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Dispositivos formativos. El reconocimiento.

Un enfoque desde la Psicosociología


Clínica

Sylvia Montañez Fierro

Los tránsitos e itinerarios educativos, en la perspectiva del trabajo grupal, enfocados


hacia el egreso y en su relación con el reconocimiento son, a nuestro entender, un
campo de problemas de múltiples dimensiones. El enfoque de las propuestas de
formación que aquí se trasmite, las cuales acompañan algunos procesos grupales
específicos en la Facultad de Psicología-UdelaR –en particular en los cursos
Referencial de Itinerarios III y Referencial de Egreso–, implica un constante análisis
de los diferentes componentes puestos en juego.
Nuestras preocupaciones, así como las propuestas educativas que aquí se perfilan,
están atravesadas por algunas preguntas recurrentes, como, por ejemplo: ¿cómo
generar prácticas en los procesos formativos que puedan basarse en una constante y
sostenida crítica teórico-práctica en el ámbito universitario? Estos dispositivos de
enseñanza, que apelan a un tránsito formativo responsable, crítico en su itinerario de
formación, ¿cumplen sus objetivos? ¿Acceden los estudiantes a una perspectiva
contextualizada y crítica del recorrido en la institución? ¿ Los estudiantes, son
capaces de visualizar el tránsito hacia el egreso?
Mi intención aquí es analizar algunas de las múltiples líneas que atraviesan la
conformación y puesta en práctica de estos dispositivos en la formación universitaria.
Las líneas de análisis que forman parte de esta reflexión en torno a las trayectorias de
formación académica son, la institución universitaria en el contexto actual y los
dispositivos de formación, la relación entre lo psicosocial y lo sociodinámico, la
escucha grupal y personal, el reconocimiento intersubjetivo.
El campo de análisis de la concepción y metodología grupal marca un entretejido
continuo y, a su vez, discontinuo en el que se entrelazan el escenario histórico,
sociocultural y político en el que estamos insertos, la institución educativa, el
contexto del grupo, la relaciones vinculares que se establecen y el proceso formativo
con la historia personal de cada uno de los participantes.
El análisis surge de la escucha grupal en relación a los discursos, las experiencias y
las vivencias de los participantes de dichos cursos durante los años 2016 y 2018,
exploradas y pensadas por el equipo docente a cargo. En este texto se enfatiza un
enfoque psicosociológico, enmarcado en la Psicosociología Clínica.

Líneas que se interceptan

Las preguntas que nos convocan para este trabajo tienen relación con nuestra
inserción en el espacio-tiempo universitario particular de la Facultad de Psicología de
la Universidad de la República (UdelaR), en el que estamos insertos y en un contexto
de cambios que se dan a nivel de la sociedad toda. La reflexión de estas dimensiones
se enmarca especialmente en los cursos Referencial de Itinerarios III y Referencial de
Egreso, de la Facultad de Psicología de la UdelaR, aunque la intención es analizar la
concepción grupal desde un enfoque psicosociológico, sin detenerse en los aspectos
más particulares de las características de los cursos que dieron lugar al análisis. Nos
guía Derrida, que, en el texto “Universidad sin condición”, expresa:

Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado bien


sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación declarada, en virtud
de su esencia profesada, ésta debería seguir siendo un último lugar de
resistencia crítica –y más que crítica– frente a todos los poderes de apropiación
dogmáticos e injustos (Derrida, 2002, p. s/p.).

