Está en la página 1de 351

Somos pura química

Lisa Suñé
Somos pura química

ISBN: 9788418962080
ISBN ebook: 9788418962585

Derechos reservados © 2021, por:

© del texto: Lisa Suñé


Lisa Suñé. Autora representada por Editabundo Agencia Literaria, S. L.
© de esta edición: Colección Mil Amores.
Lantia Publishing SL CIF B91966879

MIL AMORES es una colección especializada en literatura romántica y libros sobre amor
publicada por Editorial Amoris - Lantia Publishing S.L. en colaboración con Mediaset España.

Producción editorial: Lantia Publishing S.L.


Plaza de la Magdalena, 9, 3ª Planta.
41001. Sevilla
info@lantia.com
www.lantia.com

IMPRESO EN ESPAÑA – PRINTED IN SPAIN

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente
previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea
electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la
obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@lantia.com
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay
alguna reacción, ambas se transforman.

CARL GUSTAV JUNG


Esta es la banda sonora que acompaña
a nuestros protagonistas.
Si quieres sentir la química que hay entre ellos, escúchala:
Gala
Volver

Cerré la maleta acompañada de infinidad de recuerdos. Volvía a mi ciudad


natal después de casi cuatro años, y la idea de poner un pie allí me producía
un vértigo terrible. El día que salí de allí tenía demasiadas heridas abiertas;
las que con el paso del tiempo han ido curando, aunque son el tipo de
cicatriz que descargan una leve punzada de dolor cuando piensas en ello
con la guardia baja.
Llegué a Copenhague en tren con casi veintidós años. Dejando atrás
problemas familiares, desengaños, la precariedad laboral y, también, lo
único bueno que tenía en Barcelona: mis amigas. Todavía recuerdo sus
llamadas en vano intentando convencerme para que no me quedara allí,
usando cualquier triquiñuela para hacerme cambiar de opinión, pero la
decisión era irrevocable y necesaria. No puedo evitar sonreír cada vez que
la recuerdo la primera Navidad que vinieron a visitarme, incluyendo un
nuevo intento fallido para que hiciera la maleta y secuestrarme,
adentrándome de nuevo en la coctelera familiar, laboral y… sentimental.
Mi cabeza se paralizaba en seco en cuanto divagaba o fantaseaba sobre las
incertezas de un amor que no pudo ser. De qué habría pasado si las
decisiones de los demás hubieran sido otras. Muy de vez en cuando, más
veces de las que me gustaría, pensaba en un escenario totalmente distinto.
Me imaginaba en un piso diminuto en Barcelona, haciendo las mil y una
para llegar a final de mes mientras te dejas la piel en el trabajo, pero que, al
llegar a casa, podría estar esperándome él.
Él.
El primer tío al que le entregué mi corazón y que, en cuestión de horas,
me lo trituró. Como si lo hubiera sumergido en nitrógeno líquido y, de un
mazazo, lo hizo añicos como el cristal. Todo aquello me destrozó, con la
consecuencia de que hui, sin echar la vista atrás.
Pero la memoria es traicionera, y siempre que sus ojos camaleónicos y su
impoluta sonrisa se me aparecían, no podía evitar reprenderme. Necesité
casi tres años para que fuera desvaneciéndose su recuerdo; aunque siempre
quedaba un resquicio de escozor en cada ejercicio.
La teoría química suele ser exacta, pero el ser humano dista mucho de
serlo; los científicos especifican que el rendimiento químico jamás será
ideal, siempre habrá alguna pérdida o factor que nos dificulta llegar a un
resultado excelente. En mi caso, el rendimiento por olvidarle se encontraba
en un resultado aceptable, pero siempre lejos del noventa por ciento que me
gustaría.
Aún recuerdo el inicio de mi aventura; cómo avanzaba aquel tren por
Europa y cómo vi la luz después del desastre que tenía en Barcelona. Por
aquel entonces yo no pensaba que tomar aquella decisión cambiaría mi
vida; estuve en París, Bruselas, Ámsterdam, Berlín, Hamburgo y, por
último, Copenhague. Conocí a mucha gente, descubrí rincones maravillosos
y, ciudad a ciudad, experiencias que me hicieron crecer. Cada capital me
dejó su imprenta, pero solo una logró hacerme sentir como en casa: sus
canales, su gente, su comida, sus casas coloridas y su luz propia. Allí todos
mis problemas estaban lejos, y el nombre que atormentaba mi cabeza a
todas empezó a espaciarse en el tiempo. La añoranza, la tristeza y la
distancia eran ingredientes que empezaron a macerarse y reaccionar junto a
la ilusión, la curiosidad y el aprendizaje diario.
Copenhague se convirtió en mi nuevo hogar, uno que consoló mis penas y
me ayudó a seguir. La ciudad que me llevó a realizar el mayor reto de mi
vida: mirar hacia delante sin mirar atrás.
—¿Ya has cerrado la maleta? —preguntó Sten devolviéndome a la
realidad.
—Sí. Creo que esta vez no tengo ninguna excusa para librarme.
—No siempre son ellos los que tienen que venir a verte —contestó con
una sonrisa condescendiente y correcta.
Y tenía toda la razón. No había sido capaz de ir ni una sola vez.
Conocí a Sten cuando llevaba un año viviendo —o sobreviviendo, mejor
dicho— en Copenhague. Yo servía cafés en el Starbucks de al lado del
Ayuntamiento de la ciudad, la más céntrica y concurrida. Cuando tomé la
decisión de quedarme allí llamé a mi antiguo jefe en Barcelona para
preguntarle si era posible un traslado a aquella hermosa ciudad. En cuestión
de semanas me consiguió una plaza y pude permitirme una habitación de
alquiler económica, donde viví casi dos años.
Sten trabajaba por la zona, y de vez en cuando se escapaba a tomar café,
pero yo nunca reparé en él hasta que hizo algo que llamó la atención del
servicio: siempre dejaba bocetos en la mesa donde se había sentado. Eran
unas ilustraciones maravillosas, las cuales no tardamos en coleccionar y
colgar en una de las paredes del local. No sabíamos de quién eran, pero mis
compañeros no tardaron en ponerse a investigar y, a pesar de la cantidad de
gente que entraba y salía, lo localizaron. Un día, cuando pidió en el
mostrador, nuestras miradas se cruzaron. No pude evitar evocar un
momento del pasado, pero pronto dispersé aquel fantasma. Le observé y
certifiqué era el típico danés con el pelo rubio, de ojos azules impecables y
alto, totalmente opuesto a lo que había dejado en Barcelona pocos años
atrás. Pero éramos demasiado vergonzosos —o cobardes— para lanzarnos
de lleno a entablar una conversación.
Sus visitas empezaron a ser diarias, y siempre hacía lo posible para que
fuera yo la que le atendiera la comanda. Y aquello ya era motivo suficiente
para dar rienda suelta a mis compañeros y sus insinuaciones. Estaban
empeñados en que me hacía ojitos, que le gustaba a ese danés y, si era
sincera, me apetecía conocerle. Desde que había decidido quedarme en
Copenhague conocí a muchas personas; salía por ahí con mis compañeras
de piso y los tarados del trabajo, pero no me había entrado todavía la
curiosidad por conocer a algún chico, hasta que nuestras miradas se
volvieron a cruzar una tarde lluviosa y oscura.
Aquel día la luz en la cafetería estaba más atenuada, y sus ojos azules eran
lo único que quería mirar. Noté que me miraba de reojo, incluso la sentía
desde la mesa donde se dedicaba a garabatear. No pudimos evitar
enseñarnos alguna sonrisilla incipiente que pedía algo más que una simple
comanda de café y contención de curiosidad. Yo sabía que se llamaba Sten,
por apuntar su nombre en el vasito de cartón, y él conocía el mío por el
cartelito que colgaba del mandil verde. Cuando se marchó, yo misma fui a
recoger su mesa y pude ser la primera en contemplar su nuevo dibujo. Me
dio un vuelco el corazón, porque me había retratado en un pequeño trozo de
papel, donde había anotado una frase en su idioma al pie del dibujo: Hendes
skønhed var en velsignelse, og også en forbandelse1.
Por aquellas fechas mi nivel de danés era de principiante, así que pedí una
traducción digna a mis compañeros para no malinterpretar lo que había
puesto aquel chico, el que había provocado un leve terremoto en mi
estómago y toneladas de curiosidad y esperanza. Un soplo de aire fresco
después de tanto lamento.
Al día siguiente decidí que debía ser yo la que diera un paso. Así que le
invité al café y, a la vez que ponía su nombre en la taza, le dibujé un
corazón y una flecha hacia abajo, donde le escribí que me encantaban los
dulces que hacían en Sankt Peders Bageri. Su respuesta llegó de la misma
forma que la tarde anterior, en la que escribió que le encantaría compartir
un Wienerbrød2 conmigo.
Mis compañeros estaban totalmente enganchados a nuestra historia, y
ellos fueron los que nos forzaron a poner fecha a nuestra primera cita,
aunque llamarlo así era demasiado. Los dos estuvimos cohibidos y apenas
nos salieron las palabras; lo justo para saber que era ilustrador y que era tres
años mayor que yo. A partir de ahí nos hicimos buenos amigos, a pesar de
que me moría de ganas por algo más.
—Gala, perderás el avión —me recordó, obligándome de nuevo a
espabilar—. Se me va a hacer raro no tenerte por aquí.
—Todavía no creo que vaya a coger un avión.
Intercambiamos un abrazo en la diminuta habitación del apartamento, con
la maleta cerrada encima de la cama y con un silencio que incomodaba y
aterraba. Aunque la banda sonora ya era terrorífica desde que metí la
primera prenda en el ligero equipaje.
Cuando nos separamos, Sten cogió la maleta y me arrastró hasta ponernos
en marcha. Di una última vuelta por el apartamento y, de forma mental,
susurré un «hasta pronto». Nos subimos al coche y tardamos unos veinte
minutos en llegar al aeropuerto. Las bajas temperaturas se iban a
transformar en buen tiempo, sol y, si era posible, playa durante mi ausencia.
El mes de mayo en Barcelona, por norma general, era bueno; porque el
calor empezaba a hacer acto de presencia, aunque también podía caer un
buen chaparrón. Estaría las dos últimas semanas de mayo y las dos primeras
de junio, tenía una boda a la que asistir, y no podía perderme por nada en el
mundo la boda de mi mejor amiga Sandra.
No empecé a ser consciente de los cambios que había habido en el grupo
de amigos hasta que llegó el día del vuelo. Tanto Sandra como Ana me
mantenían informada, pero sabía que no sería nada comparado con la hostia
de realidad que sufriría al tenerlos delante.
Yo intentaba no darle muchas vueltas a la cabeza, pero estaba obligada a ir
e intentar hacerme a la idea de aquellos cambios, porque me invadía la
extraña sensación de que yo había salido de la partida, mientras que ellos
habían decidido quedarse, solucionar todos los conflictos y buscarse la vida
en nuestra ciudad.
—Te irá bien volver allí, con las locas de tus amigas y estar con tu
hermano. Disfruta.
—Lo intentaré. Te echaré de menos.
—Y yo, llámame cuando llegues. En un mes volvemos a vernos.
Nos dimos un ligero beso, y me sorprendí a mí misma por intentar
eternizar aquello. Pero el vuelo salía pronto y debía facturar el equipaje,
estaba solo a cuatro horas de espera para que mis pies volvieran a pisar mi
ciudad natal. Me reencontraría con mi familia, mis amigas y, sobre todo,
evitarlo a toda costa. A pesar de que lo tenía superado, no quería ni pensar
en su nombre, pero la memoria es cruel. Aunque no hay mayor crueldad
que la del factor humano.
Cuando realicé el embarque me sumergí en un libro y me puse música.
Seleccioné una de las mil listas que tenía en Spotify y dejé que me
transportara hacia otro lugar lejos de allí, hasta que sonó «For Evigt», del
grupo danés Volbeat, donde millones de recuerdos se agolparon en mi
cabeza. Aquella canción nos condujo a darnos nuestro primer beso.
Sten y yo, después de nuestro primer café, nos hicimos muy buenos
amigos. Visitábamos museos, comíamos juntos e íbamos al cine. Nos
gustaba hacernos compañía, pero en el fondo sentíamos una curiosidad que
nos pedía ir más allá, pero nos acojonaba perder la relación tan bonita que
habíamos creado, hasta que me invitó a ver en directo a aquel grupo que
tanto nos gustaba al estadio de fútbol Telia Parken.
Aquella noche las miradas entre nosotros eran intensas, nuestros cuerpos
se buscaban en cualquier roce, la forma en la que, de manera inconsciente,
humedecíamos nuestros labios ansiosos por si surgía un beso fortuito. Hasta
que sonó aquella canción y Johan Olsen, un artista invitado, entonó:
For evigt, måske for evigt

Skal vi sammen, samme vej

Og når I morgen får øjne, og natten hviler sig

Skal vi for evigt måske samme vej3

Nos besamos por primera vez. Y, a pesar del sabor de la cerveza, al fin
pudimos probarnos. En aquel momento no existió nada más. El fantasma
que aparecía de vez en cuando no hizo acto de presencia, liberándome y
permitiéndome disfrutar de lo único que llevaba deseando aquel año. La
señal de que estaba haciendo lo correcto y de que podía enamorarme de
aquel chico, si es que ya no lo estaba.
Aquella noche fuimos a su apartamento, el que sería también mi futuro
hogar en aquella ciudad que me dio un nuevo camino y me brindó infinidad
de oportunidades. La vergüenza y el miedo que nos había caracterizado
durante aquel año desapareció, solo queríamos dar rienda suelta a lo que
nos habíamos empeñado en contener. Hicimos el amor y sentí que él podía
ser mi hogar, mi tranquilidad, mi estabilidad y mi nueva vida. Aquella
noche me aferré a esa idea, convencida de que estaba haciendo lo correcto.
Su fina y pálida piel, su pelo rubio lacio y suave entre mis dedos, el calor de
su cuerpo y sus delicados movimientos. Un acto inesperado que iluminó
todavía un poco más mi camino en aquella ciudad, alejando cualquier
negrura que pudiera atormentarme.
Aunque mentiría si dijera que no volví a pensar en mi pasado, de quién
fue mi primer amor y de cómo me dolió horas después. Aquella sensación
se transformó, a pesar de que en ocasiones seguía pensando en las
incertezas, si no se hubieran torcido nuestros planes… Pero no, no quería
manchar mi vida con Sten con posibles y, sobre todo, su inmerecido
recuerdo.
Ninguno de los dos se merecía aquello. El primero por hacerme daño y el
segundo por haberme dado una estabilidad y tranquilidad tan necesaria.
Justo cuando llamaron a los pasajeros del vuelo que tenía que coger por
megafonía, recibí un mensaje de una mis compañeras de trabajo: «Sé que
estás de vacaciones, y te juro que no quería molestarte, de veras, pero es
que no encuentro los resultados de las inyecciones que hicimos el otro día
en el HPLC4. ¿En qué secuencia estaban? Estoy como loca…».
El mensaje me hizo sonreír. No llevaba ni un día fuera del trabajo y ya me
imaginaba el descontrol que se habría instaurado. Le respondí en menos de
un minuto e informé a Grette de que estaba subiendo al avión, además de
que no dudara en llamarme o preguntarme cualquier cosa, a fin de cuentas,
cuando trabajas en un departamento de investigación nunca descansas. Me
encantaba mi trabajo, y era una de las mejores decisiones que había tomado,
a pesar de que me costó muchísimo formar parte de aquel equipo.
Cuando empecé a salir con Sten había tirado la toalla en mi búsqueda
profesional, pero él se sintió con la necesidad de darme alas. Le expliqué
que tenía la carrera de Química, y que al llegar a Copenhague y no tener
experiencia en el sector, me conformé con el trabajo en la cafetería. Él me
animó a que volviera a intentarlo, incluso tiró de algún contacto para
ayudarme, logrando así con el tiempo un puesto de técnico de investigación
en la Universidad de Copenhague.
Aún recuerdo los gritos de alegría de mi hermano a través del teléfono
cuando le comuniqué que habían aceptado mi candidatura en un proyecto
de investigación europeo, sin tener siquiera experiencia en el sector. Fue un
auténtico empujón que me adentró en algo mucho más duro que los cuatro
años de carrera, pero que me aportaron una gratificación e infinidad de
conceptos nuevos.
También recuerdo el día que me dijo que estaba saliendo con Ana. Aquel
dato me descolocó. Ella no nos había dicho nada, aunque los últimos años
se había vuelto mucho más introvertida y siempre solía responder con un
«todo va bien». Era incapaz de imaginármelos juntos, porque mi hermano
siempre había sido un mujeriego y Ana todo lo contrario. Lo que sí que me
pidió Salva fue discreción, porque se estaban tomando la relación con
mucha calma. Yo no era nadie para juzgar sus decisiones ni negarme, por
mucho que se me hiciera rara la situación.
Mi hermano y yo habíamos pasado muchas cosas juntos, siempre nos
habíamos apoyado, y eso debía seguir siendo así. Nuestra relación se hizo
más fuerte durante mi primer año de carrera, ya que nuestros padres
tomaron la decisión de tomarse un tiempo, haciéndonos un poco la vida
imposible y sometiéndonos a situaciones complicadas. Cada vez que
pensaba en la de cosas que vivieron y se dijeron aquel año, y lo mucho que
nos afectó a mi hermano y a mí sus decisiones, tenía que hacer un gran
ejercicio de contención cuando estaba con ellos. Fue un antes y un después
en nuestras vidas que, a pesar de que a la larga sabíamos que cada uno haría
su vida de una forma u otra, era un tema que no llevaba nada bien. Se podía
decir que era mi talón de Aquiles.
Me senté al lado de la ventanilla, donde pasé gran parte del vuelo
observando la calma absoluta que había ahí arriba. Era consciente que debía
disfrutar de aquellos instantes, porque, a diferencia de la calma que se
respiraba por encima de las nubes, me esperaba un mes frenético: salidas
con mis amigas, el torbellino de mi hermano y convivir con mis padres, que
eso ya era una tarea titánica para mí. Todo eso lejos de la persona que se
había convertido en mi ancla, el que me había ayudado a dar pasos de
gigante, y ya no tenía escapatoria.
Tres horas después aterrizaba en Barcelona, y fui con calma en busca de
mi maleta a esperar a que la cinta escupiera de un momento a otro mi
equipaje, un rato en el que aproveché para llamar a Sten y decirle que había
llegado sana y salva.
—Pásatelo genial —me decía a través del teléfono—, disfruta, te lo has
ganado.
—Me siento culpable, porque me he ido cuando más trabajo había.
—Gala, disfrútalo.
Él era el único que sabía lo mucho que había trabajado todo aquel tiempo.
Apenas había disfrutado de más de una semana de vacaciones, y cuando se
me presentó la oportunidad, fue el primero en empujarme a que pidiera los
días que me quedaban por disfrutar. Si algo tenía claro es que no iba a
perderme la boda de Sandra bajo ningún concepto, además de que, junto
con Ana, sería dama de honor. Éramos amigas desde los tres años, desde el
primer momento que nos apuntaron a la misma escuela. Y aunque a medida
que fuimos creciendo las diferencias entre nosotras eran significativas,
supimos forjar una buena amistad, aunque nuestro último año en Barcelona
puso a prueba nuestra fuerte relación. Cada vez que pensaba en todas las
cosas que habíamos vivido me enorgullecía y también me avergonzaba,
provocando que se me sonrojaran las mejillas.
Cuando vi la maleta asomarse por la cinta, cogí aire y decidí salir
despacio. Solo estaba mi hermano esperándome, como muy bien le había
pedido. No quería que me esperaran todos allí armando follón y captando
atenciones innecesarias. Solos él y yo, con muchas cosas que explicarnos y
un trayecto insuficiente.
La alegría me invadió en cuanto lo vi. Su pelo oscuro, formando ese
caracolillo en la frente que tanto lo caracterizaba, y los mismos ojos que
veía cada día en el espejo. Se notaba que éramos hermanos, excepto porque
él tenía un cuerpo atlético y el mío tendencias esféricas. No es un camino
sencillo el de comprender tu cuerpo, y sobre todo el de asimilar que nunca
podrás tener ese cuerpo normativo y dañino que nos inculcan desde
pequeñas. Tampoco me ayudó tener dos amigas que son perfectas en este
jodido marco social, pero así soy yo, y soy la única que convivirá conmigo
hasta el fin de mis días. Me he machacado por muchas cosas durante
demasiado tiempo, y empecé a entender que mi cuerpo debía dejar de ser
una de ellas. Desde que comprendí eso, la forma en la que me miro al
espejo cambió, y junto a eso la proyección que irradias a los demás. No fue
hasta ese momento en el que empecé a ser consciente de lo que podía llegar
a hacer. Así que dejó de ser una prioridad para mí no tener una cintura de
avispa, ni el vientre plano ni enfundarme en unos pitillos de la talla treinta y
ocho. Así que, siendo fiel a la ley de la conservación de la materia, esta no
se puede crear ni destruir: solo transformar. Y el cambio reside en la mente,
no en el tamaño de tus muslos, porque el roce de ellas no mide tu valía.
Salva me aportaba una tranquilidad única, así que no pude evitar fundirme
en un abrazo silencioso de cariño y añoranza con él. Justo el año que me
marché se embarcó en uno de los proyectos más importantes de su vida: se
compró un piso. Llevaba muchos años guardando ese dinero para
comprarse un hogar, y aún recuerdo el momento en que encontró el sitio
adecuado y cómo me enseñaba las fotos de un apartamento destrozado. Yo
creía que estaba loco por meterse en algo así, pero se le veía tan ilusionado
que era imposible llevarle la contraria.
—Al fin estás aquí —susurró sin deshacer nuestro abrazo.
—Sí, se me hace rarísimo…
—Estamos como locos por tu llegada, llevamos esperando este momento
tanto tiempo… —siguió susurrando aflojando un poco sus brazos y
tomando distancia, para poder mirarnos a la cara.
—Lo sé. ¿Vamos a tu piso?
—Sí, allí están Sandra y Ana —me informó con una leve sonrisa—.
Aunque debo decirte algo antes de que llegues a casa, Gala.
Captó por completo mi atención, al igual que mi corazón dio un brinco
por el miedo que produce esa frase. Intenté descifrar a través de su mirada
de qué podía tratarse, pero solo pude atisbar una preocupación constante.
—Vamos al coche y te lo cuento por el camino.
Agarró mi maleta y empezó a arrastrarla con facilidad por la terminal
hasta su coche, donde metió el equipaje en el maletero sin esfuerzo. Me
senté en el asiento del copiloto y, cuando arrancó el coche, sonó
Supersubmarina. No pude evitar sonreír, porque aquel grupo me llevaba
siempre a él.
—Cuánto tiempo sin escuchar esta música… ¿Qué canción es esta?
—Canción de guerra.
—Vaya, ¿debo tomármelo como una indirecta?
—¡No! No seas tonta… ¿Cómo está Sten?
—Bien. Espero que mamá esté más tranquila en casa.
—Ya… Ese es uno de los temas de los que me gustaría hablar contigo.
—Me tienes en vilo.
—Durante todo este tiempo han cambiado mucho las cosas por aquí,
supongo que las chicas te habrán mantenido informada.
—Sí, Sandra debería ser ministra de rumores o algo así, se entera de todo.
Ana siempre ha tenido esa distancia fantasmal, aunque desde que me dijiste
que estabais juntos la he sentido un poco más cerca. Tienes que explicarme
más sobre ese tema.
—Sí, lo sé. Pero tengo que hablarte sobre mamá.

1 «Su belleza es una bendición, pero también una maldición», en danés.


2 Caracola, dulce danés.
3 «Para siempre, tal vez para siempre. Debemos estar juntos, tomar el mismo camino. Y cuando llegue el mañana y la noche esté
reposando, tal vez debamos tomar el mismo camino siempre».
4 Aparato de cromatografía líquida de alta eficacia usada en química analítica.
Gala
Agujeros negros y revelaciones

—Pero…, Salva, ¿te estás quedando conmigo? —fue lo único que pude
preguntar.
No podía creerme que acababa de confesar mi hermano. No me esperaba
aquel bombazo nada más aterrizar a mi ciudad natal, y mucho menos que
fuera él el que me diera aquella información. Salva no debía cargar con
aquella responsabilidad.
—Lo han llevado con discreción —continuó diciendo de forma pausada
—. No ha sido fácil, han pasado muchísimas cosas durante este tiempo que
los ha llevado a tomar esta decisión.
—Joder, Salva, me habéis ocultado que vuelven a estar juntos.
—Nos lo han ocultado a todos —alzó un poco la voz mientras agarraba el
volante con fuerza. Noté que para él tampoco era fácil—. Gala, solo te pido
comprensión, no para mí, sino para ellos.
—Pero ¿cómo es posible que nuestros padres sean capaces de ocultarnos
algo así? Entiendo que nuestra relación se enfrió cuando decidí quedarme
en Copenhague, pero han venido a verme y jamás me han dicho ni una sola
palabra —relaté con molestia—. Y ya no hablemos de Ana, que no nos
explicó en ningún momento lo que se llevaba contigo.
—Gala, cada uno es como es; unos deciden dejar atrás los problemas y no
remover el cajón de mierda —noté su referencia hacia mí—; otros deciden
quedarse e intentar no ahogarse y hay una parte que cogen la sartén por el
mango y asumen las consecuencias. Lo que ha vivido es algo que os debe
explicar ella, y lo hará. Tarde o temprano lo hará.
—¿El qué? ¿Qué nos tiene que explicar?
—Todo a su debido tiempo, solo te pido que seas paciente, al igual que he
tenido que serlo yo. Créeme, para mí no ha sido nada fácil, pero esto es
así…
—Tendría que haberme quedado en casa —murmuré.
—Estás de camino a tu casa, no te confundas.
—No empieces, yo ya no vivo aquí. Todo mi mundo está allí y…
—Huiste de todo —interrumpió.
No me esperaba todo aquello. No llevaba ni una hora de vuelta en
Barcelona que ya tenía mal cuerpo y, para colmo, mi hermano me estaba
reprochando que lo dejara tirado en medio de la separación de nuestros
padres.
—No me esperaba que fueras capaz de decirme algo así, no tan pronto, al
menos —contesté.
—Joder, Gala, entiéndeme. He estado solo frente a un montón de batallas.
—Hemos hablado mucho sobre esto, creo que ya había quedado claro.
—Sí, por teléfono —añadió con rencor y apretando de nuevo el volante
con fuerza—. Sabías perfectamente lo que había, y aun así no has aparecido
en cuatro años. No es un reproche, soy el que más entiende tu reacción,
pero también el que más la sufrió.
—Me estás haciendo sentir como una mierda, para mí no fue fácil
adaptarme; necesitaba dinero, apenas he tenido vacaciones y tampoco podía
estar cogiendo un avión cada dos por tres.
—El dinero dejó de ser un problema hace tiempo. Lo que te ocurre es que
no eres capaz de asimilar los giros que da la vida, y hasta que no te ponen
entre la espada y la pared no das el paso. Si es que ha llegado ese momento,
claro.
—Sabes que no soy la persona más valiente del mundo, pero tengo una
vida con Sten allí y seguirá siendo así.
—Y eso me parece estupendo, pero ellos se merecen la oportunidad que
están teniendo ahora.
—No lo niego, pero hay cosas que mi cabeza no comprende, hay agujeros
negros que me impiden saber el motivo de esos cambios.
—Tampoco has querido saberlos, Gala.
Y el primer latigazo acababa de llegar. Me quedé muda durante el resto
del trayecto. La confesión de Salva y la carga de reproches que me había
soltado en apenas media hora me dejaron descolocada. Tenía ganas de
llorar, de encerrarme sola en cualquier lugar y comprarme un billete de
vuelta. No dejaba de pensar que volver había sido un completo error; la
sensación de que todos se habían acostumbrado a mi ausencia y habían
hecho sus vidas. Yo ya solo era la chica que se había marchado a la que
llamaban de vez en cuando.
Salva metió el coche por la puerta del parquin y, cuando aparcó en su
plaza, la ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Cuando salió del vehículo vino
directo hacia mí y me obligó a parar.
—Oye…, siento haberte hablado así, ya sabes que soy muy
temperamental —se disculpó con voz más tranquila—. Joder, Gala, eres mi
hermana, y que estés aquí después de tanto tiempo es raro. Mi instinto me
obliga a hacer todo lo posible para que no te vuelvas a ir, no quiero seguir
viendo cómo te pierdes todas las cosas buenas que están sucediendo aquí,
no quiero que te quedes con lo peor y no quieras volver más.
Nos abrazamos. Le entendía, nuestra relación fraternal siempre había sido
envidiable. Él siempre había cuidado de mí, al igual que me hacía rabiar a
partes iguales, pero siempre podía contar con él para cualquier cosa.
—Oye, me alegro de lo tuyo con Ana —añadí sin dejar de abrazarlo—.
No sé cómo narices habéis acabado juntos, pero me alegro de que así sea.
Cuando nos separamos me dedicó una sonrisa.
—Es una historia muy larga, y debe ser ella quién dé el paso para
contarla. Decidimos en su momento que tú fueras la primera en saberlo,
porque así lo creímos oportuno. Solo te pido que seas paciente con ella,
Gala, ha sufrido bastante y lo que vivió la ha condicionado muchísimo.
—Me estás asustando, Salva, ¿qué pasó?
—Ella es la que debe explicarlo, yo siempre he estado a su lado desde que
ocurrió, y juro por mi vida que nunca me separaré de ella.
Ver a mi hermano así; el que nunca se había enamorado, el que iba de flor
en flor y del que creí que nunca sentaría la cabeza, perdidamente
enamorado de una de mis mejores amigas, era algo insólito. Porque una
cosa era hablar por teléfono y, otra muy distinta, verle la cara cada vez que
hablaba de ella. Me alegraba muchísimo, a pesar de que sus palabras me
preocupaban. No me veía capaz de esperar a que Ana diera el paso para
explicarme por qué fue tan difícil el inicio de su relación, necesitaba saberlo
cuanto antes. ¿Qué era lo que había vivido mi amiga? ¿Por qué no nos lo
había contado? Debía ser algo muy grave como para no contárnoslo a
nosotras.
Salva metió la llave en la puerta y ya la oí: Sandra estaba gritando como
una loca para rodearme entre sus brazos y zarandearme. Noté cómo mi
cuerpo se sacudía por culpa de su efusividad; pero notar de nuevo sus
brazos, su perfume y su calidez, me transportaron por arte de magia a un
tiempo pasado mejor.
—¡Ya era hora, joder! —soltaba mientras no dejaba de menearme.
—¡Por Dios, Sandra, que me vas a romper! —advertí entre risas.
Cuando al fin me soltó, mi mirada se posó en la bella y frágil Ana. En los
últimos años, a pesar del muro que se creó entre nosotras, fui testigo de
cómo fue cayendo en picado, pero verla sonreír y darme cuenta del brillo
que mostraban sus ojos, ya era suficiente para sentirme más tranquila. No
pude evitar abrazarla, aunque con el corazón aún palpitante y dubitativo. Al
hacerlo, sentí a una Ana distinta, como si volviera a ser un atisbo de quien
era años atrás, pero con la serenidad que te suele otorgar la madurez. Por mi
cabeza no dejaban de escenificarse diferentes actos de lo que podría haberle
sucedido, y me temía que se trataba de algo malo. Salva me confesó que él
la había ayudado en todo momento, así que lo primero en lo que pensé fue
en que podía tratarse de un tema de drogas, pero me parecía extraño que se
tratara de eso.
Decidí seguir el consejo que me transmitió mi hermano y me armé de
paciencia, era ella la que tenía que dar el paso, por muchas ganas que
tuviera de forzarla a contarlo.
Aun estábamos en el recibidor cuando dos personas más reclamaban mi
atención en el salón: Julio y Luis. Millones de recuerdos se agolparon en mi
cabeza y, por desgracia, su sonrisa, sus ojos y su nombre volvieron a
golpearme en lo más profundo de mi alma. Ver a Julio era un viaje
asegurado al pasado que no quería rememorar. No quería sentirle tan cerca
de mí, porque me hacía vulnerable e insegura. También sabía que era
inevitable no pisar Barcelona y no verlos. Debía intentar olvidar que fueron
compañeros de piso durante la carrera y que seguían siendo muy buenos
amigos.
—¡Mírate! ¡Estás estupenda! —soltó Julio mientras extendía los brazos
para que fuera a darle un abrazo.
Aunque en aquel abrazo hubo seis brazos, y un leve escalofrío me recorrió
el cuerpo. Mi mente volvió a transportarme al momento en que Sandra, seis
años atrás, me confesó el juego que se llevaba con Julio y Luis, y lo mucho
que sufrió después cuando todo acabó, y no fue un cuento de hadas,
precisamente.
—¡Preparad las copas, vamos a brindar! —anunció Sandra.
Salva sacó una botella de cava de la nevera y en pocos minutos estábamos
brindando, bebiendo, y era imposible parar de reír. Me sentí abrumada por
tanto afecto y atención, yo solía ser muy reservada y prefería pasar
desapercibida, pero entendía que no pudieran dejar de abrazarme y
besarme, eran muchos años los que llevaba fuera y debía comprender que,
aquel momento, yo era la protagonista.

Nos pusimos al día de forma abrupta, contando con breves pinceladas en


donde se encontraban nuestras vidas en aquel momento, y me alegré
muchísimo por el anuncio que hicieron Julio y Luis de que iban a casarse.
—No podemos hacerle sombra a nuestra princesa —comunicó Julio—,
ella se adelantó en anunciar su boda para este año, así que decidimos
posponerlo para el siguiente.
Y, a pesar de todo lo que habían vivido y sentido aquellas tres personas en
el pasado, se podía masticar el cariño que seguían sintiendo. No percibí una
amistad cualquiera, sino un sentimiento que te lleva a formar una familia
que no es de sangre. Personas que se cruzan en tu vida y que, al conocerlas,
se convierten en algo más, sin poder deshacerte de ellos jamás.
Aproveché que la conversación se había desviado hacia Julio y Luis para
preguntarle a Sandra cómo llevaba los preparativos de la boda.
—Todo eso está bajo control, ya sabes… —contestó—. Y hay algo que
debo decirte cuanto antes, y sé que no te va a gustar.
Se me formó un nudo en la garganta que apenas me permitía respirar ni
dar sorbos a la copa de cava. Mis manos empezaron a sudar y mi corazón a
bombear, porque me temía qué era lo que me iba a decir. Iban a matarme
con tantas revelaciones y confesiones.
—No sé cómo decírtelo, sé que te va a condicionar y, a pesar de que han
pasado muchos años y tú tienes tu vida y…
—Sandra, ve al grano —interrumpí.
—Perdona que te lo haya ocultado, pero… —hizo una pausa dramática
con desvío de mirada hacia el suelo. Me temía lo peor—, Joel viene a la
boda.
Su nombre de nuevo.
Un crujido desde las profundidades de mis entrañas. Lo suficiente grave
como para resquebrajar un poco esas heridas que creía cicatrizadas.
Durante esos casi cuatro años trataba su nombre como si fuera el
mismísimo Voldemort. No lo nombraba jamás porque, aunque creía tenerlo
bajo control, ocurría eso: todos los recuerdos entraban en mi cabeza de
golpe y me desestabilizaban por completo. Sus ojos camaleónicos, su
sonrisa, sus manos, nosotros estudiando en la biblioteca, nuestras
conversaciones en la orilla de la playa, aquella noche en…
Mi yo interior empezó a hacer aspavientos en mi cabeza y eliminó todos
aquellos momentos pasados. Intenté disimular lo mejor que pude mi
expresión, pero Sandra me conocía demasiado bien.
—Gala, ¿estás bien?
—Sí, de verdad. Todo eso forma parte del pasado.
—Ya, pero no sabía cómo te lo ibas a tomar. Tú te marchaste y, a pesar de
que al principio me cabreé muchísimo con él y le di de lado, después de lo
de Pau me demostró que es muy buen amigo. Digamos que necesitaba
nuestra ayuda, Gala. Todo aquello lo destrozó.
Volver a materializar a Pau me rompió el corazón, porque fue un duro
golpe para todos. Aún recuerdo la forma en la que me miraba, cómo me
buscaba en todas las fiestas e intentaba algo conmigo, pero siempre le
esquivaba.
Hacía casi un año que recibí una de las llamadas más duras que había
tenido. Sandra me llamó para contarme que Pau había sufrido un accidente
de moto. En aquel momento algo se rompió dentro de mí, pero no fui capaz
de presentarme. No tuve el valor suficiente para enfrentarme a aquello, y
me arrepentiría siempre. Sentía que había fallado a un buen amigo.
—Vale, lo entiendo, Sandra —mentí—. Está bien.
—¿Seguro? No quería decírtelo por teléfono, porque sabía que te
encerrarías en tu mundo y que pondrías mil excusas para no venir a la boda,
y no puedo casarme si tú no estás.
—¿Por qué todos me ocultáis cosas? No entiendo nada, de verdad. Como
si fuera a tener una pataleta o algo…
—No, Gala, pero normalmente sueles escapar de los problemas, y llega un
punto en el que no sabemos qué te podemos contar.
—¿Tú también? No llevo ni tres horas en esta maldita ciudad y ya estoy
deseando volver.
—¡Espera! Es que prefería decírtelo en persona, aunque sé que acabas de
llegar y tal vez no es el sitio ni el momento adecuado, pero ya me
conoces…
—Ya, no podías ocultarlo un poquito más —contesté irónica—. Si has
sido capaz de callarte todo este tiempo, creo que podrías haber aguantado
un poco más, no te ibas en dos días.
—Lo sé, pero es que mi cara es un libro abierto, se me iba a enquistar en
el estómago. Y eso debe producir unos gases tremendos.
—Pues mira, podrías haber aguantado una indigestión por mí —repliqué
mordaz, pero con una leve sonrisa para rebajar la tensión que se había
creado entre nosotras.
Volví a hacer un ejercicio de serenidad, así que me separé del grupo para
ir a la cocina a por más bebida y respirar. Debía ordenar mis prioridades y
tener la situación bajo control.
Iba a verle de nuevo, y todo estaba olvidado y superado, pero mis piernas
y mi corazón estaban temblando. Necesitaba calmarme, convencerme de
que él ya no era nadie para mí, que me demostró que no le importaba, que
no teníamos nada en común y que nada nos unía. Aunque en eso último me
equivocaba: un tatuaje nos vinculaba de por vida.
Miré el interior de mi muñeca derecha y vi el átomo que, durante aquel
tiempo fui incapaz de borrar. ¿Debía ponerle remedio de una vez? Nunca
encontré el momento para hacerlo, siempre que me armaba de valor para
hacerlo, algo en mi interior me lo impedía, porque aquel dibujo no solo
hablaba de nosotros, sino de nuestra pasión por la ciencia.
Cerré los ojos, suspiré y decidí dejarme llevar por mis viejos amigos. No
me quedaba alternativa.
El día fue avanzando, pero el sentimiento de vacío era cada vez mayor.
La percepción de que me había perdido gran parte de esas historias,
anécdotas y locuras era enorme. No pude evitar acordarme de todo lo que
yo había estado haciendo durante todo ese tiempo en el que Ana y Sandra
se metían en su mundo profesional; una trabajaba en la empresa familiar de
sus padres y la última se había convertido en urbanista. Julio trabajaba
como contable y Luis no llegó a terminar la carrera, pero realizó un grado
superior en diseño que le dio como resultado un buen trabajo.
Mi hermano seguía siendo entrenador de judo, y seguiría siendo así, ya
que le fascinaba su trabajo. Para ser hermanos éramos totalmente opuestos:
a él le encantaba hacer deporte, cuidar su alimentación, probar cosas
nuevas, decidido, constante y mal estudiante. Sin embargo, yo era todo lo
contrario, aunque con el tiempo había adquirido unos hábitos saludables
gracias a Sten.
A medida que el sol se ponía se fueron marchando, y yo ya no podía
evitar tener que enfrentarme de nuevo a mi familia, al nuevo cuadro que se
había planteado y que había esquivado a toda costa. Salva me recordó que
dejaría el coche en segunda fila para poder descargar mi equipaje y luego
subir a cenar a casa de nuestros padres. Ana iba a venir con nosotros, y no
supe a ciencia cierta cuál de las dos estaba más nerviosa. Esperamos a Salva
fuera del parquin y aproveché el momento que nos quedamos a solas para
intentar indagar, sacarle algo sobre ese suceso terrible…
—¿En qué momento te enamoraste de ese loco? ¿Qué le has hecho para
que sentara la cabeza?
—Supongo que darle más problemas… —contestó con su típica timidez.
—Me alegro de lo vuestro, de verdad —confesé mientras le apretaba con
cariño el brazo.
Ella se limitó a sonreír y decirme las ganas que tenía de juntarnos un día a
Sandra y a mí para contarnos todo lo que había pasado. Pude saborear la
fragilidad en sus ojos, pero también ese brillo constante desde que nos
habíamos vuelto a juntar.
Pero los nervios aumentaron a medida que nos acercábamos a casa de mis
padres, aquellos que decidieron separarse después de darnos una infancia
repleta de amor, respeto y buenos principios. A veces me sentía egoísta por
cómo me comportaba con ellos, pero era algo que, sin ser consciente de
ello, el tiempo me acabaría poniendo en mi lugar y dándome de mi propia
medicina.
Gala
Caffè Mocha

Octubre de 2012

Me desperté como si la noche anterior me hubiera bebido una bodega


entera. Tenía todo el cuerpo dolorido, y solo el hecho de pensar que, en
apenas dos horas, tenía que estar currando, me ponía muchísimo peor.
Desde que había empezado la universidad, echaba horas sirviendo cafés
en uno de los muchos Starbucks que habían invadido la ciudad. Para ser
exactos, trabajaba en el más cercano a la Facultad de Química y Física,
justo en plena Diagonal. Trabajaba para aquella cadena desde que cumplí
los dieciséis, a regañadientes de mi padre. No le gustaba la idea de que no
dedicara todo mi tiempo a los estudios.
Entonces, te preguntarás, que para qué trabajaba. La respuesta puede
variar de a quién le preguntes por la facultad; unos trabajaban para no
depender única y exclusivamente de sus padres, otros para darse algún
capricho de vez en cuando o para comprarse el último móvil más caro del
mercado, la gran mayoría lo hacían para escaparse unos días con sus
colegas para realizar ese viaje digno de anuncio de cerveza en un velero o,
en mi caso, porque las cosas en casa se habían complicado demasiado. Mis
padres habían iniciado una guerra entre ellos que, día a día, estaba haciendo
imposible la convivencia. Mi hermano Salvador —si lo llamas por su
nombre completo puede matarte con la mirada— estaba desquiciado y
pasaba gran parte del tiempo entrenando y trabajando, yo empecé a estudiar
en la biblioteca de la uni para estar el menor tiempo posible en casa. Pero es
que incluso estando lo justo, cada vez que nos sentábamos a la mesa para
comer o cenar, se levantaba la peor de las batallas. En definitiva, que apenas
estábamos en casa para no tener que ver cómo las dos personas que más
queríamos en el mundo se lanzaban reproches sin parar.
Miré el reloj y vi que se me echaba el tiempo encima, así que fui
corriendo al baño, sin saludar a nadie siquiera, para ducharme y
adecentarme en tiempo récord. Cuando caminé hacia el salón, fui
respirando la cantidad suficiente de aire para armarme de valor para una
nueva confrontación. Vi a Salva terminar de colocar los platos en la mesa,
junto a un inquietante silencio.
Demasiada quietud.
Cada uno estaba a sus tareas: mi madre estaba en el balcón tendiendo la
ropa, mi padre sostenía una paellera en sus manos para depositarla en la
mesa, de la que percibí que olía a las mil maravillas y, Salva, ya estaba en
su posición. Me miró con cara circunstancial, así que me senté a su lado sin
hacer mucho ruido.
—Qué, ¿mucha fiesta anoche? —me preguntó en voz baja.
—Bah, lo de siempre —contesté de igual forma, haciendo esa
conversación más íntima—. Oye…, está todo muy tranquilo, ¿no?
—Demasiado, miedo me da —afirmó.
Mi padre, sin decir ni una palabra, empezó a servir la paella que tenía una
pinta deliciosa; sus almejas, sus gambas, su sepia y, lo más importante, el
arroz en su punto. Mi madre, en cuanto terminó de tender la colada, fue
directa a la mesa para tomar su asiento.
Vernos de aquella forma me hizo recordar que siempre habíamos sido de
esas familias que tenían un sitio asignado en la mesa, que tenían tradiciones
semanales como la de los viernes por la noche: donde nos juntábamos los
cuatro delante de la tele para ver una peli y devorar la pizza casera de papá,
de los que solían hacer actividades y que no les molestaba en absoluto
matar tiempo mientras estuviéramos juntos.
¿Qué demonios había pasado para que todo se torciera? Ni mi hermano ni
yo lo sabíamos, pero ambos teníamos la sensación de que no tardaríamos en
descubrirlo.
—Muy rica la paella, papá —dije.
—Gracias, hija —correspondió con una leve sonrisa.
—Se te ha achicharrado un poco, podría estar mejor —escupió mi madre
sin ningún tipo de delicadeza.
—Joder, ya empezamos… —lastimeó mi padre—. Inés, ¿no hemos dicho
que ya estaba bien?
—¿Qué pasa? ¡Es la pura verdad!
Tanto mi hermano como yo nos miramos y, con aquel simple gesto,
supimos que la calma había terminado.
Una nueva batalla empezaba a librarse, y solo podías hacer dos cosas: o
hacer como si nada, o esconderte.
—Aprovechas cualquier ocasión para atacarme, para minarme la moral, y
ya estoy harto.
—¿Que tú estás harto? ¿Y cómo debería estar yo entonces? ¿Quién es la
que lleva toda la carga de la casa a sus espaldas?
—¡Qué exagerada! Solo sabes hacerte la víctima.
—Ya vale… —pronunció Salva en un intento de inyectar calma, pero no
sirvió de nada.
Sabíamos de sobra que aquello solo podía encender todavía más la
discusión, pero era muy frustrante no saber cómo actuar para parar aquella
locura.
—¿Y tú? Te piensas que todo lo haces bien, el padre ejemplar, el que más
dinero trae a esta casa y el hijo prodigo de su mamá. Nada tiene sentido.
—¡Ya está bien! —gritó Salva al final.
Yo, como acto reflejo, me levanté de la mesa y, de manera inconsciente,
fui hasta el recibidor para coger mi bolso y salir por la puerta. No podía
tolerar ni una discusión más. Sus palabras se me incrustaban en el lugar más
profundo de mi alma, y no podía soportarlo más. Creía que si no escuchaba
aquellas riñas sería mejor para mí. Como dice un viejo refrán: ojos que no
ven, corazón que no siente.
Me quedaba más de media hora para entrar a la cafetería, así que decidí ir
andando mientras dejaba que el grupo británico Kasabian me relajara. Sus
canciones tenían el poder de evadirme de cosas como la que acababa de
vivir.
Desconocía el tiempo que duraría aquella nueva y extraña situación, pero
tenía la sensación de que un nuevo terremoto familiar se aproximaba, y nos
iba a arrear a todos de lo lindo.
En cuanto entré por la puerta del local, Natalia, mi compañera de trabajo,
se estaba tomando un café antes de la jornada. Decidí acompañarla, pero
añadiendo un pequeño sándwich para llenar un poco mi estómago y charlar
un rato antes de iniciar con aquella locura. Hacía dos años que trabajábamos
juntas y con el tiempo ganamos mucha complicidad; lo sabía prácticamente
todo de mí, al igual que yo de ella.
—Uy, qué carita traes —vaticinó.
—No hay tregua en casa. Me he ido sin comer por no oírlos discutir de
nuevo.
—Sé fuerte, Gala. Todo acabará pronto.
—Pero ¿cómo? —pregunté de forma retórica, casi sin fuerzas—. A estas
alturas quiero que se separen, pero no sé si estoy preparada para que cada
uno haga su vida. Es tan complicado…
—Gala, pensamiento positivo —recordó. Natalia siempre apostaba por la
filosofía asertiva—. No pienses solo en lo que tú quieres. Si no están bien
juntos lo mejor es que se separen, y lo sabes.
Sabía que tenía razón, pero a veces te encierras en el pasado; no quieres
ver más allá y, aunque conozcas la solución ante dicho problema, no quieres
materializarlo. La idea de ver a mis padres separados me entristecía, y me
aferraba a que por arte de magia todo lo vivido se borraría y volvería a ser
como antes, pero aquello no parecía tener punto de retorno.
Apuramos nuestros cafés y no tardamos mucho en ponernos el delantal
verde para relevar a nuestros compañeros tras la barra. Trabajar en aquella
cafetería tenía cosas buenas y cosas malas: lo bueno era que estaba a diez
minutos de la universidad y, en caso de que necesitaran a alguien unas horas
para servir entre semana podía llegar rápido, pero lo malo era que durante el
fin de semana no dejaba de ver a compañeros de mi grado tomando café de
manera relajada y sin necesidad de trabajar, viendo cómo hacían grupitos de
amigos mientras yo apenas tenía horas libres para estar con mis amigas.
En uno de los ratos de poco trabajo, Natalia y yo aprovechábamos para
charlar un rato.
—¿Y tú? ¿Cómo lo llevas con tus padres?
—Mal. Creo que tienen que asimilar que su única hija se sienta atraída por
las mujeres, se ve que es algo muy duro.
—Qué triste es todo…
—No, tienen dos problemas: avergonzarse como lo están haciendo o
asimilarlo. No voy a cambiar, eso es algo imposible.
—Ya podrías darme un poco de tu positividad, desde que he empezado el
grado estoy algo atacada.
—¡Hola! —dijo un chico con una sonrisa impecable tras el mostrador.
Fui hasta él sin dejar de pestañear, con el típico nerviosismo que me
invadía cada vez que tenía a un tío guapísimo delante de mí. Me hacía
diminuta y mi yo más tímido me jugaba malas pasadas. Pero a ese en
concreto le reconocí de inmediato.
—¿Podrías ponerme un Caffè Mocha con una montaña de nata por
encima? El tamaño más grande que tengas y, ya que estamos, lo que más
azúcar tenga para comer.
—Claro… —contesté encogida—. ¿Tu nombre?
—Joel —pronunció con esa misma sonrisa que podía ser digna de
anuncio.
—Perfecto, en breve mi compañera te prepara el café —le informé—,
¿algo más?
Contestó con una increíble sonrisa a la vez. Mientras le cobraba me sentí
observada. Le miré de reojo, lo más disimulada que pude, y vi cómo me
miraba fijamente, como si intentara ubicarme. Yo sabía perfectamente quién
era él; iba a las mismas clases que yo en la universidad. Los dos estábamos
estudiando el grado de Química. El chico que permanecía atento y en
silencio durante las clases. El que siempre sostenía un casco lleno de
pegatinas en su brazo izquierdo y que salía disparado en cuanto llegaba la
hora de salida. No muy alto, pero de envergadura atlética. Moreno y de piel
aceitunada, con un gran rastro de su exposición al sol en el verano.
Sí, más de una vez me había fijado en él mientras el profesor de Química
Aplicada se iba por las ramas. Así que le devolví el cambio y, muerta de
vergüenza, le sonreí como solía hacer con todos los clientes.
—¿Joel? —preguntó Natalia.
—¡Presente!
Fue ligero hacia el mostrador que estaba al lado de la gran cafetera y
aproveché para echarle un buen repaso más de cerca: tenía un rostro
despreocupado que poseía un encanto jovial, una cara de niño bueno que,
seguro, llevaba a más de una de cabeza.
—¡Gracias, chicas! —pronunció antes de marcharse.
No dejé de mirarle hasta que salió por la puerta. Me quedé totalmente
atontada.
—Que chico más majo, ¿no? —preguntó Natalia sacándome del embrujo
—. Le conoces, ¿verdad?
—Le he visto por clase, pero ya sabes que soy algo reservada.
—Sí, que no hablas con nadie, que estás centrada en los estudios, que eres
una niña modelo…bla, bla, bla… —farfulló burlándose de mí—. Pues mira,
ya tienes a alguien con quien hablar un rato y… oye, que no está nada mal.
—Natalia, un tío como él jamás se fijaría en alguien como yo, ¿me has
visto?
—Claro que te he visto: ojazos, melena peleona, una carita dulce,
inteligente, buenas tetas y… culazo —añadió mientras desviaba sus ojos
hacia mi trasero, provocando que me sonrojara—. Si no se fijan en ti es
porque tú misma te asustas de que se acerquen. Somos lo que somos y si te
avergüenzas de lo que tienes, jamás encontrarás a alguien. Tienes que
quererte, porque tienes muchísimos motivos para hacerlo.
No tardé en zanjar la conversación. Para mi suerte las agujas del reloj
avanzaron rápido y apenas nos dieron tregua hasta el cierre cuando me
permití pensar en cómo estaría el ambiente en casa, temiéndome lo peor.
Había escapado de la tormenta, pero al volver podía encontrarme un
escenario terrorífico.
Gala
Mi realidad

Entré al piso con el estómago encogido. La nostalgia y la ansiedad me


invadieron a partes iguales, dejándome fuera de control. Cuando al fin los
tuve delante, justo en el lugar donde habíamos vivido un amor familiar
idílico y, también, un sinfín de discusiones, me quedé paralizada.
En el tiempo que había pasado fuera habían venido a verme por separado,
jamás lo hicieron juntos. Verlos unidos después de tantas palabras feas y
discusiones sin sentido me descolocó. La última vez que estuve en aquella
casa el panorama era totalmente opuesto al que veían mis ojos en aquel
preciso instante.
Se acercaron a mí con una sonrisa en la cara cada uno para rodearme entre
sus brazos, pero mis latidos iban a mil por hora. Les respondí de igual
manera, pero me sentía incómoda, y por varias razones:
1. Por verlos juntos de nuevo.
2. No alegrarme de que hubieran sido capaces de volver a quererse.
3. Por sentir que quería volver a Copenhague y que aquello me creaba una
ansiedad terrible.
Empecé a sentir como si todo aquello lo estuviera viviendo otra persona.
Que era un mundo paralelo donde el transcurso de mi vida hubiera sido
otro.
—¡Al fin estás aquí! —gritó emocionada mi madre.
Le dediqué una breve sonrisa, justo lo que mis emociones me permitían.
Pero de reojo vi el gesto torcido de mi hermano, recordándome que debía
hacer un esfuerzo en relajarme y comprender su decisión.
Mi padre señaló a la mesa del comedor para que viéramos que estaba
dispuesto; nos estaban esperando para cenar y, siendo sincera, olía muy
bien.
Demasiado bien.
Es increíble el poder que tiene una canción o un aroma; el dominio de
hacerte viajar en el tiempo y rociar tu presente con recuerdos, ya fueran
buenos o malos.
Papá siempre había sido un gran cocinero y noté que ellos habían pasado
página, que habían sido capaces de retomar su relación donde lo dejaron.
¿Cómo es posible hacer algo así?
¿Cómo te olvidas de todo el daño que esa persona te ha ocasionado? No
podía hacerme a la idea, yo había apartado y bloqueado a la persona que
más daño me había hecho, ese al que tendría que enfrentarme en poco
tiempo y para el que debía preparar toneladas de indiferencia y serenidad.
En cuanto pasara la boda de Sandra, iba a acabar con ella.
Salva se encargó de llevar parte de mi equipaje a la que fue mi habitación
y que, en cuanto entré, me hizo aterrizar al fin en el viaje al pasado que
había emprendido aquel día.
Todo estaba igual, a excepción de la cama, que la habían cambiado por
una doble. Las fotos, los libros, los pósteres y las figuras seguían en su sitio,
como si el tiempo no hubiera acechado en aquella estancia, pausándose
hasta mi regreso. El armario de siempre, con parte de la ropa que se quedó
ahí, junto con todos los malos recuerdos. El escritorio donde pasé horas
estudiando, pasando apuntes y divagando. Soñando con ver mundo,
presuponiendo qué sería de nosotros en cuanto acabáramos la carrera y en
el día que decidiera dejar aquella casa para independizarme. La de veces
que fantaseé sentada tras aquel escritorio, donde su nombre; el que me
empeñaba en comparar con el mismísimo Voldemort, se asomaba a todas
horas desde el primer día que me pidió un café.
La carga nostálgica era demasiado pesada para mi corazón, el que me
había empeñado en recubrir con acero, pero que, estando allí de nuevo, me
daba cuenta de que era más frágil que el cristal. No pude evitar
entristecerme, pensar en las malditas dudas de qué habría sido de mí si mis
decisiones hubieran sido otras.
Otra vez volvían las incertidumbres.
Y si…
Y qué habría pasado si…
Y si le hubiera dado el beneficio de la duda…
No. No podía bajar la guardia. Necesitaba un rato a solas, así que les pedí
a todos que me dejaran algo de intimidad para hablar con Sten, pero sentí
que aquella era una excusa barata, porque no tenía ganas ni de hablar con
él.
Decidí regalarme aquel tiempo para respirar, recomponerme de los golpes
de realidad, no la farsa que me había montado en mi cabeza. Me había
empeñado en pensar que todo era un caos en Barcelona, que en Copenhague
mi vida era mucho mejor y que mi familia no sabría gestionar mi ausencia.
Pero me equivocaba.
Observé los lomos de los libros que tantas veces había leído. Paseé mis
dedos por los títulos que tanto me habían cautivado mientras fui una idiota
adolescente. Ver los libros de la universidad sobre el escritorio que dejé tras
mi marcha y las fotos de aquellos años: con Ana, Sandra y todos los demás.
Instantáneas que inmortalizaron los años de carrera con ellos antes de mi
rotunda decisión. En muchas de ellas estaba él, junto a Pau, y no pude
contener las lágrimas.
Pau se convirtió, sin darme cuenta, en una gran amistad. Aún recordaba
aquel beso torpe que nos dimos cuando me dejó en el portal de casa,
después de ver una peli de cine independiente que, incluso a día de hoy,
seguía sin entender. Supe desde el primer día que le gustaba, y yo intenté
tener el mismo sentimiento hacia él, pero mi corazón no le correspondía.
Fue al único que le confesé mis verdaderos sentimientos, convirtiéndose así
en mi confidente. Pau era bueno, amable, sincero y entrañable, pero un
accidente nos lo arrebató, y yo jamás podría perdonarme no aparecer en su
funeral. Le había dado la espalda, y la culpabilidad se asomaba cada vez
que pensaba en él.
Cuando tomé la decisión de quedarme en Copenhague me distancié de
todos ellos, pero Pau formaba parte de ese vacío que se instaló en mis
entrañas junto con la decisión de Joel, el resto no. Fue una época terrible en
la que, incluso años después, intentaba no pensar mucho en ello.
Decidí coger el teléfono y hacer la llamada que me había servido de
excusa para relajarme un poco. Le expliqué por encima todo lo que había
pasado, pero omitiendo algunos detalles que sí que le harían preocuparse de
más. Sten era celoso, y si se enteraba que iba a volver a ver al chico que me
destrozó, se pondría frenético, así que decidí ocultarle aquella información.
Me pidió que fuera paciente y comprensiva con mis padres, como todo el
mundo. Y en el fondo sabía que tenían razón, debía hacer todo lo posible
por alegrarme.
Para cuando salí de la habitación ellos estaban esperándome para cenar,
pero antes de sentarnos en la mesa, papá nos informó de que tenía algo que
decirnos.
—Gala, tu madre y yo volvemos a estar juntos.
No fui capaz de decir nada, pero Salva se me adelantó para salvarme el
tipo una vez más.
—No sabéis cuánto nos alegra que al final volváis a estar juntos —animó
mi hermano dándome un codazo para reaccionar.
Me quedé observando cómo se abrazaban entre ellos, incluso pude
percibir la calidez del abrazo de mis padres. Ser testigo de su sincera
muestra de afecto me alegró de forma inconsciente, pero también empezaba
a necesitar encajar todas las piezas de aquel rompecabezas. La vuelta estaba
siendo más difícil de lo que ya me imaginé.
Debía afrontar que me había perdido infinidad de cosas, y que en muchas
ocasiones me encontraría descolocada, pero fui ingenua al pensar que no
sería una sensación tan permanente como lo estaba siendo.
Ya iba siendo hora de tirar hacia adelante.
En la mesa, mientras degustábamos la cena, hablamos de cosas banales
como qué tal el viaje, cómo estaba Sten, y sobre mi trabajo en la
universidad de Copenhague. Aunque gracias a mi hermano yo no era el
único centro de atención: la conversación también viajó hacia la pareja del
momento.
De la cena pasamos al postre y a los cafés, el cual rechacé a sabiendas de
que me costaría una barbaridad conciliar el sueño después.
Pero en cuanto Salva y Ana se marcharon no pasé ni diez minutos a solas
con mis padres, me excusé diciendo que estaba muy cansada de todo el día
que había pasado, aunque aquella mentira piadosa contenía toneladas de
realidad.
Me cepillé los dientes, rebusqué en la maleta el pijama y me metí en la
cama, mirando el móvil. Cotilleé las redes sociales un poco, pero apenas le
estaba prestando atención a la pantalla. Mi cabeza divagaba por los últimos
acontecimientos, pero sobre todo en el inevitable reencuentro.
¿Cómo debía actuar?
¿Indiferencia?
¿Desprecio?
No. No sabía cuál era la mejor manera para enfrentarme a él, pero estaba
claro que no podía tomar una decisión sola. Necesitaba hablar con Sandra
sobre ello, que era la que sabía todo lo que ocurrió en el pasado y, además,
la que me lo había ocultado.
Mientras intentaba conciliar el sueño vino a mi memoria aquel día: en el
que por primera vez nos besamos. Todavía podía recordar su olor, su piel
tostada por culpa del sol, sus ojos camaleónicos, su respiración encima de
mí… Y cada vez que lo hacía algo moría en mi interior. Tumbada en
aquella habitación, en la que no dormía desde hacía tantos años, no podía
evitar que todo aquello se me viniera encima, porque la última vez que
dormí en ese cuarto descubrí lo que era el amor de verdad.

Desperté al día siguiente descolocada. Me sentía desprotegida y en


peligro. Tenía una sensación de ansiedad que no era normal. Al salir de la
habitación me encontré con una nota de mi padre en la cocina indicándome
que me habían dejado el desayuno preparado, que ellos se habían marchado
a trabajar y que no querían despertarme tan temprano.
Aquella soledad era un bálsamo, así que calenté la taza de café y me hice
con dos magdalenas que habían dejado preparadas en un plato. Desayuné en
silencio y con calma, contemplando aquella casa que parecía haber sufrido
un viaje a un tiempo mejor. La tranquilidad no me iría mal, porque desde
que empezó mi aventura siempre había estado trabajando y estudiando sin
descanso, y pensé que tomarme un respiro no estaría mal. Aunque, para qué
voy a engañarme, en una playa paradisiaca estaría mucho mejor.
Deshice la maleta en cuanto me terminé el desayuno, necesitaba poner un
poco de orden en aquel armario, que seguía intacto desde mi marcha. Vi mi
chaqueta vaquera, algunas de mis camisas y mis vaqueros favoritos. Una
sonrisa se alojó en mi cara y no pude evitar vestirme con mis prendas
favoritas. Pude comprobar lo mucho que había cambiado mi cuerpo en
aquellos pocos años; mi cintura se había estrechado un poco, al igual que
mi pecho y mi vientre. Aunque, lo único que no había disminuido era el
tamaño de mis caderas, y aquello me recordaba lo mucho que me había
costado aceptar mis formas.
Después de experimentar con mi ropa de adolescente y hacer espacio en el
armario para la ropa que había traído, me preparé otra taza de café enorme y
decidí encender el portátil, pero el móvil no tardó en romperme la
tranquilidad.
Era una llamada de Sandra.
—Te recuerdo que hoy tengo la última prueba de vestido, y te
comprometiste a venir. ¿Sabes dónde es el sitio? ¿Quieres que vaya a
buscarte? Te necesito allí, Gala…
—Claro que iré, respira… ¿Estás bien?
—No, estoy desquiciada —confesó casi con voz gutural.
—¿Quieres quedar un poco antes?
—Salgo a las tres de la oficina, ¿quedamos para comer algo y ponernos al
día? Hay cosas que me gustaría hablar contigo con más calma.
—Me parece bien, yo también lo creo.
Quedamos por el centro, cerca del trabajo de Sandra. Como yo me había
acostumbrado a llevar una dieta con poca proteína animal, decidió llevarme
a Flax&Kale. El sitio estaba muy bien ambientado y me pareció de lo más
coqueto. Pedimos dos cervezas y un plato cada una, y mientras Sandra
entregaba la carta a un camarero fui testigo de cómo temblaba. Algo no
estaba marchando bien.
—¿Me vas a contar ya qué te tiene tan nerviosa?
—¿Hago bien?
—¿Cómo? ¿Es una pregunta trampa?
—Joder, estoy nerviosa, mucho —confesaba temblorosa—. Quiero a
Mario por encima de todo, es único y… joder, es el único tío que me ha
empotrado de verdad en la vida.
—Madre mía… —murmuré avergonzada.
Ya no me acordaba de que Sandra carecía de filtros antes de decir las
cosas.
—Ay, Gala… Estoy acojonada, no sé si hacemos bien en casarnos ya.
—Sandra, relájate. Si algo sé desde que estás con Mario y vinisteis aquel
fin de semana, es que os queréis con locura. Es solo un simple trámite, nada
tiene que cambiar entre vosotros.
—¿Tú crees? ¿Tú harías lo mismo que yo?
Y la verdad era que aquella idea no se pasó por mi cabeza en ningún
momento desde que empecé con Sten. Nunca me planteé casarme, estaba
cómoda tal y como estaba, pero aquella pregunta me desestabilizó por
completo.
—Es que tengo la sensación de que es un paso enorme, ¿tú lo harías? —
insistió.
—No sé, tampoco me lo he planteado y tampoco lo he hablado con Sten,
pero, sí se diera el caso, tal vez sí.
—Ya estamos, ves, el tal vez de las narices.
—Es distinto, mi relación con Sten nada tiene que ver con la vuestra. Le
quiero, pero es algo que nunca hemos tratado. ¿Quieres a Mario?
—Sí, claro.
—Pues no necesitas saber nada más, ¿no?
No sé si la respuesta le sirvió, pero sí hizo que cambiáramos de tema. Le
pregunté por cómo marchaba su relación con Julio y Luis.
—Ellos están de maravilla, como siempre, pero la que me tiene un poco
en vilo es Ana. Últimamente anda más animada de lo normal, ya sabes…
Y yo sabía mucho, y no era capaz de ocultárselo más a Sandra. Así que no
pude reprimir más el secreto.
Sí, era la peor hermana del mundo.
—Resulta que Ana quiere hablar con nosotras para explicarnos algunas
cosas. Me lo comentaron ayer.
—¿El qué? Yo no puedo quedarme así; de esta tarde no pasa, cuando
salgamos de la prueba del vestido ya puede estar largando —zanjó antes de
darle un sorbo a la copa de cerveza—. A ver, las cosas con Ana, desde que
te marchaste, no han sido fáciles, ya lo sabes. Ella y yo hemos pasado
mucho tiempo distanciadas y… sin ti no es lo mismo.
En aquel instante me acordé de cuando le transmití a Sandra que no iba a
volver a Barcelona. Le pedí que cuidara de Ana, porque sabía que, con la
ruptura de Hugo, su novio por aquel entonces y por el que perdió la cabeza
y se resquebrajó nuestra amistad, lo estaba pasando fatal. Nuestra amiga
dejó de brillar, de ser quién solía ser para convertirse en un fantasma, en
alguien que apenas hablaba y que no sonreía. Y me alegraba volver a verla
tan radiante cuatro años después junto a mi hermano. Pero la idea de que
algo terrible le pudo pasar se había instalado en mi cabeza, y no me olía
nada bien. Empecé a tener un mal presentimiento que me aterraba, porque
ellas dos habían sido mis mejores amigas, y la sensación de que las
abandoné cuando más me necesitaban pesaba demasiado.
En aquel momento no pude evitar sentirme egoísta.
—Eh, ¿tú estás bien? —preguntó mi amiga en cuanto me notó ausente.
—No lo sé. Demasiadas emociones en muy poco tiempo.
—Ya sabes que estoy aquí para lo que necesites.
—Bastante tienes. Además, soy yo la que tiene que recuperar el tiempo
perdido con vosotras.
—¿Qué estás diciendo?
—Os di de lado cuando más me necesitabais. Ana lo estaba pasando fatal
y tú más de lo mismo.
—Eso ya no importa, Gala.
—Sí, sí que importa —insistí—. Deja que te explique cómo me siento.
Y así empecé a vaciar parte de mi frustración. Le confesé a mi amiga lo
mal que me sentía por cómo había actuado, por cómo me aparté de todos,
pero sin perder de vista que yo también tenía mis propios problemas.
—¿Qué nos pasó? ¿Por qué dejamos de explicarnos lo que nos sucedía en
aquel momento? —pregunté.
—Miedo, supongo —añadió.
Gala
La chica de la cafetería

Octubre de 2012

Estaba agotada. Eran las diez de la noche del viernes y ya no me quedaban


fuerzas ni para recoger la cafetería. Maldije el momento en que les prometí
a Sandra y Ana que iría a la fiesta de Julio, porque me daba mucha pereza
tener que pasar primero por casa para arreglarme un poco y arriesgarme a
entrar en contacto con la cama y caer rendida; debía evitarla a toda costa.
Así que a las once estaba en el metro con aquellas dos locas: Sandra estaba
irresistible, y Ana guapísima, como siempre. Yo, sin embargo, había hecho
un esfuerzo en vano, porque todas las miradas se posarían en ellas. Aun así,
me maquillé un poco, aunque lo justo para no parecer una puerta: delineé
mis ojos para que destacaran y me puse bálsamo en los labios, para que
estuvieran hidratados, nada más. Después me enfundé en un vestido negro
ajustado a la cintura y amplio en las caderas, así disimulaba mis
pronunciadas curvas y estrechaba un poco mi recta cintura.
—Déjate de tonterías, estás tremenda —me dijo Sandra—. Julio se ha
currado la fiesta de inauguración.
Ana y yo nos miramos con sonrisa burlona. Sabíamos que aquellos dos
acabarían enrollándose tarde o temprano, y aquella noche tenía todos los
números para que se hiciera realidad, o eso es lo que intentaríamos
nosotras.
Nos bajamos en la parada de Poble Sec y Sandra nos guio hasta el piso de
su amigo de la infancia. Pero lo primero que nos encontramos allí fue a un
montón de gente en un piso diminuto. Muchas caras distintas y poco
conocidas. No pude evitar sentirme agobiada, pero al ver que Sandra se
conocía aquel sitio a la perfección, y que no tardó en encontrar a su amigo,
me tranquilicé un poco. Este, al vernos, nos dio un abrazo a cada una en el
que pude olfatear e incluso medir el nivel de alcohol en el cuerpo que ya
llevaba, aunque no el suficiente para despegar del planeta tierra, todo sea
dicho.
—Esperad, que os presento a mis compañeros de piso —informó mientras
buscaba entre la multitud.
Las tres nos quedamos en la cocina, buscando por ahí algo que
pudiéramos servirnos hasta que volvió a aparecer Julio con dos chicos más,
y uno de ellos me sonaba mucho.
Demasiado.
Mi corazón empezó a bombear a un ritmo frenético y, en cuanto mostró su
amplia e impoluta sonrisa, ya no podía apartar mi mirada de él.
—A Sandra ya la conocéis. Ellas son Ana y Gala —les dijo—. Y ellos son
Pau y Joel.
Joel. Joel… ¡Joel! ¡Era él!
—¡Encantados! Nos irá bien conocer a más gente, ¿verdad, Joel? —
preguntó a su compañero.
—Pues sí, y si son amigas de Julio seguro que son buena gente —contestó
Joel mientras me miraba fijamente.
Estaba segura de que su gesto extrañado se debía a le sonaba de algún
sitio, pero que no lograba encontrar la respuesta. No era la primera vez que
me pasaba algo así.
—Llenaos los vasos con lo que queráis, chicas —invitó Julio—, para
vosotras sí que es vuestra casa, ¿verdad? —preguntó a sus compañeros.
—Por supuesto —añadió Joel sin dejar de mostrar esa sonrisa impecable y
sin dejar de mirarme, sabiendo que seguía analizándome.
Pau, sin embargo, empezó a servirnos un vaso de cerveza a cada una
mientras nos invitaba a comer algo, pero Joel no dejaba de vigilarme
pensativo.
—Joder, me suenas un montón, pero… —soltó con la potencia justa para
que solo lo oyera yo.
—Trabajo en el Starbucks de al lado de la Universidad de Barcelona —
contesté rindiéndome al fin.
—¡Claro! ¡Ya decía yo que me sonabas! ¡La chica de la cafetería!
Pero todo quedó ahí. Empezamos a hablar de lo pequeño que era el
mundo y de ahí en qué trabajábamos cada uno: Pau era repartidor de pizzas
los fines de semana mientras estudiaba ingeniería informática y Joel era
socorrista y monitor en las Piscinas Bernat Picornell. Ana no tenía trabajo,
solo se dedicaba a estudiar. Ella no lo necesitaba y, en aquella conversación,
se sentía un poco desubicada, así que no tardamos en perderla de vista.
—¿Tú estás estudiando, Gala? —preguntó Pau.
—Sí, he empezado el grado de Química en la UB.
Y en aquel momento todos fuimos conscientes de cómo Joel abrió los ojos
de golpe. Al fin había caído en la cuenta de que estudiábamos juntos.
—¿En serio? Soy un puto desastre… —pronunció—. ¿Vamos a la uni
juntos y solo te ubico en la cafetería? Soy la hostia…
—Tranquilo —añadí con una carcajada, la cerveza empezaba a hacer su
efecto en mi cuerpo. Empezaba a sentirme relajada—, somos muchos y yo
soy la primera que llega allí y ni levanta la vista de los apuntes.
—¿Y cómo lo estás llevando? Yo estoy flipando un poco, me sobrepasa…
—Sí, yo me siento un poco ahogada, pero pienso en que merecerá la pena.
—Eso espero —añadió de nuevo con aquel gesto tan perfecto.
En aquel momento se sumó una chica rubia guapísima a la conversación,
pero no para hablar, sino para llevarse a Joel a bailar. Habían habilitado el
diminuto comedor para que nos pudiéramos dejar llevar, pero nadie lograría
que me animara a mover mis lorzas.
O eso quería creer yo.
—Qué suerte tienen algunos… —me dijo Pau elevando la voz por culpa
del volumen de la música—, acabamos de llegar a la ciudad y ya han
conseguido encontrar a alguien.
—Ya…
—¿Y tú? ¿Tienes a alguien?
—No, bueno…, nunca he tenido novio y tampoco entra en mis planes
ahora mismo.
—¿En serio? No me lo creo…
—Pues créetelo. Mi hermano siempre ha dicho que somos unos siesos
para el amor, y que estamos malditos por algún motivo extraño que se
empeña en creer él.
Y mis propias palabras me transportaron a la situación que estaban
viviendo mis propios padres. El amor que se demostraban día a día y que,
de golpe y porrazo, se fue al garete. Era cierto que ni mi hermano ni yo
habíamos manifestado tener pareja en algún momento, pero ver a nuestros
padres nos ayudaba a pensar que algún día nos tocaría a nosotros.
Pero todo había cambiado, y ese pensamiento se truncó.
—Eres guapísima, Gala —soltó de sopetón Pau—. No puedo creerme
que, con esa mirada que tienes, no se haya enamorado nadie de ti.
—Pues no, que yo sepa. Tampoco me preocupa, porque ahora mismo no
tengo tiempo para nada que no sea la uni y el trabajo.
Seguí un rato charlando con Pau, que parecía un tipo majo, sin mala
intención y muy noble. Sandra y Julio no tardaron en ponerse a hablar y a
hacer el payaso con nosotros. Sin embargo, Ana no había perdido el tiempo:
se estaba liando con un tío en una esquinita del comedor, sin disimulo
alguno. Pero no era la única que estaba en aquella situación: Joel estaba
bien amarrado a la Barbie… A su vez sonaba un temazo chungo que lo
había petado muy fuerte en su momento y, aunque iba con idea de no bailar,
al final no fui capaz de resistirme.
Todos los que estábamos en aquella fiesta nos movíamos al ritmo de la
música, pero a medida que iban pasando las canciones, hacíamos más el
idiota. Sandra, Julio, Pau y yo bailábamos a cuatro, y me dejé llevar por la
energía que desprendían; aquello fue un no parar. No pensé que sería capaz
de pasarlo tan bien, pero es lo que solía pasar cuando no tienes ningún tipo
de expectativa y te rodeas de gente que te ayuda a desinhibirte, que pierdes
la noción del tiempo. Me lo estaba pasando bien por primera vez desde que
había empezado la universidad. Tal vez era el ambiente que se había creado
entre nosotros, pero no me dio vergüenza bailar ni mostrarme tal y como yo
era. Me olvidé por completo de mis complejos y borré de mi cabeza todos
los malos rollos que habitaban en ella últimamente. Permitiéndome
descubrir que Julio era el alma de la fiesta, bailaba con todo el mundo,
animaba a los invitados y lo daba todo. Entonces observé a Sandra con
disimulo para ser testigo de cómo no le quitaba el ojo de encima. Supe, de
forma instantánea, que estaba calada por él. Y entendía perfectamente sus
sentimientos. Julio era un tío muy atractivo: fino, elegante, rubio, ojos
azules, siempre tenía las palabras adecuadas…
—¿De qué te ríes? —preguntó en mi oído.
—Nada, nada… —respondí—. Que, para considerarlo como un hermano,
te lo comes con los ojos.
Mi amiga se apartó de mí y, solo con su mirada, supe que no podía
esconderse más. Estallamos en risas cómplices, pero seguimos dándolo todo
hasta que los pies empezaban a fundirse con el suelo y, sin percatarnos, la
música fue sonando cada vez más floja, haciendo que las ganas de bailar se
nos fueran quitando de forma progresiva y la gente fuera marchándose de
aquel piso, donde bien entrada la madrugada nos percatamos de que solo
estábamos Julio, Pau, Sandra, Ana y su nuevo rollo, Joel, la Barbie y yo, así
que decidimos recoger un poco aquel desastre. Una tarea que no fue difícil,
ya que era diminuto y se recogía en un plis.
Al poco estábamos todos en el sofá tirados con la última cerveza en la
mano y jugando a cartas. Yo estaba agotada, y no podía más.
—Chicos, yo ya me voy —les dije—. Estoy agotada.
—¿Ya? —Noté que Sandra no quería irse todavía—. Venga va, un rato
más.
—Mañana tengo que trabajar y necesito descansar un poco, la semana que
viene va a ser muy dura.
—Sí, tenemos que empezar a preparar los apuntes, pronto tendremos el
final de semestre encima —añadió Joel.
—Te acerco a casa con la moto —sugirió Pau.
Me negué, pero fue inútil. Me daba rabia que todo el mundo usara el
argumento de que no podía volver a casa sola a esas horas por la calle, a
pesar de que era una maldita realidad. Era lamentable que no pudiéramos
caminar a altas horas de la noche sin sentir miedo o recibir alguna palabra
no deseada.
Joel me prestó un casco que guardaba en su habitación para que Pau
pudiera acercarme a casa. Nunca antes había subido en una, y fueron unos
diez minutos donde pasé frío, angustia y miedo. No sabía si esa era la
sensación normal de ir en ciclomotor, pero tenía la impresión de que íbamos
demasiado rápido, y que podíamos echar a volar en cualquier momento. No
empecé a respirar con normalidad hasta que divisé el portal. Le devolví el
casco rápidamente y me despedí, no quería alargar mucho la despedida, así
que le dije un nos vemos pronto y entré sin vacilar al edificio, presa del
pánico.
Aquel paseo me había acojonado lo suficiente como para ponerme el
cuerpo del revés.
Ana
Flechazo

Octubre de 2012

Yo, que era la sensata de las tres, la que usaba la cabeza antes que el
corazón y la que no se dejaba arrastrar con facilidad por un tío, había roto
todos los moldes aquella noche.
El chico en cuestión se llamaba Hugo, y mis ojos se posaron en él al
instante: alto, moreno, ojos castaños, atlético… En fin, que acabamos la
noche en su casa con el fin de enrollarnos. Sentí cada centímetro de su
trabajado cuerpo, y comprobé que contaba con sobrada experiencia en
cuanto a satisfacer a las mujeres, porque me estimuló zonas del cuerpo que
ni pensé que servían para eso.
En definitiva, que fue un final de fiesta increíble.
Cuando me desperté lo hice en una cama doble, empotrada entre la pared
y su cuerpo. Me di la vuelta para contemplarlo con atención y comprobar
con mis propios ojos que no se había tratado de un sueño, que era el tío más
cañón con el que había estado en mi vida.
No es que me hubiera enrollado con muchos, pero Hugo era distinto, y no
supe descifrar el motivo por el cual me sentía tan atraída por él, como un
magnetismo único. Durante la noche charlamos, y me demostró que no solo
era el típico chico guaperas que se lo tenía creído, sino que me dio la
sensación de que era alguien maduro y con las cosas muy claras: mi
debilidad.
Pero ya iba siendo hora de que volviera a casa, mis padres se preguntarían
dónde habría pasado la noche y no quería llevarme una buena bronca. Me
deshice de sus brazos como pude, para intentar no despertarlo, y fui hasta la
ropa para ponérmela de forma fugaz y buscar el móvil en el bolso. Cuando
miré la pantalla vi que tenía tres llamadas perdidas y cincuenta mensajes de
WhatsApp. Mi madre me había llamado y enviado unos cuantos mensajes,
pero vi que Gala me había salvado de una buena movida. Leí su mensaje:
«Le he dicho a tu madre que te has quedado a dormir conmigo, que estabas
algo de bajón y que no te apetecía hablar con nadie, un desengaño amoroso.
Me debes una…».
Sí, se había ganado una buena recompensa.
—Ey, nena… —balbució Hugo—. ¿Ya te vas?
—Sí, debo irme…
—Oye, ¿haces algo esta tarde? Quiero volver a verte —susurró con una
voz tan sexy que me dejó atontada del todo.
—Pues…
—Venga, va. Creo que entre tú y yo existe algo especial —añadió con un
susurro demasiado irresistible.
No podía negar que me moría de ganas por volver a pasar un buen rato
con él, conocerle, besarle y…
—Tus ojos me están diciendo un sí, nena.
¿Nena? ¿Qué manera era esa de llamar a alguien? Aunque noté que no me
importaba, me había embrujado de tal forma que incluso me gustaba cómo
me lo decía. Aquel chico me había conquistado en segundos, porque la
forma en la que me trataba era muy distinta a otros chicos.
—Vale, te apunto mi número de teléfono y me dices dónde quieres quedar
—dije.
—Eres preciosa, pasaré a recogerte, ¿vale?
Le sonreí.
—Ven aquí, dame un beso —pidió.
No me hice de rogar, así que me arrodillé frente a él para ponerme a su
altura. Él, en cambio, me rodeó con sus brazos para plantarme un beso de
esos que no se olvidan, que te dejan huella y de los que incluso eres capaz
de recordar pasadas las horas, o incluso los días... Consiguiendo justo lo
que quería, engancharme todavía más a su más que notable encanto.
—Me tienes loco… No puedo dejarte ir, ¿qué me has hecho?
—¿Qué me has hecho tú, que no soy capaz de volver a mi casa?
—Nena…, lo haría mil veces contigo, y una, y otra vez… —fue diciendo
a medida que iba dejando un reguero de besos por mi cuello.
Y solo bastó su voz ronca para volver a encenderme. Me había activado
algo en mi interior que me atontaba, incapaz de poder resistirme a una
insinuación así. Empleó la fuerza justa con sus brazos para volver a
ponerme encima de él y besarme con más pasión, demostrando que lo que
hicimos anoche solo había sido un mero entrante. Sus manos se deshicieron
con habilidad de mi ropa. Yo, sin embargo, me dejé hacer. Estaba entregada
por completo a su embrujo.
Los cuerpos calientes, los besos, las caricias…
Casi dos horas después logré salir de su piso para volver a casa.
De las primeras cosas que hice en cuanto salí a la calle fue llamar a Gala,
sin falta. Sabía que en dos horas empezaría a trabajar y sería imposible que
cogiera el teléfono, le debía una explicación y un gracias gigantesco como
mínimo.
—Lo sé, te debo una —contesté nada más sentir que descolgó el móvil.
—Tranquila, Ana —me dijo mientras oía lo que supuse que era una
sonrisa—. Al menos te lo habrás pasado bien…
—Demasiado… Quiere quedar conmigo esta tarde.
—Qué rápido, ¿no?
—No le he dicho ni que sí, ni que no… ¿Qué hago?
—¿Te gusta? ¿Estás a gusto con él?
—Pues… sí, la verdad.
—Pues ahí tienes la respuesta, si tú crees que es un buen tío, yo también
lo creo. No sueles engancharte con el primero que encuentras en una fiesta,
así que eso puede ser una señal, ¿no?
—Creo que sí. Es guapísimo, Gala.
—Ya, ya. Lo vi anoche, así que aprovecha el momento.
Después de aquello me explicó la coartada que se inventó para salvarme
la bronca que podrían soltarme mis padres. Aunque no solían hacerme
muchas preguntas, jamás les había dado problemas de ningún tipo, así que
era fácil colarles alguna mentirijilla piadosa.
En cuanto llegué al piso, lo primero que hice, fue meterme en la ducha. Al
salir del baño miré la pantalla del móvil y comprobé que tenía un mensaje
del chico que me había engatusado: «Nena, dime que nos veremos esta
tarde y todas las que nos quedan por delante».
Hugo me había conquistado. Necesitaba verle, besarle, notar su cuerpo
desnudo contra el mío…
¿Existía el amor a primera vista?
Ya lo creo que sí.

