquios permiten entrever la existencia de relaciones reales,
cotidianas, quizás de tipo sectario.37 La posibilidad de que los benandanti
se reunieran periódicamente antes de afrontar la experiencia elucinatoria,
totalmente individual, descrita en sus confesiones, no puede probarse de
modo definitivo. Y es precisamente aquí, por un curioso equívoco, donde
algunos estudiosos han visto el jugo de mi investigación. Los benandanti
han sido definidos por J. B. Russell como «la prueba más sólida jamás
proporcionada de la existencia de la brujería»; para H. C E. Midelfort se
trata del «único culto brujesco documentado hasta hoy en Europa en los
primeros siglos de la Edad Moderna». Expresiones como «existencia de la
brujería» y «culto brujesco documentado» (poco felices, pues asumen el
punto de vista deformante de los inquisidores) traicionan, como se ve por
el contexto en que han sido formuladas, la ya mentada confusión entre mitos
y ritos, entre complejo coherente y difundido de creencias y grupo organizado
de personas que las hubieran practicado. Esto es particularmente obvio en
el caso de Russell, quien habla de las batallas nocturnas con los «miembros
del grupo brujesco local», olvidando el hecho de que los benandanti decla­
raban participar «invisiblemente con el espíritu»; con mayor ambigüedad,
Midelfort señala la dificultad de encontrar, en el rastro de los benandanti,
otros casos de «ritual de grupo».38 La objeción que me plantea N. Cohn,
acerca de que «las experiencias de los benandanti... eran todas de tipo
extático» (trance experiences) y constituían «una variante local de la que
fuera, siglos atrás, la experiencia común de las seguidoras de Diana, He-
rodíades y Holda», en realidad está dirigida a Russell y, en parte, a Midelfort.
A mí me parece completamente aceptable... porque además coincide casi
al pie de la letra con lo que yo escribí en mi libro.39
El valor de la documentación de Friuli radica, a mi parecer, en un punto
completamente distinto. Sobre la brujería (es obvio, pero no vendrá mal
repetirlo) sólo disponemos de testimonios hostiles, procedentes de (o
filtrados por) demonólogos, inquisidores y jueces. Las voces de los acusados
no llegan sofocadas, alteradas, distorsionadas; en muchos casos no concuer-
dan. De aquí —para quien no se conforme con escribir por enésima vez
la historia desde el punto de vista de los vencedores— la importancia de
las anomalías, de las grietas que se abren en ocasiones (muy raramente)
en la documentación, hendiendo su compacidad.40 De la prolongada bús­
queda entre los relatos de los benandanti y los estereotipos de los inqui­
sidores surge un estrato profundo de mitos campesinos vividos con inten­
sidad extraordinaria. Poco a poco, por medio de la introducción de un modelo
cultural hostil, se transformó en el aquelarre. ¿Se habían verificado en otros
lugares vivencias análogas? ¿Hasta qué punto era posible generalizar el caso
— documentalmente excepcional— de los benandanti? Entonces no estaba
en situación de responder a estas preguntas. Pero a mí me parece que
implican «un planteamiento en gran parte nuevo del problema de los
orígenes populares de la brujería»41

10. Hoy hablaría más bien de las «raíces folklóricas del aquelarre».
Aún me parece necesario subrayar el juicio sobre la novedad del plantea­
miento. Con pocas excepciones, la investigación sobre la brujería ha seguido
de hecho caminos muy distintos de los que entonces preveía. Ciertamente,
un prejuicio (no siempre inconsciente) de sexo y de dase ha contribuido
a orientar la atención de los estudiosos principalmente hacia la historia de
la persecución de la brujería.42 Términos como «extravagancias y supers­
ticiones» «credulidad campesina», «histeria femenina», «extrañeza», «rare-
zas», repetidos, como hemos visto, en algunos de los estudios más notorios,
reflejan una elección preliminar de naturaleza ideológica. Pero también una
estudiosa como Larner, que partía de muy distintos presupuestos, ha acabado
centrándose en ía historia de la persecución.43 La actitud de solidaridad
postuma con las víctimas es ciertamente muy distinta de la superioridad
ostentosa frente a su rusticidad cultural; pero también en el primer caso
el escándalo intelectual y moral constituido por la caza de brujas ha
monopolizado casi siempre la atención. Las confesiones de los perseguidos,
mujeres y hombres —sobre todo si se refieren al aquelarre— aparecen, según
los casos, como intrínsecamente irrelevantes o contaminadas por 1a violencia
de los perseguidores. Quien haya intentado entenderlo literalmente, como
documento de una cultura femenina separada, ha acabado ignorando su
denso contenido mítico.44 Muy raras, en verdad, han sido las tentativas por
aproximarse a estos documentos con los instrumentos analíticos que ofrecen
la historia de ias religiones y el folklore, disciplinas de las que los histo­
riadores más serios de la brujería se han mantenido habitualmente alejados,
como si de campos minados se tratase.45 Miedo a caer en el sensacionalismo,
incredulidad frente a los poderes mágicos, desconcierto ante el carácter «casi
universal» de creencias como ia de la metamorfosis zoomórfica (y no
digamos, naturalmente, la inexistencia de una secta brujesca organizada) se
cuentan entre los motivos aducidos para justificar una drástica, y a la larga
estéril, delimitación del campo de la investigación.46
Tanto los perseguidores como ios perseguidos se hallan en el cen­
tro de la investigación que ahora presento. He creído poder reconocer
en el estereotipo del aquelarre una «formación cultural de compromi­
so»: ei resultado híbrido de un conflicto entre cultura folklórica y cultura
docta.47

11. La heterogeneidad del tema ha modelado la estructura del libro.


Se compone de tres partes y un epílogo. En ia primera reconstruyo ía
aparición de la imagen inquisitorial del aquelarre; en la segunda, el pro­
fundísimo estrato mítico y ritual del que brotan las creencias populares que
posteriormente se hacen confluir a la fuerza en el aquelarre; en la tercera,
las posibles explicaciones de esta dispersión de los mitos y de los ritos; en
el epílogo, ia afirmación del estereotipo, ya cristalizado, del aquelarre como
compromiso entre elementos de origen docto y elementos de origen popular.
La primera parte tiene una andadura narrativa lineal: los ámbitos crono­
lógico y geográfico considerados están circunscritos; la red documental es
relativamente densa. El bloque central dei libro, por el contrario, abandona
continuamente el hilo de la narración e ignora a propósito sucesiones
cronológicas y contigüidades espaciales, en el intento de reconstruir por vía
de afinidad algunas configuraciones míticas y rituales, documentadas a lo
largo de milenios y en ocasiones a miles y miles de quilómetros de distancia.
En las páginas dedicadas a las conclusiones, historia y morfología, presen­
tación narrativa y presentación (idealmente) sinóptica se alternan encabal­
gándose.
12. Se empieza con eí tiempo breve, febril, medido al filo de los días,
de la actividad política y del complot. A la larga esto pone en movimiento
mecanismos imprevisibles. La trama que, en el transcurso de medio siglo,
llevó de la persecución de los leprosos y de los judíos a los primeros procesos
referentes ai aquelarre diabólico es en ciertos aspeaos análoga a la que
reconstruye Marc Bloch en su espléndido libro Les Rois Thaumaturges. Fue
una maquinación pura y verdadera la que difundió, en beneficio de las
monarquías francesa e inglesa, la creencia que atribuía a los. soberanos
legítimos de ambos países el poder de curar con la imposición de manos
a los enfermos de escrofulosis. Pero logró imponerse de modo duradero
porque estaba apuntalada por actitudes difundidas en la Europa preindus-
trial: la generalizada necesidad de protección, la atribución a los soberanos
de poderes mágicos.48 Los motivos de fondo que aseguraron a principios
del siglo XIV el éxito del complot contra judíos y leprosos eran diversos:
la inseguridad nacida de una profunda crisis económica, social, política y
religiosa; la hostilidad creciente hacia los grupos marginales; la búsqueda
convulsiva de un chivo expiatorio. Pero la analogía indudable entre los dos
fenómenos plantea un problema general.
Las explicaciones de los movimientos sociales en clave conspiratoria son
símplificadoras, cuando no grotescas; empezando por la lanzada a finales
del siglo XViii por el abate Barruel, quien definió a la Revolución Francesa
como un complot masónico.49 Peto las conjuras existen: son, sobre todo hoy
día, una realidad cotidiana. Conjuras de los servicios secretos, de los terro­
ristas o de ambos. ¿Cuál es su peso efectivo? ¿Cuáles triunfan y cuáles fallan
respecto de su verdadero objetivo y por qué? La reflexión sobre estos
fenómenos y sobre sus implicaciones parece curiosamente inadecuada. Al
fin y al cabo, eí complot no es más que un caso extremo, casi caricaturizado,
de un fenómeno mucho más complejo: el intento de transformar (o
manipular) ía sociedad. Las crecientes dudas sobre la eficacia y sobre los
resultados de los proyectos, sean revolucionarios o tecnocráticos, obligan a
replantearse el modo en que la acción política se inserta en las estructuras
sociales profundas y su verdadera capacidad para modificarlas. Son varios
los signos que hacen suponer que los historiadores atentos a los largos
períodos de tiempo de la economía, de los movimientos sociales, de las
mentalidades, han empezado a reflexionar sobre el significado del aconte­
cimiento (también, aunque no necesariamente, político).50 El análisis de un
fenómeno como el nacimiento de 1a imagen inquisitorial del aquelarre se
inserta en esta tendencia.

13- Pero en el estereotipo del aquelarre surgido alrededor de la mitad


del siglo xrv en los Alpes occidentales afloran también elementos folklóricos
ajenos a ia imagen inquisitorial, difundida en un área mucho más vasta.
Como se ha visto, los historiadores de la brujería generalmente la han
ignorado. En la mayor parte de los casos han extraído, explícita o implí­
citamente, el objeto de su investigación de las categorías interpretativas de
los demonólogos, de los jueces o de los testigos de la acusación. Cuando
Larner, por ejemplo, identifica la brujería con el «poder de hacer el m al-
de origen sobrenatural»,51 propone una definición que es cualquier cosa
menos neutral. En una sociedad transida por los conflictos (esto es, presu­
miblemente, en cualquier sociedad) lo que es malo para un individuo puede
considerarse bueno para su enemigo. ¿Quién decide qué es «el mal»? ¿Quién
decidía, cuando en Europa se daba la caza de brujas, que determinadas
personas eran «brujas» o «brujos»? Su identificación era siempre el resultado
de una relación de fuerza, tanto más eficaz cuanto más se difundían sus
resultados capilarmente. Por medio de la introyecdón (parcial o total, lenta
o inmediata, violenta o aparentemente espontánea) del estereotipo hostil
propuesto por los perseguidores, las víctimas acababan perdiendo su iden­
tidad cultural propia. El que no quiera limitarse a registrar los resultados
de esta violencia histórica debe intentar trabajar con los raros casos en que
la documentación tiene un carácter no solamente dialógico; esto es, aquellos
en que cabe encontrar fragmentos, relativamente inmunes a las deforma­
ciones, de la cultura que las persecudones se proponían suprimir.52
Ya he dicho por qué motivos los procesos de Friuii me parecieron una
grieta en la densa costra aparentemente indescifrable del aquelarre. De ellos
emergen dos temas: las procesiones de los difuntos y las batallas por la
fertilidad Los que declaraban participar en estado de éxtasis eran, en el
primer caso, sobre todo mujeres; en el segundo, mayoritaríamente hombres.
Ambos se autodefinían como benandanti. La unicidad del término permite
observar, por transparencia, un fondo de creencias comunes: pero mientras
que las procesiones de los difuntos están evidentemente relacionadas con
un mito difundido en gran parte de Europa (las seguidoras de Diana, la
«caza salvaje»), las batallas por 1a fertilidad me parecieron, en un primer
momento, un fenómeno limitado a Friuii. Pero con una excepción extraor­
dinaria: un viejo licántropo de Livonia53 que a finales deí siglo XVií confesó
reunirse periódicamente por la noche con sus compañeros para enfrentarse
a los brujos, a fin de arrebatarles los retoños de los frutos de la tierra que
éstos habían sustraído. La hipótesis que presenté para explicar esta apro­
ximación imprevisible —un sustrato común, quizás eslavo— era, como se
verá, sólo en parte exacta. Dicha hipótesis implicaba ya una notable
ampliación del ámbito de la investigación. Pero la ineludible constatación
de la unidad subyacente en las dos versiones de los benandanti — la agraria
y la fúnebre— planteaba la exigencia de una comparación enormemente
más amplia. En ambos casos, de hecho, el salirse el alma del cuerpo — hacia
las batallas nocturnas o hada las procesiones de. las almas en pena— estaba
precedido por un estado cataléptico que sugiere de modo irresistible un
parangón con el éxtasis chamánico. Mas en general, las competencias que
se atribuían los benandanti (el contacto con el mundo de los muertos, el
control mágico de las fuerzas de la naturaleza para asegurar la supervivenda
material de la comunidad) parecen identificar una función social muy similar
a la desarrollada por los chamanes.
Hace muchos años propüse esta conexión (posteriormente confirmada
por Mircea Eüaáe) definiéndola como «no analógica pero reai»;54 todavía
no me había atrevido a afrontaría. Recuerdo haber experimentado, al
reflexionar sobre las perspectivas de investigación que implicaba, una
sensación vagamente parecida al vértigo. Me preguntaba ingenuamente si
algún día llegaría a tener la competencia necesaria para afrontar un tema
tan vasto y complejo. Hoy sé que nunca ia tendré. Pero los documentos
de Friuli que ei caso me había hecho encontrar planteaban preguntas que
exigían una respuesta, aunque fuese inadecuada y provisional. Intento daría
en este libro.

14. En el presente trabajo las partes más discutibles, la segunda y


la tercera, son, creo, ias más novedosas. Es preciso que explique qué me
sugirió una estrategia analítica y expositiva poco habitual en un libro de
historia.
Es obvio que una investigación sobre ías raíces del aquelarre en la cultura
folklórica ha de ser llevada desde un punto de vista comparado. Sólo
inhibiéndose de la comparación con ía Europa continental (A. Macfarlane)
o de ia comparación tout court (K. Thomas) ha sido posible, por ejemplo,
no interrogarse acerca de si rastros de creencias análogas a las de las
seguidoras de Diana podrían también rastrearse en el ámbito inglés.55 Pero
la analogía entre las confesiones de los benandanti y las del licántropo de
Livornia, así como, con mayor razón, la analogía de ambas como testimonios
sobre los chamanes euroasiáticos, mostraban que la comparación debía
extenderse también a áreas y períodos distintos de aquellos en los que tiene
lugar la persecución de la brujería. Hacer coincidir las creencias que surgen
bruscamente en la red documental (las de las mujeres extáticas seguidoras
de Oriente, las de los benandanti, las del licántropo Thiess y así sucesiva­
mente) con el año 1384, con el año 1575, con el año 1692 — esto es, los
momentos en que las registraron inquisidores y jueces— habría sido, sin
lugar a dudas, una simplificación indebida. Testimonios acaso muy recientes
podían conservar huellas de fenómenos mucho más antiguos; y a la inversa,
testimonios remotos podían arrojar luz sobre fenómenos mucho más tar­
díos.56 Evidentemente, esta hipótesis no autorizaba la proyección automática
de los contenidos de la cultura folklórica a una antigüedad remotísima, pero
impedía utilizar la sucesión cronológica como hilo conductor. El mismo
argumento valía para la contigüidad geográfica: el hallazgo de fenómenos
analógicos en áreas muy distantes podía explicarse recurriendo a contactos
culturales en un período muy antiguo. La reconstrucción de una cultura por
una parte extremadamente adherente y por otra documentada de modo
fragmentario y causal implicaba, por lo menos provisionalmente, la renuncia
a algunos de ios postulados esenciales de la investigación histórica, el primero
de todos, el de un tiempo unilineal y uniforme.57 En los procesos se
encontraban no sólo dos culturas, sino dos tiempos radicalmente hetero­
géneos.
Partiendo de la documentación sobre los benandanti he intentado,
durante años, acercar, basándome en afinidades puramente formales, tes­
timonios sobre mitos, creencias y ritos, sin preocuparme por insertarlos en
un marco histórico plausible. La propia naturaleza de la afinidad que
oscuramente buscaba sólo se me aclaró a posteriori. En este camino encontré,
además de las espléndidas páginas de Jakob Grimm, las investigaciones de
W. H. Roscher, M. P. Niísson, S. Luria, V. Propp, KL Meuli y R. Bleichs-
teiner, por citar sólo algunos nombres de una larga lista. Con frecuencia,
estudios efectuados de modo independiente terminaban de hecho conver­
giendo. Poco a poco se esbozó, de un modo compacto desde el punto de
vista morfológico, y heterogéneo desde el punto de vista cronológico, es­
pacial y cultural, una constelación de fenómenos. Me pareció que los mi­
tos y los ritos que había recogido dibujaban un contexto simbólico en
el cual los elementos folklóricos incrustados en ei estereotipo del aquela­
rre resultaban menos indescifrables. Pero periódicamente se me presen­
taba la duda de estar acumulando datos sin sentido, siguiendo analogías irre­
levantes.
Sólo cuando la investigación estaba ya avanzada he hallado la justifi­
cación teórica de lo que llevaba años haciendo a tientas. Está contenida en
algunas reflexiones muy densas de Wittgenstein sobre La rama dorada de
Frazer: «La explicación histórica, la explicación como hipótesis de desarrollo
es sólo un modo de recoger los datos, su sinopsis. Es igualmente posible
ver ios datos en su relación recíproca y recogerlos en una imagen general
que no tenga la forma de un desarrollo cronológico». Esta «representación
perspicua» {übersichtliche Darstellung), observaba Wittgenstein, «mediatiza
la comprensión, que consiste cabalmente en "ver las conexiones”. De aquí
la importancia de hallar eslabones intermedios ».58

15. Tal era el camino que, sin darme cuenta, había seguido. Cierta­
mente, ninguna hipótesis histórica (referida a un ámbito religioso, institu­
cional, étnico, etc.) me habría permitido reunir las imprevisibles constela­
ciones de documentos presentadas en la segunda parte de este libro. Ahora
bien ¿era suficiente una exposición prácticamente histórica de los resultados
reunidos? La respuesta de Wittgenstein era clara: la «representación pers­
picua» era un modo de presentación de los datos no sólo alternativa sino,
implícitamente, superior a la presentación histórica porque: a) era menos
arbitraria, y b) era inmune a hipótesis evolutivas indemostradas. «Una
relación interna entre círculo y elipse», observaba, se ilustra «transformando
gradualmente la elipse en un círculo, pero no para afirmar que una
determinada elipse ha surgido efectivamente, históricamente, de un círculo
(hipótesis evolutiva), sino sólo para hacer a nuestro ojo sensible a una
relación formal.»59
Este ejemplo me parecía excesivamente probatorio. Más que con
círculos y elipses (entes por definición sustraídos a un ámbito temporal)
tenía que vérmelas con hombres y mujeres: benandanti de Friuii, por
ejemplo. Si me hubiera limitado a describir en términos puramente formales
su gradual transformación en brujos, habría acabado descuidando un ele­
mento decisivo: la violencia cultural y psicológica ejercida por los inquisi­
dores. El caso entero habría resultado absolutamente transparente, pero
también absolutamente incomprensible. En el estudio de los hechos huma­
nos, poniendo entre paréntesis ia dimensión temporal se obtiene un cuadro
inevitablemente deformado, por estar depurado de las relaciones de fuerza.
La historia humana no se desarrolla en el mundo de las ideas, sino en el
mundo sublunar en el que irrevisiblemente nacen los individuos, infligen
sufrimiento o lo padecen y mueren.60 :
Así pues, me parecía que la investigación morfológica no podía (por
motivos a la vez intelectuales y morales) sustituir a la reconstrucción
histórica. Lo que sí podía era solicitarla; sobre todo en áreas o períodos poco
y mal documentados. En cuanto a la naturaleza histórica de las relaciones
que había reconstruido, no albergaba dudas. Me había servido de la inves­
tigación morfológica como de una sonda para catar un estrato profundo de
otro modo inalcanzable.61 Aquí la tesis de Wittgenstein debía ser invertida:
en el ámbito de la historia (no en el de la geometría, obviamente) la relación
formal puede ser considerada una hipótesis evolutiva, o mejor genética,
formulada de modo distinto. Era preciso intentar, por medio de la com­
paración, traducir en términos históricos la distribución de los datos, pre­
sentados hasta el momento sobre la base de afinidades internas, formales.
Así pues, habría sido la morfología, aunque acrónica, la que fundamentara,
según el ejemplo de Propp, la diacronía.62

16. La naturaleza conjetural — también declarada en un título (parte


1, cap. I)— de esta tentativa era inevitable, dada la escasez documental. La
convergencia de testimonios permitía bosquejar algunos tramos históricos:
una antiquísima circulación de mitos y ritos ligados al éxtasis, procedente
de las etapas asiáticas, aunque no resultaba plenamente probada, se pre­
sentaba como más que verosímil. Un complejo de fenómenos sustancial­
mente ignorados afloraba a la superficie. Pero este resultado era eviden­
temente inadecuado, además de provisional. La enorme dispersión, y sobre
todo la persistencia de aquellos mitos y de aquellos ritos en contextos
culturales tan diferentes, seguían siendo inexplicables. La representación de
formas simbólicas análogas a milenios de distancia, en ámbitos espaciales
y culturalmente heterogéneos, ¿podía ser analizada en términos puramente
históricos? ¿O se trataba, por el contrario, de casos límite que hacían aparecer
en el tejido de la historia una trama atemporal?
Durante mucho tiempo me debatí en este dilema desconcertante.63 Al
parecer sólo una decisión preliminar, de naturaleza ideológica, podría de­
cantar la alternativa en un sentido u otro. Al final he intentado sustraerme
al chantaje construyendo una especie de experimento (parte III, cap. II).
Partiendo de un detalle particular enigmático de algún documento ya
discutido, he reunido un conjunto —ciertamente incompleto— de mitos,
leyendas, fábulas y ritos con frecuencia testimoniados en un ámbito crono­
lógico y espacial muy vasto, y además caracterizado por un grado elevado
de «semejanzas familiares».64 Con alguna excepción parcial (O. Gruppe,
S. Luria, A. Brelich) los componentes distintos de la serie fueron analizados
como entidades separadas. Más adelante diré qué hilo une — por poner sólo
algún ejemplo— a Edipo, Aquiles y Cenicienta; el mítico porte de un solo
calzado y la recogida ritual de los huesos de los animales muertos. Bastará
de momento con decir que el análisis completo de la serie me ha llevado
a superar en parte el dilema inicial, llegando a conclusiones quizás no
irrelevantes, también desde el punto de vista teórico,

17. La riqueza potencial del experimento procedía principalmente de


la extraordinaria distribución en el tiempo y en el espacio que caracteriza,
como se ha dicho, a casi todas las unidades distintas de la serie. Que yo
sepa, ninguno de los estudiosos que han intervenido ha liquidado esta
característica como si fuera un fenómeno casual; muchos se han limitado
a registrarla como un dato de hecho; algunos han intentado explicarla. Las
principales hipótesis formuladas —casi siempre de modo independiente—
son las siguientes:

a) La persistencia y difusión de fenómenos similares constituiría la


prueba de una continuidad histórica semiliquidada, que habría sedimentado
reacciones psicológicas primordiales: de aquí, según K. Meuli, las analogías
entre los ritos de los cazadores del Paleolítico (parcialmente reconstruibles
por medio de los testimonios de los chamanes del Asia septentrional) y
el sacrificio griego. Acentuando el elemento de continuidad psicológica,
W. Burkert ha señalado ^arquetipos atemporales, remitiendo a las teorías
de Jung. Otro tanto ha hecho R. Needham a propósito del mito del hombre
unilateral o demediado, el cual se halla en contextos culturales extremada­
mente heterogéneos.
b) La hipótesis de Meuli, sobre todo en la formulación de Burkert, ha
sido rechazada por J.-P. Vernant y M. Detienne por estar basada necesa­
riamente en «un arquetipo psíquico o alguna estructura invariable». En
consecuencia, han considerado implanteable también una comparación con
culturas distintas y más antiguas que la griega. En este contexto polémico
han repetido, por una parte, el rechazo de una «historia vertical» (M. De­
tienne) y por otra, una «apuesta a favor de la sincronía» (J.-P. Vernant)65
que también ha inspirado algunos ensayos sobre un mito incluido en la serie
aquí propuesta: el de Edipo.
c) Un estudioso (Claude Lévi-Strauss) se ha detenido en el tema de
la cojera mírica y ritual, observando que su enorme amplitud geográfica
parece implicar una génesis remotísima (el Paleolítico) y por tanto inve-
rificable. De aquí procede, como veremos, una propuesta de explicaciones
en términos formales basada en una sumaria pero amplísima compa­
ración.
d) La génesis en edades prehistóricas o protohistóricas de algunos de
entre los fenómenos que he examinado ha sido con frecuencia objeto
de hipótesis, pero rara vez de modo argumentado; entre las excepciones
se cuenta L Schmidt, quien ha intentado precisar el marco histórico y
geográfico en que se propagaron el mito de la resurrección de los animales
a partir de los huesos y otros mitos afines.
Se trata de planteamientos muy distintos: por los presupuestos gene­
rales, por los criterios utilizados para identificar el objeto de la investigación
y por las implicaciones. Una valoración debe distinguir todos estos elementos
sin limitarse a las fáciles etiquetas ideológicas que identificarían la primera
interpretación como arquetípica, la segunda y la tercera como estructuralistas
y la cuarta como difusionlsta.
Muchas veces se había de arquetipos de modo genético, sin pretensiones
explicativas. Ahora bien, cuando el término remite más o menos explíci­
tamente a una transmisión hereditaria de carácter cultural adquirido, com­
pletamente indemostrable, {a) su pretensión explicativa se muestra total­
mente inconsistente, y a fin de cuentas potencialmente racista. Además,
rechazar un problema porque las soluciones propuestas son insatisfactorias
(b) me parece un procedimiento inaceptable. Por otra parte, hablar de
«herencia del Paleolítico», como hace Detienne, significa circunscribir ar­
bitrariamente, descalificándolas, las posibles soluciones, (c) La hipótesis
según la cual la aparición de fenómenos similares en culturas distintas estaría
ligada a estructuras inmutables de la mente humana, implica de hecho
obligaciones formales innatas, no herencias o arquetipos; además, como se
verá, la solución propuesta en el caso específico es insatisfactoria desde
cualquier punto de vista, teórico o de hecho, (d) La elección es portadora
de una objeción de principio, aplicable a cualquier teoría difusionista: el
contacto o la continuidad son acontecimientos externos que no bastan para
explicar ía transmisión en el espacio y en el tiempo de los fenómenos
culturales; sobre todo si asume, como en el caso en cuestión, proporciones
macroscópicas.
Consideremos ahora los criterios utilizados una y otra vez para iden­
tificar el objeto de la investigación. En la investigación sobre el mito o sobre
el rito inspirada en el estmcturalismo, el objeto es construido (o decons-
truido) en primer lugar descomponiendo los datos superficiales y posterior­
mente elaborando series basadas en una retícula de isomorfismos profun­
dos.66 El polémico objetivo de este planteamiento es el hábito positivista
de partir de unidades aisladas en busca de analogías que implican trans­
misiones o filiaciones. Pero es cierto que los teóricos del estmcturalismo
no siempre ponen en práctica sus propios principios; a la inversa, estudiosos
de inspiración positivista han demostrado saber captar la afinidad profunda
que liga a mitos o ritos aparentemente distintos. Más allá de las etiquetas,
el camino a seguir me parece claro: el isomorfismo fundamenta la identidad,
y no a la inversa. Esto implica una divergencia radical, más en el método
que en los presupuestos, con quienes pretenden aferrar intuitivamente los
símbolos inmutables —los arquetipos— en que se expresaban las epifanías
del inconsciente colectivo (Jung) o las manifestaciones primordiales de lo
sagrado (Eliade).67
En conclusión, las investigaciones basadas en una diacronía amplia y
en una vasta comparación responden a la pregunta planteada por la
continuidad y la dispersión de mitos y ritos similares formulando hipótesis
inconsistentes (arquetipos) o simplifícadoras (difusión mecánica); y las
basadas en un planteamiento sincrónico aluden no ya la comparación, sino
el problema. Por otra parte, la solución en ciertos aspectos intermedia
delineada rápidamente por Lévi-Strauss — un análisis al mismo tiempo
sincrónico y comparado de los fenómenos transculturales— levanta, como
se verá, objeciones que son al mismo tiempo de principio y de hecho. Pero
la elección entre alternativas que implican, respectivamente, respuestas
inaceptables y preguntas insuficientes ¿es verdaderamente inevitable? ¿Pers­
pectiva diacrónica y rigor metódico son verdaderamente incompatibles?

18. Estas preguntas facilitan la comprensión de por qué el libro que


presento contiene, sobre todo en el capítulo más decididamente teórico
(parte III, cap. II) un diálogo, implícito o explícito, con los estudiosos que
en los últimos decenios han renovado, desde puntos de vista sólo en parte
coincidentes, las investigaciones sobre el mito (C. Lévi-Strauss) y en par­
ticular sobre el mito griego (J.-P. Vernant, M. Detienne). Empezaré bos­
quejando los términos de la discusión con estos últimos.
Como ya he dicho, J.-P. Vernant ha hablado de «apuesta a favor de
la sincronía» contra un «comparatismo retrospectivo» que intentaría rastrear
las «etapas de una génesis hipotética». De modo igualmente neto, M. De­
tienne ha desestimado una «historia vertical» proyectada hacia las «brumas
del Paleolítico». La documentación examinada por Vernant y Detienne está,
ciertamente, muy circunscrita tanto en el tiempo como en el espacio: va
(limitándonos a los textos) desde Homero hasta los mitógrafos helenísticos.
Lo cual permite hablar de planteamiento «sincrónico» y la consideración
unitaria de este corpus textual casi milenario.68 Reivindicación de la origi­
nalidad de la civilización griega y voluntad de estudiar su religión y mitos
como «sistema organizado» son dos facetas del mismo proyecto.69 Desde
este punto de vista, como Vernant ha visto lúcidamente, la relación entre
sincronía y diacronía se configura como una aporía irresoluta.70
Ciertamente, originalidad no es sinónimo de autoctonía. En otro tiempo
Vernant se tomó muy en serio la hipótesis — señalada por Rohde y
posteriormente desarrollada por Meuü y otros estudiosos— de que fenó­
menos religiosos griegos ligados al éxtasis constituyeron una reelaboración
de temas presentes en el chamanismo euroasiático.71 La serie que he
reconstruido sobre bases morfológicas inserta esta relación en una perspec­
tiva cronológica aún más amplia, que llega a incluir, por ejemplo, a las
seguidoras de Oriente, a los benandanti de Friuii y al licántropo de Livonia.
Considerar la representación de determinados fenómenos en el interior de
culturas diversas como un testimonio de relaciones históricas imperfecta­
mente probadas, o no probadas de hecho, significa alejarse de la elección
rigurosamente sincrónica mantenida, en el ámbito griego, por Vernant y
Detienne. Y sin embargo es cierto que su polémica contra el «comparatismo
retrospectivo» admite alguna excepción, visto que ambos se han inspirado
repetidamente en las investigaciones de Dumézil y, en menor medida, de
Benveniste.72 Pero las lenguas indoeuropeas habían proporcionado a Du­
mézil y a Benveniste la prueba indudable de un marco de filiaciones
históricas. En el caso de las relaciones entre lenguas urálicas e indoeuropeas,
por ejemplo, esta prueba falta. Desde luego, de haberme limitado a traducir
en términos históricos, aunque sólo fueran conjeturales (parte III, cap. I),
la serie de datos que había presentado en un primer momento sobre la base
de analogías internas (parte II), podía haber sido acusado de volver a
proponer implícitamente una envejecida interpretación difusionista, basada
solamente en filiaciones y relaciones genéticas.73 Pero el experimento que
sigue (parte III, cap. II) aísla un tema con la intención de reexaminar toda
la cuestión desde un punto de vista más complejo, que salda la deuda con
eí punto fuerte de la «apuesta a favor de la sincronía» de Vernant: el
planteamiento sistemático.
El nexo indisoluble entre «sincronía» y «sistema» se deriva obviamente,
más allá de las formulaciones de Lévi-Strauss, de Saussure.74 Y sin embargo
es cierto que el uso analógico del término «sistema» en ámbitos extra-
lingüísticos («sistema cultural», «sistema social», «sistema mítico-religión»,
etc.) presenta riesgos: en estos casos, de hecho, las unidades constitutivas
no son discernibles de modo riguroso. Una confrontación entre las nociones
de «mitema», introducida en un primer momento por Lévi-Strauss, y la de
«fonema» en que se basaba, indica claramente que no basta con inferir
modelos conceptuales de la lingüística para alcanzar ei rigor.75 Trátese del
sistema fonológico de una lengua muerta (o de la fase desaparecida de una
lengua viva) o del «sistema latente» de un mito,76 deben ser reconstruidos
sobre la base de un conjunto documental intrínsicamente limitado, si bien
(por medio de hallazgos arqueológicos, papiroíógicos, etc.) potencialmente
en expansión. Pero la naturaleza a menudo casual, indirecta o fragmentaria
de la documentación sobre el mito implica la posibilidad — menos frecuente
en eí ámbito lingüístico— de que elementos cruciales para la interpretación
sean o no todavía descubiertos, o perdidos para siempre.77 Una inadvertencia
(seguida de un feliz replanteamiento) d e,Lévi-Strauss" ilustrará los meca­
nismos selectivos del proceso de transmísióay sus consecuencias.78
Estas consideraciones surgen de la utilización prudente de la noción de
sistema mítico-religioso. La insistencia en un planteamiento puramente
sincrónico suscita perplejidades más graves. El riesgo de empobrecer de este
modo la complejidad de los fenómenos ha sido subrayado por historiadores
no sólo profesionalmente, sino inevitablemente interesados en la sucesión
temporal.79 Preocupaciones análogas han sido formuladas también por
semiólogos como Lotman y sus colaboradores, quienes han propuesto un
estudio de la cultura basado en una noción amplia de «texto», a fin de incluir
mitos, ritos, iconos, manufacturas, etc.: «En la existencia real de la cultura
funcionan siempre, junto a los nuevos, textos transmitidos por una tradición
cultural ciada o introducidos desde el exterior. Esto confiere a cualquier estado
sincrónico de la cultura los caracteres del plurilingüismo cultural. Desde el
momento en que a diferentes niveles sociales la velocidad del desarrollo
cultural puede ser desigual, un estrato sincrónico de la cultura puede incluir
su diacronía y la reproducción activa de los "viejos textos”».80 En estas
palabras se advierte el eco de la polémica de Román Jakobson contra la
drástica antítesis entre sincronía y diacronía formulada por Saussure.81
Precisamente Jakobson, pensando de nuevo en su propia experiencia juvenil
de folklorista, observó que «cuando se superponen a interpretaciones
sistemático-sincrónicas los actos y las creencias mágicas de los grupos
folklóricos actuales ... se muestra convincentemente atestiguada la antigüedad
prehistórica de gran parte de lo que se oculta en los elementos llegados
hasta nosotros. Entonces uno se percata y se persuade con renovada fuerza
de cómo los testimonios folklóricos hunden sus raíces en un tiempo mucho
más lejano y tienen una difusión espacial mucho más amplia de la que cabía
creer. Si anteriormente no pudieron sostenerse de modo convincente con­
clusiones semejantes, es porque los procedimientos mecanidstas de la
investigación precedente no habían cedido el paso al análisis estructural de
la difusión del patrimonio folklórico».82 Esta perspectiva parece mucho más
apropiada para describir y comprender situaciones conflictivas que el pos­
tulado, sustancialmente monolítico más que estático, de un «sistema único»
que garantizaría «el campo de las representaciones» culturales.83 En la
sección transversal de cualquier presente también están incrustados muchos
pasados de diverso grosor temporal que (sobre todo en el caso de testimonios
folklóricos) pueden remitir a un contexto espacial mucho más vasto.

19- Como es cosa sabida, a prindpios de los años cuarenta Lévi-Strauss


derivó de las investigaciones fonológicas de Jakobson, un método para
analizar los fenómenos sociales (en primer lugar las estructuras del paren­
tesco). Es significativo que Lévi-Strauss descuidara de manera absoluta,
entonces y posteriormente, la exigencia formulada por Jakobson de superar
la antítesis entre sincronía y diacronía. Pero la interpretación corriente, según
la cual la opción sincrónica de Lévi-Strauss implicaría una actitud agresi­
vamente antihistórica, es superfidal. En un primer momento Lévi-Strauss,
remitiéndose a una célebre frase de Marx, atribuyó a los historiadores la
esfera de la conciencia («los hombres hacen (la historia») y a los antropólogos
la de la inconsciencia («pero no saben^cerla»)*: un reparto de campos que
admitía la posibilidad de hibridaciones fecundas, como las investigaciones
de L Febvre sobre los fenómenos oscuros o inconscientes de la mente.84
Posteriormente Lévi-Strauss ha formulado la relación entre antropología e
historia en términos de dilema: la confrontación repetida entre mitos
homólogos ligados a culturas no cohesionadas históricamente (o por lo
menos no reladonadas documentalmente) conduía una y otra vez recon-
duciendo las analogías a constricciones formales, antes que a préstamos
culturales.85 Sin embargo, recientemente, y recogiendo hasta el título de un
ensayo escrito más de treinta años antes, Lévi-Strauss ha insistido — como
entonces— en la posibilidad de colaboración entre historiadores y antro­
pólogos. «También el difusionismo — ha escrito— , y con mayor motivo
cualquier investigación histórica, tienen una importancia esencial para el
análisis estructural: estas perspectivas, por caminos diferentes y con posi­
bilidades desiguales, tienden al mismo fin, esto es, hacer inteligible, sacando
a ía luz su unidads fenómenos superficialmente heterogéneos. El análisis
estructural converge directamente con la historia cuando, más allá de los
datos empíricos, se aplica a estructuras profundas que, en tanto que pro­
fundas, pueden también haber sido comunes en el pasado {des structures
profondes qui, parce que profondes, peuvent aussi avoir été communes dans
le passé).y>m Estas consideraciones introducen una densa reflexión, sugerida
por el sistema de clasificación biológica conocido como cladística. Mientras
que las clasificaciones tradicionales disponían las especies a lo largo de una
escala evolutiva según sus características más o menos complejas, la cladística
establece una pluralidad de ordenaciones (o dadogramas) basadas en ho­
mologías que no remiten necesariamente a relaciones genealógicas. Así,
observa Lévi-Strauss, la cladística ha abierto «un camino intermedio entre
el nivel de la estructura y el del acontedmiento» que puede ser recorrido
también por quien se ocupa de la espede humana: las homologías, iden­
tificadas gracias al análisis estructural, entre fenómenos pertenecientes a
sociedades distintas, deberán ser sucesivamente superpuestas en la criba
deí historiador para aislar las que corresponden a nexos reales y no sólo
posibles.
Las convergencias entre el programa de investigación diseñado por
Lévi-Strauss y el libro que he escrito me parecen bastante notables. Pero
no lo son menos las divergencias. La primera consiste en eí rechazo de la
función, circunscrita y marginal, que Lévi-Strauss atribuye a la historiografía:
responder, por medio de la comprobación de datos de hecho, a las preguntas
planteadas por la antropología. A quien trabaje, a diferencia de Lévi-Strauss,
con documentos datados o datables, puede sucederle lo contrario: y no sólo
cuando — como en la investigación aquí presentada— morfología e historia,
hallazgo de homologías formales y reconstrucdones de contextos espacio-
temporales, constituyen aspeaos de la investigadón desarrollada por un
único individuo. De este enlace surge también una segunda divergenda. Las
series isomorfas analizadas en las partes segunda y tercera de este libro
pertenecen a un ámbito situado entre la profundidad abstracta de la estruc­
tura (predilecta de Lévi-Strauss) y la concreción superficial del acontedmien­
to.87 En este lugar intermedio se juega probablemente, entre convergencias
y contrastes, la verdadera partida entre la antropología y la historia.

20. Hace mucho tiempo me propuse demostrar experimentalmente,


desde un punto de vista histórico, la inexistenda de la naturaleza humana;
y hoy, veinticinco años más tarde, me veo sosteniendo una tesis exactamente
contraria. Como se verá, en cierto punto la investigación se ha transformado
en una reflexión —guiada por el examen de un caso quizás extremo— sobre
los límites del conocimiento histórico.
Pero ante todo soy bien consciente de los límites de mis conocimientos.
Y para que el caso sea más grave he tomado la dedsión de moverme en
una perspectiva al mismo tiempo diacrónica y comparada. Obviamente, esto
hada imposible una ampliación de la investigación del «campo de la
mitología junto con ias informaciones que se refieren a todos los registros
de la vida social* espiritual y material del grupo humano considerado».88 El
precio pagado en términos de conocimiento específico terminaba volvién­
dose parte del experimento. Más desagradable ha sido ia forzosa renuncia
a incluir en el análisis (con pocas excepciones) una dimensión quizás
descuidada, por ser difícilmente documentable o considerada erróneamente
irreievante: la subjetiva. La mayor parte de los testimonios que he encon­
trado son fragmentarios y, sobre todo, indirectos: a menudo de tercera o
de cuarta mano. Los significados que los actores atribuían a los mitos que
revivían en estado de éxtasis o a los ritos en que tomaban parte por regla
general se nos escapan. Al respecto, la documentación sobre los benandanti
muestra ser preciosa. En sus relatos vemos a individuos distintos articular
de modo también distinto, cada uno con su propio acento, un núcleo de
creencias comunes. Esta riqueza de lo vivido es casi siempre inencontrable
en los concisos resúmenes elaborados por los mitógrafos helenísticos, por
los autores de los penitenciales alromedievales o por los folkloristas deci­
monónicos. Pero los mitos, en tanto que pueden describirse por medio de
oposiciones formales abstractas, se encarnan, se transmiten y actúan en
situaciones sociales concretas, a través de individuos de carne y hueso.
Y además actúan también independientemente de la conciencia que los
individuos tienen de ellos. Aquí la analogía — por definición imperfecta—
con el lenguaje se dispara de forma irremediable. Se ha intentado parangonar
las variantes individuales del mito con hechos lingüísticos diferenciados: y
los chamanes Iapones o siberianos, los licántropos bálticos, las armiers del
Ariége pirenaico, los benandanti de Friuli, los kresniki dálmatas, los calusari
rumanos, los táltos húngaros, los burkudzáuta caucásicos constituyen una
variedad de población dispersa en el tiempo y en el espacio y hablan lenguas
míticas diversas, pero están ligados por parentescos estrechísimos. Para
reconstruir a nivel supraindividual el significado de sus mitos y de sus ritos
es preciso seguir el camino trazado en el ámbito lingüístico por Benveniste:
«A través de la comparación y por medio de un análisis diacrónico, se trata
de hacer que aparezca un significado allí donde, al empezar, no teníamos
más que una designación. De este modo la dimensión temporal se convierte
en una dimensión explicativa».89 Más allá del uso reconstruible sincróni­
camente (désignation), ligado a condiciones locales, surge, gracias a la
«comparación retrospectiva», un significado que Benveniste llama «prima­
rio» (significaron prem iére ) en el sentido, puramente relativo, de lo más
antiguo alcanzable.90 En el caso de los fenómenos considerados aquí, el núcleo
primario está constituido por el viaje del vivo al mundo de los muertos.

21. A este núcleo mítico se ligan también temas folklóricos como el


vuelo nocturno y la metamorfosis animal. De su fusión con la imagen de
la secta hostil que había ido siendo proyectada sobre los leprosos, los judíos,
las brujas y los brujos, brota una formación cultural de compromiso: el
aquelarre. Su difusión más allá del arco alpino occidental, donde cristalizó
por vez primera, empezó en los primeros decenios del siglo xv. Gracias
a las prédicas de san Bernardino de Siena, una secta considerada hasta el
momento periférica era descubierta en el mismísimo corazón de la cristian­
dad, Roma. Descubrimientos análogos estaban destinados a repetirse durante
más de dos siglos por toda Europa. Circunstancias locales y supralocales
explican en ocasiones la agudización de la caza de brujas: ciertamente, el
estereotipo del aquelarre, inmutable más allá de las variantes superficiales,
contribuyó poderosamente a intensificarla.
Con el fin de la persecución el aquelarre se disolvió. Negado como
acontecimiento real, relegado a un pasado que ya no era amenazador,
alimentó la imaginación de los pintores, los poetas y los filólogos.. Pero los
antiquísimos mitos que habían confluido durante un período de tiempo
sumamente breve (tres siglos) en aquel estereotipo compuesto han sobre­
vivido a la desaparición de éste. Todavía están activos. La experiencia
inaccesible que la humanidad ha expresado simbólicamente durante milenios
a través de mitos, fábulas, ritos, éxtasis, sigue siendo uno de los centros
escondidos de nuestra cultura, de nuestro modo de estar en el mundo.
También al intento de conocer el pasado es un viaje al mundo de los di­
funtos.91

Nota

La primera idea de esta investigación se remonta a 1964 o 1965; el inicio


propiamente dicho, a 1975. Desde entonces ha progresado de manera discontinua,
con largas pausas y desviaciones. He presentado algunos resultados provisionales en
los seminarios dirigidos por jacques Le Goff (en la Ecole Pratique des Hautes Études),
por Jean-Pierre Vernant (en el Centre de Recherches comparées sur les Sociétés
Anciennes), por Keith Thomas (en la Universidad de Oxford); en dos ciclos de
lecciones que tuvieron lugar respectivamente en la Van Lee Foundation de Jerusalén
por invitación de Yehuda Elkana, y en el Coüége de France, por invitación de André
Chastel y de Emmanuel Le Roy Laudurie; en Edimburgo, en una Antiquary Lecture
en el Departamento de Historia de Princeton; a lo largo de seminarios míos con
estudiantes de Yale (1983) y Bolonia (1975-1976, 1979-1980, 1986-1987). En estos
encuentros y discusiones he aprendido mucho. Pero sin las temporadas pasadas, en
varias ocasiones, en el Centre de Recherches Historiques (París), en el Whitney
Humanities Center de la Universidad de Yale en el otoño de 1983, en el Institute
for Advanced Study (Princeton) en el invierno de 1986, y en el Getty Center for the
History of Art and Humanities (Santa Ménica) en la primavera del mismo año, el
presente libro nunca se hubiera escrito.
Sobre esta investigación he discutido mucho con Stefano Della Torre y Jean Lévy,
y después con Simona Cerutti y Giovanni Levi: sus críticas y sus sugerencias han sido
preciosas para mí. Salvatore Settis me ha permitido mejorar el texto cuando aún era
un esbozo. En las notas doy las gradas a cuantos me han ayudado con sus consejos
e indicadones durante muchos años. En este sentido recuerdo especialmente, con afecto
y gratitud, a Italo Calvino y Arnaido Momigliano.
Primera parte
Leprosos, judíos, musulmanes

L En febrero de 1321, como se lee en la crónica del monasterio de


Santo Stefano di Condona, cayó muchísima nieve. Los leprosos fueron
exterminados. Volvió a caer muchísima nieve antes de la mitad de la
cuaresma; luego llegó una gran lluvia.1
El anónimo cronista dedica al exterminio de los leprosos la misma
atención que a los acontecimientos meteorológicos insólitos. Otras crónicas
del mismo período hablan de la vicisitud con más emoción. Los leprosos,
dice una, «fueron quemados en casi toda Francia, porque habían prepara­
do venenos para matar a toda la población».2 Otra, la crónica del monas­
terio de Santa Caterina de monte Rotomagi: «En todo el reino de Francia
los leprosos fueron encarcelados y condenados por el Papa; muchos fue­
ron enviados a la hoguera; los supervivientes fueron recluidos en sus
habitaciones. Algunos confesaron que habían conspirado para matar a
todos los sanos, nobles y no nobles, y para tener dominio sobre el mundo
entero {ut delerent omnes sanos cbristianos, tam nobiles quam ignobiles,
et ut baberent dominium rnundi)•»? Todavía más amplío es el relato del
inquisidor dominico Bernard Gui. Los leprosos, «enfermos de cuerpo y
alma», habían echado polvos venenosos en las fuentes, pozos y ríos para
transmitir la lepra a los sanos y hacerlos enfermar o morir. Parece increí­
ble, dice Gui, pero aspiraban al dominio de las ciudades y de los campos;
ya se habían repartido el poder y los títulos de condes y barones. Muchos,
tras haber sido encarcelados, confesaron haber estado en reuniones secre­
tas o capítulos, y que sus jefes habían dedicado dos años a urdir la
conspiración. Pero Dios tuvo piedad de su gente: en muchas ciudades y
pueblos los culpables fueron descubiertos y quemados. Por otra parte la
población enfurecida, sin esperar un juicio en regla, destruyó las casas de
los leprosos y las quemó con sus moradores dentro. Ahora bien, posterior­
mente se decidió proceder de manera menos precipitada; desde entonces
en adelante los leprosos supervivientes que habían resultado inocentes
fueron, por decisión previsora, recluidos en lugares en los que tendrían
que quedarse hasta consumirse, a perpetuidad y sin salir. Y para que no
pudieran hacer daño ni reproducirse, los hombres y las mujeres fueron
rígidamente separados.4
Tanto la destrucción como la reclusión de los leprosos habían sido
autorizadas por Felipe V el Largo, rey de Francia, en un edicto emitido en
Poitiers el 21 de junio de 1321. Puesto que los leprosos —-no sólo en el
reino de Francia, sino en todos los reinos de la cristiandad— habían
intentado matar a los sanos envenenando aguas, fuentes y pozos, Felipe
había hecho encarcelar y quemar a los reos confesos. Con todo, algunos
permanecieron impunes; y he aquí las medidas adoptadas respecto a ellos.
Todos los leprosos supervivientes que habían confesado el crimen habían
de ser quemados. Los que no querían confesar debían ser sometidos a tortura;
y, cuando hubieran confesado la verdad, habían de ser quemados. Las mujeres
leprosas que hubieran confesado el crimen, espontáneamente o por efecto
de la tortura, debían ser quemadas, a menos que estuvieran embarazadas;
si lo estaban, habían de permanecer separadas hasta el parto y el destete
del niño y ser posteriormente quemadas. Los leprosos que a pesar de todo
se negaban a reconocer su participación en el crimen debían ser segregados
a sus lugares de origen; hombres y mujeres debían estar rigurosamente
separados. La misma suerte habían de correr sus hijos, si nacieran en el
futuro. Los niños menores de catorce años debían ser segregados, separando,
también en este caso, a varones de hembras; los mayores de catorce años
que hubieran confesado el crimen debían ser quemados. Además, puesto que
los leprosos habían cometido un delito de lesa majestad y directo contra
el Estado, todos sus bienes eran confiscados hasta nueva orden; se debía,
sin embargo, dar lo necesario para vivir a los hermanos, a las hermanas
y a los que de aquellos bienes sacaban un beneficio. Todos los procedimientos
judiciales contra los leprosos estaban confiados a la corona.
Estas providencias fueron en parte modificadas por dos edictos algo
posteriores, emitidos respectivamente el 16 y el 18 de agosto del mismo
año. En el primero, ante las protestas de prelados, barones, nobles y
comunidades que reivindicaban el derecho de administrar los bienes de los
leprosos puestos bajo su custodia, Felipe V ordenó interrumpir la confis­
cación. En el segundo, reconoce a los obispos y jueces de tribunales inferiores
la facultad de juzgar a los leprosos, dejando de lado la cuestión (sobre 1a
que había papeles diversos) de la existencia o no de un delito de lesa
majestad. Esta sustracción a las prerrogativas de la corona estaba motivada
explícitamente por la necesidad de castigar lo más rápidamente posible a
los culpables. Así pues, los procesos seguían, y también la segregación de
los leprosos. Un año más tarde el sucesor de Felipe V, Carlos el Hermoso,
confirmó que debían estar recluidos (renfermés)?
Por primera vez en Europa se decidía un programa de reclusión tan
masivo. En los siglos sucesivos, a los leprosos se añadirían otros personajes:
los locos, los pobres, los criminales, los judíos.6 Pero los leprosos iniciaron
el camino. Hasta entonces, y a pesar del miedo al contagio, el cual inspiraba
complejos rituales de separación (De leproso amovendo), los leprosos
habían vivido en instituciones de tipo hospitalario, casi siempre adminis­
tradas por religiosos, ampliamente abiertas hada el exterior y en las que
se entraba voluntariamente. Desde aquel momento en Francia fueron
segregados de por vida a lugares cerrados.7

2. La ocasión de este dramático desarrollo había sido ofrecida, como


se ha visto, por el providencial descubrimiento de la conjura. Pero a este
respecto otros cronistas dan una versión diferente.
Un cronista anónimo que escribía por los mismos años (su relato
termina en 1328) se refirió a la voz que corría, cuyo origen afirmaba ignorar,
sobre el intento de envenenamiento de las fuentes y pozos por los leprosos;
añade nuevos detalles sobre el reparto del poder que habían proyectado (uno
debería hacerse rey de Francia, otro rey de Inglaterra, otro conde de Blois);
pero introduce un elemento nuevo. «Se decía —escribe— que los judíos eran
cómplices de los leprosos (consentara aux mésaux) en este crimen: y por
eso muchos de ellos fueron quemados junto a los leprosos. El populacho
se tomaba la justicia por su mano, sin llamar al preboste ni al bailío:
encerraban a la gente en su casa, junto con el ganado y los muebles, y los
quemaban.»
Aquí se presenta a leprosos y judíos como igualmente responsables de
ía conjura. Pero es una voz casi aislada:8 de hecho, un grupo de cronistas
presenta una tercera versión de los hechos más compleja que las recordadas
hasta el momento. Se trata de los continuadores anónimos de las crónicas
de Guiüaume de Nangis y de Gérard de Frachet; de Giovanni da San Víttore;
del autor de la crónica de Saint-Denis; de Jean d’Outremeuse; del autor de
ía Genealogía comitum Flandriae.9 A excepción del último, todos remiten
explícitamente a una confesión que hizo llegar a Felipe V Jean Í Archevéque,
señor de Parthenay. En ésta, uno de los jefes de los leprosos había declarado
haber sido corrompido con dinero por un judio, quien le había entregado
el veneno que había que esparcir por fuentes y pozos. Los ingredientes eran
sangre humana, orina, tres hierbas que no se precisan y hostia consagrada,
todo ello desecado, reducido a polvo y metido en bolsitas provistas de pesos
para que llegaran más rápidamente al fondo. Había sido prometido más
dinero por involucrar a más leprosos en la maquinación. Pero sobre esta
última, sobre su naturaleza, las voces discrepaban. La más difundida y fiable
(•verior) era, según la crónica de que estamos hablando, la que atribuía la
responsabilidad al rey de Granada. Este, incapaz de vencer a los cristianos
por la fuerza, había pensado deshacerse de ellos por la astucia. Entonces
se había dirigido a los judíos ofreciéndoles una gran suma de dinero para
que preparasen un proyecto criminal capaz de destruir a la cristiandad. Los
judíos habían aceptado, pero habían declarado que no podían actuar direc­
tamente porque sería demasiado sospechoso: era mejor confiar la ejecución
a los leprosos, quienes, al frecuentar continuamente a los cristianos, podrían
envenenar sus aguas sin dificultad. Entonces ios judíos habían reunido a
algunos de los jefes de los leprosos y, con la ayuda deí diablo, los habían
inducido a abjurar de la fe y a triturar en las pociones pestíferas hostias
consagradas. A continuación Ios leprosos convocaron cuatro concilios en los
que habían participado los representantes de todas las leproserías (a excep­
ción de dos de Inglaterra). Habrían dirigido el siguiente discurso a los
leprosos reunidos, por instigación de los judíos a su vez inspirados por el
diablo: «Los cristianos os tratan como gente vil y abyecta; haría falta
matarlos o contagiarles la lepra a todos; si todos fueran iguales (uniformes ),
nadie despreciaría a otro». Este proyecto criminal había sido acogido con
gran aprobación y comunicado a los leprosos de varias provincias, junto con
la promesa de reinos, principados y condados que quedarían vacantes a raíz
de la muerte o la enfermedad de los sanos. Los judíos, decía Jean d’Ou-
tremeuse, se habían reservado las tierras de ciertos principados; los leprosos,
dice el continuador de la crónica de Guillaume de Nangis, ya se habían
atribuido los títulos que creían a su alcance (un leproso quemado en Tours
hacia finales de junio se decía abad deí monasterio mayor). Pero la conjura
había sido descubierta; los leprosos culpables, quemados; los demás, recluidos
según la prescripción del edicto regio. En varias partes de Francia, sobre
todo en Aquitania, los judíos habían sido enviados indistintamente a la
hoguera. En Chinon, en las cercanías de Tours, se había cavado una gran
fosa a ia que habían sido arrojados y luego quemados ciento sesenta judíos,
hombres y mujeres. Muchos, dice eí cronista, se arrojaban a las llamas
cantando, como si fuesen a una boda. Algunas viudas hacían arrojar al fuego
a sus hijos para que no fueran bautizados y se los llevasen los nobles que
asistían a la escena. Cerca de Vitry-le-Fran^ois cuarenta judíos que habían
sido encarcelados habían decidido degollarse a sí mismos para no caer en
manos de los cristianos; el último superviviente, un joven, intentó huir con
un hatillo que contenía el dinero cogido a los muertos, pero se rompió una
pierna, fue apresado y, también él, muerto. En París fueron quemados los
judíos culpables, y los demás exiliados a perpetuidad; los más ricos tuvieron
que traspasar al fisco sus propias riquezas, por un monto de ciento cincuenta
mil livres.XÜEn Flandes los leprosos (y quizás también los judíos) fueron
primero encarcelados y posteriormente liberados «para disgusto de muchos»,
dice el cronista.11

3. Así pues, tres versiones: los leprosos, instigados por los judíos, a
su vez instigados por. el rey moro de Granada; o los leprosos y los judíos;
o, también, sólo los leprosos. ¿Por qué esta discordancia entre las crónicas?
Para responder a esta pregunta hace falta recorrer la cronología y la geografía
del descubrimiento de la conjura. Todas las vicisitudes se nos mostrarán de
manera más clara.
Las primeras voces sobre el envenenamiento de las aguas, seguidas de
inmediato de acusaciones, encarcelamientos y hogueras, se iniciaron en el
Périgord el Jueves Santo (16 de abril) de 1321.12 Se extendieron rápidamente
a toda Aquitania. Esta zona había sufrido el año anterior a las bandas de
los llamados Pastorcillos, procedentes de París: grupos de muchachos y
de muchachas de unos quince años, descalzos y mal vestidos, que marchaban
enarboiando el pabellón cruzado. Decían que querían embarcar para Tierra
Santa. No tenían jefes, armas ni dinero. Muchos los acogían benévolamente
y los alimentaban por amor de Dios. Reunidos en Aquitania, los Pastorcillos,
«para ganarse eí favor popular», afirma Bernard Gui, empezaron a intentar
bautizar a los judíos a la fuerza. Los que se negaban eran despojados o
muertos. Las autoridades se preocuparon. En Carcasona, por ejemplo,
intervinieron en defensa de los judíos en tanto que «siervos del rey». No
obstante, mucha gente (es Giovanni da San Vittore quien lo escribe)
aprobaba la violencia de los Pastorcillos diciendo que «no había que oponerse
a los fieles en nombre de los infieles».13
Precisamente desde Carcasona, a fines de 1320 probablemente (y en
cualquier caso antes de febrero de 1321) los cónsules del senescalato
habían enviado una protesta al rey. Abusos y excesos de diversos géneros
turbaban la vida de ia ciudad en lo que a ellos se refería. Los funcionarios
regios, violando las prerrogativas de los tribunales locales, obligaban a las
partes en litigio a personarse en París, con grave daño y gasto, para la
celebración de los procesos; por otra parte hacían pagar elevadas multas
a los mercaderes, acusándolos injustamente de usura. Los judíos, no con­
tentos con hacer préstamos usurarios, prostituían y hacían objeto de estu­
pro a las mujeres de los cristianos pobres que no estaban en condiciones
de pagar los préstamos; hacían vilipendio de la hostia consagrada, recibida
de manos de los leprosos y de otros cristianos; cometían todo tipo de
monstruosidades en señal de desprecio de Dios y de la fe. Los cónsules
suplicaban que se expulsara a los judíos del reino, a fin de que los fieles
cristianos no fueran castigados por estos pecados nefandos. Denunciaban
además los propósitos execrables de ios leprosos, que se preparaban para
difundir el morbo de que estaban afectados «con veneno, pociones pestí­
feras y sortilegios». Para impedir la difusión del contagio los cónsules
sugerían al rey que segregara a los leprosos en construcciones a propósito,
separando a los varones de las mujeres. Se declaraban dispuestos a pro­
veer el mantenimiento de los reclusos, administrando las rentas, las limos­
nas y las donaciones pías a ellos destinadas en el presente o en el futuro.
De este modo, concluían, los leprosos dejarían finalmente de multipli­
carse.14

4. Librarse definitivamente del monopolio del crédito ejercido por los


judíos; administrar las altas rentas de que gozaban los leprosos. Los objetivos
a que tendían los cónsules de Carcasona estaban declarados en la protesta
remitida al rey con brutal claridad. Sólo alguno puso primero que los mismos
cónsules habían intentado defender a la comunidad judía de los saqueos y
masacres llevados a cabo por las bandas de los Pastorcillos. Probablemente
no se había tratado de un gesto de humanidad desinteresada. Tras la lista
de lamentaciones dirigida al rey de Francia se entrevé la lúcida determinación
de una clase mercantil agresiva, deseosa de deshacerse rápidamente de una
competencia —la de los judíos— considerada entonces como insoportable.
Puede ser que los proyectos de centralización administrativa (por otra parte
destinados al fracaso) que Felipe V intentaba llevar a la práctica precisa­
mente en aquellos meses, contribuyeran a agudizar estas tensiones. La
tentativa central de debilitar a las entidades locales alimentaba, en la
periferia, la hostilidad frente a los grupos menos protegidos.15
El apoyo de eventuales medidas antijudías por parte de la población
de Aquitania era probable. Ya se ha visto con qué simpatía habían acogido
a la «multitud desordenada y campesina» de los Pastorcillos.16 La terrible
carestía de 1315-1318 había exasperado la hostilidad frente a los judíos
prestamistas de dinero.17 También en otros lugares las tensiones provocadas
a todos los niveles sociales por el asentamiento de una economía monetaria
tendían desde hada tiempo a desfogarse como odio antijudío.18 En más
partes de Europa se acusaba a los judíos de envenenar los pozos, de practicar
homicidios rituales y de profanar la hostia consagrada.19
Esta última acusación se repite con toda puntualidad, como hemos visto,
en la protesta emitida por los cónsules de Carcasona y de las ciudades
circunstantes. Mas en ella eran asociados, como cómplices de los judíos, los
leprosos, presentados inmediatamente después como envenenadores. Se
trata de una asociación llena de implicaciones simbólicas, y por tanto no
reducibíe ai deseo declarado de las autoridades de apoderarse de los legados
píos destinados a los leprosos.

5- La relación entre judíos y leprosos es antigua. Ya en el primer siglo


después de Cristo el historiador judío Flavio Josefo polemizaba en su obra
apologética Contro Apione con el egipcio Manetón, quien sostenía que entre
los antepasados de los judíos había también un grupo de leprosos expulsados
de Egipto. En el texto perdido del citado Manetón, al parecer intrincado
y contradictorio, habían confluido indudablemente tradiciones antijudías,
quizás de procedencia egipcia. La difusión de Contro Apione en la Edad
Medía hizo circular por Occidente esta leyenda injuriosa, junto con otras
igualmente refutadas por Flavio Josefo (la adoración del asno, el homicidio
ritual), destinadas a convertirse en partes más o menos duraderas de ía
propaganda antijudía.20
La influencia ejercida por esta tradición sobre la cultura docta fue
ciertamente conspicua. Pero entre las gentes del común era mucho más
importante la tendencia convergente que había hecho de los judíos y de los
leprosos, entre el siglo XI y el XII, dos grupos relegados a los márgenes
de ía sociedad. El concilio lateranense de 1215 había prescrito que los judíos
llevaran sobre la ropa un círculo, generalmente amarillo, rojo o verde.
También los leprosos tenían que llevar vestimentas especiales: una capa gris
o (más raramente) negra, un gorro y una capucha escarlata, y quizás,
matracas ( cliquette) de madera.21 Estos signos de reconocimiento se habían
extendido también a los cagots o «leprosos blancos» (en Bretaña asimilados
a los judíos), a quienes, según el común parecer, sólo se distinguía de los
sanos por la falta de los lóbulos de las orejas y el aliento fétido; eí concilio
de Nogaret (1290) decretó que llevaran un distintivo rojo en el pecho o
en la espalda.22 La imposición de contraseñas a los judíos y a los leprosos
para que fueran inmediatamente identificados, decidida por el concilio de
Marciac (1330), indica hasta qué punto un estigma común de infamia había
golpeado a ambos. «Guárdate de la amistad de un loco, de un judío o de
un leproso», se lesa en una inscripción colocada sobre la puerta del cemen­
terio parisiense de los Santos Inocentes.25
El estigma cosido en la ropa expresaba una extrañeza profunda, hasta
física. Los leprosos son «fétidos»; los judíos hieden. Los leprosos difunden
el contagio; los judíos contaminan los alimentos.24 Y sin embargo la
repulsión que ambos inspiraban, y que hacía que los mantuvieran a distancia,
tenía relación con una actitud más compleja y contradictoria. La tendencia
a la marginación afectaba a estos grupos precisamente porque su condición
era ambigua, fronteriza.25 Los leprosos son objeto de horror porque la
enfermedad, entendida como signo carnal de pecado, desfigura sus rasgos
disolviendo casi el aspecto humano; pero el amor por ellos mostrado por
Francisco de Asís o por Luis IX es presentado como testimonio sublime
de santidad.26 Los judíos son el pueblo deicida, a quienes Dios, sin embargo,
ha querido revelarse; su libro sagrado está indisolublemente unido al de los
cristianos.
Todo ello colocaba a los leprosos y a los hebreos en una zona situada
a la vez en el interior y en el exterior de la sociedad cristiana. Pero entre
finales del siglo XI y principios del XII la marginalidad se transformó en
segregación. En toda Europa surgieron poco a poco los guetos, en un primer
momento deseados por la propia comunidad judía para defenderse de las
incursiones hostiles.37 Y en 1321, con un paralelismo impresionante, los
leprosos también fueron recluidos.

6. A posterioñ, la asociación de leprosos y judíos en la imagen del


complot parece casi inevitable. Y sin embargo esta asociación tardó en
cristalizar. Es cierto que en la protesta de los cónsules del senescalato de
Carcasona ios leprosos eran acusados, junto con otros cristianos no espe­
cificados, de dar a los judíos las hostias para que las profanasen; pero no
se dice ni una palabra de una participación de los judíos en los proyectos
de los leprosos con vistas a difundir su enfermedad con venenos y sortilegios.
Es un silencio tanto más sorprendente cuanto que desde hada ya siglo y
medio se había lanzado varias veces, en una lenta marcha de Oriente hacia
Occidente, la acusación de envenenar las aguas precisamente contra los
judíos.28 La misma fecha del descubrimiento de la conspiración — la Semana
Santa, período tradicional de masacres judías— parecía invitar a incrimi­
nar a los judíos como autores de las maquinaciones. Sin embargo, la cólera
de la población y la represión de las autoridades se dirigieron en otro
sentido.
El 16 de abril de 1321, día de Jueves Santo, el síndico de Périgueux
hizo reunir en un único lugar, separando a los varones de las mujeres, a
los leprosos hospedados en las leproserías de los alrededores. Evidentemente
ya circulaban los primeros rumores —extendidos por no sabemos quién—
de envenenamiento de fuentes y pozos. Los leprosos fueron interrogados
y, desde luego, torturados. Los procesos concluyeron con una quema general
(27 de abril). Representantes de la ciudad de Périgueux partieron hacia
Tours el 3 de mayo para informar ai rey de cuanto había sucedido.29 Pero
mientras tanto, desde ei día de Pascua también en Isie-sur-Tarn se había
iniciado una investigación sobre ios envenenadores. Lievaban ios interroga­
torios un grupo de ciudadanos de Toulouse, Montauban y Aibi. Leprosos
y cagots de las leproserías de Isle-sur-Tarn, Castelnau de Montmirail, Gaillac,
Montauban, etc., fueron acusados de haber esparcido veneno y sortilegios
(/achilas), interrogados y torturados.30 En este caso, las conclusiones de ios
procesos no nos son conocidas. Pero sabemos, por ei archivo de Caen, que
entre mayo y junio los leprosos de las diócesis de Toulouse, Albi, Rodez,
Cahors, Agen, Périgueux y Limoges, por no hablar de otras partes de Francia,
fueron enviados todos a la hoguera, «a excepción de unas pocas mujeres
encinta y los niños incapaces de hacer daño».51 Declaraciones ciertamente
estereotipadas y enfáticas, y además quizás no demasiado lejanas de la
realidad, a juzgar por un caso como el de Uzerche, en ia diócesis de Limoges.
Aquí los procesos, iniciados el 13 de mayo, concluyeron el 16 de junio con
la muerte de cuarenta y cuatro personas entre hombres y mujeres: las tres
cuartas partes de los leprosos deí lugar. Las madres, escribe un cronista,
sacaban a los recién nacidos de sus cunas y ios lievaban consigo a la hoguera,
protegiéndolos de ias llamas con sus cuerpos.52
La noticia del complot inminente de los leprosos se había difundido
desde Carcasona. Por todas partes los culpables eran descubiertos y casti­
gados. Sus confesiones alimentaban la persecución. La noticia ardía como
una mecha que corría por Francia y llegaba hasta el rey.

7. Pero no sóío se movían las autoridades seculares. Jacques Fourníer,


obispo de Pamiers (y más tarde papa Benedicto XII), confió a Marc
Rivel, su representante, el encargo de investigar sobre los venenos y los
polvos maléficos (super pocionibus sive factilliis) esparcidos por los lepro­
sos de lengua occitana. Pamiers está muy cerca del epicentro de la inicia­
tiva, Carcasona, desde donde habían lanzado la voz de alarma por primera
vez los cónsules del senescalato a propósito de los venenis et potionibus
pestiferis et sortilegiis con que los leprosos se preparaban a extender el
maleficio. Y en Pamiers, el 4 de junio, comparece como acusador ante
Rivel elclérigo Guillaume Agassa, responsable (comendator) de la vecina
leprosería de Lestang. El proceso contra él, que nos ha llegado íntegro, da
una idea de io que fueron los centenares de procesos, perdidos o todavía
no hallados, celebrados en toda Francia contra ios leprosos en aquel vera­
no de 1321.53
Agassa pronto se muestra arrepentido; declara querer actuar de modo
que los culpables sean castigados; empieza a confesar. El año anterior, ei
25 de noviembre de 1320, dos leprosos, Guillaume Normanh y Fertand
Spanhol, se habían puesto de acuerdo con él en Toulouse para darle los
venenos. De vuelta en Lestang, le declararon que habían vertido los venenos
en ios pozos, en las fuentes y en los cursos de agua de Pamiers, para difundir
ia lepra o ia muerte. En otros sitios, le dijeron, los leprosos habían hecho
lo mismo.
Pasa una semana y ei proceso vuelve a abrirse. Esta vez las confesiones
son mucho más específicas. «Espontáneamente y no por amenaza de
tortura» (son palabras del notario), Agassa cuenta que el año anterior se
le había presentado un joven desconocido con una carta del responsable de
otra leprosería, el de la puerta Arnaud-Bernard de Toulouse. En ella invitaba
a Agassa a ir a Toulouse eí domingo siguiente para discutir ciertos asuntos
que le procurarían beneficios y honores. En la fecha establecida se reunieron
unas cuarenta personas, entre leprosos y responsables de leproserías de
Toulouse y contornos. Todos habían recibido cartas análogas a la enviada
a Agassa. El que había convocado la reunión ^Agassa ignoraba su nombre)
había dicho: «Ved cómo ios cristianos sanos no desprecian a los enfermos,
cómo nos tienen aparte, se ríen de nosotros, nos odian, nos maldicen». Los
jefes de las leproserías de toda la cristiandad, había seguido diciendo, tenían
que inducir a los enfermos a suministrar venenos, encantamientos y polvos
maléficos a los cristianos sanos, a fin de que murieran todos o contrajesen
la lepra. Así los enfermos y sus jefes tendrían el gobierno y la administración,
o directamente la propiedad de las tierras de los sanos. Para obtener todo
esto había tenido que aceptar al rey de Granada como protector y defensor,
papel que éste se había avenido a cumplir tras un encuentro con algunos
jefes de los leprosos. Terminado el discurso, con la ayuda de ciertos médicos
habían sido preparados los venenos a echar en el agua de los pozos, de
las fuentes y de los ríos de toda la cristiandad. Cada uno de los presentes
en la reunión había recibido un saquito de cuero o de tela conteniendo el
veneno a difundir en la región propia. Durante dos días consecutivos,
domingo y lunes, habían discutido. Al final todos declararon estar de acuerdo
y habían jurado desempeñar la misión que les había sido asignada.
A continuación se disolvió la reunión.
Llegados a este punto, Agassa, que en el primer interrogatorio negara
haber echado directamente el veneno, dio la lista de los lugares en que había
vertido los polvos; describe minuciosamente cómo había atado el saquito
a las piedras para que el agua no se lo llevase; da el nombre de otros
cómplices que con él habían participado en la reunión. Unos días más tarde
es de nuevo conducido ante los jueces. Entre ellos está también Jacques
Fournier, obispo de Pamiers. Con su presencia con hábito de inquisidor el
proceso deja de ser, como había sido hasta el momento, un proceso criminal
ordinario. Agassa declara haber pronunciado la primera confesión «inme­
diatamente después de haber sido sacado de la tortura» (en las actas
procedentes falta cualquier indicación al respecto) y haberla repetido sin ser
torturado. Confirma la verdad de cuanto ha dicho hasta el momento.
Posteriormente, en el curso de un nuevo interrogatorio, repite el relato sobre
la reunión de Toulouse añadiendo cierto número de pormenores nuevos.
Mientras tanto ha recordado el nombre —Jourdain— de quien lo había
convocado. En el discurso pronunciado por él figuraba, además del rey de
Granada, el sultán de Babilonia. Mientras tanto, las promesas se han
precisado: cada jefe de leprosería se convertiría en señor de la localidad
correspondiente. En cambio, los soberanos sarracenos habrían puesto una

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condición no mencionada en la confesión precedente, y que por sí sola
justificaba eí traslado de ía causa a un tribunal inquisitorial. Los jefes de
las leproserías tendrían que «renegar de ía fe de Cristo y de su ley y recibir
un polvo contenido en una marmita en que había hostia consagrada
mezclada con serpientes, sapos, lagartos, lagartijas, murciélagos, excrementos
humanos y otras cosas» que había sido preparado en Burdeos por orden
del rey de Granada y deí sultán de Babilonia. Si alguno se hubiera negado
a renegar de la fe de Cristo, habría sido decapitado por «un hombre alto
y moreno, con coraza y yelmo en ía cabeza, armado de una cimitarra», el
cual presenciaba la reunión. Jourdain había dicho que en una próxima
reunión intervendrían, además de los jefes de todas las leproserías de la
cristiandad, el rey de Granada y el sultán de Babilonia. En su presencia todos
tendrían que escupir sobre la hostia y sobre la cruz y pisarla: tal era el
encargo del jefe de la leprosería de Burdeos, quien mantenía los contactos
con los sarracenos para obtener su apoyo. Algunos de los sarracenos
presentes en la reunión tenían por misión referir todo a sus respectivos
soberanos. Jourdain había dicho que eí rey de Granada y el sultán de
Babilonia pretendían apoderarse de todos ios dominios de los cristianos,
cuando éstos hubieran sido muertos o contagiados de lepra.
Agassa describe con minucia eí veneno, la marmita que ío contenía,
eí modo de contaminar las fuentes y ios pozos, las localidades en que lo
había esparcido. Esta vez afirma haber actuado soío. Exonera a Guillaume
Normanh y a Fertand Spanhoí, citados en eí primer interrogatorio, diciendo
que los había acusado falsamente. Del mismo modo, exonera al jefe de la
leprosería de Savardun, «ya quemado», y a los de ías leproserías de Unzent
y de Pujols, mencionados ente los participantes en la reunión de Toulouse
declarándolos inocentes. De sí mismo dice, respondiendo a una pregunta
del juez, que ha renegado de ía fe de Cristo y de su ley pensando «que no
valían nada». En esta opinión permaneció durante tres meses.
El 20 de mayo, ante el obispo Fournier y algunos frailes dominicos,
Agassa confirma haber dicho ía verdad. Se declara genéricamente arrepen­
tido de los crímenes cometidos y dispuesto a cumplir la penitencia que le
sea impuesta. Gimo era obvio en un proceso inquisitorial, reniega solamente
de los crímenes cometidos contra ía fe: la apostas ía, eí ultraje a ía hostia
y a la cruz, toda herejía y toda blasfemia. El envenenamiento de las aguas
ya no se menciona. Un año más tarde, el 8 de julio de 1322, es condenado
a reclusión perpetua de la forma más rigurosa (in muro stricto in vinculis
seu conpedibus) junto con un grupo de hombres y mujeres seguidores de
las doctrinas heréticas de los beguinos.34

8. Está claro que en este proceso la tortura y las amenazas han tenid
un peso decisivo. Agassa ha sido sometido a la tortura incluso antes del
inicio de ios interrogatorios.35 Pero los primeros resultados son descorazo-
nadores. Agassa denuncia a un par de cómplices y traza ías líneas generales
del complot, pero no demuestra mucha imaginación. Posteriormente, y a
todas luces bajo las presiones de los jueces, van surgiendo nuevas particu­
laridades: la reunión de los leprosos, las promesas del rey de Granada y
del sultán de Babilonia. Finalmente, al tercer interrogatorio, el cuadro se
completa. Agassa admite haber renegado de la fe, pisado la cruz y profanado
la hostia consagrada bajo ía mirada amenazadora del moro armado de una
cimitarra. Es probable que, para convencerlo de que hiciera estas confesiones,
los jueces se comprometieran a salvarle la vida. Por eso, antes del final del
proceso, Agassa se desdice de declaraciones iniciales que implicaban a
personas inocentes o a su memoria (uno ya había perecido en la ho­
guera).
Así pues, a lo largo del proceso la versión de Agassa va coincidiendo,
poco a poco, con la previa de los jueces. SÍ la comparamos con las versiones
puestas en circulación por las crónicas contemporáneas, vemos que aquélla
es un compromiso entre la más simple, que atribuía la conspiración sólo
a los leprosos, y la más compleja, según la cual los leprosos habían sido
instigados por los judíos, a su vez instigados por el rey de Granada. En
las confesiones de Agassa encontramos a este último acompañado del sultán
de Babilonia; naturalmente, encontramos a los leprosos; faltan, una vez más,
los judíos.
En la práctica, su presencia o ausencia en las diversas versiones del
complot era decisiva. Junto con los leprosos, los judíos podían ser señalados
a la población como culpables, procesados y enviados a la hoguera, o
masacrados sin proceso. Los reyes sarracenos, lejanos e inalcanzables, eran
un elemento del contorno operante solamente en eí plano simbólico. A este
respecto cabe notar que entre los jueces que el 8 de julio de 1322 pronun­
ciaron la sentencia contra Agassa se hallaba también el inquisidor Bernard
Gui. Es verosímil que en esta ocasión haya revisado las actas del proceso.
No sabemos si en aquel momento ya había redactado el relato de la
conspiración de 1321 con el que terminan, en una parte de la tradición
manuscrita, sus flores chronicarum. En cualquier caso, ni entonces ni más
tarde sintió la necesidad de incluir una referencia a los reyes sarracenos
citados por Agassa, y eso que recalca algunos puntos esenciales de las
confesiones: las reuniones secretas durante dos años de los jefes de los
leprosos; el reparto previo del dominio de ciudades y campos; el envene­
namiento de las aguas. Al igual que Agassa, Bernard Gui no dice una palabra
de la participación de los judíos.36

9. También en el feroz edicto real publicado eí 21 de junio en Poitiers


se señalaba como responsables de las maquinaciones sólo a los leprosos. Esto
es a primera vista sorprendente, porque desde el 11 de junio había habido
en Tours tumultos, seguidos de detenciones, contra los judíos considerados
cómplices de los leprosos envenenadores.37 No lejos de Tours, en Chinon,
quizás por los mismos días, tuvo lugar la masacre, recordada por las crónicas,
de ciento sesenta judíos enviados a la hoguera y luego sepultados en una
fosa común. Las autoridades, con métodos que cabe presumir análogos a
los empleados con Agassa, se habían apresurado a arrancar las pruebas de
la culpabilidad de los judíos. Como ya se ha dicho, ésta habría sido revelada
en ia confesión de uno de los jefes de ios ieprosos, encarcelado y procesado
en los dominios de jean Larchevéque, señor de Parthenay.38 Este envió el
documento, debidamente sellado, ai rey, que se hallaba entonces en la
cercanísima Poitiers. Aquí tuvo lugar ei 14 de junio una asamblea de
representantes de ciudades de la Francia centro-meridional a fin de discutir
un vasto programa de reformas administrativas. Parece que la asamblea duró
nueve días; el 19 de junio, informa una crónica parisiense, la responsabilidad
de los judíos fue comunicada al rey.39 Si esta noticia es exacta, ¿por qué
el rey, en el edicto publicado dos días más tarde, acusaba sólo a los le­
prosos?
La explicación de este silencio hay que buscarla, casi con seguridad, en
un acontecimiento inmediatamente anterior. El 14 o 15 de junio la comu­
nidad judía del reino de Francia había sido condenada a pagar, por los delitos
de usura cometidos, una multa desorbitada: ciento cincuenta mil livres
toumois a repartir según las disponibilidades financieras de cada uno.40 Ante
el estallido (debidamente guiado desde arriba) de la cólera popular, los
representantes de ia comunidad habían intentado alejar el peligro cediendo
a las exigencias de dinero formuladas por Felipe V.41 Se trata de una
reconstrucción conjetural, porque, como es obvio, no existen pruebas do­
cumentales directas de este chalaneo, pero sí una huella indirecta.

10. Se trata de una iarga misiva enviada por Felipe de Valois, conde
de Anjou (más tarde rey de Francia con el nombre de Felipe VI), al papa
Juan XXII. Tras haber hecho que se leyera a los cardenales reunidos en
consistorio en Aviñón -—-ciudad que por entonces formaba parte de los
dominios feudales de los Anjou— , el Papa la incluyó en una carta pontifical
que exhortaba a los cristianos a la cruzada.42 De este modo ha llegado hasta
nosotros la misiva.
Veamos qué había escrito Felipe de Valois. El viernes posterior a la
fiesta de san Juan Bautista (esto es, el 26 de junio) hubo en los condados
de Anjou y de Turena un eclipse de Sol.43 A lo largo del día, durante cuatro
horas se había visto el Sol inflamado y rojo como la sangre; durante la noche,
se había visto la Luna cubierta de manchas y negra como el fondo de un
saco. Estas referencias exactas (en el texto estaba implícita la remisión al
Apocalipsis, 6, 12-13) habían hecho que se considerase próximo el fin del
mundo. Hubo terremotos; globos incandescentes habían caído del cielo
incendiando ios techados de paja de las casas; en el aire había aparecido
un terrible dragón que mató a muchas personas con su hálito repugnante.
Al día siguiente la gente empezó a atacar a los judíos por los maleficios
que habían cometido contra los cristianos. Registrando la casa de un judío
llamado Bananias, se encontró en una habitación apartada, dentro del arca
en que guardaba el dinero y los secretos, una piel de carnero escrita por
dentro y por fuera con caracteres hebraicos y sellada. El cordón del sello
era de seda color púrpura. El sello, de oro purísimo, pesaba diecinueve
florines florentinos y tenía la forma de un crucifijo labrado con gran arte,
en el que se representaba a un judío o sarraceno monstruoso sobre una
escalera apoyada en la cruz y en el acto de defecar sobre el dulce rostro
del Salvador. Esto había llamado la atención sobre lo escrito: dos judíos
bautizados habían explicado su contenido. Al llegar aquí, Bananias, junto
con otros seis correligionarios capaces de leer bastante bien el hebreo, habían
sido encarcelados y sometidos a tortura. La interpretación que dieron del
escrito era más o menos la misma (satis sufficienter unurn et idem dicebant,
vel quasi similia loquebantur). Tres teólogos cristianos la habían traducido
del hebreo al latín con toda la diligencia posible. Felipe de Anjou daba el
texto íntegro de esta traducción.
Era una carta dirigida al gloriosísimo y poderosísimo Amicedich, rey de
treinta y un reinos (Jericó, Jerusalén, Hebrón, etc.), a Zabin, sultán de Azor,
a su magnificencia jodab de Abdón y Semerén y a sus virreyes y repre­
sentantes. A todos ellos, Bananias, con todo el pueblo de Israel, declaraba,
prosternándose, sujeción y obediencia. En varias ocasiones, desde el año 6294
de la creación del mundo, su majestad el rey de Jerusalén se había dignado,
a través de su intermediario el virrey de Granada, establecer un pacto
perpetuo con el pueblo judío, enviándoles un mensaje. Se refería en él que
Enoch y Elias se habían aparecido a los sarracenos en el monte Tabor para
enseñarles la ley hebrea; en un foso del valle del Sinaí se había encontrado
el arca perdida deí Antiguo Testamento, que posteriormente había sido
escoltada con gran júbilo por caballeros y soldados hasta la ciudad de Ay;
dentro, el arca contenía el maná enviado por Dios en el desierto, todavía
incorrupto, junto a las varas de Moisés y Aarón y las tablas de la Ley
esculpidas por el dedo de Dios; ante este milagro todos los sarracenos habían
declarado su deseo de circuncidarse, convirtiéndose a la fe del Dios de los
judíos. A estos últimos les habrían devuelto Jerusalén, Jericó y Ay, sede del
arca; pero a cambio los judíos debían entregar a los sarracenos el reino de
Francia y la ilustre ciudad de París. Conocida esta voluntad del rey de
Granada, continuaba Bananias, los judíos planearon una astuta estratagema:
en pozos, fuentes, cisternas y ríos echarían polvos confeccionados con hierbas
amargas y sangre de reptiles venenosos a fin de exterminar a los cristianos,
haciéndose ayudar en esta empresa- por los leprosos, a los que habían
corrompido con ingentes sumas de dinero. Pero los pobres y desgraciadí­
simos leprosos se comportaron ingenuamente (se simplices habuerunt):
primero acusaron a los judíos; a continuación, engañados por los demás
cristianos, confesaron todo. Los judíos se alegraron de la muerte de los
leprosos y del envenenamiento de los cristianos, porque ías divisiones de
los reinos llevan a su destrucción. En cuanto al martirio que debieron sufrir
por las acusaciones de los leprosos, lo soportaron con paciencia por amor
de Dios, que en el futuro les daría ciento por uno. Es cierto que habrían
sido exterminados si sus grandes riquezas no hubieran estimulado la avidez
de un rescate por parte de los cristianos, como sabrían por el rey de Granada
(et procul dubio credimus depopulati fuisse, nisi grandis noster thesaurus
corda eorum in avaritia obdurasset: unde aurum et argentum nostrum et
vestrum nos redemit, prout valentis scire ista omnia per praedictum su-
bregem vestrum de Granada). Los judíos pedían que les fueran enviados
oro y plata: los venenos no habían hecho todo su efecto pero esperaban
hacerlo mejor en una próxima ocasión, cuando pasara algún tiempo. Así
los sarracenos podrían pasar el mar saliendo del puerto de Granada y
extender su dominio sobre las tierras de los cristianos y sentarse en el trono
de París; y los judíos tendrían la posesión de la tierra de sus padres que
les fue prometida por Dios, y vivirían todos juntos bajo una única Ley y
un único Dios. Y no sufrirían más dolores ni más opresiones por toda la
eternidad, según las palabras de Salomón y de David. Y en cuanto a los
cristianos se cumpliría la profecía de Oseas: «Su corazón es mendaz, y ahora
pagarán sus culpas» (Oseas, 10). Bananias concluía con la advertencia de
que el documento habría sido confiado, para hacerlo llegar a Oriente, a
Sadoch, gran sacerdote de los judíos, y a León, conocedor de las Leyes, que
podrían explicarlo mejor con sus palabras.

