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Dominique Lapierre, Javier Moro - Era Medianoche en Bhopal-2
Dominique Lapierre, Javier Moro - Era Medianoche en Bhopal-2
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso
escrito del editor. Todos los derechos reservados
© Dominique Lapierre/Javier Moro, 2001 ©
Editorial Planeta, S. A., 2001
Córsega, 273-279, 08008 Barcelona (España)
Diseño de la sobrecubierta: Departamento de Diseño de Editorial Planeta
Ilustración de la sobrecubierta: foto © Suzanne Held Ilustraciones del
interior: archivo autores, Jamaini y Zahur Ul Islam Primera edición: marzo
de 2001 Depósito Legal: B. 10.624-2001 ISBN 84-08-03845-1 Composición:
Foto Informática, S. A. Impresión: A&M Grafic, S. L. Encuademación: Argraf
Encuademación, S. L. Printed in Spain - Impreso en España
El hombre y su seguridad deben constituir la
preocupación fundamental de toda aventura tec-
nológica.
No olvidéis nunca esto cuando estéis metidos
de lleno en vuestros planos y en vuestras ecua-
ciones.
ALBERT EINSTEIN
Carta a los lectores
D. L.
A los héroes del Orya bastí, de Chola
y de Jai Prakash nagar
Primera parte
(6) Diwali, la fiesta de las luces, celebrada entre una explosión de fue-
gos artificiales y petardos, es la fiesta más alegre de todo el calendario hindú.
Dassahra, décimo día de las fiestas de Durga, que conmemoran la victoria
de la diosa sobre el demonio-búfalo de la ignorancia.
Era medianoche en Bhopal 23
(1) Chador, largo traje negro que llevan las mujeres musulmanas y que
les disimula el rostro.
cíales que la llegada del ferrocarril iba a aportar no sólo al peque-
ño sultanato de Bhopal, sino también a toda la India central.
Después, había alzado su vaso para brindar solemnemente
por el éxito de aquella maravilla moderna que la iluminada
soberana había pagado de su bolsillo. Los fuegos artificiales
pusieron el broche de oro al acontecimiento. Aquel día, una
parcela de la India ancestral abrazaba el progreso.
(2) Porteadores.
Era medianoche en Bhopal 35
circonio, había detenido los obuses del kaiser sobre los prime-
ros carros de combate aliados; sus pastillas de carbón activo
-en las máscaras antigás- habían protegido los pulmones
de miles de soldados de las trincheras del Somme y de la Cham-
pagne. Veinticinco años después, otro conflicto mundial movi-
lizó a la Carbide al servicio de Norteamérica: de su colabora-
ción con los científicos del Manhattan Project había nacido la
primera bomba atómica.
La absorción de decenas de empresas propulsó a esta com-
pañía, en menos de una generación, al pelotón de cabeza de las
multinacionales. En la segunda mitad de siglo figuraba como
el orgullo de la potencia industrial norteamericana, ya que con-
taba con ciento treinta filiales que operaban en unos cuarenta
países, casi quinientos centros de producción y ciento veinte
mil empleados. En 1976, anunció una facturación de seis mil
quinientos millones de dólares. Innumerables productos salían
de sus laboratorios, de sus fábricas, de sus pozos y de sus minas.
La Carbide era el gran proveedor de gases industriales utiliza-
dos por la industria petroquímica -como el nitrógeno, el oxí-
geno, el gas carbónico, el metano, el etileno, el propano...-,
y de sustancias químicas como el amoníaco y la urea, destina-
das, entre otras cosas, a la fabricación de abonos. Producía,
además, sofisticadas especialidades metalúrgicas a base de
aleaciones de cobalto, de cromo, de tungsteno, utilizadas para
equipos de alta resistencia, como las turbinas de los aviones.
