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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B.

Después de responder la pregunta del letrado, Jesús se refirió a la doctrina de los letrados
sobre el Mesías y a la vinculación de este con David como sucesor suyo, y desvirtuó la idea del
Mesías «hijo de David» mostrando que David había llamado «Señor» suyo al Mesías, es decir,
David no puede ser el modelo de conducta del Mesías, ni tampoco el reino del Mesías será
solo para Israel, como el de David, porque esto es incompatible con el amor universal de Dios
(cf. Mc 12,35-37). Eso significó una deslegitimación de la doctrina de los letrados, doctrina que
constituía uno de los pilares del dominio que ellos ejercían sobre la gente.

A continuación, se refiere Jesús a la conducta de ciertos letrados y a las consecuencias que


tienen en el pueblo y en sus instituciones tanto la doctrina como la conducta de algunos de
ellos que se centran en sí mismos y viven ávidos de reconocimientos por parte de los demás.

Mc 12,38-44.

El texto que hoy se anuncia tiene dos partes: la denuncia de la conducta de algunos letrados, y
la denuncia ante sus discípulos de la explotación del pueblo con pretextos religiosos.

1. Conducta de ciertos letrados.

La advertencia de Jesús no generaliza, previene a la multitud contra los letrados que ostentan
las actitudes que denuncia a continuación. Primera, su siempre insatisfecha ansia de honores.
Visten de manera particularmente distintiva, con ropajes diferentes e impropios para el
trabajo material («largas vestiduras») para reclamar su posición de maestros. Segunda, su
búsqueda de reputación y de muestras de reconocimiento por parte de la gente, como
afirmación de su superioridad en los ámbitos de la vida pública («reverencias en la calle»),
envileciendo la Ley que enseñaban al convertirla en instrumento para crear la desigualdad.
Tercera, la pretensión del primer puesto en la vida religiosa («en las sinagogas»), en asientos
de honor, en una tarima, dándole la espalda al arca en donde se guardaban los rollos de la Ley,
para que la gente pudiera verlos y reconocerlos como maestros. Cuarta, la exigencia de
preeminencia en la vida civil («en los banquetes») como alegación de su sobresaliente
dignidad, a menudo por encima de los familiares del anfitrión y del honor debido a los
ancianos. Esa avidez de fama, que les alcanza una posición de privilegio y les otorga poder
efectivo sobre el pueblo, no oculta dos realidades en extremo graves: su codicia y su
hipocresía, y, en el fondo, su inseguridad personal.

En privado, abusan de la gente sin amparo ni defensa («las viudas») y la explotan, valiéndose
de sus conocimientos del derecho para apropiarse de sus bienes y dejarla aún más
desamparada e indefensa. Este hecho recuerda la exhortación del profeta: «Si ustedes
enmiendan su conducta y sus acciones, … si no explotan al emigrante, al huérfano y a la
viuda… entonces habitaré con ustedes en este lugar» (Jer 7,5-7), palabras pronunciadas
precisamente en el templo y frente a la posibilidad de una invasión extranjera que podría
exterminar el pueblo de Dios.
En público, exhiben manifestaciones de piedad pronunciando largas oraciones dirigidas a Dios.
Simulan una estrecha familiaridad con él que es incompatible con todo lo anterior y, por eso,
es sospechosa de ser falsa. En efecto, se trata de un fingimiento, que engaña a la gente porque
esta se ha acostumbrado a su presencia, que invade todos los ámbitos de la convivencia social,
y los consideran como una mediación imprescindible, pero que no hacen un aporte
constructivo.

En sí mismos, son tan vacíos («vanidosos») que cifran el valor de su propia persona en
atuendos y en homenajes a menudo fingidos; en relación con el prójimo, son injustos
(«expolian») obrando de la forma más censurable ante Dios y ante los hombres,
aprovechándose de su posición social y religiosa para despojar a los más pobres; y en su
relación con Dios son farsantes («simulan») que aparentan una inexistente relación con Dios y
la manipulan a su favor para ejercer dominio sobre la gente sencilla. «Esos recibirán una
sentencia muy severa».

2. Explotación de los pobres.

El relato parte de la postura antagónica de Jesús («enfrente») con respecto de la Sala del
Tesoro. Ya él había denunciado la conversión del templo en «una cueva de bandidos» a raíz del
mercado que se había instalado en el mismo. Dicha postura es permanente («se sentó»), lo
que indica que él se opone definitivamente a la explotación del sentimiento religioso de la
gente.

La «multitud», y entre ella «muchos ricos», contribuyen con donativos en gran cantidad,
aunque por motivos diferentes. La multitud, aunque es víctima de una gran miseria, apoya eso
porque se imagina que eso es lo que quiere Dios; la idea que tiene de Dios la lleva a esa
contradicción. Los ricos, por su parte, apuntalan gustosamente esa institución que no les
cuestiona la forma de adquirir sus riquezas ni su indolencia frente a la indigencia de las
mayorías (cf. 10,21-22). No se habla de sacrificios ni de oraciones en el templo, solo de
circulación de dinero.

Entonces, la mirada de Jesús se fija en «una viuda pobre» y en su insignificante donativo.


Además de «viuda» (desamparada e indefensa), es «pobre» (desposeída), carente de recursos.
Su donación es económicamente insustancial, pero con ella la viuda manifiesta su amor
incondicional a Dios y su plena confianza en él. Por eso, Jesús convoca a sus discípulos, que no
habían figurado hasta ahora, para declarar algo sorprendente: «esa pobre viuda ha echado
más que ninguno de los que echan en el tesoro», porque, en tanto los otros han dado de lo
que les sobraba, ella lo dio todo, «todos sus medios de vida». Estas palabras suyas hacen eco
del mandamiento más importante: «…con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente, con todas tus fuerzas»: dio su vida entera, se puso en manos de Dios, porque él es su
máximo valor, no así para la multitud y mucho menos para los ricos. Así era como debían
portarse los israelitas fieles. Jesús no la propone a sus discípulos como ejemplo para el
discipulado, sino para que aprendan a ver con los ojos de Dios. En esa viuda pobre y confiada,
no en el esplendor del tesoro del templo, está la gloria de Dios.
El manejo de lo económico es la prueba de fuego de nuestra condición de discípulos de Jesús.
A veces esta prueba falla por ausencia de honradez personal, otras veces por falta de
honestidad en los registros contables, otras por falta de transparencia en la administración de
lo ajeno. Pero, sin lugar a dudas, en la base de todas estas fallas está el temor, y, más al fondo,
la desconfianza, que es síntoma de ausencia de fe. Por eso es la prueba de fuego para los
discípulos, porque su fe en Dios se verifica en su desprendimiento frente al dinero y en su
generosidad y solidaridad con sus semejantes.

Creerle a Jesús es adoptar otra escala de valores en la cual el primer puesto indiscutiblemente
es de Dios; él es nuestro máximo valor. Cuando esta escala de valores no aparece con claridad,
«la sal se vuelve necia», el discípulo se desprestigia como tal y se expone al desprecio del
«mundo».

Las comunidades cristianas deben resistir la tentación de los letrados desleales; su ideal no
debe ser convertirse en emporios para tener garantizada su subsistencia, sino llegar a ser
redes de una cada vez más amplia solidaridad que puedan «pescar hombres» en el mar de la
indiferencia y de la voracidad que producen el ansia de prestigio, la ambición de poder y la
codicia de dinero. Esa es la buena noticia que el mundo necesita escuchar, y que nosotros
podemos hacer resonar en nuestras asambleas dominicales con la alegría del Espíritu y la
fuerza del Señor resucitado.

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