11. Según el calendario judío "•por aquel entonces era el año 5081. La
fecha puesta en la carta de Bananias — eí año 6294 de la creación del
mundo— ¿se debía a un error material o más bien de un error deliberado,
introducido por los judíos implicados a la fuerza en la elaboración del do­
cumento con el objetivo de señalar a sus correligionarios la falsedad del
documento?44 Nunca lo sabremos. Felipe de Anjou envió al Papa la carta
de Bananias y le comunicó sus intenciones (que luego no llevó a cabo) de
partir a la cruzada.45 A él y a cuantos lo acompañaran Juan X X II les
impartió la absolución ritual. En aquellos momentos, su pasada tibieza
respecto de la cruzada había desaparecido ante el avance musulmán que
amenazaba Chipre y Armenia.46 De aquí, verosímilmente, la decisión no
sólo de avalar, sino incluso de difundir un documento que probaba que los
musulmanes, con la complicidad de los judíos, tenían la mirada puesta en
ei trono de Francia. En un pasado reciente, Juan II había mostrado
benevolencia respecto de la comunidad judía, interviniendo en su defensa
contra las bandas de los Pastorcillos: pero la prueba de su complicidad con
los leprosos, transmitida por Felipe de Valois, debió de parecerle irrefutable.
Es imposible decir hasta qué punto pesó en todo ello la deuda de gratitud
contraída por el Papa con Felipe de Valois, quien hacía un año había dirigido
una expedición desafortunada, en Italia, contra los gibelinos.47 Lo cierto es
que, en un brusco (y hasta el momento inexplicado) giro, Juan X X II expulsó
en 1322 a los judíos de sus propios dominios.48
Desconocemos el origen de una falsía tan compleja y elaborada como
la carta de Bananias. Se trata de un documento que refleja preocupaciones
muy distintas de las descifrables en las confesiones arrancadas a Agassa en
el proceso iniciado alrededor de un mes antes en Pamiers. El alargamiento
hacia atrás de la cadena evocada para explicar el complot (leprosos-judíos-
virrey de Granada-rey de Jerusalén, etc.) servía para llamar la atención sobre
los intermediarios más próximos. La culpabilidad de los leprosos se daba
por descontada, superada por la sucesión de los acontecimientos. Se intentaba
alimentar una nueva oleada de persecuciones contra los judíos, dirigiéndose
ai Papa para vencer las dudas del rey. Este último era indirectamente
censurado por la observación de Bananias (o, mejor, de quien escribía en
su nombre) sobre la avidez de los cristianos, que habían preferido hacer
pagar un rescate a los judíos en vez de exterminarlos.

12. A los mismos días, probablemente, corresponde la fabricación de


otras pruebas de la participación de los judíos en el complot: dos cartas
en pergamino escritas por una única mano, provistas de sello, ambas en
francés y seguidas de un apéndice en latín.49 La primera, del rey de Granada,
estaba dirigida a «Sansón, hijo de Elias, judío»; la segunda, del rey de Túnez
«a mis hermanos y a sus hijos». El rey de Granada declaraba haber recibido
la noticia de que Sansón había pagado a los leprosos con el dinero enviado
a tal efecto; recomendaba pagarles bien, ya que ciento quince de entre ellos
habían jurado hacer lo que debían. Añadía que recogieran los venenos ya
enviados y que los hicieran depositar en las cisternas, en los pozos y en
las fuentes. Sí los polvos no alcanzasen, enviaría más. «Os hemos prometido
entregaros la Tierra Prometida — escribía— , y os tendremos al corriente
de ello.» Expedía «otra cosa para echarla en el agua que bebe y de que
se sirve el rey». No había que reparar en gastos — insistía— con quienes
se habían comprometido a cumplir la misión; pero había que actuar con
rapidez. La carta debía ser enseñada al judío Arón; el rey de Granada concluía
recomendando que se mantuvieran unidos en la empresa.
El rey de Túnez era más expeditivo. «Intentad llevar adelante bien el
encargo que sabéis, pues os haré llegar oro y plata suficientes para los gastos:
si queréis enviarme a vuestros hijos, no tengáis cuidado, serán como carne
de mí carne, Como sabéis, el acuerdo entre nosotros, los judíos y los leprosos
ha tenido lugar hace poco tiempo, el día de Pascua florida. Apresuraos a
envenenar en el más breve tiempo posible a los cristianos, sin reparar en
gastos. Como sabéis, en el juramento sagrado estuvieron presentes setenta
y cinco, entre judíos y leprosos. Saludamos a vosotros y a vuestros hermanos,
pues hermanos somos en la misma ley. A los grandes y a los pequeños
saludamos.»
Las dos cartas, como hemos dicho, iban acompañadas de una declaración
en latín fechada en Macón el 2 de julio de 1321, en la que el médico Pierre
de Aura juraba, en presencia del bailío del lugar, Francois de Aveneriis, del
juez Pierre Majorel y de varios clérigos y notarios, haber traducido fielmente
los textos del árabe al francés. Seguían las firmas de los notarios, acom­
pañadas del sello de escribanía, que garantizaban la autenticidad del acta.
El original autentificado de esta doble falsía no se encuentra en Mácon,
sino en París: a mediados del siglo XVH se conservaba en ei Trésor des
Chartes y hoy figura entre las rarezas antiguas de los Archives Nationales.50
Es muy probable que fuera precisamente París su destino original, ya que
la amenazadora invitación enviada por el rey de Granada al judío Sansón
para que echara una sustancia no bien precisada «en el agua que bebe y
de que se sirve eí rey» tenía que llegar como fuera a manos de éste. También
desde otros lugares se apremiaba a Felipe V para que tomara posiciones,
denunciando públicamente la participación de los judíos en el complot.
13. Finalmente llegó la denuncia. Felipe V envió a senescales y bailíos
una carta en que declaraba enfáticamente haber «hecho capturar a todos
ios judíos de nuestro reino» por los crímenes horrendos por ellos cometidos,
y de modo particular por su «participación y complicidad en las reuniones
y conspiraciones efectuadas desde hace tiempo por los leprosos para poner
venenos mortales en pozos, fuentes y otros lugares ... para hacer morir al
pueblo y a los súbditos de nuestro reino». Con este objeto los judíos se habían
procurado los venenos citados, aportando además fuertes sumas de dinero.
Era preciso, pues, interrogar sin demora a hombres y mujeres, con el fin
de descubrir a los responsables de las fechorías y castigarlos según la justicia.
Solamente debían ser sometidos a la tortura los sospechosos más graves
y aquellos que hubieran sido denunciados por otros judíos o leprosos; el
que se declarase inocente debía ser respetado. Era absolutamente preciso
requisar los bienes que los judíos tenían escondidos, evitando ser engañados
como le había sucedido a los reyes de Francia precedentes; para ello, los
condenados a muerte serían confrontados a cuatro ciudadanos de pro
(ibourgeois prudhommes) que intentarían por todos los medios posibles
recuperar los citados bienes.51
La carta estaba fechada en París el 26 de julio; el 6 de agosto llegó
al senescalato de Carcasona; esto es, a quienes, con sus colegas de las ciudades
circunstantes, habían tirado de la manta, unos meses antes con su mensaje
al rey, descubriendo los móviles de la conspiración. Así se cerraba eí círculo.
Otras copias de la carta regia fueron expedidas, entre otros, a los senescalatos
del Poitou y de Limoges, al de Toulouse, a los bailíos de Normandía, de
Amiens, de Orléans, de Tours y de Macón y al preboste de París.

14. Así pues, la suma de ciento cincuenta mil ¿ivres toumois sacada
a los judíos por Felipe V a mitades de junio como precio de su silencio
había servido para retrasar las persecuciones solamente unas pocas semanas.
Como mucho, habían hecho que en la carta regia se añadiera la invitación
a las autoridades a no practicar la tortura de modo indiscriminado. Una befa
trágica, destinada a repetirse muchas veces (incluso en tiempos cercanos a
nosotros). Los procesos, seguidos de quemas, contra los judíos reos confesos
de complicidad con los leprosos se siguieron, paralelamente a la exacción
de la enorme multa (posteriormente reducida a cien mil livres), durante
dos años más. En la primavera o en el verano de 1323 (en cualquier caso
antes del 7 de agosto) el sucesor de Felipe V, Carlos ÍV, expulsó a los judíos
del reino de Francia.52

15. Segregación de los leprosos y expulsión de los judíos era lo que


habían pedido los senescales de Carcasona y de las ciudades de los alrededores
en el mensaje enviado a Felipe V entre finales de 1320 y principios de 1321.
Apenas dos años más tarde se habían obtenido los resultados requeridos
gracias a la intervención del rey, del Papa, de Felipe de Valois (futuro rey
de Francia), de Jacques Fournier (futuro pontífice), de Jean Larchevéque,
señor de Parthenay, de inquisidores, jueces, notarios, autoridades políticas
locales... y, naturalmente, de las multitudes anónimas que masacraban a ios
leprosos y a los judíos «sin esperar —como escribía el cronista— , a preboste
ni a bailío». Cada uno había hecho la parte que le tocaba: unos ha­
bían fabricado las pruebas falsas del complot y las habían difundido; unos
habían instigado y otros habían sido instigados; otros habían juzgado, habían
torturado, habían matado (según rituales previstos por la ley o ajenos a ella).
En cuanto a la congruencia entre el punto de partida y el punto de llegada
de esta rapidísima serie de acontecimientos, parece inevitable colegir que
en Francia se comprobaron entre la primavera y el verano de 1321 no uno,
sino dos complots. La oleada de violencia contra los leprosos, desencadenada
primero, corrió del sur hacia el suroeste, con una prolongación oriental en
la zona de Lausana.53 Y la posterior oleada contra ios judíos corrió prin­
cipalmente por el norte y el noroeste,54 Pero es probable que en ciertas
localidades las persecuciones haya afectado indiscriminadamente tanto a unos
como a otros.55
Al hablar de complot no se desea simplificar de modo indebido un
entrelazamiento causal complejo. Es perfectamente posible que las prime­
ras acusaciones nacieran de forma espontánea, desde abajo. Pero por un
lado la rapidez con que se difundió la represión —en una edad en que las
noticias viajaban a pie, a lomos de mulo y todo lo más a caballo— , y por
otro las ramificaciones geográficas del presumible epicentro de Carcasona
(véase mapa I) revelan la intervención de acciones deliberadas y coordina­
das para orientar en una dirección predeterminada una serie de tensiones
ya presentes.56 Complot significa esto y nada más que esto. Suponer la
existencia de una única central coordinadora, compuesta por una o más
personas, sería evidentemente absurdo, y además desmentido por la apa­
rición tardía y contrastada de la acusación contra los judíos. También sería
absurdo suponer que todos los actores del acontecimiento (excluidas las
víctimas) actuasen de inala fe. En realidad, en este contexto la mala fe es
irrelevante, además de inverificable. La utilización de la tortura en los
procesos para arrancar una confesión ya confeccionada, o la fabricación de
falsificaciones con fines píos o menos píos son (entonces como ahora)
operaciones que cabe efectuar con perfecta buena fe, en la convicción de
certificar una verdad de la que desgraciadamente faltaban pruebas. Los que
encargaron, solicitaron o confeccionaron las pruebas de la presunta conju­
ra —saquitos llenos de hierbas venenosas, confesiones falsas, cartas apó­
crifas-— podían estar además convencidos de la culpabilidad de leprosos y
judíos. Que lo estuviese la gran mayoría de la población parece más que
probable. En cuanto a las autoridades (el rey de Francia, el Papa, etc.),
nunca sabremos hasta qué punto creerían en la inocencia de aquellos a
quienes perseguían. Pero su intervención fue decisiva. Describir toda aque­
lla vicisitud como una oscura convulsión de la mentalidad colectiva que
trastornó a todos los estratos de la sociedad es una mistificación. Tras la
aparente unanimidad de los comportamientos se entrevé un campo de
fuerzas de diferentes intensidades, unas veces convergentes y otras en con­
flicto.57
16. Al menos en un caso sabemos que la acusación lanzada contra los
presuntos envenenadores encontró una resistencia inmediata; sucedió más
allá de los confínes deí reino de Francia, al otro lado de los Pirineos. El
29 de julio en Rivuhelos, no lejos de Teruel, fue descubierto un hombre
que echaba polvos venenosos en las fuentes. Sometido a tortura «para
conocer la verdad», éste (que se llamaba Diego Pérez) confesó en un primer
momento haber recibido hierbas y polvos venenosos de un bretón; poste-
riomente, corrigiendo las declaraciones precedentes, acusó a dos ricos judíos,
Símuel Fatos y Yaco Alfayti, habitantes de las vecinas tierras de Serrión.
El juez y los alcaldes de Teruel los hicieron capturar de inmediato, suscitando
la reacción del bailío, que menos de un mes más tarde envió al rey de Aragón
un informe completo sobre los hechos. Sospechando que la acusación de
Pérez era infundada, eí bailío pretendió que le fueran confiados Fetos y
Alfayti, basándose en un derecho que reservaba al rey o a él ios procedi­
mientos contra los judíos. El concejo de la ciudad se opuso: Simuel Fatos
había sido torturado más veces, pero no había confesado nada (lo que fue
de Alfayti no se sabe). Puesto que Pérez seguía repitiendo su versión, le
enviaron a un hombre disfrazado de sacerdote para que fingiera confesarlo.
Pérez cayó en la trampa y admitió que el judío era inocente: si seguía
acusándolo era sólo «por temor a los grandes tormentos que había padecido»
y porque a cambio le habían garantizado la fuga. El bailío había intentado
inútilmente recuperar a Fatos: «Había gente en el concejo que tenía muchas
ganas de matar al judío, aunque no hubiera confesiones ni pruebas contra
él». Los jueces habían condenado a muerte a Diego Pérez; Simuel Fatos
había sido entregado a , la turba, que lo había matado, despedazado y
quemado. Y sin embargo, repetía el bailío, el judío «había muerto injus­
tamente».58

17. Las autoridades y los jueces que presionan para que la acusación
recaiga sobre quienes ya son candidatos al papel de chivo expiatorio; el
acusado que cede aterrorizado por la tortura; la turba desencadenada contra
los presuntos culpables: todo ello parece predecible, casi obvio; y además
en este caso documentado con una riqueza de detalles inhabitual gracias a
las divergencias entre ios poderes públicos de Teruel. La resistencia opuesta
por el bailío hace destacar, por contraste, la disponibilidad general a aceptar
de inmediato los rumores sobre la conspiración de los envenenadores. En
Francia, como hemos visto, las cosas no iban de otra manera. La versión
de las autoridades pudo difundirse y crecer porque en todos los estratos de
la población estaban dispuestos a aceptar, o directamente a anticipar, 1a
culpabilidad de los leprosos y de los judíos.
Semejantes acusaciones no eran nuevas. En el siglo anterior las encon­
tramos consignadas en las crónicas. Vicente de Beauvais atribuía la cruzada
de los niños de 1212 a un plan diabólico del Viejo de la Montaña, jefe de
la misteriosa secta de los asesinos, que había prometido la libertad a dos
clérigos prisioneros a cambio de que le llevaran todos los niños de Francia.59
Según la crónica de Saint-Denis la cruzada de los Pastorcillos de 1251 era
fruto de un pacto entre el sultán de Babilonia y un húngaro maestro en
artes mágicas. Éste, tras haberse comprometido a llevar al sultán, a base
de encantamientos, a todos los jóvenes de Francia al precio de cuatro
besantes de oro por cada uno, se había dirigido a Picardía, donde había hecho
un sacrificio al diablo echando aJ aire unos poJvos: todos los Pastorcillos
lo habían seguido abandonando a los animales en ios campos, A otro jefe
de la misma cruzada (añadía Matteo París) le habían encontrado encima
polvos venenosos y cartas del sultán escritas en árabe y en caldeo, que
prometían ingentes sumas de dinero si la empresa se veía coronada por
el éxito.60 Quizás alguien interpretó del mismo modo la cruzada de los
Pastorcillos en 1320; lo cierto es que ai año siguiente reaparece el mismo
esquema, no sólo en las crónicas sino en las cartas falsificadas y en las
confesiones arrancadas mediante tortura a leprosos y judíos.
En todos estos relatos se entrevé el temor suscitado por el mundo
desconocido y amenazador que había más allá de los límites de la cristian­
dad.61 Cualquier acontecimiento inquietante o incomprensible era atribuido
a las maquinaciones de los infieles. En los orígenes se halla casi siempre
un soberano o jefe árate, eventualmente inspirado por el demonio: el Viejo
de la Montaña (Vicente de Beauvais), el sultán de Babilonia (M. Paris,
crónica de Saint-Denis, proceso de Agassa), el rey de Jerusalén (carta de
Bananias), los reyes de Túnez y de Granada (proceso de Agassa, cartas
apócrifas de Macón, el continuador de Guillaume de Nangis y sus imita­
dores). Directa o indirectamente, estos personajes se ponen de acuerdo
respecto de figuras aisladas o de grupos, marginales desde el punto de vista
geográfico o étnico-religioso (el maestro húngaro, los judíos) prometiéndoles
dinero a cambio de la ejecución del complot. Este último es efectuado
materialmente por otros grupos, que por edad (los niños), por inferioridad
social (los leprosos) o por ambos motivos (los Pastorcillos) son presa fácil
de falsos milagros, como promesas de riquezas y de poder. Este encade­
namiento causual puede ser largo o corto; en Teruel, por ejemplo, la
investigación de las responsabilidades se limita a los judíos (en la primera
versión se trataba de un bretón). Pueden saltarse algunos pasajes (en la
confesión de Agassa los reyes musulmanes sellan un pacto con los leprosos
ignorando a los judíos). Otros pueden desdoblarse (en la carta de Bananias
eí rey de Jerusalén corrompe a los judíos a través del rey de Granada). Pero
en general el encadenamiento que hemos descrito implica una graduación
de los pasajes que llevan del enemigo externo al enemigo interno, su
cómplice y, por así decirlo, su emanación, figura ésta destinada a tener una
larga fortuna.62 Y si el enemigo interno era, por definición, insensible, el
externo estaba al alcance de la mano, pronto a ser masacrado, encarcelado,
torturado, quemado.
Una serie de casos llamativos descubiertos en Francia en los primeros
decenios del siglo XIV contribuyeron a difundir este miedo a la conspiración.
Entre las múltiples acusaciones que se pusieron en circulación contra la orden
de los Templarios figuraba también la de haber llegado a acuerdos secretos
con los sarracenos.63 Guichard, obispo de Troyes, y Hugues Géraud, obispo
de Cahors, fueron procesados en 1308 y en 1317 acusados, respectivamente,
de haber intentado matar por medios mágicos a la reina Juana de Navarra
y al papa Juan X X II.64 Son casos que parecen anticipar en pequeña escala
la conspiración atribuida pocos años más tarde a los leprosos y a los judíos.
Por vez primera en esre caso las tremendas potencialidades de purificación
social que encerraba el sistema de la conspiración (toda conspiración fan­
tasmal tiende a generar una real de signo contrario) se desplegaron ple­
namente. Ya no bastaban, frente al temor a un contagio físico y metafórico,
los guetos y las infamantes contraseñas sobre ios hábitos no eran sufi­
cientes.65

18. La primera oleada de persecuciones, contra los leprosos, llegó a


su punto culminante en el verano de 1321. El 27 de agosto, de conformidad
con el edicto regio, quince hombres y mujeres, que habían escapado a ías
quemas en que habían perecido las tres cuartas partes de los leprosos de
Uzerche, en la diócesis de Limoges, fueron marcados en el cuello con un
hierro candente para ser reconocidos en caso de fuga y encerrados en una
casa propiedad de la leprosería. Tenía que haber sido una reclusión perpetua,
pero ai cabo de un mes fueron inesperadamente liberados.66 No está claro
cómo cuadra esta noticia con las que hablan de ia persistencia de la reclusión
de los leprosos en los años siguientes. Pero en cualquier caso indica que
las acusaciones formuladas a principios del verano ya no se consideraban
válidas. La segunda oleada de persecuciones, que recayó sobre los judíos, duró,
como hemos visto, más tiempo: pero poco a poco las referencias al
envenenamiento de las aguas que aparecían en los registros de ía tesorería
vinieron acompañadas de una fórmula cautelar: «Según se dice» (ut dici-
tur)P Tampoco las autoridades, evidentemente, estaban ya dispuestas a
suscribir sin reservas la versión oficial del complot.
Es improbable que las acusaciones formuladas contra los judíos fueran
formalmente retiradas; en todo caso, esto no impidió su expulsión de
Francia. En eí caso de los leprosos, las cosas marcharon de otro modo. No
sabemos si en 1325 la inocencia de los leprosos había sido ya reconocida
oficialmente; en esa fecha la visionaria beguina Prous Boneta, procesada
como hereje en Carcasona, comparó a beguinos y leprosos enviados al fuego
por el papa Juan X X II con los niños asesinados por orden de Herodes 08
Pero en cierto momento ocurrió, como se colige de una bula enviada el 31
de octubre de 1338 por el papa Benedicto XII al arzobispo de Toulouse.
Los leprosos de la diócesis se habían dirigido al Papa para que apoyase su
tentativa de recuperar los bienes temporales (censos, casas, viñas, enseres
consagrados) confiscados por ei poder secular. E1 Papa apoyaba sus deman­
das e invitaba al arzobispo a hacer lo mismo, recordándole además, que los
leprosos habían sido reconocidos en juicio como «inocentes y no culpables»
de los crímenes de que se los había acusado, hasta el punto de obtener la
restitución formal (posteriormente, con toda evidencia no practicada) de los
bienes confiscados.69 El Papa que escribía estas palabras era el mismo Jacques
Fournier que menos de veinte años antes había presenciado, en calidad de
obispo e inquisidor de la diócesis de Pamiers, el interrogatorio durante el
cual Agassa había descrito dócilmente el complot contra la cristiandad urdido
por los leprosos.
Se cerraba así un paréntesis: leprosos muertos y vivos recibían una
absolución retrospectiva de sus perseguidores. En cambio para los judíos todo
iba a empezar de nuevo.
Judíos, herejes, brujas

1. A finales de septiembre de 1347, doce galeras genovesas proceden­


tes de Constantinopía llegaron a Mesina. Entre las mercancías acumuladas
en las bodegas había ratas portadoras del bacilo de la peste. Después de
casi seis siglos aquel flagelo volvía a Occidente. Desde Sicilia la epidemia
se difundió rápidamente hasta abarcar casi todo eí continente.1 Pocos
acontecimientos convulsionaron de modo tan profundo a las sociedades
europeas.
Es sabido que entonces se intentó en más lugares atribuir a los judíos
ía responsabilidad de la epidemia. También es sabida la analogía entre estas
acusaciones y las lanzadas contra los leprosos y los judíos hacía menos de
treinta años.2 Mas también en este caso sólo una reconstrucción analítica
de ía geografía y de la cronología de la persecución hace emerger el enlace
entre los ímpetus de abajo y las intervenciones desde arriba que llevó a
identificar a los judíos como culpables de la peste.

2. La primera muestra de hostilidad contra los judíos se verificó, según


la costumbre, a principios de la Semana Santa: en la noche del 13 al 14
de abril de 1348, Domingo de Ramos, el gueto de Tolón fue invadido; las
casas, saqueadas; unas cuarenta personas, entre hombres, mujeres y niños,
masacradas mientras dormían. En aquel momento la peste azotaba con
fuerza a ía ciudad. Tres años más tarde los responsables de las muertes
fueron amnistiados: en la situación de despoblamiento que siguió a la
epidemia la preocupación prevaleciente entre las autoridades era conservar
la mano de obra cancelando las eventuales pendencias judiciales en
curso.5
Los hechos de Tolón no quedaron aislados. En la cercanísima Hieres,
y posteriormente en varias localidades de Provenza — Riez, Digne, Manos-
que, Forcalquier—, tuvo lugar, entre abril y mayo, una serie de saqueos y
agresiones, más o menos sanguinarios, contra la comunidad judía. La oleada
llegó a su punto culminante el 16 de mayo en La Baume, donde fueron
exterminados todos los judíos menos uno, Dayas Quinoni, que casualmente
estaba en Aviñón.4 En ios mismos días (17 de mayo) un incidente banal
en Barcelona transformó el funeral de un apestado en una masacre de judíos.
Episodios similares se verificaron en los meses sucesivos en otros centros
de Cataluña.5
A un lado y otro de los Pirineos encontramos fenómenos análogos:
estallidos imprevistos de ira popular seguidos por la condena de las auto­
ridades. Los soberanos (la reina Juana en Pro ve tiza, Pedro III en Cataluña)
y sus representantes locales concuerdan en la condena de la violencia.6
Obviamente, la peste es el telón de fondo de esta oleada de persecuciones
antijudías, pero en las localidades que hemos citado la difusión de ia epidemia
no era atribuida a los judíos.

3. Sin embargo, en otros sitios el temor al complot ya se había


manifestado, con sus consecuencias previsibles. En marzo, probablemente,
cuando la peste había entrado en Provenza pero todavía no había tocado
a Cataluña,7 las autoridades de Gerona escribieron a sus colegas de Narbona
pidiéndoles información; ¿el morbo se propagaba porque habían sido
echados polvos y pociones o por otros motivos? La carta que contenía esta
pregunta se ha perdido, pero tenemos la respuesta, enviada el 17 de abril
por André Benezeit, vicario del vizconde Aymeric, señor de Narbona. Desde
la cuaresma la peste había azotado a Narbona, a Carcasona, a Grasse y sus
alrededores, matando a cerca de una cuarta parte de sus habitantes. En
Narbona y en otros lugares se había capturado a pobres y mendicantes de
origen diverso provistos de polvos que esparcían en las aguas, en la comida,
en las casas y en las iglesias para difundir la muerte. Algunos habían
confesado espontáneamente, otros luego de ser sometidos a tortura. Decla­
raron haber recibido los polvos, junto a ciertas cantidades de dinero, de
individuos cuyos nombres ignoraban: esto había hecho nacer la sospecha
de que los instigadores fueron enemigos del reino de Francia. En Narbona,
cuatro culpables confesos habían sido atenazados con hierros al rojo, des­
cuartizados, mutilados y finalmente quemados. En Carcasona se había
ajusticiado a cinco, en Grasse a dos; otros muchos habían sido encarcelados.
Algunos doctos sostenían (seguía la carta) que «la peste es provocada por
causas naturales, esto es, por las conjunciones del momento de los dos
planetas dominantes;8 nosotros creemos que los polvos y los planetas
provocaban pestilencia en la misma medida. Sabed —concluía— que eí
morbo es contagioso: los criados, los familiares y parientes de las víctimas
morían a su vez, frecuentemente en el transcurso de tres o cuatro días».9
Esta conclusión puede parecer hoy paradójica: nosotros esperamos que
el reconocimiento de la contagiosidad de la pestilencia induzca a excluir la
intervención de los astros o de los agentes humanos. En realidad, como se
deduce también de otros testimonios de médicos o cronistas de la época,
las tres interpretaciones parecían, en principio, perfectamente conciliables,
si bien distinguiendo entre la causa del morbo y su propagación. La
primera se atribuía a los astros, a la corrupción del aire o de las aguas o
de ambas; la segunda, al contacto físico.10 Pero reconocer que las aguas
envenenadas habían contribuido al origen de la peste significaba inevita­
blemente referirse a los rumores difundidos en 1321. La tesis de la con­
jura se volvía a proponer precisamente en Carcasona y en las ciudades de
sus alrededores, de donde habían salido treinta años antes ías primeras y
nebulosas acusaciones contra los leprosos y ios judíos. El esquema era el
consabido: personajes pertenecientes a grupos socialmente sospechosos
confesaban haber sido corrompidos con dinero por los enemigos externos
para que esparciesen polvos venenosos adecuados con el fin de producir el
contagio. Pero la identidad de los personajes había cambiado. Los leprosos
habían desaparecido de la escena (por lo demás la lepra ya estaba en
retroceso, y no sólo en Francia);11 los reyes musulmanes habían sido
sustituidos por enemigos no nombrados, pero verosímilmente ingleses,
dada la guerra (posteriormente llamada de los Cien Años) entonces en
marcha; el puesto de los judíos era ahora ocupado por otros grupos
marginales: los pobres y los mendigos.
Esta versión del complot se propagó rápidamente hacia Oriente. El 27
de abril, es decir, diez días después del mensaje de André Benezeit de
Narbona, un anónimo escribía de Aviñón, donde la peste se había mani­
festado desde enero, que se habían encontrado polvos en unos pobres
(hommes ... misen). Habían sido acusados de echarlos a las aguas y conde­
nados a muerte. Se preparaban otras hogueras. «Sabe Dios —comentaba
el anónimo— , si las acusaciones son justas o injustas.»12 En 1321 no hubo
epidemias (íos únicos testimonios en este sentido son demasiado tardíos
como para ser tenidos en cuenta);13 eí miedo a ser contagiados por la lepra
había sido suficiente para desencadenar las persecuciones, debidamente
dirigidas por las autoridades. En 1348 la peste reinaba y la gente moría
como moscas. Individualizar a los responsables humanos proporcionaba la
ilusión de poder hacer algo para frenar la epidemia. Pero la realidad deí
morbo no se prestaba fácilmente a ser modelada según esquemas preexis­
tentes. Las teorías del complot prosperan mejor en el campo de la ima­
ginación.

4. Como si de una reacción química se tratara, los elementos dispersos


que se habían manifestado en esta primera fase —las masacres de las
comunidades judías en Provenza llevadas a cabo por las turbas enfurecidas,
la tesis de la conspiración de los mendigos lanzada por las autoridades de
Narbona y de Carcasona y acogida en Aviñón— se encontraron produciendo
la explosión. Lo mismo sucedió más hacia el este, en el Delfinado, proba­
blemente en la segunda mitad de junio. Sabemos que a principios de julio
dos jueces y un notario, provistos de cartas especiales deí Delfín, efectuaron
una investigación en Vizille, no lejos de Grenoble, contra un grupo de judíos
—siete hombres y una mujer— acusados públicamente (publice diffamati)
de haber echado polvos venenosos en las fuentes, en los pozos y los
alimentos.14 No sabemos cómo concluyó la investigación, pero es fácil
imaginarlo. Otros judíos, en diversas localidades del Delfinado, fueron
enviados a la hoguera tras las acusaciones habituales, a ías que se añadió,
por lo menos en un caso, la de homicidio ritual, también recurrente.15
Como en 1321, eí encuentro entre tensiones procedentes de abajo e
intervenciones de las autoridades políticas fue decisivo. A partir de este
momento es posible seguir la rapidísima difusión, casi por contagio, de ías
persecuciones de los presuntos envenenadores judíos, que unas veces sigue
al contagio de la peste y otras la precede, verosímilmente con la idea de
prevenirla o bloquearla,16
En el Delfinado las confesiones, desde luego obtenidas mediante tortura,
sirvieron de modelo: después de que en Chambéry la turba asaltara a los
judíos para masacrarlos, un notario adquirió por orden de Amadeo VI de
Saboya una copia de los documentos procesales al precio de un florín de
oro.17 El 10 de agosto Amadeo VI y Luis, señor del Pays de Vaud, ordenaron
en sus respectivos dominios que se hiciera una investigación contra los
judíos, a quienes la vox pópuli tildaba de envenenadores.18
Pero el 6 de julio el papa Clemente VI había publicado en Aviñón una
bula que condenaba prontamente y con mucha claridad la tesis del complot.
Demasiados judíos y demasiados cristianos habían muerto sin culpa: «La
peste —declaraba el Papa-—, no es fruto de acciones humanas, sino de
conjunciones astrales o de la venganza divina». La bula no tuvo efecto alguno,
hasta el punto de que Clemente VI, a los pocos meses, el 16 de octubre,
divulgó otra todavía más áspera, destinada sólo a proclamar la inocencia
de los judíos injustamente muertos por impíos y temerarios cristianos.
Incluso frente a la insistencia en la acusación de haber difundido la peste
echando veneno, Clemente VI recordaba, por una parte, que también los
judíos morían de peste, igual que los cristianos; y por otra, que la epide­
mia también se había propagado a regiones en que no había ni rastro de
judíos.19

5. En el Delfinado y en Saboya, donde se había iniciado la oleada


persecutoria, se habían concentrado gran número de judíos expulsados de
Francia en 1322-1323.20 Es muy verosímil, en el campo de las violencias
populares,21 que la hostilidad contra una inmigración relativamente frecuente
se añadiera a la hostilidad antijudía tradicional. Como hemos visto, las
autoridades habían avalado aquellas violencias ofreciéndoles una justificación
legal y una prueba: las confesiones de los culpables.
Por lo menos de un caso nos han llegado éstas. No se trata de actas
íntegras de un proceso, como el celebrado contra Guillaume Agassa antes
analizado, sino del resumen, encargado por el castellano de Chillón, de las
confesiones obtenidas entre mediados de septiembre y principios de octubre
de 1348 de un grupo de judíos: once hombres y una mujer. Todos los
acusados vivían en Villeneuve o en otros centros situados a orillas del lago
Leman; todos habían sido sometidos a tortura; todos, tras una resistencia
más o menos larga, habían terminado por aceptar su propia culpabilidad,
describiendo con gran abundancia de detalles la conspiración en que habían
tomado parte. Una vez más, la inspiración del complot venía de lejos: el
cirujano Balavigny, habitante de Thonon, había recibido de un judío de
Toledo ei veneno, junto con una carta de instrucciones enviada en nombre
de los maestros de las leyes hebreas. Cartas análogas habían sido transmitidas
a otros judíos de Evian, Montreux, Vevey y Saint Moritz. El comerciante
de sedas Agimet había recibido el encargo de distribuir los polvos, apro­
vechando un viaje de negocios, en Venecia, Calabria y Puglía. Los acusados
describieron los venenos (polvos negros o rojos), los envoltorios que los
contenían (saquitos de cuero o de cuerda, metidos en un papel), la cantidad
utilizada (un huevo, una nuez) y los lugares donde habían sido echados.
Mamson de Villeneuve declaró que todos los judíos, a partir de los siete
años, eran partícipes de esta empresa criminal. Pero en la carta que
acompañaba a las confesiones, enviada a las autoridades de Estrasburgo, el
castellano de Chillón informaba de que también algunos cristianos habían
sido descubiertos y castigados por los mismos motivos.22
A partir de este momento la difusión de las acusaciones contra los judíos
y de las confesiones que las acompañaban, coincide con la historia de la
difusión de la peste (véase mapa 2). En decenas de ciudades situadas a lo
largo del Rin (de Basilea a Estrasburgo y a Maguncia) o en la Germania
central y oriental (desde Erankfurt hasta Erfurt y Breslavia) hubo hogueras
y masacres de judíos.23 En Estrasburgo la oposición de parte de las auto­
ridades a la persecución suscitó enfrentamientos violentísimos. Inútilmente
el burgomaestre Chonrad von Winterthur escribió a los magistrados estras-
burgueses exhortándoles a comportarse con «razón y discreción», sin prestar
oídos a los rumores populares. Fueron muertos dos mil judíos.24

6. Tanto en 1321 como en 1348 los rumores de complot habían nacido


en Carcasona y en las ciudades de los alrededores. En ambos casos eí objetivo
final de las persecuciones — los judíos— se presentaba en un segundo
momento, sustituyendo al inicial (los leprosos en 1321, los pobres y
mendigos en 1348). El cambio de objetivo había coincidido con una dis­
locación geográfica de las persecuciones, hacia el norte y hacia el este en
1321, hacía el este en 1348. Las analogías entre las dos oleadas de violencia
son obvias, pero hacen que no se vean diferencias que no hay que olvidar.
En 1321 las autoridades políticas y religiosas, también parcialmente enfren­
tadas, habían orientado hacia objetivos precisos — los leprosos primero, los
judíos después— la hostilidad latente de la población. En 1348-1349 los que
detentaban el poder habían adoptado, respecto del presunto complot, ac­
titudes muy distintas: unos se habían opuesto, otros habían cedido a las
presiones de las turbas, otros se habían adelantado a éstas. Pero en esta
ocasión lo que pensaba el pueblo bajo tenía un peso mucho mayor. Se tiene
la impresión de que en el período de treinta años, a una generación de
distancia, ia obsesión del complot se hubiera asentado en la mentalidad
popular. El desamparo o, más a menudo, la simple proximidad de la peste,
la había sacado a la luz.25
Precisamente en los Alpes occidentales, donde por primera vez había
cuajado en torno a los judíos ia acusación de haber difundido la peste, partió,
más o menos al cabo de medio siglo, una nueva oleada persecutoria. Pero
esta vez el papel de víctima, tras haber rozado fugazmente a los judíos, tocó
a otros.

7. En junio de 1409, en el momento culminante del cisma que laceraba


a la Iglesia occidental, un concilio reunido en Pisa resolvió la competencia
entre dos papas en liza eligiendo a un tercero, el franciscano Pietro Filargis,
arzobispo de Milán, que tomó el nombre de Alejandro V. El 4 de septiembre
el nuevo pontífice envió desde Pisa una bula dirigida al franciscano Ponce
Fougeyron, quien ejercía las funciones de inquisidor general en una zona
muy vasta, que comprendía las diócesis de Ginebra, Aosta y Tarantasia, el
Delfinado, el condado Venasino y la ciudad y la diócesis de Aviñón. La bula,
evidentemente redactada a la vista de informaciones recibidas dei inquisidor,
lamentaba que en las regiones antes citadas algunos cristianos hubieran,
junto a ios pérfidos judíos, instituido y difundido clandestinamente nuevas
sectas y ritos prohibidos contrarios a la religión cristiana (nonnulli Christiani
et perfidi ludaei, infra eosdem términos constituti, novas sectas et prohibitos
ñtus, eidem fidei repugnantes, inveniunt, quos saltem in occulto dogmati-
zant, docent, praedicant et affirmant). «Hay también en la misma zona
— seguía la bula— , muchos cristianos y judíos, que practican la brujería, las
adivinaciones, las invocaciones diabólicas, los conjuros mágicos, supersticio­
nes y artes malvadas y prohibidas, con lo que pervierten y corrompen a
muchos ingenuos cristianos; judíos conversos que más o menos a escondidas
vuelven al antiguo error, intentando además difundir entre los cristianos
el Talmud y otros libros de su ley; y finalmente, cristianos y judíos que
aseguran que el préstamo usuario no constituye pecado. En cuanto a los
cristianos y a los judíos culpables de estos errores, es preciso vigilarlos»,
concluía el pontífice. Un mes más tarde Ponce Fougeyron recibió trescientos
florines de oro destinados a que pudiera desarrollar sus actividades inqui­
sitoriales de manera adecuada.26
En esta enumeración, muy variada, figuran motivos de acusación sabidos
y otros que no io son tanto: creencias y prácticas de tipo mágico, tentativas
de propaganda subterránea a favor del judaismo, intentos de justicar los
préstamos con interés. Se entrevé una trama tejida a base de intercambios
culturales y sociales entre comunidades religiosas diferentes en una zona en
que habían confluido gran parte de los judíos expulsados de Francia y de
Aviñón. El pontífice intentaba poner freno a esta contigüidad excesiva, que
tenía posibles desviaciones sincredstas. Pero el fenómeno que se condenaba
al principio de la bula (y por ello con particular relevancia) evidentemente
tenía características distintas. Las menos precisadas, las clandestinas, eran
definidas por una parte como «nuevas» y por otra como ajenas a la religión
cristiana. ¿Cómo interpretar este oscuro indicio?

8. Entre los incunables de la literatura demonológica hay un texto


hasta ahora más citado que analizado: el FormicariusP Lo escribió el
dominico alemán Johannes Nider entre 1435 y 1437 en Basilea, adonde había
acudido con ocasión del concilio; ai parecer leía partes de su obra a los padres
reunidos, durante las pausas de los trabajos.28 Es una obra en forma de
diálogo: a las insistentes demandas de un «perezoso», un teólogo responde
trazando un paralelo minucioso, en la tradición de los bestiarios medievales,
entre las virtudes y los vicios de los hombres y las costumbres de las
hormigas. El quinto libro está íntegramente dedicado a las supersticiones,
a la magia y a la brujería. Para redactarlo Nider se sirvió no sólo de los
consejos de los teólogos de la orden a que pertenecía, sino también de las
informaciones recibidas, en el curso de amplios y concurridos coloquios, de
dos informadores: el juez Peter von Greyerz, castellano de Blanckenburg,
en el Simmenthal de Berna, y el inquisidor dominico de Evian, reformador
del convento de Lyon.29 Ambos habían celebrado numerosos procesos contra
brujas y brujos, enviando a no pocos a la hoguera. Estas fuentes orales,
siempre escrupulosamente indicadas, dan al cuadro trazado por Nider una
frescura insólita. Junto a los relatos de maleficios argüidos por Gregorio
Magno o por Vicente de Reauvais figuran testimonios preciosos, circuns-
cribibles geográfica y temporalmente por proceder de la experiencia concreta
de los dos jueces.
Como era de esperar, Nider insiste mucho en la extensión de los
maleficios, por así decirlo, tradicionales: de los dedicados a producir la
enfermedad o la muerte a los usados con fines amorosos. Pero en sus páginas
aparece también la figura, hasta entonces desconocida, de una secta de brujos
y brujas muy distinta de las figuras aisladas de hechiceros o encantadores
recordados en la literatura penitencial o en los libros de homilías medievales.
Es una imagen todavía en vías de elaboración. Nider transcribe sus elemen­
tos, en parte inseguros y contradictorios, y lo hace desordenadamente.
Ha aprendido del inquisidor de Evian y del juez Peter von Greyerz que
en la zona de Berna existen «hechiceros» de ambos sexos que, más parecidos
a lobos que a hombres, devoran a los niños. Concretamente, ha sabido del
inquisidor que en el ducado de Lausana algunos de estos brujos habían
guisado y comido a sus propios hijos; además se habían reunido evocando
a un demonio, aparecido en forma de hombre. Quien quisiera ser seguidor
de ellos tenía que jurar que renunciaba a ía fe cristiana, que no volvería
a venerar la hostia consagrada y que pisaría a escondidas la cruz todas las
veces que le fuera posible. Poco tiempo antes Peter von Greyerz había
procesado y enviado a la hoguera a algunos brujos que devoraron a trece
niños; por uno de estos «parricidas» había sabido que era su costumbre sacar
a los niños, todavía sin bautizar o no protegidos por oraciones y crucifijos,
de las cunas o de las camas donde dormían junto a sus progenitores. (Así
pues, también había agresiones directas contra los hijos de los desconocidos.)
Los cadáveres de los niños, muertos gracias a ceremonias mágicas, se
hurtaban de las tumbas en que habían sido enterrados; los brujos los ponían
a cocer en una olía hasta que la carne se ablandaba y se separaba de los
huesos. La parte más sólida se utilizaba como ungüento destinado a las
prácticas mágicas y a ías metamorfosis {nostris voluntutibus et artibus et
transmutationibus); la más líquida se ponía en un frasco o en un odre y
se daba a beber, en el transcurso de una ceremonia, a quienes querían llegar
a ser maestros de la secta. Este último detalle había sido revelado al juez
Peter von Greyerz por un joven brujo arrepentido poco antes de morir en
ei fuego. La ceremonia de admisión de nuevos adeptos tenía lugar en la
iglesia, el domingo, antes de la consagración del agua bendita. Ante los
maestros, los futuros discípulos renegaban de la fe en Cristo, del bautismo,
de la Iglesia católica; luego rendían pleitesía al magisterulo, es decir, al
«pequeño maestro», término con que los miembros de la secta designaban
al demonio; finalmente bebían el líquido de que hemos hablado.30
Ya están presentes algunos elementos esenciales de lo que llegaría a ser
el estereotipo deí aquelarre: la pleitesía al demonio, el abjurar de Cristo y
de la fe, la profanación de la cruz, el ungüento mágico y los niños devorados.
Sin embargo faltan otros elementos no menos importantes, o presentes sólo
de forma embrionaria: apenas se habla de las metamorfosis y no se precisa
si se trata de metamorfosearse en animal; el vuelo mágico ni siquiera es
mencionado, así como no lo son las reuniones nocturnas, con sus banquetes
y orgías sexuales. Pero el paso decisivo en dirección al aquelarre ya estaba
dado, al enfrentarse a la noción de una secta amenazadora de brujos y
brujas.

9. Según el juez Peter von Greyerz (informa Nider) estos hechizos


eran practicados por muchos en 1a zona de Berna y en los territorios
adyacentes desde hacía unos sesenta años. Eí que los había iniciado era un
tal Scavius, que se jactaba ante sus compañeros de saber transformarse
en rata (he aquí una huella más precisa del tema de las metamorfosis en
animales).31 Nider escribió el Formicarius en 1535-1537: la alusión de Peter
von Greyerz remite a una fecha alrededor de 1375. Se diría que una
referencia tan precisa está basada, más que en la tradición oral, en el examen
de las actas del proceso.32 A principios del siglo XV!, tras haber consultado
los procesos entonces conservados en el archivo de la Inquisición en Como,
el inquisidor Bernardo Rategno concluye, en su Tractatus de strigibus, que
la secta de las brujas había empezado a ser pulular hacía ciento cincuenta
años.33 La convergencia entre las dos cronologías induce a concluir que la
imagen de la nueva brujería, practicada por grupos de hombres y mujeres,
y no por individuos aislados, surgió en las dos vertientes de los Alpes
occidentales alrededor del mismo período: poco después de la mitad del
siglo XIV.
Se ha intentado tenazmente relacionar ese fenómeno con las novas
sectas et prohibitos ritus identificados en los Alpes occidentales por el
inquisidor Ponce Eougeyron a principios del siglo xv.34 Nos encontraremos
entonces ante una serie documental notablemente compacta desde los puntos
de vista cronológico, geográfico y temático. Cronológico: acusación contra
leprosos y judíos (1321); acusación contra los judíos (1348); cuaja una secta
de brujos y brajas alrededor de 1375; acusación contra judíos y cristianos
por haber dado vida, no se sabe desde cuándo, a «nuevas sectas y ritos
prohibidos» contrarios a la fe de Cristo (1409); testimonios, recogidos por
Nider, sobre una secta de brujas y brujos a la que se entra por medio de
ceremonias iniciáticas precisas (1435-1437). Geográfico: la persecución, que
en 1321 había sido contra leprosos y judíos, respectivamente, en la Francia
sudoccidental y en la Francia noroccidental, en 1348 se concentraba en los
judíos, trasladándose junto a ellos al Delfinado, Saboya y el lago Leman;
precisamente donde se denuncia la aparición de nuevas sectas en que se
mezclan judíos y cristianos y se inicia la persecución contra brujas y brujos
(véase mapa 2). Temático: el elemento unificador de estas oleadas perse­
cutorias es, al modificarse su objetivo (leprosos-judíos; judíos; judíos-brujas),
la imagen obsesiva del complot urdido contra la sociedad.

10. Se trata, como ya se ve, de una reconstrucción conjetural: uno de


los eslabones intermedios de la cadena, el que está formado por la fusión
entre judíos y brujas en los Alpes occidentales (Delfinado, Saboya, Valais),
no está testimoniado directamente, dada la desaparición de los primeros
procesos contra ía secta brujesca. Sólo podemos darlo por hipotético,
basándonos en los indicios contenidos en la bula de Alejandro V o en
documentos aún más tardíos. En una investigación realizada en 1466 contra
un grupo de judíos de Chambéry, la tradicional acusación de matar cristianos
(adultos y, sobre todo, niños) con fines rituales va acompañada de la de
practicar magia y sortilegios. En estos documentos no se habla de aquelarre,
por más que haya una oscura alusión a un rito misterioso entrevisto por
un testigo: en una habitación cerrada un judío y dos judías habían puesto
a una muchacha sobre un montón de paja en llamas en presencia de un
«monstruo» no precisado y de dos sapos.35 Indicios muy vagos, como se
ve, y destinados a seguir siéndolo a falta de testimonios más precisos. Quizás
nunca sepamos de qué modo se pasó de las confesiones arrancadas a los
judíos medíante tortura en 1348 a las arrancadas, verosímilmente por los
mismos medios, a brujas y brujos pocos años después, según la cronología
de que da razón Nider en el Formicarius. Pero aunque también se nos
escapan las particularidades de esta clase, el significado conjunto de la serie
documental parece claro. De un grupo social relativamente circunscrito (los
leprosos) se pasa a un grupo más amplio, si bien delimitado étnica y
religiosamente (los judíos), hasta llegar a una secta potencialmente ilimitada
(las brujas y los brujos). Al igual que los leprosos y los judíos, brujos y brujas
se sitúan en los márgenes de la comunidad; su conspiración, una vez más,
es inspirada por un enemigo externo, el enemigo por excelencia: el diablo.
Y los inquisidores y jueces laicos buscarán en los cuerpos de los brujos y
las brujas las pruebas físicas del pacto estipulado con el diablo: el estigma
que leprosos y judíos llevaban cosido en la ropa.
Esta sucesión de acontecimientos, vista a posteriori, parece dotada de
una coherencia implacable. Pero ulteriores desarrollos igualmente coherentes
no se verificaron, o se desvanecieron nada más nacer. Hacia 1348, en
Estrasburgo, entre los cristianos que, junto a los judíos, estuvieron implicados
en la acusación de haber esparcido los venenos que propagaban la peste,
había además una beguina,36 Pues bien, las beguinas — mujeres que vivían
en comunidad, de una condición ambigua enere laica y sacerdotal, que
subsistían de la artesanía y mendicidad, sospechosas de herejía— reunían
todas las condiciones para ser implicadas en las vicisitudes que, en menos
de un siglo, llevaron de la persecución de los leprosos a la persecución de
ias brujas. Pero el caso de Estrasburgo no tiene secuelas. Y cuando empe­
zaron los procesos basados en la imagen del aquelarre, las beguinas ya
estaban declinando. Brujas y beguinas siguieron siendo realidades sociales
diferentes.37

11. Hemos visto que en las descripciones recogidas por Nider en 1435-
437 las transformaciones en animales justamente se citaban, mientras que
el vuelo de las brujas y las reuniones nocturnas ni siquiera figuraban. Pero
por aquellos mismos años, en el Delfinado y en Valais, los mismos
ingredientes ya habían confluido en la imagen de la secta brujesca. Es lo
que se colige de la relación escrita en 1438 por un cronista de Lucerna,
jüstinger von KÓnigshofen, quien recogía casi literalmente la crónica escrita
diez años antes por Johann Friind.38 Los procesos, iniciados en los valles
de Henniviers y de Hérens, habían seguido en Sion, concluyendo con la
condena a la hoguera de más de cien personas, entre hombres y mujeres.
Los acusados, sometidos a tortura, habían acabado por confesar que formaban
parte de una secta o sociedad (gesellschaft ) diabólica. El demonio se les
aparecía en forma de animal negro; unas veces un oso, otras un carnero.^9
Tras haber renunciado a Dios, a la fe, al bautismo y a la Iglesia, los miembros
de la secta se dedicaban a conseguir por medios mágicos la muerte y las
enfermedades de adultos y niños. Unos dijeron que sabían transformarse
temporalmente en lobos para devorar el ganado; otros, que se hacían
invisibles comiendo hierbas especiales indicadas por el demonio. Iban a las
reuniones volando sobre bastones y escobas; a continuación se encerraban
en las bodegas, se bebían los mejores vinos y defecaban en las barricas. La
secta, iniciada hacía cincuenta años (una indicación que nos remite otra vez
al año 1375), contaba ya, según los acusados, con setecientos adeptos. Un
año más, decían, y se habrían convertido en señores y dueños del país, con
un rey propio.
En este momento el estereotipo ya estaba configurado. Durante unos
doscientos cincuenta años no cambiaría. Los mismos elementos reaparecen
en un par de tratadillos redactados en Saboya hacia 1435: el del jurista Claude
Tholosan, basado en más de cien procesos de brujería llevados a cabo en
los valles de los alrededores de Brian^on, y el anónimo Errores Gazariorum.4Ú
Los mismos elementos, a excepción del último: el extraordinario proyecto
de conspiración política confesado por miembros de la secta brujesca de
Valais no dejó huella en el Delfinado ni en los innumerables procesos por
brujería celebrados en gran parte de Europa en siglos sucesivos. Es un dato
excepcional, pero no incomprensible a la luz de la serie documental que
hemos reconstruido. Recuérdese que en 1321 los leprosos habían confesado
haberse repartido de antemano los títulos de condes y de barones, en el
seno de la conspiración urdida contra la sociedad de los sanos.41
12. Así, a través de reencarnaciones sucesivas, en el transcurso de poco
más de medio siglo la imagen del complot se había asentado en los Alpes
occidentales. De camino, como hemos visto, el grupo agresor se había
ampliado, al menos potenciaimente. De modo paralelo se había ido am­
pliando el abanico de sus agresiones contra la comunidad: los acusados de
Valais habían confesado provocar ceguera, locura, abortos, impotencia se­
xual; devorar niños; apoderarse de la leche de las vacas; destruir las cosechas.
La imagen de la secta había ido especificándose: la apostasía de la fe, ya
impuesta a los leprosos según el relato de Agassa, había ido enriqueciéndose
con nuevos y macabros detalles; el diablo, inspirador oculto de los complots
de leprosos y judíos, era lanzado al primer plano en una temible forma
animal. La siniestra ubicuidad de la conspiración, ya de entrada expresada
por el fluir de las aguas envenenadas, finalmente se había traducido sim­
bólicamente en el viaje aéreo de brujas y brujos hacia el aquelarre.
Ahora bien, mientras tanto algo había cambiado. En 1321 y en 1348
los acusados, debidamente interrogados bajo tortura, habían dicho exacta­
mente lo que los jueces esperaban de ellos. Las confesiones del leproso
Agassa, o las del médico judío Balavigny, posteriores en unos treinta años,
eran la proyección — sustancialmente no contaminada por datos ajenos—
de una imagen propuesta por los representantes de la autoridad laica y
eclesiástica. En los procesos contra los adeptos de la secta brujesca la relación
entre jueces y acusados es mucho más compleja.

13. Antes de analizarlo es preciso abrir un paréntesis. Se ha sostenido


que el aquelarre sería el punto de llegada de un estereotipo hostil proyectado
sucesivamente, a lo largo de milenio y medio, sobre judíos, cristianos, herejes
medievales y brujas.42 Se trata de una interpretación parcialmente comple­
mentaria de la que hasta ahora hemos trazado; y sin embargo es claramente
divergente.
Se sabe que desde muy pronto, y luego, en el curso del segundo siglo
de nuestra era, con mayor intensidad, los cristianos fueron acusados de
crímenes horrendos: cultos anímalescos, antropofagia, incestos.43 A quienes
entraban en la secta, según era vox pópulí, los obligaban a degollar a un
niño; tras haber devorado su carne y bebido su sangre, apagaban las luces
y celebraban una orgía incestuosa. En su segunda Apología, escrita poco
después del año 150, el converso griego Justino replica a estas especies
infamantes, atribuyéndolas a la hostilidad de los judíos hacia la nueva
religión. Por lo demás, insinuaciones análogas se habían dirigido contra los
propios judíos: en Alejandría, en el siglo II a. de C., se decía que adoraban
a una cabeza de burro y que practicaban homicidios rituales seguidos de actos
de canibalismo.44 Esta última acusación era recurrente: entre otros, se
atribuyó a Catiiina y sus secuaces. En el caso de los cristianos se vio reforzada
por otros elementos, entre ellos una incomprensión más o menos deliberada
de la eucaristía: la acusación de antropofagia ritual de los niños quizás fuera
una distorsión del texto de san Juan 6, 54 («El que come mi carne y bebe
mi sangre tiene vida eterna»).45 Se ha supuesto que en la elaboración de
este estereotipo agresivo confluyeron además ecos de los rituales por
entonces efectivamente practicados por alguna secta. Una impresionante
descripción de antropofagia iniciática, seguida de una orgía sexual, se
conserva en un fragmento de una novela griega ( Phoinikika ) ambientada
en Egipto, pero lo que no se ha dicho es que el texto, escrito probablemente
en el siglo II d. de C. por un tal Lolliano, se refiera a una escena de la
vida real.46 En cualquier caso, durante cincuenta años, desde Minucio Felice
hasta Tertuliano, los escritores cristianos se afanaron a refutar los dicterios
criminales extendidos por los paganos. Los mártires, desde Lyon a Cartago,
expresaron su desdén por las carnicerías que les atribuían. A mitades del
siglo V Salvíano, en su De gubematione Dei, recordaba todo esto como una
ignominia ligada a un pasado superado hacía tiempo.47
En lo que a los cristianos se refería, Salviano indudablemente tenía
razón. Pero ya los propios cristianos, empezando por san Agustín, relan­
zaron las viejas acusaciones de antropofagia ritual contra catafrígios, mar-
cionistas, carpocracianos, borborianos y otras sectas herejes difundidas por
África o Asia Menor.48 Cambian los objetivos, mas no el contenido. En un
sermón pronunciado hacia el año 720 Juan IV de Ojun, jefe de la Iglesia
armenia, escribe que los paulinianos, seguidores de Pablo de Samosata, se
reunían en las tinieblas para cometer incesto con sus propias madres;
practicaban la idolatría y, con la boca llena de espumarajos, se arrodillaban
para adorar al demonio; empapaban una hostia con ía sangre de un niño
y se la comían, superando en avidez a los cerdos que devoran a sus propias
crías; ponían los cuerpos de los difuntos en el tejado e invocaban al Sol
y a los demonios del aire; solían pasarse un recién nacido de mano en mano
atribuyendo la dignidad suprema de la secta a aquel en cuyas manos el niño
exhalaba su ultimo suspiro. Elementos estereotipados como idolatría, incesto
y antropofagia se mezclaban con ecos deformados de ritos quizás practicados
en la realidad.49
Después del año 1000 el estereotipo hostil vuelve a aparecer en
Occidente. Primero (según la interpretación que estamos discutiendo) fue
atribuido a los herejes quemados en Orléans en 1022; posteriormente a los
cátaros, a los valdenses y a los fraíicelli. Ritos similares fueron también
atribuidos a los bogomilos de Tracia, en un tratado, Sulle operazioni dei
demoní, considerado durante mucho tiempo obra del escritor bizantino
Michele Psello (en realidad redactado por alguien que vivió dos siglos
después de él, hacia el año 1250 si no más tarde).50 Pero sólo en Occidente
el estereotipo halló una nueva formulación: la imagen de la ceremonia
nocturna, en que brujas y brujos antropófagos daban vida a orgías sexuales
desenfrenadas, devoraban niños y rendían pleitesía al demonio en forma
de animal.51

14. Esta reconstrucción va haciéndose cada vez más endeble según se


acerca al fenómeno que intenta explicar: el aquelarre. La continuidad entre
estereotipos antiheréticos y estereotipos antíbrujescos no es más que un
elemento secundario de un fenómeno mucho más complejo. Ello depende
también de la distinta fortuna de las acusaciones de promiscuidad sexual
respecto de las de homicidio ritual y antropofagia. Mientras que las primeras
fueron monótonamente achacadas a herejes de cualquier signo, ias segundas
primero fueron modificadas y luego completamente olvidadas durante varios
siglos.
Según Ademaro de Chabannes, los canónigos quemados como «mani-
queos» en Orléans en el año 1022 habían sido engañados por un campesino
que afirmaba poseer virtudes extraordinarias, seguramente de carácter má­
gico. Era portador de las cenizas de un niño muerto, el que comía un poco
de ellas entraba inmediatamente a formar parte de ia secta.52 En este relato,
basado evidentemente en voces indirectas, no se mencionaban orgías ni
homicidios rituales, por más que Ademaro insinuase oscuramente abomi­
naciones que era mejor no nombrar. El parangón entre los ritos antropo-
fágicos de la secta y la eucaristía, implícito en el verbo que utiliza Ademaro
para designar la ingestión del macabro polvo (coni?núnica re ), remitía a
acusaciones análogas formuladas muchos siglos antes en la literatura anti­
herética.53 Hacia el año 1090 el monje benedictino Pablo de Saint-Pére, de
Chartres, volvió a los mismos temas. Comentando el relato de un testimonio
ocular, afirmó que los herejes de Orléans, tras haber echado a las llamas,
como hacían los antiguos paganos, a los hijos nacidos de las propias orgías
incestuosas, recogían sus cenizas y las custodiaban religiosamente, como
hacen ios cristianos con la especie eucarística. El poder de estas cenizas era
tan fuerte que quien probaba un poco ya no podía abandonar la secta.54
Comparecía de nuevo el antiguo estereotipo, pero con una variante a tener
en cuenta: el homicidio ritual en vez de preceder a la orgía la seguía,
eliminando así los frutos pecaminosos de ésta.55 Mientras que los ritos
caníbales eran consumados exclusivamente en el interior de la secta, los
herejes se configuraban sobre todo como un grupo separado que agredía
a 1a sociedad de modo simbólico, indirecto: negando las propias leyes de
la naturaleza. Unos años más tarde Guibert de Nogent dirigía acusaciones
análogas contra los herejes dualistas procesados en Soissons en el año 1144,
añadiendo otro detalle procedente, a través de quién sabe qué caminos, del
sermón de Juan de Ojun: los miembros de la secta se sentaban alrededor
de un fuego lanzándose uno a otro por entre las llamas a uno de los niños
nacidos de la orgía, hasta su muerte.56 Pero a partir de esta fecha la acusación
de homicidio ritual es dirigida, durante siglos, exclusivamente contra los
judíos. En la furibunda polémica contra los grupos heréticos esa acusación
prácticamente no vuelve a aparecer.57 Es preciso esperar trescientos cincuen­
ta años para volver a hallar, en una de las confesiones,arrancadas a los
fraticelli de Marche procesados en Roma en 1466, una descripción del
infanticidio que tenía lugar nueve meses después de la orgía incestuosa. En
las versiones, quizás posteriormente reelaboradas, que muy pronto circula­
ron, volvió a salir a la luz un elemento mencionado en el sermón de Juan
de Ojun contra los paulinianos: se convertía en jefe de ía secta aquel en
cuyas manos dejara de vivir el niño, lanzando entre las llamas.58 Pero esta
reaparición es posterior a la cristalización del aquelarre y no es cosa que
quepa explicar ahora. Desde hace ya casi un siglo venían celebrándose
procesos contra la secta de las brujas y de ios brujos antropófagos, una
antropofagia vuelta sobre todo hacía eí exterior, no reservada a los hijos
de los miembros de ia secta.
Ver en esta persecución el último eslabón de una cadena de acusaciones
que se alarga durante un milenio y medio significa negar la evidente
discontinuidad introducida por la imagen de la secta brujesca. Las caracte­
rísticas evidentemente agresivas que le eran atribuidas por inquisidores y
jueces laicos fundían rastros antiguos con elementos nuevos, ligados a un
contexto —cronológico, geográfico, cultural— absolutamente específico.
Todo ello implica un complejo fenómeno de interacción que no cabe reducir
a la mera proyección sobre los acusados de obsesiones antiquísimas y re­
currentes.

15. Hasta el momento nos hemos apoyado en uno solo de estos


elementos: la imagen del complot. Hemos seguido su trayectoria desde
Francia hasta los Alpes occidentales. Precisamente aquí, a mediados del
siglo xiv, los inquisidores dirigían toda una ofensiva contra grupos consis­
tentes de herejes. Ei nombre con que se los llamaba — valdenses—ios
identificaba como seguidores tardíos de la prédica religiosa efectuada por
Pedro de Valdo (o Valdés) dos siglos antes. Pero ia documentación frag­
mentaria que nos ha llegado dibuja una fisonomía distinta, más variada y
contradictoria.
Se trata de procesos celebrados por la Inquisición alrededor del año 1380
contra artesanos y pequeños comerciantes (sastres, zapateros, mesoneros),
algunos campesinos y varias mujeres, habitantes de los valles situados en
la vertiente italiana de los Alpes occidentales o en la zona adyacente.59 Las
confesiones de estos individuos testimonian sobre todo creencias y actitudes
difundidas desde hacía mucho tiempo entre los grupos heterodoxos y ahora
intensificadas por el cisma que par tía a la Iglesia en dos: la polémica contra
la jerarquía eclesiástica corrompida, el rechazo de los sacramentos y dei cuíco
a los santos, la negación del Purgatorio. En segundo lugar, posiciones más
propiamente cataras, frecuentes sobre todo en la zona de Chieri, uno de
los jefes de cuya comunidad era originario «de Esclavonia»; algunos miem­
bros de la secta se habían desplazado a Bosnia para tomar contacto con
los bogomilos.60
En este período más que nunca, los Alpes, en vez de separar, unían.
Hombres e ideas circulaban por los caminos que, a través del Gran y del
Pequeño San Bernardo, el Monginevro y el Moncenisio, unían al Piamonte
y la Lombardía con el Valais, la Saboya, el Delfinado, la Provenza.61 Estos
intercambios, confiados además a verdaderos predicadores itinerantes, como
el ex terciario franciscano Antonio Galosna o Giovanni Bech, de Chieri
(ambos muertos en la hoguera como herejes), ponían en contacto, en la
disgregación de las viejas divisiones sectarias, experiencias diversas. Bech,
por ejemplo, al principio se unió al grupo de ios apostólicos en Florencia;
después se separó de éstos para ir a Perugia y a Roma; había vuelto a Chieri;
intentó inútilmente unirse a los bogomikxs de Servia; había pasado por eJ
Delfinado, ligándose al grupo de los «pobres de Lyon». Estos episodios de
sincretismo herético, fruto de una inquietud que mezclaba doctrinas hetero­
géneas, no puede ponerse en duda.62 Por el contrario, muy poco crédito
puede darse a los reconocimientos de promiscuidad sexual que aparecen aquí
y allá en los procesos contra los valdenses del Piamonte. Obviamente, es
imposible comprobar la veracidad de afirmaciones como aquélla, formulada
por Antonio Galosna y otros, de que los miembros de ía secta, tras haber
comido y bebido, apagaban las luces e iniciaban una orgía diciendo «Para
el que la coja». Pero el estereotipo de la descripción y su coincidencia con
las esperadas y preexistentes (y documentales) de los jueces sugiere la
intervención de presiones físicas o psicológicas por parte de estos úl­
timos.63
Igualmente justificada parece la hipótesis inversa: cuanto más se aleja
del estereotipo un particular, tanto más verosímil es que ello haga surgir
un estrato cultural inmune a las proyecciones de los jueces.64 Pero aislar
este estrato en los documentos de que estamos hablando no es cosa fácil.
Bastará un ejemplo. Antonio Galosna contó que veintidós años antes, en
1365, había formado parte, en Andezeno, cerca de Chieri, de una orgía con
otros miembros de la secta. Antes de la orgía cierta Billia la Castagna había
entregado a todos ios participantes un líquido de aspecto repugnante: quien
lo bebiera una sola vez ya no podría abandonar la secta. Se decía que el
líquido había sido confeccionado con el estiércol de un gran sapo que Billia
alimentaba bajo su cama con carne, pan y queso. Otra mujer, Alasia de Garzo,
había sido acusada de haber mezclado también al brebaje cenizas de cabello
y pelos del pubis. El jefe de ia comunidad herética del Val di Lanzo, Martino
da Presbítero, dijo que tenía en casa un gato negro que era «gordo como
un cordero», y «el mejor amigo que tenía en ei mundo».65 Tras estos detalles
en apariencia extravagantes o nimios se entrevén antiguos lugares comunes
de la propaganda antiherética. De los «maniqueos» quemados en Orléans
en el año 1022 se decía, como se recordará, que comiendo las cenizas de
un niño muerto entraban irrevocablemente en la secta; se atribuía a los
cátaros (nombre que hacían proceder de cattus) la adoración del diablo en
forma de gato, o la celebración de ceremonias orgiásticas en presencia de
un gato gigantesco.66 Pero en las palabras de Antonio Galosna y de Martino
da Presbítero estos estereotipos aparecen filtrados y reelaborados como una
cultura distinta, una cultura folklórica.
Ei inquisidor Antonio da Settimo se limitó a registrar toda esta
mezcolanza de creencias, catalogando a los acusados como «valdenses».
Nuestros conocimientos, aunque mucho más indirectos y fragmentarios que
los suyos, están, sin embargo, inevitablemente más extendidos en el espacio
y en el tiempo. Sabemos que por aquellos años en el Bernés y en el Comasco
las persecuciones de la secta brujesca ya habían empezado o estaban
empezando. Sabemos que medio siglo después el juez Peter von Greyerz
había recogido (para referírsela después a Nider) la descripción dei rito a
que se sometían los nuevos adeptos: tras haber bebido un líquido hecho
con carne de niños convertida en polvo, alcanzaban el conocimiento de ios
misterios de la secta. Sabemos que el gato será largamente citado como
animal diabólico en las confesiones de las brujas. Las confesiones de los
valdenses de los valles del Piamonte se nos presentan ahora como un
momento de la interacción entre estereotipos inquisitoriales y cultura folk­
lórica que llevaría al aquelarre.

16. En una situación tan fluida la percepción de la nueva secta brujesca


se abrió camino lentamente, incluso entre aquellos — los inquisidores— que
contribuían de forma activa a cristalizarla. Excepcional por su precocidad
es un pasaje contenido en los Errores haereticorum Waldensíum , conser­
vados en un único manuscrito monástico redactado en los últimos años del
siglo XII.67 Esta conjetura se basa en una referencia, precisamente al prin­
cipio del texto, a las conversiones de seiscientos valdenses efectuadas en el
curso de un solo año por un tal «fray Pietro», en quien se ha reconocido
al fraile Celestino Peter Zwicker, perseguidor de los herejes «luciferinos»
de la Marca de Brandeburgo y de Pomerania entre 1392 y 1394, y pos­
teriormente (con ferocidad muy superior) de los valdenses en Estiria entre
1395 y 1398.68 El autor anónimo enumeró, además de los errores de los
valdenses, los de los seguidores de otra secta no nombrada: concesiones
dualistas («Adoran a Lucifer y lo consideran hermano de Dios, injustamente
expulsado del cielo y destinado a reinar»); rechazo de los sacramentos y
de la virginidad de María; sacrificios rituales de los propios hijos {pueros
eorum ei —o sea, con Lucifer— orgías sexuales. Estas últimas
se celebraban en lugares subterráneos normalmente llamados Buskeller, un
término que el anónimo declaraba no entender. Se trata de una expresión
dialectal suiza que significa literalmente «bodega llena».69 El autor de los
Errores, verosímilmente redactados no lejos de Estiria, donde tenía lugar
la persecución contra los valdenses, tenía, así, pues, sobre ía secta no
nombrada, informaciones no sólo deformadas sino indirectas. Estas infor­
maciones repiten en gran parte temas aparecidos, de modo más o menos
creíble, en las confesiones de los valdenses del Piamonte: heterodoxia
genérica, duaíismo de origen cátaro, promiscuidad sexual. Pero ía presencia
de dos elementos posteriores induce a identificar la secta todavía innombrada
difundida por los Alpes occidentales con la nueva secta brujesca. La acusación
de matar a los propios hijos con fines rituales, desaparecida desde hacía
tiempo de ía propaganda antiherética, anticipa los dicterios sobre los brujos
«parricidas» recogidos por Nider en el Formicarium. El oscuro término
Buskeller es verosímilmente una alusión irrisoria a la macabra ceremonia
iníciática basada en la ingestión de polvos o jugos de carne de niños
asesinados y guardados en un odre. Unos años más tarde, en la vertiente
italiana, el odre se convertiría en barril, y lo de la «bodega llena» se habría
convertido en un «b arrilete».70
No obstante, para designar las nuevas sectas normalmente se prefe­
rirían ios nombres antiguos. Distinciones como la efectuada por eí anónimo
autor de los Errores entre valdenses y herejes de ia «otra pésima secta»,
siguieron siendo aisladas; términos nuevos como scobaces (los que cabalgan
sobre la escoba) tuvieron poca fortuna.71 En unos pocos decenios valdenses,
cátaros o, más genéricamente, «herejes», se hicieron sinónimos de «partici­
pantes en reuniones diabólicas». Podemos seguir la huella de esta asimilación
terminológica progresiva: desde los Errores Gazariomm (Errores de los
cátaros) redactado en Saboya antes de 1437 hasta la sentencia de 1453 contra
el teólogo Guiilaume Adeline, reo confeso de pertenecer a la secta des
Vaudois que se reunía de noche en los montes cercanos a Clairvaux, y hasta
un proceso celebrado en Friburgo en 1498 del cual se deduce que insultos
como berejoz, vaudey se utilizaban corrientemente para designar a los
sospechosos de reunirse en la cbete (el aquelarre).72 La identificación
propuesta por los inquisidores se había difundido hasta llegar a formar parte
del lenguaje común. Pero, como hemos visto, no había brotado de la nada.
Una convergencia de temas heterodoxos, dualistas y folklóricos se había
entrelazado efectivamente tras los valdenses del Piamonte de la segunda
mitad del siglo XIV.73

17. Este último dato induce a proponer de nuevo, y con cautela, la


posibilidad, por lo general rechazada en la actualidad, de que a la crista­
lización de la imagen del aquelarre contribuyera también un filón de
creencias ligadas al dualismo cátaro.74 Antonio Galosna dijo al inquisidor
que Lorenzo Lormea, quien lo había introducido en la secta valdense,
predicaba que Dios padre había creado solamente el cielo; que la tierra había
sido creada por el dragón; que el dragón era, sobre la tierra, más poderoso
que Dios. Otro compañero de secta había dicho a Galosna que el dragón
debía ser adorado,75 Se trataba, naturalmente, del dragón del Apocalipsis
(12, 9): «Draco Ule magnus, serpens antiquus, qui vocatur Diabolus et
Sotanas (El gran dragón, la antigua serpiente que tiene por nombre Diablo
y Satanás).» El peso de la tortura y de las presiones psicológicas en los
procesos, hoy perdidos, que proporcionaron por vez primera las pruebas
de la existencia de una secta brujesca debía de ser grande. Pero la presencia
de creencias dualistas en los Alpes occidentales probablemente no fue ajena
a la formulación por los inquisidores de la acusación de adorar al diablo
en forma de animal, así como a la introyección de la misma acusación por
los propios acusados.

18. En resumidas cuentas, la antiquísima imagen hostil fijada en el


incesto, la antropofagia y la adoración de una divinidad animal no explica
por qué surgió el aquelarre precisamente en aquel período, en aquella zona,
con aquellas características, en parte no remitibles al estereotipo. La secuencia
aquí propuesta -—leprosos, judíos, brujas— permite, sin embargo, responder
a la primera pregunta (¿por qué entonces?): el surgimiento del aquelarre
supone la crisis de la sociedad europea en el siglo xiv, así como las carestías,
la peste, la segregación o expulsión de los grupos marginales que la
acompañaban. La misma secuencia da tina respuesta a la segunda pregunta
(¿por qué ellos?): la zona en que se verificaron los primeros procesos
dedicados al aquelarre coincide con aquella en que fueron elaboradas las
pruebas del presunto complot judío de 1348, modelado a su vez sobre el
presunto complot urdido por los leprosos y los judíos en el año 1321.
La presencia, en ios dialectos del Delfinado y de Saboya, de términos
como gafa , «bruja», etimológicamente relacionada con gafo , leproso’ (en la
zona de Briangon) o anagoga, 'danza nocturna con seres míticos imprecisos’,
de aynagogue, en el sentido de 'reunión de herejes' (en Vaux-en-Bugey),
son una recopilación, junto con la ya recordada asimilación de los vaudois
a los brujos, del complejo acontecer que hemos reconstruido.76 Por otra parte,
la interacción entre las expectativas de los jueces y las actitudes de los
acusados proporciona una primera respuesta a la pregunta sobre las carac­
terísticas específicas asumidas por la imagen dei aquelarre (¿por qué de tal
manera?). Recuérdese que después de 1321 el paso del proceso contra
Guillaume Agassa por las manos de Jacques Fournier, inquisidor de Pamiers,
había hecho brotar en la descripción de la conjura de los leprosos dos
crímenes tradicionalmente atribuidos a las sectas heréticas: 1a apostasía de
ía fe y la profanación de la cruz.77 Decenios de actividad inquisitorial en
los Alpes occidentales completaron la convergencia entre herejes y adeptos
a ia secta brujesca: ia adoración del diablo en forma de animal, las orgías
sexuales y los infanticidios entraron —para perdurar— en el estereotipo
del aquelarre.
Pero en esta lista de ingredientes falta alguna cosa: las metamorfosis
animales, el vuelo hacia las reuniones nocturnas. Con estos elementos,
tardíamente añadidos, la mezcolanza heterogénea llegó a la temperatura de
fusión. Brotaban de un sustrato cultural de gran alcance, mucho más
profundo y remoto que los analizados hasta el momento.
Segunda parte
Tras la diosa

1. «Al volver de las reuniones nocturnas — contaron los montañeses


de Valais procesados por brujería en 1428— nos encerrábamos en la bodega
para beber el mejor vino; después cabalgábamos sobre las barricas.»1 Ciento
cincuenta años más tarde, en 1575, en ei extremo opuesto del arco alpino,
eí noble de Friuli Troiano de Attimis contó al inquisidor fray Giulio d’Assisi
y al vicario general Jacopo Maracco que había oído decir al pregonero
municipal Battista Moduco, en la plaza de Cividale, «que era benandante
y que por la noche, sobre todo los jueves, va con los demás y se reúnen
en ciertos lugares a celebrar bodas, danzar, comer y beber; y que cuando
vuelven los malí andanti van a ias bodegas y beben y después orinan en
las barricas, y que si no fueran detrás los benandanti el vino se estropearía,
y otras chanzas...».2 Volvamos doscientos cincuenta años atrás. En 1319 un
sacristán de un pequeño lugar de los Pirineos, Arnaud Géiis, llamado
Botheler, contó a Jacques Fournier, obispo e inquisidor de Pamiers, que era
armier. uno que tenía la virtud de ver a las ánimas y de hablar con ellas.
«Aunque las ánimas de los difuntos no comen — había explicado— , sí beben
buen vino y se calientan al fuego cuando encuentran una casa con mucha
leña; pero cuando los difuntos lo beben, ei vino no mengua.»3
Tres testimonios dispersos en el tiempo y en el espacio. ¿Hay algo que
ios une?

2. Para responder partiremos de un texto muy conocido, incluido hacia


el año 906 por Reginone di Prüm en una colección de instrucciones
destinadas a los obispos y a sus representantes (De synodalibus causis et
disciplinis ecclesiasticis libri dúo). En medio de una lista de creencias y
prácticas supersticiosas que debían haber sido erradicadas de las parroquias,
hay un pasaje derivado probablemente de un capitular franco más antiguo:
lllud etia?n non est omittendum, quod quaedam sceleratae midieres, retro
pos Satanam conversae (1 Tim. 5, 15), daemonum illusionibus el phantas-
matibus seductae, credunt se et profitentur noctumis horis cum Diana
paganorum dea et innúmera moltitudine mulierum equitare super quasdam
bestias, et multa terrarurn spatia intempestae noctis silentio pertransire,
eiusque iussonibus velut dominae obedire, et certis noctibus ad etus servitium
evocari («No hay que callar que ciertas mujeres malvadas, convertidas en
seguidoras de Satanás (I Tim. 5, 15), seducidas por las fantásticas ilusiones
del demonio, sostienen que por la noche cabalgan sobre cierta bestia junto
a Diana, diosa de ios paganos, y a una gran multitud de mujeres; que recorren
grandes distancias en el silencio de las noches profundas; que obedecen las
órdenes de la diosa como si fuese su señora; que son llamadas en deter­
minadas noches para que le sirvan»).4 Cien años más tarde, en su Decretum,
Burcardo, obispo de Worms, recoge este canon con mínimas variantes,
atribuyéndolo por error al concilio de Ancira (314) y añadiendo ai nombre
de Diana el de Herodíades (cum Diana paganomm dea vel Herodiade).
Llamado generalmente Canon episcopi, por el título que lo precedía (Ut
episcopi de parocbiis suis sortílegos ei maléficos expellanat: «A fin de que
los obispos expulsen de sus parroquias a brujos y encantadores»), el texto
circuló ampliamente en la literatura canónica.5
No se trata de un texto aislado. En el decimonoveno libro del «Decre­
tum», titulado Corrector —una especie de manual para confesores derivado
de una compilación independiente— hallamos una serie de pasajes que
remiten explícita o implícitamente a aquellos pasajes sobre las seguidoras
de Diana de la versión de Reginone, o que están relacionados con las mismas
creencias.6 Algunas mujeres afirmaban que habían sido obligadas, en deter­
minadas noches, a acompañar a una turba de demonios transformados en
mujeres, a lo que el vulgo estulto llama Holda (X IX , 60). Otras decían que
salían a través de la puerta cerrada en el silencio de la noche, dejando dentro
a sus maridos dormidos; tras haber recorrido distancias indeterminadas con
otras mujeres víctimas del mismo error, mataban, cocinaban y devoraban
hombres bautizados, a quienes restituían una apariencia de vida rellenán­
dolos de paja o madera (X IX , 158). Otras sostenían que volaban, tras haber
atravesado la puerta cerrada, junto con otras seguidoras de! diablo, comba­
tiendo entre las nubes, recibiendo e infligiendo heridas (X IX , 159).7 A estos
pasajes del Corrector se añade un canon que Burcardo refería erróneamente
al concilio de Agde (508): los participantes en la imaginaria cabalgata
nocturna afirmaban que sabían preparar encantamientos capaces de hacer
pasar a la gente del odio al amor y viceversa.8 Todos estos textos se refieren
a mujeres, en ocasiones señaladas como «malvadas». En todos reaparecen,
de forma idéntica o con variaciones mínimas, expresiones utilizadas en el
Canon episcopi: «retro post Satanam conversae» (X IX , 158), «certis noc-
tibus equitare super quasdam bestias» (X, 29; X IX , 60); «.terrarum spatia...
pertransire» (X IX , 159), «noctis silentio » (X ÍX , 159). Estos paralelismos
formales subrayan una indudable unidad de contenido. El blanco no está
constitudio por supersticiones aisladas, sino por una sociedad imaginaria de
la que se considera partícipes a los seguidores de la diosa («et in eorum
consortio [ credidisti] annoveratam esse», X IX , 60) y a los que intentan ganar
adeptos. Por medio de esta obra de proselitismo diurno una multitud de
mujeres de carne y hueso ha terminado compartiendo ia misma ilusión (X,
29). Ellas dicen que no van por voluntad propia, sino obligadas (necessario
et ex praecepto , X IX , 60). Vuelos, batallas, homicidios seguidos por actos
de canibalismo y por la resurrección de las víctimas: tales son los ritos
imaginarios que en determinadas noches impone la diosa a sus segui­
dores.
A ojos de Reginone, del compilador del Corrector, de Burcardo, todo
esto eran fantasías diabólicas. Los castigos previstos para las mujeres que
compartían tales ilusiones eran relativamente blandos: cuarenta días, un año,
dos años de penitencia. La mayor severidad (la expulsión de la parroquia),
reservada a quienes se jactaban de procurar el amor o el odio, era debida
seguramente a la presencia en este caso de rituales, aunque fueran ineficaces,
meras creencias. Pero en los primeros decenios del siglo XV teólogos e
inquisidores adoptaron, ante las confesiones de los seguidores de la secta
brujesca, una actitud completamente distinta: el aquelarre era un aconte­
cimiento real, un crimen punible con la hoguera. Se experimentó la necesidad
de reconsiderar el Canon episcopi, que desde mediados del siglo Xil había
confluido en la gran sistematización canónica de Graciano. Alguno negó la
identidad entre los seguidores de Diana y las brujas modernas; otros
sostuvieron, recurriendo a la autoridad del canon, que el aquelarre era mera
ilusión, eventualmente inspirada por el diablo.9

3. Dejemos de lado por el momento esta discusión (pues sobre el


problema de la realidad del aquelarre tendremos, en fin, que volver).
Limitémonos a observar que la referencia al Canon episcopi sugerida por
los demonólogos no parece para nada absurda. Las creencias descritas en
el texto (y en los demás unidos a éste) presentan, de hecho, analogías
circunscritas, pero evidentes, con la imagen del aquelarre que cristalizó
muchos siglos después; basta con pensar en el vuelo nocturno o en el
canibalismo ritual. Pero considerar estas analogías como pruebas de una
continuidad de creencias sería, obviamente, prematuro. Las colecciones
canónicas nos ofrecen descripciones estereotipadas, condicionadas por las
miradas externas. Distinguir las actitudes de aquellas mujeres anónimas de
las posibles deformaciones introducidas por los clérigos no es fácil. Aparecen
muchos elementos enigmáticos; el nombre de la diosa que conducía a la
bandada de mujeres «malvadas» es inseguro.
En las actas de un concilio diocesano celebrado en el año 1280 en
Conserans, Ariége, es llamada Bensozia (probable corrupción de Bona
Socia).w Mientras que el concilio de Tréveris del año 1310 prefirió Hero-
diana a Diana.11 En otros casos encontramos figuras pertenecientes a la
cultura folklórica (Bensozia, Perchta o Holda, término este último referido
en el Corrector a todo el cortejo de mujeres);12 a la mitología pagana
(Diana); a la tradición escritural (Herodíades).13 La presencia de estas
variantes indica que tradiciones similares, o al menos percibidas como tales,
dejaron huellas en tiempos y lugares diferentes. Esto podría confirmar la
difusión de esas creencias; sigue en pie todavía la duda de si canonistas y
obispos (como más tarde los inquisidores) forzaron a las creencias que
combatían a entrar en moldes preestablecidos. La referencia a Diana «diosa
de los paganos», por ejemplo, hace sospechar de inmediato la presencia de
una ínterpretatio romana , de una lente deformadora derivada de la religión
antigua.14

4. La duda es más que legítima. En 1390 el inquisidor milanés fra


Beltramino da Cernuscullo registró en sus actas que una mujer llamada
Sibillia (quizás fuera un sobrenombre)15 había confesado a su predecesor
que se dedicaba periódicamente al «juego de Diana que llaman (quam
appellant) Herodíades». También en 1390 fray Beltramino incluyó, en la
sentencia que cerraba el proceso contra otra mujer, Pierina, rea confesa de
los mismos crímenes, uña referencia al «juego de Diana, que llama (quam
appellatis) Herodíades»,16 En realidad, en las actas de ios procesos que han
llegado hasta nosotros, Sibillia y Pierina hablan solamente de «Madona
Horiente»; su identificación con Diana había sido seguramente sugerida
a Sibillia por el primer inquisidor, y posteriormente atribuida sin más a
Pierina por el segundo, junto con la glosa («quam appellant Herodía-
dem») que remitía al texto del Canon episcopi. Pero las propias actas de
los dos procesos, o lo que de ellas queda, hacen surgir un cuadro más
complejo.
Sibillia, mujer de Lombardo di Vicomercato, y Pierina, mujer de Pietro
de Bripio, comparecieron el año 1384, por separado, ante el dominico fray
Ruggero da Casale, inquisidor de la Lombardía superior. No sabemos si las
dos mujeres se conocían. Fray Ruggero, tras haberlas interrogado, ante los
«enormes delitos» confesados, especialmente por Sibillia, solicitó la asistencia
del arzobispo de Milán, Antonio da Saluzzo, y de otros dos inquisidores.
A continuación ambas fueron condenadas a varias penitencias como herejes
(Sibillia como «hereje manifiesta»). En 1390 el nuevo inquisidor, fray
Beltramino da Cernuscullo, también dominico, las procesó de nuevo, con­
denándolas a muerte por reincidencia (relapsae ). De estos dos procesos sólo
se han conservado las dos sentencias de 1390: una contra Sibillia, que sin
embargo recoge la pronunciada hacía seis años, y otra contra Pierina, que
se limita a citar algunos pormenores del proceso precedente. Se trata, por
lo tanto, de fragmentos documentales que formaban parte de legajos más
amplios.
Los crímenes confesados por Sibillia eran los siguientes: desde que era
joven había ido cada semana, en la noche del jueves, con Oriente y su
«sociedad». Había rendido homenaje a Oriente no creyendo que fuera
pecado. En el proceso que se le siguió precisó que inclinaba la cabeza en
señal de reverencia, diciendo «Que estés bien, Madona Horiente»; Oriente
respondía: «Bienvenidas, hijas mías (Bene veniatis¡ filie mee)». Sibillia creía
que a la sociedad acudían todo tipo de animales, a excepción del asno,
portador de la cruz; de haber faltado alguno, el mundo entero hubiese sido
destruido. Oriente respondía a las preguntas de los miembros de la sociedad
prediciendo cosas futuras y ocultas. A ella, Sibillia, siempre le había dicho
la verdad, lo cual le había permitido a su vez responder a muchas personas
que le preguntaban, dándoles informaciones y enseñanzas. No había dicho
nada de esto a su confesor. Durante el proceso de 1390 precisó que en los
últimos seis años había ido a ía sociedad solamente dos veces; la segun­
da vez había arrojado una piedra a cierta agua de la que estaba aleján­
dose, y por eso no había podido acudir más. En respuesta a una pre­
gunta del inquisidor, dijo que en presencia de Oriente nunca se nombraba
a Dios.
Los fragmentos de las confesiones de Pierina que han llegado hasta
nosotros concuerdan sustancialmente con las de Sibiliia, si bien añaden
nuevos detalles. Pierina acudía a la sociedad, desde que tenía dieciséis años,
todos los jueves por la noche. Oriente respondía a su saludo diciendo: «Que
estés bien, buena gente (Bene stetis, bona gens)». Además de los asnos,
también los zorros estaban excluidos de la sociedad; a ella acudían los
ahorcados y los decapitados, pero de modo vergonzante, sin atreverse a
levantar la cabeza. «Oriente — contó Pierina— va de visita con la sociedad
por las casas, sobre todo las de los ricos.»17 Allí comen y beben: cuando
encuentran casas amplias y bien abastecidas se regocijan, y Oriente las
bendice. Oriente enseña a los miembros de la sociedad las virtudes de las
hierbas (•virtutes herbarum), remedios para curar las enfermedades, el modo
de encontrar las cosas robadas y de deshacer los maleficios. Pero, sobre todo,
deben observar el secreto. Pierina pensaba que Oriente era la «señora» de
ia sociedad, así como Cristo es señor del mundo. También Oriente, por otra
parte, tenía capacidad para devolver la vida a las criaturas muertas (aunque
no a los seres humanos). Las dos seguidoras, de hecho, a veces mataban
bueyes y se comían su carne; a continuación recogían los huesos y ios ponían
dentro de la piel de los animales muertos. Entonces Oriente golpeaba la
piel con el pomo de su varilla y al instante resucitaban los bueyes; pero
ya no podían volver a trabajar.

