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Introducción a Heidegger

“La existencia anónima y superficial no tiene la valentía de la angustia ante la


muerte”

Martin Heidegger

Durante la posguerra europea, Heidegger sufrió la marginación reservada a los


colaboradores del régimen nacionalsocialista. Expulsado de la universidad de
Friburgo, no regresaría a la vida académica hasta 1950. Su adhesión a la
dictadura de Hitler sólo puede explicarse como un trágico error.

Heidegger interpretó la utopía nazi como un regreso a los orígenes, capaz de


restituir el equilibrio entre naturaleza y comunidad destruido por una civilización
basada en la instrumentalización del hombre y las cosas. Su silencio no
contribuyó a romper el vínculo establecido entre su filosofía y su militancia
política. Se ha llegado afirmar que su crítica de la metafísica coincide en lo
esencial con los planteamientos teóricos del nacionalsocialismo. Esa supuesta
afinidad es completamente ilusoria. Conviene deslindar al ciudadano -influido
por un momento de crisis e incertidumbre- del filósofo. Heidegger no logró
mantenerse al margen de la crisis que sacudió a la Europa de entreguerras.
Sus insuficiencias como hombre no deberían inmiscuirse en la valoración de
una filosofía que sigue ejerciendo una poderosa influencia en el pensamiento
contemporáneo.

LA EUROPA DE ENTREGUERRAS Y LA CRISIS DE OCCIDENTE

La obra de Heidegger se gestó en la época de entreguerras, cuando Europa


aún se recuperaba de la tragedia de la Gran Guerra (1914-1918) y todavía no
lograba sacudirse el estupor ante la desaparición de la Rusia zarista. El éxito
de los bolcheviques en la Revolución de Octubre (1917) despertó el deseo de
emulación en los espartaquistas alemanes, que dos años después
protagonizaron un levantamiento brutalmente reprimido por el ejército. Rosa
Luxemburgo perdió la vida durante esta revuelta, cuyas repercusiones
contribuirían a la desestabilización y posterior desintegración de la República
de Weimar. El fracaso de la II Internacional (1889-1917), que no logró imponer
la doctrina del internacionalismo, dividirá a la izquierda e impulsará el
sentimiento nacionalista. En 1922, Mussolini, un antiguo periodista socialista,
organiza una marcha sobre Roma y se hace con el poder, implantando una
dictadura fascista. Es el año en que Oswald Spengler publica la segunda parte
de La decadencia de Occidente, donde se atribuye a la cultura el carácter
cíclico de un organismo biológico.
La interpretación de la historia de Splenger sostenía que, después de un
período de esplendor (Kultur), donde se cumple con la llamada de la “sangre” y 
de la “tierra”, se inicia una fase de decadencia (Zivilisation), provocada por el
debilitamiento de los  vínculos geográficos y raciales. Cada Kultur tiene su
propio mundo simbólico, que no puede ser transferido ni adulterado con
elementos extraños. No es posible ni deseable la comunicación entre culturas,
pues el contacto con otras tradiciones actúa como una amenaza contra la
propia identidad. Occidente se precipita hacia el ocaso porque los pueblos de
Europa oriental y meridional han malogrado su espíritu aristocrático. La
rebelión de las masas, que han encontrado en el socialismo su ideario, el
desplazamiento de la política por la economía, el crecimiento de las grandes
urbes metropolitanas, que han esclavizado la naturaleza, y la conversión de la
ciencia en simple tecnología instrumental, han determinado el declive de la
cultura occidental. La barbarie es inevitable, pero antes de que ésta imponga
su dominio, surgirá una época de cesarismo. No se trata de una predicción,
sino de una ley histórica que trasciende la voluntad humana.
Es evidente que esta visión de la historia se compenetraba fácilmente con las
tesis nacionalsocialistas. Hitler no ocultó su admiración por la obra de Splenger,
aunque éste no se abstuvo de ironizar sobre su capacidad de comprender sus
ideas. Heidegger, que ya conocía la primera parte del texto, publicada en 1918,
no sería insensible a las predicciones de La decadencia de occidente. De
hecho, su crítica de la técnica y de la moderna sociedad industrial muestra
cierta afinidad con las teorías de Splenger. En cualquier caso, se trata de ideas
que circulaban ampliamente por la época. La rebelión de las masas (1930) de
Ortega y Gasset podría inscribirse en esa tendencia. La crisis del 29, que
hundirá la economía mundial, acentuará la idea de que la cultura occidental se
encuentra en un momento de decadencia. Algunos pensadores responsabilizan
de este proceso a las democracias liberales, que han debilitado la autoridad del
Estado.