Por la tarde quedé con él, pero no en la puerta de casa de mis padres; no
quería arriesgarme a que me vieran con un chico más mayor que yo y,
además, evitaría preguntas de más.
Llegué unos minutos antes, así que me tocó esperar un buen rato. Aunque
cuando ya pasaban diez minutos de la hora, pensaba que se habría olvidado
o, tal y como mi vena paranoica sacaba a pasear, se habría aprovechado de
mí. Pero todas aquellas dudas y miedos se esfumaron en cuanto apareció en
un coche, al que no dudé ni por un instante en subir.
—Nena, eres un auténtico bombón —soltó en cuanto me senté en el
asiento del copiloto.
Yo, como respuesta, le planté un beso de esos que quitan el hipo. Con él
estaba perdiendo toda la sensatez que me caracterizaba. Sentía que podía
enamorarme de aquel chico hasta las trancas.
Se adentró en la Ronda de Barcelona y llegamos a los Bunkers del
Carmel, justo al mismo sitio donde Hache y Gin tienen una escenita de lo
más tórrida en la película Tengo ganas de ti. Aún recuerdo los soplidos de
Gala cuando las arrastré al cine a verla aquel verano. A mí me encantaban
ese tipo de historias; pero Gala, que era la única con la que podía hablar de
libros, no compartía mi gusto por Federico Moccia. Sandra, sin embargo, la
puso a parir, soltando discursos feministas y moralistas. La cuestión es que
a mí me hacían pasar un buen rato, y me pareció de lo más romántico por
parte de Hugo.
Paseamos cogidos de la mano y con algún beso suave y tórrido por el
camino. Hugo estaba siendo delicado, atento, cariñoso y un caballero de los
pies a la cabeza. Nos apoyamos en el mirador y aprovechamos para
hacernos varios selfis, desde donde se podía ver toda la ciudad de
Barcelona. Una de esas instantáneas se me ocurrió enviarla al grupo de
WhatsApp de las chicas, donde Sandra respondió con un emoticono
sorprendido y con muchos pulgares hacia arriba y Gala no respondió. Ya
estaría trabajando, así que era lógico que no diera señales de vida.
Echamos un vistazo fugaz a la exposición de fotografías que explicaban la
historia de aquel lugar y no tardamos en enredarnos en infinidad de besos,
hasta que empezó a oscurecer y me propuso ir a cenar a un restaurante
cercano. Aprovechamos ese rato para conocernos un poco mejor.
—A los veinte me fui de casa y decidí compartirlo con mis amigos de
toda la vida. Los tres estábamos trabajando y creímos que era lo mejor.
Llevamos dos años así y no me arrepiento de la decisión.
Me pareció más interesante todavía. Sin duda era un chico que se había
espabilado pronto, no como muchos de mis compañeros de grado. Era justo
eso lo que me gustaba de un tío; la sensatez, la maduras y la
responsabilidad.
—A los dieciocho empecé a trabajar como operario de producción y… me
gano bien la vida, la verdad. Solo faltabas tú en ella —añadió mientras se
acercaba más a mí y sonrojarme.
Me quedé sin palabras. Tenía el poder de dejarme bloqueada, y sin duda
supe que él era lo que estaba esperando. Ese príncipe de cuento con el que
tanto había fantaseado.
Como ya me temía, cuando volvimos al coche, no pudimos evitar
enrollarnos. Éramos incapaces de controlar nuestros impulsos y las ganas
vencieron aquella partida.
Lo hicimos allí mismo, envueltos en la oscuridad que nos otorgaba el
manto de la noche y la intimidad del interior de un coche.
Ya era inevitable. Lo nuestro no era algo esporádico.
Habíamos sufrido un flechazo que no pudimos contener.
Gala
Tiempo perdido

Sandra y yo acabamos de comer con el corazón en las manos. La


conversación que habíamos tenido acabó de sanear aquellas pequeñas
rencillas que levantaron alguna ampolla entre nosotras, aunque con el paso
de los días el escozor iría disminuyendo. Era cuestión de dejar fluir de
nuevo aquello que nos reprimimos años atrás.
Me explicó la forma en que todo acabó entre ellos, el día que Julio decidió
acabar con aquella relación y quedarse solo un tiempo. Sandra no era boba,
y sabía desde el principio que tanto Luis como él estaban enamorados hasta
las trancas; ella solo asumió su posición y les dejó vía libre. Me costaba
horrores entender de dónde había sacado la fortaleza mi amiga para hacer
frente ella sola a su corazón roto, y con el tiempo volver a tener una amistad
sólida e inquebrantable.
—Porque me dolía más su ausencia que el hecho de saber que mi amor no
era correspondido —relató—. Hay que mirar hacia delante, que para atrás
ya dolió bastante. Es algo que siempre ha dicho Mario.
Al oír sus palabras me sentía insignificante, y ratifiqué la impresión que
siempre me había dado su futuro marido; era alguien sabio y que valía la
pena. Me percaté de que estaba rodeada de gente valiente que enfrentaba los
problemas de cara. Sin embargo, yo, me había montado una vida lejos, a
kilómetros de distancia de todo lo que me había hecho daño.
—Gala, más vale una verdad que duela que una mentira que ilusione.
Y no pude evitar ponerme a llorar. Estar allí de nuevo me desestabilizaba.
Sandra se levantó de su asiento para ponerse a mi lado y rodearme entre sus
brazos. Me arrepentía de muchas cosas que había hecho, y una de ellas me
pesaba en el alma.
—Tendría que haber venido… —sollocé.
—¿Cuándo?
—Cuando pasó lo de Pau.
Se hizo el silencio entre nosotras, pero necesitaba descargar con ella lo
que me destrozaba por dentro.
—No te diré que hiciste bien, porque sí, tendrías que haber venido, pero a
lo hecho, pecho —contestó con voz calmada—. Pero sabiendo como era
Pau, sé de sobra que no te lo habría tenido en cuenta. Te quería con locura,
Gala, incluso cuando te marchaste fue el único que siguió creyendo en ti.
—Siempre fue alguien positivo. La persona que siempre tenía la palabra
adecuada, la sonrisa en el momento justo…
—Lo era. Le echamos muchísimo de menos, pero sabemos que él está
velando por todos nosotros, y que le encantaría vernos a todos juntos de
nuevo. Sin excepciones —apostilló haciendo referencia a mi Voldemort
particular.
—No sé si podré verle, Sandra. Me dolió tanto…
—Hazlo por Pau. Él querría que, como mínimo, compartiéramos una
cerveza en su honor. Se lo debemos.
En ese momento sonó el teléfono de Sandra, era Ana. Noté el frío en mi
cuerpo en cuanto no tuve los brazos de mi amiga rodeándome, pero
teníamos una prueba de vestido que realizar, así que pagamos la cuenta y
fuimos con paso ligero hasta donde quedamos con la tercera en discordia.
No pude evitar abrazarme a ella en cuanto la tuvimos delante.
—¿Va todo bien? —preguntó asustada por mi reacción.
—Sí, es solo que hemos estado rememorando el pasado —contestó
Sandra.
—Noto que me he perdido infinidad de cosas… —confesé.
—Pero ahora estás aquí, y tenemos que aprovechar este tiempo como si
no hubiera ocurrido nada. Volvemos a estar las tres juntas, y eso es lo único
que importa. Yo también necesito recuperar esos tiempos —añadió como un
bálsamo Ana.
Nos dirigimos las tres hacia la tienda donde Sandra iba a probarse por
última vez su vestido de novia. Habían cerrado el local solo para nosotras
tres, donde nos sirvieron unos dulces y una copa de cava a cada una. Yo le
di un leve sorbo, a diferencia de Sandra que se encasquetó media copa y
Ana, sin embargo, no se mojó ni los labios.
La dependienta no tardó en llevarse a la novia al probador, dejándonos a
nosotras solas.
—No puedo creerme esto, Ana —solté mirando a mi alrededor.
—Pues está ocurriendo. Estoy muy feliz por ellos, de verdad.
—Sí, Mario es muy buen tipo —dijo mientras me agarraba de la mano.
—Oye, Ana, quiero disculparme contigo. Sé que todo este tiempo hemos
tenido una distancia extraña…
—Gala, no tienes que disculparte de nada. Fui yo la que levantó un muro
para esconderse, y no ha sido hasta hace poco que he podido ver la luz.
—Siento que, en esas palabras, mi hermano tiene algo que ver.
—Lo tiene todo, Gala, todo. Sin él… no sé, no sé qué habría sido de mí.
Ha sido mi único apoyo todo este tiempo.
Y noté que sus ojos escondían algo terrible, sobre todo por las lágrimas
que contenía en sus cuencas. Así que le cogí de las dos manos y necesité
expresarle lo que sentía.
—Ana, os quiero mucho a las dos. Sé que no he sido la mejor amiga del
mundo, que he mirado por mí todo este tiempo, pero que no he dejado de
quereros nunca. Sabéis lo que me cuesta expresarme y lo caracol que soy a
veces, pero os quiero muchísimo, de verdad.
Entonces, la que me abrazaba en aquel momento era ella, porque pude
sentir la fragilidad de Ana, pero también la fortaleza con la que se había
levantado. Dos adjetivos que luchaban como titanes por hacerse un hueco y
que, a consecuencia, la hacían única e invicta.
En ese momento la novia se plantó delante de nosotras, deshaciendo
nuestra unión para provocarnos más lágrimas todavía. Sandra estaba
realmente preciosa, porque parecía sacada de un cuento de hadas. Ese tipo
de vestido solo podría llevarlo ella, porque era ajustado y con finos tirantes,
cubierto por un fino encaje floreado. Era sencillo, a diferencia de los
pomposos que se mostraban en el expositor.
Ese estaba hecho para ella.
Si yo me pusiera un vestido así, no sabría qué hacer con mis tetas y mi
culo, porque pedirían a gritos salir de tal aprieto.
—Estás… Tienes luz propia, Sandra —halagó Ana.
Yo me quedé sin palabras. Mi amiga parecía otra persona, y los miedos
que me mostró mientras comíamos parecían no existir mientras llevaba ese
vestido puesto.
—Mario se va a caer de culo cuando te vea —volvió a añadir Ana.
Pero yo seguía sin poder hablar.
Tal vez se debía por estar las tres juntas en nuestra ciudad de nuevo, y
cómo el tiempo no había cambiado ni un ápice nuestros sentimientos.
Aunque yo no podía dejar de pensar en ello. No estaba disfrutando del
proceso realmente, y no se merecían que me comportara de esa forma, pero
¿cómo se consume el futuro cuando el pasado está tan presente? No hice
más que reprenderme e intentar disfrutar de estar con ellas. Eran mis amigas
de toda la vida, y por nada en el mundo quería manchar nuestro momento
con dramas. Debíamos recuperar el tiempo perdido.
—Sandra, vas a ser la novia más guapa del mundo, en serio —comenté al
fin.
—Me vais a hacer llorar otra vez —aseguró.
—¡Llorad! Niña, defiendes este vestido a la perfección —ratificó la
dependienta—. Pocas veces se venden vestidos como este, pero en cuanto
vi tus formas y te conocí un poco, supe que era el perfecto.
—Gracias, Daniela —agradeció Sandra dándole un abrazo a la mujer que
la había asesorado en todo el proceso.
—En serio, gracias por venir y ser testigos de esto. Sé que los últimos
años han sido difíciles, pero os quiero en mi vida, yo os elijo a vosotras.
Sandra volvió a entrar en el probador después de provocarnos más
lágrimas. Así que después de todo aquello decidimos ir a tomar algo las tres
y acabar de ponernos al día, dejar atrás la sensiblería y pasar tiempo juntas.
—Y tú con Sten, ¿qué? Me dijiste que al final no podía venir a la boda —
preguntó Sandra.
—Le sabe muy mal, pero justo ahora tiene muchísimo trabajo. En parte lo
prefiero por la situación que hay en casa ahora, es todo muy raro.
—¿No es bonito? —añadió Ana con ese brillo que se había alojado en su
mirada—. ¿Volver a enamorarte de la misma persona años después?
—Ya, bueno… Yo hay cosas que todavía no entiendo.
—Gala, cariño, tú eres muy drástica. Cuando algo te duele lo apartas de
un manotazo, sin mirar nada más. Escondes la mierda debajo de la alfombra
y, aunque no la veas, sabes que está ahí.
Y aquella revelación por parte de Sandra me dolió un poco, aunque no le
faltaba razón. Yo siempre actuaba así, cuando algo me hacía daño o veía
que podía hacérmelo, salía pitando. Era mi modus operandi.
—Tus padres siempre se han querido —siguió Ana—. Lo que vivieron les
sirvió para darse cuenta de que la ausencia pesa más que el orgullo.
Tenía razón, pero yo no podía entenderlo. No todavía, porque no estaba
preparada.
Desde el primer momento que me enteré de la noticia me mostré escéptica
y reacia, aunque no dije nada al respecto. Mis pensamientos solía
guardarlos para mí.
—¿Y tú qué? —insistió Sandra a Ana.
Ésta última me miró de golpe sorprendida, como si no se esperara que
Sandra fuera a enterarse tan pronto.
—Me han dicho que tienes que explicarnos algo.
—No… es… —balbució Ana, viendo cómo iba desmoronándose de
golpe.
—Oye, ¿qué pasa? —le pregunté.
—No es tan sencillo, ojalá…
—Ana, ¿qué ocurre? —añadió Sandra con preocupación en su voz,
alargando los brazos para sostenerla. Parecía que iba a desfallecer en
cualquier momento.
—Os debo una explicación, pero necesito más tiempo. Fue hace muchos
años, pero es algo que se metió en mis entrañas, y a día de hoy, aún sigue
atormentándome.
—Me estás asustando —dije—. Perdona que se lo haya dicho, Salva me
pidió discreción, pero no podía ocultárselo a ella.
—Y has hecho lo correcto, Gala, os lo explicaré pronto, os lo prometo.
Aquello nos enfrió a las tres, dando por zanjada la velada y tomando cada
uno rumbo hacia su casa, pero a mí no se me quitaba la idea de visitar un
lugar en concreto. Necesitaba hacerlo, así que cogí el metro y me planté allí
en cuestión de minutos. Bajé en la parada de Barceloneta y caminé despacio
por todo el paseo de Juan de Borbón, mirando a mi alrededor y sintiendo el
buen clima que empezaba a azotar mi ciudad. Veía los establecimientos
atestados de turistas, disfrutando del marisco o de las famosas paellas.
Siendo testigo de la transformación que sufrió el lugar que había visitado
tanto durante los años de carrera, y comprobar que aún me hacía sentir ese
calorcito en el estómago que me provocaba aquel lugar, sobre todo cuando
empecé a ver la arena de la playa.
No pude evitar acordarme de él: de las veces que nos escapábamos allí
para beber cerveza mientras le confesábamos al mar lo que más nos
preocupaba, convirtiéndonos así en cómplices de las inquietudes del otro.
Llegué al punto exacto donde siempre nos sentábamos, pisando la arena y
bordeando la orilla donde rompían con suavidad las olas. Cerré los ojos
para oír el ruido de la gente al fondo y el del mar de frente; el olor a sal y a
comida de los establecimientos se juntaban formando una mezcla tentadora
y placentera. El aroma a hogar, porque estaba en casa, y no podía evitar
sentir una leve brizna de paz inesperada.
Me senté y, de forma instantánea, una sonrisa se esbozó en mi cara. Por
mucho rencor y dolor que hubiera acumulado todo aquel tiempo, no podía
evitar acordarme de todas las cosas buenas que vivimos juntos. Porque,
aunque no quisiera admitirlo, yo no sería la mujer en la que me había
convertido si no le hubiera conocido y, más importante, no habría
escuchado sus consejos.
Él fue alguien importante en mi vida, tanto para lo bueno como para lo
malo.
Esa era la cruda realidad.
Gala
Nuevos amigos

Octubre de 2012

Los estudios reclamaban más horas a medida que pasaban los días; el
semestre se estaba poniendo cuesta arriba. Joel y yo nos habíamos unido
mucho en las clases, complementábamos apuntes e incluso empezamos a
estudiar juntos.
Sandra y Ana seguían igual: la primera algo asustada con el nuevo
comportamiento de su mejor amigo y la segunda enamoradita perdida. Casi
ni la veíamos fuera de la universidad, porque le dedicaba gran parte de su
tiempo a Hugo. Intenté entender que su forma de actuar era normal, pero la
realidad era que habíamos pasado a un segundo plano, y no nos gustaba a
ninguna de las dos. Además, las pocas veces que coincidimos con su novio
no acabé de encajar mucho con él, me transmitía un poco de rechazo. Tenía
la sensación de que era el típico chulo superficial que me miraba por
encima del hombro, además de que me fijé que era muy posesivo y
controlador con Ana. No sabía si debía decírselo, porque tenía mucho
miedo a perderla y, una de las consecuencias que podía tener aquella
conversación, era justo esa.
Mi hermano se ensombreció durante una temporada, supongo que alguna
mujer sería la culpable de su arisco comportamiento, pero se endureció
mucho más con mamá. No soportaba ver a nuestro padre destrozado y fuera
de su propia casa mientras ella empezó a llorar por todos los rincones de la
casa. No dejaba de decir que el comportamiento de nuestra madre no tenía
sentido, así que una tarde, después de comer, perdió la paciencia.
—¡Es que no te entiendo! Papá se ha ido de casa, solo para que tú
estuvieras más tranquila e intentaras levantar cabeza. Y lo único que estás
haciendo es ir como un zombi. ¡Joder, ¿qué es lo que quieres?! —exclamó
cabreado.
Mi madre no fue capaz de pronunciar palabra, porque estaba ida.
—No es justo que él se haya tenido que ir. También le echamos de menos,
¿sabes? Se suponía que su ausencia iba a ayudarte, que ibas a pensar en lo
que realmente quieres hacer a partir de ahora, pero es que… ¡Te veo peor!
—Salvador, no es fácil —respondió con un poco de entereza. Supongo
que era la poca que le quedaba en la recámara.
—¿Te crees que no intento entenderos a los dos? No nos los ponéis fácil,
ni siquiera os habéis molestado en explicarnos qué cojones os ha pasado
para llegar a esta situación.
—Es algo entre tu padre y yo.
—No, si eso ya lo sé, pero Gala y yo estamos en medio de ese algo, así
que por favor os pido que os comportéis como los adultos que sois, porque
al final el que se irá de esta casa seré yo, y no querré saber nada de nadie.
Y tal y como soltó aquello, se marchó.
Mi madre empezó a llorar y no me quedó más remedio que consolarla. Yo
me sentía destrozada y dividida, porque quería a mi familia muchísimo,
pero las palabras de mi hermano estaban cargadas de dosis de verdad. Si
aquella situación se alargaba nos haría un daño irreparable.
—Mamá, ¿qué pasó? ¿Dónde está esa familia que comía pizza los viernes
viendo una peli? ¿Que salía a caminar los domingos por la mañana por el
Montseny? ¿Dónde está?
—No lo sé, cielo… Es todo muy complicado.
—Explícamelo, mamá, por favor…
—No sé cómo empezó, pero se ha ido todo por la borda.
—¿Pero el qué? ¿Qué pasó?
Arrancó a llorar, pero no soltó ni una palabra. Mi madre estaba encerrada
en el problema y no quería soltarlo.
Eran casi las cuatro de la tarde y debía ir hacia la biblioteca de la uni;
había quedado con Joel para estudiar el último temario que habíamos dado
en Química Orgánica. El examen se acercaba y ambos teníamos la misma
filosofía, estudiar hasta no sentirnos el culo en el asiento.
Me fui de casa destrozada, no me gustaba dejar a mi madre así, pero debía
seguir estudiando. Era lo único que tenía que hacer bien en aquel momento,
a pesar de que solo tenía ganas de estar sola, de llorar, de hacerme millones
de preguntas y encontrar de cualquier manera las respuestas.
—Gala, ¿pillaste bien los apuntes de los compuestos hidrocarbonados? —
preguntó en un susurro.
Yo miré mis apuntes, sin prestar apenas atención y le extendí lo primero
que me pareció que podía resolver sus dudas.
—Joder, claro, me dejé los compuestos aromáticos. ¿Cómo lo haces para
pillar apuntes tan rápido?
Pero mi cabeza no estaba allí, y Joel no tardó en percibir que estaba
distraída.
—¿Estás bien? No te veo muy centrada… —susurró.
Levanté la vista y, sin poder evitarlo, se me cayeron dos lagrimones
enormes. No estaba bien, y me ponía peor solo de pensar en que él me
estaba viendo llorar. Entrando en un círculo vicioso del que no puedes salir,
y elevando el nivel de angustia al máximo. Yo solía esconder mis
emociones a toda costa, no me gustaba dejar entrar a nadie en mis
emociones. Y ahí estaba yo, descomponiéndome delante de Joel.
—Gala, vámonos de aquí —dijo en un nuevo susurro.
Empezó a recoger sus cosas y las mías con rapidez. Yo no podía evitar
seguir llorando y, con su ayuda, logré salir de la biblioteca. Cuando la brisa
fresca de finales de octubre me azotó en la cara rompí a llorar aún más. Él
se puso enfrente de mí y empezó a hacerme preguntas, pero no podía ni
hablar, ni siquiera era capaz de oírle con claridad. Sentía un nudo en mi
garganta que me impedía explicarle lo que me pasaba, era demasiado gordo
todo lo que tenía dentro, y no podía soltarlo en una sola palabra, era algo
que había permanecido dormido en mi interior, pero que empezaba a
despertar, y debía dosificarlo. Lo que hizo a continuación me desarmó por
completo: me rodeó entre sus brazos.
—Sea lo que sea, puedes contar conmigo —me dijo.
Un abrazo simple que me transmitió justo la calma que necesitaba. Un
gesto que sentí sincero y sentido. La dosis exacta para calmar un poco la
fiera que llevaba dentro, pero que en cualquier momento saldría y sería
incontrolable.
—¿Sabes qué? Que le den a la química orgánica, vamos a bebernos unas
birras.
Me llevó hasta su motillo, sacó un casco diminuto que supuse que sería de
la Barbie y me lo pasó, colocándomelo sin pensar mucho en lo que estaba
haciendo, sin conocer el lugar donde iríamos. Arrancó el ciclomotor y me
subí detrás de él, sin saber dónde podía agarrarme sin tocarle. Me moría de
vergüenza, pero no me quedó más remedio que hacerlo si no quería caerme
en medio de la Diagonal de Barcelona, haciendo el mayor de los ridículos y
con una más que probable rotura de coxis.
Fuimos hacia la playa, aparcando aquel trasto justo donde empezaba la
arena. Compramos un par de cervezas en un badulaque y nos sentamos
enfrente de la orilla. Abrimos las latas y, sin decir nada, las entrechocamos,
a modo de brindis.
—Brindo por las dificultades, por las ganas de gritar, de llorar, de reír, de
no sentirte en casa, de enviarlo todo a la mierda y empezar de cero, de ganar
cuatro duros, de estudiar como un cabrón sin tener la certeza de un futuro
digno, por la añoranza, por las decisiones de dejar lo que querías atrás, por
crecer y madurar, por estar por estar, por no ser capaz de estar solo… —dijo
él con entereza.
—Brindo por todo lo que no soy capaz de decir y que, algún día, espero
ser capaz.
Bebimos.
—Suéltalo, Gala. Di todo lo que piensas, si me pides que no escuche, lo
haré. No sé qué es lo que te sucede, pero te entiendo.
—¿Sí?
—Echo de menos a mi familia, pero sé que tenía que hacerlo. Tenía la
necesidad de salir de Gerona y abrirme mundo, dejar a mi novia de toda la
vida por un objetivo. Siempre he querido vivir aquí.
—¿Ese era tu objetivo?
—Todos tenemos uno, ¿no? ¿Cuál es el tuyo?
—Nunca se lo he dicho a nadie, pero siempre ha estado ahí. Es una
chorrada, pero nunca me he visto preparada para compartirlo con los demás.
—El mío ya ves cual es: una meta en la que tengo que trabajar por cuatro
duros y estudiar un huevo. ¿Y para qué? ¿Qué nos espera al terminar?
¿Seguir trabajando de socorrista?...
—Yo quiero coger una mochila y…
Mis palabras se atropellaban en mi boca. Estaba a punto de decir algo que
jamás le había confesado a nadie, iba a contarle a alguien que apenas
conocía cuál era mi sueño desde niña.
—Quiero coger una mochila con cuatro cosas, subirme a un tren hacia
Francia y, desde allí, llegar lo más lejos posible. Visitar todas las ciudades
europeas que pueda con lo que he ahorrado todo este tiempo.
—Eso sí que es tener un objetivo. Me parece algo fascinante. Ahora me
siento ridículo.
—¡¿Por qué?! Tú has conseguido alcanzarlo.
—Sí, pero es muy diminuto. Tal vez es que yo me sentía encerrado en mi
pueblo y tenía la necesidad de salir de allí —contó.
En aquel preciso instante nuestras miradas se cruzaron y pude contemplar
la magia que escondían sus ojos. Si les echabas un primer vistazo podías
verlos de color marrón, pero al chocar los rayos contra su cara, podías
contemplar que escondían en su interior un verde fascinante.
—¿Y quieres irte sola? —preguntó desprendiéndome de aquella
revelación.
—Nunca se lo he contado a nadie, así que el plan era irme sola, sí.
—Qué envidia. Molaría mucho hacer algo así, a la aventura.
—Llevo ahorrando desde que empecé en la cafetería, y calculo que podré
hacerlo el último año de carrera, siempre y cuando lo apruebe todo.
—En eso puedo ayudarte yo, te ayudaré a que lo apruebes todo, ¿te
parece?
Le sonreí. Porque él tenía ese poder sobre mí; el de arrancarme una
sonrisa, aunque no tuviera ganas de hacerlo.
—¿Qué ha pasado en la biblioteca? —me preguntó.
Con él sentía que podía sincerarme, que no iba a juzgarme ni a echarme
ningún sermón. Que no solo hacíamos un buen equipo a nivel de estudio,
también podíamos servirnos de apoyo emocional el uno al otro. Romper ese
cascarón en el que me refugiaba.
—Mi hermano, Salva, le ha cantado las cuarenta a mi madre. La cual lleva
desde que mi padre se fue de casa como alma en pena como si le hubieran
roto el corazón.
—A lo mejor es que se lo han roto de verdad.
—Eso lo tengo claro, pero no entiendo su comportamiento agresivo
cuando mi padre seguía en casa. Fue irse él y venirse abajo.
—Bueno, no sé muy bien lo que es sentir eso, pero cuando lo dejé con
Laia me sentí roto. —Me lo quedé mirando sorprendida, con cara de saber
más; supuse que era aquella novia que dejó en Gerona—. Estuve con ella
desde los quince años. Ha sido mi primera y, de momento, la única. —¿Y la
Barbie? Lo vi enrollarse con ella en la fiesta que organizaron y nunca le
había preguntado por ella—. No se lo he dicho nunca a nadie, pero lloré
como un crío aquel día.
—¿Y por qué la dejaste?
—No me veía capaz de seguir con lo nuestro estando yo aquí y ella en
Gerona. No me veía preparado para llevar una relación a distancia, nos
habríamos acabado haciendo daño.
—Porque tú podrías acabar en los brazos de alguna Barbie, ¿no?
Se empezó a reír. Él sabía muy bien que hacía referencia a la chica del
otro día.
—Pues un poco Barbie sí que es, la verdad. Pobre Marta… —murmuró
mientras se reía.
Ya no solo éramos la chica de la cafetería y el chico de la sonrisa
impecable y ojos camaleónicos, nos estábamos haciendo amigos y
confidentes. El apoyo que necesitábamos y que, en ocasiones, era tan difícil
de encontrar.
Gala
Aprender a perdonar

Volví a casa con un nudo en el estómago y el corazón encogido.


Estar de nuevo en aquel lugar me recordó los buenos momentos, los
sentimientos que afloraron entre nosotros y, también, cómo terminó todo.
Pero recuerdos que tenían que provocarme felicidad, solo me evocaban a
sentir traición y engaño. Él me escogió, pero se arrepintió en pocas horas de
estar conmigo. Esa era la realidad.
Entré en el piso con sigilo, no quería hacer mucho ruido y me arrepentí
pocos segundos después por tan mala decisión, porque no estaba preparada
para ver a mis padres retozar en la cocina mientras preparaban la cena.
—Uy, cariño, no te hemos oído entrar —soltó mi madre mientras se
echaba el pelo hacia atrás, intentando disimular.
—Tranquilos, voy a la habitación a llamar a Sten.
Apenas fui capaz de mirarlos más de un minuto. Me costaba verlos de
nuevo juntos, y me sentía terriblemente mal por ello.
Recuerdo el día que mi madre vino a Copenhague y me explicó que
volvía a sentirse ilusionada, enamorada y cautivada. Noté que vino
preparada, que sabía a la perfección que no iba a reaccionar bien, porque
ella sabía que mi gestión de las emociones y los recuerdos no los toleraba
de forma normal. Y aquello me pilló desprevenida, porque reaccioné de la
peor forma posible.
Aquel día discutimos, porque de mi boca salieron reproches por todo lo
que nos habían hecho aguantar. Ambos nos habían sometido a una presión
que no nos tocaba soportar, y la de tener que ver a tus padres discutir de
forma diaria, destrozarse el uno al otro sin reparar siquiera en quien les
estaba observando, era algo que me costaba olvidar. Borré ese momento de
mi cabeza de inmediato, así que me encerré en mi habitación, esa que me
transportaba al pasado solo al entrar por la puerta. Me senté en la silla del
escritorio y encendí el portátil, lo primero que salió fue mi bandeja de
correo electrónico donde vi que tenía cinco mensajes de mis compañeros de
trabajo con infinidad de dudas que me provocaron una sonrisa, pero que no
leí, porque Sten estaba conectado en Skype para hacer una video llamada.
Hablamos sobre lo que estuve haciendo aquel día; lo preciosa que estaba
Sandra con su vestido de novia, la tarde que pasé con mis amigas. Pero le
omití mi escapada a la playa de la Barceloneta, porque él sabía mi historia,
y sería darle un motivo por el que preocuparse de más.
—Todo aquí es de locos. Resulta que mis padres han decidido retomar lo
suyo, y están en plan adolescentes fogosos…
—Gala, respira, ¿vale? Sabías que en algún momento tenías que volver a
Barcelona.
—Sí, pero… Después de todo lo que se han dicho y nos han hecho pasar,
me cuesta volver a verlos juntos. Creo que las segundas partes nunca fueron
buenas.
—Ves el perdón como una humillación.
—No, es solo que no es fácil olvidar.
—Hemos hablado muchas veces sobre tu familia; debes gestionar lo que
te hizo daño, pero nunca olvidar lo que aprendiste de todo ello. Ellos han
sido capaces de dejar atrás lo que les lastimó, y empeñarte en contener el
rencor solo te hará daño a ti.
—Y lo sé, pero he vivido tan alejada de todo que creo que no soy capaz
de integrarme de nuevo. No siento esta tierra como mi hogar.
—Pues lo es, pero aquí también tienes tu casa. Los tuyos se merecen
tenerte también, así que disfruta de ellos e intenta pasarlo bien.
—No sé si podré, hay cosas a las que no quiero volver.
Y diciéndole aquello de forma inconsciente, me metí en un jardín del que
no encontré la salida. Sten era muy celoso, y se ponía tenso cada vez que
intentaba sonsacarme información sobre mi primer amor.
—¿Le has visto? —preguntó con dosis de preocupación.
—No, pero no me quedará más remedio que verle.
—Gala…
—Si algo tengo claro, es que aquello forma parte del pasado. No tengo
nada que hablar con él, solo dejar que todo pase rápido y continuar con
nuestra vida como lo hemos estado haciendo.
—Ya, pero los primeros amores nunca se olvidan, siempre dejan algo
dentro de ti.
—Él solo me dejó dolor, Sten, nada más. Fui un pasatiempo.
—Me aterra la idea de que vuelvas a verle.
Y a mí. Pero no podía decirle algo así, porque habría puesto todo nuestro
mundo patas arriba. Le aseguré que todo iría bien, que intentaría relajarme
y disfrutar de todos los amigos que tenía y, sobre todo, intentaría
comprender la nueva situación familiar. Esa en la que, cada muestra de
cariño que se dedicaban mis padres, me producía rechazo.
Cuando salí de la habitación me fijé que en la mesa había un plato de más,
y miré a mi madre en busca de averiguar quién era el invitado.
—Tu hermano está a punto de llegar —respondió a la pregunta que mi
mirada le formuló.
Salva apenas tardó cinco minutos en hacer acto de presencia para
compartir una cena tranquila y con una conversación banal. Sabía que
aquello se repetiría más veces, y que el motivo de sus visitas se debía a mi
incapacidad de comprender los cambios que se habían producido en la
familia.
Cuando terminamos de cenar, mi hermano y yo decidimos prepararnos
una infusión cada uno y salir al balcón a charlar un rato.
—Sandra ya lo sabe —solté sin venir a cuento. Me miró con cara extraña,
sin entender a qué hacía referencia—. Lo de Ana —maticé.
—Joder…, ¿os ha contado algo ya?
—No, nos ha pedido tiempo, que es algo que todavía tiene muy dentro.
—Sí, debéis ser pacientes con ella.
—¿Qué le pasó, Salva? Cuéntamelo.
—No puedo, Gala, es ella la que debe explicar lo que le sucedió. Lo único
que te pido es que, el día que lo haga, la apoyéis y entendáis su forma de
actuar.
—Estoy muy acojonada, en serio. ¿Qué le pasó como para que no viniera
a pedirnos ayuda? Algo muy gordo tuvo que ser. Me siento fatal, en serio.
Siento que soy una hija terrible, una hermana nefasta y la peor amiga del
mundo.
—Ya no hay nada por lo que preocuparse, fue ella la que tomó la decisión
de encerrarse, no vosotras.
—Pero yo sabía que no estaba bien, cuando lo dejó con aquel tío le di la
espalda, no supe ver más allá de mis problemas. No estuve para apoyarla.
—No te martirices más, ella encontró a alguien en quien apoyarse —
sentenció—. Mira, hiciste lo que necesitabas hacer, no quiero mentirte
diciéndote que no me molestó que no volvieras, porque sí lo hizo. Me quedé
solo, con un montón de mierdas que resolver y sin saber por dónde tirar,
pero con el tiempo he logrado comprender por qué lo hiciste.
—Te debo tanto, Salva…
—No, he hecho lo que cualquier hermano haría. Me preocupa tu bienestar
y velaré siempre por ti.
Sus palabras me transmitían calor, paz y serenidad. No pude evitar
acordarme de cómo miraba a Ana el día anterior, la forma en que le hablaba
y cómo se comportaba su cuerpo cerca de ella.
—Me encanta la forma en la que miras a Ana —comenté.
—La quiero muchísimo, es indescriptible lo que siento cuando la tengo
cerca.
—Joder, qué bonito.
—¿Y tú? ¿Eres feliz allí arriba? —preguntó haciendo referencia a mi vida
en Copenhague.
Y me quedé pensativa, porque no pude evitar comparar la forma en la que
se miraban ellos dos a como lo hacíamos nosotros. Nos queríamos, claro
que sí, pero con Sten todo era muy fácil y cómodo. El inicio de nuestra
relación fue muy bonito y, a pesar de que la timidez y el miedo nos retrasó
ese primer paso, cuando lo dimos fue lo estipulado. Aunque siempre hay un
amor en tu vida que te destroza por completo, y que después ya solo puedes
amar a trozos. Porque mi primer amor se quedó con algo de mí, aunque yo
también me quedé algo de él.
—Sí, supongo que sí —contesté al rato.
—Has tardado mucho en darme una respuesta, enana.
—Ya sabes que no soy muy parlanchina.
—Solo era responder con un simple sí o no. Es por él, ¿verdad?
—No. —Aquella vez respondí rápido. Y a la única persona que no podía
engañar era a él, porque me conocía a la perfección, incluso a kilómetros de
distancia.
—Oye, Gala, sea lo que sea, debes solucionarlo. Al igual que lo de ahí
dentro —indicó señalando dentro del piso—. Se merecen una segunda
oportunidad. No te discuto que lo han pasado mal, y que nos hicieron la
convivencia muy difícil, pero es su vida, y jamás los había visto tan
enamorados.
—Es que no lo puedo llegar a entender, Salva —comenté con toda la
sinceridad que pude—. Me sentí sola, me dejaron sola cuando más les
necesitaba. Me lo hicieron todo más difícil.
—Porque cuando tú les necesitabas ellos estaban de fango hasta arriba —
contrarrestó. Sus palabras eran dardos repletos de verdad, pero recubiertos
de seda—. Gala, tienes que saber perdonar a esas personas que nos hicieron
daño, incluso si nunca se disculparon con nosotros. No puedes permanecer
con el corazón lleno de odio siempre. Necesitamos perdonar, no porque
ellos se lo merezcan, sino porque nosotros merecemos paz. Y tú llevas
demasiado tiempo sin saber lo que es.
Me lo quedé mirando sorprendida. Mi hermano había madurado mucho
durante aquellos años. Supuse que era producto de todas las cosas que me
había perdido, esas de las que hui y que, además, tomé la decisión de no
saber nada. En su momento fue lo ideal, la que mejor me iba para mi
situación, pero en aquel preciso instante me sentí cobarde, y los reproches
empezaban a agolparse en mis entrañas.
Estuve durante muchos años viviendo apartada de todos y de sus
problemas, y no podía pretender que, de vuelta en mi ciudad, me confesaran
y me profesaran esa fidelidad. Cada uno había hecho su vida sin mí,
acostumbrándose a tenerme lejos y a recordarme como la amiga que se fue
lejos.
Salva
Juegos peligrosos

Octubre de 2012

—Hola, Salvador —contestó aquella sofisticada mujer en cuanto


descolgué el teléfono—. Recibí tu mensaje.
—Llevo una semana de locos —confirmé mientras se me escapaba un
suspiro de cansancio—. Han sido dos meses de mucho esfuerzo; entre la
pretemporada y volver a instaurar la rutina en los críos…
—Tranquilo, campeón, aquí te espero. ¿Vendrás ahora?
—Sí, ahora mismo acabo de salir del entreno.
—¿Del tuyo o de los pequeños?
—De los niños. Vaya día me han dado.
—Vaya, yo ya me estaba haciendo ilusiones de los jueguecitos que
podíamos llevar a cabo esta noche.
—Para eso siempre tengo energía, ya lo sabes —contesté juguetón.
Noté su sonrisa pícara a través del móvil, al igual que el ansia que tanto la
caracterizaba por tenerme allí. Desde que empezó nuestra aventura, Silvia
me había demostrado que era una mujer que sabía lo que quería a todo
momento, y que su estatus le permitía tenerlo cuando lo quisiera.
—Voy a casa a dejar las cosas, darme una ducha, cenar algo e ir volando a
tus brazos.
—Déjate de brazos… Llevo demasiados días aburrida aguantando al
coñazo de mi marido.
Finalizamos la llamada e hice las tareas tal y como le había comentado,
aunque no reparé con la ausencia de Gala. No habría llegado de trabajar
todavía y no me gustaba que mi madre pasara mucho rato sola. Estaba
convencido de que apenas se habría movido desde su llegada del trabajo, y
de que también no habría dejado de llorar como alma en pena.
En cuanto entré en el piso, supe que no me había equivocado.
—¿Has comido algo, mamá? —le pregunté cuando me agaché a su lado
en el sofá.
Estaba tumbada, con el piso en absoluto silencio y en una oscuridad que
acojonaría incluso al más valiente.
Ni se dignó a contestar. Estaba en su mundo; en uno donde se pasaba los
tiempos muertos y se revolcaba en su miseria. Mataba las horas acostada en
la cama, llorando y sin probar bocado siquiera. Si seguía así, acabaría
enfermando.
—Mamá, no podemos continuar así —añadí—. No sé qué narices es lo
que ha ocurrido, todo ha sucedido muy rápido y sin explicación alguna, y en
algún momento tendremos que saber el motivo de esta repentina separación.
—Salvador, es complicado…
—¿No me jodas? Claro que sé que es complicado, pero no estáis solos en
esta casa, lo único que vais a conseguir con todo esto es que tanto Gala
como yo nos larguemos de aquí cuanto antes, sin mirar atrás.
—No, sois lo único que tengo.
—¡Pues espabilad, los dos! No sé si estaré siendo egoísta, pero es que no
soporto más esta historia —confesé—. Yo también tengo una vida, al igual
que Gala, que se queda despierta casi toda la noche estudiando y sin faltar
ni un solo día al trabajo, incluso hace más horas en la cafetería de las que
debería —concluí de carrerilla y con un escozor en el pecho. Mis palabras
eran dardos que salían disparados, pero que ni de lejos llegaban a la diana
—. Se supone que ella tendría que dedicarse a estudiar, sacar las mejores
notas y no preocuparse por otras cosas. No os pido que penséis en mí, soy
mayorcito y tengo una carrera definida, hacedlo por ella. Ella, aunque
muestre esa independencia y firmeza, sigue siendo una niña que necesita
apoyo constante.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Continuar una farsa? ¿Que vuelva a casa y
hacer como si no hubiera pasado nada?
—No, pero sí te pido que razones. No podemos llegar a casa y encontrarte
aquí tirada, ¿entiendes que eso nos preocupa? No voy a dejar que Gala
fracase en su carrera, y mucho menos por vuestros problemas.
Al fin pareció que aquellas palabras habían rozado un punto sensible en su
maltratado corazón. Se reincorporó y, cogiendo aire para soltar un suspiro
pesado y lastimoso, me miró firmemente a los ojos. Mostrándome ese color
azul que habíamos heredado de ella.
—Tienes razón, hijo.
—Solucionad las cosas, o zanjarlas —sentencié cansado.
Justo en ese momento llegó Gala, y nos quedamos callados. No éramos
los maestros del disimulo precisamente, así que se nos quedó mirando con
cara asustada y preguntó si todo iba bien.
—Sí —respondí escueto pero firme—. Vamos a hacer la cena, he
quedado.
Gala fue a dejar la bolsa a su habitación y no tardó en llegar a la cocina
para colaborar en la cocina. Desde hacía mucho tiempo solo la habitábamos
ella y yo, y en consecuencia las cenas habían sufrido un golpe de
monotonía: ensalada grande para los tres y algo rápido a la plancha.
—¿Qué tal la universidad, Gala? —preguntó nuestra madre en un leve
susurró.
Su voz quebrada mostraba el gran esfuerzo que estaba haciendo. Miré la
reacción de mi hermana en silencio y pude apreciar la sorpresa en su cara.
Ella me buscó con la mirada, en un intento de mostrarme su confusión ante
tal repentino interés. Le asentí con la cabeza para indicarle que le diera una
respuesta tranquila y sin sobresaltos. Sabía que la conversación no iría más
allá, porque Gala no estaba cómoda fingiendo y mi madre no estaba para
escuchar a nadie.
Pero ya era un leve avance. Muy pequeño, pero un paso hacia el frente, al
fin y al cabo.
Después de recoger la mesa me colé en la ducha, me acicalé haciendo lo
propio para lo que se acontecía esa noche y, cinco minutos más tarde y con
tres disparos de mi mejor perfume por el cuerpo, ya estaba arreglado para
salir por la puerta, aunque antes de salir piqué a la habitación de Gala.
Quería marcharme tranquilo.
—¿Todo bien, enana? —pregunté asomándome a su habitación después
de que me diera luz verde para entrar.
—Sí, tengo que repasar las lecciones de hoy, pero estoy que me caigo de
sueño… —respondió desde la silla del escritorio, estampando su cabeza
contra los brazos que reposaban en él.
—Estudia, pero tampoco te pases, ya sabes que puede jugar en tu contra.
Me acerqué hasta ella y le di un beso en la cabeza. Seguía queriendo a esa
pitufa como el primer día, por muy mayor que nos hiciéramos. Ese instinto
que me nació desde el primer minuto que la sostuve en mis brazos. Era mi
única hermana, y daría cualquier cosa por ella.
—Hueles muy bien, tete, ¿a quién vas a ver tú esta noche? —se interesó
mientras levantaba la cabeza del amasijo de apuntes que había sobre la
mesa.
—No es asunto tuyo, cotilla —le contesté con una sonrisa antes de salir de
su habitación.
Me apetecía bastante ver a Silvia. Aunque últimamente nos costaba
encontrar hueco para vernos, y eso solo podía indicar que la rutina se había
instalado entre nosotros y que el fin a nuestra relación no tardaría en llegar.
Mi aventura con ella empezó de la misma forma que con las demás, aunque
su fogosidad en la cama me sorprendió. Era una mujer con muchas ganas de
pasarlo bien. Su vida consistía en acudir a eventos sociales de su marido y
matar tiempo malgastando el dinero de este y el de su familia. Era la hija de
un gran empresario catalán; dueño de una multinacional farmacéutica, así
que no le faltaban acciones de la empresa familiar para vivir a lo grande el
resto de sus días.
Cogí el coche para en cuestión de minutos aparcar a dos manzanas de su
casa. Vivía en una residencia enorme por la zona de Pedralbes, en una casa
de diseño con toques demasiado barrocos para mi gusto. Apenas me hizo
esperar en la puerta, donde ya percibí que llevaba un buen rato ansiosa por
tenerme allí, tal y como me dijo en su llamada. No me dejó ni pronunciar
saludo siquiera; me agarró del cuello de la camiseta y me devoró la boca
con hambre. Sus pies fueron avanzando hacia la habitación de siempre,
donde nos enrollábamos cada vez que nos citábamos en su casa.
A Silvia no le gustaba perder el tiempo, ni a mí tampoco, y desde el
primer día dejamos claro lo que había entre nosotros.
Las relaciones sin compromiso me estaban bien, no me acarreaban ningún
tipo de problema, a pesar de que en más de una ocasión estuve a punto de
meterme en algún lío y me vi forzado a salir por patas, pero siempre lograba
escabullirme.
Desde adolescente me gustaban las mujeres maduras, insatisfechas en la
cama y con ganas de sexo desenfrenado. Pero a pesar de que solo era algo
carnal, prefería guardarles fidelidad durante el corto tiempo que duraban
esas aventuras. A algunos podría parecerle un cretino por enrollarme con
mujeres casadas, pero me daba igual. Yo no era el que cometía la
infidelidad, al igual que sabía que tampoco iba a enamorarme de ninguna.
Desde hacía años sentía que el día que eso pasara, el mundo estallaría en
mil pedazos. En pocas palabras, cada vez tenía menos fe en que llegara a
ocurrir eso. No había aparecido la chica que se supone que te hace temblar
de pies a cabeza. Desconocía esa sensación y me resigné a ello. Aprendí a
llevar ese tipo de líos, aunque con los suficientes principios para no estar
con más de una a la vez. Concentraba todo mi esfuerzo en una, en hacer
realidad sus deseos y travesuras, sin importar nada más. Yo solo me
limitaba a satisfacerlas y, sobre todo, a disfrutar yo.
—Me tienes loca, Salva —dijo Silvia recuperando el aliento.
Estábamos tumbados en la cama, con una sábana de seda cubriéndonos.
Enloquecimos en cuanto nos tumbamos en la cama, deshaciéndonos de la
ropa que nos cubría en cuestión de segundos.
Yo sabía lo que le gustaba a ella, y con eso era más que suficiente. Era una
mujer preciosa, pero en su mirada pude ver más que simples notas de deseo.
Podía percibir esa sensación de necesitar cosas que yo no era capaz de
satisfacer, y aquello era el principio de nuestro final.
Debía marcharme, aquello no podía alargarse más. Ella insistió en que
pasara la noche con ella, que su marido no iba a aparecer hasta el fin de
semana y que me necesitaba.
Sí, aquello era la confirmación de que debíamos acabar de inmediato.
—Haces que se me encoja el estómago, no eres solo un juego para mí —
balbució incorporándose en la cama en cuanto vio que no había vuelta atrás
en mi decisión.
—Silvia, no sigas.
—Quiero dejar a mi marido, te necesito más de lo que crees —confirmó
mis sospechas.
—Ya, pero esto solo es un revolcón esporádico. Eres una mujer increíble,
de verdad, pero no busco una relación.
—¿Sigues pensando que algún día llegará la princesa de cuento picando a
tu puerta? Qué ingenuo, Salva…
—No, no soy ingenuo, pero tampoco soy un mentiroso. No estoy
enamorado de ti, Silvia, lo siento.
—Podrías tenerlo todo. Mira a tu alrededor. Apenas tendrías que trabajar,
podrías vivir conmigo y…
—Silvia, no vas a convencerme. Me tengo a mí mismo y, por ahora, con
eso me basta.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Será mejor que me vaya. Tenemos que dejarlo aquí —anuncié mientras
acababa de vestirme—. Una aventura siempre tiene un final, y yo siempre
las termino solo. Eres fascinante, pero no voy a iniciar una relación en la
que no hay amor.
—Te arrepentirás —me escupió mientras se anudaba en la cintura el batín
de seda color crema.
—Eso no lo sé, pero no voy a empezar una relación solo porque tengas
dinero y me conviertas en tu toy boy. No soy ese tipo de persona.
Mi comentario pareció hacerle mucha gracia, porque se empezó a reír de
manera burlona.
—¿Y qué tipo de persona eres? ¿Del que engatusa a mujeres casadas para
darles la patada después?
—No, del que disfruta con mujeres, pero que no quiere compromisos.
Sabíamos lo que había entre nosotros desde el primer día.
No tardé en calzarme las deportivas y despedirme de ella.
Sabía que no volveríamos a vernos.
Silvia no era la primera mujer con la que vivía una situación así, y
tampoco sería la última. Siempre solía repetirse el mismo patrón, a pesar de
que el tiempo era distinto para cada una. Con alguna llegué a estar casi un
año, pero con un desenlace parecido.
La idea de apartarme una temporada de aquellos rollos cobró fuerza.
También me empujó la frustración por no encontrar a la chica que pondría
mi mundo patas arriba, aunque no era algo que me obsesionara.
Sabía que en algún lugar me estaría esperando, ¿no?
Gala
Confesiones dolorosas

Noviembre de 2012

Imagine Dragons amenizaba mi viaje en el metro. Era la última


recomendación musical de Joel, un grupo que acababa de sacar su primer
álbum y que no dejaba de escuchar en bucle, con la consecuencia de que yo
también me enganché a sus canciones.
Aquella tarde había quedado con mi padre y Salva en una cafetería del
barrio de mi abuela. Quería explicarnos algo importante y supusimos que
tendría que ver con el origen del caos que se había instalado en casa. Ya iba
siendo hora de tener una explicación después de tanto tiempo.
Salva iba directo del trabajo y yo acababa de salir de clase. Le había
pedido a mi jefe hacer menos horas en la cafetería, así que tenía más
flexibilidad para ver a mi padre y estar un poco más en casa, aunque gran
parte de las horas las pasaba estudiando con Joel en la biblioteca o en su
piso. Habíamos formado un buen tándem: estudiábamos, hacíamos los
trabajos y cogíamos apuntes juntos. Lo que no pillaba él, lo pillaba yo o
viceversa.
Tanto Sandra como Ana seguían igual, pero más pesadas e insistentes en
indagar sobre mi estrecha amistad con Joel. Esa maldita manía de que si
tenías un amigo del sexo opuesto debía existir una tensión sexual, y no era
así. Joel tenía sus rollos por ahí y yo… yo estaba preparándome para lograr
mi objetivo para el último año de carrera y sobrevivir a la vez.
Justo al salir del metro Sandra me llamó al móvil.
—No sé si iré, será un desfase y… —contesté a su proposición.
—Gala, por favor… ¡No puedes faltar a la Quimifarra! Te arrepentirás
toda tu puñetera y aburrida vida.
—¡Oye! ¡Mi vida no es nada aburrida!
—Ya, ya…
—No puedo estar cada dos por tres de fiesta, tengo el dinero justo y
necesito ahorrar.
—¿En serio me pones esa excusa? Sabes que son unos miserables cinco
euros, si lo necesitas lo pago yo… ¡Venga, va! ¿Joel va a ir?
—Pues supongo, no se pierde una… —añadí mientras iba de camino a la
cafetería. Ya divisaba a mi padre en la puerta del local—. Pero lo que haga
él es cosa suya. Oye, te tengo que dejar, que ya he llegado.
Me despedí de ella y cuando estuve cerca de mi padre me lancé a sus
brazos. Lo noté frágil y tembloroso, a diferencia de la persona que siempre
había mostrado ser en casa: seguro de sí mismo, bromista a la par que
estricto e íntegro. Escasos cinco minutos después llegó mi hermano, el cual
lo saludó con otro abrazo.
—Tú dirás —soltó Salva al poco de estar sentados en una de las mesas
más apartadas del local, ganando privacidad—. Necesitamos respuestas
para solucionar esta situación.
—Os debo una explicación.
—Nos debéis —remarcó mi hermano—, hasta donde yo sé, los dos habéis
tomado esta decisión.
—Pero la culpa es solo mía. Yo lo empecé todo.
Ambos nos quedamos pendientes de lo que nos iba a explicar, y me temía
lo peor: podría haber engañado a mi madre con una niña más joven que yo,
o vete tú a saber… Noté que le estaba costando desembuchar el motivo por
el que se estaban separando, porque la situación ya era oficial. No podían
seguir más tiempo juntos.
—No hay vuelta atrás. Vuestra madre, desde el primer minuto en el que
fui consciente de que el ritmo de vida se me fue de las manos, intentó
ayudarme, pero yo no la dejé. Seguí y seguí…
—Pero a ver, ¿qué hiciste? —insistió Salva nervioso.
—Empecé a jugar al póquer online un rato por las noches, antes de
acostarme, para distraerme un poco. Al principio lo tenía controlado, ni
siquiera apostaba con dinero real, pero todo explotó. En el trabajo hay
mucha presión por la pérdida constante de clientes, el miedo a despidos
masivos y, a mi edad… La cuestión es que lo que empezó siendo un
pasatiempo, ha arruinado a mi familia. Acabé echando mano del dinero que
no debíamos tocar. Pensé que lo tenía todo bajo control, al principio ganaba
dinero, incluso aumenté a cifra de forma considerable, pero entonces se
convirtió en una necesidad y, sin ser consciente, fui sacando de la cuenta de
ahorros familiar —relató con voz entrecortada y con un malestar latente.
Casi podía decirse que la vergüenza y la pena eran dos invitadas más en
aquella mesa—. Parte de ese dinero era el que iba a pagar las matrículas,
Gala. Si no llega a ser por vuestra madre, casi acabo con todo…
En cuanto dijo aquello último me rompí por dentro.
No entendía nada. ¿Qué se suponía que quería decir aquello? ¿Que debía
costearme yo la universidad? ¿Que debía destinar mis ahorros para pagar la
matrícula? Pero si apenas me llegaría para pagar todas las matrículas… Yo
no podía permitírmelo, solo podría pagar el siguiente año, y no me quedaba
más remedio que renunciar a mi objetivo. Por algo que se suponía que solo
sería para mí. Por primera vez, en todos aquellos años, que reúno la valentía
para hacer algo por mí misma, viene la vida y me lo arrebata.
—¿Y por qué no nos dijisteis nada? ¿Por qué nos lo habéis ocultado?
¡Podríamos haberte ayudado! —echó en cara mi hermano.
—Primero tenía que ser consciente yo, y entender que tenía un problema.
Yo me quedé muda. No sabía qué decir. Mi padre había acabado con toda
la estabilidad familiar él solo.
—Estoy visitando a un psicólogo, me irá bien estar apartado un tiempo.
Vuestra madre lo ha pasado muy mal, creo que debéis apoyarla en todo.
—Papá, os ayudaremos a ambos —añadió Salva.
No pude soportarlo más. Me puse de pie y, captando la atención de mi
hermano y mi padre, me fui de allí. Necesitaba gritar, expresar que me
acababan de joder por dentro y por fuera. Sentía frustración, al igual que el
sentimiento de soledad y estar sin rumbo. Por una vez en mi vida, no podía
disimular lo que sentía. La contención que tanto me caracterizaba se había
evaporado.
Cogí mi móvil y envié un mensaje de WhatsApp: «Necesito mar y un par
de cervezas».
No tardé en recibir respuesta: «Salgo a las ocho de la piscina. ¿Estás
bien?».
«Estoy a punto de explotar. Paso a buscarte, así se me hará la hora».
Contesté.
De camino a las Piscinas Bernat Picornell medité, y pasé por diferentes
estados de ánimos; de sentirme como una mierda, a notar que me estaba
comportando de manera egoísta. No era capaz de asimilar aquella realidad,
me sobrepasaba.
Mi hermano empezó a llamarme sin parar, pero no quería hablar con nadie
que no fuera Joel. Le envié un mensaje diciéndole que necesitaba estar sola,
que estaba bien y que no se preocupara, que debía poner en orden mi cabeza
para poder darle forma y asimilar lo que vendría a continuación. Él me
conocía mejor que nadie y sabía que necesitaba tiempo para mí, y también
para procesarlo todo. Aunque sus palabras no dejaban de repetirse en mi
cabeza: «si te lo guardas todo, acabarás explotando, y será mucho peor».
Cuando llegué a las piscinas ya habían pasado cinco minutos de las ocho
en punto. Aproveché para comprar unas cervezas. Joel ya estaba
esperándome en su ciclomotor. Las puntas de su pelo goteaban y mi cabeza,
antes de que llegara a su altura, ya evocó el olor de su jabón y el leve rastro
a cloro de la piscina. Sin ser consciente, él se estaba convirtiendo en mi
momento favorito del día.
—Te vas a resfriar —le dije cundo llegué a su altura.
—Soy mala hierba, ni los virus quieren usarme como huésped —contestó
con esa eterna sonrisa y los ojos camaleónicos.
Se levantó y abrió el sillín para darme el casco, cogerme la bolsa y
depositarla en el vehículo. Me lo puse y salimos de allí para dirigirnos al
lugar de siempre: la orilla de las confesiones y donde le escupíamos al mar
lo que más nos jodía y frustraba. Al llegar allí fuimos directos hasta nuestro
sitio, nos sentamos en la arena, cogimos una cerveza cada uno, las abrimos
y las pusimos en alto para brindar.
—Brindo por cómo en cuestión de segundos tus planes se pueden ir a la
mierda y tiran por la borda todo lo que te habías propuesto. Por un futuro
sin sueños y de deber, de obligaciones y responsabilidades, de dejar de ser
una niña para convertirte en una mujer.
—Brindo por las mujeres mayores que lo dan todo en aquagym y que
intentan meterte mano después. —No pude evitar reírme—. Por las chicas
que se hacen falsas esperanzas y te meten en más de un apuro. También en
el malfollado profesor de química aplicada y en los experimentos culinarios
de Pau, que poco nos pasa después de hacernos los valientes por comernos
sus intentonas.
Chocamos nuestras latas y bebimos un largo trago.
—Creo que tu brindis ha ganado hoy. Dime, ¿qué ha pasado?
—A la mierda mi sueño; a la mierda mi viaje por Europa.
—¿Por qué?
—Resulta que mi padre se ha fundido todos los ahorros de la familia,
incluyendo el dinero para mi universidad, en el póquer online. No nos
quedamos sin casa de milagro, porque mi madre se interpuso y evitó el
desastre.
—Joder… ¿Y vas a renunciar a tu sueño?
—Si quiero seguir estudiando creo que no tengo alternativa.
Se quedó pensativo. Yo sabía que era una decisión que tenía que tomar yo
sola, pero estaba claro lo que iba a hacer. Iba a cumplir con mi deber:
sacarme la carrera y volver a hacer más horas en la cafetería para intentar
ahorras todo lo posible para los siguientes años de carrera. También cabía la
posibilidad de que tuviera que reducir las matriculaciones para poder
trabajar más y abaratar el coste de la siguiente inscripción.
—¿Entonces has tomado una decisión ya? ¿Tan pronto?
—¿Tú dudarías en lo que tienes que hacer?
—Es tu sueño, Gala. No puedo meterme en él y decirte lo que haría yo.
—Lo sé… Y estoy de acuerdo en que Fernando es un malfollado, menudo
imbécil.
E hicimos lo que solíamos hacer en aquel lugar: hablar y beber. Pero él
me expresó que tenía un hambre terrible, y me di cuenta de que yo también
estaba hambrienta. Volvimos a la moto y fuimos a por comida grasienta. No
pude evitar sentir mis dichosos remordimientos por estar engullendo tantas
calorías en un solo bocado.
—Si me viera mi hermano comer esta porquería me soltaría un sermón.
No debería comer esto.
—Gala, es solo un día.
—Ya, pero se me va a poner el culo más grande que una plaza de toros.
Se me quedó mirando con una ceja levantada y se echó a reír.
—Todas las mujeres sois iguales, joder. ¿Y lo que se disfruta una
hamburguesa grasienta? No hay nada mejor que ver a una chica comer con
ganas, sin reparos.
—Lo dice alguien que no tiene unas posaderas enormes.
—¡Eh! La diferencia es que yo he tenido muchos años de entrenamiento,
de pequeño era una auténtica bola de sebo.
—No me lo creo…
—¡En serio! Estaba gordísimo, pero, claro…, me lanzaron al agua y, no
sé, lo perdí todo. No pienso renunciar a la comida, es uno de los mayores
placeres que tengo.
En aquel momento la que lo miraba con una ceja levantada era yo.
—No es la primera vez que oigo cómo te quejas de tu culo, así que a la
próxima prometo que te obligo a enfundarte las bambas para salir a correr
—advirtió mientras se metía una patata en la boca.
—No lo lograrás en tu vida, es un caso perdido.
—Y lo que me gusta un reto…
Gala
Comprender

Llevaba pocos días en Barcelona, pero no pude esquivar la conversación


pendiente que tenía con mis padres; sobre su reconciliación.
Era consciente de que, con el tiempo, aprendí a esquivar conversaciones
incómodas o, simplemente, situaciones donde sabía que saldría perdiendo.
Desde que decidí quedarme en Dinamarca viví de lejos todo el proceso de
separación y recuperación de mi padre, pero también me perdí la forma en
la que volvieron a reencontrarse, además de la capacidad de perdonarse el
uno al otro y darse cuenta de que el amor puede estar por encima del rencor.
Mi padre trabajó muchísimo para superar su adicción, además de que se
apoyó en la abuela y en el trabajo, en el que, a pesar de la situación tan
peliaguda que se vivió a nivel mundial, le reportó un ascenso y la
oportunidad de subsanar en menos tiempo las pérdidas que había
ocasionado. Mi madre, sin embargo, al año en que mi padre se marchara de
casa, aprendió a rehacer su vida; salir con amigas, disfrutar, pensar en ella e,
incluso, hacer algún viaje por su cuenta.
Un día no me quedó más remedio que sentarme entre ellos dos en la mesa
del salón, sintiendo cómo me temblaban y sudaban las manos por los
nervios que me producía aquella situación. No existían más excusas para no
tener aquella conversación, ni formas en las que poder escaparme. Había
que pasar el mal trago, y mi hermano tenía muchísima razón, debía empezar
a comprender y, sobre todo, perdonar, para poder seguir mi camino en paz.
Librarme de esos fantasmas que tanto me asustaban.
—Ha llegado el momento de que dejemos todo claro. Te debemos una
explicación —empezó mi madre.
—Somos conscientes de que te hemos ocultado todo esto, pero tampoco
sabíamos cómo decírtelo estando tan lejos —añadió papá.
—Por teléfono, tal vez —contesté molesta e incómoda, pero en un tono de
voz que mostraba mi fragilidad ante lo que pudieran decirme.
—Gala, te diremos lo mismo que le dijimos a tu hermano en su momento.
Sabemos de sobra que no os pusimos las cosas fáciles —aseguró mi madre
—, pero la vida da muchas vueltas y, sabemos que habéis visto lo peor de
nosotros mismos, donde nos hemos faltado el respeto y haciéndoos la
convivencia imposible, pero el amor que nos profesamos tu padre y yo es
demasiado grande como para dejarlo pasar.
—Sabemos que tomaste tus propias decisiones hace unos años y, aunque
no las compartíamos, aprendimos a respetarte, porque era lo que
necesitabas en ese momento. Pero ahora queremos intentar subsanar todos
esos errores, empezar de cero y recuperar el tiempo perdido.
Todo aquello me venía de golpe y apenas podía dar una respuesta, porque
no dejaba de pensar en todos los conflictos, gritos y malas palabras que se
habían cruzado en el pasado.
—Gala, tesoro —llamó mi padre—, no ha sido fácil, y eso sí que lo sabes.
Jamás te hemos ocultado nada, pero nos pareció adecuado mantener nuestra
relación en secreto un tiempo. Necesitábamos esa intimidad, el volver a
conocernos y, si somos sinceros, probar si podía funcionar.
—¿Cómo se hace? —pregunté sin pensar. Un torrente de curiosidad
escupió aquella pregunta, por no saber cómo se seguía hacia delante con la
persona que te había causado tanto dolor.
—¿El qué, cariño? —matizó mamá.
—¿Perdonar a quien te ha hecho tanto daño?
—A veces no se trata de perdonar, sino de preguntarte a ti mismo qué es
lo que quieres. Yo amo a tu madre más que nada en el mundo; desde aquel
día de verano que la vi caminando por la plaza Osca, con paso ligero y con
una melena que le llegaba hasta el final de la espalda. Supe que era la mujer
con la que quería permanecer el resto de mis días y, aunque perdí el norte,
me di cuenta de que, si no la tenía a mi lado, mi vida era miserable.
—El pasado no debe echarse en cara, porque no sabes cuánto pudo
costarle a superarlo —mi madre dijo aquellas palabras apretándole la mano
con más fuerza y sin dejar de mirarlo.
Aquello era amor verdadero, y yo no era nadie para negarlo ni discutirlo.
Me percaté que la sensación que me invadía por verlos así era de
admiración, para mi sorpresa. Algo en mi interior se moría por aprender a
hacer algo así.
—Necesitaré tiempo para asimilar lo mucho que han cambiado las cosas
por aquí —respondí ante todo aquello.
—Siento mucho la forma en la que hicimos las cosas —se disculpó mi
madre—, pero nadie es perfecto. Lo que queremos que sepas es que a tu
hermano y a ti os queremos muchísimo, y que, de poder corregir lo que
hicimos en el pasado, ten claro que lo haríamos.
—Pero no nos queda más remedio que asumir las consecuencias y
disculparnos —remató él.
Asentí con un ligero movimiento de cabeza. Yo no era nadie para rebatir
nada, y era consciente de que su voluntad y sentimientos eran fuertes y
sinceros.
Se trataba de sus vidas, y yo no podía entrometerme en sus decisiones. Yo
tenía mi futuro lejos de allí, y en cuestión de tres semanas retomaría mi
rutina y la tranquilidad que me rodeaba.
Sentía que la frialdad que se había creado entre nosotros no se marcharía
pronto, y que era imposible retomar la vida y relación que teníamos antes
de que tomaran la decisión de separarse, o eso creía yo.
No me quedaba más remedio que afrontar la realidad y no entorpecer sus
deseos.
Salva
Tacones

Noviembre de 2012

La convivencia con aquellas dos locas se había vuelto insostenible. Se me


hacía imposible poder dar dos pasos sin tener que lidiar con alguna de ellas.
Mi madre había recuperado la energía —por no decir que era pura mala
hostia—, e implantaba su opinión en cualquier cosa que dijéramos, y Gala
estaba cabreada y ausente. Entendía a mi hermana, porque yo a su edad
disfrutaba de todo lo que se me ponía por delante; apenas tuve que
preocuparme por el dinero, no me estaba de ningún capricho y me asustaba
la situación a la que se había visto arrojada, porque podía perder la cabeza
en cualquier momento. La idea de que enviara su futuro al garete, de que se
juntara con aquel niñato, me aceleraba el pulso. Me hacía estar en guardia
de forma constante. Desde que iba con ese niño que la traía a casa estaba
más nervioso que de costumbre. No podía evitar pensar en que se hacía
mayor, y en que la probabilidad de que pudieran hacerle daño aumentaba de
forma proporcional. Tal vez yo fuera demasiado protector, pero me volvía
loco solo de pensar que pudieran lastimarla.
Mientras me preparaba la bolsa para ir al trabajo llegó mi madre. Casi
todos los días coincidíamos en la misma tarea: yo me organizaba para irme
a trabajar y ella volvía de pasar todo el día en la oficina. Pero aquel día
hubo algo distinto. La vi diferente…
—Hola, mam… —me quedé sin habla nada más ponerme delante de ella.
—Hola, hijo, ¿qué pasa? ¿Has visto un fantasma? —soltó levantando una
ceja, siendo consciente de que me había dejado sin palabras.
La vi de una pieza; pudiendo observar un atisbo de lo que fue antes de que
empezara la crisis en su matrimonio. Se había arreglado con esmero; volvía
a lucir su melena lacia castaña, su maquillaje perfecto y enfundado en par
de tacones que, si no me fallaban las cuentas, llevarían un año sin tocar
asfalto.
—Estás… estupenda.
—Vaya, gracias.
Entonces, en aquel instante, me acordé de que después de comer tenía que
ir al gabinete de abogados para dar comienzo a los trámites del divorcio.
Así que la alegría por verla tan bien se difumó ligeramente. Debía ser
sincero, y sí que me gustaba verla más animada, pero no que lo usara para
hacer daño a mi padre, porque aquella repentina actitud no tenía otra
explicación. Comprendí que quería demostrarle que estaba de maravilla sin
él, que estaba haciendo su vida normal y que no lo necesitaba para nada.
Volví a por mi bolsa y me la colgué en el hombro. Fui hasta el salón y me
la encontré ojeando el móvil.
—Me voy con los chavales, hoy van a flipar con el entrenamiento.
Me acerqué a ella para darle un beso y, no sé por qué motivo, le lancé un
pequeño dardo envenenado.
—Saluda al papá de mi parte —solté antes de marcharme, sin mirar atrás.
Comprendía que lo que acababa de hacer era tomar partido en una batalla
que no me pertenecía, pero me parecía injusta aquella actitud. Enmascarar
la pena, engalanarla y mostrar una falsa realidad no iba a ayudar a nadie, ni
siquiera a mi madre. Pero lo peor de todo era que yo no podía hacer nada
para evitar todo aquello, y tuve que empezar a lidiar con la frustración.
Siempre había sido resolutivo, directo y constante. Cuando tenía un
conflicto delante no descansaba hasta resolverlo. Aquello se me escapaba, y
no podía hacer nada para darle una salida.
Aquel día decidí ir a pie hacia el club, vivía bastante cerca, por el
momento. Llevaba tiempo queriendo comprarme un piso. La idea se me
alojó cuando empecé a trabajar en el club. Había pasado gran parte de mi
adolescencia en competiciones de judo, la que había sido mi pasión y, por
suerte, vocación. Pero con todo lo que estábamos viviendo no era el
momento para dar el paso, no quería dejar a mi hermana sola y, además, si
debía ayudarla a costearse los estudios, lo haría.
Llegué al club y, como si atravesara un portal mágico, todas las
preocupaciones ya no me importaban. Me convertía en el entrenador
implacable que debía ser. Aquellos niños se acordarían de mí toda su
puñetera vida. Me había empeñado en inculcarles la disciplina que
depositaron en mí todos mis entrenadores, además de la formación que
había adquirido con el tiempo y mi experiencia como judoca. Quería que
fueran mejores personas y, para qué negarlo, que alguno llegara a ser un
gran atleta.
Pero aquel día todo dio un giro para mí. Cuando ya empezaba a
mentalizarme de que no encontraría a alguien que me agitara de pies a
cabeza, apareció.
—¡Salva! —exclamó Chari nada más verme entrar por la puerta—. Te
presento a Yago, el nuevo chico que han fichado para tu equipo.
Y me quedé mudo. No por el chaval, que parecía un niño de diez años de
lo más normal, sino por su madre: una mujer fina, muy bien arreglada y
más joven de lo que estaba acostumbrado a ver por allí. Tenía una melena
oscura interminable que, sin saber el motivo, percibía a la perfección su
aroma. Temblé entero.
—¿Podrías explicarle cómo funciona todo esto y presentarlo al resto de
chavales? —sugirió Chari.
Fui incapaz de balbucear algo coherente.
Madre e hijo se situaron a mi lado mientras intentaba enseñarles las
instalaciones y dejaba al chaval con el resto de compañeros. Ni siquiera me
planteé por qué tenía que hacer yo esa faena cuando no me tocaba a mí. Era
nuestra querida Charito la que se encargaba de esas cosas, aunque
últimamente andaba algo atacada con infinidad de tareas, pero al ver a esa
imponente mujer, ni siquiera me planteé no hacerlo.
Cuando volvimos a la recepción del recinto, aquella preciosa mujer se me
quedó mirando fijamente y no le tembló la voz.
—Espero que seas mejor entrenador que anfitrión del club… —lanzó ella.
Respondí con una sonrisa ladeada, de esas que solían ser irresistibles para
cualquier mujer. Deseando de forma inconsciente que cayera en la trampa,
porque jamás había experimentado algo así y necesitaba perseguirlo.
—Eres demasiado joven para ser entrenador, ¿no? —sugirió.
—Y tú pareces demasiado joven para tener un niño de diez años —
contesté, olvidándome de mi rol y el lugar en el que me encontraba.
—¿Perdón?
—No eres como las otras madres, suelen ser mayores.
—Y los entrenadores que ha tenido mi hijo suelen ser calvos y barrigudos,
de esos que te comen los ojos.
—Bueno, me doy por satisfecho, sigo teniendo pelo y mantengo el tipo.
—Pero ¿sí eres de los que comen con los ojos?
—Eso es inevitable. Es pura naturaleza.
Y me miró de una forma que volvió a hacerme temblar.
—Me parece que la recepcionista se ha olvidado de entregarme los
comprobantes de inscripción —noté como puso voz seductora—, ¿podrías
buscarlos tú? Tengo unos recados pendientes.
—Claro.
Me acerqué al mostrador y le pregunté a mi compañera dónde estaban
esos papeles, indicándome que se encontraban en el archivo, a punto de ser
guardados. Chari me dedicó una cara extraña, pero estaba tan liada que no
le dio más importancia.
Aquella mujer me siguió hasta la sala y cerró la puerta tras de ella. Sentía
su presencia detrás de mí y empecé a mover los papeles que estaban a punto
de ser archivados, nervioso. Cada vez la notaba más cerca de mí, pero no le
di importancia, porque lo achaqué a su porte rígido e implacable. Hasta que
lo que pensaba que eran imaginaciones mías, se convirtieron en hechos.
Pensé que no sería tan rápido ni sencillo, que conseguir una mujer como
ella costaría muchísimo más. Pero cuando quise darme cuenta, me tenía
agarrado del cuello y me había empotrado contra la pared. Nos besábamos
con ansía, y me limité a seguirle la corriente, aunque estaba totalmente
entregado a ella. Aquella mujer me imponía demasiado y los besos me
reclamaban caricias. Deslicé mi mano por su cintura hasta el final de su
falda, que estaba por encima de la rodilla. Ahí introduje la mano por dentro
y subí con delicadeza mi palma a la vez que lo hacía aquella prenda.
Cuando llegué a su entrepierna, colé uno de mis dedos por el interior de la
lencería y comprobé que estaba húmeda. Introduje uno de mis dedos en su
interior y mi polla se sacudió entre mis piernas.
La situación se nos fue de las manos. Ella no vaciló en bajarme los
pantalones de deporte y encararse hacia mí. Agarró con sus manos mi verga
y, a la vez que yo la masturbaba, ella lo hacía conmigo. Apenamos fuimos
capaces de estar más de dos minutos sin corrernos.
Después de aquello nos adecentamos en silencio y, sin darme cuenta, ella
ya estaba saliendo por la puerta sin cruzar ni siquiera una palabra. Aceleré
el ritmo y salí tras ella.
Cuando estaba a la altura de recepción, se despidió de Chari y salió por la
puerta, sin dedicarme una mirada siquiera. Aquella mujer me dejó atontado
perdido, quedándome al lado del mostrador con cara de tonto.
—¿No le has dado los comprobantes? —preguntó Chari arrancándome de
mi embobamiento.
—Eeeem…, sí.
—No sé, como iba con las manos vacías he supuesto que ya los tenía,
porque juraría que los metí en la carpeta que le entregué hace unos días.
¿Estás bien, Salva? Estás blanco.
—Sí, sí… Me voy con los chavales.
Dejé a Chari con la mosca detrás de la oreja. No se le escapaba una a
aquella mujer, pero no iba a explicarle lo que acababa de pasar en el
archivo, no estaba tan loco. Supuse que sería lo suficientemente lista para
adivinarlo ella solita.