5. Para el Canon episcopi, como ya hemos dicho, las seguidoras de


Diana eran víctimas de sueños e ilusiones diabólicas. Guiado por este texto,
el inquisidor fray Ruggero da Casale condenó a Sibiliia por haber creído
que había ido (credidisti... quod... ivisü) »al juego de Diana que llaman
Herodíades», esto es, a la sociedad de Oriente. Su sucesor, el inquisidor fray
Beltramino da Cernuscullo, escribió que Pierina, como se colegía del proceso
celebrado hacía seis años, había estado (fuiste) «en el juego de Diana, que
llaman Herodíades». Este abandono implícito de la postura del Canon
episcopi por parte del juez coincidía con una transformación de las con­
fesiones de las acusadas. En éstas, junto a la imagen de la sociedad de Oriente,
afloraba la del aquelarre, que había empezado a cristalizarse algunos decenios
antes y no lejos de allí, en la diócesis de Como.18 Pierina — quizás sometida
a tortura— confesó haberse entregado a un espíritu llamado Lucifer, haberle
dado un poco de su propia sangre para que redactase un pacto de entrega,
y haber permitido que la llevara al «juego». Primero había afirmado, como
Sibiliia, que formar parte de la sociedad de Oriente no era pecado, ahora
imploraba al inquisidor que salvara su alma.
6. Mujeres (1) que creen y dicen (2) que van por la noche (3) tras
de Diana (4) en la grupa de animales (5) recorriendo grandes distancias
(6) obedeciendo las órdenes de la diosa como si fuera dueña y señora (7)
sirviéndola en noches determinadas (8): todos estos elementos se repiten
en las confesiones de Sibillia y de Pierina, excepto dos (4 y 5). El nombre
de la diosa es distinto y los animales, al estar presentes (casi todos acuden
a la sociedad de Oriente) no eran usados como cabalgadura. Pero la
desviación parcial que separa los relatos de las dos mujeres del texto del
Canon episcopi es, desde el punto de vista interpretativo, mucho más
preciosa que una coincidencia absoluta, pues excluye la eventualidad de una
adecuación coaccionada a un esquema preexistente. Así pues, tenía razón
el padre Giovanne de Matociis, capellán de la iglesia de Verona, al afirmar,
en un pasaje de sus Historiae Imperiales (1313), que «muchos laicos» creían
en una sociedad nocturna dirigida por una reina: Diana o Herodíades.19 En
la Italia septentrional ias creencias registradas esquemáticamente por R e­
gí no ne di Prüm estaban, cuatrocientos años más tarde, todavía bien vivas.
También en este aspecto los intentos de sacerdotes, canonistas e inqui­
sidores de traducir los múltiples nombres de la diosa nocturna se nos
muestran bajo distintas luces. El forzar y el esfuerzo interpretativo eran dos
caras de la misma moneda. Diana y Herodíades proporcionaban a los clérigos
un hilo para orientarse en el laberinto de Jas creencias locales. De este modo
ha llegado hasta nosotros un eco débil y alterado de las voces de aquellas
mujeres.

7. Probablemente en ningún caso fue tan grande la distancia entre


acusados y jueces como en un proceso celebrado en Bressanone en 1457.
El proceso se ha perdido, pero podemos reconstruirlo parcialmente gracias
a la versión latina de un sermón pronunciado por el obispo, Niccoló Cusano,
durante la cuaresma de dicho año.20 El tema del sermón (por cierto,
reelaborado por su autor mientras lo traducía) eran las palabras dirigidas
por Satanás a Cristo para tentarlo: «Si te postrares ante mí, todo esto será
tuyo» (de san Lucas, 4, 7). Cusano ilustró el tema a los fieles con un caso
reciente. Le habían sido presentadas tres ancianas del valle de Fassa, dos
de las cuales habían confesado pertenecer a la «sociedad de Diana». Ahora
bien, se trataba de una interpretación de Cusano. Las dos ancianas habían
hablado simplemente de una «buena señora (bona domina j». Pero su
identificación ofrecía a Cusano el punto de partida para una serie de
referencias que permiten reconstruir el complejo filtro cultural a través del
cual habían sido percibidos los discursos de las dos mujeres. La referencia
a Diana — ia divinidad adorada en Efeso, de la que hablan los Hechos de
los Apóstoles (19, 27, 22)— venía sugerida, naturalmente, por el Canon
episcopi, citado en una versión de la cual se desprendía que los seguidores
de ia diosa «la veneraban como si fuese la Fortuna (quasi Fortunam )» y
son llamados, en lengua vulgar Hulden, (de Huida).21 Seguía una cita del
texto compuesto sobre la base de las informaciones de Pedro de Berna (se
trata del Vormicarius de Nider), en el que se habla de un «pequeño maestro»
que no es otro que Satanás; y, finalmente, un pasaje de la vida de san Germán
(probablemente leído en la Leyenda áurea de Jaropo da Varazze) sobre
ciertos espíritus llamados «buenas mujeres que vagan por la noche», cuya
naturaleza diabólica ei santo había desenmascarado.
En un rápido inciso Cusano pronunció el nombre que había adquirido
el demonio en el valle de Fassa. «Aquella Diana que dicen que es la Fortuna»
era llamada por las dos viejas en lengua italiana Richella, esto es, ia madre
de 1a riqueza y de la buena suerte. Y Richella, seguía con inagotable
erudición, no era sino una traducción de Abundia o Satia (una figura
mencionada por Guglielmo d’Alvernia y Vicente de Beauvais). «Del home­
naje que se le presta y de las necias ceremonias de esta secta» Cusano prefería
no hablar. Pero al final del sermón no se privó de hacerlo. Contó que había
interrogado a las dos ancianas y que había llegado a la conclusión de que
estaban medio locas (semideliras) ; no sabían ni siquiera el Credo. Habían
dicho que la «buena señora», esto es, Richeila, había acudido a ellas de noche
y en un carro. Tenía el aspecto de una mujer bien vestida, pero no le habían
visto la cara (más adelante diremos por qué). Las había tocado, y desde aquel
momento se habían visto obligadas a seguirla. Tras haberle prometido
obediencia, habían renunciado a la fe cristiana. Después habían llegado a
un lugar lleno de gente que bailaba y celebraba una fiesta: algunos hombres
cubiertos de pieles habían devorado hombres y niños que no habían sido
bautizados según las reglas. A este lugar acudieron durante algunos años,
en las cuatro témporas, hasta que por su bien habían hecho el signo de
la cruz; entonces habían dejado de ir.
Para Cusano todo esto eran necedades, locuras, fantasías inspiradas por
el demonio. Intentó convencer a las dos mujeres de que habían soñado, pero
fue inútil. Entonces las condenó a penitencia pública y a la cárcel.
A continuación debió decidirse sobre el modo de comportarse con gentes
como aquellas, En el sermón explicó los motivos de su actitud tolerante.
Quien crea en ía eficacia de los maleficios alimenta la idea de que el diablo
es más poderoso que Dios; ía persecución se extiende y el diablo consigue
su objetivo, porque se corre el riesgo de matar a dos viejas trastornadas
totalmente inocentes. Por ello es preciso proceder con cautela, más que con
la fuerza, para no acrecentar el mal en ei intento de erradicarlo.
Esta exhortación a la tolerancia era introducida por medio de una amarga
pregunta retórica. ¿No habían sido quizás venerados y festejados Cristo y
ios santos en aquellas montañas (dijo Cusano a los fieles reunidos para
escucharle) casi solamente para tener más bienes materiales, más cosechas,
más ganado? Pues con el mismo ánimo — daba a entender— las dos ancianas
del valle de Fassa se habían dirigido, en vez de a Cristo y a los santos, a
Richella. Para Cusano, rezar a Dios con el corazón impuro significaba ya
sacrificar al demonio.
Pero la erudición, la voluntad de comprender, la misericordia cristiana
de Cusano no podían abarcar el abismo que lo separaba de las dos ancianas.
Su oscura religión estaba destinada a permanecer, en el fondo, incompren­
sible para él.
8. El caso que acabamos de presentar nos pone ante una dificultad
recurrente en estas investigaciones. A pesar de la solidaridad emocional que
experimentamos por las víctimas, tendemos a identificarnos, desde un
punto de vista intelectual, con los inquisidores y los obispos, aun cuando
no se trate de Niccoló Cusano. El fin que nos mueve es en parte dife­
rente, pero nuestras preguntas coinciden en gran medida con las que
también ellos se planteaban. A diferencia de ellos, no estamos en condi­
ciones de formulárselas directamente a los acusados. Y por ello consi­
deramos la documentación, cuando la encontramos, como un dato. Nos
vemos obligados a trabajar sobre libretas de apuntes que registran las
investigaciones de campo llevadas a cabo por etnógrafos muertos hace
siglos.22
Naturalmente, la comparación no hay que tomarla al pie de la letra.
Muy a menudo los acusados, oportunamente guiados por las sugestiones o
por la tortura, confesaban una verdad que los jueces no se preocupaban
por buscar, pues ya la teman. La convergencia forzada entre las respuestas
de unos y las preguntas o las expectativas de los otros hace que gran
parte de estos documentos sea monótona y predecible. Sólo en casos
excepcionales encontramos una separación entre preguntas y respuestas
que hace brotar un estrato cultural sustancialmente no contaminado por
los estereotipos del juez. La falta de comunicación entre los interlocutores
subraya entonces (en una paradoja sólo aparente) el carácter dialógíco de
los documentos, si no su riqueza etnográfica.25 Los procesos contra los
seguidores de la diosa nocturna se configuran como un caso intermedio
entre estas dos posibilidades extremas. La embarazosa contigüidad entre el
intérprete de hoy y los artífices de la represión revela entonces sus impli­
caciones contradictorias. Las categorías cognitivas de los jueces han conta­
minado sutilmente la documentación; pero no podemos dejar de prestar
atención a dichas categorías. Intentamos distinguir a Oriente o a Richella
de las traducciones, más o menos prevaricantes, sugeridas por los inquisi­
dores milaneses o por Cusano; pero al igual que ellos (y también gracias
a ellos) creemos que el confrontamiento con Diana o Habonde está basa­
do en una analogía iluminadora. Nuestras interpretaciones son en parte
resultado de la ciencia y de la experiencia de aquellos hombres. Ni la una
ni la otra, como ya sabemos, eran inocentes.

9. Las incrustaciones diabólicas que surgen al final del relato de las dos
ancianas del valle de Fassa repetían el pacto con Lucifer que había sido
establecido medio siglo antes por Pierina, seguidora de Oriente. Se registra
un desliz forzado de las viejas creencias hacia el estereotipo del aquelarre
entre mediados del siglo xv y principios del xvi, en los dos extremos del
arco alpino y en la llanura padana. En Canavese, el valle de Fiemme, Ferrara
y los alrededores de Módena la «mujer del hon zogo», la «sabia Sibila» y
otras figuras femeninas similares asumen poco a poco rasgos demoníacos.24
También en la región del Como el aquelarre se superpone a un estrato de
creencias análogas: las reuniones nocturnas, como registró el inquisidor
Bernardo da Como, eran allí llamadas «juegos de la buena sociedad (ludum
bonae societatis)».25
Un fenómeno equivalente tuvo lugar, mucho más tarde, en una parte
de Europa completamente distinta: en Escocia, entre finales del siglo xrv
y finales del XV. Varias mujeres procesadas como brujas contaron haberse
reunido con las hadas —la «buena gente», los «buenos vecinos»— y con
su reina, quizás apoyada por un rey. «Estaba en DawnieHills —dice una
de estas mujeres, Isabel Gowdie— y la Reina de las Hadas me dio carne,
más de la que podía comer. La Reina de Jas Hadas viste espléndidamente,
con ropas blancas y moradas... y el Rey de las Hadas es un hombre apuesto,
con el rostro alargado...» Los puntos suspensivos señalan los momentos en
que el notario, desde luego por indicación de los jueces (el pastor y el sheriff
de Auldern, pueblo a orillas del río Moray Firth), considera inútil transcribir
semejantes fantasías. Era en 1662. Nunca conoceremos (a continuación de
la historia. Los jueces querían saber de las brujas, del diablo; e Isabel Gowdie
les contentó sin hacerse rogar, restableciendo la comunicación momentá­
neamente interrumpida.26
En ocasiones (pero más raramente) esta mezcla de viejas y nuevas
creencias aflora en procesos contra hombres. En 1597 Andrew Man contó
a los jueces de Aberdeen que había prestado homenaje a la reina de los
elfos y al diablo, quienes se le había aparecido en forma de ciervo, saliendo
de la nieve en un día de verano, durante la cosecha. Se llamaba Christonday
(Domingo de Cristo). Andrew Man le había besado el culo. Creyó que se
trataría de un ángel, un hijo de Dios, y que «tenía todo el poder por debajo
de Dios». La reina de los elfos era inferior al diablo, pero «conocía bien
el arte (has a gríp o f d i the craft)». Los elfos tenían mesas bien guarnecidas,
cantaban y bailaban. Eran sombras, pero con el aspecto y las ropas de seres
humanos. Su reina era muy hermosa; Andrew Man se había unido carnal­
mente con ella.27
Los jueces de Aberdeen consideraron estos relatos «puras y simples
brujerías y diabluras (plañe witcbcraft and devilrie)». Nosotros reconocemos
en ellos una estratificación más compleja. La sutil capa diabólica que los
envuelve se explica fácilmente por la circulación europea de los tratados de
demonología, basados en los estereotipos que habían ido cristalizándose en
los Alpes occidentales entre finales del siglo xrv y mediados del xv.
Probablemente fueron los jueces de Aberdeen quienes solicitaron, con
preguntas y torturas, en el curso de los interrogatorios (que por otra parte
no se han conservado) detalles como el homenaje al diablo. Pero los
elementos cristianos que surgen de modo contradictorio en las confesiones
de Andrew Man (el diablo Christonday, ángel e hijo de Dios) no pueden
ser remitidos a una circulación de los textos. En las confesiones de algunos
benandanti de Friuli o de un viejo lícántropo de Livonia hallamos afirma­
ciones análogas: combatían, afirmaban, «por la fe de Cristo», eran «perros
de Dios». Parece difícil atribuir estas afirmaciones convergentes a expedien­
tes defensivos extemporáneos, urdidos en el curso del proceso, tal vez se
trataba de una reacción más profunda e inconsciente que tendía un velo
cristiano sobre un estrato de creencias más antiguas, superpuesto a un ataque
frontal que lo desnaturalizaba en sentido diabólico.28 En el caso de Andrew
Man, se trataba de las creencias en los «buenos vecinos»: los elfos, Jas hadas.
Sobre este mundo de sombras, donde se celebran banquetes, se canta, se
baila, reina la reina de los elfos, ya reducida (como la «mujer del bon zogo»
en los procesos trentinos de principios deí siglo xvr) a una posición
subordinada respecto del diablo.

10. También a Juana de Arco los jueces de Ruán habían preguntado


(era el 18 de marzo de 1430) si sabía algo sobre los que «andaban por el
aire con las hadas». Ella repuso a la insinuación: nunca había hecho nada
de ese género, pero había oído hablar de ello; sabía que tenía lugar los jueves
y que se trataba solamente de un «sortilegio (sorceñe).29 Es sólo uno de
entre los innumerables testimonios de la lenta diabolízacíón, prolongada
durante siglos, de un estrato de creencias unidas solamente de modo
fragmentario, por medio de textos emanados de canonistas, inquisidores y
jueces. El fósil guía que nos permite identificar este estrato está constituido
por las referencias a misteriosas figuras femeninas, veneradas sobre todo
por las mujeres.
A mediados del siglo XI Vicente de Beauvaís citó en su Speculum morale
el Canon episcopi, añadiendo a Diana y a Herodíades a «otras personas
a quienes las mujeres ilusas llaman cosas buenas ( bonae res)». El Román
de la Rose habló de las bonnes dames que seguían a la dama Habonde.30
Jacopo da Varazze mencionó, en la vida de san Germán ya citada, a las
«buenas mujeres que salen por la noche».31 Un canon de un concilio de
Conserans, Ariége, calcado del Canon episcopi, insertaba, como ya se ha
dicho, una referencia a Bensozia (Bona Soda). También en Ariége, una de
las clientes del arrnier Arnaud Gélis explicó al inquisidor que la interrogaba
que las bonnes dames habían sido en la tierra mujeres ricas y poderosas,
que vagaban por montes y valles en carros arrastrados por los demonios.32
Madonna Oriente se dirigía a sus seguidoras llamándolas «buena gente (bona
gens)». Las ancianas del valle de Fassa se referían a Richella llamándola
«buena señora». En el valle de Fiemme, la diosa nocturna era llamana «la
mujer del bon zogo». «Buena gente» o «buenos vecinos» eran, en Escocia
y en irlanda, las hadas. A esta serie podemos añadir las benandanti de Friuli,
una de las cuales, Maria Panzona, procesada por la Inquisición a principios
del siglo xvn, había prestado homenaje, «inclinando la cabeza» (como Síbillia
y Pierína) a «cierta mujer sentada majestuosamenre sobre el brocal de un
pozo, llamada la ab ad esa».E n este adjetivo recurrente — «buena»-— se
capta una coloración ambigua, de carácter propiciatorio. Vienen a la mente
epítetos como bona dea o placida, referidos respectivamente a Hécate — la
diosa fúnebre estrechamente ligada a Artemisa— y a una divinidad iden­
tificada con Hécate, venerada en Navae, en la Mesia inferior (siglo III d.
de C.).34
Tras las mujeres (y los raros hombres) ligados a las «buenas» diosas
nocturnas se entrevé un culto de carácter extático. Los benandanti afirmaban
que caían en éxtasis, durante las cuatro témporas, el mismo período del
año en que las ancianas deí valle de Fassa se reunían con su diosa. Las
presuntas brujas escocesas caían periódicamente en extaseis and transís,
abandonando el cuerpo exánime en forma de espíritu invisible o en forma
de animal (una corneja).35 De las seguidoras de la dama Habonde se decía
que caían en estado cataléptico antes de emprender en espíritu, atravesando
puertas y paredes, sus viajes.56 Ya el Corrector declaraba que las puertas
reforzadas no impedían los vuelos nocturnos. Incluso donde no se men­
ciona explícitamente, como en el caso de las seguidoras de Richella o de
Oriente, se hipotetiza sobre una experiencia extática. Al mundo de las
benéficas figuras femeninas que dan prosperidad, riqueza y saber se ac­
cede a través de una muerte provisional. Su mundo es el mundo de los di­
funtos.37
Esta identidad es confirmada por una serie de convergencias. La cos­
tumbre, registrada hasta tiempos recientes en un área geográficamente muy
vasta, de dejar en determinados días agua para los difuntos con el fin de
que sacien su sed, remite al uso, condenado ya por Guglielmo dAlvernia
y Vicente de Beauvais, de dejar ofertas propiciatorias a las bonae res o a
Abundia. También Abundia imparte, como Oriente, bendiciones a las casas
en que se ha dado un banquete en compañía de su invisible cortejo.38 En
las confesiones de Arnaud Géiis estas bendiciones están reservadas, como
en el caso de Oriente, a las habitaciones bien guarnecidas: «Los difuntos
van gustosos a los lugares cuidados y entran en las casas limpias, mientras
que no quieren entrar en lugares sórdidos o en casas sucias».39 El significado
de la analogía de que habíamos partido se hace inesperadamente claro.
Podemos acercar a las brujas y brujos de Vaíais tanto a los benandanti como
a la compañía de las ánimas de Ariége, porque en el vuelo nocturno hacia
las reuniones diabólicas volvía a aparecer, ahora de forma invertida e
irreconocible, un tema antiquísimo: el viaje extático de los vivos hacia el
mundo de los difuntos. Aquí está el núcleo folkórico del estereotipo del
aquelarre.

11. En los Sermones del predicador dominico Johannes Herolt, redac­


tados en 1418 o un poco antes, y posteriormente varias veces reimpreso
en la segunda mitad deí siglo XV, figura una larga lista de supersticiosos.
En el puesto decimonoveno, en la edición de Colonia de 1474, figuran los
que creen que «Diana, llamada en lengua vulgar Unholde, es decir, áte selige
Frawn (las mujeres beatas), sale por la noche con su ejército recorriendo
grandes distancias (cuni exercitu suo de nocte ambulet per multa spacia'pK
Otras ediciones algo posteriores de la misma recopilación (Estrasburgo,
después de 1478. y Estrasburgo 1484) añadieron a la lista de los sinónimos
de Diana primero Fraw Berthe y después Fraw Helt (en vez de Unholde).40
Evidentemente, se trataba de una variante del texto del Canon episcopi.
Algunos elementos eran directamente trasladados (los animales que servían
de cabalgadura, la obediencia a la diosa y el viaje en noches determinadas),
otros estaban presentes, si bien de distinta forma: las «mujeres beatas (selige
Fraivn)» reflejan la «innumerable multitud de mujeres». Pero ¿y el «ejér­
cito»?
Del siglo XI en adelante, una serie de textos literarios en latín y en
lengua vulgar, procedentes de gran parte del continente europeo — Fran­
cia, España, Italia, Alemania, Inglaterra, Escandinavia—, hablan de las
apariciones del «ejército furioso» ( Wiitischend Heer, Mesnie furieuse,
Mesnie Hellequin, exercitus antiquus), llamado también «caza salvaje»
( Wilde Jagd, Chasse sauvage, Wild Hunt, Chasse Arthur). En ello se
reconoce la compaña de los difuntos; y quizás, más exactamente, la com­
pañía de los muertos antes de tiempo; soldados muertos en batalla, niños
sin bautizar. En su guía se alternan personajes míticos ■(Heríechinus,
Wotan, Odín, Arturo y así sucesivamente) o mitificados (Dietrich von
B ern)41 Como se deduce de los testimonios más antiguos, un tema loca-
lizable en culturas apartadísimas unas de otras — la aparición amenazante
de los difuntos implacables— es reinterpretado en sentido cristiano y
moralizante, en estrecha afinidad con la imagen del Purgatorio que estaba
entonces en proceso de elaboración42 Pero las características íntimamente
folklóricas de la creencia fueron traspasadas a través de las figuras que
guiaban la «caza salvaje».
La cita por Herolt del ejército de Diana mezclaba estas tradiciones con
las condenadas en el Canon episcopi. No está claro que Herolt registrara
una creencia recogida en su actividad de predicador itinerante o que pro­
pusiera una interpretación personal de algunas de las supersticiones que
intentaba erradicar. Ciertamente, los casos en que aparecen figuras míticas
femeninas (Berchtholda, Perchta) a la cabeza del «ejército furioso» son
poquísimos, y todos posteriores en siglo y medio o más al texto de Herolt.4í
Pero a nuestros ojos, las palabras «Diana y su ejército» son importantes
porque identifican implícitamente a las mujeres ilusas del Canon episcopi
con la compaña de los difuntos. Lo cual confirma la interpretación del núcleo
folklórico del aquelarre como viaje hacia el más allá,44 al mismo tiempo que
sugiere la posibilidad de extender la investigación a los testimonios sobre
apariciones de muertos.

12. El dilema que se atisba en este punto tiene implicaciones no


sólo intelectuales. Las tradiciones sobre el «ejército furioso» han sido in­
terpretadas como una configuración mítica y ritual coherente en la
cual se expresaría, a través de la referencia explícita o implícita a la figura
de Wotan, una remota y persistente vocación guerrera de los varones
germánicos.45 Los procesos milaneses contra Sibiliia y Pierina, las dos
seguidoras de Oriente, han sido entendidos como testimonio de una
aspiración femenina a un mundo separado, compuesto solamente por
mujeres y gobernado por una diosa maternal y sabia.46 El pasaje de
Herolt parece sugerir que estas imágenes aparentemente tan distintas
eran percibidas (por él mismo o por otros) como aspectos de una única
imagen mítica. Es, pues, necesario confrontar las dos series docu­
mentales.47
13. Partamos de los textos literarios. Se trata de un conjunto heterogé­
neo que cubre un arco cronológico comprendido entre los siglos X y xvnr.
prédicas, textos devotos, colecciones de cánones, manuales para confesores,
tratados de demonología, narraciones en verso, poemillas populares y así
sucesivamente.48 Pero ia contraposición que de ello emerge es muy clara.
La compañía de ios difuntos, compuesta por hombres y mujeres y habí-
tualmente guiada, como se ha dicho, por figuras masculinas míticas o
mitificadas, se manifestaba casi exclusivamente a hombres (cazadores, pe­
regrinos, viajeros) por medio de apariciones ocasionales, particularmente
frecuentes en el período comprendido entre Navidad y Epifanía. El cortejo
de las mujeres extáticas, guiado por figuras femeninas, se manifestaba casi
siempre a mujeres49 por medio de éxtasis que se repetían regularmente,
en fechas definidas.
Un examen de la documentación no literaria —sobre todo la procesal—-
complica el cuadro. En algunos casos encontramos hombres que se reúnen
en éxtasis con la reina de los elfos (en la que hemos reconocido una variante
de la diosa nocturna); mujeres que, como los benandanti de Friuii, asisten
en éxtasis a las procesiones de los difuntos; hombres que, como veremos,
participan en éxtasis en batallas por la fertilidad de los campos. Las
conexiones entre a) hombres, apariciones y compañías de difuntos guiados
por personajes masculinos y h) mujeres, éxtasis y cortejos que siguen a
divinididades femeninas se resquebraja en parte, sin por ello alterar la
división sexual de los papeles que parece regular estas relaciones con el más
allá. Las apariciones de los difuntos son definidas, por aquí y por allá, como
caza’ (Jagd, chasse), ejército’ (Heer, mesnie, exercitus), 'sociedad' (societas),
'séquito’ {familia) ; los encuentros entre la diosa y sus seguidores, al menos
en los testimonios procedentes de la Italia septentrional, como 'sociedad’
(societas), 'juego’ (ludus), 'juego de la buena sociedad’ (ludus borne socie-
taíis')}0 Aparte del uso promiscuo de un término neutro como 'sociedad’
(societas), vemos que se dibuja una contraposición entre actividades reser­
vadas a los hombres (guerra, caza) y actividades en las que también eran
admitidas las mujeres (juego).
La referencia de Herolt al ejército de Diana, identificado con las «mujeres
beatas», puede, así pues, considerarse como una variante aislada. Lo cual
nos recuerda que apariciones y éxtasis, en tanto que distintas modalidades
de comunicación entre los vivos y el mundo de los difuntos, surgen de un
fondo de creencias comunes. Pero el culto extático de ias divinidades
femeninas nocturnas, practicado en su inmensa mayoría por mujeres, queda
establecido como un fenómeno específico y relativamente más circunscrito.
La distribución geográfica de los testimonios lo confirma.

14. Dicha distribución geográfica corresponde a Renania, de donde


proceden los penitenciales y los sínodos antes citados, con la excepción de
la zona de Toulouse (sínodo de Conserans); a la Francia continental; al arco
alpino y a la llanura padana; a Escocia. A esta lista se añade Rumania, donde,
como veremos, se practicaban rituales semiextáticos bajo ia protección de
Doamna Zinelor, llamada también Irodiada o Arada, esto es, respectivamen­
te, Diana y Herodíades, dos nombres que testimonian la introyección, por
lo menos verbal, de las interpretaciones sugeridas por los clérigos.51 Se trata
de áreas sólo en apariencia heterogéneas, cuyo punto en común es haber
sido habitadas durante cientos de años (en cualquier caso desde el siglo v
a. de C ) por los celtas.52 En el mundo germánico, inmune a las infiltraciones
celtas, el culto extático de la diosa nocturna parece ausente. En consecuencia
esto nos conducir/a a un fenómeno de sustrato que aflora a más de un
milenio de distancia en los procesos milaneses de finales del siglo XIV o
en ios escoceses de tres siglos más tarde. Sólo así se explican, por ejemplo,
las muy sorprendentes analogías entre las afirmaciones de los benandanti
de Friuli y las del «muchacho de las hadas», que (como informa una relación
de finales del xvn) iba cada jueves a tocar el tambor bajo la colina que hay
entre Edimburgo y Leith y en donde hombres y mujeres entraban por
puertas invisibles en estancias suntuosas, y tras haberse dado un banquete
entre músicas y diversiones, se dirigían volando hacia tierras lejanas, como
Francia u Holanda.53
Hasta el momento nos hemos servido (com o. los inquisidores) del
llamado Canon episcopi como clave para descifrar testimonios cada vez más
cercanos. Pero si intentamos descifrar el propio canon (en su origen, como
se ha dicho, un capitular franco) descubrimos que es el punto de llegada
de una serie documental que implica, más que un fenómeno de sustrato,
una continuidad pura y verdadera con fenómenos religiosos célticos.
A principios del siglo v, en un sermón contra los cultos paganos, Máximo
de Turín describe a un campesino embriagado dispuesto a mutilarse en
honor de una diosa innominada (quizás Cibeles), comparándolo con un
dianaticus o un adivino. El término dianaticus, precedido de la advertencia
«como dice la gente (sicut dicunt)», era, pues, una palabra de uso corriente,
como su sinónimo lunáticas, probablemente significaba exaltado’, ‘obseso’,
presa de un frenesí religioso.54 Gregorio de Tours habla de una estatua de
Diana venerada en las cercanías de Tréveris; todavía a finales del siglo VII
las poblaciones de Franconia, según una vida de san Ciliano, manifestaban
su hostilidad respecto de los misioneros cristianos prestando homenaje a
la «gran Diana»; una referencia del hagiógrafo al pasaje de los Hechos de
los Apóstoles sobre la gran diosa de Efeso, recordado también por Cusano.
Sin lugar a dudas la propia divinidad romana, Diana, se había superpuesto
a una o más divinidades célticas: su nombre y su fisionomía sólo afloran
excepcionalmente.55 En un sepulcro de finales del siglo IV o principios del
v d. de C. descubierto en Roussas, en el Delfinado, se encontró una tejuela
cuadrangular, en su superficie estaba toscamente inscrita la imagen de un
personaje en la grupa de un animal con largos cuernos, acompañada de la
inscripción FERA COM ERA, «con la cruel Era» (figura 1). Inscripciones del
mismo período dedicadas a Era, Hera o Haerecura se han encontrado en
Istria, en Suiza, en la Galia Cisalpina.56 En esta diosa céltica afloraba de modo
duradero el antiguo núcleo funerario individualizado en el homónimo griego
Hera.57 Todavía a principios del siglo XV los campesinos del Palatinado
creían que una divinidad llamada Hera, portadora de abundancia, vagaba
volando durante los doce días que hay entre Navidad y Epifanía, el período
consagrado ai retorno de los difuntos.58 La figura femenina inscrita en la
tejuela hallada en el sepulcro de Roussas se inserta como eslabón intermedio
entre esos testimonios tan distantes cronológicamente. Nos confirma, por
una parte, la vieja hipótesis que explicaba como un malentendido entre
«Hera» y «Diana» la presencia de «Herodiana» (posteriormente norma­
lizada como Herodíades) entre los sinónimos de la diosa nocturna.59 Y por
otro, la interpretación en clave funeraria de la creencia en las «mujeres
ilusas» que cabalgaban «sobre ciertas bestias» tras de «Diana, diosa de los
paganos».
Así pues, la cáscara romana recibía un relleno céltico. La imagen de la
cabalgata nocturna es, por lo demás, sustancialmente ajena a la mitología
griega y romana.00 Ni los dioses ni los héroes homéricos, por ejemplo,
cabalgaban, ya que los caballos se utilizaban, casi exclusivamente, para
uncirlos a los carros. Las imágenes de Diana (o de Artemisa) a caballo son
rarísimas.61 Se ha supuesto que podían haberse inspirado en otra, muy
numerosa, de una divinidad céltica casi siempre asociada a los caballos:
Epona. Ahora bien, los testimonios más antiguos sobre la cabalgata de Diana
proceden de Prüm, de Worms, de Tréveris, esto es, de una zona en que
se ha encontrado gran cantidad de representaciones de Epona, a caballo o
junto a uno o más caballos (figura 2). En la Diana paganorum dea del
capitular franco recogido por Reginone se reconocerá entonces probable­
mente una interpretatio romana de Epona o de cualquiera de sus equiva­
lentes locales.62 Como la Era de Roussas, Epona era una divinidad mortuoria,
frecuentemente representada con una cornucopia, símbolo de la abundan-
cia.6í Ambos elementos, como hemos visto, reaparecen en los nombres y
en las características de figuras como Abundía, Satia, Richella. La represen­
tación de Epona, quizás calcada de la de Diana, alimentó, pues, cultos locales
posteriormente interpretados como cultos de Diana. El juego de espejos
entre interpretaciones y reeíaboraciones de la cultura hegemónica y su
recepción por parte de ía cultura subalterna continuó largamente.
A mediados del siglo Xin una palabra como genes (derivada de Diana)
designaba todavía una entidad ambigua, una especie de hada. Doscientos
anos más tarde ianatica ya era sinónimo de bruja.64

15. Pero Epona, protectora de los caballos y de los establos, es sólo


una entre las divinidades que alimentaron las creencias que después con­
fluirían en la descripción estereotipada de la cabalgata de Diana. De hecho,
en Epona se encerraban otras figuras del enigmático mundo religioso de
los celtas, ya en vías de disolución bajo la ofensiva del cristianismo.63 En
pleno siglo XII esas figuras reaparecen en un pasaje de Guglielmo d’Alvernia
que precede inmediatamente a la página sobre las «señoras nocturnas»
guiadas por Abundia. Se trata de espíritus que aparecen en forma de
muchachas o de matronas vestidas de blanco, ya en los bosques, ya en los
establos, donde dejan gotear velas de cera en las crines de los caballos, que
trenzan cuidadosamente, detalle este que aparece en la descripción de Queen
Mab —otra divinidad nocturna— hecha por Mercutio en Romeo y Julieta
(I, 4).66 Estas m.atronae vestidas de blanco son un eco tardío de las Matrae,
Matres o Matronae a quienes se dedican gran cantidad de inscripciones,
frecuentemente encargadas por mujeres, procedentes del bajo Rin, de
Francia, de Inglaterra y de la Italia septentrional (figura 3).67 En un caso
—una inscripción procedente del territorio situado entre Novara y Verce-
lli— estas divinidades son asociadas a Diana.68 Los bajorrelieves que a
menudo acompañan a las inscripciones representan a las Matronae en forma
de tres mujeres sentadas (más raramente dos, y a veces sólo una). También
éstas, como Epona, exhibían símbolos de prosperidad y fertilidad: una
cornucopia, un cesto de fruta, un niño de pecho. La naturaleza extática de
estos cultos viene testimoniada por la frecuencia con que, en las inscripciones
dedicadas a las Matres o Matraone, figuran expresiones que aluden a un
contacto directo con la divinidad, sea visual (ex visu) sea auditivo (ex
imperio, ex iussu).69
A esta divinidad se refiere muy probablemente la expresión modranicht
(noche de las madres) que según Beda el Venerable designaba en la Britania
pagana a la noche de vísperas — quizás también consagrada a Epona—
correspondiente en el calendario cristiano a la noche de Navidad.70 Ahora
bien, en el calendario celta las noches comprendidas entre el 24 de diciembre
y el 6 de enero tenían una función intercalar similar a la de los Zwolften,
los doce días durante los cuales, en el mundo germánico, se creía que vagaban
los difuntos.71 Además las Matres, como Epona, además de protectoras de
las parturientas, estaban verosímilmente relacionadas con el mundo de los
difuntos: una inscripción británica y algunos monumentos de origen renano
del primer siglo de la era cristiana las asocian a las Parcas. Poco después,
en el año 1000, Burcardo de Worms identificó con las Parcas paganas a
las tres divinidades (desde luego, las Matres) a quienes la gente dejaba, en
determinadas noches, alimento con tres cuchillos.72
Las Fatae a quienes se dedicó un altar encontrado en Colonia Claudia
Savaria (hoy Szombathely), localidad poblada por galos, han sido identifi­
cadas como una variante local de las Matres.11 Durante mucho tiempo
— siglos, incluso milenios— matronas, hadas y demás divinidades benéficas
y mortuorias habitaron invisiblemente la Europa celtízada.74

16. Todo esto arroja una luz inesperada sobre una página del histo
riador bizantino Procopio de Cesarea, escrita probablemente hacia 552 o
553. Es tal vez la página más famosa de la Guerra gótica. Procopio está
hablando de una isla que se llama Brittia. Inesperadamente su relato se
interrumpe pará dar paso a una digresión, presentada con palabras circuns­
pectas y solemnes: «Llegado a este punto de la historia, inevitablemente
he de referir un hecho que tiene más que ver con las supersticiones y que
a mí me parece completamente increíble, por más que sea recordado
constantemente por muchísimas personas, que afirman haber tocado lo que
voy a contar con sus propias manos y haber oído las palabras con sus propios
oídos...» Se trata de los habitantes de ciertos pueblos de pescadores, situados
frente a Brittia, en la costa del océano. Son súbditos de los francos, pero
desde tiempos remotísimos están exonerados del pago de cualquier tributo,
en recompensa por el servicio que prestan. El asunto consiste en lo siguiente.
Todas las ánimas de los difuntos van a parar a la isla de Brittia. Los
habitantes de los pueblos costeros están encargados, por turnos, de trans­
portarlas al otro lado: «Los hombres que saben que han de cumplir tal tarea
durante la noche, turnándose con los precedentes, apenas descienden las
tinieblas se retiran a sus propias casas y se ponen a dormir, a la espera
de que vengan a llamarlos para lo que les incumbe. Ya muy entrada la noche
oyen llamar a la puerta y una voz sofocada los convoca al trabajo; sin dudarlo,
saltan de la cama y se dirigen a la orilla del mar, sin percatarse de la fuerza
misteriosa que los hace actuar así, pero sintiéndose obligados a hacerlo».
En la orilla encuentran barcas especiales, vacías. Pero cuando salen mar
adentro, las barcas se hunden casi hasta el nivel del agua, como si estuvieran
cargadas. Se aplican a remar y más o menos en una hora llegan a Brittia
(mientras que el viaje normalmente dura una noche y un día). Tras haber
descargado a los pasajeros, vuelven con las barcas ligeras. No ven a nadie,
a excepción de una voz que comunica a los barqueros la posición social de
los pasajeros, el nombre del padre y ei del marido en el caso de las
mujeres.75
Ignoramos de qué informadores obtuvo Procopio esta tradición local.76
La identificación de Brittia con Britania parece muy probable, aunque se
han formulado también hipótesis alternativas (Jutlandia, Helgoland). Los
pueblos de los pescadores que trasladaban a las ánimas, que distaban
de Brittia un día y una noche remando en condiciones normales, de­
bían de estar situados en las costas de Armórica (la actual Bretaña).77 Desde
la antigüedad estas tierras estaban envueltas en un halo nebuloso de leyenda.
A principios del siglo V Qaudiano escribía que en Armórica, a orillas del
océano, se hallaba el lugar en que Ulises había encontrado el pueblo de las
sombras; allí «los campesinos ven vagar a las pálidas sombras de ios
difuntos».78 Ya Plutarco (que quizás reelaboraba tradiciones célticas) había
contado un mito según el cual en una isla aislada más allá de Britania yacía
dormido el dios Cronos.79 En el siglo xií el erudito bizantino Tzetzes
afirmaba todavía, basándose en el pasaje de Procopio por él recogido, que
las islas Afortunadas, esto es, las islas de los Beatos, se encontraban más
allá del océano.80
Pero las discusiones provocadas por las indicaciones geográficas, vagas
y en parte fabulosas, de Procopio, han dejado en la sombra el elemento
más singular de toda la historia: los viajes nocturnos efectuados periódi­
camente por los transportistas de ánimas.81 Si incluimos este detalle en la
serie de testimonios que estamos analizando, nos parecerá menos excep­
cional. Ya muy entrada la noche oyen llamar a la puerta y una voz sofocada
los convoca al trabajo, dice Procopio. «Se me aparece en sueños cierta cosa
invisible que tiene apariencia de hombre, y me parecía que dormía y no
dormía... y me parecía que me dijese: "Tienes que venir conmigo”.» Sin
dudarlo, saltan de la cama y se dirigen a la orilla del mar, sin percatarse
de la fuerza misteriosa que los hace actuar así, pero sintiéndose obligados
a hacerlo. Continúa Procopio: «Nosotros hemos de ir... y así yo dije que
si tenía que ir, iría...».
La segunda voz es la de dos benandanti de Friuli procesados a finales
dei siglo XVi.82 Los informadores anónimos de Procopio, que afirmaban
haber tomado parte personalmente en el transbordo de las ánimas, quizás
utilizaran palabras análogas a las suyas para describir la fuerza ignota que
los obligaba. Las funciones efectuadas en espíritu por aquellos benandanti
eran, como veremos, distintas. Ambos relatos no mencionan divinidades
femeninas (en el de Procopio, la voz que dice los nombres de los difuntos
en la playa no tiene sexo). Pero en ambos resuena el eco inconfundible,
más o menos reelaborado, de una experiencia extática. Mil años separan
estos testimonios. Se ha intentado aproximarlos suponiendo en ambos casos
la presencia de un sustrato céltico que, tanto en Bretaña como en Friuli,
combinándose con distintas tradiciones, continuó alimentando largamente
una religión popular de los difuntos.83

17. Pero en el curso de la Edad Media este núcleo mítico alimentó


también una tradición de otro género, no oral, sino escrita (incluso en lengua
vulgar); no popular, sino cortés; ligada a una experiencia no extática, sino
literaria. Se trata de los textos dei ciclo artúrico. En ellos, como es cosa sabida,
Arturo aparece en ocasiones como un rey de los difuntos entero y verdadero.
Su representación a la grupa de una especie de macho cabrío («super
quandam bestiam», podríamos decir parafraseando el Canon episcopi) en
ei gran mosaico que hace de pavimento en Ótranto, datado de 1163-1165
(figura 4), así como su aparición, cien años más tarde, a la cabeza de la
«caza salvaje», testimonia la contigüidad entre reelaboraciones literarias y
creencias folklóricas referidas a la comunicación con el más allá.84 En los
viajes de héroes como Erec, Perceval o Lancelot hacia castillos misteriosos,
separados por un puente, un prado, un pantano o el mar del mundo de
los hombres, se ha reconocido un viaje hacia el mundo de los difuntos. En
ocasiones los propios topónimos ( Limors, Scbastel le m orí) declaran esta
identidad.85 Se trata de lugares en que la existencia se ve sustraída al fluir
dei tiempo. El viajero debe cuidarse mucho del alimento que allí consuma:
el alimento de los muertos, que una antiquísima tradición veta a los vivos.86
En algunos textos irlandeses ( ecbtrai, es decir, aventuras) se han reconocido
ios procedentes literarios de estas narraciones.87 Pero las analogías con la
tradición extática de que estamos hablando remiten a un fondo común de
mitos célticos. La hermana de Arturo, Morgain la fée, ía fata Morgana, es
la reencarnación tardía (sí bien enriquecida con elementos nuevos) de dos
diosas célticas: la irlandesa Morrigan, ligada a Epona, y la galesa Modron.88
Esta última no es sino una de las Matronae veneradas desde los primeros
siglos de la era cristiana.89 Entre las hadas que encontramos en las con­
fesiones de las brujas escocesas de los siglos XVI y xvií y las hadas que
pueblan los romances artúricos hay un parentesco estrechísimo.
Todo lo cual confirma la importancia de los elementos del folklore céltico
que, mezclándose con temas cristianos, confluyeron en la matiére de Bre-
tagne.90 A esta tradición se remitirá el tema, que aflora en muchas ocasiones
en los romances artúricos, del viaje del héroe al mundo de los muertos.91
Pero *la contraposición mítica entre la corre de Arturo y el universo
circundante, poblado por presencias mágicas y hostiles, se prestaba también
a expresar de forma atemporal una situación histórica precisa: el envara­
miento de los caballeros en una clase cerrada, frente a una sociedad en rápida
transformación.92

18. Indudablemente las dos viejas campesinas del valle de Fassa igno­
raban esta tradición literaria cortés. Pero un hombre condenado por brujo
a principios del siglo XVI en el valle de Fiemme, Zuan delle Piatte, nos
pone ante un caso de hibridación más complicado.93 Confesó a los jueces
haber ido con un hermano al monte de la Sibila, cerca de Norcia, también
llamado el monte de Venus ubi habitat la donna Herodíades para ser iniciado
en la sociedad de las brujas. Aí llegar a un lago, los dos habían encontrado
un gran fratón vestito de negro et era negro, que antes de pasarlos los había
inducido a renunciar a la fe cristiana y a entregarse al diablo. A continuación
habían entrado en el monte trasponiendo una puerta protegida por una
serpiente; allí un viejo, «el fiel Ekhart», les había advertido de que si
permanecían en aquel lugar durante más de un año no podrían volver atrás.
Entre la gente encerrada en el monte habían visto a un viejo dormido, «el
Tonhauser», y donna Venus. Con ellos había ido Zuan delle Piatte al
aquelarre, donde también había encontrado a la «mujer del bou zogo». Los
elementos diabólicos que salpican estas confesiones son atribuibles al empleo
de la tortura en el curso del proceso, pero la Sibila, donna Venus, «el fiel
Ekhart» y «el Tonhausser» venían de más lejos. Casi cien años antes las
tradiciones locales de Umbría sobre el monte de la Sibila, reelaboradas en
una novela popular de gran éxito, el Guerin Meschino de Andrea da
Barberino, se habían fundido con las leyendas germanas basadas en la figura
de Tannháuser.94 Pero en el relato de Zuan delle Piatte los ecos de una
probable lectura del Guerin Meschino se mezclaban con elementos ligados
a una cultura oral, francamente folklórica. Zuan declaró que había ido con
aquella mujer [Venus] y su compañía en una noche de jueves dentro de
las cuatro témporas de Navidad sobre caballos negros por el aire, y en cinco
horas habían recorrido todo el mundo.95 Volvemos a encontrar la cabalgata
de Diana (o de sus sinónimos), el viaje extático durante las cuatro témporas
de las seguidoras de Richella o de los benandanti dé Friuii. Un siglo más
tarde, en 1630, un encantador de Assia, Diel Breull, confesó haberse dirigido
durante algunos años en espíritu, durante las témporas, al Venusberg, donde
fraw Holt (Holda o Hollé, otra de las personificaciones de la diosa) le había
mostrado a los difuntos y sus penas reflejados en una palangana llena de
agua: caballos espléndidos, hombres dedicados a Jos banquetes o sentados
tras las llamas.96 Algo antes, en 1614, Heinrich Kornmann había dado a
la imprenta su Mons Veneris, en el cual contaba la leyenda de Tannháuser.97
Como Breull, Kornmann era originario de Assia, pero como hemos visto,
estas tradiciones no pueden circunscribirse a un ámbito regional. E incluso
si Breull hubiese leído el Mons Veneris, esta lectura no bastaría para exlicar
el letargo en que había caído, en un momento de intenso infortunio (se
le habían muerto la mujer y los hijos), para a continuación encontrarse en
el Venusberg. Además es significativo que los raros casos en que el tema
deí viaje extático aparece mezclado con elementos procedentes de la tradición
escrita se refieran a hombres, más fácilmente alfabetizados, que a mujeres.
También en las confesiones hechas a principios deí siglo xrv por Arnaud
Gélis las descripciones de las compañías de ánimas coinciden con afirma­
ciones procedentes de textos hagiográficos irlandeses (incluidos los que
tenían elementos folklóricos) sobre el viaje de san Patricio al Pur­
gatorio.98

19- La confluencia de tradiciones célticas relacionadas con elfos y hadas


en la imagen de la brujería elaborada por los demonólogos ha sido reconocida
hace tiempo (y después sustancialmente olvidada).99 El contexto geográfico
y cronológico reconstruido hasta ahora permite precisar a la vez que
complicar este enredo. A los elementos más o menos recientes que con­
tribuyeron a la cristalización del estereotipo del aquellare en los Alpes
occidentales, el Delfinado, ía Suiza romance, Lombardía y el Piamonte — la
presencia de gupos heréticos en fase de disgregación, la difusión del miedo
al complot-— podemos ahora añadir uno muchísimo más antiguo: los
sedimentos célticos. Una sedimentación material (los yacimientos arqueo­
lógicos de La Téne, junto al lago de Neuchatel, han dado nombre al núcleo
más antiguo de la civilización celta) y metafórica. En los vuelos nocturnos
descritos por las brujas y los brujos de Valais procesados a principios del
siglo XV — ajenos, como hemos dicho, ai estereotipo inquisitorial— estamos
en condiciones de reconocer a estas alturas el eco de un culto extático de
tradición céltica. La localización en el tiempo y en el espacio de los primeros
procesos basados en la imagen del aquelarre nos parecen, a posterioñ ,
inevitables. Y no sólo eso. Una impresionante convergencia de datos lin­
güísticos y geográficos ha sugerido ía hipótesis de que gran parte de los
nombres de persona y de lugar que se repiten en el ciclo artúrico han de
ser remitidos a topónimos concentrados en la región del lago Leman.100 Se
diría que la reelaboración literaria y la reelaboración inquisitorial del antiguo
mito céltico del viaje al mundo de los muertos se hubieran difundido, en
tiempos y modalidades diferentes, a partir de la misma zona y de un material
folklórico similar. Es como si todos los cuentos volvieran.
Anomalías

1. Testimonios procedentes de un extremo a otro de Europa, en un


arco temporal más que milenario, han hecho surgir los rasgos de una religión
extática principalmente femenina, dominada por una diosa nocturna con
muchos nombres. En esta figura hemos reconocido una filiación híbrida y
tardía de divinidades célticas. Se trata de una hipótesis quizás discutible, por
estar basada en una documentación dispersa en el espacio y en el tiempo;
y ciertamente insuficiente, porque es incapaz de explicar los motivos de una
continuidad tan insistente. Y no sólo eso: es desmentida por otros docu­
mentos de los que hasta ahora no hemos hablado.
Se trata de una serie de procesos celebrados por el Santo Oficio en Sicilia
a partir de la segunda mitad del siglo xvi, contra mujeres (a veces niñas)
que afirmaban encontrarse periódicamente con misteriosos seres femeninos:
las «mujeres de fuera». Con ellas pasaban la noche volando, asistiendo a
banquetes en castillos lejanos o en los prados. Iban ricamente vestidas, pero
tenían patas de gato o cascos de caballo. En el centro de su «compañía»
(de los rumanos, de Palermo, de Ragusa, etc.) había una divinidad femenina
con muchos nombres: la Matrona, la Maestra, la Señora Griega, la Sabia
Sibila, la Reina -—a veces acompañada de un rey— de las Hadas. Enseñaba
a sus seguidores a curar a los que habían sido objeto de maleficios.1 Estos
relatos, tan similares a los de las mujeres que se reunían en éxtasis con
la diosa nocturna, surgían de tradiciones específicamente sicilianas. Hacia
mediados del siglo XV una vulgarización, redactada en la isla, de un manual
para confesores hablaba de «mujeres de fuera y que vagan por la noche».2
A pesar de la actitud hostil del clero, la creencia se conservó durante mucho
tiempo. En 1640 una mujer de Palermo, Caterina Buní, «que iba con las
mujeres de fuera por la noche y que prometía llevar a las gentes con ella
y que las quería hacer cabalgar sobre un castrado, como hacía ella», fue
procesada y condenada por el Santo Oficio. Y todavía en pleno siglo XIX
mujeres de fuera, m.ujeres del lugar, mujeres de las noches, mujeres de casa,
bellas señoras y patrañas de casa seguían manifestándose a hombres y
mujeres: figuras ambiguas, más bien benéficas pero prestas a hacer una mala
pasada a quienes no las tratasen con ia debida reverencia. Un detalíe como
ei favor en que tenían ias «mujeres de fuera» a las casas bien guarnecidas
subraya la analogía con las «buenas señoras», las hadas, las seguidoras de
Oriente, Se ha intentado reconocer el característico peinado de las Matronae
célticas (figura 3) en las «tres jovencitas vestidas de blanco y con una especie
de turbante rojo en la cabeza» que se le aparecieron a mitad del siglo pasado
a una anciana de Módica, Emanuela Santaéra, invitándola a bailar.3 Pero
estamos en Sicilia. La presencia en la isla de tropas mercenarias celtas, a
sueldo de griegos y cartagineses en el siglo IV a. de C , fue un acontecimiento
ocasional que no pudo crear las premisas de una continuidad cultural tan
tenaz.4 Estamos obligados a reconocer en las «mujeres de fuera» un fenó­
meno anómalo, decididamente incompatible con la hipótesis histórica que
hemos formulado.
Se podría intentar sortear el obstáculo sirviéndose por vía analógica de
otra tradición, cuya fisionomía céltica (aunque reelaborada) es obvia. Se trata
de los relatos legendarios, documentados en Sicilia desde el siglo XíH, según
los cuales el rey Arturo, herido en una batalla, yacía adormilado en una cueva
del Etna. Estas leyendas han sido remitidas a la difusión (no documentada
pero plausible) de los temas de la epopeya artúrica que debieron de ser
llevados a Sicilia a finales del siglo XI por caballeros bretones, desembarcados
junto con los invasores normandos. También el epíteto tardío de «fata
Morgana», con que se designan los espejismos que se ven en el estrecho
de Mesina, probaría esta circulación cultural.’ Por lo demás, la asocia­
ción de Morgana a Sicilia y en particular al Etna ya está registrada en algunos
poemas franceses y proveníales.6 Las hadas que figuran en los relatos de
las mujeres o de las niñas procesadas por el Santo Oficio en Palermo ¿no
podrían remitir, a su vez, a la importación a la isla de los temas de la matiére
de Bretagne? Si así fuera, volveríamos a encontrar un sustrato céltico, si
bien mucho más reciente y profundamente modificado que el supuesto hasta
ahora. Los éxtasis de las seguidoras de las «mujeres de fuera» habrían sacado
a flote un contenido folklórico latente en la tradición literaria, transmitida
oralmente, que lo había hecho brotar.
Es una suposición difícil de aceptar. Pero la sorprendente presencia en
Sicilia de tradiciones ligadas a Morgana han sugerido también otra hipó­
tesis, que remite a un pasado mucho más lejano. Tanto la céltica Morri-
gan como la siciliana Morgana estarían incluidas en una tradición proce­
dente de una gran diosa mediterránea pregriega que también habría
inspirado figuras como Circe o Medea. Esta filiación cultural explicaría la
presencia de nombres y topónimos similares (también del tipo morg-) en
el ámbito mediterráneo y céltico.7 Como puede verse, se trata de conjetu­
ras genéricas y frágiles que resuelven las dificultades documentales proyec­
tándolas a un pasado nebuloso. La misma «grande diosa» es una abstrac­
ción que unifica arbitrariamente cultos de características heterogéneas.8
Y además esta hipótesis, aunque formulada de modo inaceptable, sugiere
indirectamente un camino de investigación muy distinto del recorrido
hasta ahora.
2. De Posidonio de Apamea — probablemente de su gran obra histórica
y etnográfica, hoy perdida— sacó Plutarco, como avisaba explícitamente, el
capítulo 20 de la Vida de Marcelo.9 Los hechos en ella recogidos corres­
ponden al año 212 a. de C.; Posidonio escribía hacia el 80 a. de C.; Plutarco,
entre los siglos í y II de 1a era cristiana. El capítulo cuenta ei expediente
de que se sirve Nietas, primer ciudadano de Engyon (una ciudad de la Sicilia
oriental identificada con la actual Troina),10 para refugiarse con Marcelo,
el general romano que había invadido la isla con su ejército. Engyon era
famosa por las apariciones de ciertas diosas, llamadas «madres»; a ellas
estaba dedicado un célebre santuario. Nicias empezó a pronunciar discursos
hostiles contra las «madres», diciendo que sus apariciones eran supercherías.
Durante una asamblea pública se arrojó de improviso al suelo como si
estuviera muerto. Poco después, fingiendo recobrar la conciencia, dijo con
voz débil y áspera que las «madres» lo atormentaban. Como un loco, se
arrancó las ropas y, aprovechando el espanto general, huyó hacia el campo
romano. Su mujer, a su ve2, fingió dirigirse al templo de las «madres» para
pedir perdón y se reunió con Nicias y Marcelo.
Otras noticias sobre el culto de las «madres» surgen de una página de
Diodoro basada en tradiciones locales (quizás derivadas de Timeo) e infor­
maciones de primera mano, aparte de su probable conocimiento de la obra
de Posidonio.11 El renombre del santuario de Engyon era grande: por
sugerencias de oráculos inspirados por Apolo, varias ciudades sicilianas
honraban con sacrificios, honores y ofrendas votivas en oro y plata a las
«diosas madres» propiciadoras de prosperidad a los particulares y al Estado.
También Agyrion (donde había nacido Diodoro) había contribuido, aunque
estuviera casi a cien estadios de distancia, a 1a construcción deí gran templo
de Engyon, enviando carros cargados de piedras. No se habían escatimado
gastos, pues el santuario de las «madres» era riquísimo: hasta hacía poco
tiempo, afirma Diodoro, poseía tres mil bueyes y gran cantidad de tierras,
de las que sacaba pingües rentas.12
En el templo de Engyon (informa Plutarco siguiendo a Posidonio) se
conservaban las armas del héroe cretense Meriones, colonizador mítico de
Sicilia. Diodoro precisa que los fundadores de Engyon —cretenses— habían
traído el culto de las «madres» de sus tierras de origen. Cicerón, por su
parte, afirma ( Verr,, IV, 97; V, 186) que Engyon era famosa por el templo
dedicado a la «gran madre», Cibeles. Pero idéntica oscilación entre el singular
y el plural se da en testimonios arqueológicos procedentes de la Sicilia
oriental: en dos guijarros arrojadizos correspondientes a las guerras serviles,
hallados en Siracusa y Lentini, figuraban las palabras «Victoria de las madres
(niké méteron)» y «Victoria de la madre (niké materos)».l) El desdobla­
miento o la triplicación de divinidades singulares son fenómenos amplia­
mente documentados también en el ámbito mediterráneo.14 Y Cibeles era
venerada, no sólo en la Sicilia oriental, sino también en Creta (bajo el
nombre de Rea) con rituales tumultuosos que se han comparado a los
comportamientos fingidos de Nicias. Las divergencias entre Posidonio y
Diodoro por un lado y Cicerón por otro serían, en definitiva, salvabíes.15
Se ha supuesto que este cuito, presumiblemente de origen cretense, se
había instalado sobre otro preexistente, autóctono: basándose en un dicho
de Pitágoras, referido por Timeo, que asimilaba a Madres con Ninfas y
Korai, han sido reconocidas las diosas de Engyon en tríadas de ninfas
figuradas en relieves o en monedas sículas.16 Pero las páginas de Posidonio
y de Diodoro parecen referirse a divinidades específicas. Se ha intentado
identificarlas en las tres figurillas femeninas envueltas en mantos, proce­
dentes de una tumba de Chipre, o en otras de dimensiones mucho mayores
que se ven en un bajorrelieve (de 52 X 42 X 37 cm) hallado en Camáro,
cerca de Mesina (figura 7).17 Más recientemente, las madres de Engyon han
sido evocadas a propósito de las ninfas representadas en algunos exvotos
descubiertos en el santuario tracio de Saladinovo.18

3. Éste es llamado popularmente el «cementerio de las hadas»; ías


tríadas de ninfas tocadas de turbante son similares a las de las Maíronae
célticas (figura 3) o a las de las «mujeres de fuera» aparecidas a mitades
del siglo XIX a la anciana de Módica. En lo que se refiere a Saíadínovo,
no es nada raro, ya que la presencia de asentamientos celtas está documen­
tada en Tracia en los siglos iv-m a. de C.19 Pero esta explicación, como hemos
visto, no vale para Sicilia.
La analogía entre las enigmáticas «diosas madres» de Engyon y las
Matronae célticas, ya señalada por un anticuario del siglo xviil, ha sido
interpretada de las más diversas maneras. Unas veces se ha visto en ellas
una derivación de divinidades femeninas indoeuropeas imprecisas; otras
veces una mera coincidencia; otras, la prueba de la presencia, en el ámbito
celta o sículo, de divinidades maternas plurales, no identificabíes con la
Madre Tierra ni con la «madre de los dioses» venerada en Asía Menor.20
Que esta última hipótesis es la adecuada se desprende de un dato hasta el
momento poco tomado en cuenta. En una inscripción votiva correspondiente
al siglo i a. de G, conservada en un oratorio cerca de Alian (una localidad
del Delfinado), cierto Niger — probablemente un esclavo— , intendente del
encargado de los silos de una gran propiedad, se dirigía en un latín torpe
«a las madres victoriosas» (Matris V [ic] tricibus).21 Es imposible no pensar
en las expresiones augurales inscritas en los guijarros arrojadizos utilizados
por los honderos sicilianos en las guerras serviles: «Victoria de las madres»
(o «de la madre»). Esta convergencia, por más que sea de ardua interpre­
tación, confirma las conjeturas, formuladas de manera independiente, sobre
las raíces al mismo tiempo celtas y sicilianas de figuras como la fata Morgana
o las «mujeres de fuera».22

4. Llegados a este punto, la hipótesis de una continuidad subterránea,


en ei ámbito siciliano, entre las «madres» de Engyon y las «mujeres de fuera»
parece inevitable. Ciertamente, continuidad no significa identidad.
A diferencia de las «mujeres de fuera», las «madres» eran el centro de un
culto público, no de experiencias extáticas particulares. Pero el deliquio, que
iba seguido de una exaltación frenética, fingida por Nicias, así como la
referencia a las apariciones de las «madres», indican que estas divinidades
solían manifestarse a individuos que se hallaban en estado de éxtasis.
También ios tormentos que las «madres» infligían a quienes, como Nicias,
negaban sus apariciones, se corresponden con las reacciones hostiles de las
«mujeres de fuera» hacia aquellos que les faltaban al respeto. La fisonomía
de las «madres» de Engyon aún permanece oscura. Las noticias convergentes
sobre su procedencia de Creta complican el cuadro. Según el mito, Rea se
había refugiado en Creta para huir de Cronos, que quería devorar a su hijo
Zeus, recién nacido, como ya había hecho con sus hijos anteriores. Dos osas
(o, según otros testimonios, dos ninfas), Hélice y Cinosura, habían criado
al recién nacido escondiéndolo en una cueva del monte Ida. Zeus, como
agradecimiento, las había transformado en constelaciones: ia Osa Mayor y
la Osa Menor.23 Citando un pasaje (w. 30*35) de los Fenomeni, ei poema
de divulgación astrológica redactado por Arato hacia el 275 a. de C., Diodoro
identificó a las «madres» de Engyon con las dos osas nutricias.
Según otras versiones, quien crió a Zeus fue una ninfa (o una cabra)
llamada Amaltea, posteriormente también transformada en constelación;
una perra; una cerda o un enjambre de abejas.24 El dios recién nacido criado
por animales (posteriormente antropoformizados) es una figura muy dis­
tinta del señor del Olimpo, divinidad celeste casi con seguridad indoeuropea;
los mitos cretenses provendrían, pues, de un estrato cultural más antiguo.25
Y además dichos mitos no están localizados solamente en Creta. Junto a
Cízico, en la Propontida (el actual mar de Mármara), había un monte que,
como informa un escolio de los Argonautas de Apolonio Rodio (I, 936),
era denominado «de las osas» en recuerdo de las que alimentaron a Zeus.26
En una región montañosa y aislada del Peloponeso como la Arcadia, estos
mitos se habían trenzado con las tradiciones locales, registradas por Pau-
sanias en el siglo ii a. de C. Este proclamaba que Zeus no había nacido
en Creta, sino en una parte de la Arcadia llamada Creteia; que una de las
que lo alimentaron, Hélice, era hija del rey de Arcadia, Licaón; mientras
que otras versiones la identifican con Fénice, una ninfa a la que Ártemis
había transformado en pájaro por ser culpable de haber sido seducida por
Zeus.27 Se entrevé una contaminación, ya señalada por Calimaco, entre los
mitos sobre el nacimiento cretense de Zeus y los mitos sobre Calisto, hija
de Lícaón rey de la Arcadia; amante de Zeus; madre del héroe epónimo
Árcade; transmutada en osa y como tal muerta por Ártemis; elevada al cielo
para formar la constelación de la Osa.28 De entre los dialectos griegos, el
arcadio-chipriota es el más parecido a la lengua utilizada por el pueblo que
invadió Creta hacia mediados del segundo milenio antes de Cristo: el
micénico (más exactamente su variante llamada lineal B, en que están
redactados los documentos administrativos encontrados en Pilos y Cnosos).29
La convergencia, quizás parcialmente tardía, entre los dos grupos de mitos,
el cretense y el arcádico, se basaba, pues, en relaciones culturales muy
antiguas. Los elementos son más o menos los mismos (osaminfa-Zeus*
constelación); pero sus combinaciones y sus funciones inmediatas son
variadas. En vez de dos osas nutricias, una amanre transformada en osa;
en vez de ia infancia fabulosa de un dios, ia afirmación del origen divino
de Árcade. La relación entre los descendientes de Árcade y el hijo del
fundador de la estirpe de los pelasgos, Licaón, a quien 2Leus había transfor­
mado en lobo porque practicaba sacrificios humanos, era atenuada para dar
lugar a una nueva genealogía mítica. A través del mito de Calisto — un mito
de refundación entero y verdadero— los pelasgos, como observó Pausanias
(VIII, 3, 7) se habían convertido en arcades, nombre que una etimología
popular remitía al de la osa (arktos, arkos).30
Es indudable que el mito sículo de las «diosas madres» presupone los
mitos cretenses basados en las osas nutricias; la relación entre mitos
cretenses y mitos arcádicos sobre la ninfa-madre transformada en osa
aparece, sin embargo, menos clara, si bien la anterioridad de los primeros
es probable.51 Pero la reelaboración arcádica plantea nuevas dificultades.
Durante mucho tiempo Calisto ha sido considerada una proyección o
hipóstasis de Ártemis, y en su transformación se ha visto la señal de una
antiquísima naturaleza ursina de la diosa, núcleo totémico posteriormente
semicancelado al superponérsele elementos de un género toalmente distin­
to. El uso de categorías discutibles como «hipóstasis» o «totemismo» ha
inducido recientemente a rechazar de plano esta línea interpretativa.32
Y sin embargo ésta sigue apoyándose, además de en dudosos postulados
teóricos, en datos documentales indiscutibles, como los restos de un san­
tuario ateniense dedicado a Ártemis Kalliste,33 o el célebre y discutido
pasaje de Aristófanes (Lisístrata, vv. 641-647) del que se colige que Arte-
mis era venerada en el santuario de Brauron por niñas llamadas «osas»,
que llevaban ropas de color azafrán.3'’ No es posible excluir a priori que
estos testimonios de una conexión estrecha entre Ártemis y la osa expre­
saran, de forma atenuada, una relación de identificación más antigua.35
Precisamente en una región como la Arcadia, fuertemente conservadora
desde el punto de vista cultural, existían huellas consistentes, todavía en el
siglo U a. de C., de cultos ligados a divinidades parcial o totalmente
zooniórticas.56 Por otra parte, como sucede con otros fenómenos religiosos
(o lingüísticos), los datos arcádicos se aclaran al compararlos con los
cretenses. En la costa noroccidental de la isla existía, al parecer, una ciudad
micéníca llamada Cinosura, el nombre de una de las que alimentaron a
Zeus. Con el mismo nombre se designaba también la península en que
estaba situada la ciudad: la actual Akrotiri. En ella puede todavía verse
una «cueva de la osa» (Arkoudia), así llamada por una imponente estalag­
mita que sugiere una imagen de animal. En la gruta se han hallado
fragmentos de imágenes de Ártemis y de Apolo correspondientes al pe­
ríodo clásico y helénico. Actualmente se venera allí a la «Virgen de la
gruta de la osa» {Panaghiu Arkoudiotissa); según una leyenda local, la
Virgen había entrado a la cueva para refrescarse, se había topado con una
osa y la había petrificado. Tras la reelaboración cristiana se entrevé el
culto, vivo quizás ya en el segundo milenio antes de Cristo, en la edad
minoica, de una diosa nutricia de aspecto ursino: una antepasada lejana de
las «madres» de Engyon.37
Es casi seguro que el nombre de esta diosa permanezca ignorado para
siempre. Pero sabemos que el de otra nutricia de Zeus — A drastea-
designaba a una divinidad tracio-frigia venerada en Atenas junto a ia diosa
tracia Bendis. Es muy probable que Heródoto (V, 7) identificara a Bendis
con Arcemis; y es seguro que Pausanias (X, 27, 8) asimilaba a Adrastea con
Artemis.38 A ojos de los observadores griegos, las figuras dispares de
divinidades femeninas extranjeras reclamaban irresistiblemente el nombre
de Artemis. Y quizás no estuvieran errados. En la litada Artemis es la
«señora de los animales» (potnia thérón , X X I, 470), una denominación que
evoca las representaciones, procedentes del Mediterráneo y de Asia Menor,
de una diosa flanqueada por animales, frecuentemente por parejas (caballos,
leones, ciervos, etc.).59 Sobre este núcleo arcaico, pregriego, surgieron cultos
y prerrogativas que han sido remitidos a un motivo común: la relación con
realidades marginales, intermedias, transitorias. Artemis, virgen cazadora en
ía frontera entre la ciudad y ia selva informe, entre lo humano y lo bestial,
era también venerada como nutricia de niños (kourotrophos ) y protectora
de las muchachas jóvenes.40 A ella se dirigían también las mujeres emba­
razadas: en el santuario de Artemis Kalliste se han encontrado exvotos que
representan pechos y vulvas. Sabemos por Eurípides (Ifigenia en Táuride,
1462 y ss.) que a Ifigenia, sacerdotisa del santuario de Artemis Brauronia,
se dedicaban las ropas de las que habían concluido felizmente el trance del
parto.41 La solicitud de ía osa hacia su cría era proverbial entre los griegos.42
También el aspecto humanoide de la osa, animal plantígrado, la hacía apta,
probablemente, para simbolizar, como Artemis, situaciones intermedias y
fronterizas.

5. En el segundo o tercer siglo de la era cristiana una mujer llamada


Licinia Sabinilla dedicó a la diosa Artío un grupo de bronce. Llegado de
forma fragmentaria a Muri, cerca de Berna, en 1832, no fue recompuesto
hasta 1899. La actual sistematización del Museo Histórico de Berna mues­
tra a una divinidad femenina sentada, con una , escudilla en la mano
derecha y el regazo lleno de fruta (altura, 15,6 cm); junto a ella, a su
izquierda, sale otra fruta de un cesto apoyado en un pilar; enfrente, una
osa (altura, 12 cm) agazapada junto a un árbol (altura, 19 cm). El pedestal
(altura, 5,6 cm; longitud, 28,6 cm; grosor, 5,2 cm) lleva la inscripción
deae artioni licinia sabinilla (figura 8). Epígrafes con dedicatorias a la
diosa Arrio se han encontrado en el Palatinado Renano (cerca de Buit-
burg), en la Germania septentrional (Stockstadt, Hedderheim) y quizás en
España (Sigüenza o Huerta). La distribución de los testimonios y el nom­
bre designan a una divinidad céltica, cuyo nombre se refiere ai oso (en
galo artos, en irlandés antiguo art).Ai Un examen más profundo ha reve­
lado que originalmente el grupo estaba constituido sólo por la osa — Ar­
rio— agazapada frente al árbol. La diosa de forma humana es un aña­
dido posterior, si bien antiguo. Su imagen es un calco de las Ma­
tronas o Matres celtas, si no (de manera más genérica) de la Deméter
sentada.44
La fisonomía actual del grupo es, pues, el fruto de una doble estratifi­
cación, a la que corresponde un desdoblamiento de Artio, representada
primero de forma bestial y posteriormente de forma humana. Volvemos
a encontrar el nexo diosa ursina-diosa nutricia, ya aparecido en el culto de
Engyon y en los mitos cretenses que lo habían inspirado, así como en los
cultos de Artemis Kalliste y de Artemis Brauronia. Para quienes sean reacios
a reconocer en la osa un símbolo independiente de los contextos culturales,
esta convergencia entre testimonios celtas y testimonios griegos parecerá
a primera vista desconcertante. La posibilidad de una relación lingüística (y
por tanto histórica) entre Artio y Ártemis complica todavía más el cuadro.
Se ha supuesto que la divinidad celta fuera una filiación de la griega, por
derivarse artos de arktos , a través del tránsito latino arctus ('oso’).45 Pero
parece inverosímil que artos constituya un préstamo, sea por motivos
lingüísticos, sea por motivos culturales.46 Por otro lado, el significado del
nombre Ártemis es oscuro (la conexión con arktos es una etimología popular
lingüísticamente inaceptable).47 Se ha formulado, entonces, una hipótesis que
trastorna la precedente: la diosa griega procedería de una diosa celto (o
dado)- ilírica introducida en el Peloponeso por la presunta invasión dórica
(1200 a. de C.).48 Un testimonio anterior a este último, los nombres
A-te-mi-to y A-ti-mi-te escritos en lineal B en las tablillas de una ciudad
micénica, Pilos, parece refutar también esta hipótesis. Pero el significado
de esos nombres es inseguro; la posibilidad de identificarlos con Ártemis,
discutida.49 La relación entre Artio y Ártemis sigue siendo un problema sin
resolver.

6. El intento de explicar la anómala presencia en Sicilia de las «mujeres


de fuera» ha impuesto una larga digresión. En el curso de la misma hemos
encontrado a las «matronas» célticas estrechamente ligadas a las «madres»
trasplantadas de Creta a Sicilia; los mitos y cultos cretenses ligados a diosas
nutricias de aspecto ursino; los cultos de Ártemis Kalliste y Ártemis
Brauronia en que la diosa con funciones nutricias aparece estrechamente
asociada a la osa; finalmente Artio, representada como osa y como matrona.
Y aquí, inesperadamente, se cierra el círculo. Volvemos al ámbito del que
habíamos partido. Reencontramos no sólo las raíces del culto extático
que estamos reconstruyendo, sino directamente, quizás, su reelaboración lite­
raria, si el nombre de Arturo, a través de Artoviros, se deriva (como se
ha supuesto) de Artio.50 Pero la anomalía de los testimonios sicilianos ha
hecho surgir un estrato más profundo, más antiguo, en que se mezclan ele­
mentos celtas, griegos y tal vez mediterráneos. Fragmentos de este estrato
están incrustados en las confesiones de las seguidoras de la diosa nocturna.

7. «Me parecieron decrépitas y locas», dice Cusano en su sermón a los


fieles de Bressanone al referirse a las dos ancianas del valle de Fassa. «Habían
hecho ofrendas a Richella — añade— ; le habían tocado la mano, como se
hace cuando se establece un contrato. Dicen que su mano es peluda. Con
las manos peludas les había tocado las mejillas.»51
8. Este detalle ha llegado hasta nosotros por caminos tortuosos: la
traducción latina del sermón pronunciado por Cusano en lengua vulgar,
basado en el proceso perdido (y quizás también en latín) en que un notario
habría registrado, de modo presumiblemente sumario, las confesiones que
las dos ancianas, intimidadas y atemorizadas, habrían mascullado en el
dialecto de su valle, posiblemente ante un clérigo que hacía de intérprete,
intentando describir con palabras el acontecimiento misterioso que las había
visitado: la manifestación de la diosa nocturna de los muchos nombres.
Para las dos ancianas no se trataba sino de Richella. A pesar de las
insistencias del obispo de Bressanone, tan docto y poderoso, se habían
negado con obstinación a renegar de ella. A ella le habían hecho ofrendas
y de ella habían recibido caricias afectuosas y promesas de riqueza; con ella
habían olvidado periódicamente, durante años, las fatigas y la monotonía
de la vida cotidiana. Un exemplum incluido en un manuscrito del siglo xv
de la biblioteca de Breslavia cuenta de una anciana que, en pleno deliquio,
soñaba que era transportada volando por «Herodiana»; en un trance de
alegría (leía) había abierto los brazos, volcando un vaso de agua destinado
a la diosa, y se había encontrado tirada en el suelo.52 Un adjetivo que se
le escapa a un narrador que ostentaba con irónica distancia su propia
superioridad cultural nos comunica una brizna de la intensidad emotiva que
debió de acompañar también a los éxtasis de las dos seguidoras de Ri-
cheíla.
En su sermón, Cusano había hablado de Diana, o mejor de Ártemis,
la gran diosa de Ef eso. Sólo ahora empezamos a comprender cuánta verdad
encierra, a pesar de ello, esta identificación. Tras Diana-Ártemis hemos visto
que se perfila Richella, la diosa dispensadora de prosperidad, ricamente
vestida, que rozaba con la pata hirsuta las mejillas rugosas de las dos ancianas
en éxtasis del valle de Fassa. En Richella entrevemos a una diosa similar
a Artio, representada en la otra vertiente de los Alpes, más de mil años
antes, en la doble forma de osa y de matrona propiciadora de la prosperidad,
con el regazo lleno de fruta. Tras de Artio se abre un abismo témpora!
vertiginoso, en el fondo del cual vuelve a aparecer una vez más Ártemis,
la «señora de los animales», quizás; o quizás también una osa.

9. Sólo una mediación diurna, verbal, pudo perpetuar tan largamente


una religión carente de estructuras institucionales y de lugares de culto, hecha
de silenciosas iluminaciones nocturnas. Ya Reginone di Priim lamentaba que
las seguidoras de la diosa, hablando de sus propias visiones, ganaran nuevas
adeptas a la «sociedad de Diana». Tras las descripciones de estas experiencias
extáticas hemos de imaginar una larguísima cadena hecha de relatos,
confidencias y chacharas capaz de superar desmesuradas distancias crono­
lógicas y espaciales.
Un ejemplo puede ilustrar la complejidad (reconstruible sólo en una
mínima parte) de este proceso de transmisión. En un proceso mantuano
de finales del siglo xv se habla de un tejedor, Giuliano Verdena, que
efectuaba prácticas mágicas con ayuda de algunos niños. Tras haberles hecho
mirar en un vaso lleno de agua (contó un testigo) Giuliano hacía que le
contaran las cosas que veían. Aparecía un montón de gente: unos a pie,
otros a caballo, otros sin manos. «Son espíritus», había dicho Giuliano,
aludiendo, desde luego, a la procesión de los difuntos. Después había surgido
a la superficie del agua una figura aislada que, interrogada por boca de los
niños, había dicho que podía revelar a Giuliano el «poder de las hierbas
y ia naturaleza de ios animales (poteníiam berbarum et naturam anima-
lium)». En ella había reconocido Giuliano a la «señora del juego (domina
ludí)», «vestida con paños negros, y con la cabeza inclinada (cum mentó
ad sto?nacum)».yi El testimonio es en ciertos aspectos anómalo, puesto que
no se habla de éxtasis femenino sino de divinización masculina, efectuada
a través de los niños (sexuaimente neutros en cuanto tales). Pero los detalles
que hemos mencionado no son del todo nuevos. La «señora del juego» de
Mantua hace pensar en Oriente, la misteriosa señora nocturna que los
procesos miianeses de finales del siglo xrv describen rodeada de animales,
dedicada a enseñar a sus seguidoras las «virtudes de las hierbas». La
contigüidad con los animales que caracteriza a estas figuras se convierte,
en el caso de Richella o de las «mujeres de fuera», en naturaleza semibestial,
revelada por las patas hirsutas, los cascos equinos, las patas de gato. También
cuando están guiando a una bandada de animales las protagonistas de los
éxtasis nocturnos se nos muestran como variantes de un idéntico tema
mítico, el de la «señora de los animales».
Que esta semejanza innegable implique además una relación histórica
completa y verdadera es, de momento, una conjetura. De todos modos, ya
hemos señalado que explica de manera plausible incluso el detalle de la
cabeza inclinada de la «señora del juego». La atribución de un poder, con
frecuencia letal a la mirada de la divinidad (y a la mirada en general),
reaparece en las culturas más dispares.54 Un poder similar compartían
Gorgona, Artemis y la diosa de que ambas, en cierto modo, derivaban: ía
«señora de ios animales».55 Gorgona petrificaba a los seres humanos con
su mirada tremenda; inscripciones amenazadoras rodeaban a las estarnas
de Artemis. La de Pallene, oculta durante todo el año, sólo se mostraba al
público poquísimos días, pero nadie podía miraría: se decía que los ojos de
la diosa hacían que se secasen los frutos de los árboles, haciéndolos esté­
riles para siempre. La autenticidad del simulacro de Artemis Ortia queda­
ba demostrada, según Pausanias (III, 16, 7), por la locura que había
afectado a sus descubridores.56 En el templo de Efeso había una estatua de
Hécace (la diosa fúnebre estrechamente asociada a Artemis) tan esplendo­
rosa que obligaba a quien la guardaba a taparse ios ojos, un comporta­
miento ligado, muy posiblemente, a una prohibición de carácter religio­
so.57 Ahora bien, ciertos testimonios de principios del siglo XVI,
procedentes de un área comprendida entre la llanura padana y los Alpes
orientales, muestran que la cabeza inclinada de la «señora del juego»
manruana tenía implicancias análogas a las registradas en la antigua Gre­
cia. En Ferrara algunas presuntas brujas contaron que, para no ser muer­
tas, se veían obligadas a evitar mirar al rostro de la «sabia Sibila» (la
diosa de quien eran seguidoras), furibunda por el esfuerzo inane de reco­
ger ias aguas del río Jordán.58 En el valle de Fiemme, otra mujer proce­
sada como bruja, Margherita, llamada Tessadrella, declaró que ia «mujer
del bon zogo» tenía dos piedras en torno a los ojos, «esto es, uno a cada
parte, que se abren y cierran continuamente a su voluntad». «Tenía una
cinta negra alrededor de la cabeza con dos tapones en cada parte, para las
orejas y los ojos, a fin de no poder ver u oír nada —confirmó Caterina
della Libra da Carano— y todo aquello que vea u oiga es preciso que sea
suyo.»59 «Va siempre por el aire y tiene dor parches en los ojos, uno a
cada lado, para que no pueda ver nada: y si pudiera ver alguna cosa
—explicó Margherita dell’Agnola, llamada Tommasina— , haría grandes
males al mundo.»60
También la parcial incapacidad para ver de la «señora del bon zogo »
y de su homónima mantuana nos reconducen a ía «señora de los animales».
En las fábulas, la maga que custodia ei ingreso al reino de los animales y
de los difuntos es con frecuencia ciega, en sentido pasivo más que activo:
invisible para los vivos en vez de ser incapaz de verlos.61 En . todo caso,
la identidad sustancial entre las variadas versiones locales no es atribuible
a una intervención de ios jueces. Podían conocer por la tradición canónica,
como en el valle de Fiemme, el nombre de la «mujer del bon zogo»,
Herodíades; pero no su aspecto. Las brujas del valle de Fiemme lo descri­
bieron con abundancia de detalles: «Una gran mujer fea... [que] tenía una
gran cabeza» (Margherita, llamada Tessadrella); «Una mujer fea, negra, con
un ropaje negro y un pañuelo negro estrechamente anudado en torno a
la cabeza» (Margherita, llamada la Vanzina); «Una mujer fea, negra,
disfrazada, con un pañuelo arrollado en torno a la cabeza, negro, a la
manera alemana» (Bartolomea del Papo).62 Estas concordancias acom­
pañadas de variantes marginales son típicas de la transmisión oral,
así como el presumible error (¿de las acusadas, de los jueces, de los
notarios?) en virtud del cual el «debe tapar» aplicado «en torno alos
ojos» de la «mujer del bon zogo » en el valle de Fiemme se convierte,
a poca distancia (Fié, en Sciliar) y en los mismos años (1506-1510)
en «ojos grandes como dos platos».63 Pero la tradición oral era ali­
mentada periódicamente por una experiencia vivísima, directa, de tipo
extático.
Según Caterina della Libra da Carano, los ojos y las orejas de la diosa
estaban tapados por dos piedras. Esta descripción poco clara es aclarada por
un testimonio procedente del valle contiguo. Cincuenta años antes, a me­
diados del siglo XV, las dos ancianas del valle de Fassa interrogadas por
Cusano habían dicho que Richella escondía ía cara: no habían podido verla
de perfil «a causa de ciertas protuberancias de un ornamento semicircular
aplicado a las orejas» {propter quasdam protensiones cuiusdam semiárcu-
laris omamenti ad aures applicati).64 Palabras de una precisión visionaria.
Ei ornamento debía de ser de grandes dimensiones. Si lo imagináramos en
forma de círculo, o de semicírculo, nos encontraríamos ante una imagen
como la de la figura 9-
10. Entre la llamada Dama de Elche (figura 10) y las visiones extáticas
de un grupo de mujeres que vivieron en los valles del Trentino dos mil
años más tarde no existen conexiones históricas directas.65 Es cierto que la
Dama de Elche suscita gran cantidad de preguntas, nacidas en parte de la
falta de documentación arqueológica sobre las circunstancias de su hallazgo.66
No está claro que originariamente fuera, como es hoy, Un busto, sino, como
parece más probable, una figura entera, sentada como la llamada Dama de
Baza o en pie como la estatua de mujer encontrada en el Cerro de los
Santos.67 La cronología está en litigio, si bien la mayoría de los estudiosos
tienden a una fecha situada entre la mitad del siglo v y principios del siglo
rv a. de C.68 Todavía más discutida es la procedencia de la estatua: ibérica
según algunos, jónica (quizás de Rodas) según otros.69 Aunque sea de factura
local, a la Dama de Baza se la ha aproximado, desde un punto de vista
tipológico, a estatuillas de Magna Grecia, sobre todo sicilianas, que repre­
sentan a una diosa sentada, a véces con un niño en el regazo.70 Extender
esta conjetura a la Dama de Elche sería arriesgado, dado que su fisonomía
originaria no es segura. En cualquier caso, la presencia de una cavidad en
la parte posterior, verosímilmente empleada para guardar cenizas, parece
indicar un destino funerario.71
La identidad de la Dama de Elche (¿diosa, sacerdotisa, oferente?) sigue
siendo oscura. En cambio, nada hay de misterioso en las dos enormes ruedas
pegadas a las sienes. Se trata de un ornamento que aparece en varias figuras
femeninas votivas procedentes del santuario de Castellar; un objeto análogo,
de plata, ha sido encontrado en Extremadura.72 Las ruedas, de mayores o
menores dimensiones, servían para contener trenzas, naturales o artificiales.
La extravagancia del peinado ibérico ya era conocida en la antigüedad, como
se deduce de un pasaje de Estrabón (III, 4, 17) basado en un testimonio
de Artemidoro.73 Pero peinados similares se ven también en la estatuaria
griega, desde Sicilia hasta Beoda.74 La coincidencia entre eí tocado de la
Dama de Elche y el de la diosa nocturna del valle de Fiemme — «una cinta
negra alrededor de la cabeza con dos tapones en cada parte»— quizás
esconda un nexo histórico que a nosotros se nos escapa.

