Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Lisa Suñé
Somos pura química
ISBN: 9788418962080
ISBN ebook: 9788418962585
MIL AMORES es una colección especializada en literatura romántica y libros sobre amor
publicada por Editorial Amoris - Lantia Publishing S.L. en colaboración con Mediaset España.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente
previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea
electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la
obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@lantia.com
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay
alguna reacción, ambas se transforman.
Nos besamos por primera vez. Y, a pesar del sabor de la cerveza, al fin
pudimos probarnos. En aquel momento no existió nada más. El fantasma
que aparecía de vez en cuando no hizo acto de presencia, liberándome y
permitiéndome disfrutar de lo único que llevaba deseando aquel año. La
señal de que estaba haciendo lo correcto y de que podía enamorarme de
aquel chico, si es que ya no lo estaba.
Aquella noche fuimos a su apartamento, el que sería también mi futuro
hogar en aquella ciudad que me dio un nuevo camino y me brindó infinidad
de oportunidades. La vergüenza y el miedo que nos había caracterizado
durante aquel año desapareció, solo queríamos dar rienda suelta a lo que
nos habíamos empeñado en contener. Hicimos el amor y sentí que él podía
ser mi hogar, mi tranquilidad, mi estabilidad y mi nueva vida. Aquella
noche me aferré a esa idea, convencida de que estaba haciendo lo correcto.
Su fina y pálida piel, su pelo rubio lacio y suave entre mis dedos, el calor de
su cuerpo y sus delicados movimientos. Un acto inesperado que iluminó
todavía un poco más mi camino en aquella ciudad, alejando cualquier
negrura que pudiera atormentarme.
Aunque mentiría si dijera que no volví a pensar en mi pasado, de quién
fue mi primer amor y de cómo me dolió horas después. Aquella sensación
se transformó, a pesar de que en ocasiones seguía pensando en las
incertezas, si no se hubieran torcido nuestros planes… Pero no, no quería
manchar mi vida con Sten con posibles y, sobre todo, su inmerecido
recuerdo.
Ninguno de los dos se merecía aquello. El primero por hacerme daño y el
segundo por haberme dado una estabilidad y tranquilidad tan necesaria.
Justo cuando llamaron a los pasajeros del vuelo que tenía que coger por
megafonía, recibí un mensaje de una mis compañeras de trabajo: «Sé que
estás de vacaciones, y te juro que no quería molestarte, de veras, pero es
que no encuentro los resultados de las inyecciones que hicimos el otro día
en el HPLC4. ¿En qué secuencia estaban? Estoy como loca…».
El mensaje me hizo sonreír. No llevaba ni un día fuera del trabajo y ya me
imaginaba el descontrol que se habría instaurado. Le respondí en menos de
un minuto e informé a Grette de que estaba subiendo al avión, además de
que no dudara en llamarme o preguntarme cualquier cosa, a fin de cuentas,
cuando trabajas en un departamento de investigación nunca descansas. Me
encantaba mi trabajo, y era una de las mejores decisiones que había tomado,
a pesar de que me costó muchísimo formar parte de aquel equipo.
Cuando empecé a salir con Sten había tirado la toalla en mi búsqueda
profesional, pero él se sintió con la necesidad de darme alas. Le expliqué
que tenía la carrera de Química, y que al llegar a Copenhague y no tener
experiencia en el sector, me conformé con el trabajo en la cafetería. Él me
animó a que volviera a intentarlo, incluso tiró de algún contacto para
ayudarme, logrando así con el tiempo un puesto de técnico de investigación
en la Universidad de Copenhague.
Aún recuerdo los gritos de alegría de mi hermano a través del teléfono
cuando le comuniqué que habían aceptado mi candidatura en un proyecto
de investigación europeo, sin tener siquiera experiencia en el sector. Fue un
auténtico empujón que me adentró en algo mucho más duro que los cuatro
años de carrera, pero que me aportaron una gratificación e infinidad de
conceptos nuevos.
También recuerdo el día que me dijo que estaba saliendo con Ana. Aquel
dato me descolocó. Ella no nos había dicho nada, aunque los últimos años
se había vuelto mucho más introvertida y siempre solía responder con un
«todo va bien». Era incapaz de imaginármelos juntos, porque mi hermano
siempre había sido un mujeriego y Ana todo lo contrario. Lo que sí que me
pidió Salva fue discreción, porque se estaban tomando la relación con
mucha calma. Yo no era nadie para juzgar sus decisiones ni negarme, por
mucho que se me hiciera rara la situación.
Mi hermano y yo habíamos pasado muchas cosas juntos, siempre nos
habíamos apoyado, y eso debía seguir siendo así. Nuestra relación se hizo
más fuerte durante mi primer año de carrera, ya que nuestros padres
tomaron la decisión de tomarse un tiempo, haciéndonos un poco la vida
imposible y sometiéndonos a situaciones complicadas. Cada vez que
pensaba en la de cosas que vivieron y se dijeron aquel año, y lo mucho que
nos afectó a mi hermano y a mí sus decisiones, tenía que hacer un gran
ejercicio de contención cuando estaba con ellos. Fue un antes y un después
en nuestras vidas que, a pesar de que a la larga sabíamos que cada uno haría
su vida de una forma u otra, era un tema que no llevaba nada bien. Se podía
decir que era mi talón de Aquiles.
Me senté al lado de la ventanilla, donde pasé gran parte del vuelo
observando la calma absoluta que había ahí arriba. Era consciente que debía
disfrutar de aquellos instantes, porque, a diferencia de la calma que se
respiraba por encima de las nubes, me esperaba un mes frenético: salidas
con mis amigas, el torbellino de mi hermano y convivir con mis padres, que
eso ya era una tarea titánica para mí. Todo eso lejos de la persona que se
había convertido en mi ancla, el que me había ayudado a dar pasos de
gigante, y ya no tenía escapatoria.
Tres horas después aterrizaba en Barcelona, y fui con calma en busca de
mi maleta a esperar a que la cinta escupiera de un momento a otro mi
equipaje, un rato en el que aproveché para llamar a Sten y decirle que había
llegado sana y salva.
—Pásatelo genial —me decía a través del teléfono—, disfruta, te lo has
ganado.
—Me siento culpable, porque me he ido cuando más trabajo había.
—Gala, disfrútalo.
Él era el único que sabía lo mucho que había trabajado todo aquel tiempo.
Apenas había disfrutado de más de una semana de vacaciones, y cuando se
me presentó la oportunidad, fue el primero en empujarme a que pidiera los
días que me quedaban por disfrutar. Si algo tenía claro es que no iba a
perderme la boda de Sandra bajo ningún concepto, además de que, junto
con Ana, sería dama de honor. Éramos amigas desde los tres años, desde el
primer momento que nos apuntaron a la misma escuela. Y aunque a medida
que fuimos creciendo las diferencias entre nosotras eran significativas,
supimos forjar una buena amistad, aunque nuestro último año en Barcelona
puso a prueba nuestra fuerte relación. Cada vez que pensaba en todas las
cosas que habíamos vivido me enorgullecía y también me avergonzaba,
provocando que se me sonrojaran las mejillas.
Cuando vi la maleta asomarse por la cinta, cogí aire y decidí salir
despacio. Solo estaba mi hermano esperándome, como muy bien le había
pedido. No quería que me esperaran todos allí armando follón y captando
atenciones innecesarias. Solos él y yo, con muchas cosas que explicarnos y
un trayecto insuficiente.
La alegría me invadió en cuanto lo vi. Su pelo oscuro, formando ese
caracolillo en la frente que tanto lo caracterizaba, y los mismos ojos que
veía cada día en el espejo. Se notaba que éramos hermanos, excepto porque
él tenía un cuerpo atlético y el mío tendencias esféricas. No es un camino
sencillo el de comprender tu cuerpo, y sobre todo el de asimilar que nunca
podrás tener ese cuerpo normativo y dañino que nos inculcan desde
pequeñas. Tampoco me ayudó tener dos amigas que son perfectas en este
jodido marco social, pero así soy yo, y soy la única que convivirá conmigo
hasta el fin de mis días. Me he machacado por muchas cosas durante
demasiado tiempo, y empecé a entender que mi cuerpo debía dejar de ser
una de ellas. Desde que comprendí eso, la forma en la que me miro al
espejo cambió, y junto a eso la proyección que irradias a los demás. No fue
hasta ese momento en el que empecé a ser consciente de lo que podía llegar
a hacer. Así que dejó de ser una prioridad para mí no tener una cintura de
avispa, ni el vientre plano ni enfundarme en unos pitillos de la talla treinta y
ocho. Así que, siendo fiel a la ley de la conservación de la materia, esta no
se puede crear ni destruir: solo transformar. Y el cambio reside en la mente,
no en el tamaño de tus muslos, porque el roce de ellas no mide tu valía.
Salva me aportaba una tranquilidad única, así que no pude evitar fundirme
en un abrazo silencioso de cariño y añoranza con él. Justo el año que me
marché se embarcó en uno de los proyectos más importantes de su vida: se
compró un piso. Llevaba muchos años guardando ese dinero para
comprarse un hogar, y aún recuerdo el momento en que encontró el sitio
adecuado y cómo me enseñaba las fotos de un apartamento destrozado. Yo
creía que estaba loco por meterse en algo así, pero se le veía tan ilusionado
que era imposible llevarle la contraria.
—Al fin estás aquí —susurró sin deshacer nuestro abrazo.
—Sí, se me hace rarísimo…
—Estamos como locos por tu llegada, llevamos esperando este momento
tanto tiempo… —siguió susurrando aflojando un poco sus brazos y
tomando distancia, para poder mirarnos a la cara.
—Lo sé. ¿Vamos a tu piso?
—Sí, allí están Sandra y Ana —me informó con una leve sonrisa—.
Aunque debo decirte algo antes de que llegues a casa, Gala.
Captó por completo mi atención, al igual que mi corazón dio un brinco
por el miedo que produce esa frase. Intenté descifrar a través de su mirada
de qué podía tratarse, pero solo pude atisbar una preocupación constante.
—Vamos al coche y te lo cuento por el camino.
Agarró mi maleta y empezó a arrastrarla con facilidad por la terminal
hasta su coche, donde metió el equipaje en el maletero sin esfuerzo. Me
senté en el asiento del copiloto y, cuando arrancó el coche, sonó
Supersubmarina. No pude evitar sonreír, porque aquel grupo me llevaba
siempre a él.
—Cuánto tiempo sin escuchar esta música… ¿Qué canción es esta?
—Canción de guerra.
—Vaya, ¿debo tomármelo como una indirecta?
—¡No! No seas tonta… ¿Cómo está Sten?
—Bien. Espero que mamá esté más tranquila en casa.
—Ya… Ese es uno de los temas de los que me gustaría hablar contigo.
—Me tienes en vilo.
—Durante todo este tiempo han cambiado mucho las cosas por aquí,
supongo que las chicas te habrán mantenido informada.
—Sí, Sandra debería ser ministra de rumores o algo así, se entera de todo.
Ana siempre ha tenido esa distancia fantasmal, aunque desde que me dijiste
que estabais juntos la he sentido un poco más cerca. Tienes que explicarme
más sobre ese tema.
—Sí, lo sé. Pero tengo que hablarte sobre mamá.
—Pero…, Salva, ¿te estás quedando conmigo? —fue lo único que pude
preguntar.
No podía creerme que acababa de confesar mi hermano. No me esperaba
aquel bombazo nada más aterrizar a mi ciudad natal, y mucho menos que
fuera él el que me diera aquella información. Salva no debía cargar con
aquella responsabilidad.
—Lo han llevado con discreción —continuó diciendo de forma pausada
—. No ha sido fácil, han pasado muchísimas cosas durante este tiempo que
los ha llevado a tomar esta decisión.
—Joder, Salva, me habéis ocultado que vuelven a estar juntos.
—Nos lo han ocultado a todos —alzó un poco la voz mientras agarraba el
volante con fuerza. Noté que para él tampoco era fácil—. Gala, solo te pido
comprensión, no para mí, sino para ellos.
—Pero ¿cómo es posible que nuestros padres sean capaces de ocultarnos
algo así? Entiendo que nuestra relación se enfrió cuando decidí quedarme
en Copenhague, pero han venido a verme y jamás me han dicho ni una sola
palabra —relaté con molestia—. Y ya no hablemos de Ana, que no nos
explicó en ningún momento lo que se llevaba contigo.
—Gala, cada uno es como es; unos deciden dejar atrás los problemas y no
remover el cajón de mierda —noté su referencia hacia mí—; otros deciden
quedarse e intentar no ahogarse y hay una parte que cogen la sartén por el
mango y asumen las consecuencias. Lo que ha vivido es algo que os debe
explicar ella, y lo hará. Tarde o temprano lo hará.
—¿El qué? ¿Qué nos tiene que explicar?
—Todo a su debido tiempo, solo te pido que seas paciente, al igual que he
tenido que serlo yo. Créeme, para mí no ha sido nada fácil, pero esto es
así…
—Tendría que haberme quedado en casa —murmuré.
—Estás de camino a tu casa, no te confundas.
—No empieces, yo ya no vivo aquí. Todo mi mundo está allí y…
—Huiste de todo —interrumpió.
No me esperaba todo aquello. No llevaba ni una hora de vuelta en
Barcelona que ya tenía mal cuerpo y, para colmo, mi hermano me estaba
reprochando que lo dejara tirado en medio de la separación de nuestros
padres.
—No me esperaba que fueras capaz de decirme algo así, no tan pronto, al
menos —contesté.
—Joder, Gala, entiéndeme. He estado solo frente a un montón de batallas.
—Hemos hablado mucho sobre esto, creo que ya había quedado claro.
—Sí, por teléfono —añadió con rencor y apretando de nuevo el volante
con fuerza—. Sabías perfectamente lo que había, y aun así no has aparecido
en cuatro años. No es un reproche, soy el que más entiende tu reacción,
pero también el que más la sufrió.
—Me estás haciendo sentir como una mierda, para mí no fue fácil
adaptarme; necesitaba dinero, apenas he tenido vacaciones y tampoco podía
estar cogiendo un avión cada dos por tres.
—El dinero dejó de ser un problema hace tiempo. Lo que te ocurre es que
no eres capaz de asimilar los giros que da la vida, y hasta que no te ponen
entre la espada y la pared no das el paso. Si es que ha llegado ese momento,
claro.
—Sabes que no soy la persona más valiente del mundo, pero tengo una
vida con Sten allí y seguirá siendo así.
—Y eso me parece estupendo, pero ellos se merecen la oportunidad que
están teniendo ahora.
—No lo niego, pero hay cosas que mi cabeza no comprende, hay agujeros
negros que me impiden saber el motivo de esos cambios.
—Tampoco has querido saberlos, Gala.
Y el primer latigazo acababa de llegar. Me quedé muda durante el resto
del trayecto. La confesión de Salva y la carga de reproches que me había
soltado en apenas media hora me dejaron descolocada. Tenía ganas de
llorar, de encerrarme sola en cualquier lugar y comprarme un billete de
vuelta. No dejaba de pensar que volver había sido un completo error; la
sensación de que todos se habían acostumbrado a mi ausencia y habían
hecho sus vidas. Yo ya solo era la chica que se había marchado a la que
llamaban de vez en cuando.
Salva metió el coche por la puerta del parquin y, cuando aparcó en su
plaza, la ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Cuando salió del vehículo vino
directo hacia mí y me obligó a parar.
—Oye…, siento haberte hablado así, ya sabes que soy muy
temperamental —se disculpó con voz más tranquila—. Joder, Gala, eres mi
hermana, y que estés aquí después de tanto tiempo es raro. Mi instinto me
obliga a hacer todo lo posible para que no te vuelvas a ir, no quiero seguir
viendo cómo te pierdes todas las cosas buenas que están sucediendo aquí,
no quiero que te quedes con lo peor y no quieras volver más.
Nos abrazamos. Le entendía, nuestra relación fraternal siempre había sido
envidiable. Él siempre había cuidado de mí, al igual que me hacía rabiar a
partes iguales, pero siempre podía contar con él para cualquier cosa.
—Oye, me alegro de lo tuyo con Ana —añadí sin dejar de abrazarlo—.
No sé cómo narices habéis acabado juntos, pero me alegro de que así sea.
Cuando nos separamos me dedicó una sonrisa.
—Es una historia muy larga, y debe ser ella quién dé el paso para
contarla. Decidimos en su momento que tú fueras la primera en saberlo,
porque así lo creímos oportuno. Solo te pido que seas paciente con ella,
Gala, ha sufrido bastante y lo que vivió la ha condicionado muchísimo.
—Me estás asustando, Salva, ¿qué pasó?
—Ella es la que debe explicarlo, yo siempre he estado a su lado desde que
ocurrió, y juro por mi vida que nunca me separaré de ella.
Ver a mi hermano así; el que nunca se había enamorado, el que iba de flor
en flor y del que creí que nunca sentaría la cabeza, perdidamente
enamorado de una de mis mejores amigas, era algo insólito. Porque una
cosa era hablar por teléfono y, otra muy distinta, verle la cara cada vez que
hablaba de ella. Me alegraba muchísimo, a pesar de que sus palabras me
preocupaban. No me veía capaz de esperar a que Ana diera el paso para
explicarme por qué fue tan difícil el inicio de su relación, necesitaba saberlo
cuanto antes. ¿Qué era lo que había vivido mi amiga? ¿Por qué no nos lo
había contado? Debía ser algo muy grave como para no contárnoslo a
nosotras.
Salva metió la llave en la puerta y ya la oí: Sandra estaba gritando como
una loca para rodearme entre sus brazos y zarandearme. Noté cómo mi
cuerpo se sacudía por culpa de su efusividad; pero notar de nuevo sus
brazos, su perfume y su calidez, me transportaron por arte de magia a un
tiempo pasado mejor.
—¡Ya era hora, joder! —soltaba mientras no dejaba de menearme.
—¡Por Dios, Sandra, que me vas a romper! —advertí entre risas.
Cuando al fin me soltó, mi mirada se posó en la bella y frágil Ana. En los
últimos años, a pesar del muro que se creó entre nosotras, fui testigo de
cómo fue cayendo en picado, pero verla sonreír y darme cuenta del brillo
que mostraban sus ojos, ya era suficiente para sentirme más tranquila. No
pude evitar abrazarla, aunque con el corazón aún palpitante y dubitativo. Al
hacerlo, sentí a una Ana distinta, como si volviera a ser un atisbo de quien
era años atrás, pero con la serenidad que te suele otorgar la madurez. Por mi
cabeza no dejaban de escenificarse diferentes actos de lo que podría haberle
sucedido, y me temía que se trataba de algo malo. Salva me confesó que él
la había ayudado en todo momento, así que lo primero en lo que pensé fue
en que podía tratarse de un tema de drogas, pero me parecía extraño que se
tratara de eso.
Decidí seguir el consejo que me transmitió mi hermano y me armé de
paciencia, era ella la que tenía que dar el paso, por muchas ganas que
tuviera de forzarla a contarlo.
Aun estábamos en el recibidor cuando dos personas más reclamaban mi
atención en el salón: Julio y Luis. Millones de recuerdos se agolparon en mi
cabeza y, por desgracia, su sonrisa, sus ojos y su nombre volvieron a
golpearme en lo más profundo de mi alma. Ver a Julio era un viaje
asegurado al pasado que no quería rememorar. No quería sentirle tan cerca
de mí, porque me hacía vulnerable e insegura. También sabía que era
inevitable no pisar Barcelona y no verlos. Debía intentar olvidar que fueron
compañeros de piso durante la carrera y que seguían siendo muy buenos
amigos.
—¡Mírate! ¡Estás estupenda! —soltó Julio mientras extendía los brazos
para que fuera a darle un abrazo.
Aunque en aquel abrazo hubo seis brazos, y un leve escalofrío me recorrió
el cuerpo. Mi mente volvió a transportarme al momento en que Sandra, seis
años atrás, me confesó el juego que se llevaba con Julio y Luis, y lo mucho
que sufrió después cuando todo acabó, y no fue un cuento de hadas,
precisamente.
—¡Preparad las copas, vamos a brindar! —anunció Sandra.
Salva sacó una botella de cava de la nevera y en pocos minutos estábamos
brindando, bebiendo, y era imposible parar de reír. Me sentí abrumada por
tanto afecto y atención, yo solía ser muy reservada y prefería pasar
desapercibida, pero entendía que no pudieran dejar de abrazarme y
besarme, eran muchos años los que llevaba fuera y debía comprender que,
aquel momento, yo era la protagonista.
Octubre de 2012
Octubre de 2012
Octubre de 2012
Yo, que era la sensata de las tres, la que usaba la cabeza antes que el
corazón y la que no se dejaba arrastrar con facilidad por un tío, había roto
todos los moldes aquella noche.
El chico en cuestión se llamaba Hugo, y mis ojos se posaron en él al
instante: alto, moreno, ojos castaños, atlético… En fin, que acabamos la
noche en su casa con el fin de enrollarnos. Sentí cada centímetro de su
trabajado cuerpo, y comprobé que contaba con sobrada experiencia en
cuanto a satisfacer a las mujeres, porque me estimuló zonas del cuerpo que
ni pensé que servían para eso.
En definitiva, que fue un final de fiesta increíble.
Cuando me desperté lo hice en una cama doble, empotrada entre la pared
y su cuerpo. Me di la vuelta para contemplarlo con atención y comprobar
con mis propios ojos que no se había tratado de un sueño, que era el tío más
cañón con el que había estado en mi vida.
No es que me hubiera enrollado con muchos, pero Hugo era distinto, y no
supe descifrar el motivo por el cual me sentía tan atraída por él, como un
magnetismo único. Durante la noche charlamos, y me demostró que no solo
era el típico chico guaperas que se lo tenía creído, sino que me dio la
sensación de que era alguien maduro y con las cosas muy claras: mi
debilidad.
Pero ya iba siendo hora de que volviera a casa, mis padres se preguntarían
dónde habría pasado la noche y no quería llevarme una buena bronca. Me
deshice de sus brazos como pude, para intentar no despertarlo, y fui hasta la
ropa para ponérmela de forma fugaz y buscar el móvil en el bolso. Cuando
miré la pantalla vi que tenía tres llamadas perdidas y cincuenta mensajes de
WhatsApp. Mi madre me había llamado y enviado unos cuantos mensajes,
pero vi que Gala me había salvado de una buena movida. Leí su mensaje:
«Le he dicho a tu madre que te has quedado a dormir conmigo, que estabas
algo de bajón y que no te apetecía hablar con nadie, un desengaño amoroso.
Me debes una…».
Sí, se había ganado una buena recompensa.
—Ey, nena… —balbució Hugo—. ¿Ya te vas?
—Sí, debo irme…
—Oye, ¿haces algo esta tarde? Quiero volver a verte —susurró con una
voz tan sexy que me dejó atontada del todo.
—Pues…
—Venga, va. Creo que entre tú y yo existe algo especial —añadió con un
susurro demasiado irresistible.
No podía negar que me moría de ganas por volver a pasar un buen rato
con él, conocerle, besarle y…
—Tus ojos me están diciendo un sí, nena.
¿Nena? ¿Qué manera era esa de llamar a alguien? Aunque noté que no me
importaba, me había embrujado de tal forma que incluso me gustaba cómo
me lo decía. Aquel chico me había conquistado en segundos, porque la
forma en la que me trataba era muy distinta a otros chicos.
—Vale, te apunto mi número de teléfono y me dices dónde quieres quedar
—dije.
—Eres preciosa, pasaré a recogerte, ¿vale?
Le sonreí.
—Ven aquí, dame un beso —pidió.
No me hice de rogar, así que me arrodillé frente a él para ponerme a su
altura. Él, en cambio, me rodeó con sus brazos para plantarme un beso de
esos que no se olvidan, que te dejan huella y de los que incluso eres capaz
de recordar pasadas las horas, o incluso los días... Consiguiendo justo lo
que quería, engancharme todavía más a su más que notable encanto.
—Me tienes loco… No puedo dejarte ir, ¿qué me has hecho?
—¿Qué me has hecho tú, que no soy capaz de volver a mi casa?
—Nena…, lo haría mil veces contigo, y una, y otra vez… —fue diciendo
a medida que iba dejando un reguero de besos por mi cuello.
Y solo bastó su voz ronca para volver a encenderme. Me había activado
algo en mi interior que me atontaba, incapaz de poder resistirme a una
insinuación así. Empleó la fuerza justa con sus brazos para volver a
ponerme encima de él y besarme con más pasión, demostrando que lo que
hicimos anoche solo había sido un mero entrante. Sus manos se deshicieron
con habilidad de mi ropa. Yo, sin embargo, me dejé hacer. Estaba entregada
por completo a su embrujo.
Los cuerpos calientes, los besos, las caricias…
Casi dos horas después logré salir de su piso para volver a casa.
De las primeras cosas que hice en cuanto salí a la calle fue llamar a Gala,
sin falta. Sabía que en dos horas empezaría a trabajar y sería imposible que
cogiera el teléfono, le debía una explicación y un gracias gigantesco como
mínimo.
—Lo sé, te debo una —contesté nada más sentir que descolgó el móvil.
—Tranquila, Ana —me dijo mientras oía lo que supuse que era una
sonrisa—. Al menos te lo habrás pasado bien…
—Demasiado… Quiere quedar conmigo esta tarde.
—Qué rápido, ¿no?
—No le he dicho ni que sí, ni que no… ¿Qué hago?
—¿Te gusta? ¿Estás a gusto con él?
—Pues… sí, la verdad.
—Pues ahí tienes la respuesta, si tú crees que es un buen tío, yo también
lo creo. No sueles engancharte con el primero que encuentras en una fiesta,
así que eso puede ser una señal, ¿no?
—Creo que sí. Es guapísimo, Gala.
—Ya, ya. Lo vi anoche, así que aprovecha el momento.
Después de aquello me explicó la coartada que se inventó para salvarme
la bronca que podrían soltarme mis padres. Aunque no solían hacerme
muchas preguntas, jamás les había dado problemas de ningún tipo, así que
era fácil colarles alguna mentirijilla piadosa.
En cuanto llegué al piso, lo primero que hice, fue meterme en la ducha. Al
salir del baño miré la pantalla del móvil y comprobé que tenía un mensaje
del chico que me había engatusado: «Nena, dime que nos veremos esta
tarde y todas las que nos quedan por delante».
Hugo me había conquistado. Necesitaba verle, besarle, notar su cuerpo
desnudo contra el mío…
¿Existía el amor a primera vista?
Ya lo creo que sí.
Por la tarde quedé con él, pero no en la puerta de casa de mis padres; no
quería arriesgarme a que me vieran con un chico más mayor que yo y,
además, evitaría preguntas de más.
Llegué unos minutos antes, así que me tocó esperar un buen rato. Aunque
cuando ya pasaban diez minutos de la hora, pensaba que se habría olvidado
o, tal y como mi vena paranoica sacaba a pasear, se habría aprovechado de
mí. Pero todas aquellas dudas y miedos se esfumaron en cuanto apareció en
un coche, al que no dudé ni por un instante en subir.
—Nena, eres un auténtico bombón —soltó en cuanto me senté en el
asiento del copiloto.
Yo, como respuesta, le planté un beso de esos que quitan el hipo. Con él
estaba perdiendo toda la sensatez que me caracterizaba. Sentía que podía
enamorarme de aquel chico hasta las trancas.
Se adentró en la Ronda de Barcelona y llegamos a los Bunkers del
Carmel, justo al mismo sitio donde Hache y Gin tienen una escenita de lo
más tórrida en la película Tengo ganas de ti. Aún recuerdo los soplidos de
Gala cuando las arrastré al cine a verla aquel verano. A mí me encantaban
ese tipo de historias; pero Gala, que era la única con la que podía hablar de
libros, no compartía mi gusto por Federico Moccia. Sandra, sin embargo, la
puso a parir, soltando discursos feministas y moralistas. La cuestión es que
a mí me hacían pasar un buen rato, y me pareció de lo más romántico por
parte de Hugo.
Paseamos cogidos de la mano y con algún beso suave y tórrido por el
camino. Hugo estaba siendo delicado, atento, cariñoso y un caballero de los
pies a la cabeza. Nos apoyamos en el mirador y aprovechamos para
hacernos varios selfis, desde donde se podía ver toda la ciudad de
Barcelona. Una de esas instantáneas se me ocurrió enviarla al grupo de
WhatsApp de las chicas, donde Sandra respondió con un emoticono
sorprendido y con muchos pulgares hacia arriba y Gala no respondió. Ya
estaría trabajando, así que era lógico que no diera señales de vida.
Echamos un vistazo fugaz a la exposición de fotografías que explicaban la
historia de aquel lugar y no tardamos en enredarnos en infinidad de besos,
hasta que empezó a oscurecer y me propuso ir a cenar a un restaurante
cercano. Aprovechamos ese rato para conocernos un poco mejor.
—A los veinte me fui de casa y decidí compartirlo con mis amigos de
toda la vida. Los tres estábamos trabajando y creímos que era lo mejor.
Llevamos dos años así y no me arrepiento de la decisión.
Me pareció más interesante todavía. Sin duda era un chico que se había
espabilado pronto, no como muchos de mis compañeros de grado. Era justo
eso lo que me gustaba de un tío; la sensatez, la maduras y la
responsabilidad.
—A los dieciocho empecé a trabajar como operario de producción y… me
gano bien la vida, la verdad. Solo faltabas tú en ella —añadió mientras se
acercaba más a mí y sonrojarme.
Me quedé sin palabras. Tenía el poder de dejarme bloqueada, y sin duda
supe que él era lo que estaba esperando. Ese príncipe de cuento con el que
tanto había fantaseado.
Como ya me temía, cuando volvimos al coche, no pudimos evitar
enrollarnos. Éramos incapaces de controlar nuestros impulsos y las ganas
vencieron aquella partida.
Lo hicimos allí mismo, envueltos en la oscuridad que nos otorgaba el
manto de la noche y la intimidad del interior de un coche.
Ya era inevitable. Lo nuestro no era algo esporádico.
Habíamos sufrido un flechazo que no pudimos contener.
Gala
Tiempo perdido
Octubre de 2012
Los estudios reclamaban más horas a medida que pasaban los días; el
semestre se estaba poniendo cuesta arriba. Joel y yo nos habíamos unido
mucho en las clases, complementábamos apuntes e incluso empezamos a
estudiar juntos.
