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ACTIVIDAD 4

CATEDRA UNIMINUTO

Seleccione uno de los cuentos leídos e identifique de forma puntual los valores sociales y virtudes
del ser que se resaltan en este. Luego, a partir de esta

información, elabore una historieta en la que se puedan mostrar estos valores en una situación
actual y real.

Para su elaboración, tenga en cuenta los siguientes aspectos:

1. Seleccione la herramienta de su preferencia. Se sugiere que revise en la web estas


aplicaciones: Pixton, URL: https://www.pixton.com/es/ o Powtoon,

2. Elabore el boceto de su historieta, defina los personajes y estructure las situaciones, entre
otros.

3. Póngale un título a su historieta que le genere interés al lector.

4. Defina cuántas viñetas o cuadros tendrá la historieta.

5. Haga los dibujos o seleccione imágenes para cada viñeta o cuadro, de acuerdo con el guion
de referencia.

● El diseño de la historieta debe contemplar aspectos como originalidad, tipografía llamativa,


imágenes representativas y colores que contrasten con el

contenido.
Jartera de vida

Recostada en un diván de la sala y vestida con una linda quimona de seda, ojea la señorita,

displicentemente, una revista de modas. Al fin, deja caer al suelo el magacín y exclama por

vigésima vez:

 ¡Ay, pero qué jartera de vida...!

Doña Luisa, su madre, que está zurciendo unas medias, levanta la cabeza y la amonesta

cariñosamente:

 No digas eso, Betty, que Dios te puede castigar, haciendo que de veras sea aburrida

tu vida. Tú no conoces lo que es la dureza de la vida; si la conocieras, no lo estarías

ahí, diciendo...

 ¡Ay, mamá!, ahora no me vengas a regañar, encima de que no me dejaste ir al paseo

con mi novio. ¡Tú me tienes aquí como requinterna...!

En ese momento se oye el timbre de la casa, y Betty brinca del sofá, coge las pantuflas y

sube corriendo a su alcoba, mientras de paso, le dice a su mamá:

 Y si vienen a preguntarme, di que no estoy aquí, que he ido donde el dentista.

La que ha llegado es Lucía, la presidenta de la Acción Católica.

 Qué tal, doña Luisa. Vengo por Betty; pero no me salga con que no está aquí, porque

hoy sí la voy a desencamar, aunque se meta en la cocina.

Doña Luisa, que gusta mucho de la compañía de Lucía para su hija, hace caso omiso de la

recomendación de Betty y la llama.

 Hija, aquí está Lucía, baja.

Betty zapatea de rabia con su mamá, por haberla descubierto, pero disimula y grita desde su

cuarto:

 ¿Qué tal, Lucy, cómo estás? Aguárdame un momento, que ya bajo.

Mientras tanto, doña Luisa se queda mirando a Lucía con ciertos ojos de nostalgia. Le

parece tan bonita, le parece tan elegante, tan cristiana. Desearía que así fuera su hija. Pero

su hija solamente piensa en el mundo, solamente está engaleronada -como dice ella- con el

baile y con la piscina y con el novio.


Al rato baja ésta, haciendo de tripas corazón.

 Bueno, mija, le dice Lucía, vengo a convidarte a un paseo que vamos a hacer. Ahora,

no me vas a dejar desairada.

 ¿Paseo?... Si mi mamá no me deja salir a ninguna parte. Aquí yo vivo como una

monja clarisa...

 Tienes todos los permisos. Con Lucy puedes ir a donde quieras, rectifica doña Luisa.

 Arréglate y vamos. Ahí está el carro. Te va a encantar el paseo. Las otras nos están

aguardando.

Betty subió otra vez al cuarto, mandando al diablo la ocurrencia de su mamá de no haberla

excusado. Unos minutos después bajó, muy bien puesta.

 Sí que estás célebre, vas a tumbar bolo donde vamos, apuntó Lucía, iluminando la

sala con su risa.

 ¿Y a dónde me llevas?

 Es una maravillosa aventura. Verás.

Las dos se despidieron de doña Luisa y subieron al carro. Lucía manejaba.

 ¿Sabes a dónde vamos?

 No tengo ni idea.

 Vamos con nuestras amigas al barrio del “Callejón”. Porque estamos comprometidas

a ayudar o, por lo menos, a conocer la miseria de esa gente. Nosotros los ricos

debemos hacer algo por ellos.

No te vas a disgustar. Yo sé que tu eres muy buena y que puedes ayudarnos. El Sumo

Pontífice quiere que nos pongamos en contacto con los pobres y con los

desgraciados, porque todos somos hermanos. Allá encontraremos a las otras amigas.

Betty no pudo hacer nada, sino tragarse la encíclica. Al fin, después de caminar veinte

cuadras, llegan al famoso barrio del Callejón.

 Bueno, mija, ya estamos. Ahí están las otras. El trabajo consiste en hacer una especie

de estadística de la miseria: nombres, condiciones, enfermos, moralidad, etc.

Betty es inteligente y tiene un gran corazón a pesar de que el ambiente del mundo la quiere

echar a perder. Llega a una casita de madera apuntalada por fuera con unos pedazos de
horcones y entra...

 Buenos días, ¿qué tal por aquí? Ay mijita; pero ,¿qué tienes en la cabeza?

Una chiquita, con una infección terrible, le ha salido a la puerta.

 ¿Y por qué no llevan esta chica donde el médico?

 ¿Médico, señorita? Para nosotros no hay médico, contesta desde el fondo una pobre

mujer desgreñada.