11. Las explicadones propuestas hasta aquí son en parte conjeturales;


los hechos a que se refieren lo son mucho menos. La existencia de una
continuidad extática completa y verdadera parece innegable. Hombres y
mujeres -—sobre todo mujeres, induso habitantes de regiones perdidas en
las montañas— revivían sin saberlo, en sus deliquios nocturnos, mitos unidos
a ellos desde espacios y tiempos remotísimos. Por medio de la reconstrucción
de este contexto profundo, detalles incomprensible desvelan de repente su
significado. En una de las sentencias milanesas pronunciadas a finales del
siglo XIV —la sentencia contra Pierina— se dice que Oriente devolvía la
vida a los bueyes (que habían sido muertos y devorados por sus seguidoras)
tocando con una varita sus huesos, metidos en las pieles. Pues bien, según
la Historia Brittonum de Nennio {área 826), recogida en la Leyerida áurea
de jacopo da Varazze (redactada a finales del siglo XIII), un milagro análogo,
basado en la resurrección, a partir de los huesos, de ciertos bueyes muertos,
había sido hecho por san Germán de Auxerre en Britania, durante los
trabajos de conversión de los celtas. Se ha demostrado que el relato de
Nennio procede de una fuente más antigua.75 La representación en Irlanda,
o en un área evangelizada por monjes irlandeses, como Flandes y Brabante,
de un mismo tema hagiográfico — la resurrección de ciervos o de ocas a
partir de ios huesos— testimonia una vez más la presencia de un sustrato
celta.76 Hasta aquí, nada sorprendente. Pero en la Edda de Snorri Sturlusson
(primera mitad del siglo XHl) el prodigio es atribuido al dios germánico
Thor, que resucita a algunas cabras (animal sagrado para él) golpeando sus
huesos con el arma de que, según la tradición, está provisto: el martillo.
La relación entre estas versiones, la céltica cristianizada y ía germánica
precristiana, no está clara. ¿La segunda procede de la primera? ¿O es al
revés? ¿O ambas proceden de una versión más antigua?77
Lo que induce a inclinarse por esta última hipótesis es la distribución
geográfica de mitos y ritos basados en la recogida de los huesos (a ser posible
íntegra) de los animales muertos, con el fin de hacerlos revivir.78 Tales mitos
están documentados en la región alpina, donde se cumple el prodigio de
la procesión de los difuntos o de la diosa nocturna que la guía.79 Entre los
muchos nombres que se atribuían a la diosa figuraba también el de
Pharaildis, la santa patrona de Gante que, según una leyenda, había resu­
citado a una oca recogiendo sus huesos,80 En un ámbito cultural comple­
tamente distinto, entre los abkhazi del Cáucaso, es una divinidad masculina
de la caza y del bosque quien se ocupa de devolver !a vida a los animales
muertos (incluyendo animales de labor como ios bueyes).81 En estas creen­
cias, documentadas en variadísimas culturas (incluso en África continental),
se inspiran algunos ritos practicados por las poblaciones de cazadores que
viven en una determinada franja subártica comprendida entre Laponia y
las islas septentrionales del archipiélago japonés, habitada por los aunu. Los
huesos de los animales más grandes (osos, alces, ciervos) se reúnen en
montones, se recogen en cestos o se ponen en plataformas; en ocasiones
las pieles son rellenadas de paja o virutas.82 A mediados del siglo xvm los
chamanes lapones (no’aidi), a quienes estaba confiada la preparación de las
víctimas para el rito, explicaron a los misioneros daneses que los huesos
eran recogidos y ordenados con cuidado, porque de este modo el dios a quien
estaba dedicado el sacrificio devolvería la vida a los animales muertos,
haciéndolos todavía más gruesos que en el pasado.83 Los testimonios de este
género son numerosísimos. Los jucaghiri de Siberia oriental, por ejemplo,
recogen los huesos de osos, alces o ciervos para que resuciten, a continuación
los depositan en una plataforma junto a los cráneos rellenos de virutas
(«ahora te metemos el cerebro», dicen) y con un trozo de madera en el
lugar de la lengua.84 De estas efímeras construcciones rituales proceden
evidentemente las misteriosas esculturas de madera procedentes de Ch’angs-
ha (provincia de Huan, China, siglos IV-in a. de G ), que representan un
rostro humano con una larga lengua caída y la cabeza con cuernos de ciervo
(figura l l ) .85
12. Más adelante veremos si estas convergencias pueden ser atribuidas
al caso, a este efecto independiente de circunstancias similares, o a otros
elementos. Admitimos provisionalmente que la idea (expresada por mitos
o ceremonias) de resucitar a los animales recogiendo sus huesos intactos
sea un rasgo cultural específico; tan específico como para implicar, dada su
presencia en tiempos y lugares variadísimos, un-fenómeno de contacto o
un fenómeno de sustrato. En este punto se presenta una dificultad que ya
hemos entrevisto al comparar el milagro de san Germán con el prodigio
operado por Thor. La cronología absoluta de los testimonios no coincide
necesariamente con la cronología relativa de las creencias o de los ritos que
aquéllas documentan. ¿Cómo traducir en una sucesión histórica la dispersión
espacial de los datos?
Los Japones veneraban a un dios del rayo armado de un martillo o de
un bastón. La analogía con el germánico Thor es evidente hasta en el
nombre: Horagalles. Nos encontramos, pues, ante un préstamo, fruto de
ios contactos con las poblaciones escandinavas.86 Pero puede suceder que
el préstamo lingüístico esconda una realidad más compleja.87 Como Ruto,
la diosa lapona que encarna la peste, también Horagalles provenía, quizás,
de Eurasia septentrional.88 Ambas divinidades son mencionadas, o recorda­
das, en la relación de los misioneros daneses que evangelizaron Laponia a
mediados del siglo xvuu: el cesto hecho de ramas de abedul en que eran
recogidos los huesos de los animales sacrificados se ponía sobre un tronco
esculpido que representaba a Horagalles con el martillo, el arma con que
el «ídolo (deaster ) aterroriza a brujas y magos».89 Así pues, también
Horagalles estaba asociado a la resurrección de los animales. Suponer que
el eco del prodigio de Thor se haya propagado por toda la franja subártica
es, evidentemente, absurdo; también es absurda la hipótesis inversa, que el
mito se haya difundido en el ámbito europeo gracias a la mediación de los
lapones. Parece inevitable reconocer en Horagalles, Thor, san Germán de
Auxerre y Oriente otras tantas variantes de un mito que hunde sus raíces
en un remoto pasado euroasiático: una divinidad, a veces masculina pero
más generalmente femenina, generadora y resucitadora de animales.90 La
presencia del rito correspondiente en el ámbito euroasiático, así como su
ausencia en los ámbitos celta y germánico, parecen confirmar esta derivación.
A fin de cuentas, es bastante plausible que en una cultura de cazadores haya
nacido la creencia en la resurrección de los animales.

13. El ámbito espacial y temporal de la investigación se ha ampliado


todavía más. Los testimonios sobre ia diosa nocturna aparecen como un
palimpsesto en que se superponen fragmentos semicancelados de escrituras
diversas: Diana «divinidad de ios paganos», recordada por canonistas e
inquisidores; Habonde, Oriente, Richella y sus sinónimos; las matronas y
las hadas; las «diosas madres»; Ártemis; la «señora de los animales»; la
divinidad euroasiática de la caza y del bosque.
Hemos llegado a este ulterior, y verosímilmente más profundo estraro
cultural, a través de una vía casi exclusivamente morfológica, pero basada,
eso sí, en la individuación de rasgos específicos más que en convergencias
genéricas, de orden tipológico. La posibilidad de incluir tanto a Artemis (en
algunos aspectos) como a las divinidades de los cazadores euroastáticos en
una categoría denominada «señores de los animales» no es suficiente, parece
obvio, para probar la existencia de un nexo histórico entre estas figuras.91
Más significativo, si bien hipotético, es el nexo etimológico entre Artemis
(en dórico, Artamis) y artamos: el carnicero’, o más exactamente 'el que
rompe las articulaciones’. El término, menos usual que su sinónimo ma-
gheiros , se utilizaba tanto en el lenguaje de la cocina como en el del
sacrificio.92 El nombre de Artemis sería una huella de la prohibición,
difundida en el ámbito euroasiático (surge incluso en el Antiguo Testamen­
to), de romper ios huesos de la víctima sacrificial93 Una prohibición del
mismo género estaba quizás asociada a la Despoina (es decir, «la señora»),
la más venerada de entre todas las diosas de la Arcadia, en ciertos aspeaos
similar a Artemis, si bien tardíamente asimilada a Core, la hija de Deméter.
Según Pausanias (VHI, 37, 8) los sacrificios en honor de la Despoina seguían
un ritual completamente insólito. A la víctima no se la degollaba, sino que
le eran cortados los miembros «al azar», es decir, sin un orden preestablecido,
pero respetando k s articulaciones.94 A este tipo de sacrificio se han referido
algunas gemas talladas minoicas y un ánfora tebana arcaica, en que está
representada una divinidad femenina rodeada de miembros de animales
cortados.95 Tal vez las divinidades euroasiáticas que resucitaban a los ani­
males a partir de los huesos recogidos no estén lejanas de estas imágenes.
En cualquier caso el tema de la resurrección de los huesos también estaba
presente en la cultura griega; más adelante lo veremos, al analizar el mito
de Pélope.

14. La presencia, en los testimonios procedentes de gran parte del


continente europeo sobre la diosa nocturna, de elementos que remiten a
los mitos y ritos de los cazadores siberianos es un dato desconcertante pero
no aislado. También el éxtasis de las seguidoras de la diosa remiten
irresistiblemente a los de los chamanes -—hombres y mujeres— de Siberia
o Lapo nía.96 En ambos casos encontramos los mismos elementos: el vuelo
del alma hacia el mundo de los muertos, en forma de animal, a lomos de
animales o de otros vehículos mágicos. El gandus, o bastón de los chamanes
lapones, se ha aproximado, por una parte, al bastón en forma de caballo
usado por los chamanes burjati, y por otra al mango de escoba sobre el
cual afirmaban las brujas dirigirse al aquelarre.97 El núcleo folklórico del
aquelarre —vuelo mágico y metamorfosis— parece proceder de un remoto
sustrato euroasiático.98

15. Una conexión de ese género ya había sido oscuramente entrevista


por uno de los más feroces perseguidores de brujas: Pierre de Lancre.
A principios dei siglo xvn, reflexionando sobre los procesos por él mismo
celebrados en Labourd, en la vertiente francesa de los Pirineos, de Lancre
efectuó una aproximación entre las seguidoras de Diana mencionadas en
el Canon episcopi y los licántropos, por una parte; y por otra los «magos»
— es decir, chamanes— de Laponia descritos por Olaf el Magno y por Peucer.
En ellos de Lancre rastreaba una característica común: la capacidad de caer
en un éxtasis diabólico, interpretado erróneamente por alguno como una
separación del alma y el cuerpo. Un error comprensible, comentaba de
Lancre: «Es preciso admitir que ios brujos eran en otro tiempo mucho menos
numerosos que hoy. Estaban dispersos en las montañas y en los desiertos,
o en los países del Septentrión, como Noruega, Dinamarca, Suecia, Gotia,
Irlanda, Livonia, por eso sus idolatrías y sus maleficios eran generalmente
desconocidos, y a menudo eran considerados fábulas o cuentos de viejas».
Entre los incrédulos del pasado se contaba san Agustín, pero desde hada
ya más de cien años (observaba de Lancre) inquisidores y jueces laicos habían
arrojado luz sobre estos temas."
Este tono de orgullo estaba en cierto modo justificado. De Lancre, con
mirada aguzada por el odio, observaba el objeto de su persecución con una
penetración frecuentemente ausente en los más destacados observadores de
los siglos siguientes.100 Acontecimientos minúsculos de pequeñas comuni­
dades vascas eran incluidos de golpe en un cuadro geográfico vastísimo,
teatro de la ofensiva lanzada por Satán contra el género humano. De Lancre
estaba convencido de que los licántropos eran capaces de abandonar su
aspecto humano para asumir forma de animal, así como de que las brujas
eran capaces de acudir físicamente al aquelarre; sin embargo admitía la
posibilidad de que en ocasiones las metamorfosis y los vuelos sólo tuvieran
lugar en sueños. Pero no se trataba de sueños inocentes, ya que los suscitaba,
en las mentes corruptas de brujas, brujos y licántropos, el Demonio en
persona. Para un hombre de ciencia como Della Porta, el éxtasis constituía
un fenómeno natural provocado por los ingredientes — escrupulosamente
ennumerados— de los ungüentos brujescos.101 Para de Lancre el éxtasis era
el elemento que unificaba los diversos cultos idólatras inspirados por el
Diablo, el primero de los cuales era el aquelarre.
La reflexión de de Lancre pasó totalmente desapercibida. Pero medio
siglo más tarde, cuando la persecución de la brujería empezó a atenuarse,
rodeada por un creciente descrédito cultural, la extraordinaria variedad de
las creencias que en el pasado habían sido tildadas de diabólicas fueron poco
a poco consideradas bajo una nueva luz. Precisamente en Alemania, donde
la caza de brujas había alcanzado cotas de particular ferocidad, se desarrolló
una curiosidad de carácter anticuario respecto de estos fenómenos. En 1668
J. Praetorius imprimió en Leipzig un libro en que reunía, a partir de escritos
precedentes y de tradiciones orales, las noticias sobre vuelos de brujas y sobre
el aquelarre de la noche de santa Walpurgis, por el que se había hecho
famoso un monte de Turingia: el Blocksberg. En este contexto se recogía
también la leyenda sobre el fiel Eckhart como guía de la banda demoníaca.
Ya el título del libro (Blockes-Berges Verricbtung oder ausfürlicher geogra-
pbischer Be nebí, «La cuestión del Biockes-Berg, o relación geográfica ra­
zonada») mostraba un propósito de aproximación científica, especialmente
evidente en el apéndice geográfico, basado en una exploración efectuada
quince años antes por una comitiva compuesta por quince personas y doce
caballos. Algún tiempo más tarde, en una obra dedicada a las creencias,
antiguas y recientes, relacionadas con el inicio del año ( Satumalia), Praeto-
rius incluyó textos sobre los licántropos de Livonia y Laponia, sobre el
ejército de Diana y sobre HoIda.102 De estos escritos se aprovechó P. C.
Hilscher, pastor luterano y profesor, para una docta disertación (De exercitu
furioso, vulgo Wuetenden H eer) que fue discutida en Leipzig bajo su
dirección en 1688 y posteriormente traducida al alemán.10í En este caso la
erudición anticuaría se pone al servicio de una polémica anticatólica en que
se advierte el eco de los escritos de una iluminista como Thomasius. De
las salas de los tribunales, donde en algunas partes de Europa seguían siendo
objeto de represión judicial, las creencias relacionadas con la brujería pasaban
a las aulas universitarias. Hilscher asemejaba las procesiones de las ánimas
a las entidades ficticias imaginadas por los escolásticos y a la invención del
Purgatorio, que los reformadores, guiados por las Escrituras, habían sepul­
tado. Medio siglo más tarde un iluminista moderado influido por Muratori,
Girolamo Tartarotti, de Rovereto, subrayaba cómo en el pasado las creencias
en torno a la «brigada de Diana», definida por él como «brujería del
medioevo», habían sido irrisorias y no perseguidas.104 Desde las dos orillas
confesionales la polémica erudita hacía emerger tradiciones que el estereo­
tipo del aquelarre había deformado y desvalorizado durante siglos. No es
casual que en el estudio más antiguo sobre las Matronae celtas — la Dis-
sertatio de mtdieribus fatidicis veterum Celtarum del anticuario J. G. Keys-
ler— se incluyera un áspero ataque contra la persecución de la brujería.1(”
La gran poesía y la gran filología del romanticismo alemán hicieron del
aquelarre un tema destinado a alimentar de modo duradero la imaginación
de estudiosos y poetas. Goethe se inspiró en la Blockes-Berges Verrichtung
de Praetorius para la escena de Fausto sobre la noche de santa Walpurgis.106
Jakob Grimm trazó en su Deutsche Mythologie (1835) el inventario de una
tradición mítica en gran parte basada en la «caza salvaje» y en las figuras
que la guiaban. Uno de los hilos ofrecidos al lector para orientarse en el
enorme cúmulo de materiales sacados a la luz era la hipótesis de una
continuidad entre creencias paganas y brujería diabólica. Al final de la parte
dedicada a las brujas antropófagas se formula esta hipótesis de manera
particularmente densa, casi críptica.107 Desviándose bruscamente, Grimm
pasó a hablar de otra creencia, también antigua y recurrente en gran número
de leyendas, según la cual el alma puede abandonar el cuerpo del durmiente
en forma de mariposa. El historiador longobardo Pablo Diácono, que vivió
en el siglo vm, cuenta que un día, de la boca deí rey burgundio Guntram,
quien dormía velado por un escudero, salió de repente un animal, una especie
de sierpecilla. Se dirigió a un arroyo cercano, que intentó inútilmente cruzar.
Entonces el escudero puso la espada de través sobre las dos orillas. La
serpiente pasó a la otra parte y desapareció tras una colina; al cabo de un
rato hizo el camino de vuelta, introduciéndose en la boca deí durmiente.
El rey se despertó y dijo que había soñado que atravesaba un puente de
hierro, entrando después en una montaña donde se guardaba un tesoro (que
fue efectivamente encontrado). En las versiones más recientes de la misma
leyenda ei animal cambia: en vez de una serpiente topamos con una
comadreja, un gato o una rata. ¿No estará ligado todo esto ■ —se pregunta
Grimm— por una parte a las metamorfosis de las brujas en ratas y por
Otra al puente estrecho como un hilo que ei aima debe atravesar para pasar
al otro mundo?
En este interrogante, que parece más dirigido a sí mismo que al lector,
Grimm ve, al resplandor de una lámpara que se extingue, ia misma conexión
trastornante que ya se había presentado dos siglos antes a Pierre de Lancre,
el perseguidor de las brujas del Labourd. Lo más probable es que se tratara
de una convergencia inconsciente.108 En apariencia de Lancre había hablado
de temas completamente distintos: de los licántropos, de las seguidoras de
Diana, de ios magos iapones. Pero el elemento unificador de las dos series
analógicas era el mismo: el éxtasis, inmediatamente a continuación de
haberse formulado la antecitada pregunta, Grimm, de hecho, volvía a la
catalepsia de las brujas servias: el alma sale en forma de mariposa o de
gallina del cuerpo exánime, que por eso, cuando se halla en esta condición,
no se da la vuelta. Y el éxtasis o trance pedia a su vez el ejemplo, sublime
entre todos, de Odín, que según un célebre pasaje del Ynglingasaga de Snorri,
era capaz de asumir formas diversas: dejando el cuerpo dormido, se diri­
gía en un abrir y cerrar de ojos a tierras lejanas mudado en pájaro, en pez,
en serpiente.

i6. De esta página crucial e ignorada parten innumerables caminos.


Los componentes chamánicos de la figura de Odín o de la leyenda del rey
Guntram,109 así como la difusión en el ciclo artúrico dei tema céltico de ía
espada como puente hacia el mundo de ios muertos, y más en general la
presencia de temas chamánicos en textos iiterarios celtas.110 Los benandanti
de Friuli, que antes de caer en estado cataléptico piden a las mujeres que
no les den la vuelta, pues si no el alma, salida en forma de ratonciilo, no
podrá entrar en ei cuerpo despertándolo.111 Los chamanes Iapones velados
durante el éxtasis para que su cuerpo inanimado no sea rozado por moscas
o mosquitos (como contó Olaf el Magno) o asaltado por los demonios (como
afirmó Peucer).112 El viaje del alma en éxtasis en forma de animal y las
transformaciones en animales de brujas y brujos. Y así sucesivamente.
Figuras y temas que se repiten, que se remiten ei uno al otro hasta constituir,
más que una cadena, una especie de campo magnético que explica cómo,
partiendo de puntos de vista distintos y procediendo de manera indepen­
diente, haya sido posible llegar a conjeturas análogas.m Pero la pregunta
formulada por Grimm todavía no ha recibido una respuesta verdadera. La
investigación subsiguiente se ha dispersado en arroyos separados, perdiendo
de vista el nexo unitario que Grimm había entrevisto. Extasis, metamorfosis
animalescas, viajes míticos hacia el más allá, ritos y creencias relacionados
con las procesiones de los muertos —y, naturalmente, el aquelarre— han
sido analizados por separado.114 Es preciso entrelazar de nuevo los múltiples
hilos que los ligaban.
Combatir en éxtasis

En Jürgensburg, Livonia, en 1692, un viejo de ochenta años llamado


Thíess, a quien sus paisanos consideraban un idólatra, confesó a los jueces
que lo interrogaban que era un licántropo. Tres veces al año, dijo, en las
noches de santa Lucía, antes de Navidad, en la de san Juan y en la de
Pentecostés, los licántropos de Livonia iban al infierno, «al final del mar»
(más tarde se corrigió: «bajo tierra») para luchar contra los demonios y
los brujos. También las mujeres combatían con los licántropos, si bien no
las muchachas. Los licántropos alemanes iban a un infierno separado.
Parecidos a los perros («son los perros de Dios», dijo Thíess), los licántropos
seguían, armados de látigos de hierro, al diablo y a los brujos, armados de
mangos de escoba convertidos en colas de caballo. Años antes, explicó Thíess,
un brujo (un campesino llamado Skeistan, ya muerto) le había roto la nariz.
El objetivo de la batalla era la fertilidad de los campos: ios brujos robaban
los granos germinados, y si no se arriesgaban a quitárselos, vendría la
carestía. Pero aquel año habían acudido los licántropos livoníos o los rusos.
Las cosechas de cebada y centeno serían abundantes. Y también habría
pescado para todos.
Los jueces intentaron inútilmente inducir al viejo a aceptar que había
hecho un pacto con el demonio. Thiess siguió repitiendo con obstinación
que los peores enemigos dei diablo y de los brujos eran los licántropos como
él; tras su muerte ascendería al paraíso. Puesto que se negaba a arrepentirse,
fue condenado a diez latigazos.1
Podemos imaginar el desconcierto de los jueces al verse ante un licán­
tropo protector de las cosechas en vez de enemigo del ganado. Algunos
estudiosos modernos han reaccionado de modo semejante. De hecho, los
cuentos del viejo Thiess no se limitaban a trastornar un estereotipo antiguo.
Deshacían además un esquema interpretativo relativamente reciente, que
incluía a los licántropos en un complejo mítico más amplio, sustancialmente
germánico, intrínsecamente belicoso y basado en el tema del «ejército de
los muertos» ( Totenheer ). Los testimonios sobre este complejo mítico
habían sido considerados, durante siglos y siglos, como prueba de la exis-
tencia de rituales practicados por grupos de hombres invadidos de furor
diabólico, convencidos de personificar al ejército de los muertos.2 Ahora bien,
la referencia de Thiess a las batallas por la fertilidad, en que también
combaten las mujeres, parecía contradecir el primer punto; la extravagancia
de detalles como la lucha contra los brujos «al final del mar», el segundo.
De aquí el impulso a subvalorar más o menos sutilmente el testimonio.
Las confesiones del viejo licántropo fueron consideradas ecos de aconteci­
mientos reales mezclados con fragmentos de mitos, infundios y fanfarro­
nadas; o una colección sin orden alguno de supersticiones y ritos; o una
mezcla caótica de elementos de sagas y de remotos recuerdos de su propia
vida.5 Ante esta excéntrica e incoherente variante báltica se intentó remachar
la pureza originaria del mito guerrero germánico basado en el «ejército de
los muertos».'1

2. Ya en el siglo V a. de C. Heródoto habló de hombres capaces


transformarse periódicamente en lobos. En África, en Asia, en el continente
americano, se han rastreado creencias análogas, referidas a metamorfosis
temporales de seres humanos en leopardos, hienas, tigres y jaguares.5 Se
ha supuesto que en estos mitos paralelos, dispersos por un ámbito espacial
y temporal tan amplio, se expresa un arquetipo agresivo profundamente
enraizado en la psique humana, transmitido por vía hereditaria en forma
de disposición psicológica desde el Paleolítico en adelante.6 Se trata, como
es obvio, de una hipótesis totalmente indemostrada. Pero a la perplejidad
de carácter general que suscita se añaden otras específicas. En el caso
que estamos discutiendo, por ejemplo, ía imagen del licántropo como
protector de la fertilidad contradice a todas luces el presunto núcleo agre­
sivo del mito. ¿Qué valor atribuir a este testimonio aislado, aparentemente
excepcional?
Las narraciones en verso y prosa, las sagas, los penitenciales., los tratados
teológicos y demonológicos, las disertaciones filosóficas y médicas que hablan
de loup-garoi/s, wenvólfen, werewolves, lobis-homem, licántropos y demás
son numerosos y bien conocidos. Pero en los textos medievales — sobre todo
en los literarios— los licántropos son presentados como víctimas inocentes
del destino, cuando no como personajes benéficos. Sólo hacia mediados del
siglo x v el halo contradictorio que rodea a estos seres ambiguos, al mismo
tiempo humanos y bestiales, es progresivamente eliminado al superponerle
un estereotipo feroz: ei del licántropo devorador de rebaños y niños.7
Alrededor del mismo período cristalizó la imagen hostil de la bruja. No
se trata de una coincidencia casual. En el Formicarins Nider habla de brujos
que se transformaban en lobos; en los procesos del Valais de principios del
siglo xv, los acusados confesaron haber tomado temporalmente forma de
lobo para atacar al ganado. Desde el primer testimonio sobre el aquelarre
la conexión entre brujos y licántropos aparece, así pues, muy estrecha. Pero
también aquí testimonios anómalos, quizás tardíos, como el de Thiess, logran
romper la costra del estereotipo haciendo aflorar un estrato más pro­
fundo.
3. Las dificultades interpretativas que despiertan las confesiones de
Thiess desaparecen en el momento en que comparamos las batallas contra
brujas y brujos por él descritas con los combates en éxtasis de los benandanti.
Gamo ya he dicho, con este término eran designados en Friuii, entre los
siglos xvi y xvii, quienes (se trataba sobre todo de mujeres) afirmaban asistir
periódicamente a las procesiones de los muertos. Pero del mismo modo se
denominaba también a otros individuos (hombres en su gran mayoría) que
declaraban combatir periódicamente, armados con hatos de hinojos, por la
fertilidad de los campos contra brujas y brujos armados de cañas de sorgo.
El nombre, la contraseña que identificaba materialmente a uno y otro género
de benandanti (haber nacido con el amnios); el período (las cuatro témporas)
en que generalmente efectuaban las proezas a que estaban destinados; el
estado de letargo o catalepsia precedente eran,'en ambos casos, idénticos.
El espíritu de los (o de las) benandanti abandonaba por algún tiempo el
cuerpo exánime, a veces en forma de rata o de mariposa, a veces a la grupa
de liebres, gatos y otros animales, para dirigirse en éxtasis hacia la procesión
de los muertos o hacia las batallas con brujas y brujos. En ambos casos el
viaje del alma era comparado por los propios benandanti a una muerte
provisional. Al término del viaje estaba el encuentro con los difuntos. En
las procesiones, éstos aparecían de forma cristianizada, como ánimas del
Purgatorio; en los combates, en forma agresiva y verosímilmente más
arcaica, como malandanti enemigos de la fertilidad, asimilados a brujas y
brujos.8
Pero las batallas por la fertilidad no son el único punto de contacto entre
el licántropo Thiess y los benandanti. En el mundo eslavo (de Rusia a Servia)
se creía que estaba destinado a ser licántropo quien nacía con el amnios.
Una crónica contemporánea cuenta que un mago pidió a la madre del
príncipe Vseslav de Polock, muerto en 1101 tras haber sido por poco tiempo
rey de Kiev, que dejara puesta al niño la membrana que lo envolvía al nacer,
de modo que siempre la llevara puesta. Por esto, comenta el cronista, Vseslav
fue tan despiadadamente sanguinario. En el Cantar de la gesta de Igor es
representado como un verdadero licántropo. Características similares tiene
el protagonista de otra byüna (probablemente una de las más antiguas):
Volch Vseslav'evic, que tenía capacidad para transformarse no sólo en lobo,
sino también en halcón y en hormiga.9
También los benandanti de Friuii llevaban alrededor del cuello, por
voluntad de sus madres, el amnios o «camisa» con que habían nacido.50 Pero
en su futuro de campesinos no había gloriosas empresas principescas, sino
apenas el impulso oscuro, incoercible, de pelearse periódicamente «en
espíritu» por las cosechas, a lomos de animales o en forma de animales,
empuñando hatos de hinojos contra brujos y brujas. A batallas similares
afirmaba haber asistido, armado de un látigo de hierro y transformado en
lobo, el viejo Thiess. El no dijo, es cierto, haber combatido «en espíritu»;
nada dijo de éxtasis o catalepsia (ni siquiera sabemos si nació con la
«camisa»). Pero sus relatos se refieren ciertamente a una dimensión mítica,
no ritual; como las afirmaciones hechas por la beimndante María Panzona
de haber ido al paraíso y ai infierno en alm a y cuerpo, acompañada por
su tío en forma de mariposa.11 En ambos casos se advierte la tentativa de
expresar una experiencia extática percibida como absolutamente real.

4. Ei proceso contra Thiess es un documento extraordinario, pero no


único. Otros testimonios confirman en parte su contenido.
En un tratado aparecido en Heidelberg en 1585 bajo el título Cbmthch
Bedencken und Erinnerung von Zauberey («Consideración cristiana y me­
moria sobre la magia»), el autor, que ocultaba su verdadero nombre
—Hermann Witekind— bajo el seudónimo de Augustin Lercheímer, discute
en un capítulo a ello dedicado «si las brujas y los magos se transforman
en gatos, perros, lobos, asnos, etc.». La respuesta que daba él — que se trataba
de ilusiones diabólicas— no era entonces especialmente original, por más
que entre los doctos estaba difundida la tesis contraria, esto es, que las
transformaciones de brujas y licántropos en animales eran fenómenos físicos
indiscutibles. La singularidad del Christlich Bedencken está en otro aspecto.
Se basaba en parte en un coloquio que Witekind, natural de Livonia y
profesor en ia Universidad de Riga (y posteriormente en la de Heidelberg)
había tenido con un licántropo coterráneo suyo. (En Livonia, tierra de
licántropos, había nacido también, como se recordará, el viejo Thiess.) De
hecho, hacía algún tiempo, Witeking se había dirigido al gobernador de la
provincia, que le había preparado un encuentro con un licántropo encar­
celado. «El hombre —recordaba Witekind— se comportaba como un loco,
reía, saltaba, como si estuviera en un lugar placentero en vez de en una
cárcel.» La noche de Pascua (contó a su interlocutor estupefacto) se había
transformado en lobo: tras haberse liberado del cepo, había escapado por
la ventana, dirigiéndose hacia un río inmenso. Pero ¿por qué había vuelto
a la cárcel?, le habían preguntado. «Tenía que hacerlo, el maestro lo quiere.»
Hablaba de este maestro —anotó retrospectivamente Witekind— con gran
énfasis. «Un mal maestro», le habían objetado. «Si sabéis darme uno mejor,
lo seguiré», replicó. A los ojos del profesor Witekind, autor de libros de
historia y de astronomía, el innominado licántropo aparecía como un ser
incomprensible: «Sabía de Dios tanto como un lobo. Era penoso verlo y
escucharlo».12 Quizás el licántropo pensara que el otro sabía del misterioso
«maestro» tanto como un profesor. Ciertamente, la alegre insolencia del
prisionero recuerda la seguridad, mezclada con sarcasmo, con que en oca­
siones los benandanti plantaban cara a los inquisidores.13
Se rastrea un eco de esta conversación en una rápida cita de Caspar Peucer
del diálogo entre un homo sapiens (naturalmente, Witekind) y un licántropo,
doctamente definido como Lycaone rustico, nombre procedente del mítico
rey de Arcadia transformado por Zeus en lobo por su antropofagia.14 La
cita figura en la reedición ampliada del Commentarius de praecipuis gene-
ribus divinationum de Peucer, aparecida en 1560, esto es, veinticinco años
antes que el Chrisilich Bedencken. Esta aparente rareza cronológica se
explica con facilidad: hacia 1550 Witekind, entonces estudiante, había pasado
cierto tiempo en Wittenberg, donde evidentemente había contado a Peucer
su encuentro con el ignoto licántropo.15 El texro latino de Peucer está muy
alejado de la frescura casi etnográfica de la conversación contada, tantos años
después, por Witekind. La arrogancia de aquel licántropo campesino, docu­
mento precioso de una rareza no solamente psicológica sino también
cultural, en el Commentarius se ha volatilizado. Empero, a pesar de la alusión
pedante a Licaón, el tratado de Peucer transmite una serie de detalles (sólo
parcialmente recogidos en el texto de Witekind) que contradicen la imagen
corriente de los licántropos. Se jactan de mantener lejos a las brujas y de
combatirlas cuando se han transformado en mariposas; adoptan (o mejor,
creen adoptar) forma de lobo durante los doce días comprendidos entre
Navidad y Epifanía, inducidos a ello por las apariciones de un niño cojo;
son empujados a millares por un hombre alto, armado con un látigo de
hierro, hacia las riberas de un gran río, que pasan a pie enjuto porque el
hombre separa las aguas de un latigazo; atacan al ganado, pero no pueden
hacer ningún mal a los seres humanos.16 De estos temas trató en el aula
otro profesor de la Universidad de Wíttenberg: Felipe Melanchton (que era
suegro de Peucer). Por un oyente sabemos que citaba como fuente una carta
recibida de un tal «Hermannus Livonus», «hombre respetabilísimo» y
totalmente digno de fe.17 Al redactar su Commentarius Peucer verosímil­
mente tuvo ante los ojos también la carta escrita a Melanchton por el iivonio
Hermann Witekind.18 A través de este precioso informador, próximo por
nacimiento y lengua a las tradiciones populares bálticas, he aquí que nos
llega una noticia — la hostilidad de los licántropos para con las brujas—
que coincide en un punto sustancial con las confesiones de Thiess, atenuando
su anomalía. Se entrevé un fondo de creencias bastante lejano del estereotipo
negativo del licántropo.

5. Heródoto se hizo eco de una especie (que refirió sin prestarle fe),
según la cual entre los escitas y los griegos había una población que conocía
sólo indirectamente: los neuri. Cada año, durante algunos días, los neuri se
transformaban en lobos. Quiénes eran los neuri y dónde residían no lo
sabemos con certeza. En el siglo XVI se pensaba que habrían habitado una
región correspondiente a Livonia; actualmente algunos estudiosos la con­
sideran una población protobáltica.19 Pero esta supuesta continuidad étnica,
en modo alguno demostrada, no explica por qué creencias análogas sobre
los licántropos están presentes en áreas culturales heterogéneas -—medite­
rránea, celta, germana, eslava— y en un arco temporal amplísimo.
Podemos preguntarnos si se trata verdaderamente de creencias análogas.
En efecto, la capacidad de transformarse en lobo es atribuida aquí y allá
a grupos de consistencia muy distinta. A poblaciones enteras, como los neuri
según Heródoto; a los habitantes de una región, como Ossory en Irlanda,
según Giraldo Cambrense; a determinadas familias, como los Anthi de
Arcadia, según Plinio; a individuos predestinados a ello por las Parcas
(identificables con las Matres)™ como escribía Burcardo de Worms a
principios del siglo xi, condenando la creencia como supersticiosa. De todos
modos, esta variedad está acompañada por algunos elementos recurrentes.
En primer lugar, la transformación es siempre temporal, si bien de duración
variada: nueve años en Arcadia, según Pausanias y Plinio; siete años o un
período determinado cada siete años, en la Irlanda medieval; doce días en
los países germánicos y bálticos. En segundo lugar, viene precedida por
gestos de sugerencia ritual: el licántropo se desnuda y cuelga sus ropas de
las ramas de una encina (Plinio) o las pone en tierra orinando alrededor
(Petronio); después atraviesa una laguna (en Arcadia, según Plinio) o un
río (en Livonia, según Witekind).21
En esta travesía y en los gestos que la acompañan se ha visto un rito
de pasaje, y más exactamente una ceremonia iniciática, o un equivalente de
la travesía deí río infernal que separaba el mundo de los vivos del de los
muertos.22 Las dos interpretaciones no son contradictorias, si por una parte
se reconoce que la muerte es el pasaje por excelencia y por otra que todo
rito iníciático se basa en una muerte simbólica.23 Sabido es que en la
antigüedad el lobo estaba asociado al mundo de los muertos; en la tumba
etrusca de Orvieto, por ejemplo, Hades está representado con una cabeza
de lobo por sombrero.24 Diversos elementos inducen a extender esta co­
nexión también más allá de los confines espaciales, cronológicos y culturales
del mundo antiguo mediterráneo. El período preferido por los licántropos
para sus correrías en los países germánicos, bálticos y eslavos — las doce
noches entre Navidad y Epifanía— corresponde ai período en que las ánimas
de los muertos andan vagando.25 En el antiguo derecho germánico, los
proscritos, los expulsados de la comunidad y los considerados simbólicamente
muertos eran señalados con el término ivargr o wargm, es decir, «lobo».26
Una muerte simbólica —el éxtasis— se transparenta tras los relatos del
viejo licántropo Thiess, y otro tanto puede decirse de los benandanti de
Friuii. La transformación en animal o k cabalgata a lomos de animales
expresaba el alejamiento temporal del ánima respecto del cuerpo exá­
nime.27

6. En su Historia de gentibus septentrionalibus (1555), Olaf el Magno,


obispo de Upsala, tra haber descrito los ataques sangrientos contra hombres
y ganado perpetrados durante la noche de Navidad por los licántropos en
Prusia, Livonia y Lituania, añade: «Entran en los depósitos de cerveza, vacían
las botas de vino o de hidromiel y a continuación colocan en medio de la
bodega, uno encima del otro, los recipientes vacíos».28 Él veía en este
comportamiento un rasgo característico que distinguía de ios lobos puros
y verdaderos a los hombres transformados en lobos. En cuanto a la realidad
física de sus metamorfosis, no tenía la menor duda, y ía rechazaba enfren­
tándose a la autoridad de Plinio. Un siglo más tarde las disertaciones sobre
los licántropos discutidas en las universidades de Leipzig y de Wittenberg
sostenían, por el contrarío, también basándose en informaciones recogidas
en los países bálticos, tesis que concordaban más bien con ¡as de Witekind:
la metamorfosis era precedida por un sueño profundo o éxtasis, y por lo
tanto debía ser considerada siempre, o casi siempre, puramente imaginaria
(natural o diabólica, a gusto de los intérpretes).29 Algunos estudiosos
modernos han preferido seguir la opinión de Olaf el Magno y se han servido
de su relación para reforzar la interpretación ya recordada al hablar de los
relatos del viejo Thiess, esto es, que los presuntos licántropos serían en
realidad jóvenes adeptos de asociaciones sectarias, formadas por encanta­
dores o individuos enmascarados de lobo, que se identificaban en sus rituales
con el «ejército de los muertos».50 Esta última conexión es patente, pero
se entiende en sentido puramente simbólico. Las incursiones de los licán­
tropos bálticos en las bodegas deberían compararse a las efectuadas «en
espíritu» por los benandanti de Friuli, que «montando a caballo en una
barrica, bebían con un canuto» —vino, naturalmente, en vez de cerveza o
hidromiel como sus colegas del norte— . En ambos casos advertimos el eco
de un mito, el de la sed inextinguible de los muertos.?1

7. Habíamos partido de los brujos del Valais, de los benandanti de Friuii


y de los muertos de Ariége para reconstruir un estrato de creencias que
posteriormente confluían, de forma parcial y distorsionada, en el aquelarre.
Hemos vuelto al mismo punto, siguiendo un recorrido diferente. A través
de testimonios sobre las batallas nocturnas en que combatían licántropos
y benandanti contra brujas y brujos, empezamos a entrever una versión
simétrica, mayontariamente masculina, del culto extático mayoritariamente
femenino analizado hasta ahora.
En Friuli la diosa que conducía a la compañía de difuntos sólo aparece
en un testimonio,^2 pero ambas versiones estaban simultáneamente presen­
tes. La analogía subterránea que (as ligaba venía subrayada por la unicidad
del término — benandanti— con que se designaba a quienes lo practicaban
en éxtasis. Se trata de un caso casi único (solamente eí de los calusari
rumanos, como veremos, puede comparársele). Los testimonios sobre los
seguidores de la divinidad nocturna procedían de un ámbito céltico-
mediterráneo, que se hallaba inscrito en un marco enormemente más vasto
por el tema de la resurrección de los animales a partir de los huesos. Los
testimonios sobre las batallas nocturnas dibujan, como se verá, una geografía
distinta, más fragmentaria y, al menos a primera vista, incoherente. En
consecuencia Friuli será considerado como una especie de tierra fronteriza
en la que se superponen, fundiéndose, las dos versiones, generalmente
separadas, del culto extático (véase mapa 3).
Hasta ahora habían guiado nuestra indagación los inquisidores, los
predicadores, los obispos; las analogías que su mirada, generalmente infa­
lible, había descubierto siguiendo el hilo conductor de Diana, «diosa de los
paganos», habían sugerido una primera organización del material. Las
batallas extáticas, por el contrario, han dejado huellas muy débiles tanto en
la literatura canónica como en la demonológica.33 Los inquisidores, en la
única zona en que se hallaron frente a estas creencias — Friuli— , las
consideraron una incomprensible variante local del aquelarre. La imposi­
bilidad de recurrir a los esfuerzos comparativos de los perseguidores ha
obstaculizado no sólo la interpretación, sino la posibilidad de reconstruir la
serie documental. La estrategia morfológica, que hiciera vacilar la posibilidad
de un sustrato euroasiático tras el culto extático de la diosa nocturna, era
en este caso la única a la que se podía recurrir.
El reconocimiento de una semejanza formal no es nunca una operación
obvia. Las fechas en que Thiess y ios benandanti llevaban a cabo sus
combates extáticos eran distintas, tanto como las armas utilizadas por unos
y otros contra brujas y brujos. Pero tras esta divergencia superficial reco­
nocemos una analogía profunda, porque en ambos casos se habla de
a) batallas periódicas b) peleadas en éxtasis c) por la fertilidad d) contra
brujas y brujos. Los hatos de hinojos empuñados por los benandanti y los
látigos de hierro blandidos por los licántropos serán entendidos como
elementos no distintos, sino isomorfos. El nexo, documentado en el
ámbito del folklore eslavo, entre nacer con la «camisa» y volverse licán­
tropo, se configura entonces como un eslabón intermedio inesperado
de carácter formal.54 En este caso viene reforzado por un dato histó­
rico: la presencia de un componente eslavo en la etnia y en la cultura
friuliana.

8. En esta configuración se inscriben perfectamente una serie de creen­


cias rastreadas en Istria, Eslovenia, Croacia y a lo largo de la costa dáimata
hasta Montenegro y que son análogas a las de los benandanti protectores
de las cosechas.55 Incluso en el siglo xvií monseñor G. F. Tommasini
observaba, de modo algo confuso, que en Istria la gente cree «y no se Ies
puede quitar de la fantasía, que hay hombres, que han nacido bajo ciertas
constelaciones y especialmente los que nacieron cubiertos de cierta mem­
brana (a éstos llaman chresnichi, a aquéllos vucodlachi [es decir, vampiros],
que van de noche por las calles en espíritu y también por las casas para
dar miedo o hacer algún mal, y que suelen congregarse juntos en algún cruce
de caminos importante, especialmente en el tiempo de las cuatro témporas,
y allí combaten unos con otros por la abundancia o carestía de cada una
de las especies...»36. Aquí no se habla de mujeres. El kresnik (o krestnik)
en Istria y en Eslovenia, llamado en Croacia krsnik, corresponde en la Croacia
septentrional ai mogut, en la Dalmacia meridional al negromanat, y en
Bosnia, en Hercegovina y sobre todo en Montenegro, al zduhac, Casi siempre
se trata de un hombre.57 Generalmente está señalado por alguna particu­
laridad ligada al nacimiento. El kresnik y el zduhac nacen con la «camisa»
(el amnios); el negromanat tiene cola; el mogut es hijo de una mujer que
ha muerto en el parto o que lo ha perdido tras una gravidez más larga
de lo normal. Todos están destinados a combatir, a veces en períodos
preestablecidos como las témporas o la noche de Navidad, contra los brujos
y los vampiros para deshacer los maleficios o proteger las cosechas. Estos
combates son encuentros salvajes entre animales: cerdos, perros, bueyes,
caballos, a menudo de colores contrapuestos (negros los brujos, blancos o
manchados sus adversarios). Los animales son los espíritus de los conten­
dientes. A veces se trata de animales pequeños: se dice de los kresniki que,
mientras duermen, el espíritu se les sale por la boca en forma de mosca
negra.
También de los brujos (strigoi) se dice que nacen con la «camisa»; pero
aquello que los envuelve es negro o rojo, mientras que el de los kresniki
es blanco. En Istria las nodrizas se lo cosen al pequeño kresniki bajo la axila;
en la isla de Krk (Veglia) se seca y después se mezcla con la comida para
que el futuro kresnik se lo coma. Más tarde, a los siete años (más raramente
a los dieciocho o veintiuno) empiezan las batallas nocturnas. Pero en lo que
a ellas se refiere los kresniki (como los benandanti) deben mantener el se­
creto.
En Krk se dice que todo pueblo, toda estirpe, están protegidos por un
kresnik y asediados por un kudlak (vampiro). En otros lugares los brujos
enemigos son extranjeros: en la isla dálmata de Dugi Otok los italianos;
junto a Dubrovnik los venecianos; en Montenegro los turcos o los que
vengan de más allá del mar. En general se trata de todo cuanto nos resulta
más absolutamente hostil: el muerto descontento, celoso de los vivos, el
vampiro ( vukodlak ), que entre los eslavos occidentales confunde sus terro­
ríficos rasgos con los de la bruja.38 También en Friuii, por lo demás, brujas
y brujos, hombres y mujeres de carne y hueso eran oscuramente asimilados
a los malandanti, es decir, a las ánimas vagabundas de los muertos que no
tienen reposo.39

9. En el caso de los benandanti y de los kresniki convergen analogías


formales y conexiones históricas. Pero testimonios de origen diverso com­
plican el cuadro. De entre la multitud de bmjas y encantadores que pueblan
el folklore húngaro destacan por su singularidad algunas figuras que han
sido comparadas a tradiciones orientales verosímilmente antiquísimas. La
más importante es el táltos. Con este nombre, quizás de origen curco, se
designaba a hombres y mujeres procesados por brujería desde finales del
siglo xvi.40 Pero los táltos rechazaban decididamente las acusaciones que se
les hacían. Una mujer, András Bartha, procesada en Debrecen en 1725,
declaró haber sido designada jefe de los táltos por el propio Dios, porque
es él quien forma los táltos cuando están todavía en el vientre de su madre
y después los toma bajo sus propias alas y los hace volar por el cielo como
pájaros para combatir «por el dominio del cielo» contra bmjas y brujos.41
Gran cantidad de testimonios posteriores, recogidos casi hasta nuestros días,
confirman, enriqueciéndola, esta contraposición fundamental. Y también
modificándola: las mujeres táltos se van haciendo cada vez más escasas. Los
táltos son mayoritariamente hombres, caracterizados desde su nacimiento
por alguna particularidad física, como haber nacido con dientes, con seis
dedos en una mano o, más raramente, con la «camisa».42 De pequeños son
silenciosos, melancólicos, fortísimos, hambrientos de leche (después, de
mayores, de queso y huevos). A cierta edad (generalmente a los siete años,
a veces a los trece) tienen una aparición: un táltos más viejo, en forma
de animal (casi siempre un garañón o un toro). Se inicia una lucha entre
los dos; si el joven sucumbe, sigue siendo táltos sólo a medias; si vence,
se convierte en un táltos completo y verdadero. En algunas localidades se
dice que los táltos hombres inician a las muchachas (entiéndase vírgenes)
y viceversa. Generalmente la iniciación viene precedida por un «sueño» que
dura tres días; se dice que en este período el futuro táltos «se esconde».
A veces sueña que lo despedazan, o supera pruebas extraordinarias, como
subirse a un árbol altísimo. Los táltos combaten periódicamente (tres veces
al año, o una cada siete años, etc.) en forma de garañones, de toros o de
lenguas de fuego. Normalmente combaten entre sí; más raramente, con
brujas y brujos, a veces de origen extranjero, por ejemplo turcos o alemanes,
transformados éstos también en animales o en lenguas de fuego pero de
otro color. Antes de convertirse en animal el táltos es invadido por una
especie de calor y balbucea palabras inconexas, entrando en contacto con
el mundo de los espíritus. Frecuentemente la batalla tiene lugar entre las
nubes y es acompañada por tormentas; el que gana asegura a su propio
grupo cosechas abundantes para siete años, o para el año siguiente. Por eso,
cuando hay sequía, los campesinos llevan dinero y comida a los táltos para
que hagan llover. Por su parte/los táltos quitan a los campesinos leche y
queso, amenazándolos con desencadenar una tempestad o jactándose de sus
propias proezas: descubrir tesoros escondidos, curar a los que son objeto
de una maldición, identificar a las brujas presentes en el pueblo batiendo
un tambor (o, alternativamente, un cedazo). Pero ía suya es una profesión
que no han escogido: no pueden resistirse a la llamada. Después de algún
tiempo (a los quince años, según un testimonio, pero a menudo mucho más
tarde) abandonan sus actividades.
También de este cuadro esquemático emerge claramente la analogía entre
táltos y ben-andanti. En ambos casos encontramos la iniciación o llamada
a la actividad de un adepto más viejo, las transformaciones en animales,
la lucha por la fertilidad, la capacidad de descubrir a las brujas y de curar
a las víctimas de los maleficios, la conciencia de la ineluctabílidad de su
extraordinaria misión y su justificación en términos incluso religiosos.43 En
tanto que partícipes de esta analogía, los kresniki parecen configurarse
formalmente, además de geográficamente, como un término intermedio: por
ejemplo, nacen con la «camisa» como los benandanti, pero, al igual que los
táltos, luchan en forma de animales contra otros kresniki transformados a
su vez en animales.44 Pero esta innegable compatibilidad formal de la serie
contrasta con la heterogeneidad de los fenómenos en ella incluidos, de este
modo, los táltos húngaros nos llevan, sin duda, fuera del ámbito lingüístico,
indoeuropeo.

10. Ambito en el que, sin embargo, entran plenamente los osetas, com
reconoció a principios del siglo XIX, viajando por las montañas del Cáucaso
septentrional, el orientalista Julius Klaproth. De estos lejanísimos descen­
dientes de los escitas de la antigüedad, de los alanos y de los osolanos de
la Edad Media, Klaproth estudió sobre todo la lengua, identificando su
pertenencia al tronco iraní; pero también se interesó por su religión, a la
que calificó de «extraña mezcla de cristianismo y de antiguas supersticio­
nes».45 Describe su intensa devoción por el profeta Elias, a quien consideran
su máximo protector.46 Sacrifican cabras en las cuevas a él consagradas, y
se comen la carne, luego de lo cuai extienden la piel bajo un gran árbol
y la veneran, particularmente en el día festivo del profeta, a fin de que se
digne apartar el granizo y les otorgue abundantes cosechas. En estas cuevas
se reúnen con frecuencia ios osetas para embriagarse con eí humo del
rhododendron caucasicum, que los hace caer dormidos; los sueños que se
tienen en estas circunstancias son considerados presagios. No obstante,
tienen augures profesionales, quienes viven en las rocas sagradas y predicen
el futuro a cambio de dones. «Entre ellos -—observó Klaproth-— hay también
viejos y viejas que en la noche de san Silvestre caen en una especie de éxtasis,
quedándose en el suelo inmóviles, como si durmieran. Cuando se despiertan,
dicen que han visto las ánimas de los muertos, unas veces en un gran
pantano, otras cabalgando sobre cerdos, perros o machos cabríos. Si ven un
ánima que recoge el grano en el campo y lo lleva al pueblo, la consideran
auspicio de una cosecha abundante.»47
Las investigaciones llevadas a cabo a finales del siglo xix por los
folkloristas rusos han confirmado y enriquecido este testimonio. En el
período comprendido entre Navidad y fin de año, afirman los osetas, algunos
individuos, abandonando eí cuerpo inmerso en ef sueño, van en espíritu al
país de los muertos. Este es un gran prado, llamado burku en el dialecto
digor y kurys en el dialecto iron; los que tienen la capacidad de acudir allí
son llamados respectivamente burkudzáutá y kurysdzauta. Para llegar al
prado de los muertos se sirven de ias más extrañas cabalgaduras: paíomas,
caballos, moscas, perros, niños, hoces, escobas, bancos, morteros. Las ánimas
que han hecho el viaje muchas veces disponen ya del vehículo necesario;
las inexpertas se lo roban al vecino. Por eso, cuando llega la Navidad, ios
osetas hacen solemnes plegarias a Uazilla (es decir, Elias) para que proteja
a niños, caballos, perros y objetos domésticos de las incursiones y latrocinios
de «gente astuta e impura», contra la cual invocan la maldición del profeta.
Cuando llegan al gran prado, las ánimas inexpertas se dejan atraer por el
perfume de las flores y los frutos de que está lleno, de este modo, cogen
incautamente una rosa roja que produce tos, una rosa blanca que produce
resfriados, una gran manzana colorada que produce fiebre, y así sucesiva­
mente. Las ánimas más expertas, por el contrario, se hacen con las semillas
de cereal y de los árboles frutales que da la tierra, promesa de una rica
recolección. Mientras huyen con su botín, las ánimas son perseguidas por
los muertos, que intentan alcanzarlas a flechazos; la caza sólo acaba a la
entrada del pueblo. Las flechas no provocan heridas, pero son magia
negra imposible de curar; algunos de los burkudzauta llegan incólumes;
otros mueren tras largos sufrimientos. El que trae del mundo de los
muertos las semillas de los frutos de la tierra cuenta su gesta a sus pai­
sanos. quienes le expresan su agradecimiento. A las ánimas que han
traído la desgracia les caen las maldiciones de quienes sufren de fiebre o
de tos.48

11. Otras poblaciones vecinas de los osetas compartían, al parecer,


creencias análogas. En el año 1666, el día vigésimo del décimo mes (según
el calendario gregoriano, el 28 de abril) el geógrafo y viajero turco Evliyá
(^elebi se encontraba en un pueblo circasiano. Por los habitantes del lugar
supo que aquella noche era la de los Kara-Kondjolos (vampiros). Como
contó más tarde, había salido del campamento con otras ochenta personas.
De repente vio aparecer a los brujos de los abkhazi, ios cuales atravesaban
el cíelo volando a horcajadas de árboles arrancados, cacharros de barro,
ruedas de carro, palas de horno, etc. Por la parte opuesta repentinamente
levantaron el vuelo cientos de brujos (uyuz) circasianos, con el cabello en
desorden, rechinando los dientes, emitiendo rayos por ios ojos, por la nariz,
por las orejas, por la boca. Cabalgaban barcas de pesca, caballos muertos,
bueyes, camellos enormes; agitaban serpientes, dragones, cabezas de oso, de
caballo y de camello. La batalla duró seis horas. En un momento dado
empezaron a caer del cielo pedazos de cabalgaduras, espantando a los
caballos. Siete brujos circasianos y siete brujos abkhazi habían caído al suelo
luchando e intentando sorberse la sangre. Los habitantes del pueblo habían
acudido en ayuda de sus campeones, hostigando al enemigo. Al cantar el
gallo los contendientes se separaron, haciéndose invisibles. El terreno estaba
sembrado de cadáveres, de objetos, de animales muertos. Anteriormente
Evliyá no había prestado crédito a estas historias. Ahora tenía que creérselo:
la batalla había tenido lugar de verdad, como podían confirmarlo el millar
de soldados que asistieran a la escena. Los circasianos juraron que desde
hacía cuarenta o cincuenta años no habían visto nada parecido. Normal­
mente los combatientes eran cinco o diez, quienes, después de haberse
enfrentado en tierra, levantaban al vuelo.49
También los kresniki balcánicos y los licántropos de Livonia luchaban
periódicamente, como se recordará, contra brujos extranjeros. Y las cabal­
gaduras aéreas que Evliyá, en su enfático y estupefacto relato, atribuye a
los brujos abkhazi, son más o menos idénticas a las de los burk-udzáutá osetas
(y no a las de sus adversarios, como cabría esperar).50 Todavía no podemos
afirmar que para los circasianos lo que estaba en juego en la batalla entre
bmjos fuera la abundancia de la cosecha. Limitémonos, de momento, por
prudencia, a la documentación oseta; las semejanzas con los fenómenos que
estamos investigando saltan a los ojos. El éxtasis; el vuelo hacia el mundo
de los muertos a lomos de animales (a los que se añaden, aquí, niños y
utensilios domésticos); la lucha con los muertos (en otros sitios, identificados
con los brujos) para hacerse con las semillas de la fertilidad, todo asimila
claramente a los burkudz'duta osetas con los benandanti de Friuli, con los
licántropos bálticos como Thiess, con los kresniki balcánicos, con los taitas
húngaros. En un caso, por lo menos, esta analogía estructural llega a incluir
también coincidencias superficiales. Un joven boyero de Friuli, Menichino
da Latisana, procesado en 1591, contó que hacía algunos años, en una noche
de invierno durante las témporas, había soñado que salía con los benandanti
(un sueño destinado a repetirse desde entonces tres veces al año): «Y tenía
miedo, y me parecía andar por un prado ancho, largo y hermoso, y notaba
buenos olores, y me parecía que había muchísimas flores y rosas...». Allí,
en medio del perfume de las rosas —no llegaba a verlas, pues todo estaba
envuelto en humo— había combatido con las brujas, venciéndolas y logrando
una buena cosecha.
Este prado era el «prado de Josafat», dijo Menichino: el prado de los
muertos colmado de rosas, donde las ánimas de los burkudzduid caían en
éxtasis. También, según Menichino, sólo era posible llegar a él en un estado
de muerte temporal: «Si alguien hubiera dado la vuelta a nuestros cuerpos
mientras estábamos fuera... estaríamos muertos».51

12. Las experiencias extáticas de los burkudzáuta también figuran en


la epopeya oseta de los nard. Uno de los héroes de este ciclo legendario,
Soslan, va al país de los muertos. Es una llanura en que crecen todos los
cereales del mundo, cultivados o silvestres. A la ribera de un río hay
muchachas que bailan la danza de los narti. Ante él, mesas repleras de
alimentos exquisitos. Soslan consigue por poco escapar de este lugar de
delicias: los diablos (que aquí sustituyen a los muertos), instigados por su
antagonista, Syrdon, lo persiguen lanzándole flechas encendidas.52 Así pues,
también en el Cáucaso, como en Occidente, el tema del viaje al mundo de
los muertos alimentó al mismo tiempo los éxtasis de algunos individuos
predestinados y una serie de composiciones poéticas.53 Quizás no se trate
de una coincidencia. Se ha supuesto que los singulares paralelismos entre
la epopeya oseta y la epopeya celta (reelaborada en las obras literarias del
ciclo artúrico) presupondrían relaciones históricas precisas.54
Pero de todo esto trataremos más adelante. Primero es preciso examinar
más de cerca la serie que hemos construido.

13. El único elemento común a todos los componentes de la serie es


la capacidad de caer periódicamente en éxtasis. Incluso tras los relatos del
viejo Thiess parece razonable suponer una experiencia extática (si bien a
lo largo del siglo xvii es más frecuentemente atribuida a los licántropos).55
Durante el éxtasis, todos los personajes considerados combaten por la
fertilidad de los campos; sólo entre los táltos este tema es de menor
relevancia.56 Todos, a excepción de los burkudzauta, están predestinados al
éxtasis por alguna señal física (haber nacido con la «camisa», con dientes,
con seis dedos en una mano, con cola) o por alguna circunstancia ligada
a su nacimiento (la madre muere en el parto, una gravidez excepcionalmente
larga). Entre todos (y también aquí con excepción de los burkudzáuta)
parecen ser mayoría los hombres. En los casos de benandanti, kresniki y
táltos el inicio de la vocación llega a una edad variable, entre los siete y
ios veintiocho años. A los benandanti y a los táltos les anuncia la vocación
otro miembro de la secta, en forma, respectivamente, de espíritu y de animal.
El éxtasis va acompañado de la salida del alma en forma de animales
pequeños (ratones o moscas para benandanti y kresniki)-, o de la transfor­
mación en animales más grandes (cerdos, perros, bueyes y caballos para los
kresniki; pájaros, toros, garañones para los táltos\ lobos o, excepcionalmente,
perros, asnos, caballos para los licántropos) ;57 de un viaje a lomos de
animales (perros, liebres, cerdos, galios para los benandanti; perros, palomas,
caballos, moscas para los burkudzdutd)\ de un viaje a horcajadas de un niño
o de objetos varios (bancos, morteros, hoces para los burkudzauta); de una
transformación en lenguas de fuego {táltos) o en humo (benandanti). El
sueño extático coincide con una cadencia temporal, unas veces precisa, como
las cuatro témporas {benandanti, kresniki) o los doce días (licántropos,
burkudzauta), otras veces más genérica, como tres veces al año o una vez
cada siete años (táltos).58 Los enemigos de la fertilidad de los campos, contra
quienes se libra la batalla, son, para los kresniki y los táltos, los kresniki
y los táltos de otra comunidad o de otro pueblo; para los benandanti, los
kresniki y los licántropos (estos últimos precisan que sus adversarios sean
transformados en mariposas), las brujas y los brujos; para los burkudzáu-
t'á, los muertos.
Todas estas noticias provienen, de modo más o menos directo, de los
propios protagonistas de estos cultos extáticos: benandanti, kresniki, táltos,
burkudzauta. Hemos visto que se presentaban como figuras benéficas,
depositarías de un poder extraordinario. Pero a ojos de la comunidad
circunstante este poder era intrínsecamente ambiguo, dispuesto a transfor­
marse en su contrario. La creencia de que los burkudzauta, por descuido,
pudieran traer de sus viajes nocturnos, en vez de prosperidad, enfermedades,
saca a la luz una ambivalencia simbólica que probablemente caracterizaba
también el comportamiento diurno de estos personajes. Los benandanti
atraían ei resentimiento y la hostilidad cuando pretendían identificar a ias
brujas del vecindario; los táltos chantajeaban a los campesinos, amenazán­
doles con desencadenar tempestades.

14. La serie de que estamos hablando podría compararse a una con


densación de energía distribuida de manera desigual más que a un objeto
de contornos bien delimitados. Y sin embargo es cierto que cada compo­
nente de la serie está caracterizado por la presencia simultánea de algunos
elementos o rasgos distintivos: a) las batallas periódicas b) combatidas en
éxtasis c) por la fertilidad d) contra brujas y brujos (o sus contrafiguras,
los muertos).59 Alrededor de este sólido núcleo giran otros componentes,
cuya presencia es fluctuante, aleatoria: unas veces están ausentes, otras veces
están presentes de forma atenuada. Sus superposiciones y sus cruces dan
a las figuras que componen la serie {benandanti, táltos, etc.) un aire de
familia.60 De aquí procede la tentación casi irresistible de integrar por vía
analógica una documentación que en otros casos muestra lagunas. En
Rumania, por ejemplo, se dice que los strigoi (brujos) nacen con la «camisa»
(o, alternativamente, con cola); cuando se hacen adultos se la ponen encima
y se vuelven invisibles. Transformados en animales o montando un caballo,
una escoba o una barrica, van en espíritu hacia un prado en el fin del mundo
(«en el fin del mar», decía el viejo Thiess), donde no crece la hierba. Allí
recuperan su forma humana y combaten con bastones, hoces y hachas. Tras
haber luchado toda la noche, se reconcilian. A pesar de la ausencia de
referencias a la lucha por la fertilidad, la contigüidad con la serie de que
estamos hablando se muestra cercanísima.61
Una vez más entrevemos una relación de proximidad morfológica más
compleja. En diversas partes de Córcega (el Sartenais y los montes de
alrededor, el Niolo) se dice que determinadas personas a las que se llama
mazzeri, o lancen, culpatori, culpamorti, accaciatori o tumbatori, durante el
sueño suelen vagar en espíritu, a solas o en grupo, por el campo, y sobre
todo en las cercanías de cursos de agua, a la que, sin embargo, temen. Pueden
ser tanto hombres como mujeres; pero los hombres tienen un poder mayor.
Lanzados por una fuerza irresistible, atacan a los animales (jabalíes, cerdos,
pero también perros y demás) matándolos: los hombres a tiros, o a
bastonazos o cuchilladas; las mujeres despedazándolos con los dientes. En
el animal muerto los mazzeri reconocen por un momento, dándole vuelta
al hocico, un rostro humano: el rostro de un paisano, tal vez el de un familiar.
Éste está destinado a morir en breve plazo. Los mazzeri (por lo general
se trata de personas imperfectamente bautizadas) son mensajeros de muerte,
instrumentos inocentes del destino. Unos cumplen su función con alegría;
otros con resignación; y aun los hay que piden perdón a los curas por las
muertes perpetradas en sueños. Pero no se agota aquí la actividad onírica
de ios mazzeri. En cierta localidad se cree que una vez al año, generalmente
en la noche del 31 de julio al 1 de agosto, los mazzeri de los pueblos vecinos
combaten entre sí. Se trata de comunidades separadas por obstáculos
geográficos (una colina, por ejemplo) o por diferencias étnicas. En estas
batallas se utilizan armas normales; solamente en un sitio (Soccia) los
contendientes utilizan ramas de asfódelo, la planta que según los antiguos
crecía en los prados del más allá. La comunidad de que forman parte los
mazzeri vencidos tendrá, en el curso del año siguiente, un mayor número
de muertes.62
Quizás se pueda seguir la huella de este último motivo en un oscuro
pasaje de las confesiones de Florida Basili, una benandante interrogada en
1599 por el inquisidor de Aquileia y Concordia: «He fingido —dijo min­
tiendo— haber nacido vestida, y que me es forzado ir cada jueves por la
noche, y que se combate con los brujos sobre la placita de San Christofaro,
y que el que lleva el estandarte, allí donde pende el estandarte, muere uno».63
Es cierto que tanto los mazzeri, como los benandanti, salen por la noche
«en espíritu»; como ellos, al menos en un caso, blanden en sus combates
armas vegetales, tanto si se trata de ramas de asfódelo como de hatos de
hinojos. Sus adversarios, en vez de brujas y brujos, son (como en los casos
de ios kresniki y de los táltos) otros mazzeri. Pero en vez de ser cazados
por los muertos, como los burkudzauta, los mazzeri cazan a los que van
a morir.
Ante este bosquejo parcialmente contradictorio podría sentirse la ten­
tación de poner en duda la pertenencia de los mazzeñ a la serie que hemos
trazado. Y sin embargo no parece forzado asimilar los sueños recurrentes
de los mazzeri a deliquios extáticos, y considerar el objeto de su batalla onírica
— infligir a la comunidad adversaria el mayor número posible de muertes
en el año siguiente—- como una variante formal de la lucha por la fertilidad
de los campos. La presencia simultánea de los dos elementos que hemos
identificado como rasgos pertinentes de la serie consentiría entonces dirimir
en sentido positivo la duda dasificatoria que hemos formulado.

i 5. Llegados a este punto, se podría concluir que por lo menos los casos
en que falte cualquier referencia al éxtasis y a la lucha por la fertilidad deben
ser excluidos del análisis. Pero quizás, como ya sugería el relato dei viajero
turco Evliyá celebi, esta decisión no sea del todo pacífica.
En 1587 una comadrona de Monfalcone, Caterina Domenatta, «habiendo
parido una mujer un niño con los pies por delante... convenció a su madre
de que si no quería que el niño fuera benundante o brujo, que lo dejara
en un lugar cerca del fuego y que le diera no sé cuántas vueltas alrededor
del fuego». Por haber dado este consejo, aprendido de «comadres viejas»,
Caterina Domenatta fue denunciada al inquisidor de Aquileia y Concordia
por parte del párroco deí lugar, quien la acusó de ser una «mujer hechicera
culpable». Así pues, en aquella zona se creía que nacer con los pies por
delante era, como nacer con la «camisa», una particularidad que predestinaba
al recién nacido a salir de noche con brujas y brujos.64 ¿Para seguirlos o
para combatirlos? «Para que no vaya al strighezzo» (es dedr, al aquelarre),
dijo Domenatta, haciéndose eco de la ambigua formulación de la denuncia.
No está excluido que sus palabras constituyan un documento precoz de ía
asimilación forzada de los benandanti a los brujos, sus adversarios. Pero
algunas costumbres vivas hasta no hace mucho en Istria aluden también
a una vocación inicialmente indiferenciada de quien tiene la suerte de nacer
vestido: en Momiano, la comadrona se asoma a la ventana gritando: «¡Ha
nacido un kresnik , un kresnik , un kresniki», para evitar que el niño llegue
a ser un brujo (judlak).65
El ritual que consistía en arrimar al niño al fuego y darle vueltas («tres
veces», precisó Domenatta) si había nacido con los pies por delante, es al
parecer desconocido tanto en Istria como en Friuli.66 Ahora bien, se encuen­
tra testimoniado a mitad del siglo xvn en la isla de Quíos. Lo describe, con
palabras de áspera condena contra semejantes supersticiones, el célebre
erudito Leone Aiíacci, natural de Quíos, donde había pasado su infancia. Los
niños nacidos el día de Navidad (pero anteriormente Aílacci había hablado
del período comprendido entre la vigilia de Navidad y el último día del
año) están predestinados a convertirse en kallikantzaroi: seres casi besriales,
sometidos a furias periódicas coincidentes con la última semana de diciembre,
durante la cual corren desgreñados de un lado a otro sin hallar descanso.
Apenas ven a alguien le saltan encima, lo arañan con las uñas (que son
larguísimas, porque nunca se las cortan) el rostro y el pecho preguntando:
«¿Estopa o plomo?». Si la víctima responde «estopa», deja que se marche;
si responde «plomo», es maltratada y abandonada medio muerta en el suelo.
Para evitar que un niño se convierta en kallikantzaros, continúa Allacci, se
lo mete en el fuego agarrándolo por ios talones, de modo que se queme
la planta de los pies. El niño grita y llora por la quemadura (inmediatamente
después se le pone un poco de aceite), pero la gente cree que de este modo
se le acortan las uñas y así el futuro kallikantzaros se vuelve inofensivo.67
Esta conclusión, que no sabemos si era compartida por los habitantes
de Quíos o sugerida por Allacci, parece dictada por la voluntad de explicar
una costumbre ya entonces considerada incomprensible.68 Entretanto se han
perdido los rastros. Sin embargo, la figura del kallikantza.roi sigue vivísima
en el folklore del Peloponeso y de las islas griegas.® Los kallikantzaroi son
seres monstruosos, negros, peludos, gigantescos o diminutos, generalmente
con miembros en parte animalescos: orejas de asno, patas de cabra, cascos
equinos. Con frecuencia son ciegos o cojos; casi siempre son machos,
provistos de un enorme órgano sexual. Aparecen durante ias doce noches
entre Navidad y Epifanía, tras haber permanecido bajo tierra todo ei año,
dedicados a cortar el árbol en que se apoya el mundo; pero jamás lograrán
llevar a término su empresa. Vagan espantando a las personas; entran en
las casas a comer, y a veces orinan sobre los alimentos; vagan por los pueblos
guiados por un jefe cojo, el «gran kallikantzaroi», montados en gallos o
en potros. Es famosa su capacidad para transformarse en cualquier tipo de
animales. Son, en suma, seres sobrenaturales; pero también se dice (según
una tradición ya registrada, de forma levemente distinta, por Allacci) que
los niños nacidos entre Navidad y Epifanía se vuelven kallikantzaroi; y una
fama análoga rodeaba, o rodea, a los habitantes de la Eubea meridional.
Según una propuesta etimológica que ha despertado muchas objeciones,
el término kallikantzaros procedería de kalos-kentauros (literalmente «bello-
centauro»). Los centauros representados como medio hombres y medio
caballos eran de hecho, en la antigüedad, solamente una variante equina
— los hippokentauroi— de una vasta familia mitológica que comprendía
también centauros en forma de asno ( onokentauroi) y, con toda probabilidad,
centauros-en forma de lobo (lykokentauroi). Este último término no está
atestiguado; sí lo está, sin embargo (en Mesenia, en la Laconia meridional,
en Creta) el término lykokantzaroi, como sinónimo de kallikantzaroi. Estos
últimos serían, pues, como los centauros de que se derivan, figuras nacidas
de la creencia remota de que determinados individuos son capaces de
transformarse periódicamente en animales.70
A esta interpretación se han contrapuesto otras, a veces basadas en
propuestas etimológicas más o menos plausibles. Se ha sugerido, por
ejemplo, una derivación de kantharoi (escarabajo), o una identificación con
el ánima de los muertos, pues también a los kallikantzaroi se Ies ofrece
comida durante los doce días en que vagabundean.71 Este último elemento,
unido a la particularidad física ligada al nacimiento y a la capacidad de
transformarse en animales, parece sugerir una asimilación de los kallikant-
zaroi ■—seres humanos y míticos al mismo tiempo-— a 1a serie que hemos
construido. Tendremos entonces que revisar los criterios que habíamos fijado
(a posteriori) , dado que los kallikantzaroi no están asociados ni al éxtasis
ni a las batallas por la fertilidad

16. Los brujos circasianos, los singo i rumanos, los mazzeri corsos y,
sobre todo, los kallikantzaroi griegos nos ponen, pues, ante una alternativa.
Excluyéndolos del análisis, nos encontramos ante una serie definida por la
presencia de dos elementos: el éxtasis y las batallas por ía fertilidad.
Incluyéndolos, vemos perfilarse una serie caracterizada por la superposición
y el cruce de una red de semejanzas que tienen en común de vez en cuando
una parte de los fenómenos considerados (nunca todos). El primer tipo de
clasificación, llamado monotético, se mostrará más riguroso a quienes
prefieren (por razones incluso estéticas) una investigación sobre fenómenos
de contornos netos. El segundo, llamado politético, alarga la investigación
de modo quizás indefinido y en direcciones difícilmente previsibles.72
Éste es el criterio que hemos decidido seguir, por motivos que se harán
más claros en el curso de la investigación. Desde luego, cualquier clasificación
tiene un elemento de arbitrariedad, ya que ios criterios que la guían no son
datos. Pero no parece contradictorio que esta conciencia nominalista vaya
acompañada por la pretensión realista de sacar a la luz, por medio de
conexiones puramente formales, relaciones de hecho que han dejado escasas
o nulas trazas documentales.75

17. La presencia de los táltos (así como ía más discutible de los brujos
circasianos) muestra, como ya se ha dicho, que las batallas empeñadas
en éxtasis por la fertilidad no son un rasgo cultural limitado al ámbito lin­
güístico indoeuropeo. Si intentamos seguir este hilo morfológico, llegamos
una vez más a los chamanes. Por lo demás, a ellos han sido comparados
de vez en cuando, en ei pasado, los benandanti, los licántropos, los táltos
(y, a través de éstos, los kresniki), los burkudzdutd y los mazzeri, pero nunca
la serie entera aquí propuesta.74 Recuérdese que del análisis de las creencias
ligadas a la diosa nocturna emergía un fondo chamánico. Esta convergencia
confirma los estrechísimos lazos entre las dos versiones del culto extático
que estamos reconstruyendo.
El éxtasis ha sido identificado desde hace tiempo como rasgo caracte­
rístico de los chamanes euroasiáticos.75 A mitades del siglo XVI Peucer
describe la salida del estado de catalepsia de los «magos» Iapones con estas
palabras: «Transcurridas veinticuatro horas, al volver el espíritu, como si
estuviera sumido en un profundo sueño, el cuerpo exánime se despierta con
un gemido, como si fuera reclamado a la vida desde la muerte en que había
caído».76 Treinta años más tarde, el autor de un testimonio anónimo sobre
el benandante Toffolo di Buri, pastor en una zona cercana a Monfalcone,
adoptó términos completamente similares: «Cuando tiene que ir a combatir
le viene un sueño profundísimo, y durmiendo boca arriba se nota que le
sale el espíritu al exhalar tres gemidos, como suelen hacer los que mueren».77
Por una parte y por otra sueño, letargo, catalepsia, explícitamente compa­
rados a estados de muerte temporal, si bien destinados a convertirla en
definitiva en ei caso de que el espíritu tardase en volver al cuerpo.78
Sobre esta analogía se sitúan otras, cada vez más específicas. También
los éxtasis de los chamanes euroasiáticos (Iapones, samoyedos, tungusos)
están poblados de batallas. En estado cataléptico, los hombres luchan con
los hombres y las mujeres con las mujeres; sus ánimas se encuentran en
forma de animales (generalmente renos) hasta que una sucumbe, provo­
cando la enfermedad y la muerte del chamán perdedor.79 En la Historia
Norwegiae, escrita en el siglo xili, se cuenta cómo el espíritu (gandus,
literalmente «bastón»), transformado en ballena, de un chamán lapón caído
en éxtasis, es herido de muerte por el gandus de un chamán hostil, que
había adquirido la forma de varas aguzadas.80 Siguiendo en Laponia, algunas
sagas recogidas en la edad contemporánea describen a dos chamanes
(■no’aidi) que se baten en duelo tras haber caído en éxtasis, intentando atraer
hacia sí el mayor número posible de renos.85 ¿Cómo no pensar en las luchas
por la prosperidad de las cosechas celebradas en forma de animales por
kresniki y táltos, por el viejo licántropo Thiess; o, cabalgando animales, por
los benandanti y los burkudzáuta? Es inevitable concluir que un mismo
esquema mítico ha sido tomado y adaptado en sociedades muy distintas entre
sí desde ios puntos de vista ecológico, económico y social. En comunidades
de pastores nómadas los chamanes caen en éxtasis para obtener renos. Sus
colegas de las comunidades agrícolas hacen lo mismo para obtener — según
los climas y las latitudes— cebada, trigo o uvas.
Pero estas analogías resultan imperfectas en un punto crucial. La cata-
lepsia de los chamanes euroasiáticos es pública; la de los benandanti, táltos,
kresniki, burkudzáuta y mazzeri es siempre privada. En ocasiones los asisten
las mujeres; más raramente, los maridos; pero se trata de casos excepcio­
nales. Ninguno de estos personajes hace de su éxtasis el centro de una
ceremonia espectacular como la sesión chamánica.82 Casi por una especie
de compensación, los chamanes euroasiáticos, durante sus catalepsias pú­
blicas, combaten en duelos aislados; durante sus catalepsias privadas, sus
colegas europeos participan en verdaderas batallas.

18. Esta divergencia se sitúa con gran relevancia sobre un fondo


predominantemente homogéneo. Entre los chamanes encontramos, de he­
cho, gran parte de las características que hemos identificado en los prota­
gonistas de las batallas en éxtasis.83 En ocasiones la analogía se convierteen
verdadera identidad. En algunos sitios de Siberia se llega a ser chamán por
vía hereditaria; pero entre los yurak-samoyedos el futuro chamán es desig­
nado por una particularidad física: haber nacido con la «camisa», como un
benandanti o un licántropo eslavo.84 Más frecuentemente hallamos isomor-
fismo, o semejanzas de familia. También en el caso de los chamanes el inicio
de la vocación llega a una edad variable: generalmente coincide con la
madurez sexual, pero a veces es mucho más tardío.85 La forma en que se
manifiesta la vocación frecuentemente va acompañada de desórdenes psi­
cológicos, un fenómeno complejo, que en el pasado algunos observadores
europeos simplificaron en sentido patológico, hablando de «histeria ártica».86
En el ámbito europeo las reacciones individuales parecen más variadas, y
van desde la desesperación de ía ignota mujer de Friuli que se había dirigido
a una hechicera para liberarse de «ver a los muertos», hasta la fiereza que
manifestaba el benandante Gasparo, que manifestaba al inquisidor su odio
por los brujos, pasando por la alegría y los sentimientos de culpa expe­
rimentados, según los casos, por los mazzeri asesinos en sueños.87 En una
sociedad cristianizada la posición de estos individuos era inevitablemente
más difícil. Pero precisamente porque los contextos culturales son tan
profundamente distintos, las semejanzas entre el éxtasis de los chamanes
euroasiáticos y los de sus colegas europeos se muestran impresionantes. Ei
ánima de los chamanes, transformada en lobo, oso, reno, pez o incluso a
ia grupa de un animal (caballo o camello) que ea ei rito está simbolizado
por ei tambor, abandona el cuerpo exánime. Tras cierto tiempo, más o
menos largo, los chamanes salen de la catalepsia para contar a los espec­
tadores dei rito lo que han visto, lo que han aprendido, lo que han hecho
en el otro mundo; los «magos» Iapones, contó Olaf el Magno, llevaban un
aniiio o un cuchillo como prueba tangible dei viaje realizado (figura 12).88
En cuanto a ios tambores de los chamanes, en muchos casos se ha reconocido
en ellos una representación del mundo de los muertos.89 Pero también los
protagonistas del culto extático ampliamente documentado en el continente
europeo, se consideraban y eran considerados mediadores o mediadoras entre
los viejos y los muertos. En ambos casos las metamorfosis en animales y
las cabalgatas a la grupa de animales expresaban simbólicamente ei éxtasis:
la muerte temporal señalada por la saiida, en forma de animal, del ánima
del cuerpo.

19. Estos últimos elementos vuelven, aunque de forma distorsionada,


en los procesos celebrados en el Valais a principios del siglo xv, y pos­
teriormente en innumerables confesiones de brujas y brujos de un extremo
a otro de Europa. El tema de las batallas por la fertilidad, en cambio — aparte
de ias excepciones ya vistas— , desaparece, o casi. A veces advertimos un
eco distorsionado de dicho tema en detalles mínimos. En 1532 tres mujeres
—Agnes Calíate, Ita Lichtermutt y Dilge Glaserin— fueron procesadas por
brujería. Vivían en Pfeffingen, localidad entonces sujeta al obispado de
Basilea. Una tras otra, al parecer «sin sufrir presiones o tortura», contaron,
casi con ias mismas palabras, la siguiente historia. Una primavera, mientras
estaban sentadas juntó a otra mujer bajo un melocotonero, vieron unos
cuervos que les preguntaron qué querían comer. Cerezas, dijo una; pájaros,
dijo otra; vino, dijo la tercera. Por eso, explicaron en el curso del proceso,
aquel año tendrían muchas cerezas, muchos pájaros y mucho vino. Llegaron
tres diablos —sus amantes— trayendo alimentos y vino; todos juntos
disfrutaron de un banquete e hicieron el amor; después las mujeres se
volvieron a casa a pie. Las actas del proceso están reunidas en una ver­
sión evidentemente abreviada y empobrecida.90 Una vez más la conexión
incongruente entre la pregunta formulada por los cuervos y ia prosperidad
de las cosechas y de la caza parece reflejar temas antiguos, dependientes
de un esquema diabólico ya consolidado. Así, cuando llegamos a saber que
en otro tiempo y en otro lugar (en 1727, en Nosovski, cerca de Kiev) cierto
Semjon Kallenicenko confesó haber nacido vampiro; que sabía distinguir
cuáles mujeres eran brujas y cuáles no; que era inmune, en tanto que
vampiro, a los ataques de las brujas hasta la edad de catorce años; que había
ido al aquelarre, en que participaban las brujas organizadas militarmente;
en este vampiro ucraniano reconocemos a un pariente de los táltos húngaros,
de ios kresniki dálmatas y de los benandanti de Friuii.91 Testimonios
fragmentarios, lejanos en el tiempo y en el espacio, que testimonian una
vez más la profundidad del estrato cultural que hemos intentado sacar a
la luz.
Enmascararse de animales

1. Bajo la presión de obispos, predicadores e inquisidores, las creencias


sobre las bandas de los muertos, ya consideradas supersticiones más o menos
inocuas, fueron forzosamente asimiladas al estereotipo del aquelarre. El halo
diabólico que las circundaba empezó a desaparecer tras mediar el siglo xvii,
al atenuarse la persecución de la brujería. Sólo entonces empezaron a ser
consideradas aquellas creencias con desapego, desde un punto de vista
histórico, Al final de su disertación De exercitu furioso (1,688), el pastor
luterano P. C. Hilscher observó que los más antiguos testimonios sobre la
procesión de las ánimas se remontaban al período en que el cristianismo,
difundido ya por Turungia, Franconia y Suabia, había empezado a corrom­
perse por efecto de los errores introducidos por la Iglesia romana.’ La
superstición continuó a lo largo de todo el siglo xvi; según un informante
anónimo de Hilscher —probablemente el pastor de Erfurt— , desde hacía
algún tiempo las apariciones se habían ido haciendo mucho más raras. En
este punto Hilscher hace mención de una costumbre arraigada en Frankfurt,
no sabemos desde cuándo. Cada año se pagaba a algunos jóvenes para que
al atardecer llevaran de puerta en puerta un gran carro cubierto de ramaje
con acompañamiento de canciones y vaticinios, los cuales, para no cometer
errores, les habían sido enseñados por personas expertas. El vulgo, concluía
Hilscher, decía que de este modo se celebraba el recuerdo del ejército de
Eckhart.2

2. Así pues, en la ceremonia de Frankfurt los espectadores reconocían


una representación del «ejército furioso»: la compañía de los muertos, en
cuya guía se alternaban diversas figuras míticas, entre las que se contaba
también, como se recordará, el viejo Eckhart. Su reacción nos permite
reconocer un rito en la ceremonia misma. Ciertamente, los jóvenes que por
un pago representaban la procesión de los muertos sobre la base de
instrucciones ajenas hacen pensar en actores profesionales más que en
adeptos de asociaciones secretas juveniles presas de un furor diabólica1 Pero
lo que para algunos era casi un cañamazo sobre el cual tejer una especie
de representación teatral, para otros formaba parte de un núcleo de recuerdos
que podían ser reactivados y transmitidos.
Este ejemplo precoz de redescubrimiento o reinvención de una tradición
prueba una vez más que la cultura popular (y sobre todo la urbana) de la
Europa preindustrial, era cualquier cosa menos inmóvil.4 Pero esto sugiere
también una reflexión más general. Todo rito (incluidos los nacidos de una
ruptura revolucionaria) busca su legitimidad en un pasado real o imaginario.5
Puesto que la invención de un rito se presenta siempre como una reinven­
ción, la aparente artificialidad de la situación descrita por Hílscher nada tiene
de excepcional. La institución de un rito —un acontecimiento íntimamente
contradictorio, por cuanto el rito por definición se sustrae al flujo temporal—
presupone el contraste entre los que se refieren a una tradición, general­
mente presentada como inmemorial, y los que son ajenos a ella.
Hilscher no nos dice cuándo se había instituido la ceremonia de Frank-
furt, ni en qué período del año tiene lugar, ni quién imparre instrucciones
a los jóvenes que la celebran. ¿Se trataba quizás de viejos, que proponían,
remitiéndose a una lejana experiencia vivida, costumbres ya caídas en
desuso? ¿O, por el contrario, de eruditos que intentaban resucitar, basándose
en una competencia libresca, ritos antiguos, verdaderos o imaginarios?