EL ESTADO TOTALITARIO

El filósofo italiano Giovanni Gentile se adhiere al fascismo y afirma que el


Estado es la encarnación de la moralidad. Desde su punto de vista, el
totalitarismo no es una forma política transitoria, sino la realización de la
esencia ética del Estado. El escritor y pensador Ernst Jünger reivindica en El
trabajador (1932) un Estado mundial que devuelva al hombre su vínculo con la
Tierra, neutralizando las tendencias disgregadoras del parlamentarismo. No es
el individuo, sino la comunidad quien realizará ese cambio histórico. La política
no se hace con el derecho, sino con la fuerza. Los pueblos extraen las leyes
del poder y no del consenso, pura ficción histórica del espíritu ilustrado. “La
violencia caótica de la insurrección –escribe Jünger- contiene ya en sí la
severa norma de una legitimidad futura”.
El jurista y filósofo Carl Schmitt se manifiesta en términos parecidos en Teoría
de la Constitución (1928). Desde su punto de vista, el Estado no necesita
apoyarse en las leyes, pues sus límites no están determinados por una
legalidad determinada, sino que es él, con su poder, el que establece lo que es
legal y lo que no. No es en las leyes, sino en la voluntad de una comunidad,
donde hay que buscar la legitimidad del Estado. La capacidad de fundar un
Estado sólo depende de la fuerza de la comunidad que se constituye en
pueblo. De hecho, pueblo y Estado se identifican plenamente y no hay nada
más absurdo que invocar las leyes para proteger a la comunidad de su
expresión más perfecta.
Desde otro punto de vista, Edmund Husserl, que en esas fechas trabaja en La
crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (texto que no
se publicaría hasta 1954 con carácter póstumo), responsabiliza a “la visión
global del mundo que es propia del hombre moderno” de provocar “un
alejamiento con respecto a los problemas decisivos para una humanidad
auténtica”. El actual modelo cultural procede del ideal científico elaborado por
Descartes y Galileo, cuya interpretación de la naturaleza como mera facticidad
ha impuesto una agresiva manipulación de las cosas, ignorando la dimensión
espiritual de la vida. Esta concepción de la ciencia “excluye por principio
aquellos problemas que son más acuciantes para el hombre, el cual en nuestro
tiempo tan atormentado se siente a merced del destino: los problemas del
sentido y de la falta de sentido de la existencia humana en su conjunto”.
Heidegger, que durante un tiempo fue discípulo de Husserl, coincide con éste
en que la idolatría de la ciencia y de la técnica ha reducido el mundo a su
“evidencia apodíctica”. La restitución de lo espiritual sólo puede surgir de un
regreso a los orígenes. Heidegger creyó advertir ese camino en las alocuciones
de Hitler, cuyas alusiones a la transformación completa de la existencia
alemana le sugirieron la posibilidad de superar las crisis de la cultura europea
mediante una política nacionalista y autoritaria.
Estos razonamientos, que recogen la perspectiva de buena parte de la
inteligencia europea, provocarán su adhesión al nacionalsocialismo. La
complicidad entre ciertos intelectuales y los movimientos políticos fascistas,
constituirá lo que Hannah Arendt ha llamado “alianza entre chusma y elite” (Los
orígenes del totalitarismo). Es el caso de Heidegger, que ingresa en el Partido
Nacionalsocialista (NSDAP) en 1933. Ese mismo año es elegido rector de la
Universidad de Friburgo y participa en varias actividades propagandísticas. En
una entrevista con el Freiburger Studentenzeintung, realiza la famosa
declaración: “El Führer mismo y sólo él es la realidad alemana actual y futura, y
su ley”. En su discurso de toma de posesión del cargo, se manifiesta en contra
de la “tan celebrada libertad académica, […] puramente negativa, inauténtica”,
habla de la “misión espiritual del pueblo alemán” y define la vida estudiantil
como “servicio de las armas” (La autoafirmación de la universidad alemana).
El 23 de abril de 1934, presenta su dimisión, al negarse a destituir a dos
decanos que no simpatizan con el régimen. La falta de apoyo de las
autoridades en sus planes de reforma de la Universidad le ayuda a tomar la
decisión. Sin embargo, conserva el carné del partido nazi. A pesar de algunos
escritos autoexculpatorios, Heidegger mantendrá un equívoco silencio después
de la guerra. El giro que experimenta su pensamiento en esas fechas sólo
revela su desilusión ante un movimiento político que produjo en él una
esperanza engañosa. Esa decepción no afecta a su creencia de que existe un
innegable paralelismo entre los destinos del pueblo griego y el alemán. Ambos
ocupan un lugar central en la historia. Su misión es preservar –o recobrar- ese
primitivismo que consiste en “estar allí donde comienzan las cosas”, ejecutando
“la verdadera exigencia del saber”.
Heidegger interpretó el nazismo como la fuerza revolucionaria que consumaría
la superación de la Modernidad. Los acontecimientos posteriores le
persuadieron de que el nazismo sólo había sido una síntesis de racionalidad
tecnológica y voluntad de poder. Los conceptos de raza, caudillo o nación no
habían sido más que expresiones de una subjetividad exacerbada. Esa
conclusión es un regreso al punto de partida, según el cual la cultura occidental
se ha instalado en el nihilismo. Nada parece frenar su decadencia. En una
famosa entrevista concedida  en 1966 a la revista alemana Spigel, pero
publicada póstumamente a petición del mismo Heidegger, éste no ocultaba su
pesimismo: “La filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual
estado de cosas del mundo. Esto vale no sólo para la filosofía, sino
especialmente para todos los esfuerzos y afanes meramente humanos”. Y
añade: “Sólo un dios puede aún salvarnos”.

