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El

Extraño Mental

Arik Eindrok

En el lúcido tatuaje de la sombra,


ahí donde creo sentirme más seguro
de la monstruosidad que devora mi alma,
es donde contempla dios mi mente suicida

Melisa, tu prometida, se suicidó ayer por la noche. Supuse que sería


algo que querrías saber, pero no sé. Ven pronto, los detalles están en la
carta, en caso de que te interese saber…

Eso fue lo que leí en la pequeña nota al interior del sobre tras abrir la carta que
recogí llegando del trabajo. La verdad es que me sentía cansado y no tenía
humor para leer cartas sobre personas que se suicidaban, pero, en cierta forma,
no pude evitar esbozar una mueca de confusión y, debo confesarlo,
satisfacción. Mi habitual indiferencia se vio destrozada ante esta esquela y eso
me intrigó. Paulatinamente descubrí el porqué de tal sobresalto, vaya que era
rápido en olvidar las cosas… Melisa era la mujer que creía amar hasta hace
poco, aquella con quien me casaría y con quien formaría una familia para vivir
bajo los estándares de la sociedad. No encontraba ahora razón más disparatada
para desternillarme. ¿Se había suicidado la mujer que hasta hace poco tiempo
era el amor de mi vida? En todo caso, ¿eso tenía algo que ver conmigo?
¿Debía acaso afectarme de alguna manera? ¿Me dolía siquiera saber su
defunción? ¿Qué significaba todo esto para mí? La respuesta a esta y más
interrogantes fue un rotundo no. Más aún, obvié lo leído y terminé
recostándome en el sillón para tomar el libro que tenía pensado terminar hasta
que el crepúsculo estuviera en una fase bastante avanzada. Solamente colegí,
antes de enfrascarme en mi lectura, lo que siempre pensaba sobre cualquier
cosa absurda que pasaba en mi caótica y carente de sentido existencia: me es
indiferente.

En verdad había sido un día agotador. El jefe quiso que lo acompañase a


una reunión con los nuevos clientes, puesto que los próximos proyectos
tendrán que ver con temas que involucran mi área. Debo decir que estudie
matemáticas en una supuesta universidad famosa en la ciudad. Esto,
curiosamente, también me resulta insulso. En ocasiones recuerdo la forma
estúpida y desquiciada con la que seguía los patrones de la sociedad, cosa que
todavía hago, por más que lo evada. En ese entonces tenía sueños de ser un
gran científico e investigador, vaya tontería. Me desternillo cada vez que
rememoro lo absurdo y patético de tales divagaciones. Indudablemente era yo
un capullo, un sujeto infectado de la estulticia global entre los mi edad. Pasó
algún tiempo, sin embargo, para que descubriera que el camino académico era
tan miserable como lo era la existencia misma de los humanos. Y, como decía,
en aquel entonces creía que la ciencia realmente podía usarse para cambiar el
mundo y ayudar a los más necesitados. ¿Debo seguir mintiendo? ¡Creo que
no! ¿A quién quiero engañar con esas zarandajas? Realmente sentía que, si
estudiaba alguna cosa complicada que casi nadie entendiera, podría elevar mi
ego y satisfacer mi intrínseco anhelo: ser diferente a los demás monos.

No encuentro, ciertamente, algo más gracioso y estúpido que el orden


ficticio que intenta imponer el mono en su delirio y en su jactanciosa cabeza.
Solo una cosa es la que siempre ha figurado entre mis principales
pensamientos, sino es que ocupando el trono entre ellos: el humano, por más
que intente aparentar algo distinto, no está destinado a realizar grandes cosas.
Es gracioso, pues siempre las personas terminan enojándose conmigo y
tachándome de demente, descorazonado y pesimista irremediable. La verdad
es que no soy nada de eso, me considero sencillamente alguien a quien todo le
da igual, a quien la existencia le resulta algo odioso, enfermizo e inútil, pero
que no encuentra todavía el valor para desaparecer y unirse a la nada. Mis
puntos de vista desagradan a la mayoría y he sido rechazado constantemente
por un conjunto de seres que todavía no entienden que sus insignificantes
acciones en nada cambiarán su miserable existencia. En fin, siempre me
pierdo en mi cabeza e interrumpo lo que estoy haciendo, como ahora que he
dejado el libro que me había propuesto terminar esta noche.

Y bien, tengo un trabajo como analista de datos, vaya cosa. Para nada es
lo que yo quiero hacer en la vida, aunque, ciertamente, no hay nada que quiera
hacer, tal vez solo dormir o morir. Estudié matemáticas por razones que ahora
me son totalmente ajenas, y, si pudiese elegir de nuevo mi profesión, creo que
elegiría no haber nacido. Si pudiese, borraría mi existencia de este mundo para
toda la eternidad, pero eso es imposible. Me he obsesionado con tal cuestión,
pues considero que, aunque me matase, mi existencia ha quedado definida en
cierto momento en el tiempo en que se supone palpita este triste y derruido
planeta. Entonces ¿cómo podría desaparecer por completo? ¿Cómo podría ser
borrado de la existencia para siempre? Mi recuerdo continuaría en las mentes
de aquellos que me conocieron. Más aún, mis acciones, aunque
intrascendentes, quedarán para siempre asentadas. De hecho, ya han quedado,
pues lo que yo he realizado no puede alterarse ni deshacerse jamás, pues se
encuentra en aquel periodo de tiempo conocido como el pasado, al cual la
ciencia moderna no ha conseguido aproximarse de manera tangible.

El hecho es que estudié matemáticas, y al final de la carrera todo se


tornó en un absoluto, infame y vomitivo calvario. Los profesores me
parecieron de lo más banal y mísero, con sus gastadas e insignificantes teorías
que no eran sino meras repeticiones de lo que otros sujetos ya habían repetido
hasta el cansancio. Y así fue toda mi estancia en la universidad, tan solo una
vil acción consagrada plenamente a la repetición de ideas sin cuestionamiento.
Lo único bueno de la escuela es que se haya terminado, y ¡pensar que antes
quería hacer posgrado, y lo que le sigue! Era, grotescamente, un pobre infeliz;
y quizás ahora no sea distinto, pero ya me es indiferente. Por un milagro me
titulé tras concluir un infernal seminario donde casi me arranco los ojos con la
estupidez de los profesores y mis compañeros. Pero todo eso ha quedado
reducido a memorias vagas y absurdas que ahora me causan risa. No sé qué
será de mí ni me interesa, no tengo un plan de vida ni tampoco lo quiero. Por
ahora trabajo y pago mis gastos, pero no pienso estar mucho tiempo en este
mundo. Me enferma la humanidad, especialmente la mía.

Tras haber quedado más que asqueado de la escuela, decidí que tendría
que trabajar; de hecho, no tenía opción si quería sobrevivir en este banal
mundo materialista y efímero. Y eso es lo que hago: trabajo para mantenerme,
para pagar mis gastos sin molestar a los demás y para ser parte de una
sociedad que detesto. Esos son los detalles de todo cuanto hago, además de
que ocasionalmente voy a correr y, sobre todo, me gusta bastante leer. Por
fortuna, mi metabolismo es una maravilla y no requiero de gran actividad
física para conservarme delgado, aunque igualmente me sería indiferente si
estuviese obeso, pero creo que eso nunca ocurrirá. Entre mis lecturas favoritas
se encuentran las novelas de Dostoievski y de Hermann Hesse. También los
aforismos de Cioran me parecen bastante peculiares.

A veces también veo algunas series o películas, aunque, en general, no


presto mucha atención, pues mi cabeza parece estar siempre desconectada de
mi cuerpo, como si viajase por extraños eones del cosmos mientras mi
putrefacta forma carnal se encuentra atada a este mundo superfluo. En un
tiempo tuve la idea de pintar o escribir, pero no me he animado a emprender
tal empresa, quizás algún día lo haga. En mi época adolescente incursioné en
el campo de la música, tomando algunas clases de piano y violín, pues me
encanta la música clásica, único género que tolero, pero más tarde todo
culminó de manera ridícula y desastrosa. Mis padres, creyéndose con el
derecho de decidir sobre mi futuro por el simple y casual hecho de haberme
engendrado en este mundo al que yo no pedí venir, o así quiero creerlo, se
tomaron la desfachatez de alejarme de lo único que he llegado a adorar.
Cuando más concentrado estaba y más en serio tomaba mis estudios de
música, cuando más progresos había realizado con el violín, el piano y hasta el
violoncelo, fue cuando mis entrometidos padres decidieron que estaba
descuidando mis acondicionados estudios académicos y se precipitaron cuanto
pudieron para presionarme y, al fin, hacer que abandonase la escuela de
música. Pienso que, sin su intervención, acaso sería yo ahora un grandioso
músico, aunque fuese en los vagones del metro.

Como sea, siempre he pensado, a pesar de mi indiferencia y pesimismo


ante la existencia, que existen solamente tres actividades que podrían hacer
interesante la vida de un humano: la música, la literatura y el arte.
Particularmente adoro la poesía y la filosofía existencialista. Y, en cuanto a la
música, me quedo sin palabras al escuchar las aberraciones que hoy en día se
hacen llamar con tal término, pero es natural que así sea, pues hoy en día es
fácil engañar a personas que han nacido y morirán engañadas. No obstante, no
quiero decir que, gracias a la música, el arte y la literatura la existencia
humana tenga sentido alguno; eso sería dar mucho crédito a una
insignificancia de magnitud megalítica. No, desde luego que no es así, aunque
se diga siempre lo contrario. Las personas solo son apariencia hoy en día,
hacen todo lo posible por encajar con los patrones que la sociedad dicta y por
sentirse parte de algo, aunque ese algo sea absurdo. Pero ¿qué se le va a hacer?
Esta es la vida, y, si todo carece de sentido, entonces eso representa, asimismo,
una libertad como ninguna otra. El humano se ha limitado a sí mismo
imponiéndose religiones, falsos estatutos morales, valores insulsos, reglas y
normas bajo las cuáles quiere ordenar un caos infinito.

Yo, por mi parte, no tengo moral en lo absoluto, tampoco valores ni me


interesa. Algunas personas dicen que mi corazón es de piedra y que mi sangre
es tan gélida como la nieve, pues raramente expreso emociones o
sentimientos. No sé si esto, en gran medida, tenga algo que ver con la
disociación que siento entre mi cabeza y mi cuerpo, pues todo en mí tiende al
racionalismo, y creo que ya no siento nada. No sé si he perdido esa capacidad
o si tan solo la he inhibido, posiblemente he pasado tanto tiempo en mi cabeza
que me he olvidado de mi cuerpo, pero ¿no es esa la forma de sobrevivir en
este mundo absurdo? Como sea, soy un hombre absurdo y no me interesa
seguir alguna convención social, religiosa, política, moral, económica,
deportiva o de cualquier otra índole. Los humanos me parecen seres viles y
asquerosos por naturaleza, pues su constante tendencia a la envidia, la
ambición, el poder y lo material los ha reducido a entes de perpetua estupidez
y superflua esencia. Pienso que, incluso si este mundo corrompido se limpiase,
no serviría de nada, pues el humano volvería a ensuciar ese nuevo mundo con
sus locuras y sus nauseabundas concepciones. Por tanto, puedo afirmar, sin
temor a equivocarme, que el humano no merece un mundo diferente, que este
es precisamente el que debe tener y que morirá bajo las condiciones ominosas
que él mismo ha diseñado.

En fin, hoy es un día extraño. No sé por qué he pensado en todas estas


banalidades, supongo que es por la ingente cantidad de café que bebí para
resistir y así poder culminar el libro que desde hace dos meses no he podido
finalizar. De la vida, como comentaba, no tengo grandes expectativas, jamás
las tuve. Crecí siendo un niño tímido, callado y detestado; y cuando fui
adolescente las cosas no cambiaron. En la universidad tampoco fue diferente.
Recuerdo que rara vez entraba a mis clases, prefería aislarme y estudiar por mi
cuenta, cosa que a veces molestaba a ciertos profesores puesto que mis notas
llegaban a ser más sobresalientes que las de aquellos con asistencia. Nunca he
tenido amigos, al menos así lo creo, compañeros tal vez. Lo primero que
pienso cuando conozco a alguien, tras mi experiencia conociendo personas, es
que, por defecto, debo considerarlo estúpido. Curiosamente, esta percepción
casi nunca falla y la he tomado como una constante. Odio conocer personas,
esa es la verdad, y lo evito siempre que puedo, sean hombres o mujeres, me es
indiferente.

Como sea, desde pequeño fui reservado y me entretenía mirando a los


adultos preocuparse por problemas absurdos, como el gasto, los hijos, la renta
o el trabajo. No entendía, ni entenderá jamás, por qué las personas tienen
hijos. Es una cuestión difícil de responder, aunque creo que todo tiene que ver
con su propia imbecilidad. Y ahora que soy adulto miro a los demás,
particularmente a la gente anciana, y siento náuseas. Me enferma saber que
algún día yo terminaré como ellos, gente sin el más mínimo sentido cuyas
vidas han discurrido en la absurdidad de la existencia y en el banal y tedioso
ciclo de costumbres y creencias. La gente anciana me parece, sin lugar a duda,
la imagen perfecta de una vida condenada a la insignificancia. Nacer, crecer,
reproducirse, morir. ¿Qué más hay en la vida de los humanos? Todos afirman
que experimentar cosas, aprender, tener hijos, casarse, divertirse… Pero, al
final, debemos aceptar que son solo pretextos para matizar la vida de un
conglomerado de sentidos que simplemente no tiene. ¿Hasta cuándo aceptarán
los humanos que la pseudorealidad en que nos suspendemos no va hacia
ninguna parte, que la existencia humana no tiene el más mínimo sentido?
Pero ya es noche, muy noche, casi la una de la mañana. Me hallo en mi
habitación, ubicada en un barrio de mala muerte. Antes vivía en un lugar de
buena reputación, pero me enloquecía hasta la demencia mirar a aquellas
personas estereotipadas pasear a sus repugnantes mascotas y presumir por
tener más dinero que el resto de los monos. Y aquí estoy bien, sumido en la
desdicha de una vida caótica y sin sentido, en este cuarto hediondo que rento
por una cantidad modesta. Por fortuna, no me queda tan lejos del trabajo y eso
ayuda, además de que el metro queda cerca. Si algún día me balean antes de
llegar a la puerta, ¡qué suerte la mía! Nunca aseo, esa es la verdad, ni me
interesa hacerlo. Lo más que hago es llevar mi ropa a la lavandería y barrer
ocasionalmente. Me encargo de mi alimentación y de todas mis cosas, fue así
como lo quise cuando me fui de la casa de mis padres.

En fin, avancé lo que pude en mi lectura y creo que me resignaré a


terminar este libro mañana, pues ahora se me cierran los ojos y mañana será
un día pesado. No importa lo que pase, pues sé que, cuando despierte, la
pesadilla comenzará de nuevo. Debo admitir que, si antes no me molestaba,
ahora se ha convertido en una tragedia: existir me enferma.

Y justamente cuando estaba por acostarme, tras haberme cepillado los


dientes y haber preparado mi ropa, tropecé, por desgracia, con la misiva en
donde se me notificaba sobre el suicido de mi antigua amante Melisa. ¿Qué
hacer? ¿La tiraría así nada más sin esperar encontrar algo sobresaliente?
Bueno, abrí el sobre y, antes de arrojarla al basurero, una curiosidad infame se
apoderó de mi cordura. No es que me importase lo que había ocurrido con
Melisa, como tampoco me importó lo que mis padres sintieran el día que me
fui de casa, como tampoco me interesaba entrar a clases o tener amigos, ni
mucho menos seguir los patrones y la falsa moral de una raza de humanos
cuya principal habilidad era decir estupideces y hacer hasta lo imposible por
ser más patéticos cada día. Era solo que, de algún modo, algo en mí me
impulsó a leer. Abrí la esquela sin entusiasmo, olvidándome de leer la fecha y
todos esos datos molestos. Esto fue lo que encontré en el contenido:

De: Margaret Rochet


Para: Lehnik Belz
Te escribo para darte la fatal noticia, esperando que abandones tu estado de reticencia y que abras
los ojos ante la realidad de tu vida. Debes saber, y en verdad me acongoja que intentes hacer
como si nada hubiera ocurrido, que, con pesar escribo mientras las lágrimas escurren
abundantemente por mis mejillas, Melisa Rochet, mi hermana y tu prometida hasta hace pocas
semanas, se suicidó por la madrugada, mientras todos descansábamos en paz y nos preparábamos
para un nuevo despertar. Ella se cortó las venas y, por lo que encontramos, tardó mucho en
perder la consciencia, por lo cual infiero que debió haber sufrido en demasía. No te culparé ni te
ofenderé, pues solo tú sabrás la magnitud de la equivocación que has cometido y la carga que tu
consciencia albergará para siempre. Espero, por tu bien, que puedas dormir tranquilo después de
esto, aunque más me gustaría que reflexionaras y que corrigieras tu indolente y egoísta actitud y
pudieras asistir al funeral de mi hermana y tu anteriormente prometida, que se llevará a cabo el
viernes de la semana en curso. Melisa te amaba, siempre lo hizo y murió amándote, aunque a ti
en nada te importen sus sentimientos ni los de ninguna otra persona. Su único error fue haber
amado a un hombre con corazón de piedra como tú. ¿Es que no lo ves? ¿Acaso piensas estar solo
el resto de tus días? ¿No ves que te equivocas con tu actitud sardónica e intransigente? Tienes
que cambiar, necesitas ayuda profesional. No sabes cuánto me duele saber que mi hermana se
quitó la vida por ti, porque te fuiste así nada más sin saber que ella… que ella estaba esperando
un hijo tuyo. Así que piénsalo bien, no solo acabaste con su vida, sino también con la de una
criatura inocente. En caso de que esto no sea razón suficiente para que te presentes, ¿qué clase de
monstruo eres? ¿Cómo podrás dormir y vivir sabiendo lo que has hecho? Mis padres están
destrozados y lo único que piden es verte, que muestres un poco de interés en la mujer que te
amo y que murió por ti. Nadie te ofenderá ni te culpará más de lo que dios pueda juzgarte, pues
si Melisa cometió tal acción por ti fue su decisión, pero, por favor, ven al funeral, por respeto a la
vida misma y al dios que tanto niegas. Melisa murió desangrándose y entre sus manos guardó tu
foto y todo lo que le obsequiaste cuando aparentabas quererla. Ella solo tenía un sueño, y era
estar por siempre a tu lado, el que hicieras un pequeño espacio en tu ajetreada vida para que ella
pudiera hacerte feliz. ¿No te hubiera gustado tener una familia con ella? Piénsalo
detenidamente… Bueno, ya solo me queda orar por la salvación de tu alma, para que en el día
del juicio final tus pecados sean perdonados.

Pobre Melisa, nunca pensé que la destrozarías de este modo, no cabe duda de que eres un
hombre insensible, aciago y, tal vez, el más aberrante de todos.

¿Qué clase de cosa acababa de leer? ¿Qué era toda esa declaración que
se hacía en mi contra para luego fingir perdón y suplicarme por asistir a un
funeral? Apenas y podía absorber el contenido de tan aberrante misiva. Lo
único que acerté a hacer, sin temor alguno, fue a esbozar una sonrisa. No tenía
ya humor para estas banalidades y el cansancio me cerraba los ojos. Así, me
acosté un tanto molesto por aquella misiva que había interrumpido mi
tranquilidad. Por ahora solo debía dormir, así que me apresuré a colocar el
libro sobre el estante y me dirigí a la cama, dispuesto a arrojarme sobre los
brazos del olvido absoluto al que tanto me fascinaba entregarme.

II

Era la hora de la comida y me hallaba sentado en aquella cocina económica a


la que asistía diariamente sin la mayor importancia. Pensaba un poco en cómo
había sucedido la cadena de acontecimientos que me condujeron hasta la
supuesta situación en la que se me acusaba de no tener corazón, y, en caso de
tenerlo, estar hecho de piedra. La misiva me pareció bastante graciosa y todas
las acusaciones y súplicas resultaron fútiles y patéticas para mí. Ciertamente,
había querido un poco a Melisa, al menos eso creía. Todo con ella fue curioso,
rememoraba los sucesos ahora sin sentir algo en especial, ni felicidad ni
tristeza, solo en un estado al que yo llamaba indiferencia absoluta, pues era el
que imperaba en mi existencia y el único en el que me sentía a gusto, aunque
casi a todos les desagradara.

Había conocido a Melisa en la universidad, mientras estudiaba el quinto


semestre. Ella, por su parte, había ido en aquella ocasión tan solo para visitar a
una amiga que estudiaba ingeniería en la escuela adyacente a la mía. De
alguna manera las cosas pasaron y terminé entablando amistad con ella gracias
a su amiga. Esa vez fue un tanto desconcertante para mí, pues era la primera
ocasión en que sentía no ser yo mismo, en que mi impasible aspecto se había
visto perturbado de forma brutal. ¡Qué gracioso resulta ahora rememorar
aquellos días en que me creía enamorado, y es que tal vez así había sido! Me
enamoré estúpidamente de Melisa y compartimos momentos que nos elevaron
hacia un lugar al que jamás creí llegar. No estoy seguro de si ella pudo sentir
todo lo que yo, aunque, a final de cuentas, de nada sirvió.

Y es que así era el amor, solo una estafa momentánea para engañarse y
creer que la vida podría ser valiosa. Las personas suelen, de manera absurda y
repugnante, hacerse promesas que racionalmente no están dispuestas a
cumplir, y que, en la mayoría de las ocasiones, escapan de su alcance. Simple
palabrería, mera charlatanería y solo un cáliz efímero que actúa como
sucedáneo de un sentido inexistente. Todo aquel que se haya enamorado sabrá
de qué hablo, pues naturalmente dicho sentimiento termina por mostrarse en
su auténtica faceta, quedando reducido a una maltrecha ilusión. Me atrevería a
decir que el amor ha acabado con más personas de las que han sucumbido en
las guerras, pues las artimañas que tiene para llegar tan subrepticiamente y
escapar de manera tan descorazonada son perfectas.

Una vez que el amor se ha extinguido, nada queda por decir o hacer,
salvo aferrarse a lo que ya no puede ni podrá jamás ser. Esta es la esperanza en
la que reposan las marchitadas esperanzas de los antiguos amantes, quienes
intentan desesperadamente cualquier remedio ante la inevitable muerte de
aquello que antes fuese el máximo aliciente. Pero el amor se va, se termina
tarde o temprano, y es mejor no prestarle demasiada atención. Uno de los
mayores males del amor es la desgracia en que deja al antiguo portador, pues
toma mucho más de él de lo que en otros tiempos le otorgó. He ahí el mayor
acto de cobardía por parte del amor: siempre quita y arrebata violentamente
con una intensidad mucho mayor con la que da. Enamorarse es complicado,
pero aceptar que ya no se está en tal condición lo es aún más.

Fácilmente las personas se engañan matizando su desvencijado amor con


cualquier otro elemento, ya sea apego, costumbre, necesidad, dependencia,
trastorno, entre otros. Cualquier fundamento que sirva como chantaje para
mantener a esa persona que antes significó todo resulta aceptable. Y ¡qué triste
es atisbar la decadencia del amor, la penumbra de dos amantes que, en su
delirio, todavía intentar nadar en un eterno y lóbrego mar sin fondo! Así me
parecía el amor, como un barco milagroso y fastuoso en donde se refugian
temporalmente los supuestos amantes, pero que, en algún momento y de
manera inextricable, deberán abandonar para sumergirse nuevamente en
aquella negrura oceánica. No importa si es consciente o inconscientemente, el
barco siempre es temporal, nadie puede quedarse eternamente. Por tales
razones, el amor entre los humanos me parece hosco y fútil, igual que la
existencia misma. Se intenta luchar contra lo inevitable y se precipita
vertiginosamente hacia la propia perdición, hacia esa grieta de insondable
profundidad donde se mira cómo mueren los últimos destellos de lo que
alguna vez se llamó amor.

Pensaba, como siempre tiendo a pensar más de lo que vivo, que mi


teoría sobre el por qué las personas se mantenían juntas durante años seguía
siendo tan cierta. Y es que el humano es un ser por naturaleza social, tan
miserable e incompleto que depende del sexo opuesto para sentirse pleno.
Acaso me atrevería a barruntar que lo máximo a lo que se puede aspirar es
solo al enamoramiento, sin que se abandone esa temporal fase que, en la
mayoría de los casos, no abarca más allá de unos cuántos meses. Precisamente
una vez concluida esta fase llega la decadencia para corroer la inmaculada
farsa del amor. Por eso aquellos que se mantienen juntos durante años me
parecen los más hipócritas, los que están tan ciegos como para no darse cuenta
de la trampa en la que han caído sus consciencias desgastadas.

Aunque, ahora que lo recuerdo, fue por Melisa que comencé a


reflexionar. ¡Qué lejanos me parecen esos tiempos donde, indolente y absurdo,
prometía amor eterno y demás babosadas bajo los embriagadores efectos de la
mayor mentira alguna vez inventada! ¡Qué irónico resulta saber que, por más
que se luche, el amor se terminará, dejando un hueco imposible de llenar! No
comprendo cómo es que las personas se atreven a amar, aunque supongo que
cada uno tiene sus propias maneras de torturarse. Lo único que me queda claro
es que yo, desde hacía mucho, había dejado de amar a Melisa. El problema fue
que su prejuiciosa concepción no pudo aceptar que entre nosotros nada
quedaba ya, que habíamos exprimido mucho antes de lo normal el tropel de
mentiras que nos envolvían en fragantes almizcles, que nos habíamos
lastimado mucho más de la cuenta, y que, para ser claros, jamás podríamos
volver a mirarnos como el primer día en que nos habíamos conocido, cuando
aconteció en mi interior una estelar conmoción: el enamorarme perdida y
estúpidamente por primera y última vez en mi asquerosa existencia humana.

Por desgracia, Melisa continuaba obsesionada, y, de cierta manera, yo


también. Ambos entendíamos perfectamente la situación, sabíamos que ese
sentimiento puro y fulgurante que antes nos había ligado ya se había
desvanecido para siempre. No obstante, ninguno quiso desligarse del otro y
continuamos con la argucia tanto como pudimos, incluso forzándonos a
mantener relaciones íntimas cuando ya ni siquiera era sano. Así, nuestra
relación antes sincera se tergiversó en una enfermiza necesidad y una
dependencia malsana, hasta tal punto en que ambos fuimos incapaces de
confesar nuestros verdaderos sentimientos y romper con todo. Así fue lo
nuestro hasta que yo tomé el gran paso y la abandoné, extirpando el nefando
recuerdo que de ella conservaba tan impregnado. Recuerdo que esa noche me
embriagué como nunca y no dejé de llorar, pero fue la última vez desde
entonces. Tras este incidente, pareciera como si mi interior estuviese vacío,
como si mi mente hubiese tomado el control y mis pensamientos hubiesen
aniquilado a mis sentimientos. No me cuestiono estupideces sobre si pudiese
amar de nuevo, puesto que no necesito hacerlo, incluso me molestaría que
ocurriese. He tenido ya bastante de aquella fantasía llamada amor y me siento
asqueado de haberme hundido en sus fauces. Desde luego que Melisa no había
corrido con tan buena suerte, pues haberla abandonado al parecer la había
conminado a un estado delirante que culminó con el suicidio.

Pero comenzaba a fastidiarme que estos asuntos amorosos relacionados


con Melisa hubiesen interrumpido mi hora de lectura, pues siempre
aprovechaba la hora de la comida para tal actividad. ¿Sentía yo
remordimiento? ¿Me importaba en lo más mínimo que Melisa, la mujer que
alguna vez amé cuando tuve sentimientos, se hubiese quitado la vida por mi
causa? No. La respuesta, al igual que ayer cuando sostenía la carta, fue un
rotundo no. Incluso me esforcé por sentir lo más mínimo: angustia, pena,
dolor, tristeza, compasión, lástima o lo que fuera, pero nada podía sentir
brotando de mí. Sin importar cuánto lo intentase mi interior era como un seco
y árido paisaje, gris y fúnebre, en donde ningún color bastaba para alterar el
lienzo. En verdad que traté cuanto pude, casi me arrancaba los cabellos
intentando sentir algo que no podía. Ya me había engañado antes lo suficiente,
y, en esta ocasión, no caería de nuevo en aquel tremebundo juego. La verdad
era que no sentía nada ante el suicidio de Melisa, salvo quizá gusto, pues esto
derivaba directamente de mis creencias sobre la muerte. Su imagen estaba
claramente en mi cabeza, pero, por alguna razón, me sentía en la indiferencia
absoluta. Y así había sido desde aquella noche donde me embriagué como
nunca.
Me retiré para continuar con mis banales labores cotidianas, algo que me
parecía tan execrable, pero que no podía hacer de lado. Supongo que estaba
bien, pues, de otro modo, me aburriría en mi cuarto. Así de monótona y
aburrida era la vida humana, aunque se intentase cualquier cosa para aparentar
lo contrario. Pasé el resto de la tarde sumido en la oficina y concentrado en
mis deberes, pues se acercaba la fecha de entrega de uno de los proyectos. No
tuve tiempo para elucubrar sobre Melisa ni tampoco para decidir si asistir al
funeral como se me solicitaba, pero muy probablemente no. La verdad es que
no quería hacer nada, menos tal actividad. Además, me costaría tanto
aparentar sufrimiento, e incluso, tal vez, no lograría derramar ni una sola
lágrima. Esto, sabía, ofendería e indignaría a todos los presentes, y no quería
un escándalo ni más problemas. Lo mejor sería pasarla en el trabajo o en casa,
como siempre.

Llegué algunos minutos más tarde que de costumbre a mi habitación,


ligeramente mojado de los zapatos y sin ganas de existir, cosa normal. Me
quedaba claro lo horripilante que era estar rodeado de humanos, sentir su
respiración o escuchar los blasfemos sonidos que emitían al hablar. Me
estresaba y entraba en crisis de ansiedad cuando había gente a mi alrededor,
me ponía mal saber que estaba rodeado por humanos torpes. Siempre que
tomaba el metro cerraba los ojos para evitar mirar a la gente, condición que
repetía siempre que podía, pues mirar a las personas me fastidiaba. Al regresar
a mi cuarto mi vida es rutinaria, y fuera de él también. Y es que no podría ser
de otro modo, pues cualquier vía de escape estaba fuera de mi alcance.

El trabajo me ocupa desde temprano hasta tarde, por lo cual el tiempo


restante, que es bastante escaso, lo dedico a leer, y a veces también corro.
Básicamente, mi vida es tan intrascendente como la del resto, y eso me jode.
Quisiera hace algo distinto, algo que fuese contrario a lo banal, pero es
imposible en este campo de mentiras eviternas. Soy solo un mortal que, acaso
por una divina equivocación, ha sido conminado a habitar en este cementerio
de sueños rotos. La verdad es que detesto salir, aunque deba hacerlo para no
pagar los cinco pesos extra de la comida a domicilio.

El desayuno y la comida siempre tienen lugar en la misma cocina


económica donde hoy elucubré imbécilmente acerca del amor. En un
comienzo, cuando dejé la casa de mis padres, este asunto se tornó bastante
intrincado dado que yo tenía pensado cocinar, pero a la semana me rendí y
preferí pagar por ello. Por cierto, también coloqué la carta del suicidio de
Melisa en un lugar donde no estorbase, ya tendría tiempo para arrojarla a la
basura después. Y así, me recosté sumamente cansado, tan solo para
reflexionar sobre el sinsentido de la existencia humana en un caótico cosmos
donde representamos menos que nada, y en donde vivimos como si fuésemos
los amos del todo, destruyendo y manipulando la ilusión de la realidad para
satisfacer nuestros enfermizos y errantes deseos de supervivencia.

Odiaba esta mierda, esta sensación en la cual me veía forzado a despertar.


¡Qué magnificente era soñar y qué escalofriante, abrumador y pestilente era
sentirme vivo de nuevo! ¿No podía dormir eternamente sin necesidad de
recurrir al suicidio? Me había vuelto un fanático de teorías sobre personas que
entraban en coma y no despertaban jamás, añorando que fuese mi caso uno
más de esos. ¡Qué complicadas eran todas mis mañanas, sin el más absoluto
deseo de levantarme, como si aquellas cobijas representasen un refugio
inmarcesible en un mundo ponzoñoso como el del humano! Eso,
curiosamente, venía pensando desde aquella noche donde me embriagué como
nunca. Por eso, en parte había decidido ser sincero conmigo mismo y no
mentir jamás, aunque eso, bien sabía, era una enorme desventaja en un mundo
basado plenamente en cómicas falacias. De cualquier modo, siempre tuve la
convicción de morir joven, así que estaba bien.

Hoy me toca trabajar desde casa, así que no debo salir al mundo y odiar
más gente. Realmente me parece desagradable e insensata la existencia de un
ser tan vil y putrefacto como el humano. Debo confesar que a veces rezo,
aunque sé que de nada sirva, por la destrucción de esta raza execrable.
Digamos que mi mayor sueño es que caiga un meteorito o que se consume el
fantástico apocalipsis de la biblia. Por eso me alegro cuando alguien muere,
porque sé que ya no estará en este mundo nauseabundo donde nos vemos
obligados a permanecer hasta nuestra defunción. No entiendo por qué las
personas lloran cuando alguien se marcha hacia el supuesto más allá, pues
¿qué podría ser peor que esta vida marchita? ¿Existirá realmente un infierno
mayor que este en donde nos hallamos cómodamente y que ha sido creado por
el mayor de todos los demonios: el humano?

Ciertamente, si se reflexiona, el humano tiene el mundo que lo


representa en toda su extensión. No importa si el mundo se purifica y
comienza una nueva era, pues, mientras el humano permanezca vivo, es
seguro que extenderá su corrupción para que, tarde que temprano, ese nuevo y
pacífico mundo se contamine. El humano, según lo veo, es un ser que solo
sabe y puede vivir envidiando lo que otros tienen y esparciendo su malsana
esencia, creando guerras y conflictos por mero gusto e imponiendo estúpidas
jerarquías, gobiernos, fronteras y divisiones de cualquier clase. El humano
necesita, además, creer en alguna mierda religiosa que le prometa un bienestar
en un mundo después de la muerte, pues así todas sus execrables acciones y su
miseria pueden ser más llevaderos, de ahí el inmenso y casi delirante éxito de
todas las religiones que tan asquerosamente han envenenado aún más un
mundo ya de por sí horrible.

Por otra parte, el humano necesita siempre sentirse poderoso. Requiere


humillar a otros de alguna manera, ya sea mediante la violencia, la
intelectualidad o el dinero. Lo más gracioso es que todavía hay personas que
mantienen esperanzas en este mundo patético, pero cada uno se engaña como
mejor le place. Supongo que no soy diferente, pues sé demasiadas cosas sobre
el mundo que podrían llevarme a la locura si intentase darles la contra, pero no
soy así. Prefiero ignorarlas y vivir como si nada importase, con la firme
convicción de que cada día se acorta mi miserable existencia. Al final, moriré
como todo y todos, en este putrefacto mundo diseñado para adoctrinarnos y en
donde la verdad está prohibida.

Llevaba ya una hora con las luces apagadas cuando me paré a beber un
vaso de agua y, al mirar por la ventana, creí experimentar cierta nostalgia
como en mi adolescencia, pero fue mi imaginación solamente. Ahora que
estoy lejos y que no tengo ningún contacto con mi supuesta familia me siento
mejor y mucho más tranquilo, sin ningún remordimiento ni culpa. No entiendo
por qué las personas siempre buscan estar en sociedad. ¿Qué clase de
estupidez los enferma hasta el punto de querer vivir bajo un mismo techo
cuando claramente los problemas son latentes? Fui a la cama con cierto dolor
de cabeza y no quise saber más de la existencia y su ominosa forma. Dormí
plácidamente, aunque apenas hace unos días había recibido la noticia del
suicidio de Melisa, pero ¿a mí qué me importaba? Me alegraba en parte que lo
hubiera hecho, pues a mí me había quitado un enorme peso de encima y ella se
había librado de esta vida absurda.

III

Al despertar, triste y mirando que el día era gris y lluvioso, comenzó mi


tormento nuevamente: otro banal día en el asqueroso mundo humano. Lo que
no había notado es que era viernes, al fin el tan añorado y consagrado viernes.
Con razón había más tráfico de lo normal y las personas lucían ansiosas. La
decadencia era evidente y todos participábamos en ella de forma dulce y
complaciente, sin resistirnos lo más mínimo. La gran mayoría optaba por
emborracharse en algún antro y amanecerse hasta terminar hechos mierda,
vociferando absurdidades y regurgitando las enormes cantidades de alcohol
que habían ingerido. Este tipo de comportamiento era usual entre los
oficinistas y demás empleados. En general, se había vuelto una tendencia del
mundo moderno. Por alguna razón incomprensible a los humanos nos atraía
desperdiciar el dinero en diversiones nocturnas, y yo tampoco era la
excepción. Algunas veces me embriagaba para probar que, en todo caso, era
igual de absurdo que los demás.

Por supuesto, estaba plenamente consciente de que tales actitudes y


comportamientos eran inadecuados para un hombre que buscase superarse y
ser sublime, pero yo no era esa clase de hombre. Recordaba, mientras estaba
en la oficina sentado mirando aquella pintura de un sujeto sobre un caballo y
una ciudad deprimente, cómo alguna vez intenté ser mucho más que un
absurdo humano. En aquel entonces tenía a Melisa a mi lado y su inspiración
colmaba mis pesares y me alentaba a llegar más lejos que nunca. Escribía
poesía, quería ejercitarme y demostrar que el mundo podía cambiar. Quería
dar a conocer que las personas no eran solamente un conglomerado de
estupidez, putrefacción y ambición como comúnmente veo a la humanidad.
Sin embargo, todo eso se fue al carajo, pues, entre más luchaba contra esta
pseudorealidad, más constantemente algo en mi cabeza me susurraba cosas
acerca de la imposibilidad de mi victoria. Entre más intentaba sobresalir, más
hundido me sentía. Sabía que, de cualquier manera, el mundo seguiría siendo
la misma basura, aunque luchase con todo mi ser.

Era, curiosa y absurdamente, una falsedad de la peor calaña cuando se


afirmaba que el mundo podría cambiar si cada uno cambiaba también. Yo
intenté ese cambio verdadero y me llevó, a lo mucho, a la locura en la que
ahora divago. Sin importar cuánto yo cambiase, jamás el mundo cambió, esa
era una obviedad que inmediatamente noté. Y es que el humano no necesita un
cambio, no lo requiere e incluso le resulta peligroso, pues está perfectamente
acomodado en esta isla de ignorancia en donde existen tantas cosas execrables
y torcidas, injustas y vomitivas, donde todo se reduce a dinero y sexo,
entretenimiento y embriaguez, juego y diversión, guerras y destrucción. El
humano no es capaz de vivir en paz puesto que su naturaleza belicosa es
inmarchitable.

Así fue como comprendí que, aunque yo cambiase, el mundo humano


estaba conminado a pudrirse y hundirse en la más ominosa insania. Entonces
me percaté de que podía hacer lo que quisiera puesto que la existencia de seres
como los humanos es totalmente absurda. No había ninguna razón para sufrir
o llorar, para estar triste o apesadumbrado. Y, aunque tampoco las había para
estar feliz, emocionado, animado o asombrado, el mundo se suspendía en un
envoltorio que no lograría jamás comprender. Sabía que había gente muriendo
de hombre, guerras sin sentido, enfermedades generadas por los gobiernos,
terrorismo propiciado por agendas ocultas, sociedades y sectas que esparcían
miseria y esclavitud para obtener más y más poder, compañías que
contaminaban los recursos naturales, sobrexplotación, desigualdad, injusticia,
entre otras tantas imprecaciones. Al final, lo que pensaba era que, de cualquier
manera, nada podía hacer yo para cambiar el sendero que este mundo parecía
tomar, puesto que era prácticamente imposible salvar aquello que por voluntad
propia no quería serlo.

Así, cada vez me preocupé menos por los asuntos terrenales y me solacé
en los actos más instintivos de mi repugnante naturaleza. Yo no era ningún
mesías, no tenía la habilidad de entrar en la cabeza de los demás y
reprogramarlos, pues el acondicionamiento que habían recibido se había
consolidado estupendamente. En caso de que intentase luchar, ¿valdría acaso
la pena? Y ¿qué si no me masturbaba, si no me tiraba putas o no miraba
pornografía? Y ¿qué si tenía relaciones con muchas mujeres a la vez y en nada
me importaban los supuestos sentimientos? Y ¿qué si no me importaba ya
convivir con mi familia ni asistir a sus pestilentes convivios? Y ¿qué si vivía
en soledad y en la sórdida miseria de una existencia absurda? ¿Quién era
distinto a mí? ¿Quién entre toda esta peste de inmundicia podía decir que
había superado su propia esencia humana? Evidentemente nadie, puesto que el
simple hecho de ser humano ya representa una condición maligna. Esas eran
mis razones para rechazar todas las concepciones de un mundo artificial y de
una moral ficticia. Si quería hacer todo aquello que estaba mal ante los ojos de
los estúpidos humanos, lo haría, e incluso con gusto. Me daba igual si era
juzgado por mis acciones o por mis pensamientos, pues sabía que, en el fondo,
todos somos iguales. Sí, todos estamos corrompidos y nos limitamos a
esconder lo que no es moral ni socialmente correcto, pero en lo más profundo
lo seguimos deseando. ¡Todos somos unos cerdos hambrientos de sexo, poder
y dinero!

Lo único que me quedaba claro es que los humanos escondían y


reprimían sus más oscuros deseos por miedo a ser juzgados y rechazados, o
incluso encerrados en manicomios o cárceles. Pero, si no existiera ninguna
prohibición al respecto, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el
humano ya se hubiera trastornado de manera más violenta y execrable de lo
que hasta ahora se ha visto. Sabía que todas las personas guardaban deseos y
acciones que les encantaría realizar en todos los ámbitos, particularmente en el
sexual. El hecho de reprimir estas conductas clasificadas como obscenas
limitaba la capacidad intelectual del ser. Para que realmente existiese libertad
tenía que provenir del interior en principio, y ¿cómo exigir un mundo libre
cuando nosotros mismos encerramos nuestra verdadera forma? Y ¿qué si al
humano le gustaban las orgías, el incesto, el masoquismo y demás
asquerosidades y raras conductas? Y ¿qué si al humano le satisfacía
mantenerse siempre en guerra y discutiendo por cualquier cosa? Y ¿qué si al
humano le enloquecía lo superficial, lo material y lo banal? A final de cuentas,
como bien había dilucidado hacía tiempo, el humano no estaba destinado para
grandes cosas, era un mero títere en un vasto universo donde nada entendía y
donde su reproducción ofendía todas las concepciones divinas.

Por eso mismo la humanidad me parecía sumamente hipócrita, aferrada


a valores impuestos por gente mucho más repugnante y hambrienta de poder.
Las personas no estaban dispuestas a respetar los valores que debían guiar sus
vidas. Y, en el colmo del cinismo, en la cumbre de la más grotesca y fútil
desesperación, el ser había recurrido a la religión como un modo más de
autoengañarse y de sentirse espiritual a pesar de estar hundido por completo en
su propia miseria. De tal suerte que se inventaron historias y libros, relatos y
supuestos mandamientos comunicados por el mayor impostor de la historia:
dios. Si las religiones verdaderamente sirvieran de algo, donarían su dinero y
sus joyas para acabar con el hambre y no construirían iglesias megalíticas y
orladas tan elegantemente, ni tampoco sus líderes pregonarían paz mientras
usan coronas de oro. Pero la hipocresía y la estupidez han alcanzado límites
nunca sospechados, por eso hoy en día el humano vive con la esperanza de un
reino celestial en donde será recompensado por sus buenas acciones, y
aquellos que se atreven a entregarse a lo que es la naturaleza humana son
condenados a una eternidad en los abismos.

Jamás entenderé el sentido de todo lo que se ha creado bajo el patético


sustantivo de civilización. ¿Tiene el más mínimo sentido que exista un planeta
donde ocurra toda la basura que vivimos diariamente? Si el universo se
mantiene en constante expansión, y si existen otros universos y planos más
allá de nuestra percepción, entonces ¿por qué precisamente tenía que darse la
vida en este? Sospecho que tal vez todo sea parte de un cuento, de meras
invenciones creadas por gente a la que seguramente le conviene mantener a los
humanos entretenidos y siguiendo concepciones preparadas para que sus
huecas cabezas puedan digerirlas y absorberlas como propias. La existencia
humana carece de todo valor, importancia y sublimidad, y lo mejor que podría
hacer una persona si quiere cambiar el mundo en donde habitamos es evitar
reproducirse. Y, en un futuro no muy lejano, tras haber liberado todo lo que
yace en la sombra de su verdadero yo, pegarse un tiro y sonreír por su
auténtica contribución.

En fin, no sé porque estaba pensando en tantas cosas, tal vez porque en


realidad nada tenía que hacer en el trabajo. La hora de la comida se acerca y se
nota que es viernes. Hay demasiado ruido, tráfico y el estrés aumenta. Y es
que precisamente por esta zona existe gran cantidad de antros donde se puede
ir a embriagarse o coquetear, pues también hay una variada gama de mujeres
ansiosas por divertirse y gastar la quincena. Los jóvenes abundan, y aunque yo
todavía me considero uno de ellos, es gracioso ver cómo tiran sus vidas a la
basura. Aunque quizá no hay nada que tirar, pues probablemente no podrían
vivir de otro modo. El sistema es muy fuerte y siempre tiene el modo perfecto
para entrar y averiguar contra qué no podemos defendernos, hasta que
finalmente nos vencemos a nosotros mismos y nos despojamos de todas las
máscaras innecesarias y los trajes horribles. El humano mostrado en su forma
más pura es la criatura más impura que pueda haber en este diminuto pedazo
del cosmos.

El jefe, por suerte, se ha retirado temprano, así que podré ir a comer a


gusto y tal vez hasta saldré temprano. Sobre lo que tengo contemplado hacer
no estoy seguro, ya veré. Antes solía apresurarme para ir a ver a Melisa y
pasar tiempo a su lado. Ahora, sin embargo, ella está muerta y, curiosamente,
hoy es su entierro. Lo había olvidado por completo. Ni siquiera me pasa por la
cabeza la más insignificante posibilidad de asistir al funeral de la que una vez,
supongo, fue la mujer que amé. ¿A qué iría? ¿Qué haría o diría? Seguramente
todos me culparían y tendría que fingir que estoy afligido y me resultaría
complicado derramar lágrima alguna, tal vez hasta me dormiría. Además, su
familia cree en toda esa mierda religiosa que a mí me tiene sin cuidado, y no
deseo oír discursos disparatados sobre la resurrección de los muertos, el día
del juicio, el arrepentimiento de los pecados o la salvación eterna. Ya
suficiente tengo con que mi madre siempre me hable para pedirme que me
redima y vuelva a ser un ciervo de dios. La religión es algo demasiado banal y
aburrido. No entiendo cómo los sacerdotes pueden resistir tanto tiempo sin
copular, debe ser abrumador. Me he convencido de que mi presencia sería una
tragedia en el funeral de Melisa, podría terminar burlándome o ridiculizando
sus inútiles creencias, y quiero evitarme el drama.

Finalmente estaba libre del trabajo, podía olvidarme de aquel martirio


por el fin de semana entero. Me sentía aburrido y tenía ganas de follar, así que,
antes de abandonar la oficina, aparté algo de efectivo para ir al centro de la
ciudad y pagarme una puta de esas que lucen tan atractivas con sus tacones
ostentosos y sus senos operados. Pensaba que, en todo caso, no era algo
malvado buscar sexo con una mujerzuela. La hipocresía del vulgo me aturdía
de nuevo y la respuesta era bastante obvia. ¿Acaso tendría algún impacto que
yo no fuese cliente de la prostitución? Si me abstenía de ello, ¿los demás lo
harían? ¿Podría cambiarlos también y disuadirlos de tal propósito? El hecho
de que yo no pagara por una puta no significaba que todas las putas del mundo
iban a desaparecer, y que toda la prostitución del país, quiero decir del mundo,
se acabaría mágicamente. El mundo no era así, era mucho más intrincado que
eso, pues intereses oscuros se encargaban de dictar lo que debía pasar y lo que
no. ¡Qué lástima sentía por aquellos moralistas infames que se abstenían de
tan dulce y exquisito placer, pues follar a una puta es una de las mejores cosas
en este banal mundo! La religión, la espiritualidad, los valores, el matrimonio,
las enfermedades ¡Que se joda toda esa mierda! Preferiría follarme a una puta
hoy y morir después que vivir siguiendo falsas doctrinas místicas que
simplemente aprisionaban lo incontrolable.

Desde luego que yo sabía la verdad, era plenamente consciente de que la


prostitución era uno de los factores que más contribuían a la decadencia, pero
¿qué más me daba? El mundo seguiría siendo decadente independientemente
de si yo me follaba a una, dos, tres o a todas las putas habidas y por haber. Si
alguien me asegurase que, de no hacer lo previamente dicho, la prostitución se
acabaría, entonces pensaría que es un loco, un soñador o un escritor fracasado,
o todo en uno. La inmundicia no terminaría conmigo, pues yo no la había
comenzado ni tampoco creado. El planeta de los humanos estaba destinado a
un fatal y sórdido final, ¿por qué seguir conteniéndose? Si mis padres o
Melisa, desde algún reino en los cielos, me viesen follándome a una puta, me
sería absolutamente indiferente. Pero mis padres estaban lejos y Melisa
muerta, cosa que me producía satisfacción. Así que era libre, plenamente libre
para follarme a quien yo quisiera cuantas veces quisiera.

En el camino pensé algunas cuantas cosas, absurdas desde luego, pero


era interesante traerlas a colación precisamente ahora. En parte recordaba lo
mucho que me ha gustado siempre hablar de la muerte y las funestas e
inexplicables consecuencias que ello me ha traído. Desde luego que todo tiene
que ver con el factor humano y su decadencia, pues para el humano la muerte
es el mayor de los enemigos y aquello que debe rechazar y evitar a como dé
lugar. En contraste, la vida, o lo que se define como vida, es lo más preciado y
valioso, lo que debe cuidarse y preservarse. Pero resulta natural considerando
que el humano teme a lo que desconoce y la muerte le parece algo misterioso
y abyecto, el fin de todo su deleite y el desprendimiento de una existencia que,
en su mentira más fulgurante, ha creído con sentido alguno. Y por eso se llora
tanto en los entierros y en los hospitales, por eso tantas plegarias y fantasías
místicas y religiosas sobre una nueva vida en algún cielo o plano distinto, todo
con el fin de evadir y solapar de alguna manera lo que la muerte es. El humano
pierde todo poder, de toda índole y en todo aspecto cuando muere, al menos
hasta donde se sabe, y por ello le resulta odiosa y deplorable tal condición.

En particular, yo añoro morir, pues sé que la vida y la muerte solo son


facetas de lo mismo, que ninguna diferencia existe entre vivir o morir, pues la
existencia de criaturas como nosotros los humanos es tan irrisoria, absurda,
patética, miserable y vil que la vida queda reducida a un conjunto aleatorio e
impreciso de casualidades, las cuales se intenta matizar de destino y, así,
adjudicarse una importancia insensata en el cosmos eterno e infinito. Pero
cuando el humano se percata de su error, sabe que incluso quizás existe una
inversión de los conceptos, que tal vez esta decadencia sea la auténtica muerte
y el morir sea el despertar tan anhelado. Claro está que la verdad sigue
parapetada en las cumbres más elevadas para seres tan terrenales y pútridos
como nosotros, y que infinitas teorías se pueden conjeturar sobre la muerte y
su muy posible relación con la vida como la conocemos.

Lo gracioso del asunto es la estupidez que el humano muestra y expresa


de forma infame con respecto a la muerte. Por ejemplo, recuerdo
particularmente que de pequeño mis padres me obligaban a ir a la iglesia y
rezar por los familiares fallecidos, luego pedirles salud y bienestar y, en
ocasiones, cuando la desfachatez iba demasiado lejos, hasta se llegaba a decir
que los muertos venían en determinados momentos para transmitirnos
mensajes desde el más allá. Gracias a no sé qué jamás creí por completo estas
patrañas, y, afortunadamente, cuando crecí pude consolidar mi mente para
rechazar estas quimeras inventadas por gente más poderosa que solo busca el
adoctrinamiento de una caterva de imbéciles. Recuerdo que también me
aburría demasiado en el panteón, pues mis padres tenían la creencia de que los
muertos debían ser enterrados con honores y de que se les debía ir a dejar
flores, orar y pedir cosas a cambio.

Por otra parte, me parecía tan cómico cómo el mismo patrón se repetía
generación tras generación. Parecía que el humano no se sabía otra historia
que sufrir por otros, que querer que otros actuasen como él pedía. Pero
igualmente me parecía natural en una raza tan plagada de vicios y tendencias
absurdas, pues el humano siempre buscaba proyectar su sombra sobre cuantos
desdichados pueda. El humano ocultaba lo que odiaba en otros puesto que el
hecho de creerse superior en algún sentido le confería tan afable solaz. Así,
entre más se reprimían los instintos más bajos y pasionales, mayor era la
intensidad con que se multiplicaban en el interior. De tal suerte que las
imposiciones sociales, religiosas, morales y lo que se aceptaba como bueno o
adecuado dentro de los márgenes que dictaba la civilización, era lo que debía
hacerse, pues era bien visto, halagado y admirado por todos los tontos.

En contraste, los hechos o acciones que, por alguna razón desconocida,


pero aceptada por todos, eran tachados como malos o inadecuados, eran
condenados al abismo. Por ejemplo: un hombre que se dedicaba a estudiar,
trabajar y que formaba una familia, tenía hijos y los mantenía, que se le veía
en todo instante satisfecho con su mujer, progresaba, tenía salud y bienestar y
que, además, ayudaba a la comunidad; ese era, por mucho, el estereotipo del
humano a seguir. En cambio, un hombre que fuese alcohólico, drogadicto, que
gustase de la vida nocturna, que se acostase con putas o que tuviera muchas
mujeres, que fuese infiel, que no siguiese religión alguna ni le importase
casarse, que no tuviera hijos y que no respetase a los ancianos ni tampoco
ayudase a sus familiares ni a nadie era inmediatamente tachado como un
sujeto malvado.

Y no sé por qué pensaba tantas cosas en el metro, siempre hago lo


mismo. Por suerte, tras haberme encasillado en mi cabeza con elucubraciones
superfluas, descendí del vagón y aspiré el fresco y reconfortante aire de la
noche cerúlea. Al caminar un poco me percaté de que había más gente que de
costumbre, aunque tal vez solo era yo quien se equivocaba. Sin perder tiempo
me dirigí hacia el lugar predilecto y comencé mi búsqueda. Tras pasar la calle
donde se posan siempre los travestis y recibir algo de manoseo indeseado,
alcancé la avenida principal donde refulgían las mujeres más hermosas que
alguna vez he conocido: las putas de la avenida Astraspheris. No podía
imaginarme en otro lugar ni momento sino ahí, contemplando los excelsos
cuerpos de aquellas rameras. Lo que más me prendía eran los tacones y los
ojos bien maquillados. No entiendo qué clase de efecto ocasionaban en mi
cerebro, pero adoraba ver a esas mujerzuelas con toda gama de tacones, desde
los más pintorescos hasta los más oscuros.

Desde luego que, para elegir una puta, tomaba en cuenta algunos otros
aspectos. Nada relacionado con la higiene o cosas sin sentido como esas, pues
me parecía una tontería que los hombres se cuidaran en condiciones como las
actuales. Por mi parte dejé de usar condón desde que abandoné a Melisa y no
me arrepiento; de hecho, creo que, en algunas ocasiones, ya cuando habíamos
terminado y solo nos veíamos para fornicar, había yo mantenido relaciones
con putas sin protección. Desde luego, Melisa jamás lo supo y, ahora que está
muerta, creo que ha sido lo mejor. En lo que a mí respecta, no tengo la
intención de vivir mucho, así que está bien. Me gustaba dar varias vueltas
antes de elegir a la mujer en la cual depositaría mi esperma, pues
indudablemente todas accedían con un poco más de dinero. Yo pensaba que
era un trato justo y a veces las invitaba a cenar, aunque tenía que pagar todo y
de manera apresurada. Ciertamente, me atraían las mujeres con cuerpo
delgado, sin tanta prótesis y sobre todo con un rostro bonito.

No sé qué clase de endemoniado y esquizofrénico impulso se apoderaba


de mí al pensar que aquellas putas follaban con tantos hombres, pero mi pene
se ponía tan duro como el cemento, aunque a veces recurría a la pastilla azul o
a ciertos suplementos para durar más o inclusive estar con más de una puta.
Me enloquecía la idea de correrme en sus coños penetrados por tantos otros
hombres. Este detalle era un incentivo demencial, pues, en cuanto lo pensaba,
no podía parar hasta haberme venido dentro en varias ocasiones. Dado que
estas mujerzuelas de la vida galante ya habían renunciado, como yo, a la
esperanza de un sentido o de valorar algo en este banal mundo, una dosis extra
de billetes hacía toda la magia. Desde luego que yo, en lo más profundo de mi
ser, sabía que la prostitución era decadente, que aquellos nichos de perfidia y
aborrecible placer carnal no eran sino una de las facetas más repugnantes que
el ser había inventado para satisfacer sus primitivos instintos; sin embargo,
precisamente eran éstos los que le daban un mínimo toque de frescura a la
cotidianidad y la rutina abyecta en la que todos nos veíamos sumergidos. Los
humanos solo buscaban una manera para escapar del insoportable y execrable
tedio de la existencia sin sentido que ostentaban, y, entre más funesto fuera el
vicio, más regocijo se experimentaba.

Por eso, me había dejado de preocupar por pertenecer a la miseria y


putrefacción del mundo cometiendo actos como la prostitución y
masturbándome con la pornografía. ¡Sí, claro que eran elementos horripilantes
y nauseabundos en su totalidad!, pero ¿de qué otra manera podía matizar mi
triste y desvencijada, patética y absurda vida? Solo dejarse llevar, abolir todas
las concepciones y prejuicios de la sociedad, sentirse tan malditamente libre
como para actuar sin que los demás tuvieran injerencia en nuestra consciencia.
¿No era acaso yo, a final de cuentas, otro títere más de este holocausto? Y
¿quién era diferente? ¿Había la posibilidad de serlo? En un tiempo había
amado, había luchado por mis ideales y había intentado ser sublime, pero ¿qué
gané con eso? Absolutamente nada sino cegarme, atiborrarme de ideales
imposibles para mi abyecta humanidad. Todo se fue al carajo, tanto Melisa
como mis sueños, mis deseos y mi lucha contra esta epidemia de blasfemias. Y
ahora, aunque conozco perfectamente la decadencia y la repugnancia, me
hundo en ella sin titubear y sin remordimientos. En todo caso, ¿conoce el
humano otro modo de rellenar este efímero y sórdido pasaje llamado vida?

Mientras reflexionaba revisaba minuciosamente a las putas. Tras darme


algunas vueltas como generalmente lo hacía y cruzar miradas curiosas con los
demás asistentes de aquel pestilente lugar, recordé cómo era yo hace un
tiempo. Probablemente estaría rogándole a Melisa que me diera otra
oportunidad mientras ella me humillaba, o tal vez estaríamos juntos mirando
alguna aburrida película o haciendo cualquier zarandaja. Observé
meticulosamente a una mujer que me encantó dada la finura de sus formas. No
poseía un cuerpo espectacular ni nada por el estilo, pero su semblante me
recordó lo hermoso que puede ser acostarse con alguien sin sentir nada en
absoluto. Calculé que debía ser una mujer de unos treinta años, con cabellos
rojizos y rizados, de rostro inefable, con sus tacones negros y un vestido verde
muy corto que permitía contemplar sus piernas blancas. Me acerqué a ella sin
mucha cautela y volteando la mirada de unos ancianos que farfullaron algo
acerca de lo desesperados que eran los hombres al acostarse con aquellas
rameras, pero me era indiferente lo que hablasen. Pregunté la tarifa que ya
sabía de memoria solo para escuchar su voz, la cual me fascinó. Acepté de
inmediato y, rumbo al hotel, supe que se llamaba Eskira.

Cuando salí del hotel todo el ambiente tenía la misma apesadumbrada y


fastidiosa banalidad de siempre, con el añadido de que ahora, tras haber
consumado el acto sexual, la existencia se tornaba más absurda que nunca.
Odiaba esos momentos, incluso me atrevo a colegir que eran lo peor que me
pudiera ocurrir. Hace tiempo que había perdido la capacidad de alcanzar el
orgasmo, pero al menos penetrar la vagina de alguna puta y escuchar sus
gemidos todavía era placentero. Como sea, el instante después del sexo
siempre era una molestia, una situación de lo más execrable, tanto que debía
refugiarme en el alcohol. Precisamente esto fue lo que hice y, en lugar de
regresar a mi pringosa habitación en aquella maloliente calle, me dirigí hacia
una cantina donde me hundí en las copas. Una tras otra eran servidas hasta que
ya no pude más y pedí un taxi que me dejó en la puerta de la casa, donde
apenas y pude entrar a mi cuarto.

Una vez recostado en mi cama y con todo dando vueltas, recordé cada
detalle de Eskira, particularmente su fragancia y lo bonito de sus contorsiones,
así como la voz tan melódica que poseía y sus cabellos pelirrojos alborotados.
Supuse que hasta el momento había sido la mejor puta que me había tirado,
porque verdaderamente me atrajo con una magia descomunal. Saboreó
detenidamente mis testículos para luego devorar mi pene y casi tragárselo,
llegando a vomitar ligeramente. Esto, lejos de asquearme, me prendió
sobremanera y, sin pensarlo dos veces, terminé en su boca y le hice tragar todo
mi esperma. Pero el asunto estaba lejos de terminar, pues, a continuación, ella
me confesó que le fascinaba la lluvia dorada y yo complací su fetiche. Debo
decir que Eskira no solo era demoniacamente preciosa, sino que guardaba
demasiadas fantasías que le gustaba poner en práctica gracias a su nada
desdeñable trabajo.

Noté que era una de las pocas putas que follaban con pasión, eso o tal
vez yo le gusté también, pero no lo creo. El hecho es que le oriné todo el
cuerpo y eso la calentó en demasía. Posteriormente me masturbó con sus
tacones, fetiche muy mío que siempre solicito a las putas que me tiro y que me
embelesa totalmente. Era claro que Eskira no era una mujer ordinaria, pues su
cara tenía dotes de intelectualidad y cierto matiz tan extraño que no logro
explicar, pero follaba como una maldita perra. Lo hicimos en todas las formas
posibles, tanto recostados como de pie. El sexo anal fue el mejor de toda mi
vida, pues tenía el agujero incluso más abierto que el de la vagina, además de
que me confesó que siempre, desde su primera vez a los diez años, prefería
sentirla en su culo que en su coño.

Sus piernas delicadas las lamí y las mordí como a ninguna otra puta se lo
había hecho, además de que, llevado al borde del delirio, desterré todo rastro
de cordura posible y arremetí en desquiciadas lamidas contra su vagina jugosa
y rosada, sin interesarme qué tipo de infección podría contraer. Era la primera
vez que una puta me había calentado tanto como para emprender ese tipo de
locuras, aunque sus fluidos me supieron exquisitos y la muy zorra no cesaba
en venirse, pasando de un orgasmo a otro. También me encantó cuando metí
mis dedos en sus dos agujeros. Primero fueron dos dedos, luego tres, y al final
la mano completa, tanto en el ano como en la vagina que estaba
increíblemente dilatada y chorreante. Pero el asunto no finalizó ahí, pues la
puta pelirroja me pidió que introdujera mi pie en sus dos agujeros. En un
principio dudé pensando que podría lastimarla, pero abandoné esta ridícula
preocupación inmediatamente, impulsado en parte por las confesiones que me
hizo acerca de que cuando era niña solía ya meterse todo tipo de cosas, desde
pepinos, botellas de refresco, latas y hasta globos.

Nunca había sentido un placer como el que experimenté cuando mi pie


se sumergió enteramente en su vagina, con mis dedos sentía correr aquellos
fluidos mezclados con orina. Eskira gemía a tal punto que temí que fuese a
morir en el acto, aunque esto era secundario. Luego, me pidió que la golpease,
pero me sentí incapaz y mejor la arrojé al suelo y le abrí las piernas por
completo, arremetiendo contra ella cual bestia salvaje y eyaculando como
jamás en mi vida en su interior. Era absolutamente delirante sentir el esperma
saliendo y mezclándose con el calor y el río de fluidos que Eskira emanaba en
sus orgasmos.

Finalmente, decidí meterme en las cobijas tras haberme masturbado


recordando cómo hace unas horas había tenido la mejor relación sexual hasta
ahora, y muy posiblemente en toda mi vida. Pero era absurdo, todo seguía
siendo ridícula y estúpidamente absurdo. Me terminé aquel maldito cigarrillo,
intenté que la borrachera se me bajara un poco mojándome con agua fría la
cabeza, pero nada. ¡Qué aburrido era vivir! Y ahora pensaba en lo repugnante
e intrascendente que era fornicar con una prostituta, sin importa lo hermosa y
caliente que pudiera ser. ¡Cómo odiaba este sensación! Pero no era
arrepentimiento, o no sé. Creo que antes de cerrar los ojos por completo y
escapar por unos momento de esta horrible realidad, sentí como si hubiese
derramado unas cuentas lágrimas, pero no, era imposible. En fin, otro día
menos, otra noche más de soledad y tristeza. Pero así era la existencia, una
melancólica pesadilla de la que era imposible despertar mientras uno no se
suicidase.


IV

Era sábado, exactamente las diez en punto y yo seguía acostado, con dolor de
cabeza y náuseas. Colegí que había bebido mucho más de lo normal y me
sentía muy adolorido, además de que un sabor amargo imperaba en mi boca.
No sentía deseos de levantarme, aunque claro que esto era normal dado que
me fastidiaba y me importunaba tener que vivir. Día tras día lo mismo, ¿esto
era vivir? ¿Qué era vivir y qué morir, en todo caso? ¿Qué era real y qué no?
¿Cómo podía definir lo que existía y lo que aparentaba existir? Me estorbaba
mi humanidad y, si creía ser real, era porque lo asumía y así se me inculcó
desde pequeño.

Reuniendo toda mi fuerza conseguí levantarme y tomar mi ropa para


darme un baño. Mi habitación estaba más sucia que de costumbre, pero esto en
nada me afectaba, jamás la limpiaba. Decidí no afeitarme y tampoco usar
loción, pues a nadie importante vería. Tomé una pastilla para solventar los
deplorables síntomas de la resaca y tomé un libro que un compañero del
trabajo me había prestado. Aproximadamente leí media hora, tras lo cual me
quedé dormido y desperté a las dos de la tarde, ya más recuperado y sin tanto
malestar. Entonces decidí que era momento de comer algo y salí para
dirigirme a la cocina económica que se ubicaba en la calle adyacente, junto al
local de imprenta del señor Volmta, quien, por cierto, rentaba también un
departamento en el mismo lugar que yo, ubicándose en el primer piso.
Ocasionalmente lo saludaba y conversábamos, me gustaba que siempre
estuviera bebiendo y platicando sobre los problemas del país. Pensaba que me
gustaría, en un futuro, tener una plática más profunda con él. Pedí el menú del
día y traté de terminar cuanto antes, dado que comer, al igual que la vida, me
parecía un gasto innecesario. Además, hacía tanto que había perdido la
capacidad de degustar un platillo. Vivir y morir me daba lo mismo, pero
seguía sin reunir fuerzas suficientes para matarme. Los días en que disfrutaba
los alimentos y demás sensaciones o actividades habían quedado en el más
recóndito olvido.

De pronto, una silueta se acercó y se sentó frente a mí. Era Virgil, la hija
del encargado de la cocina.

–Hola, ¡qué gusto que hayas venido a comer por aquí! Hace tiempo que
no te habías presentado y ya estaba muy triste –expresó mientras sonreía
estúpidamente.

–Claro, hace ya algún tiempo –repliqué desinteresado en primera


instancia–. Es porque he salido los fines de semana y he regresado ya muy
noche.

–Ya veo –musitó Virgil en tono de recriminación–. Y ¿a dónde vas?


Digo, si se puede saber.

–Pues a donde sea, a veces ni yo sé. No creo que importe, o ¿sí?

–Bueno, a mí sí, y bastante. Pero mejor dime ¿cómo has estado? ¿Qué
has hecho de tu vida? ¿Cómo vas con tu trabajo? ¿Ya te casaste?

Noté en sus ojos un extraño brillo que me apabulló. Virgil no era fea,
pero era muy insistente conmigo para que aceptase salir con ella pese a mis
negativas. Sus ojos cafés eran bonitos y sus cabellos castaños siempre olían
bien. Era la mesera de la cocina y siempre andaba muy concentrada en sus
labores, aunque yo la despistaba un poco. Ahora era sábado y los clientes eran
escasos, así que aprovechaba para conversar conmigo.

–Bien, tú ganas, platicaremos un poco –repliqué mirando cínicamente


sus enormes tetas, cosa que a ella no le importó y creo que hasta deseaba–. La
verdad es que no he hecho nada interesante, pues solo me he dejado llevar por
el absurdo de la existencia. He estado normal, podría decirse, con intervalos de
angustia y episodios de ansiedad. El trabajo va bien, pero me aburre y no
quisiera hacerlo, aunque, de otra manera, no podría sobrevivir. Y, con respecto
a lo de casarme, creo que ni estando loco lo haría.

–Pero ¿cómo puedes pensar de tal manera con respecto a algo tan
sagrado y bello como el matrimonio? –inquirió sumamente sobresaltada
Virgil.

–En realidad, es algo tan absurdo como cualquier otra cosa en esta
existencia. A final de cuentas me resulta indiferente, es solo que cuando las
personas se casan condenan su ya de por sí miserable vida. Por eso no pienso
casarme, para mí no significa nada en absoluto, me da lo mismo.

–¡Hum! Ya veo, eres raro –musitó ella intentando asimilar lo que yo


espetaba–. Y, a la vez, me das miedo.

–¿Miedo? ¿Por qué?

–Porque no eres un hombre normal, pienso que no tienes realmente


sentimientos ni corazón. Y no es malo, ciertamente es el modo en que se
puede ser inmune ante la mierda que ocurre cotidianamente en nuestras vidas;
sin embargo, no quisiera depender de ti de alguna manera. No sé si me
expliqué –titubeó un poco y luego prosiguió, sonrojándose–, no quiero ser
grosera, es solo que a veces quisiera que expresaras algún tipo de emoción,
que te inquietara algo, que no todo te diera igual, que la existencia no te fuese
indiferente y los sucesos tuvieran un poco de sentido. ¿Nunca has pensado en
lo maravillo que sería si alguien llegase a tu vida y pudieses amar?

–Todo eso suena muy bonito, pero es imposible –sentencié mirándola


fijamente a los ojos–. No estoy interesado en ver el lado hermoso de la vida,
suponiendo que hubiese uno, pues ni siquiera me importa seguir vivo. No
tengo ninguna noción que me indique el porqué de todo esto, y, entre más
busco, peor me encuentro. Es casi seguro que la humanidad sea solo un
conglomerado de seres viles, imbéciles y hambrientos de placeres carnales,
que por accidente tuvieron que contaminar este triste planeta. Por eso tampoco
me interesa amar, hace tiempo que he olvidado si quiera disfrutar lo más
mínimo. La comida no me sabe a nada, el sexo se ha tornado en un placer
trivial, y así con cada sensación y suceso. La vida tiene un toque de fétida
irrelevancia y todo lo que en ella haga me resulta molesto. Si mañana mismo
muriese, sería al fin feliz, así resumo mi pensamiento. Nada hay en esta
existencia que me mantenga atado, que me haga sentir obligado a permanecer
en este cementerio de sueños rotos.

–Sí, eres un sujeto siniestro, pero eso me encanta de ti –expresó Virgil,


sonriendo y acercándose hacia mí.

–Supongo que sí. Los humanos solo se esconden de la verdad, utilizan


máscaras todo el tiempo para justificar su sinsentido, de ahí que la hipocresía,
la mentira y la moral ficticia imperen en nuestra sociedad.

–No entiendo mucho de lo que dices… Lo único que sé es que me


encanta mirarte, escucharte hablar y presenciar esa ironía con que te expresas
¡Cuánto no haría para poder hacerte feliz!

–¡Je, je! Es una bonita proposición si me importase vivir, pero no.


Muchas gracias, estoy bien así y, además, pienso morir en poco tiempo.

–No digas esas cosas, eso me entristece. ¿No piensas en tus padres o en
la gente que te aprecia? ¿Es que acaso su sufrimiento no te afecta?

–Pues, una vez muerto, creo que no. En todo caso, es secundario.
Supongo que, al menos, puedo elegir mi muerte, pues no fui quien eligió mi
vida.

–¡Estás loco! Aunque eso hace que te aprecie todavía más –susurró
Virgil sin quitarme la mirada de encima.

–Supongo que los humanos tienden a adorar lo que no comprenden,


como una forma de culto anómalo e irracional, aunque a veces ocurre lo
contrario y terminan detestándolo.

–Pues yo te aprecio bastante y me gustaría que fueras feliz. Si tú


quisieras, yo podría ayudarte un poco, puedes empezar por sonreír más a
menudo.

–Sí sonrío, pero no creo que eso tenga algo que ver con ser o no feliz.
Eres muy amable, solo que me gusta estar solo, sin compromisos.

–¿Te refieres a que no te gustan las relaciones serias? –preguntó ella con
cierto toque de ingenuidad que me divirtió.

–Así es, prefiero ese tipo de cosas que algo formal. La verdad es que
hace tiempo creí que quería a alguien en serio, pero todo terminó de forma
trágica y absurda, dejándome con un pésimo sabor de boca y con el corazón
destrozado. Por supuesto que, si yo hubiese sido el que soy ahora, me hubiera
evitado estúpidos problemas amorosos.
–Siempre imaginé que no eras un tipo de una sola chica –mencionó
quedamente, al parecer eso le ocasionaba cierta molestia.

–Bueno, perdóname. Lo que pasa es que me aburre la gente y no hallo


ningún sentido en estar con alguien, no más allá del sexo; aunque también me
aburra y para hacerlo necesite estar borracho. ¿Sabes? He pensado que es lo
único que llega a unir a las personas, aunque hipócritamente siempre se afirme
lo contrario. Sin embargo, una vez satisfecho el deseo carnal, se cae en cuenta
de lo bonita que es la soledad y la independencia. Los humanos podemos vivir
del modo que nos plazca, siempre y cuando se satisfagan los placeres carnales,
pues a partir de ello se construye el resto. Lo que quiero decir es que las
personas se engañan con el matrimonio y demás bagatelas cuando lo único que
anhelan es acostarse y pegar sus cuerpos. Tanto hombres como mujeres
piensan solo en ese momento, aunque ellas siempre lo nieguen.

–Posiblemente tengas razón –respondió Virgil cambiando su tono afable


por uno cortante–. Me pareces muy sincero al hablar de esa manera, por lo
cual entiendo mejor tu forma de ser y de pensar.

–¡Virgil! ¿En dónde demonios te has metido? Tu padre quiere que


traigas más pan de la tienda, al parecer habrá más venta que de costumbre.

–¡Ya voy, mamá! Es solo que estaba conversando con Lehnik, ya sabes
que siempre me gusta hacerle la plática –dijo con su vocecita entrecortada, y
luego salió disparada hacia el fondo de la cocina.

–¡Por el amor de dios! ¿Acaso crees que no tienes obligaciones aquí?


Todos trabajamos muy duro mientras tú te la pasas molestando a los clientes –
vociferaba la señora mientras yo dejaba la propina y me disponía a retirarme.

Al salir de aquella cocina barata donde al menos podía consumir los


alimentos que este trivial cuerpo orgánico necesitaba para subsistir en este
caos sin el más mínimo sentido llamado existencia, y en donde me exasperaba
la estupidez de las personas que me rodeaban, me dirigí hacia mi habitación,
como siempre. Nada nuevo había acontecido en mi intrascendente vida, solo
otra rutinaria semana de trabajo absurdo, lectura absurda, ejercicio absurdo y
destellos de posibles escritos que terminaba por borrar. En resumen, una vida
absurda era la mía, pero ¿es que acaso podía ser de otra manera? ¿No era, de
cualquier forma, este el destino que yo había elegido? O ¿el a mí? ¿Por qué
tenía esta amarga sensación de que, sin importar cuánto lo intentase, mi
existencia seguiría siendo miserable? ¿Para qué vivir entonces? ¿Para qué
intentar conocer la verdad suprema? ¿Para qué ayudar a los necesitados y los
discapacitados si el mundo, aun con nuestras dádivas, seguirá siendo
repugnante y patético? No entendía tantas cuestiones y me sumergía en un
sinfín de dilemas irrelevantes. No obstante, lo único que imperaba, sin
importar cuánto me enfrascase en teorías insulsas, era la convicción de que
mis acciones nada significaban y, por ende, podía hacer lo que me viniera en
gana sin esperar jamás castigo alguno, pues era evidente que dios no existía.
¿Cómo podía tanta gente vivir bajo el yugo de la otra vida y lo que de ella
esperaba?

Si lo meditaba a fondo, me percataba de que la concepción del alma y


los diversos planos o reinos en otros niveles de la existencia eran una
preciosidad sin igual cuando el humano necesitaba justificar algo que
sencillamente carecía de todo objetivo. Así, cuando el ser se veía en el
incoherente callejón en donde se preguntaba si sus acciones tenían
importancia, siempre recurría a justificarlas todas mediante meras quimeras
que estaban basadas en viles creencias inculcadas. Pero nadie intentaba
construir sus propios principios para dar forma a una auténtica personalidad,
pues todos se sentían complacidos con la absurda impostura de la sociedad y
lo que en sus mentes se había programado para actuar como autómatas.

¿Qué eran los valores y la moral, la educación y el respeto, la dignidad y


la honradez? ¿Por qué debíamos pensar, actuar y seguir los atavismos de una
civilización arcaica y decadente? ¿Por qué no cuestionarlos y repugnarlos con
nuestro supuesto raciocinio? ¿Qué certeza tenía el humano de que existiera el
alma, el espíritu o cualquier cosa parecida? ¿Qué sentido era el que nos
impelía a estar aquí y ahora, haciendo exactamente lo que hacíamos? ¿Qué
definía nuestros actos? ¿Éramos solo títeres en un tablero donde ciertas
fuerzas realizaban todos los movimientos pertinentes, y donde nuestro libre
albedrío era solo un chiste? Y por supuesto que, en caso contrario, ¿realmente
importaba si podíamos decidir o no? Nuestras elecciones eran demasiado
absurdas para considerarse importantes. Este putrefacto mundo que, por
casualidad, quizás albergaba a tan funesta raza, era menos que el más abismal
concepto de la nada que se pudiera imaginar, pero a la vez era todo lo que
teníamos.

Pensaba también en cuántas ocasiones las personas actuábamos tan


absurdamente, siempre dándonos una importancia suprema, siempre
considerándonos el punto central del cosmos, de la creación y de la existencia.
No obstante, nunca caíamos verdaderamente en cuenta de cuan banales,
pestilentes y carentes de todo maldito sentido eran nuestras vidas. ¿Qué
importaba si yo me follaba a una prostituta hoy? Y ¿qué si rechazaba a Virgil y
a tantas otras mujeres honradas? Y ¿qué si prefería solo a mujeres fáciles y
atrevidas? ¿Qué jodido significado tenía despertarme temprano, cumplir con
mis deberes laborales, ayudar a mis padres y los más necesitados, comer
comida cara o barata, tomar agua o beber alcohol, ser bueno o malo?
Evidentemente ninguna, pero los humanos atribuían una excesiva y enfermiza
importancia a cada acto y a cada momento.

En el fondo, todo era irrelevante, y precisamente esto era lo mejor y lo


más cómodo, pues así se podía vivir sin ninguna responsabilidad, sin esperar
ningún castigo celestial ni preocuparse por reencarnar y pagar las deudas del
karma, o por rendir cuentas ante un divino tribunal e irse al infierno por
siempre. Así era como las personas se engañaban de manera sublime,
inventándose tantos elementos estúpidos para guiar sus actos y darles un
sentido a sus vidas, para perpetuar este execrable error llamado vida, para
continuar reproduciéndose asquerosamente e inculcando su basura mental a
sus vástagos, los cuáles seguirían el mismo camino y así hasta el fin de los
tiempos.

¡No podía tolerarlo más! Debía parar, debía acabar conmigo mismo a
como diera lugar, pues, aunque todo me era indiferente, el mundo humano no
era uno a mi medida, pues su hipocresía, sus mentiras y su absurda visión de la
moral y de supuestos valores a seguir me enconaban sobremanera. Siempre se
buscaba juzgar a un humano tan solo clasificándolo como bueno o malo, pues
esa era la percepción que el ser, en sus limitaciones mentales obvias, podía
entender. Era incapaz de percatarse de su estrechez y su nauseabunda
estupidez, de vislumbrar la gama de posibilidades que jamás podrían ser
encuadradas en tan solo bien y mal. Por eso detestaba a los humanos, por su
absurda escala con la que iban por ahí desdeñando lo que en el fondo ellos
eran y se negaban a aceptar, porque eran incapaces de atisbar lo miserable de
su propia naturaleza y lo repugnante de todas sus creaciones, tanto tangibles
como intangibles. Los humanos habían dilucidado tantas formas para
engañarse y hacer de esta efímera y mísera existencia un tormento en lugar de
aferrarse a su única escapatoria. Los humanos no sabían qué hacer con la
libertad y por ello buscaban la manera de ser sometidos y dominados, ya sea
ante una imagen mística, una gran corporación, un sujeto con poder y ataviado
elegantemente, un tipo que patea un balón o que gobierna un país, que posee
cuentas bancarias o que produce ominosos sonidos ante un micrófono.

No importaba qué fuera aquello a lo que el humano rindiera tributo,


cualquier excusa era buena para entregar la libertad, pues era un elemento
demasiado peligroso para poder ser apreciado y utilizado. Y así, desde el
comienzo de esta era inicua, el humano había luchado por ser esclavizado y
por adorar aquello que lo privaba de su libertad. Actualmente, era evidente que
el humano vivía bajo la opresión del sistema capitalista y de todo aquello que
le había sido impuesto con el fin de matizar su existencia miserable y arroparle
mediante vicios y distracciones. Pero ¿qué era realmente lo que el humano
perseguía en este caos absurdo? ¿Hacia dónde tendía toda esta inmundicia? En
momentos donde la abstracción se tornaba espantosamente intrigante,
intentaba convencerme de que mis creencias, evidentemente humanas, debían
estar equivocadas. No podía ser que todo esto existiera, si es que lo hacía, sin
propósito alguno. ¿Qué clase de entidad divina, espiritual o extraterrestre
había osado contaminar la existencia con tan infames, sacrílegas, viles, y
ridículas monstruosidades humanas como nosotros?

Siendo realistas y sensatos, los humanos debíamos aceptar que nuestra


existencia carecía de propósito alguno, y que en la ranciedad, podredumbre y
estulticia de la monótona vida en sociedad se hallaban los factores
deprimentes que mantenían viva la llama de un posible sentido. No obstante,
siempre se perseguían falsas concepciones y se mantenían como verdaderas
las más grandes mentiras. Y, ahora que me lo planteaba, era verdad que los
humanos amaban demasiado esto que se llamaba vida, y que se deleitaban y
buscaban extender su fetidez tanto como fuese posible. La pregunta clave era
¿por qué? ¿Qué había en esta vida más allá de los ocasionales solaces y
distracciones que valiera la pena experimentar? Al fin y al cabo, todo
terminaba siendo un sufrimiento sin sentido, pues lo único valioso se
evaporaba demasiado pronto y dejaba hechos trizas los corazones más débiles
y carcomidos.

Por ejemplo, el amor o el sexo, que enloquecían y venían con un néctar


exquisito; que lentamente se acercaban, y que tanto deseábamos experimentar.
Pero, cuando se retiraban, lo hacían de la manera más rauda y sin el más
previo aviso. El amor llegaba y se esfumaba en un santiamén, dejando una
dependencia enfermiza y una tristeza que nunca se iba del todo. Y el sexo era
igual, pues, antes de querer follarse a alguien la sangre hervía y el deseo
inundaba la mente y el cuerpo, pero, cuando se consumaba el acto, se tenían
orgasmos, se satisfacían por completo todos los anhelos carnales y llegaba el
momento de doblar las sábanas, entonces se caía en un vacío absoluto donde
no quedaba otra cosa más que cuestionarse ¿por qué el sexo parecía ser lo
único que anhelábamos los humanos? Más aún ¿por qué, tras hacerlo, se caía
en una demente y pantanosa nada en donde la nostalgia y la melancolía
atacaban cual fieras rabiosas? Era absurdo.

Y así pasaba con todo lo que podría considerarse bonito en esta supuesta
vida, en esta realidad execrable adornada con múltiples cromatismos
distractores. Todo se terminaba, todo cambiaba y la felicidad era imposible.
Entonces ¿qué caso tenía experimentar dicha sensación si se terminaba
demasiado pronto? ¿Qué había en los humanos que siempre teníamos la
tendencia de arruinar y contaminar lo único aparentemente incorruptible? ¿Es
que acaso esto era lo máximo a lo que se podía aspirar en esta falacia de
existencia? ¿Tan pobre y patética era la momentánea, frágil y fugaz felicidad
que se podía experimentar en este caos infinito? ¡Qué absurdo resultaba
entonces todo y qué razón tenía para ser indiferente! Así evitaría tanto
sufrimiento, decepciones y estupideces por las que el ser sufre. Así podría
también un día sonreír y levantarme para continuar con la insipidez de mi
rutinaria y malsana vida. Así podría decidirme a tomar la pistola y terminar
con este delirio de miseria e insensatez en donde me sentía atrapado. La
verdad era esa: me sentía forzado a vivir.

Pero mis creencias y mis ideales eran los de un humano cualquiera, los
que las personas tendrían si no fuesen tan hipócritas y mentirosas y aceptasen
lo que en el fondo somos todos. ¡Cómo odiaba ser igual al resto y con qué
vigor me aferraba a ello! ¡Qué temor tenía de mi individualidad y con qué
absurda complacencia me parapetaba en una humanidad que repugnaba y que,
al mismo tiempo, necesitaba para seguir vivo! Ese era el punto en donde me
desmoronaba siempre que pensaba esto, pues me era imposible renunciar a mi
humanidad y seguir existiendo. ¿Qué significaba matarse entonces? ¿No
estaba ya muerto desde hace tanto tiempo por no sentir ni importarme nada?
¿No estaban todos los humanos muertos por dentro al haber reducido su
auténtica forma? ¿Quiénes eran los muertos y quiénes los vivos? ¿No era más
sensato suicidarse que permanecer en esta trágica comedia de pésimo gusto a
la que estúpidamente se le llamaba existencia? ¡Qué miserable y deprimente
era todo alrededor!

Parecía como si toda mi vida fuese una aciaga contradicción a pesar de


todos mis esfuerzos. Incluso la indiferencia no iba conmigo, pero era lo único
que me quedaba, pues sentir y pensar más allá de mí estaba enterrado en el
pasado. Como sea, decidí que estaba ya muy afectado para continuar
cavilando tonterías que, de cualquier modo, siempre convergían en recalcar
cuánto despreciaba a la humanidad y a mí mismo, cuánto odiaba a la religión y
sus cómicos dioses y libros, cuánto detestaba toda clase de imposición social,
política, deportiva, moral, económica, militar, espiritual o de la índole que
fuera. Sabía que yo no era diferente y que el mundo jamás cambiaría. Había
aceptado vivir, aunque estuviese ya muerto; y a veces necesitaba la
confirmación, la culminación de tan pacificadora condición. Y, si no me
suicidaba, no era debido a algún factor como el que se adjudica de manera
horrorosa a los suicidas, ni tampoco tenía nada que ver con el dolor que
causaría a mis padres o algunos otros que pudieran apreciarme. Si no me
suicidaba era tan solo porque todavía no creía merecerlo, todavía mantenía una
muy tenue llama de falsas esperanzas en esta mortecina e infame realidad. O
no sé, la verdad es que cada día sentía más repulsión y tristeza. Solamente
debía reunir todo el malestar y la desesperación que me ocasionaban este
mundo, quizá solo así podría finalmente ahorcarme.

Cuando la señora del vestido rojo, de nombre Akriza, pasó y me miró,


regresé a mi insípida realidad, esa donde era un mero empleado de oficina y
estaba condenado a trabajar hasta el fin de mis días. Algo había, sin embargo,
en la apocalíptica mirada de esa mujer. Ya varias veces me había mirado de la
misma manera, singularmente pasional y abyecta a la vez. Akriza hizo que me
levantara y la espiara, cautivado por sus tetas ligeramente caídas y esas piernas
carnosas que se transparentaban cuando usaba ese vestido rojo que me
fascinaba. A pesar de ser una ama de casa ordinaria, producía en mí una
excitación tremenda, de un modo que nunca comprendía en su totalidad. Me
gustaba su cara y la manera en que siempre descargaba su ira sobre su hija, la
pequeña Jicari, quien recibía una golpiza tras otra y se la pasaba llorando todas
las noches, pues, aunque contase con solo nueve años, su vida había sido una
tortura de la peor calaña, al mismo grado que la de su madre. Yo las conocía
someramente, lo más que había hecho, hacía ya un buen tiempo, había sido
robar una tanga de Akriza para masturbarme con ella y luego colgarla de
nuevo, con la ligera sospecha de que ella me había visto. Claro que, en esa
ocasión, estaba demasiado ebrio. En fin, estas dos infelices vivían en el mismo
condominio que yo, aquel edificio de mala muerte y de pestilencia
inconfundible donde ocupaban el tercer piso, uno más arriba de donde yo me
ubicaba. Y, por ende, escuchaba irremediablemente todo cuanto acontecía en
cada funesta escena.

El marido de esta desdichada, un tal señor Golpin, le hacía honor a su


nombre de la mejor forma posible, pues diariamente propinaba unas golpizas
tremendas a su esposa, quien lloraba como desquiciada mientras su hija bajaba
al piso donde yo me ubicaba y tarareaba una canción un tanto extraña:

Él vendrá por ti y te desangrará


Nada puede hacerse para sus dientes evitar
Él tocará tu vientre y luego se lo comerá
Nada puede pensarse para hacerlo regurgitar
Él quiere que seas tú la encarnación aquí
Y jamás se equivocará al saborear
Él es un maldito genio en su humanidad
Pero cuando sueña enloquece de verdad
No lo irrites tanto o el coño te joderá

Tal era la canción que Jicari, aquella niña pringosa de nueve años solía cantar
a unos cuántos pasos de mi puerta. Los sucesos siempre ocurrían en el mismo
orden: el señor Golpin llegaba borracho, drogado y con dos gordas
aparentemente sacadas de algún burdel barato. Luego, entraban al
departamento como a la 1 am y la fiesta comenzaba. Como yo dormía poco, en
nada me incomodaban sus gritos execrables. Ciertamente, tenía algunas ideas
con respecto a lo que ocurría en aquel departamento lamentable, pero nada
concreto. Tras una media hora, las gordas cabareteras se retiraban entre vómito
y eructos, pero el martirio de la señora Akriza recién comenzaba. En tanto, la
pequeña Jicari se acercaba con su canción a mi puerta. Acto seguido, se
escuchaban unos golpes espantosos, propinados seguramente con un cinturón
o algún cable. Entonces los sollozos de la señora Akriza se propagaban, con la
evidente intención de ser contenidos, pero sin tener éxito. Había ofensas,
maldiciones, injurias y toda clase de palabras vulgares e hirientes eran
lanzadas sobre la desdichada, quien jamás respondía para defenderse.

La pringosa Jicari, por su parte, parecía ya acostumbrada a esto. A veces


permanecía dormida en las escaleras, puesto que, cuando me dirigía a la
oficina, la veía con un peluche en forma de puerco, igual de desgastado y
maloliente que ella. Debo decir que, extrañamente, nunca sentía lástima por
esta pobre miserable, pues, en todo caso, no era yo el culpable de sus penas.
Además, nada podía hacerse para evitar que su padre, el señor Golpin,
maltratara tan brutalmente a Akriza, pues era su mujer. En resumidas cuentas,
aquella familia era un ejemplo más de las mucha que abundaban en toda la
ciudad. En verdad parecía que las personas siempre hacían su mejor esfuerzo
por ser aún más estúpidas de lo que ya eran. ¡Bueno, supongo que habría que
felicitar a la humanidad por eso!

No obstante, pensaba que no me gustaría estar en la situación de aquella


famélica niña y su grotesca madre, quien, por alguna razón, soportaba todos
los desvaríos de su desquiciado marido. Debo confesar que me masturbaba
pensando en la señora Akriza e imaginando sus gestos, movimientos y
palabras obscenas, alcanzando altos grados de un placer mayor al de la
masturbación normal. Y ni hablar de sus tetas enormes y ligeramente caídas,
pues me enloquecían a tal punto que, en los ocasionales encuentros que
solíamos tener donde nos limitábamos a mirarnos, mis ojos siempre se
posaban directamente en el lugar donde imaginaba se hallaban sus pezones.
Me fascinaba cuando usaba escotes y yo, desde mi ventana, me asomaba
impaciente al escuchar a Jicari con su griterío absurdo y horrible. Esto ocurría
siempre por las tardes, donde ambas se dirigían al parque, y, mientras Jicari se
solazaba en los columpios con aquellas ropas pringosas y cabellos
desgreñados, su madre se sentaba en las bancas y conversaba con la señora
Faki, algunas veces llorando y suplicando por ayuda. Pero nunca parecía
hablar en serio, pues cada tarde retornaba a su departamento en el piso tres de
aquel condominio malsano para ser golpeada por su bestial esposo, quien
debía tener extrañas y grotescas prácticas sexuales.

Ciertamente, Akriza era una mujer madura y sumamente atractiva, razón


por la cual me resultaba inconcebible creer que permaneciera atada a tan
ominosa relación con su deplorable esposo, golpeador y fetichista. Pero no
eran mis problemas y, además, lo único que deseaba era follármela, pues tenía
el presentimiento de que su bestial esposo, el repugnante señor Golpin, no la
tocaba hacía ya bastante tiempo. A final de cuentas, ambos teníamos nuestras
necesidades carnales y, aunque fuese la mujer de otro hombre, esto en nada me
importaba. Así como tampoco influía el hecho de que ya tuviese una mugrosa
hija, dado que parecía serle un estorbo.

En ocasiones fantaseaba con cometer una locura e irme muy lejos con
Akriza, ella parecía suplicármelo cada vez que nos mirábamos y yo ardía en
deseos de complacerla en todo sentido. Se había equivocado al aceptar el yugo
de aquel golpeador, pero a leguas se notaba que buscaba un escape, que no le
interesaba en lo absoluto lo que podría ocurrirle a la desaliñada y miserable
Jicari, y que todo cuanto añoraba era un nuevo comienzo, al igual que la
mayor parte de las personas que absurdamente se colocan las cadenas de aquel
absurdo tormento llamado matrimonio.

Pensaba que todos merecíamos una segunda y hasta una tercera


oportunidad; es más, ni siquiera debía existir un límite. La vida era tan patética
e irrisoria que de nada servía hacer promesas ni juramentos, pues
evidentemente el humano no estaba capacitado para llevar a cabo tales
empresas. Por otra parte, al igual que las personas promedio, Akriza se había
dejado llevar por la entelequia del matrimonio y por las habladurías de la
gente banal, que consideran como sagrado tal concepto. Todo esto, sin
embargo, para mí no era sino pura superchería y otra de las casi infinitas
formas en que el humano renunciaba a su libertad.

Tampoco creía, por supuesto, que desear la mujer de otro hombre


estuviera condenado. En nuestros pensamientos podíamos desear a todas las
mujeres habidas y por haber, podíamos follarlas y masturbarnos pensando en
ellas, y esto en nada afectaba el caos cósmico ni ocasionaba que se enfureciera
alguna entidad divina, puesto que era inexistente. Por lo tanto, me sentía en
pleno derecho de desear mujeres casadas, separadas, viudas y en cualquier
estado que se me ocurriera, pues, si esto era otro factor de la decadencia y
carencia de valores impuestos, también lo aceptaba como lo hacía con la
pornografía y la prostitución. ¿Qué diferencia había entre ser decadente o no?
¿En qué afectaban mis actos el irremediable absurdo y banal ciclo de la
existencia humana? ¿Cómo atribuir una enfermiza y obsoleta importancia a
una casualidad desproporcionada que, en todo caso, se acercaría a un
experimento fallido? Me incomodaba y me asqueaba la excesiva importancia
que el ser adjudicaba a toda clase de normas y maneras aceptables de vivir en
sociedad.

En múltiples ocasiones había intentado entablar conversación con


Akriza de alguna manera, al menos pasar de los buenos días y corroborar que
deseaba ser penetrada por mí. Tenía ciertos indicios de que así era, pero seguía
dudando. Para nada me preocupaba lo que el desquiciado señor Golpin pudiera
hacer en venganza por haberme tirado a su esposa, pues, si algo así acontecía,
siempre saldría yo ganando. Necesitaba idear la manera de solicitar algo más
allá de meras formalidades y saludos, de llamar su atención y de inmiscuirme
en sus pensamientos. Probablemente podría hacerlo a través del dinero, ya que
ella y su mugrosa hija parecían sufrir siempre por ello. Esto no me extrañaba
dado que el señor Golpin debía malgastar su quincena en los burdeles y las
gordas taiboleras con las que cometía quién sabe qué actos sexuales tan
exóticos. En fin, era cuestión de animarme y hacerlo.

Decidí dejarme de tonterías y regresar a mi departamento en aquel condominio


nauseabundo. Antes de ir a mi habitación y recostarme par leer alguno de los
últimos libros que había comprado en la semana, pasé a la tienda para comprar
unas golosinas. Casualmente, cuando estaba a punto de entrar al vomitivo
condominio, alguien abrió la puerta y me sobresalté al percibir que eran
Akriza y su raquítica y maloliente hija. Me miraron y, tras haber
intercambiado un forzado saludo de buena noche, salieron en dirección a la
panadería. Me quedé ahí y pensé que, si hoy no conseguía hablarle, nunca lo
haría. No sé qué especie de convicción insana fue la que se apoderó de mi
cordura en aquellos momentos, pero retiré la llave de la puerta y decidí seguir
a la mujer que con tanto fervor deseaba.

Decidí proseguir y seguirlas hasta la plaza de la colonia, donde fueron a


sentarse y la funesta niña se abalanzó de inmediato sobre unas palomas torpes
que picoteaban insensatamente el suelo, en busca de migajas o cualquier cosa.
Jicari no dejaba de gritar como una maldita aberración y saltaba
demencialmente de un lado a otro con su putrefacta dentadura, esparciendo su
mugre y contaminando el aire. Noté que había pocas personas realmente en
aquella plaza a la cual rara vez asistía porque precisamente era el lugar donde
los padres iban para que sus asquerosas criaturas perdieran el tiempo y
conversar sobre chismes y bagatelas. Pero la concurrencia, a pesar de ser
domingo, no era tanta como yo esperaba, en parte pensé que esto se debía a la
latente posibilidad de lluvia.

Colegí que sería el momento idóneo para acercarme y conversar con


Akriza. Si la sucia Jicari se acercaba, podría otorgarle alguna golosina para
que nos dejara en paz y se largara a molestar a las palomas. El único problema
era si algún conocido del condominio nos miraba juntos, pues la gente
realmente se inventa chismes y habladurías de cualquier calaña con tal de
apaciguar su tediosa vida. Es una lástima que los humanos vivan más
preocupados por enterarse de la vida de otros que por la propia, pero qué se le
va a hacer. Cuando ya me había decidido, y cuando casualmente la pestilente
Jicari se había largado a recoger piedras con otros niños vagabundos, mi plan
fracasó. Ya había yo salido de la pared donde me escondía y caminado unos
cuántos pasos hasta quedar de espaladas a Akriza cuando, inesperadamente,
una sombra se me adelantó y se colocó junto a ella. Era la señora Faki, madre
de Virgil y dueña de la cocina barata donde a veces comía.

No tuve más opción que rendirme y hacer como si estuviese recogiendo


un objeto del suelo, puesto que las dos mujeres viraron y creo que sospecharon
algo, pero me alejé raudamente y sin dar muestras de mis intenciones. Lo
único que me faltaba era que aquella cerda, la señora Faki, se apareciera para
platicar con Akriza, como lo hacían en el parquecito frente al condominio. Mi
plan estaba momentáneamente arruinado, pero no renunciaría tan fácilmente al
coloquio con la inspiradora de todas mis fantasías. Por lo tanto, reflexioné y
me parapeté nuevamente, a la espera de que la charla culminara pronto. Me
pareció, no obstante, que transcurrió una eternidad hasta que, al fin, Akriza se
levantó y llamó a Jicari, tras lo cual se despidió de la señora Faki y partieron
de vuelta al condominio. Al menos así lo creía yo hasta que se detuvo en una
tienda de antigüedades donde se rumoraba que el encargado, un viejo
exguerrillero y depravado senil contaminado con sida, vendía LSD.

La lluvia se avecinaba y las gotas, aunque ligeras, comenzaban a incrementar


en intensidad. Esperé un poco, pero me desesperé de inmediato. Tenía un
extraño presentimiento y, tras veinte minutos parado en medio de la lluvia, que
por momentos arreciaba, decidí entrar a la tienda de antigüedades para
enterarme de lo que ocurría. Si Akriza o Jicari lograban reconocerme, no sería
extraño pensar que, de nuevo, la casualidad nos había colocado en el mismo
sitio por tercera vez en menos de una hora. Además, existía la posibilidad de
voltearme precisamente cuando ellas salieran y así evitar cualquier sospecha.

Entré sin más dilación y quedé cautivado por las reliquias que aquel
decrépito sujeto mantenía con tanto cuidado en sus vitrinas. Había toda clase
de curiosos objetos y de instrumentos bonitos y vetustos. Indudablemente se
debía tratar de un coleccionista sin igual que, durante todos los años de su
absurda existencia, había conseguido amalgamar tan curiosos elementos. La
oscuridad era evidente y me costó trabajo dilucidar la pequeña silueta que se
mantenía recargada en lo que parecía ser la mesa de cobro, era Jicari. Al
mirarme, sonrió con sus putrefactos dientes y me indicó que guardara silencio.
Me acerqué un poco más para interrogarla.

–Hola, pequeña. ¿Cómo estás? ¿Qué haces por aquí? –pregunté en voz
baja y con una curiosidad incipiente.

–¡No hagas ruido o nos escucharán! Podríamos interrumpirlos en su


juego –replicó con un temor excesivo.

–¿Juego? ¿Escuchar? No entiendo de qué hablas, explícame –solicité,


asomándome un poco para intentar ver.

–¡No! ¿Qué crees que haces? –chilló mientras me jalaba para


retroceder–. Veo que no sabes que a momi no le gusta cuando alguien la espía
mientras juega.

–Sigo sin comprender, ¿en dónde está tu mamá? ¿Es que acaso…? –
inquirí sin completar mi pregunta, pues una sola idea fulminó mi mente.

–Bueno, yo nunca veo a momi jugar, pero sé que se divierte bastante, o


eso siempre dice. También me ha comentado que, cuando yo sea mayor,
deberé ser muy buena jugando si es que no quiero terminar como ella.

No estaba plenamente seguro de que mi idea fuese cierta, pero ya había


llegado hasta allí y no me detendría. De manera automática mi mente trazó un
plan macabro que podría seguir para conseguir mis objetivos a pesar de lo que
estuviese ocurriendo ahí dentro. A como veía las cosas, lo primero sería
convencer a la pringosa Jicari de que yo debía ver a su momi jugando, pues
solo así permanecería tranquila sin alertar de mi presencia a su madre y a
aquel viejo aprovechado. Colegí que sería suficiente con un ligero sermón y
unos cuántos caramelos que, por suerte, todavía traía en mis bolsillos.

–Escúchame. Te llamas Jicari, ¿cierto? –le dije calmadamente,


colocando una paleta de fresa entre sus callosas manos–, pues necesito
urgentemente comprar algo de la tienda y debo hacerlo ya. De otro modo,
¡alguien en mi familia podría morir!

–¿Qué es lo que está diciendo, señor? ¿Alguien podría morir? Pero


¿cómo?

–Sí, tal como lo escuchas –asentí mostrándome afligido sobremanera y


sosteniendo su mano huesuda y sucia–. En caso de no adquirir hoy cierto
artefacto que solo en este lugar venden, una persona muy cercana a mí
morirá…

–¡Qué terrible! Yo no quiero que nadie muera ni sufra. Entonces


intentaré llamar a momi para que deje de jugar y usted pueda comprar lo que
tanto requiere.

–Entonces ¿momi juega con el encargado de este lugar? –pregunté solo


para corroborar mi funesta teoría sobre lo que “jugar” significaba
verdaderamente.

–Así es, momi siempre necesita jugar, pues, de otro modo, tiene un
carácter de los mil diablos, y se la pasa encerrada en el baño haciendo ¡quién
sabe qué cosas!

–Ya veo, es eso –balbucí, pensativo–. Pero tú no debes molestar a momi,


yo personalmente me encargaré de llamar al viejo para que me consiga lo que
deseo.

–¡No! ¡Usted no debe entrar! ¡Nadie debe molestar a momi o sino…! –


expresó aterrada.

–Si no, ¿qué? ¿Acaso pasará algo tan terrible? O ¿por qué te pones así?

–Es que momi siempre me encarga que nadie la moleste mientras ella
juega y yo…, temo desobedecerle, porque, de ser así…
–No te preocupes, en verdad yo me encargo –comenté con más
confianza y notando que Jicari temblaba con la misma intensidad con que
apestaba–. Te haré una promesa, solo entraré y tomaré lo que necesito sin
molestar a momi con sus juegos, ¿qué te parece?

–Yo… no estoy segura –contestó tras elucubrar unos segundos, luego


pareció asentir con la cabeza–, pero, si es así como usted lo plantea, entonces
momi no se enojará y todo estará bien.

–Bueno, entonces ya está decidido, entraré y tú esperarás aquí sin gritar


ni realizar algún movimiento, ¿cómo ves?

–Me parece que no hay inconveniente, solo tenga cuidado. A momi


usualmente le disgustaría si usted la ve mientras juega… –susurró en un tono
extraño con su vocecita odiosa.

–Déjamelo a mí, verás que saldré de ahí en menos tiempo de lo que


piensas. Solo necesito aquello, y luego me iré.

–¡Espere un momento, por favor! –gritó de pronto, incomodándome al


imaginar que se había arrepentido y que podría delatarme–. Si usted tuviera
otra de esas deliciosas paletas de fresa, se lo agradecería tanto.

–Desde luego. Aquí tienes, tómala –contesté extendiendo mi mano para


otorgarle la última de las paletas en mi bolsillo–. Ahora vuelvo, mantente
quieta.

Me escabullí silenciosamente a través de la entrecerrada puerta hacia


unos escalones pestilentes que subían en espiral y terminaban en un pasillo
igual de fétido. El lugar era de una antigüedad bárbara, haciendo honor al local
de la planta baja. ¡Quién sabe cuánto tiempo tenía desde la última
remodelación! Me centré en hallar a Akriza y contemplar sus supuestos
juegos, y, aunque esto me excitaba, también hacía que mi corazón palpitara
tremendamente.

Si en aquellos instantes el viejo me encontraba, era hombre muerto, pues


no iba armado y él interpretaría mi intromisión como un robo. Por suerte, me
era indiferente seguir vivo o estar muerto, y abandoné tan insulsas reflexiones
para luego avanzar sigilosamente por el asqueroso pasillo hasta que comencé a
escuchar un sonido proveniente del último cuarto. Sabía, gracias a los chismes
locales, que el viejo rabo verde siempre molestaba a las jovencitas o a las
señoras maduras con proposiciones indecorosas y que vivía solo desde hacía
algún tiempo, por lo cual no corría peligro de ser molestado por alguien más,
con lo cual mi huida también se vería bastante beneficiada.

Conforme me acercaba al último cuarto, mi teoría se confirmaba cada


vez más. Y, cuando al fin estuve a unos cuántos metros, noté que la puerta
estaba cerrada y que una ligera abertura me permitiría fisgar todo lo que en el
interior estuviese ocurriendo. Al principio dudé, aunque me convencí de que
no podía flaquear ahora. ¿Qué era, de cualquier manera, lo peor que podría
ocurrir? Sin saber por qué, mi corazón parecía estallar, pero me controlé.
Cansado de mi inutilidad, me lancé hacia la abertura y, aunque tenía una vaga
idea de lo que vería, la escena me sorprendió mucho más de lo que debería.
Ahí, sentado en un sillón de aspecto bastante incómodo y pringoso, se
encontraba sentado el viejo asqueroso, con su cosa erecto y una expresión de
placer delirante en su rostro, mientras se contorsionaba repugnantemente. Y
junto a él yacía Akriza, con sus enormes tetas fuera del vestido y rebotando de
un lado a otro, en tanto se inclinaba para succionar el miembro de aquel viejo
ominoso.

Permanecí como hipnotizado mucho más de lo que hubiera deseado,


pues mis ojos solo podían mirar aquellas monstruosas y descomunales tetas
con sus pezones mucho más puntiagudos de lo que hubiera imaginado.
Además, Akriza saboreaba la cosa de aquel viejo como si verdaderamente lo
disfrutara, pues miraba su rostro y no parecía haber ni un solo rastro de asco o
algo parecido, sino únicamente el vivo reflejo del delirio y la complacencia.

Dado que ellos estaban de lado, logré atisbar cada detalle de la increíble
e inefable succión que Akriza le proporcionaba al infame anciano. Lamía
ambas bolas con majestuosidad y después, con la punta de su lengua, rozaba la
cabeza y la abertura. Luego se alocaba y lo introducía todo de golpe,
incluyendo las bolas, tras lo cual parecía vomitar y tosía demasiado. En
determinadas ocasiones, el miembro del viejo debía entrarle hasta lo más
profundo de la garganta, pues en sus cachetes atisbaba las bolas mismas. El
viejo, colegí, debía haberse tomado algunas pastillas azules antes del acto,
pues no era concebible que su cosa estuviese tan erecta a esa edad. No
importaba, no podía dejar de mirar las divinas tetas y los cósmicos pezones de
Akriza, que se revoloteaban de un lado a otro hasta que entre ellos se incrustó
el miembro del asqueroso senil.

En esos precisos instantes sentí una explosión en mi interior, un calor


como ningún otro fluía por todo mi cuero y mi sangre hervía como nunca.
Noté que mi cosa estaba también erecta y pensé que podría entrar ahí y
follarme a Akriza si no fuese por aquel viejo, pero ahora él había ganado y yo
debía esperar una mejor oportunidad, la cual seguramente tendría dadas todas
las preguntas que ahora flotaban en mi cabeza. Pero esto fue interrumpido por
una especie de diálogo que no logré escuchar dado que solamente musitaban,
pero inferí que algo había acontecido para suscitar una posible disputa.

Akriza parecía reclamar algo al viejo mientras se alzaba el vestido, con


lo cual noté que no usaba nada debajo, sencillamente su vagina se hallaba
desprotegida y esperando ser cogida bajo aquella sedosa tela rojiza. Se había
colocado en cuatro y no entendía por qué maldita razón aquel viejo estúpido
no la follaba como a una vil perra, hasta que miré detenidamente y noté que su
inservible cosa estaba flácida y caída como un espagueti cocido. No pude
evitar desternillarme y casi se me escapa una carcajada diabólica, pero me
contuve recordando mi situación. Era simplemente una burla, un sacrilegio
que aquel viejo ridículo no pudiese penetrar a Akriza, quien estaba
absolutamente puesta para que le destrozara el rabo. Y yo ahí afuera, tan solo
mirando y masturbándome al contemplar el inigualable y magnificente culo de
aquella madura ansiosa de fornicar. No podía resistir las ganas de patear la
puerta y arremeter con violencia hasta correrme como un demente adentro
aquella zorra.

Pero no, debía tranquilizarme y ponderar de mejor manera mis


posibilidades. Todavía no era el momento adecuado para desflorar el
magnífico rabo y el jugoso coño de Akriza, necesitaba un plan. Decidí esperar,
puesto que no parecía que fuesen a salir pronto, aunque no dejaba de
masturbarme tan violentamente como podía. Observé que el ridículo e
impotente viejo entraba al sanitario con una caja de medicina, posiblemente
más viagra. Entonces la mujer de mis fantasías comenzó a tocarse como una
auténtica loca, gimiendo de tal manera que todos en la calle debían escucharla.
Pensé entonces en la asquerosa Jicari y su odiosa cara de simio, en cómo debía
haber palidecido en aquel momento tras escuchar cómo su madre
supuestamente era cogida como la vil perra malparida que era, aunque la
realidad fuese otra. Sin embargo, también barrunté que aquella blasfema
pringosa debía ya estar consciente de lo que su golfa momi hacía, y por ello
lucía tan espantada y hablaba de un juego y no sé qué otras tantas babosadas.

Como sea, me concentré en Akriza y en sus diabólicas tetas, que me


parecían las más divinas y exquisitas de entre todas las tetas naturales, pues
debían serlo. Y ¡ni qué decir de sus caderas tan anchas, su cintura reducida,
sus piernas gordas y ese rabo inenarrable que añoraba lamer y destrozar! En
mi alienación y lujurioso delirio, pensaba que Akriza debía haber sido una
diosa en otros reinos o al menos una reencarnación de la mismísima Afrodita,
pues era absolutamente innatural que una mujer poseyera tan perfectas curvas
y proporciones, pero lo era. Y, entre más la observaba, más descaradamente se
tocaba aquella zorra caliente, y con mayor intensidad sus gemidos resonaban,
seguramente desconcertando a cuantos infortunados pasaban a aquella hora
por la calle, aunque no serían tantos considerando que la lluvia había arreciado
un poco durante los últimos minutos.

Al fin, Akriza experimentaba múltiples orgasmos, y un chorro, como


fuente, brotó de su enorme coño peludo, pero luego vino otro y así hasta que
perdí la cuenta. Debía estar al borde del delirio aquella perra, y nuevamente
mis deseos absurdos de entrar y hacerla mía, de correrme en su interior y
preñarla, se hicieron latentes. Pero me resistí, no sé cómo ni por qué. A aquel
viejo ridículo lo hubiera vapuleado de haber intentado detenerme. Lo que más
risa me daba, además de su importancia, eran sus ojillos y su barba que parecía
de chivo. En fin, decidí esperar hasta que alguno de los dos se dirigiese a la
puerta.

Entonces el viejo estúpido salió del baño, tal vez envalentonado por la
pastilla azul o verdaderamente excitado milagrosamente gracias a Akriza, pues
su cosa estaba erecta y su rostro ansioso de penetrar. Para mi sorpresa, la
ardiente zorra no permitió que esto sucediera y se arrojó sobre su cosa para
chuparlo y jalarlo de manera precipitada, como si quisiera arrancárselo. Yo
sentía no resistir más y, cuando miré cómo el inútil anciano se corría
abundantemente en la boca, rostro, tetas y abdomen de Akriza, me corrí
también manchando el suelo y, dado lo apretado de aquel pasillo, arrojando un
poco de semen hacia la calle mediante una ventana abierta.

No pude evitar seguir con la cosa erecta cuando vislumbré cómo Akriza
se tragaba y saboreaba con majestuoso deleite el rancio esperma de aquel
viejo, procediendo a lamer lo que le había quedado embarrado en la punta del
miembro. La imagen de Akriza, con su vestido rojo levantado y sus tetas
salidas, toda bañada de semen y gimiendo como una maldita e invariable
zorra, era algo con lo que podría jalármela de por vida, pero deseaba más.
Comprendí que el acto no terminaría ahí, pues el viejo entró de nuevo al baño
con otra pastilla azul. Y, cuando salió, se inclinó de tal manera que Akriza
comenzó a chuparle el ano mientras se metía el mango de un sartén en el suyo.

Medité si quedarme a contemplar lo que acontecería después, pero


decidí que no, sería mejor aprovechar la oportunidad y largarme mientras ellos
continuaban “jugando”. Además, mis planes eran otros, e inevitablemente
terminaría cogiéndome a Akriza tarde o temprano. En verdad me resultaba
imposible no desearla y ahora mucho más, quería poseerla cuanto antes y
eyacular en su vagina para preñarla, pero debía esperar. Todo marcharía mejor
si me iba de aquel pestilente lugar y me llevaba conmigo a la deplorable Jicari,
pues aprovecharía para interrogarla y averiguar más detalles sobre su momi y
su siniestra forma de “jugar”.

Además, no fracasaría en absoluto, pues cuando Akriza regresara tendría


el pretexto perfecto para entablar diálogo con ella usando a Jicari como
intermediario, argumentando que la había hallado caminando en solitario bajo
la lluvia y la había guiado hacia el condominio donde sabía que vivía en un
piso más arriba que yo. Aquel cuento sería ideal para ganarme la confianza y
la gratitud de Akriza, y, en adelante, podría resultarme más fácil indagar y
discernir ciertos aspectos hasta llegar a follármela.

VI

Obedeciendo mi instinto y muy en contra de mi voluntad, decidí virar para


guardarme mi cosa y proseguir con lo planeado. No obstante, enorme y
escalofriante fue mi sorpresa cuando descubrí a la infame Jicari mirándome
con los ojos abiertos de par en par y estremecida en grado extremo. Por suerte,
estaba muda y tiesa cuando logré guardarme mi miembro y me acerqué hacia
ella, de otro modo habría estado en graves problemas. Sin mencionar palabra
alguna sobre lo que había presenciado, la tomé de la manita y ambos bajamos
mecánicamente los derruidos y húmedos escalones en espiral. Luego la saqué
de aquella lóbrega tienda de antigüedades y la persuadí para que me
acompañara de vuelta al condominio.

Se negaba a seguirme sin importar lo que yo argumentase, al menos


hasta que le prometí comprarle un helado, no con el señor de las nieves
rancias, sino en la heladería donde el más barato costaba al menos lo de diez
nieves rancias. Sin más opciones accedí y nos retiramos caminando
raudamente bajo la lluvia, la cual había disminuido como por arte de magia.
Llegamos al fin a la heladería y ella ordenó uno de chocolate, en tanto yo pedí
uno de nuez y, para poner las cosas en claro con respecto a mis futuros planes,
pedí una costosa paleta de piñón para Akriza, pues la mugrienta Jicari me
contó que era la favorita de su momi, pero que rara vez la comía debido a su
alto precio. Se mostró sorprendida y sonrió con cierta malicia cuando me
escuchó pedir una de estas paletas para llevar. Después, caminamos lo que
faltaba para el nefando condominio y ahí nos sentamos en el parquecito,
donde, una vez más tranquilos ambos, charlamos mientras comíamos nuestros
helados.

Desde luego que Jicari cuestionó lo que yo ya sabía que querría saber,
así que tuve que inventar algo para enmascarar mi descuido. En cierta manera,
aquella interrogante abrió una puerta que, de otro modo, hubiese sido muy
difícil siquiera empujar un poco.
–Oiga señor, ¿qué era eso que estaba haciendo mientras yo lo miraba
detenidamente al final del pasillo? –preguntó mientras lamía su helado con su
simiesca y odiosa fisonomía.

–Bueno, son ciertas cosas que a veces las personas hacemos cuando
estamos estresadas o desesperadas. Tú eres demasiado pequeña para
comprender.

–Eso es lo que usted cree, pero la verdad es que no –replicó sin apartar
sus ojos negros de mí–. ¡Yo sé que usted se estaba jalando la miembro!

–Pero ¿qué dices? –exclamé en un paroxismo total–. ¿Dónde has


aprendido tales cosas o quién te ha instruido acerca de ello?

–Si usted supiera las cosas que miro diariamente, no me tomaría por una
ingenua criatura. O ¿acaso piensa usted que soy ignorante solo por estar tan
sucia y harapienta?

–No, para nada –mencioné dubitativo, pero mostrando interés en el


tema–. Yo no creo que tú seas eso, sino todo lo contrario. Pienso que eres una
niña demasiado despierta y astuta; de hecho, vendría bien si me hablases de lo
que sabes, pues yo podría ayudarte a comprender.

–¡No necesito comprender! ¡Tampoco quiero contarle nada! ¡Solo quiero


que pare ahora mismo! –expresó con furia y dando brincos.

–Está bien, no preguntaré más acerca de lo que vives, si así te sientes


menos incómoda –afirmé lamiendo mi helado.

–No importa, usted tampoco entendería, es igual a los demás. O ¿acaso


puede usted hacer que se vaya y que me deje en paz? ¡Claro que no! ¡No
puede, estoy segura de que no!

Me volteé y esperé antes de responder. Tal vez me había equivocado en


mis suposiciones, pues claramente Jicari, aunque imberbe, no ignoraba lo que
yo deseaba saber. Seguramente le contaría a su momi lo que yo había hecho,
aunque esto no era del todo desalentador. Sin embargo, me inclinaba más a
seguir el plan original y hacer que aquella criatura me confesase todo cuanto
ocurría en aquella habitación cuando su padre llegaba borracho con esas dos
gordas cabareteras, así como cualquier otro detalle concerniente a Akriza.

También sabía que, en estos precisos instantes, la madre de aquella niña


desaliñada estaba siendo desflorada y chorreada por aquel viejo abyecto. Me
cuestionaba si no sería conveniente ir a mi habitación, tomar el revólver y
regresar a aquella tienda de antigüedades para matar al pestilente viejo rabo
verde y hacer mía a aquella zorra. Un trueno y un relámpago anunciaron una
tromba y así aconteció, pues el cielo se cayó sobre la funesta ciudad para
purificarla un poco de toda la podredumbre y miseria humana. Tomé a Jicari
de la mano y ambos subimos a mi departamento, tenía la esperanza de que ahí
pudiera revelarme algo de mi interés.

Al principio me costó que aceptara entrar, pues no se sentía segura con


un extraño como yo. Pero una vez dentro le ofrecí una taza de café que aceptó
gustosa y algunas galletas. La lluvia había aumentado y parecía no cesar, las
densas nubes grisáceas no ofrecían tregua. Noté que la sucia Jicari miraba la
ventana cada 5 minutos, posiblemente había comenzado a preocuparse por su
momi. Sin cuestionarle nuevamente, se puso elocuente de manera súbita y me
contó lo que tanto añoraba averiguar, no sin estafarme con una galleta extra
cada vez que devoraba la que tenía entre manos. Me causó un poco de
repulsión mirar sus uñas largas y ahítas de mugre, pero toda ella era un
amasijo de podredumbre, así que ignoré el asunto. Lo único que por ahora me
concernía era que me hablase de los horrores que presenciaba y a los que su
madre se había resignado desde hacía quién sabe cuánto.

–Te contaré lo que quieres saber, pero debes prometerme que de ninguna
manera se lo contarás a nadie, pues es muy delicado. Además, si momi se
entera de que yo te conté, me matará –comentó entre murmullos matizados de
una melancolía inusual.

–No tienes de qué preocuparte, puedes estar absolutamente segura de


que mi boca permanecerá sellada respecto a lo que sea que me cuentes.

Una vez dicho esto, se colocó en la posición donde habitualmente la


encontraba en las escaleras aquel estado lamentable.

–La vida es horrible y hubiera preferido nunca haber existido de saber


que esto era vivir… Hace ya algún tiempo desde que este martirio comenzó,
aunque parece como si se tratase de eones en vez de simples semanas o meses.
Como sabes, en el departamento vivimos mi padre, momi y yo, y, aunque
estamos apretados, no existe algún otro lugar en donde se nos permita
retrasarnos tanto con el pago de la odiosa renta. A decir verdad, yo no
comprendo muy bien qué es todo eso del dinero, pero observo que momi
siempre está preocupada por él y procura tenerlo en abundancia, lo adora. Ella
dice que, cuando yo sea más grande, podré ganar mi propio dinero sin tener
que recurrir a los ardides y juegos que ella se ve forzada a llevar a cabo por
unos cuántos billetes. También me ha comentado que soy demasiado inocente
como para comprender lo que ella hace o dice, pero no es así. Sé que momi
deja que otros hombres hagan cosas repugnantes con su cuerpo y por eso le
pagan. Yo quisiera que no fuera así, pero, de otra manera, no tendríamos para
malcomer, pues mi padre se gasta todo en estupideces y hace mucho desde la
última vez que dio el gasto. Estas cosas de adultos me enfurecen y me
molestan puesto que no las comprendo, aunque siento que, generalmente,
cuando uno es grande, pierde la capacidad de razonar o se vuelve imbécil en
gran medida.

“Como sea, momi me cree ignorante de sus asuntos y está bien que así
sea. Sin embargo, yo sé a la perfección en qué anda metida y, cuando puedo,
robo lo que esté a mi alcance para no ocasionar molestias. Si hay algo que me
irrita es la dádiva y la compasión con la que me mira la gente, además de que
todos se tapan las narices puesto que mi olor es repugnante, pero realmente
apenas y tenemos agua, pues no la hemos pagado y lo poco que obtenemos
solo cubre las necesidades fundamentales. Hace ya tanto que no tomo una
ducha y que uso las mismas ropas sucias que he olvidado la sensación de estar
limpia. Supongo que esto me traerá infecciones y enfermedades, pero me
mantengo fuerte y, de cualquier manera, si me muero, será lo mejor; seré una
carga menos para momi y nadie me extrañará. De hecho, debo confesarte que,
en varias ocasiones, he estado a nada de arrojarme a las vías del tren, pero
siempre me acobardo cuando las luces parpadean en la oscuridad.

“Es sumamente extraño, pues aquella luminiscencia parece impregnarme


de un aliento vital muy cálido y sugestivo, el cual me retorna a mi cotidiana
miseria con mayor voluntad. Lo que no tolero es aquella gente que mira
morbosamente cuando me siento en la orilla de las vías, esperando el día en
que accidentalmente caiga o sencillamente me arroje por decisión propia. Por
ahora creo que viviré mucho más, así que deberé abandonar mis visitas a la
estación de trenes. No importa, mi existencia es miserable e irrelevante, y las
personas nunca miran más allá de sus deleites y pasiones. A todos les interesa
solo complacerse a sí mismos a cualquier precio y a costa de lo que sea, pero
está bien, ¡que se joda el mundo!

“Y bueno, como te decía, en diversas ocasiones robo cuanto puedo, y,


dada mi condición de niña pobre, las personas casi nunca reclaman. He
tomado frutas, verduras, semillas, panes, carne, pescado y demás; también
algo de ropa, como estos calcetines que tomé a escondidas y que son los
únicos que tengo. Así me he hecho de mis cosas, tomando lo ajeno y
escurriéndome o poniendo cara de lástima. Lo que jamás he robado es dinero,
me aterra pensar que yo podría contaminarme de esa suciedad y envilecerme
como todas las personas. Puedo robar casi cualquier cosa, excepto efectivo,
me enferma la simple idea. Y los alimentos que tomo los como a escondidas, o
a veces le doy algo a momi argumentando que me lo encontré tirado en la calle
o que me lo obsequiaron en uno de mis solitarios paseos, pues momi
frecuentemente se la pasa tirada en una vieja hamaca y yo me salgo sin
avisarle.

“Creo que ya se le ha hecho costumbre que le lleve algo de comer


diariamente y, aunque sospeche que lo robo, o en verdad acepte que me
regalan las cosas, le da igual. No espero permanecer mucho tiempo en esta
vida, pues me parece grotesco que alguien como yo exista; tan solo
contemplar la repulsión con que las personas me observan me basta para
sentirme de tal manera. Sé que parezco un simio, que soy horrible, apestosa y
huraña, pero solo soy una niña de diez años que existe sin ningún sentido.
Detesto sobre todas las cosas a aquellos engreídos oficinistas que siempre
andan en sus lujosos automóviles o que viven en zonas residenciales y pueden
deleitarse con las mejores comidas y vestirse con joyas y ropas caras.

“Sin embargo, no creo que te interese lo miserable que es mi existencia,


así que me disculpo. Lo que debo contarte es todavía más vomitivo, considero
yo, pero lo haré. Pasa que mi padre, el señor Golpin, a quien todos conocen
aquí por sus escándalos, su vida nocturna, su desconsideración, su perfidia y
su estupidez, no siempre fue así. Él abandonó a mi madre cuando se enteró
que estaba embarazada, y desde entonces momi ha tenido que vivir en las
calles sobreviviendo de sus juegos y las limosnas, pues no tiene familia
alguna, ya que mis abuelitos murieron muy jóvenes y mis tíos desaparecieron
sin dejar rastro. El punto es que, cuando yo tenía aproximadamente 5 años, mi
padre volvió y afirmó estar arrepentido, prometiendo no sé cuántas cosas y
suplicando por una nueva oportunidad. En un principio momi no lo aceptó,
pero, al ver lo difícil que era sobrevivir en este mundo obsceno siendo una
triste mujer inútil, terminó por ceder e irse a vivir con su “renovado” hombre.
Recuerdo que durante los años siguientes todo estuvo de maravilla, mi padre
trabajaba y nos mantenía, mientras momi tejía y cocinaba, preparaba todo en
el hogar, limpiaba y sonreía más a menudo. Yo estaba feliz y a todos les
contaba lo fabuloso que era tener a papá de vuelta, y cuánto me quería.

“Por desgracia, lo bueno termina demasiado pronto y nuestro caso no


fue la excepción. Tras habernos mudado a este condominio, mi padre comenzó
a embriagarse de forma frecuente, a fumar y drogarse. Llegaba demasiado
noche, si es que lo hacía, y a veces desaparecía durante varios días, pero
cuando regresaba siempre se notaba muy demacrado. Su salud se deterioró y
nos evitaba a toda costa, está de más decir que intentamos conversar con él en
infinitas ocasiones, pero siempre nos esquivaba. Parecía que, con cada día que
transcurría, olvidaba un fragmento de lo que había sido y se imponía en su ser
la nueva esencia, por así decirlo. Se entrometió en asuntos de brujería, magia
negra y oscuros rituales, pues en sueños solía gritar pavorosamente, y a veces
balbucía de modo sórdido que algo se estaba apoderando de su cabeza y que lo
estaba devorando desde dentro. No recuerdo qué tantas otras cosas solía decir,
pues su contacto con nosotras se tornó nulo y enfermizo. Asistía a raras
reuniones y supuestos retiros y limpias, realizaba sacrificios de animales y
ritos repugnantes.

“Y llegó un día donde mi padre enfermó al punto de perder demasiado


peso y pasársela encerrado en el departamento durante trece días. Había
perdido su empleo y su deterioro era bastante evidente. Tras reponerse
ligeramente, consiguió el empleo actual, y desde entonces ha estado así. Lo
peor es lo que hace cada noche, pues siempre trae a dos señoras obesas al
departamento y… ¡Se las folla frente a nosotros! El muy desgraciado obliga a
momi a mirar aquel acto y, si se distrae durante unos segundos, hace que una
de las señoras cachetee a momi. La verdad es que es horrible lo que pasa, pero
momi parece haber enloquecido también. Estas señoras son trabajadoras del
burdel aledaño al trabajo de mi padre y seguramente él gasta todo su dinero y
su tiempo ahí, bebiendo y fornicando, pero no le basta con eso, sino que
también daña a momi y a mí me asquea.