 ¿Cuántos son ustedes?, pregunta Betty.

 Yo y cinco hijos.

 ¿Y el esposo?

 El hombre me dejó...

 ¿Y no cuida de ustedes?

 Usted no conoce, señorita, lo que son los hombres de malos. Me echó al mundo

cinco criaturas y no me volvió a mirar.

 Y, ¿de qué comen?

 Yo gano lavando en el cuartel. Pero ya hace quince días no he ido porque estoy

enferma. Míreme las manos. Hoy estamos desde esta mañana con un poco de agua de

panela. No ha habido con qué comer.

En eso comienza a llorar el pequeño, que dormía en una especie de hamaca sucia. Betty se

acerca y lo mira. Era un chiquitín atrofiado y pálido.

 ¿Está bautizado?

 Todavía no.

 Dígame, ¿y qué piensa comer esta tarde?

 Otra vez agua de panela. Hasta que pueda ir a lavar.

Betty recuerda en ese momento la comida que en su casa se desperdicia, recuerda el dinero

que ella gasta en todas sus vanidades, piensa en los vestidos arrumados que no sabe a qué

destinar y que podrían servir en esta casa.

 Mire, señora, tome estos quinientos pesos. Yo pronto volveré y le traeré vestidos a

sus hijos.

 Dios se lo pague, señorita... Usted no sabe lo oportuna que llega esta caridad a mi
rancho. Si usted oyera a los chiquitos estos llorando de pura hambre por la noche...

Betty salió de aquella casa. Después pasó a otra. Allí parecía que no hubiera sino perros.

No había, por lo menos, gente grande. Dos perritos, enflaquecidos hasta el extremo,

ladraban furiosamente, amarrados a un estantillo. Betty vio que no había peligro y entró. La

casa, como la anterior, era de piso de tierra, sin enladrillar.

Betty se puso a examinar el tugurio. Al fin descubrió, en un cajón, a dos chiquitines.

Seguramente la mamá los había dejado allí por previsión, para que no se le salieran. Los

chiquitos se asustaron al ver una cara extraña.

 No lloren, mis chiquitos... Betty los acarició y alzó a uno. No llores mi chino, que te

ves muy requetefeo llorando.

Después se le ocurrió canturriarles para dormirlos:

 Duérmete, niño, que tengo que hacer...

Al fin los dos chiquitines se fueron calmando y cerraron los ojos. La señorita los colocó

cuidadosamente en el cajón y dejó ahí otro billete de quinientos pesos. Y después, sin saber

por qué, se quedó mirándolos, ¡y se puso a llorar!.. ¿Por qué motivo? No lo sabía bien. Se

sentía misteriosamente culpable de toda esa miseria. Le parecía que había sido un largo

pecado mortal su vida hasta entonces. ¡Que al lado suyo vivieran tantos desgraciados y que

a ella no se le hubiera ocurrido hacer algo por ellos...!

Al ver a esos pequeñitos bostezando de hambre, recordó la leche que se perdía en su casa o

se echaba a los gatos. Se miró las manos y vio el precioso diamante que brillaba en una de

ellas. Miles de pesos valía... Tuvo ganas de dejarlo, como un recuerdo de su visita y como

una reparación, pero pensó que la madre de aquellos niños lo vendería por cualquiera cosa

o sería víctima de sospechas.

En ese momento, le parecieron las fiestas del club anticristianas. Que se gastaran veinte,

treinta, cuarenta mil pesos en una noche, mientras así están los pobres en los barrios bajos,

¡deseando cincuenta centavos para la leche de sus hijos!... ¿Por qué no le habían dicho eso

las “sores” que la habían educado? ¿Por qué no había acertado a venir antes?

Sentada en el sucio banco de esa casucha pensó, llorando, muchas cosas. Pensó en los

viejos millonarios que no saben qué hacer con su dinero... y en las solteronas ridículas que
pasan una estéril vida, habiendo tanto bien que obrar y tantas maneras de hacer feliz el

propio corazón haciendo felices a los otros.

En eso llegó Lucía, pálida y conmovida. En el fondo del rancho vio, al lado del cajón de los

chiquitos, a Betty llorando.

 ¿Qué te pasa, amiga?; ¿te ha dado trastorno?

Betty, llorando, ¡con motivo, por primera vez en su vida!, explicó:

 Me siento culpable, Lucy. La sociedad a que nosotras pertenecemos es, en mucha

parte, la responsable de todo esto. Yo pienso volver muy pronto con alimentos, con

leche, con maizena para todos estos niños. ¿Por qué no organizamos una obra de

caridad aquí en este mismo barrio? Mira, Lucy, aquí tienes este diamante; que te

sirva para que empecemos a hacer algo por esta gente.

Ambas salieron en silencio del rancho. Cambiaron impresiones con las compañeras, que

estaban también profundamente conmovidas. Eran todas esas muchachas buenas de la

sociedad, que el mundo pagano aparta de la visión terrible de la miseria para que no brote

en ellas el más puro de todos los amores y de todos los sentimientos, que es el de la

compasión.

Al día siguiente, bajo el pasmo de doña Luisa, que lo veía y no lo creía, Betty cosía unos

saquitos para llevarles a los niños del callejón, que había dejado con frío y con hambre. En

su ser había brotado una nueva actitud. El verdadero amor. Estaba comenzando a ser

cristiana de veras, al comprender que la vida no es “jarta”, sino muy breve, para todas las

posibilidades de bien que existen en ella.


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