En fin, fabricaba toda una gama de productos de plástico de
gran consumo. Ocho de cada diez amas de casa norteameri-
canas hacían la compra con bolsas de plástico que llevaban el
rombo azul y blanco de Union Carbide. Este logo también apa-
recía en millones de botellas de plástico, así como en los envol-
torios de los productos alimenticios, en carretes fotográficos y
en muchos otros artículos de uso corriente. Las conversacio-
nes telefónicas intercontinentales de la mitad de los habitan-
tes del planeta transitaban por cables submarinos envueltos
en fundas made by Carbide. El líquido anticongelante de uno
de cada dos coches, el sesenta por ciento de las pilas eléctri-
cas y de los bastones de silicona utilizados en cirugía estética,
el caucho de uno de cada cinco neumáticos, la mayor parte de
los aerosoles contra los insectos y hasta los diamantes sintéti-
cos salían de las fábricas de ese gigante cuyas acciones eran
uno de los valores más seguros de Wall Street.
Desde su impresionante rascacielos de aluminio y de cris-
tal de cincuenta y dos pisos en el 270 de Park Avenue, en ple-
no corazón de Manhattan, la Carbide regía las costumbres y
dictaba lo que elegían millones de hombres, mujeres y niños en
todos los continentes. Ninguna empresa industrial disfrutaba
de tanta respetabilidad, por lo menos aparentemente. ¿No de-
cían que lo que era bueno para la Carbide lo era también para
Norteamérica y, por consiguiente, para el mundo?
La aventura de la producción de pesticidas en la que la
empresa había decidido embarcarse era coherente con su pasa-
do y su experiencia. Su finalidad -librar a la humanidad de
los insectos que le robaban su alimento- sólo podía mejorar
el prestigio que gozaba en el mundo entero.
5 Tres presidiarios a orillas del Hudson
sos ojos verdes que había sido arrollada por un camión y tenía
las dos piernas rotas. Se llamaba Dalima. Fue un flechazo. En
la sala común, Dalima adoptó a un huérfano de diez años que
había sido encontrado medio muerto en una acera. Había lle-
gado al hospital en un furgón de la policía. Se llamaba Dilip.
Despierto y alegre, aquel chico delgaducho, con el pelo muy
corto, siempre dispuesto a hacer un favor, era la alegría de la
sala común. Unos días después, el antiguo leproso, Dalima y
el joven Dilip dejaron el hospital para desembarcar en el Orya
bastí, donde Belram Mukkadam les asignó con su bastón un
espacio para construir una chabola. Unos vecinos les trajeron
bambúes, planchas de madera y un trozo de tela, otros les die-
ron utensilios de cocina, un charpoi y un poco de ropa. «Nuestro
único equipaje eran las muletas de Dalima», dijo Ganga Ram.
Sobrevivieron durante meses gracias al desparpajo y al inge-
nio de Dilip, era él quien incitaba a los niños del barrio a hur-
tar trozos de carbón en las locomotoras. Una mañana, con-
venció a Padmini para que fuese con él.
-Hay que darse prisa, hermanita, porque los policías de
los ferrocarriles están al acecho.
-¿Son malos? —preguntó ingenuamente la muchacha.
-¿Malos? -El chico rompió a reír-. Si te cogen, más vale
que les des un buen bakshish (2). Si no, te meten en un vagón
y allí... -Dilip hizo un gesto cuyo sentido la candida campesi-
na no captó.
Al regreso de la expedición, la comadrona del barrio, la vie-
ja Prema Bai, que vivía en la choza de enfrente, dio un poco
de paja y algunas cagarrutas de cabra a su joven vecina.
-Aplastas el carbón con la paja y las cagarrutas, lo amasas
todo durante un buen rato y luego haces bolitas que pones a
secar -le dijo.
(2) Truhanes.
9 Un veneno con olor a col hervida
(1) Socorro.
Era medianoche en Bhopal 67
-¿Cómo te llamas?
-Padmini.
-Bien, Padmini, te pongo a prueba como ayudante de nues-
tro pequeño dispensario.
(2) Diques a orillas del río con escaleras que bajan hasta el agua.
(3) Según la revista India Today del 15 de abril de 1989, más de tres
mil niñas son entregadas cada año a la prostitución durante la festividad de
Makara Sankrauti solamente en el estado de Karnataka.
