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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO

Facultad de Ciencias Jurídicas


Filosofía del Derecho

Unidad 3. Beccaria y el derecho penal.

Juan Manuel Salgado

Importancia de Beccaria para la filosofía del derecho

Cesare Bonesana marqués de Beccaria (1738-1794) es señalado generalmente, con


acierto, como el padre del derecho penal moderno. Sin embargo no suele ser estudiado
demasiado en los programas de derecho penal ni de derecho procesal penal y mucho menos en
los de filosofía del derecho. A modo de ejemplo podemos citar el manual de Guido Fasso, que
utilizamos en la cátedra, para observar la poca importancia que se le suele conceder en esta
materia. Dice Fasso (Cap. 22, pág. 258) que las argumentaciones contractualistas de Beccaria “no
son ciertamente originales ni profundas” y que el libro que lo hizo conocido (De los delitos y de las
penas) carece de valor filosófico.

¿Por qué entonces le dedicamos un punto del programa habiendo omitido a tantos otros
filósofos mucho más importantes? Porque hay una extraordinaria cualidad en el librito de Beccaria
que pocas veces se exhibe de un modo tan claro como allí: la capacidad de extraer una multitud de
conclusiones jurídicas prácticas a partir de un esquema filosófico general.

Este es un curso de filosofía del derecho orientado hacia futuros abogados y abogadas.
Como hemos señalado desde su inicio, está animado por una intención práctica, que es la de
mostrar la importancia del conocimiento filosófico en el razonamiento jurídico. No se trata de
transmitir un conocimiento o erudición enciclopédicos para mejorar la “cultura general” o
compensar reales o imaginadas deficiencias de la enseñanza media. En la presentación del
programa decimos que pretendemos “brindar un panorama actual de los debates teóricos que
atraviesan el derecho contemporáneo que las y los estudiantes deberán conocer tanto para
comprender las nuevas orientaciones en las áreas específicas como para prepararse en cuestiones
que abordarán en su futura práctica”.

Nuestra intención es ubicarnos en esa especial articulación entre argumentación jurídica y


conocimiento filosófico que hoy en una época de notables cambios en la sociedad, la política y el
derecho resulta necesaria para un adecuado ejercicio profesional. Hace aproximadamente 250
años, en un momento que, como el actual, también albergaba transformaciones relevantes en los
mismos ámbitos, Beccaria tuvo la excepcional capacidad de unificar la filosofía del contrato social
con las reformas necesarias del derecho penal, en un texto breve y sencillo. Prácticamente todas
sus propuestas, desde el principio de legalidad hasta la crítica a la pena de muerte, son hoy
legislación en la mayoría de los países y principios de los tratados internacionales de derechos
humanos. Es difícil encontrar otra obra en donde la argumentación filosófica y la jurídica
ensamblen con tanta naturalidad y precisión.
Es por eso que Beccaria merece un lugar especial en un programa de filosofía del derecho
que pretende poner el acento en las herramientas conceptuales que permitan una mejor práctica
jurídica.

Antecedentes 1. El derecho natural racional

La idea de un “contrato social” o más en general aun, la utilización del punto de partida
individualista como explicación de la sociedad y el Estado, no se limitó a los pensadores vistos en
el programa de esta materia. A fines del siglo XVII europeo y sobre todo en el siglo XVIII esa
concepción ya era parte del sentido común de las élites intelectuales, en las universidades, los
gobiernos, las academias y los círculos informales de debate.

Si hemos señalado en el programa a unos pocos filósofos ha sido con el criterio de mostrar
en qué casos el pensamiento moderno ha tenido repercusión directa en el derecho actual. Así, por
ejemplo, podemos encontrar a las propuestas de Locke en la formulación de los derechos
individuales y en la distinción público/privado, y a Rousseau en las teorías del gobierno
democrático. Es por eso que habitualmente hacemos en estas clases exposiciones paralelas entre
pensadores contemporáneos y los de otras épocas, ya que de ese modo tratamos de que se pueda
apreciar mejor cómo el derecho actual es en parte la sedimentación de prácticas e ideas pasadas.

Por eso nos interesa señalar el aporte importante de las teorías contractualistas a la vida
contemporánea. Aun cuando hoy no se las tome al pie de la letra como en su origen o no se hable
ya de un estado de naturaleza, siguen siendo un fundamento importante del derecho actual
porque conjuntamente con una justificación del Estado al mismo tiempo y como contrapartida
tuvieron el mérito de hacer hincapié en que hay derechos inalienables del ser humano por el solo
hecho de ser personas. Y este es un legado muy importanes que debemos reconocerles porque
establecieron la idea de que junto con el Estado concebido como garante de la vida social también
existían derechos frente a él, de los seres humanos como individuos y como ciudadanos.

Es neceario aclarar, para comprender mejor el escenario histórico, que estas


formulaciones de derechos no tenían el amplio alcance que hoy se reconoce a todas las personas
ya que cuando los pensadores del inicio de la modernidad hablaban del individuo pensaban más
bien en el “hombre”, que en una medida casi excluyente era el varón, adulto, propietario,
burgués, blanco y europeo.

Por eso no debe extrañar que en esa misma época moderna tuvieran lugar el mayor
comercio de esclavos de la historia junto con la ampliación de la expansión colonial y el
sometimiento a servidumbre de numerosos pueblos no europeos. Este es un contraste que
siempre debe tenerse presente porque permite explicar muchas particularidades del pensamiento
europeo que de otro modo son vistas como incoherencias.

