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Clasificó
MEMORIAS

DE UNA CORTESANA
NOVENA. O R I G I N A L

DB
FONDO
RICARDO COVARRUBIAS
EDUARDO ZAMACOIS

Ilustraciones de PEDRO DE ROJAS

101126
BARCELONA
©ASA EDITORIAL S O P E Ñ A
CALLE VALENCIA, 2 7 5 Y 2 7 7

J . G K B I 0 8 T Œ L à S O O . UNIVERSIDAD OF L£0T*
BIBLIOTECA ÜNIVI^ÍTARW
S t a . T e r e s a 23,
"ALFONSO 'Hïtm
GTJADAIiA.JA.Bi. M E X . Aj»<o.iê25 Mommi Méxie?
Novelas de Eduardo Zamacois
PUBLICADAS POB ESTA CASA EDITORIAL

ADVERTENCIA

La Enferma.—2. a edición.
Punto Negro.—5. a edición.
Tik-Nay. (El payaso inimitable.)
Incesto.—2. a edición. Ya nadie recuerda á Isabel Ortego. No —Yaya usted—dijo;—yo, como he vi-
Loca de A m o r . - 2 . a edición. lo extraño. E l esplendor de las cortesa- vido tanto, conservo muchos recuerdos;
El Seductor.—3. a edición. nas, como el t r i u n f o de los actores, aun- hablaremos... Acaso pueda usted aprove-
Duelo á Muerte. que deslumbrante, es movedizo y pasa- char para sus libros algo de esta entre-
jero. vista.
Memorias de una Cortesana. F u i : Isabel Ortego vivía en los barrios
Conocí á Isabel liace bastantes años;
De mi Vida. (Recuerdos, ensayos dramáticos, críti- me presentó á ella un amigo. Isabel lle- bajos; esos barrios madrileños con calle-
cas, etc.) gaba entonces al ocaso de su segunda j u - juelas revueltas como los hilos de una
La Quimera. (Novela corta.)—2.a edición. ventud; veo su tersa frente cortada por maraña y hasta las cualos no desciendo
De Carne y Hueso. (Cuentos.)—3.a edición. un pliegue vertical; sus ojos grandes y el sol. E l cuarto de Isabel era interior;
verdes constelados de puntitos grises y una especie de bo/.rdilla con dos venta-
Horas crueles. (Cuentos.)—2.a edición. glaucos, que daban á sus pupilas el bo- nas á Tin patio estrecho y profundo, con
rroso color de la ceniza; de las cenizas muros verdosos como las paredes de los
tristes, eternamente frías; su nariz larga pozos abandonados. Los suelos estaban
NOVELAS e©KTaS y recta, su boca de finos labios, su rostro desnudos, los mueblos. eran pocos y vie-
enérgico, empalidecido por el negro bri- jos y por sus heridas asomaba el pelote,
Noche de Bodas. llante de los cabellos; y su cuerpo alto, un ambiente helado pesaba sobre las
robusto y magnífico, cuyas actitudes te- habitaciones vacías; en las paredes ama-
El Lacayo.
nían, más que la frivola elegancia moder- rilleaban algunos retratos que, por lo
Bodas trágicas. na, la reposada majestad de las e s t a t u a s - antiguos, debían de ser de personas ya
Amar á obscuras. Mucho tiempo después volvimos á ver- muertas.
La Estatua. nos; la encontré vieja; su rostro conser- L a conversación de Isabel Ortego fué
vaba atrayente y dominadora expresión, interesante: hablaba mucho y bien, inter-
pero la boca era más triste y el desen- polando en sus recuerdos anécdotas y
canto amortiguaba el brillo de los ojos; lances por todo extremo pintorescos; bajo
sus t r a j e s ricos, deslucidos y anticuados, el casco de sus blancos cabellos, la fértil
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA acusaban pobreza. Isabel habló de su lámpara de su pensamiento ardía .sin des-
"ALFONSO R F V r s " vida sin alegría y sin despecho, resigna- mayos. Rápidamente evocó el espejismo
FOKDQ RICARDO COVARRUBIAS damente, como de algo fatal y previsto: de sus triunfos, y a m u y lejanos; luego
aquello era astro que declina, fuente que explicó por qué deseaba verme.
se seca, filón que se agota. E n el espacio —Desde hace años—dijo—distraigo el
de t r e s ó cuatro años la vi diferentes fastidio de vivir sola escribiendo mis
veces y siempre más vencida, más rota, «Memorias»: es lo único, enteramente
Imp. Casa Editorial Sopeña, calle Valencia, 275 y 277—Barcel^ más pequeña, y era que, aun sin mover- mío, que me resta, y no quiero que estos
se, se alejaba. tesoros de experiencia se pierdan: mis
Una noche me rogó que fuese á visi- «Memorias» son largas, y en ellas h a y
tarla. páginas alegres, capítulos tristes, T ) A | I ^ ? C V 0 I EQI%

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^.UBSUOMB»«.«0»"
nes, ingratitudes, egoísmos, crímenes... leyendo hasta el fin, supe que Isabel Or°
toda esa repugnante bazofia, en fin, de tego había muerto.
confusos afectos que rellenan la vida, y Isabel fué buena y si cometió errores,
que sólo pudo conocer quien, como yo, lo hizo inconscientemente, mas no por
habita esta boardilla después de haber criminal inclinación de su índole; su vida
dormido con un rey... Usted las repasará fué una dilapidación de favores, de cari-
y, si son buenas, publíquelas; me siento cias, de socorros pecuniarios que repartía MEMORIAS DE UNA CORTESANA
enferma, y por pronto que ese libro apa- con imprevisora prodigalidad: quien supo
rezca, nunca será antes de que mi histo- arruinar á muchos, se dejaba explotar
ria termine. por todos: parientes y amigos; las campa-
—¿Y publicando esas «Memorias»—re- nas de la iglesia que su caridad levantó
puse,—no molestaremos á nadie? en un pueblo, no doblaron por ella, y
Sonrió tristemente. como nadie reclamó su cuerpo, aquel
—A nadie—dijo;—soy la última oveja cuerpo adorable que costó vidas y ganó
de un gran rebaño que ya duerme en millones, su cadáver f u é echado á la fosa
paz. donde los desheredados, malos ó buenos, Madrid 18 Octubre...
Me fui llevándome el manuscrito que, se pudren juntos. Yo, que estudió de cér-
con ciertas correcciones, publico á conti- calos méritos de su alma, perdonó sus Habito un piso segundo de la calle Ca- negros también mis abanicos de pluma y
nuación; mucho después y por la nove- culpas: perdónalas t ú también,lector ami- ballero de G-raeia, en la misma acera y los caballos de mi lando; esto ha creado
lesca casualidad que conocerá quien siga go, por lo mucho que amó... m u y cerca del Hotel de Roma. Mi casa es á m i alrededor una leyenda romántica
un hermoso cuarto con suelos de madera que no me perjudica, y hasta me llaman
encerada, gabinete rojo, salón azul, cuar- «la dama negra» muchos pisaverdes men-
to de baño, alcobas estucadas para la ser- tecatos que llegaron á ver de cerca el co-
vidumbre, luz eléctrica, cocina con gri- lor de mis camisas. Mis manos y mis pies
fos de bronce y lavaderos de mármol, son pequeños, mi talle largo, breve la
pasillos con zócalos de nogal y escaleri- cintura y las caderas y el seno tan ampu-
lla de servicio. Cuando aprecio estos lu- losos y exquisitamente modelados, que
jos y recuerdo que tengo á mis órdenes más de un amante suspieaz no quiso creer
dos criadas, un lacayo encargado de ser- complctamonto míos hasta después de
vir la mesa y abrir la puerta, y un lando bien vistos y tocados. Mi cabeza, que el
que viene á buscarme todas las tardes, pintor italiano Richardi puso sobre los
me siento superior á la generalidad de hombros de Aquiles, en su cuadro «La
las mujeres. muerte de Patroclo», merece descripción
más minuciosa, porque el semblante, se-
Desde hace seis meses soy querida de gún dicen psicólogos respetables, es hue-
don Felipe Reina, vizconde del Pretil, de lla, reflejo ó fiel trasunto del espíritu; y
quien hablaré más adelante, tan pronto así el lector reflexivo, acaso llegue á pene-
como haya metido entre renglones lo mu- trar las honduras de mi alma; alma á ra-
cho que, á pesar de mi juventud, he vis- tos ardiente, á veces rabelesiana y escép-
to y vivido. tica, ora rectilínea y dulce, ora desorde-
Tengo veintinueve años, y por lo que nada y bohemia, que ni yo misma en-
varios peritos en psicologías femeninas tiendo.
me han dicho, las confesiones perfecta-
mente francas del espejo y lo poco que Mis cabellos, de un negro intenso y
fué enseñándome la asidua lectura de al brillante, los he llevado partidos siempre
gunas obras científicas y de no pocas no- al lado izquierdo, formando dos crenchas
velas, me creo capaz de abocetar mi re- desiguales que cubren mis orpjas comple-
trato físico y aun mi silueta moral, con tamente y luego recojo atrás, sobre la
bastante exactitud. Soy alta y gallarda, nuca, bajo una media luna de brillantes
y desde que el marqués de Lágaro se sui- y rubíes, sea cual fuere la moda de pei-
cidó por mí, visto de negro: negros son nado imperante: en mi frente, de una am-
mis vestidos, mis sombreros, mis corsés; plitud y desembarazo masculinos, las pí-
nes, ingratitudes, egoísmos, crímenes... leyendo hasta el fin, supe que Isabel Or°
toda esa repugnante bazofia, en fin, de tego había muerto.
confusos afectos que rellenan la vida, y Isabel fué buena y si cometió errores,
que sólo pudo conocer quien, como yo, lo hizo inconscientemente, mas no por
habita esta boardilla después de haber criminal inclinación de su índole; su vida
dormido con un rey... Usted las repasará fué una dilapidación de favores, de cari-
y, si son buenas, publíquelas; me siento cias, de socorros pecuniarios que repartía MEMORIAS DE UNA CORTESANA
enferma, y por pronto que ese libro apa- con imprevisora prodigalidad: quien supo
rezca, nunca será antes de que mi histo- arruinar á muchos, se dejaba explotar
ria termine. por todos: parientes y amigos; las campa-
—¿Y publicando esas «Memorias»—re- nas de la iglesia que su caridad levantó
puse,—no molestaremos á nadie? en un pueblo, no doblaron por ella, y
Sonrió tristemente. como nadie reclamó su cuerpo, aquel
—A nadie—dijo;—soy la última oveja cuerpo adorable que costó vidas y ganó
de un gran rebaño que ya duerme en millones, su cadáver f u é echado á la fosa
paz. donde los desheredados, malos ó buenos, Madrid 18 Octubre...
Me fui llevándome el manuscrito que, se pudren juntos. Yo, que estudié de cér-
con ciertas correcciones, publico á conti- calos méritos de su alma, perdonó sus Habito un piso segundo de la calle Ca- negros también mis abanicos de pluma y
nuación; mucho después y por la nove- culpas: perdónalas t ú también,lector ami- ballero de G-raeia, en la misma acera y los caballos de mi lando; esto ha creado
lesca casualidad que conocerá quien siga go, por lo mucho que amó... m u y cerca del Hotel de Roma. Mi casa es á m i alrededor una leyenda romántica
un hermoso cuarto con suelos de madera que no me perjudica, y hasta me llaman
encerada, gabinete rojo, salón azul, cuar- «la dama negra» muchos pisaverdes men-
to de baño, alcobas estucadas para la ser- tecatos que llegaron á ver de cerca el co-
vidumbre, luz eléctrica, cocina con gri- lor de mis camisas. Mis manos y mis pies
fos de bronce y lavaderos de mármol, son pequeños, mi talle largo, breve la
pasillos con zócalos de nogal y escaleri- cintura y las caderas y el seno tan ampu-
lla de servicio. Cuando aprecio estos lu- losos y exquisitamente modelados, que
jos y recuerdo que tengo á mis órdenes más de un amante suspicaz no quiso creer
dos criadas, un lacayo encargado de ser- complctamonto míos hasta después de
vir la mesa y abrir la puerta, y un lando bien vistos y tocados. Mi cabeza, que el
que viene á buscarme todas ias tardes, pintor italiano Richardi puso sobre los
me siento superior á la generalidad de hombros de Aquiles, en su cuadro «La
las mujeres. muerte de Patroclo», merece descripción
más minuciosa, porque el semblante, se-
Desde hace seis meses soy querida de gún dicen psicólogos respetables, es hue-
don Felipe Reina, vizconde del Pretil, de lla, reflejo ó fiel trasunto del espíritu; y
quien hablaré más adelante, tan pronto así el lector reflexivo, acaso llegue á pene-
como haya metido entre renglones lo mu- trar las honduras de mi alma; alma á ra-
cho que, á pesar de mi juventud, he vis- tos ardiente, á veces rabelesiana y escép-
to y vivido. tica, ora rectilínea y dulce, ora desorde-
Tengo veintinueve años, y por lo que nada y bohemia, que ni yo misma en-
varios peritos en psicologías femeninas tiendo.
me han dicho, las confesiones perfecta-
mente francas del espejo y lo poco que Mis cabellos, de un negro intenso y
fué enseñándome la asidua lectura de al brillante, los he llevado partidos siempre
gunas obras científicas y de no pocas no- al lado izquierdo, formando dos crenchas
velas, me creo capaz de abocetar mi re- desiguales que cubren mis orpjas comple-
trato físico y aun mi silueta moral, con tamente y luego recojo atrás, sobre la
bastante exactitud. Soy alta y gallarda, nuca, bajo una media luna de brillantes
y desde que el marqués de Lágaro se sui- y rubíes, sea cual fuere la moda de pei-
cidó por mí, visto de negro: negros son nado imperante: en mi frente, de una am-
mis vestidos, mis sombreros, mis corsés; plitud y desembarazo masculinos, las pí-
biente que me rodea no me desagrada una vista de acuarium: por las paredes
caras preocupaciones, á las cuales quiero piosa de risas; los dientes son blancos, completamente: hay almas nebulosas, estucadas y entre los repliegues de la
inútilmente sustraerme, van pintando un pequeñines y primorosamente plantados tristes, llenas de calofríos y de incert.i- seda roja que cubre el techo, puse lam-
pliegue vertical que, según Felipe, e s I a sobre las rojas encías; en el lado derecho dumbres, que parecen orientadas al nor- parillas eléctricas con formas de lagartos
rúbrica ó sello que autoriza y da vali- del cuello, debajo de la oreja, tengo un te; otras, en cambio, lo están al mediodía y de diminutas tortugas que parecen mo-
miento y carácter definitivos, al poema lunar; mis pies primorosos constituyen y todo es en ellas luz y calor: mi alma verse entre las hojas de una flora fantás-
elocuente de mi rostro: mis ojos son gran- mi orgullo m a y o r - forma en el número de estos espíritus tica: en un ángulo, á los pies del lecho,
des, de un color ceniciento, que los hace Mas, ¿á qué vienen estos pormenores privilegiados: mi gran arte ha consisti- sobre una columna de mármol, hay un
refulgentes en los momentos de cólera cuando la pintura detallista me aburre?... do, desde que recibí el primer desenga- ibis de cristal, dormido sobre una pata,
como la bruñida lengua de las espadas. Hablaré de mis ojos, que son mi alma, ño,en conformarme alegremente con tpdo. y dentro del cual arde otro pequeño foco
Muchas veces, sentada ante el espejo de mi pobre alma que quiere y sueña, odia eléctrico. Muchas noches, el vizconde del
un armario y con la cara cerca del cris- El espíritu regocijado y mundano* que
y ama, y que, según las circunstancias, presidió el ornato de mi casa, contrasta Pretil y yo nos divertimos en dejar el
tal, procuró traducir la verdadera expre- es inocente ó perversa, sin que nada ex- dormitorio completamente á obscuras
sión de mis ojos. ¿Qué dicen? ¿Cuál es el poderosamente con mi carácter sentimen-
plique el laberíntico enredijo de sus afec- tal y el severo color negro de mis vesti- para ir encendiendo, mediante un sencillo
genuino oriente del espíritu en ellos pin- tos. Yo, que nunca f u i madre y compren- mecanismo de llaves, las diferentes luces:
tado? Sobre el globo blanco y húmedo, dos: no hablaré del recibimiento, adorna-
do los trabajos y suciedades que acarrea do por un gran espejo bajo el cual, y den- de pronto surge en la sombra el ibis, que
los iris acribillados de puntitos grises, la crianza de los niños, me fino y despe- el espejo reproduce, con sus largas patas
verdean, y su verdor es tan pálido y tan t r o de un rectángulo de azulejos, lleno
rezco por el hijo de mi lavandera, desde de tierra, crecen dos palmeras enanas; ni y su pico rojo; después se ilumina un
numerosos los borroncillos acerados que que un día restregó contra mis labios grupo de lirios, entre los cuales y sus-
por ellos espolvoreó el capricho, que la de los pasillos, tapizados de papel color
perfumados su baboso hociquillo; lo que azul obscuro, que escorza fuertemente pendido del techo por un hilillo invisi-
coloración cenicienta prevalece y se im- me induce á creer que mi corazón y m i ble, parece aletear un moscardón, rojo
pone, haciendo de mis ojos los más raros, las suaves curvas de las divinidades pa-
matriz se entienden m u y mal. Las con- ganas que adornan los ángulos; ni del como un coágulo de sangre; y sucesiva-
fieros y parladores, que ni yo, ni nadie, tradicciones de esta laya podrían contar- mente van surgiendo las perezosas tor-
recuerda haber visto: en su centro, las pu- cuarto de baño, con suelo tapizado de
se por docenas: así, yo, que sería capaz de hule y espejos que multiplican la ima- tugas con sus chatas cabezas animadas
pilas negrísimas arden y fulguran cual si llorar ante un nido de gorrioncillos aban- por dos ojuelos sangrientos de rubíes, y
brillasen con luz propia. Ante el miste- gen de mi cuerpo; ni del salón azul, don-
donados, no temblé disparando un pisto- de los divinos genios de Beethoven y los sigilosos lagartos, deslizando sus
rio de estos ojos mis amantes quedaron letazo sobre cierto inglés que me abu- cuerpos verdes bajo flores monstruosas,
suspensos muchas horas, buscando su Schubert duermen entre las cuerdas ho-
rría; y esta misma hetera, que tanto gas- rizontales de un piano de cola: pero sí y cuando todas las luces están encendi-
enigma: por ellos sé las conexiones in- ta y que tantos millones ha derrochado das, el dormitorio, aunque m u y ilumina-
variables que ligan su compleja colora- me detendré en el gabinete, tapizado de
neciamente, suele envidiar la suerte de rojo, con sus blandas alfombras que aca- do, aparece bañado en resplandor lechoso
ción á los diversos momentos de mi espí- las mujeres campesinas que entregan por y cálido que favorece la satinada blan-
ritu; si me entusiasmo, la noche lumino- rician los pies, sus jugueteros cargados
las noches el placer de su cuerpo al hom- de figulinas y de retratos, y su chimenea, cura de mi piel.
sa de la pupila crece, invadiendo el iris, bre amado á quien durante el día dieron
espantando las salpicaduras grises y con su reloj de bronce y sus leños cru- Seis meses hace que duermo en esta
su trabajo, bregando junto á él en la era jientes, que ayudan á soñar; y en la es-
glaucas, agoreras de malas pasiones, dan- ó sobre el surco. Lo que sí puedo afir- habitación: ¿tendré bien estudiados y co-
do á la mirada expresión inteligente y paciosa alcoba, donde mis bellezas de nocidos todos sus secretos?... El ibis, con
mar con absoluta seguridad es que mis cortesana sentaron su trono.
sin doblez; por el contrario, cuando me deseos son tanto más cariñosos, concilia- su pico rojo y su blanco plumaje, ater-
irrito, la pupila se encoge, multiplicanso dores y puros, cuanto más honradamente Está separado el dormitorio del gabi- ciopela las pomposidades de mi cuerpo
los borroncillos cenicientos y la mirada me abismo en los mares sin playas del nete por una columna que forma dos ar- desnudo; la verdosa coloración de los la-
se torna fría y metálica; y en los dulces recuerdo; de donde concluyo que mis cos artísticamente cubiertos por largos gartos le da las brillantes y pulidas apa-
momentos de soledad y ensueño, cuando ojos, cuando fui niña, hubieron de ser cortinajes de terciopelo carmesí, que ba- riencias del jaspe, y frialdad marmórea,
soy m u y feliz escuchando una melodía ó verdes, perfectamente verdes, como la rren el suelo como la cola majestuosa de la blanca luz de los lirios: el encendido
abandono mi cabeza despeinada sobre un esperanza sin jirones de la inocencia, has- los hábitos sacerdotales: en medio de la moscardón que aletea ante ellos, pinta
pecho varonil, surge el color verde, un ta que los combates de la vida los endu- habitación está el lecho, profundo y sobre mi carne vetas sangrientas que ex-
color verde obscuro que da á mis ojos el reció, acerándolos, como metaliza y en- blando, cubierto por una sobrecama de citan los deseos crueles... Un hombre pa-
aspecto temeroso que tienen los reman- durece las almas. ¡Oh! ¡Quién pudiera encajes; encima de él, bajo la corona del saría cuatro noches consecutivas en este
sos profundos de los ríos bajo el follaje volver á mis pobres ojos, que todo lo han mosquitero, luce una luz eléctrica; al santuario y siempre creería hallarse con
susurrante de los sauces... visto, el verdor do los campos; de los otro lado, ocupando el principal testero una mujer distinta; porque el tacto es
campos honrados, con sus fieles amores, de la habitación, hay un diván sin res- esclavo de la vista y donde ésta vacila
Para hablar de los demás detalles fiso- paldo y sobre él un espejo donde puedo con mentirosas apariencias, aquel so tur-
nómicos, echaré el paso largo: mi rostro sus días de sol, sus colchones de paja, por
donde el adulterio no pasa casi nunca.!... verme fácilmente desde la cama. ba. Felipe dice que soy una mujer extra-
es ovalado, la nariz recta y larga; la boca, ña, y vo así lo pienso: más que en mi
grande y do labios finos, es catarata co- E s la mía una alcoba quimérica como
Mas no hablemos de esto, pues el am-
8 EDUARDO ZAMAC0I8 H E H 0 3 I A 3 D 2 U S A CORTESANA