15 Una factoría tan inocente
como una fábrica de chocolatinas
que enseñaba a los niños las suras del Corán bajo el porche de
su pequeña mezquita de adobe, y sobre todo la vieja comadro-
na Prema Bai, que se arrastraba de chabola en chabola envuel-
ta en su vestido blanco de viuda, doblada sobre un bastón a cau-
sa de las secuelas de la poliomielitis. Una luminosa sonrisa domi-
naba su sufrimiento. En un rincón de la chabola, bajo el
altar-cito donde, frente a la estatuilla de Ganesh, el dios
elefante de la suerte y la prosperidad, ardía una lámpara de
aceite día y noche, la anciana guardaba, meticulosamente
ordenados, los instrumentos que hacían de ella un ángel del
bastí: algunos trapos de tela de sari, una palangana, dos cubos
de agua y la daga árabe que le servía para cortar el cordón
umbilical de los bebés.
Parecía increíble. Norteamérica y toda su alta tecnología
se instalaban en medio de un anillo de chabolas, sin saber nada
sobre los que vivían hacinados rozando los muros de sus ins-
talaciones. Ningún expatriado de Charleston, ningún ingenie-
ro indio imbuido de los valores de Carbide sintió jamás curio-
sidad por conocer a los miles de hombres, mujeres y niños
que vivían a un tiro de piedra de las tres espléndidas cisternas
de isocianato de metilo que estaban ensamblando.
Sin embargo, un día, el mundo de Carbide fue a visitar la
térra incógnita que bordeaba la Explanada negra. «Creímos que
era el fin del mundo», dijo el padre de Padmini. Los vecinos
oyeron rugir un avión encima de sus cabezas. El aparato dio
varias vueltas a ras de tierra, tan bajo, que se temía que deca-
pitara el pequeño minarete de la mezquita de Chola. Luego,
en un abrir y cerrar de ojos, desapareció hacia el sol poniente.
Tan insólita aparición provocó furiosas discusiones en la
tea-house. El «sin piernas» Rahul, que se las daba siempre de
estar bien informado, afirmó que se trataba de «un avión
paquistaní que rendía homenaje a la bonita fábrica que los
obreros musulmanes estaban construyendo en su ciudad de
Bhopal».
122 Dominique Lapierre / Javier Moro
bajar para Carbide era pertenecer a una casta aparte. Nos lla-
maban "los señores".» En Carbide, un ingeniero ganaba dos
veces más que un funcionario de la administración india del
mismo nivel. Eso le permitía disfrutar de una casa, un coche,
tener varios criados y viajar en primera clase con aire acondi-
cionado. Pero lo más importante era, sobre todo, el prestigio
de pertenecer a una multinacional universalmente reconocida.
El estatus social juega un papel clave en la India. «Cuando la
gente leía en mi tarjeta de visita: "Kamal Pareek - Union Carbide
India Limited", todas las puertas se abrían», dijo el ingeniero.
Todo el mundo soñaba con tener un miembro de su familia, o
con conocer a alguien, que estuviese empleado en la empresa. Los
que tenían esta suerte no paraban de alabarla. «Contrariamente
a las empresas indias, Carbide no te decía lo que debías hacer con
tu salario -contaría uno de sus ejecutivos-. Era la libertad nor-
teamericana trasplantada al entorno indio.» Para el hijo de un
pequeño campesino analfabeto de Uttar Pradesh llamado V. N.
Singh, el sobre estampado con el rombo que el cartero le trajo
una mañana «era como un mensaje del dios Krishna caído del
cielo». En el interior, una carta informaba al joven diplomado
en matemáticas que Carbide le ofrecía un puesto de
operador en prácticas en su unidad de fosgeno. El muchacho
corrió por el campo para dar la noticia a su padre. Los veci-
nos acudieron. Pronto, la aldea entera rodeaba al feliz elegido
y a su padre. Ambos estaban demasiado emocionados para
articular palabra. Entonces, una voz gritó: «¡Union Carbide ki
jai! ¡Viva Union Carbide!» Todos los aldeanos corearon la invo-
cación, como si el ingreso de uno de los suyos al servicio de la
empresa norteamericana fuese una bendición para todos los
vecinos del pueblo.