“Y eso no es lo peor, pues a veces hace que momi pase de ser una simple
espectadora a ser partícipe de sus deplorables fantasías. La amarra como si
fuese un animal y deja que las gordas cabareteras la orinen y defequen sobre
ella, o la obliga a oler sus gases y a lamer sus traseros. Algunas ocasiones deja
que ellas le peguen a momi hasta sangrarle la boca y ponerle las mejillas
moradas, o hace que la manoseen asquerosamente e introduzcan toda clase de
cosas en su vagina. Lo cierto es que ese señor, que antes llamé mi padre, y que
ahora detesto con todo mi ser, jamás penetra a momi ni tiene el más mínimo
contacto sexual o deseo por ella. Pienso que le agrada mantenerla consigo solo
para satisfacerse a sí mismo y cumplir sus fetiches, pues nunca deja que momi
cierre los ojos, ella debe ver todo lo que él hace con aquellas dos gordas
asquerosas. Durante el transcurso del acto acumulan fluidos en un vaso que
dan a tomar a momi o que avientan en su cara. Además, arrojan toda clase de
cosas y le escupen o la insultan tremendamente. A él parece excitarle mucho
que estas gordas destrocen a momi con golpes o palabras, y las alienta para
que la degraden y la humillen de cualquier forma.

“Cuando el suceso blasfemo acaba, él desata a momi y se caga en su


cara mientras propina fuertes golpes en su estómago que la hacen toser
desagradablemente. Esta es la realidad que día con día ocurre sin falta, sin que
yo pueda hacer algo para cambiar las cosas. En verdad amo a momi y no sabes
cuánto me destroza verla en tal estado, pues yo soy quien la anima y la cuida.
Creo que, de no ser por mí, ya estaría muerta, pues ahora ha enloquecido y se
la pasa recostada, salvo cuando salimos por las tardes al parquecito.
Constantemente escucho que llora y eso me entristece. No sé qué hacer para
cambiar la situación y solo momi evita que me arroje a las vías del metro. He
pensado en sugerirle que nos arrojemos juntas, pero seguramente se negaría.
No entiendo por qué no deja a ese execrable hombre y hace una nueva vida, en
verdad no comprendo nada. Tal vez porque, después de todo el horrible
bacanal, aquel señor repugnante siempre deja una bolsita llena de algo que
momi más tarde se fuma, para sumergirse en su delirio. He notado que momi
necesita diariamente de esa cosa, pues sin ella se pone furiosa y odiosa.
Supongo que esa es la razón por la cual permanece junto a mi asqueroso
padre, tan solo espera recibir aquello para fumárselo y luego olvidarse de lo
que es su miserable existencia.”

Cuando la pequeña y sucia Jicari terminó de contarme todo aquello,


sentí náuseas y a la vez una insaciable curiosidad. Había tanto que me
desconcertaba en aquella narración que preferí no hacer preguntas e intentar
dilucidarlo en la oscuridad de mi habitación.

–Y eso es lo que sé. Creo que es precisamente lo que querías saber.


Entiendo que tendrás algunos cuestionamientos, pero el porqué de las cosas es
algo complicado.

–No importa, así está bien –me apresuré a contestar sin prestar
demasiada atención a su simiesco rostro–. Ahora veo que has sufrido
demasiado y que tu momi necesita escapar de las garras de ese sujeto vil
cuanto antes.

–Yo pienso lo mismo, pero ella se resiste y se aferra a permanecer con


él. Cuando la interrogo sobre esos asuntos dice que yo no sé nada de la vida y
que él, en el fondo, es bueno y tierno, pero por ahora está atravesando una fase
un tanto lunática. Momi afirma que se le pasará y que todo volverá a ser como
antes. Además, ante cualquier cosa, ella lo ama, aunque juegue con el señor de
la tienda de antigüedades y otros más, eso no importa. Ella ama a ese señor vil
que es mi padre y no lo dejará. Dice que la mayor prueba de amor es
precisamente quedarse a su lado soportando todos sus desvaríos y deslices,
pues al final será feliz, incluso si él nunca se percatase. Y, si en su lecho de
muerte él llora o no, le dará lo mismo, ella morirá contenta y complacida por
haberlo amado.
–Vaya cosas, al parecer tu padre no es el único al que se le han cruzado
los cables.

–¿Cables? ¿De qué cosa estás hablando?

–Nada, mejor olvídalo. Espero que tu madre no tarde tanto en regresar,


aunque con esta lluvia…

–Seguro que vendrá pronto, mientras tanto háblame un poco de ti.


Siempre te veo cuando amanece y yo estoy recostada en las escaleras, pasas
muy de prisa y tan pensativo que me pregunto qué clase de cosas son las que
ocuparán la mente de los mayores. Momi dice que sería mejor que me quedase
así para siempre, pequeña e inocente, pues, según ella, este mundo es un lugar
terrible para vivir, y yo creo que en parte tiene razón.

–¿Por qué en parte solamente? ¿A ti te gustaría vivir y permanecer en


este mundo?

–No, desde luego que no –replicó ensimismándose y haciendo gestos


grotescos–. Lo que yo quiero es morir cuanto antes, pero me parece muy
improbable.

–¿De verdad? ¿No estás bromeando?

–No miento, es la auténtica verdad. De hecho, he intentado en vano


aguantar la respiración, pero nada pasa. También he querido aventarme desde
el techo de este edificio, pero considero que podría sobrevivir y quedar peor. Y
ahorcarme, pegarme un tiro o cortarme las venas me parece muy trágico.
Quisiera morir quedamente y sin alboroto, donde nadie note ni se entere de mi
muerte. Tal vez tú podrías ayudarme en algún momento, ¿lo harías?

–Sí, ¿por qué no? –respondí con franqueza–. Para mí la existencia no


vale nada, y es interesante que a tu corta edad tengas en tan elevado concepto
el suicidio, pues siempre lo he visto como el néctar prohibido solo bebido por
algunos elegidos.

–Y ¿si ahora te pido que me mates del modo que mejor se te ocurra?

–Bueno, supongo que tendría que hacerlo, si así es como lo quisieras.


–Eres extraño, pero me agradas. Eres el extraño mental a quien una vez
soñé matándose a sí mismo, pero también observándose.

–¿Por qué lo dices? Usualmente no le agrado a la gente.

–Lo sé, es natural.

–¿Cómo? ¿Por qué?

–Por tu mirada y tu semblante. Inspiras sensaciones inmensamente


decadentes y a la vez sentimientos encontrados y sombríos. Tus ojos son
distintos a los del resto de las personas. Tus ojos arden y luego colapsan en un
matiz espectacular. Me parece que eres sincero y arrogante, pero en lo
profundo de tu ser sufres como ninguna otra criatura en esta contradictoria
existencia. Y sé que a las personas de este mundo les fascina mentir y
aparentar, pues es todo lo que sus corrompidas esencias alcanzan a discernir en
este caos. Por eso me agradas, porque eres la primera persona que conozco
que no ha dudado ni un poco en ayudar a alguien más a consumar su suicidio.

–No esperaba eso –musité sobresaltado cuando me percaté de que me


miraba fijamente con su rostro simiesco y enseñándome de modo repugnante
sus dientes putrefactos.

–Y puedo ver más, pero usualmente me lo guardo. Siempre creo que las
personas son estúpidas, y casi nunca me equivoco, por lo cual me reservo mis
comentarios para no herirlos en su ridícula concepción de la vida.

–¡Tú pareces robarme las ideas, porque exactamente eso suelo pensar
yo!

–No es tan complicado, solo debe uno ser sensato y sincero para saber
que el mundo se ha ido al carajo y que las personas que lo habitan son carentes
de sentido.

–E, incluso en esta náusea, todavía luchamos por algo, por dejar huella
en esta paradójica pseudorealidad que creemos es la vida.

–¿Te consideras decadente? Porque yo creo que, pese a todo, todavía


tienes algo que los seres de este mundo ya han perdido –dijo Jicari con su
rostro mugroso y tosco, verdaderamente parecía más un simio que un humano.

VII

No supe qué contestar. ¡Si tan solo aquella inocente niña supiera quién era yo
en realidad! ¡Si supiera qué cosa tan aterradora e insignificante era mi vida!
Desde luego que era sincero y no creía seguir los patrones de la sociedad, pero
¿no era yo precisamente parte de esa decadencia? ¿No asistía cada fin de
semana a follarme a aquellas putas y embriagarme en antros baratos y buscar
placeres en infinidad de labios? ¿No era yo un mero trabajador de oficina con
una vida absurda y mediocre, rayando en una absoluta insipidez? ¿No usaba
tantas máscaras y a la vez ninguna? ¿Qué clase de hombre había sido todos
estos años y en qué continuaría transfigurándome? ¿No había reconocido la
decadencia y la estupidez del mundo y había decidido obviarla y entregarme a
toda clase de impulsos mundanos? ¿Dónde estaban precisamente mis
sentimientos y qué era eso que yo tenía y que el mundo había perdido? ¿Cuál
era mi auténtica esencia y en qué clase de pantanosa miseria me revolcaba sin
importarme nada más? ¿Acaso había pasado tanto tiempo solo y sin sentido,
sumido en reflexiones que no llevaban a ninguna parte, que me había olvidado
de mí mismo? ¿Acaso había dejado todo a esta humanidad recalcitrante que
rechazaba y adoraba a la vez?

¿Me había olvidado de sentir, de conocerme a mí mismo, de profundizar


en el origen de mi yo verdadero? Por supuesto que era decadente, pues todo
me era indiferente, incluso si se trataba de la muerte de Jicari o de cualquier
otra niña. ¿Qué me importaba también si Melisa si había suicidado por mi
culpa? Y ¿qué si mis padres me extrañaban y pedían que los visitara? Y +qué
si renunciaba hoy al trabajo, o mañana, o pasado mañana? ¿Qué relevancia
tenía comer, dormir o reír? ¿Qué era amar, sentir, extrañar o llorar? ¿En dónde
estaba verdaderamente mi corazón? ¿En dónde estaba yo? ¿Quién era yo en
este ínfimo fragmento de existencia caótica? ¿Qué jodida y aciaga
significación tenía vivir o morir si, en todo caso, terminaba por sentirme del
mismo modo cada día? Hacía tanto tiempo que no hallaba la diferencia entre
estos conceptos. Hacía tanto que me parecía haber muerto, y, sin embargo,
todavía respiraba y creía ser real, al menos tangible y materialmente, al menos
en este supuesto plano ignominioso donde la única liberación era lo que Jicari
había mencionado. Pero no fui capaz de responderle, sus cuestionamientos y
afirmaciones me desconcertaron, como si por primera vez algo quisiera
imponerse a mi indiferencia absoluta.

–Supongo que es imposible no serlo, al menos mientras uno esté vivo.

–Y ¿consideras que lo estás? ¿Qué certeza tienes de ello?

Justamente antes de que pudiera intentar responder a tal inquisición


apareció Akriza, la madre de aquella inverosímil y mugrosa niña. Noté que, en
cuanto la vio subir por las escaleras y dirigirse hacia nosotros, toda empapada
y con mal humor, Jicari sonrió y comenzó a brincar estrepitosamente. Debía
querer mucho a su madre, realmente era algo supremo y adorable que pudiese
abrazarla y besarla, sentir algo en su interior a pesar de querer morirse. Yo me
limité a encender un cigarrillo y coloqué mis manos en los bolsillos. La verdad
es que fumaba mucho, tanto que ya no contaba las cajetillas que fumaba al día,
pero ¿acaso tenía alguna importancia?

Akriza venía sumamente mojada, pues el aguacero no había cesado


desde que habíamos entrado al condominio. Traía lo que parecían ser unas
bolsas de pan y también leche y huevo. Me pregunté cómo diablos habría
conseguido tales alimentos, pero luego opté por no cuestionarme más. No
quería ni imaginarme todo lo que tendría que haber hecho y con cuántos. Pero
tuve también la extraña impresión de que eso estaba bien. Sí, de que yo no era
nadie para alterar las funestas acciones de esa mujer que tanto me inquietaba.
¿Acaso podría cambiar su destino solo porque me atraía con una fuerza
misteriosa? ¡Bah! Ni siquiera creía en el destino, ¿para qué complicarse tanto?
Mejor sería solo contemplarla y disfrutarla, sin enredarse en asuntos tan
profundos.
En cuanto llegó hasta nosotros la devoré con la mirada, percatándome de
que no traía sostén y sus pezones lucían muy puntiagudos debido al frío que la
invadía. Además, aunque de alguna manera sabía que no era bella, me gustaba
demencialmente, me atraía de un modo que no concebía explicarme. Quería
tomarla y besarla, hacerla mía cuanto antes, tal como aquel vejestorio lo había
hecho. Seguramente todavía traería el esperma en su vagina, pero no
importaba, ahora que la tenía tan cerca me era indiferente saber con cuántos
hombres se había acostado o cuántas bocas había besado, lo único que deseaba
era ser uno más en su lista.

Así ocurría siempre con todas las mujeres, pues, dado que el amor era
solo un engaño execrable, lo único que se podía buscar en el sexo opuesto era
el contacto físico y el idílico intercambio de fluidos, fuera de eso todo era
mísero y obsoleto. Y todos los que se engañaban a sí mismos aparentando que
se amaban o que se adoraban me producían estrepitosas carcajadas. El humano
no era una criatura apta para amar, solo se trataba de un reflejo instintivo
manifestado en la copulación, y nada más existía fuera de esto. Pero así eran
estos seres de los que me veía rodeado diariamente, intentando luchar por
cosas banales y por meras ilusiones que, en su desesperación, creían reales
para dar un sentido al lúgubre vacío de sus tediosas vidas.

–¿Dónde diablos te habías metido, chiquilla del demonio? ¿Es que acaso
no te cansas de ocasionar problemas? –fue lo primero que Akriza espetó, casi
ignorando mi presencia y tomando a la pringosa Jicari del brazo.

–Estaba con mi nuevo amigo, Lehnik, quien vive en el piso de abajo.

–Y ¿con qué derecho es que te vas con desconocidos y dejas a tu pobre


madre batallar en su pensamiento? ¿Acaso crees que no te he buscado como
una loca por todo el barrio?

–Lo siento, es solo que me aburrí de esperar.

–Y eso ¿a mí qué? Todo lo que tenías que hacer era vigilar y quedarte
quieta.

–Bueno, ya no te enojes así, momi. Además, ha valido la pena el regaño.


–Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

–Por mi nuevo amigo, mi primer amigo en toda mi vida.

–Buenas tardes, mucho gusto –dije interrumpiendo a Jicari y


aprovechando la oportunidad que tanto había esperado–. Creo que solo nos
conocíamos de vista, y realmente yo tenía grandes deseos de entablar
conversación con usted.

–Buenas tardes –replicó Akriza como analizando mis intenciones–.


Entonces es usted quien trajo a Jicari hasta aquí, o ¿me equivoco?

–Sí, fui yo. Me disculpo si le ocasioné algún inconveniente.

–No, para nada. Lo único que no tolero es que esta sinvergüenza siempre
ande queriendo pasarse de lista.

–Pero momi, yo solo…

–Nada de momi, ya verás que algún día lo pagarás cuando tengas hijos y
un marido.

–Por eso jamás me casaré ni tendré hijos. Es más, ni siquiera deseo


continuar viviendo.

–¡Cállate! Deja de hablar estupideces, ¿qué va a decir el señor Lehnik de


ti? ¿Es que no te da pena lo que la gente pueda pensar?

–No; de hecho, creo que su hija es una niña bastante despierta para su
edad, es muy inteligente –interrumpí nuevamente.

–El señor Lehnik es un sujeto bastante intrigante, tiene ideas un tanto


parecidas a las mías.

–¡Santo cielo! Ahora veo por qué me parecía sospechoso todo esto –se
lamentó Akriza, luego se dirigió a mí–. No le haga mucho caso, es solo una
niña tonta y no sabe nada de la vida. Me imagino que usted ya sabrá de lo que
le hablo, es mejor dejar que su cerebro madure, pues, por ahora, creo que dice
puras tonterías.

–Pero momi, yo solo digo la verdad y lo que percibo.


–¡Cállate! ¿Acaso es que te atreves a contradecirme?

–Como usted diga. De todos modos, no creo lo que otros me dicen tan
fácilmente, siempre me cuestiono todo –expresé mirando a Jicari y guiñándole
el ojo.

–Pues será mejor que así sea. Por ahora debemos irnos, pero le deseo
que tenga una tarde agradable y disculpe por las molestias que hayamos
podido ocasionarle.

–Hasta luego Lehnik, supongo que podremos hablar con más calma en
otra ocasión, ¡je, je! –dijo Jicari mientras sonría y me mostraba sus dientes
podridos.

–Seguramente sí, hasta luego.

Y así fue como se marcharon las dos mujeres, tanto la pringosa Jicari
como su pérfida madre. Todavía percibí que discutían un asunto mientras se
dirigían hacia las escaleras que conducían al tercer piso. Por supuesto que mis
ojos solo pudieron observar los movimientos de aquella mujer y fantasear de
todas las maneras posibles. Terminé mi cigarrillo y entré en mi habitación,
feliz porque al fin había podido, aunque no de la mejor manera, dirigir algunas
palabras a Akriza. Barrunté que Jicari podría serme de gran ayuda, pues me
daría bastantes detalles de lo que ocurría en su hogar con la mayor fidelidad,
pues nunca mentía. Por otra parte, podría usar esto como pretexto para fingir
que me interesaba ir a su departamento a platicar y así visualizar la mejor
oportunidad para follarme a su madre.

Ni por un momento podría sacar de mi memoria la concupiscencia con


que aquel vejestorio se la tiraba. Reflexionaba que, si este viejo había podido
hacerla suya, entonces no debía resultar tan complejo que yo lo hiciera; tal vez
resultaría mucho más fácil de lo que imaginaba. Posiblemente ella querría
dinero, o se vería en la necesidad de solventar los gastos y la renta, cosa que su
funesto esposo no haría ni en sus sueños. Lo más extraño de todo era la
naturalidad con que se habían enlazado los sucesos, y parecía como si una
especie de destino, cosa en la que no quería creer, hubiera actuado
misteriosamente. Del señor Golpin no debía preocuparme en lo absoluto, pues
casi nunca estaba y, cuando lo hacía, era en un estado de absoluta ebriedad.
Así pues, dentro de muy poco conseguiría mis objetivos, solo debía ser
paciente y concentrarme en el modo en que lo haría. No cabía la menor duda
de que Akriza sería mía en una de las noches próximas, y que al fin saciaría
esta ansiedad desquiciante por poseerla.

Terminé el día sin cenar, masturbándome tres veces seguidas con los
vívidos recuerdos de Akriza y aquel viejo. Luego, cuando ya me disponía a
dormir, volvió a mi cabeza el asunto del suicidio y todo el discurso de Jicari,
incluyendo su rara actitud hacia mí y sus inexplicables afirmaciones.
Innegablemente existía algo que la había trastornado y yo creía saber qué era.
La pobre y mugrosa Jicari lucía endurecida ante esto, con la firme convicción
de querer morir y no ser parte de este mundo decadente. Debo confesar que,
por unos instantes, me recordó aquella ocasión en que tomé el revólver y casi
me volaba los sesos de no haber sido porque escuché un susurro a lo lejos que
decía mi nombre. Lo raro fue que, cuando salí, caminé sin dirección alguna,
hasta detenerme en un pequeño club de baile, lugar en donde conocería a
Melisa y mi vida cambiaría hasta lo que es ahora. En fin, sabía que un nuevo
día estaba por comenzar, otra insípida página en este anodino libro que era mi
vida, o, tal vez, mi muerte.

Después de desayunar pensé en qué haría el resto del día, era muy
temprano y el sol brillaba con intensidad, anunciando un domingo despejado.
Supuse que podría hacer muchas cosas si tan solo realmente quisiera hacerlas.
Sabía que los humanos eran así siempre, pues llevaban a cabo actos
maquinalmente, por mero impulso y sin reflexionar si realmente se trataba de
algo que quisieran hacer. La vida, por esto mismo, no tenía sentido. Pues ¿qué
sentido podría haber en sentirse forzado en todo momento a hacer cosas que
uno no quería para vivir la vida? No era congruente el querer y el hacer, pero
tampoco necesario. Las personas trabajaban no por obligación, sino porque así
querían hacerlo, ya que en realidad podían decidir lo contrario y morirse de
hambre por no comer. Pero siempre se podía decidir, o al menos así me
gustaba creerlo, en esta clase de cosas. Y, aunque era un misterio saber si antes
de vivir existía también la elección de hacerlo o no, pensaba que este era un
tormento sin igual.

La existencia era un gasto innecesario de energía, de inconexos destellos


de genialidad y abundantes fragmentos de absurdidad. En todo lo que había
experimentado hasta ahora no me parecía que pudiese verme a mí mismo
eligiendo vivir. Y, de ser así, ¿qué clase de cosas podrían haberme impulsado a
tal elección? ¿Es que debía aceptar que todos estábamos aquí por algo y que
esto no era tan absurdo como pensaba? Entonces ¿sí importaba negarse a las
pasiones mundanas y vivir bajo un esquema espiritual? ¡Qué oscuro y confuso
era lo que me atormentaba! Pero, al fin y al cabo, uno podía creer lo que
quisiera y basar todos sus comportamientos y acciones en esto, incluso si fuese
una mentira. Porque, de ser así, ¿cuándo tendríamos la certeza de que nuestro
modo de vivir había sido bueno o malo, correcto o incorrecto, espiritual o
mundano, sublime o vil? Precisamente esta certeza la tendríamos cuando ya
hubiésemos muerto, y, por tanto, ya ninguna relevancia tendría.

Siendo así, era válido que el humano se reconstruyera bajo sus propios
principios y valores, anulando toda clase de atavismo e imponiéndose no tanto
como dogma, sino como guía de un despertar cósmico. Y, si en la muerte no
existían respuestas, me sentiría decepcionado, pero también encantado por no
volver jamás a esta experiencia infame. De tal suerte que ser decadente o
consciente eran conceptos demasiado vagos para tener importancia. Yo era un
sujeto tan intrascendente como cualquier otro, por mucho que quisiera
encubrir esta angustia.

No obstante, podría pasarme el resto del día intentado discernir lo


indescifrable. Con cierto desagrado noté que no tenía ganas de nada, ni
siquiera de existir, y era en verdad algo sórdido y agobiante el tener que
soportar esta vida banal en esta sociedad repugnante. Fue entonces cuando
pensé en mis padres, en esos sujetos que siempre se habían preocupado por mí
y a los cuáles no visitaba desde hace ya tanto. Hoy sería el momento, hoy y no
otro día era el elegido para visitar aquella casita agradable en las lejanías de la
ciudad. Aunque estaba algo lejos, no podía negar que me agradaba pasar el
tiempo ahí cuando, hasta hace unos años, todavía no me daba igual que mis
padres estuviesen vivos o muertos. Pero todos actuábamos del mismo modo,
solo que la hipocresía cegaba a tantos y los atiborraba de prejuicios y
obsoletas acciones.

Yo sabía que los padres rara vez entendían los requerimientos de los
hijos, y estos a su vez querían libertad e independencia. Solo en los humanos
débiles seguía vivo el concepto de permanecer siempre junto a la familia y de
agradecer a los padres por todo lo brindado. Esa era otra de las máscaras que
se colocaban cotidianamente las personas, aunque yo había decidido hace
tiempo que ni siquiera asistiría al funeral. Es más, de preferencia elegiría que
los cremasen, pues para nada sería de esos ingenuos patéticos quienes
derramaban lágrimas y atascaban las tumbas de flores. Yo no tenía ni tiempo
ni ganas para ello, y por eso mis padres se habían molestado conmigo antes de
que me fuera de la casa.

Debo decir que en el camino pensé muchas cosas, especialmente me


molestaba tener que existir. Sí, eso era una verdadera desgracia. Si tan solo
pudiera borrar mi existencia, pero era imposible. Además, ¿qué o quién había
decidido que yo tenía que existir? Y, también, ¿para qué existir? Eso era lo
más perturbador, que no parecía haber una razón. Todo era tan absurdo, todo
lucía tan gris y todo me aburría. Sin duda, como cada vez que elucubraba
acerca de esto, terminaba con la misma pregunta: ¿por qué no me suicidaba?
Pero, cuando menos lo noté, ya era la hora de bajarme del tren. Era extraño,
hacía ya tanto tiempo que no visitaba a mis padres que incluso había olvidado
sus rostros.

Era un poco gracioso que ahora yo fuese tan diferente, que ahora todo
me diera igual. Por unos momentos hasta me pareció ver a un chico con un
balón que usaba una sudadera muy parecida a una que yo usaba cuando iba a
jugar fútbol en las canchas del parque. Y lo que más me cautivó era la sonrisa
del adolescente, pues me hizo recordar que hacía tanto desde la última vez que
me había sentido feliz y que había esbozado una ligera mueca similar a una
sonrisa. ¿Desde cuándo todo se había descompuesto en mí? ¿Por qué sentía tal
indiferencia? ¿Quién era yo ahora? En fin, al llegar a la casa de mis padres
noté que la fachada lucía un poco mejor desde la última visita que había hecho
hacía ya tanto. Cuando llamé a la puerta mi padre abrió sonriendo y dándome
la bienvenida.
Fue ligeramente exagerada mi llegada, pues mi madre me colmó de
besos y bendiciones, mostrándose tan alegre de que, al fin, después de tan
prolongado lapso de ausencia, me decidiera a pasar un día en su compañía.
Charlamos un poco, aunque me mostré adusto como siempre, pues rara vez
lograba tener una plática profunda con alguien. En general, casi todas las
charlas que lograba entablar eran muy superficiales, pues para nada me atraía
conversar sobre los clásicos temas que la gente consideraba interesantes:
fútbol, vidas ajenas, dinero, trabajo y espectáculos. Y, algunos a quienes creía
intelectuales engañados, se la pasaban hablando de algunas ciencias
particulares o filosofías obsoletas, lo cual también me aburría. Era apático, eso
no se podía negar, pero ¿qué hacer? ¿Acaso fingir que me interesaba hablar
sobre bagatelas sería más correcto?

Y con mis padres no era distinto, como bien yo sabía, pues, cuando
intentaba hablar de temas más profundos o expresar mi verdadero
pensamiento, se molestaban y decían que yo estaba demente o que dejara de
decir tonterías. Por supuesto que les ofendía en demasía el hecho de que no
creyera en ningún dios, pues, cuando el coloquio era religioso, las cosas entre
ellos y yo nunca marchaban en paz. Y así con otros tantos asuntos, como
también con la mayoría de las otras personas. Por eso casi siempre me
mantenía en silencio, interactuando con fines netamente laborales o
indispensables. Creo que con quienes más llegaba a entenderme y a hablar
eran las prostitutas de la avenida Astraspheris. Entonces pensé en Jicari,
indudablemente me había agradado su forma de ser y su percepción. Con
aquella niña simiesca y apestosa ¡sí que me entendía bien! Tal vez porque ella,
como yo, también vivía obsesionada con la idea del suicidio.

–¡Lehnik! Por fin has decidido visitarnos, estaba un tanto angustiado por
ti y tu salud –exclamó repentinamente una voz que reconocí de inmediato–.
¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo antes de visitarnos? No tienes idea del
llanto que mamá diariamente suelta en tu honor.

–Hola hermano, me da gusto ver que te encuentras bien –repliqué.

El día transcurrió de la manera más sencilla posible, como cualquier otro


domingo donde nada en especial hacía. Tras conversar sobre los detalles más
intrascendentes, tales como mi empleo, mi salud, mis pasatiempos, etc.,
acompañé a mi madre al mercado para comprar las cosas de la comida y
aproveché para adquirir unas cuántas prendas baratas que consideraba me
hacían falta. Mi hermano se quedó en casa puesto que tenía que realizar
algunas tareas para la escuela. Estaba ya en el último semestre de la
preparatoria y se sentía presionado puesto que también debía estudiar para el
examen a la universidad. Según dijo someramente, quería ser químico, o si no,
bacteriólogo. A mí me pareció interesante, aunque a mis padres,
evidentemente, no les satisfacía esta decisión.

Por otra parte, mi madre parecía feliz y disfrutaba enormemente mi


presencia; yo era casi como una deidad para ella. Creía que la quería
demasiado, aunque era incapaz de tener la certeza de que así fuera. ¿Por qué
habría de apreciarla a tal grado? ¿Era solo el simple hecho de que era mi
madre? En cualquier caso, ¿significaba esto que los hijos deben
automáticamente querer a sus padres por el sencillo y trivial, e incluso
accidental punto de que gracias a ellos existimos? No lo entendía, pero miraba
a mi madre reír con tal naturalidad que no quise enfrascarme en reflexiones
tan extrañas, al menos no por ahora. ¡Qué raro era pasar tiempo con mi familia
después de años sin verlos! En el fondo, sin embargo, sabía que yo no podía
ser lo que ellos querían.

Miraba a las personas ir y venir mientras esperaba a que mamá comprara


las verduras, lo único que faltaba para regresar a casa. Entonces una nostalgia
se apoderó de mí, creo que incluso llegó a ser, en determinado momento,
mucho más fuerte que mi indiferencia. Eso era lo que me confundía y me
hostigaba de los sentimientos, o lo que entendía por ellos: que siempre
cambiaban y no ofrecían tregua, que llegaban tan violentamente para
desaparecer con la misma rapidez. Ciertamente, cuando estos inusuales
ataques sentimentales llegaban a mí, me mantenía absorto hasta que
desaparecían. Era como estarse ahogando en un mar inmenso donde la marea
subía y bajaba a cada instante, sin posibilidad alguna de predecir sus
movimientos.

Entonces hallaba tan complejo mantener la respiración bajo el agua, y


también me resultaba intrincado sentirme fuera. No estaba tranquilo ni dentro
ni fuera, sino que buscaba absurdamente que todo se calmara, y esto lo lograba
con mi indiferencia. Así era en la caótica existencia, detestaba cuando venían
emociones fuertes, ora buenas, ora terribles. Prefería mantenerme inamovible
frente a cualquier viento, fuese una ligera brisa o un torbellino. Y aquellas
personas continuaban yendo y viniendo, adquiriendo objetos y alimentos,
riendo y enojándose, creyendo vivir y resignados a la cotidianidad de su
rutinaria esencia. Me entristeció saber que yo, pese a todo, pertenecía a ellos.
Y que seguramente, mientras mamá hacía lo mismo cada día, yo me entretenía
con cualquier prostituta, o coqueteaba con las mujeres a las que solo utilizaba
para divertirme. O, tal vez, estaría hundido en el alcohol en algún antro de
mala muerte rodeado de borrachos imposibles como yo, vomitado y hasta
orinado, sin poder ni siquiera mantenerme en pie.

Luego estaban ellos, el resto de los seres que causalmente se cruzaban en


mi interior. Era misterioso elucubrar que, mientras papá trabajaba para
mantener los gastos de la casa y mi hermano estudiaba fervientemente y me
idolatraba en su mente, yo proseguía con mi irónico y absoluto desprecio e
indiferencia. Ellos seguían sus vidas tan desconsideradamente, sin
cuestionarse jamás el sentido de su existencia. Y esas personas yendo y
viniendo eran iguales, yo lo era también. Pero a la vez esto contradecía mi
naturaleza, pues, si bien era similar al resto de personas, también, muy en el
fondo, algo susurraba lo contrario. Si tan solo mamá supiera todo lo que había
hecho en estos últimos años, ¿acaso me querría un poco menos por eso? ¡Cuán
enigmático resultaba ser todo ese asunto del amor fraternal, tan distinto del
apego sustancial en las relaciones de pareja! Y, pese a todo, terminaba por
reducirse a lo mismo, a una mera percepción desgastada por el paso del
tiempo. Si toda clase de querer y amar convergían a un desastroso percance,
entonces ¿para qué hacerlo? Si toda existencia iba y venía, se corrompía y, en
última estancia, se extinguía en el ocaso de la eviterna poesía de la muerte,
entonces ¿para qué experimentarla?


VIII

Mamá tocó mi hombro indicándome que ya había comprado todo lo que


necesitaba y que podíamos, al fin, regresar. Luego de comer papá se la pasó
mirando la televisión y durmiendo, particular atención dedicó al partido de su
equipo predilecto, pero hasta ahí. La verdad es que no teníamos mucho de qué
platicar más allá de los triviales detalles que ya habíamos compartido. A mí no
me importaba saber cómo le iba en su trabajo ni qué planes tenía para arreglar
la casa ni nada similar. Del mismo modo, aunque mamá toleraba un poco más
mis alocadas ideas, también terminaba por apartarse. Afirmó que estaba
cansada y tomó sus cosas para subir a su habitación, complacida por el poco
tiempo que le había dedicado y en el cual había sido feliz, al menos
humanamente. Cuando dieron las cinco de la tarde mi hermano bajó y comió.
Estaba profundamente desvelado y aún le faltaba tarea para el día siguiente,
aunque eso no impidió que me contase en qué andaba ahora.

–Papá siempre se queda dormido después de la comida y no despierta


sino hasta muy noche, tras lo cual cena y se duerme nuevamente. Así pasa los
fines de semana, realmente me agrada que descanse –comenzó por mencionar
Ujamh, mientras cenaba.

–Supongo que está bien, aunque, a decir verdad, siempre quise que
hiciera algo más que solo mirar el fútbol y conformarse con trabajar.

–Eso es porque esperas mucho de las personas, ¿no crees?

Reflexioné un poco su afirmación, y, aunque posiblemente estuviese en


lo correcto, ¿qué maldita opción tenía? Muy probablemente no existía
respuesta para ninguna de mis interrogantes, puesto que todo carecía de
sentido. Pero, modo de extraño, me atormentaba a mí mismo tratando de hallar
algo que diera sentido a lo que jamás lo tendría. Yo quería que las personas
luchasen y diesen la contra a la decadencia, cosa que estaba absolutamente
imposibilitado de realizar por cuenta propia, y todo era con el único objetivo
de sentirme menos miserables en esta existencia absurda.

–Lo que dices podría ser cierto. Es lo que una vez, cuando me decidí a
visitar a un psicólogo, afirmó también –contesté.

–Pues creo que entonces eres un gran optimista. Mis padres hablan de ti
seguido, pero creo que ya se les está pasando esa sensación enfermiza de
extrañarte todo el tiempo. Yo, por mi parte, he estado concentrado en mis
estudios, los cuales basta decir que me ocupan casi todo el día. Pero, en mi
poco tiempo libre, he emprendido una misión que quizá te agrade saber: el
arte.

–¿Arte? Supongo que entonces te refieres a que has comenzado a pintar.

–En efecto. Al principio no estaba seguro, pero el tedio de la rutina me


dejaba fastidiado, y, cuando una vez tomé un lápiz y un pedazo de papel, me
pareció interesante plasmar mis sentimientos y emociones. Sin embargo –se
detuvo y tragó un trozo de pan rancio que mamá usualmente compraba–, no es
tan fácil como parece. La verdad es que amo el arte, pero no sé si tenga el
talento y la determinación necesarios.

–Supongo que es un sacrificio que no muchos están dispuestos a hacer.


Ya sabes, necesitas tiempo y dinero –mencioné tragando igualmente pan
rancio–. Y lo de siempre: ¿para qué lo haces? De ninguna manera creería,
menos en el mundo actual, que el arte, la literatura o la música están exentas
de la decadencia y la corrupción que impera. Las personas jamás valorarán lo
que hagas y, por lo tanto, es mejor no esforzarse por querer cambiar el mundo.

–Lo sé –replicó Ujamh tornándose ligeramente melancólico–. Pero yo


creo que el mundo todavía puede cambiar. ¿Por qué no podría?

–Porque no quiere, así de sencillo. Es evidente que se puede, pero nada


queda por hacer en una sociedad donde el cambio implica reconfigurarlo todo.
Las personas no están listas, y nunca lo estarán, pues este sistema las ha
programado y moldeado perfectamente. Por ende, si intentásemos ese
despertar o cambio, solo terminaríamos locos o muertos.

–Bastante triste, aunque no sé sea del todo cierto.

–¿Por qué lo dudas?

–No sé, algo me dice que todavía debemos luchar por nuestros sueños.
–¿Crees que las personas de este mundo decadente todavía tienen algo
por qué luchar? Es más, ¿crees que tienen sueños aún?

–Sí, naturalmente. Todos los tenemos, ¿no?

–Es extraño –insinué esbozando una sonrisa sardónica–. La verdad es


que ya nadie tiene sueños, Ujamh. Basta con mirar a los habitantes de esta
civilización y percatarse de que sus probables sueños les han sido implantados.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿Es acaso que aceptas que en algún
momento tuvimos sueños los humanos y luego…?

–Tal vez en algún momento de nuestra superflua existencia tuvimos


sueños, metas, anhelos o lo más parecido. No obstante, conforme crecemos
éstos son reemplazados por los principales elementos de la pseudorealidad,
entendiendo este término como lo que nos han hecho creer como realidad, y
entonces nos olvidamos de nuestras auténticas razones para continuar. Esto es,
abandonamos lo más puro e intrínseco y, en su lugar, somos rellenados con
cualquier cosa que se pueda comprar con dinero, o que tenga que ver con sexo,
vicios, entretenimiento y la rutinaria y asquerosa vida que tantos padecemos.
Me refiero a que, al crecer, van menguando esos deseos por trascender, pues
vienen los hijos, el matrimonio, el trabajo y, sobre todo, el conformismo con la
actualidad.

–Ya veo, suena interesante. Pero dime, ¿no crees que haya todavía
algunos que sean diferentes?

–Es probable, pero son aniquilados antes de que puedan convertirse en


un verdadero problema. Algunos son tomados como dementes y se les
ridiculiza. Ya ves lo que ha pasado con los que han querido cambiar el mundo,
nada bueno han obtenido sino la muerte. Y, ciertamente, este camino me
parece mucho más sensato que seguir viviendo una vida que simple y
sencillamente no quieres. ¿Cómo proseguir en este banal mundo cuando te
sientes forzado a hacerlo? Y los sueños son un buen aliciente, incluso una
excelsa argucia para luchar, pero llega el punto en que la pseudorealidad te
vacía, te consume y te arroja a la nada como un pedazo de trapo viejo.

–Yo he sentido eso que dices, y, aunque sea absurdo, aún lucho. Tienes
razón al decir que gran parte de la humanidad está sumida en la decadencia,
pero ¿qué pasaría si nosotros también nos uniéramos a ellos?

–Nada, absolutamente nada, como tampoco cambiaría en nada el asunto


si no lo hiciéramos. Escucha Ujamh, nosotros no cambiaremos el mundo. Y lo
que necesitas entender es que no se trata de un asunto que tenga que ver con el
poder, sino con el querer. Es inútil esparcir palabras de sabiduría entre sujetos
tan sordos y tercos como los humanos, pues ostensiblemente ensuciarán las
perlas que les arrojemos.

–¿Por qué lo harían? ¡Es una tontería entonces!

–¡No! En verdad lo harían, y la razón es tan sencilla y desconcertante.


Lo harían porque esa es nuestra naturaleza como humanos: corromper, hacer
guerras, añorar poder, buscar ser más que los demás, cometer cualquier acto
que envilezca lo inmaculado. El humano jamás se sentirá satisfecho con la paz
y la armonía, ¿no lo ves? Es imprescindible que haya conflictos, pobreza,
miseria y avaricia, solo así es la forma en que seres como nosotros podemos
sentirnos vivos. Lo que más destruye al mono también es lo que le
proporciona la mayor ilusión de ser real y de tener sentido en este caos.

–Tal pareciera que lo único que tiene sentido en esta vida absurda es,
entonces, la muerte –musitó Ujamh.

–Bueno, no lo sé. A final de cuentas, cada uno es libre de pensar lo que


se le venga en gana y de obrar conforme a ello.

–Sí, y por eso se explica también la diversidad de religiones que existen,


aunque ninguna sirva para cumplir con sus auténticos propósitos.

–Te equivocas –lo interrumpí mirándolo fijamente–, sí que lo cumplen.

–¿En serio? Pero ¿cómo?

–Pues estafando a aquellos borregos que adoctrinan para que paguen el


diezmo y sirvan al señor con el cuento de que obtendrán la vida eterna. ¿No
has colegido la gran estafa de las religiones? Siempre prometen cosas a futuro
que ayudan a que la gente acepte su miseria actual, y se basan en cosas del
pasado que ya nadie puede probar. Lo que me asombra es la caterva tan
inmensa de monos que idolatran y defienden vigorosamente su supuesta fe. Es
gracioso ver a los sacerdotes luciendo joyas y artefactos de oro cuando todos
aquellos a los que dicen ayudar y a quienes se les promete el reino de los
cielos continúan en la pobreza más extrema. Supongo que es parte de lo que
considero la hipocresía del humano y su gran afición por hallar cualquier cosa
para engañarse y otorgar su libertad.

–Bueno, eso de las religiones es más que evidente. Lo que yo estaría


interesado en averiguar sería si dios realmente existe o no,
independientemente de lo que sus peligrosos y enloquecidos seguidores
pregonen.

–En ese caso –dije suspirando y acomodándome mejor en la silla tan


incómoda que me habían pasado para que me sentase–, solo puedo cavilar que,
si dios no existe, entonces cualquier cosa es posible.

–Si algo superior al humano, sea lo que sea, no existe, entonces nada
tiene sentido.

–Pues digamos que solo de cierta manera. Si el humano se halla solo, sin
ninguna influencia superior, entonces verdaderamente existe una gama infinita
de opciones. Esto es lo mismo que decir que existe el libre albedrío y que el
destino es solo una quimera, pues le otorga al humano todo el poder de la
decisión y toda la responsabilidad por sus acciones, sean buenas o malvadas.
Y, al mismo tiempo, implica una libertad escalofriante, una absoluta
independencia de cualquier karma. Pero en estos terrenos el mono para nada
se siente cómodo, pues le espanta su propia libertad, ya que ha sido
acondicionado para adorar falsos dioses y aferrarse a las cadenas que lo
limitan. De tal manera que esta grosera insinuación de libertad no hace sino
amedrentar al humano y lo obliga a reconfigurarse en cualquier otro elemento
de esta pseudorealidad. Por suerte, lo anterior es solo una posibilidad entre
millones, pero, de ser cierta, ofrece una despreocupación eviterna, puesto que
el humano puede obrar como le venga en gana sin preocuparse jamás por un
castigo o remuneración. Si nada más allá existe, entonces no hay diferencia
entre lo sublime y lo miserable, entre el bien y el mal. Bajo esta percepción
entonces nada tiene el más mínimo sentido, pues terminará por ser irrelevante,
y lo mismo da vivir en decadencia que en lucha, oponerse al sistema que
formar parte de él. Finalmente, vivir y morir caen en lo mismo. Amar u odiar,
ser o no ser, respirar o suicidarse, existir o no. ¿Qué importancia tiene al fin?

–Eso suena aterrador, pero no podemos descartar la posibilidad.

–Desde luego que no, aunque a la mayoría le cause molestia. No


obstante, se debe a que todos están demasiado seguros del sentido que tienen
sus vidas y nunca han tenido la más mínima duda que quiénes son realmente,
o si el propósito al que tanto se aferran para continuar viviendo no es una mera
entelequia. El mono mismo existe porque así lo cree ya que así se le ha
inculcado. Así como también considera que esto es la vida, pero nada puede
probar que tales concepciones sean absolutamente inequívocas, ni siquiera la
ciencia, pues es demasiado humana. Digamos que a las personas se les
encierra en una bandeja donde ya todo está sazonado, pero no pueden
percatarse de los ingredientes utilizados, mucho menos de la preparación. Es
bueno que los monos no se cuestionen, para no romper con los patrones
establecidos debe ser así. Es incluso obsceno que intentemos juzgar y expresar
lo que nuestra percepción nos sugiera como bueno o malo cuando nuestras
herramientas más inmanentes nos son en el fondo tan ajenas. Así, nadie es ya
él mismo. Tan solo somos las máscaras que la sociedad quiere que mostremos
en determinados momentos y lugares para no quebrar las convenciones de una
civilización en decadencia y con la mayor hipocresía glorificada.

–Ya veo. De cualquier manera, existen muchas teorías y ninguna ha


logrado discernir la verdad, pues tal vez sea imposible en nuestro actual y
precario estado evolutivo. Pero entonces ¿tú te consideras parte de la
decadencia?

–Así es, no existe otra forma de sobrevivir.

–Y eso ¿no significa que te has rendido y que has abandonado tus
sueños?

–En cierta medida sí, pero también significa que ya nada me interesa:
todo me es indiferente. Así es como he llegado a ser lo que soy: solo un
muerto viviente que, en cualquier instante, lo estará de verdad. En los
momentos más controvertidos, en mi interior considero que la vida, o lo que
sea esto, es tan efímera, y que muy probablemente yo ya he vivido más de lo
que debería.

–¿Y crees que alguien a quien le da igual todo deja de ser humano?
¿Crees que sea malo vivir así?

–No sé, es raro. Supongo que cuando todo te da igual también implica
que los sentimientos y las emociones se desvanecen por completo, y entonces
solo queda una cosa por hacer: matarse.

–¿El suicidio?

–Exactamente. Solo experimentándolo es que quizá tendremos una vaga


noción de la verdad, no antes, no ahora, y tal vez nunca.

–Eso me tiene triste. Pensar que todo es tan trivial y que moriremos en la
irrelevancia.

–Pero tal vez sea lo más natural, y aunque la agonía y la tristeza sean tan
alarmantes y avasallantes, lo único que es real es lo que no podemos ver.
Supongo que es curioso, pero tengo más esperanzas de comenzar a vivir en la
muerte que ahora mismo.

–Y ¿qué hay de Melisa? ¿No te ibas a casar con ella? ¿Qué pasó con su
relación?

Por unos momentos mi mente se abstrajo totalmente en cuanto el


nombre de Melisa fue pronunciado por los labios de Ujamh. De alguna
manera, la imagen de su piel blanca y sus ojos azules me perseguía, sin
mencionar aquellos cabellos despeinados y negros. Ni siquiera me acuerdo ya
del sabor de sus besos, como tampoco me interesa ir a llorar a su tumba, pues
ella está bien muerta y yo estoy mejor así. Creo que no podría ser un final más
memorable. Todavía recordaba con una precisión magnífica el día en que me
enteré de que ella había suicidado y lo que experimenté al leer aquella carta:
nada. Sencillamente me daba lo mismo si vivía o moría, pero me alegré
porque su condición fuese la segunda. Mayor fue mi sorpresa cuando me hallé
al día siguiente follándome a las putas de la avenida Astraspheris. ¡Qué rápido
había cambiado todo, yo en particular! Pero nada podía hacerse para evitarlo:
algo había muerto en mí y había sido reemplazado por la indiferencia absoluta.

Y, aunque a veces no podía creer que me fuese tan indiferente la muerte


de Melisa, comprendía entonces que el supuesto amor humano no estaba
exento de la hipocresía y las formas aciagas de la mentira que tanto nos gusta
lucir como máscaras, sean internas o externas. Desde ese día, cuando arrojé
aquella esquela al basurero, supe que ningún humano podía verdaderamente
llegar a amar o a considerar especial a otro, pues no estaba en nosotros
albergar tales sentimientos, al menos no por mucho tiempo. Lo mejor para
preservar intacto y puro el amor, y cualquier otro elemento según valioso,
sería suicidarse antes de que éste muriera primero.

–Con respecto a Melisa, ella murió hace poco: se suicidó cuando lo


nuestro acabó, pero fue lo mejor.

–¿Qué dices? ¡No lo creo! ¡Maldición, Lehnik!

Me divirtió tanto notar la expresión de Ujamh cuando escuchó de mi


boca aquellas palabras con una tranquilidad grotesca. No me inmuté en lo más
mínimo, pues, al contrario de las personas, quienes consideran a la muerte
como algo que debía evitarse, yo creía que no existía algo más real y hermoso
que el idílico momento del desenlace en este mundo cruel y miserable. Que
alguien muriese me ocasionaba una inmensa felicidad. Sin embargo, sabía que
Ujamh, mis padres y la gran mayoría desdeñaban mis concepciones por
parecerles irrespetuosas e inhumanas, aunque, en el fondo, eran solo bagatelas.
Dejé que Ujamh se calmara por cuenta propia, luego proseguí sin dar mayor
importancia o detalles.

–Y sí, ella se suicidó. Se cortó las venas hace poco, creo. Me envió una
carta su hermana Margaret, pero me pareció de lo más irrelevante.

–¿Una carta?

–Parecía una súplica para que asistiera al funeral de Melisa.

–¿En verdad no sentiste nada al leerla?

–Debo confesarte que me sentía tan cansado que me pareció molesto


tener que perder mi tiempo con eso.

–Comprendo…

Luego de esto la plática culminó y cada uno guardó silencio. No sé por


qué, pero antes de acostarme pensé que me producía una sensación de
repugnancia extrema hallarme sentado ahí, tolerando las absurdas pláticas de
mis padres y con deseos de desaparecer para siempre del mundo. ¿Por qué
debía existir alguien como yo? Si era todo simple casualidad, como
seguramente lo era, entonces maldecía el conjunto de elementos que hicieron
posible mi existencia. De alguna manera me asqueaba la manera en que mi
familia había decidido vivir y también que intentasen a toda costa que yo
tuviese una vida normal como la de todo el mundo. Para nada me interesaba
tener hijos, casarme, formar una familia y hacer todas esas estupideces que no
son sino el resultado del moldeamiento al que desde pequeños nos vemos
sometidos.

Por la mañana, después del desayuno donde mi padre habló de lo


importante que era dios en la vida, me retiré con apuro. En realidad, no tenía
nada qué hacer, pero quería estar solo. Necesitaba a mi soledad mucho más de
lo que alguna vez llegué a necesitar a alguien. En fin, me retiraría a mi
habitación en aquel repugnante condominio. Tal vez fuera a fornicar con
alguna mujerzuela de la avenida Astraspheris, o quizá me la pasase todo el día
echado en cama, deprimiéndome y a la vez torturándome con
cuestionamientos irresolubles sobre la existencia. Era solo que no sabía ya
cómo sentirme, pues experimentaba algo parecido a un hartazgo existencial
extremo y a una melancólica desesperación que me taladraba el alma. La
indiferencia absoluta era solo la mitad, era solo una máscara más, pero
efectiva. Sin embargo, cuando estaba solo, podía ser yo mismo un poco más,
pero solo un poco. Sí, era peligrosos ser uno mismo en sociedad. Bueno, todo
era, al fin y al cabo, jodidamente intrascendente. Mi vida era una estupidez y
yo era un maldito imbécil.

IX

Al fin volvía a mi hogar, a mi sucio y horripilante departamento en el segundo


piso de la calle Miraluz. Ciertamente, había algo de repugnante en el hecho de
salir a la calle y mirar a las personas, escucharlas u olerlas. Creo que ya casi
no toleraba nada, ni siquiera a mí mismo. Siempre, después de verme forzado
a convivir con un conjunto de personas, me parecía que quedaba más agotado
que de costumbre, pero quizás era solo mi imaginación. Como sea, esperaba
no tener que visitar pronto a mi familia de nuevo, porque me aburría
demasiado estando en su casa y no teníamos absolutamente ningún tema de
qué platicar. Me tiré en la cama, leí un poco de Hermann Hesse y luego solo
me quedé mirando el techo.

En parte era escalofriante pensar en lo absurdo que era todo, quién sabe
si también la muerte sería igual, pero esperaba que no. Me fastidiaba pensar
que mañana, al abrir los ojos, comenzaría de nuevo otra banal semana donde
la rutina y el tiempo me consumirían poco a poco como lo venían haciendo
hasta ahora. Pero ¿qué opción tenía entonces? Solo quedaba el suicidio, era la
única alternativa confiable. Pensaba que, si tenía que soportar más noches así,
donde el hartazgo y el asco de existir se incrementaban al máximo, realmente
tendría que matarme dentro de poco. Necesitaba encontrar algo que me hiciera
sentir menos miserable, pero era inútil, pues ya no había nada con lo que
pudiera engañarme.

Nuevamente era viernes por la tarde y yo salía del trabajo. Casi una semana
había transcurrido desde que, tras una larga ausencia, había visitado a mis
padres. Precisamente hoy tenía la oportunidad de poner a prueba lo que podría
hacerme diferente. Y es que esta semana había estado pensativo, sin realizar
ninguna actividad execrable y manteniéndome pulcro. No me había
masturbado, no había mirado pornografía ni había tenido pensamientos
concupiscentes. Tampoco había asistido a la avenida Astraspheris para
follarme a una de aquellas prostitutas amargadas. Pensé que no todo me era
indiferente, que debía existir una razón para seguir, para intentar darle la
contra a esta repugnante condición humana.

Y así me mantuve hasta apenas ayer, cuando la tentación de mirar


pornografía fue demasiada y me masturbé furiosamente, pero sin terminar por
arrepentirme en último momento. Me había despejado de todo cuanto
atormentaba mi cabeza, pero no por mucho. No había entablado conversación
con ninguna de las mujeres con las que me besaba y fornicaba, ni había
intentado coquetear con Akriza. Cabe destacar que tampoco platiqué con
Jicari, pues en aquellos días se ausentó inexplicablemente.

Y ahora llegaba la verdadera prueba, pues era viernes y estaba


anocheciendo. El ajetreo y el tráfico no eran sino el preludio de otro día en
donde los monos eran más decadentes que de costumbre. Habría borracheras
en los antros de la ciudad, hombres deseosos de follarse a las estúpidas
jovencitas que restregarían sus traseros en sus penes y que igualmente se
pondrían ebrias. Habría gente que pagaría comidas caras y bailaría, que se
divertiría y que ignoraría la miseria mediante más miseria. Y, entre todo ese
barullo, algunos cuántos sonreirían y dirían que aquello era la vida. En verdad
miraba a tantas mujercillas besándose con un cualquiera (como yo) y
entregando sus cuerpos tan fácilmente para luego quedar preñadas y aportar un
elemento más a este mundo deplorable. Por desgracia, nada se podía hacer
para evitarlo, nada podía frenar los pensamientos de los humanos: sexo y
dinero, rápido y fácil, cuanto más seguro y duradero mejor. Seguiría habiendo
pordioseros, niños hambrientos y esclavizados, mujeres secuestradas, violadas,
tratadas como basura. La religión continuaría lavando cerebros y recaudando
el diezmo, los gobiernos continuarían enriqueciéndose con los impuestos del
rebaño, y este, a su vez, se olvidaría momentáneamente de su decadencia para
volver el lunes por la mañana a la misma y absurda falacia.

Pero ¿a quién le importaba que hubiese siempre guerras, muertes,


injusticias o todo tipo de aberraciones en el mundo? Hoy era día para festejar,
era el momento de sentirse más vivo que nunca, de dejar fluir todas las
pasiones y entregarse sutilmente a la humanidad que nos conformaba. Así era
el mundo, reinaba deliciosamente la hipocresía y la apariencia, la
superficialidad y la mentira, pero en verdad nada se podía hacer para cambiar
esto. Y, sin embargo, yo tampoco había sido diferente, y la pregunta clásica era
si no quería o no podía. El mundo iba en picada, pero ¿era por voluntad
propia? O ¿realmente era inevitable? ¿Era este el destino de la sociedad o la
repugnante elección de cada habitante?

Constantemente decían que, para cambiar el mundo, debía primero


cambiar uno, pero esto era mera superchería, pues de nada servía, al fin y al
cabo. Además, si todo era absurdo, si nada divino había y todo estaba
permitido, ¿qué importaba ser decadente? Y ¿qué si uno se embriagaba y se
gastaba la quincena en una sola noche con mujeres de mala vida? Y ¿qué si lo
perdía todo en apuestas o en gastos innecesarios? ¿No era la vida eso
justamente, un desperdicio inmundo e innecesario de energía? ¡Al diablo el
sentido de todo! ¡Al demonio las cavilaciones! Era la hora de sumirlo todo y
ahogarlo en las copas, de besarse, revolcarse y despertarse para que
comenzase la verdadera pesadilla, pero aún no. Todavía podía gozarse de la
decadencia, todavía podía ser humano.

Salí de la oficina a las siete, pero el bullicio era sórdido y recalcitrante


en las avenidas. Estaba en un dilema, pues dos caminos se presentaban ante
mis ojos. Si tenía realmente libre albedrío, entonces este era el momento en
que podría ejercerlo. Por una parte, estaba lo que creía era lo correcto, que
básicamente consistía en ir a ver a mis padres y pasar el fin de semana con
ellos. Si hacía esto, podría ayudarles en todas sus actividades banales, como ir
a comprar mandado, hacer el agua, poner los platos, etc. Por otra parte, podría
continuar como hasta ahora, hacer lo que tantas semanas había hecho. Esto
consistía en unirme a la decadencia e ir a embriagarme para luego besarme
con quien fuera o, en su defecto, follarme a una de aquellas prostitutas en la
pestilente avenida Astraspheris. Podría, incluso, invitar a alguna madre soltera,
mis principales amistades para pasarla bien; o a Lary, la muchachita que más
me gustaba por ser siempre tan simpática y nada celosa.

Ciertamente, también estaba Virgil, pero era demasiado ortodoxa y


moralista, pues solo hablaba de una relación seria donde pudiésemos amarnos
eternamente, cosa que me producía risas y náuseas a la vez. Pobre Virgil, tan
creyente del amor y tan ingenua, no hacía sino fregar platos en aquella cocina
económica donde su madre cobraba apresuradamente con sus grasosas manos
gordas. Y ella, tan tierna y estúpida, añoraba que yo contrajese nupcias y
viviese a su lado felizmente. No podía sino regurgitar antes que visualizarme
en tales circunstancias, pero la dejaba ilusionarse dándole falsas esperanzas
que jamás se cumplirían. La verdad es que solo quería follármela, pero se
hacía la difícil, quizá debía ser más insistente.

Como sea, el tiempo se escurría y no podía decidirme. Ahora sabía lo


complicado que era elegir, lo inextricable del libre albedrío. Sería mejor
dejarle todo al destino, pues así se vivía más fácilmente, pero no me convencía
tampoco. ¡Cuán odioso era tener que decir sí o no, blanco o negro, bueno o
malo! Me mordí las uñas y comencé a apretar los dedos de los pies sin sentido
alguno, pero nada. Y es que yo sabía lo que debía hacer, sabía que ya no debía
continuar en la decadencia. Tal vez si me fuese a casa de mis padres hasta
podría invitarlos a cenar, pues los pobres añoraban tanto verme y convivir
conmigo, en especial mi madre, quien sufrió terriblemente cuando abandoné el
hogar. ¿Realmente quería eso? No estaba seguro. Me causaba gracia cómo en
el fondo tenía la respuesta, pero no era capaz de renunciar a mi naturaleza
como humano. De cualquier manera ¿qué más me daba? Era indiferente ser o
no ser decadente. Era un humano como el resto, en nada cambiaría las cosas si
me embriagaba o no, si veía a mis padres o iba a follarme a una de aquellas
prostitutas.

¿Qué diferencia habría entre la sodomizada Akriza, la madre soltera


Lary o la inmaculada Virgil? Mujeres decadentes contra una chica socialmente
correcta. Unas que añoraban solo sexo y dinero, mientras que otra soñaba con
casarse y llevar una existencia honorable. ¡Oh, que tristeza! Si tan solo me
importase hacer esto último, pero no. Y ahora venía Melisa a mi mente, los
recuerdos de nuestras infidelidades y la hipocresía de estar juntos,
¡nuevamente tragedia y dolor! La existencia no debía ser permitida a seres
como nosotros. Sabía que, de existir diferencia alguna entre Akriza, Lary o
Virgil, nada significaba, pues preferiría a una cualquiera antes que a una
recatada moralista. Entonces no había duda, pues no podía contener ni negar lo
que era, aunque ese no fuese yo mismo en el fondo. Esta era la sombra de mis
deseos, lo que ocultaba y no temía mostrar como el resto. La decisión estaba
tomada, así que saqué el celular y marqué un número. Lary contestó de
inmediato.

Vería a Lary para irnos cuanto antes a un antro cercano al centro de la ciudad y
luego dejaríamos que pasara lo que fuera, pues ya briagos cualquier cosa sería
buena. Sin embargo, caminaba sin prestar atención a mi alrededor, con las
manos dentro de los bolsillos, un cigarrillo en la boca y preguntándome ¿qué
sentido tenía la existencia en este mundo? Si todo era absurdo, ¿por qué no
terminaba ya? Ocasionalmente me distraía mirando las nalgas de alguna mujer
que se cruzaba conmigo, pero hasta ahí. Por unos momentos estuve a punto de
arrepentirme y volver a la estación para tomar el tren que me llevaría a casa de
mis padres, pero era inútil si quiera considerarlo, pues bien sabía que no lo
haría.

–¡Oye, Lehnik! ¿A dónde vas ahora? –exclamó de pronto una voz que
yo conocía, viré y me percaté de que era Lary.

–Hola Lary, discúlpame. Es que iba tan abstraído en mis reflexiones.

–No importa, no te preocupes. ¿Cómo estás? Luces un tanto pálido.

–Estoy bien, gracias. No tiene relevancia, de verdad –afirmé con


vehemencia para no retrasarnos–. Será mejor que nos vayamos, no
alcanzaremos lugar si continuamos aquí.

–Sí, tienes razón. ¿Ya sabes a dónde ir entonces?

–Desde luego, es un lugar que me han recomendado algunos


compañeros. Pero ¡vámonos ya!

Nos dirigimos al lugar en donde amaneceríamos seguramente. Me


gustaba mirar a Lary, pues era bonita a su modo. Tenía cabellos rojos y largos,
sus ojos eran rasgados, su rostro afilado y su piel morena. Era delgada y se
arreglaba bien, con pantalones ajustados y buenos escotes, aunque no poseía
grandes senos. Eso no importaba, me agradaba mirarla con lascivia porque eso
parecía excitarla. En nuestros encuentros previos sencillamente nos habíamos
limitado a mantener relaciones sexuales sin asistir a ningún otro lugar como
ahora. Por lo tanto, era natural que luciese tan emocionada y que se hubiese
arreglado tanto. Yo le gustaba, eso pude percibirlo desde que la conocí, y, en
verdad, hubiésemos formado una bonita pareja de no haber sido por dos
factores. El primero es que ella era madre soltera de un niño bastante
repugnante al que no quedé con ganas de ver después de nuestra presentación
como amigos. El segundo, invariablemente, se refería a que yo no me hallaba
ni un poco interesado en mantener una relación seria.

Ese tipo de cosas simplemente me aburrían, incluso me irritaba atisbar a


tantas parejas de imbéciles fingiendo quererse y solo añorando rozar sus
cuerpos en la cama. Tal vez por eso me agradaban más las putas de la avenida
Astraspheris, pues, al menos, ellas eran sinceras en sus convicciones. Sí, claro
que eran decadentes y vendían sus cuerpos a cerdos hambrientos de sexo como
yo, pero eso era preferible a la hipocresía del mundo. Desde esa perspectiva,
me parecía mucho más valiosa y loable una zorra esquinera que Virgil o
Melisa. Para mí, ninguna diferencia existía entre las mujeres virtuosas y las
fáciles.

–¿En qué tanto piensas, Lehnik? Hoy más que otros días te noto
sumamente extraño –inquirió Lary mientras caminábamos rumbo al antro.

–En nada, no importa –repliqué aparentando indiferencia–. Quizás a la


vez en muchas cosas también, pero es complicado que intente explicarte.

–Bueno, podrías intentarlo ahora que al fin aceptas salir conmigo.

–Sí, podría, pero no sé. Ya veremos si con unas copas encima me animo.

–Me parece bien, la verdad es que tengo muchas ganas de embriagarme.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿por qué? ¿A qué se debe ahora?

–Te contaré cuando estemos en el antro, mientras tanto dime ¿cómo ha


estado tu semana? ¿Qué dice el trabajo?

–Pues lo mismo de siempre, solo zarandajas.

–Pero ¿qué es exactamente lo que haces?

–La verdad es que me parece de lo más intrascendente.


–Ya veo, suena bien.

No hablamos más hasta que llegamos al antro. Por suerte, y a pesar de la


hora, no había tanta gente, así que pasamos fácilmente y nos acomodamos en
una mesa un tanto cargada hacia la izquierda. El lugar tenía todos los matices
de una taberna y apestaba como tal. Había muchas personas bailando y el
volumen de la música se me antojó un tanto alto, por lo cual tenía que hablar
un poco más elevado que de costumbre. Las luces me ocasionaron un leve
mareo hasta que me acostumbré, pues contrastaban exóticamente con la
oscuridad del sitio. De inmediato sentí la atmósfera típica de un viernes por la
noche, y eso que recién comenzaba. Tanto hombres como mujeres bebían y
reían, coqueteaban y olvidaban sus penas. Algunos, aunque era muy temprano,
ya estaban hasta atrás de borrachos, otros vomitaban y recitaban maldiciones a
sus exparejas o juraban amar todavía a no sé quién. Los había de todos gustos,
colores y sabores, pero lo que imperaba era embriagarse, el dulce néctar de
aquella sustancia para hundirse en la miseria, en la sórdida decadencia. Si me
preguntasen por qué las personas asistían a ese tipo de lugares, mi respuesta
sería sencilla: para olvidar lo miserable que era el mundo.

Sé bien que mis padres y otros tantos moralistas condenaban este tipo de
acciones, que religiosos imberbes injuriaban embriagarse en un antro. Y yo
solo reflexionaba y me cuestionaba que, de cualquier manera, ¿había algo más
que pudiera hacerse? Existía diferencia alguna entre estar borracho hasta el
amanecer y hundido en la decadencia, o estar en cama durmiendo y siendo
buena persona. Antes creía que sí, y, por eso, intentaba ser distinto, porque
tenía fe en un cambio, en un despertar. Sin embargo, eso nunca ocurrirá. La
existencia humana es carente de todo sentido, y, al fin y al cabo, estar borracho
con alguna mujerzuela fácil y sin moral era preferible a estar aburrido en casa
masturbándome o fingiendo que amaba a mi esposa y que añoraba una buena
vida con mi familia.

¿Qué me importaba dar una buena impresión en la sociedad, casarme,


tener hijos y educarlos, ir a la iglesia, practicar un deporte, trabajar y luchar
por un hogar, vivir para y por alguien más, seguir las normas de lo que era
correcto en esta existencia hipócrita y funesta? ¿Qué diferencia había entre
una mujer cualquiera y una virtuosa, entre un borracho y un sacerdote, entre
un drogadicto y un padre de familia, entre un mujeriego y un buen marido,
entre un sujeto que quería morir joven y otro que deseaba llegar a la vejez?
¿No estaba la balanza a favor de los primeros, de los decadentes e inmorales,
de los insensatos y despreocupados? Y yo ¿en qué lado estaba?
Fehacientemente, en el de los primeros. Y es que yo ya ni siquiera podía
reconocerme como alguien que en realidad existía.

–Bueno, pues ya estamos aquí –mencionó Lary, sonriendo con encanto–.


¿Qué es lo que pediremos?

–Pues a mí me gusta el vodka –dije con picardía.

–Bien, entonces pediremos vodka para comenzar.

–Por mí está bien –asentí con indiferencia–. ¿Hasta qué hora te irás?

–Pues la verdad es que no tengo una hora. No me interesa llegar a casa,


preferiría terminar en cualquier otro sitio.

–De acuerdo, veo que comienzas a despejarte.

–Tal vez, es solo que estoy harta de los problemas, siento que ya no
puedo más.

La mesera se acercó y pedimos la bebida, aunque Lary rompió en llanto


subrepticiamente. Sentí un poco de pena, pero entendí que no era el momento
para complicar el asunto. Mi especialidad no era escuchar los problemas de
otras personas, razón por la cual rara vez aceptaba alguna salida con alguien,
pues sabía que los humanos solo buscaban un desahogo y me importaba un
bledo enterarme de sus pesares. Con Lary, sin embargo, podría hacer una
excepción, o eso esperaba, tan solo porque era una mujer fácil a la cual podía
tirarme cuando me viniera en gana. De su vida sabía poco y, de no ser porque
ahora parecía decidida a explayarse, continuaría ignorando plácidamente
aquellos asuntos. Y, en todo aquel escenario miserable, hubo algo que llamó
mi atención de modo palpitante: la mesera. Ella era demasiado hermosa como
para no fijar mi percepción en su silueta.

Afortunadamente, Lary no me miraba con detenimiento debido a su


llanto, pero yo sí clavé mis ojos en aquella muchachita que debía tener casi la
misma edad, menos de treinta seguramente. Me cautivaron sus ojos de azul
índigo, resplandecientes y grandes, los cuales contrastaban perfectamente con
su piel blanca y ahíta de tatuajes coloridos. Su cabello negro y corto me
embelesó pues traía unas extensiones rosas. Usaba unos pantaloncillos cortos
que solo le cubrían muy por debajo de sus partes íntimas, exponiendo así unos
fantásticos y relucientes tatuajes de planetas matizados en sus bien trabajadas
piernas. Noté de inmediato que se trataba de una chica de gimnasio y esto me
agradó bastante. Sus senos eran grandes y firmes, y sus labios parecían
hipnotizarme más que el parpadeo de las luces del lugar. Ella me miró y, dada
la intensidad, entendí que yo le había gustado. Se retiró un tanto sonrojada y
Lary ni siquiera se percató de nuestra conexión, aunque yo disimulaba
esporádicamente para percatarme de sus movimientos, pero lo hacía con tal
discreción que pasaba desapercibido.

Los tragos llegaron y la charla con Lary, quien ahora parecía estorbarme,
prosiguió. Debo confesar que la escuchaba solo mi cuerpo, porque mi mente
estaba en otra parte.

–Ahora bien, ¿me contarás por qué estás tan pensativo?

–Sí, desde luego. La verdad es que se trata de fruslerías, pero, si quieres


saber, te diré.

–Me gusta cómo siempre tachas todo lo humano de banal.

–Sí, supongo es normal en mí.

–A mí me encanta, aunque a veces me hace sentir mal.

–Muy bien, pues hay un tema muy absurdo que hace poco me fue
comunicado y que mi cabeza sigue procesando a pesar de que no quiero
mantenerlo en mí –expuse confundido, relatándole todo lo acontecido desde el
suicidio de Melisa.

–¡Qué fuerte, qué cosas! –dijo exaltándose–. Vaya que son impresiones
que yo no podría resistir. Sin embargo, tú luces tan tranquilo.

–Pues me es indiferente, esa es la razón.


–Pero no es normal, en verdad que no –repuso conmocionada–. Las
personas no podemos ser como tú, tan frío y alejado. ¿Es que acaso nunca has
tenido emociones o sentimientos? ¿Nada te ha inquietado alguna vez?

–Pues creo que antes sí, cuando creía en el mundo y quería cambiarlo
todo.

–Y ¿qué pasó entonces? ¿Tiene algo que ver con esa tal Melisa de la que
alguna vez me comentaste?

–No, ciertamente no –aclaré de inmediato–. Si bien es cierto que ella fue


un ser a quien creí de manera ridícula amar, no fue por ella. Lo que pasa es
que de nada sirve intentar darle la contra, cosa que antes quería hacer.

–¿La contra a qué? No te sigo.

–A esto.

–¿A qué?

–A la pseudorealidad.

–¿Qué diablos es eso?

–Pues digamos que es un término que yo mismo me he inventado para


describir el entorno en que se desarrolla nuestra trivial existencia.

–¿Trivial existencia? Entre más te conozco, más raro me pareces. No


entiendo por qué no habíamos tenido la oportunidad de conversar más
profundamente antes –dijo emocionada.

–Supongo que por razones obvias –respondí riendo sardónicamente, lo


cual ella entendió–. Me cuesta entablar coloquios como ahora, de suerte que
los efectos de la bebida me ponen un poco más elocuente.

–Pero háblame un poco más de la pseudorealidad como tú lo entiendes,


¿qué es o cómo surge? ¿Por qué dices que a todos nos envuelve?

–La pseudorealidad es un concepto que me ayuda a separar mi mente de


lo que hay, de la ficción que impera. Por lo tanto, en dicho concepto englobo
todo lo decadente, lo que nos constituye sin ser intrínseco, lo que se nos ha
implantado desde nuestro nacimiento para sentirnos cómodos en este mundo
banal y no cuestionarnos.

–Suena interesante, al menos para mí –comentó sonriendo con cariño


mientras me miraba.

–Supongo que sí. El punto es que todo cuanto hacemos y somos es


pseudorealidad, y por más que se luche nadie puede escapar de ella. La verdad
es que, en un tiempo, traté de luchar, pero comprendí que nuestra naturaleza
humana nos impide reunir suficiente voluntad para liberarnos de esa espesa
capa. Por ejemplo, supongamos que un humano se libra, o cree librarse de la
pseudorealidad, pues este ser podría mantenerse fuera de la pseudorealidad por
determinado periodo, pero invariablemente terminaría retornando a ella,
porque se encuentra tan inmanente en él mismo. Los humanos no podemos
vivir sin esto que nos rodea, sin este consumismo desmedido y estas
apariencias repugnantes. De cualquier manera, terminaremos haciéndonos
daño a nosotros mismos, negando lo que en el fondo somos y añoramos,
absteniéndonos de placeres que son los únicos que nos hacen sentir vivos. El
engaño se prolongará tanto como se intente luchar, pero llegará el momento
del quiebre, ya sea mediante sexo, dinero, o cualquier otro agente. La
pseudorealidad siempre sabe identificar nuestras fallas, y es ahí donde se
encasqueta como una espina que se hunde cada vez más y que, entre más
rechacemos, más nos infectará. Es imposible darle la contra, al menos no lo
considero viable siendo humano.

–Jamás en mi vida hubiera previsto eso de la pseudorealidad –dijo y se


acercó a mí para unir su boca con la mía.

–Entonces ¿no hay nadie que se salve de la pseudorealidad?

Y así prosiguió la plática, con aquella mujercita joven, desalmada y


miserable fascinándose con mis aseveraciones extrañas sobre la humanidad.
Creo que la divertía mi manera de ver las cosas, aunque era imposible que
pudiese aceptarlas o meditar acerca de tan tormentosos dilemas. Yo respondía
tan solo porque quería seguir bebiendo, así como olvidarme de mi existencia
sin sentido en aquel antro vil y oscuro donde las personas a mi alrededor
hacían lo mismo. Sabía que terminaría acostándome con Lary como en tantas
otras ocasiones, pero ahora me veía tentado a seguirle el juego. Una especie de
sardónico placer me deleitaba al responder sus inocentes preguntas. Al fin y al
cabo, esta sería otra noche más donde todo era siniestramente absurdo. Si tan
solo pudiera suicidarme, si tan solo pudiera cumplir mi deseo de no existir más
en ninguna realidad, entonces todo, en verdad todo sería solo felicidad.

Ese juego me gustaba, pues sabía que ella era una completa imbécil, y que me
apreciaba como si yo fuese un dios. Podría hacer cualquier cosa para ganarme
su desdicha y, aun así, continuaría teniéndome en lo más elevado. Esto era así
porque ella pertenecía a esa clase de individuos sumamente banales que no
conciben otro modo de regocijarse que contemplando lo que jamás podrían
tener ni ser. En mi caso, sabía que Lary me admiraba y que haría lo que fuese
si yo se lo pidiese. Nada le quedaba en su marchitada vida, abandonada con un
niño de seis años y echada de la casa de sus padres. Trabajaba
incansablemente para pagar la renta con un primo quien también se
aprovechaba sexualmente de ella, pero eso a mí me importaba un rábano. Si
Lary daba las nalgas a cuanto tipo se le presentara por ahí, era tema que no me
atañía en el más mínimo sentido, siempre y cuando yo fuera uno de esos. La
verdad es que era atractiva, aunque muy torpe, y jamás negaba una de mis
proposiciones. En fin, últimamente su hijo nos estaba dando muchos
problemas, pues le tomaba cada vez más tiempo atenderlo.

–De vuelta al mismo punto, pero está bien –asentí contrariado–. Con
respecto a la pseudorealidad y sus artimañas, creo que desde nuestro
nacimiento se nos atasca la cabeza con todo tipo de atavismos que nos son
implantados para poder sentirnos a gusto en este mundo. Por ello digo que
nadie es realmente él mismo, nadie tiene ideas propias, ya que se nos han
encasquetado todo por medio del entorno nauseabundo. Cuando naces, vienes
en blanco a lo que conocemos y creemos como realidad, que es donde se
desarrollará nuestra terrenal existencia, pero desgraciadamente no se nos
permite aprender y decidir por cuenta propia. Esto es complicado dado que, al
ser tan pequeños, dependemos en absoluto de otros humanos, en este caso de
nuestros padres. El gran error cometido por éstos surge cuando, en su
ignorancia, contaminan nuestra esencia intentando educarnos a su modo; esto
es, enseñándonos lo que ellos creen que está bien o mal. Básicamente, nos
transmiten sus costumbres, creencias, pensamientos, moral, valores,
educación, religión, entre muchas otras cosas. ¡He ahí el gran problema, según
lo veo!

–Creo que entiendo lo que dices. La problemática es en sí el nacimiento


en las condiciones actuales, ¿no?

–Una gran parte se debe a ello, pero hay más –asentí–. Es un grave error
que los hijos se críen con sus padres, pues éstos se encargan de arruinarles la
mente de por vida. Claro que considero de antemano ridículo el hecho de
procrear. Es un desperdicio que las personas sueñen con tener hijos y basar el
sentido de sus vidas en éstos, manteniendo la esperanza de que conseguirán lo
que ellos no. Pero vamos, ¿qué es lo que ellos añoraban lograr? ¿No es
también más de lo mismo, solo metas banales? Los padres reflejan esta
superflua conducta en lo que esperan de sus hijos, por eso los educan a su
modo y les inculcan todo, pero hacen mal. Actuando de tal manera es como se
ha caído en esta decadencia, como se ha conseguido obnubilar desde muy
temprana edad el razonamiento, la intuición, la creatividad y la imaginación.
Los niños lo reciben todo de sus padres, absorben lo que a éstos les parece
correcto y crecen en un ambiente determinado con patrones de conducta y
pensamientos moldeados. Aunque bueno, en primera instancia todo este
galimatías se podría evitar si los humanos no tuvieran la estúpida convicción
de reproducirse, aunque entiendo que se trata del mayor impulso biológico,
pero es tan absurdo traer otro ser a este mundo trivial y aciago. Y, por ello,
asumiendo que las personas no pueden evitar la desfachatez de engendrar, es
que avanzo al siguiente nivel y me percato de que los hijos son un producto
etiquetado de antemano. Sé que esta sociedad así lo demanda, pues con todo el
entretenimiento y las distracciones que hay es complejo resistirse. Lo que no
concibo es que, a los niños, los padres les inculquen todo tipo de elementos
para destruir su incertidumbre. Lo grave realmente es que, con el paso de los
años, estos atavismos se solidifican en el individuo, convirtiéndole para
siempre en un esclavo de patrones, creencias, modos de pensamiento y
comportamiento que él ni siquiera eligió, sino que le fueron implantados por la
pseudorealidad mediante sus padres. Y así vive y muere la gente,
absolutamente seguros de su existencia y de la realidad que pueden percibir
nuestros ojos. ¿No te parece ominoso que ya nadie pueda ser auténtico? Es
lamentable que seamos solo producto de lo que intereses oscuros quieren, que
se nos enseñe qué y cómo pensar, que se nos diga cómo vivir y que se nos
obligue a hacerlo aún a costa de nuestro libre albedrío, el cual queda reducido
a una falacia. ¿Cómo elegir cuando lo más profundo, las raíces de lo que
somos, la semilla que da pauta a nuestra esencia nos ha sido colocada
artificialmente?

–Ahora que lo dices parece tan cierto, no sé cómo es que antes no lo


había ni siquiera considerado.

–Eso es porque la pseudorealidad tiene métodos muy puntuales para que


sus habitantes no se percaten jamás de que están en ella. Ese es uno de los
excelsos modos de control: hacerle creer a las personas que son libres, que
piensan por sí mismos, que pueden hacer lo que les venga en gana. Pero
realmente todos somos esclavos, nadie está exento de las redes execrables del
acondicionamiento para el que hemos sido preparados desde pequeños. Y me
temo que las impresiones encasquetadas en la mente en la edad temprana son
tan fuertes que ya nunca, o muy difícilmente, pueden ser removidas. Las
personas vivirán el resto de sus días recurriendo a lo que otros les inculcaron,
esa es su manera de obrar. No importa si es una situación frustrante,
placentera, odiosa, ridícula o terrible. Es indiferente si se trata de una cuestión
moral, política, económica, social, científica o de la índole que sea, pues el
humano ya ha sido configurado desde la infancia para responder de
determinada manera.

–¿Y qué hay de la escuela? Digo… –murmuró Lary apenada–, yo no


terminé la preparatoria y es natural que nada sepa de ese asunto, pero tú eres
matemático y seguramente eso te ha ayudado a despertar, o a salir
mínimamente de la pseudorealidad como tú le llamas.

–Nada más falso –repliqué, en tanto comenzaba a sentirme acalorado y


en sintonía con el ambiente que me rodeaba–. Desde luego que la escuela es
otra vil patraña.

–¿Cómo? ¿Acaso eso puede ser posible? Yo creía que la gente que
estudiaba era lo máximo, que tenían las mentes más adelantadas y sus
razonamientos eran los más elevados.

–Sí, eso se suele creer, pero nuevamente es pseudorealidad, es tan solo


lo que nos han metido para que así lo creamos. Es un tanto aterrador si lo
reflexionas, pues la repetición de ciertos factores e ideas a temprana edad
hacen que éstas se consoliden eternamente. Y es que, aunque a las personas se
les intente cambiar ahora de grandes, es una pérdida de tiempo. Digamos que
la mayoría de los humanos ya están arruinados, nada puede hacerse por ellos
puesto que de pequeños fueron perfectamente trabajados por la
pseudorealidad. Incluso sería peligroso intentar cambiarlos, pues ofender sus
supuestas creencias propias los encolerizaría y querrían asesinar a quien se
atreviera a cuestionar sus más preciados pensamientos; es ridículo, lo sé. Lo
que trato de decir es que los humanos se aferran a falsas concepciones que
consideran como axiomas para vivir y que defenderán a toda costa. Si alguien
intenta hacerles ver que estos elementos tan enraizados en su ser no son para
nada inherentes, sino meros accidentes y atavismos que les han sido
introducidos por la pseudorealidad para poder amoldarse a esta decadente
sociedad, es seguro que lo liquidarían a la primera oportunidad. Precisamente
a estos revolucionarios que surgen en tan escasas ocasiones los llaman locos y
los encierran en manicomios o los asesinan impúdicamente, pues resulta
peligroso incitar a las masas a una profunda reflexión de su existencia. No
obstante, me he convencido de que es una pérdida de tiempo hacerle ver a la
humanidad la miseria en la que se encuentra.

–Ya lo creo, aunque probablemente todavía existan humanos que


intenten despertar.

–Lo dudo mucho, y, de haberlos, serían unos necios.


–Pues ya sería algo, ¿no? Yo, sinceramente, no entiendo mucho de lo
que planteas, pero lo que si comprendo es que estamos mal, que las personas
hemos dejado de ser nosotras mismas y que esto es casi imposible de cambiar
puesto que, desde nuestro nacimiento, somos víctimas de la pseudorealidad
mediante todo lo que estúpidamente nos inculcan nuestros padres y profesores.
Lo que aún no me has respondido es ¿qué pasa con la escuela? ¿No es una
manera de despertar?

–La verdad es que no, se trata de una argucia más de esta


pseudorealidad. Debo decirte que absolutamente todo lo que existe en este
mundo, o lo que creemos que existe, es pseudorealidad. Claro que esto es
permitido y hasta alentado por los nauseabundos padres, quienes pasan sus
vidas trabajando para poder darle una vida digna a sus hijos, sin entender que
el hecho de haberlos traído a este sórdido mundo es una blasfemia, y que
haberlos adoctrinado del sacrílego modo en que les han atiborrado la cabeza
de ideas suministradas por la pseudorealidad les ha ya jodido la existencia
hasta la muerte. No creo en lo más mínimo en que la educación pueda
contribuir a un despertar en las personas porque también ésta es parte de la
pseudorealidad. Pongámoslo de esta manera: lo que los padres no hayan
podido lograr durante todos los años en que idiotizaron a sus hijos y
permitieron que se embobaran con el televisor y demás, lo solventa la escuela.
Y es así puesto que estudiar ya no se realiza con pureza ni con objetivos
sinceros.

–Y ¿cómo sería eso? ¿Estudiar sería malo entonces?

–Lo es del modo en que actualmente se realiza, pero no queda de otra


puesto que la educación se ha envilecido demasiado. Hoy en día los humanos,
si es que estudian, lo hacen con un único y aberrante fin: dinero. Las escuelas
se han convertido en el medio a través del cual las personas, tras concluir con
toda esa algarabía que representa atravesar las distintas etapas escolares,
obtendrán una remuneración monetaria sustanciosa. Así, podrán pagar sus
vicios y adquirir bienes materiales, realizar viajes a lugares agradables y
formar una familia. Ese es el objetivo que las personas, tarde o temprano,
terminan por añorar. Es demasiado complicado que se estudie sin fines de
lucro, que se tenga la determinación de aprender y usar ese conocimiento para
ayudar a la humanidad, a la que por cierto no le interesa tampoco ser ayudada.
Pero estudiar se trata de eso, e, incluso los docentes, que en su mayoría son
absurdos y banales, propagan esta ideología. Asistir a una universidad no
significa absolutamente nada; de hecho, es algo bastante acondicionado. Jamás
pensaría que en un horripilante lugar como ese donde se mide el potencial de
una persona mediante ridículas pruebas escritas basadas en memorizar
información irrelevante podría conseguirse un despertar. Estudiar sirve solo
para obtener un buen salario al concluir, si se tiene suerte, claro está. Y, como
esto es todo lo que interesa en la humanidad actual, además de sexo y
diversión, se cumple así el ciclo del moldeamiento. Tan solo mira la forma en
que se desarrolla la vida: nacer, crecer, estudiar (si se hace), trabajar,
reproducirse y morir. ¿Qué clase de nefanda rueda es la que continuamos
abordando? ¿Para qué? Los padres adoctrinan y arrebatan la incertidumbre a
los niños, los cuales, al crecer, asisten a escuelas donde se les termina de
extirpar la poca creatividad e imaginación que puedan tener, lo cual se logra
mediante un modelo educativo deplorable y arcaico basado en repetición de
patrones, y no en cuestionamientos propios ni reflexiones profundas. En parte
esto es bueno, pues supongo que estudiar sería un calvario si realmente se
buscase despertar duda, crítica y creación en los estudiantes. Pero sería
peligroso para la pseudorealidad, y acaso algo contradictorio e inútil, pues la
base del acondicionamiento propiciado por los ignorantes padres ya está
demasiado avanzada. Por ello, detesto haber asistido a una escuela, porque
siempre me sentí incapaz de razonar por mi propia cuenta y de crear, tan solo
me limitaba a repetir banales teorías.

–¡Wow! Yo creía que la escuela era lo máximo y tú lo has reducido a un


mero elemento de la pseudorealidad para perpetuar la decadencia.

–Naturalmente que así es. Recuerdo que hubo un tiempo en que deposité
todas mis esperanzas en la escuela, creía que en aquellas teorías, números,
fórmulas y axiomas hallaría la razón de nuestra existencia, pero buscaba algo
que sencillamente no existe –asentí con severidad exagerada, ya estaba
bastante tomado–. Sobre todas las cosas me fastidiaba ver a mis estúpidos
compañeros alborotarse cuando alguno de aquellos viejos ineptos mencionaba
haber estudiado algún doctorado en un centro de investigación prestigiado del
país, y ¡con qué cara de atolondrados quedaban todos cuando algún profesor
realizaba dichos estudios en el extranjero! Simplemente no soportaba la idea
de que esos viejos fuesen superiores, y no por envidia, ¡eso jamás!, tan solo
porque eran seres adoctrinados y esclavos de la pseudorealidad como nosotros.
Y yo, contrariamente a lo que todos mis compañeros hacían, era incapaz de
sentir admiración por un doctor en ciencias. Y no solo por ello, puesto que me
niego a aceptar algo tan banal como exitoso. Sé que en este mundo se
considera admirable a un sujeto rico, guapo, con buen físico, respetable,
honorable, que asiste a la iglesia, que es padre de familia, que cumple con sus
obligaciones, que ama a su esposa, que sigue los patrones de esta vomitiva
civilización, que posee un buen puesto, que viste con elegancia, que tiene
buenos modales, que no se va con mujerzuelas, que no se droga ni se embriaga
en antros los viernes por la noche, que adquiere bienes materiales, que ayuda a
su familia, que practica deporte, que se amolda de manera idílica a la
pseudorealidad y que perpetúa esta hipocresía eterna. ¡Pues todo eso es basura
para mí! ¡Al diablo con lo que se considere correcto aquí en este mundo! ¡Por
eso soy decadente a pesar de saber lo que sé! Porque me importa un rábano ser
un depravado, un cerdo, un asesino, un sujeto vil y sinvergüenza, un borracho
sin remedio, un drogadicto, un adúltero, un vicioso, un ser de lo peor. ¡Sí, soy
un decadente y lo seré hasta que muera, lo cual no debería tardar mucho! ¡Que
se joda lo que está considerado como bueno en esta quimera! ¿Qué podría ser,
de cualquier manera, bueno si no lo inculcado por la pseudorealidad? Y se
atreven los humanos a juzgar y tachar actos como malvados con su moral
nauseabunda e impropia. ¡Seguiré siendo un maldito decadente, continuaré
existiendo de esta manera! ¡Es más, seré todavía peor, mucho peor de lo que
he sido!

–¡Tranquilo, Lehnik! Creo que la bebida ya te está haciendo efecto. Me


estabas hablando de por qué consideras que la educación no podría conducir a
un auténtico despertar. Y luego terminaste eufórico, arremetiendo contra el
mundo y aduciendo cosas que, ciertamente, no comprendí.

–Sí, lo siento, me aloqué un poco –dije acalorado, con la sangre


hirviendo y con deseos de embriagarme hasta las chanclas, pues ¿qué más me
daba? Si quería, podía matarme en ese mismo instante, me era indiferente
seguir vivo o estar muerto.

–Termina de contarme, te escucho.

–Desde luego, ¿en qué estaba? ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Bien, pues toda la
universidad fue más de lo mismo. Creo que solo estuve bien el primer año,
luego todo se fue al carajo. Había entrado con la firme convicción de aprender
y descubrir. Pero, al salir, supe que eso era una argucia solamente. La verdad
es que ni yo sabía qué había hecho cuatro años de mi vida en aquella ominosa
institución donde se jactaban de ser los mejores matemáticos del país.
¿Realmente había tenido un propósito para haber entrado ahí? ¿No sería acaso
que la pseudorealidad me había seducido para caer de manera horrible en sus
fauces? Entre más cavilaba al respecto, más me convencía de que no había
tenido el más mínimo sentido haber estudiado lo que estudié. ¿Para qué?
Quizá solo para matar el tiempo, para fingir que me interesaba seguir el mismo
sendero que los humanos de mi calaña. Tal vez para no tener que trabajar y
que mi padre me pagase las colegiaturas, algo demasiado vil. No sé, pero caí
en un tremendo vacío al saber que no tenía sentido ya nada para mí. Era
extraño, pues todo deseo de proseguir vivo en este mundo atroz parecía
haberse extinguido. La ciencia, a la que tanto había apelado, no era sino la
misma basura que todo lo demás. Y por eso me fastidiaban aquellos viejos
doctores en matemáticas y en física, totalmente enclaustrados en esta mierda
absurda y estúpida, aferrados a teorías insulsas y a conocimientos tan
superfluos y miserables que jamás podrían elevar la esencia humana a lo
sublime. Pero estaban ciegos, igual que los zascandiles que los idolatraban y
que todo el sistema educativo.

–Me parece interesante el hecho de que no admires a nadie. ¿Ni siquiera


podría decirse que a tus padres? ¿No hay alguien que te parezca menos banal?

–La verdad es que no. A mis padres creo que los quiero, pero hasta ahí.
Ellos piensan que estoy demente y jamás podrían aceptar lo que yo pienso.
Nadie que sea humano podría ser distinto, es nuestra naturaleza ser viles y
banales.

–Tienes una curiosa forma de expresarte, pero me gusta. Ahora dime,


¿qué pasó entonces cuando terminaste la universidad?
–Pues nada en realidad. En los últimos semestres me la pasé sin entrar
casi a clases, me parecían tan triviales los supuestos conocimientos que se
impartían en la escuela que prefería estudiar en casa y presentarme solo a los
exámenes. Cabe destacar que no todos los profesores toleraban esto, pues, en
sus nefandas creencias, argüían que era menester asistir al aula para poder
acreditar la asignatura; nada más vomitivo. Gracias a ello tuve algunas
complicaciones con algunos de esos viejos empedernidos de ciencia banal,
hasta que, al fin, conseguí todos los créditos y pude, no sin bastantes
dificultades burocráticas, conseguir mi boleta. Sin embargo, ni siquiera
deseaba hacerlo, y, por eso, tampoco me he titulado ni pienso hacerlo. Mis
padres insisten en que lo haga, aunque nada signifique ya. Quizás antes lo
habría hecho, habría luchado por concluir al cien por ciento mis estudios, pero
ahora no. Quedé hastiado de todo lo que tenga que ver con el sistema
educativo y la horrorosa forma en que se utiliza el conocimiento para lucrar.
Por cierto, en los niveles de posgrado no es diferente, ¡es, incluso, peor! En su
mayoría, los investigadores solo persiguen cuantiosas becas o buscan la
manera de irse a divertir al extranjero fingiendo que trabajan en proyectos
multidisciplinarios. Me disculparás por esto, pero me parece una pérdida de
tiempo y una estupidez lo que ellos hacen. En especial, lo digo porque sus
mentes, evidentemente adoctrinadas y plagas de la pseudorealidad que impera
en todo ámbito. No sabes el asco que siento al ver lo corrompida que está la
ciencia y el uso nauseabundo que se hace de ella, siendo empleada en los más
fútiles aspectos y siempre por gente con los recursos para pagar por ella. Es
obvio que la ciencia, al igual que todo en este banal y aciago mundo, es
manejado por intereses ocultos a los cuáles les conviene sobremanera que
haya miseria, pobreza e injusticia. ¿Es concebible que se destinen tantos
recursos al hecho de hallar vida fuera de este planeta cuando existen millones
de humanos muriendo de hambre, siendo exterminados en guerras o
enfermados con químicos esparcidos por los gobiernos? ¡Me parece una gran
contradicción científica! ¿Para qué se querría hallar un planeta similar a la
Tierra cuando hemos hecho todo para destruirla? ¿Es sensato querer que el
humano se expanda más allá de este terrenal mundo? ¿Para qué la ciencia, la
tecnología y demás charlatanería si no se ha conseguido erradicar tanta miseria
y dolor?
–En el fondo tienes una faceta compasiva, pues te sigue interesando lo
que pueda pasarle a este mundo, aunque afirmes lo contrario –exclamo Lary
pidiendo otra botella de vodka–.

Pude notar, por su tono de voz y sus movimientos torpes, que estaba
igual o más borracha que yo. Extrañamente me sentía muy elocuente, cosa que
no me había pasado en anteriores ocasiones al embriagarme, al menos no a tal
punto. A veces sentía que ya no controlaba lo que decía, todo en mi cabeza
daba vueltas, todo giraba gracias al típico efecto del alcohol. Pensé que era
demasiado temprano todavía, miré el reloj y marcaba las doce y media. El
antro se había atascado en cuestión de minutos y la música proseguía con un
volumen demasiado elevado, por lo cual mi garganta se hallaba resentida.
¿Qué hacía yo en un lugar tal? Eso fue lo que llegué a pensar en determinado
momento, aunque no importaba. Es más, ¡me valía lo que pasara conmigo y
con el resto de mi vida! Ahora estaba borracho y sentía deseos de hablar, de
conversar incoherencias. Lary también lo estaba y eso hacía todo mejor y más
fácil.

–Podría ser que tengas razón –dije para retomar nuestra plática–,
probablemente me importe muy en el fondo, pero es ínfimo lo que significa.
Este mundo es banal y la existencia carece de sentido, y yo también.

–Me llamó la atención algo que comentaste sobre tus padres. Me parece
que dijiste que creías quererlos, ¿es cierto?

–¡Ah, era eso! –repliqué divertido–. Es precisamente de ese modo, pues


considero que he dejado de sentir. Sí, he perdido la capacidad de sentir, y tal
vez sea porque todo intento razonarlo. Antes podía abrazar a mi padre y besar
a mi madre, exteriorizar cariño y agradecimiento, pero ya no. No sé qué sea,
probablemente es debido a mi decadencia o a algún factor psicológico, pero ya
nada siento más allá de lo físico. Esto no debería de sorprenderte puesto que
estamos inmersos en la pseudorealidad donde los sueños, los sentimientos, las
elucubraciones y lo inmaculado están enterrados. Además, debemos
considerar la hipocresía y la mentira que reinan en el mundo y lo que el
humano hace para enmascarar sus verdaderas intenciones, para aparentar que
puede amar y ser amado a pesar de su vileza y su banalidad. No obstante, si
somos sinceros, sabemos que todo es apego, costumbre y dependencia,
realmente nadie entiende a nadie ni tiene deseos de estar con él por la
eternidad. He considero, entonces, que no podría querer a mis padres, no
podría amarlos porque no sé qué es el amor fuera de lo que me ha sido
enseñado por el acondicionamiento. Algo análogo al concepto de felicidad y
demás sensaciones que son inadecuadamente empleadas. Y, si no sé qué es el
amor, ¿cómo podría brindarlo o solicitarlo? En el caso del supuesto amor
fraternal no veo diferencia. Los padres imponen a sus hijos lo que no pudieron
cumplir y éstos los quieren en la medida en que dependen de ellos
económicamente. Una vez rota esta vinculación, nada hay que represente
amor. ¡Nada de eso tiene sentido para mí! Esto te parecerá todavía más extraño
y acaso odioso, pero he deseado su muerte. Sí, lo he hecho porque representan
una carga, porque me fastidia saber que acaso les importo. Preferiría no cargar
con ellos, saber que ya no existen más en esta pseudorealidad y que nunca más
volveré a mirarlos. Y esto se incrementa cuando intentan expresarme su amor
y yo nada siento, pues, cuando me abrazan, incluso experimento cierta
repulsión. Por eso no creo llorar en su entierro, tal vez muera yo primero, no
sé. Es raro, también ruin, pero no creo quererlos, no podría. Ellos me
acondicionaron, pero ¡qué más me da! Lo único que me alegraría sería saber
que mis padres ya no existen más, que se han ido a quién sabe dónde,
seguramente al vacío, y que yo podría, entonces, matarme a gusto.

XI
Lary me miraba confundida. Estaba borracha, eso era cierto, pero, por
instantes, olvidaba que ella era como el resto. ¡Yo también, de hecho!
Entonces ¿qué me afectaba? ¡No, yo no! ¿Qué me ocurría? Me hallaba en un
antro, hundido en el alcohol y con una mujerzuela a la cual podía tratar como
me viniera en gana. Sabía de la decadencia y no hacía nada para evitarla, ¿no
me hacía eso más vil y miserable que cualquiera? ¿Qué era peor entonces?
Acaso saber de la miseria que impera en la existencia y, aun así, entregarse a
ella. O no saber nada de ello y proseguir viviendo en la ignorancia, pero
contribuyendo de cualquier manera a la horrorosa banalidad del mundo. Creía
que yo era peor, pues, si tan solo hubiese sido ignorante de tantas cosas, podría
hacerlas sin atormentarme. ¿Qué estaba diciendo? ¿En verdad era así? ¿No me
era todo indiferente? Debía ser por la borrachera que mis ideas estaban tan
mezcladas. La voz de Lary me sacó del ensimismamiento.

–Entonces ¿tus padres evitan que te suicides? No eres indiferente a ellos,


o ¿sí?

–Pues yo consideraría que sí.

–Pero ¿todavía sientes algo por ellos? Mencionaste que estarías mejor si
estuvieran muertos.

–Supongo que los quiero de modo humano, el cual termina por ser falso
e hipócrita. La verdad es que tenemos poco en común, pues para ellos mis
ideas son abstrusas y dementes. Cuando les hablo de querer suicidarme
siempre se encolerizan y me reclaman cosas relacionadas con los gastos que
pasaron para pagarme la universidad. Creo que esperaban en mí a un sujeto
normal, puesto que ellos me criaron transmitiéndome sus atavismos y modos
de actuar, pero, de alguna manera, los rechacé. Son, por otra parte, demasiado
moralistas y de mente muy cerrada.

–Me intriga saber cómo sería ser tú.

–Te aseguro que no quedarías muy complacida –respondí notando que se


me complicaba ponerme de pie.

–Voy al sanitario, creo que me tardaré un poco. Ha sido una gran plática,
he aprendido cosas interesantes. Ahora vuelvo, no se te ocurra irte –añadió
mirándome con simpatía.

Esperé cinco minutos y luego me levanté para explorar el lugar. Era un


antro demasiado concurrido, especialmente a la media noche. No sé qué clase
de extraño impulso me impregnó e hizo que rondara e indagara más sobre las
personas. Así, me alejé de la mesa donde sostuviese aquella plática con Lary y
miré a los asistentes. Noté que muchos estaban igual de tomados que yo, y, al
pasar a un costado suyo, sonreían y gritaban quién sabe cuántas cosas. Todos
lucían alegres, salvo uno que otro tonto cuyo llanto seguramente se debía a
problemas amorosos. Pero el ambiente estaba a tope, los cuerpos se agitaban
con júbilo y la música sonaba más fuerte que nunca, imposibilitando las
pláticas. En parte por eso mismo decidí escudriñar un poco, así descansaría mi
garganta. Hacía unos cuántos minutos que habían incrementado el volumen, lo
cual hacía impensable charlar con normalidad.

Había demasiadas mujeres hermosas, la mayoría eran jovencitas


atrevidas y estúpidas a las que atraía el relajo y la concupiscencia, Iban
ataviadas con ropas descaradas y se comportaban como unas cualquiera, pero
eso era exactamente lo que yo admiraba en ellas. Las mujeres así, viles y
libertinas, siempre habían sido de mi agrado por su rebeldía ante las
costumbres moralistas y las ataduras de valores sencillamente arcaicos. Lary
me gustaba por esa razón, pues ella era atrevida y cachonda, sin ningún
prejuicio a las relaciones rápidas y fáciles. Con ella no debía preocuparme de
los famosos pleitos de pareja ni de las escenas ahítas de celos y paranoia. Si
quería tirármela, lo hacía, y, al siguiente día, éramos dos completos extraños.
¿Por qué las personas seguían fingiendo que les interesaba casarse y estar bien
con alguien cuando se podía ser libre y revolucionario?

Resolví abandonar la cuestión y alejarme hacia la terraza. Una vez ahí


nuevamente fui atacado por diversos cuestionamientos y elucubraciones
superfluas. Me parecía que todo era tan banal y decadente en aquel lugar, pero,
al mismo tiempo, creía sentirme alegre, acaso feliz. ¡Era una argucia y una
tontería! Sí, claro que lo era, pues la felicidad humana no podía ser de otra
manera, muy posiblemente ni siquiera existía, pero ¿a mí qué?

Me acerqué al borde de la barda de aquella terraza y miré hacia abajo,


estábamos en el cuarto piso de un edificio bastante elevado. ¿Coincidencia?
No lo consideré así. Me molestaba pensar que la existencia era una sucesión
de coincidencias, pero todavía más abrumador e irritante era la idea de un
destino. Esta estupidez era mencionada por los humanos en las más
degradantes acciones, tales como conocer a sus parejas o recibir algún dinero,
¡vaya charlatanería! Me preguntaba si realmente alguna entidad divina o algún
elemento superior, no el destino, se interesaría por lo que ocurriese en la vida
de los monos que poblaban este triste planeta. Como sea, estaba más borracho
de lo que creía y el mareo se acrecentaba a cada instante. Al asomarme hacia
el vacío y sentir el fresco aire nocturno, la idea de arrojarme me trastornó.

Cuanto más miraba hacia abajo, más deseos sentía de acabar con todo.
La vida carecía de cualquier sentido, pero la muerte podría caer en lo mismo.
Lo único que la diferenciaba era la incertidumbre que con ella traería. Y, para
los sujetos decadentes y contradictorios como yo, ¿qué esperanza habría en
arrojarme de aquel lugar y morir al fin? ¿Para qué quería morir, para qué
vivir? Ambas facetas me resultaban aburridas y hostiles, aunque en la primera
ponderaba mejores resultados. Y sí, mi muerte también sería irrelevante puesto
que mi vida lo era. No obstante, si mi vida hubiese sido menos decadente,
¿implicaba eso que mi muerte sería sublime como creía que debía serlo? No
estaba seguro y jamás lo estaría hasta haberlo experimentado, pero carecía de
fe para tener plena certeza. ¡Era tan gracioso! Comencé a reír como un
enfermo mental y hasta fui a dar al suelo, luego de haberme estrellado contra
una mesa.

Si tan solo hubiera optado por ir a ver a mis padres en vez de estar en
aquel antro embriagándome y malgastando el dinero. Pero valdría la pena,
pues en breves instantes estaría con Lary, besándola y penetrándola,
consumando el acto y saciando mis instintos más primitivos, los únicos que
me conferían cierta sensación de estar vivo aún, al menos en carne. Sin
embargo, no conseguía apartarme de la barda. Yo tenía que luchar por el
dominio de mi ser, pues cada día existían fragmentos que combatían por el
control, voces susurrando toda especie de improperios e intentando imponerse
en mi interior para modificar el exterior. Si algo sabía en los últimos tiempos
era que, de quien más debía desconfiar, era de mí mismo, pues carecía del
dominio de mi mente y de lo que ésta pudiera implantar.

Entre estas reflexiones observé pasar a la preciosa mesera que nos había
atendido, moviéndose agitadamente con sus caderas y sus ojos hermosos. Me
miró y se sonrojó, pero yo, tal vez por el alcohol, le guiñé el ojo y le hice una
seña para que viniera. Pero ella, todavía más astuta, se acercó y me jaló del
brazo para conducirme entre todo el gentío hacia un rincón donde cabíamos a
la perfección. Nos miramos por un reducido intervalo y luego unimos nuestras
bocas. Experimenté un tropel de emociones desconcertante, jamás había
sentido eso, ni siquiera con Melisa. Así estuvimos bastante tiempo, mucho
más de lo que consideraría un beso ordinario, y luego, al fin, abrí los ojos para
perderme en el incomparable matiz índigo de los suyos. Podía matarme si lo
quisiera, pues en aquella mirada se encerraban los símbolos que me
devolverían el aliento las veces que fuese necesario. En aquella boca se
encontraba el universo en el cual podría abstraerme por siempre con tan solo
sentir el roce de sus labios y la colisión que provocaban en mi interior. ¿Por
qué ahora? ¿Quién era ella para quebrar mi indiferencia así? Sabía que aquello
no era amor, pero me conmovía ferozmente y consumía mi ser.

–¿Quién eres? ¿Por qué me obligas a hacer esto? –cuestionó, agitándose


y ruborizándose.

–¿Obligarte yo? Pero si tú eres quien me ha besado con tal pasión y


desenfreno.

–Ya lo sé, pero hay algo en ti, como si encerraras una sombra que me
atrae irremisiblemente. Verás, cuando te vi por vez primera sentado en aquella
mesa, hiciste que delirara, que fantaseara contigo. Entonces colegí que no
podía seguir viviendo si no probaba tus labios.

–¡Qué raro! A mí me pasó algo bastante similar y tampoco comprendí


qué era, pero mira –mencioné tomando su mano y posándola sobre mi
corazón, el cual palpitaba como nunca–, ¿ves? Es como si fuera a estallar.

–El mío está igual –dijo haciendo lo mismo con mi mano–. No te


conozco y posiblemente después de hoy no te vuelva a ver jamás, pero has
provocado en mí lo que nadie más causará el resto de mis días.

–¿Puedes darme tu número o existe alguna forma de contactarte?

–No tendría caso, es mejor así.

–¿Por qué lo dices? Podemos vernos en otro lugar con más calma y
entonces…
No alcancé a completar la frase puesto que ella me estrechó entre sus
brazos y me condujo hacia unas cortinas oscuras. Al entrar supe sus
intenciones, las cuáles no podían ser otras que las mismas que yo tenía. Nos
besábamos con furor, acaso mucho más que si nos amásemos. No tenía la
menor idea de qué acontecería después de esa noche, pero no importaba. Lo
realmente placentero era el aquí y ahora, poseerla y entregarme a ella cuanto
antes, degustar su cuerpo e introducir mi pene en su vagina. ¿No era esa la
forma de amor que conocíamos los humanos, acaso la única? ¿Qué más,
verdaderamente, podían hacer dos personas del sexo opuesto sino fornicar y
ya? Lo demás era hipocresía, falsedad y moralidad pestilente. ¡Que el diablo
me llevara después si quería!

Las mujeres como ella me encantaban por su sinceridad y su convicción


al sexo libertino, en contraste con tipas como Virgil quienes sostenían infinitos
prejuicios y añoraban un amor eterno y único. Para estas torpes y deplorables
recatadas lo más sagrado era el matrimonio, y no entregaban a nadie placer si
no se sentían comprometidas. ¡Cómo detestaba esa actitud moralista y
pestilente! ¿De cuándo acá resultaba que la humanidad se interesaba por algo
que no fuera sexo en cuanto a las relaciones concernía? ¡Era absurdo!

Precisamente la vagina de aquella desconocida mujer se sentía como la


de las prostitutas que tantas veces había follado, pues era grande y se calentaba
rápido. Noté que no resistía más puesto que gemía como una impúdica zorra y
me incitaba a meterle mis dedos en la boca, lo que parecía causarle extremo
goce. Es más, tomó mi mano entera y se atragantó con ella. Ambos ardíamos
en deseos de pegarnos y retorcernos en aquel cuarto maloliente cubierto por
pesadas y oscuras cortinas. Ella me sacó la camisa y los pantalones mientras
yo clavaba mis dedos en su interior, luego la encueré totalmente e introduje
toda mi mano en su abertura. Era un poco gracioso y salvaje, pero le
fascinaba. Una mano entera en la boca y otra, igualmente entera, en su vagina.
Me pedía que las sacudiera, que no me interesara si llegaba a lastimarla. Esto
me hizo recordar que había mujeres que enloquecían durante el sexo, pues
eran capaces de solicitar los más viles actos y prenderse más allá de los
simples orgasmos.

Y, más que el acto mismo de la penetración, lo que le mojaba la vagina


con abundancia era el hecho de ser golpeada y humillada en todo sentido. Con
cada golpe infringido sobre su bello rostro crecía mi erección y me esforzaba
por orinarla tanto como podía. Ella no cabía en su deleite y, cuando la sangre
brotó de sus labios, se abalanzó sobre mi miembro y se lo tragó, a punto de
regurgitar. Yo no resistí más y le bañé la cara y la boca con una abrupta y
chorreante expulsión de esperma hirviendo. Me había corrido como nunca y
ella se lo tragaba todo, lo saboreaba y gemía como la vil zorra que era,
suplicándome que le diera de beber más agua amarilla, por lo cual deduje que
era adicta a la orina. Entonces se puso de pie y clavó sus preciosos e inefables
ojos azules en mí al tiempo que sacudía su negra cabellera mojada.

–No sabes las ganas que tenía de esto. Mis anteriores novios eran unos
imbéciles a los cuáles les espantaba lo que les solicitaba, pero tú no. Si tan
solo te hubiera conocido antes, pero no importa. Ahora quiero que me rompas
el culo por completo, ¡hazlo sin piedad, anda!¡Trátame como la puta impúdica
y caliente que soy! O ¿te vas a arrepentir? Estoy ansiosa por sentir tu miembro
mientras yo arrimo mi trasero y tus testículos rebotan exquisitamente. ¿Qué
esperas para follarme como una perra? ¡Anda, apúrate!

Entonces, sin oportunidad alguna para responder, la tomé de los cabellos


y la volteé, no sin antes haberle propinado unas nalgadas tremendas. Noté que
su culo estaba más bueno que el de cualquier puta y que poseía llamativos
tatuajes de unos ojos sobre unas pirámides, además de pentagramas y demás
simbolismos esotéricos que alguna vez estuve interesado en analizar. Pensé si
sería bruja, ¿qué importaba? Le penetré el ano y arremetí contra ella con una
violencia tal que creí se desmayaría por las brutales embestidas, pero no.
¿También muchos la habrían antes cogido por ahí? Seguramente sí, pero y
¿qué? Continué, al borde del delirio, arremetiendo contra ella hasta que sentí
mi cosa enterrada en lo más profundo de su ser y por segunda vez me vine a
placer. Al sacarla de su culo macizo un abundante chorro de semen caliente
escurrió por sus piernas. No sé cuántos orgasmos habíamos tenido, pero lo
mejor estaba por venir.

–Ahora me penetrarás por la vagina, ¿cierto?

–Sí, así es.


–No te pongas condón. Cógeme así, al natural.

–Y ¿si me vengo adentro y te embarazo? –cuestioné más por costumbre


que porque realmente me importase.

–¡No importa! ¿Por qué preguntas esas tonterías ahorita? Si eso pasa me
tomo la pastilla y ya. O si no, pues aborto.

–Bien, me importa poco.

–¡Sí, papi! ¡Házmelo rico!

–Como tú digas.

Pero casi cuando estaba por penetrarla se detuvo y su rostro expresó una
náusea horrible, palideció y me alejó.

–¿Qué pasa? ¿Ya no quieres hacerlo al natural? Si gustas puedo ponerme


protección –exclamé con tal de no perder el ánimo del acto.

–No es eso, es solo que yo…

–¿Tú qué? ¿Acaso tienes novio?

–No…, bueno sí. Pero eso no me importa en lo más mínimo. Mi novio


es un imbécil al que no se le para, por eso me veo obligada a satisfacer mis
deseos con jóvenes apuestos a los que sí les sirva el miembro; como tú, por
ejemplo.

–Entonces ¿qué es? ¿Sientes remordimiento por él?

–¡Que se joda ese perdedor, obviamente no! ¿Cómo podría sentir algo
así por él? Es un niño, un sujeto que ni siquiera puede complacerme
sexualmente. Lo que siento por él es lástima y quisiera que se muriera, por
desgracia él me mantiene y además yo… –pronunció confundida y
mordiéndose los labios con ferocidad mientras se chupaba la sangre escurrida.

–¿Qué? ¿Tú qué? ¡Dímelo ya!

–¡Tengo sida!

–¿Qué dices? –inquirí palideciendo un poco.


–Lo que acabas de escuchar: ¡soy una sidosa que no logra calmar su
ninfomanía!

–¿Acaso es cierto eso? ¡Imposible, debes estar bromeando!

–No, no bromeo. Esa es la verdad.

Noté que estaba agitada y enloquecida, me miraba con ansiedad y, en el


fondo, sabía que añoraba mi pene en su coño, anhelaba ser penetrada y recibir
una corrida interna de mi parte. ¿Qué la detenía entonces? Muy fácil… el sida.

–Pero ya no tiene caso cuidarse, te cogí el culo y es probable que ya esté


también infectado –dije sin perder las esperanzas de metérsela.

–Lo sé, discúlpame. Debí habértelo dicho antes –asintió con una risita
malévola.

–Y ¿qué te impidió hacerlo? ¿Fue solo el hecho de que no podías resistir


las ganas de follar?

–No, no solo fue eso. La verdad es que no coordino lo que digo, mira
esto –me mostró su brazo y comprendí el punto, pues era el típico brazo de
una adicta a la heroína–. Hace una hora me puse una elevada dosis y eso me
ha hecho sincera en extremo.

–Ya lo creo, entonces ¿qué fue?

–Sabes, soy adicta a varias cosas, pero todas están condenadas en este
mundo: el sexo, el semen, el alcohol, la nicotina, la cocaína, la heroína, la
marihuana, la piedra, las tachas y, sobre todo, el LSD. Tengo un amigo que me
provee bastante bien, aunque ahora me meto tres cuadros al día, si no es que
hasta el doble –agregó, riendo nerviosamente.

–Entiendo, pero ¿por qué lo haces?

–Porque quiero y puedo, ¿me juzgarás por eso?

–No, para nada. Yo he querido probar algo, la verdad es que nunca en mi


vida he consumido drogas, solo tabaco y alcohol.

–Pues deberías de, son riquísimas. Además, coger bajo sus efectos es lo
mejor. Te potencian demasiado; como ahora, por ejemplo.

–Suena tentador, supongo.

–Es endemoniadamente supremo el placer. Si tuviéramos más tiempo, te


daría a probar, pero bueno. Ya sabes mucho de mí, mucho más que cualquier
otra persona, así que me despido.

–No, espera –proferí rápidamente colocándome entre ella y la salida de


las cortinas, me sentía excitado y triste a la vez–. Todavía no me has contado
tus razones para tener sexo conmigo sin protección sabiendo que tienes sida.

–Ese no es mi asunto. Además, estás delirando, estás demasiado ebrio.

–Dime esas razones, te lo ruego.

–Está bien, si tanto quieres saber… La primera es que me pareció que tú


también eres alguien que morirá pronto, puedo notarlo en tu mirada. Tú y yo
somos similares: decadentes e indiferentes ante nuestro entorno. No sé qué
clase de sensación inquietante despertaste en mí, solo presentí que no te haría
ningún mal si te contagiaba, pues, en todo caso, quieres morirte pronto, ¿estoy
en lo cierto?

–Sí, lo estás.

¿Te parece que eso es destino?

–No, detesto pensar en esas cosas del destino.

–Pero eso no implica que no pueda ser cierto.

–Lo sé, pero significa que nada cambiaría con ello.

–Cierto, muy cierto. Ahora me retiro, ya nada queda por hablar entre
nosotros, mucho menos por hacer.

–No te vayas, por favor. Continúa platicando conmigo, necesito


escucharte y mirarte.

–Estás ebrio, no comprendes la gravedad del asunto. ¡Tienes sida con


una gran probabilidad, yo te contagié intencionadamente!
–Y eso ¿qué me importa? Tú lo has dicho –mencioné presa de una
insania mental tremebunda y estrepitosa–, a mí no me interesa nada en esta
vida. Tú y yo, en efecto, somos muy parecidos, por eso te admiro.

–¿Me admiras? Pareciera como si fueses un hombre incapaz de admirar


a alguien… Y, por otra parte, ¿qué hay de la chica con quien venías? Debe
estarte buscando como loca.

–¡Me importa un bledo esa mujer! Y también lo otro, debes saber, me


vale.

–¿Qué te vale?

–¡Todo! No me importa seguir existiendo, deseo morir.

–Aunque tuvieses razón, esta no es la forma.

–¡Que el diablo me lleve, a mí y a cualquier vida que pudiera haber


elegido! Creo que…, creo que yo…

–¡Eres un terco de pacotilla y un ridículo de primera clase! ¿Cómo


pretendes que me trague esas palabras? ¡Sé que, en cuanto se te pase el efecto
de la borrachera, vendrás corriendo para matarme por haberte contagiado de
sida! Mejor dejemos esto así, y hagamos como si nunca nos hubiésemos
conocido… ¡Perdóname por haberte arruinado la vida!

–¿La vida? Por favor, ¿qué clase de vida es esta? Ya te dije que me
interesa poco…

–¡Que te jodan, por santo cielo! ¿Acaso estás completamente loco? No


cabe duda de que has perdido la razón –exclamó con sobresalto–. ¿Acaso no
ves cómo son las cosas?

–¡Cállate, maldita ramera! –le grité mientras la tomaba del cuello y la


azotaba contra la pared–. Yo quiero follarte y escucha bien esto: ¡me importa
un rábano si tienes sida o cualquier otra enfermedad! Yo voy a cogerte y
besarte cuanto me plazca, pues solo será esta noche. Después, que sea lo que
tenga que ser. Y, si muero mañana, que así sea. Si estoy loco, enfermo y ahora
sidoso, no me interesa para nada. De cualquier forma, quiero morirme,
¿entiendes? Hace unos instantes, antes de que aparecieras, cavilaba si debía
arrojarme por la terraza y terminar con todo de una buena vez.

–Y ¿qué pasó? ¿Por qué no lo hiciste?

–Porque también la muerte es un desperdicio y una fruslería, tanto como


la vida. Estoy hastiado de ambas y nada espero de ninguna de las dos. Siendo
así, ¿acaso puedes pensar que no te cogeré como una zorra tan solo porque
tienes sida? ¡Que el demonio me cuelgue si no lo hago!

–¡Estás demente! ¡Suéltame, no quiero! –exclamaba mientras oponía


cada vez menos resistencia, yo sabía que me deseaba más que nunca.

–¿Por qué lo haces? ¿Es acaso porque quieres probar tus principios
nihilistas? ¿Qué quieres demostrar con esto? Solo dame una maldita razón y lo
permitiré. Dime por qué, solo eso necesito.

–Porque yo… ¡Te amo! –vociferé sin darle oportunidad de responder,


pues me abalancé sobre ella y le mordí los pezones hasta sangrárselos.

XII

Ciertamente, había enloquecido. Me parecía como si todo aquello no fuese


sino un sueño. La verdad es que no existía ninguna cosa que probara lo
contrario. La vida humana era insulsa y anodina, pero ni siquiera estábamos
seguros de que esto que experimentábamos lo fuese. El hecho es que aquella
mujer, la más hermosa y frágil que alguna vez conociera, arañaba mi espalda
mientras mi miembro entero entraba cada vez más en su infectada vagina. Fue
entonces cuando llegó el clímax y una delirante fiebre acabó con la poca
cordura que me quedaba, reduciéndome a menos que un animal. No obstante,
me sentía mejor que nunca; de hecho, haberme entregado a la demencia y a la
banalidad me reconfortaba. Además, pensar en cuántos hombres antes que yo
habían introducido ahí sus miembros infectando a aquella zorra con quién sabe
qué cosas, me prendía demasiado.

Mirarla era inefable, con esos ojazos de un azul índigo que sobrepasaba
cualquier expresión de belleza, con esos cabellos sueltos y orinados que la
hacían lucir majestuosa, con ese cuerpo esbelto y ahíto de tatuajes siniestros y
esotéricos, con esa boca que besaba con fuego y que derretía mi indiferencia,
con ese rostro que ya nunca olvidaría y ese color de piel blanca como la
pureza extinta en su ser. No sabía ni siquiera su nombre, tampoco me
interesaba averiguar más detalles. Todo lo que importaba era follarla, correrme
en ella y acaso preñarla. Claro que eso era mera ficción, solo sueños rotos y
masticados por nuestros impulsos sexuales imposibles de frenar y encapsular
en nuestra psique. ¡Qué linda era, qué melódicos eran sus gemidos! La amaba,
la amaría por siempre y no significaba nada el que me hubiera contagiado de
sida; de hecho, hasta me producía cierto placer y contribuía a aumentar mi
excitación.

La embestía brutalmente, le desfloraba la vagina peor que a cualquiera


de las putas que antes me había tirado. ¡Ansiaba correrme y romperla, partirla
en dos! Me importaba un bledo si era una maldita sidosa, pues, en todo caso,
yo estaba ya condenado desde que todo me era indiferente y me valía la vida.
Era preferible hundirse en la podredumbre y morir joven que vivir
absurdamente hasta la deplorable vejez. ¡Era tragicómico y contradictorio!
Ella, tan bella y decadente, podría haber sido la mujer perfecta y haberlo
tenido todo en la vida, pero no. A veces pasa, según razonaba, que las personas
más magníficas tienen una extraña tendencia a ensuciarse en la más sórdida
podredumbre, a hundirse en la miseria más execrable y, a pesar de todo,
conservar su inigualable brillo. Esto solo ocurre con aquellos seres a quienes
este mundo banal ya nada tiene por ofrecerles y cuyos talentos, aunque
sublimes, terminan por encasquetarse en el absurdo de la asquerosa
humanidad.

Entonces se produjo el añorado suceso, pero no fue en sí la simple


acción lo que desencadenó la euforia total y el orgasmo máximo. Había algo
entre esa mujercita y yo, algo ignoto e incomprensible en nuestra humana
esencia. Acaso había sido el destino que nos había unido, aunque no creyera
para nada en él. No obstante, casi se me detenía el corazón al penetrarla. Y fue
tan vertiginoso el momento de la algidez que inclusive mis piernas se
acalambraron y quedé tembloroso. Estaba empapado en sudor y tuve la corrida
más abundante y satisfactoria de toda mi lamentable existencia. El placer
experimentado no se parecía a nada en absoluto. ¿Acaso se debía al hecho de
que en verdad amaba a aquella ninfómana drogadicta de ojos acendrados? O
¿era que nuestras vibraciones estaban en la sintonía correcta? Ambos éramos
decadentes, y ahora yo me había unido plácidamente al mundo del sida, pero
¿importaba realmente? Para nada, me valía, me era indiferente. Ahora que yo
estaba también infectado, comenzaría una nueva vida, todavía peor y más
decadente de la que había llevado. Sí, seguiría en el mismo sendero de lo
insano y multiplicaría mi crápula por un número bastante elevado, casi
infinito.

Lo que sentía trascendía cualquier emoción, acaso porque estuviese


hasta atrás de borracho o porque mi interior, el cual creía muerto hace tanto,
había resurgido mínimamente. Lo que hubiera dado, pensaba mientras fijaba
mi mirada en el azul celeste de aquellos ojos que me hipnotizaban, por haberla
conocido antes. Si tan solo esta nefanda vida nos hubiese hecho coincidir en
algún momento previo, nada sería como ahora, todo sería ridículamente
genial. Es más, me encantaría verla de la misma manera, siendo una
consumida ninfómana y refugiándose en las drogas, perdiéndose en toda clase
de depravaciones y siendo follada por todo tipo de hombres, pero habría una
diferencia, tan solo una… ¡Yo estaría en su vida! Así es, yo podría consolarla
y hacerle el amor con tanta pasión como hace apenas unos minutos.

Entre toda la neblina, yo sería el sol que le confiriese salvación, el


inmaculado emblema del descanso eterno. Sin embargo, las cosas no se habían
dado así, tanto ella como yo estábamos desechos y nos comprendíamos a tal
punto que entendíamos nuestras mutuas concepciones. Sabíamos, por ejemplo,
que tras haber finalizado el acto sexual que tan fantásticamente habíamos
realizado, todo se iría al demonio. Ambos lo deseábamos y lo necesitábamos,
de nada servía cobijarse con la misma manta de hipocresía que cubría a toda la
humanidad haciéndole creer que dos personas de sexos opuestos podían
entenderse, convivir y estar juntos más allá de la fornicación. Raudamente me
vestí, sin intercambiar comentario alguno con aquella ansiosa ninfómana. Solo
la miraba, y me parecía muy hermosa, tanto que hasta llegué a pensar que
quizás, y solo quizás, ella no era tan real como yo había supuesto.

Era normal, en última instancia, siempre que se aceptase como cierta la


hipótesis de que en nuestro más profundo ser se almacenaban todos aquellos
impulsos y anhelos reprimidos desde la infancia, todo lo que socialmente se
nos prohibía y que era condenado tan escandalosamente en el día a día. No
obstante, entre más se reprimiera el mono, mayor sería la caída que sufriría
cuando finalmente no pudiese contener más aquello que repugnaba y detestaba
con apremio. Así, por ejemplo, aquel hombre que se abstuviera de masturbarse
por un largo periodo tenía más propensión a convertirse en un depravado y
posteriormente en un violador, que el que sí se procuraba satisfacción propia.

Podría decirse que el interior era como un baúl donde se iba acumulando
toda la gama de cosas prohibidas por una u otra razón, aquello que no nos era
posible expresar por temor al rechazo y el asco social que ocasionaría en el
rebaño. Pero la hipocresía era fehaciente cuando podíamos percatarnos de que
esos mismos quienes conminaban nuestros pensamientos obscenos y lascivos
eran los primeros en descarriarse cuando su baúl no pudiese contener más su
auténtica faceta. De tal manera que había individuos sumamente recatados y
opuestos a las más primitivas y cruentas prácticas que, al entregarse a su
verdadero ser, fracturaban por completo la fingida e ilusoria imagen que
habían pretendido ser y arrojaban todas las máscaras al diablo, mostrándose tal
cual eran. Esto, según colegía, era una gran razón para explicar la existencia
de asesinos, pederastas, narcotraficantes y demás náusea. Se trataba de
humanos que se habían reprimido a un nivel demencial y en quienes el baúl
había explotado machacando su cordura y trastornándoles en un ser torcido y
mucho más ignominioso que el promedio. Era como inflar un globo, como
alimentar aquella parte oculta en el interior inflándola con toda gama de
repugnancias y asquerosidades que se simulaba rechazar, cuando lo único que
pasaba era precisamente aumentar el tamaño del globo hasta que reventaba,
extinguiendo para siempre el sello.
La humanidad se engañaba solamente, pues, si a alguien se le confiriese
el poder para violar, asesinar o cometer cualquier acto pernicioso y siniestro, si
a un ser se le otorgase la divinidad para hacer su voluntad sin ningún prejuicio,
culpa o atadura religiosa o social, es seguro que se entregaría a toda clase de
depravaciones sin la menor vacilación. Esta hipocresía enmascarada en los
humanos me enfadaba constantemente, pues era mejor mostrarse al natural,
exponer siempre los verdaderos deseos y no guardarse nada. Si se
encapsulaban estos impulsos, solo se contribuía a alimentar la sombra que más
tarde destruiría a su propio creador, era como arrojar leña al fuego que barrería
con nuestra sanidad mental en una postrera condición de debilidad.

Así iba el asunto: aquel que más se negaba a los actos viles e impúdicos
y que los rechazase con mayor ahínco en el exterior y en sus semejantes, sería
el primero en corromper su interior y atormentarse crudamente. ¿Para qué
fingir entonces? ¿Por qué no aceptar la decadencia como elemento intrínseco
de nuestra constitución? ¿Qué más daba si el humano era malvado y vomitivo?
Y ¿qué si se prefería estar en la cama de cualquier mujerzuela que en la de la
esposa? Y ¿qué si la mujer quería ser fornicada por otros hombres que no
fuesen su marido? ¿Qué importancia tenía no masturbarse o no ser adúltero?
Todo era abrumadoramente absurdo, abstenerse de la más impía crápula no
significaba nada, pues la existencia humana era ruin por sí misma y carente de
virtudes y sentido. Al final, todos moriríamos, y no estaba para nada claro si
un tribunal nos juzgaría o un dios nos salvaría a pesar de ser pecaminosos.
Estaba hastiado de fingir, cansado de aparentar, fatigado de mantener
prisionera mi megalítica sombra y asqueado de mi propia existencia.

En todo caso, solamente los locos y los muertos me parecían reales. La


mayor parte de la humanidad, en la cual estaba yo incluido, necesitaban con
tremebunda ansiedad de la mentira. Sí, sin esto último nada tenía sabor ni
razón de ser; el engaño constituía la base fundamental de los principios
humanos. Cada uno, sin embargo, se engañaba a su modo y desde la
perspectiva más agradable, ya fuese por comodidad o simple ironía. Esto,
colegía yo, debía ser de tal manera, pues, si no, entonces era imposible
continuar viviendo, al menos en esta pseudorealidad. Si un humano intentaba
vislumbrar la verdad parapetada más allá del cúmulo de argucias en las cuáles
se había producido su nacimiento y su existencia hasta ahora, nada bueno
obtendría. Cualesquiera que fuesen los caminos que pudiera tomar, lo
conducirían hacia las únicas dos facetas de la realidad: la megalomanía y el
suicidio. Sin falacias, la vida humana carecía de propósito y de metas.
Resultaba indispensable engañarse a toda costa, sin importar si era con
entretenimiento, placeres sexuales, dinero o materialismo.