propia belleza, cifro mi orgullo en l a des-tral, aun en sus manifestaciones más mo-
equilibrada originalidad de mi alcoba: destas, fatigan la imaginativa con la
durante el día todo en ella es corriente y creación incesante de personajes y de fá-
vulgar; pero de noche el techo parece bulas; como agotan igualmente la volun-
crecer y las paredes alejarse unas de tad esos graves libros de controversia
otras, dando á la habitación dimensiones enderezados á convencer y allegar parti-
inmensas; v son extraordinarios, cual vi- darios en pro de una doctrina ó tenden-
siones del opio, los melancólicos lirios de cia; mientras que la autobiografía, espe-
velada 1 uz, el ibis, inmóvil sobre su pe- cialmente cuando no hay penas irreme-
destal, los lagartos que parecen agarrarse diables que llorar, refresca el espíritu
al compacto estuco levantando las cabe- con él murmullo de las brisas, há tiempo
zas ligeramente como escuchando algo le- calladas, que orearon la infancia, espon-
jano.. 0 En un ángulo, bajo una Cortina, jándolo, reveydeciéndolo, como planta
está la puertecilla del cuartito ropero que de pronto recibiese sobre sus hojas
donde me lavo. tostadas por el sol, llovizna bienhechora:
el recuerdo es una burleta que la memo-
Tales son mis dos habitaciones favori- ria hace al tiempo, contradiciéndole, ven-
tas: alegres, coquetonas, ventiladas, Con ciendo el curso, siempre filante, de su
muebles cómodos que emperezan el cuer- corriente, retrotrayendo lo pretérito; es
po y empujan la imaginación suavemente una especie de rumiación espiritual que
hacia los bosques del ensueño. Todo ríe nos permite recomponer sensaciones mal
en ellas; las figulinas de que los juguete- digeridas; un recurso, un pobre recurso,
ros están repletos, los cuadros, la másca- que el Destino otorga para dar movi-
ra que abre su desquijarada bocaza de miento y actualidad aparentes á lo muer-
clown sobre la cornisa de un armario. to, alargando así el espejismo dé una vida ...ejecuté al piano «na melodía de Schubert... (Pág. 10)
Las imágenes místicas están suprimidas; demasiado breve. Porque, descontando
me repugnan: las Vírgenes, con sus páli- las horas que. pasamos durmiendo y que Esta mañana madrugué pensando ir &
vo el penetrante aroma de un rosal que casa de mi amiga Leonarda Cadenas, para
dos rostros transidos de dolor, y los Cris-no vivimos, porque el sueño es un ensayo crecía agarrándose á las grietas y salien-
tos exangües, sólo sirven para recordar de la muerte, y aquellas que malgasta- llevarla á dar un paseo en coche por los
tes de un viejo paredón, y que probable- alrededores del Hipódromo. Con este
que la injusticia y crueldad humanas mos desempeñando los mil menudos que- mente ya se habrá s e c a d o -
triunfan siempre. haceres que fatigan y abochornan el es- propósito me bañe inmediatamente luego
Sí, recordemos: los recuerdos son como de levantarme y almorcé temprano. A ios
E n mis horas de soledad, especialmen- píritu, ¿qué quedaría de nosotros si, se- brazos que nos levantan del suelo, que
te si es invierno, el gabinete constituye gún vamos entrando en el mañana, fué- postres llegó Felipe Reina, el viejo y ca-
nos mecen; entre ellos nos reconocemos riñoso amo, qne subvenciona abundante-
mi refugio favorito: la chimenoa ayuda á semos perdiendo la memoria de lo que pequeñines y débiles; ¡y es tan dulce,
soñar; el vaivén sempiterno del reloj co- éramos ayer?... mente todas mis necesidades y tiene, por
sentirse niña de cuando en cuando!... ello, derecho pleno sobre mí.
locado sobre ella y el chisporroteo de la
leña que arde en el hogar, producen in- Sentada en un sillón, voluptuoso y 22 Octubre, —¿Dónde vas?—preguntó.
sensiblemente la evocación de lo pasado; blando como una caricia, y con los pies A l hablar de mí y de mi casa, no dije —A casa de Leonarda.
evocación qile suele obtener prodigiosa apoyados sobre los morillos del hogar, nada de Totó; Totó es un gato negro, de —¿Tan temprano?
exactitud, pues los fenómenos imaginati- he aprovechado mis soledades resucitan- piel fina y lustrosa, un excelente compa- —El coche vendrá á buscarme á l a s
vos y ópticos se parecen, y así como los do lo cristalizado, lo eternamente inmó- ñero que me conoció pobre y bajo cuyos dos.
edificios vistos á distancia se aprecian vil, y los callados diálogos de mi pensa- ojos amarillos han pasado todos mis —¡Bah!... ¿Que importa? Que espere,
mejor que de cerca, de igual modo los miento formaban con el fuego que crujo amantes: á Totó le quiero y le respeto; Felipe, eon sus cabellos blancos y su
recuerdos, considerados desde lejos, se una melopea extraña que favorecía la es un ser superior, perezoso y altivo: rostro afeitado, me inspira un cariño per-
recomponen con más precisión y justeza. evocación. Como en mi elegante chime- nunca cazó un ratón, contenido por el fectamente filial; pero tan valedero y le-
nea de cortesana, los leños chisporrotea- ímprobo tiwbajo de alargar la garra:
Delante de esa chimenea donde mi gal- ban bajo la ancha campana de la cocina gitimo, que ni por asomo mi independien-
bana andaluza me permite vivir horas paterna: he oído el «ritornelo» melancó- quien una vez le molestó, no espere reci- te condición piensa rebelarse contra el
incontables de sabrosa pasividad, fué lico y dulce 'le viejas tonadillas infanti- b i r en el cuello el cosquilleo de sus bi- dulce yugo de sus blanduras. Su suave
donde concebí la idea de escribir mis les, y escuchado la canción de una fuente gotes perfumados. Además, Totó es psi- protesta, por tanto, fué orden para mí,
«Memorias». Creo que la autobiogratía que con su curso entristecía el ánimo de cólogo; la experiencia me ha probado Ibsen llamó á los lupanares «casas de mu-
es la labor predilecta de los escritores las solteras soñadoras, y gozado de nue- que los hombres de quien él h u y e y des- ñecas. > Las mujeres, on efecto, somos
perezosos: la novela y la literatura tea- confía, no son buenos. verdaderas muñecas; una superfluidad
MEMORIAS.-2
social, un juguete lujoso que sólo sirve Miguel y era un hombretón de nariz gobernarme y mi pobre madre jamás atraía hacia sí, me colocaba entre sus ro-
de pasatiempo y recreo. ¿Qué vale nues- aguileña y torvo mirar, con grandes me- supo imponer su voluntad, llegué á los dillas, me besaba la frente...
tra voluntad luego de vendida por dine- chones de pelo rubio que le cubrían las ocho años sin saber leer ni escribir, co- —-Esta chiquilla—decía—es una bes-
ro ó á trueque de una bendición?... Dis- sienes y la frente: trataba en caballos y rriendo tras las gavillas de segadores y tiezuela; ni sabe leer, ni aprenderá nun-
frutando por anticipado las higiénicas tenía merecida fama de guapo; hablaba al encuentro de la diligencia que dos ve- ca... y como yo no tengo tiempo de
impresiones de un buen día de sol, nos poco, no se quitaba nunca el ancho som- ces por semana venía de la capital, y habérmelas con ella...
vestimos, nos cubrimos el seno de enca- brero; un chirlo que cortaba su boca obli- siendo ducha como una salvaje en el pri- Luego examinaba mis vestidos, hallán-
jes, nos rizamos el pelo... y el amante ó cuamente de derecha á izquierda, endu- mitivo arte de coger nidos y cazar paja- dome siempre sobradamente rota y sucia:
el marido llegan de pronto y con dos zar- recía su rostro. Mi madre era pequeña y rillos con trampas que yo misma inven- mis ropitas estaban jironadas, mispanto-
pazos nos despeinan y nos desnudan, des- morena, y como buena andaluza, extre- taba. rrillitas acribilladas á arañazos, los zapa-
haciendo en un santiamén lo que compu- madamente tolerante y cariñosa para sus tos no me duraban ocho días. Mi pobre
hijos: jamás supe cómo ella y mi padre Recuerdo que todo me maravillaba y
simos á fuerza de coquetería y de pa- que los incidentes más nimios seducían madre, sintiendo la alusión mortificante
ciencia. se conocieron, ni si su matrimonio saldó que estas observaciones envolvían para
alguna deuda de honor; lo cierto es que mi atención: en la iglesia pasaba muchas
Esto me sucedió con Felipe; vino á horas, presa en el fresco misterio de sus ella, se disculpaba asegurando que yo
verme á las dos menos cuarto y no sabía en aquel hogar la voluntad del hombre nací voluntariosa, independiente y vaga-
era omnipotente y que mi madre, lejos naves obscuras; además, un prurito insa-
cómo entretener los setenta y cinco mi- ciable de amor inundaba mi alma; ponía bunda por temperamento, y que nadie
nutos que faltaban hasta las tres. de reclamar sus derechos y los motivos podría enderezarme por buen camino.
que indudablemente tenía para rebelarse cariño en las personas, en los objetos, en
—A esa hora—dijo—me iré; están es- los árboles, en los caminos; más de una Entonces mi padre hablaba de Rosario,
contra muchos atropellos y desafueros, una hermana suya casada con un esterero
perándome en Bolsa. temblaba ante su marido como rama rota vez, recorriendo el pueblo, interrumpí
—¿Y mi paseo? mi paseo fluctuando entre dos calles que que vivía en Sevilla: era necesario en-
bajo la presión flageladora del viento. viarme con ellos; en la capital había buo-
—Lo retrasas un poquito ó lo aplazas Fuimos dos hermanas; la menor se llama- me eran igualmente simpáticas. Las flo-
res, especialmente, me embriagaban con nos colegios, y el ejemplo de otras niñas
para otro día. ba Milagro y como era siete años más jo- y la falta de libertad me volverían jui-
Sus viejos ojos me miraban llenos de ven que yo, me acostumbró á ejercitar su aroma y la coloración intensa de sus
pétalos; las creía inteligentes, buenas y ciosa. Oyéndole, mi madre quedaba triste,
dulzura, humedecidos por una caballeres- sobre ella la desdeñosa autoridad con que temblando ante la idea de verme partir;
ca emoción de súplica. Mi obligación era tratan á las niñas pequeñas las zagalonas capaces de comprenderme, y como la
desdichada heroína de Sudermann «los y yo experimentaba una emoción ambi-
complacerle y cumplí mi deber, divir- que ya aprenden á mirarse de reojo en gua de pesadumbre y contento, repre-
tiéndole, cual si hubiese estado aguardan- los espejos. zarzales de rosas me parecían princesas
encantadas; los tornasoles, sacerdotes re- sentándome las magnificencias de aquella
do impaciente su visita: ejecuté al piano gran ciudad desconocida, cuya Giralda
una melodía de Schubert, cerré herméti- Las imágenes que conservo de aque- vestidos de hábito talar, y las dalias vír-
llos tiempos son incompletas: recuerdo genes, polacas con papalinas rojas...» Las surgía gallarda bajo el cielo azul, sobre
camente las ventanas, corrí los cortina- una línea ondulante de blancos tejados.
jes y f u i encendiendo paulatinamente las vagamente el aspecto de mi casa, con su flores eran amigas mías, sólo ellas cono-
luces de la alcoba; luego me desnudé, salón rodeado de viejos muebles y presi- cían mis pequeñas cuitas, recibiendo las Por fin, mi padre, que logró hacer ne-
mostrando por entre los negros encajes dido por una Virgen metida en un fanal; revelaciones que yo las confiaba á media gocios de cuantía por las ferias de Car-
de mi bata las blancuras lapidarias del y la cocina, grande y obscura, bajo cuya voz; luego me aconsejaban y yo parecía mona y Mairena, pudo reunir algún di-
seno... ancha campana se reunían todas las no- libar sus palabras acercando á sus cálices nero y enviarme á Sevilla.
Cuando se marchó eran las cuatro; ches el aparcero, su mujer y sus cuatro perfumados mis labios rojos. También Mi tía Rosario era una pobre mujer,
¿dónde ir á esa hora?... Ordenó á Fabián hijos, que volvían del campo con la cara adoraba mis ojos y mis pies, sobre todo deformada y embrutecida por los partos
que despidiese el coche y me puse á es- y los brazos renegridos por el sol, y la mis pies, que lavaba con agua de Colo- y la crianza de seis hijos, todos varones
cribir: Totó, acurrucado sóbrela mesa, hoz ó el rastrillo en la mano: después nia... P o r las tardes, cansada de cazar y mayores que yo: su marido, aunque
cerca del tintero, observa el nervioso ga- llegaba mi padre haciendo sonar contra grillos y de correr bajo el sol de la era, siempre fué trabajador y bueno, se había
rabateo de mi pluma; y observa atenta- el suelo sus espuelas de plata, y se sen- volvía á mi casa y era taladrante y dul- entregado á la bebida desde que perdió
mente, como acechando el momento en taba á la derecha del hogar lanzando un císima la emoción de frescura y de paz una niña de mi edad, en quien adoraba,
que deslice su nombre en mis «Memo- suspiro de gigante cansado: luego cogía que experimentaba al penetrar en la am- y raros eran los días en que no se embo-
rias»... á mi hermana, sentándola en sus rodillas, plia cocina donde mis padres y mi her- rrachaba: afortunadamente, su embria-
permaneciendo inmóvil, absorto ante los manita Milagro me esperaban; era una guez era mansa, dándole por enternecer-
Nací cerca de Sevilla, en un puebleci- leños que ardían: nadie hablaba sin per- impresión que recuerdo vagamente y que se y lagrimear por todo. Entretanto, la
to situado á la derecha mano de la carre- miso suyo; yo misma no me atrevía á más tarde, á pesar de haber vivido en miseria asolaba aquel hogar, y aunque la
tera que conduce desde la capital á l a s desplegar los labios, y aun me parece hoteles lindísimos, no he vuelto á sentir. pobre Rosario, llena de valor, trabajaba
ruinas de Itálica, y tan cerca del Guadal- ver su enérgico perfil recortándose sobre A l verme, mi padre fruncía el entrecejo heroicamente, los modestos beneficios de
quivir, que algunas de sus casas se retra- el m u r o - con un gesto amenazador en él habitual, la esterería no bastaban á calmar la sed
tan tembleteando sobre el movedizo cris- aunque estuviese de buen temple; me de mi tío Francisco, borracho y llorón,
tal del río. A mi padre le llamaban don Como m i padre no tenia tiempo para
áamente cuantos pude haber a mano. ¡Que hacía soñar, ni las alquerías blanqueando
Mi llegada fué para aquella desventu- pequeña, más pequeña que antes; las flo- hechizo!... Las novelas hablaban de pasio- sobre el verde tapete de los campos, ni el
rada familia como salutífera lluvia de res no i- decían nada, m i corazón sufrió nes que la conciencia comenzaba á colum- lejano horizonte formando una línea in-
oro, y las setenta y cinco pesetas que mi el desamparo de los campos; un silencio brar vagamente; la historia me enseño cierta como las pintadas por los mucha-
padre pagaba mensualinente por mi hos- siniestro gravitaba Sobre las calles polvo- que la humanidad es m u y vieja, e incon- chos con un carbón á lo largo de las pa-
pedaje y manutención, copiosa fuente de rientas, con sus pobrísimas viviendas table el número de sus crímenes, y la redes... nada bastó á suscitar en mí emo-
prosperidades y bienandanzas. Desde el herméticamente cerradas, reverberando geografía abrió á mi imaginación las in- ciones poéticas; y era que mi espíritu
primer momento, quedé instalada en la al sol: las chiquillas que antes corretea- mensidades sin dique del espacio. Una de niña había muerto y el mundo me
mejor habitación de la eaáa: un gabins- ban conmigo por la carretera al encuen- serenidad de juicio, impropia de mis po- cautivaba ya, como atraen desde lejos los
tito con una ventana enrejada abierta tro de la diligencia, cohibidas por m i s cos años, me permitía apreciar el alcance grandes p l a n e t a s -
sobre la vieja plaza del Pozo Saiito. A la trajecillos nuevos, me miraban desde le- de tantas y tan diversas lecturas: con los De vuelta en Sevilla, supe por Rosario
mañana siguiente, Rosario me acompañó jos con recelo y respeto, como á señorita novelistas modernos descendí al íondo las largas ilusiones que su hermano te-
al colegio, situado en la calle Viriato, á quien ya no podían tutear, y como yo del espíritu, acompañándoles en sus di- nía puestas en mí. _
tortuosa y callada como uñ callejón mo- no hice nada por atraerlas, continuaron fíciles elucubraciones y pareciendome —Tu padre—dijo—te destina á señori-
risco. Entonces tenía yo diez años. alejándose, con lo que su pequeñeZ y mi siempre que mucho les quedaba inadver- ta: quiere que aprendas á tocar el piano
orgullosa tiesura crecieron; mi madre tido y que yo hubiese podido decir algo y á parlar francés.
Al verme en los bancos de la esouela empleaba conmigo deferencias á que yo
codeándome con niñas mucho menores más; con los historiadores evoqué lo pa- Aquello acabó de trastornarme; me vi
no estaba acostumbrada, y hasta mi pa- sado, llegando al corazón de India con encumbrada, triunfando en el teatro ó
que yo, sentí la vergüenza de mi igno- dre, á despecho de su natural brusco y
rancia y me dediqué al estudio con pro- Alejandro y estremeciéndome de gozo viajando por Europa casada con un mi-
bastóte, me dedicaba miramientos y fine- cuando la pitonisa de Delfos, empujada llonario...; no sé qué diabólico espejismo
vechoso frenesí: tres días me bastaron zas que jamás usó ni aun con su misma
para conocer las letras, otros tres para violentamente hacia el trípode sagrado pasó ante mis ojos ni qué disparatadas
mujer. Indudablemente, yo era un ser ex- por el vencedor de Darío, exclamó, ¡ella, ambiciones me asaltaron, pero desde lue-
unirlas; á la semana siguiente y a forma- traordinario, nacido allí milagrosamente
ba palabras, comprendiendo los sencillos que simbolizaba el Destino!... <¡Hijo mío, go codicié un porvenir enteramente dis-
y á quien su familia respetaba, recono- nada puede resistirte!...»; y triunfé con tinto al que, por mi condición humilde y
conceptos en ellas expresados, y pocos ciéndole de superior estirpe. Me hablaban
meses después mis padres recibían una César en Farsalia, y asistí en Waterloo al extremada pobreza, debía aspirar.
de todo, concediéndome beligerancia para primer paso definitivo dado por la raza Nada diré de los dos monótonos años
carta escrita de mi puño y letra, que les emitir mi opinión, aun acerca de lo más
llenó de orgullo y ufanía y que hicieron latina hacia su ocaso: y por los geógrafos que siguieron á lo que bien puedo llamai
reservado y difícil. Una tarde, mi buena conocí la mecánica de los mundos y la descubrimiento ó revelación de mi des-
correr de mano en mano por todo el madre estuvo enseñándome cuantos re-
pueblo. fuerza que mantiene esos globos res- tino: baste saber que trabajé mucho,
cuerdos conservaba de mí: el primer ba- plandecientes sobre la inmensidad del aprendiendo el francés en poco tiempo 5
Las distinciones que mis profesores me bero, él primer gorrito, los primeros Ves-
dispensaban, las maternales solicitudes que los «Seis estudios» de Liszt, no me
tidos. los primeros zapatitos sin tacón y negro vacío— . asustaban. De mis codiciosos proyectos
de Rosario, que avergonzaba á mis pri= gastados por la ptinta; yo lo exaininába Mientras el espíritu iba desenvolvien- hablaba alguna vez que otra con mi tía.
mos presentándome á ellos cómo espejo todo atenta, como m u j e r hecha que va do sus extraordinarias cualidades de ási- aunque de modo vago, temiendo la pare-
de aplicación, intachable conducta y lim- acostumbrándose á poner cierta distancia milación, mis manos trabajaban f ú t i l - ciesen excesivos; y más claramente con
pieza; las ternuras de mi buen tío Fran- entre los diversos momentos de la vida. ^ mente por acostumbrarse al manejo del mi amiguita Gabriela Izquierdo, una
cisco, cuyas borracheras le hacían ver. Terminadas las vacaciones regresé á bastidor y de la aguja: para estas delica- trianera muy linda y m u y buena, lnja_de
sin duda, ciertas semejanzas entre yo y Sevilla, donde á los rápidos triunfos ob- das labores de mi sexo, me faltaban la un boticario que vivía á la entrada del
su hija muerta, y el respetuoso cariño tenidos el curso anterior, añadí otros m u y paciencia y la vista; me pinchaba los de- Puente. Gabriela, aunque de tempera-
con que mis padres me trataban, contri- señalados. Es por todo extremo curioso y dos. creía con los hombres que ésos que- mento sentimental, era, como yo, ambi-
buyeron á fortificar la honrada orienta- digno de obsérvación esa revolución ó haceres femeninos son pasatiempos pro- ciosa y visionaria, y hubiera dado risa y
ción de mi espíritu. trastorno psicológico en v i r t u d del cual pios de niñas ó de mujeres inferiores, y pena conocer los disparatados elementos
Aquel verano regresó al pueblo, donde suele obscurecerse con la edad el pen- eS porque mi almita, aunque pequeña, que apercibíamos para levantar nuestra
debía descansar desde el quince de Julio samiento de los niños precoces y cobrar era de macho. juventud naciente. De tarde en tarde iba
al día primero de Septiempre, en que las luz y brío maravillosos las facultades de Aquel verano mi pueblo me pareció á mi pueblo, á donde nada, que _ no fuese
clases se reanudaban. los que parecían tontos ó alocados. A esto más insoportable que otras veces, con el cariño á mis padres, me atraía, y en el
¡Y qué triste me pareció todo!... achaco el crecimiento rapidísimo que mi sus calles sin empedrar y cubiertas de cual llegué á reconocerme completamen-
Los ocho ó nueve meses vividos en Se- inteligencia obtuvo tras su largo desper- polvo, y sus palmeras, cabeceando des- te aislada y forastera.
villa habían bastado para Variar mi ca- tad. La fiebre de saber que perdió á Faus- mayadamente sobre los bardales de las
rácter y mis gustos completamente: mi to, me dominaba; los libros ejercían sobre huertas: ni los cloqueos de las gallinas A los catorce años yó era casi tan alia
casa, con su salón presidido por la Vir- mí la atracción fascinadora que poco an- qUe mi madre criaba en el corral, ni el como ahora y tenia una voluntad varonil
gen, metida en un fanal, y su amplia co- tes me inspiraron los juguetes, y l e í á v i - murmullo de la fuente que antaño me y ojos y morbideces que llamaban la
cina de campaña, me pareció miserable y
atención. Comenzaba Septiembre. Una festación rudimentaria, vulgar y corrien- cilación fué, seguramente, lo que me per- aquí; si quieres seguirme, ven; iremos á
tarde, volviendo del colegio con Rosario, te, de ese instinto cruel. dió, empujándome hacia estos mares, no Madrid, allí nos casaremos. T e doy cua-
notó que un militar, moreno y apuesto, Pasaron los días y llegó el mes de Oc- discutiré si buenos ó malos, por donde renta y ocho horas para pensarlo.
vestido con el brillante uniforme de los tubre, con sus noches claras y tibias, que hoy navego. Se marchó dejándome sumida en un
húsares, nos seguía: al andai-, sus espue- dejaban mi reja perdida en sombras. Pero Rosario era buena, y al fin su pri- abismo de vacilaciones y espantosas an-
las vibraban rítmicamente sobre el em- Aquellas entrevistas las aprovechaba Ol- mera resolución y su instinto natural- gustias: terminado el plazo, Eduardo Ol-
baldosado de la calle desierta. medo hábilmente, describiendo un por- mente honrado, prevalecieron sobre los medo volvió: al verle comencé á temblar;
—Ese viene por ti—dijo mi tía. venir cuajado de placeres, divertimientos motivos egoístas que hasta allí la habían era seductor, fascinante, irresistible como
Sentí que mis mejillas se arrebolaban y viajes á remotos países; y como el mi- contenido, y sin otros ambages que los Alejandro, arrancando por la fuerza un
y que algo vivo, con vida independiente serable advertía la irrisistible fascinación pobrísimos que su tacaño entendimiento aplauso al Destino.
de la mía, me rebrincaba dentro del pe- que tales conversaciones ejercían en mí, la sugiriese, informó á su hermano de —¿Qué hay?—preguntó.
cho. A l entrar en mi casa volví rápida- abusaba de ellas, asegurando que los as- cuanto pasaba. La escena entre mi padre No tuve fuerzas para defenderme con-
mente la cabeza, queriendo dar á mi cor- censos en su carrera no le importaban, y yo fué borrascosa, y considerando inú- t r a el hechizo sobrehumano de aquella
tejador una esperanza... y él sonrió. A la pues no tenía familia y sus rentas basta- tiles cuantas marrullerías empleé para voz que temía no volver á escuchar.
mañana siguiente, estando en el colegio, ban cumplidamente á sufragar aquellos seducirle y atraerle á mi causa, rompí á —Lo que quieras—repuse.
recibí una carta suya, declarándose ena- caprichos. Yo le escuchaba absorta, sus- llorar, él se mantuvo inflexible, dijo que —¿Puedes salir?
morado de mí y resuelto á casarse tan pensa de sus labios, viendo en él uno de yo era todavía demasiado niña para unir —Sí.
pronto como yo tuviese de ello voluntad; esos héroes novelescos que juzgan llana mi suerte á la de ningún hombre, que él —Pues... no lo pienses más. Vámonos.
al otro día recibí una segunda carta, pi- y hacedera la empresa más difícil, y á necesitaba disfrutar algunos años de mi Sus ojos ardían en la sombra como
diéndome una cita, favor que yo no tuve quienes las groseras vulgaridades de la compañía antes de elegirme dueño, y que brasas.
valor de negarle... vida no px-eocupan. estaba resuelto á volverme al pueblo ó á —¿Cómo?—exclamó;—¿así, sin otro
Aunque yo abría las hojas de mi ven- meterme en un convento, si me atrevía á equipaje que lo puesto?
Se llamaba Eduardo Olmedo, y puedo insurreccionarme contra su autoridad.
asegurar, ahora que conozco m u y de cer- tana con silencio y Eduardo iba á verme —¿Para qué más?..
mucho después de cerrados los portales, Yo, sabiéndole capaz de llegar con la No contesté; estaba loca. A la noche
ca á los hombres, que aquél sumaba mano adonde ponía la intención, preferí
cuentas seducciones debe reunir el más no tardó mi tía en descubrirnos: al prin- siguiente Olmedo y yo salíamos hacia
cipio no pifso mala cara, pero viendo que callar. Al día siguiente, mi padre averi- Madrid por la vieja estación de Córdoba.
temible Napoleón de voluntades: belleza guó, no sé cómo, dónde vivía Olmedo y
física, imaginación pintoresca y ardiente, yo no conocía de mi novio otras intimi- Hice mal, lo comprendo; pero también
dades que los inocentes pormenores que habló con él. Eduardo, que era taimado y creo que, más que censuras, merezco dis-
verbo fácil, pasión en el gesto y esa voz conoció desde las primeras palabras el
opaca que tan poderosa dulzura presta á él quiso confiarme, empezó á dudar, ha- culpas y perdón. He rodado por el fango;
llándome demasiado niña y sin sazón temple del individuo con quien tenia que no importa: las mujeres no caeríamos
los juramentos: me adoraba, me lo decía habérselas, mostróse razonable y conci-
balbuceando, las manos trémulas, la voz para un hombre que parecía sobradamen- nunca tan bajo si los hombres traidores
te ducho y curtido. A l ver que Rosario liador, recibió á mi padre amablemente, no nos empujasen m u y f u e r t e -
velada por un suspiro... A una mujer ex- reconoció con él mi extremada juventud
perta, la hubiese convencido; á mí, soña- se negaba á protegerme, rechacé su auto-
ridad; ella, entonces, me amenazó con de- y cuán justos eran sus deseos de retener- Sí* Octubre.
dora inocente, me volvió loca... á la no- me á su lado algunos años más, y conclu-
cho siguiente, y a nos tuteábamos; cua- círselo todo á mi padre, pero aquella con- Han pasado catorce años desde aquella
minación, lejos de arredrarme, me suble- yó prometiendo renunciar á mí. Yo, que noche que abrió en mi memoria surco
renta y ocho horas después, yo, fuera de conozco bien la índole hidalga de mi pa-
mí, asomaba el rostro por entre dos ba- vó más aún, sugiriéndome una protesta hondo y terrible. A l principio tuve mie-
violentísima que descubría cuán honda dre, estoy cierta de que, al separarse de do de que nos sorprendiesen. Eduardo
rrotes de la reja, recibiendo sobre los la- Olmedo, iba pesaroso de haberle tratado
bios los primeros besos. Recuerdo que, era ya la malhadada pasión que me ani- también parecía preocupado, aunque ha-
maba. Después de aquel tropiezo hubo con excesiva d u r e z a - cia esfuerzos continuos para serenarse y
luego de besarme, enloquecido por la
presa que codiciaba ardientemente, me varios días de calma, durante los cuales Aquella misma noche, según costum- no aumentar mis inquietudes. Ibamos so-
mordió los labios. Rosario pareció olvidarse de mí. Luego bre, Eduardo f u é á verme. los en un coche que luego supe era de
—¡Me has lastimado!—dije. supe que esta tregua ó armisticio lo apro- —Vengo á despedirme de ti—dijo alar- primera clase: yo, que ignoraba lo que
Eduardo se echó á reir. vechó para discutir con su marido lo que gándome la mano; una mano trémula y fuese un vagón, paseaba de un lado á
—¿Por qué haces eso?—añadí ofen- debían hacer, sosteniendo ella que mis fría. otro la mirada interrogadora de mis ojos
dida. amores implicaban para todos un grave Me sentí morir. maravillados; todo parecía admirable á
—Porque me gustas... peligro; pero el tío Francisco, borracho y —¿Qué dices?—murmuré apretando los m i candidez: la lucecilla de aceite que
Contestó ingenuamente; luego he sabi- pusilánime votó en contra, temiendo que dientes para contener un grito. ardía parpadeando en un globo de cristal;
do que mi pregunta no tenía otra contes- mi padre me llevase consigo y perder la — T u padre—repuso—se opone á nues- las paredes y los asientos acolchonados,
tación: todos los hombres vigorosos son pensión de que venían disfrutando; mi tras relaciones y es imposible que siga- con brazos movibles que permitían tro-
algo sadistas, y el mordisco es la mani- tía vaciló y dióse por conforme, y su va- mos viéndonos. Mañana mismo h u y o de car en lecho reparador de fuerzas el mu-^
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« a * * * ' -
Uido diván; las redes destinadas á la co- imposible, á pesar de mis lecturas, que
locación de equipajes; las cortinillas blan-el mundo fuese tan grande y que para
cas resbalando sobre cordones de seda... atravesar España, aquel pedaeito de tie-
Cuando el tren salía de agujas, comenza- rra que aparece en las cartas geográficas
ron á alarmarme los estremecimientos del pintado de amarillo, se necesitasen tantas
coche y aquella velocidad siempre cre- horas. Me levanté queriendo abismar mis
ciente. Olmedo me contemplaba sonrien- miradas en el raudo desfile de los cam-
do; en su rostro cetrino de moro, sus ojos pos; Olmedo se levantó también y sus
y sus dientes brillaban. Abrí una venta- brazos rodearon mi cintura; sobre- mi es-
palda latía presuroso su corazón; sus la-
nilla. y quise asomarme, mas t u v e que re-
troceder asustada por la feroz ventolera bios' rozaban mi nuca, produciéndome
que el tren levantaba; bajo la dudosa luz estremecimientos incomprensibles de ca-
cernida de las estrellas veía pasar peque- lor y de frío.
ñas estaciones con ventanas iluminadas, —¿Me quieres?—preguntó.
casitas blanqueando aliá iejos, en la ex- No respondí; estaba suspensa: en mi
tensión sombría de los recuestos, árboles alma, trastornada por un aluvión de emo-
sembrados en las laderas do cerros que ciones nuevas, batallaban sordamente mi
repentinamente parecían deshacerse, tro- cariño al ayer y la emoción del descono-
cándose en valles ó en cuencas profundas ciclo porvenir que iba acercándose: era
Síbre las cuales la locomotora dejaba flo- una inquietud física y moral á la vez,
tando jirones filamentosos de blanco hu- que oprimía la garganta y pesaba sobre
mo. Miré á Eduardo. ..el estómago: poco antes todo me sonreía;
amiguitas, familia, profesores; todos eran
—Esto—dije—corre más que la dili- á defenderme y ensalzarme, y, aunque no
gencia, fuese completamente feliz, sentía el ale- —Sí—repuse, procurando dar firmeza á mi voz::—he llamado; traiga usted una luz. (Pág. Í9)
—Infinitamente más. ore reposo de los mansos que viven al Sus palabras me despertaron: entonces marada, que nada podía intentar contra
—¿Y no se cansa la máquina? amparo de la ley; mientras que desde yo desconocía lo que más tarde la expe- mí. Por eso sus palabras insinuantes, sus
—Ño. mientras haya carbón. aquel momento todo comenzaba á ser riencia me demostró harto bien; y es que caricias, me llenaron de espanto.
E i candor infantil de mis preguntas- para mi incertidumbre y lucha: padeeía, el egoísmo rige las conciencias y gobier- —Déjame—balbuceé,—déjame...
debia de espolear su lujuria de lobo vie- pues, el aturdimiento del que pasa brus- na el mundo, que nadie se mueve sin es- —¿Por qué?...
jo, porque la risa parecía haberse crista- camente de la luz á la sombra, del silen- peranzas de cobrar ventajosamente las Me había obligado á sentarme, perma-
lizado en sus labios inmóviles, y los ojos cio que provoca el ensueño al estrépito molestias que á su pereza proporciona neciendo en pie delante de mí, con una
se abrillantaron. De pronto se abrió la ensordecedor de la batalla. Recordé á mi aquella acción, y que, según esta ley tan rodilla sobre el asiento, y cogiéndome
portezuela del lado opuesto al que yo tía, luego á mis padres... '¡Cuánto habrán humana, Olmedo no hubiera asumido la por los hombros, me empujaba suave-
ocupaba y apareció el revisor, que exa- llorado!...» murmuré. Luego la voz ma- grave responsabilidad de robarme sin la mente hacia atrás con delicadezas espan-
minó y picó nuestros billetes: luego de- rrullera de la juventud fué echando so- ilusión de hallar én el goce inmediato de tosas de verdugo bien educado.
sapareció hundiéndose en la sombra; vi bre el remordimiento el sedante de la mi cuerpo premio cumplido á su hazaña: —Déj ame—repetí.
su gorra galoneada bajar, ocultándose ilusión. «Pero ahora es de noohe—pensó mi niñez vivía completamente ajena á —Te quiero.
tras la portezuela que se cerraba; lancé —y estarán durmiendo; ahora no su- tales miserias; los besos del seductor no —Yo, también.
un pequeño grito. fren»... habían despertado jamás en mí la menor —Te idolatro...
—¿Se caerá?—dije. emoción voluptuosa; le quería espiritual- —Sí, pero... más adelante... en Madrid...
Olmedo me tranquilizó con un movi- Olmedo interrumpió mi soliloquio,
mente, como imagino que debe ser el cuando estemos casados...
miento negativo de cabeza y vino á sen- murmurando: verdadero cariño, aunque nadie me haya Hablaba maquinalmente, prometiendo
tarse á mi lado, cogiéndome la cabeza —Ven. querido así, y si me dejaba besar de él
Cogió mi barbilla, inclinándome la ca- algo que no comprendía aún.
entre sus manos y besándome largamente era porque la superior clarividencia que -—Entonces también—contestó derri-
sobre las sienes. Pregunté: beza hacia atrás; procuró en vano des- el Destino otorgó á las mujeres inteligen-
asirme; la presión de sus brazos era tan bándome;—ahora y entonces... siempre, á
—¿Cuándo llegamos á Madrid? tes me decía que, sin el poderoso cebo de todas horas... ¡Si la eternidad, con no tener
—Mañana temprano. vigorosa, que bajo ellos mi pobre cuerpo aquellas concesiones, Olmedo me hubiera medida, la estimo pequeña para amarte...!
—¿Y el tren seguirá corriendo siempre vacilaba. abandonado. Viéndome á solas con él, no F u i suya una vez... muchas... siempre
—-¿No te acuerdas?-—prosiguió.-^Estás pensé que era novio mío, sino un amigo,
con esta velocidad? sola conmigo... ¡por fin!... ¡Hacía tanto que quiso, sin que mi cuerpo, magullado,
—-Siempre. una especie de hermano mayor ó de ca- rendido á la vergüenza y al sueño, pen-
Volvía á sentirme niña, encontrando tiempo que deseaba tenerte así!...
MEMOBIAS.—3
brincando hacia adelante, rompiéndolo
tado: le llamé; nadie respondió: en las todo; y ganas de morir allí misino, llo-
sara en defenderse; y él no me dejaba, ni biendo empujones y codazos, con la vista profundidades de la casa resonaban rui- rando de bruces contra el suelo. Pero in-
daba tregua á su amorosa fiebre, cual si fija en el suelo, bamboleándome sobre dos de voces y de platos.—«Estará co- mediatamente mi esperanza se rehizo, so-
previendo que habíamos de separarnos mis piernas débiles: algunas mujeres me miendo»—pensé. Levantóme y fui á apo- focando á la duda. ¡No, yo no estaba sola;
muy pronto, quisiera sentir de una vez miraban curiosamente, atraídas por mi yar la frente sobre los cristales de. la era imposible que Olmedo me hubiese
la hartura de todos mis encantos. juventud y la pobreza de mi traje: des-
ventana. Continuaba lloviendo; del cielo abandonado!... Y, á pesar de mi inocen-
Hubo momentos en que, extrañando pués mi vergüenza y confusión crecieron plomizo se destacaba la mole sombría de cia, contuve mi dolor, temiendo que la
mi pasividad, preguntó alarmado: al advertir que llevaba la falda rota y
los cabellos en completo desorden. una iglesia que luego supe era la de San sirviente hubiese penetrado más de lo
—¿Qué tienes?... ¿Te sientes mal?... Luis; por la calle discurría una masa mo- justo en mi conciencia.
Se levantó descorriendo la cortinilla Al fin Eduardo y yo nos reunimos en vediza y obscura de paraguas abiertos.
azul que cubría la luz. Yo entreabrí los un coche á cuyo conductor dió mi aman- Mi soledad y las tinieblas que envolvían —Llame usted al amo—dije para cor-
párpados que el cansancio y las lágrimas te el número de cierta casa de huéspedes la habitación me asustaron, y no sabien- t a r la conversación.
iban hinchando. que él conocía en la calle Montera. Ol- do á quién llamar, oprimí un timbre. A Yí reaparecer al simpático viejecillo
—No—murmuré;—estoy bien... medo, que parecía preocupado, me mira- la presión de mi dedo respondió, desde que horas antes me recibió, con su barba
Por su frente el sudor corría copiosa- ba con ojos tristísimos, como quien se muy lejos, una vibración metálica soste- blanca y sus ojos bondadosos que inspi-
mente en hilillos plateados. Entonces despide de algo m u y agradable; sin duda nida y aguda; transcurrió medio minuto; raban confianza. También don Cleto, que
volvió á abrazarme, besándome, palpán- aquella noche, que fué para mí de cruel una criada se presentó. así se llamaba el hospedero, parecía mi-
dome, sin saciarse nunca: me poseyó sen- martirio, le había parecido demasiado —¿Llama la señora? rarme con ojos apiadados. A mis pregun-
tándome en sus rodillas, sobre el asiento, corta. —Sí—repuse procurando dar firmeza tas contestó categóricamente, pero con
de pie, empujándome contra las ventani- —¿Qué tienes?—le pregunté emocio- á mi voz;—he llamado; traiga usted una voz suave, como esos ancianos médicos
llas, como queriendo lanzarme de cabeza nada. luz. que acarician á los niños mientras les
hacia aquellos abismos sin fin que pasa- —Nada, cansancio; ganas de dormir. Saludó y se fué, deslizándose callada- operan. Por él supe que Eduardo Olme-
ban bajo los estribos del tren: yo, presa Yo también me caía de sueño y cerró mente sobre el suelo alfombrado: después do, á quien don Cleto sólo de vista cono-
del vértigo, me abandonaba inerte. los párpados, apoyando la cabeza en un cía, se había marchado, tan pronto como
reapareció, trayendo una vela en una pal- me vió dormida, llevándose su maleta.
F u é una noche terrible que ha dejado ángulo del coche. matoria de bronce.
en mi memoria la impresión borrosa de E n la casa de huéspedes nos recibió un —Yo—agregó el hospedero,—como sa-
—¿A qué hora se cena aquí?—pre- bía que usted quedaba aquí, nada le dije.
esas horas monstruosas que forja el pin- viejecillo barbiblanco y simpático á quien gunté.
cel quimerista de la calentura. Olmedo me presentó como esposa suya, —A las ocho; ahora, precisamente, la Luego agregó:
Eran las diez de la mañana cuando lle- y que nos condujo á un gabinete con al- mayor parte de los huéspedes están ce-
—¿Tiene usted dinero?
gamos á Madrid; yo temblaba de frío y coba donde había dos lechos. Al llegar nando.
—No, señor.
de rubor bajo mi trajecillo de percal; noté que Eduardo dejaba su maleta en el Iba á interrogarle por Eduardo y me
—¿Y ropa?
llovía; el vaho de nuestras respiraciones recibimiento; fué un detalle cuya alevosa callé contenida por no sé qué inexplica-
—Tampoco...
y las gotas de lluvia habían empañado importancia no comprendí hasta después. ble presentimiento. Ella dijo:
Iba á seguir interrogándome, pero se
los cristales de las ventanillas. La má- Cuando el hospedero se marchó preguntó —¿Es usted andaluza, señora?
contuvo, vacilante. Estábamos de pie, en
quina entró en agujas y momentos des- á Olmedo: —Sí.
medio del gabinete mal alumbrado por
pués se detenía bajo la elevadísima bóve- —¿No te acuestas? la vela que ardía sobre una cómoda. Yo
—En seguida, pero a#tes voy á escribir —¿De Córdoba, tal vez? temblaba, sintiendo que no tenía derecho
da de la estación. TJn mozo abrió la por- —No, de Sevilla.
tezuela ofreciéndose á llevar nuestro una carta. á estar allí, y que el suelo y las paredes
equipaje; tras él vi varios hombres y mu- —¡Ah! Yo en Córdoba tengo un her- y los muebles de aquella habitación mer-
Me arrojé vestida sobre una de las ca-
jeres que nos inspeccionaban con ojos mas y le sentí ir y venir por el gabinete mano... cenaria que no había pagado, me despe-
penetrantes que luego miraban á otra buscando algo; luego sentarse. Iba á pre- Me miraba de un modo extraño, con dían. Todo oscilaba á mi alrededor. Don
parte, buscando, sin duda, algún viajero guntarle cómo viviendo sólo y teniendo mirada compasiva, irritante. La ausencia Cleto, animado por mi inferioridad, aven-
que no había llegado. Olmedo cogió su casa propia, me había llevado á una de de Olmedo volvió á preocuparme. turó algunos preguntas.
maleta y saltó al andén, dándome luego huéspedes; pero el sueño me paralizaba —¿Y el señor que vino esta mañana —¿Qué edad tiene usted?
la mano para ayudarme á bajar. el entendimiento y la lengua, y me que- conmigo,—dije;—está comiendo? —Voy á cumplir quince años.
—No, señora. Ese caballero salió de
—Aunque nadie sabe que llego hoy— dé dormida. aquí m u y temprano; creo que no volve- —¿Hace mucho que conoce usted á ese
dijo—puede haber aquí alguien que me Dormí todo e l día, más de ocho horas; señor... Olmedo...?
cuando me desperté y a era de noche; por rá... me parece que se llevó su equipaje... —Poco más de un mes.
conozca. Sigúeme. ¡Cómo recuerdo aquel horrible momen-
Obedecí, reconociéndome enteramente la ventana del gabinete penetraba el ro- to!... La visión confusa y siniestra de Aquellas dos respuestas, llenas de fran-
perdida y á merced suya: era mi guía, jizo resplandor de los faroles: la cama cuanto iba á sucederme pasó ante mis queza, eran una historia.
m i arrimo, mi sol... Atravesó la multitud frontera á la mía estaba intacta, por don- ojos; sentí frío, calor, deseos de morder, —Vamos... sí... comprendo—exclamó
de viajeros que obstruía el andén, reci- de colegí que Eduardo no se había acos-
más difícil por hacer: buscar la barbería,
derecha otra vez... siempre á la d e r e c h a -
don Cleto;—esa caballero la ha engaña- té. La seguridad de que m u y pronto iba Continué m i camino acobardada al ver- presentarme, explicar mi desgracia, con-
do, sacándola de su casa, prometiendo ca- a tener una amiga confortaba mi ánimo: me tan sola y con tanto frío, vagando al mover el corazón de los desconocidos que
sarse con usted... ¡El lance no es nuevo!... además, abrigaba el secreto presentimien- acaso por las calles, obscuras, angostas y me recibiesen.... ,
La indiferencia con que estas palabras to de que Eduardo Olmedo volvería... tortuosas, como intestinos retorcidos de Avancé leyendo cuantos rotulos había
fueron pronunciadas, arrancaron á mis No obstante estas ilusiones, pasé una ma- un pueblo inmenso. Eran las nueve de la sobre las puertas de las tiendas, mientras
pobres ojos copioso llanto. Preguntóme lísima noche y varias veces desperté llo- mañana; las porteras sacudían los zagua- bajaba la pendiente que forma la calle en
don Cleto si yo conocía en Madrid á al- rando, parecíéndome que alguien rae nes, los dependientes de comercio limpia- su segunda mitad, desde la plaza del Con-
guien, y como mi contestación fuese ne- ahogaba, poniéndome una mano sobre el ban con un trapo húmedo el cristal de de de Toreno á la de Leganitos. Aquello
gativa,'dijo que lo mejor que podía ha- corazón. , los escaparates; ante las tiendas recien era interminable: un instante t u v e la idea
cer era escribir á mi familia, mostrándo- Al día siguiente madrugué, arregió abiertas flotaba el aire malsano de las ha- de retroceder: yo estaba loca ó soñando;
me arrepentida de lo hecho y rogando mis cabellos l o mejor que supe, recosí mi bitaciones que estuvieron muchas horas el paso que intentaba era ridículo; Olme-
viniesen á buscarme. falda y después de informarme vagamen- cerradas. Volví á perderme; había dejado do me quería, acaso estuviese esperándo-
me... y me palpé, asegurándome de ser
—Los padres — concluyó bonachona- te por don Cleto del rumbo que debía se- atrás varias esquinas y no recordaba por
yo, efectivamente, quien así hablaba...
mente el hospedero,—perdonan siempre. guir para llegar á la calle de Reyes, salí cuál de ellas debí doblar; entonces mte-
Pero me rehice y seguí adelante. A la de-
de la casa. Bajó la escalera lentamente, rroo-uó á dos individuos que pasaban, los
Pero la idea de aquella humillación tiritando bajo mi vestidillo de percal, recha, pasada una casa de préstamos, ha-
sublevó cuantas energías quedaban en mi arrugado y sucio; en el zaguán tropece cuales, advirtiendo mi acento provincia-
no, lejos de responder á mi pregunta co- bía una barbería económica, con su puer-
alma, descubriéndome tesoros de valor con dos jóvenes; parecían estudiantes: ta de cristales cubierta por cortinilla
que me reanimaron, secando mis lágri- uno de ellos me dijo que tenía los ojos menzaron á embromarme, ridiculizando
mi vestido y haciéndome proposiciones blancas y dos bacías de bronce que el
mas. m u y bonitos; el otro me pellizcó en un viento columpiaba al extremo de dos ba-
—¡Nunca!—dije;—antes que implorar brazo. Ya en la calle, eché hacia la dere- indecorosas. Proseguí mi camino rápida-
mente, huyendo el contacto de aquella rillas metálicas. Sobre los cristales del
la protección de aquellos que ultrajé, cha, subiendo la cuesta; no llovía, pero el modestísimo establecimiento una mano
prefiero sucumbir. Si necesita usted esta suelo estaba cubierto de un barro que se multitud obscena y soez que deprime á
los débiles, y sintiendo el vacío terrible, inhábil había escrito en letras rojas: «Se
habitación, me iré inmediatamente, por adhería á los pies; del cielo plomizo se afeita ó corta el pelo á quince céntimos.
ahí, á cualquier parte; si, por el contra- destacaban las casas con sus negros ale- siempre creciente, de mi aislamiento y
oquedad. Una mujer que vendía café y Se extraen muelas y raigones. Se aplican
rio, quiere usted darme hospitalidad has- ros desiguales y sus fachadas de cuatro sanguijuelas.»
ta mañana y algo de comer, habrá usted y cinco pjsos acribilladas de balcones in- oñuelos, me orientó.
hecho una caridad que no olvidaré nunca. contables; en el aire flotaba una niebla —Siga usted por ahí—me dijo;—des- Indudablemente, era allí. Pero, ¿y si
pués, á la derecha... luego, vuelva usted me equivocaba?
Estaba dispuesta á morir. Don Cleto, densa, especie de llovizna finísima que á preguntar.
condolido de mi desamparo, me aseguró humedecía mis cabellos. A mi lado pasa- Aun sufrí otros tormentos de vacila-
que podía vivir allí los días que quisiese ban mujeres plebeyas y hombres mal Asi, yendo de unos en otros y habien- ción; luego, bruscamente, cogí el pica-
y que estaba dispuesto á favorecerme en vestidos que murmuraban á mi oído pi- do servido de diversión á varios chuscos porte, empujó la puerta y entré en la
cuanto pudiera. Luego se f u é para decir ropos groseros; yo caminaba como una que me indicaron direcciones contrarias barbería: era una habitación entarimada,
que me sirviesen de cenar. inconsciente, admirando el aspecto abi- á la que necesitaba seguir, llegué, por fin, con dos sillones de rejilla colocados ante
Comí maquinalmente, obligada á ello garrado y pobre de aquel pueblo, v_ la á la calle de Reyes. E n el reloj de la Uni- un espejo rectangular y una pequeña pie-
por un apetito devorador que se imponía compleja arquitectura de los edificios, versidad iban á dar las doce. Mis piernas dra de mármol: dos niños jugaban en el
á mi pena, sumida en esta postración es- tan diferente de la arquitectura andalu- frías temblaban de extenuación bajo la suelo con una baraja; el mayorcito, al
túpida de los dolores inmensos. Buscan- za que me era familiar. falda salpicada de fango, mis pies esta- verme, levantó la cabeza,
do en mi memoria una luz ó guía que me ban yertos, los cabellos humedecidos pol- —¿Está t u mamá?—pregunté.
llevase á seguro puerto, recordé que una E n la Red de San Luis me detuve a la fina llovizna que flotaba en el aire, se No contestó y áiguió jugando; tendría
condiscípula mía llamada Ramoncita Cas- ver cómo funcionaba una manga de rie- adherían á mi frente; la debilidad, rela- seis ó siete años y la cara y las manos
tillo, me habló reiteradas veces de una go: era un procedimiento que yo desco- jando la tonicidad de los nervios, alejaba m u y sucias.
hermana suya casada con un barbero re- nocía y que me maravilló; el agua, al del cerebro las sensaciones, imponiéndo- Repetí mi pregunta.
sidente en Madrid, calle de R e y e s - caer, describía una media elipse argenti- me la ilusión de que todo era pálido y —¿Para qué quiere usted verla?—dijo.
na que pintaba un arco iris en el espa- confuso, y que los ruidos venían de m u y —Para hablar con ella.
La comida, reanimando mis fuerzas, cio. Luego me acerqué á un guardia mu-
me devolvió el valor temerario de la es- nicipal, preguntándole por la calle de lejos; á mi alrededor flotaba el horror del —Está ocupada, fregando—
peranza; luego de dar algunos paseos por vacio— Me detuve un momento apoyán- —Anda, hijo—repuso desfalleciendo,
el gabinete, me acerqué á la ventana, Revés. —¡UÜ—exclamó,—eso está muy lejos.
. do me contra la pared del Instituto Cis- —sé bueno, llámala...
contemplando aquellos millares de tran- Pero, en fin... Siga usted por la calle J a - nes os, buscando un estímulo á mi herois- —No quiero.
seúntes que iban y venían paseando BUS cometrezo, después tuerce usted á la de- ¡no en el sostén que aquella mole incons- El juego le absorbía; luego, dulcifican-
negras siluetas ante los escaparates ilu- recha, en seguida de frente... luego á la ciente me prestaba. Pero aun quedaba lo do el acento, agregó:
minados de las tiendas; después me acos-
el peligro que se le echaba encima, pro-
Aquellas palabras de bienvenida aca- mío. Jcaquín, que era interesado, hizo metió socorrerme con cuanto pudiese, ir
—Ya voy; aguarde usted... por afición al dinero lo que jamás hubie-
Estaba tan débil que me faltaban fuer- baron de enternecerme, desatando los á verme de cuando en cuando y conso-
ra hecho por filantropía y puro cariño al
zas para imponer mi voluntad, y perma- suspiros que me rebosaban del pecho. prójimo; buscar á Eduardo Olmedo, ha-
larme hasta que el ciego ardor de mi en-
necí en pie, pareciéndome que aquella —¡Teodora!—exclamé arrojándome en amoramiento declinase. Afortunadamen-
sus brazos y deshecha en lágrimas;— llarle, y arrancarle, casi por la fuerza, la te el barbero, aleccionado por mí, resis-
casa también me despedía. De pronto, promesa de mantenerme y vestirme
¡quiérame por lo que haya para usted de tióse á comulgar con necias promesas.
levantando una cortinilla de y u t e azul más sagrado! ¡No me desampare usted! mientras yo lo necesitase. La discusión
que tapaba una puertecilla lateral, apa- ¡Estoy sólita en el mundo!... entre los dos hombres f u é larga y m u y —La señorita Isabel—dijo—no quiere
reció un individuo como de cuarenta viva, y poco faltó para que la concluye- amor, sino dinero... un tanto fijo que, yo
años, despeinado y en mangas de ca- sen á bofetadas. Olmedo, que estaba casa- mismo, si ella me autoriza, vendré á
28 Octubre recoger el día primero de cada mes.
misa, do y tenía tres hijos, quiso eludir toda
—¿Qué quiere u s t e d ? — p r e g u n t o mi- responsabilidad diciendo que yo era una Olmedo manifestó que no podía acce-
Debemos reconocer la existencia de un der á tales pretensiones: él era pobre, no
rándome fríamente. dios Azar encargado de dirigir hacia los aventurera á quien habia pagado el viaje
*—¿Es usted el dueño? de Sevilla á Madrid, y á la que no le li- disponía más que de un sueldo modestí-
seguros puertos de la salvación el frágil simo...
— E l mismo. esquife sobre que van embarcadas las gaba lazo más fuerte ni otro recuerdo
—Deseaba ver á su señora... que el de una noche agradable. Pero Joa- —Si usted es pobre—repuso Antón
pobres vírgenes perdidas: porque es in- implacable,—su mujer es rica; hablaré
Me faltó el aliento; parecíame que verosímil que yo, viéndome abandonada, quin invocó mis derechos de niña inocen-
iban á echarme á la calle sin oirme. A l miserable y sin amistades, en un pueblo te rendida al brillo' de imposibles ofreci- con ella.
fin, pude añadir: grande y desconocido, supiese aprovechar mientos, mis lágrimas, mi abandono, mi Viéndose preso y atajado por todas
—Vengo de Sevilla; la traigo re- tan hábilmente la protección de Teodo- espantosa miseria: Olmedo se encogía de partes, Eduardo Olmedo transigió, entre-
hombros, asegurando que una mujer bo- gando á su interlocutor cuarenta duros,
cuerdos de su hermana Ramoncita Cas- ra, á quien sólo me llevó la ligera amis- nita no se muere de hambre en ninguna
tad que con su hermana Ramona tuvo en de los cuales gasté más de la mitad en
tillo... parte. comprarme un vestido, calzado y la ropa
A l oir aquel nombre el barbero des- el colegio. Yo había renunciado á todo blanca de que estaba absolutamente des-
arrugó el entrecejo y dijo, levantando la por Eduardo Olmedo; á su amor sacrifi- L a experiencia me ha enseñado que
la humanidad es mala y que son inson- provista; el resto fué á parar á manos de
cortina que ocultaba la puerta, y de mo- qué estimación, honor, cariño de padres; mis nuevos amigos y protectores, quie-
do que su voz retumbase bien por las era, por tanto, natural, que aquel hombre dables los abismos de su perversión: la
fuese mi vida, mi luz, mi aire respirable, Venus de Cleómenes y el Antinóo de nes me habían cedido una habitación
profundidades de la tienda: amueblada con una camita de hierro, un
—¡Teodora, aquí te buscan!... y que muriese de desesperación al medir Belvedere pusieron límites á la belleza;
el heroísmo tiene un término: la muerte; tocadorcillo con espejo y piedra de már-
Transcurrieron dos ó tres minutos an- el espantoso aislamiento en que su in- mol y dos sillas de enea. Aquella noche
gustiosos de silencio. Después vi apare- gratitud me colocaba: y, no obstante, con del sacrificio desinteresado no pasará la
virtud, ni del martirio, la fe; pero, ¿quién cenó perfectamente, sintiendo que los en-
cer una mujer, joven aún, pero horrible- reflexión y voluntad impropias de mi tumecimientos de la víspera desapare-
mente maltratada por la miseria: entre edad, logré sobreponerme al malvado pondrá puertas al pecado?... Y tan cierta
estoy de esto, que, cuando me presentan cían, y al verme alojada y vestida y al
su rostro, no obstante, y el de mi condís- curso de las circunstancias, despreciando amparo de aquel improvisado hogar, re-
cipula, advertí ciertas semejanzas. Avan- la villanía del traidor y cambiando los un canalla le recibo afectuosamente, casi
con cariño, segura de que no será el peor cordó que tanto bien era obra de mí
zó hacia mí lentamente, mortificándome acontecimientos adversos en prosperida- misma, de mi bonitura y de mi es-
con una tenaz mirada sondeadora. des y bienandanzas. Luego he sabido que de los hombres. La maldad es infinita; pa-
ra contenerla, el Destino necesitó la ili- fuerzo, y que quien tan pronto lle-
—¿Es usted la hermana de Ramoncita los brazos de la mujer, como los cordo- gó hasta~ allí, era indudable que conse-
nes de seda, son suaves, pero fortísimos, mitación del espacio; para su desarrollo,
Castillo? y que difícilmente se escapa lo que una la eternidad del t i e m p o - guiría ir mucho más allá. F u é una emo-
— Sí, señora, vez quedó entre ellos preso y bien enla- ción rara: estaba á obscuras y acostada
—Yo soy Isabel Ortego... amiga y zado; pero entonces yo era harto niña pa- He deslizado las anteriores reflexiones
para alivio de mi espíritu y en descargo en mi pequeño lecho, que crujía; una de
compañera suya de colegio... ra entrometerme por tales honduras y mis manos rozó mis caderas, que palpé
—¡Ah!... ¿Y cómo está mi hermana... y vericuetos, y demasiado alcancé reca- de Olmedo, á quien aun ignoro si debo
odio ó agradecimiento por la libertad en suavemente, justipreciando con precoz
mi madre?... Pero, antes de nada, siénte- bando durante algún tiempo la protec- saber su armoniosa escultura, experimen-
se usted... que me dejó luego de graduarme mujer
ción del hombre más canalla, frío y de mundo. Pero volvamos á mi historia. tando hacia mi pobre carne, que á tan
Cogió una silla, que me ofrecio; luego egoísta que he conocido. Justamente exasperado Joaquín Antón alto precio pagó los trapos que en tal
dijo dirigiéndose á su marido y aludién- por las negativas de mi amante, le ame- momento la cubrían, un agradecimiento
dome con uno de esos gestos cariñosos y El ofrecimiento que hice á Teodora y nazó con referirle á su mujer lo ocurri- vago...
de exquisita confianza que parecen pa- á su marido Joaquín Antón,' de irme á do, lo que aterró á Olmedo, cuya esposa Desde aqeul día mi vida quedó asegu-
trimonio exclusivo de la mujer anda- vivir con ellos tan pronto como Olmedo había llevado al matrimonio un respeta- rada; todos los meses Joaquín Antón iba
luza: me asegurase medios decorosos de sub- ble capital. No sabiendo cómo conjurar á casa de Olmedo, quien le entregaba
—Mira la paisana: qué joven y que sistencia, resolvió la cuestión en favor
bonita...
cien pesetas, de las cuales noventa eran con el musiteo fascinante de la tenta-
para el barbero; las diez restantes me ción, parecía repetirme: «Si t ú quisie-
bastaban para comprar polvos de arroz, ses...» cual si tantas superfluidades estu-
horquillas y alguna que otra chuchería. viesen al alcance de mi voluntad: y aque-
Pasaban las horas dulcemente y pasa- lla voz que yo imaginaba haber escucha-
ron tantas y tantas... que se llevaron el do entre sueños, cuando niña, electrizaba
invierno. F u é aquélla una de las épocas mis nervios, reanimándome como reani-
más tranquilas de mi vida. Aunque pri- ma todo lo que nació y creció con nos-
vada bruscamente de mis primeros afec- otros: al viejo héroe, el lejano fragor de
tos, era feliz; las grandes convulsiones una batalla; al artista, los vítores de la
morales habían trastornado mi espíritu, muchedumbre; al marino, el clamoreo
sumiéndolo en una modorra inaccesible eternal de las olas.
al dolor; era el contento estúpido de esos Desde que empezaron las buenas no-
cretinos que ríen inconscientes. Teodora ches primaverales, Teodora y yo paseába-
parecía profesarme buena amistad, y al- mos después de cenar dirigiéndonos ha-
gunas noches salía conmigo, llevándome cia la P u e r t a del Sol por las calles San
siempre como á señora por el ándito de Bernardo y preciados, y regresando in-
la acera; yo aceptaba gustosa su compa- mediatamente á casa por las de Fuenca-
ñía y hasta la quería, si bien con el amor rral, Desengaño y Luna: eran excursio-
distraído que inspiran los inferiores. Ni nes monótonas que realizábamos metódi-
ella, ni su marido, hablaban jamás de camente, como quien cumple una obliga-
mis padres y Joaquín, siempre que me ción, y que no costaban dinero. Teodora
dirigía la palabra, t m e llamaba «señori- se divertía narrándome su historia, que
ta.» El pasado, entretanto, iba reculando, rellenaba de episodios y divagaciones in-
perdiéndose bajo las brumas de un hori- terminables:- la barbería fué comprada ...adquirieron la servil costumbre de acudir 1 las las mañanas á tesarme la mano... (Pág. 28)
zonte remoto, sin que ni una carta, ni el con dinero que ella había ganado; Joa-
encuentro con una persona conocida, ni quín, aunque bueno, era perezoso y, con llamativas: me impresionaron fuertemen- Una noche, después de cenar, salí sola;
la noticia más leve, viniera á recordar- los años, iba aficionándose á la b e b i d a - te sus cabelleras de oro ó de endrina, sus Teodora, que tenía un niño enfermo, no
me mi antiguo vivir. Seguía hablando, irritándose contra los semblantes pálidos, sus ojos hermosos ve- pudo acompañarme. Según costumbre su-
transeúntes que la empujaban, obligán- lados por la triple ponzoña de la tristeza, bí la cuesta de la calle Reyes, dirigién-
Los viajes me enseñaron que las ciuda- dola á callar: yo la oía distraída, como se la ambición y el ensueño; pasaban en lan- dome por la de San Bernardo hacia la
des, como los individuos, tienen un ca- oyen las conversaciones de los niños, mi- dos que huían veloces; un polvillo dora- Puerta del Sol: al cruzar la Plaza de San-
rácter, un temperamento: en aquella épo- rando los escaparates de las joyerías, si- do parecía flotar sobre las plumas de sus to Domingo me detuve ante el escapara-
ca el espíritu movedizo y aventurero de guiendo con los ojos á las mujeres ele- grandes sombreros; los hombres volvían t e de una camisería: las luces eléctricas
Madrid, fué apoderándose rápidamente gantes que iban en coche. Una noche pre- la cabeza para mirarlas, y su admiración reverberando sobre las blancas pecheras
del mío; el alma turbulenta de la gran gunté á Teodora: y sus deseos las perseguían hasta m u y de las camisas, producían un resplandor
ciudad era draga agitadora del légamo lejos; eada una de ellas tenía una leyen- crudo que iluminaba mi rostro tuerte-
que en mi pensamiento dejaron copiosas »—¿En qué se distingue á las mujeres da: por ésta se había suicidado un mar- mente de abajo á arriba, dándolo una ex-
y mal digeridas lecturas: me atrían la de vida alegre? Hablo de las ricas. qués; por amor á otra, un calavera arrui- presión de cansancio que entonces no te-
hermosura de sus calles, el fausto que in- Contestó sencillamente: nado estaba en presidio... Yo las contem- nia. De pronto comprendí que estaban ob-
dudablemente invadía el interior de —¿Qué se yo?... E n su tipo, en sus per- plaba suspensa, examinando de refilón sus servándome; f u é algo magnético que co-
aquellas mansiones aristocráticas por cu- fifmes, en su modo de vestir... manos enguantadas, manos soboncitas y rrió sobre mi piel, obligándome á volver
yos espaciosos zaguanes Teodora y yo —¿Conoces alguna? sabias que parecían descansar de tantas la cabeza: era un hombre como de treinta
veíamos ir y venir á los porteros meti- —Personalmente, no, pero sí de vista; caricias sobre los regazos de seda. Por y cinco á cuarenta años; estaba en pie,
dos en majestuosos gabanes azules y con y a te avisaré. las noches, cuando regresaba á mi cuarto, m u y cerca de mí, escudriñándome aten-
largas patillas blancas; el lujo acumula- ¡Quién sabe si su instinto plebeyo, pro- aquellas impresiones dormían conmigo, tamente; traspasando mi pobre trajecillo
do sobre las mujeres que adornaban los penso á la murmuración y á la descon- estimulando mi ambición, convii'tiendo de verano llegaba á mi carne el calor de
palcos en las solemnidades teatrales, y fianza, calificó de hetera á más de una mi lecho en yacija de espinas. «¿Por qué su cuerpo saludable y robusto: de una
por cuyas manos y escotes cuajados de matrona impecable por el solo hecho de no vencer como vencen otras mujeres ojeada aprecié sus botas de charol, su ga-
joyas, mis ojos de provinciana ambiciosa ir bien vestida!... Lo cierto es que conocí menos bonitas?...» repetía la voz tenta- bán blanco, su sombrero de copa, la sere-
paseaban desde las altas galerías miradas á las cortesanas que entonces estaban más dora. nidad aristocrática de sus facciones. Con-
insaciables. Todo, hablando á mis oídos en boga, y todas eran jóvenes, elegantes,
MEMOKIAS.—4
todo, el pobre temía enamorarse formal- do, en lugar muy visible, leí la palabra
tinué mi paseo, no sabiendo cómo compo- Con que, si algo necesitas, pide; la caja mente de' mí. Aquella noche me acompa- «adiós»...
nérmelas para lograr que mi cortejador está abierta. . ñó hasta la puerta de mi casa: al darme ¿Quién la había escrito? ¿Era mi ami-
me abordase; él me seguía de cerca, pero E l l a miraba al suelo, perpleja: adivi- la mano sentí que me entregaba un pa- go?... Yo no conocía su letra, Y si era él,
sin atreverse á zurcir el diálogo, desorien- nando sus vacilaciones, repetí mi oferta, pel; parecióme que tenía los ojos húme- ¿de quién se despedía? ¿Del billete ó de
tado, sin duda, por mi apetecible aspecto á lo que contestó con mentido embarazo: dos: después me besó en la frente y se mí?... Lo primero, era bufo; lo segundo,
provinciano: yo caminaba perpleja, de- —Si pudieras darme veinte pesetas... alejó rápidamente, volviendo la cabeza, triste y raro. A l día siguiente por la no-
seando y temiendo simultáneamente el Ya te las descontaremos del dinero que C o m o quien huye ó se despide. Cuando che fui á buscarle al sitio donde estába-
abordaje de lo desconocido: tenia la len- me entregues á primeros de mes. iba m u y lejos, miré el papel que me dió: mos citados, y no acudió; al otro día, tam-
gua seca y frías las sienes; zumbidos^ ex- —Cambia y quédate con ellas—repuse era un billete de cien pesetas: á un la- poco; no he vuelto á verle más...
traños trastornaban mi cerebro; quizá mi entregándole el billete.
verdadero porvenir empezaba allí. A l lle- —Me atrevo á pedírtelas porque estoy
gar al Postigo de San Martin torcí á la muy pobre: el verano todo lo paraliza,
derecha, buscando la sombra, que enarde- nadie se afeita... anoche t u v e que empe-
ce á los tímidos; allí me detuve mirando ñar la capa de Joaquín.
á todas partes, como desorientada: el ca- Estas explicaciones, humillando a mi
ballero, siempre retraído pasaba cerca de amiga, me molestaban.
mí sin detenerse. Bien, bien—exclamé interrumpién-
dola;—toma y nada me debes; nada...
Su rara cobardía estropeaba mi plan: Pues vivimos juntas, mi dinero es de to-
entonces pregunté: dos.
—Señor; ¿sabe usted dónde está la ca-
lle de... de Fuencarral? Me abrazó, besándome las mejillas mu-
El interpelado se detuvo, sorprendido chas veces: estoy cierta de que la taima-
agradablemente por la turbada entona- da, á pesar de su aire encogido y gazmo-
ción de mis palabras. ño, tuvo menos empacho al aceptar aquel
—Va usted por mal camino—dijo. dinero que yo en ofrecérselo.
—Si pudiera usted indicarme cuál de- A la noclie siguiente volví á ver á mi
bo seguir... nuevo amante, cuyo nombre mi ingrata
—Mejor es que la acompañe. memoria no recuerda: estuvimos en el
Vacilé; él insistió. café del Siglo, luego subimos á un coche
—No tengo nada que hacer; por otra que nes llevó por Recoletos hasta el Hi-
parte, si la dejo á usted sola, volvería us- pódromo; el hablaba acariciándome las
ted á perderse. manos; me aseguró que era rico y que, si
yo fuese juiciosa, no tendría inconvenien-
Cedí: aquella noche volví á la barbería te en vivir conmigo.
llevando en el corsé un billete de cin-
cuenta pesetas. Al día siguiente el rego- —Aunque eres m u y joven—decía,—
cijo que me causaba la inesperada pose- debes velar por t u porvenir; los años pa-
sión de aquel tesoro era tan grande, que san pronto; escarmienta en mí; ayer era
se lo enseñé á Teodora, cuyos ojos brilla- un niño y hoy tengo la barba llena de hi-
ron codiciosos. Yo dije que aquellos diez los blancos... _ .
duros me los había dado una señora ami- Yo le escuchaba distraída, pareciéndo-
ga de mi madre, á quien encontré en la me que me hablaban de algo m u y distan-
Puerta del Sol, y que. lejos de reñirme, te, casi inaccesible, remotísimo como el
me colmó de buenos consejos, ofrecién- origen del mundo. De pronto me echaba
dome su casa y prometiendo ayudarme á reir y le besaba porque sí, sin deseos;
con cuanto pudiese: mientras hilvanaba él reía también, llamándome loea. Como
con visible torpeza este cuento inverosí- todo hombre m u y vivido, era dulce y pa-
mil, Teodora me escuchaba dando mues- ciente, y creo que, á durar algo más nues-
tras de credulidad y ufanía. Yo, querien- tras relaciones, hubiera llegado á querer-
do hacerla participar completamente de le no obstante parecerme algo raro: siem-
mi contento, añadí riendo: pre había en sus miradas y en sus silen-
cios una gran tristeza; desengañado de
—Ya ves, ¿qué te parece?... soy rica.
rol de Champcenetz, «mi luz lunar» y yo —Buenos días nos dé Dios.
le aceptaba bondadosamente, sin maliciar —Hola, buenos días.
que tantos agasajos me costaban todos —Y frescos.
los meses más de treinta, duros. —Así es...
Acosada por la tediosa vacuidad de Algunas eran criadas y llevaban al
mis días y por Teodora, que me hablaba brazo grandes cestas vacías; otras, por la
continuamente de su miseria y de las elegancia y riqueza de sus trajes usados
I y el desmazalamiento de sus ademanes y
mudanzas y reformas que necesitaba in-
troducir en la barbería, decidí correr actitudes, parecían mujerzuelas de mal
«
nuevas y productivas aventuras. vivir; todas se sentahan moviendo las
caderas eomo para deshacer algún plie-
Una mañana fui á cierto famoso Salón gue del vestido que las lastimase, exha-
31 Octubre. mejanzas entre Eduardo Olmedo y todos 1 de Peinado sito en la calle de Jacome-
los hombres ruines, malvados ó hipócri- lando un olor insano, persistente, de car-
trezo. El establecimiento era una tienda nes mal lavadas. Las tres clientes que
Desdo aquella fecha comenzó para mí tas, que mi corta suerte va presentán- j rectangular, con un pequeño escaparate estaban peinándose cuando Teodora y yo
una vida llena de altibajos, una especie dome. donde había botellas de aguas odorantes, llegamos, se levantaron casi al mismo
de horizonte churrigueresco cuajado de E l escaso dinero que la casualidad me J tarritos con pomadas y otros objetos de tiempo, pagaron y salieron mirándose de
pintorescos episodios, algunos alegres, permitió ganar en aquellos ocho últimos 1 perfumería; algunas pelucas, trenzas de reojo en el espejo sus cabezas rizadas.
otros m u y tristes. La ingratitud de días, erigiéronme en dueña y tirana pro- I todos colores y una cabeza femenina Otras tres mujeres ocuparon los sillones
Eduardo Olmedo había resfriado y como tectora y casi omnipotente de mi nueva 1 de cera, elegantemente peinada, que gi- que acababan de quedar vacíos, y Faus-
encallecido mi espíritu, dándome ese du- familia. Teodora me obedecía ciega- 1 raba lentamente sobre sí misma merced tina, Madrona y la oficiala reanudaron su
rísimo temple de las almas aventnreras mente, aceptando, sin discusión ni remil- | á un sencillo mecanismo de relojería. La tarea; Faustina alta, dominando y como
y bohemias, apercibidas siempre al en- gos, mis menores indicaciones; los niños, I dueña del Salón se llamaba Faustina, y imponiéndose al trabajo; Madrona pe-
canto ó al dolor de lo imprevisto. Al por'consejo, sin duda, de su madre, ad- era una mujer cuarentona, gruesa y alta, queña, levantando mucho los brazos para
principio iba por la calle buscando a quirieron la servil costumbre de acudir j y de guapeza imponente y varonil. Teo- alcanzar á la cabeza de sus parroquianas,
Olmedo con los ojos, y de hallarle, segu- todas las mañanas á besarme la mano 1 dora, que me acompañaba en aquella pálida, cual si aquella actitud y aquel
ramente me hubiese abrazado á sus rodi- humildemente; Joaquín Antón, aunque i primera visita, hizo mi presentación: repetido ponerse de puntillas la fatigase
llas, pidiéndole algunas migajas de con- zafio y groserote, no se atrevía á hablar- —Mi hermana Isabel... el pecho. Y los rostros continuaron des-
suelo y de amor: aquella sensación duro me con la gorra puesta, ni menos á pre- ] Faustina tuvo un gesto errante de sor- filando de tres en tres por delante del
poco; el fino hierro de nuestros mutuos sentarse borracho delante de mí. Enton-
presa. Teodora, comprendiéndolo, apre- espejo impasible: yo los veía distraída:
juramentos quebrantábase en la distancia ees yo creía que todo ello era resultado | suróse á rectificar. eran semblantes marchitos, ajados por el
del tiempo y del espacio; las remembran- de una buena amistad; pero luego he I
—Es decir—agregó,—no es hermana trabajo ó por el vicio, con párpados soño-
zas de la aldea y la casa de mi tía, con la sabido que el inrerés fué el verdadero I mía, pero como si lo fuese... porque casi lientos, mejillas tristes, labios desenga-
ventana por entre cuyos barrotes recibie- origen de tanta deferencia y sumisión, y 1
nos hemos criado juntas. ñados, que conservaban el sumario de los
ron mis labios la agridulce sorpresa de me represento los diálogos repugnantes | Nos sentamos junto á las cuatro ó cinco goces apurados la noche antes: todas iban
los primeros besos, palidecían en los ma- que aquellos dos miserables trabarían 1 mujeres que esperaban vez para peinarse, ligeramente vestidas; en el aire del cerra-
res sin playas del recuerdo como en la por las noches en voz baja, componiendo \
y aguardamos. Faustina, su hija Madrona do establecimiento flotaba el tenaz olor
sombra de una noche sin luna; la voz ca- atrevidos cálculos sobre las ganancias y otra oficiala, trabajaban activamente de aquellos cuerpos mal limpios y casi
riciosa de Eduardo desfallecía bajo el probables que mi candor y mi belleza •
podría redituarles. Así, y no obstante ser j alisando los cabellos de las parroquianas desnudos.
prolongado trueno del tren; su semblante, sentadas en los tres únicos sillones que
á la luz nimbada del vagón, era pálido la casa de Joaquín Antón y hallarme yo ;
bajo su sombra y protección, aquel hom- había: yo las veía perfectamente por el Creo que Teodora me llevó á casa do
como una mancha exangüe sobre la que espejo: una de ellas era vieja; las otras Faustina con deliberado propósito, pues
reían dos hileras de dientes m u y blan- bre era algo dependiente ó esclavo mío, 1 dos jóvenes y no mal parecidas; todas en aquel centro de gentes socarronas y
cos... Aquella emoción extinguióse pron- sin más fuerza que la por mí irradiada, 1
ni otra claridad que la que mi elegancia 9 estaban disfrazadas con anchos peinado- maleantes conocí una pluralidad de tipos
to, y si deseaba tropezar con Olmedo era res blancos. Largo rato estuve absorta, que habían de influir fuertemente en los
para humillarle pasando junto á él tría- y discreción vertían sobre él. Me llamaba 9
cuñada, con los ojos humedecidos por el I observando á Madrona, inquieta y del- rumbos ulteriores de mi vida, y que,
mente, sin saludarle, probándole así que gada, hundiendo sus dedos nerviosos, lejos de apartarme del mal, ó cuando me-
las cien pesetas que seguía enviándome agradecimiento y la codiciosa esperanza j
de grandes favores; para que yo no me I abrillantados y pulidos por el aceite, en nos de enderezarme hacia las regiones
por mediación de Joaquín Antón los días una copiosa trenza de cabellos rubios. aristocráticas y más altas del vicio, me
primeros de cada mes, no eran indispen- desdeñase de salir á la calle con su mu- De cuando en cuando la puerta de la empujaron por derroteros torcidos hacia
sables á mi vida. Más tarde, y este es un jer, la obligó á comprarse un vestido I
nuevo, y enseñó á sus hijos á llamarme i calle se abría haciendo vibrar un timbre los fondos peores. Allí me presentaron á
fenómeno imaginativo que aun persiste y aparecían nuevas parroquianas. Pilar Huerta, antigua lumia, que habién-
en mí, he creído sorprender grandes se- «tita Isabel»; era, pues, como decía Riva-
dose aburguesado, puso con el dinero de Animada por un repentino anhelo de le obligaba á acostarse entre tinieblas,
divertirme, cedí sin oponer objeciones. El día primero de cada mes, F e r r e r
su querido una taberna en la calle de Tu- recibía de su padre tres mil pesetas, can- atormentado por la preocupación de que
descos; á Severina Aguilas, vieja mise- Cuando llegamos á casa de Saturnina vi había un hombre oculto en la habitación.
en el salón, un saloncito adornado con tidad con la cual otro hombre cualquiera
rable, dueña, allá en sus mocedades, de hubiese podido representar buen papel Después, al quitarse la camisa, la elástica
una mancebía; á Elvira la Gandula; á muebles y cortinajes viejos, dos hombres se le arrolló bajo los sobacos y Diego
que, al oírnos, se levantaron cumplimen- en cualquiera parte. Pero Diego orde-
Gregorio, tipo repugnante, de dudosa naba sus gastos disparatadamente. Una pasó las de Caín para bajarla y remeterla
sexualidad, y otros varios corredores y tando á mi amiga por la excelente com- dentro del calzoncillo; siendo lo gracioso
pañera que les procuraba, y arremetiendo sencilla operación aritmética le había
alcahuetas que comerciaban guiando des- demostrado que tres mil pesetas reparti- que, como el espacio donde maniobraba
ilusoriamente al dócil rebaño de la vo- luego contra mí, palpándome, pellizcán- era tan angosto, juntamente con la cami-
dome, besándome sobre los labios, obli- das equitativamente entre treinta días,
luptuosidad hacia donde el vicio de los sólo consienten un gasto diario de veinte seta guardóse la punta de un visillo entre
hombres lo reclamaba. Finalmente, co- gándome á respirar sus alientos infesta- los calzones y la piel, por lo que luego,
dos de olor á tabaco y á vino. Entonces; duros, cantidad exigua que no le permitía
nocí también por aquellos días á Leonar- vivir con el fausto que él soñaba; y así al querer subir á la cama, sintió que le
da Cadenas, rubia guapísima con quien, como ahora, estas caricias brutales me retenían y sujetaban por detrás. Con esto,
molestaban horriblemente, y para evitar- optaba por disipar su renta en una se-
por rara casualidad, aun no he tenido mana, gastando diariamente de doscientas sus terrores aumentaron, y volviéndose
motivos para reñir y que entonces an- las volvía la cabeza á otra parte. Pepe rápidamente y enarbolando el brazo, co-
Pérez era un tipo plebeyo, gordiflón y cincuenta á trescientas pesetas. Una vez
daba buscando un amante rico, poseída sin dinero, F e r r e r se abstenía de recurrir menzó á gritar:—¡Socorro, ladrones!...»
de una ambición insaciable, enfermiza, chiquitín: vestía americana negra y pan- descargando al mismo tiempo un puñe-
talón gris; al caminar inclinaba un poco á los prestamistas y se refugiaba donde
como un delirio de grandezas. Leonarda nadie supo nunca, y allí permanecía re- tazo que redujo á menudos añicos los
hablaba como los artistas ilustres que hacia dentro las puntas de los pies: tenía cristales de la puerta. F u é un incidente
el cráneo calvo, los ojos groseros, el bi- cluido hasta que, con la llegada del nuevo
más tarde aquí, ó fuera de España he mes, recibía los seiscientos duros que m u y cómico que empezó asustándome y
conocido. gote negro y m u y poblado; por los puños concluyó haciéndome reir á carcajadas.
blancos de su camisa asomaban sus mu- habían de proporcionarle un nuevo pe-
—Imítame—deeía—y procura salir de ñecas fuertes, cubiertas de espeso vello. ríodo de esplendor: los que le trataban Cuando F e r r e r se emborrachaba solo,
este fango negro en que vivimos; tú, Diego Ferrer, mi amante de aquella no- superficialmente y siempre le vieron bien le acometía el capricho de pasear por el
como yo, mereces morir célebre y rica. che, era alto, simpático y de correcto vestido y en coche, creíanle rico; yo, que campo, caminando en línea recta y sin
Una noche, Leonarda Cadenas fué á la porte; en sus mejillas el vicio había pin- le conocí íntimamente, sabíale niño m u y tino durante varias horas, hasta que el
barbería á buscarme; yo estaba empe- tado algunas arrugas precoces; tenía ojos inexperto y m u y desgraciado. cansancio físico y el aire le desaturdían,
zando á comer. de vesánico, saltones y claros; su labio in- Entre otras debilidades y vicios meno- devolviéndole la razón en parajes distan-
—¿Qué hay?—pregunté. ferior grueso y colgante, parecía hallarse res emanados de su mismo desequilibrio, tes y á veces, para él, completamente
Ella guiñóme maliciosamente, sonrien- propicio siempre á beber; sobre su frente Diego padecía el de la borrachera: se fina- desconocidos. Más de una madrugada le
do, dándome á comprender que el objeto pequeña, embrutecida por el alcohol, 1<JS ba por el vino, sea cual fuese; el solo sorprendió el sol en Chamartín ó en Va-
de su visita no podía ser expuesto delante cabellos byronianos, cortos, ensortijados recuerdo del coñac le producía emoción llecas; otras veces su embri^ÉStiez le em-
de Teodora y de Joaquín. Entonces me y negros, se encrespaban. voluptuosa tan intensa que le obligaba pujaba hacia la vieja sacramental de san
levanté conduciendo á mi amiga á una á apretar los dientes. De sus borracheras Justo, donde estaba su madre, y cesno
habitación próxima. Diego F e r r e r me cobró afición, y yo, conocíamos todos anécdotas chistosísi- iba deteniéndose á beber en todas las
—¿Quieres cenar conmigo? aungustándome poco, acepté su compañía mas. Verbigracia: la habitación donde él tabernas y ventorros del camino, llegaba
—¿Dónde? sin sacrificios ni violencia, prefiriéndole y yo dormíamos algunas noches en casa al cementerio completamente beodo. En-
—En las Ventas del Espíritu Santo. á cualquier otro hombre desconocido. de Severina Aguilas, era m u y pequeña tonces sufría anhelos locos de llorar, ó
Quedóme perpleja, considerando el es- Diego era un anormal en quien ciertas y el lecho tan grande, que ocupaba casi hincándose delante de las tumbas abría
tado, no m u y lucido, de mi calzado y de iacultades parecían haberse desarrollado todo el cuarto, cual si lo hubiesen fabri- los brazos, levantando al cielo sus ojos
mi falda negra. Leonarda procuró ani- extraordinariamente con menoscabo de cado á su capacidad y medida; la puerta, enturbiados por las lágrimas y el alcohol,
marme, asegurando que iríamos en coche; las otras, y á espensas de los jugos que que era de cristales y tenía visillos, se lamentando su temprana orfandad amar-
habría baile y la comida y los vinos de éstas tomaron. Así, pues, todo en él abría delante de la cama, y entre ésta y gamente: los sepultureros, entre compa-
serían buenos. acusaba al verdadero artista, iuconsciente aquélla quedaba el espacio indispensable decidos y burlones, solían levantarle y
—La fiesta—agregó—se ha improvi- y desordenado, cuyos fuertes nervios sólo para que pudiera deslizarse una persona sacarle de allí: F e r r e r salía dando tras-
sado hace un momento en casa de Seve- trabajan bajo el látigo de estimulantes no m u y gruesa. Yo estaba acostada y á piés, vacilando ridiculamente ante las
rina Aguilas. Vendrán con nosotras Pepe poderosos: el hambre, la lujuria, la em- obscuras, cuando Diego llegó; iba borra- esculturas inmóviles y "severas de los
Pérez, que es médico y antiguo amigo briaguez, la ambición... E r a fantaseador, cho y sin cerillas; Severina había salido. mausoleos, y luego, pensando en alguna
mío, y un tal Diego Ferrán... ó Ferrer... voluntarioso, impulsivo, y mientras su F e r r e r penetró en la alcoba, cerró la pintarrajeada belleza de lupanar, com-
no recuerdo el apellido... Un niño aristó- imaginación y sus pasiones iban m u y puerta y empezó á desnudarse, tirando praba las flores que una vieja, antigua
crata m u y borracho, pero muy simpático, lejos, su sensibilidad era escasa, su en- al suelo el sombrero de copa, la levita, alcahueta quizá, vendía en la puerta del
á quien sólo conozco de vista. tendimiento obscuro y angosto. el chaleco, maldiciendo de la suerte que camposanto para los muertos... Pasaron
de cuatro y de cinco... ¡y de ocho!... las L a otra m u j e r también se acercó á su
veces que el desdichado volvió á Madrid, querido, poniéndole las manos sobre lo
vestido de levita ó de frac, eon un rami- hombros, conteniéndole; Severina Agui-
llete de aquellas flores funerarias en la las, con su destemplada voz de vieja lu-
mano, y acostado y profundamente dor- mia, hablaba á gritos procurando tran-
mido sobre un carro cargado de paja ó quilizarnos, barajando en su torpe boca
de verduras. razones y denuestos. Pero aquellas inter-
Mis relaciones eon Diego Ferrer dura- venciones llegaban tarde; F e r r e r se había
ron un ano y hubiesen persistido mucho levantado mirando á su enemigo con los
más, pues era generoso y bueno, si una ojos grandes y claros, ahuevados por la
muerte violenta, un asesinato infame, no embriaguez y la ira.
hubiera llegado á separarnos. —A ese chulito—dijo—le mato yo esta
Estábamos una noehe cenando en el noche.
comedor de Severina Aguilas en compa- Y cogió una botella: Fernando, ad-
ñía de otra mujer, cuyo nombre no re- virtiendo aquel movimiento, echó mano
cuerdo, y de su querido; un muchacho, prestamente al revólver que tenia en el
como de veinte años, mala persona, que bolsillo trasero del pantalón y antes de
más tarde murió en presidio y á quien que nadie pudiera impedirlo, extendió el
llamaban Fernando el Cordobés. Por brazo y disparó; yo vi cómo la pechera
aquellos días, que eran los primeros de de Diego se teñía de sangre; no obstante
Marzo, Diego me había regalado cuatro- mi amado, aunque tambaleándose, arrojó
cientas pesetas. La comida pasó sin inci- la botella hacia su rival; más el proyectil
dentes; á los postres todos estábamos partió sin brío y fué á estrellarse contra
enardecidos por el vino; Diego, que iba el suelo. Fernando volvió á disparar sin
vestido de frac, quería marcharse á jugar hacer blanco: desgraciadamente aquel se-
al easino de donde era socio; yo me opuse gundo tiro era inútil, porque Diego, que .Diego, que pudo sostenerse algunos segundos agarrándose á ini... (Pág. 32) ,
y él me insultó, tachándome de intere- pudo sostenerse algunos segundos aga-
sada y concluyendo por arrojarme á la rrándose á mí, caía moribundo sobre la después de dejar la concha», me holgaba pilitada mariposilla del ensueño yacía
cabeza una copa que me hirió levemente. alfombra. de haber abandonado un pueblo donde ni entré el polvo del camino con las alitas
Ante aquel^desafuero todos terciaron á La impresión que me causó aquella mi cumplida belleza, ni mi educación, rotas. Si las ideas no f u e ^ i nociones
favor mío, • F e r n a n d o dijo que en pre- brusca y terrible tragedia fué tan inten- ni los ensueños ambiciosos de mi deseo, esquemáticas sino e n t i d a d ^ ^ n a t e r i a l e s ,
sencia suya nadie pegaba á una mujer. sa, que hube de guardar cama varios días. podían ser apreciados. No obstante, con- capaces de ser tocadas y vistas, yo barre-
—Es mi qiferida—repuso Diego. Lloré mucho á F e r r e r y aun, á pesar del t r a estas afirmaciones rotundas de la ría de mi frente los malos recuerdos;
—Lo sé—contestó el Cordobés,—pero turbio prisma de los años, me siento con- fe, oponía la reflexión sus dudas y dis- cogiéndolos, rompiéndolos entre mis ma-
no importa. movida: su muerte inició para mí un pe- tingos, probándome que la conquista do nos, arrojándolos después por una ven-
ríodo caótico, una especie de noche tene- lo bueno no es fácil, mollar ni asequible tana para que el vendaba! se llevase los
—Haré lo que guste. pedazos m u y lejos, bajo la noche. Yo 110
brosa en la cual los chispazos luminosos á todos, sino que requiere capacidades
•—Pero no aquí. excepcionales de tesón, ingenio y trave- amaba; á los dieciocho años todo era en
—Aquí... y en todas partes... y siempre. del contento fueron m u y raros. sura. Entonces suf ría congoja y desmayo mí, triste y mustio; ningún hombre tuvo
—¿A que no? inmensos. ¿Persistiría aquella situación la fineza de escribirme una carta ni do
La cuestión, provocada por un exceso,, 8 Noviembre, dudosa? ¿Continuaría el Destino ponién- cortarse para mí un mechón de cabellos:
tal vez, de caballerosidad y galantería, dome sobre la nuca su pie de plomo? ¿No la pasión ardiente quema, rebaja los ner-
iba convirtiéndose en estúpida cuestión Más de dos años eran pasados desde
podría levantar jamás la cabeza como el vios, enmollece los músculos; nunca volví
personal. Yo, queriendo evitar daños ma- que la fatalidad me trajo á Madrid, y aun gallo, que mira siempre al horizonte cual al campo, como cuando niña, á coger mar-
yores, intervine poniéndome, como era entre mis padres y y o no se había cru- enamorado de la distancia y del sol?... garitas y amapolas; sóh\el vicio brutal
prudente y de razón, de parte de F e r r e r . zado ninguna carta; pero sabía de ellos Odiaba mi pasado, el horrible pasado re- me solicitaba; mi libro de oraciones no
—Perdone usted, F e r n a r d o — d i j e , — indirectamente, merced á mi buena ami- pleto con el recuerdo de los padres aban- guardaba ninguna de esas flores secas
pero Diego es mi amante y tiene autori- ga Ramoncita Castillo. donados y de la aldea perdida: bajo las que recuerdan un amor...
dad y derechos inequívocos sobre mí: en Son muy amargos los estados porque alas negras del primer desengaño des-
último caso, sólo á nosotros dos compete f u é atravesando mi alma en aquella épo- El verdadero cariño, según la experien-
aparecían las dulces memorias, mis cu- cia me demostró más tarde, es reservón
la discusión y el pacífico ó adverso des- ca. A ratos, recordando <que la perla— rioseos impacientes de niña estudiosa,
enlace de lo ocurrido. como dijo Lope—no es estimada hasta y tímido, y como gastrónomo inteligente
las sonrisas luminosas de mi inocencia: la apetece ir saboreando las impresiones
MEMORIAS.—5
.' ) i i j • / ,• j-
brande, de afeitarse dos ó tres veces por E n seguida entregué á Joaquin Antón
los dieciocho ó veinte únicos duros que
semana. A m é n de estas ventajas, cada
tenía ahorrados y guardados en el fondo
-y aumentando el precio de los demás ser- servicio se cobraría á veinticinco cén- de mi baúl. A l día siguiente, inmediata-
lentamente: h o y pide una carta que con- timos... .( .
vicios. Teodora habló conmigo acerca de mente después de desayunarme, salí á la
serve la huella h ú m e d a de una lagrima Teodora no omitía ocasion ni medio de calle y f u i á colocarme en cierto sitio
ó de un beso; mañana un rizo de cabellos; esto muchas veces. #
atormentarme, segura de lograr por can- por donde sabía que E d u a r d o Olmedo
otro día la cinta que llevábamos al cuello — T ú ganas bastante—decía;—hay m e -
sancio, lo que por razones no merecía. pasaba todas las mañanas. Desde que nos
cierta noche: amantes m u y graves he co- ses en que t u s gastos no ascienden a Muchas noches, al volver del teatro, la separamos en la call-e de la Montera, sólo
nocido que guardaban en la cartera, pin- menos de quinientas pesetas, ü o n este encontraba en el comedor esperándome, habíamos vuelto á hablar dos ó t r e s ve-
tado sobre u n trozo de papel, el pie de dinero J o a q u í n se atreve á montar una cosiendo pacientemente con los antebra- ces, pero tranquilamente, sin alusiones á
su querida. D e tales pormenores, sm em- peluquería t a n buena como cualquiera zos apoyados sobre su vientre abultado lo pretérito, lágrimas ni reproches, como
bargo, no puede hablarse en el vil mer- otra T ú puedes reservar las pesetas que y redondo. A u n q u e callada, su figura personas ligadas únicamente por el mo-
cado de las pasiones mercenarias; el ape- necesites para comer y vestir bien, y en- elocuente para mí como una súplica, su lesto recuerdo de una deuda. A l verme,
tito b r u t a l de los que pagan se encoge de t r e - a m o s el resto. P o r cada una de las rostro fofo y pálido parecía la voz de la E d u a r d o Olmedo se inmutó: tras un bre-
hombros-ante estas sublimidades pueriles cantidades que nos prestases J o a q u í n te tienda, el espíritu t í i s t e de las paredes ve preámbulo, encaminado á referirle mi
y las atropella, hallándolas ridiculas, g g | daría un recibo redactado y hasta legali- enyesadas, de los suelos desnudos, de situación y disculpar el atrevimiento de
haber disfrutado aún el subidísimo es- zado en debida forma. E s t e negocio, bien todo aquel cuarto con su ambiente inhos- aquel abordaje, le pedí cuatrocientas pe-
pasmo del amor carnal, comence a sentir considerado, es tan ú t i l y provechoso pitalario de casa pobre. Yo, por decir setas que necesitaba para emprender un
hacia el hombre desvío inexplicable; los para nosotros como para ti, p u e s t a xa algo, preguntaba: negocio honrado. Expliquéle sucintamen-
hombres torpes pasaban j u n t o a mi sin v u e l t a de cuatro ó cinco años te hallaras —¿Y Joaquín? te de qué se trataba, exornando la verdad
despertarmo, saciando su anhelo sin obte- con un capitalito que, de otro modo, disi- —Durmiendo. , con no pocos embustes y apuntando de
ner del mío el menor bostezo ni rebullo, parías neciamente. —¿Y los niños?
Sin saber por qué, las cabalas de l e o - refilón la pobreza en que mis padres es-
dejando en mi carne la impresión dolo- —También. Los pobrecitos se acosta- taban: yo debía velar por ellos y corre-
rosa de sus dedos groseros. E l impulso dora me. repugnaban, pareciéndome ins- ron temprano: hoy ''sólo hemos cenado gir en lo posible el yerro imperdonable
adquirido me obligaba, no obstante, a piradas en el más sórdido y repugnante migas y chocolate. de mi ingratitud: por otra parte, el vicio
v i v i r entre ellos; el hombre era mi pre- interés. . , L u e g o , distraídamente, con aire de m e repugnaba, y de aqyí mi anhelo de
ocupación ineluctable; vivía de su con- Teodora insistía suavemente, mirán- amistoso interés, abría mi bolsillo; -un tener un comercio, un rincón modestísi-
tento y para regocijo suyo; por él me dome con sus ojuelos grises, humedeci- bolsillo de terciopelo donde yo misma mo, ignorado y limpio, donde vivir ho-
peinaba cuidadosa, e n t o r n a n d o linda- dos por un enternecimiento irritante: su bordé mis iniciales. nestamente. Olmedo, marrullero y trai-
mente los cabellos que luego desanudaría marido iba, de día en día, cobrando a la —Tienes veinticinco pesetas—decía;— dor, aplaudió mi resolución, pero aña-
en el secreto de algún dormitorio; su re- bebida nueva afición; el porvenir de sus sin contar los seis reales que llevabas diendo que no podía favorecerme: en
cuerdo me acosaba en la calle y caminaba dos hijos, el mayor de los cuales y a es- cuando saliste de aquí. aquellos últimos meses sus negocios ha-
inconscient^Tcomo un autómata, reco- taba en sazón de aprender un ofacio, co- —Así es. bían sufrido graves quebrantos; su m u j e r
giendo mi falda, observándome de reojo menzaba á inquietarla. P a r a demostrarme
—¡Vaya, mujer! ¡Qué suerte tienes! estaba enferma y el menor de sus hijos
en los escaparates de los comercios, pro- cuán precaria y aflictiva era su situación,
Reía con risa innoble y avara de alca- en cama: las cien pesetas que todos los
c i a n d o atraer sobre mí las miradas mas- detallaba los inevitables gastos y tacaños
hueta: y o reía también. Teodora p r e g u n - meses me enviaba, eran para él un sacri-
culinas: de noche, en el teatro, perdida ingresos de su industria: tanto de contri-
taba: ficio casi insoportable. Animándose, pro-
entre los espectadores que invadían las bución, tanto de luz, tanto para jabón,
butacas, la esperanza de que alguien p u - pomada, a g u a de Colonia, polvos y otros —¿Qué hiciste de las veinte pesetas siguió:
diera comprarme á la salida, m e lorzaba menesteres de tocador: las cincuenta pe- que trajiste anoche?...
Y así siempre. Concluí cediendo, ven- —Deseaba verte para decírtelo: no de-
á mirar continuamente á todas partes, setas que pagaba mensualmente por el
disuadiendo mi ánimo de la representa- alquiler de la tienda, tampoco eran costal cida por aquella súplica interminable, bo seguir regalándote ese dinero con quo
ción, presa de un torpe y único pensa- de paja. Además, á la barbería, por ser por aquel ruego sostenido que yo leía en hasta aquí te lie ayudado. ¡No puedo!...
miento. Cuando estos deseos no eían de gente pobre, excepción hecha de ios el semblante de mis dos amigos, en los Y bajo la f u e r z a dé esa imposibilidad, el
cumplidos regresaba á mi hogar mohína, sábados y domingos, no iba nadie, lo que d e s g o b e r n a o s zapatos y rotos baberillos escándalo 110 me intimida: ahora, haz lo
preguntando al espejo por mi belleza, determinaba una ganancia semanal de de los niños, en la mirada compungida que gustes.
con que todos acogían la f u e n t e del co- Yo me enfurecí.
creyéndome y a casi inútil para los tor- veintiocho á t r e i n t a pesetas, con las cua-
les apenas tenían lo indispensable para cido donde no pudo echarse un poco de —Si no me das lo que necesito—excla-
neos del amor. m T
pagar los gastos apuntados y comer. Una carne. mé—hemos concluido para siempre: no
Hacía tiempo que Teodora y J o a q u í n peluquería de mayor fuste, produciría —Podéis i r buscando casa—dije;—en quiero recibir de manos t u y a s nada; ni la
Antón, animados por el dinerillo que yo ingresos mejores: la parroquia seria dile- lo que resta de semana, prometo daros qui- salud. Bien sé que para ciertos degene-
no les regateaba, pensaron trasladar su rente; empleados, militares con g r a d u a - nientas pesetas para los primeros gastos. rados no h a y redención; los que, como tú,
barbería á otro sitio mejor, ensanchando ción, estudiantes, personas, en fan, que
el local, suprimiendo la sección, harto pueden p e r m i t i r s e el dispendio, no m u y
deslucida v plebeya, de cirugía den «i ,
besar á esta fiera en la boca. Sin embar- tas, los compró á plazos, teniendo por
nacieron miserables, mueren en su ley. rearon, probando que la coquetería, sen- go, prometo que, pasados ocho días no fiador suyo al dueño de una fábrica de
Sin oir las explicaciones que por urba- timiento inseparable de toda mujer, no la conoces: con la dentadura completa y corsés de quien Teodora era algo_ parien-
nidad, quizá por miedo, Eduardo Olmedo había muerto en ella aún. Por decir algo limpia, el pelo rubio y un trajecillo nue- te. Instalado el nuevo establecimiento,
quiso darme, di media vuelta, subí á un agradable, repuse: vo, será otra mujer. esperamos la llegada del primer parro-
tranvía que pasaba, y sin perder momen- —Me gusta; es guapa. ; quiano; aquel que, según nuestras supers-
L a vieja b r u j a me interrumpió: Terminada aquella conversación, Seve-
to me dirigí á casa de Severina Águilas, rina y yo pasamos á un gabinete conti- ticiosas imaginaciones, había de imprimir
quien por hallarse m u y al tanto de mis . —No, eso no; guapa no es... Pero lo* guo y hablamos en voz baja del asunto á los destinos de la peluquería adverso ó
ganancias y mi probidad, no dejaría de será t a n pronto como hagamos lo que que allí me llevaba. Severina dijo que favorable impulso. Todos temíamos que
facilitarme, mediante un tanto por ciento Severina y yo tenemos pensado. Una podía prestarme hasta treinta duros y fuese cura: las sotanas, según creencia
prudencial, los ochenta duros que yo ne- mujer es lina casa... una finca... y las fin- lamentó amargamente no tenei-más di- vulgar, tienen mala sombra. Joaquín y
cesitaba. cas ruinosas, y esta pobre lo está, necesi- sus dos oficiales paseaban á lo. largo del
nero: el resto, con un interés del treinta
E n el comedor de Severina presenció tan ser reparadas de cuando en cuando. por ciento y siempre que ella me saliese salón gravemente, las manos cruzadas
una escena inolvidable. Pocos días antes, Invitáronla á dar por la habitación al- fiadora, lo facilitaría Faustina, la dueña sobre los riñones y vestidos con largas
la vieja corredora de bellezas había sa- gunos paseos, para que yo apreciase su del Salón de Peinado de la calle de J a - blusas de dril, m u y limpias y almidona-
cado de un lupanar gaditano y por cin- modestro andar y gallardía: caminaba co metrezo. El rédito me pareció exhor- das; á los muchachos, que todo lo rom-
cuenta pesetas,- una mujer que ya tenía lentamente, anadeando las caderas, que- bitante, pero la taimada alcahueta ase- pen y empuercan, se les había prohibido
vendida á otra casa de lenocinio de Ma- brando el talle con ondúleos lascivos de guróme que era imposible hallar quien terminantemente entrar en la peluquería;
drid en mil reales justos y al contado. reptil. cediese dinero con méuor interés y sin Teodora y yo, con los brazos al aire,
Aquella infeliz se llamaba Martirio; pa- —Hoy y mañana—dijo Severina—nos seguridades sólidas y valederas de cobro, planchábamos en la cocina las toallas y
saba de los treinta años, y, aunque fea, ocuparemos en pintarle de rubio los ca- y yo, deseando concluir aquel negocio los peinadores que luego habían de llenar
tenía en su cuerpo delgado y alto cierta bellos, y luego le pondremos toda la den- que tan embarazada me traía, acepté la los entrepaños de un estante. Por la tar-
languidez ó abandono felinos, atrayentes tadura postiza, oferta. Por la tarde, Severina Aguilas de, el timbre de la escalera vibró anun-
por todo extremo. Los ojos eran grandes, —¡La dentadura! me acompañó al Salón de Faustina, y ciando la llegada del primer parroquia-
negros, un poco cansados; sobre la frente, -Sí. ésta me entregó cincuenta duros, obli- no. quien, ])or distraído que fuese, segu-
que ya empezaban á estropear las arru- —¡Pero la pobrecilla va a sufrir mu- gándome yo, mediante recibo, á devolver ramente advirtió el molesto choque de
gas horizontales del sufrimiento, blan- cho!—explamé conmovida. á las dos mujeres quinientas veinte pese- nuestras miradas preguntonas: Joaquín
queaban algunos cabellos, afeando el ne- L a s dos mercaderes ele carhe blanca so tas; que luego ellas cuidarían do rex>ar- y sus dos oficiales interrumpieron sus
gro lustroso del pelo; bajo los labios pá- encogieron de hombros. tirso equitativamente. Aquella noche, paseos; Teodora, sus doí. hijos y yo, des-
lidos se ocultaban las encías, las liorri- —No importa—repuso Severina:—yo durante la cena, Teodora y Joaquin An- de la puerta del comedor, atisbamos al
bles encías sembradas de dientes desigua- lo siento porque la operación no ha do tón, emocionados por la generosidad de visitante: era m u y jovenzuelo; un estu-
les, ensuciados por la comida, renegridos costarme menos de quince duros; pero es mi sacrificio, me besaron las manos. diante tal vez: todos reparamos en que
por el mercurio. Con Martirio y Severina preciso... y va sabe ella que, sin esta con- llevaba corbata verde: aquello nos pare-
había otra mujer, pequeñita, enjuta, mal dición, no la hubiese comprado. A fines do año nos trasladamos todos ció buen agüero; de verde se viste la es-
vestida con una faldilla de percal y un al nuevo local que Joaquín había alqui- peranza, P o r la noche, oficiales y patro-
L a prostituta asintió, bajando la ca- lado en un principal de la calle de la nos celebraron la inauguración del esta-
mantón negro, rugosa y siniestra como beza. .
una b r u j a triste. Por la ventana, á través Luna. Varios días anduve ocupadísima, blecimiento cenando juntos; el vino nos
—Yon acá—prosiguió Severina, diri- ayudando á mis amigos á limpiar suelos puso á todos m u y decidores y alegres:
de los visillos poco limpios, caía Tin res- giéndose á la esclava:—siéntate.
plandor quieto y gris. Severina Aguilas, y ventanas, y colocar muebles. La pelu- Joaquín Antón se emborrachó, uno de
Martirio obedeció: quería quedó instalada en el amplio local los oficiales se empeñó en besarme la
exclamó al verme: —Abre la boca... ábrela bien, echa la que formamos derribando el tabique que mano con que yo acababa de servir el
—Acércate, Isabel: t ú eres inteligente cabeza hacia atrás... así. antes separaba el gabinete del salón, para coñac.
y debes examinar mi Último negocio. Me acerqué, lanzando una mirada es- lo cual fué necesario arreglar el suelo y .
¿Qué te parece esta muchacha? Cincuen- crutadora al fondo de aquella boca negra el papel de las paredes y del techo. Joa- —No me gustan las bocas bigotudas—
ta pesetas me costó. Di si me han enga- donde la falta de aseo, el abuso del taba- quín compró á un compañero suyo cua- exclamó, por decir algo.
ñado. co y las medicinas mercuriales causaron tro ó cinco sillones, pagándolos al con- —¿Quiere usted que me afeite?
Martirio se levantó: yo. dominando mi estragos terribles: casi todas las muelas tado, y buen golpe de tijeras, navajas, —¿Por besarme la mano?
agitación, la saludé amablemente. habían desaparecido, los dientes estaban maquinillas para cortar el pelo, pulveri- —Si.
—Buenos días. divorciados unos de otros, sucios, rotos, zadores, frascos de esencia, peinadores, —¿Y sería usted capaz?
—Buenos días, señora. mellados, como púas mohosas de un viejo tenacillas, toallas y otros menudos cachi- —¿Cómo no? ¡Ahora mismo!
Su acento andaluz era simpático, cari- cilindro. vaches: los espejos que, si mal no recuer- Me eché á reir; él, uniendo la acción á
ñoso, franco: sus mejillas, bajo la epider- —Como comprenderás—agregó Seve- do, importaban mil cuatrocientas pese- la oferta, salió del comedor tambaleán-
mis que endurecieron los afeites, se colo- rina Aguilas,—no hay hombre capaz de
EDUARDO ZASUCOLS
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como el protagonista de una famosísima
dose, y pocos minutos después reapare- novela de Sué, y sin duda por esta cir- —Me dejó—dijo—porque y o no le con-
ció rapado y sin cañones, como un semi- cunstancia recuerdo su nombre; mi me- pelotari puso una mano sobre Carmen, venía; le gustaba demasiado... ¿compren-
narista, y mereciendo de la concurrencia moria, sin embargo, apenas recompone como tomando de ella dominio y pose- des?... y desde que andaba conmigo per-
alegre y prolongada ovación. Claro es aquella figura empujada m u y lejos en la sión. En el cafó SÓJO había dos o tres pa- día todos los partidos. Los buenos aficio-
que hube de cumplir lo prometido, en- noche de los viejos tiempos: era pequeño, rroquianos absortos en la lectura de los nados y los periódicos se quejaron...
tregando con regia majestad m i mano a delgado, la nariz larga; creo también que periódicos de la noche; nuestras voces Agregó:
los" cariñosos labios del peluquero; pero su cráneo, cubierto de pelo corto, termi- resonaban alegrando el pequeño local; la - ¿ Y tú?
aquella concesión no envolvía malicia ni naba en punta. El pelotari, alto, grueso, luz abrillantaba "el mármol de los vela-
dores: un mozo, con su delantal y su ser- Yo me limité á decir que, pasada la
trajo mercedes mayores. apoplético, parecía un coloso; la risa, re-
Por aquella época, época triste que mi tazándole p o r sus labios enormes, llenaba villeta al hombro, en pie ante la puerta noche en que conocí á Dagoberto, no ha-
memoria hilvana, zurce y recompone oi- su cara; sus manazas velludas, abandona- de los billares, parecía una mancha blan- bía vuelto á verle, como era verdad. P e r o
íícilmente, me ocurrió la aventura mas das sobre el mármol del velador, ocupa- ca. De pronto apareció un cochero, ya me abstuve, contenida por un resto de
viejo, gordo y bajito, envuelto en su recio pudor, de referirle la segunda parte, con-
original y fuera de toda suposición o ban media mesa. Aquellos hombres, in- capote gris, rojo bajo su gorra de hule; tinuación ó apéndice de aquellas rapidí-
cálculo, que creo le haya sucedido á nin- dudablemente, nos tenían á Carmen Are- dirigióse al mostrador; Dagoberto le re- simas relaciones. E l cochero Eustiquio
guna mujer. , llano y á mí en poco. Desde la segunda conoció. Fernández fué á buscarme ¿ mi propia
Severina me había presentado a una mitad"de la cena nos olvidaron comple- casa sirviéndose de un muchacliillo so-
muchacha m u y simpática, llamada Car- tamente para abismarse en un diálogo —Adiós, Eustiquio. brino suyo. Yo, sin sospechar de quién
men Arellano, á la que luego perdí de insulso, concerniente á episodios y deta- E l interpelado volvió la cabeza sor- se trataba, acudí á la cita. A l ver á Eus-
vista y de quien no volví á saber hasta lles de sus respectivas profesiones: el pe- prendido. tiquio, regordete y pequeño, con sus oji-
mucho tiempo después: era de mediana lotari hablaba de saques, de rasantes, de —Hola, señores. llos relucientes de fiera, su gorra imper-
estatura y algo coja; parecía francesa; su boleas, moviendo en el espacio sus bra- E l pelotari también le conocía de verle meable de plato metida hasta las orejas
almita, inconsciente y bohemia, la hacia zos hercúleos, indignándose contra el za- muchas tardes en el frontón. Eustiquio y sus manos cortas terminadas por uñas
desgraciada y adorable; teniendo todos guero que le dejó perder un partido que nos saludó tocándose ligeramente la vi- corvas y negras, padecí un estremeci-
los vicios, hubiera sido capaz, por amor, y a tenía ganado: el jockey reíería proli- sera con una mano: después sus ojillos, miento irrefrenable de repugnancia. Las
"de vivir como una santa; como las muje- jamente sus últimas carreras; en la ulti- cínicos y brillantes se fijaron en mí. primeras palabras de Eustiquio me tran-
res de G-avarni y de Guillaume, era, si- ma montaba un magnífico potro castrado, —¿Dónde vas?—preguntó Dagoberto. quilizaron; él era un hombre práctico
multáneamente/irresistible y fea; tenia castaño claro, trcsalvo, lucero corrido —Iba á pedir un café. que sólo estimaba el dinero, agente capi-
la nariz torcida, y su rostro largo y pe- hasta los hollares, y de p u r a sangre m- P u e s mira... déjalo para más tarde, tal, cuando no supremo y único de la
coso terminaba en punta; los ojos eran o-lesa; había ganado por media c a b e z a - porque ahora esta mujer y yo reclama- vida, y, por tanto, no me llamaba para
azules y grandes; sobre su frente blanca, Hablaba entusiasmado, encogiéndose so- mos t u s servicios. cortejarme; sí para proponerme seria-
los cabellos indómitos y rojos ponían un b r e la silla, cual si ya se sintiese lanzado Eustiquio procuraba aplazar aquel mente un negocio lucrativo.
casco sangriento. Carmen había sido que- hacia el horizonte, avanzando su mandí- compromiso algunos minutos, jurando
rida de Enrique Cova, vizconde del Mar- bula; mandíbula afilada de prógnata, que hallarse transido de frío: concluyó por —En cuanto la vi á usted—dijo,—tan
mol, quien harto de perdonar y de ser cortaba el viento; y su cráneo rojo pare- sentarse á nuestra mesa y beber una copa señorita y tan discreta, pensé: «Esta es
engañado, la dejó: el recuerdo de aquel cía más puntiagudo. Carmen, con sus ca- de coñac; entretanto no apartaba de mí la mujer que necesito...»
hombre rico y bondadoso constituía la bellos entortijados y rubios, que recor- sus ojos penetrantes, como buscando mi Hablando así sus labios gruesos se dis-
única grandeza, el único timbre nobilia- daban la ridicula peluca que el actor rostro entre sus recuerdos. Después todos tendían risueños sobre las sólidas mandí-
rio de mi pobre amiga. No obstante, ella Bouffé se puso para pedir la mano de su salimos á la calle, despidiéndose Carmen bulas, y los ojillos azules, de un azul
vivía feliz; ante el mañana incierto, re- prometida Carlota Gilbert, escuchaba Arellano y el pelotari de nosotros. Ya en claro, casi verde, brillaban.
bozado en las negras hopalandas dé la atentamente al jockey: el vizconde de la acera, ante la portezuela abierta del —Si, rodando el tiempo—prosiguió,—
pobreza, Carmen reía; su imprevisión Mármol, su antiguo amor, también ha- coche, Eustiquio dijo: mañana ó el año próximo, quiere ustod
miraba á la miseria frente á frente, enco- blaba de caballos, y por esto aquella con- —¡De qué buenas mozas te acompañas, tener relaciones amorosas conmigo, bue-
giéndose de hombros; jamás sus maneei- versación la parecía escogida y de buen pillo! no; si no, es igual. Aquí sólo tratamos do
tas gráciles, aficionadas á todas las per- tono. Yo, aburrida, pensaba que, para Dagoberto reía, diciendo que me había ganar dinero.
versidades, regatearon una limosna. tratar con tales gentes, de nada me apro- conocido aquella noche, significando así •Escuché, llena de curiosidad. Eusti-
Una noche cenábamos Carmen Arella- vechaba saber francés ni tocar el piano. no tener por mí interés ninguno. quio Fernández vivía con su sobrina y
no y yo en cierto cafetín solitario de la A los postres, los hombres, hartos de —En tal caso—repuso Eustiquio,—ya una hermana y a vieja, en una cochera de
calle Infantas, acompañadas de un pelo- discutir y animados por los vapores del me dirás mañana dónde puedo ver á esta la calle de Ceres; era viudo y tenía una
tari vascongado y de un jockey, á quienes cafó y del vino, pensaron bruscamente en joven. hija que ya pasaba de los veinte años,
mi amio-a "conoció aquella tarde no se nosotras: Dagoberto se acercó á mí; el Muchos días después Carmen Arellano dos caballos y dos coches. Si su hija lo
dónde. Él jockey se llamaba Dagoberto, y yo nos vimos en casa de Severina hubiese ayudado él ya sería rico, pues la
Aguilas: ella había reñido con el pelotari. muchacha, lfcnpia % bien vestida, podía
40 EDUARDO ZAMACOIS