3. Esta última hipótesis no puede ser descartada sin más. En aquel


período la relación entre costumbres natalicias o carnavalescas y festividades
griegas y romanas había despertado la curiosidad de los estudiosos de la
antigüedad alemanes. Casi a la vez que las Satumalia de Praetoríus había
aparecido en Leipzig en 1670 una docta obra de M. Lipen (Lípenius) titulada
Integra strenarum civilium historia. Entre los numerosísimos testimonios
en ella comentados había un sermón contra la fiesta de las calendas de enero,
pronunciado el día de Epifanía del año 400 por Asterio, obispo de Amasea,
en Capadocia. Además de la tradición, vigente también en Roma, de
intercambiarse regalos a principios de año, Asterio condenaba ásperamente
algunos ritos difundidos en su diócesis. Histriones, prestidigitadores y gente
del pueblo (demotai ) se dividían en grupos e iban de puerta en puerta; entre
gritos y aplausos auguraban prosperidad a los habitantes de esa casa y exigían
dinero; el asedio sólo se levantaba cuando, por agotamiento, los requeri­
mientos de los importunos eran satisfechos. La cuestación duraba hasta el
atardecer; en ella participaban también niños, que repartían miel al doble
de su precio. En la misma ocasión, sobre un carro similar a los que se ven
en el teatro, iba sentado, entre soldados disfrazados de mujer, un soberano
ficticio que era burlado y escarnecido.6 Que las tropas asentadas en la Mesia
inferior y en Capadocia tenían la costumbre de nombrar a un rey en el
período de las calendas de enero se deduce de las actas de la vida de san
Dasio, un soldado romano martirizado en el año 303 en Durostorum,
a orillas del mar Negro (hoy Silistria, en Bulgaria), por haberse negado a
representar ese papel.7
Grupos de jóvenes que una vez al año (no sabemos cuándo) iban de
puerta en puerta por la noche cantando canciones y vaticinios: los escarnios
detallados que nos han sido transmitidos por Hilscher permiten entrever
una posible semejanza con algunos de los ritos de Capadocia condenados
por Asterio. ¿No podría, el carro cubierto de ramaje, ser una alusión al que
transportaba al rey de las Saturnales, y la ceremonia de Frankfurt una
evocación docta, inspirada por algún estudioso de la antigüedad menos
inclinado que Lipenius a condenar moraímente las ceremonias paganas?8
Lo que induce a descartar esta hipótesis es la reacción de ios espectadores.
Si ei vulgo, como observaba Hilscher (Asterio había hablado de demotai),
era capaz de descifrar el significado sumario de la ceremonia, ésta no podía
estar basada en una serie de referencias eruditas. El carro que acompañaba
a la bandada de jóvenes era verosímilmente el de Holda, que aparece también
en una descripción del siglo XVI del carnaval de Nuremberg.9

4. También en este punto la vaga analogía con los ritos descritos por
Asterio puede parecer irrelevante. Pero la cuestión es más compleja de lo
que se ha dicho hasta el momento. A diferencia de las tradiciones ligadas
a la entronización temporal del rey de las Saturnales, las rondas de cuestación
continuaron hasta bien entrado el siglo V. Hasta no hace muchos decenios,
en un área vastísima que comprende parte de Europa, Asia Menor y Asia
central, turbas de niños y niñas, durante los doce días entre Navidad y
Epifanía (más raramente a mitad de la cuaresma), solían ir de casa en casa,
frecuentemente enmascarados de caballos u otros animales, cantando letanías
y mendigando dulces y pequeñas sumas de dinero. Los improperios y
maldiciones que acompañaban a una eventual negativa a la cuestación
conservaban la antigua connotación agresiva de la cuestación ya registrada
por Asterio. Pero, por regla general, se daba la limosna y los demandantes
la saludaban con cantos augurales para los habitantes de la casa. En cualquier
caso, la costumbre se ha mantenido hasta nuestros días.10
En ía turba de chicos y chicas enmascarados que corrían por el pueblo
se ha reconocido una representación de la compañía de los muertos, que
según la tradición se aparecían con especial frecuencia durante los doce
días.11 Las correrías de los niños de los países de lengua inglesa de este y
del otro lado del Atlántico durante la noche de Hallov/een (31 de octubre)
constituyen un ejemplo viviente de una costumbre análoga. El rito aparen­
temente jocoso de la cuestación induciría la aparición de sentimientos
ambivalentes — miedo, sensación de culpabilidad, deseo de obtener favores
por medio de la penitencia— ligados a la imagen ambivalente de los
muertos.12 Estas implicaciones psicológicas son conjeturales; pero la iden­
tificación de los cuestadores con los muertos parece innegable.13 Pero
queda aún en la sombra una pregunta decisiva: si el significado del rito
era siempre compartido explícitamente por sus actores y sus espectadores.
En el caso de Frankfurt la conciencia de estos últimos no ofrece lugar a
dudas: los jóvenes, no sabemos si cuestadores, que iban de casa en casa
cantando canciones augurales (non sine cantionibus et vaticinüs, escribía
Hilscher) eran explícitamente identificados por el vulgo como la compa­
ñía de los muertos.
5. La ceremonia se repetía cada año en Frankfurt; que tuviera lugar
en el período de los doce días no es más que una hipótesis. Pero los
testimonios, aunque sumarios, son preciosos. Las reacciones del vulgo nos
ofrecen un pretexto para reconstruir ios rituales correlativos de los mitos
explorados hasta el momento. Mitos y ritos siguen refiriéndose a niveles
de realidad distintos; su relación, al ser muy estrecha, nunca es especular.
Podemos considerarlos lenguajes heterogéneos que se traducen recíproca­
mente, sin superponerse del todo. Más que de coincidencias hablaremos de
isomorfismos más o menos parciales.
Desde los primeros siglos de ía era cristiana la fiesta de las calendas
de diciembre iba acompañada de ceremonias no atestiguadas anteriormente.
En Capadocia, como se colige dei sermón pronunciado por Asterio en el
año 400, los soldados solían enmascararse de mujer. A travestidos análogos
en las mismas circunstancias se .refirió, sí bien de forma general, Máximo
de Turín hacia el año 420; ío mismo hizo, de manera más específica
(nuevamente referida a soldados), Cesáreo de Aries un sígio más tarde. Pero
se trata de una convergencia aislada; en conjunto, los testimonios sobre los
ritos que eran practicados durante las calendas de enero, aun refiriéndose
todos a una genérica atmósfera de brujería festiva, presentan divergencias
sustanciales. En Occidente, y más exactamente en el ámbito céítico-
germánico, encontramos la costumbre de enmascararse de animales y de
dejar ofrendas nocturnas de comida destinadas a seres femeninos invisibles
en mesas bien provistas. En Oriente encontramos las rondas de cuestaciones
de niños y jóvenes y, entre los soldados, ía entronización (quizás de origen
sirio-fenicio) del efímero rey de las Saturnales.14
Esta recapitulación esquemática no arroja mucha luz sobre el significa­
do, o ios significados, de estos ritos. Pero intentemos examinarlos de
cerca. Según Cesáreo de Arles los campesinos, durante las noches de las
calendas, preparaban mesas llenas de comida para tener un año próspero.
Ciertamente, la costumbre duró mucho, ya que, quintentos años más tarde,
Burcardo de Worms sentía aún la necesidad de condenarla, precisando que
en la mesa había tres cuchillos destinados a las Parcas. Hemos visto que
estas últimas no eran sino las Matronas célticas, desde hacía mucho vene­
radas como «buenas señoras» ( bonnes dames, bonae dominae). Junto a la
diosa de ia prosperidad y de los muertos que las guiaba — Habonde, Satia,
Richella— , estas figuras, asociadas a los éxtasis nocturnos, recibían de sus
seguidores (o seguidoras) ofrendas de alimento y bebida.15 Entre los ritos
practicados durante las calendas de enero y los cultos extáticos que hemos
intentado reconstruir existe, pues, una ligazón, que parece lícito ampliar a
otra costumbre difundida en el mismo período. «Ninguna persona sensata
lo creería —dice Cesáreo de Arles— , pero hay individuos sanos de mente
que se enmascaran de ciervos (cerviilum fdetentes)-, otros se ponen pieles
de zorras o cabras, otras se camuflan con máscaras de animales (alii
vestiuntur pellibus pecudum, alii assumtint capita bestiarum ), entusiasma­
dos porque, al adquirir un aspecto bestial, ya no parecen hombres
{gaudentes et exultantes, si taliter se in ferinas species transformaverint,
ut homines non esse videantur).» Desde mitades del siglo iv encontramos
prohibiciones de este tipo, que en vez del ciervo mencionan habitualmente
la ternera (vetula) y, en un caso, quizás, la yegua (hinnicula).16 En estas
transformaciones zoomórficas proponíamos ver una correlación ritual de
las metamorfosis en animales vividas en éxtasis, o de las cabalgatas extá­
ticas sobre animales, que constituían una variante. Si se acepta esta hi­
pótesis, la mayor parte de los ritos practicados, tanto en Occidente
como en Oriente, durante las calendas de enero, se disponen en un cua­
dro coherente. Cuestaciones infantiles, mesas preparadas, divinidades
nocturnas y disfraces animalescos representaban diversos modos de
entrar en relación con los muertos, ambiguos dispensadores de pros­
peridad, en el período crucial en que el año viejo termina y se inicia el
nuevo.17

6. Hemos llegado a esta conclusión, todavía provisional, descifrando


textos precoces, llenos de lagunas o estereotipados (en cualquier caso,
enigmáticos), a través de testimonios mucho más tardíos. Descartar radi­
calmente esta vía significaría cerrarse de antemano a toda posibilidad de
ordenar documentos no sincrónicos en series homogéneas; y, por tanto,
cualquier posibilidad de interpretar el pasado.18 Se ha objetado, sin embar­
go, que ios animales evocados en las mascaradas -—el ciervo, la ternera,
quizás la yegua-— no son mencionados en los testimonios sobre los viajes
extáticos tras la divinidad nocturna. Pero esta discordancia es un dato
superficial: la variedad de las cabalgaduras asociadas al éxtasis (o, alterna­
tivamente, de los animales implicados en las metamorfosis) esconde mitos
sustancialmente homogéneos.19 Mayores dificultades despierta ia amplia­
ción del cuadro geográfico ante las cuestaciones infantiles de principios de
año, acompañadas de máscaras de animales. El testimonio más antiguo
procede de Capadocia; los más recientes cubren, como ya se ha dicho, un
área muy vasta y heterogénea, que va desde Francia hasta Asia central
pasando por las comunidades griegas, armenias y turcas de Asia Menor.
¿Cómo conciliar esta distribución con el ámbito rigurosamente celta o
cékico-germánico del cual surgen ios testimonios altomedievales sobre
ios disfraces animales? Parece posible descartar que se trate de conver­
gencias genéricas. Los disfraces con pieles de cabra, practicados en la
península balcánica (Albania, Tesalia, Macedonía, Bulgaria) con ocasión
de las pantomimas de fondo erótico y bufonesco celebradas a prin­
cipios de enero remiten a la costumbre, condenada por Cesáreo de
Arles, de llevar en el mismo período pieles de oveja o de cabra (alii
vestiuntur pellibus pecudum ),20 Las «obscenas deformidades» de los
enmascarados de animales —una probable alusión fálica— que Cesá­
reo añadía a la vergüenza y a la pena (in quibus quidem sunt qm e pri-
mum pudenda, aut potius dolenda sunt), quizás suponían ya el asomo
en Occidente, en el siglo rv, de las pantomimas rituales. Todo lo cual
invita a proseguir el análisis extendiendo la comparación a la Europa
central y oriental.
7. Desde la península balcánica hasta Ucrania las ceremonias que
acompañan al final o al inicio del año son celebradas por grupos juveniles
de tipo iniciático, compuestos casi siempre por enmascarados, designados
con nombres distintos según ia zona: ceata en los Cárpatos; es kan en la
Bulgaria macedonia; surovaskan en el este de Bulgaria; coledari (de calen­
das) en Servia y en ia Bulgaria occidental; regós en Hungría; koljadanti
en Ucrania y así sucesivamente.25 Los coledari, por ejemplo, son solteros
o recién casados; en ocasiones son aceptados en el grupo sólo hasta el
nacimiento del primer hijo. Se reúnen unas semanas antes de Navidad en
presencia de un jefe: en ia noche de ía vigilia dan vueltas de noche por
las calles del pueblo, enmascarados y cantando canciones adecuadas
{colinde). Auguran riqueza y prosperidad para el ganado; ante las casas
donde ha muerto alguien durante el año, entonan cantos fúnebres y dan
noticias dei difunto. Son compensados con comida y, a veces, con dinero.
Los koljadanti presentan su petición en tono amenazador; los eskari,
al parecer, imponen verdaderos tributos. A veces cometen pequeños
hurtos, sin que nadie Íes preste atención. Las dimensiones de este gru­
po son muy variadas: los surovaskan son cuarenta o cincuenta; los kolja-
danti no más de tres o cinco. Todos llevan máscaras; los surovaskan tie­
nen grandes alas y sombreros de dos metros de altura. En las proce­
siones casi siempre figura un animal (cabra o caballo), normalmente re­
presentado por varias personas que caminan en fila y cubiertas por una
tela.
En cualquier caso estos ritos invernales están relacionados con otros
primaverales. Se trata de una tradición que tiene sigios; un testimonio de
1230 informa de que en la Bulgaria macedonia, durante Pentecostés, gru­
pos de jóvenes corrían por los pueblos cantando, haciendo representacio­
nes obscenas y extorsionando a las mujeres.22 Entre Rumania y Macedo­
nia, ios calusari desarrollan su actividad entre el 1" de enero y la Epifanía;
en Rumania, con ocasión de Pentecostés {rusaliile). En esta oscilación se
entrevé una probable correspondencia entre dos calendarios distintos, el
lunar y ei solar.2* Correspondencia que es subrayada por las connotaciones
funerarias que la fiesta primaveral de las rosas en flor había adquirido
ya en tiempos paganos. Gimo los doce días, también Pentecostés -—reen­
carnación cristiana de la antigua Rosalía— es un período consagrado
a ios muertos.2"* Todas estas figuras pueden ser definidas como lo he­
mos hecho con los coledari: personificaciones de los muertos.25 A la
luz de la documentación de que hemos partido, habrá que precisar
personificaciones de los muertos y, al mismo tiempo, mediadores con
ei más allá. Como los benandanti, por ejemplo, los coledari o los
regó s dan noticias sobre ios difuntos. Todo esto refuerza la conclusión
ya formulada, provisionalmente, de que al menos una parte de las cos­
tumbres ligadas a las calendas de enero a Pentecostés expresaban en
el lenguaje del rito los mitos renovados por los hombres y las
mujeres que visitaban periódicamente, en éxtasis, el mundo de los
muertos.
8. Una serie de datos convergentes confirma este isomorfismo. En
Driskoli, Tesalia, las figuras enmascaradas que recitaban pantomimas entre
el l.ude enero y la Epifanía eran llamadas karkantzaroi — uno de los tantos
sinónimos con que se denominaba a los kallikantzaroi.26 En este caso ía
correspondencia entre vida cotidiana (niños nacidos durante los doce días),
mito (seres que vagan durante los doce días) y rito (jóvenes encargados de
personificar a los seres que vagabundean durante las doce noches) parece
perfecta, por más que esté distribuida por un arco de tres siglos (entre
principios del siglo x v ii y principios del XX y en un área bastante vasta
(la isla de Quios, el Peloponeso, Tesalia). Pero, como se recordará, la
pertenencia de los kallikantzaroi ai grupo de los mediadores con el más allá
no había sido demostrada a fondo. Es preciso buscar elementos más
probatorios. Y hay una serie de testimonios rumanos que nos los van a
proporcionar.
A mediados del siglo XVII el fraile Marco Bandini, arzobispo de Mar-
cianópolis (en la Mesia inferior), de Durostorum y de Tomis (a orillas del
mar Negro) describió de modo detallado las extraordinarias proezas de los
encantadores y encantadoras de Moldavia.27 A ellos se dirige la gente para
conocer el futuro, para curarse de las enfermedades que los afligen o para
encontrar objetos perdidos. Tras haber escogido un espacio apropiado,
empiezan a balbucear, a torcer la cabeza, a abrir desmesuradamente ojos
y boca, a gesticular, al tiempo que les tiembla todo el cuerpo. A continua-
ción caen ai suelo con manos y pies como descoyuntados y permanecen
inmóviles, como muertos, durante una hora (a veces durante tres o cuatro).
En el momento de volver en sí ofrecen a los espectadores un espectáculo
horrendo: primero sus miembros se retuercen como si estuvieran agitados
por las Furias infernales; a continuación, al despertar, refieren, como si
fueren oráculos, sus propios sueños. No sabemos si esta página está basada
en una observación directa; en cualquier caso, la referencia aislada a las Furias
clásicas no lo priva de valor etnográfico.28 Lo que se ha descrito es, sin duda
ninguna, un rito: una ceremonia pública que tenía lugar en un sitio específico
(certo... loci spatio) y quizás también en un tiempo específico, teniendo a
hombres y mujeres como actores. Testimonios rumanos mucho más pró­
ximos a nosotros indican, sin embargo, una propensión al éxtasis general­
mente femenina. En algunos pueblos había mujeres que caían de forma
habitual en éxtasis durante Pentecostés (rusaliile)\ al volver en sí decían
que habían hablado con Dios, con los santos, con los vivos y los muertos.
De una de ellas, que prescribía medicamentos sin cobrar, se decía que desde
niña se había vuelto -rusalie (o, alternativamente, bruja). Ahora bien, los
rusalii son los espíritus de los muertos (en el ámbito eslavo identificados
con divinidades acuáticas femeninas).29 Más allá de la divergencia del
calendario (en Friuli, por ejemplo, los éxtasis se verificaban durante las
témporas) encontramos fenómenos que ya nos resultan familiares. También
las colegas rumanas de las mujeres benandanti, tras haber alcanzado a través
del éxtasis un estado de muerte temporal, llevaban a sus clientes noticias
del más allá, ganándose, por la posesión de esta virtud, fama de brujas. Lo
mismo sucedía, hasta hace pocos decenios, en un pueblo de Macedonia,
Velvendos, donde un grupo de mujeres, que se autodesignaban angeloudia
o angeloudes (ángeles), daban informaciones sobre Jas muertes de la comu­
nidad afirmando haberlas sabido, durante un éxtasis, por los ángeles. En
este caso las reuniones tenian lugar en secreto y generalmente de noche.30
En Duboka, por el contrario, un pueblo de montaña del este de Servia, en
los confines con Rumania, los éxtasis eran (y quizás lo son todavía) públicos,
como el descrito por Bandini hace tres siglos. Durante Pentecostés mujeres
jóvenes y ancianas caen en estado cataléptico, rodeadas por un grupo de
hombres que bailan una danza frenética; su jefe, teniendo en la mano un
cuchillo adornado con ajos, manzanilla y otras plantas medicinales, arroja
a la cara de las mujeres exánimes, para despertarlas, agua de río mezclada
con jugo de hierbas trituradas.il El rito está estrechamente ligado a los
muertos; personas muertas hace poco tiempo son indirectamente evocadas,
mostrando regalos a ellas destinados y haciendo sonar su música fa­
vorita.32
En el rito de Duboka toman parte, junto a tres kraljevi, tres kralijce,
es decir, reinas’; es un grupo femenino que está presente en la Servia
oriental y en el Banato servio.53 Todo elío se alterna con un grupo masculino
análogo rumano: los cdlujari, cuyos ritos han sido comparados a los de
Duboka.54 La de los cdlusari es, de entre todas las asociaciones juveniles
balcánicas, la única que permite profundizar, no sólo por el camino de las
conjeturas, en las creencias de fondo de los ritos estacionales. La múltiple
actividad de los calusari —danzas, pantomimas, curaciones, desfiles con
espadas y banderas-— se desarrolla bajo la protección de una emperatriz
mítica, a la cual rinden homenaje. Se llama Irodeasa, o Arada, o Doamna
Zínelor, «la señora de las hadas (zíne)». Son los mismos nombres con que
los autores de los penitenciales altomedievales, seguidos por obispos e
inquisidores, habían designado a la divinidad nocturna que en Occidente
guiaba a la compaña de los difuntos: Herodíades y Diana.55 Que fórmulas
idénticas, elaboradas por la cultura de los clérigos, circulasen durante siglos
por gran parte de Europa es bastante obvio. Menos obvia es la profunda
unidad de los comportamientos y creencias que aquellas fórmulas se esfor­
zaban por interpretar. El escurridizo nexo entre los tumultuosos ritos
estacionales y los mitos vividos en la inmovilidad del éxtasis ha dejado un
rastro irrefutable en la documentación rumana.

9. El parentesco entre Irodeasa, Arada, Doamna Zinelor y las diosas


nocturnas rastreadas por la Europa céltica parece evidente. Tales términos
indican que la doble traducción, escritura! y pagana, sugerida por el clero,
acabó siendo introyectada por los laicos, hasta el punto de suprimir el
nombre, o los nombres, de la divinidad local. Ésta ha sido identificada
hipotéticamente con una divinidad autóctona daco-gética,36 pero los datos
recogidos hasta el momento hacen suponer una procedencia más remota.
En cualquier caso, la asimilación de un elemento léxico no debe llamar a
engaño, ya que la ofensiva de la Iglesia ortodoxa contra las supersticiones
fue más débil que la lanzada en Occidente por la Iglesia romana.57 Esto
explica, de modo verosímil, la prolongada vitalidad de ritos que en otros
lugares habían sido suprimidos o introyectados en la soledad de un éxtasis
privado.
De Moldavia, donde, como se recordará, Marco Bandini había registrado
a mediados del siglo xvii la presencia de encantadores y encantadoras
capaces de caer en éxtasis, proviene el primer, y casi contemporáneo,
testimonio sobre los calusari. AI describir ia región, el príncipe Cantemir
habló de lo que él denominaba caluczenii, de sus ritos, de las creencias que
los circundaban. Se reunían en grupos de siete, nueve u once; se disfrazaban
de mujer, fingiendo voz femenina; se tapaban el rostro con vendas blancas;
saltaban como si volasen, con las espadas desnudas; curaban a los enfermos;
si mataban a alguien no eran castigados.58 Una impunidad idéntica, circuas-
crita a los pequeños hurtos, se les garantiza incluso actualmente, como se
ha dicho, a los grupos de jóvenes en quienes hemos reconocido una
transposición ritual de los muertos que vagan: entidades hostiles y al mismo
tiempo benéficas, portadoras de prosperidad y de carestías. Se trata de una
analogía reveladora. Según Cantemir, los caluczenii debían desarrollar du­
rante nueve años las obligaciones rituales a ellos confiadas; si no lo hacían,
eran perseguidos por los espíritus (frumosi). La documentación posterior
habla, sin embargo, de míticos seres femeninos (rusalii) que vagan de noche
durante Pentecostés ( rusaliile); para defenderse de ellas los calman dan
vueltas durante el mismo período por el pueblo llevando consigo ajo y ajenjo.
Pero quien es golpeado por las rusalit empieza a saltar y a gritar como los
calusari. Contraposición e identificación se mezclan en una relación ambi­
gua.39 En el norte de Bulgaria, por lo demás, grupos análogos a los calusari
son llamados simplemente russalzi!t0 Ahora bien, las rusalit eran, como se
ha dicho, ánimas de los muertos; las frumosaele , versión femenina de los
frumost, han sido comparados a figuras mortuorias como las bonae res o
hadas celtas.41 La diosa que preside los ritos de los calusari — Irodeasa, Arada,
Doamna Zinelor—- era, como su contrafigura occidental, una diosa de los
muertos.

10. En los textos de procedencia celta sobre las mascaradas animales


de las calendas de enero no se habla nunca de mujeres, un silencio que en
este caso tiene valor probatorio, porque su participación habría subrayado,
a ojos de los clérigos, el carácter escandaloso de aquellas costumbres.
Ignoramos si en ellas participaban grupos organizados de jóvenes, seme­
jantes a los que aparecen en los ritos estacionales balcánicos y eslavos. Se
trata casi siempre de grupos de varones, todo lo más vestidos de mujeres,
como los caluczenii de Moldavia. Las hralijce servo-croatas, grupos de
mujeres siempre en número par, vestidas de hombres, armadas con espadas,
asociadas al Pentecostés (como ios calusari, cuyas características parecen
reproducir de forma simétrica e inversa) parecen, por el contrario, un caso
totalmente excepcional.42 Es imposible decir si esto nos devuelve a un estadio
más antiguo en que tanto hombres como mujeres participaban en ía esfera
pública del rito, negando cada uno simbólicamente la propia identidad
sexual.
En la experiencia privada del éxtasis hemos visto cómo se delineaba
una espedalización sexual tendencial: por un lado los cortejos, mayorita-
riamente femeninos, que van tras la divinidad nocturna; por el otro, las
escuadras, generalmente masculinas, empeñadas en la batalla por la ferti­
lidad. Este último elemento está presente entre ios calusari de manera a
fin de cuentas episódica; pero una comparación con los benandanti mas­
culinos hace surgir una serie de correspondencias parciales, aunque cla­
ras.45 Ambos se configuran como curanderos especializados en los malefi­
cios provocados, respectivamente, por las rusalii y por las brujas. Ambos
están obligados durante un número de años variable pero definido, que
generalmente coincide con la juventud, a participar (materialmente los
primeros, «en espíritu» los segundos) en ritos colectivos mantenidos en
secreto. Las sociedades (respectivamente ritual y mítica) de que entran a
formar parte son en ambos casos asociaciones de tipo iniciátíco, organiza*
das de forma militar y guiadas por un jefe, provistas de banderas, de
instrumentos musicales y de armas vegetales: ajo y ajenjo para unos,
hatos de hinojos para los otros. El disfraz animalesco de los calman puede
ser considerado una correspondencia real de las imaginarias metamorfosis
zoomórficas (o de las cabalgatas aéreas a lomos de animales) descritas por
los benandanti. Como su nombre indica, los calusari (es decir, «caballitos»)
llevan crines equinas o un bastón adornado con una cabeza de caballo;
antiguamente iban acompañados por un danzarín enmascarado de ciervo
o de lobo.'*4 Los altísimos saltos que daban en sus danzas imitaban tanto
el vuelo de las rusalii como los saltos de los caballos. De hecho, la
sociedad de los calusari está modelada sobre la sociedad mítica constituida
por los sdntoaderi, los caballeros provistos de cola y cascos de caballo que,
durante la semana de Carnaval, con ocasión de la fiesta de san Teodoro
(un santo asociado a los muertos), vagan amenazadores de noche por las
calles de la población, arrastrando cadenas y tocando el tambor.45 Una
homología subterránea une a rusalii y sdntoaderi'. se dice que durante otra
fiesta de san Teodoro, veinticuatro días después de la Pascua, sus bandas
se encuentran, juegan juntas y finalmente se intercambian un manojo de
melisa de los bosques (todoruse).46 Calusari y benandanti, para protegerse
los unos de rusalii y sdntoaderi y los otros de brujas y brujos, buscaban,
a través de las vías divergentes del rito y del mito (los disfraces anima-
lescos, las metamorfosis zoomórficas), identificarse con sus propios adver­
sarios transformándose en espíritus, pasando a ser, de modo temporal,
muertos. A la misma conclusión, como se recordará, habíamos llegado
cuando, analizando otros casos de grupos míticos sectarios licántrops,
táltos— basados en una transformación periódica en animales destinada a
repetirse un número definido, aunque variable, de años. En todos estos
casos lo que hace posible la identificación con los muertos es una inicia­
ción, real o simbólica; porque la iniciación es siempre, simbólicamente,
una muerte.
11. La presencia de una dimensión iniciática explica probablemente el
aura mortuoria que circunda, en sociedades dispares, los comportamientos
de grupos de jóvenes, unas veces asociados en forma de violencia ritual, otras
en organizaciones guerreras. Los testimonios más antiguos de un rito como
el charivari, dedicado a controlar las costumbres (sobre todo sexuales) del
pueblo, identificaban a la bandada tumultuosa de los jóvenes enmascarados
con la compañía de los muertos, guiada por seres míticos como Hennequin.47
A ojos de los actores y los espectadores, los excesos de la banda juvenil
deberían conservar largamente estas connotaciones simbólicas.48 Éstas ex­
plican, muy probablemente, el derecho al hurto tácitamente reconocido, en
el Loschentaí suizo, al grupo de ios Schurtendiebe (literalmente, «ladrones
con sayas cortas»), que durante el Carnaval salen del bosque hacia el pueblo
para saquear, con el rostro enmascarado, el cuerpo envuelto en pieles de
zorra y la cintura adornada con cencerros de vaca.49 Fenómenos similares
estaban presentes también en las sociedades antiguas: basta con pensar en
las pruebas (hurtos, homicidios de ilotas encontrados ai azar) que los
componentes de un grupo de carácter iniciático como la kryptui espartana
debían afrontar tras un período de aislamiento pasado en lugares silvestres
fuera de la ciudad.50 Los focenses (cuentan Heródoto y Pausanias) marchaban
de noche contra los tesalios, con el rostro y las armas cubiertas de yeso;
los arios, a quienes Tácito comparaba con un ejército de muertos (exercitus
feralis) porque entraban en combate con los escudos y los rostros tiznados
de negro para producir terror a sus enemigos, han sido comparados a grupos
iniciáticos.51 El estado de furor guerrero y las metamorfosis en animales
feroces descritos por las sagas islandesas, hacían de los berserkir (literal­
mente, «saya de oso») una encarnación viviente de la compañía de los
muertos guiada por su jefe, Odín.52 En todos estos casos se entrevé una
actitud agresiva asociada a una identificación con la compañía de los muertos.
Nos hallamos lejos, en apariencia, de ía violencia jocosa de las cuestaciones
infantiles, aunque la matriz mítica es la misma.

12. Hemos visto que en las ceremonias de los calusari faltan ecos
precisos de las dramáticas luchas en éxtasis de los benandanti. Ciertamente,
la atmósfera de violencia, no siempre (o no solamente) jocosa en que se
desarrollaban los ritos de estos grupos de jóvenes tenía aspectos vagamente
rituales. Los koledañ eslovenos y los eskari de la Bulgaria macedónica, sobre
todo, estaban animados por una fortísima hostilidad frente a sus colegas
procedentes de los pueblos vecinos. Cuando se encontraban dos grupos de
eskari, estallaban riñas sangrientas, en ocasiones mortales, pero si tenían
lugar el 1.° de enero, estaban rodeadas de una impunidad total, similar a
1a que circunda todavía hoy a las infracciones mínimas o menores, como
hurtos o chistes maliciosos, cometidos por el cortejo de los jóvenes cues­
tadores.55 Pero estas formas de hostilidad territorial, a diferencia de las
vividas en éxtasis o en sueños por los kresntki dálmatas, nunca resultan
asociadas simbólicamente al incremento del bienestar material de la comu­
nidad.
13. Este último constituía, sin embargo, el objetivo declarado de un rito
practicado a principios del siglo xvi, no sabemos desde cuándo, en algunos
valles alpinos. En una obrílla histórica y geográfica sobre los Grisones (Die
uralt warhafftig Alpisch Rhetia ), publicada en 1538 en Basilea, el erudito
suizo Gilg Tschudi incluyó la descripción de una ceremonia que se celebraba
cada año en localidades como Ilanz y Lugnitz: grupos de hombres enmas­
carados llamados Stopfer (literalmente, «punzadores»), armados de gruesos
bastones, rondaban de un pueblo a otro dando saltos altísimos y embistiendo
violentamente. El reformador Durich Chiampel, que había asistido a la
misma ceremonia en Surselva, unos años más tarde recogió la página de
Tschudi precisando que los punchiadurs (así eran designados en lengua
romanche) se reunían, en virtud de una costumbre «casi hereditaria», sobre
todo durante las fiestas religiosas (in bacchanalibw qm e vocantur sacris).
Los dos testimonios concordaban. en lo que se refiere al objetivo de la
ceremonia: procurarse una cosecha de trigo más abundante. Una supers­
tición, comentaba Tschudi; necedades paganas, se hacía eco Chiampel. Sus
testimonios acordes no dejan lugar a dudas: nos hallamos ante un rito de
fertilidad, indicado como tal de viva voz por los actores o ios espectadores
del mismo. La diferencia, perfectamente reconocible, entre su interpretación
y las de los observadores hostiles que la registraron, excluye la posibilidad
de deformaciones. Los seguidores del culto insolente de los punchiadurs,
observó Chiampel, decían con toda seriedad (omnino serio asserentes) que
al final de la ceremonia uno de los participantes siempre faltaba. Este
participante invisible era, para Chiampel, un demonio.5'*
Pastores protestantes y párrocos católicos intentaron erradicar estos ritos
de fertilidad campesinos. En el caso de los punchiadurs, la desaparición fue
total.55 Otros más o menos similares fueron transformados en festividades
inocuas. En todo el arco que describen los Alpes se han conservado hasta
nuestros días ceremonias estacionales celebradas por grupos de hombres
enmascarados. Los cencerros que, como refiere Chiampel, colgaban de la
espalda de los punchiadurs, adornan todavía los trajes de los enmascarados
suizos o tiroleses.56 Hasta el siglo pasado, grupos de Perchte «bellas» y «feas»
se enfrentaban en Carnaval, en algunas localidades de Austria y de Baviera;
posteriormente sólo se han conservado las «bellas». Su nombre conserva
las trazas de antiguos cultos: Perchta (a quienes canonistas e inquisidores
identificaban con Diana o Herodíades) era uno de los apelativos de la
divinidad nocturna, portadora de prosperidad, a quien las mujeres extáticas
rendían homenaje. En Tirol la creencia de que las correrías de Perchta
proporcionaban abundancia se ha mantenido durante largo tiempo.57 En
Rumania, como se ha visto, Irodeasa y Doamna Zinelor viven todavía en
las ceremonias de los calusari.
Es este fondo mítico lo que permite interpretar los escasos datos sobre
los punchiadurs. En muchas localidades del arco alpino, frecuentemente
ligadas a santuarios o a lugares de peregrinación, se ha conservado la
costumbre de celebrar determinadas festividades con encuentros jocosos
entre grupos de jóvenes, pero estas batallas rituales (porque indudablemente
de eso se trata) se verifican generalmente tras la cosecha, y no antes para
propiciar su éxito.58 Una analogía específica con los ritos de fertilidad
practicados por los punchiadurs la hallamos en otro sitio: en las batallas
por la fertilidad celebradas en éxtasis, en los mismos años, por los benandanti
de Friuli en 1a vertiente opuesta de los Alpes.59 Pero una comparación
limitada al arco alpino sería, desde luego insuficiente: los benandanti
arrastran tras de sí a los kresniki balcánicos, a los tallos húngaros, a los
licántropos bálticos y a los burkudzáuta del Cáucaso iraní.60

14. En las poblaciones del Cáucaso el isomorfismo entre las dos


versiones (agonista y no agonista) de los mitos y ritos analizados hasta aquí
emerge con particular claridad. En Georgia se verifican verdaderas luchas
entre grupos opuestos, en ocasiones correspondientes a dos partes de la
ciudad o del pueblo. En ocasiones que varían según la localidad — unas veces
durante el Carnaval, otras en primavera, a veces a principios de eneró­
los contendientes se dirigen a un campo, cubiertos de pieles de animales,
con el rostro tiznado de hollín, haciendo pantomimas eróticas. Siguen luchas
y pugilatos (en un pueblo cercano a Tiflis las armas de metal están
explícitamente prohibidas), a menudo precedidas de danzas y procesiones
enmascaradas. La gente cree que los vencedores tendrán una buena cosecha.61
Entre los osetas, como se recordará, los burkudzáuta dicen que pelean en
ios prados del más allá para quitar a los muertos las semillas de trigo. Pero
en Georgia encontramos además a los mesultane (de suli, animal’) : mujeres,
o niños de más de nueve años, que tienen la facultad de trasladarse en
espíritu al más allá. Tras haber caído en un letargo roto por gemidos y
murmullos, se despiertan describiendo el viaje realizado y comunicando las
demandas de los muertos a las personas en concreto o a la comunidad; por
ello reciben honores y prestigio.62 Paralelamente (e inversamente), entre
los osetas, los pschiavos y los chevsuri, grupos de cuestadores, en cualquier
caso con las caras cubiertas por máscaras de tela, rondan por las casas a
principios de enero amenazando con hundir la puerta del que no dé los
dones exigidos; por la noche se cuelan a escondidas, beben un poco de licor
y pican unos trocitos de carne. Roban poco: tomar de más sería una
vergüenza. Algunas veces los patrones se despiertan solos, otras son des­
pertados. Los ladrones reciben comida y bebida; cuando llega el día son
pellizcados en broma por los habitantes del pueblo.63

15. En estos ladrones nocturnos simbólicos se habrá reconocido la


contrafigura ritual de los muertos de Ariége, de los benandanti de Friuli,
de los brujos del Valais. Su secta, sus incursiones «en espíritu» en las bodegas,
nos habían guiado por el doble laberinto de los mitos sobre las compañías
de ánimas y sobre las batallas por la fertilidad. En torno a ellos hemos
intentado construir una serie documental morfológicamente compacta, sin
preocuparnos por justificarla en términos históricos. La contraposición,
totalmente provisional, entre morfología e historia, tenía el objetivo pura­
mente heurístico de delimitar, por medio de una sonda, los contornos de
un objeto huidizo. Un detalle extravagante, una convergencia aparentemente
despreciable, han hecho aflorar poco a poco una miríada de fenómenos
dispares, que se extienden en el tiempo y en el espacio. Las ofrendas de
alimento y bebida a las Matronae, la presencia de Irodeasa al frente de los
calusari, las batallas alpinas y caucásicas por ía fertilidad, han proporcionado
las pruebas de un isomorfismo entre mitos revividos en el éxtasis y ritos
relacionados habitual mente con el ciclo de los doce días o de Pentecostés.
Tras relatos, cuestaciones, riñas, disfraces, hemos descifrado un contenido
común: la identificación simbólica, en la inmovilidad del éxtasis o en el
frenesí del rito, con los muertos.

16. En el caso de los benandanti, táltos y demás, la confrontación con


los chamanes euroasiátícos, sugerida por la presencia de una serie de
analogías específicas, hace que nos encontremos con ía ausencia de éxtasis
públicos de carácter ritual. No obstante, hemos visto que tales éxtasis eran
practicados, a mediados del siglo xvu, por los encantadores y encantadoras
de Moldavia descritos por Marco Bandini, que intentaban hablar con los
muertos o recuperar objetos perdidos; exactamente igual que los chamanes
lapones o siberianos. Se ha supuesto que Bandini aludía a prácticas difundidas
entre una población no rumana, sino más bien magiar, étnica y culturalmente
ligada a las estepas de Asia: los tchangó de los Cárpatos moldavos.64 Pero
la hipótesis no está en modo alguno descartada. Como hemos dicho, hace
todavía pocos decenios, en el pueblo servio de Duboka, grupos de mujeres
caían públicamente en éxtasis durante Pentecostés. Aunque raros, fenóme­
nos como éstos parecen revelar el persistente trazo dejado por rituales
propiamente chamánicos en el ámbito europeo.65
Sin embargo, parece difícil extender esta conclusión a ceremonias como
las de los calusari66 En general, la propuesta de ver en ias danzas y
ceremonias estacionales una derivación de los ritos chamánicos, basándose
en elementos como el uso del bastón con cabeza de caballo (hobby-horse),
parece insuficientemente fundamentada.67 Aquí no nos encontramos con
hombres o mujeres señalados por una precisa vocación extática, anunciada
desde el nacimiento por particularidades físicas o de otro tipo, sino más
bien con grupos mayoritariamente masculinos, compuestos por niños o
jóvenes (los testimonios más antiguos hablan de turba heterogénea, de la
que, sin embargo, parecen excluidas las mujeres).68 En el primer caso,
la relación simbólica con el mundo de los muertos estaba delegada a
especialistas; en el segundo, a los componentes de una clase de edad.

17. Sin embargo, las dos alternativas no eran incompatibles, como


resulta, por ejemplo, de las descripciones de la gran fiesta china del Ta No,
un rito estacional que se celebraba en enero, entre finales del año viejo y
el decimoquinto día del nuevo, en un período consagrado a los espíritus
de los muertos. Un personaje vestido de rojo y negro, envuelto en una piel
de oso con cuatro ojos de metal amarillo, guiaba a ciento veinte niños de
entre diez y doce años, con un gorrito rojo en ia cabeza y una túnica mitad
roja y mitad negra. Lanzaban flecha de espino albar con arcos de madera
de melocotonero a fin de expulsar del recinto dei palacio imperial las
pestilencias del año viejo. Las pestilencias estaban representadas por doce
máscaras animales correspondientes a los doce meses del año; otras máscaras
animales (entre ellas el tigre) figuraban en las filas adversarias. En la
ceremonia participaban también brujas y brujos, provistos de escobas de
juncos. La fisonomía chamánica del personaje disfrazado de oso, que en­
cabezaba la banda de niños, ha sido subrayada varias veces, así como la
afinidad entre exorcistas y exorcizados.69 Se ha intentado comparar esta
ceremonia china a los ritos, extáticos o no, en que —desde FriuÜ hasta eí
Cáucaso— comparecen bandas contrapuestas, pero íntimamente similares,
en lucha por la fertilidad: benandanii contra brujos, kresniki contra kresniki,
Perchtas «bellas» contra Perchtas «feas», burkudzaula contra muertos y así
sucesivamente.

18. Hemos mentado cautamente la posibilidad de que la presencia de


formas míticas análogas en contextos culturales heterogéneos fuera el
resultado de relaciones históricas semiborradas. En particular, hemos supues­
to que el éxtasis de que habíamos partido fuera un fenómeno específicamente
(aunque quizás no exclusivamente) euroasiático. Esta hipótesis parece ahora
confirmada por la identificación de algunos rituales presumiblemente equi­
valentes; pero al mismo tiempo se incluye en un campo de investigación
mucho más amplio. Las procesiones enmascaradas que simbolizan las ánimas
de los muertos, las batallas rituales y la expulsión de los demonios se han
comparado a otros comportamientos (iniciaciones, orgías sexuales) que en
los sociedades tradicionales acompañaban al inicio del año, solar o lunar.
Desde el Cercano Oriente hasta el Japón, estos ritos, modelados sobre
arquetipos metahistóricos, simbolizarían, con el trastorno del orden tradi­
cional, la irrupción periódica de un caos primordial, seguida por una
regeneración temporal o refundación cósmica.70 La dispersión espacial de
los testimonios ha hecho suponer que esta anulación ritual recurrente de la
historia proceda de un período extremadamente arcaico, prehistórico; su
fisonomía cultural, por el contrario, ha hecho suponer que se trata de un
fenómeno mucho más reciente, nacido en el ámbito de las sociedades
agrícolas.71 Pero ambas hipótesis corren el riesgo de disolver el enlace de
mitos y ritos de que habíamos partido. No es fácil, por ejemplo, aislar en
la masa de documentación las batallas rituales dedicadas a procurar la
fertilidad, distinguiéndolas tanto de los ritos genéricos para la fertilidad como
de las batallas genéricas rituales. La ceremonia anual en que, según dos
inscripciones hititas procedentes aproximadamente del año 1200 a. de C,
se enfrentan una banda con armas de bronce contra otra dotada de armas
de caña, conmemoraba, cierto es, un acontecimiento histórico, la victoria de
los hatti sobre los masa; probablemente era también un rito religioso, ya
que, al parecer, concluía con un sacrificio humano; pero que se trate, como
se ha supuesto, de un rito ligado a la vegetación no es nada seguro, por
más que una de las inscripciones afirme que tenía lugar en primavera.72
Sobre bases como éstas, o todavía más tenues, ios rastros esparcidos de
batallas rituales en el mundo antiguo han sido con frecuencia comparadas,
en el pasado, a ceremonias estacionales del folklore moderno, como la caza
invernal o la quema de ia vieja. Todavía no sabemos por qué en específicas
— pero desconocidas para nosotros— ocasiones del calendario grupos de
personas pertenecientes a la misma ciudad, o incluso a. la misma familia
(hermanos, padres, hijos), combaten ferozmente a pedradas durante dias
enteros, buscando, como cuenta san Agustín, matarse unos a otros.75 Desde
luego, se trataba de un combate ritual ( j oüemniter dimicabant), como aquel
en que se enfrentaban en Roma, mediado octubre, en el intento de hacerse
con la cabeza de un caballo sacrificial, las bandas ( catervae) pertenecientes
a la Vía Sacra y a la Suburra. Probablemente en este caso la ceremonia no
se proponía asegurar la abundancia de las cosechas.74 La fertilidad era, sin
embargo, el objetivo declarado de otra festividad romana, las Lupercalia, que
se celebraba cada ano el 15 de febrero. Dos bandas de jóvenes, denominados
lupercos (Quinctiales y Fahiani), corrían a porfía alrededor del Palatino,
golpeando a las matronas, para hacerlas fecundas, con correas de piel de
cabra. Aunque muchos detalles son indescifrables para nosotros, parece
significativo que la ceremonia tuviera lugar durante los nueve días (del 13
al 21 de febrero) en que, según el calendario romano, los muertos vaga­
bundeaban, comiéndose los alimentos que los vivos habían preparado para
ellos.75 ¿La afinidad entre las dos bandas de lupercos no puede compararse
a la de los licántropos bálticos (o los benandanti, o los burkudzauta) y los
muertos-brujos, sus adversarios?

19- Nuestro itinerario morfológico nos ha llevado a sociedades, tiempos


y espacios cada vez más lejanos del ámbito en que había cristalizado el
aquelarre. Quizás era de prever. Sin embargo, es imprevisto el contraste
entre la heterogeneidad de los contextos y la homogeneidad morfológica
de los datos. Y esto plantea preguntas a las que no cabe sustraerse.76 Pero
para buscar una respuesta será preciso probar una posibilidad todavía no
examinada: que estas convergencias formales sean debidas a conexiones de
carácter histórico.
Tercera parte
Tejo hallado en Roussas, en el Delfinado, de fines del siglo iv o inicios del
v d. de C. Una figura que vuela, toscamente inscrita, sobre un anim al (¿un ciervo?,
¿un pavo real?; más probablem ente un animal imaginario). Las palabras que
compañan a la figura desvelan su identidad: Hera, «la cruel Hera>~>. E l culto de
esta divinidad funeraria se mantuvo en algunas partes de Europa durante más
de un milenio (De F. Fenoít, L’héroisation équestre, Gap, 1954, fig. i, 2.)
Epona, la diosa celta. aquí representada a caballo. París, Louvre. (De K. H. Un-
duff, «Epona. a Celt among the Romans», en Lato mus, 38, 1979-)

Bajorrelieve que representa a las Marres o Matronae, divinidad venerada en gran


parte de la Europa celta. A menudo, como aquí, son representadas en grupos
de tres; más raramente, a solas. La cofia que adorna la cabeza de las figuras laterales
responde tal vez a alguna característica local. Bonn, Rbeinisches Landesmuxeum.
(Foto del Museo.)
m w z

M \ I R ; 0 N IS
A V l: / \ N I A I W S
. a v i: t i i v s •s i: v r. uvs
. UVA I: S I O If -C C-A A
i v o t v m - s o l v í O i■ (-ivis
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K ^ - ' í ;.M A V U .iJ '.' ( > • T í ■ f !

•í; 0 ‘
;ÁA^'íA-?\-A-, • v" ^ v''Au':v v\A'P v •^'35:
■;~-:^V **1-1^1^
Detalle del mosaico pavimental de la catedral de Otranto, hecho en 1163-1165
p o r orden del clérigo Pantaleone. El personaje representado es, com o indica la
inscripción, el mítico rey Arturo, que según algunas creencias populares guiaba
a la compañía de las animas errantes. (Foto Archivio Scala, Florencia.)
*5 G R A T Í A P R O P O S T A D A L **
R E V E R E N D O P A D R E I N Q V I 5 I T O R E Di
F E R R A R A M O DO N'A R E G G I O , & c.

Aigttí li fidtli Chrillianí cadduri inHerclia, che fono (oteo fuaGmnfiiuione.

FfateCimilloCampeggioImpiíkorc c Com¡iíir¡o,

CkO.Biíf.Pigtu.
Síam fatA in F irr.iraj^ r Fr.tntffíO M t V .tlfn^ t. i f£>4 •

Proclama d el inquisidor fray Camilla


Campeggi, que data del 2 de enero de
1564. Archivio di Stato di Modena, S. Uf-
fizio, b. 1. (Foto Archivio di Stato,
Modena.)

Detalle de la ilustración anterior. La mujer


que va en carro es la misteriosa diosa que
presencia las reuniones nocturnas; la vieja
que está fren te a ella es una bruja. La
inicial procede casi seguro d e un Piacevole
dialogo (boy inencontrable) del filósofo de
Brescia Vincenzo Maggi, p rofesor del Es­
tudio de Ferrara, en que la diosa nocturna
era llamada «Fantasima». (Foto Archivio
di Stato, Modena.)
Bajorrelieve hallado en Camaro (Me una). Se ha supuesto que las tres figuras
representan a las diosas Madres: cerca de la ciudad, de Engyon existía un santuario
dedicado a ellas. (Foto Soprintendenza ai Bení Culturali e Ambientali, Siracusa. )

Grupo votivo en bronce que representa a la diosa Artio, siglos ///// d. de C.


Una reciente restauración ha mostrado que la figura fem enina constituye un
añadido tardío. Berna, Historisches Museum. (Foto del Museo. )
Busto fem enino —aquí visto de
perfil— hallado a finales del si­
glo xix en Elche, la antigua Ilid,
localidad española situada en la cos­
ta, frente a ¡biza. Es conocida como
la Dama de Elche. Probablemente
corresponde al siglo v-¡v a. de C.
(según otros, al siglo u-i a. de C.).
Quizás se trate de un fragmento de
una figura de cuerpo entero. Ma­
drid, Museo Arqueológico.

La Dama de Elche vista de frente.


Escultura de madera procedente de Ch’angsha (China), siglo JV-m a. de C.
Londres, British Museum. (De A , Salmony, Cor na e lingua, Milán 1968.)
f * - ^ ■ , ;>
3>c magicis inftrumentís B
.C -v

C A P . X V I í. . ' y

jW pE it tíoihhlcoí hofflinM&gíinÉ/l^í^jífíiftijRpíric/
Mags feptíftio,
ítóñtüf ¡ma1cñc¡;¿^f¡mág%i t o ^ ^ á ^ o p r ! b tólfói c¡«í
nake. ;
mpw>ÍüJMñía<*wí«di^á»dAratfrjácaiiáfu^^trítra«tiruos,#Jit/
■inüTcjr Vultiii vari}* rergiri in^l^ibüí.ajíumjrmc calléSatit*
Iftlbrtfcüi^fo^iíSSw.obí&titéifcohfpcditií i ;; Ncc fo/ Púgiles»
jiiim puj^ilti, vtríim ctiani flíttnet® vítginwpio
F eetm tt{>
jv-oífci ^aijVgíHiüido.r^iííí^ieiíyibílííjfacierípadaltfriv
jno pallorf áifTi'náaf y ab'iwiíiif.tótfiludiñcímutosrticoní

te ,pr^ttrust’Oíiíínebmfu¡jií:pwfp¡tuit¿¡e'yifcaí«í(ii Viíta,W c k
«otdtn »ffui(Tí confíat’, vi rcmwiiiDtílíiróé poflrair*4 gens*
fntionr pttpltxsrp ijcónfpicukmir^^tófeirttftiwíami^
flígit* ¡d¡pfuár.hoc«iodo dernoníWarit'^StHreíopitntiáftlí]
wicatvin , longinquo tefraumípatlb qáiiigíntowhlí^el'íif
JHntluoi ^ap^onon leu Fínrtt>rttmhu!Ui»rit^éfftU!Hdif9
rvtfti» aut<ucur;*6gant;txpMieMÍaifcfi«ri;j!5éfyhan»! fuértó Gondaut*
■vri mimlíiti^órirQttíndaBr irfgreditBt5\tüAo«i!í$v
seneami Soiíc»p«ntiOT faia!l<ó fu]>«ír^dtm ^rtfcri|)tií’ihS!Wt<c4}itBt(t>,f«(íflJU níi'¡r.‘,í '-,3f!-0
tiumc^ mitmiHíhiac i»dc ííiMltrit',/cDnlWii5^;£^tftóia!títVifljiB);íi/^!tü>iJ5‘iSd*l^
btíiii fpatio vdut
utni j culdc .aütmufai . vtl.^iod^itoalViimtcfentlrinarLt^wllltWrtGatniiijjitft Dfó&n&llr'
tian9^Qt*hHa;fpit¡tu»tjút'yato'dtóe*t;f3É^¿^í^i>gta{}utísíl^fÍTOnr)u]ut|i)Vei iCnnulciyíic
<rul(t))üw ) b tdlimontufri txfitdiixltgatioiiúíífftu TOrnmiftit^tójpOilatV^Utlft
cotp/ ítfóngtíu: yi tadon?Agria eurrr cíkris aVcuiíftraíijriodffdlUms^lfcbi iUolíftte ' tdlüi: Itátf
N<cct>iií3rw;tíftrec¡r pirhibtr>wrin‘hbmin3&U£Kdiúeffy;5etójudifitrtpfaíWntndi»» vSflH&iifl,
Faciunt nanq^dfi¡pJumb<*/»Kütas*Mgit» i>#g¡*)#d5^a^;#g^r ta eM!títtttt jL-'i i ±-
per quxuis diffita loti'm^dcu^jdtlqaibus vlndiáajirjtxpíiunt ,■ Hi oborto
"■■ ■ -t L i ij.

Chamanes lapones en éxtasis (de Olaus Magnas, H istoria de gentibus sep­


Roma 1555).
tentrional ibus,
Peine de oro procedente del túmulo de -Sohcha, Melitopo! (Ucrania). El objeto
data probablem ente del siglo IV a. de C. Fue elaborado p or un artífice griego para
alguna mujer escita; escitas, como muestran sus ropas, son los personajes repre
sentados. Leningrado, Museo d el Hermttage.
Fíbulas visigodas halladas en Badajoz (España), 550-600 d. de C. Baltimore,
John Walters Musemn.
Fíbula escita, siglo viu-vn a. de C. Los Angeles, Los Ángeles County Museum.
(Foto del Museo.)
Estatua de joven que se inicia, en los cultos de Eleusis, siglo I d. de C. (copia
romana de un original griego del siglo v a. de C.}, y detalle. Roma, Palazzo dei
Conservatori, (Foto Vasari, Roma.)
Urs Graf, Demonio cojo, grabado, 1512. Basilea, Kunstsammlung. (De S. Saj,
Der Hinkende ais Symbol Zurich 1964-)
Detalle del fresco de la Villa dei Misten de Pompeya, siglo I a. de C, con
escena de iniciación: Dioniso postrado. {Foto Archivio Fabbri, Milán.)
Conjeturas euroasiáticas

1. Dos hombres barbados se enfrentan con los escudos alzados y


blandiendo puñales. Uno tiene un yelmo, el otro la cabeza desnuda. Llevan
túnicas ajustadas a la cintura por un cinturón y amplios calzones recamados.
En medio de ellos hay un hombre a caballo, con el pecho cubierto por una
coraza de escamas, que empuña una lanza corta y se está volviendo contra
uno de los hombres que van a pie. También él lleva calzones, pero más
atildados. En tierra yace un caballo, caído. Las barbas, las cabelleras, las
escamas de la coraza, los bordados de las ropas, los cuerpos musculosos del
caballo muerto y del vivo resplandecen con una luz uniforme. Cinco
minúsculos leones acurrucados sostienen a los combatientes. Del pedestal
en que están los leones surgen los largos dientes paralelos del peine.
También los leones y los dientes del peine son de oro (figura 13).
Tres siglos antes de Cristo un aurífice griego, que probablemente vivía
en una ciudad en la costa del Mar Negro, cinceló y fundió este peine para
la esposa, la concubina o la hija de algún jefe escita. Los detalles de la escena
representada en la empuñadura (de poco más de cinco centímetros de altura)
están cincelados para obtener una ejecución más nítida. Pero el efecto general
es, a pesar de lo reducido de sus dimensiones, majestuoso. El lenguaje de
la escultura monumental griega se ha dignado presentar realidades extran­
jeras.1 Quizás la escena que adorna e! peine aludía a una leyenda escita,
sugerida al artífice por el anónimo cliente. Desde luego, los calzones que
llevan los tres guerreros nada tienen de griegos.

2. Los griegos llamaban «escitas» a un conjunto de poblaciones, nó­


madas y seminómadas, con las que habían entrado en contacto en la región
del Mar Negro. Los escitas no conocían la escritura. Lo que de ellos sabemos
procede de las excavaciones de los arqueólogos y de las descripciones de
observadores foráneos, empezando por Heródoto. En la masa de objetos
hallados en las tumbas, las manufacturas escitas (broches, ornamentos de
carros, tazas) están flanquedas por las debidas a manos griegas. Entre estas
últimas se cuentan el peine de oro con la escena de batalla. El contraste
entre el canon estilístico y la realidad dibujada nos remite de inmediato a
los relatos y descripciones contenidos en el cuarto libro de Heródoto,
dedicado precisamente a los escitas.2
Es obvio (o debería serlo) que toda descripción está culturalmente
condicionada, y por ello no es neutral. La voraz curiosidad de Heródoto era
guiada, al recoger y exponer informaciones y noticias, por esquemas y
categorías poderosas (y potencialmente deformantes), aunque también a
menudo inconscientes. Sería ingenuo ignorar este dato; pero deducir de ello
la imposibilidad de superar el horizonte del texto de Heródoto sería,
simplemente, absurdo. Por ejemplo, han emergido fragmentos preciosos de
conocimiento de una comparación entre las descripciones contenidas en el
cuarto libro de Heródoto y otras series documentales, seleccionadas al azar
o en esquemas culturales y mentales diferentes de los suyos: por una parte
hallazgos arqueológicos, por otra tradiciones procedentes de una población
de lengua iraní como los osetas, descendientes de los alanos y de los
rosolanos, a su vez descendientes de los escitas. La objetividad de ia
reconstrucción es, aquí como en otros lugares, garantía del cruce, no siempre
convergente, de testimonios distintos.5

3. Cuenta Heródoto (IV, 73-75) que los escitas, tras haber sepultado
a sus muertos, se purifican del siguiente modo: levantan tres pértigas
inclinándolas unas hacia otras, las cubren con telas y se sientan debajo,
alrededor de un caldero lleno de piedras rusientes, sobre las cuales echan
algunas semillas de cáñamo. El humo aromático que se desprende del
cáñamo los hace gemir de placer. Una comparación entre este pasaje y las
descripciones, redactadas por viajeros y etnógrafos, de ceremonias análogas
en Siberia ha hecho suponer 1a existencia, entre los escitas que vivían en
la región situada al norte del Mar Negro, de prácticas chamánicas dedicadas
a alcanzar el éxtasis.4 Para sostener esta hipótesis cabe citar un documento
arqueológico excepcional. En Pazyryk, en las montañas del Altai oriental,
se han descubierto algunas tumbas de túmulo que datan de dos o tres siglos
antes de la era cristiana y que se han conservado bajo el hielo. En ellas,
además de un caballo tocado con cuernos de reno, se han hallado algunas
semillas de cáñamo, tanto de la variedad cannabis sativa (es decir, mari­
huana) como de la cannabis ruderalis Janisch. Parte se conservaban en un
envoltorio de cuero y parte estaban tostadas entre las piedras contenidas en
un pequeño caldero de bronce de base cónica y con los mangos envueltos
en corteza de abedul. En la misma tumba se hallaron un tambor y un
instrumento de cuerda similares a ios utilizados, dos mil años más tarde,
por los chamanes siberianos.5

4. En el siglo vm a. de C. poblaciones nómadas procedentes de Asia


central empezaron a efectuar incursiones en los confines del altiplano iraní,
hacia occidente, y, hacia oriente, en la franja comprendida entre Mongolia
y China. Qué pudo provocar esta doble oleada migratoria a través del
continente euroasiático — seguramente la primera documentada de una serie
destinada a repetirse a intervalos irregulares durante unos dos mil a ñ o s -
no está claro.6 Se ha supuesto que alrededor del año 1000 a. de C. una fase
de sequía prolongada habría llevado en gran parte del Asia central al
abandono de las tierras cultivables menos fértiles, haciendo surgir un
régimen de pastoreo nómada hasta el momento sólo latente.7 A esta
población nómada pertenecían los escitas que entre los siglos IX y vni
establecieron sus propios dominios en el altiplano iraní. Posteriormente el
ascenso del imperio de los medos los empujó hacia el Cáucaso y el Mar
Negro. A ellos les compraban los griegos oro, ámbar y pieles.
Pudo darse (pero no es cierto) que entre los escitas hubiera también
grupos de estirpe mongólica.8 En cualquier caso, los elementos chamánicos
que se han rastreado tanto en ia religión de los escitas (si bien en este punto
el juicio es bastante controvertido) como en la de Zoroastro se derivarían
de contactos con las culturas de las estepas de Asia central.9 Sabemos que
entre los escitas había adivinos especializados que predecían el futuro con
ramas de sauce o con cortezas de tilo. Estos últimos, dice Heródoto (IV,
67; I, 105), eran llamados enarei, es decir, «no-hombres» u «hombres-
mujeres» apelativo que ha hecho pensar en el travestismo y ei transexua-
lismo frecuentes entre los chamanes siberianos.10 Noticias más ricas, aunque
doblemente indirectas, han sido transmitidas por las leyendas sobre un
griego del Helesponto, Aristea de Proconeso (una pequeña isla del Mar
de Mármara), que vivió quizás en el siglo VII a. de C. En un poema, los
Cantos arimaspos , del que sólo nos han llegado unos pocos versos, contaba
cómo, exaltado por Apolo, se había dirigido hacia Septentrión por entre
los ísedonios antropófagos, de quienes había recibido noticias sobre ios seres
habitantes todavía más hacia el norte: los arimaspos mongoles, ios grifones
guardianes de tesoros y los hiperbóreos. Heródoto (IV, 13-16), que presenta
el viaje como real, atribuye a Aristea rasgos milagrosos, como la muerte
en la tienda de un lavandero, seguida de la misteriosa reaparición dei cadáver
y de una doble resurrección, seis años más tarde en Proconeso y doscientos
cuarenta años después en Metaponto. Aquí Aristea se había hecho erigir
una estatua junto a la de Apolo, a quien solía acompañar en forma de cuervo.
En la tradición más tardía estas características mágicas fueron posteriormen­
te elaboradas. Según Máximo de Tiro (siglo n a. de C ), el aíma de Aristea
había dejado temporalmente el cuerpo exánime para volar a través de los
cielos como un pájaro; las tierras, ríos y poblaciones vistos desde lo alto
constituirían más tarde el tema de su poema. Plinio (Naturalis Historia,
VII, 174) menciona una estatua que representaba a Aristea en el momento
de hacer salir ei alma de la boca en forma de cuervo. Según otros testimonios,
Aristea era capaz de caer en estado cataléptico cuando quería; a la vueita
de estos viajes extáticos predecía pestes, terremotos e inundaciones.n Todo
lo cual viene a mostrar que las colonias griegas, asentadas desde el siglo vil
a. de C. a orillas del Mar Negro, habían absorbido algunos rasgos chamánicos
presentes en la cultura escita.12
Ya hemos visto que todavía a fines del siglo pasado existían entre los
osetas, descendientes lejanos de los escitas, individuos (los biirkudzáutá) que
caían periódicamente en éxtasis, dirigiéndose en espíritu al mundo de los
muertos.15 El más allá en que penetra Soslan, uno de los protagonistas de
las leyendas osetas de los narti, recuerda de manera impresionante al descrito
en las leyendas de los pueblos altaicos (tátaros, buriatos). En ambos ciclos
el héroe o la heroína encuentran a una serie de personajes dedicados a
actividades incomprensibles, posteriormente descifradas como castigos o
recompensas por actos cometidos en la tierra. A veces también coinciden
los detalles: los esposos que vivían en desacuerdo, por ejemplo, se disputan
una manta de cuero de buey; ios esposos felices reposan tranquilamente
sobre pieles de liebres.14 Convergencias tan precisas, aunque provenientes
de una documentación tardía, confirman que los escitas, antes de iniciar su
migración hacía Occidente (siglo vm a. de C.) habían pasado un largo
período en estrecho contacto con las poblaciones nómadas de Asia central.
En la cultura de estos pastores, como en la de los cazadores instalados más
al norte, en la taiga siberiana cubierta de abetos y abedules, las prácticas
chamánicas tenían un papel importante,15

5. Para reconstruir las raíces folklóricas del aquelarre brujesco habíamos


partido de testimonios sobre el culto extático de la misteriosa diosa nocturna.
A primera vista su dispersión geográfica parecía circunscribir un fenómeno
celta. Pero esta interpretación cayó ante una serie de testimonios excéntricos
de origen maditerráneo. Surgieron nuevas hipótesis. Detalles anómalos,
como la resurrección a partir de los huesos, habían sugerido la eventualidad
de que en la fisonomía de la diosa nocturna, y más en general en el mul­
tiforme estrato de creencias que confluían en el estereotipo del aquelarre,
se hubieran entrecruzado elementos mucho más antiguos, procedentes de
las poblaciones nómadas de Asia central, a su vez ligados a ia cultura de los
cazadores instalados en las regiones del extremo norte. También la distri­
bución de fenómenos como las batallas libradas en éxtasis por la prosperidad
de la comunidad o los ritos estacionales basados en las mascaradas animales
sobrepasaba los confines del área lingüística indoeuropea. Emergían áreas
de contacto —Laponia, Hungría— que aún no parecían capaces de explicar
la presencia, precoz y dispersa, de rasgos chamánícos en el continente
europeo.
Cuanto más se empliaba el ámbito de la investigación, hasta incluir
tiempos, lugares y culturas absolutamente heterogéneos, tanto más parecía
alejarse la posibilidad de adoptar una perspectiva histórica. Limitarse a un
análisis rigurosamente morfológico parecía la única vía posible. Ahora la
conexión entre escitas y poblaciones nómadas de Asia central hace vacilar
finalmente la posibilidad de incluir en un contexto histórico plausible, aunque
sólo fuera de modo fragmentario, los datos recogidos hasta el momento.

6. A principios del siglo vi a. de C. núcleos consistentes de escitas


dejaron las riberas del Mar Negro y se extendieron hacia Occidente. Tras
vadear el Dniester y el Danubio se asentaron establemente en Dobrugia.
Los tracios, que vivían allí, reconocieron la supremacía de los escitas. Sin
embargo, la región —una llanura parcialmente cubierta de pantanos— fue
llamada «pequeña Escitia». Allí confluyeron, a principios del siglo IV,
poblaciones celtas desgajadas de un empuje expansionista que, tras haber
invadido parte de la península balcánica, concluyó con la fundación de
colonias gálatas en Asia Menor. En este panto cabe preguntarse si la
confluencia de tracios (o tracio-getos), escitas y celtas en la zona del bajo
Danubio —límite extremo del inmenso corredor estepario que une Asia y
Europa— no proporcionaría una clave para descifrar, por tana parte, la
fisonomía de la diosa seguida por la compañía de las ánimas; por otra, la
distribución geográfica de su culto extático.16
En la múltiple imagen de la divinidad nocturna hemos identificado una
compleja estratificación cultural. Tras Diana y Herodíades, mencionadas en
los penitenciales altomedievales, habían surgido las protagonistas de una
serie de cultos locales —Bensozia, Oriente, Richella y otras— que remitían
a divinidades celtas como Epona, las Matres, Artio. Pero la representación
de Epona, la diosa céltica a caballo, recordaba a la de la diosa tracia Bendis,
probablemente la diosa «reina» que Heródoto asimiló a Ártemis. Bendis
era venerada en Atenas junto a una diosa tracio-frigia, Adrastea, homónima
de una de las nodrizas cretenses de Zeus que Diodoro Sículo identificaba
con las diosas madres de Engyon. Estas últimas han sido comparadas con
las ninfas de fisonomía celta veneradas en el santuario tracio de Saladinovo.17
Se ha supuesto que Brauron, el santuario en que era venerada Ártemis por
muchachas vestidas de osa, era un nombre tracio.18 Artemis Agrotera (es
decir, «salvaje») había heredado algunos rasgos de una divinidad femenina,
una «gran diosa» venerada en época prehistórica en las costas septentrio­
nales del Mar Negro; de este culto se habían apropiado los cimerios que,
al principio de la Edad del Hierro, invadieron la región.19 Los escitas, que
hacia el 700 a. de C. echaron a su vez a los cimerios de Rusia meridional,
lanzándolos hacia Occidente, veneraban a una diosa medio mujer y medio
serpiente, rodeada a su vez de gran cantidad de serpientes: una imagen
inmediatamente asimilable a la de la llamada «señora de los animales», que
en la litada es denominación de Artemis.20 Este cruce de parecidos, sino­
nimias e hibridaciones parece reforzar la hipótesis, ya cautamente presentada
en el pasado, de que la fisonomía antiquísima de Ártemis, expresada por
el apelativo homérico de «señora de los animales», sea una derivación
euroasiática.21 Las representaciones mediorientales y mediterráneas de una
divinidad con frecuencia sem¡bestial, rodeada casi siempre de abundantes
caballos, pájaros, peces y serpientes, han sido comparadas a la «madre de
los animales» que algunas poblaciones siberianas (yacutos, tungusos) vene­
ran en forma de pájaro, de alce o de cabrito, considerándola progenitora
de los chamanes.22
En la diosa nocturna semibestial o rodeada de animales, en el centro
de un culto extático de tipo chamánico, identificada con Diana por canonistas
e inquisidores, hemos reconocido a una lejanísima heredera de las divinidades
euroasiáticas protectoras de la caza y del bosque.23 Esta aproximación, que
de un salto supera dos mil años y miles de kilómetros de taiga y estepa
(la estepa que, como se ha dicho, no separa, sino que une) fue formulada
sobre bases puramente morfológicas. Ahora entrevemos la posibilidad de
traducirla en una secuencia histórica: nómadas de las estepas-escitas-tracios-
celtas. También hemos visto que temas chamánicos como el éxtasis, el vuelo
mágico, la metamorfosis zoomórficas, estaban presentes tanto en el ámbito
escita, como en el ámbito celta. Finalmente, la corneja que abandonaba el
cuerpo de las brujas escocesas, caídas en extaseis and transís, podría com­
pararse al cuervo que representaba el ánima de Aristea.24 Ciertamente, el
cuervo era un animal consagrado a Apolo, la divinidad a la que Aristea está
estrechamente asociada.25 Pero también el reino de los elfos descrito en los
procesos por brujería escoceses tiene una fisonomía indiscutiblemente céltica.
La presencia de variantes o de reelaboraciones ligadas a contextos culturales
específicos no contradice la hipótesis de un esquema común: el viaje extático,
efectuado generalmente en forma de animal, en el mundo de los muertos.

7. Ovidio se refirió (Met. XV , 386 ss.) con ostentosa incredulidad a


individuos capaces de transformarse en pájaros, situándolos sobre el fondo
de un paisaje septentrional en que ía península Calcídica (Pallene) traía
consigo la Tracia (el lago Tritón) y Escitia: «En la Pallene hiperbórea viven
hombres que, tras haberse sumergido nueve veces en el lago Tritón, se
cubren de plumas ligeras. Yo no 1o creo; sin embargo, se dice que las mujeres
escitas son capaces de hacer lo mismo, untándose los miembros con
ungüentos mágicos».26 La inmersión, verosímilmente ritual, repetida nueve
veces en un lago tracio remite a aquella otra, igualmente ritual, efectuada
por los licántropos en una laguna de Arcadia antes de asumir, durante nueve
años, rasgos animales. Además los neuri, a los cuales (como sabemos por
la escéptica referencia de Heródoto) se atribuía tradicionalmente la capacidad
de transformarse periódicamente en lobos, eran quizás una población
tracia.27
Desde las llanuras de Tracia estas creencias de carácter chamánico
pudieron haberse propagado hacia Occidente y hacia el norte. Se da por
seguro que los escitas llegaron hasta el Báltico, pasando por Rumania,
Hungría, Silesia, Moravia y Galitzia — que todavía conserva en su nombre
las trazas de la colonización gala, es decir celta, acaecida en el siglo IU a.
de C.28 Al contacto entre escitas y celtas en la zona del bajo Danubio y en
la Europa central podrían quizás remitirse fenómenos de otro modo difíciles
de explicar, como la presencia apabullante en Irlanda de leyendas ligadas
a los licántropos, la aparición de elementos chamánicos en algunas sagas
celtas o 1a convergencia entre epopeya oseta y ciclo artúrico.29 Sobre este
fondo, también la analogía entre las batallas por la fertilidad llevadas a cabo
en estado de éxtasis, respectivamente, por los burkudz'áutd osetas y por los
licántropos de Livonia, se muestra menos inexplicable.

8. A través de un itinerario puramente morfológico habíamos llegado


a la hipótesis de un conúnuum euroasiático que comprendía, junto a los
chamanes tungusos, a los no’aidi lapones y a los táltos húngaros, así como
a personajes procedentes del ámbito cultural indoeuropeo, como kresniki,
benandanti, mujeres seguidoras de la diosa nocturna y así sucesivamente.
La serie fue construida a base de comparaciones, seleccionando un conjunto
de rasgos como el éxtasis, las batallas por la fertilidad, la mediación con
el mundo de los muertos, la convicción de la existencia de individuos
provistos desde su nacimiento de poderes especiales. Ninguno de estos
rasgos era específico: lo específico era su combinación (en ocasiones sólo
parcial). En el ámbito lingüístico ya han sido propuestas formas análogas
de clasificación.Ahora bien, la secuencia nómadas siberianos-escitas-tracios-
celtas introduce, en una representación que hasta el momento se había
mantenido deliberadamente acrónica, un elemento no sólo temporal sino
también genético.31 Ante convergencias culturales de la amplitud que hemos
descrito, las explicaciones teóricamente posibles son tres: a) difusión; b)
derivación de una fuente común; c) derivación de características estructurales
de la mente humana.52 La que hemos presentado entra en la primera
categoría, ya que la presencia de creencias chamánicas en ámbito europeo
remite a un proceso de difusión. ¿Se trata de una explicación aceptable?

9. Antes de responder es preciso decir algo sobre la naturaleza de la


documentación. Clasificar creencias o prácticas de la cultura folklórica,
conocida a través de testimonios indirectos, casuales, frecuentemente este­
reotipados, separados por vacíos y silencios, es, como hemos visto, difícil.
Pero traducir estas clasificaciones a términos históricos parece en muchos
casos casi imposible. Por ejemplo, una serie de convergencias entre la cultura
folklórica de los Cárpatos rumanos y la del Cáucaso han hecho suponer que
las relaciones entre ambas regiones hayan sido en ei pasado bastante
intensas. Pero ¿cuándo? ¿A principios de este siglo, en que los pastores de
ios Cárpatos tenían numerosísimos rebaños en Crimea? ¿O en un período
mucho más antiguo, a través de contactos indirectos? Y en este caso,
¿quiénes fueron los intermediarios? ¿Quizás los alanos, parte de los cuales
abandonaron en el siglo XHl las estepas para emigrar hacia Occidente?” Las
íncertidumbres de tal calibre no es que sean precisamente escasas. Y sin
embargo es cierto que los testimonios lingüísticos permiten en ocasiones
llegar a conclusiones más precisas. También en este caso, limitémonos a
un ejemplo. La presencia en el húngaro de préstamos del oseta presupone
que las dos comunidades lingüísticas, hoy separadas, hayan estado en el
pasado geográficamente contiguas. Cuándo ocurrió tal cosa, no lo sabemos.
Pero sobre la base de las características de los préstamos se ha sostenido
que el contacto ñivo lugar con una población que hablaba una lengua similar
a uno de los dialeaos osetas, el dtgor: los alanos.54 La función de inter­
mediarios culturales por ellos desarrollada parece, en este caso, suficiente­
mente fundamentada. No se excluye que indicios lingüísticos puedan pro­
porcionar una base más sólida también al intento de reconstruir la difusión
de las creencias de tipo chamánico. Como se ha visto, éstas eran compartidas
por poblaciones hablantes tanto de lenguas indoeuropeas como de lenguas
urálicas. El ejemplo del húngaro y del oseta indica que no cabe excluir
intercambios lingüísticos. Junto a las palabras podían circular también
creencias, ritos, costumbres.” Y, natutalmente, cosas.

10. Un camino para esquivar el obstáculo constituido por la escasez


de noticias fechadas (o fechables con seguridad) sobre creencias y prácticas
chamánicas nos es ofrecido por las propias cosas. Más exactamente, por las
producciones del arte animalista o arte de las estepas. Con estos términos
se distingue convencionalmente a objetos, a menudo adornados con deco­
raciones zoomórficas, procedentes de un ámbito geográfico comprendido
entre China y la península escandinava, alrededor de los años 1000 a. de
C. y 1000 d. de C.3Ü Amuletos chinos del período Chou, ornamentos
de bastones ceremoniales de la Mongolia interior, brazaletes de oro pro­
cedentes de Asia central o de Sibetia, alfileres iraníes, vasos de plata tracio-
géticos, discos decorados celtas (pbahrae), fíbulas visigóticas (figura 14) y
longobardas presentan — más allá de las particularidades que las distin­
guen— un aire familiar desconcertante, tanto desde el punto de vista
estilístico como desde el iconográfico.57
De la Europa medieval hemos vuelto hacia las desmesuradas estepas
euroasiáticas, atravesadas por los nómadas a caballo. Vemos cómo va
dibujándose una vicisitud interminable de intrincados intercambios cultura­
les; pero ¿a partir de cuándo, y de dónde? La polémica sobre el origen del
arte animalista sigue estando vivísima, pero la función de puente entre Asia
y Europa desarrollada, también en este caso, por los escitas, está fuera de
duda.58 Sus contactos con el arte medio-oriental, sobre todo iraní, son
evidentes. Más controvertida, pero verosímil, es la hipótesis de que utilizaran
también temas y esquemas figurativos procedentes de las estepas de Asia
central, o quizás directamente de ios bosques de la Siberia septentrional.39
A través de ia mediación directa o indirecta de ios escitas, elementos del
arte de las estepas transmigraron probablemente a zonas sarmáticas, escan­
dinavas y celtas.40 Tras estos contactos, lo que unía a la cultura tracia (o
lo que cristalizó en la llanura de Tracia) y la cultura céltica nos parece
particularmente cercano. Es significativo que ei lugar de origen del célebre
caldero de Gundestrup (siglos u-i a. de C.) se haya buscado, alternativamente,
en Tracia y en la Gaiia septentrional.41
Cazadores siberianos, pastores nómadas de las estepas de Asia central,
escitas, tracios, celtas: la cadena que hemos sugerido para explicar la difusión
de las creencias chamánicas de Asia a Europa, de las estepas al Atlántico,
ha sido propuesta (tras no pocos contrastes) para explicar la difusión de
los temas y formas dei arte animalista. Se trata, también aquí, de una
reconstrucción, en parte conjetural, que intenta justificar en términos his­
tóricos una serie de semejanzas formales. Sin duda la suma de dos hipótesis
— aunque sea de dos hipótesis convergentes, sugeridas por series documen­
tales distintas-— no constituye todavía una prueba. Pero ya hemos llamado
la atención sobre ei hecho de que, a diferencia de los testimonios sobre las
creencias chamánicas, las producciones del llamado arte animalista son una
fuente directa, de primera mano, sin el filtro de miradas o esquemas
culturales externos (aparte de los nuestros, se entiende). Dichas producciones
confirman que ia transmisión histórica hipotética es, si no cierta, al menos
verosímil. Y no sólo eso. Puede darse el caso de que la ligazón entre los
dos circuitos (el de ios objetos y el de las creencias) sea todavía más estrecha.
En las ludias entre animales, verdaderos o imaginarios (osos, lobos, ciervos,
grifos), representadas en el arte de los pueblos nómadas, se ha propuesto,
en realidad, reconocer una representación de ías luchas entre las ánimas,
transformadas en animales, de los chamanes euroasíáticos (a los que po­
demos añadir, en el ámbito europeo, los táltos húngaros o los kresniki
balcánicos). Con una buena dosis de simplificación se ha buscado emparejar
el arte animalista a una ideología chamánica.42

11. Hemos llegado a una primera conclusión: la serie que hemos


construido basándonos en consideraciones puramente morfológicas es com­
patible con una trama documentada de relaciones históricas. La hipótesis
del préstamo parecería confirmada. Pero «compatible» no significa «conec­
tada de hecho». En el caso de fenómenos como aquel de que estamos
hablando, la relación entre testimonios existentes, testimonios posibles y
realidad testimoniada es sumamente aleatoria. Es elocuente el caso de la
extraordinaria fortuna de un motivo iconográfico: el llamado «galope vo­
lador», que representa a un caballo con el vientre contra el suelo, casi
aplastado en tierra. Objetos de procedencia y fisonomía variadísimas están
adornados con este motivo: una caja micénica de madera cubierta de oro
(siglo XVI a. de C.), una hebilla escita (siglos viii-vu a de C.) (figura 15),
una placa de oro siberiana (siglos vi-tv a. de C.), un camafeo de la Persia
de los sasánidas (siglo ni d. de G ), un vaso chino del período Ming (año
1500 d. de C.), y así sucesivamente. Sabemos con certeza que el motivo del
«galope volador» volvió a Occidente a mediados del siglo xvni gracias a
Giuseppe Casdglione, un pintor genovés, jesuíta, que lo sacó del arte chino
para después pasárselo a Stubbs y a Gérkault.43 Pero ignoramos dónde y
cuándo tuvo su origen el «galope volador» y cómo se propagó. Natural­
mente, no puede descartarse la posibilidad de que el motivo haya sido
inventado varías veces en distintas civilizaciones de manera independiente.
Pero lo que ha hecho suponer lo contrario es su convencionalidad: se trata
de una fórmula al mismo tiempo extremadamente eficaz y que no se
encuentra en la realidad.44 La analogía de fondo con las preguntas planteadas
por los mitos y ritos que hemos examinado hasta aquí (¿han salido de modo
independiente?, ¿se han propagado a partir de un punto y un lugar preciso?)
es evidente. Pero a ella se añade una más específica, ligada a la presencia
del motivo del «galope volador» en el arte animalista. Que la difusión si
es que la ha habido— haya sido del oeste hacia el este, de Creta y Micenas
hacia Asia, como se ha supuesto parece muy poco verosímil.43 Las fechas
de los testimonios que han llegado hasta nosotros tienen un valor relativo:
objetos más antiguos, sobre todo sí están hechos con materiales fácilmente
degradables, como los utilizados por los nómadas (madera, cuero, tejido),
podrían haber sido destruidos. Las poblaciones que se asentaron en Grecia
en la Edad del Bronce procedentes de Oriente ¿no podrían haber llevado
consigo objetos análogos a los del arte de las estepas, y además frágiles?46
Una eventualidad de este tipo implicaría una inversión — de Oriente hacia
Occidente, y no a la inversa— de la difusión del «galope volador». En
cualquier caso, eSa eventualidad vuelve a planear una hipótesis mucho más
general: la posibilidad de que las culturas huidizas y tenaces de los nómadas
de las estepas hayan dejado un rastro, profundo aunque difícil de documentar,
sobre otras culturas más próximas a nosotros, empezando por ía griega.
Quizás la circulación de imágenes y creencias que hemos dibujado fue posible
gracias a una sedimentación preexistente.

12. A fuerza de retroceder hacia un pasado cada vez más remoto se


ha llegado a omitir insensiblemente una explicación en términos de prés­
tamo o difusión (a) por una explicación en términos de derivación de una
fuente común (b). Esta segunda propuesta nada tiene de nuevo. Se ha
postulado un estrato lingüístico indo-urálico, de modo puramente hipotético,
para explicar una serie de concordancias entre lenguas indoeuropeas y
lenguas urálicas.47 De manera totalmente independiente, ia presencia en los
poemas védicos de rasgos chamánicos análogos a los siberianos ha sido
atribuida, también en este caso a modo de hipótesis, a una fase remotísima
de contactos culturales que habrían compartido poblaciones hablantes de
lenguas protourálicas y lenguas indoeuropeas, en una zona situada muy
posiblemente en la estepa, al norte del Mar Negro, entre el Dnieper y el
Cáucaso.48 Se ha sugerido una hipótesis en parte similar al comparar los
mitos griegos basados en la figura de Prometeo con los caucásicos basados
en otro héroe castigado por haber desafiado a la divinidad: Amiraní. las
analogías (y las diferencias) entre las dos series se han remitido a las
duraderas relaciones que debieron entrecruzarse, en un período anterior al
segundo milenio antes de Cristo, entre comunidades lingüísticas indoeuro­
peas, incluyendo también a los antepasados de los griegos, y comunidades
lingüísticas totalmente distintas, incluyendo también a los progenitores de
ios actuales habitantes del Cáucaso meridional.49 Cabe observar que preci­
samente una zona lingüísticamente heterogénea como el Cáucaso parece ser
la única en que los tres grupos de fenómenos, sustancialmente isomorfos,
que hemos investigado, están presentes de modo contemporáneo50 (véase
mapa 3). Experiencias extáticas mayoritariamente femeninas, ligadas a las
procesiones de los muertos; experiencias extáticas, mayoritariamente mas­
culinas , ligadas a las batallas nocturnas por la fertilidad de los campos;
rituales masculinos ligados o a las procesiones de los muertos o a las batallas
por la fertÜidad ¿no podrían ser otras tantas reelaboracíones a partir de
un núcleo común?
Tras una hipótesis de este tipo, así como tras la que hemos citado,
reconocemos la fascinación y los peligros de un modelo romántico más que
positivista: el del árbol genealógico. La ilusión de poder alcanzar realidades
próximas al lenguaje original, tras haber inspirado los éxitos de la lingüística
comparada indoeuropea, acabó alimentando sus excesos. Se considera que,
clasificando los fenómenos lingüísticos en base a entidades discretas (las
lenguas) ligadas por relaciones genealógicas de tipo vertical, sería posible
retroceder hasta estratos cada vez más antiguos y menos atestiguados. Pero
según iba alejándose de la realidad documental (las ramas del árbol), la
reconstrucción tendía a esfumarse en protolenguas totalmente conjeturales.
Se ha observado que la mayor parte de ios intentos de reconstruir fenómenos
culturales y religiosos pertenecientes a un pasado remotísimo y documen­
tados sólo indirectamente, han repetido de manera explícita o implícita este
modelo, repetidamente criticado desde hace más de un siglo.51 Ahora bien,
postular, de modo totalmente hipotético, la existencia de determinadas
relaciones históricas sobre la base de ia documentación existente parece un
procedimiento un tanto diferente.53 Entre estos límites, recurrir cautamente
a la regresión cronológica parece, en cuanto a los fenómenos de que estamos
hablando, inevitable.

13- Como se ve, tanto las explicaciones en términos de difusión como


las explicaciones en términos de derivación común topan con dificultades
muy graves. A ello se añade que tanto las unas como las otras tienen en
común la tendencia a cambiar las descripciones de fenómenos de uno u otro
tipo con una explicación de los procesos, en gran medida inexplorados, de
asimilación cultural. Pero la difusión es un dato de hecho, no una expli­
cación.55 Este defecto del análisis parece particularmente grave cuando, como
en los casos de que estamos hablando, el rasgo propagado (una creencia,
un rito, una fórmula figurativa) resulta al mismo tiempo conservado durante
larguísimos períodos (siglos, incluso milenios) y diseminado en contextos
extremadamente heterogéneos (sociedades de cazadores, de pastores nóma­
das, de agricultores).
Para comprender las razones de esta doble característica —persistencia
en eí tiempo y dispersión en el espacio— parece necesario seguir otro
camino: el tercero (c) de los que hemos indicado antes. Pero no hay motivo
para creer que estas perspectivas se excluyan de las vicisitudes. Por eso
intentaremos integrar en el análisis los datos históricos externos y las
características internas, estructurales, del fenómeno transmitido.54 Lo hare­
mos a escala reducida, aislando del conjunto de fenómenos estudiados hasta
ahora un elemento específico, un pequeño detalle.
Huesos y pieles

1. Un antropólogo francés que está escribiendo una gran tetralogía


sobre los mitos amerindios se percata, cuando está ya casi promediando la
obra, de que ha incurrido en un descuido.1 En el volumen anterior había
contado y analizado, entre otros innumerables, un mito de una población
india de la Amazonia (los tereno), omitiendo un detalle del cual depende
toda la importancia de un rasgo. (El mito había llegado hasta él a través
de un triple filtro, cada vez menos indirecto: un etnógrafo alemán que
escribía en portugués, un intérprete indígena que hablaba el portugués y
el tereno, un informador indígena que sólo hablaba el tereno.)2 Se trata de
un detalle «mínimo» a efectos del hechizo de la mujer, el protagonista de un
mito sobre el origen del tabaco se queda cojo. El antropólogo se percata
de que la cojera aparece también en un mito tereno, y no sólo eso, sino
también en gran número de mitos y sobre todo de ritos documentados en
América, en China, en la Europa continental, en el Mediterráneo. Todos
están relacionados — le parece-— con el paso de las estaciones. Una conexión
transcultural que cubre un área tan descomunal no puede, evidentemente,
ser reducida a causas explicativas particulares. SÍ no quiere remitirse al rito
de ía danza cojeante del Paleolítico (cosa que, observa el antropólogo,
explicaría su distribución geográfica, pero no su supervivencia), es necesario
buscar, por lo menos a modo de hipótesis, una explicación de orden
estructural.3 El antropólogo no se arriesga a hacerlo, sobre todo siendo bien
consciente de la pobreza documental americana. Si el problema planteado
por estos ritos es el de abreviar (écourter) una estación en beneficio de otra,
para acelerar el traspaso la danza cojeante proporciona un equivalente o,
mejor, un diagrama perfecto del equilibrio buscado. Montaigne, en su famoso
ensayo sobre los cojos, ¿no habría quizás tomado su propia vía a partir de
la reforma del calendario con que el papa Gregorio XIII había abreviado
la duración del año?4

2. Explicar un fenómeno documentado desde el Mediterráneo hasta


América con la ayuda de una cita de Montaigne supone permitirse una
licencia que corre ei riesgo de desacreditar la bondad del método, observa,
algo melindroso, el antropólogo. Pero si bien su argumentación parece
evidentemente inadecuada, la pregunta que la había suscitado (¿por qué
mitos y ritos basados en la cojera se repiten en culturas tan distintas?) es
bien real. Buscar una respuesta más satisfactoria a una cuestión similar
significa topar de nuevo con una serie de dificultades que, en ei curso de
la investigación que estamos llevando a cabo, habían quedado sin resolver.
Temas ya encontrados se nos mostrarán de golpe bajo una nueva luz.