Sandra y Ana seguían igual: la primera algo asustada con el nuevo
comportamiento de su mejor amigo y la segunda enamoradita perdida. Casi
ni la veíamos fuera de la universidad, porque le dedicaba gran parte de su
tiempo a Hugo. Intenté entender que su forma de actuar era normal, pero la
realidad era que habíamos pasado a un segundo plano, y no nos gustaba a
ninguna de las dos. Además, las pocas veces que coincidimos con su novio
no acabé de encajar mucho con él, me transmitía un poco de rechazo. Tenía
la sensación de que era el típico chulo superficial que me miraba por
encima del hombro, además de que me fijé que era muy posesivo y
controlador con Ana. No sabía si debía decírselo, porque tenía mucho
miedo a perderla y, una de las consecuencias que podía tener aquella
conversación, era justo esa.
Mi hermano se ensombreció durante una temporada, supongo que alguna
mujer sería la culpable de su arisco comportamiento, pero se endureció
mucho más con mamá. No soportaba ver a nuestro padre destrozado y fuera
de su propia casa mientras ella empezó a llorar por todos los rincones de la
casa. No dejaba de decir que el comportamiento de nuestra madre no tenía
sentido, así que una tarde, después de comer, perdió la paciencia.
—¡Es que no te entiendo! Papá se ha ido de casa, solo para que tú
estuvieras más tranquila e intentaras levantar cabeza. Y lo único que estás
haciendo es ir como un zombi. ¡Joder, ¿qué es lo que quieres?! —exclamó
cabreado.
Mi madre no fue capaz de pronunciar palabra, porque estaba ida.
—No es justo que él se haya tenido que ir. También le echamos de menos,
¿sabes? Se suponía que su ausencia iba a ayudarte, que ibas a pensar en lo
que realmente quieres hacer a partir de ahora, pero es que… ¡Te veo peor!
—Salvador, no es fácil —respondió con un poco de entereza. Supongo
que era la poca que le quedaba en la recámara.
—¿Te crees que no intento entenderos a los dos? No nos los ponéis fácil,
ni siquiera os habéis molestado en explicarnos qué cojones os ha pasado
para llegar a esta situación.
—Es algo entre tu padre y yo.
—No, si eso ya lo sé, pero Gala y yo estamos en medio de ese algo, así
que por favor os pido que os comportéis como los adultos que sois, porque
al final el que se irá de esta casa seré yo, y no querré saber nada de nadie.
Y tal y como soltó aquello, se marchó.
Mi madre empezó a llorar y no me quedó más remedio que consolarla. Yo
me sentía destrozada y dividida, porque quería a mi familia muchísimo,
pero las palabras de mi hermano estaban cargadas de dosis de verdad. Si
aquella situación se alargaba nos haría un daño irreparable.
—Mamá, ¿qué pasó? ¿Dónde está esa familia que comía pizza los viernes
viendo una peli? ¿Que salía a caminar los domingos por la mañana por el
Montseny? ¿Dónde está?
—No lo sé, cielo… Es todo muy complicado.
—Explícamelo, mamá, por favor…
—No sé cómo empezó, pero se ha ido todo por la borda.
—¿Pero el qué? ¿Qué pasó?
Arrancó a llorar, pero no soltó ni una palabra. Mi madre estaba encerrada
en el problema y no quería soltarlo.
Eran casi las cuatro de la tarde y debía ir hacia la biblioteca de la uni;
había quedado con Joel para estudiar el último temario que habíamos dado
en Química Orgánica. El examen se acercaba y ambos teníamos la misma
filosofía, estudiar hasta no sentirnos el culo en el asiento.
Me fui de casa destrozada, no me gustaba dejar a mi madre así, pero debía
seguir estudiando. Era lo único que tenía que hacer bien en aquel momento,
a pesar de que solo tenía ganas de estar sola, de llorar, de hacerme millones
de preguntas y encontrar de cualquier manera las respuestas.
—Gala, ¿pillaste bien los apuntes de los compuestos hidrocarbonados? —
preguntó en un susurro.
Yo miré mis apuntes, sin prestar apenas atención y le extendí lo primero
que me pareció que podía resolver sus dudas.
—Joder, claro, me dejé los compuestos aromáticos. ¿Cómo lo haces para
pillar apuntes tan rápido?
Pero mi cabeza no estaba allí, y Joel no tardó en percibir que estaba
distraída.
—¿Estás bien? No te veo muy centrada… —susurró.
Levanté la vista y, sin poder evitarlo, se me cayeron dos lagrimones
enormes. No estaba bien, y me ponía peor solo de pensar en que él me
estaba viendo llorar. Entrando en un círculo vicioso del que no puedes salir,
y elevando el nivel de angustia al máximo. Yo solía esconder mis
emociones a toda costa, no me gustaba dejar entrar a nadie en mis
emociones. Y ahí estaba yo, descomponiéndome delante de Joel.
—Gala, vámonos de aquí —dijo en un nuevo susurro.
Empezó a recoger sus cosas y las mías con rapidez. Yo no podía evitar
seguir llorando y, con su ayuda, logré salir de la biblioteca. Cuando la brisa
fresca de finales de octubre me azotó en la cara rompí a llorar aún más. Él
se puso enfrente de mí y empezó a hacerme preguntas, pero no podía ni
hablar, ni siquiera era capaz de oírle con claridad. Sentía un nudo en mi
garganta que me impedía explicarle lo que me pasaba, era demasiado gordo
todo lo que tenía dentro, y no podía soltarlo en una sola palabra, era algo
que había permanecido dormido en mi interior, pero que empezaba a
despertar, y debía dosificarlo. Lo que hizo a continuación me desarmó por
completo: me rodeó entre sus brazos.
—Sea lo que sea, puedes contar conmigo —me dijo.
Un abrazo simple que me transmitió justo la calma que necesitaba. Un
gesto que sentí sincero y sentido. La dosis exacta para calmar un poco la
fiera que llevaba dentro, pero que en cualquier momento saldría y sería
incontrolable.
—¿Sabes qué? Que le den a la química orgánica, vamos a bebernos unas
birras.
Me llevó hasta su motillo, sacó un casco diminuto que supuse que sería de
la Barbie y me lo pasó, colocándomelo sin pensar mucho en lo que estaba
haciendo, sin conocer el lugar donde iríamos. Arrancó el ciclomotor y me
subí detrás de él, sin saber dónde podía agarrarme sin tocarle. Me moría de
vergüenza, pero no me quedó más remedio que hacerlo si no quería caerme
en medio de la Diagonal de Barcelona, haciendo el mayor de los ridículos y
con una más que probable rotura de coxis.
Fuimos hacia la playa, aparcando aquel trasto justo donde empezaba la
arena. Compramos un par de cervezas en un badulaque y nos sentamos
enfrente de la orilla. Abrimos las latas y, sin decir nada, las entrechocamos,
a modo de brindis.
—Brindo por las dificultades, por las ganas de gritar, de llorar, de reír, de
no sentirte en casa, de enviarlo todo a la mierda y empezar de cero, de ganar
cuatro duros, de estudiar como un cabrón sin tener la certeza de un futuro
digno, por la añoranza, por las decisiones de dejar lo que querías atrás, por
crecer y madurar, por estar por estar, por no ser capaz de estar solo… —dijo
él con entereza.
—Brindo por todo lo que no soy capaz de decir y que, algún día, espero
ser capaz.
Bebimos.
—Suéltalo, Gala. Di todo lo que piensas, si me pides que no escuche, lo
haré. No sé qué es lo que te sucede, pero te entiendo.
—¿Sí?
—Echo de menos a mi familia, pero sé que tenía que hacerlo. Tenía la
necesidad de salir de Gerona y abrirme mundo, dejar a mi novia de toda la
vida por un objetivo. Siempre he querido vivir aquí.
—¿Ese era tu objetivo?
—Todos tenemos uno, ¿no? ¿Cuál es el tuyo?
—Nunca se lo he dicho a nadie, pero siempre ha estado ahí. Es una
chorrada, pero nunca me he visto preparada para compartirlo con los demás.
—El mío ya ves cual es: una meta en la que tengo que trabajar por cuatro
duros y estudiar un huevo. ¿Y para qué? ¿Qué nos espera al terminar?
¿Seguir trabajando de socorrista?...
—Yo quiero coger una mochila y…
Mis palabras se atropellaban en mi boca. Estaba a punto de decir algo que
jamás le había confesado a nadie, iba a contarle a alguien que apenas
conocía cuál era mi sueño desde niña.
—Quiero coger una mochila con cuatro cosas, subirme a un tren hacia
Francia y, desde allí, llegar lo más lejos posible. Visitar todas las ciudades
europeas que pueda con lo que he ahorrado todo este tiempo.
—Eso sí que es tener un objetivo. Me parece algo fascinante. Ahora me
siento ridículo.
—¡¿Por qué?! Tú has conseguido alcanzarlo.
—Sí, pero es muy diminuto. Tal vez es que yo me sentía encerrado en mi
pueblo y tenía la necesidad de salir de allí —contó.
En aquel preciso instante nuestras miradas se cruzaron y pude contemplar
la magia que escondían sus ojos. Si les echabas un primer vistazo podías
verlos de color marrón, pero al chocar los rayos contra su cara, podías
contemplar que escondían en su interior un verde fascinante.
—¿Y quieres irte sola? —preguntó desprendiéndome de aquella
revelación.
—Nunca se lo he contado a nadie, así que el plan era irme sola, sí.
—Qué envidia. Molaría mucho hacer algo así, a la aventura.
—Llevo ahorrando desde que empecé en la cafetería, y calculo que podré
hacerlo el último año de carrera, siempre y cuando lo apruebe todo.
—En eso puedo ayudarte yo, te ayudaré a que lo apruebes todo, ¿te
parece?
Le sonreí. Porque él tenía ese poder sobre mí; el de arrancarme una
sonrisa, aunque no tuviera ganas de hacerlo.
—¿Qué ha pasado en la biblioteca? —me preguntó.
Con él sentía que podía sincerarme, que no iba a juzgarme ni a echarme
ningún sermón. Que no solo hacíamos un buen equipo a nivel de estudio,
también podíamos servirnos de apoyo emocional el uno al otro. Romper ese
cascarón en el que me refugiaba.
—Mi hermano, Salva, le ha cantado las cuarenta a mi madre. La cual lleva
desde que mi padre se fue de casa como alma en pena como si le hubieran
roto el corazón.
—A lo mejor es que se lo han roto de verdad.
—Eso lo tengo claro, pero no entiendo su comportamiento agresivo
cuando mi padre seguía en casa. Fue irse él y venirse abajo.
—Bueno, no sé muy bien lo que es sentir eso, pero cuando lo dejé con
Laia me sentí roto. —Me lo quedé mirando sorprendida, con cara de saber
más; supuse que era aquella novia que dejó en Gerona—. Estuve con ella
desde los quince años. Ha sido mi primera y, de momento, la única. —¿Y la
Barbie? Lo vi enrollarse con ella en la fiesta que organizaron y nunca le
había preguntado por ella—. No se lo he dicho nunca a nadie, pero lloré
como un crío aquel día.
—¿Y por qué la dejaste?
—No me veía capaz de seguir con lo nuestro estando yo aquí y ella en
Gerona. No me veía preparado para llevar una relación a distancia, nos
habríamos acabado haciendo daño.
—Porque tú podrías acabar en los brazos de alguna Barbie, ¿no?
Se empezó a reír. Él sabía muy bien que hacía referencia a la chica del
otro día.
—Pues un poco Barbie sí que es, la verdad. Pobre Marta… —murmuró
mientras se reía.
Ya no solo éramos la chica de la cafetería y el chico de la sonrisa
impecable y ojos camaleónicos, nos estábamos haciendo amigos y
confidentes. El apoyo que necesitábamos y que, en ocasiones, era tan difícil
de encontrar.
Gala
Aprender a perdonar
Octubre de 2012
Noviembre de 2012
Noviembre de 2012
Noviembre de 2012
Noviembre de 2012
Al final me animé a ir. Joel y Pau fueron los responsables de que al final
fuera. Y no me arrepentí en absoluto de asistir, a pesar de que vimos e
hicimos millones de locuras.
Me puse lo mejor que tenía en el armario. Desde que todos mis planes se
fueron al garete mi actitud había cambiado. No dejé de estudiar ni de
trabajar, pero sí me permití el lujo de disfrutar de las fiestas. Mis notas
habían descendido un pelín, pero por suerte Joel me machacaba y, con su
actitud competitiva, me obligaba a estudiar. En ese sentido no me permitían
perder el norte.
Cuando me miré al espejo no parecía la misma. Había perdido casi una
talla y, por qué no decirlo, me veía muy bien a pesar de que seguía teniendo
un buen pandero. Me enfundé un vestidito entalladito y me subí a unos
botines con plataformas que me hacían crecer considerablemente. Sombreé
mis ojos lo justo para enmarcarlos y destacar el color grisáceo. Para mi
suerte, nací con una melena abundante castaña que se moldeaba sola, así
que no le dediqué mucho tiempo.
Quedé con las chicas en la parada de metro de siempre, a pesar de que no
íbamos a cogerlo para llegar a la universidad. Siempre íbamos andando para
ponernos al día y hablar de cualquier cosa, aunque últimamente el tema
siempre era el mismo: chicos. Me agobiaba ese tema, pero solo las
aguantaba a ellas.
Ana no dejaba de hablar de Hugo: que si era maravilloso, atento, guapo,
inteligente, independiente… vamos, un partidazo. Y Sandra tenía algún
ligue por ahí, aunque se había distanciado un poco de Julio y la prole de
chicas que solían seguirle junto a Joel. Porque Joel podía ser el mejor dando
consejos y demostrar una madurez que pocos tenían, pero con las chicas se
olvidaba de su integridad.
Les expliqué lo último que había pasado en casa; que tenía que costearme
la carrera, trabajar más horas y ganar más dinero. Alucinaron. Intentaron
apoyarme cuanto pudieron, pero era algo en lo que estaba bastante sola. Lo
llevaba bien, pero cada vez que me ingresaban la nómina y destinaba una
parte a mis ahorros, me acordaba de que había renunciado a aquel viaje que
tanta ilusión me hacía.
Me obligaba a pensar que no era la única persona en el mundo en aquella
situación, pero sí la única de mi entorno que tendría que hacer ese tipo de
sacrificios. Me sentía presionada y con una responsabilidad que no me
tocaba, pero era inevitable. Pensaba en que ellos terminarían la carrera con
menos dificultad y tendrían la oportunidad de encontrar trabajo de lo suyo
antes que yo. Mis horas sirviendo café se habían alargado muchísimo, y
aquello me deprimía. Hice el esfuerzo de dejar de pensar aquel día y, con la
ayuda de sus historias, me vine arriba. Estaban sorprendidas con el cambio
que había hecho en tan poco tiempo, aunque también les asustaba.
Nos reunimos con los chicos en la puerta de la Facultad de Química, y
nada más llegar fuimos a por cerveza. Música a todo volumen y un montón
de gente; bebíamos, bailábamos, reíamos… Se acoplaron las Barbies —
forma en la que habíamos apodado a las acosadoras de Julio y Joel—, Pau
no se separaba de mí y Ana no dejaba de mirar el móvil. Su cara iba
cambiando a peor cada vez que recibía un mensaje.
—¿Qué pasa? —le pregunté para poder apartarme un poco de Pau.
Últimamente lo notaba más pegado a mí.
—No, nada…
Le seguí insistiendo, porque tenía claro que algo no iba bien con ella.
—Hugo está un poco deprimido hoy. Ha tenido un día muy complicado y
no para de decirme que me necesita. Me echa de menos.
—Pero… ¿por qué no se viene?
—Ya se lo he dicho, pero está agotado. Ha trabajado esta mañana y no
tiene ganas de fiesta. Me sabe mal estar aquí.
No supe qué decirle, pero notaba que no le apetecía mucho estar ahí.
Tenía la sensación de que lo estaba dejando todo por Hugo, se había
convertido en el centro de su vida. En pocas palabras: nos estaba
abandonando. Sandra se pilló un buen mosqueo cuando vio que Ana se
había largado para estar con su novio. Pero más se mosqueaba viendo cómo
Julio se enrollaba con la misma chica del otro día.
—Sandra, ¿estás celosa? —insinué.
—¡No! Es solo que Julio no era así, no es el amigo que yo recuerdo. Un
día está con una y otro con otra…
—Eso son celos. Además, ¿tú no habías quedado con un chico?
—Sí, pero todavía no ha llegado. ¿Vamos a por un chupito?
Joel apareció justo en el momento que íbamos a beber y, como esperaba,
se apuntó. Nos metimos un tequila cada uno entre pecho y espalda. Joel iba
bastante tocadito, aunque nosotras no nos quedábamos atrás. Pau volvió a
aparecer y decidimos subir una planta más, donde vimos que la gente se
había montado una bolera con botellas de plástico vacías. Estuvimos un
buen rato mirando y jugando, pero estaba todo el mundo demasiado
borracho como para atinar alguna botella.
De golpe la música empezó a sonar más fuerte en aquella planta, y nos
pusimos todos a cantar. Estábamos disfrutando como nunca, pero Pau no
dejaba de arrimarse cada vez más a mí. Era realmente incómodo porque, el
chico era muy majo, pero le notaba cada vez más cerca y eso me ponía
frenética. No quería cortarle el rollo a nadie, pero si seguía en ese plan
tendría que hacerlo.
Vi a Joel y pensé en pedirle auxilio con el tema. Me puse a su lado, le
agarré de la camiseta para susurrarle algo en la oreja.
—Sácame a Pau de encima, por favor…
Me miró y, con la sonrisa de siempre, empezó a actuar. Se puso al lado de
su compañero de piso y lo distrajo todo lo que pudo, yo me limité a
ponerme en el otro extremo, junto a Sandra. Bailamos los cuatro e hicimos
el ganso, junto a compañeros de facultad y otros que no habíamos visto en
nuestra vida. La locura de la farra nos llevó a formar un círculo en el que
nos íbamos lanzando al centro, haciendo un paso de baile magistral.
Después de aquello nos alejamos los cuatro de tanta parafernalia y
buscamos más cerveza, que no tardamos en encontrar. Era el momento de
continuar con el recorrido y subir una planta más. Pero ahí arriba estaba
todo el mundo enrollándose unos con otros, no nos molaba ese rollo, pero
desconocíamos que la última planta sería mucho peor.
Allí nos encontramos con un montón de ropa al lado de una ventana y
gente jugando a póquer. Más de uno estaba a punto de quedarse desnudo del
todo, y era bochornoso, pero no podíamos dejar de mirar. Nosotros
seguimos bebiendo hasta que, uno de los que caminaba por ahí, cogió toda
la ropa que estaba amontonada y la lanzó ventana abajo. El jaleo aumentó y
la gente se empezó a agolpar en las ventanas. Los dueños de dichas prendas
fueron corriendo escaleras abajo y se dieron por finalizadas esas partidas,
pero las mesas no tardaron en llenarse.
Decidimos quedarnos un rato más por ahí, aprovechando para picar algo y
seguir bebiendo, hasta que mi cuerpo dijo basta. Había conseguido tener el
punto exacto de embriaguez para soltarme. Volvimos a una de las plantas
inferiores, en la que sonaba música más decente y nos arrancamos a bailar
los cuatro de nuevo, el alcohol nos hacía movernos y darnos ese empujón
extra para hacer aquel día inolvidable.
Hora y media después teníamos un hambre atroz. Nos pusimos de acuerdo
para ir a comer una hamburguesa rápida por ahí y volver.
—Me mola mucho haberte conocido, Gala —soltó Joel en el momento en
que nos quedamos solos en la mesa—. Hemos formado un buen equipo y
eres justo lo que necesitaba para no volverme loco.
—Vaya… Gracias —contesté—. Tú… tú también.
Mis palabras, en vez de mostrar sentimientos, se atropellaron en mi
garganta. Era nefasta para exponer cualquier tipo de sensación.
—Eres como la hermana que nunca tuve.
Eso no me lo esperaba. Bueno, sí, tenía muy claro que yo para él no sería
nada más que eso, pero pensé que podía tener un mínimo de esperanza.
¿Esperanza?
¿Para qué? Eso me preguntaba en aquel mismo momento, el instante en el
que el alcohol me hacía sentir que mi cabeza era una coctelera.
Me sorprendí más todavía cuando me pasó un brazo por los hombros.
—¿Y si nos vamos? —sugirió—. Empiezo a estar agobiado y me apetece
que nos vayamos por ahí. ¿Qué opinas?
Acepté.
Nos fuimos sin decir nada, pero le envié un mensaje a Sandra
disculpándome, y diciéndole que no pensara mal, que entre Joel y yo no iba
a pasar nada más allá de la amistad. Era una cotilla, así que preferí dejárselo
claro antes de que me sometiera a un tercer grado en nuestra próxima
quedada.
Caminamos por la Diagonal hasta que llegamos a la Rambla, la cual
bajamos a buen ritmo, pero con una cerveza en la mano cada uno y, para
qué engañarnos, con algún tequila de algún bar.
—Sabes, Gala… A veces me canso de ser tan sensato, y me pierdo.
Cuando soy consciente de que se me ha ido la cabeza, me martirizo.
—Creo que eso nos pasa a todos.
—Sí, pero yo pierdo la cabeza de forma obligada. Marta no se lo merece,
pero…
—Es tu polvo asegurado —interrumpí en un arrebato de sinceridad.
—Joder, cuando bebes te sube la sinceridad de golpe. ¿Qué locura harías
tú? Siempre eres correcta, con esa carilla de niña buena y empollona.
—Pues… no sé…
—¿Qué no harías nunca por miedo a las represalias?
Y pensé. Había algo que nunca me atreví a hacer por lo que pudieran
decir mis padres, pero tal y como estaba la situación, ni se enterarían.
—Un tatuaje.
Sonrió como si fuera una chorrada, pero era mi chorrada y la respetaba.
Callejeamos por el centro de Barcelona y decidimos rematar la tarde e,
incluso, parte de la noche. Picoteamos algo por la calle Blai para terminar
bailando y bebiendo cerveza en el Psycho Rock and Roll Club. Nuestra
borrachera era considerable, y yo no podía volver así a casa. Como Joel
vivía por ahí cerca, decidimos subir a su casa hasta que me encontrara algo
mejor.
Al entrar notamos que Pau todavía no había llegado, pero Julio sí. Estaba
encerrado en su habitación con compañía femenina, y lo sabíamos a pesar
de que no los habíamos visto.
—Madre mía…, parece que se estén matando —se cachondeó Joel.
—¿Siempre es así?
—No, pero como han empezado estando solos en casa supongo que se
habrán desatado.
Pero nos dio la sensación de que no solo oíamos dos jadeos, sino tres.
Empezamos a reírnos hasta que caímos en el sofá planos. Y cuando me
refiero a caer, es a que no volvimos a abrir los ojos hasta seis horas después.
Desayunamos algo rápido y me acercó a casa con su ciclomotor. Cuando
entré a casa mi hermano me volvió a preguntar por él.
—Ya te lo dije, es un buen amigo.
—Ve con cuidado, no me fío de ningún chaval con sobredosis de
hormonas.
—Salva, ¿tú me has visto? Él no se fijaría en mí nunca, es más de…
Barbies.
—Me da igual. Quien se atreva a hacerte daño…
—Tranquilo, hermanito, sé cuidarme sola —le corté con una sonrisa.
Salva
La llamada
Noviembre de 2012
Diciembre de 2012
A media tarde, justo cuando todos los niños pijos de la uni llenaban las
mesas de la cafetería sin tener nada mejor que hacer, entraba Joel por la
puerta de la cafetería. Él solo tenía la capacidad de arreglar un día de
mierda, así que me alegré de tenerlo allí.
—¡Ey!
—¡Hola! ¿Lo de siempre? —pregunté. Él solo me respondió afirmando
con su cabeza y su característica sonrisa.
Me fijé en que iba con los auriculares enchufados y me llegaba un leve
rumor de ellos. Le pregunté qué escuchaba.
—White Lies —respondió mientras sacaba unas pocas monedas del
bolsillo.
—Invito yo, a cambio pásame una lista de Spotify, parece que suena
bien…
—Te encantarán, son muy de tu rollo.
—¿Cómo ha ido la tarde? —pregunté.
—Horrible. Esas señoras van a acabar conmigo, les digo que hagan unos
ejercicios y solo hacen que cotorrear en el agua, en serio, que podrían ser
mis abuelas. Y para colmo cuando termina la clase intentan meterme mano.
Empecé a reírme por cómo lo explicaba, me lo imaginaba lidiando con
todas aquellas señoras, con su forma de ser tan… tan… Pues eso, especial.
—Necesitaba salir un rato de allí, aunque tenga que recorrerme un buen
trozo de la ciudad ha merecido la pena, me ha salido gratis —dijo con una
sonrisa burlona.
—Chiquitín, aquí tienes tu café —le llamó Natalia.
Empezaron a hacer el idiota mientras él se servía el azúcar y acababa con
el bote de canela. No había conocido a nadie que le echara tanta al café, era
inhumano. Pero él era así. Por culpa suya me tocaba rellenar el bote más
veces de las que me gustaría.
—Oye —le dije—, ¿sabes algo de una fiesta en tu piso mañana por la
noche?
—¿Mañana? ¿En serio? La madre que los parió… Pues habrá que ir, ¿no?
—A ti no te queda más remedio, vives ahí —dije sonriendo.
Empezó a tomarse el café cerca de nosotras y aprovechó para quejarse un
poco de la fiesta, aunque al final llegamos a la conclusión de que nos podría
ir bien para desconectar. Le transmití que querían hacer algo sencillo, más
tranquilo y con poca gente, lo mismo que me había dicho Sandra. Para
cuando terminó su café se despidió de nosotras para volver a la piscina,
aquella vez le tocaba entrenar.
Después de su visita todo fue tranquilo y aburrido. Cuando cerramos la
persiana, recogimos la cafetería e hicimos caja, salimos de allí a paso ligero.
Aproveché el trayecto para llamar a Ana de camino a casa y preguntarle si
vendría a la fiesta que estaban organizando nuestros amigos.
—No creo que vaya —contestó. No me extrañó su respuesta, pero era su
decisión.
—Va, venga… —rogué un poco.
—Es que los viernes voy a casa de Hugo.
—Ana, en serio, que se venga. Nunca nos ha molestado.
—Es que él siente que no encaja, y tampoco quiero forzarle.
—Como veas… ¿Todo bien? Hace días que no sabemos nada de ti.
—¡Muy bien! ¿Y tú? ¿Con tu padre mejor?
—Sí, está visitando a un psicólogo y parece que es consciente del
problema. Se está apoyando mucho en el trabajo y, por lo que nos va
explicando, la cosa marcha bien. Y no sé…
—¿Qué pasa? Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Me dijo el otro día que está haciendo lo posible por ahorrar el dinero
que se gastó —le conté con dolor en el pecho. Me estresaba mucho hablar
sobre ello—. Se ha marcado el de objetivo trabajar duro para poder pagar
los costes universitarios. O al menos poder devolverme ese dinero en un
corto plazo de tiempo.
—¡Eso es muy bueno! Le irá bien tener un objetivo, e incluso podrías
plantearte trabajar menos horas.
—De momento continuaré así, necesito el dinero para asumir todas las
que quiero hacer.
Seguí hablando con ella hasta llegar a casa, donde me encontré a Salva
haciendo la cena, como casi siempre, y mi madre hablando por teléfono.
—¿Todo bien?
—De momento sí. Anda, échame una mano —pidió.
Me puse mano a mano con mi hermano y tuvimos la cena en apenas unos
minutos.
—Salva… —susurré.
—¿Sí?… —carraspeó mi hermano, siguiendo en ese tono privado que
había creado entre él y yo.
—¿Crees que papá será capaz de reponer el dinero que perdió?
—No lo sé, Gala —respondió con sinceridad—. Mi propuesta sigue en
pie. Si necesitas dinero solo tienes que pedírmelo, por nada en el mundo
voy a permitir que no estudies.
—He estado haciendo números y puedo asumir la matrícula y… —Me
quedé pensativa.
—¿Y? —preguntó Salva. ¿Le explicaba lo que quería hacer o me trataría
de loca?
—Incluso podría seguir ahorrando para irme dos semanas de vacaciones
cuando acabe la carrera. No era lo que tenía pensado, pero…
—¿Y qué tenías pensado?
—Tenía otro objetivo, pero se fue todo a la mierda después de la
revelación de papá.
—¿Te crees que soy tonto? Algo me decía que estabas ahorrando para
algo, pero vete tú a saber para qué, no te veo tan loca como yo en guardar tu
dinero para un piso que nunca llega.
—Quería irme tres meses por Europa.
—Joder… ¿Cuánto dinero tienes ahorrado, enana? —preguntó
sorprendido, soltando lo que tenía entre manos.
—Si no tuviera que asumir el coste de la matrícula y, siendo austera en el
viaje, podría permitírmelo ya.
—La madre que te… Eres un coco, enana.
Me pasó un brazo por los hombros para plantarme un beso en la frente.
—Ten fe. Mamá también está haciendo lo posible por liquidar deudas y
ahorrar algo para echarte un mano. Pero no dejes de estudiar, Gala, hazlo
por mí.
—Estudio porque quiero y porque creo que es lo que debo hacer, no por
nadie —ratifiqué muy convencida—. Y sí, he asumido que solo podré irme
dos semanas y me han sugerido que podría hacer el interrail, es la opción
más rápida y económica, pero creo que puede servirme.
Mi madre apareció en la cocina sin decir ni una palabra, ella solo tomó la
decisión de poner la mesa. Noté a Salva tenso ante su presencia y aquello
me decía que algo no marchaba bien. Mientras cenábamos no pude aguantar
sin preguntar qué sucedía.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Por las deudas que no me quito de encima o
por la pena que doy? —soltó mi madre.
—Mamá, relájate —sugirió Salva.
—¿Que me relaje? Que bien se ve todo desde vuestra perspectiva.
Jóvenes, con todas las oportunidades por delante, sin obligaciones…
Y tal y como soltó la bomba fue directa a su habitación para encerrarse en
ella de un portazo. El humo del tabaco se colaba por debajo de la puerta, y
aquello nos ponía en alerta máxima.
No era tiempo para creer en promesas, sino para luchar por salir adelante
nosotros mismos.
Joel
Tiempo
Diciembre de 2012
Enero de 2013
Desde que pasé el fin de semana con Valeria no tuve ojos para nadie más.
Pasamos los dos días encerrados en aquella casa, y pude comprobar que
éramos bastante compatibles. Lo pasamos retozando, durmiendo, cocinando
y follando como nunca lo había hecho antes. Aquella mujer tenía un poder
que desconocía, y empezaba a pensar que no se trataría solo de una
aventura más.
Nuestra relación se fue gestando entre encuentros breves y escapadas de
fin de semana. A excepción de algunos que aprovechábamos los viajes de
su marido para convivir en su chalet. El segundo domingo de enero, por la
mañana, compartimos un desayuno exquisito en la cama, y noté que
empezaba a comprenderme y entenderme con solo mirarme. Sentía que lo
nuestro era mucho más intenso, y empecé a ilusionarme por lo que
estábamos viviendo.
