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Miércoles de la XXXI semana. Año I.

El Espíritu habilita al cristiano para amar por encima de lo común, haciéndolo capaz incluso de
bendecir a sus perseguidores en vez de maldecirlos y, al mismo tiempo, solidarizarse con los
que gozan y los que sufren: siempre es uno de ellos. Mantiene relaciones de concordia en la
comunidad, es decir, las construye –porque ellas no se dan espontáneamente–, procurando
apartarse de toda ambición de superioridad por encima de los demás, empeñado más bien en
lo que afirme la igualdad («atraídos por lo humilde»). Ajeno a toda autosuficiencia, jamás
devuelve mal por mal, ni insulto por insulto; conserva buenas relaciones de convivencia y se
esmera por mantener la paz con todos. No es vengativo, prefiere hacerle el bien incluso a su
enemigo, para que se avergüence de su mal proceder, y está siempre dispuesto a no dejarse
vencer por el mal, sino a vencer el mal a fuerza de bien (cf. Rom 12,14-21, omitido).

[El texto 13,2-7 es considerado como una interpolación que interrumpe el tema que comenzó
a desarrollar en 12,1. Por eso el leccionario se lo salta y continúa en 13,8].

Rom 13,8-10.

El cristiano concibe el derecho y el deber como frutos de amor. El gran deber que tiene con
todos es el amor. Esto implica un concepto totalmente nuevo del deber: no se trata de una
obligación urgida desde fuera de la persona, sino de una exigencia interior, urgida desde su
propia espiritualidad. No es necesaria la imposición de un código, a menudo con la amenaza de
una sanción, porque el impulso interior del Espíritu genera espontáneamente en él tanto el
respeto por el derecho ajeno como la disposición a darse para aquilatar la vida ajena. Este
amor, además de no causar daño, es capacidad de percibir la necesidad del «otro» y hacer de
la solución de esa necesidad un deber para sí mismo.

Es importante advertir el acento universal contenido en la enfática formulación negativa «a


nadie le deban nada fuera del amor mutuo» (13,8). Este amor no excluye «a nadie», no se ciñe
al estrecho círculo de los correligionarios, y mucho menos a los de la misma raza, concepción
que está ausente en el texto. El concepto de «prójimo» es cristiano, carente de connotaciones
nacionalistas o religiosas. Por consiguiente, el cristiano es capaz de ser siempre un excelente
ciudadano en cada país, ya que, en la medida en que se coloca por encima de las leyes, deja
ver que se siente en el deber de mejorar la sociedad entera, no solo su propia vida privada. Y
además de eso, quien ama colma las expectativas que nunca pudieron satisfacer los israelitas:
cumplir totalmente la Ley. Quien sigue a Jesús no se somete a la Ley de Moisés porque tiene el
Espíritu de Dios, y con él un principio inspirador que lo lleva más allá de la Ley.

La visión cristiana del derecho es igualmente novedosa. Todos los mandamientos de la Ley,
como lo enseñó Jesús, se resumen en el amor al otro. El amor no provoca daño, y con eso
queda cumplida la Ley de Moisés. Pero el cristiano, urgido por el Espíritu, se siente con el
derecho a ir más allá. Reclama para sí la libertad de amar, es decir, para mostrar solicitud por
el bien del prójimo y para trabajar por lograr ese bien. El criterio de «bien común» o de «bien
individual» no se agota en las formulaciones codificadas, porque siempre hay algo mejor que
ofrecerle a la humanidad. El amor es dinamismo de vida que sigue los impulsos del Espíritu, y
quien sigue los impulsos del Espíritu se porta como hijo de Dios (cf. 8,14). Por esta razón, el
cristiano puede resultar incómodo para cualquier sociedad instalada en la injusticia o en la
mediocridad. En el ejercicio de su derecho de amar con esa libertad, más allá de las leyes, se
sentirá libre para exigir una superior calidad de vida y mejores condiciones de convivencia. Y,
como se inspira en el reino de Dios, siempre estará por encima de cualquier orden social. El
ideal del reino de Dios no solo relativiza cualquier orden social, sino que constantemente
descubre sus falencias en relación con las aspiraciones de libertad y de vida que las promesas
de Dios estimulan en el corazón humano. Esas promesas, recibidas con fe y mantenidas con
esperanza, espolean el amor en busca de mayor plenitud para todos.

El cristiano puede ser un excelente ciudadano de cualquier país, pero ese no es su ideal; para
él, el ideal es que su país sea un territorio en el que los seres humanos que lo habitan sientan
la urgencia de amar sin medida y de favorecer cada uno el pleno desarrollo de sus «prójimos»
y procurar cada día una convivencia social más incluyente y grata. Así traduce al lenguaje civil
su ideal del reino de Dios. Por otro lado, el cristiano es consciente de que ningún proyecto
histórico realiza enteramente el reino de Dios, porque la humanidad siempre estará ansiosa de
más vida, y, además, porque solo después de la muerte este reino se logrará plenamente.

Es claro también para el cristiano que él es consciente de la fuerza que lo impulsa, el Espíritu
de Dios, en tanto que sus conciudadanos –si no comparten esta experiencia– podrán captar la
racionalidad de este amor que no causa daño y que procura el mayor bien para todos, pero
carecerán de la fuerza para mantenerse fieles en ese propósito. Por eso, el testimonio de amor
del cristiano solo será completo cuando comparta su experiencia de hijo de Dios. Esto no se
hace con afán proselitista, sino en la misma línea de buscar el bien para todos.

Es igualmente claro que –por diversas razones– no todos se abrirán a la buena noticia, pero
eso no es obstáculo para que el cristiano inmerso en el mundo civil se esmere por mostrarles a
sus conciudadanos mejores caminos, más humanos, más incluyentes, al mismo tiempo que su
disposición a colaborar con todos secundando iniciativas que, parcial o plenamente, estén de
acuerdo con las exigencias del amor cristiano.

Prosigue con una invitación a la vigilancia cristiana (también omitida: vv. 11-14), a despertarse
del sueño, mostrando así que el orden social vigente «adormece» la conciencia. Y exhorta así a
los cristianos a asumir su peculiar identidad, a vivir plenamente la condición de «miembros del
Mesías», hijos de Dios que se dejan guiar por el Espíritu y no por los bajos instintos.

La ética social del cristiano va más allá de la ética de la Ley de Moisés. Esta era un mínimo,
suficiente para convivir sin causarle daño al prójimo. El amor cristiano no está definido por
códigos sino por las exigencias que le plantean las relaciones con los demás y su decisión de
ser testigo del Señor. Por eso, y por ser portador del mensaje del reino, se mantiene en tensión
hacia la humanidad nueva, identificándose cada vez mejor con su Señor Jesús Mesías.

Cada comunidad cristiana tiene la oportunidad de convertirse en un centro de irradiación del


pensamiento social que se deriva del amor cristiano y del ideal del reino de Dios. El discípulo
de Jesús es libre de inserirse en cualquier partido político, o en cualquier gremio económico, o
en cualquier grupo social, en tanto vaya animado por el amor cristiano –no por arribismos
sociales ni por mezquinos intereses de poder o de dinero– y con intenciones de comportarse
«como la levadura en la masa».

La configuración libre con Jesús –significada por la comunión eucarística– puede convertir
nuestro «hombre viejo» en «hombre nuevo», y nos capacita para transformar esta sociedad
caduca en reino de Dios. No es cuestión de obligación impuesta, sino de capacidad recibida. En
vez de pensar que «tenemos que», con alegría nos damos cuenta de que «podemos ser».

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