LA ÉPOCA DE LA TECNOCIENCIA

El pesimismo de Heidegger contrasta con el espectacular desarrollo de la


ciencia y la técnica en el siglo XX. Es el siglo en que Einstein formula la teoría
de la Relatividad General (1916), Fleming descubre la penicilina (1929) y Bohr
y Heisenberg establecen los fundamentos de la mecánica cuántica. En 1924,
Broglie sienta los principios de la mecánica ondulatoria al describir el
comportamiento del electrón y, tres años después, en 1927 (la misma fecha en
que se publica Ser y tiempo), Georges Lemaître elabora un modelo del
universo que, de acuerdo con las teorías de Einstein, postula una expansión sin
un centro de referencia, hipótesis confirmada más adelante por el astrónomo
norteamericano Edwin Hubble, con sus observaciones sobre la distancia a
Andrómeda y su composición estelar. En 1932, se descubre el neutrón y, algo
más tarde, la radioactividad. En 1938, Strassman y Hahn logran la fisión
nuclear.
Después de la Segunda Guerra Mundial, surgirán la cibernética, los
transplantes de órganos, el rayo láser, el hallazgo del ARN y el ADN, el primer
alunizaje y los microprocesadores. Nada de esto modifica la perspectiva de
Heidegger, que responsabiliza a la ciencia de alejar al hombre de su cometido
esencial: pensar el ser. El progreso tecnológico ha olvidado esa tarea,
rebajando la naturaleza a pura objetualidad sometida al ser humano por una
relación de dominio. Frente a la técnica moderna, “que exige a la naturaleza
suministrar energía que como tal pueda ser extraída y almacenada”, Heidegger
evoca la techné griega cuyo producir no consiste en fabricar cosas, sino en un
“llevar a la presencia” el ser del ente.

PENSAR DESPUÉS DE AUSCHWITZ

No hay en Heidegger una sola palabra sobre Auschwitz. Jean Améry, pensador
austriaco y superviviente del famoso campo de exterminio, considera que el
genocidio nazi pone de manifiesto la indigencia del pensamiento
heideggeriano. La “palabrería vacía” de “ese desagradable mago del país de
los alemanes” mostraba toda su miseria en el espacio acotado por las
alambradas, pues “en ningún otro lugar del mundo la realidad poseía una
fuerza tan imponente. Bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor a
grasa calcinada procedente de los crematorios” para advertir que el Ser sobre
el que gira la filosofía de Heidegger sólo era “un concepto abstracto y huero”.
El silencio de Heidegger ante la mayor tragedia de la historia europea puede
interpretarse como el efecto de un pensamiento despegado de lo inmediato,
cuya finalidad –pensar el ser- se inscribe en un dominio atemporal.