competir ventajosamente con las más cente de todo; usted entonces me indica
bonitas; pero era muy loca, y desde hacia una dirección cualquiera y ya es difícil
algunos meses andaba con un pelagallos que el galán, una vez dentro del vehícu-
que no tenía ni jergón sobre donde caerse - lo, se resista á pujar la aventura hasta el
muerto. Por eso él, Eustiquio Fernández, fin. Ahora bien: yo cobro por cada servi-
al conocerme, pensó en mí. Continuó ex- cio el cuádruple de su valor: por una
plicándose. El oficio de cochero es malo carrera, cuatro pesetas; por una hora, ;
y reditúa poco; hay muchos vehículos de Ocho. Y no soy exigente; todo lo demás,
alquiler; las carreras, por largas que sean, para usted. Después, de lo que el caba-
se pagan á peseta; los servicios por horas llero, al marcharse, me abone con arre-
aspean el ganado y apenas producen un glo á tarifa, cobrará usted un cincuenta
duro; además, las empresas de tranvías por ciento. Medítelo usted bien: creo que !
dieron á la profesión de auriga, y a m u y mis proposiciones no pueden ser más*
estropeada por la concurrencia, un golpe ventajosas ni más claras.
fatal. Eustiquio era hombre fecundo en Mientras Eustiquio Fernández habla-
iniciativas inmorales: su amistad con un ba, le observé atentamente, pareciéndo- J
repartidor de periódicos y novelas por me imposible que aquel cráneo deprimi- |
entregas, le inspiró la idea de editar li- do, colocado entre dos orejas peludas y i
bros px-obibidos; luego cambió de opinión grandes, fuese capaz de tan rufianesco ;
y pensó instalar un cafetín económico ingenio. Desde luego agradóme el nego-
servido por mujerzuelas; pero acabó re- cio: recordó aquellas noches crueles de
chazando ambos proyectos, temiendo invierno en que la necesidad me obligó
aventurarse en empresas difíciles. La á caminar muchas horas bajo la lluvia y ^ Invit: ronla á <1ar por la habitación algunos paseos... (Pág. 36)
idea, sin embargo, de que el vicio es sobro el barro, recogiéndome las faldas ..
fuente segura do riquezas, robustecida graciosamente, procurando que el can- antipáticas donde jamás nos sucederá na-
por los ejemplos de la experiencia diaria, sancio no helase la sonrisa de la lasciva Las horas crepusculares favorecen las
aventuras amorosas; son horas tristes que da agradable.
no dejaba de obsesionarle. Al fin creía provocación en mis labios, ni restase rit- Eustiquio conducía su. coche pausada-
haber hallado un negocio raro, excelente, mo ni gallardía á mis movimientos: siem- vierten sobre el ánimo, intensa melanco-
lía; los muebles naufragan en la penum- mente por la calle de Alcalá, procurando
enteramente nuevo; y la originalidad es pre es agradable andar on coche; el cal- mantenerse cerca de la acera; yo miraba
madre del éxito. zado no se ensucia, los cabellos no so bra de las habitaciones; los cortinajes,
afectan contornos antropomórficos impo- á los transeúntes, asomándome un poco á
desrizan; repentinamente me entusiasmó la ventana, y el aire tremolaba las largas
—Las mujeres—prosiguió Eustiquio — imaginando la silueta de aquel coche, nentes; los divanes parecen ataúdes ce-
que andan por la calle llamando á los rrados; sombras fantásticas danzan sobre plumas de mi sombrero. Al pasar p o r de-
rodando á través de Madrid convertido lante de Fornos, un caballero reparó en
hombres, por guapas que sean, ganan en alcoba ambulante; una alCobita acol- el estuco de las paredes. Entonces los
poco, pues las joyas parecen tanto peores hombres huyen á la calle, buscando dis- mí; yo le llamó sonriente, haciendo con
chonada y muelle, con visillos azules, la cabeza un signo afirmativo. El pregun-
cuanto más modesto es el eseaparatc don- que el perfume de mis vestidos aromaría tracciones que les permitan entretener
de se exhiben. P a r a ganar mucho, no agradablemente el tiempo que aun falta tó señalándole con un gesto:
m u y pronto. —¿Es á mí?
bastan buenos vestidos, sino que son ne- para la hora de. cenar: la luz del alum-
cesarias también la protección de un Él trato quedó hecho; Eustiquio y yo brado, combinándose con la crepuscular, Repuse bajando la cabeza reiteradas
banquero ó de un artista célebre; ó lo nos separamos acordando reunimos al produce una claridad extraña y alegre; veces:
que es igual: una leyenda, un nombre día siguiente, á las cinco en punto de la mujeres elegantes invaden los comercios; — A usted.
que haga volver la cabeza á las multitu- tarde, frente al Ministerio de Hacienda, la perspectiva de la noche que empieza Acercóse á la portezuela.
des. Esto es m u y difícil... P o r eso, si us- y conviniendo también en arreglar cuen- estimula las pasiones masculinas; la ne- —Señorita...
ted quiere, y contando con su absoluto tas todas las noches, á fin de evitar erro- cesidad de comer parece recordar la uti- ' —¿Quiere usted dar conmigo un pa-
reserva, haremos un trato: usted buscará res perjudiciales á la armonía y bonan- lidad de la hembra; es la hora romántica seo?'
á los hombres de noche y en la calle, cible curso de nuestra sociedad. A la cita de lo imprevisto y de lo raro. Luego me El caballero pareció m u y sorprendido
pero no á pie, sino en coche. Cuando va- los dos acudimos puntualmente: el coche he persuadido de que también las calles, y contestó:
yamos de rebusca, yo llevaré el caballo de Eustiquio relucía como una bota de como los individuos y las horas, tienen —¿Dónde iremos?
al paso y siempre cerca de la acera; lo charol; yo llevaba una elegante capa de su psicología; esto los mendigos y las —Donde usted quiera.
demás, es cuenta de usted: si algún caba- pieles, blusa roja de seda y un sombrero lumias del arroyo lo saben; hay callos Consultó su reloj; eran las cinco y me-
llero quiere acercarse, usted me manda negro con plumas blancas que me había MEMORIAS,—(»
üarar y yo obedezco, fingiéndome ino- costado cien pesetas, si mal no recuerdo.
cias, como los barbilindos que infestan candorosa elocuencia, explicándome cómo
los teatros las noches de moda, sino á aquella identidad de edades nos acerca-
dia; viendo á la mujer pensó, sin duda, to en la mano, cuando yo bajaba ó subía, limpieza y á salud; la salud fuerte de las ba. A l día siguiente volvimos á vernos y
en la cena, y todos sus apetitos se despe- recogiéndome las faldas y apoyando lim carnes bien soleadas; sus actitudes eran nuestras relaciones se afianzaron. Por las
rezaron. Sin hacerse rogar subió al vehí- píamente sobre el estribo mis zapatito candorosas, sin afeminamiento; su aliento noches, después del teatro, Pedro me es-
culo, sentándose á mi lado. Yo le gritó á de bordado tafilete. cálido atraía; había en él algo fresco y peraba en la esquina de las calles Luna
Eustaquio: El amor acudió á romper aquellos la- rústico que recordaba el pueblo, con sus y Tudescos para pasear en mi compañía
—¡Al Hipódromo! zos con que el interés nos unía. Una tar- bardales, sus casitas blancas, sus álamos dos ó tres horas.
Mi desconocido galán me cogía las ma- de de Marzo pasaba yo en coche por la balanceándose á impulsos de la brisa bajo Los años, los placeres, los viajes, no
nos acariciándomelas, llevándoselas á los calle de San Bernardo, á tiempo que sa- el infinito azul... han podido desvanecer todavía la impre-
labios. lían de la Universidad varios estudian- —¿Por qué me ha llamado usted?— sión de aquellas intimidades deliciosas:
—¿Me conoces?—preguntó. tes. Uno de ellos me impresionó; era alto, Perico era menos vicioso que Diego F e -
—No. delgado, moreno; llevaba traje negro, bo- rrer y menos gastado de alma, más cari-
tas de charol y sombrero cordobés; una —Por capricho.
—Entonces, ¿cómo me llamaste? —¿Cómo? ñoso, más dulce; pronto me reconocí ena-
sola mirada bastó á explicarme los deta- morada locamente do él, pero con ese ver-
—¡Qué sé yo!... Porque me gustó us- lles de su persona: los pantalones aboti- —Porque me gusta usted.
ted... Se puso m u y colorado, á pesar de dadero amor, fiel y casto, cuyo rasgo ca-
nados, la americana corta, la camisa con racterístico en la mujer es el sacrificio:
De pronto el hombre pareció contra- cuello bajo adornado por una larga y fina los esfuerzos que sobre sí mismo hacía
riado y remiso; sin duda recordaba algún por aparecer sereno y hombre de mundo. arrullándole con mis juramentos, acari-
corbatita roja; cruzaba el chaleco una ciándole con la templada nieve de mis de-
quehacer importante; pero yo, sin darle gruesa cadena de oro con vistosos dijes —Señora—dijo,—usted se ha equivo-
tiempo á reflexionar triunfé t de todo cado; yo no puedo acompañarla á usted; dos, prometiéndole dichas y abnegaciones
del mismo metal; en el meñique de la innúmeras, mi ánimo gozaba la exquisita
echándole los brazos al cuello; las muje- la mano izquierda brillaban dos sortijas; no llevo d i n e r o -
res, como los taberneros, administramos emoción de la maternidad, que es abne-
iba completamente afeitado; bajo el doble Aquella ingenua nobleza infantil me gación y desinterés: aunque m u y joven,
y repartimos la locura; un beso equivale arco de las pobladas cejas, los ojos juve- conmovió, enardeciéndome, animándome
á un buen vaso de vino, y el desgraciado las batallas de la vida habían endurecido
niles ardían preguntándolo y deseándolo á tutearle, empujándome hacia él y como mi voluntad, infundiéndome temple ace-
que trasiega más de un vaso, se vuelve todo; la boca era grande y sensual; los arrojándome en sus brazos.
loco. No obstante, mi nuevo amante, cum- buchcno y varonil. «El hombro — dic6
negros cabellos peinados hacia adelante, —¿Quién te pide nada?—repuse;—esta Thulié—es la lucha, la mujer es el amor.»
plidos sus deseos, me dejó dos ó tres ho- según vieja y plebeya usanza española, noche, afortunadamente, tengo para cenar
ras más tarde. Después de cenar, Eusti- Pero allí los términos estaban invertidos:
se abullonaban sobre las sienes; iba ha- y dónde dormir; me gustas... ¿qué más Pedro era, ó yo, cuando menos, lo imagi-
quio me llevó en corso á la salida del blando con otros amigos, y su voz fuerte, quieres?
teatro Apolo: aquella vez también la naba así, el niño, la parte femenina y
algo brusca, de mozo criado al aire libre E l volvió.á ruborizarse, y, bien á des- más débil; yo debía aconsejarle y defen-
suerte nos fué propicia; el pobre caballo en la libertad selvática del cortijo, remo- pecho de su voluntad, bajó los ojos. Yo
trabajó hasta la madrugada. Cuando vol- derle d'fe tocio lo malo. Más de una noche,
vió mi alma. Aun á trueque de alarmar pregunté: queriendo librarle de peligrosos tropie-
ví á mi casa había ganado veinte duros, demasiado la atención de los transeúntes, —¿Cómo te llamas?
de los cuales hube de entregar á Eusti- zos, lo acompañó á su casa, permane-
llamé al simpático desconocido con la —Pedro. ciendo en la calle después una buena
quio Fernández más de treinta pesetas. mano al mismo tiempo que mis labios y —¿De apellido? pieza, hasta convencerme de que ya no
mis ojos y toda yo le sonreían. E l se •—Francos. volvería á salir. El, ¡pobre de mi alma!...
acercó titubeando; el coche se detuvo. —Pedro Francos... ¡Suena eso bien!... también me quiso ciegamente. Repitien-
13 Noviembre. Hubo una pausa. do su nombre, mis ojos se arrasan en lá-
—Suba usted—le dije. —¿De dónde eres? grimas: él es mi verdadero amor, y nadie
Tan extraordinario modo de vivir duró —¿Yo?—balbuceó.—Creo... señora, que —De Extremadura, creerá que fué entre sus brazos donde
varias semanas; mis ganancias eran con- me confunde usted. —¿Estudiante? conocí por primera vez el deleite; el de-
siderables; Joaquín Antón y Teodora, —No, no le confundo; es usted á quien —Sí. leite físico, que produce en los músculos
que no se hartaban de explotarme, obli- busco. E n t r e usted... Queriendo infundirlo confianza, le dije una sensación de calor húmedo; sensación
gándome con lágrimas en los ojos á pagar Y cuando le tuve á mi lado, gritó á mi nombre y el de mi pueblo, dándole á recóndita, cual si á un tiempo se rompie-
todas sus deudas, estaban satisfechísi- Eustiquio imperativa: comprender que vivía con un viejo rico ran y derramasen todas las venas...
mos; Eustiquio, que logró ver su coche -—¡Al Hipódromo! y nada celoso.
siempre alquilado, se había comprado Buen rato permanecimos mi acompa- —Hace poco tiempo aún—dije—que EÍ amor en los espíritus gastados es
una librea nueva; como empezábamos á ñante y yo callados y perplejos, sin saber llegué á Madrid. Tengo veinte años. impaciente, y camina derechamente ha-
ser populares entre cierta clase de gente qué decirnos: él, cohibido en su inocen- El me miró alborozado. cia la posesión, que en una pluralidad
distinguida, el gran socarrón me trataba cia, me miraba atónito; yo, sintiéndole -—¡Yo también!... desconsoladora de casos es abatimiento
con ceremonioso respeto, llamándome tan cerca, experimentaba emoción inex- Y me examinaba con ojos llenos de y olvido: los corazones juveniles, por el
«señorita» á boca llena y cuadrándose plicable, como si algo antiguo y honrado
junto á la portezuela con la gorra de pla- despertase dentro de mí. No olía á esen-
Joaquín, lejos de alabar mi conducta, la cada mes Pedro iba á cobrar ciento vein-
contrario, alargan gustosos el prólogo,buscarle á su cochera para decirle que ticinco pesetas á casa de un amigo de su
aquella noche no podía acompañarle, y censuraron agriamente: aquellos tardíos
rebuscando detalles, alejando la hora del resquemores de arrepentimiento, eran un padre, y con este dinero y la severa ad-
le encontró malhumorado, rezongando
dulce desenlace, enmascarando artística- ministración que yo ponía en todo, no
amenazas y sin levantar los ojos del sue- novísimo y repugnante aspecto de mi
mente su sensualidad con gasas románti- eo-oísmo: yo me enfurecí; ellos insistie- pasábamos estrecheces ni privaciones.
cas: boy es él quien escribe una carta lo. Mi altivo carácter rebelóse furioso Aquello fué para mí una resurrección
contra aquel impolítico recibimiento y ron levantando la voz, tirándome á la
llena de promesas hiperbólicas; mañana frente mi miseria pasada: cuando me vi milagrosa. Al reñir con Joaquín Antón
es ella quien corresponde á esta finezaabarrisco le eché noramala, diciéndole y Teodora, parecióme borrado todo mi
que nuestra sociedad había concluido y en Madrid hambrienta y sola, recurrí á
enviando á su amador un rizo de cabellos ellos; después, fingiéndome desinteresa- ayer repugnante y hediondo; me sentía
pidiéndole como último favor que, si al-
ó una cinta sobre la cual sus dedos tem- despertar á otra vida, vida laboriosa, re-
guna vez nos tropezábamos por la calle, da. les saqué de la modesta casita donde
blorosos pusieron un nombre y una fe- vivían para luego abandonarles en un lo- pleta de honrados quehaceres; vida llena
no me saludase. Así terminaron mis re-
cha; otro día se satisfacen paseando pel- de aire puro, de sol y de higiénicos afa-
laciones mercantiles con Eustiquio, de cal cuatro veces más caro y lleno de
el campo, paseo honrado, dado en pleno muebles que no podrían pagar. nes. No sé cómo el cuadro de la, niñez
quien, desde entonces, no he vuelto á
día, bajo el sol: caminan á la vista de to- .cobró en mi memoria realce y glacis nue-
saber.
dos cogiendo flores, jugando como niños; —¿Por qué reñiste con Olmedo?—pre- vos: recordé mi casa, mi casita blanca,
los labradores que trabajan inclinados Aquel ligero contratiempo no tardó en guntó Teodora. con su espacioso huerto sembrado de ár-
sobre el surco, se yerguen un momento proporcionarme otros mayores y más ín- Y Joaquín Antón añadió: boles frutales y de .flores; y el pueblo,
para verles pasar. Pedro y yo, menospre-
timos, pues vinieron á destruir la peque- ' —Todo eso y más merecemos por fiar- perezoso y callado, con sus anchas calles
ciando la intimidad de nuestra pasión, ña familia que la casualidad me habia nos de ciertas m u j e r e s - polvorientas bañadas en luz: vi á mi ma-
h a l l á b a l o s siempre complacencia en los
improvisado. Aquellas acusaciones sólo lograron ex- dre madrugando con la aurora, desco-
platonismos del amor puro. He oído la- Los negocios de Joaquín Antón mar- citarme, poniéndome fuerá de mí, inyec- rriendo los cerrojos de la puerta, dando
mentarse á muchos hombres de haber chaban bien, pero eran insuficientes á tándome de sangre los ojos. Pisoteando do comer á conejos que la recibían levan-
desaprovechado sus primeros años; la sufragar los gastos que por todas partes m i buena educación les recordé las ocho- tando las'orejas y frunciendo sus inteli-
voluntad de un padre cruel ó la miseria,se avecindaban como sombría y tupida cientas pesetas qne con gran vergüenza gentes hociquillos; contando los huevos
les lanzó al trabajo demasiado pronto y falange de enemigos voraces: Antón mal- y quebranto míos y para provecho suyo, "que las gallinas pusieron el día antes,
sienten la nostalgia de la niñez que nogastaba en la taberna la mitad del jornal había yo buscado. sacando agua del pozo, riñendo con los
vivieron. Algo semejante ocurría en nos-
y al día . siguiente de una borrachera es- —¡Devolvedme ese dinero—grité;—y aparceros, echando un vistazo á la ropa
otros; ni Pedro ni yo conocíamos los pla-
taba embrutecido é inútil para el traba- os perdono lo demás! que dejó en colada la víspera, zapeando
ceres del noviazgo; él llegó á mí como yo
jo; los niños, además, iban al colegio y También les humilló sañudamente re- á los gatos vagabundos que rondaban el
caí en sus brazos y en los de Eduardo todo ocasionaba dispendios; los recibos cordándoles que. al recibir dicha canti- palomar, preparando luego en la cocina
Olmedo, sin transiciones graduales ni de los espejos y demás muebles que com- dad, llenos de agradecimiento me besaron el desayuno de todos nosotros. Mi padre
preparación; la posesión brutal, acome-pramos á plazos para la elegante instala- las manos, y que el pan que comían y la se marchaba al trabajo haciendo un ciga-
tiéndonos bruscamente como fiera que ción de la peluquería, eran presentados mitad de ios muebles de aquella casa rrillo de papel, con el ancho sombrero
el1 día primero de cada mes con exactitud
brinca sobre u n a presa, dejó la novela de .eran también míos y fueron adquiridos sobro las cejas y la chaqueta al hombro,
nuestros amores sin proemio, introduc- aterradora. A l principio yo, inconsciente con billetes de Banco suciamente gana- y todo su aire imponente de perdonavi-
ción ni primeros capítulos; era, pues, y generosa, imponiéndome la ilusión de dos. Hechas estas aclaraciones, que juz- das irritado: mi hermana Milagro y yo,
necesario resignarse á leer una sola pági-
que aquella familia era mía, pagué todas gué necesarias para deslindar los campos entretanto, corríamos por el jardín co-
na: la última. Esto era horrible; nadielas cuentas; las ganancias exliorbitantes y dejar los puntos bien puestos sobre las giendo mariposas. Tenía mi casa un ca-
podría consolarnos de habernos rendido que la amistad de Eustaquio me propor- íes, me despedí de mis innobles amigos, rácter suigéneris, una psicología honrada
mutuamente, sin lucha, y de aquí nues- cionó, sugirieron á Joaquín Antón la sa- abominando de ellos y hasta de la hora, que no he visto después en ningún hogar
tro anhelo de trocar las impresiones, jus-
brosa esperanza de vivir, él y los suyos, por sobradamente pagada, en que la ia- andaluz ni madrileño. Mi buen padre tra-
tificando á posteriori aquel cariño: cam-
sin trabajar y á expensas mías. Pero re- talidad me les puso delante. P o r la tarde bajaba siempre, unas veces sobre el sur-
biábamos mechones de cabellos, flores pentinamente" la situación cambió; yo me Carmen Arellano, acompañada de un co. otras comprando y vendiendo caba-
secas, pensamientos ó claveles general-mostraba arrepentida de mi pasado, tenía mozo, trasladó mi equipaje á casa de Se- llerías por los pueblos comarcanos, y sin
mente, cuidadosamente prensados entre un novio noble y bueno, al que amaba verina Aguilas, donde Perico Francos y que su pensamiento ni sus esfuerzos se
dos hojas de un libro; y pañuelos, cintas,
desinteresadamente y por quien era capaz yo pasamos la noche; dos días después apartasen un punto de nosotros: laboraba,
cartas; y como de estas cartas las míasde las mayores virtudes; quería pertene- ños instalamos en una boardillita do la para alimentarnos, y vestirnos y, asegu-
eran siempre las mejores, Pedro me ad- cerle en cuerpo y alma, defender su ha- calle Espíritu Santojun zaquizamí peqae- rarnos un mañana tranquilo; aunque gra-
miraba. cienda, alimentarle, si preciso,fuera, con ñin. con cocina, cuartito ropero y dos ve y de pocas palabras, la casa? fera su
mi trabajo honrado: aquel hombre era habitaciones m u y claras. ilusión; hoy se nbraba un árbol, mañana
Dominada por aquel amor, descuide para mí la regeneración, el refugio ó asilo Los primeros tiempos pasados allí fue- retocaba una pared ó recorría el tejado
los negocios; Eustiquio Fernández se santo de mi espíritu réprobo; Teodora y ron dulcísimos: el día tres ó cuatro de
quejaba amargamente; una tarde fui á
tapando las goteras: para él, fuera de su santiamén, ayudándole á vestirse, empu-
mujer y de sus hijas, empezaba el vacío. jándole hacia la Universidad: yo me que- : que los errores ortográficos abundaban: Don Cayectano se encogía de hombros-
Mi madre, dócil como una esclava, co^ daba sola, barriendo las habitaciones, re- :¡ todo ello, sin embargo, me parecía deli- —¡Bah!—exclamó:—todas decís lo mis-
rrespondía á esta abnegación con otra pasando la ropa, preparando el almuerzo, j cioso, y por las mañanas, temiendo que el mo y después... nada. La pasión de usted
igual. La frase: «Cuando venga padre es imitando á mi madre mientras iba ere- \ cartero perezoso no subiese hasta las re- es funesta para Perico; su padre no tran-
necesario que ésto ó aquéllo esté hecho», yéndome salvada y digna, como ella, de i montadas alturas de mi boardilla, salía á sige; usted será la causa de que ese pobre
no caía nunca de sus labios; por él se es- tener un hogar. E n una jaula colgada de- esperarle al zaguán. El, no bien me veía, muchacho renuncie á su carrera... ¡y aca-
meraba en el lavado de las ropas, en la lante de la ventana, cantaba un jilgueri- | se echaba á reir. so á la probabilidad de un matrimonio
limpieza de los suelos, en el buen adere- lio; el sol penetraba hasta el fogón, bru- —¡Aquí tiene usted—decía:—carta de ventajoso!
zo y pique de los guisos; todo era para ñendo el metal de las" cacerolas, tendiendo don Pedro! Francos terció en la conversación, con-
ella asunto de cuidado y respeto; los ob- en el espacio una barra de oro. Por las Y me la ofrecía, levantando el brazo en cluyéndola violentamente.
jetos, aun los más pequeños, parecían tardes Pedro y yo paseábamos; yo vestía alto, obligándome á ponerme de puntillas —Puede usted, don Cayetano—dijo,—
derivación ó emanación del hombre ama- sencillamente, no queriendo atraer sobre para cogerla. Aquellas cartas me forza- protegemos con un discreto silencio ó re-
do, del dueño, que los adquirió y reunió mi moralidad ninguna sospecha injuriosa, ban, simultáneamente á reir y á llorar; ferírselo todo á mi padre; me es igual.
bajo el mismo techo con su trabajo; den- y si veía algún hombre conocido, la ver- en ellas Pedro repetía que necesitaba es- Sólo quiero dejar bien sentado que yo, ni
tro do nuestra intimidad, mi padre vivía güenza agolpaba á mis mejillas toda la cribirme á hui-tadillas de su familia, que hecho trizas, me separo de Isabel.
aislado y como aparte: tenía su sillón, su sangre: sonrojábame por mí y por Pedro, su padre le había amonestado, censurán-
á quien mis pasadas miserias afrentaban. Don Cayetano se marchó mostrándose
toalla con la que nadie se secaba: desde dole su mala conducta y haciéndome res- pesaroso de tener que proceder enérgica-
que mi padre llegaba á casa, todos éra- De noche, mientras él estudiaba vencien- ponsable única de todo: también habla-
do la pereza, yo cosía, mirándole de cuan- mente en contra nuestra: las hostilidades
mos á cuidarle. Mi madre gritaba conti- ban de trasladar su matrícula á otra Uni- quedaron rotas; las primeras escaramuzas
nuamente:— « ¡Niñas, no molestéis á pa- do en cuando, con un codo sobre sus ro- versidad. Yo, transida de dolor, le escri-
dillas. nos fueron fatales; una carta que Pedro
pá!»... Nuestros juegos, nuestras risas, bía recordándole nuestras horas de amor, recibió de su padre poco después, nos
todo estaba subordinado á la comodidad Pasado el invierno, surgieron inopina- excitándole á no olvidarme... A fines de convenció de que no habría cuartel ni ca-
del cabeza de familia; hasta en nuestros damente disgustos terribles: los padres Septiembre, no obstante, Pedro Francos ridad para el vencido. Desde luego nos
actos menores había, con relación á él, de m i amante supieron que su hijo vivía regresó á Madrid; fui á la estación y l e en- negaban todo socorro pecuniario. Nos-
cierta ordenación y dependencia. con una mujer, y autorizaron al amigo ó contré delgado y pálido, con la palidez bi- otros, sin embargo, no nos arredramos,
Estos recuerdos despertaron en mí una administrador encargado de pagar á Pe- liosa de los que sufren moralmente. Ha- sostenidos por la fe que la pujante moce-
especio de segundo carácter ó naturaleza, dro sus veinticinco duros mensuales, pa- blamos del porvenir. Pedro me dijo que dad tiene en el porvenir; y eso que no
y aun hoy mismo, á pesar del boato con ra que oon sereno pulso y mano firme nos su padre prohibía rotundamente nuestras veíamos luz que nos guiara ni puerto ami-
que vivo, echo m u y de menos aquellos separase. Mi buen Perico, transido de pe- relaciones, pei-o que él estaba dispuesto á go que nos diese amparo. Pedro era toda-
tiempos: por eso creo que hay en toda na, acudió á casa de don Cayetano, que seguir conmigo aunque á ello se opusiesen vía demasiado niño para trabajar, y yo
cortesana que el vicio y los desengaños así se llamaba aquel pobre señor-, y con cielos y tierra. jamás me hubiese atrevido á insinuárselo;
no corrompieron demasiado, una mujer lágrimas y solemnes votos de arrepenti- —Mientras mi padre—dijo—no quiera la juventud lucha, arremetiendo á la ad-
casera, sucoptible de ser económica y miento, juró abandonarme no bien termi- sujetarme, aprovechando mi minoría de versidad con la cabeza baja; pero los vie-
fiel, y una excelente madre de familia. nase el curso académico y siempre que él edad, estamos bien, porque ni la miseria jos y los niños, sabiéndose ineptos, se
Lejos de distraer á Pedro de sus estu- le prometiese no meterlo todo á barato y ni el desamor de los míos me intimida. cruzan de brazos ante la miseria, espe-
dios, yo le estimulaba al trabajo, sintién- esperar algunos meses. Prometiólo así rando la muerte con el estoicismo heroico
don Cayetano y merced á esta condes- Recuerdo que acerca de esto hube de
dome, simultáneamente, querida y madre hacerle prudentísimas reflexiones, mas de los débiles. Empezamos á empeñar pa-
suya. Y que no vean en esto los malicio- cendencia no sufrí por entonces el golpe ra vivir, y los dos, animados por el noble
que había do herirme después. A media- todas ellas cayeron en saco roto, que ta-
sos el más leve resquicio ó barrunto de les eran los deseos que ambos teníamos deseo de inmolarnos en aras del bien co-
egoísmo: jamás pensó que Pedro Francos dos de Junio Pedro Francos se examinó mún, batallábamos porque nuestras ropas
aprobando dos asignaturas y quedando de vernos juntos otra vez. E l mes de Oc-
llegara á casarse conmigo, ni aún, que tubre lo pasamos tranquilamente: en No- fuesen las primeras en ir al sacrificio: yo
nuestros amores durasen indefinidamente: suspenso en Metafísica: terminado este había vendido mis dos sombreros y una
último ejercicio era forzoso separarnos y viembre comenzaron á empañar el azul de
le quería desinteresadamente, porque sí, nuestro contento algunas nubes; á prime- sombrilla. Pedro se enfurecía y gritaba:
obedeciendo á la necesidad de llenar mi nos despedimos, llorando como niños,
hasta fines del próximo mes de Septiem- ros de Diciembre presentóse don Cayeta- —¡Eso no está bien! Anteayer empe-
corazéíi- con un afocto grande, sin otro no en nuestra casa, diciéndome que debía ñaste t u traje negro; mañana, me corres-
, deseo que el de que mi amado tuviese bre. El verano t lo pasó m u y triste y vi-
viendo de mis empeños, y a que no podía separarme inmediatamente de Podro si no ponde empeñar á mí ¡No seas egoísta!
más 'adelante, cuando entrase en plena quería echar sobre mi conciencia la gra- Lo decía sinceramente, disputándome
posesión de sí mismo, que agradecérmelo hacerlo de mis ahorros. Pedro me escri-
bía tres y hasta cuatro veces por sema- ve culpa de haber hecho la desgracia de enardecido el honrado placer del sacrifi-
todo ú¡mi. Por las mañanas yo despertaba una respetable familia. Yo, rompí á llorar. cio. Yo alegaba, para tranquilizarle, bue-
á Pe di'-o. sirviéndole el desayuno en un na; eran largas cartas inocentes, on las
—¿Cómo dejarle?—exclamé;—por él nas razones: él, que necesitaba ir á la Uni-
soy buena. ¡Oh!... ¡Le quiero tanto!... versidad, debía vestir decorosamente; to-
do menos faltar á clase; ¿qué dirían sus nos ladrillos y al airo libro, un pequeño j
padres si perdía el año?... Yo, en cambio, fogón; allí recalentaba los guisos que re-
de cualquier modo estaba bien. Pedro pa- cogió de limosna la víspera, ó aderezaba |
recía convencido y rae dejaba, maniobrar; unas sopas de pan: sus nietos formaban al |
otras veces me ganaba por la mano,. em- rededor de ella, dominados por e,l hambre
peñando lo suyo sin que yo lo supiese, y y permanecían silenciosos, como alumnos
entregándome, luego alborozado todo el que escuchasen una conferencia intere-
dinero: yo le reñía severamente; en más sante: un agradable olor á ajos inyadía el
de una ocasión necesité realizar grandes patio, subiendo, como un incienso de po-
esfuerzos de voluntad sobre mí misma breza, hacia los pisos superiores.
para no pegarle: él reía, prometiéndome Algunas tardes, cuando yo volvía d é l a
ser juicioso y trabajar mucho. callo cargada con los pertrechos de la ce-
—Si puedo—decía,—estudiaré por ense- na. encontraba á Gregoria sentada en el
ñanza libre, y así, en menos de dos aiios, primer peldaño de ja escalera, los codos
concluyo la carrera. sobre las rodillas, la mirada fija en §1 za-
Después se entristecía, considerando la guán, como esperándome. Entonces cam-
imposibilidad de vivir do la pignoración biábamos impresiones y penas: ella estaba
y del crédito tantos meses. Yo también al corriente de mis cuitas; sabía que el
callaba, hundiendo la mirada en la sima señorito Pedro no tenía gabán, y que el
negra y sin fondo de todas las negociacio- día antes yo empeñó por cuatro, pesetas
nes. Las familias son como los barcos:' de un corsé nuevecito. Yo, sin embargó, de-
éstos, algunos navegan bien: otros, bati- bía no maldecir de la suerte y ser juicio-
dos por las enemigas olas de la desgracia, sa; después do los tiempos malos vienen
hacen agua. Los objetos empeñados son otros mejores; la juventud puede mucho..-
lastre arrojado al mar para retardar el Pero ella, ¿qué adelantaba siendo buena? Eustaqu ; o conducía u n coche pausadamente por la calle de Alcalá.» fPág. 41/)
momento del naufragio; nuestros vesti- Las tres virtudes teologales eran para su
dos, nuestros pobres muebles, desfilaban corazón letra muerta. ¿De quién tendría varias campanillas que fueron á sus ma- delante de la ventana, bajo el sol: 'Pedro,
casi diariamente, formando desde nuestra ella, vieja y miserable, caridad,^ cuando nos nadie sabe cuándo ni cómo: dos cam- desde los colchones donde dormíamos, me
casa á la de préstamos, una especie de fú- nadie la compadeció nunca? ¿Y en qué panillas, unidas por un bramante, era el animaba al trabajo bromeando, invitán-
nebre procesión ó'rosario: el lastre se ago- pondría fe, cuando todo era embuste y sencillo procedimiento que establecería dome á no dejarle solo mucho tiempo.
taba; el momento, pues, del naufragio to- humo? • fácil comunicación entre nosotras: una Aquellos días, aunque rebozados en la
tal, no podía estar lejos... —¿Y esperanza, - señorita?—agregaba campanilla sujeta al muro del patio, cerca picante salsa de un gran amor, fueron
del fogón; la otra en el marco de mi ven- muy tristes: los baúles estaban vacíos,
Entre los pobres, el espíritu de asocia- sonriendo amargamente;—¿qué esperanza las paredes limpias de cuadros; el espejo,
ción es más fuerte que en la gente rica ó quiere usted que tenga á mis años?... tana; si yo necesitaba algo tiraba del bra-
mante agitando la campanilla inferior, con marco dorado, que compramos en una
medianameáte acomodada. Digo esto por- ¡Cómo no sea la de echarme pronto á dor- almoneda, también desapareció; la cama,
que la angustiosa situación que mi buen mir en el hoyo grande! cuyas vibraciones llenaban la portería:
Gregoria hacía lo mismo; un cestito bas- con colchón de muelle y nuestra media
Perico y yo atravesábamos, nos captó las Otras veces parecía más contenta docena de sillas, siguieron rumbos obs-
simpatías y protección incondicional de -^-Esta mañana—decía—pensé pedirla taba para bajar ó subir lo indispensable:
aceite, perejil, un diente de ajo... Aque- curos y distintos. Por las noc-hes, espe-
la portera, viuda y anciana, con una hija, á usted un poco de aceite- ¿Tenía usted? cialmente, nuestra pesadumbre crecía;
también viuda y enferma, y cuatro nietos —Sí. ¿Y, por qué no subió usted? llas campanillas, que sólo vibraban en
caso de necesidad, parecían la voz de la estábanlas casi desnudos y entre tinie-
pequeños. Gregoria, así se llamaba aquer —No me atreví. blas; fuera, allá lejos, resonaba tentador
lia infeliz, se batía desesperadamente con | —Hizo usted raab miseria, extendiendo la mano.
el murmullo de los coches; el día fué malo
la vida, aprovechándolo mejor posible s u Gregoria era buena, fraternizando con- Llegó momento en que Pedro no pudo y el mañana sólo alambicamientos y sin-
miserable sueldo de quince pesetas y re- migo en su odio al casero, que por diver- salir á la calle: lo teníamos empeñado sabores podía acarrearnos; la miseria ha-
cogiendo por las noches la comida que al- sos caminos nos explotaba: yo puse mí todo, absolutamente todo, !#ista su traje: blaba con las lenguas incontables y ho-
gunos vecinos bondadosos la guardaban. pobreza á su disposición; ella también yo hacía cuatro días que andaba en ena- rriblemente persuasivas del silencio,
Muchas mañanas, yo, asomándome por una me ofreció lo suyo: lo malo, é r a l a distan- guas por la casa y con una toquilla alre- anunciándonos una bancarrota inminente.
ventanita do mi cocina, veía á Gregoria cia que nos separaba; entre la portería y dedor del cuello. Muchas mañanas yo No obstante, yo era feliz, entregándome
trajinando en el-fondo del patio, una es- mi cuarto había ciento treinta escalones- madrugaba para lavar en un barreño las confiadamente á lo imprevisto, prefirien-
pecie de pozo frío y hediondo, donde la Para obviar este inconveniente, Gregoria ropas interiores de mi amado, y luego, si do el cariño de Pedro y aquel honrado
pobre m u j e r había improvisado con algu- apeló á un medio ingenioso; ella tenía e l tiempo era hermoso, las tendía á secar
MEMORIAS.—1
ráfaga de aire penetraba gimiendo por el
110 tener, á mis bienandanzas de otros t e sus reproches, insistí, sabiendo que so- oportunamente á cierto sitio... Así fué
cañón de la chimenea; según la madruga-
lo así podría conseguirle paz y quietud. aquella carta que, á no perderse, tal vez
días. —Debes—dije;—reconciliarte con t u da iba avecinándose, los ruidos de la ca-
me hubiese ligado á Pedro Francos con
Así, batallando entre la vida y la muer- padre y vivir á su lado cuatro ó cinco lazo indisoluble de amor. ¿Qué queréis? lle se extinguían; en el suelo, dentro de un
t e y como de milagro, subsistimos otras meses: más tarde podremos reunimos, pe- En la Naturaleza, como obra del buen vasito con aceite, ardía una lamparilla;
dos semanas. Recordando aquellas des- Dios, todo es así, y neciamente batalla- la luz tembleteaba chisporroteando, arro-
afortunadas aventuras, tropeles.de inci- ro de cierto modo, adoptando precaucio- mos por levantar el corazón y dar eter- jando reflejos amarillentos sobre las pa-
dentes se agolpan á mi memoria y no me nes que y a estudiaremos, á fin de que nidad á nuestros afectos: la vida, reno- redes desnudas, salpicadas de clavos inú-
canso de escribir, pues todo me parece nuestra reconciliación quede en la som- vándose perpetuamente, es una carcajada tiles. La luz tiritaba y Pedro también,
digne? de consignación y cuidado; que tal bra. , , ,
inacabable. Cuando el sol se apague, ¿qué apretando los dientes; yo preguntaba:
es el liecliizo derramado por amor sobre Pedro protestaba furioso tapandose los
oídos para no oirme, maldiciendo de los será de la gloria de Homero?... Y así de —¿Tienes frío?
cuantos objetos mira y toca. lo demás; todo, aun lo metafisico, lo su- El contestaba invariablemente:
Como la falta de trajes nos obligaba á ingratos y de los cobardes que le abando- prasensible, lo más alto, es cieno y basu-
hacer del colchón cama, mesa ó silla, se- naban: aquella noche inolvidable los dos —No...
ra: Artemisa, bebiéndose las cenizas de Pero su frente y su manos estaban yer-
gún las circunstancias, no nos fué difícil lloramos mucho. Al día siguiente, cedien- Mausoleo, no pensó en que había de dige-
consolarnos de los muebles enajenados. do á mis instigaciones, Perico escribió á tas. Además, la falta de reloj eternizaba
rirlas después... las horas; á ratos me acometía un vértigo
Lo único que echábamos de menos era su padre una larga y bien razonada carta,
el reloj; las horas de la miseria son in- arrepintiéndose d e ' l o pasado y haciendo extraño; parecíame que el mortecino res-
acabables; aquella boardilla sin almana- fervorosos propósitos de enmienda; pero plandor de aquella lamparilla era la úni-
que ni reloj y á obscuras, recordaba la á última hora no pudimos distraer quin- 23 Noviembre. ca claridad posible, que el tiempo nos
nada de que habla el Génesis candoroso, ' ce céntimos en un sello y la carta no fué había olvidado y que el sol no volvería á
antes de la creación del sol. Poco á poco, al correo; al otro día ocurrió lo mismo: , Una enfermedad puso fin á este com- lucir para nosotros. Aquello era trágico,
sin embargo, y asociando impresiones, más de una semana recuerdo haberla vis- ' bate sin esperanzas; Pedro, herido simul- de una intensidad trágica delirante y so-
pudimos establecer conexión cronomé- to en un vasar de la cocina, apoyada con- táneamente por el frío en los ríñones y ñada, horrible, con horror mortal, como
trica exacta entre ciertos ruidos: así, ver- t r a la pared, detrás de un vaso roto; bajo en el pecho, pedía ser trasladado al hos- el ruido de la tierra cayendo sobre la ta-
bigracia, á las nueve de la mañana subía el polvo, el sobre amarilleaba: de pronto pital; yo volví á rogarle escribiese dos pa del ataúd donde fué encerrado un
la portera un jarro de leche á los vecinos desapareció sin que nadie supiese cómo. líneas á su padre, explicándole concisa- cuerpo vivo... .
del piso tercero izquierda; á las once lle- Dios es un clown, un espíritu atrabilia- mente su situación extrema; él, ¡pobre de Comprendiendo la inutilidad suicida
gaba el panadero; á las dos de la tarde rio á veces, á ratos incongruente, socali- mi alma! por no abandonarme rehusaba de aquella resistencia, escribí á don Ca-
pasaba por la calle un individuo vendien- ñero y bufonesco, que se complac een po- siempre. La noticia de nuestro infortunio yetano, explicándole la situación en que
do décimos de lotería; el barquillero pa- nerlo'todo, cosas y personas, trastocadas y propalóse bien pronto por la casa y algu- Pedro Francos estaba. El buen señor nos
saba á las cuatro, y un afilador á las cin- del revés: por esto, repasando la literatu- nos vecinos compasivos subieron á ver- visitó inmediatamente, elogió mi heroís-
co... Y aun entre estos ruidos máximos, ra de todos los pueblos, creo que Aristó- nos y otros nos remitieron por mediación mo y lamentóse de que no le hubiésemos
sorprendimos otros menores ó secunda- fanes, Rabelais, Quevedo y Voltaire, son de lá portera, ropas viejas y algunos co- llamado antes. Por la tarde, mi pobre
rios, con los cuales logramos determinar los genios que vivieron más cerca de Dios. mestibles: pero nada bastaba; aquel boar- amante fué trasladado á casa de don Ca-
las medias y aun los cuartos de las horas Pensando en aquella carta perdida des- dillón, yerto y vacío, era inhabitable y el yetano en una camilla.
completas. cubro una nueva prueba demostrativa de corazón se me partía de ver tanta mise- Describiendo esta parte de mi historia
Aquella situación, al fin, fué insosteni- la íntima y sólida concatenación que exis- ria. Las noches, especialmente, fueron ho- desearía echar el paso largo, resbalando
ble; no teníamos qué comer; debíamos en te entre todas las fuerzas y entidades mo- rribles. Pedro, vestido y con los píes en- sobre los episodios para concluir pronto;
la tienda de géneros ultramarinos y en la rales y físicas de la vida: nada hay que vueltos en una toalla, tiritaba de frío; mas no puedo; mi pluma se detiene en
carbonería; el carnicero y el panadero subsista aislado y por sí; todo gira; la nu- yo, para reanimarle, me cosía y estrecha- estas páginas, negándose á correr; los re-
acudían á reclamarnos casi diariamente lo be se convierte en agua y ésta, filtrándose ba contra él, echándole los brazos al cue- cuerdos "^se agolpan, obligándome á una
suyo; el casero, á quien adeudábamos tres por las hendiduras de dos peñas, gotea, llo, abrigándole las espaldas con mis ma- labor analítica, pausada y dolorosa.
meses de alquiler, nos lanzaba á la calle... transformándose en piedra: la muerte es nos, juntando mi ¿ostro al suyo, á fin de La primera noche que dormí sola en
Llena de maternal cariño hacia mi Pedro, vida, el reposo es origen ó motivo de no desaprovechar tampoco el calor de mi aquel boardillón maldito, fué tan mala ó
á quien veía sufriendo tantos males por nuevos impulsos; á veces lo mayor emana aliento. Jamás rayó mi pasión tan alta. peor que las anteriores: la lluvia cantaba
mi culpa, le aconsejé que escribiese á su de lo más pequeño. E n los vulgares asun- Hubiese querido meterme dentro de aquel sobre las tejas, la luz de la lamparilla
padre, impetrando su perdón y compro- tos de la actividad social ocurre otro tan- cuerpo moribundo, infundirle mi sangre, amarilleaba las paredes, alargando las
metiéndose formalmente á separarse de to; acaso el triunfo de un artista lo retra- mi soplo vital, transportar á sus huesos sombras de los clavos: no pude dormir;
mí. Pedro, irritado, protestó llamándome se ó impida para siempre una corbata ri- toda mi salud, aunque luego yo quedara Pedro ya no tiritaba entre mis brazos,
ingrata: según él, yo estaba cansada ya dicula, un t r a j e mal cortado, una bota que reducida á pavesas. La lluvia contaba so- pero el frío de su cuerpo quedaba allí,
de tantos apuros; lejos de arredrarme an- oprimiéndole un pie, le impidió llegar bre las tejas; de cuando en cuando una traspasándome los huesos. A la mañana
tito de la bohemia artística, la necesidad la tristeza del solar solitario, brillaba un
siguiente, muy temprano, fui á casa de cias siempre eran halagüeñas: Pedro no que se pasea por las calles de las grandes lucero. Ignoro por qué aquel rieoncito,
don Cayetano, á informarme de cómo se- se levantaba, pero continuaba bien y na- capitales, que se divierte en los teatros ó que parecía un capricho de pintor impre-
guía el enfermo. A pesar de lo intempes- da movía á suponer complicaciones insa- se entretiene con un café y una conver- sionista, me conmovía intensamente. Yo
tivo de la hora, el mismo don Cayetano nas ulteriores. El padre de Pedro llego a sación agradable, y produce en las facul- miraba al lucero y él parpadeaba, dicién-
salió á recibirme, invitándome á descan- Madrid al día siguiente de recibir el te- tades espirituales hiperestesia creadora y dome cosas recónditas que yo no com-
sar en su despacho; yo rehusé, avergon- legrama de don Cayetano, permaneciendo fecunda y de gallardo oriente; la otra prendía. ¿Por qué estaba todas las tardes
zándome de mi faldita de percal y del allí tres ó cuatro días y regresando al hambre es peor; es el hambre tétrica, si- allí? Y mi imaginación echábase á com-
viejo mantón que Gregoria me había pres- pueblo donde negocios urgentes le recla- lenciosa, horriblemente reconcentrada, de poner leyendas disparatadas y románti-
tado: á pesar de mi juventud y de mi be- maban no bien vió á su hijo libre de todo los marinos que desfallecen de inanieción cas; acaso aquel lucero velase el sueño de
lleza pecadora, aquel pobrísimo traje me peligro. No era preciso ser Zadig para en alta mar.*De esta laya fué la terrible algún cuerpo dormido, desde tiempo in-
daba apariencias consoladoras de mujer adivinar en las palabras de don Cayetano
la desventajosa opinión que el padre do necesidad que entonces padecí. Privada memorial, bajo los herbazales del solar
decente. Supe que Pedro estaba mejor; de todo recurso, pasaba los días con dos callado y obscuro.
el médico le había recomendado mucho -Perico tenía de mí: yo era una miserable panecillos, y quince céntimos de queso, Por las noches, retardando el espanto-
abrigo y mucha quietud; su vida, por tan- que había explotado al muchacho hasta dándome continuamente trazas nuevas so momento de hallarme sola, dejaba mi
to, parecía hallarse fuera de peligro. dejarle en la miseria y sin salud, y se in- para que los reales que aun restaban de observatorio y bajaba á la portería, don-
dignaba de que crímenes como el mío no las diez pesetas que don Cayetano me de Gregoria y yo, luego de acostar á los
- Hoy mismo—agregó don Cayetano— cayesen bajo la competencia ó jurisdi-
telegrafiaré á su padre y él resolverá lo ción de los tribunales ordinarios: alar- dió, durasen indefinidamente; algunas ve- niños, nos divertíamos jugando á las
qué ha de hacerse. ces, y éste era mi único lujo, Gregoria, cartas.
deando de generoso, sin duda, por no ex- que tenía largo crédito en una taberna
Me despedí de aquel señor, quedando trangularme, 110 quiso ir á verme. De esta Extraño que todos estos detalles, aun
en volver por la tarde para convencerme opinión participaban algunos vecinos, que próxima, me procuraba un vaso de vino. los nimios, se agarren á mi memoria con
de que el enfermo seguía mejor. El resto apenas se dignaban saludarme cuando me Por las tardes, volviendo de casa de don ahinco tenacísimo. Yo, jugando distraída,
del día lo pasé en mi boardilla sin pro- encontraban por la escalera: para aque- Cayetano, donde siempre recibía noticias perdía casi siempre; cualquier accidente
bar bocado ni ver á nadie, y por la noche llos hipócritas, corrompidos quizá de al- agradables, me sentía fortalecida y con- preocupaba mi cerebro, empujándome
volvió mi cuerpo á la casa de donde ni ma y de cuerpo, yo era también una in- tenta. Con tal de que mi amante se res- hacia laberínticos embrollos de cabalas
mi pensamiento ni mi corazón pudieron fame que con malas artes arruiné y perdí tableciese pronto, daba todas las pesa- innúmeras: aquellos naipes, procedentes
separarse un momento. Don Cayetano ra- á un hijo de familia. Ahora, como enton- dumbres por bien sufridas. Al fin me lie de un casino, parecían rosccados por las
tificó sus aseveraciones de por la mañana; ces, me indigno y protesto de tal acusa- I convencido de que los hombres, á quie- miradas ardientes de los jugadores; sus
Pedro mejoraba y había preguntado por ción. ¡Arruinar yo á Pedro, cuando para nes el combate por la vida fortalece, 110 espadas parecían manchadas de rojo; las
mí; los biienos alimentos realizaban en su bien suyo, por proporcionarle un buen son capaces de tanta abnegación; las mu- sotas tenían rostros burlones; los reyes,
excelente naturaleza verdaderos mila- porvenir y la satisfacción de todos los jeres en cambio, cuya capacidad superior bajo sus coronas doradas, abrían ojos pi-
gros; la alegría arrasó mis ojos en lagri- •roces, hubiera querido ser millonaria! es la piedad, son almas superiores, seme- carescos que insinuaban conocer muchas
mas: sobre mi pecho las manos incons- •Enfermarle, cuando le daría mi sangre jantes á los ángeles. Al volver de la ca- historias: aquella baraja era como viejo
cientes se cruzaron, dando gracias a lo por verle fuerte y saludable!...Nos cono- lle, como no tenía luz y el tiempo era puente por donde pasaron de una mano
Invisible por tan subido bien. Don Caye- cimos, nos amamos; ¿quién tuvo la culpa bueno, pasaba algunos momentos asoma- á otra, muchas fortunas. Por la noche, en
tano. con naturalidad y condescendencia de esto? ¿Fué él por encontrarme hermo- da al ventanuco de la cocina, en cuyo la obscuridad del dormitorio, el redolor
paternales, sacó de su chaleco diez pese- sa? ¿Fui yo porque su imagen y su voz marco la campanilla que mi absoluta mi- que la vacuidad de estómago me produjo
tas en dos monedas. seria paralizó, iba enmoheciéndose sin durante el día, aumentaba: era frío, mal-
so me entrometiesen sentidos adentro? Si sonar. Desde allí mis ojos abarcaban un estar, inquietud recóndita, cual si las pa-
—Supongo—dijo—que necesitara usted Pedro me amaba y el corazón brincaba y
paisaje vasto y confuso; allá lejos tejados redes del estómago se juntasen; los bor-
dinero: acepte usted esto. se me rompía dentro del pecho por irse irregulares acribillados de chimeneas, de borigmos de los intestinos parecían cla-
Yo rehusé avergonzada, bajando los tras él, ¿qué moral puede exigir que yo, redes telefónicas, torres de iglesia, alti- varme alfileres en el vientre: aquel do-
ojos. El insistió, dándome para obligar- siendo mujer, no hiciese lo que Pedro, vas cúpulas, todo hacinado en la distan- loreillo persistía sea cual fuere la posi-
me, una razón definitiva: hombre y robusto, no pudo hacer?... I cia, reposando bajo las sombras invasoras ción del cuerpo; las entrañas vacías osci-
—No son míos: me los ha dado Pedro
Amón de tontas escaseces y privacio- I del crepúsculo; y en primer término y á laban Obedeciendo á la gravedad: en ac-
para usted. . . nes, comencé á sufrir un nuevo tormento: I la izquierda un antiguo solar cubierto de titud decúbito lateral todo parecía la-
Con aquellas diez pesetas viví nueve el del hambre. I hierba, rodeado por viejas paredes que dearse dentro de mí, y sentía pesadeces
días, casi dichosa, cierta de que Pedro, Deploro hallarme investida de cierta 1 descubrían entre sus líneas incontables extrañas en ciertos sitios y desgarros in-
aunque separado tal vez para siempre- de autoridad para hablar de este asunto. A I de ladrillos superpuestos, el maderamen ternos, cual si los tejidos se rompiesen
mí, estaba salvado. Todas las tardes, eli- mi juicio hay dos clases de hambre: una, I que presidió la erección de los müros: en sobre las ásperas crestas de los huesos;
diendo la hora más obscura para no po- más que hambre verdadera y legítima, I lo alto, como colocado allí para alegrar boca abaio mis ríñones flotaban, pesando
ner de realce la miseria de mi vestido, es apetito, ligereza de estómago: el ape-
volvía á casa de don Cayetano: las noti-
EDtJAEDO ZAMACOIS na Aguilas, que me recibió con alardes Mi corazón se oprimía y abrí la boca,
de alegría vivísima y con un desilusio- temiendo no poder respirar.
rio vivir, envejecer... ¿bueno!... Yo apre
horriblemente: la posición supina era aun taba los ojos, queriendo vivir aprisa ben- nado: —No sé su nombre—repuso Saturnina;
peor: después aquel desasosiego crecía, diciendo á la muerte, que me devolvía —¡Estaba segura de que vendrías a —hablo de aquel estudiantillo...medio to-
atravesando el diafragma inerte, subien- buscarme!... rero...
do á lo largo del esófago, hasta la gar- mi amor... , r
Que me lastimó bastante. Yo repuse, —Bueno, sí; ese... Pedro...
a n t a , donde causaba la necesidad msoli- Una tarde, al salir de casa de don Ga —¿Qué ha sido de él?
disimulando mis sentimientos:
lita de vomitar algo. Esta- sensación era vetano con la excelente noticia de que —Tiene usted razón: aquello debía No quise meterme en explicaciones,
compañera de otras igualmente penosas, Pedro se había levantado por primera concluir... y ha concluido.
pues todo ello me interesaba demasiado
algo hormigueaba por las palmas de mis vez, encontré á Teodora. Al verme se de- Endurecida por cuarenta años de vida
para dejar que nadie lo menospreciase
manos y de mis pies, enfilándomelos; los tuvo. extendiéndome la mano displicente, canallesca, acostumbrada á ver cómo na-
convirtiéndolo en leve conversación de
dedos inertes se separaban unos de otros, detallando mi pobre t r a j e con mirada cen y mueren las pasiones, no preguntó
camino.
disgregándose en la suprema negación de buida y cruel. #
más, encogiéndose de hombros, con indi-
—No sé—dije.
toda voluntad y de todo movimiento; las —Adiós, Isabel... ¿como estas:' —¿No le ves?
—Bien. ¿Y Joaquín? ferencia de sepulturero, ante las pavesas —Desde hace tiempo.
piernas v los brazos se entumecían con de los amores extintos. Su distracción me
languidez v parálisis internas, cuaL si la —Bueno. ¡Vaya mujer!... ¿Quien iba a —Mejor; aquél no tenía una peseta y...
decirio?... ¡tanto tiempo sin cambiar un ahorró disgustos. ¡qué narices!... para morirte de hambre
san ore dei¿se de recorrer las venas. Do- —Estoy medio desnuda—dije;—nece-
minada por aquel ñujo mortal, permane- saludo!... , .
—¿Qué quieres?... Somos como las lío- sito, por tanto, me facilite usted unos za-
siempre tendrás ocasión.
cía inmóvil sobre aquel jergón frío, bajo patos, una falda y un mantón mejores Después, mientras haciendo heroicos
el corbertor que agujereó la miseria; no jas caídas: nos reunimos un momento; que estos que llevo. ¿Puede ser? esfuerzos sobre mí misma, me desnudaba
podía moverme, en vano la conciencia dos años... tres... y luego, nada... ¡Adiós.... Mientras Severina, deseando compla- cambiando mi traje miserable por el que
comprendía que la quietud me era funes- ¡Hasta el valle de Josafat! cerme, registraba un viejo armario donde Severina Aguilas me buscó, pregunté á
ta- la voluntad formulaba sus mandatos Recordando aquéllo no sé como ahora, la vieja por varios antiguos amigos míos.
viéndome rica, tengo la estupidez o l a guardaba ropas de diferentes mujeres, yo
inútilmente, sin sacudir el marasmo de los ocupé un sillón; recuerdo que éste era de —¿Y Dagoberto, el jockey?
nervios centrífugos ó activos, como per- sublime generosidad, de recibirla en mi mimbres; todo voltigeaba á mi alrededor: —Ño le veo. Creo que fué á Inglaterra,
neando en el vacío; v si por casualidad la casa y hasta de dispensarla favores pecu- cuadros, muebles; un rayo de sol reful- —¿Y Emilio Monje?
ordenación voluntaria se producía, la ato- niarios. Teodora me habló fríamente, in- gía sobre la botella de agua colocada en —Tan perdido. ¡Puf, qué asco de hom-
nía general, precursora de la muerte, re- quiriendo ladina mi situación: yo, doran- la mesa de comer, deslumhrándome; ce- bre!... Borracho, mujeriego, jugador, em-
accionaba enseguida acorralandola. En- do mi derrota, cuidé de mostrarme satis- rré los ojos y apoyé la cabeza contra la bustero... El diablo no quiere cogerle ni
tretanto mi espíritu divagaba por obscu- fecha de la v i d a ; más satisfecha que pared, recordando de pronto la silueta de aun con pinzas.
ras regiones: extinguida la luz pensante, nunca. . , , ... aquella infeliz que meses antes, en el —¿Viene por aquí?
algo negro, ilógico, rodaba por mi cere- Llegó por fin un día en que mi debili- —Casi diariamente y mejor sería que
mismo comedor, estuvo mostrándome sus
bro dando tumbos como un moscardon dad y los dolores de entrañas fueron tan dientes podridos por el aliento fétido de no viniese. ¿Sabes lo que hizo una noche
ciecro: en la noche, de mi conciencia todo grandes, que apenas pude levantarme: las malas digestiones. E l suelo trepidaba en casa de Faustina la peinadora? ¡Pues...
desaparecía: razón, voluntad, recuerdos; era imposible continuar asi; yo adivinaba bajo mis pies fríos... casi nada! Romperla un espejo, por gusto.
b a i o i n i cuerpo el suelo oscilaba tinie- á la muerte flotando á mi lado, cubrién- —¿Y Pepe Lorca?
blas extrañas bailaban á mi alrededor va- dome bajo un aire frío. Estaba cierta de A Saturnina hubo de chocarla, sin du-
da mi largo mutismo. —¡Pobrecito! También viene por aquí,
poroso y mareante aquelarre: era una que, reanudando mi amistad con beveri- pero más de tarde en tarde. Está tísico.
emoción' depresiva semejante á la que pa- na Aguilas, me sería fácil ganar dinero, —¿Qué te sucede?—preguntó.
—Nada. Esa marquesa que, como sabes, le viste
decí la mañana en que traspasada de trio, pero quería ser buena y la idea de cono- hace tiempo; le matará. Acuérdate de lo
de dolor y de miedo, conocí á Teodora. cer más hombres me horrorizaba. Mi ex- —¿Estás enferma?
—No, señora. que te digo.
Sólo de cuando en cuando, interrumpien- tremada debilidad y desnudez también Continué preguntando por otros indi-
do aquel incongruente razonar, había mo- me prohibían buscar una familia honrada Continuó escudriñando los entrepaños
del armario, maldiciendo de las criadas viduos, amigos míos, cuyos nombres no
' meDtos lúcidos: entonces pensaba en Pe- á quien servir. Entonces, por no prosti- recordaba.
dro. quien, tan pronto estuviese restable- tuirme, robé; robé alevosamente cobar- que todo lo revuelven. Sin volver la ca-
beza siguió interrogándome: —Si no tienes prisa y aguardas media
cido. vendría á verme. Parecíame enton- demente, sin exponerme. Quiza haya pu- liorita—repuso Saturnina,—no dejarás de
ces que iba en tren hacia él, y mi pobre ritanos á quienes repugne estos inciden- —¿Y ese?
—¿Quién? saludar á alguno de ellos. Aquí nunca
discurso enderezaba al cuitado corazon tes poco limpios de mi vida; no importa; falta gente...
larcas reflexiones. «Cálmate — decía,- v o satisfago mi conciencia narrando la —Ese... ¿cómo se llama?... Ese, con
quien vivías. De pronto las fuerzas me abandonaron
pues pronto has de verle. Ahora vamos verdad: ¿acaso no leemos en las Conjesta- y, sin tiempo de sentarme, tuve que apo-
en tren... ¿comprendes?... un tren m u y ñes de Rousseau, modelo de ingenuidad —¿Pedro?...
raro . el tren de la vida, que siempre va y sencillez, páginas bastante mas sucias.'
adelante...» P a r a ver á Pedro era necesa- Resuelta á ello volví á casa de b e v e n -
yarme contra la pared para no caer. Sa- , cuentro: habíamos estado una noche ce-
turnina acudió á sostenerme entre sus nando en los ventorros de Amaniel; yo
brazos, conduciéndome á una habitación acompañaba á un amigo suyo.
inmediata donde había una cama. Aque- —Y por respetos á él—agregó—no te
llo no era nada; un leve vahído, flato, tal eché cuatro requiebros.
vez: llena de buena' voluntad ofrecióme Entorné los párpados.
café y pastas; no tenía otra cosa. Yo acep- —¿Le gusto á usted?
t é y aquel ligero piscolabis me salvó. —Mucho.
Después, ya más reanimada, volví al co- La víctima que yo necesitaba estaba
medor donde quedé esperando algo im- allí; la ocasión era llegada y hubiese sido
previsto, providencial, que no llegaba á tonto desaprovecharla; yo sonreía incons-
definirse en mi nublada razón. No pensa- cientemente. E l me cogió las manosi
ba en nada, ni en nadie; ni siquiera en
Pedro... —Estás fría—dij o.
—Sí.
Ya tarde, cuando comenzaban á disi- —Y pálida...
parse los bienhechores efectos del café, •—También.
la campanilla anunció tina visita; la cria- —¿Acaso estás enferma?
da salió á abrir: era un hombre, un ami- —¡Oh, no!—repuse con displicencia es-
go de la casa, que preguntaba por no sé tudiada:—es que no he almorzado..
quién. -—¿Cómo?
—No está—repuso Saturnina;—pero, —Salí ñiuy temprano de casa y no tu-
no importa, quédate y saludarás á una ve tiempo aún de probar cosa caliente.
conocida tuya. Consultó su reloj: eran las siete.
—-Oyendo aquellas palabras tuve in- —Te invito á cenar—dijo;—¿aceptas?
tenciones de huir, alebrándome en el rin- Hubo una corta pausa que yo entretu-
cón más apartado y obscuro, tan grande ve moviendo la cabeza á un lado y otro ... transido de pena, acudió á casa de don Cayetano... (Pág. iü.)
era el asco que los hombres me causaban. con gesto de indecisión y perplejidad. Al
Pero la necesidad es implacable, y como fin, repuse: —¿Qué tienes?—repetía solícito, mi- tándome de sien á sien, como perdida en
tenía hambre, mucha hambre, esperé... —Bueno... rándome. la inmensidad gris del mareo; los porfia-
Precediendo á Saturnina Aguilas pene- Ale levantó arrebujándome en mi man- —Nada. dos traqueteos del coche corroboraban
tró en el comedor un individuo joven aún tón, despidiéndome de Saturnina hasta —Estás triste... aquella horrible sensación. E l único pro-
y decentemente vestido, cuyo nombre no más tarde, fingiéndome segura y erguida • Negué débilmente; él rodeó con su bra- pósito que persistía en mí era el de co-
recuerdo. Con el desparpajo insolente de sobre mis piernas temblorosas. Mi impro- zo derecho mi cintura, al mismo tiempo mer, comer mucho y á todo trance, aun-
los aventureros avezados al trato de ma- visado amigo y yo, cogidos del brazo, que alargaba el cuello para besarme los que sin traicionar á Pedro... Antes que
las mujeres, llegóse á mí, acariciándome avanzamos á lo largo de un pasillo mal labios. burlarle, preferiría morir-
la cara. alumbrado; al llegar al recibimiento, él —Déjeme usted...por ahora—dije;—me Llegamos al café Habanero y pQ3r una
—¡Hola, linda pieza!—exclamó,—nos- quiso cobrarme por anticipado algunas duele el estómago. angosta escalerilla subimos á un come-
otros somos amigos viejos. de las caricias que más tarde pensaba ob- dorcito, donde nos sirvieron una cena opí-
Como hombre bien educado y de mun- para, con langostinos, ostras y vinos de
—Es posible... tener; después, ya con el apetito alboro- do, se reprimió, compadeciendo mi dolor. Jerez y Burdeos. A l principio devoré con
Contesté humildemente, sonriendo por tado y retozón, me empujó hacia un dor- Yo cerré los ojos, sintiéndome morir bajo apetito rabioso, que entretenía de un pla-
obra y gracia de la costumbre maquinal mitorio próximo, cuya puerta aparecía los pliegues de mi mantón, y mi barbilla to á otro comiendo pan y entremeses va-
que las cortesanas adquirimos de sonreír entornada. osciló casi inerte sobre el pecho: la debi- riados: á los chistes y preguntas de mi
á todo el mundo, aunque de buena gana —Aun es pronto—repuse domeñando lidad volvía á enseñorearse de mí: algo compañero respondía con monosílabos
le hubiese mordido. con el duro freno de la necesidad mi in- letal escarabajeaba la planta de mis pies, que apenas inter™mp'ian aquel deglutir
. —No hemos dormido juntos—prosi- dignación;—luego... trepando por las piernas yertas; mis ma- incesante; luego, temiendo los efectos de
guió;—no obstante, nos conocemos. Salimos á la calle; llovía; una llovizna nos languidecían, abriendo sus dedos, co- tan inconsederada asimilación, mastiqué
—Yo también le conozco á usted. leve que, abrillantando el asfalto de las mo dejando escapar la vida; en mis intes- más despacio; mi estómago ardía. Gran-
Y así era; le había visto en alguna par- aceras, daba al cuadro claridad poderosa. tinos vacíos el aire zumbaba con ronco, des oleadas de sangre hirviente incendia-
te que mi flaca memoria no concretaba. Pasaba un coche y subimos á él: mi insólito y desapacible trompeteo; una ban mis mejillas. Cerca de la mesa había
El vino á sacarme de dudas sentándose á acompañante dió al cochero las señas del sombra negra asaltaba mi cerebro, rebo-
mi lado, explicando nuestro primer en- cafó Habanero. MEMORIAS.—8
un diván, muelle, ancho y peligroso como —Las once.
un lecho, que mi acompañante miraba pendido sobre el vacío del abandonado Hubo un corto silencio: yo esperaba
—Ahora recuerdo que una amiga me que el mozo respondiese á mi noble^ con-
mientras sus manos se aferraban á mis espera; ¿quieres acompañarme? Es para solar, los dolores de mis entrañas atena-
muñecas. Después de servidos los postres ceadas por el hambre aumentaron y re- fesión con una grosería; mas no fué así,
un asunto de interés; no tardaré en des- pues el excelente hombre, visiblemente
trajeron el café. H a y en la agonía del pacharlo ni dos minutos. solví comer afrontando toda suerte de
desmayo ó del dolor, indiferencia inmen- peligrosas probabilidades, incluso la de emocionado, repuso:
Mi confiado galán asintió: entonces, pa- —No sólo olvido y perdono á usted el
sa hacia todo, desprecio de lo más excel- ra evitar sospechas peligrosas, gritó al ir á la cárcel. F u é un lance interesante no
so, del honor y de la vida; y claro es que tanto por los motivos que á él me lanza- gasto hecho, sino que la invito á tornar
cochero: café. Y no hablemos más de esto, pues la
si antes, cuando me hallaba en tan extre- —¡Arre!... Café de San Sebastián, Pla- ron, cuanto por el conmovedor y noveles-
ma situación, hubiese preferido morir á co desenlace que la casualidad le puso fortuna trae grandes mudanzas y es locu-
za del Angel. ra mofarse hoy de los débiles y caídos
burlar á Pedro Francos, ¿cómo traicio- después.
Durante el trayecto deslicé hábilmen- que quizá lleguen mañana á ser podero-
narle entonces, luego de comer, sintién- te la conveniencia de entrar sola al café: Sola, sin más impulso ni otro apoyo
dome fuerte y recobrada? E l galán co- que la desesperación de mi miseria, salí á sos y temibles. Yo, señora, tengo hijas
mi amiga estaba en relaciones con un ca- mozas que también trabajan para comer:
menzaba á impacientarse de mi retrai- ballero casado y respetable, y no quería la calle dirigiéndome resueltamente al
miento. vecino cafó de San Maeto, donde ordenó agradézcaselo usted todo á ellas...
ser presentada á nadie, temiendo compli-
caciones futuras. Mi acompañante, cada me sirviesen una buena cena: tortilla de Tanto me conmovieron aquellas pala-
—Aquí no debemos estar—dije bus- bras que en poco estuvo que me echáse á
cando una tregua,—pueden sorprender- vez más expansivo y alegre, pasó por to- jamón, bisteck con patatas, pescado, en-
do; sus manos me palpaban con comezón tremeses, postres, vinos de dos marcas... llorar. Luego, sin atreverme á levantar
nos. los ojos deí suelo, salí del café murmu-
—¿Quién? voluptuosa insaciable; en la penumbra Nadie puede suponer qué esfuerzos de
del coche sus ojos brillaban como brasas. voluntad hube de realizar para comer; no randa un, «hastala vuelta»... en el cual
—Cualquiera... el mozo... Y además al mi filantrópico interlocutor, seguramente
salir, ¡qué vergüenza! El vehículo se detuvo: habíamos llegado. tenía apetito, pero seguí deglutiendo se-
gura de que el hambre volvería á inquie- no reparó.
La impaciencia de mi amigo iba tro- —Espera—dije, abriendo la portezuela
cándose en justo y razonable malhumor. tarme no bien pasase la emoción del peli- Y aquí viene el desenlace precipitado.
y saltando á la acera. gro; varias veces estuve á punto de aho-
Yo añadí excusándome: Mucho después, siendo ya casi rica, volví
El exclamó: garme: los bocados más apetitosos se de- en coche al café San Mateo, intalándomo
—Este comedor tiene recuerdos m u y —¡No tardes! tenían en mi garganta... Un dúo de pia-
tristes; una noche estuvimos cenando en la mesa donde años atrás estuvo ce-
Hice con la cabeza un signo negativo y no y violín ejecutaba un vals, alegre y nando medio desnuda y hambrienta. El
aquí Pedro y yo; Pedro era m i novio... penetré en el café; luego, sin detenerme vibrante que no he olvidado. Procuran-
El ocupaba la silla que ocupa usted hoy... mozo era el mismo, pero le hallé delgado
á mirar hacia atrás, casi corriendo, atra- do aminorar el escándalo lo más posible, y mucho más viejo, sin que hubiese pro-
¡Hasta esa coincidencia!... Temiendo dis- vesé el local, huyendo felizmente por la esperé, para llamar al mozo, á que fuese
gustarle á usted, no quise decir nada; pe- porción entre el tiempo transcurrido y la
otra puerta que aquel cafó tiene á la ca- m u y tarde. El camarero se acercó: era debilidad trémula de aquella lastimosa
ro estas memorias tristes oprimen la gar- lle Atocha. No pasó más. A mi generoso un hombre cincuentón, grueso y bajito,
ganta; no se respirabien baj o ellas... P o r eso ancianidad. Me preguntó:
compañero de aquella noche le he visto con patillas y cabellos blancos. —¿Qué quiere usted tomar?
deseo marcharme... pero, pronto, á cual- después varias veces y aunque no me sa-
quier parte... Comprenda usted que aquí luda, sonríe bondadosamente, como hom- —¿Qué deseaba usted? —Café.
la imaginación me impediría ser comple- bre experto convencido de cuán tonto es —Decirle—repuse,—que he cenado Después le interrogué por sus hijas.
tamente dichosa. t o m a r á pecho estos fútiles enredijos de perfectamente y... que no puedo pagar. —Una de ellas—repuso—casó:las otras
Lejos de enfadarse, sonrió, acariciado la vida. E l semblante de m i interlocutor no re- dos siguen solteras.
por aquella explicación sentimental y de- Al día siguiente por la tarde recibí veló emoción: yo, sabiéndome lanzada en —¿Viven con usted?
licada y llamó á un mozo apoyando un nuevas y satisfactorias noticias de Pedro: medio del peligro, acababa de recobrar- —Sí, señora.
timbre. Entretanto yo pensaba: estaba m u y aliviado; pronto saldría á la todo mi aplomo. Me miraba sorprendido, queriendo in-
— «¿Cómo arreglármelas para separar- calle. Aquella noche sólo pude comer un —El hambre—añadí,—un hambre ina- útilmente reconocerme bajo mi ostentoso
me de este hombre?» plato de sopas que me dió G-regoria, y la guantable de varios días, me obligó á és- sombrero de pecadora y mi larga capa'do
Discurría rápidamente, amontonando debilidad apenas me dejó dormir. A la to. Cuando vine aquí estaba loca y apenas piel. Yo permanecí silenciosa, escuchan-
cábalas imposibles; de pronto creí hallar mañana siguiente empeñó por ocho pese- podía mantenerme en pie. Ahora me sien- do la música simpática del violin y del
un medio. tas el mantón que Severina, á quien t u v e to bien y mi agradecimiento hacia usted piano, hundiendo con emoción sentimen-
A l salir del café subimos á uno de los la previsión de no ir á ver, me había pres- es inmenso: le debo á usted la vida. Si tal y dulce mi pensamiento en lo pasado.
coches estacionados en la calle del Desen- tado. Transcurrió otra semana, alargada quiere usted vengarse de mí enviándome Cuándo llegó el momento de pagar saqué
gaño. Mi amigo daba al cochero las se- por la ansiedad de una ilusión inapresa- á la cárcel puede hacerlo sin peligro ni un billete de cien pesetas.
ñas del domicilio de Severina Aguilas, ble; el noveno día lo pasé sin probar bo- empacho, pues no tengo quien me defien- —La vuelta—dije—para usted... para
cuándo yo le interrumpí, preguntando: cado: por la noche contemplando desde el da; pero, si me perdona, acaso no está le- sus hijas...
—¿Qué hora es? ventanuco de mi cocina aquel lucero sus- jano el día en que se utane y congratulo —¡Para mi... para mis hijas!...—repitió
usted 4c haberme socorrido... preyendo habérselas, tal vcz.pon una loca,
—Sí. contagioso como todos los sentimientos ne interviniese en ello para nada,' expe- rico Francos me cogió por las muñecas.
—¿Cómo? fuertes, iba apoderándose de mi ánimo, rimenté el deseo morboso, pero inconfun- —-¿Cómo se llamaba?—murmuró.
—¿Usted no me conoce? su idea parecióme excelente y abriendo dible y concreto, de ser golpeada. P a r a —¿Quién?
—No. el ventanuco de la cocina llamé á Grego- lograrlo permanecí muda, como confe- —Ese hombre...
—¿Recuerda usted de una joven enlu- ria: lué aquella la primera vez, después sando con mi silencio mi delito. Mi im- —No comprendo.
tada que hace años estuvo cenando aquí de tantas semanas angustiosas, que la pasibilidad, mi sonrisa fría, exasperaban —¡Ese hombre!... Demasiado sabes "á
y á quien, sobre no pagar el gasto hecho, campanilla de la miseria volvía á sonar. á Pedro; sus brazos se agitaron amenaza- quién me refiero. ¡Ese... t u amante... ese,
convidó usted generosamente á café? Comimos bien: Pedro, debilitado por dores sobre mi cabeza;*yo, esperando el á quien regalaste mis noches, mis noches
—Si... sí... ¡Justo! su larga enfermedad y emocionado viva- castigo, temblaba de miedo y de júbilo. de agonía!...
—Pues, yo soy aquella desgraciada. Y, mente por el contento de hallarse conmi- E n vano intento reconstituir ahora la psi- F u é empujándome hasta la pared, con-
vea usted cómo las almas nobles no echan go y la vecindad de un porvenir equívo • cología de aquella escena; en lógica, dos tra un ángulo, donde me acorraló. Yo re-
en saco roto las acciones buenas. co, era presa de terrible excitación: al afirmaciones juntas, niegan; en amor, la petí:
4 Diciembre. día siguiente salía para su pueblo, Tala- fortaleza excesiva de una pasión, suele —¿Quién?... No sé... ¿De quién hablas?
Dos ó tres días después recibí la visi- vera la Real, donde sus padres le espera- traducirse en odio. Pedro y yo nos que- Te quiero... te idolatro... no te faltó con
ta de Pedro Francos; al verle, como no le ban impacientes; yo podía acompañarlo ríamos y, ne obstante, sentíannos anhelos nadie...
esperaba, mi emoción fué inmensa, tan hasta Montijo... de acometernos mutuamente , tiñendo —¡Mientes, mientes!
inmensa que aflojó mi contento. Como —¿Quieres?—insistió nuestras manos en la sangre del otro. Se Levantó el brazo y su puño cerrado
siempre, vestía de negro; su rostro era La novedad de aquel viaje suavizó en aborrece la muerte: ¿será que, como ase- golpeó mis sienes. Después, fuera de sí_,
más pálido y largo que otras veces. A l mí el amargor de la noticia, y asentí sin guran ciertos autores, el amor es la muer- continuó maltratándome, machacando mi
principio, no pudiendo hablar, nos abra- demostrar gran contrariedad. Mi indife- te?... Viéndome, ¿qué pensaba Pedro de cuerpo contra las paredes.
zamos, llorando cada cual sobre el hom- rencia irritó á Pedro: acusóme de ingra- mí?... ¿Qué ideas monstruosas le sugería —¿Cómo es ese hombre?—repetía.
bro del otro. titud, dijo que ya no le quería, que de- la p r o x i m i d a d de mi carne, carne suya,
dócil siempre á su capricho y á su pla- —¿Quién?
—¡Pedro!... ¡Pedro mío!... ¡Perico mío!.. seaba perderle de vista... Procuré inútil- —¡Ese...habla!... T ú no le quieres, ¿ver-
—¡Isabel de mi alma!... mente calmarle; tenía las manos trémulas; cer?... Y yo, hallándome exenta de toda
culpa, ¿por qué tenía complacencia en ser dad? No le quieres y... sin embargo, fuis-
Me palpaba, reconociéndome todo el sus ojos y su frente ardían. te suya.
cuerpo, castamente, como pudiera acari- castigada, cuando hubiese podido recha-
—Yo preso en casa de don Cayetano— zar tan cruel atropello. con el brío ó la Sin darme tiempo á responder siguió
ciar un padre á su hija enferma. decía,—acordándome de ti, muriendo por preguntando:
—Estás muy delgada... mucho... realidad inconfundibles de la virtud? Era
tí... sabiendo que no tendrías qué comer... un capricho insano, análogo al de esos —¿Cuál es su nombre? Dilo, dilo... No
—Tú tampoco estás bien... y t ú corriendo por las calles, consolada, le defiendas callando. ¿Es más bajo que
Examinóme las manos, los ojos, la bo- enfermos que mascan unas substancias
pensando, tal vez: «Ese ya no se levanta, amargas ó polvos de ladrillo, ó al de los tú?... ¿Más alto?... Habla... habla, Isabel...
ca, los cabellos, doliéndose de ver en todo eso acabó...» ¿Cómo fué? ¿Dónde?
la huella de la miseria sufrida. neuróticos que reciben emoción agrada-
Tan absurdas me parecían aquellas ble arañando una pared con las uñas. No Me empujaba hacia la pared, reconsti-
—Tienes ojeras, tus encías no tienen afirmaciones, que no supe defenderme. El, sabría referir lo que allí pasó; todo ello tuyendo quizá en la pesadilla de su dis-
sangre y tus manos están frías... ¡Manos ciego, continuó denostándome, y según f u é una escena de locura, y pesadilla. curso los innobles detalles de una viola-
de mi corazón!... Y tus cabellos parecen hablaba, iba apoderándose de mí, como Acaso en el mundo subconsciente que to- ción repugnante. Seguidamente, sin tran-
más blancos... reflejo de la suya, otra excitación horri- dos llevamos, tenía Pedro Francos un siciones, me abrazó convulso, perdonán-
Luego, descalzándome, comenzó á be- ble, que llenaba mis ojos de lágrimas y odio secreto hacia mí por haberle ai\ras- dome, bañando en lágrimas mi rostro; yo
sarme los pies. cristalizada en mis labios la risa. Él trado á situación tan triste, obligándole también lloró besándole; concluímos dur-
—¿Habéis sido buenos?—preguntaba. gritó: indirectamente á salir de Madrid, don- miendo juntos y fué aquélla una de las
Dijo que quería cenar conmigo; aunque —¿Por qué ríes? de todas sus ilusiones de mozo provincia- noches más voluptuosas y románticas de
á regañadientes, don Cayetano le había Y después: ño se cifraban; quizá tuviese necesidad mi vida.
autorizado á ello. Echó mano al bolsillo, —¿Por qué lloras? yo de recibir por mano del hombre ado- Al otro día, á las siete y cuarenta do
con aquel su gesto inolvidable y genero- Levantóse violentamente, dando un rado, el condigno castigo de pasadas cul- la noche, acompañé á mi amante á la es-
so de gran señor, arrojándome sobre la empujón á la mesita que cayó al suelo; pas. No sé... en los organismos debilita- tación del Mediodía, donde el correo de
falda un copioso puñado de monedas de la botella del vino y los platos saltaron dos por las enfermedades ó el ayuno, Extremadura ya estaba formado. La falta
plata. Yo, llena de alegría, deseando com- en añicos; aquel estrépito contribuyó á la digestión produce mareo análogo al de de dinero nos había hecho modificar gl
placerle, corrí hacia la escalera en busca exaltar nuestros nervios sobradamente la borrachera, y este vértigo impul- primitivo plan: era inútil y peligroso qae
de lo necesario; él me detuvo. sublevados. Pedro estaba celoso; yo, po- saba á Pedro contra mí; yo esperó su yo " acompañara á Pedro hasta Montijo,
—No, t ú no—dijo,—tú no sales; que seída de extraño regocijo, sentía necesidad agresión impávida, cierta de que sólo donde tal vez su familia saliera á recibir-
yaya Gregoria. apremiante de sacrificarme más, de con- le. Debíamos, pues, ser cautos, demos-
No quería separarse do mí; su Júbilo, tinuar sufriendo por él; y sin que mi car- podría sosegarrue U ^ a j i d o mucho. Pe- trando á cuantas personas se interesaban
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EDUARDO ZAMACOIS grama seguía llamándome desde la mesa Y llega aquí uno de los episodios más
el frío de la muerte. E l telegrama decía con su palabra enigmática: «Ven». No era raros y conmovedores de mi vida. Madrid
en separarnos, que nuestras relaciones, posible dudar; iría á todo trance, á cual- ofrecía el aspecto de un mercado inmenso
efectivamente, habían concluido: hacién- sencillamente: quier precio...y pronto: ¡todo, menos lle- de carnes palpitantes: á lo largo de las
dolo así, pasadas las vacaciones veranie- «Ven.» ,,
gar cuando Pedro hubiese muerto! Me calles humedecidas por la niebla, bajo el
gas, volveríamos probablemente á reu- El papel azul donde fué escrito, quedo estremecí: por mi espíritu había cruzado resplandor rojizo de los faroles, siluetas
nimos. A pesar de lo mucho que he via- arrugado sobre mi mesita de" costura, ba- un pensamiento negro, borroso, multifor- femeninas vagaban silenciosas, tristemen-
jado después, aun no puedo recordar sin jo el círculo luminoso del quinqué, junto me, como un reguero de tinta; aquella te, como perdidas en el misterio de la no-
emoción aquella despedida. Pedro me en- á un viejo portamonedas vacío cuya boca idea huyó y tornó varias veces, y siem- che y de los muros. Era m u y tarde: la
tregó un billete de cincuenta pesetas; no entreabierta parecía una mueca, triste pre más definida y terminante. Mi juven- gente había salido de los teatros, las ta-
como el bostezo del hambre: sobre las pa- tud, aunque mal vestida, atraía, y la be- bernas y cafés estaban cerrados; algunos
tenia más.
—Toma—dijo—y sé buena, I s a b e l - redes enyesadas, los pucheros y algunas lleza de las mujeres suele pagarse bien. trasnochadores se detenían á hablar con
sillas que Gregoria me había prestado, P o r mí no me hubiese vendido jamás; por las busconas que les cerraban el paso,
Isabel... Isabel mía... quiéreme... proyectaban sombras oblicuas: yo perma-
Repitió- mi nombre muchísimas veces; necí sentada, el rostro entre las manos, la Pedro, sí; la muerte, pues, venía á darme ofreciéndoseles, y luego se marchaban
apenas si podía hablar; mi pobre cuerpo f r e n t e cavilosa, los ojos clavados en un la solución de todo. solos ó con ellas, pero sin ruido, cual si
enflaquecido por el ayuno, también tem- rincón obscuro... Lentamente, s i g ú n transcurrían las ho- el cansancio y el frío mermasen fuerzas á
blaba bajo sus andrajos. Pedro me llamaba: ¿Por que?... Estos ras de aquella noche horrible, un caótico su contento. Aquello, para los hombres,
—Adiós, Isabel. telegramas imperativos, que ordenan sin amasijo de entortijados razonamientos era una obsesión lasciva que se prolonga-
—Adiós, Periquillo, adiós... te quiero explicar las razones de su mandato, tie- f u é anublando mi ánimo. ¿Cómo volver ba de unas calles en otras, convidándoles
al pecado? Pedro Francos me había reco- con el mismo placer-
mucho. nen algo del pavoroso misterio de las gido del arroyo y con su cariño me dig-
Contamos los mases que duraría nues- muertes repentinas. Yo pasée como las otras, esperando...
nificó y encumbró, dándome un pequeño Desfiló un transeúnte, después otro,
tra separación; eran cinco ó seis; Pedro Aquel parte f u é fechado en Montijo. hogar, casi una posición; y yo, adorándo- luego dos más...que me miraron atenta-
prometió escribirme dos veces por sema- Desde luego supuse que Pedro estaba le, le ayudé en su empresa de regenera- mente, sorprendiendo tal vez, bajo mi
na; las cartas endulzan la ausencia. ¡Có- agonizante: le vi echado sobre un jergón ción, complaciéndome en serle fiel. Pero mantón raído, un perfil de mujer elegan-
mo revivo ahora aquellos incidentes! Un de paja, con el pensamiento puesto en mi aquello pasó: bruscamente la miseria y la te. Yo, avergonzada de verme tan baja,
empleado venía cerrando las portezuelas y los ojos en las vigas de algún sombrío muerte tergiversaban el curso de las co- volvía la cabeza á otro lado. Tenía con-
de los vagones, avisando á los viajeros desván, esperando á que yo fuese á cerrar- sas: había llegado el momento de romper ciencia de mi mala acción, acción que, sin
que el tren iba á partir: la locomotora sil- le los párpados. La concisión del telegra- el ensueño santo; la realidad triunfaba; el duda, la santidad del fin no disculpaba.
bó y al grito sibilante del vapor, contes- ma descubría una soledad absoluta y un telegrama yacía arrugado sobre la mesa, Pedro, mi redentor, hubiera preferido in-
tó una campana. Era preciso separarnos. peii^ro inminente: «Ven...» Era necesario bajo el círculo luminoso del quinqué, su- dudablemente, morir sin verme á verme
—Adiós, alma. obedecer la orden marchando inmediata- gestionándome con su imperativo enig- á precio tan alto; y aunque era cierto que
—Adiós. mente al tropiezo de la muerte en el pri- mático. Si Pedro Francos moría: ¿para aquello él no lo averiguaría nunca, ¿aca-
—Sí, adiós... hasta m u y pronto. mer tren. Pero ¿dónde hallar las cincuen- qué la virtud? Y si curaba, ¿no me sería so yo misma no lo sabía?...Y ante los hom-
Nos besamos en los labios largamente; ta ó sesenta pesetas indispensables para fácil ocultarle mi nuevo desliz eterna- bres que desfilaban, mi carne sentía frío
las manos de Pedro se crispaban sobre el viaje?... Además convenía también lle- mente? Prodújose un largo silencio en mi y miedo: el miedo nervioso de los adoles-
mi cintura; sobre su cuello se crispaban var á prevención otros diez ó doce duros cerebro; mi v i r t u d resistía inútilmente, centes que corren .su primera aventura.
las mías: no podíamos desunirnos; dij éra- por lo que pudiese ocurrir. Miré en torno porque el telegrama continuaba llamán- Dieron las dos de la madrugada; las t r e s -
se que una atracción puramente física, co- mío: el jergón, único mueble de algún va- dome con fuerza irresistible: «Ven...ven... E r a indispensable decidirse pronto.
mo la que dirige y mantiene la arquitec- lor, estaba roto; los baúles sin ropa, mis ven...» Necesitaba dinero, dinero que po-
t u r a de los astros nos impulsaba al uno estuches sin joyas, el portamonedas va- E n aquel momento pasó un caballero
dría ganar, si, con horrible quebranto de con botas de charol, gabán de pieles y
contra el otro. Nos separamos y bajo los cío... Un momento pensé en don Cayeta- mi alma, rápidamente y sin esfuerzo fí- sombrero de copa; no tendría cincuenta
vagones las ruedas rodaron lentamente. no pero en seguida cambié de opinion: sico.
Aun recuerdo la mirada que un individuo yo deseaba ver á Pedro y don Cayetano años; su barba canosa y sus ojos empaña-
alto, con largas patillas rojas, uno de esos me lo hubiese impedido: ademas, pues La hora negra había llegado: me levan- dos por la satisfacción cotidiana de todos
ingleses excéntricos acostumbradosádes- Pedro sólo en mí había pensado, yo debía tó bruscamente, puse sobre mi cabeza un los placeres, daban á su rostro, singular
pedirse de todas las cosas, lanzó sobre mí... bastarme á socorrerle. Dudé; mis dedos pañuelo de seda, requerí el mantón y expresión de bondad. Como animada por
A la mañana siguiente, salí á la calle crispados mesaron mis cabellos; por mi ágilmente, como en otros tiempos, corrí un presentimiento súbito, le miré atenta-
tempran) para comprar algunos objetos rostro debió de pasar la máscara feroz de hacia la puerta. E l quinqué quedaba en- mente, con mis ojos locuaces que saben
indispensables; después volví á casa, don- la tragedia. , cendido; el gato permaneció inmóvil so- penetrar tan hondo: el elegante descono-
d i estuve sola el resto de la tarde, idean- bre un ángulo del fogón, contemplando el cido se detuvo: bajo su bigote los labios
Un gato, acurrucado sobre un ángulo cuarto vacío con sus ojos inmóviles... amables sonreían: yo me acerqué á él, ha-
do nuevos planes de vida. A l anochecer del fogón, presenciaba la escena con sus
Humaron á la puerta de mi boardilla, abrí;
^r. i un telegrama: por mis venas corno ojos fosforecentes y redondos.,.El tele-
—¿Sevillana, tal vez?
blamos un momento y le cogí del brazo.
—Sí, señor.
U n coche pasaba... —¡Oh!... Aquella es riña t i e r r a preciosa
—¿Subimos?—preguntó el caballero. donde he pasado ratos m u y d u l c e s -
—Gomo usted guste. Sonreía, evocando añejos recuerdos, con
Ya en el vehículo, me refugié en un án- l a subida satisfacción del hombre n e o
gulo, huyendo medrosa el contacto del que pudo complacer todos sus gustos. Yo,
hombre: mi acompañante, sin advertir la entretanto, me llevaba un pañuelo a los
Virtuosa circunspección de mi actitud, labios para toser, procurando ahogar m i
hablaba ligeramente, con volubilidad de pena creciente. ¡Si P e d r o llegase a saber
buen tono! Yo escuchaba como en sueños, que y o e s t a b a a l l í ! . . . Aquel remordimiento
pareciéndome que aquella voz venía de
quemaba como u n tósigo. Me había deja-
m u y lejos: mi imaginación, corriendo mas
que el tiempo, componía las escenas de do caer sobre u n diván con el abandono,
sucia pasión que iban á ocurrir, y dolor de los moribundos; el caballero descoho-
infinito oprimía mi alma: en un instante cido se había quitado el f r a c y sin dejar
la honrada labor de tantos meses iba a de hablar cogió un pulverizador y ernpe- -
quedar rota, con golpe irreparable. ¡Oh, zó á perfumarse delante del espejo. Des-
si Pedro supiese!... pués se acercó á raí.
E l coche se detuvo, el caballero abrió —¿Qué tienes?
la portezuela y echó pie á tierra; yo b a j é —Nada.
también recogiéndome las faldas, acep- Hacía esfuerzos terribles sobre mi para
tando para apoyarme ligeramente, la ma- aparecer contenta; él me observaba cu-
no que mi acompañante me ofrecía. Pe- rioso; indudablemente no recordaba ha-
netramos en un portal y subimos á un ber visto pasar por aquel gabinete otra
cuarto entresuelo alumbrado con luz eléc- m u j e r más sosona ni más triste que
trica: la puerta, que tenía cerradura in-
glesa, cedió fácilmente: nadie salió a re- ^°L-Yo—dijo,—te he visto no se dónde. Mientras Severina. deseando complacerme, registraba u n viejo armario... (Pág. 55.)
cibirnos. E l dijo: —Tal vez... sí, señor; t a l vez... es m u y
—Este es u n precioso nido que conser- posible... , , lia de noche una cartera y de ésta un bi- cirle siempre... mi gratitud hacia usted
vo desde mis alegres años de soltero, y No sabía qué responder; él lúe a sen- llete de cien pesetas. es inmensa...
del cual no pienso deshacerme mientras tarse al borde del lecho, cerca de mi, —Tome usted—dijo, bajando los ojos, —¡Bah, no hablemos de ello! Yo soy
me dure el buen humor. acariciándome con los ojos. avergonzándose de su generosidad. un hombre, uno cualquiera, uno del mon-
No respondí y haciendo con la cabeza —Vamos—dijo,—¿no te desnudas? __ E s t a b a intensamente pálido; me trata- tón...
un signo tímido de asentimiento, seguí á Entonces, sin poder contenerme, rompí ba de usted; su voz y sus manos tem- E l mismo me ayudó á ponerme el man-
mi compañero. Atravesamos el recibi- á llorar, pero á cántaros, como se llora blaban. tón, acompañándome después hasta el
miento llegando á un gabinete japonés: por los muertos; él, vivamente emociona- —G-racias — murmuró, — muchas gra- zaguán. Allí, m u y conmovido, sin besar-
en el espacio, suspendidos del techo por do, quiso saber el secreto de tan duro cias- me, me dió la mano.
hilos sutiles, había varios pájaros de en- quebranto; yo, bebiéndome las lágrimas, Cogí el billete y lo guardé en mi faldri- —Puesto que es usted buena—dijo—
tretrópicos. mostrando su rico p l u m a j e y lo referí todo. Saqué del seno el telegra- quera; después, ya más repuesta, me lo- no pierda la esperanza de ser feliz. Adiós.
sus enjutas p e c h u g a s .disecadas. De pron- ma de P e d r o Francos: y o era buena, es- vanté, acercándome al caballero descono- Cuando veinticuatro horas después lle-
to el caballero, extrañando mi silencio, se taba arrepentida de mi ayer, aquello lo cido, ofreciéndome... gué á Montijo, un empleado de la esta-
volvió á mí. hacía por miseria, por no morir sin des- Me rechazó suavemente. ción me dió la dirección de la posada
—¿Estás triste?—preguntó. pedirme del único hombre á quien había —No, hija mía. Usted nada me debe. ó parador donde un muchacho, cuyas se-
—No, señor. amado... Mis ojos volvieron á llenarse de lá- ñas personales coincidían con las de Pe-
—¿Cómo no hablas? —Necesitaba cincuenta pesetas—agre- grimas. dro Francos, sq hospedaba. Allí, en efec-
" Me "encogí de hombros, sonrojándome, g u é — y á buscarlas salí. Los hombres —¿Quiere usted—-exclamé—hacerme to, estaba Pedro: le vi acostado, presa de
—¿En qué piensas? me asustaban... pero, ¿qué remedio?... Us- un nuevo favor? gran debilidad y aquejado de fiebre; mi
corazón se ensanchó gozoso; realmente
—¡No sé!...En todo esto, que es m u y ted sabrá perdonar la indiscreción que —¿Cuál?
he cometido de echarme á llorar. —-Decirme su nombre. no le creía tan bien. Al pánetrar en su
bonito. cuarto le hallé sentado sobre la cama,
—¿Eres de Madrid? E l caballero, sin responder, me devol- —¿Para qué?
vió el telegrama; luego sacó de l a mesi- •—Para rezar por usted... para bende- tendiéndome los brazos: me había recq-
—Andaluza,
J1EM0RIAS. —9
empujando muy lejos las honradas impre- hacia arriba como las del Cid, miraban
siones de los últimos tiempos; la novela con expresión triste, cual heridas por la
nocido por la voz. Mientras nos besába- padre, y aquellos billetes el anciano se melancolía de las fortunas que pasaron
mos, nuestras lágrimas corrieron juntas; los había dado para mí, como recompen- de aquellos amores juveniles me parecía
cosa lejana y borrosa, y hablaba de Pedro ante ellas: sobre un bigotito semirrubio
luego de cerrar la puerta y vestida como sa á las abnegaciones de mi cariño. Ape- de adolescente, la nariz avanzaba, retor-
estaba, me acosté á su lado. nas tuvimos Pedro y yo tiempo de des- Francos tranquilamente, como de algo
muerto, con dolor apagado y recóndito. ciéndose, y aquella nariz wagneriana, cu-
—Anoche—dijo Pedro,—cuando te te- pedirnos en un abrazo rapidísimo, y aque- ya punta descendía hacia abajo derecha-
legrafié , me sentía m u y enfermo; me lla separación brusca nos ahorró el enojo Por mí y por lo que en otras compañeras
de desgracia he visto, comprendo que las mente, parecía un signo afirmativo, testi-
asusté... pensé morir. Esta mañana tam- de muchas lágrimas. monio plástico, indudable, de firmeza mo-
bién telegrafié á mi padre y estoy aguar- De vuelta á Madrid resolví defender- mujeres públicas, sea cual fuere su posi-
ción y rango: concluyen siendo autóma- ral; sus actitudes tenían cierto matonis-
dándole de un momento á otro. me contra la prostitución lo más posible, mo y desembarazo que enmendaban la
tas, sin pasiones ni deseos: el vicio las in-
Esta noticia vino á nublar, en parte, para no ser indigna del sitial donde el sensibiliza, su carne duerme, sus sentidos atildada y señoril pulcritud del traje.
mi júbilo. amor me había colocado. Los dos prime-
también, en su cerebro impera una activi- Antonio era generoso, y cuando jugan-
—Por tanto-—agregó Pedro,—debes de ros meses, Pedro me escribió bastantes dad anormal, estéril, como la producida do por cuenta propia ganaba, me metía
alquilar otra habitación; como mi padre cartas: en ellas recordaba nuestros amo- por los abusos del alcohol; ríen porque por los ojos los billetes de Banco. Nadie
no te conoce, nada sospechará de ti, y á res y describía su vida actual; su padre deben reir, porque su oficio las exige lo- como él para gastar dinero; en ésto, si no
mí no han de faltarme pretextos para pe- le agasajaba mucho y quería casarle con cuacidad y alegría inagotables; deben aventajaba tampoco cedía á Diego Fe-
dirle los quince ó veinte duros que nece- una linda y rica moza: mas y a podía yo reir con este y con el otro... y con el otro, rrer; una noche de jarana pagó en cier-
sitas para regresar á Madrid. vivir tranquila, pues él por nadie me de-
reir siempre, aunque su ruidoso contento to colmado de la calle Visitación, qui-
Yo enseñé mi portamonedas, dando á jaba. El tercer mes aquellas cartas con- las desgarre el estómago, pues nada dis- nientas pesetas de vino. Con Regenta re-
comprender que no necesitaba aquel au- soladoras empezaron á escasear; Pedro gusta y aburre tanto á los hombres como ñí por calumnias y malas artes do mi
xilio. escribía menos; después, menos aún...
una cortesana triste, su cuerpo estará amiga Clarita Telío, quien, según creo,
—No importa—repuso Pedro;—guarda ¡siempre menos!... Era su voz como la del propicio á bailar y á desnudarse, sin te- estaba enamoradade él. De Clara me ven-
eso; cuanto más dinero tengas más tiem- náufrago que va hundiéndose poco á poco mor al cansancio y al frío; debe también gué recortando su cabeza de un rotrato
po durará t u virtud. bajo las olas que le cubren.
Entonces, aleccionada por aquel ejem- aceptarlo todo y así tendrá derecho á exi- que ella me había dedicado y pegándola
A media tarde llegó á la posada el pa- girlo-todo: sus labios, si pueden negar un cuidadosamente sobre una fotografía obs-
dre de Perico: era muy jarifo y moreno, plo, cambié repentinamente de rumbo,
beso no rechazarán jamás una copa de vi- cena, para que un fotógrafo amigo mío
y se parecía mucho á su hijo. Al verle y imponiéndome un camino nuevo con ese no: la vida de las heteras es suicidio, des- sacase copia fiel y correcta, del todo: des-
á pesar de mis penas, t u v e alegría y gran- vigor de voluntad que me ha sacado triun- pilfarro, anhelo destructor insaciable, la pués envió este retrato á Julián Sota, viz-
des deseos de abrazarle; pero supe conte- fante de las situaciones peores. Era for- cortesana que no pide, está muerta. Yo conde de Rúa, quien, justamente indigna-
nerme y disimular mi personalidad muy zoso renunciar al pasado y ser rica, aun me lancé á esta existencia vertiginosa, mi do, me vengó de Clarita Tello riñendo
bien. «Cuando Periquillo tenga cincuen- cuando para ello necesitase rodar los úl- cuerpo de acero resistió todos los excesos, con ella.
ta años—pensé—será así. > E l día trans- timos peldaños del encanallamiento. Con la orgía fué mi descanso, del vino y de la
currió sin incidentes. Al anochecer la este pensamiento y gracias á la excelente ajena alegría sacaba mi voluntad esfuer-
Trascurrieron varios meses. Una noche
criada del mesón vino á decirme que el amistad de Carmen Arellano que me fa- zo inagotable; en pocos meses pasó por
hallándome con Carmen Arellano en un
señorito Pedro me esperaba. Acudí in- cilitó algunos recursos, fui cierta maña- mis manos, cariñosas y pedigüeñas, un
palco de la Zarzuela, me presentaron á
mediatamente, segura de hallarle solo. Al na á una tienda de modas de la calle de río de plata
don Pablo Ardémiz, uno de los hombres
verme se incorporó en el lecho, sacando Fuencarral, donde encargué y dejé pa- que, por su larga experiencia y bondad,
de debajo de la almohada trescientas pe- gado un elegante vestido; desde allí á De todos los hombres que entonces co- han dejado en mi memoria mejor y más
setas en billetes. una tienda de sombreros, y luego á casa nocí, sólo puedo citar á Antonio Regenta duradera impresión.
de Severina quien, como siempre, cele- de quien estuve enamorada algunas sema- Don Pablo llegaba entonces á los cua-
—Toma—dijo. bró mi regreso abrazándome contra su
—Pero... nas. La razón de aquel amor la ignoro. renta años, si bien representaba algunos
interesado corazón. Por mi boardillita de Antonio era tahúr y quizá ésto influyese más: era un verdadero elegante, grueso
—Toma y... adiós... adiós... y a te escri- la calle de Espíritu Santo no volví, ni en mí, pues he oído decir á muchas mu- y alto, cuyos cabellos blancos parecían
biré. creo haber tornado á pasar ante aquella jeres expertas, que los jugadores de pro- conservar el polvo de todos los bailes
Hablaba bajando mucho la voz, y esto casa que tantos recuerdos, buenos y ma- fesión tienen en su trato íntimo cualida- donde estuvo: su talle, á pesar de la obe-
me hizo sospechar que podían oírnos. los, tiene para mí. des que no poseen los demás hombres. sidad que afea el tallo de los galanes an-
I.uogo añadió: El vicio de los hombres y mujeres que Antonio Regenta era de regular estatu- tiguos, conservaba el desembarazo y la
—Son las ocho y veinte; á las nueve frecuentaban la mancebía de Severina ra, blanco de rostro y muy robusto; lle- flexibilidad de movimientos que sólo en-
menos minutos pasa por aquí el tren que Aguilas, las conversaciones obscenas re- vaba los negros cabellos peinados artísti- seña la vida de los grandes salones: tenía
va á Madrid. Aun puedes alcanzarle... petidas siempre y los feos recuerdos de camente; la frente y los ojos eran grandes su voz, aunquo defendiera ó afirmase al-
Mientras hablaba, un gesto elocuente mi pasado, no tardaron en mancharme la mirada de sus pupilas, algo ochadas go rotundamente, una dulzura insinuante
de su mano derecha señaló la puerta de nuevamente, apoderándose de mi ¿uimo t
una habitación contigua: allí estaba su
s o r o s que merecen conquistar una gran
como concesión perenne heclia a su inter-
locutor; sus ojos grandes y claros, Un po- fortuna. , .
co saltones, acariciaban siempre: no pue- Por consejo de don Pablo aprendí a bai-
do recordar á don Pablo sin ver sus ojos; lar, con lo cual pude cambiar mi titulo
no conozco otros tan cariñosos y pene- de cortesana por el de bailarina; poco des-
trantes; al despedirnos de Ardémiz, lleva- pués la amistad de un empresario me per-
mos la impresión de que su última mira- mitió debutar en un teatrillo de cuarto or-
da es, para nosotras, su última bondad; den, varios periódicos hablaron de mi y *

