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Fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán.

La basílica está situada en un terreno que fue de la familia romana de los Lateranos, en donde
había un palacio que pasó a ser propiedad de Nerón, de este a Majencio, y de este a
Constantino, quien los donó al obispo de Roma. Allí se construyó la basílica. Su nombre oficial
es Archibasilica Sanctissimi Salvatoris, y ostenta, además, el título honorífico de Omnium urbis
et orbis ecclesiarum mater et caput, pero es más conocida como Basílica de san Juan de
Letrán, porque está dedicada también a los santos Juan Bautista y Juan evangelista. Fue
consagrada en el año 324 por el papa Silvestre.

Lo que hoy se celebra, propiamente, es el misterio de la Iglesia, verdadero templo de Dios, que
se concreta en el hecho de que cada cristiano es templo del Espíritu Santo.

Cuando la fiesta no cae en domingo, solo se hace una lectura antes del Evangelio.

1. Primera lectura (Eze 47,1-2.8-9.12).

En Palestina, una fuente de agua se consideraba como un símbolo de la potencia vivificante de


Dios, y por eso en sus alrededores se construía un santuario. Algo así ocurrió en Jerusalén con
el torrente Guijón (cf. 1Rey 1,33-40) y la fuente de Siloé. Pero ahora las cosas cambian: desde
el templo de la nueva ciudad brota impetuosa una fuente de enorme fuerza vivificadora. En la
Sion que Ezequiel vislumbra, la nueva «ciudad de Dios» (cf. Sal 46,5) surge esta fuente que
fertilizará la región más desértica del país, mostrando la fuerza vivificadora del Señor cuya
gloria habita en el templo, fuerza de vida que recrea el mundo como un nuevo jardín de Edén.

El templo mira hacia levante, es decir, hacia oriente, de donde viene la luz, y hacia allá fluye un
torrente de agua. Ambas, la luz y el agua son principios de vida (cf. Gén 1,2-3). Esto presenta el
templo como un lugar bañado por la luz que viene de lo alto, y que, a su vez, baña la tierra con
el agua que brota de su interior. Todo habla metafóricamente de irradiación, de infusión de
vida. Su objetivo es desembocar en «el mar de las aguas pútridas» (no en un mar de aguas
cristalinas) y sanearlo (en vez de contaminarse). Llama la atención que «todos los seres vivos...
tendrán vida». Es un plus de vida que aporta el agua que procede del templo, que sanea por
completo el mar y, como un estallido, la vida se multiplica en su entorno. La sal que resta ya no
será signo de aridez, sino la necesaria como condimento y como insumo para los sacrificios, así
como para significar alianzas perdurables (cf. Éxo 30,35; Lev 2,13; Núm 18,19).

El río que procede del templo manifiesta así la bendición que significa para el país entero la
casa de Dios, ahora restaurada, en medio de su territorio. El encuentro de las dos aguas, en el
que el agua límpida prevalece sobre la pútrida, evoca el episodio en el que el camino del éxodo
pareció enfrentarse al fracaso, pero la escucha del Señor salvó el escollo (cf. Éxo 15,22-27).
También ese texto permite evocar el caldo amargo que Eliseo saneó (cf. 2Rey 4,39-41). Todo
apunta al éxodo y a la vida: la acción liberadora y salvadora del Señor.
2. Segunda lectura (1Cor 3,9c-11.16-17).

La comunidad cristiana es la «obra de Dios» en la que muchos trabajan (cf. 1Cor 3,9a) junto
con él. Es llamada «labranza de Dios» (cf. 1Cor 3,9b), es decir, campo cultivado por él (como la
viña del Señor). Y es también «edificio de Dios» (cf. 1Cor 3,9c). El evangelizador se compara
con un hábil arquitecto, y al continuador de su obra lo considera como a un ingeniero que
«levanta el edificio». El fundamento estable de la comunidad es la persona misma de Jesús, y
cada uno de los predicadores sucesivos deberá fijarse bien en lo que le vaya agregando. No
hay otro cimiento distinto del Mesías (su obra y su mensaje de liberación) Jesús (su persona
salvadora).