AÑOS DE FORMACIÓN
Martin Heidegger nació en Messkirch (Alemania) el 26 de septiembre de 1889.
Entre 1903 y 1906, se prepara para la carrera sacerdotal en un internado
católico. Después de unos años en el seminario arzobispal de Friburgo, se
convierte en novicio de la Compañía de Jesús. En 1909, abandona su
formación religiosa a consecuencia de sus problemas de salud. Estudia
teología y filosofía en la Universidad de Friburgo. Publica varios artículos en
revistas católicas, criticando la desviación modernista, un movimiento de
reforma religiosa que a principios del siglo XX pretendió conciliar el cristianismo
con el pensamiento moderno. Sin embargo, no es improbable que le influyera
el método crítico-filológico utilizado por los modernistas para interpretar la
Biblia. Alumno del neokantiano  H. Rickert, se doctoró en 1913 con una tesis
sobre La doctrina del juicio en el psicologismo, dirigida por el filósofo católico A.
Schneider.
Durante ese período, descubre la poesía de Hölderlin y Trakl. En 1916 obtuvo
la habilitación necesaria para ejercer la docencia universitaria con una tesis
sobre La doctrina de la las categorías y del significado en Duns Escoto. Más
adelante, se descubrirá que la Gramática especulativa, la obra de Escoto que
había comentado Heidegger en su investigación, procede de otro autor. Este
error de atribución apenas afectará al texto de Heidegger, pues éste, desde sus
primeros escritos, adopta una perspectiva más teórica que histórica. La cita de
Novalis utilizada por Heidegger para cerrar su trabajo prefigura la evolución de
su pensamiento. “En todas partes –escribe el poeta alemán- buscamos lo
incondicionado, y lo único que encontramos siempre son cosas”.
Entre 1918 y 1923, imparte clases en la Universidad de Friburgo como
asistente de Edmund Husserl. En 1920, comienza una estrecha amistad con
Karl Jaspers, que sólo se interrumpirá una década más tarde por sus
diferencias ante la política nacionalsocialista. Durante estos años, Heidegger se
familiariza con la fenomenología de Husserl, aplicando sus criterios de
interpretación a la obra de Aristóteles. En 1922, se publican
sus Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. En esta obra, ya se
plantea la necesidad de llevar a cabo una profunda revisión crítica de la historia
de la metafísica, superando el horizonte establecido por el cogito cartesiano,
según el cual el yo constituye la realidad desde su subjetividad, abriendo de
este modo una escisión entre la conciencia y el mundo que facilitará la
consideración del ser como una constelación de objetos.
En este texto, que se redacta con cierta urgencia para optar a una vacante de
profesor titular, aparecen esbozadas las diferencias teóricas que le alejarían de
la fenomenología de Husserl. Por ejemplo, Heidegger afirma que la pregunta
por el ser sólo puede “comprenderse como vida histórica”. Desde este punto de
vista, la fenomenología, una teoría del conocimiento atemporal que excluye de
su análisis cualquier contingencia o referencia histórica, se revela como una
metodología incapaz de explicar la textura de la vida humana, cuya naturaleza
temporal se inscribe necesariamente en una perspectiva histórica.
En 1924, Heidegger pronuncia una interesante conferencia ante la Sociedad
Teológica de Marburgo, que presenta con el título El concepto de tiempo. En
ella, anuncia el proyecto de una ontología fundamental basada en la radical
historicidad de la vida humana. Aparecen por primera vez conceptos como Da-
sein (ser-ahí), ser-en-el-mundo, cuidado del ser o la consideración del lenguaje
como el modo fundamental de la existencia humana. Heidegger supera
cualquier clase de dualismo ontológico, identificando el ser con la temporalidad.
“El ser-ahí, concebido en su posibilidad más extrema de ser, no es en el
tiempo, sino que es el tiempo mismo”. Sin el tiempo, no existiría el principio de
individuación. La posibilidad de un horizonte en el que “todo qué se pulveriza”
es lo único que nos permite constituirnos como individuos. Sin la anticipación
de la muerte, no habría identidad.