su bigote canoso se retorcía ufano sobre al leer mi nombre en letras de molde dis-
f r u t é un mareo jubiloso y fortísimo, ana- III
las pálidas mejillas; su media calva era
triste y elocuente como una pagina del li- loo-o al que deben de experimentar los
bro de la vida. Don Pablo, que conocía y escritores noveles, viendo en los escapa-
trataba de cerca á mucha gente no permi- rates de las librerías su primera obra; 14 Diciembre diculamente pequeño, á ratos también,
tía que nadie violase su intimidad: no te- sentíame regenerada y como trocada en los menores detalles traen al espíritu la
nía amigos predilectos, sus medios de vi- otra mujer; el escultor Benjamín Llao y Con los amores de Pedro Francos ter- imagen de acontecimientos terribles; hay
vir eran obscuros, entre las cortesanas de el pintor Sandonis, me reprodujeron en minó lo que yo llamo introducción ó proe- días que compendian una época, amores
alto rango disfrutaba de reales y muy va- dos obras artísticas que por aquella épo- mio de mi historia. que apenas dejaron la huella de un nom-
lederas simpatías, aunque todas estába- ca obtuvieron alguna notoriedad; a pro- bre, semblantes de los que sólo recuerdo
pósito de esto, una revista ilustrada pu- Hace un momento, queriendo poner
mos ciertas de que no tenía relaciones con nexo lógico entre varias ideas mal halla- una sonrisa ó un bigote blanco...La fosa
ninguna de nosotras. Después he creído blicó mi retrato; parecíame que en la ca- común, donde todos los desheredados
lle todos volvían la cabeza admirándome: das, repasé atentamente lo escrito, po-
d e s c u b r i r l a naturaleza de aquel senti- niendo guiones entre lo roto ó deshilva- duermen juntos, es imagen fiel de la vida.
miento, algo frío, sin duda: cuando el desde entonces el baile fué para mi un La humanidad es agua corriente, acaso
pretexto de lucimiento, medro y exhibi- nado, borrando suturas y estableciendo
hombre se desencanta del amor y de la en todo acordada proporción y armonía. sus hondas puedan torcerse deteniéndose
amistad, recurre otra vez á la mujer, si ción; un medio nuevo de conquista. La breves momentos en los remansos, pero
noche de mi beneficio, la generosidad de Repasando un montón de viejas cartas,
bien castamente: la amistad de las mu- hallo una firmada por cierto Eugenio Vi- luego siguen su curso fatal, derivando
jeres es la única fe de los desengana- mis admiradores me regaló en billetes, irremisiblemente hacia el callado mar
i o vas y flores, más de seiscientas pesetas; llat, de quien no recuerdo, qu,e empieza
así: negro del eterno reposo: en este ir conti-
(¿"excelente don Pablo, que nada podía nuo, los humanos nacen, crecen, se apro-
E1 cariño desinteresado, casi paternal, regalarme, se contentaba aplaudiéndome «Perdona mi insistencia, pero estos ren- ximan, se divorcian, quieren, odian, y si-
de don Pablo Ardémiz, me fué útilísimo; desde un palco; la emoción humedecía sus glones y requiebros no pueden disgustar- guen adelante, separados ya para siem-
él me relacionó con muchos hombres adi- ojos paternales, mi triunfo era suyo. Yo te, como no disgustan las orquestas am- pre, unas veces por la muerte, otras por
nerados y elegantes, y con buen número estaba satisfechísima: jamás pude soñar bulantes que en las horas crepusculares la distancia.
de pintores, escultores y periodistas. éxito pecuniario semejante, ni profesión pasan bajo nuestros balcones llamando al
—Está usted derrochando su juventud que mejor se aviniese á mi temperamen- ensueño. Eso, Isabel, son mis cartas, con Corroborando lo que acerca de esto la
neciamente—me decía Ardémiz;—usted, to desordenado y vagabundo. sus juramentos y sus promesas: música experiencia me enseñó, sé por autoriza-
siguiendo mis consejos, puede ir muy le- Gavarní lo dijo: dulce, m u y dulce y m u y triste, que dos conductos que las cortesanas suelen
jos; su juventud, su buena ilustración y pasa»... dejar imperecedera impresión en los ma-
«¿No sirves para nada? Hazte artista.» Como las cartas de aquel adorador ol- rinos y en los niños; v' lo comprendo,
la alegre actividad de su espíritu, son te-
vidado, es la vida; todo en ésta, examina- pues la soledad de los unos y la imperi-
do á cierta distancia, es gris y borroso; cia y virginidad moral de los otros, ase-
que los recuerdos forman densa nube ó guran la persistencia de la imagen; pero
tupida niebla semejante al polvo que flo- en nosotras, pobres hojas caídas, lanzadas
ta sobre los campos de batalla, y el polvo á todos los vientos del desenfreno y del
todo lo delustra, entolda y obscurece. No capricho, ¿qué podrá resistir el flujo des-
extraño, pues, que en mis Memorias las vastador de una existencia devorada de-
figuras y las escenas estén abi. olidas; la masiado aprisa? Por esto, aunque leí bas-
historia de cada individuo es un manojo tante y conozco los rumbos de la novela
ó sucesión de bocetos; bocetos inseguros moderna, prescindo de todo ropaje lite-
de cuadros y de tipos: todo allí aparece rario y consigno mis recuerdos llanamen-
atraillado, cuando no enmarañado y con- te, evitando las descripciones difusas y
fuso; á veces lo máximo en gendra lo ri- los buceos psicológicos excesivamente de-
s o r o s que merecen conquistar una gran
como concesión perenne heclia a su inter-
locutor; sus ojos grandes y claros, Un po- fortuna. , .
co saltones, acariciaban siempre: no pue- Por consejo de don Pablo aprendí a bai-
do recordar á don Pablo sin ver sus ojos; lar, con lo cual pude cambiar mi titulo
no conozco otros tan cariñosos y pene- de cortesana por el de bailarina; poco des-
trantes; al despedirnos de Ardémiz, lleva- pués la amistad de un empresario me per-
mos la impresión de que su última mira- mitió debutar en un teatrillo de cuarto or-
da es, para nosotras, su última bondad; den, varios periódicos hablaron de mi y *

su bigote canoso se retorcía ufano sobre al leer mi nombre en letras de molde dis-
f r u t é un mareo jubiloso y tortísimo, ana- III
las pálidas mejillas; su media calva era
triste y elocuente como una pagina del li- lo^o al que deben de experimentar los
bro de la vida. Don Pablo, que conocía y escritores noveles, viendo en los escapa-
trataba de cerca á mucha gente no permi- rates de las librerías su primera obra; 14 Diciembre diculamente pequeño, á ratos también,
tía que nadie violase su intimidad: no te- sentíame regenerada y como trocada en los menores detalles traen al espíritu la
nía amigos predilectos, sus medios de vi- otra mujer; el escultor Benjamín Llao y Con los amores de Pedro Francos ter- imagen de acontecimientos terribles; hay
vir eran obscuros, entre las cortesanas de el pintor Sandonis, me reprodujeron en minó lo que yo llamo introducción ó proe- días que compendian una época, amores
alto rango disfrutaba de reales y muy va- dos obras artísticas que por aquella épo- mio de mi historia. que apenas dejaron la huella de un nom-
lederas simpatías, aunque todas estába- ca obtuvieron alguna notoriedad; a pro- bre, semblantes de los que sólo recuerdo
pósito de esto, una revista ilustrada pu- Hace un momento, queriendo poner
mos ciertas de que no tenía relaciones con nexo lógico entre varias ideas mal halla- una sonrisa ó un bigote blanco...La fosa
ninguna de nosotras. Después he creído blicó mi retrato; parecíame que en la ca- común, donde todos los desheredados
lle todos volvían la cabeza admirándome: das, repasé atentamente lo escrito, po-
d e s c u b r i r l a naturaleza de aquel senti- niendo guiones entre lo roto ó deshilva- duermen juntos, es imagen fiel de la vida.
miento, algo frío, sin duda: cuando el desde entonces el baile fué para mi un La humanidad es agua corriente, acaso
pretexto de lucimiento, medro y exhibi- nado, borrando suturas y estableciendo
h o m b r e se desencanta del amor y de la en todo acordada proporción y armonía. sus hondas puedan torcerse deteniéndose
amistad, recurre otra vez á la mujer, si ción; un medio nuevo de conquista. La breves momentos en los remansos, pero
noche de mi beneficio, la generosidad de Repasando un montón de viejas cartas,
bien castamente: la amistad de las mu- hallo una firmada por cierto Eugenio Vi- luego siguen su curso fatal, derivando
jeres es la única fe de los desengana- mis admiradores me regaló en billetes, irremisiblemente hacia el callado mar
i o vas y flores, más de seiscientas pesetas; llat, de quien no recuerdo, qu,e empieza
así: negro del eterno reposo: en este ir conti-
(¿"excelente don Pablo, que nada podía nuo, los humanos nacen, crecen, se apro-
E1 cariño desinteresado, casi paternal, regalarme, se contentaba aplaudiéndome «Perdona mi insistencia, pero estos ren- ximan, se divorcian, quieren, odian, V si-
de don Pablo Ardémiz, me fué útilísimo; desde un palco; la emoción humedecía sus glones y requiebros no pueden disgustar- guen adelante, separados ya para siem-
él me relacionó con muchos hombres adi- ojos paternales, mi triunfo era suyo. Yo te, como no disgustan las orquestas am- pre, unas veces por la muerte, otras por
nerados y elegantes, y con buen número estaba satisfechísima: jamás pude soñar bulantes que en las horas crepusculares la distancia.
de pintores, escultores y periodistas. éxito pecuniario semejante, ni profesión pasan bajo nuestros balcones llamando al
—Está usted derrochando su juventud que mejor se aviniese á mi temperamen- ensueño. Eso, Isabel, son mis cartas, con Corroborando lo que acerca de esto la
neciamente—me decía Ardémiz;—usted, to desordenado y vagabundo. sus juramentos y sus promesas: música experiencia me enseñó, sé por autoriza-
siguiendo mis consejos, puede ir muy le- Gavarní lo dijo: dulce, m u y dulce y m u y triste, que dos conductos que las cortesanas suelen
jos; su juventud, su buena ilustración y pasa»... dejar imperecedera impresión en los ma-
«¿No sirves para nada? Hazte artista.» Como las cartas de aquel adorador ol- rinos y en los niños; v' lo comprendo,
la alegre actividad de su espíritu, son te-
vidado, es la vida; todo en ésta, examina- pues la soledad de los unos y la imperi-
do á cierta distancia, es gris y borroso; cia y virginidad moral de los otros, ase-
que los recuerdos forman densa nube ó guran la persistencia de la imagen: pero
tupida niebla semejante al polvo que flo- en nosotras, pobres hojas caídas, lanzadas
ta sobre los campos de batalla, y el polvo á todos los vientos del desenfreno y del
todo lo delustra, entolda y obscurece. No capricho, ¿qué podrá resistir el flujo des-
extraño, pues, que en mis Memorias las vastador de una existencia devorada de-
figuras y las escenas estén abi. olidas; la masiado aprisa? Por esto, aunque leí bas-
historia de cada individuo es un manojo tante y conozco los rumbos de la novela
ó sucesión de bocetos; bocetos inseguros moderna, prescindo de todo ropaje lite-
de cuadros y de tipos: todo allí aparece rario y consigno mis recuerdos llanamen-
atraillado, cuando no enmarañado y con- te, evitando las descripciones difusas y
fuso; á veces lo máximo en gendra lo ri- los buceos psicológicos excesivamente de-
tenidos y minuciosos en que, por olvida- mo consejo es el mejor. Las mujeres hon- frecuentaba, nuestras impresiones eran ble, pues yo también razonaba obedecien-
dos, no sabría entretenerme; con lo cual radas hacen mal envidiándonos: sin duda análogas: habíamos estudiado en el mis- do á mis impresiones del momento.
imagino dar la impresión gris, un poco es aburrido tener hijos y hacienda y es- mo colegio, ella recordaba, aunque vaga- Una de mis últimas cartas, escrita, se-
fatigosa, que en mí misma va dejando la poso que cuidar, pero más triste es vivir mente, haber oído hablar de mí y conocía guramente, en una crisis de voluptuosa
vida. sola, defendiendo sin treguas la posición mucho á Gabriela Izquierdo; me dió las laxitud, decía así:
Catorce ó quince años há que ruedo conquistada, ambicionando otras mejores, señas de su casa; Gabriela había hereda- «Me preguntas con aplomo candoroso
por el mundo, miro hacia atrás y casi me luchando contra todos, vendidas siempre do de un tío suyo y frecuentaba la buena que mueve á risa:
atrevería á compendiar lo hecho en un á la felonía ó al egoísmo de los demás. sociedad sevillana; su novio era rico; pro- »¿Cómo he de compon crínelas para co-
millar de renglones. ¿Qué resta de todo Nuestra vida es como el agua sucia y per- bablemente se casarían pronto... nocer á los hombres?»
aquello? Nada...ó casi nada: tres ó cuatro fumada de nuestros tocadores: todo en Aquella misma noche, segura de 110 re- »Y, más adelante:
escenas y media docena de nombres: en ella es malo; todo, no obstante, huele cibir el desaire de un silencio desdeñoso, »¿Debo casarme?...»
la frase: «Fué una noche feliz, > van con- bien. Es cierto que vivimos del vicio y escribí á Gabriela una larga y cariñosa »Y á estas dos preguntas, cuya solu-
densadas las risas, los donaires, las ilu- para el vicio, mas no por afición ó capri- carta, recordando nuestra amistad y pi- ción ha encanecido la frente de los filóso-
siones, los excesos, el vértigo loco de una cho, como muchos suponen, sino porque diéndola detalles minuciosos acerca de su fos más célebres, pretendes que yo, inex-
orgia que acaso me hirió el corazón. De- á ello nos arrastra la fatal necesidad. vida actual. Como esperaba, Gabriela con- perta catecúmena de la jamás compren-
cir: «lloré mucho». basta á epilogar un Buena prueba de ello es la aversión que testó en seguida, satisfaciendo mis curio- dida religión de la vida, responda en al-
enredo amoroso de varios años; en una los hombres nos inspiran. E l hombre es sidades y preguntándome si yo era aque- gunos renglones...
página, ¡oh, pequenez humana! caben las un animal fatuo, endiosado, huero de en- lla Isabel Ortego de quien los periódicos »Yo no sé conocer á los hombres, ni
incontables ingratitudes, ambiciones, tendimiento, vacío de corazón, que creo hablaban de cuando en cuando. Antes de puedo darte, acerca de tan difícil estudio,
grandezas, desesperanzas y desplomes de merecérselo todo: si la mujer á quien cor- responder afirmativamente dudé, temien- ningún consejo. El único hombre á quien
toda una vida. ¿Y cómo no, cuando la his- teja no cede, es una imbécil que no supo do dedir algo que lastimase el candor de he estudiado es á Antonio: á ésto le ob-
toria Universal, aquella que refiere la comprenderle; si cae, una liviana cuya m i antigua condiscípula: pero como su servo día por día, hora tras hora, y en esa
historia do todos los pueblos, do todas las historia de ilusiones y de lágrimas ya ro- carta descubría un espíritu culto, eleva- dulce intimidad del hogar donde los poli-
civilizaciones, do todos los cultos, cabe dando después de tertulia en tertulia. ¡Y do y tolerante, preferí decir verdad, si chinelas humanos deponen sus ridiculas
en los diez tomos que escribió Cantú?... poco importa que la heroína del lance sea bien ocultando ó disimulando hábilmente actitudes de seres circunspectos y vuel-
Allá, pues, van mis recuerdos sin litera- una hetera ó una virtud! Los hombres ciertos pormenores: yo, en efecto, era bai- can suS recuerdos. Nadie, por tanto, en
rios exornos ni calculados atavíos retóri- cuentan todo: cómo fué, sus palabras, sus larina, la fatalidad me impidió legitimar mejores condiciones que yo para conocer-
cos, completamente desnudos y mondos, juramentos, sus actitudes, el color de sus mi pasión por el hombre que me robo de le; y, sin embargo, á cada momento des-
como esqueletos; esqueletos secos, sin la ropas interiores...; y el que no añade un Sevilla, pero v i v í a con él tranquila y fe- cubro en él gestos y palabras que no son
carnaza ampulosa de la actualidad palpi- chiste, dice un insulto. ¡Ah! Las mujeres liz, y todos nos creían casados. Hablando suyos: ó do los cuales yo, por lo menos,
tante: artistas, banqueros, busconas, alca- honestas no debían olvidar que los besos así describía el tipo y carácter de Anto- no me había apercibido.
huetas, aventureros, hombres sesudos, que sus amantes ó sus novios las roban nio Regenta, mi último amante, á quien
»Y si esto sucede en esta vida serena,
unos cavilosos, otros irreflexivos...todos en la sombra y con el mayor misterio, á achacaba cuanto con otros hombres me
en que el matrimonio despoja á los cón-
pasaron, borrándose en la distancia; la la noche siguiente repercuten en todas había sucedido. Desde entonces cruzáron-
yuges de todo fingimiento y superche-
clamorosa balumba de sus gritos expiró partes... se entre Gabriela Izquierdo y yo nume-
ría. ¿cuánto más no habrá de sucederto á
bajo el silencio: sus esperanzas dieron en E a el paquete de viejos y queridos pa- rosas cartas, en las cuales cambiábamos
impresiones, preguntas y consejos, inte- ti, colocada como te hallas en sociodad.
la muerte: sus juramentos agonizaron en peles de que antes hablé, hay también frecuentando salones y viéndoto cercada
la suprema negación; cerráronse sus ojos varias cartas de Pedro Francos, que ya rrogándome ella respecto á cómo debía
componérselas para cautivar y rendir á por un cortejo de aduladores que procu-
á la luz, todo cesó; noche impenetrable empiezan á amarillear por los bordes; rarán mostrarse á tus ojos enguirnalda-
oculta á los que duermen. otras de mi madre, escritas con inseguros su novio completamente, y respondiendo
yo aquello que mi experiencia estimaba dos con todas las seducciones y excelen-
Examinándome atentamente reconozco y gruesos caracteres, y muchas de mi ex- mejor. Gabriela no estaba enamorada, y cias?...Entre ellos habrá algunos, m u y
que mi carácter cambió mucho: antes era celente amiguita^ Gabriela Izquierdo, con la falta de un ideal poderoso determinaba pocos, que te ofrezcan su mano de buena
una bestiezuela irritable y altiva; ogaño quien una feliz casualidad me permitió en su voluntad vaivenes extraños: á ratos fe; pero otros habrá que lleguen á tí lue-
por nada me exaspero ni apasiono desme- establecer una correspondencia que dura quería casarse para aislarse, poniendo en- go de informarse de t u dote...
didamente; y es que en nosotras, las mu- todavía. E n casa de Carmen Arellano co- t r e ella y el mundo el fantasma respeta- «Nada, por onde, debo aconsejarte acer-
ñecas, como nos llama el benévolo Ibsen, nocí á una moza trianera que regresaba ble de un marido; á ratos soñaba con las ca de las condiciones morales do tu espo-
la costumbre do fingir y los golpes reite- con su marido á Sevilla: la presencia de .zozobras, las agitadas pasiones y los com- so: es empresa en la que nadie puede ayu-
rados de la ingratitud ó del desprecio, aquella coterránea me sugirió antiguas y bates de un más allá...^co que con sus darte y que depende e x c l u s i v a m ^ t e de
anulan todo impulso voluntario: somos m u y amadas añoranzas: como teníamos cartas y las mías podría formarse un vo- tí: tú, observa, compara, aguza la imagi-
esclavas del momento; para nuestras po- aproximadamente la misma edad y ella lumen de psicología amorosa m u y nota- nación, no te contentes de apariencias va-
bres cabecitas históricas, siempre el últi- habitó casi siempre los barrios que y 0 nas y asotila el entendimiento de modo
MEMORIAS DE UNA CORTESANA

qae descubras la íntima entraña de los melancolía. H u y e de los hombres apasio-


caracteres; y plegue al Destino otorgarte nados que reclamándolo todo para sí, es-
un compañero como el mío; que, si no es trujarían con sus impertinencias tus ilu-
de los excelentes tampoco merece figurar siones y tu hermosura; h u y e de los celos
en el catálogo interminable de los peores. que conturban y fatigan el ánimo y mar-
»Ahora caigo en que estas disquisicio- chitan los ojos; huye también de las pa-
nes resultan poco menos que estériles, siones duraderas que suelen afianzarse al
pues á la segunda de tus preguntas, mi ánimo con hondas y tortísimas raíces.
franqueza y buena amistad no pueden »Nada tan triste, tan desespei'ante co-
responder de modo categórico y definiti- mo esos amores que se cuentan por años;
vo. Yo bien sé que la mujer nació para amores plagados de aniversarios, y cuyas
cuidar de su hogar, su marido y sus hijos; víctimas no pueden habblar sin repetir á
que el matrimonio es la base inamovible cada momento el melancólico, «¿te acuer-
del orden social, y que los pueblos donde das?...»
el amancebamiento y la poligamia impe- »Ningún cariño debe durar más ni me-
ran, Y a c e n envilecidos en la charca de to- nos de un año, y así los amantes habrán
das las voluptuosidades. Esto es lo que podido saborear juntos todos los placeres
estimo bueno y justo, y creo que las^so- de las diversas estaciones. Es hermoso
ciedades futuras no pueden buscar á su amarse en otoño, bajo las alamedas soli-
felicidad cimiento más firme. tarias, sobre el colchón de hojas secas que
»Pero tú, querida Gabriela, ¿por qué derribaron las primeras escarchas; como
has de inmolarte á la sociedad? Ella ne- es dulce amarse en invierno, en el fondo
cesita de mujeres que se casen y formen de los gabinetes perfumados, junto á la
hogares y amamanten chiquillos, y estas chimenea, sentados sobre un diván entre
vírgenes que sacrifican su juventud loza- pieles de marta y oyendo la soporífera
na y su libertad en aras del matrimonio, cantinela que el granizo redobla sobre
son las víctimas que la costumbre lleva los cristales. Como es dulce, también,
al altar vestidas de blanco y cubiertas de amarse en primavera y verano, recorrien- Yo pasée como las otras, esf erando... (Pág. 63.)
flores, para mantener un concierto social. do los feraces campos bañados por el sol,
ó en algún retiro nemoroso abierto entre
»¿Por qué habías de ser tú una de tan- el boscaje, junto á un hilillo de agua que escribirlas, y mi espíritu, endurecido y inmediatamente, enviándoles dinero para
tas? ¿Por qué sufrir en provecho de la murmura... como resecado hasta entonces por la am- * que comprasen á perpetuidad la tumba
colmena humana si nadie ha de agrade- bición, las pasiones volanderas y la mi- de mi padre, y prometiendo visitarlas no
cer la inmensidad de t u sufrimiento? »Todo esto es hermoso y digno de ser seria, pareció rejuvenerse despertando al bien solucionase varios negocios que traía
¿A qué aceptar los enojosos quehaceres vivido. Pero si quieres ser feliz y conser- soplo frescachón de la niñez; ellas que no pendientes. La contestación apasionada,
materiales y vivir sometida, como la ma- var de tus amoríos grata memoria, borra habían escrito por ignorar mi paradero, cariñosísimama, que dió mi madre á
y o r parte de las mujeres, á la odiosa ti- de ellos los aniversarios. El pasado tiene no bien recibieron mi carta, se apresura- aquel sencillo rasgo mío de amor filial,
ranía masculina?... sobre lo presente el hechizo inexplicable ron á contestarme; comprendí que sobre me conmovió; y aun no puedo leer sin
»La ótica que aplico á la colectividad de lo muerto. H u y e de las fechas; las fe- el papel, atravesado por "inseguros y tor- emoción aquella carta entre cuyos desi-
no puedo hacerla extensiva á ti; te quiero chas son las carcomas insaciables de la cidos renglones, mi madre y Milagro ha- guales y groseros renglones corren flujos
demasiado. T ú representas en el mundo dicha; el amor que se entretiene mirando .bían llorado, y yo también "lloré, mojan- de lágrimas.
lo que una diminuta piedrec-illa en un hacia atrás, está herido de muerte. Pro- do aquel pliego que me traía como un
vasto arenal, lo que un bólido en el con- cura, Gabriela mía, que tu amador nunca perfume de flores de la infancia. Mi her- ^ Ocupaba yo entonces en el Postigo de
cierto eterno de los astros. ¿Qué puede pueda decirte: mana me enviaba su retrato: era una mo- San Martín un cuartito segundo que me
significar, por tanto, tu vida ó tu umerte r —¿Te acuerdas, el año pasado, tal co* za de dieciocho años, con los cabellos costaba sesenta pesetas mensuales; allí
t u matrimonio ó t u soltería en la máqui- mo hoy?...» peinados sobre la cara y los ojos gran- viví medio ano sola, sin otra compañía
na social?... Nada; y, pires asi es, apro- Por Gabriela Izquierdo tuve noticias des, un poco admirados; en vano procuró que la de Dolores, una santanderina biz-
vecha esa misma insigficancia para ser de mi familia: mi podre padre había fa- descubrir en ella el aire de familia; no se ca y feúcha, pero afable, simpática y m u y
feliz. llecido dos años antes, y mi hermana Mi- parecía á mí, y aquello, sin saber por inteligente. Por las tardes solían visitar-
»Si guardas este consejo mío habrás de lagro continuaba habitando en el pueblo qué, me contristó. Respondí á su carta me tres amigas que aun conservo: C ir-
men Arellano, pelirroja y excéntrica, que
procurarte amores fáciles, ligeros, que no la misma casa donde yo nací. Después MEMORIAS.—10
dejen en t u corazón ninguna sombra de de siete años de silencio me resolví á
UNIVERSIDAD DE RllOT! K»
BIBUOTEEA UNiYSS§Í! Mh
" f i x ^ m K£Y£S"
«mi- . 1 m K05iT2MEIf,ÍÉa309
no sabía hablar sin un cigarro entre los de los palcos inmediatos al callejón por
labios; Consuelo Vera, almita errante que donde entran y salen los artistas. M. Ro-
malgastaba su actividad en la consecu- bert trabajó maravillosamente y de cuan- Volví la cabeza: en una arruga de la so- falmente tanto como dure el mundo. Yo,
ción de un anhelo sin nombre; y Augusta do en cuando, siempre que el público le brecama, junto al edredón, había una ra- aunque indigno, merezco todas sus simpa-
Cáceres, querida del senador don Herme- aplaudía, miraba hacia donde yo estaba, na, un enorme sapo de color verde obs- tías: soy su primer ayudante...
negildo Suárez, que más tarde moría en poniendo sus triunfos á mis pies. Cuando curo, mirándome con ojos horribles que No supe enfadarme y me limité á decir:
la estación de Irún bajo las ruedas de un salíamos del teatro, me dijo: parecían escapárseles del cráneo. Lancé —Bien; ¿y qué se propone usted con to-
tren correo. Por las noches, después del —Estoy á su disposición; lléveme usted un grito y me agazapé bajo las mantas, do esto?... ¡No será divertirme!
teatro, recibía á mis amigos Íntimos. á donde quiera en la certidumbre de que tapándome la cabeza: en poco estuvo que —No, señorita.
Guardo de aquella época dos ó tres re- disfrutaremos una buena noche: á mi la- me desmayase. M. Robert, sin reírse, co- —¿Entonces?
cuerdos por todo extremo originales, y do ninguna mujer, aunque sea inglesa, se gió el inmundo bicharraco y lo arrojó á —Quiero algo más; quiero atraerla, ga-
que referiré á vuela pluma antes .de citar aburre. la calle por un balcón. narla para mi causa, que es la del mal;
el nombre del primer amante que, con El marcadísimo acento francés de su —La culpa de ésto—dijo flemático—la enamorarla de mí... ¡No lo dude usted!
sus dispendiosas locuras y trágico fin, conversación, sus tartamudeos y el modo tienen las criadas por no tomarse el tra- Con el tiempo nuestras almas se perderán
dió á mi vida impulso fuerte y orienta- de arrastrar las vocales de las últimas sí- bajo de cerrar bien las puertas. juntas.
ción segura. labas, me descalzaban de risa. Llegamos * Llena de miedo saqué la cabeza de m i —Pues el camino que eligió usted no
Augusta me había presentado á cierto M. Robert y yo á mi casa, y allí, tras un escondite: el ilusionista permanecía en la pudo ser más desdichado.
prestidigitador francés que aquel invier- ligero piscolabis que Dolores nos sirvió habitación contigua. —Al contrario: lo raro subyuga y yo
no trabajaba en la compañía ecuestre sobre un veladorcito del gabinete, me —M. Robert—exclamé,—¿qué hace us- soy raro: cuando usted me admire, usted
y acrobática del Circo-Price. La prensa acostó. F u é aquella, en verdad, una noche ted? me querrá...
le tributaba elogios entusiastas; sus ejer- m u y rara. M. Robert, á quien dejó arre- No contestó; aquel silencio era alar- Seguimos hablando; yo había vuelto á
cicios, por lo incomprensible y maravi- glándose el bigote ante el espejo de un mante; repetí mi pregunta. M. Robert ca- ensabanarme; él permanecía de pie ante
lloso de su mecanismo, parecían cosa so- armario, penetró en la alcoba lentamen- llaba: alargué el cuello procurando ver; la mesilla de noche, quieto y enjuto como
brenatural y de hechicería. Se llamaba te, sonriendo, con las manos metidas en en el mutismo de la noche, aquel hombre una momia, con la mirada puesta en el te-
M. Robert; era un hombre alto, moreno y los bolsillos del pantalón, imprimiendo á misterioso, gigantesco y seco, metido en cho y el sobrecejo arrugado por un es-
extraordinariamente delgado, dotado en los faldones de su frac negro un vaivén su largo frac de nigromante moderno, me fuerzo de atención, como recordando cosas
los movimientos.y en L. mirada de prodi- elegante y pausado: sobre la pechera de recordaba á los personajes de Hoffmann, extravagantes. Después habló de su vida
giosa vivacidad: su rostro tenía la inquie- la camisa lucía tres brillantes. favaritos del Diablo. Mis nervios, excita- en términos despectivos: tenía cuarenta
tud nerviosa que descubre el espíritu —Señorita...—dijo,—señorita... ¿Cómo dos por la visión repugnante del sapo, vi- años y estaba cansado de rodar por el
burlón de los grandes prestidigitadores: se llama usted? braban dándome la sensación del terror mundo sin tiempo ni ocasión de formar
yo le conocía de verle retratado por las —Isabel. más intenso. una familia.
esquinas metido en un sombrero de copa,, —¡Ah... Isabel!... ¡Isabel!...¡Bonitonom- —Si piensa usted divertirse á costa mía — Cualquier día—dijo—sabrá usted por
sobre largos carteles de agudos colori- bre! Pues bien, señorita Isabel: yo creo —gritó,—se equivoca; yo no soy juguete los periódicos que me he suicidado.
nes. Desde luego, M. Robert me pareció que esta habitación es m u y húmeda. de nadie. Empezó á desnudarse poco á poco y co-
muy simpático y muy original, con su -—¿Húmeda? Salté del lecho, según estaba, para ir al locando ordenadamente sus ropas sobre
español chapurreado y su elegante frac —Sí. gabinete; pero el valor me abandonó y re- una silla: después se quitó la camisa y ba-
rojo. —¡Bah, no lo crea usted!... trocedí, extendiendo los brazos hacia ade- jo la elástica apareció la raquítica com-
—Me gusta usted mucho, señorita... y Miró á todas partes, indicando con un lante con movimiento instintivo. Los ojos plexión del cuerpo: de la espalda al tórax
desearía obtener el honor de figurar entre gesto de mis labios la alfombra, los corti- y la boca de M. Robert, que indudable- apenas habría siete pulgadas; el busto do
sus amigos mejores. najes, los cuadros que cubrían de arriba mente llevaba consigo algún aparato eléc- aquel hombre parecía una tabla. Había
—Y yo celebro verle solicitar ese ho- á bajo las paredes. trico, brillaban como rubíes encendidos; sacado de un estuche una navaja de afei-
nor que, seguramente, será para mí. —No importa—repuso M. Robert;—es- del fondo tenebroso de la habitación sur- tar que probaba deslizándola suavemente
—¿Vive usted sola? ta alcoba es húmeda; si así no fuese, ¿có- gían la pechera de la camisa y el semblan- sobre una uña; el acero brillaba á la luz
—Sí. mo explicaría usted la presencia de ese te como dos manchas blanquecinas, baña- del quinqué colocado sobre la mesilla de
—¿Puede usted recibirme en su casa? pequeño anfibio? das en un débil resplandor sangriento. noche; yo, azorada por el presentimiento
—Si, señor. -—¡Un anfibio!—repetí;—¿cuál? —Vaya, M. Robert—exclamé,—bromi- constante de lo nuevo, miraba á mi inter-
—Perfectamente: entonces, esta misma —Ese, ahí lo tiene usted... tas á un lado y tengamos la fiesta en paz. locutor sin poder apartar de él los ojos.
noche, después que yo termine mi segun- Me incorporé temblando, intimidada El me - complació, apagando las luces; M. Robert se había sentado para descal-
do ejercicio; ¿le parece á usted?... por el presentimiento de algo raro. E l después volvió al dormitorio, siempre se- zarse sus elegantes zapatos de charol: des-
—Muy bien. ilusionista se acercó, señalando con el ín- rio y correcto. pués permaneció absorto, mirándose los
Augusta Cáceres y yo ocupábamos uno dice de su mano derocha hacia un punto. —No se enfade usted conmigo—-dijo;— pies, abismado en sí mismo. De pronto ex-
perdería usted siempre. El Diablo, seño- clamó:
rita, pese á la ciencia, vive y vivirá triun- —Antes habló de suicidarme, ¿no e§
adornaba una corona de barón; y la ca- —Es inútil; no me comprendería usted:
cierto?...¡Bah! ¿Y por qué no había de ser rigidez del busto, delatan al militar ba- todo ello es incomprensible.
esta misma noche? jo la levita ó trac mejor cortados: el prichosa gozó entre los brazos de su si-
niestro poseedor horas de enfermizo pla- Y añadió:
Alargó un brazo, uno de aquellos bra- anhelo de riquezas seca el carácter do —La voluntad de usted es omnipoten-
zos diabólicos que parecían capaces de los especuladores, incapacitándoles para cer, sintiendo por su cuerpo el contacto
de aquellas manos duras, sin otro mérito te. Quiera usted algo. ¡Veamos! Tengo
alcanzar á todas partes, y cogió una toalla, toda emoción puramente artística ó de- guardada en el rubí de esta sortija la lla-
que el de haber paralizado la vida en mu-
—¡No haga ijsted más tonterías—ex- sinteresada, y aun creo que llega á mo- chas gargantas. Algo análogo conocí yo ve del porvenir. ¿Quiere usted ser rica?
clamé—ó llamo á mi criada!... dificar el color de sus ojos, dándoles esa junto á M. Robert; la excitación malsana —Sí.
E l repuso, galante y flemático. tonalidad glauca de los avaros, que ator- de mis nervios engrandecía los méritos
—Mi suicidio, lejos de perjudicarla á mentados por la obsesión del oro, creen —¿Quiere usted oro?
del taumaturgo, degradando al mismo —Sí.
usted, servirá á su nombre de poderoso verlo en todas partes. La costumbre de tiempo mi propio valimiento: las mujeres
reclamo. Por lo demás, no se asuste us- fingir, interpretando tipos de edades y —¿Mucho oro?
adoramos la fuerza muscular y el valor, —Mucho oro.
led: soy hombre delicado; sabré matarme temperamentos diversos, siendo mollar que es fuerza del espíritu: por esto, sin
sin ensuciar la alfombra, y solapado con los hipócritas, tímido con —Tome usted, un luis, cuatro duros,
duda, el ilusionista aquel me dominaba: veinte francos...
Levantó la mano, dándose con la nava- los débiles, heroico y ardiente con los la prestidigitación también es una fuerza:
ja un tremendo tajo en la garganta; yo celosos, destruye el verdadero carácter Me los sacó de la garganta en una mo-
el poderío avasallante de la sorpresa, de nedita de oro. Siguió registrándome; yo
pensé que se había cortado el cuello á de los viejos actores: ¿qué interés since- lo inexplicable, de lo inesperado y recón-
cercén; la toalla empapaba un copioso ro, real, pueden inspirarnos sus risas ni estaba repleta de luises; los tenía entre
dito. M. Robert, como hombre de mundo, los cabellos, en los sobacos, detrás de las
chorro de sangre. F u e r a de mí saltó del sus lágrimas, cuando todas las noches les antes de llegar á mí quiso preparar mi orejas; en un momento conté doscientos
lecho y quise correr hacia el balcón pi- vemos desfallecer de amor á los pies de espíritu acercándolo al suyo por el segu- francos.
diendo socorro. Pero M. Robert me lo im- una m u j e r distinta?... ro camino del temor, y lo consiguió: bajo
pidió levantándose ágilmente y sujetán- Otro tanto sucede con todas aquellas —Son de usted—dijo,—pero ha de to-
su mirada penetrante me sentía inútil: su marse usted el trabajo de i r á buscar-
dome por los hombros. profesiones en que el espíritu interviene fascinación recordaba la sobrehumana de
—No se asuste usted—dijo;—todo fué principalmente, y por esto no extraño los.
los antiguos hechiceros; le creía capaz de Sin darme tiempo á impedirlo, con un
broma... la curiosidad que ciertas damas aristón todo: de partirse en pedazos sin morir; de
L e miró; estaba ileso: únicamente en cratas, prendadas de lo anormal, sienten certero movimiento, los lanzó p o r l a p u e r -
revolver el fondo de mis baúles mejor ce- ta á las tinieblas de la habitación conti-
la camiseta quedaban algunas gotitas de de conocer la intimidad de los grandes rrados sin forzar sus cerraduras, de ro-
aquella sangre que el maldito ilusionista artistas. Sería divertido alambicar la psi- gua: los sentí caer al suelo, chocar contra
barme por los aires haciéndome, en vir- los cristales del balcón, rebotar elegres
sacó no sé de dónde. Entonces M. Robert cología de cuantos espíritus viven de lo t u d de infernales sahumerios, invisible á
comenzó á besarme apasionadamente, em- raro: de los domadores de fieras, cuyos sobre el mármol de la chimenea. Segura
las muchedumbres. De cuando en cuan- de no equivocarme aquella vez, cogí el
pujándome hacia el lecho, jurando que ojos, impávidos ante la muerte, ejercen do, M. Robert, temiendo que mi respetuo-
sus burlas habían concluido. Cedí aunque sobre las mismas panteras sobrenatural quinqué y £asé al gabinete, donde tras
sa adhesión hacía él declinase, realizaba minuciosa rebusca, sólo pude hallar cua-
m u y reacia y sin lograr sobreponerme fascinación; de los payasos, infantiles y nuevos ejercicios de prestidigitación. Mis
enteramente al miedo que me poseía de bufones: de los caricaturistas, que no sa- tro ó cinco monedas de cobre. Cuando
párpados comenzaban á cerrarse. volví al dormitorio, admirada y mollina,
cabeza pies. Ya acostados, M. Robert me ben copiar la realidad sin exagerarla, M. Robert reía silencioso.
descubrió varios pormenores y rásgos ín- dislocándola graciosamente, sorprendien- —Es m u y tarde—dije,—tengo sueño;
timos de su extravante psicología de ilu- do lo que hay de ridículo en cada tipo, durmamos. —El Diablo—dijo—se los ha llevado.
sionista. Yo, que conozco tantos hombres, copiando el espíritu cómico de cada si- —Esta noche—^-repuso—no es, para nos- ¡No tenemos suerte!
he visto almas m u y extrañas, enfermas tuación; de los ilusionistas, discípulos otros, noche de dormir. ¿Qué hora será? Las caricias de aquel hombre extraor-
tal vez ó dislocodas por el uso perenne del Diablo, rebuscadores de lo ilógico, Calculé ligeramente. dinario dejaron en mi ánimo impresión
de ciertas facultades ó aptitudes, y que apologistas de lo imprevisto y desco- —De cinco...á cinco y media. agridulce y duradera; el prestidigitador
dilieren de la vulgaridad de las almas, yuntado. —Será—contestó gravemente—la hora había obtenido la aproximación y subor-
Todos sabemos que ciertas profesiones Sea como fuere, la noche que pasé que usted quiera. ¿Dónde hay un reloj? dinación más completa de mi espíritu al
:
dejan sobre la frente de sus esclavos se- con M. Robert, figura dignamente én el —En el gabinete. suyo; mi alma, como mis brazos, se abrie-
lio indeleble: la supresión continua de • exiguo número de aquellas que, por ra- —Pues, oiga usted. ron á él; era una laxitud íntima que dis-
todas las pasiones, el hábito de ser in- zones distintas, me son inolvidables, —¿Qué? tendía y emperezaba los resortes psíqui-
dulgentes y de entornar ante el pecado Sé de una mujer, rica y principal, que —Lo que el reloj del gabinete dice. cos uno tras otro, hasta obtener el anula-
los vergonzosos ojos, y las pláticas mis- á raíz de un célebre proceso que llevó á E n un timbre, de voz desconocida para miento total de la personalidad conscien-
ticas donde todo placer terrenal es des- cuatro hombres al patíbulo, escribió una mí) sonaron, efectivamente, cinco campa- te: lo inexplicable desmontó mi razón; lo
deñado, pone en los ademanes del sacer- carta al verdugo de Madrid invitándole á nadas. Miró á M. Robert pidiéndole con inesperado y repentino fatigó la atención;
dote sello inconfundible; el ritmo del cenar: el verdugo acudió á la cita, dur- los ojos la explicación familiar de tantas mi voluntad rindióse bajo el imperio del
gesto, el hablar duro y breve y cierta miendo luego en un lecho cuyas sábanas maravillas, El repuso; hechicero que todo lo revolvía y troeaba,
ese don Fulano amigo de usted.» El des- de la multitud que invadía la sala; y
conocido palideció.—¿Es posible? ¿No se aquel rumor era uniforme, sostenido,
L a esperanza, por cierto frustrada, de mente. E r a un muchacho aristócrota de llama usted Fulano de Tal?»—«No, se- medroso, como el vagido del oleaje: yo,
una voluptuosidad enteramente nueva, veinticinco años, con la mandíbula infe- ñor».—«¡Qué vergüenza!... Usted perdo- completamente vestida, daba vueltas im-
no me desamparó en toda la noche. rior y la frente anchas, los ojos m u y sepa- ne; me había equivocado; beso á usted la pacientes ante el espejo del lavabo, espe-
A la mañana siguiente, luego de de- rados, chata la nariz, la boca grande y de mano».— «Beso la suya»—contestó rea- rando á que el avisador me llamara á, es-
sayunarnos, M. Robert se levantó justifi- finos labios y el rostro amarillo: parecía nudando mi camino alrededor de la Puer- cena; mi inquietud era inmensa, el cora-
cando su actividad por la urgencia de ha- uno de esos macacos que sueñan en las ta del Sol, mirando á las mujeres bonitas zón me rebrincaba dentro del pecho, mis
cer algunas visitas antes de ir al ensayo: esterillas y abanicos japoneses. L a maña- que pasaban, y tardando en volver al pulmones se r/.ogan bajo la cinta de en-
entre sueños le oí andar por la habita- na del día que puedo llamar de tornaboda, café Oriental unos veinte ó veinticinco cajes que apenas cubría el nacimiento de
ción, lavarse, toser... Luego me llamó la aquel simpático truhán cuyo nombre sien- minutos. De pronto vi acercarse al mis- los senos: al llegar al teatro había visto
atención tocándome en un hombro. Abrí to no recordar, fué madrugador. Desde la mo individuo que momentos antes me de- mi nombre y apellido escritos con llama-
los párpados; el gabinete naufragaba en puerta del gabinete me enseñó ochenta tuvo.—«Adiós, Fulano—exclama;— ¿có- tivas letras rojas sobre los carteles de la
rm resplandor incierto; la claridad gris duros en cuatro billetes de á cien pesetas. mo sigues?... ¿Y tu mujer... y tus hijos?... puerta, y aquel renglón, excitando la cu-
de las lluviosas mañanas de invierno. M. —Toma—dijo,—para que compres un Hace un instante he sufrido la vergüenza riosidad pública, me aterraba. Conmigo
Robert ya estaba vestido. peine. mayor de mi vida: he abrazado á un ca- estaban mi costurera y dos muchados pe-
—¿Qué quieres?—pregunté. Dejó el dinero sobre una silla y se fué. ballero desconocido creyendo que eras tú. riodistas: todos eran á fortalecerme, ala-
—Aquí—repuso—te dejo esto, un pe- Al levantarme sólo hallé cuarenta duros Parece hermano gemelo tuyo; tiene t u bando mi cumplida hermosura y la ri-
queño obsequio: trescientas pesetas... en dos billetes de á cien pesetas; pero los estatura, t u gesto... hasta la voz...» Yo queza y superior gusto de mi traje, y
—Gracias; eres m u y amable. billetes habían sido rotos por la mitad y examinó á mi interlocutor de hito en hito; asegurando que el público me quería
parecían cuatro. Como la ocurrencia tenía podía ser un burlón descarado ó un inge- bien. Llamaron á la puerta, era el avisa-
Le vi contar hasta seis billetes de á nuo, pero la franqueza alegre de su mi-
diez duros. gracia, no supe enfadarme. Por la noche dor: había llegado el momento supremo:
le vi en el teatro Eslava: sus ojos, al mi- rada me atestiguó que hablaba de buena salí del cuarto llevando, para lo que lla-
—Los dejo — agregó mi amigo—bajo es- fe.—«Ha vuelto usted á equivocarse—re-
te pisapapeles. rarme, no traicionaron la menor emoción. man el paseo, una vistosa capa torera, azul
- ¿Dónde vas? exclamó. puse secamente,—yo soy el mismo caba- y oro, terciada bajo el brazo, y la monte-
Yi también cómo los colacaba sobre un llero -de antes.» El impertinente abrió los
velador: después se inclinó hacia el lecho - -¿Es á mí? ra m u y echada sobre los ojos; otras bai-
—¡Naturalmente! ojos y la boca y huyó avergonzado. larinas me animaban, semblantes amigos
para besarme; nos despedimos hasta la
noche. —Se equivoca usted, señorita: yo no Necesitaba ser de granito para no pre- y desconocidos me sonreían, hallándome
—¿Hasta luego, eh? soy quien usted cree. miar riendo tan peregrina invención. elegante y guapísima: la orquesta atacó
—Sí repuso;—espero en el Circo; no - ¿Cómo no? —¡Bien!—exclamé,—perdono la rotu- una paso doble brioso, el telón subió len-
faltes; te regalaré un palco para la noche Eran se voz, su ademán; no obstante le ra de los billetes; tienes la simpatía de la tamente, las luces de la batería llenaron
de mi beneficio. Satisfecha de su genero- miré, dudando de mis propios sentidos, poca vergüenza. el escenario: ante la amenaza de lo inevi-
sidad y afable trato, me levanté acompa- vencida por tanto cinismo: él repuso son- Y le llevé á mi casa á condición de que table, avancé resuelta, contoneando las
ñándole hasta el recibimiento, apoyando riendo. había de referirme muchas mentiras. caderas, pisando corto, mirando á los es-
sobre su hombro mi cabeza despainada: —Es la segunda vez que hoy me con- pectadores por encima de mis hombros
él me acariciaba el talle con sus manos funden con Fulano de Tal—y dió su nom- desnudos; un aplauso cerrado premió mi
enguantadas. bre:—¿no se llama así el caballero á quien 3 Enero. aparición; yo continuó recorriendo la es-
— Adiós, querida... me gustas m u c h o - usted conoce? cena al compás de la música, mirando sin
no te olvidaré. —Sí. Nada he dicho de mi reaparición como ver, sonrieudo al espacio, sabiendo que á
—Adiós, a d i ó s - Continuaba mirándole atónita, no sa- bailarina en un salón afrancesado de la la luz de un foco eléctrico que, por orden
Inmediatamente regresó al dormitorio biendo si formalizarme ó echarlo todo á calle Carretas, donde había cantarínas del empresario, dirigían sobre mi desde
acariciando el proyecto de comprarme broma, y sintiendo en las mejillas el calor extranjeras y moras apócrifas, recluta- un palco, mis dientes parecerían muy
aquella misma tarde un abrigo de pieles. del ridículo. das en los cafés cantantes de Marsella y blancos: concluyó el paseo y llegándome
Pero los billetes de M. Robert no estaban —Lo que»esta tarde me ha sucedido— Nápoles, que bailaban moviendo el lasci- á la segunda caja, dejé en manos de no sé
allí; el pisapapeles, que era de plata, tam- prosiguió mi interlocutor—raya en lo in- vo vientre bajo holgachones calzones quién mi capote y la montera; después
bién había desaparecido. Por la noche fui verosímil. Pasaba yo por la P u e r t a del orientales. La primera noche, el peligro caminé hacia el proscenio; en el patio de
al Circo de Price: allí supe que M. Ro- Sol, cuando un individuo que salía del de presentarme ante un público que po- butacas distinguí confusamente centena-
bert, terminados sus compromisos con la cafó Oriental, corrió hacia mí echándome día serme hostil, me atormentó mucho; res de rostros que sonreían con expresión
empresa, debía haber salido y a en el ex- los brazos al cuello y dando voces jubilo- hasta mi cuarto, un pequeño cuartito dé benévola. Un espectador gritó desde la
pres de Burdeos. No he vuelto á verle. sas que llamaron la atención de los tran- tabla dividido en dos departamentos por galería:
Otro chasco semejante acaecióme poco seúntes:— «¿Cómo estás, querido Fulano? una cortinilla de percal, llegaba el rumor
¡Caramba, hombre, tanto tiempo sin ver- —¡Viva Isabel Ortego!
después con cierto individuo que, por ra-
ro y gracioso , llegó á interesarme viva- te!—»—«Caballero—repuse,—yo no soy
Y la multitud candorosa repuso: tacón que los maestros recomiendan; y
—¡Viva!... ora dándome un papirotazo en el ala del
L a música comenzó á tocar soleares de sombrero, avanzaba mostrando la gar-
Arcas, y levanté los brazos y las casta- ganta provocativa y moviendo las cade-
ñuelas "vibraron bajo mis dedos; otras ras entre mis brazos echados hacia atrás;
castañuelas repicaban entre las primeras ora me retrepaba luciendo la gallardía
cajas de bastidores, reforzando la voz de toda del busto, juntando las piernas, dan-
las mías; poco á poco f u i recobrando el do paz un segundo á los desasosegados
dominio de mí misma; estaba cierta de pies, y simulando á un - lado y otro con
bailar m u y bien; algunas exclamaciones gracioso vaivén la aptitud que los toreros
prematuras de aprobación corroboraron adoptan para banderillear al quiebro; ora
tan grata convicción, enardeciéndome: con la falda metida entre los muslos, ba-
aquello fué un vértigo; á cada nueva di- lanceaba el cuerpo, poniendo los brazos r
ficultad vencida, á cada nuevo retemblío en alto, repicando los dedos sobre la ne-
de caderas y de brazos, mi entusiasmo gra cimera de mis despeinados cabellos;
acrecía, reflejándose en la sala. Termi- y luego tornaba á moverme de un lado á
nado el baile, corrí á bastidores, donde otro, adoptando perversas actitudes dife-
mi costurera, que me quería mucho, me rentes con agachadillos que inflaban las
felicitó, llorando. El telón volvió á levan- caderas y retrepos que abultaban el seno,
tarse dos veces; el público me ovacionaba frunciendo el sobrecejo con expresión
pidiéndome bailase tangos; yo, desde las suplicante y carnal, entornando los ojos,
candilejas, me incliuaba hacia los espec- titubeando la cabeza de modo que las C
tadores, sonriéndoles, enviándoles besos orejas rozasen mis hombros, como si algo
con mis manos cargadas de sortijas; desde me' cosquillease la nuca: pues en el tango
los palcos proscenios, ocupados por ami- todo es ritmo intencionado, y la frase
gos míos, cayó sobre mí una lluvia de musical que comienza la orquesta se con-
flores. Muchas voces pedían: vierte en movimiento en el cuerpo de la
bailarina.
—¡Tango, tango!...
Lo bailó y aquel baile lascivo aseguró Volví á mi cuarto que encontré lleno
Es hermoso amarse en otoño, bajo las alamedas. (Pág. 72)
mi éxito. Comprendo que el entusiasmo de admiradores y de amigos: mi éxito fué
y la emulación empuje á los toreros, con completo; aludía siguiente algunos perió- litares, periodistas, vividores... De todo úblico; los periódicos citarían mi nom-
desprecio de su vida, sobre la cabeza del dicos hablaron de mí. Las noches sucesi- hubo allí; cualquiera que hubiese habla- re...
toro, y que los soldados pierdan toda vas consolidaron aquél triunfo, familiari- do conmigo dos ó tres veces, se creía au- Como el precio ofrecido á mi fácil tra
prudencia en el ardor de la pelea, porque zándome con el público, dando mayor fir- torizado á presentarme nuevos admirado- bajo no era despreciable, acepté, y desde
á mí el triunfo me cegaba y hubiera sido meza á mis actitudes, acostumbrando mi res: á ratos, aquel testimonio de incesan- el día siguiente concurrí al estudio de Zó-
capaz de descoyuntarme y de partir mis cabeza al incienso mareante del aplauso. t e adoración me hacía bostezar. simo, poniéndome desnuda, en pie y con
miembros en pedazos por afirmar mi Cuando salía del escenario abrigándome los brazos en alto, como náyade que qui-
triunfo. Reaparecí marcando con los pies con una capa de pieles, me sentaba en mi La noche de mi beneficio recibí la vi-
sita del escultor Zósimo Trina, premiado siera romper la cresta de una ola. Aque-
el picante contratiempo del tango y lle- cuarto á descansar antes de desnudarme: llas tardes fueron m u y dulces: en el ta-
vando, m u y sobre la cara, un sombrero allí me esperaba siempre un amable cor- en la última Exposición de Viena con me-
dalla de oro. Trina me expuso su deseo ller, rodeado de largos divanes de tercio-
cordobés. En pie delante de la concha y tejo de-aduladores que celebrabau son- pelo negro, se reunían el poeta Manolo
obedeciendo siempre al mismo ritmo, di riendo todas mis miradas, escudriñando de utilizarme para modelo de la figura
capital de un complicado grupo destina- Elias y tres ó cuatro actores cómicos ami-
varias palmadas, azotándome después los mis pies v la blancura de mis brazos, re- gos íntimos de Zósimo, todos hombres
muslos, tocando luego con los dedos lo cogiendo las lentejuelas de mi traje, ado- do al frontispicio del palacio de no re-
cüerdo qué millonario inglés; mi cabeza, mundanos y de buen humor, que sólo ha-
que vulgarmente llaman «pitos», enco- rándome servilmente, convirtiéndome en blaban de asuntos agradables: el sol; atra-
giéndome algo para en seguida terminar una especie de animado fetiche. No po- según dijo, encarnaba á maravilla su pen-
samiento; prometió darme veinticinco pe- vesando francamente el techo de cristales,
con un gigantón que mereció aplausos. dría recordar los tipos que desfilaron por tibiaba el ambiente; una chimenea coloca-
aquél modesto escenario: pisaverdes adi- setas por poner en su estudio tres ho-
Y allí fué donde comenzaron los luju- nerados, viejos alegres, señores provin- ras cada tarde: ésto, agregó, lejos de per- da cerca de mí, vertía sobre mis desnu-
riantes aditamentos y primorosos exor- cianos que deseaban conocer lo más nota- judicarme, me favorecería; su nueva obra dos miembros calor vivificante; Trina,
nos del baile, sin qué faltasen los tren- ble del mundo cortesano, fotógrafos, mi- llamaría la atención de la crítica y del metido en u~~ ' w a blusa blanca, giraba
zados ni el exquisito repique de punta y MEMORIAS.—11
82 EDUARDO ZAMACOIS
EMORÍAS D E UKA CORTESANA
ilredodor de su obra, mirándome á cada botas de charol y americana ue uoiur
momento, persiguiendo sobre la flexible cafó: algo muy limpio y saludable ema-
ircilla la linea fugitiva de mi cuerpo: sus naba de su persona. Después pregunté: ¡ g y. « * Ai-enea, p u s i .
pies calzados con zapatillas de alfombra, —¿Cómo no ha ido usted nunca por mi
aerían nerviosamente el suelo entarima- cuarto del teatro?
do; en los ángulos del estudio, cabezas y —No quise. ¡ á a f e a s s s r s c Y V
dorsos vigorosos, piernas jayaneseas, bra- —¿Por qué? cuanto más' arrecian v- ° briosas -
;os membrudos de gladiador, bajorel¡aves —Me disguntan los tontos que cortejan dad á l o s « v i r i -
lelicados, evocaban, inmovilizados por el á las bailarinas entre bastidores.
7eso, momentos varios de la inspiración Yalido.de su estrecha amistad con Zó- e s p e j o , y d i s e m i n a d o s DOI- L*« ™ J
leí artista. simo Trina, levantóse, acercándose á mí s & d f g z ~ s f t f tratos v acnarplao P
- paredes ro-
Allí, una tarde de Febrero, conocí al sin hablar, girando á mi alrededor len-
lesdichado Paco Narbona, marqués de tamente, para examinarme bien por todas
Lágaro, que tan poderosamente había de partes. jando sobre m i s homl l rn ffilaP f une er oFnr ade- s f e & m *
influir, primero con su pasión y con su —¡Qué hermosa es!—exclamó. cisco NarbonTen Í í '° °^ *~
n u e r t e más tardo, en todos mis asuntos. Aquella tarde el marqués de Lágaro se gran d e s b r a V X T vZ f l T '
Tenía Narbona, á la sazón, veintiocho me acompañó hasta mi pisito del Posti- es que mi anti™* ?luntades, ello
años: era hombre de robusta complexión, go de San Martín; después del teatro nos cianqa d S í t S ^
moreno y m u y sanguíneo; el pelo byro- fuimos á cenar juntos, Narbona, despre- Haba dentro d J S h ' t - q u e n o Ia h
niano, ensortijado y brillante, el bigote á ocupado y enemigo de los vulgares res- riqueza s u e l e p Z ^ Z ^ ^ L a
la borgoñona, la nariz corva y fina y blan- petos sociales, me cortejaba y pellizcaba delicados es J saSbls Z * ^ ™
cos y apretados los dientes: el temple del delante de cuantos individuos iban pol- que yo me e v n j f ™ t ' -1 depresiones, jardinera en fórma SÍ T U n a