El entrenamiento fue demasiado flojo, no tuve la cabeza enfocada en los


chavales, porque no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido con la
madre del nuevo fichaje. Esa de la que no sabía ni su nombre.
Lo único que tenía claro era que necesitaba volver a verla, y no podía
tardar mucho en hacerlo. Así que empecé a maquinar un plan para llamar su
atención. Dejé a los chavales cinco minutos solos y fui de nuevo al archivo.
Allí me hice con un papel, boli y un sobre, y dejé correr mi imaginación:
«Las malas lenguas hablan, las buenas dejan las piernas temblando».
Junto a la frase apunté mi número de teléfono y firmé con mi nombre. Lo
metí todo en un sobre bien cerrado y volví con los chavales. Como muy
bien supuse estaban haciendo el idiota, así que les castigué con los
ejercicios de cardio más duros que podía ponerles.
Para cuando terminó el entrenamiento, paré al nuevo fichaje y le dejé
clara una cosa:
—Quiero que le entregues a tu madre este sobre, son unos papeles de
inscripción del club que se le ha olvidado coger al marcharse. Es importante
que se lo des cuanto antes, sino no podrás seguir entrenando aquí hasta que
se resuelva, ¿vale?
El niño afirmó con la cabeza y salió disparado hacia el vestuario. Como
era habitual, diez minutos después sus padres los recogían para ir a casa, y
allí estaba ella: resplandeciente, tan jovial y… con ese toque maduro que
tanto me ponía. Era la mezcla perfecta: juventud y madurez, el maldito ying
y yang que me hacía perder la cabeza. Necesitaba volver a sentirla, pero no
en un encuentro rápido en el archivo del club; aquella mujer se merecía un
buen homenaje.
Nuestras miradas se cruzaron y no pude evitar dedicarle una sonrisa
ladeada. Me la correspondió.
Mi presencia allí ya no tenía sentido, así que fui al vestuario, me puse la
ropa para entrenar y no tardé en empezar mi rutina de entrenamiento. Aquel
cuerpo no se mantenía solo, y mi cabeza necesitaba una buena dosis de
ejercicio para volver a centrarse.
Gala
No me gusta la verdad

A finales de semana quedé con Natalia, mi compañera en aquel Starbucks


de al lado de la Universidad. Decidimos quedar allí para hacer más
nostálgico nuestro reencuentro y, en cuanto volvimos a hacerlo, nos
fundimos en un abrazo enorme y cálido. Me topé con una Natalia más
madura, más centrada y con una tranquilidad pasmosa.
No tardamos en entrar a la cafetería, pedirnos un café y un trozo de tarta
para compartir.
—Gala, te has convertido en toda una mujercita.
—Tú sí que has madurado, ¿dónde están las rastas y los pendientes?
—He madurado —aseguró soltando una de sus características carcajadas
—. No, es broma, ya sabes que yo nunca gastaré de eso. Cuando empecé a
trabajar como administrativa me reformé un poco físicamente, ya sabes, por
la mierda del protocolo social de que hay que ir impoluto. Como si llevar
pendientes y rastas te hiciera ser alguien sucio o incluso un delincuente.
—Ya, lo de siempre, vamos.
—Joder, tía, cuánto tiempo sin verte —soltó cogiéndome las manos y
apretándolas fuerte.
Le correspondí el saludo, porque me alegraba mucho de volver a verla.
Los años que trabajamos juntas compartimos millones de confidencias, y
con ella tenía ese tipo de unión que, por muchos kilómetros de distancia que
nos separaran, no se olvidan.
Le pregunté por su vida, su novia y, sobre todo, la relación con sus padres.
—Sabes, al final todo acaba cayendo por su propio peso —soltó—. Es
cierto que cuando les confesé que me gustaban las mujeres no tuvieron la
mejor reacción, pero con los años han ido aceptándolo. Es triste, sí, pero
son mis padres, y han acabado valorando que no quieren renunciar a mí.
Adoran a Tania.
—Me alegro un montón, Nata.
—¿Y tú? ¿Qué tal por ahí arriba?
—Bien, la verdad es que bien.
—¿Solo bien? No te veo muy entusiasmada…
—Bueno, digamos que estos primeros días aquí me han descolocado —
confesé en un suspiro reparador. Hablarlo con ella hacía aquella
conversación casi terapéutica, como en los viejos tiempos—. Mis padres
vuelven a estar juntos, mis amigas tienen su propia vida; digna de un cuento
de hadas.
—Y la tuya no lo es.
—A ver, estoy bien. Sten es muy atento y amable. Con él la vida es muy
sencilla y tranquila.
—Ay, Gala, no te veo convencida. ¿Qué te pasa?
—No lo sé.
—Yo sí que lo sé, y te lo voy a decir —soltó antes de darle un sorbo al
café y prepararse para la gran revelación—. Necesitas que te echen un buen
polvo.
Solté un bufido gigante. Natalia siempre decía lo mismo y, aunque aquella
declaración contenía millones de connotaciones, no pude evitar reírme.
—Cuando estuve allí y os vi juntos supe que la pasión brilla por su
ausencia, ¿me equivoco?
Me la quedé mirando, porque sabía cuál era la respuesta, pero me negaba
a decirla a viva voz.
—Ves, lo que yo decía. Muchos ojos azules, mucha altura y muy danés,
pero poca dinamita.
—¡Natalia! —reproché.
—Mira, bonita, sé de sobra que te has acomodado a la vida que tienes ahí
arriba, pero vi a una amiga que no está viviendo lo que realmente quiere.
—¿Y qué crees que es lo que realmente quiero?
—Pasión, amor, que el corazón te vaya a mil por hora… Gala, vive, en
serio. Me quedé con muchas ganas de decírtelo cuando fui a verte, pero fue
imposible.
—Ya, no me lo ibas a decir con Sten delante.
Me dio la razón, pero intenté cambiar de tema preguntándole por cómo
fue capaz de perdonar todo lo que vivió con sus padres. Pero obtuve casi las
mismas respuestas que me dio mi hermano hacía escasos días.
Cuando nos terminamos el café decidimos ir a dar una vuelta y ponernos
al día de lo que había ocurrido en nuestra vida los dos últimos años; esos en
los que no nos habíamos visto. Le hablé de mi trabajo en la Universidad, de
lo mucho que me entusiasmaba el proyecto sobre la atracción atómica y lo
avanzado que estaba.
—Eso suena muy gordo, Gala.
—Sí, estamos preparando ya eventos para exponer el temario por las
universidades más importantes de Europa. Suena muy didáctico, ¿sabes?
—Sabía que llegarías lejos.
—Bueno, no es para tanto. Simplemente es como suplemento a las
formaciones académicas, ponencias que la universidad suele ofrecer y con
las que financia parte de los nuevos proyectos. Les ha gustado mucho la
forma en la que he preparado toda la ponencia.
Seguí hablándole de todo aquello que, aun siendo consciente de que le
sonaba a chino la gran mayoría de conceptos, me respondía con gran
entusiasmo.
Al rato recibí un mensaje de Sandra para decirme que había quedado con
Julio, Luis, Ana y Mario para hacer una cerveza, y me dejaba bien claro que
estaba obligada a ir. Se lo comenté a Natalia, por si quería apuntarse y
recordar viejos tiempos, pero me comunicó que tenía cosas que hacer.
Después de darme un abrazo mucho más grande que el primero, me dijo
algo al oído que me produjo un escalofrío y una sacudida extraña.
—No se trata solo de vivir, sino de sentirse vivo, Gala.
La apreté más fuerte entre mis brazos y supe que, con aquellas pocas
palabras, me estaba dando millones de advertencias a las que yo me negaba
a hacer caso.
Quedamos en que volveríamos a quedar otro día y caminé en dirección al
metro para encontrarme con todos mis amigos. Tenía muchas ganas de
volver a ver a Mario, al que hacía un año que no veía desde su visita a
Copenhague para entregarme la invitación de boda. Aquel mexicano le
había devuelto a Sandra las ganas de enamorarse, sobre todo después de la
montaña rusa que vivió con Julio y Luis. Aunque, para ser sincera, era
difícil no caer en la tentación con Mario; pelo oscuro, ojos negros
profundos, atlético y con mucho carisma.
Era imposible que Sandra pudiera contenerse frente a un hombre así.
Ana
Metamorfosis

Noviembre de 2012

Notaba que mi vida había cambiado. Mi relación con la familia, mis


amigas, mi novio…
No sabía explicar si era una transformación buena o mala, ya que notaba
que una de mis amigas estaba más distante de lo normal. Gala me explicó
que Sandra no estaba pasando un buen momento, y resultaba que el núcleo
de su malestar tenía nombre y apellidos: Julio Peña Soriano. Las veces que
nos reuníamos las tres, e intentaba sacarle el tema para que me explicara
qué le sucedía, solo se limitaba a esquivarlo. Pero sí que no tenía reparos en
decirme bien alto y claro que yo le dedicaba más tiempo a mi novio que a
ellas. Sin embargo, Gala, prefería no opinar. Siempre decía que tenía
bastante con la carrera, la familia y el trabajo como para tener más frentes
abiertos. Pero un día todo estalló entre nosotras, más bien entre Sandra y
yo.
—Es una obviedad, Ana. Parecéis siameses, y no es sano. Desde que estás
con él no has venido ni un día de fiesta con nosotras.
—Ya sabéis que no me van mucho, no es de ahora.
—Ya, por eso antes no te perdías una, ¿no? No me engañas, Ana, a tu
novio no le hace gracia que salgas. A poco estás de que te ponga una correa.
—Sandra, no te pases —dijo Gala.
—¿Pero de qué vas? —contesté—. Que tengas problemas con Julio y que
no te haga ni puñetero caso no es culpa mía. No desfogues tus problemas
contra mí.
—¿Cómo? ¿Qué tiene que ver Julio en todo esto? —soltó subiendo el
tono—. Mira, no sé en qué te basas para pensar eso, pero estás equivocada.
Mi problema es que estás con un tío que te tiene absorbida. Te quedarás
sola.
—No es cierto, solo que el tiempo que tengo libre me gusta estar con él.
Ninguna de las dos tenéis novio, si lo tuvierais haríais lo mismo.
—¿El qué? ¿Tenernos vigiladas a todo momento? ¿Tener que pedirle
permiso para salir con tus amigas? Ni de coña. Eso no es un novio, es un
acosador —escupió Sandra.
—Se acabó, no tengo por qué estar aguantado tus ataques de celos —me
levanté del suelo, donde solíamos hacer la pausa de la uni juntas.
—¡¿Celos?! No me hagas reír…
Me quedé mirando a Gala, que se mantenía ausente en la discusión,
pidiéndole ayuda con los ojos.
—Me parece absurdo que os peleéis por algo así, la verdad. Las
decisiones de hoy afectan al futuro, y cada una debe decidir qué camino
tomar —añadió la niña que, en cuestión de pocos días, se había convertido
en toda una mujer.
—Mañana nos vemos. Hoy no quiero seguir hablando de esto —me
despedí.
Las dejé a las dos sentadas en el césped de la facultad de económicas y fui
hacia el aula. Vi a Julio tonteando con una chica y, sin saber por qué,
entendí el comportamiento de Sandra. Que tu mejor amigo del pueblo, al
que considerabas un hermano y por el que empezabas a sentir algo más, del
que deseabas con ganas que viniera a estudiar a Barcelona y, al hacerlo,
pasara más tiempo con otra gente e incluso, se enrollara con otras tías, la
hacía sentirse desplazada.
Cogí mi móvil y le escribí un mensaje: «Lo siento. No quiero que estemos
así. Sé que le estoy dedicando mucho tiempo a Hugo, pero entiéndeme, me
gusta pasar rato con él por lo especial que me hace sentir. ¿Quedamos al
salir de clase para hablar, darnos un abrazo y millones de besos?».
Vi cómo se ponía en línea y comenzaba a escribir, esperé su respuesta
mirando la pantalla.
«Vale. Yo también te pido perdón, pero sigo pensando lo mismo. Nos
vemos a la salida»
Sandra siempre tan directa e implacable. Cuando levanté la mirada tenía a
Julio frente de mí, con cara de preocupación.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Bueno… —¿Debía decirle la verdad? Podía insinuarle que Sandra no
estaba bien, que se sentía un poco sola y sugerirle que fuera a verla—. He
discutido con Sandra.
Abrió los ojos de par en par, a modo de sorpresa.
—¿Qué os ha pasado? Pensaba que eráis intocables.
—Está un poco desanimada; entre la carrera, que tanto Gala como yo
estamos un poco ausentes y que está empezando a tontear con un chico y la
cosa no va por buen camino… —eso último me lo inventé.
—¿Con quién? —preguntó primero—. ¿Pero ella está bien?
—¿Por qué no se lo preguntas tú? Habla un poco con ella, le irá bien —le
sugerí junto con una sonrisa.
Le pareció buena idea, pero tenía una propuesta que hacerme, en parte se
debía a eso su acercamiento.
—Oye… ¿tú me ayudarías en una cosa?
—Depende…
—Es que a Pau… —hizo una pausa que me asustó—. A Pau le gusta
Gala, y ha intentado acercarse a ella, pero no hay manera.
—¿Por qué no habla con Joel?
—Ya lo ha hecho, pero él no cree en estas cosas, se excusó con que tenía
muchas cosas que hacer. Ni siquiera se ha preocupado en organizar la fiesta
de esta noche.
Las veces que había visto a Pau me parecía un chico tímido y muy mono.
No era el prototipo de ninguna chica, para qué engañarnos, pero se le veía
muy buen tipo. Gala no solía salir con chicos, o al menos que yo supiera,
así que tal vez no le iría mal empezar a tener un poco de motivación
masculina. Tal vez así tendría un motivo para sonreír más.
—Vale, aunque creo que Joel podría ayudar un poco para juntarlos, ¿no?
—sugerí.
—Se lo diré. Gracias, Ana —me guiñó un ojo y se dio la vuelta para ir a
su sitio, pero volvió a girarse sobre sí mismo antes—. Y hablaré con
Sandra, creo que la tengo un poco abandonada.
Esa vez Julio sí que se fue a su sitio y aproveché para coger mi móvil,
avisé a Sandra de que tenía que inventarse un rollete fallido, que su amigo
de toda la vida le preguntaría.
«Bueno, no hace falta que me invente nada… Y, no quiero sonar borde,
pero no hace falta que envíes a Julio a mis brazos, él ya sabrá lo que hace.
Luego nos vemos»
Tenía la constante sensación que, con Sandra, nunca acertaba. Hiciera lo
que hiciera, siempre me equivocaba con ella. Intentaba ayudarla, acercarme
un poco y limar esas asperezas que se habían formado entre nosotras, pero
no encontraba la forma correcta. Sandra tenía un carácter muy fuerte, y a
veces era bastante colérica, pero la quería. No quería perder a ninguna de
las dos, era lo último que necesitaba en aquel momento. Así que me
propuse dedicarles más tiempo, porque tenían razón. Las había dejado
tiradas en más de una ocasión. Haría todo lo posible en asistir a la fiesta de
aquella noche.
Gala
Sal, tequila y limón

Cuando llegué a la ubicación que me había enviado Sandra, no pensé en


ningún momento en que ese sería el día de nuestro encuentro. No me
esperaba verlo allí, porque la muy bruja no lo mencionó en su mensaje.
Pensé que el tiempo y la distancia que había interpuesto entre nosotros era
suficiente para superar todo lo que vivimos y sentí. Pero estaba muy
equivocada.
Todos esos años me empeñé en pensar que el primer amor se puede lograr
olvidar, pero él no solo se trataba del primero, sino del primero que me hizo
sentir diferente. Y justo era lo que me pasó al tenerlo de nuevo frente a mí;
volvía a sentirme como aquella vez que le vi entrar por la cafetería casi
cuatro años atrás.
Saludé primero a Julio y a Luis. Sandra me presentó a su amiga Irene y
recibí el abrazo de Mario. Cuando le tocó el turno no supe qué hacer, no
tenía fuerzas ni para inclinarme a darle dos besos.
—Hola —saludó en un hilo de voz.
Contesté de igual forma y agachando la mirada. Era incapaz de sostenerle
la mirada. Se podía palpar la tensión entre nosotros, y nuestros amigos
guardaron una leve distancia prudencial entre nosotros, aterrados de lo que
pudiera ocurrir entre nosotros.
—Cuánto tiempo —añadió.
—Sí.
Aquello era muy incómodo, porque me sonó más a reproche que a oración
para romper el hielo.
—Te veo bien —insistió—. Sandra me ha dicho que te van muy bien las
cosas por Copenhague.
—Ajá —asentí, sin saber cómo seguir aquella conversación.
Yo no supe nada de él hasta justo ese instante, donde pude apreciar que
los años le habían tratado bien. Seguía conservando su pelo ondulado
oscuro y enmarañado, aunque un poco más formal que años atrás. Su
cuerpo parecía más robusto, evidenciando el paso de la adolescencia a la
madurez y acompañándolo por un estilo mucho más sofisticado a la hora de
vestir. Estaba claro que el tiempo nos había cambiado, pero a ambos de
igual forma.
Me separé de él y tomé el asiento más cómodo que pude, entre Sandra y
Ana, pero con la mala suerte de que él estaba posicionado justo en frente de
mí, al lado de su amigo Mario.
—Qué bueno tenerles a todos —soltó el futuro marido de Sandra—. Está
padre reunirlos en la misma mesa.
—Pues espera a ver la sorpresa que os tenemos preparada —añadió Julio.
—Ay, ya, no mames —escupió Mario con su notable acento mexicano.
Mario era alguien entrañable, además de que poseía un atractivo que te
enganchaba y te transmitía confianza. Sandra lo conoció en el funeral de
Pau y, desde el primer momento en que sus vidas se cruzaron se
obsesionaron el uno del otro. Lo que yo no sabía hasta hacía unas horas era
que Mario era uno de los mejores amigos de Joel, y que ellos tres eran
amigos desde hacía mucho tiempo. Por eso él iba a ser el padrino de la
boda. Obtuve una pieza más de aquel rompecabezas.
—¿Al final podrá venir tu abuela, Mario? —preguntó Irene.
—Al final sí, ha sido complicado, pero al fin la convencimos. Sobre todo,
chingones, no le digan que me comí la torta antes del recreo.
—¿El qué? —preguntó Ana—. Ay, Mario, a veces me cuesta tanto
pillarte…
—Que llega puro y casto al matrimonio —especificó Joel con una sonrisa
y mostrando esa mirada cambiante que el sol de la tarde le producía. Esa
que mi cabeza había intentado sepultar todo aquel tiempo y que, en cuestión
de segundos, volvía a flotar en la superficie. Provocó una carcajada al
grupo, porque ni Dios podría creerse tal mentira.
Verifiqué que seguía siendo alguien con una sonrisa increíble, era una de
sus mejores cualidades, y yo me había empeñado en restarle importancia,
pero aquel gesto trajo a mi cabeza todo lo que llegué a sufrir. No podía
seguir mirando, e intenté seguir la conversación como espectadora, pero
manteniendo una distancia prudencial para no lastimarme.
En eso, Sandra sacó un pintalabios de su bolso para retocarse el
maquillaje, junto a un pequeño espejo.
—Mira que eres presumida, amor —apuntó Mario al verla pintarse los
labios.
—¿Tienes envidia o qué? —le dijo.
—Siempre, enloquezco cada vez que veo ese rojo posarse en tu boca.
Oí un resoplido en frente de mí. Levanté la cabeza para mirar a Joel y
observar cómo gesticulaba ante las muestras de cariño que se hacía la
pareja.
—Destiláis amor, y creedme cuando os digo que os quiero mucho, pero
dais mucho asco —escupió Irene.
—Aquí lo único bueno destilado que hay es el tequila —contestó Sandra
—. Ven aquí, amor…
Mario se acercó hasta ella pensando que esta le daría un beso, pero, ni
corta ni perezosa, empezó a pintarle los labios. A él no lo quedó más
remedio que dejarse hacer, porque todos empezamos a reír a carcajadas,
porque con aquel gesto se podía ver a la perfección lo enamorados que
estaban el uno del otro.
—¿Alguien ha dicho tequila? —preguntó Luis.
—¡Tequila para todos! —gritó Mario en cuanto Sandra terminó de
pintarle y le plantó un beso en los labios—. ¡Güey! Trae una botella del
mejor tequila que tengas y ocho vasos, ¡ándale!
—No, no… —empezó a decir Joel—. La última vez acabé con un buen
pedo, y mañana tengo clase a primera hora.
—Vamos, no te rajes, huevón —contestó.
—Tengo la moto ahí aparcada —dijo señalando con la cabeza,
obligándome a mirar hacia donde había señalado, pero había demasiadas
motos aparcadas y era absurdo pensar que la reconocería—, así que no,
además, no tardaré mucho en irme —soltó.
—Este pinche ya no aguanta vara.
—No, empiezo a tener una edad y muchas responsabilidades. Mañana
tienen examen y tengo que estar fresco para interceptar chuletas y
chivatazos.
No pude evitar esbozar una sonrisa. En su comentario pude deducir que
era profesor, y no pude evitar recordar lo bien que se le daba enseñar.
Aquellas conversaciones en las que hablábamos de cuál podría ser nuestro
futuro, qué salida tendría la carrera de Química y si no acabaríamos
trabajando en un supermercado. Resultó que no, que al final logró dedicarse
a algo que le dije infinidad de veces que se le daba a la perfección: enseñar.
El camarero interrumpió mis pensamientos depositando una botella de
tequila junto a varios vasos en la mesa, un cuenco con rodajas de limón y
un cuenco con sal.
—¡Brindemos! —anunció Mario mientras echaba mano de la botella y
empezaba a servir los vasos—. Sé de alguien que, si pudiera vernos ahorita,
se sentiría muy chido.
—No, tío, no lo hagas —murmuró Joel bajando la mirada.
—¡Por Pau! Le debemos un brindis todos juntos —acompañó Sandra
cogiendo un trozo de limón y esparciendo un poco de sal en su mano.
El resto empezó a hacer lo mismo, excepto Joel y yo, que estábamos
inmóviles por lo que se había planteado encima de la mesa.
—Por uno de los mejores amigos que me ha regalado esta vida —brindó
Mario.
—Por el optimismo de Pau —siguió Sandra.
—Por sus palabras siempre tan asertivas —sentenció Ana.
—Por él, y por todas las locuras que nos ha dado en vida. —Julio se
levantó de la silla para levantar su vaso.
—Por sus inventos culinarios —recordó Luis.
—Por ser tan buen anfitrión —dictaminó Irene.
Ya solo quedábamos Joel y yo. Y en ese preciso instante, que duró apenas
unos segundos, pero que me parecieron una eternidad, me miró a los ojos y
tomó aire para hablar.
—Por mi hermano, al que nunca podré olvidar —dedicó con voz cortada.
Era mi turno, pero las lágrimas se amontonaban en mis ojos y un nudo en
la garganta me impedía pronunciar cualquier palabra, hasta que Sandra me
dio un codazo que me obligó a reaccionar.
—Espero que pueda perdonarme algún día —me sinceré en un susurro.
A continuación, chupamos la sal de nuestra mano, chocamos nuestros
vasos para luego beberlo de un solo trago y finalizarlo con una buena
mordida al limón, pero quería morirme en cuanto sentí aquella bebida
abrasar mi garganta. Cada uno fue dejando el vaso encima de la mesa con
un fuerte golpe, aquello me demostró que no era la primera vez que lo
hacían.
Yo solo quería irme de allí, así que no pude ni volver a sentarme.
—Me voy…
—Me marcho —soltó Joel a la vez que yo. Provocando que nuestra
mirada volviera a cruzarse.
—¿Tan pronto? —preguntó Mario.
Yo miré a Sandra y, con una simple mirada, le pedí que me echara un
cable.
—Mario, es jueves —aclaró mi amiga—. En breve quedamos todos de
nuevo, ¿vale?
—No tenéis alternativa, vais a flipar los dos con lo que os tenemos
preparado —amenazó Julio.
—No empieces, maldito pinche.
Me colgué el bolso y vi que Joel hacía lo propio, poniéndose la chaqueta
de la moto y cogiendo el casco que reposaba en una de las sillas. Empecé a
repartir besos de despedida por el grupo, donde me obligaron a prometer
que volveríamos a quedar todos juntos de nuevo y, bajo insistencia de Julio,
me añadieron al grupo de WhatsApp de la despedida que habían
organizado.
Entonces volví a encontrarme con la misma situación incómoda que al
principio: despedirme de Joel. Pero aquella vez me atreví a acercarme para
darnos dos besos y decirnos un escueto adiós de lo más rancio. No podía
alargarlo más, así que me empecé a alejar del grupo sin vacilar.
Pero no iba a ser tan sencillo, mi camino tenía la misma dirección que la
de Joel.
—Vaya, vamos en la misma dirección.
—Eso parece —contesté.
—No te preocupes, tengo la moto aparcada justo ahí y será poco rato. —
Aquella vez señaló con la mano y pude verla a la perfección.
—Muy bonita —contesté al ver que se trataba de una Yamaha estilo retro
de color amarilla. No tenía ni puñetera idea de motos, así que no sabía qué
modelo era.
—Gracias —respondió escueto mientras le quitaba el seguro a la moto.
Yo me quedé quieta mirando cómo se ponía el casco y se subía en ella,
como una completa idiota que estaba esperando alguna señal divina. Joel, al
darse cuenta de que le estaba observando, me hizo un gesto para que me
acercara antes de encender el motor.
—Lo que has dicho antes —gritó dentro del casco. Le hice una cara rara,
sin saber a qué se refería. No me quedó más remedio que acercarme un
poco más a él—. Lo de que esperas que te perdone algún día —refrescó mi
escasa memoria temporal—: puedes estar tranquila, él habría sido el
primero en entender los motivos de tu ausencia.
Que fuera él el que me estuviera diciendo aquello me provocó algo
extraño. Por una parte, me transmitía la paz que tanto había necesitado
sobre aquel tema, pero también me desequilibraba que fuera él el
responsable de aquella tranquilidad. Asentí con mi cabeza y, por fin, él
arrancó la moto y yo emprendí mi camino hasta casa de mis padres.
Apenas di cinco pasos seguidos por culpa del semáforo, que me obligaba
a parar para poder cruzar el paso de peatones. Tenía ganas de llorar, de
desfogarme, de volver a casa y recuperar esa seguridad que tenía en mi otra
ciudad, pero entonces miré a los coches y mi corazón dio un vuelco; Joel
estaba subido en su moto esperando a que se pusiera en verde el semáforo,
mirándome fijamente. Podía ver sus ojos dentro del casco, y yo tampoco
podía dejar de mirarle. Lo que vivimos en el pasado fue muy fuerte, incluso
la forma tan repentina en la que se acabó todo lo hizo más duro. Teníamos
asuntos pendientes, pero no sabía cómo hacerles frente.
En cuanto arrancó su moto levantó su mano izquierda para volver a
despedirse de mí, yo no dudé en hacer lo mismo, al igual que mi corazón
sufrió una sacudida.
Algo para lo que no estaba preparada.
Solo me bastó aquella tarde para darme cuenta del peligro que corría.
Gala
Quimifarra

Noviembre de 2012

Al final me animé a ir. Joel y Pau fueron los responsables de que al final
fuera. Y no me arrepentí en absoluto de asistir, a pesar de que vimos e
hicimos millones de locuras.
Me puse lo mejor que tenía en el armario. Desde que todos mis planes se
fueron al garete mi actitud había cambiado. No dejé de estudiar ni de
trabajar, pero sí me permití el lujo de disfrutar de las fiestas. Mis notas
habían descendido un pelín, pero por suerte Joel me machacaba y, con su
actitud competitiva, me obligaba a estudiar. En ese sentido no me permitían
perder el norte.
Cuando me miré al espejo no parecía la misma. Había perdido casi una
talla y, por qué no decirlo, me veía muy bien a pesar de que seguía teniendo
un buen pandero. Me enfundé un vestidito entalladito y me subí a unos
botines con plataformas que me hacían crecer considerablemente. Sombreé
mis ojos lo justo para enmarcarlos y destacar el color grisáceo. Para mi
suerte, nací con una melena abundante castaña que se moldeaba sola, así
que no le dediqué mucho tiempo.
Quedé con las chicas en la parada de metro de siempre, a pesar de que no
íbamos a cogerlo para llegar a la universidad. Siempre íbamos andando para
ponernos al día y hablar de cualquier cosa, aunque últimamente el tema
siempre era el mismo: chicos. Me agobiaba ese tema, pero solo las
aguantaba a ellas.
Ana no dejaba de hablar de Hugo: que si era maravilloso, atento, guapo,
inteligente, independiente… vamos, un partidazo. Y Sandra tenía algún
ligue por ahí, aunque se había distanciado un poco de Julio y la prole de
chicas que solían seguirle junto a Joel. Porque Joel podía ser el mejor dando
consejos y demostrar una madurez que pocos tenían, pero con las chicas se
olvidaba de su integridad.
Les expliqué lo último que había pasado en casa; que tenía que costearme
la carrera, trabajar más horas y ganar más dinero. Alucinaron. Intentaron
apoyarme cuanto pudieron, pero era algo en lo que estaba bastante sola. Lo
llevaba bien, pero cada vez que me ingresaban la nómina y destinaba una
parte a mis ahorros, me acordaba de que había renunciado a aquel viaje que
tanta ilusión me hacía.
Me obligaba a pensar que no era la única persona en el mundo en aquella
situación, pero sí la única de mi entorno que tendría que hacer ese tipo de
sacrificios. Me sentía presionada y con una responsabilidad que no me
tocaba, pero era inevitable. Pensaba en que ellos terminarían la carrera con
menos dificultad y tendrían la oportunidad de encontrar trabajo de lo suyo
antes que yo. Mis horas sirviendo café se habían alargado muchísimo, y
aquello me deprimía. Hice el esfuerzo de dejar de pensar aquel día y, con la
ayuda de sus historias, me vine arriba. Estaban sorprendidas con el cambio
que había hecho en tan poco tiempo, aunque también les asustaba.
Nos reunimos con los chicos en la puerta de la Facultad de Química, y
nada más llegar fuimos a por cerveza. Música a todo volumen y un montón
de gente; bebíamos, bailábamos, reíamos… Se acoplaron las Barbies —
forma en la que habíamos apodado a las acosadoras de Julio y Joel—, Pau
no se separaba de mí y Ana no dejaba de mirar el móvil. Su cara iba
cambiando a peor cada vez que recibía un mensaje.
—¿Qué pasa? —le pregunté para poder apartarme un poco de Pau.
Últimamente lo notaba más pegado a mí.
—No, nada…
Le seguí insistiendo, porque tenía claro que algo no iba bien con ella.
—Hugo está un poco deprimido hoy. Ha tenido un día muy complicado y
no para de decirme que me necesita. Me echa de menos.
—Pero… ¿por qué no se viene?
—Ya se lo he dicho, pero está agotado. Ha trabajado esta mañana y no
tiene ganas de fiesta. Me sabe mal estar aquí.
No supe qué decirle, pero notaba que no le apetecía mucho estar ahí.
Tenía la sensación de que lo estaba dejando todo por Hugo, se había
convertido en el centro de su vida. En pocas palabras: nos estaba
abandonando. Sandra se pilló un buen mosqueo cuando vio que Ana se
había largado para estar con su novio. Pero más se mosqueaba viendo cómo
Julio se enrollaba con la misma chica del otro día.
—Sandra, ¿estás celosa? —insinué.
—¡No! Es solo que Julio no era así, no es el amigo que yo recuerdo. Un
día está con una y otro con otra…
—Eso son celos. Además, ¿tú no habías quedado con un chico?
—Sí, pero todavía no ha llegado. ¿Vamos a por un chupito?
Joel apareció justo en el momento que íbamos a beber y, como esperaba,
se apuntó. Nos metimos un tequila cada uno entre pecho y espalda. Joel iba
bastante tocadito, aunque nosotras no nos quedábamos atrás. Pau volvió a
aparecer y decidimos subir una planta más, donde vimos que la gente se
había montado una bolera con botellas de plástico vacías. Estuvimos un
buen rato mirando y jugando, pero estaba todo el mundo demasiado
borracho como para atinar alguna botella.
De golpe la música empezó a sonar más fuerte en aquella planta, y nos
pusimos todos a cantar. Estábamos disfrutando como nunca, pero Pau no
dejaba de arrimarse cada vez más a mí. Era realmente incómodo porque, el
chico era muy majo, pero le notaba cada vez más cerca y eso me ponía
frenética. No quería cortarle el rollo a nadie, pero si seguía en ese plan
tendría que hacerlo.
Vi a Joel y pensé en pedirle auxilio con el tema. Me puse a su lado, le
agarré de la camiseta para susurrarle algo en la oreja.
—Sácame a Pau de encima, por favor…
Me miró y, con la sonrisa de siempre, empezó a actuar. Se puso al lado de
su compañero de piso y lo distrajo todo lo que pudo, yo me limité a
ponerme en el otro extremo, junto a Sandra. Bailamos los cuatro e hicimos
el ganso, junto a compañeros de facultad y otros que no habíamos visto en
nuestra vida. La locura de la farra nos llevó a formar un círculo en el que
nos íbamos lanzando al centro, haciendo un paso de baile magistral.
Después de aquello nos alejamos los cuatro de tanta parafernalia y
buscamos más cerveza, que no tardamos en encontrar. Era el momento de
continuar con el recorrido y subir una planta más. Pero ahí arriba estaba
todo el mundo enrollándose unos con otros, no nos molaba ese rollo, pero
desconocíamos que la última planta sería mucho peor.
Allí nos encontramos con un montón de ropa al lado de una ventana y
gente jugando a póquer. Más de uno estaba a punto de quedarse desnudo del
todo, y era bochornoso, pero no podíamos dejar de mirar. Nosotros
seguimos bebiendo hasta que, uno de los que caminaba por ahí, cogió toda
la ropa que estaba amontonada y la lanzó ventana abajo. El jaleo aumentó y
la gente se empezó a agolpar en las ventanas. Los dueños de dichas prendas
fueron corriendo escaleras abajo y se dieron por finalizadas esas partidas,
pero las mesas no tardaron en llenarse.
Decidimos quedarnos un rato más por ahí, aprovechando para picar algo y
seguir bebiendo, hasta que mi cuerpo dijo basta. Había conseguido tener el
punto exacto de embriaguez para soltarme. Volvimos a una de las plantas
inferiores, en la que sonaba música más decente y nos arrancamos a bailar
los cuatro de nuevo, el alcohol nos hacía movernos y darnos ese empujón
extra para hacer aquel día inolvidable.
Hora y media después teníamos un hambre atroz. Nos pusimos de acuerdo
para ir a comer una hamburguesa rápida por ahí y volver.
—Me mola mucho haberte conocido, Gala —soltó Joel en el momento en
que nos quedamos solos en la mesa—. Hemos formado un buen equipo y
eres justo lo que necesitaba para no volverme loco.
—Vaya… Gracias —contesté—. Tú… tú también.
Mis palabras, en vez de mostrar sentimientos, se atropellaron en mi
garganta. Era nefasta para exponer cualquier tipo de sensación.
—Eres como la hermana que nunca tuve.
Eso no me lo esperaba. Bueno, sí, tenía muy claro que yo para él no sería
nada más que eso, pero pensé que podía tener un mínimo de esperanza.
¿Esperanza?
¿Para qué? Eso me preguntaba en aquel mismo momento, el instante en el
que el alcohol me hacía sentir que mi cabeza era una coctelera.
Me sorprendí más todavía cuando me pasó un brazo por los hombros.
—¿Y si nos vamos? —sugirió—. Empiezo a estar agobiado y me apetece
que nos vayamos por ahí. ¿Qué opinas?
Acepté.
Nos fuimos sin decir nada, pero le envié un mensaje a Sandra
disculpándome, y diciéndole que no pensara mal, que entre Joel y yo no iba
a pasar nada más allá de la amistad. Era una cotilla, así que preferí dejárselo
claro antes de que me sometiera a un tercer grado en nuestra próxima
quedada.
Caminamos por la Diagonal hasta que llegamos a la Rambla, la cual
bajamos a buen ritmo, pero con una cerveza en la mano cada uno y, para
qué engañarnos, con algún tequila de algún bar.
—Sabes, Gala… A veces me canso de ser tan sensato, y me pierdo.
Cuando soy consciente de que se me ha ido la cabeza, me martirizo.
—Creo que eso nos pasa a todos.
—Sí, pero yo pierdo la cabeza de forma obligada. Marta no se lo merece,
pero…
—Es tu polvo asegurado —interrumpí en un arrebato de sinceridad.
—Joder, cuando bebes te sube la sinceridad de golpe. ¿Qué locura harías
tú? Siempre eres correcta, con esa carilla de niña buena y empollona.
—Pues… no sé…
—¿Qué no harías nunca por miedo a las represalias?
Y pensé. Había algo que nunca me atreví a hacer por lo que pudieran
decir mis padres, pero tal y como estaba la situación, ni se enterarían.
—Un tatuaje.
Sonrió como si fuera una chorrada, pero era mi chorrada y la respetaba.
Callejeamos por el centro de Barcelona y decidimos rematar la tarde e,
incluso, parte de la noche. Picoteamos algo por la calle Blai para terminar
bailando y bebiendo cerveza en el Psycho Rock and Roll Club. Nuestra
borrachera era considerable, y yo no podía volver así a casa. Como Joel
vivía por ahí cerca, decidimos subir a su casa hasta que me encontrara algo
mejor.
Al entrar notamos que Pau todavía no había llegado, pero Julio sí. Estaba
encerrado en su habitación con compañía femenina, y lo sabíamos a pesar
de que no los habíamos visto.
—Madre mía…, parece que se estén matando —se cachondeó Joel.
—¿Siempre es así?
—No, pero como han empezado estando solos en casa supongo que se
habrán desatado.
Pero nos dio la sensación de que no solo oíamos dos jadeos, sino tres.
Empezamos a reírnos hasta que caímos en el sofá planos. Y cuando me
refiero a caer, es a que no volvimos a abrir los ojos hasta seis horas después.
Desayunamos algo rápido y me acercó a casa con su ciclomotor. Cuando
entré a casa mi hermano me volvió a preguntar por él.
—Ya te lo dije, es un buen amigo.
—Ve con cuidado, no me fío de ningún chaval con sobredosis de
hormonas.
—Salva, ¿tú me has visto? Él no se fijaría en mí nunca, es más de…
Barbies.
—Me da igual. Quien se atreva a hacerte daño…
—Tranquilo, hermanito, sé cuidarme sola —le corté con una sonrisa.
Salva
La llamada

Noviembre de 2012

Del trabajo a casa y viceversa. Me había dejado engullir por la monotonía.


Mi preocupación por las pocas palabras que soltaba mi hermana en casa y el
cambio repentino de mi madre me tenían preocupado, pero apenas podía
hacer nada para mejorar la situación. Ya sin contar que habían pasado dos
semanas y media desde mi encuentro con la madre de Yago, la cual
descubrí que se llamaba Valeria al consultar los papeles de inscripción.
Era viernes por la tarde y mis amigos habían propuesto ir a cenar algo
para salir después. Querían quemar la noche y pasar un rato juntos, como lo
hacíamos antes de que todos empezáramos a trabajar. Fuimos al sitio de
siempre y nos pusimos al día, aunque unos más que otros.
—Buffff, pero vaya par, chaval… —explicaba uno de mis colegas
haciendo referencia a alguna de sus últimas movidas.
—Tío, ¿no sabes hablar de otra cosa o qué? —pregunté con molestia.
—Estoy enamorado —soltó.
—¿De ella o de sus tetas?
—Joder…, me dais vergüenza ajena —les dije riendo.
—¿Y tú qué? —me preguntó Iván.
—Bueno, como siempre.
—¿Alguna madurita de la que no nos hayas hablado?
—A vosotros os voy a contar… —contesté riendo.
Justo en ese momento pasó por al lado de nuestra mesa una chica con un
vestido muy ceñido que dejaba muy poco a la imaginación.
Raúl y yo nos miramos y…
—Espectacular —murmuró Raúl.
Al terminar de cenar y de tomar unas copas nos tocaba movernos.
Decidimos ir a un local donde la media de edad era bastante alta. Aquel
gusto por flirtear con mujeres más mayores que nosotros empezó una
noche, hacía ya casi seis años. Apenas contábamos con veinte cuando uno
de nosotros tuvo una aventura con una mujer divorciada, sin compromisos.
Y la verdad es que algunos de nosotros continuamos con aquellas relaciones
sin compromiso.
Aunque no siempre era así. En más de una ocasión tuve que desaparecer,
ya que no quería problemas de ningún tipo, y contaba con el factor de que
no me había enamorado nunca. Algo que, en mis propias meditaciones,
sabía que el día que lo hiciera perdería la cabeza por completo.
Después de pasar la primera hora en aquel antro, Iván y Raúl ya estaban
bailando con alguna pretendienta, sin embargo, yo no tenía muchas ganas
de bailar con nadie. Siendo sincero, tampoco quería estar allí. Cogí mi
móvil y, al minuto, me entró una llamada.
Número desconocido. Lo cogí.
—Estoy muy aburrida.
No tenía ni idea de quién era, así que pregunté y, para mí sorpresa, no se
enrolló mucho.
—Sabes quién soy. Lo que hicimos en aquel cuarto me supo a poco…
A continuación, me soltó su dirección y la advertencia de que no tardara
en llegar.
Me despedí de mis colegas para ir directo hacia un taxi que estaba
dejando a un cliente. En media hora estaba en la puerta de una casa por la
zona de Pedrables, la avenida Pearson. Una zona que me conocía bastante
bien.
Una vivienda totalmente amurallada que no permitía ver nada de su
interior, solo la segunda planta de una casa modernista de color blanco.
Piqué al timbre y Valeria no tardó en abrir. Entré por una pasarela de
madera rodeada por un césped verde impecable, con una piscina cristalina
que iba dejando a mi derecha a medida que avanzaba hacia la puerta de la
casa. Todo puro lujo y ostentosidad.
Valeria estaba en la puerta con una simple bata de seda blanca. Era un
ángel que sabía muy bien lo que quería y cuándo lo quería.
—Sabía que vendrías —dijo rodeándome el cuello con los brazos.
Di por hecho que estaba sola, pero notó mi tensión.
—Yago está con su padre este fin de semana. Nos estamos dando un
tiempo.
Entonces la agarré entre mis brazos y la levanté del suelo. Ella no era el
tipo de mujer a la que estaba acostumbrado, porque parecía tan joven, tan…
Era la candidata perfecta por la que podía perder la cabeza. Sabía que
podía acabar haciéndolo.
Nos empezamos a besar y la pasión se apoderó de mí. Apenas podía
controlarme, pero ella puso la cautela que necesitaba.
—¿Te apetece una copa de vino?
Le dije que sí con la cabeza. No dejé de mirarla a medida que avanzaba
hacia la cocina, se movía con elegancia y suavidad, como si fuera de otro
planeta.
—Una casa muy bonita…
Más bien impresionante. Todo era blanco, a excepción del sofá, que era
gris. La estancia olía a su perfume, y deseaba emborracharme de él, pero
me impuse a mí mismo paciencia, porque algo me advertía que tendría
mucho tiempo para disfrutar de ella.
Caminé hacia el salón y vi una librería enorme, donde si las seguías te
conducían a un ventanal que daba a la piscina, y estaba tan bien iluminada
que, aunque hiciera frío, incitaba a darse un chapuzón.
Valeria vino hacia mí con las dos copas de vino tinto, dándome una de
ellas. Me pasó una de sus manos por toda la espalda y sentí un escalofrío
tremendo.
—Y dime… ¿Qué hace un chico tan apuesto como tú flirteando con las
mamás de sus alumnos? —Me hice el sorprendido—. Oh, vamos…, he
notado que se te da muy bien seducir a las mujeres, y el instinto me dice
que no soy la única mamá que cae en tus encantos.
—Pensaba que tú serías la primera en resistirse.
—No te voy a negar que lo he intentado, pero… No he dejado de pensar
en lo que hicimos en el archivo y, siendo sincera, estoy muy sola y aburrida.
—¿Cómo es posible que una mujer tan preciosa como tú se sienta así?
—Casándose con un hombre mucho más mayor, que se tira a su asesora
en cada viaje de negocios.
—¿Y yo me voy a convertir en tu objeto de venganza?
—No —dijo antes de dar un pequeño sorbo al vino—. Mi matrimonio no
está pasando su mejor momento, y se avecina el final. Solo quiero recuperar
el tiempo perdido y, el otro día, me hiciste sentir cosas nuevas.
—Vaya, me alegro —afirmé antes de probar el vino que, según mis
sospechas, sería uno carísimo del cual no tendría ni idea. No era un
especialista en vinos.
Después de nuestra primera charla de reconocimiento, me cogió de la
mano y me dirigió hasta el sofá. Se sentó de una manera tan sensual que me
dieron ganas de lanzarme hacia ella, volví a inyectarme calma.
—¿A qué te dedicas? —pregunté por curiosidad.
—Desde joven mi abuelo me enseñó los tejemanejes de invertir en bolsa,
mi padre me enchufó en su gabinete de abogados como administrativa y, a
medida que fui ganando dinero, lo invertí. No me fue tan mal, ¿verdad?
—¿Te fue? ¿Quieres decir que ahora no te va bien?
—Todo sería mucho más fácil si no me hubiera casado, abandonado mi
carrera y…
Se quedó pensativa. Estaba claro que no le gustaba los pasos que había
tomado en su vida.
—En fin, digamos que quiero volver a lo que tenía antes y no es tan
sencillo como pensaba. Tengo treinta y cinco años, un hijo de diez y… a
pesar de que no me falta de nada, mi economía está temblando. He
dedicado diez años de mi vida a seguir los pasos de un hombre y me he
dado cuenta de que no tengo nada mío.
—Lo importante es tener un objetivo, y tú ya lo tienes.
Su mirada verde se volvió seductora, entreabrió su boca y suspiró de
manera excitante. No pude evitar caer en su red.
Dejé la copa de vino en la mesa de centro y tomé su mano. Empecé a
besarla muy despacio, saboreando y olfateando cada centímetro de su fina
piel. Aquella mujer, la cual solo había visto en el club, empezaba a
embrujarme de una manera que no conocía.
¿Podía enamorarme de ella?
¿Me traería problemas aquel juego?
Estaba dispuesto a correr riesgos.
Gala
Soñar con imposibles

Diciembre de 2012

Mi futuro ya estaba decidido. Estaba mentalizada para ver cómo mis


ahorros me dirían adiós al año siguiente. Además de que debía seguir
trabajando.
Aunque no todo era tan malo. Para mi suerte, me habían nombrado
responsable de tienda. Al ser una de las dependientas con más antigüedad
me tocó ser a mí el relevo del que había sido hasta ahora el encargado.
Aquella ayuda fue muy bien recibida; ganaría un poco más de dinero que,
sin haberlo buscado o provocado, me daría margen para poder marcharme
dos semanas a alguna ciudad de Europa o, tal y como me sugirió Joel, hacer
el interrail. Me lanzó infinidad de alternativas para que no me quedara sin
viaje. Fue tanto el empeño que puso que, pese a las complicaciones, se
animó a hacerlo conmigo.
En muy poco tiempo nos habíamos vuelto inseparables: en clase ya nos
guardábamos el sitio el uno al otro, ya no sabíamos estudiar si no lo
hacíamos juntos e, incluso, nos avisábamos para salir de fiesta.
Los jueves, como tradición, me marchaba a comer con las chicas cerca de
la universidad antes de que empezara mi jornada laboral. Aprovechábamos
aquel rato para explicarnos cosas que nos habían pasado durante la semana,
aunque algunas hablaban más que otras; Sandra se había convertido en la
protagonista por excelencia y Ana, sin embargo, en la gran ausente.
—Se ha convertido en su perrita faldera —decía Sandra indignada—.
Hugo esto, Hugo lo otro… Lo poco que se le ve el pelo es para hablar de él,
y está claro que se está abandonado a sí misma.
—Es su vida —le respondí—. Si crees que tienes que hablar con ella,
hazlo.
—¿Tú no le dirías nada?
—Creo que cada uno lleva la vida que quiere tener, si ella quiere pasar su
tiempo libre con él, yo no soy nadie para impedírselo.
—¡Se supone que somos sus mejores amigas! Debemos decirle lo que
pensamos, ¿no?
—Se pondrá a la defensiva y será peor el remedio que la enfermedad. Yo
me conformo con verla poco a dejar de verla —sentencié—. Sabes cómo es,
se pondrá de culo con nosotras.
—Pero para eso estamos, para decirle lo que pensamos, le guste o no.
No quise darle más bombo al tema de Ana, pero yo no iba a decirle ni a
una ni a otra lo que debían hacer. Si Sandra quería decirle lo que pensaba,
que lo hiciera, pero yo me desvinculaba por completo. Creía que cada una,
sin perder de vista nuestra amistad, tenía que hacer su propio camino, y si
Ana había decidido pasar más tiempo con su chico, yo no podía hacer más
de lo que ya hacía. Teníamos que respetarla.
—Tengo la extraña sensación de que, entre unos y otros, nuestra amistad
se va al garete.
—Eres una exagerada —suspiré.
—Cambiemos de tema, estoy un poco cansada de hablar de eso. ¿Qué?
¿Qué tal con Joel? Últimamente estáis más juntitos…
—Ya sabes, estudiar, estudiar y estudiar… Y de vez en cuando alguna
farra, aunque con el curro poco más puedo hacer.
—Julio y Pau están planeando otra fiesta en el piso y, por lo que me han
dicho, Joel no está muy participativo.
—Es que el grado de Química nos tiene muy estresados.
—Ya… —soltó incrédula.
—Sandra, si hubiera algo entre él y yo, serías la primera en saberlo, no
hace falta que te lo diga.
—Es que os veo tan… joder, moláis mucho juntos.
—Somos amigos, nada más. No sueñes con imposibles.
—Qué poco me gusta pensar en lo imposible —murmuró apoyando la
barbilla sobre sus palmas.
—Pues yo prefiero ser realista, y eso es lo que hay. ¿Cuándo es la farra?
—Creo que mañana, así en plan improvisado y con muy poquita gente.
¿Avisas tú a Ana o pasamos de decirle algo?
—Que mala eres, ya la aviso yo.

A media tarde, justo cuando todos los niños pijos de la uni llenaban las
mesas de la cafetería sin tener nada mejor que hacer, entraba Joel por la
puerta de la cafetería. Él solo tenía la capacidad de arreglar un día de
mierda, así que me alegré de tenerlo allí.
—¡Ey!
—¡Hola! ¿Lo de siempre? —pregunté. Él solo me respondió afirmando
con su cabeza y su característica sonrisa.
Me fijé en que iba con los auriculares enchufados y me llegaba un leve
rumor de ellos. Le pregunté qué escuchaba.
—White Lies —respondió mientras sacaba unas pocas monedas del
bolsillo.
—Invito yo, a cambio pásame una lista de Spotify, parece que suena
bien…
—Te encantarán, son muy de tu rollo.
—¿Cómo ha ido la tarde? —pregunté.
—Horrible. Esas señoras van a acabar conmigo, les digo que hagan unos
ejercicios y solo hacen que cotorrear en el agua, en serio, que podrían ser
mis abuelas. Y para colmo cuando termina la clase intentan meterme mano.
Empecé a reírme por cómo lo explicaba, me lo imaginaba lidiando con
todas aquellas señoras, con su forma de ser tan… tan… Pues eso, especial.
—Necesitaba salir un rato de allí, aunque tenga que recorrerme un buen
trozo de la ciudad ha merecido la pena, me ha salido gratis —dijo con una
sonrisa burlona.
—Chiquitín, aquí tienes tu café —le llamó Natalia.
Empezaron a hacer el idiota mientras él se servía el azúcar y acababa con
el bote de canela. No había conocido a nadie que le echara tanta al café, era
inhumano. Pero él era así. Por culpa suya me tocaba rellenar el bote más
veces de las que me gustaría.
—Oye —le dije—, ¿sabes algo de una fiesta en tu piso mañana por la
noche?
—¿Mañana? ¿En serio? La madre que los parió… Pues habrá que ir, ¿no?
—A ti no te queda más remedio, vives ahí —dije sonriendo.
Empezó a tomarse el café cerca de nosotras y aprovechó para quejarse un
poco de la fiesta, aunque al final llegamos a la conclusión de que nos podría
ir bien para desconectar. Le transmití que querían hacer algo sencillo, más
tranquilo y con poca gente, lo mismo que me había dicho Sandra. Para
cuando terminó su café se despidió de nosotras para volver a la piscina,
aquella vez le tocaba entrenar.
Después de su visita todo fue tranquilo y aburrido. Cuando cerramos la
persiana, recogimos la cafetería e hicimos caja, salimos de allí a paso ligero.
Aproveché el trayecto para llamar a Ana de camino a casa y preguntarle si
vendría a la fiesta que estaban organizando nuestros amigos.
—No creo que vaya —contestó. No me extrañó su respuesta, pero era su
decisión.
—Va, venga… —rogué un poco.
—Es que los viernes voy a casa de Hugo.
—Ana, en serio, que se venga. Nunca nos ha molestado.
—Es que él siente que no encaja, y tampoco quiero forzarle.
—Como veas… ¿Todo bien? Hace días que no sabemos nada de ti.
—¡Muy bien! ¿Y tú? ¿Con tu padre mejor?
—Sí, está visitando a un psicólogo y parece que es consciente del
problema. Se está apoyando mucho en el trabajo y, por lo que nos va
explicando, la cosa marcha bien. Y no sé…
—¿Qué pasa? Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Me dijo el otro día que está haciendo lo posible por ahorrar el dinero
que se gastó —le conté con dolor en el pecho. Me estresaba mucho hablar
sobre ello—. Se ha marcado el de objetivo trabajar duro para poder pagar
los costes universitarios. O al menos poder devolverme ese dinero en un
corto plazo de tiempo.
—¡Eso es muy bueno! Le irá bien tener un objetivo, e incluso podrías
plantearte trabajar menos horas.
—De momento continuaré así, necesito el dinero para asumir todas las
que quiero hacer.
Seguí hablando con ella hasta llegar a casa, donde me encontré a Salva
haciendo la cena, como casi siempre, y mi madre hablando por teléfono.
—¿Todo bien?
—De momento sí. Anda, échame una mano —pidió.
Me puse mano a mano con mi hermano y tuvimos la cena en apenas unos
minutos.
—Salva… —susurré.
—¿Sí?… —carraspeó mi hermano, siguiendo en ese tono privado que
había creado entre él y yo.
—¿Crees que papá será capaz de reponer el dinero que perdió?
—No lo sé, Gala —respondió con sinceridad—. Mi propuesta sigue en
pie. Si necesitas dinero solo tienes que pedírmelo, por nada en el mundo
voy a permitir que no estudies.
—He estado haciendo números y puedo asumir la matrícula y… —Me
quedé pensativa.
—¿Y? —preguntó Salva. ¿Le explicaba lo que quería hacer o me trataría
de loca?
—Incluso podría seguir ahorrando para irme dos semanas de vacaciones
cuando acabe la carrera. No era lo que tenía pensado, pero…
—¿Y qué tenías pensado?
—Tenía otro objetivo, pero se fue todo a la mierda después de la
revelación de papá.
—¿Te crees que soy tonto? Algo me decía que estabas ahorrando para
algo, pero vete tú a saber para qué, no te veo tan loca como yo en guardar tu
dinero para un piso que nunca llega.
—Quería irme tres meses por Europa.
—Joder… ¿Cuánto dinero tienes ahorrado, enana? —preguntó
sorprendido, soltando lo que tenía entre manos.
—Si no tuviera que asumir el coste de la matrícula y, siendo austera en el
viaje, podría permitírmelo ya.
—La madre que te… Eres un coco, enana.
Me pasó un brazo por los hombros para plantarme un beso en la frente.
—Ten fe. Mamá también está haciendo lo posible por liquidar deudas y
ahorrar algo para echarte un mano. Pero no dejes de estudiar, Gala, hazlo
por mí.
—Estudio porque quiero y porque creo que es lo que debo hacer, no por
nadie —ratifiqué muy convencida—. Y sí, he asumido que solo podré irme
dos semanas y me han sugerido que podría hacer el interrail, es la opción
más rápida y económica, pero creo que puede servirme.
Mi madre apareció en la cocina sin decir ni una palabra, ella solo tomó la
decisión de poner la mesa. Noté a Salva tenso ante su presencia y aquello
me decía que algo no marchaba bien. Mientras cenábamos no pude aguantar
sin preguntar qué sucedía.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Por las deudas que no me quito de encima o
por la pena que doy? —soltó mi madre.
—Mamá, relájate —sugirió Salva.
—¿Que me relaje? Que bien se ve todo desde vuestra perspectiva.
Jóvenes, con todas las oportunidades por delante, sin obligaciones…
Y tal y como soltó la bomba fue directa a su habitación para encerrarse en
ella de un portazo. El humo del tabaco se colaba por debajo de la puerta, y
aquello nos ponía en alerta máxima.
No era tiempo para creer en promesas, sino para luchar por salir adelante
nosotros mismos.
Joel
Tiempo

Suelen decir que el tiempo se encarga de poner a cada uno en su lugar y


que, como el viento, se lleva parte de tus recuerdos y sentimientos poco a
poco, arrastrándose hasta desaparecer.
Para mí ella siempre sería la chica que sostenía cada día un libro distinto
en sus brazos, junto a una sonrisa enorme de dientes perfectos. La chica de
mirada cristalina que olía a melocotón y derrochaba frescura y autenticidad.
Cada vez que veía uno se me aparecía sin pedir permiso para atormentarme,
y a pesar de que habían pasado los años era incapaz de comerme uno. Tenía
miedo de que al hacerlo volviera a sentir sus aterciopelados labios en mi
memoria, dispuestos a desmoronarme y dejarme paralizado.
Tenía claro que no había sido capaz de olvidarla, y a aquellas alturas sabía
que, si el tiempo no había sido capaz de hacerlo, nada podría diluir aquel
sentimiento.
Volver a verla me dejó hecho trizas, porque volvía a recordar todo lo que
pasé después de todos los imprevistos que surgieron aquella noche. Recordé
mi insistencia en volver a hablar con ella, pero se cerró en banda sin
dejarme dar una explicación. Se lo tomó como si hubiera escogido entre ella
y Laia, y era un gran error pensar así. Yo no era ese tipo de chico, aunque
en aquel momento era un crío para entender muchas de las cosas que me
sucedieron, y la eché mucho de menos. Habíamos pasado los cuatro años de
carrera juntos: íbamos a correr por la playa los domingos por la mañana,
estudiábamos juntos, compartíamos confidencias e incluso teníamos el
mismo tatuaje, era imposible borrar todo aquello. Sin olvidar el día en que
mis verdaderos sentimientos hacia ella resurgieron como un torrente en mi
corazón.
Así que lo de que el tiempo lo cura todo, es una puta mentira para hacerte
sentir mejor.
Aún recuerdo cómo hace cuatro años intenté volver a ella. Llamándola a
diario desde el día que se marchó, donde supuse que había bloqueado mi
número al igual que las redes sociales. No tenía manera de saber dónde
estaba, solo podía saberlo a través de sus amigas, con las que fui perdiendo
el contacto a medida que pasaba el maldito tiempo. Pero, con el paso del
verano, tuve que tomar una decisión: apoyar a Laia en su enfermedad o
entregarme de lleno en encontrar la manera de saber dónde se encontraba
Gala. No fue fácil tomar una decisión, pero no me quedó alternativa. Tanto
Sandra como Ana mantenían en secreto el paradero de Gala. También
intenté que Julio y Pau contactaran con ella, pero les dejó claro que no
quería saber nada de mí. Yo era una persona non grata. Incluso a ellos
también los bloqueó de las redes sociales, cerrando así el círculo. Me sentí
frustrado y tiré la toalla.
Aquel verano no vivimos las vacaciones con las que habíamos soñado
desde el primer año de carrera. Incluso no me quedó más remedio que
cancelar la idea de reencontrarnos en alguna ciudad europea y pasar dos
semanas juntos. Perdió el sentido continuar intentándolo, sobre todo cuando
me envalentoné a hablar con su familia, de la que todavía recuerdo la clara
y contundente respuesta de su hermano.
—Es su decisión, ella no quiere saber nada de ti. Creo que se merece un
tiempo de desconexión —dijo con los brazos cruzados, en postura
defensiva.
—Lo sé, pero cuando vuelva me gustaría hablar con ella. ¿Podrás
avisarme cuando lo haga?
—Depende de lo que ella me diga, no haré nada que Gala no quiera —
volvió a contestar tosco e implacable.
—Lo entiendo.
—¿La quieres? —preguntó.
—Sí. Y he sido un idiota por no decírselo antes.
Aún recuerdo lo destrozado que me fui después de aquella conversación.
A los pocos días decidí pasar el verano en Gerona para estar cerca de Laia y
apoyarla en su proceso de recuperación. Resultó que sufría un problema
cardiovascular que nos pilló a todos por sorpresa, y no fui capaz de
abandonarla.
Me llamó la noche anterior a mi viaje con Gala para explicarme su
situación. Laia dejó claro que no le debía nada, y que su llamada no era una
señal de socorro, sino solo informativa. Ella consideró que debía saberlo,
por lo que habíamos vivido juntos durante tanto tiempo. Lo que yo hiciera
al respecto solo era mi decisión, dejándome claro que aquello no tenía por
qué hacer cambiar nuestra situación ni variar mis decisiones. Ella no pedía
que volviéramos juntos, solo quería que lo supiera.
Pero lo cambió todo.
Aquel verano la acompañé en todo el tratamiento. Le hablé del viaje que
había planeado con Gala y lo mucho que me había enamorado de ella. A
pesar de que un tiempo atrás pensé que Laia sería el amor de mi vida, ella
me entendió y me apoyó. No dejamos de ser amigos a pesar de haber
finalizado nuestra relación e, incluso, nos dimos cuenta de que estábamos
hechos para tener una amistad. Una muy buena, por cierto.
A veces me asaltaba el recuerdo del momento en el que empecé a estudiar
con Gala: inteligente, divertida, con mucha cultura y madura. Tenía los
ingredientes perfectos para caer rendido a sus pies, pero la inmadurez
juvenil y los prejuicios me impidieron lanzarme a sus brazos antes. No lo
hice hasta el día de antes de coger el tren destino a Francia, sintiéndome un
auténtico imbécil. Gala no era la típica chica que la sociedad marcaba como
el pibón que se había estipulado, pero para mí era mucho más que un canon
social. Al menos, cuando me quité la puñetera venda de los ojos, para mí
era la persona más bonita y resplandeciente que había conocido. Y aquella
tarde, en nuestro reencuentro, confirmé que seguía haciéndome sentir lo
mismo.
La eché de menos, pero el tiempo…
El tiempo no había sido capaz de llevarse todos esos recuerdos y
sentimientos. Yo siempre tenía un hueco para ella en mi cabeza que me
recordaba lo estúpido que fui, y que nunca encontraría otra chica como ella.
Pero todo eran sucesos inciertos:
¿Y si la hubiera besado antes?
¿Y si hubiera expuesto mis sentimientos antes?
¿Y si hubiera cogido ese tren con ella?
¿Y si…?
Todo eran suposiciones, y no había ningún hecho.
La vida no se había detenido solo para nosotros, y volver a tenerla delante
y contemplar una vez más esos ojos grises, me hicieron temblar de pies a
cabeza. Sabía que volveríamos a vernos, y no estaba nada preparado para
enfrentarme a ello.
En cuanto llegué al piso decidí llamar a la única persona con la que podía
hablar sin tapujos del tema. Si Pau siguiera a mi lado, habría sido él quien
aguantaría mis lloriqueos, pero hacía un año que ya no estaba con nosotros.
Acordarme de él reabría heridas que todavía no habían cicatrizado. Le
echaba muchísimo de menos, y de haber estado a mi lado aquella tarde no
me habría sentido tan inseguro.
—La he visto, Laia —comenté.
—¿A quién? ¿A Gala?
—Sí.
—¿Y qué has sentido? ¿Estás bien?
—Estoy hecho una mierda —confesé sincero—. Era preciosa, pero el
tiempo solo la ha hecho mucho más bonita. Joder…, es más preciosa de lo
que mi cabeza pudo lograr memorizar.
—Joel…
—¿Y ahora qué? ¿Qué hago, Laia? ¿Qué es lo que debo hacer cuando me
muero de ganas por decirle que quiero besarla de nuevo? Sé que tiene su
vida, y sería egoísta por mi parte decirle todo lo que pienso, pero…
—Eres la persona menos egoísta que conozco. Siempre piensas en los
demás antes que en tus propios intereses.
—Pero esto es distinto. Ella me ha olvidado, y debo mantenerme al
margen. Respetar su vida.
—Si algo he aprendido es que la vida está para disfrutarla, porque el día
menos pensado te da un dolor en el corazón y no lo explicas. —Sus
palabras contenían experiencia propia, a punto estuvo de perderla con solo
veintidós años—. Vive, amigo, y si la quieres tienes que decírselo. Que no
te quede la duda de si ella sigue sintiendo algo por ti por no ser valiente.
Laia tenía razón, pero conocía de sobra que no iba a ser sencillo. Tenía
claro que, en algún momento de su visita en Barcelona, debíamos resolver
esa conversación pendiente, y me imaginaba la forma en la que acabaría
todo: lo contrario a lo que realmente yo quería.
Aunque de eso se trataba, de poner punto y final a un asunto inacabado
del pasado, poder mirar hacia delante con la certeza de que no habría nada
entre nosotros nunca más.
¿No?
Gala
Tonta

Diciembre de 2012

Natalia y yo habíamos tenido una tarde complicada en la cafetería. Era


viernes y la llegada del fin de semana nos amenazaba con el doble de
trabajo.
—Así que vas a una fiesta esta noche… —dijo mientras bajaba la persiana
a posibles clientes de última hora.
—Sí, ¿por qué no te vienes? Te lo pasarás bien.
—No, no…
—Va, no te hagas de rogar, no seas como mi amiga Ana.
—Bueno, voy un rato y me vuelvo, que mañana tenemos que volver a esta
puta locura.
Cerramos, recogimos e hicimos caja para ir hasta casa de Joel. Aunque
también era el piso de Julio y Pau, era injusto asignarle toda la propiedad a
él, pero en cuanto pensaba en aquel sitio era del primero que me acordaba.
Para cuando llegamos ya estaban casi todos allí, les presenté a Natalia y
esta quedó cautivada por Sandra. Me temía que pasaría algo así. Sandra era
una chica que poseía un magnetismo envidiable y, para qué negarlo, estaba
cañón.
—Pues lo tienes complicado, está enamorada de Julio —informé.
—¿De ese de ahí? —dijo señalando con disimulo. Afirmé con la cabeza y
añadió—: Pues creo que ella sí que lo tiene complicado.
—¿Por?
—Digamos que, o tu amiga se quita las tetas y se transforma en un tío o se
le acaban las posibilidades.
—¿Qué dices? Pero si Julio está con un montón de chicas.
—Eso no te lo discuto, pero observa su situación: irradia curiosidad,
rodeado de chicas y, si te fijas bien, de chicos. Me apuesto lo que quieras a
que este chico no tiene reparos en probarlo todo.
—Bueno, es su problema. Pero Sandra…
—Sandra está muy buena, una lástima —murmuró.
Entonces volvimos a mirar desde aquella perspectiva y pude contemplar
cómo Pau se acercaba hacia mí. Ya no tenía opción de esconderme o de
pedirle a Joel que me salvara.
—Hola, Gala.
—¡Hola! —respondí nerviosa.
—Hacía días que no te veía.
—Ya, es que ando algo liada entre los exámenes y el trabajo.
—Ya, Joel anda igual. ¿Te apetece una cerveza? —sugirió dándome uno
de los dos vasos que sostenía.
Lo cogí sin rechistar, necesitaría alcohol para soportar aquella situación.
Pau no era mal chico, pero su acercamiento me ponía tensa. Se le notaba
demasiado que le gustaba y me aterraba, no quería sentirme incómoda y,
mucho menos, tener que decirle algo que pudiera romper el esquema del
grupo que habíamos formado. Además de que el ligoteo no iba conmigo,
me sentía fuera de lugar y sin saber qué decir y continuar con el rollo.
—Oye, voy a comer algo, os dejo solos —informó Natalia.
Intenté retener a mi compañera con la mirada, pero no lo captó. No sabía
de qué hablar con él, no desde que noté que le gustaba. Me convertía en un
caracol ante situaciones así. Busqué a Joel entre la multitud y, como me
temía, estaba demasiado ocupado con Marta. Justo en aquel momento
apareció Ana, y vi una vía de escapatoria cuando ella se acercó hacia
nosotros.
—¡Estáis muy guapos! —nos dijo mientras me daba un abrazo.
—Al final has venido —contesté.
—Sí, he estado hablando esta tarde con Sandra y creo que tiene razón en
algunas cosas. Os quiero dedicar más tiempo.
Aquella mañana, a la hora del almuerzo, ellas dos habían discutido sobre
lo absorbida que estaba Ana con su novio. En verdad las dos estaban más
susceptibles de lo normal; una por ir detrás de un chico que solo la veía
como una hermana y la otra por estar encoñada por un tío. Yo me mantuve
al margen, porque bastante tenía con mis propios problemas y no me
gustaba entrometerme y salir mal parada con las dos. Por suerte lo
arreglaron aquella misma tarde. Entonces apareció Julio para saludar a Ana,
eran compañeros en la uni y parecían nuestro equivalente, pero sin no
compartir tantas cosas. Aunque, viendo el panorama, al menos se acercaba
a ella en la fiesta, no como Joel.
Julio trajo consigo más vasos de cerveza y nos quedamos los cuatro
charlando. Se me hacía raro que, dos de las personas que siempre estaban
más ausentes y a su bola en las fiestas, estuvieran allí intentando sacar
conversación. Me contuve, porque no quería sonar borde.
—Qué bueno que hayas podido venir, Ana —soltó Julio de golpe.
—Sí, llamaron a Hugo en el último momento para cubrir el turno de
noche, así que he pensado que me vendría bien salir un rato.
Y ahí estaba yo, en medio de una conversación vacía y, si mi intuición no
fallaba, intentando que Pau y yo enlazáramos una conversación entre
nosotros, pero solo lograron que yo desconectara todavía más.
Ellos tres hablaban de algo que apenas podía captar mi atención. ¿Y si
estaba siendo demasiado egoísta con Pau? ¿Por qué no me paraba a
prestarle atención? ¿Por qué no podía enamorarme de un chico como él?
Me respondí pronto: no tenía ni tiempo ni ganas de complicarme aún más la
vida, ya la tenía bastante liada. Meter a Pau en la ecuación de mi caos sería
un completo desastre, me separaría por completo de mi objetivo final y, lo
más importante, no llamaba mi curiosidad como para enamorarme de él.
Al rato Natalia volvió a buscarme para decirme que se marchaba,
intentando convencerla para que se quedara un rato más y me ayudara a
lidiar con aquella situación. Pero era egoísta por mi parte, porque yo misma
tenía unas ganas tremendas de volver a casa, pero me sabía mal irme tan
pronto por mis amigos.
—¿Y tú qué tal la ingeniería, Pau? —me animé a preguntar.
—Bien, venía muy preparado para lo que me esperaba.
Y que era un cerebrito también sumaba puntos. Por lo poco que me
explicaba Joel, era un tío que lo pillaba todo a la primera y que no le
costaba nada ponerse a estudiar, al contrario que en la cocina, que era una
auténtica catástrofe. Pau me siguió explicando que había cambiado de
trabajo hacía unas dos semanas. Dedicaba los findes y los festivos a trabajar
como telefonista, y le pagaban más que en el otro por menos horas. Aunque
tampoco le sobraba mucho a final de mes, lo justo para pagar la habitación
y sus gastos. Una parte de mí se sintió afortunada por no tener que
costearme residencia.
—¿Entonces la uni te la pagan tus padres?
—Sí, es lo único que pueden asumir, y gracias en parte a la beca de
estudios.
—Eso está muy bien —añadí cortés.
Caí en la conclusión que cada vez era más difícil costearse la universidad.
Las tasas, matrículas, material… parecía que querían arrebatar el privilegio
de estudiar una carrera a las familias que no se lo podían permitir
económicamente, y no me gustaba en absoluto aquella dinámica en la que
estaba entrando el sistema. Se la expresé a Pau y, por primera vez, tuvimos
una charla interesante. Me permití el lujo de fijarme en que era alguien
tranquilo, que hablaba muy bajito y en que la timidez le invadía. Entonces
mi cabeza empezó a sugerirme que no estaría mal conocerle un poco más y
poner un poco de distancia con…
—¡Ey! —soltó Joel dándome un susto.
—¿Qué tal, tío? —le contestó Pau.
—He visto el momento perfecto para respirar un poco y lo he
aprovechado.
—Vaya, pensaba que no te juntabas con culos gordos —le solté.
Se me quedó mirando con una ceja levantada, como siempre solía hacer
cuando decía algo que no le gustaba. Pude notar como su cabeza empezaba
a planear algo, adivinando lo que me iba a decir como respuesta.
—El domingo paso a recogerte a las ocho de la mañana, ve vestida con
ropa de deporte.
—Sí, claro… —murmuré.
—Voy muy en serio. Te dije que si volvía a escuchar quejas sobre tu culo
te obligaría a hacer ejercicio.
¿Iba en serio? No. Dudaba mucho que fuera capaz de presentarse en mi
casa para ir a hacer deporte, yo no tenía ni idea de correr ni de nadar de
forma decente, cuando hacía deporte me convertía en la persona más torpe
del planeta.
—¿Todo bien? —preguntó Joel, dándome la sensación de que me
preguntaba más a mí.
En más de una ocasión le había pedido a Joel que me librara de Pau, pero
aquella noche era distinta. Es más, prefería perderlo a él de vista y
quedarme con Pau. Él estaba demasiado ocupado con su Barbie.
—Bueno, entonces os dejo, seguro que Marta ya me está buscando, creo
que no tardará mucho en colgar carteles con mi cara y pidiendo una
recompensa.
Y no falló, aquella chica era lo más parecido a un pulpo que había visto en
mi vida, y no me gustaba en absoluto aquella versión de Joel. Noté que a
Pau tampoco.
—No entiendo cómo puede estar con una chica así —confesó Pau—. Joel
es el más responsable de los tres, tiene unos principios que pocos tíos
suelen tener… No sé qué se propone con esta chica, pero creo que se le ha
ido de las manos.
—Para él es un simple juego.
—Ya, pero… joder, si no quiere a esa chica que la deje, que no le haga
daño. No sé, seré de esos pocos que aún cree en el amor.
—Yo también creo en él, pero no hay prisa.
—¿Nunca te has enamorado?
—Mmmm… creo que, de momento, no.
La maldición de la que tanto hablaba mi hermano se asomó a la
conversación. Aunque últimamente empecé a experimentar que era una
falacia.
No estaba enamorada, pero sí sentía una brizna de curiosidad. Aunque
sabía de sobra que ese capricho no llegaría a nada. Solía ser alguien de
pensamiento realista, así que sabía perfectamente que, por mucho que mis
ojos fueran grises, mis curvas eran lo primero que veían los chicos. Y no
nos engañemos, vivimos en una sociedad superficial donde el físico es lo
que más suele importar. No tenía ningún tipo de posibilidad con él. Y sí,
hablaba de Joel. Ese chico con el que casi convivía y que, de forma
irremediable, empecé a sentir algo más que amistad. Pero solo era un
indicio, aquello podía pasarse con un soplo de aire fresco.
Ese soplo podía llamarse Pau.
En aquel momento empezó a sonar Lady Gaga. «Born this way» para ser
exactos. Siempre que sonaba Gaga, tanto Sandra como Ana enloquecían, y
yo necesité unirme a ellas en la locura. Éramos fans absolutas de ella; por
infinidad de motivos, y pareció que no éramos las únicas que la
adorábamos. Todos los que estábamos allí empezamos a darlo todo: Sandra,
Ana, Pau, Julio y yo estábamos en medio del meollo de la fiesta. Miré de
reojo a Joel y él seguía a lo suyo con su chica.
Me prometí a mí misma que sería la última vez que miraría qué estaba
haciendo él. Debía dejarlo a su aire y olvidarlo de inmediato, antes de que
aquellos sentimientos empezaran a doler cada vez más.
Cantaba la canción con tantas ganas que hasta llegué a creer que yo era la
propia cantante. Porque todas deberíamos ser como Lady Gaga en algún
momento de nuestra vida, aunque era fácil decirlo.