En Europa los pensadores que hemos visto, y muchos otros de la misma época histórica
(siglos XVII y XVIII), son también nombrados como fundadores de la “escuela clásica del derecho
natural” o de la escuela del “derecho natural racional”, porque desde el momento en que toman a
la razón como punto de partida de sus argumentos políticos y jurídicos, realizan una crítica al
derecho vigente tradicional y lo comparan con un derecho y una organización del Estado
diferentes que se podría deducir del ejercicio de la razón.
Muchas veces cuando se estudia la controversia iusnaturalismo vs positivismo jurídico,
sobre todo cuando se la presenta desde el punto de vista positivista, se tiende a colocar a todo el
iusnaturalismo en un mismo conglomerado y en general se lo identifica con ideas de fundamento
religioso, porque una de sus mejores formulaciones ha sido la de Tomás de Aquino (1224-1274)
que en la edad media reconstruyó la filosofía de Aristóteles dentro de los postulados de la religión
católica. Esta consideración del iusnaturalismo como si fuera uno solo, nos hace perder de vista la
importancia filosófica y jurídica de los pensadores iusnaturalistas modernos, a quienes se incluye
junto con las ideas medievales que ellos rechazaban y contra las cuales expresamente escribieron.

Como ya sabemos, tanto para Tomás de Aquino como para Aristóteles, el ser humano vivía
naturalmente en comunidad. Y el derecho que aparecía en todas las comunidades, que se daba de
modo similar en todas las comunidades, era el derecho natural, que como toda formulación de
derecho natural tiene la característica de prevalecer sobre el derecho positivo.

En la modernidad desaparece esta idea de que la comunidad es previa al individuo y al


Estado. En la modernidad el punto de partida es el individuo aislado. Sin embargo surge una nueva
idea de los derechos naturales que ya no provienen de las virtudes que en la creación Dios le dio a
los entes de la naturaleza incluyendo a las personas y a sus comunidades, sino que se descubren
con la razón humana. Como reacción a la cada vez más acentuada práctica jurídica autoritaria que
el Estado moderno trae consigo, aparece una nueva fundamentación del “derecho natural” apta
para criticar fuertemente al derecho vigente de su época y para proponer el reemplazo de éste por
otro que fuera racional.

Paradójicamente el primero que formula la idea de un derecho natural racional, no la


expone dentro de los estados y ni siquiera dentro del modelo contractualista.

Ustedes vieron que Locke había mencionado que la comunidad de estados se parecía al
estado de naturaleza. Esa comunidad de estados europeos, podemos decir, se consolida en 1648
con los tratados de paz de Westfalia que establecen un sistema en el que los sujetos son los
estados y la Iglesia Católica queda afuera de los poderes internacionales.

¿Cómo se rigen las relaciones de los estados entre sí? No lo hacen a través de una
autoridad común porque era y sigue siendo impracticable la propuesta de un gobierno común a
todos los estados.

Unos años antes de que se consolidara el sistema europeo de estados soberanos, el


holandés Hugo Grocio (1583-1645) escribe en 1625 que el derecho de las relaciones entre estados
se debe regir por las reglas de la recta razón.

Para Grocio al igual que la razón nos permite conocer las reglas en matemáticas, sea en
aritmética o en geometría, que no son establecidas por una autoridad sino que son evidentes por
su carácter racional, de la misma manera pueden deducirse las normas racionales para la
convivencia entre gobiernos, partiendo del ente individual, que en este caso alude a cada Estado
que coexiste con los otros.

La primera regla es el principio que ustedes ya conocen de pacta sunt servanda que
significa que los pactos se hacen para ser cumplidos y por eso son obligatorios. Esta es una
primera regla del derecho internacional que se deduce racionalmente, porque si partimos de la
voluntad individual de dos estados que en forma voluntaria, libre y autónoma acuerdan entre sí
mediante concesiones mutuas, la deducción racional consiste en que sólo tiene sentido celebrar
un tratado debido a que los contratantes le otorgan carácter obligatorio.

Los tratados se hacen para ser cumplidos y racionalmente la obligatoriedad es un


elemento objetivo en los tratados. Este es un punto de partida, esto está por encima de la
voluntad de los estados, porque se origina en reglas de la razón. También aquí, aún antes del
Discurso del método de Descartes, encontramos como punto de inicio de un sistema de
pensamiento a las reglas de la razón, que operan como las de las matemáticas.

Grocio, aunque escribió antes de que se desarrollara la idea moderna del contrato social,
trató de fundar un nuevo derecho internacional, el derecho de las relaciones entre estados, no
sobre una autoridad común sino en base a la razón, como quien deduce un sistema geométrico a
partir de axiomas. Esta idea de que era posible establecer normas deduciéndolas de la razón
aparece reforzada con la teoría hobbesiana del contrato social entre iguales, como origen de la
sociedad y del Estado, que es adoptada por todos los pensadores modernos posteriores. Entre
ellos hay que mencionar también a unos juristas y filósofos volcados a la crítica de las instituciones
jurídicas, como Samuel Pufendorf (1632-1694), Christian Wolff (1679-1754) y Christian Thomasius
(1655-1728).

Son tres pensadores que, más allá de sus diferencias, se dedicaron a desarrollar temas
sobre como tendría que ser un derecho racionalmente formulado mediante la primacía de la ley
racional como norma obligatoria para todos y de la igualdad ante ella.

