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Conviviendo con la polarización

Armando Ortuño

La polarización política parece que seguirá siendo un dato de la política boliviana por mucho
tiempo. Por tanto, el problema urgente no es tanto cómo podríamos superarla, aunque sería lo
deseable, sino cómo (con)viviremos con ella sin que nos dañemos demasiado en el intento.
Habrá pues que hacerse cargo realistamente de sus costos, sobre todo si, al mismo tiempo,
hay que gobernar el país.

Cuando un fenómeno está tan extendido y es muy difícil de ser revertido, no puede ser tratado
como una anomalía, se transforma casi en un elemento estructural del escenario sociopolítico.
Que sea indeseable no lo hace menos ineludible para entender la coyuntura y para actuar
sobre ella.

Podemos coincidir, muchos de nosotros, en el gran riesgo de un campo político dominado por
polos con posiciones extremadamente contradictorias y cuya identidad se va construyendo a
partir de una negación radical del adversario. Muchas veces, esas fuerzas ni siquiera suelen ser
mayoritarias, pero al articular a minorías intensas y movilizadas son, al final, las que definen el
ritmo de la opinión pública y el conflicto.

En una política dominada por esas estrategias, los matices y la complejidad desaparecen en
cualquier discusión pública, todo es relativo, dependiendo de qué “lado” es interpretada,
abonando el terreno para las fake news, la demagogia, la histeria mediática y la paranoia
política, fingida o auténtica. Legislar, gobernar o construir algún acuerdo mínimo útil al
colectivo se hace cuesta arriba.

Aunque mal de muchos, consuelo de tontos, este panorama no es tan inusual. Un estudio
global de IPSOS, titulado Sentimiento de sistema roto: populismo, anti-elitismo y nativismo,
muestra que ese fenómeno se ha transformado en un rasgo casi de época.

En Bolivia, estamos experimentando ahora mismo un nuevo espasmo, bastante previsible en


su forma, del quiebre que venimos arrastrando sin resolver desde hace ya cinco años. Mismos
o parecidos actores, similares rencores y vociferaciones, aplicación hasta el cansancio de
estrategias de movilización y narrativas ya conocidas.

No tengo bola de cristal, pero me parece poco probable que esa agitación desemboque en una
nueva ruptura institucional, como esperan en sus sueños húmedos algunos agitadores. Y eso
no tanto por la prudencia de los actores políticos, sino porque no existe la combinación de
factores internos y externos que desmadraron la política en 2019.

Es perceptible, por ejemplo, la fatiga de muchos frente a un episodio a contracorriente de su


deseo de trabajar y tener algo de sosiego o la obvia falta de respaldo internacional que
encontraría cualquier bizarra aventura rupturista o radical después de lo abollados que salimos
del impresentable escenario político del 2019-2020. Como sugería Marx con ironía, cuando la
historia se repite, la primera vez suele ser como una gran tragedia y la segunda como una
miserable farsa.

Sin embargo, no hay que equivocarse, las pulsiones polarizadoras no son artificiales. Son el
reflejo de sentimientos que se han ido instalando, de pasiones desbocadas, de agravios no
resueltos y de querellas que no hemos sabido enfrentar. Estamos marcados por la crueldad y
violencia de 2019 y 2020. Sanar no será fácil ni rápido. Mientras, tenemos que vivir con ese
dato, manejarlo lo mejor que podamos.

Los polarizadores son los primeros que tienen que entender que sus victorias, si las hay, serán
por lo general episódicas y parciales, que el otro seguirá ahí a la espera del siguiente round, y
que la crispación permanente tiene costos y límites que se van acumulando día a día. En algún
momento, esa factura será cobrada. El fastidio social y la desconexión con la realidad de las
mayorías deberían ser sus peores pesadillas.

En síntesis, complacer únicamente a la barra puede ser reconfortante en el momento, pero


podría impedir construir las mayorías futuras para acceder al poder. De igual manera, alentar
el zafarrancho siempre es más fácil que hacerse cargo de sus efectos nocivos en la tarea de
gobernar. Ante eso, no se vale quejarse de la irracionalidad del adversario. Hay que hacerse
cargo de los desequilibrios que se ha alentado con una gestión política mínimamente
ordenada, previsora y realista. Ese podría ser un primer paso, se les agradecería.

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