Para el joven hindú de veintidós años T. R. Chouhan, hijo
de un leñador de los alrededores de Bhopal, las ofertas de empleo
insertadas por Carbide en los periódicos locales «eran como
132 Dominique Lapierre / Javier Moro
(3) Ley islámica que obliga a las mujeres a esconder sus rostros y sus
cuerpos de las miradas masculinas.
140 Dominique Lapierre / Javier Moro
(1) «Es imposible que la nube tóxica, aun en las peores condiciones
atmosféricas, se abata sobre la vía férrea. Pasará por encima.»
170 Dominique Lapierre / Javier Moro
(2) Trozo de tela de algodón que sirve de toalla para secarse el sudor o
de pañuelo contra el frío.
Era medianoche en Bhopal 189
guos leprosos; otros dos, címbalos, y los dos últimos, unas trom-
petas abolladas. Santosh, uno de los trompetistas, un hombre-
cillo jovial con la cara picada de viruela, era el padre de Dalima.
Había llegado de Orissa, donde hacía estragos una sequía aún
más severa que las padecidas por Padmini y su familia.
Al igual que el día de la distribución de los títulos de pro-
piedad, Ganga, Mukkadam, el reparador de bicicletas Salar y
los demás miembros destacados de la comunidad hicieron sen-
tarse a los recién llegados en semicírculo alrededor de la
tea-house. Cuando ya no quedó ni un sitio libre, Ganga
saludó a la multitud e hizo una seña a los músicos para que
empezaran. Como parte obligada de toda celebración india, un
estruendo envolvió en seguida a los asistentes en medio de la
alegría de todos. Al cabo de algunos minutos, Ganga levantó
su sombrero, y la música se detuvo.
-¡Amigos míos! -gritó—, os he reunido para compartir un
acontecimiento tan feliz que no podía guardarlo para mí solo.
Ahora que estáis todos aquí, voy a ir a buscar la «sorpresa» que
os tengo reservada.
Hizo una seña a los músicos para que le abriesen paso. Unos
instantes más tarde, el pequeño cortejo estaba de regreso en
medio de una algarabía de trompetas, redobles de tambor y gol-
pes de címbalo. Detrás de los músicos, el antiguo leproso avan-
zaba con la majestad de un emperador mongol. Llevaba en
sus brazos a su esposa Dalima, envuelta en un sari de museli-
na azul bordada con motivos dorados. Con las muñecas tatua-
das y las orejas adornadas con pendientes, la joven sonreía y
saludaba con la gracia de una princesa. Cuando el cortejo lle-
gó frente a la tea-house, Ganga y los músicos se dieron media
vuelta para presentarse ante la multitud. El estruendo de las
trompetas y los címbalos subió todavía unos decibelios más.
Ganga mandó detener la música, haciendo una señal con
la cabeza. Entonces, hinchando el pecho como un atleta de
202 Dominique Lapierre / Javier Moro
(1) «Los riesgos potenciales nos llevan a la conclusión de que existe una
posibilidad real de que se produzca un incidente serio.»
Era medianoche en Bhopal 233
(2) Terrateniente.
242 Dominique Lapierre / Javier Moro
urnas por encima de las más altas cimas del Himalaya. A bor-
do del aparato escoltado por dos Mig 23 se encontraba Rajiv,
el hijo de la desaparecida. Vació cada una de las urnas en una
cesta que cubrió con un velo de satén rojo. Cuando el avión
sobrevoló las nieves eternas donde nace el Ganges, el nuevo
jefe de la India lanzó la cesta al aire cristalino. El velo se rom-
pió. Las cenizas de Indira Gandhi se dispersaron para alcan-
zar el país de los dioses, los altos valles de Cachemira que eran
la cuna de su familia.