—¿Qué te preocupa? —preguntó mientras me acariciaba la espalda en la
cama.
—¿Por qué preguntas eso? ¡Estoy bien! —exclamé inyectándome
tranquilidad. No había compartido con ella nada de lo que estaba viviendo
en casa.
—No, no…, a mí no me engañas, cargas con una mochila emocional, te lo
noto.
—Es… no sé. No me gusta hablar de ello.
—Salva, puedes contar conmigo.
Me acomodé en la cama para mirarla a los ojos y, en aquel momento, me
atreví a explicarle todo lo que sucedía en casa; la separación de mis padres,
lo mucho que se arreglaba mi madre últimamente, mi sospecha de que había
otro tío y lo mucho que me preocupaba mi hermana.
—Es que no sé, ver a mi madre así, tan de repente, me ha trastocado.
Seguro que ya ha conocido a otro tío y… no sé si estoy preparado.
—Es muy egoísta lo que estás diciendo —comentó—. ¿Crees que debe
permanecer sola el resto de su vida? ¿Que no se merece conocer a alguien
que la quiera y que le dé lo que ella busca? Si fuera así, tú no estarías aquí,
Salva.
Su comentario me dejó noqueado. Me hizo ver la situación desde otra
perspectiva. Aunque, claro, a ella no la veía con los mismos ojos que a mi
madre… ¡Y menos mal!
—Salva, tu madre es libre de conocer a otro hombre. No le fue bien con tu
padre y se merece ser feliz. Entiendo que, si tu padre está mal, te cueste
tanto entenderlo, pero a la larga será bueno para los dos —añadió tras
darme unos minutos para asumir sus palabras—. Ambos encontrarán a
alguien que los complemente. Es solo que ahora mismo eres el icono
masculino de esa casa, y te has venido arriba. Esta maldita sociedad nos ha
inculcado que se necesita un líder masculino y, en tu caso, no puedes
soportar la idea de que entre otro tío.
Me quedé mudo. A más tiempo pasaba con ella, más me daba cuenta de la
gran mujer que era. Tenía toda la razón, no estaba siendo justo con mi
madre y la amarga situación que había vivido. No fui consciente de lo que
había tenido que sufrir y aguantado por Gala y por mí. Mi madre se merecía
hacer su propio camino, al igual que mi padre.
Fue difícil volver a casa después de nuestro idílico fin de semana. Valeria
me había dado argumentos suficientes para darme cuenta de la situación y
para que empezara a comportarme como un adulto y no como un niñato
machirulo. Aunque solo de pensar que su marido volvería a casa me
enfurecía y empezaba a perder el norte.
Mi cabeza iba demasiado rápido, y debía ponerle calma al asunto, pero es
que yo me había ilusionado demasiado con aquella mujer. Por primera vez
en mi vida empezaba a sentir algo por alguien, y estaba cagado de miedo.
Valeria había conseguido derribar el muro gélido que rodeaba mi corazón,
arrasando con todo lo que se le pusiera por delante. ¿Aquello era amor?
¿Sería posible que alguien como yo pudiera estar con una mujer tan fuerte?
Yo era de los que pensaba que cuando quieres a alguien no existen las
barreras sociales ni económicas. Empezaba a pensar que lo nuestro podía
ser posible.
Cuanto entré por la puerta de casa solo me encontré con mi madre.
—¡Dichosos los ojos! —soltó mi madre.
—¡Hola! —contesté con la misma energía.
—Anda que avisas…
—Le envié un mensaje a Gala.
—Otra…, la que se pasa todo el fin de semana estudiando y trabajando,
¿crees que tiene tiempo siquiera para decirme algo? Mira, entiendo que eres
mayorcito, pero avísame, joder.
—Cierto, lo siento, mamá. —Me la quedé mirando y me acordé de las
palabras de Valeria. Veía en mi madre un brillo nuevo, pero también una
mezcla de melancolía—. Oye…, te veo muy bien, y quería decirte que
tienes todo mi apoyo.
Se quedó mirándome, sorprendida por lo que acababa de decirle. Los dos
nos quedamos en suspensión hasta que me regaló una sonrisa, junto con un
suspiro.
—Salvador, en el fondo eres algodón de azúcar —murmuró mi madre
mientras posaba sus manos en mis hombros—. Te empeñas en ir de chico
malo por la vida, sin dejar que nadie entre en tu vida, pero es por el miedo
que has tenido siempre a que te hagan daño. ¿Y sabes qué es lo peor? Que
tú eres el único que te lo haces.
Joder, cuánta intensidad, pero también cuánta razón.
En ese momento entró mi hermana por la puerta de casa como si hubiera
salido a hacer ejercicio.
No podía creerlo. ¿Qué estaba pasando en aquella casa? ¿Había cruzado
un universo paralelo o…?
—¿De dónde vienes? —pregunté con curiosidad.
—No te lo vas a creer, pero he empezado a correr por la playa… ¿Cómo
narices podéis aguantar tanto? ¿Qué veis en hacer algo así? Madre mía…
—fue murmurando mientras caminaba a paso ligero hacia el pasillo.
Miré a mi madre para ver si ella podía darme alguna respuesta a tan
repentino cambio de actitud.
—Ha conocido a nueva gente en la universidad, y tiene un grupo de
estudio que, por lo que veo, funciona muy bien.
—¿Te refieres al chaval que suele traerla en moto?
—Salva, tu hermana es muy responsable, respira un poco.
No me quedó más remedio que claudicar. Desde que Gala nació siempre
había tenido la necesidad de asegurarme que estaba bien, y últimamente
tenía la sensación de que la ahogaba demasiado. Éramos muy distintos, pero
no por ello iba a llevarme mal con ella, al contrario. Me daba miedo que
sufriera, que alguien le hiciera daño o que cometiera algún error
catastrófico. Pero estaba claro de que era su vida, y de que debía ser ella la
que se equivocara para aprender la lección. Yo no podía interferir en sus
decisiones.
—Cariño, sé que la quieres, pero sabe muy bien lo que hace para la edad
que tiene. ¿Quieres que te recuerde lo que hacías tú a su edad?
—No es necesario —respondí tajante con una sonrisa.
—Oye —me llamó Gala—. He quedado con papá para comer, ¿te vienes?
—Vale —respondí.
Fui a la habitación para coger ropa limpia y meterme en el baño de mi
madre, Gala estaba ocupando el aseo principal y me temía que tendría para
un buen rato.
Casi una hora después ya estábamos de camino a ver a papá. Habíamos
quedado en el restaurante de siempre y de camino, como siempre, Gala se
apoderaba del control de la música.
—¿Qué es esto que suena? —pregunté sorprendido.
—Imagine Dragons, ¿por?
—Suena diferente a la usual mierda indie que escuchas —dije para
chincharla.
—¡Oye! —chilló mientras me daba un pequeño golpe con el brazo.
—Veo muchos cambios últimamente, ¿no tienes que explicarme nada?
—¿No eres un poco pesado?
—Gala, soy tu hermano, solo te pregunto por curiosidad.
—Bueno, digamos que conocer a nueva gente en la uni me está ayudando
a procesar todos estos cambios.
—Me alegro. Supongo que el chico que suele dejarte en casa tiene algo
que ver en todo eso, ¿no?
—Ya empiezas…
—Enana, solo quiero mantener una conversación contigo, entiendo que ya
eres mayorcita, entiende que me gusta saber de ti.
—Joel y yo estudiamos juntos y… digamos que rompí una especie de
trato: si volvía a quejarme de mi culo, me obligaría a ir a correr todos los
domingos por la mañana.
—Ves, ya me cae mejor —le contesté mientras reía—. ¿Te gusta?
En su mirada leí que le había preguntado sobre algo que llevaba dando
vueltas en su cabeza.
—No lo sé, creo que es pronto para decirlo y, además, no tendría ningún
tipo de posibilidad. Él solo me ve como su mejor amiga —explicó con una
voz en la que percibí notas de tristeza—. Un apoyo, nada más.
—¿Por qué dices eso?
—Él ya tiene su rollete por ahí, y es una Barbie. Ni lo intentaría.
—¿Cómo? —No podía creerme lo que estaba diciendo. Mi hermana era
una auténtica preciosidad, y que tuviera esas tonterías en la cabeza me
cabreaba—. ¿Crees que por no tener un cuerpo esquelético te resta puntos?
Gala, eres única, no hay ninguna chica como tú, y el tío que no sepa verte
así, es porque no tiene ni puta idea.
—Para ti es muy fácil, te las llevas a todas de calle. Es más, desde el
viernes hasta hoy no has venido a casa.
—Cierto, pero lo mío me ha costado conquistar a esta mujer.
—Vaya…, y luego soy yo la que no cuenta nada —reprochó—. ¿Estás
enamorado?
—Se podría decir que sí, y demasiado.
De aquella forma pude verbalizar que sentía algo por Valeria. Solo tenía
ganas por saber cuándo volveríamos a vernos. No hacía ni tres horas que
nos habíamos separado que ya necesitaba volver a tenerla entre mis brazos.
Sandra
Dejarme llevar
Febrero de 2013
Estaba nerviosa, e intuía que podía palparse desde el exterior. Aquel sábado
desayuné temprano porque a las ocho de la mañana habíamos quedado para
ir a buscar a Mario y Sandra a su piso, les habíamos organizado una
despedida legendaria. Aunque, en realidad, todo el mérito era de Julio y
Luis; fueron los que más se habían implicado para que aquel día fuera
posible, además de que eran unos maniáticos del control y del orden, tenían
la imperiosa necesidad de tenerlo todo atado.
Salí del piso en silencio, cargando la mochila para pasar el fin de semana
fuera, evitando despertar a mis padres que seguían durmiendo. Continuaba
sin acostumbrarme a verlos juntos de nuevo; compartir cama, cocinar y,
sobre todo, dedicarse todo tipo de carantoñas. La sensación de vacío fue en
aumento con el paso de los días; un hueco dentro de mis entrañas que se
abría camino ante los drásticos cambios que habían surgido durante mi
ausencia. Las continuas muestras de cariño que todas las parejas se
profesaban, la forma en la que se miraban y la despreocupación de quién
estuviera a su alrededor cuando lo hacían, me hizo reflexionar sobre el tipo
de relación que yo tenía. Quería a Sten, pero sentí que, desde hacía un
tiempo, no teníamos ese tipo de amor. Y yo era la única responsable, porque
siempre había impedido esos gestos entre nosotros como lo hacían mis
amigos, porque no me salían con naturalidad, y era algo que me
atormentaba de forma continua a medida que sumaba días en Barcelona.
Entré en el metro mientras me inyectaba energía positiva desde los
auriculares. «Smooth Sailin’» de Leon Bridges solía ser un pequeño
bálsamo para templar mis nervios, porque necesitaba de toda la serenidad
que tenía para enfrentarme a estar todo el fin de semana con la persona que
quería bien lejos de mí. No habíamos vuelto a vernos desde aquella tarde,
aunque sí había visto sus mensajes en el grupo de WhatsApp de la
despedida y, sin poder evitarlo, me entró la curiosidad por cotillear todas
sus redes sociales, algo que no había hecho en todos esos años. Sabía que
estaba jugando con fuego, pero algo me empujaba a hacerlo, necesitaba
estar informada y preparada para no meter la pata con él. Me sumergí tanto
en recordar sus inertes y poco reveladores perfiles que casi me salto la
parada de metro, así que me vi obligada a salir corriendo del vagón de un
salto y darme cuenta de que llegaba justa de tiempo.
No me quedó más remedio que aligerar el paso, hasta que los vi a todos
reunidos en el portal del edificio de la pareja, haciéndome gestos de que era
una tardona, como siempre. Había cosas que no cambiaban nunca.
Los saludé a todos con besos y abrazos hasta que llegué a Joel, al que me
animé a saludar con dos simples besos distantes. Noté que no se esperaba
aquel saludo en absoluto, resultando en un gesto torpe. La sensación de que
es un gesto extraño entre dos personas que nunca se han saludado de esa
forma, convirtiéndolo en un gesto artificial y forzado, porque la última vez
que nos tocamos lo hicieron nuestros labios. Y me sorprendí por notar que
esos recuerdos permanecen en nuestro interior, aflorando cuando menos lo
esperamos y, sobre todo, menos necesitamos. Volví a estar de los nervios, la
música de Leon Bridges no había sido suficiente.
Luis me indicó que dejara mi mochila en la furgoneta que habíamos
alquilado mientras Julio picaba al timbre de tal forma que, por la hora que
era, despertaría a todo el vecindario, sin importarle en lo más mínimo. Al
poco irrumpió la inconfundible voz de Mario preguntando quién era a esas
horas y por qué picaba tan fuerte, y cuando le respondimos todos a la vez
no podía creerse lo que estaba a punto de ocurrir. Subimos en tropel por las
escaleras hasta la puerta de su piso e invadimos su hogar sin permiso ni
delicadeza. Estábamos formando un auténtico escándalo que obligó a
Sandra a salir de la cama corriendo.
—Pero ¿qué…?
—Cariño, aprovecha a tomarte un café porque nos vamos ya —avisó
Julio.
Luis, Irene y Ana empezaron a sacar los disfraces. Julio, Joel y Mario
asaltaron la nevera en busca de cerveza, a pesar de que era muy temprano.
Yo, sin embargo, me quedé al lado de Sandra mientras se tomaba un café.
—Estáis como una puta cabra —me dijo mientras daba sorbos.
—Ha sido todo gracias a Julio y Luis.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien, mejor… —respondí sincera junto a una sonrisa—.
Acostumbrándome a todos los cambios que hay por aquí.
Noté que Joel miró hacia nosotras, pero no intervino de ninguna forma.
Con aquel gesto vi que mostraba interés en mi respuesta, evidenciándome
así que probablemente se mostraría receptivo en mantener esa conversación
que tanto me aterraba. Porque no me sentía orgullosa de mi forma de actuar,
pero tampoco él podía estarlo, y era evidente que, por los amigos que
teníamos en común, debíamos dejar las cosas claras e intentar dejar el
pasado atrás.
Ana apareció delante de Sandra con el disfraz y esta se puso blanca como
la leche.
—No pienso ponerme eso, en serio —soltó con dignidad.
Sandra se había vuelto muy presumida con el tiempo, y era incapaz de
salir a la calle sin maquillar o con un atuendo extraño, ni siquiera para
Carnaval. Hasta que Mario apareció vestido de Marge Simpson y con una
cerveza en la mano, imitando al personaje del que le habían disfrazado. No
podíamos parar de reír, porque tenía un gen de payaso que no podía evitar
esconder; la actitud perfecta para acabar de convencer a Sandra para que se
convirtiera en Homer. Entre Irene y Ana les pintaron la cara de amarillo,
para en menos de una hora salir por la puerta dirección a uno de los puntos
más altos de la ciudad: El Tibidabo.
Nos metimos en la furgoneta, ocupando las chicas toda la parte trasera y
dejando a los chicos delante. Me coloqué con toda la intención en aquel
sitio, porque así evitaría estar cerca de Joel, al que le había tocado llevar la
furgoneta perdiendo a piedra, papel o tijera.
El ambiente era un poco extraño. Tal vez era sensación mía y podía
deberse a la rigidez que me autoimponía, pero en cuanto llegamos al parque
y fuimos disfrutando de las atracciones, empecé a soltarme un poco más.
Me desinhibí poco a poco, además de que la cerveza era el catalizador
perfecto para dejarme llevar y gritar en la montaña rusa; perdernos en la
sala de los espejos; calarnos de agua en la mina de oro y pelearnos en los
autos de coche. Pero en cuanto propusieron hacer cola para entrar en el
Hotel Krüeger viví un momento de crisis. Me hice mucho de rogar, aunque
mis súplicas eran inútiles. Sabía que no me quedaría más remedio que
entrar, y la idea me producía escalofríos. Comencé a experimentar
temblores de arriba abajo, y solo se me ocurrían diferentes formas de
escapar de ahí lo más rápido posible sin ser vista.
Nunca había soportado las películas de terror. Era muy sensible, pero no
me quedó más remedio que entrar con ellos. Me agarré a Ana con fuerza,
con la intención de no soltarla en todo el rato. En cuanto entramos a la
recepción de aquel escalofriante escenario, fue tan grande el susto que nos
desperdigamos todos. Aquello nos obligó a ir pasando por un pasadizo
oscuro de uno en uno, desembocando en el hall de aquel terrorífico hotel,
donde nos daba la bienvenida un tipo disfrazado de Drácula. Jamás me
había importado tan poco correr, porque en aquel momento me faltaban
piernas para salir pitando.
El corazón se me iba a salir del pecho, pero lo peor llegó cuando aquel
tipo nos condujo hacia un nuevo pasillo y nos encontramos todos en el
final, justo delante de un portón enorme.
Nadie tenía el valor suficiente para abrir la puerta.
—Que viene, abrid ya, joder —soltó Ana histérica y riendo.
Joel no dudó en abrir la puerta y dejarnos pasar a todos cerrando la puerta
tras de sí, sin mirar siquiera donde nos estábamos metiendo. Para cuando
quise analizar en profundidad el escenario me di cuenta de que estábamos
en la habitación de la niña del exorcista, y empecé a entrar en pánico.
—Mierda… —murmuré mientras buscaba a Ana, sin éxito.
Necesitaba agarrarme a ella e intentar evadirme de todo aquello sino
quería perder el control. Me arrepentía de haber entrado allí, ¿quién me
mandaba a mí entrar en el Hotel Krüeger? Empecé a temblar, a respirar
fuerte y moverme entre ellos en busca de mi salvación entre la penumbra;
hasta que apareció la niña, dando un bote en la cama. En aquel momento
cualquier persona me valía para agarrarme con fuerza e intentar sobrellevar
el miedo sino quería entrar en un colapso; así que me agarré al primer brazo
que encontré e intenté protegerme del espectáculo que estaba montando
aquella loca.
—¡Hostia! ¡Que nos va a potar encima! —soltó Irene—. ¡Julio, salgamos
de aquí!
El grupo avanzó saliendo por una puerta que nos llevaba a una escalera
donde Chucky y su novia nos esperaban con ganas de darnos caña y
obligarnos a subir rápido hacia otro escenario. Yo solo podía avanzar
gracias al brazo que me sostenía y me obligaba a caminar, pero ni de coña
estaba preparada para lo que venía a continuación. De todos los personajes
de terror había uno en concreto que me provocaba un miedo atroz: la
maldita monja.
Habíamos entrado de golpe en una capilla pequeña donde apareció y, por
mala suerte, caminó directa hacia mí, obligándome a enterrarme entre los
brazos de la persona a la que me había sujetado con fuerza, incluso llegando
al punto de clavarle las uñas, fruto del miedo que me producía aquel
personaje.
—Eh, tranquila —susurró la persona que me tenía cubierta con sus
brazos, transportándome a otra época y a otro lugar.
En ese instante me maravillé del poder que tiene un simple murmullo,
pero no de cualquier persona, sino de la que, quisieras o no, formaba parte
de ti. Joel me estrechó entre sus brazos obligando a evadirme de lo que
pasaba a nuestro alrededor, a pausar la locura que estábamos viviendo a
nuestro alrededor e imaginar en esas incertezas que existían entre nosotros.
Me hizo viajar en el tiempo y en rememorar cómo me sentí aquella noche.
Nuestra primera y última, donde sentí el amor más profundo y crudo,
volviendo a experimentarlo años después desde las puntas de los dedos
hasta los talones. Palpando que aquel contacto revelaba más sentimientos de
los que esperaba.
—Tenemos que avanzar, Gala —volvió a murmurar.
Intenté evadir la electricidad que me transmitía y, sin soltarle del brazo,
tuve la fuerza suficiente para enfrentarme a Hannibal Lecter, a la niña de
The Ring, Pennywise y, para rematar la faena: el mítico Jason y un cariñoso
Freddy Krueger, porque este último no tenía pudor en ir acercándose a
nosotros uno por uno y tocarnos con su guante de garras. Y jamás pensé que
saldría de allí tronchándome de risa. Todo fue gracias a Irene, que cuando
se le acercó Freddy y le pasó las garras por el cuello, a la tía no se le ocurrió
otra cosa que soltarle:
—Ve con cuidado si me sigues tocando así, que estoy muy sola y no sé
qué locura podría llegar a hacerte.
Me pareció ver que incluso el actor que encarnaba aquel personaje se rio.
Algunos salieron de allí riendo, y otros, como yo, cagados de miedo a
pesar del que momento me arrancó una carcajada.
La luz nos dio de pleno en toda la cara, pero yo seguía agarrada a él con
fuerza, siendo consciente segundos más tarde de que tenía que soltarle. Lo
hice de forma abrupta y poniéndome al lado de Ana, de la cual ya no volví a
separarme en el resto del día, evitándolo a toda costa.
Volvimos a subirnos en la montaña rusa como diez veces seguidas, hasta
que uno de nosotros amenazó con desmayarse o emular lo que la niña del
exorcista había intentado en su habitación. Seguimos deambulando por el
recinto haciendo el payaso y con una Ana que no paraba de hacer
fotografías.
—Oye, ¿por qué no nos subimos en el Diavolo? —sugirió Sandra.
No pudimos negarle la propuesta, porque era su día. Subimos cada uno en
una cesta y la atracción no tardó en ponerse en marcha, elevándose de tal
forma que nos daba una vista espectacular de la ciudad. Cuando empezó a
girar la sensación de vértigo y velocidad me obligó a agarrarme más de lo
normal, pero no podía apartar la vista de la capital donde había crecido. Una
sensación de melancolía me invadió y sentí que aquel era mi sitio, que era
una ciudad increíble y que no tenía nada que envidiar a ninguna otra ciudad
europea. Todos aquellos años me estuve creyendo mis propias mentiras, y
esa era una de ellas. Aquella visita iba a causarme más de un dolor de
cabeza.
Sobre las ocho de la tarde el parque anunciaba por megafonía que iba a
cerrar sus puertas, nosotros estábamos sentados tomando una de las muchas
cervezas que nos acompañaron aquel día, y lo que vivimos a continuación
fue surrealista: un chico se acercó hasta nosotros y se sentó al lado de Irene,
mirándola con una sonrisa enorme.
—Así que estás muy sola, ¿eh? —preguntó aquel chaval.
—¿Qué coño…? —soltó ella.
—¿Me prefieres con el disfraz de Freddy? —dudó el nuevo invitado.
La cara de Irene era un auténtico poema, estaba alucinada. Los días que
nos habíamos visto me dio la impresión que era una tía valiente, decidida y
con mucho sentido del humor, pero aquello la pilló desprevenida. Aunque
contaba con suficientes armas para controlar la situación e improvisar.
—Ahora que te veo sin él, confieso que no —contestó juguetona.
El chico le dio su número de teléfono y nos mostraron lo idiota que puede
ponerse uno cuando le hace tilín alguien. Sin duda alguna, nos regalaron
una anécdota que se convertiría en la comidilla durante el resto del fin de
semana.
Joel
Mi verdad
Febrero de 2013
Las nuevas rutinas habían marcado mi día a día sin dejarme respirar
siquiera. Todo se había vuelto tan ajetreado que el invierno acechó de lo
lindo y apenas fui consciente del cambio de estación. Aunque el frío no fue
motivo suficiente para que no me tomara en serio la sesión de
entrenamiento de cada domingo. También la motivación de mi entrenador
me ayudaba a no dejar de lado aquella actividad; Joel y yo salíamos a las
ocho de la mañana para trotar por las calles de Barcelona, con un notable
resultado al cabo de las semanas. Tenía razón cuando me decía que podía
llegar a liberarme del estrés y a concentrarme más, además de que me sentía
mucho mejor conmigo misma. En un mes había perdido casi dos kilos, pero
era algo que no me preocupaba en exceso, sabía cómo era mi cuerpo y lo
que podía exigirle. Nunca sería una chica delgaducha como Ana, ni una
mujerona explosiva como Sandra. Mis cualidades siempre habían sido
diferentes, y jamás habían sido físicas.
Un domingo cualquiera, por la tarde, antes de que la oleada de exámenes
finales del semestre nos machacara, Pau se acercó a la cafetería a tomar
algo. Se me hacía raro verlo allí, ya que no era su zona de estudio habitual,
así que supe que había venido expresamente a verme. Pidió un frappuccino
y se sentó en una de las mesas, donde podía percibir que me miraba de
reojo de vez en cuando. En cuanto el local nos dio un poco de respiro,
aproveché para acercarme y charlar un rato. Estaba claro que había venido
con una proposición en mente, porque lo notaba nervioso.
—Quería proponerte ir al cine esta noche —soltó—. Hay una película que
me gustaría ver y creo que podría gustarte. Invito yo.
Me quedé pensativa, porque no sabía qué responder.
¿Qué debía hacer? En parte no me apetecía, estaba cansada por la sesión
de ejercicio matutina, el trabajo y el constante estudio que no nos dejaba ni
respirar. Pero un cosquilleo me pedía dejarme llevar, necesitaba salir y
distraerme un poco. Me sentía encerrada, y empezaba a sentir el agobio
previo a la oleada de evaluaciones y horas de estudio que me esperaban a la
vuelta de la esquina. Así que acepté.
Quedamos en que vendría a buscarme a la hora de cierre, cenaríamos algo
rápido por ahí e iríamos a ver la película: una de cine independiente, de esas
que tanto le fascinaban a él. Yo era más de libros, pero no me disgustaba ver
películas si merecían la pena.
Cuando terminó su bebida se marchó y, en cuanto desapareció de nuestra
vista, Natalia aprovechó para soltar su coletilla, sin yo pedirle opinión.
—Le gustas —soltó.
—¡¿Qué dices?!
Me hacía la sorprendida, porque en el fondo sabía que Pau estaba
interesado por mí desde hacía tiempo, pero no estaba por la labor y,
sinceramente, no me había parado a conocerle desde ese punto de vista.
Tal vez me boicoteaba a mí misma por no haber querido hacerlo antes,
pero necesitaba distraerme; la universidad, el trabajo, la familia y Joel
ocupaban todo mi tiempo.
—Creo que harías muy bien en salir con ese chaval, y darle una
oportunidad. Se le ve buen niño.
—Sí —contesté sin pensar, dando la respuesta más lógica.
Pero no quise darle más vueltas. Dejé que el trabajo me sorbiera el seso y
me impidiera pensar en nada más.
Estaba siendo un día muy divertido, hasta que de forma inevitable a Joel no
le quedó más remedio que sentarse a mi lado en aquel sofá de mimbre.
Demasiado cerca para mi gusto, y peligroso para mi salud mental. Ya había
tenido suficiente contacto con él en un día, y no podía soportar tenerlo tan
cerca, y mucho menos volver a percibir su olor; ese que se había colado en
mi nariz desde que me agarré como una histérica en la maldita atracción del
Hotel Krüeger. La ducha no fue suficiente para de que olvidara esas notas
amaderadas y frescas, y para colmo lo tenía pegado a mi brazo,
impregnando así su aroma en mi ropa de nuevo.
Iba a volverme loca.
En cuanto llegué a la casa lo primero que hice fue meterme en la ducha.
Tenía toda su fragancia incrustada, y quería deshacerme de ella antes de
recibir la llamada de Sten: mi novio, y del que apenas me había acordado en
todo el día. Empezaba a sentirme culpable por dejarme llevar, y conocía
muy bien el motivo. Desde que me instalé en Copenhague me volví más
introvertida de lo que ya era. Vivía, pero no me dejaba llevar, conteniendo
así parte de mi personalidad, pero estando en casa de nuevo algo se
despertó en mi interior. Volver a estar con mi familia y mis amigos me
recordaba aquellos años en el que acumulamos recuerdos y forjamos una
relación que, quisiera o no, nos unió para siempre. Justo eso era lo que me
hacía sentir perdida y culpable. La gente que conocí en Copenhague había
conocido una versión distinta de mí: una contenida, seria y, en ocasiones,
melancólica. Aquellos días de desconexión y de reencuentro me estaban
sirviendo para reflexionar sobre el tipo de vida que había escogido, y no me
sentía plena precisamente.
—Va, ya que estamos todos aquí vamos a jugar a algo que hacíamos antes
—sugirió Julio.
—No, tío… —contestó Joel.
—Venga, voy a por vasos —ordenó—. Luis, ve a por el peché10.
—¿En serio habéis comprado esa mierda? —preguntó Irene.
Asintió Luis poniéndose en pie para ir a buscar la botella con Julio detrás
de él. Sandra y Mario despejaron la pequeña mesa del porche y Ana puso
algunos cojines en el suelo para los que no tenían asiento. Yo aproveché el
momento para sentarme en uno de ellos y separarme de la única persona
que, en aquel momento, me estaba desequilibrando. Julio y Luis volvieron
con lo que habían ido a buscar y, si no me fallaba la memoria, con el pelo
mucho más revuelto. Dejaron las botellas encima de la mesa y aluciné por
la de veces que habíamos bebido ese veneno en el pasado. El recuerdo de
las resacas me revolvió de nuevo en el estómago.
—Esto lo vamos a pagar caro… —añadió Ana con voz hiposa.
—Pues una ducha fresquita, que tenemos cosas que hacer mañana —
indicó Julio con una sonrisa irónica.
Cada uno cogió un vaso y Luis se encargó de llenarlos todos, esperando a
que uno de nosotros hiciera la primera pregunta.
—Venga, empiezo yo —gritó Julio a mi lado—: Yo nunca he llorado
después de salir del barbero.
Todos nos empezamos a reír, pero Ana y él bebieron, con un Luis más que
preparado para volver a llenar los vasos. Era mi turno, así que expuse mi
reto: «nunca he mentido por mi mejor amiga».
E hice pleno. Cogimos cada uno nuestro vaso y lo bebimos. Volver a tener
aquel sabor en mi garganta me hizo torcer el gesto. Me recordó a aquellas
borracheras a los dieciocho, y lo peligroso que era volver a beberlo. Tener
de nuevo el sabor dulce del melocotón, la acidez del limón y la astringencia
del whisky me transportó a aquellas fiestas en el piso que compartían ellos
en Barcelona.
Sin darme cuenta vi que mi vaso volvía a estar lleno.
—Nunca he enviado un mensaje erótico por el móvil —dijo Irene.
Yo no bebí, porque no lo había hecho nunca, así que no toqué el vaso,
pero me fijé que todos los demás vaciaron los suyos, convirtiéndome en el
centro de atención mientras me dedicaban miradas de sorpresa. Me sentí un
bicho raro por no haber enviado nunca un mensaje subido de tono, pero no
me había hecho falta nunca. A Sten y a mí no nos hacían falta ese tipo de
estímulos, siempre habíamos sido muy vergonzosos para esas cosas.
Nuestros encuentros eran los justos y necesarios, siempre correctos y
comedidos.