El sábado me acosté relativamente tarde: el trabajo se nos complicó y no


salimos a nuestra hora habitual. Así que el domingo llegó casi sin darme
cuenta, y lo que menos me esperaba era madrugar el único día de descanso
de la semana.
Joel me despertó a las ocho de la mañana, no dejaba de bombardearme
con mensajes y llamadas. A la tercera no me quedó más remedio que
cogerlo.
—Te estoy esperando en la puerta de tu casa. Come algo rápido y baja con
ropa de deporte, salimos a correr un poco.
No me lo podía creer. Iba muy en serio cuando el viernes me dijo que el
domingo saldríamos. No me esperaba aquello en absoluto, así que di un
bote de la cama, hice un pis rápido, cogí unas mallas, una camiseta vieja y
una chaqueta de deporte de mi hermano. Me calcé unas deportivas que tenía
abandonadas por el armario y cogí un brik de zumo acompañado de un
plátano. Bajé volando por las escaleras del rellano.
—¿Se te han pegado las sábanas o qué? Quedamos en que saldríamos a
correr.
—¡Pensaba que no ibas en serio!
—Te dije que si volvía a oír quejas sobre tu culo te obligaría a ponerle
remedio.
Nos pusimos a caminar mientras fulminaba el desayuno que había
improvisado, además de que aprovechó para explicarme que primero debía
calentar un poco antes de ponerme a correr sin más, sino podría pagarlo
caro después.
—Así que tengo el culo gordo, ¿no?
—Gala…, ¿en serio vas a seguir pensando así? Mira, yo era un niño gordo
de pequeño, y estaba muy acomplejado, a los ocho puse remedio y he
adquirido una disciplina de la que no puedo renunciar. Creo que necesitas
más esto para liberar tensión que kilos. El deporte ayuda a despejar la
mente y para dejar de pensar en otras cosas que no nos ayudan en absoluto.
Verás como estudias mejor después de esto.
—Ya, pero yo esta tarde tengo que ir a trabajar, y necesito estudiar un
poco antes.
—Y lo harás. Juraría que pusiste la alarma a las diez y media de la
mañana, desayunar, ducharte y repasar. ¿Y si te levantas antes y te ejercitas
un poco? Te irá bien.
No le creía, pero allí estaba. Me indicó qué estiramientos debía hacer y
nos pusimos a correr muy despacio.
No fui capaz de correr más de dos minutos seguidos, incluso me sorprendí
por aguantar tanto rato. Yo siempre había llevado una vida sedentaria,
corriendo lo justo en la escuela para aprobar la asignatura educación física.
Siempre había tenido la cabeza enterrada en los libros y en los estudios.
Prefería pasearme por la biblioteca que hacer deporte, así que era una
proeza lo que acababa de hacer.
—Está bien, empezaremos poco a poco. Cada domingo saldremos e
intentaremos hacer un poco más. ¿Te parece bien?
—¿Tengo opción? —contesté.
—No —respondió con una sonrisa enorme.
Seguimos caminando y nos marcamos como objetivo llegar hasta lo más
alto de Montjuic.
—Oye…, ¿qué tal con Pau? El viernes te vi casi todo el rato con él.
—Sí, bien.
—¿Bien? Creo que, por lo poco que vi, estabas muy a gusto. Pau es muy
buen tío, aunque demasiado tímido, pero es lo más noble que he conocido
en mi vida. Además de que cocina bastante bien, a veces la caga, pero…
—¿Me lo estás vendiendo para algo más?
—¿Yo? ¡No! Eso es cosa tuya… Pero que sepas que es un tío que vale la
pena, si vas en serio con él adelante, pero si no…
—¿Si no qué? ¿Que no haga con él lo que haces tú con Marta?
El zasca lo dejó plano. Paró en seco y se me quedó mirando con cara de
circunstancia, levantando esa ceja en un gesto que empezaba a patentar.
Mostrándome el cambio de color que dieron sus ojos con la luz del sol.
—¡Qué gratuito! —exclamó.
—Pero es la verdad.
—A ver, lo que yo tengo con Marta es distinto —dijo empezando a
caminar de nuevo. Le respondí con otro levantamiento de ceja, como el
suyo—. Os conozco a los dos y no me gustaría que…
—Joel, no tengo intención de tener algo con Pau —interrumpí.
Se hizo el silencio entre nosotros, pero sin dejar de subir la enorme cuesta
que nos dirigía a lo más alto de Montjuic, y empezaba a faltarme algo más
que aire. Me quemaban las piernas y el culo, pero no pensaba quejarme en
absoluto. Cuando llegamos al castillo nos paramos a estirar un poco, y Joel
me indicaba cómo debía hacerlo y vi que se le daba muy bien enseñar. Se lo
dije.
—Soy monitor y socorrista en la piscina, al final acabas aprendiendo algo.
Volvimos a coger aire después de los diez minutos de pausa para empezar
a bajar, pero aquella vez al trote. Me avisó que me costaría un poco al
principio, pero que acabaría superando de forma gradual la barrera
sedentaria. El resultado fue que llegué al portal de casa totalmente
empapada, despidiéndonos con un gesto en la mano hasta el día siguiente.
Me di una ducha de campeonato, tomé algo ligero y me fui directa a
repasar los apuntes que tenía pendientes. Tenía razón en que me daría
tiempo a todo, y que estaría más despejada para estudiar, aunque lo único
que no me gustó de la sesión de entrenamiento fue que me intentara vender
a Pau como algo más. Yo ya sabía que era un buen chico, y no entraba en
mis planes hacerle daño, además de que mi corazón no se agitaba cuando
estaba a su lado.
Con él no.
Gala
La abuela

La segunda semana que pasé en la ciudad la aproveché para, además de


integrarme y aclararme en el grupo de WhatsApp de la despedida,
acercarme y comprender un poco más a mis padres, pasear por Cosmocaixa
y visitar a mi abuela para acabar viendo alguna película de sobremesa de
bajo presupuesto, pero con una trama de suspense que engancha.
Ese mismo fin de semana celebraríamos la despedida y el móvil echaba
humo por las notificaciones entrantes, pero me di cuenta de que tanto Joel
como yo nos manteníamos ausentes en la conversación. Íbamos a estar dos
días todos juntos, y mentiría si dijera que no me perturbaba el saber de su
constante presencia, pero que no existía forma posible de evitarlo. A
medida que se acercaba el evento, mi abuela, que suele ser sabia y con un
instinto audaz, me notó más nerviosa de lo normal.
—Ya sabes, abuela, me cuesta un poco entender la nueva situación
familiar.
—Ay, pequeña mía, demasiado tiempo fuera. El tiempo que tu padre
estuvo aquí lo pasamos todos muy mal.
—Ya.
—Han sido años difíciles, pero en cuanto me dijo que estaba volviendo a
conquistar a tu madre se me olvidó todo lo malo. Siempre se han querido
mucho.
—No sé, a mí me cuesta encajarlo todo.
—Gala, cariño, no somos nadie para juzgar lo que han hecho y lo que
quieren vivir. Es su segunda oportunidad.
—Y lo intento, de verdad, pero cuando alguien te hace daño se te queda
ahí incrustado, y no entiendo cómo se puede borrar algo así.
—Pues porque no se borra, y creo que debe ser así. Pequeña, yo sufrí
mucho con tu abuelo, pero no por ello dejé de quererlo.
Querer y olvidar eran conceptos independientes, mi abuela me estaba
dejando claro que era posible amar sin perder los recuerdos malos, porque
era necesario tenerlos presentes para no volver a cometer los mismos
errores o, incluso, para aferrarte a lo que te empuja a vivir. Ella con el
abuelo tuvo una historia difícil; una relación de altibajos, paciencia y
resiliencia, pero que permaneció unida hasta los últimos días de su vida.
—Hay algo más que te ronda la cabeza, pequeña.
—Estoy bien —dije.
—¿Cómo va con aquel chico?
—¿Qué chico? —pregunté inocente, pensando en que mi abuela hacía
referencia a Joel.
—Cariño, el que has dejado ahí arriba, ¿de quién si no?
Mi subconsciente me pasó una mala jugada. Estaba claro que preguntaba
por Sten, en ningún momento nombré a Joel. Era mi cabeza la que no
dejaba de dirigirme al encuentro de la semana pasada, el volver a verlo, ser
espectadora una vez más de esa sonrisa que tanto me cautivó. Pero aquella
evidencia solo sirvió para dejarme tocada y hundida. Intenté disimular y
desviar la conversación con la abuela, pero era de las pocas personas a las
que no podía engañar.
—Pequeña, ¿por qué no vuelves? Aquí nos tienes a todos, y seguro que no
tardarías en encontrar trabajo.
—Tengo una vida allí arriba, y un trabajo que me encanta.
—¿Y qué tipo de vida es, cielo? No tienes brillo en la mirada, no veo
entusiasmo ni ilusión.
—Se me hace raro estar aquí y tener que hacerme a la idea de los cambios
que ha habido. Es cuestión de tiempo, supongo.
Ella me dedicó una sonrisa, sabiendo que no iba a conseguir cambiarme
de idea, así que continué preparando la cafetera y la sorprendí sacando la
lata de galletitas de mantequilla que tanto le gustaban. Sabía que la abuela
no podía abusar del dulce por su diabetes, así que la miré perpleja. No
debería tener aquello en casa.
—No se lo digas a tu padre, solo me como una con el café de la tarde. Si
me quitan eso, ¿qué más me queda?
Negué con la cabeza y, en cuanto tuve las tazas preparadas, nos sentamos
en el sofá a ver la televisión, una al lado de la otra mientras ella se echaba
alguna cabezada.
Mi memoria, por suerte, no había borrado aquellos momentos, pero sí
había diluido la esencia; el sentimiento reconfortante, la paz y sentir que
estás en el sitio adecuado. Aquel era un refugio. La casa de la abuela
siempre lo había sido, a pesar de que era antiguo y pequeño, y desde
pequeña siempre había sido uno de mis lugares preferido en el mundo.
En uno de sus trances aproveché para mirar el móvil y estudiarme con
detenimiento la planificación final que había detallado Julio, pero también
me sorprendí mirando la foto de usuario de Joel: donde salía haciendo el
tonto con el pelo revuelto y una chica rubia besándole en la mejilla. ¿Sería
su novia? Tampoco lo había preguntado, y no tenía por qué interesarme esa
información. Aunque la incógnita era insoportable, así que intenté resolver
la duda preguntándole a mi cuñada Ana —a la que se me hacía rarísimo
llamarla así—, que no tardó en responderme: «Creo que está soltero, pero
tampoco es que sepa mucho de sus ligues, ¿por?».
Le contesté que solo era puro cotilleo. Pero lo único que conseguí es que
necesitara resolver el misterio: ¿quién era aquella chica? Ese enigma, a
diferencia de en la película, sí que no me quedó más remedio que dejarlo
sin resolver.
Mi abuela se despertó justo diez minutos antes de que acabara la cinta.
—Ves, al final la pareja siempre logra estar junta. Es imposible vencer al
amor, ¿verdad?
—Claro, abuela —contesté sin apenas prestar atención a lo que había
dicho.
Decidí levantarme del sofá estirándome por el rato de inactividad y recogí
las tazas, dejándole a la abuela todo recogido antes de marcharme. Antes de
salir por la puerta me volvió a llamar, obligándome a ir de nuevo al salón.
Estaba de pie, apoyada en la silla y con la mano extendida hacia mí. Había
costumbres que, por mucho que pasaran los años, no se perdían.
—Abuela, tengo dinero de sobra, no hace falta que me des nada.
—Sí que lo necesitas, mira tus pantalones rotos, eso es porque no tienes
dinero suficiente para comprarte unos decentes.
Me reí a carcajadas, viéndome obligada a coger el billete de veinte euros
que me extendía. Tenía claro que iba a regalarle algo, ya no era una cría que
necesitaba el dinero que le pasaba su abuela como si fuera contrabando.
Salí de allí después de darle otro beso y fui directa al centro de Barcelona
para patearme algunas tiendas y encontrarle un detalle a la abuela para su
cumpleaños. Pero como era inevitable, caí en la tentación de meterme en
una librería y salir con tres libros bajo el brazo, sin olvidarme de mi
verdadero objetivo. Desde que vivía en Copenhague apenas tenía tiempo de
leer, me pasaba todo el día en el laboratorio y, para cuando llegaba a casa,
mi cabeza seguía metida en el proyecto. Había perdido por completo el
hábito de leer, y eso que de pequeña los devoraba. En aquel momento fui
consciente de lo mucho que necesitaba aquellas vacaciones, el volver a mi
pasado y conectar con momentos que había perdido, aunque algunas me
hubieran gustado evitarlas. El verme de nuevo allí, con aquel clima tan
apetecible y cálido, recordar la forma en la que pasaba páginas y viajaba
entre historias entre las cuatro paredes de mi habitación me sumergió en una
nostalgia reparadora. Quería recuperar aquello, y debía ser yo la que diera
aquel paso. Así que no pude evitar llevarme tres novelas que no tuvieran
nada que ver con mi trabajo ni con divulgación científica; Isaac Asimov
podía quedarse un tiempo en la estantería.
Después me adentré en una joyería donde vi un colgante muy fino con
una barrita central que se podía grabar. Mi abuela solía ser muy clásica,
pero también tenía algún toque moderno, así que le quedaría genial.
—¿Quieres grabar algo en especial? ¿Tú nombre? ¿Alguna fecha?... —
preguntó el dependiente.
Se me iluminó una idea; un secreto entre nosotras.
—¿Sería posible poner «Galletita de mantequilla»?
Vi la cara de sorpresa del chico, pero enseguida cambió el rostro
mostrando una sonrisa enorme. Deduje por su reacción que jamás le habían
pedido algo así.
—Por supuesto, en una hora y media lo tendrás listo.
Di las gracias, pagué y decidí ir a dar un paseo por la parte alta de las
Ramblas de Barcelona, en sentido opuesto al paseo Marítimo, donde se
hacía más visible la convivencia del turismo con los residentes; una zona
que, a pesar de estar en pleno bullicio de la ciudad, se respiraba una ligera
calma entre millones de cafeterías y establecimientos de todo tipo.
Aproveché aquella bonita sensación para tomarme un café y sumergirme en
uno de los libros que me había comprado.
Para cuando levanté la vista del libro me di cuenta de que me había
engullido por completo en la historia.
Sonreí porque volví a encontrarme con aquella Gala de dieciocho años a
la que le encantaba leer y que tenía infinidad de sueños y objetivos. Que
tenía esperanza y que se moría de ganas por vivir, por palpitar y por
trabajar. Pero solo la vi, porque no era capaz de encontrarla en mi interior.
Fui consciente de que solo logré un objetivo de los que me había marcado:
el trabajo.
Pero ¿y todo lo demás?
Vivía acomodada, sin sobresaltos. Mi corazón no sufría palpitaciones
fuertes, con la consecuencia de que tampoco se entusiasmaba. Me dejé
llevar por la vida pensando que era eso lo que la sociedad pautaba y
esperaba de mí, pero ¿dónde estaba lo que realmente quería yo?
No pude evitar pensar en Sten, en el tipo de relación que teníamos y en lo
asépticos que nos habíamos vuelto con el tiempo. Nuestro inicio fue muy
bonito, y le puse mucho empeño al principio por lo que sentía mi corazón
en su momento. Pero, siendo sincera, jamás volvió a palpitar de la misma
forma, no como la primera vez que me enamoré. Un ritmo de agitación que,
hasta la semana pasada, no volví a experimentar en mis propias carnes.
Salva
Rendido a sus pies

Enero de 2013

Desde que pasé el fin de semana con Valeria no tuve ojos para nadie más.
Pasamos los dos días encerrados en aquella casa, y pude comprobar que
éramos bastante compatibles. Lo pasamos retozando, durmiendo, cocinando
y follando como nunca lo había hecho antes. Aquella mujer tenía un poder
que desconocía, y empezaba a pensar que no se trataría solo de una
aventura más.
Nuestra relación se fue gestando entre encuentros breves y escapadas de
fin de semana. A excepción de algunos que aprovechábamos los viajes de
su marido para convivir en su chalet. El segundo domingo de enero, por la
mañana, compartimos un desayuno exquisito en la cama, y noté que
empezaba a comprenderme y entenderme con solo mirarme. Sentía que lo
nuestro era mucho más intenso, y empecé a ilusionarme por lo que
estábamos viviendo.
—¿Qué te preocupa? —preguntó mientras me acariciaba la espalda en la
cama.
—¿Por qué preguntas eso? ¡Estoy bien! —exclamé inyectándome
tranquilidad. No había compartido con ella nada de lo que estaba viviendo
en casa.
—No, no…, a mí no me engañas, cargas con una mochila emocional, te lo
noto.
—Es… no sé. No me gusta hablar de ello.
—Salva, puedes contar conmigo.
Me acomodé en la cama para mirarla a los ojos y, en aquel momento, me
atreví a explicarle todo lo que sucedía en casa; la separación de mis padres,
lo mucho que se arreglaba mi madre últimamente, mi sospecha de que había
otro tío y lo mucho que me preocupaba mi hermana.
—Es que no sé, ver a mi madre así, tan de repente, me ha trastocado.
Seguro que ya ha conocido a otro tío y… no sé si estoy preparado.
—Es muy egoísta lo que estás diciendo —comentó—. ¿Crees que debe
permanecer sola el resto de su vida? ¿Que no se merece conocer a alguien
que la quiera y que le dé lo que ella busca? Si fuera así, tú no estarías aquí,
Salva.
Su comentario me dejó noqueado. Me hizo ver la situación desde otra
perspectiva. Aunque, claro, a ella no la veía con los mismos ojos que a mi
madre… ¡Y menos mal!
—Salva, tu madre es libre de conocer a otro hombre. No le fue bien con tu
padre y se merece ser feliz. Entiendo que, si tu padre está mal, te cueste
tanto entenderlo, pero a la larga será bueno para los dos —añadió tras
darme unos minutos para asumir sus palabras—. Ambos encontrarán a
alguien que los complemente. Es solo que ahora mismo eres el icono
masculino de esa casa, y te has venido arriba. Esta maldita sociedad nos ha
inculcado que se necesita un líder masculino y, en tu caso, no puedes
soportar la idea de que entre otro tío.
Me quedé mudo. A más tiempo pasaba con ella, más me daba cuenta de la
gran mujer que era. Tenía toda la razón, no estaba siendo justo con mi
madre y la amarga situación que había vivido. No fui consciente de lo que
había tenido que sufrir y aguantado por Gala y por mí. Mi madre se merecía
hacer su propio camino, al igual que mi padre.
Fue difícil volver a casa después de nuestro idílico fin de semana. Valeria
me había dado argumentos suficientes para darme cuenta de la situación y
para que empezara a comportarme como un adulto y no como un niñato
machirulo. Aunque solo de pensar que su marido volvería a casa me
enfurecía y empezaba a perder el norte.
Mi cabeza iba demasiado rápido, y debía ponerle calma al asunto, pero es
que yo me había ilusionado demasiado con aquella mujer. Por primera vez
en mi vida empezaba a sentir algo por alguien, y estaba cagado de miedo.
Valeria había conseguido derribar el muro gélido que rodeaba mi corazón,
arrasando con todo lo que se le pusiera por delante. ¿Aquello era amor?
¿Sería posible que alguien como yo pudiera estar con una mujer tan fuerte?
Yo era de los que pensaba que cuando quieres a alguien no existen las
barreras sociales ni económicas. Empezaba a pensar que lo nuestro podía
ser posible.
Cuanto entré por la puerta de casa solo me encontré con mi madre.
—¡Dichosos los ojos! —soltó mi madre.
—¡Hola! —contesté con la misma energía.
—Anda que avisas…
—Le envié un mensaje a Gala.
—Otra…, la que se pasa todo el fin de semana estudiando y trabajando,
¿crees que tiene tiempo siquiera para decirme algo? Mira, entiendo que eres
mayorcito, pero avísame, joder.
—Cierto, lo siento, mamá. —Me la quedé mirando y me acordé de las
palabras de Valeria. Veía en mi madre un brillo nuevo, pero también una
mezcla de melancolía—. Oye…, te veo muy bien, y quería decirte que
tienes todo mi apoyo.
Se quedó mirándome, sorprendida por lo que acababa de decirle. Los dos
nos quedamos en suspensión hasta que me regaló una sonrisa, junto con un
suspiro.
—Salvador, en el fondo eres algodón de azúcar —murmuró mi madre
mientras posaba sus manos en mis hombros—. Te empeñas en ir de chico
malo por la vida, sin dejar que nadie entre en tu vida, pero es por el miedo
que has tenido siempre a que te hagan daño. ¿Y sabes qué es lo peor? Que
tú eres el único que te lo haces.
Joder, cuánta intensidad, pero también cuánta razón.
En ese momento entró mi hermana por la puerta de casa como si hubiera
salido a hacer ejercicio.
No podía creerlo. ¿Qué estaba pasando en aquella casa? ¿Había cruzado
un universo paralelo o…?
—¿De dónde vienes? —pregunté con curiosidad.
—No te lo vas a creer, pero he empezado a correr por la playa… ¿Cómo
narices podéis aguantar tanto? ¿Qué veis en hacer algo así? Madre mía…
—fue murmurando mientras caminaba a paso ligero hacia el pasillo.
Miré a mi madre para ver si ella podía darme alguna respuesta a tan
repentino cambio de actitud.
—Ha conocido a nueva gente en la universidad, y tiene un grupo de
estudio que, por lo que veo, funciona muy bien.
—¿Te refieres al chaval que suele traerla en moto?
—Salva, tu hermana es muy responsable, respira un poco.
No me quedó más remedio que claudicar. Desde que Gala nació siempre
había tenido la necesidad de asegurarme que estaba bien, y últimamente
tenía la sensación de que la ahogaba demasiado. Éramos muy distintos, pero
no por ello iba a llevarme mal con ella, al contrario. Me daba miedo que
sufriera, que alguien le hiciera daño o que cometiera algún error
catastrófico. Pero estaba claro de que era su vida, y de que debía ser ella la
que se equivocara para aprender la lección. Yo no podía interferir en sus
decisiones.
—Cariño, sé que la quieres, pero sabe muy bien lo que hace para la edad
que tiene. ¿Quieres que te recuerde lo que hacías tú a su edad?
—No es necesario —respondí tajante con una sonrisa.
—Oye —me llamó Gala—. He quedado con papá para comer, ¿te vienes?
—Vale —respondí.
Fui a la habitación para coger ropa limpia y meterme en el baño de mi
madre, Gala estaba ocupando el aseo principal y me temía que tendría para
un buen rato.
Casi una hora después ya estábamos de camino a ver a papá. Habíamos
quedado en el restaurante de siempre y de camino, como siempre, Gala se
apoderaba del control de la música.
—¿Qué es esto que suena? —pregunté sorprendido.
—Imagine Dragons, ¿por?
—Suena diferente a la usual mierda indie que escuchas —dije para
chincharla.
—¡Oye! —chilló mientras me daba un pequeño golpe con el brazo.
—Veo muchos cambios últimamente, ¿no tienes que explicarme nada?
—¿No eres un poco pesado?
—Gala, soy tu hermano, solo te pregunto por curiosidad.
—Bueno, digamos que conocer a nueva gente en la uni me está ayudando
a procesar todos estos cambios.
—Me alegro. Supongo que el chico que suele dejarte en casa tiene algo
que ver en todo eso, ¿no?
—Ya empiezas…
—Enana, solo quiero mantener una conversación contigo, entiendo que ya
eres mayorcita, entiende que me gusta saber de ti.
—Joel y yo estudiamos juntos y… digamos que rompí una especie de
trato: si volvía a quejarme de mi culo, me obligaría a ir a correr todos los
domingos por la mañana.
—Ves, ya me cae mejor —le contesté mientras reía—. ¿Te gusta?
En su mirada leí que le había preguntado sobre algo que llevaba dando
vueltas en su cabeza.
—No lo sé, creo que es pronto para decirlo y, además, no tendría ningún
tipo de posibilidad. Él solo me ve como su mejor amiga —explicó con una
voz en la que percibí notas de tristeza—. Un apoyo, nada más.
—¿Por qué dices eso?
—Él ya tiene su rollete por ahí, y es una Barbie. Ni lo intentaría.
—¿Cómo? —No podía creerme lo que estaba diciendo. Mi hermana era
una auténtica preciosidad, y que tuviera esas tonterías en la cabeza me
cabreaba—. ¿Crees que por no tener un cuerpo esquelético te resta puntos?
Gala, eres única, no hay ninguna chica como tú, y el tío que no sepa verte
así, es porque no tiene ni puta idea.
—Para ti es muy fácil, te las llevas a todas de calle. Es más, desde el
viernes hasta hoy no has venido a casa.
—Cierto, pero lo mío me ha costado conquistar a esta mujer.
—Vaya…, y luego soy yo la que no cuenta nada —reprochó—. ¿Estás
enamorado?
—Se podría decir que sí, y demasiado.
De aquella forma pude verbalizar que sentía algo por Valeria. Solo tenía
ganas por saber cuándo volveríamos a vernos. No hacía ni tres horas que
nos habíamos separado que ya necesitaba volver a tenerla entre mis brazos.
Sandra
Dejarme llevar

Febrero de 2013

Después de la fiesta en el piso de los chicos, al fin, la relación tan especial


de amistad que habíamos tenido Julio y yo estalló. Pero en el buen sentido.
Y qué sentido…
Cuando se fueron marchando todos y cada uno se encerró en su
habitación; Julio y yo nos enrollamos en la suya como dos auténticos locos.
Habíamos bebido muchísimo, y era muy probable que el alcohol nos
empujara a hacer lo que yo llevaba deseando tanto tiempo. Y fue una
pasada, porque resultó ser mejor de lo que me había imaginado. Era intenso,
apasionado y, a pesar de su aspecto angelical, tenía una muy buena
proporción entre las piernas.
A la mañana siguiente volvimos a hacerlo, pero al estar solos en el piso
nos dejamos llevar mucho más, demostrando que lo de la noche anterior
solo era la punta del iceberg.
—Joder, Sandra…, jamás pensé que acabaríamos así —confesó una vez
que recobramos el aliento.
—¿En serio no lo pensaste nunca?
—A ver, sí, pero lo que tenemos tú y yo es tan especial que me daba
miedo joderlo.
—Joderme es lo que tendrías que haber hecho desde el primer día que
llegaste a Barcelona, idiota —solté.
—Eres una fresca —contestó con una sonrisa en los labios que me
impedía dejar de mirarlo.
Qué guapo era. La manera en la que sonreía y se le estiraban las mejillas,
el azul cegador de sus ojos y esa melena lacia tan dorada… Quedarme tan
atrapada al contemplarlo me demostraba lo pillada que estaba por él desde
el puto primer día que lo conocí en el pueblo de mi padre. No quise ser
consciente de ello hasta que mis amigas me fueron abriendo los ojos poco a
poco.
Nos levantamos y desayunamos con tranquilidad. Julio no tenía la
necesidad de trabajar, a diferencia de sus compañeros de piso. Sus padres
estaban forrados y querían que se dejara el culo estudiando, pero el muy
canalla estaba haciendo algo más que estudiar. Se lo estaba pasando en
grande de fiesta en fiesta, y encima sacando notazas, claro. El típico niño
guaperas que, para colmo, lo borda en los exámenes. Daba asco de lo
perfecto que era, pero yo estaba pillada hasta la médula por él.
Pero justo en aquel momento, algo que rondaba en mi cabeza desde hacía
un tiempo, pedía a gritos ser resuelto.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Desde cuándo pides permiso? —soltó levantando una ceja de su
inmaculado y perfectísimo rostro.
—¿Te has liado con alguien que no sea una mujer?
—Sandra… —suspiró—. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Es que el otro día oí algo y…
—Mira, ya sabes que siempre he sido muy abierto de mente. En Puente la
Reina no podía hacer según qué cosas, porque te conoce todo Dios y, aquí,
no.
—Sí, ya lo he notado…
—Y sí, Sandra, el otro día estuve con un tío y una tía. Fue… —balbuceó
mientras ponía los ojos en blanco.
Un cosquilleo acompañado de calentó invadió mi bajo vientre. La
curiosidad y el morbo aparecieron de golpe en mis morros, pero debía
controlar mis reacciones, siempre me habían dicho que no hacía falta que
abriera la boca para que la gente supiera lo que pasaba por mi cabeza.
—¿Qué pasa, Sandra? —preguntó mirándome de refilón.
—¡No! ¡Nada! —escupí alzando un poco más la voz. Intentando
disimular de forma nefasta—. Siempre he sabido que eras muy curioso.
Su única respuesta fue una sonrisa y el aviso de que teníamos que recoger
las tazas del desayuno. Miré el móvil para darme cuenta de que debía
volver a casa, tenía que empezar a darle caña a los apuntes de Geometría
descriptiva, en breve tendría exámenes y no lo estaba llevando muy bien.
Me despedí de él después de unos cuantos arrumacos y con un «nos vemos
luego, sí o sí».
Al coger el metro pensé en avisar a mis amigas de que me había liado con
Julio, pero algo me decía que no lo hiciera, que disfrutara de llevarlo en
secreto durante un tiempo. No supe por qué decidí hacerlo así, pero la idea
de que se pudiera fastidiar la amistad que habíamos forjado todos me
frenaba.
Llegué a casa sobre las once de la mañana del sábado. Mis padres no
estaban y me sumergí en la ducha. Seguía en una nube por pensar en lo que
había pasado entre Julio y yo, y algo me decía que iba a ser inolvidable. En
ningún momento pensé que algo pudiera salir mal, él y yo siempre nos lo
habíamos contado todo y teníamos confianza plena. Lo último que
queríamos era hacernos daño, pero imaginarme a Julio con otro chico
conmigo en medio me hacía sentir mucha curiosidad y un cosquilleo
permanente en mis carnes.
Me vine arriba.
Me lancé al río y decidí dejarme llevar por la corriente. Quería disfrutar,
así que ni me lo pensé.
Decidí enviarle un mensaje para picar su curiosidad: «¿Cómo sería estar
entre dos chicos? ¿Qué sentiste?».
No tardó en contestar.
«Es un vínculo muy fuerte. Una sensación que no tiene nada que ver con
lo que hemos hecho tú y yo. ¿En qué estás pensando?».
Sonreí. Porque en el fondo me moría de ganas por vivir algo así, aunque
también me asustaba.
«Estoy pensando en dejarme llevar».
Un emoticono de sorpresa fue su única respuesta. No quería forzar más
las cosas, y menos cuando solo habíamos pasado una noche juntos. Ni que
fuéramos pareja… Aunque entre nosotros existían muchas ganas de seguir
con aquello.
Apenas tuve fuerzas para centrarme en los apuntes. No dejaba de pensar
en las manos de Julio, sus labios en mi vientre, su lengua pasando por cada
centímetro de mi cuerpo, su… Joder, era el tío con el mejor pollón con el
que había estado. Pero debía prestar atención a la materia, pensar solo en
eso. Y es que no había manera, así que decidí hacerme una taza de té,
encender una barrita de incienso y volver a intentar ponerme manos a la
obra. Si quería volver a verle aquella noche, debía darle caña al asunto.
Al fin logré lo que me propuse, a pesar de que cuando llegaron mis
padres, con el ruido que llegaron a hacer, estuvieron a punto de que perdiera
la concentración, pero en cuanto se percataron de que estaba estudiando
bajaron el tono de voz. Eran puro amor: mi padre era muy basto, se le
notaba la sangre del norte por las venas, pero era un hombretón muy dulce.
Como Julio, ambos eran del mismo pueblo de Navarra.
Cuando terminé de estudiar le envié un mensaje, y su rápida proposición
no tardó en llegar: «¿Estás segura de que quieres dejarte llevar?».
Mi excitación no tardó en responder. Le envié millones de caritas
sonrientes.
«Esta noche los chicos no están en casa. Lo tengo todo preparado para
cuando vengas. No tengas miedo, ¿vale?», respondió.
Me puse de los nervios, incluso sentí un ligero arrepentimiento por sentir
que la situación se me había ido de las manos. Pero era Julio, y siempre lo
tenía todo bajo control. Quería estar con él, y quería sentirle en
profundidad, desmitificar las limitaciones del sexo. Quería comerme el
mundo con él, y estaba dispuesta a todo.
Cené con mis padres después de darme una exhaustiva ducha donde me
preparé para la noche que iba a tener, aunque no tenía ni idea qué se traía
entre manos. Les dije que me quedaría en casa de Gala a dormir, el recurso
que siempre usábamos las tres cuando no queríamos dar muchas
explicaciones. Estaba ansiosa por volver a verle, incluso de camino sentía
como el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier momento. El
camino hasta la puerta del edificio me pareció eterno, hasta que se hizo
realidad en cuanto abrió la puerta. Ni corta ni perezosa lo empotré contra la
pared del recibidor, con ganas y fiereza, pero él no podía dejar de reírse,
frenando así nuestro efusivo recibimiento.
—Tranquila, Sandra, tenemos toda la noche por delante —susurró
mientras rodeaba mi cara con sus manos.
Me condujo hacia el comedor, donde me ofreció una cerveza. Cogió un
par de la nevera y se sentó a mi lado, dándome el otro botellín.
—Te veo ansiosa.
—Y lo estoy —confesé.
—¿Estás segura de lo que quieres hacer?
—Quiero hacerlo todo contigo, Julio. Vivamos esto, hagamos millones de
travesuras.
Entonces se acercó de nuevo hasta mí para besarme. Sus manos alrededor
de mi cara, sentir de nuevo su lengua fría por la cerveza buscar la mía,
aunque de forma distinta a la noche anterior, con más calma pero mayor
intensidad. Magrearnos en el sofá, frotarnos el uno al otro y excitarnos más
si se podía. Pero cuando la cosa ya estaba lo suficiente caliente, me guio
hasta la puerta de su habitación, parando en seco antes de abrirla.
—Una vez entremos, si hay algo que no quieras hacer o que te moleste, no
dudes en decirlo.
—Calla y fóllame ya, Julio —pedí jadeante.
—Esta noche no solo voy a hacerlo yo —me sorprendió—. ¿Estás
preparada?
Asentí con la cabeza y, a continuación, abrió la puerta de su cuarto para
adentrarnos en la total oscuridad. Me guio hasta la cama, donde me sentó en
el borde y pude notar cómo sus manos me quitaban las deportivas, pero
entonces sentí otro par en mis hombros. Me sobresalté soltando un suspiro,
pero Julio siseó que me calmara; que estaba segura, así que me dejé hacer.
Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la negrura, logrando así ver la
silueta de Julio mientras me desnudaba con calma. Sabía lo que se hacía, y
yo estaba deseosa por sentirlo todo a su lado. Aquellas cuatro manos fueron
desnudándome hasta dejarme en ropa interior, tumbada en la cama. Estaba
recostada encima de lo que deduje que sería el cuerpo de otro chico; por el
bulto duro que tenía en mi espalda, más que nada...
—Eres única, Sandra —murmuró Julio separándose de mí para
desnudarse delante de nosotros.
No perdí detalle de lo que hacía mientras aquel desconocido seguía
acariciando mi piel, el cual sentí que solo estaba cubierto por los
calzoncillos.
Julio, en cuanto se quedó en ropa interior, echó mano de una bolsita de
plástico que llevaba guardada en su pantalón, esta contenía tres pastillas
diminutas que depositó en su mano. Se llevó una a la boca y la tragó, sin
dudar ni un instante. La segunda se la posó en la punta de la lengua y se la
entregó a nuestro tercer invitado, entregándosela en un beso que, si ya
estaba encendida, acabó fulminándome por completo. Con la última hizo lo
mismo, pero aquella vez se acercó hasta mí, metiendo su lengua en mi boca,
introduciendo así aquel comprimido. Lo deslicé por mi garganta sin dejar de
sentir aquellas cuatro manos por todo mi cuerpo. No dejaban de
acariciarme, besarme y chuparme, y la sensación más intensa que había
experimentado en la vida. Me hicieron sentirme como una diosa
empoderada, deshaciéndose en caricias hacia mi cuerpo y fundiéndome ante
cualquier gesto.
Lo que sentí al estar entre ellos dos fue como estar en otro lugar y otra
época, que nada importaba más que el placer del momento. Fue algo
increíble y único.
No fue nuestra última vez. Nos volvimos adictos a estar los tres juntos, a
experimentar, a sentir…
Sin darnos cuenta iniciamos algo que, inevitablemente, nos arrasó a los
tres.
Gala
Tibidabo

Estaba nerviosa, e intuía que podía palparse desde el exterior. Aquel sábado
desayuné temprano porque a las ocho de la mañana habíamos quedado para
ir a buscar a Mario y Sandra a su piso, les habíamos organizado una
despedida legendaria. Aunque, en realidad, todo el mérito era de Julio y
Luis; fueron los que más se habían implicado para que aquel día fuera
posible, además de que eran unos maniáticos del control y del orden, tenían
la imperiosa necesidad de tenerlo todo atado.
Salí del piso en silencio, cargando la mochila para pasar el fin de semana
fuera, evitando despertar a mis padres que seguían durmiendo. Continuaba
sin acostumbrarme a verlos juntos de nuevo; compartir cama, cocinar y,
sobre todo, dedicarse todo tipo de carantoñas. La sensación de vacío fue en
aumento con el paso de los días; un hueco dentro de mis entrañas que se
abría camino ante los drásticos cambios que habían surgido durante mi
ausencia. Las continuas muestras de cariño que todas las parejas se
profesaban, la forma en la que se miraban y la despreocupación de quién
estuviera a su alrededor cuando lo hacían, me hizo reflexionar sobre el tipo
de relación que yo tenía. Quería a Sten, pero sentí que, desde hacía un
tiempo, no teníamos ese tipo de amor. Y yo era la única responsable, porque
siempre había impedido esos gestos entre nosotros como lo hacían mis
amigos, porque no me salían con naturalidad, y era algo que me
atormentaba de forma continua a medida que sumaba días en Barcelona.
Entré en el metro mientras me inyectaba energía positiva desde los
auriculares. «Smooth Sailin’» de Leon Bridges solía ser un pequeño
bálsamo para templar mis nervios, porque necesitaba de toda la serenidad
que tenía para enfrentarme a estar todo el fin de semana con la persona que
quería bien lejos de mí. No habíamos vuelto a vernos desde aquella tarde,
aunque sí había visto sus mensajes en el grupo de WhatsApp de la
despedida y, sin poder evitarlo, me entró la curiosidad por cotillear todas
sus redes sociales, algo que no había hecho en todos esos años. Sabía que
estaba jugando con fuego, pero algo me empujaba a hacerlo, necesitaba
estar informada y preparada para no meter la pata con él. Me sumergí tanto
en recordar sus inertes y poco reveladores perfiles que casi me salto la
parada de metro, así que me vi obligada a salir corriendo del vagón de un
salto y darme cuenta de que llegaba justa de tiempo.
No me quedó más remedio que aligerar el paso, hasta que los vi a todos
reunidos en el portal del edificio de la pareja, haciéndome gestos de que era
una tardona, como siempre. Había cosas que no cambiaban nunca.
Los saludé a todos con besos y abrazos hasta que llegué a Joel, al que me
animé a saludar con dos simples besos distantes. Noté que no se esperaba
aquel saludo en absoluto, resultando en un gesto torpe. La sensación de que
es un gesto extraño entre dos personas que nunca se han saludado de esa
forma, convirtiéndolo en un gesto artificial y forzado, porque la última vez
que nos tocamos lo hicieron nuestros labios. Y me sorprendí por notar que
esos recuerdos permanecen en nuestro interior, aflorando cuando menos lo
esperamos y, sobre todo, menos necesitamos. Volví a estar de los nervios, la
música de Leon Bridges no había sido suficiente.
Luis me indicó que dejara mi mochila en la furgoneta que habíamos
alquilado mientras Julio picaba al timbre de tal forma que, por la hora que
era, despertaría a todo el vecindario, sin importarle en lo más mínimo. Al
poco irrumpió la inconfundible voz de Mario preguntando quién era a esas
horas y por qué picaba tan fuerte, y cuando le respondimos todos a la vez
no podía creerse lo que estaba a punto de ocurrir. Subimos en tropel por las
escaleras hasta la puerta de su piso e invadimos su hogar sin permiso ni
delicadeza. Estábamos formando un auténtico escándalo que obligó a
Sandra a salir de la cama corriendo.
—Pero ¿qué…?
—Cariño, aprovecha a tomarte un café porque nos vamos ya —avisó
Julio.
Luis, Irene y Ana empezaron a sacar los disfraces. Julio, Joel y Mario
asaltaron la nevera en busca de cerveza, a pesar de que era muy temprano.
Yo, sin embargo, me quedé al lado de Sandra mientras se tomaba un café.
—Estáis como una puta cabra —me dijo mientras daba sorbos.
—Ha sido todo gracias a Julio y Luis.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien, mejor… —respondí sincera junto a una sonrisa—.
Acostumbrándome a todos los cambios que hay por aquí.
Noté que Joel miró hacia nosotras, pero no intervino de ninguna forma.
Con aquel gesto vi que mostraba interés en mi respuesta, evidenciándome
así que probablemente se mostraría receptivo en mantener esa conversación
que tanto me aterraba. Porque no me sentía orgullosa de mi forma de actuar,
pero tampoco él podía estarlo, y era evidente que, por los amigos que
teníamos en común, debíamos dejar las cosas claras e intentar dejar el
pasado atrás.
Ana apareció delante de Sandra con el disfraz y esta se puso blanca como
la leche.
—No pienso ponerme eso, en serio —soltó con dignidad.
Sandra se había vuelto muy presumida con el tiempo, y era incapaz de
salir a la calle sin maquillar o con un atuendo extraño, ni siquiera para
Carnaval. Hasta que Mario apareció vestido de Marge Simpson y con una
cerveza en la mano, imitando al personaje del que le habían disfrazado. No
podíamos parar de reír, porque tenía un gen de payaso que no podía evitar
esconder; la actitud perfecta para acabar de convencer a Sandra para que se
convirtiera en Homer. Entre Irene y Ana les pintaron la cara de amarillo,
para en menos de una hora salir por la puerta dirección a uno de los puntos
más altos de la ciudad: El Tibidabo.
Nos metimos en la furgoneta, ocupando las chicas toda la parte trasera y
dejando a los chicos delante. Me coloqué con toda la intención en aquel
sitio, porque así evitaría estar cerca de Joel, al que le había tocado llevar la
furgoneta perdiendo a piedra, papel o tijera.
El ambiente era un poco extraño. Tal vez era sensación mía y podía
deberse a la rigidez que me autoimponía, pero en cuanto llegamos al parque
y fuimos disfrutando de las atracciones, empecé a soltarme un poco más.
Me desinhibí poco a poco, además de que la cerveza era el catalizador
perfecto para dejarme llevar y gritar en la montaña rusa; perdernos en la
sala de los espejos; calarnos de agua en la mina de oro y pelearnos en los
autos de coche. Pero en cuanto propusieron hacer cola para entrar en el
Hotel Krüeger viví un momento de crisis. Me hice mucho de rogar, aunque
mis súplicas eran inútiles. Sabía que no me quedaría más remedio que
entrar, y la idea me producía escalofríos. Comencé a experimentar
temblores de arriba abajo, y solo se me ocurrían diferentes formas de
escapar de ahí lo más rápido posible sin ser vista.
Nunca había soportado las películas de terror. Era muy sensible, pero no
me quedó más remedio que entrar con ellos. Me agarré a Ana con fuerza,
con la intención de no soltarla en todo el rato. En cuanto entramos a la
recepción de aquel escalofriante escenario, fue tan grande el susto que nos
desperdigamos todos. Aquello nos obligó a ir pasando por un pasadizo
oscuro de uno en uno, desembocando en el hall de aquel terrorífico hotel,
donde nos daba la bienvenida un tipo disfrazado de Drácula. Jamás me
había importado tan poco correr, porque en aquel momento me faltaban
piernas para salir pitando.
El corazón se me iba a salir del pecho, pero lo peor llegó cuando aquel
tipo nos condujo hacia un nuevo pasillo y nos encontramos todos en el
final, justo delante de un portón enorme.
Nadie tenía el valor suficiente para abrir la puerta.
—Que viene, abrid ya, joder —soltó Ana histérica y riendo.
Joel no dudó en abrir la puerta y dejarnos pasar a todos cerrando la puerta
tras de sí, sin mirar siquiera donde nos estábamos metiendo. Para cuando
quise analizar en profundidad el escenario me di cuenta de que estábamos
en la habitación de la niña del exorcista, y empecé a entrar en pánico.
—Mierda… —murmuré mientras buscaba a Ana, sin éxito.
Necesitaba agarrarme a ella e intentar evadirme de todo aquello sino
quería perder el control. Me arrepentía de haber entrado allí, ¿quién me
mandaba a mí entrar en el Hotel Krüeger? Empecé a temblar, a respirar
fuerte y moverme entre ellos en busca de mi salvación entre la penumbra;
hasta que apareció la niña, dando un bote en la cama. En aquel momento
cualquier persona me valía para agarrarme con fuerza e intentar sobrellevar
el miedo sino quería entrar en un colapso; así que me agarré al primer brazo
que encontré e intenté protegerme del espectáculo que estaba montando
aquella loca.
—¡Hostia! ¡Que nos va a potar encima! —soltó Irene—. ¡Julio, salgamos
de aquí!
El grupo avanzó saliendo por una puerta que nos llevaba a una escalera
donde Chucky y su novia nos esperaban con ganas de darnos caña y
obligarnos a subir rápido hacia otro escenario. Yo solo podía avanzar
gracias al brazo que me sostenía y me obligaba a caminar, pero ni de coña
estaba preparada para lo que venía a continuación. De todos los personajes
de terror había uno en concreto que me provocaba un miedo atroz: la
maldita monja.
Habíamos entrado de golpe en una capilla pequeña donde apareció y, por
mala suerte, caminó directa hacia mí, obligándome a enterrarme entre los
brazos de la persona a la que me había sujetado con fuerza, incluso llegando
al punto de clavarle las uñas, fruto del miedo que me producía aquel
personaje.
—Eh, tranquila —susurró la persona que me tenía cubierta con sus
brazos, transportándome a otra época y a otro lugar.
En ese instante me maravillé del poder que tiene un simple murmullo,
pero no de cualquier persona, sino de la que, quisieras o no, formaba parte
de ti. Joel me estrechó entre sus brazos obligando a evadirme de lo que
pasaba a nuestro alrededor, a pausar la locura que estábamos viviendo a
nuestro alrededor e imaginar en esas incertezas que existían entre nosotros.
Me hizo viajar en el tiempo y en rememorar cómo me sentí aquella noche.
Nuestra primera y última, donde sentí el amor más profundo y crudo,
volviendo a experimentarlo años después desde las puntas de los dedos
hasta los talones. Palpando que aquel contacto revelaba más sentimientos de
los que esperaba.
—Tenemos que avanzar, Gala —volvió a murmurar.
Intenté evadir la electricidad que me transmitía y, sin soltarle del brazo,
tuve la fuerza suficiente para enfrentarme a Hannibal Lecter, a la niña de
The Ring, Pennywise y, para rematar la faena: el mítico Jason y un cariñoso
Freddy Krueger, porque este último no tenía pudor en ir acercándose a
nosotros uno por uno y tocarnos con su guante de garras. Y jamás pensé que
saldría de allí tronchándome de risa. Todo fue gracias a Irene, que cuando
se le acercó Freddy y le pasó las garras por el cuello, a la tía no se le ocurrió
otra cosa que soltarle:
—Ve con cuidado si me sigues tocando así, que estoy muy sola y no sé
qué locura podría llegar a hacerte.
Me pareció ver que incluso el actor que encarnaba aquel personaje se rio.
Algunos salieron de allí riendo, y otros, como yo, cagados de miedo a
pesar del que momento me arrancó una carcajada.
La luz nos dio de pleno en toda la cara, pero yo seguía agarrada a él con
fuerza, siendo consciente segundos más tarde de que tenía que soltarle. Lo
hice de forma abrupta y poniéndome al lado de Ana, de la cual ya no volví a
separarme en el resto del día, evitándolo a toda costa.
Volvimos a subirnos en la montaña rusa como diez veces seguidas, hasta
que uno de nosotros amenazó con desmayarse o emular lo que la niña del
exorcista había intentado en su habitación. Seguimos deambulando por el
recinto haciendo el payaso y con una Ana que no paraba de hacer
fotografías.
—Oye, ¿por qué no nos subimos en el Diavolo? —sugirió Sandra.
No pudimos negarle la propuesta, porque era su día. Subimos cada uno en
una cesta y la atracción no tardó en ponerse en marcha, elevándose de tal
forma que nos daba una vista espectacular de la ciudad. Cuando empezó a
girar la sensación de vértigo y velocidad me obligó a agarrarme más de lo
normal, pero no podía apartar la vista de la capital donde había crecido. Una
sensación de melancolía me invadió y sentí que aquel era mi sitio, que era
una ciudad increíble y que no tenía nada que envidiar a ninguna otra ciudad
europea. Todos aquellos años me estuve creyendo mis propias mentiras, y
esa era una de ellas. Aquella visita iba a causarme más de un dolor de
cabeza.

Sobre las ocho de la tarde el parque anunciaba por megafonía que iba a
cerrar sus puertas, nosotros estábamos sentados tomando una de las muchas
cervezas que nos acompañaron aquel día, y lo que vivimos a continuación
fue surrealista: un chico se acercó hasta nosotros y se sentó al lado de Irene,
mirándola con una sonrisa enorme.
—Así que estás muy sola, ¿eh? —preguntó aquel chaval.
—¿Qué coño…? —soltó ella.
—¿Me prefieres con el disfraz de Freddy? —dudó el nuevo invitado.
La cara de Irene era un auténtico poema, estaba alucinada. Los días que
nos habíamos visto me dio la impresión que era una tía valiente, decidida y
con mucho sentido del humor, pero aquello la pilló desprevenida. Aunque
contaba con suficientes armas para controlar la situación e improvisar.
—Ahora que te veo sin él, confieso que no —contestó juguetona.
El chico le dio su número de teléfono y nos mostraron lo idiota que puede
ponerse uno cuando le hace tilín alguien. Sin duda alguna, nos regalaron
una anécdota que se convertiría en la comidilla durante el resto del fin de
semana.
Joel
Mi verdad

Si aquella mañana me hubieran dicho que lograría pasar un buen rato en


aquella despedida, no me lo habría creído. Me martiricé bastante los días
anteriores en si hacía bien en presentarme, pero no podía hacerle eso a uno
de mis mejores amigos. Mario se convirtió casi en un hermano y, a pesar de
que entendía mi postura y mi incomodidad al tener que reencontrarme de
forma constante con Gala, no me perdonaría en la vida que me ausentara de
lo que estaba a punto de vivir, ya me lo dejó claro en una sola frase: «Eres
un pinche aguado5, Joel». Así que no me quedó más remedio que dejar la
mente en blanco y echarle valor.
Al marcharnos del parque de atracciones decidimos montarnos en la
furgoneta y dirigirnos a la casa que habíamos alquilado para acabar de pasar
el fin de semana. Mientras conducía, un poste publicitario de una famosa
cadena de hamburguesas les iluminó a todos la mirada, obligándome a parar
para cenar algo. Aparqué y salieron todos como si les fuera la vida en ello,
eran peor que mis alumnos. En cuestión de diez minutos estaba sentado a la
derecha de Mario, como siempre, y a la izquierda de Luis.
En otro tiempo habría estado sentado Pau. No pude evitar pensar lo
mucho que le habría gustado formar parte de todo aquello, sabía de sobra
que sería el más entregado y el que más la liaría. No pude evitar sentirme
triste por su ausencia. Aunque, para qué engañarme, desde el día que murió
algo dentro de mí se fue con él.
—Qué ronda por esa cabeza, huevón —susurró Mario lo suficientemente
bajo para que solo me enterara yo.
—Ya lo sabes. Noto que no está.
—Ay, amigo… —suspiró elevando más el tono de voz—. Me van a
permitir todos que me ponga un poquitín melodramático, pero la ocasión
bien lo merece —recitó Mario llamando la atención de todos. Tenía un arte
único para dirigirse al público y, además, un poder de convicción digno de
un buen abogado—. Quiero darles las gracias a todos por el esfuerzo que
han hecho hoy. Significa muchísimo para nosotros que hayan dedicado su
tiempo en organizarnos algo así, no lo esperábamos en absoluto.
—Por favor, está quedando todo muy cuqui en un fast food —añadió Irene
arrancándonos una sonrisa a todos.
—No importa el lugar, mientras la compañía sea excelente —respondió
airoso mi amigo chicano—, y quiero confesarles que me hace muy feliz
tenerlos como amigos. —Posó su mano en mi hombro, inyectándome valor
y cariño—. Sé que aquí no hay tequila, así que pueden librarse de tomarse
uno, pero quiero hacer un inciso para recordar a nuestro amigo, que sé de
sobra que nos acompaña desde ahí arriba —añadió señalando hacia el
techo.
Justo en ese momento se me formó un nudo en el estómago insoportable.
Tenía ganas de llorar y de gritar, de culpar al mundo por arrebatarme a mi
mejor amigo. Iba a hacer casi dos años de su muerte, pero yo lo recordaba
como si aquel terrible accidente hubiera sucedido ayer.
—Una vez me dijo que las personas importantes no se buscan, sino que la
vida te las presenta —pregonó—, y bendigo el día en el que aquellos dos
huevones se cruzaron en mi vida, porque me dieron un motivo de peso para
luchar por mi carrera, ser fuerte y marcarme unos objetivos.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Gala.
—Pau era un malacopa6 —sentenció Mario—. El alcohol no le sentaba
demasiado bien, así que una noche los recuerdo a ambos bebiendo en el bar
donde yo trabajaba como cocinero. Acabaron con la mesa llena de cervezas
y cuetes7 perdidos y me tocaba cerrar a mí, pero no sé cómo terminé
uniéndome a ellos para filosofar sobre la desdichada y puta mala vida.
—Sí, una pena que no me acuerde mucho de esa noche —añadí.
Noté la mirada glauca y profunda de Gala sobre mí, y me puse nervioso.
Me acordé de cómo me agarró del brazo de forma despreocupada en el
Tibidabo, cagada de miedo. Olvidándose de todo y buscando refugio en
cualquier parte; y eso era lo que me empeñaba en pensar. Que ella viniera a
mí no era más que producto del miedo, no porque realmente quisiera estar
cerca; es más, sabía de sobra que le incomodaba mi presencia tanto como a
mí. Entre nosotros se palpaba la tensión, aunque aquel día logramos
rebajarla y disfrutar de nuestros amigos en común, pero después de tocarnos
se instauró una presión nueva. Una que pedía sellar una tregua mientras
durara todo aquello. Le correspondí la mirada e intenté transmitirle lo que
pasaba por mi cabeza. Logrando así aquella complicidad pasada que
permanecía dormida en algún lugar de nuestra cabeza, intentando resolver
de forma temporal una situación que nos obligó a llevar vidas separadas.
Hacer lo posible para que nuestros amigos no sufrieran por nosotros cada
vez que teníamos que vernos. Todo el mundo conocía que Gala y yo nunca
podríamos volver a ser los amigos que fuimos, no después de lo que
vivimos aquella última noche. Eso nos cambió a los dos, e ignorábamos por
completo lo que la vida nos tenía guardado. Pasamos de estar viviendo por
encima de las nubes a estar soportando un chaparrón debajo de ella,
calándonos hasta los huesos, dejándonos fríos y separados. No volví a saber
de ella, hasta aquella tarde en la terraza del bar de siempre.
—Oye, salgo un momento a tomar el aire, ¿vale? —avisé a Mario.
El nudo que se había alojado en mi estómago solo hizo que crecer y
necesitaba estar un rato solo para tomar el aire. Empezaba a agobiarme por
todo y, a la vez, por nada en concreto.
No existía nada por lo que tuviera que preocuparme, ¿no?
Me levanté de allí y les dije a los demás que salía un rato fuera. La
mayoría entendería que lo hacía por lo triste que me ponía recordar a Pau,
pero solo unos pocos sabrían todos los motivos que me agobiaban en
realidad. Caminé hasta fuera y decidí sentarme mirando al sol, que se
despedía de aquella locura de día. Pensé en lo que me habría dicho Pau en
mi situación: «Eres un cobarde». «Habla con ella, explícale lo que
sucedió». «Haz que te escuche». «Aprovecha la oportunidad, idiota, deja de
procrastinar».
Pero yo no era como él. Me había dejado arrastrar por la vida, por hacer el
bien para los demás y lo que la sociedad esperaba de mí. Es cierto que hace
relativamente poco que di un golpe en la mesa y cambié drásticamente el
rumbo de mi vida, sabiendo que me enfrentaba a la soledad de lleno.
Aprender de nuevo a valorarme, a pensar en mí, a luchar por las cosas que
en realidad quería hacer y los objetivos que me había marcado.
—Hola, ¿te molesto? —preguntó una voz a mi lado, obligándome a
abandonar mis reflexiones y ver sus ojos grises de nuevo.
—Claro que no —contesté haciéndome a un lado en el banco.
Se sentó a mi lado y miró en la misma dirección donde yo estaba
entregando todos aquellos pensamientos que me habían acechado en unos
escasos minutos de soledad.
—Disculpa lo de antes, en el Hotel Krüeger —empezó a decir—. Es que
no soporto a la niña del exorcista.
—Lo sé, recuerdo tus gritos viendo La Visita en el cine —repliqué seguro
de mí mismo—. Tranquila, no tienes que disculparte por nada.
Después de aquellas pocas palabras nos invadió el silencio. La
incomodidad era una invitada más y la incapacidad de entablar una
conversación trivial nos azotó de lleno. ¿Qué más podía decirle? Y, lo más
importante, ¿quería decirle algo? Quería decirle infinidad de cosas, pero
para ello tendría que reunir la fuerza y las ganas para hacerlo sin irme por
las ramas, por no estropear la pantomima que tenía que mantener por
nuestros amigos comunes.
Oía su respiración. Miré de reojo cómo su pecho subía y bajaba,
evidenciando nerviosismo. Tenía que actuar antes de que se volviera más
incómoda la situación, así que intenté romper el hielo que había entre
nosotros dos.
—Me alegro mucho por Mario y Sandra —comenté.
—Sí, están hechos el uno para el otro.
—Desde el maldito día en que se conocieron, por la forma en la que se
miraron, supe que acabarían así. Siempre he pensado que fue la última
voluntad de Pau, o tal vez eso es lo que quiero pensar yo.
—Cuando Sandra me lo comunicó me quedé en blanco. Mi cabeza no
lograba asimilar la noticia y me bloqueé. Tuvo que ser muy duro.
—La verdad es que sí. Una parte de mí se fue con él.
Justo en ese momento, formando una escandalera brutal, salieron del local
cortando de forma abrupta nuestra breve conversación. Nos volvimos a
mirar y, entonces, lo supe. En algún momento teníamos que hablar del
tema, pero aquel no era el momento ni el lugar para llevarla a cabo. Era
algo que debíamos hacer con calma, con las palabras meditadas y con
mucha mano izquierda.
Volvimos todos a la furgoneta y fui directo al volante, esperando a que
todos se abrocharan los cinturones, pero era imposible.
—A ver, malditos borrachos, ¿queréis hacer el favor de poneros los
cinturones? Sois peor que mis alumnos, coño —solté sin evitar dibujar una
sonrisa en mi cara.
Miré por el retrovisor y, entonces, la vi; mirándome fijamente con esos
ojos que me robaron el corazón y que me confirmaron que jamás me lo
devolverían. Intenté no pensar en ella y me limité a conducir, aunque con el
follón que liaban el resto, se hacía un poco más fácil evitarla, pero también
pasaban más inadvertidos nuestros gestos.
En veinte minutos llegamos a la casa que habíamos reservado y las
bestias, que no tenían otro nombre, empezaron a llenarlo todo e ir de un
lado a otro, pero extrañamente sincronizados para la cantidad de alcohol
que habían ingerido; Luis sacaba las mochilas de la furgoneta, Julio
indicaba cuales eran nuestras habitaciones, Mario fue directo a la cocina
para abrir la nevera y morir de felicidad —le encantaba cocinar, y yo estaba
deseando que al día siguiente nos deleitara con una de sus famosas
barbacoas— junto a Sandra, que seguía sus pasos. Las chicas entraron en la
casa para abrir las ventanas y yo, sin embargo, me quedé contemplando los
alrededores de la casa. Al rato fui hasta mi mochila, que descansaba en el
suelo, para dirigirme a la habitación que me habían asignado. Como bien
supuse, tenía una habitación para mí solo en la parte de arriba, a diferencia
de las chicas que les había tocado compartir una habitación enorme al lado
de la mía.
Decidí darme una ducha antes de bajar y enfrentarme a una noche muy
larga. Cogí mis cosas de aseo y salí en busca del baño, que se encontraba en
la misma planta, justo al lado de la habitación del pánico, como la había
bautizado Irene. Me metí en el baño y cerré con pestillo, empecé a
desnudarme y una ráfaga de su perfume se coló en mi nariz, haciéndome
perder la cabeza. Había partes de mi camiseta que olían a ella, y no pude
evitar aspirar su fragancia de forma intensa. Me estrujé aquella prenda
contra la cara e inhalé con fuerza, mi excitación no me sorprendió, pero es
que no podía dejar de hacerlo. Estuve un buen rato degustando lo que no
podía tener, sabiendo que no volvería a tenerla entre mis brazos y que no
podría probar de nuevo sus labios, esos que durante una noche me quitaron
el sentido y que jamás volví a experimentar. Entonces me vi en el espejo,
casi desnudo y sintiéndome ridículo por excitarme con el simple olor
impregnado en una camiseta. Me acabé de desnudar y dejé que el agua fría
de la ducha me devolviera la cordura. Apenas tardé diez minutos en salir
del aseo con el pelo mojado y un poco más tranquilo, aunque no lo
suficiente.
—Don afortunado, ¿está bien su suite? —me preguntó Irene justo cuando
pasé por delante de su habitación.
—De escándalo, aunque yo no tengo baño privado como vosotras —le
contesté con el mismo tono guasón.
Dejé mis cosas en la habitación para, a continuación, bajar a la planta
baja. Cuando entré en la cocina no me sorprendió ver a Julio y Luis
preparar copas para todos, negué con la cabeza y cogí una de ellas.
—No le habréis echado nada raro dentro, ¿no? —interrogué.
—Tío, tenemos una edad —replicó Luis.
—Ya —contesté escueto—, y el tufo a maría que salía del bolsillo de Julio
durante todo el día eran imaginaciones mías.
—Joder, no se te escapa una, mamón —bramó Luis sorprendido.
—Cada día me enfrento a treinta chavales de dieciséis años, me he vuelto
un experto.
Salí de la cocina con la copa en la mano y me topé de frente con Gala, que
bajaba por la escalera con el pelo largo también mojado. La miré y le
dediqué una sonrisa cómplice, pero me respondió bajando la mirada y
entrando en la cocina. Se me quedó mal cuerpo y decidí salir fuera, donde
no había nadie. Necesitaba un poco de tranquilidad, esa a la que tanto me
había acostumbrado desde que rompí mi relación con Olga. Me senté en
una de las butacas de mimbre del porche y apoyé mi cabeza, cerrando los
ojos e intentando encontrar un poco de serenidad entre tanta locura. Al fin
conseguí estar un buen rato en soledad y a oscuras, dando pequeños sorbos
a la ginebra con limón que habían preparado aquel par de colgados. Desde
aquella postura podía apreciar el silencio que nos rodeaba y, a su vez, el
ruido que salía del interior de la casa.
Noté una presencia, así que abrí un poco los ojos para ver cómo Mario, al
fin duchado y volviendo a ser él, se sentaba en otra de las butacas con otra
copa exacta a la mía.
—Te noto apagado, güey —susurró.
—Necesitaba un rato a solas.
—Te volviste un solitario —reveló—. Me preocupas, Joel. ¿Es por ella?
—No —respondí rápido—. Sí —añadí a los segundos—, tal vez…
—Ándale, pinche —bramó—, estás arrecholado8 y no te hará bien. Ya
sabes lo que opino sobre el tema, creo que tienes que ser más locochón9 con
todo eso.
—Mario, yo no soy capaz de hacer algo así.
—Piensa en ti por una sola vez, ahorita ella está aquí, y se ve, Joel —
añadió poniendo mi cordura entre la espada y la pared—. Se nota y se siente
que entre ustedes existe algo, se respira una tensión que no es normal.
—Tú ahora lo ves muy fácil porque, desde que Sandra se cruzó en tu vida,
hablar contigo sobre el amor es imposible. Te has vuelto un jodido
romántico.
—Pinche huevón, eres lo más pesimista que parió madre —soltó mientras
sacaba su cartera con el tabaco y se disponía a liarse un cigarro.
Nuestra íntima conversación, para mi suerte, acabó ahí. Luis y Julio
salieron para liar unos cuantos porros de maría que confirmaron mis
sospechas, y las chicas no tardaron en salir para acabar de invadir el porche
con música y algo de luz. La mesa no tardó en llenarse de botellines y de
colillas, dejando un olor que, bajo mi punto de vista, era insoportable.
Fueron rulando el porro entre ellos, porque sabían que a mí no me había ido
nunca ese tema.
Empezaba a marearme con el humo y, para qué negarlo, el alcohol
empezaba a hacerme efecto. La música que sonaba la había escogido Julio,
y tenía un gusto terrible, así que me levanté de golpe y enchufé mi teléfono.
Abrí la aplicación de Spotify y sabía muy bien qué canción tenía que poner
en aquel momento: «On top of the world» de Imagine Dragons. Supe que se
levantarían todos a cantar y saltar, incluida Gala. Era nuestra canción, la que
siempre poníamos cuando nos confinábamos en el piso de alguien y la
liábamos parda. Había conseguido que, con una simple canción, viajáramos
al pasado y nos plantáramos en una de aquellas muchas noches. Yo me
mantuve quieto, observándoles, pero Sandra no tardó en venir a por mí y
obligarme a unirme a su locura.
Me dejé llevar y bajé la guardia, porque cuando quisimos volver a ocupar
nuestros puestos, me di cuenta de que el único sitio libre era al lado de
Gala.
Eran todos unos cabrones, porque aquello no se trataba de una mera
casualidad.