33 Unas fiestas que exaltaban los corazones
«En el reino de los cielos, serán las caras más bonitas», pen-
só la hermana Felicity al descubrir el círculo de hombres, muje-
res y niños vestidos de fiesta que rodeaban a los recién casa-
dos. Con la cabeza inclinada y parcialmente tapada por su velo,
Padmini parecía absorta en una profunda meditación. Fue el
momento que eligió la religiosa para acercarse a ella.
-Esta crucecita de oro fue un regalo de mi madre cuan-
do decidí consagrar mi vida a Dios —le dijo pasando alrede-
dor del cuello de la joven la cadena que retenía la joya -.
Me ha protegido siempre. Me gustaría que te protegiese a ti
también.
274 Dominique Lapierre / Javier Moro
(1) «¡Maravilloso!»
276 Dominique Lapierre / Javier Moro
Pero aún hay más por lo que preocuparse. Con una canti-
dad de cuarenta y dos toneladas de MIC, la cisterna 610 está
casi llena, lo que constituye una violación formal de los regla-
mentos de seguridad. Las cisternas no deben llenarse jamás a
más de la mitad de su capacidad con el fin de permitir, en caso
de reacción interna, inyectar un disolvente o cualquier otro flui-
do capaz de neutralizarlas. A su lado, la cisterna 611 contiene
; Era medianoche en Bhopal 281
Arera Club están llenos de invitados, así como las tiendas sun-
tuosamente decoradas donde se celebran las bodas de los barrios
ricos de New Bhopal y de Shamla Hills. En la Explanada negra,
guirnaldas de bombillas iluminan la ceremonia nupcial de Dilip
y Padmini. Toda la ciudad de Bhopal se abandona al júbilo de
esta noche bendecida por los astros. Los festejos más grandio-
sos tienen lugar en el barrio de la Railway Colony, iluminado
aquí y allá por los fuegos artificiales. Los mil invitados a la boda
de Rinou Diwedi —la hija pequeña del inspector jefe de los ferro-
carriles de Bhopal- con el hijo de un comerciante de Vidisha
asisten maravillados a la procesión ritual del Barat. El joven
Rajiv, montando una yegua blanca cubierta con una alfombra
de terciopelo bordada en oro y tocado con un turbante, avan-
za caracoleando hacia su novia, que lo espera bajo la más
bella de las shamianas de Parvez. Antes de subir, su padre le
ha puesto en la frente el punto rojo y el punto negro que siem-
pre lo protegerán del mal de ojo y le garantizarán un porvenir
propicio. Rajiv también ha recibido un coco con estrías rojas,
regalo tradicional de buen augurio. Delante de la yegua blan-
ca, una mujer avanza a pasos cortos: su madre. Está ataviada
con el doble sari de seda y oro reservado para las ocasiones
excepcionales. Con fervor, lanza puñados de sal al suelo para
apartar del camino de su hijo todas las trampas de la vida.
Las yeguas blancas, las bandas de música y las explosiones
de cohetes de los desfiles nupciales iluminan la noche de Bhopal
con mil promesas de felicidad.
37 «¿Y si los astros deciden hacer huelga?»
Los dos geiseres gaseosos se han unido para formar una enor-
me nube de unos cien metros de longitud. Dos veces más pesa-
do que el aire, el MIC compone la base de la bola gaseosa for-
mada por la reacción química que se produjo en la cisterna 610.
En varias capas superpuestas, otros gases se forman por efecto
del calor; entre ellos, el fosgeno, que escapa de un reactor pró-
ximo, el ácido cianhídrico y la monometilamina, de sofocante
olor a amoníaco. Al ser más ligera, la densidad de estos gases
hará que la nube se esparza más rápidamente y llegue más lejos.
Pero la niebla mefítica no es homogénea, progresa gradualmente
por estratos según la temperatura de cada lugar, y según el gra-
do de humedad y la fuerza del viento.