Además de filosofía política escribieron como debería ser el derecho común si en vez de
provenir de la jurisprudencia romana se encontrara fundado en la razón. Formularon una
importante crítica de las leyes concretas que había en ese momento, a la arbitrariedad de los
jueces para decidir sobre lo que era justo o injusto, a su falta de independencia. Una gran cantidad
de cuestionamientos al derecho de esa época, que no era el derecho que necesitaban los nuevos
grupos sociales que iban emergiendo con los cambios sociales. Se requería un derecho mucho más
claro, más transparente, que se pudiera prever. La finalidad de estos pensadores era plantear un
derecho diferente, no arbitrario, que no dependiera de la tradición ni del capricho de los reyes o
los jueces, sino que estuviera justificado por la razón. Sus cuestionamientos al derecho vigente de
su época tuvieron importancia porque llevaron la crítica iusnaturalista hasta detalles particulares.

Pufendorff y Wolff además, fueron los primeros en considerar que para la razón la
regulación del derecho es diferente de la regulación de la moral, puesto que ésta rige la esfera
interna de las personas, en tanto que el derecho está orientado a las conductas externas y a la
relación con otros. De allí que otra de las críticas racionales al derecho de su época consistía en lo
que ahora denominamos principio de reserva, que expresa que la ley no puede entrometerse en el
ámbito de los pensamientos y las acciones privadas que no traen perjuicio a los demás, aun
cuando se tratara de conductas moralmente censurables.

Antecedentes 2. La ilustración

Una de las últimas etapas de la formación filosófica del derecho moderno se realiza con el
derecho natural racional y con las contemporáneas ideas de la Ilustración. Se le llama Ilustración al
amplio movimiento intelectual del siglo XVIII europeo que fue poniendo bajo una crítica a las
costumbres, instituciones, poderes, ideas y tradiciones de esa época, que no podían justificarse al
ser puestas a la luz de la razón.

Todo lo que hemos visto en las últimas clases ha contribuido a formar el derecho moderno
tal como se estudia actualmente, incluyendo al derecho constitucional. No hacemos hincapié
específico en la formación del derecho argentino porque nos alejaríamos algo del programa. Lo
que estamos exponiendo son algunos contextos, especialmente de origen europeo (con influencia
posterior en la revolución hispanoamericana), que sirven para poder entender de qué estamos
hablando cuando nos referimos al derecho moderno y cuáles son los debates involucrados en este
concepto. Se trata del proceso de inicio de la modernidad, de la formación de ideas básicas
diferentes y a su vez de la emergencia de nuevos actores sociales y de los movimientos políticos
que surgen en estos escenarios.

Para comprender mejor es necesario poner cierto énfasis en la parte histórica política y
social porque si bien en las clases pasadas vimos las ideas de algunos pensadores individuales, es
necesario considerar cuál era la atmosfera de la época que abrió las puertas a estos movimientos y
a estos pensamientos.

Podemos decir que el siglo XVIII, llamado también “el siglo de las luces”, culmina en un
acontecimiento que tuvo gran importancia no solo en Europa sino también en nuestra América. La
Revolución Francesa de 1789 fue un cataclismo social que dio vuelta todas las instituciones y
situaciones que en Europa se consideraban normales, eternas, naturales.

Digo cataclismo porque en unos pocos años se produjo la caída de la monarquía, el


establecimiento de la república, la condena a muerte del rey, la proscripción de la nobleza,
llegándose incluso a la abolición de la esclavitud y a la aparición de las ideas socialistas. Si bien en
el inicio de la revolución aparece una crisis económica que Luis XVI intenta sortear mediante una
convocatoria a los Estados Generales, los acontecimientos se desarrollaron con una imprevisible
rapidez debido a que las ideas revolucionarias portadas por sus protagonistas tuvieron más de un
siglo de preparación, mediante las críticas que iban mostrando que la razón era incompatible con
la situación política y social existente, con los privilegios de la nobleza y con la forma tradicional
de gobernar.

A partir de 1648, cuando se termina la guerra de los treinta años mediante los tratados de
Paz de Westfalia, Europa se consolida como un sistema de estados. Ya no eran la Iglesia y el
Emperador quienes estaban por encima de todos los reyes sino que cada monarquía se ve a sí
misma como un poder soberano. En esto habían tenido importancia las ideas francesas, sobre
todo de Jean Bodin (1530-1596), para quien la soberanía real significaba un poder por encima del
cual no había ningún otro. El escenario europeo aparece entonces como un conjunto escasamente
equilibrado de estados soberanos. Inglaterra, Francia, España, Portugal, Prusia y Suecia se
consolidan como estados que no aceptaban ninguna autoridad superior. Esta situación se
distingue de la de los siglos previos a la formación de los reinos como estados, puesto que antes
los reyes o gobiernos locales estaban sujetos de algún modo al Emperador o a la Iglesia. Estos dos
eran los poderes llamados “universales” en la edad media, que aunque convivían dificultosamente
y en ocasiones con guerras, ninguno de ellos pretendía que debiera desaparecer el otro.
Pero ya en el siglo XVII queda claro que el gobierno sólo se ejerce a través de los estados
soberanos, de los reinos con poder territorial exclusivo y centralizado, que van absorbiendo a las
autonomías locales y estamentales.

Cuando se habla de estados centralizados de esa época deben tenerse en cuenta las
diferencias con los estados de hoy en día, porque aunque todos comparten la concepción de que
el poder se ejerce como monopolio de la violencia legítima a través de una red de jerarquías
burocráticas, en cuanto a la determinación de quienes toman las decisiones finales la distancia con
la actualidad es muy grande. Aquellos estados eran monarquías absolutas conducidas por reyes
que se auxiliaban políticamente con una nobleza subordinada, una clase de terratenientes ricos
con privilegios jurídicos por encima del resto de la población. Obviamente no había elecciones y en
los casos en que se admitía algún tipo de consulta, sólo participaba una minoría de la población.

