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HASTA LA BASURA SIRVE PARA ALGO

Mirar desde la ventana de ese sexto piso era ver un paisaje gris y sombrío. Porque
la ventana de ese apartamento daba a un oscuro callejón del barrio de Harlem,
Nueva York. Y el callejón era, en sí mismo, un enorme depósito de basura
infestado de ratas.
Fue por esa ventana, a treinta metros de altura, que cayó el pequeño Ramal
Gentry, de dos años de edad, hijo de Rhonda Gentry. Pero la basura lo recibió
blandamente, como los brazos mismos de su madre, y el pequeño no sufrió más
que el susto. «Dios y la basura —declaró después la madre— hicieron el milagro.»
Es interesante cómo aquello que tenemos por inservible viene a veces a salvarnos
de algún desastre. Se supone que la basura no sirve para nada. Por eso la
quitamos de la casa, la metemos en bolsas plásticas o de papel y la llevamos a un
basurero. O la dejamos en el sitio indicado para que la recoja la municipalidad.
Las grandes ciudades del mundo recogen cada día millones de toneladas de
basura y la llevan lejos, para que no ofenda a nadie. Pero con esa basura se
rellenan terrenos baldíos, o se pone la base para nuevos caminos, o se quema y
se saca de ella energía.
En el caso del pequeño Ramal, la basura sirvió para salvarle la vida y para que su
madre elevara una oración de gratitud a Dios.
En la célebre parábola del hijo pródigo relatada por Jesucristo, se cuenta del joven
que vivió perdidamente derrochando toda su herencia. Lo gastó todo hasta que se
vio pobre y derrotado, cuidando cerdos y comiendo basura. Pero esa miserable
situación sirvió para que el pródigo tuviera una reacción moral, que lo hizo
regresar a la casa de su padre y al albergue de la familia.
¿Será posible que nos hallemos hoy en medio de lo que consideramos un montón
de basura? Es más, ¿nos consideramos nosotros mismos basura? Quizá la vida
nos haya vencido. Quizá los vicios nos tengan derrotados. Quizá nos hallemos
quebrantados, amargados, desalentados. Quizá hayamos perdido toda esperanza
de recuperación y aun todo deseo de vivir.
Ha llegado entonces el momento de reaccionar. Ha llegado el momento de pedir
socorro divino. Ha llegado el momento de confesar, como el hijo pródigo: «He
pecado contra el cielo y contra ti» (Lucas15:21). Y clamar: «¡Ayúdame,
Señor!» Jesucristo puede sacar a todo ser humano de cualquier basurero, no
importa lo grande o maloliente que sea. Basta con que clame a Dios en medio de
su dolor. Él sólo espera oír su clamor.
TESORO ESCONDIDO

Don Julio Gómez Arbizú hacía un viaje a caballo por el campo. Al ocultarse el sol,
pidió posada en una casa que estaba a la vera del camino. La casa tenía aspecto
de pobreza. No había muebles, y la alimentación era escasa. Todo daba la
impresión de suma indigencia.
La señora de la casa era joven, y sin embargo en su rostro se veían las huellas de
una vida llena de sinsabores. No era de extrañarse. Su esposo era un borracho
empedernido que la maltrataba una y otra vez.
Mientras el visitante miraba el aspecto de aquel hogar, vio una vieja y olvidada
Biblia que estaba en un rincón. Al despedirse, le dijo a la familia: «Hay en esta
casa un tesoro que los puede hacer ricos.»
Después que el forastero partió, los dueños de la casa comenzaron a buscar lo
que a su juicio tendría que ser una joya o una vasija llena de oro. Hasta hicieron
hoyos en el piso, pero todo sin resultado.
Un día la señora levantó la Biblia olvidada, y encontró escrita en la guarda esta
nota: «Lea Salmo 119:72.» En ese pasaje de los Salmos encontró la siguiente
afirmación: «Para mí es más valiosa tu enseñanza que millares de monedas de
oro y plata.» La señora, recordando las palabras del visitante, se preguntó: «¿Será
éste el tesoro del que habló el forastero?»
Así que le comunicó al resto de la familia lo que pensaba, y empezaron a leer la
Biblia. Con eso, un gran milagro comenzó a efectuarse. El borracho se convirtió en
un hombre trabajador. El color volvió a las mejillas de la señora. La armonía
desplazó el resentimiento, y la felicidad retornó al hogar.
Cuando el forastero visitó de nuevo la casa, había desaparecido de ella todo
indicio de tristeza. En su lugar reinaba la paz. Con el corazón rebosante de
gratitud, la familia le dijo: «Encontramos el tesoro, que se ha convertido en
todo lo que usted nos dijo.»
Lo cierto es que la Biblia es el Libro por excelencia. Produce resultados positivos
en la vida de quienes lo estudian con fe y con devoción.
¿Con cuánta frecuencia leemos nosotros la Biblia? ¿Hemos leído la historia
de Abraham? ¿Hemos experimentado la satisfacción que produce la lectura
de los Salmosí ¿Hemos seguido la vida de Cristo? Si no hemos leído la Biblia,
hemos hecho caso omiso del mensaje más importante para nuestra vida.
Leamos la Biblia. En ella encontraremos tesoros que cambiarán nuestra vida.
Leámosla con sinceridad y fe. Dios, mediante su Santa Palabra, quiere hablarnos.
Leamos ese tesoro que hace rico a todo el que lo descubre.
 