Nuestras preocupaciones, así como las propuestas educativas que aquí se perfilan,
están atravesadas por algunas preguntas recurrentes, como, por ejemplo: ¿cómo
generar prácticas en los procesos formativos que puedan basarse en una constante y
sostenida crítica teórico-práctica en el ámbito universitario? Estos dispositivos de
enseñanza, que apelan a un tránsito formativo responsable, crítico en su itinerario de
formación, ¿cumplen sus objetivos? ¿Acceden los estudiantes a una perspectiva
contextualizada y crítica del recorrido institucional? ¿Visualizan el camino hacia el
egreso?
Me propongo analizar aquí algunas de las múltiples líneas que atraviesan la
conformación y puesta en práctica de estos dispositivos en la formación universitaria.
Cuando mencionamos las “múltiples líneas de análisis”, estamos aludiendo a la
concepción que plantea Deleuze (1998, p. 13) acerca de que “lo múltiple refiere no
solo a lo que tiene muchas partes, sino lo que está plegado de muchas maneras”. Así
abordamos esta temática en la que estamos insertos, es decir: para nosotros, si bien
por momentos cada una de estas líneas es atendida en su particularidad, cada una de
ellas se pliega con las otras, pues cada una se sostiene sobre las otras en un intrincado
movimiento en que no siempre es posible esclarecer y/o delimitar, pero valga el inicio
de este esfuerzo.
Si consideramos que el camino posible a recorrer en la formación es de participación
de los estudiantes en la adquisición de saberes hacia la práctica profesional, así como
a la conformación de su ser y estar en el mundo, coincidimos con Ferry (1997, p. 53)
en que se le asigne un lugar privilegiado al trabajo de grupo y al trabajo en
subgrupos.
En la medida en que formarse es adquirir una forma, “Una forma para actuar, para
reflexionar y perfeccionar esta forma” (Ferry, 1997, p. 53), no se trata de
“formatizar”, ni de un adiestramiento para adecuarse a las exigencias tecnocráticas;
por el contrario, cuando pensamos acerca de la formación, específicamente en la
trayectoria de los itinerarios de formación y también hacia el egreso del grado de la
Facultad, la concebimos en relación a una reflexión conjunta que se va elaborando a
partir del trabajo grupal. ¿Cómo? En el entretejido que se va conformando en un
espacio-tiempo determinado, en el cual se conjugan el análisis del escenario
sociohistórico-cultural y político; las instancias formativas; el contexto y dinámica
grupales; y la historia personal de cada participante. Esto se explicita, se trabaja, se
analiza, se coteja en el encuadre del trabajo grupal, en el movimiento vital en el cual
están insertos e implicados los estudiantes y los docentes.

En este caso, se crea e inserta un dispositivo de enseñanza aprendizaje grupal dentro


de la enseñanza universitaria; se interviene en los grupos que se forman fruto de la
inscripción de los estudiantes a esos grupos. Esta forma de trabajar e intervenir está
relacionada con la idea de dispositivo, en el sentido foucaultiano. Según Foucault,

Lo que trato de situar bajo este nombre es, en primer lugar, un conjunto
decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones,
instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas
administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas,
morales, filantrópicas; en resumen, los elementos del dispositivo
pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red
que puede establecerse entre estos elementos (Foucault, 1985, p. 128).

Deleuze interpreta en “¿Qué es un dispositivo?”: “En primer lugar es una especie de