Desde el presente podríamos decir que era un período transicional durante el cual el
derecho estaba todavía en parte disperso y si bien los reyes tendían a que hubiera una legislación
única, no pocas veces esta convivía con las costumbres y los poderes locales sobre los que de a
poco aquella se iba imponiendo. No existían leyes como los actuales códigos. Las normas penales
eran normas orientadoras de los castigos pero éstos eran impuestos por los jueces o las
autoridades sin mayores limitaciones. Incluso podían establecerse delitos retroactivamente,
castigando conductas pasadas. Las investigaciones admitían la tortura como método de
averiguación ya que la confesión era la principal de las pruebas. Además los monarcas podían
privar de libertad con cualquier motivo, confiscar las propiedades o impedir la difusión de ideas
mediante la censura. Visto con los ojos actuales diríamos que eran gobiernos tiránicos y así
comenzó a ser apreciado en esa época. También los reinos medievales anteriores a los estados
absolutos tenían grandes poderes legales, al menos en teoría, pero en los hechos debían respetar
muchos espacios de autonomía (incluida la Iglesia) y además carecían de los medios técnicos para
ejercer un control efectivo sobre la vida cotidiana. Sin policía ni administración los sistemas de
control político y social de los reinos medievales eran muy precarios, aun cuando desde el punto
de vista jurídico los reyes apenas tenían límites respecto a su poder sobre las clases bajas. Por eso,
en comparación con la gran dispersión política que había anteriormente, al establecerse los
estados centralizados con poder absoluto sobre amplios espacios territoriales y sobre toda la
población hubo un efecto real en la vida del común de las personas.

La falta de límites legales y la disminución de los poderes estamentales unidas a estados


de gran tamaño y poder, originó críticas por parte de miembros de las clases urbanas que mientras
incrementaban su riqueza por el desarrollo económico que este tipo de estados permitía al mismo
tiempo sentían la pérdida de las autonomías que antes disfrutaban las ciudades o burgos. Estas
críticas fueron dirigidas a la falta de límites del poder, a una judicatura que favorecía a los nobles y
a un derecho penal que ni siquiera llegaba a llamarse así porque era en gran medida arbitrario.

Toda esta situación fue muy criticada en el siglo XVIII por la élite intelectual, los escritores,
pensadores, filósofos, académicos y divulgadores que partían de las ideas de racionalidad, de la
razón humana, de la igualdad del género humano a través de la razón. Ellos cuestionaban
fuertemente este tipo de estado absoluto. Todo el siglo de las luces, muestra el desarrollo de estas
concepciones, ahora dirigidas a la crítica de la situación política, social y jurídica que se estaba
viviendo con la formación de los estados absolutos.
Ya vimos que en ese escenario intelectual aparecieron juristas que criticaron el derecho
vigente sobre la base de la razón, de la que se deducía un derecho natural, un derecho que no
debía surgir de la jurisprudencia tradicional o de las costumbres.

Un hito fundamental en este movimiento lo constituyó la edición en 1762 de El contrato


social de Rousseau, a quien estudiamos en la clase anterior. A más de 100 años de la publicación
del Leviatan, la teoría del contrato social había girado hacia un sesgo abiertamente subversivo
contra el absolutismo, proponiéndose que la única posibilidad racional la constituía un gobierno
ejercido por todos los ciudadanos, la democracia. El contrato social que en Hobbes se cerraba con
el establecimiento de un soberano, ahora con Rousseau pasaba a ser de realización permanente y
el poder se debía someter a él de modo continuo.

Beccaria. De los delitos y de las penas

Hoy se puede apreciar que la escuela del derecho natural racional participaba de un
movimiento general de críticas a las instituciones de la época. Con el término movimiento no me
refiero a algo organizado, sino a unas ideas y acciones que tenían en común cuestionar el orden
vigente porque no era adecuado a la razón. Porque era un orden irracional, carente de otro
fundamento que la fuerza o el hábito. Un grupo de pensadores en el siglo XVII propone la idea de
que la sociedad y el Estado deben organizarse a partir de principios racionales lo que lleva una
crítica (a veces implícita, otras veces expresa) a la situación vigente. Más adelante esta nueva
perspectiva va siendo adoptada por otros intelectuales y se difunde entre quienes transmiten y
reproducen las ideas en la sociedad. Integrantes de la estructura educativa, escritores, periodistas,
operadores de los sistemas de justicia, funcionarios estatales y eclesiásticos, y otras personas de
nivel educativo con inquietudes críticas o insatisfacción respecto a la situación existente. De este
modo las nuevas ideas van teniendo una aceptación general y se incorporan a un “sentido común”
de los actores políticos y sociales. En el llamado siglo de las luces, el siglo XVIII, fue dándose ese
proceso de modificación del sentido común intelectual hasta que una crisis, como la que inició la
Revolución Francesa, posibilitó que todos esos nuevos actores y esas nuevas ideas se
transformaran en una fuerza política que modificó el escenario europeo.

Si hay una rama del derecho actual que es íntegramente moderna, completamente
diferente del derecho que regía con anterioridad, es el derecho penal, nacido del derecho penal de
la Ilustración.