Lo normal, ¿no?
—La cosa empieza a ponerse interesante, ¿a quién le has enviado tú ese
mensaje, cochina? —preguntó Julio a Irene.
—Pues no hace ni media hora. Freddy se lo está currando mucho…
Una carcajada grupal invadió la mesa que empezaba a llenarse de las
gotas de aquel dichoso brebaje y soportaba los golpetazos de los vasos
vacíos. Ana lanzó su frase: «nunca he deseado volver a ser pequeña de
nuevo».
¿Quién no había deseado, en algún momento, volver a cuando era niño?
Todos bebimos, sin duda alguna.
Le tocó a Joel: «yo nunca he dormido borracho en la calle», donde
bebieron él y Mario, pero sentí que estaba igual de contenido que yo. Pero
cuando les tocó el turno a Sandra, Mario, Luis y Julio, el juego subió de
temperatura, y más de uno nos pusimos nerviosos, porque nos tocaba
revelar cosas a las que no queríamos enfrentarnos. A mí el tema sexual solía
ponerme nerviosa.
Sandra comentó analizando nuestras reacciones: «yo nunca he fingido
dormir para no tener sexo». Pero solo tres cogimos nuestros vasos y
bebimos: Ana, Joel y yo. Me sorprendió aquella revelación, pero noté que
mi amiga y nueva cuñada, a medida que las preguntas se iban poniendo más
comprometidas se iba encerrando cada vez más.
—Yo nunca me he masturbado más de tres veces en un día —soltó Mario
mirando a Joel.
—Maldito cabrón… —contestó él mientras cogía su vaso y bebía. Fue el
único que lo hizo.
—Yo nunca me he liado con alguien de este grupo. —Luis escupió su
propuesta con el vaso ya en la mano, obligando a Sandra, Mario, Julio, Joel
y a mí acabar de un trago con el contenido del vaso. Donde empecé a notar
que el alcohol estaba haciendo acto de presencia en mi cabeza, porque me
notaba más achispada de lo normal.
—Yo nunca lo he hecho en una piscina con alguien de esta mesa.
En ese momento quise matar a Julio. Solo Joel y yo volvimos a beber, y
no pudimos evitar mirarnos. Me entró un cosquilleo en el estómago que no
sabía si era producto del alcohol o del recuerdo de aquella noche, porque
me faltó hasta el aire.
—Yo nunca he hecho un trío —devolví enfadada, consciente de mi
ataque. Solo Sandra, Julio y Luis bebieron.
—Está la cosa calentita… —confirmo Irene—. Yo nunca he tenido sueños
eróticos donde me torturaban.
Solo Mario y Julio bebieron. Pero entonces, cuando le tocó el turno a Ana,
solo hubo silencio. Mi amiga permanecía con la cabeza agachada y me
percaté de que le temblaban las manos.
—Ana, ¿estás bien? —pregunté poniéndome a su lado.
Ella no reaccionaba. La cubrí con uno de mis brazos y jamás pensé que
pudiera reaccionar de aquella manera; me empujó con tal fuerza que me caí
hacia atrás. Joel se levantó de golpe para ayudar a levantarme y centrarse en
Ana, que estaba llorando como jamás había visto hacerlo a alguien antes.
Parecía rota, perdida y traumatizada.
—Ana, por favor, ¿qué te pasa? —susurré de nuevo cerca de ella.
—¡No! ¡No me toquéis! —gritó fuera de sí.
—Oye, vámonos fuera, ¿te parece? ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?
—sugirió Joel.
—¡Que no! ¡Y mucho menos con un tío! —soltó con fiereza con las
manos en la cara, dejándonos a todos descolocados.
Miré asustada a Sandra y comprobé que ella estaba igual de desconcertada
que los demás. No sabía qué hacer, lo único que se me ocurría era pedirle
auxilio a mi hermano para decirle que Ana había entrado en una especie de
crisis, pero en una de las conversaciones que mantuve con él me dejó caer
que vivió algo que la cambió para siempre, sintiendo que lo tenía en la
garganta y que, en cualquier momento, escupiría aquello que la martirizaba.
El resto empezó a despejar la mesa para dejarle espacio a Ana, para que
cogiera aire. Estaba sufriendo un ataque de ansiedad. Joel volvió a ponerse
a su lado, evitando así que los demás se pusieran delante de ella y dándole
vía libre para que pudiera respirar.
—Tranquila —decía con voz templada y serena—, respira, Ana. Ya está…
—posó con delicadeza una mano en su espalda, enfundándole calma. Esta
dio un respingo, pero aquella vez se dejó hacer—. Eso es, respira. Estás
aquí. —Mientras la calmaba con sus palabras aprovechó para ir rodeándola
con el brazo, consiguiendo así que Ana liberara todas sus lágrimas en el
pecho de Joel.
No podía dejar de mirar la escena, sin comprender cómo se había
descontrolado tanto la situación. Él la tenía rodeada por completo entre sus
brazos, mientras la acariciaba y dejaba que se desfogara. Permanecimos un
buen rato así: desconcertados, impotentes y asustados. Le envié un mensaje
a mi hermano para explicarle lo sucedido, pero no tardó en llamarme
preocupado.
—¿Dónde estáis? —preguntó nada más descolgar el teléfono.
—Ya está más tranquila, Joel la ha tranquilizado.
—Joder, ¿ha bebido mucho?
—Un poco, sí…
—Me cago en la puta, Gala, ella no debería haberlo hecho. No puede
beber mucho alcohol.
—¿Qué pasa, Salva? ¿Qué cojones sucede?
—Voy para allí ahora mismo.
—Es tarde, y ahora ya está más tranquila.
—No es tan sencillo, ¿crees que soy capaz de recibir esta llamada y
quedarme en casa?
—Salva, cálmate, Ana me dijo que necesitaba pasar este fin de semana
con nosotros. No entiendo qué ha pasado para que reaccione de esa manera,
pero algo gordo tiene que haber detrás.
—Y lo es. Gala, voy para allí.
—No, respeta la intimidad de Ana. Ella me confesó que necesitaba pasar
esto. Sentirse independiente de ti.
—¿En serio te dijo eso? Joder… Gala, hazme un favor, cualquier cosa que
pase llámame, por favor. Entiendo lo que necesita Ana, aunque no lo
comparto.
—Vale, te llamaré. Ya está más tranquila, así que relájate. Está todo bajo
control.
—Imposible. Cualquier cosa tendré el móvil en la mano.
Me despedí de mi hermano y cuando volví con ellos el ambiente era muy
distinto. Ana estaba mucho más tranquila, aunque seguía llorando mientras
Joel la reconfortaba con un brazo sobre sus hombros.
—Voy a preparar algo caliente, ¿quieres una infusión, Ana? —preguntó
Julio.
Esta asintió con la cabeza y nuestro amigo salió disparado hacia el interior
de la casa. El resto permanecimos en la misma posición, pero yo me puse al
otro lado de mi amiga y cuñada. Los tres estábamos apretujados en aquel
sofá de mimbre.
—Perdona por lo de antes, Gala —susurró.
—Tranquila —contesté mientras le pasaba mi brazo izquierdo por la
cintura evitando así tocar a Joel, que seguía con el suyo rodeando los
hombros de Ana.
—Has llamado a Salva, ¿no?
—Sí, pero ya está. He conseguido que se quede en casa.
—No dormirá hasta que llegue.
—Creo que tendrás que llamarle para tranquilizarlo. Me lo imagino dando
vueltas por todo el piso.
—Con el móvil en la mano y maldiciendo —añadió ella con una leve
sonrisa—. Gala, tu hermano es de las mejores cosas que me han pasado en
la vida.
Aquella revelación me tocó el corazón. Que una de mis mejores amigas
dijera algo así de una de las personas que más quería en la vida, me ablandó
por completo. No pude evitar ponerme a llorar.
—Oye, con una llorona ya tenemos bastante —dijo ella.
Pero apenas pude contestarle, porque tenía muchas ganas de abrazarla y
demostrarle lo mucho que la quería, transmitirle que yo también estaba ahí
para ella; para cuidarla, protegerla y defenderla de lo que hiciera falta. Joel
se apartó y se quedó inmóvil a nuestro lado, sin dejar de mirarnos.
Julio volvió a aparecer en el porche con una bandeja que contenía agua
caliente, sobres de infusiones y café. Cada uno se sirvió lo que le dio la
gana, a excepción de Ana que se encontró con la tila preparada. Yo me
separé de ella y me puse otra también, la iba a necesitar.
El silencio reinó durante unos minutos, pero no tardó en romperse.
—Lo siento —murmuró Ana—, he estropeado el fin de semana. No
tendría que haber bebido, pero…
—Eh, no has estropeado nada —comentó Sandra poniéndose entre las
piernas de nuestra amiga—. Que estéis aquí todos, queriendo pasar el rato
juntos, es un auténtico regalo.
—Yo… —empezó a murmurar—, necesito sacarlo de una vez. Tengo que
pasar página. Quiero volver a ser la chica que era antes.
—¿Qué pasó, Ana? —preguntó Sandra—. Todo cambió tan rápido…
—Sí, dejé de ser quien era.
Y, lo que relató a continuación, nos dejó destrozados.
Abril de 2016
La confesión de Ana nos dejó a todos destrozados. Jamás pensé que algo así
podía sucederle a una de mis mejores amigas, y confieso que me dolió que
no fuera capaz de contármelo. Pero cada uno toma sus propias decisiones, y
esa fue la suya.
Gestionó todo aquello con su familia y, para mi sorpresa, mi hermano. Se
convirtió en un apoyo enorme que los arrastró a enamorarse el uno del otro.
Pero su historia me dejó mal cuerpo, deseando poder viajar en el tiempo y
protegerla de lo que le ocurrió, hacer lo posible para evitarle aquel suceso y
todo el sufrimiento que escondió después. Pero ya era tarde, sentí que le
había fallado, que no estuve cuando más me necesitaban. Y era un
sentimiento que no paraba de manifestarse en mi corazón a todas horas
desde mi llegada.
Tras aquella revelación nos quedamos todos charlando y apoyando a Ana,
rememorando momentos del pasado y haciéndole otro homenaje a nuestro
amigo Pau, aunque aquella vez sin alcohol. Ya habíamos tenido suficiente
por aquel día. Cada vez que lo recordaba, una parte de mi se rompía, porque
sabía que le había fallado, y eso me rompía por dentro. Él, a pesar de que no
correspondí sus sentimientos, no dejó de cuidarme y de mimarme como un
buen amigo. Ojalá haberme enamorado de él, porque era un chico sensible,
gentil, noble y algo alocado, pero el amor no se escoge. Llega de forma
inesperada y sufres, pero por las circunstancias, no por el sentimiento. El
amor no duele, somos nosotros los que nos complicamos la vida.
Cuando miré el reloj y vi que eran casi las tres de la madrugada decidí
irme a dormir, seguida de Ana, que apenas se separó de mí. El resto no
tardó en hacer lo mismo. Llegamos a la habitación compartida y me metí en
el baño para cepillarme los dientes, después me puse el pijama y me metí en
la cama que había escogido. Cada una hizo su ritual y, antes de apagar la
luz, nos deseamos las buenas noches. El silencio nos invadió, pero supe que
no sería suficiente para poder conciliar el sueño. No podía dejar de pensar
en Ana, en todo lo que había sufrido y lo duro que tendría que haber sido
cargar con algo así todos esos años. Pero el cansancio batallaba con el
tormento, y notaba cómo iba dejándome llevar, pero unas manos tocándome
me asustaron, dando un respingo en la cama y levantándome de golpe.
—¿Puedo dormir contigo, Gala? —susurró Ana—. No puedo dormir.
—Claro —respondí con la mayor suavidad posible haciéndole sitio en
aquella cama individual.
En cuanto se metió dentro nos abrazamos y, por arte de magia, me quedé
dormida al tenerla entre los brazos.
Para aquel campo teníamos que recolectar unas bolas de plástico con el
color de nuestro equipo, donde cada una de ellas tenía una puntuación del
uno al diez. El equipo que sumara más puntos sería el ganador. Después de
la explicación, Sandra intentó organizarnos un poco, a mí me ordenaron que
me limitara a esconderme detrás de unos bidones para cubrirles a ellos
mientras avanzaban; era la mejor estrategia, sin duda. El árbitro hizo sonar
su silbato y los disparos de pintura empezaron a impactar contra todo.
Desde aquel punto tenía visión de todo el campo, pero mi puntería era
nefasta, porque no teñía de azul ni a los árboles. Por suerte Ana y Julio eran
muy ágiles, a diferencia de Sandra, que era una auténtica kamikaze, porque
además de coger las bolas de nuestro equipo iba lanzándome a mí las del
equipo contrario.
Yo empecé a sentirme tranquila y segura, a pesar de que de vez en cuando
tenía que esconderme de una ráfaga de balas rojas, pero logré que no
impactaran contra mí, hasta que me di cuenta de que mis tres compañeros
de equipo volvían a base impregnados de rojo. Eso solo quería decir que yo
era la única que podía evitar que el equipo contrario se hiciera con más
bolas. Por suerte Sandra había encontrado las de más puntuación, y yo
debía custodiarlas a toda costa.
Fueron los diez segundos más largos de mi vida, pero logré mi misión.
Cuando volvieron a la carga, volví a mi posición y, para mi sorpresa, llegué
a atinarle a algún contrario. Mi adrenalina se vino arriba y decidí
levantarme un poco más, pero el cordón de la bota se me quedó enganchado
en un saliente de un bidón, haciendo que cayera de bruces contra el suelo.
Me puse bocarriba todo lo rápido que pude y, justo en ese momento, todo se
sucedió a cámara lenta. Un contrincante del equipo rojo, cubierto por algún
balazo azul saltó por encima de los bidones apuntándome con el arma, pero
sin llegar a disparar. Al caer tropezó y a punto estuvo de pisarme,
reaccionando a tiempo para quedarse casi encima de mí sin hacerme daño;
sentí el ritmo frenético del juego en su cuerpo a pesar de las protecciones
que llevábamos encima. Se acuclilló a mi lado y, sin mover el arma, miró a
las bolas y luego a mí. Al ver sus ojos camaleónicos supe que se trataba de
Joel, entonces separó la mano derecha y la levantó a modo pacífico para ir
hacia las bolas rojas. Yo me quedé inmóvil, con el arma en la mano y sin
atreverme a disparar. Vi cómo fue cogiendo las bolas de mayor puntuación
mientras volvía a levantarse para marcharse poco a poco, aprovechando así
los árboles como armadura para volver a su base, pero entonces recobré el
sentido y descargué una ráfaga de bolas de pintura sobre su espalda.
Aquello le obligó a soltar todas las esferas y a tirarse al suelo, porque desde
aquella distancia las bolas de pintura dolían una barbaridad, y confieso que
me ensañé. Perdí por completo la cabeza.
Me gané la expulsión por parte del árbitro, pero nunca me había sentido
tan bien.
Hubo ensañamiento, así que fue una expulsión merecida. Gala descargó
toda su munición en mi espalda, o al menos eso fue lo que me pareció,
porque de lo fuerte que llegaron a impactar me tiré al suelo, evitando así
que las balas siguieran chocando contra mí. Después de aquella locura
estuvo claro que la victoria fue para nosotros, aunque sentí que aquel
arrebato que le entró fue más por venganza que por otra cosa, porque
haciendo aquello me demostró que, lo que ocurrió en el pasado, le seguía
escociendo. En pocas palabras: aunque hubieran pasado casi cuatro años,
seguía importándole lo que pasó entre nosotros.
Terminamos aquella guerra destrozados, con el chaleco lleno de barro y
de pintura, jadeando y cubiertos de sudor, porque hacía un calor tremendo
para ser finales de mayo. Aún íbamos a estar de suerte y podríamos
aprovechar la piscina de la casa.
Volvimos casi sin hablar, con un Mario planificando la barbacoa en la que
me había librado de ayudar por hacerme responsable de conducir la
furgoneta. Así que cuando llegamos fui directo a mi habitación para
asearme un poco y enfundarme en el bañador, pero en cuanto llegué a la
piscina vi que no fui el único en tener la misma idea.
—¡Joder, Joel, tu espalda! —gritó Sandra antes de meterse en la piscina.
—Estuvo chido ese momento, huevón —susurró Mario con una sonrisa en
la cara cerca de mí—. Aún creo que…
—No —contesté—. Sé por dónde vas y no quiero oírlo.
—Chingo a mi madre12 si esa piba no sigue enamorada de ti.
—Mario, no te he preguntado —contesté.
—Ay, no más, güey —maldijo—. Qué chingado estás. Vas a perder una
oportunidad, y te arrepentirás. Si Pau estuviera aquí te diría que hablaras
con ella.
—Tiene pareja, no voy a entrometerme en nada.
—Te arrepentirás, pendejo.
Cogí uno de los botellines de cerveza que había al lado de la barbacoa y le
di un largo trago. Fui hasta el borde de la piscina, me senté para meter las
piernas y comprobar que el agua estaba helada.
No tardaron en ir llegando el resto y, al igual que Sandra, todos destacaron
mis marcas en la espalda que, en un arrebato de locura, Gala me había
dejado después de descargar infinidad de balas de pintura. No me quedó
más remedio que tirarme al agua para que dejaran de mirarme. Pero es que
aun así no dejaban de cotorrear sobre el tema, aprovechando que ella estaba
ausente, increpándome. Cogí aire y me sumergí hasta el fondo, en un
intento de relajarme, aunque solo fueran un par de minutos. Crucé las
piernas e intenté evadirme, como hacía cada tarde cuando iba a entrenar a la
piscina. Solo me llegaba el rumor del exterior y mi pulso que, gracias a la
densidad del agua, hacía que las ondas sonoras fueran más lentas, haciendo
que tu capacidad auditiva disminuya en gran proporción —dato friqui del
profe, como decían mis alumnos.
Para cuando salí a la superficie vi que estaba todo más despejado, pero
Gala ya estaba ayudando a Mario con la barbacoa, y no pude dejar de
mirarla.
—La vas a desgastar —susurró Sandra obligándome a girar de golpe.
Puse los ojos en blanco y me pasé la mano por el pelo, tirándolo todo
hacia atrás.
—Joel, ¿estás bien? —preguntó—. No es fácil lo que estáis haciendo.
—La verdad es que no, Sandra —contesté volviendo mi vista hacia ella
—. Volver a verla ha sido peor de lo que pensaba. Me convencí e intenté
tener una visión negativa de ella, pero es que no puedo. No cuando la tengo
delante.
Sandra me miró y soltó un suspiro. Me miró de forma condescendiente,
como dándome a entender que no tenía nada que hacer. Y tenía toda la
razón del mundo, porque ella tenía su vida en Copenhague y yo… yo solo
tenía mi trabajo. Era lo único que me llenaba en aquel momento.
Justo en ese instante Mario reclamó a Sandra, y esta se levantó sin
rechistar, dejándome solo. Decidí hacer unos cuantos largos para intentar
serenarme un poco, además de que el agua aliviaba un poco el picor
constante que tenía en la espalda. Diez largos más tarde noté que alguien
había introducido sus piernas en el agua, sentándose en un lateral de la
piscina. Cuando miré hacia allí vi que era ella, que no apartaba la vista de
mí. Me acerqué hasta Gala sin salir del agua.
—Me estoy luciendo este fin de semana —murmuró—. Te vuelvo a pedir
disculpas, y esta vez de verdad, por dispararte tan cerca.
—Te has ensañado bien —contesté con sorna.
Agachó la mirada que me permitió ver una pequeña sonrisa.
—Me debes una —añadí.
—No lo creo.
—Y tanto, podría haberte disparado yo primero, pero no lo he hecho.
—Perdiste tu oportunidad, te confiaste.
—Sí, en eso llevas razón. —Sobre todo en lo de perder oportunidades,
con ella la perdí hace muchos años—. Pero creo que me he ganado un caffè
Mocha.
—No creo que…
—Resolvamos esto —interrumpí antes de subirme de un salto al borde de
la piscina y sentarme a su lado—. Deja que sea yo el que te explique lo que
sucedió, aunque sea cuatro años después.
—No es buena idea.
—Se lo debemos a ellos —dije señalando hacia la barbacoa.
Siguió negando con la cabeza, y no me quedó más remedio que soltarlo.
—No me obligues a usar esa carta, Gala —avisé captando su atención,
expectante a que le dijera la otra opción—. Si no es por ellos hazlo por Pau.
Él no habría parado de insistir en que habláramos y fuéramos capaces de
tener un mínimo de convivencia.
Diciéndole aquello supe que no iba a negarse, porque me aproveché de
que se sentía culpable por no presenciarse en el funeral de nuestro amigo.
Jugué sucio, pero tenía la necesidad de hablar con ella, quería cerrar aquello
cuanto antes, y más si teníamos amigos en común.
—Está bien —contestó mientras sacaba sus piernas del agua y se
levantaba para marcharse con el resto.
Yo, sin embargo, me quedé en la misma posición, viendo cómo caminaba
hasta allí. Me quedé embelesado en su cuerpo, contemplando la evolución
de sus curvas, esas que mi memoria había guardado de forma impoluta
desde aquella noche, en la única que habíamos estado juntos. Siendo testigo
del tiempo que perdí al no decirle lo que sentía por ella en su momento,
reduciendo mis sentimientos a un solo encuentro que no olvidé jamás. Ese
olor que busqué desesperado en cualquier otra mujer, sin éxito. Porque la
clave era ella; ella era la única que podía encajar conmigo.
El resto del día lo pasamos rememorando y creando momentos nuevos.
Acabé de conocer un poco más a Irene y vigilé mucho más a Ana después
de lo que nos confesó. Confirmé todavía más que Julio y Luis eran tal para
cual, al igual que Sandra y Mario, que estaban de lo más empalagosos. De
Gala, lo único que me quedó claro, es que seguía enamorado de ella. Y no
me quedaba más remedio que tragarme todo lo que sentía.
Lo nuestro no podía ser.
Junio de 2016
Junio de 2016
Al fin, el día que llevábamos tanto tiempo esperando, había llegado. Estaba
a punto de cumplir el objetivo que me había propuesto años atrás. Un sueño
que, al principio, creía inalcanzable por todos los altibajos que había vivido
durante los primeros años de carrera. La separación de mis padres me afectó
de pleno, y tuve que hacer auténticos malabarismos los dos años siguientes,
pero, como por arte de magia, todo empezó a coger forma y a tomar una
nueva normalidad. Ascendieron a mi padre, así que empezó a deshacerse de
la deuda tan grande que sostenía en sus espaldas, y mi madre hizo todo lo
posible para recuperar el fondo de ahorro que había destinado para mis
estudios. Estaba decidida a pagar todas las cuotas universitarias, de la
misma forma que habían hecho con Salva. Era lo justo, según decía ella.
Yo, sin embargo, no lo creía necesario. Había sido capaz de mantener aquel
frenético ritmo de vida, porque entre todos me ayudaron a ser capaz de
conseguirlo. Mi hermano me dejaba respirar en casa, Natalia me cubría en
el trabajo y Joel, con su gran habilidad para explicar el temario, me daba
estabilidad en los estudios.
Años en los que había crecido en todos los aspectos, y que en ese
momento ratifica que me había ganado aquel sueño. Aunque jamás pensé
que lo haría en compañía, y menuda era…
Apenas pude pegar ojo, porque no podía dejar de pensar en él. Recreaba
en mi memoria el mejor beso que jamás había dado y que me habían dado.
Un gesto que, de forma inconsciente, llevaba esperando desde el primer día
que entró en la cafetería, y probar esos labios que formaban la sonrisa más
verdadera y perfecta que ningún ser humano más podía mostrarme. Sí,
estaba enamorada; muy enamorada, de hecho. Notaba cosas que no había
experimentado con nadie, comprobando que fue lo mejor que había hecho
nunca. Joel fue delicado, especial y único. Podía sonar a tópico, pero era la
pura realidad. Él rompió con la jaula que creía que teníamos mi hermano y
yo, porque logró que me enamorara de él sin remedio y ya no había vuelta
atrás.
El despertador sonó a las cinco de la mañana y fui directa a la ducha. Mi
madre y mi hermano se habían levantado para desayunar conmigo y
despedirme hasta septiembre. Nos esperaban tres meses intensos.
—Te echaré de menos, enana —murmuró mientras me pasaba un brazo
por los hombros.
—Y yo, Tete.
Me abracé a él. Sabía que cuando volviera en septiembre ya no estaría en
casa. Al fin consiguió un piso de protección oficial, y se le veía muy
ilusionado. Yo, sin embargo, lo echaría muchísimo en falta. Era toda mi
vida compartiendo aquella vida con él. Incordiando, cotilleando…, pero
siempre fiel y protector. Él también había cambiado durante aquellos años
y, a pesar de que se le veía roto por dentro, aguantó como una roca todos los
obstáculos que se nos plantaron por delante. Sería muy extraño estar en casa
sin su presencia, pero así era la vida, ¿no?
Bebimos café, comimos tostadas y, mi madre, me dio una bolsa llena de
provisiones para el tren camino a Francia. Después, sin alargar mucho el
momento, me despedí de ellos. Con alegría y melancolía. Nunca antes había
estado tanto tiempo sin verlos, pero me moría de ganas de realizar aquel
viaje.
De Sandra y Ana me despedí por todo lo alto días atrás, en el bar de
siempre. Cenamos juntas y nos dimos millones de besos y abrazos. Se me
rompió el corazón, pero sabía que volveríamos a juntarnos.
Me iba un poco preocupada, porque sabía que lo estaba pasado
excesivamente mal por su ruptura con Hugo, pero llevaba unos días un poco
más animada. Así que me conciencié que volvería a verlas a la vuelta, como
a todos los demás.
Pero al que realmente tenía ganas de ver era a Joel. Quería besarle,
abrazarle… Iba a ser una experiencia única.
Nuestro momento.
Lo que creí que sería maravilloso se iba a multiplicar gracias a su
presencia, porque las ganas por vivir todo aquello con él me provocaban
una dulce ansiedad que me agitaba de pies a cabeza. Me vi reflejada en el
espejo del ascensor con una sonrisa enorme, la típica de una chica que está
enamorada hasta los huesos.
Cogí el metro hacia la estación de Sants y, una vez allí, fui al andén donde
se encontraba el tren que nos llevaría a nuestra aventura. Miré a mi
alrededor para ver si localizaba a Joel, pero todavía no había llegado. Saqué
mi móvil y vi que tenía tres llamadas suyas. No tardé en llamarle.
—¡Ey! Estoy en el andén.
—Gala…, lo siento —dijo con la voz entrecortada. Una oleada de sudor
frío me invadió desde la cabeza hasta la punta de los pies. El agradable
nerviosismo que sentí minutos antes, se había convertido en una ansiedad
amarga—. No voy a poder coger ese tren.
—¿Qué? ¿Te estás quedando conmigo?
—No…, perdóname, de verdad. Estoy de camino a Gerona porque…
—¡¿Cómo?! —interrumpí—. ¿Me estás dejando tirada?
No podía estar pasándome algo así. Debía tratarse de una broma. Volví a
mirar hacia los lados, convencida de que todo aquello formaba parte de un
juego. Pero allí no había ni rastro de él.
¿Qué estaba sucediendo?
¿Por qué tenía que pasarme algo así a mí?
—No, Gala, no… Es más jodido de lo que crees.
—Has jugado conmigo, Joel. No me esperaba esto de ti —solté enfadada.
—Espera, no, deja que te lo explique.
—El resultado será el mismo, no pienso perder ese tren. Voy a subir —
concluí con la ira apretándome la garganta.
—Debes cogerlo, no quiero ser el responsable de que no cumplas tu
sueño. —Hizo una pausa y noté que su respiración era agitada—. Gala…,
créeme, preferiría estar allí contigo, pero ahora no puedo ir. Laia me llamó
anoche y…
—¡¿Laia?! ¡¿Tu ex?! —respondí enloquecida, provocando que me
bloqueara ante su confesión.
—Me necesita, está enferma, Gala. No puedo dejarla ahora…
—No vuelvas a acercarte a mí, Joel, jamás.
—No, Gala, no… no me dejes así, deja que te lo explique.
—No hay nada que explicar. Está todo dicho. —Fui implacable.
Aparté el móvil de mi cara y, mirando la pantalla, colgué la llamada.
Me quedé inmóvil en el andén, con la pesada mochila colgando en la
espalda y el billete de tren en la mano. Miré la información del tique y fui
en busca de mi asiento reservado con determinación. Cuando lo localicé caí
a plomo, lista para arrancar a llorar. Una mezcla de ira y tristeza habían
hecho un cóctel explosivo que me nublaba la razón.
El móvil no dejó de vibrar desde que corté la conversación. Era él, pero
me volví tan loca que bloqueé su número. Así, de sopetón, sin pensármelo
dos veces. Entré en las aplicaciones de mis redes sociales e hice lo mismo.
Él había tomado la decisión de dejarme plantada en el tren, así que yo
decidí apartarlo a golpe de clic. Necesitaba, más que nunca, poner tierra de
por medio. Evitar a toda costa que esas vacaciones se contaminaran por lo
que me acababa de hacer.
No podía dejar de llorar, y apenas fui consciente de que el tren llamaba a
los últimos pasajeros para que tomaran su asiento. En breves instantes
cerraría las puertas y emprendería la marcha hacia su destino. El que se
suponía sería nuestra dirección, pero en el que me encontraba, una vez más,
sola. Un sueño que nació en la soledad de mi habitación y que me animé a
compartir.
El móvil volvió a vibrar, pero la que me llamaba aquella vez era Sandra.
—Gala…, ¿estás bien?
—No.
—Escucha, he hablado con él y…
—No quiero saber más —la interrumpí—. Él ha decidido quedarse, y yo
irme. No hay más que hablar.
—Te arrepentirás, escúchale. Me ha dicho que en cuanto esté libre se
encontrará contigo en la ciudad que estés, aunque sea una semana. Es
jodido, de verdad.
—No, ahora no es el momento, no quiero empezar así mi viaje. Se
suponía que iba a ser algo espectacular y único, y está empezando de la
peor manera que podía imaginarme.
—Lo sé, tía, y te entiendo… No te cierres en banda y escucha. Disfruta lo
que estás a punto de vivir, ya sea sola o acompañada, pero vive. Joel es muy
buen tío, y lo sabes, si se ha marchado es por una causa mayor.
—Porque su ex necesita ayuda, ya me lo ha dejado claro, eso me deja a mí
en otra posición, en una menos importante para él. Anoche no parecía lo
mismo…
—Gala, entiendo que estés enfadada, que ahora estás en caliente, y que es
una putada lo que ha hecho, sí. Pero creo que no ha tenido otra opción.