ovillo o madeja, un conjunto multilineal” (2008, p. 155), esas diferentes líneas siguen
direcciones diferentes, forman procesos siempre en desequlibrio, se acercan, se
separan, se trata de un conjunto heterogéneo que va conformando una red entre los
diversos elementos.
Cuando este dispositivo de formación inserto e interactuando con otros dispositivos
en el escenario de la institución educativa, emerge como propuesta va generando
pliegues que vienen de otros pliegues, los cuales algunos se afirman, otros se
estereotipan, se vuelven rígidos, se forman pliegues blandos, plásticos aptos para
modelar, otros se licúan, o se esfuman, pasan cosas.
Agamben, expresa: “llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que tenga de
algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar,
controlar, y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los
seres vivientes” (Agamben, 2011, p. 2). Las creencias, las reglas sociales, las
institucionales, los dispositivos tecnológicos, lo que se considera valioso o se
desacredita, los deseos, las expectativas, la imaginación, los diferentes modos de
enunciar, decir, silenciar, se hacen cuerpo en nuestro estar en el mundo y, a su vez,
van conformando subjetividades.
Ferry acota: “cuando se habla de dispositivo se habla de ciertas condiciones de la
formación que son los soportes de la formación, pero esto no es la formación” (1997,
p. 53).
Al decir de Enriquez (2002) en La institución y las organizaciones, refiriéndose a la
educación y al saber –el autor expresa e insiste en la idea del saber como un saber
sumamente vivo–: “lo esencial de la formación y la educación es precisamente
formar individuos que pueden pensar por cuenta propia, capaces de actuar pensando
en las consecuencias de su actuar y capaces de interrogarse y cuestionarse cuando su
acción tuvo efectos distintos a los que esperaban” (Enriquez, 2002, p. 6). Entendemos
que esta formación tiene que ser grupal, pues es en el intercambio dialógico, así como
en el entrecruce de los cuerpos, de los gestos, de decires, de bloqueos y angustias, del
juego de las fuerzas de las relaciones de poder, de diferentes conflictos que se
despliegan y también los que se cierran, es en ese desequilibrio de afectos,
reconocimientos y estigmatizaciones, entre interrogaciones, interpelaciones y
malestares que el grupo trabaja y se intercepta, controla, modela, se interroga,
imagina. Pueden los participantes en ocasiones disfrutar, en otras enojarse; a su vez,
se regulan, se cuestionan, se afirman, como también se desestabilizan.
En ese contexto-texto grupal –y, como dice Ana María Fernández (2007, p. 46),
“aquello que se ha denominado ‘contexto de un grupo’ es en realidad ‘texto’
grupal”–, si bien “no puede subestimarse la impronta de los atravesamientos
institucionales y socio-históricos, es necesario resaltar que, aun en el marco de tal
inscripción, un pequeño grupo produce significaciones imaginarias propias
(Fernández, 2007, p. 46).

El docente a su vez, está inserto en el campo, en ese movimiento vital desde un lugar
en la interacción, pero ocupa un lugar que es asimétrico. El docente coordina y
regula, modula de acuerdo a su modo personal y a su formación. Y la historia
personal del docente está presente, así como el análisis de su implicación, en el juego
intervincular que cada grupo produce.
La actitud del docente es receptiva siempre que escuche, que no imponga sus
posiciones sino que abra el campo al saber activo, al cuestionamiento, a la crítica, a
las interrogantes que se manifiesten, manteniendo una vinculación afectiva y
apasionada con los sucesos que acontezcan, en su responsabilidad actual, en el
análisis crítico del entramado de los nudos de problemas que se suscitan. El docente
está implicado, o sea, afectado (Ardoino, 1997). La implicación en el sentido
psicológico, de acuerdo con Ardoino (1997, p. 2), es aquel fenómeno por el que nos
sentimos adheridos, arraigados a algo, a lo cual no queremos renunciar. A su vez, el
docente es capaz de reconocer su implicación.
En la relación con los estudiantes, acordamos con Honneth cuando señala la
importancia de que la palabra de cada estudiante universitario tenga peso, “pues
puede abrir perspectivas interesantes y alternativas de una interpretación creativa: es
decir hay que conceder algo así como un reconocimiento ‘anticipatorio’” (Honneth,
2017, p. 397).
La escucha grupal es un eje importante, que exige formación y práctica en el trabajo
con grupos. Como Jean-Luc Nancy, nos preguntamos en rlación a la escucha: “¿qué
es un ser entregado a la escucha, formado por ella o en ella, que escucha con todo su
ser?” (Nancy, 2007, p. 15). Se trata de escuchar el acontecer grupal, lo cual implica el
esfuerzo de comprender, con todos los sentidos que se combinan, resuenan y se
agudizan, los gestos que se intercambian, las posiciones corporales, las actitudes, los
ritmos del discurso. Es todo el cuerpo el que vibra, resuena y se posiciona en el
espacio-tiempo generado por lo que se dice, por las alegrías, las risas, los silencios,
las tensiones, los juegos de poder, todo en simultaneidad. En esa simultaneidad se
remite a lo que está presente pero también a lo que no está presente.
La escucha es un esfuerzo sostenido para captar lo que no se puede abarcar pero se
intenta comprender. Porque, como Nancy expresa, estar a la escucha es siempre estar
a orillas del sentido, o estar en el borde o, diríamos, en el margen, en esa frontera que
logra captar sentido y, a su vez, esa comprensión de sentido puede perderse en el
interjuego de los movimientos de los participantes en el grupo: “Es decir que se oye,
se ve, se toca, se gusta, etc., y se piensa o se representa, se acerca y se aleja de sí, de
tal modo, siempre se siente sentir un ‘sí mismo’ que se escapa o se parapeta” (Nancy,
2007, p. 15). Se trata de un cuerpo resonante, al decir de Nancy, pues es el cuerpo el
que resuena.
La formación, decíamos, tiene que ser grupal. Ana María del Cueto y Ana María
Fernández (1990, p. 15) expresan que los grupos constituyen a nivel de la teoría más
que un objeto teórico “un campo de problemáticas”. Sostienen las autoras: “En los
grupos se producen permanentemente, efectos de atravesamientos, de inscripciones
deseantes, institucionales, históricas, sociales, políticas, etc.” (del Cueto &
Fernández, 1990, p. 15). Esa transversalidad analizada a la luz de diferentes enfoques
da cuenta del acontecer grupal, el cual se enriquece en el intento de “escucha” para
alcanzar cierta comprensión de los nudos problemáticos que se pliegan y despliegan
también en cada situación.

