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La herencia de Hermenegildo Sega

El amanecer tardaba en llegar; envuelta en las sabanas y con delicados

movimientos torcía su cuerpo en afán de desperezarse y de esa manera que las piernas

perdieran la tensión de la espera. Bajo la almohada su cabeza pretendía esconder sus

pensamientos. No fue fácil esperar el atisbo del sol de la mañana. Cada tanto miraba las

rendijas de la persiana para adivinar la hora del alba.

No había deseado emprender ese viaje, dilató la decisión argumentando todo

tipo de excusas. Con insistencia pensaba que el encuentro sería difícil. Rechazaba la

posibilidad de presentarse y no tener nada para decir. Pensaba que las presentaciones

sin preámbulos y sin historias compartidas eran tensionantes.

Todo le indicaba que no podía eludir la situación. Con estos pensamientos llegó

a la estación de trenes; en la boleterìa una fila interminable de gente se agolpaba en la

hora pico. Buscó en el monedero unas monedas para entregárselas a un indigente y de

ese modo desembarazarse de su presencia que la incomodaba.

Creyó que visitar sin anunciarse no había sido una buena decisión, aunque ya era

tarde para lamentarse. Al fin de cuentas era solo un trámite y como tal los preámbulos

serian innecesarios.

Buscó un lugar y eligió la ventanilla, así evitaría a los vendedores de mercancías

varias que la ofuscaban. ¿Cómo comprarles a todos? Después de cada viaje se

encontraba con una batería de utensilios que poco servían, pero que había tenido que

adquirirlos a instancias de la persistencia y por no soportar el momento incómodo de

negarse a realizar un acto de condescendencia.


Cuando tornó con sus pensamientos al viaje, el tren ya se deslizaba con aplomo

por San Fernando; una hilera de casas estilo inglés con techos pizarra a dos aguas y un

pequeño jardín miraba hacia las vías.

El ruido y el movimiento acompasado de la locomotora habían calmado sus

inquietudes y nerviosismo de los días precedentes. En la próxima estación, solo a pocos

minutos estaría frente a ellos.

Jamás se habían visto, así imaginó que quizás encontraría en su figura alguna

similitud; tenía vagos recuerdos del rostro en aquella vieja foto, convencida estaba de no

creerse semejante a ninguno. Ya pronto lo debelaría.

Cuando bajó del tren, y descendió las escalinatas recordó que la dirección la

había anotado en un pequeño papel. Lo encontró estrujado y pasó sus dedos en afán de

estirar los dobleces que hacían borrosas las letras.

Una vez en la casa y corroborando la numeración hizo sonar la campanilla. Una

mujer anciana y de cabellos teñidos de rojo furioso salió por una puerta lateral; llevaba

un cigarrillo a medio pitar en la mano derecha y en la otra sujetaba un crucigrama y los

lentes.

— ¿Me busca? Aquí nadie me conoce. No recibo visitas. ¿Qué viene a cobrar?

—Me dieron esta dirección y un nombre, pero no sé quien busco.

—Buena presentación, y se cree que tengo tiempo para adivinar a qué vino.

—Tampoco creo saber a qué vine. Qué más da. Estoy aquí y usted tiene que

escucharme. Hubo una muerte, me buscaron por el padrón electoral; tampoco sabía de

su existencia. Pero dejó deudas y ahora las quieren cobrar.

— ¿De modo que yo la tengo que invitar a mi casa para que usted pague sus

deudas? ¿Estoy equivocada o me toma por ilusa?


—Vea, Hermenegildo Sega murió en Italia a los ciento cuatro años. Nos buscan

a usted y a mí.

— ¿Le tengo que creer? Y, ¿quién es ese Sega?

—Usted es Sega, también lo soy.

— ¿Sólo dejó deudas? Venga. Entre que esto se está poniendo lindo. ¿Sólo

deudas? ¿No habrá algún resto? Podemos arreglarlo ¿Somos hermanas? Qué hermoso.

Siempre deseé tener una hermana. Venga. Entre, con confianza. ¿Una taza de té?

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