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Sin pena para los otros, por supuesto. Sería un poco fuerte
que el Burgués se viese obligado a adquirir con un disgusto
personal un placer cualquiera. Lugar común idéntico al
precedente, bien mirado. «No hay rosas sin espinas», dicen
también las personas que se precian de expresarse de una
manera poética y original, lo que no significa en absoluto que
ellas se resignen a los pinchazos cuando cortan inocentemente
la reina de las flores.
El Burgués, macho y hembra, no podrá ser comprendido
mientras no se admita la idea de que, siendo hoy en día el
dueño del mundo, si hay algo por lo que sufrir, eso compete a
sus esclavos, es decir, a todos los que no son burgueses como
él. Ahora bien, entre esos esclavos prácticamente
innumerables hay algunos voluntarios. Hay, si lo preferís así,
carmelitas o benedictinos, hijas en ocasiones educadas en las
aristocráticas alturas que han escogido libremente la vida más
dura para que el Burgués no tenga que sufrir sobre la tierra,
para que ese horroroso aborto de la Preciosa Sangre, que no
tiene nada que esperar y que no quiere esperar nada de la otra
vida, pueda gozar al menos en ésta de la paz de los brutos.
Él ignora todo esto, no hace falta que lo diga, y no lo
comprendería aunque un ángel se lo estuviera explicando
durante todo un siglo. Sin embargo, lo adivina en cierto modo y
hasta cierto punto. Una especie de olfato, semejante al instinto
de los animales, le advierte que se trabaja para él, que alguien
se toma molestias por él y que así se hace una cierta justicia
que un día le hará aullar de terror…
Cuando dice que no hay placer sin pena, el asunto hace
pensar en la ironía estúpida y ligeramente demencial del mal
soldado que se da perfecta cuenta de que sus camaradas no
se van a dejar matar eternamente por él.
LVII.
NO SE PUEDE HACER UNA
TORTILLA SIN ROMPER LOS
HUEVOS
Sol cognovit occasum suum. «¿Eres tú, Señor? ¿Eres tú, por
fin?», pregunta el ladrón en la cruz. «En verdad, en verdad te
digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso», responde la Luz
del mundo crucificada.
Esto ocurría en las Tinieblas de la Hora Sexta y el Burgués
se había ahorcado cuando todavía era de día.
POST SCRIPTUM.—Me hubiera gustado encontrar ocasión
para una filípica donde se dijera que el Burgués no tiene dinero
más que para devolverlo y que, si no lo devuelve, es un ladrón
sin cruz y sin paraíso. Judas, menos canalla, devolvió el suyo
antes de reventar. ¡Pero intentad hacer comprender estas
cosas!
CLXVII.
NO HAY HUMO SIN FUEGO
¡Pues sí! Así es. El vals que tanto gusta al Burgués, y sobre
todo a la burguesa, no es, por lo tanto, una de las mejores
cosas, puesto que tiene tres tiempos. Cuando uno quiere
practicar la verdadera religión de los lugares comunes, hay que
abandonar muchas ilusiones como ésta. En el fondo se trata de
una religión de renuncia.
La época de la juventud, por ejemplo, es considerada
generalmente una cosa excelente, pero ¿podemos admitir de
buena fe que la juventud sólo tiene un tiempo, cuando
normalmente se dice de tal o cual mujer que no está en su
primera juventud? Hay por tanto varias juventudes, al menos
para las damas: el tiempo de la primera, de la segunda, de la
tercera juventud y tal vez, incluso, de la cuarta. Una curiosa
contradicción. La juventud corre el riesgo de no ser una de las
mejores cosas.
También tenemos el tiempo de la vejez, que en cambio
parece único, ya que el lenguaje corriente no suelen hacer
distinciones en él. ¿Habrá que decir que la vejez y, a fortiori, la
decrepitud completa, es la mejor de todas las cosas? Me temo
que aquí hay otra ilusión. Todos los gramáticos enseñan que el
verbo tiene tres tiempos principales y sus derivados. ¿Quién se
atreverá a pretender, sin embargo, que el Verbo no es la mejor
de todas las cosas, ya que es el Nombre mismo del Creador de
todas las cosas?
Todo esto es grave.
Los practicantes del lugar común deberían meditar estas
duras palabras que me dirigió un día una encantadora mujer
que me edificó especialmente: «Antes de hablar, hay que darle
siete vueltas a la lengua… del vecino».
XXXIII.
LA SUERTE NUNCA LLEGA SOLA