Esta perspectiva se desencadena partir de una concepción de lo grupal que tiene sus
raíces en el Río de la Plata, en su encuentro con la Psicosociología Clínica. Como
plantean Yzaguirre y del Castillo Mendoza (2013, p. 4), es en los años 90 que surge a
partir de variados contactos, la “conciencia de la filiación entre la sociología clínica y
los trabajos de Pichon Rivière, en particular en cuanto a la necesidad de vincular la
perspectiva psicoanalítica con las problemáticas socioculturales”. Afirman: “Se
considera el aporte indiscutible de Pichon Rivière pues su proyecto era en muchos
puntos similar: desarrollar una verdadera psicología social que ponga de manifiesto la
relación dialéctica entre la estructura social y los fantasmas inconscientes del sujeto a
través de relaciones de grupos, en la interface entre lo psicosocial y lo
sociodinámico” (Yzaguirre & del Castillo Mendoza, 2013, p. 4).

En este escenario, uno de los ejes que considero central para el análisis de la
trayectoria educativa, en el entramado con la historia personal de cada participante, es
el movimiento del reconocimiento. La reflexión que se integra acerca del
reconocimiento toma en consideración para el análisis, fundamentalmente, la teoría
crítica de Axel Honneth (1997).
Honneth interrelaciona de manera fuerte las transformaciones sociales y el ámbito
psíquico de los sujetos. Para él estructura social y subjetividad están implicadas, tanto
que el “éxito” del desarrollo logrado de la subjetividad depende del reconocimiento y
solo podemos concebirnos como miembros de la sociedad en la medida en que nos
sintamos reconocidos en determinados aspectos de nuestra personalidad. Los sujetos
serán autónomos en la medida en que cuenten con la posibilidad de afirmación
personal fruto de la aprobación del entorno social. Se parte de la base de que los
sujetos son sustantivamente morales y que reaccionan de manera potente a la
dimensión de la vida social (Montañez, 2012, p. 78). El reconocimiento juega en
varias dimensiones pues se gesta en el intercambio dialógico así como en el conflicto
entre diferentes horizontes de sentido; fruto de ese entrecruzamiento se pueden
generar nuevos e inestables referentes, no siempre compartidos (Montañez, 2014, p.
144).
En los dispositivos de formación de los cursos Itinerarios y Referencial de Egreso se
toma entonces en cuenta esta perspectiva honnethiana, en el entendido de que “la
importancia del logro de la autoconfianza, del autorrespeto y de la autoestima social
como plantea Honneth son las bases que permiten el desarrollo personal y la
posibilidad de autonomía, como resultado del vínculo intersubjetivo de mutuo
reconocimiento” (Montañez, 2012, p. 85).