Como ya se señaló, uno de los aspectos del ejercicio del poder real que más críticas
recibía, que más se consideraba irracional, era la forma de castigar, el modo en que el Estado
absoluto distribuía los castigos. Las penas se imponían de una manera sumamente arbitraria por
parte de los jueces y otras autoridades, como les parecía, sin necesidad de estar sujetos a una ley
previa y siempre frente a quienes tenían menos poder.

La principal vía para averiguar quién había cometido un delito era la búsqueda de la
confesión por medio de tormentos. La primera indagación era a través de la tortura del
sospechoso, quien incluso si era inocente a veces confesaba contra sí mismo para que lo dejaran
de torturar. Lo que eran faltas o delitos así como las penas a imponer dependían de los criterios de
los jueces.
Las penas también eran aplicadas con extrema crueldad y la pena de muerte estaba
extendida a innumerables delitos, muchos de ellos de menor importancia. La ejecución iba
acompañada del espectáculo aterrorizante que tenía la finalidad de interiorizar el temor al poder
entre la población.

Un ejemplo del modo en que la crueldad formaba parte de la estrategia de gobierno por
parte de las monarquías absolutas, lo tendríamos en América con los castigos impuestos a los
dirigentes indígenas que encabezaron la revolución anticolonial y social contra las autoridades
españolas a partir de 1780. La sentencia dictada contra Tupac Amaru decía lo siguiente:

“Condeno a José Gabriel Tupac Amaru a que sea sacado a la plaza principal y pública de
esta ciudad, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las sentencias
que se dieran a su mujer, Micaela Bastidas, sus hijos, Hipólito y Fernando Tupac Amaru, a su tío,
Francisco Tupac Amaru, a su cuñado, Antonio Bastidas, y algunos de los principales capitanes o
auxiliares de su inicua y perversa intención o proyecto, los cuales han de morir en el propio día; y
concluidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua, y después amarrado o atado
por cada uno de los brazos y pies con cuerdas fuertes, y de modo que cada una de estas se pueda
atar, o prender con facilidad a otras que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que,
puesto de este modo o de suerte que cada uno de estos tire de su lado, mirando a otras cuatro
esquinas o puntas de la plaza, marchen, partan o arranquen de una vez los caballos, de forma que
quede dividido el cuerpo en otras tantas partes, llevándose este, luego que sea hora al cerro o
altura llamada Picchu, adonde tuvo el atrevimiento de venir a intimidar, sitiar y pedir que se le
rindiese esta ciudad, para que allí se queme en una hoguera que estará preparada, echándose sus
cenizas al aires, y en cuyo lugar se pondrá una lápida de piedra que exprese sus principales delitos
y muerte, para sola memoria y escarmiento de su excecrable acción”.

Tales eran el estado y la extensión ilimitada del poder de castigar que tenían los monarcas
y las clases superiores en el siglo XVIII.

Es en un escenario político que presenciaba hechos como éste, que Beccaria formula la
crítica y las propuestas de un nuevo derecho penal adecuado a la filosofía contractualista.

Cesare Bonesana marqués de Beccaria, más conocido hoy como César Becaria, nació en
Milan en 1738 en una familia noble. Pese a su origen social desde muy joven fue influido por las
ideas de la Ilustración, que a poco de publicado El contrato social por Rousseau tuvieron un mayor
impulso y extensión por toda Europa. Rousseau combinaba la teoría del contrato con la extendida
insatisfacción hacia las instituciones monárquicas, lo que tuvo como resultado politizar las nuevas
ideas transformándolas en una masiva fuerza democratizadora. Si bien el ámbito intelectual de
Beccaria no compartía totalmente las propuestas de Rousseau, que le parecían extremas, sí recibió
el impulso transformador y crítico que se iba imponiendo cada vez con más fuerza en los
ambientes ilustrados, especialmente entre los jóvenes.

Con ese entusiasmo y contando apenas con 25 años, Beccaria escribió en 1764 el pequeño
libro De los delitos y de las penas, obra con enorme influencia en toda Europa en donde se hace la
crítica al derecho penal de la época y se propone cómo debería ser el derecho penal de acuerdo a
la razón que lo tendría que reemplazar.
Beccaria parte claramente de la idea de un contrato social originario adoptado para dejar
un estado de naturaleza como el descripto por Hobbes, pero los términos de ese contrato son más
similares a los propuestos por Locke. Se pregunta ¿cuál es la razón del poder de castigar e imponer
penas que tienen los gobernantes? En la respuesta hallará la clave de la racionalidad y los límites
de ese poder. “Las leyes son las condiciones bajo las cuales hombres independientes y aislados se
unieron en sociedad, hastiados de vivir en un continuo estadode guerra y de gozar de una libertad
que resultaba inútil por la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron una parte de ella para gozar
del resto con seguridad y tranquilidad. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas
al bien de cada uno, constituye la soberanía de una nación, y el soberano es el depositario y
administrador legítimo de ellas”. La parte que he resaltado destaca los límites del gobierno como
el conjunto de las libertades a que renuncian las personas para vivir en sociedad. Un poder
ejercido más allá de esa suma de libertades renunciadas será ilegítimo.

“Fue, pues, la necesidad la que constriñó a los hombres a ceder parte de la propia libertad,
es cierto, por consiguiente, que nadie quere poner de ella en el fondo público más que la mínima
porción posible, la exclusivamente suficiente para inducir a los demás a que lo defiendan a él. La
suma de esas mínimas porciones posibles constituye el derecho a castigar; todo lo demás es abuso,
no justicia; es hecho, no derecho”.

Aquí se ve el porqué del éxito del libro. En un párrafo breve, de un modo sencillo y claro,
comprensible para cualquier lector cultivado de esa época e incluso para la actualidad se
determinan teóricamente los límites del poder de castigar. “Todo lo demás es abuso”, sostiene.