—Ni yo tampoco. ¿Sabes por todo lo que he pasado estos años? Lo de mis
padres, la uni, el trabajo… que me haya enamorado de él y, en menos de un
día, me haga más daño que nadie. No, creo que no me merezco todo lo que
me ha pasado.
—Claro que no, pero joder, Gala, no te cierres en banda. Ojalá…
—Se acabó —solté cortando su insistencia—. Quiero hacer lo que me
propuse: desconectar, vivir, pasármelo bien, conocer ciudades, aprender… y
nadie va a estropearlo.
—Vive, Gala, nosotras te estaremos esperando a la vuelta. Te queremos.
—Y yo, Sandra. Cuida a Ana.
El tren avanzaba y mi aventura había comenzado con un tropiezo enorme.
Pero lo que yo no sabía es que iba a levantarme con más fuerza y energía
que antes.
Aquel viaje cambió mi vida, y en aquel momento yo no era consciente de
la importancia que tendría para mí. Estuve en París, Bruselas, Ámsterdam,
Berlín, Hamburgo y Copenhague. Conocí a muchísima gente, descubrí
rincones maravillosos y, ciudad a ciudad, experiencias para inmortalizar en
mi diario de viaje. Cada capital me dejaba huella, pero solo una logró
hacerme sentir como en casa: sus canales, su gente, su comida, sus casas
coloridas, una ciudad con tanta luz… En aquella urbe mis problemas del
pasado dejaron de existir, y el nombre que atormentaba mi cabeza a todas
horas iba disipándose con el tiempo. La añoranza, la tristeza y la distancia
eran palpables, pero ya no se atragantaban, porque eran ingredientes que se
maceraban con la ilusión, la curiosidad y el aprendizaje diario.
Copenhague se convirtió en mi nuevo hogar, uno que lloró mis penas y
me ayudó a olvidar.
Joel
La tregua
Pasé toda la mañana lectiva distraído, y los chavales lo notaron. Aquel día
les abrí un poco el grifo y dediqué la hora de Química para resolver dudas
para la temida evaluación final. Así me libraba de tener que explicar toda la
hora.
—Profe, el otro día leí por Internet que los plátanos son radiactivos, ¿eso
es verdad? —preguntó uno de ellos.
—¿En serio? No pienso comer más plátanos en mi vida —respondió otra.
—A ver, la respuesta es sí —contesté—. Pero como las nueces, las judías,
las pasas…, porque contiene un porcentaje determinado de potasio, pero es
una cantidad tan insignificante que no es nociva para la salud. Pero no hay
que dejar de consumirla, ya que el potasio es el tercer metal más frecuente
en nuestro cuerpo. ¿Te sirve la respuesta, Toni?
—Es decir, nos estamos inmunizando a la radiación —soltó
provocándome una sonrisa.
—No, porque está en dosis tan pequeñas que apenas afecta a nuestra salud
—expliqué de otra manera—, no confundas lo que pasó en Chernobyl con
comerte un plátano cada día. Tu madre no vería bien que dejaras de
comerlos, pero sí que vería mal que quisieras irte de vacaciones a Prípiat.
Aquella respuesta le gustó más, y me di cuenta de la razón que tenía
Einstein cuando dijo que no entiendes realmente algo a menos que seas
capaz de explicárselo a tu abuela.
—¿Y los neutrinos? ¿Es cierto que podremos viajar al pasado? —aquella
vez la pregunta provenía de una de las alumnas más aplicadas.
—Bueno, yo soy químico, no físico, pero aún se me permite hablar un
poco de la Teoría de la Relatividad, intentaré ser breve y claro —
especifiqué—; imagina una máquina que lanza pelotas de tenis, pero con la
característica especial de que siempre salen disparadas a 300km/h, como la
luz. Esta primera idea es simple, pero imaginad que esa máquina, además,
se instala en un AVE que circula a 150km/h hacía una estación concreta. —
Realicé una pausa mirando sus caras para comprobar que me seguían—. Un
kilómetro antes de llegar, y a las 12 en punto, lanza una pelota hacia una
ventana de la misma. El jefe de la estación observa cómo la pelota sale a
300km/h, y por tanto rompe el cristal 12 segundos más tarde. Sin embargo,
para el maquinista del AVE, que es el que ha lanzado la pelota, y
simultáneamente ve cómo se acerca a la estación a 150km/h, observará
cómo la pelota rompe el cristal 8 segundos después del lanzamiento.
—Hostia, profe, me he perdido hace rato —aseguró Toni.
—A mí me acaba de estallar una neurona —soltó Claudia.
—Entonces, ¿sería posible viajar en el tiempo? —volvió a insistir mi
alumna preferida.
—Sara, lo que no todo el mundo sabe es que las vías de investigación que
se abrirían sobre los neutrinos estarían relacionadas con el viaje al pasado
de la información, no de la materia. En pocas palabras; recibiríamos
mensajes, pero no objetos ni personas.
La campana sonó justo después de mi explicación, haciendo que todos
recogieran sus cosas más rápido que la propia velocidad de la luz de la que
habíamos hablado escasos segundos antes. Me senté en la mesa y fui
despidiéndome de ellos a medida que salían.
—Gracias por la respuesta, profe —agradeció Sara antes de salir por la
puerta—, por eso eres mi preferido.
—Vaya, me halagas —contesté—. Deja de ver Doctor who y estudia para
la evaluación final, anda.
Era increíble la sensación de tranquilidad que te transmite un aula vacía y
en silencio. En esos momentos era cuando me daba cuenta de lo afortunado
que era por haber encontrado algo que me apasionaba. Di una vuelta por los
pupitres, nervioso por encontrarme con Gala de nuevo y, aquella vez, solos.
Sin nadie que nos interrumpiera. Sentía ansiedad por imaginarme por dónde
podía desviarse la conversación, si no habría silencios incómodos y, lo más
importante, si sería capaz de contenerme. Lo descubriría en poco rato y,
mientras comía algo rápido en la sala de descanso del profesorado, no
dejaba de darle vueltas, siendo el objeto de burla de mis compañeros.
—Te veo nervioso últimamente, ¿todo bien? —preguntó Estefanía, la
profesora de Inglés del instituto.
Teníamos casi la misma edad, y sería un necio si dijera que no sentimos
curiosidad el uno por el otro cuando empezamos ambos en aquel instituto.
Pero por aquellas fechas estaba con Olga, y con el tiempo me di cuenta de
que ni una ni otra podrían llenar el vacío sentimental que sentía tras la
marcha de Gala. Estefanía acabó convirtiéndose en una buena amiga tras la
muerte de Pau.
—Es por ella, ¿no? —soltó sin dudas.
—Sí, he quedado con ella para hablar esta tarde.
—Ay, Joel…
—No empieces tú también, ya tengo suficiente con Mario.
—Te arrepentirás, te conozco bien, sé que no le dirás nada y te quedarás
como un idiota mirándola y evitando confesarle la verdad.
—Solo quiero zanjar lo que pasó, que cada vez que me mire no le entren
ganas de dispararme un cargador entero de bolas de pintura.
—Eso ya lo hizo, ¿no?
—Bueno, pues cualquier otra cosa que sea acabar con mi integridad física.
—Más te gustaría a ti —susurró para que no llegara a oídos de Francisco,
el profesor de Castellano y el más cotilla del claustro.
Ni siquiera respondí, porque no podía negar lo evidente. Desde el día que
volví a verla fui testigo de lo mucho que había cambiado y, comprobando
desde mi propio criterio, que los años le habían sentado fenomenal. Joder,
que estaba cañón. Que me excité de una forma que no era normal cuando la
tuve tan cerca en la piscina el fin de semana, que pude tocar las estrellas
cuando se agarró a mí en busca de auxilio cuando la niña del exorcista
quiso atacarnos, y que su olor se había quedado retenido en mi memoria,
torturándome en la soledad de mi hogar.
—Ahora mismo me has dado una respuesta sin siquiera mover la boca. Ve
a por ella, Joel.
—No es tan fácil, Estef, ella tiene su vida y…
—¿Cómo eres tan pesado? Sé un cabrón por una vez en tu vida.
—Ya lo fui hace cuatro años con ella, aunque todo fue una cadena de
malentendidos que…
—Cobarde —zanjó sin dejarme continuar.
Negué con la cabeza dando por finalizada la conversación. Dar consejos
era sencillo, pero llevarlo a cabo era muy distinto. Estefanía notó que no
quería seguir hablando del tema, así que dejó de insistir. Me limité a acabar
de comer y darme cuenta de que era la hora de coger la moto para ir a mi
punto de encuentro con Gala. Tardé menos de media hora en aparcar por allí
y, como llegué diez minutos antes, decidí ponerme un poco de música para
relajarme un poco. Tenía las manos frías y temblorosas. Debía sosegarme, o
perdería los nervios y podía liarla parda. Tenía que contener mis
sentimientos y asegurarme de que no estropeaba la mínima convivencia que
debíamos tener ambos. La boda de Mario y Sandra sería la siguiente
semana y, si habíamos quedado, era para liberar tensiones.
Me quedé embelesado en un punto fijo de la vía hasta que alguien me dio
dos golpes suaves en el brazo. Era ella, y lo primero con lo que me encontré
fue con sus ojos, haciendo que tartamudeara como un chaval adolescente.
—Hola —saludó ella mientras yo me quitaba los auriculares. Se los quedó
mirando—. ¿Qué estás escuchando?
—Frank Carter and the Rattlesnakes —contesté.
—Suena bien.
Sufrí un déjà vu. Como si hubiera viajado al pasado, destrozando la teoría
que, horas antes, le había explicado a una de mis alumnas.
Ojalá volver a él.
Ojalá hubiera besado sus labios antes.
Ojalá poder hacer las cosas de otra manera.
Ojalá todo, pero con ella.
Nos quedamos allí plantados durante un rato, sin saber si saludarnos con
dos besos o, simplemente, movernos hacia el Starbucks más cercano. Al
final optamos por la segunda opción y, como bien me escribió en el
mensaje, le invité a ese Caffè Mocha y a un bollo recubierto de azúcar
glaseado por encima. Yo me limité a un café con leche de soja mediano,
porque tenía el estómago del revés por los nervios que me producía tenerle
delante de mí. Nos sentamos en una de las pocas mesas libres que había en
el local y se hizo el silencio, ese que tanto me aterraba.
—Bueno, pues aquí estamos —dijo incómodo.
—Sí —contesté en un hilo de voz que me obligó a aclararme la garganta
después.
—Hacía tiempo que no me tomaba uno de estos.
—¿En serio?
—Sí, creo que el último que bebí me lo preparaste tú —contestó sincero.
Y de que poco no se me sale el café de la boca como un aspersor. Su
respuesta llegó justo en el momento exacto que bebí un sorbo, creando de
nuevo esa tensión que tanto masticamos el fin de semana, y me arrepentí de
inmediato de haber aceptado quedar con él.
—La verdad es que cuando empecé a trabajar todo se volvió más
complicado y pesado, sobre todo cuando decidí sacarme el máster en
formación de profesorado. Así que apenas tenía tiempo para algo más que
no fuera trabajar y estudiar.
—Ya, yo acabé hace dos años uno sobre química analítica y gestión de
empresas industriales y, cuando lo terminé, estuve durmiendo casi tres días
seguidos.
—¿En serio? Yo solo recuerdo salir de fiesta con Pau aquel día y pillar la
borrachera más gorda de mi vida. Pero no creas que me acuerdo de algo
importante; solo de empezar a beber por la tarde y amanecer al día siguiente
durmiendo en el suelo del comedor los dos. Vaya resaca.
—Pau siempre igual —dije mostrando una sonrisa.
—Sí, cuando se juntaba con Julio se fusionaban, no había ni Dios que los
tumbara.
—Doy por hecho que vuestros planes salieron bien.
—Bueno, ya sabías que a Pau lo fichó una empresa muy importante de
informática y empezó a vivir la vida como nadie. A lo grande.
No pude evitar sonreír ante tal declaración, le animé para que siguiera
explicándome más sobre nuestro amigo. Hablar de Pau me reconfortaba.
—Ganaba un dineral y, aunque se volvió un poco loco, sentó un poco la
cabeza. Se pudo permitir alquilar un piso cerca del trabajo y comprarse la
peor moto para alguien que le gustaba tanto correr. Quitando eso, lo años
hicieron que se convirtiera en alguien único.
—Era único, sí.
—Y adquirió la habilidad de darte el consejo idóneo en el momento
perfecto. Le echo mucho de menos.
—¿Cómo fue? —pregunté con delicadeza mientras me apoyaba en la
mesa.
—No es algo que haya explicado mucho —confesó agachando la mirada
hacia la mesa, pudiendo percibir lo mucho que le dolía hablar de ese
momento de su vida—. Pero haré una excepción —indicó esbozando una
leve sonrisa—. Eran las seis de la mañana de un sábado, y el móvil empezó
a sonar sin parar. Me desperté de un bote, porque cuando el teléfono suena a
esas horas no puede ser algo bueno; con los años he podido comprobarlo —
aclaró torciendo un poco el gesto—. Me topé con la madre de Pau llorando
al otro lado del teléfono, y ahí deduje que algo terrible le había pasado. Se
lo encontró un hombre que iba de camino al trabajo, tirado en la cuneta y
sin opción a hacer algo por él. —Noté cómo se le quebraba la voz y las
lágrimas empezaron a inundar mis ojos—. Los días siguientes me volví
loco, no podía creerme que no volvería a verlo más, ni a salir en moto con
él de vez en cuando. Cada día tengo más claro que una parte de mí se fue
con él.
—Corría demasiado —añadí.
—Sí, se lo decía continuamente. Él no se merecía un final así, pero no me
quedó más remedio que aceptarlo. Su pérdida ha sido de las cosas más
duras a las que me he enfrentado, y aún no lo he superado. Cuando me
acuerdo del velatorio se me ponen los pelos de punta —indicó señalándome
el brazo y mostrando su vello erizado—, fue algo terrible, Gala.
—Me arrepiento tanto de no haber cogido un avión y presentarme allí…
—Hiciste lo mejor, en realidad —añadió—. Quédate con el recuerdo de
cómo era él, y no del ataúd donde acabó.
Y lloré. Porque a pesar de que Sandra me explicó el accidente y me
aseguró de que no hacía falta que fuera al tanatorio, yo debía de haber
estado allí.
—Lo quería mucho —contesté sincera—, era alguien tan respetuoso,
comprensivo y…
—Ya te dije que no debes sentirte culpable, él habría sido el primero en
comprender los motivos de tu ausencia.
—Me pilló justo acabando el máster, no tenía casi dinero y… —Me callé,
porque el último motivo no quería decirlo tan pronto.
Me lo quedé mirando y, solo con aquel gesto, comprendió que él fue uno
de los motivos por el que no me escapé a Barcelona para ir al velatorio de
nuestro amigo. Saber que podía reencontrarme con él fue la decisión
definitiva para no coger ese avión.
—Entiendo —murmuro agachando la cabeza—. ¿Te parece bien que
cambiemos de tema? Es que no es fácil hablar de él tanto rato, ya sabes…
—Claro. Al final te has hecho profesor, ¿no? Sabía que acabarías
enseñando, se te daba muy bien explicar.
—Sí, y en parte te hice caso, pero no fue hasta que empecé a trabajar en
un laboratorio. Odié ese trabajo al instante.
—¿Por qué?
—Me pasaba todo el día revisando resultados de lotes farmacéuticos,
durante ocho horas diarias, cinco días a la semana. Supe al instante que yo
no me había sacado la carrera para dedicarme a eso toda mi vida; así que
realicé el máster de profesorado y me convertí en profesor de Química en
un instituto de Bachillerato.
—Fíjate…
—Me encanta mi trabajo, la verdad. ¿Y tú? Veo que al final has
conseguido un buen trabajo ahí arriba. Eso dice mucho de lo tenaz que
siempre has sido.
—Sí, no ha sido fácil, pero ha valido la pena. Fue todo un reto, porque mi
nivel de danés era penoso —aseguré con una pequeña sonrisa—. Fue todo
un desafío trabajar, aprender danés, sacarme el máster e intentar encontrar
trabajo.
—¿Y te dedicas a ello plenamente?
—Sí, cuando terminé el máster me propusieron un proyecto de
investigación en la misma universidad financiado por una empresa privada,
así que me pasa como a ti; me encanta mi trabajo.
—Me alegró mucho saber que encontraste un buen trabajo.
—¿Te lo dijo Sandra?
—De vez en cuando preguntaba por ti, sí —confesó.
Volvió a crearse esa tensión entre nosotros que, a diferencia de otras
veces, empezaba a estrangularme más. El momento nos pedía abordar tener
aquella conversación que no tuvimos años atrás, el motivo real por el que
habíamos quedado, ni más ni menos.
—Gala, creo que ha pasado mucho tiempo y que, supongo, para ti forma
parte del pasado —empezó a relatar—; que tienes tu vida y que no es mi
intención perturbarte ni nada parecido, pero necesito ser yo el que te
explique lo que realmente pasó aquel día.
Cogí aire para hablar e interrumpirle, pero alzó sus manos lo justo para
indicarme que le tocaba hablar a él.
—No me silencies más, Gala, ya lo hiciste en su momento sin darme
opción a justificar el plantón al que te sometí —advirtió de carrerilla,
dándome cuenta de que tenía el discurso preparado—. No jugué contigo ni
me aproveché de la situación aquella noche, porque lo que sentí era muy
real, pero de camino a casa miré el móvil y tenía millones de mensajes y
llamadas de mi familia y de Laia. Supe que algo no iba bien y, cuando llamé
me informaron de que había sufrido una cardiopatía grave degenerativa, que
la habían ingresado y que solo quería que lo supiera. Iba a someterse a
cirugías, a un tratamiento que la dejó hecha trizas y…
—Tuviste que escoger —añadí.
—No, no escogí. No me quedó más remedio, Gala. —Soltó un suspiro al
final de mi nombre, y supe que aquello le costaba horrores, pero para eso
habíamos quedado, para dejar las cosas claras—. Con el tiempo he podido
entender que te enfadaras, pero no me diste opción a explicarte nada, a
escuchar la alternativa que había improvisado para poder hacer una
escapada juntos y…
—Decidiste por los dos, Joel —sentencié—. En ningún momento me
llamaste antes para explicarme que me iba a encontrar sola en la estación,
preferiste hacerlo solo y dejarme tirada. Eso es así.
—Sí, toda la razón. Pero era un niñato que no sabía cómo afrontar todos
los problemas que se habían abierto frente a mí. Cometí un grandísimo
error, pero no he tenido opción de enmendarlo. En estos cuatro años no he
visto ni una sola vez la oportunidad de explicarte yo mismo lo que en
realidad sucedió.
—Además de darme el mayor plantón de mi vida, ¿querías que tuviera
comprensión? Todo el mundo dice de ti lo servicial y generoso que eres,
pero conmigo solo fuiste egoísta.
—Joder, Gala, no… —lamentó—. Me arrepiento muchísimo de lo que
hice.
—¿Sabes cómo me quedé yo?
—Me lo puedo llegar a imaginar, incluso cuando me enteré de que no ibas
a volver me sentí responsable de aquella decisión.
—Una parte de responsabilidad tienes, sí. Pero tenía también otros
problemas; mi familia, el caos que habría supuesto volver aquí y… No
estaba preparada para volver.
—Y escogiste hacer una nueva vida.
—Sí. Todos hemos tenido nuestra propia vida después de aquel día, ¿no?
—lancé con segundas intenciones.
—Correcto, pero algunos mejor que otros. Dejarte plantada en la estación
no ha sido mi único error más gordo.
—Algo me llegó, sí.
—Tras la muerte de Pau recapacité mucho de las decisiones que había
tomado. Me sentía vacío, en una relación de pareja fraternal y tóxica a
partes iguales, a punto de casarme y…
—¿Casarte? —pregunté sorprendida. Aquello no me lo había contado
Sandra.
—Sí, a punto estuve. Casi cometo otro error enorme, pero llegué a tiempo.
Esa vez sí, supongo que ya no era tan niñato.
—¿Cuánto hace de eso?
—A los pocos meses del accidente de Pau decidí anular el compromiso y
romper la relación con ella. Fue un jodido caos, pero te aseguro que ahora,
viviendo en un piso de apenas treinta metros cuadrados, soy mucho más
feliz.
—Joder, Joel…, no sabía nada de esto.
—Ya, no hace tanto tiempo que me veo con Sandra, y tampoco es que le
haya explicado mi vida al detalle. Lo que sabe es a través de Mario, y hay
cosas que solo puedo explicarlas yo. Esta es una de ellas, porque no es algo
de lo que esté orgulloso, pero fue algo que me ayudó a dar un paso más en
esto de madurar.
—Madurar… ¿eso se hace en algún momento de nuestra vida? —pregunté
con una sonrisa para rebajar la tensión.
—Ojalá que no. Echo de menos aquellos años de universidad, formamos
un buen grupo y… bueno, me hubiera gustado hacer las cosas de otra
manera.
—Ya, a mí también, pero creo que toda experiencia aporta algo para
nuestro yo del futuro.
—Algo así, sí —ratificó mostrándome de nuevo la sonrisa que me cautivó
desde que nos vimos por primera vez—. Bueno, supongo que tú también
tendrás tu vida, tu pareja, tus planes de futuro… —indagó.
—Va bien —respondí—. Sten es un buen chico.
—¿Solo eso? Es un jodido afortunado por tenerte —añadió poniéndome
nerviosa—. Tiene una chica inteligente, resolutiva y con una tenacidad
incansable, aunque un simple disfraz de la niña del exorcista la aterrorice —
agregó para añadirle humor a la conversación—, pero eres una auténtica
joya. Me alegra que seas feliz, Gala, porque eso me ayuda un poco a serlo a
mí también.
Me lo quedé mirando y, con el corazón encogido, me pregunté si yo era
feliz. No tenía ningún motivo para no serlo, porque me di cuenta de que
había cumplido casi todos mis objetivos en la vida, tenía a un chico que me
hacía la vida más sencilla y me quería, y yo a él también. Si que era cierto
que echaba en falta un poco más de pasión de vez en cuando, el sentir eso
de lo que tanto hablaban muchas parejas sobre tener ganas locas de volver a
casa y enredarte entre los brazos de tu pareja, pero era algo que siempre le
achacaba a la forma de ser de Sten: tan cumplidor a la par que frío, aunque
también yo fui muy reticente. Me estaba bien aquello, pero empezaba a ser
consciente de que no era lo que me hacía feliz, porque en el fondo me moría
por sentir ese delirio por alguien, el querer arroparme en los brazos de mi
pareja y volvernos locos hasta la madrugada. Teníamos muchísimas
cualidades, pero la fogosidad y la pasión no era una de ellas.
Yo empezaba a sentir una imperiosa necesidad de aquel atributo en mi
relación. Además de que, si era sincera conmigo misma, el sentimiento que
escondí por Joel en el pasado había permanecido intacto e impoluto. Volver
a tenerle cerca solo había hecho que crear una curiosidad y un aumento de
ese afecto por él.
Debía cortar con aquello de inmediato, pero él se me adelantó.
—Lo siento, no era mi intención ponerte nerviosa. Estamos aquí para
resolver lo que pasó, y transmitirte al fin lo mucho que me arrepiento de
haber hecho las cosas de aquella forma. Cometí un error enorme, y me
disculpo contigo.
Asentí con la cabeza y le sonreí. Extendió su mano por encima de la mesa,
para sellar nuestra tregua y dejar el rencor atrás. ¿Estaba preparada para
olvidar lo que sucedió, aunque solo fuera por una semana más? Llevé mi
mano hasta la suya y enterramos el hacha de guerra, al menos de forma
temporal. Pero tener otra vez su piel contra la mía me produjo una
electricidad y un cosquilleo que me transmitía lo peligroso que podía llegar
a ser ese trato.
Le pregunté por Laia y su salud: su ex pasó por un largo y doloroso
tratamiento que la sometió a medicarse y controlarse de por vida, pero eso
no le impidió enamorarse y, en la actualidad, convertirse en la madre que
siempre había soñado ser.
También me explicó cómo conoció a Olga, la chica con la que salió casi
dos años y con la que estuvo a punto de casarse por las prisas de ella en
formar una familia. Tuvieron una relación tóxica que lo sometió a anularse
como persona y a ser infeliz, a perder el contacto con muchos amigos y
quedarse prácticamente solo, a excepción de Pau: que fue el responsable de
que su vida al fin diera un giro de ciento ochenta grados. Una etapa de su
vida en la que bebió muchísimo y que lo único que lo mantenía centrado
eran sus ganas por lograr ser profesor.
—Legaba el fin de semana y no era consciente de la cantidad de cervezas
que bebía. Llegué a pillarle el ritmo a Pau, solo te digo eso.
—Pero ¿cómo es posible que alguien como tú acabara con alguien tan
absorbente? Siempre has tenido las cosas muy claras, el más cabal para las
locuras que hacíamos, no sé, me cuesta imaginarte así.
Sonrió y, agachando la mirada, supe que no me iba a responder. Supuse
que, de dar una respuesta sincera, podría romperse nuestra tregua.
—¿Quieres que demos una vuelta? —propuso.
Asentí mostrando una sonrisa, dejándome guiar. Cruzamos toda la calle
Pelayo, la Rambla y el paseo Marítimo, acabando justo donde años atrás,
era nuestro punto de reunión. A pesar del bullicio de la gente no dejamos de
hablar en todo el trayecto, y lo hicimos de forma pausada y usando la
cabeza en todo momento. Pero justo cuando llegamos a la playa de Sant
Sebastià nos miramos y supimos que debíamos hacerlo una vez más.
Compramos un par de cervezas y, antes de tocar la arena nos descalzamos y
remangamos los vaqueros para que no se llenaran de arena. Volvimos a
sentarnos como si fuéramos aquellos críos de nuevo, olvidando por
completo qué había sido de nosotros durante todo el tiempo que pasamos
separados.
—Por esos amigos que jamás se olvidan. Por las malas decisiones, que te
acompañan toda tu puta vida. Por volver a estar aquí contigo, aunque solo
sea una vez más —brindó levantando la lata.
—Por Pau, porque no conocí a nadie tan tierno en mi vida. Por no haber
sido capaz de corresponder sus sentimientos, porque sé que me habría
hecho la mujer más feliz del mundo —dije con el corazón en la mano—.
Por saber perdonar para recuperar esa paz desconocida.
Choqué mi lata con la suya y los dos dimos un largo sorbo para
culminarlo mirando al mar.
—Estoy de acuerdo —sentenció—. Pau te quería muchísimo.
—Y yo, pero eran sentimientos distintos.
—Ojalá hubiera sido todo de otra manera, ¿no?
—Sabes, en el fondo yo también me arrepiento de cómo hice las cosas —
confesé—. Siempre hago lo mismo cuando tengo un problema delante: me
doy la vuelta y me escondo, pero el problema no desaparece solo.
—No, porque no importa lo lejos que te vayas, los problemas viajan
contigo.
¡Clack! Eso fue lo que sonó en mi cabeza. Una verdad que impactó sobre
mí de la misma forma que las balas de pintura del domingo pasado, pero
haciendo más daño.
Cuando nos terminamos la cerveza volvimos al punto de encuentro donde
nos habíamos encontrado, dándole tiempo al sol para ponerse. Habíamos
pasado toda la tarde juntos, hasta llegar al anochecer, dando aviso de que
tenía que volver a casa. Joel insistió en acercarme en moto, pero me resistí.
—Solo son diez minutos en moto, te acerco en un momento, de verdad.
—No tengo casco —dije en un intento de evitar su ofrecimiento.
—Pero yo sí, siempre llevo uno por si las moscas.
Me lo quedé mirando incrédula, porque lo primero que pensé es que
meditó en la posibilidad de llevarme.
—No malinterpretes las cosas, que te estoy viendo venir —añadió—.
Siempre lo llevo, a veces acerco a mi compañera de trabajo a su casa. Me
pilla de camino.
—Pero hoy habías quedado conmigo…
—Soy un tío de costumbres, eso no ha cambiado —se escusó con una
sonrisa—. No, ahora en serio, no era esa mi intención. Venga, que te acerco
en un momento, como en los viejos tiempos —sugirió con esa maldita
sonrisa a la que empezaba a no poder negarme. Otra vez.
Me resigné y lo acompañé hasta la moto, la misma que vi cuando nos
tomamos un tequila en honor a Pau. Sacó un casco pequeño y me lo dio,
poniéndomelo con muchas dudas, pero sin rechazar su oferta. Se puso el
suyo para subirse a la moto, empujando con las piernas atrás la moto y
colocarla en dirección a la Gran Vía.
—Por favor, no corras —avisé antes de subirme y ponerme detrás de él.
—No lo haré, pero agárrate fuerte, te puedes ir hacia atrás.
La posición ya era lo suficiente comprometida para mí como para tener
que aferrarme a él, pero no me quedó más remedio; no había ni una sola
agarradera en todo aquel trasto, solo estaba su cuerpo. Así que cerré los
ojos, tragué saliva y le rodeé con mis brazos, volviendo a sentir su olor, su
fuerte y ancha espalda que le otorgó sus años como nadador y el calor que
desprendía.
El trayecto de diez minutos se esfumó, y para cuando me dejó en la puerta
del edificio de casa de mis padres, me sorprendí a mí misma por pensar en
que ojalá ese momento no acabara nunca.
Que ojalá hubiera sido posible.
Que podríamos haber sido felices.
Que habría sentido cada día la pasión que mi cuerpo tanto reclamaba.
Reprendí mis sensaciones de inmediato y bajé de la moto de un salto,
quitándome el casco para entregárselo a continuación.
—Gracias por traerme —dije.
Él lo cogió y lo guardó, al igual que se quitó el suyo y lo dejó reposando
en el sillín.
—Gracias a ti por tenerme entretenido toda la tarde. Que sepas que me ha
alegrado volver a saber de ti.
Entonces se acercó hasta mí, suponiendo para darme dos besos a modo de
cortesía, pero volvió a salir todo mal… Entre nosotros ese gesto cotidiano
era torpe. Nos pusimos nerviosos e, improvisando, nos despedimos con un
abrazo.
Estaba cayendo otra vez.
O tal vez ya estaba perdida.
Gala
Echar de menos
Desperté el sábado con el cuerpo revuelto por culpa de todos los sucesos y
sentimientos que había experimentado el día anterior. Pasar aquella tarde
con Joel acabó de desestabilizarme del todo, porque creí que todo estaba
olvidado, volviendo a equivocarme de nuevo, porque volví a sentir lo
mismo que hacía cuatro años, y era incontrolable y aterrador a partes
iguales. Me dolía todo el cuerpo e intenté estirarme antes de salir de la
habitación para encontrarme con mis padres. Dos personas que estaban
viviendo un segundo romance y que, desde mi llegada, me había mostrado
reacia e incrédula. Sentí que, desde mi llegada, yo había cambiado. No pude
evitar sentirme mal por ello, porque una oleada de curiosidad y de ganas de
querer cambiar el rumbo de mi vida entraron en mi corazón y mi cabeza sin
pedir permiso, llevándome a plantearme infinidad de futuros escenarios que
mi yo más racional se negaba a desarrollar.