¿Esta perspectiva es posible? ¿O será, como dice Skliar (2002, p. 117), que el acto de
educar se ha transformado en un acto de fabricar mismidades? Me pregunto si aunque
nos esforcemos y sepamos –como también afirma Skliar (2002, p. 117)– que la
educación es un acto que nunca termina y nunca se ordena, aun en la consideración
de que la propuesta educativa sea válida, ¿será posible alcanzar la posibilidad de que
la educación se logre fundamentalmente como poiesis, es decir, “como un tiempo de
creatividad y de creación que no puede ni quiere orientarse hacia lo mismo, hacia la
mismidad” (Skliar, p. 117)?
Entonces, volvemos a preguntar: ¿cómo nos aproximamos o nos posicionamos desde
nuestra implicación en este desafío? Quizá solo habitando la incomprensión del
mundo y la incomprensión de mi relación con el otro es que puede gestarse la
posibilidad de la acción, por lo que la libertad de dar nacimiento a algo nuevo, de
crear, es en esa incomprensión, en la que no solo no se entiende bien sino que
tampoco se recibe en apertura mediadora.
Es en esa falta de comprensión del otro que se posibilita el nacimiento de la
interacción y que la pura posibilidad de la libertad de ser puede manifestarse. Pero,
¿cómo? En el vacío, vacío en el que no puede colocarse ningún concepto que dé
sentido absoluto o determinante; el vacío también como pliegue de carencia y
también de potencia, movido por la intensidad del deseo. Es en ese hiato, que es la
relación de alteridad, en que no hay bondad absoluta, no hay algo que complete,
tampoco que obture, quizás no hay algo existente. Solo estaría, quizás, la capacidad
de la inclinación hacia lo otro, inclinación para protagonizar y encontrar alteridad,
pero que no puede llegar a resolver(se). Quedan la preocupación, el sufrimiento, el
dolor, y también el entusiasmo del encuentro y el desafío. Es a partir del trabajo con
el grupo, en el grupo, que se producen las heterogéneas conexiones en sus diversas
intensidades corporales que se entrecruzan se gestan o propician los “gestos”. No hay
nada que se clausure. Aun en el anhelo de que el encuentro sea total, sin embargo, es
la condición misma de la idea de plenitud la que contiene la carencia.
Quizás no puede soportarse el vacío, vacío de intensidades en juego que potencian la
acción gracias a sus variadas conexiones, siempre en búsqueda de sentidos y la
angustia, que es lo que abre la posibilidad de reflexionar y de actuar y de decir, pero
que aunque exista la ilusión de alcanzar la totalidad no se completa con nada, porque
es la pura posibilidad de la libertad de ser y actuar y de decir de diferentes maneras la
apuesta y la puesta en juego (Montañez, 2012, p. 87).
Todo vacío, a su vez, puede sostenerse en otro vacío, en este caso puede tratarse de
vacío de sentido, de no encontrar cómo colocarse o posicionarse; pero siempre, como
dice Deleuze, hay un pliegue en el pliegue, que al ir caminando se encuentran tanto
cavernas, como atajos, como momentos de descanso, de incertidumbres y, por qué no,
relámpagos de sentido. Estas vivencias es probable que estén en cada uno de nosotros
y pueden asomar, dependiendo de las situaciones de grupo en las que nos formamos y
de las situaciones de vida.
Como dice Ricoeur (2005, p. 119) cada uno de nosotros está inherido de lo otro y, si
bien tenemos la capacidad de acoger lo foráneo y nos convoca el deseo de
comprender, interpretar, acercarse a la alteridad, esto supone un gran rodeo,
atravesando signos, creencias. Acercarse a la alteridad sin anularla es el esfuerzo, el
desafío de colocarse en el lugar del otro.