SER Y TIEMPO

En 1927, aparece Ser y tiempo, que se anuncia como la primera parte de un


desarrollo más amplio y ambicioso. Heidegger nunca llegará a completar su
planteamiento, pero esa omisión no puede atribuirse a la negligencia, sino a las
conclusiones de la primera parte, que impedían la continuación del proyecto
inicial. La obra se publica en la Jahrbuch für Philosophie und
phänomenologische Forschung, revista dirigida por Husserl, al que está
dedicado el libro “con admiración y amistad”. Ser y tiempo está planteado como
un tratado sistemático, donde se analiza la pregunta por el ser como preámbulo
ineludible de cualquier investigación científica u ontológica. La existencia
humana no es ajena a esta pregunta, sino que, por el contrario, está enraizada
en lo más profundo de su naturaleza.
Al disponer del lenguaje, el hombre es el único ente donde puede surgir esta
cuestión. “La comprensión afectiva del ser en el mundo se expresa como
habla. La totalidad significativa de la comprensibilidad viene a la palabra”. El
problema es que el habla humana está contaminada por el prejuicio metafísico,
un lenguaje que hasta entonces ha concebido el ser como mera presencia.
Sólo una superación de esta concepción instrumental podrá dilucidar la
pregunta por el ser. Más adelante, Heidegger apuntará que el error consiste en
atribuir al hombre la capacidad de disponer del lenguaje, cuando es éste el que
dispone de nosotros para posibilitar la apertura del ente. “El hombre –escribe
Heidegger- habla sólo en cuanto responde al lenguaje”.
En 1928, Husserl se jubila y recomienda a Heidegger para ocupar su cátedra
en la Universidad de Friburgo. En 1929, pronuncia su lección inaugural, que se
publicará con el título ¿Qué es metafísica? En ella, se refiere a la nada como
condición de posibilidad del ser. Ante la imposibilidad de objetivar la nada en
una realidad positiva, susceptible de verificación, Heidegger sostiene que el
conocimiento de la nada sólo puede proceder de una experiencia: la angustia.
“La angustia revela la nada”. Este sentimiento nos hace preguntarnos una y
otra vez: ¿por qué hay algo?, ¿por qué hay existencia en vez de nada? Estas
interrogaciones, que nunca se ausentaron de su pensamiento, explican la
adscripción de su filosofía al existencialismo, una filiación que Heidegger
repudió, al considerar que los existencialistas redundaban en el
antropocentrismo de la metafísica, más preocupada por el domino y
explotación del ente que por su comprensión.
En 1929, Heidegger acude a las Jornadas de Davos, donde se enfrenta con los
neokantianos de la Escuela de Marburgo, protagonizando una intensa polémica
con su máximo representante, Ernst Cassirer. Durante la disputa, Heidegger no
escatima su desprecio hacia el humanismo racionalista, que, al combatir la
angustia, aleja al hombre de esos escasos instantes donde accede a “la
cúspide de sus propias posibilidades”. Ese mismo año, aparece Kant y el
problema de la metafísica, donde reitera que “el hombre sólo en muy pocos
instantes existe en la cumbre de sus propias posibilidades”. Esta alusión al
hombre no implica la posibilidad de una antropología, pues Heidegger
considera que el ser humano, en tanto ser-ahí, no tolera la clausura de un
planteamiento sistemático. Su finitud e historicidad mantienen su apertura hacia
el ser, esa “fértil problematicidad” que repudia las falsas conciliaciones de la
metafísica.
En 1931, Husserl manifiesta públicamente su desacuerdo con “la filosofía de la
existencia” de Heidegger, mientras el neopositivista Rudolf Carnap escribe su
famoso artículo “La superación de la metafísica por medio del análisis lógico
del lenguaje”, donde acusa al autor de Ser y tiempo de elaborar “seudo-
enunciados sin sentido”. En 1933, Heidegger se afilia al partido nazi y acepta el
rectorado de la Universidad de Friburgo. Rechaza una cátedra en Berlín,
alegando que para el pensador, como para el campesino, el terruño es “su
universo de trabajo”. Su hostilidad hacia los espacios urbanos nace de su
identificación con el paisaje de la Selva Negra, donde la técnica aún no ha
destruido el misterio de las fuerzas elementales. Sus reiteradas exhortaciones
a unir “las fuerzas incontaminadas del alma germánica” con el “querer” del
Estado nacionalsocialista, no impiden que se niegue a expulsar de la
universidad a dos colegas opuestos al régimen y que, incluso, organice un
seminario con uno de ellos, el jurista Eric Wolf. Antes de que venza su
nombramiento, Heidegger dimite como rector.
Durante los años siguientes, apenas publica nada, salvo La doctrina de Platón
acerca de la verdad (1942), que no es mencionada ni reseñada en ningún
medio escrito por prohibición expresa del régimen, y los artículos “El origen de
la obra de arte” y “Hölderlin y la esencia de la poesía”, ambos de 1935. En
1936, comienza sus cursos sobre Nietzsche, “el último de los filósofos”, que no
se publicarían en forma de libro hasta 1962. En esta obra, repudia la
explotación política de Nietzsche que había convertido al autor de Así habló
Zaratustra en el pensador oficial del régimen.  “No nos asiste el derecho de
explotar a Nietzsche para servir los objetivos de falsas certidumbres
intelectuales del momento”.
La meditación sobre la técnica ocupa los años siguientes. Durante 1938,
organiza un seminario sobre El trabajador, de Ernst Jünger, interrumpido por
una prohibición oficial del régimen nacionalsocialista. Heidegger describe al
trabajador como la apoteosis de la voluntad de poder, que realiza su proyecto
de dominio mediante la movilización total y la técnica planetaria. Es la misma
tesis de La época de la imagen del mundo, importante conferencia donde se
afirma que en el mundo actual “el hombre pasa a ser el centro de referencia del
ente como tal”. El imperialismo planetario de la técnica puede manifestarse
como nazismo, comunismo o capitalismo, pero en todos los casos prevalece
una subjetividad que convierte lo real en una relación de objetos consumibles.
Después de la guerra, las autoridades francesas le prohíben seguir ejerciendo
la docencia.