En su camino, los vapores que alcanzan los barrios próxi-
mos a la fábrica lo envenenan todo al azar. El olor a col her-
vida, a hierba recién cortada y a amoníaco invade toda la zona
en pocos segundos. En cuanto percibe los efluvios, Belram
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la valla del puente que pasa sobre la vía del ferrocarril y des-
pués salta ella misma al vacío. «Entonces entendí que ocurría
algo atroz -dijo Sharda Diwedi-, algo que desbordaba el enten-
dimiento.»
(1) Toalla que se utiliza para secarse, o como pañuelo alrededor del cuello.
326 Dominique Lapierre / Javier Moro
jersey rojo, con la cara protegida por una toalla mojada y gafas
de motorista, sale de una casita de la ciudad vieja en compa-
ñía de su joven esposa y de su hermana de quince años. Los
tres van a subirse al escúter que espera apoyado en la puerta.
Unos instantes antes, un extraño olor a amoníaco ha desper-
tado al periodista Rajkumar Keswani. Ha cerrado la ventana
sin imaginar ni por un momento que ese olor era la señal de la
catástrofe que tan meticulosamente había descrito en sus ar-
tículos. Luego ha llamado por teléfono al cuartel general de la
policía.
-¿Qué ocurre? -ha preguntado.
—Un accidente en la Carbide -le ha respondido una voz
ahogada por la angustia-. La explosión de una cisterna de
gas. Moriremos todos.
Desde su ventana, al ver la gente huyendo en todas direc-
ciones, Keswani comprende lo que está pasando. Instala a sus
dos pasajeras en el escúter y arranca a toda velocidad hacia
los barrios lejanos de New Bhopal, allí donde sabe que los gases
de la fábrica maldita no podrán llegan para matar a los que se
han negado a creer en sus advertencias.
42 Un santón medio desnudo en medio
de los vapores mortales
(1) Subgobernador.
Era medianoche en Bhopal 369
tas que se reflejan en las aguas del lago, los numerosos par-
ques desbordantes de flores, las viejas callejuelas pintorescas
llenas de actividad..., todo parece tan normal, que le resulta
difícil creer que la ciudad acaba de vivir una espantosa pesa-
dilla.
El coche sube por las colinas de Shamla, entra en el recin-
to del centro de investigación, y se detiene frente a la entrada
de la guest-house, la soberbia casa de invitados propiedad de
la empresa. Anderson se extraña de ver a dos escuadrones
de policías a cada lado de la puerta del establecimiento. Un ofi-
cial espera en la escalera. En cuanto los tres visitantes salen del
coche, da unos pasos hacia adelante, se pone firme y hace el
saludo militar. A continuación declara:
-Siento mucho informarles que los tres están arrestados.
La sorpresa hace que Anderson y sus socios se sobresal-
ten. El policía prosigue:
-Esta medida tiene como primer objetivo garantizar su segu-
ridad. Pueden ustedes moverse a su antojo en sus habitaciones,
pero no pueden salir, usar el teléfono ni recibir visitas.
En ese momento aparecen el jefe de la policía y el
collec-tor, acompañados de un magistrado reconocible por
su toga negra. El norteamericano se tranquiliza: se trata de un
malentendido. Vienen a liberarlos. En realidad, el magistrado
se presenta a los tres visitantes para explicarles los motivos
de su arresto. Les anuncia que en virtud de los artículos 92,
120 B, 278, 304, 426 y 429 del código penal indio, están
acusados de «homicidio por imprudencia, manipulaciones
peligrosas de materias tóxicas, atentado contra la salud por
envenenamiento de la atmósfera y, finalmente, de
complicidad en el asesinato de animales de granja». La
primera acusación puede acarrear penas de cadena
perpetua; las demás, de tres a seis meses de cárcel.
—Naturalmente, todas las actas de acusación contemplan la
370 Dominique Lapierre / Javier Moro
(2) «Averting a Bhopal legal disaster», Wall Street Journal (16 de mayo
de 1985).
(3) Menos de cien pesetas.
392 Dominique Lapierre / Javier Moro