espíritu armonizaba con la expresión las noches á mi cuarto del teatro; mos- continuas ^ , a S n s
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* mos Paco N a r b o n a V v n S a r c a
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expansiva de aquel enérgico tipo meri- trábase enamoradísimo de mí y celoso sico y moral- „ n ? ® V ® e l e m e n t o s fí- unas veces charlando"' S Í e s t a s
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dional; su alegría era más bulliciosa de todos, y quince días después liizome a n altabajos ni mud^rn a a f al a. dl oesn t a r i a , periódicos que c o 4 m o ^ ° S
^ o l o s
y varonil que la de aquel Diego Ferrer, vender todos mis muebles, trasladándo- ««los; y así la v?r l f,' ° J mús-
cercano sin necesidad £ V
* 0 r

cuyo recuerdo pasa por los horizontes pri- me á su casa de la calle San Marcos. do s i n g u e zo t Z Z a6 ' e 6S 1 Pm3 en t ó gd aí en a "
meros de mi larga historia como una som- Acababa yo entonces de cumplir veinte- que no requieren ° a S Í T os
bra exangüe; su voz, aunque simpática, dós años. voluntad, las sedas n »e? l m W é * # * de
era breve y dura. Comenzó para mí, con aquellos nuevos ne, los üies L o \ , r a n c i a n la car-
A l penetrar en el estudio, el marqués amores, una vida fastuosa que apenas alfombras M i I i L " b í n d e c e n *>*»» las cansancio á ella fcHK«*1 * e l
^ a v e
de Lágaro paseó sobre la nieve de mi conocía. Paco Narbona, violento, intran- dele el estímulo d e l ± 2 P ? t u > T o h á n ' dulcificar y e S p ^ 1 6
' ^ ^ *
cuerpo una mirada ardiente: á su saludo, sigente y celoso, obligóme á dejar el tea- lia habitación d o r m i d a w T " * * a f
lUe-
yo, sin moverme de la especie de colum- tro, diciendo, además, que había de serle
na truncada donde Zósimo me tenía, res- completamente fiel si en algo apreciaba ^ cgomo°eia , m a ^ s T ^ ^ de

pondí con un ligero movimiento afirma- su libertad y la salud de mis huesos. tapados. Así eSaba yyo -ara Vve ze e^l ?c o8 r poner sillndo y h a s t a 2 • P f 0 C Í a n i m
"
tivo de cabeza. Aquella pasión me distraía halagándome: Ponía en mis «i™ , aje llevándose un f í M ? v o l
^ t a d
COl r C e ¿ i z a
—Isabel Ortego—dijo Trina galante- Narbona, que no tenía familia, se consa- Pupilas v e S e a b i n sí ° ' f u é d o n d e se d e ^ r r o I l L -V ^
risueñas ^ñámente,
mente:—pone para mí; es un modelo que graba á mí; en pocos meses me compró U
que siempre d c s Z Z ^
vestidos y joyas costosísimos; me abonó feliz de la T Z r Í ? l fp™»¡&¡ " y , p s 1 U c ñ a
me envidiarían los mejores escultoi-es de á los toros, t u v e coche; gastábamos men- sentido por mis pfes r he
Europa. ^ e n , todo l o T X b a a ' d S l p m a e b i r r e C Í a los l i m p i a b a ^ o d S T a s ° P G q U e ñ a m o
sualmente más de dos mil pesetas. Aquel nalitos pordondp ni •ma1nanas los ca-
Sonreí, agradeciendo su atención. Nar- verano lo pasamos viajando por Niza y a
bona preguntó: l iego de k h u e r t a ^ ? 1
r d e s t i u a
da
Monte-Cario, y en el Casino de esta últi- vaba con colonia t ^ m<? ]
°S la-
—¿Usted es la bailarina? ma seductora ciudad experimentó por c
consistía en # * >
—Si, señor. primera vez la emoción de perder á la
—La he visto bailar muchas noches. ruleta, en una sola noche, cinco mil du- un hermoso 6 ** era das, p u l i d a s V b r i l £ t e s . ' ^ ^ S
° n r 0 S a
"
COn CÍDC0
Baila usted m u y bien. balcones. La sala n? d a n d o petf"
ros. Pasado el otoño, regresamos á Ma- P el Centro
Sentóse sobre un diván, cruzando las drid. pi¿o; el dormit i t del primeros calzados S S m í m i s
S6gÚn USanza bri
piernas con amistosa indolencia y encen- tónica, lo S w ' " no razonada propensión °Stíl l l m a t a
y
dió un cigarro puro. Yo le miraba de Debo consignar aquí la especie de nue-
reojo: vestía chaleco y pantalón negro, va etapa ó segundo capítulo que de^er-
MEMORIAS DE UKA CORTESANA 87
gg edüAÍWÍÓ üsiACo té
llamaban Bonito y que poco después mú- soldadesca soez, que entró por asalto en —¡Vaya, despejar!... ¡Fuera de aqu 1
zos que los de esos amores pegadizos que rió en la plaza de Alicante, a casa de Inés un pueblo: los cristales de un montante todos!... ¡No ha pasado nada!...
so rompen con sólo volver la espalda la Tristona, dueña de una mancebía de la saltaron en añicos. Era indudable que El pobre hombre sabía que á cual-
únicamente adoraba lo imprevisto lo del León. Inés, según supe luego,
c a l l e
buscaban pendencia. Jerónimo ya no quiera de aquellos señoritos le era tan
desperado en la pasión y en ol ambiente, estaba jugando á las cartas con su querido pudo contenerse. fácil dejarle cesante como cerrar la man-
y S v e n t u d saludable le conquistaba Jerónimo Vélez y dos mujeres mas, las —-Aquí—exclamó—no se come ni se cebía. Las dos mujeres heridas fueron
todos los placeros, y su dinero lo a b u a otras pupilas habían salido. Primero lle- bebe: esto no es un mesón. curadas en la casa de Socorro del distri-
del mundo todos los caminos. _ garon Paco, Pepe Luis y el marquesito Dámaso Carrillo, que era hombre de to; Jerónimo desechó toda idea de ven-
Paco Ñarbona tenía tres amigos a cual do Lori. La criada, al reconocerles por la fuerzas hercúleas, se apresuró á res- ganza; Inés la Tristona, se satisfizo con
más disipado y mujeriego; Gerardo Torres mirilla do la puerta, no so atrevió a reci- ponder: que aquel lance no la hubiese costado
que ya lia muerto, Angel Vmarey, primo- birles sin antes consultarlo con su ama. . —¿Quién eres tú—dijo,—para ordenar más de seiscientas ó setecientas pesetas.
génito de los marqueses de L o n , y Vu- - A h í e s t á n - d i j o - d o n P a c o , don A n - ni disponer nada? La casualidad me permitió ser testigo
maso Carrillo, á quien siempre conocí es- <rel Yinarey y Pepe Luis... —Soy el amo de esta casa. ocular de otra orgía semejante. Una tarde
tudiando quinto ano de Derecho: el menor Inés miró á Jerónimo, pidiéndolo con- —Tú eres el chulo, el alcahuete... ¡el pasábamos Paco Narbona y yo por de-
de ellos tendría veintiocho anos, el mayoi sejo. Vélez repuso: último mono!. * lante del Congreso en dirección á la
no pasaba de los treinta y cinco, y eran, —Que entren. —¡Don Dámaso... cállese usted... no me P u e r t a del Sol; enfrente de la calle
como vulgarmente so dice, tres pies para Al a b r i r la puerta, la criada quedo sor- busque usted... que no quiero reñir... que de Cedaceros tropezamos con Gerardo
un bancos La j u v e n t u d es loca y debe p r e n d i d a viendo que con los tres visitan- no me conviene reñir...! Torres, que salía de un colmado de la
rendir culto á ln locura: estudiantes co- tes que ella anunció, iban también Da- Carrillo le cogió por el cuello, atra- calle de Arlabán donde estuvo bebiendo
nozco que se avergonzarían do confesar^ maso y Gerardo Torres. . yéndole hacia sí violentamente, metién- con otros amigos, y poco después vino á
< Ayer trabajó toua la noche.» Prefieren 4_No pueden ustedes entrar—exclamo dole luego una rodilla por el vientre, con saludarnos Carmen Arellano, á quien
decir: «Mo emborraché, dormí en la pre- lo que le derribó, empujándole después á Narbona conocía por mí. Viéndonos tan
vención con una prostituta, perdí veinte la —¿Cómo? sirviente. puntapiés debajo de la mesa. Yinarey, bien aparejados, nos asaltó la idea de
entretanto, representaba la farsa de vio- cenar juntos.
dU
A ¿ " eran los amigos de Pa,co, aunque —No hay mujeres. lar á Inés la Tristona sobre un diván.
—¿Qué importa? —¿Dónde?
. en nada se pareciesen á los bohemios ale- Paco, fuera de sí, cogió una silla con la —En las Ventas del Espíritu Santo.
gres y sentimentales de Murger: aquellos —Sí, sí importa; estamos en nuestra que rompió varios cuadros y el espejo de
casa. Además, vienen ustedes borrachos; —¡Ea—contestamos todos,—pues, á las
no hablaban jamás de literatura ni de un armario: Gerardo Torres y Pepe Luis, Ventas!...
arte- sus amores, desnudos de todo poéti- aquí no queremos escándalos... no satisfechos con forzar á las dos muje-
Al ruido de la trifulca acudieron Inés Para confirmar y dar autoridad y só-
co atavío, duraban una noche, lo mas una res que allí había, comenzaron á gol- lido valimiento á lo pactado, y poseídos
semana: su bohemia era la bohemia ele- Y Jerónimo, pero su resistencia fue inútil pearlas, arrastrándolas por el pelo hasta también de esa especie de aura retozona
f a n t e que todos los días so baña en agua V tardía, pues los cinco importunos, que la calle, donde una de ellas quedó inmó- con que la orgía aturde desde lejos, pene-
perfumada; sus necesidades las contaban iban medio embriagados, se entraron do vil ygsin conocimiento. El escándalo que tramos en una taberna de la que salimos
por billetes de Banco, no por monedas de rondón en el comedor. tamaño exceso originó fué mayúsculo; media hora después m u y decidores y ani-
cobre: aquellos niños, mimados «le la —El dueño de este lupanar—gritaba varios transeúntes, justamente indigna- mosos. Poco después saludamos á Dá-
suerte, se desesperaban por haber perdido el marqués de Lori—soy yo: ¡á ver, ama, dos, defendieron á las mujeres maltrata- maso Carrillo, que iba completamente
cinco mil pesetas en las carreras o por no esposa mía, vente conmigo! das; al ruido de la trifulca, un sereno y beodo.
poder comprar un tronco de caballos no Inés, que era nyijer de armas tomar, varios guardias acudieron: estos últimos,
porque tuvieran que procurarse el des- buscó una botella que romper sobre la comprendiendo de qué gentes se trataba, —Me voy con ustedes—dijo.
ayuno del día siguiente: sus actos teman frente del marquesita; Jerónimo, temien- escurrieron el bulto prudentemente. Rehusamos su compañía sin ambages,
la audacia impudente del dinero; la res- do una riña, la contuvo, apelando después diciéndole que, pues no había m u j e r para
—Soy Vinarey—exclamó el marqués él, su presencia sólo de molestia podía
petabilidad de sus apellidos pon a sus á todos sus ardides diplomáticos para re- de Lori;—¿no me conoces?
personas á cubierto de todo atropello ju- frenar los ánimos y dar á la general em- servirnos.
El sereno saludó. —La mujer que falta—repuso—la bus-
briaguez rumbo amistoso y bonancible. . —¿Pero, don Angel, es posible que
dl< Prevalidos de su posición y de la tuer- co yo en seguida.
Cuando Paco Narbona me dejaba en siempre ande usted así? Continuó caminando delante de nos-
casa para marcharse de rumba con sus za del número, Paco y sus amigos comen- Después, reconociendo á Narbona. vol- otros, m u y orondo y erguido, renegando
amigos, yo no podía dormir; la convic- zaron á hacer de las suyas. Angel 'Vina- vió á descubrirse. de su jockey que había perdido dos carre-
ción de que si se disparaba algún tiro era r e y pidió aguardiente; otro, manzanilla —Adiós, don Paco. ras consecutivas. Carmen y yo nos mira-
él quien lo recibiría, me obsesionaba, Da Pepe Luis propuso cenar allí. Todo lo Y dirigiéndose al grupo de curiosos mos y el nombre de Dagoberto cruzó
borrachera de cualquiera de ellos, era te- decían dando grandes voces, removiendo que presenciaban la escena, gritó seve- nuestra memoria; ella, sin duda, evocó
mible. Una noche fueron los cuatro acom- las sillas, yendo de una habitación a otra ramente: también la figura ma^Va de su pelotari;
pañados de Pepe Luis, un torero á amen y abriendo las puertas á puntapiés, como
aquel pelotari á quien las caricias debili- bremos cómo se las compuso para regresar
tantes de la pecadora contribuyeron a de- á Madrid decorosamente.
jarle derrotado en varios partidos, indu- Yo, que siempre f u i buena amiga de ihfiiiunliT'

dablemente, ambas nos sentimos orgullo- Carmen, protesté de aquella infamia,


sas de nuestra posición; antes cenábamos —Sois unos miserables—dije,—es un
con los criados, ahora con los señores; y chiste de rufianes, sin ingenio y sin
aquel ascenso, aunque en la balanza de la gracia. ,.
moralidad no significase gran cosa, en el Ellos , amoscados , me , respondieron
rumbo ó derrotero de nuestro bienestar, agriamente, negándome el derecho de
no era grano de alpiste. Pasaron dos mu- aconsejarles. Paco Narbona tercio opor-
j e r e s y Carrillo aproximóse á la más bo- tunamente en la disputa obligándome a
nita; nosotros reíamos inconscientes; la callar, probándome que en tales orgias las
perseguida, apreciando el estado de su mujeres deben limitarse á cumplir su de-
corsario y temiendo algún desafuero, qui- liciosa misión de animales hermosos y pa-
so huir en un coche de alquiler; Damaso sivos. Me dejó convencer; la crueldad, co-
se lo impidió, insultando al cochero: ellas, mo la risa, es contagiosa y acabamos por
entonces, penetraron en una camisería, marcharnos todos cogidos del brazo, res-
quizá sin necesidad, buscando sólo un pre- pondiendo con grandes risotadas álos gri-
texto para evadirse. Carrillo, picado en su tos angustiosos de la pobre presa, cuyos
amor propio por aquel desaire, entro tras pantalones, sujetos al extremo de un bas-
ellas. Nosotros continuábamos riendo y tón, nos servían de enseña ó bandera.
atisbando á través del cristal del escapa- Por aquella época tuve tres amigas
rate lo que dentro de la tienda sucedía. que, aun ocupando en la escala de mis
Carrillo gesticulaba como disputando con afectos lugares distintos, me eran igual-
uno de los dependientes que le contestaba mente simpáticas. Una de ellas, la prete-
briosamente levantando los brazos en alto, rida, era Carmen Arellano, de quien ya
apretando los puños. De prontovimos que he hablado: me atraían su pelo rojo de
el dependiente, apoderándose de una vara muñeca alemana, la inquietud aniñada de En el g a t i n e t e del piano pasamos muchas tardes felices (Pág. 90)
de medir, saltaba el mostrador y arreme- sus ojos claros, su boca, triste y burlona
tía á Dámaso: inmediatamente nos preci- como un humorismo, y su espíritu inco- inexplicable y peor razonada, de cuantas á su vez, se trueca en sutilísima inspira-
pitamos dentro del establecimiento, que- herente y frivolo que cruzaba la vida registra mi memoria. F u i de Cristóbal ción dentro del cerebro del artista que la
riendo evitar daños mayores y a tiempo preguntando siempre por lo inhallable, Soto una vez, ¡sólo una vez!... Pero, ¿cómo utiliza para escribir, ó en deshonor para
que Carrillo, cogiendo á su enemigo por por lo distante... El alma de Carmen era pudo ocurrir aquello?... el esposo que, merced á ella, ve sobre el
los cabezones, le derribaba violentamente mía: yo me sabía capaz de desesperarla Inútilmente perseguimos los guiones ó cristal de un espejo cómo su mujer abraza
sobre un espejo, que saltó en pedazos, x hasta llorar con un gesto y de consolarla corchetes que ligan, en la inabarcable ca- á otro hombre... Y si esto acontece en el
menos mal que todo pudo arreglarse pa- con un chiste. Aquella movilidad de atec- dena de la vida, unas cosas á otras. La mundo objetivo, ¿qué será dentro del te-
gándole al dueño del comercio doscientas tos salvaba su salud; todo lo sentía in- materia y la fuerza, batallando siempre nebroso microcosmos humano?...
pesetas: el espejo roto no valdría mucho tensamente , pero la impresión pasaba juntas, engendran ese caos donde todo, F u i de Soto y todo coadyuvó á ren-
menos. pronto, pellizcando sus nervios sin des- íin embargo, funciona maravillosamente. dirme: la uniformidad tediosa de aquellos
barrarlos: á veces, después de oírla emi- ¿Cómo lo máximo procede de io mínimo; días, la huella de varios libros melan-
Terminado este incidente, los cinco nos tir una opinión disparatada, yo examina- y cómo, á ratos, parece que los mayores cólicos que la casualidad deslizó entre
dirigimos á las Ventas, donde pasamos al- ba con ojos asombrados su cabeza; aque- impulsos no tienen consecuencia? ¿Quién mis manos, los últimos excesos de Nar-
gunas horas muy agradables. Ya de ma- lla cabeza pequeña^ redonda y dura, con podría hallar la razón de tantas aparentes bona, á quien un delirio de goces arras-
drugada y mientras Paco Narbona y yo la dureza de la inconsciencia, sobre la anomalías; ni quién sabría perseguir las traba entonces por los lupanares y chir-
nos adormilábamos sobre un diván, re- cual los dolores y las alegrías resba- mutaciones incontables de aquella fuerza latas peores, y hasta la absurda pasión
aparecieron Dámaso y Gerardo Torres laban. „ \ \ ri que vemos adoptar las formas más varias? que me inspiraba aquella muñeca con sus
cardados cóñ el calzado, el sombrero y las Así, verbigracia, la nafta, convertida en ojos y sus rosados mofletes de porce-
ropas de Carmen Arellano, á quien deja- Augusta Cáceres difería mucho.de Car-
men: tenía el rostro pálido y los. cabellos petróleo, trepa por las torcidas de los lana hija, impresentable, tristemente sim-
ban borracha y desnuda en un comedor quinqués tranformándose en luz; luz que, pática, como aquel Cristóbal, con su ros-
jróximo. y los ojos negros y brillantes como la en-
MEMOBIAS.—13
—Vámonos—dijeron,—esa queda ato; drina; había en sus actitudes la parsimo-
la hemos encerrado bajo llave. Mañana sa- nia majestuosa de las mujeres altas; la
tro melancólico, su cráneo puntiagudo y La pobre m u j e t , asombrada, iia^errogomó Y añadió tras un rato de silencio. tante, creo quererla con toda mi alma.
su joroba de amante do pesadilla. Ahora, con un gesto si era á ella á quien mi in- —Es usted m u y buena. Estrechó á la muñeca contra mi pecho,
examinando este peregrino estado aními- dicación iba dirigida, y como mi res- —¿Lo cree usted sinceramente? besando apasionadamente su cabecita de
co. comprendo las dislocaciones imagina puesta fuese afirmativa, se acercó. Era —Sí, señora. cabellos rizados: ún leve temblorcillo do-
ti vas de esos artistas enfermizos, canto- joven aún. Yo rectifiqué. liente empañaba el timbre de mi voz.
res del otoño, apologistas de la noche y —¿Qué dosea usted?—dijo. —Sí, Isabel... llámeme usted así: es lo —Tiene usted razón—dije;—soy bue-
del silencio, enamorados sempiternos do —¿No es usted—repuse—la esposa ó convenido. da; únicamente necesito el cariño de un
la nostalgia, el dolor y la muerte, que sólo la viuda de Tiburcio, el sastre? —Tiene usted razón; bien... Es usted hijo... ó un amor cualquiera, pero gran-
saben pintar vírgenes cavilosas y pálidas, Las mejillas de Felipa se colorearon m u y buena... ¡buenísima! de... para ser santa. Además... yo creo que
sobre un horizonte de color violeta. con el carmín de la vergüenza ó de la Iba á decir algo más, pero se contuvo: sólo en las mujeres de mi temple, pueden
A estas diversas impresiones podría sorpresa. yo, presumiéndolo, añadí: engendrarse hombres de talento.
añadir como factor importante en el gé- —Sí, señora. ¿Quién es usted? —¿Nada más que buena? En estos juegos de seducción y conquis-
nesis de lo que voy refiriendo, un hecho —Yo... una... otra desgraciada como —Buena, sí... buena y guapa. ta, las mujeres somos verdaderas actri-
concreto. usted... una cualquiera... que la conoció á Era la primera vez que, forzado más ces: el hombre es nuestro público; para
Una de las últimas noches de Octubre usted cuando no estaba usted tan c a í d a - por la galantería que por el amor, se pro- rendirle apelamos á todas las coqueterías
y á hora avanzada, íbamos el marqués Eché mano al manguito donde llevaba pasaba á elogiar mi belleza. Y continuó de la mirada, á todas las inflexiones insi-
de Lágaro y yo en coche por la calle un bolsillo de plata y saqué de él quince gozando esa refinada voluptuosidad que nuantes de la voz, á todas las languide-
del Príncipe: yo soñaba con los ojos abier- pesetas. los viejos gastados disfrutan violando el ces voluptuosas de la actitud. Si yo fue-
tos; Paco, bien me acuerdo, callaba tam- —Tome usted —dije. candor de las almas tempranas: se novelista, tendría derecho á decir que,
bién, la mirada fija en la blanca ceniza de —¿Por qué, señora?... —Nunca había celebrado usted mi her- en momentos tales, Cristóbal Soto sentía
su cigarro puro: el caballo caminaba al Y extendía hacia mi obsequio sus dedos mosura. ¿Por qué? esto ó lo otro, y los recuerdos ó deseos
paso. De repente, la silueta de una mujer, flacos. Soto callaba. que por su conturbado ánimo rebrinca-
una pobre buscona parada en la esquina —Porque... porque sí — repuse; — por- —¿Acaso—proseguí—no había usted ban; mas como no he de entrometerme
do la calle Visitación, atrajo mi curiosi- que fué usted buena... y deseo que esta reparado en ella? descaradamente en tan difícil profesión,
dad y, creyendo reconocerla, volví la ca- noche se acueste usted temprano. —Sí. me limitaré á describir todos los sujetos
beza. Ella sabiéndose observada, miró á Mi coche prosiguió su camino, el ca- —¿Cuándo? y paisajes á través de mi temperammto,
otra parte. Iba vestida miserablemente; ballo avanzaba al trote largo, yo cerraba •—Muchas veces. sin realizar esos cambios de punto de
sobre el mantón negro, en la penumbra los párpados bañando mi alma en el subi- —¿A qué debo achacar, pues, tanto co- vista ó de escenario, que tanto reaniman
de un pañuelo m u y echado á la cara, dísimo júbilo de mi buena a c c i ó n - medimiento y reserva? y embellecen la narración. Por tanto, sólo
aparecía su semblante empalidecido por Al siguiente día por la tarde, Cristóbal En el cénit ó pináculo de la confusión diré que el jorobadito estaba pendiente
el sueño y el hambre. Llamé la atención Soto fué á verme; yo estaba sola y le guió se encogió de hombros, sin sospechar que de mis labios, á merced mía, bañando su
de Narbona dándole un codazo. al gabinete del piano: á la claridad co- aquel movimiento aumentaba la ridiculez alma en la caricia exquisita de mi ade-
—¿Conoces á esa mujer? —pregunté. barde de aquel crepúsculo otoñal, su sem- de su triste figura. mán y de mis palabras, y que yo misma
blante me pareció más triste; la expre- —Jamás me atreví—balbuceó;—temía era arrastrada hacia él por el prurito, al-
El miró distraído. go romántico tal vez, de probarle por mo-
—No... sión de sus grandes ojos pardos, era dolo- ofenderla... Es raro, pero... lo confesaré:
rosa como una súplica. me da usted m i e d o - do inconcuso y vario, mi inagotable mi-
—¿No es Felipa?... Felipa, la mujer do sericordia,
Tiburcio. el sastre... —¿Está usted enfermo?—pregunté. Lejos de reír di á mi semblante expre-
Do pronto recordé: Felipa era conoci- —No, señora. sión firme de severidad y nobleza, indi- —Cristóbal—dije;—estoy triste; ¿quie-
da de Teodora y de Joaquín Antón; es- —¡Bah!.. . ¿Por qué me llama usted cando comprender todo el apasionado in- re usted distraerme tocando el piano?
tuvo casada con un libertino, jugador y así?... «Señora»... Quiero que me llame terés de aquella revelación. Se levantó con movimientos de autó-
borracho, que la maltrataba: Tiburcio ha- usted Isabel... Isabel nada más, como to- — Cualquiera diría—exclamé luego de mata, deslizando silenciosamente sobre
bía muerto; ella, tal vez, viéndose en la do el mundo. No permito que, á mi lade, reflexionar—que estaba usted enamorado la alfombra carmesí sus largos pies, y
miseria y con los ojos secos de tanto sea usted menos que nadie. de mí. fué á sentarse ante el teclado, volviéndo-
llorar, se prostituyó para dar á sus hijos El jorobadito mudó de color y miró al Me levanté saliendo del gabinete para me su pobre espalda relnciente y jibosa.
casa y pan. Por mi memoria pasaron, for- suelo. Seguí hablándole cariñosamente, volver un momento después con mi mu- Permanecí sobre el diván, estrechando la
mando negro cortejo, mis días de miseria: sintiendo desbordar de mi alma hacia él, ñeca: mi falda de seda y la cola de mi ele- muñeca entre mis brazos, alargando las
la generosidad del mozo del café San Ma- piedad infinita. L e referí mi limosna de gante bata de encajes, barrían la alfom- piernas en un movimiento espansivo
teo, mis desventurados amores con Perico la víspera; Soto, que sabía escuchar m u y bra con un fru-Jrú que llenaba la ampli- perezosa laxitud.
Francos... Sin pedirle permiso á Nar- bien, oyó mi relación con recogimiento tud silenciosa del gabinete. Las penumbras del atardecer invadían
bona, ordené al cochero que detuviese el místico. —Aquí tiene usted á mi hija—murmu- el gabinete y aquella obscuridad aflojaba
vehículo, y llamé á Felipa con la mano. —Esa acción—dijo—es m u y hermosa. ré pensativa;—es de cartón, y no obs- mis músculos; la imaginación se entrega-
misterio romántico de la mediatinta, la Y cuando lo tuve á mi lado puse mis
ba á una serie de interrogaciones sin tér- sas del arte las inspiró el dolor; esta mú- nostalgia, evocadora de recuerdos, de las manos sobre sus hombros, sobre aquellos
mino. Yo era buena; lo fui para cuantos sica agrada por las exquisiteces senti- melodías en tono menor... pobres hombros jamás acariciados.
llegaron á mí: unas veces por capricho, mentales de su melancolía; está enferma, Cuando el jorobado concluyó de tocar, —Me quieres—dije,—me quieres... lo
otras por interesado cálculo, de todos mis gime y llora y nos habla de muerte, su giró sobre su banqueta, volviéndose ha- sé... yo también te quiero...
amadores fué la belleza satinada de mi pesadumbre va arrastrándose con jadeos cia mí; yo permanecía reclinada en el di- Y su cuerpo grotesco y mi alma extra-
cuerpo, de mis amigas las heroicas abne- agónicos de un compás á otro: ¿por qué ván, con mi muñeca entre los brazos: los ña se fusionaron, completándose en una
gaciones de mi alma: desde hacía mucho la línea enferma y grotesca no había de muebles se abocetaban borrosamente en conjunción caricaturesca.
tiempo Soto me amaba, ¿por qué no ser producir-nos emoción semejante? El esta- la sombra.
buena también para él?... Los acordes del do de laxitud que yo misma sufría, ¿no Por la noche el marqués de Lágaro me
piano llegaban acariciándome la carne asesoraba que para los espíritus fatiga- —¿Enciendo el quinqué?—preguntó halló poseída de un disgusto inexplicable
como patas de insecto, pellizcando mis dos el placer estético más intenso no está Cristóbal. para él. H a y días estúpidos que no mere-
recuerdos, remembranzas alegres ó tris- en la emoción robusta, pujante, genuina- Sin abrir los párpados, repuse: cían amanecer, así como los venturosos
tes que se desperezaban en la noche de mente sana? El triste bosteza en el saine- —No. no debían tener ocaso. Aquel fué para mí
mi conciencia como viejos muertos que te, tiembla ante la amenaza de seguir con Transcurrieron algunos minutos; Soto de los primeros:mi benevolencia para con
levantasen hacia el cielo sus brazos ateri- los pitos el ritmo de una marcha militar, murmuró levantándose: Cristóbal Soto, me horripilaba; yo, paga-
dos: Soto, con su cráneo anguloso y su cierra ^ párpados en el campo bajo la —Me voy; está usted cansada y el mar- na por temperamento, amante idólatra do
cuerpo deshecho, encaramado sobre la claridad vigorosa del sol: la elegía, en qués no tardará. lo bello, ¿cómo pude entregarme gustosa
banqueta del piano, parecía un gnomo, cambio, el paisaje crepuscular de tonali- •—Paco—dije—no vendrá esta noche... á un adefesio? F u é un capricho monstruo-
uno de esos espíritus qui méritos que opri- dades obscuras, la música religiosa de y , si viene... será m u y tarde. so, un nervosismo repugnante, más in-
men nuestro corazón en las pesadillas y lentos y apesarados acordes, donde todo Tras una pausa, sabiamente calculada, comprensible que el que lanzaba á las
•loran por las noches en los muros que se movimiento y cadencia parecen extin- añadí: hermosas ninfas de la leyenda entre los
»grietan. Cristóbal era feo... ¿y qué?... guirse en el quietismo de un dolor refle- —¿Está usted triste? brazos peludos de los sátiros, con pezu-
;Acaso la fealdad y la belleza no son xivo, llegarán á él sin lastimarle. —¿Por qué, señora? ñas de cabra. Al día siguiente el joroba-
gualmente deleznables bajo la muerte? Y rectiñcó, temiendo disgustarme: dito volvió á verme, y no le recibí, te-
E n estas razones, menos sutiles de lo niendo después la crueldad de asomarme
Sn compensación su alma respetuosa me que parecen, hallo yo la explicación de —¿Por qué esa pregunta, Isabel?
amaba, y era noble y sana, porque aun no cómo mi alma no sabía enajenarse com- —Usted responda. al balcón para contemplarle en toda su
había vivido. La atracción de lo raro, que pletamente, en la pasión del marqués do —Sí, es cierto... soy un desgraciado; fealdad bochornosa, deslizándose por las
me poseyó con el ilusionista M. Robert, Lázaro: su alma, por sobradamente vi- siempre estoy triste. aceras como un bicho negro. En tardes
tornaba á apoderarse de mi: sería curio- gorosa, no fraternizaría jamás conmigo; —¿Muy triste? sucesivas ocurrió lo mismo; á sus pregun-
so, con emoción rebuscadora, dulce y me fatigaban su sed de goces, su anhelo —Mucho, sí... ¡Mucho! tas reiteradas, mi camarera respondía in-
triste, asistir al despertar de aquel espí- de impresiones fuertes y nuevas; sus ce- Se interrumpió para suspirar. variablemente:
r i t u que jamás amó ni fué amado: para los me herían; yo no podría nunca apo- —¡Yo, también!—-exclamé. —La señorita ha salido... y, probable-
mí, ídolo primero de su fe, serían sus pri- yarme en él sin ser arrastrada; su empu- Y proseguí: mente no vendrá á cenar.
meros juramentos, las oraciones mejores j e era demasiado grande, nuestra comu- —La melancolía ha improvisado más Yo escuchaba la conversación oculta
de su pasión; sobre mi cuerpo aprende- nión, 'por tanto, absurda y monstruosa: amantes que la verdadera pasión. Aeér- tras un cortinaje del recibimiento; aquel
rían sus dedos inocentes á conocer las un gigante no sabría caminar llevando un quese usted.... consolémonos. Usted es era mi desagravio, mi venganza: la ven-
proporciones de la belleza femenina, sus niño de la mano. Narbona era el paso- desgraciado porque no amó nunca; yo lo ganza de los poderosos que gozan despe-
oídos conservarían siempre el timbre doble marcial, el brindis valiente de la soy porque mi único cariño murió á ma- ñando á sus protegidos desde muy alto.
amadísimo de mi voz, mi recuerdo llena- orgía, el brochazo rojo que deslumhra y nos del olvido que trae la distancia in- Luego oía á Soto bajar la escalera lenta-
ría su historia, el calor de mi carne pene- aturde, el lingote de oro brillando como grata. mente, resoplando, sofocado por la pasión
traría en sus huesos, conservándose allí, ascua al sol: yo necesitaba un amante más Se aproximó, alargando sus pies silen- que le rugía dentro del pecho. Ni volví á
como un latido de juventud, hasta la dulce, menos brusco; adorador obediente _ ciosos y tímidos; con aquel andar pausado recibirle ni respondí á sus cartas; asi ter-
muerte; y luego, cuando yo fuese vieja, y lánguido, que no supiera llegar á mí de hombre cohibido por la obsesión de pa- minaron aquellos amores. Una vez que
él, hijo maldito de la felicidad, continua- sin una súplica. Cristóbal Soto, llorando recer ridículo; y permaneció delantedemí, Cristóbal Soto y yo nos vimos en la calle
ría acordándose de mí, que le hice tan di- sobre el pjano, respondía á mi pensamien- los brazos colgantes á lo largo delcuerpo, frente á frente, el pobrecillo apenas se
choso. to; mi alma herida sólo hallaría quietud sin saber dónde colocar sus manos. atrevió á saludarme; su buen juicio le
en la posesión de sn cuerpo pisoteado —Siéntese usted—dije, había explicado que estaba mucho más
Las manos largas y pálidas de Cristó- por la desgracia, sólo él, que estaba m u y separado de mí que antes. Esta discreo : óa
bal se crispaban sobre el teclado, trans- bajo, sabría acariciarme respetuosamen- 'uó á coger una silla,
—No—exclamó interrumpiendo aquel resignada me conmovió y sólo entonces
mitiendo á las cuerdas las vibraciones de te, sin dolor de mi carne: él tenía la se- pude perdornarle.
su amor; la música era triste, m u y tris- ducción morbosa de la poesía elegiaca, el delicado ademán,—aquí, en el diván, m u y
te... Yo pensé: las creaciones más excel- cerca... Si alguien llegase á leer estas Memo-
hieras tristes, evocando la j a r i f a silueta
rías, seguramente m e tildaría de m u j e r za, las flores rojas de la ilusión y del con- de los árabes nAmidas, y las robustas
do sus cabezas sudorosas con un a l e r o
egoísta y calculadora: sus páginas, en tento: tras la humanidad en marcha, como pitas montanas, dominando la cresta de
repique de cascabeles. Mis compañeros
efecto, van escritas fríamente, con tran- bajo los cascos del caballo de Atila, los do viajo cantaban y vaciaban sus botas
los repechos; dirigiendo hacia el horizon- de vino; yo permanecía inmóvil, contem-
quilidad irónica, á ratos punzante y des- jugos de la vida no vuelven á correr. E s t e te el acerado aguijón de sus hojas inmó-
cortés. Poro, ¿acaso soy culpable de tanta desfile incesante lo atropella todo, lo bo- plando las primeras casas del pueblo que
viles; algunos toros que pastaban en las aparecía á la derecha, entre el camino y
sequedad?... No. Culpables serán los hom- rra t o d o - hondonadas del terreno, azotándose los
bres que, burlándome por diversos mo- Mis recuerdos h u y e n : muchas veces, el río: mis remembranzas no se precisa-
flancos con la cola, miraban "al tren le- ban aún: aquello era un hacinamiento de
dos, endurecieron mi corazón; el mundo mirando desde mis balcones la m u l t i t u d vantando sus cabezas tranquilas; sobre el
mismo que, alimentándose de la mudanza dominguera que va á los toros, ó visitan- tejados y de paredes blancas semejante
valle y á gran a l t u r a volaban los gavila- al de otros villorrios andaluces ó castella-
y renovación eternas, siembra la ingrati- do los portales de las fotografías donde la nes, sosteniendose en el paracaídas de sus
tud, acostumbrándonos desde m u y tem- luz inmovilizó sobre el papel rostros va- nos, que yo conocía: únicamente la igle-
alas abiertas, mostrando sus pechugas sia, con su vieja techumbre puntiaguda,
prano á despedirnos sin lágrimas de todas rios de individuos que parecen observar plateadas por t i sol del amanecer.
las cosas. Y, así me explico que, según al visitante, me pregunto: «¿Cuántos de bajo cuyo alero las abejas, desde tiempo
envejecemos hablamos menos de nuestro estos hombres habrán sido amantes míos No bien llegué á Sevilla corrí hacia el inmemorial, establecieron una colmena,
pasado, pues la indiferencia es una espe- durante el corto espacio de una noche?» parador de donde me dijeron salían las salió al encuentro de mi alma, formulan-
cie de torre á la que vamos subiendo de L a fatiga de estas menudas decepcio- diligencias para mi pueblo: todo mi equi- do el «¿te acuerdas?...» dulce y melan-
año en año, y los individuos y los aconte- nes pusieron en mi voluntad el propósito paje era un saquito de mano; iba vestida cólico, conque los viejos amigos, reunidos
cimientos parecen tanto más pequeños y de volver á mi pueblo para descansar en- sencillamente, con una falda lisa de paño de improviso, se saludan.
vulgares, cuanto más alto sea el punto de t r e los míos una corta temporada. De ello gris y un sombrerito m u y francés; los A un lado del camino, j u n t o al parador
vista elegido por el observador. Muchas hablé con el marqués de Lágaro; Paco macarenos me examinaban atentamente, donde las diligencias se detienen para
veces, viendo correr un chorro de agua Narbona accedió á mis deseos y al día si- curiosos y burlones, creyéndome extran- cambiar de ganado, estaban mi madre y
sobre un trozo de mármol, admiré la du- guiente, por la tarde, me acompañó á la jera. Después, mientras la diligencia ro- mi hermana, mirándome atónitas, boquia-
reza impenetrable de la piedra por cuyas estación, donde me entregó setecientas daba por un camino polvoriento que ser- biertas y pálidas, sin decidirse á recono-
moléculas brillantes todo resbala; las cel- pesetas. Yo, emocionada por su generosi- peaba siguiendo los cimbreos del Gua- cerme bajo mi sombrerito exótico. Yo
dillas, en cambio, de los cuerpos porosos, dad y el cariño respetuoso con que me dalquivir, yo, desoyendo la conversación salté del vehículo y corrí hacia ellas lan-
siempre guardan algún resquicio de h u - habló de mi madre, le abracé conmovida, pintoresca de mis compañeros de viaje, zando un grito jubiloso.
medad: los corazones viejos son de már- prometiéndole regresar á Madrid antes abría la boca y los ojos á Ja frescura y á
los colores del cuadro, queriendo revi vir —¡Hija mía!
mol; exprimiéndoles entro el doble juego de quince días. — ¡Isabel!...
de cilindros de la •misericordia y de la Mi hermana Milagro y mi madre, avi- de golpe todas las buenas impresiones,
y a casi olvidadas, de los viejos días. A —¡Madre; madre!... ¡Hermana de mi
pasión, nos convenceremos de que no con- sadas oportunamente de mi viaje, habían alma!...
servan jugo ninguno. salido á esperarme j u n t o al mesón donde uno y otro lado del camino se ensancha-
ban los trigales salpicados de amapolas, Nos abrazamos fuertemente: ellas me
No hablo á humo de pajas ni por refe- paran las diligencias que van de Sevilla. y passim grupos de copudos árboles pin- estrechaban por la cintura; yo, que era
rencias, sí basándome en lo que la ahe- ¿Cómo narrar las esquisitas emociones mucho más alta, las oprimía contra mi
taban sobre el añil del espacio vigorosos
leada experiencia personal f u é enseñán- de aquella jornada? brochazos verdes; aquí y allá blanquea- seno, como queriendo meter dentro de mi
dome. Soy joven y, sin embargo, á ratos Una hora antes de llegar á la eterna- ban algunas casitas con sus huertecillos corazón aquellas dos cabezas, una blanca,
tiemblo recordando la longevidad de mi mente poética capital andaluza, me aso- circuidos por bardales de hostiles chum- otra morena, que tanto habían pensado en
historia: los hechos que integran la vida, m é á la ventanilla de mi vagón para abis- beras; aquel flujo de impresiones semieo- mí. Permanecimos así largo rato, sin ha-
son como los pies de una copiosa muche- m a r m e en la contemplación de la Giralda, nocidas, aturdía mi ánimo sin provocar blar, separándonos un poco de cuando en
dumbre. A través de un campo tapizado cuya silueta inolvidable no veía desdo el fenómeno de la verdadera evocación; cuando, para volver inmediatamente á
de hierba, camina un ejército; los peloto- hacía doce ó trece años; y según el tren no obstante, la memoria iba despertando: abrazarnos mejor: al principio los ojos,
nes avanzan irnos tras otros, el daño cau- avanzaba hacia la vieja estación que lla- una chimenea, no sé por qué, me causó la cohibidos por su misma emoción, estu-
sado por la p r i m e r a bota lo continúa la man de Córdoba, los queridos recuerdos impresión agradable de un rostro conoci- vieron secos; después lloraron á cántaros
segunda y lo aseguran y ratifican cuan- de mi niñez despertaban ante el cielo do; una noria, alrededor de la cual cami- y nuestros pechos, convulsionados por la
tas van detrás, llevándose todas en la sue- siempre azul de la andaluza región, y naba un borriquillo vendado con un pa- alegría presente y el dolor del recuerdo,
la un poco de verdor; y, luego, cuando los bajo las caricias de la brisa que me traía ñuelo blanco, me trajo al magín el recuer- hiparon superpuestos y cosidos. Hubo
batallones pasaron el campo queda pol- p e r f u m e s de flores cogidas en la infancia: do de la mañana en que, siendo todavía momentos en que todo, mesón, árboles,
voriento y mondo, formando una especie á un lado y otro de la vía pasaban las m u y niña, rompí un vestidito nuevo por campo, cielo, desapareció para nosotras:
de camino que sigue al ejército hacia el chumberas, con sus hojas carnosas y pla- coger un nido de gorriones. cuando volvimos en nuestro acuerdo, la
horizonte: así pasan las pesadumbres so- nas, los eucaliptus bienhechores, los ála- diligencia que me dejó allí, había reanu-
b r e el jardín donde las almas juveniles mos cimbreantes, gallardos como los más- Los cuartagos de la diligencia trotaron dado su camino y rodaba m u y lejos.
crian los verdes herbazales de la esperan- tiles de un bergantín en alta mar, las pal- vigorosamente d u r a n t e dos horas, agitan- Mi madre preguntó:
UNIVERSIDAD DE BU?«j L f *
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• * EDUARDO ZAMACOIS
me que llegaba hasta cerca del alero, sen-
-¿Y t u maleta? tí ganas de llorar, recordándome nina: so-
Mostré mi saquillo de viaje. b r e aquel poyo se sentaba mi padre: poi
—¿No traes más que eso? l a reia de aquella ventana trepábamos mi
—Nada más. hermana y yo cual bomberos que corrie-
, —¿Luego piensas estar entre nosotros sen á apagar un incendio: mire a _la iz-
pocos días? quierda; en el fondo de la cal e de eo-
Rompió á llorar. Milagro se acerco. llando sobre una tapia vestida de hiedra,
—Vamos, madre, menos lágrimas. ¡Ca- asomaba el viejo pino conU-a el cual yo
ramba, no sea usted así! Si Isabel necesi- por coger piñones, había arrojado tantas
ta mudarse de ropa interior, camisas,
aunque malas, no han de faltarnos. 13entro de la casa, todo estaba según
Milagro hablaba con voz firme y bre- YO lo deié la última vez que salí de allí
ve; era hermosa y más robusta que yo; para Sevilla, con mi cartera, repleta do
baio los cabellos, brillantes y crespos, papeles de música, debajo del brazo: la
aparecía su semblante grueso, tostado por mesa de comer, los cuadros místicos pali-
el sol, donde sonreía la boca de labios deciendo entre sus marcos dorados; el an-
sangrientos y carnosos. Volví a besarla y t i c u o armario de caoba, con sus entrepa-
Luego arremetí á mi madre, restregando ños cargados de vieja vajilla pintarrajea-
mi rostro sobre su cabeza encanecida y da de amarillo y azul. Las habitaciones
triste. Un hombre se acercaba lentamen- me parecieron, desde luego, bastante mas
te, balanceándose con el andar desconha- pequeñas, y trabajillo me costo no creer
do y cazurro de los campesinos, sobre sus que el techo fuese más bajo: despues co-
piernas defendidas por zagones de cuero. rrí á sentarme en la cocina, cerca del po-
Mi hermana le llamó: zo, gozando esa inenarrable impresión de
—¡Justino! frescura y de paz que experimentan ios
—¿Tu marido?—pregunté. niños al 'regresar á su casa tras un largo
—Sí. paseo por el sol. Eran las once de la ma-
ñana; Milagro y mi madre me dieron de Me levanté saliendo del gabinete para volver un momento después con mi muñesa. (Pág, 99)
—¡Ah... nada sabia!...
J u s t i n o llegó á nosotras quitándose su almorzar:)el almuerzo -fué servido en a
ancho sombrero rural; yo le abrace, ex- misma cocina, ante una ventana desde de acostarme. A cada momento Milagro Expliqué mi manía, porque de tal po»
trañando la impresión de aquel corpacnon donde divisábamos gran parte de la Huer- me interrogaba: día calificarse la adoración idolátrica que
cuadrado, tan diferente de los talles, ves- ta* el viento mecía los almendros; en el —¿Te acuerdas? tributaba á mis pies: ellos parecían vivir
tidos de frac, que mis brazos conocían. corral las gallinas, huyendo del calor, re- Yo asentía, mirándolo todo sin poder una vida consciente, distinta de la mía; á
Luego me retiré para examinarle mejoi. posaban al pie do un frondoso castaño; hablar. ratos, como su deseo coincidiese con mi
era alto, la color cobriza, los ojos negros las flores, sobre las cuales revoleaban al- Después, mi madre, para demostrarme voluntad, me llevaban fácilmente á don-
y grandes, la nariz se encorvaba sobre gunas abejas, doblaban tristemente sus qüe allí nadie me había olvidado, abrió el de yo anhelaba ir; otras veces, en cambio,
una boca de labios finos, renegridos por tallos mustios bajo el sol; la luz incendia- arcón que guardaba los buenos recuerdos su capricho era más f u e r t e que mis pro-
el humo del cigarro: vestía blusa corta, ba el espacio. Mi madre comía sin levan- de otros tiempos: su t r a j e de boda, un de- pósitos y me arrastraban por inseguros y
faja azul y un pañuelo rojo anudado al tar los ojos de su plato, Milagro y J u s t i - vócionario de su abuelo, un sombrero y torcidos caminos: había, pues, en sus mo-
cuello. Yo exclamé: no se miraban, riendo y besándose con una faja de mi padre, y mis camisitas, la vimientos, algo fatal, invencible, prees-
—¿Se parece á padre, verdad? los oíos: yo, de cuando en cuando, rompía cartilla donde aprendí á leer, mis dos pri- tablecido como la muerte: yo, convencida
el hilo de mis meditaciones para p r e meras muñecas, mi primer par de zapa- de su poder, procuraba halagarles, laván-
Mi madre repuso:
—Sí, se parece... y nos quiere mucho. guntar por personas que ya habían tos; luego aparecieron mis zuecos: aque- dolos con leche, calzándoles elegantemen-
llos zuecos inolvidables, rellenos de paja, te, procurándoles el mayor descanso po-
E s m u y bueno. . muerto... . , ^ que yo me calzaba para correr detrás de sible: ellos, llevándome y trayéndome
Los cuatro nos dirigimos al pueblo, Terminado el almuerzo mi madre, cie- lás gallinas... eran, en último caso, los únicos respónsa?
cruzando calles solitarias, cubiertas a yéndome fatigada, me llevó á mi dormi-
trechos por extensos retales de hierba, —¡Alto allá!—exclamé;—esto último bles de todo lo malo ó bueno que yo hi-
torio: era la misma habitación donde yo ciese en la vida...
desde las ventanas algunos ojos curiosos había dormido siendo niña; á la cabecera es mío.
me atisbaban. Al ver mi casa, la casa del lecho continuaba agonizando el Cris- —¿Cómo? —Creo — añadí — que la historia
donde nací, con su pobre fachada de un to que y o besaba todas las nocnes an.es MEMORIAS.—-14:
—lo üiso v su puerta, un portalon enor-
íoe E D O A R D O ZAMACOIS SíEpo^íAS Dá ü:M conf¿3.\:í.v