5 Expresión mexicana: aguafiestas.


6 Expresión mexicana: dícese de esa persona que se vuelve detestable cuando bebe.
7 Expresión mexicana: borracho.
8 Expresión mexicana: arrinconado.
9 Expresión mexicana: atrevido.
Gala
Beso frío

Febrero de 2013

Las nuevas rutinas habían marcado mi día a día sin dejarme respirar
siquiera. Todo se había vuelto tan ajetreado que el invierno acechó de lo
lindo y apenas fui consciente del cambio de estación. Aunque el frío no fue
motivo suficiente para que no me tomara en serio la sesión de
entrenamiento de cada domingo. También la motivación de mi entrenador
me ayudaba a no dejar de lado aquella actividad; Joel y yo salíamos a las
ocho de la mañana para trotar por las calles de Barcelona, con un notable
resultado al cabo de las semanas. Tenía razón cuando me decía que podía
llegar a liberarme del estrés y a concentrarme más, además de que me sentía
mucho mejor conmigo misma. En un mes había perdido casi dos kilos, pero
era algo que no me preocupaba en exceso, sabía cómo era mi cuerpo y lo
que podía exigirle. Nunca sería una chica delgaducha como Ana, ni una
mujerona explosiva como Sandra. Mis cualidades siempre habían sido
diferentes, y jamás habían sido físicas.
Un domingo cualquiera, por la tarde, antes de que la oleada de exámenes
finales del semestre nos machacara, Pau se acercó a la cafetería a tomar
algo. Se me hacía raro verlo allí, ya que no era su zona de estudio habitual,
así que supe que había venido expresamente a verme. Pidió un frappuccino
y se sentó en una de las mesas, donde podía percibir que me miraba de
reojo de vez en cuando. En cuanto el local nos dio un poco de respiro,
aproveché para acercarme y charlar un rato. Estaba claro que había venido
con una proposición en mente, porque lo notaba nervioso.
—Quería proponerte ir al cine esta noche —soltó—. Hay una película que
me gustaría ver y creo que podría gustarte. Invito yo.
Me quedé pensativa, porque no sabía qué responder.
¿Qué debía hacer? En parte no me apetecía, estaba cansada por la sesión
de ejercicio matutina, el trabajo y el constante estudio que no nos dejaba ni
respirar. Pero un cosquilleo me pedía dejarme llevar, necesitaba salir y
distraerme un poco. Me sentía encerrada, y empezaba a sentir el agobio
previo a la oleada de evaluaciones y horas de estudio que me esperaban a la
vuelta de la esquina. Así que acepté.
Quedamos en que vendría a buscarme a la hora de cierre, cenaríamos algo
rápido por ahí e iríamos a ver la película: una de cine independiente, de esas
que tanto le fascinaban a él. Yo era más de libros, pero no me disgustaba ver
películas si merecían la pena.
Cuando terminó su bebida se marchó y, en cuanto desapareció de nuestra
vista, Natalia aprovechó para soltar su coletilla, sin yo pedirle opinión.
—Le gustas —soltó.
—¡¿Qué dices?!
Me hacía la sorprendida, porque en el fondo sabía que Pau estaba
interesado por mí desde hacía tiempo, pero no estaba por la labor y,
sinceramente, no me había parado a conocerle desde ese punto de vista.
Tal vez me boicoteaba a mí misma por no haber querido hacerlo antes,
pero necesitaba distraerme; la universidad, el trabajo, la familia y Joel
ocupaban todo mi tiempo.
—Creo que harías muy bien en salir con ese chaval, y darle una
oportunidad. Se le ve buen niño.
—Sí —contesté sin pensar, dando la respuesta más lógica.
Pero no quise darle más vueltas. Dejé que el trabajo me sorbiera el seso y
me impidiera pensar en nada más.

Fue puntual, porque diez minutos antes de cerrar ya estaba esperándome


encima de la moto. Nos dimos dos besos y me dejó el casco que tenían de
repuesto en el piso, uno que ya me había puesto infinidad de veces.
Condujo hasta el centro de Barcelona y comimos algo rápido, un bocadillo
simple para no llegar tarde a la sesión de la película.
Me sentía extraña cuando estaba a solas con Pau. Porque no era
incomodidad, pero tampoco me sentía con la libertad de ser yo misma. Tal
vez estaba condicionada por todos los comentarios que mis amigos me
habían soltado sobre lo mucho que le gustaba a Pau. E intentaba relajarme,
pero durante la película noté que él se iba acercando más a mí, y cada vez
que lo hacía conseguía ponerme más tensa.
Al finalizar la cinta me acercó hasta casa, donde me imaginé que, después
de sus muchos intentos, volvería a probar de nuevo. Y era cierto que me
apetecía probarlo. Pau era atento, dulce, cercano y entrañable. Tenía
muchos de los elementos que deberían tener todos los novios, pero…
—Gracias por venir, Gala —dijo quitándose el casco.
—En realidad te las tendría que dar yo, eres tú el que me ha llevado arriba
y abajo. Aunque muy rápido para mi gusto.
—Ya, para la próxima iré más despacio, te lo prometo.
—Sí, conduces como un loco ese trasto —contesté con una leve sonrisa.
Y llegó el momento.
Él se quedó inmóvil mirándome, donde fui testigo de cómo sus ojos
viajaban de los míos a los labios. Me armé de valor. Fui acercándome hasta
él para besarlo y…
Nuestras narices chocaron de golpe, haciendo que soltáramos un quejido
sincronizado para reírnos a continuación.
—Lo siento —soltó.
—No, tranquilo, ha sido culpa mía.
Fue en ese instante, justo cuando acabé aquella frase, que posó sus labios
sobre los míos. Haciéndose al fin realidad, entendiendo al fin lo que sentía a
su lado: brevedad, castidad, pureza, idilio, fraternidad, amistad, pero ni
rastro de amor.
El único rubor que sentí que podría haberme confundido fue por los
nervios de un primer beso, pero aquello no era para nada igual a lo que
tanto describían mis amigas que se sentía cuando lo hacías con ese
sentimiento.
Porque en el fondo quería un beso, pero no le pertenecía. Pensaba en otros
labios; unos que esbozaban la mejor sonrisa que había visto en mi vida, que
cada vez que me mostraba esa dentadura perfecta mi corazón daba un triple
salto mortal. La forma en la que sus mejillas encuadraban aquel gesto que,
desde la primera vez que la vi, no hubo espacio para ninguna más.
Ya no podía seguir engañándome. Me había enamorado de mi compañero,
mi nuevo entrenador y uno de mis mejores amigos desde que empecé la
universidad, y no tenía ninguna posibilidad.
Porque era imposible no querer darle un beso cada vez que sonreía.
Porque no se encaja mentalmente con cualquiera.
Gala
Yo nunca…

Estaba siendo un día muy divertido, hasta que de forma inevitable a Joel no
le quedó más remedio que sentarse a mi lado en aquel sofá de mimbre.
Demasiado cerca para mi gusto, y peligroso para mi salud mental. Ya había
tenido suficiente contacto con él en un día, y no podía soportar tenerlo tan
cerca, y mucho menos volver a percibir su olor; ese que se había colado en
mi nariz desde que me agarré como una histérica en la maldita atracción del
Hotel Krüeger. La ducha no fue suficiente para de que olvidara esas notas
amaderadas y frescas, y para colmo lo tenía pegado a mi brazo,
impregnando así su aroma en mi ropa de nuevo.
Iba a volverme loca.
En cuanto llegué a la casa lo primero que hice fue meterme en la ducha.
Tenía toda su fragancia incrustada, y quería deshacerme de ella antes de
recibir la llamada de Sten: mi novio, y del que apenas me había acordado en
todo el día. Empezaba a sentirme culpable por dejarme llevar, y conocía
muy bien el motivo. Desde que me instalé en Copenhague me volví más
introvertida de lo que ya era. Vivía, pero no me dejaba llevar, conteniendo
así parte de mi personalidad, pero estando en casa de nuevo algo se
despertó en mi interior. Volver a estar con mi familia y mis amigos me
recordaba aquellos años en el que acumulamos recuerdos y forjamos una
relación que, quisiera o no, nos unió para siempre. Justo eso era lo que me
hacía sentir perdida y culpable. La gente que conocí en Copenhague había
conocido una versión distinta de mí: una contenida, seria y, en ocasiones,
melancólica. Aquellos días de desconexión y de reencuentro me estaban
sirviendo para reflexionar sobre el tipo de vida que había escogido, y no me
sentía plena precisamente.
—Va, ya que estamos todos aquí vamos a jugar a algo que hacíamos antes
—sugirió Julio.
—No, tío… —contestó Joel.
—Venga, voy a por vasos —ordenó—. Luis, ve a por el peché10.
—¿En serio habéis comprado esa mierda? —preguntó Irene.
Asintió Luis poniéndose en pie para ir a buscar la botella con Julio detrás
de él. Sandra y Mario despejaron la pequeña mesa del porche y Ana puso
algunos cojines en el suelo para los que no tenían asiento. Yo aproveché el
momento para sentarme en uno de ellos y separarme de la única persona
que, en aquel momento, me estaba desequilibrando. Julio y Luis volvieron
con lo que habían ido a buscar y, si no me fallaba la memoria, con el pelo
mucho más revuelto. Dejaron las botellas encima de la mesa y aluciné por
la de veces que habíamos bebido ese veneno en el pasado. El recuerdo de
las resacas me revolvió de nuevo en el estómago.
—Esto lo vamos a pagar caro… —añadió Ana con voz hiposa.
—Pues una ducha fresquita, que tenemos cosas que hacer mañana —
indicó Julio con una sonrisa irónica.
Cada uno cogió un vaso y Luis se encargó de llenarlos todos, esperando a
que uno de nosotros hiciera la primera pregunta.
—Venga, empiezo yo —gritó Julio a mi lado—: Yo nunca he llorado
después de salir del barbero.
Todos nos empezamos a reír, pero Ana y él bebieron, con un Luis más que
preparado para volver a llenar los vasos. Era mi turno, así que expuse mi
reto: «nunca he mentido por mi mejor amiga».
E hice pleno. Cogimos cada uno nuestro vaso y lo bebimos. Volver a tener
aquel sabor en mi garganta me hizo torcer el gesto. Me recordó a aquellas
borracheras a los dieciocho, y lo peligroso que era volver a beberlo. Tener
de nuevo el sabor dulce del melocotón, la acidez del limón y la astringencia
del whisky me transportó a aquellas fiestas en el piso que compartían ellos
en Barcelona.
Sin darme cuenta vi que mi vaso volvía a estar lleno.
—Nunca he enviado un mensaje erótico por el móvil —dijo Irene.
Yo no bebí, porque no lo había hecho nunca, así que no toqué el vaso,
pero me fijé que todos los demás vaciaron los suyos, convirtiéndome en el
centro de atención mientras me dedicaban miradas de sorpresa. Me sentí un
bicho raro por no haber enviado nunca un mensaje subido de tono, pero no
me había hecho falta nunca. A Sten y a mí no nos hacían falta ese tipo de
estímulos, siempre habíamos sido muy vergonzosos para esas cosas.
Nuestros encuentros eran los justos y necesarios, siempre correctos y
comedidos.
Lo normal, ¿no?
—La cosa empieza a ponerse interesante, ¿a quién le has enviado tú ese
mensaje, cochina? —preguntó Julio a Irene.
—Pues no hace ni media hora. Freddy se lo está currando mucho…
Una carcajada grupal invadió la mesa que empezaba a llenarse de las
gotas de aquel dichoso brebaje y soportaba los golpetazos de los vasos
vacíos. Ana lanzó su frase: «nunca he deseado volver a ser pequeña de
nuevo».
¿Quién no había deseado, en algún momento, volver a cuando era niño?
Todos bebimos, sin duda alguna.
Le tocó a Joel: «yo nunca he dormido borracho en la calle», donde
bebieron él y Mario, pero sentí que estaba igual de contenido que yo. Pero
cuando les tocó el turno a Sandra, Mario, Luis y Julio, el juego subió de
temperatura, y más de uno nos pusimos nerviosos, porque nos tocaba
revelar cosas a las que no queríamos enfrentarnos. A mí el tema sexual solía
ponerme nerviosa.
Sandra comentó analizando nuestras reacciones: «yo nunca he fingido
dormir para no tener sexo». Pero solo tres cogimos nuestros vasos y
bebimos: Ana, Joel y yo. Me sorprendió aquella revelación, pero noté que
mi amiga y nueva cuñada, a medida que las preguntas se iban poniendo más
comprometidas se iba encerrando cada vez más.
—Yo nunca me he masturbado más de tres veces en un día —soltó Mario
mirando a Joel.
—Maldito cabrón… —contestó él mientras cogía su vaso y bebía. Fue el
único que lo hizo.
—Yo nunca me he liado con alguien de este grupo. —Luis escupió su
propuesta con el vaso ya en la mano, obligando a Sandra, Mario, Julio, Joel
y a mí acabar de un trago con el contenido del vaso. Donde empecé a notar
que el alcohol estaba haciendo acto de presencia en mi cabeza, porque me
notaba más achispada de lo normal.
—Yo nunca lo he hecho en una piscina con alguien de esta mesa.
En ese momento quise matar a Julio. Solo Joel y yo volvimos a beber, y
no pudimos evitar mirarnos. Me entró un cosquilleo en el estómago que no
sabía si era producto del alcohol o del recuerdo de aquella noche, porque
me faltó hasta el aire.
—Yo nunca he hecho un trío —devolví enfadada, consciente de mi
ataque. Solo Sandra, Julio y Luis bebieron.
—Está la cosa calentita… —confirmo Irene—. Yo nunca he tenido sueños
eróticos donde me torturaban.
Solo Mario y Julio bebieron. Pero entonces, cuando le tocó el turno a Ana,
solo hubo silencio. Mi amiga permanecía con la cabeza agachada y me
percaté de que le temblaban las manos.
—Ana, ¿estás bien? —pregunté poniéndome a su lado.
Ella no reaccionaba. La cubrí con uno de mis brazos y jamás pensé que
pudiera reaccionar de aquella manera; me empujó con tal fuerza que me caí
hacia atrás. Joel se levantó de golpe para ayudar a levantarme y centrarse en
Ana, que estaba llorando como jamás había visto hacerlo a alguien antes.
Parecía rota, perdida y traumatizada.
—Ana, por favor, ¿qué te pasa? —susurré de nuevo cerca de ella.
—¡No! ¡No me toquéis! —gritó fuera de sí.
—Oye, vámonos fuera, ¿te parece? ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?
—sugirió Joel.
—¡Que no! ¡Y mucho menos con un tío! —soltó con fiereza con las
manos en la cara, dejándonos a todos descolocados.
Miré asustada a Sandra y comprobé que ella estaba igual de desconcertada
que los demás. No sabía qué hacer, lo único que se me ocurría era pedirle
auxilio a mi hermano para decirle que Ana había entrado en una especie de
crisis, pero en una de las conversaciones que mantuve con él me dejó caer
que vivió algo que la cambió para siempre, sintiendo que lo tenía en la
garganta y que, en cualquier momento, escupiría aquello que la martirizaba.
El resto empezó a despejar la mesa para dejarle espacio a Ana, para que
cogiera aire. Estaba sufriendo un ataque de ansiedad. Joel volvió a ponerse
a su lado, evitando así que los demás se pusieran delante de ella y dándole
vía libre para que pudiera respirar.
—Tranquila —decía con voz templada y serena—, respira, Ana. Ya está…
—posó con delicadeza una mano en su espalda, enfundándole calma. Esta
dio un respingo, pero aquella vez se dejó hacer—. Eso es, respira. Estás
aquí. —Mientras la calmaba con sus palabras aprovechó para ir rodeándola
con el brazo, consiguiendo así que Ana liberara todas sus lágrimas en el
pecho de Joel.
No podía dejar de mirar la escena, sin comprender cómo se había
descontrolado tanto la situación. Él la tenía rodeada por completo entre sus
brazos, mientras la acariciaba y dejaba que se desfogara. Permanecimos un
buen rato así: desconcertados, impotentes y asustados. Le envié un mensaje
a mi hermano para explicarle lo sucedido, pero no tardó en llamarme
preocupado.
—¿Dónde estáis? —preguntó nada más descolgar el teléfono.
—Ya está más tranquila, Joel la ha tranquilizado.
—Joder, ¿ha bebido mucho?
—Un poco, sí…
—Me cago en la puta, Gala, ella no debería haberlo hecho. No puede
beber mucho alcohol.
—¿Qué pasa, Salva? ¿Qué cojones sucede?
—Voy para allí ahora mismo.
—Es tarde, y ahora ya está más tranquila.
—No es tan sencillo, ¿crees que soy capaz de recibir esta llamada y
quedarme en casa?
—Salva, cálmate, Ana me dijo que necesitaba pasar este fin de semana
con nosotros. No entiendo qué ha pasado para que reaccione de esa manera,
pero algo gordo tiene que haber detrás.
—Y lo es. Gala, voy para allí.
—No, respeta la intimidad de Ana. Ella me confesó que necesitaba pasar
esto. Sentirse independiente de ti.
—¿En serio te dijo eso? Joder… Gala, hazme un favor, cualquier cosa que
pase llámame, por favor. Entiendo lo que necesita Ana, aunque no lo
comparto.
—Vale, te llamaré. Ya está más tranquila, así que relájate. Está todo bajo
control.
—Imposible. Cualquier cosa tendré el móvil en la mano.
Me despedí de mi hermano y cuando volví con ellos el ambiente era muy
distinto. Ana estaba mucho más tranquila, aunque seguía llorando mientras
Joel la reconfortaba con un brazo sobre sus hombros.
—Voy a preparar algo caliente, ¿quieres una infusión, Ana? —preguntó
Julio.
Esta asintió con la cabeza y nuestro amigo salió disparado hacia el interior
de la casa. El resto permanecimos en la misma posición, pero yo me puse al
otro lado de mi amiga y cuñada. Los tres estábamos apretujados en aquel
sofá de mimbre.
—Perdona por lo de antes, Gala —susurró.
—Tranquila —contesté mientras le pasaba mi brazo izquierdo por la
cintura evitando así tocar a Joel, que seguía con el suyo rodeando los
hombros de Ana.
—Has llamado a Salva, ¿no?
—Sí, pero ya está. He conseguido que se quede en casa.
—No dormirá hasta que llegue.
—Creo que tendrás que llamarle para tranquilizarlo. Me lo imagino dando
vueltas por todo el piso.
—Con el móvil en la mano y maldiciendo —añadió ella con una leve
sonrisa—. Gala, tu hermano es de las mejores cosas que me han pasado en
la vida.
Aquella revelación me tocó el corazón. Que una de mis mejores amigas
dijera algo así de una de las personas que más quería en la vida, me ablandó
por completo. No pude evitar ponerme a llorar.
—Oye, con una llorona ya tenemos bastante —dijo ella.
Pero apenas pude contestarle, porque tenía muchas ganas de abrazarla y
demostrarle lo mucho que la quería, transmitirle que yo también estaba ahí
para ella; para cuidarla, protegerla y defenderla de lo que hiciera falta. Joel
se apartó y se quedó inmóvil a nuestro lado, sin dejar de mirarnos.
Julio volvió a aparecer en el porche con una bandeja que contenía agua
caliente, sobres de infusiones y café. Cada uno se sirvió lo que le dio la
gana, a excepción de Ana que se encontró con la tila preparada. Yo me
separé de ella y me puse otra también, la iba a necesitar.
El silencio reinó durante unos minutos, pero no tardó en romperse.
—Lo siento —murmuró Ana—, he estropeado el fin de semana. No
tendría que haber bebido, pero…
—Eh, no has estropeado nada —comentó Sandra poniéndose entre las
piernas de nuestra amiga—. Que estéis aquí todos, queriendo pasar el rato
juntos, es un auténtico regalo.
—Yo… —empezó a murmurar—, necesito sacarlo de una vez. Tengo que
pasar página. Quiero volver a ser la chica que era antes.
—¿Qué pasó, Ana? —preguntó Sandra—. Todo cambió tan rápido…
—Sí, dejé de ser quien era.
Y, lo que relató a continuación, nos dejó destrozados.

10 Licor con aromas frutales de melocotón y recuerdos de whisky.


Ana
Descontrol

Abril de 2016

No iban bien las cosas. Mi vida, en general, no iba en la dirección que


quería. Desde el primer día que empecé con Hugo, Sandra siempre se había
mostrado reacia al tipo de relación que teníamos. Decía que no era nada
normal, pero estaba demasiado cegada.
El primer año de relación fue idílico. El segundo fue una auténtica
montaña rusa de discusiones, reconciliaciones, desplantes y aislamiento.
Pero los últimos meses habían sido un desastre total y no existía una
disculpa para continuar con aquello. Había llegado el momento de dejarlo y
hacer mi propio camino; sin él. Lo había meditado mucho, pero ya no podía
soportar ninguna situación incómoda más. Había tomado la decisión de
dejar a Hugo de forma definitiva, e iba a hacerlo aquella misma tarde en su
casa.
Al terminar las clases fui directa a casa. Abrí la nevera y cogí el táper que
me habían dejado mis padres: albóndigas con sofrito de tomate y verduras.
Introduje el recipiente en el microondas y, mientras se calentaba, preparé el
plato y los cubiertos. El pulso me temblaba, por culpa de los nervios. La
reacción de Hugo me aterraba, porque conocía su carácter fuerte y, para qué
negarlo, se me hacía un mundo.
Alargué mi salida de casa por culpa del miedo, pero la sensación de
encierro me armó de valor. Caminé hacia el metro a paso ligero, con
convicción. En media hora ya me encontraba en el portal de su piso. Piqué
y, como solía hacer, abrió la puerta sin siquiera contestar, solo el típico
zumbido como respuesta. Volví a ratificar de que estaba alargando aquella
situación, y que rechazaba aguantar más tiempo aquello. Debía hacerlo
rápido y olvidarme cuanto antes. Cada vez que pensaba en tener mi propia
vida, sin tener que dar ningún tipo de explicación, sentía un terremoto bajo
mis pies. Deseaba poder hacer lo que realmente quisiera yo, que nadie
condicionara mis decisiones, y que tampoco juzgara si mi falda era muy
corta o si salía demasiado de fiesta. Como muy bien decía Sandra: que no se
te pase la vida esperando.
Subí los pisos hasta llegar a la puerta. Esta ya se encontraba entreabierta,
comprobando que mi novio no era capaz ni de esperarme en la puerta. La
partida que estaba echando en la consola era muchísimo más importante
que venir a darme un beso. Ya no nos comíamos a besos, ni me regalaba
una triste caricia. Tampoco era capaz de mirarme. En tres años se nos había
ido todo por la borda. Un sudor frío empezó a recorrerme la espalda y una
brizna de ira me invadió, el ingrediente justo que necesitaba para darme
valor.
—Hugo, esto no va bien —solté de sopetón.
—¿El qué? —preguntó sin mirarme a la cara, sin apartar la mirada de la
partida.
—Lo nuestro —contesté decidida—. No puedo continuar con esto.
Ya lo había soltado. Pero supe que no iba a ser tan sencillo.
—¿Cómo? ¿Estás tonta o qué? —escupió por su boca mientras lanzaba el
mando de la consola contra el sofá y se levantaba, con postura acechante—.
¿Qué coño te pasa ahora? ¿Tus amigas ya te han comido la cabeza?
—No, pienso por mí misma, ¿sabes?
—¿Sí? Pues que sepas que no vas a encontrar a un tío que te cuide como
yo —atacó mientras se señalaba el pecho con el dedo—. ¿Me estás
dejando? Ana, ¿me vas a dejar? ¿En serio? ¿Quién coño te crees que eres
para romper conmigo? ¿Quién te va a querer? ¿Crees que tienes
posibilidades con otro? —empezó a disparar balas por su boca, y todas
tenían mi nombre—. Espera… ¿quieres follarte a otros? ¿Es eso? Menuda
zorra estás hecha.
—¡No! No aguanto esto, de verdad —farfullé entre lágrimas, sintiéndome
cada vez más agobiada por sus palabras y su postura cada vez más agresiva
—. Tus celos me están matando, no puedo más. No lo soporto más, Hugo.
—¡No me mientas! ¿A quién te has tirado? ¿Me estás dejando por otro
tío? —Alzó la voz agitando los brazos con fuerza, sin pensar en que alguien
pudiera oírnos gritar.
Total, éramos un caso perdido. Era raro el día que no acababa gritando y
diciendo cosas que me herían más de lo que quería creer.
—¡Que no, joder! ¡Que no puedo seguir así! He dejado de quererte, no te
soporto más —solté valiente. Pensé en mí, únicamente en mí—. Me voy.
Giré sobre mis talones para salir de allí y olvidarle de por vida, pero él me
agarró fuerte del brazo y me lo retorció, amarrándome a su cuerpo con
violencia. Gemí de dolor e intenté soltarme de su agarre como pude.
—¡Tú no te vas a ir a ningún parte, zorra de mierda!
No me soltó el brazo, tiró de mí hasta el sofá para lanzarme contra él.
Empecé a chillarle que me dejara ir, pero no logré que me escuchara. Cada
vez estaba más enajenado.
—¡Maldita puta! ¡Sois todas unas zorras!
Empezamos a forcejear con los brazos.
Yo intenté deshacerme de su agarre, pero con su fuerza era imposible
escapar de él. Alcé mi mirada a sus ojos y pude entrever a un Hugo
enloquecido. Sus pupilas estaban dilatadas, evidenciando un estado de
colocón. Yo solo pensé que estaba perdida, pero una fuerza interior me
repetía que tenía que salir de allí, debía hacer todo lo posible por escapar
cuanto antes. Pero en cada lucha por apartarme de él, solo hacía más que
perder. Cada vez me encontraba más en sus dominios, y mi corazón
empezaba a paralizarse, bloqueando así el resto de mi cuerpo. Me entumecí,
dejándome convaleciente.
Me escupió, me golpeó y me grabó en el cerebro su voz llamándome
«puta».
Pero para lo que venía a continuación no estaba preparada en absoluto.
Nadie en el mundo lo estaba.
Comenzó a estirar de mi ropa, haciéndola jirones. Se desprendió de mi
camiseta para estrujarme los pechos y morderme los pezones. Rompió el
botón de mis vaqueros y lo bajó lo suficiente para destrozarme la vida.
La parálisis que se sufre en un momento así es inexplicable. No podía
hacer otra cosa que dejar que hiciera lo que se había propuesto y salir de allí
después para no volver nunca más allí. Una brizna de esperanza me
susurraba que saldría, no sabía cómo, pero que lo haría.
Desde ese momento perdí la consciencia y la razón.

No recobré el sentido por completo hasta que me escondí en el interior del


portal de mi amiga Gala. Mi ropa estaba rasgada y mi piel llena de
magulladuras. Apenas fui capaz de llamar al timbre, solo pude refugiarme
en una esquina del rellano donde los vecinos se hacían los suecos al verme.
Pero uno de ellos no pudo mirar hacia otro lado en cuanto me vio en aquel
estado.
—Eh… ¿Hola? ¿Estás bien? —dijo mientras se acercaba a mí. Olía a
jabón y frescura. Y era un hombre.
Me hice todavía más un ovillo, pero levanté la cabeza lo justo para
mirarle. No era un vecino cualquiera, se trataba de Salva, alguien al que
conocía de toda la vida y del que sabía que no sería capaz de hacerme daño.
—¿Ana? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí?
Empecé a llorar, pero entonces me encerré todavía más en mí misma. No
quería que nadie me viera así.
—Ana, por favor, dime algo —insistía—. ¿Qué te ha pasado? Tenemos
que ir al hospital.
Acercó su mano para agarrarme del brazo y me asusté mucho. Estaba
totalmente ida por el miedo. Empecé a apartarme de él enloquecida, no
quería que nadie me tocara.
—No voy a hacerte daño, te lo prometo. —Noté cómo me observaba,
analizando que algo malo me había ocurrido—. ¿Quién te ha hecho esto?
¿Quién ha sido?
Noté cómo en su voz crecía la ira, y recobré la consciencia lo justo para
pronunciar una respuesta.
—No… —murmuré en un hilo de voz. Me aterraba el leve tono agresivo
que había salido de su garganta.
—Ana, nos vamos a urgencias.
—No…
—¿Que no? Esto no se discute, nos vamos.
Me rodeó entre sus brazos para levantarme del suelo. No opuse
resistencia, porque me sentí como una pluma deshecha, volviendo a
quedarme en pausa mientras me sostenía.
Volví a recobrar el conocimiento en el hospital, donde me hicieron un
chequeo médico donde enumeraba de una en una todas las lesiones que me
había hecho Hugo. Pero se habían dejado una, y la más importante: jamás
volvería a ser la de antes.
Cuando acabamos del hospital Salva me llevó a la comisaría más cercana
y, una vez allí, fui más consciente de lo que estaba a punto de hacer, y el
miedo volvió a apoderarse de mí.
—Debes hacerlo, Ana. Ese cabrón tiene que pagar por lo que ha hecho,
bastante que no voy a reventarle la cabeza yo mismo. No me faltan ganas,
te lo aseguro.
—Salva, ¿puedo pedirte una cosa?
—Lo que quieras.
—No se lo digas a nadie, por favor.
—Ana, creo que es algo que deberían saber tus padres, tus amigas…
—No, ahora no. Te prometo que lo haré, pero ahora no puedo. No puedo
presentarme así en casa.
—Joder —suspiró mientras cerraba los ojos—. Tienes que ir a casa,
descansar y…
—No puedo, Salva —pedí con voz rota—. Ayúdame…
Nos miramos y pude traducir en su mirada que podía contar con él. Nos
conocíamos de toda la vida y, a pesar de que no éramos amigos, nos
guardábamos una lealtad por los lazos que nos unían.
—Está bien. Puedes quedarte en mi piso, solo hay una nevera y un
colchón, pero tienes que llamar a tus padres para decirles dónde estás.
—Les diré que estoy con Gala, ¿te parece bien?
—¿Tengo alternativa? Gala debe saber esto.
—No, no quiero preocuparla ahora que está preparando su viaje por
Europa, sé que algo así le haría abandonarlo todo.
Me miró fijamente y, sin darme una respuesta, supe que respetaría mi
decisión. Puse la denuncia después de un montón de horas de espera y de
sufrimiento. Rememorar todo lo que había pasado no me apetecía en
absoluto. Pero en cuanto me metí en el coche de Salva caí a plomo; me
quedé dormida.

Puta. Zorra. Arañazos. Golpes. Forcejeo. Llanto. Grito. Dolor…


Me despertó soltando un grito. Estaba a oscuras y apenas veía nada, me
encontraba tumbada sobre un colchón en una habitación vacía, tapada con
una fina sábana.
La puerta se abrió de golpe, dejando entrar algo de luz. Vi la sombra de un
hombre grande, y me asusté. Empecé a gritar de miedo.
—Tranquila, Ana, calma… —dijo aquella sombra.
Pero aquel perfil se descubrió en cuanto la luz invadió toda la habitación.
Volvía a ser Salva.
—Estás a salvo —susurró mientras se acercaba.
—¡No te acerques más! —dije de sopetón.
Los dos nos quedamos sorprendidos. Arranqué a llorar de nuevo, pero me
sorprendió ver su cara, sus ojos grises desencajados llenos de ira y de
lágrimas. Aquello me rompió todavía más.
—Lo siento… —le dije.
—Tranquila —contestó—. ¿Necesitas algo? ¿Agua?
Me di asco a mí misma, quería quitarme el lastre de encima, y necesitaba
una ducha para deshacerme del rastro de Hugo en mi piel, aunque era algo
que jamás podría hacer.
—¿Puedo ducharme? —pedí.
—Claro. Te daré una toalla y te sacaré algo de ropa que tengo en una caja.
Todavía no me he trasladado, pero algo tendré que pueda servirte.
—Gracias, Salva.
Contestó con una leve sonrisa.
No tardó en aparecer con unos pantalones de deporte de algodón, una
camiseta y la toalla.
—De momento esto te irá bien. Me acercaré a casa y le cogeré a Gala una
camiseta, no puedes volver a casa de tus padres con estas pintas, te
acribillarán a preguntas.
Me limité a asentir con la cabeza y a mirarle a los ojos. Iba a ser cómplice
de mi secreto, y estaba dispuesto a respetar mi deseo a pesar de no estar de
acuerdo. Nunca creí que me encontraría en aquella situación, y mucho
menos recibir la atención del hermano de una de mis mejores amigas.
Conocía a Salva desde que era una niña, pero manteniendo una distancia
prudencial típica que se tiene con los hermanos de tus amigas. Supuse que
porque era mayor a nosotras y su aspecto imponente me hacía retroceder.
Era bastante tímida, para qué iba a engañarme.
Entré al baño y me quité la camiseta, que estaba rasgada. Me quedé
desnuda frente al espejo y vi las magulladuras. Esa no era yo, dejé de serlo
en cuanto me quedé bloqueada y dejé que hiciera conmigo lo que le vino en
gana. Me sentí como una idiota, ¿por qué no continué luchando? ¿Por qué
le dejé acabar de aquella manera? ¿En qué momento una persona puede
hacer algo así a otra?
Las náuseas se agolpaban en mi garganta y me obligaron a arrodillarme
cerca del retrete. Vomité por culpa de los nervios, del miedo, por la
incertidumbre, por sentir que mi camino se había truncado.
—¿Va todo bien, Ana? —preguntó Salva tras la puerta.
—S-sí… —respondí dubitativa.
—Tómate el tiempo que necesites, voy a casa a por ropa. Te he dejado mi
número de teléfono apuntado en la nevera, no tardo nada en volver.
—Vale.
Oí la puerta cerrarse y el silencio que, a pesar del miedo que tenía, tanto
necesitaba. Me metí en la bañera y abrí el grifo, donde el tiempo dejó de
existir. El agua corría sobre mi piel quitando todo lo posible cualquier rastro
de ese cabrón. El jabón hizo lo mismo, pero seguía sintiéndome sucia. Me
quedé traspuesta por completo.
Para cuando salí del cuarto de baño, Salva ya había vuelto y estaba en la
cocina. Olía a café y a pan tostado.
—He preparado algo para comer, espero que te guste. ¿Quieres café,
zumo…? No sé qué te gusta.
—Un vaso de zumo estará bien.
—Y una tostada, debes comer algo. ¿Prefieres mermelada o tomate con
aguacate?
—Tomate con aguacate.
—Eres de las mías —dijo con una leve sonrisa.
No tardó en tenerlo todo preparado y, a pesar de que no tenía hambre,
sabía que debía que llenar mi estómago. Se desenvolvía bien en la cocina, a
pesar de que estaba el piso vacío.
—Hace poco que tengo las llaves, por eso está tan vacío. Aún no me he
puesto de lleno con la mudanza. En agosto quiero aprovechar las
vacaciones para trasladarme.
—Sí, Gala me ha contado algo. Es muy bonito el piso.
—Gracias. He tenido mucha suerte, la verdad —confesó con ilusión en la
mirada—. Llevaba tiempo metido en las listas de protección oficial y
ahorrando desde que empecé a trabajar, así que los años de espera al fin han
tenido resultado.
—Gala te echará de menos.
—Y yo a ella, pero necesito hacer mi vida. Han sido muchas cosas y…
siempre tendrá un sitio aquí para quedarse.
—Os envidio. Siempre he querido tener alguien con quien compartir cada
día mis cosas. Tenéis mucha suerte de teneros el uno al otro.
—Hay días que nos mataríamos, pero no concibo la vida sin ella.
Y me lo quedé mirando. Tenían los mismos ojos: un azul grisáceo que te
incitaba a saber más, pelo castaño y piel pálida. Sin embargo, Gala era
nefasta para el deporte y él no. Polos opuestos que sabían entenderse.
Acabamos de desayunar juntos, sentados encima de las cajas y decidimos
que era el momento de que volviera a casa. Me puse de nuevo los vaqueros
y una camiseta que me había traído de Gala.
—¿Estaba en casa?
—No, está con ese chaval que estudia con ella.
—¿Joel?
—Sí, ese. Me dijo que estaban hasta arriba de exámenes y que no podía
perder el tiempo, que con él estudia el doble y, siendo el último año de
carrera, tiene que estar más centrada. Pero ya me imagino cómo deben de
estudiar… —Noté que no estaba muy tranquilo con ese tema.
—Salva, puedes estar tranquilo. Joel es un tío muy legal, y han formado
un buen equipo de estudio. No son pareja, te lo aseguro.
—No me fío de ningún chaval, y si alguien se atreve a hacerle daño…
—Joel le ha ido muy bien. Incluso la ha animado a salir a correr todos los
domingos por la mañana.
—Lo que no he conseguido yo en casi veintidós años lo consiguió un crío
en pocos días.
No pude evitar mostrar una leve sonrisa. Me encantó descubrir aquella
faceta protectora que tenía con su hermana, aunque sentí que conmigo
estaba haciendo lo mismo. Miré a la nevera y vi la nota con su número de
teléfono, no sabía si cogerla o no, pero no me hizo falta pensar mucho,
porque vio que miraba hacia ella. Se acercó, la cogió y me la puso delante.
—Si necesitas cualquier cosa, me llamas.
Asentí con la cabeza. Era el momento de volver a casa y ordenar
pensamientos. Organizar todo lo que me había sucedido, a tomar decisiones
y escoger la que fuera más racional. Mi familia debía saberlo, y Salva
también lo creía así.
Pero yo necesitaba tiempo.
Todavía no estaba preparada para explicarlo.
No sabía cuánto tiempo tardaría en poder hacerlo.
Gala
Balazos de pintura y realidad

La confesión de Ana nos dejó a todos destrozados. Jamás pensé que algo así
podía sucederle a una de mis mejores amigas, y confieso que me dolió que
no fuera capaz de contármelo. Pero cada uno toma sus propias decisiones, y
esa fue la suya.
Gestionó todo aquello con su familia y, para mi sorpresa, mi hermano. Se
convirtió en un apoyo enorme que los arrastró a enamorarse el uno del otro.
Pero su historia me dejó mal cuerpo, deseando poder viajar en el tiempo y
protegerla de lo que le ocurrió, hacer lo posible para evitarle aquel suceso y
todo el sufrimiento que escondió después. Pero ya era tarde, sentí que le
había fallado, que no estuve cuando más me necesitaban. Y era un
sentimiento que no paraba de manifestarse en mi corazón a todas horas
desde mi llegada.
Tras aquella revelación nos quedamos todos charlando y apoyando a Ana,
rememorando momentos del pasado y haciéndole otro homenaje a nuestro
amigo Pau, aunque aquella vez sin alcohol. Ya habíamos tenido suficiente
por aquel día. Cada vez que lo recordaba, una parte de mi se rompía, porque
sabía que le había fallado, y eso me rompía por dentro. Él, a pesar de que no
correspondí sus sentimientos, no dejó de cuidarme y de mimarme como un
buen amigo. Ojalá haberme enamorado de él, porque era un chico sensible,
gentil, noble y algo alocado, pero el amor no se escoge. Llega de forma
inesperada y sufres, pero por las circunstancias, no por el sentimiento. El
amor no duele, somos nosotros los que nos complicamos la vida.
Cuando miré el reloj y vi que eran casi las tres de la madrugada decidí
irme a dormir, seguida de Ana, que apenas se separó de mí. El resto no
tardó en hacer lo mismo. Llegamos a la habitación compartida y me metí en
el baño para cepillarme los dientes, después me puse el pijama y me metí en
la cama que había escogido. Cada una hizo su ritual y, antes de apagar la
luz, nos deseamos las buenas noches. El silencio nos invadió, pero supe que
no sería suficiente para poder conciliar el sueño. No podía dejar de pensar
en Ana, en todo lo que había sufrido y lo duro que tendría que haber sido
cargar con algo así todos esos años. Pero el cansancio batallaba con el
tormento, y notaba cómo iba dejándome llevar, pero unas manos tocándome
me asustaron, dando un respingo en la cama y levantándome de golpe.
—¿Puedo dormir contigo, Gala? —susurró Ana—. No puedo dormir.
—Claro —respondí con la mayor suavidad posible haciéndole sitio en
aquella cama individual.
En cuanto se metió dentro nos abrazamos y, por arte de magia, me quedé
dormida al tenerla entre los brazos.

Me desperté antes de que sonara el despertador, dolorida por haber


dormido en una cama diminuta y abrazada a mi cuñada toda la noche.
Intenté levantarme con delicadeza para dejarla dormir un rato más,
cogiendo la mochila a oscuras y caminando con sigilo hasta el baño de
nuestra habitación, donde me arreglé para bajar a la cocina a tomarme un
café. Limpié la cafetera y me preparé un par de tostadas, hacía el mínimo
ruido para no despertar a nadie, porque necesitaba silencio y soledad,
aunque solo fuera por poco tiempo.
Como bien supuse era una tarea imposible.
—Buenos días —susurró Joel intentando no quebrantar la tranquilidad.
Contesté de igual manera, señalándole la cafetera, ofreciendo de forma
muda una taza.
—Por favor —respondió—, sería todo un honor volver a tomar un café de
los tuyos.
Mis entrañas sufrieron una sacudida, pero debía mantener la compostura.
No podía dejar que la situación me controlara a mí, debía ser yo la que
tuviera el control. El pasado era eso: algo que había ocurrido años atrás y
que debía quedarse allí.
—No podrá ser un Mocha —avisé—. ¿Solo o con leche?
—Solo está bien, gracias.
Cogí una de las tazas pequeñas, pero, cuando él se dio cuenta de que iba a
servirle tan poca cantidad, me plantó una taza grande en la encimera.
—Hasta arriba, por favor.
—Vaya, eso es mucho café —contesté con la cafetera en la mano—,
¿estás seguro de que no quieres ponerle algo de leche? Nunca te había visto
tomar tanto.
—Han cambiado mucho las cosas por aquí, Gala —confesó con la
intención de picar mi curiosidad.
Llené la taza tal y como me había pedido y vi cómo fue hacia la tostadora
para prepararse otras rebanadas para él. Y, sin darme cuenta, estaba
desayunando con la única persona que quería lejos de mi vida. Miré sus
tostadas y las mías, eran totalmente opuestas: las mías contenían tomate
rallado y las suyas jamón.
—¿No les vas a poner nada más a las tostadas? —preguntó en el mismo
tono tranquilo.
—No, no suelo comer carne.
—¿Te has hecho vegetariana?
—No, bueno... A ver, como carne de vez en cuando, pero al vivir con…
—Y ahí frené.
No sé por qué dichoso motivo no era capaz de explicarle que Sten era
vegetariano y que, al vivir con él, me acabé amoldando a su dieta. Era como
si algo en mi interior me impidiera hablar de mi pareja. Resultaba
incómodo.
—Es vegetariano, ¿no? —concluyó rotundo.
—Sí —contesté perpleja. Apenas habíamos mantenido una conversación
y, sin embargo, me dio la impresión de que lo sabía todo de mí. Supuse que
Sandra y Mario le habrían explicado cosas.
—Nunca habría dicho que, aquella chica que se comía una hamburguesa
con tantas ganas, acabara cayendo en esos ideales.
—Bueno, es más por comodidad y no tener que preparar comidas
diferentes. Él pasa más tiempo en casa, así que se encarga de prepararlo
todo. Ayer disfruté de esa hamburguesa, así que no soy vegetariana.
—Gala, no tienes que darme explicaciones —comentó condescendiente
—. Solo que con lo que vamos a hacer hoy me parece poco desayuno.
—Podré con ello —objeté bastante cortada.
Tenía razón, no tenía que justificarme delante de él. No pude evitar
sentirme idiota, pero entonces mi cabeza me transportó a lo que habíamos
vivido hacía escasas horas con Ana y cómo se había comportado con ella.
—Oye, gracias por lo de ayer.
—Ya te disculpaste, y te contesté que no pasaba nada.
—No, no me refiero a lo que pasó en el Tibidabo —maticé siendo
espectadora de que, en el fondo, quería hablar sobre ello para enlazar esa
conversación pendiente que pedía a gritos tener lugar—, sino a lo de Ana.
Tuviste mucha mano izquierda.
—Ah —suspiró nervioso—, sí, bueno, he aprendido a lidiar con
situaciones complicadas. De haber sabido lo que le ocurrió yo…
—Todos habríamos hecho lo mismo, estoy segura.
—¿Cómo alguien puede llegar a hacer algo así? ¿Qué tipo de lunático
llega a ese extremo?
—Un loco.
Nos quedamos en silencio por un rato, el suficiente para terminarnos las
tostadas y degustar los últimos sorbos de nuestros cafés.
—Se nota que has hecho tú el café —soltó cuando dejó la taza vacía en la
mesa.
Sus palabras eran cálidas, percibiendo notas de melancolía e, incluso,
añoranza. Mis entrañas volvieron a sacudirse, porque las emociones que
transmitió su voz se alojaron también en mi interior. Compartir aquel
desayuno con él, aunque fuera acompañada de una conversación formal, me
reveló lo mucho que echaba de menos nuestros momentos y confesiones. A
pesar de que me enamoré de él hasta las trancas, fue uno de mis mejores
amigos, por no decir el único. Eso sí que lo añoraba.
—A veces lo echo de menos —solté.
—¿A qué te refieres? —preguntó con el ceño fruncido.
—Cuando llegué a Copenhague me puse a trabajar en otro Starbucks.
—¿En serio?
—Sí, y a pesar de que al principio lo pasé un poco mal por el idioma, me
lo acabé pasando bien. Viví momentos muy chulos en aquella cafetería.
—Y en la de Barcelona también guardas buenos recuerdos, ¿no?
—Sí, hace poco quedé con Natalia.
—No la he vuelto a ver desde que te marchaste —contestó rotundo.
Era decidido, no daba vueltas sobre las cosas, así que era todo lo opuesto
a mí. Me quedé sin habla, porque noté que entre nosotros se abría una
brecha a la que debíamos poner solución por el bien de todos. Porque las
ganas de contestarle «por tu culpa, por dejarme plantada, por aquel futuro
prometedor que destrozó él solito en pocas horas» estuvo a punto de salir
disparado por mi boca, pero me contuve a tiempo. Pero lo mucho que me
conoció en el pasado fue suficiente para que él sospechara que ese
pensamiento se alojó en mi cabeza.
—Gala, creo que en algún momento deberíamos hablar —sugirió.
Me quedé pensativa, buscando la manera de escapar de aquella
encrucijada, porque mi cabeza se negaba, pero mi corazón pedía a gritos
resolver de una vez por todas nuestro pasado. Asentí ligeramente con la
cabeza en el momento exacto que Julio y Luis aparecieron en la cocina
formando follón, despertando así a todos los demás. En apenas una hora
teníamos que salir de aquella idílica casa para llenarnos de barro y pintura
hasta las cejas; una sesión matutina de paintball nos esperaba.
Volví a subir a la habitación para encontrarme con Ana ya arreglada e
Irene saliendo del baño con unas ojeras de campeonato.
—Recordadme que no vuelva a beber tanto, buenos días —saludó.
—Te lo recordaré, yo no pienso volver a hacerlo —contestó Ana.
Les dediqué una sonrisa y, al ver que bajaban a desayunar, decidí
descender también, pero para salir al porche. El sol ya hacía acto de
presencia y quise aprovechar el calor que desprendía para hablar un rato
con Sten, al que le expliqué por encima lo que había ocurrido con Ana y,
sobre todo, ocultarle lo que viví en el Hotel Krüeger y mis breves
conversaciones con Joel. En ningún momento le dije que él también estaba
allí, porque no quería que se pusiera nervioso ni celoso. Aunque aquello no
me hacía sentir bien, le estaba ocultando información y no dejaba de ser una
forma de engañarlo, pero era por su bien.
Aproveché mientras hablaba con él para sentarme en una de las butacas de
mimbre.
—Pásalo bien, ¿vale? —decía a través del teléfono.
—Sí, ¿cómo vas tú por ahí?
—Bien, voy bien. Me han salido dos proyectos más. Te has ganado ese
descanso, Gala.
Y algo en mi interior le daba la razón. Lo echaba de menos, pero sabía
que no era con la intensidad que debía ser. Quería a Sten muchísimo, pero
la contención a la que había sometido mi vida cada vez era más reveladora,
a la par que dolorosa. Veía a mis amigos con sus respectivas parejas, con
una complicidad y una pasión que yo no tenía con él. Nosotros siempre
éramos correctos, no hacíamos según qué cosas para no llamar la atención,
nunca nos dejábamos llevar en público y, analizando nuestra relación, la
pasión no era nuestra mayor cualidad. Lo que nos hacía particulares a
nosotros, tal y como nos decían nuestros amigos, era el apoyo fraternal. Y
no fui consciente de lo mal que sonaba aquello hasta que regresé a mis
raíces. Mi vida se estaba desestabilizando, y lo achaqué a las emociones de
volver y de rodearme de gente que no veía desde hacía tantos años.
—Nos vemos pronto —concluyó.
—Sí, pronto estaré en casa de nuevo.
Nos despedimos con un beso y me quedé con la palabra «casa» en la
cabeza. ¿Dónde estaba mi hogar? Antes de poner un pie en Barcelona lo
tenía claro, pero con los días dejó de ser una certeza. Mi casa siempre sería
donde estuviera mi familia, por mucho que me empeñara en pensar lo
contrario, pero era demasiado temprano para enfrentarme a ese tipo de
realidades.
Cuando todos estuvieron listos nos pusimos en marcha. Jamás había
disparado a nada, así que no tenía ni idea de cómo me desenvolvería sobre
la tierra, pero no sería peor que en aquel dichoso hotel del terror. Volvimos
a ocupar dentro de la furgoneta las mismas posiciones, siendo Joel de nuevo
el conductor. Si fuera por mí, aquel fin de semana habría sido un auténtico
desastre, pero Julio y Luis se estaban ganando a pulso el título a la pareja
más volcada y divertida, porque empezaron a corear y animar a grito pelado
al chófer:
—¡Viiiiiva nuestro conductor, conductor, conductor! ¡Viiiiiva nuestro
conductor, conductor, tor! Conduce y maldice y dale a la bota, ¡viiiiiva
nuestro conductor, conductor, tor! —gritamos todos emulando aquella
escena de los Simpson donde el profesor Seymour Skinner acaba
enloqueciendo.
Pasamos parte del trayecto coreando aquella cantinela, comprobando la
infinita paciencia de Joel. Nos demostró a todos que estaba curtido en lo de
aguantar a la gente, sobre todo a adolescentes con hormonas
revolucionadas, así que aguantó estoico todo el viaje. Cuando llegamos a
las instalaciones nos explicaron la dinámica: teníamos que hacer dos
equipos, liderado por un capitán. El primer equipo lo formó Mario,
escogiendo a Joel, Luis e Irene. Sandra escogió a Julio, Ana y a mí. Nos
facilitaron un chaleco con protecciones y un mono de camuflaje, junto con
unos guantes y un casco protector. Aun así, podíamos distinguirnos entre
nosotros, ya que cada equipo tenía un color distinto.
El primer campo nos sirvió de entrenamiento, ya que trataba de proteger
al capitán a toda costa, pero a mí me sirvió para familiarizarme con aquella
arma que jamás había utilizado antes. Sin embargo, noté que el resto sabía
muy bien lo que se hacía, incluso sentencié que aquello no era para mí, pero
me convencí a mí misma de que podía resultar divertido, hasta que recibí el
primer balazo de pintura. Comprobé que aquello dolía horrores, pero fue el
chute necesario para catapultarme, porque la venganza me envalentonó. Salí
de mi escondite a tientas y fui a por Irene, que supe que fue la que me había
disparado. Pero no me dio tiempo a darle alcance, era muy escurridiza y una
experta en el campo de batalla. El árbitro nos avisó de que nos quedaban
pocos minutos para terminar, y que ninguno de los dos capitanes había sido
abatido, así que me puse nerviosa, porque debíamos encontrar a Mario
como fuera. Entonces Julio obró el milagro; se nos adelantó y descargó un
cargamento de bolas al futuro marido de Sandra.
—¡Mierda, me agarraron tragando camote11! —gritó Mario dando por
finalizada aquella partida de iniciación.
—Chúpate esa, futuro marido —celebró Sandra dando saltos de triunfo.
—Relájate, chata, esto no ha hecho más que empezar —amenazó Luis
mostrando una pícara sonrisa.
—Os vais a cagar —contestó Julio apoyando el arma en su hombro, como
un héroe digno.
Yo me limité a reír mientras intentaba recomponerme un poco para lo que
se nos venía encima, porque iba a ser una auténtica locura y yo no tenía ni
idea de estar en la guerra.
Antes de empezar, el árbitro nos especificó las normas de nuevo:
1. No quitar el seguro del arma antes de que él tocara el silbato.

2. No quitarse ninguna protección durante el juego.

3. No disparar a una distancia menor de cinco metros.

4. El arma apuntando siempre en dirección al suelo cuando no estuviera en marcha el juego.

Para aquel campo teníamos que recolectar unas bolas de plástico con el
color de nuestro equipo, donde cada una de ellas tenía una puntuación del
uno al diez. El equipo que sumara más puntos sería el ganador. Después de
la explicación, Sandra intentó organizarnos un poco, a mí me ordenaron que
me limitara a esconderme detrás de unos bidones para cubrirles a ellos
mientras avanzaban; era la mejor estrategia, sin duda. El árbitro hizo sonar
su silbato y los disparos de pintura empezaron a impactar contra todo.
Desde aquel punto tenía visión de todo el campo, pero mi puntería era
nefasta, porque no teñía de azul ni a los árboles. Por suerte Ana y Julio eran
muy ágiles, a diferencia de Sandra, que era una auténtica kamikaze, porque
además de coger las bolas de nuestro equipo iba lanzándome a mí las del
equipo contrario.
Yo empecé a sentirme tranquila y segura, a pesar de que de vez en cuando
tenía que esconderme de una ráfaga de balas rojas, pero logré que no
impactaran contra mí, hasta que me di cuenta de que mis tres compañeros
de equipo volvían a base impregnados de rojo. Eso solo quería decir que yo
era la única que podía evitar que el equipo contrario se hiciera con más
bolas. Por suerte Sandra había encontrado las de más puntuación, y yo
debía custodiarlas a toda costa.
Fueron los diez segundos más largos de mi vida, pero logré mi misión.
Cuando volvieron a la carga, volví a mi posición y, para mi sorpresa, llegué
a atinarle a algún contrario. Mi adrenalina se vino arriba y decidí
levantarme un poco más, pero el cordón de la bota se me quedó enganchado
en un saliente de un bidón, haciendo que cayera de bruces contra el suelo.
Me puse bocarriba todo lo rápido que pude y, justo en ese momento, todo se
sucedió a cámara lenta. Un contrincante del equipo rojo, cubierto por algún
balazo azul saltó por encima de los bidones apuntándome con el arma, pero
sin llegar a disparar. Al caer tropezó y a punto estuvo de pisarme,
reaccionando a tiempo para quedarse casi encima de mí sin hacerme daño;
sentí el ritmo frenético del juego en su cuerpo a pesar de las protecciones
que llevábamos encima. Se acuclilló a mi lado y, sin mover el arma, miró a
las bolas y luego a mí. Al ver sus ojos camaleónicos supe que se trataba de
Joel, entonces separó la mano derecha y la levantó a modo pacífico para ir
hacia las bolas rojas. Yo me quedé inmóvil, con el arma en la mano y sin
atreverme a disparar. Vi cómo fue cogiendo las bolas de mayor puntuación
mientras volvía a levantarse para marcharse poco a poco, aprovechando así
los árboles como armadura para volver a su base, pero entonces recobré el
sentido y descargué una ráfaga de bolas de pintura sobre su espalda.
Aquello le obligó a soltar todas las esferas y a tirarse al suelo, porque desde
aquella distancia las bolas de pintura dolían una barbaridad, y confieso que
me ensañé. Perdí por completo la cabeza.
Me gané la expulsión por parte del árbitro, pero nunca me había sentido
tan bien.

11 Expresión mexicana: Estaba distraído.


Joel
Bandera blanca

Hubo ensañamiento, así que fue una expulsión merecida. Gala descargó
toda su munición en mi espalda, o al menos eso fue lo que me pareció,
porque de lo fuerte que llegaron a impactar me tiré al suelo, evitando así
que las balas siguieran chocando contra mí. Después de aquella locura
estuvo claro que la victoria fue para nosotros, aunque sentí que aquel
arrebato que le entró fue más por venganza que por otra cosa, porque
haciendo aquello me demostró que, lo que ocurrió en el pasado, le seguía
escociendo. En pocas palabras: aunque hubieran pasado casi cuatro años,
seguía importándole lo que pasó entre nosotros.
Terminamos aquella guerra destrozados, con el chaleco lleno de barro y
de pintura, jadeando y cubiertos de sudor, porque hacía un calor tremendo
para ser finales de mayo. Aún íbamos a estar de suerte y podríamos
aprovechar la piscina de la casa.
Volvimos casi sin hablar, con un Mario planificando la barbacoa en la que
me había librado de ayudar por hacerme responsable de conducir la
furgoneta. Así que cuando llegamos fui directo a mi habitación para
asearme un poco y enfundarme en el bañador, pero en cuanto llegué a la
piscina vi que no fui el único en tener la misma idea.
—¡Joder, Joel, tu espalda! —gritó Sandra antes de meterse en la piscina.
—Estuvo chido ese momento, huevón —susurró Mario con una sonrisa en
la cara cerca de mí—. Aún creo que…
—No —contesté—. Sé por dónde vas y no quiero oírlo.
—Chingo a mi madre12 si esa piba no sigue enamorada de ti.
—Mario, no te he preguntado —contesté.
—Ay, no más, güey —maldijo—. Qué chingado estás. Vas a perder una
oportunidad, y te arrepentirás. Si Pau estuviera aquí te diría que hablaras
con ella.
—Tiene pareja, no voy a entrometerme en nada.
—Te arrepentirás, pendejo.
Cogí uno de los botellines de cerveza que había al lado de la barbacoa y le
di un largo trago. Fui hasta el borde de la piscina, me senté para meter las
piernas y comprobar que el agua estaba helada.
No tardaron en ir llegando el resto y, al igual que Sandra, todos destacaron
mis marcas en la espalda que, en un arrebato de locura, Gala me había
dejado después de descargar infinidad de balas de pintura. No me quedó
más remedio que tirarme al agua para que dejaran de mirarme. Pero es que
aun así no dejaban de cotorrear sobre el tema, aprovechando que ella estaba
ausente, increpándome. Cogí aire y me sumergí hasta el fondo, en un
intento de relajarme, aunque solo fueran un par de minutos. Crucé las
piernas e intenté evadirme, como hacía cada tarde cuando iba a entrenar a la
piscina. Solo me llegaba el rumor del exterior y mi pulso que, gracias a la
densidad del agua, hacía que las ondas sonoras fueran más lentas, haciendo
que tu capacidad auditiva disminuya en gran proporción —dato friqui del
profe, como decían mis alumnos.
Para cuando salí a la superficie vi que estaba todo más despejado, pero
Gala ya estaba ayudando a Mario con la barbacoa, y no pude dejar de
mirarla.
—La vas a desgastar —susurró Sandra obligándome a girar de golpe.
Puse los ojos en blanco y me pasé la mano por el pelo, tirándolo todo
hacia atrás.
—Joel, ¿estás bien? —preguntó—. No es fácil lo que estáis haciendo.
—La verdad es que no, Sandra —contesté volviendo mi vista hacia ella
—. Volver a verla ha sido peor de lo que pensaba. Me convencí e intenté
tener una visión negativa de ella, pero es que no puedo. No cuando la tengo
delante.
Sandra me miró y soltó un suspiro. Me miró de forma condescendiente,
como dándome a entender que no tenía nada que hacer. Y tenía toda la
razón del mundo, porque ella tenía su vida en Copenhague y yo… yo solo
tenía mi trabajo. Era lo único que me llenaba en aquel momento.
Justo en ese instante Mario reclamó a Sandra, y esta se levantó sin
rechistar, dejándome solo. Decidí hacer unos cuantos largos para intentar
serenarme un poco, además de que el agua aliviaba un poco el picor
constante que tenía en la espalda. Diez largos más tarde noté que alguien
había introducido sus piernas en el agua, sentándose en un lateral de la
piscina. Cuando miré hacia allí vi que era ella, que no apartaba la vista de
mí. Me acerqué hasta Gala sin salir del agua.
—Me estoy luciendo este fin de semana —murmuró—. Te vuelvo a pedir
disculpas, y esta vez de verdad, por dispararte tan cerca.
—Te has ensañado bien —contesté con sorna.
Agachó la mirada que me permitió ver una pequeña sonrisa.
—Me debes una —añadí.
—No lo creo.
—Y tanto, podría haberte disparado yo primero, pero no lo he hecho.
—Perdiste tu oportunidad, te confiaste.
—Sí, en eso llevas razón. —Sobre todo en lo de perder oportunidades,
con ella la perdí hace muchos años—. Pero creo que me he ganado un caffè
Mocha.
—No creo que…
—Resolvamos esto —interrumpí antes de subirme de un salto al borde de
la piscina y sentarme a su lado—. Deja que sea yo el que te explique lo que
sucedió, aunque sea cuatro años después.
—No es buena idea.
—Se lo debemos a ellos —dije señalando hacia la barbacoa.
Siguió negando con la cabeza, y no me quedó más remedio que soltarlo.
—No me obligues a usar esa carta, Gala —avisé captando su atención,
expectante a que le dijera la otra opción—. Si no es por ellos hazlo por Pau.
Él no habría parado de insistir en que habláramos y fuéramos capaces de
tener un mínimo de convivencia.
Diciéndole aquello supe que no iba a negarse, porque me aproveché de
que se sentía culpable por no presenciarse en el funeral de nuestro amigo.
Jugué sucio, pero tenía la necesidad de hablar con ella, quería cerrar aquello
cuanto antes, y más si teníamos amigos en común.
—Está bien —contestó mientras sacaba sus piernas del agua y se
levantaba para marcharse con el resto.
Yo, sin embargo, me quedé en la misma posición, viendo cómo caminaba
hasta allí. Me quedé embelesado en su cuerpo, contemplando la evolución
de sus curvas, esas que mi memoria había guardado de forma impoluta
desde aquella noche, en la única que habíamos estado juntos. Siendo testigo
del tiempo que perdí al no decirle lo que sentía por ella en su momento,
reduciendo mis sentimientos a un solo encuentro que no olvidé jamás. Ese
olor que busqué desesperado en cualquier otra mujer, sin éxito. Porque la
clave era ella; ella era la única que podía encajar conmigo.
El resto del día lo pasamos rememorando y creando momentos nuevos.
Acabé de conocer un poco más a Irene y vigilé mucho más a Ana después
de lo que nos confesó. Confirmé todavía más que Julio y Luis eran tal para
cual, al igual que Sandra y Mario, que estaban de lo más empalagosos. De
Gala, lo único que me quedó claro, es que seguía enamorado de ella. Y no
me quedaba más remedio que tragarme todo lo que sentía.
Lo nuestro no podía ser.

12 Expresión mexicana: lo juro por mi vida.


Joel
El beso

Junio de 2016

Habíamos terminado la carrera, y la euforia se nos salía por las orejas.


A la salida de la universidad me reuní con Julio, Luis, Pau, Sandra y Gala
para liarla por la ciudad. Esta última se había convertido en un gran apoyo
durante toda la carrera, y nunca creí que me complementaría tan bien con
alguien. En clase nos sentábamos juntos, las horas libres que teníamos el fin
de semana hacíamos ejercicio y estudiábamos, volviéndose un ritual que,
tras cuatro años, llegaba a su fin.
Decidimos ir todos a comer por ahí y, una cerveza llamó a otra y
acabamos con un buen pedo. Comimos en un sitio por Barcelona, del que
aluciné con que no nos echaran antes de terminar la comida, mientras el
resto empezaron a ponerse muy pesados en visitar un local de niñatos al que
solían ir. Gala y yo nos negamos y decidimos ir a dar una vuelta por la
ciudad.
Íbamos caminando uno al lado del otro, con muchas cervezas en el cuerpo
y, justo en ese momento, me acordé de una de nuestras primeras
conversaciones. Frené en seco en medio de la Rambla de Barcelona y, antes
de adentrarnos en Plaza Cataluña, miré con decisión a Gala.
—Hagámoslo. Comete tu locura conmigo, Gala —dije en el mismo lugar
en el que me confesó que le daría terror hacerse un tatuaje por las
represalias.
—¡Venga ya! ¡Estamos borrachos!
La agarré del brazo y la arrastré hasta llegar a la calle Tallers y plantarnos
delante del LTW, uno de los estudios de tatuaje más famoso de la ciudad.
—No tienes lo que hay que tener para perder la cabeza —la reté.
El alcohol me envalentonó. Entré decidido, con ella tras de mí. La chica
que había en el mostrador nos preguntó qué queríamos y, a la vez, dijimos
lo mismo: un tatuaje.
Pero claro, la chica arqueó una ceja, ya que era obvio que, o queríamos
perforarnos o tatuarnos.
—¿Y qué os queréis hacer?
Gala y yo nos miramos y, por arte de magia, lo tuve claro.
—Un átomo —respondí.
Ella solo mostró una sonrisa de conformidad. Con ese gesto que, durante
el último año de carrera, empezaba a transportarme a un lugar que
desconocía y que, sin saber por qué, llevaba tiempo reprimiendo.
La chica habló con uno de los muchos tatuadores del local y, al final, una
de ellos se encargó de nuestro diseño. Era sencillo y fino, y en poco menos
de media hora el diseño estaba listo y con uno de nosotros preparado para
recibir tinta. Gala fue la primera y, cuando me tocó a mí, me dolió menos de
lo que esperaba. Apenas fue media hora de sesión, y yo ya lucía un átomo
en mi muñeca izquierda, al igual que ella. Un dibujo que nos unía de por
vida.
El hambre hizo acto de presencia después de tatuarnos y comimos algo
grasiento y rápido. Después, como siempre solíamos hacer, caminamos sin
destino fijado y acabamos en plaza España. El sol se estaba poniendo y
pensé que estaría muy bien verlo desde lo más alto de Montjuic, cerca del
castillo.
Y es que con Gala nunca se acababan los temas de conversación.
Pasábamos de hablar de la universidad como de nuestro futuro o de lo que
hacíamos de pequeños, jamás nos callábamos. Con ella podía ser yo, el
chico que nació tímido, que era una bola y al que el deporte transformó en
alguien disciplinado y respetuoso. Entonces me acordé de cómo me había
comportado con Marta al inicio de la carrera y, a pesar de que fue un interés
mutuo, yo no era así. Tardé en darme cuenta de que aquella relación no me
llevaba a ninguna parte, admitiendo que prefería estar solo.
Antes de embarcarnos en la subida, compramos más cervezas para
beberlas mientras contemplábamos cómo se ponía el sol, haciendo aquel
momento un poco más mágico.
—Estoy nerviosa —confesó Gala mientras miraba al horizonte.
—Ya verás, será el viaje de nuestra vida.
—Lo sé, estoy como loca con ello. Llevo mucho tiempo soñando en
hacerlo y, joder, mañana es el gran día —siguió diciendo—. Tampoco pensé
que lo haría acompañada, y debo confesarte que al principio no me
entusiasmaba la idea, pero… no sé, te has vuelto alguien esencial.
—Para mí también, Gala.
Y un impulso me empujó a hacer algo que durante todo ese tiempo me
reprimía. Tal vez la belleza y la cantidad de alcohol que se respiraba entre
nosotros me ayudó a dar el paso. Al cuerno, necesité hacerlo. Nos
estábamos mirando a los ojos y, su color gris, me pedía a gritos estar más
cerca de ella. Fui aproximando mi cara, posé mi mano izquierda en su
mejilla y la besé; mi cuerpo se agitó entero. El estómago era un coladero y
el corazón se me iba a salir del pecho. Los sentimientos que tenía hacia ella
eran tan reales que ya no podía seguir evitándolos, sería un crimen hacerlo.
Ella correspondía mi beso, y me afirmaba que ella también lo deseaba. La
abracé con fuerza hacia mí y nuestra unión subió de intensidad. No quería
que aquello terminara, pero el sol nos iba dejando y la oscuridad que
envolvía a la luna nos invitaba a buscar otro cobijo. Desde aquella zona
teníamos un buen rato hasta casa, y era consciente de que se rompería el
ambiente que habíamos creado. Pero la memoria jugó a mi favor. Tenía las
llaves de un sitio que, a esas horas, estaba cerrado al público y nos daría la
intimidad que necesitábamos.
Sin soltarnos de la mano y sin dejar de besarnos, llegamos hasta las
piscinas Bernat Picornell. En aquellos años trabajando como monitor y
socorrista me dio tiempo de sobra a conocer todas las instalaciones, a cómo
se ponían en marcha y, sobre todo, a desenchufar la alarma. Era algo vital si
no quería liarla parda.
—Nos van a pillar… —me repetía constantemente.
—Tranquila, conozco a Guzmán, el encargado de seguridad, y me debe
más de un favor.
—Joel…
—Gala… —me puse delante de ella y rodeé su cara con mis manos—,
ahora mismo lo quiero todo contigo.
Y la volví a besar. No dejamos de hacerlo hasta que llegamos a la piscina
descubierta, donde solo activé unas pocas luces para no llamar la atención
del exterior. Nos reíamos, nos volvíamos a besar, a abrazar, acariciar… mi
cuerpo la necesitaba. Colé una mano por debajo de su blusa y, sin querer
producir esa reacción en ella, se encogió y me empujó a la piscina.
—¡Eh! ¡Eso es trampa! —le dije en cuanto salí a la superficie.
—Creo que necesitabas refrescarte un poco, ¿no crees? —soltó con una
sonrisa.
Entonces lo que hizo a continuación no me lo esperaba. Se tiró a la
piscina con una sonrisa enorme para venir en mi busca. Seguimos
besándonos y aquello cada vez iba a más. Me despojó de mi camiseta
empapada y la lanzó fuera de la piscina, yo no tardé en hacer lo mismo con
ella. Nos fuimos desnudando poco a poco, disfrutando de cada momento.
Escogiendo bien cada movimiento como si fuera a ser el último. Tuve la
sensación de que ella y yo nacimos para estar juntos. Su cuerpo desnudo
contra el mío me otorgaba una sensación que jamás había experimentado.
Con Gala no solo era deseo sexual, porque lo era todo.
Creció en mí la necesidad de tenerla entre mis brazos, de no dejar de
besarla, de hacerle el amor, paladear el sabor de su piel, sentir sus jugosos
labios en mi cuello y notar la intensidad con la que me miraban aquel par de
ojos grises. Me había vuelto loco por ella, y ya no había marcha atrás.
Cuando salimos del agua fui a la zona de empleados para abrir mi taquilla.
Guardaba un par de toallas que nos irían bien, pero la estampa que me
encontré cuando volví no la olvidaría jamás: Gala con el pelo empapado
cayendo por su espalda y abrazada a su cuerpo desnudo, sentada en el suelo
de la piscina; dejándome claro que era la chica más bonita que había visto
en mi vida. Me acerqué a ella para darle la toalla para que se cubriera con
ella. Después se limitó a observar hacia el cielo e hice lo mismo al sentarme
a su lado. Las estrellas se dejaban ver un poco, a pesar de la luz que había
en la ciudad. Nos tumbamos para contemplarlas mejor y…
—Me gustas mucho, Gala —confesé.
Su respuesta llegó en forma de sonrisa y en acurrucarse más a mi lado. Su
mano jugueteaba en mi cuello y se deslizaba hacia el pecho. Además de que
estaba observando el cielo, podía sentirme en él. Pero es que su mano fue
bajando cada vez más hasta que…
Volvimos a hacer el amor. Sabía que no había tenido muchas relaciones y
me impuse la cautela, quería que se sintiera especial aquella noche, pero
tenía tanta iniciativa que ambos no tardamos en dejarnos llevar. Porque
sentirla fue algo excepcional, y podría vivir eternamente en ella. Creamos
un enlace químico tan fuerte durante la carrera que acabó resultando que
nuestro tipo de enlace era producto del amor.
Gala no era ninguna Barbie, y tampoco quería que lo fuera, ella era
mucho más que una preciosidad: era inteligente, divertida, apasionada, con
luz propia, lista, sensata, paciente… Durante los años de grado di la imagen
de chico despreocupado y superficial, pero yo no era así. Ella siempre vio
quién era en realidad.
—Joel, es tardísimo —dijo ella cuando consultó su teléfono—. Todavía
tengo que terminar de meter cosas en la mochila, mañana salimos.
—Cierto.
Nos pusimos como pudimos la ropa empapada y salimos de allí dejándolo
todo como nos lo habíamos encontrado. El trayecto se me pasó volando, a
pesar de que alargué un poco más aquella noche acompañándola a su casa.
Me costó horrores despedirme de ella, y eso que en cuestión de horas
poníamos rumbo hacia Europa, pero al fin ella cerró la puerta y yo
emprendí el camino a casa para terminar de cerrar mi mochila.
Durante el paseo hasta casa consulté mi teléfono móvil, sorprendiéndome
de la cantidad de llamadas perdidas de mis padres, amigos de Gerona y de
Laia. También tenía muchos mensajes, pero uno de ellos me obligó a tener
que llamar a una de esas personas a aquellas horas; era de vital importancia.
Gala
Sentir