La primera consecuencia de estos principios “es que sólo las leyes pueden decretar las
penas sobre los delitos”. Aunque el delito era una violación al contrato social no cualquier
violación debería ser considerada delito sino sólo aquellas que anticipadamente fueran
establecidas por la ley, de modo que los contratantes pudieran saber previamente qué conductas
estaban prohibidas y sancionadas mediante determinados castigos. La ley no puede residir más
que en el legislador “que representa a toda la sociedad agrupada por un contrato social”. Esta
afirmación tiene vigencia en el derecho penal actual, está en la Constitución y en los tratados de
derechos humanos y la conocemos como principio de legalidad. “No puede un magistrado, bajo
ningún pretexto de celo o de bien público, aumentar la pena establecida a un delincuente
ciudadano” (resalto estos término porque en ellos reside una concepción de “derecho penal del
ciudadano” opuesta a un “derecho penal de enemigo”, que como se desprende del castigo de
Tupac Amaru suele ser el fundamento oculto del ejercicio arbitrario del poder).

Si la sociedad está hecha mediante un contrato social, son quienes participan en ese
contrato o sus representantes las personas habilitadas para determinar qué es lo que se castiga,
porque todo lo que no está previamente prohibido es libre de hacerse. Este principio luego
extendido a muchos países, también se encuentra actualmente expresado en nuestra Constitución
Nacional en el artículo 19 que establece que ningún habitante de la Nación será obligado a hacer
lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe. Es decir, este es el principio de
legalidad, está prohibido todo lo que la ley determina que está prohibido y se está obligado sólo a
lo que la ley establece que se está obligado. Todo lo demás es libre.

Lo que Beccaria sostenía con esta posición era que los jueces no podían castigar si
previamente no había una ley sancionada que determinara a una conducta como delito. Los jueces
no podían castigar lo que a ellos les pareciera mal sino solo lo que la ley establecía. Hoy lo
afirmamos con base en el derecho positivo actual, pero Beccaria lo deducía como una
consecuencia del contrato social. Un corolario de este principio es lo que actualmente llamamos
irretroactividad de la ley penal, que implica que una ley no puede castigar conductas que se
realizaron con anterioridad a su sanción porque cuando esas acciones fueron realizadas no
estaban prohibidas. Es decir, la ley no puede castigar para atrás, siempre legisla penalmente hacia
el futuro.

El principio de legalidad también establece lo que hoy llamamos la tipicidad penal que se
refiere a la forma de determinar que una conducta es delictiva. La prohibición debe ser lo más
clara y precisa posible. En el lenguaje actual decimos que en derecho penal las acciones que
constituyen delito tienen que ser típicas, claramente determinadas.

Una de las prácticas que Beccaria quería erradicar era la arbitrariedad de los jueces. Y para
ello los jueces tenían que ser aplicadores estrictos de la ley. El origen de este principio se
encuentra en que el legislador se deriva en forma directa del contrato social (afirmación que
acerca Beccaria a Rousseau) en tanto que los jueces son delegados del poder y por ello sólo deben
interpretar hechos.

Beccaría, como antes el teórico francés Montesquieu (1689-1755) y posteriormente gran


parte del positivismo común, se pronuncia en contra de la posibilidad de interpretación, por parte
de los jueces, pues a través de ella se había incrementado excesivamente el poder individual de los
magistrados, quienes entrenados en el estudio de la interpretación del derecho romano, contaban
con una gran habilidad para transformar el derecho a su voluntad. Por ello Beccaria sostiene la
primacía y claridad de la ley como instrumento ciudadano de control sobre la arbitrariedad
judicial. Su opinión sobre el derecho romano, que todavía se aplicaba en el siglo XVIII, era
sumamente crítica: “Unos cuantos restos de leyes de un antiguo pueblo conquistador, recopiladas
por orden de un Príncipe que hace doce siglos reinaba en Constantinopla, entremezclados luego
con ritos lombardos y recogidos en farragosos volúmenes por unos particulares y oscuros
intérpretes, forman la tradición de opiniones que una gran parte de Europa llama todavía leyes”.

Es central en el pensamiento de la Ilustración penal, de la que Beccaria fue su principal


exponente, la idea de que la ley establece la prohibición, o sea el derecho aplicable, y que el juez
debe determinar tanto los hechos que se produjeron como si ellos se encontraban previamente
descriptos en la ley. La ley necesariamente tiene carácter general y los legisladores no pueden
condenar a una persona. Quienes hacen la ley sólo pueden decir que es lo que está prohibido y
cuál es la pena aplicable. Son los jueces los que deben averiguar si una determinada persona
realizó una conducta prohibida y en ese caso aplicar la ley. Es lo que se llama posteriormente, en
teoría del derecho, el silogismo judicial. La ley establece una hipótesis y una sanción. Dado A
(conducta) debe ser S (sanción), en la clásica formulación que posteriormente hizo Kelsen. Esta es
la primera premisa del silogismo judicial. El juez deberá determinar los hechos del caso, o sea si se
realizó la conducta A, esta es la segunda premisa. Y la conclusión es la aplicación de la ley.

Para Beccaria y los demás sostenedores de este “silogismo judicial” se trataría de un


procedimiento que garantiza el carácter estricto de la aplicación de una pena. Los jueces no
deberían ser creativos y precisamente para evitar la arbitrariedad judicial se postula la primacía
absoluta de la ley. Los jueces sólo deben ser aplicadores de una lógica, de una racionalidad,
guiados por la ley. Con esto se buscaba suprimir al máximo la arbitrariedad de los jueces.