ella y besar su cadáver, hubo de solici- mi madre, quo no cesaban do hablarme, ba la voz del loco, cantando trozos d»
m i s zapatos compendia toda mi historia.
t a r este favor del hombre con quien su hice varías visitas; al pasar por -delante ópera interrumpidos con toques do coi-
Justino, su m u j e r y mi madre, me mi-
m u j e r vivía entonces. Aquella catástrofe de algunas tabernas, los mozos allí reuni- neta y redobles grotescos de tambor; ora
raban atónitos, asombrados de oirme emi-
coincidió con su ruina y determinó su lo- dos dejaban de hablar para examinarme: ción ridicula, profana y mística á la vez,
tir seriamente afirmaciones tan absur-
cura: un tío suyo, único pariente que le y o sonreía distraída, mirando al espacio, rezada sobro los recuerdos, tristes como
das.
quedaba, por no meterle en un manico- holgándome de despertar t a n t a curiosi- cenizas, de su gran pasión muerta.
El resto de la tarde lo pasé durmiendo: dad. E n todas las casas adonde fuimos,
poco antes de cenar, mi madre y Milagro mio, le volvió á su pueblo natal, y allí P o r la noche me acostó temprano y
vivía solo, sin otra compañía que la de nos recibieron m u y bien; algunas mu- dormí tranquilamente; á la mañana si-
fueron á buscarme para pasear por el chachas, más jóvenes que yo, tocaron la guiente mi madre y yo fuimos á la igle-
pueblo, y presentarme á varías familias una anciana sirviente, con fueros y pre-
rrogativas de ama de llaves. Por lo de- g u i t a r r a en honor mío; después me invi- sia; en el trayecto encontró varias con-
que me vieron niña ó que sólo me cono- taron á vino y á f r u t a s y me enseñaron discípulos de colegio que, habiéndome
cían de nombre. Queriendo justificar la más, don J u a n era hombre campechano y
m u y corriente, que simpatizaba con todo sus huertas, explicándome el nombre de reconocido, corrieron á saludarme col.
elegancia cortesana de mi traje, mi ma- los árboles y cogiendo hermosas flores efusión conmovedora.
dre había inventado una leyenda cando- el mundo y tomaba activa parte en las di-
versiones que algunos vecinos organiza- con que adornaron mi pecho y mis cabe-
rosa y poco verosímil yo era viuda de E l templo era un edificio vetusto, con
zaban al aire libre en las noches do ve- llos: caminábamos cogidas del talle y yo
un comerciante; al verme sola, sin hijos suelos de ladrillo, paredes enjalbegadas
rano. reía con ellas, pero sin participar de su
y con poquísimas rentas, me dediqué al y techo de madera renegrido .por los
ingenua alegría, poseída do una nostalgia
baile y de él vivía honradamente: de este Don J u a n habitaba delante de nosotros años, el polvo y el humo de los incensa-
m u y dulce. Todas preguntaban:
modo daba viso honesto á la noticia, que una casita con un largo balcón que una rios; entre los intercolumnios hábilmento
algunos periódicos sevillanos divulgaron, excentricidad s u y a convirtió en conejera. —¿Estará usted mucho tiempo aquí? simulados en la linea general de los mu-
de que yo andaba dando piruetas por Cuando salimos á la calle vimos al pobre Mi madre me miraba con sus ojos hú- ros, había algunos cuadros cuyas figuras
ciertos escenarios de la corte. Al salir de loco que iba y venía por la acera cantan- medos, ensombrecidos por la costumbro parecían brochazos amarillentos sobre el
casa oí una voz que cantaba el Spirlo gen- do aires de ópera y con las manos cruza- del llanto, pidiéndome una respuesta hollín de los viejos lienzos: al fondo, en-
tile inolvidable de La Favorita. das atrás: era un hombre de mediana es- consoladora: yo volvía á reir tristemente, f r e n t e del coro, el altar elevaba su mole
tatura. de bigote y ojos grises y una cal- comprendiendo que aquella realidad ven- sencilla; una lámpara de plata, suspen-
Aquel inesperado rasgo de erudición
va vulgar bronceada por el sol; aunque turosa y serena, no vencería los hábitos dida en el comedio de la nave inmensa,
musical y de buen gusto me interesó.
vestido pobremente, sus ademanes tenían aventureros de un pasado demasiado lar- contradecía á Galileo, trayéndonos con
—¿Quién canta?—preguntó.
desembarazo y distinción; representaba go. E n la v i r t u d perfecta, como en el su inmovilidad la impresión de que el
— Don Juan—repuso Milagro;—un ve-
cincuenta años. Al vernos se detuvo, dan- libertinaje desenfrenado, las almas des- mundo está quieto; los confesonarios pin-
cino que está loco. El pobrecillo ya es
do á su busto actitud respetuosa y galan- equilibradas se ahogan, y aquel círculo taban sobre el blanco de la pared man-
viejo: en sus mocedades estuvo casado
te. Milagro me presentó á él. de rostros ingenuos, llegó á oprimirme la chas negras; los Reyes Magos adoraban
con una tiple de ópera, que h u y ó con el
garganta. á J e s ú s en un hermoso rosetón de crista-
tenor de su compañía Don Juan, que la —Mi hermana Isabel.
adoraba y era rico, se dedicó á seguirla, —Señorita... # —No sé—repuse evasivamente,—no les multicolores...
limitándose á verla desde el patio de bu- Inclinóse más aún, con apresuramiento sé... De todos modos, cuando me v a v a Mi madre rezaba, puesta de hinojos
tacas, y persiguiéndola de ciudad en ciu- exagerado, poniendo su mondo cráneo á será para volver m u y pronto... sobre el p r i m e r peldaño del altar; yo,'en
dad. ha recorrido todo el mundo. la a l t u r a de mi cintura. E n el cielo, de un f u e r t e color azul pie, como sobre una torre, abarcaba do
Aquella historia que mi hermana refe- —Aquí tienes á don J u a n , el mejor ba- obscuro, comenzaban á brillar algunas una mirada toda mi historia: lo que era,
ría sin emoción, me impresionó poderosa- rítono... ¿no se llama así?... de treinta le- estrellas; mirándolas, suspiré; recordaba lo que fui, lo que había de ser. ¿De dónde
mente y continué escuchando, obligando guas á la redonda: ha viajado por todo el mis amores con Perico Francos y el as- vengo? ¿Adonde voy?... En aquella igle-
á mi familia á escuchar también. Don mundo y conoce á los mejores artistas pecto de aquel solar sobre el cual el cre- sia me bautizaron; la pila bautismal es-
J u a n cantaba con voz robusta y serena europeos. ¿No es cierto, don Juan?... Isa- púsculo de la tarde encendía un lucero. taba allí, á la izquierda, guardando en su
que llenaba el silencio de la tarde, y á bel también es artista, de esas que andan —¿Qué hará Pedro?—murmuré. panza de mármol el agua con que la fe
ratos, en v i r t u d de inexplicables humo- por los teatros... ¡pero, de las buenas!... Regresamos á casa y a de noche; J u s - lava las culpas; allí celebró la primera,
rismos que tal vez adquirió con la cos- E l acento de mi hermana era zumbón; tino, que había salido á buscarnos, nos comunión y escuché vestida de blanco,
t u m b r e de ocultar sus dolores, interpola- don J u a n , siempre cuadrado militar- acompañó; él y mi hermana caminaban mi primera misa. ¿Y luego, más adelante,
ba en el curso de la melodía doliente to- mente delante de mí, volvió á inclinarse, delante; vo pensaba que, á no haber sa- dentro de algunos años, cuando mis ojos
ques de corneta ó bufonescos redobles de sin sonreír; sus ojos adquirieron una leve lido de allí, y a estaría casada y con hijos, se hubiesen cerrado á la luz?... Me aterra-
tambor. Milagro me refirió otros varios expresión de tristeza: parecía avergon- acaso feliz: algunos perros ladraban en b a la idea de cruzar por el mundo sin
pormenores relativos á la historia y cos- zado de hallarse allí, tan caído, en medio la lejanía silenciosa del campo, la brisa dejar rastro de mí, como resbalan las fic-
t u m b r e s do aquel extraño personaje. S u de aquellos patanes que se burlaban m u r m u r a b a en las hojas inquietas de los ciones de la luz por el cristal de los es-
m u j e r había muorto en una ciudad italia- de él. álamos plateados por la luna; sobre la pejos. Yo moriría y la iglesia quedaría
lian-a, y don Juan, para despedirse do naz a u g u s t a del pueblo dormido se alz allí, con su nave baio la cual las volutas
Después, colocada entre mi hermana v
soñadoras del incienso so aplastan, y su —¿Cuánto? tante: don Joaquín y don Toribio queda- madre, un billete de cien pesetas: doi
suelo de ladrillo sobre el cual el temor —¡Oh, no sé! Así, á bulto, no puedo ban encargados de buscar sitio idóneo Toribio el alcalde, y otras varias perso-
de la suprema justicia ha doblado tantas calcularlo... Una iglesia, por pequeña que para la erección del edificio, y ellos cui- nas que tuvieron la bondad de salir é
generaciones de rodillas pecadoras... ¿Qué sea. es inmensamente mayor que una darían de administrar prudentemente el despedirme, me saludaban agitando su
camino lleva más derechamente á la vir- casa: lo mejor, por tanto, sería pensar en dinero que vo fuese rimitiOnuoles y de pañuelos: don Joaquín, conmovido, balan-
tud? ¿El de la castidad y el ascetismo que ir restaurando la que tenemos. Vigilar las obras. Al día siguió-nte" do- ceaba sobre su cabeza blanca su |om!>rerc
buscan la paz moral en la ignorancia, ó Después cambiamos de conversación, mingo, don Joaquín habló á s ;s beles de le'a
el del vicio, que es dolor, guiando al arre- procurando don Joaquín penetrar en mi- desde el pulpito de mí. íecomend 11 o mi —Adiós, hija mía. ., adiós, Isabel...
pentimiento por el declive rápido de la pasado con hábiles preguntas. Bajo su mucha devoción y virtud, presentan lome
como espejo de damas devotas, é invi- — Buen viaje.
desilusión y del cansancio?... exterior suave, adivinó al fanático; yo,, —¡Adiós todos'.. Hasta la vuelta...
tando á las muchachas que distraen su
Un leve ruido de pasos me hizo volver- aunque sin propósito de molestarle, en- mocedad con noviazgos y diversiones de Yo saludaba moviendo las dos manos,
la cabeza; era don Joaquín," el cura; mi comié el buen curso de mis negocios; la poco momento, á imitar mi conducta. y aun guardo la Impresión de aquella es-
madre se levantó también, santiguán- afición al baile aumentaba y los empre- Oyendo á don Joaquín, Milagro y mi ma- cena: á un lado el parador, con su techo
dose. sarios de teatros ofrecían de año en año puntiagudo y sus paredes blancas, y cerca
dre lloraban.
—Buenos días, don Joaquín... Vea us- contratas mejores. Preguntóme don Joa- de él, en medio del polvoriento camino
ted á mi niña, á mi Isabel... ¿No se acuer- guín si de mi matrimonio me habían que- Por la noche anunció á mi familia mi que la diligencia iba dejando atrás, un
da usted de ella? dado hijos, y como mi contestación fuese próximo viaje: aquella tarde había reci- grupo de mujeres y de hombres, q u o a j t -
negativa, pareció entristecerse, recor- bido carta del marqués de Lágaro; una taban los brazos; la negra sotana del cura,
El cura, luego do contemplarme unos dando quizá su vejez solitaria arrastrán-
instantes, repuso: carta m u y cariñosa, rogándome no le el chaquetón gris del alcalde y el percaí
dose bajo la techumbre del templo en dejase solo mucho tiempo. En pocas pa- de Jos trajes femeninos, faldas azules, pa-
—¿Cómo no? ruinas. Su pena logró emocionarme; los labras y para terüplár el dolor de lá se- ñuelos amarillos y rojos, todo apiñado,
Y me alargó la mano; una mano de curas viejos y virtuosos, me inspiran paración, demostré á los míos la conve-
cera, blanca y fría, que yo estrechó t u r - gran compasión. Los sacerdotes son como como las Mores en un ramillete. Yo me
niencia de no reñir con aquel hombre de alejaba llevándome la dulce seguridad de
bada. Era un viejecillo sesentón, menudo ramas cortadas, caídas en el polvo, á cuyas generosidades y buen afecto tenía
de cuerpo y delgado; sus cabellos blau- quienes la sombra irritada de su padre que todos me creían buena. Por la noche,
recibidas pruebas innúmeras; y pues to- en el tren, recordando á mi madre pen-
cos tenían la melancolía de las nevadas; pregunta: ¿Qué fué de mi apellido? ¿CómO los viviríamos de él, todos debían ayu-
él me vió nacer; sus ojos azules, de un dejaste que mi sangre se esterilizase en saba como muchos años antes: «Ahora, la
darme á conservarle. Mis visitas á Ga- pobre de mi alma, estará durmiendo;
azul claro, parecían sondearme, pregun- t u cuerpo inútil? ¿Qué hiciste de los nie- briela y á mi tía Rosario, que se mudó
tándome por la pureza que sus manos me tos á quienes debiste enseñar mi nom- ahora no sufre...»
nadie sabía dónde, lás aplacé para mejor
dieron sobre la pila bautismal... bre?... Y don Joaquín debía de escuchar ocasión. A l día siguiente, después de al- Y luego rendía el ánimo á la generosa
Hablamos de todo y hablamos mucho: aquella voz acusadora cuando sus manos morzar, Justino, Milagro y mi madre, me ilusión de mi nuevo proyecto: veía el
él lamentó su pobreza extrema y el mal misericordiosas se abrían sobre la cabeza icompañaron al mesón donde había de pueblo reposando entre sus bosquecillos
estado de aquella iglesia donde celebró de los recién nacidos. subir á la diligencia que pasaba, camino de álamos y la iglesia, aquella iglesia
misa durante cuarenta años; la nave es- de Sevilla, á las cuatro y media: de todos obra mía, cuyas campanas don Joaquín
taba plegada de goteras, la torre en Permanecí en mi pueblo ocho días más, echaría á vuelo siempre que yo volviese
renovando amistades de la infancia y re- me despedí llorando; al subir al vehículo,
ruinas, una de las campanas rota y sin deslicé entre las manos trémulas de mi allí, perpetuando mi nombre al levantar
badajo. viviendo escenas olvidadas: todos, hom- bajo el azul inmenso su torre de ladrillo...
—Esto—añadió—no tiene remedio; el bres y mujeres, me trataban con solicitud
Ayuntamiento nunca tiene dinero y mis y respeto conmovedores; las más virtuo-
fieles, desgraciadamente, son tan pobres sas, vencidas por la autoridad del dinero
como yo... ó por la leyenda con que mi madre había
disfrazado "mi historia, solicitaron mi sa-
Según hablaba la depresión que im- ludo; organizáronse en honor mío dos
plica toda súplica, iba dulzurando su voz giras campestres.
y dando á sus ojos, antes acusadores y
curiosos, expresión dócil y jeremíaca. Di- Una noche fui presentada por don Joa-
ríase que, adivinándome rica, Solicitaba quín á don Toribio, el alcalde, que y a
algo de mí. Súbitamente me asaltó una no recordaba de mí, pero que fué gran
inso i ración que más tarde me ha propor- amigo de mi padre, y yo expuse mis
cionado muchos ratos buenos: hacer una deseos de regalar al pueblo una iglesia
iglesia... E l cura movió á un lado y otro nueva: para levantarla no repararía en
su cabeza blanca, en señal de duda, gastos; de todos modos calculaba que, con
—Eso—dijo—cuesta mucho. sesenta ó setenta mil duros habría bas-
^as puertas de los hogares honrados y rante inalterable; la sonrisa de quien sabe
y ponga nuestro nombre y el de nuestros de su interlocutor algún secreto íntimo
padres á cubierto de injuriosos recuer- y picaresco. Las heteras más ruinosas
dos. Obedeciendo á una indicación mía de Madrid, habían sido queridas suyas;
don Pablo tornó á verme al día siguiente, Cleopatra Morales le debía toda su for-
pues deseaba referirle minuciosamente y tuna, y la Pellizcos, que tanto brillaba á
sin testigos mi conversación con el mar- la sazón en los escenarios parisinos, era
qués de Lágaro, y rogarle se informase rica por él. No obstante sus asiduidades
de cuanto hubiese de cierto en la apura- para conmigo, don Alberto me repug-
da situación financiera de Narbona. Ardé- naba, no ya por su expresión de innoble
miz, á quien aquellas noticias no sorpren- concupiscencia, sino por lo que Consuelo
dieron, pues de ello le habían hablado y otras compañeras que tenían razones
diferentes personas, prometió averiguarlo para conocerle íntimamente, me habían
todo, y pocos, días después volvió tra- referido. Don Alberto, siempre que me
yéndome nuevos y aflictivos pormenores- tropezaba en el teatro ó en casa de algu-
IV Paco estaba arruinado; la noche antes ha- na amiga, batallaba por sentarse á mi
bía perdido en el Círculo seis ó siete mil lado y luego procuraba atraerme desper-
pesetas... tando mi curiosidad con proposiciones
16 Febrero. —Narbona es bueno y te quiere—aña- obscenas.
dió don Pablo,—y no le creo, por tanto, ca- —Si tú quisieses—decía—te eusenaría
—¡Pobrecilla! — répuso: — desde hace paz de abandonarte; su hacienda es tuya... placeres nuevos.
Paco Narbona satirizó lindamente el algunos meses procuro ocultarte mi situa- Sin embargo, yo, como estoy más cerca
proyecto de regalar á mi pueblo una Yo, disgustada, miraba á otra parte.
ción real, pues creo que las mujeres, como de ti que de él, te debo un consejo: Paco, —Los conozco todos, don Alberto.
iglesia nueva. ¡Su Isabel devota!... Gra- los niños, son seres delioados para quie- aunque noblote, es atropellado y vehe-
cioso descubrimiento. El comprendía que —¿Estos de que hablo también?
nes los graves problemas de la vida 110 mente, tiene carne suicida y no sería ex- —También.
vo desease comprar una finca ó levantar deben existir. Te confesaré, no obstante, traño que terminase su historia trágica-
un palacio almenado, con torreones, fosos —Imposible; no los sabe nadie; no se
pues mi negativa, para no ser descortés, mente. Procúrate, pues, un refugio, un Jos he dicho á nadie y los inventé yo
y puentes levadizos; pero, ¡una iglesia! necesita explicación, que mis dos mejo- sólido punto de apoyo, antes de que la
¿Eso, para qué sirve?... Comprendiendo mismo anoche...
res fincas están hipotecadas y que debo enemiga fortuna te cierre repentinamente
que sus bromas me lastimaban, habló todos los caminos. Por aquellos días mi madre me es-
actualmente, más de trescientas mil pe- cribió, diciéndome que Justino había es-
seriamente: él hubiese querido satisfacer setas.
todos mis caprichos, qtie tales eran su Los consejos de don Pablo no cayeron tado enfermo y que tal contratiempo con-
gusto y su obligación, y a que renunció —Es una de esas situaciones—añadió en saco roto y, contra mi costumbre, pues turbó gravemente el curso de sus nego-
por su amor á todos los hombres; pero sus sombrío—que incitan á ver el porvenir, siempre fui imprevisora y sin juicio, re- cios. Al final de la carta leí una postdata
negocios iban m u y mal; la fortuna, en el todo el porvenir, metido en el cañón do solví hacer lo que la mucha experiencia de don Joaquín, que me enviaba afectuo-
juego, le era adversa; concluyó insinuán- una pistola. y fino tacto de aquel buen amigo me in- sos recuerdos, recordándome así, por mo-
dome tímidamente la necesidad de su- Otra tardo comuniqué á mis amigas dicaban. El marqués de Lágaro, además, do indirecto y cortés, mis ofrecimientos.
primir el coche ó de mudarnos á un cuarto Carmen Arellano, Augusta y Consuelito no me agradaba completamente: mi alma Dos meses más tarde recibí otra carta de
más pequeño. Aquellas confesiones, cuya Y e r a , las impresiones de mi viaje y el tímida hallaba en su carácter embraveci- mi cuñado, notificándome nuevas desgra-
noble sinceridad comprendí después, me propósito de fundar una iglesia: todas do y aventurero, algo muy fuerte, abra- cias: la falta de lluvia retrasó la siega y
lastimaron: de pronto me sentí vendida y celebraron este deseo piadoso, y don Pa- sador, asfixiante, como el aliento de los á última hora apareció la langosta lle-
como en el aire, expuesta otra vez á las blo Ardómiz, que estaba presente, rao hornos. vándose lo poquito que había. Terminaba
tormentas de lo imprevisto, cual si el animó á realizarlo, con razones muy dis- Entre los individuos que más frecuen- pidiéndome dinero, pues su mujer se ha-
piso que hasta entonces j u z g u é resistente cretas: nadie sabe lo que el mañana re- taban la casa de Consuelito Vera había llaba en meses mayores y la comadrona
so trocase en una de esas inseguras te- serva: más adelante, pasados quince ó un señor magistrado, pariente lejano ó esperaba el parto de un momento á otro.
chumbres de hiedra que cubren la boca veinte años, quizá sintiese yo deseos de amigo íntimo del embajador del Brasil, Haciendo un gran esfuerzo, pues mi situa-
de los abismos. reposar, buscando en el campo la paz de cuyo apellido no recuerdo, pero á ción pecuniaria no era boyante on tales
que las ciudades populosas niegan á los quien todas llamábamos don Alberto. momentos, remití á Justino cien pesetas
--¡Yo pensaba—dije—que, coadyuvan- viejos licenciados de la vida, y para en- Era un hombre que y a pasaba de los en sobre certificado, añadiendo candida-
do á mi proyecto, me regalases quince o tonces bueno era i r preparando un rin- cincuenta años, m u y elegantón y peri- mente que sentía no ser más espléndida
veinte mil pesetas para los primeros gas- concito donde dormir tranquila y, á ser puesto, con la barba y los cabellos cano- pero que recurriesen sin ompacho á m
tos!... posible, algo santo y grande que nos abra sos, los ojos lascivos y una sonrisita azo- siempre que fuese menester. Otro diamo
Narbona sonrió tristemente:
enderezó el cura una carta m u y pulida paría. Reí izado este esfuerzo, gocé la ale-
que á tiro de cañón se adivinaba íué es- gría íntima y tranquila que produce la con-
crita con borrador y falsilla; y luego el ciencia de las buenasobras.Ocho días des-
mismo don Joaquín y don Toribio, el pués recibí una carta que firmaba el cura,
alcalde, me anunciaron haber hallado lu- don Toribio y cuantas personas de algún
gar á propósito para la nueva iglesia en viso había en el Ayuntamiento, notificán-
cierto paraje que llaman «Los cipreses», dome cómo aquel cabildo, lleno de admi-
situado ocho ó diez metros, lo menos, ración y agradecimiento hacia mí, había
sobre el nivel general del pueblo. Final- acordado en sesión magna y por unanimi-
mente, mi madre volvió á escribirme ro- dad, poner mi nombre á la calle principal
gándome dijese categórioamenLe qué re- del pueblo: la carta de mi familia era
solvía en la cuestión de la iglesia nueva, "también m u y cariñosa, y las gotas de
pues tanto el cura como el alcalde no ce- agua que salpicaron el pliego emborro-
saban de preguntárselo y todo el pueblo, nando no pocas palabras, rae probaron
enterado de mis promesas, tenía los ojos que tados habían llorado escribiéndola.
puestos en mí. El impulso del primer paso entusiasma»
Viéndome sin recursos y rodeada de ba á los más tibios, y yo misma me sen»
pedigüeños, acudí á don Pablo Ardémiz, tía arrastrada por él; varios vecinos me
en busca de consejo. Luego de escuchar- escribieron felicitándome, llevando hasta
me atentamente, mi anciano amigo re- mí el entusiasmo admirativo de los anal-
puso: fabetos que ya repetían mi nombre en la
plaza, ante la puerta de la iglesia antigua,
—¿Tú tienes verdaderos deseos de le- echando sus sombreros al aire. Paco Nar-
vantar esa iglesia? bona, que no leía mí correspondencia, se
- Yo, sí. admiraba de que mi corto viaje al pueblo
—¿Y si no pudieses lograr t u propósi- me hubiese granjeado tantos y tan buenos
to sufrirías mucho? amigos; yo disimulaba, para no alarmar-
—Muchísimo; no y a en mi amor pro- le. Raros eran los días en que el correo no
pio, pues hay en el pueblo un partido, el me traía noticias nuevas: don Joaquín,
de los Alvarez, que me es contrario, si no quizá por malicia, acaso por noble y pa- ...Julíoj aunque abrasado por el deseo no osaba moverse. {Pág. 124)
también en mi fe y en el cariño apasiona» ternal interés hacia mí, puso en campa-
do que dedico á todos los míos. ña todas sus relaciones para d a j á mis bién me escribió diciendo que mi sobrina
—En tal caso—replicó don Pablo— generosos donativos la mayor populari- La habitación donde nos hallábamos era
Virginia estaba enferma. Todos eran dis- una estancia cuadrangular, sin otros ador-
acomete la empresa, de cualquier modo, dad: un diario sevillano dijo que la bella gustos. La única alegría que vino á en-
atropellando todos los obstáculos: lo im- bailarina andaluza Isabel Ortego, había nos que un espejo con marco dorado y
dulzar tan triste situación, me la propor- algunas cromos: la mesa, oculta bajo un
portante es dar el primer paso, colocar prometido espontáneamente costear las cionó Julio, aprobando con notas de «so-
la primera piedra, aunque sea sacrificán- obras de una iglesia que, por iniciativa mantel blanquísimo, ocupaba casi todo el
bresaliente» las dos asignaturas del pri- perímetro del comedor; alrededor había
donos; una vez puestos en movimiento, el suya, comenzaba á levantarse en un pue- mer curso de bachillerato. Estábamos á
impulso adquirido nos lleva hacia ade- blo inmediato á aquella capital; finalmen- varias sillas; un diván de felpa verde in-
mediados de Enero. vitaba á los amantes á sentarse juntos.
lante: la inercia tiene fuerza enorme. te, supe que el Casino, una especie de ca-
Seguí los consejos de Ardémiz y sin fé cuyo salón solía habilitarse en tiempo Al fin sucedió lo que no podía menos Acababan de servirnos el cafó cuando
otras vacilaciones pedí á Narbona dinero de feria para representaciones teatrales, de ocurrir, pues los criminales van ador- llamaron á la puerta que. el camarero de^
para comprar ropa, y vendiendo algunas había trocado su nombré, un tantico pom- meciéndose en el pecado hasta que la jó cerrada; Julio y yo nos miramos y vi
alhajas y empeñando otras, reuní hasta poso y dití il para lenguas lugareñas, de confianza de quedar impunes les hace el terror pintado en sus pupilas desme-
dieciséis ó dieciocho mil pesetas, de las «G ¡sino Hispalense», por el de «Circulo despertar en el castigo. sudaramente abiertas. Volvieron á lla-
erial s dos mil fueron para mi madre y Isabel». Entre tanto los Alvarez, enemi- Una noche J u l i o Maldonado y yo, mar.
hermanos, cuyas cortas necesidades no gos de mi familia, rabiaban. suponiendo que el marqués de Lágaro, —Abre—murmuró Julio.
habían menester de mayor cantidad pará según inveterada cóstumbre suya estaría Yo repuse entre dientes.
remediarse, y las restantes fueron á ma- Confesaré ingenuamente que aquella en el casino, fuimos á cenar á uno de los —No...
nos de don Joaquín y del alcalde, á quie- apoteosis, aunque modesta, era deslum- comedorcitos reservados del cafó Haba- —¿Por qué?
nes interesaba comprasen inmediatamen- brante para la muchacha que, como yo, nero, del que serán muy contados los ma- —Es él...
te el terreno que el proyectado temploocu- jamás pensó seriamente en ser famosa. drileños aventureros que no recuerden. Maldonado hizo con la cabeza un gesto
MEMORIAS.—17
- S i prefieres t u venganza á mi amor— otra celada despedí á J u l i o , citándole
afirmativo; lutgo se levantó, encogiéndo- bre sus labios una mueca sanguinaria, para la tarde siguiente, á las cinco, en la
se de hombros, con la resignación estoica que descubría sus blancos y apretados repuse,—mátale, ahí le tienes... Pero si
quieres conservarme, vámonos. esquina de las calles Fuencarral y Her-
de quien sale al encuentro de la muerte dientes de animal carnívoro. Julio, inerme nán Cortés. La noche transcurrió sin in-
porque no puede evitarla. Yo denegaba y sin medios de defensa, había dejado El marqués de Lágaro guardó su revól-
ver maquinalmense; su actitud y la ex- cidentes, la emoción me impidió comer,
pon la cabeza, agitando los brazos en el caer los brazos, rindiéndose á la muerte. las criadas, extrañando mi sobresalto y la
espacio desesperadamente: él me pregun- —Tire usted—dijo. presión de su rostro revelaban cansancio
inmenso. Después, hablando consigo mis- ausencia del marqués, parecían tan pre-
tó con un ademán: —O sales—rugió el marqués de Lága- ocupadas y tristes como yo. De madru-
—¿Qué hago?... ro apretando los puños—ó te mato aquí mo, murmuró: . . .
—¿Cómo matarle, si no podría vivir sin gada volví á mi dormitorio decidida á
Y avanzó hasta la puerta, significándo- mismo. proporcionarme algún reposo; pero mis
me con aquella entrega voluntaria que Maldonado repitió con la impasibilidad ella? nervios sublevados rechazaban la quie-
estábamos perdidos y que, pues no había desesperante de las estatuas: Yo repetí, acercándome á él: tud; encendí luz y el aspecto de los mue-
ventana ni resquicio por donde escapar, —Tire usted... —Vámonos... bles tranquilos contribuyó á serenarme
toda resistencia era inútil. Yo grité, ate- Narbona extendió el brazo; fué un se- Le debía aquella reparación; J u l i o me un poco: abrigaba un presentimiento des-
rrándome á la vida: gundo terrible; sin duda el gatillo había miró angustiado, temiendo por mí. Yo le comunal, la necesidad de un largo viaje
—¡No, no!... comenzado á recorrer su camino fatal, tranquilicé con un gesto... El marqués dió que trocase mi situación radicalmente:
Tornaron á llamar, esta vez con más ese espacio pequeñísimo donde la inmen- media vuelta y salió del comedor sin le- los adormidos recuerdos de mi pretérito
fuerza. sidad de la muerte está encerrada... Do vantar la cabeza y dando traspiés como vivir aventurero despertaban; los años
—¡No abras!—repetí. pronto, yo que hasta allí permanecí quie- un borracho: al bajar la angosta escaleri- que duraron mis relaciones con el mar-
Desde fuera ordenaron: ta en mi asiento, me levanté exclamando: lla que conducía á la calle, hube de aga- qués de Lágaro debían de ser como pa-
—¡Abre! —¡Quieto! rrarle del brazo, tan extremadas eran su réntesis abierto en la ordenada relación
E r a la voz breve, imperativa, incon- Mi grito represó un instante la intención debilidad y alelamiento. Por la calle ca- de mi historia, como calderón con que el
fundible, del marqués de Lágaro. Trans- del marqués, dándome tiempo á añadir: minamos sin hablar, apoyándonos el uno cansancio interrumpió el turbulento poe-
currieron algunos segundos. Narbona —Si le matas, has puerto para mí... en el otro: él soliloqueaba devorado por ma sinfónico de mis bacanales y de mis
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anadió: ¿Qué elocuencia suprema hubo. en mi a misma idea fija: escandalosos triunfos de grau cortesana,
—Si no abrís, echo la puerta abajo. gesto ó qué decisión irrevocable tuvieron —¿Cómo vivir sin ella?... ¿Cómo vivir ó como oasis donde la fatigada caravana
Hablaba quedamente para no alarmar mis palabras? No recuerdo: pero algo so- sin ella?... descansa algunos días para luego, y con
la curiosidad de los camareros; su apa- brehumano, fascinador, irresistible, divi- Esta pregunta, para la que la sublime más ánimos, reanudar su viaje: yo, por
rente tranquilidad acabó de aterrarmo. nizó mi ademán, por cuanto Paco Narbo- ceguedad de su amor no hallaba contesta- tanto, debía reverdecer mis antiguos lau-
Julio lentamente, con la sumisión fatal na no disparó. Aquella fracción de segun- ción , la repitió incalculables veces en reles báquicos, romper el círculo de po-
con que los objetos abandonados en el do bastó á descubrirme lo ventajoso de menos de media hora; llegamos á nuestra breza con que mi pasividad y estanca-
radio de atracción de las vorágines van mi posioión. casa y el sereno acudió á abrirnos la miento iban cercándome, explorar hori-
aproximándose al abismo, acercóse á la —Si le matas ó le hieres—insistí—he- puerta. Viendo que Narbona permanecía zontes nuevos, vencer á la fortuua y
puerta y abrió. Paco Narbona penetró en mos concluido; habías de despedazarme... inmóvil y como idiotizado enmedio de la conquistar el porvenir de una vez. Dis-
el comedor empuñando un revólver; la ¡y no sería tuya!... acera, pregunté: curriendo así, la idea de- un dilatado via-
ira le había demudado el rostro dando á Mi voluntad, siempre animosa y varo- —¿Subes? je tornaba á preocuparme. ¿Por qué no
su cutis moreno la blancura del mármol: nil en los trances de verdadero peligro, —No. emprenderlo? ¿Quién podía vedarme la
Julio retrocedió instintivamente, bus- reaccionaba infundiéndome soberanos Tardó un poco en responder; yo añadí: realización de aquel añejo y agudo de-
cando tras la mesa un refugio contra la arrestos. Yo era lo único que podía impe- —¿Volverás pronto? seo?... Quizá de este caso dependiese el
primera acometida de la fiera. Narbona dir el choque de aquellos dos hombres; mi —No sé. logro de mis dos ambiciones mayores:
murmuró: amor, impeliéndoles al uno contra el otro, Aquella noche le esperó hasta muy tar- ver la iglesia de mi pueblo terminada y á
—Salga usted. imposibilitaba, sin embargo, su siniestra de; y a de madrugada, el sueño me venció Julio Maldonado con carrera. Invertí el
Hubo una pausa. conjunción; por reconquistarme comple- lejándome profundamente dormida. A resto de la noche en contar mis recursos:
—Salga usted...—repitió el marqués;— tamente ninguno de ellos hubiese retro- las cuatro de la tarde del otro dia hora poseía cincuenta ó sesenta duros en bi-
vámonos... á la calle... cedido ante el crimen, pero el temor de ?n que J u l i o Maldonado, adoptando gran- lletes, y más de treinta mil pesetas en
-—¿Para qué? perderme irremisiblemente, les contenía: des precauciones, fué á verme, el mar- vestidos y joyas; según los cálculos me-
—Para matarle á usted... quiero ma- yo era, pues, como las puntas de hierro, qués de Lágaro aun no había reapareci- nos optimistas, todo ello, por mal vendido
tarle... á eso he venido. que atrayendo al rayo lo evitan. Paco do. Comprendí que una terrible desgra- que fuese, me permitiría presentarme e:i
Sus pulmones, sofocados por la ira, ja- Narbona bajó el brazo acobardado ante la cia aleteaba sobre mi cabeza; la miseria el magnífico mercado de París decorosa-
deaban con un anhelo quo llenaba la ha- idea de morir por mí. ó la muerte me acechaban; ciertamente mente. Ya m u y de mañana t u v e la fortu-
bitación; sacudimientos nerviosos con- —¿Qué hago entonces?—murmuró des- Narbona, si no se había suicidado ya, era na de poder dormir algunas horas.
traían sus músculos faciales, uoniendo so- fallecido,—¿qué hago?... porque pensaba asesinarme. Temiendo
—Hoy mismo, dentro de un momento, — A c u á r d a t e — d i j e — d e que soy t u
Aquel día f u é de asonada en Madrid; á te debía de acusarme, cual si llevase es- amante y también tu madre, y de que
cada momento pasaban bajo mis balcones crito allí el propósito de fugarme. Mi te- en el exprés de las seis y cuarenta y
cinco. cuanto daño me hagas recaerá sobre t u
pelotones de guardias civiles montados y rror era tan grande, que perdoné los cabeza, pues hemos de volver á reunir-
grupos de paisanos dando vivas y mue- postres y el cafó. Cuando ya me levanta- Hubo un corto silencio.
—¿Sola?—interrogó Julio. nos muy pronto.
ras de cuya verdadera intención y finali- ba. el timbi-e de la escalera vibró larga
dad mi atribulado espíritu no pudo per- mente; no pude reprimir un grito y co- —Sí, sola. La pesadumbre de Julio era tan inmen-
catarse; probablemente estaba relaciona- mencé á pasarme las manos por la cara Procuré explicarle clara y sucintamen- sa, que tentada anduve de atrope!lar por
do todo ello con la luctuosa jornada de procurando serenarme. Era el cartero que te lo comprometido de mi situación: era todo y llevarle conmigo; más inmediata-
Santa Isabel, que salpicó de sangre ino- me traía con una carta de don Joaquín, un probable que el marqués de Lágaro. cuya mente reflexioné que su compañía podía *
cente los claustros de laüniversidadCen- eco de mi pueblo, durmiendo tranquilo desaparición nada bueno auguraba, no tar- perjudicarme mucho, pues amén de las
tral. porque recuerdo que en aquella épo- lejos del mundo que ambiciona y que lu- dase en buscarme para castigar por estilo horas que su amor robase á mi interés,
ca don Antonio Cánovas del Castillo cha. No queriendo dejar nada inconcluído sangriento y cruel mi traición; además, los hombres adinex-ados huyen de las mu-
ocupaba la presidencia del Consejo de detrás de mí, contestó al cura por estilo Narbona estaba arruinado y á su lado, jeres que tienen un amante pobre. La lo-
ministros, y Villaverde la cartera de Go- expresivo y lacónico: por tanto, sólo podía, aguardarme un ma- comotora silbó pidiendo vía libre; un em-
bernación. Eran las diez de la mañana ñana de privaciones, alambicamientos y pleado pasaba cerrando las puertas de los
«Su carta me sorprende con un pie en vagones; vibró una campana.
cuando desperté; Narbona no había vuel- el estribo. Esta noche salgo para París. miseria, Julio, presa de fortísimo dolor,
to aún. Inmediatamente ordené que lla- Desde allí remitiré á usted fondos.» rompió á llorar. —Adiós, Julio.
masen á mi modista y, vistiéndome lige- Después, vestida con un elegante traje —Quiero irme contigo—sollozaba;— —Adiós, chacha; adiós, sí... que escri-
ramente, salí en un coche llevando en un liso de paño negro, un largo gabán inglés rae he acostumbrado á tu cariño; faltán- bas...
maletín casi todas mis joyas: desde luego y un sombrerito redondo, corrí á la calle dome t ú me faltan compañeros, madre, —Que seas bueno.
visitó al joyero que me las vendió, y des- llevando todo mi equipaje en un maletín alegría... ¡todo!... ¡Todo se va, yéndote tú! Subí á mi coche, el tren rodaba despe-
pués recorrí varias casas de préstamos, de viaje. Las criadas me preguntaron si Aun sin reprimir mis lágrimas, procu- rezando sus férreos anillos á lo largo del
en todo lo cual invertí más de dos horas, mi ausencia sería larga, ré consolarle: él necesitaba concluir el andén: J u l i o me despedía agitando su
pues las patrullas de agentes de seguri- —No—repuse;—y si viene don Paco bachillerato para comenzar en seguida su pañuelo empapado en lágrimas; entre nos-
dad que ocupaban militarmente las en- podéis decirle que he ido á pasar en Aran- carrera de abogado: yo, entretanto reme- otros la memoria y la distancia comenza-
crucijadas principales de la ciudad, me juez tres ó cuatro días. diaría mi descalabrado peculio, volvien- ban á tejer el hilo dorado del recuerdo,
obligaron á dar grandes rodeos. Cuando Eran las tres de la tarde y yo estaba do á bailar ó buscando algún amante da- Tenia yo entonces veintisiete años.
•.regresó á mi domicilio, llevaba en la car- citada con J u l i o á las cinco: aquellas dos divoso quo pudiera librarme del naufra-
pera nueve mil pesetas: la modista ya es- horas, de una longevidad interminable, 24 Marzo.
gio y conducirme á seguro puerto y si
t a b a esperándome. Al saber que yo tra- las entretuve en el solitario cafó de A m - aquel hombre codiciado no llegaba, sería Contra la opinión, m u y generalizada,
taba de vender mis vestidos, admiróse bos Mundos, recordando señas de anti- indispensable reunir dos ó más, hasta que de que los españoles vivimos en una per-
hasta el pasmo: su primer ademán fué de guos amigos que en épocas diferentes me el cociente de tantos sumandos fuese dig- petua bacanal, debo decir que España es
negación y protesta; aquello era un dis- escribieron desde París. Entretanto, la no de mi ambición y de los nobles desti- el pueblo más triste,cejijunto y estúpida-
parate; yo insistí, probando la necesidad imagen pálida y triste del marqués de nos á que me creía obligada. Todo ello, mente juicioso de Europa; el pueblo don-
de mi viaje, rebajando con esta indiscreta Lágaro aparecía sentada delante de mí indudablemente, era m u y triste, m u y feo de se come y se bebe menos, donde hay
confesión el mérito de la mercancía: ella, atormentándome, apercibida á cerrarme y hasta aborrecible si lo examinábamos menos adulterios y menos suicidios. La
venteando un buen negocio, fué cediendo el paso no bien tratase de dirigirme á la desde el punto de vista de nuestro excel- pobreza y fatal estancamiento de las in-
poco á poco, oponiéndome capciosos obs- puerta. Cuando llegué á la calle Hernán so amor, más no por esto, menos nece- dustrias y riquezas nacionales por una
táculos: al fin logró adquirir mis mejores Cortés, J u l i o ya esperaba; yo iba en co- sario. parte, y el quietismo frailuno, herencia
trajes en menos de la tercera parte de su che; é l , comprendiendo la utilidad de pérfida de los siglos medioevales de otra
valor. —Cuando sea rica—añadí aplastando
aquella precaución, abrió la portezuela bajo mis labios ilusionados la boca angus- nos han sumido en un maramasmo del
cual libraremos difícilmente.
A las dos de la tarde mi doncella vol- rápidamente y subió al vehículo. Ordenó tiada de Julio,—volveré á reunirme con-
vió á recordarme que el almuerzo estaba al cochero nos llevase á la estación del tigo para pertenecerte completamente. Repasando las columnas de nuestra
servido presa de la inquietud febril que Norte. Maldonado preguntó: En el andén, ante la portezuela del va- prensa diaria nos convenceremos de que
me había espoleado durante toda la maña- —¿Qué significa esto? gón que había de trasladarme á la fronte- en este país desdichado, antaño manan-
na, empecé á comer precipitadamente, con —Que me voy. ra. abracé á mi amado, esforzándome en tial copioso de vida activísima, jamás su-
ese apepito nervioso de los viajeros. De —¿Dónde? templar su acerbo duelo. También le en- cede nada notable. Todo es uniforme
súbito recordé que Paco Narbona podía —A París. tregué doscientas pesetas para libros, ma- aquí: nuestras cortesanas son vulgares y
volver y esta pi-obabilidad me intimidó: —¡A París!—repitió alelado, trículas y gastos de pupilaje, rogándole feas; nuestros aventureros disipan su sa-
¿cómo explicar la ausencia de mis vesti- -Sí. fuese juicioso y exhortándole á no olvi- lud en las tabernas pacíficamente, sin ge-
dos y de mis joyas? Además mi semblan- —¿Cuándo? darme. nialidades artísticas que disculpen y em-
bellezean su desenfreno; nuestros crimi- París y de Londres, fué inmensa: allí to- bió en voz imperceptible algunas pala- nase; yo, como es de adivinar; unia se-
nales también son impulsivos vulgares, do está permitido, ló más grande parece bras con Lamarca y siguió observándo- cretamente mis preces á las suyas. En los
que sólo manejan el revólver ó la navaja, pequeño, lo más original y descarrilado, me. Yo fingía no percatarme de nada, ha- primeros momentos Galber obtuvo gran
y que jamás sabrán explorar en las si- es moneda corriente; como en todos los blando con una linda francesa que meses ventaja, agobiando bajo sus férreos puños
niestras regiones del asesinato horizontes pueblos realmente libres, cada cual ca- después murió trágicamente en los alre- al rey de los boxeadores escoceses: pero
nuevos de ensañamiento y crueldad: la mina á su destino sin discutir ni morder dedores de Trouville arrastrada por un luego, enardecido por los aplausos tribu-
vida c-acional corre sin convulsiones, to- los actos ajenos. Quizá la sociedad fran- caballo desbocado. Casi todos los espec- tados á su rival, L u y s se rehizo; sus
, dos los días so parecen, cada año es repro- cesa peque, como sus grandes actores, de tadores se habían sentado ya; el J u r a d o músculos adquirieron elasticidad y vigo-
ducción fidelísima de los precedentes y enfática y soplada, pues siempre creí vet- estaba constituido, los luchadores se ob- res nuevos; su espíritu heroico, insensible
modelo ó patrón de los venideros: todas en ella aígo convencional y postizo; mas servaban de reojo mientras fortificaban al dolor, se rebeló contra la derrota y la
nuestras cursis visten según el mismo tales defectos no obscurecen las ventajas sus brazos desnudos con friegas de un- muerte. Hubo para los luchadores una
figurín, todos Ios-hombres hablan y cami- que hacen de París el pueblo excelente y güentos analépticos: sobre la pista, dos tregua de diez minutos; después se re-
nan del mismo modo; como no hay luchas simpático por antonomasia. arcos voltaicos derramaban una catarata anudó la pelea. Galber recibió dos golpes
intelectuales, el aburrimiento y la ruti- Los lances peregrinos donde estuve de luz blanca. Wandirweld, viéndome formidables: el primero creo le partió la
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na son los dos únicos pastores encargados presa y los descomunales-tipos que pasa- presa en la fiebre de interés y codicia que mandíbula inferior- el segundo le derribó
de guiar este triste rebaño; nuestros es- ron cerca de mí podrían contarse por do- dominaba á la concurrencia, preguntó: en tierra do bruces, echando sangre por
critores siguen imitando servilmente á cenas. —Todos apuestan: ¿quiere usted que la nariz y los oídos. Sobre el cuello inerte
los clásicos, sin comprender que el arte, No bien llegué á la gran cosmópolis hagamos lo mismo? Así el combate nos del vencido, Luys, aunque magullado,
en sus detalles y dintornos menores, de- visitó á un amigo de don Alberto, llama- parecerá más interesante. puso gozoso su planta vencedora.
be modificarse con las costumbres, pues do Benito Lamarca, que tenía en la calle Benito Lamarca me hizo disimulada- El espectáculo había terminado; los
la época moderna exige de la literatura de San Honorato una agencia filatélica. mente un signo afirmativo, dándome á amigos de Lamarca nos rodearon á Edel-
nuevos alambicamientos y sensaciones en Lamarca era solterón, rico y vicioso; me comprender que el opulento dinamarqués miro Wandirweld y á mí, felicitándonos
armonía con la ciencia; ante los modernos recibió cariñosamente y ofrecióse á pre- estaba enamorado de mí. Yo le complací: calurosamente por nuestra improvisada
problemas sociales, nos encogemos de sentarme en un círculo de amigos; yo —Bueno—repuse. unión. El duque se levantó diciéndome
hombros; nuestros filósofos, después do aceptó la invitación'; las nociones de fran- —¿Por quién apuesta usted? flemáticamente:
lo que Vives, F e y j ó o y Balmes dejaron cés que aprendí siendo niña me sirvieron —Por J u a n Galber. —Me pertenece usted.
escrito, no se atreverían á añadir una pá- de mucho; una semana después, los aven- —Hace usted bien: yo, sin embargar no Y puso sobre mi cabeza su diestra en-
gina más: los extranjeros que vienen á tureros del boulevard volvían la cabeza pa- me arredro y apuesto por Luys. ¿Qué ju- guantada.
visitarnos, nos dedican el prolijo examen ra verme pasar en un lando que me cos- gamos?
quo merecen los fósiles guardados tras —Tiene ested razón—repuse riendo;—-
taba mil trescientos francos mensuales. —Lo que usted guste. usted manda en mí; vámonos...
las vitrinas de los museos; nosotros co- Quince dias más tarde, Lamarca y otros —¿Dinero?
rrespondemos á su natural extrañeza con Aquella madrugada Luys, que estaba
amigos suyos, franceses todos, me lleva- —Bien—dije alzándome de hombros. entre sábanas vendado y bizmado, supo,
la curiosidad más impolítica y descortés: ron á un círculo, donde, por invitación y Miróme fijamente, temiendo que su
nos maravillan el desenfado de sus cos- por su ayuda de cámara, que dos seño-
á espaldas de. las autoridades tolerantes, proposición fuese rechazada. Luego, son- res principales deseaban verle. ¡Eramos
tumbres, ol corte de sus pantalones, el iban á batirse el atlótico J u a n Gabler, riendo:
monóculo sujeto al ojal superior de sus nosotros, Edelmiro y yo, que volvíamos
que el invierno anterior mató á puñeta- —¿Quiere usted—preguntó—j ugarse de cenar aturdidos aún por los vapores
levitas, el color rubio de sus cabellos; to- zos en el castillo G-ried un oso de dos
do lo que no sea genuinamente español, el corazón? Es usted hermosa y me gus- del Frontiñán y del Champagne!
años, y Luys, príncipe de los boxeadores ta usted mucho. —Caballero — dijo Wandirweld incli-
lo convertimos en objeto de admiración escoceses: alto, enjuto, animado por un La originalidad de tal oferta me entu-
burlona; lo más inocente, siempre que nándose respetuosamente ante el lecho
egoísmo temerario, invencible bajo sus siasmo. del herido;—merced á los vigorosos pu-
sea algo raro, nos apasiona y conmueve: músculos de acero. Asistían al combate
la hazaña del hombre que mata á su que- —¡Corriente—-exclamé;—muy bien! ños de usted, esta señorita, que es mi
más de quinientas personas, banqueros y —Si gano... alma, me pertenece. 1
rida, no nos escandaliza tanto como la nobles millonarios casi todos, entre los
despreocupación de dos novios que se be- —Tiene usted la palabra. Y refirió nuestra apuesta. Luys, á f u e r
cuales comenzaron á cruzarse desde los —Desde esta noche me pertenece us- de buen sajón le escuchó impasible.
san ó que se fugan para formar un nido: primeros momentos apuestas formida- ted.
aquí Baudelaire no hubiese podido salir —¿Y bien?—preghntó.
bles. A mi lado estaba el duque dinamar- —Conformes. —Que esta noche...—balbuceó el duquo
á la calle, como lo hizo en París, con el qués Edelmiro Wandirweld, gran cama-
pelo pintado de verde, sin exponerse á —Si pierdo... borracho,—la noche mejor de mi vida...
rada de Benito Lamarca. Wandirweld, —Hemos concluido para siempre. se la debo á usted... y no he querido re-
morir lapidado. me examinaba atentamente, registrándo- •—Usted lo dijo. No hablemos más. gresar á mi hotel...'sin antes darle las
Digo esto, porque la impresión que en me el cuerpo y el alma con la mirada lan- Lamarca y sus amigos reían, haciendo gracias..
mí produio la existencia calenturienta de cinante de sus ojuelos azules; luego cam- votos fervorosos porque Wandirweld ga- El duquo Wandirweld me lanzó en el
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— A u n me queda dinero. ¿Cuánto valé
torbellino de aquel caótico y presuroso
vivir: era un tipo incomprensible, estra- usted?... „
Sin contestarle saque un pequeño re-
falario, de viejo millonario que, aburrido
vólver y disparé dos tiros sobre el indis-
de lo normal, rebuscaba lo extravagante.
creto, procurando no herirle. E l estam-
Los carnavales, coincidiendo con la aurora
pido de las detonaciones provoco un
de nuestra pasión, imprimieron á mi deli-
escándalo indescriptible; f u i presa y con*
rio nuevo impulso: al baile de la Gran
ducida á la delegación de donde el duque
Opera fuimos, yo disfrazada de Eva, y
Wandirweld. más enamorado de mí que
E d e h n i r o de fauno barbudo, con el seco
nunca, me libertaba un momento despues;
cuello al aire y dos dorados cuernecillos
los periódicos repitieron mi nombre en la
sobre la frente: en la batalla de flores de
sección de ecos mundanos; el eco de aque-
Niza, mi carroza obtuvo el primer pre-
llos pistoletazos resonó en todo f a n s ,
mio; un periódico ilustrado publico mi
conquistándome una reputación; mi pres-
retrato; preciosa efigie en donde mi cuer-
tio-io creció como por ensalmo: aquella se-
po desnudo se insinuaba tras una nube de
mina el correo me trajo más de ciecuenta
gasas. , . cartas de amor subscritas por personali-
Terminado el Carnaval, Edelmiro y yo dades importantes.
fuimos á Monte-Cario. Una noche me A u n q u e viviendo á mi lado, el duque
puse á jugar: una m u l t i t u d cosmopolita, Wandirweld, ó por indiferencia de su ca-
elegante y viciosa, invadía los salones rácter poco celoso, ó por cálculo, no de-
anegados en luz; los correctos fracs pin- mostraba ignorar el libertinaje de mis
taban manchas graves sobre las espaldas costumbres: la fiebre del dinero me domi-
desnudas de las mujeres; sobre los cabe- minaba; para ganarlo, ni la distancia, ni
llos negros ó rubios y las gargantas blan- el cansancio, ni los peligros me detenían,
quísimas, los brillantes y las esmeraldas por mi dormitorio principesco, lo mas ex-
resplandecían; una orquesta de cíngaros celente de la sociedad parisina deshlo con-
llenaba de voluptuosas armonías el espa- vertido, como J ú p i t e r , en lluvia de oro.
cio. L a suerte me favorecía; en menos de Nunca, como entonces, comprendí que, Narbona penetró en el Comedor empuñando nn revólver. (Pág. 130)
media hora gané ocho mil francos. Cerca para ser gran cortesana, es necesario mu-
i e mí había un individuo alto, casi albino, cho tafento. La borrachera amorosa de-
qués italiano César Liarías, y al aventu- gelina y recompensar así su abnegación
á quien mortificaba mi excelente fortuna; pende de la cantidad de ingenio y be-
rero ruso K u p l i n g , que murió como un y los sacrificios que por él hizo, solicitó
á cada momento me miraba y sus ojos re- lleza que la m u j e r dé á beber en la roja
estafador después de vivir como un na- pasar con ella la víspera de su ejecución.
fulgían coléricos entre los manojitos de copa de sus labios; como la de alcohol
bab. Ambos nombres van unidos á dos Coñ tal propósito me escribió, y el duque
pestañas blancas. S u aíre petulante me proviene de la dosis de vino trasegada; y
historias trágicas. Wandirweld, que se desperecía por todo
irritó: j u g ó cien mil francos á un rey y p o r eso la hetera debe estudiar cuidadosa-
perdió: tornó á j u g a r otros mil duros, mente el carácter del hombre con quien A K u p l i n g le conocí en Londres: era lo raro y era gran amigo del director de
y volvió á perder; lanzó una interjección h a de habérselas, para así rendir su vo- hómbre instruido y agradable, fuerte co- Mazás y de otras personalidades del P a -
soez y nuestras miradas se cruzaron: mo un cosaco, sensual y lascivo como un lacio de Justicia, puso en juego sus pode-
luntad m e j o r y más pronto: cada amante turco. K u p l i n g , que estaba casado cuatro rosas influencias para obtener secreta-
— É s usted hermosa—dijo. requiere un trato suigéneris: éste es u n
—Gracias—repuse secamente. veces, trabó relaciones amorosas en París mente el permiso que K u p l i n g solicitaba,
crapuloso alegre, otro un concupiscente con una amiga mía, llamada Evangelina; Al fin, lo consiguió: Evangelina disfrutó
—Sin embargo, me trae usted la mala sentimental, aquél un romántico... y esto
3uerte. la infeliz, que era rica, se arruinó por él: la última noche de su adorado; f u é una
nos obliga á mantener nuestras faculta- una mañana amaneció asesinado y horri- noche siniestra que los dos amantes, in-
Me encogí de hombros y le 01 mur- des de observación en interminable alerta, blemente mutilado en su lecho el ban- capaces de todo sentimiento alegre, pasa-
m u r a r palabras rencorosas en un idioma batallando porque en los íntimos rasgos, quero Gonnard; el móvil del crimen f u é ron llorando. Pero K u p l i n g logró su de-
ininteligible: indudablementé estaba bo- miradas, conversaciones y demás modula- el robo; el presunto autor de tan atroz de- seo; su trágica muerte fué' para mi pobre
rracho. °Cuando, cansada de jugar, me ciones ó matices de tantos y variados duos lito resultó ser Kupling; comprobado el amiga una especie de herencia; desde el
dirigí al jardín, sentí que me cogían de de amor, nuestra alma flexible no desen- hecho, ,el polígamo ru§o fué condenado á mismo día de la ejecución, Evangelina co-
un brazo: era él... tone. muerte. Antes de ser puesto en capilla, menzó á ser famosa y á cotizar su hermo-
. —¿Cuánto?—preguntó. K u p l i n g , deseando popularizar á Evan- sura á precio m u y alto.
E n t r e los tipos más notables que co-
L e miré duramente, sin responder. E l
nocí durante aquella época, citaré al mar- MEMORIAS.— 1 8
agregó:
diariamente se giraban caricias contra la inercia del movimiento me impedía
uniformemente repetidas, apenas si deja- millares de francos, y las acciones que sentir el cansancio. Los hombres que pa-
Al capricho del marqués César Llarias ron una leve huella en mi memoria. Solo daban opción á mi cúerpo, estaban en gan el amor, quieren verse complacidos
es también de una fúnebre y llamativa diré que, enamorada y aburrida simul- alza. Jamás rehusé, por pereza ó cansan- en sus menores gustos; yo, sabiéndolo,
originalidad. táneamente de aquel presuroso vivir, tra- cio ningún lance ventajoso; llegó mo- cumplía con todos: poco importaba que
Yo estaba en relaciones con él cuando bajé mucho, sin otro ahínco que el de ga- mento en que mi nombre nubló la escan- unos amantes me tomasen sacándome de
ocurriólo que voy á referir. Honorata nar dinero para Julio y para mi iglesia. dalosa celebridad de las aventureras pa- los brazos de otros; yo siempre me halla-
Preylón, que había envenenado con ar- Las heteras, creo haberlo dicho ya en risinas más en boga; bajo mi dirección mi ba apercibida á la alegría y ninguno de
sénico á la madre y á los dos hijos de su otra ocasión, son como los verdadero ar- modista confeccionó é impuso un modelo ellos pudo jactarse de haberme visto
amante, fué condenada á muerte; el J u r a - tistas, que ponen en todas sus obras, auu de pantalones; los don" Juanes del boide- desmayar. Algunas noches, no obstante,
do ratificó la sentencia: Honorata ora una en las más pequeñas, la" mayor 'cantidad vard citaban familiarmente el lunar que en horas contadas de reposo, pensaba en
histérica bellísima, cuya sensualidad tuvo posible de alma; el buen actor, el escul- tengo entre los dos emóplatos... Julio: yo le daría una carrera, un empleo,
delirios y refinamientos enfermizos. Lla- tor, el literato, trabajan siempre cual si acaso una diputación; después viviríamos
rias, que siempre sintió punzante deseo de su creación última dependiese el ere- Julio Mal donado, mi madre y el cura
don Joaquín, me escribían asiduamente: juntos en un hogar para nosotros solos;
hacia aquella mujer, quiso poseerla en la dito total de su firma: les aflige la idea de quizá llegásemos á casarnos y nuestros
capilla, la noche víspera de su muerte. al primero, de cuya -aplicación y buen
disgustar á un espectador inteligente; los comportamiento seguía recibiendo por hijos serían bautizados en aquella iglesia
—Sólo así — decía — lograré lo que más modestos abrigan la convicción se- que ogaño mi devoción estaba levantado.
ninguno de sus amantes consiguió: la se- creta de que la posteridad, ¡toda la pos- conducto de mis amigas Consuelito Vera
v Carmen Arellano. las mejores noticias, Rompiendo la larga serie de estas or-
guridad absoluta, incontestable, de no teridad!... desfilará ante sus libros... Asi gías, un poco tristes por el fin interesado
haber sido nunca engañado. le enviaba doscientas pesetas los días pii-
las cortesanas procuramos dejar en nues- mero de cada mes; á don Joaquín pude que las inspiraba, cometí muchas locuras
Desmintiendo todo lo verosímil, Hono- tros amantes impresión agradable y dura- que proporcionaron esparcimiento ameno
rata Preylón aceptó con gusto la proposi- dera; los hombres se lo dicen todo y los remitirle á fines de Septiembre y utili-
zando mi amistad con cierto banquéro á mi carácter novelero é imbécil.
ción del marqués italiano. Para facilitar aplausos ó la calumnia amasan presta- Vaya una entre cien.
la entrevista hubo influencias y recomen- mente en el laboratorio de las opiniones sevillano, una letra por valor de siete mil
francos. Cierta noche, saliendo del teatro Olim-
daciones á granel; f u é una batalla terri- humanas, el prestigio ó demérito de las pia, reconocí en un individuo que charla-
ble de intrigas librada en pocas horas. Al mujeres; las noticias corren pronto; cada Todas las semanas, Julio me pregun-
taba: ba con otros, á mi antiguo amante Anto-
cabo César Llarias logró su objeto, si amigo puede ser un elemento de benefi- nio Regenta; mi regocijo fué inmenso; el
bien gastando en tal empresa cuatro o ciosa propaganda ó un motivo de depre- —¿Cuándo vuelves?
A lo que yo, invariablemente, res- también se alegró mucho y nos abraza-
cinco mil francos, por lo menos. El dilque ciación y aislamiento. Por eso las heteras,. mos delante de los mirones, besándonos
de Wandirweld y los carceleros que pa- que son artistas ya que viven de la be- pondía:
apasionamente sobre los labios; luego
garon la noche junto á la puerta de la ca- lleza y procuran expresarla por modo ca- —Espera, espera... subimos á mi lando.
pilla, decían que aquellas bodas celebra- racterístico y personal, dando forma al Era mi actividad, el empuje irrefrena-
das en los dinteles de la muerte con valor enamorado pensamiento, poesía y ro- ble del torbellino, la codicia calenturienta —Esta noche—dije—vamos á emborra-
y desenfado inverosímiles, fueron un mánticas preseas al carnal apetito, mo- del minero que trabaja por cuenta pro- charnos... si no llevas dinero, es igual yo
largo y no interrumpido delirio volup- dulación dulce á la voz, ritmo al movi- pia en un filón aurífero. Lanzada en pleno soy rica.
tuoso. A las tres y media do la madruga- miento y acordado impulso á la con- vértigo, mis bravias facultades primi- Mientras el coche nos conducía á un
da, Honorata y César Llarias se despidie- ciencia y á los sentidos, convierten sus tivas cobraron nuevo incremento; nada colmado de Montmartre, tuvimos tiempe
ron. Ella quería que él presenciase su.eje- dormitorios en escenarios donde trabajan calmaba mi ambición; la diosa Fortuna de - referirnos las líneas principales de
cución; deseaba dilatar aquella impresión como si un público inmenso las contem- hubiese volcado sobre mi regazo el cuer- nuestra historia durante aquellos últimos
hasta el fin, llevando en sus pupilas y en plase: y es porque sabemos que los hom- no de todas sus riquezas sin lograr com- tiempos: la última temporada de invierno
su carne, camino de la eternidad, el re- bres para cuyo regalo y placer nos desnu- placerme; pidiendo, mi boca tenía la suc- la pasó Antonio jugando en Monte-Cario;
cuerdo de su último amante. damos, son el tornavoz que luego lanzará ción devorante, inagotable, de la muerte. se había casado y tenía dos hijos; su fa-
El duque Wandirweld, esquilmado y ven- milia residía en Madrid. Yo le examina-
—Aunque no podamos hablarnos—de- al mundo el eco de nuestras excelencias ba, hallándole un poco avejentado, con
c í a — tu presencia, reanimándome, me ó defectos: por esto conviene dejarles con- cido por otros rivales más ricos, iba re-
tentos á todos y tener para cada cual una tirándose paulatinamente y sólo pasaba las sienes y el bigote sembrados de cabe-
proporcionará gran consuelo. llos blancos, pero siempre guapo, decidor
César Llarias prometió asistir al acto, frase ó una caricia feliz. Afortunada- junto á mí, de tarde en tarde, como una
sombra excéntrica y pálida, rezagada de y elegante, con aquella su elegancia sui-
pero no fué; Honorata le esperó inútil- mente de tantos combates parciales logró géneris de tahúr de gran mundo.
mente, buscándole con ojos ávidos entre salir triunfante; en poco más de un año los viejos días. Mi sed de riquezas multi-
la multitud; era muy temprano y el mar- plicaba mis energías y facultades; ni mis Cuando terminó la cena, el champagne
qués, á quien el deleite desmazaló, se ha- varios aristócratas se arruinaron por mí músculos se negaban al ejercicio de la bi- realizó su deliciosa labor de inconscien-
bía quedado dormido. ó escaparon de mis cariñosas manos con cicleta q del baile, m mi inteligencia á la cia y heroísmo: todo se me antojaba natu-
la hacienda mal herida; mi cuarto de la conversación, ni mi estómago á la orgía; ral y fácil.
Renuncio al ímprobo trabajo de recom- calle Cambón era una casa de banca donde
poner escenas que, por los vulgares y
—¡Ahora—esclamé—vente conmigo! —Vas á verlo. Ocho días después llegué á Madrid, J u - ingenuamente, con la sencillez heroica de
—¿Adonde? Me acosté pecho arriba en el diván, lio, que había salido á recibirme á la es- las confesiones que imaginamos lián de
— A mi casa. dando la cara al gabinete y con el re vol- tación, me refirió cuantos detalles sabia quedar eternamente calladas ó inéditas,
—¿Vives sola? ver.preparado, dispuesta á disparar so- relativos á la muerte del marqués de Lá- tienen esa tristeza indefinible que en los
—No, Vivo con Luis Sauté. bre Sauté si éste, para desgracia de to- garo. Al verse abandonado por mí apo- espíritus fatigados parece renovarse 'á
—¿El banquero? dos, llegaba á sorprendernos. Luego diri- deróse de él una terrible melancolía: en- c'ada nllevo amanecer Todo en el mundo'
—Sí; el banquero... giéndome á Regenta, murmuré; . cerróse en su casa evitando la inolestá so- muere y cambia los nombres más precia-"
—¿Y si viene de pronto y nos sor- —Ahora, ven... licitud de sus amigos, 110 volvió a pisar ros se pierden la fuerza coercitiva; aban-
prende? Felizmente, el banquero no despertó: jó teatro y continuó emborrachándose, donando Iss moléculas del granito, per-
—No vendrá. el recuerdo, sin embargo, de aquella pero sin que nadie le viese, entre las cua- mite que ..; montes enhiestos se pulve-
—¿Pues? ¿ventura, aun me hace temblar- tro paredes de su alcoba, como los des- ricen, en tumba donde los restos de
—Porque ya estará allí. De pronto, aquella existencia delirante graciados que beben para suicidarse, mis Espronceda descansaron, sus admjiradores-
Antonio Regenta, atónito me miró á los terminó. La tarde del once de Diciembre éxitos exacerbaban más y más su dolor; solo hallaban sesenta años más tarde, el
ojos. Yo lancé una carcajada loca. recibí el siguiente telegrama, firmado sus criados le oían llorar por las noches... hueso frontal del gran poeta, un zapato
—No importa—dije,—esa es la gracia; por Julio: Yo, recordando las- generosidades de de charol y un puñado de polvo.. ¡Ali! Si
p a s a r l a noche allí aunque él esté.,. —«Fáco se ha suicidado. Debes venir. PacoNarbona, también le lloré mucho; su las heteras, que vivimos tan cerca del
Antonio quiso disuadirme de mi empe- Te espero.» vida fué calenturienta, devoradora, como mundo, porque lo apresurado de nuestras
ño, pero yo insistí mortificándole en su El mismo Sauté me entregó el telegra- el vivir de las cortesanas; toda su hacien- emociones nos prohibe gozar vida inte-
amor propio, llamándole cobarde, y él, ma intacto; al leerlo las lágrimas inunda- da f u é . m í a : jamás hizo conscientemente rior, diésemos en publicar nuestros re-
que es hombre de arrestos, decidióse á ron mis ojos; comencé á sollozar; aunque nada que pudiera perjudicarme ó disgus- cuerdos, formaríamos una nutrida biblio-
correr la aventura. yo no amase al marqués de Lágaro con tarme; el tiro que le majó. popularizando teca que abonaría en pro del arrepenti-
Mi casa de la calle Cambón era un verdadero amor, debía llorarle: al fin, se- mi .nombre, fué para mí su última bon- miento y del ascetismo más que la Imita-
cuarto magnífico con escalerilla de servi- gún todas las probabilidades indicaban, dad. ción de Cristo y todo el ramillete de obras
cio y cinco balcones; la cocina y los cuar- sólo mi ingratitud le llevó á la muerte; Desde entonces, los caballos de mi lan- misíicas de su laya, pues nosotras, odian-
tos de las criadas estaban m u y separados —¿Qué es ello?—preguntó Sauté. - dó, mis trajes, mis corsés, mis pantalo- do la vida, sólo podemos enseñar á abo-
de mis habitaciones. LuisSauté,mi aman- —Que un amante mío se ha suicidado. nes... Todo es negro. Muchos me llaman rrecerla.
te oficial dormía en un espacioso gabinete —¿Por ti? la Dama Neg¿~a. Este color, amén de or- Nunca, mejor que anoche, presencian-
donde, además do la cama, teníamos un —Por mí... larme con el recuerdo prestigioso de una do desde los balcones de mi cuarto un
soberbio lavabo de palosanto y dos ar- Tras una breve pausa, el banquero re- leyenda romántica, perfecciona y exalta eclipse de luna, he reconocido la insigni-
marios de luna: en la alcoba, forrada de puso galante y flemático: mí belleza; entre las gasas sombrías de ficancia atómica de lo humano: la luna
linoleum, estaba el baño y un ancho di- —Quizá hizo bien; una mujer como t ú mis camisas, mis senos parecen más blan- lucía en un cielo límpido manchado sola-
ván donde yo, luego de bañarme, solía lo merece todo. cos; bajo el ala de los grandes sombreros mente por un pequeño grupo de niibes
tenderme á reposar mientras mi doncella Repentinamente sentí deseos de volver empenachados, sobre mi rostro pálido, los plateadas: el eclipse comenzó; la Tierra,
me perfumaba los pies. á Madrid; parecíame que cuantas perso- ojos y los labios viven la, expresión atra- avanzando : pintaba sobre el disco pálido
—Aquí ha de ser—-murmuré. nas yo amaba podían imitar la conducta vente, dramática y resignada á la vez, de de su satélite una panza negra. En esa
Regenta, que me seguía de puntillas, del desdichado marqués. Inmediatamente los dolores inconsolables. curva—pensé—está todo: mares, cordi-
preguntó: con esta resolución con que suelo unir la lleras, naciones, hombres, inmortalidad:
—¿Y Luis? acción al pensamiento comuniqué á Luis V las tumbas de Alejandro y Virgilio, las
—Duerme ahí. Sauté mi propósito'de regresará España. glorias de L&panto, cuanto los pueblos
A través de los cortinajes que separa- El era hombre de mundo, curtido en toda . Mayo 1.° fueran y serán cabe en el perímetro de
ban el gabinete de la alcoba, llegaba á suerte de uniones pasajeras,, y frío; no esa sombra; yo misma estoy allí... ¿Y qué
nosotros la respiración tranquila y rítmi- obstante, mi brusca resolución le inmutó Escribiendo estas Memorias imagino vale eso en la inmensidad del espacio?...»
ca del banquero dormido. y quiso protestar; m a l c o m o leyese.clara- cumplir una misión moral. <Mañana sal- Al salir de París, antes de que el tren
—Esto es una locura—balbuceó Re- mente en mis ojos la ; inquebranta,bilidad dría á escena-—dijo Diderot— y me esti- comenzase á rodar, fui á ver la locomoto-
genta. de mi propósito, renunció á toda discu- maría más grande haciendo llorar al mal- ra que había de volverme á España y á
—No importa—repuse,—mejor... sión, diciendo que podía marcharme cuan-:, vado ante la virtud perseguida, que pre- los brazos de Julio en el breve intervalo
Penetré sigilosamente en la habitación do quisiere y comprometiéndose á vender dicando desde un pulpito, con sotana y de una noche. «Máquina—murmuré, —
contigua, reapareciendo después con un los muebles de mi casa y á remitirme su bonete cuadrado, tonterías religiosas in- cuídate y procura no descarrilar ni ein-
revólver. Sauté gozaba fama.de ser buen importe. Yo acepté su oferta y le abracé teresantes sólo para los tontos que las bestir contra ninguna hermana tuya, pues
tirador; yo tampoco tiraba mal. conmovida, agradeciéndole lealmente creen.» me llevas á mí, que corro hacia mi amor
-¿Qué haces loca?—musitó Antonio. aquel rasgo de desinteresada amistad. .,. Estas páginas escritas familiarmente. y no quiero morir sin abrazarle...» Y la
ta, se rinde y enmudece; así son los hom- —Nada.
máquina, en cuyas entrañas rugen la vo- goso de las cordilleras, los oontomos irre- bres vividos, como botas viejas, que, do- —¿Quieres que, ya tarde, á las dos ó dos
luntad y la impaciencia, parecia com- solutos de los mares, ¿qué son más que madas por las desgracias y el uso, caminan y media de la madrugada, venga á bus-
prenderme. Regresé á Madrid... ¿Y qué?.. manifestaciones ó fases de una materia por el arroyo callando y sin quejarse. carte?
Todo continuaba idéntico á como yo lo tan inconsciente y voltaria como la espu- Aquel individuo, cuyo apellido he ol- Vacilé un instante, halagada por aque-
conocí: calles, plazas, paseos; las casas ma de las olas; ni qué mayores títulos de vidado, es, con su silueta desdibujada y lla proposición; ¿pero cómo distraer las
que derribaron ó los edificios que los solidez pueden ofrecer ante \o eterno que anónima, un símbolo de la vida en gene- horas que hasta entonces faltaban?... De
hombres, con su pausado laborar de abe- la hoja caída ó la nube que pasa? Y si esto ral, y particularmente, de mi propia vida. pronto, cambié de pensamiento: yo nece-
jas, levantaron, constituían detalles in- ocurre á las creaciones seculares del ba- Mirando hacia atrás veo una multitud de sitaba aturdírme, bebiendo ó hablando
apreciables que no turbaban las líneas salto, el mármol ó el granito, ¿qué no les cabezas pálidas; las rizadas cabelleras y con alguien. Cualquiera de los amigos
generales del cuadro; y éste me pareció acontecerá á los hombres, inconstantes los altos corbatines románticos pasaron; que diariamente me visitaban, podían ser-
peor, más triste: únicamente las personas polichinelas arrancados al árbol de la vi- los fracs y los ahuecadores de la ialdas virme para el caso.
eran distintas: las más se habían perdido; da, que cruzan el mundo empujados por femeninas también cayeron en desuso: lo —No vengas—repuse.
las que quedaban me parecieron diferentes; el desatado huracán de las pasiones y del pretérito no tiene fuerza: modas, institu-
y es que con los lugares ocurre lo que á ensueño?... La historia es una especie de ciones, músicas, costumbres,, todo perece;
—¿Por qué?
los hombres con las mujeres há tiempo frase descolorida y ampulosa, como las los hijos, devorando á sus padres, vengan
—Tengo que hacer; cenaré con el ba-
poseídas; que las hallan invariablemente carnes de esas mujeres rubias blanquea- los crímenes de Saturno. Unicamente, do-
roncito.del Copo.
inferiores al recuerdo que de ellas conser- das por la anemia: en éstas las venas y los minahdo tantas mutaciones, aparece el
Con la brusquedad y concisión de mi
van: y es porque hay algo intangible, músculos desaparecen bajo la grasa: en egoísmo, ocupando siempre la cabecera
respuesta me pareció haber lastimado á
pero excelsamente delicioso, que desapa- aquélla, las liazañaS de los héroes y de los del festín humano. P o r eso escribo estas
Julio, y añadí suavizando la voz y dándo-
rece con las primeras impresiones, bien mártires, las conquistas de un pueblo, el confesiones con desencanto y hastío pro-
le palmaditas en las mejillas:
porque el tiempo trueca ó desluce los mé- idioma de toda una¿civilización, se borran fundos, segura de que el ropaje con que
—Ese barón es un títere antipático...
ritos del objeto considerado, ó porque, á bajo el buril igualador del tiempo, achi- vayan vestidas poco ó ningún valimiento
pero, ¿qué remedio?... Ya me he compro-
espaldas de la conciencia, la imaginación cándose como se empequeñecen los obje- han de añadir al mérito de la esencia. <No
metido...
generosa todo lo magnifica y lo encum- tos camino del horizonte. h a y que agradar á los tártaros—decía
Como siempre, Julio bajó la cabeza,
bra. Los abismos, cuanto más hondos, me- Al llegar á Madrid, sólo hallé cuatro o absteniéndose de discutir mi voluntad.
Daudet,—sino á los atenienses. Yo pre-
jor atraen: por eso el mundo, que.es sima, cinco antiguos amigos que, al verme, de- sumo que los atenienses, que depuraron
Yo habitaba en aquella época un pisito
seduce tanto; todo desaparece en ella; so- mostraron gran contento; los demás, di- sus gustos viviendo la vida, sabrán com-
entresuelo de la callo de Lope de Vega.
bre su brocal negro, el tiempo teje los ríase que huyeron espantados por el sui- prenderme.»
E l gabinete era una habitación moderna,
"cendales grises del olvido. cidio del marqués. con muebles frivolos y elegantes: formaban
Releyendo los capítulos primeros de —Indudablemente—pensé—toda aque- La tarde del día veinticuatro de > Di- el mobiliario dos armarios de luna colo-
mi historia, sospecho que acaso algún es- lla generación ha concluido. ciembre, Julio fué á verme después de al- cados simétricamente á ambos lados de la
píritu inexperto podrá tildarlos de incon- Tina tarde saludé á un intimo camarada morzar; parecía mey abatido; yo le pre- chimenea; j ugueteros con entrepaños de
gruentes ó deshilvanados, pues las esce- de Paco Narbona, quien agarrándose á uno gunté cuál era la razón de su disgusto. cristal cargados de figulinas y sutiles chu-
nas y los personajes se suceden sin que de esos ofrecimientos vulgares que la ur- —Es—repuso—que mi madre, á quien cherías perfectamente inútiles, confiden-
los actos de muchos de ellos influyan en banidad y la costumbre nos imponen, f u é 110 veía desde muchos meses atrás, me ha tes de laca con asientos sedeños do bri-
la aparición ó eclipsamiento de los res- á visitarme al día siguiente. E r a un indi- invitado á cenar y no he sabido eludir el llantes colores y finamente bordados;
tantes; pero la culpa, si culpa hay en és- viduo que alargabala cabeza para caminar, compromiso ¿Qué hago?... Mi gusto sería butaquitas de felpa roja, mollares y em-
to, no es mía, sino de la vida, donde los descubriendo su cansancio en aquella des- cenar contigo... perezadoras como colchones de plumas:
individuos van y vienen sin tener, en una mayada manera de llevar los hombros. Reflexioné un momento, pensando en- la alfombra y los cortinajes ahogaban los
inmensa pluralidad de casos, más que un Más tarde, aun ignoro por qué, tornó á ternecida en mi madre, á quien escribí ruidos; adornaban las paredes cuadros y
leve y fugitivo contacto de codos. molestarme varias veces: siempre iba á la dos días antes. También la madre de J u - retratos empalidecidos por la penumbra;
misma hora, asomando su cara triste por lio, aunque liviana, querría á su hijo. las notas vibrantes de la alegría y los
Todos conocemos la impresión del tea- encima del cuello, un poco sucio, de su apesarados arpegios del recuerdo, dor-.
tro, lleno al principio de luces y aplau- gabán abrochado. Bajo aquel gabán azul —Cena con ella—repuse;—es t u deber.
Me molestaba hallarme separada de mían en las entrañas de un piano cerrado:
sos, más tarde á obscuras, callado y va- me parecía adivinar un cuchillo, la mise- al fondo, en la alcoba, bajo un pabellón
cío: las luces se apagan, los ruidos eesan, ria, la delación, algo malo, en suma; sus J u l i o durante esa velada que trae á nues-
tra memoria tantas añoranzas, y porque negro, estaba el lecho, altar augusto don-
el cánsancio empereza á los espectadores; viejas botas, al andar, jamás hicieron rui- de se muere y se bebe el deleite y se lla-
el público se va: así es la vida... Ya lo do. Consignando este último detalle pien- una larga experiencia me probó que las
Nochebuenas de las cortesanas suelen ser ma á la v i d a -
dije en otra ocasión, queriendo desenvol- so que el calzado nuevo chilla porque no
ver este mismo concepto: en los mundos quiere doblegarse, porque se rebelaáman- m u y tristes. Momentos después de haberse mar-
físico y moral, todo es mudable: los flan- charse de barro; luego, vencida su protes- — ¿Q.uó harás esta noche?—preguntó chado Maldonado y desmitiendo cuanto
cos lapidarios de las esfinges, el lomo ru- J ulio. yo tenía previsto, llegó el baroncito del
Copo: le recibí amablemente, con una afa- había un reloj y el grupo escultórico de
bilidad á la que el pobre hombre no es- la eterna virgen huyendo del sátiro insa-
taba acostumbrado. ciable, cuyos dedos se crispaban sobre
las lamidas carnes marmóreas de la fugi-
—¿Cómo tan temprano?—pregunté. tiva; y eran dos objetos que simboliza-
—He salido—repuso—con el exclusivo ban ei tiempo y el deseo: lo inconsistente,
propósito de verte. lo más triste, lo que pasa... .
—Gracias ¿Qué sucede? ¿Quieres que- Permanecí absorta largo rato, el ánimo
darte á cenar conmigo? distraído en la contemplación de personas
Hizo un mohín significativo de disgus- y parajes remotos. Yo era niña: tai día
to; él no esperaba tanto, sólo deseaba pa- como aiquél. no bien comenzaba á despun-
sar en mi compañía un rato agradable. tar la aurora, mi madre nos llevaba, á
—Esta noche—añadió—por ser Noche- Milagro y á mí, á la iglesia y luego á la
buena, ceno con mi padre. ¡Qué diablo!... plaza del mercado, de donde volvíamos
Mis hermanas, mis primos, todas y to- provistas de pescados, frutas, tarros de
dos... rae rodearon suplicándome; tuve rica almíbar, turrón y otras vituallas: el
que ceder... resto de la mañana lo empleábamos en.
La noticia me contrarió, mas no inten- preparar las inevitables fuentes dé nati-
tó apartar al barón,de su resolución, con- llas y de arroz con leche, y asistir á la
siderando que aun era temprano y que degollación del inocente pavo ó del lucio
aquella visita no sería la última de la « marranito que al día siguiente serían sa-
tarde. crificados á la contenida voracidad de
nuestros comensales.» Terminado el al-
—Bien—dije despidiendo al barón,— muerzo me veía corriendo por las calles
ve con tu familia; celebraré mucho que del pueblo con otras chiquillas de mi
te aburras... . edad, trepando á los árboles ó encendien-
Fuese amohinado, prometiendo vol- do hogueras en el egido; hogueras enor- Penetré sigilosamente en la habitación contigua... (Pág. 140)
ver al día siguiente. Después de cenar mes que luego saltábamos recogiéndonos
me acerqué al balcón, limpiando con una las faldillas á la cintura y con grave ries- mi j u v e n t u d en el extranjero, lo afirmo: dad? — le preguntó. — Seguramente no
toalla el vaho que empañaba los cristales: go de morir abrasadas. Luego evoqué las sabe usted demasiado para vivir en este traes otro propósito que el de interpolar
la nieve caía en gruesos y apretados co- últimas escenas de aquella jornada tan pobre país; ciertamente no merecía usted la agonía de este desgraciado entre dos
pos; la calle y los edificios, vestidos de dulce: la cocina, con su ancha campana ser española. cuartillas,
blanco, dibujaron sobre el cielo negro sor- bajo la cual nací y envejecieron mis Inés nos recibió llorando; los años ha- Sonrió ligeramente.
prendente paisaje; los coches rodaban sin abuelos; y la mesa familiar, presidida por bían matado en ella el deseo de agradar; —¿Qué es de t u vida?—dijo.
ruido; un murmullo lejano de tambores, mi padre, alrededor de la que nuestros sobre su vientre, hinchado por una anti- —Nada ¡psch!... como siempre, y a ves...
panderetas y zambombas, llenaba el es- parientes se agrupaban, mostrando sobre gua enfermedad secreta mal curada, se —¿Te acuerdas mucho de mí?
pacio. Al principio pensé i r al teatro ó á sus servilletas anudadas al cuello, sus desplomaban los pechos lacios, desjuga- Me alcé de hombros.
visitar á Carmen Arellano; pero pronto rostros á lo Van-Dyck, enrojecidos pol- dos y tristes. —No—repuse,—de ti, como de otros,
cambié de opinión: ya era tarde, los tea- la alegría, las conversaciones y el vino... —¿Cómo está Isaac?—preguntamos. me acuerdo poco, m u y poco... pues pasas-
tros terminaban temprano, Carmen pro- Y pasados aquellos tiempos acudía á mi —Muy mal... m u y mal, probablemente teis por mi lado demasiado deprisa. ¡Ya
bablemente, habría salido con algún ami- memoria el tropel de mis Nochebuenas morirá antes de que salga el sol. lo sabes! Fuisteis para mí como esas es-
go... Preferí, pues, aguardar y fui á sen- errantes, solitarias, pasadas con gentes Penetramos en la alcoba del moribun- taciones casi anónimas, donde los trenes
tarme delante de la chimenea encendida, que me aburrían.... . . do: allí estaba mi antiguo amante el no- expresos sólo se detienen un minuto.
distrayéndome en contemplar cómo las velista Mariano Cortés, acompañado de Mariano Cortés me miró pensativo y,
- llamas atacaban los trozos de leña. Mis Interrumpí mi soliloquio para mirar al otro muchacho m u y joven y de una mu- sin responder, hizo un nudo en su pañue-
reflexiones eran melancólicas; los cabe- reloj; ¡eran las nueve y media!... ¿Qué ha- jer á quien yo no conocía. Hablamos -rá- lo. Lancé una carcajada; fué una risa es-
llos, despeinados por las caricias incons- cer?... Seguí pensando, recordando... _ pidamente y en voz baja, cambiando un tridente, que obligó al vizconde á volvei;
cientes de los dedos, caían sobre mi tren- Antes del almuerzo, había salido á pa- disimulado apretón de manos. hacia mí la prudente cabeza.
te; una expresión de apagado contento sear un rato en eoche: frente al casino vi —¿Vienes á estudiar literatura, ver-
marchitaba la encendida fresa de los la- á Jacinto Valero, que me rogó le llevase —Ya suponía—exclamé—que en esta
M3Ü0SIAS.— 2 0
bios; mi cuerpo, apoltronado en un sillón, á una casa de la calle de Serrano:, iba
tenía el imponente y reposado abandono apestando á esencias, elegante, limpísi-
de las viejas estatuas. Sobre la chimenea
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MEMORIAS DE O S A CORTTSAXA
conversación había de regalarte una fra- gó á su amiga le permitiese pernoctar
se, por lo menos. Eres el hombre más allí, pues no tenía dónde dormir. Aque- sus ojos, eternamente indiferentes, son- en mí, y anhelando penetrar mejor las
aprovechado que conozco, pues vives de lla fué la primera vez que sus almas, des- ríen; su rostro afeitado, viviendo sobre la lobregueces de aquel espíritu solapado.
lo que escribes y sólo novelas aquello cubriéndose mutuamente sus cuitas, se apacible media luna de sus cabellos blan- A la tarde siguiente padecí la visita de
que has vivido, de donde se deduce que comprendieron y simpatizaron. Inés co- cos, encubre algo impenetrable. H e aquí Fortunato Muñoz, á quien el novelista
todo lo vives dos veces. Confiesa: ¿cuánto menzó á entregarse á Isaac por capricho, un hombre á quien no podré conocer si, Mariano Cortés me recomendaba en una
te dieron tus editores por haber estado por consolarle, y concluyeron yéndose á como dice el adagio, no cómo antes en su carta que aun conservo como acabado mo-
en relaciones conmigo?... vivir juntos: elía tenía algunos muebles compañía una arroba de sal. delo de perversidad ó ironía. Lo recibí en
La cabeza de Isaac Celaya, reposando y buscó dos mujeres que la ayudaron á No obstante yo me sentía atraída hacia el gabinete y con cierta petulante fatui-
sobre dos almohadas m u y altas, tenía ya establecerse, pues eran trabajadora? y él, no yapor sugenerosidad y afable trato, dad que desconcertó á mi adorador; el
la elocuencia enigmática de las cabezas bonitas; él protegía los intereses de su sino por aquella superioridad mundana y pobrecillo comenzó diciéndome que, dos
muertas: la frente bruñida y bombeada, amiga cuidando la casa, impidiendo cuan- aquel inmenso conocimiento práctico de noches antes, había tenido el honor de ser
brillando á la luz; los ojos hundidos, ane- tos escándalos pudiesen perjudicar la na- la vida de que daba á cada momento prue- presentado á mí en casa de Iné
gados en dos círculos violáceos; el sem- ciente industria. E n medio de aquel cieno bas inconcusas. Era viudo; los cinco hijos tona. Yo repuse distraídamente:
blante terminaba en una barbita puntia- los dos envejecieron felices: fué uno de que tuv© de su mujer, también habían —¡Ai... sí!...
guda, como el de aquella eterna alma des- esos idilios obscuros que resbalan inad- muerto. Una vez y como de refilón, Sin embargo, como soy buena, me ape-
equilibrada que Greco pintó tantas veces vertidos bajo la bulliciosa alegría de los Felipe me preguntó quién era Julio; yo, naba verle tan acoquinado y fuera de su
sobre un fondo de hollín; su nariz aguile- honrados y de los fuertes. sin turbarme, le presentó como á sobrino órbita, mirándome con ojos suplicantes,
ña y sus labios exangües, convulsivamen- Cuando salimos del dormitorio, Inés mío, y él nada dijo. E n diferentes ocasio- como esperando el perdón del atrevi-
t e cerrados, presentían la quietud de lo volvía anegada en lágrimas; inútilmente nes también sondeó mi pasado, queriendo miento que tuvo yendo á visitarme. En-
inerte; de cuando en cuando los pulmo- procuramos reanimarla; su dolor no tenía averiguar la historia íntima de ciertas tonces procuró ponerme á su nivel, escu-
nes, heridos por la tisis, destosían fati- consuelo; Celaya era el único hombre que personas, y como yo me abstuviese de chándole atentamente y riendo todas sus
gados. 110 la había vendido; los dos estaban so- responder explícitamente y él advirtiera palabras, acercándome cariñosamente á su
los, los dos se necesitaban. el cuidado que yo ponía en no descubrir pobre alma tímida. Fortunato Muñoz
—¿Cómo anda ese valor, Isaac?—pre- á nadie, pareció m u y satisfecho de mi dis-
guntó. —Muerto él—decía,—-¿á quién le con- tenía dieciocho años y cursaba en el Ins-
taré mis penas?... creción y delicada reserva. También pro- tituto del Cardenal Cisneros quinto año
Los ojos de Celaya, distraídos por la curó excitar mi codicia, poniendo á mi
agonía, se fijaron en mí. Mariano llamó mi atención tocándome de bachillerato; después seguiría la ca-
en el brazo: quería presentarme á su disposición cantidades grandes que, afor- rrera de ingeniero; eran varios hermanos;
—¡Afi, es usted, Isabel!... Si, estoy mal. tunadamente, no acepté.
rae ahogo... El tiempo... no me a y u d a - amigo. su familia estaba en buena posición—
Este verano... ya se lo he dicho á I n é s - —Fortunato Muñoz, dieciocho años, es- Una noche, volviendo del teatro, Felipe —¿Saben en su casa que ha venido us-
quiero volver á mi pueblo. Allí, tomando tudiante... Quiere ser amigo tuyo. Pare- me preguntó si estaba propicia á favore- té á verme?—pregunté.
baños de mar... me r e p o n d r é - ce que, repentinamente, se ha enamorado cerle en cierto sutil y enojoso asunto. —No, señora—repuso bajando los ojos,
Todos escuchábamos gravemente, co- de ti... Respondí afirmativamente, diciendo que —en mi casa me tienen m u y sujeto— á
mo procurando conservar el eco de aque- Delante de mi un jovenzuelo, rojo de me colocaba de parte suya sea cual fuere mi madre todo la parece maí... dice que
lla voz que había de extinguirse m u y vergüenza, se inclinaba respetuoso: pará el peligvo que hubiésemos do correr. en Madrid hay mucho vicio, muchas mu-
pronto, y el perfil de aquel rostro que ahorrarle las molestias de aquella situa- —Se trata—dijo—de llevar á un indi- jeres perdidas... y raras son las noches en
nadie volvería á ver en ninguna parte. La ción, mi mano estrechó la suya, que esta- viduo, muy mujeriego, á cierta casa. La que me deja ir solo al teatro.
campanilla de la puerta de la escalera, ba fría y trémula. Mariano agregó: empresa, para una moza tan elegante y Mientras hablaba, yo le examinaba
vibró largamente; luego oímos la jubilo- —Te le recomiendo; es un alma virgen. cumplida como tú, no es difícil. atentamente, hallándole demasiado niño,
sa algarabía de varias personas que iban A ti también, que eres artista, te gustan —¿Quién es él?—pregunté. segura de que aquellos labios frescos y
allí á pasar la noche; después apareció las impresiones nuevas. _—No puedo descubrirle — répuso el rojos como los de una virgen, no habían
una camarera pidiéndole á Inés, que llo- Dos semanas hacía que don Felipe Rei- vizconde suavemente: — se llama Angel; besado aún. Fortunato Muñoz se marchó
raba en un rincón, tras su delantal, dos na, vizconde del Pretil, era mi amante, y por ahora, no necesitas saber más... rogándome le autorizase para volver á
sábanas limpias. Observó que Mariano aunque ya llevamos viviendo juntos más El novelesco ropaje de aquella aven- verme. Repliqué por cortesía:
Cortés lo estudiaba todo, buscando en su de un año, aun disto mucho de penetrar tura animaba mi curiosidad. —Sí, venga usted cuando quiera: yo,
imaginación de artista la forma gallarda su difícil y ambagiosa psicología. Felipe —¿Y después que él y yo lleguemos á por las tardes, siempre estoy aquí.
de aquellas confusas sensaciones. Los es el modelo arquetipo a-i perfecto diplo- esa casa—añadí,—qué hago? Mi ofrecimiento no fué olvidado: cada
amores de Inés y Celaya formaban una mático; habla sin apasionarse, aunque elo- —Marcharte. E n fin, descuida, pues tres ó cuatro días y á la misma hora, For-
historia vulgar. Se conocieron, muchos cuentemente siempre, y tiene aquel gesto acerca de todo esto ya recibirás opor- tunato iba á verme; su compañía llegó á
años antes, en cierta casa de lenocinio que sobrio que tanto recomendaba DiderOt á tunamente instrucciones minuciosas. serme agradable; me divertían las actitu-
Isaac frecuentaba. Una noche Celaya ro- los actores: auna VA SUS labios insulten. No preguntó más temiendo perder la des de aquel niño grande que 110 sabía
confianza que el vizconde iba poniendo hablar ni sentarse delante de mí, y que
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' m a m t é m
continuar la obra benéfica que comencé tón, ni cómo hablarle de la iglesia que á mí. E n determinadas ocasiones este sen-
únicamente andaba oportuno én recoger timiento llegaba á constituir un caso
los objetos que resbalaban de mis rodi- al librarle del Sango del regajo, mientras mis expensas estiban edificando y de los
Fortunato Muñoz era rico y tenía padres, temores que el porvenir de mi madre y morboso, casi repugnante: todo lo hacía
llas al suelo. Una tarde, viéndole m u y pensando en mi amado y para bien suyo;
callado, pregunté: posición, carrera... y h a y algo invencible, de todos los míos me inspiraban? Esto
acaso inexplicable, que nos impide, á nos- último equivalía á decir que la noche de buscando s u placer, olvidaba el mío; si él
-"-¿Cómo viene usted á Verme tan á de noche, hallándose reposando cerca de
menudo? ¿Está usted enamorado de mí?... otras, las mujeres de todo el mundo, ena- mis errores no había terminado, ya que,
morarnos de un hombre feliz; sin duda p a r a dar frente á tantos gastos, necesita- mí, me solicitaba, yo procuraba entregar-
Tuve que insistir mucho para animarle me de modo que su mocedad quedase ple-
á responder afirmativamente, tan grandes porque la dicha es también despreocupa- ba continuar vendiéndome. Para ahorrar-
ción, olvido, i n g r a t i t u d - me las molestias de una narración dema- namente saciada, quitándole así el deseo
eran su cortedad y empacho. de otra mujer: era un sentimiento análo-
—¿Y por qué no me lo había usted di- La curiosidad, sin embargo, me movía siado larga y evitar á mi candoroso in-
terlocutor un sacrificio inútil, improvisó go al que experimentan las mujeres cuan- ^
cho?-—agregué. á examinar de cerca aquel espíritu tem- do amamantan á sus hijos: Julio hubiera "
prano,.atropellando su inocencia, descu- una novela sencilla: yo era viuda; mis
Bajó los ojos ruboroso y sonriente, re- primeros amores ilegítimos los tuve con llegado á pedirme un placer nuevo, raro,
gistrando su magín, buscando una pala- briéndole gradualmente el supremo goce doloroso, y se lo hubiera concedido para
que él, seguramente, desconocía aún: el difunto marqués de Lágaro; después
bra que no hallaba. Yo insistí: conocí á Mariano, á quien dejé para po- evitar la posibilidad de que su natural
—Anda... repítelo... Isabel, Isabel, te aquel prurito de iniciación era un senti- curiosidad lo buscase fuera de mí. Que-
miento fuerte; el innato capricho varonil nerme en relaciones con mi actual dueño
quiero m u c h o - don Felipe Reina, vizconde de Pretil. riendo á Julio de esta suerte, como á hijo,
La novedad de aquella escena me pro- que ofrece á las vírgenes apetecibles so- llegué á comprender por qué muchas mu-
bre las demás mujeres. Hacia Cristóbal Fortunato escuchaba absorto y callado,
proporcionó un rato delicioso; Fortunato entregándose á la ingenua bondad refle- jeres gastadas, en su odio al sexo fuerte,
también parecía enajenado de alegría que Soto me empujó la compasión, el antojo gustan de los hombres lampiños; sin du-
de hacer m u y dichoso, siquiera momen- jada en mis ojos, dedicando á mis pala-
arrasaba sus ojos en lágrimas. Después le bras la fe ciega, irreflexiva, con que la re-da porque les parecen menos m a c h o s -
despedí, diciéndole que esperaba la visita táneamente, al que siempre fué m u y des-
graciado; la dulzura de su trato, la necesi- ligión nos ordena acatar la excelsa mag- Meditando esto me hallaba cuando lle-
del vizconde. Ya en el recibimiento, vien- nitud y soberanía del. primer principio. gó Fortunato; m u y limpio, perfumado y
do que se marchaba alargándome la ma- dad que mi pobre carne, magullada pol-
la pasión demasiado voraz del marqués de Fortunato creía en mí: sus ojos le hubie- bien puesto, llevando en una mano su
no suspenso y como hipnotizado, pre- ran dicho que yo mentía, la opinión uni- sombrero de paja. Al verle, exclamé:
gunté: i Lágaro, tenía de ser acariciada suave-
mente, y el deseo de tener un hijo: hacia versal de los hombres me hubiese conde- —Estoy sola, tengo sueño... ¿para qué
—¿Quieres darme un beso? nado, y el pobre niño seguiría aceptando
—Sí, señora... y a lo creo... ¿cómo no?... Fortunato Muñoz me llevaba la afición de vienes á molestarme?...
lo nuevo, el capricho de conocer lo inex- la lealtad de mis palabras, sin añadirle á Desconcertado con tan agrio recibi-
Se acercó, levantando hacia mí su cara mi historia una página más de las que yo,
sonrosada, y yo acerqué la mia á sus la- plorado. de ver lo que nadie había visto; miento iba á marcharse, bajando ante mi
afición característica, inconfundible, de espontáneamente, quise descubrirle. despótica voluntad su cabeza complacien-
bios, dejándome besar en las mejillas. A
pesar de tales condescendencias, yo estaba las voluntades aventureras. A pesar de todo esto, en la victoria que te. Yo, divirtiéndome en abusar de su
m u y lejos de enamorarme de Fortunato; Las conversaciones de Fortunato eran Fortunato Muñoz obtuvo sobre mí, in- inexperiencia y timidez, le dejé llegar
lo que me llevaba hacia él era un capri- de una simplicidad seductora: unas Veces fluyó más que mi fugitivo antojo de des- hasta la puerta, donde un gesto mío le
cho, una curiosidad de m u j e r gastada, me hablaba de su dinero, cual ofrecién- cubrirle el bien sumo, la casualidad, la contuvo.
como la que me rindió en brazos del jo- dome su fortuna; otras decía que deseaba ocasión, que le llevó al deleite inopinada- —Si quieres—dije displicente y como
robadito Cristóbal Soto. Mi corazón per- casarse, como invitándome al matrimo- mente y como por la mano. entre sueños—quédate; pero has de acos-
tenecía á Julio Maldonado absolutamen- nio; pero jamás se atrevió á formular su Era una emperazora tarde de Jimio; yo tarte conmigo.
te: Julio era algo más que un amante; punzante anhelo de llegar á mí. En otra me hallaba echada sobre un diván, los L e vi acercarse á mí temblando, llevan-
era un hijo, un testimonio viviente de ocasión me comprometió á referirle mi ojos medio cerrados, dormitando en la do en las mejillas el subido color de las
m i poder y de mi bondad, una creación historia: él sabía que Mariano Cortés y semiobscuridad del salón: fué aquel un amapolas.
mía, como lo fué de Janin el detestable yo tuvimos relaciones íntimas, pero de- día felicísimo para mí: Felipe Reina me —¿Quieres?—exclamé.
actor Debureau; y si, momentáneamente, seaba conocer el nombre de todos mis había dado sin objeciones ni esfuerzo, —Sí, sí señora... pero, usted no habla
cediendo á las imposiciones inevitables amantes, especialmente del primero, á ocho mil reales que la víspera le pedí, y seriamente...
de la vida, tenía que dedicarme^ .á Felipe quien aborrecía: el pobre muchacho es- Julio acababa de marcharse dejándome Había dejado su sombrero sobre una
Reina, siempre que miraba al porvenir lo taba celoso de mí, con esos celos resigna- rendida de cuerpo y de espíritu. Un can- silla; yo me levañté, dirigiéndome brus-
hacía pensando en Julio, acariciando, en- dos pero terribles, que matan de tristeza sancio inenarrable siguió en mí á aquel camente hacia la alcoba; él me siguió ca-
tonces como ahora, la ilusión de pertene- á las palomas. dulce momento: yo adoraba á J u l i o con llado, caminando con pasos insólitos de
cerle completamente. La orfandad y po- ¿Cómo referirle la serie interminable un doble amor de amante y de madre que autómata. Delante del lecho me quité la
breza de Julio, también eran para mí dos de mis caídas y enamoramientos, ni cómo me forzaba, no sólo á educarle, vestirle y bata, quedándome en camisa; una camisa
poderosísimos agentes de seducción, pues recordar las veces en que me vendí á defenderle de todo peligro ó asechanza, de seda verde con encajes que trasparen-
su mismo desvalimiento me llevaba á cualquier precio como una lumia del mon- sino á impedir que buscasó nada fuera de taban níi carne blanca.
EDDARDO Z AMA COIS S1EMOBIA6 DE UNA CORTESANA 159
—-Desnúdate—dije
L e cogí las manos. m e repugnaba aquel engaño que acaso —¿Cómo no?—repetía don Angel. —
—¿Te gustan m'is pechos? velase una traición. Los ojos cautos de ¿Cómo no?...
El asentía con la cabeza F e l i p e Reina sorprendieron mi pensa- Bajo las rectas alas de su sombrero de