Debía poner orden en aquel torrente de contradicciones que se había
alojado con aquella visita.
Debía priorizar mis objetivos y aclarar qué era lo que quería en mi vida.
Seguí estirándome un poco más y, en cuanto salí, me los encontré en la
cocina preparando el desayuno.
—Hola, cariño —saludó mi madre mostrándome esa sonrisa que siempre
había mostrado su rostro.
—Buenos días —contesté en un susurro.
—¿Quieres un café? —preguntó mi padre.
Contesté de forma afirmativa en un murmullo y me metí en el baño,
donde perdí la mirada al infinito mientras hacía pis y me lavé las manos y la
cara. Me cepillé el pelo y, para cuando salí, ya estaban esperándome para
desayunar. No dejaban de tocarse, de dedicarse miradas cómplices, ese tipo
de gestos que tanto empezaba a echar de menos. Un vacío se había alojado
en mi pecho, y comenzaba a arrasar toda la seguridad que había en mi vida.
Aquello iba a destrozarme, empezaba a tenerlo claro.
—¿Va todo bien, Gala? —preguntó mi padre.
—Sí, es solo que… —«¿Qué, Gala? ¿Qué?», me pregunté a mí misma—,
echo de menos a Sten —mentí.
Me dedicaron una sonrisa tierna, pero tenía claro que había soltado una
mentira. Pero en aquella falacia yo era a la única que estaba engañando, y
eso era infinitamente peor. En lo que respectaba a echar de menos no mentí,
pero sí sobre lo que añoraba. Era cierto que añoraba mi vida en
Copenhague, a mis amigos, mi trabajo, pero… Quería ver a Sten, me
aportaba tranquilidad y estabilidad, pero también quería sentir esa pasión y
complicidad que, desde que había vuelto, me había demostrado lo ausente
que estaba en mi propia vida, y era aquello lo que echaba de menos. Joel me
hizo volver a experimentar ese cosquilleo, esa curiosidad que tenía
olvidada. Pero la única solución a todo aquello era dejar que pasara el
tiempo rápido y volver donde estaba mi hogar y mi vida: aquello volvería a
ponerme en mi sitio, y no existía otra solución posible.
—Te has levantado muy temprano —comentó mi madre.
—He quedado con Salva para hacer unos recados, queremos encargarle un
ramo a la abuela.
—Claro, por eso me dijo ayer que vendría a comer hoy. Lo que no sé es si
vendrá Ana —añadió.
—Ya le pregunto yo —contestó mi padre sin dejar de mirar a mi madre. Si
seguían así, acabaría vomitando arcoíris—. ¿Verdad que hacen una pareja
preciosa?
—Por Dios… —farfullé sin querer—. ¿Qué os ha dado a todos por estar
tan encoñados? Es que no lo entiendo…
—Gala, ya sabía yo que algo no iba bien contigo —ratificó mamá—.
¿Qué pasa?
—Nada, joder, nada —escupí—. Me voy a la ducha.
Me encerré en el baño y las dudas, los recuerdos del pasado y mis
verdaderos sentimientos me golpeaban sin ningún miramiento. Intenté
relajarme bajo el chorro tibio de agua, pero todas aquellas sensaciones se
alojaron en mi estómago en forma de ansiedad permanente. Necesitaba
escapar, dejar de arrepentirme por haber querido pasar tanto tiempo en
Barcelona, ¿en qué momento me pareció buena idea?
Conocía muy bien esa respuesta: uno en el que llevaba años sin verlo y la
verdad permanecía escondida en aquel cofre que me había empeñado en
enterrar en el pasado. Con mi vuelta lo único que conseguí fue sacarlo de
nuevo a la superficie y darme cuenta de que seguía queriéndole. Que, a
pesar de que habían pasado los años, y habíamos crecido y madurado,
seguía siendo el chico del que me enamoré y que jamás pude olvidar, por
mucho que me engañara.
Esa era la puta realidad, no había olvidado mis sentimientos por él y la
pasión y complicidad que experimentamos aquella noche, era lo que tanto
añoraba en una relación. No echaba de menos mi vida con Sten, lo que
echaba de menos era la vida que podría haber tenido con Joel.
Junio de 2016
Nos dieron casi las dos, y el mensaje que recibió Salva por parte de Ana
preguntándole dónde estábamos fue el detonante para levantarnos de
aquella terraza y presentarnos en casa de nuestros padres. Ella se nos había
adelantado, así que no tardamos en presentarnos allí y sentarnos la familia
al completo para comer. Estábamos los cinco en la mesa, compartiendo una
charla amena, cayendo en la cuenta de que aquella era mi familia; la real, la
de sangre, la que te venía impuesta al nacer y, por primera vez en mucho
tiempo, sentí calidez en el pecho. Me sentía cómoda y, extrañamente, en
casa. Empezaba a entender que llegar a casa y comer con tu familia, era un
regalo del que no todo el mundo gozaba. No supe lo afortunada que era
hasta aquel instante, en el que fui testigo de lo que tenía allí y lo mucho que
me iba a costar dejar todo aquello.
—Gracias —solté impulsiva, captando la atención de todos—. Sé que no
he estado muy receptiva últimamente, pero me gusta estar aquí, con
vosotros.
—Sí, solo nos falta Sten para completar la mesa —añadió mi padre.
Entonces acabé de ser consciente de que lo había excluido por completo
de mi ecuación familiar. Empezaba a tener serios problemas conmigo
misma y mi futuro.
A la hora del café mi amiga me pidió tomar el aire en el balcón, y supe
que fue consciente de cómo me fui escondiendo más en mí misma a medida
que acabábamos de comer. Nos sentamos en los asientos de mimbre que
tenían mis padres mientras mirábamos hacia el cielo, que lucía en todo su
esplendor y otorgando un clima suave.
—¿Va todo bien?
—No —respondí sincera—. Ayer pasé toda la tarde con Joel.
Ana abrió los ojos de golpe, sin dejar de mirarme, reclamándome más
información erguida y acercándose más a mí.
—Solo quedamos para firmar una tregua hasta el sábado que viene.
—¿Y…? —preguntó buscando algo más.
—Y que cada vez me arrepiento más de haber venido tantos días.
—Gala, a mí me encanta tenerte aquí. Sé que puedo sonar egoísta, pero te
necesito aquí.
—Ana…
—Sí, Gala. Te llevo echando de menos desde el primer día que te fuiste.
Lo pasé muy mal, me encerré en mi mundo y me separé un tiempo de
vosotras, pero en el fondo quería teneros cerca.
—Lo sé —dije mientras le daba la mano—, y me duele no haber estado a
tu lado.
—Tampoco os dejé estarlo. A veces pienso que no hice bien en
ocultároslo y, otras, sin embargo, que fue lo mejor para todos.
—Fue tu decisión, nada más. No sabes lo feliz que me hace verte tan bien
con mi hermano, está tan cambiado, tan enamorado… No habría dicho
jamás que mi hermano le regalaría flores a una mujer, y mira por donde,
contigo está desbordado.
—Desde que nos besamos por primera vez me ha regalado flores cada
sábado por la mañana.
—¿Cómo empezó todo, Ana? —pregunté curiosa y deseosa por saber su
historia de amor.
Ana
Restauración
Septiembre de 2016
Desde que Salva me cedió las llaves de su piso, me trasladaba allí desde
primera hora de la mañana para llevar a cabo la restauración de los muebles
que habíamos adquirido. Por su cara supe que no estaba convencido de toda
aquella locura, pero iba a esforzarme al máximo para que el resultado fuera
espectacular.
Combinaba las labores de diseño con las sesiones de terapia, y mi
psicóloga me felicitó y motivó a continuar con aquello. A mis padres les
dije la verdad, ya no había sitio para más mentiras entre nosotros y quería
que supieran donde me encontraba en todo momento. Conocían a Salva de
toda la vida, y sabían lo que había hecho por mí después de…
De todo lo que sucedió. Todavía me costaba hablar sobre lo que me había
ocurrido, pero poco a poco sabía que lo superaría. Solo necesitaba tiempo.
No sabía cuánto, pero que lo requería y que todo acabaría bien.
Sandra y Gala no sabían nada, pero eran conscientes de que no estaba
bien. Por suerte lo achacaron a la ruptura con ese malnacido. No le dieron
más vueltas al tema e intenté comportarme cada día con un poco más de
alegría, aunque era muy complicado ocultar el secreto. En algún momento
les explicaría lo que me había ocurrido, pero quería dejar pasar el verano y
esperar a que Gala volviera de su viaje.
Una mañana mi padre me acercó en coche al piso de Salva. Necesitaba
ayuda para subir unas herramientas que necesitaba para rematar algunas
cosas. Cuando subió y vio todo aquello, se quedó sorprendido.
—Hija, ¿has arreglado tú todos estos muebles? —preguntó.
Yo me limité a asentir con la cabeza.
—Es… es increíble —sentenció—. ¿Y todo esto lo has aprendido de mí?
Me encanta el mueble de la televisión, jamás se me habría ocurrido que, con
dos elementos tan sencillos, pudiera quedar tan bien.
—Bueno, los veranos que he pasado ayudando en el taller han servido
para algo.
—Cariño, tienes talento… —farfulló en un susurró—. Es espectacular lo
que estás haciendo.
Me sentí desbordada. Que mi padre reconociera, de manera tan sincera,
que le gustaba el trabajo que estaba haciendo, me ayudaba a valorarme un
poco más.
—¿Qué opina Salvador?
—Pues al principio no apostaba un duro, pero a medida que vamos
avanzando se le nota más convencido.
Vi los ojos orgullosos de mi padre y noté cómo se acercó hasta para mí
para abrazarme.
—Estoy orgulloso de ti, hija mía —me susurró.
Eché a llorar. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, por darme cuenta
de lo mucho que quería a mi familia, a la gente que me rodeaba y que tanto
me había apoyado después de todo.
Mi padre se marchó con una sonrisa en la cara, motivo de sobra para
alegrarme el día; el combustible necesario para que aquella mañana fuera
tan productiva como para tener casi terminado todo el proceso de
decoración, solo quedaban los pequeños detalles como comprar cojines para
el sofá, una alfombra para el centro de mesa, cubiertos, manteles… Y se me
ocurrió hacerle un regalo a Salva. Algo manual y con cariño, para mostrarle
mi aprecio y gratitud por todo lo que había hecho por mí desde aquel
fatídico día. La forma en la que me llevó al hospital, cómo me apoyó para
hacer la denuncia y no dejarme sola ni un momento, abrirme las puertas de
su piso para refugiarme y confiar en mí en algo tan personal como la
decoración de su piso.
Bajé a la calle y me acerqué a la ferretería más cercana, donde compré un
paquete de diez brochas, tres botes de pintura de colores básicos para
mezclar, un lienzo y cinta de carrocero. Subí al piso y empapelé una parte
del suelo del comedor con papel de periódico para poner el lienzo en medio,
coloqué la cinta de carrocero formando figuras geométricas; cogí unos
pocos platos de plástico que me sirvieron para hacer las mezclas de colores
y fui rellenando el lienzo. Era algo muy básico, pero lo hacía con todo el
cariño del mundo, sabía que en la pared de al lado de la mesa le podía
quedar muy bien. Una vez terminado saqué al balcón el lienzo, para que se
secara. Cogí el taladro e hice un agujero para colgarlo y, aprovechando que
quedaban un par de horas para que Salva llegara, recogí el piso. Quería que
se encontrara todo en su sitio de sopetón, a modo de sorpresa. Cuando
estuvo todo listo decidí irme a casa a descansar, había sido una jornada
agotadora a la par que gratificante. Tomé el metro y en menos de veinte
minutos estaba entrando por la puerta de casa.
Decidí darme un baño a oscuras, solo con la luz que emitían un par de
velas. Aquello me relajaba, pero la repulsión que sentía hacia mi cuerpo me
impedía lograrlo totalmente. Era incapaz de verme desnuda al espejo y,
tocarme, mucho menos. Raquel, mi psicóloga, me iba depositando la idea
de que debía volver a quererme. No debía renunciar a mí por lo que me
había ocurrido, que debía construir de nuevo mi auto estima. Y metida en la
bañera, con mi cuerpo desnudo, empecé a acariciarme. Empecé por los
brazos, el cuello y mi vientre. Decidí palpar mis senos y comprobar un
cosquilleo que fue secuestrado el día que perdí la razón. Fui bajando mi
mano hacia mi sexo, pero el teléfono me impidió llegar más lejos: Salva me
estaba llamando.
Cogí el teléfono y noté que apenas era capaz de articular palabra. Estaba
emocionado.
—Salva, no tienes nada que agradecerme. Has hecho mucho por mí.
—¿Haces algo esta noche? Te invito a cenar donde tú quieras, vamos a
quemar la tarjeta de crédito.
—No hace falta, de verdad.
—Ana, insisto. Quiero celebrar contigo todo el trabajo que has hecho.
No pude negarme. Quedamos en que me recogería a las ocho y media de
la tarde, y eso me dejaba apenas dos escasas horas para arreglarme.
Fui al armario y lo abrí para estudiar las posibles combinaciones que
podía hacer. No sabía dónde iríamos a cenar, así que decidí un término
medio: un vaquero oscuro ceñido, sandalias con un poco de cuña y una
blusa de color vino. Me sequé el pelo y me lo moldeé ligeramente con la
plancha. Me delineé los ojos y me puse un toque de colorete. Apenas me
sobró tiempo, así que bajé al portal y, para mi sorpresa, Salva ya estaba allí.
Nunca había tenido la oportunidad de verlo tan arreglado. A decir verdad,
nunca me había fijado en él de la manera en la que lo estaba haciendo en
aquel instante, porque el hecho de que fuera el hermano de una de mis
amigas de la infancia había contribuido a que no lo mirara con otros ojos.
Pero aquella noche todo era distinto. Su pelo ondulado oscuro, su mentón
cuadrado y esos ojos grises le hacían ser realmente atractivo, provocando
que todas las mujeres se giraran para contemplarlo. Además de que su
carrera como yudoca le había otorgado un cuerpo atlético y eso le sumaba
puntos en cuanto a ser imponente.
Le pregunté hacia dónde nos dirigíamos y me dijo que me limitara a
seguirle, que el sitio donde íbamos a ir se encontraba cerca. Durante todo el
camino me limité a observarle; él no dejaba de hablar, pero yo apenas podía
prestar atención a sus palabras porque me sentía nerviosa, me sentía fuera
de mi zona de confort. El sitio que había escogido estaba en el barrio de
Sants, justo en medio de donde vivíamos cada uno. Era una vermutería en la
que ya nos tenían preparada una pequeña mesa. Pedimos un par de cañas y
algunas tapas.
Me sentía como si aquella noche fuera una persona distinta, como si el
tormento que sufría me hubiera otorgado una tregua.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, hacía tiempo que no tenía motivos para arreglarme tanto.
—Hoy lo tienes. Ana, no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho en el
piso. Cuando he entrado y he visto todo en su sitio me he sentido con la
necesidad de celebrarlo contigo.
—Sabes que no me debes nada, me has ayudado muchísimo.
—Hice lo que tenía que hacer, pero lo tuyo ha sido demasiado.
Seguimos compartiendo halagos hasta que empezaron a traernos más
platos de comida. Las cervezas corrieron por nuestra mesa con vigorosidad,
parecíamos estar secos y, por qué no decirlo, valientes. El ruido en el local
iba en aumento a medida que pasaba la noche, y nosotros cada vez
estábamos más cerca para poder oírnos. Nuestras piernas se rozaban de
forma constante. Pude Comprobar que Salva olía muy bien, demasiado para
mantenerme serena. La lucha interior que se estaba librando entre mi
corazón y mi cabeza aquella noche fue en aumento. El cerebro, que era el
responsable de frenar, estaba perdiendo. Y yo no paraba de sentir un ansia
tremenda por abrazarle, tocarle y… no, no podía ser. Era el hermano de
Gala.
Acabamos la última tapa y yo estaba empachada. Salva se vino arriba y
pidió dos chupitos, sin darme tiempo ni para rechistar. Yo ya andaba algo
perjudicada por las cervezas que habíamos tomado y me estaba
envalentonando demasiado. Mis ansias y necesidades estaban saltando el
muro mental, mi mano fue más rápida que mi propia sensatez: la posé sobre
la suya.
Sus ojos grises, los mismos que tenía su hermana, estaban clavados en los
míos, pero yo me quedé inmóvil. Sin embargo, el posó su otra mano sobre
nuestra unión. El corazón me iba a toda velocidad, sintiendo un incipiente
agobio que me desestabilizaba un poco, pero no lo suficiente.
—¿Quieres que demos un paseo? —sugirió.
Le contesté con un ligero movimiento de cabeza, deshaciendo así nuestra
breve pero intensa unión. Pagó la cuenta y decidimos ir a caminar por el
Parque de la España Industrial para bajar un poco la comida y la bebida,
pero el subidón del momento seguía ahí. El silencio y la tensión se
apoderaron de nosotros, tanto él como yo habíamos sentido algo distinto, y
noté que él quería comprobarlo. Sus dedos se rozaban constantemente con
mi mano, forzando un contacto que ponía todos mis sentidos en alerta.
¿Qué debía hacer?
¿Qué me diría Raquel?
«Déjate llevar». «Planta cara a tus miedos». «No dejes que las acciones
del pasado dominen tu futuro». «La zona de confort es un hermoso lugar,
pero nada nuevo germina allí».
Entrelacé mi mano con la suya. Nos miramos a los ojos sin dejar de
caminar. Una sonrisa se dibujó en la cara de Salva, haciendo que sus ojos se
cerraran levemente. Seguimos el paseo hasta que llegamos al pequeño
estanque artificial del parque y nos apoyamos en la baranda, donde las
farolas nos iluminaban lo justo y necesario para hacer el momento más
mágico e íntimo. Se puso de lado y, posando suavemente sus manos en mis
caderas, me obligó a ponerme delante de él. Subió la mano derecha a mi
mejilla y, deteniendo el tiempo, nos fuimos acercando poco a poco.
Nuestros cuerpos estaban a escasos centímetros y nuestros labios a
milímetros.
Sentía su respiración.
Sentía su calor.
Sentía sus latidos.
Hasta que nuestros labios se unieron, provocando una explosión de
sentidos que fueron secuestrados.
Yo había dado una segunda vida a algunos muebles, pero Salva me estaba
ayudando a encauzar mi vida. A sentir que todavía podía llegar a sentir, a
pesar de que tuviera el corazón destrozado.
Sandra
Pasar página
Septiembre de 2016
Gala nos acababa de informar que no iba a volver a casa, al menos hasta fin
de año. Había solicitado trabajo en una de las cafeterías de la cadena donde
siempre había trabajado y le apetecía pasar un tiempo fuera. Yo empezaba a
ser más egoísta, porque no podía desprenderme de ella, no en aquel preciso
momento. Ana estaba rarísima y ausente por la ruptura con Hugo, algo que
me alegró sobre manera, pero que no esperaba que le fuera a afectar tanto y,
para colmo, mi relación con Julio y Luís empezaba a hacer aguas. Sabía que
tarde o temprano nuestra relación a tres acabaría, porque los quería a los
dos, pero mi amor por Julio iba mucho más allá que por Luís. Y a este
último le sucedía algo parecido. Cada vez que estábamos juntos se
evidenciaba que perdíamos el culo por Julio, y que empezaba a ser un
problema para la relación que nos habíamos montado.
Aunque no solo sentía aquella presión emocional, sino que también había
empezado a hacer prácticas en una importante empresa de Arquitectura de
Barcelona, así que iba como loca y todo me sobrepasaba. Demasiado
susceptible, diría. Me quería dejar la piel, intentar ganarme un puesto en
aquella compañía y tener una salida profesional decente, era sabido por
todos que costaba muchísimo encontrar empleo en el mundo de la
arquitectura, así que nada ni nadie iba a anteponerse en mi objetivo.
Una tarde, justo antes de salir de las oficinas, recibí la llamada de Luís.
Las cosas entre nosotros dos estaban un poco tensas los últimos meses, y
aquel acercamiento fue para quedar a tomar un café y charlar sobre el tema
que ambos sabíamos, pero del que no habíamos cruzado ni una palabra.
Quedé con él en una de las cafeterías cercanas a donde trabajaba, y noté que
estaba de los nervios, así que suprimiría el café por algo que no me pusiera
a tres mil por hora.
Llegué antes que él, pedí un batido de frutas y esperé. No tardó
demasiado, pero el miedo a mantener aquella conversación hizo que se me
hiciera eterno. Le observé con detenimiento: alto, moreno, ojos oscuros y
una sonrisa impecable. Delgado y con una seguridad en sí mismo que haría
caer de culo a cualquiera. Luís era así, y por aquellos atributos Julio lo
escogió en su momento. Más bien nos escogió, porque en aquellos casi tres
años que llevábamos juntos no habíamos notado que él se decantara por uno
de nosotros dos.
—Hola, Sandra, ¿cómo estás? —preguntó después de darme un beso en la
mejilla.
—Tú dirás, me tienes intrigada.
—¿En serio? Creo que sabes muy bien para qué hemos quedado.
—Sí, y por eso me tienes intrigada.
—Pues vamos al grano entonces.
—¿Alguna vez no lo hemos hecho? Que yo sepa nunca nos hemos
pensado mucho las cosas.
Sonrió, pidió un tazón de café enorme y cogió aire.
—Sandra, no puedo continuar así —soltó—, me jode tener que ser yo el
que ponga freno, pero me duele demasiado.
—Luís, a mí también me duele, te lo aseguro.
—¿Qué debemos hacer ahora? Os quiero a los dos, de verdad. Te quiero
muchísimo, pero…
—Pero Julio es más que eso. Lo sé, porque ya sabes que a mí me pasa lo
mismo.
Afirmó con la cabeza e hicimos una pausa en nuestra charla por la
interrupción del camarero, que le trajo el café a la mesa. Le noté afectado
por sentir el peso de la verdad en sus palabras. Habíamos quedado para
tomar una decisión y no hacernos más daño, acabar con aquella
competición que habíamos iniciado meses atrás y no joder más nuestra
relación.
—No quiero perderos, Sandra —confesó a la vez que me cogía las manos
por encima de la mesa—, pero no sé cómo controlar esto.
Pensé mucho, pero la respuesta que se asomaba por mi cabeza era drástica
y dolorosa. Nos afectaría a los tres, pero ni Luís ni yo podíamos continuar
así, porque éramos los más afectados, y si una relación empieza a hacerte
más daño que placer, acaba con ella.
—Deberíamos hablar con Julio —añadí.
—Por supuesto, pero primero quería hablar contigo, porque sé el final que
tendrá todo esto, y no quiero perderte.
—¿A qué te refieres?
—Sé cómo reaccionará Julio porque, aunque no es tonto, no quiere
terminar con lo nuestro. Se engaña a sí mismo con que esto puede ser para
siempre.
—Y el final ha llegado.
—Sí. Por eso prefiero renunciar a esta relación antes de perder vuestra
amistad. Os necesito en mi vida, sea de la forma que sea.
Coincidí con él, aunque tuviera que renunciar a Julio. Era lo más
inteligente y, siendo sincera, lo más doloroso. Supimos que no sería fácil, y
que los siguientes meses serían complicados, pero que a la larga lo
agradeceríamos.
Decidimos quedar con Julio dos días más tarde de nuestra reunión para
confesarle que no podíamos continuar con aquello, que nos dolía el alma
cada vez que estábamos juntos y teníamos que compartir nuestro amor.
Queríamos más, pero solo de él. El ser tres nos estaba de más, y el juego ya
había llegado a su fin.
Fue duro. Julio, en el fondo, sabía que aquello pasaría, aunque Luís acertó
en que se engañaba a sí mismo. Intentó aferrarse a nosotros, a proponer
alternativas para no terminar con lo nuestro, pero teníamos la decisión
tomada. Solo se encontró con dos personas a las que quería decididos a
terminar con algo que les hacía pedazos. Reaccionó mal; fatal más bien. Al
principio se enfadó, los días siguientes no quiso saber nada de nosotros,
pero con el tiempo fue dándose cuenta de que tomamos la mejor decisión,
incluso él se dio cuenta de sus propios sentimientos, por mucho que me
rompiera el corazón su elección en ese momento. Yo quería seguir
queriéndole de esa forma romántica, pero ya no sabía cómo hacerlo. Julio y
yo no estábamos destinados a ser pareja, pero debíamos aferrarnos a la idea
de ser parte de la vida del otro. Con tiempo y distancia, todo acaba curando.
Gala
Burbujas y confesiones
Septiembre de 2016
Nos besamos.
Fue el beso más sentido que había experimentado nunca.
Sus labios sabían a miel y, extrañamente, a hogar. Salva se había
convertido en una pieza clave en mi vida. Le conocía desde que tenía uso de
razón, y lo consideraba uno más de la familia, pero durante los meses de
verano se abrió un hueco importante en mi corazón. Vivir con él todo ese
proceso me ayudó a conocerlo y a sentir algo que, si me lo hubieran dicho
años atrás, me habría reído a carcajadas. Descubrí que Salva era un chico
interesante, con talento e inteligente, además de que era guapísimo. Un
chico disciplinado y con aspecto robusto, al que se le notaba que le habían
hecho trizas el corazón, pero que en el fondo tenía una fortaleza envidiable.
Aquel beso fue largo, porque no quería que acabara nunca. Su lengua era
puro terciopelo, y mi corazón iba a mil por hora. No podía controlar mis
acciones, pero iba con cautela, no quería forzar la situación, ni estropearlo.
Retrocedí un poco para finalizar nuestro beso, pero seguía abrazada a él.
—¿Todo bien? —susurró.
—No pares… —contesté.
Volví a acercarme a sus labios, y le aferré más a mi cuerpo. Necesitaba
sentirlo porque estaba ansiosa de él. Los besos me sabían a poco, y sentía
una adrenalina que debía controlar.
Salva no era como los demás. Por eso me moría de ganas de enterrarme
en su cuerpo, a pesar de que la calma debía ser mi mayor cualidad. Sus
brazos rodeaban mi cintura y dejó que fuera yo la que tomara la iniciativa.
Noté que lo nuestro ganaba intensidad, y me sentí atrevida. Bajé la mano
derecha por su pecho hasta colarla por dentro de su camisa, y me iba
poniendo cada vez más ansiosa. De los besos románticos pasamos a los
besos de deseo, y si aquello continuaba así solo existía un final.
—Ana… —pronunció frenando nuestro beso.
—Vamos a tu casa.
Y eso hicimos. Cinco minutos de trayecto que se convirtieron en una
eternidad por saborearnos el uno al otro. Sellamos las calles, el portal, el
ascensor… no me cansaba de ningún gesto de cariño. Yo ya había perdido
el norte y la razón, quería hacer el amor sin medida con él.
Abrió la puerta de casa como pudo y, al entrar, lo empotré contra la pared
del recibidor. Mis manos empezaron a desabrochar con rapidez la camisa,
aunque él imponía calma. Posó sus manos en mi cintura para agarrarme y
levantarme del suelo, lo rodeé con las piernas y se dirigió hacia la
habitación, donde me tumbó con delicadeza sobre la cama y aprovechó para
besarme el cuello mientras me quitaba la blusa.
Nos fuimos quedando desnudos y solo de sentir su piel junto a la mía me
excitaba más. Yo estaba fuera de mí, y la cautela con la que estaba actuando
él se iba desvaneciendo. Nos quedamos completamente desnudos y empezó
a besarme entera, dejando un reguero de besos y caricias allá por donde
pasaba. Primero los pechos, el abdomen, el ombligo y…
El recuerdo llegó para estropearme el momento. Mi corazón empezó a
latir con fuerza y me sentí sin respiración. Sentí como si me alguien me
apretara el cuello e impedía que pudiera respirar. De golpe perdí el control.
—Para… —jadeé—. Para… ¡Para!
Obedeció al momento, aunque algo aturdido y desorientado.
Deshice nuestro contacto en un santiamén para hacerme un ovillo en una
esquina de la cama. Salva se quedó inmóvil, observándome. No podía dejar
de respirar fuerte e incluso empecé a llorar.
—Ana… —nombró mientras intentaba acercarse a mí.
—No, no me toques…
Supe que se asustó. Toda la excitación que pudimos experimentar me la
había cargado en cuestión de segundos. Arranqué a llorar con más fuerza y
él no sabía qué paso debía dar. Decidió ir acercándose a mí poco a poco.
—Tranquila…, no voy a hacerte daño.
Seguía hecha un amasijo de carne en un rincón, llorando cada vez más
fuerte. Él se levantó para ponerse los calzoncillos, con mucha calma
después de lo que acababa de suceder.
—Ana, jamás te haría daño. Yo no sería capaz de hacer nada que tú no
quisieras. Perdóname, no debería haber ido tan lejos. Es culpa mía.
Levanté la cabeza para mirarlo.
—No, no eres tú. Soy yo, no quiero que te conformes con alguien como
yo. Estoy rota.
—¿Qué? Eso no es cierto —contestó mientras se acercaba a mí poco a
poco, hasta lograr estar delante de mí—. Eres alguien increíble, yo sí que no
te merezco. Eres de las cosas más bonitas que me han pasado nunca.
Lo miré con los ojos llenos de lágrimas y se me rompió el corazón.
Habíamos ido demasiado lejos, pero deseaba estar con él. Lo quería, y
lucharía por superar todo aquello, sin tener claro si él sería capaz de
esperarme.
Posó su mano en uno de mis brazos e intenté apartarme asustada, pero no
me lo permitió. Continuó repitiendo las mismas palabras, hasta que al final
logró que me relajara un poco.
Me dio una camiseta de algodón del armario y me ayudó a tumbarme en
la cama, colocando un cojín mullido bajo mi cabeza.
—Quédate tranquila aquí. Yo dormiré en el sofá.
—No, no te vayas —pedí—. Te necesito cerca.
Se fue al otro lado de la cama, se apoyó en otro cojín y no se movió. Yo
no tardé en acurrucarme a su lado y abrazarle. Él pasó su brazo por debajo
de mí para completar nuestra unión.
Entonces me di cuenta de que lo que estaba sintiendo era de verdad. Era
obvio que me moría de ganas de hacer el amor con él, pero que aquello no
sería tan fácil, porque necesitaba tiempo.
—Lo siento, Salva.
—No, Ana, tenerte así me reconforta —confesó—. Esperaré y lucharé lo
que haga falta por ti.
Mi corazón palpitó, y supe que entre sus brazos quería que estuviera mi
futuro, aunque me quedaba un difícil camino por delante.