Al lunes siguiente de aquel loco fin de semana recibí un mensaje de Joel al


mediodía, siendo un mensaje claro y directo: «Llevo todo el día con un
dolor de espalda tremendo, no solo me debes un Caffè Mocha con un
montón de nata por encima, sino también lo que tenga más azúcar del
mostrador». No pude evitar sonreír, porque trajo a mi memoria el inicio de
nuestra historia.
No le contesté. Intenté evitar la respuesta, porque me daba miedo lo
mucho que me apetecía hablar con él y saber, de sus propias palabras, lo
que había sido de él todo aquel tiempo. Sandra, en su momento, me hizo un
breve resumen, pero se me quedó confuso y, siendo sincera, no la vi muy
interesada en explicarme su vida. Ella era así, cuando creía que no te hacía
bien algo, no hablaba de ello para no causar más daño. Pero empezaba a
tener la sensación de que debía ser yo la que resolviera esos conflictos y,
después de aquel fin de semana, me quedó claro que debíamos solucionar
nuestros asuntos pendientes. Había que dejar atrás para poder mirar al
futuro sin rencores, o al menos eso era lo que intentaba decirme de camino
a casa de Ana. Habíamos quedado para tomar un café en casa de ella y la de
mi hermano, para hablar sobre la revelación que nos hizo el fin de semana.
Después de aquello nos quedamos todos descompuestos.
Mi hermano Salva no estaba en casa, y Ana me abrió la puerta mucho más
tranquila que cuando la dejamos el día anterior. Había preparado bizcocho y
café, y no tardó en servirme una taza y un trozo de ese delicioso manjar que
había preparado. Olía toda la casa a dulce.
—¿Estás mejor?
—Pues, te parecerá extraño, pero sí —contestó—. Es como si me hubiera
quitado un peso de encima contándolo.
—Ana…, lo siento mucho —me disculpé con angustia en la garganta—.
Siento no haber estado a tu lado, no insistir más en ese cambio repentino
que diste. Pensé que al haber terminado tu relación con… —evité su
nombre, no se merecía ni ser pronunciado—, necesitabas tu espacio y…
—Gala, tú no tienes la culpa de lo que pasó. Yo tomé la decisión de
llevarlo en secreto.
En ese momento Sandra picó a la puerta y apareció en escena llenándolo
todo de energía y de color, abrazando a Ana con tanta fuerza que, de seguir
apretándola así, corrían el riesgo de llegar a fusionarse.
Estuvimos charlando de lo que le sucedió a Ana, dejándole a ella todo el
protagonismo para que nos explicara cómo fue el proceso, respetando sus
tiempos y sus suspiros. Aquello le dolería siempre; algo que, como nos
explicaba, la marcó de por vida. Nos relataba el momento en el que se lo
explicó a sus padres, con el apoyo constante de mi hermano detrás y todo el
proceso judicial que se inició de forma íntima. Lo último que quería nuestra
amiga era ser la comidilla del barrio, que llegara a oídos de todo el mundo y
la señalaran por la calle. Porque esa era la realidad: una sociedad que culpa
a la víctima, que recurre fácilmente a marcarla como responsable por no
darse cuenta del tipo de chico con el que se había juntado, o por no dejar
antes esa relación tóxica. Son argumentos que no sirven para nada, solo
para demostrar el tipo de adoctrinamiento encubierto que existe.
Acabamos llorando las tres, abrazándonos y confesando lo mucho que nos
queríamos. Porque sí, habíamos vivido separadas muchos años, y en ese
transcurso la distancia nos había hecho mella, pero volver a estar allí con
ellas nos hizo recobrar esa relación que teníamos. Eran mis mejores amigas,
y se podía tener más de una, porque las consideraba vitales para darle
sentido a la persona en la que me había convertido. Nos teníamos que
perdonar infinidad de decisiones que tomamos en el pasado, pero supimos
dejarlas atrás, nos comprendimos la una a la otra, dándole más importancia
a querer estar de nuevo juntas y a recuperar el tiempo perdido.
—Pero supe encontrar la paz —comentó Ana—. Todo esto —dijo
señalando al piso que compartía con mi hermano—. Es lo mejor que me ha
pasado nunca.
—Ya, ya, y de eso tenemos que hablar —sugirió Sandra—. ¿Cómo
cojones te acabaste ligando al hermano buenorro de nuestra amiga? En
serio, necesito saberlo en algún momento de mi vida.
—¿Creéis en el destino?
Sandra y yo contestamos a la vez, pero una respuesta totalmente opuesta.
Ella lanzó un sí enorme mientras que yo respondí con un no pequeñito. Se
me quedaron mirando escépticas.
—¿Dónde quedó esa chica que leía sin parar? —preguntó Ana—. La que
creía en esas historias de amor y fantasía, ¿qué ha pasado con ella?
—Que la ha poseído el escepticismo científico —contestó Sandra por mí,
ahorrándome tener que dar una respuesta.
Hubo una época en la que creí en el destino, una en la que infinidad de
historias pintaban mi vida y me apoyaba en la fantasía para no morir de
cruda realidad, pero esa niña quedó atrás. La dejé en Barcelona el día que
emprendí ese viaje, y que no volvería a reencontrarme con ella hasta el día
que entré de nuevo en la que fue nuestra habitación. Seguía allí en toda su
esencia, intentando volver a mí, pero no podía dejarla entrar. No si quería
seguir con la vida que me había construido en Copenhague. Aquella
escapada ya estaba causando algunos estragos sobre la persona que me
empeñé en ser.
¿Y era eso bueno? Después de saber todo lo que le había pasado a Ana me
di cuenta de que nuestra vida puede dar un giro en cuestión de segundos,
destrozándolo todo por completo. Ella tuvo que volver a reconstruirse pieza
a pieza, sacando una fortaleza que la empujó mirar solo hacia delante. Yo,
sin embargo, me había limitado a darle la espalda a todo, a no querer
afrontar ni admitir que la vida estaba en constante movimiento y que nos
afectaba, que no podíamos permanecer escondidos eternamente.
—Tierra llamando a Gala —bromeó Sandra—. ¿A dónde ha ido esa
cabeza loca?
—Me puedo hacer una idea… —soltó Ana.
—¿Sí? Yo también, solo me ha hecho falta este fin de semana para darme
cuenta —aseguró Sandra.
—¿Qué estáis insinuando? —pregunté molesta.
—Se mascaba la tensión cada vez que estabais cerca —confesó mi
cuñada.
—Y cómo le dejaste la espalda, tía… Te pasaste tres pueblos. Al menos te
quedaste a gusto, ¿no?
—Fíjate, no. Si pudiera le volvería a vaciar un cargador entero —escupí
sin pensar. Siendo esa la verdad más pura que soltaba por la boca desde
hacía tiempo.
De poder tener dicha oportunidad no la desperdiciaría; cogería de nuevo
el arma y descargaría todos esos proyectiles hacia él. Me desprendería de
toda la rabia, el rencor, de cómo tomó él solo la decisión de fastidiarlo todo,
de sentirme utilizada a su antojo, de encandilarme como a una tonta…
—A eso le llamo yo sentir —añadió Sandra—; desde que has llegado solo
me he topado con una Gala fría, inexpresiva, ausente… y, la idea de
vengarte de él de la forma que sea hace que estés viva, que vuelvas a ser la
de antes. No quiero meterme en tus asuntos, pero…
—Exacto, son mis asuntos, Sandra —aclaré sin dejarla terminar. No
quería oír lo que tenía que decir, porque sabía que, muy en el fondo, tenía
razón.
Para mi suerte Salva llegó al piso, y nos encontró a las tres en la mesa del
salón. Paró en seco y se nos quedó mirando serio, como si aquello le
sorprendiera o fuera nuevo. Aunque entendí su reacción, jamás habíamos
estado en su piso las tres juntas.
—Uy, reunión de pastoras, ovejas muertas… —soltó para romper el hielo
mientras se acercaba a Ana y le daba un fino beso en los labios.
Aquel gesto me pareció de lo más tierno. La forma en la que se miraban y
se dedicaban alguna caricia me hacía feliz, aunque también me transmitía
melancolía. Pero este sentimiento venía desde el más puro egoísmo; porque
yo anhelaba esa complicidad.
—¿Os quedaréis a cenar? —preguntó Salva.
Tanto Sandra como yo nos negamos, yo quería dar una vuelta por la
ciudad mientras charlaba un rato con Sten y mi alocada amiga quería
reunirse con su futuro marido. Pero antes de salir mi hermano me acompañó
a la puerta y no pude evitar abrazarle. Le agradecía muchísimo todo lo que
había hecho por Ana, la forma en la que la ayudó de forma desinteresada y
la dejó entrar en su vida, enamorándose de ella hasta las trancas.
—Gracias —susurré rodeada entre sus brazos.
—Enana, hiciste bien avisándome este fin de semana. ¿Y tú? ¿Cómo
llevas lo de vivir con aquel par de adolescentes?
—Bueno, lo voy llevando mejor. Sobre todo, después de la charla que
tuvimos al principio.
—Me alegra oír eso —dijo deshaciendo nuestro abrazo—. Oye, tengo que
ir a encargar el ramo para el cumpleaños de la abuela, había pensado que
querrías formar parte de algo así, ¿te apuntas?
Me lo quedé mirando y supe que no podía negarme, así que le respondí
con un ligero movimiento de cabeza. Tenía que empezar a aceptar que mi
familia se merecía esa segunda oportunidad, por muchas cosas que se
hubieran dicho y hecho en el pasado.
—¿Bajas o no? —interrumpió Sandra delante del ascensor.
Le dije que sí para, a continuación, darle dos besos a mi hermano y
meterme en el ascensor con aquella loca. En cuanto se cerraron las puertas
me arrepentí de haberlo hecho.
—Gala, ¿sigues sintiendo algo por Joel? —preguntó a bocajarro cuando
nos quedamos solas.
—¿A qué viene eso? ¡Claro que no! —contesté indignada apretando el
botón de la planta baja muchas veces.
—Por más que lo aprietes va a bajar a la misma velocidad —escupió—.
En serio, tía, contesta.
—Sandra, tengo mi vida en Copenhague, mi carrera, el trabajo —enumeré
—, y mi pareja.
—Ya… Mira, bonita, nos conocemos desde que llevamos pañales, y de
verdad, no tengo nada en contra de Sten, sino todo lo contrario, me parece
un chico estupendo y adorable, pero después de verte con Joel este fin de
semana, y palpar la tensión que había entre vosotros dos, sé de sobra que
sigues sintiendo algo por él.
—Estás loca. ¿Qué me estás intentando decir? Sandra, mi vida está muy
centrada ahora mismo, no quieras desestabilizarme.
—No, yo no hago nada, solo decirte lo que hemos visto todos durante este
fin de semana —ratificó a la vez que las puertas del ascensor se abrían
delante de nosotras y salía de allí con la determinación que tanto la
caracterizaba.
Caminé tras ella e intenté acelerar el ritmo para ponerme a su altura.
—Me ha escrito un mensaje —informé—, me ha dicho que quiere hablar.
—¿Y qué le has contestado? —preguntó a la vez que paraba en seco para
mirarme.
—No le he contestado.
—Joder, Gala, ya no tienes veintidós años para salir corriendo y huir de
todo. Tenéis que hablar, solucionar lo que hubo en el pasado. Vas a ser una
de mis damas de honor, y él el padrino de boda. Por favor, no quiero que
haya situaciones incómodas. Y sí, es un poco egoísta lo que te estoy
pidiendo, pero no me gustaría que pudiera repetirse una escenita como la
del paintball.
—Sandra, ¿vas a poner pistolas de pintura en la ceremonia?
—¡No!
—Pues entonces puedes estar tranquila.
—Gala, si no existieran sentimientos por él no tendrías ningún problema
en mantener esa conversación y firmar una tregua.
Ahí tocó hueso. Me molestó mucho que hiciera aquella suposición, así
que me despedí de ella rápido en la boca de metro e hice lo que mejor se me
daba hasta la fecha: evitar situaciones y conversaciones que me
incomodaban. Bajé al andén y me senté en el banco, quedaban todavía dos
minutos para que llegara el metro, así que saqué el móvil y miré el mensaje
que me había enviado, valorando si debía contestar o no. Rememoré lo que
vivimos aquella noche, todo lo que llegué a sentir y, siendo sincera, lo que
jamás volví a experimentar después. Porque llegué a sentir emociones
indescriptibles. Él era la única persona con la que hice cosas que jamás
imaginé, alguien al que amé con locura. El que con solo una mirada, sonrisa
o su mera presencia me hacía feliz. Y justamente eso es lo que nunca pude
olvidar.
Volví a mirar la pantalla que indicaba el tiempo que quedaba hasta que
llegara el metro, y tan solo quedaba un minuto. Volví a mirar la pantalla y,
sujetándolo con ambas manos, decidí echarle valor por una vez en la vida.
Escribir una respuesta no era lo difícil, lo complicado era enviarlo.
Gala
Dame un solo motivo entre
millones

Junio de 2016

Al fin, el día que llevábamos tanto tiempo esperando, había llegado. Estaba
a punto de cumplir el objetivo que me había propuesto años atrás. Un sueño
que, al principio, creía inalcanzable por todos los altibajos que había vivido
durante los primeros años de carrera. La separación de mis padres me afectó
de pleno, y tuve que hacer auténticos malabarismos los dos años siguientes,
pero, como por arte de magia, todo empezó a coger forma y a tomar una
nueva normalidad. Ascendieron a mi padre, así que empezó a deshacerse de
la deuda tan grande que sostenía en sus espaldas, y mi madre hizo todo lo
posible para recuperar el fondo de ahorro que había destinado para mis
estudios. Estaba decidida a pagar todas las cuotas universitarias, de la
misma forma que habían hecho con Salva. Era lo justo, según decía ella.
Yo, sin embargo, no lo creía necesario. Había sido capaz de mantener aquel
frenético ritmo de vida, porque entre todos me ayudaron a ser capaz de
conseguirlo. Mi hermano me dejaba respirar en casa, Natalia me cubría en
el trabajo y Joel, con su gran habilidad para explicar el temario, me daba
estabilidad en los estudios.
Años en los que había crecido en todos los aspectos, y que en ese
momento ratifica que me había ganado aquel sueño. Aunque jamás pensé
que lo haría en compañía, y menuda era…
Apenas pude pegar ojo, porque no podía dejar de pensar en él. Recreaba
en mi memoria el mejor beso que jamás había dado y que me habían dado.
Un gesto que, de forma inconsciente, llevaba esperando desde el primer día
que entró en la cafetería, y probar esos labios que formaban la sonrisa más
verdadera y perfecta que ningún ser humano más podía mostrarme. Sí,
estaba enamorada; muy enamorada, de hecho. Notaba cosas que no había
experimentado con nadie, comprobando que fue lo mejor que había hecho
nunca. Joel fue delicado, especial y único. Podía sonar a tópico, pero era la
pura realidad. Él rompió con la jaula que creía que teníamos mi hermano y
yo, porque logró que me enamorara de él sin remedio y ya no había vuelta
atrás.
El despertador sonó a las cinco de la mañana y fui directa a la ducha. Mi
madre y mi hermano se habían levantado para desayunar conmigo y
despedirme hasta septiembre. Nos esperaban tres meses intensos.
—Te echaré de menos, enana —murmuró mientras me pasaba un brazo
por los hombros.
—Y yo, Tete.
Me abracé a él. Sabía que cuando volviera en septiembre ya no estaría en
casa. Al fin consiguió un piso de protección oficial, y se le veía muy
ilusionado. Yo, sin embargo, lo echaría muchísimo en falta. Era toda mi
vida compartiendo aquella vida con él. Incordiando, cotilleando…, pero
siempre fiel y protector. Él también había cambiado durante aquellos años
y, a pesar de que se le veía roto por dentro, aguantó como una roca todos los
obstáculos que se nos plantaron por delante. Sería muy extraño estar en casa
sin su presencia, pero así era la vida, ¿no?
Bebimos café, comimos tostadas y, mi madre, me dio una bolsa llena de
provisiones para el tren camino a Francia. Después, sin alargar mucho el
momento, me despedí de ellos. Con alegría y melancolía. Nunca antes había
estado tanto tiempo sin verlos, pero me moría de ganas de realizar aquel
viaje.
De Sandra y Ana me despedí por todo lo alto días atrás, en el bar de
siempre. Cenamos juntas y nos dimos millones de besos y abrazos. Se me
rompió el corazón, pero sabía que volveríamos a juntarnos.
Me iba un poco preocupada, porque sabía que lo estaba pasado
excesivamente mal por su ruptura con Hugo, pero llevaba unos días un poco
más animada. Así que me conciencié que volvería a verlas a la vuelta, como
a todos los demás.
Pero al que realmente tenía ganas de ver era a Joel. Quería besarle,
abrazarle… Iba a ser una experiencia única.
Nuestro momento.
Lo que creí que sería maravilloso se iba a multiplicar gracias a su
presencia, porque las ganas por vivir todo aquello con él me provocaban
una dulce ansiedad que me agitaba de pies a cabeza. Me vi reflejada en el
espejo del ascensor con una sonrisa enorme, la típica de una chica que está
enamorada hasta los huesos.
Cogí el metro hacia la estación de Sants y, una vez allí, fui al andén donde
se encontraba el tren que nos llevaría a nuestra aventura. Miré a mi
alrededor para ver si localizaba a Joel, pero todavía no había llegado. Saqué
mi móvil y vi que tenía tres llamadas suyas. No tardé en llamarle.
—¡Ey! Estoy en el andén.
—Gala…, lo siento —dijo con la voz entrecortada. Una oleada de sudor
frío me invadió desde la cabeza hasta la punta de los pies. El agradable
nerviosismo que sentí minutos antes, se había convertido en una ansiedad
amarga—. No voy a poder coger ese tren.
—¿Qué? ¿Te estás quedando conmigo?
—No…, perdóname, de verdad. Estoy de camino a Gerona porque…
—¡¿Cómo?! —interrumpí—. ¿Me estás dejando tirada?
No podía estar pasándome algo así. Debía tratarse de una broma. Volví a
mirar hacia los lados, convencida de que todo aquello formaba parte de un
juego. Pero allí no había ni rastro de él.
¿Qué estaba sucediendo?
¿Por qué tenía que pasarme algo así a mí?
—No, Gala, no… Es más jodido de lo que crees.
—Has jugado conmigo, Joel. No me esperaba esto de ti —solté enfadada.
—Espera, no, deja que te lo explique.
—El resultado será el mismo, no pienso perder ese tren. Voy a subir —
concluí con la ira apretándome la garganta.
—Debes cogerlo, no quiero ser el responsable de que no cumplas tu
sueño. —Hizo una pausa y noté que su respiración era agitada—. Gala…,
créeme, preferiría estar allí contigo, pero ahora no puedo ir. Laia me llamó
anoche y…
—¡¿Laia?! ¡¿Tu ex?! —respondí enloquecida, provocando que me
bloqueara ante su confesión.
—Me necesita, está enferma, Gala. No puedo dejarla ahora…
—No vuelvas a acercarte a mí, Joel, jamás.
—No, Gala, no… no me dejes así, deja que te lo explique.
—No hay nada que explicar. Está todo dicho. —Fui implacable.
Aparté el móvil de mi cara y, mirando la pantalla, colgué la llamada.
Me quedé inmóvil en el andén, con la pesada mochila colgando en la
espalda y el billete de tren en la mano. Miré la información del tique y fui
en busca de mi asiento reservado con determinación. Cuando lo localicé caí
a plomo, lista para arrancar a llorar. Una mezcla de ira y tristeza habían
hecho un cóctel explosivo que me nublaba la razón.
El móvil no dejó de vibrar desde que corté la conversación. Era él, pero
me volví tan loca que bloqueé su número. Así, de sopetón, sin pensármelo
dos veces. Entré en las aplicaciones de mis redes sociales e hice lo mismo.
Él había tomado la decisión de dejarme plantada en el tren, así que yo
decidí apartarlo a golpe de clic. Necesitaba, más que nunca, poner tierra de
por medio. Evitar a toda costa que esas vacaciones se contaminaran por lo
que me acababa de hacer.
No podía dejar de llorar, y apenas fui consciente de que el tren llamaba a
los últimos pasajeros para que tomaran su asiento. En breves instantes
cerraría las puertas y emprendería la marcha hacia su destino. El que se
suponía sería nuestra dirección, pero en el que me encontraba, una vez más,
sola. Un sueño que nació en la soledad de mi habitación y que me animé a
compartir.
El móvil volvió a vibrar, pero la que me llamaba aquella vez era Sandra.
—Gala…, ¿estás bien?
—No.
—Escucha, he hablado con él y…
—No quiero saber más —la interrumpí—. Él ha decidido quedarse, y yo
irme. No hay más que hablar.
—Te arrepentirás, escúchale. Me ha dicho que en cuanto esté libre se
encontrará contigo en la ciudad que estés, aunque sea una semana. Es
jodido, de verdad.
—No, ahora no es el momento, no quiero empezar así mi viaje. Se
suponía que iba a ser algo espectacular y único, y está empezando de la
peor manera que podía imaginarme.
—Lo sé, tía, y te entiendo… No te cierres en banda y escucha. Disfruta lo
que estás a punto de vivir, ya sea sola o acompañada, pero vive. Joel es muy
buen tío, y lo sabes, si se ha marchado es por una causa mayor.
—Porque su ex necesita ayuda, ya me lo ha dejado claro, eso me deja a mí
en otra posición, en una menos importante para él. Anoche no parecía lo
mismo…
—Gala, entiendo que estés enfadada, que ahora estás en caliente, y que es
una putada lo que ha hecho, sí. Pero creo que no ha tenido otra opción.
—Ni yo tampoco. ¿Sabes por todo lo que he pasado estos años? Lo de mis
padres, la uni, el trabajo… que me haya enamorado de él y, en menos de un
día, me haga más daño que nadie. No, creo que no me merezco todo lo que
me ha pasado.
—Claro que no, pero joder, Gala, no te cierres en banda. Ojalá…
—Se acabó —solté cortando su insistencia—. Quiero hacer lo que me
propuse: desconectar, vivir, pasármelo bien, conocer ciudades, aprender… y
nadie va a estropearlo.
—Vive, Gala, nosotras te estaremos esperando a la vuelta. Te queremos.
—Y yo, Sandra. Cuida a Ana.
El tren avanzaba y mi aventura había comenzado con un tropiezo enorme.
Pero lo que yo no sabía es que iba a levantarme con más fuerza y energía
que antes.
Aquel viaje cambió mi vida, y en aquel momento yo no era consciente de
la importancia que tendría para mí. Estuve en París, Bruselas, Ámsterdam,
Berlín, Hamburgo y Copenhague. Conocí a muchísima gente, descubrí
rincones maravillosos y, ciudad a ciudad, experiencias para inmortalizar en
mi diario de viaje. Cada capital me dejaba huella, pero solo una logró
hacerme sentir como en casa: sus canales, su gente, su comida, sus casas
coloridas, una ciudad con tanta luz… En aquella urbe mis problemas del
pasado dejaron de existir, y el nombre que atormentaba mi cabeza a todas
horas iba disipándose con el tiempo. La añoranza, la tristeza y la distancia
eran palpables, pero ya no se atragantaban, porque eran ingredientes que se
maceraban con la ilusión, la curiosidad y el aprendizaje diario.
Copenhague se convirtió en mi nuevo hogar, uno que lloró mis penas y
me ayudó a olvidar.
Joel
La tregua

No fueron mis mejores días como profesor. Estuve disperso y dubitativo.


Además de lo mucho que me dolía la espalda cada vez que la apoyaba, y
eso solo hacía que me acordara mucho más de ella. Porque verla de nuevo
no solo me hacía sentir esa atracción física hacia alguien, sino también toda
la oleada sentimental que cargaba desde el día que supe que la quería. Me
enamoré de ella con tanta intensidad que, desde el primer minuto, supe que
sería jodidamente irreparable. Ese amor fue tan fuerte que me destruyó por
completo, porque mis relaciones no fueron lo mismo. Y con Gala, solo con
el hecho de pronunciar su nombre, me volvía a latir el pecho entero. Revivir
ese amor jovial, inocente e inexperto. Muchas veces Mario me preguntaba
si tenía claros mis sentimientos, y siempre contestaba con evasivas, pero,
cuando me la formulaba a mí mismo, tenía muy clara la respuesta: llevaba
años sabiendo que nunca olvidaría a Gala Martí, y que nunca conocería a
otra chica que me hiciera sentir lo mismo que la noche que estuve con ella.
Recibí su respuesta el miércoles, mientras estaba realizando uno de los
últimos exámenes del curso a mis alumnos, sabiendo a quiénes tenía que
vigilar de cerca y a los que iban a bordar todas las respuestas. La muñeca
me vibró notificándome que había recibido un mensaje y, cuando vi su
nombre, no tardé nada en ir de forma precipitada hasta la bolsa y sacar el
móvil lo justo para que los chavales no me pillaran. Desbloqueé el teléfono
y, con un vistazo rápido, vi su tardía respuesta: «De acuerdo. A mí me va
bien cualquier día. El único requisito es que sea en cualquier Starbucks del
centro de la ciudad».
Mantuve la compostura, pero mi yo interior estaba dando botes de alegría.
No pude contestarle hasta hora y media más tarde, cuando todos los
alumnos habían finalizado la prueba y me encontraba solo en el aula. Mis
dedos volaban rápido sobre la pantalla, pero usé la cabeza antes que el
corazón, sin enviar la respuesta de forma precipitada. Tenía claro que esa
batalla la tenía perdida, porque me conciencié de que mi intención de
quedar con ella era para solucionar las cosas y explicarle, cuatro años más
tarde, lo que no me había dejado justificar. Ojalá hubiera sido todo distinto;
que ella me hubiera escuchado, reencontrarnos en una ciudad y pasar una
semana siquiera juntos, disfrutando de lo que podíamos haber sido ella y
yo. Ojalá hubiera vuelto de Copenhague, que me hubiera permitido
explicarme. Que me brindase una oportunidad. Que, de tener este presente,
no tuviera tantos compromisos. Ojalá no hubiéramos perdido a Pau, porque
él me haría ver las cosas de una manera distinta a la que lo hacían los
demás…
Le contesté en cuanto llegué a la sala de profesores, donde le indiqué que
el viernes sobre las cuatro de la tarde me iba perfecto, que podíamos vernos
por Plaza Universidad. Contestó con un breve: «OK» y cada uno continuó
con su vida hasta ese día. Aunque sabía que yo sería incapaz de quitármela
de la cabeza, y a medida que se acercaba el día los nervios no me permitían
dar pie con bola. En cuanto se lo comenté a Mario el jueves por la tarde,
bañando mis penas y sus alegrías con cerveza, me arrepentí al instante de
estar desahogándome con él, porque aquel pendejo seguía insistiendo en
que debía decirle lo que sentía.
—Huevón, debes pensar por ti.
—Y lo hago, no puedo llegar ahora y decirle que sigo enamorado de ella
como un loco.
—¿Por qué no?
—Joder, Mario, ella tiene pareja —insistí—. Su vida está fuera de aquí,
yo no entro en su ecuación.
—Güey, entre ustedes se pudo respirar pura química —aseguró—, creo
que no pierdes nada diciéndole que estás enamoradito perdido. Solo
imagínalo; podrías recuperarla o volver al punto de partida. ¿En serio eres
tan pinche cagado? Si no es correspondido ella se irá de vuelta a su ciudad y
tu seguirás como hasta ahora, pero si ella también lo está… Joel, amigo
mío, podrías ser el tío más feliz del mundo.
—Cómo se nota que vas a casarte en una semana, destilas azúcar pura, tío.
Me estás subiendo el nivel de glucosa.
—Oye, tengo que chacharear13 un rato, ¿te vienes o…?
—Me voy a casa, gracias por la birra.
Nos despedimos con un abrazo y me alejé de allí a paso ligero hasta la
moto. Cada vez que me subía en ella no podía evitar acordarme de Pau. En
las veces que le decía que corría demasiado, que era un cabeza loca y que el
día menos pensado tendría un susto. ¿Para qué dije algo? Al final acabó
sucediendo, y la responsabilidad me pesaba mucho desde que lo perdimos.
Con el paso del tiempo comprendí que yo no tenía el puño en el acelerador;
siendo él el único responsable del accidente. Él vivió su vida tal y como
quería, pero eso no quitaba que lo echara de menos, porque siempre sería
mi mejor amigo; aquel chaval al que conocí por Internet buscando piso en
Barcelona, sus experimentos culinarios, las parrafadas filosóficas que se
marcaba cuando bebía y, sobre todo, sus consejos inesperados y sanadores.
Aún recuerdo la noche que volví al piso y le expliqué que me había
enamorado de Gala hasta el tuétano, siendo consciente de que él lo había
intentado con ella y no resultó bien el primer año que nos conocimos. Me
demostró lo buena persona que era en cuanto me mostró que se alegraba por
nosotros y, ante los problemas que surgieron después, intentó apoyarme en
todo y no me dejó decaer, convirtiéndose en el hermano que nunca había
tenido.
Conduje hasta el piso. Subí para dejar el casco y coger la bolsa de deporte
para ir a entrenar un rato. Caminé hasta las instalaciones deportivas del que
era mi barrio desde hacía dos años y, veinte minutos después, ya estaba
acumulando largos en la piscina. Noté que iba más rápido de lo normal y
que eso era producto de los nervios que me provocaba ver a Gala al día
siguiente. Aquel día ni el agua fue capaz de arrebatarme esos pensamientos
que no dejaban de merodear por mi cabeza, torturándome sin parar. Por
suerte, al llevar la sesión de entramiento al extremo, caí rendido con
facilidad al sueño en cuanto me tumbé en la cama.

Pasé toda la mañana lectiva distraído, y los chavales lo notaron. Aquel día
les abrí un poco el grifo y dediqué la hora de Química para resolver dudas
para la temida evaluación final. Así me libraba de tener que explicar toda la
hora.
—Profe, el otro día leí por Internet que los plátanos son radiactivos, ¿eso
es verdad? —preguntó uno de ellos.
—¿En serio? No pienso comer más plátanos en mi vida —respondió otra.
—A ver, la respuesta es sí —contesté—. Pero como las nueces, las judías,
las pasas…, porque contiene un porcentaje determinado de potasio, pero es
una cantidad tan insignificante que no es nociva para la salud. Pero no hay
que dejar de consumirla, ya que el potasio es el tercer metal más frecuente
en nuestro cuerpo. ¿Te sirve la respuesta, Toni?
—Es decir, nos estamos inmunizando a la radiación —soltó
provocándome una sonrisa.
—No, porque está en dosis tan pequeñas que apenas afecta a nuestra salud
—expliqué de otra manera—, no confundas lo que pasó en Chernobyl con
comerte un plátano cada día. Tu madre no vería bien que dejaras de
comerlos, pero sí que vería mal que quisieras irte de vacaciones a Prípiat.
Aquella respuesta le gustó más, y me di cuenta de la razón que tenía
Einstein cuando dijo que no entiendes realmente algo a menos que seas
capaz de explicárselo a tu abuela.
—¿Y los neutrinos? ¿Es cierto que podremos viajar al pasado? —aquella
vez la pregunta provenía de una de las alumnas más aplicadas.
—Bueno, yo soy químico, no físico, pero aún se me permite hablar un
poco de la Teoría de la Relatividad, intentaré ser breve y claro —
especifiqué—; imagina una máquina que lanza pelotas de tenis, pero con la
característica especial de que siempre salen disparadas a 300km/h, como la
luz. Esta primera idea es simple, pero imaginad que esa máquina, además,
se instala en un AVE que circula a 150km/h hacía una estación concreta. —
Realicé una pausa mirando sus caras para comprobar que me seguían—. Un
kilómetro antes de llegar, y a las 12 en punto, lanza una pelota hacia una
ventana de la misma. El jefe de la estación observa cómo la pelota sale a
300km/h, y por tanto rompe el cristal 12 segundos más tarde. Sin embargo,
para el maquinista del AVE, que es el que ha lanzado la pelota, y
simultáneamente ve cómo se acerca a la estación a 150km/h, observará
cómo la pelota rompe el cristal 8 segundos después del lanzamiento.
—Hostia, profe, me he perdido hace rato —aseguró Toni.
—A mí me acaba de estallar una neurona —soltó Claudia.
—Entonces, ¿sería posible viajar en el tiempo? —volvió a insistir mi
alumna preferida.
—Sara, lo que no todo el mundo sabe es que las vías de investigación que
se abrirían sobre los neutrinos estarían relacionadas con el viaje al pasado
de la información, no de la materia. En pocas palabras; recibiríamos
mensajes, pero no objetos ni personas.
La campana sonó justo después de mi explicación, haciendo que todos
recogieran sus cosas más rápido que la propia velocidad de la luz de la que
habíamos hablado escasos segundos antes. Me senté en la mesa y fui
despidiéndome de ellos a medida que salían.
—Gracias por la respuesta, profe —agradeció Sara antes de salir por la
puerta—, por eso eres mi preferido.
—Vaya, me halagas —contesté—. Deja de ver Doctor who y estudia para
la evaluación final, anda.
Era increíble la sensación de tranquilidad que te transmite un aula vacía y
en silencio. En esos momentos era cuando me daba cuenta de lo afortunado
que era por haber encontrado algo que me apasionaba. Di una vuelta por los
pupitres, nervioso por encontrarme con Gala de nuevo y, aquella vez, solos.
Sin nadie que nos interrumpiera. Sentía ansiedad por imaginarme por dónde
podía desviarse la conversación, si no habría silencios incómodos y, lo más
importante, si sería capaz de contenerme. Lo descubriría en poco rato y,
mientras comía algo rápido en la sala de descanso del profesorado, no
dejaba de darle vueltas, siendo el objeto de burla de mis compañeros.
—Te veo nervioso últimamente, ¿todo bien? —preguntó Estefanía, la
profesora de Inglés del instituto.
Teníamos casi la misma edad, y sería un necio si dijera que no sentimos
curiosidad el uno por el otro cuando empezamos ambos en aquel instituto.
Pero por aquellas fechas estaba con Olga, y con el tiempo me di cuenta de
que ni una ni otra podrían llenar el vacío sentimental que sentía tras la
marcha de Gala. Estefanía acabó convirtiéndose en una buena amiga tras la
muerte de Pau.
—Es por ella, ¿no? —soltó sin dudas.
—Sí, he quedado con ella para hablar esta tarde.
—Ay, Joel…
—No empieces tú también, ya tengo suficiente con Mario.
—Te arrepentirás, te conozco bien, sé que no le dirás nada y te quedarás
como un idiota mirándola y evitando confesarle la verdad.
—Solo quiero zanjar lo que pasó, que cada vez que me mire no le entren
ganas de dispararme un cargador entero de bolas de pintura.
—Eso ya lo hizo, ¿no?
—Bueno, pues cualquier otra cosa que sea acabar con mi integridad física.
—Más te gustaría a ti —susurró para que no llegara a oídos de Francisco,
el profesor de Castellano y el más cotilla del claustro.
Ni siquiera respondí, porque no podía negar lo evidente. Desde el día que
volví a verla fui testigo de lo mucho que había cambiado y, comprobando
desde mi propio criterio, que los años le habían sentado fenomenal. Joder,
que estaba cañón. Que me excité de una forma que no era normal cuando la
tuve tan cerca en la piscina el fin de semana, que pude tocar las estrellas
cuando se agarró a mí en busca de auxilio cuando la niña del exorcista
quiso atacarnos, y que su olor se había quedado retenido en mi memoria,
torturándome en la soledad de mi hogar.
—Ahora mismo me has dado una respuesta sin siquiera mover la boca. Ve
a por ella, Joel.
—No es tan fácil, Estef, ella tiene su vida y…
—¿Cómo eres tan pesado? Sé un cabrón por una vez en tu vida.
—Ya lo fui hace cuatro años con ella, aunque todo fue una cadena de
malentendidos que…
—Cobarde —zanjó sin dejarme continuar.
Negué con la cabeza dando por finalizada la conversación. Dar consejos
era sencillo, pero llevarlo a cabo era muy distinto. Estefanía notó que no
quería seguir hablando del tema, así que dejó de insistir. Me limité a acabar
de comer y darme cuenta de que era la hora de coger la moto para ir a mi
punto de encuentro con Gala. Tardé menos de media hora en aparcar por allí
y, como llegué diez minutos antes, decidí ponerme un poco de música para
relajarme un poco. Tenía las manos frías y temblorosas. Debía sosegarme, o
perdería los nervios y podía liarla parda. Tenía que contener mis
sentimientos y asegurarme de que no estropeaba la mínima convivencia que
debíamos tener ambos. La boda de Mario y Sandra sería la siguiente
semana y, si habíamos quedado, era para liberar tensiones.
Me quedé embelesado en un punto fijo de la vía hasta que alguien me dio
dos golpes suaves en el brazo. Era ella, y lo primero con lo que me encontré
fue con sus ojos, haciendo que tartamudeara como un chaval adolescente.
—Hola —saludó ella mientras yo me quitaba los auriculares. Se los quedó
mirando—. ¿Qué estás escuchando?
—Frank Carter and the Rattlesnakes —contesté.
—Suena bien.
Sufrí un déjà vu. Como si hubiera viajado al pasado, destrozando la teoría
que, horas antes, le había explicado a una de mis alumnas.
Ojalá volver a él.
Ojalá hubiera besado sus labios antes.
Ojalá poder hacer las cosas de otra manera.
Ojalá todo, pero con ella.

13 Expresión mexicana: realizar recados.


Gala
Hasta el anochecer

Nos quedamos allí plantados durante un rato, sin saber si saludarnos con
dos besos o, simplemente, movernos hacia el Starbucks más cercano. Al
final optamos por la segunda opción y, como bien me escribió en el
mensaje, le invité a ese Caffè Mocha y a un bollo recubierto de azúcar
glaseado por encima. Yo me limité a un café con leche de soja mediano,
porque tenía el estómago del revés por los nervios que me producía tenerle
delante de mí. Nos sentamos en una de las pocas mesas libres que había en
el local y se hizo el silencio, ese que tanto me aterraba.
—Bueno, pues aquí estamos —dijo incómodo.
—Sí —contesté en un hilo de voz que me obligó a aclararme la garganta
después.
—Hacía tiempo que no me tomaba uno de estos.
—¿En serio?
—Sí, creo que el último que bebí me lo preparaste tú —contestó sincero.
Y de que poco no se me sale el café de la boca como un aspersor. Su
respuesta llegó justo en el momento exacto que bebí un sorbo, creando de
nuevo esa tensión que tanto masticamos el fin de semana, y me arrepentí de
inmediato de haber aceptado quedar con él.
—La verdad es que cuando empecé a trabajar todo se volvió más
complicado y pesado, sobre todo cuando decidí sacarme el máster en
formación de profesorado. Así que apenas tenía tiempo para algo más que
no fuera trabajar y estudiar.
—Ya, yo acabé hace dos años uno sobre química analítica y gestión de
empresas industriales y, cuando lo terminé, estuve durmiendo casi tres días
seguidos.
—¿En serio? Yo solo recuerdo salir de fiesta con Pau aquel día y pillar la
borrachera más gorda de mi vida. Pero no creas que me acuerdo de algo
importante; solo de empezar a beber por la tarde y amanecer al día siguiente
durmiendo en el suelo del comedor los dos. Vaya resaca.
—Pau siempre igual —dije mostrando una sonrisa.
—Sí, cuando se juntaba con Julio se fusionaban, no había ni Dios que los
tumbara.
—Doy por hecho que vuestros planes salieron bien.
—Bueno, ya sabías que a Pau lo fichó una empresa muy importante de
informática y empezó a vivir la vida como nadie. A lo grande.
No pude evitar sonreír ante tal declaración, le animé para que siguiera
explicándome más sobre nuestro amigo. Hablar de Pau me reconfortaba.
—Ganaba un dineral y, aunque se volvió un poco loco, sentó un poco la
cabeza. Se pudo permitir alquilar un piso cerca del trabajo y comprarse la
peor moto para alguien que le gustaba tanto correr. Quitando eso, lo años
hicieron que se convirtiera en alguien único.
—Era único, sí.
—Y adquirió la habilidad de darte el consejo idóneo en el momento
perfecto. Le echo mucho de menos.
—¿Cómo fue? —pregunté con delicadeza mientras me apoyaba en la
mesa.
—No es algo que haya explicado mucho —confesó agachando la mirada
hacia la mesa, pudiendo percibir lo mucho que le dolía hablar de ese
momento de su vida—. Pero haré una excepción —indicó esbozando una
leve sonrisa—. Eran las seis de la mañana de un sábado, y el móvil empezó
a sonar sin parar. Me desperté de un bote, porque cuando el teléfono suena a
esas horas no puede ser algo bueno; con los años he podido comprobarlo —
aclaró torciendo un poco el gesto—. Me topé con la madre de Pau llorando
al otro lado del teléfono, y ahí deduje que algo terrible le había pasado. Se
lo encontró un hombre que iba de camino al trabajo, tirado en la cuneta y
sin opción a hacer algo por él. —Noté cómo se le quebraba la voz y las
lágrimas empezaron a inundar mis ojos—. Los días siguientes me volví
loco, no podía creerme que no volvería a verlo más, ni a salir en moto con
él de vez en cuando. Cada día tengo más claro que una parte de mí se fue
con él.
—Corría demasiado —añadí.
—Sí, se lo decía continuamente. Él no se merecía un final así, pero no me
quedó más remedio que aceptarlo. Su pérdida ha sido de las cosas más
duras a las que me he enfrentado, y aún no lo he superado. Cuando me
acuerdo del velatorio se me ponen los pelos de punta —indicó señalándome
el brazo y mostrando su vello erizado—, fue algo terrible, Gala.
—Me arrepiento tanto de no haber cogido un avión y presentarme allí…
—Hiciste lo mejor, en realidad —añadió—. Quédate con el recuerdo de
cómo era él, y no del ataúd donde acabó.
Y lloré. Porque a pesar de que Sandra me explicó el accidente y me
aseguró de que no hacía falta que fuera al tanatorio, yo debía de haber
estado allí.
—Lo quería mucho —contesté sincera—, era alguien tan respetuoso,
comprensivo y…
—Ya te dije que no debes sentirte culpable, él habría sido el primero en
comprender los motivos de tu ausencia.
—Me pilló justo acabando el máster, no tenía casi dinero y… —Me callé,
porque el último motivo no quería decirlo tan pronto.
Me lo quedé mirando y, solo con aquel gesto, comprendió que él fue uno
de los motivos por el que no me escapé a Barcelona para ir al velatorio de
nuestro amigo. Saber que podía reencontrarme con él fue la decisión
definitiva para no coger ese avión.
—Entiendo —murmuro agachando la cabeza—. ¿Te parece bien que
cambiemos de tema? Es que no es fácil hablar de él tanto rato, ya sabes…
—Claro. Al final te has hecho profesor, ¿no? Sabía que acabarías
enseñando, se te daba muy bien explicar.
—Sí, y en parte te hice caso, pero no fue hasta que empecé a trabajar en
un laboratorio. Odié ese trabajo al instante.
—¿Por qué?
—Me pasaba todo el día revisando resultados de lotes farmacéuticos,
durante ocho horas diarias, cinco días a la semana. Supe al instante que yo
no me había sacado la carrera para dedicarme a eso toda mi vida; así que
realicé el máster de profesorado y me convertí en profesor de Química en
un instituto de Bachillerato.
—Fíjate…
—Me encanta mi trabajo, la verdad. ¿Y tú? Veo que al final has
conseguido un buen trabajo ahí arriba. Eso dice mucho de lo tenaz que
siempre has sido.
—Sí, no ha sido fácil, pero ha valido la pena. Fue todo un reto, porque mi
nivel de danés era penoso —aseguré con una pequeña sonrisa—. Fue todo
un desafío trabajar, aprender danés, sacarme el máster e intentar encontrar
trabajo.
—¿Y te dedicas a ello plenamente?
—Sí, cuando terminé el máster me propusieron un proyecto de
investigación en la misma universidad financiado por una empresa privada,
así que me pasa como a ti; me encanta mi trabajo.
—Me alegró mucho saber que encontraste un buen trabajo.
—¿Te lo dijo Sandra?
—De vez en cuando preguntaba por ti, sí —confesó.
Volvió a crearse esa tensión entre nosotros que, a diferencia de otras
veces, empezaba a estrangularme más. El momento nos pedía abordar tener
aquella conversación que no tuvimos años atrás, el motivo real por el que
habíamos quedado, ni más ni menos.
—Gala, creo que ha pasado mucho tiempo y que, supongo, para ti forma
parte del pasado —empezó a relatar—; que tienes tu vida y que no es mi
intención perturbarte ni nada parecido, pero necesito ser yo el que te
explique lo que realmente pasó aquel día.
Cogí aire para hablar e interrumpirle, pero alzó sus manos lo justo para
indicarme que le tocaba hablar a él.
—No me silencies más, Gala, ya lo hiciste en su momento sin darme
opción a justificar el plantón al que te sometí —advirtió de carrerilla,
dándome cuenta de que tenía el discurso preparado—. No jugué contigo ni
me aproveché de la situación aquella noche, porque lo que sentí era muy
real, pero de camino a casa miré el móvil y tenía millones de mensajes y
llamadas de mi familia y de Laia. Supe que algo no iba bien y, cuando llamé
me informaron de que había sufrido una cardiopatía grave degenerativa, que
la habían ingresado y que solo quería que lo supiera. Iba a someterse a
cirugías, a un tratamiento que la dejó hecha trizas y…
—Tuviste que escoger —añadí.
—No, no escogí. No me quedó más remedio, Gala. —Soltó un suspiro al
final de mi nombre, y supe que aquello le costaba horrores, pero para eso
habíamos quedado, para dejar las cosas claras—. Con el tiempo he podido
entender que te enfadaras, pero no me diste opción a explicarte nada, a
escuchar la alternativa que había improvisado para poder hacer una
escapada juntos y…
—Decidiste por los dos, Joel —sentencié—. En ningún momento me
llamaste antes para explicarme que me iba a encontrar sola en la estación,
preferiste hacerlo solo y dejarme tirada. Eso es así.
—Sí, toda la razón. Pero era un niñato que no sabía cómo afrontar todos
los problemas que se habían abierto frente a mí. Cometí un grandísimo
error, pero no he tenido opción de enmendarlo. En estos cuatro años no he
visto ni una sola vez la oportunidad de explicarte yo mismo lo que en
realidad sucedió.
—Además de darme el mayor plantón de mi vida, ¿querías que tuviera
comprensión? Todo el mundo dice de ti lo servicial y generoso que eres,
pero conmigo solo fuiste egoísta.
—Joder, Gala, no… —lamentó—. Me arrepiento muchísimo de lo que
hice.
—¿Sabes cómo me quedé yo?
—Me lo puedo llegar a imaginar, incluso cuando me enteré de que no ibas
a volver me sentí responsable de aquella decisión.
—Una parte de responsabilidad tienes, sí. Pero tenía también otros
problemas; mi familia, el caos que habría supuesto volver aquí y… No
estaba preparada para volver.
—Y escogiste hacer una nueva vida.
—Sí. Todos hemos tenido nuestra propia vida después de aquel día, ¿no?
—lancé con segundas intenciones.
—Correcto, pero algunos mejor que otros. Dejarte plantada en la estación
no ha sido mi único error más gordo.
—Algo me llegó, sí.
—Tras la muerte de Pau recapacité mucho de las decisiones que había
tomado. Me sentía vacío, en una relación de pareja fraternal y tóxica a
partes iguales, a punto de casarme y…
—¿Casarte? —pregunté sorprendida. Aquello no me lo había contado
Sandra.
—Sí, a punto estuve. Casi cometo otro error enorme, pero llegué a tiempo.
Esa vez sí, supongo que ya no era tan niñato.
—¿Cuánto hace de eso?
—A los pocos meses del accidente de Pau decidí anular el compromiso y
romper la relación con ella. Fue un jodido caos, pero te aseguro que ahora,
viviendo en un piso de apenas treinta metros cuadrados, soy mucho más
feliz.
—Joder, Joel…, no sabía nada de esto.
—Ya, no hace tanto tiempo que me veo con Sandra, y tampoco es que le
haya explicado mi vida al detalle. Lo que sabe es a través de Mario, y hay
cosas que solo puedo explicarlas yo. Esta es una de ellas, porque no es algo
de lo que esté orgulloso, pero fue algo que me ayudó a dar un paso más en
esto de madurar.
—Madurar… ¿eso se hace en algún momento de nuestra vida? —pregunté
con una sonrisa para rebajar la tensión.
—Ojalá que no. Echo de menos aquellos años de universidad, formamos
un buen grupo y… bueno, me hubiera gustado hacer las cosas de otra
manera.
—Ya, a mí también, pero creo que toda experiencia aporta algo para
nuestro yo del futuro.
—Algo así, sí —ratificó mostrándome de nuevo la sonrisa que me cautivó
desde que nos vimos por primera vez—. Bueno, supongo que tú también
tendrás tu vida, tu pareja, tus planes de futuro… —indagó.
—Va bien —respondí—. Sten es un buen chico.
—¿Solo eso? Es un jodido afortunado por tenerte —añadió poniéndome
nerviosa—. Tiene una chica inteligente, resolutiva y con una tenacidad
incansable, aunque un simple disfraz de la niña del exorcista la aterrorice —
agregó para añadirle humor a la conversación—, pero eres una auténtica
joya. Me alegra que seas feliz, Gala, porque eso me ayuda un poco a serlo a
mí también.
Me lo quedé mirando y, con el corazón encogido, me pregunté si yo era
feliz. No tenía ningún motivo para no serlo, porque me di cuenta de que
había cumplido casi todos mis objetivos en la vida, tenía a un chico que me
hacía la vida más sencilla y me quería, y yo a él también. Si que era cierto
que echaba en falta un poco más de pasión de vez en cuando, el sentir eso
de lo que tanto hablaban muchas parejas sobre tener ganas locas de volver a
casa y enredarte entre los brazos de tu pareja, pero era algo que siempre le
achacaba a la forma de ser de Sten: tan cumplidor a la par que frío, aunque
también yo fui muy reticente. Me estaba bien aquello, pero empezaba a ser
consciente de que no era lo que me hacía feliz, porque en el fondo me moría
por sentir ese delirio por alguien, el querer arroparme en los brazos de mi
pareja y volvernos locos hasta la madrugada. Teníamos muchísimas
cualidades, pero la fogosidad y la pasión no era una de ellas.
Yo empezaba a sentir una imperiosa necesidad de aquel atributo en mi
relación. Además de que, si era sincera conmigo misma, el sentimiento que
escondí por Joel en el pasado había permanecido intacto e impoluto. Volver
a tenerle cerca solo había hecho que crear una curiosidad y un aumento de
ese afecto por él.
Debía cortar con aquello de inmediato, pero él se me adelantó.
—Lo siento, no era mi intención ponerte nerviosa. Estamos aquí para
resolver lo que pasó, y transmitirte al fin lo mucho que me arrepiento de
haber hecho las cosas de aquella forma. Cometí un error enorme, y me
disculpo contigo.
Asentí con la cabeza y le sonreí. Extendió su mano por encima de la mesa,
para sellar nuestra tregua y dejar el rencor atrás. ¿Estaba preparada para
olvidar lo que sucedió, aunque solo fuera por una semana más? Llevé mi
mano hasta la suya y enterramos el hacha de guerra, al menos de forma
temporal. Pero tener otra vez su piel contra la mía me produjo una
electricidad y un cosquilleo que me transmitía lo peligroso que podía llegar
a ser ese trato.
Le pregunté por Laia y su salud: su ex pasó por un largo y doloroso
tratamiento que la sometió a medicarse y controlarse de por vida, pero eso
no le impidió enamorarse y, en la actualidad, convertirse en la madre que
siempre había soñado ser.
También me explicó cómo conoció a Olga, la chica con la que salió casi
dos años y con la que estuvo a punto de casarse por las prisas de ella en
formar una familia. Tuvieron una relación tóxica que lo sometió a anularse
como persona y a ser infeliz, a perder el contacto con muchos amigos y
quedarse prácticamente solo, a excepción de Pau: que fue el responsable de
que su vida al fin diera un giro de ciento ochenta grados. Una etapa de su
vida en la que bebió muchísimo y que lo único que lo mantenía centrado
eran sus ganas por lograr ser profesor.
—Legaba el fin de semana y no era consciente de la cantidad de cervezas
que bebía. Llegué a pillarle el ritmo a Pau, solo te digo eso.
—Pero ¿cómo es posible que alguien como tú acabara con alguien tan
absorbente? Siempre has tenido las cosas muy claras, el más cabal para las
locuras que hacíamos, no sé, me cuesta imaginarte así.
Sonrió y, agachando la mirada, supe que no me iba a responder. Supuse
que, de dar una respuesta sincera, podría romperse nuestra tregua.
—¿Quieres que demos una vuelta? —propuso.
Asentí mostrando una sonrisa, dejándome guiar. Cruzamos toda la calle
Pelayo, la Rambla y el paseo Marítimo, acabando justo donde años atrás,
era nuestro punto de reunión. A pesar del bullicio de la gente no dejamos de
hablar en todo el trayecto, y lo hicimos de forma pausada y usando la
cabeza en todo momento. Pero justo cuando llegamos a la playa de Sant
Sebastià nos miramos y supimos que debíamos hacerlo una vez más.
Compramos un par de cervezas y, antes de tocar la arena nos descalzamos y
remangamos los vaqueros para que no se llenaran de arena. Volvimos a
sentarnos como si fuéramos aquellos críos de nuevo, olvidando por
completo qué había sido de nosotros durante todo el tiempo que pasamos
separados.
—Por esos amigos que jamás se olvidan. Por las malas decisiones, que te
acompañan toda tu puta vida. Por volver a estar aquí contigo, aunque solo
sea una vez más —brindó levantando la lata.
—Por Pau, porque no conocí a nadie tan tierno en mi vida. Por no haber
sido capaz de corresponder sus sentimientos, porque sé que me habría
hecho la mujer más feliz del mundo —dije con el corazón en la mano—.
Por saber perdonar para recuperar esa paz desconocida.
Choqué mi lata con la suya y los dos dimos un largo sorbo para
culminarlo mirando al mar.
—Estoy de acuerdo —sentenció—. Pau te quería muchísimo.
—Y yo, pero eran sentimientos distintos.
—Ojalá hubiera sido todo de otra manera, ¿no?
—Sabes, en el fondo yo también me arrepiento de cómo hice las cosas —
confesé—. Siempre hago lo mismo cuando tengo un problema delante: me
doy la vuelta y me escondo, pero el problema no desaparece solo.
—No, porque no importa lo lejos que te vayas, los problemas viajan
contigo.
¡Clack! Eso fue lo que sonó en mi cabeza. Una verdad que impactó sobre
mí de la misma forma que las balas de pintura del domingo pasado, pero
haciendo más daño.
Cuando nos terminamos la cerveza volvimos al punto de encuentro donde
nos habíamos encontrado, dándole tiempo al sol para ponerse. Habíamos
pasado toda la tarde juntos, hasta llegar al anochecer, dando aviso de que
tenía que volver a casa. Joel insistió en acercarme en moto, pero me resistí.
—Solo son diez minutos en moto, te acerco en un momento, de verdad.
—No tengo casco —dije en un intento de evitar su ofrecimiento.
—Pero yo sí, siempre llevo uno por si las moscas.
Me lo quedé mirando incrédula, porque lo primero que pensé es que
meditó en la posibilidad de llevarme.
—No malinterpretes las cosas, que te estoy viendo venir —añadió—.
Siempre lo llevo, a veces acerco a mi compañera de trabajo a su casa. Me
pilla de camino.
—Pero hoy habías quedado conmigo…
—Soy un tío de costumbres, eso no ha cambiado —se escusó con una
sonrisa—. No, ahora en serio, no era esa mi intención. Venga, que te acerco
en un momento, como en los viejos tiempos —sugirió con esa maldita
sonrisa a la que empezaba a no poder negarme. Otra vez.
Me resigné y lo acompañé hasta la moto, la misma que vi cuando nos
tomamos un tequila en honor a Pau. Sacó un casco pequeño y me lo dio,
poniéndomelo con muchas dudas, pero sin rechazar su oferta. Se puso el
suyo para subirse a la moto, empujando con las piernas atrás la moto y
colocarla en dirección a la Gran Vía.
—Por favor, no corras —avisé antes de subirme y ponerme detrás de él.
—No lo haré, pero agárrate fuerte, te puedes ir hacia atrás.
La posición ya era lo suficiente comprometida para mí como para tener
que aferrarme a él, pero no me quedó más remedio; no había ni una sola
agarradera en todo aquel trasto, solo estaba su cuerpo. Así que cerré los
ojos, tragué saliva y le rodeé con mis brazos, volviendo a sentir su olor, su
fuerte y ancha espalda que le otorgó sus años como nadador y el calor que
desprendía.
El trayecto de diez minutos se esfumó, y para cuando me dejó en la puerta
del edificio de casa de mis padres, me sorprendí a mí misma por pensar en
que ojalá ese momento no acabara nunca.
Que ojalá hubiera sido posible.
Que podríamos haber sido felices.
Que habría sentido cada día la pasión que mi cuerpo tanto reclamaba.
Reprendí mis sensaciones de inmediato y bajé de la moto de un salto,
quitándome el casco para entregárselo a continuación.
—Gracias por traerme —dije.
Él lo cogió y lo guardó, al igual que se quitó el suyo y lo dejó reposando
en el sillín.
—Gracias a ti por tenerme entretenido toda la tarde. Que sepas que me ha
alegrado volver a saber de ti.
Entonces se acercó hasta mí, suponiendo para darme dos besos a modo de
cortesía, pero volvió a salir todo mal… Entre nosotros ese gesto cotidiano
era torpe. Nos pusimos nerviosos e, improvisando, nos despedimos con un
abrazo.
Estaba cayendo otra vez.
O tal vez ya estaba perdida.
Gala
Echar de menos

Desperté el sábado con el cuerpo revuelto por culpa de todos los sucesos y
sentimientos que había experimentado el día anterior. Pasar aquella tarde
con Joel acabó de desestabilizarme del todo, porque creí que todo estaba
olvidado, volviendo a equivocarme de nuevo, porque volví a sentir lo
mismo que hacía cuatro años, y era incontrolable y aterrador a partes
iguales. Me dolía todo el cuerpo e intenté estirarme antes de salir de la
habitación para encontrarme con mis padres. Dos personas que estaban
viviendo un segundo romance y que, desde mi llegada, me había mostrado
reacia e incrédula. Sentí que, desde mi llegada, yo había cambiado. No pude
evitar sentirme mal por ello, porque una oleada de curiosidad y de ganas de
querer cambiar el rumbo de mi vida entraron en mi corazón y mi cabeza sin
pedir permiso, llevándome a plantearme infinidad de futuros escenarios que
mi yo más racional se negaba a desarrollar.
Debía poner orden en aquel torrente de contradicciones que se había
alojado con aquella visita.
Debía priorizar mis objetivos y aclarar qué era lo que quería en mi vida.
Seguí estirándome un poco más y, en cuanto salí, me los encontré en la
cocina preparando el desayuno.
—Hola, cariño —saludó mi madre mostrándome esa sonrisa que siempre
había mostrado su rostro.
—Buenos días —contesté en un susurro.
—¿Quieres un café? —preguntó mi padre.
Contesté de forma afirmativa en un murmullo y me metí en el baño,
donde perdí la mirada al infinito mientras hacía pis y me lavé las manos y la
cara. Me cepillé el pelo y, para cuando salí, ya estaban esperándome para
desayunar. No dejaban de tocarse, de dedicarse miradas cómplices, ese tipo
de gestos que tanto empezaba a echar de menos. Un vacío se había alojado
en mi pecho, y comenzaba a arrasar toda la seguridad que había en mi vida.
Aquello iba a destrozarme, empezaba a tenerlo claro.
—¿Va todo bien, Gala? —preguntó mi padre.
—Sí, es solo que… —«¿Qué, Gala? ¿Qué?», me pregunté a mí misma—,
echo de menos a Sten —mentí.
Me dedicaron una sonrisa tierna, pero tenía claro que había soltado una
mentira. Pero en aquella falacia yo era a la única que estaba engañando, y
eso era infinitamente peor. En lo que respectaba a echar de menos no mentí,
pero sí sobre lo que añoraba. Era cierto que añoraba mi vida en
Copenhague, a mis amigos, mi trabajo, pero… Quería ver a Sten, me
aportaba tranquilidad y estabilidad, pero también quería sentir esa pasión y
complicidad que, desde que había vuelto, me había demostrado lo ausente
que estaba en mi propia vida, y era aquello lo que echaba de menos. Joel me
hizo volver a experimentar ese cosquilleo, esa curiosidad que tenía
olvidada. Pero la única solución a todo aquello era dejar que pasara el
tiempo rápido y volver donde estaba mi hogar y mi vida: aquello volvería a
ponerme en mi sitio, y no existía otra solución posible.
—Te has levantado muy temprano —comentó mi madre.
—He quedado con Salva para hacer unos recados, queremos encargarle un
ramo a la abuela.
—Claro, por eso me dijo ayer que vendría a comer hoy. Lo que no sé es si
vendrá Ana —añadió.
—Ya le pregunto yo —contestó mi padre sin dejar de mirar a mi madre. Si
seguían así, acabaría vomitando arcoíris—. ¿Verdad que hacen una pareja
preciosa?
—Por Dios… —farfullé sin querer—. ¿Qué os ha dado a todos por estar
tan encoñados? Es que no lo entiendo…
—Gala, ya sabía yo que algo no iba bien contigo —ratificó mamá—.
¿Qué pasa?
—Nada, joder, nada —escupí—. Me voy a la ducha.
Me encerré en el baño y las dudas, los recuerdos del pasado y mis
verdaderos sentimientos me golpeaban sin ningún miramiento. Intenté
relajarme bajo el chorro tibio de agua, pero todas aquellas sensaciones se
alojaron en mi estómago en forma de ansiedad permanente. Necesitaba
escapar, dejar de arrepentirme por haber querido pasar tanto tiempo en
Barcelona, ¿en qué momento me pareció buena idea?
Conocía muy bien esa respuesta: uno en el que llevaba años sin verlo y la
verdad permanecía escondida en aquel cofre que me había empeñado en
enterrar en el pasado. Con mi vuelta lo único que conseguí fue sacarlo de
nuevo a la superficie y darme cuenta de que seguía queriéndole. Que, a
pesar de que habían pasado los años, y habíamos crecido y madurado,
seguía siendo el chico del que me enamoré y que jamás pude olvidar, por
mucho que me engañara.
Esa era la puta realidad, no había olvidado mis sentimientos por él y la
pasión y complicidad que experimentamos aquella noche, era lo que tanto
añoraba en una relación. No echaba de menos mi vida con Sten, lo que
echaba de menos era la vida que podría haber tenido con Joel.

Acabé de vestirme en la habitación, el que era mi nuevo refugio. El único


sitio donde podía esconder y exteriorizar lo que me pasaba, aunque cada
vez era más difícil contenerlos. Tenía que usar más la cabeza, y no tanto el
corazón.
Había quedado con Salva cerca de dónde ellos vivían. En cuanto le vi, tan
bien mudado y perfumado como siempre, no pude evitar darle un abrazo.
Estaba de lo más sensible y, la coraza que tanto había cargado, empezaba a
desmoronarse.
—¿Qué pasa, Gala? —preguntó cuando se separó de mí.
—Estoy algo sensible.
—Echas de menos a Sten, eso es lo que te pasa.
—Sí, totalmente —volví a mentir.
Caminamos hacia la floristería y, para mi sorpresa, descubrí que la mujer
mayor lo conocía muy bien. Resultó ser que era cliente asiduo.
—Salva, te he preparado lo de siempre y ya está de camino —informó
aquella menudita mujer—. Ella debe de ser tu hermana, ¡sois idénticos! —
soltó en cuanto posó su mirada sobre mí.
—Sí, ella es Gala.
—Chica, tienes los mismos ojos que tu hermano, ¡qué maravilla!
—Gracias —contesté con una mezcla de fascinación y timidez.
—Veníais a hablar del ramo para vuestra abuela, ¿no? —preguntó.
Salva tomó las riendas de la situación y, cogiendo el catálogo que nos dejó
en el mostrador, empezó a pasar páginas.
—A ver, Teresa —empezó a decir—. Todo esto es muy bonito e idílico,
pero quiero que sea algo único —añadió dejándome alucinada—, mi abuela
va a cumplir ochenta y cinco años y se merece lo mejor para ese día —
sentenció cerrando de golpe el libro.
¿Qué había sido del tío duro que era mi hermano? El amor le había
cambiado y, sobre todo, lo que le tocó vivir con Ana. Supuse que no fue
nada sencillo y que tenían una historia compleja detrás de ese amor tan puro
que se mascaba entre ellos.
Teresa mostró una sonrisa complaciente y, cogiendo una libreta que tenía
al lado del mostrador, empezó a anotar diferentes ideas, al igual que a hacer
un pequeño esbozo del ramo. Se notaba que le apasionaba su trabajo, y daba
gusto verla hablar.
—Conociéndote, Salva, puedo hacerme una idea de qué tipo de ramo me
hablas: paniculata, sin duda alguna, pero ahora que os tengo a los dos aquí,
y he podido comprobar los nietos más guapos que tiene vuestra abuela, creo
que le quedaría muy bien añadirle dos rosas de color pastel. —La mujer me
miró en busca de aprobación, yo solo asentí ligeramente—. Sin duda
alguna; tienen que ser dos rosas, a ser posible con una tonalidad muy suave
—aconsejó mientras me pasaba una carta de colores para que le indicara el
color exacto para, a continuación, dibujar dos rosas en el boceto que había
hecho en apenas unos minutos—. Es importante que en ese ramo se
simbolice los dos nietos que tiene en su familia. También creo que se podría
añadir un poco de lavanda, para darle un pequeño toque de color —añadió
esa idea cogiendo un lápiz de color violeta y completando así, con maestría,
un ramo precioso.
Miré a mi hermano y vi su satisfacción.
—¿Qué opinas, enana? —preguntó Salva.
—Creo que es perfecto —concluí.
La mujer juntó sus manos para dar unos pocos aplausos y sonreír con una
vitalidad arrolladora.
—Vuestra abuela es muy afortunada por tener unos nietos tan guapos.
¿Cómo está Ana?
—Muy bien, gracias por preguntar, Teresa. Espero que las flores de hoy le
gusten.
—Sabes que siempre acierto —le contestó guiñándole el ojo.
Salí de allí sorprendida e, inevitablemente, asqueada. El buen humor que
se respiraba en aquella floristería se esfumó en cuanto salí de ella. Salva me
propuso ir a tomar algo antes de ir a casa de nuestros padres, teníamos cosas
de las que hablar, aunque se me hubieran esfumado las ganas de hacerlo.
Nos sentamos en una terraza cerca de allí y pedimos dos cervezas. Apenas
tenía ganas de charlar, pero me moría por saber cómo era posible que mi
hermano hubiera cambiado tanto y estuviera tan enamorado. Él, que se
empeñaba en mostrar siempre su faceta de tío duro e insensible y alardeaba
de que el amor no estaba hecho para nosotros. Sí, el mismo que le regalaba
flores cada sábado a su novia por la mañana; el mismo, vamos.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan moñas, Salva? —pregunté más
enfadada que contenta.
—Gala, soy muy feliz con Ana. Cuando empecé a sentir que me había
pillado por ella, con todo lo que le había pasado, supe que no sería fácil.
Todo por lo que había pasado condicionó la forma en la que tuve que
acercarme a ella.
—¿Desde cuándo estáis juntos? Es decir; como pareja oficial.
—Va hacer casi tres años, pero no ha sido un camino fácil.
—Me intento hacer una idea…
—Fue terrible la forma en la que me la encontré, Gala.
Entonces dejé que me lo explicara él, porque necesitaba saber su historia,
descubrir la forma en cómo consiguieron quererse tanto. Tal vez podría
aprender algo y aplicarlo en mi vida.
Empezaba a necesitar cambiar el rumbo de mi vida, ya no era un capricho,
sino una necesidad.
Salva
Control

Junio de 2016

Desde que me encontré a Ana echa un ovillo en el rellano de casa, no había


hecho otra cosa que dedicarme en cuerpo y alma a ella. ¿Qué clase de
malnacido podía hacer algo así?
Después de aquello me sentí con la necesidad de protegerla y ayudarla.
Un impulso que salió de forma natural, porque mis principios no me
permitían actuar como si nada, no podía dejarla sola con todo aquello. Por
muchas evasivas que soltara, sabía que no le hacía ningún bien estar sola,
así que intenté no quitarle el ojo de encima.
Aunque en realidad centrar mi atención en ella también me estaba
sirviendo a mí. En aquel momento me encontraba bloqueado. Hacía casi un
año desde que sufrí el desengaño con Valeria. La forma en la que me utilizó
durante casi dos años para su propio interés, viviendo en mis propias carnes
lo que muchas veces había hecho yo: vivir y disfrutar de la aventura, junto
al peligro que conlleva, pero que en cuanto uno de los dos se enamora se
acababa todo. En aquella relación fui yo el que se enamoró hasta la médula,
pero no fue solo eso. Ella me hizo creer que podíamos tener un futuro
juntos, que quería hacer su propia vida y que, en esa, yo podía tener sitio.
Una de sus muchas mentiras para tenerme a su antojo. Jugó con mis
sentimientos desde el primer minuto, y llevaba tiempo pensando que el
karma me había devuelto todo el daño que había causado en el pasado. Y
desde entonces sentí que estaba frente a una bifurcación, y no tenía ni idea
de qué camino tomar. Uno me guiaba a seguir como hasta ese momento:
vivir más de lo mismo y dejándome llevar con el corazón destrozado. El
otro, sin embargo, me llevaba a cambiar por completo. Un recorrido en el
que fuera yo quien tuviera que construir baldosa a baldosa mi senda.
Pero estaba hecho un lío.
Porque sabía cuál era la dirección que debía tomar, pero me acojonaba.
Conocía de sobra que necesitaba un cambio radical, deshacerme de esas
relaciones sin compromiso e intentar conocer otra gente y otros hábitos.
Estaba cansado de esas aventuras, y mucho menos de volver a caer como
con Valeria. Ella fue la única mujer con la que perdí el norte, con la que
llegué a pensar que dejaría a su marido por mí y que renunciaría a su buen
nivel de vida para vivir con un muerto de hambre. Pero yo solo era sexo
para ella. Le entregué mis sentimientos en cada encuentro y ella solo se
aprovechó, los alimentaba solo para su propio beneficio. Me hizo creer que
entre nosotros podríamos ser más, pero todo era una mentira para tenerme a
su lado y aprovecharse de la situación. Me convertí en su válvula de escape;
y su forma de amarrarme era mintiéndome con que iba a dejarlo todo por
mí. Que dejaría a su marido para que tuviéramos una vida juntos, pero todo
se desmoronó el día que conocí a su marido en el campeonato de yudo que
tenían los niños. Ella me explicó su situación matrimonial como algo que
estaba muerto, pero no fue eso lo que vi con mis propios ojos aquel día.
Aún recuerdo cómo se la comía con la mirada y no dejaba de tocarla, pero
es que ella no se quedaba atrás. Aquel día todo terminó entre nosotros, y no
estaba preparado para el sentimiento de rechazo que te entrega alguien al
que amabas. Durante casi dos años fui su amante y su perrito faldero, para
acabar como si no nos hubiéramos conocido nunca.
Era mejor así.
O al menos intenté convencerme de que eso era lo mejor.
La forma en la que empecé a dejar de pensar en ella fue buscando
muebles para llenar el piso. Aproveché que durante el mes de junio los
niños hacían horario intensivo y me quedaban las tardes libres para ir a
IKEA y buscar algo que me gustara, pero yo solo no podía hacer aquello.
Mi hermana se había ido de vacaciones, mi madre salía con sus compañeras
de trabajo y apenas estaba por casa, mis colegas no eran los mejores para
darme consejos de interiorismo y, sin saber por qué, pensé en Ana. Sabía
que estaba encerrada en su mundo, y que salir le podía ir bien a pesar de su
reticencia a ver la luz. Pero la convencí para que viniera conmigo.
Fui a recogerla a su casa y cuando subió al coche me sorprendí al verla
con tan buen aspecto.
—Te veo bien.
—Sí…, la psicóloga me está ayudando bastante. Gracias por venir a
buscarme —dijo mientras se abrochaba el cinturón.
Era increíble la confianza que había nacido entre nosotros en esos pocos
meses. Pero me reconfortaba verla cada vez mejor y con más energía.
—No, gracias a ti. Necesito ayuda para escoger muebles, soy un desastre
con el tema decoración.
—A ver qué puedo hacer.
Le expliqué que tenía una ligera idea de lo que quería en el comedor, pero
que no era capaz de decidirme ni de hacer encajar todas las piezas para que
quedara todo bien.
—Siempre se me ha dado bien la decoración.
—Por eso eres la persona perfecta para ayudarme, lo llevas en la sangre.
Se limitó a sonreír y acomodarse en el asiento. Cuando llegamos al
recinto nos hundimos en todas las secciones que tiene IKEA, y noté que se
sentía cómoda; se notaba que le gustaba aquello. La veía entrar en las
exposiciones de pisos como si fueran el suyo propio, sentándose en el sofá,
abriendo los armarios y probando los colchones. Justo en uno de los
expositores me paré.
—Estos me gustan —le informé.
Ella me miró y fue directa a hacer lo mismo que hacía en todos y cada uno
de ellos. Hacía de ese rincón su hogar por un diminuto espacio de tiempo.
No había visto nunca esa faceta suya, y me alegraba verla tan desenvuelta.
—El sofá es un poco recio, pero la decoración es muy bonita.
—Y caro de cojones —dije cuando empecé a mirar los precios—. No
puedo permitírmelo…
—¿Quieres montarlo todo antes de mudarte?
—Me gustaría, pero sé que es imposible. Los papeles y la entrada me han
dejado bastante seco.
Entonces se quedó en silencio, mirándome fijamente. Me daba miedo ser
testigo de cómo su cabeza tramaba algo, pero también descubrí lo mucho
que me gustaba esa faceta de ella.
—¿No has pensado en ir a tiendas de segunda mano? Mi padre es muy
resolutivo, y mi madre sabe combinar muy bien los muebles que él escoge.
—Ya, pero no voy a contratar a tus padres.
—No, no va a hacer falta. ¿Te fías de mí?
¿Me fiaba de ella? ¿Tenía algo que perder? Me lancé a la piscina.
Tampoco tenía muchas alternativas si para antes de que acabara el verano
quería estar independizado.
—Por supuesto.
—Vale, escoge un buen sofá y una buena cama, que no te importe gastar
un poco más del presupuesto que tenías pensado en ellos. Lo demás te
saldrá mucho más barato —soltó de carrerilla con una leve sonrisa—.
Confía.
Vi vida en sus ojos, y no pude negarme. Empezamos a mirar camas,
probando colchones, mirando estructuras, sábanas, fundas nórdicas y
cojines. Acabé mareado de dar tantas vueltas, pero me dejé arrastrar por
ella. Y cuando encontré el colchón que me gustaba, fui incapaz de
levantarme, porque ella estaba tumbada a mi lado, y sentí una sensación
inquietante: una emoción conocida y agradable. Ana era preciosa: una chica
menudita que hablaba con una madurez inapropiada para su edad, con una
mirada en la que me transmitía dolor, pero a la vez mucha vida, me
inyectaba pura calma…
Debía parar.
—Vale —exclamé levantándome de golpe y deshaciendo todos mis
pensamientos—. Me lo llevo, junto con el sofá enorme que hemos visto
antes.
—Buena elección.
Todas aquellas gestiones nos llevaron casi una hora.
—¿No me los podrían traer por la tarde? —pregunté al chico del
mostrador.
—Entonces tendrá que esperarse un día más.
—Bueno, no hay problema.
—Si quieres me paso yo por la mañana y que los dejen en el piso —se
ofreció Ana—, así podrás ponerte cuanto antes.
Acepté sin rechistar y dejé que la corriente me llevara a donde tenía
pensado llevarme. A fin de cuentas, conocía a Ana desde que era una cría y
me fiaba de ella.
Nos pusimos de nuevo en marcha y de camino, sonó «Viento de Cara»,
una de mis canciones preferidas de Supersubmarina. Me mató ver a Ana
cantar aquella canción con tantas ganas, empezaba a perder el norte. Me
estaba volviendo loco, porque mi pecho retumbaba más rápido que la
canción y aquello no me lo esperaba en absoluto.
—Que cada vez que te vuelva a mirar, me resulte más fácil morir que
obligarme a decir la verdad… —cantaba Ana a pleno pulmón.
Su pelo castaño lacio ondeando por culpa del viento, cómo viajaba su
dulce y fresco aroma hasta mis fosas nasales. Su entrega a la canción
mientras sus ojos permanecían cerrados, viajando a un lugar donde su
corazón no había sufrido.
Me uní a cantar con ella, en un intento de rebajar tensión. No eran nervios
producidos por la incomodidad, sino todo lo contrario. Me encontraba muy
a gusto con ella, y supuse que esas sensaciones que notaba eran por
considerarla como de la familia. Pero pensé que no era el momento para
pensar en esas cosas, además la canción ya había terminado y Lori Meyers
hizo acto de presencia. Acabando con el momento mágico que se había
instalado en el coche.
—Me encanta Supersubmarina —confesó.
—A mí también, los vi hace dos años en el concierto que hicieron en la
Sala Razzmataz. Una pasada.
Paramos a comer una hamburguesa rápida y no tardamos en poner rumbo
a una tienda que me había dicho Ana. Se encontraba en un polígono
industrial cerca de donde nos encontrábamos, y en cuanto vi todo aquello
me volví mucho más escéptico por ir a un sitio así. No pensé que algo
bueno pudiera salir de allí, pero como no tenía prisa en amueblar el piso, no
me importaba perder algo de tiempo. Aquel día le estaba dando vida y no
quería estropearle el momento a Ana. Aparqué el coche y una vez entramos
me agobié un poco. Había demasiados muebles amontonados, y era incapaz
de ver algo decente. Ella, sin embargo, empezó a hacer fotos con el móvil y
a moverse rápida por toda la nave. Como hice en IKEA, decidí dejarme
llevar. Veía los muebles llenos de polvo, algunos destrozados y otros
demasiado antiguos como para encajarlos en un piso nuevo, no veía nada
decente por ninguna parte.
Entonces Ana se puso frente a mí y sacó su móvil. Empezó a enseñarme
fotos y lo que se podría hacer con ellos. En lo único que pude pensar fue en
que todo aquello tenía mucho trabajo, y no sabía si sería capaz de restaurar
muebles. No tenía ni idea sobre cómo hacerlo.
—Había pensado que… como yo este verano no voy a trabajar con mis
padres en la tienda, no me importaría ayudarte. ¿Qué te parece?
—¿Sabes hacer todo lo que me has dicho?
—Sí, he ayudado a mis padres a restaurar muchos muebles, lo único que
tendré que cogerle algunas herramientas, pero no habrá problema.
—Eso es demasiado, Ana. No puedo pedirte tanto.
—Salva, te debo mucho. Deja que lo haga, además creo que lo necesito.
No me quedó más remedio que aceptar. Me miró con aquellos ojos tan
tristes que no pude negarme. La faceta decoradora de Ana apareció de
forma repentina, y empezó a preguntarme qué era lo que necesitaba en el
piso, así que empecé a enumerar: una cómoda para la habitación, una
estantería y un mueble en el comedor, una mesa con sus sillas… No tardó
en rebuscar por toda aquella jauría de muebles, le costó escoger y no le
convencía el precio, pero me quedó claro que para ella aquello no era un
problema. Me sorprendió cómo alguien tan diminuto tenía la capacidad de
regatear al dependiente de aquella manera. Al final consiguió rebajar unos
cien euros la cuantía de todo aquello. Un dinero que, después de la visita a
la nave de muebles de segunda mano, me los dejé en una de bricolaje para
todo el material de restauración. Pero si aquella locura salía bien, me habría
ahorrado muchísimo dinero.
—Entre mañana y pasado tendrás todos los muebles en casa —me
aseguró.
—Te dejaré una de las llaves, para que entres y salgas cuando quieras.
Gracias, Ana.
—No, gracias a ti. Me sentía bastante encerrada en casa y me has dado un
motivo para salir. Mis padres no querían que trabajara este año, por todo lo
que ha ocurrido.
—Debes descansar… —sugerí.
—Sí, pero entonces tengo demasiado tiempo para pensar, y eso sí que no
me está ayudando.
Tenía razón. Yo también me recluí en el trabajo cuando me pasó lo de
Valeria, aunque no tenía nada que ver un suceso con otro. A Ana la habían
destrozado, a mí solo me habían engañado. Cuando lo pensaba, me entraban
ganas de presentarme en casa de ese cabrón y darle una paliza, pero ella me
pidió que no lo hiciera, todo aquello estaba en manos de abogados y hacer
algo así solo la perjudicaría más. La resolución de la sentencia sería
complicada de por sí, así que sería mejor mantener la distancia.
Antes de dejarla en la puerta de su casa, me acordé de algo:
—Ana…
—¿Sí? —preguntó dándose la vuelta y asomándose a la ventana del
copiloto, volviendo a percibir su dulce aroma.
—La llave. —Se la acerqué y ella la cogió cogiéndome casi toda la mano,
poniéndome los pelos de punta.
Nos despedimos con una sonrisa y cada uno tomó su camino, pero yo lo
hice con el corazón un poco tocado.
Gala
Familia