3. El antropólogo que ha subrayado la importancia transcultural de la


cojera mítica y ritual no ha creído oportuno recordar a este respecto el mito
de Edipo. Y sin embargo, aunque no por primera vez, él había subrayado
con especial vigor la importancia de la alusión a un defecto en el andar
contenida en el nombre de Edipo (así como en el de su abuelo, Lábdaco,
«el cojo»).5
Una profecía dice que el hijo de Layo, rey de Tebas, matará a su propio
padre y se desposará con su propia madre. Para ahuyentar este destino
infausto, el niño es abandonado nada más nacer, pero primero le son
perforados los tobillos. De aquí viene el nombre de Edipo, «pie hinchado»/’
Se trata de una explicación formulada desde la antigüedad. Pero ya entonces
hubo quien no la consideró suficiente. ¿Por qué se había herido así a un
recién nacido que no podía escapar? El autor de un escolio a Edipo rey de
Sófocles supone que el niño fue desfigurado para que a nadie se le ocurriera
tomarlo consigo.7 Es una conjetura racionalista, indudablemente ajena al
espíritu del mito. Todavía menos aceptable es la hipótesis de que el detalle
incomprensible de los pies mutilados sea un añadido posterior sugerido por
el nombre, «Edipo».8
Un nombre singular, sin duda; poco adecuado tanto para un héroe como
para un dios. Ha sido comparado con el de Melampo, «píe negro», adivino
y curandero de Tesalia. Un mito contaba que inmediatamente después de
su nacimiento había quedado expuesto en un bosque; el sol le había quemado
los pies desnudos, y de aquí el epíteto.9 Se ha visto en las figuras de Edipo
y de Melampo un lazo con las divinidades subterráneas; en las deformaciones
que los caracterizan, alusiones eufemistas al cuerpo negro e hinchado del
más típico de los anímales crónicos, la serpiente. Esta última conjetura es,
evidentemente, absurda.10 Pero no cabe duda de que Edipo y Melampo,
además de ser ambos adivinos, tienen en común una malformación en los
pies provocada por la exposición. Estas convergencias, como veremos, no
son casuales.11
Dejemos de momento a Melampo y volvamos a Edipo. Su nombre y
su función de instrumento inconsciente de la desventura de sus progenitores
han sido interpretados como residuos de un núcleo fabuloso semiborrado.12
Se le ha identificado con una trama elemental, típica de las fábulas de magia:
el héroe, tras haber resuelto con medios extraordinarios una difícil misión,
se casa con la princesa (en ocasiones después de haber matado al viejo rey).
En la versión del mito que ha llegado hasta nosotros, la muerte del rey,
Layo, precede a la misión difícil: la solución de la adivinanza planteada por
la Esfinge.53 En otra versión, el héroe expósito, en vez de llegar a un reino
extranjero, vuelve a su propia casa, lo que implica el parricidio y el incesto.
Esta última variante, en la que reconocemos hoy el núcleo propiamente
«edípico», sería un injerto tardío que, en la elaboración de los poetas trágicos,
habría acabado transformando profundamente la trama fabulosa más
antigua.14
Eí intento de distinguir distintos estratos en ei interior de un mito es
casi inevitablemente conjetural. Subráyese, con todo, que «más antiguo» no
significa «más auténtico» (puesto que el mito es siempre asumido en bloque
por ía cultura que lo hace propio) ni «originario» (siendo el origen de un
mito, por definición, inaccesible).55 Pero si admitimos que, en principio, sea
posible una diferenciación entre los distintos estratos, los pies mutilados de
Edipo parecen pertenecer ai núcleo fabuloso y no a las superposiciones
sucesivas. Aun estando difundida en muchísimas culturas, la adivinanza de
la Esfinge («¿Cuál es el animal que camina a cuatro patas por la mañana,
con dos a mediodía y con tres a la noche?»), si bien se refiere al hombre
en general, adquiría un significado particular en el momento en que era
planteada a un individuo como Edipo, con los pies deformes y destinado
a apoyarse, de viejo, en el bastón del ciego.16 Pero en ei Edipo rey de Sófocles
la mutilación es evocada más que nada de modo indirecto: tiene una
importancia marginal en el desvelamiento gradual de la verdadera identidad
del protagonista.17 Puede ser que esta estrategia dramática lenta y envolvente
fuera sugerida, más que por una elección artística, por la dificultad de explicar
un detalle hereditario de la tradición mítica que había llegado a ser incom­
prensible.
Se ha supuesto que el tema se relacionara con un remoto rito iniciático,
según el cual el novato era expuesto primero a heridas simbólicas y
posteriormente a un período de segregación: dos fases que corresponderían,
en el caso de Edipo, a los pies agujereados y a la infancia pasada entre
pastores.18 En Grecia sólo quedaban rastros débiles o indirectos de este tipo
de costumbres.19 Pero su difusión en las culturas más dispares ha dejado
una huella indeleble en las fábulas de magia. En éstas se ha descifrado una
estructura recurrente: el héroe, tras haber caído en el mundo de los muertos
— el equivalente mítico de los ritos de iniciación— , vuelve a la tierra para
casarse con la reina. Podemos suponer que en la versión más antigua dei
mito de Edipo (identificada, como se ha dicho, con una fábula de magia),
ia herida en los pies, ia exposición, el período pasado al margen del mundo
de la polis en las alturas salvajes del Citerón y la lucha con la Esfinge — luego
atenuada como solución de la adivinanza— son las diferentes etapas de un
viaje iniciático hacia el más allá.20 Esta interpretación confirmaría, integrán­
dola y corrigiéndola, ia ya citada que ve en Edipo un héroe crónico asociado
a divinidades infernales como las Erinias, ambiguas portadoras de prospe­
ridad y de muerte.25 Entre las distintas formas de denominar a las Erinias,
los nombres en -pous son particularmente frecuentes. Se ha observado que
Edipo, en Las fenicias de Eurípides (w. 1543-1545), se compara a sí mismo
— tras haberse cegado— con un fantasma, un muerto.22 Y la Esfinge es sin
lugar a dudas un animal mortuorio.23

4. Estas conjeturas todavía no explican la forma particular de mutilación


infligida a Edipo antes de ser expuesto.24 Nos es iluminada indirectamente
por otra interpretación que, a diferencia de la precedente, considera ei mito
en su totalidad, esto es, incluyendo también el parricidio y el incesto.25 Así
pues, la historia de Edipo viene incluida en un conjunto de mitos y de sagas
que cubren un área geográfica vastísima: de Europa a Asía sudorienta!,
pasando por el norte de Africa y con prolongaciones al mar Ártico y a
Madagascar.26 Están basados en una estructura fundamentalmente análoga.
Un viejo rey sabe por un oráculo que un joven príncipe — de quien es, según
los casos, padre, abuelo, tío, padre adoptivo o suegro— lo matará para
sucederlo. Para deshacer la profecía, el joven es obligado a dejar la patria;
tras pasar por diversas pruebas vuelve, mata (voluntaria o involuntariamen­
te) al viejo rey y lo sucede, generalmente desposándose con su hija o con
su mujer. Los mitos griegos que siguen en todo o en parte esta secuencia
pueden ser distribuidos en cuatro grupos, dos de ellos posteriormente
divisibles en otros tantos subgrupos:

I. 1. (Parricidio voluntario, si bien de jornia atenuada): Cronos


(que castra a Urano) y Zeus (que despoja o castra a Cronos).
I. 2. (Parricidio involuntario): Edipo (que mata a Layo); Teseo
(que provoca el suicidio de Egeo); Telégono (que mata a Uííses).
II. 1. {Muerte voluntaria del tío)-. Jasón (que en la versión
originaria del mito mataba a Pelias); Egisto (que mata a Atreo,
hermano de su propio padre, Tiestes); Télefo (que mata a los
hermanos de su propia madre, Auge); los hijos de Tirón y de su tío,
Sísifo (que matan a Salmoneo, hermano de su padre y padre de su
madre).27
II. 2. (Muerte involuntaria del tío): Perseo (que mata a Acrísio,
en ocasiones designado como hermano de su propio padre, Preto).
III. (Muerte del abuelo): otra vez Egisto (que mata a Atreo, padre
de su propia madrer Pelopia) y otra vez Perseo (que mata a Acrísio,
presentado generalmente como padre de su propia madre, Dánae).
IV. (Muerte del futuro suegro ); Pélope (que hace morir a Enó-
mao, padre de Hipodamía) y de nuevo Zeus (que según otra versión,
conjetural, despoja a Cronos tras haberse unido a su propia hermana,
Rea).

Como puede verse, los mitos comprendidos en esta serie (no exhaustiva)
están caracterizados por una estructura similar que se articula en una serie
de sustituciones, o mejor de atenuaciones, a partir de una hipotética versión
radical, que supondría el parricidio voluntario y el incesto voluntario con
ia madre.28 La castración o la pérdida del poder de divinidades celestiales
(inmortales por definición) pueden ser consideradas de hecho, así como las
demás alternativas ennumeradas, variantes atenuadas del parricidio volun­
tario. Análogamente, Edipo que se une involuntariamente a Yocasta; Télefo,
que evita en el último momento consumar el matrimonio con Auge;
Telégono, hijo de Circe, que se desposa con su madrastra Penéíope (mientras
su doble, Telémaco, hijo de Penélope, se desposa con Circe) constituyen
versiones cada vez más debilitadas del incesto voluntario con ía madre.29
Así pues, estos mitos se presentan ligados por una trama muy densa de
semejanzas de orden estructural, en ocasiones reforzada por convergencias
de carácter más específico. Bastará con algún ejemplo. Cuando Edipo, ya
ciego, va a Colona, es acogido y protegido por Teseo, que recuerda ía infancia
pasada por ambos en el exilio. Pero también en este caso la elaboración
de Sófocles apenas roza los elementos comunes a ios dos mitos. Sus
protagonistas han nacido de la transgresión de una prohibición de generar
(absoluta en el caso de Layo, temporal en el de Egeo). Ambos, para ahuyentar
la fatal profecía, han sido expulsados de ia casa paterna. Ambos han superado
victoriosamente el encuentro con monstruos como la Esfinge y el Minotauro.
Ambos han provocado sin desearlo la muerte de sus respectivos padres.
Ambos prolongan en su propia descendencia masculina la maldición que
los ha golpeado.30 Entre el mito de Perseo y el de Télefo se han reconocido
otras convergencias: las madres separadas para evitar la habitual profecía,
seducidas (respectivamente por Zeus y por Heracles), arrojadas al mar (en
un arca sellada o en una cesta),"51 Los animales (abejas, osas, cabras) que
alimentan al pequeño Zeus en la caverna de Creta, librándolo de la
antropofagia paterna, tienen un paralelo preciso en la cierva que da de
mamar a Télefo, en la cabra (aix) que nutre a Egisto (Aighisthos ). Y así
sucesivamente.

5. De este fondo de semejanzas surge una, que hasta ahora sólo ha


sido señalada de manera episódica y parcial: más de la mitad de los
protagonistas de esta serie mítica están caracterizados por detalles que tienen
que ver con el deambular.32 Además de Edípo, con los pies agujereados,
encontramos a jasón que, cumpliendo la profecía, se presenta al tío usur­
pador, Pelias, con una sola sandalia; Perseo, que antes de combatir con Gorgo
recibe de Hermes una de sus sandalias; Télefo, que tras haber matado a
los hijos de su tío Aleo, es herido por Aquües en la pierna izquierda; Teseo,
que encuentra bajo una piedra, además de la espada, las sandalias doradas
de Egeo que le permitirán, de vuelta en la patria, ser reconocido; Zeus, a
quien el monstruoso Tifeo corta los nervios de las manos y de los píes,
escondiéndolos en una caverna (donde serán después encontrados).53
Nos encontramos, pues, ante personajes marcados a) por malformacio­
nes o heridas en los pies o en las piernas, b) con una sola sandalia, c) con
dos sandalias. La primera característica, en ocasiones acompañada o susti­
tuida por otras defectos físicos (monoculismo, baja estatura, tartamudeo),
era particularmente frecuente entre los héroes griegos; esta observación
figura ya en un breve drama paródico atribuido a Luciano de Samosata,
T ragodopodagra.34 En cuanto a la segunda, pronto volveremos sobre ella.
La última parecería a primera vista corresponder a una situación normal
respecto a la cual medir los eventuales descartes.
En realidad el detalle de las sandalias tiene, en el mito de Teseo,
implicaciones más complejas. El levantamiento del pedrusco, por medio del
cual entra Teseo en posesión de las sandalias paternas, constituye un puro
y verdadero rito de iniciación que señala su ingreso en la edad adulta.55
Recuérdese que también se ha atribuido un significado iniciático a los pies
horadados de Edipo. Más adelante se verá que la única sandalia calzada por
Jasón y por Perseo tiene el mismo valor. Las etapas de la iniciación que
han sido reconocidas en la historia de Edipo — las heridas simbólicas, la
segregación a un ambiente silvestre, la lucha contra los m onstruos-
reaparecen, de forma más o menos modificada, también en los otros mitos
que componen la serie.
En algunos de ellos encontramos también la prueba suprema, de la que
en el mito de Edipo sólo quedan rastros imperceptibles: el viaje al mundo
de los muertos.36 En las sandalias y en la espada dejadas por Egeo bajo
1a roca se ha reconocido, de hecho, un tema de fábula: los instrumentos
mágicos que permiten al héroe ir al más allá. Entre las pruebas que la
tradición mítica atribuye a Teseo, figura también el viaje al Hades, para
intentar recuperar y llevar a la tierra a Perséfone, raptada por el dios de
los muertos.37 Jasón, tras salir del río Anauros calzando una única sandalia,
emprende lá expedición hacia la Cólquida a la busca del vellocino de oro,
en el curso de la cual desciende a los infiernos con la ayuda de la maga
Medea.38 Perseo, que combate contra la monstruosa Gorgona calzando la
sandalia mágica que le había dado Hermes (que por eso era llamado
monocrepide, esto es, «monosandalia») también está asociado al mundo sub­
terráneo.39

6. La triple conexión entre niño fatal, particularidad relacionada con


el deambular y el mundo de los muertos halla una confirmación clarísima
en la figura de Aquiles. Un mito lo presenta como un niño fatal fracasado:
Zeus había decidido no unirse a Tetis porque, según la profecía, el hijo nacido
de ambos superaría a su propio padre.40 El epíteto que designaba a Tetis
—-«pie de plata»— recordaba la mutilación infligida por Hefesto, el dios-
forjador de pies deformes que le había lanzado un martillo cuando la
perseguía con la intención de violarla.41 Esta condensación de anomalías
deambula torias prepara la mutilación infligida inmediatamente después de
nacer al hijo de Tetis, Aquiles, llamado el «pie veloz». Sus progenitores lo
habían hecho invulnerable, aunque sólo fuera parcialmente, sumergiéndolo
en las aguas del Esdgio o (según otra versión) en el fuego: el talón quemado
por las llamas había sido sustituido por el de un gigante velocísimo.42
Las connotaciones moratorias sugeridas por la asociación con el Estigio,
el río de ultratumba, son confirmadas por otros testimonios. Tras el héroe
Aquiles, que según una tradición ignorada por Homero estaba enterrado
en la isla de Leuca (actualmente Isla de las Serpientes), situada frente a Olbia,
en las costas septentrionales del Mar Negro, se ha individualizado en realidad
a un Aquiles más antiguo, dios de los muertos. Olbia era una colonia griega
en un territorio habitado por escitas. A finales del siglo vil a. de G, Alceo,
en una poesía de la que sólo nos ha llegado un verso, llamaba a Aquiles
«señor de los escitas». Se ha querido reconocer trazos escitas en una célebre
copa en que el pintor Sosias representó a Patroclo herido junto a Aquiles
que lo cura; concretamente, en el rostro de Patroclo.^ En cualquier caso,
el verso de Alceo introduce una nota sorprendente en ía imagen habitual
de Aquiles, el más típico de los héroes griegos.

7. La inmersión en el fuego de Aquiles niño ha sido comparada a dos


ritos: el primero, descrito en el himno homérico a Deméter (w . 231-255);
el segundo, efectivamente practicado en la isla de Quíos a principios del
siglo xvii. Deméter, queriendo hacer inmortal al pequeño Demofonte, lo
metió repetidamente en el fuego, ungiéndolo con ambrosía, el alimento de
los dioses; pero ante el temor de la madre, en un ataque de ira había devuelto
al niño a su condición humana.44 Ya hemos recordado que, según el erudito
Leone Allaccí, los habitantes de Quíos solían tostar las plantas de los pies
de los niños nacidos entre Navidad y Epifanía, a fin de que no se convirtieran
en kallíkantzaroi (espíritus deformes que, en el mismo período del año,
solían dejar el mundo subterráneo para vagar por la tierra).4’ Si aceptamos
la hipótesis de que estas figuras del folklore griego se derivan de los antiguos
centauros, las analogías con Aquiles -—hijo de una diosa de características
parcialmente equinas como Tetis, criado por el centauro Quirón— se hacen
fácilmente comprensibles.46 En el intento de evitar a ios niños de Quíos
un destino desventurado, entrevemos la reinterpretación de lo que debió
de ser en el pasado un rito propiciatorio, de carácter iniciático, con vistas
a procurar a quien era objeto del mismo una condición sobrehumana.
Malformaciones o desequilibrios deambulatorios distinguen, también aquí,
a seres (dioses, hombres, espíritus) en equilibrio entre el mundo de los
muertos y el de los vivos.

8. Que Jasón, como Aquiles, fuera educado por el centauro Quirón no


puede ser considerado, a estas alturas, una coincidencia. La equivalencia
simbólica entre pies hinchados, deformes, escaldados o simplemente des­
calzos tiene cantidad de confirmaciones en el exterior del recinto de mitos
en que hasta ahora nos hemos movido.
A principios del siglo XIX se encontró en Damasco una estatuilla de
bronce que representaba a una diosa desnuda y con una sandalia en un pie.
Unos decenios más tarde fue identificada como una diosa funeraria, Afrodita
Némesis; pero la presencia de una única sandalia en otros cultos o mitos
nos remite, cosa obligada, a la mitología solar.47 Después esta singularidad
iconográfica fue olvidada. Vuelve a surgir, en otro contexto y de modo
independiente, en los primeros años de este siglo. En Roma, durante la
construcción del Quirinal, se halló una estatua antigua que representaba a
un joven de altura ligeramente inferior a la real. En el Museo del Palazzo
dei Conservatori fue identificada una copia de calidad más decadente, que
correspondería a Ja época de los Antoninos, en que eJ joven tiene en brazos
un cochinillo (que hoy ha sido separado por ser fruto de un añadido tardío,
pero presente en esculturas similares). La presencia, en el primer caso, de
un mirto sobre el tronco de sostén y en el segundo del cochinillo (ambos
sagrados para Deméter) permite reconocer en el joven a un iniciado en
los cultos de Eleusis. Pero mientras que en la estarna descubierta cerca del
Quirinal el único pie conservado (el derecho) está desnudo, en la copia
del Palazzo dei Conservaron el joven tiene un pie desnudo y el otro (el
izquierdo) calzado con una sandalia (figuras 16 y 17). Se supone que la
costumbre de calzar una única sandalia está conectada a situaciones rituales
en que, a través de un contacto más inmediato con el suelo, se intentaba
alcanzar una relación con las potencias subterráneas. La hipótesis parecía
confirmada por algunos testimonios literarios. Dido, en el momento de
matarse por haber sido abandonada por Eneas, se quita una sandalia iunum
exuta pedem vinclis, Eneida, IV, 517); lo mismo hace Medea, en el acto
de evocar a una diosa como Hécate, ligada a ultratumba (nuda pedem , Met.
Vil, 182).48 Es cierto que Servio, comentando el pasaje de Virgilio, supuso
un gesto de magia simpática: atar y desatar la sandalia para atar y desatar
la voluntad ajena.49 Pero la sarie completa hace pensar más bien en un
contexto fúnebre. La iniciación era una muerte ritual: en la escena iniciática
pintada al fresco en la villa pompeyana de los Misterios, la figura de Dioniso
postrado tiene el pie derecho desnudo (figura 19).-°
Pero hay otros ejemplos mediterráneos de monosandaüsmo que com­
plican el cuadro. Tucídides cuenta (III, 22) que los plateases, en invierno
del año 428 a. de C , hicieron una incursión contra los espartanos en una
noche sin luna, teniendo calzado solamente un pie (el izquierdo). En un
fragmento conservado del Meleagro de Eurípides se cita a los héroes
reunidos para cazar el jabalí Calido; entre ellos figuran los hijos de Testio,
con una sola sandalia en el pie derecho.51 Virgilio (Eneida VII, 678 ss.)
describe a Céculo, fundador mítico de Preneste, a la cabeza de un grupo
de hombres armados cuyo pie izquierdo estaba desnudo (y el derecho
cubierto por un burdo calzado). La oscuridad de estos pasajes resulta más
reforzada que atenuada por las glosas explicativas introducidas por los
autores mismos o por sus comentaristas antiguos. Tucídides afirmó que
los platenses intentaban, con aquel único calzado, «actuar con más seguridad
en el fango», pero entonces ¿por qué no decidieron directamente ir des­
calzos? Según Eurípides, los hijos de Testion seguían una costumbre arrai­
gada entre los etolios para hacer más ágiles sus piernas, pero ya Aristóteles
objetó que en tal caso el pie calzado hubiera debido de ser el izquierdo.52
Servio, en su comentario a Virgilio, observó que se entra en combate con
el pie izquierdo por delante: a diferencia del derecho, el izquierdo está
protegido por el escudo. Macrobio, al discutir estos pasajes ( S a t u m V. 18),
propuso una explicación distinta, de carácter étnico: tanto los etolios des­
critos por Eurípides como los hernicios descendientes de Céculo, el fundador
de Preneste, eran de origen pelasgo (el pasaje de Tucídides sobre los
platenses le era desconocido). En realidad los hijos de Testio, Plexipo y
Toseo, eran diretes, no etolios como su sobrino y matador, Meleagro.53 Pero
es evidente que dudas, intentos de explicación racional o remisiones a
tradiciones remotas denuncian la incapacidad de descifrar un contenido
mítico y ritual que ya en el siglo v a. de C. se mostraba incomprensible.
Uno o más contenidos. Pues tampoco puede ser excluida a priori la
posibilidad de que en estos casos se esconda un significado análogo. Se ha
intentado aclarar el monosandalismo presumiblemente ritual de los platea­
ses comparándolo al mítico de jasón; ambos aparecen inspirados en un
modelo efébico, lejano del de los soldados adultos, los hoplitas.54 Y sin
embargo esta comparación, aunque convincente, se limita a posponer la
solución a la dificultad: ¿por qué el efebo Jasón calzaba sólo una sandalia
(la derecha)?5^ Cabe buscar una respuesta inscribiéndolo en una serie más
vasta, que incluye personajes míticos caracterizados no sólo por una única
sandalia, sino, en general, por particularidades ligadas al deambular.56 Las
simetrías entre Jasón y Filoctetes se nos muestran repentinamente eviden­
tes.57 Tras haber participado en ía expedición de los argonautas (conducida
por Jasón), Filoctetes se había dirigido a la isla de Lemnos, allí, mientras
se acercaba al altar (erigido por Jasón) de la diosa Crise, fue mordido en
el píe por una serpiente. En la tragedia homónima de Sófocles, Filoctetes
cuenta que sus compañeros, al <10 poder soportar el hedor que emana de
su pie infectado, 1o abandonan, quedando así «expuesto como un niño
abandonado por su nodriza» (vv. 5 y 702-703) en la isla desierta de Lemnos.
En ella desembarca Ulises acompañado de Neoptólemo, el joven hijo de
Aquiles, para apoderarse a base de astucia del arco de Filoctetes, con el que,
según la profecía, los griegos serían capaces de vencer en la guerra de Troya.
La condición de Filoctetes, entre la vida y la muerte, entre la humanidad
y ia bestialidad, ha sido comparada a la iniciación efébica de Neoptólemo;
ia reintegración de uno a la vida civil, al llegar a la condición adulta del
otro.58 Pasemos ahora a Jasón. En la cuarta Pythica de Píndaro (vv. 108-
116) se cuenta que, inmediatamente después de su nacimiento, para sus­
traerlo a ía violencia de su tío usurpador, sus padres habían simulado llorar
su muerte; luego, a escondidas, se lo habían confiado al centauro Quirón.
Saliendo de las aguas del río Anauros con el pie izquierdo desnudo, el efebo
Jasón tiene que cargar con una muerte simulada seguida de una infancia
y una primera juventud en un antro selvático, con un ser medio animal
medio humano. Como el pie herido de Filoctetes, la única sandalia que calza
jasón alude a la iniciación y por ello, simbólicamente, a la muerte.
También Céculo era un dios de los muertos: Tertuliano (adv. nat. 2,15)
dice que sus ojos eran tan terribles que privaban del sentido a quienes los
miraban. La identidad entre este dios y su homónimo, Céculo fundador de
Preneste, es cierta.59 En la Eneida, los hernícios guiados por Céculo tienen
la cabeza cubierta por gorros leonados de piel de lobo, similares al que lleva,
según la tradición, en el Hades, el dios etrusco de ultratumba.60 La referencia,
inmediatamente a continuación, al pie izquierdo desnudo, parece sellar ía
representación de una pura y verdadera compañía de los muertos, compa­
rable al exercitus feralis que evocará Tácito al hablar de la tribu germánica
de ios hattis.61 No está excluido que también el pie desnudo de los plateases
descrito por Tucídides tuviera implicaciones análogas.

9. Las leyendas sobre la infancia de Céculo cuentan que era un expósito,


como Rómulo —o como Edipo— . La primera comparación es inevitable:
los mitos sobre Céculo, hijo de una mujer fecundada por una chispa de la
forja, y por ello llamado hijo de Vulcano, jefe de una banda de bandidos,
fundador de una ciudad (Preñeste), hace de él un equivalente de Rómulo.62
La segunda, sin embargo, puede parecer genérica. No es así.
Las leyendas sobre la infancia de Céculo, fundador de Preneste, recuerdan
cercanamente las que rodean a la infancia de Ciro, de Moisés, de Rómulo,
y en ciertos aspectos a la del propio jesús, y de otros muchos fundadores
de ciudades, imperios y religiones. Las semejanzas entre estos relatos han
sido analizadas muchas veces y desde puntos de vista distintos, generalmente
no comunicados entre sí: psicoanalítíco, mitológico, histórico, y por último
narratológico.63 Entre los elementos que más a menudo aparecen en estas
biografías hallamos: la profecía acerca del nacimiento, presentada como una
calamidad para el soberano reinante, a quien en ocasiones el héroe está ligado
por relaciones de parentesco; la separación preventiva en lugares cerrados,
o consagrados, de la madre, indicada en ía profecía (de modo que el
nacimiento, que no obstante sigue siendo normal, es con frecuencia atribuido
a un dios); la exposición o intento de matar al recién nacido, abandonado
en lugares selváticos e inhóspitos; la intervención protectora de animales,
de pastores o de ambos, que alimentan y crían al níño; ía vuelta a la patria,
acompañado de pruebas extraordinarias; eí triunfo, el sobrevenir de un
destino adverso y finalmente la muerte, seguida en algún caso de la
desaparición del cadáver del héroe. Mitos como el de Edipo, Teseo y Télefo
siguen en parte este esquema.64 Tales convergencias podían ser utilizadas
con fines propagandísticos. Las analogías entre Télefo y Rómulo fueron
acentuadas en el período de amistad entre Roma y Pérgamo (siglos m-n
a. de C ).6- Plutarco escribió que el relato de los orígenes de Roma redactado
por Fabio Pictor se hacía eco, probablemente a través de un intermediario,
un historiador griego perdido (Diocies de Pepareto), de una tragedia también
perdida de Sófocles, Tiro. En ella se contaban las aventuras de los hijos
de Tiro y del dios Poseidón, los gemelos Neleo y Pelias, quienes, como
Rómulo y Remo, habían sido confiados a las aguas de un río, hasta que
una perra y una acémila los recogieron y criaron.66 También Jesús,
nacido de una virgen, como habían anunciado los profetas; la ira de
Herodes contra el niño destinado a ser rey de los judíos; la matanza de
los inocentes y la fuga a Egipto son acontecimientos que se inscriben
en un esquema narrativo ampliamente difundido entre el altiplano iraní
y el Mediterráneo.

10. Hemos visto surgir tres conjuntos constituidos por a) mitos sobre
el hijo (o sobrino o yerno) fatal, b) mitos y ritos relacionados de algún modo
con el deambular, c) mitos y leyendas sobre el nacimiento del héroe.
Aunque sólo son parcialmente superponibles, estos conjuntos están
ligados por una densa red de semejanzas, debidas probablemente a la
existencia de un hilo conductor común: la iniciación entendida como muerte
simbólica.67 Pongamos un ejemplo. Como Edipo «pie hinchado» libra a
Tebas de la amenaza de la Esfinge, asi Meleagro libra a Calidón de la
amenaza de un jabalí monstruoso. Al igual que jasón, quien lleva una sola
sandalia, como Télefo después herido en una pierna, Meleagro hace que se
cumpla la profecía matando a sus tíos, mientras se hace el reparto de
los despojos del jabalí abatido. Para vengar a los hermanos muertos,
Altea, madre de Meleagro, arroja al fuego un tizón apagado al que,
desde su nacimiento, estaba ligada la vida del hijo, invirtiendo, por así
decirlo, la inmersión en el fuego de Demofonte y Aquiles, que tenía
por objeto procurarles la inmortalidad. Eurípides, Aristóteles y un esco­
liasta de Píndaro ( Pyth., IV, 75) concuerdan en la afirmación de que
entre los etolios era costumbre calzar sólo una sandalia. También el
joven hijo del rey de los etolios, Meleagro, entra pues en la serie de
los héroes marcados por desequilibrios o malformaciones deambula-
torias.
En las leyendas sobre la infancia de los fundadores de imperios o
religiones estas marcas muy rara vez se repiten.68 Pero no parece casual
que, de ía lucha nocturna junto al río Yabboq ( Génesis, 32, 23-33) contra
un ser innominado (¿Yahve?, ¿un ángel?, ¿un demonio?), salga Jacob
cojeando, con la articulación del fémur dislocada y un nombre nuevo: Israel.69
Cuando leemos que los seguidores de Céculo (y, por extensión, el propio
Céculo) caminaban con un pie desnudo, este detalle aparentemente nimio
adquiere, a la luz de la configuración que hemos visto delinearse poco a
poco, una importancia inesperada. Un héroe con un solo pie calzado y los
ojos débiles (como el mismo nombre de Céculo lo indica), puede ser
considerado como la equivalencia atenuada de un héroe cojo y ciego:
Edipo.70

11. Ciro, antes de apoderarse del reino, había vivido cuenta Estra-
bón— entre los bandidos (kardakes); Rómulo, a quien una tradición con­
corde representa rodeado de hombres fuera de la ley y malhechores
(ilatrones), es descrito por Eutropío (i, 1, 2) como un abigeo. En esta
convergencia (una de tantas) entre los dos ciclos legendarios se ha visto
una prueba de la importancia que adquirieron las asociaciones masculinas
en el altiplano iraní y en el Lacio.71 Es probable, pero en cualquier caso,
se trata de un detalle ligado a un esquema narrativo difundido, como se
deduce también de la referencia de Eurípides (Las fenicias, 32 ss.) al hurto
de los caballos de Layo por parte de Edipo.72 En ía biografía legendaria del
joven héroe los hurtos de ganado llevados a cabo junto con sus coetáneos
constituyen una etapa obligada, casi un rito de iniciación. Se repetía así un
antiquísimo modelo mítico, largamente documentado en el ámbito cultural
indoeuropeo: el viaje al más allá para robar el ganado que posee un ser
monstruoso.75
Se ha propuesto ver en este mito ia reelaboración de los viajes extáticos
a] mundo de los muertos efectuados por ios chamanes para procurar caza
a la comunidad.74 A una conclusión similar habíamos llegado al analizar las
gestas nocturnas de los burkudzauta osetas, de los licántropos bálticos y de
los benandanti de Friuii, que tenían el objetivo de arrebatar a los muertos
o a los brujos los granos germinados o una cosecha abundante. Una
estructura mítica, nacida presumiblemente en una sociedad de cazadores, es
asumida (y parcialmente modificada) por sociedades muy distintas, basadas
en ei pastoreo o en la agricultura. Los eslabones de esta transmisión cultural
se nos escapan. Pero quizás no sea irrelevante que Heracles, el principal
protagonista de este ciclo de mitos en suelo griego, esté relacionado de
muchos modos con el mundo escita. Según un mito referido por Heródoto
(IV, 8-10), Heracles, tras haberse apoderado de las terneras de Gerión, se
dirigió a 1a Escitia, entonces desierta, se unió a una divinidad local medio
mujer y medio serpiente y dio origen a los escitas. Su maestro, el arquero
Téutaro (originariamente Heracles iba armado con arco, no con la clava),
es representado en ocasiones con ropas escitas. La presencia en China de
un héroe mítico a quien se atribuían empresas análogas a las de Heracles
ha sido dubitativamente atribuida a una mediación escita.75

12. También la recuperación de las vacas de Ificíes por parte de


Melampo (Odisea XI, 287-298; XV, 225 ss.) se ha comparado a los mitos
basados en el hurto de ganado del más allá.70 Melampo, hecho prisionero
por íficles, consigue librarse del hundimiento de la cárcel al oír, con su
finísimo oído, el rumor de la carcoma que deshace las vigas. Éste es uno
de los muchos elementos de fábula que caracterizan a la figura de Melampo.
Se decía de él, por ejemplo, que dos serpientes le limpiaban los oídos con
sus lenguas, de modo que lograba entender el idioma de los pájaros. La
misma facultad poseía Tiresias, el vidente ciego transformado en mujer
durante siete años por haber asistido al acoplamiento de dos serpientes.
Ya hemos visto qué analogías ligaban a Edipo «pie hinchado» con
Melampo «pie negro». Las que hay entre Melampo y Tiresias, entre Tiresias
y Edipo (tres adivinos) son evidentes. En una escena famosa del Edipo rey
de Sófocles, Edipo se retrae horrorizado al conocer por Tiresias la identidad,
hasta entonces oculta, de aquel que con su culpa ha llevado la peste a Tebas.
El diálogo entre ambos está dominado por una contraposición que esconde
una simetría importante. Por una parte está el vidente ciego que sabe, por
otra el culpable ignorante, destinado a salir de las tinieblas metafóricas de
la ignorancia para caer en las reales de la ceguera. El paso vacilante con
que Edipo (según la profecía de Tiresias) se dirigirá desterrado y mendicante,
apoyado en un bastón, a tierra extranjera, recuerda al propia Tiresias,
apoyado en ei bastón de vidente que le ha dado Atenea.77
Tiresias, y Melampo todavía más, son ios prototipos míticos de ios
yatrománticos griegos -—curanderos, adivinos, magos, extáticos— que han
sido comparados a los chamanes del Asia central y septentrional.78 Encon­
tramos entre ellos a personajes que realmente existieron pero que están
envueltos en el halo de luz de la leyenda: Pitágoras del muslo de oro,
Empédocles que desaparece en el Erna dejando un único rastro de sí: una
sandalia de bronce arrojada desde el fondo del cráter.79 Detalles
aparentemente inocuos que, rozados por la varita mágica de la comparación,
hacen que aflore repentinamente su fisonomía secreta.80

13. En Grecia el desequilibrio ambulatorio estaba asociado de manera


particular a una divinidad; Dioniso, cuyo culto, según Heródoto (II, 49), había
sido introducido por Melampo 81 Se decía que Dioniso había nacido del muslo
de Zeus.82 En el santuario de Delfos se veneraba a un Dioniso Sphaelotas
(literalmente, «que hace vacilar»). Un mito ilustraba esta calificación. La flota
de los griegos, de viaje hacia Troya, había llegado por error a Misia. En
el curso de una batalla, Aquiles se había encontrado con el soberano de la
región, Télefo. Dioniso, airado porque en Mista no le rendían honores
suficientes, hizo que Télefo se enredase en una cepa de vid, tropezara y
cayese; Aquiles lo hirió en una pierna. El héroe del talón vulnerable, el héroe
de la pierna herida, el dios que hace vacilar o caer: en la fisonomía de los
tres protagonistas de los mitos vemos refractarse, de distintas formas, el
mismo rasgo simbólico. Conocemos, al respecto, un equivalente ritual: el
askóliasmos, un juego (practicado en las fiestas en honor de Dioniso Leneo)
consistente en saltar a la pata coja.83
El término askóliazein indicaba la costumbre de las grullas de mantenerse
en pie con una sola pata.84 Tampoco en este caso faltaban implicaciones
rituales. En Délos y en Creta se practicaba, por la noche, una «danza de
la grulla»; Plutarco, en el siglo n d. de C., hablaba de ello como de una
costumbre todavía viva. Según la tradición, la danza, en la que participaban
muchachos y muchachas, imitaba el recorrido sinuoso del laberinto del que
TeseOj tras haber matado al Minotauro, salía gracias a las artes de Ariadna.
Se ha supuesto que el nombre de ía danza subraya la analogía entre los
movimientos del danzante y el modo de caminar de la grulla.85 Un rito de
ese tipo parece compatible con todo lo que se ha dicho sobre el carácter
iniciátíco de las empresas de Teseo. Que el laberinto simbolice el mundo
de los muertos, que Ariadna señora del laberinto sea una diosa fúnebre,
son conjeturas más que probables.86 En Atenas se celebraba cada año
el matrimonio de Dioniso con Ariadna el segundo día del Antheste-
rion: una antigua fiesta primaveral que coincidía con el retorno periódi­
co a la tierra de las ánimas de los muertos, ambiguos portadores de
bienestar y de influencias nocivas, a quienes se aplacaba con ofrendas
de agua y de cereales hervidos.87 Sabemos que en Délos la danza de la
grulla se desarrollaba en torno al templo de Apolo, el dios que estaba
ligado a Dioniso por una relación estrechísima, ya de simetría, ya de
antítesis.88 Precisamente en Délos, hacia el 300 a. de C., un tal Karys-
tios dedicó a Dioniso una estela que representaba a una grulla sobre
un falo89
Los lazos entre Dioniso y la danza de las grullas son solamente hipo­
téticos. No parece arriesgado, sin embargo, relacionar la caída o el salto con
los aspectos subterráneos y fúnebres de la figura de Dioniso. «La misma
cosa son Hades y Dioniso», dijo Heráclito.90

14. En la China del siglo iv a. de C., durante ei período de los Reyes


Combatientes, el filósofo taoísta Ko Hong describió en un tratado, con
mucho detalle, el llamado «paso de Yu», una danza que consistía en avanzar
ora con la izquierda ora con la derecha, arrastrando la otra pierna, de tal
modo que se imprimía al cuerpo un andar a saltos. El héroe mítico de quien
provenía el nombre de la danza, Yu el Grande, ministro y fundador de una
dinastía, estaba semiparalizado. Se le atribuían poderes de tipo chamánico,
como transformarse en oso o controlar las inundaciones. En ciertas partes
de China existían hasta no hace mucho tiempo mujeres chamanes que, con
el rostro tapado por un pañuelo, danzaban, hasta caer en trance, el paso
de Yu.91 En principio éste formaba parte de una danza animal (quizás
relacionada con el mono), comparable a aquellas, también asimétricas, que
tomaban el nombre de pájaros míticos con una sola pata: el Pí-fang, genio
del fuego; el Chang-yang, genio de ía lluvia; el faisán con rostro humano,
en el que se ha reconocido una especie de correspondencia simbólica
del Yu.92
Ignoramos si también la antigua danza china llamada «de ia grulla
blanca» tenía estas características asimétricas. Cuenta una leyenda que ía hija
de Ho-lu, rey de Wu (514-495 a. de C ), ofendida por su padre, que le había
ofrecido un pescado tras haberse comido la mitad, se dio muerte. Ho-lu hizo
sepultar a su hija en una tumba a la que se accedía por un pasaje subterráneo.
Al final de la danza de las grullas blancas había hecho entrar a los danzantes
y al público en el pasaje subterráneo y ios había enterrado vivos.93 También
aquí, como en el mito cretense, la danza de las grullas está asociada a un
corredor subterráneo y a un sacrificio humano; demasiado poco, quizás, para
hacer que un fenómeno proceda de otro tan lejano o para postular un origen
común.94 Identidades aisladas pueden ser fruto de coincidencias. Los para­
lelismos públicos basados en un isomorfismo profundo plantean preguntas
más inquietantes. Ei paso de Yu ha sido comparado a los ropajes bicolores,
mitad negros mitad rojos, vestidos por ios participantes en la ceremonia
con que se abría el año nuevo, en un período consagrado a los espíritus
de los muertos: la expulsión de los Doce Animales que simbolizaban a los
demonios y las enfermedades.95 En ambos casos el desequilibrio deambu­
latorio aparece asociado a la comunicación con el mundo de los muertos.
Ahora bien, también en Europa se creía que las ánimas de los muer­
tos rondaban entre los vivos sobre todo entre el final dei año viejo y el
inicio del nuevo, durante las doce noches entre Navidad y Epifanía.96 Precisa­
mente entonces, como se recordará, tenían lugar los vagabundeos de los ka-
llikantzaroi griegos y de los licántropos de Livonia. Los primeros eran
guiados por un «gran Kallikantzaros» cojo; los segundos, por un niño cojo.97

15. A primera vista las circunstancias de calendario a que están aso­


ciados estos fenómenos chinos, griegos y bálticos aportan elementos que
favorecen la hipótesis, que en este caso parece argumentada de manera
indiscutible, según la cual la cojera mítico-ritual sería un fenómeno trans-
cultural relacionado con el paso de las estaciones. En algunos ritos del
folklore europeo esta conexión se muestra con toda claridad: en la Marca
de Brandemburgo, por ejemplo, el que personifica al invierno que está
acabándose finge cojear; en Macedonia, bandas de niños celebran la llegada
de marzo lanzando invectivas contra «febrero el cojo».98 Pero una explicación
de este género sólo puede ser aceptada si aislamos un objeto (la cojera mítica
y ritual) basándonos en características inmediatas, y por ello superficiales.99
La búsqueda de isomorfismos profundos nos ha llegado a ampliar el cuadro,
comprendiendo fenómenos aparentemente distintos pero que tienen en
común la referencia, real o simbólica, al desequilibrio ambulatorio: cojear,
arrastrar una pierna herida, tener un talón vulnerable, caminar con un pie
descalzo, tropezar, saltar a la para coja. Esta redefinición de las características
formales del objeto a explicar ha hecho insostenible, en la mayor parte de
los casos, la vieja hipótesis interpretativa. Ligar el paso estacional al complejo
de mitos aquí analizados —empezando por el de Edipo— sería, evidente­
mente, absurdo.100
En el desequilibrio ambulatorio que caracteriza a divinidades como
Hermes o Dioniso, o a héroes como Jasón o Perseo, hemos descifrado el
símbolo de un pasaje más radical: una conexión, permanente o tem­
poral, con el mundo de los muertos.101 Esta viene confirmada también
por las connotaciones fúnebres de las doce noches en que licántropos y ka-
llikantzaroi vagan por campos y pueblos. Mas no basta con limitarse a
esta constatación. ¿Cómo es posible que mitos y ritos semejantes resurjan
con tanta insistencia en ámbitos culturales tan heterogéneos, desde Grecia
hasta China?

16. Habría una respuesta rápida, al alcance de la mano, a la pregunta


anterior. En la cojera mítico-ritual se ha reconocido un arquetipo: un símbolo
elemental que formaría parte del patrimonio psicológico inconsciente de la
humanidad.102 A conclusiones similares ha llegado también otra tentativa
de identificar, a través de la dispersión de los testimonios etnográficos, un
grupo restringido de fenómenos definibles como universales-culturales. Por
ejemplo, el mito, documentado en los más variados contextos, del hombre
unilateral o demediado, provisto de una sola pierna, un solo brazo, un solo
ojo y así sucesivamente, sería un arquetipo nacido de una propensión
psicológica inconsciente de nuestra especie.105 A este pequeño cortejo al­
guien podría añadir al que lleva una sola sandalia o al saltarín sobre un
solo pie. Obviamente, semejante proliferación anularía las ambiciones teó­
ricas inherentes a ia noción de arquetipo. Nacida para aferrar algunas
constantes del fondo de la psique humana, parece amenazada por dos
tendencias opuestas: desmenuzarse en unidades demasiado limitadas, como
sucede con la propuesta ahora descrita, o evaporarse en grandes categorías
del tipo Gran Madre, inspiradas por una psicología etnocéntrica.10’ En ambos
casos se presupone la existencia de símbolos autoevidentes, universalmente
difundidos — los arquetipos, de forma cabal-— y cuyo significado sería
aprehensible de modo intuitivo.
Los presupuestos de la investigación que estamos llevando a cabo son
completamente distintos. El objeto de ía investigación no nos viene dado,
sino que debe ser reconstruido a base de afinidades formales; su significado
no es transparente, sino que debe ser descifrado por medio del examen del
contexto, o mejor de los contextos pertinentes. Y sin embargo es cierto que
métodos distintos pueden llegar en ocasiones a resultados parcialmente
similares (aunque no tan captables). La indagación psicológica sobre el
presunto arquetipo de la cojera ha sacado a la luz su componente iniciátíco.
La indagación antropológica sobre el hombre demediado ha discutido la
posibilidad de que en un área comprendida entre Asia continental, Borneo
y Canadá, este presunto arquetipo exprese principalmente la mediación entre
el mundo de los humanos y el de los espíritus y ios dioses. Pero a fin de
cuentas esta hipótesis interpretativa ha sido arrinconada, sosteniendo que
ni un análisis en profundidad de casos particulares ni una comparación más
amplia serían capaces de hacer emerger una interpretación unitaria del
complejo mídco-ritual basado en el hombre demediado.105 Un arquetipo es,
en suma, un arquetipo, y lo que es identificado por vía casi intuitiva no
puede ser superpuesto a un análisis más profundo.
En realidad la comparación permite superar una conclusión tan tauto­
lógica. Entre los ibo africanos, entre los mikow de California, entre los bororo
de la Amazonia, los que participan en un rito con el cuerpo pintado mitad
de blanco y mitad de negro, en sentido longitudinal, personifican a los
espíritus. En el norte de Borneo, el héroe cultural que, tras subir a los cielos,
descubre la planta del arroz, es un hombre demediado. Entre los yakutos
siberianos se habla de chamanes demediados.106 También en Siberia, el héroe
de una fábula samoyeda extraordinaria, cuatro veces matado por un mis­
terioso antagonista, es cuatro veces resucitado por un viejo con una sola
pierna, una sola mano, un único ojo, que conoce el camino de acceso a un
lugar subterráneo habitado por esqueletos y monstruos silenciosos, en donde
una vieja devuelve la vida a los muertos durmiendo sobre sus huesos
reducidos a cenizas. La tendencia omniabarcante es, pues, clara.107 En ella
encaja también un testimonio procedente de una tradición cultural mucho
más próxima a nosotros: el ciclo artúrico. El hombre con una única pierna,
toda ella de plata con incrustaciones de oro y de piedras preciosas, con quien
se bate Gauvain —uno de los dos protagonistas del Perceval de Chrétien
de Troyes— se sienta silencioso en el umbral de un castillo circundado por
un río en que se encuentran personajes a los que se suponía muertos desde
hacía tiempo.108 De África a Siberia, pasando por la Ile-de-France medieval,
el hombre demediado se muestra — al modo de los cojos, los portadores
de una sola sandalia y demás— como una figura intermedia entre el mundo
de los vivos y el de los muertos o los espíritus. Se diría que hay una
construcción de orden formal que plasmara los materiales culturales más
dispares, vertiéndolos en un número relativamente exiguo de moldes preor-
denados.
Según un mito sobre ios orígenes dei género humano recogido en la
isla de Ceram (Moiucas), ia piedra quería que ios hombres tuvieran sola­
mente un brazo, solamente una pierna, solamente un ojo, y fueran inmor­
tales; el árbol de la banana, por su parte, que tuvieran dos brazos, dos piernas,
dos ojos y que fueran capaces de engendrar. En ia disputa llevó la mejor
parte el árbol de la banana; pero la piedra insistió en que los hombres
estuvieran sujetos a la muerte. Ei mito nos invita a reconocer en la simetría
una característica de los seres vivos.109 Si a esto añadimos una característica
más específicamente, aunque no exclusivamente, humana — la posición
erecta— , nos encontramos ante un ser vivo, simétrico y bípedo.110 La
difusión rranscultural de los mitos y de los ritos basados en la asimetría
deambulatoria tiene, de modo verosímil, sus raíces psicológicas en esta
percepción elemental, mínima, que ía especie humana tiene de sí misma,
de su propia imagen corpórea. Lo que altera esta imagen, en un plano tanto
literal como metafórico, resulta ser particularmente adecuado para expresar
una experiencia más allá de los límites de lo humano: el viaje al mundo
de los muertos, realizado en éxtasis o por medio de los ritos de iniciación.
Reconocer el ísomorfismo de estos rasgos no significa interpretar unifor­
memente un complejo tan dispar de mitos y ritos, sino que significa formular
la hipótesis de la existencia de nexos predecibles. Por ejemplo, si leemos
que Soslan, uno de los héroes de la epopeya oseta, se traslada vivo ai más
allá, podemos esperar que su cuerpo, aferrado al nacer por las tenazas del'
herrero de los narti, se haya vuelto invulnerable con una desafortunada
excepción: la rodilla (o el muslo).111

17. Con lo cual la noción de arquetipo es reformuiable de manera


radical, por estar sólidamente anclada al cuerpo.112 Más exactamente, a su
autorrepresentación. Se puede formular ia hipótesis de que opere como un
esquema, como una instancia mediadora de carácter formal capaz de reela-
borar experiencias ligadas a características físicas de la especie humana,
traduciéndolas en configuraciones simbólicas potencialmente universales.115
Planteando el problema en estos términos evitaremos el error en que, como
hemos visto, caen habitualmente los buscadores de arquetipos: aislar sím­
bolos específicos más o menos difundidos convirtiéndolos en «universales-
culturales». La indagación que estamos realizando ha mostrado que el
elemento universal no está representado en las unidades (los ojos, los
hombres demediados, los portadores de una sola sandalia), sino en la serie,
abierta por definición, que las incluye. Más exactamente: no por ía concreción
del símbolo, sino por la actividad categórica que, como veremos, reelabora
de forma simbólica las experiencias concretas (corporales). Entre estas
últimas es preciso incluir también, e incluso sobre todo, la experiencia
corporal de grado cero: la muerte.114

18. La definición hay que tomaría al pie de la letra. De la muerte no


se puede hablar por experiencia directa: si está ella, nosotros no estamos;
y viceversa.115 Pero durante milenios el viaje al más allá ha alimentado mitos,
poemas, éxtasis y ritos.116 En tomo a este tema ha cristalizado una forma
narrativa difundida por todo el continente euroasiático, con ramificaciones
en las Américas. De hecho, se ha demostrado que la estructura fundamental
de las fábulas de magia, basadas en las peregrinaciones del héroe, reelabora
el tema del viaje (del alma, del que va a ser iniciado, del chamán) al mundo
de los muertos.117 Es el mismo núcleo mítico que hemos encontrado en los
cortejos extáticos tras la diosa nocturna; en las batallas en que se combate
en éxtasis por ía fertilidad; en los cortejos y en las batallas rituales; en los
mitos y ritos basados en cojos, portadores de una sola sandalia y hombres
demediados. Todos los caminos recorridos para aclarar la dimensión folk­
lórica del aquelarre convergen en un punto: el viaje hacia el mundo de los
muertos.

19. A primera vista parece obvio afirmar que existe una semejanza
entre las fábulas de magia y las confesiones de mujeres y hombres acusados
de ser brujas y brujos. Habitualmente esta semejanza se atribuye a un
fenómeno de imitación consciente. Obligados por la tortura o por ias
presiones psicológicas de los jueces, los acusados habrían unido una serie
de lugares comunes, entre ellos las fábulas aprendidas en la infancia, los
cuentos oídos en las veladas y demás. Esta hipótesis, en algunos casos
plausible, no funciona cuando las semejanzas se refieren a un nivel profundo.
Analizando los mitos o los ritos ligados al estrato folklórico que posterior-
mente confluyen en el aquelarre, hemos visto que emergía una distinción
fundamental entre una versión agonista (batallas contra brujos, muertos y
demás) y otra no agonista (bandas de muertos errantes). Una bifurcación
análoga se ha distinguido, en el interior de una estructura común, entre
fábulas de magia que incluyen la función «lucha con el antagonista» y fábulas
de magia que la excluyen.118 Atribuir isomorfismos de este género a una
contaminación extemporánea y superficial sería evidentemente insensato.
Entre la fábula de magia y el núcleo folklórico del aquelarre de los brujos
entrevemos una afinidad más profunda. ¿Puede la primera iluminar al se­
gundo?

20. Hace casi un siglo que las características universales de la fábula


y de algunos mitos ricos en elementos fabulosos (empezando por el viaje
a ultratumba) han sido remitidos a la experiencia, también universal, del
desdoblamiento entre cuerpo y psique inducido por el sueño.119 Se ha
intentado reformular esta tesis un poco simplíficadora emitiendo la hipó­
tesis de un término medio entre sueño y fábula: el éxtasis chamáni-
co.U0 Pero !as semejanzas de ias fábulas en todo el globo terrestre sigue
siendo hoy una cuestión decisiva; y sin resolver.121 Y ello vuelve a pro­
poner de forma exasperada el dilema con que ha tropezado nuestra inves­
tigación.
No hay más remedio que aceptar el reto, analizando una fábula específica:
la de Cenicienta. Dadas sus características y su extraordinaria difusión (véase
mapa 4), la elección era inevitable.122
21. En la versión europea más conocida, Cenicienta, la hijastra mal­
tratada, no puede ir ai baile del príncipe porque su madrastra se lo ha
prohibido (prohibición); recibe ei vestido, los zapatos, etc. (donación de ios
instrumentos mágicos por parte del ayudante); se dirige al palacio del
príncipe (superación de la prohibición); huye y pierde el zapato, que después,
a requerimiento del príncipe, se atreve a probarse (difícil misión que lleva
ai reconocimiento de la heroína), mientras sus hermanastras se esfuerzan
inútilmente en hacer lo mismo (el falso héroe formula pretensiones infun­
dadas); desenmascara a las hermanastras antagonistas; se casa con el
príncipe. La trama, como se ve, sigue el esquema que ha ido ubicado en
las fábulas de magia. Una de sus funciones —la marca impresa en el cuerpo
del héroe o de ia heroína-—- es fácilmente reconocible en el detalle crucial
del zapato perdido.123 El monosandalismo de Cenicienta es la señal de quien
ha sido al reino de los muertos (el palacio del príncipe).m
Hasta aquí hemos considerado Cenicienta como una unidad compacta,
dejando de lado las variantes, que son numerosísimas. Examinemos las que
se refieren a la figura del ayudante mágico, de quien obtiene la heroína los
dones que le permitirán asistir a la fiesta en el palacio. En la versión de
Perrault el ayudante es un hada, madrina de Cenicienta. Más frecuentemente,
las mismas funciones son cumplidas por una planta o por un animal — una
vaca, una zorra, una cabra, un toro, un pez— al que la heroína protege.
Por tal motivo el animal muere o es hecho matar por ia madrastra. Antes
de morir, el animal confía a la heroína sus propios huesos, rogándole que
los recoja, los entierre y los riegue. En cualquier caso, ios huesos se convierten
mágicamente en los dones; en otros casos la herína encuentra los dones
sobre la tumba, en la cual a veces ha crecido un árbol.125 En tres versiones,
el animal ayudante —una zorra o un cordero en Escocia, una vaca o un
pez en la India— resucita de sus huesos y otorga a la heroína ios dones
mágicos.526
Mitos y ritos en que ios huesos, envueltos en las pieles, son utilizados
para obtener la resurrección de los animales muertos han sido rastreados,
como se recordará, en un ámbito geográfico vastísimo y heterogéneo.
Comprende gran parte de Europa (de las islas británicas a los Alpes); gran
parte de Asia (desde ia franja subártica de Laponia hasta el estrecho de
Bering, el Cáucaso, el altiplano iraní); América del norte; África ecuatorial.127
En términos generales, y por la importancia atribuida a la disolución del
cadáver, este complejo de mitos y ritos liga con la costumbre — localizada
en un área todavía más vasta, que incluso abarca ei Océano Pacífico— de
la doble sepultura.128 De modo más específico, la recogida de ios huesos está
ligada al tema legendario, sobre todo euroasiático, del árbol mágico que crece
sobre la tumba.129 En la fábula de Cenicienta, como hemos visto, íos dos
elementos (huesos y árbol mágico) se alternan. Se han documentado
versiones que incluyen la recogida de los huesos en China, Víetnam, India,
Rusia, Bulgaria, Chipre, Servia, Dalmacia, Sicilia, Cerdeña, Pro venza, Bre­
taña, Lorena, Escocia y Finlandia.130 Una distribución tan amplia y variada
lleva a excluir la evennialidad de que la presencia del tema de la recogida
de ¡os huesos en la trama de la fábula sea fruto de un injerto ocasional.131
Puede formularse una hipótesis posterior: que la versión que incluye la
resurrección de los animales muertos sea la más completa, aun habiéndose
conservado sólo en tres casos.
Se trata, sin duda, de una versión muy antigua. A mediados del siglo
XViii, como ya hemos dicho, los chamanes lapones (no’aidi) explicaron a
los misioneros daneses que era preciso recoger y ordenar con el máximo
cuidado posible los huesos de los animales sacrificados, de ral modo Ho-
rogalles, el dios a quien se había dedicado el sacrificio, los resucitaría todavía
más robustos que antes. Como se recordará, se ha identificado en Horagalles
una correspondencia lapona de Thor, el dios céltico-germánico que, en una
famosa página de la Edda, devuelve la vida a unas cabras muertas haciendo
recoger sus huesos y golpeándolos con su martillo mágico.132 Pero una de
las cabras (sigue el relato de la Edda) cojea de una pata: Thor se percata
e increpa a los campesinos presentes acusándolos de haber despiezado
torpemente el hueso de ia pata del animal. En diversas leyendas alpinas,
desde los Alpes occidentales hasta el Tirol, reaparece la misma historia (sólo
cambia el nombre del autor del prodigio). A dicha leyenda pueden com­
pararse, si bien de modo más indirecto, mitos y ritos documentados en
culturas muy variadas que describen los procedimientos utilizados para
asegurar la resurrección más o menos perfecta de animales y de seres
humanos. En el ámbito semita la prohibición de descoyuntar los huesos del
cordero pascual (Exodo 12, 46), que se repite a propósito de Cristo
crucificado (san Juan 19, 36), está indudablemente ligada a estas creencias.133
En un contexto totalmente diferente, la Lombardía de finales del siglo xn,
los seguidores de Oriente rehacían los huesos que faltaban de los bueyes,
cuya carne habían devorado en el curso de sus banquetes nocturnos, sir­
viéndose de madera de saúco. En una saga tirolesa una muchacha, primero
descuartizada y después resucitada con una rama de aliso en vez de una
costilla, es llamada «bruja de madera de aliso». Los abkhazi del Cáucaso dicen
que Adagwa, el dios del bosque, si se da cuenta de que se ha tragado un
hueso comiendo animales salvajes, lo sustituye con un trocito de madera.
Los lopari de Siberia sustituyen los huesos que faltan del animal salvaje
muerto con los del perro que se los ha comido. Los ainu, que viven en las
islas septentrionales del archipiélago japonés, cuentan que si un oso se come
a un hombre, es obligado por el jefe de los osos a resucitarlo lamiéndole
los huesos; pero si el oso se ha comido el hueso del meñique del hombre,
debe sustituirlo por una rama.134 En esta serie, culturalmente heterogénea
pero morfológicamente coherente, se inscriben las dos versiones escocesas
de la fábula de Cenicienta que incluyen tanto la recogida de los huesos como
la posterior resurrección. En ambas el animal resucitado (se trata, respec­
tivamente, de una zorra y de un cordero) cojea: en el primer caso la heroína
ha olvidado recoger las pezuñas; en el segundo, falta una de las canillas
posteriores.
La analogía con ei macho cabrío de Thor es evidente.135 Pero la variante
celta del animal cojo se incluye, como ya hemos visto, en un contexto mítico
y ritual mucho más amplio. Y permite generalizar la creencia, registrada
a principios del siglo XI por Gervasio de Tilbury, según la cual el licántropo
ai que se le cortaba una pata se convertía de forma súbita en despojos
humanos.156 Quien va al otro mundo o vuelve de él — animal, hombre o
mezcla de ambas cosas— está marcado por una asimetría ambulatoria. La
serie que hemos reconstruido permite captar ía equivalencia simbólica entre
la cojera del animal resucitado y la posterior pérdida del zapato por parte
de Cenicienta. Entre el que da ayuda • —animal, madrina-hada o, directamen­
te, madre— y quien la recibe, existe una homología oculta.137 También
Cenicienta puede ser considerada (como Thor, san Germán, Oriente) una
reencarnación de la «señora de los animales».138 Sus gestos de piedad para
con los huesos (sepultarlos, regarlos) tienen un efecto análogo al toque
mágico del martillo de Thor o de la varita de Oriente. En una versión de
la fábula recogida en Spalato, que presenta el tema de la resurrección
de forma atenuada, la semejanza es aún más cercana: la hija más pequeña
toca con una varita el pañuelo en que están recogidos los huesos de la madre
muerta, devolviéndole la voz.159
La exaltación de la pequeñez del pie femenino, en la cual se basa la trama
de Cenicienta, ha sido relacionada con la costumbre, practicada por las clases
altas en China, de fajar estrechamente desde la infancia los pies de las
mujeres. Se trata de una conjetura plausible.140 Por otra parte, se sabe que
ía más antigua de entre las versiones conocidas de la fábula de la Cenicienta
fue redactada por un docto funcionario, Tuan Ch’eng-Shih (800-63), que la
había oído contar a uno de sus criados, originario de China meridional. Al
recoger los huesos de un pez milagroso que había sido muerto por la
madrastra, ía protagonista — Sheh-Hsien— obtiene un par de sandalias de
oro y un vestido de plumas de martín pescador, con lo que se dirige a la
fiesta, donde encontrará al rey. Se ha observado que las sandalias, verosí-
ínilmente poco difundidas entre las poblaciones aborígenes de la China
meridional, eran, sin embargo, un elemento típico del vestuario de los
chamanes. Se ha supuesto que tanto el epíteto «bella como un ser celestial»,
referido a la protagonista, como la ropa de plumas de martín pescador
vestida para Ía fiesta en la gruta, aludirían a una fábula de fondo chamánico
— la de la muchacha-cisne— procedente muy probablemente del norte de
Asia.141 Estas cautas hipótesis se muestran más convincentes al enfrentarlas
al núcleo mágico que hemos identificado. Es cierto que las relaciones entre
la heroína y la madre, la madrastra, las hermanastras y el futuro esposo
quedan fuera de este análisis. Pero quizás deba extenderse a la fábula de
Cenicienta la hipótesis formulada a propósito del mito de Ediopo, esto es,
que la representación de tensiones ligadas a las relaciones familiares se haya
injertado, ya en épocas remotísimas, en el tronco narrativo de una fábula
de magia.142 La comparación no es del todo injustificada, como muestran
las semejanzas entre la trama de Cenicienta y la de Piel de asno.m Las dos
protagonistas se ven obligadas a dedicarse a labores humildes y fatigosas:
la primera porque su madrastra la maltrata; ia segunda porque es demasiado
amada por su padre, que importunándola con sus proyectos matrimoniales
la obliga a huir de casa disfrazada de animal. La afinidad de las situaciones
iniciales de las dos fábulas puede llegar a ser una superposición parcial; en
una versión rusa de Piel de asno la heroína se despoja del disfraz animal
que la envuelve (en este caso, una piel de cerdo), va al palacio del príncipe
donde pierde el zapato, etc.144 Pero la situación inicial de Piel de asno
reproduce, en forma invertida, la de Edipo: un hijo que inadvertidamente
se desposa con su madre, un padre que intenta deliberadamente desposar
a su hija. Este último tema vuelve, de forma atenuada, en otra trama
morfológicamente conectada tanto con Piel de asno como con Cenicienta'.
el padre impone a las hijas una competencia para saber cuál de ellas lo
ama más (es el núcleo fabuloso de El rey Lear ).145

22. De la cojera de Edipo al zapato de Cenicienta: un itinerario tortuoso


y lleno de vaivenes guiado por una analogía formal. Reconstruyendo la
profunda afinidad que liga entre sí a mitos y ritos procedentes de los
contextos más dispares, hemos llegado a dar un sentido a detalles aparen­
temente inexplicables o marginales que habíamos hallado en el curso de
la búsqueda: el niño cojo que guía a la banda de los licántropos de Livonia,
los animales resucitados por Oriente. Pero si en este complejo de mitos
y ritos empezamos a introducir alguna distinción geográfica, aunque sólo
sea en grandes líneas, vemos que se perfila una contraposición. Temas como
el hombre demediado o la recogida de los huesos para obtener la resurrección
de los animales muertos aparecen en Eurasia, América del norte y África
continental. Sin embargo, la variante constituida por el hueso que falta
— eventualmente sustituido por un trozo de madera u otro hueso— parece
completamente ausente en África central.146 Un análisis de la distribución
de Cenicienta lleva a las mismas conclusiones. Las innumerables variantes
de la fábula cubren un área comprendida entre las islas británicas y China,
con un significativo apéndice a lo largo de las costas meridionales del
Mediterráneo, en Egipto y en Marruecos; quizás lleguen a la América
septentrional; no tocan el África continental, donde las rarísimas excepciones
son atríbuibles, muy probablemente, a contactos recientes con la cultura
europea.147 La exclusión de África continental caracteriza además a otro
fenómeno, del que todavía no hemos hablado: la omóplatonancia o esca-
pulimancia, es decir, la adivinación basada en el omóplato de los animales
sacrificados (sobre todo carneros). Está presente en un área delimitada por
el estrecho de Bering al este, las islas británicas al oeste y África septentrional
al sur.148
Una fábula ( Cenicienta), un mito (el hueso que falta), un rito (la
omóplatomancia). En este último caso se ha supuesto una procedencia
centroasiática, quizás mongólica.149 Una procedencia análoga, o quizás más
septentrional, es verosímil también en los otros dos casos. Pero la ausencia
de penetración en eí África continental de rasgos culturales tan difundidos
e íntimamente conectados no puede deberse al azar. Proponemos ligarla
a la ausencia, en la misma África continental, de fenómenos chamánicos
análogos a los hallados en Eurasia y, de forma más atenuada, en América
del norte. De hecho, en el África continental hallamos fenómenos de
posesión, no de éxtasis seguido del viaje del alma del chamán al más allá.
Los chamanes dominan a los espíritus; el que está poseído está en poder
de los espíritus, dominado por ellos.150 Tras este clarísimo contraste entre­
vemos una diferenciación cultural presumiblemente muy antigua.

23. Aunque estén presentes también en áreas culturales que no conocen


fenómenos chamánicos en sentido estricto, los mitos y ritos basados en ia
recogida de los huesos del anima! muerto parecen seguir el angosto itinerario
interior a través deí cual el chamán reconoce su propia vocación: la
experiencia de estar hecho de pedazos, de contemplar el propio esqueleto,
de renacer a una nueva vida.’ -* En el ámbito euroasiático esta secuencia
incluye un elemento de fisonomía (aunque no exclusivamente) chamánica:
la vuelta del más allá, expresada por el hueso ausente o por el zapato perdido.
Es un rastro de los contactos que tuvieron los griegos con fas culturas de
Asia central a través de los escitas. La enigmática referencia de Alceo a
Aquiles como «señor de jos escitas» ha de verse desde este punto de vista.152
Otro ejemplo se nos ofrece, junto a la asociación de omóplatomancia y
resurrección de los huesos, en otro mito: el de Pélope.153
Pélope había sido muerto por su padre, Tántalo, quien lo había despe­
dazado, lo había! hervido en un caldero y se lo había ofrecido como alimento
a los dioses para poner a prueba su omnisciencia. Sólo Deméter cayó en
la trampa y comió una espalda del muchacho. El cuerpo de Pélope fue
recompuesto y devuelto a la vida, pero la espalda había sido sustituida por
un trozo de marfil. La analogía con los mitos y ritos euroasiáticos en que
el hueso ausente es sustituido por trozos de madera o, más raramente, por
otros huesos es obvia.554
En honor de Pélope se sacrificaba cada año, siguiendo un complejo ritual,
un carnero negro. El rito tenía lugar en Olimpia, con ocasión de la carrera
de carros. Otro mito contaba que Pélope había conseguido casarse con
Hipodamía venciendo al padre de ésta, Enómao, en una carrera de carros
y provocándole la muerte. Como se recordará, esta muerte del futuro suegro,
prevista por un oráculo, sugirió la inclusión de Pélope en la serie de los
equivalentes atenuados de Edipo.155 Su figura sólo en apariencia está falta
de las anomalías deambulatorias que caracterizan a otros héroes fatales como
Edipo, Jasón o Perseo. De hecho, hay una situación mítica en que la falta
del hueso del omóplato implica la cojera: cuando la víctima de la mutilación
es un cuadrúpedo. Así pues, entre Pélope y el carnero sacrificado en Olimpia
en su honor hay una clara relación de equivalencia.156

24. Los griegos conocían dos mitos sim ilares: el de T ántalo y el de


Licaón. E n ambos casos un hom bre ofrece a los dioses, para engañarlos,
la carne de su propio hijo, sola o mezclada con carne de anim ales; en ambos
los dioses descubren el engaño, castigan al a]Ipable y devuelven la vida a
la víctima humana desmenbrada. T an to la com ensalía entre hom bres y
dioses com o la antropofagia evocaban por contraste un tercer mito: el de
la institución del sacrificio cruento por parte de Prometeo.07 También aquí,
como cuenta la Teogonia de Hesíodo (vv. 533-561), hay un intento de
engaño, sólo aparentemente coronado por el éxito. Prometeo divide ei
grueso buey destinado al sacrificio en dos partes: ia carne y el interior,
destinada a Jos hombres, y los huesos, destinados a arder en el altar de Jos
dioses. Zeus, al ver que Je presentan los huesos envueltos en grasa apetitosa,
finge caer en la trampa. La historia sigue con el episodio del fuego, que
Prometeo roba para dárselo a los hombres; con ia venganza de Zeus, que
envía a la tierra a Pandora, don bellísimo y nefasto; y, por fin, con el castigo
de Prometeo, encadenado a una roca en el Cáucaso, presa del águila que
le desgarra el hígado (sólo Heracles, con el permiso de Zeus, lo liberará
de este tormento).158
La posibilidad de que el reparto sacrificial propuesto por Prometeo a
Zeus proceda históricamente de los ritos lapones, siberianos o caucásicos,
en los cuales los huesos de Jos animales muertos eran ofrecidos a ¡os dioses
para que les devolvieran la vida, ya fue sugerida hace tiempo.159 A hacerla
más plausible contribuye ahora la demostración de ias relaciones entre los
mitos griegos sobre Prometeo y los mitos, especialmente los georgianos,
acerca de Amirani. Sobre esta base, como ya se ha dicho, se ha postulado
una serie de contactos, anteriores ai segundo milenio antes de Cristo, entre
poblaciones de lenguas indoeuropeas y poblaciones de lenguas caucásicas.160
Pero estos hipotéticos contactos fueron reactivados, muy probablemente, en
un período mucho más cercano a nosotros. Una copiosa documentación
arqueológica muestra que entre los siglos vn y iv a. de C. los escitas
penetraron en Transcaucasia: en la Georgia occidental y central, en la región
habitada por los abkhazi, y en Ja región donde todavía están asentados los
osetas de lengua iraní.161 Si la comparación entre las leyendas sobre el héroe
Amirani (transmitidas precisamente en esta zona) y el ciclo de Prometeo
se extendiera al mito basado en la institución del sacrificio cruento, el
entrelazamiento cultural entre poblaciones caucásicas, escitas y griegas re­
sultaría, probablemente, aún más estrecho; y la originalidad de la reelabo­
ración griega, más significativa.562
Pero también se vislumbra algo en el relato de Hesíodo. Normalmente
se da por descontado que la contienda entre Prometeo y Zeus descrita en
la Teogonia se refiere, sin más, al rito griego del sacrificio cruento. Y sin
embargo, la correspondencia entre mito y prácticas rituales no tiene nada
de perfecta. Hesíodo contrapone huesos y carne, sin mencionar las visceras
(splanchna), que sin embargo tenían un papel importante en el sacrificio.163
Por otra parte, el gesto de Prometeo, que pone «carne e interiores (enkata)
ricos en grasa... en una piel» tras haberíos escondido «en el vientre del
buey»,164 no tiene ninguna relación con el ritual del sacrificio, al menos del
griego. Pero si consideramos como término de comparación el sacrificio
escita, vemos que se perfila una convergencia imprevista. Los escitas, cuenta
Heródoto (IV, 61), «embuten todas las carnes en el vientre» del buey (o
de cualquier otro animal); luego, tras mezclarlas con agua, lo ponen todo
a hervir.165 Es otra prueba de la estrecliísima contigüidad cultural entre los
escitas y los pastores nómadas de Asia central. De hecho, también los burjati
suelen cocer a ios animales envueltos en su propia piel, tras haberla llenado
de agua y de piedras rusientes.165
Dos textos muy distintos: el de Hesíodo cuenta en clave mítica la
institución del rito sacrificial griego; ei de Heródoto describe, desde un punto
de vista que hoy llamaríamos etnográfico, el rito sacrificial practicado por
una población extranjera y nómada. En el segundo, así como en el primero,
el sacrificio griego está constantemente presente como término, sea cons­
ciente o inconsciente, de comparación. Heródoto escoge, de entre el abanico
de víctimas posibles, la que para él es más obvia, el buey, con el fin de
dar más realce a ia singularidad de las prácticas escitas.167 Pero la técnica
utilizada por éstos para manipular la carne de las víctimas no puede ser
atribuida a una proyección de Heródoto, visto que en el ámbito sacrificial
griego no se encuentra nada parecido.168 Por otra parte, las finalidades
narrativas de Hesíodo no atenúan (ni explican) la puntual convergencia con
la descripción de Heródoto.169 La consecuencia es inevitable. La tradición
llegada a Hesíodo conservaba la memoria del sacrificio escita, si bien inscrita
en una reelaboración mítica con el objeto de ilustrar, por medio de ía
contienda entre Prometeo y Zeus, la decisiva novedad del sacrificio
griego.

25. El sacrificio cruento fundamentaba una separación neta e irrever­


sible entre hombres y dioses, por una parte, y hombres y bestias, por otra.
En una y otra vertiente, la religión de la ciudad, cuyo centro era precisamente
el sacrificio, hubo de hacer frente a una doble protesta, representada por
las formas de religiosidad radicales propugnadas, respectivamente, por los
seguidores de Pitágoras y los de Dioniso. Los primeros condenaban -—con
mayor o menor rigor— la alimentación carnívora, como obstáculo en el
camino de perfección que debería acercar los hombres a los dioses. Los
segundos tendían a abolir la distancia entre hombres y animales a través
del ritual sangriento de la homofagia, en que los animales eran despedazados
y devorados en crudo, casi vivos todavía.170 En el mito fundacional del
sacrificio cruento, equivalente a una elección a favor de la carne cocida
(Prometeo es también quien da a los hombres el fuego) hemos reconocido
los rastros de los usos sacrificiales de los nómanas de Asía central, por más
que estén inscritos en un ámbito totalmente diferente. Una reelaboración
análoga está quizás presente también en las posiciones, en ciertos aspectos
convergentes, de quienes se oponían al sacrificio tradicional, tanto si refu­
taban el primer término (la carne) como ei segundo (la cocción).
La convergencia entre las dos posiciones se explica, por un lado, por
la presencia documentada de Orfeo en los rituales dionisíacos; y por otro,
por la posición relevante asignada a Dioniso en los llamados libros órficos.
Nunca existió una secta órfica; lo que sí existió, desde el siglo Vi a. de C,
era una serie de poemas seudoepigráficos escritos por personajes diversos
(entre los que se cuenta, al parecer, el propio Pitágoras) que se ocultaban
tras el nombre y la autoridad de Orfeo.171 En uno de estos poemas se contaba
un rito que conocíamos previamente a través de testimonios tardíos de
autores cristianos, tanto griegos (Clemente de Alejandría) como latinos
(Firmico Materno, Arnobio). El tema del mito era la muerte de Dioniso
niño (a veces identificado con Zagreo, el mítico cazador cretense) a manos
de los Titanes. Con el rostro embadurnado de yeso, los Titanes matan a
Dioniso tras haberlo distraído con trompos, dados, un espejo y otros
juguetes; a continuación lo despedazan, lo hierven en un caldero y lo
asan en un espetón hasta que son fulminados por Zeus. Algunas versiones
añaden que Dioniso fue devorado por los Titanes. Otras, que resucitó a
partir del corazón, el cual había sido sustraído a la carnicería por Ate­
nea, o a partir de los miembros, que fueron recompuestos por Deméter
o por Rea.372
Al desmembramiento, seguido de la inmersión en un caldero de agua
hirviendo, recurre la maga Medea para rejuvenecer a Jasón y para matar
por medio de un engaño a su tío, el usurpador Pelias.175 Desmembramiento,
cocción, recompostura de los miembros y resurrección se suceden, como se
recordará, en la historia de Pélope; a la inmersión en el fuego, como medio
para asegurar a un niño la inmortalidad, habían sido expuestos, sin éxito,
Demofonte y Aquiles. Las semejanzas entre estos mitos y el de la muerte
de Dioniso nos han remitido a un elemento común iniciátíco.174 Se ha
objetado que esta interpretación descuida las connotaciones sacrificiales de
un mito que contiene (como ya observaba un problema seudoaristotélico)
una referencia explícita al sacrificio griego tradicional, cuya secuencia invier­
te. De hecho, Dioniso primero es hervido y después asado, mientras que
en el sacrificio se comían primero las visceras de las víctimas asadas al
espetón y después las carnes cocidas.175 Pero las dos interpretaciones no son
necesariamente incompatibles, puesto que en el caso de Dionisio el sacrificio
cruento podía perfectamente simbolizar un itinerario iniciátíco, porque lo
seguía una resurrección. En algunas versiones del mito, como se ha dicho,
se conseguía la resurrección sustrayendo el corazón de la víctima; en otras,
recomponiendo los miembros.176 En este último caso la alusión a la recogida
y recomposición de los huesos está implícita, visto que, en el mito, el cadáver
de Dioniso no sólo es desmembrado, sino además cocido dos veces y (en
todas las versiones) devorado.177
Que el mito órfico de Dioniso reelaborase, en la secuencia muerte-
desmembramiento-cocción-asado-recomposición de los huesos-resurrección,
mitos y ritos euroasiáticos es sólo una hipótesis o, más exactamente, la suma
de varias hipótesis. Sin embargo, sabemos que existía un santuario de
Dioniso desde el siglo VI a. de C. en Olbia, colonia griega a orillas del Mar
Negro, en los confines del territorio habitado por los escitas. Heródoto
cuenta (ÍV, 78-80) una historia que ilustra bien la atracción y la repulsa
provocadas por esta contigüidad geográfica y cultural. Escila, rey de una tribu
de escitas nómadas pero nacido de madre de lengua griega, solía desaparecer
durante largos períodos durante los cuales adoptaba a escondidas las ropas
de los griegos y sus cultos. Cuando los escitas, advertidos por un informador,
vieron a su rey pasear por las calles de Olbia, confundido entre la bandada
de seguidores de Dioniso Baqueios poseídos por el dios, se indignaron y
se volvieron contra él: «Es absurdo, dicen, imaginar a un dios que ileva a
los hombres a la locura».178 El culto que había fascinado a Escila no nos
es del todo desconocido. Entre los testimonios arqueológicos procedentes
tanto del área del santuario de Dioniso en Olbia como de las zonas
adyacentes, hay numerosas tablillas rectangulares de hueso pulido por una
o por las dos caras, de tamaño más o menos como la palma de la mano.
En ocasiones son partadoras de inscripciones. En una de estas tablillas, del
siglo v a. de C , se lee: «Vida — muerte — vida / Verdad — A — [dos
signos en forma de zigzag] — / Dio[niso] — Órfico».179 Es presumible que
un objeto de estas características tuviera una función ritual. Cuál exactamen­
te, no lo sabemos, pero no parece demasiado arriesgado suponer una relación
con el mito órfico de Dioniso, el dios muerto y luego renacido de sus propios
huesos recogidos y recompuestos.