En parte esto todavía hoy sigue siendo una pretensión. Hace treinta años el jurista italiano
Luigi Ferrajoli escribió un libro muy difundido llamado Derecho y razón en donde si bien critica por
ingenua la idea del “silogismo judicial”, sostiene que se trata de una aspiración limitadora de la
arbitrariedad judicial que aún hoy sigue estando vigente. Con ello reprueba las leyes penales
redactadas intencionalmente de un modo difuso y a los jueces que aplican la ley arbitrariamente,
no según el texto legal sino de acuerdo a su parecer. Una crítica que ya había formulado Beccaria
en 1764.

Otra cuestión que planteó Beccaria fue la supresión de las torturas. En un estado
constituido mediante un contrato social entre personas iguales la averiguación no se puede hacer
causándole un mal a un miembro del contrato antes de saberse si ha cometido un delito. Se
pregunta con que justificación se podría aplicar un mal a alguien de quien todavía no se sabe si
violó el contrato social, si cometió un delito. Es lo que ahora llamamos principio de inocencia, de
acuerdo al cual toda persona debe ser tratada como inocente y presumida su inocencia hasta que
una sentencia resuelva que es culpable. Un principio que se encuentra entre los más importantes
de los tratados internacionales de derechos humanos.

Lo que dio una gran difusión a la obra de Beccaria fue su capacidad para extraer proyectos
prácticos, concretos, específicamente en el ámbito penal, de una idea filosófica general como la
del contrato social. Por ejemplo, el derecho de defensa del imputado, que antes no se
consideraba, aparece fundado en que toda persona miembro del contrato social es portadora de
ciudadanía, libre y con derechos (aquí aparece una influencia de Rousseau). Solamente pierde
algunos de esos derechos cuando un juez determina que ha violado el contrato social realizando
alguna de las acciones que la ley expresamente prohibe. Pero sigue siendo miembro del contrato
social y por eso puede defenderse.

El derecho de defensa proviene de ser parte del contrato social, no de la inocencia. Es


decir, cada ciudadano, como miembro del contrato, siempre puede defenderse ante una
acusación, aun cuando fuera culpable. Un aforismo atribuido a la inquisición sostenía,
contrariamente, que no existía un derecho a tener un defensor porque si el acusado era inocente
no lo necesitaba y si era culpable no lo merecía. De modo totalmente opuesto, al considerar a
toda persona como miembro del contrato social, Beccaria deducía que su derecho a defenderse
provenía de esa condición y no dependía ni se perdía por lo que hubiera hecho.

Es decir, la persona imputada es parte del contrato social y sigue siéndolo aún cuando
resulte condenada, sólo que después tendrá que pagar su falta por haber violado el contrato, pero
no por eso pierde la ciudadanía y como tal siempre tiene derecho a la defensa, porque es
inherente a su condición de integrante del contrato.

También sostuvo Beccaria la humanidad de las penas, la exigencia de proporcionalidad


entre la pena y la falta así como la crítica a la pena de muerte generalizada. Sostiene que cuando
las personas celebran el contrato social no ceden su vida a la autoridad. Dice Beccaria que no le
cedemos al Estado la posibilidad de que nos mate, cedemos lo mínimo para poder vivir en
sociedad. Entonces no hay derecho a aplicar la pena de muerte Dice de ella que “es una guerra de
la nación con un ciudadano”, aunque sin embargo la admite solo en los casos en que por rebelión
la persona culpable se ha alzado contra el orden y por eso ella misma se ha colocado fuera del
contrato social.

Así también se funda la proporcionalidad de las penas. Las instituciones provienen del
contrato social, sostiene Beccaria, y el contrato social es el que establece cuales son los deberes y
los límites que tiene la autoridad. Como nadie puede haber contratado cediendo la posibilidad de
que lo maten o le impongan penas excesivas o desproporcionadas en relación a la falta, el Estado
debe respetar esos límites.

Beccaria también critica al sistema de pruebas, a la desigualdad en los tribunales y a la


generalización de la prisión preventiva. Esta ultima sólo se justifica si el sospechoso, a quien se
debe considerar inocente hasta la sentencia, puede fugarse u obstaculizar la investigación.
Afirmación que hoy figura en los códigos procesales, las constituciones y los tratados
internacionales.

La prisión preventiva no es para adelantar la pena a quien se presume inocente. Beccaria


sostenía que un ciudadano debía ser privado de su libertad solamente cuando un juez determinara
que violó el contrato social. Pero puede ser que excepcionalmente, antes de que se tome esa
decisión, corra peligro la realización del proceso y entonces tenga que estar detenido.

¿Cuál sería entonces el fundamento para que a alguien se le imponga prisión cuando
todavía no ha sido declarado culpable e incluso pueda llegar a ser absuelto? La existencia de de
que se escape o de que adultere las pruebas, intimide a los testigos o rompa los documentos que
constituyan evidencia. Esos requisitos hoy se mencionan en las leyes procesales como peligro de
fuga o de entorpecimiento de la investigación. Beccaria sostiene que esas condiciones deben estar
previstas en la ley, buscando de este modo quitar el máximo posible de discrecionalidad a los
jueces. Actualmente también lo requiere de ese modo la Corte Interamericana de Derechos
Humanos en América, en donde pese a estos criterios la prisión preventiva funciona en los hechos
como una pena anticipada.