Yo sabía todo esto a la perfección, pero nada podía hacerse para evitarlo.
¿Era yo un hombre absurdo? ¡Sí, por supuesto que sí! Ni siquiera me cabía la
menor duda de ello, era tajantemente ridículo incluso cuestionárselo. Entonces
¿por qué en mi cabeza tenía tantas ideas acerca de la banalidad del mundo si
yo no era diferente? Aunque, ciertamente, había un detalle, y era que los
humanos todavía esperaban algo después de esta vida tragicómica y patética,
pues, de la manera que fuera, se aferraban a ella y luchaban. Sin embargo, yo
nada esperaba ni me interesaba reencarnar o alguna de esas bagatelas. ¡Que el
diablo cargara conmigo! Esa era la distinción, que las personas no reconocían
su miseria espiritual y se creían merecedores de algo más allá de esta banal
perfidia. Pero yo, con plena sinceridad, aceptaba mi decadencia y hasta llegué
a acostumbrarme a ella, y por eso mismo nada esperaba ni deseaba. Vivía, si
esto era vivir, del modo más nauseabundo posible, absolutamente vacío y sin
ningún aliciente, desprovisto de todo sueño u objetivo que no hubiese sido
impuesto por esta pseudorealidad. Desde hace mucho tiempo me había
vencido a mí mismo y estaba bien. ¡He ahí la escisión suprema! Ellos querían
vivir y añoraban reinos celestiales y demás estupideces. Yo solo esperaba que,
al morir, pudiese fundirme con la nada. Sería una desgracia, una blasfemia,
una estupidez tener que vivir de nuevo.

Por otra parte, tal vez la vida misma chupaba la vida. Esta irónica y
curiosa idea la había tenido desde hace un par de noches. Muy posiblemente,
al morir, solo sería el cascarón el que terminaba por quebrarse y pudrirse, pues
la manera actual en que el mundo existía era tan repugnante y ominosa que
seguramente los humanos nos veíamos vaciados diariamente. Dada la
decadencia y la ignominia en que las personas nos desenvolvíamos no era
descabellado concebir que, al llegar la muerte, nuestro interior se hallaba
hueco, que toda gama de emociones, sentimientos, cavilaciones,
pensamientos, concepciones, percepciones y lo más intrínseco posible había
sucumbido ante la pseudorealidad. Pero ¿qué era realmente la vida? ¿Cómo
definirla y diferenciarla de la muerte? Y ¿qué eran la felicidad, el amor, la
amistad, la compasión, la justicia, la libertad y demás palabras? Esto era parte
esencial de este sistema pseudoreal: desde el nacimiento se implantaban falsas
concepciones que, en el mundo, serían tomadas como verdades irrefutables, y
mediante las cuales los monos serían esclavizados.

Entonces entré, mi cigarrillo se había extinguido. Abandoné las reflexiones


que fluían en mi cabeza y, un tanto exhausto aún por el encuentro sexual tan
demandante que acababa de tener, subí hacia el cuarto piso. Ciertamente,
había quedado muy cansado y me sentía muy mareado también. Para mi
sorpresa, al asomarme en aquel espacio de perfidia en donde las personas
intentan olvidar lo miserable que es el mundo, observé a la misteriosa mujer
de ojos azul índigo atendiendo una nueva mesa. Miré y mi corazón latió con
vehemencia, pues la chica con quien hasta hace unos cuantos minutos me
había besado y con quien había fornicado como nunca en la vida se hallaba
sentada en los pies de un negro horrible y asqueroso. Esto me produjo una
repulsión tremenda; sin embargo, me mantuve firme solo para presenciar qué
más ocurriría.

Ella, con su preciosa figura angelical, lo besaba en la boca y, sin gran


discreción, introducía su mano en su pantalón para agitarle el miembro. Noté
que cada vez lo hacía más rápido y él, a su vez, la besaba con impudicia y
como queriendo arrancarle los labios. Indudablemente se trataba de una
cualquiera, de una vil golfa ninfómana, de una zorra hambreada, ¡qué mejor!
¡Cómo me encantaban ese tipo de seres que, sin ningún tapujo, exhibían su
auténtica naturaleza! Pensaba que, si alguien era sublime en la vida, sería ella,
pues no solo era excesivamente preciosa, sino también inteligente y sincera.
¿Qué importaba si quería ser follada por muchos hombres a la vez y cometer
las más nauseabundas y obscenas crápulas? ¡Que el diablo cargara con todos
aquellos que la juzgasen! Para mi forma de pensar aquella chica valía más que
cualquier recatada temerosa y ferviente del matrimonio. ¿De qué serviría una
mujer virtuosa y fiel? ¿Acaso era esta la naturaleza humana? ¡No, para nada!
¡Mejor era entregarse sin dilación al libertinaje y al adulterio! ¡Que se jodiera
la monogamia y todos sus pestilentes defensores! Yo sabía que el humano, por
su natural e imperturbable esencia, deseaba la copulación con más de una sola
pareja. ¡Cómo se engañaban aquellos quienes se juraban fidelidad eterna y
supuestamente amor infinito!

En fin, lo último que presencié fue que aquella insaciable y hermosa


mujer se agachó e inhaló un polvo blanco para luego arrastrar consigo al
negro. Se dirigieron hacia el oscuro cubículo en donde hacía cuestión de
minutos había estado conmigo. De inmediato, otro negro, quien ostentaba una
mórbida obesidad, penetró en dicho cuartucho, y seguramente no sería lo
único que penetraría. Gracias al elevado y dañino volumen de la música, los
gritos de la mujer más valiosa en toda la humanidad no conseguían ser
escuchados. Me acerqué un poco y me coloqué a un costado, pegando mi oído
lo más que podía en una de las paredes del cubículo.

Ella gemía como una perra en celo y, al parecer, estaban haciendo un


trío. Me decidí a observar, pues sabía que los humanos éramos voyeristas en
su mayoría. Sí, nos excitaba sobremanera el hecho de mirar a otros cogiendo, e
incluso sin necesidad de nuestra intervención. Recordé entonces cuando
escuchaba y presenciaba en primera plana las embestidas que aquellos
hombres desconocidos y ebrios le daban a mi madre en aquella pocilga donde
habitábamos. Ella era una prostituta, pero estoy seguro de que, si siguiese
viva, me la tiraría. ¿O acaso ella, por ser mi progenitora, me negaría sus
servicios? Creo que sería enigmático el resultado, cuanto más considerando
que era una maldita adicta a la heroína y al sexo.

Estaba resuelto a observar cómo aquellos dos vomitivos negros se


tiraban a la preciosa mesera de ojos azul índigo cuando, subrepticia y
escalofriantemente, una delgada mano se posó sobre mi hombro. Volteé con
cierta gesticulación de horror y descubrí la identidad de aquella sombra, se
trataba de Lary. Me pareció molesta su intervención y estuve a punto de
recriminarle y pedirle que me dejara en paz, pero no me atreví. ¿Lo sabría?
¿Estaría ya al tanto de que me había acostado con aquella pérfida ninfómana?
¡Imposible, no recordaba haberla visto al dirigirnos hacia aquel pringoso
cubículo! En un tono un tanto airado y solemne, expresó:
–¿Dónde demonios te habías metido? Te he estado buscando como una
loca poseída por casi media hora, incluso bajé y recorrí las calles aledañas.Y al
subir te encuentro aquí con toda la calma del mundo.

–Lo siento, no era mi intención –repliqué sorprendido.

–Bueno, no importa –exclamó irascible, pero luego sonrió–. De


cualquier modo, creo que ya es momento de irnos, estás demasiado ebrio y
necesitas descansar.

–No, yo no estoy tomado… Más bien serás tú, ni siquiera sé por qué te
traje.

–¿Yo? ¡Claro que no! ¿Qué clase de sandeces estás diciendo?

–Sí, digo que me estorbas, que nunca debí haber venido aquí
acompañado.

No entendía qué ocurría, pero experimentaba un paroxismo vil. Algo me


impelía a injuriar a Lary y recriminarle su compañía. Me sentía fuera de mí
mismo, como suplantado por otro yo. Esto acontecía en momentos cuando no
conseguía imponerme y una personalidad más hostil y hosca surgía. Al
comienzo lo atribuía a debilidad, pero luego me convencí de que sería una
especie de trastorno bipolar que no quería aceptar. Sabía que las personas
hacían alusiones a ello para llamar la atención, y yo no sería parte de ese circo.
Además, no era del todo insano permitirse no ser uno mismo por algunos
instantes, y ¡qué más daba si eran días o semanas!

–¿Por qué dices eso? No te entiendo… Primero te desapareces y, cuando


te encuentro, me sales con estas cosas –expresó Lay, apenándose al ver que
otros curiosos se arremolinaban a nuestro alrededor para presenciar la supuesta
discusión, aunque no hubiese tal–. Si tan solo supieras cuánto me preocupé
buscándote, si te imaginaras…

–Bien, supongamos que eso sea cierto –asentí con desenfundado cinismo
y en tono sardónico–. ¿Acaso yo te lo pedí? O ¿tal vez te figuraste que me
importaba lo que pudieras hacer por mí? Estoy bien, ¡mírame! ¿Dices que
estoy borracho en extremo? ¡Tonterías, solo sabes decir eso!
Noté que el rostro de Lary se convulsionaba y se escindía entre el
encono y la vergüenza. Era evidente que no esperaba aquello, y, a decir
verdad, yo tampoco; sin embargo, no podía evitarlo. Desgraciadamente, un
sujeto de lo más trivial se encolerizó e intentó intervenir en la plática.

–¡Oye tú, imbécil! –balbuceó dirigiéndose a mí en tono despectivo–


¿Acaso estás loco? ¿Cómo te atreves a hablarle así a una señorita como ella?

–No es nada, solo está extremadamente borracho, ya se le pasará –


intervino Lary al ver que el sujeto, bastante fornido ciertamente, avanzaba
hacia mí.

–¡Vaya, vaya! Ya salió el defensor –mencioné con sarcasmo


encarándome con aquel inoportuno sujeto.

–Mira, te voy a pedir que te calmes y que te retires ahora mismo. Pero,
por si acaso… –agregó mirando a Lary con desdén–, ella se quedará hasta que
tú te hayas retirado.

–Muchas gracias, amable hombre, pero lo conozco bien y solo son los
efectos de la borrachera. Le aseguro que es incapaz de cometer algún acto
violento en mi contra, ¿no es así? –inquirió Lary, lanzando una inquisitiva
mirada que me molestó.

–Bueno, tal vez… Y si así fuera ¿qué? –espeté con sarna y dándole la
espalda al sujeto–. No entiendo por qué los humanos tienen tan intempestiva
costumbre de entrometerse en los asuntos ajenos. ¿Es acaso que los vuelve
locos el morbo? O ¿a qué se debe que siempre se esté hablando y prestando
atención a lo que verdaderamente no les concierne?

–Lo único que te estás ganando es una buena paliza. ¡No eres sino un
hablador!

–¡Ya, por favor, basta! No permitiré que le pegues a mi novio –afirmó


decisivamente Lary, estrechándome entre sus brazos y besándome en la frente.

–¿Este idiota es tu novio? Si lo único que hace es insultarte… Siento


pena por ti, ¡vaya perdedor! –farfulló aquel zascandil encarándose conmigo.

XIII

Me sentía anonadado por una sensación inexplicable. Lary me estrechaba


entre sus brazos y creía recordar a Melisa… ¡Sí, eso era! Rememoraba cómo
alguna vez llegué a experimentar cosas bonitas, y también volvió a mi
memoria el trágico desenlace… ¿Qué hacer? ¿Cómo proceder? Era un punto
que debía analizar en milisegundos… En efecto, sentía mi cabeza bullir en
alcohol, estaba brutalmente alcoholizado y mi razón no era la de siempre; o,
tal vez, se hallaba más pulcra que nunca. Como sea, podía bien abrazar a Lary
y ceder ante aquella frenética muestra de cariño. Después de todo, ¿qué había
de malo en ella? Cierto era que tenía un hijo fastidioso, pero no lo mantendría
yo. Ella trabajaba y era independiente, ¿por qué no iniciar una nueva etapa a
su lado? Luego reflexioné y vino a mi mente Virgil, la pobre campesina.

¿No deseaba ella también quererme bien y amarme como a un esposo?


¿No eran aquellas mujeres, aunque distintas sobremanera, expresiones de un
atavismo absurdo que se había implantado en la sociedad? ¿Casarme yo?
¡Tonterías! ¡Que me llevara el diablo antes! ¿Por qué cambiar ahora? Era un
cerdo, un sujeto vil y adusto. En resumidas cuentas, un decadente consagrado
que ni siquiera había tenido la dignidad de presentarse en el sepelio de su
supuesta prometida para derramar lágrimas y fingir sentimientos. Cavilando de
tal modo, la decisión estaba tomada y nada haría que compusiese mi camino,
cuanto más tanto que no había nada que componer, simplemente estaba
aceptando mi naturaleza inmanente. La felicidad no era mi símbolo y no me
interesaba estar bien ni fraguarme un porvenir. ¡Al demonio la existencia, sería
yo mucho peor de lo que había sido hasta ahora!

–Mejor será que nos vayamos o esto se va a poner feo –susurró Lary en
mi oído.
–¿Qué dices? ¿Para quién? ¿Qué podría hacerme ese zascandil? ¡Ji, ji, ji!
Míralo, parece como un simio –vociferé con la intención de ser escuchado.

La risa explotó a nivel general, en parte incitada por el alcohol y por la


imitación que hacía para irritar más al metiche ese. Así pues, procedí para
remarcar la vileza de mi alma ante la atónita mirada de todos. La casualidad
vino en mi auxilio, pues apareció a un costado del molesto chismoso su novia,
una mujer algo demacrada, pero con senos grandes y maquillaje excesivo. La
verdad es que ni siquiera la miré, sino que procedí impulsado por quién sabe
qué energía cerval. Me abalancé sobre ella sin dejar a nadie la más mínima
oportunidad de responder y… ¡la besé en la boca con tanta voluntad como me
fue posible! Dado que nadie lo esperaba, mucho menos ella, el ósculo fue
tremendo, pues introduje mi lengua hasta su garganta saboreando su sabor
embriagante. También deduje que estaba sumamente marihuana y que hasta lo
había disfrutado. Solo el ensimismamiento general producido por un acto tan
mezquino e impío podría haber ocasionado el mutismo y la inmovilidad de
todos los presentes. No obstante, tras milésimas de segundo, el tiempo se
aceleró y estalló en un abrumador coro de injurias y risotadas. El sujeto a cuya
novia acababa de comerle la boca estalló en una furia inconmensurable y se
abalanzó sobre mí, al tiempo que Lary, aunque presa de suma indignación,
intentaba separarnos.

Todo el lugar era una babel de imprecaciones, mentadas de madre,


puñetazos, patadas y hasta arañazos. La verdad es que estaba tan bestialmente
ebrio que no conseguí defenderme en lo más mínimo, y aquel sujeto me trató
como a un trapeador. Sin embargo, su puntería era tan mala, o quizá se debiera
a la intervención de Lary, que no consiguió darme ni uno solo en la cara
contundentemente. Tras unos cuantos minutos aparecieron los guardias de
seguridad y detuvieron la trifulca, lo cual no fue complicado gracias al estado
general de embriaguez que reinaba en aquel pestilente antro. La mesera de
ojos azul índigo salió del cubículo acompañada de los dos negros, pero nadie
lo notó. Nos dirigieron unas cuántas recomendaciones y también amenazas.
Lary comunicó a uno de los guardias que lo más prudente sería sacarnos por la
puerta trasera para que los demás no intentaran seguirnos, pues era obvio que,
tras lo realizado por mí en aquel impulso odioso, ardían en deseos de
lincharnos, especialmente el que caminaba como mono, a cuya novia me había
agasajado a placer. Aunque en principio aquel imbécil se mostró renuente ante
nuestra petición, Lary depositó en sus manos un valioso billete para intentar
persuadirlo. Así, en menos de lo que esperábamos, nos hallamos fuera,
refrescándonos con el aire que la noche turbulenta traía consigo. Lo único que
lamenté fue no haber dirigido una última mirada a la preciosa mesera
ninfómana. La borrachera se me había bajado un poco, lo suficiente como para
sentir un verdadero golpe o, mejor dicho, una tremenda cachetada
proporcionada por Lary, quien sollozaba y parecía consumida por los celos.

–¡Eres un completo imbécil, canalla del demonio! ¿Cómo pudiste hacer


algo tan bajo? Ya me lo sospechaba yo… –balbuceaba mientras clavaba su
mirada en mí.

Guardé silencio, extrañamente Lary me parecía mucho más bonita


cuando se enfadaba, quizá tendría que besarme con otras mujeres frente a ella
para conseguir aquel efecto. En fin, si ya nada de interesante podría ocurrir,
entonces tendría que ir a otro lugar para hundirme en la miseria de mi
embriaguez hasta que amaneciera.

–Y, encima de todo, te quedas callado… ¡Hum! ¡Qué ruin eres! Lo único
que me faltaba, y eso que mi anterior novio se tiró a otra en la misma cama en
que me tiraba mí. No obstante, pensé que tú serías distinto…

–Bueno, solo te recuerdo –increpé para no dejar pasar la oportunidad de


aumentar su euforia y malestar– que tú y yo no somos oficialmente nada…
Siempre hemos sido solo compañeros de sábanas.

–¡Y dices eso ahora! Precisamente ahora tienes que descararte tanto…,
pero si estás ahogándote en alcohol, ¡qué necesidad! Pensé que habíamos
tomado lo mismo y a similar ritmo, aunque ya veo que no.

–No deberías de enfadarte así conmigo, por favor.

–No me hables, estoy molesta contigo y posiblemente esta sea la última


vez que nos veamos –sentenció dándose la vuelta y dándome la espalda.

La miré confundido, jamás había comprendido las verdaderas


intenciones de las mujeres. De pronto, una vaga memoria llegó hasta mí como
tantas otras veces, muy tenuemente. Era Melisa, más hermosa que nunca,
observando la escena, sonriendo y profiriendo una serie de palabras
ininteligibles. Yo la miré absorto, pero todavía con una gran indiferencia. Con
ella jamás había discutido por tales fruslerías, por el simple hecho de que tal
vez llegué a quererla, o porque nunca tuvimos la costumbre de frecuentar el
tipo de lugares tan decadentes como aquel en el que ahora me hallaba con
aquella mujer a quien despreciaba en el fondo, pero que también representaba
una buena distracción.

–Bueno, no creo que tengas por qué enojarte así, no fue tan grave.

–¿No? ¿Es que acaso a ti todo te da igual? Ya lo olvidaba, es cierto. Eres


el amo de la indiferencia, pero ¡besarte con otra frente a mis ojos!

–Tal vez si lo hubiera hecho a tus espaldas… –farfullé


despreocupadamente.

–¡Cállate, no eres más que un infeliz! Yo pensaba que…

–¿Qué pensaba? ¿Acaso que podría quererte bien?

–No, pero... ¡Quizá sí! ¡Qué más da! Todo está arruinado, más yo. Debo
volver a casa, ya es noche.

–Como gustes, nadie te detiene –asentí.

–Y tú ¿qué harás?

–Iré a otro lado para seguir el jolgorio, aún es demasiado temprano para
ir a dormir. No tengo nada mejor que hacer en esta existencia, así que, ¿por
qué preocuparme por bagatelas cuando puedo embriagarme?

–¿Es que no te importa nada?

–No, nada en absoluto.

–¿Qué hay de tus padres, tus amigos? ¿Qué dirá la sociedad de ti?

–Nada podría importarme menos que la percepción de seres como ellos.


La razón por la cual me rio en sus caras es que los considero a todos mucho
más estúpidos y triviales de lo que yo podría ser. Al menos, yo acepto lo que
soy y no finjo un aciago interés por cosas que van en contra de mi propia
naturaleza; no soy un mentiroso ni un hipócrita. Si al humano se le ofreciera
ser decadente por siempre, lo sería, aunque ahora lo niegue. Todos ven mal el
que alguien sea demasiado lujurioso o tenga perversiones y fantasías; no
obstante, quienes más reprimen este tipo de anhelos, son aquellos a quienes
más pronto consume su ansiedad por entregarse a lo que rechazan con tanta
vehemencia. Lo que más negamos en el exterior es lo que más añoramos en el
interior. De ahí que, por ejemplo, los más puritanos terminen siendo casi
siempre los más infieles.

–Ahora también eres psicólogo, ¿no?

–Creo que no, solo soy un imbécil sin moral. No creo en la psicología,
sociología, psiquiatría ni nada de esas zarandajas, pues solo son vanos intentos
por entender lo incognoscible.

–¡Vaya sujeto! –exclamó ella sin saber qué hacer.

–Si quieres, ve y embriágate como un cerdo, revuélcate con cuantas


prostitutas encuentres y haz lo que mejor te venga en gana. ¡Yo me largo!

–De acuerdo, muchas gracias por el consejo.

Comencé a caminar hacia la avenida, con la cabeza en cualquier sitio


menos en donde debía estar, sin preocuparme por lo que a Lary pudiera
ocurrirle. Era demasiado pronto para volver a mi habitación. Además, ¿qué
haría? Mi vida era tan absurda como la de cualquier otro, mi existencia podía
ser intercambiada por la de otro humano promedio y nadie lo notaría. Sin
embargo, sumido en reflexiones sobre mi banalidad y tambaleándome, alcancé
a sentir como una mano me detuvo, era Lary de nuevo.

–¿Ahora qué? ¿Qué es lo que deseas, más regaños? –inquirí


instintivamente.

Recibí una cachetada, luego otra, y así hasta que me digné a detenerle la
mano. Entonces, no sé si debido a la embriaguez que la acuciaba también o al
despecho de haberme visto besado a otra delante de ella, aprovechó la ocasión
para unirse a mi boca.

–Vamos a mi casa –musitó a mi oído con cálido aliento–, ¿no quieres?

–¿Qué hay de tu hijo y de tu madre?

–¡Que se los lleve el diablo, me importa un comino eso ahora! ¿Me


acompañas o no? ¡Dime, rápido!

Asentí con un leve movimiento de cabeza y luego paramos un taxi que


nos dejó en la puerta de su casa. Además, creo que nos cobró el doble, no
recuerdo dado que había perdido la capacidad de la razón; el alcohol lo traía
hasta el copete. Lary estaba por igual, pude notarlo. Con frecuencia pasa que
las personas aparentan interesarse en demasía por las situaciones más a su
alcance o aquello con lo que se sienten comprometidos, tal era el caso de la
pobre diabla con la que ahora iba a fornicar. Su carácter era débil, pues se
trataba de una jovencita educada bajo los comunes preceptos del matrimonio y
la bienaventuranza, pero que, después de haber quedado preñada de un chico
libertino que desapareció sin dejar rastro tras la noticia, se había entregado a
cualquier clase de placer, buscando así sanar su roto corazón. En el fondo, no
era una mala persona, solo una más del rebaño, con metas absurdas y sueños
de amor sincero detrás de ese comportamiento hosco y de las borracheras que
se ponía cada viernes mientras su paralítica y un tanto alienada madre
medianamente cuidaba a su hijo, el cual fácilmente se entretenía como todos
los ineptos chiquillos de su edad con la televisión.

Lary me había hablado someramente de estos detalles, pero yo había


explorado en su mirada la tristeza y el desazón que esto ocasionaba en ella,
conminada a trabajar para mantener un hijo al que ahora detestaba por
recordarle su imbecilidad, cuando lo que verdaderamente añoraba era
proseguir con su soltería, divertirse y acostarse con un borracho libertino como
tantas otras mujercillas de su edad. El amor la había trastornado muy pronto, y
ella, como una auténtica incauta, lo había entregado todo. No obstante, la
tragedia fue lo único que le quedó y, en su mente, deseaba libertad. Sí, libertad
de todo, de aquel fastidioso mocoso, de su paralítica madre y de ella misma.
Se trataba, en resumidas cuentas, de uno de tantos espíritus cuya existencia sin
sentido se veía envuelta por la miseria y la opresión.
–¡Mamá, ya llegué! –gritó ella a pesar de la hora, luego se dirigió a mí–.
Pasa, ¿por qué te quedas ahí? No te hagas el tímido ahora.

–Sí, claro. Voy detrás de ti, te lo aseguro.

Pero antes de subir el segundo escalón previo a la puerta, resbalé y caí


estrepitosamente, justo en el mismo instante en que una vieja con muletas,
raquítica, mustia y semidesnuda aparecía frente a mi embriagada mirada. Me
observó con desprecio y luego añadió:

–Otra vez con tus aventuras, ¿hasta cuándo aprenderás a comportarte


como una mujer bien? No te ha bastado con que te hagan uno, ¿cierto? Ahora
quieres la parejita, ¡je, je, je!

–Mamá, no digas esas cosas –replicó Lary afligida, su semblante me


gustaba cada vez más; debía estar más borracho de lo que pensaba–. Él no es
como el resto, se trata de un buen amigo al que frecuento y con quien me
entiendo bien.

–Pues a mí me parece igual que el resto, hasta incluso más torpe. Míralo
ahí en el suelo, sin hacer esfuerzo alguno por levantarse, hasta parece más un
perro que un hombre, ¡ji, ji, ji!

–Mamá, estás más grosera que de costumbre, ¿tomaste más dosis de la


necesaria?

–¡Pastillas, esas malditas pastillas! Siempre me pregunto cuándo será el


día en que al fin me muera. Pasen ya, con un carajo, que no me voy a quedar
aquí toda la noche.

Como pude, sosteniéndome de la pared y ayudado por Lary, entré en


aquel cuchitril. Ciertamente, el mío era bastante similar, lo cual me agradó. La
pobreza y estrechez en que vivía Lary fue lo de menos, lo que me aturdió fue
el desorden cósmico que reinaba: trastes sucios por doquier, restos de comida
junto a montones de ropa mugrosa, trapos pringosos colgando de ganchos
viejos, carcomidas maderas esparcidas por aquí y por allá, cartones, bolsas,
telas, etc. Luego vino lo peor, pues el infame aún no se había dormido y, al
mirar a su embriagada e impúdica madre, corrió hacia ella y, de un jalón, mi
mano apartó.

–¿Quién es él? ¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¡Tengo hambre, quiero
comer, dame algo! –gritó el mocoso en un ataque de celos y arrojándose al
piso en un tremendo berrinche.

–No ha querido comer en todo el día. Dice que le prometiste llevarlo a


los videojuegos en cuanto regresaras del trabajo.

–¡Demonios, lo olvidé! Discúlpame, lo lamento tanto, mi niño –replicó


Lary mientras intentaba contenerlo.

–Sí, claro; lo olvidaste –declaró su madre con sarcasmo–. Y ¿por qué no


se te olvidó también que estoy cansada de que traigas visitas a la casa? Todos
los viernes haces lo mismo, dices que llevarás al niño a distraerse y, cuando
menos pienso, dan las seis, las siete y de ahí en adelante te desapareces. Da
gracias a la providencia que estoy inválida, sino iría por ti y te traería
arrastrando de los cabellos. A tu edad yo jamás hice esas cosas, nunca llevé a
un hombre tras otro a casa de mis padres. Lo que más me aturde es el pobre
angelito, lo tienes tan descuidado que pareciera que lo quieres matar de
hambre. Hoy tuve que comprar los alimentos con parte de mi escueta pensión,
y tú llegas a medianoche, bestialmente ebria y además traes a este perro…
Dime, ¿dónde has estado? ¿Qué es lo que haces o buscas en esas tabernas
donde te embriagas sin parar? ¿Crees que eso es digno de una jovencita de tu
talante? ¡Qué digo jovencita, una señora ya, con responsabilidades, con una
boca que alimentar…! Ahora bien, ni siquiera me das ya dinero, cobras y así
se te va todo en borrachera y juego. Al pobre Mati no le prestas atención, solo
te interesa estar con ese cochino teléfono, pasas horas sonriendo como una
tonta. Únicamente el diablo sabrá qué tanto platicas y con quién… Pero todo
se paga en esta vida, eso lo decía siempre mi abuela, y ya verás cómo ese niño
al que ahora descuidas, tienes desalimentado y enfermo, te pagará con la
misma moneda… Por cierto, el maestro dijo que tienes que llevarlo a un
psicólogo, que necesita más atención y que, de seguir con ese bajo
rendimiento, probablemente repita año… También quiere hablar contigo,
averiguar por qué no te presentas en la escuela desde hace ya tanto…

Pero Lary ya no prestaba atención. Se limitó a levantar al emberrinchado


Mati y lo colocó en un sillón mugroso, tanto como el niño. Acto seguido, sacó
de la alacena una bolsa de comida chatarra y dijo:

–Cuando termines, preparas tus cosas. Mañana iremos al parque a jugar


con la pelota, y te compraré un delicioso helado. Ahora, vete a dormir, mi
héroe.

A continuación, me tomó de la mano y, haciendo oídos sordos a los


reclamos de su paralítica y miserable madre, se metió conmigo en su
habitación. Lo único que alcancé a escuchar en mi embriaguez fue aquella
odiosa voz diciendo:

–Otra vez, otra vez lo mismo. ¡Ya se la van a coger de nuevo!

–Así siempre se pone, no te lo tomes personal, por favor. Ya ves que es


una vieja loca y envidiosa. Dice que le molesta que traiga hombres a casa,
pero sé que en el fondo los mira con lascivia.

–Ah, ¿sí? No lo noté –repliqué ya más calmado–. ¿Por qué vives con
ella? ¿Qué te hace permanecer aquí?

–No preguntes tonterías, Lehnik. Tú ya sabes de sobra las razones, te lo


he contado miles de veces.

–¿Tu hijo? ¿Tu madre? ¿Tu miedo, acaso? ¡Vámonos, déjalos y


larguémonos muy lejos! –exclamé frenéticamente, sin ningún sentido de lo
que decía, hablando bajo el influjo del alcohol.

–¿Qué dices? ¡Estás loco! ¿Cómo podría hacerlo?

–Fácil. Toma tus cosas y salgamos, yo te compraré todo, ¡tú serás mi


mujer! Veo con claridad en tu interior y sé que detestas a ambos, que te
importa un cacahuate lo que le ocurra a esa paralítica y a ese diablo. ¿Para qué
te engañas fingiendo que ellos le dan un sentido a tu vida? Mira nada más
cómo vives, y no me refiero a la miseria física, sino a la interna. Estoy seguro
de que, si vivimos juntos, podríamos ser felices. Piénsalo, beberíamos todos
los viernes hasta el amanecer, nos divertiríamos mucho.

–Pero seguirías besándote con otras, o ¿no?


–No, no, ¿cómo crees? –mencioné confundido–. Bueno, tal vez sí, pero
ya no lo haría tan seguido. Lo que quiero decir es que… No, perdón… Quiero
decir que ya no lo haría, que lucharía por ser fiel.

–No me engañes, dijiste que tú nunca eras mentiroso, pero ahora me


estás mintiendo.

–No, no es así, no te miento. Yo por ti haría lo que fuera, eres un lucero,


una adoración –me acerqué a ella, sostuve su rostro entre mis manos y la besé
en la boca con pasión, pegando su cintura a la mía, perdiéndome en su fulgor.

–¡Estás ebrio!, ¡ja, ja, ja! No creo ni una sola palabra de lo que me dices
–repuso Lary arrojándome a la cama y olvidando toda su frustración.

–Si no crees en lo que te digo, ¿por qué haces esto?

–Por diversión, solo eso, querido. No sé qué pienses tú, pero a mí me


agrada. Es tan simple como asimilar que nos gustamos y que podemos salir,
embriagarnos, divertirnos y volver para acostarnos y olvidarlo todo al
amanecer.

–Tienes razón, suena bastante sencillo.

–¿Por qué te noto pensativo?

–Por nada, olvídalo, se trata solo de tonterías. La verdad es que ya no sé


ni lo que digo.

–Ya me di cuenta, pero nada puede hacerse. Lo único que me queda es


esto, ¿no lo crees así? –cuestionó, mirándome fijamente–. No tengo nada, no
aspiro a ser feliz, así que, por ende, puedo hacer lo que quiera. Tú has leído
bien en mí y sabes cuánto me atormenta mi situación. Hay veces en las que ya
no resisto más y solo puedo imaginar que escapo, que corro muy lejos y sin
mirar atrás ni una sola vez. Entonces vuelven los fantasmas, la desgracia y la
perdición de un hijo al que no quiero criar y de una madre paralítica a la que
debo soportar. Sin embargo, ¿qué me queda por hacer sino entregarme a los
placeres de la sensualidad? ¿Qué me importa ser una cualquiera, una pérfida o
una cabaretera? Hasta ahora no he recurrido a ello para ganar dinero, pero
quién sabe, en cualquier momento podría darse, y entonces… ¡Estoy perdida,
yo no puedo ser como tú, es que me duele todo esto! Quisiera no despertar, no
sufrir más, solo comenzar mi vida muy lejos, donde estos absurdos problemas
jamás me puedan alcanzar.

–Ya comprendo –murmuré recostándome en su abdomen y sosteniendo


su mano–. Somos muy parecidos y a la vez tan diferentes. Lo único cierto es
que actuamos como todos y eso nos confiere paz. Ser igual al resto es
renovador, ¿no lo crees?

–Pero tú no lo eres, aunque te esfuerces por aparentarlo así. En el fondo


escondes algo, eres un sujeto misterioso porque confundes mi percepción. A
prima vista parecieras un simple borracho adicto al sexo, pero, tras analizarte
un poco, sé que eres más, mucho más.

–Te equivocas.

–¿Por qué hablamos de esto ahora? ¿Qué importa si eres un depravado o


un místico? Da lo mismo mientras puedas hacerme el amor, así que ven y
ahoga estos sufrimientos con tu calor.

XIV

Me sentía extraño, pero pude vencer aquellas reflexiones impertinentes y actúe


tal y como Lary me lo solicitaba. A mí me encantaba su boca, porque estaba
fresca y sus gemidos me prendían mucho, aunque no tanto como los de las
putas con las que solía revolcarme. Los instintos más primitivos, entendía, era
lo único que tenía el humano para sentirse momentáneamente vivo, para
engañarse y creer que su existencia tenía un sentido más allá de lo terrenal.
Así que, de acuerdo con esto, me dejé llevar y me entregué a aquella mujer.
Sus gemidos aumentaban conforme la noche crecía, con la plena confianza de
que su madre y su hijo estaban bajo un sueño reparador. Yo también me
aferraba a ella y a su cintura, me encantaba esa porción de grasa que me
permitía apretujarle y empaparme con su sudor. Sus orgasmos eran continuos
y fascinantes, me mordía los labios con fiereza y podía notar, por sus
actitudes, que hacía demasiado tiempo que aquella mujer no había sido
follada. Sin embargo, entre aquel intercambio natural de fluidos, quizá debido
un poco a esa ligera distracción que me inquietaba sin saber por qué, percibí
que, en el filo de la puerta, había un ojo que nos observaba.

Al comienzo, no le presté atención y continúe fornicando con Lary como


si nunca hubiese visto aquello. No obstante, al cabo de unos cuántos minutos,
la sensación me produjo cierta curiosidad y excitación. El hecho de que en la
naturaleza humana estuviese cierta predisposición al voyerismo era algo que
daba por sentado y que me encendía la sangre. Así éramos todos, incluso para
algunos el mirar a otros teniendo sexo era mucho más placentero que el acto
mismo. Algunos tenían la extraña manía de excitarse hasta el delirio cuando
aquella persona a la que amaban era follada frente a sus miradas, incluso
llegaban a masturbarse durante la contemplación. Este tipo de conductas
sumamente criticadas y condenadas en la sociedad moderna, cuya hipocresía y
mentira eran el pan de cada día, me trastornaban. ¿Qué de malo había en
aceptar que uno se quería tirar a su propia madre o hermana, a su perro o a un
muerto, a una abuela o un enano? ¿Qué pecado se cometía mirando
pornografía, entregándose a la prostitución o a los brazos de una amante que,
por la mañana, no sería sino un extraño más? Esta era la ventaja de no creer en
nada, de saber que todo estaba permitido puesto que ninguna entidad suprema
había y nadie sería juzgado ni conminado a ningún infierno.

Metiéndosela con mayor vigor a Lary y, por otra parte, cavilando así,
puse particular atención en el mirón, hasta que descubrí su identidad cuando la
puerta se abrió un poco más; se trataba de aquel infame de nombre Mati. Sus
ojillos se mantenían clavados en nosotros dos. Observaba impertérrito cómo
su madre era embestida una y otra vez, primero despacio y luego rápido, hasta
caer en lo brutal. Noté que no expresaba ninguna emoción, tampoco tenía
deseos de intervenir. Le gustaba atisbar aquella escena en la cual su joven y
ramera madre era follada por un hombre como yo, a quien él envidiaba y
detestaba. Y es que, en efecto, yo había notado su rencor en el momento en el
que me separó de su madre. Posiblemente habría podido pasar desapercibido
por cualquiera, pero no por mí. A pesar de ser un niño, intuía que deseaba a su
madre. En principio, tal afirmación resultaba insana y absurda, pero conseguí
discernirla penetrando en la mirada de Mati. Era un niño berrinchudo,
consentido a pesar de la miseria en que se hallaba, glotón y huraño. Como
ahora, seguramente algunas otras veces había visto a su madre fornicando con
cuanto jovencito libertino se le cruzase, incluso con señores o viejos, pues
Lary no le hacía el feo a nada.

Este tipo de observación, unido con la inquietante falta de atención que


el niño sufría, habrían despertado en él ciertas tendencias curiosas. Y no
solamente en él, tal vez así ocurría en todos los infantes cuando cierto
conjunto de características convergían, detonando patrones sexuales
incestuosos y lascivos. Por mi parte, no veían ningún problema en que el
infante deseara a su madre, era totalmente natural, especialmente si ésta lo
despreciaba y aborrecía. Esto incrementaba el deseo del hijo por poseer a su
madre, a la cual no consideraba más allá de un medio para existir, y no como
una entidad a la cual se sintiese ligado sentimentalmente. Además, el
desmedido tiempo frente a la televisión y los videojuegos, artificios
preparados minuciosamente para impactar en el subconsciente con su
combinación de colores, sonidos, escenas violentas, sexuales y sentimentales,
habían hecho estragos en aquel pequeño.

Sin embargo, esto me importaba un bledo. Solo era interesante notar,


nuevamente, la hipocresía y la mentira en que la sociedad divagaba. En el
fondo, todos deseábamos follarnos a nuestras madres, besarnos con personas
de nuestro mismo sexo, cometer todo tipo de actos degradantes y depravados,
involucrarnos en orgías y aquelarres, batirnos tanto fuese posible de lo más
sucio y aberrante posible. Y ¿por qué? Sencillamente porque estaba en la
esencia humana ser así, pero las restricciones sociales lo impedían. Era tal y
como pensaba en los demás aspectos: el humano no tenía límites en los actos
que podría realizar, fuesen buenos o malos, pero se limitaba por la percepción
que de él se tendría, y, por ello, era imposible su evolución. Para que una
criatura como el humano trascendiera, si es que en algún punto lo hacía,
aunque fuese después de millones de años, era necesario aceptar la sombra
que, sobre todos sin excepción, se extendía. Esto significaba aceptar lo que
cada uno era en el fondo, en lo más profundo de su ser. Y hacer propios esos
deseos que no le confesaríamos a nadie, aquello que jamás revelaríamos a la
persona más amada o sensata, lo más íntimo y oscuro que, si pudiéramos,
cometeríamos sin vacilar. Pero el humano, al ser hipócrita y mentiroso, negaba
y reprimía esa parte suya por considerarla incorrecta e inmoral, y prefería
seguir los patrones impuestos por la sociedad en lugar de fundirse con lo que
más detestaba en él.

En fin, todos esos pensamientos y más revoloteaban en mi cabeza


mientras embestía con furia a Lary. Su trasero, a pesar de no ser tan
voluminoso, me gustaba. No obstante, en cuanto contemplé y averigüé que
aquella sombra detrás de la puerta era Mati, quien, absorto y con
voluptuosidad mantenía su mirada rencorosa en su madre y en mí, un destello
atravesó mi mente. Era una reminiscencia, algo que creía haber olvidado para
siempre y que, hasta ahora, se había desvanecido por completo. Volvía a mí,
empero, tan fugaz y vehementemente, que, en cuestión de segundos, me
impregnó de su esencia. ¿Cómo podría haberlo ignorado tantos años? ¿De qué
manera funciona la memoria humana que es capaz de almacenar memorias
durante tanto tiempo y, aun así, traerlas frescas cuando ya ha transcurrido tanto
de haberlas vivido? Eso me ocurría ahora, me enfrentaba con un suceso donde
yo no era el actor, sino el observador. Así es, pues rememoraba que, en un
pasado demasiado lejano para mi configuración humana, y demasiado joven
para una posible divinidad que rechazaba, yo había sido aquel niño asustadizo
y pícaro que miraba cómo su madre era fornicada.

Flotaban aquellas escenas como viejos pedazos de madera en mi


desafortunada memoria. En ellos sabía que yo era Mati y que Lary era mi
madre. ¿Cuántas veces no presencié aquella clase de actos? Primero había
comenzado como mero morbo, como una simpleza a la cual no concedía
importancia, pero quizás así es como comienzan todos los vicios que nos
destruyen y nos desgarran desde lo más profundo. Ese es entonces el momento
más peligroso, el instante inicial donde aceptamos algo que punza y tira de
nuestros corazones con una fuerza mucho mayor a la que estamos
acostumbrados a tolerar. Entonces finalmente cedemos y nos entregamos a
ello, destinamos nuestra energía y recursos a satisfacer los estímulos que el
vicio nos reclama, sea sexo, drogas, juego, amor, pornografía o cualquier otra
cosa, da igual. Además, lo más peligroso es cuando estos elementos se
combinan. Por ejemplo, la violencia y la pornografía, cuya conjugación tiene
repercusiones extremadamente estimulantes que van más allá de lo físico y lo
mental.

Una persona adicta a la pornografía, a la masturbación o a la


prostitución, y que, aun así, no se sienta satisfecho y busque un incentivo
mayor, es un caso que se debe considerar como excepcional. Pero todo esto no
eran sino el tipo de reflexiones en las que me enfrascaba cuando Melisa aún
vivía y creía en un sentido. Al fin y al cabo, seguramente dios no existía y todo
era absurdo. Cualquier tipo de acto, por sucio o sublime que fuera, estaba
permitido, y en nada diferenciaba a una puta de una mujer virtuosa, a un cerdo
pornográfico de un místico, a una familia incestuosa de una que asiste a misa
todos los domingos. En este mundo se podía hacer lo que se viniera en gana,
siempre y cuando se tuviera la fuerza para destrozar en uno mismo lo que
había sido implantado por la pseudorealidad para no rebelarse.

Divagaba, pero mi cabeza era un mar de ideas hasta que aterricé por
completo en aquellos días. Entonces escuchaba sonidos, gemidos y palabras
lascivas, provenientes del cuarto de mi madre. La primera vez fue la más
desconcertante, tanto que subí a mi habitación y lloré toda la noche, y por la
mañana me mostré huraño y molesto con ella. Me parecía una persona
asquerosa, impura y a la que ya jamás volvería a mirar con amor y gloria.
Luego, conforme el suceso se repetía, descubrí que yo mismo pertenecía a la
clase de personas impías, pese a ser solo un niño. Comencé a observar, cada
vez incrementando ciertos deseos prohibidos en aquel entonces. Primero fue la
masturbación, que era muy diferente a cuando lo hacía pensando en aquellas
jovencitas fornicando en internet. Así continúe hasta que entré a la primaria,
donde todo se desbordó. Ya no solamente era casual, sino que incluso
intencionalmente bajaba y necesitaba ver cómo mi madre era follada por
aquellos hombres que pagaban por ella. Presenciar sus gesticulaciones, sus
gemidos, sus expresiones candentes, sus piernas abiertas y la majestuosa
forma en que solicitaba mayor ritmo y rapidez. Todo lo que le hacían esos
cerdos me llevaba al delirio, hacía que chorreara mis calzoncillos con esperma
caliente y abundante. Y así, la situación progresó hasta que mirar no me bastó
ya.

Requería ser yo quien hiciera sentir tal placer a mi madre, para lo cual
tendría que deshacerme de alguno de esos hombres y tomar su lugar. Muchas
noches iba a la cocina y tomaba un cuchillo, decidido a asesinar a aquel
extraño y a forzar a aquella zorra a chuparme las bolas y dejarse penetrar por
su propio hijo. Tenía también sueños húmedos que progresaron en pesadillas,
pues en ellas comenzaba haciéndolo con mi madre, a la cual besaba con pudor
y follaba con vigor, tocando sus tetas duras y abriendo sus carnosas piernas,
para venirme en ella y preñarla; no obstante, a los pocos segundos la situación
cambiaba y me veía a mí mismo siendo mujer, delirando de placer y actuando
como mi madre, teniendo su cuerpo, y lo más aterrador: ¡siendo fornicado por
un hombre asqueroso con cara de puerco! Entonces entendí que no era bueno
para mí continuar con aquellas travesías nocturnas para espiar a la golfa de mi
madre. Así que me limité a masturbarme y a chorrear de semen sus tangas.

El hecho es que, al mirar a Mati en el borde de la puerta, tocándose


desde las sombras y gozando, imaginándose a sí mismo arremetiendo contra la
desgastada vagina de su madre, y también asesinándome, un tropel de
memorias un tanto malditas y confusas llegaron a mí. ¿Por qué ahora? ¿Por
qué yo? ¿Qué significaba que a mí llegaran esos recuerdos que yacían
enterrados y de los cuáles no sabía ya nada? Aquel suceso representaba para
mí una fractura, un escenario que intervenía con mi habitual indiferencia, con
la inmutabilidad de mi cotidiana y absurda existencia, en la cual me sentía
cobijado y a salvo, seguro y lejos de mí mismo, de conocer quién era en lo
profundo y en el interior, sin necesidad de refugiarme en el exterior, el cual
por sí mismo resultaba mera ilusión. Y, entre más miraba a Mati, más fuerte
follaba a Lary, intentando desquitar cierto dolor que despertaba en mí el
conjunto de memorias recién arrojadas a mi yo actual. Sabía que aquel niño
me odiaba, que en cualquier momento entraría para matarme y tomar mi lugar.
O, tal vez, haría lo contrario, querría matar a su madre y ser penetrado por mí,
lo cual me asustaba y me trastornaba. Al fin, presa de una mezcolanza de
emociones que desde hace años no sentía, puesto que ya nada podía sentir,
eyaculé en el ano de Lary, viniéndome lo más abundantemente que pude y
perdiendo de inmediato la erección.

–¿Te sientes bien? –cuestionó Lary, todavía gimiendo un poco–.


Estuviste muy raro a partir de cierto instante, ¿ya no te gusto?

–No es eso, es que me mareé.

–Estás desconcentrado, ¿cierto?

–No, no es eso. No tiene nada que ver contigo, soy yo.

–Lo hacen mejor tus amantes, ¿verdad?

–No, tampoco es eso. A veces no sé qué me pasa, ya no sé ni quién soy.

–Pues deberías de ir con un psicólogo, podría ayudarte.

–Lo dudo, no creo ni un pelo en la psicología. Está tan contaminada de


humanidad como cualquier otra ciencia.

–¡Estás loco! Nunca había conocido a nadie como tú.

Pero yo ya no escuchaba a Lary, me dolía la cabeza y me sentía extraño,


algo estaba acabando con mi natural indiferencia. Sentía un vacío distinto al
común, aquellas reminiscencias habían escombrado mi interior para
susurrarme una especie de disimulado dolor. Tomé mis cosas y me vestí tan
pronto como pude, dije adiós a Lary y, pese a ser las 4 am, me fui. No
obstante, antes de abandonar aquella miserable casa que era tan similar a mi
habitación, pero excesivamente desordenada, tuve la curiosidad de asomarme
por una ligera ranura que había en la puerta de la habitación de la inválida y
gruñona madre de Lary, quien se había quedado dormida y no inquirió de más
tras mi incomprensible partida, pues ya conocía mi exótico comportamiento.
Le bastó saber que quería estar solo y vagar por los edificios de la ciudad, en
parte para reflexionar y también para bajarme la borrachera, pues la cabeza
comenzaba a dolerme.

Pero como decía, antes de marcharme, tuve la desdicha de asomarme, o


tal vez una fuerza desconocida me impelió. El hecho es que vi una posible
atrocidad: la vieja se hallaba desnuda, con las piernas abiertas y la piel
arrugada y llena de costras, gimiendo cual puta y babeando de placer. Además,
Mati la follaba como un perro, pegado a ella y moviéndose como un
profesional. La escena me desconcertó en un principio, más cuando la vieja,
no sé cómo, volteó y su mirada en mí clavó. No obstante, esto en nada la
inquietó, e incluso parecía decir: “Mírame, presencia cómo un niño de diez
años fornica con su abuela inválida y engusanada, mientras tú lo hacías con su
madre y él te miraba”. Colegí que tal vez no era la primera vez que lo hacían,
quién sabe. Posiblemente, siempre que Mati miraba a su madre siendo
embestida por algún bribón hacía lo propio con su abuela, la cual no rechazaba
la oportunidad de gozar a merced de un niño abandonado, indefenso,
incestuoso y retrasado mental.

Cuando salí a la calle, una oleada de aire fresco me golpeó. No sé si fue


debido a la embriaguez o a la indiferencia que creía perdida tras la babel de
memorias incestuosas, pero, de alguna manera, me pareció normal y hasta
cierto punto adecuado que dos seres abandonados, la abuela inválida y el niño
incestuoso con retraso mental, fornicaran. Nada de malo había en ello, así lo
veía yo. Tal vez la moral de las personas comunes no habría permitido
aquellos actos, aunque peor hubiese sido si el sexo estuviese cambiado; esto
es, si un hombre anciano se tirara a una niña. Pero ese tipo de cosas eran muy
simples, meros reflejos de lo absurdos que eran los postulados de la sociedad
moderna; reprimida y hambrienta, al mismo tiempo, de todo lo que condenaba
y rechazaba con fervor. ¡Vaya cosas, la moral de la humanidad, bien sabía, no
era sino una estupidez! Pero ¿por qué rechazar lo que en el fondo se desea con
fervor? ¿No era esto una blasfemia? ¿Qué sentido tendría ir en contra de
nuestra sombra cuando, de hecho, es ella quien nos alimenta y nos mantiene
vivos interiormente? El incesto, al igual que el aborto y el suicidio, eran algo
normal, mucho más bueno que malo.

Comencé mi caminata, sintiendo todavía un poco de esperma


escurriendo de mi pene. Había sido una noche muy sexual, primero con la
mesera de ojos azul índigo y luego con Lary, pero también extraña por los
recuerdos despertados y lo observado y razonado. Caminé como un demente,
aunque no era la primera vez que lo hacía. Me deslindaba de todo y de todos,
tanto putas, alcohol, compañeros de juego, antros y dinero. Entonces caminaba
sin rumbo alguno, vagando por la decadente ciudad de edificios megalíticos y
calles oscuras y sombrías, contemplando solo la oscuridad imperante y
elucubrando, hundiéndome en cavilaciones que no me hacían bien,
perdiéndome en disertaciones filosóficas que solo laceraban mi mente,
esculpiendo teorías insensatas y fraguando mi propio fin.

A veces, sentía deseos de caminar así eternamente, hasta que me


sangraran los pies. Deseaba que nunca se hiciera de día, que aquel silencio,
con excepción de las tabernas y demás bullicio, lo envolviera todo, que la
oscuridad de la noche consumiera mi ser. Inclusive, llegué a colegir que tenía
un alma, que no todo me era indiferente y que aquel era solo el camino por el
que un hombre como yo debía ir, aunque fuese tormentoso y me pareciera
siempre sin ningún sentido. Ocasionalmente me orinaba en algún parque o
conversaba con algún vagabundo, regalándole más limosna de la que debería
gracias a mi recalcitrante ebriedad. Esa era mi historia de cada viernes: irme a
embriagar, fornicar con alguna puta, terminar hasta las chanclas y caminar sin
parar, recorrer aquella sociedad que en el día odiaba y de la que no me sentía
parte. Odiaba el mundo como era, sabía que una raza como la humana estaba
destinada a perecer por su propia mediocridad. Y, más allá, me aborrecía a mí
mismo hasta el delirio, porque sabía que yo era igual que ellos, que el rebaño,
que los humanos. Sin embargo, también había algo distinto en mí; o, así lo
creía, pues, hasta ahora, no sentía que estuviera vivo.

Que esto fuera vivir siempre era mi máxima duda. Meditaba sobre dios,
la existencia, la muerte, el suicidio, la banalidad, la mente, la creación y
demás. A nada llegaba en tales momentos de desvarío nocturno, solo escapar
de mí y nada más. ¿Quién dijo que esto era vivir? ¿Quién definió la vida de
esta manera; así como el amor, la tristeza, el odio o la felicidad? ¿Qué eran los
sentimientos, las emociones, la nada, el vacío, la indiferencia? ¿En dónde se
hallaban las respuestas a la ingente cantidad de preguntas que abotagaban mi
mente? Y, pese a ello, me embriagaba como un cerdo, me perdía en una
supuesta vida absurda que no podía ser de otra manera. Podría vivir de nuevo
en términos humanos y nada cambiaría, volvería a caer en esta depravación
natural, volvería a hacer que Melisa se suicidase, que mis padres me
repugnaran y se preocuparan, malgastaría exactamente la misma cantidad de
dinero en putas, alcohol, tabernas y decadencia. Sería el mismo por siempre.
No, sería todavía peor, pues, en el fondo, era un juego, una vacilada. Si esto
era realmente estar vivo, y si todo estaba permitido, entonces todas mis
reflexiones no servían de nada, y eso me atormentaba más que hallar un
sentido a mis acciones.

Pero era solo un juego, uno que podía jugar las veces que quisiera,
porque, al fin y al cabo, esto no era vivir, no podía serlo; algo me lo sugería en
el interior. Además, siempre estaba la solución a todo, esa fructífera agua
emanada del paraíso y purificadora de humanidad en la cual todo se disolvería:
la muerte. Sin importar qué, bastaba con apretar el gatillo y todo quedaría
reducido a la nada. Cualquier acto, bueno o malvado, bonito o feo, honrado o
inmoral se tornaría vano al morir. Eran solo mis ideas, simples y humanas
cavilaciones, pero tenía la tenue sensación que, al traspasar el umbral de la
carne, al desconectarme de este juego decadente y marchitado, podría
comenzar, finalmente, a entender, aunque fuese de manera somera, lo que
significaba vivir.

Sin notarlo, había caminado demasiado, como tantas otras veces. Ya me


dolían los pies y el cansancio era latente. Miré el reloj por primera vez,
marcaba las siete en punto de la mañana. Había estado vagando
aproximadamente dos horas y me parecía como si no hubieran transcurrido
más de diez minutos, pero así siempre era. Pasé al cajero a retirar un poco de
dinero, presenciando un amanecer más en la absurda existencia que plagaba
este planeta. Era sábado, y las personas podían elegir entre dormir todo el día
o salir a pasear. En realidad, el fin de semana era la consagración del absurdo
que imperaba en el mundo, lo sabía bien porque lo experimentaba en carne
propia. Las personas, acostumbradas a trabajar como esclavos de lunes a
viernes, gozaban de una ficticia libertad, o tal vez de una real, pero tan
abrumadora que no sabían qué hacer con ella.

Así, los monos intentaban llenar este vacío o esta incomprensión con
cualquier bagatela: salían con personas igual de estúpidas y vacías que ellas,
visitaban plazas diseñadas para embobar a seres como ellos, iban al cine, se
atascaban de comida basura; si tenían suerte hasta fornicaban, escuchaban
música mediocre, se reunían con amigos para emborracharse, visitaban algún
museo en compañía familiar, miraban todo el día la televisión o alucinaban
con videojuegos, entre otras cosas. Solo entretenimiento y falsedad, aunque,
de otro modo, sería imposible rellenar el tiempo en que se creía vivir. Y sí,
¡cuán aburrido era existir en este mundo de infinita miseria donde todo,
absolutamente todo carecía de sentido! Al final, yo solo era un idiota más, un
títere de fragmentadas ensoñaciones que ahora eran devoradas paulatinamente
por la idílica boca del suicidio.

Al regresar a mi habitación, ya con el transporte público funcionando,


después de una noche de sexo, ebriedad, fiesta, decadencia, reminiscencias de
mi niñez y triviales reflexiones, me di cuenta de que era un imbécil más,
aunque no un hipócrita ni un mentiroso. Me sentía asqueado de mí mismo, y
por eso solía hundirme más en aquello que condenaba y me repugnaba en los
demás. Sin embargo, había un elemento que me salvaba y me elevaba a la
condición de un dios: la percepción. Ellos, el rebaño, eran mediocres y
miserables, estúpidos y acondicionados, pero actuaban así sin percibirse nunca
como tal. Yo, en cambio, lo sabía todo sobre mi conducta, la pseudorealidad,
la decadencia y demás elementos impropios de la sublimidad. Yo conocía a la
perfección los vicios y las bagatelas a las que me entregaba. Estaba
completamente seguro de ser un idiota, un humano ensuciado por la
corrupción de la sociedad moderna, aceptando cada aspecto de mi asquerosa
humanidad y también odiándome por eso.

Y, por eso mismo también, había decidido matarme cuando así lo


creyera necesario, lo cual no debía tardar mucho. Yo no era como ellos,
aunque tuviera los mismos vicios y estuviera sumergido en su decadencia,
porque yo podía percibir que había algo más allá de tal condición. Me sentía
asqueado de lo que hacía y era un hombre absurdo puesto que continuaba
realizando tales depravaciones y actos inútiles en lugar de cambiar. Pero, dado
que nada era seguro y no se tenía la certeza de algo divino o de qué cosas
realmente estaban prohibidas y por quién, entonces eso me confería la libertad
de matar, violar, humillar y revolcarme en la más infame ignominia hasta
donde abarcara mi propia humanidad.

XV

Sabía, en el fondo, que había algo distinto en mí, pese a simular ser como
todos ellos: ¿qué era? ¿Cuándo podría entender por qué no podía considerarme
tan estúpido y adoctrinado como el resto de los monos, si realizaba el mismo
tipo de actos y era tan decadente, absurdo y depravado como cualquier otro
humano? Me asustaba tal concepción, pero, como decía, pronto me mataría
para no continuar torturándome, para renunciar a mi libertad en la vida y, así,
aniquilar el inminente dominio de mi humanidad, latente en cada paso y
potente como solo mi sombra me parecía ser. Además, todo era un juego, solo
eso, ni más menos. Esto no era vivir, pues aún no había muerto para conocer
lo opuesto a tal concepto y así dictar un veredicto. ¿Quién dijo que esto era la
vida?

Llegué a casa y me recosté. Noté que en los demás pisos había un


griterío, como si estuvieran matando a alguien, pero eso era común, puesto
que vivía en un barrio de mala muerte y me hospedaba en un condominio, en
el número 11 de la calle Miraluz, de los más baratos y con los cuartos en peor
estado. Lo había decidido así no tanto por mi condición económica, sino
porque me parecía absurdo vivir, gastar tanto en un lugar donde estar…, pero
mis ideas se mezclaban con mis sueños ya… Mi habitación era un desorden, lo
cual me molestó, pero no tuve la fuerza para acomodar nada. Me dormí como
un cerdo, brutalmente ebrio e incapaz de moverme, tieso y apestoso, acaso
meado y basqueado, pero sabiendo que, al menos, yo era sincero y verdadero,
que no era como ellos.

Al despertar, tenía dolor de cabeza, náuseas y debilidad, tenía la famosa


cruda. El ron, el vodka, la cerveza y demás habían cobrado la tarifa, haciendo
de mí un ser patético y a punto de sucumbir. Sin embargo, aunque añoraba
morir, pensé que resultaría pertinente comer algo previo a. Tomé una ducha,
ordené mi cuarto, notando que había más cucarachas que de costumbre y más
humedad también, pero me daba igual. Preparé un poco de agua, la bebí con
una pastilla para bajar el malestar y salí, dispuesto a comer algo y luego
regresar para continuar durmiendo y reponerme por completo. Por el camino,
noté que el ambiente era tranquilo, adecuado para un sábado, al menos en
aquel rincón de mal vivencia separado unas cuántas calles del centro de la
ciudad, donde todo era consumismo, materialismo, prostitución, juego y
embriaguez, tal como la noche del día anterior, pero yo no podía disfrutar de
ello dada mi condición, lo cual me pareció extraño.

La cocina de la señora Faki, aquella obesa sudorosa, estaba cerrada. ¿Por


qué razón? No lo sé, pero no quise indagar, así que vagué hasta hallar un local
donde vendían toda clase de basura, lo cual me vendría de maravilla. Entré sin
prestar atención a los que estaban comiendo, como siempre solía hacerlo. Los
miraba con desdén y sabiéndome superior, por no ser hipócrita ni mentiroso y
aceptar mi naturaleza decadente. No dije buenas tardes ni provecho, como
todos suelen hacer, sencillamente fui y me ubiqué en una mesa cualquiera, con
las miradas de todos posándose sobre mí. Colegí que ello se debía a mi
desaseado estado, con la barba crecida, el cabello polvoso, el rostro ojeroso,
demacrado y vil. La mesera tardó mucho en venir y me comunicó que ya solo
quedaba consomé de pollo, el cual siempre detesté. Di las gracias y me largué,
aunque, a los pocos pasos, me arrepentí y quise volver y aceptar. Pero era
demasiado tarde, mi mesa la ocupaba un jovencito de ojos verdes, rostro fino y
cabellos negros, pero que se me antojó demasiado adusto como para compartir
mesa. Así, abandoné mi propósito y decidí inspeccionar más adelante,
ignorante de lo complicado que es hallar buena comida un sábado entrada la
tarde.

Por fin, me refugié en el lugar menos esperado, pero acaso el único


donde había comida a precios accesibles. Se trataba de una taberna, donde
nuevamente sentí aquella extraña dualidad en mí: la decadencia y la
sublimidad. Hacía tiempo ya venía experimentando aquello, sabiendo que
algunos sujetos, entre ellos yo, requerían ambas perspectivas, ambas caras de
la moneda. Este tipo de extraños seres podían sentirse a gusto tanto en el cielo
como en el infierno, en la opulencia o en la mediocridad; les era indiferente
cualquier predilección. Es más, requerían de ambas facetas, no podían
solamente ser buenos o malvados, divinos o miserables. Su ser estaba
perfectamente amalgamado para funcionar complementando ambos extremos,
y, de no ser así, entonces terminaban por recurrir al suicidio, como yo lo
anhelaba. Pero eran tonterías, tal vez en mí nada quedaba de sublime, lo había
enterrado desde el momento en que decidí que todo me daba igual, o quién
sabe. Lo más extraño de todo es no saber quién es uno, o en qué se ha
convertido cuando, después de un tiempo, se mira al espejo y descubre una
silueta sombría con la cual está inexplicablemente conectado, y a la cual
también se ama y se detesta por esta mística y anómala conexión.

El caso es que entré en la taberna pensando, hundiéndome de nuevo en


esas malditas reflexiones humanas. Inspeccioné el lugar raudamente, atisbando
que era, a todas luces, la decadencia misma labrada con tabique y cemento. Se
trataba de un lugar común, de esos que abundan en la sociedad moderna donde
los lobos van a cazar y las hembras se sienten regocijadas con tal actividad.
No sé ni cómo llegué a tal lugar, o si fue el destino, cosa que rechazaba y
adoraba a la vez, el que me había colocado ahí. Hombres y mujeres entraban y
salían cada 5 minutos, ya fuera acompañados o solos, pero ninguno sobrio ni
emanando paz. El encargado del lugar, un negro raquítico y pelón al que todos
llamaban calaca, y cuyo rostro hacía honor a su apodo, sonreía cínicamente y
parecía encantado por la manera en que se daban las cosas. Claro que esto era
porque inmensos fajos de billetes pasaban de los clientes a sus huesudas
manos.

Por lo demás, era natural hallar mujerzuelas acercándose a uno e


intentando sacar uno que otro trago o ganancia particular al negocio, dando la
apariencia de un putero más que de una taberna. El lugar era lo
suficientemente amplio para que en el fondo estuvieran ubicadas mesas de
juego y de billar. Los asistentes reían a carcajadas y, entre bromas e injurias,
proseguían apostando, como si eso fuese todo lo que en la vida tuvieran por
hacer. Se podía colegir fácilmente, por sus semblantes, que algunos de estos
perros llevaban en esa taberna desde el día anterior, que no habían tenido la
decencia de llegar a sus hogares y dar al menos una moneda para el gasto o los
pañales, pues es común que en la sociedad la mayoría de las personas tengan
hijos que no cuidarán y esposas solo por obligación o terquedad.

Yo lo sabía y me divertía pensar en la importancia que concedían ciertos


analistas a este tipo de conductas, siendo yo mismo a veces uno de estos
puritanos sin amabilidad. El hecho es que el griterío se escuchaba hasta la
calle, donde era opacado por el jolgorio entablado entre las casi prostitutas de
la taberna que salían de vez en cuando a pescar algún ganapán. El olor a
tabaco era recalcitrante, así como los tragos derramados y la decadencia en
general. Entre los juegos estaban las cartas de todo tipo, la ruleta, el billar, el
dominó, los dados, la lotería, y algunos imbéciles aparentando intelectualidad
movían con extrema delicadeza sus piezas de ajedrez. Parecía como una regla
del lugar que, entre más ganancia acumulaba algún truhan, más mujerzuelas se
apilonaban a su alrededor, proveyéndole de caricias estimulantes por debajo de
la mesa y susurrando incoherentes propuestas, o también viendo si podían
sacarle algo de sus bolsillos. Y, cuando el sujeto lo perdía todo, lo cual pasaba
tarde que temprano, las damiselas se retiraban al instante y buscaban un nuevo
galán, incluso exigiendo ficticias deudas que el perdedor les debía pagar.

Entre los asistentes se encontraba gente de todo tipo, por eso la taberna
Diablo Santo resaltaba entre todas las demás. Había albañiles, plomeros,
carpinteros, mecánicos, obreros, cerrajeros y toda la plebe que se pudiera
imaginar; no obstante, y en aparente contradicción con su condición, había
también abogados, licenciados, ingenieros, médicos, oficinistas, arquitectos,
profesores y, según habladurías, hasta sacerdotes concurrían para expiar las
culpas en aquel excéntrico y oscuro lugar. Lo único seguro es que había un
factor común en todos los asistentes, algo que los unía cual hermandad y que
ninguna otra actividad o lucha podría igualar jamás, y es que todos eran gente
cualquiera, absurda y libertina, esclava de sus vicios y sus impulsos, de
escueta voluntad, entregada al juego, la borrachera, la depravación y cualquier
otra clase de crápula que pudiera acontecer.

Todos ahogaban sus problemas en alcohol, olvidaban momentáneamente


las preocupaciones del hogar, los hijos, la esposa, la amante, los impuestos, la
carga laboral, la opresión, la humillación y, sobre todo, la dignidad y la
realidad. Aquellos tragos y mujerzuelas tenían el poder de obnubilar la
consciencia como ninguna otra cosa parecía conseguirlo, pues sometían a los
asistentes a un viaje hacia una especie de más allá donde todo era diversión y
felicidad, donde no existía el hecho de tener que vivir por algo en particular, ni
de alimentar bocas indeseables, ni de cumplir con los requerimientos de una
sociedad. Por eso todos iban a las tabernas, con las prostitutas, a embriagarse y
hallar más como ellos, a sentir que eran más que su propia humanidad. Todo
eso era pura banalidad y decadencia, pero era, tal vez, lo único que hacía arder
en el humano la llama de lo que significaba vivir. Era la manera de olvidar,
aunque fuese por tan corto tiempo, lo miserable que era el mundo y su
temporalidad.

Sonreía al pensar que la existencia de aquellos imbéciles podía acabarse


hoy mismo sin ninguna clase de lamentación, pues eran tan miserables y
decadentes que su muerte resultaría una bendición. Sin embargo, también me
desternillé como un demente cuando me percaté de que yo estaba ahí, que ese
ambiente me era tan familiar como si estuviese en mi hogar. Otra vez era el
mismo dilema: ser y no ser como ellos al mismo tiempo, odiarme y
mantenerme por encima, ser sublime y decadente, cumplir con la dualidad
que, al final, terminaba por transformarse en indiferencia total, en la manera
en que todo perdía su sentido y el vacío degollaba mi integridad. El calaca se
acercó a mí y, con excelente talante, tomó mi orden, la cual consistió en un
plato de una pasta imposible de descifrar, pero que terminé aceptando por ser
la especialidad del lugar. No estaba seguro si sobreviviría después de comer tal
inmundicia, pero qué más daba vivir o morir. Entretanto, un grupo de señores
a mis espaldas entablaba una encarnizada conversación sobre cambiar el
mundo. Los escuché por diversión hasta que me trajeron mi comida.

–Es como te digo –mencionó un señor de dientes podridos y aspecto


peor que el mío en cuanto a ropas–, este mundo solamente va a cambiar
cuando el gobierno ponga más escuelas y hospitales en las regiones más
pobres.

–¡Tonterías, Piji! –replicó otro, hundido en el tequila–. Solo sabes decir


tonterías, esa no podría ser, de ninguna manera, la solución a este galimatías.
–Ah, ¿sí? Y entonces ¿cuál sería? No me digas, ya sé. De acuerdo
contigo y tus modernas influencias, la solución sería que el humano se permita
absolutamente todo.

–Sí, desde luego esa sería. ¿De qué otro modo podría el humano vivir
feliz sino cediendo a sus impulsos y siendo él mismo? Verás, comúnmente se
habla de crisis social, de decadencia y ausencia de valores en las nuevas
generaciones, de asesinatos y desastres; en general, de lo que los noticieros y
los diarios nos informan día con día. Sin embargo, todo eso no es sino la
consecuencia; esto es, solamente estamos enfocados en atacar el resultado de
la monstruosidad. Puede ser intrincado de comprender y yo puedo no ser un
excelente expositor, menos bajo los efectos del licor y sumido en esta miseria,
pero creo fervientemente en ello. Mientras no ataquemos la causa y nos
centremos en percibir y remediar las consecuencias, aunque se pongan todos
los hospitales y escuelas del mundo por doquier, esto seguirá yéndose al
carajo.

–Y ¿qué es lo que propones para atacar esa supuesta causa?

–Realmente no lo sé, solo soy un hombre acabado, un ebrio


desconsolado que alguna vez fue profesor de matemáticas; y de los mejores,
por cierto. Pero verás, creo que una migaja de la solución a este enigma sería
que el humano perdiese el deseo de hacer daño a los demás, de ambicionar lo
que otro posee, sea material o carnalmente. Además, debemos ser sinceros,
pues hoy en día la sociedad se ha acostumbrado a vivir tomando como bases la
mentira y la hipocresía, en lugar aceptar nuestra propia naturaleza y unirnos
con ella. Sé que no soy claro en mi discurso, es oscuro hablar de este modo
cuando son meras especulaciones las que discurren por mi cabeza. Cualquiera
puede hacer postulados y aferrarse a ello, cualquiera puede venir aquí y
hundirse en la crápula y el alcohol, en el juego y la prostitución; no obstante,
pocos son quienes vislumbran en este ambiente la salvación, y de ellos ha de
esperarse esa solución de la que hablo. Debemos sacar lo que guardamos bajo
llave en el interior, expulsar todos esos demonios acumulados desde el
nacimiento, pisotear la moral que la iglesia y el gobierno nos han impuesto
para mantenernos dentro del corral, y entonces surgirá un nuevo amanecer
donde nadie niegue lo que es y el mundo resplandezca sin apariencias ni
obstáculos. Todo en el humano será permitido, nada estará ya oculto ni será
motivo de burla o vergüenza como lo es hoy. Cualquier pensamiento aflorará e
inundará las calles, se discutirá y se extenderá sin importar su profundidad o
consternación. Así, al final mostraremos lo que en verdad somos, sin máscaras
ni tapujos, sin tabúes de ninguna clase. Solo cuando hayamos mostrado al
infinito nuestro interior, aquellos deseos sexuales, asesinos y mordaces se
evaporarán. Confío en que esa es la clave, apostarlo todo para evolucionar.
Únicamente dos opciones: renacer o yacer eternamente. Si el humano
consigue liberar todos sus instintos, aún los más oscuros y nauseabundos sin
hacer daño a los demás, entonces tendremos gloria.

–Y, si no, ¿qué acontecerá si no es así? –inquirió el tal Piji, fumando con
un demente su tabaco.

–Entonces, si una vez vaciado el interior y liberada la sombra que tanto


pesaba sobre nosotros, continuamos en el mismo camino de la perdición, no
quedará de otra más que morir.

–¡Je, je, je! Sospechaba que dirías algo así, siempre terminas adulando a
la muerte.

–No es eso, tan solo soy realista. Esa es la solución, mis amigos, no hay
más. Cualquier otra concepción en la que el mundo pueda cambiar terminará
por carecer de sentido, sin importar si se trata de escuelas, hospitales,
revoluciones, golpes de estado, marchas, levantamientos y demás. Este
sistema está preparado para enfrentar todo lo exterior, para apaciguar cualquier
cambio que no esté a su favor; no obstante, nada evitará que se derrumbe si
ese cambio surge en el interior. La única que tiene la habilidad para salvarse a
sí misma es la humanidad y nada más, ningún dios o doctrina podrá componer
esta tragedia de amarga perpetuidad.

–Bueno, Komar. Ya nos ha quedado claro –exclamó riendo uno de


aquellos borrachos–. Mira nada más, acabas de derramar la mitad del trago en
el pantalón.

–¡No es nada, déjenme! Ustedes nunca han tomado en serio mis


sermones, solo lo toman como un medio de diversión.
–Ya, basta. No se peleen de nuevo, o tendré que limpiarles el labial –
intervino el tercer sujeto de aquel grupito ominoso, que hasta ahora no había
espetado una sola palabra, limitándose a escuchar con atención y vaciar su
vaso.

–La culpa la tiene este bravucón –replicó Komar, apurando su trago y


respirando con dificultad–, nunca entiende lo que significa pensar
profundamente. Para él todo es siempre práctico y de rápida aplicación,
cualquier teoría la rechaza el muy animal.

–Así siempre ha sido mi buen Piji, nunca cambiará, es un práctico sin


remedio. Lo que no puedo comprender es por qué siempre terminamos
hablando de lo mismo en estas reuniones, siempre es el mismo tópico: cambiar
el mundo.

Entonces la mirada de aquel sujeto se cruzó con la mía, puesto que los
miraba atentamente mientras comía. Debo confesar que su charla me interesó,
pues, aunque era una de esas típicas conversaciones de ebrios soñadores y
acabados por el vicio, algo me atrajo, algo había de místico en aquella
perdición. Aquel señor que había hablado poco era ya de edad avanzada,
conservaba sus cabellos contrariamente a la mayoría de los hombres de su
edad, aunque lucían canosos y un tanto alborotados. Su aspecto era elegante
también, no rayando en el traje y la corbata, pero sí ataviado con pantalón de
vestir y camisa, ambos impecables y bien planchados. Pensé que también
estaría perfumado y que su rostro era curioso. Lo que me ligó a él fue más
bien mental, una especie de familiaridad espiritual que a veces se puede sentir
con ciertas personas, como si una especie de insensato destino se burlara de
nosotros y nos revelara, solo por un instante, la grandeza que en nuestra torpe
humanidad estamos lejos de discernir. El hecho es que aquel señor ya entrado
en años me miró, y ambos supimos que debíamos hablar. Tenía la impresión
de haberlo visto someramente en alguna otra parte, pero no podía ser. Como
sea, desvié la mirada y decidí esperar un poco más el momento propicio para
unirme a ellos e incursionar en la conversación.

–Y tú ¿qué piensas, Volmta? ¿Estás de acuerdo con este teórico


ganapán? –inquirió el tal Piji con inquietud, exhibiendo algunos tatuajes
malhechos en su brazo derecho.

–Pues creo que es complicado –comenzó el señor con el que


extrañamente me había sentido vinculado y cuyo nombre ahora sabía–. Todos
podemos tener opiniones y formas de pensar, querer aplicar principios e
ideologías que nos parezcan convenientes para progresar. Sin embargo,
realmente uno puede hacerlo y ya, cambiar. Pero es imposible, o así lo veo yo,
imponer que otro viva conforme queremos. Sea como dices tú, Komar,
mediante una expulsión de nuestros demonios para luego destrozarlos en el
exterior, sincerarnos con nuestros deseos aberrantes y obnubilar el daño hacia
el prójimo partiendo de la premisa de que todo es permisible. O como tú nos
has comentado en tantas ocasiones, Piji, utilizando recursos para construcción
de escuelas y hospitales, abandonando la teoría y practicando toda concepción.
Al final, creo que nada se conseguirá.

–¿Qué dices, Volmta? No juegues, esperaba algo serio.

–Es la verdad, Piji; solo la verdad. Cuando era joven solía pasar días y
noches enteras cuestionándome tales cosas y perdiendo toda tranquilidad.
Durante tanto tiempo indagué en la ciencia y la filosofía, y, al percatarme de
que nada hallaría en ellas diferente a lo inculcado, incursioné en el misticismo
y el esoterismo, sin lograr nada tampoco. Por eso ahora rechazo todo,
especialmente la religión y alguna especie de reino celestial como nos lo
venden. Ciertamente, detesto a las personas cuya fe las ciega y las hace
perderse en su propia estupidez matizada con tantas falacias místicas. Ustedes
saben que rara vez alguien consigue ser de mi agrado, pues todos me resultan
imbéciles, al fin y al cabo. Pero aún sostengo algo más, sin llegar al punto de
una deidad, que posiblemente existe independiente a nuestra percepción. En
este mundo hay tanto que está mal y que podría cambiar de manera tan
sencilla, sin necesidad de teorías ni aplicaciones del espíritu o construcciones,
solamente mediante la comprensión de lo que cada quién en verdad necesita
para vivir.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿De qué hablas? –cuestionó Komar,
impaciente.

–Muy fácil, que la solución a la causa o la consecuencia es tan sencilla


que escapa a nuestros ojos, los cuáles no perciben lo inmediato sino solo lo
que aparenta ser superior. El humano no requiere de ningún dios, moral o
creencia para existir, pues en él se encuentra esta dualidad para decidir.
Tampoco creo en algo como el destino, ni me interesa saber si es real este
mundo o no. Lo único que me interesa es que existo, que, al menos en
términos humanos, quizá muy terrenales, sigo aquí. Por lo tanto, lo que
debemos razonar antes de arrojarnos a inútiles elucubraciones es saber lo que
necesitamos para ser sin impedir el flujo natural de las cosas.

–¿Flujo natural? ¿De qué diablos hablas ahora, Volmta? Creo que ya se
te pasaron los tragos. Y ¡yo que creía que, como bebes diario, ya no te
afectaba! –exclamó desternillándose Piji, pidiendo otra botella de ron.

–¡Ja, ja, ja! Unos idiotas como ustedes no lo comprenderían –replicó con
ironía y un tono de desfachatez el tal Volmta.

–¿Qué dices? Siempre te has creído el muy listo, y, a decir verdad, lo


eres, pero denigras nuestras ideas –asintió Komar, moviéndose un poco y
dejándome verlo mejor.

En este último sujeto noté un reflejo insano. Por alguna razón tenía la
firme impresión de que no viviría mucho. Era un hombre de esos cuya edad no
se puede averiguar, que divagan entre los veintiocho y los treinta y cinco.
Poseía las características de un fracasado y un maniático, muy propios de un
matemático frustrado que pasa sus días en un salón de clases, enseñando
lecciones ininteligibles a estúpidos bobos que no prestan nunca atención y solo
esperan los viernes de juerga y libertinaje. El mismo Komar pertenecía a esa
clase de libertinos soñadores quienes se creían diferentes de un mundo que
odiaban y al que perfectamente representaban, ¡era tal como yo! Pese a ser
más joven, la calvicie había hecho estragos con el pobre infeliz, además de
que sus dientes eran horribles y su rostro voluble. Noté que este mentado
Komar era uno de esos individuos consumidos por traumas de su infancia, que
difícilmente contenían sus delirios y que se entregaban totalmente a sus vicios
sin reprenderse de nada, y, si lo hacían, era solo por obligación y no por
sinceridad. En el fondo se odiaba, sus ademanes y gesticulaciones lo
delataban, pues, a cada momento, se cubría el rostro o posaba una mano sobre
su pelona.

XVI

Evidentemente le molestaba su apariencia física, por lo cual seguramente,


siempre que podía, se encargaba de denigrar a las personas que concedían
excesiva importancia a la belleza terrenal, sabiéndose él mismo horrible y
calvo prematuro. También colegí, por sus ojos negros y desorbitados, que no
dormía bien y que odiaba a sus padres por haberle otorgado la vida, ya que
jamás aceptaba una corrección o halagaba una idea que no fuese propia. Era
un misántropo, un narcisista y un impaciente recalcitrante, incapaz de apreciar
sus propios errores y exhibiendo una singular habilidad para despojarse de su
maldad y percibirla cayendo a chorros en sus semejantes. Lo que no podía
negar era su intelectualidad, pues, aunque era un sujeto absorto en los números
y las fórmulas, de esos que nada saben del arte ni de la poesía, me pareció
interesante el hambre de conocimiento que perseguía, especialmente en
aquellas pláticas con sus compañeros juerguistas de copas en esa maldita
taberna donde yo estaba enclaustrado.

–No se trata de eso, Komar; en verdad que no –declaró sonriente


Volmta, con su tez morena y sus ojos pequeños.

–Siempre crees que todo es contra ti, por eso jamás evolucionarás –
recalcó Piji con sus pringosas mejillas y rascándose la espalda.

–Las personas son, en general, estúpidas –continúo Volmta–. Todos


suelen fingir muy bien y aparentar lo que no son. Algunos, por ejemplo, me
reclaman que me pase en la taberna todos los días, que mire el fútbol los fines
de semana, que me hunda en el ateísmo y la prostitución o que coma como un
cerdo. Entonces reflexiono y me doy cuenta de que esto no significa nada
puesto que proviene de personas inferiores a mí, igualmente ahítas de vicios
mucho peores y sin la capacidad de analizarse a sí mismos. Pero así es el
humano, tiene una habilidad innata para hallar lo que está mal en el prójimo,
aunque él esté mucho peor. De lo más sobresaliente que podría mencionar en
la naturaleza humana sería el gusto por la vida ajena, ese incesante morbo y
anhelo de chismes, esa infatigable sensación de querer enterarse de todo acto
acontecido en la vida privada de aquellos a nuestro alrededor. Por eso me
burlo cuando alguien critica mis prácticas más banales, porque sé que ellos
son mil veces mucho peor, aunque intenten darse abluciones de pureza
mediante su absurda religión o su supuesta intelectualidad. En el fondo, es casi
nimia la cantidad de personas que han logrado vencer su humanidad, y menor
aún aquella que puede ser sincera y no mentir ni ser hipócrita. Esa es solo mi
percepción, lo que creo acerca del mundo, y es parte fundamental de este
pesimismo que me ataca cuando miro en lo que hemos caído, en lo que ha
convergido nuestra existencia. Estamos aquí, sentados y briagos en esta
repugnante taberna, pero sabiendo que no existe ninguna diferencia entre
nosotros y aquellos que, de rodillas, imploran súplicas a la imagen de un
sujeto clavado en una cruz o meditando, o de aquellos que se pierden entre
libros y excentricidades de otra clase. Por eso dudo que esto cambie, porque
todos podemos hacer lo que nos venga en gana, como bien dicen, pero, por
desgracia, estamos muy corrompidos para poder ejercer esa magnánima
libertad, la cual nos oprime y nos impele a caer en los vicios y la depravación,
por ser incapaces de apreciar la sublimidad que podríamos alcanzar. En cuanto
al hecho de poner escuelas y hospitales, lo cual irremediablemente conlleva a
hablar de pobreza, injusticia, miseria y demás elementos que
inexplicablemente continúan imperando en nuestra moderna sociedad, creo
que es darle vueltas a un asunto cuyo entendimiento es inmediato: hay
humanos a cuyos intereses conviene toda esta miseria y decadencia. No
entraré en temáticas de conspiración ni hablaré de banqueros, empresarios y
demás basura terrenal, solo creo que, en tanto el humano siga siendo
demasiado humano, nada cambiará realmente. Puede haber sectas, líderes,
corrientes oscuras y demás que intenten esclavizarnos y adoctrinarnos con
tantas distracciones, siendo una de ellas lo que hacemos ahora, pero eso
tampoco es fundamental. El humano debe superarse a sí mismo, lo cual parece
cada vez más lejano, para entonces poder su mundo cambiar. No me hagan
mucho caso, pero creo que he perdido la fe en la humanidad. No creo que esto
cambie más allá de lo que la determinación y la voluntad puedan desarrollar
en lo terrenal, pues el aspecto espiritual todavía está a años luz de nuestra
decadente y perturbada mentalidad.

–Lo que pasa es que eres un nihilista, por eso tiene esa percepción –atajó
Piji, cuya resistencia para beber me pareció descomunal, aunque luego pensé
que era común entre asiduos concurrentes de tabernas.

–¿Nihilista? ¡Je, je, je! –rio desenfrenadamente Volmta, mostrando una


sonrisa cuya faceta me pareció definitivamente familiar–. No lo creo así, ese
tipo de etiquetas no van conmigo.

–Bueno, el que una etiqueta no vaya contigo no significa que no te


defina.

–La sociedad suele inventarse ese tipo de cosas solo por diversión, para
hacer que las personas se sientan identificadas con algo y no se suiciden a muy
temprana edad al discernir la imperante vacuidad de la existencia.

–Lo ves, eres un nihilista a todas luces –insistió nuevamente Piji, al que
parecía divertirle tal afirmación–. Solo los nihilistas viven con la idea de
suicidarse a cada momento, ni siquiera los mismos existencialistas son así.

–Nihilismo, existencialismo y demás…, estoy cansado de esas


zarandajas. ¿Qué son sino meros conceptos? Tan vagos e imprecisos como
aquello que intentan apabullar: la existencia –intervino Komar con su
característica impaciencia y amargura.

–Ustedes sí que son como los niños, les gusta jugar mucho. Me alegra
que se la pasen bien aquí en la taberna, siempre pasando de un tema a otro con
una facilidad impredecible, sin concluir nada, pero analizándolo todo a la vez
–dijo el mentado calaca, acercándose con cinismo y dejando ver que conocía
de antemano a aquellos pensadores de taberna, tan comunes en la moderna
sociedad de hoy.
–¿A ti quién te habló, imbécil? ¡Tráenos otra botella ahora mismo,
mendigo perro, basura inmunda, calaca carroñera! –dijo con violencia Komar,
aunque en su voz se escondía una amigable altanería.

–¡Je, je! Sí, ya voy, no necesitas ladrar tanto, perro del infierno. ¿Gustan
algo de comer antes de continuar bebiendo? Lo digo porque el joven de allá
pidió el último plato y ya solo me quedan unas cuántas sobras que bien podría
destinarlas a los mendigos.

–¿Cómo te atreves? ¡Canalla! –mencionó Piji, levantándose con


dificultad–. ¿Qué más da, maldita calaca? Tráeme entonces uno de esos
bizcochos rancios.

–¿Y ustedes, amigables caballeros, gustarán algo más?

–Yo estoy bien así, gracias –dijo Volmta.

–A mí también un bizcocho. No, que sean dos –dijo Komar, exaltado


todavía.

–¡Bueno, que va! –interrumpió Piji–, ¿están buenas las sobras aún?

–Sí, muy buenas. ¡Ja, ja, ja! –replicó el calaca, risueño.

–El problemas es que… ¡hum! Bueno, ya no traigo ni un centavo con


qué pagar.

–¡Y el muy cerdo quería apostar todavía! ¡Qué imbécil! –arremetió


Komar, quien parecía el más ebrio de los tres.

–No importa, tú tráele esas sobras, calaca. Yo pagaré su cuenta –dijo


finalmente Volmta, vaciando los restos de su trago.

–Bueno, al diablo el calaca. Estábamos en que eres nihilista, pero no


aceptas las etiquetas sociales –dijo Komar, pensativo.

–Da igual si soy nihilista o no. Lo único que sé es que de este mundo ya
nada puedo esperar, ya les dije por qué.

Fue así como discerní unos cuántos detalles más sobre ese tal Piji.
Además de ser el frecuente ayudante del señor Volmta, y de ser un vagabundo
adicto a la masturbación, era un sujeto cobarde e infame, de lo peor que se
pudiera imaginar. No obstante, las conversaciones sostenidas en Diablo Santo
habían terminado por extinguir cualquier resto de cordura en él. Le costaba
demasiado seguir las extrañas filosofías que tanto Komar como Volmta
discutían y aceptaban entre risas e improperios. En efecto, era un ser arcaico,
plenamente desentendido de las doctrinas modernas que guiaban ahora los
pasos de la humanidad hacia la salvación o la perdición, según se adoptase
cierta forma de atisbar el asunto. El pobre diablo estaba trastornado por la
poca importancia que tenían sus ideales en sus dos compañeros de taberna, los
cuales terminaban siempre por humillar sus más profundas convicciones.
Dada, además, su escasa cultura y la dureza con que creía haber sido tratado
por la existencia, se embriagaba como un cerdo para olvidar sus penas. Algo
bastante común en las personas de toda clase, aunque la tortura de este
pordiosero era la frialdad con que aquellos monstruos atacaban los pocos
pilares que aún mantenían su cabeza funcionado. Desde luego, a sus dos
amigos este tipo de discusiones no solo les resultaban bastante divertidas, sino
que incluso llegaban a considerarse auténticos filósofos ante los cuales Piji no
era más que un desperdicio, un perro recogido de la calle a quien mantenían a
su lado para su entretenimiento y del que podían prescindir cuando quisieran.
Al menos eso creí en aquel momento, aunque más tarde sabría que esta
convicción solo era cierta para uno de ellos.

Animado por la jactanciosa intelectualidad de aquellos pensadores de


taberna, me levanté dispuesto a unirme a su círculo. Llevaba suficiente dinero
para emborracharme sin preocupación y hasta pedir que pasaran la cuenta de
Piji a mi nombre; no sé por qué tuve esta convicción. Sin embargo, una silueta
penetró en el lugar y, luego de quedarse pasmada como una muerta, mirando
todo el galimatías libertino en su máximo esplendor, se dirigió a mí y balbuceó
algunas palabras ininteligibles. Me percaté de que sus labios temblaban y la
preocupación la consumía. Tras intentar calmarla, me di cuenta de que se
trataba de Virgil, la hija de la cocinera quien parecía estar enamorada de mí,
pero ¿qué hacía en esta taberna a esa hora? Decidí seguirla hasta la calle y, tras
alejarnos un poco de las cabareteras y los tunantes, exigí una explicación. Su
rostro estaba más lívido que nunca, no cesaba de temblar y pensé que se
desmayaría en cualquier momento.

–¡Es mamá, está grave! ¡Tienes que venir…! Ella puede que, no quiero
imaginarme… ¡No, por favor, que siga viva! Dios mío, no te la lleves aún…
La necesito tanto que, si ella fallece, entonces yo…

–Cálmate un poco, Virgil, de otra manera no podré entender qué diablos


ocurre.

–Sí, sí, perdón. Lo que pasa es que mamá…, ella… –se arrojó a mi
pecho llorando y sentí cómo sus manitas frías buscaban refugio entre mi pecho
y mi cuello.

–¿Tu mamá dices? ¿Qué le pasa? ¿Acaso algo terrible ocurrió? –inquirí
sin sospechar la tragedia que había acontecido.

Pero Virgil no me contestó, solo me arrastró. La seguí hasta el lugar por


donde tantas veces había pasado, hasta aquella cocina económica donde solía
comer los fines de semana. Al llegar, noté un conjunto de personas
acumuladas en torno a la casa de la señora Faki, percibiendo que la cocina
seguía cerrada, tal y como la había visto hace unas cuantas horas cuando pasé
de largo hacia algún otro sitio donde alimentarme. Me pareció extraño que
estuvieran también algunas patrullas y policías con aspecto siniestro, además
de médicos y enfermeros. El bullicio era tremendo y atraía cada vez más
morbosos. Me pregunté qué demonios pudo haber pasado para que tal
algarabía se suscitara y atrajera gente especializada en temas de los que yo
nada entendía. Virgil no dejaba de temblar y de llorar, por lo cual colegí más
que imposible averiguar algo de ella. Era como si su madre… hubiese muerto,
o algo mucho peor todavía. Pero ¿qué? Dispuesto a discernir el misterio,
caminé con indiferencia hasta uno de los sujetos ataviados con bata blanca e
inquirí con solemnidad.

–¿Es pariente o conocida suya la demente? –replicó el médico con


desprecio.

–¿Demente? Que yo recuerde…

–No sabe nada de lo que pasó, ¿cierto?


–No, no sé nada.

–Pues quizás así sea mejor –asintió con disgusto, como si le molestase el
hecho de pronunciar palabras–. Pero ya que insiste, le contaré.

–Le agradezco, yo era uno de sus mejores clientes.

–¿De verdad? Me agrada saber que se interesa, aunque este asunto es


sumamente delicado. Mire, ¿conoce a ese hombre que está ahí? –inquirió el
médico señalando a un señor de baja estatura, canoso, con lentes oscuros y
perfectamente ataviado de las mejores formas.

–Creo que no, sinceramente no pongo mucha atención en las personas


con las que me cruzo diariamente.

–Bueno, está bien. Si así es usted, ¿qué se le va a hacer? Pues ese señor
era su terapeuta.

–¿Estaba ella loca entonces? No puedo creerlo, siempre la vi de modo


tan normal.

–Naturalmente, porque este tipo de personas siempre ocultan lo que son.


Tal vez todos lo hacemos en uno u otro grado, ¿no lo cree? Pero hablo de
cosas inútiles, mejor lo ilustraré. Aquel hombre, como decía, era el terapeuta
de la señora Faki. Hablé con él hace unos minutos y me contó lo más
sobresaliente de las terapias. Por lo que sé, esta mujer estaba trastornada por
ciertos hechos ocurridos hace algunos años, cuando su marido desapareció de
maneras misteriosas. Ella fue quien habló a la policía y llevó a cabo una
amplia búsqueda, aunque totalmente infructuosa. Más tarde, alucinaba
diciendo que el desaparecido entraba por las noches a su casa y le mordía los
pies, cosa incomprensible y seguramente inventada. El terapeuta afirma que
ella tenía más de dos personalidades, una de las cuáles mantenía oculta por
miedo a no poder controlarla, aunque siempre decía que ésta le revelaría cierta
información sobre el paradero de su esposo, y si estaba vivo o muerto. Luego,
después de medio año de terapia, la señora Faki dejó de asistir sin ningún
aviso o causa aparente. Al parecer tenía graves trastornos alimenticios, pues
no podía pasar mucho tiempo sin ingerir algo, preferentemente crudo. Esto,
desde luego, le acarreó numerosos problemas digestivos y deterioró su salud,
tanto física como mental. El terapeuta jamás imaginó que ella cometería un
acto de esta calaña, una blasfemia sin proporciones, digna de una novela de
horror.

–Bueno, la señora Faki, concordando con lo que usted comenta,


evidentemente poseía un cuerpo más que obeso –dije intentando traer a mi
mente el extraño rostro de la tal demente–. Además, siempre sudaba mucho,
pero había algo más… Era como si en su interior se librase una encarnizada
batalla. No sé por qué, y tal vez piense que lo invento, pero desde el momento
en que la conocí, de lo cual no ha pasado ni un año, su talante y actitud no eran
propios de una mujer de su edad.

–Bien, eso nos ayudará en el veredicto. Ciertamente, no hay mucho que


se pueda hacer, pues es seguro su paradero.

–A todo esto, ¿qué fue lo que hizo? ¿Por qué tanto misterio en este caso?

–Si usted supiera… –musitó casi el médico, indignado al extremo.

Entonces observé que, de la casa de la señora Faki, sacaban, con la


mayor precaución posible y entre un secretismo enfermizo, los restos de lo que
aparentaba ser un pequeño.

–Ahí lo tiene, ¿puede colegir lo que hizo o le ayudo más?

–¡Imposible…! –susurré en primera instancia, aterrado ante lo que mi


imaginación fraguaba.

–¡Pues no para ese monstruo! ¡Ella devoró a sus dos sobrinos!

–¿Qué dice? ¡Tonterías! ¿Cómo puede ser eso concebible? –exclamé


dejándome llevar por la incredulidad, sabiendo de antemano que peores
atrocidades eran cometidas en el mundo decadente del humano.

–Veo que no lo cree, no importa. Yo no soy ninguna clase de persuasivo


entusiasta, pero tampoco miento. Lo que pasó fue que, de acuerdo con lo que
la misma señora Faki nos contó, alguien más controló su ser. Es un testimonio
clásico en este tipo de casos, pero al penetrar en su mirada me doy cuenta de
que no miente. Según ella, se hallaba, como tantas otras veces, bajo una crisis
de ansiedad o algo parecido, y no había dejado de comer desde que despertó.
De hecho, dormía muy poco últimamente dado que la sensación de querer
comer no cesaba. No obstante, su necesidad de alimentos sin cocer la llevó a
tragar demasiada carne cruda y beber leche bronca. La pobre está hecha añicos
desde cualquier perspectiva, da pena contemplar un humano en tal decadencia,
¿no cree? Me pregunto en dónde termina, si es que lo hace, la línea de las
aberraciones que el humano es capaz de cometer bajo sus impulsos y
enfermedades mentales. Pues resulta que esta señora Faki no estaba satisfecha
con tragar carne cruda y demás insensateces, y entonces… apareció una voz
en su cabeza, típico de la gente que comete acciones similares, que le ordenó
hacer algo que ella no quería, que en su sano juicio jamás se atrevería siquiera
a imaginar. Aproximadamente hace unas tres horas, una hermana suya vino y
le encargó a dos pequeños: un niño de seis años y su hermanita de cuatro, los
cuales perecieron tras la blasfemia. La mujer dice haber percibido un aroma
delicioso cuando los niños se acercaron a ella para que los llevara al parque.
Su labor era cuidar de ellos hasta que su hermana volviera de un compromiso
en un lugar lejano de aquí, lo cual debería tomarle aproximadamente cuatro
horas, tras lo cual retornaría al anochecer por sus pequeños. Lo que no logro
entender es por qué si esa señora, la cual hasta ahora no ha aparecido, sabía de
los trastornos de su hermana, se atrevió a encargarle a los niños. En fin, lo que
aconteció después no es digno siquiera de mencionarse. Ella enloqueció y
comenzó a morder a los pequeños, primero a la niña y luego al niño. Los
gritos no fueron escuchados porque la muy desgraciada se encerró en el
sótano. Según dice, el impulso que sintió fue devastador, se olvidó de quién
era y alguien más la controló. Mordió y tragó carne de varias partes, entre ellas
muslos, nalgas, dedos, cuello, cara y genitales. No conforme con esto, arrojó
limón y sal sobre las heridas y continúo con su sacrilegio, para luego arrojar su
desproporcionada obesidad sobre los infames cuerpos ensangrentados y
defecar sobre ellos. No sé si esto ocurrió así, aunque la evidencia concuerda,
pero así es como ella nos lo relató. Al parecer, cuando se sintió al fin
satisfecha, tomó consciencia de lo que había ocurrido a su alrededor y, con una
diligencia bárbara, llamó a la policía para que atraparan al autor de aquel
bacanal. La pobre infeliz no supo que ella misma había sido quien lo realizó
hasta que se le detuvo, e incluso ahora intenta negarlo, diciendo que
necesitaríamos entrar en su interior y sacar de su mente al verdadero asesino…
Es un asunto enigmático y asqueroso, no quiero imaginar lo que sufrieron
aquellos niños inocentes, ni tampoco el gesto de su madre cuando vuelva y se
entere de lo que ocurrió. Espero no estar ya aquí cuando eso pase, porque será
lo más miserable que haya presenciado en muchos años de profesión.

–Es verdaderamente bestial el suceso –balbuceé queriendo gritar,


olvidándome de mi indiferencia total.

–Sí, y todavía falta la cerecita del pastel, pues los agentes hicieron otro
hallazgo relevante acerca del pasado de esta inmunda señora. Resulta que, al
explorar minuciosamente en su habitación, hallaron unos huesos debajo del
colchón, y si usted es tan inteligente como creo, ya barruntará de quién
podrían ser.

–Su esposo, el que desapareció en circunstancias misteriosas.

–Seguramente, pero gente más especializada se encargará de eso.

–Es una calamidad, no logro comprenderlo. Ella se veía tan normal,


incluso bromeaba conmigo cuando iba a comer a su cocina. Es verdad que
escondía algo, aunque jamás colegí qué.

–Así suele acontecer con los más repugnantes homicidas, son los
mejores en aparentar. Nosotros, en cierta forma, también lo somos.

–¿Qué? ¿Homicidas o mentirosos?

–Ambos, en realidad lo somos todo y nada a la vez, ¿no cree? Todos


tenemos un poco de todos en nosotros mismos, esa es la esencia de la unidad.
Así, nadie puede decirse distinto a su prójimo, siempre hay algo que los ha de
unir. Todos somos homicidas, violadores, adúlteros; aunque también artistas,
poetas y médicos. El punto está en la importancia que concedemos a nuestros
impulsos, el caso que prestamos a esas supuestas voces que nos incitan a
cometer actos de esta magnitud, ya sea buenos o malvados. Pero no me haga
mucho caso, mi estimado amigo, creo que soy un doctor muy raro. Necesitaba
un desahogo después del trauma que me ha generado este incidente… Y
pensar que me ofrecí en lugar de otro compañero para venir aquí porque
estaba aburrido, ¡vaya sorpresa me ha dejado el destino!

El excéntrico médico se alejó, dejándome solo y ensimismado. ¿Qué


rayos se había metido en la cabeza de la señora Faki? Jamás la creí capaz de
cometer tal sacrilegio. Mientras torturaba mi cabeza intentando dilucidar las
razones del crimen, observé que la mórbida obesa era conducida fuera del
hogar entre la más estricta vigilancia de agentes y gorilas de hospital. La
pobrecilla tenía todo el aspecto de una alienada, mirando a todos lados con
angustia, mordiéndose los labios y gritando injurias, recalcando su supuesta
inocencia a los cuatro vientos, alentando a los ahí congregados a atrapar al
verdadero homicida. La contemplación me incomodó excesivamente, por lo
cual me aparté y me dirigí con Virgil. Creo que experimenté algo que en
mucho tiempo no había aparecido ni por casualidad en mi gélido corazón:
compasión.

–Lo lamento tanto, no sé qué más decir.

–No importa, no tienes que decir nada –dijo ya más tranquila, pero
absorta, como si estuviese en otra dimensión.

–Lo sé. Quisiera saber si prefieres que te deje sola, si seguirás el proceso
de tu madre o consolarás a tu tía cuando vuelva.

–Nada de eso, ¡es solo basura! ¡Estoy tan cansada de vivir! –gritó
histéricamente.

–Calma, al menos respóndeme.

–No sé qué hacer, solo quiero desaparecer. Llévame contigo, vamos al


lugar donde estabas hace unos momentos.

–¡Ja, ja! ¿Qué dices? Eso es imposible, de ningún modo te vendría bien.

–¿De verdad? ¿Cómo sabes? ¿Desde cuándo te preocupa cómo se


sientan los demás?

–Bueno, yo pensé que podría apoyarte ahora.

–Esto no cambia nada, deja de tenerme lástima. Sé que no significo lo


más mínimo para ti, no finjas solo porque quieres consolarme. No es natural
en ti mentir, así que vete o llévame a ese lugar, son mis únicas dos opciones y
no aceptaré más.

–De acuerdo, iremos si así lo quieres. Pero ¿qué pasará con tu madre y
tu tía?

–Más familiares vendrán en camino, yo no tengo ninguna necesidad de


estar involucrada. ¡Que el diablo se lleve toda esta náusea! Solo quiero
olvidarme de que existo.

–Como gustes, vamos antes de que lleguen esos familiares o verán mal
que te vayas.

–Me importa un bledo, por mí que se mueran.


XVII

Noté que su conducta había cambiado drásticamente, estaba en trance y nada


de lo que dijera la haría cambiar de opinión. Yo mismo no terminaba de
explicarme y aceptar lo acontecido, pues era inverosímil creer que aquella
señora, la cual afablemente llevaba los platos de comida hasta mi mesa,
hubiera cometido tales actos impulsada por las voces en su interior. ¿Qué
explicación tenía todo esto? ¿Por qué tenía yo que verme manchado de este
trauma atroz? Hace unos momentos estaba divertido escuchando las
disquisiciones de aquellos pensadores de taberna, y ahora esto venía a
transfigurar mi pensamiento. Virgil me tomó de la mano y avanzamos de prisa
entre los pestilentes callejones de la ciudad, donde ya anochecía y el ambiente
estaba a reventar de placer.

Había prostitutas, borrachos, pordioseros, niños mugrosos, vendedores


ambiciosos, hombres infieles y libertinos sin remedio. Todo estaba
perfectamente amalgamado con las doctrinas modernas de la supuesta libertad
y evolución del ser. Percibí que a Virgil no le importaba en absoluto mezclarse
en aquella atmósfera de depravación, lo cual me alarmó ligeramente, pues
siempre había criticado aquello denotando un puritanismo exagerado.
Mientras nos dirigíamos resueltamente hacia Diablo Santo, una idea se
apoderó de mi mente: Virgil probablemente se embriagaría y luego intentaría
matarse.

Después de mucho andar, penetramos en Diablo Santo con Virgil


dispuesta a todo. Con cierta tristeza, percibí que los pensadores de taberna se
habían ya marchado. Esto me decepcionó dado que mantenía el propósito de
unirme a su plática y conocer más a fondo a ese tal Volmta, cuyo rostro me
parecía descomunalmente familiar. Pregunté al calaca por estos sujetos, pero
dijo que uno de ellos se había puesto mal y los otros dos lo habían conducido a
un hospital; otra tragedia más. La enfermedad era lo único que en ocasiones
podía detener la increíble sed de vicio que los asiduos asistentes a las tabernas
no conseguían de ninguna manera obnubilar. Siendo así, dejé que Virgil
decidiera qué tomar, pero al ser una recatada no supo qué elegir por no
conocer ninguna bebida, así que yo ordené, de acuerdo con lo que ella me
sugirió, una botella de vodka y otra de ron.

Virgil quería ahogar el conjunto de sentimientos encontrados y


mezclados en su interior, eso era fehaciente. Esta era, también, la primera vez
que asistía a una taberna, pero noté que el ambiente no la inquietaba
demasiado. Asimismo, sería la primera vez que se embriagaría, cosa que me
hizo dudar cuando ella me pidió lo más fuerte que yo tolerara para embotar tan
pronto como fuera posible sus sentidos. Al fin, pensé que me daba igual si se
mataba o si terminaba en el hospital, pues no podía experimentar por ella otra
cosa que no fuera lástima y conmiseración. Si alguien como yo había sufrido
para asimilar los hechos, ¿qué podía esperarse de Virgil, aquella pobre diabla
entregada a la devoción y aduladora de los principios familiares? No sé si la
afectaba más el suceso en sí o lo que implicaba en el fondo para su
impertérrita moral cristiana. Apuré el primer trago, esperando que ella hiciera
lo mismo y que fuese la primera en hablar, y así fue.
–Es raro. Entre más vueltas le doy al asunto, menos logro comprenderlo.

–Eso está bien, pero no debes saturar tu cabeza ahora. Es mejor que te
despejes un poco, que intentes olvidar.

–Quisiera ser como tú, así no sufriría tanto.

–¿Cómo soy yo?

–Indiferente, frío y solitario. A veces, cuando te observo fijamente, me


estremezco.

–Lo he notado, pero sin entender por qué.

–Tengo mis razones para mirarte con tal pasión, y creo que de sobra las
sabes dado que tú mismo te has encargado de ridiculizarlas. El punto no es
ese, sino que te miro y me aterra pensar que bien podrías ya no ser humano.

–¡Ja, ja! ¿Qué cosas son esas? Nunca colegí que tenías tales expectativas
de mí.

–Eres un extraño, así es como te percibo. Y no solo yo, sino también el


mundo entero.

–¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Qué hay en mí de diferente al resto?

–Todo, solo tú no eres capaz de verlo. Tienes una marca, la cual muy
pocos ostentan, y los que lo hacen suelen deshacerse de ella muy pronto, pero
tú no.

–¿Qué marca es esa?

–No puedo decírtelo, pero es algo semejante a la marca de la dualidad.

–¿Qué dualidad? Te estás poniendo muy misteriosa.

–Sí, la dualidad que existe en este mundo y en cualquier otro. Sé que me


tomas por una pobre idiota que solo te mira porque espera algún día poder
rozar tus labios, aunque después la eches a patadas de tu vida, y tal vez así sea;
no obstante, sé que tú eres especial. Perteneces a ese reducido grupo de
personas cuyo espíritu alcanza ambos extremos de la dualidad. Eres capaz de
realizar las más sublimes, poéticas y majestuosas acciones, pero, al mismo
tiempo, eres también capaz de las más viles, sórdidas y decadentes prácticas.
Eres la máxima representación de la entidad que es divinidad y demonio al
mismo tiempo, hombre y mujer, amor y odio, tristeza y felicidad, decadencia y
sublimidad. Además, los seres como tú requieren de ambos extremos, es
imposible que puedan permanecer solo en uno de ellos o que se mantengan en
el punto medio.

–¿Por qué es imposible? –cuestioné con viva curiosidad.

–Porque eso los haría parte del rebaño al que pertenezco yo. ¿Es que no
lo ves? Las personas más geniales han tenido la marca que tú llevas sin
percibirlo, se han paseado por los infiernos para conseguir la ascensión
temporal a los cielos. Pienso que no puede ser de otra manera, pues la gente
común, la que se encuentra en el punto medio, la que carece de talento y se
conforma con una existencia miserable y rutinaria, la que añora casarse y tener
hijos, trabajar para comprarse bienes materiales, viajar y divertirse, no podría
nunca entender la naturaleza de los espíritus como el tuyo.

–Ya veo, supongo que lo he pensado alguna vez.

–Claro. Discúlpame, no sé por qué te cuento esto, solo quería decírtelo


desde hace mucho. Me fascinaba verte llegar a la cocina, siempre con actitud
solemne y arrogante, mirando al resto tan debajo de ti, ostentando la marca de
la dualidad y diferenciándote naturalmente de la humanidad. Sé que tú, aunque
lo niegues, sigues buscando, que estás en constante contradicción contigo
mismo por esa dualidad de la que te hablé, que tu indiferencia total es solo la
manera en que te cobijas de lo absurdo que te resulta la existencia en este
mundo tan banal. Alguien como tú suele amar aquello que condena, así son los
poetas de la verdad.

–Me sorprendes… Parece que lo ocurrido te ha hecho mucho daño –dije


llenando su vaso y colocando algunos hielos–. Lamento que haya sido así,
jamás lo hubiera creído de tu mamá.

–Ella era una estúpida, ¡ja, ja, ja! Sí, eso era, una bastarda.

–¿Por qué lo dices? ¡Vaya cosas!


–Porque es la verdad. Yo la quería tanto, pero eso jamás le importó, y
mira en lo que acabó –musitó sin evitar caer en un amargo llanto, las lágrimas
la consumían–. Nunca creyó en mí, especialmente cuando comencé a reprobar
materias en el colegio, porque has de saber que yo estudiaba, pero es otra larga
historia que no viene al caso. El hecho es que siempre me reprochaba por
hacerme ilusiones contigo. Decía que yo, una pobre diabla lavatrastos, no
podía ofrecerle nada a un hombre de tu altura. Le encantabas, y, pese a su
ignorancia, creo que también podía ver la marca de la dualidad en ti. Yo le
contaba todo a pesar de sus humillaciones, incluso eso me hacía sentir bien.
Pasa que en ocasiones charlamos con una persona y nos da la sensación de que
no nos pone atención, de que le importa un rábano lo que le digamos, pero
mamá no era así. Ella escuchaba y replicaba, analizaba y era sincera en su
opinión. Por eso, aunque me lastimaba, no podía evitar contarle cuantas cosas
sentía en mi interior, porque al menos no recibía indiferencia. Supongo que así
somos los humanos, preferimos a alguien que nos haga daño que alguien cuya
atención no podamos conseguir. Por eso el amor debe doler, eso he pensado,
porque parte de que alguien se fije en nosotros consiste en eso: aprender a
recibir daño y hacer de él un placer. O ¿tú qué opinas del amor? Yo he
aprendido… contigo he aceptado… ¡Menudas bagatelas las que estoy
diciendo, perdóname! Creo que ya estoy algo ebria, ¡ji, ji, ji! No tengo nada de
aguante, ¿tú sí?... Mira a ese cerdo de allá, deja que esa vieja le saque el
paquete, y yo que creía más decentes a las prostitutas… ¡Que el diablo me
lleve! ¡Sírveme otra, ahora de vodka! Pega más fuerte y rápido, ¿no? ¡Quiero
embriagarme de manera legendaria, sin importar lo que pase conmigo
mañana! ¿No viene la gente a este lugar para eso, para hundir su miseria y
sentirse feliz un instante? Pues la vida es solo eso, un maldito instante que a
veces parece una eternidad. ¿Qué necesidad tenemos realmente de vivir? Creo
que ninguna, al carajo con la existencia… Que me cuelguen al amanecer, pero
que me dejen beber en paz. ¡Necesito olvidar que mi madre está loca y que su
hija se emborrachó para sacarla de su corazón! ¡Qué dolor siento al existir!

Miré asombrado su exclamación, y no solo yo, también el calaca y los


demás presenciaron asombrados a aquella borracha de ocasión, estallando en
risas y en murmullos de aprobación. Para esos impíos cualquier cosa recitada
en aquella vasija de crápula donde iban a pudrirse cada fin de semana era una
bendición. No había la menor duda, Virgil estaba más ebria que todos los ahí
reunidos. Por sus venas fluía alcohol a racimos, lo cual embotaba su lúgubre y
vacío corazón. Después de lo acontecido, presentía que, si no se mataba, se
convertiría en un ser completamente distinto, tal vez se entregaría a la vida
galante, la borrachera o algo todavía peor. Resolví dejarla hacer, no criticar ni
juzgar sus actos. Era preferible que explayara su espíritu y que liberara todos
esos sentimientos que amortajaban su interior. Por mí que se matara o que se
prostituyera, que se envileciera en todo su ser. Ella para mí no era sino una
lavatrastos, ¡ja, ja! ¡Vaya expresión! No obstante, el alcohol también
comenzaba a hacer estragos con mi percepción, con lo cual Virgil ya no me
parecía tan santa como de costumbre. Entonces una idea surgió en mi retorcida
cabeza, ¿tendría el valor…?

–¡Oye Virgil, tranquila! No vale la pena que le des a esos cerdos y a esas
rameras sermones que los diviertan, mira con qué morbo te han mirado.

–Sí, ya sé. Solo necesitaba hacerlo, ahora mismo me calmo. Me gusta


que te preocupes por mí, me hace pensar que tengo tu atención y que el daño
soportado ha valido la pena. Porque no creas que no te he visto con otras
chicas, en la colonia todo se sabe, y tus aventuras y vida de soltero no son la
excepción, especialmente para mí. Sé, por ejemplo, que cada viernes te vas a
embriagar a algunos bares no tan lejos de este, donde te besas y terminas la
noche con cualquier mujer vil y dispuesta a derrochar pasión. Llegas siempre
el sábado a mediodía, a veces al atardecer, y duermes un poco. Casi a las seis
vas a nuestro restaurante para intentar bajarte la cruda con un caldo que mamá
preparaba solo para ti, aunque, de hecho, era yo quien lo hacía. Los domingos
generalmente no sales, me imagino que los usas para descansar. Llegaron
hasta mis oídos rumores de que empezarías a escribir, ¿es eso cierto? Porque
sería genial, quiero ser la primera en leer todo lo que publiques, aunque los
escritores suelen ser pobres ¡Ah, pero tú trabajas en una oficina, lo olvidaba!
Perdón por vigilarte así, ya ves lo boba que soy.

–No hay problema, me sorprende que prestes tanta atención a mi vida,


porque a mí me parece de lo más común. Ciertamente, es una tontería tal vez,
una zarandaja, pero creo que la existencia de los humanos no tiene, desde
ninguna perspectiva, el más mínimo sentido.

–Sabía que eras existencialista, ¡se lo repetía a mamá todo el tiempo!

–Puede ser, aunque no me clasifico dentro de un género.

–Pero no pongas mucha atención a lo que digo, porque estoy


desvariando tremendamente con este vodka. Por cierto, lléname el vaso de
nuevo, que hoy no llego a dormir, ¡menos con lo que pasó! Yo creo que serías
muy bueno, tienes toda la facha y la vida de un escritor: desordenado y con la
marca de la dualidad, ¿qué más quieres? Es más, yo puedo darte ideas…

–¡Je, je! Muchas gracias por todo, me parece que lo intentaré. Aún no
me animo a escribir ni un bledo, pero, en verdad, trataré.

–Pero no hay tiempo. ¡Es mejor beber que platicar!

–Claro –asentí pasándole el séptimo trago, coligiendo que pronto


colapsaría–. Aunque pensé que la gente religiosa no bebía.

–La gente religiosa como yo se engaña por propia voluntad, así no nos
torturamos ni nos partimos la cabeza con tantas cavilaciones. Por eso elegí ser
como el rebaño, también soy pecadora en el interior y santa en el exterior, para
no perder la costumbre. Y es que resulta tan fácil adjudicarle todo a dios,
desde lo más simple hasta lo más complejo. Los religiosos son la gente más
despreocupada en el fondo, pues dios lo soluciona todo, les quita toda la
responsabilidad. La vida es un juego para ellos, para mí lo es.

–Yo creía que eras una creyente verdadera, pero veo que estás más cerca
de una hipócrita bendita.

–Naturalmente. Uno debe siempre asegurar su lugar en el cielo. La cosa


va así: si dios existe, entonces puedo hacer lo que me plazca, al final pedir
perdón y obtener la salvación eterna. Por otra parte, si dios no existe, no me
arrepiento de nada, pues todo pecado era solo ficción y estoy salvada al morir.

–Si dios no existe, entonces todo está permitido.

–Exactamente. ¿Qué más da? Es igual de absurdo al final. Y sí, yo supe


desde hace mucho que uno debe saber cómo sacarle provecho a dios. De otro
modo, no ayuda en absoluto, mucho menos si se le reza, aunque sea con toda
la fe del mundo.

–Me pregunto si esas mismas palabras las repetirías estando sobria.

–¿Acaso crees que estoy ebria? ¡Para nada, estoy de lo mejor! Mira de
nuevo allá, la niña del fondo es una ramera, la he visto meter su manita debajo
del pantalón de ese viejo tuerto –dijo señalando a la babel agazapada alrededor
de las mesas de juego, la cual iba incrementando desproporcionadamente
conforme transcurrían las horas–. Es una pena, aunque nada de qué espantarse.
Dicen que para ser puta se debe nacer puta, de otro modo no se le toma gusto a
la profesión, ni se es buena tampoco. ¿Qué dices tú? Aunque es increíble que
desde pequeñas ya anden ofreciéndose con tal cinismo, ¡je, je, je! Ni siquiera
les ha de entrar la mitad a las zorritas.

Virgil estaba desatada, mostraba su auténtica faceta. Esto era de lo más


natural, según mi experiencia. Las personas más recatadas solían acumular en
su alma las más oscuras y perversas tendencias, los más desenfrenados y
cínicos espíritus. Y, cuando se les presentaba la oportunidad de liberar esa
sombra que tanto pesaba sobre ellos, cuando acontecía un incidente trágico
que sirviera como punto de partida y pretexto para arrojar todas las máscaras
sociales, éticas, morales, religiosas o de cualquier procedencia, lo hacían sin
vacilar, esforzándose por contrarrestar la falsa imagen que por tanto tiempo
dominó su personalidad. Este era el caso de Virgil, aquella pelirroja pecosa
más parecida a una tabla que a una mujer, aunque su verdadero encanto era la
sinceridad con que se expresaba, lo liberal que podía llegar a ser bajo la
influencia del licor. Yo, supe después de regresar del sanitario sosteniéndome
de la pared, estaba igual o peor que ella. Otra vez estaba ebrio hasta las
chanclas, y apenas el día anterior había sido una locura con Lary. Pero todo
estaba permitido para aquellos a quienes dios ha olvidado, o viceversa, para
quienes se han olvidado y han asesinado a cualquier dios, por eso me reía en
lugar de reprocharme. Era yo un cerdo, un calavera, un decadente
recalcitrante, y no me importaba un carajo. Me daba igual morir hoy o
mañana, pues, de cualquier manera, sabía que continuaría igual o mucho peor
todavía.
–Anda Lehnik, que todavía nos queda mucho por beber –afirmó Virgil
con la voz golpeada–. Estás muy callado, ¿así eres siempre? Dime lo que
piensas de dios, con confianza, ya ves que yo creo en él solo porque me
conviene, no por esa estúpida convicción que mueve montones de dinero y
mata racimos de pobres para recalcar su poder.

–Creo que no hay algo que le podría decir a alguien como tú. Considero,
sin embargo, que dios es uno de los mejores inventos de toda la historia de la
humanidad. Basta apegarse a una creencia para sentirse liberado, para eximirse
de esa responsabilidad que es existir, para conferirle a la existencia un sentido.
¿Cuántas personas no viven con la esperanza de un reino celestial después de
este infierno en el planeta de la hipocresía y la mentira? ¿Cuántos no buscan
incansablemente la salvación, la redención, la elevación mística del alma? Y,
sin embargo, pese a todo, las personas que más suplican son las más libertinas,
¿no lo crees? Suele ser así, puesto que confían tan ciegamente en dios que
asumen el perdón al final del camino. Estos sujetos piensan algo así como:
“soy un cerdo, un crápula y un miserable, pero, como creo en dios, entonces
todo me será perdonado”. Esto es así puesto que dios no es un juez ni el
encargado de castigar lo que se haga en la vida, sino solo un medio para
purificar el alma, una especie de manantial donde se pueden ahogar los
pecados cometidos y al que se recurre cuando no existe explicación alguna
para los designios del azar. Desde este punto de vista, saber si dios existe o no
ya no es relevante; el punto es definir para qué es útil dios, sea real o
inventado. Personalmente, creo que dios no existe, y, si lo hace, es un dios
inútil, o desinteresado por todo asunto humano. Tengo más fe en el diablo, o la
imagen que se le ha atribuido, aunque siempre me he cuestionado si este ser
sería bueno o malvado, ya que castiga a los malos y parecer ser más útil que
dios en su papel. Es interesante analizar si este ser incita a los humanos al mal,
sabiendo que por naturaleza el humano es un ser vil y susceptible a la
corrupción en un grado bárbaro. Pero ese asunto de dios y el diablo es una
bagatela, una minucia que, por ahora, no está a nuestro alcance entender. Y,
como te digo, no creo ni en uno ni en otro. Es curioso que tantas personas
pierdan su tiempo adorando dioses y elaborando rituales, solo una manera más
de mostrar la debilidad de la mente. Como sea, en este mundo, aquí y ahora, se
presenta la mayor libertad, que a la vez es también la mayor tentación: el
humano puede hacer lo que sea. Si tenemos libre obrar, si el libre albedrío es
parte intrínseca, entonces cada decisión es totalmente nuestra. Y, aunque el
destino existiese, no sería sino un elemento sin sentido, puesto que nosotros
seríamos incapaces de admitirlo o de entenderlo, asumiendo que cada acto fue
nuestra elección, aunque haya sido este destino el que nos haya impelido a
ello. ¿Acaso habría alguna diferencia entre hacer algo por libre albedrío o algo
por destino? Al menos ahora, en nuestro actual estado evolutivo, ninguna
habría, según veo. Por lo tanto, es una ilusión decir que tenemos una misión o
que existimos por causas divinas o con algún propósito. Y esto es lo que
conlleva al vacío, al absurdo en donde el humano teme a su libertad y debe
encadenarla a un ser supremo que pueda rellenar cada hueco en el mundo. El
hecho de que todo estuviera permitido, sin importar si existe o no dios, es una
lápida que no hemos aprendido a cargar. Así, da lo mismo ser un bandido que
un virtuoso, una prostituta que una mujer de clase, un obrero que un
empresario, un mendigo que un político, un miserable que un rico, un
sinvergüenza que un honrado, un escritor que un jugador, un poeta que un ser
común. A los ojos de la nada, todos somos iguales; esto es, nuestros actos, por
muy viles o nobles, mediocres o elevados que nos parezcan son, en última
instancia, parte de lo mismo. Y la cosa se complica si asumimos que dios
existe, pues tenemos un tercer factor que interviene en la relación humano-
absurdo, pero que no la altera en su esencia. Si dios no existe, el humano hace
lo que quiere y no hay nada más allá de lo terrenal. Si dios existe, el humano
actúa igual y, al final, se arrepiente, lo cual también es, en cierta manera, una
libertad condicionada. De cualquier modo, está asegurada la salvación y el
paraíso, siendo un violador, pecador, pérfido, lujurioso, ambicioso o de la peor
calaña. Todo es indiferente, dios acepta a todos por igual. De ser así, el diablo
y el infierno quedan fuera de lugar, son exterminados por completo gracias al
perdón universal. Y nuevamente tenemos libertad, la tan gloriosa e inútil
libertad humana de hacer lo que sea y saber que es indiferente, que tendremos
paz y gozo al morir. Por eso dios es un tema significativo, no tanto por lo que
pueda hacer por nosotros en este mundo, sino por el papel que jugará cuando
muramos. De más está decir que nadie ha vuelto de la muerte, y por ello las
instituciones religiosas han usado durante milenios los mismos cuentos y
mentiras para adoctrinar al rebaño y lavar mentes, para ofrecer una
conmiseración a los miserables mientras por detrás se enriquecen en lugar de
donar su oro. Dicen que la fe mueve montañas, pero no es capaz de mover las
más diminutas cosas. La fe nunca le ha dado a alguien de comer, tampoco ha
evitado que una mujer sea violada o que un niño sea asesinado; no ha evitado
guerras, genocidios, vileza y depravación. Siendo así, prefiero ser un hombre
de poca fe que ser uno de mucha y quebrantar aquello que predico. Por eso el
mundo vive en la hipocresía y en la mentira, predicando leyes y normas para
el control social que ellos mismos son los primeros en quebrantar. Aquellos
que deberían ser los encargados de hacer valer la ley, sea del tipo que sea,
política, económica o religiosa son quienes la usan para sus propios intereses.
Esto es natural dada la predisposición que el humano guarda al egoísmo y lo
banal. Tal vez incluso sea un factor genético querer dañar a otros y siempre
tener más que el prójimo, envidiar y pelear. Pero la idea de dios sigue siendo
divertida, y nadie puede desmentirla o afirmarla determinantemente, por ello
tal disputa continuará hasta el fin de la humanidad, hasta que entendamos que
nosotros mismos somos igual de absurdos que el dios en el que creemos se
halla la verdad. Para mí, dios es un juego, un concepto que adormece mentes y
donde se refugian las personas más comunes, aquellos quienes han dejado de
razonar y buscan una salida fácil. Yo les llamaría “los despojados”, puesto que
se han despojado de sí mismos para obtener la salvación. Han abandonado
toda responsabilidad y han consagrado sus vidas a una entidad probablemente
imaginaria, a la cual, por cierto, han rebajado a su propia condición terrenal. Si
yo fuera dios, también me sentiría despojado de mi divinidad teniendo que
atender siempre los problemas de los demás. Por eso a veces conviene ser
creyente y a veces no, todo depende de qué tanto creamos en eso de que todo
está permitido. Los despojados han establecido un régimen en el cual la
libertad es rechazada debido al peso tan agobiante que genera en los corazones
y en el actuar cotidiano. Es casi una ofensa tener que ser uno mismo sin alabar
a un dios, sin tener un ficticio guía al cual atribuir cada logro y fracaso.
Mientras tanto, las guerras continúan, la depravación y la avaricia se apoderan
del mundo, las personas siguen muriendo de hambre, siguen siendo
esclavizadas, violadas, torturadas, humilladas y asesinadas. Cosas peores
ocurren frecuentemente, tan atroces que mencionarlas sería una blasfemia, y
nosotros somos parte de todo este círculo absurdo de ignominia. Cada uno
contribuye en cierto grado a preservar la putrefacción en que se hunde esta
sociedad, teniendo a dios como un elemento imprescindible que debe ser
tomado en cuenta si se quiere asegurar un poco de la escurridiza verdad. Dios
no es ni el creador ni el destructor de los humanos, tampoco se mezcla en sus
asuntos. Acaso solo observa, y creo que lo mejor que podría hacer sería
olvidarse del mundo y, con un poco de suerte, tal vez se llegue a suicidar.

XVIII

Virgil me miraba con cara de espanto, pero, al mismo tiempo, había cierta
adoración anómala en sus facciones. Para ella yo era como un dios, incluso
más valioso y hermoso que el dios con el que había crecido y al que ahora
injuriábamos. El alcohol nos embotaba la razón y desvariábamos, vociferando
toda clase de filosofías extrañas y alentando nuestra natural sensación de
vacío. En el fondo, Virgil y yo no éramos tan diferentes. No, claro que no. De
hecho, éramos más parecidos de lo que me hubiese imaginado: ambos
carecíamos de motivos para seguir existiendo y, sin embargo, no teníamos el
atrevimiento de matarnos.

–Debe ser interesante ser tú, llevar la marca de la dualidad –expresó


Virgil, encantada de escucharme hablar tanto–. Solo una cosa: los despojados
serían aquellos que ponen sus vidas por completo en manos de dios y
renuncian a cualquier tipo de responsabilidad, ¿cierto? Incluso dios sería un
despojado, pero él ¿en quién colocaría su fe? ¿En sí mismo o existirá algo
superior?

–Creo que todo es metafórico. No me gusta pensar en un dios tan


humano, tal y como la mayoría de los monos lo conciben. A todos nos gusta
hablar de dios, en el fondo nos hace sentir superiores, esa es la verdad. ¿Has
notado la manera tan sensacional en que los creyentes predican su fe? Están
tan absolutamente convencidos de su ideología que podrían asesinar a la razón
si ésta les mostrara fehacientemente la verdad. Claro, es tan intrincado tratar
con uno de ellos, están tan despojados de mente propia y tan ahítos de
convicción divina. Pero uno cree cuando de antemano ha renunciado a sí
mismo, cuando sabe que ningún camino es capaz de recorrer si no se sostiene
de un pilar, el cual converge en un dios. En cambio, las personas que, de
antemano no se vencen a sí mismas, son incapaces de mantener una verdadera
fe, lo cual tampoco es extraño en nuestra civilización moderna. Recuerda lo
que te dije: a veces conviene que dios exista y en otras no, hay que saber
utilizarlo para ganarnos su bendición.

–Entonces ¿las personas que se vuelven expertas en el manejo de dios,


tal como si fuese una herramienta, son las más peligrosas?

–Podría decirse, al menos las más hipócritas. Pero esto no me sorprende,


pues he comprendido a la perfección que la hipocresía y la mentira son las
bases de la humanidad. Además, yo no soy diferente al resto, aunque hable de
dios y demás cuestiones de reflexión. Tan solo mírame aquí y ahora, ebrio en
esta taberna de sueños rotos, mezclado con prostitutas y jugadores enviciados,
perdiendo el tiempo y el dinero; sin embargo, sin tener ninguna otra opción.