DORMIDO EN EL JUICIO
Fue un bostezo enorme, prolongado y sonoro. Estuvo seguido de un estirar de
brazos, un suspiro y un cerrar de ojos. Y luego el hombre se durmió profunda,
tranquila y totalmente, indiferente a todo lo que lo rodeaba.
Pierre Dupier, francés, de treinta y nueve años de edad, se había dormido ante un
tribunal de París cuando se le juzgaba por el delito de narcotráfico. Como el
hombre durmió durante todo el proceso, el juez decidió juzgarlo en otra ocasión en
que estuviera despierto. «Mientras éste sufra de apnea obstructiva, la enfermedad
del sueño —dijo el juez—, no se le podrá juzgar.»
He aquí a un hombre que, si se quiere, se salió con la suya. Padece una rara
enfermedad, «apnea obstructiva». Cuando le da por dormir, sencillamente se
queda rendido aunque disparen cañonazos a su lado. Como se durmió en el juicio,
y no escuchó nada de los cargos que se le imputaban, no se le pudo juzgar.
No podemos menos que preguntarnos: ¿Cuántos hay en este mundo que, sin
padecer de la enfermedad del sueño, se duermen en lo más importante de la
vida? Hay hombres, por ejemplo, que parecen dormirse cuando se trata de llevar
dinero a la casa para alimentar a los hijos y pagar las cuentas.
Otros, sin tener el cerebro dormido, parecen tener dormida la conciencia. Pueden
cometer cualquier fechoría, cualquier delito moral, sin siquiera inmutarse. Más que
conciencia dormida parecen tener la conciencia muerta.
Otros duermen profundamente sin oír el clamor de su esposa abandonada, o el
llanto de sus hijitos con hambre, o el gemido de los padres ancianos que viven en
la miseria. Duermen profundamente ante su deber moral, sin necesidad de
alcohol, ni de droga, ni de somníferos ni de “apnea obstructiva”.
Para todos estos que duermen delante de Dios y de su responsabilidad moral, hay
un texto bíblico apropiado: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los
muertos, y te alumbrará Cristo» (Efesios 5:14). Estar dormido, sordo e
inconsciente a la realidad moral de la vida es igual que estar muerto.
Debemos reaccionar y despertar del letargo moral. Tenemos que abrir los ojos y
los oídos. Y debemos escuchar a Jesucristo que nos llama a una vida recta, justa,
moral y limpia. Si seguimos moral y espiritualmente dormidos, nuestro sueño nos
llevará a la perdición eterna.
Cristo está llamando hoy y está llamando ahora. ¡Despertemos!

UN SOLO VIAJE MÁS

Durante treinta años había manejado por la misma ruta. Durante treinta años
había guiado el autobús por en medio de rectas, curvas y barrancos. Treinta años
sus férreas manos habían empuñado el volante, y treinta años había llevado y
traído pasajeros en la ruta de Granada-Málaga, reino de España.
Pero con treinta años de trabajo, José Mancera Sánchez, de cincuenta y nueve
años de edad, podía jubilarse. No tenía que seguir esa cansada y monótona tarea.
Su pensión de jubilación sería menos que su salario si seguía trabajando, pero
con algunos ahorros que había hecho, podría subsistir.
Quiso, sin embargo, hacer un último viaje. Sería su viaje de despedida. «Me
jubilaré —había dicho— después de este último viaje.» Pero ese fue, en efecto, su
último viaje. José Mancera Sánchez se desmayó en el volante, y el autobús, con
cuarenta y un pasajeros a bordo, se precipitó a un barranco de veinticinco metros
de profundidad. Hubo muchos heridos, y perdieron la vida Mancera y cinco
pasajeros más.
¿Cuántas cosas nos ocurren por querer hacer «un viaje más»? ¿Y cuántas veces
el sentido de la prudencia y la voz de la conciencia se unen para gritarnos: «¡Basta
ya!, es hora de dejar eso»? Pero atenuamos ese grito convencidos de que es
«una sola vez más».
¿Cuántas veces no ha ocurrido que un hombre lleno de alcohol insiste en tomar
una sola copa más, y es esa copa la que le causa el accidente fatal? Así le pasa al
joven que anda en el narcotráfico e insiste en hacer un solo negocio más, y es esa
última venta la que lo manda a la prisión federal.
¿Y qué del «caballero» que, enredado en un amor prohibido, siente la voz de la
conciencia que le dice: «Deja eso de una vez», pero sigue entregándose al gusto
de la seducción, y ese último gusto resulta en su ruina? Por insistir en «una
aventura más» sufre la total destrucción de su hogar.
Es importante aclarar que no es sólo el último pecado el que destruye. Toda
infracción destruye. Pero cuando insistimos al extremo, no sólo perdemos años de
tranquilidad, sino que ese último desenfreno puede costarnos la vida.
Reaccionemos ahora mismo antes que nuestra desmesura nos corte la existencia.
Busquemos la ayuda de Dios. Jesucristo ofrece librarnos de toda senda
resbaladiza, de todo precipicio siniestro y de toda costumbre mortal. Él quiere
darnos la sensatez, la conciencia y la razón necesarias para no caer nunca en el
mal. Cristo es el único Salvador que tenemos, nuestro único Maestro y Guía.
Permitámosle que sea no sólo un verdadero amigo como ningún otro, sino
también el único Piloto de nuestra vida.

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