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Como Aumentar Tu Fe
Como Aumentar Tu Fe
Raíces de orgullo
VIDA CRISTIANA
Muchas de las cargas que llevo en la vida se hacen
mucho más pesadas al añadir encima de ellas una
imagen inflada de mí mismo. Simplemente tengo una
tendencia a pensar a menudo más y mejor acerca de mí
mismo de lo que debería hacerlo (Romanos 12:3).
Irónicamente, el efecto emocional de mi propia imagen
inflada es muchas veces una baja autoestima. Me siento
mal conmigo mismo.
Siento vergüenza por mi mala memoria cuando se trata
de recordar nombres, citas bíblicas, títulos de libros, de
lo que se trató el sermón la semana pasada, los puntos
principales de mi último artículo, y la cuarta cosa que
tengo que recoger en el supermercado. Esto me resulta
vergonzoso no porque sea un fracaso moral, sino porque
expone el hecho de que mi memoria es más débil que la
de la mayoría de mis compañeros. Mis luchas con mi
memoria me pesan más de lo que deberían porque
quiero ser grande y no lo soy.
Puedo sentir desánimo, incluso vergüenza, cuando la
adoración familiar que dirijo no es más organizada,
sistemática, regular, o inspiradora para mis hijos (“Papá,
¿ya casi acabamos?”). Mientras que esforzarme por ser
más eficaz en estas cosas es bueno, me pesa más de lo
que debería porque quiero ser el sabio padre espiritual.
Quiero ser conocido por saber qué y cómo enseñar, y
por criar a hijos que algún día narren el profundo
beneficio que recibieron de la fuente de mi santa
sabiduría. Quiero ser grande y no lo soy.
El peso de querer ser grande
Podría seguir elaborando mis sentimientos de
insuficiencia —sobre cuánto leo, la lentitud con la que
escribo, las lagunas en la crianza, productividad en
general, la parálisis en ciertos tipos de toma de
decisiones, las luchas para concentrarme, impaciencia
con la ambigüedad, y otras numerosas limitaciones,
debilidades, y pecados. Probablemente conoces estas
luchas u otras como ellas.
Mi sentido acumulado de insuficiencia a menudo se
siente como baja autoestima. Pero en realidad, es debido
en gran parte a pensar más alto de mí mismo de lo que
debo pensar y querer que otros me admiren más de lo
que merezco. Mi vergüenza viene de una imagen de mí
mismo exageradamente alta que se siente al descubierto
por mis limitaciones, debilidades, y pecados; haciendo
el vivir o el luchar con ellos mucho más trabajoso de lo
necesario.
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este gran peso
de orgullo? Gracias sean dadas a Dios por medio de
Jesucristo nuestro Señor, quien me invita a tomar su
yugo fácil y carga ligera, que es poder abrazar el papel,
estatus, y reputación de un siervo (Mateo 11:30; Marcos
9:35).
La liberación en el servicio
Una liberación profunda y penetrante está disponible
para cualquier persona que abrace el llamado de Jesús a
la servidumbre:
“Ustedes saben que los que son reconocidos como
gobernantes de los Gentiles se enseñorean de ellos, y
que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero entre
ustedes no es así, sino que cualquiera de ustedes que
desee llegar a ser grande será su servidor, y cualquiera
de ustedes que desee ser el primero será siervo de todos.
Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido,
sino para servir, y para dar Su vida en rescate por
muchos” (Marcos 10:42-45).
¿Hay liberación en convertirse en un siervo, incluso en
un esclavo, de todos los demás? ¿Qué es esta extraña
paradoja de Jesús? ¿Él nos hace libres (Juan 8:36) para
ser esclavos?
¡Sí! Porque el tirano más grande conocido por la
humanidad es el orgullo pecaminoso y patológicamente
egoísta, que se exalta a sí mismo y vive en cada uno de
nosotros. Cuando el orgullo está enfocado hacia adentro,
nos esclaviza a las percepciones y a la búsqueda del
éxito, la belleza, la competencia, la seguridad, y una
reputación codiciada. Y en el proceso nos agobia con
cargas que no podemos soportar. Cuando fallamos, nos
presiona para mentir y engañar de manera que
escondamos aquello por lo que sentimos vergüenza (u
orgullo) de admitir. Cuando está enfocado hacia afuera,
acumula grandes cargas (“se enseñorea”) sobre otros. Es
por eso que Dios misericordiosamente se opone a
nuestro orgullo (1 Pedro 5:5).
El llamado de Jesús a ser siervos es un llamado a la
libertad (por paradójico que suene). Es libertad de la
presión opresiva de tratar de ser lo suficientemente
bueno, y de la vergüenza crónica de no ser lo
suficientemente bueno. Y nos libra de la tendencia
tiránica que tenemos de manipular a otros para que
sirvan nuestros orgullosos deseos.
Cuando nuestra imagen propia que se cree del tamaño
de Dios se encuentra con nuestras capacidades y
fracasos del tamaño de un hombre caído, nos volvemos
esclavos de pecados impulsados por orgullo, en un vano
intento por cruzar la brecha. Pero al abrazar la humildad
de siervo demostrada por Jesús, nos deshacemos del
yugo insoportablemente pesado de la servidumbre a tal
pecado, y tomamos el fácil yugo de Jesus que son la fe y
el amor empoderados por la gracia, pues Dios realmente
“[da] gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).
Cómo hacer a un lado el orgullo
Para identificar nuestros mayores castillos de orgullo,
hay que recordar que a menudo no se sienten como una
superioridad arrogante y fanfarrona (aunque a veces es
así). A menudo se sienten como áreas de baja
autoestima, porque lo que está alimentando nuestra baja
autoestima es un deseo frustrado y avergonzado de ser
grande.
Ante esto Jesús nos da una promesa de gracia: “Y
cualquiera que se engrandece, será humillado, y
cualquiera que se humille, será engrandecido” (Lucas
14:11). Y nos recuerda que Él vino a nosotros “como
uno que sirve” (Lucas 22:27), y que deberíamos tener
esta mentalidad también: “No hagan nada por egoísmo o
por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno
de ustedes considere al otro como más importante que a
sí mismo” (Filipenses 2:3).
Dejar a un lado el peso de querer ser grandes ocurre
cuando quitamos nuestra atención de nuestros logros,
nuestro estado, y nuestra reputación, y la enfocamos en
Cristo —específicamente en las personas en la iglesia, a
menudo en “los más pequeños” (Mateo 25:40), a quien
Cristo pone ante nosotros hoy para servir. No solo nos
obliga este servicio a poner el amor en acción, sino que
también nos libera de la tiranía del orgullo absorto en sí
mismo y nos permite experimentar la profunda, gozosa
realidad de que “es mejor dar que recibir” (Hechos
20:35).
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