–Te notas afligido, creo que yo también. Sabes, desde pequeña mi madre
intentó controlarme; esa caníbal sin corazón, esa señora a la cual amé y odié.
Siempre me restringían todo, me inculcaban un camino que no estaba
dispuesta a seguir. Así, fui recatada en todo sentido, fingiendo devoción y
predicando en las misas los domingos por la mañana, dando ejemplo de una
buena hija, de una señorita que, aunque torpe y sin educación, era de noble
condición. Has de saber, por las habladurías, que no conseguí entrar a la
universidad y estudiar medicina, el cual no era sino el sueño de mi madre, tras
lo cual me dediqué a lavar platos en la cocina y a llorar cada noche, añorando
escapar de ese lugar. Y no, tampoco quiero estudiar medicina ni ir a la
universidad, solo deseo vivir lejos, construir una bonita y pintoresca casa
donde pueda ayudar al hombre que amo. Yo me entregaría totalmente, sería
fiel y bondadosa, cariñosa y comprensiva. Mi naturaleza no es la de un ser
brillante y profundo, tampoco escribo, pinto ni compongo música o poesía. Yo
soy una mujer sin sentido, tan común como tantas otras, que encuentra en la
vida corriente placer y felicidad. Si quieres saberlo, diría que fornicar, comer y
dormir es lo mejor que podría hacer, además de conocer lugares. Quiero viajar
moderadamente, pero no a las grandes ciudades, sino a los pueblitos, a las
regiones más pobres. Quiero tener hijos y cuidarlos, dejarlos ser libres, no
inculcarles ninguna idea religiosa, política, social o de cualquier otra clase. No
me interesa tener joyas ni dinero en abundancia, solo ser feliz con lo más
básico, con mis recursos, con mi humanidad. Por ello, me entristece
profundamente saber que tú nunca podrías estar con alguien como yo.

–¿Por qué lo dices? ¿Qué es lo que asumes de mí?

–Todo. Tú eres de los pocos que llevan la marca, y esas personas


generalmente sufren mucho o se suicidan pronto.

–Bueno, en parte tienes razón. No fingiré que quisiera hacer toda esa
clase de trivialidades solo por agradar a una mujer. Porque a mí me parece
horrible tener hijos, casarme o intentar ser feliz en un mundo tan decadente y
trivial. Me gustaría elevarme por encima del resto, aunque sea solo unos
segundos, y luego caer hasta el infierno. Posiblemente es lo que hago con esta
vida suicida, embriagándome, desordenándome y también cavilando tan
profundamente que hay días en los cuales ni siquiera me puedo levantar de la
cama, pues tengo tanto que pensar. Tal vez es como dices, ciertos espíritus
pueden contemplar los dos extremos, tanto lo sublime como lo deplorable, lo
sagrado y lo execrable. No obstante, creo que, conforme uno se involucra con
el mundo, esa mitad de pureza se va reduciendo hasta extinguirse, hasta dejar
que la depravación y la decadencia se apoderen del alma.

–Y tú eres unas de esas almas, pero no creo que en ti se haya extinguido


la parte de la genialidad y la pureza, pues siempre conservamos un algo de lo
que creemos perdido, un recuerdo muy tenue de lo que alguna vez soñamos y
que este mundo nos arrebató. En cierta medida todos somos despojados, unos
de religión, otros de sueños, amor y felicidad. Y los que llevan la marca de la
dualidad, como tú, son los únicos que han mantenido resguardado su interior
del despojo y la perdición. Sé que ahora te embriagas como un cerdo, que no
crees en nada ni en nadie, que detestas al mundo y a ti mismo por ser parte de
él, pero, en el fondo, conoces la respuesta. Ya no eres uno más del rebaño,
aunque hagas todo con tal de volver a él. Solo estás dando vueltas en círculo,
jugando una y otra vez en la mano de dios.

Permanecí callado, se había hablado demasiado. Ciertamente, nunca


colegí que Virgil pudiera ser tan buena compañera de taberna. Siempre tuve de
ella la impresión de una mujer devota y temerosa, encerrada en conventos y
con la esperanza de que yo llegara a amarla. Pero ¿podía yo aún amar? ¿Qué
era el amor? ¿Cómo definir esa sensación en mi situación? Había creído que
amaba a Melisa, que con ella podía evadirme de este absurdo, y terminé
mucho peor de lo que empecé. El viaje no solo lastimaba, también evitaba
morir, pues las garras de la vida sujetaban con mucha fuerza; los falsos
placeres y encantos terminaban por conquistar la verdad. Virgil era una
estúpida, una mujer corriente como ella misma lo reconocía, de esas que tanto
abundan. Era una persona cuya existencia era tan absurda como la de
cualquiera, como la mía tal vez. ¿Qué me diferenciaría a mí? ¿Qué era eso de
la marca de la dualidad, los despojados y la indiferencia de dios hacia el
mundo y el humano? Se había charlado copiosamente, pero sin llegar a nada
en específico. Esa era la esencia de estas conversaciones de taberna: siempre
discutir, aunque careciera de sentido. Si era yo un cerdo, si me iba a suicidar
hoy o mañana, si esto era real o fantasía, todo lo ahogaba en el alcohol.

–Creo que ya debemos irnos, estás comenzando a desvariar –dijo Virgil,


brutalmente borracha–. Y yo también… quiero irme, ¿o no? Ya no puedo ni
caminar, ¿qué será de mí ahora? ¿Por qué tengo que lavar trastes y morir?

–Bien, no importa. ¡Vámonos, es tiempo de partir! Podemos sostenernos


mutuamente, así lograremos llegar. La calle Miraluz no está tan lejos, conozco
un atajo, pero…

–¿Qué? ¿Cuál es el asunto?

–No sé, es extraño. Pasar por ahí no es para mí muy grato.

–No importa, si quieres nos vamos por el camino largo.

–No, está bien. Tomemos el atajo.


–De acuerdo, pensé que no querías que te vieran llegando conmigo.

–No, eso me es indiferente. Le hablaré al calaca para que traiga la


cuenta.

Acto seguido, el calaca, gustoso, trajo la dichosa cuenta, la cual casi


hace que se me salieran los ojos. Pensé, por unos momentos, que estaba mal
calculada la cifra. No obstante, considerando lo mucho que bebimos y que a
uno que otro bribón que se acercaba le convidábamos uno que otro vaso, creo
que fue justo. Pagué sin exigirle ni un centavo a la pobre infeliz de Virgil, ¿qué
clase de ganancia podría tener una lavatrastos como ella? No quise indagar y
ya casi estábamos por retirarnos cuando la tabla lavatrastos volvió la mirada y
vociferó un pequeño discurso:

–Señores y mujerzuelas aquí reunidos –comenzó, agitada, con los


cachetes enrojecidos e intentando mantener el equilibrio; su voz era distinta en
absoluto–. Escuchen todos atentamente, no quiero que se pierdan ningún
detalle de lo que voy a decir, pues es de trascendental importancia. Señores, yo
quiero…, yo de todo corazón les suplico…, yo quiero decirles que… ¡Que los
amos y los bendigo! Sí, señores y mujerzuelas, les suplico que nunca cambien,
que siempre sigan igual y todavía peor. Les pido que jamás dejen de venir
aquí, que frecuenten esta taberna, jueguen, se prostituyan y se embriaguen
tanto como sea posible. A los que son infieles, les pido que no dejen nunca de
engañar a sus esposas; es más, les pido que tengan más amantes. A los que
beben sin control, debo pedirles que se superen a sí mismos, que vacíen más
botellas de lo habitual. Y así, a cada uno, a cada jugador enviciado y puta
descarriada, a los aquí congregados y emparentados por una fuerza misteriosa
cuya esencia reside en una belleza mística de taberna, los felicito de corazón.
¿Saben por qué, queridos amigos? Porque esto es lo máximo a lo que se puede
aspirar, ustedes son la forma más evolucionada de humanidad. Y eso es porque
la existencia no tiene el más mínimo sentido, porque todo está permitido con o
sin dios, porque nosotros no conocemos términos de bien y mal, porque este
momento es parte de la eternidad y, a la vez, del vacío… Yo me retiro, señores
y mujerzuelas, pérfidos y traviesas, me retiro con este semihombre –añadió
señalándome y abrazándome–, con el único que lleva la marca de la dualidad.
Me voy para volver al amanecer, para perderme en el delirio de la borrachera y
entregarme como una ramera al vicio y al placer terrenal. ¿Saben algo más,
señores concupiscentes y viejas sucias? Mi madre era esa obesa caníbal que
acaban de encerrar en el manicomio, ¡je, je, je! ¡Que el diablo cargue con ella!
La odiaba por no haberme permitido conocerlos a ustedes, por haberme
cobijado bajo la malgastada sábana de la religión y la piedad. Pues yo ahora sé
que no necesito nada de esa basura, que es preferible entregarse a la
decadencia que pasársela arrodillado orando por la salvación. Esto es lo que
somos todos, incluso él, el puerco nihilista que ahora abrazo, unos desdichados
pensadores de taberna. Pero ¿qué creen? No importa, puesto que todos
seremos aceptados en el cielo, ninguno rendirá cuentas de ningún tipo si se
arrepiente antes de morir. Pero pobre de aquel que muera sin decir lo siento,
aunque hasta ese creo que se evadirá del infierno… El diablo es una ilusión,
señores y mujerzuelas, también dios… La libertad no debe pesarnos, por eso
yo los admiro y podría lamerle los pies a cada uno de ustedes. Yo, una mujer
antes virtuosa, amaría pertenecer a su club de podredumbre, eso sería el mayor
honor… Por ahora me despido, señeros libertinos y divinas putas, pero volveré
al amanecer…, y entonces…, entonces seguirá el ritual. Todos hemos de caer,
todos somos unos cerdos. Me voy, es momento, ahora sí los dejo en su cielo,
no me olviden, por favor…

El calaca y los demás miembros de la taberna estallaron en carcajadas y


aplausos, algunos inclusive se acercaron con otro propósito. Todos observaban
con admiración y un respeto sin igual a Virgil. Entre ellos había, tal como ella
había dicho, un algo de una belleza misteriosa y ajena a la cotidiana costumbre
de lo correcto. Presa de una borrachera sin precedentes no fui capaz de
dilucidar en aquel instante lo poético y artístico de Diablo Santo, el consuelo
que denotaba para tantos lujuriosos y ladrones, para putas y enajenadas. Todos
eran unos despojados, unos miserables sin remedio, unos cerdos alcohólicos.
Sin embargo, Virgil, tras ya no saber qué decir ni qué hacer, tiró de mí y en
cuestión de segundos la frescura del aire nocturno golpeó nuestras frentes. No
sé quién estaba más ebrio ni quien había hablado más, solo quería llegar a casa
y dormir.

El camino de vuelta fue tedioso, pues Virgil reía como una loca y yo le hacía
segunda. Recordar nuestra conversación era gracioso y a la vez estúpido, pero
nos desternillábamos sin parar. Al fin, después de caminar un poco más,
puesto que terminamos evitando el atajo, y tras haber espantado a unos
cuántos vagabundos, alcanzamos la esquina del parque contiguo al
condominio. No obstante, algo llamó mi atención. Era la figura de un hombre,
o lo que quedaba de él, puesto que yacía colgado de la rama de un árbol: era
un suicida. Lo que verdaderamente me ensimismó fue descubrir la identidad
del sujeto, pues era el mismo que horas antes había sido humillado por Volmta
y Komar.

Era el diablo de Piji, con su playera de rayas rojas y blancas, su


sombrero desgastado, sus pantalones cortos y ruñidos, sus zapatitos
manchados de vómito y el aspecto concluyente de un pordiosero. A un costado
se hallaban esparcidas unas cuántas monedas, además de comida podrida, latas
y una especie de carpa donde supuse que dormía. Me sorprendió no haberlo
visto antes en aquel parque, aunque era lógico dado que se ubicaba en la parte
trasera, aquella donde casi nadie iba por temor a ser asaltado, y donde había
rumores de niños extraviados. Yo no pasaba por ahí seguido, y no por los
tontos chismes, sino porque el camino de vuelta de la oficina al condominio 11
estaba en el lado opuesto, donde siempre miraba a Akriza preocupada y a
Jicari persiguiendo palomas, pateando a algún perro roñoso o balanceándose
en un columpio.

–¡Qué terrible, qué horror! Se trata de una persona… –musitó Virgil en


cuanto estuvo lo suficientemente consciente para entender la situación.

–Sí, es un hombre. Seguramente uno de tantos vagabundos que abundan


en los parques y callejones de la ciudad.

–¿Por qué se habrá colgado? ¿Qué le habrá incitado a cometer suicidio?

–No lo sé, no es tan extraño que las personas se suiciden. O ¿tú crees
que sí?

–Eso lo dices porque la vida te molesta –replicó ella, invariablemente


afectada por el alcohol–. A mí me gustaría vivir, en especial de este modo.
Antes mi madre me tenía controlada, pero, ahora que está muerta, puedo hacer
y deshacer. Es más, considero una suerte que se haya muerto, pues me limitaba
su existencia. Nunca había creído tanto en que todo estaba permitido, pero es
totalmente cierto. Sin embargo, ¿qué le podría decir a un loco como tú?

Virgil había sufrido alguna especie de renacimiento interno. Su


expresión estaba cambiada, lucía radiante. Este nuevo ser que emergía en ella
era como una flor que al fin retozaba y conocía lo que era la vida. Y es que, en
aquellas reflexiones de taberna, entre los vicios, borracheras, putas y
mendigos, tal y como creía desde hace tiempo, existía una belleza
indescriptible que en ningún otro sitio podría hallarse. Virgil lo sabía, y se
aferraba a ello con todo su nuevo ser, con esa frescura que le proporcionaba el
sentirse, después de tanto, ella misma. Este renacer había inflamado sus deseos
de vivir, de descubrir y embriagarse. Su madre había sido conminada al
manicomio, donde se pudriría hasta la muerte, cosa con la que ella contaba
perfectamente. No obstante, ahora ella, muchacha incauta y virginal, se
hallaba conmigo en la madrugada, vagando sin rumbo y sin sentido en una
sociedad decadente, presenciando a un miserable que no prosiguió tolerando el
triste y desdichado matiz de su destino.

–Entremos en el pequeño refugio para ver qué mantenía consigo este


miserable.

–Entonces ¿dices que lo conocías?

–Bueno, en realidad apenas esta tarde. Su nombre, creo, es Piji, y


también asistía a las tabernas. Por lo que sé, era un mendigo, miserable en
todos aspectos. Además, era humillado constantemente por sus dos amigos,
quienes ridiculizaban sus ideas y lo utilizaban como diversión.

–Ya veo, creo que entonces tenía derecho a morir.

–Ya lo creo, aunque es indiferente. Lo mejor sería si todo el mundo


hiciera lo mismo. Deberíamos incitar al suicidio, salvaríamos el planeta.

–¿Qué dices? ¡Ja, ja! ¡Estás demente! Mejor entremos y a ver qué
hallamos.

Así, penetramos en el pestilente refugio. Se trataba realmente de unos


trapos viejos y mugrosos amontonados como cama, rodeados por comida en
avanzado estado de descomposición y otra no tan apestosa. Había algunas
prendas pringosas que seguramente Piji había recogido de basureros y algunos
artefactos que las personas comúnmente tiran, entre ellos relojes, aretes, pilas,
audífonos, etc. Era el hogar de un basurero, de un pordiosero víctima de la
sociedad decadente. Lo que más me llamó la atención fue descubrir un
pequeño retrato de dos mujeres, una de aproximadamente cuarenta años y la
otra una jovencita de unos quince.

–¿Quiénes crees que sean? ¿Acaso su familia? –inquirió Virgil


asombrada.

–Es posible, de seguro fue un mujeriego y ebrio sin remedio.

–¿Por qué lo dices? ¿Solo por la foto y porque se ha suicidado?

–Quizá sí. Este tipo de sujetos me parecen interesantes, pues siempre


cometen una locura y renuncian a lo que creen amar con tal de refulgir al
máximo, luego mueren pronto.

–¿Cuántos años crees que tendría este sujeto?

–Le calculo unos cuarenta y seis, incluso menos. No sé, su aspecto


desaliñado hacía dudosa su edad.

–Mira, hay algo aquí, parece una nota de suicidio –indicó Virgil.

–Bien, veamos… Lo mejor será irnos, o la policía podría complicar la


cosas si nos ve rondando este sitio.

–¿Acaso temes que nos inculpen? ¡No inventes! ¡Ja, ja, ja!

–Con ellos uno nunca sabe. Mejor vámonos, pronto amanecerá.

Salimos dejando las cosas tal y como estaban cuando entramos. Quién
sabe desde hace cuánto Piji habría estado viviendo de esa manera. Me había
parecido un tipo con ideas extravagantes en la taberna, pero jodidamente
infeliz, trastornado por la existencia absurda y mísera que llevaba. Estos tipos
no son tan raros como la lavatrastos creía, pues, aunque se enmascare
adecuadamente el tedio y la ridícula monotonía de la vida, en el fondo es
imposible no sentirse carcomido y vacío. En realidad, eran contadas las
personas que podían afirmar tener sentido. La mayoría se conformaba con lo
más básico, y, aunque el autoengaño funcionaba superficialmente, en el
interior se incrementaba ese sinsentido cotidiano. Las personas se mentían,
cada vez con más firmeza, con tal de vivir. Y así se proseguía, siempre con
falsas esperanzas, apegado a una necesidad material y sexual, viendo en los
hijos y el prójimo lo que jamás ha existido, colocándose los oscuros lentes de
una felicidad inexacta y vomitiva, fingiendo sentirse plenos, marchitándose la
creatividad y la curiosidad, alcanzando la vejez y siendo un títere más del
sistema. La gente genial, los locos, los solitarios y excéntricos eran quienes
menos tiempo permanecían vivos, pues soportarse a sí mismos y engañarse les
era tan difícil como tener que levantarse cada mañana para ser parte de un
mundo que odiaban.

XIX

Yo, en mi experiencia, adoraba dormir, y detestaba tener que ponerme en


marcha, siempre para realizar las mismas acciones. Esto era tan inexplicable,
tan absurdo y funesto, que el hecho de observar a los monos hacerlo me
asqueaba. Siempre era igual, el mismo andar intrascendente, la misma farsa
para existir. Despertar, bañarse, ir en el transporte público soportando la
presencia de la humanidad, desayunar cualquier ranciedad y pasarse todo el
día en el trabajo, sea la oficina, una fábrica o cualquier otro. Se desperdiciaba
tanto el tiempo, aunque tal vez no podía ser de otra manera. Luego llegaba la
hora de la comida, en la cual los humanos se la pasaban mirando sus celulares,
idiotizándose como siempre, tras lo cual se debía proseguir con el habitual y
fétido ritmo del trabajo. Venía la hora de salida, al alboroto, el goce, la mentira
imprimiéndose en los compungidos rostros de los zombis. Para algunos era el
regreso a casa donde se perdería el tiempo cuidando a los hijos, mirando
televisión, jugando algún videojuego o simplemente durmiendo.

Para otros estaba el salir con alguien a ver si se obtenían los favores
sexuales, fingir entendimiento y solemnidad en el trato, cenar alguna
cochinada, intercambiar números telefónicos o ir con algunos amigos a
dilapidar algunos billetes en alcohol y demás bagatelas. Ese ritmo tan odioso
se repetía y jamás cesaba, ni siquiera para los que creíamos ser diferentes.
¿Qué distinción había entre seguir con esto o suicidarse? De todas maneras, se
debía vivir, aunque no tuviera sentido, aunque no se quisiera, aunque nada
importase. La existencia era una tontería, era mejor matarse de una buena vez.
Lo que resultaba asqueroso era la conformidad y complacencia que el rebaño
mostraba con este ciclo monótono y vacío, del cual yo mismo era consumidor
y preservador, aunque también lo odiara. ¿Qué hacer para cambiar? ¿Qué
elegir para no existir? La inexistencia ya no era una opción, pues, en el caso de
que muriese, quedaría mi recuerdo. Sí, quedaría la difusa memoria de un
hombre infeliz y miserable que jamás desaparecería por completo.

–¿Qué tienes? ¿Por qué luces tan pensativo? –interrogó Virgil sonriendo
con sarcasmo.

–No, es solo que me arrepiento, aunque jamás lo creería. Dicen que no


arrepentirse nunca es igual a arrepentirse en todo momento.

–¿De qué te arrepientes? ¿De tu vida o de no poder morir?

–De todo, estoy hastiado de mi existencia y de lo que soy.

–Y ¿quién no lo estaría? El punto es ignorar esa convicción.

–Ya no puedo, tal vez no quiero. Escucha, sé que hay algo en esta
realidad ficticia que a cada uno le fascina, que le ata a esta mentira, que le
proporciona el elíxir para proseguir existiendo. Todos tienen algo de qué
agarrarse, un pilar, un sostén, una fortaleza bajo la cual yacen complacidos con
ello, sea ciencia, religión, deporte, etc. Pero yo, ¿qué tengo yo? ¿Qué hay para
mí? Todo me asquea, me parece tan banal y absurdo. No hallo ya placer
alguno en el sexo, la comida, la diversión o el entretenimiento que al rebaño
tanto le encanta. Sé que ahora estoy ebrio como un cerdo, que me la he vivido
en tabernas, con putas, enviciándome y siendo un parásito, pero ¿qué más
podría hacer? Tú has dicho que llevo la marca de la dualidad, aunque tal vez
no sea así. Yo no creo ser diferente al resto, no hago nada creativo; no aporto,
solo recibo. Y no sabes cuánto me repugna ser yo mismo, sentir esta
humanidad incrementando y fortaleciéndose, atisbar cómo mi voluntad por
superar esta miseria se esfuma, cómo mis sueños más elevados y sublimes se
evaporan en el lúgubre ataúd de la rutina y la vida, con sus mareas de
insignificancia, las cuales azotan la ínfima y desolada isla en la cual me he
refugiado. Para mí nada significan las mujeres ni las borracheras, solo meros
accidentes de una tragedia cósmica. Me he dejado corromper, he sido como el
rebaño. He seguido con vida, aunque ya nada importe, y, aun así, todavía creo
ser diferente, todavía reflexiono y, en mi mente, sé que esto es una basura. Soy
solo un humano y sé que nada hay para mí en este mundo.

–¡Qué extraño! Esas palabras las había escuchado una vez en un sueño
que tuve cuando te conocí.

–¿De verdad? ¿Cómo puede ser? Pasaré a dejarte a tu casa y me iré a mi


cuarto, al fin queda cerca.

–Lo sé, conozco bien dónde vives, recuerda que te vigilaba… Pero en
ese sueño, fue muy raro, era como un presagio. De alguna manera, sabía que
tendríamos esta plática, que regresaríamos a esta hora y que estaríamos
borrachos. Incluso sabía de ese señor, el tal Piji, y también de su suicidio.

–¡Qué cosas dices! No te creo, es absurdo. Además, si sabías que se


mataría, ¿por qué no hiciste algo para impedirlo?

–Porque nadie puede cambiar el destino de otra persona, ni siquiera con


una gran voluntad.

–¿Destino? No creo en él, es una ilusión, igual que la realidad y la


existencia.

–Y tú ¿también eres solo una ilusión?

–Es posible, no sé. Pienso mucho acerca de la manera en que podría


definir qué es real y qué no, y no logro concluir con exactitud la verdad. No
tengo manera de comprobar que existo, así como tampoco tú podrías. Tengo
consciencia de mí porque al nacer se me implantó que yo soy esto, que soy
humano y que poseo las propiedades que me han sido inculcadas,
sentimientos, emociones, actividades, ideas, convicciones, entre otras; no
obstante, nunca se me proporcionó un método o técnica mediante la cual
pudiera tener la certeza de definirme o de entender y clasificar lo real de lo
ilusorio, lo verdadero de lo fingido. Ambos somos producto de atavismos que
han servido para moldear a la sociedad, que son extremadamente complejos de
entender y de vencer, que nos atan y nos impulsan a lo absurdo, que nos
encadenan a nuestra propia humanidad. Por eso odio existir, porque me
atormenta y me exprime, me fragmenta y me regurgita, siempre en peores
condiciones. Sin embargo, tampoco he podido morir, aunque espero que
pronto, muy pronto, pueda suicidarme, tal vez hoy mismo.

–No lo creo, tú no puedes morir aún.

–¿Qué? ¿Por qué no? Si yo quiero matarme hoy, mañana, en un mes, en


un año o dos, ¿qué me impide hacerlo? La puerta permanece siempre abierta,
solo debo obtener la llave y seré libre, abandonaré esta prisión para siempre.

–Sí, eso suena filosóficamente atractivo, pero tú no morirás porque no


está en tu destino.

–Ya te dije que no creo en algo como el destino.

–Yo tampoco creo en el libre albedrío, y tú no puedes demostrar que el


destino no es real.

–Eso es cierto, nadie puede tener la certeza de nada, a menos que se


engañe a sí mismo para creer por verdad lo que es naturalmente impreciso.

–Además, me pareces como un hombre que odia la vida, pero también la


muerte. Tú quisieras algo más, buscas una especie de cualidad que está lejos
de tu humanidad. Quieres morir porque crees que así dejarás atrás tu
naturaleza.

–Y ¿qué te dice lo contrario? Esto es un calambur, no tiene sentido esta


plática. Ambos estamos brutalmente borrachos y, mañana en la tarde, nada
sabremos ni recordaremos de esto.

–Así es la muerte tal vez, usa al destino para divertirse con la existencia
de las personas. Pero tienes razón, yo no tengo certeza de nada, solo son
elucubraciones superfluas que todos, tanto los del rebaño como los marcados,
podemos experimentar.

–Lo sé, perdón. Hay tanto que quisiera entender, y cada vez me alejo
más de la llave.

–Es dual, tú lo eres. Crees alejarte sin remedio, pero eso mismo te acerca
a lo que has estado buscando con ahínco y determinación. La voluntad de un
humano no puede cambiar el destino, pero puede crear otro camino que
suplante al previsto. Es difícil de explicar, pues lo leí en un libro prohibido de
los que me prestaba un amigo con el cual me divertía hace tiempo. Lo que
debe hacerse no es creer o no en el destino, simplemente imaginar
divergencias, suprimir lo sugerido. El sino no es impertérrito, se puede
alternar. La aleatoriedad de los sucesos nos parece así gracias a la
incomprensión de lo oculto ante nuestra percepción, por eso debes fluir y
escuchar, ser paciente y contestarte a ti mismo, descubrir quién eres en
realidad.

–Eso no evitaría que siguiera siendo absurdo.

–No podemos determinarlo con simples palabras. En fin, es solo una


tontería. Pero el sueño fue real, hubo un susurro que me lo dijo: tú y yo
estaríamos compartiendo este momento. Y todavía más, nos embriagaríamos y
él se ahorcaría, pero nada se podía hacer para cambiarlo.

–Cuando a uno todo le es indiferente, entonces la vida ya nada vale, y


uno se obsesiona con la muerte. Además, ¿cómo sabes eso? Apuesto a que
jamás has querido matarte.

–En eso te equivocas, una vez quise hacerlo, por un hombre. Ya ves que
una chica trivial como yo no puede ofrecerte realmente nada, pero al menos
entiendo tus sentimientos.
–Yo no tengo sentimientos, hace tiempo que perdí esa capacidad. Ahora
solo pienso, he dejado se sentir.

–¿Te da miedo sentir? Eso me hace pensar que en alguna ocasión


experimentaste lo que es el amor.

Me quedé mirando el cielo, el cual, en mi imaginación, trazaba palabras


y gestos, los cuales se impactaban contra mi mirada, pero no eran ni siquiera
lejanos, sino tan cercanos como si estuvieran dentro de mi alma. El final podía
hallarlo de inmediato, bastaba descolgar a aquel sujeto y tomar su lugar,
reemplazar la verdad con la mentira, el espejismo con la carne, hacer valiosa
la vida por un momento, como si se tratara de una poesía jamás escrita y en el
último instante marchitada en mi corazón. Estaba tan ebrio que cualquier cosa
resultaba graciosa, incluso estar en la madrugada acompañado por una mujer
cualquiera, siendo como el resto, hallando regocijo y paz en las actividades
que tantos humanos abrazaban. Sin embargo, volvía de nuevo a pensar que
embriagarse y vagar por los mugrosos callejones y los parques de la ciudad
encerraba una belleza extraña y hasta espiritual.

¿Quién no lo había hecho en algún momento? ¿Quién no se había


embriagado como un cerdo por amor? ¿Quién no se había sometido al influjo
de la realidad, al tormento de la existencia, al dulce sabor del vino que
anunciaba el alba y la llegada de la fatalidad? Todo cambia, ese era el secreto
para alcanzar la inmortalidad, para fundirse con el universo, para dejar de ser
un títere del azar y abrazar al destino. Pero yo, ¿quién demonios era yo?
¿Cómo volver atrás y evitar nacer? ¿Qué sentido tenía la existencia de un
sujeto tal? ¿Qué diferencia había entre el suicida que cumple su cometido
ahorcándose de pronto o el que se mata lentamente entre tabernas y
prostitutas? Quizá solo el tiempo y nada más que eso, solo era cuestión de
tiempo.

–¿Alguna vez has pensado que las imágenes y los sonidos pueden
distorsionar de tal modo la sucesión de eventos como para mostrarte espejos?

–¿Qué clase de espejos son esos? –cuestioné todavía abstraído.

–Los de tu interior, los espejos en los cuáles proyectas tu propia realidad.


Tal vez sea eso solamente: cada uno crea su realidad, cada quién moldea el
espacio-tiempo para experimentarse a sí mismo en el espíritu eterno. Es solo
un momento el que te diferencia de estar aquí sentado o allá colgado. Crees
que has perdido la capacidad de sentir, pero eso es una tontería, porque nunca
la has ganado; solo va y viene, siempre en constante flujo. Los suicidas son
siempre las personas más hermosas y sentimentales, pero los que más niegan
la verdad.

–Ya no quiero vivir, estoy enfermo.

–¿Enfermo? ¿De qué?

–De eso, de vivir. ¿No crees que es una enfermedad vivir? No sé si sea
alguna falla en mi cabeza o en mi supuesta alma, la cual niego y afirmo a cada
instante.

–No creo que estés enfermo. Solo eres, en todo caso, un paciente
confundido.

–¿Paciente confundido? No entiendo.

–Sí, un paciente tan confundido como aquel que se ahorcó. Uno que aún
no termina su tratamiento, pero que tampoco lo quiere.

–¿Tratamiento para qué? ¿Con qué fin?

–Morir, con el único fin de morir. Cualquier tratamiento conduce a ello,


todos los pacientes, en el fondo, buscan lo mismo, y tú lo sabes mejor que yo –
exclamó Virgil con una resplandeciente sonrisa, la cual, por muy poco, era
similar a la mía, pero también a la de cada persona que había conocido.

–Y entonces ¿dónde queda la vida? ¿Para qué vivir? ¿Para qué morir?

–Me preguntas como si yo fuera experta ¡Solo soy una simple


lavatrastos, no lo olvides! ¡Je, je! Pero, si quieres saber mi opinión, creo que
vivir y morir es lo mismo. Al fin y al cabo, son únicamente el complemento de
lo incognoscible. Tú no estás enfermo por no querer vivir, solo estás
equilibrando la daga.

–¿Equilibrio? Posiblemente no se puede morir sin vivir antes y


experimentar cierto sufrimiento interno.

–Exactamente, necesitas destruir para crear, es tan básico y a la vez tan


sublime. Pero no me hagas caso, solo te confundo. Mejor vámonos ya, sino
amanecerá antes de tiempo.

Abandonamos la banca en donde estábamos y vomité unas cuántas


veces, al igual que Virgil, pero ambos reíamos como imbéciles en la soledad y
la frialdad de la noche. Solamente la luna llena presenciaba las tonterías de dos
sujetos tan distintos y similares a la vez, tan duales. El camino de vuelta, sin
embargo, fue todo lo contrario a lo que esperaba. El silencio reinó, ni una sola
palabra se dijo. Habíamos hablado demasiado y reflexionado muy poco. Este
era el momento para saborear la belleza poética de la embriaguez, para
recordar que alguna vez había amado y que todavía seguía vivo…, si es que
esto era vivir. Algo en mí se aferraba a la indiferencia total, a la supresión de
toda sensación con tal de encerrarme en mi capullo. Era un lobo solitario,
había desdeñado todas las teorías y creencias por ser demasiado humanas,
había rechazado a todas las personas por su absurdidad y, sin embargo, yo era
igual. Por eso también me odiaba, se trataba de la misma pelea que
diariamente acontecía en mi interior, pues un fragmento en mí quería vivir y
otro morir. ¿Quién era yo, qué significaba ser humano y qué existir? La
existencia, en resumen, no valía nada, y yo era su aprendiz, su creador y su
destructor, su exégesis más superflua.

Recorrí junto a Virgil un buen tramo antes de llegar a casa. En ese


recorrido presencié la inefabilidad que reinaba cuando los humanos no
invadían las calles con sus ruidos y su infamia. Me gustó, por cierto, ver cómo
una enredadera se apoderaba de una pared entera, extendiéndose y
adueñándose por completo de los anuncios y los faroles, tornándolo todo de un
verde precioso. Pensé que era la conquista de la naturaleza sobre el mono, lo
que en verdad debía emerger sobre lo que debía perecer. El humano se creía
rey y amo de un mundo que no comprendía y del que había hecho un infierno,
pero la naturaleza aún no se rendía. Es más, en cualquier momento reclamaría
el dominio, fuese mediante un desastre natural o un suceso de enmiembrodura
mayor.
¿Quiénes éramos nosotros, humanos y retrógradas, para hacer de la
existencia una miseria? ¿Con qué derecho nos reproducíamos y construíamos
gigantescas torres? ¿Qué nos confería el derecho de comer a otros animales,
de matarnos a nosotros mismos? ¿Cuándo la humanidad cayó en esta
decadencia e ignorancia? ¿Cuándo se extinguieron las almas y unos pocos
tomaron el control sobre la mayoría? ¿Por qué aceptábamos sin cuestionar lo
que esa minoría decía y nos idiotizábamos con tonterías? Pero yo no estaba en
facultad de hacer estas inquisiciones, pues yo era, en sí mismo, un claro
ejemplo de lo que odiaba en el mundo. Demasiado tiempo había perdido ya
siendo tan humano, pero era imposible intentar ser dios, pues carecía de los
instrumentos adecuados. Al fin llegamos a la casa de Virgil, quien me miró
con cierta picardía.

–Bien, creo que es hora de despedirnos. Ha sido una aventura


interesante, me ha gustado. ¡Quién sabe! Tal vez podríamos hacerlo cada fin
de semana –dijo la lavatrastos.

–Sí, claro, tal vez… Y ahora ¿qué harás? Digo, sobre tu madre y el
hecho de que la hayan encerrado.

–¡Ah, eso! Pues nada, ¿qué podría hacer? Ella estará muerta desde
ahora, jamás saldrá. En parte, creo que fue lo mejor, porque así soy libre. Creo
que venderé el restaurante y, después de un tiempo, me largaré de aquí.

–¿Te irás? Creí que te gustaba esta ciudad.

–Me gusta, pero no podría ser siempre parte de ella. Tengo parientes en
el extranjero, veré cuánto resisto. Mientras tanto, ya sabes lo que haremos.

–Genial, ahora te dejo, descansa –dije y di media vuelta, dispuesto a


regresar a mi hogar, pero…

–¡Espera! ¿Te irás así nada más? ¿Acaso no…?

–Supongo que sí, ya es tarde, muy tarde, tanto que se hará temprano
pronto. ¿Qué querías hacer?

–Nada, olvídalo. Es una tontería pensarlo. Además, tú nunca… En fin,


¡adiós!
Virgil dio media vuelta y observé cómo las monedas eran arrojadas al
aire, las monedas del destino, pero que también tenían azar en sus orillas.
Caían a montones, siempre del mismo lado, cosa extraña. Seguían cayendo,
indicando un cambio, una alteración en mis acciones. Levanté la vista y la
luna, pálida y gibosa, hizo desaparecer la visión. Sin embargo, entendía
perfectamente las últimas palabras de aquella muchacha tímida que revelaba
su verdadera personalidad. Así, me volví sobre mis pasos y, con violencia, la
tomé y la besé, comprobando que se entregaba a mí no solo en carne, sino en
alma. Recorrí todo su cuerpo y enloquecí, olvidándome del desprecio que
sentía por ella. Si estaba dispuesta a prostituirse para vivir, yo debía ser su
primer cliente. Entramos en su casa y lo hicimos hasta que amaneció, sin
protección y quedando absolutamente cansados. La verdad es que no recuerdo
bien lo acontecido y hasta creo que fue un sueño, pues las monedas habían
destruido la línea que separaba la alucinación de la realidad, si es que existía
separación alguna.

Era mediodía y yo estaba en mi habitación, en aquella pringosa y absurda


habitación en el segundo piso del condominio once en la calle Miraluz. Había
dejado a Virgil muy temprano, como a las 8, con el pretexto de tener que
arreglar unos asuntos, aunque solo vine a seguir durmiendo. Tenía dolor de
cabeza, náuseas y los clásicos síntomas de la resaca; no obstante, algo había
cambiado en mí. Se había operado un cambio en mi percepción, sentía mucho
más asco de lo común, pero no físico, sino intrínseco, tal vez espiritual. ¿Qué
había hecho? Había desperdiciado otro fin de semana entre las tabernas, las
mujeres y la borrachera y, aun así, me era indiferente. Si esta náusea espiritual,
si este rechazo hacia todo lo humano, fuese más fuerte, desde hace mucho
tiempo ya estaría muerto, pero no, podía más la indiferencia absoluta.

Así, decidí ir a tomar algo caliente y comprar un garrafón de agua, pero


recordé que la señora Faki había enloquecido el día anterior y ahora estaba
encerrada en un hospital psiquiátrico donde yo también debía estar. Me
entristeció un poco esto, pues adoraba los caldos de gallina que esta señora
servía en su restaurante a mediodía. En fin, pensé en bañarme, pero no, ¿para
qué? No vería a nadie y tampoco sentía deseos de asearme. Me asomé por la
ventana y vi a las familias retozando, alegrándose y conviviendo. Algunos
regresaban de la iglesia y otros apenas iban, ¡qué asco! Otros pateaban un
balón, comían alguna porquería o simplemente existían. También estaban
aquellos enamorados que iban al parque para besarse y manosearse
parapetados en el pasto. Era un parque muy grande, ciertamente.

Sin embargo, me acosté y permanecí en mi habitación; estaba


decepcionado. La noche anterior había sido buena, pero gracias al licor y la
taberna. Ahora nuevamente se me presentaba la insoportable realidad, el
tedioso devenir del tiempo y la mentira de la existencia. Me sentía hastiado y
me arrepentía de haberme tirado a Virgil, en especial sin protección, ¿qué tal
si…? No, no debía pensar en eso ahora. Concentré mi pensamiento en aquel
paisaje del parque y los humanos ahí reunidos, ¡cuánto los detestaba, cuán
deleznable era esa porquería! Así eran todos los días, igual de fútiles y
odiosos.

Esos padres de familia intentando darles un sentido a sus vidas con sus
hijos, los cuáles crecerían y serían igual de absurdos que ellos. Y éstos, los
niños, también eran desde pequeños unos tontos, entreteniéndose con
bagatelas y recibiendo todo cuanto el exterior les brindaba sin cuestionarse
nada. Yo había sido uno de esos pequeños bribones incapaces de una
concepción más elevada que la de jugar y ser mantenido. Escuchar sus risas y
contemplar sus juegos me recordaba y remarcaba mi incipiente miseria, al
igual que esas parejas de falsos enamorados buscando pegar sus cuerpos en la
oscuridad. ¡Qué falacia era la humanidad y la vida! ¡Qué vómito ser yo
mismo! Me puse como un demente y me azoté contra la cama, luego contra la
pared hasta sangrarme la frente. Entonces comencé a propinarle puñetazos al
suelo y a gritar como un simio. ¡Odiaba ser humano! Luego me calmé, aunque
no del todo, pero a veces tenía esos ataques de histeria y paranoia. Me
molestaba vivir, me enconaba ser humano y me repugnaba existir. Todo era, al
fin y al cabo, siniestramente absurdo.

XX

Y bueno, toda esa mierda era pasajera. Yo era indiferente ante lo bueno y lo
malo, llevaba la marca de la dualidad. Decidí salir, aunque grande fue mi
sorpresa cuando, al bajar las escaleras, me encontré con el señor Volmta, el
mismo que un día antes formaba el trío de los pensadores de taberna. Lo
saludé y él lo hizo también. Pensé que me había reconocido, pero no tuve la
certeza. Era obvio que estaba crudo y su aspecto era el de un hombre acabado.
Con cierta duda, le dije:

–¿Es usted el señor Volmta? ¿A dónde se dispone a ir?

–¿Cómo sabes mi nombre? ¿Nos conocemos de algún lado? Pues es un


asunto un tanto privado y lamentable.

Recordé subrepticiamente el suicidio de Piji y creí oportuno intentar


averiguar si se refería a eso.

–¿Se suicidó uno de sus amigos? –inquirí con cauteloso acento.

Me miró como si fuese yo una especie de brujo, pues su expresión era de


sorpresa y de indignación, como si le molestase que alguien ajeno a su círculo
tuviera conocimiento de un suceso tal.

–Ya veo que sabes más de lo que pensaba. Pues sí, a eso voy.

–Lo acompaño. Si no le molesta, claro –espeté con más soltura.

–No, desde luego que no, ¡je, je! ¿Por qué habría de? –replicó sonriendo
tan familiarmente, recordándome esa extraña sensación experimentada en el
primero momento en que lo vi, briago y aturdido en Diablo Santo, apenas el
día anterior.

–De acuerdo, pues vamos. Tal vez le cuente a usted un par de cosas.

–Bien, pero he de advertirle que no habrá nada de desayunar allá, así


que…

–No se preocupe, no tengo apetito por ahora.

–Puedes llamarme solo Volmta.

Salimos y nos dirigimos hacia el velorio, el cual se realizaba en una


vecindad, a unas cuántas calles del condominio donde residía. El clima era
soleado, precisamente el que menos me gustaba, y el ambiente era de jolgorio,
tanto familiar como corrompido de taberna. Los vendedores ambulantes
atosigaban el paso intentando ganarse unos centavos, en tanto los vagabundos
estiraban la mano para obtener alguna limosna. Doblamos en la esquina de una
calle sin nombre y entramos a la vecindad, donde había pocos asistentes, la
mayoría mendigos. Solo una dama y un señor canoso se ocupaban de servir el
café. El cadáver yacía en el suelo, todavía con las ropas pringosas y el rostro
pálido. Estuvimos ahí un buen rato, la verdad es que nada relevante aconteció,
sino lo acostumbrado de cada velorio. Hubo plegarias, un sacerdote realizó
todo el ritual y los asistentes vaciaron la olla del café. A mí todo esto me
importaba un bledo, tan solo esperaba el momento para conversar en privado
con Volmta, pues su sonrisa me era endemoniadamente familiar. Ya casi
cuando me estaba desesperando por las tonterías del sacerdote y la trivialidad
del asunto, todo acabó. El asunto del entierro era otro cuento del cual nada
quería saber, aunque probablemente el municipio se encargaría, ¡que el diablo
se quedara con el cadáver de ese pordiosero! Salimos y Volmta me miró, luego
dijo con afabilidad:

–Vaya, ¿eres tan tranquilo siempre? ¿Quiere ir a desayunar algo? Ya


sabes, donde ayer…

–Sí, desde luego. No tengo nada qué hacer y su compañía me vendría de


maravilla.

–Lo mismo digo, ahora vámonos.

Caminamos hacia Diablo Santo, aunque en silencio. Volmta parecía


estar bajo reflexiones profundas y no quise intervenir, ya tendríamos todo el
tiempo del mundo en cuanto llegásemos a la taberna. Además, por mi parte,
también estaba en debate, pues el asco no se iba y algo en mí se negaba a
continuar vivo. Pensaba que, de no ser por el misterio que debía discernir en la
familiar sonrisa de aquel hombre, bien podría colocarme en medio de la calle y
acabar con todo, así de miserable me encontraba. Por suerte, antes de que me
decidiera, llegamos y pedimos un desayuno cualquiera, luego comenzó la
verdadera charla.

–Ya te recuerdo, eres ese muchacho que ayer se mantuvo tan atento con
nuestra plática –empezó diciendo Volmta, mientras pensaba qué bebida
ordenar.

–Sí, es correcto, soy yo. No pude evitar buscarte, pero parece una
coincidencia.

–Lo mismo pensé cuando te encontré hace unos momentos en el


condominio 11.

–¿Usted vive ahí? ¡Imposible, yo igual!

–Sí, yo habito el departamento del tercer piso.

–Ya veo, yo estoy en el segundo piso. Me sorprende jamás haberlo visto,


es raro.

–Es que casi no estoy, este es mi hogar –afirmó extendiendo los brazos y
acomodándose en la silla–. Y, cuando no estoy aquí, es porque me encuentro
trabajando, tengo un taller donde reparo zapatos. No da mucho, pero lo
suficiente para vivir; además, ya tengo mis clientes.

–Entiendo, con razón. La verdad es que nunca pongo atención a las


personas de manera individual, me parecen estúpidas en su mayoría.

Volmta me miró con desconfianza, como si le molestase mi concepción,


pero luego se desternilló y noté la sensación familiar proveniente no solo de su
sonrisa, sino de todo su ser. Era tan extraño haberle conocido y estar
platicando tan pronto.

–Entonces te pasa lo mismo que a mí, exactamente lo mismo. Cuando


conozco a alguien siempre pienso de antemano que es estúpido, lo cual rara
vez falla. Y, cuando así acontece, es cuando conozco a los seres más locos y
brillantes.

–Sí, así es como funciona esa clase de apreciación. Pero Volmta, ¿por
qué vienes aquí? ¿Qué te hace emborracharte e irte con mujerzuelas?

–Porque no podría vivir de otra manera, este es mi destino y no puedo


crear otro que lo suplante.

Al instante, recordé las palabras de Virgil, aquella mujer con la cual


acababa de follar hace unas cuantas horas y a quien odiaba tanto.

–¿Eso es todo? ¿Solo es por el destino?

–¿De verdad quieres saber por qué vivo así? Mira, ahí viene el calaca
con el desayuno y una botella.

–Sí, de verdad –repliqué inflexible–. Necesito entender y analizar.

–De acuerdo, aunque es una historia tan común como la de cualquiera…


Todo empezó hace ya unos años, cuando tenía inquietudes y convicciones,
cuando era joven y por mi cabeza fluía un tropel de ideas con las cuáles ardía
en deseos por cambiar el mundo. Sí, yo también fui un loco soñador que
intentó esas cosas. Recuerdo que muy joven abandoné la escuela porque el
sistema educativo me pareció asqueroso. Esta decisión, sin embargo,
desconcertó a mis padres. Me mantuve un tiempo trabajando y pagando mis
gastos, pues nunca me ha gustado ser un mantenido. Luego, mis padres se
entrometieron en mis asuntos y me instaron a tomar una decisión: me metía en
alguna universidad o me iba de la casa. Desde luego, opté por la segunda
opción. Siempre he tenido ideas controvertidas y no aceptaría por nada del
mundo inscribirme en una institución donde terminarían de lavarme el cerebro
para convertirme en una oveja más del rebaño. Así, ante el descontento y la
incredulidad de mis progenitores, partí hacia senderos hostiles y me refugié en
el trabajo mediocre que realizaba y mis convicciones, especialmente en la
política y la religión. Escribí un par de artículos atacando fuertemente el
capitalismo, el socialismo y el comunismo, porque todo me parece la misma
basura. También mostré gran oposición a la propagación de ideales religiosos
y su implantación a una edad temprana en los niños, pues considero que se les
arruina desde pequeños. Soy ateo, eso debes tenerlo claro, y detesto todo lo
que tenga que ver con la religión, sea cual sea. Particularmente, me encona la
manera en que lucran con los ideales que personajes que, quizá, ni siquiera
existieron. Me dediqué a escribir ese tipo de artículos, gracias a los cuáles me
gané la desaprobación de diversos compatriotas y amistades, pues les parecía
que era demasiado duro y crudo en mis exposiciones, aunque solo recitaba la
verdad. ¿Has pensado qué difícil se torna el camino cuando intentas esclarecer
el panorama, pero los que están a tu alrededor están tan acostumbrados a mirar
borrosamente?

–Sí, suele pasarme, es uno de los principales escollos con los que
tropiezo. Ciertamente, gracias a esa situación es que vivo como un lobo
solitario.

–Bueno, esa época fue conflictiva, pues tomé parte en algunas protestas
y manifestaciones contra el gobierno. En mi familia, según rumores, se
avergonzaban de mí y lamentaban que su hijo predilecto se hubiese convertido
en un anarquista sin escrúpulos, en un cerdo nihilista.

–¿También a usted le llamaban así? ¡Qué ridiculez! –le interrumpí sin


evitar una leve carcajada al recordar que así me llamaba mi madre en
ocasiones.

–¿A ti también? –exclamó con una tremenda carcajada–. Esa etapa de mi


vida concluyó cuando me amenazaron de muerte, y no solo a mí, sino a mi
familia entera. Mis hermanas temblaban de miedo y todos me tachaban como
el único culpable. Era denigrante que el hijo del cual se esperaba tanto, y al
cual, a pesar de haber crecido en la pobreza, se le habían abierto las puertas
para estudiar, mismas que había rechazado con arrogancia, fuese la desgracia
máxima. Se me consideró la oveja descarriada, negra, obscena, pues no creía
ya en nada. Odiaba por igual todas las doctrinas y corrientes de pensamiento,
fuesen místicas o científicas. Al fin, abandoné mis publicaciones por el
bienestar de mi familia, y fue entonces cuando conocí a Valkigui, que se
convertiría en mi esposa a la edad de dieciocho años, siendo yo cuatro años
mayor que ella.

–Entonces se casó joven. ¡Qué tragedia tan más ajena a su naturaleza!


–Ni que lo digas, pero en ese entonces el amor destazó mi razón.
Seguramente te ha pasado, a todos nos ocurre alguna vez. Ahora bien, las
cosas con Valkigui marcharon de maravilla al comienzo, como siempre suele
acontecer. Ella abandonó el seno familiar para irse conmigo, quien era un
muchacho libertino y adúltero, a quien nada le importaba y que desde entonces
ya se pasaba las tardes en tabernas y ocio, instigando a las prostitutas y
jugándose la vida en la ruleta. Porque has de saber que, tras mi retiro de los
periódicos donde publicaba mis controvertidos artículos, gané dinero de
manera ilegal, pero que bien pudo haberme servido para emprender un
negocio o algo así; no obstante, lo malgasté de la manera más estúpida
posible, puesto que había tomado una decisión también: me mataría en mi
cumpleaños el próximo año. Tomando como base este axioma de vida,
dedicaría el año restante a la crápula y toda gama de perversiones, pues debía
morirme feliz. Guardaría un poco de dinero para comprar un arma y volarme
los sesos, tal era el método que había elegido en mi delirio. Pero conocer a
Valkigui cambió mi destino.

Destino, otra vez. Siempre era el destino era el culpable de todo, la causa
fundamental que producía el manto donde se deslizaban las probabilidades,
tornándose en un juego de niños. De manera inverosímil, las personas con las
que últimamente hablaba usaban esa siniestra palabra para designar lo que
desconocían y deslindarse del poder de decidir. El destino era algo parecido a
un dios, tal vez eran lo mismo en cierto punto de convergencia. Me producía
un anómalo cosquilleo pensar que la humanidad dependía por completo de
este factor, el cual desprendía cualquier suceso del atractivo almizcle de
coincidencias enredadas en la existencia a nivel tangible. Pero Volmta no
parecía dispuesto a callarse, así que abandoné mis absurdas cavilaciones y
presté atención tanto como me lo permitió mi frecuente aislamiento. En verdad
hacía tanto tiempo que no hablaba con personas.

–Nos casamos, naturalmente –prosiguió Volmta ordenando más ron, y, a


partir de aquí, su rostro se tornó severo y taciturno–. Y también, de modo
ordinario, comenzaron los problemas; muy temprano se marchitó la flor.
Después de unos cuántos meses se tornó insoportable nuestra unión. Ella era
creyente y predicaba, como todos los creyentes, una banal e hipócrita
adoración a su señor; y también enfermiza, por cierto. Su fe era ridiculizada
por mis sardónicas actitudes y comentarios, pues, siempre que podía, desataba
toda mi inconformidad en ese punto, ya que estaba plenamente consciente de
que era donde más la hería. Yo podía tratarla como un trapeador y hacer de
ella lo que quisiera, pero nunca me permitió insultar a su dios. Yo blasfemaba
todo el tiempo y me torné en un tipo irónico y burlón, incluso llegué a
levantarle la voz y estuve a punto de golpearla, pero me contuve. Los
problemas progresaron y, con ello, llegó nuestra primer hija. Luego la
segunda, muy pronto, sin darnos tiempo de entender lo que era ser padres a tan
temprana edad. Decidimos entonces, como todas las personas que se casan y
permanecen juntas hasta la vejez, sacrificarnos por el bienestar de la nueva
vida engendrada. Es una fruslería, ¿no crees? Dime con sinceridad, antes de
proseguir, ¿qué piensas de lo que te comento?

–En cuanto al matrimonio y esas bagatelas, no sé realmente qué decir


puesto que jamás he estado casado, aunque sí comprometido, pero esa es otra
historia… Yo no tengo moral, acaso nadie. En resumidas cuentas, la gente se
casa porque siente la obligación de ser fiel y someterse. Es tal como en la
religión, un caso análogo. Y es curioso que la religión católica y algunas otras,
partiendo de los supuestos principios del que veneran como su creador, se
empeñe tanto en promover el matrimonio. ¿Quién se casa actualmente? ¿Por
qué y para qué torturarse con tales mentiras? Las doctrinas modernas
requieren de gente con la mente más abierta, y, si queremos intentar un
cambio, el matrimonio debe quedar abolido. ¿No es gracioso y contradictorio?
Pareciera que casarse otorga el derecho de ser infiel, que confiere esa paz para
obrar mal. Yo lo entiendo, pues, una vez que el humano siente que tiene algo
seguro, se permite cierto tipo de deslices, de libertades enmascaradas.
Permíteme explicarte mejor: el humano nunca está conforme con la persona
con quien se casa, pues solo puede complacerla en un sentido, no en ambos.
Estos sentidos de los que hablo son la comprensión y el sexo. Es imposible
que la persona que nos entienda nos satisfaga también sexualmente, al menos
en un nivel real. Puede proporcionarnos ciertos goces ocasionales, pero jamás
tendrá el desenfreno que nos regalamos al estar con una prostituta, por
ejemplo. El casamiento no es sino la consagración de la infidelidad, una
hipocresía que se me antoja innecesaria en la actualidad, un acto degradante y
funesto. Pero al humano le gusta fingir, hacer promesas que están fuera de su
alcance y, sobre todo, tener plena seguridad de que tiene a alguien en el mundo
que lo considera importante. Los casados son aquellos que más se
autoengañan, y, si permanecen juntos hasta la vejez es por costumbre,
dependencia, miedo y resignación, acompañada de las típicas
responsabilidades que estúpidamente el humano se echa encima, siendo la
principal los hijos. Estos engendros, a los cuáles repugno, son los causantes de
que millones de personas hayan visto sus sueños irse al caño, y todo ¿para
qué? Es tan absurdo el modo en que los padres proyectan su frustración en sus
retoños, con la esperanza de que éstos consigan lo que ellos no, y por eso les
inculcan todo tipo de imbecilidades que les joden la vida para siempre. Esa es
mi percepción del matrimonio: es una pérdida de tiempo y una tontería. El
humano recurre a él para desprenderse de su libertad, la cual le pesa bastante.
En el matrimonio se involucran supuestos elementos morales que cierto sector
conservador de la sociedad enaltece aún. Así, está bien visto que se tenga una
familia, que se adquieran bienes materiales, que se asista los domingos por la
mañana a misa y que los padres eduquen a sus hijos para ser personas
honorables. ¡Nada podría producirme más asco! ¿Qué se obtiene de esa
estupidez? Solo más rebaño, más humanos condenados al absurdo de una
existencia mísera y trivial, contaminados de ideales que defenderán y en los
cuáles basarán sus vidas, y que, ante todo, solo les han sido implantados por
sus padres para preservar esta mentira. El matrimonio es la resignación de los
débiles, de aquellos monos a quienes la soledad llevaría al delirio
inmediatamente, de los sirvientes de la monotonía y la irrelevancia. ¡No
entiendo por qué existe tal zarandaja!

–¿Tú estarías de acuerdo en que tu esposa tuviera amantes? –preguntó de


súbito Volmta ante mi paroxismo.

–Yo creo que sí, es parte de la evolución. Aunque, a decir verdad,


prefiero estar solo que lidiar con esos asuntos.

–Pareces ser celoso, tal vez es por eso. ¿Tienes miedo a la infidelidad?

–Supongo que antes lo era, hasta que…


–¿Alguien rompió tu corazón? ¡Je, je! Vamos, siempre ocurre.

–Bueno, eso sí qué pasó, pero es asunto del pasado. De cualquier


manera, no creo en el matrimonio, mucho menos en el amor humano. Desde
mi perspectiva, todo es solo un amasijo de hipocresía y falacia.

–Eres muy joven, pero me gusta tu manera de pensar. Me recuerdas


mucho a cierta persona.

–¿Terminará de contarme su historia? –cuestioné escanciando más ron


en nuestros vasos.

–Sí, desde luego… El amor y el matrimonio, digamos que yo los


experimenté en carne propia y supe lo que era estar con alguien por
obligación, por mero compromiso. Creo que todos llegamos a amar, pero se
termina pronto, así siempre pasa. Coincido contigo en que las personas se
engañan, pues permanecer tanto tiempo con alguien es enfermizo, no grato.
Con mi esposa todo fue raro, pues, como el resto, nos acostumbramos a estar
juntos, y los hijos condenaron nuestro destino, aunque ya nada quedara de
atracción. Debo decir que yo, por mi parte, me resigné a la cotidianidad de un
trabajo como zapatero en un local barato que alquilé gracias a un amigo. Todo
iba bien a pesar de la monotonía, pues, en los primeros meses, mis hijos me
brindaron una alegría excepcional, misma que mi esposa, otrora, había
causado. A ésta la veía más como una criada y esclava sexual que como lo que
era, pues solo en la cama nos entendíamos. Cada día era una agonía, una
querella por el dinero y mi actitud. Pasado algún tiempo tuvimos más hijos y
llegó el quiebre, pues yo me descompuse y me trastorné. Se me hizo
tremendamente imposible tolerar mi vida y cada noche fraguaba algún plan
para escapar y comenzar desde cero, en un lugar donde nadie me conociera y
donde pudiera ser yo mismo otra vez. No obstante, estos ideales insensatos
nunca llegaron a consumarse, y, para descargar la frustración y la melancolía
que representaba mi miserable existencia, caí en la depravación del hombre: la
prostitución, la bebida y el juego. Fue así como cedí y me entregué a lo que mi
interior me reclamaba, a las pasiones más bajas y los instintos más carnales.
Sentía en todo momento una sombra persiguiéndome, presionando para
dejarme caer y alcanzar el infierno del cual no se puede volver nunca. Fueron
años los que viví en esa pesadilla, aunque jamás descuidé a mis hijos, pues
siempre les procuré lo suficiente para que se educaran y sobresalieran. A veces
sentía cierta nostalgia cuando miraba alguna familia riendo y besándose, pues,
aunque sabía que era mentira su amor, ni siquiera eso podía yo tener ya.

“Comencé a dormir en el sillón, en la sala, pues Valkigui se había


alejado enteramente de mi lado y no me permitía dormir con ella hasta que no
cambiara mi conducta. Con esto me refiero al ritmo que tomé como principio:
salirme de casa muy temprano y sin desayunar, pasando a dejar a uno que otro
de mis hijos a la escuela y de ahí al taller de zapatos, donde había reunido un
grupo de malvivientes y vagabundos que ocasionalmente empleaba para algún
encargo y con quienes me embriagaba hasta la perdición. Bebía diario y sin
control, el tiempo libre lo empleaba en el juego y, al salir del trabajo, me iba
directamente a las tabernas, donde proseguía embriagándome y divirtiéndome
con cualquier vileza, hasta terminar fornicando con alguna ramera que me
pareciera apetecible. En este punto, debo decir que es interesante tu
formulación acerca de que uno nunca es infiel en realidad, pues yo
experimentaba con aquellas prostitutas un placer que jamás hallé en mi esposa,
a la cual creí amar más que a nadie. A aquellas putas las odiaba, no sabes
cuántas veces intenté, todavía lo hago, abandonar ese vicio. Me perdí a mí
mismo en aquel aquelarre de ignominia, pero no conocía algo que me hiciera
sentir más vivo que la prostitución y el juego. Descuidé bastante a mis hijos,
aunque creo que, en cierta medida, eso fue bueno, pues nunca les impuse mis
ideales como tantos otros. Y entonces ella, la mujer con quien me había
casado, la que alguna vez llegué a amar…Ella, bueno…, pues se suicidó.

–Me imagino que su sufrimiento debió haber sido infernal, aunque


mucho más el tuyo.

–No tienes la menor idea de lo que agonicé ni cuántas veces maldije mi


destino. ¿Era esto para lo que se me había concedido existir? ¿Esta era la
historia de un hombre común y corriente como yo?

Lo miré taciturno y recordé su familiar sonrisa, así entendí por qué aquel
hombre me había atraído tanto. En su semblante existía un paisaje plagado de
melancolía y nostalgia, una tristeza singular y preciosa, acaso también
fúnebre, pero inexorablemente ligada a su espíritu. Aquel hombre, para mi
sorpresa, poseía cualidades que jamás había sospechado en un sujeto de su
clase, y no me refiero a alguna estúpida posición social o económica, sino a su
vida desordenada. Comúnmente, en la sociedad de la mentira y la hipocresía
se enseña a no alabar las conductas libertinas y nocturnas, muchos menos se
recomiendan la prostitución, la pornografía y el ateísmo, ni cualquier cosa que
se parezca a ello. Se me ocurría que este tipo de placeres banales
representaban la mayor parte de lo que conformaba nuestra esencia, de lo que
nos hacía sentir vivos. Y, sin embargo, se nos había enseñado a desdeñarlos
por ser “incorrectos”, por pertenecer a la clase de cosas que un supuesto dios
no quiere que realicemos.

Pero ¿qué dios y bajo qué esquema juzga nuestros actos? No podría
pensar en rendirle culto ni devoción a un dios como lo pintan los humanos,
siendo que este supuesto ente divino tampoco demuestra interés en mis actos.
Este dios a quien la concupiscencia, la inmoralidad, la crápula y toda gama de
conductas supuestamente aberrantes deshonran no era otro sino el mismo que
no podía evitar que una niña fuese violada, que las personas murieran de
hambre, que existieran guerras eternas por meras banalidades, etc. Y este
mismo dios tan puritano había creado al humano a su imagen y semejanza,
confeccionado con infinitos vicios y depravaciones, con un insaciable ahínco
de ocasionar daño al prójimo, de practicar adulterio, de lavar dinero, de
comercializar droga, entre otros. Luego, se excusaba diciendo que el humano
se había alejado de él, siendo que jamás había dado la cara ni se interesaba por
los problemas del mundo terrenal. No podría imaginar un dios absolutamente
preocupado por los asuntos de seres insignificantes y al cual tuviera que
tratársele como una herramienta o un pretexto ante la ignorancia recalcitrante
de millones de pueblos adoctrinados. ¡Qué martirio debía ser dios! Si yo fuera
él, solo pensaría en suicidarme.


XXI

En fin, ¡al carajo con dios! Muchas cosas me hacía pensar Volmta con su
extraña sonrisa y su jovialidad tan familiar. Él, aunque no era partidario del
sinsentido, comprendía perfectamente el absurdo en que la monotonía nos
sumergía día con día. Esto lo barruntaba al hundirme en su mirada, tan
melancólica y agitada, tan triste y lúgubre, como si fuese la mirada de un
hombre que ya no esperaba nada en la vida, que lo había perdido todo y a
quien solo le restaba continuar viviendo por cobardía al suicidio. Esto es
natural, pues todos los humanos temen a la muerte estúpidamente, y se aferran
a la vida con inaudita porfía, aunque sean unos idiotas intrascendentes. Pero
¿qué se le va a hacer? Jamás entendí por qué las personas querían vivir, nunca
dilucidé qué impulso de terquedad hacía que repugnaran la gloriosa muerte y
se ufanaran con necedad innecesaria a un sinsentido, a un torbellino de
mediocridad y miseria en el cual se hallaban enclaustrados plácidamente.

El humano estaba ya demasiado corrompido y atado al infierno terrenal


donde se arrastraba, pues, en su ignorancia y blasfemia, solo concebía como
un logro el adquirir bienes materiales, poseer un cargo de importancia en
alguna compañía o presumir los logros de sus hijos. Además, su pequeña
burbuja de ignominia estaba basada en trabajar como esclavo y pasarse el resto
del tiempo mirando televisión, interesándose por el fútbol y el espectáculo,
preocupándose por las vidas de humanos tan absurdos y estúpidos como ellos
a los cuáles admiraban como dioses, educando a sus inútiles hijos para que
formaran parte de la misma basura con que ellos se idiotizaban diariamente y,
sobre todo, buscando como cerdos desesperados el placer carnal o la juerga. Si
el humano pudiera envilecerse cada día, hora, minuto y segundo de su
intrascendente existencia, no tendría el menor reparo en hacerlo. Y yo mismo,
preso en este traje humano y repugnándolo todo, era parte fundamental de
aquella babel insulsa.

Yo era un engrane más del sistema opresor y destructor de sueños, pues


vivía como un suicida y me entregaba sin cavilación a la depravación que
condenaba en extrañas disertaciones. La humanidad estaba acabada, no había
ningún motivo para que prosiguiese existiendo un mundo como este al que
sentía aborrecer en todo su absurdismo. Si cada humano debía desaparecer
para que este sacrilegio terminase y la realidad se purificara, yo aceptaría
gustoso mi extermino. Sin embargo, ¿cuántos humanos aceptarían también su
desaparición? Sería sublime aquel que pusiera el ejemplo pegándose un tiro en
la cien, pero era preocupante saber que la mayoría de los humanos no estarían
dispuestos a suicidarse, aun sabiendo que esta era la única forma para salvar lo
poco de poético que restaba a una vida tan flagelada por la imbecilidad. El
mundo, tal como era ahora, ya no era funcional. La existencia de nuestra
especie representaba más una injuria que una necesidad, y es que acaso jamás
lo fue.

Eso era, supongo, lo que elevaba mi repugnancia por la existencia y la


humanidad al infinito. Sí, eso debía ser aquello por lo cual me hundía en la
amargura y la depresión al pensar días enteros tirado en mi cama, sin comer ni
dormir y marchitándome en un rincón con aspecto de un infeliz vagabundo.
Era simple: yo tampoco luchaba por evolucionar. De hecho, era tal vez uno de
los más torpes monos, y, aun así, me atrevía a plasmar tantas reflexiones en mi
mente. ¿De qué servía saberlo? ¿En qué progresaba yo embriagándome,
yéndome a las tabernas, revolcándome con las prostitutas, viviendo como un
maldito suicida? Era gracioso y contradictorio todo mi ser, pero me importaba
un rábano. ¿Acaso sería esa la dualidad de la que hablaba Virgil? No lo sabía,
pero me era indiferente.

Comprendí entonces que, conforme mi corazón se secaba y se extinguía


la flama de mi vida, más me había refugiado en aquello que era considerado el
fondo del abismo, la perversión y la decadencia del humano al máximo. Yo era
un cerdo que ya no podía sentir nada cuando sus padres lo abrazaban, tampoco
cuando una carta había llegado a mis manos informándome del suicidio de la
mujer que creía haber amado. ¿Qué era eso de sentir? ¿Cómo y desde cuándo
me había olvidado de tales sensaciones? ¿Por qué era yo así? ¿Qué hacer para
volver a ser como el resto, como el rebaño? ¿Era yo acaso diferente? Todas
mis elucubraciones no eran sino producto del absurdo que fraguaba cada paso
en el oscuro y cerval sendero que sería mi sino. Solo no comprendía por qué
detestaba tanto a la humanidad, especialmente la que moldeaba mi propio ser.
–Veo que te atormentas de más –exclamó subrepticiamente Volmta,
mirándome con frialdad–. Basta una sola inspección a tu rostro,
particularmente a tus ojos tristes, para discernir que estás a punto de matarte.

–Sí, eso creo –asentí–. La mayoría de las personas hablan mucho, hacen
demasiado ruido y sus voces asquean mis oídos. A veces he deseado que todo
cese, que todo el mundo se calle por unos instantes, pero es imposible.

–Desde luego. Eso se debe a que ellos no saben apreciar el poder del
silencio. Debo confesarte que a mí tampoco me agrada el ruido, y que son
pocas las personas que llegan a agradarme. Y tú eres una de ellas, mi amigo.

Entonces lo miré a la cara fijamente por última vez, pues sabía que
aquella sonrisa no podía ser una casualidad. Si aquel sujeto formaba parte de
los espejismos que se yuxtaponían ante mi propia miseria, debía hallarlo más
adelante, sin aquel ridículo y obsoleto traje de humano, sino fundido conmigo
mismo. Quizá todos teníamos variadas formas que se proyectaban más allá de
la alucinación, más allá de la trivialidad de esta insípida realidad. Pero ¿cómo
diferenciar las imágenes ilusorias de los malgastados espejismos
materializados? ¿Cómo tener certeza de que aquello que únicamente yo podía
observar era falso y producto de cierta locura inefable? ¿Cómo negar que esta
supuesta vida no era sino una alucinación colectiva que todos creíamos cierta
por complacer a nuestros sentidos terrenales y brindarnos una ficticia
seguridad mental? Probablemente eso era estar loco, algo que no degustaba
cualquier miembro del rebaño.

–Nadie vive conforme a lo que cree, porque es peligroso hacerlo, y las


personas somos demasiado cobardes para cargar con un peso tal. Dime, ¿qué
te molesta más que cualquier otra cosa?

–Me molesta que exista este mundo, pues no hallo sentido en ello –
afirmé bostezando, pues había dormido muy mal en brazos de Virgil–. Y me
molesta aún más estar yo en él.

–Y ¿por qué no te matas? ¿Qué te impide hacerlo? ¿Para qué seguir?

–No sé, tan solo porque aún soy demasiado humano. Creo que todavía
no soy digno de morir.
–Siempre serás humano, quién sabe si la muerte pueda deslindarte de
ello.

–Al menos tengo más esperanzas ahí que en mi actual condición.

–Tú ya lo sabes, ¿no? A veces se necesita contemplar ambos extremos,


tanto la sublimidad como el abismo de la depravación más sórdida. En fin,
para qué hablarle de eso a quien lleva la marca…

–¿Marca? ¿Qué marca es esa?

–Se nota a simple vista: la marca de la dualidad.

–No puede ser… –balbuceé convencido de que yo mismo se lo había


comentado.

Pero Volmta no dijo nada, solo se limitó a sonreír y vació su último


trago. Lo noté más melancólico de lo normal y no pude evitar cierta
compasión por su agitada vida. Empecé entonces a recordar cosas de mi vida
cotidiana… Me molestaba levantarme de la cama y tener que salir, detestaba
ver a todas esas personas inundando las avenidas, riendo, conversando, siendo
absurdos y sintiéndose complacidos con su miseria y su estupidez. Y, sin
embargo, yo era igual que aquello que detestaba, razón por la cual vivía en
constante contraste. Tal vez la indiferencia absoluta no era sino el resultado de
una relación enfermiza y sofocante conmigo mismo, de una necesidad
imperante por liberarme de lo que me mantenía preso y atado a las mismas
concepciones de los demás. Sabía que era trivial intentar sopesar algo como
bueno o malo, pues esta comprensión yacía en la manera en que el sistema nos
hubiera trabajado. Nuestros juicios no eran sino el reflejo de un
acondicionamiento, de lo que otros seres habían inculcado a nuestros
antepasados para preservar el dominio sobre la sociedad y mantener dormidas
a millones de ovejas.

Todo era una farsa, una máscara, una vil y cruenta hipocresía consagrada
y matizada de intrascendencia. Las personas vivían rechazando lo que en su
interior adoraban, siendo esclavas de sus impulsos, mismos que negaban con
ahínco y de los cuáles se avergonzaban. Claro que nada de esto justificaba el
asco que sentía por mis semejantes, desde niños hasta ancianos, pues todos me
parecían tan imbéciles y carentes de sentido. No importaba si se trataba de un
doctor, un profesor, un albañil, un rico, un mendigo, un cocinero o un haragán,
pues yo detestaba a todos por igual. Y precisamente los repugnaba porque en
cada uno de ellos atisbaba una desesperante similitud con mi propio ser, una
humanidad de la cual no podía ni me quería, acaso, deshacer. ¿Eso me hacía
diferente? ¿Qué restaba por hacer para subsanar la monotonía que trastornaba
mi ser? ¿Desde cuándo no sentía? O ¿acaso sentía de más y por eso todo me
atormentaba? ¿Cómo tolerar la existencia tan insulsa y ridícula de cada nuevo
día? Abundaban personas tan comunes, con aspiraciones terrenales y deseosas
de vivir estúpidamente, de tener hijos, de casarse y viajar, de adquirir carros y
casas, de ostentar ropa de marca o tener buenos puestos laborales. Pero
¿significaba realmente algo aquella basura? Desde luego que no, nada de eso
valía la pena, absolutamente nada hacía valiosa la vida.

Tampoco las putas y la bebida eran algo diferente, pero poseían cierta
belleza, una magia que elevaba al mismo tiempo que degradaba. Sentía que las
prostitutas eran las mujeres más bonitas y sinceras que pudieran existir, pues
habían renunciado a todo derecho sobre ellas mismas para poder entregarse y
sobrevivir en una sociedad nauseabunda y decadente como la nuestra, donde
tantos hombres fingían amar a sus esposas y pasaban las noches en brazos de
una sexoservidora. Para mí, era indiferente follar a una puta o a una mujer de
la alta sociedad. No existía diferencia alguna entre una mujer que hubiera
estado con una babel de cerdos y otra que solo se entregara a mí, porque sabía
que aquella pureza estaba extinta y era una cómica ficción. El humano, por
naturaleza, no era fiel, no podía serlo, no debía comportarse así. La naturaleza
humana estaba diseñada, graciosamente, para ser mentirosa e hipócrita hasta el
límite, para aparentar y sentir apego hacia lo banal.

Y también estaba en nuestro diseño desear a más de una persona, era


algo absolutamente aceptable y hasta precioso. Sin embargo, la sociedad había
obturado y conminado a la timidez estas conductas por considerarlas
irrespetuosas e impúdicas, haciendo que, en la sombra, germinarán deseos que
terminaban en tragedias aún peores. Por eso era indiferente hacer el amor con
una ramera o con una mujer que solo a uno se entregara, porque, aunque fuera
fiel en la carne, es obvio que no lo sería en el pensamiento. Al menos una vez
en toda su existencia el humano, en su mente, deseaba estar con alguien que
no fuera el ser amado. Entonces ¿para qué engañarse ridículamente con
aquella cantaleta del amor eterno, del matrimonio, de la fidelidad, la
monogamia y las promesas absurdas? Ningún ser podía ser fiel, era solo una
ilusión que se nos implantaba para negar los impulsos sexuales que no iban de
acuerdo con los atavismos sociales, pero que representaban mucho mejor
nuestro interior.

Mi vida entonces era un absurdo, una contradicción, una bipolaridad


entre el cambio y el odio. Rechazaba lo que hacía y me hundía en la misma
miseria que me asqueaba, pero ¿había algo más que pudiera hacerse? Si tan
solo fueran ciertas algunas de las creencias místicas o espirituales, si pudiera
hoy dios presentarse y mostrar el camino a seguir, si se anunciara la manera
supuestamente correcta de vivir. Sin embargo, no había nada correcto o
incorrecto, nada bueno o malo, pues todo eran solo facetas y representaciones
mentales de nuestra percepción. Lo que hoy era tachado de pecaminoso
mañana podría ser alabado si eso convenía a los intereses de las personas que
dominaban al rebaño.

Entonces ¿para qué llevar una vida correcta dentro de lo socialmente


aceptable? ¿Qué beneficio tenía asistir a misa los domingos y dar el diezmo,
practicar la monogamia, ayudar al prójimo, ser buen ciudadano y vivir en paz
con dios? ¿No eran solo tonterías que muchos otros humanos habían creído
dignas de ser practicadas? ¿Qué se obtenía al final? ¿Acaso unos iban al cielo
y otros al infierno por sus actos en este lugar de podredumbre y banalidad?
Desgraciadamente, nada podía comprobarse al respecto, nada tenía sentido en
este mundo, pues todo estaba permitido. Los dioses eran inventos para lavar el
cerebro, los paraísos eran promesas para que los miserables no armaran la
próxima revolución, y cada uno podía vivir como se le viniera en gana. ¿Y qué
si amaba a las prostitutas? ¿Y qué si me embriagaba diario? ¿Y qué si me
importaba un bledo ayudar a los demás? ¿Y qué si me odiaba a mí mismo y
me quería destruir a cada instante? ¿No era mejor vivir en los excesos y hacer
refulgir este suspiro al máximo que llevar una aburrida vida sumergida en el
cuidado de los hijos y la cotidianidad del trabajo? ¡Que el diablo cargara
conmigo y con el resto del mundo!
Si tan solo pudiera hallar el modo de apaciguar el aborrecimiento que
sentía por la existencia, si pudiera hacer desaparecer todo a mí alrededor. ¡Sí,
esa era la solución, esa era la respuesta! ¡Que todo se fuera al infierno! Sería lo
más hermoso alguna vez ocurrido, la desaparición de todo lo humano y una
nueva era sin ningún mono apestando la esfera. No había de otra, se necesitaba
exterminar a toda la humanidad, derruir todas las construcciones,
monumentos, templos, torres, edificios y demás; extirpar el virus social que
había infectado las mentes de cada ser concebido. Quizás el destino de la
dualidad era purificar el cosmos de una existencia sin sentido como la
humana.

–¿Te encuentras bien? Llevo más de un cuarto de hora observándote, tu


mirada parece perdida en algún lugar de tu alma –dijo Volmta sonriendo,
atormentándome con esa maldita familiaridad.

–Sí, no es nada –repliqué, apurando el vodka–. A veces pasa que me voy


de la realidad, o de lo que creemos que es real, pero nunca puedo abstraerme
mucho.

–Veo que crees ser indiferente, pero no podrías ser más antípoda de lo
que proclamas.

–¿Por qué lo dices? ¿A qué te refieres?

–Ningún humano puede mostrar a otro el camino. Cada quién debe


iluminarse por su cuenta, pues la luz ajena nunca es suficiente para la
oscuridad propia.

–Cierto, pero eso no responde mi pregunta.

–Nada lo hará, buscas algo que la vida no puede responderte. Tal vez
solo la muerte pueda ilustrarte, quizás halles lo que sentencie tu destino.

Decidí no hacer más preguntas y Volmta tampoco indagó. Me sentía


raro, así que me retiré bastante mareado, dejando a Volmta embriagarse en
aquella taberna de podredumbre. Indudablemente había desarrollado una
resistencia anómala al alcohol, ¡vaya cosa! Después de todo, me había agrado
su forma de ser, aunque no había sido capaz de averiguar por qué su sonrisa
me era tan familiar. Tal vez lo había conocido en alguna parte antes, pero no
lograba recordar con claridad. Todo daba vueltas y no sé cómo fue que volví a
mi departamento en el segundo piso del condominio 11. Mi cuerpo necesitaba
descansar después de tantos días de juerga continua y sensaciones extrañas.
Por primera vez dudé de verdad acerca de mi realidad, pues las personas con
quienes había convivido últimamente emanaban un halo de algo misterioso
que parecía vibrar en la misma sintonía que mi mente.

Era ya lunes cuando desperté, pero decidí no ir a la oficina porque me sentía


muy mal. Creo que nunca había sido presa de tan cerval resaca, o tal vez el
maldito calaca alteró la bebida, pues lo miré desternillarse maliciosamente
cuando recogió la cuenta. Como sea, avisé en el trabajo que realizaría mis
labores desde casa, cosa absolutamente falsa. Por suerte, no me molestaron en
todo el día y pude aprovecharlo para descansar y dormir con una profundidad
endemoniada. Tuve sueños variados, raros como siempre, pero igual de
intrascendentes que la existencia. Me preguntaba si los sueños tendrían más
sentido que la vida, seguramente sí. Era bueno ser solitario, así nadie
interrumpía el sueño.

Extrañamente, dormir era lo único que me alejaba de la tragedia que


representaba estar vivo, pero no dedicaba suficientes horas a este momentáneo
refugio. Tuve deseos de salir y dar una caminata bajo la lluvia, en un pasaje
boscoso al borde de la ciudad, al cual se llegaba después de atravesar todo un
laberinto de calles de mala reputación. Tomé la llave y salí, pasando la chapa
del departamento solo por hábito, pues me era indiferente si alguien entraba.
Cargaba mi billetera conmigo y no tenía nada que perder si desaparecían los
objetos que otras personas me habían regalado creyendo que me alegraría,
cuando en realidad me molestaba la posesión de nuevos objetos, sobre todo si
tenían algo que ver con algún recuerdo de Melisa.

Curiosamente, antes de abandonar el condominio en el cual me


refugiaba de una civilización impertinente en todas sus facetas, me encontré
cara a cara con Akriza. Venía de prisa, nerviosa y demacrada, aunque jamás se
maquillaba. En vano esperé que la odiosa Jicari subiera, nadie más pasó. En
los días previos le había insinuado, mediante algunas breves cartas, el interés
que tenía por conocerla, por saber más de ella y por invitarla a salir. Ponía
como pretexto interesarme por Jicari y su bienestar, pues, según mis
convicciones, me parecía lamentable que una niña con su talento y potencial
no asistiera a la escuela. Este anzuelo no me había servido de mucho, pues
Akriza apenas y me miraba; a veces, ni siquiera me daba los buenos días. Ella
conocía de antemano mi relación con Jicari, pues, cuando me la encontraba en
la escalera, conversábamos y me parecía, sinceramente, que era la única
persona en el mundo que entendía lo que era ser un suicida.

El caso es que Akriza continuaba rechazando mi ayuda. Y, lo que es


peor, no había contestado ninguna de mis cartas. Estoy seguro de que intuía
que yo era el autor de aquellas esquelas atrevidas, pues una señora madura que
vive en la miseria difícilmente tiene aficionados. Y, aunque tenía bastantes
amantes, a los cuáles se entregaba para poder mínimamente atascarle el hocico
de pan a su pringosa hija y tragar las migajas ella misma, sabía que no los
tomaba en serio. Mi duda era ¿por qué se entregaba a esos bastardos y no a
mí? ¿Qué objeción tenía conmigo? ¿No era yo más joven y apuesto que el
carnicero, el cerrajero, el pollero o ese anciano de la tienda de reliquias? Tal
vez necesitaba que me le declarara explícitamente, forzándola a aceptar mi
ayuda.

Esta ocasión, después de todo, ocurrió lo mismo. Akriza me miró y me


fulminó, probablemente intentando asociar aquellas misivas de ayuda para su
hija y sus estudios con un sujeto libertino y absurdo que se embriagaba y se
divertía en las tabernas con las prostitutas. Pero la conexión, aunque
sospechada, no era completa. Por lo tanto, Akriza continúo su apresurado
camino hacia el tercer piso, quizás ansiosa por encerrarse y olvidarse de las
aberrantes acciones que cometía con cualquiera que le ofreciera recursos en el
vecindario. Algo en su semblante, sin embargo, llamó mi atención. La miraba
más aprehensiva de lo normal, como si ocultase un dolor mayor que ser
partícipe de las cochinadas de su marido. En aquel momento rememoré con
frescura implacable lo que Jicari me contara, y no pude evitar sentir lástima
por Akriza. La pobre debía hallarse en una situación más que desquiciante, tal
vez pronto sería ella y no yo de quien se hallaría el cadáver flotando en el río.

¿Qué clase de pensamientos extraños divagarían en la cabeza de una


mujer madura y despreciada por su marido, quien, no obstante, cometía
canalladas innombrables? Veía con claridad al señor Golpin, ebrio y drogado
hasta el rábano, entrando acompañado de dos rameras con obesidad mórbida y
toda clase de enfermedades venéreas. Posteriormente venía todo el
espectáculo, donde Akriza debía obedecer cada orden al pie de la letra,
mientras observaba cómo su esposo, ese hombre al que se había entregado en
una forma más allá de lo carnal y a quien alguna vez creía haber amado,
fornicaba con aquellas puercas. Pero el asunto no terminaba ahí, sino que era
forzada a participar en aquellos aquelarres. Según Jicari, su padre nunca
penetraba ni osaba tocar a su madre, solo le excitaba ver cómo las dos putas
asquerosas golpeaban, escupían y se cagaban en la boca de Akriza. En alguna
ocasión, incluso terminaron vomitándola después de que el señor Golpin
ordenase a la víctima que lamiera sin parar las vaginas ulceradas e infectas de
sus golfas favoritas. Esto despejó las dudas que tenía acerca de aquellas
marcas y formas misteriosas que se habían aglomerado alrededor de los labios
de Akriza, pues debía tratarse de un chancro o algo por el estilo, tal vez herpes
o algo mucho peor. Esto, sin embargo, lejos de desanimarme, me excitaba sin
saber exactamente por qué.

Akriza se esfumó y yo abandoné el condominio, intentando borrar su


imagen y su rostro de mi cabeza, que solo acertaba a imaginarla en aquellas
asquerosidades cometidas noches tras noche por su marido. Entre más lástima
sentía por ella, más ardía en deseos de poseerla al recordar su cara y saber que
era humillada y rebajada hasta los niveles más bajos de inmoralidad posibles.
La gran pregunta permanecía irresoluble: ¿por qué no escapaba? Ciertamente,
no comprendía qué demonios la ataba al señor Golpin, a ese maldito enfermo
mental que debía ser encerrado en un manicomio y ser tratado de inmediato
por un especialista, si es que existía manera alguna de curarlo. Luego pensé
que no solo él, sino también yo debía seguir el mismo destino.
Verdaderamente una cosa era sentir excitación por algo y otra, muy distinta
desde toda perspectiva, era llevarla a cabo uno mismo. Yo solo deseaba
tirarme a Akriza por una sensación que me provocaba en una región
inexplorada de mi psique.

Tenía un extraño deseo de estrecharla entre mis brazos y comerle la


boca, sin importarme su chancro. Y no solo era el deseo sexual el que me
vinculaba a ella, no se trataba de imaginarla destruida bajo el reflejo de la
noche por las depravaciones de su marido. No, no era solo eso. ¿Qué era
entonces este supuesto sentimiento que odiaba en mi interior y que despertaba
cuando la encontraba tan hermosa en su madurez? Lo más probable es que
estuviera equivocado, que fuera superstición mía, pero creo que Akriza había
removido en mí ciertos escombros y me había mostrado lo indefensa que es
una mujer ante la brutalidad del mundo. Quizá por eso sentía en mi corazón la
imperante necesidad de calmar su dolor, de complacerla en la cama, pero
también de mostrarle que yo podía amarla siendo solo un pecador. Porque, en
efecto, Akriza me atraía con esa bella y delicada esencia que sentía
tambalearse bajo los influjos de una cerval fantasía.

XXII

Pero todo eso era verdadero solo en mi mente, en mi mundo intrínseco, como
tantas otras cavilaciones que embotaban mi percepción. Akriza me gustaba y
no solo para hacerla mía durante la noche, sino para abrazarla y batirme de esa
agonía que la torturaba. Pero, a todas luces, Jicari nos estorbaría. Pensé que, si
las cosas salían bien, hasta podía matarla y ofrecer a Akriza una nueva vida en
alguna otra ciudad. Como sea, eran los delirios de un cerdo, de un fatalista sin
escrúpulos, pero me enloquecía la idea. Akriza, aunque no hablaba, expresaba
mucho con su sola presencia, con ese rostro compungido de dolor. En sus ojos
había rencor y sumisión, lo cual me ayudó a comprender que los motivos por
los cuáles se quedaba con su esposo y toleraba aquellas noches ignominiosas
iban más allá de cualquier situación mundana. Debía entonces indagar en su
mente qué clase de sucesos la habían vuelto tan susceptible ante las blasfemias
que en su contra eran cometidas. No era, sin embargo, el momento propicio
para analizarla. Lo que me atañía era caminar y centrarme en mí mismo hasta
que la oscuridad mi palpitar alterara.

Ya eran casi las 7, y yo estaba acostado en mi habitación. Me sentía con


fiebre, me dolía la cabeza y no conseguía conciliar el sueño. Parecía que a
veces me obsesionaba con ciertos pensamientos, pero solo lo hacía para matar
el tiempo. Sin embargo, Akriza ocasionaba algo especial en mí. No la amaba,
sino que la odiaba por incitar deseos de fornicación. En cuanto la miraba con
ese herpes alrededor de la boca e imaginaba su vagina plagada de chancro, mi
pene se encendía y la sangre me hervía. No sé por qué, pero me excitaba
mucho hacerlo libremente con mujeres que tuvieran alguna enfermedad
sexual; supongo que era normal. Me ponía caliente imaginar cómo sería su
vagina, ciertamente bastante grande y contaminada, pero se lo haría muchas
veces al natural. Ella también era una puta, aunque más sodomizada por el
cerdo de su marido. Se me ocurrió pensar que, si hablaba con el señor Golpin,
tal vez me permitiría tirarme a su esposa frente a él y preñarla.

Seguramente el señor Golpin no aceptaría mi propuesta, o tal vez sí.


Pero no quería que él se enterara, quería cogerme a Akriza sin que él supiera
nada. Todavía no había pensado en qué pasaría después, pero me era
indiferente. Fumé como un desesperado hasta vaciar la cajetilla y destapé un
vodka que tenía guardado. Pasa con frecuencia que los padres odian a los hijos
por haberles jodido la vida, pero en la mayoría de las veces el conformismo y
las ilusiones terminan por desvanecer ese odio. En el caso de Akriza, como
bien podía notar al mirarla, este enigmático y atroz sentimiento no había
germinado. Posiblemente debido a la miseria que la atacaba, tanto física como
mentalmente, todavía no se conformaba con Jicari y buscaba algo más, algo
para ella. Era una de esas mujeres a las cuales no les interesa en lo más
mínimo la vida familiar, el matrimonio ni esas bagatelas.

Pobre Akriza, su esposo la tenía sometida a una simple voyerista, pero


yo haría de ella una diosa de la sensualidad. En el fondo de su ser, Akriza
debía saber que, entre más odioso, vomitivo y repugnante fuera el amante
elegido, más placer experimentaría al creer que así se vengaba de su enfermo
esposo. Y, a la vez, aunque lo odiaba, una especie de insano apego la había
acostumbrado a gozar siendo golpeada y humillada. Especialmente, de
acuerdo con Jicari y sus confesiones cada vez más personales a cambio de
libros, le encantaba sentir la mierda y los meados de aquellas desparramadas
taiboleras cayendo en su boca y resbalando por su garganta. Tan es así que
Jicari me contó cómo la espiaba en los baños públicos de las mujeres lamiendo
los restos de excremento y los papeles sucios.

Sin embargo, todo eso, lejos de repugnarme, no hacía sino incrementar


los deseos de tirarme a Akriza. Si lo hacía con viejos enfermos de cualquier
cosa, con obesos apestosos y briagos, con los seres más viles que existían,
¿qué no hallaba en mí? Simple: yo, para ella, era un tipo bien. Probablemente
era yo demasiado guapo y joven para una señora acabada a la que le
enloquecía lamer los excusados y ser golpeada y humillada. Tenía que
comprobar el motivo de su rechazo, pero debía actuar pronto. En todo caso,
siempre podía recurrir a la violación, pero no quería llegar a tales extremos.
De ser necesario, mataría a quien fuese necesario, pero deseaba tenerla en la
intimidad por complacencia y no por obligación. Quería que conmigo
mostrara esa faceta sexual reprimida que buscaba en brazos de todos sus
asquerosos amantes. Me masturbaba unas cinco veces al día pensando solo en
ella, pero era indiferente.

De pronto, escuché que Akriza llamaba a Jicari y le indicaba que irían a


algún lugar de la ciudad. Seguramente iría a entregarse de nueva cuenta al
anciano de la tienda de antigüedades, al carnicero, al pollero, al cerrajero o a
los infinitos hombres que la fornicaban ya más por costumbre que por deseo.
Así suele pasar cuando una mujer se entrega tan fácilmente: su vagina ya no
inspira voluptuosidad, solo se le folla por compromiso. Como sea, tenía la idea
de que cuando retornara Akriza con su odiosa hija, me pondría justamente en
el paso de las escaleras hacia el tercer piso y fingiría que estaba buscando
algo, y entonces… Sí, así lo haría, sería perfecto. Me recosté para seguir
pensando, pero caí en un profundo sueño y desperté cuando ya era muy noche;
imposible que Akriza no hubiera todavía vuelto. Decepcionado por no poder
cumplir mi cometido decidí subir a lavar un poco de ropa. Para mi palpitante
sorpresa, cuando crucé la reja para penetrar en el área de lavado, una sombra
se estrelló contra mí y casi me derriba junto con mis prendas, las cuales
quedaron todas regadas. Era, desde luego, Akriza.

–¡Discúlpame, fue mi error! Es que iba muy de prisa y no te vi –dijo


mirándome con esos preciosos ojazos negros que me paralizaron.

–No te preocupes. No importa, yo solo… –balbuceé como anonadado


ante su espléndida imagen, era bellísima.

–En seguida te ayudo a recogerla, ya verás que soy rápida.

–No, así está bien –repliqué saliendo de mi estupor–. Yo la recogeré, no


te molestes, no es nada.

–Una disculpa, de verdad. Si hubiera algo que pudiera hacer para


compensarlo.

De inmediato sentí cómo tenía una erección providencial y toda la


sangre me ardía en deseos de tomarla y hacerla mía. Creo que más que el
deseo de cogérmela era el de besarla el que me enloquecía. Pero me contuve y
pensé que debía profundizar un poco más en su espíritu antes de tales actos.

–Bueno, no tienes por qué ponerte así. Fue solo una casualidad el que
nos estrelláramos. Será mejor que me apresure, pues tengo mucha ropa.

–Sí, es lo que veo. No debes dejar que se junte tanta o se hace más
pesado lavarla. Te dejo, tengo cosas que hacer.

Y se fue, pero no sin que nuestras miradas tuvieran un jugueteo extraño.


Pensé que ya sabía que era yo el autor de esas atrevidas cartas que Jicari me
confirmaba había recibido y leído. Según la pequeña mugrosa, Akriza siempre
las arrojaba al bote de la basura, pero, por las noches, después de participar en
las peculiares orgías de su esposo, husmeaba entre los desperdicios y recogía
las cartas. Posteriormente, pasaba algunos minutos releyéndolas y pensando,
como si tratara de averiguar quién era el dueño de aquellas proposiciones.
Pero no, era imposible que tuviera la certeza de que era yo, su vecino de
condominio, el que se las enviaba. A lo más sospecharía de un sujeto soltero y
libertino como yo, pero hasta ahí. Sin embargo, cuando nuestras miradas se
cruzaron, me sentí extrañamente inquieto y hasta desesperado. No había duda
de que el herpes se había multiplicado en sus labios. En fin, abandoné el
asunto y me puse a lavar mi ropa tranquilamente. Iba como a la mitad cuando
apareció de nuevo una sombra.

–Hola de nuevo –exclamó mientras arrojaba un puñado de garras


sumamente apestosas al lavado contiguo–. Soy yo otra vez, al menos ahora no
te derribé.

–Sí, al menos –contesté riendo ligeramente y notando lo hermosa que


era su sonrisa.

–Todavía te falta mucho, a mí igual. ¿Te molesta si te hago compañía?

–No, para nada; al contrario, me halagaría.

–¿De verdad?

–Sí. Pensé que ya habías acabado, ¿de dónde has sacado más?

–Son de mi marido, acaba de llegar y me ha ordenado lavárselas.

–Ya veo, es eso. ¿Él no las puede lavar?

–Verás, llega ebrio cada noche y, si uno no le hace caso, se pone…


violento. No es que me pegue, solo de vez en cuando tiene algunas
costumbres.

–Sí, claro. No importa, supongo que es un asunto que no me interesa –


dije observando que su labio sangraba; le había pegado.

–Pero, por suerte, hoy parece que se dormirá temprano. Dice que fue un
día agotador en la oficina y que el jefe estuvo insoportable.

–Eso suele pasar, yo también trabajo en una oficina.

–Supongo que está bien. Hace tiempo que vivimos en el mismo edificio
y nunca nos hemos conocido mejor, siempre te ves tan apurado y me pareces
un sujeto raro.

–¿Por qué raro?


–Digo que me parece rara tu presencia. No te molestes, pero a veces me
parece como si no existieras. Es extraño, lo sé, pero te miro y dudo que seas
real –exclamó con un tono que me trastornó.

–Supongo que eso no es malo –dije pensativo–. A mí me hubiera


gustado no haber existido, pero es demasiado tarde para eso.

–Yo antes pensaba igual, pero ya me acostumbré a vivir así.

–Sí, las personas suelen tener ese comportamiento. ¿Nunca has pensado
en matarte?

Pero Akriza no me contestó. Creí que mis comentarios estaban siendo


inoportunos y me callé. Observé cómo una lágrima escurría por su mejilla y
sentí deseos de besarla, más por lástima que por otra cosa. No, de besarla no,
quería abrazarla y hacerla sonreír nuevamente.

–La verdad es que no le va nada bien –prosiguió después de un rato–.


No tiene caso ocultártelo, los rumores se esparcen pese a todo. Está sumido en
la bebida, el juego y la depravación, y no soy capaz ni de ayudarlo ni de
dejarlo. Yo lo amo.

Esa última palabra me desconcertó en extremo. ¿Lo amaba? ¡Vaya


fruslerías! Debía estar bromeando. ¿Cómo se podía amar en su posición a un
hombre como su esposo? Por otra parte, pensé en indagar más a qué se refería
con depravación, pero Akriza era adusta y no me atrevía a entrometerme en
sus asuntos más íntimos.

–Es una pena, pero es común en los hombres tener esos vicios.

–Y tú ¿bebes también? –inquirió, relampagueante.

–Sí, también bebo. Pero lo hago por razones absolutamente opuestas a


las del resto. Bebo y fumo no por diversión ni entretenimiento, tampoco
porque me agrade. Lo hago para matar el tiempo, para sentirme un poco más
muerto.

–Da igual, ¡eres un cerdo como todos entonces!

Me quedé petrificado. También me vino a la cabeza Virgil y la idea de


que la hubiese preñado. Más tarde tendría que arreglar ese asunto de la forma
que fuese necesaria.

–Disculpa, me alteré –proclamó Akriza sin dejar de llorar, aunque lo


disimulaba bastante bien–. ¿Alguna vez has querido ser algo en la vida? ¿Has
tenido algún sueño verdadero que no tenga que ver con los anhelos que tienen
todas las personas?

–Bueno, creo que no. Depende de a qué te refieras con eso, pero no sé.
Usualmente considero que las personas son falsas, estúpidas e hipócritas, pero
tal vez yo no sea tan diferente. Me da asco el mundo y también yo mismo me
repugno, es paradójico. Creo que alguna vez quise ser poeta.

–¿De verdad, poeta? ¿No estás mintiendo solo para impresionarme? De


seguro Jicari te lo dijo…

–No, no estoy mintiendo. Alguna vez, hace ya tiempo, pensé que, si


hubiese algo que me gustaría ser, sería ser poeta. Yo nunca miento, eso es un
hecho.

–Si dices la verdad, entonces no tendrías problema en aceptar que Jicari


te lo contó, pero bueno –exigió, dejando de fregar las garras de su marido y
volteándose hacia mí–. Pues mi gran sueño jamás se lo he revelado a nadie
más que a mi hija, y tiene determinantemente prohibido hablar de ello: yo
quería ser escritora.

–¡Ahora entiendo!

–Ser escritor o poeta es la salvación, según yo lo veo.

–¿Salvación de qué?

–Tú ya lo sabes, lo acabas de decir: del mundo y de las mentiras que


imperan.

Nuevamente me quedé callado, estaba absorto. Akriza era sumamente


hermosa, pero jamás esperé que alguien como ella, que se revolcaba con
cualquiera y cometía toda clase de aberraciones, tuviera tal percepción. Me
sentí extrañamente bien en su compañía y desee más que nunca poseerla.
Había tanto de lo que quería platicar con ella, tantas inquietudes y anhelos que
recién llegaban a mi psique.

–Dime –inquirió subrepticiamente–, ¿cuál es el sentido de la vida?

–Pues supongo que depende de cada quién, ¿no es cierto?

–No, me estás mintiendo. Yo sé que mientes, lo leo en tu mirada. Tú


sabes que ese no es el sentido de la vida. Exijo que seas sincero.

–Bien –dudé unos momentos y luego pensé que no tenía nada de malo
decirle lo que pensaba de la vida, tal vez lo comprendiera–. De acuerdo con mi
percepción, la vida no tiene ningún sentido. Este mundo es una miseria, sus
habitantes lo son también. La existencia en este plano me parece un error, un
vómito, una tragedia de la cual es imposible librarse si no es con la muerte. La
vida no tiene ningún sentido, es solo un engaño y una hipocresía creer lo
opuesto. Las personas se convencen de que lo tiene y tratan de hallarlo en
personas, objetos, placeres, dinero y cualquier otra cosa. Pero realmente no
hay nada, ningún motivo.

Akriza me miró de manera muy analítica, sus preciosos ojos negros se


infiltraban en la profundidad de mis razonamientos.

–¡Eres un tonto! –exclamó luego de unos segundos–. Pero un tonto que


sabe la gran verdad. Eres curioso, me pareciera como hallar en ti algo que no
entiendo, que no es de este mundo, que te hace portador de una marca siniestra
en la cual veo los símbolos de la dualidad.

Era imposible, todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo con esa
maldita marca de la dualidad. ¿Qué querían decir con ello? Yo no percibía
nada dual en mí, lo único que sabía era que ya nada me importaba en la vida y
que todo me daba igual. Desde hacía tiempo que era indiferente a la
existencia, que despertaba con el único objetivo de matarme, de embrutecerme
con alcohol o de cogerme a unas putas para así olvidar lo miserable que era el
sinsentido de estar vivo. Y ahora todas las personas con quienes me cruzaba
hablaban de aspectos que no comprendía, de ciertas características inmanentes
que solo yo no reconocía.
–Y ¿por qué no fuiste escritora? ¿Qué te impidió cumplir ese sueño?

–No tenía tiempo, estaba ocupada cuidando a mi madre enferma. Creo


que tenía talento puesto que, en la preparatoria escribí dos novelas que fueron
seleccionadas para el concurso nacional. Por desgracia, todo es dinero, y yo no
tenía ni un quinto para pagar la cuota de entrada a dicho concurso. Pero no
importa, ahora odio los libros porque hablan de puras estupideces y me parece
patética la gente que aparenta ser intelectual por leer o por haber concluido
estudios en determinada universidad.

–Seguramente hubieras sido una increíble escritora. Es más, me gustaría


leer tus novelas.

–Gracias, pero jamás permití que otros leyeran lo que escribía. De


hecho, un secreto de amigos: a veces, en mis peores madrugadas, cuando el
insomnio me fortalece, aún escribo.

–Entonces ya somos dos, porque igualmente en ocasiones, no muy


seguido, me pasa lo mismo y escribo poesía para suicidas.

–Sí, y tú eres uno de ellos, según veo. Ni siquiera entiendo por qué
estamos aquí hablando de esto, pero me agrada saber que así es.

–Y ¿no piensas escribir de nuevo de manera formal?

–Nunca escribí de manera formal, tampoco para el mundo. Escribía para


mí, porque era mi consuelo. Y, cuando dejó de serlo, lo abandoné.

–Ya veo, supongo que así pasa. Por cierto, creo que alguien como tú no
merece la vida que tiene.

–¿Qué dices? –replicó Akriza, sonriendo y mirando las estrellas–. Eres


un niño todavía, nadie tiene la vida que merece. Me sorprende que lo diga
alguien que sabe a la perfección el sinsentido de esta existencia.

–Ya lo sé, es solo que, aunque no tenga sentido, me pareces muy bonita
como para ser tan absurdamente infeliz. Lo que digo es que todo esto es banal,
mísero y estúpido, pero tú eres particularmente interesante.

–Solo te engañas, lo mejor será que me vaya. Mi esposo podría subir en


cualquier momento y eso no sería bueno. Adiós, fue un gusto.

Dicho esto, se retiró y yo me quedé ahí solo, como siempre lo he estado,


pensando y contemplando la belleza de una noche más en la triste y decadente
humanidad. Bajo el resplandor de esa luna fulgurante y esa oscuridad
penetrante yacía una raza de monos mentirosos y absurdos, cuya existencia
nunca había asimilado y cuyos actos siempre me desagradaban. Pero también
era ese el lugar en que yo había vivido, independientemente de que fuera real
o no, fuera yo humano o un simple espejismo. Todo lucía raro desde que
Melisa había muerto, pero, de alguna manera, me mantenía inmutable ante los
acontecimientos, aceptando lo que viniera y concordando con la
incertidumbre, única regidora de los caminos en esta apostasía. Reflexioné un
poco más y caí en cuenta de que seguía ligeramente tomado, además me había
terminado la tercera cajetilla de cigarrillos. Concluí con mi ropa y la tendí,
imaginando que, al bajar de aquella azotea lúgubre donde hasta hace unos
minutos me sentía raramente feliz con Akriza, hallaría una especie de
equilibrio divino, pero era solo un engaño, como todo en la miserable
existencia humana en este mundo vil.

XXIII

Me dolía la cabeza como siempre, era aquel maldito dolor que había llegado
misteriosamente y que parecía no desaparecer nunca. Eran sensaciones muy
extrañas, como si tuviera unas agujas no físicas atravesando mi cerebro, como
si trajera un casco que cada vez generaba más presión. Todo era absurdo, todo
era incierto. ¡Cómo me molestaba no tener un punto de partida, pues al menos
así podría intentar algo! Pero no, mi naturaleza era el caos más absurdo y la
depresión más sórdida. Bajé a mi departamento y escuché gritos provenientes
del tercer piso. Seguramente Akriza debía estar discutiendo con su marido.
Intenté leer un relato de mis favoritos llamado El último verano de Klingsor de
Herman Hesse, pero sin éxito. En mi cabeza, no conseguía sacar la sonrisa de
aquella acendrada mujer con la que tan misteriosamente me había entendido.

–Te he dicho miles de veces que las camisas no se planchan de esta


manera, ¿por qué no entiendes, maldita perra malparida? –vociferaba la
horrible voz del señor Golpin.

–No sé, juro que la planché como tú querías… –suplicaba la voz de


Akriza.

–¡Déjala, ya no le pegues! ¡Por favor, déjala!

–Cállate, miserable perrilla bastarda. Apuesto a que te has vuelto igual


de zorra que tu madre, ¿no es así? Vamos, Akriza, dime si tu hija es igual de
puta que tú.

–Ella no tiene nada que ver en esto. ¿Por qué siempre te ensañas con
ella? Deberías de mirarte en el espejo una sola vez, no solo estás ebrio, sino
también drogado.

–¡En efecto, zorra! Me ensaño con ella porque me da mi gana. Y sí,


¡estoy ebrio y drogado porque así me siento vivo! Además, tú me tiraste las
agujas, mismas que también te servían para tus momentos de delirio narcótico
y sexual. No se me olvida que cuando te metes heroína te encanta chuparles el
ano a los ancianos.

–¡Cállate, no tienes ningún derecho a revelar mis secretos! Yo no digo


nada cuando cada noche traes aquí a esas obesas taiboleras y me obligas a
mirar cómo te las follas, además de maltratarme y hacerme su esclava sexual.

–Pero ¡bien que te gusta! De otra manera, ¿no te habrías largado desde
hace tiempo con alguno de tus numerosos amantes? O ¿qué? ¿Crees acaso que
no sé qué te has revolcado con casi todos en la ciudad a cambio de dinero y
alimento?

–¡Sí, dinero y alimento es lo que no me puedes dar tú! Solo te interesa


tomar, drogarte, pegarme y sodomizarme.
–Pero ¡te doy tu vicio: la heroína! ¿No es eso más que suficiente, mujer
vil y asquerosa? ¡Mírate esa boquita: está toda contaminada de herpes!
Solamente dios sabe a qué clase de hombres se las has chupado, y sin
protección. Por eso ya no te la meto, porque debes tener infinitos chancros y
hasta mutaciones insospechadas de VIH.

–¡Infame! ¿Cómo te atreves a injuriarme de esa manera frente a nuestra


hija?

–¿Nuestra? Que yo recuerde, es solo tuya. Además, me debes todo en la


vida. Si no fuera por mí, seguirías en esa casa de muñecas, siendo follada una
y otra vez por ancianos adinerados ante los cuáles te rebajabas y cometías toda
clase de asquerosidades de las cuales no quiero hablar. Yo solo te hallé por
casualidad y me gustó tu cara bonita, aunque en ese entonces ya tenías ese
maldito herpes.

–Antes por lo menos tolerabas besarme, ahora ya no me tocas jamás. Lo


único que disfrutas es batirme de semen los pezones, golpearme y hacerme
partícipe de tus actos orgiásticos. ¿Por qué no me has cogido como si fuese tu
esposa?

–Lo eres, yo sé que sí. Es solo que tu belleza me atrae de otro modo, no
sé si me explico. Te quiero para lucirte ante la familia, para que la gente me
mire contigo los domingos por la mañana y piense que somos una bonita
pareja. Sin embargo, sexualmente no me ofreces nada, eres demasiado pasiva.
Te encanta comer excremento de taiboleras obesas, ser golpeada y humillada,
contemplar cómo me tiro a otras en tu cara y vengarte entregándote a
cualquier pelagatos con sífilis. Pero dime ¿qué placer hallaría en ti además de
eso? No negaré que tienes los ojos más hermosos de este mundo y la boquita
más tierna y sensual, pero con ese herpes no quiero besarte nunca más.
Deberías atenderte, eres una loca enferma y me perturbas.

–¿Yo una loca enferma? ¡Por favor, tú eres el menos indicado para decir
eso! Cuando acepté venir a vivir contigo estaba preñada y me cogías a toda
hora, viniéndote adentro y haciéndome vomitar en tu pene para luego mamarlo
de nuevo. Además, en ese entonces ya tenía herpes y me besabas más que
nunca, ¡perro infeliz!
–Bueno, bueno. Todo esto comenzó por una maldita camisa mal
planchada. No veo por qué hemos de discutir tanto. Dime ¿dónde colocaste las
agujas y la heroína?

–Las tiré. Jicari estaba jugando con ellas y decidí que no era bueno para
ella.

–¿Qué dices? No cabe la menor duda de que eres una vil puta, y la más
estúpida. ¿Por qué hiciste esa tontería? Sabes que yo me inyecto tres veces al
día, necesito esa mierda o sino…

–Sino ¿qué? ¿Te dará síndrome de abstinencia? Pues es lo mismo por lo


que yo pasé cuando me negaste el LSD recién acepté vivir contigo.

–Eres más animal de lo que pensaba, mujerzuela. ¿Sabes? Me das


lástima, Akriza. Pensé que había elegido casarme con una puta inteligente,
pero solo eres una bastarda con la vagina bien abierta. ¡Si te prohibí consumir
LSD fue porque estabas embarazada, estúpida! ¡Ahora puedes meterte todo lo
que desees, me importa un cuerno! Lo que no puedo aceptar es que hayas
tirado mi heroína. Tendré que comprar más, ahora vuelvo…

–Y, de paso, a ver si preguntas cuándo nos tocará el próximo pago. Creo
que algunos sospechan de tu puesto como oficinista.

–¿Quiénes sospechan? Ya te dije que el próximo pago será dentro de un


mes, sé paciente. Cuando nos metimos en este negocio, sabías las
consecuencias.

–Sí, pero entonces consigue un trabajo temporal. No tenemos nada qué


comer y tú te gastas las ganancias del día en tus taiboleras y borracheras.

–Las ganancias del día son para mí, puesto que la cocaína solo fue idea
mía. Así, puedo hacer lo que quiera con ella, ¡perra barata! Ahora apúrate a
hacer el quehacer, que esta casa apesta. Por cierto, hablé con el jefe, parece ser
que sí aceptarán a Jicari en la esquina donde acaba de morir la puta
venezolana, esa que tenía gonorrea.

–¡De ninguna manera permitiré que mi niña se convierta en una


prostituta! ¡Estás demente!
–Pues tú sabrás, yo solo te muestro la salida. Será eso o seguirte
acostando con cualquier idiota, lo cual parece fascinarte, no lo dudo. Ahora
me largo, tengo asuntos qué atender. Y una cosa más, a esos que sospechan
solo chúpales lo mejor que puedas el pito. También plancha mejor mis
camisas, ¡criada de mierda!

La conversación terminó y escuché como el señor Golpin bajaba las


escaleras y salía del condominio, pese a ser ya de madrugada. Este tipo de
querellas eran habituales entre Akriza y su marido, lo que no sabía era si
estaban locos o era verdad lo que decían. Yo, sin embargo, lo escuchaba todo
siempre, hasta cuando Akriza lloraba y se rajaba los brazos. Había tenido
ocasión de comprobarlo al mirarla una ocasión en que no cruzaba los brazos y
observar las atroces cicatrices que inundaban su piel pálida. A continuación
del señor Golpin alguien más bajó la escalera. No pude discernir si se trataba
de Akriza o de Jicari, así que esperé para confirmar mis sospechas.

Ni siquiera me puse playera, juzgué oportuno salir tal y como estaba.


Para mi mayor decepción era Jicari, quien estaba tirada en los escalones, con
la mirada perdida y el semblante atrofiado. La pobre niña había sido,
indudablemente, golpeada y violada por su padre, quien, por la agitada voz y
el tono impulsivo y déspota, estaría seguramente ahogado en alcohol. Quise
sentir algo, tal vez compasión por aquella miserable criatura, pero me fue
imposible. Las únicas emociones que ligeramente significaban algo, no solo
para mí, sino para toda la raza humana, eran aquellas procedentes de los vicios
y las depravaciones. Sí, solo ese tipo de actos totalmente ignominiosos y que
la mayoría rechazaba por hipocresía y falsedad, que rompían con los esquemas
impuestos y quebrantaban los valores y principios heredados, eran los que aún
hacían sentir vivo a un ser como yo.

Constantemente era mal visto el aborto, el asesinato, el parricidio, el


matricidio, el ateísmo, el alcoholismo, la drogadicción, el tabaquismo, el robo,
la prostitución, la pornografía, entre muchas otras cosas, pero realmente
¿cómo se podía diferenciar qué era bueno y qué malo más allá de lo que se nos
había enseñado desde nuestro nacimiento? ¿No era, en todo caso, simple
cuestión de percepción lo que se consideraba bueno o malvado? ¿No era un
asunto de posición? Lo que era adecuado para unos, sería seguramente
perjudicial para otros. El bien común era una quimera tan risible y estúpida
como todos los dioses y religiones, como cualquier supuesta virtud que se
adjudicaba a una babel de monos cuyos únicos fines eran fornicar y
envilecerse.

Por ende, pasé de largo haciendo caso omiso a las lágrimas de la niña
que consideraba la única criatura en el mundo que podía entender mi
sufrimiento. Sin embargo, si ella entendía el mío, ¿estaba yo obligado a
entrometerme en el suyo? Desde luego que no, y siendo así me retiré. Noté
que escurría sangre de entre sus piernas, aunque dudé que fuera virgen hasta
esa noche teniendo como padre a un depravado como el señor Golpin. En fin,
la dejé ahí y subí apresuradamente hasta alcanzar el piso donde sobrevivía
Akriza, aquella mujer que escandalizaba mis pasiones más carnales. Una vez
ahí, me detuve unos momentos para inspeccionar el escenario, pues la puerta
se hallaba entreabierta. Inmensa fue mi sorpresa al vislumbrar a Akriza toda
batida de mierda y en un estado tal de excitación que mi pito se puso tan rígido
como el cemento.

Y es que la pobre mujer tenía los ojos en blanco y se entregaba


bestialmente a sus propios extravíos, pues toda su ropa, aquel vestidito negro
de flores tan bonito, se hallaba corrompido por el excremento. Además, lo
saboreaba con tal finura, chupaba cada uno de sus dedos mientras los de su
otra mano se introducían brutalmente en su vagina. Lo que más me encantó
fue su rostro: estaba rodeado por una silueta graciosa e infecta del desperdicio
que parecía más viscoso que el resto. Por unos instantes dudé si debía
introducirme viendo a Akriza en tales goces, pero decidí que sería mejor solo
usar la voz sin asomarme de nuevo.

–Hola, ¿todo bien? –empecé diciendo–. Escuché unos gritos hace un rato
y quise subir para ver qué ocurría. ¿Necesitas algo?

Tal fue el estrépito que mi saludo ocasionó que claramente Akriza debió
haber sentido que se le paraba el corazón, pues, exactamente cuando sus ojos
hermosos y tristes se dirigieron hacia el filo de la puerta, me hice a un lado y
fingí no saber qué pasaba dentro.

–¿Quién es? ¿Quién me busca? –inquirió con voz trémula la vil


escatófila–. No puedo atenderlo ahora, si fuera tan amable de volver más
tarde.

–Soy yo, su vecino del segundo piso. Estuve hace unos minutos con
usted en la azotea, lavando ropa. ¿Puedo ver que todo esté bien?

–¡No, por dios! –replicó alterándose–. No me figuraba que fueras tú,


¿por qué has venido a estas horas? ¿Acaso nunca duermes?

–Duermo poco, me gusta estar alerta. Además, no podía hacerlo con


todo ese griterío. Voy a entrar…

–¡No, te lo ruego! En unos minutos te atiendo…

Entonces observé, de nuevo por el filo y con una cautela inverosímil,


cómo Akriza se apresuraba a cambiarse el vestido y a limpiarse toda la mierda
que tenía untada en el rostro y las manos. También se enjuagó las manos y se
perfumó bastante. Cuando al fin terminó, convencida de que mi intromisión
sería breve, me recibió con una coqueta sonrisa.

–Pasa, discúlpame. Es que no esperaba que alguien viniera a estas horas.

–No importa, espero no importunarte. Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Por


qué se escuchaba tal algarabía? Luces un poco… extraña.

–No le des importancia. Lo que pasa es que mi marido tiene gustos


extraños. Creo que ya los sospecharás, o tal vez Jicari te haya hablado un poco
de ello. Yo no puedo dejarlo, me necesita, ¡me ama! –concluyó como una loca
paranoica.

–Bueno, supongo que sí, pero ¿qué clase de amor es el que tiene hacia
ti?

–No importa, el que sea –respondió, tornándose adusta–. Incluso, si


fuera el peor hombre en este mundo, yo, aun así, ¡estaría a su lado!

–¿Por qué? ¿Qué te liga a él? ¿Por qué permanecer así?

Sin saberlo, estaba orillando la conversación hacia los intereses que me


convenían. Inconscientemente, no podía evitar desear a Akriza, incluso más
ahora que antes. Aquella puta no solo fornicaba con los peores calaveras del
barrio, no solo era adicta a las miembros de los más asquerosos ancianos, no
solo se prostituía más para satisfacer su necesidad de coger más que para
alimentar a una hija que odiaba y que la había unido a aquel crápula, sino que,
en el fondo, lo más avasallante era que se trataba de una embriagante
tragadora de mierda. Esto hacía que mi miembro quisiera explotar y que me
costase mucho mantenerme de pie. Siendo así y sin esperar invitación, fui y
me acomodé en uno de los sillones. Akriza me siguió con celeridad.

–Ya te lo dije, porque lo amo. Él significa todo para mí. Es como una
deidad.

–¿Aunque te trate como la peor basura? –cuestioné impulsivamente,


llevado más por el desenfreno que por la razón, lo cual me valió una jodida
bofetada.

–¡No te permito que me hables así! Tú no tienes idea de lo que pasa


entre nosotros, aquí en esta sala, y, si acaso Jicari se ha atrevido a contarte más
de lo que debía…

–No te preocupes, ella no me ha hablado sobre esos asuntos. Nuestras


pláticas son muy superficiales en realidad –mentí–. Pero no entiendo, ¿es que
acaso se puede amar a aquel que expresa un sentimiento totalmente opuesto?

–No siempre es así. Lo que quiero decir es que en ocasiones uno ama sin
saberlo, o es incapaz de expresarlo. De hecho, ahora que lo pienso, es bastante
común. Tal vez sea, inclusive, la única forma en que puedan amarse las
personas.

–Siento que ambos tenemos la misma perspectiva, solo que hemos


llegado a ella desde caminos distintos. Yo creo que, al igual que todas las
demás mentiras que nos han sido inculcadas desde el nacimiento para que
aceptemos la miserable existencia humana sin cuestionar ni rechazar los
sórdidos delirios de una infecta sociedad, el amor cumple con una función
similar. Ahora bien, ¿qué otra relación puede esperarse de dos personas,
independientemente de su sexo, que no sea la fornicación? Es una quimera
fingir que se busca algo distinto, pues está en nuestra naturaleza, es parte
inmanente de nuestra esencia vil el querer poseer carnalmente cuanto nos
rodea. Sin embargo, una vez satisfechos estos deseos sexuales, no existe
ningún motivo para que se permanezca en compañía del humano que tan bien
nos ha servido para ello. El deseo sexual es tan poderoso que seguramente no
ha existido un solo ser que se haya resistido a él. Es una fantasía seguir ciertos
principios de abstinencia enseñados por falsas doctrinas o por ladrones que se
han hecho pasar por mesías. En realidad, no existe otro motivo para el cual
estemos en este mundo sino el de fornicar. Esto último aún no lo quiero
aceptar, y tal vez por ello sufro en demasía día con día, pues me parece que la
existencia de la raza humana, si queda reducido a ello, lo cual es sumamente
probable, carecerá de todo sentido. E, incluso si hubiera algún motivo,
terminaría por ser banal debido al modo actual de vida. En resumidas cuentas,
amar a una persona es querer tener sexo con ella eternamente. Esa es la
percepción que tengo, y cualquier otra me parece absurda, pues el amor, como
los humanos han querido orlarlo, toma solo la forma de una blasfemia.

–¿Quién crees que eres? ¿Por qué me dices esto?

–No sé, debo confesarte que no sé quién o qué soy. A veces creo ser
mucho más humano que el promedio. Y, en otras, pareciera que me elevo hasta
tener ciertos elementos de divinidad.

–Lo sospechaba –musitó Akriza, perforándome con sus ojos preciosos–,


eres tan extraño… Entonces es cierto: llevas la marca de la dualidad.

De nuevo aparecía esa palabra, que para mí no tenía un significado más


allá de lo mundano. Era curioso que las personas a quienes conociera
últimamente debido a las circunstancias más casuales coincidieran con dicho
concepto. ¿Qué había en mí, pues, que indicara esta supuesta dualidad? ¿Qué
marca más allá de lo terrenal podía percibirse en un sujeto corrompido y
desesperado que detestaba la existencia y cuyo único anhelo verdadero era la
muerte? Diariamente vivía en el mismo infierno, si es que aún vivía, pues estar
vivo o muerto parecía ser exactamente lo mismo para mí. Detestaba a las
personas, me fastidiaba escucharlas y mirarlas, o sentirme observado por sus
asquerosas miradas. Su olor, su fisonomía, su voz, su estupidez y todo en
conjunto me hacía aborrecerlos por completo. ¡Cuán infame era la humanidad!
Y ¡cuán absurda y ridícula era la existencia de un mundo como este al que
jamás hubiese querido venir! En verdad era patética la forma en que se vivía,
siempre persiguiendo materialismo, dinero y placeres. Ciertamente, yo no era
diferente, aunque solo consideraba éstos últimos como un escape, nunca como
un fin, cosa que los humanos hacían con desesperación.

¡Cómo odiaba salir a la calle y mirar a todas esas odiosas, infectas y


adoctrinadas personas, tan imbéciles y miserables como para adjudicarse el
derecho de ser la creación de un dios! O para imaginar que ocupaban un lugar
privilegiado en el cosmos. ¿Podía concebirse algo más absurdo que este último
postulado? La humanidad era miserable, imbécil, decadente y putrefacta desde
cualquier perspectiva. Y, evidentemente, no podía ser obra de ningún dios, a
menos que este mismo fuese el mayor tirano o el peor aguafiestas que se
pudiese pensar. Pero eso era solamente una quimera, pues la verdad más
probable es que la humanidad solo fuese un experimento fallido, una errata de
la peor calaña, el excremento de la más infame y estúpida naturaleza.

–Parece que piensas muchas cosas –interrumpió Akriza, un tanto


turbada.

–¡Ah, sí! A veces me pasa así, y entonces me abstraigo. Pero solo dura
unos minutos, nada grave.

–Eso espero, porque comienzas a asustarme. ¿Sabes? eres muy extraño.


Primero vienes y entras en mi departamento, pareces preocuparte demasiado
por mí, inicias una conversación sin sentido y luego te olvidas de que estoy
contigo.

–Lo siento, sí…, es que…, a veces no es culpa mía. Digo, mi cabeza


hace cosas extrañas y todo se va al carajo.

–Supongo que es típico en ti, pues tu naturaleza es tan enigmática, tu


mirada tan profunda, tu alma tan dual… ¡Eres la clase de sujeto que no podría
existir en este mundo!

–¿Tú crees? –inquirí confundido, pues de pronto Akriza había cambiado


por completo su actitud, como si fuese otra persona, como si alguien más
estuviese ocupando su cuerpo, como si fuese el instrumento del mensajero.
–Sí, pero nos estamos desviando del tema… Lo que quería hacerte
comprender es que no todas las personas llevan la marca que tú llevas, es
interesante que haya podido conocerte.

–Sigo sin comprender bien de qué marca hablas, Akriza. De pronto, te


has tornado demasiado… rara.

–No, tú sabes a la perfección que yo soy como el resto. Tú eres el


diferente, eres uno de los marcados y eso te hace peligroso y poderoso.
Nosotros, las personas comunes y corrientes, no somos sino unos imbéciles
cuya patética existencia es meramente intrascendente y superflua, ¿no es eso
lo que piensas? Yo, como toda la humanidad, nos hemos conformado con esta
miseria en la cual nos sentimos vivos a pesar de estar muertos en vida. Y tú,
tan extraño y dual, tienes toda la verdad: este mundo no tiene ningún sentido,
y sus habitantes son las criaturas más pérfidas y horribles, estúpidas y
absurdas que puedan haberse imaginado.

–Lo sé, es así como pienso, como razono cuando todo se torna
insoportable. Últimamente ni siquiera he sentido deseos de despertar; de
hecho, odio tener que comenzar un nuevo día, pues ello implica salir, ver a las
personas, soportar sus charlas nauseabundas, tolerar que la existencia haya
sido concedida a seres tan infectos y cervales. Lo peor de todo es que esta
reflexión siempre me deja sin energías, parece penetrar en mí y vaciarme,
aniquilarme una y mil veces para comenzar el ciclo de nuevo. Entonces llego a
este maldito condominio y me tiro en mi cama, con la mente en blanco y a la
vez atascada de toda la podredumbre, analizando y estúpidamente intentando
hallar un sentido, una sola maldita razón que justifique la irrelevante
existencia de la humanidad. Sin embargo, nada acude a mi mente, nada llega,
nada me devuelve esperanza. Al final, sé que solo me resta embriagarme,
fornicar con putas, drogarme y, sobre todo, dormir para olvidar lo miserable
que es vivir.

–Pareces desesperado por morir. Yo antes solía ser como tú, cuando aún
creía en el amor, o en lo que sea que exista en su lugar. No sé si lo recuerdas,
pero te lo conté en la azotea mientras me mirabas apasionadamente. Yo quería
ser escritora, incluso hasta poeta. Tenía tantas esperanzas y anhelos de escribir
sin parar, de publicar mis libros y poder alcanzar los corazones de las
personas. Y no creas que quería escribir estupideces como las que ahora se
escriben y se reconocen como supuestas joyas. No, nada de eso. Yo quería que
los humanos supieran sobre el dolor que significaba existir, sobre lo hermoso
que era quitarse la vida por cualquier medio. Yo quería que el mundo abriera
los ojos y que vislumbrara la verdad que tan pocos comprenden, que se
enterara de la manipulación mental y psicológica, incluso hasta espiritual, a la
que somos sometidos diariamente. Quería escribir tantas cosas que terminé
ahogándome en mí misma. Así, un buen día perdí mi toque y desde entonces
no pude escribir ya nada. Fue horrible, puesto que me pasaba semanas enteras
intentando ser algo que ya no podía, tratando de recuperar esa magia que algo
me había extirpado. Entonces lo supe. Sí, me percaté de que este sistema era
quien, gracias a sus ingeniosas artimañas, había extraído de mí lo único que
podía ser sublime. Así es, esta pseudorealidad absorbió de mí lo único que
podía sugerirme estar viva. Desde entonces nunca he vuelto a escribir, aunque
la tentación no se ha ido. No obstante, es aquí cuando volvemos al tema con el
que comenzó este coloquio: el amor. No voy a mentirte como casi todo el
mundo lo hace con tal de sentirse menos miserable unos instantes: el amor ya
ha sido prostituido. Sí, el único amor que nos resta es el humano, uno a la
medida de seres envilecidos y estultos como nosotros, como el rebaño que
tanto detestas. Y ese concepto se transforma en la argucia que a todos nos
consuela. Por eso las personas permanecen juntas hasta la muerte, por eso se
cometen tantas tonterías y se realizan promesas vanas, por un amor tan irreal
como blasfemo. Pero eso es lo único que nos queda a los miembros del
rebaño, a los que no portamos la marca como tú. Yo amo a mi esposo a pesar
de todo, lo amo humana y falsamente, pero eso ya es algo. Esta falacia no deja
lugar a dudas, hace que te envilezcas aún más y que te adaptes a la miseria en
que se torna la existencia. Llega entonces el punto donde tu humanidad se
impone y te acostumbras a permanecer hundido en la mierda y en lo patético
que es continuar respirando, pero no queda otra opción más que aceptarlo y
abrazarlo. De otro modo, ¿qué evitaría el suicidio masivo? ¿Crees acaso que,
en este mundo, al rebaño, a esos humanos que aborreces y de los cuáles eres y
no eres a la vez parte, le importa portar la marca o luchar por darle la contra a
la pseudorealidad? Incluso tú te has rendido, porque has comprendido la
inutilidad de una guerra que solo tiene ocasionales triunfos, que está perdida
desde antes de iniciarse. Has entendido que este mundo está condenado a la
miseria, la putrefacción y la estupidez, pues es el único destino de seres a
quienes les encanta cebarse de ignorancia y depravación. Entonces ¿para qué
seguir? Tú no eres como yo, tampoco como el resto. ¿No sabes por qué no
puedes acabar con todo? O ¿es que acaso no quieres en realidad? ¿Qué impide
que te arrojes ahora mismo por la ventana y acabes con tu miseria? ¿Lo sabes
realmente? ¿Importa acaso? Todos moriremos y nos pudriremos por la
eternidad. Tú tienes razón, sabes la verdad, pero eso no significa nada en un
mundo de mentiras y de monos deseosos de blasfemia. Es indiferente que
sufras o que ames, lo único que varía es la intensidad del equilibrio. Me das
lástima y tristeza a la vez, pues estás aún más condenado que aquellos quienes
se han condenado por su propia mano. Pero divago, perdona. Lo único que
quería hacerte ver es que ese amor por mi esposo, aunque sea tan miserable y
asqueroso, aunque se trate de una argucia y pura impiedad, es lo que me
mantiene viva. Eso me hace, tal vez, superior a ti, ¿no crees? Porque yo, al
menos tengo algo de qué agarrarme, aunque se trate de la más vil y
pendenciera de todas las falacias. En cambio, dime tú, ¿qué tienes además de
tu miseria? Yo lo sé: tienes la marcada de la dualidad. Y, si este mundo fuera
justo y el humano estuviese menos corrompido, tal vez serías un dios. Pero las
cosas no son si serán jamás como tú lo deseas.