Es la emergencia inexorable de la “alteridad” que cuestiona la reflexión objetivante y
señala con dolor la novedad existencial, corporal, histórica, que no se enfrenta a la
reflexión, pero que arroja en primera instancia, como condición de toda posibilidad,
la existencia activa de los cuerpos en el entramado de las relaciones desde las que se
habita y desde las que decimos y hacemos (Montañez, 2012, pp. 88-89).
En la conferencia “Construir, habitar, pensar”, de 1957, Heidegger piensa sobre el
habitar y el construir. Se pregunta ¿qué es habitar? ¿En qué medida el construir
pertenece al habitar? Si somos capaces de habitar, dice Heidegger, solo entonces
podemos construir, pues el habitar es el carácter básico del ser humano y lo que
fundamenta el construir. Es necesario detenerse, contemplar, pararse, colocarse y
mirar al habitar, pues el ser humano ha olvidado el habitar. Este pararse entre la tierra
y el cielo, entre el nacimiento y la muerte, colocado en su eje en el que la estatura del
cuerpo contemple y soporte el movimiento de los astros, recuperaría un “mirar” que
ha perdido u olvidado, un mirar que no tenga un fin o dirección precisa y final sino
que abarque, recorra, reconozca, olvidándose de que está mirando, pues es más un
contemplar que se erige, se construye a partir de pararse contemplando y ¿desde
dónde? Para este pensador, desde el lenguaje y desde el pensar hacia la plenitud del
“habitar” (Montañez, 2012, p. 90).
Estas concepciones son las que habitamos para reflexionar acerca del trabajo grupal.
El habitar, para que realmente se habite, se haga carne el aprendizaje en cotejo y en
conjunto, requiere construir desde el habitar y a su vez pensar para habitar. El
construir en el habitar se despliega en un construir que cuida, que cuida el
crecimiento y se va construyendo en ese camino y se levantan, valga la metáfora,
edificios.
Para que se pueda construir, producir, se necesita un habitar que albergue, abrigue,
cuide. Es el construir en el sentido de cuidar, abrigar, pues lo que se toma en custodia,
tiene que ser albergado (Montañez, 2012, p. 90). Para que algo de esto se produzca la
institución que es deseable que habitemos implica un espacio-tiempo que guarde y
cuide para el crecimiento, para co-ligar, pues co-ĺigar es abrir espacios. Si hay lugar,
y si los espacios son la pura posibilidad que facilita tránsitos, que permitan la anchura
y la profundidad de estar y ser, entonces se estaría a resguardo.
El habitar auténtico es, sin embargo, una búsqueda constante pero nunca satisfecha.
Aun así, asumir el desarraigo y transitar en la búsqueda de un habitar auténtico, que
no puede ser alcanzado en su totalidad, quizás sea una de las condiciones posibles
que habiliten cuestionar y ubicarse en el mundo (Montañez, 2012, p. 91).
Ser capaces de lograr espacios-tiempos en que se pueda interactuar en cotejo con
otros acerca de las posibilidades de la formación, de los tránsitos personales,
académicos, laborales, en el fragor de los acontecimientos de la vida es una
perspectiva que puede abrir caminos hacia el habitar y el construir para producir
sentidos a la existencia en el tránsito formativo. Es esta, a mi entender, una posición
ética. Quizás nunca logremos la satisfacción plena de lo que nos proponemos, pero sí
podremos lograr el placer inquietante de estar permanentemente en “viaje” al habitar
auténtico, como búsqueda constante que nunca llega a la plenitud, o que solo asoma,
en ocasiones, como relámpagos en la oscuridad.

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