En 1946, reflexiona sobre la poesía de R. M. Rilke en una conferencia ante un


público restringido. La disertación se publica con el título: ¿Para qué
poetas? En 1947, publica la Carta sobre el humanismo, texto fundamental
donde elude cualquier referencia política concreta, explicando que su meta es
un pensar “ni teórico ni práctico” consagrado a “rememorar el ser y nada más”.
“Dejar ser al ser”: ése es el espíritu de lo que se ha llamado la segunda etapa
de su pensamiento. Este giro o Kehere, que atribuye al hombre la función de
“pastor del ser”, postula la sustitución del lenguaje conceptual por la intuición
poética de la metáfora, ya que “la poesía es más verdadera que la indagación
de lo ente”. En 1951, es restituido a sus funciones académicas y participa en el
II Congreso de Darmstadt. En 1954, pronuncia la conferencia ¿Qué significa
pensar?, donde reitera su crítica a la dominación técnica, esbozando una
perspectiva afín al ecologismo: “Ante todo y finalmente no dejemos a un lado el
árbol floreciente, sino que por primera vez lo dejemos estar allí donde él está.
¿Por qué decimos ‘finalmente’? Porque el pensamiento hasta ahora todavía no
lo ha dejado estar allí donde él está”.
Aparecen El principio de razón (1957), Identidad y diferencia (1957), En el
camino hacia el lenguaje (1959). Entre 1966 y 1967, dirige en colaboración con
Eugen Fink un seminario sobre Heráclito. Retirado de la vida académica,
muere en su localidad natal el 26 de mayo de 1976, cumpliendo su propósito
de permanecer en el origen, en esa “pro-veniencia” donde el pensador se
siente “en su propia morada”. En el discurso pronunciado en el aniversario de
la función de Messkirch ya había manifestado su convicción de que el “arraigo
en lo natal” es la única esperanza para una humanidad exiliada del mundo por
la “técnica planetaria”, capaz de dominar la naturaleza, pero no de habitarla.

SER Y TIEMPO: LA PREGUNTA POR EL SER

Heidegger presenta Ser y tiempo como un intento de respuesta al problema


sobre el sentido del ser. La obra se inicia con una cita del diálogo platónico El
sofista: “Pues, sin duda, ya estáis familiarizados desde tiempos con lo que
propiamente opináis cuando utilizáis la expresión ‘ente’; nosotros, en cambio,
otrora ciertamente creíamos entenderlo, pero ahora somos presas de la
perplejidad”. Esta perplejidad no ha desaparecido, según Heidegger, pues aún
somos incapaces de explicar qué es el ente. Esta incomprensión se ha
disfrazado de saber empírico, provocando el olvido del ser e incluso el olvido
de este olvido. La pregunta por el ser sólo puede formularse en el único ente
capaz de interrogarse sobre esta cuestión. La comprensión es el modo de ser
de “un ente determinado, precisamente de aquel ente que ya somos, nosotros,
los que buscamos”. La pregunta por el ser nos lleva, por tanto, al hombre, pues
sólo en él puede plantearse la cuestión sobre el ser del ente. No podremos
descubrir el sentido del ser, sin analizar previamente al ente que formula la
pregunta. Esto es lo que Heidegger llama “analítica existenciaria”.