mmm
y - P u e s , si te gustan, tómalos; son tu- miento. paja, sus ojos ahuevados y glotones fos-
—No tengas reparo en complacerme— foreaban. Yo, entretanto, me p r e g u n t a b a
dijo;—todo ello no tiene importancia; ton- quién sería aquel individuo y el exacto
terías... una broma de casino... ¡Cosas de papel que yo iba representando en toda
hombres! aquella misteriosa y quizá criminal aven-
Cuando llegué á los J a r d i n e s v i que t u r a . Terminada la función don Angel me

amm
efectivamente, según Felipe había pre- convidó á cenar; yo rehusé su invitación,
visto, la butaca de mi izquierda la ocu- alegando el temor de que alguien nos viese
paba un caballero cincuentón, grueso, con y advertí que este delicado miramiento
la barba corrida y casi blanca. Yo le co- mío le agradó.

mmm
nocía de vista: era uno de esos alegres vi- —Lo mejor será—dije—marcharnosdi-
vidores que £e encuentran en las plateas rectamente á mi casa. ¿Le parece á usted
de todos los bailes de máscaras. De pron- bien?
to sentí que su rodilla rozaba la mía; per- El, á f u e r de h o m b r e galante, aceptó
a enc
ua proyectada? ' f«>.- manecí inmóvil, como absorta en el subi- en seguida mi deseo; subimos á un coche.
—Cuando gustes. dísimo goce musical de la representación D u r a n t e el trayecto don Angel quiso usar
—Pues, toma. después una de sus botas oprimió desca- de los derechos que mis benevolencias
radamente uno de mis zapatitos de bor- iban concediéndole.
M B ^ ^ Z t ^ ^rdines dado tafilete, mientras que sus ojos abis- —Sea usted más paciente—dije,—pues
em0c
sobrecogimiento y emnaeho i '.01^ maban en mi escote una larga mirada aunque otra cosa parezca, no estoy acos-
p0maD lasciva...
lejos del deseo ' FehpTitta^ara6 ^ ? ^ ^ - - d i ó t u m b r a d a á estas aventuras.
6 haS d id Sentado —¿Viene usted sola?—preguntó. El se contuvo. ¡Ah, si mi buen coche-
con ^ g a n a ' m u j e r ? ' °™ ° quierda.. * tu fe. —Si, señor. ro y consocio Eustiquio Fernández me
—¿Cómo lo sabes? —¿Es posible? ¿Y en qué piensan los hubiese oído!...
hombres para dejar desamparadas á las Cuando llegamos á la Travesía del
Pareeer^rbtd^So'0^ 0 0
" » m u j e r e s como usted? Conde, bajó del vehículo procurando dar
' muchas veces
- ¿ D e veras? ¿Como cuántas?
.Ah; no se!... Muchas.,
oiguio mintiendo con .m t ^ -
WsSSSr«? L e miró sonriendo, pagando su fineza
con una dulce mirada tentadora. Después,
para cerciorarme de que era el sujeto que
y o buscaba, pregunté:
á todos mis movimientos gran aplomo.
L a puerta del zaguán estaba entornada;
don Angel y yo atravesamos el obscuro
portal y comenzamos á subir una breve
9 » ° llegó á molestarme 6303 pongo... A n a e l P<> „ ' l 1 0 • d l J°;—lo su-
0
*c,° •—¿Usted se llama don Angel? y retorcida escalerilla. En el primer re-
más
jo ven que y f j n e l o —Sí, señorita. ¿Cómo lo sabe usted?... llano nos detuvimos ante una p u e r t a á l a
qn ¿A P C C0
~
^ barba c a r l a n c a S^ ,° ° ^ " —No recuerdo; alguna amiga me lo que llamó tirando de un cordón mugrien-
C m
Fortunato, á np? n r • • una vez t e r m i n é t i ' ° ° sosPecho. a abra, dicho. Yo le conozco á usted de to: una campanilla vibró en el silencio;
permanecía t u r n ^ T y t n ™ acompañarte acentn e S p e c t á c u J ° - 9«iere v'ista. un hombre joven, completamente afeita-
De pronto él r m ™ í J ' ™ > » o . l o insistí. sean í u a l e f f U r e ? v S s X s P r O P O S 1 ' C Í O n e S ' —¡Uf!...—exclamó riendo gozoso, cual do. salió á recibirnos; su semblante, im-
cántaros c o m o d ó n ° " o r a b * » alquiler que te H e v a r a ^ j , t " " C ° ? h e d e si en aquello estribase su vanidad mayor, penetrable y duro, lo reconocería entre
-Perdone u C m
° ° a n nia»- Conde número , . T r a v e s í a del —de vista me conoce medio Madrid... mil. Yo entré primero, diciendo familiar-
te recíbirá^un i n d i ^ d u o iriv ° p r i n c ^ Continuábamos hablando, intimando mente:
tamente a f e i t a d o T n l ? J com 1
? e- rápidamente en la p e n u m b r a de los pa- —Hola, don Pepe.
lamarás do
Pepe. como ¡i t u v i e r a ¿ » seos. Don Angel quiso saber si yo vivía A lo que el desconocido repuso por el
r e p ^ ^ o y m a t ^ a í ^ S c - S « : ^ C nhanza
aunque no mucha d Í ? ^on él, sola. mismo tono:
Sel llegue T ^ o r n ú Z ^ ' D ° b i e n A n " —No—repuse,—pues tengo alquiladas —Hola, Isabel. Buenas noches...
aperciba. te m a r c h a s ^ la calle t r e s habitaciones en casa de un matrimo- Pliso en mis manos una vela encendi-
lo s a b w : b ° b 0 ' ©sclamé,—¡si y a monio amigo mío. El se llama Pepe, es da, haciéndome simultáneamente un gui-
un tipo m u y notable... á quien irá usted ño imperceptible para que me dirigiese
conociendo si quiere honrarme yendo á hacia la izquierda. Echó á andar seguida
visitarme más de una vez... ' de don Angel; atravesamos un saloncito
uije como quieras.
EDUARDO ZAMACOIS MEMORIAS D E UNA CORTESANA 161
y un gabinete casi vacíos y como amue- su rival parecía haber impresionado al
blados deprisa, y llegamos á una alcoba; vizconde dolorosamente.
una habitación grande, con suelo de la- —Al fin era un hombre—decía—con
drillo y paredes enyesadas y sin otro mo- quien he jugado de niño muchas veces....
biliario que un lecho de hierro, una me- No creo en la sinceridad de estas pa-
sita de noche sobre la cual dejé la vela, labras y, sin saber por qué, barajo en mi
y varias sillas. Don Angel exclamó sen- imaginación la figura del difunto don
tándose, sofocado: Angel Fabricio de Orts, con la de aquel
. ^ ¿ T ú vives aquí?... ¿Y vas vestida CO- don Angel á quien yo llevé con engaño á
MO una princesa?... ¡Si parece mentira!... cierta casa de la Travesía del Conde. ¡Y
oacMe estremecí; repentinamente había que los limpios de espíritu me perdonen
'tenido-la intuición neta de haber cometi- este sesgo un si es no es oblicuo de mi
do una acción villana y quise huir para pensamiento!
sustraerme cuanto antes á la corrosiva Por la noche comuniqué á Julio Mal-
ponzoña del remordimiento. donado mis temores.
—Espere usted—dije;—voy á buscar —Sea como fuere—dijo—procura in-
tervenir lo menos posible en los asuntos
un vaso de agua. del vizconde, pues le creo hombre peli-
Atravesó corriendo el gabinete y la groso.
sala y llegué al recibimiento, donde Pepe
permanecía sin cerrar la puerta, esperán- Aquel año J u l i o aprobó el tercer cur-
dome; me pareció que llevaba en la ma- so de Derecho y era un mozo m u y espi-
no, sujeto á la muñeca por una correa, un gado y simpático; arrancada por la ilus-
bastón corto y nudoso. Al salir á la calle tración y el ejemplo continuo de mi buen
vi en la esquina de la calle de Segovia trato, la leve corteza plebeya que tenía
un coche de alquiler, y corrí desalada cuando le conocí, adquirió su persona
hacia él; dentro esperaba Felipe; advertí aquella inconfundible distinción de sen-
en su rostro una extraordinaria expresión timientos y de modales por la que yo
de anhelo. comprendía el origen noble, genuinamen-
te aristocrático, del pobre huérfano y esa
—¿Se arregló todo?—dijo. poderosa vida cerebral que suele caracte- —So trata—dijo - de llevar á n n individuo m n y mujeriego á cierta casa. (Pág. 155)
—Todo... rizar á los hijos de las ardientes pasiones
E l vehículo había echado á rodar ha- ilegales. Viéndome en relaciones con el de le halló, hubiese rebasado los límites miseria; aquello era un engendro mío, m 1
cia Puerta Cerrada; en el silencio de las vizconde del Pretil, Julio sufría, pero de lo abyecto. Y, no obstante nunca le lujo mayor y más excelente. En nosotras,
calles solitarias me pareció oir un grito represaba sus celos, comprendiendo su quise como á Perico Francos; á veces las heteras, todo es borroso, y así como
lejano.... luego, otro.... E l vizconde del inferioridad y la necesidad que yo, por creo amarle menos, otras más... generalmente perdemos nuestro verdade-
Pretil alentó fuertemente, como si mi mis obligaciones, los compromisos con- No sé: de todos modos y aunque las ro nombre al substituirlo por otro de
presencia acabase do aliviar su pecho de traídos con ciertas personas y mi afición formas ó apariencias de tales amores sean guerra ó de escándalo, de igual modo va-
una grave opresión. al lujo, tenía de pertenecer á un hombre idénticas, estoy cierta de que son dos mos perdiéndolo todo: carácter, criterio,
—¿Ves, tonta—dijo,—cómo mi plan rico. El dolor, sin embargo, de mi prote- sentimientos perfectamente deslindados esperanzas, fe... Por miedo á este intimo
era m u y sencillo?... gido, decreció ostensiblemente durante y desemejantes. A Pedro yo no hubiera anulamiento, he luchado por salvar de
No respondí, temiendo que la curiosi- los dos últimos años, merced á un nuevo todos mis naufragios la ilusión de un
podido burlarle con nadie: era mi amante, amor: primero quise á Pedro, después á
dad me inspirase nuevas preguntas. Una sentimiento de conformidad y resigna- un verdadero amante que me poseía con
semana después el vizconde del Pretil ción, cuyo verdadero origen desconozco Julio. Pedro fué para mí sol y alegría,
pleno dominio de mi cuerpo y de mi pen- mañana y ayer, todo... porque fuera de él
me dijo que aquel verano, muy contra su aún. Yo, que le q u i e r o con toda mi alma, samiento, y fué la pasión que por él sen-
deseo, no podríamos salir de Madrid, por- también padecía viéndole sufrir. Pero, empezaba para mi alma el vacío. Julio es
tí, pasión juvenil, llenado ingenuidad, ro- el complemento de mi felicidad; viene á
que su primo don Angel Fabricio de ¿qué hubiera sido de él y de su carrera bustez y salud. A Julio, por haberle co-
Orts, había muerto, circunstancia por la si -yo, por no lastimar ciertos afectos, hu- ser el hijo que refuerza los vínculos de
nocido en otra época, cuando mi espíritu un matrimonio que amor compuso; es al-
cual él llegaba á heredar íntegra la cuan- biese trocado mis lucrativas costumbres estaba más desjugado, le amé de otro mo-
tiosa fortuna de su tío don Ramón, mar- de cortesana por otras menos desgober- go más espiritual que físico, como si él
qués del Consejo. Hacía tres ó cuatro nadas y licenciosas? J u l i o era una obra do: me enorgullecía trocar en hombre abreviase el cariño que dediqué á todos
años que Felipe y su primo sostenían un mía. un hijo; por salvarle del fango don- ilustrado y de provecho, á quien halló los seres que y a he perdido: no acierto á
pleito ruinoso; no obstante, la muerte de camino del hospital, del presidio ó de la
MEMORIAS.—21
cridas como bonitas ó mejor olientes, y
162 EDUARDO ZAMACOIS recer nosotros todos nos miraron atenta- estas conexiones son uno de los delica-
mente, y yo quise descubrir en aquellos dísimos medios que los quiromanticos
explicarme... Y además, Julio Maldonado —¿Quieres acompañarme esta tarde á ojos una sombra de ironía; pero me equi- emplean para romper las fronteras del
es una buena obra, y el bien que en su casa de una adivinadora? voqué: eran miradas ingenuas, tristes,
persona recibe la humanidad, legitima El vizconde respondió á mi proposi- como la de los enfermos á quienes el mañana. —¿La agradan á usted los geranios.—
. 0
inte el rígido tribunal de mi conciencia, ción con una miraba burlona. dolor congrega en las antesalas de los
mi paso por el mundo. —Hoy he recibido un prospecto—aña- médicos. De vista, por lo menos, unos y preguntó.
Julio tenía varios amigos, compañeros dí,—anunciando la llegada á Madrid de otros nos conocíamos: ellos eran degene- —Sí.
suyos de Universidad; algunos me fueron la célebre adivinadora francesa Mademoi- rados; ellas pertenecían á esa nutrida fa- —¿Y los alelíes?
presentados: aquellos mozos turbulentos, selle Memphis, á quien la prensa extran- lanje de señoras lunáticas, perseguidoras —Mucho.
gérmenes de médicos, de abogados, de jera atribuye maravillas inverosímiles. incansables de la sensación nueva, que —Aquí veo dos violetas...
grandes artistas quizá, me recordaban ios Deseo conocerla y pedirla informes exac- amenizan sus ocios escribiendo cartas do —Es mi flor favorita.
amigos de Perico: este recuerdo me obli- tos acerca de mi porvenir, pues dicen que amor á los artistas en boga. —Bien... bien...
gaba á recibirles amablemente, perdonan- Mme. Memphis lee en lo futuro como en E n vez de aquel salón burgués yo Mientras hablaba con lentitud preocu-
do sus impertinencias y aun echándoles las páginas de un libro bien impreso. hubiera preferido una habitación som- pada, sus grandes ojos inmóviles descu-
de menos en mis raras tardes de soledad, Conque, ¿vienes?... bría, poblada de esqueletos, retortas y brían el tenaz proceso razonador del pen-
porque me reconozco más alegre y más Felipe, siempre amable, encogióse de pavorosos jeroglíficos, como aquellos que samiento. Hubo un largo silencio, pasado
joven oyendo á toda esa loca juventud hombros: estaba á mi disposición; mi ale- ornaban los laboratorios de los nigroman- el cual Mme. Memphis comenzó á decir
riendo á mi alrededor. Todos hacían gala gría fué grande. Yo, si no por educación, tes medioevales; pero, no: los muebles como entre sueños:
de ser mujeriegos y borrachos; éste se fi- sí por temperamento, (al fin soy andalu- eran sencillos, el suelo estaba bien alfom- Las violetas, combinadas con los ale-
naba por los naipes, aquél robó á su pa- za y mi padre y mi abuelo lo fueron y brado, los cortinajes de color amarillo líes y los geranios...
dre empeñándole por dos mil reales la ca- raza obliga,) soy algo supersticiosa: me proporcionaban al espíritu agradable F u é una relación -rara, incongruente a
beza del toro que mató al célebre diestro gustan las adivinadoras, sus trajes hierá- emoción de bienestar y quietud. Los ratos y bastante larga, d é l a que no re-
Cartagena, para marcharse con una mo- ticos, amplios y graves, como los de las clientes de la adivinadora iban desapare- cuerdo. Acabó prediciéndome que mori-
dista de bureo, y ninguno quería ceder á antiguas pitonisas; sus rostros pálidos, un ciendo uno tras de otro por la puerta de ría rica y que dos hombres se matarían
los demás en desenfado, impetuosidad y poco tristes, acongojados por la visión un gabinete contiguo...
travesura. Solamente un tal Pepe Rinaga por mí.
perpetua de lo remoto; y me subyugan —Pueden ustedes pasar—dijo por alia —No puedo, por hoy, decir mas—agre-
quebraba la armonía de aquel cuadro de también sus casas, bañadas en un encanto
manicomio. Rinaga quería casarse con dentro una voz dulce. gó;—he trabajado mucho y estoy fati-
indefinible, especie de templos consagra- Entramos. Mme. Memphis era una ja- gada.
una mujer rica, para componerse de so- dos á Jano, el dios que mira simultánea-
petón y sin pesadumbres un porvenir se- mona de mediana estatura, intensamente L a consulta había concluido; el vizcon-
mente con sus dos caras al porvenir y á pálida, con la boca triste y los cabellos y de del Pretil y yo nos retiramos deposi-
guro y tranquilo como los caminos en lí- lo pasado, ó de antesalas místicas, en que
nea recta. Yo solía burlarme cruelmente los ojos negrísimos: vestía sencillamente tando sobre una bandeja do plata primo-
se atisban los indecisos horizontes de lo y su semblante y actitudes revelaban un rosamente cincelada, que Mme. Mem-
de aquellos propósitos con algazara y jú- que ha de ser, de las nebulosas en gesta-
bilo de todos. tedio m u y en armonía con el carácter que phis nos presentó, un billete de veinti-
ción, de los días que no han amanecido debe tener quien presuma saberlo todo. cinco pesetas.
—Mire usted. Rinaga—decía yo;—el aún... Creo que á la primera ojeada madame Cuando Fortunato Muñoz supo el som-
matrimonio y el suicidio, aun siendo per- En la calle de San Marcos, delante de la Memphis, no en virtud de don profético brío vaticinio de Mme. Memphis, le vi
fectamente antagónicos, pues aquél es prodigiosa capilla desde donde madame alguno, sino por su larga práctica de la compungirse.
una esclavitud y éste una liberación, se Memphis registraba el misterio de las vida, comprendió las clases sociales á que
parecen por la semejanza que tiene todo —Uno de esos muertos—dijo—seré yo.
horas que iban llegando, había algunos el vizconde y yo pertenecíamos. Sentada
lo irremediable ó definitivo. El hombre, coches; eran las siete de la tarde de un —¿Por qué?
delante de la adivinadora y sin hablar, Se alzó de hombros; no lo sabía; poro
que ya no sabe qué hacer y abomina de lloviznoso día de otoño. El vizconde y la presentó respetuosamente mi mano estaba cierto de que sería así. Es invero-
su independencia porque gustó todos sus yo, modestamente vestidos, atravesamos izquierda, que ella palpó, miró y registró símil lo que aquel niño angelical había
placeres, piensa: <Aun puedo remediar el zaguán y subimos la escalera; una es- por todas partes; de cuando en cuando llegado á quererme; casi todas las tardes
este mal. casándome.» Y el suicida dice: calera elegante, limpia y clara; la cama- íruncía las cejas y sus ojos penetrantes iba á verme, contentándose alegremente
«Todavía me queda el recurso de darme rera que salió á recibirnos nos condujo á iban y volvían de Felipe á mí. Después con las dulzuras que yo quisiese darle;
un tiro.»Como ve usted, ambas son medi- un salón moderno, amueblado con sobrie- me mostró un cesto lleno de flores, invi- para no marcharse de Madrid con su fa-
das radicales que únicamente deben adop- dad de buen gusto, donde esperaban tur- tándome á formar un paqueño ramo con milia que todos loe años veraneaba en
tarse á última hora... no para interrogar á la adivinadora ocho las que más me gustasen, pues, según Biarritz ó en San J u a n de Luz, tuvo la
ó diez personas, entre hombres y mujeres. dijo, hay relaciones constantes entre el habilidad de saber fingirse enfermo; creía
70 Junio. Todos callaban, como preocupados por espíritu del sujeto y las flores por él ele- ciegamente* en aquella simpliolsima his-
En cuanto Felipe reina llegó á mi casa, hondos y graves pensamientos, ó por el
le pregunté: ridículo de hallarse reunidos allí: al apa-
164 EDUARDO ZAMACOIà

mesas donde suelo sentarme, diez ó doce »Mariano — dijo Vinarey — también ha
toria de amores que yo inventó para rei- de un estanque helado; el coche número visto los ojos de Isabel de m u y cerca...»
vindicarme á sus ojos y serenar sus in- 109 venía de la Puerta del Sol cargado personas, artistas en su mayoría: pinto-
res, escultores, poetas... Como supon- ¿Qué querías que yo hiciese? ¿Cómo ata-
quietudes; yo era la mejor, la más inocen- de viajeros, y avanzaba con esa veloci- jar aquel flujo de indiscreciones y obsce-
te, y compasiva de las mujeres, y todos dad brutal, irrefrenable, del último tran- drás, la presencia de Muñoz pasó inad-
vertida; apenas si los que estaban más nidades, ni cómo advertir á la tertulia,
los meses mi pobre amiguito, con ama- vía, como hundiéndose en el cono lumi- con un rápido guiño, que delante de For-
ños y economías que nunca descubrí, me noso que delante de él alargaban sus re- cerca de la silla donde el pobre mucha-
cho se sentó, volvieron un poco la cabe- tunato nadie hablase de ti?... Recordaron
regalaba trescientas ó cuatrocientas pe- flectores eléctricos. A l ver á Fortunato tus años de miseria, tus relaciones con el
setas que yo aceptaba de aquellas manos que cruzaba la calle con paso firme y za para mirarle... Se hablaba de arte y
de mujeres; se recordaban Sombres: Mar- marqués de Lágaro, tus amores con un
puras pensando en mi iglesia. tranquilo, el conductor del coche tocó organillero, t u viaje á París y cómo don
A mediados de Diciembre supe que repetidas veces el timbre de alarma, pe- tina Olivares, Augusta, Consuelito Ve-
ra... De pronto, el músico Sánchez-Gar- Facundo te adquirió en una rifa por dos
Fortunato Muñoz había muerto bajo las ro sin miedo, pues un atropello en aque- mil y pico de pesetas: ¡qué sé yo?... To-
ruedas de un tranvía: la víspera el pobre llas circunstancias, parecía imposible. El fin pronunció el tuyo. Yo miré á Fortu-
nato y le vi palidecer... dos tus secretos, todas tus locuras, todas
niño estuvo en mi casa y parecía, como tranvía seguía avanzando y Fortunato tus vergüenzas, salieron allí... De repente
siempre, risueño y feliz. ¿Cómo explicar también; ya sólo mediaba entre ellos, dos —¿Y cómo le permitiste oir aquellas Fortunato Muñoz balbuceó:—«Me ha en-
su muerte? ¿Se trataba de un accidente ó tres metros; Muñoz miró al coche im- infamias?—gritó furiosa. gañado...» Y levantándose difícilmente,
fortuito ó de un suicidio?... Pensó con pávido, como sonámbulo que no aprecia ,—¡Bah!—repuso Mariano en el mismo salió del cafó sin saludar á nadie; tu ima-
terror en la profecía de Mme. Memphis: sus sensaciones y dió algunos pasos hacia tono,—¿y quién hubiera sido capaz de gen llenaba su cerebro, iba inconsciente,
dudas terribles destrozaban mi alma. Por los rieles por donde en aquel momento arrancarle de allí?... caminando como un autómata. Yo, adivi-
la tarde Mariano Cortés vino á verme; yo supremo pasaba la muerte. Yo empecé á Continuó: nando una desgracia, le seguí. Lo demás
estaba sola. gritar. El conductor, comprendiendo la — A la indiscreta pregunta de Sán- y a lo sabes. Por eso digo y repito, que
—¡Te has lucido!—exclamó el novelis- inminencia del peligro, dió media vuel- chez-Garfin, contestó otro, un pintor, di- fuiste tú, quien le mató...
ta, que, contra su costumbre, parecía m u y ta á la manivela reguladora, cortando la ciendo que eras una de las mejores muje-
Entonces mi pena, la inmensa pena que
emocionado.—¡Te has lucido!... corriente y agarrándose desesperada- res que habían pasado por su estudio. E n
mente al freno. Ya era tarde; Fortunato aquella tertulia, querida, tienes varios la muerte de aquel pobre niño me causa-
—¿Por qué?—dije;—¿qué sabes de For- fué arrojado contra el suelo. Entonces ba, estalló en sollozos. Me cubrí la cara
tunato? amigos fervorosos: unos ponderaban tus
comprendí que no se trataba de un suici- caderas y t u cuello, otros tus brazos, y con ambas manos.
—Nada nuevo; lo que sabes tú: que dio, sí de una distracción casi inexplica- —Déjame—murmuré,—déjame llorar.
murió anoche. todos, recordándote, levantaban los ojos
ble; porque Muñoz, aturdido momentá- al cielo, como en éxtasis. Fortunato había No, yo no era responsable de su muer-
—¡Murió! neamente por el golpe, trató de levan- palidecido hasta la lividez, pero conti- te, ni él, ni tampoco ninguno de los que.
—Sí; le mataste tú. tarse, perneando entre los pliegues de la inadvertidamente, fueron rompiéndole el
-¡Yo! nuaba inmóvil, los codos sobre la mesa,
capa que le embarazaba, extendiendo sus la cara entre las manos... corazón golpe tras golpe. En estos casos,
Me abalancé á él y trabándole nervio- brazos crispados como para contener á la como escribió F l a u b e r t sobre la última
samente por las solapas del gabán le za- muerte. Pero el tranvía, en virtud del Yo, no sabiendo cómo terminar aquel
suplicio contribuí á prolongarlo-cambian- página de un libro admirable, la culpa la
randeaba, exigiéndole la explicación pe- terrible impulso adquirido, rodó sobre tifene la Fatalidad.
rentoria, decisiva de aquellas palabras su víctima con una especie de voracidad do bruscamente de conversación; algunos
enigmáticas. consciente y al fin la arrolló, magullán- creyeron que t u recuerdo me molestaba.
—¡Habla... di!... ¿Qué sabes?... Sé fran- dola bajo su pesada m o l e -
co... ¿Por qué le mató yo?.
Mariano Cortés lentamente, como es- La emoción y el dolor habían secado
critor que se resuelve á redactar una el ordinariamente copioso raudal de mis
cuartilla conmovedora me refirió la ca- lágrimas.
tástrofe; él presenció la terrible escena. —Habla—dije,—habla... cuéntame to-
—Fortunato—dijo—salía de Fornos y do lo que sepas.
atravesaba reposadamente la calle de Al- —Repito—contestó Mariano—que For-
calá en dirección á la de Sevilla. Yo, por tunato no es un suicida; cuando la muer-
lo que luego té diré, salí del café tras él, te le salió al paso, él no la vió. No obs-
resuelto á vigilarle desde cierta distan- tante, estoy seguro de que fuiste tú...
cia. quien le mató.
E n aquel momento; dos y cinco minu- Según él, la psicología de aquella ne-
tos de la madrugada, la plazoleta que gra desventura, fué la siguiente:
hay ante el Palacio de la Equitativa, es- —Cuando Fortunato y yo—continuó
taba despejada y tersa como la superficie Cortés—llegamos al café, había en las
166 EPUAÜDQ Z^MAQOTS
MEMORIAS DE UNA CORTESANA 16?

tivar el corazón del último amante, bus- pequeños recuerdos su silueta contrahe-
cando todas para su vejez un puerto de cha y triste...
refugio. Yo misma, tan fuerte para la pe - —¡Paco, Paco de mi alma...—pensaba
lea, me siento declinar. «Sólo se empinan yo oyendo llover,—desde entonces cuán-
los pequeños,» decía Diderot. Yo también ta agua han echado las nubes sobre
comienzo á empinarme, procurando des- de tí!...
collar sobre las pecadoras que las nuevas Cuando más absorta me hallaba en
generaciones van lanzando contra el im- estas evocaciones, llegó Felipe Reina
perio y poderío, un poco antiguos ya, de acompañado de tres amigos, á dos de los
mi belleza. Mas no sé cómo componérme- cuales yo no conocía. Todos se sentaron
9 Febrero. las para satisfacer mi gusto sin raspadu- delante de la chimenea y comenzaron á
ra ni quebranto de mis intereses: á veces beber del coñac que una doncella acaba-
VI pienso que el vizconde del Pretil, tan ba de servirnos; yo, entretanto, procura-
bueno, tan generoso y tan viejo, será la ba mantenerme alejada del bullicio, cre-
salvación de todos los míos; y cuando me yendo que en tal ocasión, más que en
Más de tres años han pasado sin que yo ¿Dónde iré yo á parar pobre hoja seca hallo más resuelta á quererle y esclavi- ninguna otra, el recuerdo de Narbona
añadiese á mis Memorias ninguna nueva lanzada á los revueltos vientos del capri- zarle por cuantos medios juzgo hábiles y era algo m u y noble, muy santo, que me-
página, y pues en la composición y re- cho? ¿Habrá un poco de respeto y de paz conducentes á tal fin, mi capricho inte- recía descansar junto á la memoria de
dacción de aquellas llegué á tocar los para mis últimos años? Y cuando mue- rroga á mi previsión: «¿Y Julio, qué ha- los buenos padres enterrados... E l viz-
tiempos actuales, desde hoy sólo escribi- ra, ¿dónde reposarán mis huesos? A veces ces de él?... Ante cuya pregunta, todas conde, buscando tal vez una ocasión para
ré de tarde en tarde, separando así pru- me veo enterrada en la cripta de mi igle- mis cábalas se desploman. lucir mis habilidades, me presentó una
sia, cerca de mis padres, bajo la torre
dencialmente lo escrito de lo vivido úni-
donde anualmente las campanas doblarán Felipe Reina me quiere mucho, espe- guitarra.
co medio seguro de ver á través de los cialmente desde cierta noche en que re- —Anda, niña—esclamó,—alegra esos
sahumerios fantasiosos de la evocación, por el reposo eterno de aquellas dos al-
mas que tanto amé; otras veces imagino ñimos por una intemperancia mía que, ojos; quiero que estos señores se formen
las cosas y personas según fueron y no •ibrtunadamente, lejos de rebajarme á buena idea de ti.
invertidas ni trocadas. que tan bellas ilusiones se desploman y
que voy á ser enterrada en la fosa común. » ¡us ojos, me dignificó y ensalzó por todo Le miré sin pestañear.
Como me ocurre siempre que disfruto jxtremo. F u é después de cenar: yo esta- —Déjame—murmuré secamente,—no
de reposo y de espacio para examinarme entre un ladrón y una alcahueta...
oa sola en el gabinete, abismada en uno tengo ganas de broma.
por dentro, siento que m i espíritu va sua- Actualmente habito aquel hermoso pi- le esos accesos de negra melancolía que
so segundo de la calle Caballero de Gra- El insistía.
vizándose, perdiendo sus agrios contor- :on tanta frecuencia me acometen ahora. —Toca, mujer; toca y canta...
nos primitivos, limándose como esas pie- cia, que recuerdo haber descrito prolija- Era el día 11 de Diciembre: yo, sentada
mente en otra parte. Los retratos de ami- Bien á despecho mío no pude conte-
dras errabundas que el agua llevó m u y delante de la chimenea, con los codos so- nerme; algo muy trágico y m u y hermoso
lejos del sitio de donde fueron arranca- gos y amigas, que allí guardo, fortalecen bre las rodillas y la mirada inmóvil, pen- me cegaba.
das: ahora, como cuandtf niña, suelen aco- estas nostalgias, cada día más duraderas saba que cinco ó seis años antes y en otra
de mi espíritu, pues demuestran las inju- —¡No!—grité;—hoy hace años que mu-
meterme reparos y enternecimientos iló- noche como aquélla, el marqués de Lá- rió el marqués de Lágaro, y esta noche,
gicos: así, por ejemplo; creo á rífeos que rias irreparables hechas por el tiempo á garo se había suicidado por mí. Estas me- aquí, en mi casa, no canta nadie...
soy inocente y pequeña otra vez, y me la belleza. Carmen Arellano, aquella bo- ditaciones solitarias, son las oraciones que
hemia, loca y feliz á quien jamás intimi- Y levantando la guitarra la tiré al sue
preocupa la opinión que las gentes pue- los descreídos rezamos sin palabras por lo, con las cuerdas rotas; después mt
dan formarse de mí. No extraño que á dó la miseria, había enfermado de la vis- el descanso de los muertos. Recordando á echó á llorar. Felipe y sus amigos, que
cierta edad coíniencen á mordernos las ta y comenzaba á perder la irreflexión Paco Narbona, recompuse aquellos tiem- habían conocido á Narbona, supieron res-
malas ideas hijas de la experiencia y pueril que todas envidiábamos: Agustina pos que, si no aventajaban á los actuales petar mi dolor y acaso lo admiraron.
del desaliento. Las mujeres aviejándosey Cáceres, económica y previsora como aquel en fastuosidad, sí les sobrepujaban en Cuando el vizconde y yo nos quedamos
sabiendo que todo envejece á su alrede Fiorentino que de los cien francos que le desgobierno, disipación y alegría: vi mi solos, le abracé rogándole me perdonase
dor, son como los arroyos, que según van dieron por el empeño de reloj, guardó cuarto de la calle San Marcos, especie de aquel arrebato.
secándose ven marchitarse las flores que cincuenta en la Caja de Ahorros, se retiró altar pagano abierto siempre al escánda-
exornaban sus orillas; porque ellas son el á su pueblo con un capitalito de doce á —Puedes estar cierta—dijo—de nolia-
lo; recordé mis murrias de antaño; las berme ofendido: los grandes y generosos
contento y la risa, rocío de la vida, y catorce mil duros, con los cuales pensaba figuras de Gerardo, de Dámaso Carrillo y movimientos del corazón, sea cual fuere
cuando enmudecen el júbilo de los de- vivir tranquila y honestamente; otras del marquesita de Lori, pendencieros y la persona que los inspire, siempre son
más, eco ó copia del suyo, las "vuelve la compañeras habían desaparecido total- libertinos, pasaron en tropel como loca hermosos.
espalda mente ó vivían alejadas, dedicadas á cul- comparsa carnavalesca; Cristóbal Soto Mi vida, durante toda esta época, f u é
también insinuó en la penumbra de los deslizándose sin sobresaltos, y es curioso
EDUABDO ZAMACOIS