XXIV

Me quedé mirando a Akriza con una profundidad que me anonadó. Sus


palabras sonaban tan conmovedoras y contradictorias que no terminaba de
entenderlas por completo. Me decía que aquella marca me hacía distinto al
rebaño, pero a la vez estaba condenado por ello. Tal parecía que mi existencia
era tan superflua como la de todos, pero había algo. Todo era complejo, tan
siniestramente complejo que me hallaba más confundido que antes. Y mi
existencia me dolía, la vida era un sufrimiento que buscaba apaciguar cuanto
antes, aunque solo quedaba un camino: el suicidio. La muerte era ya lo único
que me quedaba, la única opción viable en este pandemónium de
contradicciones absurdas y caóticas, en este cementerio de sueños rotos y de
anhelos fragmentados. ¡Qué horrible era existir, qué martirio era ser yo!

–¿Alguna vez has pensado que podrías arrebatarle a alguien la vida? –


preguntó Akriza, colocándose de rodillas frente a mí.

–Supongo que sí, pero es inútil.

–Desde luego, pero hay algo… ¿Por qué viniste a verme? ¿Esperabas
que yo te dijera todo esto?

–No, no era eso.

–Entonces ¿qué era? He visto cómo me miras, cómo me consumes en tu


interior, cómo surge el fénix de la reencarnación en tu alma cuando osas
dilucidar mis propios símbolos.

–Probablemente solo sea un simple deseo carnal…

–Desde luego que así es, pero… tú no eres creyente del amor, ¿cierto?
Al parecer, ese es tu problema, por eso sufres tanto en esta existencia.

–¿De qué problema estás hablando?

–Que no tienes de qué agarrarte, que no has permitido que tu cabeza se


contamine y acepte las mentiras que imperan en este mundo y que rechazas
constantemente. Por eso no puedes saber qué es más grande, si tu ego o tu
odio por la humanidad. Seres como tú son admirables, seres marcados y
renegados cuya oposición y consentimiento ante lo que detestan se convierte
en su sino. O ¿es que acaso me negarás que no te emborrachas, que no te
acuestas con putas, que no fumas brutalmente o que no puedes evitar ciertos
impulsos que te hacen, al fin y al cabo, humano? Eres paradójico,
contradictorio, pero eso te lacera mucho más que aquellos cuyos senderos ya
han sido determinados, pues se han rendido ante los dogmas y patrones
impuestos y heredados durante siglos. Tú no, tú eres especial, peligroso y
también torpe, pues tu sufrimiento carece de sentido como todo. Sabes que la
existencia de los humanos es tan miserable y superflua, que se regocijan en su
propia inmundicia anhelando poseer materialismo y dinero, que no conciben
mayores placeres que la fornicación y la estupidez. Sabes perfectamente que la
humanidad está condenada a ser patética e irrelevante desde el comienzo; sin
embargo, aún sufres inútilmente porque esperas algo, aunque sea el más
mínimo rastro de sublimidad, de seres cuya naturaleza es la banalidad y el
vicio. He ahí la raíz de tu dolor, la incertidumbre que diariamente intentas
obnubilar mediante el alcohol y el sueño. En cierta manera, vivir sabiendo lo
miserable que es dicho acto torna al espíritu en la mayor carga que se pudiese
atisbar. Solo hay un camino, la puerta que jamás se cierra. Lo único que debes
hacer es atreverte a cruzarla y todo terminará, o al menos tendrás más
esperanza de aliviar tu fatigado y hastiado ser. No hay alternativa: si no te
suicidas, existirás miserablemente contemplando cómo este mundo se pudre
lentamente en su intrínseca decadencia. Por eso me parece que eres demasiado
iluso aún, pues bien sabes que los humanos son estúpidos, pero te sigue
molestando su condición. Y es así porque quisieras que ellos fueran como tú,
que experimentaran el mismo tormento que sientes al despertar y saber que
debes abandonar tu pocilga y soportar un día más entre aquellos que
aborreces, entre aquellos monos asquerosos y viciados, hambrientos de
banalidad y materialismo, ignorantes títeres y putrefactos cadáveres que
simulan vivir. No obstante, tu mayor equivocación es pensar que existe
solución, que existe remedio para este vómito infernal que es la existencia en
este mundo. La verdadera lucha no es aquí, y lo sabes. Debes conservar tu
fuerza para continuar peleando en un sitio donde, al menos, tu lucha tenga la
mínima esperanza de tener sentido, donde puedas abrir los ojos y sentirte un
poco menos miserable. Deja ya esas perogrulladas, solo debes dejarte caer, y
todo habrá terminado de la misma forma en que comenzó: sin sentido.

–Sí, solo debo dejarme caer, pero no es tan fácil. Presiento que dolerá,
tal vez debe ser así.

–Y eso ¿qué importa? No debes razonar de esa manera, el dolor que


llegues a sentir será indiferente, tan exangüe comparado con el que
experimentas diariamente en esta vida miserable que te has negado a aceptar.
Te aseguro que el dolor se transmutará paulatinamente en paz, en calidez, en
una agradable e inefable absorción hacia lo inexpugnable. Y, cuando menos lo
esperes, serás al fin libre.

–Ni siquiera sé cómo llegamos a esto…

–Tu mirada es profunda –dijo, sosteniendo mi rostro con su suaves


manos, lo cual hizo que experimentara una sensación extraña y tierna, como
una conexión vetusta que llegaba desde una dimensión desconocida–. Me
aterraría ser tú, creo que ya me hubiera matado desde hace tanto. Solo tú
puedes soportar ese gran peso, esa despampanante incertidumbre proveniente
de la búsqueda implacable de la verdad; cosa que definitivamente jamás
hallarás en este mundo infecto. Tus ojos verdes son hermosos, aunque reflejan
algo más que dolor y tristeza. En su profundidad se solazan ciertas sombras,
criaturas que alimentan su individualidad. Eso, empero, es algo que casi todos
los humanos han perdido. Ahí yace la marca de la dualidad, la que te hace ser
y no ser, amar y odiar, vivir y morir. Tienes un inmenso problema, un vacío
infinito se asoma a través de tus pupilas. Tal vez seas lo más cercano a la
evolución que un humano haya alguna vez dilucidado.

–Lo dudo, Akriza. Tú lo has dicho: tengo vicios y formo parte de lo que
odio.

–No importa, lo comprenderás algún día: esa es la marca que te hace


especial. Luz y sombra, día y noche, ser y no ser, todo y nada; ya te lo he
repetido tanto. Tú no niegas lo que te destruye, y eso es majestuoso. No espero
que el significado de este coloquio cambie tu perspectiva, tampoco que te
atormentes pensando en mí. Tan solo quiero que mueras divinamente.

–Akriza, ¿cómo es que tú sabes todo esto? Yo pensaba que…

Entonces colocó una de sus finas manos en mis labios y los cerró. Sí, de
aquellas mismas manos que, aunque a primera vista parecían impecables y
límpidas, en realidad eran las de una pecadora, las de una maldita puta de los
mil infiernos que se revolcaba con cualquier anciano o cerdo asqueroso con tal
de alimentarse. Lo que me perturbaba era saber que, ciertamente, Akriza
parecía disfrutar de aquellas cogidas que le daban. Era como si el placer
proporcionado al ser follada solventara las repugnantes escenas a las que era
sometida por su marido, al cual, estúpidamente, creía amar de la manera más
absurda posible.

–No soy tu destino, no te confundas. En realidad, tal concepto no existe,


es una quimera como el resto. Hablar de destino me parece un insulto, ¿no lo
crees así también?

–Desde luego, la humanidad desde ninguna perspectiva podría ser el


resultado de un destino, ni tampoco el fin. No obstante, a veces existen ciertas
señales; es tan raro.

–Eres un niño todavía, pero recuerda esto: yo no soy tu sino, solo soy
una de las tantas puertas que te conducirán a él, o lo más cercano a ello, puesto
que pongo en duda su existencia. No debes detenerte aquí, tu vida se
doblegará cuando hayas vencido todo anhelo. Sabes a la perfección que has
vivido estúpidamente, pero no puedes morir del mismo modo, o eso te haría
similar al resto.

–Los humanos viven y mueren absurdamente, quizás ese sea el único


destino que nos espera –afirmé, suspirando profundamente y colocando mi
mano sobre la de Akriza; sus ojos negros eran demasiado grandes y
acendrados, como si fuese el instrumento de los misterios que apabullaban mi
alma, si es que poseía una.

–Lo sé, por eso todo está permitido; todo es absurdo.

–Entre más busco, menos encuentro. Supongo que la búsqueda está a


punto de terminar, demasiado pronto quizás. Sin embargo, cada día encuentro
mayor decepción y agonía en esta existencia. No existe ninguna razón que me
demuestre por qué vale la pena vivir; en contraste, hallo infinitos motivos que
me convencen de lo hermoso y purificador que sería morir.

–Parece que así debe ser. Alguien como tú aceptará más fácilmente la
muerte antes que unirse al rebaño. No hay engaño que pueda hacerte sentir
menos miserable, eso solo intensifica la marca que puedo discernir
inflamándose y refulgiendo con ferocidad en tu espíritu. El camino restante,
aunque corto, será espinoso, pero confío en que alcanzarás la cima, aunque
luego solo quede dejarse caer. Llegarás a lo más alto, pero te percatarás de que
estás solo y eso será lo mejor. Ningún humano podría seguirte el paso,
ninguno podría experimentar la angustia y el sufrimiento que vibran en tu
mente, que atasca tu ser de horripilantes desvaríos. Solo debes preguntarte si
vale la pena llegar a la cumbre, pues, una vez ahí, no habrá retorno…

–¡Cuán inquietante resulta que me digas todo esto! ¡Yo nunca esperé
algo así…!

–Supongo que hubiera sido buena escritora, tal vez mis libros se
hubiesen vendido y no estaría en esta miseria. Aunque, por otro lado, creo que
esto ha sido lo mejor. Me repugnaría saber que los humanos adoran mis libros,
que se han hecho tan comerciales que cualquiera puede leerlos y fingir
entenderlos.

–Lo sé. Pero no hay opción, por eso no he tenido la voluntad de escribir
algo. Me enloquece saber cuán banales serían mis libros si la gente común los
comprase y les gustasen. ¿Sabes algo? Odiaría saber que los humanos me
admiran y sienten cierto aprecio por lo que escribo, puesto que no existe algo
que odie más en este mundo que mi propia naturaleza y, por ende, la del resto.

–Yo podría ser tu madre, ¿has pensado en eso? –inquirió


subrepticiamente Akriza al ver que el deseo de poseerla no había menguado en
mi ser.

–Y eso ¿qué me importa? Me daría lo mismo matar o follar a mi madre


que a cualquier otra mujer. ¿Acaso crees que le debemos algo a aquellos que
por casualidad o goce momentáneo nos trajeron a este mundo miserable donde
hubiera preferido no haber venido?

–No, lo sé. Yo tampoco aprecié verdaderamente a mis padres. De hecho,


mi padre me desvirgó a los cuatro años tras haberme hecho tragar una infame
y megalítica cagada que arrojó hirviendo en mi boca. Cuando cumplí los seis
años, lo acuchillé.

–Ya entiendo… Pero tu madre ¿no te protegía?


–¿Mi madre? ¡Ja, ja! ¡Qué buen chiste! La perra prefirió dedicarse a la
prostitución que cuidar de mí, y murió sodomizada y empalada por algunos
curas del pueblo adyacente en una orgía que se suscitó en la parroquia de San
Pedro.

Quise decir algo, expresar una incomodidad que no sentía. Ahora


entendía el comportamiento de Akriza, su ignominiosa y cerval conducta
sexual. Había sido producto de una violación y quién sabe de qué otras
porquerías. Con razón experimentaba tal sumisión ante su marido, era natural.
Sí, era de lo más común que una mujer como ella, posiblemente con un
exacerbado trastorno de estrés postraumático, una vez habiendo asesinado a su
padre y siendo rechazada por la golfa de su madre, adoptase conductas tan
extremas siendo adulta. Con razón le fascinaba tragar excremento y buscaba
ser humillada siempre que podía. Se había casado con un hombre al que
aceptaba amar de la manera más humana y falsa posible, pero esto mismo le
proporcionaba exactamente el aliciente ideal para satisfacer su inmanente
deseo de ser sometida y apabullada.

Así, justificaba en su mente su propia complicidad en las orgiásticas


noches que su marido organizaba, donde era meada y cagada por aquellas dos
gordas taiboleras mientras el señor Golpin las fornicaba frente a ella. Esto,
lejos de repugnarle, la excitaba hasta el cuerno. Fingía sufrir y sus lágrimas
eran más producto de los incontables orgasmos que experimentaba que del
dolor infligido. De esta manera, decía amar a su esposo, pese a las infamias
que aquel crápula celebraba con ella, solo porque él satisfacía sus deseos de
esclavitud y humillación lo mejor posible. Sin duda, cualquier otro hombre no
hubiese podido llevar a cabo tal empresa. Y, sin embargo, cierta anomalía en
todo el proceso la había llevado a buscar placeres en los pitos más asquerosos
que se pudiesen imaginar. Así era Akriza, aquella mujer que tanto me atraía,
acaso por lo que dilucidaba en ella.

–Pero no hablemos de temas tristes. Parece ser que no te convence mi


idea del amor –exclamó, volviendo a su habitual semblante.

Noté de inmediato que la Akriza de los misteriosos diálogos sobre la


marca de la dualidad y el absurdo de la existencia había desaparecido.
Nuevamente, la faceta de la puta tragadora de mierda y desesperada
fornicadora había vuelto para permanecer. Pensé, extrañado y acongojado, que
bien pude haber alucinado todo lo anterior.

–Así es, no lo creo.

–Me siento un poco cansada –proclamó bostezando, con lo cual el olor a


mierda proveniente de su boca se impregnó en mí–, ¿por qué no vienes
mañana para seguir conversando? O ¿tienes algo más que decirme además de
juzgar mi trastornada relación con mi esposo?

–No, creo que nada más.

–¡Entonces vete, anda! –me ordenó, retirando sus manos delicadas de mi


rostro y frunciendo el ceño–. Debo salir a buscar a Jicari, no es bueno que esté
sola en las escaleras… Por otra parte, puede ser sospechoso que estés en mi
departamento a estas horas, ya sabes, la gente siempre inventa cosas que nunca
pasan. Además, mi marido podría regresar en cualquier momento.

Sin poder contenerme ni un instante más me abalancé sobre Akriza y la


besé en la boca a la fuerza. En primera instancia, no supo qué hacer ni
comprendió la violencia con que pegaba mi boca a la suya e introducía en su
totalidad mi lengua hasta alcanzar su garganta, la cual se sentía rasposa,
seguramente debido a alguna bacteria de índole sexual alojada ahí como
consecuencia de sus desvaríos. Saboreé su saliva como un demente, mi
miembro palpitaba y no podía resistir el introducirlo en el coño ardiente de
aquella ramera. Más allá, sin embargo, del contacto carnal, había una
sensación desconcertante que me proporcionaba un delirio casi esquizofrénico,
como si aquel ósculo fuese el vínculo con el más allá; el cordón que se
mostraba tan evidentemente ante mis ojos para que lo cortara sin perder ni un
segundo.

Me pareció que permanecí pegado a Akriza casi una eternidad. Su


aliento y su sabor mierdoso habían inflamado mis pasiones hasta la demencia,
como jamás ninguna puta de la avenida Astraspheris lo consiguió. Fue
entonces cuando colegí que, pese a todo, podían existir, aunque tenues y
engañosos, ciertos nexos entre una clase específica de seres, pero me
entristeció pensar en lo insignificante de tales elucubraciones. Sabía que ella
igualmente lo había disfrutado, solo que lo negaba debido a la sumisión que
mostraba ante su marido y a la satisfacción de sus asquerosas necesidades que
éste mismo le proporcionaba. El amor, para aquella perra desahuciada,
consistía en ser humillada y envilecida.

–¿Cómo te atreves? ¿Por qué hiciste esa tontería? ¡Estás loco!

–Perdón, no pude resistirlo.

Algunas lágrimas escurrieron por sus mejillas rosadas y luego me


propinó un fuerte puñetazo que me partió el labio. Acto seguido, me miró
durante unos segundos con su afable semblante, sus cabellos negros, largos y
sedosos, sus ojos inmortales y su alma inmaculada. Sin que yo lo sospechase,
me envolvió entre sus brazos y experimenté una paz inigualable. ¿Cómo podía
ser que una puta como ella y un suicida como yo nos hallásemos en medio de
la madrugada, consolándonos el uno al otro y sabiendo lo miserable y fútil de
aquel ritual prohibido? Ella, con su hija perdida, su marido ebrio y libertino
cuyas manías había imitado, y con ciertos trastornos sexuales que a cualquier
otro ensimismarían. Yo, sin deseos de permanecer viviendo, con un ego y una
arrogancia infinitas, misántropo, nihilista, narcisista y cualquier otro término
que alguna vez los psiquiatras empleasen conmigo. Lo único que me pareció
singularmente fantástico fue que, pese a no haberme cogido a Akriza, al
encontrarse nuestras miradas había un misterio que no podía comprender y
que tal vez nunca lo haría. ¡Cuán irrisorio era aquello, cuán mundano el
símbolo de nuestra unión y cuán decadente la lóbrega creación en donde ella y
yo debíamos coincidir miserablemente!

–Vete, necesito pensar cosas –expresó finalmente.

No pronuncié palabra alguna ni hice algún sonido. Me limité a


obedecerla y abandoné aquella pocilga para dirigirme a la mía. Decidí ir a mi
habitación y acostarme, un tanto resignado y con raras sensaciones en la
cabeza. ¿Qué había sido todo eso? ¿Quién era verdaderamente Akriza y por
qué en determinada parte de la conversación su discurso fue tan enigmático?
Siempre me pasaban esa clase de cosas, no debería aterrarme tanto. De hecho,
me era indiferente, pero me disgustaba tener que experimentar sucesos
parecidos. Hubiera querido, tal y como eran mis planes originales, solo
habérmela cogido y luego haber vuelto a mi cama para reflexionar lo vano de
tal acto. En el fondo yo sabía que un hombre y una mujer no tenían otro
motivo para estar juntos que no fuese coger.

Aquellos que se atiborraban con la hipocresía y las mentiras de este


sistema propalaban tonterías y argumentos ridículos en contra de los designios
de la naturaleza. En realidad, en cuanto se satisfacían los deseos carnales, se
podría matar a aquel que para esto nos ha servido sin el menor escrúpulo y sin
importar de quién se tratase. Fue cuando recordé a Lary y a su pequeño
bastardo, el cual fornicaba a su abuela amargada cada noche. No sé por qué lo
rememoraba precisamente ahora, era extraño. Aquel niño me parecía más un
reflejo de mí mismo que un ser existente en la supuesta realidad. Como sea,
era indiferente. Solo me sentía ligeramente trastornado porque sabía que
Akriza me había rechazado, al menos sexualmente, y eso, lejos de
disgustarme, me había brindado paz.

XXV

Me hallaba en un ataúd a punto de ser enterrado, aunque aún estaba vivo.


Sabía que estaba vivo en los términos que me habían sido inculcados para
comprender tal condición. No obstante, algo se sentía distinto, parecía no ser
yo mismo. Así transcurrieron unos minutos hasta que, presa de una sórdida
desesperación, intenté abrir la maldita caja sin conseguirlo. Me estaba
ahogando y gritaba inútilmente, pues nadie vendría a ayudarme. O eso creía
hasta que, milagrosamente, sentí el roce el aire chocando con mi pálido rostro.
Me levantaba y lo primero que hacía, naturalmente, era reconocer en dónde
diablos me encontraba. El lugar era por demás extravagante y con un halo de
decadencia tras las agrietadas paredes y las telarañas viscosas. Salía del ataúd
tan solo para descubrir torres megalíticas que mi visión escueta no me permitía
seguir hasta la cima. Eran infinitas, había miles y miles de ellas y se extendían
hasta perderse en la penumbra. El aire era helado y tres soles negros era todo
lo que coronaba el supuesto cielo.

De vez en cuando algún relámpago caía y chocaba furiosamente contra


alguna ventana de las torres, pero sin que la lluvia, también extrañamente
viscosa, se tornase en tormenta. ¿Qué era aquella ciudad y cómo había yo
llegado allí? ¿Por qué había despertado en un ataúd y quién había acudido para
ayudarme? Además de las torres inmensas, nada más quedaba sino el vacío.
No había casas, árboles, bancas, parques, … Un silencio perturbador era el
único aliado, en conjunto con los soles negros que siempre giraban. Comencé
a caminar, apesadumbrado y confundido por aquel pandemónium inexplicable.
Y es que, de hecho, estas torres sumamente elevadas eran horribles, más
próximas a cárceles que a viviendas.

Cuando estuve lo suficientemente cerca de un edificio infinito, mi


cabeza fue aturdida por un sonido estridente que antes era imperceptible. Al
instante me desmayé y, cuando desperté, el panorama había cambiado
someramente. Ahora podían observarse los fantasmas de humanos, pero
parecían sumidos en hondas cavilaciones, iban de un lado a otro y no
prestaban atención a su alrededor. Por otra parte, las numerosas ventanas de
las torres que antes se hallaban apagadas ahora estaban encendidas, pero la
luminosidad, en gran parte opacada por el tipo de cristal, solo permitía
vislumbrar un rojo que identifiqué inexorablemente con sangre. Entonces
empezó la demencia: las ventanas se abrieron y un tropel de sombras salieron
riendo y bramando, lideradas por una monstruosa criatura como jamás ha
existido otra… Pude contemplarla plenamente unos segundos, menos que eso,
pero fue atroz el golpe psíquico. Lo que más me aturdía era la sensación
anómala de que aquella pesadilla era más real que la supuesta existencia en la
dimensión humana donde aborrecía estar. Sin embargo, solo acerté a correr
profiriendo maldiciones y entonando mantras en un lenguaje absolutamente
extraño y que, por una u otra razón, yo dominaba.

Esta criatura, por lo que observé, poseía alas imposibles de contar; tan
variadas e inmensas que me parecía como si abarcase todo el universo. Por
ellas fluía sangre y una sustancia de un azul tan oscuro como desconcertante.
Poseía tentáculos etéreos que, por desgracia, tuve la ocasión de contemplar
cómo y para qué eran empleados. Tan largos e igualmente infinitos, se
distribuían alrededor de esferas en el supuesto cielo, o lo que sea que estuviese
por encima de mí. Precisamente el lugar donde yo me hallaba aparentaba ser
solo uno de los casi ilimitados mundos, físicos o espirituales, donde aquellos
tentáculos eran arrojados. Fue así como descubrí que aquellos títeres
aparentemente vivo y humanos eran ensartados en el ano por un tentáculo, el
cual se introducía hasta salir por la boca. Durante el tiempo que esta operación
duraba, la víctima experimentaba contorsiones horribles, su piel se tornaba
putrefacta y un haz de luz oscura lo señalaba. Algo, no sé qué, era extraído del
sujeto en cuestión, pues el tentáculo palpitaba y enviaba hacia la entidad
siniestra y enorme una sustancia iridiscente. Al mismo tiempo, una explosión
acontecía y lo que fuera antes arrebatado era suplantado, ocasionando una
tranquilidad inaudita en la persona. Este proceso se repetía sin cesar, y, aunque
todos se negaban en un comienzo, eran penetrados tarde o temprano. Y, entre
más resistencia presentasen, más violento era el desgarramiento anal.

Entendí que, comparado con aquella criatura ignota y majestuosa, yo era


menos que un insecto, comprobando únicamente la percepción que tantas
veces planteaba en mi cabeza: la existencia de la humanidad carece de sentido
y es sumamente miserable y estúpida que, a lo más, podría solo tratarse del
vómito, el excremento o el más ignominioso error de alguna entidad que,
librada de toda concepción adquirida por sus infames creaciones, no sería ni
buena ni malvada, simplemente superior cualquiera que fuese su naturaleza.
La entidad que contemplaba se agitaba y sucedía entonces un fenómeno que
en mi limitada consciencia no discernía, pues en ella estaban mezclados el
bien y el mal, así como toda otra dualidad discutida y analizada por los tontos
monos. Además, cuando me concentré lo suficiente en la sombra que era
proyectada sin ninguna razón en el suelo, apareció una constitución inefable y
tan maravillosa que creí enloquecer aún más.

Se trataba de aquella criatura, la cual podía adoptar diferentes tamaños


en el mismo intervalo de lo que yo creía era el tiempo. Y no solo eso, podía
también absorber el tiempo mismo, manifestándose a la vez en todas las
épocas y en ninguna. Y así, poseía propiedades que sobrepasaban por eones la
miserable, nimia y absurda mente que en mi retorcida y vacua animalidad aún
creía poseer. No sabía, sin embargo, la inquietante manera en que yo, un
patético humano, podía resistir la visión de algo tan complejo y supremo, pues
más allá de lo que físicamente me anonadaba, era lo que interiormente aquella
cosa me impelía. Era como si conociera cada una de mis formas, cada una de
las personalidad que convivían en mi interior y a la cuales estaba tan
acostumbrado a satisfacer y alimentar para luego dejarme dominar por ellas.
Entendí, asimismo, que yo no era yo, o al menos no era quien había creído
hasta ese momento.

No supe si había vivido infinitamente o nunca, si aquella era la verdad o


la más perfecta falacia en el multiverso que presenciaba en las diminutas e
infinitas galaxias que se acurrucaban y eran apenas perceptibles en las
megalíticas alas de aquella divinidad que, al mismo tiempo, inspiraba a lo
demoniaco. Finalmente, era como si lo bueno y lo malo nunca hubiesen estado
separados, como si solo criaturas tan carentes de sentido y tan imbéciles como
los humanos pudiesen tener tales concepciones. Empero, en realidad, nada era
bueno ni malvado, nada era correcto o equívoco. Todo era dual, todo estaba
permitido, y eso tenía un halo de superioridad que en esos instantes comprendí
por qué a la humanidad le había sido prohibida tal revelación. Los humanos
vivían creyendo que sus actos eran importantes, que ellos mismos constituían
la forma más evolucionada y que algún día, pese a la miseria de sus espíritus,
dominarían el insignificante sistema solar. La única verdad se refería a la
inmutabilidad del ser, a la absoluta indiferencia ante los factores que hacían
sucumbir a la mayoría. Si se pudiese reducir aquella iluminación que acercaba
al soñador a la máxima definición de la verdad, esta sería: no desear nada,
excepto la muerte.

No obstante, aún no creía haber llegado al fondo del túnel, cuando la


criatura poseedora de la dualidad eterna expandió todavía sus alas y yo, un
estúpido mortal, quedé cegado por su magnificencia. Lo que me sublevó fue la
sexualidad tan inquietante, tan embriagante que se me mostraba. El
hermafroditismo ideal, las proporciones mejor confeccionadas, el pene y la
vagina más gloriosos insertados el uno en la otra, porque, en efecto, esta
siniestra y sublime esencia magnificente se penetraba y se fecundaba a sí
misma, y la lluvia de esperma no era sino la llovizna que incitaba la
germinación de las semillas cuya existencia ni siquiera podía ser susurrada.
También las manos de la divinidad demoniaca eran hermosas, bañadas de
aquella luz oscura que llenaba el cuello, las piernas, los senos y el rostro. El
resto del cuerpo estaba cubierto por una gruesa capa de ignotos diamantes
espirituales cuyo brillo variaba según el universo desde el que se le
interpretase. Y, finalmente, antes de desmayarme, miré su rostro.

No tendría palabras, ni siquiera en aquella lengua que malsanamente


hablaba sin recordar cómo la había aprendido, para describirlo. Lo único que
mi estupidez y mi ignorancia me permitieron mínimamente intuir fue que
aquello sería lo más bucólico y antihumano que alguna vez hubiese atisbado.
Fueron sus ojos, en cuya profundidad se asomaban los destinos del todo que
eran transmitidos a los tentáculos, los que me demostraron la inutilidad de mi
existencia con esa combinación de violeta que hacía alucinar con el principio
del fin. Entonces mi alma desfragmentada no resistió más el impacto y me
desplomé, sintiendo cómo el esperma ardiendo caía y me bañaba, pero
también con ello experimentaba yo una paz excepcional. Era casi como estar
muerto, o al menos esa era la ilusión que aún preservaba, pues creía que aún
eso me quedaba para sentirme menos miserable en mi nauseabunda y vil
existencia humana.

No sé cuánto tiempo transcurrió desde que me desmayé, pues tal


concepto solo permanecía fijo en mi cabeza. Curiosamente, la entidad divino-
demoniaca ya no coronaba el firmamento, pero sentí temor cuando al dar
media vuelta casi caigo en un vacío desprendido de un ojo luminiscente.
¿Dónde demonios estaba? ¿Acaso al borde del multiverso? ¿No era todo parte
de un sueño solamente? Comencé a caminar y estaba decidido a averiguar más
de aquel enigmático lugar cuando algo me arrastró. Y si digo algo, aquello,
entidad, esa cosa, entre otras expresiones inadecuadas, es precisamente por la
incapacidad de mi estrechez para dilucidar con qué clase de criaturas y en qué
mundo me hallaba inmerso. Entonces ese algo me tomó desde dentro y me
arrastró hacia una puerta en lo alto de un monte. Pasamos todas las torres
megalíticas con las ventanas de matices ensangrentados sin detenernos. A
veces, cuando podía ligeramente observar el interior, notaba que ocurrían
depravaciones que harían perder los estribos a cualquiera.

Algunas escenas dentro de las torres mostraban a personas siendo


violadas, descuartizadas, masacradas, torturadas o en cualquier acto deplorable
que, bien sabía yo, se cometían diariamente en la sociedad humana. En mi
interior sentí crudeza y creo que vomité una masa negruzca que, para mi
sorpresa, se introdujo nuevamente en mi ser por el ano, lo cual me hizo dudar
si también yo había sido desflorado mientras dormía. Como sea, un griterío
muy vago me atormentaba, las escenas eran tan bestiales, tan crueles como
solo la humanidad sabía serlo. Me percaté de que conforme íbamos subiendo
hacia el monte, sin saber aún quién o qué me llevaba contra mi voluntad, lo
atroz de los actos aumentaba. Sin embargo, lo que consumaría la extravagante
y siniestra visión recién comenzaría.

En la cúspide de aquel monte sombrío del que parecían emanar las más
sórdidas lamentaciones y en donde se originaba una vorágine de una
pestilencia incomparable, me hallaba yo postrado y jadeante. Las megalíticas
torres de ventanas ensangrentadas y con imágenes nauseabundas se habían
esfumado. La lluvia continuaba y me empapaba, pero su olor era peculiar,
como el olor que tienen las flores que crecen cerca de las tumbas de los
muertos. Era eso o tal vez que yo me sentía hasta entonces más muerto que
vivo, pero naturalmente aquello era solo un absurdo sueño, y, cuando
terminase, volvería a la misma miseria de siempre, a la monotonía insana de la
vida humana, con su triste y agobiante ritmo, con su pérfida y asquerosa
rutina, con la sensación molesta de tener que despertar y enfrentarse con un
nuevo día en un mundo que no tenía ninguna razón para continuar existiendo.
Y, encima de todo eso, lo más complicado era saber que aún no tenía el valor
para cruzar la puerta, que no era ya sino un cadáver andante rodeado de títeres.
Así reflexionaba sobre lo miserable que era vivir hasta que observé cómo un
abismo infinito rodeaba el trozo de roca donde me hallaba. Es interesante
analizar la naturaleza humana en situaciones tan extravagantes que la
imaginación no suele pintar, pues en esos momentos se revela el verdadero yo
que se cobija debajo de las numerosas máscaras que las personas utilizan por
el temor que tienen de saber qué son en el fondo.

Esto, según entendía, había sido siempre así desde el comienzo de los
tiempos: las personas siempre habían tenido una marcada tendencia a ser
miserables, estúpidos e ignorantes en todo aspecto. Eran solamente inmundas
criaturas a las que se controlaba magníficamente con alcohol, fútbol,
espectáculo y cualquier contenido similar. La existencia de las personas giraba
en torno al dinero, las posesiones materiales, los cargos laborales, los ahorros
en el banco, las fiestas, la televisión y demás bagatelas. Además, se hallaban
tan inmersos y adoraban a tal grado aquello mismo que les esclavizaba que,
triste o felizmente, sus vidas transcurrían en el tedio y el sinsentido sin que
ellos se percatasen o se cuestionasen profundamente la razón de su mísera
esencia.

No obstante, la pseudorealidad estaba diseñada para evitar que sus


miembros evolucionaran más allá de lo deseado; en realidad, todo estaba
controlado, y hasta aquello que se creía iba en contra del supuesto sistema,
terminaba por formar parte de él y en un grado insospechado. Estas
cavilaciones me hacían sentir sumamente patético, pues no concebía cómo
podía yo ser portador de marca alguna más allá de saber que el mundo se
sostenía debido a que la hipocresía y la mentira eran más grandes que el deseo
de la verdad en todos sus habitantes. Así, aquello que se negaba
fervientemente, en el fondo y en los momentos de soledad o de mayor
lobreguez estallaba en los humanos, enloqueciéndolos hasta el punto de violar
o matar a quien fuese, sin importar edad o raza. Sin embargo, esta era solo una
de las muchas consecuencias que la pseudorealidad dejaba en el interior de los
humanos que negaban rotundamente sus más profundos anhelos. Al fin y al
cabo, la humanidad estaba condenada a ser miserable y, por ende, cualquier
cosa estaba permitida, lo cual dejaba únicamente la opción de ser indiferente y
fingir estar vivo. Sí, eso era: había que olvidar que se estaba vivo para poder
continuar viviendo.

De pronto, sin percatarme, me hallaba al borde del precipicio. Al voltear,


atisbé infinitas hormigas que jamás cesaban de moverse, como los humanos
que nunca dejaban de hablar tonterías. Eran apenas muy diminutas luces
mortecinas, tan opacas y ridículas que ni siquiera valía la pena mirarlas. Por
algún motivo, tuve la convicción de que yo también formaba parte de esa
babel de luces exangües, de que yo era solo uno más en el absurdo general de
la humanidad. Ahora entendía que ninguna vida era demasiado importante,
que lo mismo daba matar que ser asesinado, puesto que, de cualquier manera,
nacerían nuevos seres para suplir a los primeros. Todo era así: irrelevante. El
error de los monos consistía en creer que sus actos trascenderían, que una raza
tan miserable y pestilente podría ser la única en el caos universal. Y, aun así, lo
más gracioso era saber que, incluso en este triste mundo humano, no había paz
ni libertad ni felicidad, pues ilógicamente el momentáneo poder de dominar a
un conjunto de imbéciles cegaba la mente de unos cuántos seres llevándolos a
implantar sistemas y realidad alternas que atrofiaran la percepción de las
víctimas.

Fue así como miré asqueado el abismo, cansado del mundo y de mí


mismo, lamentando solo una cosa: haber existido. Sabía, empero, que esto
nunca cambiaría. Y que, aunque muriera, mi existencia no podría ser
eliminada por completo, y eso me atormentaba más todavía que el hecho
mismo de existir absurdamente. Tan abstraído me hallaba en aquellos instantes
que no noté un agujero en el suelo por donde torpemente caí. Al recuperar el
conocimiento, todo lo que recordaba era ese abismo con las insignificantes
luces al que me sentía inexorablemente ligado. El silencio era absoluto al igual
que la oscuridad, por no mencionar el vacío en el que me parecía hallarme. Era
como si hubiese sido excluido del resto de la humanidad tan solo para
contemplar mi propia banalidad. Por suerte, al fin había luz, la observé
mientras me separaba un poco del sitio donde el agujero me había arrojado;
aquel agujero apestoso e irreconocible. No sé cómo no noté antes esa extraña
oquedad en el suelo, quizá porque estaba absorto entendiendo qué era esa
inmensa colección de luces tan poco centelleantes, casi extintas, como el
talento en los humanos. Pero ahora, sin estar preparado para el final de la
visión, cruzaba con indiferencia una abertura que parecía dar a un recinto
repleto de formas descarnadas.

Cuando me recuperé someramente del sobresalto que me produjo el


lugar, volví a ensimismarme debido a la criatura que aparecía frente a mis ojos
y el exótico mar de figuras que se arremolinaban en torno a ella. Se trataba de
un lastimoso cuadro del horror, tan inexplicable como cruento. De ganchos
que estaban fijados en el techo pendían numerosos cuerpos en avanzado
estado de descomposición, con las partes sexuales magulladas y gangrenadas,
vociferando imprecaciones y solicitando cuanto antes ser sodomizados.
Aunque la escena fue realmente espantosa, pues moscas inmensas arrancaban
trozos de carne de aquellos desdichados, los cuáles ya ni siquiera
experimentaban dolor alguno, nada me había advertido lo que acontecería
después. Del suelo emergió algo que, en un principio, hizo que mi corazón
palpitase vigorosamente.

Se trataba de una criatura que nunca había visto, con matices


desconocidos para mi humana percepción combinándose alrededor de todo su
cuerpo, el cual era y no era a la vez real. Tenía el aspecto de una rata, pero
algo no encajaba con la normalidad de los animales conocidos, y es que esa
cosa poseía ojos alrededor del lomo y las extremidades; ojos raros que nunca
se cerraba y siempre giraban y giraban. Además, en lugar de cola tenía
tentáculos o lo que sea que fueran esas onduladas hebras que se retorcían
pérfidamente. En resumen, era una criatura repugnante y horrible, ajena a las
concepciones humanas y cuya naturaleza me inquietaba. No era tanto que su
forma física fuese vomitiva, era lo que alteraba en el interior por lo que me
anonadaba y le temía.

Sí, yo le temía. O creía hacerlo hasta que se acercó a mí y, sin modificar


su expresión siniestra ni cambiar sus matices, me contempló. Fijó tanto su
mirada en mí que sentí como si esa entidad fuese yo mismo. Ahora surgía una
conexión más clara y atroz, puesto que efectivamente, por algún motivo,
parecía estar vinculado a ella. Pero ¿cómo y por qué? ¿Qué demonios
significaba esa cosa emergida de los sitios más ocultos de mis sueños y de mi
mente? ¿Por qué me inquietaba tanto que clavara sus ojos cósmicos en mí? La
verdad es que, cuando lo hacía, me sentía desfragmentado, desconectado y
temeroso. No podía ser indiferente como siempre lo había sido, me costaba
ignorar ese mensaje intrínseco que llegaba a mí sin comunicación verbal, que
solo podía experimentar en lo que sea que fuese el alma.

¿Acaso la criatura blasfema que tenía frente a mí denotaba qué era yo en


realidad? Era tan extraño sentir una conexión inmanente y mística, una que me
asustaba y me agotaba. Después de todo, contemplando los tornasolados
costados y los ojos siempre alertas de la criatura, comprendí que una gran
parte de quien realmente era yo se hallaba tan perfectamente mezclada con ella
como para intentar una separación. Por eso, tal vez, es que me repugnaba a tal
extremo mirarla con ese rostro afilado de roedor y esos ojos cósmicos que
producían un estrés endemoniado. Y esos raros hilos en su parte trasera que
parecían haber estado conectados a la profundidad de mi propio yo, pero que
ahora se mostraban al natural.

¿Quién era yo? ¿Qué era yo más allá de un humano, más allá de este
cuerpo y esta mente? ¿Fui construido o existía desde siempre? ¿Qué era este
traje orgánico que me mantenía preso en este plano tan superfluo? ¿Dónde
estaba mi alma, mi espíritu, mi esencia, mi verdadero ser? ¿Cuántas máscaras
había usado hasta ahora y por qué? ¿En cuántos fragmentos se había escindido
mi sombra para evitar los ocasionales haces de luz con que intentaba
iluminarla? Y, al final de todo, ¿por qué existía? ¿Qué sentido tenía vivir, por
qué hacerlo? ¿Por qué el mundo debía proseguir siendo sumamente miserable
y absurdo? ¿Quién diseñó el destino de títeres como nosotros? ¿Hacia dónde
se dirigía esta decadente condición parapetada bajo el ridículo y vano nombre
de civilización? ¿Cómo entenderme? ¿Cómo tener certeza de algo siendo que
todo está manipulado y corrompido? Ni siquiera quería seguir vivo, tampoco
me sentía bien sabiendo que existía por obligación; lo que anhelaba era volver
a mi miserable realidad y acabar con lo que sea que fuese yo cuanto antes.
Pero la contemplación de esa criatura me aterraba y me asqueaba, pues bien
sabía que mi interior la había alimentado, que cada personalidad originada
había contribuido al nacimiento de esos ojillos desgastados y esa apabullante
sensación de intranquilidad y angustia que desprendía de sus tentáculos
traseros.

Subrepticiamente, vino lo más desgarrador. La criatura se alteró y se


puso a chillar de forma horrorosa, vomitando sangre con semen por los ojos
distribuidos en todo el cuerpo. Entonces surgió una lápida y en ella, para mi
sorpresa, estaba Melisa; la mujer que creí haber amado tiempo atrás y que, tras
haberla ignorado en repetidas ocasiones, terminó por quitarse la vida. Recordé
entonces que, en algún momento difuminado ahora por el absurdo de la
existencia y del tiempo, había creído ser feliz con ella. Sí, alguna vez algo
vibró en mi interior y distorsionó mi percepción al punto de creer que estar a
su lado era lo más maravilloso y sagrado que había. Ahora la contemplaba en
esa lápida, sostenida por una fuerza misteriosa y con un semblante pálido y
demacrado, pero lo peor era que su estómago estaba sumamente hinchado. Al
fin lo comprendí, o lo interpreté como pude: ella estaba ya embarazada cuando
se había suicidado.

En el vientre de Melisa algo burbujeaba, algo espantoso y asqueroso.


Ella siempre fue un ser extraño, alguien a quien no terminaba de comprender
por más que lo intentase. Nada estuvo claro, solo que, desde el comienzo,
nuestra relación fue tergiversada y decadente. Hubo momentos de humana
felicidad y de placer carnal, pero una auténtica comprensión no se logró por el
simple hecho de que los humanos no pueden establecer vínculos más allá de la
cama y la continua codependencia emocional. Como sea, Melisa me había
hecho sentir bien, había conseguido que olvidase lo miserable que era vivir e,
incluso, había pensado que un humano sí podía hacer la existencia de otro más
llevadera y menos tediosa. Pero todo eso no eran sino fantasías, meras
quimeras que el paso del tiempo destruyó con ferocidad. Y ese día, ese fatal
día en que todo finalmente fue zanjado, ese fue también el instante en que mi
indiferencia absoluta se concretó, en que murió lo único que me proporcionaba
una efímera sensación de estar vivo.

Pero ahora la criatura multicolor y de ojillos espeluznantes avanzaba


hacia Melisa, bramando y sacudiéndose vomitivamente. Había algo, sin
embargo, que me identificaba con ella, como si representase una simbología
oculta que se hubiese manifestado. En el fondo, esa criatura era yo, un yo que
había negado por mucho tiempo y que, en mis ensueños, brotaba y me
conquistaba, que realizaba los actos que jamás disfrute plenamente en vida.
Porque, en efecto, detestaba tener relaciones sexuales con Melisa. No sé desde
cuándo o por qué surgió tal inconveniente, pero así era. Desde el momento en
que ella me engañó, todo cambió. No solo sentía por ella asco y desprecio,
sino que sexualmente me había destrozado. A veces tenía incluso que
consumir viagra para poder penetrarla y fingir que hacérselo me
proporcionaba un gran deleite. Lo único que pensaba era ¿por qué me veía
sometido a su influjo? ¿Por qué, pese a todo y sabiendo que lo que por ella un
día sentí ya no volvería jamás, me mantenía a su lado y me era prácticamente
imposible desligarme de su compañía? La odiaba y la necesitaba en la misma
proporción, la detestaba y la adoraba.

Ella me había ocasionado el mayor dolor del mundo, pero,


extrañamente, no pensé entonces en dejarla, sino solo en estar a su lado y
buscar un poco de ese cariño que creía aún me tenía. Ella se había besado con
otro hombre, pero eso no significaba que ya no me amase; por el contrario, tal
vez eso fortificaría lo que sentía por mí. Al menos esa era la justificación que
me daba cuando, rara vez, tocábamos el tema. Y, aunque me pedía que la
dejase, siempre volvía a ella, siempre terminaba por aferrarme a una felicidad
vacía y putrefacta, a un sentimiento del que ya ni las cenizas restaban. Sin
embargo, pese a todo, sentía que mi vida no podía ser diferente, que ella y yo
debíamos compartir aquel sinsentido para sentirnos menos muertos.

Cesé de pensar cuando la criatura tornasolada y de ojos sombríos entró


en contacto con Melisa. Ella parecía tan real, como si fuese un fragmento que
mi memoria hubiese encarnado para torturarme. Entonces la ignominia
alcanzó el clímax y mi trastorno sexual quedó representado a la perfección.
Como dije, Melisa no me provocaba ningún tipo de deseo íntimo, todo lo que
quería era abrazarla, besarla y refugiarme entre los mismos labios y brazos que
me habían traicionado. No sabía por qué adoptaba esa actitud ni para qué, pero
me gustaba dormir sintiendo su piel. El dolor crecía y seguía emponzoñando
mi interior, pero en el exterior no podía estar sin ella. Y ¡cuán horripilante era
la hora del sexo, pues libraba una guerra conmigo mismo para poder
excitarme, para poner tieso mi miembro e introducirlo en su vagina!

Ella, sin embargo, siempre lucía animada y deseosa de fornicar conmigo,


parecía ser lo único que le importaba. En el fondo, según barruntaba, lo hacía
porque sentía que era ya la única cosa que podía darme. Sí, una vez que
nuestro amor se fue al diablo, solo el sexo nos unía, al menos corporalmente.
Ella solo quería ser utilizada y proporcionarme ese placer mundano. Ella me
miraba como un ser superior a quien le debía incluso la vida, como alguien a
quien había amado y lastimado. No sé si realmente se sentía comprometida
conmigo, si el sexo era la actividad en la cual podía estar en igualdad de
condiciones ante un ser que adoraba. ¡Cuánto sufría yo teniendo relaciones
con ella! Y, en los últimos meses, lo veía como una obligación, como algo que
debía hacer rápidamente y sin preocuparme por disfrutarlo. De hecho, prefería
masturbarme que fornicar con Melisa.

XXVI

El sonido de siete violines me recordó la escena que acontecía ante mis ojos,
la cual era, por cierto, definitivamente rara y nefanda. La criatura, que era yo
en lo profundo y con la cual estaba vinculado de alguna manera, se irguió y
noté cómo un increíble y venoso miembro surgía de sus entrañas, supurando
pus y mierda. Entonces aquellos tentáculos que colgaban de su parte inferior
se alargaron y se enroscaron en las extremidades y el abdomen de Melisa,
apretándola con tal fuerza que ella gritaba espantosamente y sus lágrimas eran
de sangre, la cual inundaba el lugar y ya había sobrepasado mis pies. Esto, no
obstante, no lo había notado hasta ese momento. El sonido de los violines
tampoco lo había percibido, aunque era hermoso y violento, esparciendo un
enigmático ambiente en la sangrienta habitación, haciendo que los cadáveres
colgantes expulsaran más mierda de lo normal. Además, la melodía era tan
sublime que no podría ser reproducida por ningún humano. Cabe decir que, a
los responsables de esta inolvidable música, jamás los vislumbré.

El pene de la criatura iridiscente se elevó y se partió en dos, como la


lengua de las serpientes. De cada mitad emergió un ojo siniestro que coronó el
glande. Me resultó imposible identificar qué tonalidades eran las que
envolvían a los dos penes, pues, al igual que los matices de la criatura, no se
hallaban en la triste y limitada percepción humana. Así, ambos miembros con
ojos como glandes y con el prepucio derritiéndose se introdujeron en la vagina
y el ano de Melisa. Los doloroso quejidos superaron mi sobresalto y, desde
entonces, me fue imposible moverme o formular alguna idea. Me limité a
contemplar lo que acontecía sin siquiera parpadear. Una vez dentro de Melisa,
la criatura se irguió por completo y se apoderó de su débil constitución. La
penetraba con una violencia inaudita, se movía de un lado a otro y desgarraba
ambos orificios sin importar la agonía ocasionada. Noté que el charco de
sangre se incrementaba debido a que ésta brotaba a chorros después de cada
embestida, mezclada con mierda y fluidos verdosos.

Para hacer aún más repugnante la escena, los tentáculos del trasero de la
criatura se introdujeron en cada orificio de Melisa: boca, orejas, orificios
nasales y hasta por los ojos y el ombligo, haciendo que su sufrimiento se
potenciara como nunca. Sus dos ojos, aquellos hermosos ojos grisáceos que
antes me encantaban, fueron sacados de sus órbitas y devorados por la criatura
cuyo fulgor era indescriptible. Embestía a Melisa como si quisiera partirla,
incluso la había ya separado de la lápida y la mantenía en el aire, empalada en
su doble miembro y sostenida por los infinitos tentáculos que fornicaban cada
agujero. La pobre Melisa hubiese querido morir en aquel momento, pero no
era posible. Debía sufrir aquella humillación frente a mis ojos, o no quedaría
satisfecho. Entre más violentas eran las embestidas que la materialización de
mi sombra daba a aquella mujer, más brutal sonaba la singular sinfonía y más
mierda caía de los cadáveres colgantes. Incluso, algunos se desprendieron y se
hundieron en el pantano de sangre, el cual ya me llegaba hasta la cintura, y era
tan cálido como fétido. La parte de mi cuerpo que estaba sumergida en aquel
fluido nauseabundo ya no la sentía.

El espectáculo continúo sin que yo pudiese intervenir. A decir verdad,


aunque hubiese podido, no sé si lo hubiera hecho. Ella era mi sombra, o lo más
cercano a ella. Esa cosa era yo, pero envuelto en todos los deseos insanos e
infectos que no me atrevía a revelar ni superar en mi consciencia más
superficial. Me divertía escuchar los agobiantes gemidos de Melisa, aunque no
entendía una sola de toda la sarta de palabras que mascullaba. Fue entonces
cuando noté que su corazón refulgía en sintonía con el mío, que estábamos
ligados más allá de este plano. Tal vez, pese a todo, nuestro encuentro no
había sido una mera casualidad, aunque ya era demasiado tarde. Su rostro
seguía siendo hermoso y curioso, conservaba esa natural sonrisa con la que
tantas veces me cautivó.

De pronto, como si la tragedia necesitase un incentivo más, algunos


papeles comenzaron a caer de quién saber dónde. Los reconocí al instante:
eran los poemas que alguna vez dedicase a Melisa, los que le escribiese tan
sincera y puramente cuando recién nos habíamos conocido. Recordé lo bello
que era tenerla cerca de mí, en aquellos días cuando no necesitábamos ni
siquiera rozar nuestros cuerpos para saber que nos amábamos. Luego vino el
sexo y todo se derrumbó, extinguimos una magia que ya nunca volvería. Tomé
algunos de aquellos papeles, reconociendo mi letra y las dedicatorias, pero, en
cuanto tocaban mis manos, se hacían cenizas. Así pasaba con todos, al cabo de
un tiempo se hundían en el mar de sangre y mierda, se remojaban y se
deshacían para convertirse en parte de la nada.

Pero los poemas extintos ya eran tema del pasado cuando me percaté de
que la mezcolanza que inundaba toda la habitación solo dejaba libre mi
cabeza. Sentía todo mi cuerpo adormilado y pudriéndose, infectándose de
quién sabe qué sustancia malsana. No obstante, eso estaba bien; era muy
bueno estar hundido en aquella mierda. Miré a Melisa una vez más, la pobre
aún no se daba por vencida. Pataleaba y se retorcía, como si esos fútiles
intentos por liberarse de las garras de la criatura ignominiosa sirviesen de algo.
Los violines se detuvieron repentinamente, un silencio infame lo invadió todo.
Melisa cesó en sus bruscos movimientos y las desconcertantes embestidas
también pararon. Sentí algunas convulsiones en mi mente y entonces…
¡Melisa fue preñada por la cosa! De alguna manera, a pesar de ya estar
embarazada, cuando el ignominioso caldo verduzco fue arrojado en su matriz,
se produjo la instantánea fecundación. No puedo imaginarme la siniestra
sensación de sentir el esperma caliente y pegajoso de algo no humano
fluyendo por cada agujero del cuerpo. Y es que, en efecto, también los
tentáculos chorreaban abundantemente los ojos, nariz, orejas, ombligo y boca.
Ni hablar de la vagina y el ano, pues fueron reventados por la cantidad
excesiva de semen arrojado.

Al fin, Melisa dio a luz, pero de una manera bastante desconcertante y


atroz. Primeramente, por la vagina, salió un feto ennegrecido y apestoso que
identifiqué como el legítimo producto de nuestra unión, pero que, al igual que
nuestro amor, estaba pútrido y muerto. Esta deforme entidad fue arrojada fuera
de Melisa rápidamente, sin el menor escrúpulo, y se hundió en la sangre,
haciéndola tornarse un tanto más oscura, como si fuese vino. Luego, vino la
mejor o peor parte, como se quiera ver. Esta vez la salida fue por el ano, y se
trataba del producto de la reciente unión: el hijo de Melisa y aquella blasfemia.
No puedo decir el nauseabundo y mil veces más infame proceso que siguió a
este nacimiento sacrílego. Mi humanidad no me permitió captar en todos sus
detalles tan deplorable y grotesco acto. Lo que sé es que, más pronto de lo que
pensaba, Melisa dio a luz por el ano a un gusano que se retorcía
aborreciblemente y cuyos colores también escapaban a la gama de aquellos
conocidos por el humano. No obstante, este gusano poseía las alas de un
águila, los cuernos de un toro y la cola de un cerdo.

Aunado a lo anterior, su interior palpitaba de un modo que no me


gustaba nada, expelía un aroma a muerte y su cabeza era una aglomeración de
ojos putrefactos que se regeneraban conforme uno se derretía. Le surgieron
tres patas, una de cabra, otra de león y otra de lobo; cada una atravesada por
agujas y con diamantes incrustados. Luego aparecieron seis brazos, dos de
gorila, dos de araña y dos de humano. Al igual que las patas, tenían ciertas
peculiaridades, parecían contener bajo la piel bordes raros y las venas estaban
fuera. Lo más sobresaliente fue observar que poseía tres orificios anales en el
pecho, otros dos vaginales en la espalda y siete miembros perfectamente
distribuidos en los costados, de los cuales brotaba ácido y pus.

Este gusano tan peculiar emitía unos gemidos como los de ninguna otra
criatura y, para mi mayor sorpresa, al elevarse y voltearse, descubrí que, en la
parte donde debía estar el ano, tenía el rostro de Melisa; tan hermoso como el
original. Finalmente, esta nueva monstruosidad se posó sobre mí y se agitó
para bañarme de lo que parecía ser su propia esperma, lo cual me hacía sentir
genialmente en paz, pues parte de ella caía en mi boca y al tragarla me sentía
más vivo que nunca. No noté cómo ni cuándo, pero el gusano desapareció al
poco tiempo, sin explicación alguna. Lo único que recuerdo es haber sentido
una molestia misteriosa en mi mente, como si algo se hubiese introducido
desde alguna otra dimensión.
Pero mientras esto ocurría, la criatura multicolor continuaba fornicando
a Melisa, o lo que quedaba de ella. Supuse que pronto terminaría aquella vil e
inmunda fornicación y no me equivoqué. El doble pito, más carnoso y caliente
que antes, atravesó a Melisa y la partió en dos, manteniendo elevadas ambas
mitades. Acto seguido, los ojos se desprendieron de cada rincón de la criatura
y se introdujeron en los órganos de la víctima, absorbiéndolo todo y dejando
solo los moldes de lo que había sido Melisa. Indudablemente, antes de haberse
partido, debió haber experimentado un dolor incomparable. Sin embargo, yo
estaba tan absorto que ignoré dicho sufrimiento. Las mitades se esfumaron y
fue como si aquello jamás hubiese ocurrido. La criatura blasfema que
denotaba ese yo oculto se mostró tan majestuosa como era y se arrancó su
doble pito para comérselo, pero lo mascó con una delicia que se tornaba
morboso contemplarla haciéndolo. Los tentáculos de su trasero se
comprimieron nuevamente y nuevos ojos brotaron en donde los anteriores se
habían desprendido. Por cierto, estos ojos, los cuáles absorbieron la esencia
orgánica y espiritual de Melisa, se incrustaron, según me parece, en mis
testículos, pues sentí un ligero cosquilleo debajo del mar de sangre, aunque
creía ya no poseer mi cuerpo. Además, recordaba cómo estos sacrílegos ojos
habían caído como carentes de vida en la inmunda sustancia de sangre,
esperma y mierda que inundaba el lugar. Sorprendentemente, yo estaba ya
cubierto por ella de pies a cabeza y no sentía estarme ahogando.

Finalmente, para concluir aquella inverosímil alucinación, observé


algunos violines en el fondo del fluido, los cuáles parecían llevar ahí eones.
También escuchaba la melodía insana de antes, pero muy ligera y lejanamente.
La criatura con raros colores se hundió en la sustancia vomitiva y nadó hasta
colocarse frente a mí. Poco a poco, se transformó en un híbrido de sombra y
luz, de hombre y mujer, de madre y amante, de mentira y verdad, en la esencia
de la dualidad… Y no sé cómo ni por qué, pero desperté. Sí, al fin estaba de
vuelta, conservando en mi mente solo reminiscencias de todo lo soñado, pero
con aquella transformación incomprensible de la criatura asquerosa. Sus
ojillos funestos, sobre todo, me inquietaban bastante, pues en ellos había gran
parte de la esencia que me pertenecía. Lo último que observé en aquella
mutación execrable fue el rostro de Melisa y el mío revolviéndose para
conformar un tercer ente, mismo que poseía tanto pito como vagina y que era
manejado por algún hilo etéreo que decidía de antemano su sendero. Pero todo
eso no estaba ya muy claro, pues no me parecía ser muy bueno rememorando
mis sueños. Lo que sí creía como cierto era que aquel dual ente me había
tomado y me obligaba a besarlo y a fornicar, al mismo tiempo, al hombre y a
la mujer que encerraba en su ser.

Al despertar me hallaba encuerado y con todo el cuerpo temblando. Me


había masturbado como un loco, el esperma estaba todo esparcido en las
sábanas y el colchón. Quizá fueron unas diez o quince veces, pues incluso el
pene me ardía y estaba enrojecido, como ligeramente quemado. Con cierto
asco entendí también que había estado tragando mi propio semen, pues el
sabor de mi boca lo indicaba así. Todo mi rostro estaba batido, y de mi ano
brotaba una cantidad enorme también. Sin saber qué hacer me quedé todavía
un rato elucubrando, pero una sola idea desplazó a las demás: lo trastornado
que me había sentido mirando cómo Melisa, la mujer que amase, era cogida
por alguien que no era yo.

De nuevo el abismo, los días de intrascendencia absoluta me ocupaban. El


suicidio rondaba más que nunca en mi banal existencia. El sueño con Melisa
me había afectado, a tal punto que, por un tiempo, había abandonado mi
habitual estado de incomodidad al hallarme entre la gente. Claro que, poco a
poco, había vuelto a mí mismo y había recuperado mi natural asco hacia la
humanidad. Pasé el resto de la tarde confundido y triste, pero la tristeza que
me invadía era impresionante en esta ocasión. Parecía que al fin me había
vencido a mí mismo, que vivir ya no era por más tiempo tolerable y que, si no
me suicidaba aquella noche, estaría condenado a un tormento mucho peor que
el actual. Si tan solo nunca hubiese existido, si fuese posible decidir, pero no.

No sabía qué repugnaba más, si este mundo, la humanidad o a mí


mismo. En cualquier caso, daba igual, me era indiferente mientras pudiese
matarme. Sabía que, para vivir uno debía forzosamente engañarse con algo,
con lo que fuera, pero había que agarrarse de algo. Yo, en cambio, estaba
vacío, había dejado de importarme todo, desde personas hasta objetos, lugares,
sensaciones… ¡Y hasta yo mismo me había olvidado de cómo era sentirse
bien! Pero ¿cómo podía sentirme bien en un mundo así? ¿Cómo podía
continuar viviendo y odiándome a mí mismo, asqueándome de mi propia
naturaleza? ¿Cómo soportar que la humanidad fuese infinitamente estúpida,
miserable y trivial? ¿Cómo permanecer vivo cuando se está realmente muerto
por dentro?

Todo lo que debía hacer era atreverme a dar el gran paso, hacer a un lado
mis temores y poner fin a este absurdo sufrimiento. ¿Para qué seguir viviendo
una vida que no se solicitó y que, en todo caso, se detesta? ¿Qué motivo había
en continuar atormentándome cada tarde encerrado en mi pocilga, tirado en la
cama, ideando la mejor manera de suicidarme y, en fin, siempre dudando de la
realidad? ¡Al diablo la dualidad y la espiritualidad! ¡Que el diablo cargase con
las putas, las borracheras y los pensamientos! ¡Ya no había por qué seguir
soportándolo! Comprendía que, por mucho tiempo había intentado vivir,
siempre fingiendo ser parte de algo que no existía, imitando ideologías y sin
lograr ser yo. Pero ahora todo era más claro, más bonito. Ahora sabía que lo
más sagrado y espiritual que había en la vida era la oportunidad que cada ser
tenía de llevar a cabo su propio suicidio.

Los días proseguían y cada vez me enfermaba más existir. Continuaba


frecuentando la avenida Astraspheris y acostándome con esas zorras,
follándomelas sin condón y haciendo toda clase de perversiones, pero, en el
fondo, era igualmente absurdo. Akriza estaba más adusta que de costumbre y
me evitaba siempre que podía, aunque en su mirada notaba no sé qué cosa que
me encantaba. Era como si en el fondo suplicase porque me la follase, porque
la arrancase de las manos de ese tal señor Golpin. Por cierto: las orgías
nocturnas continuaban en el departamento del piso superior, y esta vez ya no
eran dos, sino cuatro las gordas taiboleras que el esposo de Akriza metía a
altas horas de la noche y muy entrado en copas. Jicari, al parecer, había
enloquecido, pues ahora ya solo se la pasaba todo el día en las escaleras
repitiendo la misma frase: “esto no es real, no lo es”.

Cuando intentaba hablarle se volteaba o reía nerviosamente, como si ya


no reconociese en mí a su antiguo amigo. Yo la extrañaba un poco, pues,
aunque era una niña fastidiosa y mugrosa, entendía lo absurdo que era vivir.
Unos cuántos días después me enteré, por habladurías, de los verdaderos
motivos para el extraño comportamiento de la pobre desdichada: al fin su
padre le había desflorado tanto la vagina como el ano, obligándola a tragar la
mierda de las taiboleras y la suya en el mismo traste que a su madre. Aunque
esto me desconcertó, tampoco hice gran cosa, pues, en el fondo, me era
indiferente.

Otra noticia que me resultó inquietante fue la desaparición de Volmta.


Sin previo aviso, y sin que nadie lo notase, un día no se le vio más en la
taberna Diablo Santo. Sus acaloradas discusiones en temas tan variados como
política, deportes, periodismo, economía, ciencia y música eran extrañadas por
todos. El calaca hizo notar que, desde su ausencia, ya no había pensadores de
taberna; es decir, verdaderos filósofos con quienes distraerse un poco de lo
rutinario que era vivir. Creo que nadie tuvo la modestia de buscarlo
personalmente, o quizá la vida de un borracho vale menos de lo que se cree. A
mí me daba igual, pero recordaba con cierta nostalgia aquella conversación
donde me contó su vida y la trágica forma en que se había arruinado.

Era similar a mí, pues ambos estábamos asqueados de vivir y


proseguíamos sin saber por qué. Lo primero que pensé fue que se había
suicidado, recordando a su amigo, a aquel que Virgil y yo encontramos aquella
madrugada después de habernos ido de juerga. Pero no, Volmta, pese a su
tristeza y miseria, no parecía un hombre próximo a ser un suicida. No, claro
que no. En él, aunque aparentase lo contrario, había todavía la voluntad de
vivir. En eso pensaba mientras me hallaba, como tantas otras veces, tirado en
mi cama y con la mirada perdida, intentando hallar respuestas que jamás
llegarían a preguntas que jamás debía haberme hecho.

Nadie podía enseñarle la verdad a otra persona porque cada uno debía
descubrir su propia verdad, el centro de su yo absoluto. Entonces, al
rememorar eso, me detesté más que nunca y sentí un asco cerval hacia mí
mismo, pues me veía en cada acto repugnante de mi vida: con las prostitutas
cometiendo infamias sexuales, borracho como un cerdo vociferando tonterías
y besándome con cualquiera, también siendo un inútil, un perdedor y un
rebelde. En fin, sabía que no era mejor que los humanos a quienes detestaba,
pero incluso con todo eso era superior a todos ellos. Y es que esa era mi
verdad, la verdad en la que había decidido creer desde mi pequeño horizonte,
desde el reducido espejismo en el cual creía ser yo y en el cual atisbaba
tambalearse el sonido de un destino que jamás me fue familiar.

Yo odiaba este mundo, a la humanidad y a mí mismo, porque era todo


gran parte de un sinsentido. También llegaba hasta mi cabeza la imagen de mis
primeros años de vida, siendo un niño absurdo y tonto, creyendo todo lo que
mis padres me decían, siguiendo los patrones inculcados sin cuestionar nada,
perdiendo el tiempo con videojuegos, caricaturas y tonterías similares. Veía a
mis padres y sentía por ellos un profundo desprecio por haberme dado un
cuerpo para estar en un mundo que despreciaba tanto. Y, en mi locura, me
imaginaba asesinándolos y riendo como un demente, embarrándome su sangre
en mi rostro y, de alguna manera, creyendo que, si los mataba, entonces yo
desaparecería.

Pero ¿quién diablos era yo? ¿Qué derecho tenía un ser hastiado del
mundo y de la vida de despreciar así a las personas? ¿Por qué no simplemente
me mataba y dejaba de inventarme tantos martirios? ¿No era yo un idiota, un
cobarde, un niño débil, asustado y trastornado por delirios? ¿Con qué derecho
me adjudicaba el ser superior a la humanidad si tenía todos sus vicios y si,
aunque me diera cuenta de toda la mentira y la hipocresía en la que todo se
pudría, no podía hacer nada para cambiarlo y me comportaba de manera
similar? El hecho de pagar por sexo, de ahogarse en la bebida, de mantenerse
en la inutilidad extrema y de rechazar cualquier tipo de valor, creencia o idea
humana no me hacían ser yo ¿Desde cuándo todo se había tornado tan
confuso? ¿Qué era esa maldita dualidad con la cual creía ver justificadas las
contradicciones de mi persona? Tomé la navaja que guardaba siempre en un
viejo cajón y la coloqué sobre mis venas, sonriendo con ironía porque sabía
que no podía matarme en aquel momento. No, no podía…, no aún, no así.

En los días siguientes a la desaparición de Volmta anduve raro. Sentía


náuseas por mí y por mi humanidad. No sé si era alguna crisis depresiva la que
se apoderaba de mí, el caso es que me sentía más inútil que de costumbre,
detestaba más que nunca a las personas y sentía que la miseria y la trivialidad
del mundo no tenían límites. Me fastidiaba tener que comer, despertar y
respirar. En el metro cerraba los ojos para no mirar a nadie, pero no podía
escapar del principal error: yo mismo. Por primera vez me percataba de cuánto
me repugnaba ser yo, de cuánto daño me hacía existir y creer que me amaba.
Me sentía también sumamente indiferente, pues nada importaba para mí.
Estaba solo, no tenía ningún amigo ni amantes, había rechazado a Lary y a
Virgil que me habían pedido salir nuevamente. Lo único que hacía era trabajar
lo menos posible, comer con asco y regresar a encerrarme en mi pocilga para
tirarme en la cama y pensar en la inutilidad de mi existencia. Otra vez las
contradicciones, las dudas, la dualidad endemoniada y, por encima de todo, el
irónico juego con la navaja sobre mi brazo.

Me imaginaba cosas absurdas y sádicas: yo ensañándome contra mi


familia, suicidándome de las maneras más dolorosas posibles. Y, aunque al
comienzo me aterró la idea de matar a mi familia, luego hallé en ella cierta
satisfacción perturbadora. A mi madre no solo la violaba y le arrancaba las
tetas con mis propios dientes, sino que le propinaba una golpiza y defecaba en
su boca; sin embargo, me costaba mucho matarla, tan es así que
inmediatamente de su muerte vomitaba y me tragaba mi propio vómito para
arrojarme por la ventana y caer en una vagina hirviendo en donde se pudría mi
sombra. Con mi padre era distinto, pues a él lo aniquilaba con placer y con una
velocidad bárbara. Lo apuñalaba como cien veces, disfrutando cada vez más al
mirar su rostro aterrado y suplicante. Incluso, en mi locura, le sacaba los
intestinos y me hacía un collar con ellos. El mismo sueño se repetía una y otra
vez, dormido o despierto. Y, si no se trataba de mi familia, era yo quien se
quitaba la vida de maneras disparatadas.

XXVII

Mientras yo proseguía con mi estado inmutable y casi suicida en el que la
supuesta dualidad con la que estaba marcado me torturaba cada vez con mayor
vigor, resultó que al condominio putrefacto donde me hundía en mi miseria
llegó un nuevo inquilino. Curiosamente, mi encuentro con él fue más pronto
de lo que esperaba, en una de aquellas tardes absurdas en las que regresaba del
trabajo detestando al mundo y a mí mismo, como siempre. Me pareció muy
peculiar que se sentase en un pedazo de piedra que estaba ubicado frente al
parque donde niños y ancianos sin sentido perdían el tiempo.

Me acerqué a él y, como la piedra era lo bastante larga, me coloqué en el


otro extremo. Me había llamado la atención su aspecto turbulento, ojeroso y
melancólico; notaba en él no sé qué cosa que me estremecía un poco. De
nuevo un sujeto que alteraba mi habitual indiferencia, como Volmta en su
momento, quien, por cierto, seguía desaparecido, y quizás así estaba mejor.
Como sea, me acerqué al nuevo inquilino, el cual se había instalado en el
cuarto piso, ya que era donde la luz se apagaba más tarde y él así lo quería. En
cuanto le hablé supe que había una conexión misteriosa entre nosotros…

–Hola, qué tal.

–Hola –respondió serenamente.

–Eres nuevo por aquí, ¿eh?

–Sí, hace un par de días que decidí hospedarme en el condominio once


de la calle Miraluz. Este parque queda cerca, así que vengo desde el primer
día.

–Ya veo, entiendo… Y ¿qué te hace venir a este parque?

–Realmente no lo sé. A veces solo salgo y doy largas caminatas o


reflexiono. Cuando se hace de noche ya no hay muchas personas, así que es un
buen lugar para estar solo. En ocasiones, se puede ver algunos ancianos tristes
que se sientan recordando viejas épocas o amores perdidos. ¡Ah, sí! También
hay bastantes suicidas.

–¿Suicidas dices?

–Sí, así es. Generalmente pasan por aquí y toman el camino que conduce
a las afueras de la ciudad. Supongo que se matan en el tramo boscoso y
solitario.

–¿Cómo sabes que son suicidas?

–Es fácil reconocer a alguien que está desesperado por morir. En su


mayoría, los seres de este mundo quieren vivir, luchan y se empecinan en ello,
ponen su mayor esfuerzo en sus actividades y metas absurdas. Pero, cuando
encuentras a alguien diferente, únicamente necesitas una mirada para deducir
que esa persona quiere morir.

Pensé que, en todo caso, ese curioso sujeto ya habría deducido que yo
era uno de esos que no querían vivir, así que no vi sentido en ocultar mis
convicciones.

–Parece que tenemos pensamientos similares.

–Sí, por tu semblante así lo creo.

Permanecimos en silencio, una belleza extraña fluía en mi interior. Era


increíble que al fin pudiera hablar con alguien parecido a mí.

–¿Tú también habitas en el condominio once?

–Sí, así es. Yo rento en el segundo piso, creo que es el más sucio de
todos.

–Bueno, eso es indiferente, ¿no?

–Sí, claro que lo es. El lugar es lo de menos cuando…

–¿Cuándo has decidido detestar el mundo y esperar la mejor oportunidad


para morir?

–Sí, tú pareces entender.

–Algo así. Cuando te acercaste supuse que serías diferente al resto, y no


me equivoqué.

–Veo que tú también lo eres.

–En realidad, es solo una suposición. Decir que eres diferente al resto es
contradictorio. Si nos ponemos a pensar profundamente, nada ni nadie lo es.
Lo que quiero decir es que todo este mundo está podrido por igual. Desde
luego, nosotros también nos pudrimos con él, porque odiamos y a la vez
amamos nuestra humanidad.

No sé por qué, pero tuve la convicción de estar hablando conmigo


mismo. Era como un espejo donde podía atisbar mi esencia en un traje
diferente.

–¿Esa es la marca de la dualidad? –inquirí con inquietud.

–Algo así. ¿A ti también te han hablado de eso?

–Sí, algunas personas, pero es extraño.

–Sí, yo tampoco lo entiendo muy bien.

–Y ¿cómo te enteraste de esa supuesta marca?

–Fácil: inspeccioné un poco dentro de mí. En principio, suena


complicado, pero luego se torna más llevadero. Algunas personas somos así,
nos identificamos con lo que detestamos. Los marcados suelen vivir en gran
contradicción con el mundo y con ellos mismos, llevan a cabo una intensa y
agobiante búsqueda espiritual e intelectual, pero terminan como el resto:
acabados y de la peor manera. Estos sujetos van y vienen de un extremo a otro
en sus emociones y percepciones. Digamos que el bien y el mal se funden en
sus corazones moribundos y carcomidos. Tanto pueden llegar a razonamientos
profundos y místicos, como pueden hundirse en la embriaguez, el juego, las
mujeres y demás vicios. Pero todo eso es solo pasajero, externo, incluso
atemporal. Son seres que requieren de lo que la humanidad consideraría malo
para elevarse por encima de sus limitaciones. Puede sonar ridículo y hasta
absurdo, porque eso nos han enseñado y eso hemos decidido creer como
verdad. Por desgracia, yo también me hallo perdido. Digamos que soy solo
otra alma mancillada por la agonía de vivir.

–Los marcados, la dualidad, la contradicción… ¡Qué intrincado! Pero


dime, ¿acaso es que tú también quieres suicidarte?

–Y ¿por qué no? ¿Quién que intuyera el sinsentido de este mundo no


querría suicidarse? Mira a las personas que quieren vivir: son todas iguales,
estúpidas y banales. Pero los que quieren matarse de verdad y por una razón
suprema están siendo torturados. Aquellos que se han cuestionado y que han
buscado, que han pensado todo y han descubierto la verdad más elevada
dentro de uno mismo; esos son minoría, pero son sublimes y quieren morir.

–¿La verdad más elevada?

–Sí. Desde luego que la verdad es personal e infinita, pero sé que lo


sabes tan bien como yo.

–¿Qué cosa? ¿Acaso… que todo es absurdo?

–Definitivamente lo sabes.

–Pero la humanidad…, yo entonces…

–Te sientes solo y estás ansioso por quitarte la vida, pero no, no estás
equivocado, no del todo. La humanidad está engañada, aunque quizá ni
siquiera ellos mismos lo sepan. Siempre es necesario engañarse un poco al
menos para soportar esta absurda vida. Es como olvidar que estás vivo para
seguir viviendo. Ese es el antídoto para permanecer vivo careciendo de un
motivo para ello. Al menos, creo no equivocarme por ahora. Incluso, si la
existencia misma tuviera un sentido, la manera en la que los humanos viven
actualmente es una estupidez. El mundo es un lugar horrible, lleno de avaricia,
materialismo, blasfemia, perversión y humanidad, pero para la gran mayoría
así está bien. Ellos continuarán viviendo y reproduciéndose porque así les ha
sido inculcado, y tú no podrás cambiarlos jamás. Incluso, tú no podrás
cambiarte a ti mismo, porque eres humano y tienes pensamientos humanos.

–¿Cómo evolucionar entonces? ¿Cómo trascender?

–Quizás es imposible… Dime, ¿hay alguna diferencia realmente entre


irse por las noches a embriagarse y enredarse con putas, o pasársela embobado
con videojuegos, o permanecer estudiando arduamente? Todo este mundo es
solo una ignominiosa paradoja. Piénsalo, todo está controlado y las personas
se han acostumbrado a su propia miseria. Mientras se tenga para comer y
divertirse, nada más importa. Hay pobreza y guerra, pero esto también es
necesario para que el mundo funcione. Son los impulsos de la humanidad lo
que hace que las personas se sientan más vivas que nunca. Matar a otros es
exquisito, pero matarse a uno mismo espiritualmente es casi imposible.

–Comprendo… Yo mismo me hallo en un limbo así. Antes estudiaba


bastante, ponía empeño en la escuela, quería vivir y hacer muchas cosas.
También leía y, como cualquier imbécil, quería cambiar el mundo. Me
informaba de todas las corrientes de pensamiento en los diversos senderos. Me
interesaba por la espiritualidad y la lectura, por el arte y la ciencia. Pero luego,
de manera trágica, todo acabó. Poco a poco me sumergí en un agujero, cada
vez siendo más pesimista y absurdo, descartando cada actividad por
considerarla un desperdicio. Así es como llegué a estar vacío y sentirme
perdido y desesperado en una vida que no quería llevar a cabo. Ahora detesto
existir, me atormento cada día y tengo miedo, pues sé que solo resta un
camino: el suicidio.

–Tal parece que tienes razón. Me ha gustado platicar contigo. Por cierto,
me llamo Arik, y soy poeta.

–Poeta, ¿de verdad lo eres?

–Sí, pero no se lo digas a nadie. Será un secreto entre tú y yo.

–Y ¿cómo es que vives? Tú sabes que la poesía, hoy en día, bueno…

–Sí, lo sé. Pero trabajo como profesor de filosofía. No gano mucho, pero
lo suficiente para sobrevivir.

–Comprendo… Entonces también estudiaste y todo eso.

–Así es. Pasé por esa farsa del sistema educativo, pero no había elección.
Mis padres me mantuvieron y, como estoy en este mundo asqueroso, debía
estudiar para ganarme la vida. O, al menos, la poca que estuviese dispuesto a
llevar a cabo.

–Lo sé, me pasó algo igual. Yo estudié matemáticas cuando quería vivir,
pero luego todo se fue al carajo. Aunque, ciertamente, gracias a eso tengo un
trabajo en una oficina.
–Supongo que te va bien.

–Sí, supongo. Pero no me interesa el dinero. De hecho, me da asco todo


lo que hago y lo que soy, esa es la verdad. Detesto despertar y tener que vivir,
ir al trabajo y tolerar a mis compañeros con sus absurdas pláticas. Y luego
regresar a mi departamento para hundirme en mi miseria, ideando la mejor
manera de acabar conmigo mismo.

–Te entiendo, vivir es horrible. Antes solía enojarme con las personas
por ser tan estúpidas, ahora lo soporto y hasta soy capaz de perdonar su
estupidez. Lo que pienso es que, después de todo, ellos no lo comprenden. Es
como vivir en planos separados, ¿no crees? La supuesta razón en la que basan
sus vidas no es sino una pestilente mentira perfectamente confeccionada para
ser creíble.

–Entonces ¿cómo le haces para seguir viviendo?

–Olvidar que lo hago. Y ¿tú? ¿Cómo es que soportas esta existencia


miserable?

–Creo que igual. A veces creo que vivir o morir es lo mismo. Es extraño,
pues, aunque deseo morir y deposito mis esperanzas de librarme de esta
miseria en la muerte, tampoco tengo la certeza… De hecho, no la tengo de
nada. Por eso me es indiferente casi todo, porque cualquier cosa ha perdido su
sentido, y es frustrante continuar así. Nada me importa ni me interesa
realmente, es como estar aquí y no estar al mismo tiempo. Quizá por eso me
embriago, soy vil, me acuesto con putas y, en fin, me da igual ya todo, porque,
en el fondo, me siento más muerto que vivo. Es una tontería, pues nunca he
estado muerto, pero supongo que así debe sentirse.

–Tal vez. Tampoco podemos tener la certeza de que somos reales o de


que esto es vivir, pues solo lo sabemos dentro de los conceptos mundanos que
nos han enseñado.

–Sí, es cierto.

–Y ¿qué más haces además de trabajar? –cuestionó Arik, como


intentando escabullirse en mi verdadero yo.
–La verdad: nada. Hasta hace poco leía, pero dejó de tener sentido.
Practicaba artes marciales, pero las dejé por la misma razón. También he
querido escribir, es solo que… Sinceramente, no he estado de humor, y
tampoco sé si sea bueno lo que plasme. Además, en caso de tener éxito, me
molestaría pensar cuán mundanas serían mis obras para gustarle a los
humanos… Pero tal vez lo haga, al menos así todo sería más llevadero. Por
ahora, lo que hago es salir y olvidarme de mí mismo. Ya sabes, beber como un
cerdo y entregarme a los vicios que mejor denotan la naturaleza humana: el
juego y el sexo.

–¡Ja, ja! Sí, comprendo. Por eso estás tan desesperado. Verdaderamente
llevas la marca, de eso no hay duda. La dualidad es el símbolo mediante el
cual intentas conocerte. ¿Sabes algo? Podría decirte que no hicieras esto o
aquello, que no bebieras ni te acostaras con putas, pero realmente no encuentro
motivo alguno para ello.

–De cualquier manera, ser bueno o malo es indiferente. El mundo no


cambiará por ello, y nosotros moriremos siendo solo insignificantes seres que
se atormentaron de más.

–Es probable. A todo esto ¿cómo te llamas? –preguntó Arik,


estrechándome la mano.

–Lehnik. Aunque mi nombre no me gusta mucho.

–Naturalmente.

–Entonces eres poeta…

–Sí, supongo. Eso es lo que creo ser, mejor dicho.

–Sería bueno leer algunos de tus poemas.

–El punto es que…

–¿Eres de esos a los que no les gusta mostrar sus obras al resto? –le
interrumpí pensando que eso diría, pero erré.

–No, no es eso. Es algo complicado… Me agradas, podría contártelo en


otro momento, es una historia un tanto trágica… En resumen, solo le he
escrito a una persona, y no sé si estoy preparado para mostrarle a alguien más
mis poemas. Pero vivimos en el mismo condominio, yo estoy en el cuarto
piso. Puedes visitarme y ya veremos, aunque casi nunca estoy. Me fastidia un
poco estar en mi habitación, porque lo único que hago es pensar en
suicidarme.

–¡Vaya coincidencia! ¡A mí me pasa igual! –expresé con una sonrisa


melancólica–. Pero prefiero estar ahí encerrado que salir y ver a las personas.

–Bueno, a veces no es tan malo. Supongo que, al igual que tú, tengo mi
propia dualidad. En fin, ha sido interesante… Espero encontrarte un día de
estos. Por ahora tengo que irme, necesito estar solo.

–Sí, desde luego, adelante.

–Bueno, hasta pronto.

Y se fue tan repentinamente como había aparecido. Yo me quedé ahí


observando el paisaje, pero me fue imposible soportar a todas esas personas y
me asqueé. Resolví retornar a mi habitación y tirarme en la cama para
olvidarme de todo. Por desgracia, no conseguí dormir, aunque la idea de tener
un amigo poeta que padecía más o menos el mismo malestar que yo me ayudó
a calmarme. Posiblemente, aunque fueran pocos, había seres en este mundo
que también odiaban vivir y que despreciaban la manera en que el rebaño lo
hacía. Sin embargo, yo mismo era parte del rebaño. Yo era solo un imbécil, un
granuja sin principios que se embriaga y pagaba por sexo. En fin, en mi mente
divagaba una día: era tan extraño ser yo.

Otra vez me sentía harto de todo, especialmente de mí mismo. De hecho, ser


yo se había convertido en un infierno. Mi cabeza no me obedecía y me pudría
en la más sórdida inutilidad. De escribir no sabía nada, de leer y practicar
algún deporte tampoco. Me hallaba solo y sin deseos de contacto humano,
anhelando la muerte y temiéndola a la vez. Del poeta Arik no había ni el
menor rastro. Su puerta estaba siempre cerrada y la luz apagada, al parecer se
hundía en largas caminatas por el tramo boscoso que daba a las afueras de la
ciudad. Quizás eso le ayudaba a escribir, pero al menos debía mostrarme algún
poema. Mi relación con Akriza se había tornado realmente insoportable, pues
continuaba enviándole algunas cartas que nunca eran respondidas y, según se
decía, se había vuelto loca, pues ahora se le veía en los baños haciendo quién
sabe qué porquerías y obligando a su hija a prostituirse para poder alimentarse.

Se decía, además, que el señor Golpin las había abandonado en pésimas


condiciones, y que la pobre mujer amaba tanto a su esposo que había jurado
no entregarse a nadie más en matrimonio. Por otra parte, un nuevo
acontecimiento se presentó hace unos días: Virgil, aquella mujer obsesionada
conmigo y cuya madre terminó en tan deplorables condiciones, venía cada
noche y me solicitaba de la manera más exigente sexo. Me enteré de que se
había vuelto más liberal y que ahora se le veía salir con hombres de la peor
calaña, pero mis relaciones con ella eran de lo más indiferentes, pues incluso
en la intimidad hablábamos poco y ella se retiraba tan pronto como tragaba mi
semen. Lo que sí puedo decir es que estaba más caliente que nunca y me
dejaba bastante agotado.

Mi existencia era más monótona que nunca, reducida a trabajar y pensar


en mi inutilidad, además de comer y dormir. Estaba seguro de que este año,
próximo a terminar en un par de meses, me mataría al fin. Ahora ya iba diario
a follarme a alguna puta y bebía como un demente, pues solo así soportaba
seguir viviendo. Y, aunque era tonto pagar por sexo puesto que Virgil me
entregaba su culo desabrido cada noche, también era divertido. Desde hacía
tiempo no usaba condón y me era indiferente contagiarme de cualquier
enfermedad sexual o esparcirla. Yo le advertí de esto a Virgil, pero le importó
un rábano y, además, me pedía exclusivamente que le diera por atrás y que
terminase siempre tres veces. La primera en sus nalgas, la segunda en su boca
y la tercera en sus oídos, cosa bastante rara, pero que la excitaba como un
demonio. Como yo la evitaba siempre que podía fuera de la cama, no sabía
gran cosa de ella.

Por la tarde llovió intensamente, y resultó que alguien me había buscado


repetidamente en el día. Yo había estado más ocupado que de costumbre y me
sentía fastidiado, con deseos de beber y olvidarme de mí mismo. Últimamente
el deseo de escribir había menguado en gran medida.
–¡Oye, muchacho! –dijo la dueña del condominio en cuanto entré–.
¿Cómo estás? Veo que vienes empapado, pero la gente joven como tú no se
enferma.

–Hola. Sí, al menos la gente que quiere vivir –repliqué sin darle mucha
importancia a la anciana.

–Una mujer ha venido a buscarte repetidamente, parecía una loca.

–¿Qué dice? ¿Una mujer?

–Mira, sabes muy bien que es muy tu problema lo que hagas de tu vida
privada, pues yo no les pongo reglas aquí. Pero, por favor, arregla tus
inconvenientes lejos, muy lejos.

–Lo lamento, señora Dejon –dije mientras intentaba averiguar quién


podría ser, acaso Virgil, pero…

–Y no, no es Virgil –replicó con su voz pestilente la señora Dejon, como


si me leyera la mente–. Conozco las nuevas mañas de esa perdida, sé
perfectamente que desde que su madre murió se trastornó. Ahora se ha hecho a
esas nuevas doctrinas liberales y hasta creo que es nihilista, pues nada parece
detenerla. La otra vez platiqué con ella y es el diablo en persona, si supieras lo
que me contó la muy engreída. Pero no, ella no es la que te ha estado buscando
tan repetidamente. Déjame ver, te la describiré…

Pero precisamente en ese momento llamaron a la vieja puerta del


condominio y, a través de la tormenta, vislumbré una sombra; debía tratarse de
ella. La señora Dejon, aunque arruinada por una sífilis mal tratada, aún tenía la
fuerza para caminar aprisa y abrir antes de que yo lo hiciera. En verdad era
bastante graciosa y hasta resultaba a veces agradable platicar con ella. La
verdad es que me la habría podido follar todavía, pues algunas prostitutas de la
avenida Astraspheris tenían su misma edad y mucho peor ver, y me las había
tirado solo por gusto. En ocasiones, tenía esa necesidad: cogerme a mujeres
muy entradas en años. Esto iba más allá de un deseo, se tornaba en una
obsesión que taladraba mi cabeza. Sentir esa vagina arrugada y esos senos
caídos, ese sabor a vejez inmunda y a estupidez acrecentada, porque
precisamente los ancianos me parecían los más idiotas de todos los humanos,
y, en fin, la pura idea de fornicar con alguien que pudiera ser mi abuela me
llevaba al delirio. La única forma en la que creía experimentar una sensación
similar era cuando me masturbaba pensando en Akriza, cosa que por algún
motivo siniestro me provocaba eyaculaciones sumamente poderosas. Pensaba
que quizás estuviese enamorado de ella, que el hecho de que se entregase a
cualquiera menos a mí y de que le encantase comer mierda la hacían tan única
y excitante.

Todo eso lo pensé tan raudamente que, cuando la señora Dejon se


interrumpió y abrió la puerta, la silueta de una mujer arrojándose a mis brazos
y llorando como maniática, toda mojada y probablemente drogada, me
sobresaltó en un primer momento. Se trataba de Lary, aquella madre soltera
con quien solía salir de juerga y a quien tenía por amante, pero que había
dejado de frecuentar y que ya no me interesaba sino solo para tener sexo. Al
parecer ella lo había entendido a la perfección, o eso pensaba yo, pues
claramente no se oponía cuando, en nuestras últimas noches de desenfreno, yo
postulaba que lo más seguro era que no hubiese ninguna otra razón para que
un hombre y una mujer estuviesen juntos sino el sexo. Era, naturalmente, una
mentira y una vil hipocresía pensar que más allá de la copulación dos seres
tenían motivos para permanecer unidos. El matrimonio, el amor puro y eterno,
los planes, las promesas y demás zarandajas solo giraban en torno al sexo. Si
este no se conseguía o no se llevaba a cabo de tal manera que ambos
estuviesen satisfechos, siempre llegaban las infidelidades o problemas
similares.

–¡Lehnik, de prisa! –exclamó en un tono alarmante que no me gustó


nada–. ¡Tienes que ayudarme, pronto! ¡Por favor, ven conmigo!

–¿Qué demonios pasa? ¿Por qué esa urgencia? Espera un momento…

–¡Muchacha del infierno! –expresó la señora Dejon, anonadada por la


brutal irrupción de Lary–. Mira en qué estado vienes, ebria y hasta drogada
seguramente. Además, mira esas ropas, pareces más como una prostituta.

Sin embargo, Lary no le prestaba atención. Es más, ni siquiera


escuchaba lo que yo le decía. Indudablemente había perdido la razón. Pero
averiguar cómo y por qué despertó mi curiosidad. Al fin y al cabo, no tenía
nada mejor qué hacer. De nueva cuenta me veía inmiscuido en problemas
ajenos, pero pensé que eso era mejor que tirarme en mi cama a pensar en lo
miserable que era vivir. Y así fue como intenté calmarla y sacarle algo de
cuanto le atormentaba el alma. No era que en el fondo me interesase
verdaderamente Lary, pero… ¿qué más podía hacer? Además, fea no era, y
quizá sería una buena oportunidad para recordar viejos tiempos.

–¡Señora Dejon! –le dije un tanto turbado– Lamento este suceso, pero
debo acompañar a esta mujer y discernir la causa de su aparente locura.

–Con mucho cuidado, no olvides que salir a estas horas es un tanto


peligroso por estos rumbos.

–Sí, no importa. Siempre salgo a esta hora, creo. Y, a veces, hasta paso
toda la noche rondando las calles.

XXVIII

Así fue como salí con Lary. Noté que le había confesado a la señora Dejon,
aquella exprostituta que más tarde, ya entrando en su vejez, se había hecho al
cristianismo y se creía una santa, uno de mis mayores secretos. Sí, la verdad es
que cuando estaba bestialmente ebrio y luego de haberme tirado a alguna
mujer del antro o alguna puta, me gustaba vagabundear hasta que amaneciera
por las calles de aquella pestilente ciudad. Me perdía dentro de mí,
reflexionaba, me contradecía incansablemente, juraba hacer esto o lo otro,
cambiar, conocerme. En resumen, lo mismo de siempre, aquella maldita
dualidad: me amaba y me odiaba, detestaba a las personas y hacía lo mismo
que ellas. No veía ya sentido en nada y, aun así, me embriagaba y fornicaba.
Después de todo, sabía que uno siempre era más uno mismo cuando estaba
borracho o drogado.

Sí, así debía ser. En aquellos instantes en donde la consciencia se


embotaba y las penas se ahogaban eran los mismos en que una persona tenía la
oportunidad de saber mejor quién era y percatarse de la gran verdad que no se
percibía estando sobrio: lo trivial e intrascendente que era existir, lo absurdo
que era el ser humano y lo ridículo de todas sus creaciones, teorías, creencias y
convicciones. Realmente, el sufrimiento y el placer terminaban por significar
lo mismo, así como el odio y el amor, el bien y el mal, entre otros. En un
mundo donde nada podía ser juzgado, donde existían tantas verdades como
estrellas, o quizá más; en un lugar tan horrible y asqueroso como el mundo
humano, nada podía tener sentido, puesto que sus propios habitantes se
encargaban de aniquilar lo sagrado y lo valioso en sus vidas.

–¡Oye! Te estoy hablando. ¿Acaso te quedaste sordo?

–No, perdón. Solo estaba recordando algo.

–Más vale que me prestes atención, o si no…

–¡Je, je, je! Discúlpame –repliqué mientras nos alejábamos del


condominio 11, pero también notando como una sombra parecía seguirnos–.
Últimamente he estado como muy, ¿cómo se dice?, indiferente.

–¡Ya lo creo! –replicó Lary con tono de mujer despechada y tomándome


con fuerza para besarme con pasión.

–¡Espera! –dije cuando terminó el prolongado intercambio de


lengüetazos y saliva–. Tú no estás loca, ¿estabas fingiendo entonces?

–¡Ja, ja! Pues claro, tonto. ¿Es que tardas tanto en darte cuenta de los
sentimientos de una chica?

–No, no, es solo que… Me preocupé de verdad. ¿Por qué lo hiciste?

–Fácil –expresó sonriendo con delirio–. Si no lo hubiera hecho, no


hubieses aceptado salir conmigo.

–Mentira, lo hubiera hecho.

–Claro que no, querido –dijo mientras reía como loca y saltaba en los
charcos de agua–. Llevo semanas intentando localizarte. Te he enviado
correos, mensajes, solicitudes de amor y demás, pero no hay respuesta.

–¡Ah, eso! Es que últimamente yo…

–Sí, lo sé.

–¿Qué? ¿Qué sabes tú?

–Nada. Ya solo te acuestas con las putas de la avenida Astraspheris, ¿no


es así?

–Bueno, sí. Pero no es precisamente lo que quería decir.

–No importa. Solo quiero un último revolcón y luego te puedes ir al


diablo con tu miembro infectada.

–Me parece un trato justo –expresé sin ver sentido en explicarle a una
zorra como Lary el sinsentido en que me hallaba.

–Estoy seguro de que te encantará la sorpresa que tengo preparada para


ti.

–¿Sorpresa? ¿De qué rayos estás hablando? No comprendo nada.

–Da igual, lo entenderás cuando lleguemos.

Su comportamiento era sumamente extraño, aún más que el mío.


Definitivamente no era la Lary que yo había conocido. Algo debía haberle
ocurrido en aquellas semanas donde dejé de frecuentarla. Pero no era posible
que se hallase en aquel estado tan próximo a la locura solo por mí y su
supuesto amor… ¡No, claro que no! Algo mucho más violento y vil debió
acontecer en su miserable existencia, pero ¿qué clase de suceso cruento y
brutal podía haberla trastornado? Me recordó un poco a Virgil… ¡Virgil! Es
verdad, era ella. ¡La sombra que creí haber visto se parecía mucho a ella! Pero
¿por qué? Me sentía más loco que nunca corriendo bajo la tormenta con una
demente como la nueva Lary. Tenía un mal presentimiento, pero pensé que,
después de todo, me era indiferente.

–Vamos, no estés tan callado. Si fui por ti es porque no conozco a


alguien más loco, extraño y desviado sexualmente que tú. Ahora dime…
¿Sigues con tu idea de querer matarte?

–Sí, por supuesto. Existir se ha vuelto un fastidio, y las personas aún


más. De hecho, últimamente estoy peor que antes.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿por qué? ¡Cuéntame, querido!

En verdad acepté que Lary había enloquecido, pues, de pronto, se quitó


de encima la poca ropa que llevaba y se puso a dar vueltas desnuda, gimiendo
y vociferando imprecaciones en contra de la religión, el gobierno y lo que ella
denominaba “su fornicada y pérfida madre”. Me instó a hacer lo mismo y,
aunque en principio dudé, pronto supe que me daba igual llevar o no ropa, y
que esto era una tradición absurda de las personas con pudor e hipocresía. ¿De
qué servía llevar ropa en un mundo donde solo se pensaba en sexo? Me
desnudé y me puse como un demente a imitar a Lary. Para ponerle más
emoción al asunto, ella me dio una pastillita que me elevó hasta los cielos más
enigmáticos.

Veía todo derritiéndose y a Lary con rosas por todo el cuerpo. Su vagina
había tomado la forma de una tarántula que por alguna razón quería devorar.
Sus ojos eran como dos pequeños diamantes que me encantaban y sus tetas
parecían más como los cuernos de un demonio, pero con bocas por todas
partes. Ella cambiaba constantemente de color, adquiriendo matices muy
extraños y delirantes. Su cuerpo vibraba y el mío también, pero, más
inquietante que lo anterior, era el hecho de que flotábamos. Así es, nuestros
pies no tocaban el suelo y la lluvia que nos bañaba despegaba chorros de
esperma de cada poro. Lary no se cansaba de solicitar que le contara cómo
pensaba suicidarme, y, cuando me disponía a contarle, me interrumpía
besándome y masturbándome. De alguna manera yo recordaba que nos
hallábamos desnudos en la calle, pero esto me daba igual. Una música rara,
como la que apareció en mi sueño con Melisa y la criatura que era yo en el
fondo, también se escuchaba, pero un tanto más acelerada y sombría.

Finalmente, cuando creí que el tiempo se había detenido, llegamos a la


casa de Lary. Los efectos de aquella pastilla habían pasado tan rápidamente
como habían llegado. Me encontraba de nuevo en mi estado normal; o casi
normal, podría decirse. El cuerpo me hormigueaba y presentía que aquello no
terminaría bien.

–Bien, Lehnik. Hemos llegado, espero que lo hayas disfrutado tanto


como yo, porque ahora comenzará lo verdaderamente divertido.

–Sí, ya veo que sí. ¡Vamos, hagámoslo! –dije, subiéndola a la mesa y


abriéndole las piernas.

–Sí, pero espera un poco. Te estás precipitando, ¿no te dije que tenía una
sorpresa? Ves como nunca me has puesto atención.

–Lo siento, pensé que te referías a esto.

–No, no solo esto. Verás, en las últimas semanas he estado un tanto…


curiosa.

–¿Curiosa? ¿Ahora qué significa eso?

–Que el sexo común y corriente ya no es lo mío, tengo otras maneras de


divertirme que quería mostrarte.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿desde cuándo?

–Las últimas semanas, lo acabo de decir. Mírate, ya estás todo


empalmado.

–Perdón.

–No importa. Hoy quiero experimentarlo todo, hacer de todo y luego, si


quieres, puedes cumplir mi sueño.

–¿Tu sueño? ¿A qué te refieres?

–Que me convenciste con tu idea.

–¿Cuál? ¿Que todo es absurdo?

–Sí, pero en mí ha tenido un efecto más profundo. Todo cambio desde


que los descubrí…

–¡Imposible…! –murmuré imaginándome a qué se refería; o a quienes,


en este caso.
–¡Sí, ellos! Pero hay más… Me han dicho que tú ya lo sabías.

–Bueno… yo, naturalmente…

–¡Sin excusas! No me importa si lo sabías o no, el hecho es que… –pero


se interrumpió y comenzó a llorar brutalmente.

–Lary, lo lamento. ¿Hiciste todo esto solo para enterarte de mi propia


boca? –inquirí, abrazándola y percibiendo cierta hostilidad.

–¡Ja, ja! ¡Tonto! –expresó de nuevo con ese delirio que ya parecía tan
habitual en ella–. No estoy llorando, solo era una broma.

–Entonces ¿lo que viste…?

–Eso es cierto, pero no me interesa.

–Pero ¿por qué?

–Porque es absurdo. Mira, Lehnik, te traje aquí para algo muy loco, pero
antes tienes que estar dispuesto a todo. Dime, ¿lo estás?

–Yo…, ¿a todo? –balbuceé sintiendo como temblaban mis labios.

–Como sé que no tendrás el valor necesario, tengo aquí algo para


animarte –susurró señalando una jeringa ya preparada con una sustancia
dentro.

–¡Lary, maldita sea! ¡No me digas que tú…!

–Ya no soy Lary, no la que conociste.

–Pero ¿qué te ha pasado? Cuéntame, quizás…

–¿Quizá qué? ¿Quizá puedan ayudarme? ¿Quién lo hará? ¿Acaso tú?


Mírate nada más: eres un suicida, un loco y un depravado. Viniste aquí tan
solo para cogerme, para satisfacer un miserable impulso sexual. Te crees
distinto al resto, pero no lo eres. Así es: ¡no lo eres! ¿Sabes una cosa? Eres
mucho peor que la gente ordinaria, porque sabiendo la supuesta verdad no eres
capaz de acabar con tu existencia. ¡Te desprecio! ¡Te desprecio con todo mi
ser!
–Bien. Si solo vas a insultarme, me largo –dije sin prestar atención a su
ataque de histeria.

–¡No, espera! Ya estás aquí, tienes que hacerlo. ¡Tienes que hacerlo,
maldita sea! –y se puso a repetir frases incoherentes entre llantos, lágrimas,
gemidos y maldiciones.

–Lary ¿qué te ha pasado? ¿Por qué estás así?

–Te lo contaré rápidamente, aunque dudo que te interese. Lo haré solo si


estás dispuesto a todo después de ello.

–Bien, acepto –aseveré trastornado por el demencial estado de mi


antigua compañera de sábanas.

–Seré breve –dijo tomando la jeringa y agitándola contra mi brazo; ni


siquiera opuse la más mínima resistencia–. Todo fue ese día, el día en que los
descubrí… Sí, ya sé que mi hijo y mi madre cogen cada noche, y tal vez
también en el día. Lo hacen a toda hora, es repugnante –su tono de voz me
desconcertaba, pues iba del llanto a una risita nerviosa–. El día que los
descubrí salí corriendo porque no sabía con quién acudir, así que fui a
buscarte, pero… Era ya de madrugada y unos hombres me tomaron. Era inútil
resistirse, así que solo cedí y entonces ellos… ¡me violaron! Hicieron conmigo
lo que quisieron, incluso me escupieron y me golpearon, hasta se atrevieron a
venirse adentro. Lo último que pude observar fue un tatuaje bastante extraño
que llevaban en la parte superior de la palma derecha, parecía ser el de un
demonio surgiendo del corazón de un ángel… Aquel acontecimiento me
cambió radicalmente… Y todo porque había ido desesperada a buscarte, pero
me enteré de que estabas en casa de otra mujer, de una tal Virgil. Como sea,
pensé que mi vida antes de eso ya era lo suficientemente miserable con un hijo
al que tanto amaba cogiendo con mi inválida madre mientras yo trabajaba para
mantenerlos. ¿Qué sentido tenía proseguir con tal absurdo de vida? Fue
cuando creí lo que decías y luego…, luego me hundí en mi amargura. Además,
todo empeoró, pues recordaba mi violación con un placer como ningún otro, y
creo que en el fondo me encantaba. Comencé entonces a mirar a escondidas
cómo Mati se lo hacía una y otra vez a mi madre, y me excitó tanto la idea
que…
–¡Es imposible…! ¡Imposible!

–Vamos, Lehnik. No puedes negarte ahora. Ellos están de acuerdo. ¡Tú


lo prometiste! –exclamó con una mueca burlona.

–Lary, esto es demasiado.

–¿Demasiado dices? ¡Tonterías! Nunca es demasiado cuando nada tiene


sentido. Desde que no me coges he cambiado tanto, desde que esos hombres
misteriosos hicieron algo más que violar mi cuerpo… ¡Ellos me cambiaron de
alguna manera, me hicieron ser yo misma! Ahora dime ¿te quedarás o huirás
como un cobarde más?

–Yo, en verdad quisiera… –titubeé como nunca.

–¿No era todo absurdo? ¡Vamos, decídete! Será tan divertido…

Entonces sentí cómo la jeringa que se hundía en mi brazo era vaciada.


Como un profundo choque mental, todo en mí experimentó un drástico
cambio. Me convertí en una bestia, en un demonio al que no le interesaba nada
y que hubiera podido fornicar, comer y matar a todo el mundo. Me convertí en
mí mismo, dejé que la criatura que había humillado sexualmente a Melisa
emergiera. ¿Qué era aquella sustancia misteriosa? ¿Cómo la había obtenido
Lary? Seguramente alguna droga extraña perfecta para un extraño como yo.
Me decidí a cumplir con la voluntad de aquella zorra sin importar qué,
dispuesto a cometer las más cruentas infamias y perversiones, a participar en
lo que fuese y a ser quien en realidad era. Esperaba, después de todo, morir
aquella noche. Lo que aconteció no lo recordé sino hasta algunos días después,
pues quedé inconsciente y casi medio muerto luego de aquella ignominia. Los
policías me encontraron tirado y manchado de sangre y demás fluidos que no
quisieron mencionar. Lary era la culpable de todo, según me explicaron. Pero,
antes de contar lo que me dijeron, creo oportuno mencionar lo que recuerdo de
esa maldita noche…

Cuando entré a la habitación, todo se veía extraño. Yo mismo me veía


como divagando entre la luz y las sombras, experimentando una sensación de
locura inaudita. No sé cómo pasó, pero la orgía fue peor de lo que esperaba.
No solo estaba ahí la inválida madre de Lary con agujas clavadas en todo el
cuerpo y propinándose latigazos terribles en su ensangrentado trasero, sino
que también Mati, el pequeño y desobediente hijo de Lary, se hallaba
picándose el ano mientras lamía el pestilente coño de la vieja. Para
incrementar la emoción, Lary había secuestrado a una compañera del colegio
de Mati, la cual pertenecía a un grupo de sujetos que luchaban por la abolición
del aborto. Lary, según supe, estaba preñada desde su trágico incidente. Todo
aquello fue un vómito de lo más atroz y, si mal no recuerdo, lo más asqueroso
que pudiera haberme pasado. Hubo de todo, cualquier parafilia fue expuesta y
la habitación quedó hecha un charco de sangre, meados, mierda, vómito,
comida podrida que se había reservado para la ocasión, esperma y corrupción
en todos sus niveles.

Lo que sé es que follé sin parar como una bestia, sin importar de quién
se trataba. Estaba tan extasiado y drogado que todo me dio igual y pensé que
todo el mundo era algo bisexual en el fondo. Además, para coronar aquel
sacrilegio, se unió a la diversión un anciano ridículo que fingía ser el novio de
la madre de Lary, pero que en realidad era homosexual y tenía la ilusión de
fornicar con Mati. Supe que la misma Lary le había entregado el coño antes y
que junto con él había planeado todo esto. No sé por qué razón, pero de todos
los asistentes a esa blasfemia, solo yo quedé vivo. Lary, rumbo al final y sin
poder saciar su apetito sexual, me arañó y me mordisqueó los brazos y la
espalda, para luego arremeter contra el resto. A todos los drogó y los apuñaló
como una vil maniática. No solo adornó la habitación con algunos de sus
órganos, sino que se bañó en todos los fluidos y a mí también, para fornicar así
hasta sentir mi semen en su vagina. Y, cuando al fin la luz del sol puso fin a
tan siniestra e inhumana noche, se rajó las muñecas escribiendo una nota
donde se decía culpable de todo. O algo así, no sé muy bien la verdad. Esto
último me lo contaron los policías tras el interrogatorio cuando desperté
algunos días después de lo acontecido, luego de haber estado internado y sin
conocimiento.

XXIX

Tras lo ocurrido con Lary, pasé una semana sin tener sexo. Pero rápidamente
me dio igual, como todo, y luego de que la policía hiciese menos frecuente el
seguimiento de rutina, continué con mi vida como si nada hubiera pasado.
¿Qué me importaba que una trastornada sexual, aún más que yo, hubiese
cometido una orgía infernal e incestuosa en la que yo había participado como
una víctima más? Aunque debo confesar que recordarla me conmovió un poco
cuando me enteré, por un viejo diario que hicieron llegar a mi poder quién
sabe qué influencias, que siendo una niña había sido violada en repetidas
ocasiones por sus tíos, mismos que aprovechaban su condición de sacerdotes
para cuidarla y así aprovecharse de ella. Además, lo que parecía haberla
llevado a la locura desde temprana edad fue el haber visto cómo sus padres
mismos gozaban viéndola sometida a tan ominosa acción sexual.

Comprendía entonces por qué la excitó tanto ver su hijo con su madre,
pues el incesto era para ella algo natural, por así decirlo. Finalmente, supe que
estuvo en algunos tratamientos psiquiátricos, pero sin concluir
satisfactoriamente alguno. Luego todo quedó en el olvido, y Lary intentó vivir
como una persona normal, hasta tuvo un hijo. La última entrada de este
supuesto diario mencionaba a un hombre que había conocido en una noche de
pasión y desenfreno, una noche donde pudo olvidar lo miserable que era su
vida y donde se emborrachó como nunca. La fecha parecía coincidir con
aquella en la que me había conocido, y hasta la descripción de los hechos era
la misma. Pero era imposible que se tratase de mí, o quién sabe. Como sea,
ahora no tenía sentido. Con Lary muerta sentía un gran peso quitado de
encima y, en efecto, así fue. El primer día que regresé a mi casa dormí con tal
naturalidad que podría decirse que fue una de mis mejores noches de
descanso. De la terrible orgía no volví a tener malestares salvo los físicos, pues
los mentales estaban más que ignorados.

A pesar de todo, seguía sintiéndome extraño y sin deseos de querer vivir.


Había ya casi abandonado la esperanza de que Akriza, la mujer que
probablemente sí me importaba, prestara atención a mis súplicas. No obstante,
por otra parte, esto fortalecía mi propio absurdo. Si ella me hacía caso, ¿qué
haría yo? No podría aceptar de ninguna manera vivir a su lado. No era que
fuese adicta a la mierda y que hubiese fornicado con los hombres más
repugnantes de toda la ciudad, eran otras mis preocupaciones. Se trataba de
Jicari y de una vida familiar y, por ende, común. No aceptaría llevar una vida
tan ordinaria, monótona y detestable. No quería ser fiel a Akriza, aunque
creyera que la amase. Entonces pensé que amaba mi propia miseria y
asquerosidad, y que no hallaba mayor felicidad que en el sinsentido de mi
existencia.

Cualquier otro tipo de felicidad humana me sería altamente insoportable.


La verdad era que solo quería tirarme a Akriza y hasta ahí, más por un
obsesivo morbo y una enfermiza idea de poseerla a como diera lugar que por
amarla realmente. Saber todo lo que hacía y todos por cuantos había pasado su
infectado y virulento coño me hacía enloquecer cuando imaginaba fornicarla.
Incluso, me masturbaba solo pensando en ella. Además, aunque estuviera
podrida por dentro, lucía muy hermosa con sus vestidos de florecitas que
usaba cotidianamente, y con ese rostro demacrado y desesperado. Con todo
eso me volvía loco verla, aunque sabía que me ignoraría hasta la muerte.
Había, no obstante, algo misterioso en sus labios que me atraía bestialmente.
En el fondo, sentía que su rostro se parecía al mío. Sí, eso era. Si yo fuera
mujer, tal vez sería tal y como Akriza.

Por otro lado, los días pasaron y Virgil continuó viniendo cada noche a
que me la tirara. Sin embargo, todo cambió cuando descubrí su verdadero
propósito en una noche en la que quiso conversar seriamente.

–Oye, Lehnik. ¡Creo que estoy embarazada! –espetó de golpe.

–Bueno, sabíamos que iba a pasar. Tú lo querías, ¿no es así?

–Llevamos ya mucho tiempo teniendo sexo, ¿no es acaso lo que tú


también deseabas en el fondo?

–Yo no deseo nada, solo morir.


–¡Tonterías! ¿Cómo es posible que continúes pensando de esa forma?
¡Eres un ser tan absurdo! Eres un idiota, uno muy extraño.

–No sé, todo esto me confunde…

–¿Qué? –inquirió desconcertada Virgil, parecía como trastornada–.


¿Saber que estoy embarazada de ti te confunde?

–No, no es eso…

–Entonces ¿qué pasa? Me estás espantando.

–Lo siento, pero yo no puedo tener hijos.

–¿Acaso estás operado o algo así?

–No, me refiero a que es imposible que ese niño nazca.

–¡Más sandeces! Y eso ¿qué significa? –exclamó levantándose de golpe


de la calma y buscando su ropa interior.

–Significa que tendrás que abortar.

Permaneció en silencio, contemplándome de manera irracional. Barrunté


que estaría absorta por la palabra abortar, pero me dio igual. De alguna extraña
manera parecía no importarme en absoluto lo que una mujer como ella me
dijera. La verdad es que no experimenté ninguna sensación al saber que podría
ser padre, salvo, quizás, una repugnancia atroz, tan similar a aquella que
experimentaba cuando miraba a las personas y les despreciaba con todo mi ser.
Además, a Virgil la odiaba sobremanera de forma absurda. No sé por qué, pero
el simple hecho de ver su rostro lastimoso y pecoso me abrumaba. La follaba
con furia indecible, la azotaba y me portaba violento. Metía toda mi mano en
su boca y en su vagina, hasta le desgarré el ano con un salvajismo inaudito la
primera vez que me lo permitió.

Curiosamente, este tipo de comportamiento solo una mujer de su calaña,


aparentemente santa y con infinidad de prejuicios morales, lo despertaba en
mí. No era igual cuando fornicaba a las putas de la avenida Astraspheris,
puesto que de antemano ya sabía que eran mujeres perdidas, sin honra y
públicas, sumergidas en la depravación. Sin embargo, saber que Virgil se
engañaba a sí misma producía en mi mente cierto tipo de excitación muy
singular, caso parecido al de Akriza. En fin, casi me parecía que a Virgil
quería matarla cuando la fornicaba, y ese rencor, ese odio, esa rabia acumulada
salía a flote en la cama, convirtiéndome en algo más que en un animal, pero
creo que a ella le encantaba también. Lo que no podía tolerar era el absurdo
papel de niña buena que asumía frente a los demás, en lugar de mostrarse tal
como era, tal como somos todos las humanos en el fondo, por mucho que lo
neguemos. Yo pensaba que había cambiado desde la muerte de su madre,
aquella obesa trastornada que devoró a dos pequeños, pero no. Al principio se
mostró muy liberal, pero luego, poco a poco, volvió a su natural estado
recatado y estúpido.

–No abortaré, no podría. ¿Cómo hacerlo después de lo que ha pasado?


No olvides que mi madre ha cometido algo peor que una blasfemia.

–Lo sé, pero entonces tendrás que hacerte cargo de ese niño tú sola. Yo,
desde luego, no responderé.

–¡Canalla! –gimió fulminándome con la mirada–. Debí imaginar que


dirías eso, pues así son todos los hombres: nunca aceptan responsabilidades
sin exigir algo a cambio.

–Bueno, no me interesa cómo sean los hombres en general o la


percepción que tengas tú. El punto es que conmigo no cuentes para criar esa
criatura, estás por tu cuenta.

–Pero tú fuiste quien quiso venirse adentro y hacerlo sin protección.

–Sí, pero tú también lo quisiste así.

–Yo pensé que después de tantos encuentros sexuales habías concebido


la idea de formar una familia y tener estabilidad.

–¡Ja, ja! ¿Formar una familia? ¿Estabilidad? ¡Tonterías! –respondí


desternillándome como un alienado–. Por favor, me conoces desde hace
tiempo suficiente como para decir semejantes babosadas.

–¡Cállate, idiota! ¡Te detesto! Yo solo quería…


Pero se interrumpió. Claramente estaba ofendida e indispuesta a abortar.
No sé de dónde le vino a la cabeza la idea de que ella y yo podríamos formar
una familia, casarnos y llevar una monótona vida hasta la muerte. Desde luego
que se había formado de mí un cuadro en absoluto equívoco, pese a
conocerme de antemano. Supongo que estaba enamorada y eso nublaba su
visión. Colegí, por sus expresiones, que creía cándidamente que yo, tras cierto
número de encuentros íntimos, terminaría por resignarme y aceptarla como mi
pareja oficial. Por esa razón desde hace un tiempo me había dicho: “házmelo
al natural, que pase lo que sea, no me interesa”. Y ahora se adjudicaba el
derecho de exigirme ser el padre de aquella alimaña. Prefería morir mil veces
antes que engendrar una criatura más en este mundo repugnante.

–Está bien, podemos llegar a un acuerdo –dijo aparentando estar más


tranquila.

–¿Qué clase de acuerdo podría ser?

–Creo saber lo que te preocupa.

La miré dubitativo, me preguntaba qué demonios estaría tramando


ahora. Seguramente alguna manera de intentar amarrarme, pero no
funcionaría.

–Sé que para ti es absurdo, porque todo este mundo y la existencia lo es.
Eso lo tengo claro por todo lo que siempre me contabas. Te comprendo, no soy
tan estúpida como imaginas, aunque para ti todas las personas sean inferiores
por intentar darle un sentido a algo que, según tú, no lo tiene. En fin,
suficientes veces te escuché filosofar de este modo y, cosa extraña, aunque me
parecía ridículo que alguien pensara de esa manera, también crecía cierta
admiración “espiritual” hacia ti, por así decirlo. El caso es que me enamora tu
visión, la percepción de que todo esto es absurdo y que tú estás por encima de
todo es algo que no podría tolerar en nadie más que no fueras tú. Eres
indudablemente un extraño entre todos nosotros, y por ello te detesto y
también te amo. Escucha, no quiero perjudicarte. Sé que llevas una vida
desordenada y de libertinaje, y no te cambiaré. Pero yo solo tenía un sueño:
sentirme amada. Ahora que estoy embarazada parte de ese sueño se ha
cumplido, tanto más cuanto que el hijo es del hombre que siempre he amado.
Entonces mi proposición es que te quedes conmigo, aunque no me ames. Yo
podría serte de utilidad en momentos difíciles y podría apoyarte en todo. No
sabes cocinar ni asear, yo podría hacer todo lo que una buena esposa hace por
su marido. Además, sé cocinar exquisitamente, como bien has comprobado.
No me importaría que tuvieras amantes, al contrario, lo agradecería, pues soy
consciente de que solo de esa manera puede funcionar un matrimonio. Sí, sé
que dos personas pueden permanecer juntas únicamente gracias a la
infidelidad consentida, ese es el gran secreto. Siendo así, yo no te prohibiría
nada en absoluto, hasta podría presentarte amigas para que las fornicaras en mi
cara, si así lo quisieras. Podrías hacer orgías y decidir si yo participase o no.
Podrías hacer conmigo lo que quisieras, incluso esclavizarme o golpearme, no
importa. Te amo tan locamente que agradecería que me golpearas, sería
imprescindible que me humillaras de las maneras más ignominiosas posibles;
yo lo aceptaría todo. Es más, te exigiría que me deshonraras no solo en casa,
sino en público. Sí, que todos vieran cómo te burlas de mí, cómo sostienes
amantes con mi consentimiento y cómo te pierdes en la bebida y la amargura.
Pero lo haría porque en el fondo eso mismo demostraría cuánto nos amamos.
Así es, todo lo que a primera vista parecerían solo vejaciones e infamias no
serían sino la prueba irrefutable de que entre nosotros existe un amor puro. Y
estoy segura de que las personas nos envidarían, pues, pese a todo, estaríamos
juntos y jamás nos dejaríamos. Yo sería lo que quisieras que fuera: tu esposa,
tu esclava, tu puta, tu sumisa, tu instrumento, tu amor… Pero ¡basta de
delirios, aunque todo lo que he dicho es verdad! Acaso no alcances a
comprender que todo esto lo hago porque te amo como nunca ha existido amor
alguno. Las personas están ciegas cuando dicen amar, porque siempre exigen
una fidelidad imposible. El verdadero amor consiste en rebajarse hasta lo más
nauseabundo para construir lo más inefable. Como sea, tampoco te prohibiría
seguir metiéndote con las putas que tanto te encantan, porque te he seguido
hasta la avenida Astraspheris… Pienso que sería fantástico ser amiga de tus
amantes. E incluso, si me lo pidieras, sería esclava de ellas también, ¡qué no
les haría! Sabes, podría hasta comer mierda por tu amor.

Aquella expresión inevitablemente me hizo pensar en Akriza. ¿Cómo


era posible? ¿Acaso se trataba de una coincidencia? No pude sino sonreír
sardónicamente, aunque me recuperé al instante. La imagen de Akriza, aquella
mujer tan sensual que me había cautivado desde el primero momento inundaba
mi mente. La miraba de las maneras más repugnantes: toda batida de mierda,
nadando en un río de podredumbre y masturbándose como una loca,
implorando que me uniera a ella y la penetrase con coraje. Sin embargo, al
instante olvidé aquella visión cerval y miré fijamente a Virgil. Pensé su
discurso estaba más allá de la enajenación y que definitivamente había
enloquecido, ¡pobre diabla!

–Y bien ¿qué dices a todo esto? –dijo en un tono bastante raro, con una
euforia rayana en la demencia–. Es más, tampoco me des dinero. Preferiría
pedir limosna o comer mierda antes que quitarte recursos. Prefiero mil veces
que lo gastes en putas, juego o bebida que en mí. Yo vería cómo alimentar a
nuestro hijo, hasta me prostituiría si fuese necesario, todo con tal de no
molestarte. Y, cuando tengas complicaciones económicas, yo te mantendré, yo
te cuidaré más que a mi vida. Dejaré de comer con tal de verte satisfecho, con
tal de que puedas seguir en tus vicios y depravaciones. ¿Sabes algo, Lehnik?
Estoy abriéndote mi corazón de un modo extraño, pero eso me hace sentir
bien. Incluso yo…, yo podría dejar de respirar para que tú pudieras hacerlo.
Podría quitarme la vida para que tú pudieras ser feliz. Y, lo más importante,
sería siempre la persona que estaría ahí para escuchar tus ideas, para soportar
tus arranques de misantropía, para apaciguar tus ataques de ansiedad. Yo
quiero ser tu esposa, tu madre, tu amante, tu hermana, tu vida.

–Virgil, debes tranquilizarte –le dije acercándome a ella y dándole una


palmadita en la espalda, pero sin atreverme a abrazarla y secarle las lágrimas
que habían brotado de tus ojos saltones en la algidez de su súplica–. Tienes la
cabeza revuelta, casi atrofiada no sé por qué, pero ahora no debes tomar
decisiones.

–¡Ja, ja! ¡El que debe decidir eres tú! –exclamó con una risita nerviosa
que terminó por confirmar mis sospechas: había perdido el juicio.

–Bueno, yo…

–¿Qué pasa? Dime, responde ahora, no quiero esperar. Es sencillo –dijo


apretándome la muñeca con sus uñas hasta hacer brotar mi sangre, pero sin
notarlo, creo, o tal vez ignorándolo–, solo debes decir sí o no. Ya has
escuchado lo suficiente, así que necesito tu respuesta ahora mismo.

–Debo pensarlo, tú sabes…

–No, no quiero esperar. ¡Debes decírmelo ahora!

–Y ¿qué tal si digo que no?

–¡Tonterías! ¡Cobarde, bribón! Te reto a que digas que no, cualquier otro
hombre aceptaría. Pero tú eres un extraño, en ti todo está al revés. Y eso que te
estoy abriendo las puertas del paraíso. ¿Sabes cuántas mujeres harían esto por
ti? Pero te advierto que quiero más hijos… No los mantendrás tú, yo me
prostituiré para educarlos. Y entonces ellos querrán vivir, no como tú… ¡Ja, ja!
Si alguno se suicida, entonces te sentirías feliz, ¿no? Un padre orgulloso de un
hijo que se mata, caso único en su tipo…

Estaba trastornada, la pobre diabla debió haber enloquecido desde que su


madre fue encerrada en el manicomio, y no la culpo. Pero yo no podía tomar
una decisión como esa por más atractivo que me pareciese el sí. Quién sabe
qué me esperaría con ella, acaso…

–Me estoy desesperando, tienes cinco segundos para responder.

Y dicho esto me apretó aún más mi muñeca, parecía disfrutarlo. Hasta


ahora el dolor ni siquiera me había inquietado lo más mínimo, solo sentía mi
sangre escurriendo y sus uñas oprimiendo con fiereza. Finalmente, me ofusqué
y no sé por qué demonios proferí, en un susurro estúpido, algo así:

–Me es indiferente.

–¿Qué? –replicó Virgil conmocionada.

–Digo que… ¡Me da igual! ¡Al diablo contigo y toda esta estupidez!

Aunque al principio su semblante se contrajo horriblemente, haciendo


aún más feo su pecoso rostro y resaltando sus ojos saltones de renacuajo,
terminó por caer en una especie de trance, pues la fuerza con que lastimaba mi
muñeca cesó en segundos. Aproveché entonces para zafarme de su ahora débil
agarre y limpiarme la sangre en sus senos, ya que los tenía destapados aún. Sin
embargo, ella no reaccionaba, solo mantenía la mirada perdida, como si
alguien le hubiese robado la consciencia y no fuese más que un cascarón. Sin
saber yo tampoco qué hacer, tomé mi ropa y me la coloqué encima, sin que
ella profiriera el más mínimo sonido. No me miraba, de verdad que estaba
absorta, ida, hasta temí que hubiese muerto, pero no. Cuando estuve listo para
partir me planté frente a ella y quise decir algo, no sé qué o para qué. Al ver
que no se me venía algo concreto a la cabeza, decidí que le daría un suave
beso en los labios y me iría.

Estuve a nada de obrar de este modo, pero algo me detuvo. Un ataque de


ira se apoderó de mí, tan repentinamente que creí que la golpearía hasta
destrozarle el rostro. Fue extraño, pero ocurrió unos segundos antes de que mis
labios rozaran los suyos. Como un relámpago la sangre se me subió a la
cabeza. Por suerte me contuve y una rigidez insana paralizó mis músculos por
completo. No sé cómo es que en tanto poco tiempo se suscitó tan violento
cambio de ideas, o por qué aquella furia se había apoderado de mí en cuanto
me propuse besar a la trastornada Virgil. El caso es que no la besé ni la golpeé,
sino algo quizás mucho peor: le escupí con odio en el rostro. No me explico
por qué adopté tan desconcertante resolución, pero en ese instante sentí que
era lo que más quería hacer, y así obré. El escupitajo, sin embargo, no fue
normal, sino más abundante de lo que creía. Todavía me quedé lo suficiente
para ver que no reaccionaba ni aun sintiendo mi saliva escurriendo por su
rostro y llegando hasta sus labios. Acto seguido, la miré por última vez para
cerciorarme de que aún estaba viva. Como creí que así era, me retiré con tal
naturalidad que hasta me sentí orgulloso de todo cuanto acababa de ocurrir.

Caminaba de prisa, pero experimentando una sensación de calma que


difícilmente podría describir. El escupitajo no salía de mi mente, lo recordaba
a cada momento. Recordaba también el rostro absorto de Virgil y cómo ni se
inmutó cuando se lo arrojé. Ese rostro horripilante opacaba cualquier otra
imagen. Lo que me preocupaba era que Virgil reaccionase pronto, puesto que
no pensaba dormir en la calle toda la noche, ya que eran apenas las once.
Estuve un buen rato reflexionando e intentando idear un plan. Podría pasar la
noche en un hotel, pero luego descubrí que había dejado mi billetera en el
departamento y me lamenté con vehemencia. Al final todos los caminos me
llevaron a lo mismo: debía esperar a que Virgil se fuera y entrar. Esto, claro,
suponiendo que no decidiera esperarme para quién sabe qué nuevo drama.
¿Cómo fui a dejarla ahí en mi departamento así nada más? No podía
explicármelo, como realmente no hallaba razones para aquel sustancioso
escupitajo. Ciertamente, tampoco el hecho de haberme salido tan
precipitadamente podía justificarlo, pues, en todo caso, debía haberla corrido
del modo que fuera. En fin, ya las cosas habían ocurrido de cierta manera y no
había marcha atrás.

Lo mejor sería hacer tiempo, matar los minutos con algo, incluso hasta
horas. Me fijé como límite las dos de la madrugada. Sin importa qué, yo
retornaría a esa hora y me introduciría en mi departamento. Si Virgil seguía
ahí, lo mejor sería ignorarla. En caso contrario, lo cual esperaba se cumpliera,
podría descansar apaciblemente. Por ahora tenía que ver en qué me ocupaba,
pero lamentaba no traer ni un centavo en la bolsa, todo por dar cuantiosas
limosnas en todos lados. Como sea, anduve vagando sin rumbo fijo, mirando a
las personas consumiendo cosas innecesarias, entablando charlas absurdas,
pretendiendo que sus vidas tenían un sentido. Las que más gracia me causaban
eran las parejitas de novios que entraban y salían del cine, ¡pobres idiotas!
Estaban verdaderamente tan ciegos, tan engañados. Era una pantomima de lo
más asqueroso ver a esas personas creyendo que uniéndose podrían darle un
sentido a su miserable existencia.