EL PROYECTO DE UNA ONTOLOGÍA FUNDAMENTAL

Su planteamiento no puede estar más alejado de la psicología, la antropología


o la biología, pues éstas son ciencias “ónticas”, que consideran al hombre
como un ente más y no en su peculiaridad “ontológica” de ente que se interroga
sobre el ser. La ontología fundamental de Heidegger considera que el hombre
no es un qué, sino una existencia arrojada a una situación y en relación activa
con respecto a ella. Esta condición de “ser-en-el-mundo” es lo que justifica que
Heidegger se refiera al hombre como “Da-sein” o “ser-ahí”, pues efectivamente
el hombre está entre las cosas, pero no como la parte en el todo o “como el
agua en el vaso”, sino como apertura. El hombre “abre mundos”. Por eso, no
puede reducirse a simple presencia o pura objetividad. La metafísica occidental
ha identificado el ser con el “estar presente”. El Da-sein no puede ser mera
presencia, pues es justamente el horizonte ante el cual las cosas se hacen
presentes y se constituyen en mundo.
Las cosas se hacen mundo ante el Da-sein porque éste crea una apertura,
donde se establece una relación de significatividad. Las cosas se ponen a
nuestra disposición y realizan una función. Es el caso del martillo o la tiza, que
utilizamos para golpear o escribir. Esta relación es posible porque el Da-sein es
Existencia, un modo de ser que implica posibilidad. “El estar-ahí no es una
mera presencia que de manera añadida posea el requisito de poder algo, sino
que al contrario constituye primeramente un ser posible. El estar-ahí es
siempre aquello que puede ser”. El poder ser significa proyectar, ir más allá de
sí mismo, actualizar las posibilidades inherentes a mi ser-en-el-mundo. Esta
potencialidad se realiza mediante las cosas, que originariamente son utensilios
al servicio del proyecto humano. En este sentido, Heidegger se separa de
Husserl, pues entiende que al hombre no le concierne contemplar lo real para
captar su esencia, sino utilizar lo que está al alcance de la mano para actualizar
sus posibilidades.
Cuando Heidegger habla de trascendencia, no se refiere a ninguna realidad
sobrenatural, sino al hecho de que el hombre sobrepasa la inmediatez empírica
al proyectarse hacia lo que está fuera, más allá de su presente, esto es, hacia
lo que “aún no es”, pero tal vez será. El Da-sein no es una abstracción, sino un
yo mismo que arrastra un pasado y que se enfrenta a un futuro. Cada decisión
implica un riesgo de éxito o fracaso, que concierne únicamente a “cada estar
ahí individual”. La libertad del Da-sein consiste en transformar el mundo en
proyecto de sus acciones y de sus posibilidades. Esta libertad también implica
una limitación, pues el hombre sólo puede disponer del conjunto de
instrumentos constituidos por el mundo. Por eso, estar en el mundo implica 
el cuidado (Sorge) de las cosas, sin las cuales no podríamos realizar nuestras
acciones y proyectos.
Heidegger sostiene que “el mundo no es en modo alguno una determinación
del ente opuesto al Dasein, sino que por el contrario es un carácter del Dasein”.
Esto es, un existenciario del Dasein. Dentro del contexto de la analítica
existenciaria, Heidegger atribuye al Dasein diferentes existenciarios, esto es,
caracteres o modos de ser. Este análisis se basa en la distinción entre
existencial y existenciario, óntico y ontológico. Lo existencial se refiere a las
contingencias de la existencia cotidiana. Lo existenciario a la pregunta por el
ser. Del mismo modo, lo óntico designa el ente en sus concreciones empíricas,
mientras lo ontológico alude al ser en su dimensión esencial, más allá de
cualquier presencia objetiva. Heidegger no afirma que el Dasein cree el mundo
en su facticidad, sino que, al introducir la pregunta por el sentido, transforma lo
inerte en un orbe significativo, estableciendo una relación pragmática con las
cosas.
Incapaces de experimentar asombro ante la existencia o de interrogarse sobre
su sentido, los animales sólo poseen entorno, pero no mundo, que es un
carácter o modo de ser de la capacidad reflexiva del Dasein. Esta es la causa
de que no exista un “en sí” o esencia de las cosas, pues éstas adquieren su ser
al convertirse en utensilios del Dasein, insertándose en una totalidad de
significados, cuyo sentido sólo se manifiesta en el marco del proyectar humano.
El mundo es porque es utilizable. El hombre no es un espectador, sino la
condición de posibilidad del mundo.

LA RELACIÓN CON EL OTRO. HACIA LA POLÍTICA

La relación del Dasein con las cosas se realiza fundamentalmente mediante la


comprensión. El hombre comprende las cosas cuando descubre su uso. Ese
proceso también le afecta a su relación con él mismo, pues no se entiende a sí
mismo hasta que averigua qué posibilidades se abren a su acción. Heidegger
habla de una pre-comprensión que no debe confundirse con la herencia cultural
o biológica, sino que ha de interpretarse como la consideración de las cosas en
su dimensión de potenciales utensilios que nos ayudarán a realizar nuestros
fines. En la medida en que el mundo es un carácter o modo de ser del Dasein,
la pregunta por la existencia del mundo carece de sentido, pues el hombre no
es una subjetividad separada de una realidad externa, sino la apertura donde
se constituye de forma originaria y radical el mundo. La duda cartesiana se
basa en una falacia, pues no puede existir un mundo al margen de la
conciencia que lo constituye en su relación pragmática con él. El mundo no es
espacio ni naturaleza, sino una trama de sentido tejida por la apertura
del Dasein. Podemos hablar de espacio y de naturaleza porque existe un
mundo establecido por la relación del hombre con las cosas.
La perspectiva del uso revela la existencia de otros posibles usuarios, de
otros Dasein. No hay un mundo que es pura disponibilidad ante mis
necesidades individuales, sino un “mundo con” (Mitwelt). El Dasein es
un Mitdasein (ser-ahí-con). No hay “un sujeto sin mundo” ni “un yo aislado sin
los otros”, lo cual revela que el problema del solipsismo sólo es un falso
problema. Heidegger no se refiere tan sólo a la convivencia empírica, sino al
carácter estructural de la existencia. Si “ser-en-el-mundo” implica estar en
relación con las cosas, la apertura del Dasein no puede prescindir del otro. Su
existencia no surge como una forma de resistencia a nuestro proyecto, sino
como un ente que aparece en el horizonte de mi apertura. “En razón de este
‘con-ser-en-el-mundo’ es el mundo, ya siempre y en cada caso, aquel que
comparto con otros. El mundo del ser-ahí es un mundo del con. El ser-en es
ser con otros”. Según Heidegger, el otro es un existenciario del Dasein, lo cual
no significa que el otro surja de mi subjetividad, sino que existe una disposición
hacia él, un estar abierto sin el cual desconoceríamos la soledad, un estado
que sólo puede constituirse mediante el reconocimiento de que hay
otros Dasein, con sus propios proyectos.
La semejanza ontológica, estructural, entre los diferentes Dasein, implica una
relación específica, distinta de la establecida con los útiles. El cuidado de las
cosas se convierte en preocuparse de los otros, una actitud que puede adoptar
diferentes manifestaciones. Si nos limitamos a substraer a los otros de sus
problemas, incurriremos en una forma inauténtica de coexistencia, en un simple
“estar juntos”, mientras que si ayudamos a los otros a adquirir la libertad de
asumir sus propios cuidados, lograremos establecer un auténtico coexistir.