Gala
Ochenta y cinco
Estaba de los nervios. Incluso llegué a pensar que lo estaba más que la
novia; esa que estaba preciosa con su sencillo vestido claro de tirantes,
mostrando a una mujer radiante y decidida. Sandra parecía una princesa, a
pesar de que había librado más batallas que muchas de esas protagonistas
de cuentos de hadas.
Ana y yo éramos sus dos únicas damas de honor, así que decidimos ir con
un vestido largo de color burdeos maravilloso. Volvíamos a sentirnos como
años atrás, a pesar de la distancia, de las revelaciones, advertencias y
confesiones que me acribillaron en cuanto puse un pie en Barcelona.
Aquella noche me sirvió para hacer balance de todo lo que se me había
removido en aquella vuelta. Donde supe que a mi llegada me sentí
desbocada, pero por el hecho de volver a sentir lo mismo que cuando decidí
quedarme en Copenhague. Porque la verdadera amistad tiene ese poder;
seguir sintiéndote cómoda con ellas como si el tiempo no hubiera seguido
con su curso. Entre nosotras seguíamos siendo nosotras mismas, aunque
con la cabeza mucho más amueblada y, en mi caso, millones de dudas y con
ganas de cambiar el rumbo de mi vida.
—Estoy putamente histérica —escupió la novia a pesar de parecer una
muñeca de porcelana.
—Todo va a salir genial —aseguró Ana mientras posaba sus manos en los
hombros de Sandra, en un intento de transmitirle calma.
—Solo quiero que pase rápido el día, madre mía… Jamás pensé que ese
mexicano acabaría liándome hasta las trancas. Maldito el día en que Joel y
Pau lo conocieron.
Al escuchar su nombre di un respingo. Mi cuerpo entero segregaba
serotonina al oírlo, y no era nada bueno. Pensar en él me producía un
agujero en el estómago, me ponía de un humor de perros, la temperatura
corporal aumentaba y sentía un cosquilleo en mi vientre, lo que solo hacía
que cabrearme todavía más.
Intenté disimular todo lo que pude, lográndolo una vez más, pero que no
sabía cuánto tiempo más sería capaz de disimular. La tregua que habíamos
sellado aquellos días me revolvió de pies a cabeza, además de los sermones
de mis amigas sobre la vida que había escogido tener, aquello solo hizo que
ponerme más en el borde del precipicio.
Hice un esfuerzo enorme en apartar todas las preocupaciones y dolores de
cabeza, no era el día para hacerlo. Decidí centrarme en acabar de preparar a
la novia para ir hacia el jardín, donde tendría lugar la ceremonia. Vimos a
Mario en su posición, a lo lejos, al lado de Joel que, en cuanto nos vio, no
nos quitó los ojos de encima. Me puse todavía más nerviosa y empecé a
sudar, preocupara por si el resto de invitados podrían empezar a notarlo.
Aunque era absurdo pensar eso cuando el centro de atención no éramos
nosotros, intenté seguir respirando para no desmayarme. Debía armarme
con todas las fuerzas del universo para someterme a su presencia, de la
misma forma que lo había hecho hasta aquel preciso instante.
Ana y yo nos pusimos al otro extremo y esperamos que la novia hiciera
acto de presencia, la cual tardó menos de lo esperado. Sus ojos, la sonrisa y
el cuerpo transmitían amor y felicidad a raudales por aquel chico, el cual
descolocó su mundo y apareció justo en el momento exacto.
Ambos nos regalaron a todos ser testigos de su historia, de la bonita pareja
que formaban y que, de forma inevitable, se nos dibujara una enorme
sonrisa a los invitados. Fue una ceremonia sencilla y hermosa, soñando con
que alguna vez todos tuviéramos la oportunidad de sentir una milésima
parte del amor que se profesaban. Al menos eso era lo que yo empezaba a
anhelar.
Tenían razón cuando decían que debíamos disfrutar cada segundo de
aquel día, porque pasaba volando. Nos dejamos llevar por una corriente de
emociones y situaciones que, para mi desgracia, no dejaban de empujarme a
la cercanía de Joel. A pesar de que nos sentaron juntos en la mesa, apenas
cruzamos palabras entre nosotros, pero sí infinidad de miradas de reojo y
algún roce fortuito sin intención, porque lo acompañábamos de una disculpa
rápida. Pero una fuerza desconocida nos lanzaba a mirarnos y tocarnos de
forma fortuita, y eran más veces de las que debería estar permitido para mi
salud mental. Los días previos a la boda acordamos una tregua entre
nosotros, dejando claro que el pasado no volvería y que cada uno tenía su
vida, y yo hice todo lo posible por evitarle. Su presencia me desestabilizaba
y me hacía sentir cosas que añoraba, convirtiéndose en un auténtico peligro
tenerlo cerca. Una mezcla de miedo y añoranza; de sentimientos sepultados
que pedían a gritos salir de su escondite de una vez por todas.
Cuando llegó el momento de cortar la tarta y, después de que hicieran el
idiota como de costumbre, la hermana de Mario fue hacia el escenario y se
sentó frente a un piano. Los asistentes empezaron a pedir silencio, y aquella
menudita mujer colocó el micrófono a su altura para hacer uno de los
mayores regalos de la noche. Le dedicó unas breves palabras a la pareja y
no perdió el tiempo en empezar a deslizar sus dedos por las teclas blancas y
negras. No conocía aquella canción, pero Julio me especificó que se trataba
de «Te regalo» de Carla Morrison, y en cuanto empezó a cantar mi cuerpo
se volvió frágil, a punto de evaporarse.
Aquella chica tenía un timbre dulce, frágil y a la vez contundente. Era
hipnotizante. Su voz se colaba por cada poro de mi piel, encogiéndome el
corazón, hasta que oí que, a mi espalda, alguien sorbía por la nariz. Me giré
y vi a Joel conmocionado, haciéndome cómplice de cómo algo se le rompía
por dentro. Supuse que el recuerdo de Pau lo acechó de golpe, y una oleada
de valentía me invadió, teniendo la necesidad de estrecharle la mano por
debajo de la mesa, lejos de la mirada de nuestros amigos; con la simple
intención inocente de transmitirle mi apoyo. Él no dudó en corresponder
aquel gesto, pero entonces me di cuenta de que aquello acababa de
escaparse de mi control. La voz de la hermana de Mario, la letra, la calidez
fuerte de la mano de Joel y mi corazón bombeando a toda velocidad me
cegaron. Sentirlo de nuevo, aunque solo fuera en un simple apretón de
manos, me hizo volar la imaginación y recordar nuestra noche; el tatuaje, el
beso, la piscina, el cielo oscuro de Barcelona, las gotas en nuestros cuerpos.
Él y yo, nada más. Debía deshacer nuestra unión si no quería perder del
todo el norte, pero me reconfortaba demasiado como para prescindir de él.
Incluso me sorprendí a mí misma por descubrir que no quería que aquella
canción acabara, que la realidad fuera otra y que, al terminar aquella
melodía, pudiéramos culminarlo en un beso. Como aquel primero que
recordaba como si hubiera sido ayer; jugoso, húmedo y sincero. Estaba
perdiendo la cabeza y, sobre todo, el corazón.
Cuando terminó la interpretación no nos quedó más remedio que separar
nuestro apretón furtivo y ponernos a aplaudir. Había gente emocionada,
vitoreando fuerte y gritando el típico «¡Viva los novios!», pero apenas nos
dio tiempo a respirar para enfrentarnos al momento de abrir el baile, donde
todos quedamos borrachos de tanta dosis de azúcar y amor. Sandra y Mario
abrieron el momento con la preciosa canción «The night we met» de Lord
Huron. Formamos un círculo alrededor de ellos, dejándoles un poco de
intimidad en medio de tanto barullo, pero al poco las demás parejas
empezaron a bailar cerca de los novios. Yo me quedé mirando hacia aquella
pareja protagonista, pero entonces mi cuerpo empezó a funcionar solo
frente a los estímulos que se me ponían delante.
Joel se plantó frente a mí, tendiéndome su mano para bailar. Millones de
advertencias me prevenían de que no lo hiciera, pero el vino tinto que había
bebido se encargó de silenciarlas. Acepté su mano y me arrastró a la pista;
colocándome después su mano derecha en mi cintura y pegando su cuerpo
al mío. Nos mecíamos como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros.
Volvíamos a ser aquellos dos niños que se entregaron el uno al otro aquella
noche de verano. Donde creímos que teníamos todo el uno del otro y que,
en ese presente, lo habían perdido todo.
Ojalá volver a aquella noche.
Ojalá no hubiéramos acabado así.
Ojalá volviéramos a la noche en la que nos conocimos.
Porque, como dijo en su momento Jorge Luis Borges, de pronto llegará
alguien que baile contigo, aunque no le guste bailar, y lo haga porque es
contigo y nada más.
El alcohol y los recuerdos me desinhibieron lo suficiente para dejarme
llevar con sus movimientos. Su aroma se colaba por mi nariz y silencié la
razón. El perfume que, desde aquel día en el Tibidabo, había inundado mi
memoria, machacándome constantemente con su recuerdo.
Cuando acabó la canción me encontré con la cabeza apoyada en su pecho
y su mano aferrándome más a él. La inconsciencia del momento nos llevó a
eso, a hacer lo que en verdad nos moríamos por hacer desde el día que
volvimos a vernos. Nos separamos lo justo para comprobar que ambos nos
miramos a los labios, y que en mi imaginación culminábamos aquello en un
beso. Los dos acabábamos de demostrarnos que teníamos unas ganas locas
por juntar nuestros labios, pero no era el momento para hacerlo realidad.
¿Lo sería alguna vez?, pensé de repente.
Había pasado demasiado tiempo, pero la fuerza y el magnetismo que nos
invadió aquella noche volvió a nosotros, y con vigor. ¿Cómo podía evitar la
tentación? ¿Cómo podía continuar con mi vida después de saber lo mucho
que le seguía amando?
Muchachito Bombo Infierno nos obligó a deshacernos de aquellas
incertidumbres y sensaciones que habían vuelto a crecer entre nosotros a
ritmo de rumba catalana con «Siempre que quiera». Empezaba a creer en
las señales del destino, que nada era casualidad.
Era la maldita canción perfecta para nuestro momento. Pensé que
habríamos terminado de bailar, pero nada más lejos de la realidad. Cantó las
primeras frases de aquella canción sin dejar de mirarme y, en cuanto
empezó la música, volvió a agarrarme para moverme por toda la pista. Joel
me llevaba por donde quería, con una maestría que jamás pensé que
dominaría. Me convirtió en una bailarina ejemplar, porque me dirigía a su
antojo con una seguridad que, siendo sincera, me hacía subir la temperatura
y perder la cabeza a partes iguales. Un baile que me obligó a olvidarme de
dónde y con quién estábamos, solos él y yo. Volviendo a ser esos niños
despreocupados que bailaban aquella canción. Una melodía que era una
declaración en toda regla:
Ojalá no te hubiera conocido nunca,
Abrí los ojos solo en la cama, en pelota picada y con la persiana de par en
par. Me costó horrores levantarme, pero cuando vi que Gala no estaba a mi
lado, que se había ido sin siquiera hacer ruido para no despertarme, di un
bote. Lo primero que hice fue mirar el teléfono, comprobar que eran las
doce del mediodía y que tenía llamadas de Julio y algún mensaje de Mario,
pero ni rastro de ella. Saqué todas mis fuerzas para levantarme e ir hacia el
baño; donde de camino agarré un pantalón de algodón corto. Abrí el grifo
para lavarme la cara como cinco veces con agua fría, porque no podía dejar
de pensar en la noche que habíamos pasado juntos, en la sensación de
volver a estar abrazado a ella y sentirla con tanta plenitud. La forma en la
que confirmamos lo bien que nos entendíamos y que, entre nosotros, a nivel
emocional, no había cambiado absolutamente nada. Pero por desgracia todo
lo demás sí lo había hecho. Ya no éramos esos dos críos recién graduados
que les importaba un comino las consecuencias.
Volví a coger el teléfono, me armé de valor y la llamé. Tenía que aclarar
lo que había pasado. Quería aferrarme a la posibilidad de volver a estar a su
lado, de no perderla de nuevo. Iba a luchar lo que hiciera falta para que se
quedara conmigo, aunque fuera un acto egoísta. Era el momento que
llevaba esperando desde su marcha.
No me lo cogió, así que le escribí un mensaje: «Cógeme el teléfono, o
llámame. Tenemos que hablarlo».
No obtuve respuesta, y confirmé que había visto el mensaje cuando
aparecieron los dos vistos azules. Volví a llamarla, pero seguía
ignorándome. Otra vez volvía a estar en aquella casilla de salida, justo
cuatro años después. Pero aquella vez tenía la oportunidad de hacer las
cosas de otra manera, porque no iba a conformarme.
Cogí una camiseta y unos vaqueros cualquiera del armario para vestirme
con rapidez. Alcancé el casco y me subí a la moto decidido a presentarme
en casa de sus padres. Movería cielo y tierra por evitar que se fuera sin
mirar atrás, sin opción a réplica.
Corrí como nunca lo había hecho, plantándome en menos de media hora
delante del portal y picando como un loco; su padre respondió con un grito
a través del interfono.
—¿Está Gala ahí? —pregunté atropellado.
—No, hace una hora que se ha marchado. ¿Quién eres?
—Soy Joel, ¿podría decirme dónde ha ido?
—Se ha marchado hacia el aeropuerto hace más de una hora.
Empecé a maldecir como un loco. Lo estaba volviendo a hacer, así que no
dudé en coger el teléfono y, rememorando lo que ya viví en el pasado, llamé
a Ana. En cuanto descolgó no fui capaz de dejarla hablar.
—¿Dónde está? Y esta vez dímelo, no puedo permitir que vuelva a
marcharse así, otra puta vez no —escupí sintiendo cómo las palabras se
agolpaban y me ardían en la garganta.
—Joel, está en el aeropuerto, su avión sale en nada, si te das prisa…
Colgué sin dejarla terminar y volví a la moto decidido a darle gas y
plantarme allí en el menor tiempo posible. No se me podía volver a escapar,
no podía volver a soportarlo.
De camino pensé en lo que me habría dicho Pau ante esa situación, y sería
exactamente esa: dale gas y lucha por ella, pero también debes ser fuerte
para asimilar si decide irse. No podía hacerme a la idea de volver a
perderla, y mucho menos después de confirmar y comprender que éramos
tal para cual; ella era la única mujer que quería a mi lado. Dolía demasiado
pensar en que podría rechazarme, ambos vivimos una química brutal
aquella noche, y sabía que una de sus posibles reacciones podía ser esa. Su
sello de identidad era huir antes de enfrentarse.
Llegué al aeropuerto como un potro desbocado. Buscaba en el panel los
vuelos que salían hacia Copenhague, y vi que en la terminal uno en media
hora salía uno. Corrí por todo el recinto, con el corazón a punto de salirse
del pecho, llegando sin poder hablar al mostrador donde se encontraban las
azafatas.
—Por favor —sollocé sin aliento—. Necesito ponerme en contacto con
una persona que está dentro de ese avión —solté de carrerilla.
—Lo siento, pero si no tiene billete no puedo hacer nada más por usted.
—Deme uno —solté sin pensar—. Cuanto antes, tengo que subirme a ese
avión con urgencia.
La chica fue con rapidez y en cuestión de minutos y freír mi tarjeta de
crédito ya tenía un asiento reservado. A aquellas alturas cualquier cosa me
valía si lograba lo que me había propuesto.
El móvil no dejaba de pitar por todos los mensajes que me llegaban;
comprobé en la pulsera si alguno era de Gala, pero no había ninguno, así
que volví a correr hasta dirigirme al cordón de seguridad y traspasarlo. El
tiempo jugaba en mi contra, y mucho tendría que correr para poder subirme
a ese avión. Estaba tan desesperado que pedí a la gente que estaba en la cola
si podían dejarme pasar.
—Por favor, el amor de mi vida está ahora mismo subiendo a ese avión —
expliqué señalando hacia los aviones que se veían a través del ventanal—.
Necesito llegar cuanto antes a ella. Necesito decirle que se quede conmigo.
Mucha gente me dejó pasar, sin embargo, otros protestaron, pero la
presión de la gente que me apoyó fue tan grande que no les quedó más
remedio que dejarme pasar, sin poder dejar de gritarles lo agradecido que
estaba por aquel gesto, que aquellas acciones se pagaban bien en la vida.
En el control tiré sobre la bandeja las deportivas, el reloj y el móvil,
además de que pasé por el detector sin que me pitara. La suerte estaba de mi
parte.
—¿No lleva equipaje de mano? —preguntó el agente de seguridad.
—No, tengo mucha prisa por subir a ese avión.
—Hijo, que tengas suerte —gritó uno de los hombres que me había
apoyado en la cola.
—Eso espero —contesté con una sonrisa enorme mientras me calzaba a
toda velocidad y salía disparado de nuevo hacia la puerta de embarque.
Apenas me quedaban dos minutos para que cerraran el acceso al avión,
tenía que correr más rápido y no equivocarme de puerta. Cuando llegué la
azafata ya estaba cerrando la puerta.
—¡No! ¡Espere! ¡Tengo que coger ese avión! —grité.
La chica me miró con el gesto torcido y me indicó que, una vez se cerraba
la puerta, nadie podía entrar.
—Lo lamento, pero son las normas.
—Joder, tengo que subir ahí —repetí—. Ella se vuelve a ir, y no lo puedo
permitir, necesito hablar con ella.
—Lo siento, de verdad, pero es que no puedo. Si estuviera en mi mano
abriría la puerta.
Me destrocé por dentro, pero aún me quedaba energía para llamarla y que
cogiera el teléfono. Su teléfono todavía daba tono, pero seguía sin cogerlo.
Decidí hacerle una nota de audio.
—Gala, estoy en la puerta de embarque, he tenido la mala suerte de llegar
justo cuando han cerrado la puta puerta —admití sollozando por culpa de la
carrera y de la ansiedad que me producía toda la situación—. No huyas, no
me apartes otra vez. No me hagas esto… —murmuré—. No puedo soportar
esto otra vez, no después de volver a verte, tenerte, tocarte, besarte… Te
amo, Gala, y no voy a poder olvidarte en la vida.
El mensaje se envió, y esperé una respuesta mientras veía el avión
ponerse en marcha. Mi móvil vibró, y por un momento pensé que sería ella,
pero no: era Ana.
Se lo cogí.
—No he llegado a tiempo, la tengo a menos de cien metros, Ana. ¿Qué
hago? ¿Cómo llego a ella si no es capaz de mirar atrás? Estoy destrozado.
—Joel, lo siento, creo que ella ha tomado una decisión.
Mi corazón se rompió como si lo hubieran sumergido en nitrógeno líquido
y, después, le hubieran asestado un martillazo. Ella había decidido volver a
Copenhague, y eso me dejaba fuera de la ecuación de su vida. Por segunda
vez.
¿Podría recuperarme de algo así?
Sabía que no, pero no me moví de allí hasta que el avión se puso en
movimiento para ir hasta la pista de despegue. Fue entonces cuando caminé
hacia la salida y, resignado y dolorido por el ritmo frenético que viví aquel
par de horas, me subí a la moto. Me quedé sentado sobre ella sin ser capaz
de ponerme el casco, sin saber qué hacer ni a dónde ir.
—Pau, la he vuelto a perder. ¿Qué hago? —pregunté desesperado, en un
intento de ordenar mis pensamientos—. Ella se ha ido, ha decidido hacerlo
así. Me ha demostrado sin palabras que he sido un error.
Estaba roto, y solo tenía ganas de perderme y no volver a la dura realidad
jamás. Ya jugué con ella una vez al amor y perdí, y había vuelto a caer de
nuevo. Si era sincero conmigo mismo, supe que siempre caería en el juego,
aun sabiendo su desastroso final. Porque lo peor de todo es que si se
presentara delante de mí al día siguiente y me dijera que me quiere, yo
seguiría respondiéndole que nunca dejé de hacerlo.
Gala
Donde palpita el corazón
Durante las tres horas que duró el vuelo me dio tiempo a escuchar su
mensaje de audio infinidad de veces. Lloré y me lamenté, también pensé y
me recriminé que me había vuelto a equivocar, me venían ráfagas de
pensamiento en los que creí que solo con él era capaz de sentir esa pasión
que tanto empecé a reclamar en mi vida. Él era todo lo que echaba de
menos, pero tampoco quería renunciar a todo lo que había conseguido en
Copenhague.
Al poner un pie sobre la ciudad de nuevo, después de un mes en
Barcelona, no sentí lo mismo que hacía cuatro años. En aquel instante supe
que mi alma se había reconciliado con mi antiguo yo, sintiéndome
desubicada y, sobre todo, una impostora. Había engañado a alguien que me
había tratado siempre bien, que había cuidado de mí cuando más lo
necesitaba y que me había dado alas. Dos años en los que fue alguien
indispensable en mi rutina, pero con el que no me veía a cinco años vista.
Ahí debía estar el inicio de mi nueva vida: sincerarme con Sten y, por
mucho que me doliera, echarle valor.
Cogí el metro y en media hora estaba en frente de la puerta del
apartamento de Sten. No le informé de mi regreso, pero me imaginé que
estaría en su mesa de dibujo trabajando. Saqué la llave del bolso y la
sensación de ansiedad que tuve cuando me marché no estaba, había
desaparecido. Subí las escaleras y, antes de abrir la puerta, cogí aire e
intenté relajarme, porque me temblaba el pulso y sentía que el corazón se
me iba a salir del pecho.
—Tienes que hacerlo, Gala. Hazlo por él, no se merece estar con una
mentirosa.
Metí la llave con decisión y giré, empujando después la puerta. No me
equivoqué cuando pronostiqué que me lo encontraría trabajando. Cuando
me vio allí se levantó de golpe y vino directo hacia mí. Verlo de nuevo, tan
cerca, fue un duro golpe de realidad.
—Gala, ¿qué haces aquí? —preguntó con intención de darme un beso,
pero lo esquivé rápido—. ¿Qué ha pasado?
Arranqué a llorar sin medida, porque era incapaz de mirarle a la cara.
Yo sola tomé aquella decisión, y ni siquiera pensé durante un segundo las
consecuencias que tendrían. Las ganas de sentirlo y de tener a Joel entre
mis brazos de nuevo eran más fuertes que cualquier otra cosa. Debía
admitirlo. Afrontar las consecuencias y dejar de ser una egoísta mentirosa.
Sten no se merecía en absoluto lo que le estaba haciendo. Él supo al instante
que algo había ocurrido en Barcelona para que hubiera vuelto un día antes
de lo previsto. Todo iba a estallar en cualquier momento en mi cabeza,
porque le estaba mintiendo y, lo peor, es que lo hacía para retrasar y
reprimir mis sentimientos reales. Quería a Sten, con fuerza y sinceridad,
pero donde realmente palpitaba mi corazón era con Joel. Él siempre había
permanecido ahí, acallado durante todos esos años hasta el día que nos
volvimos a reencontrar. Solo me bastó tenerlo delante para darme cuenta de
que vivía atrapada entre tratar de alejarlo o, como me había pasado, correr
hacia él.
Por primera vez en mucho tiempo tenía claro lo que sentía, pero las
consecuencias que iba a desencadenar revelar la verdad me aterraban una
barbaridad.
—Gala, ¿qué ha pasado? Cuéntame… —sugirió Sten nervioso, volviendo
a acercarse a mí—. Entiendo que estar este tiempo con tu familia te ha
removido por dentro, sé que los echabas de menos.
Asentí, y solo me limité a eso. Estaba a punto de romperle en mil pedazos,
pero es que yo ya lo estaba. No podía seguir engañándonos más, y debía
dejar de ser egoísta con él. Él no se lo merecía. Debía ser valiente por
primera vez y dejar de esconderme; algo a lo que no estaba acostumbrada ni
preparada.
—Sten, no te mereces esto —empecé a decir, sin poder evitar que unas
nuevas lágrimas resbalaran por mis mejillas.
—¿Qué ha pasado en Barcelona, Gala? —preguntó—. Algo no ha ido
bien, sino no habrías vuelto antes.
—Y así ha sido, Sten —confirmé, con mucho dolor—. Te quiero, de
verdad, pero no puedo continuar con esto. Yo no soy así, y tú te mereces
algo mucho mejor que yo.
—Gala, yo te amo desde el primer momento en que te vi detrás de aquel
mostrador. Desde que me miraste con tus ojos grises no he podido dejar de
dibujarte.
—Lo siento, Sten, de verdad que sí. Y te quiero —confesé llevándome las
manos al pecho—, pero te he hecho algo terrible.
Se pellizcó el puente de la nariz, el gesto que siempre hacía cuando algo
le perturbaba. Él sabía por dónde iban los tiros, no era tonto. Conocía muy
bien las historias que me hicieron huir de Barcelona; las que habían
cicatrizado bien con el tiempo, las que lo habían hecho mal y, sobre todo, la
que pensaba que había olvidado por completo.
—Dime que no lo has hecho, Gala.
No fui capaz de contestar. Los dos sabíamos muy bien de qué
hablábamos. Lo acababa de tirar todo por la borda, nuestros sentimientos
estaban hechos añicos y el naufragio era inevitable.
Sin decir nada y sin siquiera mirarme fue hasta el recibidor para coger las
llaves y salir por la puerta. El portazo dejó un silencio doloroso, y muy
merecido.
Me había ganado a pulso todo aquel dolor.
Pero incluso sufriendo más que años atrás, no podía dejar de pensar en él;
en su sonrisa perfecta, en su pelo ondulado castaño y sus ojos cambiante. Él
siempre había sido mi único amor, mi primera vez, el único que sabía cómo
hacer palpitar mi corazón a toda marcha.
Acababa de detonar una bomba en mis manos. Iba a sangrar y a llorar
como nunca, pero por primera vez en años había sido una decisión mía. Me
había hecho pedazos, y no me quedaba otra alternativa que reconstruirme
yo sola.
Llamé a Salva dos horas más tarde, cuando las lágrimas me dieron algo de
tregua. Le expliqué todo lo que había sucedido desde mi marcha de la boda
con Joel al portazo de Sten.
—Joder, Gala, la que has liado… —murmuró a través del teléfono—. ¿Y
ahora qué? Tienes que irte de su casa, eso está claro.
—Lo sé. No le digas nada a nadie, solo lo sabéis tú y Ana.
—¿Ana lo sabía? —preguntó sorprendido—. Joder…
—Todos tenemos secretos, y yo le pedí que lo hiciera.
—Vaya marrón… ¿Dónde tienes pensado quedarte?
—Voy a hacer una mochila y me iré a casa de una amiga unos días. Tengo
que solucionar muchas cosas antes.
—No, muchas cosas no; todo, Gala, todo —regañó nervioso—. Tenías
una vida estable, alguien que te quiere y un trabajo estupendo en
Copenhague. ¿Y todo para qué? Sabía que ese chaval te llevaría de cabeza
desde el primer momento que lo conocí.
—No elegimos de quién nos enamoramos.
—Pero sí con quién acostarnos y cuándo. Se aprovechó de la situación, él
sabía que tenías pareja.
—La culpa es mía, Salva, fui yo quien lo buscó sin parar —confesé—. Yo
fui la única que lo arrastró a hacerlo.
—No me esperaba esto de ti.
—Salva, te he llamado porque eres mi hermano, y ahora mismo te
necesito. Ya sé que soy alguien horrible, que ha engañado a un hombre
atento y maravilloso, pero debo asumir las consecuencias. No quiero vivir
con una mentira sobre los hombros el resto de mi vida.
Oí refunfuñar a mi hermano, y sabía lo mucho que me juzgaba por lo que
había hecho, pero me prometió que me ayudaría en todo. En el fondo sabía
que me entendía. Después de hablar con él hice una pequeña maleta con las
cosas indispensables para marcharme de allí. Aquella casa había sido mi
cobijo durante aquellos últimos años, y me trató muy bien. El lugar donde
pude dar rienda suelta a mis sueños y llegar a conseguir mis objetivos.
No estaba feliz, ni mucho menos, pero debía asumir las derivas de mis
actos, y empezar una nueva vida. Sabía dónde estaba mi corazón, pero
también conocía las limitaciones y que no sería sencillo.
Amaba a Joel más que a nada en el mundo, y que el camino más fácil
sería llamarlo y decirle que quería estar con él, que lo quería con una locura
enfermiza y que me entregaba a sus brazos sin pensar; pero no podía hacer
las cosas así. Necesitaba tiempo para mí, aclararme sobre lo que había
hecho y asegurarme de que Sten estuviera bien a pesar de que jamás me
perdonaría. Construirme mi propia vida y, aquella vez, hacerlo yo sola. No
podía permitir que nadie interfiriera en mi reconstrucción, porque la tercera
debía ser la definitiva. Iba a necesitar unos buenos cimientos donde
empezar a construirme yo sola y, lo primero de todo, tener claro dónde
quería hacerlo.
¿Barcelona o Copenhague?
En aquella ciudad tenía mi presente: el trabajo, mi formación, mis
amistades desde que llegué…
Pero en Barcelona estaba mi pasado y, desde mi vuelta, la certeza de que
mi futuro estaba allí. Había pasado cuatro años escondida en una ciudad que
me había acogido con calidez y cariño, pero que no iba a hacerlo por
siempre. Debía empezar a buscar trabajo en la ciudad que me vio nacer y
crecer.
Aquel verano decidí pasarlo en casa de mis padres, en Gerona. Estar cerca
de Laia y su niño recién nacido, el que era mi ahijado y del que no podía
parar de decir lo bonito que era. Era la mejor opción para olvidarme del
gran golpe que había supuesto para mí todo lo que había pasado con Gala.
Como animal de rutinas que era, me levantaba temprano para desayunar
con la brisa fresca para ir después a nadar un rato. Al volver del
entrenamiento cocinaba con mis padres y comíamos en el porche trasero,
disfrutando de la vegetación que nos rodeaba y la calma del periodo estival.
Después ellos se ponían alguna serie o, simplemente, se echaban la siesta
mientras yo preparaba en el ordenador todo el material lectivo que
impartiría al año siguiente, mejorando los temas que más les costaba a los
chavales, como la termoquímica o la estequiometría. Para mí eran dos de
los temas más divertidos de la química, pero comprendía que eran
conceptos que había que comprender muy bien para que llegaran a ser
como un juego. Como profesor intentaba que, a través de conceptos
sencillos y cotidianos, aprendieran conceptos complejos. Me encantaba mi
trabajo, y en aquel momento era mi ancla para mantenerme con los pies en
la tierra.
Cuando el sol empezaba a esconderse y no picaba como mil demonios,
aprovechaba para ir a ver a Bernat: el niño de Laia.