Mientras continuaba divagando pensé que podía ir a las orillas de la


ciudad y relajarme en el pasaje boscoso donde me gustaba reflexionar, pero
me sentía cansado y hambriento. Así que decidí cenar algo y embriagarme,
todo sería más soportable de ese modo. Podría pedir fiado y luego pagaría, no
tendrían por qué negarse. Anduve revisando los lugares y ninguno me
convenció, pues, por más que miraba los carteles de comida barata y ofertas de
alcohol, no eran precisamente convincentes. Al fin, sin más remedio, me senté
y suspiré profundamente. Pero instantáneamente llegó a mi cabeza un nombre:
Diablo Santo. ¿Cómo pude haberme olvidado de la taberna donde se reunían
aquellos filósofos empedernidos y se ahogaban en alcohol para olvidar sus
penas? Sin perder ni un momento me dirigí hacia allá. Quién sabe, tal vez
hasta encontraría de nuevo a Volmta, que tan misteriosamente había
desaparecido. Me inquietaba conocer más de su historia, aunque a la vez me
diera igual. Como sea, estaba a punto de llegar cuando un vagabundo se
acercó a mí y tiró de la manga de mi vieja chaqueta. Lo miré con desdén, pero
parecía inofensivo. Era un viejo pringoso, casi con lepra, entrado en años, sin
dientes y un tanto trastornado. Por si fuera poco, estaba bestialmente ebrio e
injuriaba a dios sin motivo alguno. Al ver que no me inmutaba ante su
apariencia asquerosa, entabló conversación conmigo.

–¡Je, je! Bueno, y ¿qué? Eres un sujeto con dinero, o ¿no?

–Creo que no –respondí con indiferencia–. ¿Acaso le parece así?

–¡Hum! Tienes razón, no lo eres. Si lo fueras, entonces ya no estarías


vivo– exclamó riendo morbosamente.

–¿Acaso lo considera de ese modo? A mí me parece que usted solo


quiere una limosnita, o ¿me equivoco?

–¡Ja, ja! Apenas me conoces, ¿cómo puedes pensar eso de mí? Solo
porque soy un viejo vagabundo con la ropa hecha jirones y el semblante
mugriento, solo por eso me subestimas.

–Si no quiere dinero, entonces continuaré mi camino.

Avancé unos cuántos pasos mientras aquel vagabundo solo me miraba.


Honestamente había algo en él que inspiraba compasión, como si estuviese
fingiendo ser un vagabundo, pero ¿por qué razón alguien fingiría eso? ¿Quién
demonios era ese sujeto y por qué específicamente me hablaba a mí? ¡Que el
diablo cargara con él! Me calmé, estaba muy paranoico desde lo ocurrido con
Lary, y lo de Virgil me había trastornado quizá más que a ella, aunque hasta
este punto apenas y lo había notado. Mis manos temblaban y me sentía
extrañamente mareado desde que ese viejo pordiosero de aspecto raquítico y
vil me había hablado. En su rostro parecía haber menos arrugas de lo normal y
sus cabellos parecían más bien una peluca maltrecha. Sus ojillos de rata y su
nariz de perico me repugnaron desde el primer momento. Sus huesudas manos
también me producían cierta aversión inhumana, como si no fueran
proporcionales a su constitución. Pensé que debía apartar de aquella barbarie
mi atención, así que apresuré el paso. Sin embargo, aquel vejete pringoso, que
en principio pareció conforme con solo haberme molestado, de pronto corrió y
se plantó frente a mí.

–¡Caramba! Por unos instantes lo dudé, pero no cabe duda –expresó con
ahínco–. Sí, desde luego que sí... ¡Tú eres el extraño! ¡Sí, lo eres! ¡Tú eres el
extraño mental!

XXX

¿El extraño mental? Aquella combinación de palabras parecía interesante,


¿qué podría significar? Bueno, después de todo, sí que me consideraba un ser
extraño, con una mente un tanto más desviada, o tal vez mucho, que el resto.
Odiaba todo: al mundo, a las personas, los lugares, el sistema, a mí mismo. Y
también detestaba existir, pues me sentía obligado a ello. Jamás había visto
realmente un sentido en la vida, y, a estas alturas, no me importaba hallar uno.
Mi vida había transcurrido principalmente entre el alcohol, las tabernas, las
prostitutas y la infamia, y eso estaba bien. En realidad, no era que quisiera
hacer eso, pero no veía ninguna otra manera de matar el tiempo. Como sea,
¿qué estaba pensando? ¿Por qué ese viejo estúpido y mugroso me inquietaba
así?

–No sé de qué rayos esté hablando, pero, si he enloquecido realmente,


entonces usted no tiene derecho a hablarme en ese tono, cuanto más tanto que
estará usted más loco que yo.

–¡No es eso, de verdad que no! –me interrumpió mostrándose


sumamente alterado, como si un descubrimiento inmenso le viniera de pronto
a la cabeza tras una insensata reflexión–. Ya decía yo que el parecido era
absoluto, y la coincidencia de dimensiones inexplicable.

–¡Escuche...!

–¡No, no debes alterar así el experimento! No tienes ni la más mínima


idea, ¿verdad? Eres un pequeño capullo, tan infantil como tu primer yo, pero
has aprendido. Tranquilo, nosotros lo sabemos todo de todos. ¡Je, je! Pero aún
es muy pronto para que lo sepas, necesitas continuar. Y, cuando el momento
llegue, cuando la oscuridad haya devorado por completo a la luz, entonces lo
sabrás todo, pero aún no.

–¿Qué? ¿Qué significa eso de cuando la oscuridad haya devorado por


completo a la luz? ¿Qué clase de farsa es esta?

–¡Je, je! Ninguna, creo. Al menos no para mí. Pero basta, se ha hablado
mucho de cosas futuras, mejor vayamos al presente.

Un tanto cansado de tanta charla sin sentido me decidí a sacar algunas


monedas para callar de una vez por todas a aquel calavera. Pero recordé que
no traía ninguna, ¡con un demonio!

–Será mejor que no lo intentes. Vas a darme dinero, ¿no? ¡Tonterías!


Podría aceptarlo de quien fuera, excepto de ti. Así es, mi extraño amigo,
menos de ti. ¿Sabes por qué? Simple: porque no te interesa.

–¡Ridículo! ¡No le creo nada! –vociferé atolondrado y dejando caer


algunas monedas que inexplicablemente no estaban ahí antes.

–No se moleste, yo se las paso –indicó el viejo vagabundo recogiéndolas


y colocándolas en mis manos–. Quizá no lo entiendas, pero no puedo
aceptarlo. Solo lo hago cuando sé que a las personas les importa, como a casi
todas. Obtener una limosna de ti sería peor que querer quitarse la vida, porque
entonces ni la vida ni el dinero valen nada. ¿No es ese tu caso? Puedo leer en
tu mirada algo más mágico de lo que puedes discernir, algo que pide a gritos el
final, pero aún no... Pareciera como una leyenda grabada en tu alma: “Vivir y
morir, para mí, es exactamente lo mismo, pero, aun así, vivo gracias al sueño
del suicidio”. Lo sé, extraño amigo, eres un suicida, pero uno que no se mata,
sino que obtiene fuerza espiritual gracias a la idea misma, que se nutre del
néctar de la muerte.

–Si sabe todo eso y puede leer en mi alma como dice, entonces no le
costará trabajo decirme cuál es el sentido de mi existencia... –balbucí con tono
sardónico.

–¡Ja, ja! Al diablo con eso. ¿Qué te importa a ti saberlo? No te voy a


negar que traigo unos cuántos tragos encima, y ¿sabes por qué? Muy fácil,
querido extraño, porque me he bebido todas las limosnitas del día. Mira, no te
llevo nada más porque sé que te negarías, pero yo..., Bueno, mi familia y yo
vivimos en la calle desde hace unos meses. Es mi culpa, lo sé, no me lo
repitas. Tengo, corrección, tenía dos niños pequeños, pero se han matado. Se
arrojaron a las vías del tren cuando no resistieron el hambre, pero te aseguro
que ese día no derramé ni una sola lágrima, pues, como ahora, estaba
bestialmente ebrio, casi en una congestión alcohólica. Creo que hasta me reí
cuando me comunicaron su muerte, ¡ja, ja! ¿Puedes creerlo? Yo, un borracho
infame, me desternillé al saber la muerte de mis dos pequeños. No vayas a
creer que eran mis hijos, ¡ja, ja! No, para nada. Los encontré tirados en las
coladeras, en el barrio en las afueras de la ciudad, con su madre descuartizada.
Más tarde supe, por las noticias, que había sido secuestrada y violada por unos
bribones, quienes habían grabado algunos videos de zoofilia para apaciguar a
sus amos, ya sabes, los banqueros. Como sea, yo recogí a los pequeñines y, de
vez en cuando, los alimentaba con mierda. Recuerdo que al principio me creía
con la obligación, ¡hasta dejé la bebida! Solo unos días, como cuatro o cinco,
máximo. Luego, todo fue de mal en peor. Te diré un secreto: yo fui a rezarle al
señor para que se murieran... Sí, fui y me hinqué, luego dejé una limosnita que
bien podría haber empleado para alimentar a esos diablillos, pero que creía
indispensable colocar en manos del señor para que cumpliera mi petición. Y
¡vaya sorpresa! Por eso me reí, porque al fin me sentí feliz. No sé por qué los
adopté en un principio, pero sí sé que se mataron porque la vida en la calle es
dura. Nosotros dormíamos junto a un canal de agua sucia, y yo les ordenaba
que se bañaran ahí diario para apestar y dar más lástima, aunque ni falta les
hacía, ¡ja, ja! A veces, cuando el alcohol me inflama en demasía el corazón,
los observo con sus caritas demacradas revolcándose en la suciedad y tragando
los peores desperdicios que el canal arrojaba a nuestra vivienda. Porque, has
de saber, extraño amigo, que, aunque éramos de la calle, teníamos una
vivienda. No era la gran cosa, pero de algo servía. La verdad es que era solo
un conjunto de trapos viejos, pero era todo lo que teníamos. ¿Sabes algo? Pese
a todo, creo que murieron felices, porque no hay nada más hermoso que morir
joven.

–Ya veo, ¡qué tragedia! –le dije sin esperar que se callara, pues supuse
que agregaría más a su ya de por sí fastidiosa plática.

–¿Tragedia? ¿Es esa la respuesta de un extraño como tú? ¡Ja, ja! Y yo


que te creía un hombre inteligente. Como sea, lamento molestarte con mi
historia, solo que... –y vi cómo algunas lágrimas escurrían por sus mejillas–.
Yo quería contársela a alguien.

–¿Significa eso acaso que nunca había revelado esto a nadie?

–Yo nunca… –balbuceó, pero incapaz de completar la frase, pues tenía


la garganta hecha un nudo–. Yo solo quería que vivieran, pero estaba en un
error.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿por qué?

–Porque vivir es un error, una ignominia. Dime, extraño amigo, ¿qué


sentido tiene la vida? ¿Qué sentido hay en existir? ¿No es lo mismo que
buscas con desesperación? ¿No es eso lo que atormenta las almas de los
suicidas? Ellos nunca lo entenderían... –y señaló hacia las personas que
pasaban estúpidamente por el lugar–. Tú sabes que no, porque ellos solo viven
y ya, y por eso mismo son felices. La ignorancia es el mejor remedio para la
infelicidad. Si no cuestionas nada, entonces podrás sonreír cada mañana y
creer que mereces existir. Sin embargo, cuando rechazas todo lo inculcado,
todas las mentiras e hipocresías que socialmente se imponen para matizar la
realidad, entonces ¡ya no hay ningún otro camino que el suicidio! Por eso me
reí y por eso mismo ahora me desternillo frente a ti: porque me hace sentir
feliz que esos pequeñines se arrojasen a las vías del tren. ¡No podría existir
nada más sublime que suicidarse! ¡Y, cuanto más joven, mejor! Pienso que
dios ama a los seres que se matan a temprana edad, y hace de su sufrimiento
una poesía. Sí, una poesía de verdad...

–Una poesía de verdad... –repetí torpemente, notando del modo más


enigmático que aquel viejo me resultaba ahora familiar.

–¡Basta! –declaró severamente cuando al fin me reí con él, como si solo
esperase a sacarme una sonrisa para cambiar su actitud por completo.

Lo miré atónito, hasta algo resentido. Su anterior jovialidad había


desaparecido en un santiamén. Me miró fijamente y, de pronto, tuve miedo.
Un tropel de emociones estalló en mi interior: era como si me proyectara en
una alucinación embriagante, pero a la vez dolorosa. Sentí un dolor en el
corazón, como si alguien me apuñalase. Pero entonces el viejo pringoso
intentó tocarme, aunque solo rozó con sus dedos el lugar donde había
experimentado el dolor.

–Un espejismo: la sonrisa de la muerte es siempre la más hermosa de


todas.

–¿La sonrisa de la muerte?

–El experimento aún no termina, debes continuar... El extraño tuerce el


camino, pero los fragmentos del clímax espiritual todavía no se tornan en
cenizas. El destino se doblega ante los desvaríos, pero las razones no gustan al
corazón.

Y, seguido de tan misteriosas expresiones, se echó a correr, sin esperar


respuesta alguna de mi parte. Lo seguí con la mirada hasta donde pude, corría
como un demonio para estar tan borracho, pero era evidente que lo estaba.
¿Qué había querido decir con tan apocalípticas sentencias? ¿Qué era eso de la
sonrisa de la muerte? Y eso de cuando la oscuridad haya devorado por
completo a la luz. Además, había hecho alusiones bastante curiosas y parecía
saber más de mí que yo mismo. Me inquieté, pero luego recuperé la razón. Tal
vez lo había alucinado todo y, aunque no fuera así, aquel vagabundo errante no
había podido dilucidar mi verdadero malestar: existir. Pasé todavía unos
momentos elucubrando, pero luego me dio igual. Solo lamentaba no haber
preguntado su nombre a tan siniestro viejo, en fin. Precisamente en esos
momentos mis ojos relampaguearon al identificar a un sujeto que se había
quedado impregnado en mi mente: Arik, el poeta que había llegado a rentar en
el mismo condominio donde yo lo hacía, pero en el piso cuatro. Lo vi entrar
sumamente pálido a Diablo Santo, parecía como si estuviese al borde de una
crisis. Determiné oportuno entrar también y platicar con él, quizás ambos
podríamos darnos consuelo.

Recién entré a la taberna me pareció que estaba más repugnante que nunca,
pero era justamente lo que necesitaba para sentirme en ambiente. Además de
la acostumbrada muchedumbre de mujerzuelas entrando y saliendo, de los
jugadores empedernidos, los borrachos infames y los ladrones que no perdían
la oportunidad de salirse con las suyas, había otro elemento significativo: la
redención de mi ser. Bien porque todo lo acontecido hasta ahora me hubiese
trastornado, o bien fuera que me sentía más abstraído que nunca, tuve la
sensación de haber vivido todo aquello mucho antes de mi propio nacimiento.
Cómo averigüé aquello ni siquiera yo lo sé, simplemente lo sentía. Como sea,
caminando un poco y esquivando las provocativas miradas de aquellas
vampiresas, al fin hallé a Arik. Estaba sentado en una especie de sillón
mugroso, con un vaso de vodka en una mano y un cigarrillo en la otra.
Aunando a este aspecto de vicioso le acompañaba una sensual mujer ya
entrada en años, al menos mucho mayor que él. Ciertamente era muy guapa:
ojos negros y centelleantes, labios rutilantes de un rojo encendido, maquillaje
bien colocado, pestañas sumamente enchinadas y largas, nariz afilada y un
cuerpo un tanto relleno, pero conservando toda la sensualidad de una auténtica
venus.

Pensé que tal vez lo mejor sería retirarme y no molestar a aquel


enigmático sujeto. Sin embargo, algo me hizo cambiar de parecer. De pronto
tuve una corazonada y me pareció escuchar la voz de Volmta, aquel músico
fracasado. Era estúpido, sí, demasiado estúpido pensar que lo hallaría ahí
como tantas otras ocasiones, sentado y borracho, conversando tan
apasionadamente sobre la vida y la muerte, siendo indiferente al resto,
buscando un refugio temporal para su dolorida alma. Recorrí el lugar y me
quedé mirando fijamente a la mesa donde siempre estaba Volmta con sus otros
dos amigos. Uno se había colgado y el otro había dejado de frecuentar Diablo
Santo. Pero el señor Volmta me inquietaba, pues su desaparición tan repentina
coincidía perfectamente con ciertos cambios que ocurrían en mi interior. Su
rostro era mágico, pues, aunque era feo y arrugado, había algo de místico
también, algo que expresaba cuando sonreía de modo vehemente. Era casi
como la sonrisa de la muerte… Recordar las palabras tan misteriosas de aquel
vagabundo me perturbó sobremanera. Decidí regresar con Arik y aceptar que
Volmta no regresaría nunca. Y lo más probable es que se hubiese suicidado, tal
y como lo hizo su amigo. Todavía dudé antes de acercarme, pero cuando lo
hice resultó mejor de lo que esperaba, pues Arik de inmediato me reconoció y
comenzamos la plática.

–¡Qué tal! Pero si eres tú, el del piso dos. ¿Qué te trae por aquí?
¿Frecuentas este lugar?

–Hola, Arik –dije intentando hacerme un espacio en el mugroso sillón–.


Sí, soy yo, charlamos hace poco. La verdad debo admitir que sí, vengo con
frecuencia aquí. O, mejor dicho, venía.

–Bueno, cuéntame, ¿qué te trae por aquí? –inquirió Arik mientras bebía
como un demente y me miraba con sus ojos melancólicos.

–En realidad nada. Solo salí a vagabundear como tantas otras veces.
Quería escapar…

–¿Escapar? ¿De ti mismo o del mundo?

–No sé, quizá de ambos. Es más probable que de mí mismo.

–¿Te pasa seguido? A mí sí, ¡es una gran tontería! Querer escapar de uno
mismo nunca es bueno, es señal de que el suicidio ya está muy cerca.

–¿Tú crees? Pues yo no lo dudaría. De hecho…

Pero el mesero se acercó y dijo que el calaca ofrecía un trago de


bienvenida para tan distinguido cliente, refiriéndose a mí. Probablemente
aquel infame y apestoso sujeto me recodaba por haber hecho amistad con
Volmta y sus dos amigos. Era un ron bastante fuerte, pero no me pareció que
el sabor fuera tan bueno, o eso creí.

–Te buscaré más tarde, he sentido deseos de estar a solas con este sujeto
–dijo Arik a la supuesta mujerzuela que ya había acomodado su delicioso
trasero en sus piernas, y quien con cierto disgusto se apartó, dejando ver sus
exquisitas piernas en movimiento. No pude evitar clavar una mirada de deseo
en sus nalgas.

–¡Vaya que elijes bien a tus amigas! –balbucí acomodándome frente a


aquel poeta con aspecto de pordiosero.

–La acabo de conocer, supongo que se me pegó porque cree que tengo
dinero. Hoy es un día especial aquí.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿por qué?

–Al parecer habrá un baile que comenzará en una hora, de esos que se
ponen “buenos”. Ya sabes de lo que hablo, ¿no?

–Entiendo. Supongo que te quedarás, o ¿me equivoco?

–Es probable, no tengo nada más que hacer. Vivir es tan aburrido…

–Lo sé, en eso estoy de acuerdo.

–La otra vez que nos vimos nuestra plática duró muy poco, pero ahora
tenemos tiempo, al menos de aquí a que empiece el suculento baile –afirmó
colocándose algunos dedos de su mano izquierda en la boca, cosa que hacía
cuando hablaba más de la cuenta.

–Bien, entonces yo también me quedaré al baile. Ahora entiendo por qué


hay más gente que de costumbre, y eso que siempre está atascado.

–Sí, es una taberna muy conocida. Aunque de mala muerte, según dicen.

–¡Ja, ja! Conozco peores, pero ese no es el punto. Creo que los tragos
están a buen precio y tiene todo lo necesario.

–¿Qué es “todo lo necesario”?

–Sí, para pasarla bien –dije soltando una carcajada ignominiosa y


pidiendo más tragos, aún no me sentía ebrio–. Me refiero a que hay juego,
mujeres fáciles, bebida, pláticas de toda índole donde uno puede explayarse y
creerse experto, y así por el estilo.

–Ya comprendo, es cierto.

–¿No te gusta?

–Sí, pero es curioso. Antes solía detestar todo esto, cuando yo… Bueno,
cuando era diferente.

–Una historia, una que ha dejado huellas en tu corazón, ¿no es así? Ya lo


suponía.

–¿De verdad? –inquirió inquieto y sonrojándose.

–Sí, hace poco conocí a un señor en cuya mirada podía atisbar un reflejo
de algo que llamaría mi destino.

–Eso sí que es interesante, creo que me pasa así contigo. Es como si…

Se interrumpió y me miró fijamente, luego se puso serio. Continuamos


bebiendo desesperadamente los siguientes minutos, hasta que le insté a que me
contara su historia.

–Es complicado, puede que seas la primera y la última persona a quien


se la cuento.

–Bueno, puedes intentarlo, nada se pierde. Además, pienso que


justamente ahora todo da igual.

–Sí, llega un punto en la vida de un verdadero espíritu en sufrimiento


donde, para librarse de éste, debe recurrir a la indiferencia absoluta. Pero
dime, ¿consideras que tienes sentimientos? Porque me pasa algo curioso desde
hace poco, creo que he perdido la capacidad de sentir, en fin… Está bien, te
contaré. Es una historia “extravagante”, diría yo, pero nada lejano a la miseria
de la humanidad.

XXXI

Y así, se dispuso a contarme su historia, tal como lo había hecho Volmta. No


sé por qué razón, pero me sentía inclinado a escucharlo, algo en sus labios
comenzaba a despertar una llama hasta ahora exangüe en mi interior. Su voz
era cautivante, pero su melancolía era aún mayor. Podría afirmar que estaba
más borracho que yo, pero quién sabe. La verdad es que últimamente me había
embriagado tanto y tan seguido que a veces ya no diferenciaba si estaba o no
tomado. Pero esto en nada me importaba, pues lo único que quería era
olvidarme de mí mismo por cualquier medio. Tan solo escapar lejos de esta
prisión por unos instantes, fundirme con el alcohol para no saber más de la
existencia. Y, en tales momentos, únicamente añoraba una cosa: la muerte.

–Todo es por una mujer, digamos que ese es el punto central de toda esta
absurda problemática. Es como una novela de mal gusto, lo cual termina por
ser el destino de todo supuesto amor verdadero.

–Lo creo, yo también creí una vez haber amado a alguien.

–Bueno, entonces ya debes saber de qué te hablo en gran medida. Como


sea, su nombre era Betrika, y fue mi novia hace un tiempo. Digamos que al
principio todo fue tan mágico, tan lejano de la cotidianidad del mundo. En
aquel entonces se trataba de un periodo bastante complicado para mí, puesto
que mis padres se habían quedado sin casa y nos fuimos a vivir con una tía
donde el ambiente era un infierno. En fin, fue justamente en esos momentos de
dificultad cuando conocí a Betrika y quedé anonadado por no sé qué cosa en
ella. Bien se dice que cuando menos te lo esperas es cuando llega el cambio
más devastador. En mi caso así aconteció, pues realmente no esperaba nada de
ella y se convirtió en todo. Hubo algo, una conexión misteriosa que jamás he
vuelto a experimentar, algo que me atrevo a llamar amor. Desde nuestra
primera cita, la cual no era sino una salida para platicar de ciertos temas
esotéricos que ambos parecíamos tener en común, ambos congeniamos
perfectamente. Hasta ese entonces yo nunca había creído enamorarme, jamás
había creído que fuese posible experimentar tal desesperación. Sí, porque eso
sentía cuando me alejaba de ella: una tremenda desesperación que me
corrompía el interior. Y eso, para mí, es el amor… Solo desesperación, tristeza
y estupidez.

Se levantó y pidió más tragos para ambos, sin importar ya el precio.


Supongo que creía que yo pagaría, pues él no parecía un sujeto con mucho
capital.

–Ahora bien, no pretendo aburrirte contándote cada momento que


compartimos, simplemente fue algo tan mágico. Solo así podría definir cada
momento que pasé con Betrika. La manera en que ambos parecíamos mirarnos
y sentirnos más allá de este plano me hacía enloquecer. Ambos vibrábamos y
alcanzábamos lo más espiritual, lo más supremo y sublime de la existencia. Mi
vida, según veía, finalmente había adquirido un sentido. Vivía para ella,
escribía para ella. Porque, debo confesarte, yo comencé a escribir inspirado
por ella. De hecho, el día de nuestro primer beso fue también el día en que
escribí mi primer poema. Estaba tan nervioso, tan agobiado y temeroso de
dárselo. No me decidía, pero lo hice y ella fue quien me besó primero.
Recuerdo esa sensación, ese primer beso… Fue tan hermoso que sentí como si
solo hubiese existido hasta ese momento para experimentar el divino y etéreo
roce de sus acendrados labios. Y a partir de entonces el fantástico cúmulo de
sentimientos que experimentaba hacia ella crecía exponencialmente. No
obstante, al mismo tiempo sentía también que me destruía a mí mismo, pues la
añoraba a cada segundo, y no estar junto a ella era lo mismo que estar muerto.
Supongo que haberla amado con tal pasión e intensidad solo contribuyó a
hacer más tortuoso el final. Porque, admitámoslo de una vez y sin rodeos: todo
muere, y el amor no es la excepción. Es, de hecho, lo más frágil de quebrar.

–Inspirador, tanto que me recuerda el día que conocí a Melisa.

–¿Es la mujer de la que te enamoraste?

–Pues ya ni sé, creo que sí. Pero continúa.


–Pues de ese momento no hay algo más que decir. De ahí en adelante
todo fue glorioso. Podría decirse que ha sido la mejor época de mi miserable
existencia. Me sentía preso de tantas emociones, de tan indescriptibles y
efervescentes sensaciones que estallaban en mi mente y en mi interior. Creí
tenerlo todo, haber conquistado la felicidad que tantos buscan tan
desesperadamente y que yo, sin pedirlo, había conseguido. Conocí a su
familia, nos entendimos bien y cada fin de semana iba a visitarla. Me hacía
falta, y sé que yo a ella; o, al menos, así fue hasta el día de la tragedia. Pero
bueno, antes de ese día todo fue perfecto. Le escribí tantos poemas como pude,
hice por ella cosas que jamás haría por alguien más. Hubo tantos besos y
bonitas vivencias, caricias y miradas acendradas. Todo mi mundo había
cambiado, ahora ya no era una sombra que ni siquiera estaba segura de estar
viva. No, ya no era aquel deprimido y abatido ser que odiaba existir. Ahora
tenía un motivo, y no cualquiera, sino el más magnificente de todos: el amor.
Por supuesto, de todas las tonterías que hablé o cometí mientras estaba
enamorado no puedo ahora menos que desternillarme. Sin embargo, en su
momento, incluso eso fue bonito. Supongo que a todos nos pasa al menos una
vez en la vida: las personas se enamoran y, por un parpadeo en su ya de por sí
efímera existencia, olvidan lo miserable que es vivir.

–Por como lo dices puedo inferior que ese “día de la tragedia” fulminó
de golpe todo lo que creías sagrado en tu existencia.

–Ciertamente sí. Creo que ya ha sido suficiente hablando de lo bueno


que fue aquel periodo con Betrika, aquel donde creo haberme enamorado con
locura. Podría decirse que adormecí mis verdaderos deseos.

–Suele pasar. Supongo que creías en alguien, pero luego todo cambió.

–Así es. Y es aquí donde llega ese día de la tragedia del que hablé. En
realidad, son dos, pero el primero sumamente ligado a la decadencia. Hasta
ahora no se lo había contado a ninguna persona. Bueno, no de esta manera. Ya
sea porque estoy ebrio o porque verdaderamente pienso que esta noche todo
me da igual, te lo diré. Tú serás el único que lo sabrá.

–Agradezco la confianza, pero quizá te estás precipitando.


–No lo creo. Vine aquí con el único y firme propósito de destruirme, y
creo que es esencial que lo haga. Además, después de esta noche, nada más
importará.

Ante tan brutal sentencia no pude menos que sonreír. Cualquier otra
persona se habría alarmado sobremanera y habría querido hacer algo, pero yo
no. En todo caso, ¿quién era yo para evitar que aquel poeta se suicidara? ¡Al
diablo con todo! Ni siquiera yo quería vivir; es más, yo también me mataría
pronto, quizá no la misma noche que él, pero pronto… Lo analicé un poco más
y su mirada me cautivó. Era un hecho que había bebido estúpidamente de
modo intencional y que planeaba contarme algo que nunca había revelado a
nadie. Pero ¿qué podría ser? Aunque entendía que se había enamorado con un
demente y que algo había ocurrido que lo destrozó, aún no estaba cerca de
discernir la esencia del asunto.

–Fue el día en que decidimos tener sexo por vez primera, aquel fatal día
del que me arrepiento y que ahora, en mi depresiva miseria, acaso agradezco.
O, no sé, lo veo ya como parte de toda esta sucesión de desgracias y sinsentido
que es mi vida.

–¿Acaso ocurrió algo desagradable?

–¿Desagradable? ¡Peor, mucho peor! Tan desconcertante que incluso


ahora no logro explicármelo. Sí, eso es: se trata de un suceso que aún no
quiero creer. Me niego a aceptar la verdadera naturaleza de las cosas, me niego
a atribuirle alguna culpa a Betrika. Pienso que soy yo quien dañó todo, aunque
nunca pude demostrárselo y ella…

–Si gustas, podemos cambiar de tema.

–¡No, de ningún modo! –manifestó frenéticamente, derramando algo de


vodka en su playera–. Debo decirlo, necesito decírtelo. Te he elegido a ti, ¡sí, a
ti! Hay algo en tus ojos que me atrae, como si quisiera ser absorbido por ellos.
Y, por ello, debo hacértelo saber, serás el primero y el último.

–Muy bien, entonces dilo.

Su actitud parecía la de un maldito enfermo mental. Estaba enajenado y


obsesionado con contarme su historia. Era casi como si no pudiera esperar
más, como si estuviese totalmente decidido a matarse aquella noche.

–Fuimos al hotel, aunque al comienzo ella estaba indecisa. No sé por


qué razón creía que no debíamos posponerlo más tiempo. Ante mi breve
insistencia de que aquello nos uniría más, fuimos. Claro que fue complicado y
hasta estuvimos a punto de no hacerlo, pero, al fin, nos hallamos solos en la
habitación. Era un hotel cualquiera, la verdad, diría yo, muy barato. Casi nos
escapamos de su casa, aunque creo que sus padres sospecharon algo. Pero no
era importante, nada hubiera podido frenarnos. De hecho, fue ella quien
insistió en el último instante en ir. Recuerdo con cierta ternura que antes de
entrar casi se arrepiente porque había unas personas que no dejaban de mirar
con una curiosidad desmedida a cada pareja que entraba y salía del hotel. Pero,
como dije, vencimos todos esos factores y, ¡ay!, finalmente estuvimos a solas,
uno frente al otro, consumiéndonos con la mirada y experimentando tantas
cosas inquietantes. Comenzamos despacio, primero nos besamos y nos
desvestimos lentamente, conforme nos íbamos acariciando y excitando. Todo,
hasta ese momento, iba bien. Todo continuaba siendo emocionante y vibrante,
una mezcolanza esplendorosa de arte y travesura. Cuando creíamos que los
besos y las caricias habían ya sido suficientes, retiramos la ropa que sobraba
en nuestros cuerpos y decidimos hacerlo… Pero, para mi desgracia, lo peor
estaba por ocurrir. Yo me recosté en la cama boca arriba con solo los
calcetines puestos, puedo rememorarlo con frescura puesto que aquellos
calcetines eran mis favoritos, y los había escogido especialmente para ese día.
Ella se mantuvo de pie para retirarse unas bonitas pantaletas negras que la
hacían lucir divina. Se acercó al lugar donde estaban los preservativos y
preparó uno, dispuesta a colocarlo en mi “erecto” pene.

Arik se detuvo en este punto y su silencio fue diferente a los anteriores.


Incluso el recuerdo de aquel preciso momento ahora parecía haberlo
perturbado casi como la existencia misma. Esta formulación la hice
deduciendo, por su forma de expresarse, que detestaba tanto la existencia
como yo mismo, y no solo la existencia, sino también el mundo y la
humanidad. Probablemente ese era el vínculo inexplicable que cada uno
vislumbraba en la mirada del otro. Sentí una enorme curiosidad por leer sus
poemas, por saber cómo sería la faceta de aquel poeta demente en su estado
más enamoradizo, y también en el más enfermizo. Grande fue mi sorpresa
cuando, tiempo después, descubrí que ya tenía más de 6 poemarios publicados.
Su poesía me encantó, era la única que podía hacerme sentir un sufrimiento sin
igual: el de existir. Pero Arik ya continuaba con su relato:

–Creo, sin temor a equivocarme, que ese ha sido, por mucho, el


momento que más daño ha causado a mi mente y, acaso, a mi espíritu. Hasta
entonces, debo confesarte también, jamás había tenido sexo. Sé que parecerá
una tontería, pero es la pura verdad.

–Comprendo, Arik. Pero son cosas que pasan, ¿no lo crees así? Todo el
mundo se enamora, al menos, una vez en su vida. La existencia de las
personas es sumamente miserable y absurda, pero hay ciertas cosas que, por
unos momentos, despiertan los sentimientos más hermosos y sublimes en
nuestros corazones. Y es evidente que el momento más divino en la existencia
de todo ser humano es cuando roza los tenues y deliciosos labios del amor. Sin
embargo, aunque todo amor esté condenado a terminar en tragedia,
enamorarse es el misterio más supremo que hay en este plano de miseria y
futilidad. Enamorarse lo cambia todo en el interior de las personas, les da un
motivo suficiente para despertar cada día y soportar lo absurdo que es existir.
Enamorarse es tal vez la única droga que puede hacer temporalmente la
existencia mucho menos miserable.

–Por eso las personas se enamoran entonces… Parece una locura, parece
tan extraño y enigmático que el amor pueda imprimir esa fuerza tan
sorprendente en el alma de los humanos. La mayor mentira, el amor, es la
quimera divina en la que decidimos creer para eludir al destino que nos
envuelve, para evadir con sutileza los cálidos brazos del suicidio. Porque, esa
es la verdad, además del amor, no creo que exista otra cosa que proporcione
tan recalcitrante torbellino de sentimientos encontrados, excepto el suicidio. Y
es que enamorarse es convertirse en un suicida, de esos que no se matan, de
los que están marcados por la miseria de una vida sin sentido, pero que deben
experimentar hasta el límite el sufrimiento y la desesperación de existir antes
de probar la sabiduría divina de la muerte.
–Es curioso, parece que ambos tenemos cierta percepción de la
existencia un tanto, cómo decirlo, particular. ¿Sabes? Siempre que vengo a
Diablo Santo lo hago “con el espíritu libre”.

–¡Je, je! ¿A qué te refieres con eso del “espíritu libre”?

–Me refiero a que salgo con una especie de combinación en mi ser:


deseos sexuales y suicidas. Esto es, salgo para emborracharme, drogarme,
follar y, lo que más me gustaría, decidirme al fin a matarme.

–¡Ya comprendo! ¡Espíritu libre! ¡Ja, ja! Solo a ti se te ocurren esa clase
de términos, pero me parece interesante. Entonces todos deberíamos ser
“espíritus libres”, pues acaso sea, no sé cómo decirlo, lo más bonito que
existe. ¿No te parece que estar aquí y ahora, en esta taberna deplorable,
rodeados de putas, borrachos irremediables, viciosos, jugadores, malvivientes
y toda la caterva de depravación y crápula que aquí se reúne para consolarse
mutuamente y desperdiciar tiempo y dinero; no te parece como si todo eso,
incluso el hecho de que estemos aquí fumando y bebiendo, es, en cierto
sentido, mágico, místico y hasta espiritual?

Miré precisamente a esa muchedumbre de depravación y vileza a la que


el poeta Arik se había referido. Todos, sin embargo, reían, vacilaban, jodían y
se la pasaban bien. Todos, indudablemente, contribuían a que Diablo Santo y
todas las demás tabernas fuesen algo más que un lugar donde emborracharse y
conseguir sexo y dinero. Hacían que Diablo Santo, por el contrario, fuese una
especie de cielo. Sí, aquí venían tanto hombres como mujeres para olvidar sus
penas, para olvidar lo miserables que eran sus cotidianas vidas, para encontrar
los besos y las caricias que elevaban su espíritu más que cualquier religión o
creencia divina. Y entonces también yo comencé a reír como un demente, sí,
como un maldito trastornado. Y reía no en vano, reía porque yo pertenecía a
ellos. Yo, que tanto odiaba la existencia y a la humanidad, no podía evitar
sentirme satisfecho en ese ambiente de depravación. Y entonces supe cuán
hermoso y espiritual eran la banalidad y el vicio, pues nada había mejor que
aquello, que malgastar dinero y tiempo. Supe que no había una sola mujer y un
solo hombre que no mereciese amarse, besarse y follarse. Entendí que
sumamente tan espiritual cogerse a una puta, embriagarse y no tener ninguna
clase de prejuicios. Sí, y lo mejor era el hecho de que cualquier persona podía
amarse y entregarse. Incluso, si fuese posible, sería deseable que toda la
humanidad, que individualmente era asquerosa, se conjuntara y pudiera
besarse y matarse con un orgasmo monumental.

–¡Oye, Lehnik! ¿Estás ahí? –balbucía Arik ya muy bebido, al ver que me
abstraía como siempre–. ¿En qué tanto piensas?

–En una mega orgía donde participemos todos los que venimos a Diablo
Santo para olvidarnos de lo miserable que es la existencia.

–Eso suena ¡muy bien! Aunque, no sé…

–¿Qué no sabes?

–No sé si yo participaría…

Pero no terminó lo que estaba a punto de decirme. En lugar de ello


sostuvo la botella de vodka y la lamió inexplicablemente, para luego frotársela
en la cara. Aquel extraño comportamiento en principio me desconcertó, pero
al fin lo ignoré. Entonces reanudamos la conversación acerca de la mujer que
amó.

–Ahora que lo recuerdo –expresó fumando un cigarrillo ágilmente–.


Bueno, yo no fumo, solo cuando estoy ebrio. Como sea, no terminé de
contarte la historia tras la cual mi vida culminó en… ¡esto!

–Cuéntame, soy todo oídos. Esa chica de allá me está mirando…

–¿Cuál? ¿Selen Blue?

–¿La conoces? La he mirado desde que entró, es más hermosa que una
diosa.

–Es una puta de lujo. Hace unos momentos se fue con el tercero de la
noche. Ya sabes, solamente viejos adinerados, de esos que apuestan en las
mesas de allá cantidades exorbitantes.

–¡Hum! Interesante, me gustaría saber cuánto cobra. Pero aún no


terminas de contarme, así que prosigue. Creo que puedo esperar un poco para
ir con ella –dije mientras la observaba como si de una Venus se tratase, y ¡vaya
que lo era!

–Bien. Cuando terminemos de platicar, vamos. Es temprano, apenas va a


ser la una de la mañana, aún podemos hacer cosas locas. Creo que ya se me
subió, ¡ja, ja!

–¡Sí, eso se nota a leguas! Pero no te preocupes, porque a mí también,


¡je, je!

–Bueno, ¿en dónde me había quedado? Ah, ¡sí! Estaba contando acerca
del día en que mi vida cambió por completo, el día de la máxima tragedia.

–Sí, así es. Me dijiste que habías ido a un hotel con Betrika, el amor de
tu vida, pero algo salió mal.

–Exactamente, y no algo, sino todo, diría yo. Sí, absolutamente todo


cambió después de eso. Me duele admitirlo, pero ese día me di cuenta de que,
aunque amaba a Betrika con todo mi ser, era imposible que pudiésemos estar
juntos. Pero fui un necio, me aferré a una quimera, y el resultado fue esto.

Noté que comenzaba a alterarse, pues no solo algunas lágrimas escurrían


por sus blancas mejillas, brotando tiernamente de sus ojos verdes y
culminando en sus refinados y rosados labios. Lo calmé y le insté a contarme
lo que había ocurrido. Al parecer, era esta la primera vez que lo contaba.

–Estábamos en el hotel y yo me recosté, entonces ella fue por los


condones. Mientras sacaba el que usaríamos, dijo: “este para hoy y guardamos
los otros tres para dentro de dos semanas, el día de tu cumpleaños, porque
quiero consentirte”. Sin embargo, no usamos ninguno de los tres ese día ni
nunca. Cuando ella se acercó a mí con la intención de colocarme el condón,
pues ¡hum!, mi pene no estaba erecto. Al ver esto ella lo consideró normal y
comenzó a masturbarme. Primero con sus manos y luego con su boca. Tomaba
mi miembro flácida y la agitaba con desesperación, la meneaba y la jalaba con
furia, la introducía en su boquita caliente y yo, para ayudarla, la tomaba de los
cabellos y la estrellaba contra mis genitales, pero nada. Mi miembro no se
paraba, era como si se tratase de una especie de maleficio. Al fin se rindió, al
menos inicialmente. Yo estaba más que desconcertado, pues cuando nos
estábamos besando y acariciando realmente me había sentido excitado, se me
había parado. No obstante, en cuanto me acosté y ella se desnudó hasta
quedarse solo con los calcetines (en verdad no sé por qué no quería
quitárselos), algo pasó en mi cabeza, algo hizo que se creará una especie de
repulsión sexual hacia Betrika.

“En cuando Betrika notó que mi miembro no se pararía, que estaba tan
flácida como un espagueti, según ella misma dijo, se apartó y se puso adusta.
No sé si lloró, pero su actitud sufrió un cambio radical. Ni siquiera si dignaba
a mirarme, pues la decepción la corrompía, además de tantos otros
sentimientos. Me dejó solo y se fue al baño, así pude quedarme como un
completo imbécil mirando a la nada y en un estado de trance absoluto. Simple
y sencillamente no podía creer lo que estaba ocurriendo. En mi mente había
una conmoción absoluta, tan enigmática como triste. Ciertamente nunca había
tenido mi primera vez, pero estaba convencido plenamente de que mi miembro
no tenía ninguna anomalía. Ahora, cuando llegaba el momento y con la mujer
que amaba, recibía este golpe. Era como si el destino se regocijara con mi
desgracia, como si una especie de maldita neblina de pronto se apareciera y
apagara el resplandor de nuestro amor. Me sentía tan abatido, estaba furioso
conmigo mismo. Sentía el placer en mi mente, pero no era capaz de
transmitirlo a mi cuerpo, algo claramente estaba roto. Pero lo más triste estaba
por venir, pues el asunto no terminó ahí, sino que ella intento que se me parara
con todo lo que tuvo, cosa que, por desgracia, jamás pasó.

“Recuerdo que, tras el periodo de ensimismamiento y enojo, se me


montó con furia y comenzó a restregar su vagina en mi espagueti, pegándose
con fiereza y gimiendo de tal modo que todos en el hotel debieron haberla
escuchado. Se sacudía y tenía la esperanza, muy tonta y absurda, de que se me
parara, pues balbucía desesperadamente: “vamos, por favor, levántate”, o
también: “ya se está parando, puedo sentirlo”. Sin embargo, a pesar de todo,
no se paró. Tal vez fuese su imaginación la que la hacía creer que
inesperadamente mi espagueti, “mi miembro flácida e inservible” como
también dijo, se engrosaba y se alargaba. El punto es que, por más que se me
montó y me habló sucio, por más que trató, no logré excitarme físicamente.
Esto me frustraba más que nada porque mentalmente quería hacerlo, quería
follar a Betrika. No sabría cómo explicarlo, pero algo obturaba la
comunicación, como dije, de mi mente con mi cuerpo. Ella, evidentemente, no
comprendió esto por más que se lo hice notar. Supongo que se sentía tan
humillada y ofendida en su amor propio, en su orgullo y en toda su fisonomía,
porque, cabe resaltar de paso, siempre le desagradó su cuerpo, y lo que ocurría
la lastimaba sobremanera. Yo lo sabía, y por ello sufría en mayor medida, pero
nada podía hacerse. Sintiéndome presa de una desesperación insondable me
encerré en el baño con el pretexto de tomar una ducha, incluso con agua fría, y
eso que nunca en la vida había soportado ni siquiera remojar la puntita del pie.

“Así, me encerré en el baño, notando que todo mi cuerpo temblaba y mi


mente no se recuperaba del tremendo golpe. Me parecía estar en una pesadilla,
como si todo eso no fuese sino otra cosa que un mal sueño del que despertaría
para darme cuenta de que mi miembro servía a la perfección, como yo lo
suponía hasta ese instante. Entonces tomé el jabón y, sin pensarlo, me
introduje en el agua fría sin el más mínimo cuidado. Decidí que no podía
rendirme así de fácil y que debía luchar, que debía excitarme a cualquier
precio. Por lo tanto, hice algo que me lastimó, pero necesario, aunque igual de
fútil que todos los intentos previos: pensar en alguien más para masturbarme y
conseguir que mi espagueti se pusiera tenso. Entendía que esto era asqueroso,
pero no me importó. Si me ayudaba a conseguir mis fines, ¿qué más daba?
Nadie sabría nunca que me excité pensando en otra mujer que no era la que
amaba. Apuesto a que demasiadas personas en el mundo hacen lo mismo cada
noche, pues difícilmente la llama de la pasión se mantiene encendida tanto
tiempo en los corazones de las personas como para provocarles sensaciones
tan placenteras y pasionales con el ser que se creía amar. Como sea, intenté
con todas las mujeres que alguna vez llegué a desear, desde las más putas
jovencitas que en la adolescencia siempre soñé coger hasta las más aseñoradas
que en mis perversiones hacía mías. No obstante, el resultado fue el mismo:
mi miembro seguía flácida.

“Fue entonces cuando Betrika, alterada y cansada por el largo tiempo


que llevaba en el baño encerrado, tocó la puerta y preguntó si todo estaba bien.
Desde luego que nada lo estaba, pero ¿qué opción tenía? Simplemente me
limité a contestar que sí, y que en breve saldría para comenzar la acción, ahora
sí. Pero ella no quiso esperar y entró, argumentando que se me había olvidado
el champú y que ella me lo colocaría. Así lo hizo, embadurnándome todo el
cuerpo y pegándose a mí. Creo que sus esperanzas renacieron por unos
instantes, puesto que pegó su trasero en mi pene y lo restregó con furia, tal y
como lo había hecho en la cama con su vagina. Volvió a ocurrir el mismo
estado enigmático: en mi mente podía sentir excitación, pero en mi cuerpo no
se manifestaba. Ella lo notó nuevamente y su decepción en esta ocasión fue
casi definitiva. Me masturbó, pero nada. Finalmente, salió del baño y yo me
quedé ahí como un idiota, mirando mi inservible miembro y maldiciéndome
en el interior. Todo parecía tan estúpido y tan inverosímil. Pensé entonces que
todo era absurdo; sí, siniestramente absurdo.

XXXII

“Yo, que tantas veces había deseado fornicar y que me había mantenido, por
alguna razón igualmente absurda, virgen hasta ese momento, ahora no era
capaz de conseguir una simple erección. Pero ¿por qué? ¡Que el diablo cargara
conmigo! En esos momentos pensé que la realidad era una simple fantasía, y
que todo lo que había vivido hasta entonces no había sido sino una burla. Sí,
una asquerosa y completa burla para un ser tan superfluo y ridículo como yo.
Mi último pensamiento antes de salir y enfrentar mi destino fue que tenía dos
opciones: seguir adelante con Betrika e intentar, por el medio que fuera,
conseguir que mi miembro se levantara, o abandonarla por completo y jamás
saber nada de ella.

“Al salir del supuesto baño que me ayudaría a parar mi miembro, estaba
totalmente absorto. El trauma estaba a punto de terminar físicamente, pero en
mi mente quedaría para siempre marcado aquel día. Betrika estaba de un
humor pésimo, casi quería matarme, lo cual yo mismo siempre había deseado,
y ahora más que nunca. La miré y en sus ojos había una mezcla de rencor y
melancolía que me pulverizaron. Estaba vestida y se miraba en el espejo con
odio y asco. Supongo que asumió, desde ese día, que todo era su culpa. Esta
convicción, aunque errónea, nunca más salió de su cabeza, de eso estoy
absolutamente seguro. Entonces entablamos una ligera discusión donde ella
me reclamó de todo, argumentando cuanto pudo en mi contra y tachándome de
un completo inútil. Hizo comentarios que me lastimaron demasiado,
especialmente cuando hizo alusión a que quería sentir algo duro, sin importar
qué o de quién fuera. Yo, como un tonto, solo escuchaba y la miraba con
lástima y tristeza, esperando que pudiese entender el dolor y el sufrimiento
que laceraban mi espíritu, pero no fue así. En determinado momento intenté
explicarle tan misteriosa situación en mi interior, aquella desconexión entre mi
mente y mi cuerpo, pero solo empeoré las cosas. Le mencioné que jamás había
tenido problemas para conseguir una erección y que, incluso a veces en el
camión, solo sentir mi mochila encima de mis piernas era motivo suficiente
para conseguirlo. Ella dijo entonces que quizá la mochila era más excitante
que su trasero, ante lo cual decidí no decir ni una palabra más.

“Fue cuando ocurrió el último y más desesperado intento: ella se


abalanzó sobre mí y me besó, se desnudó nuevamente y se frotó por un largo
tiempo contra mi pene, pero nada bueno salió de ello. Me recriminó
furiosamente y terminó diciendo que no quería estar en ese lugar ni un
segundo más, que nos largáramos cuanto antes. Se sentó en una orilla de la
cama mientras yo preparaba mis cosas y luego salimos. Ya en el camino de
vuelta todo fue un sepulcral silencio, con ocasionales comentarios míos
intentando justificar mediante teorías absurdas mi falta de virilidad. En cierto
momento ella pareció comprenderlo, pero evidentemente la herida se había
abierto y, poco a poco, fue consumiendo todo lo tierno, hermoso y mágico que
alguna vez existió entre Betrika y yo. Nuestro amor se fue despedazando
lentamente sin que pudiéramos hacer nada, y todo, absolutamente todo, fue
siempre mi culpa, lo sabía a la perfección. Si tan solo hubiese podido
excitarme, si tan solo hubiese podido hacerla mía aquella ocasión, si tan solo
no fuese un inútil…”

Cuando Arik finalizó su tan peculiar relato no pude menos que sentirme
agobiado. ¿Qué diablos había sido todo eso? ¿Qué se suponía que debía decir
o hacer? Era absurdo, ridículamente absurdo, pero cierto. Su sufrimiento
provenía de un lugar en el fondo de su corazón que ni siquiera él mismo
comprendía. ¿Cómo entender el dolor de lo que habita en el interior y que no
se puede comprender? ¿No era algo similar al malestar y la desesperación
producto de una existencia no solicitada? Ahora que ambos estábamos
borrachos entendía de mejor manera su agonía. Esto es común en tal estado de
ebriedad, pues es cuando las personas más empáticas se muestran y pueden de
mejor manera adueñarse de los sentimientos ajenos y vivirlos en su mente,
hasta ser arrojados a un precipicio de miseria al saber que esta existencia
humana no tiene ningún sentido y que, en breve, todo habrá terminado.

Eso, al menos a un ser como yo, extraño y marcado por la necesidad de


sufrimiento, me aliviaba un poco. Me divertía pensar en lo fácil que todo
podría terminar gracias a una sola cosa: la muerte. Entonces a mi cabeza llegó
el recuerdo de “la sonrisa de la muerte”, y pensé que era sublime y hermosa
como ninguna otra. Un día, cualquiera ya que todos eran lo mismo, ya no
habría más dolor ni aburrimiento, ya no habría que desperdiciar el tiempo en
una vida superflua y aciaga. No, un día, uno muy cercano, al fin sonreiría con
ese gesto solo conocido por la eternidad, con ese ritual que aún no podía
degustar, pero que, en cualquier momento, con solo atreverme a dar el gran
paso, podría saborear hasta el orgasmo. Sí, sabía que cualquier día sería bueno
para entregarme al mayor acto de amor propio: el suicidio.

Ahora miraba a Arik, perdido en la bebida, ahogando sus penas y sus


traumas en los vasos de vodka que ya nada podía evitar. Y sabía que así era la
existencia de las personas: miserable y absurda, cargada siempre de una
enorme tristeza y de un continuo malestar. Pero entonces ¿qué misteriosa
esencia hacía que se quisiera vivir? ¿No era todo un engaño y una estupidez
para corromper aún más el mundo? ¡Sí, eso era! ¡Lo sabía, siempre lo había
sabido! Tanto tiempo pensé que yo era el extraño, que yo estaba equivocado,
pero no, ¡no! El mundo era el que se equivocaba, era evidente. Y, aunque yo
estuviese loco, eso era genial, y pertenecer al mundo era lo verdaderamente
horripilante. Sí, ser una persona más de esas que solo añoraban materialismo y
dinero era realmente nauseabundo. No importaba que me embriagara, que me
enamorara una y otra vez de las prostitutas a quienes podía pagar, pues hasta
ellas entendían que aquello, solo por tratarse de alguien que sabía la verdad,
era espiritual. Pasar los días sin hacer nada, trabajar lo menos posible,
despertarse tarde, desvelarse e irse de juerga, conquistar mujeres fáciles,
drogarse, alcoholizarse… ¡Todo era solo una máscara! Era el modo en el cual
los espíritus sublimes que ya no pueden soportar el hecho de existir podían
tolerar tal agonía.

Porque, de otro modo, ¿qué más había para mí? ¿Qué opción tenía
además de caer en la banalidad y la depravación? Y, sin embargo, no era igual
al resto, sabía que no. Y esta diferencia radicaba en que para mí tales acciones
de decadencia eran el medio y no el fin. Sexo, dinero y los demás placeres de
este mundo ya no me sabían a nada. Los necesitaba solo un momento, para
olvidarme de mi miseria, pero nunca, y esto era lo principal, absolutamente
nunca me lo tomaba en serio. Y por ello me causaba risa ver a los humanos
cuyos fines sí eran obtener tan repugnantes bagatelas. En fin, ¡qué absurdo!
Quizá yo mismo me engañaba, quizá yo no era diferente… Pero Arik lo era,
pues los espíritus como él seguramente debían ser los que, de existir algún
dios, más debía amar, tan solo porque ellos mismos no podían hacer nada para
olvidarse de su miseria.

–Y bien, luego ¿qué pasó? ¿Aún seguiste con Betrika tras lo acontecido
aquel “trágico día” en el hotel? –inquirí notando que estaba completamente
borracho.

–Sí, pero todo cambió. Es decir, no inmediatamente, pero… ¡Al diablo


con eso! Tal vez así fue mejor.

–¿Todavía la extrañas?

–No lo sé… –replicó intentando contener las lágrimas, pero, pese a todo,
una lágrima escurrió por su mejilla sonrojada–. ¿Qué importa? Ella no
volverá, nuestro amor murió para siempre: es el destino.

–¿Y no te gustaría buscarla? Quizá tú y ella…, ya sabes.

–Tonterías, no es una posibilidad. No sé cómo explicártelo, pero el amor


se convirtió en algo más que, si bien no diría repulsión, ahora hace que no
podamos permanecer juntos sin recordar cuánto nos lastimamos. No creo en
esas cosas que se dicen de las vibraciones, no sé. Es como si ella y yo
fuéramos incompatibles en un sentido más allá del físico, casi como si algo
hubiera separado nuestras mentes cuando unió nuestros cuerpos. Matamos lo
único bonito que ambos habíamos tenido, lo hicimos trizas por completo, lo
enterramos tan profundamente que nada podría revivirlo. ¡Se acabó, nuestro
amor murió para no resucitar! Era tan puro y cristalino que no podía seguir
existiendo en este mundo tan sucio, mucho menos en dos humanos tan viles y
contaminados. Antes de intentar tener sexo creía que Betrika y yo realmente
habíamos ido más allá, pero me equivoqué. Todo eso no fue sino una mentira,
una exquisita y sublime faceta de la existencia orlada con la magia más divina,
pero, al fin y al cabo, una simple falacia.

–Bueno, así es el amor humano. Siempre se termina, por eso no se debe


caer en sus trampas. Ahora ya está bien, sé que es doloroso, pero has vuelto a
ser tú. Aunque sea una basura y una miseria, esta es la realidad. No hay nada
más, la existencia de las personas es así: absurda y patética.

–Lo sé, y por ello me agradas. Llevamos muy poco de conocernos, pero
eres como un espejo para mí. Tengo grandes deseos de mostrarte mi poesía,
aunque es diferente. No es como la poesía común, sino que habla de amor,
muerte, suicidio y demás cosas desagradables, pero ciertas. Jamás me agradó
la poesía de los humanos, por eso decidí hacer la mía, a mi modo y con mi
propia visión. Pero ¿qué estoy diciendo? Debería enseñártela ahora mismo,
aunque, por otra parte…

–¿Qué ocurre?

–Nada, es que aún conservo todos los poemas que escribí a Betrika. Ella
me los dio el último día que nos vimos. Me dijo: “creo que es justo que tú los
conserves, pues son tuyos. Cuando había algo entre nosotros, estaba bien que
yo los tuviera, pero ahora…” Y se marchó tras haberlos depositado en mis
manos, con el rostro más pálido que un muerto.

–Ya veo. Quizá deberías quemarlos, solo te haces daño.

–Probablemente. Mira, ahí viene Selen Blue, parece que aquel vejete no
le duró demasiado. De seguro fueron al hotel que está en la esquina, ¡qué
estupidez!

–Bueno, y ¿qué me dices de los sucesos posteriores al día de la tragedia


en el hotel?

–Luego te cuento, ahora hay otras cosas qué hacer.

–¿Qué cosas? ¿De qué estás hablando? ¡Oye Arik, espera!

Pero era demasiado tarde, pues se había levantado, no sé cómo puesto


que estaba absolutamente perdido en la ebriedad y el tabaco. El punto es que
se fue directamente hacia Selen Blue y se plantó frente a ella. Algo extraño se
desató en mi interior, y no solamente en mí, sino en el entorno. Era como si yo
pudiera modificar lo que acontecía a mi alrededor dependiendo del flujo de
emociones que por dentro me invadían. Y yo, que creía no tener sentimientos
y vivir en la indiferencia absoluta, siempre odiando el mundo y detestando la
existencia, sentí como si algo misterioso renaciera en mí. Entonces recordé
esas palabras: “cuando la oscuridad devore por completo a la luz”. Sonreí
pensando que realmente me había vuelto loco si creía en eso.

Debo decir, a propósito, que era cierto lo que Arik había dicho. Antes
bien no había tenido oportunidad de mirar minuciosamente a aquella mujer,
pero ahora lo había comprobado: era la mujer más enigmática y hermosa que
pudiese existir. Lo más atractivo eran sus ojos azules, y no precisamente por el
color, sino por la tonalidad. Sé que sonará sumamente extraño, pero parecía
como si aquel azul proviniera de su sangre, puesto que alrededor había una
especie de rojo carmín intenso y centelleante. Y el azul no era menos
espectacular, pues era a la vez claro y oscuro dependiendo del nivel de luz que
impactase su rostro. Además, poseía la mirada más profunda e intimidante de
todas, pues con una sola parecía poder descifrar el destino que yacía en el
alma de las personas. Una mujer así debía ser más una diosa que una mujer,
porque no tenía parecido alguno con nada que hubiese visto antes.

Su rostro era blanco, pero a veces se veía moreno, tan fina y bellamente
confeccionado que parecía hecho por un dios. No había en él ninguna
imperfección, ninguna huella de acné o arruga alguna. Sus labios, los cuales
estaban adornados con un rojo intenso, eran delgados y finos. Noté que todo
en ella poseía esa cualidad: la dualidad. Esto me ensimismó al rememorar que
era la propiedad que Akriza había susurrado como la principal en mí. No
obstante, seguía sin comprender a qué se refería específicamente. Las orejas
de Selen Blue eran adecuadas en tamaño y forma a su cabeza. Su nariz, afilada
y fina, debía ser la envidia de cualquier actriz. Sus pestañas eran aún más
enormes que las postizas, y ligeramente matizadas de un rojo encendido.

Finalmente, algo que le concedía especial atractivo eran ciertos símbolos


parecidos a jeroglíficos que traía pintados a un costado de las mejillas,
abarcando la frente, los párpados, los pómulos y culminando en los labios.
Parecían como las alas de una mariposa multicolor, tan llamativos que en
principio pensé que se trataba de un antifaz. Además, algo interesante eran sus
tatuajes tan coloridos que parecían estar muy bien distribuidos a lo largo de su
cuerpo, pero que no dejaba observar por completo. Cabe resaltar que de
vestimenta llevaba una especie de minifalda negra que apenas y le cubría el
trasero, unos tacones sumamente altos que conferían más centímetros a su
estatura excesiva y una blusa roja de piel que solo tapaba sus senos, y que
dejaba al descubierto toda su espalda y su abdomen.

Como sea, lo que esta mujer ocasionó en mí no fue de este mundo. Y, a


pesar de todo, sentía como si la conociese, como si en alguna parte ya hubiese
mirado esos ojos, pero ¿dónde? Unos ojos cuyo interior fuese de un azul
parecido al lapislázuli, pero cuyo contorno fuese de un rojo tan único como el
de la sangre. Tendría que descubrirlo, tendría que quitarle esa máscara de
humana y, por lo menos, robarle un beso. Mientras así pensaba, Arik actuaba,
pues ya había entablado plática con ella y ambos reían con cierta elegancia.
No sé qué me pasó, pero pensé que ambos eran, ¿cómo decirlo? Justamente lo
que necesitaba para olvidarme de mí mismo y de mi existencia por esa noche.
Como pude, me acerqué hasta ellos, no sin que antes me detuviera por unos
instantes el calaca.

–Es una diosa, ¿no es cierto? No, no podría ser eso, sino más, ¡mucho
más! Quiero decir: esa mujer, de ser real, debe estar por encima de cualquier
dios.

–¿Usted lo cree así? Pues yo no creo en dios, así que…


–¡Lo sé! Tú eres nihilista, pero eso no impide que dios te observe.

–¿Qué quiere decir?

–Nada, nada en concreto. El hecho es que ella está por encima de


cualquier concepción de bien o mal.

–¿Desde cuándo viene aquí? No la había visto antes –cuestioné


esperando que el calaca me revelara algún dato de interés.

–Sí, así es. No tiene mucho que llegó. Pero, es tan extraña. Nadie sabe lo
suficiente de ella como para considerarla real, ¡ja, ja! Solo sé que viene aquí
algunas noches y, al parecer, le va muy bien. Dicen que estar con ella es
sencillamente excepcional. Y, ¿sabes algo?, no lo hace con cualquiera. Así es,
se limita solo a bailarles y luego a cualquier otro juego, pero hasta ahí. Nadie
ha visto nunca su vagina, pero debe ser… ¡uff! El caso es que varios hombres
han muerto por su culpa, se han peleado por ella, pero eso parece fortalecerla.
Generalmente no habla, a lo más se la pasa con ese jovencito, quien al parecer
es su mejor amigo –concluyó refiriéndose a Arik.

–Ah, ¿sí? Pues eso la hace aún más sublime: una puta que no es puta.

–¡Je, je! Sí, y supongo que ahora mismo vas a hablarle.

–Así es, me leíste la mente.

–Bueno, solo ten cuidado. Es una mujer… difícil de percibir.

–¿Difícil de percibir?

–Perdóname, tengo que seguir atendiendo. Esta noche está a reventar,


como puedes ver, y aún falta mucho para cerrar. De hecho, creo que hoy no
cerraremos. En alguna otra ocasión hablaremos, igual y me cuentas qué tal te
fue…

Pensé que el calaca había enloquecido y que, fuera lo que fuese, tenía
que arriesgarme y conocer a Selen Blue. Cuando menos quería perderme en su
mirada, a ver si así podía encontrarle, por esta noche, sentido a mi existencia.
Caminé hasta donde ellos se hallaban y, cuando llegué, Arik me presentó:

–Este es mi amigo… ¿Cómo te llamas? ¡Ja, ja! Perdóname, estoy como


que algo borracho. Es mi amigo… ¡Lehnik! Vive en el mismo edificio al que
me acabo de mudar. Es un tanto extraño, casi como yo, así que lo encontrarás
agradable.

–Mucho gusto, Lehnik. Yo soy una buena amiga de Arik, y me conocen


como Selen Blue.

–El gusto es mío. Ya me figuraba que ese no era tu nombre real.

–Y ¿qué sí lo es? –preguntó con sutileza y fijando su mirada en la mía.

Era definitivo. Nunca había conocido a alguien como ella. Su voz era
aún más celestial que el canto de todos los ángeles del paraíso, y su mirada,
cuando la fijó en la mía, me cautivó. Creo que me enamoré desde ese preciso
momento, o no sé qué haya sido, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera
por ella. Podía incluso matar a quien ella me pidiese, sin importar si se tratase
de niños o mujeres embarazadas, de ancianos o monjes, de dioses o demonios.
Podría incluso matar a mis padres si ella me lo pidiese. ¿Cómo, esa era la
pregunta, negarle algo a un ser así? No, más que eso la verdadera pregunta era:
¿cómo podía existir un ser así, tan perfecto y sublime en todo sentido? Porque
no era solo su mirada o su cuerpo, sino algo que emanaba directamente desde
su interior lo que me embelesaba, ¿acaso su alma? Pues, si así era, poseía el
alma más genial y espiritual de todas. Sí, aquella excéntrica diosa con ese
encantador disfraz de mujer me había cautivado. Lo único que dudaba era si
no sería un pecado la simple existencia de alguien así.

–¿Qué te pasa, Lehnik? Parece como si dudases de la existencia de Selen


Blue.

–No es nada, perdónenme. Es que, por unos momentos, yo…

–¿Te perdiste en su mirada? –cuestionó imprudentemente Arik


intentando jugarme una broma.

–A todos les pasa la primera vez –interrumpió ella–. Y no solo la


primera, sino la segunda, la tercera, y así siempre que me ven.

–Bueno, supongo que es imposible no caer.


–¿Tú crees? Pues muchas gracias por eso, eres muy lindo –replicó ella
sonriendo con la sonrisa de la muerte.

No pude evitar relacionar su impecable sonrisa con tal pensamiento, no


sé por qué. Creo que cuando sonreía sentía que no podría resistirlo más y la
besaría. Nos colocamos en un rincón para no estorbar. En efecto, tal y como
había dicho el calaca, había muchas más personas que de costumbre. Tal vez
más personas habían pensado que ese sería un buen día para morir y habían
salido a la calle con deseos sexuales y suicidas. La música estaba a todo
volumen, aunque, a pesar de ello, se podía platicar. Las meseras iban y venían
con grandes cantidades de alcohol en todas sus variedades. El ambiente era de
juerga absoluta. Las mesas de juego estaban a reventar y las apuestas habían
alcanzado cifras nunca vistas. Lo más sorprendente es que en toda esa
corrupción había gente de todas las edades y clases sociales. Las bailarinas
armonizaban el espectáculo cuando retorcían sus cuerpos desnudos, las
prostitutas entraban y salían cada vez más sonrientes y los viejos calientes se
veían impacientes por follárselas. Por supuesto que algunos otros, con mejor
suerte, se dedicaban a ligar y bailar, buscando terminar la noche en algún hotel
contiguo. En fin, esa noche se cumplían diez años desde que Diablo Santo
abría sus puertas y querían festejarlo con todo. Incluso afuera había bastante
gente esperando entrar. El baile principal ya había comenzado.

–Bueno, ¿qué van a ordenar? –preguntó el mesero con aire gustoso.

–Yo quiero ron –dijo Arik.

–Para mí que sea mezcal –afirmó Selen Blue un tanto desinteresada.

–Y para mí vodka, pero del más dulce que tenga –dije yo.

–Oye, tú –susurró Selen Blue al mesero cuando ya casi se iba–. ¿Podrías


conseguirme un poco de “eso”? Te pagaré bien.

–Claro, no hay problema. Pero tardaré un poco.

–Está bien, como quieras. Tómate tu tiempo, cariño.

Y se despidió de él dándole un beso en los labios. O debería decir de


ella, puesto que a leguas se notaba que no era precisamente hombre, pero
tampoco parecía ser mujer. ¿Qué diablos pasaba? Era como si la realidad
estuviese tergiversada y no pudiese ya escindir la imaginación de lo que en
verdad acontecía. Debía ser por el alcohol, tal vez estaba adulterado. ¿Qué
más me daba? Ahora ya nada importaba. Era el momento de hundirse, de
embriagarse hasta olvidarme de mi miserable existencia.

XXXIII

Y sí, las cosas continuaban con ese matiz absurdo. Pese a todo, me sentía
cobijado por estar en aquella taberna de mala muerte, ebrio y sin deseos de
vivir. Ojalá que todo acabase esa misma noche, que ya no tuviese que
contemplar otro asqueroso amanecer en el mundo vil de los humanos. ¿Por
qué diablos tenía yo que existir? ¿Por qué rayos me costaba tanto matarme?
Tan solo tenía que reunir la suficiente fuerza de voluntad y entonces el método
sería lo de menos. Colgarme, dispararme, acuchillarme, asfixiarme,
ahogarme… ¡lo que fuera para acabar conmigo! Pero no, mi deprimente
sendero no me había permitido deleitarme con el suicidio. Parecía que tenía
que experimentar el máximo sufrimiento en una existencia vacía, y lo tenía
que experimentar hasta el último. Quizá, incluso después de la muerte,
seguiría mi tormento. La voz de Selen Blue me devolvió a la realidad funesta.

–Es mi amiga, trabaja aquí. Me gusta cuando nos atiende porque siempre
se pone linda con los favorcitos que le pido, y me conoce bastante bien.

–Selen Blue es de gustos exigentes –agregó Arik pasándole el cigarrillo.

–¿Exigentes? Me gustaría saber a qué se refieren con eso –cuestionando


y ya sabiendo un poco a que se referían.

–Te aseguro, Lehnik, que, cuando lo sepas, te será imposible olvidarme,


aunque lo intentes el resto de tu vida. No por nada me he forjado una
reputación en la taberna más emblemática de la ciudad en tan poco tiempo.

La miré y nuestras miradas se encontraron, pero fue como si hubiesen


chocado y se hubiesen contrarrestado.

–Vaya, ¡qué amigo el tuyo! –dijo a Arik–. ¿Sabes, Lehnik? Jamás había
conocido a alguien que no pudiese subyugar con mis ojos. Sé que ahora te
sientes encantado y que no dejas de mirarme, pero créeme cuando te digo que
eres el primero que me iguala.

–¿Te iguala? ¿Qué quieres decir?

–Lindo, no vale la pena ahora. Te lo puedo mostrar más tarde, si quieres.


No cabe la menor duda: eres el extraño mental. Lo supe en cuanto te vi, y por
eso decidí no trabajar más esta noche, porque quería conocerte.

–¡Vaya novedad! Así que te ha gustado, ¿no? –interrumpió Arik dando a


notar que estaba visiblemente más borracho que nosotros, pero no tanto.

–Sí, puede ser, o quizá no. Hay demasiados hombres en esta taberna que
van y vienen día con día. Y, para serte honesta, he cogido con, creo yo, más de
mil. Es un buen número, pero luego de eso comienza a aburrirte. Ahora coger
ya no es como al inicio. Y seguramente te lo estás preguntando, y la respuesta
es sí. Comencé a coger desde los diez años, y desde entonces no he parado.
Noté que Arik ya conocía esta parte del pasado de Selen Blue, puesto que no
se inmutó en lo más mínimo. Yo, por mi parte, tampoco lo hice, pues
realmente nada había que pudiera sorprenderme más, al menos no tanto como
ella misma lo había hecho.

–Me alegra que seas de mente abierta, porque de otro modo no


podríamos convivir. Ahora que lo sé estoy dispuesta a contarte más cosas.
Pero dime, ¿qué haces por aquí? ¿A qué te dedicas?

–A nada.

–¡Ja, ja! Ya me lo esperaba.

–¿De verdad?

–Sí, desde luego. Podría decirse que soy bruja, o adivina, si prefieres. Mi
madre practicaba todo ese tipo de cosas raras y me heredó algunos dotes, o
pasiones, por así decirlo.

–Entiendo, muy bien.

–Tienes unos ojos hermosos, tanto que quisiera robártelos –exclamó de


un modo un tanto perturbador mientras el mezcal parecía hacer efecto en su
cabeza.

–No tanto como los tuyos, son aún más hermosos que los de un dios.

–¿Tú crees? Y ¿qué te hace pensar que no lo soy? –replicó con excesiva
soberbia y altanería–. Casi nunca me siento humana, la mayor parte del tiempo
es como si no fuese yo misma. Pero no quiero asustarte, mejor continúa
hablándome de ti.

–Bueno, mi existencia es tan aburrida como la del resto. Trabajo en una


oficina de lunes a viernes en cosas sin importancia. Tengo la intención de
comenzar un libro, quiero escribir algo, pero no sé qué ni cómo.

–Ya veo, ¡qué interesante! Entonces también acerté en eso.

–¿En qué?

–Cuando te vi, de algún modo supe que eras igual a mí.

–¡Vaya! No sé qué decirte.

–No importa, no tienes que hacerlo. Es simple: te vi y supe que querías


matarte.

–Sí, yo también supuse eso desde el primer momento –confirmó Arik


con una voz que daba de qué pensar.

–Arik, querido, lo mejor será que descanses un poco, ¿no crees? –dijo
Selen Blue tomándolo de la mano e indicándole que se recostara en uno de los
mugrosos sillones de la taberna. Le indicó un pequeño espacio junto a unas
mujerzuelas que bebían copiosamente y reían como trastornadas.

–¡Ah, entiendo! Quieres quedarte a solas con Lehnik, ¿cierto? Está bien,
¡al diablo! De todos modos, no puedo mantenerme cuerdo, ¡ja, ja! ¡Y según yo
el vodka ya no me hacía nada…!

Cuando llegó al sillón se tiró y notamos que se perdía en su embriaguez


a pesar del ruido. La música estaba lejos de terminar y el calor hacía que los
cuerpos sudaran abundantemente, mientras se pegaban y se contorsionaban.
Era el punto máximo de Diablo Santo, no cabía ni un alma y el ambiente
estaba de locos. Fue entonces cuando Selen Blue y yo tuvimos tiempo de
profundizar en nuestra misteriosa atracción.

–Me parece raro, como ya te dije, que, teniendo tantas opciones, hayas
decidido aburrirte así con nosotros.

–Descuida, querido, tengo mis motivos. Además, Arik es un sujeto


diferente al resto, ¿no te parece así? Es poeta, y no uno común y corriente.
¿Recuerdas que te hablaba de mis excesos? Pues me encanta la poesía, pero
solo la suya. Es, de hecho, el único poeta que quiero leer hasta que muera. ¡Es
asombroso! Tiene un talento espectacular para decir lo asqueroso que es existir
en este mundo de una forma tan hermosa. Me recuerda un poco a Emil Cioran,
aquel rumano cuyos aforismos fueron mi adoración cuando era adolescente.

–Lo leía demasiado, pero luego…

–¿Ya no fue suficiente? O ¿qué ocurrió?

–Sí, le perdí el interés, como casi a toda la literatura.

–Entonces ya somos dos.

–Ahora apenas y tolero a veces a Hermann Hesse, pero solo algunos de


sus relatos. Sin embargo, antes leía bastante, casi podría decir que era mi
motivo para existir.

–¡Qué excelente criatura! En mi caso, pasó algo similar: leer me salvó.

–Sí, por un tiempo todo tiene sentido, pero no para siempre. Tal y como
ahora podemos ver, así es con cualquier cosa. Escribir, pintar, componer
música, hacer lo que sea para combatir el absurdo de existir…Todo eso está
muy bien y funciona, pero solo por un tiempo. Siempre llega el momento del
quiebre, cuando la crisis se torna intolerable. Y entonces solo queda el
suicidio, o algo de lo más vil, para combatir tal estado. Yo también quería, o
quiero, escribir algo. Pero no sé cómo ni qué, solo quiero hacerlo. No tengo
talento para la poesía, pero algo como una novela existencialista sería ideal –
exclamé notando que ya hablaba mucho.

–Y ¿por qué no lo haces? ¿Qué te lo impide?

–No sé, pero hay algo que no me deja tranquilo.

Selen Blue parecía inmutable por completo, era como si nada le afectase.
Bebía y reía con magia y cada hombre en Diablo Santo la miraba con delirante
lujuria. Desde luego que algunos ofrecían billetes y polvos blancos para
convencerla, pero ella se limitaba a sonreír y decía: “por esta noche ya estoy
ocupada, dejémoslo para la próxima”. Tras esto, ordenaba más vodka y
acariciaba mi mejilla con dulzura. ¡Vaya mujer más exótica!

–Entonces somos muy parecidos. Ambos queríamos, o queremos,


escribir algo. Y creo que ambos nos mostramos indiferentes ante la existencia
y el mundo; es más, los detestamos con todo nuestro ser, pero no somos
capaces de matarnos. Tal vez te asustaría saber quién soy en realidad y todo lo
que he hecho, pero sería mejor que te lo mostrara en vez de contártelo.

–Nada podría asustarme –repliqué con decisión tomándola de la mano.

–¿De verdad? Y ¿por qué? ¿Qué te haría distinto del poeta Arik quien
ahora divaga en su embriaguez? ¿Por qué debería aceptar tener algo contigo y
no con él? Porque hasta ahora lo he tratado como un niño, aunque solo sea tres
años menor que nosotros. Así que dime, tú que eres tan extraño, ¿por qué
debería besarte ahora mismo y dejarte saborear un poco “la sonrisa de la
muerte”?

Al escuchar esta combinación de palabras no pude menos que


abstraerme y pensar lo que tantas veces había pensado. Era obvio que Selen
Blue, aquella mujerzuela mística, me incitaba a contarle mis motivos, que me
instigaba para mostrarle un poco de ese extraño fulgor con el cual palpitaba mi
corazón. Quería que le dijese por qué lo hacía…

–Bueno, quizás es porque… ¡estoy aburrido de existir!


–¡Ja, ja! ¡Esta vez sí que me sorprendiste!

–Sí, lo sé –dije presa de una enorme acumulación de no sé qué en mi


interior. Necesitaba sacarlo, explicar en qué consistía ese aburrimiento.

–¿Eso es todo? –inquirió ella provocándome.

–¡No! ¡Maldición! ¡No y mil veces no! Eso no es todo, pero…

–¿Qué? ¿No puedes decírselo a una prostituta corrompida como yo? Si


no puedes, entonces me voy. Ya sabes, el dinero nunca está de sobra…

–No es eso… Es solo que yo…, yo estoy…. ¡harto! –grité furiosamente.


Y quizás, ayudado por la inmensa cantidad de alcohol que había vivido, pude
soltar un ligero discurso que jamás había expresado con tal exactitud–: ¡Yo
estoy harto de existir! Toda mi vida he vivido en las sombras, siempre
buscando la mejor forma de acabar conmigo mismo, pero aún no es suficiente.
¡El mundo está condenado! ¡Y yo lo estoy más que él y la humanidad! Lo
estoy porque ya no puedo soportar ser yo, ser humano y ser tan extraño. Hace
ya tanto tiempo que aún había algo, un sentido acaso, pero ya no más. Me
parece que todo lo que soy y lo que he vivido no es sino una mentira. Sí, la
mentira más grande de todas. Cada paso, cada decisión, todo lo que es ahora
mi vida ha sido decidido siempre por otros, o por lo que otros han inculcado
en mí. Es imposible ser puro desde que se nace siendo humano. Y todo este
mundo está corrompido porque ha sido alterado por la criatura más asquerosa
y pérfida: el humano. ¡Yo odio lo que soy, lo que pienso y lo que vivo! Estoy
cansado de las personas que habitan este planeta, estoy harto de percibir lo
miserable que es la existencia, lo patético que se torna el continuar
reproduciéndose para nada. Pero ¡nada es nunca suficiente! Ellos no lo
entienden. Y es natural, no pueden. Así es, son incapaces de entenderlo.
Aunque la verdad se les presentase una y mil veces en su rostro, jamás la
apreciarían. Ellos solo quieren existir el mayor tiempo posible, aunque sea del
modo más inútil, porque eso es mejor que suicidarse. ¿No se trata todo de eso?
¿No es solo una creación más de un loco, de un extraño? Siempre fue así y así
será por la eternidad: los humanos no saben hacer otra cosa que no sea ser
miserables y estúpidos. Por ello el mundo es así, por eso existen las religiones,
los gobiernos, las corporaciones y todo lo que jode la existencia. ¿Por qué
debemos de regirnos por estas normas absurdas? ¿Por qué no podemos ser
libres y purificarnos? ¡Es tan ridículamente absurdo! Y cuando intentas
razonar todo esto no llegas a nada sino a lo mismo, exactamente al punto de
donde partiste. Todas las personas que se percatan de lo miserable que es la
existencia ya no pueden volver a vivir como la gente común y corriente, pero
es aún peor, porque solo sufren. ¿Qué sentido tiene una existencia tal? Si tan
solo hubiera algo más allá, algo por lo que valiera la pena existir que no
tuviera que encontrarse en el exterior. Las personas basan sus vidas en cosas
materiales, en otras personas (padres, hijos, hermanos, etc.), en gente que
admiran y que nunca conocerán, en videojuegos, entretenimiento, libros,
dioses y promesas vacías. Utilizarán lo que sea para justificar su estúpida
existencia. Pero ¿qué hay para quienes ya no podemos engañarnos con eso?
¿Qué hay para un extraño al que ya no le es posible existir en este mundo? ¡No
hay nada! Primero intentas cambiar el mundo, eres tan iluso como para creer
que puedes hacer algo para combatir esta blasfemia, pero es tan absurdo.
Paulatinamente te percatas de que este mundo nunca cambiará, y no es porque
no pueda, sino porque no quiere. Pobreza, desigualdad, homicidio, violación y
demás cosas que vemos cotidianamente. ¿Acaso no son los vicios de la
humanidad? ¿Cuántas personas estarían dispuestas a cambiar el mundo si
supieran los sacrificios que ello implica? ¿Cuántas podrían renunciar a su
esencia para limpiar esta plaga? ¡Es imposible! Lo es porque la naturaleza de
la humanidad es la maldad, la depravación y el vicio. Si el humano pudiera,
sería vil cada segundo de su vida. Entonces ¿para qué cambiar? ¿Para qué
alterar esta infamia en la que se ha querido existir? Pero ¿qué hay más allá?
Cuando se han agotado todas las formas del vicio que conoce un humano,
cuando se ha llegado a los límites de la banalidad y la mediocridad, ¿no sería
ese el momento para matarse? ¡Pero no! Aún en esos instantes las personas no
piensan en matarse, sino en continuar del mismo modo. ¿Para qué? ¿Con qué
fin? Aceptar que las personas somos malvadas por naturaleza es un paso
importante para entender por qué el mundo es tan miserable, pero luego, luego
¿qué? No hay nada: esa es la respuesta. Y esa es la diferencia: que ya no puedo
continuar existiendo en un mundo donde la existencia no tiene sentido, pero
donde se busca prolongar ésta al extremo. Sé que soy malvado y que esto es
parte de mi esencia, pero ¿no es entonces también adecuado suicidarse para
acabar con esta estupidez? ¡Demonios! A cada momento es la misma
sensación, es el mismo malestar. Pues ya no importa lo que haga, no importa
el crimen o la vileza que intente cometer… ¡Ya nada me llena, nada es
suficiente! No puedo fingir, como tantos lo hacen, que soy bondadoso y
generoso, porque sería ir en contra de mi naturaleza. Si mato, violo o robo (y
sé que son razones por las cuales el mundo es una basura) es porque lo
necesito para sentirme vivo. Y entre más vil sea mi acción, más vivo me
sentiré. Pero he llegado al punto en que nada de esto puede llenarme, entonces
¿qué evita que un hombre se quite la vida al darse cuenta de que nada puede
darle un sentido ya a su existencia, la cual por sí misma es absurda? ¿Qué
razones hay para vivir? ¿Qué hace la vida valiosa más allá de enamorarse, lo
cual es jodidamente temporal y siempre se acaba? ¿Para qué existir? ¿Para qué
estar aquí y ahora diciendo todo esto? ¿De qué sirve ser yo? ¿Qué demonios es
todo esto?

Y así fue como terminé mi perorata, sumamente exaltado y sin prestar


atención a un grupo de imbéciles que se habían arrinconado para contemplar
mi desesperación. Cuando culminé la mayoría rio, aunque otros tantos solo me
miraron desconcertados. En cambio, Selen Blue, que se había mantenido
impávida mientras hablaba, se acercó y, de la manera más misteriosa, sentí
cómo su boca se unía con la mía en un ósculo que calló todas mis inquietudes
por unos instantes. Nos besamos como si nunca más fuésemos a vernos, como
si con ello pudiéramos escapar por un momento del sufrimiento y la
desesperación que significaba existir. Cuando nos soltamos nos dimos cuenta
de que Arik nos observaba con cierta inquietud, pero entonces comenzó a
vomitarse y tuvimos que ayudarlo. Cuando se calmó los tres nos sentamos en
uno de los viejos y mugrosos sillones. Eran ya las tres de la mañana y la fiesta,
según había anunciado el calaca, terminaría hasta las seis.

–¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me besaste de ese modo? –cuestioné


impactado, acariciando los cabellos de Selen Blue, que parecían de seda.

–Porque sentí que, si no lo hacía, entonces te ibas a matar.

–Y ¿eso es malo?

–No, no del todo. Es solo que nunca había conocido a alguien como tú,
tan extraño. Ciertamente, estás lleno de contradicciones, pero eso me encanta.
Tu percepción de la vida es muy peculiar. Entonces dije: “tengo que besarlo,
tal vez así pueda absorber un poco de él”.

–Y ¿lo conseguiste?

–¡Ja, ja! Creo que no, pero lo necesitaba. Yo pienso de una manera muy
similar, y por eso llevo esta vida. Mis padres jamás estuvieron de acuerdo con
mi forma de pensar y de actuar. Desde muy joven tuve que soportar sus
calumnias acerca de mi estupidez y mi rebeldía. Sobre todo, me reprochaban
que no asistiera a la iglesia y que no cumpliera con los deberes de una niña “de
buena familia”, como solían llamarme. Además, mis notas en el colegio no
eran las mejores y constantemente recibían quejas por parte de los profesores
acerca de mi pésima actitud. El problema, de hecho, no eran mis notas; esas
iban bien. El problema era mi comportamiento tan adusto y mi deplorable
modo de relacionarme, casi nulo. Se rumoraba que me comportaba como una
autista, pero que, en el fondo, mi alma era oscura y pervertida. Habían llegado
hasta mis padres ciertos rumores de que mantenía relaciones íntimas con
multitud de chicos y hasta con ciertos profesores de la peor calaña. Se decía
que me había entregado por completo al vicio y que, en resumen, era yo una
perdida. Aunque apenas era la preparatoria, las autoridades advirtieron a mis
padres acerca de los inminentes riesgos que correrían si no corregían mi
comportamiento a tiempo.

–Así que desde muy niña tuviste esa predisposición al supuesto mal.

–Podría decirse, al menos a lo que la humanidad entiende como mal


dentro de un contexto social absolutamente hipócrita e inútil. Mi madre, como
te comenté, solía abusar de mí todas las noches. Pero en las mañanas asistía a
la iglesia para purificarse de sus pecados. ¡Vaya estupidez!

–Sí, esos son los dos pilares de la humanidad, sobre ellos se ha


construido toda la moral y lo que conocemos como distinción entre el bien y el
mal.

–¿Qué pilares?

–La mentira y la hipocresía. Combinadas, estas dos piezas han dado


origen a cada ideología absurda que ha imperado a través de la historia.

–Entiendo. Tienes razón, ¡por eso me gustas tanto! –contestó Selen Blue
mientras batallaba para sostenerse en pie, pues había cogido una borrachera
bárbara–. Pero bueno, el hecho es que decidí lo mejor para mí y para ellos.

–¿Te escapaste de la casa?

–¡Adivinaste! No sabes cuánto odié a mis padres a partir de esos


momentos. Hasta entonces siempre habían estado ocupados y jamás me habían
prestado atención. Mi padre, un reputado ingeniero en sistemas, se la pasaba
con sus amantes en la oficina y rara vez llegaba a dormir a casa. Mi madre,
una devota entregada por completo al cristianismo, no hacía sino refugiarse en
la iglesia día y noche. Pero así era como olvidaba todo su dolor, pensando que,
si soportaba esta vida miserable, sería recompensada en “la vida futura”,
donde todo sería bello, apacible y sublime. Como sea, en cuanto las quejas
alcanzaron un límite insuperable, al grado de que ya no me querían admitir en
la preparatoria, mis padres se percataron de que yo existía. ¡Sí, maravilloso!
La hija que habían olvidado durante tantos años al fin aparecía en sus cabezas.
Finalmente podría ocupar un espacio en sus vidas. Nada me pareció más falso
y molesto que sus intentos tardíos por acercarse a mí. Evidentemente, los
rechacé cuanto pude, hasta que nuestras disputas fueron el motivo de las
habladurías de todo el pueblo. Nadie podía concebir que una familia honrada y
pulcra como la nuestra tuviera tales divergencias. A mis padres les
avergonzaba hablar de su hija “la rebelde drogadicta”, como según algunos
idiotas solían llamarme a mis espaldas. Además, mi manera de expresarme, de
vestir y de actuar los incomodaba sobremanera. Y claro que en cierta forma
esas habladurías estaban más que justificadas: me drogaba siempre que podía
y con quien me regalara lo que fuera. Entendí entonces que el mundo era así:
un lugar donde reina la miseria y donde todo es absurdo. Y, si quería
sobrevivir en este mundo, al menos hasta que reuniese la voluntad suficiente
para quitarme la vida, debía recurrir a los medios que fuesen necesarios, sin
importar lo vil y pérfidos que pudieran ser. Así, un buen día, a mediados de
junio, tomé la decisión de marcharme para siempre. Mi padre al parecer había
comenzado a rendirse al percatarse de que sería imposible rehabilitarme, y no
había regresado a casa desde hacía tres días. Mi madre se la pasaba
lamentándose y se había inscrito al club de predicadores que debían salir a las
calles e intentar convencer a la gente de que su religión basura era la salvación
de la humanidad. Ya sabes, de esos tontos que se la pasaban tocando puertas y
repitiendo el mismo sermón aciago una y otra y otra vez. Como sea, me escapé
con un “querido” que tenía en ese entonces. En realidad, era un señor de
cincuenta y seis años que había quedado prendando de mí. Me había ofrecido
una carrera segura en el mundo de la pornografía, y yo había aceptado su
oferta. Al fin y al cabo, ¿a qué más podía aspirar una niña indefensa y rebelde?
Pensé que la prostitución y la pornografía no eran tan malas como se decía,
pues, de serlo, deberían haberse extirpado de la humanidad hacía mucho. No
obstante, no se habían eliminado para nada, sino que se promovían y hasta
eran indispensables para millones de personas. Un elemento más, finalmente,
que venía a confirmar mis conjeturas acerca de la maldad inmanente en el
humano. En fin, me prostituí por un largo tiempo e hice dos que tres intentos
de incursionar en la pornografía profesional, por así decirlo. Sin embargo, todo
era muy tedioso y aquel amante parecía querer quedarse con todo el crédito.

–¡Vaya! No puedo decir que me haga feliz lo que te ocurrió, pero así
pasa siempre: solo el camino del mal puede darnos una muy tenue sensación
de lo que es la verdad.

–Cierto, muy cierto, querido –afirmó y se refugió en mi hombro,


dispuesta a contarme lo que, al parecer, era su mayor trauma hasta ahora–.
Resulta que aquel sujeto, quien en un comienzo parecía querer ayudarme, no
era sino un fiasco. No tenía ninguno de los contactos que decía y, si bien
poseía una fortuna considerable, su objetivo era apropiarse de todas las
ganancias que yo pudiera dejarle, ¡típico! Pero un día aconteció lo
inimaginable. Yo regresaba de una audición más donde se me había prometido
un puesto de renombre entre las actrices pornográficas más suculentas del
momento, incluyendo un contrato definitivo en dicha industria. Estaba
agotada, pues me habían obligado a hacer de todo, aunque, claro está, ya nada
podía dolerme ni espantarme a esas alturas. Pero ese día despertó en mí una
faceta que no conocía hasta entonces… Cuando llegué a la casa de mi amante,
casi me desmayo al observar detenidamente lo que se mostraba ante mis
ojos… ¡Eran, nada más y nada menos, que papá y mamá en un trío con mi
amante! Y, aunque al principio no dejaba de temblar y de mis ojos
irremediablemente brotaban lágrimas, más tardé agradecí aquella blasfemia.

–Supongo que debió haber sido un duro golpe, pero nunca, por muy
fuerte y atroz que sea el momento, debemos dejarnos sorprender.

–Sí, pero, como dije, eso no lo comprendí en ese entonces. Supongo que
te refieres a la indiferencia absoluta…

–¡Sí, es eso! Pero ¿cómo lo adivinaste?


XXXIV

Selen Blue pareció ignorar mi pregunta. Solo sabía que nunca a nadie le había
hablado de esto, pero me dio la impresión de notar en ella una ligera expresión
de dolor combinada con cierta felicidad ingenua. Sí, y su rostro cada vez se
parecía más al mío, ¡qué extraño! En su mirada había demasiada agonía,
demasiado sufrimiento; tal y como en la mía también imperaba una profunda
desesperación. Era, sin duda, un ser increíble, pero igualmente trastornado por
una existencia vacía y absurda como la humana. ¿Por qué diablos debíamos
existir? Estaba simplemente harto de todo, hastiado de todo el mundo y de los
seres que lo habitaban. Me repugnaba ser yo, me odiaba en todo sentido. El
suicidio debía llegar pronto, o, si no, quién sabe qué sería de mí. Selen Blue
continuo entonces:

–Bueno, ese día fue el peor de todos. Salí como una endemoniada de la
casa de aquel viejo traicionero, profiriendo toda clase de maldiciones para los
tres. Tuve suerte de no haber sido arrollada, puesto que corrí como una
demente. Aunque, pensándolo bien, tal vez hubiese sido lo mejor. Es extraño:
por más que lo neguemos, pareciese que existen ciertos sentimientos que, tras
haberse incrustado por tantos años en nuestro interior, resultan tan
complicados de expulsar. Es como si en automático nos debilitaran, como si
nos fuese impensable vivir sin ellos. Tal es el sentimiento de supuesto amor
hacia los padres, pues, aunque se les repugne, muy en el fondo existirá
siempre, como si fuese inherente a nuestra existencia, esa sensación de
dependencia y ternura. Es casi como si anhelásemos, en cada momento trágico
en la vida, volver a refugiarnos en los brazos de mamá y papá para sentirnos
seguros y tranquilos por unos segundos, para sentir que somos niños
indefensos y que la crueldad y la miseria de este mundo no pueden dañarnos,
pues alguien o algo más superior a nosotros nos protege, pero es solo una
quimera. En mi caso, quizá cometí el mayor crimen que una hija puede
cometer.

–¿Los mataste? –pregunté con frialdad, casi inexpresivo, como si usase


una máscara.

–Exactamente, me encargué de purificar mi interior. Los maté


psicológicamente, los extirpé de mi ser.

–Muy bien, hiciste lo correcto.

–¿Tú crees? Además de Arik, a nadie más había antes contado este tipo
de asuntos personales. Y a él no le conté esto, pero tú…No esperaba esa clase
de respuesta. ¿Cómo lo supusiste?

–Es muy sencillo: toda persona que se percata de la gran verdad, la cual
versa sobre lo absurdo que es la existencia en este mundo, siente un
desmesurado deseo de matar física o mentalmente a su familia.

–¡Vaya! Eso no lo había pensado, aunque… puede que tengas razón. Me


parece bastante lógico.

–Lo es. Y como tú detestas tu existencia y en cierto modo te has


acercado a la gran verdad, entonces fue fácil imaginarlo.

–¡Ja, ja! Querido, hablas como si te hubieses enamorado de mí, y eso es


algo que no te conviene. Es cierto que el amor es una de las más exquisitas
falacias en esta existencia, y que enamorarse es lo único que puede aquietar la
desesperación de permanecer en este mundo por unos instantes, pero… ¡no te
conviene! ¿Tú crees, acaso, que yo podría amarte?

–Y ¿quién dijo que quería tu amor?

–¡Hum! En ese caso… creo que nos entenderemos bien, ¡je, je!

–¡Sublime! Indudablemente eres la mujer que merecería convertirse en


una virgen.

–¡Ja, ja! ¿Por qué lo dices? ¿Acaso es sarcasmo?

–No, lo digo en serio. Dime, ¿cómo te sientes ahora? ¿Tienes algún


remordimiento?

–¡Para nada! Me siento del mejor modo posible. Me siento tan tranquila
que creo que he alcanzado un nuevo nivel espiritual de paz interna. Nada me
hace sentir mejor que recordar aquel día en que maté psicológicamente a mis
padres. La última expresión que en sus rostros contemplé ha quedado grabada
en mi mente: esa expresión tan peculiar de sufrimiento y agonía es la que ha
hecho valiosa mi vida, al menos en cierta forma. Desde entonces no he parado,
sigo buscando nuevas formas de evadir momentáneamente la desesperación de
existir. Y ahora puedo decir que solamente el mal ha podido purificar mi dolor,
solamente aquello juzgado como malvado en este mundo ha sido capaz de
hacerme sentir, por unos instantes, viva.

–Es una historia muy bonita. Yo también quise, en algún tiempo, matar a
mis padres.

–Y ¿luego? ¿Por qué no lo hiciste?

–No sé, pensé que tampoco tendría caso. En ocasiones es bueno dejar
que las personas continúen con su miserable existencia.

–Puede ser, me parece algo un tanto compasivo, pero no sé. Bueno, si


quieres matarlos y no sabes cómo, ¡yo puedo ayudarte!

–¡Je, je! No sé.

–Aunque me has dado una idea interesante: aquel que comienza a darse
cuenta de la verdad debe, naturalmente, comenzar por odiar a los causantes de
su existencia.

–Sí, es algo que tuve que reflexionar bastante, pero creo que es cierto.

Y como ya habíamos hablado demasiado, las palabras dieron lugar a otra


clase de entendimiento: el de los labios rozándose. Creo que jamás había
besado a alguien con tal pasión, con tal fiereza. Cuando ella me mordía, yo la
mordía más fuerte todavía, y así sucesivamente. Comenzamos a pegarnos y a
tocar partes sensibles de nuestros cuerpos, pues en Diablo Santo esto estaba
más que permitido, incluso frente a los ojos de todo el público. Además,
siempre estaban los mirones, quienes ágilmente buscaban captar algún faje
para masturbarse entre todo el gentío que gritaba, bailaba, se azotaba, cantaba
y se retorcía ignominiosamente en aquella caterva de cuerpos humanos.
Muchos me miraban con una envidia bárbara, pues era obvio que una chica
como Selen Blue despertaba tal sentimiento en cualquiera. A mí mismo me
sorprendía tenerla ahora conmigo, ¡qué locura! Y fue entonces cuando pensé
en Akriza, pero estaba demasiado borracho y era demasiado tarde... Por Selen
Blue sentía una atracción plenamente sexual, corporal y hasta indecente. Pero,
por extraño que parezca, por Akriza sentía algo más, algo que no lograba
entender, ¿acaso era eso amor? ¡Imposible! Yo no podía sentir nada ya, había
renunciado a esa clase de tonterías por completo luego de mi tragedia con
Melisa. ¡Demonios, debía estar enloqueciendo de verdad!

–Y bien, creo que ya fue suficiente aquí –exclamó Selen Blue


alejándome con sus brazos–. No te voy a negar que el exhibicionismo es una
de mis grandes pasiones, pero el día de hoy quiero ir lejos, mucho más lejos, y
te he elegido a ti para ello. ¿A dónde vamos ahora? ¿Conoces algún lugar? O
¿quieres que vayamos a mi departamento? Está muy cerca de aquí, y seguro
que nos divertiremos.

–Y ¿qué pasará con Arik? No podemos dejarlo aquí, ¡está bestialmente


ebrio! Míralo, ni siquiera puede ponerse en pie.

–Ese no será un problema, lo llevaremos con nosotros. ¡Sí, será perfecto!


Nosotros tres juntos en mi habitación, ¡qué pandemónium armaremos!

–¿Los tres juntos? ¿Acaso hablas de…?


–Pues claro, querido. O ¿pensabas que jugaríamos a las cartas? ¡Vamos a
coger toda la noche!

–¡Hum! Eso suena bastante bien, pero Arik…

–Te preocupas tanto por él que se me está ocurriendo una idea, pero te la
diré tan pronto como lleguemos. Ahora apártate, que voy a revivirlo por
completo.

–¿De qué modo?

–Del único posible: con magia.

–¿Magia? A mí me parece que… ¡Ja, ja! ¡Bueno, al diablo todo! Hoy


quiero destruirme por completo.

Entonces vi cómo sacaba de alguna parte de su cuerpo un polvo blanco


que expandió sobre la mesa y dio a aspirar a Arik, quien lo hizo con rapidez,
como si no fuera la primera vez que lo hacía. No pasó mucho tiempo antes de
que se pusiera de pie como si nada hubiese ocurrido.

–Y ¡no es la primera vez, por si te lo estabas preguntando! –exclamó


Selen Blue lanzándome una atrevida mirada–. Ya nos hemos emborrachado
varias veces juntos, y siempre me da poemas. Lo mejor de que esté ebrio es
que me los declama con una pasión inverosímil, hasta se me moja la vagina
con el simple sonido de su voz. ¿No es hermoso? ¡Un poeta maldito! ¡Ja, ja!
Es el Rimbaud del barrio indudablemente.

Y para terminar soltó una carcajada que despertó a Arik en absoluto,


luego le cogió de la garganta y le metió la lengua en la boca de un modo
bastante excitante. Fue ahí cuando presentí qué clase de cosas ocurrirían en su
departamento, pero pensé que no me vendría mal: si moría al amanecer, sería
lo mejor. Salimos de Diablo Santo absolutamente borrachos, al menos ella y
yo. De verdad estábamos al borde de una congestión… Pero, por fortuna,
sobraba bastante del polvo blanco, y ambos nos dimos una buena aspirada. De
inmediato sentí todos mis sentidos más allá de lo normal, como si no hubiese
bebido ni una sola gota de alcohol, y dispuesto a realizar las más extrovertidas
hazañas. Ella me miró y dijo:
–¿Te gustó? Es una variante, no es la que conoces normalmente. Un
amigo me la prepara especialmente para la diversión, y tengo muchas más en
casa. ¡Todo está listo para destruirnos esta noche! La única pregunta es: ¿me
acompañarán?

Arik y yo nos miramos, pero creo que realmente ambos no teníamos


opción. ¿Qué más daba morir aquella noche o seguir viviendo en un mundo
que detestábamos? Porque, estoy seguro, Arik lo detestaba tanto como yo. Él,
el poeta maldito, y yo, un supuesto filósofo, escritor de pacotilla y nihilista
acabado, ¿qué opción teníamos? No había marcha atrás, era ahora o nunca.
Aquella prostituta nos había atrapado a ambos, pero nosotros habíamos
querido precisamente eso. Mi corazón latía con una violencia inaudita al
pensar en todo lo que pasaría tan pronto penetráramos en el cuarto de Selen
Blue. ¿Qué clase de cosas nos esperarían? Algo aberrante, asqueroso y hasta
inhumano, pero eso era más embriagante que ir a casa y tirarme en mi cama a
contemplar la nada. ¿Para qué seguir existiendo? ¿Qué sentido tenía la vida?
Miraba a los demás borrachos y putas que pasaban a nuestro lado, riendo y en
pleno deleite. Todos buscaban lo mismo: sexo, vicios, placeres y diversión.
Solo era un instante, un mínimo periodo de todo el maldito tiempo en el cual
podíamos elevarnos por encima de nuestra miseria y sonreír. Sí, sonreír desde
lo más profundo, sonreír con la sonrisa de la muerte…

–Acepto, está más que claro que acepto –declaró Arik con una mirada
brillante y decisiva.

–Bueno, ya va uno. ¿Qué me dices tú, amor? Irás pase lo que pase,
¿cierto? –preguntó Selen Blue clavando en mí su mística mirada y acariciando
mi rostro.

Cualquier duda que hubiese tenido se despejó tan pronto sentí el roce de
su mano. Parecía tan increíble todo esto, pero había algo de sospechoso. ¿Por
qué yo? ¿Por qué Arik? En fin, ¡que el diablo cargara con nosotros! Me
importaba un bledo si moría aquella noche; es más, sería tan idílico…
Además, ¿cómo rechazar a aquella mujer? Si con un simple roce de su mano,
la cual parecía ser la de una diosa o algo superior, podía desfragmentar así
toda mi alma y unirla como mejor le viniera en gana. Ardía en deseos por
hacerla mía, por hacerle de todo, por consagrarme en la más etérea
concupiscencia cuando nuestros labios y nuestros sexos colapsaran en la
algidez más indecente y suprema. Quería hacer todo lo que ella me pidiese,
complacerla por completo, humillarme ante sus mandatos, lamer el suelo que
pisase, adorarla hasta el fin. No me importaba que para la humanidad ella
fuera una prostituta corrompida y la imagen de un demonio, pues para mí se
había convertido, desde el momento en que la vi aquella noche, en el
monumento que iluminaba mi miseria, y que confería a mi marchitada esencia
el cromático esplendor para fulgurar más allá de cualquier dimensión.

–¡Acepto! –afirmé con contundencia, mirando la luna–. ¡Vamos, vamos


ya! No hay tiempo que perder, no hay nada más que vivir.

Incluso a mí mismo me pareció extraña aquella frase, pero ¿qué se le iba


a hacer? Todo en mí se había tornado extraño desde hacía bastante tiempo,
¿por qué renunciar ahora? Y, mientras nos dirigíamos al departamento de
Selen Blue con deseos sexuales y suicidas, pensé que una vez, hace ya tantos
años que parecían ahora eones, había corrido como un loco enamorado,
atravesando todos los edificios de aquella deplorable ciudad, en plena
madrugada, a decirle a Melisa que la amaba, que no se fuera lejos, que se
quedara porque yo… Porque yo haría lo que fuera para que ella nunca más se
volviese a ir de mi lado. ¡Vaya tiempos aquellos! ¡Cuánto había cambiado yo!
¡Cuánto había cambiado todo! Pero ¿estaba bien recordar esto ahora? ¿No era
innecesario oponerse al flujo del río? ¿Para qué sufrir más? Melisa se había
suicidado por mi culpa, según se decía, pero y eso ¿a mí qué? Entonces, como
si de una alucinación se tratase, vi a un sujeto muy parecido a mí, pero un
tanto más joven, corriendo en dirección contraria, justo a la casa donde vivía
Melisa cuando la conocí.

No podría decir que era yo, porque, aunque su rostro y sus ropas eran las
mías, su alma era diferente por completo. Sí, era un alma que yo ya no estaba
seguro de poseer, pero que, a cambio, me había hecho sentirme más real y
menos esquizofrénico. Así, mientras yo caminaba con Selen Blue y con Arik a
mis costados, alcoholizado y drogado, sin ningún objetivo en la vida,
anhelando solo morir para acabar con tan miserable existencia; mientras yo era
un extraño suicida, aquel joven corría motivado por la fantasía del amor,
enamorado y con todas sus esperanzas puestas en tan pura y divina sensación.
Pero ¿quién era más estúpido? ¿Quién de los dos se equivocaba? ¿Quién de
los dos moriría primero? ¿Él o yo? ¿Qué era peor en este mundo: estar
enamorado o querer suicidarse? ¿No terminaba por ser igual? ¿No terminaban
por ser ambas cosas solo facetas de una misma existencia podrida? ¿No era tan
repugnante el que amaba como el que se odiaba? ¿No era el destino de toda
criatura destruirse a sí misma? ¿No era eso “la vida”? Y, mientras pensaba
tantas tonterías, la visión de aquel joven que era y no era yo al mismo tiempo
se desvaneció, tal y como mi alma lo hacía con cada día que pasaba en este
tormentoso torbellino de sueños rotos.

Seguí tan metido en mis pensamientos que no me percaté cuando


llegamos al departamento de Selen Blue. Todo estaba en silencio, la noche de
fiesta había quedado atrás. Y, aunque todavía se escuchaban los sonidos de
algunos borrachos y putas, sabía que ahora solamente nosotros tres
compartiríamos este momento. La soledad de nuestras almas se unificaría en el
placer de nuestros cuerpos. Nuestra desesperación nos había conducido a esto,
el destino se había mostrado indiferente ante nuestra amargura y solo se reía
de todos aquellos quienes esperaban algo de tan incierto elemento. Y, mientras
subíamos las escaleras para llegar al departamento, me sentía envuelto en una
especie de torbellino monstruoso, el cual devoraba cada rastro de amor y odio
en mi interior. Sería bueno que mi existencia culminase de este modo, que
todo terminase tan pronto como fuera posible. Si tan solo tuviera la certeza de
que, una vez extinta la noche, también mi ser se evaporaría y diría por fin
adiós a tan ridícula pesadilla.

Al fin entramos y fue como aspirar un poco de ese aroma que solo
produce la muerte. Las habitaciones eran grandes, bastante bien amuebladas.
Ciertamente, Selen Blue no era una mujer que se moderase en cuanto a sus
exigencias materiales. Había extraído algo de todos sus amantes y este era el
resultado: un bonito departamento cercano a los antros de la ciudad, con una
linda vista y bellamente decorado. Ya fuese por la borrachera o por la
excitación, quedé prendado particularmente de un hermoso cuadro, el cual me
pareció un tanto agresivo a primera vista. Sé que no significaba nada, pero no
pude evitar sentir cierta identificación. De hecho, me quedé como hipnotizado
hasta que Selen Blue me habló.

El cuadro en cuestión mostraba a un colibrí de matices bastante


peculiares, tanto que experimenté una gran confusión intentando identificarlos.
El pintor debía haber poseído un inmenso talento para poder plasmar tan
singulares expresiones en un solo dibujo. Y es que era sumamente rara tanto la
posición como cada detalle del ave. Lo que más me impresionó, y esto desde
luego debía ser algo muy propio, fue la sensación de conmiseración que
inspiraba el colibrí, tan perfectamente pintado con lo que creí era una mezcla
de violeta con rojo y ciertos tonos azulados bastante intensos. Se hallaba como
rezagado y a punto de abrir sus alas, pero, por algún motivo, no conseguía sus
intenciones. ¡Cuán extraño y sublime! ¿Quién lo habría pintado? ¿Qué podía
significar y por qué precisamente a mí me había embelesado de ese modo?
Nadie más parecía darle importancia.

–¿Qué ves? ¿Te gusta ese cuadro, amor?

–Bueno, solo me pareció un tanto enigmático…

–¿Enigmático dices? ¡Je, je! Supongo que sí, pero no le des tanta
importancia.

–¿Dónde lo conseguiste?

–No recuerdo con claridad. Creo que en una tienda donde remataban
obras rechazadas. Según me dijo la encargada fue pintado por una mujer, una
excelente pintora de una belleza excesivamente siniestra que se suicidó luego
de que su novio la abandonase.

–¡Vaya cosas! Y ¿cómo es eso de una belleza “excesivamente siniestra”?

–Te digo que no lo tengo claro, lo adquirí ya hace un tiempo. Solo lo


puse ahí para que no estorbara en ninguna otra parte.

–Entiendo –musité sin poder apartar la vista del cuadro, había algo en él
que me embelesaba demoniacamente. Era como si el cuadro mismo, como si
el ave reprimida pudiese mirar dentro de mí…

–La pintora se suicidó tras haber sido rechazada por su novio una y otra
vez. Siempre pintó obras extrañas que jamás tuvieron éxito. Su arte, pese a ser
tan divino, nunca obtuvo reconocimiento. Las personas no veían con buenos
ojos lo que intentaba expresar, decían que sus pinturas eran algo… ¿cómo
decirlo? Violentas. Sí, que eran agresivas para la mente si uno las miraba
fijamente durante mucho tiempo. Un día simplemente desapareció y todas sus
obras fueron directo al olvido, aunque algunas han sido rescatadas.

–Interesante, supongo. Nunca me había sentido atraído por el arte, pues,


ciertamente, todo el arte que existe en el mundo y que ha sido adorado a lo
largo de la historia me parece una mentira más. Especialmente porque ahora
solo lo usan con fines de lucro, pero eso no es exclusivo del arte, sino de
absolutamente todo con lo cual personas ambiciosas pueden satisfacer su sed
de poder y conseguir sus intereses. Por ejemplo, la literatura también ha caído
en lo mismo. Solo se venden libros basura sin ningún mensaje significativo o
contenido reflexivo. Y así es con todo: el deporte, la religión, la música, el
arte, etc. El humano es tan repugnante que todo lo ha hecho un mero negocio,
incluso la vida.

–¡Muy cierto! –asintió con vehemencia Arik, quien me escuchaba


atentamente–. Deberías de animarte a escribir algo, podría resultar bastante
interesante.

–¡Ja, ja! Son unos tontos, unos niños. Aunque sé que lo dicen como una
esperanza de algo imposible.

–Sí, Selen Blue. Es solo una estupidez puesto que a este mundo no le
interesa cambiar, y seguirá pudriéndose hasta la eternidad. Tal y como
nosotros lo hacemos ahora.

–Por desgracia, eso es cierto –replicó Arik arrojándose al sillón de la


sala.

–Bueno, no venimos aquí para hablar de lo miserable que es la


existencia en este mundo, pues eso ya lo tenemos todos más que claro.

–No todos –susurró Arik con malicia–. De hecho, creo que muy pocos.

–Bueno, muy pocos tiene la capacidad de entender que la existencia es


miserable por naturaleza, y que la humanidad es estúpida igualmente por
naturaleza. El mundo está condenado y nada ni nadie podrá salvarlo, es mejor
entenderlo así –dije yo con pesimismo.

–Exactamente, entonces es hora de divertirnos y hacer a un lado tantas


tonterías. Por mí, ¡que el mundo y la humanidad se vayan al diablo! –concluyó
Selen Blue ya harta.

–¡Ja, ja! Y ¡dios también! –exclamó desternillándose como un demente


Arik.

–¡Sí, dios también! Es más, ¡todos los dioses que existan! A todos los
detesto por igual, pues, si alguno o varios de ellos crearon todo esto, fueron
unos imbéciles. Solo un tonto se atrevería a crear algo tan deplorable como la
humanidad, algo tan repulsivo como este mundo.

–¡Lehnik! ¡Eso es jodidamente cierto! –comentó Arik con la mirada de


quien se siente cobijado al escuchar que otro ser en el mundo comparte sus
ideales.

–Ustedes dos, por lo que veo –interrumpió sensualmente Selen Blue– se


llevan bastante bien. Entonces ¿por qué no se dan un beso mientras yo los
observo?

–¿Qué dices? Pero ¿cómo es posible? –inquirí desconcertado, aunque


creo que en el fondo no me desagradaba la idea.

–Bueno, venimos aquí a pasarla bien. Además, prometieron hacer todo


lo que se me antojara, en especial tú Lehnik, ¿ya se te olvidó? ¡Anda, vamos,
bésalo! Él está más ebrio que tú, así que debemos aprovechar. Los efectos del
polvo blanco podrían no ser suficientes.

–Y tú ¿qué harás? –cuestionó Arik mirando tontamente cómo Selen Blue


comenzaba a desnudarse.

–Lo que quiera, ahora mismo les mostraré hasta dónde llega mi
perversión.

Entonces nos tomó a ambos de la mano e hizo que nuestros rostros se


encontraran tan cercanos que nuestras narices chocaron.

–Yo sé que ustedes quieren. Todo el mundo siempre quiere, pero no lo


admite. Es parte de lo que llamaría “la sumisión”. Se trata de una rara teoría
que elaboró un aprendiz de psicología, pero ahora la llevaremos a la práctica.
Todo el mundo es bisexual por naturaleza, la única diferencia radica en qué tan
influenciados nos vemos por el entorno para aceptar lo que es socialmente
correcto. Pero esta noche haremos de todo, y es vital que cooperemos con
cualquier cosa que se nos pida.

Era extraño, pero la verdad es que sí había experimentado cierta


atracción hacia Arik. Nunca me habían gustado los hombres, pero tampoco
había analizado detenidamente si despreciase a uno. Y, aunque en general me
parecían más repugnantes que las mujeres, ahora que me hallaba sumamente
borracho y drogado en aquel departamento elegante frente a aquella
mujerzuela exótica, sentía que podía liberarme de todas las ataduras de la
sociedad y, por vez primera en toda mi vida, ser yo mismo. Además, Arik, el
poeta deprimido, era diferente. Sus bellos ojos verdes y sus cabellos negros le
conferían una apariencia casi de mujer. Y es que su rostro era demasiado
femenil, aunque con cierta virilidad reprimida. Sin duda, si fuese mujer, me
enamoraría de ella. Pero no, Arik era hombre, el primero que iba a besar en
toda mi vida…

XXXV

En cuanto sentí el contacto con sus finos labios, me sentí excitado. No podía
creer que estuviese besando a un hombre y que me estuviese gustando tanto.
No era para nada desagradable, para nada repugnante como siempre se me
había hecho creer. ¿No era lo mismo que besar a una mujer? ¿No se trataba
solamente de los labios, la saliva, la lengua y los dientes de otro ser humano?
¿Qué diferencia podía haber? Incluso, sentí como si, al unirse nuestras lenguas
en un jugueteo coqueto, me excitase más que cuando besaba a Melisa. Y,
cuando ocasionalmente abría los ojos mientras nuestras bocas estaban unidas,
percibía todo el dolor de su ser, toda la desesperación de un ser que, como yo,
estaba cansado y aburrido de esta pésima existencia. Era como si besase a un
espejo, a mi reflejo, a una creación propia que se había materializado para
poder observarme mejor a mí mismo. En sus ojos había algo divino y
demoniaco, tan parecidos a los de Selen Blue, tan profundos y desconcertantes
que el hecho de mirarme en ellos era como un regalo del paraíso, como ser
poseído por la magia más ancestral.

Supongo que él tampoco había besado nunca a un hombre, pues su


sorpresa era similar a la mía. Pero entonces recordé, de pronto, su historia. Sí,
la historia de un loco joven enamorado, de un poeta desdichado que amó con
una fuerza explosiva a una mujer. Sí, que amó a una mujer que nunca pudo
penetrar. A una que, pese a adorarla con un espíritu tan puro y diáfano, jamás
pudo satisfacer sexualmente. ¿Qué pasaría por la mente de Arik ahora?
¿Estaría excitado igual que yo? ¿Experimentaría la misma sensación de miedo
y ansiedad al besarme? Supongo que sí, porque sus labios, tan hermosos y
finos, temblaban mucho. Y sus mejillas, tan blanquecinas y suaves, se habían
enrojecido sobremanera. Sin embargo, ambos parecíamos querer comernos la
boca, como si con ello pudiésemos calmar nuestro sufrimiento y acariciar con
ternura nuestros espíritus. Era, paradójicamente, poético. Era místico saber
que el mejor beso de mi vida había sido con un hombre…

–Ven, les dije que les gustaría –mencionó Selen Blue cuando al fin
nuestras bocas se despegaron–. No es tan difícil admitirlo. No tiene nada que
ver con la homosexualidad, el lesbianismo ni nada de esas cosas. La sociedad
siempre se inventa tonterías, pero realmente todos podemos besarnos,
acariciarnos y follarnos con todos. Un humano, sin importar que sea hombre o
mujer, puede consolar a otro sexualmente. De hecho, esto significaría, como lo
veo, la evolución del ser: la bisexualidad.

Ante las palabras de Selen Blue no pudimos replicar nada. Estábamos


impávidos, como niños que habían hecho una travesura y que esperaban un
regaño. Recordé entonces que, cuando iba a la escuela primeria, un niño me
había besado también, y fue algo increíblemente mágico, por ser tan infantil y
tierno. Pero como había sido ya hace tanto tiempo, y como lo había
considerado algo insignificante, no se lo conté a mis padres ni a nadie, me lo
guardé para mí. Hasta ahora lo había olvidado, pero justamente en estos
momentos brotaba tal recuerdo. Y, lo más inquietante de todo, era que lo
recordaba con un gusto siniestro.

–Bien, parece que no quieren hablar –continuó aquella mujer


extravagante mostrándose solo en ropa interior–. Mucho mejor para mí, pues
así no tendremos que discutir nada y solo nos divertiremos. Les enseñaré lo
que es el “buen sexo”.

Estaba tan ensimismado, y creo que Arik también, que ninguno se


atrevió a contradecirle. Después de todo, a eso habíamos venido. No era este el
momento de reprimirse, sino de explayarse. ¡Qué curiosa palabra, ahora que lo
reflexionaba: “reprimirse”! Me recordó al colibrí y, por última vez, miré
aquella sublime pintura antes de seguir a mis dos compañeros de noche a la
habitación de Selen Blue. Allí continuaríamos con la diversión, aunque me
sentía bastante extraño. Nunca había experimentado tal torbellino de
sentimientos y emociones, mismos que ahora fluían como agua gracias a la
embriaguez y la droga. Quizás eso era vivir, tal vez ahora había revivido por
unos momentos para llevar a cabo mi última batalla.

Una vez en la habitación las cosas se pusieron tan excitantes que perdí
por completo la cabeza. De hecho, al amanecer, creía que verdaderamente
había muerto, pero, por desgracia, no fue así. Hicimos de todo, casi tan
parecido a la orgía que experimenté con Lary. Solo que en esta ocasión Selen
Blue rompió todos los límites conocidos y confirmé su reputación de la puta
más exótica y misteriosa de todas… En cuanto entramos Selen Blue nos tiró a
la cama y se desnudó por completo. En este punto ya no podía reconocer a
Arik con claridad, mucho menos después de que Selen Blue nos introdujera, al
tiempo que nos daba un buen beso, algo en la boca. Más tarde nos confesó que
era una droga cuyo nombre no nos revelaría, pero que nos haría volar “más
allá del último cielo”. Creo que casi me da un infarto cuando la contemplé
desnuda. Sus senos, su trasero y su vagina eran lo más espiritual que hubiese
contemplado en toda mi vida. Además, tenía múltiples perforaciones en sus
pezones y en sus labios vaginales, tantas que no podía contarlas. Por otra
parte, todo su cuerpo estaba matizado con bellísimos tatuajes que no
respetaban las áreas más sensibles.

Alrededor de sus senos tenía los colmillos de un demonio, y debajo


corrían unos hilos de sangre que culminaban en la cadera. Alrededor de la
vagina, la cual estaba perfectamente depilada, había múltiples sanguijuelas
multicolor dando la apariencia de entrar y salir a su gusto. Y en el trasero,
convergiendo hacia el orificio anal, estaba plasmada la ingente miembro de
una criatura tan aberrante cuya morbosa obesidad la hacía parecida a un cerdo
con cabeza de lagarto. El tatuaje de dicha criatura se extendía por las piernas y
las espinillas, dividiendo cada aspecto de su rostro en dos, naturalmente. Estos
eran los tatuajes más significativos, pero poseía muchos otros cuyo significado
tenía más que ver con cuestiones esotéricas y cabalísticas. ¿Cómo y por qué se
los había hecho? Todo en ella era un misterio. Solo sé que, cuando menos lo
esperé, los efectos devastadores de aquella droga misteriosa me hicieron su
prisionero, y dejé de distinguir la realidad de la fantasía. Lo último que sentí
como real fue la lengua de Selen Blue, con tres perforaciones, y la de Arik, tan
refinada, jugueteando con la mía. Se trataba de un beso de tres, algo
verdaderamente poético.

Pero las contemplaciones del divino cuerpo de Selen Blue cedieron ante
los actos más allá de lo ordinario que realizamos en aquella habitación, la cual,
extrañamente, no contenía otra cosa que la cama. Incluso las paredes estaban
pintadas de un blanco demencial, sin ventanas y, por efectos de la droga, me
parecía que por ellas se filtraba sangre y semen. Después de varios besos de
tres en los cuáles Selen Blue nos mordió hasta hacernos sangrar, llegó el
momento de desnudarnos. Creo que al comienzo todo fue sexo normal, al
menos dentro de lo que se espera en un trío. Selen Blue nos chupó la miembro
por separado, dándonos una cátedra de lo que significaba ser una puta de
primera. Indudablemente, fue casi como morir y renacer cuando aquella boca
mística nos succionó todo el semen posible. La chupaba tan bien que con cada
una de sus lamidas parecía estar escribiendo un poema. Además, sus tres
perforaciones incrementaban magistralmente el placer. Y, ya en pleno estado
de éxtasis, introdujo los dos miembros y los cuatro testículos en su boca
inusualmente grande. No podía creer lo que estaba pasando, pero sé que así
fue, pues en ese momento no pudimos contenernos más y vaciamos una
cantidad excesiva de leche en su garganta.

Tal parecía que Selen Blue quería primero recurrir a la boca para
despertar todos nuestros placeres, pues nos pidió que, por turnos, le
chupáramos lo mejor que pudiéramos la vagina. Además, agregó que se
encontraba menstruando y que así lo disfrutaba más. Tanto Arik como yo le
hicimos caso y, aunque terminamos manchados de sangre, debo admitir que, al
menos en mi caso, fue exquisito haberlo hecho así. Nunca había lamido la
vagina de una mujer en su periodo, pero ahora sé que la sangre, combinada
con los fluidos vaginales, es una de las cosas más exquisitas que existen. Esto,
aunque yo me encontraba bajo los efectos de múltiples drogas, llegó a
desconcertarme al principio. De hecho, conforme íbamos animándonos más, el
temor y el desconcierto cedieron el paso al placer. Creo que Arik lo
experimentaba también así, porque ambos terminamos casi al mismo tiempo,
eyaculando gran cantidad de semen en la boca de Selen Blue por segunda vez.
Y fue en ese momento cuando supe lo hermoso y rico que era contemplar una
miembro y, sobre todo, sacarle la leche a otro hombre. Era algo de lo más
natural, condenado por una sociedad que divagaba en la hipocresía y la
mentira.

Lo que siguió fue un constante intercambio de roles y posiciones.


Primero fue Selen Blue conmigo (no sé por qué me eligió primero) e hicimos
de todo. Ella era una experta en la cama, enseñándome cómo disfrutar al
máximo de cada movimiento. Está de más decir que sus gemidos eran más
celestiales que el canto de todos los ángeles del cielo. Gemía como la mejor
puta, pero tan sublimemente que parecían como los gemidos de una diosa.
Jamás unos gemidos me habían encantado a tal punto. Además, no dejaba de
hablar sucio e insultar, pidiendo a cada momento que la destrozáramos, que
acabáramos con ella. Y, entre tanto, no dejábamos de alcoholizarnos y
drogarnos, pues su repertorio eran inmenso. Luego de haberla follado
intensamente, fue Arik quien me reemplazó, y la diosa de ojos lapislázuli hizo
con él lo mismo que conmigo. Aunque creo que Arik aún estaba anonadado
por la singular belleza de Selen Blue, y, pese a conocerla mucho antes que yo,
parecía no creer lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, rumbo al final, la folló
con tal violencia que Selen Blue hizo un squirting tremendo con el cual me
empapó la cabeza, pues segundos antes de venirse me tomó para que le
lamiera el coño.

Luego siguió la fase en la cual los tres participamos. Primero Arik por el
culo y yo por la vagina, para invertir los papeles a continuación. Selen Blue
estaba al borde del colapso con tanto placer, pues según ella “no había nada
que se comparara a la sensación de tener dos miembros introducidas al mismo
tiempo”. Nos confesó también que nunca se limpiaba el culo, por lo cual
seguramente nuestras miembros saldrían embarradas de mierda, y así fue. No
sé por qué, pero este hecho se convirtió en un detonante del placer a pesar de
ser aborrecible en sí. Y, en un acto frenético, Selen Blue chupó nuestros
miembros batidos y luego nos besó, para convidarnos de aquel batidillo
funesto, el cual por cierto era bastante rico. Luego, le violé la boca a Selen
Blue hasta ahogarla mientras Arik la cogía por la vagina como una bestia y,
con un vibrador enorme, le penetraba el culo al mismo tiempo. Después, yo
tomé el puesto del poeta deprimido y cogí con toda la fiereza que pude aquel
agujero majestuoso en donde quería hundirme para siempre.

Entonces llegó el momento que Selen Blue más disfrutó. Se puso


excesivamente seria y estricta, e insistió con vehemencia en que Arik y yo
debíamos penetrarnos mutuamente. Sin más remedio y con un pudor absurdo,
así lo hicimos. Y comprendí entonces cómo del dolor se puede pasar tan
mágicamente al placer, pues nada era tan rico como experimentar las
embestidas del melancólico poeta. Debo confesar que era algo que hace
tiempo me inquietaba, pues cada noche me picaba el culo y luego me lamía los
dedos, solo para convencerme de cuán excitante era esta acción. Sin embargo,
no me atrevía a confesárselo a nadie, hasta ahora. Le piqué el culo a Arik y él
me lo picó a mí, para luego darle a lamer los dedos, al mismo tiempo, a Selen
Blue, y culminar con un beso.

Ciertamente, fue extraño el comienzo. Un miembro caliente entrando en


el ano no era usual, pero tampoco me desagradó. Y, cuando al fin entró toda y
mi culo fue cogido con violencia, mis lágrimas se convirtieron en gemidos
exquisitos. Era tan misterioso sentirse como una mujer con una miembro
adentro del cuerpo, algo que tanto me negaba a experimentar y que ahora me
encantaba. ¡Cuán espiritual era ser cogido por otro hombre, casi tan placentero
como eyacular en el coño de una mujer! Finalmente cambiamos de posición y
Arik experimentó lo mismo mientras le abría el culo e introducía mi miembro
parada y lechosa lentamente, para luego darle con todo. Cabe resaltar que,
mientras esto ocurría, Selen Blue se masturbaba con inaudita pasión, soltando
gritos y expresiones tan morbosas y cínicas que solo contribuían a elevar la
depravación.

Así, decidió unirse a la fiesta. Afirmó que el mejor lugar era el de en


medio, y que me lo dejaba a mí primero para experimentar “un placer más allá
del cielo y del infierno”. Le hice caso y me coloqué en medio. Y mientras Arik
me reventaba el culo, yo devolvía a Selen Blue, en su culo, todo lo que aquel
me hacía. No obstante, el culo de aquella pícara mujerzuela parecía tan abierto
como su coño, y no le dolía lo más mínimo. El momento cumbre llegó cuando
sentí la leche hirviendo del poeta deprimido bañando mi interior, y yo hice lo
propio con el de Selen Blue. Entonces confirmé que era cierto lo que me había
contado: no podía existir algo más inefable y precioso que ocupar el puesto
medio en un trío con dos espejismos de mi alma.

Intercambiamos papeles tanto como pudimos, rolándonos para que todos


experimentáramos lo que se sentía estar adelante, en medio o atrás. Selen
Blue, cuando la situación lo requería, usaba un calzón que tenía guardado
desde hacía tiempo. Los gritos, los besos, las caricias, el frenesí, el placer, los
orgasmos, las corridas, la sangre… ¡Todo fue mágico y sublime! Y al final los
tres aceptamos la premisa de Selen Blue, e incluso nos peleábamos para ver
quien estaría en medio. Todavía duramos largo rato en este intercambio
furioso donde los tres nos amalgamábamos perfectamente. Y, por supuesto, yo
no perdí la oportunidad de apretar salvajemente las divinas tetas de aquella
puta mística hasta sacarles leche y lamerla con lujuria. Creo que sus tetas
pesaban más que bolas de boliche, y sus pezones eran como los ojos de una
entidad que purificaba mi espíritu al chuparlos y succionarlos.