Nos dieron casi las dos, y el mensaje que recibió Salva por parte de Ana
preguntándole dónde estábamos fue el detonante para levantarnos de
aquella terraza y presentarnos en casa de nuestros padres. Ella se nos había
adelantado, así que no tardamos en presentarnos allí y sentarnos la familia
al completo para comer. Estábamos los cinco en la mesa, compartiendo una
charla amena, cayendo en la cuenta de que aquella era mi familia; la real, la
de sangre, la que te venía impuesta al nacer y, por primera vez en mucho
tiempo, sentí calidez en el pecho. Me sentía cómoda y, extrañamente, en
casa. Empezaba a entender que llegar a casa y comer con tu familia, era un
regalo del que no todo el mundo gozaba. No supe lo afortunada que era
hasta aquel instante, en el que fui testigo de lo que tenía allí y lo mucho que
me iba a costar dejar todo aquello.
—Gracias —solté impulsiva, captando la atención de todos—. Sé que no
he estado muy receptiva últimamente, pero me gusta estar aquí, con
vosotros.
—Sí, solo nos falta Sten para completar la mesa —añadió mi padre.
Entonces acabé de ser consciente de que lo había excluido por completo
de mi ecuación familiar. Empezaba a tener serios problemas conmigo
misma y mi futuro.
A la hora del café mi amiga me pidió tomar el aire en el balcón, y supe
que fue consciente de cómo me fui escondiendo más en mí misma a medida
que acabábamos de comer. Nos sentamos en los asientos de mimbre que
tenían mis padres mientras mirábamos hacia el cielo, que lucía en todo su
esplendor y otorgando un clima suave.
—¿Va todo bien?
—No —respondí sincera—. Ayer pasé toda la tarde con Joel.
Ana abrió los ojos de golpe, sin dejar de mirarme, reclamándome más
información erguida y acercándose más a mí.
—Solo quedamos para firmar una tregua hasta el sábado que viene.
—¿Y…? —preguntó buscando algo más.
—Y que cada vez me arrepiento más de haber venido tantos días.
—Gala, a mí me encanta tenerte aquí. Sé que puedo sonar egoísta, pero te
necesito aquí.
—Ana…
—Sí, Gala. Te llevo echando de menos desde el primer día que te fuiste.
Lo pasé muy mal, me encerré en mi mundo y me separé un tiempo de
vosotras, pero en el fondo quería teneros cerca.
—Lo sé —dije mientras le daba la mano—, y me duele no haber estado a
tu lado.
—Tampoco os dejé estarlo. A veces pienso que no hice bien en
ocultároslo y, otras, sin embargo, que fue lo mejor para todos.
—Fue tu decisión, nada más. No sabes lo feliz que me hace verte tan bien
con mi hermano, está tan cambiado, tan enamorado… No habría dicho
jamás que mi hermano le regalaría flores a una mujer, y mira por donde,
contigo está desbordado.
—Desde que nos besamos por primera vez me ha regalado flores cada
sábado por la mañana.
—¿Cómo empezó todo, Ana? —pregunté curiosa y deseosa por saber su
historia de amor.
Ana
Restauración

Septiembre de 2016

Desde que Salva me cedió las llaves de su piso, me trasladaba allí desde
primera hora de la mañana para llevar a cabo la restauración de los muebles
que habíamos adquirido. Por su cara supe que no estaba convencido de toda
aquella locura, pero iba a esforzarme al máximo para que el resultado fuera
espectacular.
Combinaba las labores de diseño con las sesiones de terapia, y mi
psicóloga me felicitó y motivó a continuar con aquello. A mis padres les
dije la verdad, ya no había sitio para más mentiras entre nosotros y quería
que supieran donde me encontraba en todo momento. Conocían a Salva de
toda la vida, y sabían lo que había hecho por mí después de…
De todo lo que sucedió. Todavía me costaba hablar sobre lo que me había
ocurrido, pero poco a poco sabía que lo superaría. Solo necesitaba tiempo.
No sabía cuánto, pero que lo requería y que todo acabaría bien.
Sandra y Gala no sabían nada, pero eran conscientes de que no estaba
bien. Por suerte lo achacaron a la ruptura con ese malnacido. No le dieron
más vueltas al tema e intenté comportarme cada día con un poco más de
alegría, aunque era muy complicado ocultar el secreto. En algún momento
les explicaría lo que me había ocurrido, pero quería dejar pasar el verano y
esperar a que Gala volviera de su viaje.
Una mañana mi padre me acercó en coche al piso de Salva. Necesitaba
ayuda para subir unas herramientas que necesitaba para rematar algunas
cosas. Cuando subió y vio todo aquello, se quedó sorprendido.
—Hija, ¿has arreglado tú todos estos muebles? —preguntó.
Yo me limité a asentir con la cabeza.
—Es… es increíble —sentenció—. ¿Y todo esto lo has aprendido de mí?
Me encanta el mueble de la televisión, jamás se me habría ocurrido que, con
dos elementos tan sencillos, pudiera quedar tan bien.
—Bueno, los veranos que he pasado ayudando en el taller han servido
para algo.
—Cariño, tienes talento… —farfulló en un susurró—. Es espectacular lo
que estás haciendo.
Me sentí desbordada. Que mi padre reconociera, de manera tan sincera,
que le gustaba el trabajo que estaba haciendo, me ayudaba a valorarme un
poco más.
—¿Qué opina Salvador?
—Pues al principio no apostaba un duro, pero a medida que vamos
avanzando se le nota más convencido.
Vi los ojos orgullosos de mi padre y noté cómo se acercó hasta para mí
para abrazarme.
—Estoy orgulloso de ti, hija mía —me susurró.
Eché a llorar. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, por darme cuenta
de lo mucho que quería a mi familia, a la gente que me rodeaba y que tanto
me había apoyado después de todo.
Mi padre se marchó con una sonrisa en la cara, motivo de sobra para
alegrarme el día; el combustible necesario para que aquella mañana fuera
tan productiva como para tener casi terminado todo el proceso de
decoración, solo quedaban los pequeños detalles como comprar cojines para
el sofá, una alfombra para el centro de mesa, cubiertos, manteles… Y se me
ocurrió hacerle un regalo a Salva. Algo manual y con cariño, para mostrarle
mi aprecio y gratitud por todo lo que había hecho por mí desde aquel
fatídico día. La forma en la que me llevó al hospital, cómo me apoyó para
hacer la denuncia y no dejarme sola ni un momento, abrirme las puertas de
su piso para refugiarme y confiar en mí en algo tan personal como la
decoración de su piso.
Bajé a la calle y me acerqué a la ferretería más cercana, donde compré un
paquete de diez brochas, tres botes de pintura de colores básicos para
mezclar, un lienzo y cinta de carrocero. Subí al piso y empapelé una parte
del suelo del comedor con papel de periódico para poner el lienzo en medio,
coloqué la cinta de carrocero formando figuras geométricas; cogí unos
pocos platos de plástico que me sirvieron para hacer las mezclas de colores
y fui rellenando el lienzo. Era algo muy básico, pero lo hacía con todo el
cariño del mundo, sabía que en la pared de al lado de la mesa le podía
quedar muy bien. Una vez terminado saqué al balcón el lienzo, para que se
secara. Cogí el taladro e hice un agujero para colgarlo y, aprovechando que
quedaban un par de horas para que Salva llegara, recogí el piso. Quería que
se encontrara todo en su sitio de sopetón, a modo de sorpresa. Cuando
estuvo todo listo decidí irme a casa a descansar, había sido una jornada
agotadora a la par que gratificante. Tomé el metro y en menos de veinte
minutos estaba entrando por la puerta de casa.
Decidí darme un baño a oscuras, solo con la luz que emitían un par de
velas. Aquello me relajaba, pero la repulsión que sentía hacia mi cuerpo me
impedía lograrlo totalmente. Era incapaz de verme desnuda al espejo y,
tocarme, mucho menos. Raquel, mi psicóloga, me iba depositando la idea
de que debía volver a quererme. No debía renunciar a mí por lo que me
había ocurrido, que debía construir de nuevo mi auto estima. Y metida en la
bañera, con mi cuerpo desnudo, empecé a acariciarme. Empecé por los
brazos, el cuello y mi vientre. Decidí palpar mis senos y comprobar un
cosquilleo que fue secuestrado el día que perdí la razón. Fui bajando mi
mano hacia mi sexo, pero el teléfono me impidió llegar más lejos: Salva me
estaba llamando.
Cogí el teléfono y noté que apenas era capaz de articular palabra. Estaba
emocionado.
—Salva, no tienes nada que agradecerme. Has hecho mucho por mí.
—¿Haces algo esta noche? Te invito a cenar donde tú quieras, vamos a
quemar la tarjeta de crédito.
—No hace falta, de verdad.
—Ana, insisto. Quiero celebrar contigo todo el trabajo que has hecho.
No pude negarme. Quedamos en que me recogería a las ocho y media de
la tarde, y eso me dejaba apenas dos escasas horas para arreglarme.
Fui al armario y lo abrí para estudiar las posibles combinaciones que
podía hacer. No sabía dónde iríamos a cenar, así que decidí un término
medio: un vaquero oscuro ceñido, sandalias con un poco de cuña y una
blusa de color vino. Me sequé el pelo y me lo moldeé ligeramente con la
plancha. Me delineé los ojos y me puse un toque de colorete. Apenas me
sobró tiempo, así que bajé al portal y, para mi sorpresa, Salva ya estaba allí.
Nunca había tenido la oportunidad de verlo tan arreglado. A decir verdad,
nunca me había fijado en él de la manera en la que lo estaba haciendo en
aquel instante, porque el hecho de que fuera el hermano de una de mis
amigas de la infancia había contribuido a que no lo mirara con otros ojos.
Pero aquella noche todo era distinto. Su pelo ondulado oscuro, su mentón
cuadrado y esos ojos grises le hacían ser realmente atractivo, provocando
que todas las mujeres se giraran para contemplarlo. Además de que su
carrera como yudoca le había otorgado un cuerpo atlético y eso le sumaba
puntos en cuanto a ser imponente.
Le pregunté hacia dónde nos dirigíamos y me dijo que me limitara a
seguirle, que el sitio donde íbamos a ir se encontraba cerca. Durante todo el
camino me limité a observarle; él no dejaba de hablar, pero yo apenas podía
prestar atención a sus palabras porque me sentía nerviosa, me sentía fuera
de mi zona de confort. El sitio que había escogido estaba en el barrio de
Sants, justo en medio de donde vivíamos cada uno. Era una vermutería en la
que ya nos tenían preparada una pequeña mesa. Pedimos un par de cañas y
algunas tapas.
Me sentía como si aquella noche fuera una persona distinta, como si el
tormento que sufría me hubiera otorgado una tregua.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, hacía tiempo que no tenía motivos para arreglarme tanto.
—Hoy lo tienes. Ana, no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho en el
piso. Cuando he entrado y he visto todo en su sitio me he sentido con la
necesidad de celebrarlo contigo.
—Sabes que no me debes nada, me has ayudado muchísimo.
—Hice lo que tenía que hacer, pero lo tuyo ha sido demasiado.
Seguimos compartiendo halagos hasta que empezaron a traernos más
platos de comida. Las cervezas corrieron por nuestra mesa con vigorosidad,
parecíamos estar secos y, por qué no decirlo, valientes. El ruido en el local
iba en aumento a medida que pasaba la noche, y nosotros cada vez
estábamos más cerca para poder oírnos. Nuestras piernas se rozaban de
forma constante. Pude Comprobar que Salva olía muy bien, demasiado para
mantenerme serena. La lucha interior que se estaba librando entre mi
corazón y mi cabeza aquella noche fue en aumento. El cerebro, que era el
responsable de frenar, estaba perdiendo. Y yo no paraba de sentir un ansia
tremenda por abrazarle, tocarle y… no, no podía ser. Era el hermano de
Gala.
Acabamos la última tapa y yo estaba empachada. Salva se vino arriba y
pidió dos chupitos, sin darme tiempo ni para rechistar. Yo ya andaba algo
perjudicada por las cervezas que habíamos tomado y me estaba
envalentonando demasiado. Mis ansias y necesidades estaban saltando el
muro mental, mi mano fue más rápida que mi propia sensatez: la posé sobre
la suya.
Sus ojos grises, los mismos que tenía su hermana, estaban clavados en los
míos, pero yo me quedé inmóvil. Sin embargo, el posó su otra mano sobre
nuestra unión. El corazón me iba a toda velocidad, sintiendo un incipiente
agobio que me desestabilizaba un poco, pero no lo suficiente.
—¿Quieres que demos un paseo? —sugirió.
Le contesté con un ligero movimiento de cabeza, deshaciendo así nuestra
breve pero intensa unión. Pagó la cuenta y decidimos ir a caminar por el
Parque de la España Industrial para bajar un poco la comida y la bebida,
pero el subidón del momento seguía ahí. El silencio y la tensión se
apoderaron de nosotros, tanto él como yo habíamos sentido algo distinto, y
noté que él quería comprobarlo. Sus dedos se rozaban constantemente con
mi mano, forzando un contacto que ponía todos mis sentidos en alerta.
¿Qué debía hacer?
¿Qué me diría Raquel?
«Déjate llevar». «Planta cara a tus miedos». «No dejes que las acciones
del pasado dominen tu futuro». «La zona de confort es un hermoso lugar,
pero nada nuevo germina allí».
Entrelacé mi mano con la suya. Nos miramos a los ojos sin dejar de
caminar. Una sonrisa se dibujó en la cara de Salva, haciendo que sus ojos se
cerraran levemente. Seguimos el paseo hasta que llegamos al pequeño
estanque artificial del parque y nos apoyamos en la baranda, donde las
farolas nos iluminaban lo justo y necesario para hacer el momento más
mágico e íntimo. Se puso de lado y, posando suavemente sus manos en mis
caderas, me obligó a ponerme delante de él. Subió la mano derecha a mi
mejilla y, deteniendo el tiempo, nos fuimos acercando poco a poco.
Nuestros cuerpos estaban a escasos centímetros y nuestros labios a
milímetros.
Sentía su respiración.
Sentía su calor.
Sentía sus latidos.
Hasta que nuestros labios se unieron, provocando una explosión de
sentidos que fueron secuestrados.
Yo había dado una segunda vida a algunos muebles, pero Salva me estaba
ayudando a encauzar mi vida. A sentir que todavía podía llegar a sentir, a
pesar de que tuviera el corazón destrozado.
Sandra
Pasar página

Septiembre de 2016

Gala nos acababa de informar que no iba a volver a casa, al menos hasta fin
de año. Había solicitado trabajo en una de las cafeterías de la cadena donde
siempre había trabajado y le apetecía pasar un tiempo fuera. Yo empezaba a
ser más egoísta, porque no podía desprenderme de ella, no en aquel preciso
momento. Ana estaba rarísima y ausente por la ruptura con Hugo, algo que
me alegró sobre manera, pero que no esperaba que le fuera a afectar tanto y,
para colmo, mi relación con Julio y Luís empezaba a hacer aguas. Sabía que
tarde o temprano nuestra relación a tres acabaría, porque los quería a los
dos, pero mi amor por Julio iba mucho más allá que por Luís. Y a este
último le sucedía algo parecido. Cada vez que estábamos juntos se
evidenciaba que perdíamos el culo por Julio, y que empezaba a ser un
problema para la relación que nos habíamos montado.
Aunque no solo sentía aquella presión emocional, sino que también había
empezado a hacer prácticas en una importante empresa de Arquitectura de
Barcelona, así que iba como loca y todo me sobrepasaba. Demasiado
susceptible, diría. Me quería dejar la piel, intentar ganarme un puesto en
aquella compañía y tener una salida profesional decente, era sabido por
todos que costaba muchísimo encontrar empleo en el mundo de la
arquitectura, así que nada ni nadie iba a anteponerse en mi objetivo.
Una tarde, justo antes de salir de las oficinas, recibí la llamada de Luís.
Las cosas entre nosotros dos estaban un poco tensas los últimos meses, y
aquel acercamiento fue para quedar a tomar un café y charlar sobre el tema
que ambos sabíamos, pero del que no habíamos cruzado ni una palabra.
Quedé con él en una de las cafeterías cercanas a donde trabajaba, y noté que
estaba de los nervios, así que suprimiría el café por algo que no me pusiera
a tres mil por hora.
Llegué antes que él, pedí un batido de frutas y esperé. No tardó
demasiado, pero el miedo a mantener aquella conversación hizo que se me
hiciera eterno. Le observé con detenimiento: alto, moreno, ojos oscuros y
una sonrisa impecable. Delgado y con una seguridad en sí mismo que haría
caer de culo a cualquiera. Luís era así, y por aquellos atributos Julio lo
escogió en su momento. Más bien nos escogió, porque en aquellos casi tres
años que llevábamos juntos no habíamos notado que él se decantara por uno
de nosotros dos.
—Hola, Sandra, ¿cómo estás? —preguntó después de darme un beso en la
mejilla.
—Tú dirás, me tienes intrigada.
—¿En serio? Creo que sabes muy bien para qué hemos quedado.
—Sí, y por eso me tienes intrigada.
—Pues vamos al grano entonces.
—¿Alguna vez no lo hemos hecho? Que yo sepa nunca nos hemos
pensado mucho las cosas.
Sonrió, pidió un tazón de café enorme y cogió aire.
—Sandra, no puedo continuar así —soltó—, me jode tener que ser yo el
que ponga freno, pero me duele demasiado.
—Luís, a mí también me duele, te lo aseguro.
—¿Qué debemos hacer ahora? Os quiero a los dos, de verdad. Te quiero
muchísimo, pero…
—Pero Julio es más que eso. Lo sé, porque ya sabes que a mí me pasa lo
mismo.
Afirmó con la cabeza e hicimos una pausa en nuestra charla por la
interrupción del camarero, que le trajo el café a la mesa. Le noté afectado
por sentir el peso de la verdad en sus palabras. Habíamos quedado para
tomar una decisión y no hacernos más daño, acabar con aquella
competición que habíamos iniciado meses atrás y no joder más nuestra
relación.
—No quiero perderos, Sandra —confesó a la vez que me cogía las manos
por encima de la mesa—, pero no sé cómo controlar esto.
Pensé mucho, pero la respuesta que se asomaba por mi cabeza era drástica
y dolorosa. Nos afectaría a los tres, pero ni Luís ni yo podíamos continuar
así, porque éramos los más afectados, y si una relación empieza a hacerte
más daño que placer, acaba con ella.
—Deberíamos hablar con Julio —añadí.
—Por supuesto, pero primero quería hablar contigo, porque sé el final que
tendrá todo esto, y no quiero perderte.
—¿A qué te refieres?
—Sé cómo reaccionará Julio porque, aunque no es tonto, no quiere
terminar con lo nuestro. Se engaña a sí mismo con que esto puede ser para
siempre.
—Y el final ha llegado.
—Sí. Por eso prefiero renunciar a esta relación antes de perder vuestra
amistad. Os necesito en mi vida, sea de la forma que sea.
Coincidí con él, aunque tuviera que renunciar a Julio. Era lo más
inteligente y, siendo sincera, lo más doloroso. Supimos que no sería fácil, y
que los siguientes meses serían complicados, pero que a la larga lo
agradeceríamos.
Decidimos quedar con Julio dos días más tarde de nuestra reunión para
confesarle que no podíamos continuar con aquello, que nos dolía el alma
cada vez que estábamos juntos y teníamos que compartir nuestro amor.
Queríamos más, pero solo de él. El ser tres nos estaba de más, y el juego ya
había llegado a su fin.

Fue duro. Julio, en el fondo, sabía que aquello pasaría, aunque Luís acertó
en que se engañaba a sí mismo. Intentó aferrarse a nosotros, a proponer
alternativas para no terminar con lo nuestro, pero teníamos la decisión
tomada. Solo se encontró con dos personas a las que quería decididos a
terminar con algo que les hacía pedazos. Reaccionó mal; fatal más bien. Al
principio se enfadó, los días siguientes no quiso saber nada de nosotros,
pero con el tiempo fue dándose cuenta de que tomamos la mejor decisión,
incluso él se dio cuenta de sus propios sentimientos, por mucho que me
rompiera el corazón su elección en ese momento. Yo quería seguir
queriéndole de esa forma romántica, pero ya no sabía cómo hacerlo. Julio y
yo no estábamos destinados a ser pareja, pero debíamos aferrarnos a la idea
de ser parte de la vida del otro. Con tiempo y distancia, todo acaba curando.
Gala
Burbujas y confesiones

El miércoles de la misma semana de la gran boda, las tres decidimos


relajarnos en un spa; donde contratamos diferentes paquetes de masajes y
tratamientos de belleza. Sandra estaba de los nervios, como bien me temía,
y Ana, por el contrario, se sentía mucho más relajada y en paz consigo
misma. Yo, sin embargo, estaba agitada y en un mar de dudas infinitas;
cuestiones que habían llegado sin permiso y para alterar el orden de toda mi
rutina y, sin exagerar, de mi vida entera.
En cuanto llegamos al centro nos pusimos el bañador y el albornoz, nos
guiaron hacia una sala donde nos topamos con una mesa repleta de fruta
cortada, una fuente de chocolate y cava.
—Necesitaba esto, de verdad —susurró Sandra mientras cogía una copa
para llevársela a los labios—. A punto estoy de salir corriendo y
desaparecer.
—No, esa es mi especialidad —bromeé.
—¡Vaya! ¡Pero si mi amiga tiene sentido del humor! —continuó ella.
Seguí a Sandra y cogí una copa de cava, pero Ana lo evitó atacando a la
fruta y a la fuente de chocolate.
—Esto es demasiado —decía mientras se atiborraba de fresas bañadas en
cacao—. Y deja de decir que vas a salir corriendo, porque estás deseando
casarte con Mario desde que lo conociste.
—No, desde que lo conocí no, desde que me empotró en el baño del bar
donde trabajaba —soltó.
—Ya empieza —protestó Ana.
—Tía, es que vaya manera de foll…
—Ya. Suficiente —corté antes de que lo dijera—. No me interesa la parte
detallada, quiero mirar a Mario a la cara.
—Ay, Gala, con lo bonito que es hablar de sexo sin tapujos.
—Sí, la verdad es que sí —confesó Ana con una sonrisa sincera.
—Es algo primario, y no es lo más importante en una relación de pareja
—solté sin pensar en las consecuencias que tenía aquella declaración frente
a mi amiga.
—Perdona, bonita, pero una relación sin conexión sexual es lo mismo que
ser compañeros de piso —sentenció la futura novia.
Sandra tenía el poder de decirme cosas que me dejaban destrozada. ¿Eso
éramos Sten y yo? ¿Compañeros de piso? El sexo nunca fue una prioridad
entre nosotros, era algo fugaz y poco necesario. Notaba en mi cuerpo que
empezaba a ser un problema, sobre todo por recordar aquella noche de
verano y todo lo que mi cuerpo fue capaz de sentir, el tener tan cerca aquel
momento y la persona que me hizo vivir un millón de sensaciones solo con
el roce de sus dedos.
—Mira, cuando pasé lo de Julio y Luis, me hundí en la mierda —contó
Sandra—. Ya sabíais lo colada que estaba por él, y que a medida que fue
avanzando nuestra relación fui testigo del vínculo que se formó entre ellos y
lo desplazada que empecé a sentirme. La pasión que teníamos al principio
se fue al traste, y dejó de tener sentido. Gala, ¿me estás diciendo que entre
tú y Sten no hay pasión? —preguntó.
—Pues… —balbuceé triste—. La verdad es que no —confesé.
Ellas eran mis amigas, las de siempre, las que estuvieron ahí desde que
dejamos de llevar pañales. Necesitaba soltar todo el lastre que los últimos
días se había acumulado en mi cabeza y en mi corazón.
—A ver, nuestra relación siempre ha sido así. Si que es verdad que es
muy atento, servicial y correcto, cualquier mujer diría que es el tío perfecto.
—Pero para ti no lo es —soltó.
Ana la regañó, pero le di la razón.
—Ves, Ana, nunca fallo —continuó—. Si encuentras un empotrador en tu
vida, no lo saques de ella. Ana seguro que me da la razón en eso.
Ella se sonrojó, pero no contestó. Me miró a mí por respeto a que su
pareja era mi hermano, pero le di la libertad de que hablara de lo que
quisiera. Por suerte nos tocaba el masaje balinés y cortó por completo con
aquella incómoda conversación.
Después de aquello tuvimos un baño relajante con flores donde no tardó
en salir el mismo tema de conversación.
—Pero ¿qué os habéis propuesto? —pregunté.
—Gala, el sábado pasado noté que estabas hecha un lío, y queremos
ayudarte —aseguró Ana con la voz todavía más relajada.
—Claro que estoy afectada, he vuelto a ver al tío del que me enamoré
hace años y que me destrozó.
—Y del que sigues enamorada, sino no entiendo tu reacción —añadió
Sandra.
—¿Por qué me hacéis esto? —murmuré cabreada.
—Porque queremos que seas sincera contigo, y que no hagas lo de
siempre. —Después de decir aquello Sandra volvió a coger otra copa de
cava sin salir de la enorme bañera—. Joel está enamorado de ti hasta las
trancas, Gala —soltó de sopetón.
Y eso ya lo noté el viernes pasado. Supe por sus silencios y sus miradas
que, si por él fuera, aquella tarde habríamos vuelto a rememorar nuestra
única noche juntos. Pero no era lo correcto.
—Lo sé por Mario —confesó—. Gala, ¿tan imperdonable es lo que hizo?
No contesté. Me limité a beber cava metida en la bañera con los ojos
cerrados.
—No tires tu vida por la borda —confesó mi cuñada—. Vive, tía. La vida
no se trata de contar personas o tiempo; sino de sentir, dar, respirar, sufrir,
cambiar, aprender, errar, amar… La vida no se cuenta en años, se cuenta por
momentos inolvidables.
Tanto Sandra como yo nos quedamos sin palabras. Nos miramos a los
ojos y nos dimos cuenta de la gran persona en la que se había convertido
Ana.
—Joder, Anita, vas a dar el mejor discurso de la boda —soltó Sandra.
—He aprendido mucho estos años.
—Venga, va. ¿Cuál ha sido el mejor polvo de vuestra vida? —preguntó
cogiendo la copa que volvía a estar llena—. Os contaré cómo fue mi
primera vez con Mario: la forma en la que nuestra mirada se cruzó aquel
terrible día y, por arte de magia, el destino volvió a ponernos en el mismo
camino. Volvimos a encontrarnos por casualidad en el bar donde trabajaba y
nos reconocimos, él salió de cocina y, al verme allí, se acercó a saludar.
Estaba tan guapo con aquella ropa que… no sé, se nos cruzaron los cables y
cuando pasé por delante de cocina para ir al baño, le demostré con la mirada
las ganas que tenía de tirármelo. Y dicho y hecho, vaya manera de foll…
—Estás como una cabra, Sandra —solté volviendo a interrumpirla.
—¿Y tú? ¿Qué tal es la asta de la bandera de Dinamarca? —preguntó sin
ningún tipo de delicadeza.
Me quedé pensativa, porque no tenía fuerzas para mentir más.
—Ya os he dicho antes que el sexo no es nuestro fuerte.
—A ver, no tiene por qué ser lo más importante en una relación —
comentó Ana—, si ambos sois felices así es genial.
Apreté los labios y vi sus caras de preocupación.
—Gala, estás perdiendo el tiempo. Vuelve aquí, con nosotras, seguro que
encuentras trabajo super rápido con el currículum que tienes.
—No es tan sencillo, tengo un trabajo que me gusta ahí arriba y…
—Y ya está, Gala, no tienes nada más ahí arriba. ¿Piensas sacrificar toda
tu vida con alguien que no te llena solo por un trabajo? Te estás olvidando
de vivir.
—Sandra, relájate —susurró Ana.
—No, porque no soporto ver cómo sigues huyendo de todo, cómo miras a
Joel cada vez que lo tienes cerca. Lo idiotas que estáis siendo los dos por no
querer asumir la realidad y lo que de verdad sentís el uno por el otro. Joder,
Gala, a eso se le llama vivir, y sé de sobra que sigues enamorada de él como
el primer día. Hacedlo posible, porque vida solo hay una.
Me eché a llorar, porque Sandra me demostró que seguía conociéndome a
la perfección. Ana se acercó hasta mí en la bañera para abrazarme, para
hacerme más llevaderos los golpes de realidad con los que me acababa de
golpear una de mis mejores amigas.
Sandra también se acercó para unirse a aquel gran abrazo, porque me
estaba desmoronando. Muy a mi pesar sabía que tenían mucha razón, que
debía cambiar el rumbo, porque no era feliz en absoluto. Me había centrado
en mi trabajo y en nada más, y aquello no era nada sano.
—Va, cambiemos de tema para ver si dejamos de lloriquear las tres —dijo
Sandra volviendo a su sitio y secándose las lágrimas—. Ana, ¿cómo fue tu
primera vez con el cañonazo de Salva?
—Oye, no llames así a mi hermano —solté con una sonrisa.
—¡Joder, es la pura verdad! Tu hermano siempre ha estado tremendo, y
ahora tenemos información de primera mano para saber cómo es estar con
el gran Salvador Martí.
—Madre mía… —murmuré.
—Pues no fue un cuento de hadas, precisamente. Salva demostró ser
alguien paciente y con mucho tacto.
—Espera —dije antes de coger la copa de cava, llenarla hasta arriba y
bebérmela de golpe—. Necesito estar preparada para lo que vas a explicar.
—Te vas a sorprender, Gala, no fue una noche idílica, pero sí la primera
que pasamos juntos.
Ana
Despacio

Septiembre de 2016

Nos besamos.
Fue el beso más sentido que había experimentado nunca.
Sus labios sabían a miel y, extrañamente, a hogar. Salva se había
convertido en una pieza clave en mi vida. Le conocía desde que tenía uso de
razón, y lo consideraba uno más de la familia, pero durante los meses de
verano se abrió un hueco importante en mi corazón. Vivir con él todo ese
proceso me ayudó a conocerlo y a sentir algo que, si me lo hubieran dicho
años atrás, me habría reído a carcajadas. Descubrí que Salva era un chico
interesante, con talento e inteligente, además de que era guapísimo. Un
chico disciplinado y con aspecto robusto, al que se le notaba que le habían
hecho trizas el corazón, pero que en el fondo tenía una fortaleza envidiable.
Aquel beso fue largo, porque no quería que acabara nunca. Su lengua era
puro terciopelo, y mi corazón iba a mil por hora. No podía controlar mis
acciones, pero iba con cautela, no quería forzar la situación, ni estropearlo.
Retrocedí un poco para finalizar nuestro beso, pero seguía abrazada a él.
—¿Todo bien? —susurró.
—No pares… —contesté.
Volví a acercarme a sus labios, y le aferré más a mi cuerpo. Necesitaba
sentirlo porque estaba ansiosa de él. Los besos me sabían a poco, y sentía
una adrenalina que debía controlar.
Salva no era como los demás. Por eso me moría de ganas de enterrarme
en su cuerpo, a pesar de que la calma debía ser mi mayor cualidad. Sus
brazos rodeaban mi cintura y dejó que fuera yo la que tomara la iniciativa.
Noté que lo nuestro ganaba intensidad, y me sentí atrevida. Bajé la mano
derecha por su pecho hasta colarla por dentro de su camisa, y me iba
poniendo cada vez más ansiosa. De los besos románticos pasamos a los
besos de deseo, y si aquello continuaba así solo existía un final.
—Ana… —pronunció frenando nuestro beso.
—Vamos a tu casa.
Y eso hicimos. Cinco minutos de trayecto que se convirtieron en una
eternidad por saborearnos el uno al otro. Sellamos las calles, el portal, el
ascensor… no me cansaba de ningún gesto de cariño. Yo ya había perdido
el norte y la razón, quería hacer el amor sin medida con él.
Abrió la puerta de casa como pudo y, al entrar, lo empotré contra la pared
del recibidor. Mis manos empezaron a desabrochar con rapidez la camisa,
aunque él imponía calma. Posó sus manos en mi cintura para agarrarme y
levantarme del suelo, lo rodeé con las piernas y se dirigió hacia la
habitación, donde me tumbó con delicadeza sobre la cama y aprovechó para
besarme el cuello mientras me quitaba la blusa.
Nos fuimos quedando desnudos y solo de sentir su piel junto a la mía me
excitaba más. Yo estaba fuera de mí, y la cautela con la que estaba actuando
él se iba desvaneciendo. Nos quedamos completamente desnudos y empezó
a besarme entera, dejando un reguero de besos y caricias allá por donde
pasaba. Primero los pechos, el abdomen, el ombligo y…
El recuerdo llegó para estropearme el momento. Mi corazón empezó a
latir con fuerza y me sentí sin respiración. Sentí como si me alguien me
apretara el cuello e impedía que pudiera respirar. De golpe perdí el control.
—Para… —jadeé—. Para… ¡Para!
Obedeció al momento, aunque algo aturdido y desorientado.
Deshice nuestro contacto en un santiamén para hacerme un ovillo en una
esquina de la cama. Salva se quedó inmóvil, observándome. No podía dejar
de respirar fuerte e incluso empecé a llorar.
—Ana… —nombró mientras intentaba acercarse a mí.
—No, no me toques…
Supe que se asustó. Toda la excitación que pudimos experimentar me la
había cargado en cuestión de segundos. Arranqué a llorar con más fuerza y
él no sabía qué paso debía dar. Decidió ir acercándose a mí poco a poco.
—Tranquila…, no voy a hacerte daño.
Seguía hecha un amasijo de carne en un rincón, llorando cada vez más
fuerte. Él se levantó para ponerse los calzoncillos, con mucha calma
después de lo que acababa de suceder.
—Ana, jamás te haría daño. Yo no sería capaz de hacer nada que tú no
quisieras. Perdóname, no debería haber ido tan lejos. Es culpa mía.
Levanté la cabeza para mirarlo.
—No, no eres tú. Soy yo, no quiero que te conformes con alguien como
yo. Estoy rota.
—¿Qué? Eso no es cierto —contestó mientras se acercaba a mí poco a
poco, hasta lograr estar delante de mí—. Eres alguien increíble, yo sí que no
te merezco. Eres de las cosas más bonitas que me han pasado nunca.
Lo miré con los ojos llenos de lágrimas y se me rompió el corazón.
Habíamos ido demasiado lejos, pero deseaba estar con él. Lo quería, y
lucharía por superar todo aquello, sin tener claro si él sería capaz de
esperarme.
Posó su mano en uno de mis brazos e intenté apartarme asustada, pero no
me lo permitió. Continuó repitiendo las mismas palabras, hasta que al final
logró que me relajara un poco.
Me dio una camiseta de algodón del armario y me ayudó a tumbarme en
la cama, colocando un cojín mullido bajo mi cabeza.
—Quédate tranquila aquí. Yo dormiré en el sofá.
—No, no te vayas —pedí—. Te necesito cerca.
Se fue al otro lado de la cama, se apoyó en otro cojín y no se movió. Yo
no tardé en acurrucarme a su lado y abrazarle. Él pasó su brazo por debajo
de mí para completar nuestra unión.
Entonces me di cuenta de que lo que estaba sintiendo era de verdad. Era
obvio que me moría de ganas de hacer el amor con él, pero que aquello no
sería tan fácil, porque necesitaba tiempo.
—Lo siento, Salva.
—No, Ana, tenerte así me reconforta —confesó—. Esperaré y lucharé lo
que haga falta por ti.
Mi corazón palpitó, y supe que entre sus brazos quería que estuviera mi
futuro, aunque me quedaba un difícil camino por delante.
Gala
Ochenta y cinco

Era viernes, e íbamos a celebrar el cumpleaños de la abuela Amparo,


además de que era el día previo a la boda de Sandra y Mario.
Aquella mañana amanecí temprano y decidí irme a primera hora de la
mañana a caminar rápido a modo de ejercicio por la ciudad. La primera
hora del día solía ser muy tranquilo. Mis padres se marchaban temprano a
trabajar y no volvían hasta el mediodía o después de comer, en función del
día y los recados que tuvieran que hacer. La casa en silencio siempre me
había reconfortado, pero empezaba a ser una tortura por no ser capaz de
dejar de martirizarme a mí misma, así que decidí salir a que me diera el
aire. Por suerte, aquel día sabía que comeríamos todos en casa, así que me
ofrecí a encargarme de pedir la comida y preparar la casa, lo último que
quería era pasar tiempo sin hacer nada de provecho.
Volví al piso para arreglarme y empezar a preparar la fiesta de la abuela.
Empecé a prepararlo todo para que cuando llegaran mis padres, mi hermano
y Ana no tuvieran que hacer nada. Colgué guirnaldas, hinché globos y
organicé el comedor para preparar la mesa, así estaríamos más cómodos.
Como teníamos previsto, mis padres llegaron antes de trabajar. Mi madre
traía la tarta de cumpleaños y mi padre fue en busca de la abuela para
acompañarla hasta casa y darle la sorpresa. Ana llegó antes que Salva y
aprovechó para echarme una mano a disponer las bandejas de comida en la
mesa. Dejarlo todo a punto para en cuanto estuviéramos todos allí.
—El miércoles Sandra te metió caña —comentó Ana mientras recogíamos
la cocina.
—Bastante, sí.
—Ya sabes cómo es, te quiere mucho y quiere lo mismo que todos —
confesó—. Queremos que te quedes aquí, con nosotros.
—Ya, pero no es tan sencillo. Tengo una vida allí arriba —añadí con
nostalgia y dolor. Cada vez era más triste pensar que volvería a la vida que
tenía en Copenhague, desconociendo cuándo sería la próxima vez que
volveríamos a vernos.
—¿Y te gusta?
Me quedé paralizada. Un tiempo que, a pesar de que estaba pensando en
una respuesta, denotaba que no tenía nada claro. Una práctica que se había
vuelto en una constante los últimos días, y debía comenzar a poner todos
mis pensamientos en orden. Aquello no hacía más que preocupar a la gente
que me rodeaba, porque mostraba inseguridad a todas luces.
—Sé que tengo cosas que solucionar allí arriba. Recapacitar en tener claro
qué es lo que quiero, y la verdad es que estoy hecha un puto lío ahora
mismo.
—Lo sé, y sabes que te ayudaré en lo que me pidas. Estoy contigo en
todo, Gala, en lo bueno y en lo malo.
Me la quedé mirando y nos fundimos en un intenso abrazo. Sentí que de
verdad las tenía cerca, que podía contar con ellas y que, fuera cual fuera mi
decisión, siempre estarían conmigo para apoyarme. A pesar de que sabía
que apoyarían antes mi decisión de volver a Barcelona. No era una
respuesta sencilla, y mucho menos cuando ni yo misma tenía claro lo que
quería.
Pensé en Sten: en nuestra relación, la solidez que teníamos en común y el
buen equipo que formábamos. Le quería, pero no había olvidado mis
verdaderos sentimientos por Joel. Querer y amar, eran sentimientos
distintos, como bien se decía en el libro de El Principito. Pero me aferraba a
la idea de que era algo temporal, una sensación antigua por reencontrarnos
después de tantos años. Un daño colateral por no haber dejado las cosas
claras entre nosotros. Que sería una auténtica locura dejarme llevar y echar
a perder todo lo que había conseguido en Copenhague. Podía hacer las
cosas por mí misma y de manera distinta. No quería perder la cabeza. pero
empezaba a estar agobiada de más, a impacientarme y a no poder controlar
los impulsos de mi propio cuerpo.
Solo quedaban dos días para retomar mi rutina y, desde allí, decidir si
quería continuar o cambiar con lo que tenía. Desde allí podría ver las cosas
desde otro prisma, convivir con Sten y certificar que realmente necesitaba
un cambio.
Pero primero tenía que volver.

Al fin mi hermano apareció con la bolsa de deporte colgando del hombro


y el ramo que le habíamos encargado. Pocos minutos después la puerta se
volvía a abrir para recibir a la abuela con un grito de «felicidades» al
unísono.
Nada más verla le di un abrazo enorme.
—Felicidades, abuela, cada día que pasa estás más guapa —saludé.
—Ay, pequeña mía, tú sí que eres guapa —contestó mientras me daba un
beso enorme en la mejilla y me rodeaba entre sus frágiles brazos—. No
sabes lo feliz que me hace tenerte aquí, eres mi regalo de cumpleaños.
Le entregamos el ramo, la llenamos de besos y, con millones de sonrisas,
nos sentamos alrededor de la mesa para comer, charlar, beber y reír. De
fondo sonaba música muy suave, además de una brisa ligera que entraba
por la ventana, haciéndome sentir reconfortada y con una ligera paz que le
daba tregua a la batalla que se estaba librando entre mi cabeza y mi
corazón.
Al terminar de comer mi madre fue con disimulo a la cocina para preparar
el pastel y, con las velas numéricas encendidas, cantarle el cumpleaños feliz
a la abuela. No pudo evitar emocionarse y, justo antes de soplar las velas,
me agarró de la mano y me miró. Me arrastró a unirme a sus lágrimas
también. Sabía la ilusión que le hacía celebrar su cumpleaños conmigo allí,
porque todos aquellos momentos no son lo mismo a través de una pantalla,
a kilómetros de distancia sin poder darnos un abrazo o, como le gustaba a
ella, comer a escondidas galletitas de mantequilla.
Me esperé a que el resto le entregaran su regalo para darle el mío. Cogió
el estuche y rasgó el papel, nerviosa. Abrió la cajita y, cuando leyó la
inscripción el colgante, se volvió a emocionar. Aquel detalle era muy
nuestro, porque desde que yo tenía uso de razón, fuimos aficionadas a esos
dulces que, para colmo, eran especialidades danesas.
—Gracias, abuela —susurré mientras la abrazaba.
—Vuelve, pequeña mía, vuelve a casa con nosotros —contestó sin
soltarme.
Entonces la batalla de la coherencia y mis verdaderos sentimientos volvió
a la carga con mucha más fuerza.
Porque a veces una misma frase, en boca de alguien a quien quieres de
verdad, cobra más intensidad. Te arrastra sin contemplaciones a cometer la
locura más grande de tu vida.
Gala
Ojalá no te hubiera conocido
nunca

Estaba de los nervios. Incluso llegué a pensar que lo estaba más que la
novia; esa que estaba preciosa con su sencillo vestido claro de tirantes,
mostrando a una mujer radiante y decidida. Sandra parecía una princesa, a
pesar de que había librado más batallas que muchas de esas protagonistas
de cuentos de hadas.
Ana y yo éramos sus dos únicas damas de honor, así que decidimos ir con
un vestido largo de color burdeos maravilloso. Volvíamos a sentirnos como
años atrás, a pesar de la distancia, de las revelaciones, advertencias y
confesiones que me acribillaron en cuanto puse un pie en Barcelona.
Aquella noche me sirvió para hacer balance de todo lo que se me había
removido en aquella vuelta. Donde supe que a mi llegada me sentí
desbocada, pero por el hecho de volver a sentir lo mismo que cuando decidí
quedarme en Copenhague. Porque la verdadera amistad tiene ese poder;
seguir sintiéndote cómoda con ellas como si el tiempo no hubiera seguido
con su curso. Entre nosotras seguíamos siendo nosotras mismas, aunque
con la cabeza mucho más amueblada y, en mi caso, millones de dudas y con
ganas de cambiar el rumbo de mi vida.
—Estoy putamente histérica —escupió la novia a pesar de parecer una
muñeca de porcelana.
—Todo va a salir genial —aseguró Ana mientras posaba sus manos en los
hombros de Sandra, en un intento de transmitirle calma.
—Solo quiero que pase rápido el día, madre mía… Jamás pensé que ese
mexicano acabaría liándome hasta las trancas. Maldito el día en que Joel y
Pau lo conocieron.
Al escuchar su nombre di un respingo. Mi cuerpo entero segregaba
serotonina al oírlo, y no era nada bueno. Pensar en él me producía un
agujero en el estómago, me ponía de un humor de perros, la temperatura
corporal aumentaba y sentía un cosquilleo en mi vientre, lo que solo hacía
que cabrearme todavía más.
Intenté disimular todo lo que pude, lográndolo una vez más, pero que no
sabía cuánto tiempo más sería capaz de disimular. La tregua que habíamos
sellado aquellos días me revolvió de pies a cabeza, además de los sermones
de mis amigas sobre la vida que había escogido tener, aquello solo hizo que
ponerme más en el borde del precipicio.
Hice un esfuerzo enorme en apartar todas las preocupaciones y dolores de
cabeza, no era el día para hacerlo. Decidí centrarme en acabar de preparar a
la novia para ir hacia el jardín, donde tendría lugar la ceremonia. Vimos a
Mario en su posición, a lo lejos, al lado de Joel que, en cuanto nos vio, no
nos quitó los ojos de encima. Me puse todavía más nerviosa y empecé a
sudar, preocupara por si el resto de invitados podrían empezar a notarlo.
Aunque era absurdo pensar eso cuando el centro de atención no éramos
nosotros, intenté seguir respirando para no desmayarme. Debía armarme
con todas las fuerzas del universo para someterme a su presencia, de la
misma forma que lo había hecho hasta aquel preciso instante.
Ana y yo nos pusimos al otro extremo y esperamos que la novia hiciera
acto de presencia, la cual tardó menos de lo esperado. Sus ojos, la sonrisa y
el cuerpo transmitían amor y felicidad a raudales por aquel chico, el cual
descolocó su mundo y apareció justo en el momento exacto.
Ambos nos regalaron a todos ser testigos de su historia, de la bonita pareja
que formaban y que, de forma inevitable, se nos dibujara una enorme
sonrisa a los invitados. Fue una ceremonia sencilla y hermosa, soñando con
que alguna vez todos tuviéramos la oportunidad de sentir una milésima
parte del amor que se profesaban. Al menos eso era lo que yo empezaba a
anhelar.
Tenían razón cuando decían que debíamos disfrutar cada segundo de
aquel día, porque pasaba volando. Nos dejamos llevar por una corriente de
emociones y situaciones que, para mi desgracia, no dejaban de empujarme a
la cercanía de Joel. A pesar de que nos sentaron juntos en la mesa, apenas
cruzamos palabras entre nosotros, pero sí infinidad de miradas de reojo y
algún roce fortuito sin intención, porque lo acompañábamos de una disculpa
rápida. Pero una fuerza desconocida nos lanzaba a mirarnos y tocarnos de
forma fortuita, y eran más veces de las que debería estar permitido para mi
salud mental. Los días previos a la boda acordamos una tregua entre
nosotros, dejando claro que el pasado no volvería y que cada uno tenía su
vida, y yo hice todo lo posible por evitarle. Su presencia me desestabilizaba
y me hacía sentir cosas que añoraba, convirtiéndose en un auténtico peligro
tenerlo cerca. Una mezcla de miedo y añoranza; de sentimientos sepultados
que pedían a gritos salir de su escondite de una vez por todas.
Cuando llegó el momento de cortar la tarta y, después de que hicieran el
idiota como de costumbre, la hermana de Mario fue hacia el escenario y se
sentó frente a un piano. Los asistentes empezaron a pedir silencio, y aquella
menudita mujer colocó el micrófono a su altura para hacer uno de los
mayores regalos de la noche. Le dedicó unas breves palabras a la pareja y
no perdió el tiempo en empezar a deslizar sus dedos por las teclas blancas y
negras. No conocía aquella canción, pero Julio me especificó que se trataba
de «Te regalo» de Carla Morrison, y en cuanto empezó a cantar mi cuerpo
se volvió frágil, a punto de evaporarse.
Aquella chica tenía un timbre dulce, frágil y a la vez contundente. Era
hipnotizante. Su voz se colaba por cada poro de mi piel, encogiéndome el
corazón, hasta que oí que, a mi espalda, alguien sorbía por la nariz. Me giré
y vi a Joel conmocionado, haciéndome cómplice de cómo algo se le rompía
por dentro. Supuse que el recuerdo de Pau lo acechó de golpe, y una oleada
de valentía me invadió, teniendo la necesidad de estrecharle la mano por
debajo de la mesa, lejos de la mirada de nuestros amigos; con la simple
intención inocente de transmitirle mi apoyo. Él no dudó en corresponder
aquel gesto, pero entonces me di cuenta de que aquello acababa de
escaparse de mi control. La voz de la hermana de Mario, la letra, la calidez
fuerte de la mano de Joel y mi corazón bombeando a toda velocidad me
cegaron. Sentirlo de nuevo, aunque solo fuera en un simple apretón de
manos, me hizo volar la imaginación y recordar nuestra noche; el tatuaje, el
beso, la piscina, el cielo oscuro de Barcelona, las gotas en nuestros cuerpos.
Él y yo, nada más. Debía deshacer nuestra unión si no quería perder del
todo el norte, pero me reconfortaba demasiado como para prescindir de él.
Incluso me sorprendí a mí misma por descubrir que no quería que aquella
canción acabara, que la realidad fuera otra y que, al terminar aquella
melodía, pudiéramos culminarlo en un beso. Como aquel primero que
recordaba como si hubiera sido ayer; jugoso, húmedo y sincero. Estaba
perdiendo la cabeza y, sobre todo, el corazón.
Cuando terminó la interpretación no nos quedó más remedio que separar
nuestro apretón furtivo y ponernos a aplaudir. Había gente emocionada,
vitoreando fuerte y gritando el típico «¡Viva los novios!», pero apenas nos
dio tiempo a respirar para enfrentarnos al momento de abrir el baile, donde
todos quedamos borrachos de tanta dosis de azúcar y amor. Sandra y Mario
abrieron el momento con la preciosa canción «The night we met» de Lord
Huron. Formamos un círculo alrededor de ellos, dejándoles un poco de
intimidad en medio de tanto barullo, pero al poco las demás parejas
empezaron a bailar cerca de los novios. Yo me quedé mirando hacia aquella
pareja protagonista, pero entonces mi cuerpo empezó a funcionar solo
frente a los estímulos que se me ponían delante.
Joel se plantó frente a mí, tendiéndome su mano para bailar. Millones de
advertencias me prevenían de que no lo hiciera, pero el vino tinto que había
bebido se encargó de silenciarlas. Acepté su mano y me arrastró a la pista;
colocándome después su mano derecha en mi cintura y pegando su cuerpo
al mío. Nos mecíamos como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros.
Volvíamos a ser aquellos dos niños que se entregaron el uno al otro aquella
noche de verano. Donde creímos que teníamos todo el uno del otro y que,
en ese presente, lo habían perdido todo.
Ojalá volver a aquella noche.
Ojalá no hubiéramos acabado así.
Ojalá volviéramos a la noche en la que nos conocimos.
Porque, como dijo en su momento Jorge Luis Borges, de pronto llegará
alguien que baile contigo, aunque no le guste bailar, y lo haga porque es
contigo y nada más.
El alcohol y los recuerdos me desinhibieron lo suficiente para dejarme
llevar con sus movimientos. Su aroma se colaba por mi nariz y silencié la
razón. El perfume que, desde aquel día en el Tibidabo, había inundado mi
memoria, machacándome constantemente con su recuerdo.
Cuando acabó la canción me encontré con la cabeza apoyada en su pecho
y su mano aferrándome más a él. La inconsciencia del momento nos llevó a
eso, a hacer lo que en verdad nos moríamos por hacer desde el día que
volvimos a vernos. Nos separamos lo justo para comprobar que ambos nos
miramos a los labios, y que en mi imaginación culminábamos aquello en un
beso. Los dos acabábamos de demostrarnos que teníamos unas ganas locas
por juntar nuestros labios, pero no era el momento para hacerlo realidad.
¿Lo sería alguna vez?, pensé de repente.
Había pasado demasiado tiempo, pero la fuerza y el magnetismo que nos
invadió aquella noche volvió a nosotros, y con vigor. ¿Cómo podía evitar la
tentación? ¿Cómo podía continuar con mi vida después de saber lo mucho
que le seguía amando?
Muchachito Bombo Infierno nos obligó a deshacernos de aquellas
incertidumbres y sensaciones que habían vuelto a crecer entre nosotros a
ritmo de rumba catalana con «Siempre que quiera». Empezaba a creer en
las señales del destino, que nada era casualidad.
Era la maldita canción perfecta para nuestro momento. Pensé que
habríamos terminado de bailar, pero nada más lejos de la realidad. Cantó las
primeras frases de aquella canción sin dejar de mirarme y, en cuanto
empezó la música, volvió a agarrarme para moverme por toda la pista. Joel
me llevaba por donde quería, con una maestría que jamás pensé que
dominaría. Me convirtió en una bailarina ejemplar, porque me dirigía a su
antojo con una seguridad que, siendo sincera, me hacía subir la temperatura
y perder la cabeza a partes iguales. Un baile que me obligó a olvidarme de
dónde y con quién estábamos, solos él y yo. Volviendo a ser esos niños
despreocupados que bailaban aquella canción. Una melodía que era una
declaración en toda regla:
Ojalá no te hubiera conocido nunca,

para no amarte siempre, para no verte sin verte.

Para borrar tu recuerdo,

del que siempre me acuerdo y nunca me deja en paz.

En cuanto terminó la canción me separé de él y fui a tomar el aire. Estaba


sofocada y aterrada, e hice lo que mejor se me daba antes situaciones
incómodas y complicadas: huir.
Me apoyé en la balaustrada que daba al jardín e intenté recuperar el
aliento y, lo más importante, la serenidad. Miré las flores que, unas pocas
horas antes fueron testigo de una de las ceremonias más bonitas que había
vivido, dándome cuenta de que volvía a ser una noche de verano, igual que
cuatro años atrás. Todo había cambiado durante aquel tiempo, habíamos
crecido y vivido cosas que nos hicieron aprender infinidad de lecciones para
seguir con nuestro camino, excepto lo que sentíamos cuando estábamos
juntos, porque descubrí que había permanecido intacto en una caja en el
interior de nuestros corazones.
Apenas fui capaz de recobrar el aliento cuando apareció poniéndose a mi
lado. No recuerdo el tiempo que permanecimos allí, en la misma posición,
pero la fuerza química que había entre nosotros dos podía percibirse.
—Pienso en aquella noche, Gala. No la olvidaré jamás —susurró a pesar
de que estábamos solos, escuchando el jaleo que había en el interior de la
sala—. No he querido a nadie de la misma forma en que te quiero a ti, y
supongo que es mi castigo por cómo hice la cosas.
—Joel, no… —balbuceé.
—Sí, Gala. Sé que llego tarde, mucho. Todo sucedió tan rápido entre
nosotros…—confesó acercándose a mí—, pero lo que siento es tan
verdadero y real que se me ha quedado grabado a fuego en el corazón.
Cuando te fuiste busqué infinidad de formas de localizarte, pero solo
conseguí golpearme contra el bloqueo al que me sometiste tú y los demás.
Me cabreé mucho al principio, con el tiempo me desesperé y, después, me
limité a procrastinar y a arrastrarme por la rutina.
—No puedo escucharte, lo siento, dijimos que dejaríamos esto atrás —
atiné a responder.
No podía seguir allí, quedándome impasible ante su confesión. Si
continuaba con aquella conversación corría el riesgo de cometer una locura,
porque me moría por probar una vez más sus labios, por vivir juntos una
noche más, aunque fuera para despejar todas las dudas de qué habría sido
de nosotros si las cosas hubieran tomado otro rumbo: el de si aquel día
hubiéramos cogido el tren y tuviéramos una historia juntos.
Hice el gesto de marcharme, pero me lo impidió agarrándome del brazo
con delicadeza, haciéndome palpitar de arriba abajo, y así de forma
sucesiva e incontrolable.
—Gala, sé que es egoísta por mi parte. Que llego muy tarde y que tienes
tu vida en Copenhague, pero necesito que sepas lo que siento y lo mucho
que me arrepiento —siguió insistiendo, pero empecé a dejarme llevar—. No
me dejaste explicarme, me apartaste y eliminaste de tu vida, haciendo que
fuera imposible llegar a ti. Todos nuestros amigos boicotearon todos mis
intentos por alcanzarte, incluso llamé a tu hermano para que me dijera
donde te encontrabas para ir en tu busca. No obtuve resultados y además me
lo impidieron.
Cogí aire e intenté mantenerme serena. Con el tiempo supe los motivos
que lo retuvieron aquel día en Barcelona y, aunque seguía dolida por su
decisión, llegué a entender que fue una decisión noble por su parte. Escogió
la opción más sensata y la menos loca. Así siempre había sido él: el más
cabal del grupo a pesar de que se permitía perder la cabeza de vez en
cuando.
—Me hiciste mucho daño, Joel —recordé.
—Lo sé, y lo he sufrido todos estos años. Te he buscado en cada mujer, en
cada amanecer, en cada caricia, en cada beso, en cada orgasmo… —Noté su
aliento muy cerca de mí, el que me dejó volver a percibir su fragancia,
empujada a seguir disfrutándola por culpa del vino ingerido.
—Joel, para…
—Esa noche vuelve a mí una y otra vez, para convencerme de que cometí
uno de los mayores errores de mi vida no cogiendo ese tren —confesó
mostrándome sus verdaderos sentimientos, con el corazón en las manos—.
Te dejé escapar, Gala, y ese es y será siempre mi gran error. En cuanto
Sandra empezó a responder mis preguntas sobre ti solo he conseguido
lamentarme más. Todos me aconsejaban que te dejara tranquila, que tenías
que hacer tu vida y que eras feliz, que yo solo fui un amor fugaz que te hizo
daño y que debía permanecer en eso: en el pasado. Pero es que no puedo,
joder…
Debía controlarme. Serenarme ante su presencia y evitar a toda costa
mirarlo a los labios, porque eso le mostraría que me moría de ganas por
besarlo, por dar fin a mis eternas dudas y comprobar que seguía existiendo
esa química entre nosotros. Cada uno tenía su vida y sus compromisos, y si
seguíamos de aquella forma demoleríamos todo lo que habíamos construido
aquellos años.
¿Pero era eso lo que realmente quería?
¿Por qué no podía dejar de desear besarle?
¿Por qué la pasión y el amor eran más poderosos que la sensatez?
Iba a arrepentirme, ya lo sabía antes de que sucediera, porque cometí el
error de descender mis ojos hasta sus labios. Caí en la tentación, pero es que
ya no podía reprimirme más. Me planté delante de él, envolví su corbata en
mi puño derecho y le obligué a descender hasta mi cara, parando justo antes
de que nuestros labios se rozaran.
—No podré parar, Gala.
—Deberías —contesté.
—No puedes pedirme que pare cuando estoy a dos centímetros de hacer
algo con lo que llevo soñando desde que te fuiste.
—No puedo hacer esto —confesé en un ataque de cautela mientras
soltaba su corbata.
Yo era la que le había conducido a que estuviéramos a escasos
centímetros, era yo la que estaba a punto de cometer una locura. Mi cabeza
empezó a imaginarse lo que podía desencadenar ese beso, y era algo que
deseaba con muchas ganas. Permanecimos inmóviles, esperando que uno de
los dos tomara la decisión. Ninguno parecía tener el valor necesario para
lanzarse a la boca del otro. Y empecé a pensar en las consecuencias que
tendría todo aquello, pero también en la eterna duda que se alojaría en mi
corazón si no lo hacía. En si había una pequeña posibilidad de que pudiera
salir bien. No cabían más incertezas entre nosotros dos, había que empezar
a despejar dudas y terminar de una vez por todas con las incertidumbres.
No sé si fue la chispa del alcohol, el momento tan íntimo que vivimos
bajo la mesa, la forma en la que bailamos juntos minutos antes o la verdad
sobre lo que sentía por él; pero volví a agarrarle de la corbata y, aquella vez,
sí que sentí sus labios de nuevo. Tenía razón cuando dijo que no podría
frenarlo, pero es que tampoco quería que lo hiciera. El poder de sus labios
me llevó a otro tiempo y a otro lugar: a uno en el que yo no tenía
compromisos, donde éramos aquellos dos críos idiotas que desconocían su
futuro, pero que querían permanecer juntos a toda costa.
El beso fue ganando intensidad y las manos cada vez se atrevían a
explorar más partes de nuestros cuerpos. Los labios de Joel sabían a vino,
ganas y amor. Un sabor que despertó lo que me había empeñado en enterrar,
y que ya no tendría fuerzas ni ganas para volver a esconder. Cuando
separamos nuestros labios nos miramos a los ojos, sabiendo que debíamos
marcharnos de allí antes de que nos pillaran. La fiesta estaba en el momento
exacto de desfase, y no notarían nuestra ausencia.
Llamamos a un taxi y, mientras esperábamos su llegada, yo me inventé
una excusa ante Ana para irme sin llamar la atención.
—¿Estás bien? Estás muy pálida.
—Sí, dile a mi hermano que he llamado a un taxi para que me lleve a
casa. Algo no me ha sentado bien.
—Cualquier cosa llámame, ¿vale?
Le di un abrazo y, quince minutos después, estaba subida en la parte
trasera de un taxi entre los brazos de Joel mientras nos comíamos a besos.
Todo empezó a suceder muy rápido a partir de ahí; pagó al taxista, subimos
hasta su piso y, una vez entre aquellas cuatro paredes, nos dejamos llevar.
Me olvidé de todo y de todos, no existía nadie más en la tierra que no
fuéramos Joel y yo. Sus manos paseando por mi cuerpo, erizando el vello
por donde pasaba, hasta que llegó a mi muñeca izquierda y levantó la
mirada hacia mi cara. Aquel tatuaje lo significaba todo para nosotros, nos
recordaba a aquella noche, a lo que significó y a lo que podría haber sido.
Posó sus labios en él, y suspiré por el cosquilleo que me transmitió.
Se agachó frente a mí, apoyó su cabeza en mi abdomen e introdujo las
manos por debajo del vestido. Acarició mis tobillos, donde aprovechó para
desabrochar las sandalias de tacón con habilidad y quitármelas. Después fue
subiendo las manos por mis piernas, con una delicadeza que me derritió. Yo
llevé las mías a su americana para obligarle a deshacerse de ella,
aprovechando para desanudar la corbata y lanzarla a cualquier parte. Se
quedó inmóvil, dejándome toda libertad para desnudarlo, degustando cada
botón desabrochado de su camisa blanca, que iba mostrando poco a poco
trozos de esa piel tan pálida de la que me enamoré siendo una niña,
mostrándome un cuerpo ya no tan definido, pero que evidenciaba una rutina
de ejercicio. Hasta que llegué al final y desabroché el botón del pantalón del
traje, donde se puso en pie para deshacerse de los zapatos y los calcetines
para, a continuación, llevar sus manos a la cremallera trasera del vestido y
hacerla descender con la misma calma que utilicé yo. Cuando llegó al final
del cierre, el vestido descendió hasta mis pies, arrugándose en el suelo;
dejándome en ropa interior ante su mirada, la cual no perdía detalle de cada
centímetro liberado.
Rodeó con sus brazos mi cintura y me levantó para, en escasos pasos,
llevarme a la cama. Me tumbó con delicadeza sobre el colchón y se posó
encima de mí, sin dejar de besarme en ningún momento. La luz de las
farolas que se colaban por la ventana de aquel diminuto piso fue el
suficiente para que nos viéramos sin tapujos, hasta que la ropa fue
desapareciendo poco a poco entre nosotros, dejándonos completamente
desnudos, transmitiendo sin barreras nuestra excitación. Llevé mi mano
hacia su pene y noté lo rígido que estaba, así que apreté mis dedos a su
alrededor y comencé a masturbarlo. Él llevó sus labios a mis pechos y
lamió la fina piel de mis pezones, transportándome a otro universo paralelo
donde podía sentir aquello todas las malditas noches del resto de mi vida.
Al poco vi cómo estiraba su brazo hasta el cajón de la mesa y sacaba un
condón, el cual no tardó en enfundar para colocarse entre mis piernas y
esperar mi aprobación. Asentí, sin titubear. Lo necesitaba con locura,
borracha de lujuria e inconsciencia. Entonces todo encajó entre nosotros
cuando lo tuve en mi interior. Nos entendíamos como si hubiéramos hecho
aquello siempre, tomándonoslo con calma y disfrutando cada caricia.
Sintiendo que éramos las dos piezas perdidas de un rompecabezas que
dejaban incompleto el mosaico.
Hicimos el amor, abrazados, con miedo a que si nos separábamos nos
diéramos cuenta de que había sido producto de nuestra imaginación. Pero
aquella vez no era una fantasía: era muy real. Tan real que le tenía dentro de
mí, gimiendo en mi cuello y moviendo sus caderas contra mi cuerpo. Noté
cómo se contenía, para no dejarse llevar antes que yo al orgasmo. Hizo un
esfuerzo sobre humano para conseguir llevarme al nivel más alto de
excitación.
—Más rápido, Joel, más rápido —gemí.
—No podré controlarme.
—Déjate llevar, necesito que lo hagas.
Y lo hizo. Aumentó el ritmo y empecé a sentir las oleadas del placer en mi
vientre. Anclé mis uñas en su espalda y lo apreté más contra mí, él
incrementó la intensidad sincronizando sus gemidos. Estaba cada vez más
cerca, y a aquellas alturas habíamos perdido del todo el control.
Nos corrimos con una sincronización innata y mágica. Una conexión que
jamás había experimentado antes, y que me mostraba algo de lo que no
podría escapar con facilidad.
Ya no podía seguir huyendo de mis sentimientos hacia Joel.
Gala
¿Qué he hecho?

Desperté de un sueño profundo por culpa de la luz que entraba por la


ventana. Una que no había visto jamás. Los párpados se me pegaban por
culpa del maquillaje que no me había quitado la noche anterior. Pero el
recuerdo me obligó a hacerlo de golpe y comprobar que todo aquello era
real. Confirmé que a mi izquierda estaba Joel durmiendo plácidamente, de
la misma forma que caímos rendidos: desnudos uno encima del otro.
El corazón me empezó a bombear a mil por hora.
¿Qué has hecho, Gala? Me preguntaba sin parar.
¿Te has vuelto loca? Repetía una y otra vez.
Y sí, definitivamente estaba como una cabra.
Mi primer impulso, aparte de asustarme, fue el de salir corriendo; algo
que sabía hacer a las mil maravillas. Me deshice de sus brazos con cuidado
para no despertarlo y volver a casa volando, sin saber encontrar una
justificación a lo que había acabado haciendo.
Recogí la ropa interior del suelo para vestirme a toda velocidad. Me puse
el vestido a la carrera mientras con una mano sostenía los zapatos y el
bolso.
Salí de su piso en menos de tres minutos, acabando de vestirme mientras
bajaba por la escalera, muerta de miedo y con lágrimas en los ojos. Cuando
broté a la calle estaba como si hubiera visto a un fantasma, porque lo único
que deseaba era llegar a casa de mis padres para ducharme y lamentarme
todavía más. Entré en el metro a las seis de la mañana, y calculé que en
media hora estaría allí. Un trayecto en el que la gente me miraba con
curiosidad, pero en el que apenas podía mantener la compostura porque
podía dejar de llorar.
Ojalá ser transparente.
Ojalá poder viajar en el tiempo, porque de hacerlo… ¿hacia dónde
rebobinaría el tiempo?
No estaba preparada para asimilar la respuesta de aquella pregunta.
No todavía.