—Le encanta estar entre tus brazos —confesó mientras no dejaba de
mirarnos desde la butaca de mimbre del porche.
—Pues claro, soy su padrino. Él sabe quién mola…
—Te queda bien, realmente bien… —insinuó—. Serías un padre genial.
—Ni loco —contesté rotundo, pero sin soltar al niño—. Ya soporto a
muchos todos los días, no entra en mis planes. Además, para eso tendría
que tener pareja, y es lo último que quiero ahora mismo.
Llevaba un tiempo solo, tranquilo, sin conocer a nadie, pero después de lo
de Gala acabé destrozado. Sabía muy bien que jamás volvería a sentir por
otra mujer lo mismo que por ella.
—Joel, ¿quieres una cerveza? —preguntó Marc, el marido de Laia, en
cuanto apareció por la puerta.
—Sí, gracias, tío —contesté con una sonrisa a medias.
—Tienes la mirada muy triste, y eso no me gusta —confesó mi amiga—.
Tu mejor cualidad siempre ha sido la alegría, la broma y tu risa… ¿Qué
puedo hacer?
—Necesito tiempo, supongo.
—Ojalá pudiera devolverte de alguna forma todo lo que has hecho por mí.
—¿Te parece poco esto? —pregunté sosteniendo a aquel niño—. Laia, lo
único que te pido es que no me abandones. Tengo un miedo atroz a que
todos salgáis corriendo.
—Sabes… —siseó captando toda mi atención—, siempre me he sentido
responsable de que no acabarais juntos.
—No, no deberías sentirte así —ratifiqué—. Fue mi decisión. La que no
me dejó explicarme y me bloqueó de su vida fue ella, y lo ha vuelto a hacer.
No soy el juguete de nadie.
Marc apareció en el porche y, antes de sentarse, me entregó el botellín. Le
di un sorbo enorme y sentí el frescor en la garganta, haciéndome caer en la
cuenta de que eran aquellos pequeños momentos con los que tenía que
quedarme. Yo no estaba solo, tenía una familia enorme tanto allí como en
Barcelona. Había aprendido a vivir con el vacío en el pecho, sobre todo tras
la muerte de Pau. Debía aceptar que mi destino era aquel, aunque entregaría
mi vida por volverla a tener entre mis brazos una vez más. Porque ni
siquiera nos dio tiempo a definir qué éramos, dándome cuenta de que en
realidad nunca fuimos nada; pero que siempre hubo algo, por mucho que
quisiera renegar de ello.
—¿Y si ella volviera a Barcelona? —preguntó Laia
Decidí no contestar, porque no tenía una respuesta clara sobre aquella
posibilidad. Había pensado en ello infinidad de veces, pero no era capaz de
formar una respuesta. No existía peor batalla que la que se libraba entre mi
corazón y la cabeza. Me imponía a diario no pensar en ella, pero era
imposible, porque había contaminado todos mis sueños, fantaseando con
abrir los ojos y que no se hubiera marchado aquella mañana. Y la tarea se
volvió más complicada después de volver a tenerla entre mis brazos y en mi
cama. No había día en que, al tumbarme, no recordara la forma en la que
nos entregamos el uno al otro. Ese fue uno de los motivos por los que decidí
irme de la ciudad e intentar desconectar.
—Joel, te has rendido, y detesto verte así —comentó mientras ponía su
mano en mi rodilla—. ¿Qué habría sido de mí si me hubiera rendido?
—Es distinto. Nosotros podíamos escoger, ella podría haber hecho las
cosas de forma distinta —aseguré—, sin embargo, se ha limitado a hacer lo
mismo. Va a ser difícil superarlo y, en caso de que se dé la oportunidad, de
perdonarlo.
—Existe una línea muy fina entre perder el orgullo y la dignidad. Debes
deshacerte de lo primero cuando no quieres perder a quien amas, y la
segunda cuando dejas de quererte a ti mismo por retener a quien no te
quiere.
—¿Cuándo te volviste tan sabia? —pregunté mirándola fijamente,
sintiendo orgullo por la persona en la que se había convertido.
—Cuando casi la palmo —respondió con naturalidad—. Así que no seas
tonto, y si llega esa oportunidad no la desaproveches si es lo que realmente
quieres. Hay que cuidar el corazón —aconsejó llevándose la mano al pecho
—, porque no sabes cuándo puede dejar de latir, y hay que darle motivos
para que siga bombeando.
Cuando me acabé la cerveza decidí dejar a la familia tranquila y dar un
paseo por Celrà: el pueblo donde había vivido desde bien pequeño y donde
fantaseaba con mi futuro fuera de allí. Un objetivo que había conseguido,
pero en el que no me sentía completo.
Gala
Volver a empezar
Iba con mis alumnos de camino a la exposición sobre enlaces químicos que
habían organizado en el Cosmocaixa. Cuando me llegó el correo con esa
nueva charla a finales de septiembre me pareció interesante para ellos,
podía arrojarles un poco más de luz sobre las fuerzas y atracciones que
tenían los átomos. Cuadré una salida voluntaria para mediados de octubre,
obteniendo una gran participación por parte de los chavales.
Mientras nos dirigíamos al recinto no pude evitar mirar mi tatuaje y
acordarme de ella. De la noche que volvimos a estar juntos, donde volví a
sentirme completo; como si ella y yo fuéramos otro enlace, pero uno
demasiado inestable como para permanecer unido mucho tiempo, como si
solo fuéramos un enlace débil conectado de forma temporal. Lo que yo
sentía por ella era real, sin embargo, ella volvió a desaparecer de mi vida,
volviendo a apartarme de toda comunicación o réplica hasta meses después,
donde me pedía perdón por cómo había hecho las cosas. Esa vez fui yo el
que necesitaba distancia y tiempo con ella.
—Profe, ¿esto entrará en el examen? —preguntó uno de los alumnos,
obligándome a desplazar a Gala de mis pensamientos.
—Por supuesto, así que ya podéis estar atentos, sino os crujiré en la
siguiente evaluación.
—¿Más todavía? La última evaluación del curso pasado fue la hostia de
difícil.
—Iván, esa lengua, que soy tu profesor, no tu colega. Y sí, os tenéis que
poner la pilas, porque estáis muy verdes.
En el fondo me gustaba tener aquella relación tan sincera y estrecha con
ellos, porque estaban en ese momento tan crítico donde sus principios y su
personalidad empezaba a definirse. Y, aunque les daba una caña tremenda,
sabía que era de sus profesores preferidos.
Me recordaban a mí cuando tenía su edad, y al convertirme en profesor
me di cuenta de lo ingenuos que somos de críos. Pensábamos que podemos
engañar al profesor, que no nos vería hacer los deberes de otra asignatura o
cómo nos enviábamos notitas. Recuerdo que mis primeras clases fueron una
auténtica montaña rusa: por el miedo de si sería capaz de tener el control de
más de veinte alumnos y hacerme respetar. La felicidad con la que me
marchaba a casa algunos días por conseguir que aprendieran algo y, en
otros, la frustración por sentir que ni las paredes me habían escuchado.
Como profesor corroboré que eres consciente de cada movimiento del
alumnado, sintiendo vergüenza y vértigo, pero también dándome cuenta de
la razón que tenían todos cuando me decían que había nacido para enseñar,
empezando por ella: por Gala. Cada vez que mi cerebro materializaba su
nombre, mi corazón, de forma impulsiva, daba un triple salto mortal. Jamás
iba a olvidarla, y era algo que empezaba a quedarme claro.
Llegamos al museo y, después de dar toda la documentación necesaria
para realizar la visita, los chavales alucinaron con las instalaciones. No era
de los museos más grandes sobre ciencia que existían en el mundo, el
museo de las artes y las ciencias de Valencia era de los más extraordinarios
que teníamos en España, pero ese era un complejo que envejecía bien y que
daba pinceladas básicas sobre la materia. Les dije que podían ir a ver lo que
quisieran pero que en una hora debían de estar de forma puntual en una de
las salas del museo, donde se daría la charla sobre la atracción atómica.
Yo ya había estado allí infinidad de veces, incluso muchas de ellas fui
solo para visitar algunas exposiciones que me interesaban de forma
profesional. Así que decidí sentarme frente al bosque inundado y observar
las diferentes especies acuáticas que habitaban allí. Y era en esos momentos
donde solía acordarme de Pau, alguien con el que fui uña y carne, o culo y
mierda, dependiendo de las cervezas que llevara en el cuerpo cuando me
preguntaban.
Le echaba mucho de menos, porque él siempre venía conmigo a visitar
todas aquellas charlas y exposiciones que a él le importaban un carajo, pero
que solo lo hacía por estar conmigo y pasar un rato juntos. Fue el mejor
amigo que pude tener, a pesar de que nuestro primer año fue complicado, y
creo que fue eso lo que nos unió mucho más. El enamorarnos de la misma
chica y todo lo que ocurrió con su marcha solo nos acercó más, a
convertirnos en mejores amigos y confidentes.
Se fue demasiado joven, demasiado pronto. Y siempre tuve la sensación
de que algo de mí se fue con él aquel día, y jamás volvería a estar completo.
Si bien el tiempo me ayudaba a superar su pérdida, supe que esa marca
quedaría de por vida conmigo, como una cicatriz que cada vez que la miras
te hace revivirlo todo de nuevo. Pero el triste recuerdo se fue transformando
en algo más constructivo, y cuando me encontraba en una encrucijada
siempre recurría a imaginarme la respuesta que me habría dado Pau.
A los minutos decidí echar un vistazo a los distintos expositores que había
en el museo hasta la hora de la charla, donde me personifiqué en la puerta
esperando a los alumnos que habían venido aquella tarde. Hice recuento
rápido y no tardamos en entrar. Los chavales decidieron sentarse por la
mitad de aquella sala, dejándome a mí en el extremo de la fila.
Mientras la gente buscaba sitio aproveché para mirar el díptico que nos
habían facilitado en la entrada, sin alzar la vista hacia el atril. Cuando sentí
la quietud y el silencio a nuestro alrededor decidí volver a la vida real y
jamás, a mis veintisiete años, me topé con una casualidad tan oportuna.
Dejé de creer en ellas en aquel preciso y, para qué negarlo, precioso
instante.
—Buenos días a todos, Soy Gala Martí y vengo desde la Universidad de
Copenhague para explicaros las atracciones atómicas. Porque la idea del
enlace químico es tan vieja como el mismo concepto del átomo —explicó
mientras gesticulaba con los brazos y dejaba a la vista el tatuaje que nos
unía—. Demócrito, en su momento, ya concebía esta idea como dos átomos
unidos entre sí por medio de agarres o ganchos. Pero no fue hasta dos mil
doscientos años después que, André Dumas y Walter Kossel propusieron
los conceptos de enlace covalente y enlace iónico respectivamente.
No podía dejar de mirarla. De ver lo lejos que había llegado ella sola, de
tenerla de nuevo delante y no dejar de pensar en aquella noche; en la que
ambos nos entregamos el uno al otro formando la peor bomba atómica
posible.
Intenté permanecer atento solo a la explicación, pero fue imposible. No
pude dejar de mirar sus labios, que relataban de forma magistral la atracción
de los átomos. Unos fundamentos teóricos que conocía a la perfección pero
que, desarrollados por ella, me invitaban a conocer más. Incluso fantaseé
con una realidad paralela donde ella y yo desgranábamos todos esos
átomos, desarrollando un fenómeno conocido a un nivel más exhaustivo.
Con ella cerca me creía capaz de cualquier cosa, pero con la que estaba
encima de aquella tarima, no con la chica que huía y bloqueaba los
problemas, por muchos mensajes de arrepentimiento que pudiera enviar
meses después.
La charla duró casi una hora, donde mostró un gran material audiovisual y
muchas facultades para hablar en público. Se notaban las horas de
investigación a sus espaldas y su gran capacidad de estudio. Porque Gala
podía ser muy inmadura en cosas concretas de su vida personal, pero a nivel
académico siempre supe que era excelente, alguien que contaba con un
potencial arrollador.
—Profe, ha estado genial la exposición —apuntó el alumno que
permaneció embobado durante la hora que duró aquella conferencia.
Le respondí con una sonrisa de medio lado mientras nos levantábamos y
otra, mucho más perspicaz, me puso en un pequeño aprieto.
—¿Si estudio la carrera de química es obligatorio tatuarme un átomo en la
muñeca? —preguntó riendo.
—Solo si eres digna.
—Hostia, como Thor y su martillo —referenció otro.
—Exacto —respondí en un intento de escurrir el bulto.
Volví a mirar hacia donde minutos antes Gala nos había deleitado a todos
con su discurso, pero ya no estaba allí, sino más cerca de nosotros hablando
con otros asistentes.
—Profe, me gustaría preguntarle a la señorita algo que no me ha quedado
muy claro —añadió una de las alumnas más brillantes en la asignatura.
—¿No puedo resolverla yo?
—Es que no entiendo por qué ha hecho tanta referencia al modelo
atómico de Bohr cuando Sommerfeld demostró que esa era incompleta.
—Pues creo que tienes razón, es mejor que le preguntes a ella.
Yo también caí en la misma conclusión, pero prefería quedarme con la
duda antes que preguntarle. A una alumna no podía impedirle que quisiera
resolver sus propios dilemas.
Los chicos y yo permanecimos juntos en el mismo sitio mientras ella fue
directa y con decisión hacia Gala, la que no tardó en atender con una
sonrisa. Vi cómo formuló la pregunta y ella, con calma y mucha entereza
resolvió sus dudas, imaginándome en mi cabeza la respuesta que no podía
oír. Pero entonces todo dio un giro, y mi alumna señaló hacia nosotros, sin
darme margen de maniobra para escaquearme.
No me quedó más remedio que acercarme a saludar.
—Este es mi profesor de química: Joel Losada.
—Hola, señor Losada, encantada —dijo tendiéndome la mano. Le
correspondí el apretón de mano, donde percibí infinidad de sensaciones que
empezaron a desestabilizarme—. Me ha sorprendido la pregunta que me ha
realizado su alumna.
—Sí, confieso que es la que más me escucha en clase. Espero que haya
podido resolver su duda.
—Por supuesto. Vengo de una universidad danesa, así que es lógico que
se le de notoriedad a las entidades nacionales.
—Me lo temía. La felicito por la gran exposición que ha realizado, me ha
sorprendido mucho.
Sara se nos quedó mirando unos escasos minutos para volver con sus
compañeros, dejándonos a solas.
—No esperaba verte, la verdad —añadió ella.
—Ya. No era mi intención, no sabía que eras tú la ponente de esta
exposición.
—Oye, creo que deberíamos hablar. Sé que has escuchado mi mensaje y
has visto mis llamadas…
—Gala, no —solté rotundo. Vi cómo se sorprendía ante mi respuesta—.
Mira, me alegro muchísimo por tu progreso profesional, y es sincero, pero a
nivel personal me has demostrado que sigues siendo esa cría que aparta los
problemas y los elimina de su vida. No quiero seguir sufriendo. Si me
disculpas, tengo que soltar a estos chavales cerca del instituto.
Y tal y como solté aquello, me fui.
Volví a reunirme con mis alumnos y, asegurándome de que estaban todos,
pusimos rumbo hacia el centro. Verla de nuevo me cabreó muchísimo.
Intenté permanecer enfadado, sacando la parte racional de todo aquello y
mantenerme firme en mis convicciones y sentimientos.
Miré al suelo y me sorprendí sonriendo. No podía evitarlo.
Al finalizar la jornada quedé con Mario para hacer una cerveza en el bar
de siempre. Donde le expliqué todo que había pasado aquel día,
sorprendiéndose de las casualidades de la vida.
—No mames, compa.
—Tal cual —ratifiqué a Mario antes de darle otro sorbo a la cerveza.
—En serio, me agarraste en curva, zorimbo14 —soltó sorprendido—. Veo
que tu paciencia ya se terminó.
—Del todo. Cuando volví a estar con ella por segunda vez jamás pensé
que volvería a hacer lo mismo. Joder, le fui sincero y le dije que la tenía
grabada a fuego en el corazón, tío.
—En el fondo eres todo un romántico, Joel.
—Un auténtico gilipollas, más bien.
—Ya sabías que ella tenía pareja, güey. ¿Qué esperabas?
—Yo qué sé…, tal vez lo que necesito es quitármela de la cabeza, pero no
puedo. ¿Qué opinaría Pau de todo esto?
—Te diría que dejaste la víbora chillando.
—A ver —resoplé impaciente—, en mi idioma, Mario.
—Que la liaste gorda y no le diste de cara al problema.
—Eso sí que me suena más. Y sí, sé que he vuelto a procrastinar, a
dejarme llevar por la conformidad y dejarle a ella toda la responsabilidad de
lo que hicimos, justificándome con su bloqueo.
—Ves, tú solito lo resolviste.
—Pero estoy muy cabreado, mucho.
—Y con razón, pero no seguirás enojado de por vida.
—No lo sé…
—Pinche huevón, estás enamorado de ella, así que ahorita no me vengas
con cuentos, que yo me sé historias.
Cuánta razón tenía mi amigo.
Seguimos dándole más vueltas al tema, llegando a la conclusión de que
tarde o temprano tendría que enfrentarme a lo que sentía por ella y darle
una respuesta a su mensaje.
En algún momento había que resolver ese tema que teníamos pendiente.
Aquella atracción que sentíamos debía resolverse, ya fuera para bien o
para mal.
No fue sencillo. Alguien no cambia de un día para otro, pero volver a verlo
fue una auténtica revelación. Me di cuenta de lo mucho que lo quería, y que
sería capaz de renunciar a besarlo solo por conservarlo como amigo en mi
vida. Estaba dispuesta a eso con tal de volver a estar cerca, y si eso no es
puro amor, no sabía qué otra cosa podía ser. Me moría por volver a verlo
sonreír, a su forma de mirar tan intensa y su voz grave. Y acordándome de
todas esas cosas mis manos y piernas temblaban por culpa del recuerdo. Era
el último empujón para echarle valor a la vida, quería luchar por
recuperarlo, tenerlo de nuevo a mi lado, aunque fuera solo como amistad.
Al salir del museo cogí el teléfono e intenté volver a llamarlo, pero no
obtuve respuesta. Así que volví a enviar una nota de audio.
«Entiendo tu enfado, y que me merezco el silencio y la distancia que
impones entre nosotros, pero solo te pido que hablemos, no te estoy
pidiendo nada más —rogué, haciendo una pausa después—. Joel, no quiero
perderte».
Envié, pero obtuve la misma respuesta que las otras veces.
Sentía cómo lo que habíamos vivido años atrás desaparecía delante de mis
propios ojos; momentos maravillosos repletos de magia, que parecían tan
difíciles de encontrar en el presente. ¿Volverían alguna vez? ¿Sería posibles
recuperarlos? Quería volver de vuelta a aquella sensación, en la que lo
teníamos todo por delante. Un amor que iba y venía en oleadas, y que nos
arrastró hasta la profundidad, desconociendo por completo la vuelta a la
superficie.
Lo estropeé, Sandra tenía toda la razón. Dejé demasiado tiempo pasar
entre nosotros, haciéndolo irreparable.
Llegué a casa de la abuela con los ánimos por los suelos. Me preparó un
café y se limitó a sentarse enfrente de mí, observándome.
—¿No ha ido bien el trabajo, cielo? —preguntó al fin.
—Sí, el trabajo sí.
—Uy, ¿es ese chico?
Me sorprendió su pregunta, porque no le había hablado de Joel a la abuela
en ningún momento.
—Cielo, que sea mayor no quiere decir que sea lenta y torpe, sé
perfectamente desde la última vez que estuviste aquí que otro chico te
rondaba la cabeza. ¿No te acuerdas de la respuesta que me dijiste cuando te
pregunté por el chico que tenías allí arriba?
Confirmé que a mi abuela no se le escapaba una. Y le conté todo lo que
había pasado, desde el principio.
—Paciencia, es lo único que puedes tener. No habrás hecho las cosas bien,
pero al menos tomaste unas decisiones que te han llevado hasta aquí, y eso
ya es un avance. No te pongas más presión, porque no puedes cambiar el
pasado, si sigues con esa actitud, podrás recuperar para el futuro más de lo
que perdiste en el pasado.
—Joder, abuela, que intensa te has puesto —solté volviendo a soltar
lágrimas por mis ojos.
—Sé fuerte, cielo. Todo acaba llegando. Solo es cuestión de paciencia y
sinceridad. Trabajando día a día por lo que realmente quieres.
Eso era lo que quería hacer, y llevaba haciéndolo desde la noche que
volvimos a estar juntos. Un recuerdo que no dejaba de acecharme de forma
constante; rememorando lo mucho que me hacía sentir tenerlo cerca, la
forma en que me deshice entre sus brazos y, a su vez, la calidez.
El tiempo me iba a hacer enloquecer.
—Por casualidad no tendrás alguna galletita de mantequilla por ahí, ¿no?
—pregunté.
—Pues claro, cielo —contestó con una sonrisa enorme mientras se ponía
en pie para echar mano de la caja metálica.
Un sabor que me recordaba a mi infancia, y que me transmitía la paz
necesaria en aquellos tiempos de incertidumbre y de vacío. Porque hay
momentos en la vida en los que hay que pasar por malos momentos para
acabar consiguiendo lo que más queremos.
Joel
Único enlace
Sabía que no sería fácil. Alguien no cambia de un día para otro, y tampoco
toma una decisión en pocas horas. Sabía de sobra lo que sentía por Gala,
porque nunca antes había sentido algo parecido por otra persona. Podría
sonar cursi, o romántico, como decía Mario, pero era una realidad. Cada
vez que su recuerdo se asomaba a mi cabeza se formaban diferentes
explosiones en mi interior, y no podía engañarme más a mí mismo sobre
eso. Y mucho menos cuando no podía dejar de escuchar su voz a través de
los mensajes que dejé sin contestar, en un esfuerzo titánico por mostrar mi
orgullo herido.
Por eso la tarde que me subí a la moto y me presenté en el museo para
volver a verla, me sentí extraño. Algo que durante muchísimo tiempo había
sido imposible, y que era inalcanzable, se había dado completamente la
vuelta.
Entré al recinto decidido, con paso ligero para ocupar uno de los asientos
del fondo de la sala donde tenía lugar la conferencia. Desde allí pude volver
a ver cómo explicaba de nuevo la atracción entre los átomos, y juré por
John Dalton15 que el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier
momento.
Al final de su explicación se realizó una ronda de preguntas, donde
permanecí sentado hasta que contestó a todas ellas demostrando el gran
conocimiento que tenía sobre la materia. Cuando los asistentes empezaron a
marcharse me acerqué hasta ella, donde vi su cara de sorpresa y una sonrisa
de medio lado que me permitió ser testigo de que se alegraba por volver a
verme. No sabía cómo iba a recibirme después del comentario que le solté.
—¿Has vuelto a ver la conferencia? ¿Te quedó alguna duda? —me
preguntó en tono más serio.
—No, sobre la conferencia no. Sobre la ponente muchas —respondí con
una leve sonrisa condescendiente.
Bajó la mirada, se miró las manos y me pidió que esperara un minuto. Vi
cómo se acercó hasta uno de los empleados del museo para, a continuación,
volver hasta mí mientras se aseguraba que de su cuello colgaba la
acreditación con su nombre.
—¿Quieres hablar aquí o…?
—Cuanto antes mejor, sí —aclaré nervioso y con decisión.
Asintió con la cabeza y me pidió que saliéramos de aquella sala para ir a
una zona más tranquila, caminando hacia una de las plantas superiores
desde donde se podían ver los diferentes expositores que componían la
parte baja de aquel recinto.
—No creo que este sea el mejor sitio para tener esta conversación —
empezó a decir nerviosa.
—O ahora o nunca. Te conozco, a la mínima volverás a salir corriendo.
—No voy a irme a ninguna parte, porque por primera vez en mi vida he
tomado las decisiones yo sola.
—¿Y mi nombre no apareció en ninguna de ellas? No sé, tal vez nos
acostamos juntos por segunda vez y desapareciste del mapa, borrándome
una vez más de tu vida.
Aquello lo dije en un tono de voz bastante contundente e irónico,
provocando que Gala me agarrara del brazo y me metiera en una sala que
estaba totalmente a oscuras, cerrando tras de nosotros la puerta.
Noté cómo buscaba con la mano algún interruptor por la pared, hasta que
dio con él y la iluminación no podía ser más inoportuna; nos acabábamos de
meter en el planetario burbuja, iluminados por infinidad de estrellas en el
techo y esferas emulando los planetas a nuestro alrededor.
—Gala, me he cansado de esto. Pensé que aquello significó algo entre
nosotros y…
—Calla, Joel —soltó de sopetón—. ¿Crees que no lo significó? Mi vida
ha cambiado de forma radical, he vuelto a Barcelona, después de estar
cuatro años en Copenhague intentando hacer mi vida.
—Tu vida, ese es el problema. Que solo existes tú, y a los demás que nos
den.
—Debía pensar en mí, quererme a mí siempre, ¿recuerdas?
Claro que lo recordaba. No había día que no apareciera esa chica de
dieciocho años mostrándome sus debilidades y su baja autoestima, cuando
era el ser más bonito e inteligente que había conocido en mi vida.
—Joder… —mascullé.
—Me hiciste mucho daño, Joel, muchísimo. Llevaba pillada por ti desde
el primer año de carrera, y tu como si nada, hasta el día de antes de coger
ese tren. La noche perfecta con un amanecer terrible.
—No hice las cosas bien, pero ya te dije que no tenía opción, te cerraste
en banda sin darme alternativas, porque existían, Gala. Yo quería estar
contigo en ese viaje.
Agachó la mirada y volvió a contemplarse las manos, sin dar una
respuesta. Decidí continuar hablando.
—Pero me bloqueaste de todas partes, cortaste todas mis vías de
comunicación contigo, incluso pusiste en mi contra a nuestros amigos —
solté de carrerilla, con las cosas muy claras en mi cabeza—. Y acabas de
hacer prácticamente lo mismo. No te hagas la única indignada, Gala, porque
creo que eres más verdugo que víctima en esto.
Volvió a levantar la vista, pero de forma acechante, sabiendo que mis
palabras le hicieron daño, pero aquella era mi verdad.
—Me he sentido utilizado —continué—. Me sinceré, te dije lo que
realmente siento y, a la mañana siguiente, ya has desaparecido. Te busco,
voy detrás de ti para volver a sentirme como años atrás, pero sabiendo
perfectamente cómo ibas a comportarte. Y me jodió no equivocarme esta
vez.
—No es todo tan sencillo —respondió—. ¿Qué querías que hiciera?
¿Dejarlo todo por ti? Tenía una vida allí y muchos frentes abiertos. No
podías pedirme que lo dejara todo para ir corriendo a tus brazos.
—Ni siquiera fuiste capaz de decirme que fue un error lo que pasó entre
nosotros aquella noche.
—Porque no lo fue.
Su respuesta nos dejó mudos, porque salió disparada de sus labios como
un cohete que se adentra a navegar por el espacio. El universo repleto de
estrellas que nos rodeaba nos ayudó a suavizar el carácter a cada minuto
que pasábamos allí.
—No fue un error, Joel. Pero tenía que hacer todo esto sola. Tenía que
solucionar los problemas y poner orden en mi vida, porque aquella noche
fue el giro que necesitaba para darme cuenta de que no puedo esconder más
mis sentimientos hacia ti. He tenido que aprender a cómo hacerlo.
Hace pocos meses fui yo el que abrió su corazón, y en ese momento era
ella la que lo estaba haciendo. Sus palabras eran el bálsamo que calmaba a
la fiera que me invadió desde que me desperté aquella mañana desnudo en
mi cama, después de hacer realidad todas mis fantasías con ella.
Evaporando así algo tan real como el amor que nos profesábamos.
No podía dejar de mirar sus labios, ni a aquellos ojos que empezaban a
acumular futuras lágrimas que descenderían por sus preciosas y rosadas
mejillas. ¿Cómo podía evitar besarla de nuevo?
Pero entonces pensé: ¿por qué debía evitarlo?
La quería. La amaba. Ella era el mecanismo que activaba todos mis
sentidos.
Rodeé su cara con mis manos, sintiendo cómo su fina y pálida piel me
producía electricidad en la yema de los dedos. Observé sus carnosos labios,
esos que desde que probé por primera vez transformaron mi concepto de
besar, dejándome claro que no había besado a nadie así en mi vida. Que ella
era la escogida. Sus ojos grises eran el catalizador para insuflarme valentía.
—Lo siento —confesó en un susurró y una lágrima descendió por la
mejilla hasta la comisura de su boca.
—Te amo —confesé yo en el mismo tono de voz.
Y en eso me convertí; en alguien que estaba volviendo a besar a la chica
con la que tanto había soñado y deseado. La chica que cuatro años atrás me
destrozó el corazón, y con la que tendría un presente complicado, pero que
había vuelto para recomponer cada pedazo; formando el mejor y más
exclusivo enlace químico que existía en la tierra: uno en el que solo éramos
ella y yo.
Porque Gala y yo éramos pura química.
Gala Volver 9
Gala Agujeros negros y revelaciones 23
Gala Caffè Mocha 33
Gala Mi realidad 41
Gala La chica de la cafetería 51
Ana Flechazo 59
Gala Tiempo perdido 65
Gala Nuevos amigos 73
Gala Aprender a perdonar 81
Salva Juegos peligrosos 87
Gala Confesiones dolorosas 95
Gala Comprender 103
Salva Tacones 107
Gala No me gusta la verdad 115
Ana Metamorfosis 119
Gala Sal, tequila y limón 125
Gala Quimifarra 133
Salva La llamada 141
Gala Soñar con imposibles 147
Joel Tiempo 155
Gala Tonta 161
Gala La abuela 171
Salva Rendido a sus pies 177
Sandra Dejarme llevar 183
Gala Tibidabo 191
Joel Mi verdad 199
Gala Beso frío 209
Gala Yo nunca… 213
Ana Descontrol 221
Gala Balazos de pintura y realidad 233
Joel Bandera blanca 245
Joel El beso 251
Gala Sentir 257
Gala Dame un solo motivo entre millones 265
Joel La tregua 273
Gala Hasta el anochecer 281
Gala Echar de menos 293
Salva Control 299
Gala Familia 307
Ana Restauración 311
Sandra Pasar página 319
Gala Burbujas y confesiones 323
Ana Despacio 329
Gala Ochenta y cinco 333
Gala Ojalá no te hubiera conocido nunca 337
Gala ¿Qué he hecho? 351
Joel Otra vez no 355
Gala Donde palpita el corazón 361
Gala Bronca descomunal 369
Joel Gerona 375
Gala Volver a empezar 379
Joel Atracción atómica 385
Gala Fuerza nuclear 393
Joel Único enlace 397
Lisa Epílogo 403
Agradecimientos 409