26, El problema seudoaristotélico en que se discute la cuestión de la


precedencia de la cocción o del asado en el sacrificio menciona además el
título del poema, atribuido a Orfeo, en que se contaba el mito de la muerte
de Dioniso: Rito (o Ritos) de inicación (Telete , Teletai).i6° La presencia
de un núcleo iniciático en este mito no puede ponerse en duda.181 Los
seguidores de Pitágoras o de Dioniso proponían al iniciado modelos de
ascesis individual, indudablemente muy distintos pero que tenían en común
ser ajenos a la dimensión exclusivamente pública de la religión de la ciudad.
Durante la época helenística el interés por estas formas de experiencia
religiosa, así como la tendencia a interpretarlas en sentido alegórico, se
intensificaron. En el siglo i d. de C. Plutarco escribió que fo de la muerte
de Dioniso a manos de los Titanes era un «mito que se refería al rena­
cimiento (eis ten palinghenesian )», a la renovación interior.182 El mito, a
fin de cuentas, y el eventual rito a él ligado, ofrecían a los seguidores de
Dioniso ía posibilidad de identificarse con la muerte y el renacimiento de su
dios.
Se ha supuesto que este complejo mítico-ritual se hiciera eco de la
iniciación chamánica: un fenómeno con el que los griegos podían haber
entrado en contacto en Olbia y, más en general, en sus relaciones con los
escitas.185 La posibilidad de que el mito del renacimiento de Dioniso
reelaborase el rito euroasiático de la recogida de los huesos refuerza seme­
jante hipótesis. En efecto, se trataba de relaciones difíciles. El desdén de
los súbditos de Escila, el rey que intentó iniciarse en los misterios de Dioniso,
nacía ciertamente de una actitud de intolerancia escita frente a las costumbres
extranjeras (se conocen otros ejemplos de ello).184 Por otra parte, la frase
de condena referida por Heródoto («es absurdo, dicen, imaginar a un dios
que lleva a los hombres a la locura»), da la medida de la distancia entre
el éxtasis chamánico, que verosímilmente conocían los escitas, y la posesión
dionisíaca.185 Pero una figura como Aristea de Proconeso hace pensar que
fenómenos de hibridación religiosa greco-escitas eran, a pesar de todo, po­
sibles.186
Más a menudo estas figuras chamánicas provenían de regiones remoras,
como el país de los hiperbóreos, o semisalvajes, como Tracia. Es más, el
propio caso de Orfeo, el cantor tracto que conocía el lenguaje de los animales
y el camino que conduce a ultratumba, muestra cómo figuras y temas
chamánicos asumieron, una vez trasplantados a suelo griego, una fisonomía
completamente distinta.187 En tiempos de Platón sacerdotes itinerantes y
videntes llamaban a ia puerta de ios ricos difundiendo libros atribuidos a
Orfeo, en ios que se explicaba cómo habían de hacerse los sacrificios. En
un ámbito tradicionalmente correspondiente a la tradición oral, confiada a
la casta sacerdotal, irrumpía la escritura.188

27. Los movimientos religiosos y las sectas religioso-filosóficas que


surgieron en el curso del siglo vi proponían a sus adeptos, según los casos,
modelos de ascesis o de exaltación mística. La nueva importancia asumida
por un dios antiguo como Dioniso, en estrecho contacto con el mundo
ultraterreno, contradecía el rechazo de la muerte expresado por los dioses
homéricos. Quizás esta profunda transformación hiera exigida también por
ei encuentro con culturas en las que existía una figura de mediador pro­
fesional con el más allá.189 Pero las huellas de estos contactos son difícilmente
documentables. La presencia en la civilización griega de elementos chamá­
nicos reelaborados habrá que buscarla en fenómenos poco notorios, entre
ellos, la asimetría ambulatoria en el mito y en el rito. Es significativo que
dicha asimetría marque a los protagonistas de los mitos griegos basados en
la institución del sacrificio cruento, o en su rechazo, formulado, desde puntos
de vista opuestos, en nombre de un dios «que vacila» (Dioniso Sphaleotas)
o de un filósofo-mago a quien la tradición atribuía un muslo de oro (Pi-
tágoras).190
Pero Promereo, aquel que según el mito instituyó el sacrificio cruento,
no vacila, no tiene un muslo de oro ni tampoco es cojo. Es cierto. Sin
embargo, es preciso observar que entre Hefesto, el dios forjador de los pies
deformes, y Prometeo, dios del fuego, existen relaciones tan estrechas
como para planear su intercambiabilidad. Alguien ha supuesto que Hefesto
se ha instalado en el Olimpo suplantando a Prometeo (aunque también se
ha formulado la hipótesis inversa).591 ¿Podría la asimetría ambulatoria de
Hefesto haber explickado un rasgo obliterado o latente en la figura de
Prometeo? A favor de esta hipótesis, a primera vista capciosa, puede
aducirse una comparación imprevisible.
Una leyenda recogida hace medio siglo entre los svani del Cáucaso
presenta una versión parcialmente anómala de la gesta de Amirani (que,
como ya se ha dicho, presentaba notables afinidades con la de Prometeo).
En un momento dado Amirani se queda sin fuego. Descubre que los únicos
que lo tienen, en un radio de muchos kilómetros, son una familia de
demonios subterráneos, los Dev: nueve hermanos, uno de los cuales es cojo.
Amirani entra en su casa, maltrata a todos menos al cojo, se apodera del
fuego y se va. La rareza de los cojos en la mitología caucásica ha sugerido
una comparación con el mito en que Prometeo roba el fuego de la fragua
de Hefesto, el dios cojo. Una convergencia tan puntual y concreta — se ha
dicho contrasta con el nivel de abstracción que habitualmente caracteriza
las relaciones entre eí ciclo caucásico de Amirani y el griego de Prometeo.
En consecuencia: a) la cojera de las dos víctimas del hurto se debe sin duda
a un préstamo; b) la dirección del préstamo es, también sin duda, de Grecia
al Cáucaso.192
Ambas conclusiones parecen discutibles. A no ser que nos enteremos
de que el protagonista de un mito georgiano es un chamán con las piernas
deformes, o de que (os mitos sobre ios nueve Dev (uno de los cuales es
cojo) han sido revelados por chamanes en estado de trance, todo nos hace
pensar que la cojera tiene, en las mitologías de las poblaciones caucásicas,
una importancia y un significado similar a los que hemos reconstruido hasta
el momento.193 Si incluimos la cojera en la serie más amplia de las asimetrías
ambulatorias, descubriremos que en ella entra también Amirani. La leyenda
recogida entre los svani dice que, inmediatamente después del robo del fuego,
Amirani es engullido por un dragón que se introduce bajo tierra; consigue
salir de las visceras del dragón; tras diversas aventuras se encuentra con
un águila que, a cambio de doce yuntas de bueyes y de una cantidad
equivalente de pan, se presta a llevarle volando a la superficie. El águila
se eleva en espiral, comiendo carne y pan al final de cada vuelta. Finalmente,
cuando sólo faltan dos vueltas, Amirani se da cuenta de que las provisiones
se han terminado. Entonces «se corta un trozo de su propia carne y se lo
mete al águila en el pico. El águila lo encuentra mucho más sabroso que
los anteriores y llega a tierra sin detenerse. Amirani se baja y el águila le
da un pedazo de su propia ala diciéndole que se restriegue la herida con
é l La herida se cura de inmediato».194 La leyenda caucásica no da más detalles
sobre ia automutilación de Amirani. Para saber algo más al respecto hemos
de dirigirnos a una fábula de Mantua registrada hace menos de veinte años:
Sbadilon.19-
Sbadilon es un bracero que vaga por el mundo con la azada al hombro,
junto con dos compañeros. Tras diversas aventuras llegan a un país cuya
princesa ha sido raptada. En un prado ven una lápida; Sbadilon la levanta
con dos dedos, ve un gran agujero y se mete dentro con una cuerda. Al
llegar bajo tierra, mata a cinco magos a azadonazos y encuentra a la princesa,
que en señal de gratitud promete casarse con él. Sbadilon hace que sus dos
compañeros la saquen tirando, pero cuando le toca salir a él, aquellos cortan
la cuerda y se van con la princesa. «El pobre Sbadilon, estando allí abajo,
abre una puerta y sale un águila: "Oh, Giovanni, ¿qué haces aquí?” Entonces
él le cuenta que había salvado a la princesa, y dice: "¿Cómo haremos para
salir de aquí?” Y responde el águila: "Escucha, si tienes carne, te llevaré
arriba”. "Oh, no tengo, pero ¿te gusta la carne de mago?” "Sí”, responde.
Entonces se echa a las espaldas dos o tres magos y se sube en el águila.
"Y cuando yo te diga que me des un pedazo de carne, tú me la das”. Y así
fueron, “dame un pedazo de carne, dame un pedazo de carne”. Pero cuando
casi habían llegado arriba, ya no quedaban magos, y al pedirle el águila "dame
un pedazo de carne”, en vez de decirle que ya no había, se cortó un pedazo
de talón, y así lograron salir. Y cuando estaban arriba dice: "¿Qué es esa
herida que tienes ahí?”. Y entonces le dice: "Calla, calla, que tengo un
frasquito de unto que hace crecer el talón” Y entonces le volcó el frasquito
de unto (son sólo fábulas ¿eh?) y le volvió a crecer el talón, y luego se
saludaron, él y el águila...».196

28. «Son sólo fábulas, ¿eh?»: són sólo fábulas, como dice la narradora
de Cesóle, en la región de Mantua, distanciándose por un momento del
acontecimiento prodigioso que está contando.197 No podía saber que casi
cuarenta años antes otro narrador ha contado el mismo prodigio, casi con
las mismas palabras, a miles de kilómetros de distancia, en las montañas
del Cáucaso, repitiendo un esquema probablemente más que milenario. Pero
precisamente porque son fábulas, narraciones regidas por una lógica peculiar
pero férrea, podemos llenar la laguna que supone la mutilación imprecisa
de Amirani con el talón cortado de Sbadilon.
La identidad sustancial entre los dos episodios es mucho más sorpren­
dente desdé el momento en que no implica la mediación de Prometeo, La
existencia de un mito en que Prometeo, tras haberse metido bajo tierra,
vuelve a la superficie sobre un águila a la que da de comer de su propio
talón es a priori improbable, dado que en el ciclo griego el águila siempre
tiene una función negativa (mientras que en el caucásico sucede lo contra­
rio).198 La serie de fabuladores y fabuladoras que durante generaciones y
generaciones han contado entre el Cáucaso y la llanura del Po, en innu­
merables lenguas, la misma historia — o más bien el mismo episodio
incluido en innumerables historias distintas— han ignorado el mito de
Prometeo; y si lo conocían, no lo tuvieron en cuenta. Pero si abandona­
mos el plano de la identidad por el del isomorfismo, las conclusiones
cambian. Es muy probable (no decimos que sea seguro) que Prometeo
fuera marcado por una asimetría ambulatoria que por puro azar no figura
en los testimonios que han llegado hasta nosotros. En vez de un talón
cortado, Prometeo pudo haber tenido los pies deformes como Hefesto.
O una rodilla con rótula de lobo, como Amirani, que se sirve de ella para
hundir una torre de cristal en la que yace un gigante muerto.199 También
los talones cortados de Amirani y de Sbadilon son, como es obvio, la
marca del que ha hecho el viaje subterráneo al mundo de los muertos (al
que, en la fábula mantuana, se accede levantando una lápida). Se ha
observado que Amirani tiene algunos rasgos chamánicos.200 En Prometeo
—un dios que actúa como mediador entre Zeus y los hombres— están
casi borrados. Pero será prudente precisar: en el Prometeo que cono­
cemos.
Habíamos partido de la simetría entre el episodio de la leyenda caucásica
en la que Amirani se apodera del fuego sin tocar un pelo al Dev cojo y
el mito en que Prometeo roba el fuego al cojo Hefesto. En realidad se trata
de una simetría doble que implica no sólo a las víctimas, sino también a
los autores del hurto; unos y otros se muestran ligados por una relación
de tipo especular.201 Simplificando podemos decir que se trata de cuatro
variantes, regrupadas de dos en dos, dei mismo personaje. Tres de ellos
se caracterizan por una asimetría ambulatoria distinta: rodilla con rótula de
lobo (Amirani), cojera (Dev), piernas deformes (Hefesto). En lo que a
Prometeo se refiere, debemos limitarnos a las conjeturas. Pero ya es evidente
que los cojos, y más en general los personajes caracterizados por la asimetría
ambulatoria, no pueden ser considerados un dato superficial, y por ello
adscribibles sin más a un préstamo.202

29. Al indagar sobre las raíces folklóricas del aquelarre vimos aflorar
una serie de testimonios en los que se hablaba de hombres y mujeres que
vivían en éxtasis experiencias similares a las de los chamanes siberianos:
el vuelo mágico y la transformación en animal. Dejando aparte los casos
de Laponia y de Hungría, en donde el nexo cultural y étnico con Asia central
era obvio, para explicar la presencia en suelo europeo de estos fenómenos
cabía hacer dos suposiciones. La primera era que el trámite estuviera
formado por una población culturalmente afín — excepción hecha de la
lengua— a los nómadas de las estepas como los escitas, con quienes primero
los griegos (desde el siglo vn a. de C.) y después los celtas (desde el siglo
rv a. de C.) habían establecido relaciones comerciales a orillas del Mar Negro.
La segunda era que los contactos con los escitas hubieran reactivado, tanto
en los griegos como en los celtas, elementos culturales latentes, aunque
sedimentados desde hacía muchísimo tiempo, siglos, quizás milenios.
A diferencia de la primera, esta segunda hipótesis se basa en un vacío
documental. Lo que induce a volver a proponerla, en forma de postulado
(y como tal indemostrable) es la dificultad de remitir a los contactos (a fin
de cuentas circunscritos) con los escitas, la extraordinaria diseminación por
el continente europeo de rasgos chamánicos, posteriormente forzados a
confluir en el estereotipo del aquelarre. La hipótesis de una prolongada
contigüidad, anterior al segundo milenio antes de Cristo, en una zona quizás
situada entre el Mar Negro y el Mar Caspio, de poblaciones hablantes de
lenguas indoeuropeas y poblaciones hablantes de lenguas caucásicas, ha
sustituido a otra, en boga hace tiempo, de una o más invasiones de jinetes
chamánicos procedentes de Asia central.203 Pero en ambos casos se trata
de conjeturas.
De modo muy distinto está documentado, sin embargo, el sustrato
subterráneo de la mitología euroasiátíca unitaria surgida del análisis de los
mitos y ritos basados en la asimetría ambulatoria. Podremos proseguir la
investigación concentrándonos en la Europa medieval para mostrar cómo
con la pata de oca de la mítica reina Pédauque, con el pie de dimen­
siones estrafalarias de «Berta del gran pié» (una variante de Perchta),
con el pie de pato o de burro de la reina de Saba (un Edipo al revés,
que plantea enigmas a Salomón), con la pata de oso de la Baba-
Yagá rusa, y así sucesivamente, se habían colado la pata de oca, los cas­
cos equinos o la cojera del diablo (figura 18).204 En las múltiples varian­
tes de un detalle aparentemente marginal está encerrada una historia
milenaria.
30. Guiados por estos detalles nos hemos centrado de nuevo, por un
camino transversal, en la figura de la diosa nocturna resucitadora de animales
(parte II, capítulos I y II). un recorrido un tanto periférico nos permitirá
ver, desde un punto de vista distinto, fenómenos como las batallas nocturnas
y las mascaradas rituales (parte II, capítulos III y IV). Hasta ahora hemos
analizado un rasgo mítico y ritual en contextos extremadamente heterogé­
neos, mostrando que a ía persistencia de la forma correspondía una cons­
tancia sustancial del significado. Examinemos ahora la situación opuesta, en
la que a una forma casi idéntica corresponden contenidos distintos. ¿Por
qué se ha mantenido la forma?
Los vogulo-ostjakos, hoy asentados en Síberia occidental, ocupaban hasta
el siglo xi una vasta zona en torno a Perm, en la vertiente opuesta de los
Urales. Cuenta un mito que hace mucho tiempo unos cazadores, al volver
del bosque, se preparaban para comer. De repente vieron que se aproximaba
una banda de gente hostil. Una parte de los cazadores escapó, llevándose
la carne todavía cruda. Los otros se quedaron y empezaron a cocinar la carne
en los calderos; pero antes de que estuviera cocida tuvieron que enfrentarse
a un ataque de los enemigos, del que salieron con las narices rotas. Los
descendientes de los comedores de carne cruda, liamados Aíos-cbum, es decir,
los hombres similares a los dioses, son considerados inteligentes, civilizados,
buenos; los descendientes de los comedores de carne medio cruda, llamados
Por-chum , son, por el contrario, considerados estúpidos, groseros, malos.
Cada grupo tiene sus propios lugares de culto y sus propias ceremonias;
animales y vegetales son clasificados, según los casos, como Mus (por
ejemplo, la oca o el abedul) o como Por (por ejemplo, el oso o el alerce).
Aíos y Por constituyen dos fratrías exógamas: sólo pueden casarse con los
miembros del otro grupo. El mito habla también de una pareja de héroes
hermanos que están en relación con este sistema dual.205
En las orillas del Mediterráneo se cuenta (Ovidio, Fasti, 2, 361 ss.) una
historia similar. Los protagonistas son dos hermanos, Rómulo y Remo.
Siguiendo el rito, al dios Fauno se le van a sacrificar algunas cabras. Mientras
los sacerdotes preparan las ofrendas sacrificiales, clavadas en varitas de sauce,
Rómulo y Remo se quitan la ropa y pelean con otros jóvenes. De repente
un pastor da la voz de alarma: hay bandidos que se están llevando los
cabritos. Sin siquiera coger las armas, los jóvenes se lanzan en su persecución.
Remo vuelve con ei botín, coge de los espetones las carnes que están
asándose y se las come, compartiéndolas con los Fabios: «Ciertamente esto
corresponde ai vencedor». Llega Rómulo desilusionado, ve los huesos des­
nudos (osque nada) y se pone a reír, lamentándose por la victoria de Remo
y los Fabios y el fracaso de sus Quintilios. En memoria de aquel lejano
acontecimiento, cada año, el 15 de febrero, se celebraba en Roma la fiesta
de las Lupercalia: luperci Quinctiales y luperci Fabiani peleaban corriendo
desnudos alrededor del Palatino.
Algunas leyendas sobre la más antigua historia de Roma hablan de un
sacrificio interrumpido por una batalla. Todavía es más estrecha la analogía
entre el relato de Ovidio y el mito de Caco, el bandido. Caco roba un rebaño
de bueyes; Hércules los encuentra, mata a Caco e instituye un culto junto
al Ara Máxima, confiando la celebración del sacrificio a los representantes
de dos familias nobles, los Potitii y los Pinarii; Pinario llega tarde, cuando
las ofrendas ya han sido comidas, y es excluido, junto con sus descendientes,
del ejercicio del culto.206 Pero todo esto no ilumina las analogías, verdade­
ramente desconcertantes, entre el mito de los voguli-ostjaki y el del origen
de las Lupercalia, registrado casi dos milenios antes.207 Que los dos relatos
sobre la comida (o sobre el sacrificio) interrumpida por la llegada de ladrones
de ganado sean el resultado de una convergencia independiente parece muy
improbable. Quedan dos hipótesis, la derivación de un modelo común o el
préstamo.208 Ambas implican que este esquema narrativo se haya conservado
casi intacto durante muchísimo tiempo, siglos y siglos, si no milenios. El
análisis de los contextos respectivos debería permitirnos comprender cómo
ha sido posible semejante cosa. Por una parte tenemos un área, sustancial­
mente coincidente con Asia central, en donde a) se conocen muchos casos
de doble monarquía o de doble poder; b) suelen clasificarse los lazos de
parentesco según dos grandes categorías, identificadas respectivamente con
el «hueso» (la línea paterna) y la «carne» (la línea materna) ; c) es frecuente
el sistema matrimonial del intercambio generalizado, que implica, como
elección preferente, el matrimonio entre primos cruzados matrilaterales (el
hijo de la hermana que se casa con la hija del hermano).209 Y al otro lado
el Lacio, donde (a) está presente en forma de rastro, mientras ib) y (c)
están completamente ausentes.210 En los dos mitos, clases exógamas y
contraposiciones carne/huesos están desunidas: en el de los voguli-ostjaki
encontramos sólo la primera, en el referido por Ovidio, sólo la segunda.
Naturalmente, sería absurdo ver en esta disyunción la prueba de que también
en el Lacio debió de existir, en épocas protohistóricas, un sistema basado
en clases exógamas. Es más verosímil suponer que los dos mitos interpre­
taran los elementos dualistas presentes, en muy distinta medida, en ambas
sociedades. También en el Antiguo Testamento la hostilidad entre dos
gemelos, Esaú y Jacob, anticipa y justifica la hostilidad entre sus respectivos
descendientes, idumeos e israelitas. Y también en este caso la supremacía
de Jacob va acompañada de una renuncia alimentaria: el plato de lentejas
cedido a Esaú a cambio de la primogenitura ( Génesis, 25, 29-34).

31. Se ha localizado gran número de sociedades dualistas en Asia, en


las Américas y en Australia (en Africa son mucho más raras). Entre las
características que tienen en común hallamos varios elementos que también
están presentes en el mito fundador de los voguli-ostjaki: presencia de
matrimonio exogámico, ligado por intercambios no sólo matrimoniales, sino
también económicos o ceremoniales; descendencia frecuentemente matrili-
neal; posición relevante atribuida, en la mitología, a una pareja de hermanos
o gemelos; en muchos casos reparto del poder entre dos jefes, con funciones
distintas; clasificación de los seres y las cosas en parejas contrapuestas; juegos
o peleas en que se expresa la relación entre las mitades exogámicas, que
es al mismo tiempo de rivalidad y de solidaridad.211 La dispersión de
sociedades con características tan similares ha sido interpretada de distintas
maneras: los que sostienen la tesis histórica se inclinan por la difusión a
partir de un punto determinado; los que sostienen la tesis estructural
postulan la acción independiente de una tendencia humana innata. Por estos
motivos el origen de las sociedades dualistas ha sido considerado un caso
crucial para discutir la relación entre historia y estructura.212 Volvemos a
encontrar el tema que atraviesa toda esta investigación. Pero ios resultados
ya reunidos nos indican una solución. Aunque se consiguiera demostrar que
las sociedades dualistas se han difundido a partir de un punto preciso de
Asia central (es un ejemplo ficticio), los motivos de su distribución y de
su persistencia permanecerían inexplicados. Aquí se introducen las consi­
deraciones de orden estructural, que conciercen a la existencia potencial, y
no actual, de las sociedades dualistas. La fisonomía dicotómica de estas
sociedades (se ha dicho) es el resultado de la reciprocidad, de una relación
complementaria que implica un intercambio de mujeres, de prestaciones
económicas, de ceremonias funerarias o de otro tipo. El intercambio, a su
vez, brota de la formulación de una serie de oposiciones. Y la capacidad
de expresar las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones
es la característica específica de lo que llamamos cultura.255
Las características elementales de las sociedades dualistas han precisado,
como se ve, de reflexiones de carácter muy general. Pero en esta dirección
aún podemos avanzar un trecho.

32. Las fases más antiguas de la historia humana se distinguen trad


cionalmente basándose en la materia de los utensilios utilizados: piedra
(tallada o pulimentada), hierro, bronce. Se trata de una clasificación con­
vencional, basada en elementos externos. Pero se ha observado que el uso
de utensilios, aun siendo decisivo, no distingue de modo específico a la
especie humana. Aunque en medida muy limitada, es compartido con otras
especies animales. Ahora bien, sólo la especie humana tiene el hábito de
recoger, producir, almacenar o destruir (según los casos) objetos que tienen
una única función, la de significar: ofrendas a los dioses o a los muertos,
utensilios funerarios sepultados en las tumbas, reliquias, obras-de arte o
curiosidades naturales conservadas en museos o colecciones. A diferencia de
las cosas, estos objetos portadores de significado o semióforos (como han
sido definidos) tienen la prerrogativa de poner en comunicación lo visible
con lo invisible, es decir, con acontecimientos o personas alejados en el
espacio o en el tiempo, e incluso con seres situados fuera de ambos: muertos,
antepasados, divinidades. La capacidad de sobrepasar el ámbito de la ex­
periencia sensible inmediata es, por lo demás, el rasgo que distingue al
lenguaje, y más en general a la cultura humana.214 Esta nace de la elaboración
de la ausencia.
En el desarrollo intelectual del ser humano esta elaboración empieza ya
en la primerísima infancia, durante el proceso de construcción de un mundo
de objetos, y prosigue en la actividad de formación simbólica.215 Sería
tentador volver a proponer la vieja tesis de que la ontogénesis recoge la
filogénesis, de que el individuo recorre en su crecimiento las etapas recorridas
por la especie humana. La observación del presente permitiría entonces
aferrar un pasado de otro modo inalcanzable. En el gesto del niño de
dieciocho meses que (quizás) revive las reacciones suscitadas por la ausencia
y la vuelta de la madre arrojando lejos de sí un carrete atado a un hilo
para reencontrarlo alegremente inmediatamente después se ha reconocido
un modelo de repetición simbólica, controlada y no coaccionada, del pasado.
Pero ¿es lícito buscar las raíces del simbolismo mítico-rimal en la psicología
infantil?216
Admitamos simplemente que el niño use el carrete como un semióforo;
que el carrete designe a la madre, sea la madre. Bastará con un ejemplo
para ilustrar la potencialidad y los limites de la analogía entre individuo
y especie. La costumbre de recoger los huesos de los animales muertos para
hacerlos resucitar es, ciertamente, muy antigua, como da a entender la
distribución geográfica (Eurasia, África, las Américas) de los testimonios
míticos y rituales. Supongamos a) una especie animal que b) saca buena
parte de sus medios de subsistencia de la matanza de c) otras especies
animales, d) vertebradas, e) obtenibles en cantidad no ilimitada. Hay muchas
probabilidades de que esta especie acabe, antes o después, utilizando los
huesos de los animales muertos como semióforos.217 Ahora bien, es preciso
que a las condiciones ya señaladas se añada otra decisiva: la especie en
cuestión debe disponer ya de la capacidad simbólica que atribuimos de
manera exclusiva a la especie homo sapiens. Con esto el círculo se cierra.
Aquí el origen está, por definición, cerrado.218
Por lo demás, no deja de ser cierto que un rito de ese tipo ya pudo
ser practicado en el Paleolítico (como se ha supuesto).219 Pero quienesquiera
que fuesen los cazadores que recogieron por primera vez los huesos de un
animal muerto para que resucitase, el sentido de su gesto está claro: poner
en comunicación lo visible con lo invisible, el mundo de la experiencia
sensible dominado por la escasez con el mundo más allá del horizonte,
poblado de animales. La perpetuación de la especie más allá de la muerte
del individuo singular (de la presa singular) probaba la eficacia del rito
mágico basado en recoger los huesos. Todo animal que asomaba por el
horizonte era un animal resucitado. De aquí la identificación profunda entre
animales y muertos: dos expresiones de la alteridad. El más allá ha sido,
antes que nada, literalmente, el otro sitio.220 La muerte puede ser considerada
como un caso particular de la ausencia.

33. Estas consideraciones (inevitablemente más mítopoiéticas que mi­


tológicas) iluminan la distribución y la persistencia de las sociedades dua­
listas. En la relación entre iniciados y no iniciados, como en todas las
situaciones en que la sociedad se divide en dos grupos, se ha reconocido
la expresión de la oposición suprema, la que hay entre muertos y vivos.221
Una afirmación de alcance tan general podrá parecer imprudente. Pero ia
investigación sobre los fenómenos extáticos en el ámbito europeo nos ha
llevado exactamente a las mismas conclusiones. Tras la descripción de tas
batallas reñidas en éxtasis o en sueños de benandanti, burkudzdutdi íicán-
tropos, táltos, kresntki, mazzeri, hablamos entrevisto una afinidad subterrá­
nea entre estos personajes y sus adversarios. Por una parte, vivos asimilados
a los muertos a través del éxtasis; por la otra, según ios casos, muertos,
brujos y demás componentes del mismo grupos iniciático. Entre los posibles
equivalentes rituales de estas batallas extáticas hemos recordado las Luper-
calia: una fiesta que tenía lugar en el período del año dedicado a los muertos,
que preveía una pelea entre dos grupos iniciáticos homólogos y que tenía
la finalidad explícita de procurar la fertilidad.222 Homólogos pero no simé­
tricos, como nos recuerda el relato del sacrificio interrumpido que en los
Fasti de Ovidio ilustra el origen de las Lupercalia. Los alimentos menos
apetitosos o incomibles — carne cruda o huesos, según los casos— corres­
ponden a los seres jerárquicamente superiores; entre los vogulo-ostjakos,
a los Mos-chum, es decir, a los hombres similares a los dioses; en el Lacio,
a Rómulo, el futuro rey divinizado tras la muerte como Quirino.225 Ya hemos
señalado que también Jacob, el futuro escogido de Dios, renuncia a su propio
plato de lentejas; y que el sacrificio de Prometeo destina la carne y las visceras
a los hombres, y los huesos a los dioses.

34. Hemos definido a los animales y a los muertos como «dos expre­
siones de la alreridad». También en este caso la fórmula, poco expeditiva,
remite a resultados ya obtenidos. En cuanto a las connotaciones fúnebres
de divinidades semibestíales como Richella o rodeadas de bestias como
Oriente — herederas lejanas de la antiquísima «señora de los animales»-—
no es preciso insistir. Los seguidores de Diana, Perchta y Holda recorrían
los cielos a la grupa de animales sin precisar; los benandanti, durante su
catalepsia, hacían salir su espíritu, en forma de ratón o mariposa, del cuerpo
exánime; los táltos asumían el aspecto de garañones o de toros, los
licántropos, de lobo; brujas y brujos acudían al aquelarre a lomos de machos
cabríos o transformados en gatos, lobos o liebres; los participantes en los
ritos de las calendas se enmascaraban de ciervos o de terneros; los chamanes
se vestían de plumas a fin de prepararse para sus viajes extáticos; el héroe
de la fábula de magia se dirigía, sobre cabalgaduras de cualquier género, hacia
lugares misteriosos y remotos, o simplemente, como en un cuento siberiano,
cabalgaba sobre el tronco de un árbol caído y se transformaba en oso,
entrando en el mundo de los muertos.224 Metamorfosis, cabalgatas, éxtasis
seguidos de la salida del alma en forma de animal son diversos caminos
que llevan a una única meta. Entre animales y ánimas, entre animales y
muertos, animales y el más allá, existe una conexión profunda.225

35. En su poema Los Argonautas (área 250 a. de C.) Apolonio Rodio


describe (III, 200-209) el desembarco de los compañeros de Jasón en una
playa de la Cólquida llamada Circea. Allí crecen tamariscos y sauces en
abundancia. En lo alto de los árboles hay cadáveres atados. «Todavía hoy
—explica Apolonio— , cuando muere un hombre los habitantes de la
Cólquida lo cuelgan de un árbol fuera de la ciudad, envuelto en una piel
de buey sin curtir; mientras que las mujeres son inhumadas. En el Cáucaso
(donde estaba situada la antigua Cóíquida), y particularmente entre los
osetas, estas prácticas funerarias aún estaban extendidas hasta hace pocos
decenios. Algunos viajeros del siglo XVUi la registraron, ya en vías de
desaparición, entre los yacutos de Asia central.226
La costumbre de sepultar a los muertos poniéndolos sobre una plata­
forma elevada o colgándolos de los árboles está presente en un área
vastísima, que comprende gran parte tanto de Asia central y septentrional
como de África.227 Pero envolver o coser a los muertos (varones) en pieles
de animales es una costumbre mucho más específica. El paralelismo con
el rito euroasiático de la resurrección basada en recoger los huesos del animal
muerto y envolverlos en la piel es evidente. Ello permite descifrar un detalle
de otro modo incomprensible que figura en un grupo de leyendas caucásicas.
Entre los osetas se cuenta que Soslan consiguió expugnar una ciudad
haciéndose encerrar en la piel de un buey muerto a propósito y fingiéndose
muerto. Este último detalle quizás sea una atenuación. En las variantes
circasianas de la misma leyenda, Soslan es brutalmente escarnecido, como
si realmente estuviera muerto: «¡Eh, mago de las piernas deformes, ios
gusanos se ceban en tí!» Soslan, que tiene la rodilla vulnerable de resultas
de un intento fallido de asegurarle la inmortalidad cuando era niño, es de
hecho un mago, una especie de chamán, una persona capaz de ir vivo al
más allá y volver. Por eso puede resucitar de la piel de buey en que ha
sido envuelto.228
Pero la analogía con el rito basado en la recogida de los huesos no es
suficiente. Para descifrar el significado de esta piel de animal habremos de
servirnos de una estrategia más indirecta y envolvente, similar a la que
seguimos en el caso de los cojos.

36. En el Islendigabók («Libro de los islandeses»), escrito por Ari el


Sabio hada el año 1130, se cuenta que el legislador Thorgeir decide
convertirse al cristianismo con todos sus compatriotas tras haber yacido
durante un día y una noche, sin pronunciar palabra, tapado con el manto:
un gesto en que se ha reconocido un ritual chamánico.229 Volvemos a
encontrarlo, junto a otros muchos rasgos del mismo tipo, en las sagas
compuestas en Islandia entre los siglos XII y XIV.230 En la Húvardar Saga,
por ejemplo, un guerrero que forma parte de un grupo de hombres expertos
en las artes mágicas es presa, poco antes de la batalla, de una somnolencia
imprevista que lo obliga a echarse en el suelo cubriéndose la cabeza con
el manto. En ei mismo instante, uno de los enemigos empieza a agitarse
en sueños y a suspirar con fuerza. Entre las almas de los dos guerreros,
sumidos en un estado cataléptico, tiene lugar un duelo que concluye con
la victoria del primero.251 El tema del duelo entre chamanes, generalmente
transformados en animales, es sin duda Japón.232 Pero en Laponia el éxtasis
se obtiene golpeando incesantemente el tambor chamánico; el recurso a una
concentración interior bajo la protección de una tela o de una piel debió
de llegar a Islandia a través de los esquimales.253 En otras regiones árticas
se combinan las dos técnicas. El 1.” de enero de 1565 el mercader inglés
Richard Johnson, que en sus exploraciones se había introducido entre los
samoyedos, más allá del círculo polar, asistió a orillas del río Pécora a un
rito mágico. Algún tiempo más tarde lo describió en una relación: el mago
(el chamán) golpeba con un martillo un gran tambor parecido a un cedazo,
lanzando gritos salvajes y con el rostro tolamente cubierto por una tela
adornada con huesos y dientes de animales; en un momento dado perdió
los sentidos y se quedó inmóvil durante cierto tiempo, como muerto; luego
se recuperó, prescribió el sacrificio y se puso a cantar.254 Cubrirse el rostro,
caer en letargo, llevar a cabo acciones inspiradas: es la misma secuencia que
encontramos en las sagas islandesas. ¿Por qué cubrirse el rostro?
En Islandia (como en las islas de la Frisia septentrional) los que nacían
con la «camisa» (el amnios) eran considerados personas dotadas de una
segunda vista.235 Ellos eran los únicos que podían ver las batallas que, según
las sagas islandesas, eran reñidas «en espíritu» por la fylgia, el ánima externa
que abandona el cuerpo en forma de animal invisible.256 A la noción de
fylgta está ligada la noción, en ciertos aspectos paralela, de hamingja , fuerza
vital: término que, quizás, deriva de otro más antiguo, hamgengja (capacidad
de transformarse en animal) y en cualquier caso relacionado con hamr ,
envoltura, en el doble sentido de forma del alma, generalmente animal
-—lobo, toro, oso, águila— , y de envoltura que rodea al feto, es decir, la
placenta.237 Berserkir, es decir, «saya de oso», se llamaba a los guerreros
que (cuentan las sagas) eran presa periódicamente de accesos de furia
bestial.238 Este cruce de significados no está demasiado lejos de la creencia
extendida entre los samoyedos según la cual el que nace vestido (es decir,
envuelto en una membrana) se vuelve chamán (es decir, capaz de asumir
una segunda piel, transformándose en animal).239
Estamos moviéndonos en un ámbito vastísimo pero relativamente ho­
mogéneo desde el punto de vista cultural: las regiones del extremo norte,
desde Islandia a Siberia. Pero como se recordará, la creencia en las virtudes
chamánicas de los nacidos con la «camisa» tiene una difusión mucho más
amplia. En Rusia se convierten en licántropos; en Friuli, en benandantr,
en Dalmacia, en kresniki. En las regiones meridionales de Suecia una mujer
encinta que pisotea, desnuda, el amnios de un potro evita los dolores del
parto pero pare un licántropo o (si se trata de una hija) una mara, que
es un ser capaz de asumir una segunda forma, sea animal o humana.240 Estas
figuras, que a través del éxtasis acceden temporalmente al mundo de los
muertos, parecen confirmar el paralelismo, sugerido en 1578 por el médico
francés Laurent joubert, entre jirón amniótico y sudario.241
Cubrir el rostro de los muertos parece, y no lo es, un gesto natural. Ix»s
casos de Sócrates, de Pompeyo, de César que se tapan la cabeza antes de
morir han sido remitidos (tal vez de modo un tanto simplificador) a la
necesidad de separar simbólicamente lo sagrado de lo profano.242 Tapados,
por estar asimilados a los muertos, estaban aquellos que, según la antigua
costumbre itálica llamada ver sacrum (primavera sagrada), eran enviados
a fundar una colonia en cumplimiento de un voto hecho a su nacimiento,
veinte años antes.243 En el antiguo derecho islandés, el que no cumplía el
deber de cubrir el rostro de un muerto con una tela era castigado con el
destierro.244 En la mitología griega, como en la germánica, se había de gorros
de piel o de pelo, de cascos o capuchas que aseguran a su portador —Hades,
Perseo, Odín-Wotan— la invisibilidad propia de los espíritus.245 Vemos que
afloran dos series de equivalencias simbólicas: a) jirón amniótico o «camisa»
/ piel de animal / capucha, sombrero o velo que cubre el rostro; b)
benandanü o kresritki / licántropos / chamanes / muertos. «Tú has de venir
conmigo porque tienes una cosa que es mía», exigió «cierta cosa invisible...
que tenía parecido con un hombre», aparecida «en sueños» al benandante
Battista Moduco. La «cosa que es mía» era la «camisola» dentro de la cual
había nacido Battista, y que llevaba alrededor del cuello.246 El amnos es un
objeto que pertenece al mundo de los muertos, o al de los no nacidos.247
Un objeto ambiguo, liminar, que caracteriza a los personajes liminares.
No sólo las envolturas animales, sino, en general, aquello que envuelve,
encierra, rodea, figura en culturas dispares de algún modo ligado a la muerte.
Esto ha sido demostrado, en el plano lingüístico, partiendo del nombre de
Calipso, la diosa amada por Ulises: «aquella que cubre», «aquella que vela».248
Podemos compararla a la mujer misteriosa que el rey danés Hadingus (según
cuenta Saxo Gramático) vio acurrucada junto al fuego, con un haz de cicuta
fresca: cuando Hadingus le pregunta, estupefacto, de dónde la ha sacado
—están en invierno— , la mujer lo envuelve en su propio manto (proprio
obvolutum amiculo ) y se lo lleva vivo bajo tierra, ai mundo de los muertos.249
(Por supuesto, Hadingus cojea, y además tiene un anillo cosido a una
pierna).250 También fuera del ámbito indoeuropeo encontramos el mismo
nexo, testimoniado por la relación entre el rejt húngaro (literalmente
«esconder») y el antiguo húngaro, rüt, rót, rójt (perder los sentidos, caer
en éxtasis); los régos eran grupos de jóvenes (de dos o tres a veinte o treinta)
que durante los doce días entre Navidad y Epifanía rondaban por los pueblos
armando tumulto, trayendo noticias del más allá, contando los deseos de
los muertos.251 Otra confirmación está constituida por la asociación casi
universal entre máscaras y espíritus de los muertos. Larva, en latín, designa
ambas cosas; en la Edad Media larvatus es el que se pone una máscara o
está poseído por los demonios. Masca, término utilizado ya en el edicto de
Rotario (643 d. de C.) y pasado luego a los dialectos de la Italia septentrional,
significa bruja.252

37. En los mitos y en los ritos que se refieren a la muerte vuelve de


modo insistente la idea de regresar a la vida, de renacer. Términos como
envolver o esconder expresan la anulación a través de metáforas uterinas.
En el fondo de la serie que hemos visto surgir poco a poco —seres envueltos
en ei amnios, tapados por una manta, cosidos en una piel de buey,
enmascarados, velados y demás— reencontramos, como en el caso de la
cojera, una experiencia primaria de carácter corporal.
Es probable que esta característica potencialmente transcultural, al ser
elementalmente humana no sea ajena a la extraordinaria comunicabilidad
de esta familia de mitos y ritos. Y sin embargo, una conclusión de este
género suscita, de repente, una dificultad. Cabe imaginar que en el ámbito
del inconsciente individual, experiencias muy precoces o incluso prenatales
tengan, por una especie de imprinúng biológico, una posición privilegiada.253
Si extendemos esta hipótesis a los mitos y a los ritos nos vemos aparen­
temente ante una encrucijada: o negar a mitos y ritos las característica de
fenómenos sociales o postular la existencia de un inconsciente colectivo.254
Pero los resultados hasta el momento reunidos nos permiten evitar esta
doble trampa. Los isomorfismos míticos y rituales de los que habíamos
partido remitían, como se ha visto, a una serie de intercambios, de contactos,
de filiaciones entre culturas distintas. Estas relaciones históricas constituyen
una condición necesaria para que se verifiquen fenómenos isomorfos, pero
no suficiente para que se difundan y se conserven. Difusión y conservación
dependen también de elementos de carácter formal que aseguran la com­
patibilidad de los mitos y de los ritos. Las reelaboraciones a que han sido
sometidos una y otra vez ilustran claramente este entrelazamiento de historia
y morfología. La inventiva de los actores sociales que entrevemos tras las
secuencias de variantes como cojos-portadores de una sola sandalia-saltarines
a la pata coja y demás, encuentra límites muy preciosos en la forma interna
del mito o del rito. Su transmisión es, como la de las estructuras profundas
del lenguaje, inconsciente; pero sin que ello implique la presencia de un
inconsciente colectivo. El mito o el rito transmitidos por medio de trámites
históricos llevan en sí, de un modo implícito, las reglas formales de su propia
reelaboración.255 Entre las categorías inconscientes que regulan la actividad
simbólica, la metáfora ocupa una posición de primer plano. De tipo
metafórico son las relaciones entre asimetría ambulatoria y vuelta del más
allá, entre morir y ser envuelto, así como entre las variantes singulares de
las dos series: cojos-portadores de una sola sandalia-saltarines...; amnios-piel-
capuchón-máscara... Ahora bien, la metáfora tiene, entre las figuras retóricas,
una posición especial que explica la intolerancia manifiesta ante ella por
todas las poéticas racionalistas. Al asimilar fenómenos pertenecientes a
esferas de experiencias y a códigos distintos, la metáfora (que, por definición,
es reversible) subvierte el mundo ordenado y jerarquizado de la razón.
Podemos considerarla como el equivalente, en el plano retórico, del principio
de simetría que constituye una irrupción de la lógica del sistema inconsciente
dentro de la esfera de la lógica normal. De este prevalecer de la metáfora
nace el estrechísimo parentesco entre sueño y mito, poesía y mito.256
La documentación que hemos acumulado prueba más allá de cualquier
duda razonable la existencia de una subterránea unidad mitológica euroa-
siática, fruto de relaciones culturales sedimentadas a lo largo de milenios.
Es inevitable preguntarse si —y hasta qué punto— las formas internas que
hemos especificado son capaces de generar mitos y ritos isomórficos incluso
en el interior de culturas no conectadas históricamente. Pero, precisamente
esta última condición (la ausencia de cualquier forma de conexión histórica
entre dos culturas) es por definición indemostrable.257 De la historia humana
sabemos, y sabremos siempre, demasiado poco. A falta de una prueba en
contra, no faita más que postular, tras los fenómenos de convergencia
cultural que hemos investigado, un enlace de morfología e historia; una
reformulación, o una variante, del antiguo contraste entre lo que es por
naturaleza y lo que es por convención.
Conclusión

1, Habíamos partido de un acontecimiento: la aparición en los Alpes


occidentales, durante la segunda mitad del siglo xn, de la imagen del
aquelarre. El intento de descifrar sus componentes folklóricos nos ha llevado
muy lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Pero sólo así era posible
mostrar que una parte importante de nuestro patrimonio cultural proviene
— a través de trámites que en gran parte se nos escapan— de los cazadores
siberianos, de los chamanes de Asia septentrional y central, de los nómadas
de las estepas.1
Sin esta lenta sedimentación la imagen del aquelarre no habría podido
surgir. Creencias y prácticas de sabor chama nico son rastreables también
en la región alpina. De la diosa resucitadora de animales, de las batallas
rituales por la fertilidad reñidas por los punchiadurs grisones ya hemos
hablado.2 Los testimonios recogidos por los folkloristas en el siglo pasado
y en el presente indican que en los valles valdenses del Piamonte también
circulaban — además de las historias sobre licántropos, hadas y procesiones
de los muertos— variantes de la leyenda del rey Guntram referida por Paulo
Diácono. El insecto (mariposa, moscardón, tábano) que entra en la boca
de una persona exámine devolviéndola a la vida es un rasgo chamánico
verosímilmente muy antiguo.3
La llegada, a mediados del siglo xrv, de los bacilos de la peste —pro­
cedentes también de las estepas de Asia central— 4 provocó una serie de
reacciones en cadena. Obsesión de la conjura, estereotipos antiheréticos y
rasgos chamánicos se fundieron haciendo surgir la imagen amenazadora de
la secta brujesca. Pero la transformación en sentido diabólico de las viejas
creencias se extendió durante decenios a lo largo de todo el arco alpino.
En 1438, en Morbegno (Valtellina), el dominico Cristoforo da Luino
encarcelaba a personas sospechosas de practicar artes mágicas y de mantener
relaciones con «la buena sociedad, es decir, con el diablo». En 1456 un rico
médico de Chiavenna, Baldassarre Pestalozzi, tuvo que defenderse de la
acusación que se le había hecho, hacía ya veinticuatro años, de ser «brujo,
o sea de reunirse, como suele decirse, con la buena sociedad».5 Aún en 1480
dos «hechiceros» de Valtellina, Domenega y Contessia, fueron condenados,
con una sentencia intencionadamente lacónica, a un destierro de tres años
precedido por ia picota por haber venerado a la innominada «señora del
juego {domina ludí)».6

2. Durante mucho tiempo la sociedad de las brujas siguió siendo


asociada a las zonas en que había sido descubierta por primera vez. El 23
de marzo de 1440, en una sesión pública del concilio de Florencia, el papa
Eugenio IV lanzó una admonición contra el antipapa Félix V (cuyo nombre
seglar fue Amadeo de Saboya), elegido algunos meses antes. En ella
insinuaba que Amadeo había osado levantarse contra la autoridad de ía
Iglesia por estar seducido por los encantamientos de «hombres desventu­
rados y mujercillas que, abandonando al Salvador, se han vuelto hacia
Satanás, seducidos por las ilusiones de los demonios: brujillas (stregulae),
brujos o Watidenses, especialmente extendidos en sus tierras de origen».7
El calco literal del Canon episcopi {retro post Sathanan conversi daemonum
illusionibus seducuntur) introducía una realidad inédita ligada a una situación
específica, subrayada por el uso de términos que se hadan eco de la lengua
vernácula {Waudenses, y el diminutivo stregulae en vez de strigae). Pero
mientras tanto desde hada ya algunos años la imagen de la nueva secta
había empezado a difundirse más allá de los Alpes. Johannes Nider había
leído públicamente su Formicarius ante los padres reunidos en Basilea para
el concilio.8 Y todavía anterior había sido la inagotable y clamarosa actividad
del fraile Bernardino de Siena (luego rápidamente santificado), que con su
prédica itinerante hizo a la persecudón de ia brujería una contribución de­
cisiva.9
Una referencia a las vetule re(n)cagnate que dicen ir «in cursio cum
Heroyda in nocte Epipbanie» se encuentra ya en uno de los sermones de
la colección De Seraphim, pronunciado por Bernardino en Padua en 1423.10
Además de predecir la mala suerte, estas seguidoras de Heroyda (es decir,
Herodiades) socorrían a los niños hechizados, a las parturientas y a los
enfermos. Su «ir en cortejo» no era todavía sinónimo de ir al aquelarre,
aunque Bernardino, según el modelo del Canon episcopi {retro post Sat-
hanam conversae), las consideraba subyugadas por el demonio. Dos años
más tarde (1425), además de lanzar desde el pulpito insultos ocasionales
a las mujeres de Siena que lo escuchaban («y tú, fémina endemoniada, que
vas a la encantadora de Travale»), Bernardino dedicó un sermón entero a
hechiceros y encantadores.11 Pero todavía se trataba de figuras aisladas, en
su mayoría mujeres. De allí a poco, en un momento crucial de la vida de
Bernardino, alguna cosa cambió.
La devodón al nombre de Jesús, difundida por Bernardino con enorme
éxito en sus prédicas, ya le había costado varias acusaciones de herejía. En
la primavera de 1427 el papa Martín V impuso a Bernardino, que estaba
en Gubbio, la suspensión de las prédicas y le ordenó acudir de inmediato
a Roma. El viaje, que probablemente tuvo lugar a finales de abril, se
desarrolló en un clima de fuerte tensión. «Unos me querían frito y otros
asado», recordó irónicamente después Bernardino. Su interrogatorio ante el
Papa y ios teólogos concluyó de forma favorable. Se retiraron las acusaciones
y le fue restituida la facultad de predicar. Sin embargo el Papa, como se
colige de un tratadillo polémico del agustino Andrea Biglia (U ber de
institutis), ordenó a Bernardino que se abstuviera de exhibir a ios fieles,
para que las venerasen, las tablillas en que estaba inscrito el monograma
del nombre de Jesús.12 La cuestión, en resumen, en modo alguno había sido
aclarada. A desbloquearla contribuyeron las prédicas que Bernardino pro­
nunció en Roma, verosímilmente entre principios de mayo y finales de julio
de 1427.13 No han sido conservadas, pero podemos reconstruir parte de su
contenido gracias a las citas hechas por el propio Bernardino en sus
sermones de Siena, en la plaza del Campo, del 15 de agosto en adelante.
En Roma había atacado repetidamente a brujas y magos, suscitando entre
sus oyentes una sensación de estupor horrorizado: «Habiendo yo predicado
sobre estos encantamientos, brujas y maldades, lo que yo decía lo hadan
suyo como si yo sonase». En un primer momento las exhortaciones a
denunciar a los sospechosos habían caído en el vacío, pero más tarde «me
fue dicho que cualquier persona que supiera de alguno o de alguna que hada
tal cosa, si no la acusaba cometía el mismo pecado... Y cuando hube
predicado, fueron acusados multitud de brujas y de encantadores».14 Tras
una consulta con el Papa, se decidió someter a proceso solamente a los casos
en que los indicios fueran más graves. Entre ellos se encontraba Finiceíla,
enviada a la hoguera porque (como se lee en la crónica de Stefano Infessura)
«mató diabólicamente a muchas criaturas y hechizaba a muchas personas,
y todo Roma fue a verla».15 Probablemente se trataba de la bruja de que
habló Bernardino en sus sermones de Siena: «Una entre las otras ... dijo
y confesó sin tormento ninguno que había matado a treinta muchachas
sorbiéndoles la sangre; y también dijo que había liberado de tal cosa a
sesenta ... Y confesó además que había matado a su propio hijito, y
lo había convertido en polvo, el cual daba de comer para sus fe­
chorías».16
Al transformarse de acusado en acusador de prácticas superstidosas,
Bernardino consiguió convertir una media victoria en un triunfo. El huma­
nista agustino Andrea Biglia, escribiendo inmediatamente después de las
prédicas romanas, observó que la devoción al nombre de Jesús difundida
por Bernardino implicaba, com en el caso de la actividad de magos, adivinos
y encantadores, un intercambio sacrilego entre símbolo y realidad simbo­
lizada.17 Veinticinco años más tarde otro humanista de mayor relieve,
Nicolás de Cusa, recordó a los fieles de Bressanone que dirigirse a Cristo
y a los santos para obtener ventajas materiales significa, ya, cometer un acto
de idolatría.18 La religión severa y difídl que se entrevé tras estas frases
adara de forma indirecta las razones del éxito de Bernardino. Combatía a
magos y encantadores en su propio terreno y con armas no muy distintas
de las de ellos. Los «tableros, cantos, escritos y cabellos» que hizo quemar
en Campidoglio19 habían de dejar el campo libre para las tablillas con el
nombre de Jesús.
Pero el enorme estupor de que habla Bernardino («lo que yo decía lo
hacían suyo como si yo soñase») no pudo ser suscitado solamente por la
polémica, al fin y al cabo tradicional, contra hechiceros y encantadores. Por
las prédicas de Siena del verano de 1427 sabemos que Bernardino había
tenido noticias fresquísimas sobre las orgías y ritos macabros de una secta
desconocida: «Y están tales gentes en el Píamonte, y allí han ido ya cinco
inquisidores para erradicar esa maldición, los cuales han sido muertos por
esas malas gentes. Es más, no se encuentra inquisidor que quiera ir allá
a meterles mano. ¿Y sabéis cómo se llaman estas gentes? Pues se llaman
los del barrilete. Y este nombre se déte a que en una temporada del año
cogieron a un muchachito, y tantos meneos le dieron pasándoselo de mano
en mano que murió. Después de muerto, lo convierten en polvo y ponen
el polvo en un barrilete, y después dan de beber de este barrilete a alguien;
y hacen esto porque dicen que después no pueden manifestar ninguna cosa
de las que hacea Nosotros tenemos un hermano de nuestra orden que fue
de los suyos, y me ha contado cada cosa que yo creo son las más deshonestas
que haber pueda...».20
En esta descripción reconocemos los rasgos de una de las «nuevas sectas
y ritos prohibidos» cuya existencia en los Alpes occidentales había sido
señalada ya en 1409 por otro fraile, el inquisidor Ponce Fougeyron.21
También las informaciones sobre brujas que, engañadas por el demonio,
creían transformarse en gatos tras haberse untado el cuerpo con ungüentos,
tenían muy probablemente el mismo origen.22 Frente a ellos, avisaba
Bernardino, no era lícita misericordia alguna: «Y digo incluso que allí donde
no pueda encontrarse a nadie que no sea encantadora y hechicera, o
encantador o bruja, hágase de modo que se exterminen, que se pierda la
semilla...».23 A ojos de Bernardino, brujas y secta del barrilete eran todavía
realidades sociales distintas. Poco después se fusionaron definitivamente. El
20 de marzo de 1428, en Todi, fue quemada por bruja Matteuccia di
Francesco, vecina de Ripabianca, junto a Deruta. En la larga sentencia, hecha
redactar por Lorenzo de Surdis, capitán de la ciudad, aparecen hechizos
contra espíritus ( Omne male percussiccio / omne male stravalcaticcio /
omne male fantasmaticcio , etc.); hechizos contra el dolor del cuerpo
(Lumbrtca lumbricaia / che tieni core et anima / che tieni polmoncelli /
che tiene fecatelli, etc.); encantamientos para provocar la impotencia o evitar
el embarazo. En un fragmento de las confesiones de esta braja surge un
elemento extraño: tras haberse untado con grasa de buitre, sangre de
murciélago y sangre de niño lactante, Matteuccia invocaba al demonio
Luzbel, que se le aparecía en forma de macho cabrío, la tomaba en su grupa
transformada en mosca y, veloz como el rayo, la llevaba al nogal de
Benevento, donde se habían reunido muchísimas brujas y demonios capi­
taneados por Lucifer mayor.24 Aquí los rasgos inocuamente mágicos de la
sociedad de Diana se han disuelto ya en los rasgos, macabros y agresivos,
de la secta del barrilete. El epíteto crudeüssimae referido a las seguidoras
de Diana en un sermón de Bernardino seguramente posterior a 1429,
registra esta transformación.25 Venía a refrendar la ya verificada en los Alpes
occidentales. En el mismo año del proceso de Todi (1428) el cronista de
Lucerna Johann Fründ había incluido en su propia crónica una descripción
del aquelarre sustancialmente análoga, basada en los procesos de brujería
que habían tenido lugar en los valles de Henniviers y Hérens.26 Pero también
en el caso de Todi advertimos el eco de las palabras de Bernardino. Por
dos veces, la sentencia subraya que Matteuccia había practicado sus encan­
tamientos antes de que él predicase en Todi, en 1426.27
Es probable que las prédicas de Bernardino sugirieran a los jueces el
contenido de las preguntas a formular a los futuros acusados de brujería.
Y quizás también en Todi — tal vez después de un desconcierto inicial, como
en Roma— hubiera quien, recordando las exhortaciones del fraile, decidiese
denunciar a Matteuccia o testimoniar contra ella. La instigación a exterminar
a las brujas era atendida pues hallaba, no sólo entre las autoridades, un
terreno favorable.

3. En la imagen del aquelarre hemos distinguido dos filones culturales


de procedencia heterogénea: por una parte, el tema, elaborado por inqui­
sidores y jueces laicos, del complot urdido por una secta o un grupo social
hostil; por otro, elementos de origen chamánico ya enraizados en la cultura
folklórica, como el vuelo mágico y las metamorfosis zoomórficas. Pero esta
contraposición es demasiado esquemática. Ha llegado el momento de re­
conocer que la fusión fue tan sólida y duradera porque entre los dos filones
había una afinidad sustancial y subterránea.
En una sociedad de vivos — se ha dicho— los muertos solamente pueden
ser personificados por aquellos que están inperfectamente incluidos en el
cuerpo social.28 Este principio está ilustrado de un modo perfecto-por el
rito funerario doghi, celebrado entre los xevsur del Cáucaso: en él, las
mujeres y los muertos son tácitamente asimilados, en tanto que ambos son
al mismo tiempo internos y externos, participantes y ajenos al clan.29 Pero
la marginalidad, la imperfecta asimilación, es común también a las figuras
que, en el aspecto del complot y en el de los intermediarios chamánicos,
constituyen los antecedentes históricos de brujas y brujos. Carracas, marcas
de color, jirones amnióticos, dientes de más denunciaban a leprosos, judíos,
herejes, benandanti, táltos y demás como seres situados, según los casos,
en los confines entre la convivencia social y la reclusión, entre la verdadera
fe y el descreimiento, entre el mundo de los vivos y el de los muertos. A los
leprosos, en 1321, se les había atribuido la voluntad de contagiar a los sanos
para vengarse por su desprecio. Dos años antes, el armier Arnaud Gélis
había dicho que los muenos, con quienes estaba acostumbrado a tratar,
querían que todos los hombres y mujeres vivientes estuvieran muertos.30
En el fondo de la imagen del complot había un tema antiquísimo, si bien
reelaborado en términos nuevos: la hostilidad del muerto reciente — el ser
marginal por excelencia— contra la sociedad de los vivos.31
En muchísimas culturas está presente la idea de que determinados
animales — palomas, búhos, comadrejas, serpientes, lagartos, liebres y
otros— chupan la leche de las vacas o de las cabras (y en ocasiones de las
mujeres). En Europa estos animales están asociados generalmente a las
brujas o las hadas. Pero tras la leche descubrimos la sangre; tras la bruja
o el hada, los muertos. La convergencia entre el nombre alemán del que
mama de la cabra (hexe, bruja) y la convicción de los tukana de América
del Sur de que las almas de los muertos, transformadas en el que mama
de la cabra, chupan la sangre de los vivos, hace aflorar un dato profundo.32
Lo volvemos a encontrar en la cultura latina, donde la hostilidad de los
muertos hacía los vivos, la sed de los muertos, la representación del alma
en forma de pájaro (o de abeja, o de mariposa) se fundieron en la imagen
mítica de la strix, sonoro pájaro nocturno con sed de sangre de lactantes.33
Pero el término strix se refería también a las mujeres que, como las magas
escitas mencionadas por Ovidio, eran capaces de transformarse en pájaro.34
Esta ambigüedad semántica obedece a una idea que hoy ya nos es familiar:
para comunicarse con los muertos es preciso convertirse, al menos tem­
poralmente, en uno de ellos. Concepciones científicas o religiosas reelabo-
raron (y complicaron) el cuadro. A principios del siglo Xlíl Gervasio de
Tilbury habló de la creencia popular que identificaba a las lamiae (o mascae,
o striae) con mujeres que rondaban por las casas robando a los niños de
las cunas; recibió el parecer contrario de los médicos, según los cuales las
apariciones de las lamiae eran pura imaginación; finalmente se refirió a
ciertas vecinas que, mientras dormían con sus maridos, atravesaban el mar
volando rápidamente con el cortejo de las brujas (lamiae)?5 Unos decenios
más tarde Esteban de Bourbon habló de ía strix como de un demonio que,
tomando el aspecto de una vieja, rondaba por la noche a lomos de un lobo
matando lactantes.36 Como ya se ha dicho, esta concepción fue suplantada
por otra, según la cual las brujas eran mujeres de carne y hueso, instrumentos
conscientes del demonio. A la afirmación de tal tesis también contribuyó
probablemente la acusación hecha a los judíos de apropiarse de la sangre
de los niños con fines rituales. La imagen de la conjura propuesta y difundida
por las autoridades laicas y eclesiásticas hundía sus raíces, al menos en parte,
en la cultura folklórica: de aquí también la razón de su extraordinario
éxito.
Si admitimos que la sepultura es un rito también contra los muertos
podremos comprender el valor de purificación que se atribuye a las hogueras
de las brujas y de los brujos. Sobre todo a la de las brujas, que como se
sabe eran, con mucho, más frecuentes; sí bien el porcentaje de mujeres entre
los acusados (o los condenados) en los procesos por brujería varió mucho
según las áreas geográficas.37 Explicar este fenómeno con la misoginia de
los inquisidores sería simplificador; explicarlo con una misoginia difundida,
observable ya en los testimonios y en las denuncias significaría caer en
una tautología. Ciertamente no cuesta imaginar que, de entre los poten­
ciales acusados de brujería, las mujeres deberían de parecer (sobre todo
cuando se trataba de mujeres solas, y por ello socialmente indefensas)
las más marginales de entre los marginales. Pero aparte de ser
sinónimo de debilidad, esta marginalidad quizás reflejaba también, de
modo más o menos oscuro, la percepción de una contigüidad entre
quien genera la vida y el mundo informe de los muertos y de los no
nacidos.38

4. El intento de trasplantar a la fuerza la imagen de la serta brujesca,


llevado a cabo por Bernardino de Siena en su prédicas romanas, se repitió
innumerables veces, con mayor o menor éxito, tanto dentro como fuera de
Europa. Las hibridaciones con creencias ya existentes, cuyo rastro hemos
conseguido en zonas heterogéneas y distantes como Friuli y Escocia, son
en contraste, mucho menos frecuentes. Todavía más raros son los casos en
que el aquelarre no se materializó aun existiendo todos los presupuestos,
o casi. En agosto de 1492 Bartolomeo Pascali, canónigo de la abadía de Ouix,
en Val Chisone (Piamonte occidental) prócesó a dos hermanos, ambos
nacidos en Umbría, que se llamaban a sí mismos (como resulta de las actas
de los interrogatorios) barbae, es decir, predicadores itinerantes val-
denses.
Uno de ellos, Pietro di Jacopo, explicó que iban por el mundo predicando
y escuchando las confesiones de los miembros de la secta. Más tarde citó
los valles del Piamonte y del Delfinado en que se desarrollaba su actividad:
Val Chisone, Val Germanasca, Val Pellice, Val Fressiníéres, Val l’Argentiére,
Vai Pute. De sí y de sus compañeros dijo que los llamaban charretani, alias
fraíres de grossa opinione, vel barlioti, adulatores, fraudatores et deceptores
populi. Era una lista de epítetos insultantes: simuladores de santidad (un
comportamiento entonces tradicionalmente atribuido a los habitantes de
Cerreto, en Umbría), fmticelli pero con una acentuación negativa {de grossa
opinione, en vez de de opinione), hermanos del barlotto (por la acusación
difamatoria lanzada contra los fraticelli en 1466), aduladores, embrolladores
y mentirosos.39 Los motivos de esta actitud autodenigratoria de Pietro di
Jacopo no están claros. En el interrogatorio posterior confirmó que en su
jerga (in eorum gergono ) eran llamados hermanos del barlotto , llamados
vulgarmente valdenses, y en Italia hermanos «de opinión», es dock, fraticelli.
La intercambiabilidad de estas definiciones parece reflejar una situación
fluida, en la que sólo habían quedado de las viejas distinciones sectarias casi
el nombre. Totalmente tradicional era, por su parte, la descripción, tal vez
manipulada por los jueces, que Pietro di Jacopo y su compañero hicieron
de las promiscuidades sexuales practicadas en las asambleas o sinagogas de
la serta vaídense. La referencia a «cierto ídolo llamado Baco y Bacon
{quoddam ydolum vocatum Bacum et Bacon)» que los miembros de la secta
decían adorar en sus reuniones parece añadir un toque de paganismo postizo
totalmente inesperado. Pero los nombres que siguieron inmediatamente y
muy seguidos — «y también la Sibila y las hadas {et etiam Sbillam et
Fadas)»— tienen otro sabor.40 La referencia a la Sibila apenínica parece
perfectamente plausible en boca de quien, como Pietro di Jacopo, había
nacido en las cercanías de Spoleto (Castel d’Albano). En cuanto a las hadas,
su comparecencia en un proceso de herejía es completamente absurda, y
por ello seguramente auténtica.41 Más de un siglo más tarde se volvían a
presentar los mismos ingredientes que, precisamente en aquella zona, se
habían mezclado por primera vez en la imagen de! aquelarre: cultura
folklórica y herejías en fase de descomposición, confesiones poco dignas de
fe de promiscuidad sexual y míticas figuras femeninas ligadas al mundo de
los muertos. Elementos en suspensión, dispuestos a cristalizar de nuevo con
un mínimo acicate. Pero los discursos contradictorios de los hermanos del
barlotto no suscitaron en el canónigo de Oulx ningún eco.

5. Este proceso anómalo nos recuerda una verdad sólo aparentemente


banal: una convergencia entre la disponibilidad (espontánea, y mucho más
a menudo impuesta o solicitada) de los acusados a confesar y la voluntad
de los jueces de recoger sus confesiones era indispensable para que el
aquelarre se materializase.42 Se materializase, se entiende, en tanto que
criatura de la imaginación. ¿Pero era el aquelarre solamente esto?
A principios del siglo x h los participantes en los cortejos fragorosos del
charivari personalizaban, a ojos de ios espectadores, la banda de los muertos
errantes conducidos por Herlechinus. Es un ejemplo del ísomorfismo, unas
veces explícito y otras latente, que ligaba a los mitos y ritos que hemos
analizado. EÍ surgimiento, medio siglo más tarde, del aquelarre diabólico
deformó esta simetría hasta hacerla irreconocible. Los jueces casi siempre
vieron en el aquelarre el registro de acontecimientos físicos, reales. Durante
mucho tiempo las únicas voces discordantes fueron aquellas que, remitién­
dose al Canon episcopi, veían en brujas y brujos a las víctimas de ilusiones
demoníacas. En el siglo XVI hombres de ciencia como Cardano o Dalla Porta
formularon una opinión distinta: transformaciones en animales, vuelos,
apariciones del diablo eran efecto de la desnutrición o del uso de sustancias
alucinatorias contenidas en cocciones vegetales o ungüentos. La sugestión
suscitada por esta explicación todavía no se ha apagado.43 Pero ninguna
forma de privación, ninguna sustancia, ninguna técnica extática puede
solicitar, por sí sola, la representación de experiencias tan complejas. Contra
todo determinismo biológico es preciso insistir en que la clave de esta
repetición codificada no puede ser sino cultural. El consumo deliberado de
sustancias psicotrópicas o alucinógenas, sin explicar los éxtasis de las
seguidoras de la diosa nocturna, de los Ücántropos y demás, lo simaría en
una dimensión no exclusivamente mítica.44 ¿Es posible demostrar la exis­
tencia de este marco ritual?

6, Exploremos dos hipótesis. La primera no es nueva (lo único nuevo


es el intento de demostración). Se basa en la clavicens purpurea : un hongo
que, en primavera y en las estaciones lluviosas, se instala en los cereales,
particularmente en el centeno, cubriéndolo de excrecencias negruzcas lla­
madas esclerosis. La ingestión de harina contaminada por el cornezuelo del
centeno provoca verdaderas epidemias de ergotismo (de ergot, la palabra
que designa al hongo en inglés y en francés). Se conocían dos variedades
de esta enfermedad. La primera, documentada sobre todo en Europa oc­
cidental, daba lugar a formas gravísimas de gangrena; eo la Edad Media
cea conocida como «mego de san Antooio». La segunda, difundida princi-
pálmente por la Europa centro-septentrional, provocaba convulsiones, ata­
ques violentísimos, estados semejantes a ía epilepsia con pérdida de los
sentidos durante seis u ocho horas. Ambas formas, la gangrenosa y la
convulsiva, eran muy frecuentes, dada la difusión en el continente europeo
de un cereal como el centeno, mucho más resistente que el trigo. Frecuen­
temente tenían consecuencias mortales, sobre todo antes de que, en el curso
del siglo xvii, se descubrió su causa en la claviceps purpuread
Todo esto hace pensar más en hechiceros que en brujas.46 Pero el cuadro
trazado hasta aquí no está completo. En la medicina popular, el cornezuelo
del centeno se usaba desde hacía mucho tiempo como abortivo. Adam
Lonicer, que lo descubrió por vez primera en Krauterbuch (1582), observó
que las mujeres se servían de él para provocarse dolores en el útero, en
dosis de tres esclerosis, repetidas varias veces.47 En Turingia, observaba J.
Bauhinus casi un siglo más tarde, la planta se utilizaba como antihemo-
rrágico.48 Se sabe que las comadronas solían suministrar las excrecencias del
claviceps purpurea (llamada popularmente MuUerkom , literalmente «cen­
teno de la madre») para calmar los dolores. En cualquier caso (como en
Hannover en 1778) las autoridades intervinieron para prohibir este uso,
pero a principios del siglo XIX la eficacia del pulvis parturiens como remedio
para acelerar el parto era reconocida incluso por la medicina oficial.49
Probablemente el cornezuelo del centeno formaba parte desde hacía
muchísimo tiempo de la cultura médica popular, sobre todo femenina, lo
cual significa que algunas de sus propiedades eran conocidas y controladas.
Otras emergen de las descripciones de los síntomas de ergotismo convulsivo.
En una tesis de licenciatura en medicina discutida en Wittenberg en 1723,
por ejemplo, J. G. Andreas habló de la epidemia que había castigado a Silesia
algunos años antes. Las manifestaciones de la enfermedad variaban mucho,
según los pacientes. Unos eran objeto de contracciones dolorosísimas; otros,
«como extáticos, caían dormidos en un profundo sueño; terminado el
paroxismo, se despertaban y hablaban de visiones diversas». Una mujer de
Lignitz víctima de la enfermedad desde hacía ya tres años, era considerada
en el pueblo como una endemoniada; un niño de nueve años padecía ataques
similares a ios de los epilépticos, de los que salía hablando de las visiones
que había tenido. La gente atribuía todo esto a una causa sobrenatural.50
Hoy sabemos que algunas especies de claviceps purpurea contienen, en
cantidad variable, un alcaloide — la ergonovina— a partir del cual en 1953
fue sintetizado en laboratorio el ácido lisérgico dietalamida (LSD).51
El centeno se cultivaba desde la antigüedad en los Alpes y en la mayor
parte de Europa central; en otras zonas, por ejemplo en Grecia, crecían otras
especies de claviceps, las cuales contenían alcaloides que podían hacer de
sustitutos.52 Pero la accesibilidad material de una sustancia potencialmente
alucinógena no prueba, evidentemente, que la misma fuera utilizada de
manera consciente.53 Más indicativos son algunos términos utilizados po­
pularmente para indicar la claviceps purpurea, como el francés seigle ivre
(centeno borracho) y el alemán Tottkom (triga .loco), que parecían indicar
una antigua conciencia del poder í;- m plañía,54 A mediados de!
siglo XIX en el campo, en Alemania, se hablaba a los niños de seres
espantosos como el «lobo» o el «perro de centeno» ( Roggenwolj\ Roggen-
hund). Se trataba probablemente de transfiguraciones míticas del cornezuelo
del centeno: la «madre del centeno» ( Roggenmutter), llamado también
«lobo» ( Wolf) o, por su forma alargada, «diente de lobo» ( Wolfzahn). En
los relatos de algunas zonas las excrecencias negruzcas de la claviceps
purpurea se convertían en tetas de hierro que la madre del centeno hacía
mamar a los niños para que muriesen. Entre el lobo del centeno
( Roggenwolf) y el lícántropo ( Werwolf) había una profunda afinidad «El
licántropo se queda sentado en medio del trigo», se decía.55
La hipótesis de que el cornezuelo del centeno fuera utilizado para lograr
estados de pérdida o de alteración de la conciencia es la más plausible de
toda esta riqueza de asociaciones míticas.56 Dicha hipótesis recibiría una
confirmación definitiva si fuera posible afirmar que tras una palabra de
etimología oscura como ergot («cornezuelo del centeno») y la palabra
germánica wrag («fuera de la ley», pero también «licántropo») exista una
conexión; cosa indemostrable.57

7. De manera totalmente independiente, una conexión entre licántro-


pos y sustancias psicotrópicas ha sido una hipótesis en otro ámbito lingüís­
tico y cultural. Y con esto llegamos a la segunda posibilidad Se ha supuesto
que las palabras saka haumavarka, que en los textos iraníes designaban a
una familia de la que descendían los Aqueménidas, significaran «la gente
que se transforma en licántropo emborrachándose de haoma». Se trataría
de una alusión al estado de frenesí guerrero que era considerado un atributo
típico de las sociedades secretas masculinas. Pero esta interpretación no tiene
nada de acertada.58 Por otra parte, no se sabe con precisión qué era la Haoma.
En el Avesia, el libro sagrado de la religión zoroástrica, se había de ella
como de una planta que debía de ser, al menos originariamente, idéntica
al soma , del cual se extraía una bebida que los poemas védicos describen
con acento enfático. Tras muchos intentos infructuosos de identificar a qué
plantas correspondían soma y haoma — las propuestas referidas a uno a
otro, o a ambos, incluían el mijo, el ruibarbo, el cáñamo indiano y demás—
se ha propuesto una hipótesis que parece responder a las indicaciones
contenidas en los textos. El soma sería la amanita muscaria', un hongo que
provoca un estado similar a la ebriedad en quien lo consume o bebe su jugo
exprimido, eventualmente mezclado con agua y en quien bebe la orina de
alguien que lo haya tomado (en este último caso parece que el efecto es
especialmente intenso). Las poblaciones siberianas (a excepción de las
altaicas) utilizan este hongo desde hace mucho, sobre todo los chamanes,
para alcanzar el éxtasis. En la zona comprendida entre Afganistán y el valle
del Indo, donde las poblaciones arias procedentes de Eurasia septentrional
se asentaron en el segundo milenio antes de Cristo, procurarse elhongo era
menos fácil: la amanita muscaria sólo crece junto a los abetos y los abedules.
Quizás los sacerdotes intentaran sustituirla por otras cosas. Pero los poemas
védicos guardaron una vivísima memoria del antiguo culto.59
El uso de la amanita muscaria, para obtener una condición extática es
verdaderamente antiquísimo. Razones lingüisticas permiten pensar que
corresponda por lo menos a cuatro mil años antes de Cristo, cuando aún
existía una lengua urálica común. Por otra parte, un grupo de palabras que
designan a la amanita muscaria, a los hongos en general, a la pérdida de
la conciencia, al tambor (chamánico) en las lenguas ugro-fmesas y samoyedas
se derivarían de una única raíz, por}. Las poblaciones indoiránícas habrían
sustituido por palabras conectadas con esta raíz, por motivos de tabú, soma
y haom a 60 Pero la raíz vuelve a aflorar, quizás, en una palabra sánscrita,
al parecer de origen no ario, ligada a un hipotético sánscrito paggala, que
significa «locura», de la cual se derivarían varios términos dialectales indios.
La palabra sánscrita en cuestión es pangú, que significa «cojo» o «li­
siado».61
La existencia de un nexo entre el hongo utilizado por los chamanes para
alcanzar el éxtasis y la cojera parecerá en estos momentos, y en principio,
no imposible. Además, esta convergencia no está aislada. En algunas
regiones francesas los hongos carentes de laminillas (como es el caso de
la amanita muscaria) tienen nombres como bb (Haute-Saóne) o bobet
(Loira) que se relacionan inmediatamente con bot (lisiado) y bot (sapo).
Vemos que se perfila una relación entre los tres elementos: hongo, sapo
y anomalía ambulatoria.62 Se ha sostenido que la convergencia entre el
adjetivo bot, «lisiado» (fiied bot) y el sustantivo bot, «sapo», es ilusoria,
porque las dos palabras proceden de dos raíces diferentes (butt, «romo»,
la primera; bott, «hincharse», la segunda).63 Pero los nombres que identifican
al sapo con «zapato», «chancleta» y demás en los dialeaos del norte de Italia
parecen indicar la presencia de una afinidad semántica que, en verdad, no
es reducible a 1a semejanza externa.64 También resulta indiscutible, por más
que sea oscura, la afinidad entre hongo y sapo. En China, 1a amanita muscaria
se llama «hongo sapo», en Francia crapaudin (de crapaud, «sapo»).65 «Pan
del sapo», pin d ’ crapa es el nombre que se da en Normandía a los hongos
agáricos (incluida la amanita).66 En el Véneto, rospér zalo designa a la
amanita mappa; en Trevíso, en concreto, el fongo rospér es la amanita
pantherinaP «Hongos sapos» (zabaci huby) o «parecidos a sapos»
(zhabjachyi hryb) son llamados los hongos no comestibles, respectivamente,
en Eslovaquía (concretamente en la región de los montes Tatra) y en
Ucrania.68 Por otra parte, términos como «silla del sapo», «sombrero del
sapo» y demás son utilizados para designar a los hongos en inglés, galés,
bretón, frisón, danés, bajo alemán y noruego. Se ha sostenido que una
conexión tan estrecha con un animal considerado sudo, desagradable o
directamente diabólico como el sapo expresaría una actitud profundamente
hostü hacia los hongos, propia de la cultura celta.69 Pero como se ha visto,
la convergenda lingüística entre hongos y sapos, y particularmente entre
amanita muscaria y sapos, está documentada mucho más allá de los confines
del mundo céltico, concretamente en China. Si eliminamos, por ser tardías
y superficiales, las connotadones negativas del sapo, vemos que surge una
explicación distinta. Desde Italia septentrional hasta Alemania, Ucrania y
Polonia el sapo es designado como «hada», «bruja», «mago».70 Se ha
supuesto, con buenos argumentos, que el italiano rospo deriva del latín
haruspex, el mago y adivino que había sido importado de Etruria por ios
latinos.71 Al parecer, también el sapo, como la amanita muscaria y las
anomalías ambulatorias, constituía en muchas culturas distintas un trámite
simbólico con lo invisible. Es difícil decir si a ello contribuyeron las
potencialidades psicotrópicas (aunque la opinión al respecto está dividida)
de la bufotenina, una sustancia contenida en las secreciones de la piel del
sapo.72
Ya hemos dicho que la amanita muscaria está asociada a árboles como
el abeto y el abedul, que crecen abundantemente en las montañas euro­
peas. Se sabe que en los Alpes, en el Jura y en los Pirineos, los procesos
por brujería fueron especialmente frecuentes. la s confesiones de la mayo­
ría de los acusados venían a reflejar, consciente o inconscientemente, los
modelos propuestos por los inquisidores. Pero también es cierto que en
los poquísimos y anómalos casos en que surgen descripciones de éxtasis
de tipo chamánico, la amanita muscaria no figura.73 La conexión con
estados de alteración de la conciencia, que parece venir sugerida por
términos como cocch matt, coco mato , ovol mat, bolé mat, con que se
designa a la amanita muscaria en los dialectos lombardo, véneto y emilia-
no, no halla confirmación en la documentación de los procesos.74 Sólo en
algún caso parece legítimo formular al menos una duda. Ya hemos dicho
que en los procesos contra los herejes piamonteses de finales del siglo xrv
se habla en un momento dado de la bebida distribuida por una mujer de
Andezeno, junto a Chieri, Billia la Castagna, entre los que participaban en
la orgía ritual.75 La bebida estaba hecha con el estiércol de un gran sapo
que, al parecer (Jama erat) Billia tenía bajo la cama, alimentándolo con
carne, pan y queso. Estos detalles repugnantes o extravagantes podrían
deberse a una incomprensión parcial de los inquisidores. De Europa a
América, los hongos son a menudo denominados con nombres que evocan
la orina, las heces o las flatulencias de animales: «meada de perro», «pedo
de lobo», «excrementos de zorra», «excremento de puma».76 Andezeno no
es zona de hongos, pero el autor de la confesión, Antonio Galosna,
predicaba por los valles piamonteses. El «excremento de sapo» de Billia la
Castagna ¿no podría ser un eco distorsionado de términos relacionados
con crapaudin, pain de crapault\ hongos sapos que en Francia y otros
sitios designan a ía amanita muscaria?
En la otra vertiente de los Alpes, unos decenios después de las confe­
siones de Antonio Galospa, un joven contó al juez de Berna Peter von
Greyerz (que a su vez habló de ello con Nider) el macabro rito de iniciación
impuesto a los que querían llegar a formar parte de la secta brujesca. Quien
bebía la macabra bebida contenida en un odre «tenía de golpe la sensación
de acoger y de conservar dentro de sí la imagen de nuestro arte y los ritos
principales de la secta».77 La posibilidad de que estas palabras transmitan
la reelaboración deformada de una experiencia extática provocada por ía
ingestión de sustancias alucinógenas es muy tenue,
A diferencia de los iniciados en la secta, hemos de reconocer que sus
ritos se nos escapan. Por otra parte, tampoco se ha dicho que hayan
existido.

8. Lo que sí es cierto es la profunda semejanza que liga a los mitos


que posteriormente confluyeron en el aquelarre. Todos ellos reelaboran un
tema común; ir al más allá, volver del más allá. Este núcleo narrativo
elemental ha acompañado a la humanidad durante milenios. Las innume­
rables variantes introducidas por sociedades muy distintas, basadas en la caza,
la ganadería, la agricultura, no han modificado su estructura de fondo. ¿Por
qué esta permanencia? La respuesta quizás sea sencillísima. Relatar significa
hablar aquí y ahora con una autoridad que procede del «haber sido» (literal
o metafóricamente) allí y entonces.78 En ía participación del mundo de los
vivos, en la de ios muertos, en la esfera de lo visible y de lo invisible, ya
hemos reconocido un rasgo distintivo de la especie humana. Lo que aquí
hemos intentado analizar no es un relato entre tantos, sino la matriz de
todos los relatos posibles.
A Localidad en que se atribuyó a los judíos la responsabilidad de la conspiración.
V Localidad en que se atribuyó a los leprosos la responsabilidad de ia conspiración.
'Af Edicto de Felipe V contra los leprosos (Poitiers, 21 de junio de 1321).
Edicto de Felipe V contra los judíos (París, 26 de julio de 1321).
Intentos de dirigir la represión contra los leprosos.
«*>"«&■- Intentos de dirigir ia represión contra los judíos.

M apa 1
1321: la conspiración de los leprosos y de los judíos
* Localidadesen que individuos no judíos fueron acusados de difundir la peste.
A Localidadesen que hubo tumultos contra ios judíos,
a Localidadesen <pielos judíos fueron acusados de difundir ía peste.
Zona en que tuvieron lugar los primeros procesos basados en el aquelarre (segunda mitad del
siglo XII).

Intentos de dirigir la persecución de ios presuntos difusores de la peste.

Mapa 2
1348: identificación de los presuntos responsables de la peste negra
Viajes extáticos tras divinidades
mnyoritar¡ameLite femeninas.
Hadas (Escocia); Dían ú , Habondc,
«abadesa» de ios benandanti, Ma­
rres, hadas, etc (Francia, Renánia,
Italia centro-septentrional); «muje­
res de fuera» (Sicilia).
(Pane II, capítulos i y H.)

Batallas en éxtasis, mayoritaria-


mente por la fertilidad.
Benandanti (Friuii); mazzeri (Cór­
cega); kresniki (Isrria, Estovenia,
DaImada, Bosnia, Hercegovína,
Montenegro); táltos (Hungría);
bvrkvdzavta (Osetia); licántropos
(Livonia); chamanes (Laponia).
(Parte II, capítulo Ul.)

Apariciones semianimalescas du­


rante los doce días.
Kailikantzaroi (Grecia).
(Pane fl, capítulo m.)

Grupos de jóvenes enmascarados


de animales, mayoritariamente du­
rante los doce días.
Regós (Hungría); eskari (Bulgaria
macedónica); surovaskari (Bulgaria
oriental); cMusañ (Rumania); kol-
jadanti (Ucrania).
(Pane II, capítulo rv.)

Batallas rituales por la fertilidad.


Pvncbtadurs (Grisones).
(Pane II, capítulo iv.)

Apariciones de los muertos a indi­


viduos predestinados.
Benandanti (Friuii); armters (Arié-
ge); mestdtane (Georgia).
(Parte II, capítulos ] y fv.)