Fue así como lo ordinario también terminó por aburrirnos y como


pasamos a realizar toda gama de cochinadas, una tras otra. Selen Blue se orinó
y se cagó en nuestros cuerpos y bocas de un modo bestial. Y yo, que nunca
había probado el sabor de la mierda y los orines ajenos, quedé más que
encantado. Claro que estaba ya tan afectado que no se me ocurrió pensar en
Akriza ni un solo instante, pero ¿qué estaría ella haciendo ahora? ¿Acaso lo
mismo que yo? Luego, los papeles cambiaron y Selen Blue nos mamó el culo
para después solicitarnos que la orináramos y la cagáramos. Para nuestra
sorpresa, tragó nuestra mierda como si se tratase de un manjar, chupándose los
dedos y pidiendo más. Pero, por más que nos esforzamos, ninguno pudo cagar
más que pequeños trozos, los cuáles no la complacieron. Y, en su frenesí, nos
dijo que estábamos a punto de ir al siguiente nivel…

Precisamente para ir al siguiente nivel era menester llevar al máximo


todo. Entonces combinó en tres tacitas toda clase de drogas (polvos, pastillas,
hierbas etc.) y las revolvió con sustancias de varias botellas (ron, vodka,
tequila, etc.). Una vez que la aberrante mezcla estuvo lista, cada uno le dio un
sorbo. Selen Blue nos detuvo, y dijo que con un sorbo bastaría, porque, si nos
bebíamos toda la taza, no íbamos a poder continuar. No estoy seguro de qué
hora de la madrugada era, pero sabía que lo peor (mejor) estaba por venir. Arik
se notaba más cansado que yo, pero estaba igualmente animado. Ninguno de
los tres tenía cabeza más que para los vicios, y yo sentía que, en breve,
moriría, tal y como lo había pensado.

Lo que siguió fue que Selen Blue nos solicitó introducir nuestras dos
miembros juntas, primero en su vagina y luego en su culo. Pero como esto no
la satisfizo, y viendo a Arik ligeramente fatigado, le despachó y se quedó
conmigo, en lo que este descansaba un poco. Pero solo un poco, porque luego
de mí le tocaría a él. Le metí entonces el brazo completo en la vagina y luego
en el culo, con lo cual gimió más duro que antes. Lo hacía con extrema
violencia y, aunque sangraba, esto le fascinaba. Tanto así que decidió que el
brazo no era suficiente, y me pidió que introdujera cada una de mis piernas en
su vagina y su culo, respectivamente. Así lo hice y el placer que parecía
experimentar la hizo proferir incoherencias, tales como pedir que satanás la
follara, que un burro le eyaculara dentro o que la empaláramos viva. Cuando
al fin retiré mis piernas, estaban empapadas de sangre y fluidos, lo que
encantó a Selen Blue al punto de lamerlas lentamente. Lo mismo hizo con
Arik, y parece que le gustó un poco más ya que sus piernas eran más gruesas.
No cabía duda: Selen Blue estaba más excitada y enloquecida que nunca en su
vida. Seguramente esta vez sí que íbamos a morir antes del amanecer, pero eso
era justo lo que yo tanto había soñado por tantas noches.

–¡Más, quiero más! Aún no han visto nada, les mostraré hasta dónde
puede llegar mi ego –vociferaba Selen Blue mientras ardía por dentro.

Llegó entonces un punto clave en las travesuras de aquella noche, uno


que me hizo revolver el estómago, aunque creo que esto era exactamente lo
que Selen Blue deseaba para su siguiente fantasía. Lo que ella hizo en cuestión
fue ir a una habitación contigua, de donde se habían escuchados ladridos de
una perra. Y, cosa del diablo, ¡trajo en las manos la mierda de esta para
comérsela frente a nosotros! La saboreaba y disfrutaba cada pedazo,
embarrándosela en los pezones y en la vagina. Al ver que ninguno de nosotros
se le unía, nos sacudió y nos hizo mamarle estas partes embadurnadas
previamente. Debo confesar, no sé Arik, que esto en el fondo me fascinó. No
encontré ninguna diferencia entre el sabor de la mierda de Selen Blue y el de
su perra, hasta se me hizo que tenía mejor textura esta última.

Pero mi estómago no resistió y confesé a Selen Blue que quería vomitar.


Para mi sorpresa, ella sonrió malignamente y dijo que lo podía hacer en la
cama. Específicamente, en su boca y en su cuerpo. Así lo hice y tanto el olor
como la consistencia trastornaron por completo a aquella puta. No solo tragaba
con desesperación mi vómito, sino que se revolcaba en él, manchando todas
las sábanas y el colchón. Pidió a Arik que se nos uniera y este así lo hizo.
También ella vomitó y nos obligó a tragarnos su porquería. Al fin y al cabo, el
vómito de los tres estaba mezclado. No solo lamíamos dicho vómito, sino que
tuvimos sexo todos embarrados de él, y fue estupendo. La imagen de Selen
Blue mamando y vomitándome la miembro es algo que jamás podría olvidar,
acaso lo más sagrado que me haya ocurrido en la vida. Y, tras haber concluido
con esta fantasía más que repugnante, hallándonos los tres pegados y batidos
de mierda, vómito, sangre, semen, fluidos, sudor, orines y demás, a Selen Blue
se le ocurrió otra cosa para subir el nivel aún más…

Esta vez nos solicitó que la golpeásemos, pero con furia. Al ver que Arik
no servía para estas cosas, pues según ella “pegaba como un maricón”,
solamente me permitió hacerlo a mí. Yo notaba que el poeta deprimido lucía
cada vez peor, pero que se esforzaba por mantener el ritmo. Creo que lo que
más lamenté fue haber destruido el hermoso rostro de aquella puta, o quizá lo
maltratadas que quedaron sus tetas, su trasero y su vagina. Curiosamente, le
encantaba que le mordiera con salvajismo su coño ensangrentado, inclusivo
que le arrancara trozos de carne. Recuerdo entonces que le arranqué parte los
pezones y ella se los comió. Este sufrimiento extremo le proporcionaba, a su
vez, un deleite divino. Estaba toda ensangrentada, pero no era aún suficiente.
Me pidió que le lamiera todo el cuerpo batido de porquería, desde los pies
hasta los cabellos, sin omitir ningún espacio, y así lo hice. Luego, viendo a
Arik sin nada qué hacer, le ordenó que, en un recipiente donde aparecía la
imagen de cristo, reuniera un poco de cada uno de los líquidos expulsados en
aquella depravada noche para culminar bebiéndolo y dándonos un beso de tres
nuevamente, pero con toda aquella ignominia en nuestras bocas.

Todo parecía indicar que finalmente la perversión de Selen Blue llegaría


al límite. Yo, además, ya no me sentía tan conmovido en el fondo. Aunque al
principio, bien es cierto que sus fantasías me ensimismaban, terminaba por
aceptarlas como algo normal. Pues, después de todo, ¿no es algo inherente al
humano cometer toda clase de crímenes? ¿No es parte inmanente de nuestra
psique la depravación sexual? Yo sabía que así era, pero que comúnmente se
negaba por intentar cumplir los absurdos y falsos principios morales que
imperaban en la sociedad. Pero ¿no era evidente la imposibilidad de mantener
encerrados aquellos deseos de depravación y violencia que tan hipócritamente
se buscaba reprimir mediante los dogmas religiosos, los valores morales y toda
la sarta de mentiras que se imprimían en la consciencia humana con tal de
silenciar la voz interna? ¿No se explicaba de ese modo la inmensa cantidad
crímenes cometidos diariamente, la infinita cantidad de mujeres violadas, de
personas asesinadas, de robos, homicidios, suicidios, agresiones, desviaciones,
locuras y toda la clase de cosas que tanto espantaban a algunos? ¡Debía estar
en nosotros! Tantos años y todavía no comprendíamos la gran verdad: este
mundo no tenía ningún sentido, nuestra existencia era solo un error y cualquier
logro de la humanidad era intrascendente en el universo.

La raza humana continuaría su camino hacia el abismo, con un destino


que era indiferente ante ella y con inexistentes dioses ante los cuáles millones
de tontos se arrodillaban día con día dirigiendo súplicas ridículas. Porque eso
era evidente: el mundo se estaba pudriendo, y nosotros, los seres más
evolucionados de todas las eras, hasta dónde se sabía, éramos parte
fundamental de toda esa corrupción y miseria. Sí, así era: ¡los verdaderos
monstruos, los mayores enemigos de todo lo hermoso y sublime en el mundo,
los más grandes destructores y los primeros en merecer extinguirse no eran
otros sino los humanos! Siempre los humanos eran los causantes de toda la
miseria que imperaba en su mundo. No obstante, parecía que, entre más
avanzaba el tiempo, en lugar de un cambio positivo, todo tendía a empeorar y
las pocas buenas cosas se veían opacadas con mayor vigor por la inmundicia
humana. Además de no saber hacer otra cosa que ser miserables, entrometerse
en la vida ajena, pelear, destruir y fornicar los humanos tenían una habilidad
que no parecía tener límites: la de ser más estúpidos y viles a cada momento.

XXXVI

Mis elucubraciones fueron interrumpidas por Selen Blue, quien me


pulverizaba con una mirada trastornada. Yo sabía, sin embargo, que todos
éramos como ella. No solamente seres hambrientos de dinero y sexo, sino
inclinados a cometer los peores y más asquerosos actos. Si tan solo el humano
fuese sincero y aceptase lo que en el fondo era, quizás entonces y solo
entonces podría pensarse en un cambio verdadero. Pero la realidad era otra, la
verdad era otra, y yo, imbuido en aquella cerval habitación, también era otro.
Sentía mi corazón latir al máximo, casi como si me fuese a explotar. Pero al
menos ya no me quedaba ninguna duda de que muy en el fondo, en la parte
más profunda de nuestro ser, los humanos deseábamos hacer las cosas más
perversas, asquerosas y criminales.

El problema era que nunca dejábamos fluir esa parte y siempre nos
preocupábamos por estupideces, tales como qué pensaría la sociedad de
nosotros o si nuestro actos serían juzgados por algún inexistente dios. Era
absurdo, pues si este supuesto dios existiese, ¿no habría ya condenado a toda
la humanidad por todo lo acontecido? ¿No habría ese dios ya aniquilado a esta
raza vil por todos sus actos supuestamente malvados? En un mundo donde
nada tenía sentido y donde todo, fuese bueno o malo, era permitido ya fuese
física o mentalmente, no podría existir nunca algo realmente divino.

–Es por la pastilla azul –afirmó malévolamente Selen Blue–. Ambos la


ingirieron, y no solo esa, sino también la otra, la de color rojo.

–¡Ah, es eso! –fue lo único que acertó a replicar Arik, pues el pobre
poeta apenas y podía respirar. Estaba bastante agitado, y yo también.

–Bueno, creo que esto nos matará en breve –exclamé con calma y cierta
alegría.

–Es muy probable, pero, mientras eso no suceda, no hay por qué
detenernos –replicó Selen Blue con una relampagueante mirada.

Y tras haber dicho esto, reanudó su espectáculo sexual y homicida. Yo


no sabía bien qué hacer, pero creo que lo acepté. Al fin mi mayor sueño se
cumpliría: estar muerto. Por lo tanto, ¿qué de malo había en llevar aquella
blasfemia hasta el final? Fuera lo que fuese, me encargaría de que Selen Blue
se la pasara al máximo, pues era la única diosa en quien había decidido crear y
a quien quería adorar hasta el fin. Por otra parte, había prometido ser su
esclavo, así que… No obstante, cuando menos lo esperaba, aquella reina de la
infamia trajo de la habitación contigua a su perro, uno que tenía escondido
especialmente para la ocasión, y nos obligó a que la ayudásemos.

Aunque Arik se negaba rotundamente, no tuvo alternativa. Selen Blue


tomó el enorme miembro del perro y lo comenzó a chupar con vigor. Se
notaba con claridad que no era la primera vez que llevaba a cabo aquellas
prácticas por demás extrañas y deplorables. No sé qué habría hecho yo si no
hubiese estado bajo el efecto de múltiples sustancias, pero creo que hubiese
sido lo mismo que el poeta deprimido, el cual correría una suerte desastrosa.
Pero antes de que aquello ocurriese, Selen Blue decidió que quería ser
violentamente follada por su perro, para lo cual tuvimos bastantes dificultades.
Una vez colocados ambos, el perro y ella, en una posición cómoda, la bestial
fornicación tuvo lugar. El perro le penetraba la vagina mientras Arik le daba a
mamar su miembro y yo le apretaba con furia las tetas mientras ella me
masturbaba. Y precisamente quiso que el perro le penetrara la vagina porque
desde hacía tiempo tenía la loca fantasía de imaginar que aquella criatura, de
eyacular dentro, podría preñarla. Esto lo confirmamos cuando, entre
convulsiones inimaginables, Selen Blue profirió como una verdadera demonia:

–¡Vamos, animal! ¡Préñame con tu leche perruna! ¡Hazme tuya!


¡Viólame el coño con furor! ¡Quiero que mi perro me preñe! –terminó
afirmando contundentemente mientras gemía como el mismo satanás. Y es
que, al parecer, su intención era que todos en la calle la escucharan. Sin
embargo, aún era de madrugada y verdaderamente nadie, salvo borrachos y
putas, podrían haber escuchado tales locuras.

Pero despegar el perro de Selen Blue no resultó nada fácil. Y, además,


nuestros movimientos comenzaban a traicionarnos. De hecho, no lo
conseguíamos; todo intento parecía fútil. Así que, desesperada y en medio de
una gran lujuria, pues al parecer estaba teniendo un orgasmo en aquellos
momentos, Selen Blue decidió tomar un cuchillo que tenía debajo del colchón
y, sin previo aviso, rebanó a aquella criatura el miembro. Esto, lejos de
afectarla, incrementó su bestialidad, y, como era de esperarse, me tomó de la
cabeza y me pidió que “le mamara el coño hasta sacarle la miembro de perro
que se le había quedado dentro”. Lo hice tal y como me lo pidió, no sé por
qué, o tal vez sí. No puedo explicarlo, pero admitiré que, cuando miré a Selen
Blue follando con aquel animal, algo se activó en mi cabeza y me provocó una
erección de lo más potente. Debía haber algo muy siniestro en mi mente como
para que aquello me excitara de tal manera. Esa debía ser la maldad natural
que en todo humano se encontraba desde el origen.

Sabía, muy en el fondo y tal vez por lo inculcado, que aquello no podía
estar del todo bien, pero no me importó. En un santiamén dejé que mis
impulsos me dominaran, tal y como lo había hecho toda la noche con cada
nueva fantasía de aquella fantástica mujer, y no pude evitarlo. Mirar los
hermosos labios, el divino y perfecto rostro de Selen Blue, sus ojos más
sublimes que los de cualquier posible deidad y su cuerpo escultural
proveniente de un plano supremo… Mirar todo lo que ella simbolizaba en mí
disfrutando con un placer bárbaro las embestidas de un perro y que éste le
eyaculara dentro despertó en mí deseos de hacer lo que fuera para estar a la
altura de sus delirios. En determinado momento, sentí algo extraño en mi boca
y supe que era el miembro del perro, absolutamente ensangrentado. Selen Blue
se percató y, con avidez, me besó, pasándolo de mi boca a la suya,
masticándolo con un placer delirante y tragándoselo, para luego vomitarse en
mi boca y obligarme a tragar todo.

En este punto el pobre Arik estaba aterrorizado. Creo que era ya


demasiado para él y que el efecto del puñado de drogas había menguado un
poco, permitiéndole ver toda la aberración que habíamos cometido hasta
entonces. Selen Blue fue y lo besó con pasión mientras lo masturbaba, pero su
miembro no se paraba. Y, en un acto desesperado, afirmó que no podía tolerar
más aquel bacanal horripilante y que se retiraba. Por desgracia, no pudo
cumplir sus propósitos, y fui yo quien se lo impidió, cumpliendo los perversos
designios de “mi puta mística”, como había designado llamar a Selen Blue en
mis delirios. Fueron momentos de abrupta tensión. Arik trataba de abrir la
puerta y Selen Blue le rogaba porque se quedara hasta que todo hubiese
finalizado, pero como parecía absolutamente convencido de no esperar, no
hubo más remedio. Selen Blue se acercó a mí y, alzando la voz por encima de
los aterradores gritos del perro al que recién le había cortado el miembro, me
ordenó que hiciera lo mismo con aquel poeta deprimido.

–Ahora te toca a ti, veamos si eres digno de mí –balbució con la boca


llena de sangre y vómito–. Y no lo dudes, él morirá aquí. Estoy tan excitada
que ya nada puede llenarme, esto es algo que había imaginado desde hace
mucho, y hoy por fin he podido cumplirlo gracias a ti. Pero aún te falta
demostrarme que no solo eres un hombre de teoría, pues, aunque tu forma de
pensar me ha enamorado, necesito una prueba en la realidad. Si
verdaderamente has aceptado tu naturaleza como humano, la cual no podría
ser otra que la maldad, entonces mata a un humano frente a mí y así… ¡Te
amaré por siempre!

–Pero no podemos matarlo, ¡no podemos! Nos arrestarán e iremos a


prisión, esto no está bien…

–¡Imbécil! ¿Acaso te importa tanto lo que pueda pasar después? ¡Solo


hazlo! Mi vagina está ardiendo y necesito llegar al límite para alcanzar el
máximo orgasmo. Lo que pase después me importa un bledo, ¡que el diablo
me viole por la eternidad en el infierno!

Reflexioné, pero no había realmente nada qué debatir. Todo estaba más
que claro. Selen Blue estaba en lo correcto, lo supe cuando la miré y en sus
ojos contemplé aquella pureza. Sí, había una pureza extraordinaria en el fondo
de su alma, aunque su cuerpo y su mente estuviesen corrompidas por
completo. ¿Cómo no hacer lo que me pedía? ¿Cómo resistirse ante aquellos
divinos, místicos y etéreos ojos azules que demandaban el asesinato de un ser
para complacerse? Y, después de todo, Arik también anhelaba morir. Entonces
todo se acomodaría de manera perfecta. Sí, y yo sería el propiciador de la
felicidad de dos personas. Y luego entonces yo podría también…. Fue así
como sentí el cuchillo en mis manos y me dispuse a hacer feliz al único ser
que me había comprendido en toda mi mísera existencia.

No fue difícil acabar con Arik, pero lo hice a mi manera. Y mi teoría de


que quería morir la comprobé cuando, con cierta sutileza, hundí el cuchillo en
su cuello, tan suave y ahora manchado de un rojo precioso. Y digo que lo
comprobé porque lo último que apareció en su angelical rostro fue una sonrisa:
la sonrisa de la muerte… Y así fue como sus hermosos ojos verdes se
apagaron para siempre, como si se tratase de dos preciosas supernovas
coronando el sufrimiento de una vida sin sentido que ahora finalmente llegaba
a su fin. Fue tal la emoción que me invadió que lloré de felicidad, pues sabía
que, más que una tragedia, aquello había sido la salvación para un alma tan
atormentada y marchita como la suya. Y, aunque aquello me convertía en un
asesino, tampoco esto significaba gran cosa; de verdad que no.

–En verdad eres un ser extraño, pero eso me ha hecho amarte más que a
cualquier otro ser en este mundo –exclamó Selen Blue acercándome su coño
para que se lo lamiera.

–¿Puedes creer que he matado a un hombre? –inquirí con ligereza


mientras acariciaba las divinas piernas de mi puta mística.

–Sí, y no solo lo creo. Lo he visto aquí y ahora. Pero ¿sabes qué? ¡Eso
me hace amarte aún más! Es otra de las cosas que no se admiten porque
resultan estar en contra del sistema, pero un ser que mata a otro siempre es
más interesante y digno de amarse que quien se aferra a prolongar una vida sin
sentido. Esto es, en el fondo, así: ¿por qué las personas se aferran a la vida si
ésta solo les trae miseria y sufrimiento? ¿No es mejor la muerte para
entregarse al olvido de todo el dolor y la ignominia?

–Es lo que yo pensaba en estos días… Es tal y como siempre lo he


creído –musité como en un delirio, como si todo fuese producto de mi propia
mente–: ¡Todo este mundo debe morir! Sí, eso es, esa es la clave para la
evolución a la que tanto nos negamos. ¡Que todo el mundo muera! ¡Que cada
ser vivo en este mundo se suicide! ¡Eso es lo mejor que podemos hacer! ¡El
suicidio es la más sublime y poética expresión de amor propio y hacia los
demás! Tantos años perdidos, tanto tiempo desperdiciado, tantas cosas sin
sentido, pero finalmente la gran verdad concuerda con la solución: en un
mundo donde nada tiene sentido, lo único que resta por hacer es cometer
suicidio. ¡La muerte lo es todo! ¡Todos, sin excepción alguna, deben matarse
para que la evolución doblegue al destino!

Pero no era yo quien afirmaba aquello, o no el yo de siempre. Había


alguien o algo dentro de mí que ya no quería permanecer oculto. Era como
aquellos días en los cuáles sentía ser alguien completamente diferente para
luego regresar a ser quien normalmente era. ¡Qué extraño! Miré a Selen Blue y
nos besamos. Pero esta vez el beso fue distinto, fue cálido y transparente,
“como si estuviese columpiándome en los labios de un dios”. Entonces me
dije a mí mismo:
–El mal es dios. Dios está dentro de cada uno de nosotros. El mal es el
origen de nuestra existencia, de la vida y, muy probablemente, de la muerte.
Mientras nos neguemos a aceptar nuestra naturaleza, la cual no puede ser otra
que el mal, seguiremos divagando en un absurdo donde tan hipócrita y
falsamente se finge hacer el bien. Pero basta un simple análisis para percibir
que en este mundo el mal es el que siempre triunfa. Por ello existe la pobreza,
el hambre, la miseria, la desigualdad, la violación, el asesinato, la ambición, el
poder, la venganza y todas esas cosas. Por ello las grandes compañías se han
apoderado de lo que comemos modificándolo para enfermarnos con el
pretexto de salvar al mundo de morir de hambre. Y también por ello existen
religiones, gobiernos y todo tipo de asociaciones que no son sino la manera del
humano para recalcar su naturaleza malévola. Y, finalmente, por eso el mundo
se está pudriendo y seguirá así, siempre en dirección al abismo, puesto que
quienes lo habitan son naturalmente los símbolos más exactos del mal. ¿No
era absurdo entonces todo intento por ser uno mismo?

–Parece que al fin lo has comprendido. Y, aunque sea absurdo, no por


eso deja de ser la verdad. Tú no eres diferente en el fondo de aquello que
odias, solo temes entregarte y dejarlo fluir porque sabes que te controlará. Pero
ya no tienes por qué resistirlo más, ya has pasado demasiado tiempo luchando
contra el mundo, la humanidad y, sobre todo, contra ti mismo. Pero ya no
debes hacerlo, solo debes dejar fluir tu auténtico yo, el que siempre has sido y
serás. La clave para la evolución está en ti, ya lo has dilucidado. Eres tan
malvado que temes aceptarlo, pero al mismo tiempo lo sabes a la perfección y
por ello quieres matarte. Eso está en cada uno de nosotros, eso es dios: la
conjugación entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. ¿No te parece
extraño que nada sea eterno, que seamos tan efímeros? Es porque la muerte
purifica tu esencia, te baña en un mar de amor del cual no puedes escapar.
Solo la muerte puede hacer de la humanidad algo bueno y hermoso, y quienes
se suicidan solo están cumpliendo con la voluntad de dios. Y dios es la muerte,
dios es la maldad, dios es el suicidio. Dios eres tú en cada manifestación. Pero
ser malvado, paradójicamente, no es malo. Ser malvado es nuestra naturaleza,
y si lo comprendes ahora, como lo has hecho, sabrás que no tiene sentido
continuar viviendo así. Pero el mundo no lo entiende y se niega. Cada humano
intenta prolongar su vida al límite para convencerse de que es bueno y puede
amar, pero eso es falso. El amor no llega a ser ni siquiera una ilusión. El amor
no llega a ser ni siquiera tan ilusorio como la existencia. Si la humanidad lo
entendiera, entonces todo sería perfecto, todo sería armonía, todo sería
suicidio. Porque ahí radica lo perfecto: percatarse de lo absurdo que es existir
y quitarse la vida tan pronto como sea posible para entregarse a la verdad, la
sabiduría y el amor, para hacerle el amor a la muerte y fundirse consigo mismo
en la nada. Pero querido, ellos no pueden comprenderlo, ellos no lo entenderán
jamás. Morirán tal y como nacerán: sin darse cuenta de que el simple hecho de
existir es malvado, y por ello estarán condenados a regresar una y otra y otra
vez…, al menos hasta que entiendan el principio fundamental de la existencia,
el cual no es otro sino el suicidio.

–¡Todos deben suicidarse! ¡Todos deben morir! –indiqué yo.

–Sí, eso es lo único que da sentido a la existencia: el deseo de morir. Y,


quienes lo cumplen, son bendecidos el resto de su atemporal muerte.

–Es extraño, bastante extraño.

–Como tú, amor. Ahora comamos, porque aún falta que ejecutemos el
acto principal. Ya casi hemos terminado de jugar, pero mi vagina aún guarda
un orgasmo de proporciones bíblicas. Creo que este será el apocalipsis de mi
coño.

Entonces decidí entregarme a mí mismo, dejar de negarme. Fue así


como descubrí lo interesante y exquisito que era compartir con alguien más la
comida. Y es que ciertamente jamás había comido con nadie, era algo que me
gustaba hacer solo. Pero esto era diferente, esto era yo. La verdad es que mi
apetito estaba al máximo y mi estómago requería algo fresco, tanto como las
entrañas de aquel poeta melancólico que una vez fuese mi reflejo. Entre Selen
Blue y yo devorábamos los intestinos de Arik, saboreándolos con delirio. Su
sangre nos la embarrábamos mutuamente y esto nos hacía felices. Ella reía y
yo también, pues ambos estábamos, al fin, completos. Nos besábamos una y
otra vez sin dejar de ingerir ni un segundo. Probamos de todo: riñón, pulmón,
hígado, intestinos, sesos, dedos, piernas, pies, brazos, garganta y cada uno se
comió un ojo, una oreja y un testículo. Culminamos devorando el pene entre
los dos, comenzando en extremos opuestos y terminando en un exquisito beso.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que aquella fue la mejor comida de toda
mi vida, y también el mejor sexo.

Un vez habiendo saciado nuestro apetito, y aunque quedaba bastante de


Arik por devorar, Selen Blue quiso que le metiera en el coño y en el ano
algunos de los restos del poeta para luego expulsarlos mientras cagaba, y
obligarme a que yo comiera todo el resultado de aquella blasfemia. Fue
entonces particularmente hermoso hacerle un prolapso, cosa que, según me
confesó, la había emocionado hacía bastante, en las primeras veces, pero que
ahora ya lo tomaba como algo cotidiano. Aprovecharé para decir que durante
el prolapso la oriné y la cagué para luego lamerle todo el coño y el ano
volteados, los cuáles degusté como nunca.

Entre más cosas decía y hacía, más me prendía. Era casi como un sueño
creer que una mujer como ella, la más hermosa de todo el sistema solar, era
una maldita enferma sexual. Pero yo también lo era y eso significaba mucho.
Me pidió entonces que cumpliéramos una fantasía antes de la última, la cual
también había guardado por años: violar a un animal muerto. Y como a un
costado estaba su perro al que le había mochado el miembro, entre los dos
tuvimos sexo con su cadáver. Selen Blue se animó mucho y le colocó el calzón
al animal para poder simular un trío, lo cual nos funcionó de maravilla.
Aunque lamentó un poco no tener otro perro para continuar la diversión, pues
a su perrita no quería matarla por nada del mundo. Terminamos besándonos y
riendo como dos seres que se aman y se odian a la vez. Todo era tan brutal y
fantástico, pero nada era inhumano, sino ordinario. Me confesó que esta era la
mejor orgía de su vida. Y, como ya la mañana se acercaba, quería terminarla
dignamente.

Me subí en ella y comencé a penetrarla. Quién sabe cuántas cosas


estaban en su coño y en mi miembro, pero eso hacía el momento épico. El olor
comenzaba a fastidiarnos ligeramente, así que nos apresuramos. Me pidió que
la ahorcara con todas mis fuerzas y que la golpeara como un guerrero. Eyaculé
y ella tuvo un orgasmo increíble, pero nada fuera de lo que consideraba
común, pese a que en diversos momentos creía que verdaderamente estaba ya
muerta.
–¡Quiero morir! –vociferaba como poseída poniendo los ojos en
blanco–. ¡Mátame, hazlo! ¡Solo eso me hará venirme por última vez y como
nunca!

Pero, por desgracia, no encontrábamos la manera de acabar más


adecuada. Y es que, después de todo lo hecho, ¿qué más podríamos hacer para
coronar aquella noche? No lo supimos hasta que se me ocurrió una idea:
crucificarla. Esto le pareció perfecto, pues así moriría como una salvadora y
una profeta de la humanidad. Buscamos unos clavos y un martillo, los cuáles
hallamos sin dificultad en una caja sucia debajo de la cama. Ella se colocó en
la pared más resistente de la habitación y el proceso comenzó. Al principio me
costó, pero con cada martillazo ella parecía estarse derritiendo por dentro,
pues los gritos eran espectacularmente placenteros. El dolor era lo único que,
desde hacía tiempo, la complacía.

El sexo era para ella solo una forma de expresar la incomodidad que
sentía al existir. Cuando terminé de clavar sus dos muñecas y sus pies unidos,
aún no había alcanzado el clímax. Entonces me pidió que cumpliera su última
voluntad, pues por más que pensaba no hallaba algo más adecuado para poder
correrse como nunca y luego morir. Me pidió que golpeara todo su cuerpo con
el martillo hasta romperle todos los huesos, y eso fue lo que hice, lo cual la
acercó al éxtasis, pues vomitaba sangre y toda clase de asquerosidades, se
cagaba violentamente y pedía que todo lo que expulsara se lo metiera en la
vagina. Claro que también solicitaba que yo comiera de ello y la besara.

Fue así como llegó el momento culminante de toda la blasfemia: tomé el


cuchillo y lo batí en toda lo porquería que hallé por ahí, para luego
introducirlo en la vagina de Selen Blue y no detenerme hasta haber atravesado
su vientre y su corazón. Entonces pude contemplar cómo, mientras el cuchillo
penetraba su vagina, experimentaba un tropel de convulsiones y se corría
abundantemente. Tuvo la mayor venida de toda su vida, eso era más que
seguro. Una corrida tan abundante que me empapó de pies a cabeza y batió
todas las paredes, era casi como si hubiese guardado las venidas de toda su
vida para aquel épico momento. Claro que todo esto ocurrió en unos segundos,
pues los gritos de extremo y divino placer se combinaron inmediatamente con
un agudo sufrimiento al sentir cómo el cuchillo hacía trizas sus intestinos. Era
un espectáculo espléndido y sublime ver a Selen Blue crucificada, pero
disfrutando hasta el delirio del mayor placer en la existencia: la muerte…

XXXVII

El rayo del sol entraba por la ventana, aunque no recordaba que hubiera
alguna. Lo primero que sentí fue un intenso y desgarrador dolor de cabeza,
como nunca en mi vida. Suspiré e intenté enderezarme, pero sin éxito. A cada
uno de mis costados dormían, respectivamente, Selen Blue y Arik,
completamente desnudos y con hedor alcohólico. Me recosté nuevamente,
pero sin intenciones de dormir. Como pude me levanté, me vestí y procedí a
retirarme sin solicitar ningún tipo de explicación. Lo importante es que nadie
había muerto, aunque, al fin y al cabo, me hubiese gustado que así hubiera
sido. En fin, tendría que seguir con mi miseria unos cuántos días más. Miré a
mis dos compañeros de noche y me pareció como si ambos compartieran la
mitad de su rostro conmigo; tanto que pensaba que, si los unía, seguramente
obtendría lo que yo creía ser en este plano físico.

Me retiré de la habitación medianamente vestido y caminando con gran


dificultad. Intenté poner las cosas en orden: nada de aquellas aberraciones
habían ocurrido sino en mi cabeza. Sin embargo, ¿era importante? Lo único
que lamentaba era no haber muerto, cosa extraña dada la inmensa cantidad de
sustancias que ingerí. No tenía claro qué de todo aquello había sido realidad y
qué fantasía. Me alegraba un poco que aquellas parafilias ignominiosas de
Selen Blue solo hubiesen acontecido en mis sueños…

En fin, mis pensamientos tan poco claros fueron interrumpidos por el


hermoso cuadro que en la noche previa tanto me había embelesado. Para mi
mayor ensimismamiento todo había cambiado. Era así o yo estaba
enloqueciendo. No sé cómo pude conservar aún la razón suficiente como para
convencerme de que, efectivamente, algo había cambiado en el precioso
cuadro. No solo el fondo era diferente, sino también el lúcido colibrí, tanto en
forma como en color. Esta vez el ave no era de un tono violeta, sino de un azul
bastante agresivo, como el de los ojos de Selen Blue. Y, extrañamente, el
contorno también parecía ser de un rojo tan peculiar como la sangre. Además,
no estaba en una posición sumisa como antes, sino que ahora se mostraba con
un tinte muy singular que, no sé por qué, me recordó un despertar interno. Sí,
era como si algo en mí respondiera a la nueva forma del colibrí, el cual ahora
estaba en una posición lateral y extendía sus alas asombrosamente mientras
que su mirada era tan abrumadora.

Algo había, algo que podría identificar con cierto despertar de la


virilidad. Recordé entonces a Arik, el poeta deprimido quien ahora dormía en
los brazos de Selen Blue, y su historia acerca de la imposibilidad de conseguir
una erección con la persona que amaba. Pero también yo me sentí
profundamente avasallado, de una u otra manera, por aquel simbólico y
enigmático cambio en el ave. ¿Qué significaba en realidad aquella preciosa
pintura? ¿Qué había de la historia de la artista excéntrica que la había pintado
y se había matado? Todo era extraño y provocaba intensas emociones en mi
interior, donde creía ya nada podía alebrestarme. Comencé a sospechar que los
sentimientos y las emociones no dependían directamente de la mente ni de las
personas, sino que provenía de un entorno misterioso, uno más allá de
nosotros mismos.

Bajé como pude las escaleras para abandonar el edificio, pero se me


complicó bastante. Todo daba vueltas e imágenes incongruentes no dejaban de
atormentarme. Tenía memorias vagas de lo que había pasado durante la noche,
me temblaba el cuerpo y sentía náuseas a cada momento. Cuando ya estaba a
punto de llegar a la puerta, me desmayé y lo último que estuvo en mi cabeza
fue la imagen del colibrí, símbolo del despertar de la virilidad, y el inmenso
parecido de sus matices con el de los ojos de Selen Blue. Y, aunque no había
sido lo más loco, aquel beso de tres me había dejado ligeramente trastornado.
Ahora que lo consideraba detenidamente, era como si me hubiese besado a mí
mismo a través de tres entidades que compartían mi parte animal, racional y
artística. Todo era extraño, tan parecido a la sensación de quemarme desde
dentro y aspirar el dulce aroma de mi propia devastación espiritual. Al menos
todo había sido un sueño, al menos…

Desperté un tanto alterado. Habían pasado seis días desde que me hallaba en el
hospital. Creo que mi caso ya era preocupante, pero ahora que despertaba todo
volvía a la normalidad. Extrañamente, los médicos no reportaron un excesivo
contenido de sustancias nocivas en mi cuerpo más allá de alcohol y cocaína. Y,
de hecho, lo hallado de esta última fue una dosis muy mínima, no concordante
con mi estado de inconsciencia de seis días. Se decidió no investigar más hasta
que yo despertara, en caso de que lo hiciera. Pero, ahora que lo hacía, me
habían dejado en paz. Ya no era un paciente de gravedad y las emergencias
estaban a la orden del día. Lo último que me dijo el médico fue que una mujer
había llamado a la ambulancia y que me habían recogido en un estado bastante
grave. Cuando pregunté cuál era el nombre de la mujer él dijo que se llamaba
Melisa.

¡Vaya coincidencia! No era sino una gran tontería en principio. Era


obvio que Selen Blue era quien había llamado a la ambulancia, o ¿no? Pero
estaba ese nombre… Melisa, tal y como se llamaba la mujer que una vez había
amado y que se había quitado la vida por mi culpa, supuestamente. La gran
incógnita, no obstante, era: ¿cómo diablos supo Selen Blue de la existencia de
Melisa? Pues, si conocía su nombre y lo había dado a la ambulancia que me
recogió, era evidente que sabía algo más. ¡Qué extraño! En fin, al demonio
todo eso. Quizá solo era una gran casualidad, de esas que parecían siempre
encerrar algo más. Y, como mi cabeza seguía doliendo, decidí olvidar aquel
tópico.

Sin embargo, eso no sería lo último que vería en el hospital. Tan pronto
como me dieron de alta, y como pude caminar sin tambalearme, me dirigí al
lugar donde recogería mis pertenencias. Todo parecía indicar que me podría ir
tras responder unas cuantas preguntas, solo para completar el expediente. No
me informaron si la policía o alguien más llevaría a cabo tal cuestionario, pero
estuve de acuerdo en hacerlo si con eso podía finalmente irme a casa. Me
preocupaba un poco el trabajo, aunque tan pronto como me comuniqué e
informé de lo acontecido, decidieron que estaba bien y que me presentara el
lunes próximo sin mayor problema. Ciertamente, había sido una semana floja
y no había sido necesaria mi contribución. Solo les molestó que no les avisara
antes, pero al saber que había estado en coma se disculparon. Y, mientras
esperaba a la persona que tomaría mi declaración, ocurrió un hecho bastante
perturbador.

Apareció una mujer demacrada y con toda la facha de una trastornada


perdida. De inmediato me sentí identificado, no tanto por su superficialidad,
sino por su comportamiento. Miraba a todos lados con un odio tremebundo,
casi como si en cualquier momento fuera a abalanzarse sobre alguien. No
distinguí plenamente su rostro porque los abundantes cabellos lacios y
enmarañados le cubrían gran parte. Iba de un lado a otro y a nadie parecía
importarle. Decidí ignorarla, pero tras un corto tiempo comenzó a estresarme y
opté por analizarla. Era evidente que esperaba algo o a alguien, pues la
ansiedad la consumía. Se tronaba frecuentemente los dedos y repetía
incoherencias en voz baja, casi musitando. Sin embargo, a veces daba la
impresión de estar hablando con alguna otra persona inexistente. Sería
bastante complicado adivinar sus intenciones con solo mirar, así que me decidí
a hablarle.

–Oiga, ¿no podría tomar asiento? Su constante caminata nerviosa por


este pasillo me está estresando –exclamé modestamente, en tanto la tomaba
del brazo.

–¡No, imposible! Si me siento, no podré ver cuando él venga… –


murmuró casi sin prestarme atención.

Reconocí la voz. Pero ¿dónde la había escuchado y a quién pertenecía?


En el estado tan afectado en que me encontraba no era capaz de discernirlo.
Además, aquel semblante, para mi sorpresa, no era el de una anciana, sino el
de una mujer joven y ligeramente bella.

–¿Qué está diciendo? ¿Quién va a venir?


–¡Él, por supuesto! ¡A quien amo con todo mi ser! Dicen que ahora está
en las manos de dios, pero yo no lo creo. El infeliz, a lo mucho, debe estar
acariciándole la miembro al diablo. ¡Que el infierno lo consuma! ¡Sí, será lo
mejor…! ¡Ja, ja! ¡Que su alma arda por la eternidad!

–¿De qué habla?

–No, pobre… Ella fue quien lo pervirtió… ¡Sí, ahí está el gran dilema!
Entonces en verdad merece estar en los cielos, al lado de los ángeles. Porque
han todos de saber que, aunque su alma fue corrompida, ¡él verdaderamente
era un ángel!

Pensé que sería inútil continuar aquella conversación, así que renuncié a
mis propósitos, no antes de que la situación se agravara aún más. En el mismo
momento en que me volteaba penetraron en el hospital algunos paramédicos
sosteniendo el cadáver de un pequeño. La mujer comenzó a gritar como loca y
se abalanzó sobre ellos diciendo:

–¡Devuélvanmelo! ¡No tienen ningún derecho! ¡No les pertenece, es


mío! ¡Devuélvanmelo, perros!

–¡Seguridad! ¡Seguridad! ¡Llévese a esta desquiciada de aquí! ¿Quién le


permitió entrar?

Repentinamente, algunos oficiales aparecieron y se llevaron a la


supuesta trastornada, no sin que antes dijera por última vez:

–¡Te veré cuando la oscuridad haya devorado por completo a la luz! ¡La
sonrisa más hermosa es siempre la de la muerte!

Tras sentenciar estas frases aparentemente sin sentido cedió ante la


fuerza de los guardias y se calló. Pero cuando hizo esto me di cuenta de que se
trataba, nada más y nada menos, que de esa mujer… ¡Maldición! Mi cabeza
estaba tan confusa que no pude recordarlo. Lo que me impactó, en cambio,
fueron sus palabras. ¿Dónde había escuchado eso antes? Un sonido parecido a
una flauta inundó mi psique. Era tan enigmático y atroz que, por más que
intentaba, no podía dejar de prestarle atención. Y, aunque parecía solo ser una
simple melodía, ya fuese mi imaginación o no, creí entender muy vagamente
“un sueño árabe”. Pero ¿qué rayos podía significar aquello? ¿Qué era eso de
“un sueño árabe”? La melodía, ciertamente, parecía provenir de esa región,
pero…

–Caballero, pase por aquí. Serán unas cuantas preguntas de rutina, y


luego podrá irse a descansar –susurró alguien a mis espaldas.

Grande fue mi sorpresa cuando al virar observé a un sujeto de lo más


extraño, vestido absolutamente como un tipo sin sentido. No obstante, le hice
caso y me dejé conducir por él. Mi curiosidad seguía intacta acerca del
incidente anterior, me había llamado la atención sobremanera. Seguramente
cuando todo finalizase, antes de irme, preguntaría qué le había pasado al
cadáver de aquel niño y quién era esa trastornada mujer en realidad. Por otra
parte, la extraña música del sueño árabe no cesaba. Extrañamente, había
comenzado desde que había aparecido aquel extravagante sujeto.

–Aquí está bien, tome asiento –me indicó al llegar a una oficina sin otra
cosa más que dos sillas–. Nadie nos molestará, estaremos solos.

–Bien, parece seguro.

–¿Seguro? Señor, en este mundo nadie está seguro. No podemos estar


seguros ni siquiera de lo fundamental, como existir, por ejemplo.

Lo miré dubitativo. No sé por qué había intuido la posibilidad de que ese


hombre fuese excéntrico, quizá por su manera de vestir, o tal vez…

–Bueno, ahora cuénteme todo lo ocurrido. Será mejor así, porque no


tendría sentido si yo le hiciera preguntas rutinarias. Cuénteme lo que pasó esa
noche.

Lo hice omitiendo los detalles más bestiales y él no hizo ningún gesto.


En su rostro había algo inhumano, algo casi divino y a la vez ominoso. Era
como si dios y el demonio se hubieran puesto el mismo traje y fingieran ser lo
opuesto.

–Ya veo, entonces usted es, por así decirlo, bisexual.

–No lo creo. Bueno, tal vez sí. Lo que quiero decir es que todos lo
somos, pero desde pequeños se nos inculca que lo correcto es la atracción
hacia el sexo opuesto.

–Con que se nos inculca… – repitió él, variando de nuevo el tono de su


voz, haciéndolo esta vez más rasposo.

–Sí, eso creo.

–Y ¿qué más se nos inculca según usted? –inquirió con vivacidad.

–Disculpe, pensé que podría irme en breve. Admito que esta


conversación es muy interesante, pero…

–¿Le preocupa algo? ¿Acaso tiene algo importante que hacer después de
esto?

–¡Amm! Creo que no, es solo que…

–Bueno, si usted no quiere…, entonces es libre. Váyase, continúe con su


aburrida vida de empleado y siga sufriendo con la miseria de su existencia.

–¿Quién es usted en realidad?

–Señor, se lo suplico: no haga preguntas cuyas respuestas no está


mínimamente preparado para entender. Si yo le dijese quién o qué soy, usted
enloquecería de inmediato.

Me atrapó la intriga de la situación y decidí seguirle el juego a aquel


extraño.

–Usted es extraño, por eso estoy aquí… Estamos, mejor dicho.

–Ah ¿sí? Pues yo solo lo veo a usted –respondí mirando alrededor.

–Vaya, ¡qué perceptivo! Usted es, indudablemente, el culpable de esto.


Debo admitir que es un sujeto extraño y… pintoresco, por así decirlo.

–Pues gracias.

–¿Ha escuchado algo acerca de la sonrisa de la muerte? Dígame la


verdad: ¿ha tenido recientemente una plática con algún viejo andrajoso?

–Creo que sí.


–Y le hizo caso.

–Sí.

–Entonces puede oírla.

–¿Qué?

–La melodía, la flauta…

–¡Ah! Justamente eso pensé.

–¿Eso pensó? Y ¿qué es “pensar” para usted?

–Bueno… no lo sé con certeza.

–Y si yo le dijera que todo lo que piensa le ha sido inculcado, tal como


usted mismo afirmó acerca de la bisexualidad hace unos momentos.

–Diría que es cierto.

–Pero no por ello dejaría usted de pensar, o ¿sí?

–No podría; es decir, no puedo dejar de pensar.

–¿Cree que si usted dejara de pensar entonces moriría


irremediablemente?

–No lo sé, jamás he podido dejar de pensar.

–¿No ha podido o no ha querido? Dígame: ¿cree usted que observa o


que es observado?

–Ambas cosas, supongo.

–¿A la vez?

–¿Cómo?

–Sí, simultáneamente. ¿Nunca lo ha imaginado? Yo creo que alguien


como usted lo ha hecho. Ser y no ser, estar y no estar. ¿No ha vivido los
últimos meses pensando en el suicidio como la forma de convertirse en una
divinidad después de la muerte?
–Sí, pero es algo que aún me atormenta.

–¿Morir le atormenta?

–No, vivir.

–Entonces es absurdo.

–Lo sé. Pero ¿qué tal si después de que muera sigo siendo humano?
Pensaba que, si estando vivo podía superar mis límites como humano,
entonces al morir…

–Hace usted buen uso de tus pensamientos. Por desgracia, yo no puedo


responder esa pregunta.

–Y ¿quién sí puede?

–Un dios.

–Pero no existe.

–Entonces la respuesta no existe. Y, si no existe respuesta para la


multitud de preguntas que le atormentan, entonces tampoco el concepto de
verdad es asequible.

–Debería existir.

–Usted debería hacerlo antes de cuestionarlo.

–¿Ahora me vendrás con el cuento de que no existo?

–No es ningún cuento. De hecho, si existiera la verdad, eso precisamente


sería lo más cercano a ella: la inexistencia. Por eso la anhela tanto, la nada lo
es todo para usted. Lleva tanto tiempo con los humanos que comienza a ser
como ellos. Mírese nada más, mire en qué se ha convertido. Es un suicida, uno
que no se mata, uno que vive. Pero para hacerlo ha tenido que recurrir a las
más deplorables y banales prácticas. Lo hace porque solo eso lo desaburre un
poco y lo libera de la desesperación de existir. No obstante, muy en el fondo
de su ser sabe que todo lo que haga no servirá de nada. Esa es su verdad, la
verdad en la que ha decidido creer, su perspectiva. Y, al creer con suficiente
fuerza en ella, puede reírse de los demás. ¡Pobres ilusos! Ellos jamás lo
entenderían… Ellos viven anhelando cosas y apegados al mundo. Pero a la vez
le atormenta que, en su estupidez, encuentren refugio, un sentido. Y usted, que
tanto ha buscado, no encuentra nada. ¿No sería mejor ser como ellos? Un vil
humano que existe sin jamás cuestionarse el sentido de nada, ni siquiera de su
propia existencia. Porque, cuando los seres viven solamente por vivir,
entonces eso es lo mismo que estar muerto.

–Es la fórmula: nacer, crecer, reproducirse, morir. Nada más hay en este
mundo.

–Y, asumiendo que eso fuera cierto, ¿para qué seguir? ¿Qué sentido tiene
prolongar este sufrimiento? Mire esto, es algo que usted usaría –y me mostró
un arma que tenía grabado en sangre la sentencia: un sueño árabe.

–¿Qué es eso de un sueño árabe? –inquirí sosteniendo el arma, pero sin


hacer ningún movimiento suicida.

–Un sueño árabe será lo que usted quiera que sea, es solo un símbolo. En
su caso, podríamos decir que sería el modo en el cual ha distorsionado la
realidad.

–Eso es imposible.

–Nada es imposible, solo improbable. Esa es la diferencia. Pero, como


supuse, ha pasado tanto tiempo con los humanos que ya no lo recuerda. Así
será mejor, creo. Ahora dígame, ¿qué le parece el arma? ¿Cree que es buena?

–¿Buena? ¡Oh, claro que es buena! Con ella puedo quitarme la vida.

–¿De verdad? ¿Cómo puede poner fin a algo que usted no empezó?

–Porque esa es mi voluntad, la de matarme.

–¿Voluntad de matarse? Interesante… Indudablemente es el extraño del


que me hablaron. Por desgracia, extraño, no puedo revelarle más. Tan solo
imagine que he tenido que venir aquí personalmente, y solo para hablar con
usted, para conocerlo. Quizá no lo sepa, pero hay personas que matarían por
conocernos. En lo que a mí respecta, esto nunca ocurrió.

–Bueno, no se lo contaré a nadie.


–¿Contarle? ¡Ja, ja! No sea tan ingenuo, cualquiera podría averiguarlo.
Sin embargo, me he asegurado de que eso no pase. Parece ansioso por irse, por
continuar con su insípida, miserable y desesperada existencia. ¿Por qué no usa
mejor el arma? Es su gran oportunidad, ahora puede acabar con todo. Solo
haga una cosa: ¡dispare ya!

XXXVIII

Debía ser una trampa, eso no estaba bien. Nadie me daría una pistola en un
hospital para que acabara con mi vida, a menos que… No, aun así, no era
factible. Debía haber alguna clase de truco, quizá la pistola estaría vacía. ¡Qué
demonios! ¿Qué significaba todo aquello? ¿Quién diablos era ese enigmático
sujeto que ahora se presentaba acompañado de una rara melodía árabe? ¿Qué
había pasado con Arik y con Selen Blue? Y ¿por qué tenía una extraña
inquietud interna desde que había escuchado el nombre de Melisa? Había
tantas cosas que no entendía. ¿De verdad había estado inconsciente seis días?
Era como si todo hubiese cambiado, como si la realidad no fuese la misma.
Necesitaba respuestas, pues la confusión me arropaba.

–La pistola está vacía. Si intento matarme, solo te reirás –dije a aquel
extraño.

–¿Cómo lo supo? ¡Je, je! No importa, es cierto. Pero ya lo esperaba de


alguien con su iluminación. Uno mismo nunca puede matarse así de
fácilmente, necesita de su otra parte para hacerlo. ¡Usted sí que sabes pensar
en cosas suicidas!

–¿Te hubieras reído con la sonrisa de la muerte?

–Exactamente. No faltaba menos para ello, ¿no cree?


Dejé el arma sobre la mesa y me dispuse a irme, sin mirar siquiera la
reacción de aquel tipo.

–¿Se marcha? Bien, hágalo. Solo una última cosa, y espero que no lo
olvide: cuando nos volvamos a encontrar, todo habrá terminado. ¡Yo seré tú, y
tú no podrás ser más tú! ¿Entiendes? ¡Je, je!

Y rio macabramente, mientras su mirada se parecía cada vez más a la


mía. Su rostro parecía estarse pudriendo para dar paso a una faceta
desconocida. Y también de su espalda parecían brotar alas. Sí, ¡eran las alas
del mismo colibrí que atisbase en el departamento de Selen Blue! No podía
estar equivocado, pues las tonalidades cuadraban a las perfección. Pero antes
de que se completase la transformación abrí la puerta y caí en un agujero
plagado de insectos con infinitas patas y serpientes con tres cabezas que
buscaban devorar mi alma. Así que grité como un demente hasta despertar en
un asiento en la sala de espera del hospital. Por suerte, nadie estaba cerca para
mirar cómo me comportaba como un loco. Pensé entonces que otra vez todo
había sido un sueño…

Extraño, todo había sido tan extraño. ¿Por qué? Es decir, mi vida siempre fue
aburrida, sin ninguna clase de vivencia que permanentemente tuviera sentido.
Y ahora esto, tantos acontecimientos en cadena y de algún modo relacionados.
Como sea, era indiferente. Todo lo que había pasado no podría serme menos
que trivial. Cierto que había algo, pero no había la posibilidad de que lo
supiera. Y ese último sujeto era la clave. ¿Qué había querido decir con toda su
perorata? ¿Quién era y de dónde venía? Parecía conocer aspectos profundos de
mí con una facilidad increíble. Era peligroso, pero también ridículo. No era tan
extraño el hecho si lo consideraba en conjunto con otra teoría que hacía
bastante había aceptado en buena medida: que toda esta realidad no era real de
verdad, sino solo una especie de simulación, una clase de enfermiza
concepción para privar de su libertad al humano.

Bueno, y eso ¿a mí qué? Yo solo quería matarme, olvidarme de mí


mismo, perderme en la divinidad de la muerte. Sí, y más ahora que antes. Los
deseos de quitarme la vida habían crecido y se habían apoderado de mi psique
por completo. Entonces ¿por qué no me mataba de una buena vez? ¿Qué
sentido tenía continuar existiendo? Pero y ¿si ni siquiera la muerte me podría
privar de tan odioso sufrimiento? ¿Qué hacer entonces? ¿A quién recurrir?
¿Estaría también la muerte alterada o controlada por la misma fuerza siniestra
y misteriosa que imperaba en la vida? No podría saberlo mientras no me
decidiese. Un balazo, una soga al cuello, una navaja en la garganta, un salto al
río… Tantas opciones, tantas bonitas maneras de intentar ser un dios. En fin,
tendría que seguir adelante. Lo único que tenía claro por encima de todo era
que vivir siempre sería un sublime fastidio.

Llegué al condominio donde rentaba por la tarde, el número 11 de la


calle Miraluz. Extrañé un poco las comidas de la señora Faki, pero luego
pensé que me daba igual. Subí las escaleras y afortunadamente nadie me
molestó. Sentí deseos de ver y hablar con Akriza, pero ¿qué podría decirle
después de todo lo vivido? Necesita, indudablemente, calmar mis
pensamientos y mis nulas emociones, mismas que ahora volvían a su estado
natural. Solo temí que, una vez estando tirado en mi cama, encerrado en mi
habitación y acumulando todo el odio posible hacia la humanidad, nuevamente
sufriera algún ataque de ansiedad nutrido por mi misantropía, mi intolerancia y
mi depresión. Estos ataques eran bastante comunes y siempre horripilantes.
Cuando sucedía, mi cuerpo se engarrotaba y tenía una sensación rara como de
querer retorcerme y hacerme daño a mí mismo. No era solo a nivel físico,
desde luego, sino que surgía en el mental. Mi cabeza no podía tolerar nada, ni
siquiera a mí mismo. Pensaba que, en el fondo, no era tan malo, pues, si en
alguna ocasión no podía calmar por ningún medio algún ataque excesivamente
fuerte, entonces sería el momento de la liberación. Sí, al fin el glorioso y
espiritual momento para acabar conmigo mismo definitivamente.

Creo que dormí profundamente hasta la mañana siguiente. En total, casi


unas dieciséis horas. En verdad lo necesitaba, ya no aguantaba ni un momento
más despierto. Y eso que estuve inconsciente casi una semana en el hospital.
Pero ¡cuán extraño había sido todo eso! ¿Qué habría sido de Selen Blue y de
Arik? ¡Eso es! En cuanto pudiera, visitaría a ese poeta melancólico y
deprimido. No sé por qué había olvidado que vivía solo unos cuántos pisos
arriba. ¿Estaría bien? Tal vez solo yo había abusado de las sustancias
mágicas… Me costó gran esfuerzo levantarme, por suerte aún no era el día de
presentarme al trabajo. Me bañé e hice las cosas de rutina, parte de una vida
absurda. Todo iba normal hasta que tocaron la puerta. ¿Quién demonios podría
ser ahora? ¿Otro de ese sujetos anunciándome que la realidad era una farsa y
animándome a quitarme la vida? No, era alguien más. Escuché una vez
femenil y abrí. Era Virgil, aunque lucía bastante mal.

–Hola. Vine contigo porque pensé que podrías ayudarme.

–Hola. Supongo que sí, ¿cuál es el problema? –respondí mirándola muy


pálida y con las manos manchadas de sangre.

–Es que yo, bueno… ¡Intenté abortar! ¿Recuerdas que te había


comentado lo del embarazo?

–¡Demonios, Virgil! ¿Hiciste qué cosa? ¿Cómo se te ocurre?

Cabe destacar que Virgil era una de las personas más estúpidas que
conocía, por lo cual entendí muy pronto sus acciones.

–Perdóname… Sabía que no iba a funcionar y decidí ir con una amiga.


Ella abortó del mismo modo, pero parece que algo no está ocurriendo como
debería.

–¿Tomaste algo?

–Sí, unas pastillas. No recuerdo ya bien cuáles, ella me guio todo el


tiempo. Tengo mucho miedo, tienes que ayudarme. ¡Por favor, te lo suplico!

–De acuerdo, lo haré. Pero ¿qué se supone que debo hacer?

–No lo sé. Quizá llamar a un médico o algo así.

–Sí, supongo que eso haré.

–No sé si pueda resistir, he perdido mucha sangre. La hemorragia no


para desde ayer.

–¿Ayer? No es posible.
–Sí, vine a buscarte. De hecho, toda la semana vine a buscarte, pero no
estabas. Entonces tomé la decisión y creo que no fue lo mejor. No tengo a
nadie en el mundo, no sé a dónde ir, solo me quedas tú…

–Pero ¡si tú y yo no somos nada!

–¿Cómo puedes decir eso en este momento?

Noté que se indignaba terriblemente. No obstante, no estaba diciendo


otra cosa más que la verdad. Aunque habíamos tenido sexo un par de veces,
eso no significaba algo más. La pobre estaba tan trastornada que no dejaba de
mirarme como si yo fuera una deidad.

–Bueno, solo quería dejarlo claro. Ya sabes, por si luego…

–Luego ¿qué? ¿Temes verte involucrado en todo esto?

–No, no me refería directamente a esta situación. Solo quería aclarar


que…

–Tú nunca has amado a nadie, ¡eres un monstruo! –exclamó con una
rareza inusual en ella, parecía a punto de llorar y así fue.

–Virgil, sabes que te aprecio –mentí para consolarla, pero no sirvió.

–No es verdad, ¡mientes! ¡Tú nunca has sentido nada por nadie! ¡Eres un
egoísta!

–Bueno, pero eso no importa ahora.

Intenté secar algunas de sus lágrimas, fingir que me importaban tan


siquiera un poco sus sentimientos, pero me apartó con desdén. La verdad es
que, por más que trataba, no podía sentir algo por ella, ni siquiera lástima.

–¡Vete! ¡Déjame sola!

–Pero si este es mi departamento.

Parecía haberlo olvidado, pues, cuando se lo mencioné, su indignación


traspasó los límites. Indudablemente había enloquecido.

–¿Lo ves? Yo nunca te he importado, y mi mayor pecado fue haberme


enamorado de alguien tan extraño como tú. ¿Es que acaso no te interesa nada?

–Creo que no –repliqué con una sinceridad que la anonadó.

–¿De verdad nada? –insistió como intentando darme una segunda


oportunidad.

–Tal vez sí haya algo.

–¿Qué?

–Suicidarme.

Su silencio me lo dijo todo: estaba perpleja. Creo que hubiera esperado


todo menos eso. Entendí su ensimismamiento cuando habló.

–El amor de mi vida se suicidó el día en que violaron a su madre.

–¡Oh, vaya! Lo lamento mucho...

–No importa. Supongo que todos tienen ese derecho.

–La muerte, hoy en día, no es un derecho, sino una necesidad.

–¿Por qué lo dices?

–Porque este mundo está podrido. No hay nada que haga valiosa la
existencia, ni tampoco nada por lo que valga la pena luchar. Todo,
absolutamente todo, está planeado y enmarcado dentro de un sistema. Y, si
intentas ir en contra, terminarás enloqueciendo o… suicidándote. En mi caso,
he decidido desde hace mucho que no quería estar en un mundo que no fuera a
mi medida.

–¿A tu medida?

–Sí. El único mundo donde yo podría aceptar mi existencia sería en uno


donde yo fuera un dios.

–Y ¿cómo sería ese mundo?

–Perfecto, supongo.

–Imposible, eso no existe.


–Claro, solo existirá si yo lo creo. Pero para lograrlo por ahora la única
opción es matarme. Solo la muerte podría convertirme en algo superior, solo
que… Es tan complicado aceptar que me he equivocado.

–¿En qué te has equivocado?

–En existir. Es decir, por mucho tiempo he pensado que la culpa era del
mundo y de la humanidad, pero ahora veo que estaba en un error. La culpa es
tan solo mía.

–¿Tuya? ¿Cómo podría ser?

–Sí, mía por haber existido en esta época tan nauseabunda y pestilente.
Mi único pecado es ser superior a la humanidad… Si no fuera por eso, podría
vivir como uno más, como un imbécil e inepto más en esta sociedad
contaminada. Y, a pesar de todo, lo he hecho. Me he ensuciado de la peor
inmundicia, he cometido acciones deplorables y atroces, he sido humano,
demasiado humano. Pero sé que, en el fondo, todo eso está justificado, al
menos para mí. Y lo está porque yo soy superior a todo el mundo. Además,
solo lo hice porque estaba aburrido y necesitaba algo que me hiciera sentir
vivo nuevamente. Y solo el crimen y la crápula ofrecen esa sensación de
bienestar temporal, solo las putas, el alcohol y la miseria más sórdida y
asquerosa a la que pueda llegar un humano pueden hacerle olvidar la miseria
de la existencia. Pero eso es temporal, pues nada podría cambiar mi mayor
anhelo, nada podrá evitar que me suicide, nada… Porque ya he decidido morir.
¿Sabes? Tengo grandes planes en la muerte; es decir, hay muchas cosas que
quiero hacer después de morir, y la principal es crear un mundo perfecto, a mi
medida. Aunque, por otra parte, también quisiera desaparecer por completo.
Esto es, morir y dejar de existir para siempre, unirme a la nada, al vacío,
olvidar todo lo que siempre he sido. Sé que es una estupidez, pero justamente
en estos momentos no me siento vivo… Todo es por la indiferencia absoluta
en la que he caído. Todo me parece banal, cada día es un nuevo tormento, una
nueva etapa de esta basura. ¡Me está jodiendo otra vez!

Ni siquiera me fijé en lo que hice, solo supe que golpeaba con ferocidad
la pared hasta llegar a la ventana, donde la sangró escurrió de mis nudillos al
quebrar el vidrio. Virgil me miraba más que asombrada, supongo que no sabía
qué hacer, y yo menos.

–Entiendo… Estás en una enorme contradicción. Quisieras hacer tanto,


pero no puedes hacerlo en este mundo ni mientras estés vivo. Por otra parte,
tampoco quisieras hacer nada.

–¡Eso es! ¡Tú lo entiendes a la perfección! Esa es la tragedia de cada día,


el nacimiento del delirio: elegir entre hacer todo o no hacer nada. Pienso que
no puedo vivir mediocremente como la mayor parte de los humanos. No
obstante, también sé que cualquier intento por cambiar el mundo será en vano.
Y lo será porque hay un sistema, una estructura, un rebaño, una élite, un orden
mundial, una jerarquía. Lo sé porque lo he sentido en lo más profundo: cada
vez que el mundo merece ser destruido, aquellos quienes deben perecer con él
luchan por salvar lo más infame y, sobre ello, construir la nueva blasfemia.
¿No es absurdo? ¿Qué sentido tiene entonces existir? ¿Para qué vivir en un
mundo donde todo ha sido decidido? Nada está exento de tal control, pues
todo está manipulado de antemano. Escuelas, religiones, gobiernos, empresas,
asociaciones; nada se salva. Nuestro destino, siempre miserable, quedó sellado
el día en que nacimos. Y, al final, me preguntó: ¿acaso yo pedí venir aquí?
¡Carajo! Ahora no lo sé, pero de lo que sí estoy plenamente convencido es de
que no quiero estar aquí. Y, por ello, tengo la necesidad de matarme sin
importar lo que alguien más piense, sienta o argumente. Si yo quiero quitarme
la vida, nada ni nadie puede impedírmelo.

–Algo como eso sonaría a una locura, pero creo que, para mí, que te
conozco de modo transparente, y que te amo tal como eres, es sumamente
bello. Es casi como una poesía suicida.

–Sí, pero aún no puedo hacerlo. Hay algo que me lo impide. Necesito
pensar más.

–Y por eso no puedes estar conmigo. Tú nunca me has querido, eso lo sé


muy bien. Y, precisamente por eso, es que te quiero cada vez más. Sí, entre
más me rechazas y me odias, más crece mi amor por ti… Es como una locura
endemoniada que me trastorna por completo.

–Pero ¿cómo es eso posible? ¿De verdad se puede amar a alguien a


quien no le importas?

–Claro que es factible. Es tan similar al humano que ama a dos personas
a la vez. Los sentimientos nos han abandonado, y, en su lugar, han quedado
mentiras aceptadas socialmente. ¿No es eso lo que siempre me decías?

–Sí, eso decía, pero… es extraño. Siempre he creído que una persona
puede amar no solo a dos, sino a más personas a la vez. Sin embargo, esto
socialmente se ha tachado de incorrecto e inmoral. Aunque, no tendría por
qué, ahora que lo pienso. ¿Quién ha decidido que los sentimientos deben ser
así? ¿Por qué debemos solo amar a una persona y mantenernos con ella? ¿Qué
hay de malo en amar a varias personas y en no poder elegir entre ellas? ¿Qué
obliga a dos personas a mantenerse fieles? ¡La fidelidad es solo una quimera,
una vil estupidez! Todos somos infieles por naturaleza, es casi como la
maldad… Está en nosotros desde que nacemos y nunca nos abandona. Es más,
crece día con día, siempre buscando nuevas formas de corrompernos. Así
también es la infidelidad, una acción tan natural en la humanidad, pero que ha
sido condenada por unos cuántos imbéciles que nada saben de la condición
humana. ¿No es absurdo? ¿Por qué seguir los principios de una sociedad
deteriorada cuando éstos son, desde cualquier perspectiva, arcaicos y
ridículos? ¿No hacen esto las ovejas, los ineptos y los idiotas que no pueden
formarse un criterio propio y se ven obligados a elegir lo que otros han ya
pensado por ellos? ¿Qué nos hace creer que esta sociedad es la cúspide de la
evolución humana? ¡Nada podría estar más equivocado! ¡Nada podría ser más
superfluo! El humano es un tonto y un necio, pues se niega a aceptar su
verdadero ser con tal de encajar en una sociedad que lo destruye y lo tortura.
¡Por eso la existencia es tan aburrida! Lo es desde que aceptamos como
principios lo que otros nos han inculcado, incluyendo a nuestros progenitores
y profesores. ¡No y no! Lo que debemos hacer es rebelarnos y rechazar todo lo
que se nos ha enseñado. ¡No existe nada de esa basura! ¿Qué son el bien y el
mal? Únicamente más tergiversaciones de mentes frágiles para dominar a los
más débiles. Y ¿qué hacen las personas? Fácil: solo siguen lo que se les han
inculcado. Porque así es más fácil todo, así es mejor. Así se puede encajar en
la sociedad, pero, en el fondo, nos engañamos a nosotros mismos. Lo hacemos
porque deseamos aquello que naturalmente nos atrae, pero que socialmente
nos es prohibido. ¿Mal? ¿Qué es el mal? ¿Quién decide lo que es o no
malvado? ¿Acaso dios? Por favor, ¿me hablan de ese dios que jamás ha dado
la cara ante la miseria de la humanidad? ¿De ese usurero y truhan que
cobardemente se niega a evitar que una mujer sea violada o que un niño se
muera de hambre? ¿Es con base en ese dios tan incompetente que la sociedad
define lo que es malvado? ¡Ridiculeces! ¡Solo tonterías! ¡Todo este mundo es
solo un gran complot, propiedad y deleite de una minoría que se divierte con
el sufrimiento de la mayoría! Pero, encima de todo, se supone que debo
aceptar vivir en él. ¡Pues no, no! Maldita sea la hora en que nací, ¡maldigo mi
existencia desde ahora mismo! ¿Cuántas veces…? ¿Cuántas veces no sentí el
deseo de matar a mi familia?

Pero no tomé en cuenta que la señora Faki, madre de Virgil, había


realmente hecho algo similar. Me había emocionado con mi perorata, tanto
que no podía ya controlar lo que hablaba. Era como si debiera expresar todos
mis sentimientos, lo cuáles siempre creí muertos, ante aquella pobre
desahuciada. Como si debiera descargar ante ella algo más que un escupitajo.

–Lo he comprendido. Te lo agradezco tanto, Lehnik.

–¿Qué? ¿Qué es lo que has comprendido?

–Nada y todo a la vez. No importa, quizá lo mejor sea que yo no esté en


este mundo.

–¿Por qué dices eso ahora?

–Deja el teléfono en su lugar, no le hables a nadie.

–Pero ya estoy marcando a la ambulancia, vendrán por ti y…

–No es eso lo que quieres, o ¿sí? Pues yo tampoco.

–¿Qué planeas?

–Lo único que tiene sentido en este mundo: morir.

La miré con cierta mezcla de asentimiento y de incertidumbre. En


verdad no sabía qué responderle que pudiera calmara.

–Eso es lo que tú me enseñaste, y yo te creo. Siempre he sido una


estúpida, pero tú eres brillante. No quiero arruinarte ni ser una carga, pero
tampoco quiero vivir así.

–Así ¿cómo?

–Viendo cómo te arruinas, prefiero morir antes.

–¡Ja, ja! ¡Qué tontería! Ese es mi problema.

–Lo sé, pero a mí no me hace bien. Yo no puedo vivir si tú no eres feliz.


Te amo tanto que eres para mí un dios, y no puedo vivir en un mundo donde
no tengas lo que mereces. Porque, en efecto, mereces ser dios. Y aquí jamás
podrás serlo…

–No entiendo, ¿eso qué tiene que ver?

–No importa. El único error ha sido mío. Ya sabes, cosas del amor, cosas
superfluas. Como sea, ahora te pido que te vayas y que me dejes aquí. No te
preocupes por nada, escribiré una nota y habrá sido el final. Nadie te culpará,
yo cargaré con ello. Todo habrá sido lo que siempre has querido: un sueño.

–Un sueño árabe… –musité sin poderme contener.

–Sí, un sueño árabe… –repitió ella sonriendo de manera única,


sonriendo con la sonrisa de la muerte, mientras la extraña melodía que antes
escuchase en el hospital se escuchaba a lo lejos.

XXXIX

Creo que, por vez primera, sentí compasión por esa mujer. Si se le miraba de
un modo especial, no parecía tan fea, tenía cierto encanto. Pero había que
mirársele desde un ángulo muy específico para poder atisbar esa belleza, pues
no era muy fácil de percibir que digamos. Como sea, pensé que ya había
tenido suficiente de tonterías y acepté su propuesta. Si se quitaba la vida, ¿qué
más me daba? ¡Que se fuera al diablo! ¡A mí no me interesaba en lo más
mínimo! Además, yo también me mataría pronto, entonces realmente carecía
de sentido todo lo que pasara en mi patética existencia. Si Virgil se quería
suicidar, pues qué bueno, ¿para qué impedírselo? No, lo mejor era dejar que
cumpliera su voluntad.

–Adiós, cuídate mucho. Tal vez nos volvamos a ver…

–No lo creo, pero quizás… Hasta pronto.

Y me retiré paulatinamente, pero no por completo. Cuando estaba a


punto de abrir la puerta de mi departamento, Virgil comenzó a gritar como una
loca.

–¡Monstruo! ¿Cómo puede ser posible? ¿Es que acaso puedes llegar a
ser tan indiferente?

–Tú dijiste que me fuera, que querías matarte…

–Era solo una prueba para ver cómo reaccionabas, pero he comprobado
que verdaderamente no te importo en lo más mínimo.

–Yo… no sé qué decir en realidad.

–¿Harías lo mismo si se tratara de cualquier otra mujer?

–Supongo que sí.

–Bueno, está bien.

–¿Qué harás ahora? –inquirí tras un sepulcral silencio.

–Si decides irte, me mato. Si decides quedarte, llama a una ambulancia y


sálvame.

–¿Salvarte?

–Sí, eso. ¡Anda, decide! No digas nada, solo actúa.

Para presionarme aún más, sacó una navaja solo dios sabe de dónde, que
colocó en su cuello. Sin duda, estaba trastornada y decidida a todo con tal de
comprobar que realmente yo era indiferente ante la existencia propia y la
ajena.

–¿De verdad no te importa mi vida? Que no se te olvide que estoy


embarazada… Porque aún lo estoy, creo que el aborto no funcionó. Al menos
aquí y ahora, sigo siendo una mujer embarazada. Si te vas, estarás acabando
no solo con mi vida, pero tú sabrás. Te juro que, si sales por esa puerta, me
cortaré la garganta, te lo prometo… Así que ¡decide ahora mismo!

Qué cosas tan más aburridas. En aquellos momentos juro que estaba
pensando en cualquier cosa menos en que Virgil se suicidase por mi supuesta
culpa. ¿Quién lo diría? Tendría un final más repentino de lo que esperaba.
Supongo que las aberrantes acciones de su madre la habían trastornado más de
lo normal. Bueno, todo dependía de mí. Quedarme o irme, viva o muerta.
¿Qué hacer? Nunca en mi vida había sido bueno tomando decisiones, ni
siquiera por una sola vez había podido decidir algo de forma natural, pura, sin
recurrir a intereses posteriores o a criterios torpes. Incluso elegir si quería o no
comer era una querella interna. Y es que todo me había dado igual hasta
entonces; sí, casi todo. Quizá solo Melisa había cambiado mi vida, pero ese
periodo había terminado, y, con su suicidio, había muerto esa parte de mí.
¡Suicidio! Eso era, también Melisa se había quitado la vida, y supuestamente
por mi culpa. Por eso Virgil decía que yo era un monstruo, ¿no era por eso? Sí,
debía ser así.

Y, mientras reflexionaba todo eso, miraba con ternura a Virgil. Sería


bueno dejar que continuara en este mundo con su miseria. Después de todo,
¿tendría la muerte algún sentido para ella? Quizá más que su vida sí, pero…
¡Qué intrincado! No podía decidir, como nunca pude antes. Un solo titubeo
hubiese bastado, maldición… Lo último que vi fue a una mujer, una niña, un
ser humano temblando y apretando con tristeza la boca, crujiendo los dientes
ante el impensable y desconocido halo de la muerte que llega para esparcir su
sublimidad y poner fin a una existencia triste, marchita y parte de la cómica
novela humana. Sí, pues cuando menos pensé, me encontraba dirigiéndome
hacia la puerta, sosteniendo mi abrigo y con toda la disposición de abandonar
mi departamento. Antes de cerrar por completo la puerta todavía pude
observar, a través de un espacio muy reducido, cómo la navaja se hundía en la
carne del cuello de Virgil para finalizar el tormento de una vida más sin
sentido. La decisión estaba tomada, ahora la muerte era quien debía suplantar
a aquel cadáver que una vez sostuve entre mis brazos y cuyo vientre, creo,
contenía parte de mí.

Salí sin demasiado entusiasmo. Me hallaba de un humor muy extraño, como


ebrio y deprimido a la vez. Sentía ganas de reír y eso hice. Sí, reí como un
demente, no sé por qué. Salí corriendo del condominio y comencé a
desternillarme. Las personas me miraban, pero nada me importaba. De alguna
manera, el suicidio de Virgil me producía una satisfacción incomparable.
Quizás esa era la sonrisa de la muerte, pues precisamente era lo que yo
deseaba, lo que se reflejaba en mi cara mientras un sonido estridente imperaba
en el lugar: el de mi risa trastornada. Sin percatarme, todo me parecía como un
juego. Tanto lo vivido y lo que me esperaba, lo pasado y lo futuro, todo era un
vil juego de niños. Y entonces ya no había nada que temer ni qué sufrir, pues
un juego es solo eso y nada más. No importaban la clase de cosas que en la
sociedad se podían considerar ominosas e indeseables, ni tampoco las
borracheras que me pusiera, las juergas a las que asistiera y las putas con las
que me acostase. Nada de aquello considerado malvado podía realmente
alterar mi ser, pues éste permanecía inmutable. Era solo la esencia humana la
que se corrompía, pero jamás el verdadero yo, jamás esa parte incomprensible
y profunda que nunca sería desvelada ni por la ciencia ni por el arte, esa que
solo concernía a lo que en tantas doctrinas y creencias se llamaba alma.

Por ahora, yo estaba encantado con mis acciones. En parte rebeldes, en


parte ignominiosas. No importaba, todo sería purificado con la dulce y
poderosa armonía de la muerte que a todos nos acompañaba en el último
instante de la vida, aunque fuese de una tan vil y absurda. Pues
indudablemente la mía lo era, y no era así como lo había sido siempre, no era
así como lo había imaginado. Únicamente me había dejado llevar, había sido
arrastrado por mi propia naturaleza y no había tenido la fuerza ni la voluntad
de resistirme. Y, aunque pensaba que la mayor parte de la humanidad era
mediocre y miserable por su manera de vivir, no hacía absolutamente nada
para actuar diferente. Ver, escuchar y convivir con las personas se tornó
imposible. Mi relación con Melisa, ya de por sí bastante afectada por
discusiones anteriores, terminó por colapsar. Pero, curiosamente, todo ello me
hacía bien. Sí, todo aquello que se rompía en mi vida lo sentía como
indispensable para acceder a otro estado, a uno superior.

Mediante cada malestar me purificaba y alcanzaba la redención. Así es


como continúo mi vida hasta el instante en que recibí esa carta acerca del
suicidio de Melisa. Y, para esos momentos, ya nada me importaba; todo me
era indiferente. Tal vez había dejado de sentir, pero eso no era posible. Más
bien todo lo que sentía se quedaba en un nivel insuficiente para afectarme,
salvo cuando estaba borracho. Notaba que en este estado podía volverme
sumamente sensible y sentimental. De hecho, tras una borrachera y noche de
putas, despertaba imaginando que estaba en los brazos de Melisa, pero me
consolaba saber que ahora ella estaba muerta y que yo pronto también lo
estaría, que toda esta vida se había convertido en una ficción a la cual
pertenecía solo por obligación.

Mientras pensaba así me percaté de que finalmente había llegado a las


orillas de la ciudad. Mi celular sonaba, pero lo ignoraba porque así lo quería.
No sentía deseos de hablar con nadie. Recién había comenzado a atardecer y
me preguntaba qué podría hacer para matar el resto del día. Podría ir a Diablo
Santo y embriagarme como tantas veces, pero al regresar todo se complicaría.
El suicidio de Virgil había arruinado mis planes, ¡qué fastidio! Al fin y al
cabo, había salido a despejarme un poco, y lo había conseguido. Solo restaba
averiguar quién me estaba llamando. Saqué el celular y vi que era mamá, ¿qué
diablos querría ahora? Ir a casa de mis papás era bastante tedioso desde
cualquier perspectiva. No solo estaba lejos de la ciudad y en un lugar no muy
agradable, sino que el precio del bus era excesivamente caro y, además, había
que tomar un tren ligero; también muy caro, por cierto. ¿Qué hacer?

Seguramente querrían que fuera, creo que era una especie de reunión
familiar por el cumpleaños de los abuelos. ¡Qué tontería! Si hay algo que no
soporto, además de respirar, son los cumpleaños. Pero me alegran en cierto
modo, pues significan un paso más hacia la única verdad: la muerte. Bien,
tendría que regresar a mi departamento y prepararme para ir. Dejaría a Virgil
en mi cama y me aseguraría de que hubiese escrito esa nota de suicidio que me
libraba de toda culpa. El punto era saber en cuánto tiempo encontraría alguien
su cadáver, en caso de que lo hiciese. No podía llamar a la policía o a la
ambulancia, pues irremediablemente sospecharían de un asesinato. Había sido
un imbécil al dejar que ella se matara en mi departamento, pero ¿qué más
podía hacer? No tuve elección, aunque ahora sí que debía hacerlo. Elegir…,
nunca existió algo más difícil para mí. Me propuse entonces a regresar a casa,
pero algo me detuvo. O, mejor dicho, alguien, y era una niña, ¡era Jicari!

–Hola, ¿qué haces por aquí? –pregunté sin mucho ánimo de conversar.

–Hola, pero ¡si eres tú! –contestó como asustada de encontrarme


precisamente ahí.

–Sí, soy yo. Pero dime ¿qué estás haciendo en esta parte de la ciudad?

–Nada. Bueno, escapando un poco.

–¿Escapando? De nuevo tu padrastro…

–No, él se fue. Hace semanas que no vuelve a casa. Momi está muy
triste por eso, creo –exclamó mirándome con tristeza.

–Entiendo.

–Sí, y hoy hizo cosas muy desagradables… Al menos para mí.

–Ah, ¿sí? ¿Qué fue exactamente lo que hizo?

Jicari desvió la mirada hacia el piso mugroso de aquella calle apestosa.


Nos hallábamos en los extremos de la ciudad, donde la pobreza era extrema y
la delincuencia imperante. Precisamente al otro extremo se hallaba el pasaje
boscoso donde tanto me gustaba ir a reflexionar durante mis paseos nocturnos.
Pero mientras que aquella parte estaba infestada de árboles y medianamente
limpia en comparación con la ciudad, esta se estaba pudriendo. Una reflejaba
la lucha de la naturaleza por subsistir ante la industrialización y la otra
denotaba los efectos de una sociedad capitalista y putrefacta. Como sea, ya
había yo estado en ambas y ninguna me sentaba mal. Ahora, tras haber en
teoría ocasionado el suicidio de Virgil, creía conveniente venir a esta parte de
suciedad y miseria para sentirme en compañía. Lo que no esperaba era
encontrar a Jicari aquí, llorando y al borde del colapso. Debía averiguar por
qué actuaba así a cualquier precio.

–Vamos, cuéntame más. Sabes que somos amigos y tú lo necesitas. Si lo


dices, puede que te ayude a superarlo.

–Está bien. Al fin y al cabo, ya te he contado casi todo –farfulló con la


voz muy temerosa al tiempo que se levantaba.

Era fácil ver que aquello la había trastornado. Pero ¿qué podría ser?
Jicari había presenciado casi de todo en aquella familia del demonio.

–Es momi –comenzó mientras se frotaba las manos–. Ya te he contado lo


que hace, lo que le gusta comer… Bueno, pues hoy la vi. Parecerá extraño,
pero en esta ocasión el impacto fue más atroz que otras veces. No sé por qué
me afectó tanto, quizá porque momi llevaba ya sin comer dos semanas. La
verdad es que no tenemos dinero, y ella hace lo que sea para conseguirlo. No
obstante, los clientes son cada vez más finos. Y, además…

–¿Además qué?

–Se esparció un rumor infame.

–¿Cuál?

–Dicen que momi está infectada.

–¿De qué?

–De sida.

–¡Ah, eso! –expresé un tanto turbado.

–Creo que ya tenía otras enfermedades, pero esta es diferente. Por lo que
sé, es casi mortal. Y, como momi no se alimenta adecuadamente, ya están
empezando los síntomas. Puede que también tenga cáncer, pues algunas
manchas raras y de color café han aparecido en todo su cuerpo, especialmente
en sus brazos y piernas. Ella no lo admite, pero la he visto revisándose la
vagina y los senos, y creo que tiene algunas bolitas. No me sorprendería, la
verdad.

–Y ¿por qué no?

–Porque momi coge con muchos hombres, y casi siempre sin protección.

Sí, Akriza tenía relaciones íntimas con infinidad de hombres, pero


conmigo se había portado tan diferente. De hecho, nuestra conversación había
sido tan extraña, como si en mí atisbara a otro ser, uno más sublime del
miserable en el que me había convertido la existencia.

–Bueno, pero aún hay manera de controlar sus malestares.

–Ella no quiere. Se ha vuelto loca, o eso creo. No come y solo quiere


estar dormida. Lo peor de todo es que… le ha dado por hacer cosas
repugnantes.

–¿Las que me contaste?

–Sí, pero ahora es peor. Ayer por la tarde momi regresó sin un centavo.
Tras saber de su enfermedad, los clientes que antes la solicitaban con
vehemencia ahora la rechazan. La última vez que la acompañé vi como la
pateaban, le escupían y le gritaban cosas desagradables: “maldita puta sidosa,
vete a tu tumba con tu porquería de aborto”, “ya no nos sirves así, tu panocha
está maldita y putrefacta”, “que el diablo se lleve a una golfa como tú, perra
del mal, puta infectada”, entre muchas otras. Ahora todos la corren y se
sienten con el derecho de humillarla. Incluso en la iglesia no la quieren, pues
dicen que es una mala mujer y que “el diablo vive en su vagina”. Yo sé que
todo eso tiene trastornada a momi, pero ella no lo admite. Pretende ser fuerte y
lo poco que saca de las limosnas lo invierte en mi alimentación, aunque es
insuficiente. Pero bueno, lo que verdaderamente me horroriza es que ayer, al
volver de la calle con moretones y sangre escurriendo de la boca, se tiró en el
sofá y se metió un polvo blanco por la nariz. Luego, se encerró en el baño y yo
miré todo por una rendija.

–Y ¿qué fue lo que miraste?

–Todo… Momi comenzó a defecar y reía de un modo delirante. Vi cómo


introducía la cabeza en el excusado y tragaba su propia mierda. Pero aquello
no se quedó ahí, sino que se metió los dedos en la vagina y luego en el ano,
para lamérselos y provocarse el vómito. Y, cosa que jamás imaginé, se tragó su
propio vómito mezclado con su propia mierda, ambos directamente de la taza.
También vi cómo sacaba una bolsa negra que traía de la calle y la olfateaba
con gusto. Al revelar su contenido vi que eran papeles usados de baño, todos
batidos de excremento. Momi los saboreaba con un gusto tremendo, como si
se tratase de un manjar. Incluso eso le proporcionaba orgasmos, pues, mientras
lo hacía, se masturbaba y se venía abundantemente. Y, entre más batidos
estaban o más líquida era la consistencia, mayor placer experimentaba. Los
lamió todos hasta que no quedó nada, tras lo cual comenzó a comerse los
restos del papel, siempre y cuando tuvieran mierda. Finalmente, se provocó el
vómito otras tres veces seguidas, esta vez sobre el suelo del baño. Terminó
lamiéndolo todo y embarrándose el cuerpo de esa mezcla ignominiosa. Lo que
me trastornó de verdad fue ver que momi lo hacía más por gusto que por
necesidad, pues no dejó de reír en todo el acto, y en su rostro noté una
sensación de sincera y plena satisfacción. Por suerte, ella no me vio, y, luego
de que terminó, decidí salirme. Así fue como caminé sin saber hacia dónde y
llegué aquí.

–Comprendo, parece ser grave –dije, pensando en aquel destello de


fantasía en donde yo había hecho algo similar con Selen Blue. Por suerte,
aquello no había sido sino un sueño, aunque se había sentido muy real.

–Supongo que sí. No sé qué hacer, me siento tan mal que podría
matarme en estos momentos.

–¿De verdad? Pero ¡si eres solo una niña! ¿Cómo es posible que quieras
morir?

–No importa, solo lo deseo. Tú me ayudaste a ver la verdad, ¿no


recuerdas? Cuando platicábamos todos los días en el pasillo. Tú regresabas del
trabajo y yo me encontraba sola y triste, leyendo o jugando con mi muñeca (y
me la enseñó). Entonces conversábamos y todo era genial. Me gustaba
escucharte hablando acerca de tu odio hacia la humanidad y del absurdo de la
existencia. Supongo que no tiene caso decirlo, pero lo haré: me hubiese
gustado haber tenido un papá como tú.

–¡Ah, bueno! Pues yo…

Pero no supe qué decir. Creo que lo esperaba todo menos eso. Incluso
hacerme a la idea de que Jicari estaba enamorada de mí no me hubiese tomado
tanto por sorpresa, pero esto… ¡Era una locura! Solo contemplar a aquella
niña indefensa y trastornada, con una madre come caca de la que yo había
quedado prendado me pareció sumamente interesante. La idea de ser padre
nunca cruzó por mi cabeza, estaba en contra de la humanidad y de su
reproducción, entonces ¿por qué querría ser padre? Precisamente odiaba a mi
padre por haberme dado la vida, al menos físicamente. ¿No debía todo hijo
hacer lo mismo?

–Pero, si yo fuera tu padre, ¿no me odiarías por eso?

–¿Odiarte dices?

–Sí, pues, al fin y al cabo, yo sería el causante de todo tu sufrimiento.

–Nunca lo había pensado. Supongo que tú odias al tuyo.

–Quizá, pero eso es solo una tontería. ¿Recuerdas cuando te hable de lo


absurdo que era querer a los padres, a la familia? Las personas se sienten
forzadas a sentir algo, pero, en realidad, no tienen por qué. Detestar a tus
padres es algo bueno, es un símbolo del hartazgo que experimentas al existir.
Te apuesto que, en el fondo, la mayoría los repugna, pero no lo admiten
porque sería incorrecto en esta farsa llamada sociedad. Aunque es natural si
tomamos en cuenta que todo este mundo es absurdo y execrable.

–Sí, en esa ocasión diste un discurso similar. Y, a decir verdad, creo que
te apoyo en gran medida. Tal vez por eso siento afecto hacia ti, porque
realmente no somos nada.

–Bueno, somos amigos.

–Es extraño que alguien como tú lo diga. No pareces un tipo que tenga
amigos.

–Bueno, la verdad es que no los tengo. Soy solitario, y así estoy bien.
Siempre que conozco a alguien me parece que esa persona es estúpida, y casi
nunca me equivoco. Por eso prefiero mantenerse solo, para evitarme tonterías.
Sabes, no hay muchas personas en las que se pueda confiar, porque
naturalmente el humano buscará siempre el beneficio propio sin importar a
quién o qué dañe o sacrifique para conseguirlo. Pero así son los humanos:
seres repugnantes.

–Y tú ¿te consideras humano?

–Por desgracia, debo serlo. Pero, si tan solo hubiera un modo de escapar
de mí mismo, de evolucionar… Porque yo, yo merecería…

Y conforme hablaba los ojos de aquella niña inocente y pringosa se


abrían cada vez más, como si presintiese lo que estaba a punto de espetar.

–Porque yo… ¡Yo merecería ser un dios!

–¡Lo sabía! –vociferó ella abriendo aún más sus ojos.

–¿Qué dices?

–Sí, sabía que dirías eso. Momi me lo dijo, ella lo sabe también.

–¿Qué dices? ¿Tu mamá cree que yo merecería ser un dios?

–No lo cree, lo sabe a la perfección. Ella me lo contó una vez.

–Pero ¿cómo? ¿Por qué?

–No lo sé. Solo me dijo que parecías amable, y que seguramente


tratarías de ayudarla, pero que ella no lo aceptaría, pues tú eras muy superior
para tratar con nosotros. Dijo que en tu interior llevabas la marca de la
dualidad, aunque no comprendí a qué se refería específicamente, pero ahora
creo comprenderlo mejor. Ella, según me parece, te ama desde el primer día en
que te vio, pues siempre que te encontrábamos se ponía rara. Pero de alguna
manera se sentía humillada ante ti. Me dijo que tú también hacías cosas
repugnantes, que ibas con mujerzuelas y te embriagabas, pero que esa no era
tu verdadera naturaleza, que solo lo hacías porque estabas aburrido y harto de
existir. Me explicó que, al no encontrar sentido en nada y descubrir que todo
este mundo era una mentira, habías decidido suicidarte. No obstante, aún no
podías lograrlo, pues no era el tiempo indicado. En cambio, te entregabas a
toda clase de crápula y vicios para compensar el sinsentido que imperaba en tu
percepción. Para alguien como tú no quedaba ya nada en este mundo, y por
eso temía que sintieras lo mismo por ella, pues solo los llevaría a un absurdo
más. Además, el destino de ambos era incierto y estaba corrompido por la
miseria humana, lo cual complicaría demasiado su amor. Por supuesto, ella
jamás usó los términos relacionados al amor, pero yo lo supe por su manera de
expresarse y por ese brillo tan peculiar que nunca había visto reflejado en sus
preciosos ojos. Sé que te mira de un modo especial, y que le hubiera encantado
haberte conocido antes, mucho antes, pues hubieran sido felices. Y, si eso
hubiese ocurrido, yo no hubiera existido, y así hubiese sido mejor.

–Entonces ¿también te tortura tu existencia?

–Puede ser. Soy solo una niña, pero hay demasiadas cosas en este mundo
que me disgustan.

–Ya somos dos.

–Dime algo, y quiero que seas muy sincero. Si realmente existiese algo
divino tras la muerte, ¿cuáles serían las tres preguntas que le harías?

XL

Pensé durante un buen rato, mientras Jicari masticaba un trozo de pan rancio
que había recogido del basurero. Tenía la dentadura más podrida de lo que
hubiera imaginado. Y su rostro realmente parecía más el de un simio que el de
un humano. ¿De dónde habrá heredado tan repugnantes rasgos? Akriza no se
parecía nada a ella, era muy hermosa con sus cabellos y sus ojos negros.
Seguramente su padre era el culpable de su fealdad, pobre criatura. No
solamente era pobre y miserable, sino que, encima de eso, tenía una de las
caras más horribles que se pudieran imaginar. Sin embargo, era, en el fondo,
una buena persona. Pese a ser una niña aún, comprendía demasiadas cosas que
el resto de los humanos no podrían siquiera atisbar en toda su vida. Pensé que
no podía ser de otra manera, que Jicari estaba tan condenada como yo a la
desesperación de existir.

–¿Ya las tienes?

–No, aún no.

Esperó más tiempo y luego comenzó a mostrarse desesperada. Lo que


más me fastidiaba era la repugnante forma de masticar que tenía, con la boca
abierta y haciendo ruidos raros. Además, el hocico le apestaba a perro muerto.
Pensé que también ella debía tragar mierda por tan pestilente hedor.

–Y tú ¿tienes ya tus preguntas? –cuestioné intentando ganar tiempo.

–No, yo no voy a responder esa pregunta.

–Entonces creo que ya las tengo.

–Bien, dímelas.

–La verdad no sé si estén bien planteadas, pero serían más o menos algo
así: ¿Quién o qué decidió acerca de mi existencia? ¿Cómo podría eliminar mi
existencia? y ¿es posible existir de otro modo más allá de mi esencia?

Jicari parecía no comprender, pero terminó por romper su silencio.

–Son preguntas bastante egoístas, ¿no crees?

–Sí, pero ese es el punto. No me interesa la humanidad ni este mundo,


tampoco lo que pueda pasarle a los demás después de haber muerto. No creo
en esas tonterías de la unidad y que todos formaremos parte de un todo luego
de esta vida, ¡solo son ensueños de mentes incapaces de razonar por ellos
mismos! Y, si así fuese, entonces ¡qué desgracia! Preferiría la nada antes que
formar parte de un todo con la humanidad.

–Siempre dices cosas que me confunden, ¡je, je! Por eso me caes bien.
No hay muchos humanos como tú, la mayoría jamás pensaría esto en toda su
existencia.

–Eso es normal porque a las personas se les programa desde que nacen
para no cuestionar, no pensar y no ser ellas mismas. La ausencia de
individualización lleva a una absurda y estúpida identificación mediocre con
las metas de una sociedad decadente. La mayor parte del mundo solo se
preocupa por trabajar y cumplir con los requisitos básicos dentro de lo que
consideran vivir, pero eso es asqueroso. Todo lo que sus mentes piden es
entretenimiento, dinero y sexo. Quizá yo no he sido diferente, pero eso es lo
que me tortura. ¡Ya no quiero seguir! ¡Me rehúso! ¡Odio existir!

–¿Cómo es eso de odiar la existencia misma?

–Bueno, detesto ser yo. No soporto pertenecer a la humanidad, y


también estoy harto de este mundo. Lo único que ahora espero es la muerte. Sé
que hago cosas que se podrían considerar atroces y malvadas de acuerdo con
los principios sociales que nos rigen, y que no son sino mentiras, pero eso lo
hago porque estoy aburrido. Sí, ¡aburrido de existir! Ya no me importa nada,
de verdad. No me interesa leer, ver, escuchar, aprender o hacer algo en
absoluto; todo lo que quiero es la muerte. La vida se ha tornado tan insufrible
que me he visto forzado a depositar mis esperanzas en el suicidio. Porque, a
decir verdad, esperaría que ocurriese algo más interesante después de esta
absurda y miserable existencia. No tendría caso seguir adelante, intentar luchar
por algo, querer cambiar al mundo y todas esas tonterías que antes creía. Sí,
antes quería hacer cosas de ese estilo. Toda mi existencia se ha convertido en
una patética farsa, en una novela tan absurda como inicua. No deseo seguir,
pero tampoco he hallado el modo de matarme, aunque lo pienso
constantemente. De hecho, y de modo extraño, la idea del suicidio me ha
ayudado a seguir vivo. Pienso en lo hermoso que debe ser matarse, en lo
efímero y exquisito de ese escueto momento en el que, finalmente, abandonaré
esta existencia insensata y ruin.

–Ya veo. Entonces, de una u otra forma, podría decirse que aún no
quieres morir, puesto que puedes quitarte la vida, pero no lo haces.

–Podría decirse, y eso es extraño. No sé cómo explicarlo, es solo que


verdaderamente ya no quiero hacer nada. Me molesta realizar incluso la acción
más insignificante, como tener que lavarme los dientes o tomar agua. Me
molesta salir y ver a toda esa gente con sus estúpidos rostros y sus absurdas
vidas, sin percatarse de su propia miseria ni cuestionarse nada. También estoy
harto del mundo, de los gobiernos, las religiones y todo en general. Estoy
asqueado del modo en que la humanidad ha existido. Es una tontería creer que
el mundo cambiará, que todo mejorará… Nada más falso, nada más
irrelevante. Este mundo se pudrirá hasta que llegue su fin, pues el mayor
enemigo es el humano mismo. Mientras no exterminemos a la raza humana
todo seguirá inevitablemente mal. Incluso, si se comenzase desde cero,
mientras exista un solo ser humano, ese nuevo mundo estará destinado al
fracaso. La humanidad no tiene ninguna cualidad, atributo o habilidad
deseable y por la que valga la pena vivir. Es conveniente extirparla desde la
raíz, destruir todo lo que tenga que ver con ello. Si pudiera, mataría a todos los
humanos, y luego me suicidaría para poner fin a esta estupidez de existencia
nauseabunda. Ese sería mi sueño, por extraño que parezca.

–No es extraño, tal vez esa es la verdad que muchos se niegan a aceptar.
Todos se aferran a la vida, pero nunca se preguntan si la vida hace lo mismo.

–Bueno, si la vida de un humano fuese realmente tan valiosa como se


cree, entonces no debería de existir la muerte. Pero es obvio que no es así, y
que la muerte es la única justicia que existe en este mundo, y tal vez más allá
de él también. La muerte le da sentido a todo, y a la vez se lo quita. Si tan solo
supiéramos lo que hay después de ella, entonces podríamos establecer un
sentido de la existencia. Y, aunque fuera cierto que la vida como tal no tiene
sentido, sino que tú mismo se lo das, ni siquiera eso es completamente seguro.
De hecho, eso es lo más patético de la humanidad, ¡que no hay nada seguro!
Así es, Jicari, todo este mundo es un absurdo porque no sabemos de dónde
venimos ni hacia dónde vamos. ¿Puede concebirse algo más ilógico que eso,
que una raza de humanos adoradores de seres invisibles, organizados en
sociedades funestas, gobernados por gente aún más asquerosa que ellos
mismos y aniquiladores de las pocas cosas hermosas de la naturaleza? Y
resulta aún más absurdo cuando te percatas de que estos seres llamados
humanos creen merecer la vida, e incluso pregonan estupideces como “yo amo
la vida”, “ama a tu prójimo, porque eso enseñó dios”, “la vida es para
disfrutarse”, entre otras. ¡Vaya blasfemia! Sé que la mayor parte de la
humanidad es una imbécil, y que me odiarían si dijese esto en sus caras, pero
algo me dice que no estoy tan equivocado. Naturalmente, las personas han
sido adoctrinadas para querer vivir, y creen merecer cualquier clase de
beneficio, pero no hay nada que indique que esto deba ser así. Salvo las
absurdas reglas de esta absurda humanidad, nada evita que puedas matar a tu
prójimo o que puedas robar y cometer cualquier acto tachado de incorrecto. La
moral de la sociedad es un asco, porque en el fondo es mera hipocresía y
mentira. Si realmente la moral existiera, entonces no habría sacerdotes que
violaran niños, no se cometería ningún crimen, no se violarían ni se matarían
mujeres, no existirían cárceles ni penas de muerte. No habría, en resumen,
ningún mal. Pero esto no es así, y la idea de la moral, como tantas otras
estupideces, no es sino otro invento de esos locos imbéciles adoradores de un
supuesto ser supremo en los cielos. Me refiero, desde luego, a la religión y
todo lo que de ella se desprenda. En fin, creo que está de más, ya bastante te
he hablado acerca de esos impostores. Solo recuerda una cosa: debes odiar con
todo tu ser a los gobiernos, los políticos, las religiones, las iglesias, los actores,
los deportistas, los cantantes y demás que se le parezca. ¿Sabes por qué?
¡Porque todos son parte de un mismo sistema, de una misma corrupción, de un
mismo orden! Para que este mundo cambie se tendría que matar a todos los
religiosos y todos los políticos, pero, antes de ellos, a quienes realmente
gobiernan y mandan, a los verdaderos jefes, a los que se parapetan en las
sombras y manejan como títeres a presidentes y gobiernos. Entonces, y solo
entonces, el mundo cambiaría; de otro modo, no.

–Todo eso parece muy interesante, Lehnik. Pero ¿tú crees que algún día
pasará? Tú mismo has dicho que vas a matarte porque este mundo no es como
tú lo deseas.

–No, nunca pasará. Los humanos son demasiado necios para


vislumbrarlo. Ese es también el problema, que todo en este mundo se ha
convertido en una mentira. Y eso se debe a que la ambición del humano no
tiene límites. El humano siempre querrá más y más solo para él. Por eso en
este mundo existen la miseria, la pobreza, la hambruna, las guerras, la
injusticia y demás, porque así es como el humano lo ha querido, como más le
conviene. Tan simple como esto: si no hubiera gente enferma, las grandes
farmacéuticas quebrarían, por lo tanto, es evidente que les conviene, pues, ya
sabes… Y el mismo principio se aplica para todo lo demás. Este mundo es un
complot, donde el que más dinero tiene siempre saldrá ganando. Pero así es la
humanidad: solo una raza de monos repugnantes que nunca debieron haber
existido. Y sí, ese es también mi problema: yo no puedo vivir en un mundo
así. Sé bien que me he corrompido, que he hecho cosas ignominiosas, pero…,
si tan solo… ¡Si tan solo tuviera otra opción! Yo solo quisiera un mundo a mi
medida, ¡un mundo perfecto! Uno donde todos tuviéramos lo mismo, donde la
lucha que se realizara diariamente tuviera algún sentido, donde existiera
realmente la libertad. Un mundo donde no existiera dios, ni nadie que quisiera
jugar a ser él, sería ideal. Pero eso es imposible y, en todo caso, si tuviese que
existir un dios o algo parecido en ese mundo… ¡Yo debería serlo! Sí, eso es,
¡yo merezco ser un dios!

–Es tal y como momi dijo, ella sabía que tú dirías eso.

–Pero no hay forma, no se lo conté.

–Bueno, ella lo supuso. A mí me gustaría que fueses un dios. Aunque, a


decir verdad, me gustaría más que pudieras crear ese mundo.

–Ese es el problema, que no sé cómo crear ese mundo perfecto. No


tengo el poder, no soy un dios. Pero quizá cuando muera lo sea, y entonces
podré crear un mundo a mi medida. Te prometo que, si eso ocurre, serás la
primera persona que vivirá en ese nuevo mundo.

–Eso sería bonito, en verdad te lo agradezco. Solo soy una niña, pero te
entiendo. Sé de tu sufrimiento, y sé que has hecho cosas que socialmente se
consideran incorrectas, pero ¡que se vaya al diablo la sociedad!

–Sí, así es. Sé que yo podría ser sublime, que podría purificarme, que
podría ser un dios, pero no tiene caso serlo en este mundo infestado de gente
absurda y estúpida. Porque ellos jamás lo entenderían…

–Entonces esa es la dualidad, ahora lo entiendo. Momi dijo que tú


llevabas la marca de la dualidad: un ser que puede ser bueno o malo al mismo
tiempo, y que, de hecho, necesita de ambas facetas. Es más, que ha logrado el
equilibrio entre ambas fuerzas en su interior, y que no necesariamente lo
demuestra, sino que solo lo siente.

–¿Momi te dijo eso?

–Bueno, algo así entendí yo.

–Sí, tal vez. Pero ahora incluso eso es irrelevante, indiferente en


absoluto. Ahora solo espero morir, y una vez muerto ver qué pasa. Pero la
verdad es que no quisiera regresar a este mundo jamás, ¡esa idea me aterra! Si
no puedo crear un mundo a mi modo, entonces prefiero no volver a existir
jamás, convertirme en nada, diluir mi existencia en el vacío…

Jicari se calló y yo también. Ambos caminábamos a la orilla de un


pequeño riachuelo que había en esa orilla de la ciudad. Ciertamente, era un
lugar que me gustaba visitar, porque demasiadas personas iban a poner fin a
sus días ahí. Todos aquellos en condiciones de extrema pobreza, con deudas
que jamás podrían pagar, con hijos que jamás podrían mantener, sin un hogar,
etc. En resumen, toda la gente más miserable iba a suicidarse en aquel río,
cuyo color había tomado un tono bastante oscuro. Algunos decían que se debía
a toda la basura que se arrojaba diariamente, pero otros eran más enigmáticos
y decían que ese era el tono que adquiría el agua tras la gran cantidad de
muertos que yacían en el fondo. Sea como fuese, lo cierto es que, mientras
unos reían y se embriagaban en la gran ciudad (entre ellos yo), otros se
mataban al no poder sobrevivir ni un día más en aquellas circunstancias
aberrantes. No obstante, había personas cuyos lujos rayaban en lo excesivo,
dueñas de bancos, empresarios, políticos, deportistas, cantantes, actores que
ganaban millones, mientras infinidad de gente ni siquiera tenía que comer.
Pero esto ya lo había aceptado desde hace tiempo.

Quizás en este mundo era normal que un futbolista, por ejemplo, que se
dedicaba a patear un balón para que un conjunto de idiotas lo alabaran, en
verdad merecía ganar cantidades tan exorbitantes de dinero y tener todos esos
lujos. Era normal también que los gobiernos fuesen siempre corruptos y que se
robaran gran parte de los impuestos que el pueblo pagaba en lugar de
invertirlos en obras que ayudasen a la comunidad. Era normal que el sistema
educativo fuese una basura, que solo se enseñase a repetir y memorizar sin
razonar. Era normal que Estados Unidos siempre buscara robarse el petróleo
de todos los países, que organizara guerras y que hiciera lo que le viniera en
gana sin que la ONU u otras organizaciones inútiles le pusieran un alto. Sí, era
normal que alguien que cantaba estupideces paseara en carros lujosos y usara
cadenas de oro. O que alguien que actuaba en Hollywood fuese admirado e
igualmente premiado con millones. Pero todo en este mundo era absurdo,
injusto y ridículo. El único que no parecía percatarse de lo absurdo y estúpido
que era su mundo era el humano mismo. Me preguntaba, a veces, durante las
noches, la cantidad de personas que estarían siendo violadas, asesinadas,
drogadas, martirizadas mientras yo podía beberme un café y dormir con
aparente paz. Por suerte, el alcohol, las putas y demás repugnantes cosas me
hacían olvidar, por unos instantes, lo miserable que era vivir en este mundo. Y
esa era la diferencia, que yo, aunque fuese vil y estuviese corrompido, ya no
podía olvidar lo absurdo que era el mundo. Siempre volvía a mi cabeza todo lo
que odiaba en mí y en el exterior, pero sabía que yo, un simple mortal, no
podía hacer absolutamente nada para cambiarlo. Y eso, con el tiempo, me
llevó a la indiferencia absoluta, a solo esperar mi muerte y nada más.

Mientras caminábamos vimos a varias personas en condiciones de


extrema miseria. Algunos incluso se nos acercaron con el objetivo de pedirnos
un poco de dinero. Repartí las monedas que traía en mis bolsillos hasta que ya
no quedó nada. Era algo que solía hacer en días ordinarios, siempre daba
dinero a los que pedían en el metro o así. Aunque, curiosamente, solo me
sentía con el ánimo de dárselo a ellos. Si mi familia o alguien más me lo
pidiese, seguramente no se lo daría. Preferiría en todo caso gastármelo en
putas o borrachera, o a ver en qué. Al ver a esas personas no pude evitar
sentirme un tanto abatido, pues rememoré todas esas noches de ebriedad
donde había despilfarrado dinero. ¿No era eso también injusto y absurdo? ¿No
era yo también un miserable? Sí, ¡claro que lo era! ¡Y lo sabía muy bien! Me
odiaba por eso y por muchas cosas más. Pero esas personas no lo sabían, era
solo un dolor interno. Ellas se pudrían en su propia mierda, misma que comían
y degustaban. Nadie les daba empleo y estaban tan marginados que muchos
eran esclavos en fábricas donde eran explotados y se les pagaba mal. Los
ancianos eran los que más recurrían al suicidio, pues se consideraban una
carga para las familias ya abatidas por no poder mantener a los más pequeños.
Y, aquellos que no lo hacían, pasaban sus días tirados en el suelo, o iban a
pedir limosna a la ciudad.

¡Qué locura! Todo era tan extraño. El mundo era ilógico, pero, aun así,
no se detenía. Yo era parte de esta barbaridad, era parte de lo que estaba mal.
Y, al mismo tiempo, quería ser un dios. Si yo pudiese crear un mundo a mi
medida, entonces cambiaría y abandonaría toda la miseria a la que recurría
para desaburrirme. Pero no, eso era una mera quimera. Yo jamás sería un dios,
y este mundo nunca sería mínimamente parecido al que yo podría crear.
Entonces ¿qué hacer? ¿Qué cambiar? ¿Para qué? ¿Serviría de algo? ¡No, de
nada! Mejor que este mundo se fuera al demonio, y yo con él. Algo era
contradictorio en mí, quizá todo. Por una parte, pensaba que en el mundo no
podía haber tanta miseria. Pero, por otra, sabía que nada podía hacer para
cambiarlo. Era como esas ocasiones en las que las personas decían que lo
único que uno podía hacer era divertirse y concentrarse en ser feliz.

Bueno, no precisamente era que quisiera serlo, pues jamás podría ser
feliz en un mundo y una existencia tales. No obstante, beber y recurrir a las
putas sí que podía hacerme olvidar mi propia náusea y la que reinaba en el
mundo. ¿No era ese el punto? ¿No era eso lo mismo que hacía todo el mundo?
¿Solo engañarse? ¡No, un momento…! Yo no podía, no debía… ¡No debía ser
como era todo el mundo! Entonces ¿me estaba equivocando? ¿Era este el
único camino que restaba para un solitario y deprimido ser como yo?
Sencillamente sabía una cosa: no quería hacer ya nada en esta existencia, me
negaba a todo.

Era ilógico, ¡nadie podía ayudarme! Y nadie podía puesto que había
decidido que me mataría, y nada podría evitarlo. Nada que no fuera un cambio
en el mundo, pero uno absoluto. Todo estaba tan contaminado, era tan
frustrante habitar en esta sociedad de imbéciles. Y, al fin y al cabo, todo se
reducía al dinero, el sexo y el poder. Más allá de eso ¿qué había? Los humanos
solo vivían y luchaban para adquirir coches, casas y viajes. Sus vidas no tenían
ningún sentido. Es así como paulatinamente fui tolerando menos cosas, hasta
que me harté por completo de todo. Miraba a las personas con asco, sabiendo
lo torpes que eran y la simpleza en que transcurrían sus miserables existencias.
Nacer, crecer, reproducirse, morir… La misma vieja fórmula de siempre. ¿No
habría algo más por lo que valiera la pena vivir, luchar y morir? ¿Qué hacía de
este lugar algo interesante? ¿Por qué se aferraban tanto los humanos a
permanecer aquí? Era absurdo.

Y mirar a todos aquellos seres en condiciones tan infames solo confirmó


lo que pensaba: que este mundo humano es un lugar horrible para existir. Algo
extraño era que hacía ya demasiado tiempo que no lloraba, hasta ahora lo
reflexionaba. Creo que cuando estuve con Melisa lloré con frecuencia, pero
ahora ya no lo hacía más. Nada podía ya afectarme al punto de derramar una
sola lágrima. ¿Sería ese el resultado de la indiferencia absoluta? Tal vez
lloraría solamente el día de mi suicidio. Sí, ese sería un buen momento para
hacer todo lo que jamás pude en los inútiles días de mi desabrida existencia.
Como sea, el mundo seguiría inmutable ante mi muerte. Muchas generaciones
más de humanos vendrían y morirían, se cometerían más injusticias, más
mujeres serían violadas, más niños serían secuestrados, más órganos serían
vendidos, más droga sería distribuida, más guerras serían desatadas, más
dinero sería codiciado, más poder sería anhelado, más enfermedades serían
creadas, más bombas serían explotadas, más y más cosas absurdas
continuarían ocurriendo. Pero yo, esta consciencia y este ser que conocía
como yo, ya no estarían aquí.

XLI

Posiblemente, pensé con cierto horror, eso era lo único hermoso que había en
la vida: el saber lo malditamente temporal que era la estancia en este mundo y
lo mucho que me desagradaba. Quizás el simple hecho de odiar mi existencia
era ya darle demasiada importancia a todo. Pero ¿qué hacer? No podía
simplemente dejar de pensar en tantas cosas que me atormentaban
diariamente. ¿Cómo escapar de mí mismo y de la humanidad? ¿A dónde ir?
Estaba cansado de crear mundos en mi cabeza a los cuáles iba para refugiarme
en mis sueños. ¡Oh, no cabía la menor duda! El mundo era un lugar espantoso,
y la humanidad había hecho de su existencia la cosa más miserable y absurda
que se pudiese imaginar… Pero, aun así, ese mundo y esa humanidad
seguirían, por alguna razón incomprensible, y yo no. Así es, yo moriría sin
importar que me suicidase o esperase a que llegara por alguna causa mi
muerte. Yo no permanecería, nada lo haría. Pero tomaría algún tiempo para
que todos lo comprendieran, para que entendieran que lo mejor que podíamos
hacer era matarnos, y entregarnos al magnánimo y divino abrazo del destino,
el de la muerte.

–¿En qué tanto piensas, Lehnik? –me preguntó Jicari al notar que no
ponía mucha atención en el escenario que se nos mostraba.

–En nada. Solo pensaba que estas personas… estarían mejor muertas.

–Sí, yo también lo creo.

–Ah ¿sí? ¡Qué rara eres entonces!

–Bueno, tú lo eres también, por eso somos amigos.

–Sí. Pero lo digo porque la mayor parte de la humanidad jamás admitiría


nuestra forma de ver las cosas. Es como si los humanos estuvieran enfermos
de vida, como si buscasen sobrevivir a toda costa, y ¿para qué? Si lo único que
saben hacer es ser miserables, meterse en lo que no les importa y destruir las
pocas cosas bellas de la existencia. Cualquiera diría que matar personas es
malo, que es incorrecto. Pero eso lo diría solamente porque se trata de lo que
le han inculcado como bueno, como aceptable socialmente. Es como el tema
de la homosexualidad y el lesbianismo, se les rechaza porque se nos ha
enseñado que lo correcto es una relación hombre mujer, pero nada indica que
deba ser así más allá de las absurdas reglas de la sociedad humana. Pero, como
decía, cualquiera se negaría a matar gente, aunque no es tan malo. ¿No es
preferible matar a todos aquellos que solo son un estorbo? Por ejemplo, si
matáramos a los ladrones, los violadores y toda la gente que evita que este
mundo sea un lugar pacífico, lo cual también nos obligaría a matar a los
líderes religiosos, políticos y demás, entonces el mundo podría cambiar. Más
aún, si también elimináramos a todas las personas en condiciones de extrema
pobreza y a aquellos que no son productivos, como los ancianos, entonces
todo sería ideal. No tendríamos que preocuparnos por mitigar el problema del
hambre y de la miseria, ni tampoco por cuidar a la gente mayor, que
simplemente se convierte en un estorbo. La idea es dejar vivos solo a aquellos
que verdaderamente puedan hacer algo para hacer de este mundo un lugar
mejor, y acabar con todos aquellos que lo impiden o que se conviertan en un
estorbo. Pero eso solo podría ocurrir en mi mundo perfecto, no en este tan
humano y absurdo.

–Bueno, no tiene caso seguir lamentándose –indicó Jicari sonriendo de


modo anómalo–, lo mejor es actuar.

–¿A qué te refieres? ¿Por qué me miras de ese modo?

–Me refiero a que quizá sea el momento para mí.

–¿El momento? ¿Qué momento?

–De morir…

Debo admitir que aquello no lo esperaba y, por ende, tardé en reaccionar.

–Sabes, vine a este lugar con la intención de arrojarme al agua. Quería


convertirme en un cadáver más que se uniría a los que yacen en el fondo de
esa marea sucia y apestosa.

–Y ¿qué te lo impidió?

–No lo sé. Creí que tal vez había una esperanza, pero ahora veo que no.
Toda mi vida ha sido solo sufrimiento, y, a decir verdad, aunque soy muy
pequeña, ya estoy cansada. Ya no quiero seguir en una vida que no pedí. Como
tú, me siento obligada a hacerlo. ¿No sería mejor que me suicidase ahora
mismo? Es tal y como has dicho, yo solo estorbaría… Yo no podría vivir en tu
mundo perfecto, aunque agradezco que lo hayas considerado, pero solo soy un
ser horrible. Ya no quiero regresar a casa, tampoco me interesa continuar en
este mundo cruel y detestable. Puedo resistir el hambre y la suciedad, pero ya
no encuentro motivos para hacerlo. Antes creía que algún día todo cambiaría,
que momi y yo podríamos llevar una vida tranquila y decente, pero creo que
eso, en el fondo, tampoco me haría feliz.

–Yo… lo lamento.

–Supongo que debo darte las gracias.

–¿Por qué?

–Tú me diste el valor para decidirlo. Incluso ahora no te opones, y eso es


hermoso.

–¿Qué es hermoso?

–Abrirle los ojos a alguien más y mostrarle que la única cosa sublime en
esta vida es la muerte.

–Lo sé. La muerte es algo fantástico, algo que no podría ser de este
mundo. Por eso se trata de la desaparición absoluta, del adiós definitivo.

–Oye, y ¿crees que haya algo que evite que las personas se suiciden?

–Sí, hay algo, pero es muy efímero.

–¿Qué podría ser?

–Lo que se conoce como amor.

–¿Amor? ¿Te refieres a…?

–Bueno, no precisamente al amor que entienden los humanos. Más bien


al que no entienden, ese es el mayor enigma luego de la muerte. Cuando te
enamoras, no lo comprendes, y es doloroso, pero también genial. Podría
decirse que es una locura que te tortura y te gusta a la vez. Sin embargo, solo
dura unos momentos, pues, como todo, también muere.

–Vaya, suena como algo genial. Y tú ¿crees que el amor, lo que sea que
no podemos entender, pueda hacer la existencia de las personas menos
miserable?

–Sí, lo creo y lo sé, porque una vez yo también estuve enamorado…


Hace algún tiempo, poco en realidad, pero ahora me parece como si fuesen
eones, ¡je, je!

–¿Se trata de Melisa?

–Sí, creo que te lo conté.

–Sí, fue una historia trágica por lo que entendí.

–Así es, pero ahora me da lo mismo. Melisa se suicidó, supuestamente


por nuestro amor, y con ello todo quedó sellado. Solo se trata de recuerdos que
busco desechar, de reminiscencias de un poema que se convirtió en un
infierno.

–Según recuerdo, ella te engañó…

–Sí, lo hizo. Pero fue extraño. No sé por qué, pero confiaba en ella de un
modo inverosímil, como si esperase ser dañado por cualquiera, menos por ella.
Ella siempre decía que me protegería de todo, pero, cuando lo pienso, supongo
que nadie me protegía de ella. No solo me engañó, se encargó de hacer trizas
todo lo que habíamos vivido. Hizo pedazos por completo la única cosa
hermosa que ambos teníamos, o al menos yo.

–Era la primera vez que te engañaban, por eso te dolió tanto.

–Sí, lo recuerdas bien. Antes de eso todo había sido perfecto. Y yo


tampoco había hecho nada para lastimarla. Mi error fue pensar que algo así,
algo tan mágico como el amor o el enamoramiento, podría ser suficiente para
evitar por siempre el absurdo de la existencia. Ahora veo que estaba
equivocado, pues realmente solo la muerte puede conseguir tal enmienda.

–Lo sé, por eso estoy aquí. Me ha dado gusto conocerte, siempre te
consideré mi amigo. Solamente soy una niña tonta, que no entiende nada del
mundo, del amor y de la muerte. Sin embargo, lo poco que he logrado
reflexionar me ha orillado a tomar una decisión: que no quiero estar más en
este mundo miserable.

–Es lo que suponía. Pero entonces ¿piensas matarte aquí mismo?

–Sí, no tiene sentido que continúe viviendo. Es una estupidez, solo


prolongaría mi sufrimiento. Debo aceptar que tengo miedo, pero, después de
todo, ¿qué podría perder? Siempre he sido solitaria y tonta, pero ya no quiero
proseguir así. Prefiero poner fin a todo ahora que evadir mi verdad. Nada me
haría más feliz que suicidarme, sería lo mejor que me haya podido pasar en la
vida. ¿No lo crees así? Supongo que sí, pues tú fuiste quien me mostró tal
elucubración.

–Pues, no sé. Supongo que tienes razón.

Lentamente, Jicari se fue alejando de mí, caminando en dirección a la


orilla de aquel canal de agua sucia, donde reinaban la basura y los cadáveres.
Y aquí, en las orillas de la ciudad, todo era desolación, pobreza y hambre. Era
lógico que las personas se matasen, pues eso era mucho más preferible que
soportar una vida tan indigna y miserable. Era algo similar a esos granjeros en
la India que se colgaban debido a las exorbitantes deudas que tenían con
Monsanto. En fin, supongo que estaba bien, pues, ciertamente, ¿a alguien le
importaba esa gente? Es decir, era evidente que, a los gobiernos, las religiones,
los empresarios y demás mierda no le interesaba en lo más mínimo ayudar a
esas personas, pero ¿habría alguien a quien sí?

Lo importante, es más, no era que alguien pudiese estar interesado en


ayudarlos, sino que realmente tuviese el dinero y las posibilidades para
hacerlo. Era obvio que a nadie le importaba, y que todas las organizaciones,
donaciones y demás mentiras no eran sino solo eso: puras falsedades.
Solamente en un mundo tan absurdo como este podía ocurrir que hubiese
futbolistas, actores, políticos, religiosos, empresarios y otros tantos imbéciles
que tuvieran dinero suficiente para vivir mil años, y que, por otro lado, hubiese
personas que darían lo que fuera por un pedazo de pan. Pero así era el mundo
humano, así de repugnante y estúpida era la existencia de los humanos.

Lo único que le quedaba a esa gente era husmear en la basura, aunque


incluso esto les estaba restringido últimamente. Algunas autoridades se habían
percatado del inmenso potencial que tenía la basura y se lo habían acaparado.
Así, esos miserables, cuyo único pecado era haber nacido en la pobreza, se
quedaban sin nada. Se rumoraba también que, en breve, se esparciría alguna
especie de enfermedad para aniquilarlos o, en resumen, solo se les aniquilaría.
Tristemente, pensaba que esto último sería lo más conveniente. Algunos de
ellos parecían entenderlo y se unían al alto número de suicidios. Sí, era lo
mejor morir. De hecho, eso era lo conveniente no solo para ellos, sino para
todo el mundo.

No podríamos cambiar la situación, no se podría realizar un cambio


verdadero si antes no eliminábamos de raíz todo lo que estaba mal. Esto era
indispensable para construir el mundo perfecto, pues, de otro modo, si se
dejaba restos de lo que antes estuvo podrido y se construía sobre ello, lo que se
creería como nuevo no sería sino más de lo mismo, no será sino una faceta
igualmente corrompida de lo que se quería cambiar. En resumen, debería
destruirse por completo a la humanidad y su mundo para que uno nuevo y
perfecto pudiera surgir. Los humanos actuales estaban tan contaminados y eran
tan estúpidos que no podía permitírseles continuar existiendo. Debían ser
eliminados por el bienestar del nuevo orden. Así y solo así es como podría
hacerse un cambio verdadero. De otro modo, cualquier nuevo sistema estaría
destinado al fracaso, tal y como había sido hasta ahora.

Pero mientras pensaba todo esto veía a Jicari caminar hacia la orilla del
canal, algunas veces virando y sonriendo. Sí, aquella niña pringosa que tantas
veces había sido mi compañía regresando del trabajo. Aquel ser que llegó a
entenderme mejor que todos los humanos, con quien podía conversar acerca
de mi odio y repugnancia hacia la humanidad y hacia mí mismo, pues ese ser
estaba a punto de hacer lo que yo tantas veces me había propuesto. No podía
sentirme mal, aunque lo desease con todo mi corazón. De hecho, me sentía
feliz. Sí, estaba feliz de que Jicari se fuese a suicidar. Sabía que era lo mejor, y
ella mejor que nadie también lo había asimilado así.

¿Qué tipo de vida le esperaría? ¿No era lo mejor que se matase de una
buena vez? ¿Para qué vivir? ¿Para qué aferrarse a una existencia tan miserable
y absurda como esta? ¿Para qué seguir el mismo camino de tantos humanos
ciegos y estúpidos quienes adoraban la vida sin la más mínima idea de por qué
vivían? ¡No, no era adecuado seguir! ¡Matarse era lo más espiritual que podía
llevarse a cabo en la vida! El suicidio era algo hermoso, sublime y divino. Era
algo que podía resaltar las cualidades notables en las personas, aunque fuese
por muy poco tiempo y en el ocaso de sus vidas. Por eso sabía que para mí
sería majestuoso. Quién sabe, tal vez mis esperanzas depositadas
absolutamente en la muerte sí podrían, al fin y al cabo, acercarme al mundo
perfecto donde podría convertirme en dios.

Y, cuando menos lo esperé, Jicari se hallaba ya a la orilla, a punto de


lanzarse a la perdición, o, según lo veía yo, a la salvación. Lo último que vi
fue su carita, la cual se asemejaba cada vez más a la de Melisa…, y a la de
todos los que habían muerto y que yo había conocido. Todos esos rostros se
mezclaban en uno y sonreían con la enigmática y sempiterna sonrisa de la
muerte. Era como si se alegraran, como si agradecieran a la muerte por
recogerlos de esta miseria, como si el suicidio fuese en realidad algo
placentero y bonito, y quizás así era… Pero yo no pertenecía a ellos, no aún,
aunque lo deseaba con pasión. ¿Cuántas veces no había querido acabar con mi
vida al regresar, aburrido y asqueado, del trabajo? ¿Cuántas veces no había
tomado la navaja decidido a pasarla por mi garganta o a rasgar mis venas? Y,
sin embargo, seguía vivo. Pero ellos no, ellos habían muerto y jamás
volverían. La mujer que amaba, Melisa, fue la primera que se suicidó y de
cuya muerte sentí satisfacción. No podía sentirme mal, no debía… Todo era
mejor así, todo era bueno y parte del destino. La muerte y el suicidio eran los
poemas que dios nos concedía en la desesperación de la existencia.

Finalmente, Jicari se arrojó, y su vida terminó tan pronto como había


empezado. Una niña inocente y triste, pero también inteligente y valiente
abandonaba el asqueroso mundo humano. Su última mirada se clavó en mí
como una espada, y sentí como si me pulverizara por dentro, tanto que, en un
arranque de no sé qué emociones, intenté detenerla. Bueno, solo lo pensé, pero
no lo realicé. No tendría caso, me dije a mí mismo. Lo mejor era que muriera,
que se arrojara. Y algo en mi interior, aunque pulverizado, sabía que esto era
lo adecuado. El suicidio, cuando iba acompañado de una profunda reflexión,
era un acto de sabiduría más que de cobardía. Cuando una persona se mataba
no por causas absurdas como los problemas cotidianos o de pareja, sino
porque sabía de lo desesperante que era existir, del sinsentido que reinaba en
el mundo, entonces tenía la oportunidad de quitarse la vida y de convertirse en
un dios. Sin embargo, casi nadie se mataba por esto último, y por ello debían
volver una y otra vez.
Entendí, al ver cómo ese pequeño cuerpecito caía en la fangosa y negra
agua de la pestilencia eterna, que lo único espiritual era la muerte. Y tantas
personas simplemente se engañaban buscando la espiritualidad en religiones y
creencias, puesto que para ser espiritual se debía llegar a un muy elevado
grado de desesperación en la vida, y esto era algo que casi nadie
experimentaba, pues siempre había un engaño lo suficientemente sutil como
para olvidar lo miserable que era vivir. La mayoría lo encontraba, y por eso se
casaban, tenían hijos, viajaban, estudiaban, leían, escuchaban música,
practicaban deportes, etc., pues siempre había algo que les hacía pensar que
sus vidas, siempre ridículas y estúpidas, tenían algún sentido. Así, los
humanos se aferraban a falsos ideales implantados por el sistema y creían
como victorias cosas que no eran sino bagatelas.

No significaba nada, por ejemplo, tener un doctorado en ciencias o ser


director de una empresa, tampoco era ningún logro haber leído muchos libros,
tener un cuerpo musculoso, poseer casas, carros, yates y bienes materiales.
Todos los logros de la humanidad eran un juego de niños, solo una ilusión de
superioridad en una raza de tontos. Pero las personas siempre deseaban algo,
ese era el mayor error. Jamás podían permanecer tranquilos, sin querer ser o
tener más que otro, sin aquietar su avaricia o evitar las querellas. No, los
humanos querían siempre más, querían sentirse poderosos y dominar, querían
matar y violar, discutir y demostrar quién era mejor. Pero eso era la naturaleza
humana en su máxima expresión, tan defectuosa y ruin que no podría sino
aborrecer al creador de tan deplorable criatura. Supongo que, de existir, dios se
entretenía viendo cómo este mundo se pudría lentamente.

Aunque, a decir verdad, ¿quién era yo para pensar todo esto? No era
diferente, eso lo entendía a la perfección. Sin embargo, sentía el deseo de abrir
mi corazón y de decirlo, aunque nadie escuchase. Sí, yo me emborrachaba,
pagaba a mujeres por sexo y pasaba la vida sin hacer nada porque nada me
importaba. Todo era temporal, todo cambiaba, todo moría. Y este mundo era la
mayor estupidez que se pudiese haber inventado, plagado de contrariedades,
injusticias, miseria y ambición eterna. Lo mejor era suicidarse, actuar con
valor como Jicari lo había hecho. Si una niña entendió que la muerte era la
única opción, ¿qué evitaba que los humanos lo comprendieran también?
Quizás el adoctrinamiento era demasiado fuerte para ellos, y se aferraban a
una vida sin sentido.