Cada uno se responsabiliza de si lo que le aporta a la comunidad es valioso (oro, plata, piedras
preciosas) o caduco o inútil (madera, heno, paja); eso será sometido a la prueba de calidad
(juicio de «fuego») y quedará claro si la pasa o no. Es evidente que la madera, el heno y la paja
no van a superar el fuego. Quien no lo haya hecho bien, verá la ruina de su obra (vv. 12-15,
omitidos).

La comunidad es templo de Dios, en la que habita el Espíritu Santo por el amor de los
hermanos, dividirla es destruir ese templo al negar su santidad, lo cual repercutirá en la propia
destrucción del individuo que promueve la división. Pablo usa aquí el lenguaje de «castigo»
para hacer ver, al mismo tiempo, la perversidad de dicha acción y la reprobación de la misma
por parte de Dios.

3. Evangelio (Jn 2,13-22).

El templo antiguo era concebido como «lugar santo» (reservado para Dios) y como espacio de
«culto» (ofrecimiento de sacrificios). pero poco a poco fue perdiendo la asignación original, y
se convirtió en un lugar en donde se comerciaba con descaro y se intentaba manipular a Dios.

Jesús protesta de dos maneras: expulsa a los comerciantes y sus comercios de dicho lugar, y
exige a los manipuladores de lo sagrado («los que vendían palomas») que suspendan ese
negocio que han instalado allí. Esta acción de Jesús cumple la profecía de Zacarías: «Ya no
habrá mercaderes en el templo del Señor aquel día» (14,21). Es una denuncia profética, no una
feroz provocación.

Su acción es mal interpretada por sus discípulos, quienes piensan que Jesús se preocupa por la
sacralidad del templo; y los vendedores, por su parte, le piden que se acredite con una «señal»
de poder (conciben a Dios como «poder», no como amor) para justificar lo que está haciendo.
No reconocen que está mal lo que ellos hacen, exigen pruebas violentas de la reprobación
divina.

Jesús sustituye el templo material y se muestra como templo vivo del «Dios vivo», el Padre.
Pero él no se llama a sí mismo «templo» (ἱερόν), sino «santuario» (ναός), el lugar santísimo del
templo. En él habita el Espíritu, que es la gloria del Padre (cf. Jn 1,14.32). Puesto que los
dirigentes han sacado a Dios del templo y lo han reemplazado por el dinero, ahora, matando a
Jesús pretenderán suprimir definitivamente su presencia en el pueblo. Pero su intento
resultará inútil. Tanto más cuanto que, al referirse al «cuerpo» de Jesús, se alude también a
todo ser humano que de él haya recibido el Espíritu, también estos serán santuarios de Dios.
Imposible desterrar a Dios.

Solo después de la resurrección entenderán los discípulos a Jesús y comprenderán la Escritura,


la que sus dirigentes interpretaban sesgadamente. Mientras tanto, su adhesión a él será
precaria y su entendimiento de la Escritura estará ideológicamente condicionado.

El libro del Génesis presenta la creación como un templo construido por Dios en el cual el ser
humano es su imagen viviente. En la nueva alianza, gracias a Jesús, el hombre es templo
habitado y consagrado por Dios mismo, mediante su presencia en él y su actividad a través de
él por obra del Espíritu Santo y santificador.

Los templos (enormes basílicas, catedrales, templos parroquiales, pequeñas capillas y


oratorios) son símbolos de una realidad mayor y de una santidad auténtica: la del «pueblo
santo de Dios», que es construcción de Dios y morada de su Espíritu. Al celebrar la dedicación
de los mismos nos gloriamos de nuestra propia consagración a Dios por el Espíritu, gracias a
nuestra fe en Jesús Mesías. Celebrar dicha dedicación con la eucaristía nos permite la
experiencia de ser de verdad templos vivos de Dios por la comunión con Jesús en un solo
cuerpo.

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