M a pa 3
Cultos, mitos y ritos de fondo chamánico en Europa
M apa 4
Cenicienta: versiones orientativas en que el ayudante mágico (madre, madrina, animal)
reaparece tras haber hecho recoger sus propios huesos.
Notas

In t r o d u c c ió n

1. Cf. J. Hansen, Quellen und Untenacbungen zur Geschichte des Hexenwahns und
des Hexenverfolgtmg im Mittealcdter, Bonn, 1901, índice (en la voz Hexensabbat). En
cuanto a sabbat, cf. P.-F. Fournier, «Etymologie de sabbat "reunión rituelle de sorciers”»,
en Bibüotheque de l’École des Charles, cxxxix (1981), pp. 247-249 (me ha sido señalado
por Alfredo Srnssi), quien hipotética una relación con el día de descanso de los judíos,
que habría reactivado una conexión con ensabatés, es decir, valdenses. (Añádese S, J.
Honorat, Vocabulaire fran$ais~provengal, Digne, 1846*1847, voz Sabatatz, ensabaiz). La
reconstrucción propuesta páginas más adelante (pane I, cap. n) hace pensar que ambos
elementos se hayan podido reforzar en su existencia. Uno de los primeros escritos
demonológícos en que figura el término en plural (sabbatha) es el diálogo de L Daneau,
muchas veces reimpreso y traducido al francés, al alemán, al inglés (De veneficis, quos
vulgo sortiarias vocant..., Francfort, 1581, p. 242). El término synagoga, también referido
contemporáneamente a las reuniones de ios herejes, está muy difundido en el lenguaje
de los jueces y de los inquisidores desde bien entrado el siglo xvi (cf., por ejemplo, E.
W. Monter, Witchcraft in France and Switzerland, Ithaca y Londres, 1976, pp. 56-57).
En el ámbito alemán encontramos Hexentanz: cf. H. C E. Mídelfort, Witch-Hunting
in Southwestem Germany, 1562-1584), Stanford (California), 1972, p. 248, nota 92.
Striaz, italianizado en striazzo o stregozzo (título, este mismo, de un famoso grabado
de Agostino Veneziano), reaparece en los procesos de Modena. Sobre barlót, véase la
voz homónima en Vocabulario dei dialetti della Svizzera italiana, II, pp. 205-209, muy
cuidada pero discutible en sus conclusiones (véase, además, p. 53). Akelarre es término
vasco, de akerra, macho cabrío (forma que asumía el demonio en las reuniones
nocturnas): cf. J. Caro Baroja, «Brujería vasca» (Estudios Vascos, V), San Sebastián, 1980,
p. 79- En algunas zonas vascas todavía resulta desconocido para los inquisidores: cf. G.
Hennigsen, The Witche’s Advócate, Basque Witchcraft and the Spanish Inquisition, Reno
(Nevada), 1980, p. 128.
2. Véanse, por ejemplo, los pasajes de M. Del Rio citado por quien escribe estas
líneas en I benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento, Turín, 1974*,
p. 8, notas 2 y 34, nota 3.
3- Cf. A. Macfariane, Witchraft in Tudor and Stuart England, Londres, 1970,
pp. 58 y 139.
4. Cf. K. Thomas, «L'importanza dell'antropologia per io smdio storico della
stregoneria inglese», en La stregoneria, al cuidado de M. Douglas, trad it., Turín,
p. 83.
5. Cf. A. Momigíiano, «Linee per una valutazione della storiografia del quindicennio
1961-1975», en Rivista Storica Italiana, l x x x i x (1977), p. 596.
6. Cf. H. R. Trevor Roper, Protestantesimo e trasformazione sacióle, trad. it., Barí,
1969, pp- 145, 149 y 160 (dei ensayo «La caccia aile streghe in Europa nel Cinquecento
e nel Sekento»; modifico ligeramente la traducción); del mismo autor, The European
Witch-Craze of the l6tk and 17th Centuries, Londres, 19692, p. 9.
7. íbíd
8. Cf. L Stone, «Magic Religión and Reason», en The Past and the Present, Londres,
1981, especialmente ias pp. 165-167.
9. Cf. Macfarlane, Witcbcraft, cit., p. 11.
10. Ibíd, p. 10.
11. Ibíd., p. 139.
12. Ibíd, pp. 26-27 y 58. En cuanto a la comparación antropológica, cf. pp. 11-12 y
211 ss,
13. Cf. J. Obelkevich, «"Past and Present”. Marxisme et Histoire en Grande Bretagne
depuis la guerre», en Le Débat, 17 de diciembre de 1981, pp. 101-102.
14. Cf. K. Thomas, Religión and the Decline of Magic, Londres 1971, p. 469 (trad.
it., la religione e il declino della magia, Milán, 1985, p. 523; ía traducción está levemente
modificada).
15. Cf. Ibíd., p. 518 (trad. it. cit., p. 568).
16. Cf. H. Geertz, «An anthropology of Religión and Magic», en The Journal o f
Interdisciplinary History, vi (1975), pp. 71-89.
17. Cf. E. P. Thompson, «L’Antropologia e ía disciplina del contesto storico» en
Societa patrizia e cultura plebea, trad. it., Turín, 1981, pp. 267-269-
18. Cf. K. Thomas, «Anthropology of Religión and Magic II», en The Journal of
Interdisciplinary Histoiy, vi (1975), pp. 91-109, especialmente p. 106.
19. Ibíd., p. 108.
20. Cf. S. Clark, «Inversión, Misruie and the Meaning of Wkchcraft», en Past and
Present, 87 (mayo 1980), pp. 98-127.
21. Cf. Thomas, An Anthropology..., cit., pp. 103,104.
22. Cf. Kieckhefer, European Witch-Trials, Their Foundations in Popular and Leamed
Culture, 1300-1500, Berkeley (California), 1976, pp. 8 y 27 ss.
23. El término diabolism parece poco afortunado porque, como luego se verá, el diablo
constituye uno de los elementos colocados por los jueces sobre un estrato de creencias
preexistentes.
24. Ibíd., pp. 39-40.
25. Ibíd., pp. 21-22.
26. La ausencia de los judíos en la parte medieval de la reconstrucción de Cohn (aparte
de una remisión en la introducción a J. Trachtenberg, The Devil and the Jews, Nueva
York, 1943; vuelve a aparecer en la p. 261, nota) es singular, sobre todo porque él mismo,
en un libro anterior, se había cruzado por un momento con la trayectoria que intento
esbozar: cf. Licenza per un genocidio, trad. it., Turín, 1969, p. 211. Quizás Cohn haya sido
inducido a sacar a primer plano la conexión herejes-brujas (que a fin de cuentas considera
secundaria) en su polémica con j. B. Russell Ambos habían leído las fuentes de la
controversia a lo largo de los siglos, incluso las más estereotipadas, como descripciones
objetivas de una presunta transformación de los herejes en brujos: Cohn ha rechazado
justamente esta interpretación, pero se ha quedado enganchado en ia propia serie docu­
mental (cf. J. B. Russell, Witcbcraft in tbe Middle Ages, Ithaca (Nueva York), 1972,
pp. 86 ss., especialmente pp. 93,140-142, etc; Cohn, Europe's, cit., pp. 121-123.
27. Ibíd., p. 288.
28. Ibíd, pp. 220-222.
29. Ibíd., pp. 107 ss.
30. Ibíd, pp. 107-108.
31. Cf. por ejemplo, ibíd, pp. 108 ss.; Hennigsen, The Witcbes Advócate, cit.,
pp. 70 ss.; C Larner, Witchcraft and Religión. The Politics o f Popular Belief, Oxford, 1985,
pp. 47-48.
32. Cf. Thom as, Religión, cit., pp. 514-517.
33. Cf. I benandanti cit., pp. DC-xn; y véase Henigsen, The Witcbes Advócate, dt.,
p. 440, nota 14, que distingue de la banda de seguidores de la fantástica teoría de Murray
a algunos estudiosos «más serios», entre los que se encuentra el citado. En cuanto a las
objeciones de N. Cohn, véase además la nota 39. Sobre ía valoración de las investigaciones
de Murray por mí propuesta, a ella se sumó E. Le Roy Ladurie, La sorciere de Jasmin,
París, 1983, pp. 13 ss.
34. Cf. la agotadora demostración de Cohn, Europe's, cit, pp. 111-115.
35- Cf. M. A. Murray, The Witch-Cult in Western Europe, Oxford, 19622, p. 12 (trad
k , Milán, 1978).
36. O. /benandanti, cit., p. X
37. Ibíd pp. 181-189.
38. Cf. Russeíl, Witchcraft, dt., pp. 41-42; H. C E. Midelfort, «Were There Really
Witches?», en Transition and Revolution. Problems,and Issues o f European Renaissance
and Reformation History, al cuidado de R M. Kingdon, Minneapolis (Minnesota), 1974,
p. 204. Del mismo Midelfort, cf. Witcb-Hunting dt., p. 1 y p. 231, nota 2. (Midelfort me
informó, en el curso de una conversadón, que había cambiado de parecer a este respecto.)
39. Cf. Cohn, Europe’s, cit, pp. 223-224 (en pp. 123-124, sin embargo, la crítica se
dirige solamente, y de modo contradictorio, a Russeil, por no haber entendido eí punto
de vista de quien escribe).
40. He intentado justificar desde un punto de vista general esta posidón en «Spie.
Radid di un paradigma indiziario», en Miti emblemi spie, Turín, 1986, pp. 158-209. Pero
véase también Thompson, Societa patrizia..., dt., pp. 317 y 325.
41. Ibíd, pp. xii-xiu.
42. En el primero, aunque sea de forma atenuada, creo haber caído yo también, el
haber descuidado las especializaciones extáticas que distinguía a benandanti masculinos de
benandanti femeninos me ha parecido, retrospectivamente, un caso de sex-blindness (cf.
la discusión en el apéndice a Les batailles noctumes, Lagrasse, 1980, p. 231).
43- Cf. C Larner, Enemies of God. The Witch-Hunt in Scotland, Londres, 1981; Id,
Witchcraft and Religión, cit. (se trata de estudios de valor notable; se explidta que el
subtítulo del segundo, de aparición póstuma —The Politics of Popular Belief— se refiere
casi exdusivamente a las creeodas sobre las brujas, no de las brujas).
44. Cf. L Murara, La signora del gioco, Milán, 1976 (véase anteriormente, p. 94).
45. También un historiador y folklorista como G. Hennigsen, tras haber dedicado
muchas páginas a la refutaaón sólida de la tests de Murray (The Witches’ Advócate, dt.,
pp. 69-94), se limita a formular la exigenda de un confrontamiento entre el folklore vasco
a ambos lados del Pirineo y los tratados demonológicos de la época, para explicar a fondo
la concordancia entre las confesiones de las acusadas. En la conclusión del libro (p. 390),
estas últimas son atribuidas a una epidemia de sueños estereotipados; frase que replantea
el problema del aquelarre en su inexplorada complejidad (Pero véase ahora, desde un punto
de vista totalmente distinto, el precioso ensayo de Hennigsen atado en la p. 264, nota
1.) La exigencia de afrontar la cuestión de la brujería europea desde un punto de vista
histórico-reiigioso es formulada por ]. L Peari, «Folklore and Witchcraft in the Sixteenth
and Seventeenth Century», en Studies in Religión, 5 (1975-1976), p. 386, que sigue ei ensayo
de M. Eliade, «Some Observations on European Witchcraft», en History of Religions, 14
(1975), pp. 149-172 (trad. it.: Occtdtismo, stregoneria e mode cuhurali, Florencia, 1982,
pp. 82 ss.). Para una contribución excelente en este sentido, cf. M. Bertolotti, «Le ossa
e la pelie deí huoi Un mito popolare tra agiografía e stregoneria», en Quademi Istorici,
n. 14 (mayo-agosto 1979), pp. 470-499 (véase antes, nota 77 de la p. 271). Mucho material,
examinado desde un punto de vista distinto del aqui adoptado, en H. P. Duerr, Traumzeit,
Francfort, 1978. v
46. Cf. Midieron, Witch-Hunting, dt., p. 1; Monter, Witchcraft, p. 145. Sobre la
«universalidad» de creencias brujescas a nivel popular ha iasistido también Trevor-Roper
(véase anteriormente p. 12).
47. Cf. C Ginzburg, «Présompdons sur le sabbat», en' Annales E.S.C, 39 (1984),
p. 341 (se trata de anticipos de algunos resultados de esta investigación). La referencia
implícita a Freud tiene un valor puramente analógico.
48. Cf. ía óptima introducción de J. Le Goff a ia nueva edición de Les Rois Thau-
maturges (París, 1981).
49- Cf. J. R. von Bieberstein, Die These von verscbwÓTung, Berna, 1976, y las páginas
introductorias de L Poliakov, La causalité diabolique. Essai sur l’origine des persécutions,
París, 1980 (libro discutible en muchos aspectos). Resulta iluminadora ia fama alcanzada
por los Protocolos de los siete sabios de Sión, analizada con profundidad por N. Cohn
(Ucenza per un genocidio, cit.). En general, véase Changing Conceptions on Conspiracy,
al cuidado de C F. Graum y S. Moscovia, Nueva York, 1981.
50. Desde un punto de vista en gran parte coincídente, J. Le Goff ve en Les Rois
Thaumaturges de Bloch el modelo de una antropología política e histórica renovada
(introducción cit., p. xxxvrn). Véase también las observaciones de F. Hartog, «Marshall
Sahlins et l’anthropologie de l’histoire», en Annales E.S.C., 38 (1983), pp. 1256-1263. Los
ensayos recogidos en Changing Conceptions, cit., están dedicados a ia desmittficadón de
la idea del complot: objetivo necesario pero parcial, y que en modo alguno puede
considerarse.
51. Cf. Lamer, Enemies of God cit., p. 7 (pero los ejemplos podrían multiplicarse).
52. El término «dialógico» es utilizado aquí en la acepción introducida por M.
Bajtin.
53. Cf. 1 benandanti cit, pp. 47 ss., conde «límano» y «Lituania» han de corregirse
por «livonio» y «Livonia»,
54. Cf. ibtd,, pp. xm, 51-52; Eliade, Some Observations, cit., especialmente pp. 153-
158, donde también se propone una aproximación entre benandanti y calusari rumanos
(véase también, antes, pp. 153 ss.). La aproximadón de benandanti y chamanes es criticada
por M. Auge, Génie du Paganisme, París, 1982, p, 253, que sugiere más bien tina analogía
entre los benandanti y los antibrujos ashanti. Pero inmediatamente después admite que
estos últimos pueden parangonarse «desde un punto de vista cultural» con los chamanes.
Como se verá, el nexo entre benandanti y chamanes es ai mismo tiempo estructural
(o, si se prefiere, morfológico) e histórico.
55. Cf. Thomas, Religión, cit., p. X. Ya nos hemos pronunciado sobre los límites de
la comparación adoptada por Macfarlane.
56. Esta posibilidad es negada, en lo que se refiere a la «caza salvaje», por Kieckhefer,
European, cit., p. 161, nota 45; pero véase, anteriormente p. 93 ss.
57. Sobre este punto, cf. j. Le Goff, Pour un autre Moyen Age, París, 1978, p. 314,
nota 12.
58. Cf. L Wítfgensieín, Note sul «Ramo d'orc» de Frazer, trad it., Milán, 1975, pp.
28-29- Estas reflexiones debieron de surgir en las investigaciones, inspiradas en los escritos
morfológicos de Goethe, que aparecen en disciplinas y ámbitos culturales distintos a finales
de los años veinte: cf., del autor de estas líneas, «Datazione assoiuta e datazione relativa:
sul método di Roberto Longhi», en Paragone, 386 (abril 1982), p. 9 (donde cito también
Morfología della fiaba, de V. Propp, y Forme sempüci de A. jolles), y sobre todo J. Schulte,
«Coro e legge. II "método morfoiogico” in Goethe e Wittgenstein», en Intersezioni, H(1982),
pp. 99-124.
59. Cf. Wittgenstein, Note, cit. p. 30.
60. Cf. A. Momigíiano, Storicismo revisitato, en Sui fondamenti della storia antica,
Turín, 1984, pp. 459-460: «Nosotros estudiamos la mutación, porque somos mutables. Esto
nos da una experiencia directa de la mutación: io que llamamos memoria...» (y véase toda
la página).
61. En el mismo senrido cf. C. Lévi-Scrauss, II crudo e il coito, trad it., Milán, 1966,
pp. 22-23.
62. Morfología della fiaba (1928, trad it., Turín 1966) y Le radici deüe fiabe di magia
(1946, traducido en Italia con el título de Le radici storicbe dei racconti di fate, Turín,
1949, 19722) son parte de un único proyecto: cf., del autor de estas líneas, Présomptions,
cit., pp. 347*348. Problemas análogos han sido afrontados independientemente, en otro
ámbito disciplinar, por A Leroi-Gourhan, Documents por l’art comparé de l'Eurasia
septentrionale, París, 1943 (cf.,por ejemplo, p. 90); se trata de investigaciones ya publicadas
a io largo de 1937-1942.
63. Cf. el prefacio a Miti, cit.
64. En cuanto a esta noción remito ai muy importante ensayo de R. Needham,
«Polythetic Classificatíon», en Man, n. s. 10 (1975), pp. 349-369-
65. Cf. M. Detienne, Dioniso e la pantera profumata, trad it., Bari 1983, pp. 49-50;
J.-P. Vernant, «Reiigione graeca, reügioni antiche» (es la lección inaugural pronunciada
en el Collége de France en 1975), en Mito e societá nell'antica Grecia, trad it, Milán 1981,
p. 265. Y véase también, del mismo autor, las objeciones a G.S. Kxrk (aunque parecen
referirse más bien a las posiciones de W. Burkert) en 11 mito greco..., al cuidado de B.
Genttli y G. Paione, Roma 1977, p. 400. La polémica con Burkert se recoge más
ampliamente en M. Detienne y J.-P. Vernant, La cuisine du sacrifice en pays grec, París
1979, pasiim.
66. R. Jakobson, en una página muy hermosa (Autoritratto di un lingüista, trad it.,
Bolonia, 1978, p. 32), cita una frase de Braque: «No creo en las cosas, creo en sus relaciones».
En un sentido análogo, Lévi-Strauss ha hablado de «revolución copernicana» inducida en
las ciencias humanísticas por la lingüística estructural (cf. Le regará éloigné, París, 1983,
p. 12; trad it., Turín 1984).
67. Sobre la interpretación del mito propuesta por Jung, véanse las imprescindibles
observaciones críticas de Vernant, Mito e societa, cit., pp. 229-230. M. Eíiade sólo se ha
disociado de la noción jungiana de arquetipo en eí prefacio a la traducción inglesa de su
Le Mythe de l’étemel retour (Cosmos and History, Nueva York 1959, pp. vni-ix).
Anteriormente se había servido a su gusto de tal noción: cf., por ejemplo, Trattato di storia
delle religioni, trad. it., Turín, 1954, pp. 39, 41, 408, 422, etc (y véanse también las
observaciones críticas de Ernesto De Martino, introducción, p. dc
68. Cf. Vernant, Mito e societa, cit., p. 65; Detienne, Dioniso, cit., p. dí: «Tal
interpretación no debe de ser sólo económica y coherente, sino que además debe tener
un valor heurístico, hacer aparecer relaciones entre elementos extraños al principio o dar
un nuevo sesgo a la información explícitamente atestiguada, pero inscrita en otro sitio,
en el mismo sistema de pensamiento y en el interior de la misma cultura.'» (la cursiva
es mía).
69. Vernant, Mito e societa cit., pp. 223-224; Detienne, Dioniso cit., p. xi, que habla
de «deducción sistemática».
70. Cf. Vernant, Mito e societa de., pp. 249-250. La solución cautamente abordada («La
respuesta consistiría probablemente en mostrar que ni en la indagación histórica ni en
ei análisis sincrónico se encuentran elementos aislados, sino siempre estructuras ligadas
a otras con mayor o menor fuerza...») coincide con las posiciones de R. Jakobson que han
inspirado además esta investigación.
71. Cf. el ensayo La formazione del pensiero positivo nella Grecia arcaica (1957)
en J.-P. Vernant, Mito e pensiero, presso i Greci, trad it., Turín 1970 (sobre todo
pp. 261 ss.).
72. La inspiración dutnezilíana es particularmente evidente en el ensayo «II mito
esiodeo delle razze» (cf. Mito e pensiero cit., en particular p. 34). Para una valoración
sintética de la contribución de Dumézil, cf. Vernant, «Ragioni del mito» (en Mito e societa
cit., pp. 235-237) y Detienne, Dioniso cit., pp. 8-9- En la introducción a Mito e pensiero
cit. B. Braco subraya (p. xvi) que la actitud de Vernant «es siempre implícitamente, y quizás
explícitamente, comparativa». Sobre este punto véase ahora Religionegreca cit.
73- Cf. Detienne, Dioniso cit., pp. 8-9.
74. J. Starobinski ha propuesto de modo sugestivo que la elección de Saussure a favor
de la sincronía fuese provocada por las «dificultades halladas en la exploración de 1a larga
diacronía de la leyenda y en lo breve de la composición anagramática» (Le parole sotto
le parole. Gli anagrammi di Ferdinand de Saussure, trad. it., Génova 1982, pp. 6-7).
75. Cf. G. Mounin, «Lévi-Strauss’Use of Linguistics», en The Unconscious as Culture,
al cuidado de I. Rossi, Nueva York 1974, pp. 31-52; G Caíame, «Philoiogie et anthropologie
estructúrale. A propos d’un livre recent d’Angelo Brelich», en Quademi Urbinati, 11 (1971),
pp. 7-47.
76. Cf. Detienne, Dioniso, cit., p. 11.
77. C Lévi-Strauss tiene una opinión distinta (7/ crudo e il cotto d t, pp. 21-22). Es
cierto que en otra parte (Anthropologie structurale, París 1958, p. 242; trad it., Milán
1966) ha sostenido que todas las versiones de un mito pertenecen al mito, pero esto elimina,
como máximo, la cuestión de la autenticidad, no la de la integridad.
78. Véase también parte II, cap. a.
79- En un ensayo de 1975 M. I. Finley polemizaba en nombre de la diacronía sólo
con antropólogos («L'antropologia e i classizi», en Uso e abuso della storia, trad it.,
Turín 1981, pp. 149-176, y especialmente p. 160). El aumento de las relaciones entre
historia y antropología ha complicado el cuadro: junto a los historiadores que sostienen
la superioridad de una actitud sincrónica encontramos a antropólogos que reivindican
para sus propias investigaciones la utilidad de un punto de vista diacrónfco (cf. B. S.
Cohn, «Toward a Rapproachment», en The New History. The I980s and Beyond, al
cuidado de T. K. Rabb y R. J. Rothberg, Prmceton (New Jersey) 1982, pp. 227-252).
Sobre la compatibilidad entre perspectiva histórica y perspectiva sincrónica cf. G. C
Lepschy, Mutamenti di prospettiva nella lingüistica, Bolonia 1981, pp. 10-11.
80. Cf. Ivanov, Lotman y otros, Te si sullo studio semiotico della cultura, trad it.,
Parma 1980,99. 50-51 (y véase pp. 51-52: «Una aproximación tipológica amplia elimina
lo absoluto de la oposición entre sincronía y diacronía»),
81. Cf, por ejemplo, R. Jakobson, «Antropologo e linguisti» (1952) en Saggi di
lingüistica generóle, trad it., Milán 1966, pp. 15-16; Id, Magia della parola, ai cuidado
de K. Pomorska, trad it., Barí 1980, pp. 56-57. La acepción de categoría de Jakobson
por parte de Lotman es subrayada por D. S. Avalle en la introducción a la antología
de textos por él editada, La. cultura nella tradizione russa del xix e xx secolo, Turín 1982,
pp. 11-12.
82. Cf. Jakobson, Magia cit., pp. 13-14, con una remisión a los estudios de P. G.
Bogatyrév sobre el folklore ucraniano. La frase que sigue inmediatamente —«y, finalmente,
me parece una singular rehabilitación la concesión romántica del folklore como creación
colectiva»— alude al ensayo escrito por Jakobson con el propio Bogatyrév, «II folklore come
forma di creazione auconoma» (1929) (traducido en Strumenti critici, i, 1967, pp. 223-
240.
83- Cf. C-C Schmitt, «Les traditions folkloriques dans ia culture médiévale. Queiques
refléxions de méthode», en Archives des sciences sociales des religions, 52 (1981), pp. 5-
20,particularmente pp. 7-10 (trad. it., Religione, folklore e societa nell'Ocádente medievale,
Bari 1988, pp. 28-29), a propósito de Bertoíotti, Le ossa e la pelle dei buoi cit. (véase ames,
nota 45), criticado por sus excesos díacrónicos.
84. Cf. C Lévi-Strauss, «Histoire et ethnologie» (1949), en Antbropologie structurale
cit., pp. 3-33 (la cita de Marx y ia remisión a Le Probiéme de l'incroyance de L Febvre
están ambas en ía p, 31).
85. O. C Lévi-Strauss, «Elogio dell’antropologia» (1959), en Antropología strutturale
due, trad it., Milán 1978, pp. 56 ss.; Id, «De Chrétien de Troyes á Richard Wagner» (1975),
en Le regard éloigné cit., París 1983, pp. 301 ss. (trad it., Turín 1948); Id, «Le
Graal en Amérique» (1973-1974), en Paroles données, París 1984, pp. 129 ss.; Id,
«Hérodote en mer de Chine», en Poikilia. Études offerts a fean-Pierre Vemant, París 1987,
pp. 25-32.
86. Id, «Histoire et ethnologie», en Annales E.S.C.», 38 (1983), pp. 1217-1231 (el
pasaje está en la p. 1227). Para un cuadro de las actuales discusiones sobre la cladística,
cf. D. L HulI, «Cladistic Theory: Hypocheses that Blur and Grow», en perspectives on
the Reconstruction of Evolutionary History, al cuidado de T. Duncan y T. F, Stuessy, Nueva
York 1984, pp. 5-23 (con bibliografía).
87. Este punto me ha sido aclarado por Richard Trexler en el curso de una conver­
sación ya lejana (otoño de 1982); desde aquí se lo agradezco.
88. Cf. Detienne, Dioniso cit., p. 13-
89. E. Benveniste, 11 vocabolario delle istituzioni indoeuropee, trad it., Turín 1976,
I, p. 7. Quien se ha cuidado de la edición italiana, M. Liborio, llama la atención (pp. xra-
xrv sobre la implícita polémica de la última frase con el «maniqueísmo saussuriano». Este
pasaje íntegra otro, que figura en ía introducción al Vocabolario («La diacronia é aflora
ristabilita nella propia legíttímká in quanto successione di sincronie»), que Vernant ha
citado ampliándolo a un ámbito extralingüístico (cf. Nascita di immagini, trad it., Milán
1982, p. 110, nota 1).
90. Cf. Benveniste, II vocabolario cit., I, p. 31.
91. Cf. E. Le Roy Ladurie, Montaillou, village occitan de 1294 a 1314, París 1975,
p. 601; y véase cambien A. Prosperi, «Premessa a I viví e i morri», en Quademi storici,
50 (agosto 1982), pp. 391410.

PRIMERA PARTE

L e p r o so s, ju d ío s , m u s u l m a n e s

L Dom M. Bouquet, Recueil des historiens de la Gaule..., nueva ed, París, 1877-1904,
XXIII, p. 413 (una nota de los editores en la p. 491 advierte de que este pasaje, junto
con otros, fue redactado en 1336; la distancia temporal-de los acontecimientos explica la
erróaea colocación del exterminio de los leprosos en el invierno, en vez de en la primavera
de 1321).
2. Ibíd, p. 483 (cf. también Orderico Vitale, Historiae ecclesiasticae libri tredecim, al
cuidado de A. Le Prevost, V, París, 1855, pp. 169-170.
3. Bouquet, Recueil, cit., XXIII, pp. 409-410 (redactada en 1345: cf. p. 397).
4. Cf. E. Baluze, Vitae paparum Avenuonensim, al cuidado de G. Mollat, I, París, 1916,
pp. 163-164. Versiones similares a esta son proporcionadas por Pietro di Herenthais y
Amalrico Auger (ibíd., pp. 179-180 y 193-194). Como se colige de la tradición manuscrita,
el pasaje cit. de la crónica de Bernard Gui es redactado inmediatamente a continuación
de los acontecimientos narrados: cf. L Delisle, Notice sur les manuscrits de Bernard Gui,
París 1879, pp. 188 y 207 ss.
5. Cf. H. Dupíés-Augier, «Ordonnance de Philippe Le Long contre les lepreux», en
Bibliotheque de l'École de Cartest>, 4' s., m (1857), pp. 6-7 del extracto; Ordonnance des
roís de France..., XI, París 1769, pp. 481-482.
6. Sobre locos y criminales, véase, naturalmente, M. Foucaúk, Folie et déraison. Hiítoire
de la folie a l'age classique, París, 1961 (trad it., Milán, 1963) y, del mismo autor, Surveiller
et punir, París, 1975 (trad it, Turín, 1976). Es curioso que, en el primero, se señale a
los leprosos pero no las vicisitudes que llevaron a su reclusión.
7. El estudio más reciente sobre tal vicisitud muy útil aun estando basado en
documentación incompleta, es el de M. Barber, «The Plot to Overthrow Christendom in
1321», en History, vol. 66, n. 216 (febrero 1981), pp. 1-17: sus conclusiones son distintas
de las mías (cf. por otra pane nota 57). El dossier prometido por B. Blumenkranz, «A
propos des Juifs en France sous Charles le Bel», en Archives juives, 6 (1969-1970), p, 36,
no ha sido, que yo sepa, publicado. Investigaciones menos recientes sobre el mismo tema
irán siendo citadas. Una analogía entre la «conspiración» de 1321 y la persecución de la
brujería es señalada por G. Miccoli, «.La storia religiosa», Storia d’ludia, H, 5, Turín 1974,
p. 820. Véase ahora, además, F. Bériac, Histoire des lépreux au Moyen Age, París 1988,
pp. 140-148 (que ignora, del autor de estas líneas, Présomptions cit.).
8. Bouquet, Recueil cit., XXI, p. 152. Cf. también «Chronique parisienne anonyme
de 1316 á 1339...», al cuidado de A. Hellot, en Mémoires de la société d’histoire de Parts..,,
xi (1884), pp. 57-59. Un añadido marginal a la tercera continuación de Gestorum abbatum
Monasterii Sancti Trudonis... libri (MGH, Scriptorum, X, Hannover 1852, p. 416) intro­
ducida por las palabras «siguiente año» habla de leprosos «a Judaeis corrupti» quemados
como envenenadores en Francia y Hannover. E! editor ha datado el pasaje de 1319,
verosímilmente por equivocación, con todo, la cita de Hannover sigue siendo oscura
para mí.
9- Cf. respectivamente Bouquet, Recueil cit-, XX, pp. 628 ss.; XXI, pp. 55-57; Balzue,
Vitae cit,, I, pp. 132-134; Bouquet, Recueil cit., XX, pp. 704-705; Jean de Preís llamado
d'Outremeuse, Ly Myreur des Histors, al cuidado de S. Bormans, VI, Bruselas 1880, pp.
264-265; Genealogía comitum Flandriae, en Marténe-Durand, Thesaurus novus anecdoto-
rum, III, París 1774, col. 414. Y véase también, en el mismo sentido, Bibliotheque
Nationales, msfr. 10132, c. 403f.
10. En esta exposición sigo casi exclusivamente ai continuador de Guillaume de Nangis,
de quien dependen de manera más o menos estrecha la crónica de Saim-Denis, Giovanni
di S. Vittore y el continuador de ía crónica de Gérard de Frachet: cf. además la introducción
de H. Géraud y G. de Nangis, Chronique latine, París 1843,1, pp. xvi ss. Sobre el episodio
de Chinon, cf. también H. Gross, Gallia judaica, París 1897, pp. 577-578 y 584-585.
11. Cf. Genealogía cit.
12. Cf. G. Lavergne, «La persécution et spoliation des iépreux á Périgord en 1321»,
en Recueil des travaux offerts a M. Clovis Brunel..., II, París 1955, pp. 107-113.
13- Cf. Baluze, Vitae cit., I, pp. 161-163 (B. Gui); ibíd., pp. 128-130 (Giovanni di S.
Vittore). En general, cf. M. Barber, «The Pastoureaux of 1320», en Journal of Ecclesiastícal
History, 32 (1981), pp. 143-166. Sobre algunos problemas sigue siendo de utilidad P.
Alphandéry, «Les croisad.es des enfants», en Revue de l’histoire des réligionsy>, 73 (19l6)s
pp. 259-282. Idílicamente apoiogéticas, sin embargo, son las páginas dedicadas a las dos
«cruzadas» de los Pastorcillos en P. Alphandéry-A. Dupront, Li Chretienté et l’esprit de
Croisade, H , París 1959, que me parecen atribuibles, basándome en el estilo, al segundo
de los autores. Un documento importante —la declaración del judío Baruch ante la
Inquisición de Pamiers—- ha sido más veces traducido y analizado: véase el texto del mismo
en j. Duvernoy, Le registre d’Inquisition de Jacqms Foumier, I, París 1965, pp. 177-190
(y finalmente A. Pales-Gobiliiard, «L’Inquisition et les Juifs: le cas de Jacques Fournier»,
en Cahiers de Fanjeaux, 12, 1977, pp. 97-114.
14. Este texto, desconocido por Barber (The Plot cit.), se encuentra en C Compayré,
Études historiques et documents inédits sur l’Albigeois, les Castrais et l’anáen diocése de
Lavaur..., AIbi 1841, pp. 255-257. Su importancia fue señalada por primera vez por A.
Molinier (cf. C Devic y dom J. Vaisséte, Histoire générale de Languedoc... IX, Toulouse
1885, p. 410, nota 6). Más recientemente ha sido analizado por V. R_ Riviére-Chalan, La
marque infame des lépreux et des christians sous VAnden Régime, París 1978, pp. 51
ss. (libro precioso, a pesar de sus lagunas), que ha dado precisiones basándose en nuevos
materiales sobre la datadón conjetural propuesta por Compayré. El documento, como
amablemente me informa el director de los Archives Dépanamentates du Tarn en una
carta del 2.2.1983, ya no se encuentra en lo archivos munidpales de AIbi y actualmente
resulta ilocalizable.
15. Véase también la nota 39. En general, cf. R. I. Moore, The Formation of a
Persecuting Sodety. Power and Defiance in Western Europe. 950-1250, Oxford 1987, que
se fija también {pp. 60 y 64) en los hechos de 1321. Elementos y reflexiones de utilidad
por E. Gelíner, Nazioni e nazionalismo, trad. it., Roma 1985.
16. «dncomposita et agrestis illa multitudo» (Paolino Venero o.f.m., en Baluze Vitae
cit., I,p. 171).
17. Como ejemplo de las reacciones de los contemporáneos, cf. Giovanni di S. Vittore
en Baluze, Vitae dt., I, pp. 112-115, 117-118 y 123. Es siempre útil H. S. Lucas, «The
Great European Famine of 1315-1317», en Spectdum, v (1930), pp. 343-377; véase además
J. Kershaw, «The Great Famine and Agrarian Crisis in England 1315-1322», en Past and
Present, 59 (mayo 1973), pp. 3-50, que sin embargo revela, basándose en M.-J. Larenaudie,
«Les famines en Languedoc aux xivr et xvr siedes», en Anndes du Midi, ixrv (1952), p.
37, que los documentos de estos años no hablan, en lo que al Languedoc se refiere, de
carestía. En ello ha visto G. Bois el síntoma de una crisis profunda del sistema feudal:
cf. Crise du féodalisme, París 1976, pp. 246 ss.
18. Cf. L K. Little, Religious Poverty and the Profit Economy in Medieval Europe,
Londres 1978.
19. Cf. Trachtenberg, The Devil cit., pp. 97 ss., y e! cuadro general trazado por G.
I. Langmuir, «Qu'est-ce que 'les juifs' signifiaient pour la sodété médiévale?», en Ni juif
ni grec. Entretiens sur le racisme, al cuidado de L Poliakov, París-La Haya 1978, pp. 178-
190. Particularmente sobre la acusación de bomiddio ritual, véase, del mismo Langmuir,
el óptimo ensayo «The Knight’s Tale of Young Hugh of Lincoln», en Speculum, XLVII
(1972), pp. 459-482.
20. Cf. Flavio Josefo, Contro Apione, 1,26 ss., y sobre ello cf. A. Momigliano, en Quinto
contributo alia storia degli studi classid e del mondo antico. I, Roma 1975, pp. 765-784;
dei mismo, Saggezza straniera, trad it., Turín 1980, pp. 98-99. Véase también J. Yoyotte,
«L'Égypte ancienne et Ies origines de l’antijudaisme», en Revue de l’histoire des religions,
163 (1963), pp. 133-143; L. Troiani, Commento storico al «Contro Apione» di Giuseppe,
Pisa 1977, pp. 46-48. Sobre ia fortuna de Flavio josefo, cf. H. Schreckenberg, Bibliographie
zu Flavtus Josephus, Leiden 1968 y 1979; Id, Die Tlavius-Josephus-Tradition in Antike
und Mittelalter, Leiden 1972; Id., Rezeptionsgeschichtliche und text-kritische üntersuchun-
gen zu Fldvivs ]osephus, Leiden 1977.
21. Cf. U. Roben:, Les signes d ’infámie au Mojen Age, París 1889, pp. 11, 90-91 y
148.
22. Cf. ibíd., p. 174; C Malet, Histoire de la lépre et son influence sur la littérature
et les arts, tesis defendida en la Facultad de Medicina de París en 1967 (BN: 4° Th. Paris.
4430 dactii.), pp. 168-169. Sobre ios cagots, cf. F. Michel, Histoire des races maudites de
la France et de l ’Espagne, París 1847, 2 vol,; V. de Rochas, Les paries de France et de
l’Espagne. Cagots et Bohémiens, París 1876; H. M. Fay, Histoire de la lépre en France,
Lépreux et Cagots du Sud-Ouest, París 1910.
23. Cf. Roben, Les signes cit., p. 91; Malet, Histoire cit., pp. 158-159.
24. Cf. M. Kriegel, «Un trait de psychologie socíel», en Annales E.S.C., 31 (1976),
pp. 326-330; J. Shatzmiller, Recherches sur la communauté juive de Manosque au Moyen
Age (1241-1329), París y La Haya 1973, pp. 131 ss.; Little, Religious Poverty cit., pp. 52-
53.
25. Cf. M. Douglas. Purezza e pericolo, trad. it., Bolonia 1975, y en general la literatura
antropológica (de V. Turner a E. Leach), que se basa en el notable libro de A. Van Gennep,
1 riti di passagio (1909) trad. it., Turín 1981, a su vez dependiente del fundamental ensayo
de R. Hertz sobre la representación colectiva de la muerte (1905-1906): cf. «Sacchegi
rituali», al cuidado de C Ginzburg, en Quademi storici, n.s., 65 (agosto 1987), p. 626.
26. Cf. j.-C. Schmitt, «L’histoire des marginaux», en La nouvelle histoire, ú cuidado
de J. Le Goff, París 1978,9. 355.
27. Cf. M. Kriegel, Les ]uifs a la fin du Moyen Age dans l’Europe méditerranéenne,
París 1979, pp. 20 ss. Indicaciones sugestivas en A. Boureau, «L’inceste de Judas. Essai
sur la gánese de la haine antisémite au XH' siécle», en «L’amour de la haine», en Nouvelle
Revue de Psychanalyse», xxxm (primavera 1986), pp. 25-41. En general, cf, Moore, The
Formation cit.
28. Cf. Trachtenberg, The Devil cit., pp. 101 y 238, nota 14, donde se registra una
acusación de ese tipo en el siglo xn (Troppau en Bohemia, 1163), dos en el xin (Breslavia,
1226 y Viena 1267) y tres en el siglo xiv (1308 en el Vaud, 1316 en la región de Eulenburg,
1319 en Franconia) antes de los hechos de 1321.
29. Cf. Lavergne, La persécution cit.; E. A. R. Brown, «Subsidy and Reform in 1321:
the Accounts of Najac and the Policies of Philip V», en Traditio, x x v í i (1971), p. 402,
nota 9-
30. Cf. Riviére Chalan, La marque cit., pp. 47 ss.
31. Cit. por L Guibert, «Les lépreux et les léproseries de Lirnoges», en Bulletin de
la société archéologique et historique du Limousin, lv (1905), p. 35, nota 3. La misma
observación se repite en el registro municipal de Cahors: cf. E. Albe, Les lépreux de Quercy,
París 1908 (procedente de «La Moyen Age), p. 14. Sobre Rodez he podido ver, gracias
a la cortesía de la autora, un cuidadoso estudio, todavía inédito, de S. F. Roberts (The Leper
Scare of 1321 and the Growth o f Consular Power).
32. Cf. G. De Manteyer, «La suite de la chronique d’Uzerche (1320-1373)», en
Mélanges Paul Fabre, Paris 1902, pp. 403-415 (utilizado también por Guibert, Les lépreux
cit., pp. 36 ss.). Obsérvese que en ia p. 410 Manteyer habla de «ejecución judicial» de 60
leprosos, asimilando de modo un tanto sumario los reclusos (15) a las víctimas de ia hoguera
(44).
33. El documento fue descubierto y analizado por j.-M. Vidal: cf. «La poursuite des
lépreux en 1321 d'aprés des documents nouveaux», en Annales de Saint-Louis-des-Frangais,
iv (1900), pp. 419478 (una primera versión, con variantes significativas, en Mélanges de
littérature et d ’histoire religieuses publiées a l ’occasion du jubilée episcopal de /VI? de
Cubrieres..., I, París 1899, pp. 483-518). El texto integral en Duvernoy, Le registre
d’lnquisition cit., II, pp. 135-147. Agradezco a Lelia Comaschi que con ocasión de un
seminario en Bolonia me señaió (1975) por vez primera ia importancia de este
documento.
34. Cf. el «Líber sentenriarum Inquisitionis Tholosanae» publicado como apéndice (con
numeración aparte) en P. a Limborch, Historia Inquisitionis, Amsterdam 1692, pp. 295-
297. Entre un grupo de personas a las que, años después, les es condenada la pena de
encierro, figura (p. 294) un «Bartholomeus AmÜhati presbyter de Ladros dyocesis Urge-
lensis»\ verosímilmente se trata de un jefe de leprosería como Agassa (ladres significa
«leprosos»).
35. En cuanto al uso de la tortura en los procesos inquisitoriales de este período, cf.
J.-L Biget, «Un procés d’lnquisition á Albi», en Cabiers de Fanjeaux, 6 (1971), pp. 288-
291, que recuerda también las prescripciones que figuraban en 1a 'Practica de Bernard Gui
(uno de los jueces que dictaminaron la sentencia contra Agassa: véase p. 51 de este libro.
36. Este silencio es acertadamente señalado por Barber, The Plot cit., p. 10.
37. Cf. L. Lazard, «Les Juifs de Touraine», en Revue des études juives, xvi (1888),
pp. 210-234.
38. Más tarde (a finales de 1322 o a principios de 1323) fue acusado de prácticas
idolátricas por el inquisidor de Tours y conducido a París; allí fue absuelto, tras la
intervención del papa Juan XXII: cf. J.-M. Vidal, «Le messire de Parthenay et l'ínquisition
(1323-1325)», en Bulletin historique et philologique, 1913, pp. 414-434; N. Valois, «Jacques
Duése, pape sous íe nom de Jean XXH», en Histoire ¡ittéraire de la France, xxxrv (1915),
p. 426.
39- Cf. C H. Tayior, «French Assemblies and Subsidy in 1321», en Speculum, xuii
(1968), pp. 217-244; Brown, Subsidy and Reform cit., pp. 399-400. El anónimo cronista
parisiense, tras haber descrito la conjura atribuyendo la responsabilidad de la misma a los
leprosos instigados por los judíos, concluía: «£í la verité sceue et ainssi descouverte et a
Philippe le roy de France et de Navarre rapportée en la deliberation de son grant conseil,
le vendredi devant la feste de la Nativité saint Jehan-Baptiste, furent tous les Juifz par
le royaulme de France pris et emprisonnez, et leur biens saisis et inventories» (Chronique
parisienne anonyme cit., p. 59). El inciso le vendredi etc. se refiere evidentemente a la
frase precedente, es decir, al momento en que la noticia fue referida al rey, y no (como
entiende erróneamente Brown, Subsidy and Reform cit., p. 246) al encarcelamiento de los
judíos, que sólo fue decretado un mes más tarde.
40. Sigo aquí ía interpretación de Lazard, Les juifs cit., p. 220.
41. P. Lehugeur, en su Histoire de Philippe le Long (i, París 1897, p. 425) había
formulado una interpretación en ciertos aspeaos análoga, y eso sin conocer el documento
publicado por Langlois (véase; además, nota 51) que testimonia los sucesivos cambios de
comportamiento del rey respecto de los judíos.
42. Cf. G. D. Mansi, Sacrorum ConciUorum nova, et amplissima collectio, xxv, Venecia
1782, cois. 569-572. Aunque publicado en un lugar tan obvio, el documento ha sido (que
yo sepa) mencionado explícitamente sólo dos veces: por el polemista antisemita L. Rupert
(L’Église et la synagogue, París 1859, pp. 172 ss.), que no pone ni un ápice en duda su
contenido, y por H. Chrétien (Le prétendu complot des Juifs et des lépreux en 1321,
Cháteauroux 1887, p. 17), que da por descontada la falsedad de la carta de Bananias en
aquél reproducida. Es mencionada de pasada, aunque sin indicación de fuentes, por J.
Trachtenberg (The Devil cit., p. 101), que la confunde con el proceso perdido enviado
al rey por el señor de Parthenay. La hipótesis de que todo el documento (incluida la carta
de Felipe de Anjou y a pesar de las reacciones favorables a ella del Papa) sea fruto de
una falsificación tardía me parece infundada, tanto por motivos externos como internos.
Por una parte las referencias (no sólo cronológicas) a los acontecimientos contemporáneos
son de gran precisión; por otra, el documento explica, como se verá, el imprevisto cambio
del Papa respecto de los judíos. En cuanto a las relaciones de los Anjou con Aviñón, cf.
L. Bardinet, «Condition civile des juifs du Comtar Venaissin pendant Je séjour des papes
á Avignon», en Revue histoñque, t. 12 (1880), p. 11.
43- Cf. T, von Oppolzer, Canon of Edypses, Nueva York 1962 (reimpresión de la
edición de 1886): el 26 de junio de 1321 el eclipse fue visible en toda Francia, con
características que oscilaban entre la anularidad y la totalidad.
44. Como ya se sabe, Bujarin recurrió a un expediente de ese género durante los
procesos de Moscú de ios años treinta, para dar a entender que su presunta confesión era
en realidad un cúmulo de mentiras.
45. El proyecto de expedición a Oriente, animado por Felipe en julio de 1332, fue
reiniciado en 1329: cf. A de B [oislisle], «Projet de croisade du premier duc de Bourbon
(1316-1333)», en Annuaire-Bulletin de la société de l’histoire de Frunce, 1872, p. 236, nota;
J. Viard, «Les projets de croisade de Philíppe VI de Valois», en Bibliothéque de l’École
des Charles, 97 (1936), pp. 305-316,
46. Cf. G. Duerrholder, Die Kreuzzgspoltíik unter Papst Johann XXII (1316-1334),
Estrasburgo 1913, pp. 27 ss.; Valois, Jacques Duese cit., pp. 498 ss.; Taylor, Frencb
Assemblies cit., pp. 220 ss. Ignoramos cuándo difundió exactamente el Papa la carta,
probablemente a principios de julio, cuando los cardenales se reunieron en Aviñón para
discutir sobre la cruzada (pero la fecha del 5 de julio indicada por Duerrholder es deducida
arbitrariamente de la de una carta del Papa ai rey de Francia sobre el mismo tema).
47. Cf, j. Viard, «Philippe de Valois avant son avénement au tróne», en Bibliothéque
de l’École des Chartes, 91 (1930), pp. 315 ss.
48. Cf. Bardinet, Condition civile dt., pp. 16-17; A. Prudhornme, «Les Juifs en
Dauphiné aux XTV' et XV' siécles», en Bulletin de l'Académie Delphinale, 3‘ s., 17 (1881-
1882), p. 141; j. Loeb, «Notes sur l’histoire des Juifs, IV: Deux Hvres de commerce du
commencement du XIV' siécle», en Revue des études juives, 10 (1885), p. 239; Id., Les
Juifs de Carpentras sous le gouvemement pontifical, Ídem, 12 (1886), pp. 47-49; Id., «Les
expulsions des Juifs en France au XTV' siécle», en Jubelschrift zum siebzigsten Geburstage
des Prof. Dr. H, Graetz, Breslau 1887, pp. 49-50; R. Mouítnas, Les Juifs dupape en France.
Les communautés d'Avignon et du Comtai Venaissin aux 17' et 18" siécles, París 1981,
p. 24. Por extraño que parezca Barón no menciona 3a expulsión: se queja de que Juan
XXII, tras haber intervenido a favor de los judíos contra los Pastorcilios, se haya callado
ante la acusación de conspiración con los leprosos (cf. S. W. Barón, A Social and Religious
History of the Jews, X, Nueva York 19652, p. 221). En realidad, como hemos visto, Juan
XXII de hecho no calla. Su intervención es ignorada incluso por S. Graycel, «References
to che Jews in. the Correspondence of John XXII», en Hebrew Union College Annual,
voL XXIII, parte II (1950-1951), pp- 60 ss., que anticipa la fecha de la expulsión de los
judíos de Aviñón, proponiendo como plazo ante quem febrero de 1321, esto es, antes del
descubrimiento del presunto complot de los leprosos. Pero esta datación (ya propuesta por
Valois, Jacques Duése cit., pp. 421 ss.) se basa en un documento erróneamente interpretado.
La carta papal en que se anuncia la fundación, de fecha 22 de febrero de 1321, de una
capilla in castro Bidaride, «in loco sinagoga ubi extitit hactenus Judeorum», no puede (como
Graycel entiende) implicar la expulsión, porque la capilla fue levantada sobre terrenos
comprados a los judíos, específicamente nombrados «a quibusdam de prefatis Judeis
specialiter emi fecimus et acquiri»: Archivo Secreto Vaticano, Reg. Vat. 71, cc, 56f-57r,
a. 159; cf. tambiés G. Mollar, Jsan XXII (1316-1334). Lettres com-munes, m, París 1906,
p. 363).
49. Cf. Musée des Archives Nationaux, París 1872, p. 182. Posteriormente han sido
publicadas tres veces, siempre como inéditas: por Chrétien, Le prétendu complot cit., pp.
15-16; por Vidal, La poursuile cit., pp. 459-461 (es ia edición más cuidada; se nota que
en la primera versión del ensayo, Vidal tendía a aceptar la autenticidad de ias dos cartas);
por Riviére-Chalan, La marque cit., pp. 41-42. (The Plot cit., p. 9) corrige erróneamente
su confección durante el proceso contra Agassa y al deseo de probar ía culpabilidad de
los musulmanes (y también de los judíos).
50. Cf. H. Sauval, Histoire et rechercbes des antiquités de la viíle de Paris, II, París
1724, pp. 517-518, que se escandalizaba porque imitaciones falsas, en vez de ser destruidas,
fuesen conservadas; Musée des Archives cit., p. 182.
51. Cf. C-V. Langiois, «Registres perdus des Archives de ía Chambre de Compres
de Paris», en Noticies et extraits des manuscrits de la Bibliothéque National..., x l (1917),
pp. 252-256. Este documento, no visto por M. Barber (The Plot cit.), ha sido utilizado
por R. Anchel, Les Juifs de France, París 1946, pp. 86 ss., a quien interesa sobre todo
probar que Felipe V reaccionó escépticamente ante los rumores sobre el complot de los
leprosos y los judíos.
52. Cf. Langiois, Registres cit., pp. 264-265, 277-278; Blumenkranz, A propos des Juifs
cit., p. 38, que basándose en nuevos documentos hace posterior la fecha de la expulsión,
tradicionalmente fijada en ei 1321. Según algunos estudiosos (entre los cuales se cuenta
S. W. Barón) no se llegó a la expulsión de los judíos de Francia hasta el año 1348, tesis
difícilmente aceptable (véase R. Kohn, «Les Juifs de la France du Nord á travers les archives
du Pariament de París» (1359?-1394), en Revue des études juives, 141,1982, p. 17).
53. Cf. N. Morarad, «A propos d’une charte inédite de Ievéque Pierre d'Oron: lépreux
bmlés a Lausanne en 1321», en Zeitschrift für schweizerische Kirchengeschichte, 75 (1981),
pp. 231-238: un documento del 3 de septiembre lamentaba que la quema de los leprosos
envenenadores hubiera inducido a suspender limosnas y censos en favor de los lepro­
sos inocentes.
54. En cuanto a ia inexistencia de la acusación de homicidio ritual en la Francia del
sur, donde !os judíos estaban más integrados en la vida social, insiste G. I. Langmuir,
«L’absence d’accusatíon de meurtre rituel a l’Ouest du Rhóne», en Cahiers de Fanjeaux,
12 (1977), pp. 235-249, y especialmente la p. 247.
55. Se tienen noticias de condenas a leprosos como envenenadores en Artois (cf. A.
Bourgeois, Lépreux et maladreries du Pas-de-Calais (x'-xvnr siécles), Arras 1972, pp. 68,
256 y 258), en Metz (cf. C. Buvignier, Les maladreries de la cité de Verdun, s.l. 1882,
p. 15), y más allá de los confines del reino de Francia, en Flandes (cf. antes, p. 44 de
este libro). La crónica parisiense ya recordada, declara una persecución de los judíos en
Borgoña, Provenza y Carcasona, por el mismo motivo (Chronique cit., p. 59). Tales noticias
deberían ser integradas por un estudio analítico del acontecimiento entero que desgracia­
damente falta. Un testimonio del ambiente reinante en los meses de las persecuciones nos
lo ofrece la confesión de un fraile, Gaufridus de Dimegneyo, que se presentó en 1331 en
el monasterior cisterciense de Chalon-sur-Saóne pidiendo que lo absolvieran de un pecado
cometido diez años antes, cuando leprosos y judíos habían sido enviados a la hoguera por
ia justicia secular «por su culpa, como afirmaba la gente». Gaufridus había visto entrar
en la hostería de su padre a un hombre con un saco lleno de semillas y lo había denunciado
como envenenador. El hombre, torturado, había dicho que era un ladrón y que llevaba
un somnífero, y por ello había sido ahorcado (cf. Grayzel, References cit., pp. 79-80).
56. En Rodez, por ejemplo, como resultado del estudio citado, de S. F. Roberts (cf.
antes, nota 31), el tribunal señorial se interpuso en las diferencias entre obispo y cónsules
sobre ia administración de las leproserías, dando la razón a los cónsules. En cuanto a !a
difusión de las noticias, cf. B. Guenée, «Espace et État dans la France du Bas Moyen Age»,
en Annales E.S.C., 31 (1968), pp. 744-758 (con bibliografía): en casos excepcionales el rey
podía hacer viajar a sus correos a la velocidad de 150 km al día; pero por lo general cubrían
distancias muy inferiores (50-75 km).
57. Esta conclusión no es de las que se den por descontadas, como muestra un recorrido
final por las interpretaciones que hemos seguido hasta aquí Para un jurista como Sauvai
(Histoire cit.) ios documentos que acusaban a judíos y leprosos eran una burda falsificación,
y basta; del mismo parecer, en lo que a los leprosos se refiere, era B. de Montfaucon (Les
monuments de la monarchie frangaise, II, París 1730, pp, 227-228). Más de un siglo después,
para L Rupert el dossier entero constituía una prueba indiscutible de la eterna perfidia
judía, mientras que Jos leprosos pasaban a un segundo piano (L’Église cit.). Michelet, en
cuyas páginas destaca la inevitable mención del asunto, si bien en líneas generales, había,
sin embargo, considerado absurda la venganza del rey de Granada e improbable la
conspiración de los judíos, pero no libraba completamente a los ieprosos: «En eí ánimo
de aquellos tristes solitarios podía tomar forma perfectamente la locura colectiva...» (j.
Michelet, Histoire de France (livres V-IX), al cuidado de P. Viallaneix, París 1975, pp.
155-157). Algunos decenios más tarde, los hechos de 1321 se pusieron inesperadamente
de actualidad. El médico H. Chrétien (quizás un seudónimo) señaló en la introducción a
su opúsculo Le prétendu complot des Juifs et des lépreux en 1321 cit. la nueva cruzada
que «desde hace algunos años» —estaba en 1887 y el affaire Dreyfus ya había empezado)—
se predicaba en Francia-contra los judíos, y a los enemigos que «parecen esperar con
impaciencia la repetición de las escenas atroces de la noche de san Bartolomé». A la vuelta
del siglo, en los mismos años en que se fabricaban ,Los protocolos de los Sabios de Sión
y el affaire llegaba a su punto culminante (cf. Cohn, Licenza cit., pp. 72 ss.; P. Nora, 1898,
«Le théme du complot et la définition de I’identité juive», en Pour Léon Poltakov: le racisme,
mythes et sciences, al cuidado de M. Olender, Bruselas 1981, pp. 157 ss.), j.-M. Vidal Naquet
resumió el asunto entero concluyendo que las confesiones de Agassa, descubiertas por él
mismo, eran demasiado particularizadas y cargadas de sinceridad como para no ser
consideradas, a pesar de la tortura, «espontáneas,.sinceras, verídicas». Ciertamente, Vidal
consideraba que las cartas del rey de Granada y del rey de Túnez podían ser falsas (aunque
en un primer momento, como ya hemos dicho, las había juzgado de otro modo); pero
atribuir su confección a los magistrados de Macón le parecía una suposición moralmente
absurda, porque implicaba que «los respetables personajes que estuvieron presentes en la
traducción no fueran sino vulgares falsarios». Por ello, necesitaba deducir que fueron los
jefes de los leprosos, quienes querían convencer a sus secuaces de Ía existencia de apoyos
externos al complot contra la autoridad, los que habían falsificado los documentos. Vidal
concluía que el exterminio, ciertamente «excesivo», de los leprosos y de los judíos había
sido provocado por un complot entero y verdadero (aunque ineficaz) de los leprosos,
probablemente aplastado al nacer; la participación de ios reyes sarracenos y de los judíos
era, sin embargo, «difícilmente demostrable». Aun habiendo descubierto un documento
papal deí que se colegía (cf. nota 69) que algún tiempo después de la persecución la inocencia
de los leprosos había sido reconocida por la propia autoridad, Vidal no cambió de idea,
ni entonces ni después (cf. Vida!, La poursuite cit.; Le Tribunal dlnquisition de Pamiers,
Toulouse 1906, pp. 34 y 127). Cabe observar que en un caso más antiguo, en que por
pura coincidencia estaba implicado otro Agassa (Bernard), Vidal reconoce que el complot
atribuido por el inquisidor de Carcasona a un grupo de acusados de haber intentado destruir
el archivo del tribuna] eclesiástico, en realidad había sido urdido por el propio inquisidor
(Un inquisiteur jugépar ses "victimes": Jean Galand et les Carcassonnais [1285-1286], París
1903). En esta ocasión, apoyándose en una denuncia de la irregularidad del proceso hecha
en varias ocasiones por Jacques Fournier, Vidal no dudó en admitir la función determinante
que había tenido la tortura para arrancar confesiones falsas a los acusados, si bien al final
intentó salvar, con la evidencia de ios hechos, la buena fe dei inquisidor de Carcasona.
Pero las resonancias contemporáneas de la presunta conspiración de 1321 eran tan fuertes
que alteraron h cautela filológica de Vidal: ¿cómo acusar de falsificación a las autoridades
políticas de hace seis siglos en el momento en que funcionarios del Ako Estado Mayor
francés eran acusados de proteger a M. Esterhazy, autor de las falsas pruebas que
incriminaban al capitán judío Dreyfus? (Además de los ensayos eruditos ennumerados por
L Blazy, Monseigneur /.-Ai. Vidal (1872-1940), Castillon-en-Couserans 1941, pp. 10-17,
Vidal escribió una narración de corte autobiográfico, A Moscou durant le premier triennat
soviétique (1917-1920), París 1933» pero escrito en 1921, que ilumina su personalidad y
orientaciones políticas.) Ante las implicaciones políticas inmediatas del ensayo de Vidal,
reaccionó con dureza Ch. Moiinier, quien (en polémica con una recensión favorable de
P. Dognon) definió sus conclusiones como «absurdas», y «por lo menos superflua» la
publicación de las cartas de los reyes sarracenos. En cuanto a ía leyenda del envenenamiento
de las aguas, sus implicaciones (antisemitas, naturalmente) eran demasiado actuales para
poderse referir a ella con tanta ligereza: «La mínima escusa —escribía Moiinier con palabras
que parecen retrospectivamente proféticas—, puede resucitarla y devolverle una apariencia
de verdad» (cf. Annales du Midi, xrn (1901), pp. 405-407; ia recensión de P. Dognon,
pp. 260-261; obsérvese que Albi, Les lépreux cit., pp. 16-17, recoge las conclusiones de
Vidal descartando a los leprosos e insistiendo sobre la probable culpabilidad de judíos y
sarracenos). Pero el juicio sobre los hechos de 1321 sigue siendo hoy día objeto de polémica,
j. Duvernoy, al publicar por primera vez en 1965 las actas del proceso contra Agassa, se
preguntaba retóricamente si Vidal había tenido por verdaderas estas confesiones; su aspecto
estereotipado, observaba, eran una prueba evidente del hecho de que habían sido extor­
sionados por los jueces. Consideración justísima, a la cual Duvernoy hada seguir una
hipótesis infundada: que el inquisidor Jacques Fournier hubiera extorsionado deliberada­
mente a Agassa sacándole una serie de admisiones inverosímiles para salvarle la vida, ya
que liberándolo, de hecho lo habría puesto en manos de las turbas desencadenadas contra
los leprosos, y que además habría transgredido de hecho las prescripdones del edicto de
Felipe y (Le registre dt., II, p. 135 nota). Pero el edicto no fue publicado hasta después
de los interrogatorios de Agassa; en cuanto a la solidtud del inquisidor frente ai acusado,
parece francamente poco creíble (Le Roy Ladurie, Montaillou cit., pp. 17 y 583, nota 1,
da por descontado que en este caso Fournier actúa por instigadón de los funcionarios reales).
Finalmente, para M. Barber la persecudón de 1321 fue un fenómeno colectivo que afectó
a toda ia jerarquía social, desde el rey para abajo (The Plot dt., p. 11): la renuncia explícita
a un examen particularizado de la difusión de las acusaaones, considerado imposible (p.
6, nota 24), hace que ía idea de un complot de las autoridades ni siquiera sea tomada en
consideradón. Tal hipótesis no es nueva (véase, por ejemplo, el título del ensayo, olvidable,
de Vincent, «Le complot de 1320 [fecha según el viejo estilo] contre Ies lépreux et ses
répercussions en Poitou», en Bulletin de la société des anticuaires de 1‘Ouest, 3* s., vn (1927),
pp. 325-344; pero no me parece que haya sido nunca ilustrada en toda su complejidad.
Al formularla he tenido presente como modelo de investigación, más que La Grande Peur
de Lefebvre recordada por Barber (p. 12, nota 40), Le Rois Thaumaturges de Bíoch, por
los motivos recordados en la introducción.
58. Cf. F. Baer, Die jvden im chñstlichen Spanien, I, Berlín 1929, pp. 224 ss.; y véase
también Barón, A Social and Religious History dt., XI, Nueva York 1967, p. 160.
59. Cf. Alphandéry, Les croisades dt., p. 269.
60. Cf. Bouquet, Recueil dt., XXI, pp. 115-116; M. Paris, Chronica majara, al cuidado
de H. R. Luard, V, Londres 1880, p. 252.
61. Se pueden ampliar las observaciones de Le Goff, Pour un autre Moyen Age cit.,
pp, 280 ss. (trad it. dt., pp. 257 ss.) sobre la imagen dei mundo que gravitaba sobre el
Océano Indico.
62. Acerca de todo esto, véase además Barber, The Plot cit., p. 17.
63. Cf. M. Barber, The Triol of the Templan, Cambridge 1978, p. 182, que remite
a Les Grandes Chronicques de la France, 8, al cuidado de J. Viard, París 1934, pp. 274-
276.
64. Sobre el primer caso, cf. Barber, The Trial cit., p. 179. Sobre el segundo (acabado
en la hoguera), cf. Valois, facques Duése cit,, pp. 408 ss., quien expresa dudas sobre la
culpabilidad del acusado, y E. Albe, Autour de ]ean XXII. Hugues Géraud éveque de Cahors.
L’affaire des Poisons et des Envoútements en 1317, Cahors 1904, que sin embargo, está
seguro. En cuanto a las actitudes de Albe (cuyo sentido crítico era un tanto débil: cf., antes,
nota 57) se sitúa también G. Mollar, Les papes d’Avignon (1305-1378), París 19509, pp.
42-44. Tratándose de una conspiración referida a un grupo pequeño, las acusaciones son,
por inverificables, menos absurdas que las esgrimidas contra judíos y leprosos, pero en
cuanto a la previsibilidad estereotipada de ¡as confesiones (solicitadas por la tortura) no
se puede dejar de compartir la actitud de N. Valois.
65. Cf. R. I, Moore, «Heresy as Disease», en The Concept of Heresy in the Middle
Ages (llth-13th C.), Lovaina 1976, pp. 1-11, en particular p. 6 ss. (obra que me fue señalada
por S. N. Brody, The Disease o f the Soul. Leprosy in Medieval Uierature, Ithaca (Nueva
York), 1974.
66. Cf. de Manteyer, la suite cit., p. 413-
67. Cf. Blumenkranz, A propos des Juifs cit., p. 37.
68. Cf. W. H. May, «The Confession of Prous Boneta Herede and Heresiarch», en
Essays in Medieval Ufe and Thought Presented in Honor ofAustin Patterson Evans, Nueva
York 1955, p. 242; sobre Prous Boneta (que en su confesión identificó a Juan XXII con
Herodes y con el demonio), cf. también R. Manselli, Spirituali e Beghini in Provenía, Roma
1959, pp. 239-249. También la crónica del monasterio de Santa Caterina de monte Rotomagi
(véase antes, p. 5 de este libro) señala ía condena de los leprosos por Juan XXII.
69. Cf. Vidal, La poursuite cit., pp. 473-478 (el apéndice falta en la versión precedente;
apareció en Mélanges Cabriéres cit.).

J u d ío s, h e r e je s , b r u ja s

1. Cf. J.-N, Biraben, Les hommes et la peste en France et dans les pays européens
et mediterraneéns, París y La Haya 1975, p. 54 (y véase la amplísima bibliografía, no falta
de imprecisiones, al final del volumen II). En general, véase el hermoso ensayo de E. Le
Roy Ladurie, «Un concept; l’unification microbienne du monde (xrv'-xvir siédes)», en Le
territorie de 1‘,historien, II, París 1978, pp. 37-97.
2. Cf. Biraben, Les hommes cit., I, pp. 57 ss., así como S. W. Barón, A Social and
Réligious History cit., XI, pp. 160 ss. L Poliakov, Storia deü’antisemitismo, I, trad it.,
Florencia 1974, p. 118. El estudio más analítico, cuyas conclusiones pueden discutirse, sigue
siendo el de E. Wickersheimer, Les accusations d'empoisonnement portees pendant la
premiére moitié du x iv siecle contre les lepreux, et les Juifs; leur relation avec les épidémies
de peste, Amberes 1923 (comunicación presentada al Cuarto congreso internacional de
historia de ia medicina, Bruselas 1923). Véanse también, al respecto, las notas 16 y 19-
3. Cf. A, Crémieux, «Les juifs de Toulon au Moyen Age et le massacre du 13 avril
1348», en Revue des études juives, 89 (1930), pp. 33-72 y 90 (1931), pp. 43-64; véase
ai respecto, J. Shatamiller, Les Juifs de Provence pendant la Peste Noire, idem, 133 (1974),
pp. 457 ss.
4. Véase sobre todo esto el hermoso ensayo de Shatzmiller, Les Juifs de Provence
cit.
5. Cf. A. Lopes de Meneses, «Una consecuencia de la peste negra en Cataluña: el
pogrom de 1348», en Sefarad, 19 (1959), pp. 92-131 y 322-364, y especialmente
pp. 9 ss.
6. Cf., en cuanto a Cataluña, ibíd, pp. 322 ss.; en cuanto a Provenza, Shatzmiller, Les
Juifs de Provence cit., p. 460.
7. Cf. Biraben, Les hommes dt., 1, pp. 74-75.
8. Júpiter y Marte: cf. S. Guerchberg, «La controverse sur les prétendus semeurs de
la "Peste Noire” d’aprés les traités de peste de ¡ epoque», en Revue des études juives, 108
(1948), p. 10.
9. Cf. j. Villanueva, Viaje literario a las iglesias de España, t. xjv, Madrid 1850, pp.
270-271.
10. Véase ai respecto el documentado artículo de Guerchberg, La controverse cit.
11. Los motivos se mantienen en la oscuridad: véanse las hipótesis discutidas por
Malet, Histoire de la lépre dt., pp. 155 ss.
12. Cf. «Breve Chronicon derid anonymi», en Recueil des chroniques de Flandre, al
cuidado de J.-j. de Smer, III, Bruselas 1856, pp. 17-18.
13. Cf. S. Usque, Consolacam as tribulaqoens de Israel, HI, alcuidado de M. dos
Remedios, Coimbra 1908 (Subsidios para o estudo da Historia de LJtieratura Portuguesa,
x), pp. xrxi-xxn (la obra fue impresa por primera vez en Ferrara en 1553; de su autor,
que vivió probablemente entre finales del siglo xv y principios del xvi, no se sabe casi
nada).
14. Cf. Pruhomme, Les Juifs en Dauphiné cit., pp. 216-217.
15. Cf. [J.-P. Valbonnais], Histoire du Dauphiné...,II, Ginebra1721, pp.584-585.
16. E. Wickersheimer (Les accusations cit.) ha insistido, siguiendo el estudio de
R. Hoeniger (Der Schwarze Tod in Deutschland, Berlín 1882, sobre todo pp. 40 ss.), en
el hecho de que en 1348 las acusaciones de envenenamiento dirigidas contra los judíos
por lo general no mencionan la peste; la conexión entre los dos fenómenos sólo habría
sido formulada en el curso dei año siguiente. Esta tesis ha sido justamente rechazada por
S. Guerchberg (La controverse cit., pp. 4, nota 3), que sin embargo ha acogido sus propias
argumentaciones en un ensayo que, por lo que yo sé, no ha sido publicado. La reconstrucción
aquí presentada intenta analizar las raíces de aquello que Wickersheimar define con excesiva
simplicidad como «confusiones» entre judíos envenenadores y judíos que difunden la peste
(Les accusations cit., p. 3).
17. Cf. C A. M. Costa de Beauregard, «Notes et documents sur la condition des Juifs
en Savoie dans les siécles du Moyen Age», en Mémoires de l’Académie Royale de Savoie,
2 's., ii (1854), p. 101.
18. Cf. A. Nordmann, «Documents relatifs á l’histoire des Juifs á Genéve, dans le Pays
de Vaud et en Savoie», en Revue des études juives, 83 (1927), p. 71.
19- Cf. O. Raynaldus, Annales ecclesiastici, VI, Luca 1750, p. 476. Según Wickershei­
mer, e! Papa, aterrorizado por la peste que arreciaba hada tiempo en Aviñón, habría
entendido mal las acusadones lanzadas contra los judíos envenenadores, interpretándolas
como acusadones de haber provocado o difundido la peste; este malentendido estaría en
el origen de la leyenda antijudía ya recordada. Esta dobie hipótesis me parece artificiosa
y poco convincente. Es mucho más lógico suponer que la relación entre judíos y peste,
que como hemos visto iba surgiendo lentamente en aquellos meses, fuera formulada en
los procesos (hoy perdidos o inencontrabies) celebrados en el Delfinado, y que la bula de
Clemente VI, redactada en términos muy precisos, fuera una reacción a tales acusaciones.
20. Cf. Prudhomme, Les Juifs cit., p. 141.
21. Cf. Costa de Beauregard, Notes cit., pp. 101-104.
22. Cf. Jacob Twinges von Konigshoven, Die alteste Teutscbe so wol Allgemeine ais
insonderheit Elsassische und Strassburgische Chronicke..., Estrasburgo 1698, pp. 1.029-
1.048. Para una mención rápida de estos procesos, cf. W.-F. de Mulinen, «Persécutions
des Juifs au bord du Leman au xrv' siécle», en Revue historique vaudoise, 7 (1899), pp.
33-36; A. Steinberg, Studien zur Geschichte der ]uden wdhrend des Mittelalters, Zurich
1903, pp. 127 ss. Sin embargo, los procesos son ignorados en el ensayo, muy detallista,
de A. Haverkamp, «Die judenverfolgungen zur Zeit des Schwarzen Todes im Gesells-
chaftsgefüge deutscher Stadte», en Zur Geschichte der Juden im Deutschland des
spdten Mittelalters und der frühen Neuzeit, el cuidado de A Haverkamp, Stuttgart 1981,
pp. 27-49 (una cronología escogida en las pp. 35-38). Recuérdese que Guiilaume de
Machaut, al condenar Ja infame conjura urdida por los judíos, afirmó que en ella estaban
implicados además muchos cristianos («Le Jugement du Roy de Navarre», en OEuvres,
al cuidado de E. Hoepffner, I, París 1908, pp. 144-145, replanteado ahora con un
comentario irrelevante por R. Girard, 11 capro espiatorio, trad. it., Milán 1987, pp. 13-
14.
23. Cf. Haverkamp, Die judenverfoígungen cit.; F. Graus, «Judenpogrome ¡m 14.
Jahrhundert: der schwarze Tod», en Die Juden ais Minderheit in der Geschichte, al
cuidado de B. Martin y E. Schulin, Munich 1981, pp. 68-84.
24. Cf. Twinges von Konigshoven, Die alteste cit., pp. 1.021 ss. y 1.052-1.053;
Urkundenbuch der Stadt Strassburg, V, al cuidado de H. Witte y G. Wolfram, Estrasburgo
1896, pp. 162-179; M. Ephraim, «Histoire des Juifs d’AJsace et particuliérement de
Strassbourg...», en Revue des études juives, 77 (1923), pp. 149 ss.
25. Los judíos fueron muertos antes de la llegada de la peste, como observa F. Graus
(Judenpogrome cit., p. 75) recogiendo una observación de R. Hoeniger (Der Schwarze
Tod cit.).
26. Cf. L. Wadding, Annales Minorum, EX, Roma 1734, pp. 327-329. La bula de
Alejandro V es señalada y recogida por J.-B. Bertrand, «Notes sur le procés d’hérésie
et de sorcelierie en Valais», en Annales Valaisannes, ai (agosto 1921), pp. 153-154. En
cuanto a una posterior (1426) campaña dirigida por Ponce Fougeyron contra el Talmud
y otros libros judíos, cf. Y. Loeb, «Un épisode de i’histoire des juifs en Savoie», en Revue
des études juives, 10 (1885), p. 31.
27. He consultado una edición falta de notas tipográficas, no paginada (Bibliothéque
Nationale: Res. D. 463). Por comodidad las citas del quinto libro se han extraído de
Malleorum quorundam maleficarum... tomi dúo, I, Frankfurt 1582, donde el texto de Nider
ocupa las pp. 694-806. Sobre el Formicarius, véase ahora: A. Borst, «Anfange des
Hexenwahns in den Alpen», en Barbaren, Ketzer und Artisten, Munich 1988, pp. 262-
286 (amablemente comunicado por el autor).
28. Cf. en general K. Schieler, Magister Jobannes Nider aus dem Orden der Prediger-
Brüder. Ein Beitrag zur Kircbengeschichte des fiinfzehnten Jahrhunderts, Mainz 1885- En
cuanto a la datación del Formicarius, cf. ibtd,, p. 379, nota 5; Hansen, Quellen cit., p. 89.
29- Cf. J. Nider en Malleorum cit., I, pp. 714-715.
30. Ibíd., pp. 715-718.
31. Ibid., p. 722.
32. Los datos biográficos recogidos por j. Hansen (Quellen dt., p. 91, nota 2) son
los siguientes: miembro del concejo de Berna entre 1385 y 1392; castellano de Blankenburg
de 1392 a 1406 (con la interrupción de un semestre en 1397) y nuevamente miembro
del concejo de Berna. la fecha de su muerte es desconocida.
33. El Tractatus, escrito alrededor de 1508, fue reimpreso con otra obra de Rategno
por el jurista Francesco Pegna: cf. Bernardo da Como, lucerna inquisitorum haereticae
pravitaiis, Venecia 1596. Según N. Cohn, la cronología sugerida por Rategno no está
«confirmada por otros documentos, italianos o franceses» (Europe’s cit., p. 145). Pero la
concordancia con las indicaciones de Nider, puntualmente puesta de realce por J. Hansen
(Quellen cit., p. 282) permite esquivar ia pérdida o ia inaccesibilidad de los procesos más
antiguos por brujería.
34. La alusión a la brujería ya fue objeto de hipótesis por parte de P. Paravy, «A
propos de la genése médiévale des chasses aux sorciéres: le traite de Claude Tholosan (vers
1436)», en Mélanges de l’Ecole Frangaise de Rome. Temps Modemes, 91 (1979), p- 339,
que sin embargo no se percata del significado de la presencia de los judíos en este contexto.
El significado del pasaje de la bula fue, por otra parte, mal entendido por J. Chevalier,
Mémoire historique sur les hérésies en Dauphiné..., Válenos 1890, pp. 29-30.
35. Cf. Costa de Beauregard, Notes et documents cit., pp. 106-107 y 119-122.
36. Cf. Haverkamp, Ote Judenverfolgungen cit.
37. Cf. J.-C. Schmitt, Mort d'une hérésie, París y La Haya 1978, pp. 195 ss.
38. Cf. T. von Liebenau, «Von den Hexen, so in Wallis verbrannt wurdent in den
Tagen, do Christofel von Siiinen hert und richter was», en Anzeiger für scbweizerische
Geschichte, N.F, ix (1902-1905), pp. 135-138, véase al respecto Bertrand, Notes cit., pp.
173-176.
39. También en los procesos celebrados en 1457 en Val Leventina el diablo es llamado
Ber (oso) o se aparece en forma de oso (o de gato, de carnero, etc): cf. Rocco da Bedano,
«Documenti ieventinesí del Quattrocento. Processi alie streghe», en Archivio storico
ticinese, 16 (1978), pp. 248,291 y 295 (debo la pista a Gíovanni Kral).
40. El escrito de Claude Tholosan ha sido descubierto, editado y debidamente analizado
por Paravy, A propos de la genesé dt., pp. 354-379- En las pp. 334-335 se propone, con
argumentos convincentes, una datadón de los Errores Gazariorum ante 1437 (mientras
que Hansen había supuesto una fecha alrededor de 1450).
41. Cf. antes, p. 41 de este übro.
42. Cf. Cohn, Europe’s Inner Demons cit. (sobre el cual véanse, antes, pp. 17-18 de
este libro.
43. Sobre este tema hemos tenido presentes también dos estudios desconoddos por
Colm: W. Speyer, «Zu den Vorwiirfen der Heiden gegen die Christen», en Jahrbuch für
Anüke und Christentum, 6 (1963), pp. 129-136; A. Heinrichs, «Pagan Ritual and the
Alleged Crimes of the Early Chrístians», en Kyrtakon. Festschrift Johannes Quasten, ed
por P. Granfield yJ. A Jung'raann, I, Münster 19732, pp. 18-35 (importante).
44. Cf. E. Bickermann, «Ritualmord und Eselskult. E¡n Beitrag zur Geschichte antiker
Pubiizistik», en Monatsschrift für Geschichte und Wissenschaft des Judentums, 71 (1927),
pp. 171-187 y 255-264; Heinrichs, Pagan Ritual cit.
45. Cf. F. J. Dolger, «Sacramencum infantiddií», en Antike und Christentum, iv (1934),
pp. 188-228, en particular pp. 223-224.
46. De parecer cautamente distinto es, sin embargo, Heinrichs (Pagan Ritual cit.),
quien ha publicado también el texto del fragmento en pergamino con un amplio comentario
(Die Phoinikika des Lollianos. Fragmente eines neuen griechischen Romans, Bonn 1972).
Pero véase T. Szepessy, «Zur Interpretation eines neu enrdenckten griechischen Romans»,
en Acta Anliqua Academiae Scientiarum Hungaricae xxvi (1978), pp. 29-36; G. N. Sandy,
«Notes on Loilianus "Phoenidca”», en American Journal o f Philology, 100 (1979), pp. 367-
376.
47. Sobre todo esto véase j.-P. Wakzing, «Le crime rituel reproché aux chrétiens du
II1 siéde» en Bulletin de l’Académie Royale de Belgique, 1925, p p . 205-239, y en especial
Dolger, Sacramentum infanticida cit.
48. Cf. ibíd., p. 218 (que cita un pasaje del cap. 26 del De baeresibus de san Agustín);
Speyer, Zu den Vonvürfen dt.
49. Cf. Domini Jobannis Philosopbi Ozniensis Armeniorum Catholici Opera, al
cuidado de J.-B. Aucher, Venecia 1834, pp. 85 ss. (texto armenio con traducción latina),
así como el análisis de N. Garso'ían, The Paulician Heresy, La Haya y París 1967, pp.
94-95.
50. Cf. P. Gautier, «Le "De Daemonibus” du Pseudo-Psellos», en Revue des études
byzantines, 38 (1980), pp. 105-194 (en cuanto a la fecha, cf. p. 131; el pasaje sobre las
orgías está en las pp. 140-141). En el texto se habla de los «euquitas», secta herética
desapareada hacía siglos: la referencia a los bogomilos ha sido propuesta por Puech, en
LL-Ch. Puech - A. Vaiilant, Le traite contre les Bogomiles de Cosrtias le Pretre, París 1945,
pp. 326-327, seguido por Cohn, Europe’s dt., p. 18 (que, naturalmente, mantiene todavía
la antigua atribución a Pseilo). Esto ya había sido entrevisto por Boissonade (M. Psellus,
De operatione daemonwm, cum notis Gulmini curante Jo), Fr. Boissonade, Nuremberg 1838,
p. 181.
51. Cf. Cohn, Europe’s cit., pp. 20-21 y 266, nota 10. Los temas del vuelo nocturno
y de las metamosfosis zoomórficas de las brujas están ausentes en las vidas de santos
bizantinas escritas entre los años 800 y 1000, como observa E>. de F. Abrahamse, «Magic
and Sorcery in the Hagiography of the Middle Byzantine Period», en Byzantinische
Forschungen, vm (1982), pp. 3*17; pero también en Occidente se afirmaron más tarde.
52. Cf. Adémar de Chabannes, Chronique, ai cuidado de J. Chavanon, París 1897, pp.
184-185. Sobre el episodio de Orléans, cf. sobre todo R. H. Bautier, «L’hérésie d'Orléans
et le mouvement intellectuel du début du xir siéde», en Actes du 95" congres national des
Sodétés Savantes. Reims 1970. Section de Pbilologie et d’Histoire jusqu’a 1610, I, París
1975, pp. 63-88; véase también M. Lambert, Medieval Heresy, Nueva York 1977, pp. 26-
27 y 343-347 (con discusión de las fuentes).
53. La fuente probable es un pasaje de san Agustín, De baeresibus, en Migne,
Patrología latina, xlvt, col. 30, sobre los herejes catafrigíos. Acusadones similares circulaban
también por Asia Menor: además del ya recordado sermón de Juan de Ojun, véase, sobre
la costumbre (atribuida a los paulicianos) de quemar y mezclar con los alimentos, con fines
rituales, los cordones umbilicales de los recién nacidos, C Astruc etc., «Les sources grecques
pour rhistoire des Paulídens de i'Asie Míneure», extraído de Travaux et mémoires du
Centre de Recherche d’histoire et civilisation byzantine, 4 (1970), pp. 188-189, 92-93, 130-
131, 200-201 y 204-205 (texto a cargo de j. Gouillard; agradezco a Evelyne Patlagean por
habérmelos señalado). Se observa que en un anatema datable de entre el siglo ix y mediados
del X (pp. 200 y 204) se afirma que las orgías se desarrollan e l 1° de enero, aprovechando
la fiesta.
54. Cf. Paul de Saint-Pére de Chartres, en Cartulaire de l’Abbaye de Saint-Pére de
Chartres, al cuidado de B. E. C Guérard, París 1840, 2 vols. pp. 109-115. Lambert (Medieval
Heresy cit., p. 26, nota 11) supone que toda la digresión es fruto de una interpolación.
Obsérvese, no obstante, que aparece una mención a los polvos también en la descripción
final de la hoguera de los herejes (Cartulaire dt., p. 115).
55. Epifanio de Salamina había acusado a los herejes borborianos y codianos de devorar,
con los condimentos oportunos, no recién nacidos, sino fetos: Adversus haereses, en Migne,
Patrología Graeca, XU, cois. 337 ss.
56. Cf. Guibert d e Mogeat, Histoire de s& vis. {1S53-H24), ai Cuidado de G. Bourgir;-
París 1907, pp. 212-213,
57. Un débil eco en un manuscrito del siglo xrv publicado por Doiünger (Beitrdge
zur Sektengeschichte des Mittelalters, II, Munich 1890, p. 295): los maniqueos «de semine
virginis vel de sanguiñe pueri conficiunt panem». Véase p. 78 de este libro.
58. Cf. F. Ehrle, «Die Spiritualem, ihr Verhálmiss zum Franziskanerorden und zu
de Fraticeilen», en Arckiv für Utteratur-und Kirchengeschicbte des Mittelalters, iv (1888),
p. 117, interrogatorio de Francesco Maíoiatti: «Interrogatus de polveribus respondit, quod
de illis natis in sacrificio capiunt infantulum et facto igne in medio, faciunt circtdum et
puerulum ducunt de manu ad manum taliter, quos dessicatur, et postea faciunt pulverer»
(cf. además pp. 123 ss.; y véase Cohn, Europe's cit., pp. 42 ss. que señala, en las pp. 49
y 53 nota, la convergencia con los textos de Guibert de Nogent y de Juan de Ojun). Por
otra parte, F. Biondo, Italia ilustrata, Verona 1482, cc. Er-v: «... sive vero ex huias modi
coito conceperit mulier, infans genitus ad conventicsdum illud in spelunca delatus per
singulorum rrumus traditum tamdiu totiensque baiulandus quousque animan exhalaverit.
Isque in cuius manibus infans exspiraverit maximus pontifex divino ut aiunt spiritu creatus
habetur,..y>, de donde deriva evidentemente F. Panfilo, Picenum, Macerara 1575, p. 49.
59. Véase el hermoso libro de G. G. Merlo, Eretici e inquisitori nella societa piamontese
del Trecento, Turín 1977.
60. Ibid., p. 93-
61. Ihid., pp, 75 ss. Y véase también, más en general y referido a un período
inmediatamente anterior, G. Sergi, Potete e territorio lungo la strada di Francia, Turín
1981 .
62. Cf. Merlo, Eretici cit., pp. 93-94; véase también G. Gonnet, «Casi di sincretismo
ererkaií ín Piemonre nei secoü xrv e xv» en Bolletino della Societa di Studi Valdesi, 108
(1960), pp, 3-36. No veo claramente por qué M. Lambert considera inaceptables los relatos
de Bech, definiéndolo como «a verbal exbibitionistv> (Medieval Heresy cit., p. 161, nota
46).
63. Cf. G, Amad, «Processus contra Valdenses ín Lombardía Superiori, anno 1387»,
en Arcbivio storico italiano, s. m, t. II, parte I (1865), p. 12 (y véase ibíd., pp. 16-40).
Merlo (Eretici cit., p. 72) recoge el eco deformado de dos pasajes del Apocalipsis (2, 25:
«Id quod habetis, tenete dum veniam»\ 3, 11: «Ecce venio cito: teñe quod habes, ut nemo
accipiat coronam tmm») que invitan a perseverar en la fe de la inminencia del fin de
ios tiempos. Sobre la cuestión de la credibilidad, cf. Merlo, Eretici cit., pp. 71 ss., y Russell,
Witchcraft cit., p. 221. La hipótesis de G. Audisio (cf. Les vaudois du Luberon. Une minorité
en Provence (1460-1.560), Gap 1984, pp. 261-264) de que los valdenses conservaran una
tradición de promiscuidad sexual ya difundida en ei campo, no tiene en cuenta lo
estereotipado de las confesiones ni sus presuntas implicancias rituales.
64. Véase antes, en la introducción, p. 22 de este libro.
65. Cf. Amati, Processus cit., parte I, pp. 12-13; Merlo, Eretici cit.,pp. 68-70 (véase
también p. 288).
66. Cf. Cohn, Europe’s cit., p. 22.
67. Cf. von Ddlünger, Beitrdge cit., II, pp. 335 ss. (se trata delcod.Bavar.Monac.
329, pp. 215 ss.).
68. Cf. D. Kurze, «Zur Ketzergeschichte der Mark Brandenburg und Pommerns
vornehmlich im 14. jahrhunderr», en Jahrbucb für die Geschichte Mittel - und Ostdeutscb-
lands, 16-17 (1968), pp. 50-94, en particular pp. 58 ss., que incluyen el pasaje sobre la
«otra secta» en el ámbito (no especificado geográficamente) de los fenómenos de sincre­
tismo herético que poco a poco fueron asimilados al aquelarre. Sobre la biografía de Peter
Zwicker cf. ibíd., pp. 71-72.
69- Cf. F. Staub y L. Tobier, Schweizerisches Idioúkon, IV, 1901, pp. 1.744-1.745, voz
Bus («en gran cantidad», referida sobre todo al beber), con una remisión a Grimm,
Deutsches Wórterbuch, I, 1198 (bamboche, pausback, pfausback: «con los carrillos hincha­
dos»). La vieja etimología dieciochesca que ha propuesto de nuevo de modo hipotético
Kurze (Kusskeller; de Küsen, «besar») me parece decididamente inaceptable (cf. Zur
Ketzergeschichte cit., p. 65, nota 50; en las pp. 63-65 hay posteriores noticias sobre la
historia de los «Putzkeller» en Pomerania).
70. Cf. la voz barlbtt en el Vocabulario dei dialetti della Svizzera italiana cit., II, pp.
205 ss. Véase, además, más adelante, pp. 219-228 de este libro.
71. Cf. Hansen, Quellen cit., p. 240.
72. Los Errores Gazariorum han sido publicados por Hansen, en ibíd., pp. 118-122
(para la datación, véase, antes, nota 40). La sentencia contra Adelina por J. Friedrich, «La
Vauderye (Valdesia). Ein Beitrag zur Geschichte der Valdesier», en Sitzungsberichte der
Akademie der Wissenachaften zu Manchen, phil. und hist., Classe, I (1898), pp. 199-200
(si bien todo el ensayo, además de las pp. 163 ss., es digno de leerse). Sobre ios procesos
de Friburgo cf. M. Reymond, «Cas de sorcellerie en pays fribourgeais au quinziéme siécle»,
en Scbweizerisches Archiv für Volkskunde, xm (1909), pp. 81-94, especialmente p. 92. Sobre
la difusión del término vaudey como sinónimo de particípame en el aquelarre, cf., del mismo
autor, La sorcellerie au Pays de Vaud au XV' siécle, Xli (1908), pp. 1-14. Todavía en 1574
se habla de «quelques sorciers et vaudois» que provocan la esterilidad de los campos (Arrest
memorable de la cour du Parlement de Dole contre Gilíes Gamier, Lyonnois, pour avoir
en forme de Loup-garou devoré plusieurs enfans..., en Angers 1598, reimpresa a partir
de la edición de Sens de 1574, p. 14; agradezco a Nataíie Davis que me haya señalado
este opúsculo).
73- Este punto también es subrayado por Merlo, Eretici cit., p, 70.
74. En el pasado esta hipótesis fue sugerida (también por mí mismo: cf. I benandanti
cit., pp. 46-47) sobre la base de algunos procesos celebrados en Toulouse en 1335. En
realidad, como ha demostrado brillantemente Cohn (Europe’s cit.), son una falsificación
confeccionada por Lamothe-Langon, el polígrafo decimonónico que los publicó. Pero parece
difícil atribuir, como hace Cohn, a las solicitudes de los inquisidores los rastros de creencias
cátaras como los que pueden hallarse en los procesos contra los valdenses piamonteses
de la segunda mitad del siglo xiv. A la luz de estos documentos, que Lamothe-Langon
no conocía, los inexistentes procesos de Toulouse aparecen como una «falsificación
critica» singularmente penetrante.
75. Cf. Amati, Processus cit., t. II, parte I, pp. 15, 23 y 25.
76. En cuanto a gafa, cf. J.-A. Chabrand y A. de Rochas d’Aiglun, Patois des Alpes
Cottiennes (Briangonnais et Vallées Vaudoises) et en particulier du Queyras, Grenoble
y París 1877, p. 137, y J. Coraminas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico
(en la voz gafo). En cuanto a snagoga, cf. A. Duraffour, Lexique patois-frangds du parles
de Vaux-en-Bugey (Ain), Grenoble 1941, p. 285; véase también P. Brachat, Dictionnaire
du patois savoyard tel qu’il est parlé dans le cantón d’Albertville, Albertviiíe 1883, p-
129 (Sandegoga, en el sentido de «danza de duendes, fiesta rumorosa»),
77. Cf. antes, pp. 49-50 de este libro.

SEGUNDA PARTE

T r a s l a d io s a

1. Cf. antes, p. 72 de este libro.


2. Cf. I benandanti cit., pp. 6-7.
3. Cf. Duvernoy, Le registre cíí., I, p. 139- Véase además ibíd., pp. 128-143, 533-
552; J.-M. Vidal, «Une secte de spirites a Pamiers en 1320», sacado de Annales de Saint-
Louis-Les-Frangais, m (1899); Le Roy Ladurie, MontaiUou cit., pp. 592-611; M.-P. Piniés,
Figures de la sorcellerie languedocienne, París 1983, pp. 241 ss.
4. Cf. Reginonis abbatis Prumiensis libn dúo de synodalibus causis et disciplinis
eclesiasticis..., al cuidado de F. W. H. Wasserschleben, Lipsiae 1840, p. 355. Del mismo
origen existe también una versión más breve: cf. Russeil, Witcbcraft cit., pp. 291 ss. En
cuanto a la literatura penitencial en general, puede verse ahora A. J. Gurevie, Contadini
e santi, trad. it., Turín 1986, pp. 125-172.
5. Cf. Migne, Patrología Latina, CXL, cois. 831 ss. Y véase E. Friedberg, Aus deutschen
Bussbücbem, Halle 1868, pp. 67 ss.
6. La atribución de Corrector a Burcardo, sostenida por P. Fournier, «Études critiques
sur le décret de Burchard de Worms», en Nouvelle revue historique du droit franjáis et
étranger, xxxiv (1910), pp. 41-112, 289-331 y 563-584, sobre todo pp. 100-106, no resulta
convincente. Cf., en cambio, H. J. Schmitz, Die Bussbuecher und das kanoniscbe Bussver-
fahren..., Dusseldorf 1898, p. 384-385.
7. Cf. F. W. H. Wasserschleben, Die Bussordnungen der abendldndischen Kirche,
reprod. anastát. Graz 1958, pp. 645 y 660*661.
8. Cf. Migne, Patrología latina, CXL, col. 837 (y véase Friedberg, Aus deutschen
Bussbücbem cit., p. 71).
9. Para una primera orientación véase la documentación recogida por G. Bonomo,
Caccia alie stregbe, Palermo 1959 (nueva ed., 1986): pero el análisis es superficial
10. Cf. ibíd., pp. 22-23 (donde por error figura «Bensoria»). Otras variantes: Bezezia
(cf; Du Cange, Glossaríum mediae et infimae Latinitatis, sub voce «Bensozia»), Cf. también
A. Wesseíofsky, «Alichino e Aredodesa», en Giomale Storico della Letteratura Italiana, xí
(1888), pp. 325-343, en particular p. 342 (pero la etimología no es convincente). Al
presentar los estatutos de la diócesis de Conserans (o Couserans), redactadas por un
antecesor, el obispo Auger (muerto en 1304), Montfaucon reconoció de inmediato el
parentesco entre las creencias basadas en Diana y el aquelarre: cf. B. de Montfaucon,
Supplément au lívre de 1’antiquité explíquée et presentée en figures..., I, París 1724, pp.
111-116. En estas páginas de Montfaucon (recogidas en ía edición de 1733 de Du Cange,
sub voce «Diana») bebió Dom* * * Qacques Martin], La religión des Gaulois, París 1727,
II, pp. 59-67.
11. Cf. E. Marténe y U. Durand, Thesaurus novus anecdotorum, IV, París 1717, col.
257 (cf. además Wesseíofsky, Alichino cit., pp. 332-333).
12. En la bibliografía citada en I benandanti, cit., p. 62, nota 2, añadir: sobre Perdíta,
R. Bleichsteiner, «Iranísche Entsprednmgen zu Frau Hollé und Baba Jaga», en Mitra, i
(1914), col. 65-71; M. Bartels y O. Ebermann, «Zur Aberglaubensliste in Vintlers Pluemen
der Tugent», en Zeitschríft für Volkskunde, 23 (1913), p. 5; F. Kauffmann, «Altgerma-
nische Religión», en Archiv für Religionsgeschichte, 20 (1920-1921), pp. 221-222;
A. Donner, Tiroler Fasnacht, Viena 1949, pp. 338 ss. (especialmente rico en indicaciones);
J. Hanika, «Bercht schiizt den Bauch auf - Rest eines Initiationritus?», en Stifter-Jahrbuch,
il (1951), pp. 39-53; Id., «Peruchta —Sperechta— Zben>, en Boebmen und Maebren, m
(1953), pp. 187-202; R. Bleichsteiner, «Pecchtengestalten in Mitteia sien», en Archiv für
Vólkerkunde, vui (1953), pp- 58-75; F. Prodinger, «Beitrage zur Perchtenforschung», en
Mitteilungen der Gesellschaft für Salzburger Landeskunde, 100 (1960), pp. 545-563; N.
Kuret, «Die Mitrwinterfrau der Slovenen (Pehtra Baba uns Torka)», en Alpes Orientales,
V. Acta quinti conventus..., Liubíiana 1969» pp. 209 ss.; sobre Holda, cf. A. Franz, Des
Frater Rudolphus Buch «De Officio Cherubyn», en Tbeologische Quartalschrift», m (1906),
pp. 411-436; J. Klapper, «Deutscher Volksglaube in Schlesien in áltester Zek», en
Tomis, 149 Vai Pute, 221
Toulouse, 48, 50, 56,60,95 VaJais, 71, 72, 73, 76,93, 102,122, 127,140,
Tours, 44,48, 51, 56 155
Trada, 74,106,166,168,200 Vakellina, 215, 216
Transcaucasia, 196 Vaud, 66
Travale, 216 Vaux-en-B’dgey, 80
Trentino, 114 Veglia, 129
Tréveris, 96, 97 Velvendos, 150
Treviso, 225 Venasino, 68
Tritón, 166 Veneda, 67
Troya, 181, 185 Véneto, 225
Troina, 105 Venusberg, 101,102
Túnez, 55, 59 Vercelli, 98
/Turena, 52 Verona, 88
Turingia, 118, 143, 223 Vevey, 67
Vía Sacra, 158
Ucrania, 148, 225 Vietnam, 191
Umbría, 101, 221 Villeneuve, 66
Unzent, 50 Vkry-Ie-Fran^ois, 44
Upsala, 126 Vizilie, 65
Urales, 204
Uzerche, 48, 60 Wittenberg, 124, 125,126,223
Worms, 84, 97
Val Chisone, 221 Wu, 186
Vai di Lanzo, 77
Val Fressiniéres, 221 Yabboq, 183
Val l'Argentiére, 221 Yale, 35
Val Pellice, 221
índice

Introducción..................................................................................................... 11

P r im e r a p a r t e

I. Leprosos, judíos, musulmanes........................................................... 41


II. Judíos, herejes, brujas.......................................................................... 63

S egu n d a P a rte

I. Tras !a diosa.......................................................................................... 83
H. Anomalías.............................................................................................. 103
III. Combatir en éxtasis.............................................................................. 121
IV. Enmascararse de anímales................................................... .............. 143

T ercera P a rte

L Conjeturas euroasiáticas....... ............ 161


II. Huesos y pieles....................................... ...............;............................. 173

Conclusión........................................................................................................ 215

Notas ................................................................................................................. 229


Índice de nombres .................................... ............................... ...................... 337
índice de lugares......................................... ........................... ................... . 357

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