En cuanto llegué a casa me metí en la ducha e intenté serenarme, pero el


corazón me iba a toda velocidad. Había engañado a Sten, al hombre que me
esperaba en otra ciudad y con el que había convivido todo ese tiempo. Él no
se merecía algo así y me despreciaba a mí misma por ello. No podía dejar
de repetirme lo que había hecho y cómo había sido capaz de llegar tan lejos.
¿En qué narices estaba pensando?
—Gala, ¿va todo bien por ahí dentro? —preguntó mi madre—. Veo que
has alargado la fiesta hasta el desayuno.
Suspiré, porque tenía que inventarme una mentira bien gorda para que
nadie sospechara. Se suponía que yo había vuelto a casa porque me
encontraba indispuesta.
—Sí, mamá. Se nos ha ido de las manos —contesté. Si le contara la
verdad, me mataría —. Estoy bien, solo necesitaba una ducha antes de
acostarme.
—¿Te apetece comer algo?
—No, gracias, quiero meterme en la cama cuanto antes.
Y eso hice, pero no conseguí cerrar los ojos ni dos minutos seguidos.
Estaba histérica. El corazón me iba a toda velocidad. Permanecí hasta las
nueve en la misma postura, sin poder dormir. Lamentando por dentro lo que
había llegado a hacer, con el único resultado de conseguir un terrible dolor
de cabeza insoportable.
Pero entonces tomé una decisión radical; debía volver a casa. Empezar a
tomar decisiones por mí misma y decidir qué era lo que quería hacer con mi
vida. Consulté los vuelos hacia Copenhague y no me lo pensé siquiera.
Después de aquello llamé a la única persona que sabía que me cogería el
teléfono y que me escucharía sin juzgarme.
—Ana, la he cagado —solté en cuanto descolgó el teléfono.
—¿Qué cojones has hecho? ¿Dónde has estado toda la noche? El padrino
también desapareció…
Creo que ató cabos en cuanto me fui de la boda, y yo solo le confirmé sus
sospechas cuando lo único que le llegaba por mi parte era silencio.
—No… ¿en serio? —exclamó en un susurro.
Respondí de forma afirmativa con un hilo de voz y los ojos llenos de
lágrimas.
—La madre que te parió, Gala —maldijo—. ¿Y Sten? ¿Qué va a pasar
ahora? Vuelves mañana, ¿no?
—Ana, por Dios, no me agobies más —pedí de forma egoísta—. La he
liado a base de bien. Me voy ahora mismo a casa, no puedo esperar hasta
mañana.
—No entiendo nada, de verdad. Gala, para un momento y piensa bien las
cosas —solicitó, pero en vano—. Tienes que hablar con Joel, no puedes
volver a huir, no después de lo que habéis hecho. Os queréis así que asume
las consecuencias, habla con él y haz las cosas de otra manera —sugirió con
esa voz consejera que solía tener—. Vas a destrozarlo otra vez, pero es que
también te estás haciendo daño a ti misma. Joder, Gala, jamás pensé que
llegarías a hacer algo así, pero lo que sí que no puedo creer es que vuelvas a
escapar como lo hiciste años atrás.
—Necesito tiempo, volver a casa y ponerlo todo en orden. Y debo hacerlo
sola.
—Pero habla antes con él, dile que necesitas tiempo —rogó, pero yo ya
no estaba escuchando—. Joel lo entenderá.
—Si vuelvo a verlo no podré marcharme. Ha sido un completo error lo
que ha sucedido esta noche, no hay vuelta atrás. Me marcho ya mismo —
solté mi decisión de sopetón, sin dar opción a réplica—. Lo siento, Ana.
—Gala…, vas a pagar caro esta decisión en el futuro. Te arrepentirás.
Amas a Joel, y estás renunciando a eso, otra vez.
Aquello último me dolió, pero no porque Ana me lo dijera, sino porque
era la maldita verdad. Además de que había engañado a un chico que me
quería por alguien que me dejó plantada en el pasado sin dudar. Por alguien
que escogió a otra persona, pero a la que yo amaba con una intensidad
arrolladora.
Lo primero que me vino a la cabeza fue que cometí un error. Un desliz
que me había hecho sentir viva de nuevo.
Joel
Otra vez no

Abrí los ojos solo en la cama, en pelota picada y con la persiana de par en
par. Me costó horrores levantarme, pero cuando vi que Gala no estaba a mi
lado, que se había ido sin siquiera hacer ruido para no despertarme, di un
bote. Lo primero que hice fue mirar el teléfono, comprobar que eran las
doce del mediodía y que tenía llamadas de Julio y algún mensaje de Mario,
pero ni rastro de ella. Saqué todas mis fuerzas para levantarme e ir hacia el
baño; donde de camino agarré un pantalón de algodón corto. Abrí el grifo
para lavarme la cara como cinco veces con agua fría, porque no podía dejar
de pensar en la noche que habíamos pasado juntos, en la sensación de
volver a estar abrazado a ella y sentirla con tanta plenitud. La forma en la
que confirmamos lo bien que nos entendíamos y que, entre nosotros, a nivel
emocional, no había cambiado absolutamente nada. Pero por desgracia todo
lo demás sí lo había hecho. Ya no éramos esos dos críos recién graduados
que les importaba un comino las consecuencias.
Volví a coger el teléfono, me armé de valor y la llamé. Tenía que aclarar
lo que había pasado. Quería aferrarme a la posibilidad de volver a estar a su
lado, de no perderla de nuevo. Iba a luchar lo que hiciera falta para que se
quedara conmigo, aunque fuera un acto egoísta. Era el momento que
llevaba esperando desde su marcha.
No me lo cogió, así que le escribí un mensaje: «Cógeme el teléfono, o
llámame. Tenemos que hablarlo».
No obtuve respuesta, y confirmé que había visto el mensaje cuando
aparecieron los dos vistos azules. Volví a llamarla, pero seguía
ignorándome. Otra vez volvía a estar en aquella casilla de salida, justo
cuatro años después. Pero aquella vez tenía la oportunidad de hacer las
cosas de otra manera, porque no iba a conformarme.
Cogí una camiseta y unos vaqueros cualquiera del armario para vestirme
con rapidez. Alcancé el casco y me subí a la moto decidido a presentarme
en casa de sus padres. Movería cielo y tierra por evitar que se fuera sin
mirar atrás, sin opción a réplica.
Corrí como nunca lo había hecho, plantándome en menos de media hora
delante del portal y picando como un loco; su padre respondió con un grito
a través del interfono.
—¿Está Gala ahí? —pregunté atropellado.
—No, hace una hora que se ha marchado. ¿Quién eres?
—Soy Joel, ¿podría decirme dónde ha ido?
—Se ha marchado hacia el aeropuerto hace más de una hora.
Empecé a maldecir como un loco. Lo estaba volviendo a hacer, así que no
dudé en coger el teléfono y, rememorando lo que ya viví en el pasado, llamé
a Ana. En cuanto descolgó no fui capaz de dejarla hablar.
—¿Dónde está? Y esta vez dímelo, no puedo permitir que vuelva a
marcharse así, otra puta vez no —escupí sintiendo cómo las palabras se
agolpaban y me ardían en la garganta.
—Joel, está en el aeropuerto, su avión sale en nada, si te das prisa…
Colgué sin dejarla terminar y volví a la moto decidido a darle gas y
plantarme allí en el menor tiempo posible. No se me podía volver a escapar,
no podía volver a soportarlo.
De camino pensé en lo que me habría dicho Pau ante esa situación, y sería
exactamente esa: dale gas y lucha por ella, pero también debes ser fuerte
para asimilar si decide irse. No podía hacerme a la idea de volver a
perderla, y mucho menos después de confirmar y comprender que éramos
tal para cual; ella era la única mujer que quería a mi lado. Dolía demasiado
pensar en que podría rechazarme, ambos vivimos una química brutal
aquella noche, y sabía que una de sus posibles reacciones podía ser esa. Su
sello de identidad era huir antes de enfrentarse.
Llegué al aeropuerto como un potro desbocado. Buscaba en el panel los
vuelos que salían hacia Copenhague, y vi que en la terminal uno en media
hora salía uno. Corrí por todo el recinto, con el corazón a punto de salirse
del pecho, llegando sin poder hablar al mostrador donde se encontraban las
azafatas.
—Por favor —sollocé sin aliento—. Necesito ponerme en contacto con
una persona que está dentro de ese avión —solté de carrerilla.
—Lo siento, pero si no tiene billete no puedo hacer nada más por usted.
—Deme uno —solté sin pensar—. Cuanto antes, tengo que subirme a ese
avión con urgencia.
La chica fue con rapidez y en cuestión de minutos y freír mi tarjeta de
crédito ya tenía un asiento reservado. A aquellas alturas cualquier cosa me
valía si lograba lo que me había propuesto.
El móvil no dejaba de pitar por todos los mensajes que me llegaban;
comprobé en la pulsera si alguno era de Gala, pero no había ninguno, así
que volví a correr hasta dirigirme al cordón de seguridad y traspasarlo. El
tiempo jugaba en mi contra, y mucho tendría que correr para poder subirme
a ese avión. Estaba tan desesperado que pedí a la gente que estaba en la cola
si podían dejarme pasar.
—Por favor, el amor de mi vida está ahora mismo subiendo a ese avión —
expliqué señalando hacia los aviones que se veían a través del ventanal—.
Necesito llegar cuanto antes a ella. Necesito decirle que se quede conmigo.
Mucha gente me dejó pasar, sin embargo, otros protestaron, pero la
presión de la gente que me apoyó fue tan grande que no les quedó más
remedio que dejarme pasar, sin poder dejar de gritarles lo agradecido que
estaba por aquel gesto, que aquellas acciones se pagaban bien en la vida.
En el control tiré sobre la bandeja las deportivas, el reloj y el móvil,
además de que pasé por el detector sin que me pitara. La suerte estaba de mi
parte.
—¿No lleva equipaje de mano? —preguntó el agente de seguridad.
—No, tengo mucha prisa por subir a ese avión.
—Hijo, que tengas suerte —gritó uno de los hombres que me había
apoyado en la cola.
—Eso espero —contesté con una sonrisa enorme mientras me calzaba a
toda velocidad y salía disparado de nuevo hacia la puerta de embarque.
Apenas me quedaban dos minutos para que cerraran el acceso al avión,
tenía que correr más rápido y no equivocarme de puerta. Cuando llegué la
azafata ya estaba cerrando la puerta.
—¡No! ¡Espere! ¡Tengo que coger ese avión! —grité.
La chica me miró con el gesto torcido y me indicó que, una vez se cerraba
la puerta, nadie podía entrar.
—Lo lamento, pero son las normas.
—Joder, tengo que subir ahí —repetí—. Ella se vuelve a ir, y no lo puedo
permitir, necesito hablar con ella.
—Lo siento, de verdad, pero es que no puedo. Si estuviera en mi mano
abriría la puerta.
Me destrocé por dentro, pero aún me quedaba energía para llamarla y que
cogiera el teléfono. Su teléfono todavía daba tono, pero seguía sin cogerlo.
Decidí hacerle una nota de audio.
—Gala, estoy en la puerta de embarque, he tenido la mala suerte de llegar
justo cuando han cerrado la puta puerta —admití sollozando por culpa de la
carrera y de la ansiedad que me producía toda la situación—. No huyas, no
me apartes otra vez. No me hagas esto… —murmuré—. No puedo soportar
esto otra vez, no después de volver a verte, tenerte, tocarte, besarte… Te
amo, Gala, y no voy a poder olvidarte en la vida.
El mensaje se envió, y esperé una respuesta mientras veía el avión
ponerse en marcha. Mi móvil vibró, y por un momento pensé que sería ella,
pero no: era Ana.
Se lo cogí.
—No he llegado a tiempo, la tengo a menos de cien metros, Ana. ¿Qué
hago? ¿Cómo llego a ella si no es capaz de mirar atrás? Estoy destrozado.
—Joel, lo siento, creo que ella ha tomado una decisión.
Mi corazón se rompió como si lo hubieran sumergido en nitrógeno líquido
y, después, le hubieran asestado un martillazo. Ella había decidido volver a
Copenhague, y eso me dejaba fuera de la ecuación de su vida. Por segunda
vez.
¿Podría recuperarme de algo así?
Sabía que no, pero no me moví de allí hasta que el avión se puso en
movimiento para ir hasta la pista de despegue. Fue entonces cuando caminé
hacia la salida y, resignado y dolorido por el ritmo frenético que viví aquel
par de horas, me subí a la moto. Me quedé sentado sobre ella sin ser capaz
de ponerme el casco, sin saber qué hacer ni a dónde ir.
—Pau, la he vuelto a perder. ¿Qué hago? —pregunté desesperado, en un
intento de ordenar mis pensamientos—. Ella se ha ido, ha decidido hacerlo
así. Me ha demostrado sin palabras que he sido un error.
Estaba roto, y solo tenía ganas de perderme y no volver a la dura realidad
jamás. Ya jugué con ella una vez al amor y perdí, y había vuelto a caer de
nuevo. Si era sincero conmigo mismo, supe que siempre caería en el juego,
aun sabiendo su desastroso final. Porque lo peor de todo es que si se
presentara delante de mí al día siguiente y me dijera que me quiere, yo
seguiría respondiéndole que nunca dejé de hacerlo.
Gala
Donde palpita el corazón

Durante las tres horas que duró el vuelo me dio tiempo a escuchar su
mensaje de audio infinidad de veces. Lloré y me lamenté, también pensé y
me recriminé que me había vuelto a equivocar, me venían ráfagas de
pensamiento en los que creí que solo con él era capaz de sentir esa pasión
que tanto empecé a reclamar en mi vida. Él era todo lo que echaba de
menos, pero tampoco quería renunciar a todo lo que había conseguido en
Copenhague.
Al poner un pie sobre la ciudad de nuevo, después de un mes en
Barcelona, no sentí lo mismo que hacía cuatro años. En aquel instante supe
que mi alma se había reconciliado con mi antiguo yo, sintiéndome
desubicada y, sobre todo, una impostora. Había engañado a alguien que me
había tratado siempre bien, que había cuidado de mí cuando más lo
necesitaba y que me había dado alas. Dos años en los que fue alguien
indispensable en mi rutina, pero con el que no me veía a cinco años vista.
Ahí debía estar el inicio de mi nueva vida: sincerarme con Sten y, por
mucho que me doliera, echarle valor.
Cogí el metro y en media hora estaba en frente de la puerta del
apartamento de Sten. No le informé de mi regreso, pero me imaginé que
estaría en su mesa de dibujo trabajando. Saqué la llave del bolso y la
sensación de ansiedad que tuve cuando me marché no estaba, había
desaparecido. Subí las escaleras y, antes de abrir la puerta, cogí aire e
intenté relajarme, porque me temblaba el pulso y sentía que el corazón se
me iba a salir del pecho.
—Tienes que hacerlo, Gala. Hazlo por él, no se merece estar con una
mentirosa.
Metí la llave con decisión y giré, empujando después la puerta. No me
equivoqué cuando pronostiqué que me lo encontraría trabajando. Cuando
me vio allí se levantó de golpe y vino directo hacia mí. Verlo de nuevo, tan
cerca, fue un duro golpe de realidad.
—Gala, ¿qué haces aquí? —preguntó con intención de darme un beso,
pero lo esquivé rápido—. ¿Qué ha pasado?
Arranqué a llorar sin medida, porque era incapaz de mirarle a la cara.
Yo sola tomé aquella decisión, y ni siquiera pensé durante un segundo las
consecuencias que tendrían. Las ganas de sentirlo y de tener a Joel entre
mis brazos de nuevo eran más fuertes que cualquier otra cosa. Debía
admitirlo. Afrontar las consecuencias y dejar de ser una egoísta mentirosa.
Sten no se merecía en absoluto lo que le estaba haciendo. Él supo al instante
que algo había ocurrido en Barcelona para que hubiera vuelto un día antes
de lo previsto. Todo iba a estallar en cualquier momento en mi cabeza,
porque le estaba mintiendo y, lo peor, es que lo hacía para retrasar y
reprimir mis sentimientos reales. Quería a Sten, con fuerza y sinceridad,
pero donde realmente palpitaba mi corazón era con Joel. Él siempre había
permanecido ahí, acallado durante todos esos años hasta el día que nos
volvimos a reencontrar. Solo me bastó tenerlo delante para darme cuenta de
que vivía atrapada entre tratar de alejarlo o, como me había pasado, correr
hacia él.
Por primera vez en mucho tiempo tenía claro lo que sentía, pero las
consecuencias que iba a desencadenar revelar la verdad me aterraban una
barbaridad.
—Gala, ¿qué ha pasado? Cuéntame… —sugirió Sten nervioso, volviendo
a acercarse a mí—. Entiendo que estar este tiempo con tu familia te ha
removido por dentro, sé que los echabas de menos.
Asentí, y solo me limité a eso. Estaba a punto de romperle en mil pedazos,
pero es que yo ya lo estaba. No podía seguir engañándonos más, y debía
dejar de ser egoísta con él. Él no se lo merecía. Debía ser valiente por
primera vez y dejar de esconderme; algo a lo que no estaba acostumbrada ni
preparada.
—Sten, no te mereces esto —empecé a decir, sin poder evitar que unas
nuevas lágrimas resbalaran por mis mejillas.
—¿Qué ha pasado en Barcelona, Gala? —preguntó—. Algo no ha ido
bien, sino no habrías vuelto antes.
—Y así ha sido, Sten —confirmé, con mucho dolor—. Te quiero, de
verdad, pero no puedo continuar con esto. Yo no soy así, y tú te mereces
algo mucho mejor que yo.
—Gala, yo te amo desde el primer momento en que te vi detrás de aquel
mostrador. Desde que me miraste con tus ojos grises no he podido dejar de
dibujarte.
—Lo siento, Sten, de verdad que sí. Y te quiero —confesé llevándome las
manos al pecho—, pero te he hecho algo terrible.
Se pellizcó el puente de la nariz, el gesto que siempre hacía cuando algo
le perturbaba. Él sabía por dónde iban los tiros, no era tonto. Conocía muy
bien las historias que me hicieron huir de Barcelona; las que habían
cicatrizado bien con el tiempo, las que lo habían hecho mal y, sobre todo, la
que pensaba que había olvidado por completo.
—Dime que no lo has hecho, Gala.
No fui capaz de contestar. Los dos sabíamos muy bien de qué
hablábamos. Lo acababa de tirar todo por la borda, nuestros sentimientos
estaban hechos añicos y el naufragio era inevitable.
Sin decir nada y sin siquiera mirarme fue hasta el recibidor para coger las
llaves y salir por la puerta. El portazo dejó un silencio doloroso, y muy
merecido.
Me había ganado a pulso todo aquel dolor.
Pero incluso sufriendo más que años atrás, no podía dejar de pensar en él;
en su sonrisa perfecta, en su pelo ondulado castaño y sus ojos cambiante. Él
siempre había sido mi único amor, mi primera vez, el único que sabía cómo
hacer palpitar mi corazón a toda marcha.
Acababa de detonar una bomba en mis manos. Iba a sangrar y a llorar
como nunca, pero por primera vez en años había sido una decisión mía. Me
había hecho pedazos, y no me quedaba otra alternativa que reconstruirme
yo sola.

Llamé a Salva dos horas más tarde, cuando las lágrimas me dieron algo de
tregua. Le expliqué todo lo que había sucedido desde mi marcha de la boda
con Joel al portazo de Sten.
—Joder, Gala, la que has liado… —murmuró a través del teléfono—. ¿Y
ahora qué? Tienes que irte de su casa, eso está claro.
—Lo sé. No le digas nada a nadie, solo lo sabéis tú y Ana.
—¿Ana lo sabía? —preguntó sorprendido—. Joder…
—Todos tenemos secretos, y yo le pedí que lo hiciera.
—Vaya marrón… ¿Dónde tienes pensado quedarte?
—Voy a hacer una mochila y me iré a casa de una amiga unos días. Tengo
que solucionar muchas cosas antes.
—No, muchas cosas no; todo, Gala, todo —regañó nervioso—. Tenías
una vida estable, alguien que te quiere y un trabajo estupendo en
Copenhague. ¿Y todo para qué? Sabía que ese chaval te llevaría de cabeza
desde el primer momento que lo conocí.
—No elegimos de quién nos enamoramos.
—Pero sí con quién acostarnos y cuándo. Se aprovechó de la situación, él
sabía que tenías pareja.
—La culpa es mía, Salva, fui yo quien lo buscó sin parar —confesé—. Yo
fui la única que lo arrastró a hacerlo.
—No me esperaba esto de ti.
—Salva, te he llamado porque eres mi hermano, y ahora mismo te
necesito. Ya sé que soy alguien horrible, que ha engañado a un hombre
atento y maravilloso, pero debo asumir las consecuencias. No quiero vivir
con una mentira sobre los hombros el resto de mi vida.
Oí refunfuñar a mi hermano, y sabía lo mucho que me juzgaba por lo que
había hecho, pero me prometió que me ayudaría en todo. En el fondo sabía
que me entendía. Después de hablar con él hice una pequeña maleta con las
cosas indispensables para marcharme de allí. Aquella casa había sido mi
cobijo durante aquellos últimos años, y me trató muy bien. El lugar donde
pude dar rienda suelta a mis sueños y llegar a conseguir mis objetivos.
No estaba feliz, ni mucho menos, pero debía asumir las derivas de mis
actos, y empezar una nueva vida. Sabía dónde estaba mi corazón, pero
también conocía las limitaciones y que no sería sencillo.
Amaba a Joel más que a nada en el mundo, y que el camino más fácil
sería llamarlo y decirle que quería estar con él, que lo quería con una locura
enfermiza y que me entregaba a sus brazos sin pensar; pero no podía hacer
las cosas así. Necesitaba tiempo para mí, aclararme sobre lo que había
hecho y asegurarme de que Sten estuviera bien a pesar de que jamás me
perdonaría. Construirme mi propia vida y, aquella vez, hacerlo yo sola. No
podía permitir que nadie interfiriera en mi reconstrucción, porque la tercera
debía ser la definitiva. Iba a necesitar unos buenos cimientos donde
empezar a construirme yo sola y, lo primero de todo, tener claro dónde
quería hacerlo.
¿Barcelona o Copenhague?
En aquella ciudad tenía mi presente: el trabajo, mi formación, mis
amistades desde que llegué…
Pero en Barcelona estaba mi pasado y, desde mi vuelta, la certeza de que
mi futuro estaba allí. Había pasado cuatro años escondida en una ciudad que
me había acogido con calidez y cariño, pero que no iba a hacerlo por
siempre. Debía empezar a buscar trabajo en la ciudad que me vio nacer y
crecer.

No volví a saber de Sten hasta el día siguiente, en que me escribió un


mensaje pidiéndome quedar para tomar un café por la tarde. Me impuse
respetar su espacio, sin forzar un encuentro que, tarde o temprano, debía
tener lugar.
Quedamos en una cafetería cerca de la Universidad. Lo vi sentado en la
mesa desde la calle y me sentí la peor persona del mundo. Él no se merecía
en absoluto lo que le había hecho. En Barcelona perdí el control, el corazón
le ganó el duelo a muerte a mi razón, y debía asumir mi culpa.
Entré al local, que olía a café y a bollos y, aun así, no fui capaz de liberar
la tensión que se había apoderado de mí. Él se levantó de la silla en cuanto
llegué a la mesa que ocupaba, donde vi una taza de café terminada y su
inseparable libreta llena de borradores.
No era capaz de decir ni hacer nada, ¿debía darle un beso? ¿Me tocaba a
mí hablar? No sabía cómo debía proceder.
No fue hasta que me sirvieron el café cuando él tomó la delantera.
—Yo te amo, Gala…
—Lo sé —confesé en un susurró.
—No me hago a la idea de estar separado de ti.
—Sten…
—No, Gala, déjame hablar —interrumpió—: siempre he sabido que no lo
habías olvidado. Te seguía doliendo, era algo que no ha dejado de escocerte
nunca. Cuando nos conocimos sabía que su sombra jamás desaparecería, y
la incertidumbre de qué habría sido de vosotros si no te hubieras marchado
de Barcelona se asomaba de vez en cuando por tu cabeza. Pero yo supe
convivir con ello, jamás he vivido tan bien con nadie, no sé hacerlo si no es
contigo, Gala.
El nudo que tenía en la garganta me impedía responderle. Era su
momento, y debía seguir respetándolo. No podía faltárselo más, y mucho
menos después de haberme acostado con Joel.
—Necesito saber algo —añadió—, y quiero que seas sincera.
Asentí con la cabeza.
—¿Alguna vez me has querido? —preguntó rotundo.
—Por supuesto que sí —respondí con rapidez y con la valentía suficiente
de mirarlo a los ojos.
—¿Pero me has querido a mí como le has querido a él?
Aquella pregunta me dejó muda.
Y dicen que el silencio otorga.
Gala
Bronca descomunal

Los siguientes días tuve un dolor insoportable en el pecho, al igual que un


malestar general y un presentimiento terrible que me acechaba sin descanso.
Habían pasado quince días desde que volví de Barcelona y retomé mi
trabajo en la universidad, a pesar de que no era capaz de dar pie con bola.
Mis compañeros se volcaron de lleno en intentar hacerme la vuelta más
llevadera, aunque se había convertido en la única manera para no pensar.
Pero no podía dejar de sentir ese sentimiento inevitable y esclarecedor que
martilleaba sin cesar mi cabeza. Intentaba continuar, retomar mis rutinas en
la ciudad que amortiguó mi tristeza, pero no había manera. Joel fue mi
primer amor. Con él pasé momentos inolvidables, porque me enseñó a ser
más fuerte y valiente, descubriendo que a su lado podía tener todo aquello
que podía hacerme feliz. Hacía ya cuatro años que se lo entregué todo,
además de aprender mucho de él; sobre todo la de quererme a mí siempre.
Intenté meterme de lleno en la preparación de las candidaturas laborales
que me habían surgido gracias a un catedrático de la universidad. Creí que
de esa forma dejaría de rememorar una y otra vez sus labios rozando los
míos, la noche en la que perdí la cabeza y volví a convertirme en la niña
que se entregó a él. Olvidándome por completo del presente y recordando
todo lo que me hizo sentir en el pasado.
Ilusa de mí.
Me arrastraba por las calles de Copenhague como alma en pena. No
atinaba en el trabajo, ni seguía las conversaciones de mis amigos y, lo que
era peor, estaba de los nervios por los nuevos procesos de selección en los
que me estaba metiendo, me jugaba muchísimo. Lo único estable que me
mantenía con los pies en la tierra era el trabajo y la habitación de alquiler
que me había ofrecido mi amiga de forma temporal. No disponía de mucho
tiempo para encontrar algo de trabajo en mi país, así que amplié la
búsqueda por toda la península para poder empezar a resolver el
rompecabezas en el que se había convertido mi vida. Pero cuando menos lo
necesitaba recibí la llamada de Sandra.
—¿Pero qué cojones has hecho? —gritó a través de la pantalla del
ordenador—. Mario me ha explicado que Joel está hecho una mierda, Gala.
¿Qué te has propuesto hacer con él? Está fatal.
—Sandra, se me fue la cabeza —intenté explicar.
—¿Que se te fue la olla? Más bien el chirri, bonita —escupió colérica—.
Mira, no sé qué se te pasó por la cabeza, pero no me lo esperaba. De ti no,
joder.
—Lo sé —susurré.
—¿Por qué has vuelto a huir, Gala? ¿Por qué?
—Porque tenía que solucionar mi vida aquí primero. Empezar de nuevo.
—¿Y es necesario que vuelvas a apartar a Joel de tu vida? Ni siquiera has
sido capaz de contestarle un puto mensaje. No te haces una idea de lo
destrozado que lo has dejado. Te aseguro que es lo último que me esperaba
al volver de mi Luna de miel, tía.
—Lo siento.
—No, a mí no me debes una disculpa. Se la debes a él. Gala, dile algo,
por favor, aunque sea para decirle que fue un error. Se compró un billete de
avión con la esperanza de llegar a tiempo para hablar contigo, si eso no es
una prueba de amor…
Y lo era, pero necesitaba ese tiempo para aclarar mi vida, sin la ayuda de
nadie y por mi propio pie. Siempre me había apoyado en los demás, sin
tomar por mí misma las decisiones importantes; y esa debía ser la primera
vez que yo sola me sacara del entuerto. Porque era consciente de que la
había liado muchísimo.
—Voy a volver a casa, Sandra —revelé.
Mi búsqueda laboral, con la ayuda de los contactos de la universidad, me
había abierto las puertas a dos ofertas muy interesantes; una en Madrid y la
otra en Barcelona. Tenía que aplicar, estudiar y demostrar que estaba a la
altura de los requisitos para las dos candidaturas, ya que se aproximaba más
al ámbito docente que a la investigación.
Tenía un reto entre manos y no podía desaprovechar la oportunidad, así
que dediqué todo el tiempo y mis esfuerzos a prepararme.

A finales de julio debía hacer una presentación por videoconferencia


demostrando que era capaz de realizar charlas docentes sobre química para
alumnado de diferentes niveles. Era la oportunidad laboral más atractiva
que tenía sobre la mesa, porque suponía volver a Barcelona y trabajar en
unos de los museos más importantes de la ciudad. Pasé todo el mes
preparando material y presentaciones las horas en las que no estaba en el
laboratorio. Incluso mis compañeros me dieron vía libre para poder
dedicarle horas en el trabajo.
Me había propuesto volver a casa a cualquier precio, pero no había sido
capaz de decirle nada a Joel desde aquella noche. Porque la había cagado
tanto con él que prefería dejarlo marchar. Me equivoqué muchísimo al no
contestar sus llamadas ni mensajes, y cada día que pasaba tenía la sensación
de que estábamos más lejos el uno del otro, haciendo la bola todavía más
grande y peligrosa. Además de que en mi situación no me quedaba tiempo
para preocuparme por él. Las llamadas con Sandra y Ana me hicieron
pensar que Joel no quería saber nada, incluso me enteré de que se había ido
todo el mes de julio y agosto a Gerona. Volvió a sus raíces.
—Solo espero que esté bien —les dije a través del ordenador.
—A ver, bien, bien, no. Pero es lo que hay —soltó Sandra—. Ya te dije
que prefiero no hablar de este tema, Gala, porque me cabreo muchísimo.
—Y no te faltan motivos.
—Llámale, estoy convencida de que te cogería el teléfono —sugirió Ana.
—Ahora mismo no quiero meterme más presión de la que tengo. La
semana que viene tengo la presentación y estoy histérica, lo último que
necesito ahora es perder el control, y con él cerca me desbordaría.
—Yo solo te digo que no vuelvas a hacerle daño —advirtió Sandra muy
seria—. Si quieres estar con él díselo claro, y si no, también. No cuesta
tanto, coño. Solo te digo que a más tiempo dejes pasar, peor será.
Pero necesitaba ese tiempo para lograr mi oportunidad de volver. Tenía la
esperanza de que cuando pisara Barcelona sería más sencillo llegar hasta
Joel, además de que no era una conversación para tener por teléfono.
—Gala, suerte con la exposición. Ojalá logres esa oportunidad y vuelvas
aquí —deseó mi cuñada.

Cuando llegó el día de la verdad, me sorprendí temblando y con el


corazón latiendo con fuerza. Tuve la sensación de que podía oír cómo
bombeaba.

Minutos antes de establecer la videoconferencia me acordé de él. Quería


volver por mí, eso era innegable, pero también por tenerlo cerca. A esas
alturas desconocía si, después de todo, podía ser posible algo entre
nosotros. Volver a revivir esa atracción química que vivíamos cada vez que
estábamos juntos. Eso que tanto había necesitado, pero para hacer las cosas
bien, debía hacerlas una detrás de otra. Quien mucho abarca, poco aprieta.
—Voy a volver, Joel, cueste lo que cueste —murmuré antes de darle al
botón verde para aceptar la llamada.
Y una seguridad y energía se apoderaron de mí, como por arte de magia.
Como si una fuerza desconocida me estuviera transmitiendo su fuerza para
lograr lo que me había propuesto. Fue empezar el temario y sentirme
desinhibida, pausada y comunicando con todo detalle los puntos más
importantes sobre los enlaces químicos y sus descubridores.
Cuando terminé supe que había ido genial, que lo había bordado, pero me
quedaba esperar unos días el veredicto de los responsables de aquel nuevo
proyecto.
La suerte ya estaba echada.
Joel
Gerona

Aquel verano decidí pasarlo en casa de mis padres, en Gerona. Estar cerca
de Laia y su niño recién nacido, el que era mi ahijado y del que no podía
parar de decir lo bonito que era. Era la mejor opción para olvidarme del
gran golpe que había supuesto para mí todo lo que había pasado con Gala.
Como animal de rutinas que era, me levantaba temprano para desayunar
con la brisa fresca para ir después a nadar un rato. Al volver del
entrenamiento cocinaba con mis padres y comíamos en el porche trasero,
disfrutando de la vegetación que nos rodeaba y la calma del periodo estival.
Después ellos se ponían alguna serie o, simplemente, se echaban la siesta
mientras yo preparaba en el ordenador todo el material lectivo que
impartiría al año siguiente, mejorando los temas que más les costaba a los
chavales, como la termoquímica o la estequiometría. Para mí eran dos de
los temas más divertidos de la química, pero comprendía que eran
conceptos que había que comprender muy bien para que llegaran a ser
como un juego. Como profesor intentaba que, a través de conceptos
sencillos y cotidianos, aprendieran conceptos complejos. Me encantaba mi
trabajo, y en aquel momento era mi ancla para mantenerme con los pies en
la tierra.
Cuando el sol empezaba a esconderse y no picaba como mil demonios,
aprovechaba para ir a ver a Bernat: el niño de Laia.
—Le encanta estar entre tus brazos —confesó mientras no dejaba de
mirarnos desde la butaca de mimbre del porche.
—Pues claro, soy su padrino. Él sabe quién mola…
—Te queda bien, realmente bien… —insinuó—. Serías un padre genial.
—Ni loco —contesté rotundo, pero sin soltar al niño—. Ya soporto a
muchos todos los días, no entra en mis planes. Además, para eso tendría
que tener pareja, y es lo último que quiero ahora mismo.
Llevaba un tiempo solo, tranquilo, sin conocer a nadie, pero después de lo
de Gala acabé destrozado. Sabía muy bien que jamás volvería a sentir por
otra mujer lo mismo que por ella.
—Joel, ¿quieres una cerveza? —preguntó Marc, el marido de Laia, en
cuanto apareció por la puerta.
—Sí, gracias, tío —contesté con una sonrisa a medias.
—Tienes la mirada muy triste, y eso no me gusta —confesó mi amiga—.
Tu mejor cualidad siempre ha sido la alegría, la broma y tu risa… ¿Qué
puedo hacer?
—Necesito tiempo, supongo.
—Ojalá pudiera devolverte de alguna forma todo lo que has hecho por mí.
—¿Te parece poco esto? —pregunté sosteniendo a aquel niño—. Laia, lo
único que te pido es que no me abandones. Tengo un miedo atroz a que
todos salgáis corriendo.
—Sabes… —siseó captando toda mi atención—, siempre me he sentido
responsable de que no acabarais juntos.
—No, no deberías sentirte así —ratifiqué—. Fue mi decisión. La que no
me dejó explicarme y me bloqueó de su vida fue ella, y lo ha vuelto a hacer.
No soy el juguete de nadie.
Marc apareció en el porche y, antes de sentarse, me entregó el botellín. Le
di un sorbo enorme y sentí el frescor en la garganta, haciéndome caer en la
cuenta de que eran aquellos pequeños momentos con los que tenía que
quedarme. Yo no estaba solo, tenía una familia enorme tanto allí como en
Barcelona. Había aprendido a vivir con el vacío en el pecho, sobre todo tras
la muerte de Pau. Debía aceptar que mi destino era aquel, aunque entregaría
mi vida por volverla a tener entre mis brazos una vez más. Porque ni
siquiera nos dio tiempo a definir qué éramos, dándome cuenta de que en
realidad nunca fuimos nada; pero que siempre hubo algo, por mucho que
quisiera renegar de ello.
—¿Y si ella volviera a Barcelona? —preguntó Laia
Decidí no contestar, porque no tenía una respuesta clara sobre aquella
posibilidad. Había pensado en ello infinidad de veces, pero no era capaz de
formar una respuesta. No existía peor batalla que la que se libraba entre mi
corazón y la cabeza. Me imponía a diario no pensar en ella, pero era
imposible, porque había contaminado todos mis sueños, fantaseando con
abrir los ojos y que no se hubiera marchado aquella mañana. Y la tarea se
volvió más complicada después de volver a tenerla entre mis brazos y en mi
cama. No había día en que, al tumbarme, no recordara la forma en la que
nos entregamos el uno al otro. Ese fue uno de los motivos por los que decidí
irme de la ciudad e intentar desconectar.
—Joel, te has rendido, y detesto verte así —comentó mientras ponía su
mano en mi rodilla—. ¿Qué habría sido de mí si me hubiera rendido?
—Es distinto. Nosotros podíamos escoger, ella podría haber hecho las
cosas de forma distinta —aseguré—, sin embargo, se ha limitado a hacer lo
mismo. Va a ser difícil superarlo y, en caso de que se dé la oportunidad, de
perdonarlo.
—Existe una línea muy fina entre perder el orgullo y la dignidad. Debes
deshacerte de lo primero cuando no quieres perder a quien amas, y la
segunda cuando dejas de quererte a ti mismo por retener a quien no te
quiere.
—¿Cuándo te volviste tan sabia? —pregunté mirándola fijamente,
sintiendo orgullo por la persona en la que se había convertido.
—Cuando casi la palmo —respondió con naturalidad—. Así que no seas
tonto, y si llega esa oportunidad no la desaproveches si es lo que realmente
quieres. Hay que cuidar el corazón —aconsejó llevándose la mano al pecho
—, porque no sabes cuándo puede dejar de latir, y hay que darle motivos
para que siga bombeando.
Cuando me acabé la cerveza decidí dejar a la familia tranquila y dar un
paseo por Celrà: el pueblo donde había vivido desde bien pequeño y donde
fantaseaba con mi futuro fuera de allí. Un objetivo que había conseguido,
pero en el que no me sentía completo.
Gala
Volver a empezar

Cuando me notificaron que el puesto en Barcelona era mío, fue el día en


que mi vida logró cambiar de rumbo. Al fin había decidido ser valiente y
afrontar mi propio destino. Permanecí en un letargo autoimpuesto que me
mantuvo en una zona de confort que me hacía vivir de puntillas, sin
emociones ni motivos por los que soñar. Aquella Gala había evolucionado
y, recuperar aspectos de la chica que dejé en Barcelona años atrás, fue la
motivación necesaria para querer vivir mi carrera y mis sentimientos de otra
forma.
Pasé las siguientes semanas empaquetando todas mis cosas y enviándolas
a casa de mi abuela, porque decidí que lo mejor era irme con ella y dejar a
mis padres la intimidad que necesitaban. Estaban viviendo un segundo
noviazgo y sabía de sobra que mi presencia allí solo haría que estorbar, así
que yo autoimpuse mi decisión, por muy en desacuerdo que estuvieran.
Salva, a pesar de enfadarse muchísimo conmigo y mi forma de actuar
después de la boda de Sandra y Mario, no pudo evitar echarme una mano y
apoyarme en la decisión de irme a vivir de forma temporal con la abuela. A
esta le iría muy bien tener compañía y, siendo realistas, alguien que le
echara una mano para el día a día.
Debía confesar que había días que se me hacía todo cuestas arriba. No
podía creerme que, por primera vez en mucho tiempo, estuviera actuando
por mi propio pie. Y solían ser los días que tenía que volver al piso de Sten
para sacar todas mis cosas de allí. El hecho de pensar en que él habría sido
capaz de perdonar mi engaño, y volver a convivir con aquella tranquilidad
sin emociones fuertes, me provocaba un vacío en el pecho insoportable. Él
se merecía a alguien que le fuera fiel, que lo quisiera con sinceridad y sin
dudas ni desconfianzas. Si hubiera vuelto a las andadas, si me hubiera
dejado llevar por la situación, no habríamos sido felices. La sombra del
engaño no nos habría dejado tranquilos, además de que me había propuesto
a mí misma luchar por mi vida, por lo que yo realmente quería, aunque no
era una tarea sencilla. Una no cambia de la noche a la mañana, y pensar en
Joel me hacía sentir infinidad de sensaciones contradictorias. Amor y
vergüenza, ni más ni menos.

No volé de forma definitiva a Barcelona hasta principios de septiembre. A


mediados de mes empezaba mi nuevo trabajo y quería estar instalada y
habituada al ritmo de la ciudad. Aunque iba a necesitar mucho más tiempo,
pero sería el suficiente para poner las cosas en orden; empezando por mi
cabeza.
Barajé mucho la posibilidad sobre si debía decirle algo. Contestar los
mensajes que me envió aquel día o, simplemente, permanecer un tiempo
alejada de él para aclarar qué era lo que realmente quería. Porque las dudas
eran las que me impedían contestarle, y con el paso del tiempo la vergüenza
y la culpa retrasaban más ese paso. También el miedo a cuál podía ser su
reacción me echaba para atrás, además de que no estaba en el mejor
momento para experimentar con mis sentimientos. Nadaba en un océano de
confusión mientras me encontraba en pleno proceso de cambio. Necesitaba
de todas mis fuerzas para que mis planes salieran bien, y eso solo podía
conseguirlo focalizando mis fuerzas de una en una. Aparté a Joel de aquella
ecuación por no desestabilizar mi cabeza, porque cada vez que pensaba en
él, mi mundo se ponía del revés.
Le quería, no lo había olvidado jamás, pero la había cagado muchísimo.
Sobre todo, por la forma en la que actué en nuestro último encuentro. En mi
anterior visita a la ciudad comprendí que yo tampoco había hecho las cosas
bien en el pasado. Los dos tomamos decisiones complicadas y dañinas, pero
las habíamos asumido y, aun así, nos seguíamos queriendo por encima de
todo. Pero lo que vivimos la noche de la boda de Sandra y Mario lo cambió
todo. Volví a experimentar las sensaciones que tanto añoraba, sentí de
nuevo mi corazón bombear y la confirmación de que era aquello lo que le
faltaba a mi vida. Pero el miedo a un más que posible rechazo me frenaba
cada vez que me animaba a darle una respuesta.
Me despedí de la ciudad que me había acogido, de su gente, de mis
amigos y de Sten, al que volví a ver antes de mi marcha, el cual volvió a
recordarme la comodidad y tranquilidad en la que me había sumergido con
él durante nuestra relación. No fue justo para él todo lo que pasó, pero solo
pensaba que lo único correcto que hice entre nosotros fue revelarle desde el
primer minuto que lo tuve delante que lo había engañado. A partir de ese
momento supe que no quería volver a meterme en algo que no quería, en
engañar y aferrar una persona a mi lado solo por la rutina y la comodidad.
Él no se merecía algo así, y estaba convencida de que tarde o temprano
encontraría a esa persona que lo complementara.
Mi sorpresa llegó cuando llegué a casa de la abuela y vi que entre Ana y
Salva habían adecuado la habitación donde iba a quedarme. Llevaron el
escritorio que tenía en casa de mis padres y las estanterías, junto con los
libros y algunos cuadros, además de que la pintaron de un tono azul coral
parecido al que bañó mi infancia.
—¡Qué pasada! —solté emocionada.
—Bienvenida a casa, enana —contestó mi hermano mientras me daba un
abrazo.
—No sabes lo feliz que nos hace tenerte aquí de nuevo —añadió Ana,
sumándose a ese abrazo tan sincero y cálido.
Y, por primera vez en mucho tiempo, empecé a llorar. Llevaba años
encerrada en mi propia jaula, sin dejarme llevar por ningún estímulo ni
sensación que pudiera resquebrajar la armadura que me había impuesto.
—Os invito a tomar algo, me habéis ahorrado un montón de faena
después de todo esto —invité mientras indicaba con las manos todo aquello.
Le pregunté a la abuela si le apetecía salir un rato, pero nos dijo que
prefería dejarnos intimidad, que ya tendríamos tiempo para ponernos al día
las dos. Fuimos hacia el bar de la esquina y, sentándonos en la terraza, no
tardamos en pedirnos una caña cada uno. Me encantaba ver la forma en la
que mi hermano miraba a Ana, tenía auténtica devoción por ella, y
aproveché el rato que fue al baño para decírselo.
—Es la misma forma en la que siempre te ha mirado Joel —soltó
decidida.
Sentí infinidad de cosas en ese momento; se me agitó el pulso, al igual
que la culpabilidad y la vergüenza me azotaron de lleno. Me había
comportado como una auténtica idiota con él.
—¿Sabes cómo está?
—Hace tiempo que no sé nada. Sé que se ha ido todo el verano a su
pueblo y… supongo que ya estará por aquí. Llámale, Gala, estoy
convencida de que te escuchará.
—Conozco a Joel, o al menos sé cómo reaccionaría el chico con el que
estudié y del que me enamoré. Sé que he herido su orgullo y se mostrará
indiferente.
—Tienes que asumir esas consecuencias, os queréis, y a la larga eso es lo
que importa.
—No sé, Ana; me da miedo.
—Deja ya de vivir acojonada.
—¿Quién vive acojonada? —preguntó Salva volviendo a sentarse entre
nosotras dos.
—Tu hermana.
—Gala, como dijo el maestro Yoda en la guerra de las galaxias: el miedo
es el camino hacia el lado oscuro. El miedo lleva a la ira. La ira lleva al
odio. El odio lleva al sufrimiento.
—¿En serio me acabas de soltar esto? Madre mía… —contesté
sorprendida.
—Pero no le falta razón —ratificó Ana.
Yo también lo sabía, y era el momento de echarle valor al asunto. Cuando
terminamos las cervezas se despidieron de mí y decidí dar una vuelta por la
ciudad. Durante el trayecto pensé en mil formas de disculparme con él; en
cómo iba a reaccionar si me cogía la llamada, qué y cómo podría decirle
que sentía mucho el daño que le había vuelto a hacer. Mientras iba dándole
vueltas a la disculpa fui consciente de que acabé visitando nuestra orilla
preferida, donde confesábamos al mar nuestras inquietudes.
Me senté en la orilla y cogí mi teléfono, no me lo pensé mucho y decidí
llamarlo.
Sonó el primer tono. Después apareció el segundo. Mi corazón empezó a
acelerarse cuando el tercero sonó distorsionado, pensando que había
descolgado la llamada. El cuarto me confirmó que no iba a obtener
respuesta. Cuando zumbó el quinto, colgué.
No supe si volver a repetir la llamada, pero ya había dado el primer paso,
el segundo no iba a costarme tanto. Me había propuesto hablar con él. Tenía
que intentarlo.
Volví a llamar, pero obtuve la misma respuesta. Sabía que no había
empezado las clases, y que no debería ser problema coger la llamada a
aquellas horas. Pero estaba claro que no iba a responderme.
Me quedé mirando al mar y a los bañistas que pululaban por ahí en un
mes de septiembre todavía cálido. Tenía ganas de llorar, pero las lágrimas
no iban a solucionarme nada, así que lo mejor que podía hacer era oír su
último mensaje de voz y contestarlo; había llegado el momento de hacerlo.
«Gala, estoy en la puerta de embarque, he tenido la mala suerte de llegar
justo cuando han cerrado la puta puerta —hizo una pausa para sollozar—.
No huyas, no me apartes otra vez. No me hagas esto… —murmuró—. No
puedo soportar esto otra vez, no después de volver a verte, tenerte, tocarte,
besarte… Te amo, Gala, y no voy a poder olvidarte en la vida».
Cogí aire y pulsé el botón de nota de audio del WhatsApp.
«Lo siento —susurré intentando contener las lágrimas—. Sé que no he
hecho las cosas bien, y lo siento muchísimo —añadí con más entereza antes
de hacer una pausa—. Joel, sé que estás enfadado y molesto, la cagué
muchísimo, pero has sido la única persona a la que he querido de verdad.
He necesitado tiempo para poner mi cabeza y mi vida en orden para volver
a Barcelona, lo siento por mantenerte al margen. Perdóname, por favor…».
Miré la pantalla y envié el mensaje, no sin sentir que estaba a punto de
estallar en mil pedazos.
Joel
Atracción atómica

Iba con mis alumnos de camino a la exposición sobre enlaces químicos que
habían organizado en el Cosmocaixa. Cuando me llegó el correo con esa
nueva charla a finales de septiembre me pareció interesante para ellos,
podía arrojarles un poco más de luz sobre las fuerzas y atracciones que
tenían los átomos. Cuadré una salida voluntaria para mediados de octubre,
obteniendo una gran participación por parte de los chavales.
Mientras nos dirigíamos al recinto no pude evitar mirar mi tatuaje y
acordarme de ella. De la noche que volvimos a estar juntos, donde volví a
sentirme completo; como si ella y yo fuéramos otro enlace, pero uno
demasiado inestable como para permanecer unido mucho tiempo, como si
solo fuéramos un enlace débil conectado de forma temporal. Lo que yo
sentía por ella era real, sin embargo, ella volvió a desaparecer de mi vida,
volviendo a apartarme de toda comunicación o réplica hasta meses después,
donde me pedía perdón por cómo había hecho las cosas. Esa vez fui yo el
que necesitaba distancia y tiempo con ella.
—Profe, ¿esto entrará en el examen? —preguntó uno de los alumnos,
obligándome a desplazar a Gala de mis pensamientos.
—Por supuesto, así que ya podéis estar atentos, sino os crujiré en la
siguiente evaluación.
—¿Más todavía? La última evaluación del curso pasado fue la hostia de
difícil.
—Iván, esa lengua, que soy tu profesor, no tu colega. Y sí, os tenéis que
poner la pilas, porque estáis muy verdes.
En el fondo me gustaba tener aquella relación tan sincera y estrecha con
ellos, porque estaban en ese momento tan crítico donde sus principios y su
personalidad empezaba a definirse. Y, aunque les daba una caña tremenda,
sabía que era de sus profesores preferidos.
Me recordaban a mí cuando tenía su edad, y al convertirme en profesor
me di cuenta de lo ingenuos que somos de críos. Pensábamos que podemos
engañar al profesor, que no nos vería hacer los deberes de otra asignatura o
cómo nos enviábamos notitas. Recuerdo que mis primeras clases fueron una
auténtica montaña rusa: por el miedo de si sería capaz de tener el control de
más de veinte alumnos y hacerme respetar. La felicidad con la que me
marchaba a casa algunos días por conseguir que aprendieran algo y, en
otros, la frustración por sentir que ni las paredes me habían escuchado.
Como profesor corroboré que eres consciente de cada movimiento del
alumnado, sintiendo vergüenza y vértigo, pero también dándome cuenta de
la razón que tenían todos cuando me decían que había nacido para enseñar,
empezando por ella: por Gala. Cada vez que mi cerebro materializaba su
nombre, mi corazón, de forma impulsiva, daba un triple salto mortal. Jamás
iba a olvidarla, y era algo que empezaba a quedarme claro.
Llegamos al museo y, después de dar toda la documentación necesaria
para realizar la visita, los chavales alucinaron con las instalaciones. No era
de los museos más grandes sobre ciencia que existían en el mundo, el
museo de las artes y las ciencias de Valencia era de los más extraordinarios
que teníamos en España, pero ese era un complejo que envejecía bien y que
daba pinceladas básicas sobre la materia. Les dije que podían ir a ver lo que
quisieran pero que en una hora debían de estar de forma puntual en una de
las salas del museo, donde se daría la charla sobre la atracción atómica.
Yo ya había estado allí infinidad de veces, incluso muchas de ellas fui
solo para visitar algunas exposiciones que me interesaban de forma
profesional. Así que decidí sentarme frente al bosque inundado y observar
las diferentes especies acuáticas que habitaban allí. Y era en esos momentos
donde solía acordarme de Pau, alguien con el que fui uña y carne, o culo y
mierda, dependiendo de las cervezas que llevara en el cuerpo cuando me
preguntaban.
Le echaba mucho de menos, porque él siempre venía conmigo a visitar
todas aquellas charlas y exposiciones que a él le importaban un carajo, pero
que solo lo hacía por estar conmigo y pasar un rato juntos. Fue el mejor
amigo que pude tener, a pesar de que nuestro primer año fue complicado, y
creo que fue eso lo que nos unió mucho más. El enamorarnos de la misma
chica y todo lo que ocurrió con su marcha solo nos acercó más, a
convertirnos en mejores amigos y confidentes.
Se fue demasiado joven, demasiado pronto. Y siempre tuve la sensación
de que algo de mí se fue con él aquel día, y jamás volvería a estar completo.
Si bien el tiempo me ayudaba a superar su pérdida, supe que esa marca
quedaría de por vida conmigo, como una cicatriz que cada vez que la miras
te hace revivirlo todo de nuevo. Pero el triste recuerdo se fue transformando
en algo más constructivo, y cuando me encontraba en una encrucijada
siempre recurría a imaginarme la respuesta que me habría dado Pau.
A los minutos decidí echar un vistazo a los distintos expositores que había
en el museo hasta la hora de la charla, donde me personifiqué en la puerta
esperando a los alumnos que habían venido aquella tarde. Hice recuento
rápido y no tardamos en entrar. Los chavales decidieron sentarse por la
mitad de aquella sala, dejándome a mí en el extremo de la fila.
Mientras la gente buscaba sitio aproveché para mirar el díptico que nos
habían facilitado en la entrada, sin alzar la vista hacia el atril. Cuando sentí
la quietud y el silencio a nuestro alrededor decidí volver a la vida real y
jamás, a mis veintisiete años, me topé con una casualidad tan oportuna.
Dejé de creer en ellas en aquel preciso y, para qué negarlo, precioso
instante.
—Buenos días a todos, Soy Gala Martí y vengo desde la Universidad de
Copenhague para explicaros las atracciones atómicas. Porque la idea del
enlace químico es tan vieja como el mismo concepto del átomo —explicó
mientras gesticulaba con los brazos y dejaba a la vista el tatuaje que nos
unía—. Demócrito, en su momento, ya concebía esta idea como dos átomos
unidos entre sí por medio de agarres o ganchos. Pero no fue hasta dos mil
doscientos años después que, André Dumas y Walter Kossel propusieron
los conceptos de enlace covalente y enlace iónico respectivamente.
No podía dejar de mirarla. De ver lo lejos que había llegado ella sola, de
tenerla de nuevo delante y no dejar de pensar en aquella noche; en la que
ambos nos entregamos el uno al otro formando la peor bomba atómica
posible.
Intenté permanecer atento solo a la explicación, pero fue imposible. No
pude dejar de mirar sus labios, que relataban de forma magistral la atracción
de los átomos. Unos fundamentos teóricos que conocía a la perfección pero
que, desarrollados por ella, me invitaban a conocer más. Incluso fantaseé
con una realidad paralela donde ella y yo desgranábamos todos esos
átomos, desarrollando un fenómeno conocido a un nivel más exhaustivo.
Con ella cerca me creía capaz de cualquier cosa, pero con la que estaba
encima de aquella tarima, no con la chica que huía y bloqueaba los
problemas, por muchos mensajes de arrepentimiento que pudiera enviar
meses después.
La charla duró casi una hora, donde mostró un gran material audiovisual y
muchas facultades para hablar en público. Se notaban las horas de
investigación a sus espaldas y su gran capacidad de estudio. Porque Gala
podía ser muy inmadura en cosas concretas de su vida personal, pero a nivel
académico siempre supe que era excelente, alguien que contaba con un
potencial arrollador.
—Profe, ha estado genial la exposición —apuntó el alumno que
permaneció embobado durante la hora que duró aquella conferencia.
Le respondí con una sonrisa de medio lado mientras nos levantábamos y
otra, mucho más perspicaz, me puso en un pequeño aprieto.
—¿Si estudio la carrera de química es obligatorio tatuarme un átomo en la
muñeca? —preguntó riendo.
—Solo si eres digna.
—Hostia, como Thor y su martillo —referenció otro.
—Exacto —respondí en un intento de escurrir el bulto.
Volví a mirar hacia donde minutos antes Gala nos había deleitado a todos
con su discurso, pero ya no estaba allí, sino más cerca de nosotros hablando
con otros asistentes.
—Profe, me gustaría preguntarle a la señorita algo que no me ha quedado
muy claro —añadió una de las alumnas más brillantes en la asignatura.
—¿No puedo resolverla yo?
—Es que no entiendo por qué ha hecho tanta referencia al modelo
atómico de Bohr cuando Sommerfeld demostró que esa era incompleta.
—Pues creo que tienes razón, es mejor que le preguntes a ella.
Yo también caí en la misma conclusión, pero prefería quedarme con la
duda antes que preguntarle. A una alumna no podía impedirle que quisiera
resolver sus propios dilemas.
Los chicos y yo permanecimos juntos en el mismo sitio mientras ella fue
directa y con decisión hacia Gala, la que no tardó en atender con una
sonrisa. Vi cómo formuló la pregunta y ella, con calma y mucha entereza
resolvió sus dudas, imaginándome en mi cabeza la respuesta que no podía
oír. Pero entonces todo dio un giro, y mi alumna señaló hacia nosotros, sin
darme margen de maniobra para escaquearme.
No me quedó más remedio que acercarme a saludar.
—Este es mi profesor de química: Joel Losada.
—Hola, señor Losada, encantada —dijo tendiéndome la mano. Le
correspondí el apretón de mano, donde percibí infinidad de sensaciones que
empezaron a desestabilizarme—. Me ha sorprendido la pregunta que me ha
realizado su alumna.
—Sí, confieso que es la que más me escucha en clase. Espero que haya
podido resolver su duda.
—Por supuesto. Vengo de una universidad danesa, así que es lógico que
se le de notoriedad a las entidades nacionales.
—Me lo temía. La felicito por la gran exposición que ha realizado, me ha
sorprendido mucho.
Sara se nos quedó mirando unos escasos minutos para volver con sus
compañeros, dejándonos a solas.
—No esperaba verte, la verdad —añadió ella.
—Ya. No era mi intención, no sabía que eras tú la ponente de esta
exposición.
—Oye, creo que deberíamos hablar. Sé que has escuchado mi mensaje y
has visto mis llamadas…
—Gala, no —solté rotundo. Vi cómo se sorprendía ante mi respuesta—.
Mira, me alegro muchísimo por tu progreso profesional, y es sincero, pero a
nivel personal me has demostrado que sigues siendo esa cría que aparta los
problemas y los elimina de su vida. No quiero seguir sufriendo. Si me
disculpas, tengo que soltar a estos chavales cerca del instituto.
Y tal y como solté aquello, me fui.
Volví a reunirme con mis alumnos y, asegurándome de que estaban todos,
pusimos rumbo hacia el centro. Verla de nuevo me cabreó muchísimo.
Intenté permanecer enfadado, sacando la parte racional de todo aquello y
mantenerme firme en mis convicciones y sentimientos.
Miré al suelo y me sorprendí sonriendo. No podía evitarlo.

Al finalizar la jornada quedé con Mario para hacer una cerveza en el bar
de siempre. Donde le expliqué todo que había pasado aquel día,
sorprendiéndose de las casualidades de la vida.
—No mames, compa.
—Tal cual —ratifiqué a Mario antes de darle otro sorbo a la cerveza.
—En serio, me agarraste en curva, zorimbo14 —soltó sorprendido—. Veo
que tu paciencia ya se terminó.
—Del todo. Cuando volví a estar con ella por segunda vez jamás pensé
que volvería a hacer lo mismo. Joder, le fui sincero y le dije que la tenía
grabada a fuego en el corazón, tío.
—En el fondo eres todo un romántico, Joel.
—Un auténtico gilipollas, más bien.
—Ya sabías que ella tenía pareja, güey. ¿Qué esperabas?
—Yo qué sé…, tal vez lo que necesito es quitármela de la cabeza, pero no
puedo. ¿Qué opinaría Pau de todo esto?
—Te diría que dejaste la víbora chillando.
—A ver —resoplé impaciente—, en mi idioma, Mario.
—Que la liaste gorda y no le diste de cara al problema.
—Eso sí que me suena más. Y sí, sé que he vuelto a procrastinar, a
dejarme llevar por la conformidad y dejarle a ella toda la responsabilidad de
lo que hicimos, justificándome con su bloqueo.
—Ves, tú solito lo resolviste.
—Pero estoy muy cabreado, mucho.
—Y con razón, pero no seguirás enojado de por vida.
—No lo sé…
—Pinche huevón, estás enamorado de ella, así que ahorita no me vengas
con cuentos, que yo me sé historias.
Cuánta razón tenía mi amigo.
Seguimos dándole más vueltas al tema, llegando a la conclusión de que
tarde o temprano tendría que enfrentarme a lo que sentía por ella y darle
una respuesta a su mensaje.
En algún momento había que resolver ese tema que teníamos pendiente.
Aquella atracción que sentíamos debía resolverse, ya fuera para bien o
para mal.

14 Expresión mexicana: me tomaste desprevenido, tonto.


Gala
Fuerza nuclear

No fue sencillo. Alguien no cambia de un día para otro, pero volver a verlo
fue una auténtica revelación. Me di cuenta de lo mucho que lo quería, y que
sería capaz de renunciar a besarlo solo por conservarlo como amigo en mi
vida. Estaba dispuesta a eso con tal de volver a estar cerca, y si eso no es
puro amor, no sabía qué otra cosa podía ser. Me moría por volver a verlo
sonreír, a su forma de mirar tan intensa y su voz grave. Y acordándome de
todas esas cosas mis manos y piernas temblaban por culpa del recuerdo. Era
el último empujón para echarle valor a la vida, quería luchar por
recuperarlo, tenerlo de nuevo a mi lado, aunque fuera solo como amistad.
Al salir del museo cogí el teléfono e intenté volver a llamarlo, pero no
obtuve respuesta. Así que volví a enviar una nota de audio.
«Entiendo tu enfado, y que me merezco el silencio y la distancia que
impones entre nosotros, pero solo te pido que hablemos, no te estoy
pidiendo nada más —rogué, haciendo una pausa después—. Joel, no quiero
perderte».
Envié, pero obtuve la misma respuesta que las otras veces.
Sentía cómo lo que habíamos vivido años atrás desaparecía delante de mis
propios ojos; momentos maravillosos repletos de magia, que parecían tan
difíciles de encontrar en el presente. ¿Volverían alguna vez? ¿Sería posibles
recuperarlos? Quería volver de vuelta a aquella sensación, en la que lo
teníamos todo por delante. Un amor que iba y venía en oleadas, y que nos
arrastró hasta la profundidad, desconociendo por completo la vuelta a la
superficie.
Lo estropeé, Sandra tenía toda la razón. Dejé demasiado tiempo pasar
entre nosotros, haciéndolo irreparable.

Llegué a casa de la abuela con los ánimos por los suelos. Me preparó un
café y se limitó a sentarse enfrente de mí, observándome.
—¿No ha ido bien el trabajo, cielo? —preguntó al fin.
—Sí, el trabajo sí.
—Uy, ¿es ese chico?
Me sorprendió su pregunta, porque no le había hablado de Joel a la abuela
en ningún momento.
—Cielo, que sea mayor no quiere decir que sea lenta y torpe, sé
perfectamente desde la última vez que estuviste aquí que otro chico te
rondaba la cabeza. ¿No te acuerdas de la respuesta que me dijiste cuando te
pregunté por el chico que tenías allí arriba?
Confirmé que a mi abuela no se le escapaba una. Y le conté todo lo que
había pasado, desde el principio.
—Paciencia, es lo único que puedes tener. No habrás hecho las cosas bien,
pero al menos tomaste unas decisiones que te han llevado hasta aquí, y eso
ya es un avance. No te pongas más presión, porque no puedes cambiar el
pasado, si sigues con esa actitud, podrás recuperar para el futuro más de lo
que perdiste en el pasado.
—Joder, abuela, que intensa te has puesto —solté volviendo a soltar
lágrimas por mis ojos.
—Sé fuerte, cielo. Todo acaba llegando. Solo es cuestión de paciencia y
sinceridad. Trabajando día a día por lo que realmente quieres.
Eso era lo que quería hacer, y llevaba haciéndolo desde la noche que
volvimos a estar juntos. Un recuerdo que no dejaba de acecharme de forma
constante; rememorando lo mucho que me hacía sentir tenerlo cerca, la
forma en que me deshice entre sus brazos y, a su vez, la calidez.
El tiempo me iba a hacer enloquecer.
—Por casualidad no tendrás alguna galletita de mantequilla por ahí, ¿no?
—pregunté.
—Pues claro, cielo —contestó con una sonrisa enorme mientras se ponía
en pie para echar mano de la caja metálica.
Un sabor que me recordaba a mi infancia, y que me transmitía la paz
necesaria en aquellos tiempos de incertidumbre y de vacío. Porque hay
momentos en la vida en los que hay que pasar por malos momentos para
acabar consiguiendo lo que más queremos.
Joel
Único enlace

Sabía que no sería fácil. Alguien no cambia de un día para otro, y tampoco
toma una decisión en pocas horas. Sabía de sobra lo que sentía por Gala,
porque nunca antes había sentido algo parecido por otra persona. Podría
sonar cursi, o romántico, como decía Mario, pero era una realidad. Cada
vez que su recuerdo se asomaba a mi cabeza se formaban diferentes
explosiones en mi interior, y no podía engañarme más a mí mismo sobre
eso. Y mucho menos cuando no podía dejar de escuchar su voz a través de
los mensajes que dejé sin contestar, en un esfuerzo titánico por mostrar mi
orgullo herido.
Por eso la tarde que me subí a la moto y me presenté en el museo para
volver a verla, me sentí extraño. Algo que durante muchísimo tiempo había
sido imposible, y que era inalcanzable, se había dado completamente la
vuelta.
Entré al recinto decidido, con paso ligero para ocupar uno de los asientos
del fondo de la sala donde tenía lugar la conferencia. Desde allí pude volver
a ver cómo explicaba de nuevo la atracción entre los átomos, y juré por
John Dalton15 que el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier
momento.
Al final de su explicación se realizó una ronda de preguntas, donde
permanecí sentado hasta que contestó a todas ellas demostrando el gran
conocimiento que tenía sobre la materia. Cuando los asistentes empezaron a
marcharse me acerqué hasta ella, donde vi su cara de sorpresa y una sonrisa
de medio lado que me permitió ser testigo de que se alegraba por volver a
verme. No sabía cómo iba a recibirme después del comentario que le solté.
—¿Has vuelto a ver la conferencia? ¿Te quedó alguna duda? —me
preguntó en tono más serio.
—No, sobre la conferencia no. Sobre la ponente muchas —respondí con
una leve sonrisa condescendiente.
Bajó la mirada, se miró las manos y me pidió que esperara un minuto. Vi
cómo se acercó hasta uno de los empleados del museo para, a continuación,
volver hasta mí mientras se aseguraba que de su cuello colgaba la
acreditación con su nombre.
—¿Quieres hablar aquí o…?
—Cuanto antes mejor, sí —aclaré nervioso y con decisión.
Asintió con la cabeza y me pidió que saliéramos de aquella sala para ir a
una zona más tranquila, caminando hacia una de las plantas superiores
desde donde se podían ver los diferentes expositores que componían la
parte baja de aquel recinto.
—No creo que este sea el mejor sitio para tener esta conversación —
empezó a decir nerviosa.
—O ahora o nunca. Te conozco, a la mínima volverás a salir corriendo.
—No voy a irme a ninguna parte, porque por primera vez en mi vida he
tomado las decisiones yo sola.
—¿Y mi nombre no apareció en ninguna de ellas? No sé, tal vez nos
acostamos juntos por segunda vez y desapareciste del mapa, borrándome
una vez más de tu vida.
Aquello lo dije en un tono de voz bastante contundente e irónico,
provocando que Gala me agarrara del brazo y me metiera en una sala que
estaba totalmente a oscuras, cerrando tras de nosotros la puerta.
Noté cómo buscaba con la mano algún interruptor por la pared, hasta que
dio con él y la iluminación no podía ser más inoportuna; nos acabábamos de
meter en el planetario burbuja, iluminados por infinidad de estrellas en el
techo y esferas emulando los planetas a nuestro alrededor.
—Gala, me he cansado de esto. Pensé que aquello significó algo entre
nosotros y…
—Calla, Joel —soltó de sopetón—. ¿Crees que no lo significó? Mi vida
ha cambiado de forma radical, he vuelto a Barcelona, después de estar
cuatro años en Copenhague intentando hacer mi vida.
—Tu vida, ese es el problema. Que solo existes tú, y a los demás que nos
den.
—Debía pensar en mí, quererme a mí siempre, ¿recuerdas?
Claro que lo recordaba. No había día que no apareciera esa chica de
dieciocho años mostrándome sus debilidades y su baja autoestima, cuando
era el ser más bonito e inteligente que había conocido en mi vida.
—Joder… —mascullé.
—Me hiciste mucho daño, Joel, muchísimo. Llevaba pillada por ti desde
el primer año de carrera, y tu como si nada, hasta el día de antes de coger
ese tren. La noche perfecta con un amanecer terrible.
—No hice las cosas bien, pero ya te dije que no tenía opción, te cerraste
en banda sin darme alternativas, porque existían, Gala. Yo quería estar
contigo en ese viaje.
Agachó la mirada y volvió a contemplarse las manos, sin dar una
respuesta. Decidí continuar hablando.
—Pero me bloqueaste de todas partes, cortaste todas mis vías de
comunicación contigo, incluso pusiste en mi contra a nuestros amigos —
solté de carrerilla, con las cosas muy claras en mi cabeza—. Y acabas de
hacer prácticamente lo mismo. No te hagas la única indignada, Gala, porque
creo que eres más verdugo que víctima en esto.
Volvió a levantar la vista, pero de forma acechante, sabiendo que mis
palabras le hicieron daño, pero aquella era mi verdad.
—Me he sentido utilizado —continué—. Me sinceré, te dije lo que
realmente siento y, a la mañana siguiente, ya has desaparecido. Te busco,
voy detrás de ti para volver a sentirme como años atrás, pero sabiendo
perfectamente cómo ibas a comportarte. Y me jodió no equivocarme esta
vez.
—No es todo tan sencillo —respondió—. ¿Qué querías que hiciera?
¿Dejarlo todo por ti? Tenía una vida allí y muchos frentes abiertos. No
podías pedirme que lo dejara todo para ir corriendo a tus brazos.
—Ni siquiera fuiste capaz de decirme que fue un error lo que pasó entre
nosotros aquella noche.
—Porque no lo fue.
Su respuesta nos dejó mudos, porque salió disparada de sus labios como
un cohete que se adentra a navegar por el espacio. El universo repleto de
estrellas que nos rodeaba nos ayudó a suavizar el carácter a cada minuto
que pasábamos allí.
—No fue un error, Joel. Pero tenía que hacer todo esto sola. Tenía que
solucionar los problemas y poner orden en mi vida, porque aquella noche
fue el giro que necesitaba para darme cuenta de que no puedo esconder más
mis sentimientos hacia ti. He tenido que aprender a cómo hacerlo.
Hace pocos meses fui yo el que abrió su corazón, y en ese momento era
ella la que lo estaba haciendo. Sus palabras eran el bálsamo que calmaba a
la fiera que me invadió desde que me desperté aquella mañana desnudo en
mi cama, después de hacer realidad todas mis fantasías con ella.
Evaporando así algo tan real como el amor que nos profesábamos.
No podía dejar de mirar sus labios, ni a aquellos ojos que empezaban a
acumular futuras lágrimas que descenderían por sus preciosas y rosadas
mejillas. ¿Cómo podía evitar besarla de nuevo?
Pero entonces pensé: ¿por qué debía evitarlo?
La quería. La amaba. Ella era el mecanismo que activaba todos mis
sentidos.
Rodeé su cara con mis manos, sintiendo cómo su fina y pálida piel me
producía electricidad en la yema de los dedos. Observé sus carnosos labios,
esos que desde que probé por primera vez transformaron mi concepto de
besar, dejándome claro que no había besado a nadie así en mi vida. Que ella
era la escogida. Sus ojos grises eran el catalizador para insuflarme valentía.
—Lo siento —confesó en un susurró y una lágrima descendió por la
mejilla hasta la comisura de su boca.
—Te amo —confesé yo en el mismo tono de voz.
Y en eso me convertí; en alguien que estaba volviendo a besar a la chica
con la que tanto había soñado y deseado. La chica que cuatro años atrás me
destrozó el corazón, y con la que tendría un presente complicado, pero que
había vuelto para recomponer cada pedazo; formando el mejor y más
exclusivo enlace químico que existía en la tierra: uno en el que solo éramos
ella y yo.
Porque Gala y yo éramos pura química.

15 Naturalista, químico, matemático y meteorólogo británico. Responsable de la Teoría atómica de Dalton.


Lisa
Epílogo

Dicen que, si dos personas se sonríen mientras se miran, y no necesitan


decirse ni una palabra, es amor.
Llegar a ese resultado no es una tarea sencilla. No siempre encuentras la
combinación perfecta a la primera. Y es que el amor, en el fondo, es pura
química. Nuestro cuerpo libera dopamina, serotonina y oxitocina, las
culpables de la excitación, la sensación de energía y la percepción de que
todo es maravilloso. Pero a veces, por mucho que nuestro cuerpo y corazón
lo intenten, no siempre logramos que esos sentimientos se correspondan o
encajen con otra persona. En ocasiones, simplemente, no es el momento
adecuado y, en otras, son un imposible.
Gala y Joel, desde el primer momento que se miraron en aquella cafetería,
vivieron lo que la química del amor provoca en el ser humano. A veces eres
demasiado joven para comprenderlo, y en otras lo tienes claro desde el
principio. La naturaleza humana, para bien o para mal, es determinante en
el desarrollo de nuestra química, haciendo que el trayecto se complique, se
confunda y, muchas veces, nos sintamos desdichados. Por eso dicen que el
amor duele, pero como muy bien dice Gala, «el amor no duele, somos
nosotros los que nos complicamos la vida», y es una verdad absoluta.
Os podría contar lo qué sucedió después de aquel beso, incluso podrían
ser ellos los que lo hicieran, pero están recuperando el tiempo perdido y me
han dejado a mí al mando. Porque si os soy sincera, creo que todos hemos
estado en algún momento en la piel de Gala o de Joel, y yo, en concreto, sé
de primera mano lo que han sentido en algunos momentos de su historia.
Sé que les irá bien, a pesar de que en muchas ocasiones no se pondrán de
acuerdo. Que perderán los nervios, llorarán y se preguntarán qué están
haciendo con su vida, si es lo correcto seguir juntos… Porque lo bonito de
compartir tu vida con alguien, aunque a veces no seamos capaces de ver
más allá de nuestros pensamientos, es discrepar. Sí. Discutir, más o menos.
Podrás pensar que se me ha ido la cabeza, pero te juro que tiene una
explicación. No es necesario pensar igual o hacer las mismas cosas que tu
pareja, sino que lo bonito es que, a pesar de las diferencias, escojas seguir a
su lado. Quieras cogerle la mano y continuar con el camino de la vida, que
ya es lo suficiente puta como para que nos compliquemos nosotros más las
cosas, ¿no crees?
Que, a pesar de que tengas unas metas en tu carrera profesional o
personal, sepa comprenderlas, aunque no esté de acuerdo. Que, frente a la
adversidad, te calme, permanezca a tu lado, iluminándote ese camino
oscuro y diciéndote: venga, que tú puedes, en peores te has visto. Y en parte
es ahí donde reside la magia de la química del amor, porque me gusta
pensar que hay una parte menos científica para todo eso, a pesar de que nos
empeñamos en ser escépticos y no creer lo bueno que nos depare el camino.
Creo que existe la magia del destino, que no solo es la química la que
tiene el único poder de unir a dos personas. Se necesitan infinidad de
momentos, lugares y factores para lograr que, en el caso de Gala y Joel,
acaben decidiendo escribir su historia juntos.
Podría explicar que Gala, después de aquel beso, empezó a pasar más
tiempo en el diminuto piso que Joel tenía en Barcelona. Que a la abuela
Amparo le encantaba aquel muchacho de mirada jovial y sonrisa sincera,
ofreciéndole en más de una ocasión que se podía quedar en su piso cuando
quisiera, siempre y cuando se esforzara en hacer sonreír a su nieta de
aquella forma.
Que Salva, pese a que siempre había mirado de refilón y con desconfianza
a aquel chaval, acabó convirtiéndose en un gran apoyo para la pareja e,
incluso, aprendieron a compartir aficiones. Que Ana, después de meses
intentándolo, se quedó embarazada de una niña que heredó los ojos de su
padre y las formas de su tía.
Que Sandra y Mario vivieron su matrimonio con la misma intensidad con
la que empezó su relación. Se amaban fuerte, pero también se discutían con
la misma intensidad. Pese a las adversidades, superaron los obstáculos y
aprendieron que, a veces, un final feliz no era tener un anillo en el dedo,
una casa enorme y una prole de hijos, que a veces tomar otro tipo de
caminos y decisiones te hacían sentir más cerca de la felicidad. Aprendieron
a respetar sus tiempos y espacio y, a pesar de la ruptura, reafirmar que
Mario no perdía facultades empotradoras, tal y como Sandra les seguiría
relatando a sus amigas en aquellas reuniones vespertinas. Noches que solían
acabar con sus suelas quemando asfalto barcelonés.
Que los padres de Gala eran el ejemplo perfecto de que, segundas
oportunidades nunca fueron buenas, no tenía por qué ser cierto. Porque una
relación no es sota, caballo y rey. Que hay que esforzarse a diario y cuidar
con mimo tu relación. No dar las cosas por hechas y mostrar, sin tapujos, lo
que sentimos en realidad a todo momento. Es una de las formas para poder
lograr ser quiénes realmente queremos, como individuo. Y ellos, a pesar del
peso de los años y los errores, decidieron jugárselo todo al amor. La última
apuesta en la que aquel padre se lo jugó todo, reconstruyendo su vida y
agradecido por la fuerza con la que logró volver a ver la luz.
Que Sten llegó a comprender la decisión de Gala, aunque le costó
entenderlo mucho tiempo. Al fin encontró a esa persona que le hacía
sentirse vivo, que lo arrastraba a vivir infinidad de aventuras, aunque esas
fueran ir hasta la cafetería de la esquina y tomar un café juntos, centrados
cada uno en sus cosas. Pero que en cuanto levantaban la mirada y sus ojos
se cruzaban, sus cuerpos sentían esa calidez tan característica que nos hace
sentir en casa. No fue hasta que se enteró del embarazo de Gala a través de
una amiga en común, que no fue capaz de dar el paso para volver a hablar
con ella. En breve saldría de cuentas y le contó, con ilusión en la voz, que
estaba deseando la llegada de aquel niño.
Un bebé que no estaba planeado y que llevó a Joel a repetir sin parar que
aquello no entraba en sus planes. Pero como decía unas palabras antes, que
el hecho de estar con la persona que escoges, es suficiente para llenarte de
valentía e ilusión. Gala, después de ver cómo la persona a la que más quería
se desmoronaba, lo cogió de la mano, lo miró a los ojos y le habló desde el
corazón.
—Joel, no tengas miedo —soltó—. Si estamos juntos en esto, podremos
con todo.
—Nunca he querido ser padre, y … —hablaba inquieto—. Joder, me
siento egoísta, porque sé que para ti siempre ha sido algo importante.
—El bebé es lo de menos si es contigo —confesó—. Esto no va a
condicionar lo que siento por ti. Yo te escogí, y podría pasarme el resto de
mi vida contigo con o sin tener un hijo, porque te quiero a ti. Te elegí, y
nunca me he arrepentido.
Él se abalanzó hacia ella y, a pesar de que la barriga ya abultaba bastante,
llegó a rodearla por completo entre sus brazos.
—Serás el mejor padre para Pau —añadió.
En ese momento, Joel se echó a llorar y se dio cuenta de que, desde ese
instante, sus miedos e inseguridades desaparecieron.
Porque el miedo a veces no nos deja ver que lo que estás a punto de vivir
es una de las experiencias más inolvidables de tu vida. Escondiéndonos sin
saber las consecuencias que pueden llegar a tener esos temores que nos
impiden ir más allá, privándonos del arrepentimiento.

Al igual que esta historia, que el miedo paralizó y la mantuvo escondida


durante mucho tiempo. No dejéis que el miedo os paralice, ni la vergüenza
por lo que puedan opinar. Sed vosotros mismos y, si os equivocáis, tenéis la
vida por delante para solucionarlo.
Agradecimientos

Con esta historia he querido hacer un homenaje a mi segunda familia. Esa


que se va formando con los años y en la que sus triunfos y penas se
convierten también en los míos. Porque mis amigos son personas
imprescindibles en mi vida, y a las que no quiero perder por nada en el
mundo. En especial al que considero casi un hermano. Porque durante todos
estos años hemos vivido infinidad de situaciones dulces y también amargas,
pero en las que siempre hemos crecido y aprendido juntos. Sabes que esta
historia te pertenece en gran medida, por la forma en la que compartes
conmigo tus movidas. Gracias por darme la oportunidad de ser tu amiga,
Adri. (Y espero, maldito pinche huevón, que no hayas leído esto antes de
ponerte con la historia…).
A Irene, que se ha ganado un cameo en la historia por su anécdota con
Freddy, aunque lo que de verdad se refleja de ella es su positividad tan
realista y su gran sentido del humor. Eres una tía que vale mucho.
A Óscar y Carla, por esa amistad tan verdadera que surgió de un auténtico
infortunio. Porque no hay mal que por bien no venga y que, aunque los
inventos culinarios de Óscar a veces no sean un éxito, nos los seguiremos
comiendo igual. (Celebraremos esta publicación con pastel de zanahoria,
bebés).
A Erika y Marcos, por esa amistad recuperada tan sana y las grandísimas
personas que sois, porque no dudáis ni un instante en salir ante una llamada
de socorro. Vais a ser los mejores padres del mundo, lo sé.
A Gina y María, porque me habéis enseñado sin querer que todas
deberíamos ser como Lady Gaga en algún momento de nuestra vida.
A mis padres y a mis suegros, que han sido testigo de mis inicios y que
me siguen empujando a querer siempre más de la vida y a no rendirme
jamás.
A Pablo, David y al equipo de Editabundo al completo, por el apoyo, la
motivación y los consejos. Gracias por vuestras palabras para esta tremenda
editabunda. También a Gala y Jorge, por confiar en mí y brindarme la
oportunidad de publicar en «Colección Mil Amores» de Lantia Publishing,
haciéndome sentir en casa.
A mi amor de juventud. Al que aparté una vez de mi vida y que, con el
tiempo, luché por recuperar. Por ese día que me armé de valor y me atreví a
volver a escribirle, porque desde ese día hemos escrito la mejor historia de
nuestras vidas. Esta novela es tanto mía como tuya, porque sin ti Joel no
sería lo mismo en esta novela. Gracias, Xavi, siempre he sentido que juntos
somos pura química.
Y a ti, lector, por volver a confiar en mis letras, por dejarte llevar por cada
historia que sale de mi alocada cabeza y contemplar que, a cada novela, soy
un auténtico camaleón; y eso solo te lo debo a ti, a las ganas de querer
sorprenderte siempre y salir de mi zona de confort. No dejes nunca de leer
y, recuerda, que soy #romanticamenteimperfecta.
Índice

Gala Volver 9
Gala Agujeros negros y revelaciones 23
Gala Caffè Mocha 33
Gala Mi realidad 41
Gala La chica de la cafetería 51
Ana Flechazo 59
Gala Tiempo perdido 65
Gala Nuevos amigos 73
Gala Aprender a perdonar 81
Salva Juegos peligrosos 87
Gala Confesiones dolorosas 95
Gala Comprender 103
Salva Tacones 107
Gala No me gusta la verdad 115
Ana Metamorfosis 119
Gala Sal, tequila y limón 125
Gala Quimifarra 133
Salva La llamada 141
Gala Soñar con imposibles 147
Joel Tiempo 155
Gala Tonta 161
Gala La abuela 171
Salva Rendido a sus pies 177
Sandra Dejarme llevar 183
Gala Tibidabo 191
Joel Mi verdad 199
Gala Beso frío 209
Gala Yo nunca… 213
Ana Descontrol 221
Gala Balazos de pintura y realidad 233
Joel Bandera blanca 245
Joel El beso 251
Gala Sentir 257
Gala Dame un solo motivo entre millones 265
Joel La tregua 273
Gala Hasta el anochecer 281
Gala Echar de menos 293
Salva Control 299
Gala Familia 307
Ana Restauración 311
Sandra Pasar página 319
Gala Burbujas y confesiones 323
Ana Despacio 329
Gala Ochenta y cinco 333
Gala Ojalá no te hubiera conocido nunca 337
Gala ¿Qué he hecho? 351
Joel Otra vez no 355
Gala Donde palpita el corazón 361
Gala Bronca descomunal 369
Joel Gerona 375
Gala Volver a empezar 379
Joel Atracción atómica 385
Gala Fuerza nuclear 393
Joel Único enlace 397
Lisa Epílogo 403
Agradecimientos 409

También podría gustarte