yer cómo en la novela de las almas va- cilación y el cansancio; ademas, y por
gabundas hay días cuyas emociones no electo sin duda de este inmenso dominio
-abrían en un volumen de muchas pagi- que tiene sobre sí mismo, es algo inO.
nas, como otras veces la historia de va- muchas veces he creído que su alma y la
ñ o s años no bastaría á llenar un parrafo. del gran Napoleón, debían de parecerse
Julio Maldonado había terminado bri- Cuando le conocí, era un niño. Al pedirle
llantemente su carrera y acababa de cum- antecedentes de su familia, me dijo sm
plir veintitrés años, se hallaba, pues, empacho ni ambages que era hijo natural,
atravesando esos difíciles momentos en lo que me agradó, pues mo avergonzarse
que los jóvenes ambiciosos se cruzan de del nombre de su padre—como escribió
brazos delante de la vida, no sabiendo Lamartine - es la nobleza del plebeyo.»
cómo atacarla ni qué rumbo seguir. \ o , Al principio, apenas si osaba mirarme
comprendiéndolo, volaba por él, utilizan- frente á frente.
do en provecho suyo todo mi valimiento —Yo—decía—soy para ti un juguete,
y los catorce años de experiencia que, un monigote agradable que puedes vestir
acaso desgraciadamente, nos separaban. y educar á tu antojo, y con el cual pre-
Es original la situación de espíritu eu tendes distraerte. Pero yo jamás llegare
que el vizconde del Pretil adopta para á ti, estamos demasiado lejos el uno del
tratar los asuntos de Julio: él que tiene otro; las alegrías que mi amor t e propor-
celos de todos los hombres, no se preocu- cione, no son duraderas; tú quisiste a r e -
pa de Maldonado; yo le he dicho que es rico y tu alma fué y será suya perpetua-
Utt u o l u n i ' w u - J - |
mente. . , ,.
sobrino mío y él aparenta creerlo, sin En aquellos primeros tiempos Julio eia
duda por no mostrarse visiblemente atro- el prototipo del chulito limpio, pinturero
pellado por una pasión contra la que su y travieso, que vive de las mujeres: en
larga vista comprende qüe es vano lu- pie delante de mí, adivinaba mis pensa-
char. Julio tiene á los ojos de Felipe Kei- mientos con sólo mirarme á los ojos, y
na la autoridad inapelable de lo consu- tenía la discreción supina do marcharse ... f r e c u e n t e m e n t e hube de marcharme á dormir agarrándome á las paredes. (Pág. 21S)
mado, de lo que ha sucedido; y le acepta medio minuto antes de empezar a estor-
sin odio, como á un mal necesario, como bar, para reaparecer Cuando yo comen- chatez ó en su inconsciencia, reconocía
me soporta á mí, con toda m t historia de zaba á echarle de menos. Pero, a despe- dadora de los trasatlánticos. Las rela-
ciones entre los principios ó elemen- fríamente, casi con alegría, su fealdad y
errores. Julio vive en una casa de hues- cho de su fingida alegría, el infeliz s u l n a su vejez. Yo protesté; no quería claudi-
pedes de la callo de las Torres y solo mucho; mis veleidades atormentaban su tos moral y físico del individuo son
innegables: antes mi carácter alegre, car aún; mi dignidad y mi orgullo recha-
viene á visitarme dos ó tres veces por corazón y aun no tenía edad ni reflexión zaban tanta abyección: el oficio de soba-
semana: cuando él y Felipe se encuen- para comprender que mis vergüenzas eran obligándome al aseo y al buen vestir, con-
servaba mi belleza; más tarde, el cansan- jañí ó zurcidor de albedríos,.tal como el
tran en mi casa, el vizconde le saluda un mal inevitable: estos sufrimientos los apostólico don Pablo Ardémiz lo ejerci-
con afectuosidad paternal. Despues, si leí más de una vez, en sus pobres párpa- cio de la voluntad precipitó el desplome
de mi escultura y la ruina de todas sus taba, eia admirable; pero cobrar en dine-
hablo-con Reina acerca del porvenir de dos, rojos de llorar. Cuando comenzo sus ro el placer de los amantes que nuestros
gracias: descuidé el peinado; casi nunca
mi sobrino, para quien anhelo una situa- estudios de segunda enseñanza su carác- me ponía el corsé; mis pies, que llegaron buenos oficios unieron, me parecía lo peor
ción independiente y decorosa, advierto ter dió un paso gigante, que me colmo de á ser famosos por la pulcritud y excesivo de lo malo, lo más despreciable, lo más
que mi viejo amigo se enternece. júbilo: su ánimo, hasta allí distraído, se esmero con que siempre los llevé calza- ruin en la escala de las humanas mise-
—Eres inmensa—dice;—sólo con una apartaba de todo, hasta de mí, para re- dos, iban ogaño metidos en amplias botas rias.
mujer como tú. no se echa de menos la concentrarse en sus libros, y este ardor mal embetunadas... —¿Te acuerdas de Severina Aguilas?
falta de un cielo. era tan fuerte, que muchas noches, hallán- Consuelito Vera, conociendo mi penu- —dije.
Realmente debo confesarme que, tanto donos acostados, dejaba de besarme para ria, me recomendaba el oficio de alca- Consuelo adelantó e l labio inferior con
Julio Maldonado como el vizconde del explicarme los límites de Noruega o de- hueta. ese movimiento despreciativo que llega
Pretil, son dos caracteres extraños y muy cirme cuántos y quiénes fueron los reyes á ser inconsciente en los viejos sobre quie-
dignos cada cual por su concepto, de de Aragón. Yo le oía gozosa, pensando en —No servimos—'decía—para nada me-
jor. / nes pasaron muchas desgracias.
observación y estudio. los hijos que nunca tuve y en mi exce-
Aquella mujer, sublime en su desfa- —En ese espejo—repuso—debemosmi-
Julio es un espíritu penetrante, recon- lente padre que jamás se cansaba de oírme MEMORIAS.—23
centrado y ambicioso; su concepción es charlar; y como con Pedro Francos ha-
rapidísima, su voluntad desconoce la va-
1JN1YERSIDAD DE NUEVO LEON
BIBLIOTECA U-':YzRSrTARIA
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218 EDUARDO ZAMACOIS
rez, que me guiñaban desde la mesa del tres pasaba p o r la calle una mendiga, que,
rarnos: h a y que vivir, sea como fuere... vaba lo sucio: por las tardes cosía delante festín con sus ojos acarminados ó amari- alejándose, arrastraba á lo largo de las
Para convencerme rebuscó buen golpe del balcón, pensando siempre que estaba llos; los excesos de la bebida m e asusta- aceras una canción doliente... Pronto me
de argumentos: Severina y cuantas viejas m u y sola: en el suelo, cerca de mí, tenía ban; la alegría iba conmigo; que bebiesen aburrieron estas obsei'vaciones; pues, na-
lumias conocimos en los albores de nues- una botella de aguardiente á la que mis los hipocondríacos, los desdeñados de da esperaba ni nadie había de i r á verme,
tra carrera, también habían sido jóvenes ojos dedicaban miradas elocuentes de ca- Momo, los viejos... Y decía bien: la bo- ¿qué me importaban las horas? Involun-*
y á ultima hora tuvieron q u e ceder el riño y agradecimiento; de vez en vez, rrachera es el iinico placer reservado á lg, tariamente, mirando desde mi lecho y á
campo á las cortesanas que las nuevas ge- cuando mi pesadumbre era m u y grande, ancianidad por el Destino piadoso; IQS través de un ventanuco las pobres ropas
aeraciones iban sirviendo en el alegre alargaba la mano, cogia la botella y apli- años del amor pasaron, los azares del j u e - que las vecinas de otros cuartos interio-
.banquete donde la j u v e n t u d l i e dejando cando su boca á la mía, echaba un dura- go y las molestias de los viajes nos ate- res colgaban á secar sobre el ambiente
pasar la copa dorada de la loc'ura de mano dero trago. P o r las noches casi nunca ce- rran, el estómago gastado r e h u y e los pla- húmedo del patio, comparaba mi soledad
en mano. Yo debía imitar aquel ejemplo naba; aquellas repentinas libaciones, ceres gastronómicos, el reúma se agarra presente con los años de mi infancia, tan
prudente que y a siguieron otras contem- abrasándome el estómago, me quitaban el á nuestras piernas; la familia, sabiéndo- rodeados de solicitudes. ¡Oh, qué dulces
ooráneas nuestras: Luisa Lo.ján y Nieves apetito, y frecuentemente h u b e de mar- nos inútiles y previendo nuestro cercano aquellos dolores curados con medicinas
Labarte, protegían con su experiencia á charme á dormir agarrándome á las pa- fin, procura acostumbrarse á la idea de que yo bebía por coger el j u g u e t e ofreci-
varias cortesanas en boga, á quienes acom- redes, tropezando con los muebles que perdernos, l o que en una mayoría desolá- do á mi obediencia!... Después pensaba en
pañaban, satisfaciendo así su deseo de me cerraban el paso, cayéndome de bo- dora de casos logra fácilmente... ¿Qué J u l i o y en la iglesia de San Miguel, es-
continuar frecuentando lo?; teatros y de rracha y de sueño. harán, pues, los pobres viejos para olvi- f u m a n d o ambas ideas en las gasas grises
pasear en coche: Clara Tello estableció Empeñadas todas mis alhajas, V e í a con dar su poquedad, flaqueza y abandono? de mi desilusión.
una mancebía; Leonarda Cadenas, menos indiferencia estulta acercarse el momen- ¿Qué harán, si no es beber?... E l vino de- Una tarde Consuelito Vera f u é á visi-
feliz, se dedicaba á explotar á l a s sirvien- to de cambiar mi última peseta. Después sentumece los músculos y pone acicates t a r m e acompañada de un joven mal ves-
tes, para lo cual, según parece, tenía des- de tantos años, la miseria y yo volvíamos á la imaginación; su heroísmo r e t a á la tido, pero de continente y ademanes ele-
comunales habilidad y fortuna, á encontrarnos frente á frente; yo la te- miseria y á la muerte, su generosidad gantes, á quien yo no conocía: entraron
—¡Y yo!—añadió Consuelo;—¿qué sería mía y, sin embargo, nada hice por recha- comprende todas las abnegaciones, su des- cogiendo la llave que yo tenía la precau-
de mí si no tuviese dos ó tres amigas m u y zarla: mi pobre voluntad estaba rota, mi preocupación acomete todos los peligros, ción de dejar debajo de la puerta, j u n t o
guapas?... imaginación y a no podía inspirarme nue- sus divinas espumas se llevan todos los al marco: y o estaba acostada,
No se cansaba de hablar: yo la oía im- vos recursos de defensa. Antes, en mis recuerdos. Yo quiero ser borracha, lo ne-
cesito; á la embriaguez debo mis únicas — T e presento — dijo Consuelo - - á mi
pávida, sin dejarme convencer y bebien- peores meses de bohemia, m e fortificaba amigo... ¿cómo te llamas, tú?
do de cuando en cuando largos tragos de la convicción de ser joven: «Tras estos ma- horas de paz, y y a que la flojedad de mi
atención cerró mis oídos á los ecos del E l interpelado sonreía sin contestar.
aguardiente, holgándome de tener á t a n los tiempos—pensaba mi fe,—otros mejo- Ella continuó:
poco precio y tan cerca de mis labios, el res vendrán.» P o r eso la j u v e n t u d siem- mundo, necesito también ensordecer mi
conciencia con el alcohol, para no oir la — A mi amigo Antonio: eso es: Anto-
remedio de todo dolor. pre es rica, porque sus bríos y su ilusión
voz quejumbrosa del pensamiento. Los nio... ¿Y el apellido?
P o r aquella época v i v i en un piso ter- son en el mercado de la vida moneda de
desilusionados necesitamos para vivir —Nanquín.
cero de la calle Lavapiés: era un cuarto grande y positivo valor. E n cambio ahora
comprendo la desesperanza y absoluto tranquilos, de una doble sordera; no oir —¡Es verdad!... Nanquín. Nanquín... ;Es
compuesto de cuatro ó cinco habitacio- un apellido tan raro! Pero y a no se nao
decaimiento de la vieja Gregoria, la por- lo que dice el mundo, no escucharnos á
nes amuebladas con los restos peores de olvida: Nanquín, Nanquín...
t e r a de aquella casa de la calle del E s p í - nosotros mismos. L a alegría, de. no ha-
mi antiguo esplendor: en las paredes y a Consuelo hablaba con la voz ronca y el
r i t u Santo donde Perico Francos y yo, llarse en la inconsciencia radiante de la
no quedaban cuadros ni espejos; mi cama soez desenfado de las lumias viejas: pare-
pasando tantas hambres, fuimos, no obs- j u v e n t u d , sólo debemos buscarla en la
era de hierro, en la sala había dos sillo- cía borracha, Antonio también había bebi-
tante tan felices. Ella no esperaba nada noche impenetrable de los sordos que se
nes y algunas viejas sillas de terciopelo do. Ella continuó haciendo la apología de
del mundo; yo, tampoco. ¿A qué, pues, emborrachan, jamás en la p e n u m b r a de la
amarillo, que apoyaban sus retorcidas su amigo:
afanarnos po.r permanecer en él algunos reflexión...
patas sobre los desnudos suelos: una rá- —Donde le ves. con esos pantalones de
faga de aire hubiese recorrido toda la años más? Mejor era rendirse con esa en-
t r e g a absoluta del viajero aspeado que A mediados de aquel invierno estuve pana, es periodista y poeta... sólo que
casa sin hallar alfombras ni aplastarse enferma, aunque no gravemente, y es la ahora no trabajas, ¿verdad?
¿ontra los cortinajes de ninguna puerta. cae en medio del camino, y esperar á la
muerte tranquilamente, los ojos cerrados, •única vez que recuerdo haber guardado Nanquín, que iba y venía por l a habita-
Mi vida entonces era pacifica y monó- borracho el espíritu en el sahumerio cama más ele cuatro días. F u é una sema- ción midiéndola á largos pasos, repuso:
tona como una oración: no teniendo cria- adormecedor de la embriaguez? na m u y triste: mi soledad y la falta de —Ni ahora, ni nunca.
da me levantaba temprano para i r al mer- reloj alargaban las horas; acordándome de Consuelo acogió esta contestación con
cado, comprar las vituallas indispensa- ¿Quien iba á decirme que el mundo P e d r o Francos procuró relacionar los una estrepitosa carcajada:
bles y apercibir el almuerzo: mientras guardase un placer ignorado para mí? D e diversos momentos del día con ciertos —¡Eso, chica, eso que él dice!... No le
el fuego cumplía su cometido abrasando joven y o despreciaba la elocuencia exqui- ruidos: á la una, llegaba el aguador; á las quieren en ninguna parte. E s de los núes-
la panza de las cazuelas, y o barría y la- sita de las botellas de Burdeos y de J e -
quetero. Las borracheras de Nanquín, desamparado que yo no hay nada, ni na-
tros... de los buenos aficionados á empinar vanté. Concluimos emborrachándonos los eran melancólicas: al acostarse solía die... ¡Ni la una de la mañana está más so-
tres en el comedor, junto á la mesa: f u e llevarse á la cama dos ó más botellas, la que yo!...
el codo. . una tarde de fúnebre -y delirante alegría, Estas orgías solitarias en que la atrac-
Se había sentado á los pies de m i le- durante la cual Consuelo y yo, recordan- á las que llamaba «hijas mías» y «ama-
das mías,» besándolas y estrechándolas ción de la carne no intervenía, tenían si-
cho, cruzando una pierna sobre otra, mos- do los buenos tiempos de nuestra j u v e n - multáneamente majestad ridicula y te-
trando sus pantoriillas enjutas vestidas tud, nos enternecimos varias veces hasta contra su pecho con enternecimiento bu-
fo. Después me invitaba-á olvidar, bebien- rrible. A Nanquín, como á mí, la idea de
•con medias blancas. L a indiqué disimu- llorar. A la mañana siguiente, sin saber morir solo le abrumaba, y ambos discu-
ladamente que se cubriese. do, el dolor de vivir: como en el fondo de
como, desperté desnuda y en mi cama; toda aquella embriaguez había un gran tíamos probando cada cual cómo sus pe-
—¿Para qué?—-repuso;.—Antonio es de Consuelo roncaba sobre un sillón, los la- nas eran las mayores. Una noche, excita-
poso de tristeza, las palabras de Nanquín
confianza. Ya supondrás que no tenemos bios entreabiertos, dirigiendo al espacio me excitaban á vaciar mi vaso; mis com- dos por los recuerdos y completamente
relaciones: no obstante, le quiero como a su rostro lívido como el de un cadaver; a placencias aumentaban su sed y conti- beodos, nos conmovimos hasta llorar.
un hijo... y él... me aprecia como a una mi lado estaba Antonio Nanquín, pro- nuábamos bebiendo. —Las cortesanas y los artistas—decía
madre, ¿verdad, tú? fundamente dormido; habíamos pasado yo recalentando una vieja opinión,—nos
—Tú, t ú eras la mujer que yo necesi-
—Verdad—repitió Nanquín con grave- la noche juntos. Cuando despertó, re- taba—decía;—eso quería... eso: una pros- parecemos; nuestro origen es común; so-
dad cómica. cuerdo que nos miró á Consuelo y a mi mos como hastillas del mismo palo.
t i t u t a vieja... y borracha... con quien en-
Yo guardaba mi actitud espectante, con espantados ojos, recomponiendo su lodarme. —¡Falso!—interrumpió Antonio alta-
sin entregarme á ese regocijo imbécil de situación. A ratos, por efecto de esas pintorescas nero;—¿de dónde deducís vosotras, mere-
los borrachos que, como comen mal, se —¿Somos amantes?—preguntó. inconsecuencias de la borrachera, las ex- trices, que vuestra misión puede compa-
aturden en seguida; y á pesar del ruin ni- Yo repuse: • clamaciones de Antonio Nanquín me rarse con la nuestra? Nosotros, los poetas,
vel á que me degradó mi mala fortuna, —No sé. fendían. alegramos la vida...
cierto amor propio me impedía aún caer —Yo, tampoco. —¡Ah!—balbuceaba yo,—¡ah, está bien! Yo le atajé exclamando:
completamente en aquella sentina de Bostezó y quiso marcharse. ¿Conque que me desprecias?... ¡Está bien! —Como nosotras.
torpe y relajo avillanamiento. Antonio, —¿Te vas? Quería levantarme, marcharme; él me —Nosotros celebramos el placer, la lo-
que sin duda era poeta de fácil v abun- —Sí, me voy. lo impedía poniéndome sobre los hom- cura, la anarquía...
dante inspiración, había comentado á im- Y añadió brutalmente: bros sus manos trémulas, apoyándose de —Como nosotras.
provisar pareados y cuartetas delante de -^No me gustan las viejas. refilón en mí para no caer. —Los poetas viven del amor, porque
cuantos objetos llamaban su curiosidad; No me ofendí; aquel escrúpulo me pa- —No te desprecio—contestaba,—no te es lo que cantan, y para la belleza...
y y a dedicaba una frivola y picante se- recía natural; después de tantos años de desprecio; no podría despreciarte.., ¿Aca- —Como nosotras.
guidilla á las paredes de mi alcoba, testi- derrota, mis pobres oídos recibían sin so no somos iguales? ¿No comprendes que —Pero es que los artistas, para cumplir
go probable de íntimas y" numerosas con- emoción las mayores durezas. estamos cubiertos de fango los dos? su misión, necesitan tener talento.
fesiones, ora cantaba en endecasílabos so- No obstante, Nanquín, siempre que es- ¿Como trasladar al papel la real y vi- —Como nosotras. ¡Ah!... ¿Crees empre-
noros las tristezas de mis sillas, cuyos taba borracho, lo que sucedía con fre- brante filosofía de aquellos diálogos vul- sa íácil la de gustar á muchos hombres!...
viejos asientos recibieron la presión ca- cuencia, iba á verme: su imaginación de gares, sostenidos en un cuarto interior y Nanquín me miró desconcertado por el
riciosa de tantos cuerpos femeninos. In- poeta, excitada entonces por el aguar- sobre viejos muebles que á todas horas ritmo de aquella contestación siempre re-
dudablente estaba borracho; yo reía es- diente ó por el vino, me magnificaba, en- parecían recordarme las alturas de don- petida.
cuchándole, porque algunas de sus im- contrándome bellísima, un poco triste y de f u i cayendo?... Yo proseguí:
provisaciones tenían verdadera gracia. con la solemnidad y grandeza inolvida- —Como he tenido relaciones con un
Consuelo Vera también reía, envanecién- bles de las pirámides; mi frente tenía la Antonio era un bebedor insaciable; no
recuerdo haber conocido nadie que bebie- novelista, sé mucho de esto. El artista
dose del buen efecto que las originalida- melancolía de las vírgenes muertas. que se vende á un editor, es como la he-
des de Antonio Nanquín me causaban. se más que él: generalmente libábamos
Estos requiebros, aunque mentirosos, aguardiente, inspirados por el deseo de tera que tiene un amante; el editor le vis-
Luego dijo, dando á sus palabras tono me halagaban arrullándome con el ritmo te, le mantiene... y hasta pone cierto or-
confidencial: emborracharnos pronto.
de todas las músicas agradables. Antonio, —Bebe—decía Nanquín presentándo- gulloso empeño en que aquél brille y va-
—Tengo dos pesetas: quieres quo com- como Diego F e r r e r . tenía el labio inferior
p r e una botella de aguardiente? me un vaso,—bebe, ¿no estás triste? ya bien vestido, temiendo justamente que
colgante y los ojos exaltados y claros; por las malas trazas del otro, puedan juz-
Antenio oyó lo proposición de mi multitud de leves arrugas cortaban en —Sí.
—¿Muy triste? garle á él desfavorablemente; y por igual
amiga. direcciones varias su semblante descolo- razón, el escritor que trabaja para mu-
—Pago—dijo—una docena de pasteles. rido y fofo; caminaba como los atáxicos, —Muy triste, sí. ¡Más triste que tú!
—Mentira. chos editores y no tiene sueldo fijo, se
—Y j o — r e p u s e animándome súbita- y aunque no había cumplido treinta años, parece á esas mujeres que andan por ahí,
mente—pago otra peseta de aguardiente ya estaba completamente calvo; los ex- —-Verdad; más trisre que tú... porque de zoco en colodro, á caza de aventuras.
y dos pesetas de salchichón. cesos que derribaron su cabellera, llena- estoy más sola. Todos, vosotros y nosotras, servimos de
Después, sobreponiéndome al réúma ron de canas su retorcido bigote de mos- —Tampoco eso es cierto: más solo, más
que me anquilosaba las piernas, me le-
recreo al público y vivimos mientras —Nada.
gustamos;luego, no bien dejamos de agra- —Ni el recuerdo... cia vino á probar lo contrario, obligándo- —No importa — decía, — esta gentuza
dar, las m u l t i t u d e s nos vuelven la espal- —Ni aún eso. me á descender otro peldaño, acaso el úl- que gasta el dinero con la misma facili-
da y la miseria y el olvido nos cierran el Hubo otro largo silencio, que yo inte- timo. E n poco tiempo la miseria me había dad con que lo cobra, siempre deja algo á
paso. ¿Quién comprará t u s versos, desdi- rrumpí: obligado á cambiar de casa varias veces: ganar.
chado, cuando quedes sin talento? A raí, — T ú — d i j e — n o supiste componer un de la calle de Lavapiés me trasladé á la Creo, sin embargo, que la conducta de
que y a soy vieja, ¿quién querrá comprar- libro que dure... Yo no he podido conce- de San J u a n , luego á la de F ú c a r , más Consuelo no era completamente interesa-
m e mis caricias?... Somos anormales,dese- bir un h i j o - tarde á la plaza de San Gregorio... y des^ da, con exclusión de todo otro senti-
quilibrados infelices que hallaron en el Antonio Nanquín tenía los párpados p u é s no sé á cuántos sitios más. Consue- miento ajeno á la idea de lucro, sino que
mismo desconcierto de sus nervios un enrojecidos por el llanto; mis mejillas lito Vera que había reñido con Rufino, vivía así porque aquel vicioso ambiente
medio de lucha: adoramos lo imprevisto también estaban bañadas en lágrimas. E l me propuso v i v i r j u n t a s y y o acepté: el halagaba su carácter irregular, aficionado
y explotamos lo raro, lo superfluo y, poeta, algo más repuesto, levantó su copa ideal de mi amiga era abrir un lupanar. inconscientemente á la perversidad.
siendo pobres, vivimos siempre entre llena hasta los bordes de aguardiente, in- —¡Ah, si yo tuviese dos mil ó t r e s mil Esta sociedad, tan diferente de aquella
aristócratas y gentes ricas, porque el ar- vitándome con un gesto á hacer lo mismo. pesetas!—murmuraba sumergiéndose en otra elegante y bien educada que yo co-
te como el amor, son superfluidades ó —Somos dos miserables—exclamó. la ideación de aquel sucio proyecto como nocía,- cautivaba mi atención: una de
paramentos sólo accesibles á los felices. Yo repetí, alegrándome por p r i m e r a quien se abis&a en una mina de oro... nuestras jóvenes amiguitas, era francesa;
Yo. que vendí todas mis gracias, estoy en vez de hallarme tan baja. Vivíamos entonces en un cuarto inte- otra, valenciana, y todas tenían cabezas
la miseria: ¿qué será de tí, cuando t u ce- —Sí; dos miserables... abyectos y bo- rior de la calle Cruz, al cual concurrían pequeñas y de brillantes y bien rizados
rebro fatigado agote todas las seduccio- rrachos. algunas muchachas pobres de c u y a belle- cabellos. Ellos eran artesanos que, ni te-
nes de su pensamiento?... —Eso es—repuso Nanquín,—tú lo di- za consuelo era principal administradora. nían trabajo ni pensaban buscarlo, y que
Antonio Nanquín, agobiado bajo el do- jiste: borrachos... No importa; el mundo También iban t r e s ó cuatro hombres, casi si hablaban de sus oficios era para no de-
ble peso de su dolor y de su borrachera, es malo; olvidémoslo volviendo á b e b e r - todos jóvenes que, según luego supe, ex- mostrar por modo demasiado ostensible,
murmuraba: plotaban á sus queridas, quitándolas pol- que vivían de las mujeres. L a seriedad es
Nanquín estaba alcoholizado: muchas
la f u e r z a ó con caricias, cuanto dinero uno de los rasgos más chocantes y gra-
—Tienes razón, sí... tienes razón... veces le vi ante el mostrador de una ta-
podían. A mí, que siempre anduve entre ciosos de la chulería madrileña. E l verda-
Añadí bromeando: berna, balanceándose sobre sus piernas
gente rica, m e extrañaba hallarme otra dero chulo, dando á este calificativo su
— E n fin, yo, por razones de edad, iré inseguras y mirando al tabernero sin
vez, como al principio de mi carrera, en- acepción más exacta y ceñida, es, antes
al Hospital antes que tú. Pero, no impor- acertar á pedirle el vaso de aguardiente
t r e hombres pobres, rústicos y mal ves- que nada, un hombre serio, sobrio en pa-
ta: allí te espero... que deseaba. L a borrachera le idiotizaba,
. tidos, á quienes la lucha por la vida pre- labras, parco de ademanes, reflexivo y
- - S o m o s dos vencidos—murmuró Nan- convirtiéndole en una verdadera bestia,
ocupaba. que reirá m u y poco y sólo cuando el
quín.—por eso estamos juntos... que, co- puerca y muda: el hilo de babas que salía
Todas las noches se reunían en el co- dicho ó hecho sometido á su considera-
mo el mar, la vida arroja los cadáveres por sus labios entreabiertos, manchaba la
medor de nuestra casa, acompañadas de ción. merezca ser m u y celebrado. E l chulo
do los que en ella naufragaron hacia las camisa; no podía desnudarse ni ejecutar
sus respectivos amantes, dos ó t r e s mu- no es el obrero disipado que gasta entre
mismas playas. ninguna operación que exigiese cierta co-
j e r e s que pasaban el rato allí jugando á la noche del sábado y la tarde del domin-
Rompió á llorar; era un fracasado que ordinación de movimientos; muchas no-
las cartas ó á la lotería: las veladas se pro- go su jornal de la semana, ni es el estu-
moría sin gloria; la i n g r a t i t u d y la envi- ches, relajados sus músculos por la acción
longaban hasta m u y tarde; el frío nos diante mocero de los bailes públicos, ni
cia le impidieron vencei\ A pesar de mi enervadora de la embriaguez y perdida
obligaba á cerrar herméticamente las es el torero andaluz, expansivo y habla-
oorrachera, comprendía perfectamente toda conciencia, Antonio Nanquín se ori-
p u e r t a s y ventanas de la habitación; algu- dor, que con sus riñas ó sus alegrías albo-
ás angustias de aquella p o b r e alma roída naba en el lecho; el frío de aquellas hu-
nas veces nos regalábamos el paladar con rota los colmados: el chulo neto, habla
por el vicio: no tenía dinero, ni prestigio medades me despertaba y aun no he po-
una botella de aguardiente pagada á es- poco y pone su cuidado mayor en escu-
literario, ni ninguno de aquellos placeres dido olvidar el olor nauseabundo que du-
cote: todos, hombres y mujeres, f u m a - char atentamente y de modo que su cara
con que su ilusionada p r i m e r a mocedad rante estas horas de estúpida orgía va
ban, y aun recuerdo, como si acabase de no refleje emoción ninguna; después con-
soñó: y, si en tales m o m e n t o s compartía heaban las carnes de aquel miserable.
verlo, el cuadro compuesto á la luz del testará reposadamente y dando á sus pa-
mi pobreza, era por necesidad, porque no Mis relaciones con el poeta duraron poco;
quinqué -suspendido del techo sobre la labras intención punzante y grave autori-
oonocía otra m u j e r con quien m a t a r su f u é este un enredo ilógico: Antonio me
mesa, p o r aquellas cabezas innobles ó lo- dad. L a indumentaria de este tipo es, co*
horrible fastidio de artista derrotado. Be- despreciaba por vieja y por fea; yo tam-
cas, absortas en el vaivén de los naipes rao su psicología, amanerada y cursi:, el
bimos en silencio otras m u c h a s copas, y bién le aborrecía por menguado y abyec-
b a j o ' la atmósfera gris formada por el cuello de la camisa b a j o , ' l a corbata de
lo hicimos pausadamente, reteniendo al- to. No obstante, seguíamos llorando y be-
h u m o de los cigarrillos. A l g u n a s veces nudo, la americana entallada y corta, los
gunos segundos el aguardiente e n la bo- biendo juntos, reconociendo alegremente
yo solía rebelarme contra estas reuniones cabellos planchados sobre las sienes— Yo
ca, y sintiéndolo b a j a r p o r la garganta. nuestra degradación— Parecíame imposi-
que nos costaban, por lo menos, quince ó pasaba ratos deliciosos examinándoles,
—N ada queda d e t r á s de nosotros—mur- ble que ninguna m u j e r hubiese bajado
veinte céntimos diarios de petróleo. Mi destornillándome de risa ante la cómica
muró Nanquín. más que yo, y, sin embargo, la experien-
amiga se encogía de hombros. gravedad de sus rostros afeitados; pero
MEilORIAS DE U S A COP.TESAXA 225

Comprendí, sin embargo, que algo noble


otras veces me aburrían y de buena vo- protestaba aún, desde mi conciencia, con-
luntad les hubiese arrojado de allí a tra el puerco deseo; era necesario ahogar
puntapiés. este escrúpulo bebiendo más.
Una noclie el amigo de la francesita me —¡Dame aguardiente!—grité abrazan-
presentó al ebanista Paco Leal, á quien domeámi galán;—quiero emborracharme.
llamaban Ortivas, y del cual me habían Paco cogió la botella, sirviéndome un
hablado m u y bien, ponderando su gracia vaso de medio cuartillo, que yo apuré de
y lo solicitado que estaba de las mujeres. un trago, apoyándome contra la pared
E r a un joven moreno, delgado y de m e - para no caer"; todos aplaudieron, admiran-
diana estatura; tenía la frente y los ojos do mi fortaleza. En medio del desatado
grandes, su cuello largo y su semblante huracán que atronaba mi cerebro, perci-
enjuto terminado en una boca puntiaguda bía un confuso clamoreo de risas y de
como un hocico, acusaban hipocresía y voces.
travesura de carácter: un mechón, cuida- —¡Miradla vieja—decían,—que buen
dosamente rizado, de cabellos, le llegaba
al entrecejo, afeminando la expresión de mozo se lleva!
su rostro lampiño; vestía traje negro: so- —Todos se abrazaban bajo la luz del
bre la abullonada pechera de la camisa quinqué, que palidecía tras el humo de
flotaban con estudiado desgaire las pun- los cigarros; mis cabellos blancos y la
tas de un pañuelo rojo. E l tipo aquel, en vieja cabeza de Consuelo pintaban dos
suma, me pareció insignificante y ri- manchas desagradables en aquella baca-
dículo. ., nal disparatada y un poco triste de aque-
El Ortigas procuró distraernos rehrien- larre. Yo había enlazado mis brazos al
donos sentada y campanudamente sus re- cuello de Leal.
laciones con P e p a l a Gorda y J u a n a la —¡Dame más aguardiente!—repetía;—
Partía, á quien quiso matar por celos: am- ¡más... más!...
bas eran dueñas de casas públicas. Mien- Y él, borracho también, murmuraba ... como yo no la oigo bien, levanto los brazos y las piernas tan á dostien^o.. C27)
tras Paco Leal hablaba, los demás hom- apretando los dientes, entornando los
bres le miraban atentamente, como com- oíos:
prendiendo y participando de los sufri- pie á tierra y vino á saludarme; le hallé gió varias" preguntas, demostrando i n t e
—¡Toma... toma... lo que quieras... si m u y cambiado, se había dejado la barba. res hacia mí; según éi, yo tenía la culoa
mientos que" por hembras de tanto mérito t e daría mi sangre!
padeció aquel noble y apasionado cora- —Adiós, mujer; ¿qué es de t u vida? de que no nos viésemos.
El Ortigas era un bribonazo con quien —¿Y de la tuya? —¿Para qué?—repuse.—Estamos me-
ión; entretanto las copas de aguardiente apenas tuve relaciones quince ó veinte
continuaban vaciándose con acelerada re- días; el charrán no se cansaba de explo- E l alimentaba esperanzas de llegar á jor así.
gularidad. A media noche todos estába- tarme, quitándome cuanto dinero podía; ministro en la próxima crisis; tenía cua- Maldonado se encogió de hombros.
mos borrachos: algunas parejas desapa- llamándome vieja sorda y asegurando renta y un años: yo le escuchaba impa- —¿Dónde puedo escribirte?—dijo.
recieron en la obscuridad de las habita- que los hombres como él merecen ser sible, como si todo afecto hubiese muer- Pensañdo en la frecuencia con que la
ciones contiguas; mientras Georgina, la bien pagados. to dentro de mí. miseria me obligaba á cambiar de domi-
francesa, bailaba el cancán poniéndose las Una vez que me opuse rotundamente a —¿No lees periódicos?—dijo. cilio, repuse:
faldas alrededor del cuello, el Ortigas co- tan injustas exacciones, me pegó, bañán- No comprendí bien y tuvo que repetir —Escríbeme á Lista de Correos.
menzó á cortejarme en alta voz, como domela cara en sangre; aquella escena se su pregunta levantando la voz. Sin más, nos separamos. Aunque esta-
queriendo dar público testimonio de su repitió varias veces; entonces le despedí, —No—repuse,—hace tiempo que per- ba bien persuadida de que J u l i o no so
irresistible habilidad y precipitado y to- y él, que comprendía mi pobreza extre- dí esa afición. molestaría en enviarme ninguna carta,
tal rendimiento mío. mada, no volvió. —Pues, á propósito de la próxima cri- como la esperanza arraiga tan fácilmen-
Pocos meses después, Consuelo y yo sis—añadió, —un periódico ministerial te en nuestras pobres almas, raras fue-
—A mí—decía mirando á la reunion me ha propuesto para la cartera de Gra- ron las semanas que dejó pasar sin ir á
con apicarados ojos,—me gustan las ga- nos trasladamos á otra boardilla de la
calle Pizarro. cia y Justicia. Lista de Correos. Es aquel un local ló-
llinas viejas. Hice un gesto afirmativo, significando grego y estrecho, limitado al fondo por
De pronto, mareada como estaba por el Una noche, atravesando la ptoza de
que celebraba la noticia. Julio me diri- los trece barrotes verticales de una reja.
alcohol, *uve el capricho de entregarme Celenque, vi á Julio Maldonado, que iba MEM0RIAS-—29
una vez más, probándome de este modo en un coche del Ateneo; al reconocerme,
)ue los hombres todavía gustaban do mí. Julio mandó detener el vehículo, echó
226 i n c u m p l i d a . Hacía mucho tiempo
Yo me acercaba á la ventanilla sintiendo
en la o f g a n t a una molesta opresión.
_ ¿ l l a v carta para Isabel Ortego?
E l empleado contestaba:
—¿Trae usted cédula?
—¿Cómo?—respondía y o
adelantando el busto y pomendome una
mano detrás de la oreja. ie ruego
—¡Que si trae usted cédula.
• \ y, s í . . si señor'.--
j o i & a s ^ j s g kt
E r a una cédula antigua, á la que jo,
corrigiendo la fecha de su expendicion
di nueva validez. La Lista de Correos es
el centro á donde converjen los vagabun ludaba sin detenerse. ,Jamas m j
Ti •KKrW ;Oh!... saber que el m u n VIII
I s de cada ciudad ó cuantos, por algún
concepto, viven fuera de lo legal- aiU
reciben sus cartas los que no tienen casa,
Ms mercaderes q « ^ » ® ^ ® Nota del autor
co limpios, los m a n d o s adultero*, las es
p o s a í ivianas, las heteras que padecen
un amo de quien deben guardarse; las r r r r ó t S ^ r c o n c e b i , nada
irregulares, en fin... ¡Oh! ¡Cuánto,. volú- Desde este momento las Memorias de ses. Realmente, más que una criada, soy
menes podrían componerse marrando los m á S h I h d a d o r e s que os levantáis ta- Isabel Ortego, pierden su unidad: las úl- para ellas un aya ó señora de compañía:
amores las estafas, los c a m i n a l e s propo timas cuartillas son un manojo de notas me han comprado ropa interior de la que
a a 7 l a i m a S S 5 ™ d o en el pecho con
X de infanticidio ó p a c i ó n y tam- inconexas, escritas con letra impaciente y me hallaba completamente desprovista y
bién las historias de abandono, de mise rápida: caracteres mal diseñados, cuadros dos t r a j e s negros; muchas veces las acom-
r S v de lágrimas, que han pasado por inconcluídos, momentos psicológicos des- paño al campo, cuando van con hombres
a q u e l l a ventanilla de la calle C a r r e t a . . . critos atropelladamente y bajo el imperio desconocidos de quienes temen alguna
Como era de preveer, mi esperanza de ante vuestra puerta«'... de una impresión... todo perdido bajo el celada, y al teatro. Yo, que las quiero bien,
recibir carta de J u l i o Maldonado, quedo difumino nivelador de una melancolía in- me desvivo por servirlas, y me enfurez-
mensa.' E s t a s notas, sin embargo, van pu- co conmigo misma Cuando mi sordera me
blicadas á continuación ajusfándome fiel- deja incurrir en alguna indiscreción ó
mente al manuscrito que de manos de torpeza.
Isabel Ortego recibí, con lo que el lector Amalia Pérez tiene veintidós años y es
podrá seguir derechamente y sin obstácu- de mediana estatura y "muy redonda y
los ni tropiezos, la cruel línea descenden- apretada de senos y de caderas: general-
t e recorrida por aquel gran espíritu en su mente lleva los negros cabellos peinados
doloroso crepúsculo. hacia atrás; los ojos también son negros:
baila tangos y canta á maravilla y tiene
5 Junio una boca preciosa. Muchas tardes, yo, re-
cordando mis buenos tiempos, la invito á
bailar y pasamos ratos m u y divertidos:
E s t o y sirviendo en casa de la valencia-
Georgina. echada en un sillón, ríe hasta
na Amalia P é r e z y de la francesita Geor-
llorar, sujetándose el vientre con ambas
gina, que tienen en la callo Barbieri un
manos; Amalia canta y baila, y como yo
entrésuelito m u y lindo. Mis amitas sue-
no la oigo bien, levanto los brazos y las
len incomodarse conmigo por mi excesi-
piernas tan á destiempo y f u e r a de pro-
v a afición al aguardiente, pero me respe-
pósito, que mis amas se despican de risa.
tan porque conocen mi historia, la noble-
Mis pies, calzados con viejas chanclas, es-
za de mi corazón y la fidelidad maternal
tán ya m u y torpes; las faldillas de percal
con que custodio y defiendo sus intere-
APÍXí %
226 i n c u m p l i d a . Hacía mucho tiempo
Yo me acercaba á la ventanilla sintiendo
en la o f g a n t a una molesta opresión.
- ¿ H a v carta para Isabel Ortego?
E l empleado contestaba:
—¡¡Trae usted cédula?
—¿Cómo?—i-espondía y o
adelantando el busto Y pomendome «na
mano detrás de la oreja. ie ruego
—¡Que si trae usted cédula.
• \ y, s í . . sí señor'---
j o i & a s ^ j s g kt
E r a una cédula antigua, á la que jo,
corrigiendo la fecha de su expendicion
di nueva validez. La Lista de Correos es
el centro á donde converjen los vagabun ludaba sin detenerse. ,Jamas m j
Ti .Mada' ;Oh!... saber que el m u n VIII
dos de cada ciudad ó cuantos, por algún
concento, viven fuera de lo legal- a l a
reciben sus cartas los que no tienen casa,
Ms mercaderes Nota del autor
co limpios, los m a n d o s adultero*, las es
posasenvianas, las heteras que padecen
r r r r ó t S ^ r c o n c e b i , nada
un amo de quien deben guardarse; las
irregulares, en fin... ¡Oh! ;Cuá#OS volú- Desde este momento las Memorias de ses. Realmente, más que una criada, soy
menes podrían componerse marrando los m á S h I h d a d o r e s que os levantáis t e , Isabel Ortego, pierden su unidad: las úl- para ellas un aya ó señora de compañía:
amores las estafas, los c a m i n a l e s propo timas cuartillas son un manojo de notas me han comprado ropa interior de la que
a a 7 l a i m a S S 5 ™ d o ea el pecho coa
X de infanticidio ó p a c i ó n y tam- inconexas, escritas con letra impaciente y me hallaba completamente desprovista y
bién las historias de abandono, de mise rápida: caracteres mal diseñados, cuadros dos t r a j e s negros; muchas veces las acom-
ria V do lágrimas, que han pasado por inconcluídos, momentos psicológicos des- paño al campo, cuando van con hombres
a q u e l l a ventanilla de la calle Caí-retos .. critos atropelladamente y bajo el imperio desconocidos de quienes temen alguna
Como era de preveer, mi esperanza de ante vuestra puerta«'... de una impresión... todo perdido bajo el celada, y al teatro. Yo, que las quiero bien,
recibir carta de J u l i o Maldonado, quedo difumino nivelador de una melancolía in- me desvivo por servirlas, y me enfurez-
mensa.' E s t a s notas, sin embargo, van pu- co conmigo misma Cuando mi sordera me
blicadas á continuación ajusfándome fiel- deja incurrir en alguna indiscreción ó
mente al manuscrito que de manos de torpeza.
Isabel Ortego recibí, con lo que el lector Amalia Pérez tiene veintidós años y es
podrá seguir derechamente y sin obstácu- de mediana estatura y "muy redonda y
los ni tropiezos, la cruel línea descenden- apretada de senos y de caderas: general-
t e recorrida por aquel gran espíritu en su mente lleva los negros cabellos peinados
doloroso crepúsculo. hacia atrás; los ojos también son negros:
baila tangos y canta á maravilla y tieno
5 Junio una boca preciosa. Muchas tardes, yo, re-
cordando mis buenos tiempos, la invito á
bailar y pasamos ratos m u y divertidos:
E s t o y sirviendo en casa de la valencia-
Georgina. echada en un sillón, ríe hasta
na Amalia P é r e z y de la francosita Geor-
llorar, sujetándose el vientre con ambas
gina, que tienen en la callo Barbieri un
manos; Amalia canta y baila, y como yo
entrésuelito m u y lindo. Mis amitas sue-
no la oigo bien, levanto los brazos y las
len incomodarse conmigo por mi excesi-
piernas tan á destiempo y f u e r a de pro-
v a afición al aguardiente, pero me respe-
pósito, que mis amas se despican de risa.
tan porque conocen mi historia, la noble-
Mis pies, calzados con viejas chanclas, es-
za de mi corazón y la fidelidad maternal
tán y a m u y torpes; las faldillas de percal
con que custodio y defiendo sus intere-
APÍXí
que lleyo en casa, apenas me cubren las llaba, ocupando en la mesa el menor espa-
piernas; sobre el abdomen, un poco hin- de orgía, conoció á un joven inglés silen- «¿Qué haces?»—preguntó.—«Ya ve usted
cio. ¡Y pensar que veinticinco años antes cioso y frío como una estatua: una impa- —repuse bajando los ojos,—lo de siem-
chado por la falta de corsé, cuelgan y hubiera sido la reina indiscutible de esta
tiemblan los lacios pechos; los vaivenes y fiesta! sibilidad absoluta helaba sus facciones, pre: servir...»—Pues eres m u y bonita—
agachadillos de la danza desanudan mis no movía los brazos, sus ojos azules no dijo—y no mereces estar así; ven maña-
blancos cabellos: todo esto me ofrece do- Uno de aquellos señores, advirtiendo parpadeaban. No obstante, decían que era na y te haré un regalo...» Al día siguien-
blemente grotesca y ridicula, con lo que m i tristeza ó la frecuencia con que yo un hombre de fuego á quien las cortesa- te, no bien me vió, salió del café, entre-
experimento extraña satisfacción; he per- llenaba de vino mi vaso, me ofreció una nas de Londres devoraban muchos millo- gándome allí mismo, delante de tos tran-
dido el sentimiento de la coquetería, con- copa de champagne, que apuró de un nes. El exterior impenetrable de aquel seúntes admirados, un corte de vestido,
vencida de que no puedo agradar; soy trago.
alma ardiente, cautivó á Georgina, idóla- un billete de cincuenta pesetas y un flo-
una especie de clown triste que sólo as- —Beba usted más—dijo. tra de lo raro] obligándola á descubrir rero repleto de varas de nardo.— «¡Ea—
pira á divertir exagerando su propia feal- —Háblala recio—interrumpió Amalia, por sí misma el misterio de la estatua. exclamó;—ya eres una mujer indepen-
dad. —porque es sorda. diente! Acabo de darte una profesión: la
-—¿Y qué?—preguntaron todos.
Yo repuse: —Nada concluyó la narradora,—que de florista: un padre no hubiera hecho
Georgina parece más joven que su ami-
ga; es alta, delgada y tiene una cabecita —Gracias, caballero; no me atrevo á s u f r í , u n a desilusión: era un hombre co- más por ti...»
adorable, sonrosada y redonda como una beber tanto; temo emborracharme. mo los demás... Amalia calló, refrescándose la gargan-
cabeza de muñeca; sus cabellos son ru- —¡No importa! — exclamó llenando L a historia de la francesita fué mal re- ta con un trago de chahipagne; los hom-
bios, el timbre pastoso de su voz v sus nuevamente mi copa de champagne,— cibida; nadie comprendió su psicología. bres aplaudieron; aquella anécdota era pi-
estridentes carcajadas de loca, me recuer- ¡no importa!... De aquí el más cuerdo ha Entonces Amalia pidió la palabra para cante, original y bonita. Matilde pidió
dan las alegrías nerviosas de Carmen Are- de salir á gatas.
referir la historia de su primer desliz y autorización para hablar; la aventura que
llano, y largas historias repletas de des- Tal predicción, efectivamente, no pa- el extraño espaldarazo con que su inicia- prometía referir era más interesante que
ilusiones y de lágrimas pasan por mi recía exagerada: á los postres todos está- dor la graduó mujer de mundo. Aquello ninguna otra, por referirse, aunque de
frente. bamos borrachos: Amalia Pérez y Matil- prometía ser interesante; todos escucha- soslayo, á lo que en momentos tales esta-
de se habían quitado los corsés; Georgina ron. ba sucediendo allí.
Amalia y Georgina, que gustan de an- bebía el vino en los labios de su amigo;
dar por casa medio desnudas, están siem- yo acodada sobre la mesa para guardar Perezosamente Amalia habló. F u é —Gracias á ella—prosiguió—paso la
pre midiéndose las pantorrillas y los bra- mejor el equilibrio, hacía esfuerzos he- aquel un lance m u y sencillo, m u y vulgar. noche con vosotros.
zos. Amalia Pérez quiere enflaquecer; la roicos por conservar el imperio de mí Ella acababa de llegar á Madrid, tenía Estoy cierta de que nadie, excepción
francesita, por el contrario, en su anhelode dieciséis años y estaba de camarera en hecha de mí, comprendió la triste y fo-
engordar, ha empezado á tomar pildoras misma. La tristeza me invadía; era una
meditación imbécil, gris como las colum- una casa de huéspedes. Allí el trabajo era lletinesca originalidad del lance por Ma-
de arsénico. Frecuentemente las sorpren- grande, el sueldo escaso; Amalia madru- tilde contado; y no es de extrañar que
do examinándose delante de un espejo. nas de polvo que el viento levanta en los
caminos: yo moriré y la juventud, una gaba con la aurora y por las noches se re- así fuese, pues únicamente yo me halla-
—Estoy más delgada que antes—dice juventud que no me amó, seguirá riendo cogía m u y tarde, después que todos esta- ba al tanto de ciertos íntimos y m u y re-
Amalia. y cantando... ban acostados: entonces, metida en su le- servados pormenores.
—Y yo—responde Georgina —mucho cho, la pobre lugareña lloraba de aburri- En cierta capillita del barrio Chambe-
mas gruesa. Se referían chascarrillos y . anécdotas. miento, acariciando la visión de venturas rí, decía misa u n anciano cura que fué ac-
Alguien dijo: inciertas y grandes. Un domingo por la tor, y con quien Matilde, muchos años
Después se azotan y se besan: las no- -Tú, Isabel, cuéntanos algo...
ches en que sus amigos no van á verlas, noche, volviendo del teatro, conoció al antes, cuando don Rafael aun no se ha-
Otro añadió: pintor Paco Lasanta, quien la deslumhró bía retirado del teatro, tuvo relaciones y
suelen dormir juntas. Dicen que Georgi-
na y su amiga se quieren torpemente. —Sí, eso es; tú, que eres vieja, debes y sedujo en pocas horas... Y fué porque un hijo. La mañana del día en que oeu-
Tal vez: ni lo sé, ni me importa... ni las de saber muchas historias; cuenta, cuenta, había de ser, porque la virginidad es un .rrió lo que voy refiriendo, don Rafael
censuro. l o d o s hablaban. dique opuesto á la ambición de las muje- probablemente, acababa de echar con ma-
—¿Quién te engañó, Isabel?... res pobres. Poco después el pintor olvi- no distraída la absolución sobre la cabe-
-^¿Cuánto dinero cobraste por tu pri- daba su conquista; ella que le quería, le za de la última devota que fué á impor-
mera noche? ¡Dilo, sin mentir!... buscó varias veces y siempre le hallaba tunarle con sus confesiones, y permane-
boches atrás estuve cenando con mis Georgina acudió en mi auxilio.
amas y una joven llamada Matilde en un —¡Isabel—exclamó—no se acuerda de junto á una ventana del café Suizo, bro- cía en el confesonario absorto, evocando
comedor de Fornos;nos acompañaban tres nada.... Oid; quiero referiros una historia meando con un grupo de amigos. sus ya remotos triunfos de actor, sus am-
caballeros aristócratas, m u y planchados m u y rara. —Unatardede Agosto—prosiguió Ama- biciones pretéritas, sus viajes y toda
y elegantes, que me recordaron mis bue- lia,—Paco, en vez de saludarme desde le- aquella vida de telón adentro, abigarrada
Los más díscolos prestaron atención, jos como otras veces hacía, salió á la ca- y mareante como la sucesión de paisajes
nos tiempos. Todos charlaban formando porque el vino, á ratos tiene curiosidades
alegro y ensordecedor guirigay; yo, com- lle, con lo que me puse m u y colorada, que huyen ante las ventanillas de los tre-
vehementísimas. Georgina comenzó á ha- pues yo era una mozuela casi andrajosa nes en marcha; y acaso lloró también una
prendiendo mi inferioridad, comía y ca- blar: en cierto café de París, una noche y él un hombre elegante y de mundo.—• vez más la ingratitud de Matilde, quien,
velaciones le había privado de conoci- un hombre griego, ágil, musculoso y be-
llo como Antinóo; aun no ha cumplido
miento; s u rostro parecía más lívido, sus
con sus desvíos, le sugirió la idea de ton- aletea en un cuarto cerrado; la humedad cabellos más blancos. La joven, extra- treinta años; va completamente afeitado y-
surarse, echando por sus hombros aque- había pintado grandes manchas negruz- ñando aquella qiv'etud, se puso en pie y sus cabellos son negros, ensortijados y
lla austera sotana que le separaba del cas en la parte inferior de los muros en- miró: el anciano clérigo estaba inmóvil, cortos; su voz y sus genialidades me re-
mundo. En medio de tal derrumbamien- yesados; dentro, en la sacristía, resonaba con la cabeza y los brazos colgantes y lacuerdan las de Paco Narbona, pere éste
to, personas que le conocieron bien, sa- el golpeteo insólito de un postigo que el boca entreabierta... era más irascible y sus borracheras, ge-
bían que el viejo sacerdote conservaba viento abría y cerraba violentamente. —¡Se ha dormido!—pensó Matilde. neralmente, tenían mal epílogo. Vicente
tuia l e . d i j e y tesoro de su alma; fe can- Bajo la sombra que proyectaba la escale- Y salió de la iglesia. Spart deja que Baco y Cupido presidan
dorosa, ingenua como una oración infan- rilla del piilpito, había un confesonario, —Al llegar á la calle—prosiguió la na-su juventud; bebe hasta caer y se despe-
til: la seguridad de que Matilde no le dentro del cual se insinuaba la silueta de rradora,—me encontré con Amalia yGeór- rece por las mujeres: tiene un médico que
burló nunca, de que no perteneció á na- un cura viejo, que parecía dormir con un gina, que llegaron como caídas del cielo.le acompaña en todas sus orgías, para
die mientras fué suya, y de que el hijo devocionario abierto sobre las rodillas. Georgina me habló de vosotros, invitán- cuidarle si riñe y es herido, ó cuando los
que tuvieron, y que murió á poco de na- Matilde se acercó. Don Rafael, despertado dome á cenar en vuestra compañía; esta placeres le dejan rendido, maltrecho ó
cer, era de los d o s - bruscamente de sus pensamientos, miró á
la pecadora entreviendo un rostro joven proposición, espantando mis recuerdos, moribundo. En esto mi espíritu aventu-
Matilde empezó explicándonos su amor que las blondas de una espesa mantilla rero ve algo neroniano, algo admirable y
se llevó con ellos mis penas; la alegría de
á la Virgen: este cariño la redimía y en- ocultaban, y que, seguramente, había vivir tornó á apoderarse de mi alma. muy grande que no suele hallarse en los
salzaba; la Virgen, todo misericordia, visto otra vez... «¡Viva la vida!» exclamé: y aquí me te- demás hombres: el marqués del Atajo
comprendía las veleidades de su corazón —Padre... néis... ama y bebe hasta morir; es una indife-
pecador; mientras la Virgen viviese den- —Hija mía... Calló, vaciando majestuosamente una rencia á la vida y una sed de goces dig-
tro de ella, Matilde estaba segura de no copa de vino. nas de un emperador romano.
ser enteramente mala. Empezó la confesión; fué u n a franca
—¿Y el cura?—preguntaron todos ,— El siguiente rasgo pintará su concupis-
Aquella mañana Matilde experimentó confesión de mujer arrepentida sincera- ¿qué f u é del cura? ¿Te echó 4a absolu- cencia insaciable de cosaco.
repentinos y vehementes deseos de con- mente: lo dijo todo, todo... con la valentía ción? Una noche de borrachera e l marqués
fesarse, concretando en palabras lo que en tranquila del moribundo que ya nada.pue- Matilde lanzó una aiegre carcajada. fué á una casa pública donde permaneció
su alma tan bien guardado tenía, y de- de temer de los hombres. Refirió su lle- —¡Ah!... ¿No sabéis?—dijo,— ¡un lance encerrado más de quince días. Cansado
seos de ver á la Virgen; pero no en un gada á Madrid, su caída, sus errores su- muy chusco!... ¡El cura no pudo absol- de las mancebas que allí había, pidió
templo aristocrático, sino en una de esas cesivos. Al pronunciar el nombre del verme! otras... y luego otras... Las alcahuetas re-
capillitas de los arrabales, ocultas entre actor Rafael Marín, el cura lanzó un sus- —¿Cómo? ¿Por qué?... corrieron los lupanares mejores, buscando
dos casas m u y altas: representósela de piro ahogado. —Porque, oyendo mi confesión, el po- prostitutas que ofrecer á la voracidad de
pie sobre un altar, con su amplio manto —No he vuelto á saber de él—dijo Ma- Spart. Vicente, no bien las poseía, las re-
tilde;—probablemente ha muerto: ¿le co- bre hombre, que es muy viejecito, se
de terciopelo carmesí, su largo semblante quedó dormido. chazaba; su médico no podía contenerle.
hebraico, sus grandes ojos inmovilizados noció usted? Como en las plazas de toros el público
por el dolor... Matilde llamó á su donce- —Sí, mucho..» —¡Dormido!—repitió Amalia.
—Sí. grita:
lla, dando orden de que preparasen el co- Animada por el silencio de aquella
—¿De veras? —¡Caballos, caballos!
che. Entretanto volvió á adormecerse: se iglesia pobre, un silencio absoluto como Así el marqués, desnudo y borracho
veía atravesando el pórtico de la iglesia, el que ilota sobre los cementerios rurales —Palabra de honor.
—¡Naturalmente! — exclamaron aque- como un fauno, pedía:
persignándose luego junto á la pila del y por aquel cura viejo, de raída sotana, . —¡Mujeres, mujeres!
agua bendita, después atravesando la que sólo estaría acostumbrado á recibir llos caballeros,--—¿qué les importan á los
nave desierta, más tarde de hinojos ante confesiones vulgares de mujeres plebe- viejos las novelas de amores? Te digo que Mientras Vicente y Georgina se besa-
la verja de una capilla anegada en la p e : yas, Matilde siguió hablando; á Rafael le ban sobre un diván, yo, sentada á la mesa
el desenlace de t u aventura tiene gracia...
numbra soñadora de los santuarios- quiso mucho; después empezó á olvidarle ¡muchísima gracia!... del festín entre dos botellas do cham-
poco á poco, hasta que la pasión murió á Y todos reían felices, levantando sus pagne, bebía hasta emborracharme. E s m i
Matilde llegó á una iglesia pobre donde manos del cansancio; el hastío es enemigo copas. única alegría y sólo estoy contenta cuan-
jamás estuvo y cuyo nombre desconocía. terrible que siempre hiere en el corazón... do los objetos empiezan á oscilar á mi al-
Por los altos ventales del templo pene- rededor.
traba una luz triste y blanca, como la que —Lo que no me perdono—-añadió,—es
El marqués me admira, me sabe gran-
vierte la luna sobre las aldeas escan- haberle engañado, cuando él, creyéndome 5 Febrero. de; el silencio hierático de mi embria-
dinavas dormidas entre la nieve; ante la buena, aun tenía puesta toda su alma guez llegó á conmoverle. Levantóse co-
imagen de un Cristo agonizante, una lam- en mí. En otra orgía he conocido al marqués mo pudo del diván, y acercándose á mí,
parilla de aceite chisporroteaba; disemi- También habló de su hijo; un niño quo
del Atajo, don Vicente Spárt. Actual- me abrazó, besando mi frente.
nadas por los rincones varias devotas je- Rafael Marín tuvo siempre por suyo... mente tiene relaciones con Georgina. Es —Tu ancianidad—diio—es triste v ve-
suseaban en voz baja, con un tonillo som- Terminó la confesión y el cura nada
nífero como el zumbido del moscón que dijo; el dolor cruelísimo de aquellas re-
232 EDtJABDO ZAMACOIS MEMORIAS D E O N A CORTESANA 233
n
erablo como la figura de los reyes deste- mi ánimo, dándole la quietud augusta,
j a d o s . Somos iguales: los dos majestuo- inconmovible, de los viejos templos...
sos, los dos heroicos. .Cuando yo sea vie- Ahora, p o r el contrario, sólo lo pequeño y
jo, me emborracharé como tú... miserable me divierte y mueve á risa: lo
Sus palabras me conmovieron, arra- delicado ó magnífico me aburre, me ax-
sándome los ojos en,lágrimas: mi orgullo fisia...
despertó; por mi memoria pasaron los es- Anoche, después de cenar, Amalia,
pejismos dorados de mi larga historia. Georgina y Matilde, estuvieron recor-
—Aunque una adivinadora me predijo dando cuentos y episodios de su vida: to-
otra cosa—exclamé,—moriré pobre. ¡No das se embriagaron; yo también me em-
importa! Soy feliz, pues aun tengo áni- borraché y era delicioso ver la prontitud
mos para reír y beber con la juventud couque el motivo más f ú t i l quebraba la
que bebe y ríe. Los hombres vulgares cohesión de nuestro pensamiento, permi-
suelen insultarme llamándome fea y bo- tiéndonos pasar sin transiciones del llan-
rracha. ¡Ah, si ellos supieran!... Mira, to á la risa. Una de nosotras, verbigracia,
marqués, mira mis ojos... aquellos ojos recordaba á su madre y pesadumbre # in-
verdes donde centenares de amorosas consolable nublaba todos los semblantes.
agonías se reflejaron; mira mis manos, há- —¡Pobre madre!
biles, perversas, diabólicamente enloque- —¡Ah, yo también perdí á mi madre!...
cedoras, como las manos de las sacerdoti- ¡Pobre madre mía!...
sas de Citeres; mira mis senos sobre los Nos enternecíamos; los labios se apre-
que se adormecieron con el incienso de taban convulsivamente; las lágrimas res-
la suma voluptuosidad, las cabezas más balaban por las mejillas cayendo en nues-
impacientes dé Europa; palpa mis cade- tros vasos llenos de aguardiente...
ras, antaño duras, pomposas y suaves, De pronto Georgina, que tiene un espí-
como las lujuriantes caderas de las baila- ritu alegre, exclamaba:
rinas, de Sibaris— ¡Soy grande... m u y -—Ayer tarde engañé á Fulano, pro-
grande!... Yo he amparado la orfandad y metiéndole ir á pasar la noche con él, me
la pobreza de todos los míos, yo he gana- dió cincuenta pesetas y luego, n a d a - —Estos zapatos—continuó el anticuario—los usó en época posterior. (Pág. 239)
do elecciones, he hecho ministros, he le- Todas reíamos.
vantado iglesias cuyas campanas repiten —De esas truhanerías he hecho yo mu- L a narradora continuó: desgracia m u y grande—respondía yo;—-
mi nombre. El marqués de Lágaro se chas. —Cuando todos los recursos fueron ese tunante que ha cenado conmigo cogió
suicidó por mí, el vizconde del Pretil —Yo, también. agotados, Federico y yo inventamos el las de Villadiego y probablemente no
murió, de deleite entre mis brazos... ¡Mi- - Y yo... procedimiento de comer en el cafó y mar-' volverá!» — «¿Y no tiene usted dinero?» —
ra mis pies!... Estos pies han llevado mi El vaho vicioso de nuestra historia nos charnos sin pagar. E l ardid de que nos «No, señor.» — «¿Ni conoce usted á ese in-
cuerpo, mi cuerpo inimitable, á la cama exaltaba, inspirándonos una alegría loca valíamos para esto era m u y sencillo. Lle- dividuo?»—«Tampoco: le he conocido es-
de un rey... y grosera; robar á los hombres nos pare- gábamos al café entre doce y media y ta noche, dice llamarse Mengano... F u i -
cía una acción meritoria; nuestras carca- una de la madrugada y pedíamos una mos á una casa de la calle de... luego me
jadas llenaban el comedor. buena cena. A los postres mi amigo se invitó á cenar porque necesitaba cambiar
Amalia Pérez refirió un lance de su bo- registraba los bolsillos, hacía un gesto de un billete... y ahora, ya ve usted...» Con-
12 Octubre. hemia. Dos años antes tuvo relaciones con contrariedad y salía á la calle cual si fue- tinuaba llorando; pasaba otra hora.. ¿Qué
un muchacho sin familia ni oficio; como se á buscar tabaco. Ordinariamente acos- hacer?.., El pobre mozo consultaba el ca-
La embriaguez y la sordera van em- estaban m u y pobres, hubieron de empe- tumbraba á marcharse sin beber su café, so con el dueño; éste concluía por enco-
bruteciéndome. Antes mi espíritu tenía ñar, primero sus alhajas, luego sus trajes demostrando con esto que sü regreso se- gerse de hombros.—«¿Qué remedio?—de-
otra amplitud de aspiraciones y de pen- mejores, más tarde los muebles... A cada ría inmediato. Trascurría un cuarto de cía,—déjala marchar.» Yo salía á la calle;
samiento; mi imaginación hallaba com- nuevo detalle, nosotras, recordando otras hora, media hora... y yo, que empezaba era feliz, mis lágrimas se habían enjuga-
placencia reflexiva en la contemplación historias, exclamábamos: restañándome los ojos con el dorso de una do; en una esquina distante Federico me
de lo grande; mi voluntad robusta sentía —Como yo. mano concluía por romper á llorar. El mo- esperaba. Así, comiendo una sola vez al
la atracción de lo noble, de lo heroico, de —A mí también me ha sucedido algo zo se acercaba.—«¿Qué la sucede á us- día, vivimos más de un m e s -
lo difícil; era algo m u y fuerte y altivo semejante. ted?»—preguntaba.— «¡Ay, señor, una La historia de Amalia nos pareció e s -
que servía do sostén y poderoso báculo á MEMORIAS.—30
—Y á mí...
Hablaron en voz m u y baja; después, —Me gusta esta habitación. Ella balbuceaba:
quisita, y todas la celebramos apurando — A mí, me aterra. —Te quiero... te quiero...
de un sorbo nuestras copas. tras un momento embarazoso de silencio,
ella suspiró; él dijo, sufriendo vagamente —¿Hace mucho tiempo que vives aquí? —Sí—repuso él,—quiéreme y consué-
G-eorgina refirió un lance, casi bufo, que —Más de dos años. lame: yo soy más viejo que tú, yo tam-
la sucedió en Burdeos, donde se enamoró la picozón de les celos:
—Según eso, mi afortunado predece- bién he amado y he sufrido; de penas,
de un acróbata desde un palco del circo. —Ese suspiro es un recuerdo. también, está erizada mi alma...
— E n efecto... sor ocuparía el lugar que yo ahora ocupo.
—A la mañana siguiente le escribí, Ella hizo un signo afirmativo y sus Sus labios temblaron; ella, interesada
citándole para por la tarde, en mi casa. —¿Dónde fué?
—Muy lejos. ojos se arrasaron en lágrimas; después, por aquel dolor sincero y mudo, le abra-
Horas después recibí una carta de mi paramejor disimular su pena, apagó laluz. zó, sintiéndose repentinamente capaz de
adorado, que decía: «Señorita: siento mu- La distancia á que aludía no era la que quererle.
se aprecia por metros, sino aquella, mu- —No llores—exclamó Luis,—aquello
cho no poder acceder, por hoy, á su de- pasó: yo también tengo penas, y, sin em- —¡Hace tanto tiempo—dijo—que nadie
seo: mañana es m i beneficio, probable- cho más triste, que se mide por horas;
porque á lo distante en el espacio puede bargo... me habla así!...
mente trabajaré mucho y necesito apro- Martirio preguntó: La lluvia caía, los relámpagos anega-
vechar todas mis fuerzas...» volverse, pero en la conjugación de la
vida, ¿quién podrá tornar presente lo pa- -—¿Quiéres que hablemos de éXi ban en luz cárdena el infinito del espacio
La anécdota de G-eorgina también tenía —¿De quién? negro; los dos amantes se besaban, pro-
gracia y todas aplaudimos; continuamos sado?
—De ese hombre, no te enfades; recor- curando ambos ocupar los huecos, tristes
bebiendo; yo sentía que algo ardiente y —Yo tuve un novio... es decir, un aman- como nichos, que otro hombre y otra mu-
te... que se llamaba como usted. dándole te doy una gran prueba de sim-
pesado como un casco, me apretaba las patía. jer dejaron vacíos.
sienes. Quise levantarme y no pude. —¿Le quiso usted mucho?
—Muchísimo, con toda el alma: cuan- Poco á poco fué abismándose en lo pa- F u é aquello una noche m u y triste; m u y
—Agua—murmuré. sado, con la laxitud perezosa del enfermo triste y m u y dulce...
Todas se extrañaron; aquello era malde- do mi madre murió, él estaba enfermo, y
por no dejarle solo, 110 me despedí de ella, que va sumergiéndose en un baño de Pasó el invierno. Luis y Martirio eran
cir de la embriaguez santa. agua tibia. Aquel Luis, se parecía al otro: casi felices; ella, rara vez pensaba en el
—Sí—repetí,—dadme agua... me ahogo. que preguntaba por mí á todos. ¡Ya ve
usted si le quise!... tenía su estatura, la misma dulzura en la otro; él, apenas se acordaba de la muerta;
Amalia llenó mi vaso de aguardiente. voz, su aliento... á manos de la dichosa realidad presente,
—Aquí—dijo—no se bebe otra cosa. El repuso entristecido: L a lluvia Caía con pertinaz repiqueteo; el recuerdo había sucumbido.
Cogí el vaso entre mis dos manos tré- —Yo también tuve una mujer y... de cuando en cuando un relámpago abra-
—¿Por qué riñeron ustedes? —Te debo mi tranquilidad—decía Luis.
mulas y lo apuré de un trago, resignada- saba el espacio con un flameo gigantesco
mente, como quien cumple un deber reli- —No reñimos; nos separamos. Ella contestaba:
de color violáceo. Martirio siguió hablan- —Y yo á ti la mía: por eso te quiero
gioso. Todas rieron, celebrando aquel —¿Se fué? i do, recordando la historia dulce á veces,
nuevo esfuerzo de m i vejez, y yo me —Sí; murió... tanto.
á ratos exquisitamente amarga, de sus —Soy t u módico.
sentí orgullosa de que la juventud no se —¡Ah!... amores. Ella y Luis conocieron los tran-
desdeñase todavía do brindar conmigo. Ya m u y tarde salieron á la calle y ca- —Mi médico, sí, tienes razón; el médi-
ces más duros de la vida: se vieron sin co de mi alma.
Matilde, que era una sentimental, re- minaron cogidos del brazo; llovía. El ho- casa, esperando la salida del sol en los
- gar de Martirio era un cuartito perdido Y se abrazaban, enajenándose en el
firió una historia triste que, en otra oca- bancos de las plazas públicas; ayunaron agradecimiento que sienten los náufragos
sión, seguramente me hubiese conmovido. en las alturas de una casa m u y grande; muchos días; como no tenían otra ropa
Luis contó ochenta y seis escalones. Los por aquellos que les salvaron con riesgo
A los postres de una cena celebrada en- que la puesta, más de una vez él hubo de de su vida. Cuando hablaban del pasado
tre amigos y mujerzuelas que hablaban á suelos eran de ladrillo, de las paredes quedarse acostado, mientras ella lavaba
pendían retratos y cromos sujetos por al- era tranquilamente, con la serenidad con
gritos, ante sus copas de coñac y bajo el sus calzoncillos en un barreño, á los pies que se recuerdan las dulzuras de un en-
humo denso de los cigarrillos, Matilde y fileres. Los dos amantes se acostaron, ti- de la cama...
ritando bajo sus vestidos húmedos; en el sueño feliz, sin apasionamiento ni dolor
su amante de aquella noche, sintieron que —¡Y que ese hombre—añadió—haya ostensibles. Otras, Luis dec-ia:
sus espíritus fraternizaban en la misma techo aboardillado del dormitorio había
una ventana donde la lluvia chocaba con olvidado todo eso!... —Dejemos esa conversación.
melancolía. El dolor agitaba su cuerpo. Luis, en- —¿Por qué?
—¿Cómo se llama usted?—preguntó él. ruido monótono, y la luz colocada á la
cabecera del lecho iluminaba las gotas de ternecidd, la abrazó estrechamente mur- —Es peligrosa; en las heridas del cuer-
—¿Para el mundo?... murando: po, como en las del espíritu, nadie debe
—Sí. agua que corrían como menudos hilillos
argentinos por el declive de los cristales. —¡Pobrecita!... tocar; se enconan...
—Me refiero al mundo que nos rodea. Sintió que las lágrimas de Martirio hu- Callaban, mostrándose alegres y como
—Comprendido. Bajo la ruda caricia del viento, el desván
crujía. medecían su rostro. desligados de todo lo viejo. Pero se en-
—Me* llamo Matilde; para usted, Mar- —Yo te consolaré—prosiguió,—yo seré gañaban á si mismos; lo pasado volvía; el
tirio. —¡Qué noche!—exclamó Martirio.
Luis repuso mirando hacia la ventana bueno para ti; yo sabré arrancar de t u ausente y la muerta ejecutaban desde le-
-—¡Bonito nombre! memoria el recuerdo lancinante del in- jos su poder sombrío, separando á los vi-
--¿Y usted? sobre la cual se dilataba la inmensidad grato...
negra del cielo. vos, que vanamente procuraban acercar-
-—Luis.
se, durmiendo bajo el mismo techo, be- aniversario haciendo algo nuevo. ¿Yámo- Varias veces intentaron hablar y no ha-
biendo en el mismo vaso, procurando á nos al teatro? llaron nada que decirse; el demonio del 24 Diciembre.
sus espíritus emociones análogas, abra- —¿Para qué?... Hace frío, llueve... y recuerdo, invadía sus cerebros, cristaliza-
zándose por la noche estrechamente... La para charlar de amores estamos mejor ba en sus labios las palabras. Aunque Amalia Pérez y Georgina se van con
anhelada fusión moral no llegaba. Al aquí. juntos, se hallaban m u y separados por sus amantes; me dejan sola...
principio, cegados por la embriaguez de Hablaron tranquilos mientras calenta- miríadas de pensamientos; tampoco pu- ¿Cómo pasaré esta Nochebuena?
la mutua posesión, se creyeron á salvo de ban sus manos extendiéndolas sobre el dieron besarse; entre ambos, sobre la mis- El ruido de las panderetas y de los
malos recuerdos: sus corazones latieron brasero encendido. Recordaron sus pri- ma almohada, la Muerte y lo imposible, tambores, atruena mis oídos, angustián-
con fuerza, la naturaleza, alegre, se des- meras impresiones: cómo se conocieron y dormían. La obligación en que ambos es- dome el corazón, oprimiéndome la gar-
perezaba, el mismo sol pareció brillar el respeto conque ambos se trataron; lue- taban de M k r , les oprimía la garganta. ganta y las sienes. Al pronto concebí y
con el resplandor pujante de los viejos go recompusieren la vida uniforme de to- Ella, queriendo sustraerse á aquel tor- acaricié con deleite la idea de buscar un
días... Después la verdad reaccionó, y fue- do aquel año. mento, exclamó: pueblo, un refugio, á donde el clamoreo
ron reconociéndose caídos y tan ligados —¿Di, me quieres mucho?—preguntó —¿Quieres que durmamos? de la humana alegría no llegase: El Par-
al ayer fatal como siempre. Aguello era Martirio. Los muertos triunfaban: él, repuso: do, Getafe, Aranjuez, perdido bajo las
una especie de camino ó de cuesta m u y El repuso: —Si; ¡es*lo mejor!... nieblas del Tajo, en el misterio de los
triste, al término de la cual estaban la —Mucho: como siempre. Matilde calló; Georgina y Amalia pa- bosques desnudos... Pero, no; esto era im-
amistad pacífica ó el cariño lánguido de L a conversación languidecía: ambos so recían reflexionar. Yo pregunté: posible; en todas partes hay hombres,
dos hermanos viudos que viviesen jun- hallaban vencidos y presos en la misma —¿Qué más? hombres que adoran á Cristo y celebran
tos. tristeza y responsables del mismo fingi- La narradora repuso: su nacimiento ruidosamente... Y entonces
—No es como aquélla — murmuraba miento. De pronto Luis exclamó: —Nada más. envidié la fortuna de los que viajan: hasta
Luis pensando en la muerta. —Mira... ¡qué casualidad!... Hoy tam- —¡Ah! ¿Tu cuento acaba así? los vagones que siguen á la locomotora á
—No es como aquél—decía ella recor- bién hace años que conocí á la otra... á la —Claro. ¿Pues cómo querías, animal, través de los desiertos horizontes, no al-
dando al ingrato. muerta. que concluyese? ¿No te parece una histo- canza el imbécil regocijo oficial de los
P a r a aturdirse inventaban conversacio- —¡Ah!... ria... ó, mejor dicho... un estado de alma, humanos.
nes artificiosas. Y añadió, disimulando un gesto de có- muy triste... m u y triste?... Pensando en mi soledad, en mi desam-
—El mérito de la persona—afirmaba lera: Yo, embrutecida, no comprendía; la paro, en mi penuria, acudió á mi memoria
Luis,—es tan variable como el del oro; —¿Por qué callaste siempre esa rara afasia agarrotaba mi lengua, mis párpa- el divino consejo de Baudelaire: «Embria-
las perlas valen, porque así lo hemos con- coincidencia? dos se cerraban. gaos de vino, de juventud, de gloria, de
venido; reconoce, querida mía, que en las —Por no disgustarte... —Yo — balbuceó — también tuve un poesía, no importa de qué; pero embria-
relaciones amorosas ó de amistad, sucede Hubo otra pausa. amante... Perico... Pedro Francos... un gaos»...
otro tanto: quien, que para t i sería per- Después, por hacer algo, se acostaron, amante de verdad, de corazón... ¿y qué?... Dice bien el poeta. Esta noche del^o pa-
fectamente repulsivo, otra m u j e r le pre- desnudándose lentamente y en silencio, Pedro... como Julio... como ese Luis... to- sarla bebiendo; el vino se lleva los recuer-
senta como ideal ó perfecto dechado de abatidos por el cansancio infinito de sus dos iguales... todos se van... ¿Que eso es dos y una noche sin recuerdos... ¡Noche-
toda masculina perfección: y qué mujer, almas. triste?... ¡Bah! Total, cero...¿Sabes?... Nada, buena!...
que no dejó en mí impresión alguna, es Quedaron á obscuras; como el año ante- sentimentalismos... falta de bebida... na- A l día siguiente por la tarde...
para otro hombre motivo de delirio y de rior, la lluvia redoblaba sobre los crista- da más... que falta de bebida...
muerte. E n la germinación de los amores, les de la ventana su adormecedora sere- Volví á llenar su vaso y...
como en la impresión que producen los nata; el viento gemía, sacudiendo las pa-
libros, influyen la edad y el momento redes del callado desván; los relámpagos
psicológico de las almas. Tal vez si ahora incendiaban con luz cárdena el cielo tene-
vieses á ese Luis por quien tantas lágri- broso.
mas has derramado, sufrieses una desilu- Luis preguntó quedamente:
sión, hallándole inferior y vulgar: acaso —¿Por qué no hablas?
también me ocurriese otro tanto con Ella alzó los hombros. ¿Para qué ha-
quien t ú sabes. blar?...
Volvía el invierno. Aquella noche Luis, Cuanto hiciesen por acercarse, sería
al arrancar del almanaque la hoja corres- inútil. Un año antes se buscaron con la
pondiente al día en que estaban, exclamó: ilusión de confortarse mutuamente, de
—¿Te acuerdas?... Hoy hace un año que olvidar... Aquella esperanza falló; sus po-
vine yo aquí, por primera vez. bres almas estaban bien muertas; todo
—Es cierto: debíamos celebrar este proyecto de redención era imposible.
EDOARDO ZAMACOIS
MEMORIAS DE UNA BOTTESANA

zapatitos infantiles, sin tacón y rotos pol- Yo los miraba silencioso, dirigiéndoles
la punta, los zuecos rellenos de paja y un discurso n&iiftai: «¿Cómo estáis tan
manchados de barro, y unos brodequines quietos, vosotros que tanto corristeis por
m u y rotos, m u y feos, los brodequines, el mundo? ¿Quién c'onoció al marqués de
quizá, que llevaba puestos cuando E d u a r - Lágaro? ¿Cuál de vosotros corrió impa-
do Olmedo la t r a j o á Madrid. ciente á las citas de Pedro Francos?
—Estos zapatos—continuó el anticua- ¡ Quién p u d i e r a v o l v e r á Oír el rumor de
rio,—los usó en época posterior. vuestras pisadas!...»
E r a el calzado pretensioso, aunque ba- Vi unas zapatillas de paño m u y rotas,
rato, de las obrerillas domingueras afi- m u y sucias, m u y tristes... ¡Sí, dije bien:
cionadas á las crujientes enaguas almido- m u y tristes!
nadas y á los pañuelos de crespón. —Con esas zapatillas—exclamó el an-
Cada calzado tenía una fecha. Yo iba ticuario, contestando á una p r e g u n t a mía
examinándolo todo atentamente. — f u é Isabel Ortego al Hospital. Cuando
E l anticuario prosiguió: murió también las llevaba, y yo, antes de
—Estas botas que ve usted aquí fue- que cerrasen el ataúd, se las quité pare
EPILOGO ron compradas por Isabel cinco ó seis completar mi colección.
años más tarde. E s t e último detalle m e resolvió á ad-
Y extendía la mano, indicándome las quirir aquellos zapatos que componían
aristocráticas botas de tafilete con quin- una historia deslumbrante y caótica, ba-
ce ó veinte botones, y las chinelas que ñada en la melancolía de los ídolos rotos
recuerdan el dulce sosiego de los dormi- y de las ruinas. Estos viejos objetos en-
Asi termina Isabel Ortego sus Memo- torios, con sus aterciopeladas alfombras, cierran grandes y moralizadoras ense-
do de recuerdos: los espejos son tristes
rias con un párrafo q u t la m u e r t e dejó sus cortinajes tupidos, su ambiente olien- ñanzas.
tristes como el cielo, que todo lo h a viste
incluido. ¿Qué misterio h a y en él?... Na- y de nada conserva huella ni rastro. do á carnes de m u j e r limpia. Entonces
die lo sabe; la tínica boca que hubiera po- Noches atrás, una joven cabecita peli-
¿Cuántos amantes, t r a s una noche feliz, v i á Isabel llegando al apogeo de su bri- negra y m u y loca, f u é á verme; se aburre
dido decírnoslo, y a se ha cerrado. llante carrera de cortesana vencedora:
anudarían sus corbatas ante aquella luna con sus padres; sus nervios necesitan
Hace poco tiempo la casualidad me lle- aquellas botas habían hollado las alfom-
impasible? emociones fuertes; quiere amar, conocer
vo a casa de un anticuario. Yo adoro esos b r a s de Monte-Cario y pisado los palcos
¿ ~ Y M u e compré casi todos los muebles países, luchar con la vida y con las pa-
bazares melancólicos abastados de relojes del Scála de Milán y bajado las escaleras
cié Isabel Ortego—prosiguió el anticua- siones cuerpo á c u e r p o -
de bronce, de puñales, de muebles anti- de mármol de la Gran Opera do París...
guos, de lechos testigos de ignoradas pa- rio,—he tenido la curiosidad do coleccio- H e contestado á sus preguntas abrien-
siones, especie de remansos donde la co- nar sus zapatos: ellos, mejor que nadie, También v i unos zapatos de bailarina do el armario donde guardo el calzado de
m e n t e de la vida deja momentáneamen- podran explicarle á usted la historia de y otros de becerro, desgobernados y rotos. Isabel.
te los objetos que al fin, tarde ó tempra- la célebre deliciosa sobre cuyos labios —¿Y éstos?—interrogué—¿á qué época —Así se empieza—dije,—y por aquí
no, ha de llevarse también. Un espejo con pasaron, sin ajarlos, las bocas' de tres ó se refieren? se acaba. E n ese combate que anhelas
marco dorado llamó mi atención; en un cuatro generaciones. — A una época de decadencia, y- bien emprender, otras m u j e r e s más f u e r t e s y
ángulo alguien había escrito su nombre —¿Luego, ha muerto?—pregunté. puede decirse que ellas terminan la his- mejor armadas que tú, han sucumbido.
y una fecha con un diamante. Yo miraba —Sí; murió en el Hospital, hace algu- toria de Isabel; la pobre Ortego era y a L a vida es como las montañas: se sube
atentamente, escudriñando mi memoria nos años. vieja, los hombres la volvían la e s p a l d a - por ella, se llega á la cumbre, se baja
seguro de haber visto aquel espejo en Mi interlocutor abrió las gavetas de Mi interlocutor me enseñó más de cua- después... Y como las montañas dan en
otra parte. una comoda donde g u a r d a b a las botas y renta pares. la llanura, así las vidas dan en la muerte,
zapatos correspondientes á los principa- —Los vendobaratos—repetía;—por dos que es igualdad y vencimiento de todo
El anticuario acudió en socorro de mi Íes periodos en que la novela de la céle- mil reales se los lleva usted todos. orgullo. ¡Más vale que seas buena!
pensamiento. bre cortesana se dividía.
—¡Es curioso!—exclamé; — ¡muyJ cu-
Isa^eforiereble~dÍj°' -perteneCÍÓ á rioso!
—¡Ah!... ° FIN
Y entonces yo, que había leído las Me-
—¿La conoció usted? w
morias de Isabel, comprendí mejor la ve- M a d r i d — J u l i o , 1903,
—Mucho.
A q u e l nombre levantaba en mí un mun- neración idolátrica que, desde m u y jo-
ven, dedicó á sus pies. A l l í estaban los

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