Aún hoy, a más de 250 años, gran parte de las propuestas de Beccaria siguen siendo
aspiraciones en sociedades cada vez más desiguales. Resalto este término puesto que en el origen
de la filosofía de Beccaria, lo que subyace a todo sulibro es la identificación roussauniana entre
contrato social e igualdad. De este modo pretende que el derecho penal sea útil solamente para
sostener la vigencia del contrato y no como medio de opresión de clase. Si un pobre pudiera
expresarse, dice Beccaría, lo haría del siguiente modo: “¿Cuáles son esas leyes que yo debo
respetar, y que una tan grande separación interponen entre el rico y yo? El me niega unos céntimos
que le pido, y se excusa con encomendarme un trabajo que él no conoce. ¿Quién ha hecho esas
leyes? Hombres ricos y poderosos que jamás se han dignado visitar las tristes chozas de los pobres,
que jamás han partido un enmohecido pan entre los inocentes gritos de sus hambrientos hijitos y
las lágrimas de su esposa”.

Con esto cerramos la exposición del racionalismo en su aspecto de críticas al sistema


político, jurídico e institucional que sobrevino en la modernidad, al sistema de los estados con un
enorme poder y con reyes que seguían siendo autoridades incontroladas. En algo más de cien
años, las consecuencias políticas y jurídicas de la filosofía del contrato social habían ido virando
desde la justificación del poder absoluto, en Hobbes, al cuestionamiento del sistema social y
político. En 1762 Rousseau comienza su principal obra diciendo que “El hombre ha nacido libre y
en todas partes está encadenado”. Beccaria, aunque es prudente frente a muchos razonamientos
de Rousseau, adopta la misma actitud de crítica y descalificación del sistema de su época.

El contrato social, para el movimiento de la Ilustración, había dejado de ser una hipótesis
en un razonamiento matemático para convertirse en la aspiración política de organizar al Estado
mediante la voluntad de los contratantes, que ya no eran elementos abstractos similares a los de
la geometría, como en Hobbes, sino personas reales. Beccaria, inspirado también en parte en
Locke y con el elevado espíritu crítico de Rousseau, se plantea un derecho penal tal como sería
aceptable para los contratantes. Cada uno de estos seguramente sería muy cuidadoso en
establecer las condiciones y límites del ejercicio del poder de castigar, reduciéndolo a lo
estrictamente necesario, puesto que de no hacerlo así las graves consecuencias podrían resultar
en su perjuicio.

El libro De los delitos y de las penas es una obra breve (de aproximadamente 100 páginas),
muy bien escrita, directa y concisa. Asombró desde el primer momento por esa cualidad de
proponer una reforma legislativa completa aplicando paso a paso los razonamientos que se
seguían de la teoría del contrato social. Tuvo rápidamente varias ediciones y se tradujo a los
principales idiomas europeos. Su autor fue invitado por los enciclopedistas franceses y por algunos
monarcas ilustrados, que en algunos casos comenzaron a poner en práctica algunas de sus
propuestas. Luego del proceso revolucionario francés, el derecho penal europeo adoptó los rasgos
del programa beccariano. Lo mismo sucedió en América Latina con posterioridad a las
revoluciones emancipadoras.

El autor, sin embargo, después de una primera época de entusiasmo en que participó de la
difusión de las nuevas ideas, entre las cuales estaban las que él había expuesto con tanta claridad,
no tuvo mayor protagonismo en los movimientos intelectuales o políticos posteriores. Se dedicó a
la función burocrática y murió en 1793, a los 55 años.

Sin embargo su influencia perdura. Aunque la filosofía del contrato social ha caído en el
desprestigio por su falta de sustento empírico y su punto de partida individualista, entre muchas
otras críticas recibidas, la mayor parte de las propuestas de Beccaría siguen siendo un ideal de la
mayoría de los doctrinarios y filósofos del derecho penal. Sobre todo en una época, como la
actual, en donde las desigualdades sociales han revivido el uso del castigo como mecanismo de
dominación social.

Como bibliografía complementaria, junto con esta clase se acompaña el artículo


“Reflexiones sobre Cesare Beccaria y el Derecho Penal” del jurista mexicano Luis Rodríguez
Lozano, quien expone un panorama actual de las ideas de Beccaria. Hasta aquí, lo fundamental del
aporte de este autor a una filosofía práctica del derecho. Para quienes, además, tengan interés en
conocer un ejemplo la realidad de la aplicación contemporánea del derecho penal, bastante
distante de aquella que preconizaba Beccaría, les recomiendo la película “El rati horror show”
(https://www.youtube.com/watch?v=_u4PcG8S0TI) sobre un caso real en el que después la Corte
Suprema absolvió al imputado, quien había permanecido en prisión preventiva más de una
década.
El movimiento iniciado en Europa bajo los auspicios de la razón como complemento de la
nueva institucionalidad estatal, siglo y medio más tarde había desbordado esos estrechos límites y
la razón se había convertido en la ideología política de nuevos actores sociales (denominados con
cierta amplitud a veces excesiva como la burguesía). A la luz de la razón se examinaron y
criticaron todas las instituciones, costumbres y tradiciones, tanto sociales y políticas como
jurídicas. Esas “luces”, orientadas a que la vida social dejara de ser como era y se rigiera por la
razón, culminaron produciendo un cambio político y social de enorme importancia como la
Revolución Francesa, en donde todas estas ideas de la clase intelectual conflueron con la creciente
insatisfacción de los sectores medios y con un extendido levantamiento popular. De sus
consecuencias en esta materia nos ocuparemos en la próxima unidad.

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