Entonces fue así como vi todo. No despegué mi mirada hasta ver cómo
aquel cuerpecito arruinado se hundía en las negras aguas de la muerte. Creo
que no se resistió, sino que se entregó por completo a la salvación.
Experimenté algunos deseos bruscos por ir y salvarla, pero ¿qué ganaría con
ello? Sería tan absurdo como el deseo de intentar detenerla segundos antes de
aventarse. No, no estaba bien. Debía dejarla morir, esa había sido su voluntad.
Y yo debía entregarme a la consciencia, a esa parte en mí que me indicaba que
debía sentirme feliz ante la muerte, pues, dadas las condiciones actuales del
mundo, no quedaba de otra. De pronto, recordé a Virgil, y cómo ella también
se había quitado la vida hace unas horas, también frente a mis ojos. Dos
suicidios el mismo día, dos vidas salvadas. Y yo, que creía divagar en la
indiferencia absoluta, comprendí que, mientras fuese humano, tendría
sentimientos, por mucho que los reprimiera.

Extrañamente, mientras me dirigía de vuelta a mi hogar, escuché un tenue


sonido parecido al que escuché en el hospital. Era una especie de música árabe
que provenía de algún sitio lejano, casi como de otra dimensión. Sentía como
si entrara directamente a mi cerebro, o como si proviniera de mi interior. No
pude sacármela de encima hasta que entré en el condominio donde vivía. La
señora Dejon estaba como siempre, sentada en una vieja silla, tejiendo y
fumando. Al verme, dijo:

–¿Qué pasa? Vienes muy extraño, parece como si hubieras visto a


alguien morir

–¡Je, je! Qué buena es usted descifrando ese tipo de cosas –añadí.

–Bueno, lo que pasa es que una anciana como yo siempre se está


codeando con la muerte, y tú parece como si estuvieses en el mismo caso.

–Supongo que tiene razón. A decir verdad, la muerte siempre me ha


parecido algo que quiero, algo que deseo por encima de la vida.
–¡Je, je! Te comprendo. Cuando yo era joven, también pensaba en
suicidarme, pero nunca lo hice. Mi esposo sí, y fue algo bonito, pero doloroso
para mí. No obstante, aprendí a dejarlo ir con el tiempo… Sabes, tú me
recuerdas mucho a él, tienes la misma mirada. De hecho, la primera vez que
viniste aquí, casi creía que eras él. Pero soy una anciana tonta, los muertos no
regresan, ni siquiera ese que clavaron en la cruz.

–Lo sé, también soy ateo. Usted me contó eso el día que la conocí, y
desde ese entonces nos llevamos bien. Una pregunta: si alguien se suicidase en
uno de los departamentos del condominio, ¿qué haría usted?

–Nada, creo.

–¿Nada? ¿De verdad?

–¿Qué podría hacer? Creo que solo sonreiría, ¡ja, ja!

–Sí, yo también pienso así. Bueno, la dejo.

–Sí, claro. Lamento quitarte el tiempo, tú que eres alguien ocupado en la


vida. Ya luego charlaremos.

No obstante, las sorpresas esa tarde estaban lejos de terminar. En la


escalera, cuando ya casi llegaba al piso donde vivía y donde yacía muerta
Virgil, me topé de frente con alguien. No sé, pero sentí bonito cuando sus
cabellos se restregaron en mi rostro. No cabía la menor duda, se trataba de
Akriza. Iba de prisa, tanto que no me vio y fue a estrellarse conmigo. Como no
había luz en esa parte de las escaleras, y como ambos íbamos pensativos,
ninguno se percató de la presencia del otro. Cuando menos esperamos, ya
estábamos muy cerca, tanto que creí que nos besaríamos.

–Hola, Akriza… –dije, suspirando y conteniéndome.

–Hola… Lo lamento, es que no te vi –dijo ella, un tanto nerviosa.

Creo que nunca habíamos estado tan cerca, eso me ponía bastante
alterado. Por alguna razón no podía dejar de mirarla. Sus ojos eran bellos, e,
incluso en la oscuridad, brillaban hermosamente. Sentí un nudo en la garganta,
¿cómo podía un ser como ella existir en este mundo miserable y vivir de ese
modo tan repugnante? No había duda: Akriza ocasionaba algo en mí, algo
misterioso y único; algo sublime, fuera de esta dimensión. No sé si estaba
enamorado de ella, no lo creo, pero tenía cierta magia.

–La culpa es mía, es que venía pensando tantas cosas.

–No –replicó exaltada–, debo ser yo la culpable. Es que han pasado


situaciones verdaderamente estresantes… Por cierto, ¿no has visto a Jicari?
Pensé que estaba contigo, pero tu departamento está cerrado.

Entonces había ido a mi departamento. Era imposible que supiese algo


acerca de Virgil, aunque… ¡Hum! Lo mejor sería ser precavido para evitar
imprevistos. Todo estaba en mi contra, y, entre más tiempo transcurriera,
cualquiera pensaría que había matado a esa pobre diabla. Solo ahora me daba
cuenta del rotundo error que había cometido al permitir que Virgil se quitase la
vida en mi departamento. Pero ¿qué hacer? Y esa maldita melodía árabe
proveniente de algún reino desconocido volvía a atormentarme.

–¿No la escuchas? –pregunté al tiempo que me perdía en la profunda y


lozana mirada de aquella enigmática mujer.

–¿Qué? ¿De qué hablas?

–La música… Es como una melodía árabe, y, por algún motivo, cuando
la escucho siento como si estuviese atrapado en un sueño.

–¡Ja, ja! ¿Seguro que no consumes sustancias raras? Porque yo sé bien


de sus efectos –y me mostró su brazo pinchado múltiples veces.

–Te aseguro que no es eso. Pero no sé qué sea, es una sinfonía del
diablo. Bueno, y ¿a dónde ibas ahorita?

–Iré a buscar a Jicari, esa niña tonta ya se ha tardado demasiado. Quién


sabe dónde diablos se ha metido. ¡Se ha vuelto loca, completamente loca!

–¡Ah, Jicari! Seguro, supongo que andará por ahí.

–Tú pareces saber algo, se lleva muy bien contigo. ¡Vamos, dime dónde
se metió esa condenada!

XLII

No sabía qué decirle. Me temblaba la boca y mi cerebro no reaccionaba. ¿Qué


hacer? Si le decía la verdad, quién sabe cómo se pondría. Suponía que no
sentía gran afecto por aquella niña pringosa, que incluso su muerte podría
resultar liberadora para ella. No obstante, me encontraba ya en una situación
demasiado compleja como para complicarla aún más. Pero, si le mentía, tarde
o temprano averiguaría la verdad, y también correría peligro. ¡Diablos! ¿Qué
hacer? Más decisiones, estaba estresado. Todo era tan demoniacamente
absurdo.

–No, yo no sé nada acerca de Jicari. Tal vez fue a ver qué hacer por ahí.

–¡Mientes! Sé que hay algo que me estás ocultando, pero, cuando logre
discernir qué es, me las pagarás…

–No, la verdad es que yo…

–No importa, iré a buscarla por mi cuenta y le daré su merecido. Desde


ahora le prohibiré salir y también que te visite. Tendrá que aprender por la
mala esa niña tonta.

Me gustaba cuando Akriza se enojaba, pues lucía aún más bonita que en
su estado natural. Además, tría puesto ese vestido negro de flores rojas que
tanto me embelesaba. Sentía unos deseos enormes por estrellarme en su
sublime boca, sin importar si acaba de hacer sus cosas asquerosas. No sé qué
me impulsó entonces, pero decidí que no tenía sentido ocultarle la verdad. Me
arrepentí al momento y luego lo reconsideré. Estaba decidido a cualquier cosa
con tal de no perder la oportunidad.

–Oye, Akriza. Espera un momento. Quizá sí sepa algo, pero…


–Pero ¿qué? Ya dime de una buena vez, que me estás preocupando.

–Bueno, no es algo que quisiera decirte en las escaleras.

–No puede ser… ¿Será acaso lo que me imagino?

–Lo que ocurre es que… ¡Jicari se suicidó! –afirmé totalmente


convencido de que hacía lo correcto, y de que no tenía caso evadir la verdad.

El golpe surtió efecto de manera inmediata. Akriza se quedó


absolutamente ensimismada, ni siquiera exclamó una sola palabra. Estaba
como petrificada, estupefacta, anonadada por completo. No sé a qué se haya
querido referir con la expresión “¿será acaso lo que me imagino?”, pero era
evidente que no se imaginaba algo así. No sé por qué, pero en aquellos
instantes solo pensaba en besarla y hacerla mía, ¡lucía tan espectacularmente
preciosa! Me importaba un bledo Jicari y su muerte, ahora solo pensaba en
Akriza y su majestuosa belleza. ¡Vaya mujer! Y es que superaba con creces a
Selen Blue y a cualquier otra. Akriza me gustaba de un modo único, pues, si
bien es cierto que la deseaba, no era solamente que deseara su cuerpo, sino
algo más en ella, algo escondido en su ser, algo mucho menos carnal. Era esa
clase de mujer que quisiera contemplar y tener a mi lado aun si no me
ofreciera sexo. Pero sabía que la deseaba, eso era inevitable, quería besar esa
boca intrigante y perfecta.

–¡Imposible! ¿Cómo dices? Jicari se suicidó…

–Sí, así es.

–¡No lo creo! ¿Cómo pudo suceder? ¿En dónde?

–Fue hace poco, en las orillas de la ciudad, en la parte donde habitan


aquellos marginados y donde la pobreza es extrema.

–¿Tú estuviste con ella? ¿Cómo fue que se suicidó?

–Sí, estuve con ella… hasta el último momento. Se arrojó al canal de


aguas negras, ese donde todo mundo arroja basura y donde yacen los
cadáveres de aquellos que se matan por no soportar el hambre.

–Pareces saber mucho acerca del incidente. ¿Es que acaso tú…?
Sin decírselo explícitamente lo había intuido. Era una mujer demasiado
inteligente, diría yo. Sabía que yo había contemplado cómo Jicari se había
acercado a la orilla del canal, y también había leído en mi mirada indiferente
cómo no solo le había permitido suicidarse, sino que incluso se lo había
aconsejado. Ahora el único dilema sería discernir si Akriza también sabía que
la muerte era lo único espiritual y sublime que había en la existencia. De ser
así, se alegraría por el suicidio de aquella niña mugrosa que otrora fuese mi
única amiga.

–Ella fui ahí por su cuenta, supongo que ya lo tenía planeado. Cuando
yo la encontré, estaba tirada en un montón de basura, llorando y gimiendo
como alienada.

–¿Llorando dices?

–Sí, eso.

Pensé que no sería una buena idea mencionar a Akriza lo que Jicari
había visto (a ella dándose un festín con su mierda vomitada), pues quién sabe
cómo reaccionaría, en especial tras haber recibido la noticia del suicidio de su
pringosa hija. Debería mantenerme alerta y esperar la oportunidad ideal para
encasquetarme en su corazón con el pretexto de ayudarla. Sin embargo,
cuando la primera lágrima escurrió por su mejilla, me sentí desarmado.
¡Cuántos deseos tenía de besarla, abrazarla y consolarla! Era como una pobre
e indefensa flor expuesta ante los violentos y desalmados vientos de la vida
que nunca mostraban piedad alguna.

–¿Por qué? ¿Por qué se lo permitiste? Tú estabas con ella cuando tomó
la decisión, ¿por qué no lo evitaste?

–Porque no había razón para hacerlo. Supongo que ya lo sabes, puedo


ver en tus ojos que sí. Este mundo es una miseria, una estupidez, un sinsentido
absoluto. No existe nada que haga valiosa la vida, nada por lo cual valga la
pena luchar o ir más allá. Intentar cambiar este mundo es el acto de un necio,
de alguien sumamente ingenuo y ciego. Lo sé bien porque antes pensaba así,
creía que había la posibilidad de hacer algo para mejorar, pero no contaba con
la estupidez de las personas. ¿Cómo cambiar algo que no quiere ser cambiado?
¡Es tan absurdo y tonto! Aquellos a quienes intentas cambiar quizá matarían
para defender su propia decadencia. Fue así como lo entendí, que lo mejor era
dejar que este mundo y la humanidad siguieran su putrefacta existencia hasta
desaparecer. Es preferible matarse, es lo único que queda. Por eso no detuve a
Jicari, porque sabía que, tal vez, si lo hacía, solamente la estaría condenando a
una existencia más miserable de la que ya había llevado. No, no era adecuado
frenarla. Por el contrario, debía permitirle poner fin a sus días, animarla
incluso a que no se detuviera por nada ni por nadie, a que no volteara atrás y
que no pensara en otra cosa que no fuera la dulce sonrisa de la muerte, que es
siempre la más hermosa de todas...

–Comprendo, lo sé. Posiblemente esa es la verdad que el mundo se niega


a ver.

–De eso hablamos la otra vez.

–Sí, pero ese día no se había suicidado Jicari.

–No tiene por qué ser un suceso negativo. Sé que tú me entiendes, tú


eres diferente. Tú puedes ver lo que ellos jamás podrían dilucidar.

–No cabe duda de que no me equivoqué contigo. Eres un ser extraño y


muy especial. No sé entonces por qué permaneces en este mundo. ¿Qué evita
que te suicides también? ¿No es eso lo que deseas?

–Sí, es lo que quiero. Pero, de algún modo, no logro llevarlo a cabo.

–Ves como sí tenía razón cuando te dije que llevabas la marca de la


dualidad.

–Sí, tenías razón. Aunque sigo sin comprender de qué se trata


exactamente.

–¡Ja, ja! No es algo que puedas entender de manera teórica, se trata de


una forma de comportarse en la vida. Divagar entre el bien y el mal creados
por la esencia inmanente, algo que ningún humano quiere ver. Ser bueno o
malo no depende del exterior, es una condición muy propia, y siempre nos
rebasa.
–Creo que es verdad. A veces siento deseos de hacer cosas y no me
importa si pueden ser malvadas.

–Sin embargo, no puedo evitarlo. De alguna manera me siento triste por


Jicari.

–Ya pasará, solo debes dejarla ir. Era lo mejor…, y ahora tú…, tú
puedes…. Tener una vida nueva lejos de aquí.

Me miró como si no diese crédito a mis palabras. Sé que me estaba


precipitando, pero ¿qué podía hacer? Era el momento ideal para huir y dejar
atrás todas las barbaridades ocurridas en aquel sitio. También así me libraría
de Virgil y de su cadáver putrefacto en mi cuarto. Todo quedaría atrás: el poeta
Arik, la prostituta Selen Blue, la taberna Diablo Santo, Volmta, la borrachera,
las putas y la existencia, hasta el suicidio de Jicari sería solo un suspiro.
¿Cómo decírselo? Era tan gracioso y a la vez muy ridículo. Lo era porque
entonces solo pensaba en escapar con ella, como en una novela de mal gusto.
Pensaba en irnos lejos, muy lejos, e intentar, posiblemente, ser felices. Pero
eso era una estupidez, lo sabía muy en el fondo. ¡Sí que lo era! Aunque en
realidad toda la existencia lo era también.

–Y ¿para qué querría eso? Mi destino está aquí, yo estoy maldita. Pero tú
sí puedes irte, no entiendo por qué vives en este basurero. ¡Anda, empieza
ahora mismo! ¡Salva tu vida! ¡Tú sí puedes hacerlo! ¡Vete!

La miraba hablando con tal voluntad que me conmovía. Si tan solo ella
supiese que la quería. Sí, creo que sí la quería. Y esta creencia, aunque tal vez
tonta y absurda, había surgido desde el primer momento en que la vi. Porque
ella no me era indiferente, me importaba un poco, aunque tampoco tanto. No
obstante, debía apostarlo todo en un último intento por demostrarle que ella y
yo…

–¿Qué crees que estás haciendo? –fue su última frase antes de que mis
labios se unieran con los suyos…

En verdad aquello fue mágico, por unos instantes sentí que todo en mí
vibraba como nunca. No sé qué tenía Akriza que me ponía de ese modo. No sé
por qué solo con ella me ocurría eso, pero sé que aquella sensación no era de
este mundo. Tal vez eso era amor, algo que creía solo haber experimentado
con Melisa, pero que ahora encendía nuevamente mi desolado corazón, tan
desértico y marchito, para convertirlo en una palpitante y luminiscente
serendipia. Supongo que podría haberlo soportado todo, incluso Akriza me
parecía tan pura y virginal cuando permanecimos unidos, con nuestros labios
rozándose. No intentó separarme, pero tampoco sentí que fuese algo que
deseara, o no sé. Lo que me encantó de verdad fue cuando colocó sus manos
en mi rostro y sentí sus lágrimas cada vez más abundantes. Sus manos eran tan
finas como ninguna otra cosa, tanto que en verdad quería morir entre ellas. Sí,
eso era, podría morir en ese momento y todo habría sido bueno y hermoso. No
importaba que hubiese sido una vida miserable y patética, pues, si podía
quitarme la vida en los brazos de la mujer que había logrado aliviar todo mi
sufrimiento, entonces supongo que habría valido la pena existir. Esto era el
amor, solo una estupidez, pero algo que tenía el maravilloso poder de hacerme
olvidar la asquerosidad de mi existencia.

–Y bien, ¿era eso lo que querías hacer? ¿Solamente eso? –me preguntó
cuando finalmente separamos nuestras bocas.

–No, no lo sé, pero…

Pero me dejó sin palabras. Nos tomamos y ambos nos besamos en un


estado de éxtasis tremebundo. Subimos a su departamento y nos encerramos.
Ella se desnudó y pude contemplar lo más bonito que alguna vez mis ojos
hubiesen vislumbrado. No era para nada el cuerpo de una modelo como el de
Selen Blue, pero incluso con sus detalles y sus inconsistencias seguía
pareciéndome perfecto. Lo amaba, cada detalle era fenomenal. Sus senos, su
trasero y sus piernas me parecieron lo más idílico, pues no eran grandes ni
pequeños, sino que poseían la proporción exacta. Y el color de su piel parecía
inventado solo por un artista digno de pintar a los dioses. Lucía tan hermosa y
sus ojos reflejaban las pocas buenas cosas que había para mí en la vida, tanto
que no tuve opción más que arrodillarme ante ella y adorarla. Sé que le
pareció extraño, pero no me detuvo. Y entonces sentí que no debía no debía
hacerlo. Ella se había negado a estar conmigo antes, me había evitado porque
no quería ensuciar la pureza de aquel sentimiento, no quería rebajarlo a
nuestras nauseabundas cosas humanas.
Ahora entendía por qué me había rechazado tantas veces en el pasado.
Era solo ella protegiéndome, observando cómo divagaba en la dualidad, cómo
pretendía la indiferencia absoluta, cómo sonreía con la sonrisa de la muerte.
Sí, ella, Akriza, la mujer que acaba de enterarse de que yo había visto a su hija
suicidarse y que incluso la había animado a ello. ¿Cómo podía corromper a
una criatura tal? ¿No era ella lo único que me quedaba por adorar de aquí a mi
muerte? Y creo que mi pene lo entendió, porque extrañamente no se paró. No
sentía ya excitación, sino un amor tan puro y sublime que casi no creía que
fuese real, pero lo era. Recordé entonces a Arik y su historia, y cómo él
tampoco había podido excitarse con la mujer que amaba. Pero ahora yo sabía
que sí la amaba, y que la amaba a tal punto de no quererla manchar con los
actos impuros que el humano se había inventado para hacer algo tan
repugnante como reproducirse.

Quizás era esa la auténtica sumisión ante el ser amado. Pero yo


experimentaba lo mismo en aquellos instantes, el mismo sentimiento era el
que me impedía querer fornicar con aquello que amaba más que a cualquier
deidad en cualquier universo. ¿Cómo pasó y por qué lo sentía? No tenía la más
mínima idea, tan raro era que un día llegaba y así también se iría. Sí, porque
indudablemente acabaría, y Akriza no sería sino otro humano más cuya
existencia me sería igualmente indiferente. Pero, mientras tanto, podría
alimentarme de su amor tan puro y usarlo para vivir, para continuar siendo yo
solo unos cuantos momentos más, solamente hasta que todo desapareciera y
yo me suicidase también.

–¿Qué ocurre? ¿No quieres hacerme el amor?

–Nada me encantaría más, pero no puedo.

–¿Qué dices? Pero ¿por qué?

–Ya lo sabes, ¿no es así? Por eso te desnudaste, me besaste y me


acariciaste… Es porque yo… ¡Te amo inhumanamente! Te he amado desde el
primer momento en que te vi, y no sé cómo ni por qué. Es solo algo que
siento, algo que emerge desde mi ser, algo que no puedo reprimir. He sentido
deseo por poseerte, por hacerte mía, incluso lo sentía cuando nos encontramos
en las escaleras, pero ya no. Después de haberte besado sé que es lo mejor,
pues así el amor que siento por ti no se corromperá y permanecerá como lo
más sublime que haya podido experimentar en la vida. Además, no estoy
excitado, y no quiero estarlo.

Me bajé el pantalón y ella pudo confirmar lo que decía: mi pene no


estaba erecto. Ella se acercó, lo tocó suavemente y, con una dulzura
inconcebible, besó la punta, luego lo lamió un par de veces y finalmente me
besó en la boca introduciendo toda su lengua hasta casi ahogarme.

–Eres un niño –susurró suavemente en mi oído–. Hay algo en ti que me


resulta extraño. Cuando me besaste me sentí excitada por primera vez en mi
vida, pues hasta ahora no me había pasado con ningún hombre, y ardía en
deseos porque me penetraras, por eso te besé y me desnudé ante ti. Pero veo
que en verdad no me había equivocado contigo, ¡tú indudablemente llevas la
marca! Y eso es suficiente para que te ame, para que te deje volar libremente
como un viril colibrí.

Y recordé la rara pintura que había visto en el departamento de Selen


Blue. ¿Acaso Akriza era bruja o algo por el estilo? ¿Cómo podía conocerme
tan bien? ¿Cómo podía saber aspectos tan íntimos de mí? ¡Un momento! Nada
de eso era posible a menos que…

–Supongo que ya te diste cuenta, has tardado mucho –dijo sosteniendo


mis manos y abrazándome fuertemente–. Te deseo suerte, todavía pasará algún
tiempo, y yo ya no estaré aquí para verte. Pero el momento se acerca, y te
aseguro que nos encontraremos. Entonces yo te mataré, pero serás tú quien me
obligue.

Una vez dicho esto se apartó de mí y se acostó en el sillón. Abrió su


vagina frente a mí y comenzó a masturbarse tan apasionadamente que no
entendía cómo es que mi pene no se ponía erecto. Era como si yo, como si yo
viviera en carne propia lo que el poeta Arik me había contado. ¿Acaso yo era
él? ¿Yo era ella? ¿Yo era todo y nada a la vez? Se vino tremendamente, tanto
que empapó el suelo y hasta parte de mi cuerpo. Me pidió que me acercara y
que lamiera el líquido. Luego, me pegó a su vagina y le hice sexo oral. Su
vagina me supo tan bien que creo que era lo más divino que había probado en
la vida. Tenía un sabor muy peculiar, como de muerte. Finalmente, ella me
masturbó y, sin que mi pene se pusiera duro, me corrí abundantemente en sus
manos.

–Vete, aún estás a tiempo –me dijo haciéndome señas de que me alejara.

–¡Ven conmigo! ¡Vámonos! –le dije, bastante alterado.

–Sabes que no es posible, Lehnik. Esta será nuestra primera y última


vez, pero así está mejor… Dicen que un amor que termina antes del verdadero
final en realidad no muere, sino que dura eternamente. ¿No es eso preferible?
¿Qué ganaríamos estando juntos? Solo extinguiríamos la flama, mataríamos lo
único hermoso que tuvimos en la vida. Además, eres solo un niño. Mejor vete.
Te lo suplico, vete. Nos veremos nuevamente, te lo aseguro… Nos veremos
cuando la luz haya sido completamente devorada por la oscuridad.

Le hice caso y me dispuse a irme. Me vestí y le sonreí, a lo cual ella


correspondió. ¡Cuán extraño había sido todo eso! Fue tan rápido que ella aún
conservaba mi esperma entre sus manos, y cuando viré para mirarla por última
vez, para contemplar esos preciosos ojos tan enigmáticos antes de mi hora
final, vi cómo se lo metía ella misma en la vagina. Y lo disfrutaba
absolutamente, aunque no sé si lo que quería era quedar preñada. Quizá lo
había hecho así porque sabía que la amaba, y de otra manera no habría sido
posible. Porque cuando se ama de verdad no se puede al mismo tiempo rebajar
los sentimientos al plano físico. Pero no cerré la puerta, no quería irme así
nada más. Bueno, no tenía opción. Ella me lo había solicitado. Sin embargo,
cuando iba bajando las escaleras, recordé lo mágico que había sido
encontrarla, y decidí que, sin importar lo que dijese, yo estaría a su lado.
Prefería morir antes que perderla como a Melisa. Después de todo, ¿qué otra
razón tenía para seguir existiendo?

Volví, a pesar de que me había dejado muy en claro que no debía. Pero
lo hice, aunque solo me asomé por el filo de la puerta. No sé si ella estaba al
tanto de que yo la miraba, pero actuaba como si fuera otra. En verdad fue algo
duro de contemplar, pero ilógicamente me masturbé mientras lo hacía. Akriza
hizo el mismo espectáculo que Jicari presenció… Cagó y se tragó su propia
cagada, siempre con gran satisfacción y lamiendo el piso. Se embarró todo el
cuerpo, de pies a cabeza, incluso el cabello. Se chupaba los dedos y se metía
mierda en la vagina para luego expulsarla. Se provocaba ella misma el vómito
y le gustaba combinarlo con su cagada para comerlo y revolcarse en él.
Supongo que deliraba, pues mientras lo hacía reía como una auténtica
demente.

Era una risa tal que debía de escucharse en todo el edificio. Temí que
alguien viniera, pero ¿qué más me daba? No pude evitarlo y, sin saber por qué,
me saqué la miembro y la agité. Para mi sorpresa, se puso sumamente erecta,
tanto como nunca. Me masturbé y, sin resistirme, entré y me planté frente a
ella. Pero parecía no reconocerme, como si fuese alguien totalmente diferente
a la persona con quien había estado conversando hace poco. Me miró, pero le
fue indiferente mi presencia. Sabía que había arruinado todo, que la había
desobedecido. Quise retirarme, pero no resistí y entonces me corrí. El semen
salió tan abundantemente que hasta yo me sorprendí de que fuera tanto. Le
cayó en la boca, en el rostro y en sus senos. Pero yo no tenía tiempo de eso,
pues aquella había sido la corrida más rica en toda mi vida. Akriza estaba
humillada, lucía terriblemente en tal estado. Deliraba, hablaba incoherencias y
continuaba cagando y vomitando. Creo que ni siquiera llegó a percatarse de
que se tragaba mi semen, pues se lo pasó tan pronto como se lo arrojé.

Quise comprobar si efectivamente se había metido mi leche en su


vagina, o si solamente había sido una visión mía debido a mi trastornado
estado, pero no me atreví a tocarla. Sus ojos seguían tan cristalinos y puros
como antes, pero algo más se había apoderado de su razón y de su cuerpo
ahora batido de mierda, esperma y vómito. Era casi como aquella noche con
Selen Blue donde no supe si aluciné o si realmente ocurrió algo de todo aquel
aquelarre funesto. Pero ahora era Akriza quien se encontraba en tan repelente
y execrable estado, y eso me hizo sentir extraño. Me retiré sin disculparme ni
decir una sola palabra. Apenas y podía caminar debido a la corrida tan severa
que había experimentado, totalmente distinta a la que Akriza me había
ocasionado cuando me masturbó minutos antes. Una había sido tierna y
amorosa, la otra repugnante y cargada de odio. Quizás amaba y odiaba a
Akriza más que a ningún otro ser. Y la odiaba precisamente porque la amaba.
Sí, el amor que sentía por ella me hacía detestarla con todo mi ser.

Solo escuché, mientras abandonaba su departamento, cómo no paraba de


reír. Eran unas carcajadas demenciales, como si gritase y se lamentase a la vez.
Vociferaba y no parecía querer guardarse nada. Pensé que sería mejor cerrar la
puerta, quién sabe qué pasaría si alguien subía y la veía en ese estado de
demencia y toda batida de porquería. La mujer que amaba había enloquecido,
o ¿era yo quien lo había hecho? ¿Era esta la realidad que yo deformaba o la
que me correspondía por defecto?

–Te mataré, pero tú me obligarás a hacerlo, y entonces regresarás a ti –


escuché a Akriza articular con dificultad antes de abandonarla, entre risas
trastornadas y aullidos grotescos.

Quise esperar, pero sentí que un ataque de ansiedad se aproximaba y me


apresuré a bajar las escaleras. Creo que la señora Dejon, la casera, me miró
con rareza, pero no me importó. Lo único que quería era salirme de ese lugar.
Todavía corrí como un demente bajo la lluvia por algunos minutos hasta
percatarme de que me hallaba lo suficientemente lejos del condominio 11.
¿Qué había sido todo aquello? Me tiré en un pedazo de pasto que hallé cerca
de un parque público y decidí que descansaría un poco. Sin embargo, cuando
abrí los ojos ya era de día, acababa de amanecer y yo había dormido en la
calle. Algunos vagabundos me miraban de manera extraña, como si realmente
no me tomaran como un ser viviente. Me sentía hastiado de todo y tan solo
añoraba una cosa: el suicidio.

XLIII

Me levanté con dolor de cabeza. Por suerte, con excepción de los vagabundos
de siempre, nadie había decidido ir a aquel parque temprano. Tenía que tomar
una decisión y afrontar las consecuencias. Si se me culpaba por el asesinato de
Virgil, lo afrontaría. Eso era mejor que permanecer sin querer regresar a mi
cuarto. Tal vez podría deshacerme del cuerpo, eso en caso de que nadie lo
hubiera notado aún. ¡Maldición! Solo pensaba en cómo fui a dejar que esa
infeliz se suicidara en mi departamento. De pronto, volví a escuchar la
misteriosa melodía del sueño árabe que tanto me trastornaba. Llegó a mí
procedente de no sé dónde, pero me sentí tentando a seguirla. Tenía hambre y
me sentía fatigado, como si no hubiese dormido nada, pero el deseo de
averiguar de una vez por todas qué significaba aquello me ganó. Así, terminé
en la orilla de la ciudad donde reinaba la parte boscosa, en dirección opuesta al
basurero y el canal donde Jicari se había suicidado el día anterior. Caminé un
poco y noté que había alguien esperándome entre un conjunto de hongos
luminiscentes. Curiosamente, nunca había notado aquello en mis caminatas
nocturnas. Era un hombre con una barba muy larga y partida en dos cuernos
hacia la parte final, solo llevaba puesta una malgastada capa negra y unas
chanclas rojas. Estaba sentado en posición de meditación y muy concentrado,
como si llevase así semanas. Lo que más me impactó fue que, tras observarlo
con detenimiento, me percaté de que ¡aquel hombre levitaba!

–¡Ah! Eres tú y justo ahora. Parece ser que no tuviste una buena noche,
¿me equivoco?

–¡Je, je! No, la verdad es que no… Dormí en un parque, casi como un
borracho.

–Pero no estabas borracho, o ¿sí? Bueno, ¿qué más dirás?

–¿Usted estaba…?

–Sí, yo estaba haciendo eso que estabas a punto de preguntar.

–Sí, lo sé.

–Supongo que tienes dudas acerca de cómo lo consigo.

–Sí, podría decirse.

–Lo sé bien porque nada en ti está oculto para mí.

–Creo que eso ya lo había escuchado antes. Por cierto, ¿también usted
puede leer la mente?
–Desde luego, joven amigo. Leer la mente, levitar, caminar sobre el
agua, entre otras cosas, son las habilidades más básicas de un iniciado en
nuestra organización.

–Y ¿cuál es su organización?

–¡Ah! Esa es una pregunta muy importante. Por desgracia, un humano


no podría entenderlo. Pero deberías de sentirte halagado, puesto que vine aquí
especialmente por ti.

–Entonces ¿usted no es humano?

–No del todo… No en el interior, podría decirse. Y tú ¿lo eres?

–Por desgracia, sí… Aunque me gustaría no serlo. Detesto a la


humanidad y su mundo, pero espero suicidarme pronto.

–¡Vaya, muy interesante! Y ¿crees que esa decisión depende solo de ti?

–Eso quiero pensar, porque si no, entonces estoy perdido.

–Bien, pero hay cosas que no podrías entender. Dime ¿nunca has
pensado que podrías poner en peligro lo que se conoce como destino?

–¿Destino? No creo en cosas como esas.

–Bien, pero suponiendo que creyeras… ¿Crees que sería malo cambiar
tu destino? Y si yo te dijera que tu destino no es la muerte, ¿qué harías?

–Pues supongo que nada, ¿qué más podría hacer?

–¿Te resignarías tan fácilmente a seguir en este mundo, a continuar con


tu “miserable existencia”?

–Eso es exactamente lo que he hecho hasta ahora, no veo por qué no


podría. Aunque la verdad no quisiera, creo. Si hay algo que deseo con todo mi
ser es la muerte.

–¿Crees que la muerte es algo que uno puede elegir tan fácilmente?
¿Qué tal si fuera como la vida? Ya sabes, no se elige vivir…

–Bueno, no tan fácilmente. La mayor parte de los humanos quieren vivir


porque eso se les ha enseñado como bueno, y detestan morir porque creen que
ese será el final de todo.

–Y tú ¿crees que sea así?

–No sé, pero ojalá. Mi mayor temor sería morir y volver a abrir los ojos
para descubrir que he reencarnado o que debo verme forzado a existir
nuevamente de algún modo.

–Entonces ¿te gustaría desaparecer por completo?

–Sí, unirme al vacío o a la nada, lo que sea más parecido. En realidad, el


temor a la muerte es solo una bagatela, algo que se nos implanta para que
amemos la vida, la cual en la mayoría de los casos resulta absurda. Pero como
ese temor a la muerte está ya implantado en nuestra psique, nos aferramos a
vivir, aunque en el fondo carezca de sentido.

–Bien, entiendo. ¿Crees que haya algún sentido para existir?

–No, no lo creo. Y, si lo hay, estamos totalmente alejados de él. La


humanidad se está pudriendo, y este mundo es el peor infierno que se haya
podido crear.

–Y ¿qué te hace pensar que alguien creó este mundo?

–Bueno, no pudo haber surgido de la nada. Algo tuvo que haber


ocurrido, un factor intervino, y ahora tenemos esto. Una civilización de
humanos, solo un gran conjunto de tontos.

–Ya veo por qué me encargaron vigilarte… Alguien como tú sería


peligroso, aunque solo eres un mono más. Pero, si alguna clase de poder
llegara a ti, entonces podrías poner en riesgo el destino manipulado que
obtuvimos de Shiphillial. O tal vez nos equivocamos, como sea no puedo irme
así nada más. Tu energía, aunque no lo notes, perturba un lugar conocido
como el Hipermedik. No obstante, te hemos estado vigilando para que no
puedas ocasionar un daño mayor. Sabemos de tus planes, y, aunque es casi
imposible que un humano pueda conseguirlo, preferimos no correr el riesgo.

–¿De qué riesgo estás hablando?


–Es una posibilidad muy mínima, y no es probable que tú lo logres. De
hecho, gracias al tentáculo que pudimos robar durante aquella épica batalla en
las dimensiones alternas, conseguimos eliminar casi por completo el azar. Sin
embargo, existe la posibilidad de que un humano, al morir, pueda convertirse
en lo más parecido a un dios. Es solo un cuento, pero preferimos cerciorarnos.
Los individuos tan extraños como tú, que se quieren suicidar tras una profunda
reflexión y que repudian tanto la existencia, son los que más nos preocupan,
pues son quienes tienen la posibilidad de lograrlo. Claro, no quiere decir que
cualquiera que se suicide lo conseguirá. ¡Desde luego que no! Tú bien
entiendes de lo que te hablo, sabes que hay dos clases de suicidas, hablando de
los que sí se matan y que no solo viven siendo suicidas. Me refiero a quienes
se matan por algún suceso repentino en sus vidas, generalmente por
estupideces. Y la clase de suicidas peligrosos, entre los cuáles tememos que
estés tú, que son aquellos humanos que se matan, pero tras una intensa
búsqueda interna, tras una decepción absoluta de la existencia, tras una
elucubración prodigiosa, casi divina. Los seres como tú, hastiados del mundo
y de la humanidad, son los más inquietantes para nosotros. Tu odio hacia ti
mismo, es decir, hacia tu propia humanidad, puede hacer surgir ciertas
habilidades. Por eso te hemos vigilado durante todo el experimento. Como
ves, podría decirse que eres ligeramente importante.

–Entonces ¿ustedes están aliados con las religiones y los gobiernos?

–¡Ja, ja! No, para nada. A nosotros este mundo nos importa un bledo. La
humanidad puede irse al diablo. Específicamente nos atraen las energías de
ciertos individuos, pues tememos que la muerte pueda otorgarles una especie
de divinidad. Aliarnos con religiones, gobiernos u otra clase de organizaciones
humanas sería asqueroso. Al igual que tú, y ese es un punto en común,
detestamos todo lo que tenga que ver con la humanidad. Solo queremos
completar el experimento con éxito, y tú eres el método.

–Ya veo, pero ¿quiénes son ustedes realmente?

–Cuando mueras, no serás consciente de que estás muerto. Los demás lo


sabrán y tal vez sufrirán por ello, pero tú no…

Recordé a aquel vagabundo con el que había tenido tan peculiar


encuentro. Definitivamente debía existir alguna relación, pero creo que ese
extraño con apariencia de monje, el cual no había dejado de levitar en todo el
tiempo que estuvimos hablando, lo adivinó.

–Sí, sé que ya te lo habían dicho antes. Son algunas de las señales que te
hemos dado. Algo así como: la sonrisa de la muerte, cuando la luz haya sido
completamente devorada por la oscuridad, la música del sueño árabe, entre
otros. Seguramente son frases que has escuchado ya, y todas las personas que
has conocido, los momentos que has vivido. Todo está registrado y
predeterminado, solo de cierta forma. Es difícil de explicar, pero incluso el
destino puede llegar a ser aleatorio, aunque te suene contradictorio.

–¿El destino puede ser aleatorio? Yo también lo he pensado así.

–Lo sabemos, nada hay en ti que esté oculto. ¿Sabes algo? Nunca
habíamos tenido que visitar a nadie de tu raza hasta ahora, pero todos
sucumben tarde o temprano, y tú no serás la excepción. Vivirás absurdamente,
aceptarás tu condena como el resto de tu especie. No creo que consigas
suicidarte y alcanzar la sublimidad, solo perecerás. Hay una muy escasa
probabilidad, la hemos reducido al mínimo.

–Bueno, debo admitir que esta plática fue interesante, pero a mí me da


igual. En pocas palabras, me es indiferente. Yo solo quiero matarme y
desaparecer. Convertirme en un dios después de haber muerto suena bien, pero
preferiría ya no existir de ninguna manera.

–Bueno, eso está por verse. Por ahora me conformo con esta plática y
dejar que prosiga el experimento. Ya solo resta esperar hasta que ocurra al fin.
Porque, como te dije, nos volveremos a ver, pero por última vez. Y yo…

Pero no alcanzó a terminar su discurso. Se produjo un enorme destello y


desapareció tan misteriosamente como había llegado. No sé por qué no se me
ocurrió antes, pero aquel sujeto se parecía bastante al que me había
entrevistado en el hospital. Me intrigaban sus palabras, pero ¿qué podía
esperar? Todo se había tornado tan extraño que ya no sabía si lo que vivía era
producto de mi imaginación o de una realidad tan trastornada que había
terminado por enloquecerme. En cualquier caso, no podía ser relevante. Nada
cambiaría mis ideales de quitarme la vida, porque no era algo que estuviera
dispuesto a tolerar. El problema era solo decidir. Sí, había que actuar y acabar
conmigo mismo lo más pronto posible. Ya casi no me soportaba, deseaba
abandonar este cuerpo de inmediato, arrancarme el último suspiro de una vida
tan indeseable. Pero aún seguía reflexionando, aún había algo… O tal vez me
negaba a apreciar en su magnánima plenitud la hermosa y afable sonrisa de la
muerte. Sin darme cuenta la música árabe desapareció y fue como si hubiese
despertado de un sueño, como si nada de lo anterior hubiese ocurrido.

Cuando volví a mi habitación solo entré sin prestar atención a nada, ni


siquiera al putrefacto cadáver de Virgil. Me tiré en el suelo y sentí como si
entrase en un profundo estado de coma, era algo un tanto tenebroso. No sé qué
era lo que me pasaba, pero todo se nubló y sentí como si hubiese vivido más
de mil vidas sin ningún descanso, pues todo lo que quería era dormir. Sí,
dormir mucho, quizás eternamente, pero sabía que, indudablemente,
despertaría y tendría que volver a ser yo. Era horrible ser yo, era tedioso
existir. Al fin, sin saber muy bien qué hacer, vomité una sustancia negruzca y
sufrí fuertes convulsiones para luego perder la consciencia por completo.

Habían ya pasado unos cuantos días desde el último incidente con el monje
que levitaba y desde que me desmayé tan extrañamente. Cuando desperté, me
dolía todo el cuerpo y tenía moretones en las costillas y el cuello. Sin
embargo, había soñado a aquel misterioso monje y me parecía que su rostro se
asemejaba cada vez más al mío. Pero no a este rostro humano, sino a una
especie de faceta interna que no sé cómo describir. He continuado con mi
existencia absurda y miserable, detestándolo todo y mirando el ir y venir de las
personas, siempre gritando, peleando y ambicionando. Me siento cada vez más
aburrido de existir y nada lo mitiga. Cosa curiosa es que me he retirado de
todas las cosas banales y pérfidas que antes hacía, tales como ir a la avenida
Astraspheris por una puta o ir a embriagarme a Diablo Santo. No sé nada de
Selen Blue, de Lary y de las demás mujeres con quienes me había visto
semanas antes. Es como si me encontrase aislado, suspendido en una especie
de prisión mental que no logro destruir.

Por cierto, el cadáver de Virgil aún lo conservo. Lo envolví lo mejor que


pude en infinidad de bolsas y compré todo tipo de ungüentos para combatir el
mal olor. Lo encerré en el baño y creo que ha funcionado, pero temo que en
algún momento el olor se extienda demasiado y alguien lo note. Aunque es
extraño, pues pareciera que en el condominio las habitaciones estuviesen
vacías. No he visto a Akriza ni tampoco a Arik, es casi como si este último
hubiera desaparecido tan misteriosamente como Volmta. Pero bueno, tal vez
en algún momento aparezcan de nuevo, solo debo concentrar mi atención en
ellos. No puede ser que los haya imaginado, o quién sabe, pero eso me aterra.
Cada vez siento tener menos control de mí mismo, como si algo se estuviera
metiendo en mi cabeza y tratase de cambiar el rumbo de mi triste y marchitada
existencia.

En fin, supongo que ya pensaré que hacer con el cadáver de Virgil, o tal
vez simplemente me vaya y me desaparezca para siempre. He estado solo, más
que nunca, y he tenido tiempo para pensar más en el suicidio. Parece ser lo
único que aún tiene sentido en mi existencia, y creo que siempre lo he sabido,
pero también había algo que me alejaba. Los lugares de perdición, las putas, el
alcohol y demás eran una especie de remedio temporal. La banalidad y la
decadencia en las que me hundía me proveían de una dosis especial de deseos
de vivir, pero ahora que lo he dejado verdaderamente atisbo que no existe
ningún sentido. Ciertamente, creo que no sé qué hacer. No sé si regresar a esa
vida de depravación o iniciar algo nuevo, casi como una purificación absoluta.
Ninguna idea me convence y solo me siento aburrido. Sí, paso los días como
un humano más. Lo único que hago es experimentar una tremenda agonía al
no decidirme a matarme. Pero no sé, no entiendo qué sentido tiene prolongar
más este tormento que es la existencia.

Me cuesta mucho despertar, tanto que quisiera no hacerlo. Los minutos


pasan y yo me quedo en la cama, como lamentando haber tenido que
despertar. Pienso que, de cualquier forma, solo será un día más en una
existencia intrascendente, pero me molesta. Me siento más que nunca forzado
a vivir y ya no quiero hacer nada. Todo se torna tan trivial e insulso. Ver a las
personas es algo que evito a como dé lugar, y en el trabajo es como si fuera
una máquina programada para hacer lo mismo un número tal de horas y luego
retirarme. Por suerte, mis compañeros han notado que estoy más aburrido de
existir que nunca y al parecer no me fastidian. Aunque es solo en apariencia,
porque realmente todo me fastidia, en especial yo mismo.

He tenido poco apetito y como solo por hacerlo, pero creo que eso era
así desde antes de que entrara en esta fase tan extraña. Tengo días en los cuáles
creo alegrarme un poco, pero son los menos, y siempre se ven opacados por la
inmarcesible tristeza que experimento al existir. Los episodios depresivos son
más constantes que nunca. Pero no es solo depresión, hay algo más, algo
mucho más inquietante; es como una sensación de angustia que me persigue
por doquier. A veces esa mezcolanza de emociones destructivas se va, pero
siempre vuelve y con mayor fortaleza. Supongo que así pasa cuando lo único
que queda es el suicidio, pero ese es el destino de aquellos quienes repugnan
su existencia. ¡Vaya, qué miserable es todo aquí! ¡Qué intrascendente es la
existencia, especialmente siendo un esclavo de la pseudorealidad!

Por cierto, también me he deshecho de la mayor parte de mis cosas.


Considero que solo me estorban, puesto que pronto, muy pronto, al fin me
decidiré a cruzar la puerta que por tanto tiempo he contemplado tan
sublimemente: la del suicidio. Entonces, si dentro de poco tengo el firme y
hermoso propósito de quitarme la vida, ¿de qué me serviría tener todo lo que
conservo? Regalé todas las pocas cosas de la cocina, la sala y de mi
habitación. En esta solo quedó una pequeña mesa donde colocaba la laptop del
trabajo, unas repisas donde coloqué mi ropa, mis cosas de aseo personal y
unos viejos dibujos que una vez Melisa me hiciera, y mi cama. Así es, en mi
habitación solo restaban esas tres cosas, y así estaba bien. El resto del
departamento, el cual no era de por sí muy grande que digamos, está vacío y
polvoriento. La verdad es que jamás me gustó asear, me parece una absoluta
pérdida de tiempo. ¿Para qué limpiar si se volverá a ensuciar? ¿Para qué ir en
contra de la entropía de la vida? ¡Ya suficiente tengo con mi maldita
existencia! Es realmente un fastidio soportar mi humanidad y la del resto de
humanos como para todavía preocuparme por nimiedades.

En fin, últimamente todo ha estado raro. Extraño un poco la fiesta, el


alcohol y la perversión. Esos lugares de perdición, esas tabernas, esas putas y
toda esa depravación era lo único que me sostenía, lo que le quedaba a alguien
como yo. Sí, a un ser hastiado de la existencia, especialmente de la propia. Por
eso, y solo por eso, es que me entregaba a tales desenfrenos. Lo sabía bien,
todo era porque en el fondo estaba aburrido. Sí, cansado de la vida, de las
personas y de mí mismo. Y toda esa repugnancia había empezado hacía
tanto… De hecho, a quienes más detestaba eran mis padres, por haberme
traído a un mundo donde jamás hubiera querido estar. Porque este mundo era
sumamente absurdo, tan deplorable y ridículo que incluso dios me parecería
más como un excelente bufón. Quizás este mundo en el fondo no era sino una
comedia, una burla para divertir a esos supuestos seres superiores ante los que
tantos idiotas se arrodillaban y rendían tributo. No obstante, sabía que también
la religión, como los gobiernos, no eran sino títeres de una élite que mandaba
en todos los sectores del mundo.

Y ¿qué podía yo hacer contra eso? Nada, absolutamente nada. Por eso
había renunciado a cambiar el mundo, porque, ciertamente, jamás lo
conseguiría. Además, me parecía en parte adecuado esta miseria para seres
como los humanos. Tenían el mundo que merecían, y así sería hasta el día
final. Los humanos no merecían un mundo mejor, porque, de cualquier modo,
terminarían por destruirlo y arruinarlo. Esa era la esencia humana
precisamente: destruir y joder las pocas cosas bellas que había en la existencia.
¡Al diablo con todo eso! Cambiar el mundo era imposible, cualquier intento
era una necedad. Además, considerando que dentro de poco me mataría, ¡me
importaba un bledo! Por mí que hubiera hambre, miseria, pobreza y todas las
demás asquerosidades en las que se regocijaba la especie humana, no me
interesaba lo más mínimo ya. Tal vez antes creía que había esperanza, pero la
verdad es que yo mismo me engañaba. Eso en parte me ayudaba a tolerar la
existencia, pero ahora ya no queda nada. Aquel disfraz se diluyó en el ocaso
de un poema de muerte sublime.


XLIV

Tantas cosas fluían en mi cabeza, tantas tardes lluviosas regresando de un


trabajo tan monótono como absurdo. Y solo me acostaba en la cama, sin
deseos de hacer nada. Era extraño, pues realmente nada me interesaba ya. Era
como si, de pronto, me hubiese percatado de lo irrelevante que era tener metas
en la vida, pues de cualquier modo siempre terminaban encasilladas en dinero,
poder, sexo o materialismo. No había, tristemente, algo más que pudiéramos
desear los seres adoctrinados por el sistema. La ciencia, el arte y la literatura
no eran sino otro gran negocio, tan nauseabundo como la religión y las
grandes corporaciones que se habían apoderado de las mentes de las personas.
Ni hablar, no había escapatoria: en un mundo totalmente controlado por la
ambición y el poder de unos cuántos lo único que quedaba era aceptar lo
impuesto y ser un zombi más de aquel orden. Sí, solo eso o suicidarse. No
había más opciones, pues uno solo no podía, por medios naturales, revertir la
situación. La mayor parte de la humanidad era una estupidez, una basura, una
ridiculez, una sordidez de la peor calaña. Vaya, ¡qué gran tontería era intentar
cambiar el mundo! Había sido tan ingenuo por tanto tiempo cuando pensaba
en salvar a aquellos que no quieren ser salvados.

Pero bueno, finalmente hoy era viernes. Sí, viernes de quincena, día en
que todas las personas buscaban un poco más de lo normalmente
acostumbrado. Ya fuera en los antros, con las putas, en el consumismo
desmedido o en cualquier cosa. Hoy viernes de quincena era un día singular.
Noté desde temprano que el tráfico sería terrible, y que la afluencia de gente
estaría de locos. Me parecía como si fuese navidad o algo parecido, pues
notaba una gran ansiedad en los rostros de todos mis compañeros. Y, en el
fondo, yo también quería desquitar todos los días que había pasado absorto en
mis pensamientos. Tal vez cambiar no servía de nada, aunque era algo que aún
no tenía decidido. Aunque gran parte de mí decía que me entregase de una vez
por todas a la perdición como antes, había una mínima parte que me susurraba
ciertas cosas sublimes, creo. Y por esta última me había alejado de la malicia
en las últimas semanas.
De mi familia no me acordaba ya casi, pues me fastidiaban demasiado.
Especialmente mi padre me molestaba, pues siempre estaba insistiendo en que
diera clases de matemáticas a unos compañeros del trabajo, lo cual no me
interesaba. ¿Realmente no podían comprender que nada me importaba ya?
¿Era inverosímil que detestara tanto mi existencia al punto que despertar era
una agonía y vivir una estupidez? Dormía bastante últimamente y comía muy
poco. Supongo que gracias a ello me había recuperado un poco de todas las
desveladas anteriores debidas a la juerga. Mis naturales ojeras, ya tan parte de
mi rostro, habían desaparecido casi por completo. Me sentía, no obstante, más
débil y cansado que antes. ¡Estaba asqueado de todo y de todos! No soportaba
el hecho de existir, y me molestaba sobremanera la idea de que alguien o algo
me obligase a hacerlo. Como sea, hoy era viernes de fiesta. ¿Qué haría yo?
¿Iría a mi cuarto a deprimirme y arrojarme en mi cama para pensar en lo
mucho que repugnaba todo? O, tal vez, iría a la perdición con la esperanza de
que esta noche por fin se consumara mi mayor sueño: el suicidio.

Fue entonces cuando sentí cómo una mano se posaba sobre mi espalda y
una vocecita me susurraba algo detrás del oído. Era tan extraño, casi como si
aquello ya lo hubiese experimentado no en ocasiones pasadas, sino en una
especie de universo paralelo donde todo era como un espejo. Sí, un espejo con
muchas caras, y cada una de ellas reflejaba una personalidad diferente. De ser
así, entonces era cierto que mis alucinaciones eran más que eso, y que mi
realidad podría haber sido deformada desde hace mucho por cada nueva
percepción que surgía en mi alienada cabeza. Al final, no estaba seguro de
nada, pero era casi como si me hallase en una simulación fatídica y siniestra.
¿Acaso no era eso la vida también?

–Oye, Lehnik… Iremos al antro saliendo de la oficina. Ya sabes, a


Ilusiones Ataviadas, a donde fuimos en la fiesta de fin de año.

Ilusiones Ataviadas siempre me había parecido como el nombre de una


especie de juzgado cósmico, no sé por qué. Sin embargo, se trataba de un
antro de mala muerte donde había de todo, ¡en serio de todo! Era de esa clase
de lugares donde personas con gustos diferentes podían acudir y hacer
travesuras. Y sí, en la fiesta de fin de año, luego de la aburrida cena con los
socios, varios de los compañeros de la oficina, los que siempre jalaban para la
fiesta, decidimos ir, y estuvo genial. Aunque me arrepiento un poco porque
dejé pasar buenas oportunidades.

–Entonces ¿qué dices? ¿Sí te animas? ¡Verdad que sí!

–Pues, no lo sé. No me he sentido bien últimamente, pero…

–¡No estés bromeando! Tú siempre nos acompañas, yo sé que te encanta


la diversión tanto como a mí.

–Sí, puede ser que sí, pero debo pensarlo.

–Lehnik, esta será la primera vez que iremos los dos juntos a ese lugar –
expresó ella acariciando mi cuello–. Cuando tú has ido, yo no he podido. Y
cuando yo he ido, tú no has querido. Además, hoy es viernes de quincena y de
perdición. Te aseguro que la pasaremos muy bien, de verdad.

Denis era una de las compañeras de la oficina. Se trataba de una mujer


un poco madura, de unos treinta años aproximadamente. Era casada, pero
engañaba a su esposo cada que podía, pues era un completo imbécil. Ni
siquiera sé por qué se había casado con un sujeto así. Bueno, sí sé por qué, por
dinero. El sujeto le llevaba quince años, pero estaba forrado. Al parecer había
trabajado mucho tiempo en un banco y había hecho buenos negocios. Tenía
algunas empresas pequeñas y, aunque no era millonario, sí tenía bastante plata.
Denis, desde luego, era una perra interesada. Antes de relacionarse con tal
imbécil había tenido buenos novios, pero los dejaba siempre porque no tenían
el nivel económico suficiente que pudiera satisfacer sus caprichos. Le gustaba
la buena vida, en resumen. Los automóviles, los restaurantes caros, los hoteles
de cinco estrellas, las joyas, los anillos, la ropa de marca, todos los lujos los
tenía. Sí, tenía todo, excepto un hombre de verdad. En una borrachera nos
confesó que a su esposo no se le paraba más. Al parecer, solamente una muy
alta dosis de cialis conseguía el efecto deseado para la penetración. Además,
en sus propias palabras: “no cogía rico, sino que parecía una estatua”. Algunas
veces iba por ella al trabajo, y sí, era un idiota en todos los sentidos. Vestía
como un anciano y tenía la voz como una abuela ronca. A pesar de todo,
habían conseguido tener dos hijos, los cuáles eran lo único que consolaba a
Denis. Aunque, en el fondo, no sé por qué sospechaba que no le importaban
tanto como aparentaba.

–Entonces ¿sí o no? ¿Ni siquiera aceptarás porque soy yo quien te lo


pide? –insistió nuevamente Denis, sonriendo de modo que no me dejó opción.

–Sí, claro que iré. Solo estaba bromeando. Iré, eso es un hecho.

–Bien, pues partiremos de aquí a las cinco. Tengo algunas cosas que
terminar, así que será mejor que me apure… ¡Nos vemos al rato! Y ¡nada de
escaparte antes!

–Seguro, cuenta conmigo.

Noté a todos muy inquietos y fastidiados. Supuse que era debido a la


fiesta. Ya todos querían mandar al carajo las absurdas actividades cotidianas y
ahogarse en el alcohol y la perdición. Era, naturalmente, la forma de olvidar lo
miserable que era existir, al menos por unos momentos, por unos escasos y
estúpidos fragmentos de una noche que consumiría algo más que nuestros
corazones. Ishak y Jaszki, los dos compañeros con los que más me hablaba,
además de Denis, se la pasaron toda la tarde haciendo alusiones a que “esta era
mi noche”. No sé a qué se refería exactamente con estos últimos términos,
pero supuse que estaba bien. Yo, por mi parte, estaba aburrido. La verdad es
que no tenía ganas de nada y estaba aún en duda en si ir a la fiesta o regresar a
mi cuarto a hundirme en mi miseria. ¿Qué diferencia podía haber?

Entonces dieron las cinco y nos reunimos. La verdad es que se juntó más
gente de la que esperaba. Algo me decía que esa noche no iba a ser una noche
cualquiera. Tenía un extraño presentimiento, y era como si una voz muy
lejana, pero a la vez familiar, me dijese, en un silbido enigmático, que “mi
existencia estaba en medio de dos universos paralelos”. No obstante ¿qué
podría realmente significar esto? ¡Al carajo! Mi cabeza estaba confusa, me
sentía mal. Y, en un evidente acceso de angustia, quise escapar. Me fijé que
nadie me mirase y me deslicé hacia el baño. Entonces pasé ahí diez minutos
hasta que el grupito decidido a ir a la fiesta salió. Comenzaron a punzarme las
sienes, pero se trataba de un dolor raro. No era muy fuerte, pero molestaba
demasiado. Era como si me taladraran desde dentro, como si algo despedazara
mi cerebro. Lo ignoré y salí, cuidando que ninguno del grupito no me viese.
No los vi por ninguna parte, así que supuse que ya se estarían marchando.
Mejor, pues cuando bajara ellos ya se habrían ido. La oficina estaba en el piso
nueve, así que todo cuadraba.

Vaya que había sido fácil aquello, pensaba mientras el elevador me


conducía a la planta baja. Pero mis reflexiones fueron cortadas de tajo por un
sonido. Pensé que se trataba del elevador y que sería alguna falla técnica, pero
no. Se trataba de mi celular, el cual rara vez sonaba, pues verdaderamente no
tenía a nadie que me hablara, y así era mejor. Pensé que sería una estupidez
contestar, que tal vez sería otro de esos mensajes para ofrecer tarjetas de
crédito o algo por el estilo. Así, dejé que sonara una y otra vez. Pero no se
callaba, seguía sonando como si el que estuviese marcando se mantuviese
empeñado en que yo le contestase a toda costa. Y, por suerte, yo también me
mantuve en mi decisión de no contestar. Cuando se abrió la puerta del
elevador, me alivió que se callara al fin. Me despedí del vigilante y éste dijo:

–Que tenga una buena noche, señor. Cuídese mucho, por ahí se escuchan
rumores de que esta noche ha habido ya bastantes suicidios.

En principio, no puse atención a sus palabras. Lo tomé como otra


despedida más de rutina. El vigilante siempre tendía a hacer amistad con
todos, y gastaba bromas de muy mal gusto. No obstante, me parecía percibir
en su voz un no sé qué de misterioso. Había algo en su advertencia que me
producía un efecto más profundo. Volteé y lo único que atisbé fue cómo
sonreía ampliamente, pero era extraño, era como si esa sonrisa ya la hubiese
visto antes. Sí, era la misma sonrisa de Akriza, de Selen Blue, de Arik, incluso
de Denis, y de muchas personas que había conocido recientemente. Era otra
vez esa maldita alucinación mía, la de sentir que los rostros de todas las
personas que había conocido últimamente se mezclaban en uno solo y
sonreían con la sublime y acendrada sonrisa de la muerte.

Me disponía entonces a retirarme a mi departamento cuando sentí cómo


alguien se acercaba a mí. Experimenté un ligero escalofrío, pero al virar
descubrí a Denis mirándome fijamente.

–Y bien ¿Acaso creías que ibas a escaparte de mí? ¿No estarás pensando
en no ir a la fiesta? Bueno, pues no me moveré de aquí sin ti.
–No es eso, Denis. Es solo que algo extraño está ocurriendo.

–¿De qué estás hablando? ¿Algo extraño como qué?

–No sé, quizá solo es algo mental.

Era casi una locura. Era como si yo mismo pudiera controlar las
acciones de las personas que conocía, pero solo de esas. ¿Acaso sería todo una
especie de simulación? Todo lo que restaba era cambiar la perspectiva, pues
yo, en realidad, quería morir siendo feliz. Si tan solo pudiera ir a un mundo
donde pudiera ser comprendido, donde no me molestase la estupidez y la
simpleza de las personas, donde pudiera ser yo mismo y librarme de esta
humana esencia tan corrompida ya. Tal vez, después de todo, no era un crimen
odiar este mundo ni a sus habitantes, ni tampoco suicidarse podía ser tan malo
en el fondo, pero la vida, entonces, debería ser un poco menos insensata con
los abismos en los cuáles nos permitía caer tan profundamente.

Yo iba a morir como todos, sin importar si me suicidase o esperase que


ocurriera algún accidente, homicidio o enfermedad. ¿Realmente importaba que
fuera hoy, mañana, la semana próxima, el año entrante o en muchos años?
Inclusive, si mi muerte se prolongase hasta la mismísima eternidad, no dejaría
de ser muerte. Entonces ¿qué había de interesante en el contenido, en una vida
que desde un comienzo me había parecido insoportable? Ciertamente, yo
había sido un niño tonto y raro, pero desde esos primeros tiempos en este
mundo sentía que todo sería un vil desperdicio. Daba igual morir, siempre que
uno tenía que hacerlo algún día. Por eso consideraba todo con tal indiferencia
y me parecía ridículo tomar algo en serio; era absurdo existir solo para morir.
¿Por qué no ahora, por ejemplo? Esa era la cuestión principal del asunto…
¿Por qué no me atrevería de una vez por todas a cruzar la puerta, a penetrar en
ese misterioso recinto de lúgubre hundimiento que era la muerte? La deseaba,
sí, la deseaba con todo mi ser; sin embargo, hasta hoy, nunca la había
considerado tan próxima. Siempre me había parecido lejana, y por eso
entendía que las personas creían ser felices y también luchaban, sufrían y
ambicionaban cosas de este mundo. Todos estaban tan encantados y se creían
con el derecho de vivir que olvidaban algo: que lo único real y sublime en la
existencia de una raza tan miserable como la humana era la muerte.
En fin, todo era tan irreal y aburrido que mis pensamientos eran lo más
interesante en mi mundo. Podría pasar horas meditando y complicándome la
existencia con ellos, pero ¿de qué serviría, al fin y al cabo? Bien sabía que
nadie más podía entenderlo, era inútil intentar contárselo a alguien. Todo este
mundo estaba condenado a ser solo un infame sinsentido, y sus habitantes eran
los seres más repugnantes que alguna vez se hubiese imaginado alguna especie
de supuesto ser superior. En fin, como sea, solo algo tenía claro, y moriría con
ello: que este mundo era un lugar horrible, sobre todo sus habitantes, y que,
pese a todo, yo debía tener razón. Sí, eso es, yo moriría teniendo la razón,
creyendo en mi propia verdad, sin despegarme nunca del punto de referencia
desde donde había decidido mirarlo todo, juzgarlo todo. Y ese mundo que
odiaba, y del cuál siempre me sentí ajeno, debía estar equivocado. Y cuando
me suicidase probaría que la vida no valía nada, menos la mía; de hecho, la de
nadie. La vida de una persona, o de todas en conjunto, era igual, era nada, era
un absurdo. Solo los humanos se aferraban a ella porque eso se les había
enseñado como adecuado, y porque creían ser felices en su propia ignorancia y
estolidez. Pero, en el fondo, el mundo era absurdo, injusto e incorrecto. Yo
tenía razón, el mundo se equivocaba…

Cada vez todo se tornaba más intolerable. No sé, cada vez todo era más
difícil. Las personas me parecían más simples y estúpidas que antes, y me era
imposible no repugnarlas. Creo que apreciaba solamente a las prostitutas y a
los borrachos, pues, en su miseria, eran más sinceros consigo mismos que todo
el resto de las hipócritas que poblaban este inmundo planeta. Creo que, en el
fondo, no estaba hecho para este mundo, pero no entendía por qué entonces
debía estar en él. Si yo no debía existir y estaba en desacuerdo con todo, si
todo me molestaba, me fastidiaba y me incomodaba, entonces ¿por qué lo
hacía? Lo único que me parecía real eran la agonía y el sufrimiento producto
de mi existencia, de una vida que jamás hubiese querido tener. ¡Cómo me
enconaba cuando pensaba de este modo!

Antes de partir, sin embargo, debía todavía presenciar un


acontecimiento. Aun cuando estuvimos en el antro seguí cuestionándome si
fue real o no lo que contemplé. Especialmente misterioso se tornó todo
cuando, tras haber interrogado a Denis, me enteré de que solamente yo había
sido el único observador de aquel incidente. No puedo estar seguro, pero
aquello solo vino a agravar más los extraños acontecimientos de aquella noche
suicida. Como sea, lo que vi fue solo un acto más de un alma desesperada,
algo que ya había ocurrido antes. En cuestión, alguien se había arrojado por la
ventana y había ido a dar contra un automóvil totalmente negro, con los
vidrios polarizados, o eso me pareció. No obstante, nadie parecía verlo, nadie
prestaba atención. Lo más sospechoso de todo era que me pareció saber de qué
piso exactamente se había arrojado el suicida: no podía estar equivocado, se
trataba del piso nueve, y aquella ventana era la de nuestra oficina. Pero ¿por
qué nadie más parecía percibirlo?

El taxi arrancó sin darme oportunidad de contemplar mejor el suceso.


Pero sé que todas las personas pasaban y que aquello era un suceso que solo
yo, el observador, podía contemplar. Y, casi cuando estaba a punto de
voltearme, vi que el vigilante salía del edificio para encontrarse con unos
sujetos que salían, a su vez, del automóvil negro donde se había estrellado el
cuerpo del supuesto suicida. Lo más extraño fue que yo creí reconocer a
aquellos seres, pues se parecían bastante a dos sujetos que yo había visto
antes, y que también se habían presentado en circunstancias misteriosas. Me
refiero, desde luego, al sujeto del interrogatorio en el hospital y al supuesto
monje que hallé levitando en el parque aquella inquietante mañana. ¿Quiénes
eran? ¿Se trataría, al fin y al cabo, del mismo ser? ¿Por qué se reunían con el
vigilante del edificio? ¿Por qué precisamente el cuerpo del suicida tenía que
caer en su automóvil? ¿Qué diablos querían? ¿Por qué sentía que me
perseguían? Además, vestían unos mantos negros con marcas en rojo, o eso
creí distinguir. Y noté también que, pese a su excéntrica vestimenta, también
pasaban desapercibidos para todo el mundo.

En fin, pensé que quizá necesitaba dormir mejor. Pero justamente en ese
momento comenzó a escucharse, o al menos yo la escuché, la extraña melodía
del sueño árabe. En esta ocasión, sin embargo, era más fuerte y aguda que
nunca. Intenté taparme los oídos y hasta Denis me miró de modo raro, pero no
funcionaba. Aquel sonido demoniaco se incrustaba en mi mente de manera
misteriosa y me producía una tremenda jaqueca que no menguaba. De hecho,
ese dolor de cabeza no había parado del todo desde que había encontrado a
aquel sujeto en el hospital. Por momentos disminuía, pero nunca se iba del
todo. Y ahora, cuando escuchaba aquella melodía del sueño árabe proveniente
de quién sabe dónde, sentía que iba a desfallecer. Por suerte, el taxi aceleró en
esos momentos, el semáforo se había puesto en verde. Y, conforme nos
alejábamos de aquel sitio, me parecía también experimentar cierto alivio y
también una profunda nostalgia. No sé por qué, pero tuve de pronto la
impresión de que esa sería, tal vez, la última vez que observaría aquel edificio
y aquel escenario que tantas veces había detestado mientras me dirigía al
trabajo y de vuelta a casa. Probablemente el fin estaba ya muy cerca, más de lo
que sospechaba.

Cabe resaltar que olvidé por completo el asunto del suicida. No lo


recordé sino hasta que entrábamos en Ilusiones Ataviadas, aquel antro de mala
muerte al que ahora estaba a punto de adentrarme. Como sea, ahora ya era
tarde para pensar en eso. Todos entenderían que este viernes debía dedicarlo a
la perdición, y yo también sabía que así lo quería. Me había reservado estas
últimas semanas y creía que así podía purificarme, pero ¿para qué?
¿Purificarme de qué? Eso no eran sino tonterías y absurdos de moralistas sin
remedio. Realmente uno nunca podía purificarse ni ensuciarse de nada, puesto
que todo era irrelevante. En especial lo eran el bien y mal, pues estaban
condicionados a las creencias de las personas. Entonces ¿a qué venía eso de
sentirse triste por las acciones cometidas y las que cometería? ¿No era todo
igual de intrascendente? Claro, ¡sí que lo era! Por lo tanto, daba igual ser o no
ser, estar o no estar, beber o no, follar o no. Al fin comprendía que nada
importaba y menos en un mundo injusto y absurdo como este. ¿A quién le
importaría si me emborrachaba hoy o si moría en unas horas? Más allá de mis
padres y de unas cuántas personas, realmente a nadie. En toda la existencia yo
era solo un punto tan insignificante que mi vida y mi muerte podrían
considerarse casi lo mismo. Sí, ¡eso era lo hermoso! Vivir o morir era
exactamente lo mismo para un simple humano, y quizá para todo y todos.

Razonando así, me pareció adecuado disfrutar de la fiesta y hundirme en


la depravación más sórdida como tantas otras veces. Era este el momento de
olvidarlo todo, de realmente aceptarme a mí mismo, de aniquilar cualquier
diferencia entre el bien y el mal. Era ahora el instante donde mis deseos
sexuales se mezclaban con los suicidas y donde aceptaba cualquier cosa que
pasara. Afuera del bar había una fila enorme de personas que esperaban entrar.
Pensé entonces que nosotros tendríamos que formarnos y que nos
demoraríamos bastante. De todas esas personas que esperaban con
impaciencia, podría decir, a simple vista, que había un poco más de mujeres
que de hombres. Y, en su mayoría, se trataba de jovencitas que, creo, rondarían
entre los dieciséis y los veinte años. Eran casi todas unas niñas, aunque,
ciertamente, podría decirse que también había bastantes entre los veinticuatro
y los veintiocho. Yo, desde luego, también era joven entre mis compañeros. El
más joven, de hecho. Por eso siempre decían que yo era un niño entre ellos.

Como sea, noté una ansiedad tremenda en aquellas personas. Parecían


sumamente desesperadas por entrar a Ilusiones Ataviadas y por entregarse,
como yo también lo haría, a la crápula y la embriaguez. Cabe destacar que
Ilusiones Ataviadas no era un antro cualquiera, desde luego que no. Se trataba
de un antro conocido por todas las cosas que pasaban dentro: cerveza a precios
muy bajos, ingente cantidad de drogas que se consumían y locuras sexuales
que acontecían tanto en las plataformas como en los sanitarios. Se rumoraba,
ciertamente, que hasta se podría acuchillar a alguien ahí. Y es que había de
todo: besos de tres, bastante baile donde había que pegar mucho los cuerpos y
donde las mujeres pegaban sus culos a las miembros de los hombres,
sustancias para alucinar y todo en el ambiente más sucio.

Por supuesto que la homosexualidad y el lesbianismo estaban presentes,


y hasta era ideal para experimentar y descubrirse. Algunos grupitos salían y se
dirigían a alguno de los hoteles contiguos para desnudarse y entregarse a los
placeres más desenfrenados y sucios, tanto hombres como mujeres. En
resumen, Ilusiones Ataviadas era un antro donde pasaba de todo, quisiera uno
o no. El mismo ambiente te iba induciendo en un estado que, combinado con
el alcohol y las drogas, terminaba por denominarse como “abierto a lo que
sea”. Justamente ahí dentro se perdía la diferencia en géneros y podía uno
darse cuenta de que realmente no había diferencia entre un hombre y una
mujer, pues, en cualquier caso, ambos tenían una boca que se podía besar y un
cuerpo que se podía disfrutar.

Creo que por esta fama un tanto delirante que es que Ilusiones
Ataviadas, de jueves a sábado, de las seis de la tarde hasta las cuatro de la
mañana, tenía una demanda avasallante. La fila para entrar era muy larga y
siempre se veía gente muy hermosa, tanto hombres como mujeres. Podría
decirse que era un antro casi legendario para hundirse en la perdición y
mostrarse tal cual uno era. Por eso me gustaba ir, porque ahí dentro se podía
liberar con toda confianza las verdaderas conductas de la mente. Era, por así
decirlo, casi espiritual poder entrar a Ilusiones Ataviadas y quedarse hasta que
cerrara. Al final, no nos formamos, eso fue bueno. Denis me jaló de la mano
justo en el momento en que estaba a punto de dirigirme hacia la fila para ir a
situarme en la cola. Tenía un plan, tramaba algo, y no me lo había dicho.

Era evidente que no pensaba esperar quién sabe cuánto tiempo para
entrar. Al principio creí que nos dejarían pasar tan solo porque nuestros demás
compañeros ya estaban dentro, pero no fue así. Los guardias nos bloquearon el
acceso y no tuvimos más remedio que frenarnos. Nos miraron
escrutadoramente y noté que uno de ellos, el que parecía ser el jefe, miraba a
Denis con una lujuria increíble. Sospeché de mejor forma por dónde iba el
asunto, pues Denis había desabrochado otro botón de su ya pronunciado escote
y parecía presumir sus firmes senos. Además, llevaba una minifalda muy
parecida a la que había usado el día de su cumpleaños. Tal y como lo esperaba,
se acercó al guardia principal y le susurró algo al oído. Luego, sin importarle
nada, comenzó a acariciarle el rostro y la barba hasta terminar dándole un beso
y sobándole el paquete ahí abajo. Mientras lo hacía, en determinado momento,
me miró y creo que le divirtió saber que yo la observaba, pues se aferró aún
más a aquel gorila. Para ser sincero, a mí me daba igual lo que hiciera, pero no
pude evitar pensar que era una mujerzuela que se besaba con todos porque
estaba aburrida de su miserable existencia basada en su patético matrimonio,
un esposo imbécil y unos hijos no deseados.

Tras esto, al fin pudimos entrar en el famoso y excéntrico antro Ilusiones


Ataviadas. Creo que algunas personas de la fila nos miraron con disgusto y
odio, pues verdaderamente nos habíamos ahorrado bastante tiempo, y todo
solo con un beso y una manoseada al vigilante, hasta donde sabía… Como sea,
ya estábamos dentro. Era casi un triunfo, como si eso le diera
momentáneamente sentido a lo miserable que era la existencia. El lugar no
podía ser más extraordinario. Tras haber superado la cortina plateada con
dibujos de penes y vaginas gigantescas, nos encontramos con todo un
galimatías infernal. Ciertamente, no era tan inmenso como parecía. No
obstante, eso era lo de menos. Entendí, además, por qué mantenían un control
tan estricto en la entrada de las personas, todo era con el fin de no saturar el
interior. Y es que, de verdad, ya estaba a reventar.

Era imposible pasar sin recibir dos que tres rozones y metidas de dedo.
Y, al mismo tiempo, poder uno aprovecharse de ello. Las luces de neón
invadían el techo y las paredes, dándole al lugar un aspecto único.
Definitivamente tenían que haber contratado a un diseñador para el lugar,
porque aquello era toda una obra de arte para la perdición. Había maniquíes
muy bien confeccionados mostrando sus atributos, una plataforma donde
algunas “chicas” verdaderamente hermosas y de lo más suculentas realizaban
sus bailes, tubos donde las personas podían pegarse y mostrar sus habilidades
y, sobre todo, un ambiente espectacular. Todo pintaba para que aquella noche
fuera un auténtico pandemónium de depravación, sexo y, lo mejor de todo,
muerte.

XLV

Nos costó un poco identificar a nuestro compañeros. Los estuvimos buscando
durante algunos minutos, pero la aglomeración de tantas personas y la
oscuridad, pese a las luces de neón, nos dificultaban el proceso. Denis me
tomaba de la mano y yo veía cómo casi todos y todas la deseaban. Incluso, una
mujer se atrevió a darle un buen beso en la boca, a lo cual ella no opuso la
menor resistencia. Creo que eso me excitó y pensé que había tomado una
buena decisión al haber venido a Ilusiones Ataviadas y no haberme ido a
aburrirme en casa de mis padres o a tirarme en mi cama. Al fin, hallamos a
nuestros compañeros de fiesta, quienes estaban ubicados en un rincón, muy
cerca de los sanitarios, donde, por suerte, habían conseguido hacerse con una
mesa y un buen espacio para que todos pudiésemos beber a gusto. Claro que,
conforme avanzase la noche, los cuerpos estaban destinados a unirse, tanto
como las bocas.

–Hola –dijo Ishak, sosteniendo una cerveza en la mano–. ¿Por qué


tardaron tanto? Se me hace que se fueron a hacer otras cosas.

–Llevamos casi una hora esperándolos, ya hasta tuvimos que empezar a


beber sin ustedes –comentó Jaszki.

–Sí, es lo que veo –respondí un tanto molesto–. Pero ahora nos uniremos
a la fiesta.

–Desde luego, porque el día de hoy quiero beber como nunca –afirmó
Denis mientras tomaba una cerveza y se la bebía como agua.

–¡Denis, alto! –intervino Ishak– ¡Tómatelo con más calma! Si bebes de


esa manera, no llegarás ni siquiera a la media noche.

–¿Crees que me importa? ¡Me importa un demonio lo que pase hoy!


Solo quiero olvidarme de todo: de mi vida, mi matrimonio fracasado, mi
estúpido esposo y mis deplorables hijos.

–Bueno, por eso dicen que, entre peor va tu vida, mejor sabe la cerveza –
expresó Jaszki mientras brindaba con Denis.

Así, yo también tomé una cerveza y creí oportuno beber rápidamente al


principio. De ese modo, me emborracharía rápido y entraría en ambiente más
fácilmente. Claro que, en cierto punto, debía reducir el ritmo o incluso dejar de
beber. Llegaron los otros tres compañeros de la oficina que habían decidido
pasarla bien esa noche. Habían ido por más cerveza y lucían animados. Se
trataba de dos chicos y otra chica, naturalmente que yo no les hablaba gran
cosa, pero pensé que eso no importaba. El tiempo se pasó volando, estuvimos
bebiendo con gran ahínco y de manera poco sensata. Las cervezas se
terminaban muy rápido y nuestras cabezas comenzaban a resentir el efecto.
Sin embargo, yo no me sentía animado. Algo extraño pasaba esa noche,
especialmente dentro de mí. Era como si una profunda y recalcitrante tristeza
me invadiese y se apoderase de mi ser. No, no tanto tristeza o, no lo sé, pero
era también melancolía, nostalgia, ira y asco. Sí, sentía repugnancia de mí
mismo más que del lugar y las personas. Pensé que eso estaba bien, que
siempre era esa la razón de mi miseria: jamás había logrado ser feliz conmigo
mismo. Y es que, aunque el mundo fuese a mi medida, creo que ni así podría
sentirme completamente satisfecho. Había algo más, algo que no me dejaba en
paz. Era como una imperante necesidad de odiarme, de aborrecerme en todos
los aspectos.

Quince minutos antes de la media noche los tres compañeros que casi no
conocía anunciaron que se retiraban. La verdad es que no presté demasiada
atención a la plática que se desarrolló durante todo ese tiempo. Era imposible
bailar dada la cantidad tan desmesurada de personas que se había conjuntado
dentro del antro, así que lo único que quedaba era charlar, beber y pegar los
cuerpos y las bocas. Pero, hasta el momento, yo solo había bebido sin
interesarme en la conversación tan banal que se desarrollaba. Pensé que el
simple hecho de entrar en Ilusiones Ataviadas ya era algo de por sí absurdo.
Creo que me estaba ocurriendo exactamente lo contrario que siempre, pues, en
vez de animarme con cada cerveza, me deprimía más y más, hundiéndome en
un abismo casi sin fin.

En cierto modo, agradecí que aquellos tres se retiraran. Solamente


platicaron de las cosas materiales que querían comprarse: celulares, casas,
automóviles, etc. Y también discutieron acerca de su “brillante” futuro, el cual
básicamente consistía en casarse, formar una familia, viajar y así por el estilo.
Digamos que anhelaban las mismas cosas que todo el mundo, solo sabían
luchar por lo irrelevante. Incluso entre la gente perdida y entregada al vicio
hay diferencias abismales. Supuse que era normal, pues eran humanos después
de todo. También los tres que se quedaron conmigo pertenecían a esa clase de
personas con aspiraciones superfluas.

Luego de que se retiraran aquellos tres para alcanzar a regresarse en el


metro, la situación se tornó un tanto extravagante. Unas chicas comenzaron a
platicar con Denis y, al poco rato, la vimos trepada en la plataforma, pegando
su trasero a un rubio de ojos azules de muy buen ver y besándose con una
pareja de chicas. La contemplé con cierto desinterés, pero pensé que más tarde
podría tener mi oportunidad. La verdad es que me hallaba tan extraño que ni
siquiera sentía deseos de fornicar como tal. Si se lo metía era solamente
porque sí, porque debía hacerlo y ya, casi por instinto.

–Oye, Lehnik. ¿Qué te pasa? No parece que te la estés pasando muy


bien, ¿te sientes mal? –dijo Ishak–. ¿Acaso estás celoso porque Denis anda
haciendo de las suyas?

–Ella siempre es así. Nosotros ya nos acostumbramos a que, en cada


salida, haga lo mismo. Creo que odia a su esposo y también a sus hijos –dijo
Jaszki.

–Bueno, eso es normal… Y no, no estoy celoso, para nada. Me es


indiferente en absoluto.

–Eso dices, pero ¿apoco no le quisieras dar? –cuestionó Ishak en tono


pícaro.

–Supongo que sí.

–¿Cómo? ¿No te gustaría tener a alguien así para ti? –cuestionó un tanto
ensimismado Ishak.

–No creo. Digo, una noche o varias no estarían mal, pero tener algo más
me sería imposible.

–Pero ¿por qué? Yo digo que se verían bien. ¿Qué tal si ella te lo
propone? ¿Acaso no crees que dejaría a su familia por ti?

–No sé, Jaszki, pero no lo valdría. A mí no me importa ya nada


realmente, no espero nada de esta existencia. Si ahora estoy aquí, bebiendo y
en la perdición, es solamente porque me siento aburrido de vivir.
Sinceramente, lo único que espero ya es el suicidio.

–Bueno, ¡je, je! En ese caso, no podemos hacer nada –concluyó Ishak.

–Pero ¿desde cuándo te vino esa idea del suicidio? ¿No será más bien
como un capricho? Debe haber alguna razón más profunda –comentó Jaszki.

–No sé, creo que ha sido una combinación de muchos factores. Y


también un análisis del mundo, la realidad, la humanidad y la existencia. Pero,
lo que sé y siento es que vivir no significa nada. De hecho, vivir o morir es lo
mismo. Solo quiero desaparecer, desearía tanto jamás haber existido.

–Ya veo, Lehnik. ¿No crees que todos tenemos un propósito en la vida?

–No creo, Ishak. Criaturas tan miserables como los humanos, infestados
de estupidez y sinsentido, no podrían tener fin alguno. A lo más, seríamos un
experimento de proporciones desconocidas. Aunque, no sé, todo es extraño.
No comprendo por qué un mundo así tiene que existir, en fin. Es un error
aferrarse a la vida, es el acto de un vil necio que jamás ha reflexionado nada.

–Entiendo, ¡je, je! Suena a algo que está fuera de nuestro alcance.
Entonces ¿nunca has sido feliz? –preguntó Jaszki.

–Tal vez, pero fue hace ya algún tiempo. Realmente feliz por completo
no creo, pero a veces pasaban cosas que me hacían sentir como si vivir valiera
la pena.

–¿Cómo qué cosas? –inquirió Ishak.

–Enamorarse…

–¿Tú crees? Pues una vez yo también lo estuve, supongo. Pero se


termina, y todo queda peor –afirmó Ishak.

–Sí, así es. Pero mientras dura es bueno, luego se va y todo se derrumba.
Todo se desvanece entre las lágrimas de los poemas obsequiados.

–¿Te refieres a Melisa? –cuestionó Jaszki.

–Sí, pero ella ya fue.

–Se suicidó, ¿no?

–Así es, ¡je, je! Creo que fue lo mejor, después de todo.

Yo les había contado de Melisa, aunque solo lo más superficial. Ellos


jamás podrían entenderlo, tal vez porque yo tampoco. Solo sabían que mi
relación con ella había pasado de ser lo más hermoso a ser una devastadora
tragedia. Y que, luego, ella se había quitado la vida, supuestamente por mi
culpa. Algo que no podía olvidar era esa carta que me había llegado aquel día,
la que anunciaba el suicidio de Melisa. No sé por qué, pero creo que eso
consolidó mi indiferencia absoluta en la existencia. Pensaba que no tenía nada
de malo que Melisa se hubiese matado. No, para nada era malo. Por el
contrario, era algo deseable y bonito. Se había atrevido a cruzar la puerta, y,
aunque tal vez lo hubiese hecho por algo tan estúpido como el amor, aun así,
creo que tuvo cierto mérito. Además, Melisa no era una mujer tan tonta como
el resto de las personas, con ella podía platicar abiertamente y ella entendía
cosas que nadie más. Sabía, por ejemplo, que la existencia no tenía ningún
sentido, y que aferrarse a la vida era una necedad. Sabía, también, de la amplia
gama de conspiraciones y manipulaciones que la élite ejercía sobre la
población. Y así, Melisa siempre entendió lo que no podía decirle ni hablar
con nadie más. Por eso, particularmente, creo que la quise. Sin embargo, me
alegré tanto de su muerte que ni siquiera tuve tiempo para pensar en ella tanto
como ahora.

–Pero ahora que el amor de tu vida está muerto, ¿no sería adecuado
intentar algo con otras personas? –comentó Jaszki.

–Sí, desde luego. Pero nada serio, todo informal.

–¡Ah, bien! Comprendo, quieres eso. ¡Ja, ja!

–Jaszki, ves ahora por qué me agrada Lehnik. Compartimos ciertos


puntos en nuestra historia de desamor. Yo también pasé algo similar, pero ya
les conté una vez y ahora solo quiero divertirme. No estamos aquí para hablar
de cosas muertas o tristes, sino para alegrarnos. Miren a Denis, ¡con qué
ánimos le pone los cuernos a su esposo!

–¡Je, je! Tan bonita y tan… ¡tan puta! ¡Vaya mujercita! –exclamó Jaszki.

–¡Esas son las buenas! ¿Apoco no, Lehnik? A mí me gustan así: casadas
y putas, de las que les gusta sin condón y que te dejan venirte adentro sin
importar nada.

–¡Por supuesto! –declaré con gran voluntad–. Así es más fácil todo,
amigos.

Luego de esta conversación un tanto fuera de lugar, mis compañeros


tomaron la decisión de unirse a Denis en la plataforma y ver qué podían sacar
de aquella caterva de cuerpos embarrándose unos en otros. Yo, por mi parte,
también quería hacer lo mismo, pero algo pasaba. Sabía que algo no estaba
bien, pero también tenía la corazonada de que no podía hacer nada para
cambiar los sucesos que estaban por venir. Me dolía la cabeza nuevamente y,
pese al alto volumen de la música, me parecía percibir, aunque muy a lo lejos,
la maldita melodía del sueño árabe que tanto me trastornaba. Por lo tanto, opté
por dejar que mis tres acompañantes se divirtieran un poco sin mí, y salí a
fumar un cigarrillo. Quizás aquello me relajaría y, al entrar, podría unirme a
ellos con todo el gusto del mundo.

Así, me encontré afuera en pocos minutos, aunque batallé para salir. Y,


algo que no me gustó, pero que no supe bien si era real o no, fue que, en las
sombras, en un rincón de Ilusiones Ataviadas, creí divisar a un encapuchado
misterioso muy parecido a los sujetos que tan extrañamente se habían
aparecido en el interrogatorio del hospital, levitando en el parque y en el
supuesto suicidio que recientemente había presenciado. Comencé a pensar que
mi problema debía ser grave, o que, probablemente, alguien o algo me
perseguía. Pero ¿qué podría ser? Mi vida era absolutamente insignificante
como para que alguien se preocupase por mí. Entonces todo sí que debía ser
solo producto de mi imaginación. No le presté demasiada atención, pues,
cuando me tallé los ojos y volví a mirar, el sujeto ya no estaba. En su lugar vi
una pintura, y grande fue mi sorpresa al ver que se parecía bastante a la del
colibrí violeta en el departamento de Selen Blue. Pero, dada la gran cantidad
de personas, me era imposible corroborarlo, así que sencillamente me fue
indiferente.

Una vez dentro de nuevo me sentí mareado. Estaba peor que antes, ¡vaya
idea la de haber salido! Me sentía también perseguido por no sé qué cosa.
Creo que estaba alucinando, pues, de pronto, sentía como si algo me rozase el
rostro. Era como una especie de tentáculo que me alteraba por completo, que
alteraba lo más parecido a un destino que yo pudiese concebir. Intenté hallar a
Ishak y a Jaszki, pero fue en vano. Solamente el diablo podría saber dónde
estaban entre tanta gente. Como me andaba del baño, decidí que primero debía
hacer mis necesidades y que luego, con más calma, buscaría a los chicos. En
caso de no encontrar a nadie, me saldría y me regresaría solo en un taxi. Así,
avancé hacia los sanitarios sin que nada extraño ocurriera. Una vez dentro,
todo fue normal, aunque tuve que esperar un poco para hacer, pues otros
esperaban también. Cuando salí y me miré en el espejo, noté una
luminiscencia anómala en mis ojos. Era casi como si un color desconocido se
hubiese apoderado de mi mirada, y entonces lo vi. ¡Se trataba de una criatura
de proporciones megalíticas!

Creo que aquello fue el impulso necesario para que mi ya trastornada


cabeza sucumbiera por completo. No pude recuperarme en los primeros
segundos, pues la impresión fue bárbara. Poseía matices que jamás ningún ser
podría concebir, infinitas alas de todos los estilos, millones de hilos etéreos
con la habilidad de rozar seres materiales, unos ojos tan hermosos y sublimes
que nada podía existir que los superase… Tan violetas como el color de aquel
colibrí en transición viril. Pero, definitivamente, lo más llamativo y divino de
aquella deidad eran sus miembros, pues poseía ambos y, además, podía
preñarse a sí misma. No sé cómo esto último llegó a mi cabeza, pero lo supe
sin jamás haberlo concebido. No obstante, algo me distrajo y tuve náuseas
como nunca en mi vida. Ahora no había duda, lo sabía bien: detrás de mí, y
gracias al espejo, pude ver a un ser sumamente enigmático, encapuchado,
cruzando hacia una puerta que antes no estaba ahí. No titubeé ni un solo
minuto, lo seguí dispuesto a todo. Y supe entonces que esa era la inmarcesible
señal de que la puerta permanecía siempre abierta, como siempre lo había
imaginado.

Tras haber atravesado un oscuro pasillo, llegué a una especie de cuarto


de donde provenían unos ruidos muy alocados. Al examinar un poco noté que
no me encontraba en otra dimensión ni nada por el estilo. No, yo estaba
paranoico, todo era normal. Se trataba únicamente de la bodega donde
almacenaban la bebida del antro. Seguramente esa puerta era alguna especie
de entrada alterna que debía permanecer cerrada, pero que, por algún motivo
desconocido, había sido accesible para mí. Había ahí bastante cerveza como
para emborracharse de por vida, además de vodka, ron, whiskey y demás. Me
pareció gracioso pensar en lo preocupado que estaba esa noche. Finalmente, sí
lo había alucinado todo; nada había sido real sino solo mi propia imaginación.
Además, seguía escuchando el ruido de afuera: la música, el griterío, el baile,
etc. Eso me dio mayor seguridad para explorar la bodega, pues lo peor que me
podría ocurrir era que me descubrieran y me echaran de ahí. No pensé ni por
unos momentos en que podrían pensar que me quería robar algo, no sé por
qué. Decidí seguir los gemidos que escuchaba, pues notaba cierta familiaridad
en la voz. Avancé en la oscuridad hasta lo que creía era un cuarto pequeño,
pero resultó ser otra puerta que conducía a los sanitarios de las bodegas.

Entré, notando que los gemidos se hacían más intensos. No había duda:
se estaban cogiendo a alguien ahí. Analicé los sanitarios uno por uno hasta
llegar al tercero, ahí era donde se producía todo el alboroto. Creo que estaban
tan entretenidos que ni siquiera escucharon cuando abrí la puerta, la cual, por
suerte, estaba bien engrasada y no chirrió. Noté que las puertas de cada
sanitario tenían un pequeño filo por el cual era posible asomarse. Fui
cuidadoso en no acercarme demasiado y al fin lo supe, tal y como lo
sospechaba, pero de un modo un tanto más delirante: ahí dentro se encontraba
Denis y estaba siendo violentamente penetrada, pero no por un hombre.
Bueno, no como tal, sino por una demoniaca transexual. Y digo demoniaca
porque la embestía como si fuese un animal, con furia inaudita. Lo que no
supe sino hasta que cambiaron de posición es que aquella criatura, si es que
era humana en su totalidad, poseía no una, sino dos inmensas miembros,
mismas que penetraban el culo y la vagina de Denis respectivamente.

Además, esta chica transexual era de una belleza infinita, perfectamente


moldeada para conquistarlo todo. Con unas tetas lactando misteriosamente y
con sentencias en algún idioma desconocido tatuadas por todo el cuerpo.
Usaba un traje de demonio que le venía a la perfección, todo en cuero rojo y
combinado con unas pantimedias negras de encaje que ya estaban bastante
chorreadas por las venidas de Denis. Permanecí observando hasta que aquella
preciosa transexual informó que ya estaba a punto de explotar, que se iba a
venir en breve de una forma como nunca lo había hecho. Vi cómo le besaba la
boca a Denis con rabia, en tanto magullaba sus tetas firmes y la ahorcaba hasta
casi asfixiarla. Pero era Denis misma quien pedía este trato, quería ser azotada
como la vil putipuerca que era. Deseaba de aquella transexual lo que jamás
ningún hombre le había podido ofrecer, mucho menos su esposo. Entonces
terminó la fenomenal cogida mientras yo observaba todo.

–¡No te vayas a quitar, te lo suplico! –imploró Denis a la demoniaca


transexual aferrándose a ella y mordiéndole las tetas hasta hacerla sangrar.

–No, claro que no. Te los voy a echar adentro de tu culo y de tu vagina al
mismo tiempo –replicó la transexual, llena de furor y delirio.

–¡Qué rico! No sabes cuánto había deseado esto toda mi vida. ¿Qué
esperas? ¡Córrete ya y derrama tu leche caliente en mi interior! ¡Quiero sentir
cómo me preñas y cómo tu semen se bate con la mierda que estoy conteniendo
en mi culo!

–¡Ahí va, perra de mierda! ¡El momento ha llegado, maldita putipuerca!


–vociferó como si verdaderamente estuviese poseía la transexual de las dos
miembros inmensas.

–¡Sí, dame con todo! ¡Ya lo quiero adentro! ¡Llévame al infierno! ¡Soy
tuya, soy tu puta por siempre!

Entonces, al asomarme nuevamente, noté que no se trataba de Denis,


sino que su rostro se había convertido en el de alguien más, alguien que yo
conocía. ¡Era, nada más y nada menos, que Akriza!

Escuché entonces unos gemidos infernales que rompían toda lógica.


Creo que tanto la transexual como Akriza habían alcanzado el orgasmo al
mismo tiempo, ambas se habían venido exquisitamente. ¿Quién lo pensaría?
Jamás hubiese imaginado que el máximo deseo sexual de Akriza era ser
cogida por una transexual demoniaca de doble miembro. En fin, supongo que
estuvo bien por ellas. Las fuertes arremetidas cesaron, los gritos se callaron y
hasta pude escuchar cómo chorreaba el esperma que brotaba del culo y la
vagina de aquella zorra a la que había deseado. No pude evitarlo y sufrí una
severa erección, mi pene parecía casi de piedra y no había nada que pudiera
hacer para aquietarlo. Algo en mi interior ardía en deseos de entrar y hacer
cualquier cosa para saciar mis instintos, pero me contuve un poco. Pensé que
lo mejor sería esperar a que la transexual se retirase, y entonces sería mi
oportunidad para… El tiempo, pese a todo, me parecía aún congelado.
Si bien es cierto que escuchaba la potente música que provenía del
centro del antro y todo el griterío producto del alcohol y la locura de la fiesta,
no dejaba de pensar en que algo sospechoso acontecería. Por fin, la puerta se
abrió y ante mí tuve a la transexual. Era alta, un poco más que yo, y poseía una
cuerpo más que envidiable. No obstante, hubo algo en ella que me pareció
repelente, pues era como si… ¡No sé cómo explicarme bien, pero era como si
se tratase de un disfraz! Sí, era como si aquel rostro y cuerpo no fuesen sino
un traje, uno perfectamente adaptado a la realidad humana y provisto con
todos los atractivos posibles. Me miró con sus perversos ojos negros cubiertos
de un idílico color carmín y exclamó:

–Ahora puedes entrar y conocerte. Ya el tiempo no importa, pues todas


las expresiones han sucumbido ante las señales. La vida y la muerte realmente
nunca pudieron pertenecerte.

Luego de tan inquietantes palabras se acercó a mí y me apretó muy


fuertemente el miembro, tanto que casi sentí como si me lo fuese a arrancar.
Pero se detuvo y me lamió los labios sin besarme, solo rozándolos con la
punta de su lengua, la cual era como la de una víbora. Sus ojos se encontraron
con los míos y, por primera vez en toda mi existencia, pude experimentar la
enardecedora y rimbombante sensación de estar desprotegido ante algo
superior.

Sí, era como si aquella transexual de dos miembros enormes escondiese


alguna criatura en su interior, pues estoy seguro de que vislumbró en mí lo que
nadie más había podido. Se introdujo hasta lo más profundo de mi ser, indagó
en los recovecos más retorcidos y oscuros de mi mente. Casi podría decir que
acarició sutil y misteriosamente mi espíritu, si es que aún poseía uno. No estoy
seguro de lo que me hizo, solo sé que aquello fue lo menos humano que me
pudo haber pasado en la sucesión de eventos anómalos y oníricos que habían
moldeado mi percepción de la realidad. Me mostraba tan inerme, y a la vez era
bueno saber que uno podía siempre conocerse mejor desde la perspectiva más
asquerosa, y siempre desviándose del camino planteado por dios.

–Eres un muerto que tiene la suerte de no observarse, pero, aun así,


mereces el amor de tu alma –expresó amablemente, casi sin mover sus labios
para hablar–. Yo, por encima de todo, ¡te amo!

Y me mordió el cuello, pero tan salvajemente que hasta arrancó un gran


pedazo de carne. No sé por qué, pero no sentí ningún deseo de defenderme
ante su atroz acto. Solo podía experimentar nuevamente una mescolanza
infinita de emociones y pensamientos que trastornaban mi ser. Finalmente, con
mi sangre y mi carne en su boca, me besó y me hizo tragar todo lo que me
había arrancado. Sin siquiera notarlo, caí en cuenta de que cada una de mis
manos había masturbado uno de sus penes, y ahora se encontraban todas
batidas de esperma, pero de uno muy extraño, pues su color era una mezcla tan
preciosa como rara. Lo más parecido que se me ocurrió fue el arcoíris, pero
con tonalidades que nunca en mi vida había atisbado. Ella colocó mis manos
batidas en su cara y se las frotó en todo el rostro hasta formar una especie de
mascarilla.

Y fue en ese preciso momento cuando aconteció lo más loco de aquel


asunto: me besó otra vez, pero ahora del modo más romántico y bonito
posible. Yo cerré los ojos porque aquello me hacía sentir muy bien, tanto como
nunca en mi miserable existencia… Era como si estuviese besando a algo
superior, a una entidad no humana… Era la sensación más espiritual, divina y
sublime de todas… Y, cuando quise abrir los ojos para contemplarla, porque
sentía que si lo hacía vería su verdadero rostro, me quedé absolutamente
pasmado al descubrir que ¡me estaba besando a mí mismo! ¡Sí, eso era yo!
¡Podía observarme y sentirme desde un punto que no era el que había elegido
y sobre el cual se había tambaleado tantas veces mi existencia ante la
desastrosa poesía del azar! No había duda alguna: aquel rostro que tan
cálidamente besaba y que me hacía sentir menos humano por primera vez, tan
enigmático y, a la vez tan incongruente con la verdad, ¡se había tornado en el
mío!


XLVI

Sin pensarlo dos veces, entré en los sanitarios y busqué aquel donde debía
encontrarse Denis, o Akriza, mejor dicho. Ahí estaba, con el ano y la vagina
más abiertos que nunca y todos batidos de esperma. Cuando me vio se puso
hasta pálida y quiso hacer mil preguntas, quiso indagar cómo la había
encontrado y cómo es que estaba en el momento exacto en aquella realidad,
una que ahora ya no solo pertenecía a ella. Sin embargo, en lugar de un tropel
de palabras sin sentido y de gritos cervales, fue el silencio el que imperó por
completo. Lo único que hacíamos era mirarnos, y creo que, en mis ojos, ella
podía presenciar que yo no era el mismo que conocía. Así es, yo ya no era el
sujeto que tantas veces había rechazado porque sentía que amar era tan
aburrido como existir. Y, ¿cómo olvidarme de Virgil?, cuyo cadáver
seguramente seguiría descomponiéndose en el baño de mi departamento.

¿Acaso lo encontrarían pronto? ¿Acaso no era “eso” que yo contemplaba


en el interior de Akriza la culminación de una existencia absurda? ¿No era lo
mismo que experimentó la señora Faki cuando devoró a aquellos niños? ¿No
era la misma situación que aquella tarde cuando vi a Jicari arrojarse al río y
terminar con su miseria? ¿No era igual que esa noche donde Arik y Selen Blue
me impulsaron a cometer toda clase de aberraciones sexuales para luego
desaparecer por completo? ¿No era tan parecido todo a la tristeza infinita que
había acabado por desquiciar al señor Volmta quien también se había ido de
mis recuerdos hasta ahora? ¿Y no era todo aquello, al fin y al cabo, solo el
resultado de un ser que jamás debería haber existido? ¿No era solo otro
extraño sexual y suicida el que me había besado para liberarme de este mundo
en mi actual estado de percepción? ¿No era el observador el que terminaba por
determinar su realidad y deformarla tanto como su propia imaginación se lo
permitiese? O ¿es que yo realmente nunca había vivido? ¿Es que acaso no
había sido consciente jamás de que yo ya no podía morir eternamente? Y todo
era tan solo porque yo…

Pero ya todas estas reflexiones sin sentido se desvanecían cuando me


encontré con algo jugoso y delicioso. Era la vagina de Akriza totalmente
abierta para que yo la lamiera hasta que se me pudriera la boca. Entonces besé
a Akriza y ella no se opuso, al contrario. Parecía ser algo que deseaba desde
hace eones, desde el primer día que nos conocimos ¿Cómo pude haberlo
olvidado? Yo había soñado a Akriza, había sido la primera persona que había
conocido fuera y dentro de mí. Y, sin embargo, hasta el día de hoy la había
olvidado. Ella nació cuando Melisa murió, y comprendía que el suicidio había
sido la llave, que la muerte podía ser la clave para desenvolver la esencia de la
verdad. Yo había soñado a Akriza, la había amado más que a mí, y eso le había
dado el poder de devorarme sin que lo notase. Lo había hecho con cada uno de
los elementos que descubría en mi vida, con cada uno de los seres que habían
rozado mi destino.

Así, la penetré y también supe que, luego de ello, no necesaria más mi


miembro, que también se pudriría como mi boca. Y, posteriormente, todo en
mí lo haría. Ya no me necesitaba, ya no requería de mí para existir. Ahora solo
quedaba la nostalgia de una muerte que no me pertenecería, de una concepción
sumamente suprema que jamás haría mía. Este era el clímax del orgasmo de
mi existencia, la entrada en la puerta de los desolados, en la vagina que daba
nacimiento a una infinidad de posibilidades de entre las cuáles el yo que se
había impuesto había podido elegir solamente una. Sí, tan solo una era la
verdad en la que había querido creer. Y es que realmente no tenía opción,
nunca la tuve, de hecho. Si no hubiese hecho esa elección, la única posible
para mí, entonces todo, verdaderamente todo habría sido consumido por el
vacío. Y, cuando sentí cómo mi miembro arrojaba el esperma dentro de la
vagina de Akriza, cómo casi depositaba en ella algo más que un simple fluido,
comprendí que yo era dios en el poema suicida del cual nunca había aceptado
ser autor ni mucho menos protagonista.

Tan solo unos segundos después de haberme corrido noté que Akriza me
miraba con impaciencia. Era tan hermosa. Me encantaba saber que, al fin y al
cabo, podía volver a hundirme en los brazos de Melisa, en la boca que una vez
desgarró mi carne para liberar la deidad a través de cuyas alas tendría que
volar eternamente hasta divagar en la noche de las penumbras idílicas, hasta la
noche en la que estaba condenado a descubrir el sentido del sinsentido.
Entonces, presa de una ira y una locura que ni yo mismo comprendía, busqué
en mi bolsillo absolutamente seguro de que encontraría un cuchillo. Así fue,
así era como yo debía matar mi origen y mi fin. Lo sostuve con fuerza y di la
primera puñalada justo en el lugar donde acababa de derramar mi esperma.
Luego vino otra y otra, y lo hacía de tal manera que también yo saliera
lastimado.

Mi mano estaba toda cortada y esto me hacía mucho bien. Akriza


solamente sonreía y no cesaba de repetir “te amo con todo mi ser, pero es la
verdad la que lo tergiversa”. Decía lo mismo una y otra y otra vez. Y, en tanto
lo comunicaba a mi mente, yo la besaba como jamás a nadie había besado. La
besaba de la manera en que, minutos antes, la transexual con mi rostro me
había enseñado. No había ninguna señal de dolor, ni el más leve síntoma de
sufrimiento, pues todo era bueno, bonito y espiritual. Y. entre más tiernamente
la besaba, más violentamente apuñalaba su vientre. Cuando al fin se calló
despegué mis labios de los suyos y comencé a golpear con fuerza su rostro
hasta que quedé satisfecho. Finalmente, me incliné y no me tomó tanto tiempo
devorar gran parte de sus entrañas. ¡Era como darse un festín con la vida y la
muerte combinadas en un solo punto! Además, como todavía faltaba un
poquito para el nuevo mundo, aún no quería parar. Así que, para completar mi
acto y sin dejar de sonreír, me corté el pene y me lo comí.

No había molestia alguna ni más dolor, sino que todo era paz y amor.
Salí del sanitario y me miré en el espejo. Pensé que no tenía sentido ya
engañarme, que todo había terminado sin haber comenzado nunca, no en el
exterior. Esto me causó una increíble tristeza, así que lloré como jamás en mi
vida. Sí, lloraba tan solo por hacerlo, sin requerir de un motivo que analizar,
sin una realidad qué perseguir y sin un alma que conservar. Y, tras el amargo
llanto, reí como un maldito alienado. Reí sin parar, desgarrándome la garganta
y golpeando mi reflejo en el espejo como un poseído. Todo me sangraba, la
existencia misma se despedazaba con cada golpe que daba en mí, con cada
puñetazo que sentía rebotar en mi pecho. Comprendí que primero había
llorado porque, en el fondo, nadie puede existir sin amarse por encima de todo.
Y luego me reía porque, a su vez, también sabía ahora que el suicidio no era
sino el comienzo de un nuevo sendero cuya iluminación era la sombra de mi
corazón. Reía porque creía haber asimilado que una vida humana como la mía
siempre tendería a la autodestrucción, pero que, irremediablemente, una fuerza
desconocida impedía el último grado de la perfección. Y, por último, reía
porque yo siempre había tenido razón. ¡Así es, siempre y por encima de todo!
Ni un solo momento había dudado de la verdad que todos se negaban a
aceptar, de la mentira que ahora se me mostraba como una afrodisiaca poesía
en la demencia de un universo que ya debía colapsar.

Cuando dejé de reír como un trastornado, y cuando mis manos


comenzaron a pudrirse también, cuando mi corazón suplicaba por dejar de latir
y mi mente se arrodillaba ante la ilusión de morir, tomé el valor suficiente para
abandonar la instancia final del gran viaje y unirme con el portal de la
reflexión sublime. Había tantas cosas que siempre había ignorado, y que, aun
ahora, desconocía, pero que poco a poco llegaban a mí como pequeños
símbolos de un nuevo despertar, de un nuevo orden cósmico en mi nueva,
etérea y efímera no-humanidad. Lo último que escuché al salir fue un ruido
abismal, casi como un disparo acompañado de un zumbido sepulcral. Era casi
como haber nacido de nuevo y aún seguir vivo en alguna especie de estúpido
vómito que solía conocer como “mi realidad”. Creo que caí, pero no choqué
con el piso, solo sentí la sangre fluyendo de mi cabeza y mi cerebro
revoloteándose. ¿Realmente una bala había atravesado mi cráneo? ¿Era ese el
momento final de tan extraño viaje sin sentido al lugar en el cual nunca deseé
estar?

Me despertaron los constantes murmullos que no cesaban de penetrar mi


cabeza. Era yo de nuevo, restaurado, más joven que nunca, con todas las
facciones físicas y la perfección absoluta en cada aspecto de mi ser. Lo sabía
sin siquiera mirarme, sin recurrir a los espejismos que había utilizado para
olvidarme de quién era yo en realidad. Y creo que suspiré y me sentí feliz,
pero… algo no andaba bien. Cuando levanté la mirada observé, sentados en un
jurado frente a mí, a un grupo de personas. Me costó un poco recordarlos, pero
aún conservaba gran parte de mis recuerdos. Donde sea que me encontrase
seguía siendo, en gran medida, yo. Ya no podía postergarse más el encuentro,
pues ante mí tenía a los misteriosos encapuchados que tanto me habían
hostigado en los últimos días. Además, la música del sueño árabe era más
avasallante que nunca. Y, por si fuera poco, en aquella cúpula de geometría no
euclidiana pasaban, como si fuesen arrastradas por una fuerte corriente de
viento, algunas de las frases tan extrañas que jamás había comprendido hasta
entonces: “la sonrisa de la muerte”, “la marca de la dualidad”, “cuando la
oscuridad haya devorado por completo a la luz”, entre algunas otras.

–Bienvenido, mi amigo. ¡Sí, tú! El que sirvió para la prueba inminente


de la existencia simulada, ¿cómo te sientes ahora? –afirmó el encapuchado del
centro, cuya voz reconocí de inmediato como la misma que la del sujeto quien
me había entrevistado en el hospital.

–¿Yo? ¿Prueba de existencia qué…? No entiendo de qué me hablas –


respondí, notando que tenía y a la vez no una esencia carnal.

–Eso es natural, mi amigo. Los humanos son seres cuyo entendimiento


es demasiado limitado. Pero tú, ciertamente, has cumplido bien los planes. No
cabe duda de que la agenda proseguirá, pues nos has mostrado el resultado
inevitable de una desviación en la conducta ordinaria.

–Vaya, parece que ya nos conocíamos. ¿Ustedes son los que me han
estado molestando todo este tiempo? Y tú eres ese sujeto en el hospital, ¿no es
así?

–Dicen que la memoria puede perdurar aún después del último impacto,
pero veo que incluso se extiende. Aunque, cabe resaltar, dentro de poco
pasarás de ser “el observador” a ser “el observado”. De hecho, siempre lo has
sido. Lo único que hicimos fue darte una ilusión de libertad, una breve y
momentánea sensación de existencia, una pizca de realidad en la infinitud del
todo. Y temo decirte que te equivocas, nosotros no te hemos molestado. Solo
hicimos lo que nos atañía desde un principio: cuidar de ti. Eres un caso
extraño, aunque no por eso superior. Nos llamó la atención el rechazo y el odio
que emana de tu ser hacia aquello que debías amar. Por eso alteramos el
proceso y suplantamos el nivel ordinario de consciencia por otro donde
pudieras proyectar e interactuar con las imágenes de tu interior.

–Entonces ¿nada fue real?

–Yo no lo diría así. Todo es y no es al mismo tiempo. En realidad, no


existe ninguna interrogante, ningún sentido, como bien lo habías supuesto
antes. La idea de una respuesta absoluta no es sino una quimera que hace
existir todo cuanto percibes. No obstante, solamente serás capaz de percibir lo
que tú quieras, lo que vislumbres desde tu origen, mismo que jamás coincidirá
con el de nadie más. Existen tantas realidades como formas de existencia, lo
cual nosotros llamamos el equilibrio del vacío. Te estarás preguntando
seguramente por qué estás aquí escuchándome hablar cosas que no pueden
alterar el proceso. Bueno, no hay una razón en especial. Ya te lo dije, todo es
energía. La tuya simplemente vibraba en un ritmo diferente, pero no por eso
mejor o peor. Una variación mínima que alteraba la realidad común para el
resto. Una anomalía que, si bien estaba presente en muchos otros, en ti era
ligeramente más extraña. Y, cuanto más tiempo pasabas en la existencia,
experimentabas mayor disgusto. Así que, como ves, nosotros solo
aprovechamos las circunstancias. No podíamos permitir que alteraras la
realidad de los otros, pues eso iría en contra de la gran ley. Un observador no
puede cambiar sino su propia perspectiva. Sé que esto es confuso, pero creo
que lo entenderás con el “tiempo”. Hay imposiciones en el mundo humano,
adoctrinamiento y manipulación por parte de ciertas entidades, pero en el
fondo solo pueden desconfigurar los aspectos más básicos de la compleja
mente no-humana. No obstante, está dicho que las personas deben amar la
vida, y lo hacen a tal grado que ni siquiera se cuestionan si la merecen o no. Es
fácil solo vivir y ya, como un robot que no entiende nada de su origen ni de su
fin, pero que se limita a cumplir órdenes. Así son los humanos, y sé que tú
concordarás conmigo: son seres repugnantes y absurdos cuya existencia está
condenada a ser miserable y opuesta al camino de la iluminación. Pero es
difícil que ellos comprendan, casi imposible. No tienen lo que se necesita, han
renunciado a la lucha por la verdad. Y es que, aunque esta no exista, no
significa que no deba buscársele.

–Bien, creo que te sigo un poco. Sin embargo, aún no me queda claro
qué papel es el que desempeño yo en todo esto. ¿Acaso soy solamente
producto del azar?

–Te diré un secreto: el azar no existe. ¿Cómo puede ser posible? Estoy
seguro de que ahora creerás que intento jugar contigo, pero no. El azar es solo
otra entidad, otro fantástico e intrincado sostén para una endeble caterva de
atemorizados seres. Tan irreal y real a la vez como dios y el paraíso, así se
comporta también el azar. Todas esas palabras van de la mano: azar, destino,
casualidad, coincidencia, tiempo… Y ninguna tiene el más mínimo sentido
sino en una perspectiva tan limitada como la de ustedes. Si tú crees que
existes, entonces así será. Si tú crees que eres producto del azar, ¿quién puede
probarte que no? Mil verdades podrían ser tan ciertas como falsas, pero nunca
terminarían por darle sentido al enfoque desde el que otros miran. Tanto a ti
como a mí nos enferma existir, pero ¿acaso comprendemos qué es existir?
¿Crees que vivir es igual a existir? ¿Crees que la muerte es el símbolo de la
salvación en un universo rechazado por enfermos como tú?

–Yo solo creo que jamás debí haber existido.

–No puedes probar que lo has hecho. No puedes probar nada más allá de
ti, de lo que has elegido para transformarse en tus posibles ojos. Todo siempre
dependerá del marco de referencia en este segmento de múltiples caras.

–Es curioso saberlo. ¿Cómo puedo confiar en ti entonces? ¿No se


aplicaría un principio similar ante tus afirmaciones?

–Porque, ante todo, yo puedo saber lo que tú solo dudas. Yo tengo una
respuesta más aproximada dentro de la total incertidumbre que impera en la
existencia.

–Pero ¿quién eres tú?

–Eso es exactamente lo que tendrías que haber preguntado desde el


inicio, porque así no habrías tenido que escucharme. Observa bien –y señaló
hacia el techo.

–Y ahora ¿qué es eso?

El techo se abrió y mediante una especie de portal cuyo interior, por


algún motivo, no me era desconocido, vi transcurrir la existencia misma. Me
pareció bastante llamativo que en el comienzo todo fuera luz y no oscuridad
como siempre decían los supuestos expertos en el tema. Luego, poco a poco y
hasta nuestro días, la oscuridad parecía ir devorando a la luz. Entendí
entonces, por una especie de rara telepatía, que la misión de aquella
enigmática secta era evitar que desapareciese por completo la luz. Pero ¿cómo
conseguirlo? ¿Cómo lograr la iluminación, no solo de la especie humana y de
su mundo, sino de todos los que coexisten paralelamente en el eslabón perdido
del tiempo y el espacio? Me daba cuenta también de que tal vez todo lo
reducía a la forma de pensar que conocía. ¿Qué hacer sino? ¿Cómo expandir
mis capacidades más allá de mi propia naturaleza? Vi tanto dentro de ese
portal que ya ni siquiera podía saber el grado de locura en el que me hallaba.
Sobre todo, observé la historia tal y como había ocurrido, sin ningún tipo de
alteración, y me pareció que realmente la humanidad jamás debió haber
existido. Al final, en la convergencia de todos los sucesos y los destinos de la
infinita combinación de posibles mundos, se me mostró como en una etérea y
sublime pintura la deidad hermafrodita que yo había visualizado en el espejo
de Ilusiones Ataviadas. Tan divina era su contemplación que mis lágrimas y
mis risas brotaron espontáneamente y al mismo tiempo. Me hallaba igual que
después del suceso con Akriza: llorando y riendo como un demente, todo
batido de sangre y vomitando.

–Bien, ha sido suficiente. Respecto a qué o quiénes somos, sería absurdo


decírtelo, pues es algo que tú ya sabes, que es evidente para el ojo perspicaz de
su propia verdad. ¿Acaso no está del todo claro? Yo pensaba que sí, ¿qué se le
va a hacer?

–Creo saber por qué estoy aquí, pero quisiera entender si todo esto
ocurre solo en mí.

–Sí y no. Ocurre y no al mismo tiempo. Y precisamente estás aquí


porque tú eres uno de los que portan la marca, de los que pueden entenderlo…
Si yo te dijera que todo lo que has experimentado desde que tienes consciencia
de existir es falso, entonces ¿qué te quedaría? ¿No lo ves? La irrealidad te ha
salvado, lo que siempre has repugnado es lo mismo que te ha permitido
formular el juicio de tal repugnancia. Sin la ilusión de existir, ¿qué te quedaría
por hacer?

–Pero entonces la existencia verdaderamente siempre será absurda.

–Jamás lo negué. Si así lo crees conveniente, así acéptalo.

–¿Qué le da sentido a la existencia? Quiero saberlo.


–Y ¿crees que yo puedo respondértelo? Nada, nada se lo da. Solamente
se trata de un cambio de perspectiva para existir sin comprenderlo. Tú ya
sabes la respuesta, ¿no es así? Siempre lo has entendido…

–Entonces era cierto… ¡el suicidio!

–Cuando más desesperado se encuentra un pobre espíritu agonizante es


cuando se obtienen las mejores perspectivas del ser. El suicidio, si se consuma
tras una palpitante y prolongada agonía y desesperación, puede iluminar un
poco el lugar donde la luz ya ha sido completamente devorada por la
oscuridad.

–Y ¿si me mato solo porque estoy fastidiado y aburrido de existir?

–Entonces tendrás posibilidades de evolucionar, el hastío de existir es


una propiedad solo saboreada por muy pocos, y dentro de esos son menos los
que pueden disfrutarlo por completo.

–No sé, solo me siento extraño. Quisiera existir, pero lejos de aquí, tal
vez en otro universo, en otro ser que no fuese yo.

–Bueno, las lamentaciones ya han quedado atrás. Ahora es tiempo, mi


amigo. Ha llegado a su fin esta obsesiva y dolorosa situación. Nosotros
solamente somos guías del experimento, pues cuando lo supimos ya estaba
iniciado. Esto es, nosotros no te introducimos en ti ni tampoco moldeamos tu
esencia. Hay algo más que deberías saber: el suicidio no podrá acabar
absolutamente con el odio que sientes hacia la existencia, mucho menos
disipará la amargura de ser tú mismo.

–La existencia nunca fue más nauseabunda que ahora, pero creo que,
después de todo, pude llegar a apreciar los contornos de aquellos labios que
siempre me susurraron ideas raras de autodestrucción.

Cuando terminé de expresarme, el portal que centelleaba en el cielo se


tornó apocalíptico y comenzó una auténtica lluvia de un líquido viscoso y
negruzco que derretía las paredes del sitio donde me encontraba. Y luego, tan
subrepticiamente que ni siquiera alcancé a defenderme, una vagina gigante y
putrefacta, con llagas y pus, saltó sobre mí y me devoró. A través del agujero
donde normalmente entraría el pene atisbé todavía cómo aquellos seres
encapuchados se retiraban los mantos… Y ¡eran tan perturbadores! Su tamaño
variaba, jamás se quedaba fijo. Se contraían y se alargaban como si fuesen
unos resortes. Todo su cuerpo tenía la propiedad de palpitar constantemente y
de hacer un sonido parecido al mugido de una vaca. Además, su piel era casi
como un papel arrugado y de matices entre anaranjado y verdusco. Usaban
unas máscaras muy peculiares y diseñadas con la silueta del más allá. Por fin,
cuando se las quitaron, quedé tan asqueado que comencé a vomitar
violentamente mis propios órganos, pues los seis seres ahí congregados tenían
mi rostro, pero en un avanzado estado de descomposición y con excremento
brotando de cada orificio. También poseían siete cuernos con lumbre en la
frente y algo me indicaba que eran hermafroditas.

Eso fue lo último que miré en ese sitio. La vagina que se había
abalanzado sobre mí crujió y se cerró. Todavía sentí cómo me elevaba e
intenté sacudirme con todas mis fuerzas, pero era inútil. Al poco tiempo entré
en un estado de insoportable sopor que terminó por casi ahogarme. Y ahí
dentro aparecían las imágenes de mi vida, las personas que había creído tan
reales como yo mismo, las palabras que alguna vez habían llenado mi ser de
amor y dulzura, y que ahora solamente significaban dolor y destrucción.
Apenas y me di cuenta cuando empecé a deshacerme, cuando todo en mí se
derritió hasta quedar fundido con mi propio vómito, hasta convertirse en parte
de un charco de sangre y podredumbre. Y de él emergió un colibrí violáceo,
hermoso y muy llamativo, cuyo canto parecía decir “todo lo que existe es la
membrana de una retorcida y lúgubre muerte estelar”. Finalmente, la vagina se
abrió y yo, siendo ese líquido pestilente, me derramé en la boca de un
gigantesco yo que esperaba sentado y con la mirada en blanco, como si
acabase de fallecer. El colibrí se posó en el cerebro y comenzó a comerlo
mientras yo atravesaba el interior de la vida y la muerte en un solo plano.

Cuando recobré la consciencia nuevamente me costó trabajo separarme


de una masa de mierda entre la que me hallaba enterrado. Miré hacia arriba y
vi el ano de mi yo gigante todavía batido, por lo cual deduje que me había
cagado a mí mismo. De nuevo tenía una forma física, o al menos lo que yo
suponía por ello. Todo se apagó y me hallé a oscuras, temblando y desnudo,
pero con el pene castrado y los testículos en las manos. Aparecieron entonces
múltiples imágenes mías que parecían ser producidas en masa por una mano
santa con un anillo dorado y manchado de tristeza. Todos eran yo, pero
ninguno parecía consciente de existir. Comenzaron a pelear entre sí para luego
desvanecerse. Pero regresaron y esta vez estaban formados en una larga hilera
que llegaba a hasta una pirámide iluminada por un ojo singularmente adornado
con el silencio de los mundos. Los que eran yo comenzaron a penetrarse uno
tras otro, hasta encadenarse y correrse entre un tumulto infernal de colores y
sonidos abominables. Grité tan fuerte como pude y escuché los lloriqueos de
un bebé al cual sostenía en mis brazos. Pero lo arrojé al vacío al descubrir que
no se trataba sino de un cascarón, pues yo podía ver su interior y no tenía
nada. Además, sostenerlo me quemaba y sus ojos estaban cubiertos de
esperma.

Al fin, corrí sin rumbo hasta toparme con una enorme pared que decía
suicidio del múltiple yo. Pero me arrojé contra ella y la golpeé hasta que mis
manos se cayeron y, cuando quise recogerlas, me hallaba en la mano de un yo
que parecía petrificado, más gigantesco que el anterior y más bello, pero sin
vida. O eso creí hasta que abrí sus ojos y de su pecho brotaron cientos de
larvas que cayeron sobre mí y se pegaron a mi piel. Por último, exploté, pero
ya no me importaba nada. Pues mi consciencia se había trasladado a un
observador que miraba todo con indiferencia desde un prisma triangulado
encima de millones de galaxias que brotaban y morían al instante. El yo en el
que ahora me encontraba poseía la habilidad de entender a los otros yo que
seguían danzando y penetrándose, y también podía sonreír cuando volteaba la
razón para repetir mi explosión una y otra vez hasta desternillarse y escupir
pequeños trozos de corazón. El ciclo se repitió casi una eternidad, pero solo
para mí, para el yo que no podía ser dueño de sus actos. Porque, y eso lo sabía
muy bien, para el yo que solo observaba no había pasado ni un segundo. Es
más, ni siquiera se veía afectado por el irreverente concepto del tiempo. Lo
sabía porque yo también era él, yo era ellos, ¡yo era todo!

Entonces surgió un agujero en el suelo hacia el cual se resbaló aquella


fantasía. Aunque, yo lo comprendía, lo único que había muerto era la realidad,
una en la cual mi existencia había solamente divagado. Y cuando el agujero se
cerró volví por completo al yo observador y me retiré. ¡Sí, crucé la puerta que
siempre había permanecido abierta! Y un túnel me condujo hacia el lugar más
elevado asequible para mí desde el cual me arrojé llorando y riendo, siempre
sonriendo como si jamás hubiese sido infeliz. Al caer, solo fueron unas
centésimas lo que vi antes de que todo culminase, pero fue bastante emotivo
saber que podría repetir el mismo experimento por siempre. Sí, que la
simulación no acabaría jamás, que llegaría el universo en el cual estaría
destinado a amarme por encima de una existencia que jamás me había
pertenecido realmente.

Pero me equivoqué, aún tenía consciencia, por desgracia. Me hallaba


tirado y descompuesto en el suelo, pero todavía medianamente vivo. Vi a un
joven que caminaba y que fruncía el ceño. Le molestaba el sol, las personas, la
vida y se odiaba a sí mismo. Era incomprendido, temeroso y un potencial
suicida, pero no se esperaba que todo fuese simplemente parte de un complot,
de una existencia terrenal que era y no era real al mismo tiempo. Caminaba y
balbucía frases ininteligibles, pero era obvio que le molestaba todo cuanto
podía imaginar. Se dirigía hacia un lugar que yo conocía, que yo había creado,
y donde había estado cientos de veces. Sí, se dirigía hacia la casa de Melisa,
pero también ese camino conducía a muchas otras partes: la avenida
Astraspheris, el condominio 11 en la calle Miraluz, la casa de mamá y papá, la
parte boscosa de la ciudad, el río donde se suicidaban las personas en miseria
extrema, la taberna Diablo Santo, el antro Ilusiones Ataviadas, y muchos
otros.

Y también de su mente surgían cientos de formas que identificaba


conmigo mismo, pero envuelto en trajes muy particulares cuya superficie eran
todas las personas que había conocido. Me pareció entonces que estaba todo
en orden. Sí, hasta ahora lo había entendido, tras una larga espera en el
abismo. Al fin todo se acomodaba, todo resultaba tan espiritual como
hermoso. Incluso lo más asqueroso y aberrante en la existencia era esencial y
parte de aquella belleza. Tanto la vida como la muerte podían ser de infinitas
formas diferentes, pero, al final, todo se reducía al equilibrio del vacío. Las
posibilidades seguían siendo infinitas, y el tiempo continuaba su absurda y
tonta marcha hacia el lugar donde sonreía preciosamente el olor a depravación
y bondad. No existía bien ni mal, realidad ni imaginación, humano ni no-
humano, mentira ni verdad. No existía nada, solo una profunda calma, un
adormecimiento que hacía del fin una poesía perfecta para una extraña e
inefable boca que jamás habría de volver a besar.

Y, en efecto, había sido un disparo lo que se escuchaba, no me había


equivocado. Detrás del yo que podía haber recorrido todos los caminos estaba
el yo quien yacía ahora inerte en el suelo. Y había algo, o mejor dicho alguien.
Y ese alguien había osado levantar el arma y disparar. Hubiese podido no
hacerlo, claro que sí. Hubiese podido contenerse, ahorrarse esa bala para un
mejor momento, si es que lo había. Pero no, de nada hubiera servido. Una
mano con la marca de un triángulo y un ojo en la punta, una mano izquierda,
era la que había alcanzado la perfección. Y el yo que había recibido el impacto
en la cabeza se desplomó sin llegar al comienzo del infinito cúmulo de
posibilidades, de caminos que podría haber cruzado y que, el yo que yacía
tirado, sí había atravesado. Pero el yo que había disparado no comprendía nada
de lo que acontecía en aquel cruce, en aquel sibilino encuentro de existencias
maltrechas y tergiversadas. Lo único que le pareció razonable fue disparar el
arma y acabar con todo, incluyéndose a sí mismo. Cuando bajó el arma supe lo
que siempre había sabido: era también yo el que había disparado, el mismo y a
la vez otro distinto del que ahora observaba y del observado, del que yacía en
el piso y del que se derrumbaba con el disparo. Entonces sonreí y me dije a mí
mismo, con toda la fuerza de mi ser “te amo, por eso debes morir”. Y también
ese ser, el yo que jamás había debido existir, se suicidó.

Así, comprendí finalmente que la perfección consistía no solo en


aniquilar una faceta del ser, sino todas, hasta la que más se amaba y la que más
impedía el suicidio, cuya resolución definitiva se tornaba en el instrumento
más valioso para la máxima iluminación y aproximación de la verdad más
inmanente. Así también entendí, como la última expresión en un multiverso
que ahora ya no existiría jamás, que yo había sido solo un experimento, que mi
realidad había sido una simulación como la de todos. Y sabía, con todo el
amor del que ahora era víctima, que yo jamás había muerto puesto que jamás
había nacido. Yo era lo más parecido a dios, incluso superior. Finalmente, un
coro celestial cantaba vehementemente que el suicidio me había impedido
existir, tal y como yo me había impedido, desde siempre, ser yo mismo. Y, al
cerrar el sempiterno ciclo de mi onírica existencia definitivamente, supe que el
último encuentro con lo que jamás imaginé ser fue incluso más sublime,
inefable y acaso divino que cualquier pasada, presente y futura muerte.

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