EXISTENCIA AUTÉNTICA E INAUTÉNTICA. HACIA LA ÉTICA


Aunque el Dasein abre y funda el mundo, esto no significa que pueda disponer
de la apertura que él mismo configura, pues siempre está arrojado a ella en un
determinado estado de disponibilidad (alegría, miedo, apatía, tedio) e
históricamente situado en su proyectar sobre las cosas. El Dasein, por tanto, es
finito y su existencia será auténtica o inauténtica, propia o impropia, según la
clase de relación que establezca con las cosas y con otros hombres.
La existencia inauténtica consiste en comprender el mundo de acuerdo con la
interpretación de la opinión común, con el se piensa anónimo e impersonal de
la mentalidad pública. “Disfrutamos y gozamos como se goza, vemos y
juzgamos sobre literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del
‘montón’ como se apartan de él; encontramos ‘escandaloso’ lo que se
encuentra escandaloso. El ‘se’, que no es nadie determinado y que son todos,
si bien como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianidad”. La existencia
inauténtica desfigura y oculta el sentido original del ser en el mundo. Nuestra
relación con las cosas es intransitiva, pues “nadie ha decidido libremente si
quiere venir a la existencia”, pero la capacidad inherente al Dasein de proyectar
establece que cada uno pueda asumir la responsabilidad de realizar sus
posibilidades.
En la existencia inauténtica, el Dasein se instala en la perspectiva óntica,
convirtiendo el uso en un fin en sí mismo, sin advertir que lo fáctico sólo es un
conjunto de posibilidades a disposición de un proyecto propio. En este estado,
el lenguaje se transforma en habladuría, en el decir de la existencia anónima,
que impone la perspectiva de la opinión común, suplantando el proyecto
del Dasein por un vacío que intenta disfrazar su insatisfacción mediante la
avidez de novedades y la ambigüedad. Ya no se puede hablar de una
existencia propia, sino de una existencia que “se dice” y que “se hace”
anónimamente. Es lo que Heidegger llama estado de caída (Verfallen), donde
el hombre ve las cosas con los ojos impersonales de la multitud, percibiendo el
ente como cosa-presente (Vor-handenes) y a sí mismo como la cosa-Yo
(Ichding), subjetividad aislada e incapaz de fundar un mundo. Heidegger se
refiere a esta situación como “estado de-yecto”, frente al “estado yecto” del ser-
ahí arrojado entre las cosas.
Al “torbellino del estado de caída”, Heidegger opone la posibilidad de la
existencia auténtica, donde el hombre trasciende la impersonalidad de las
habladurías cotidianas mediante un proyecto propio. La existencia auténtica se
realiza mediante la voz de la conciencia, que actúa como una llamada a
aceptar nuestra finitud. “La conciencia se revela como la llamada al cuidado: el
que llama es el ser-ahí que, en su arrojamiento (ser-ya-en…), se angustia por
su poder ser. El interpelado es igualmente el Dasein, llamado a su propio poder
ser (pre-ser-se…). Y mediante esta llamada, el ser-ahí es invocado a salir de la
caída en el ‘se’ (ser-ya-cabe el mundo del que se cuida)”. La finitud no es un
destino impuesto, sino nuestra posibilidad más propia. Su anticipación abre la
existencia a vivir auténticamente todas las posibilidades que se encuentran
más acá del no ser.
La muerte no es un hecho más que se agregue al devenir del Dasein, sino el fin
de la apertura instaurada por el ser-ahí. La muerte es la posibilidad de la
imposibilidad de todo proyecto y, en consecuencia, de toda existencia. Es una
posibilidad que siempre permanece abierta, pues no se realiza ni se realizará
mientras el Dasein mantenga su apertura. La perspectiva de la “pura y simple
imposibilidad del Dasein” actúa como un horizonte temporal que “disuelve toda
solidificación en posiciones existenciales alcanzadas”, empujando al hombre a
nuevas realizaciones. La anticipación de la muerte pone de manifiesto que
ninguna de las posibilidades concretas de la vida es definitiva. Por eso, la
acción humana siempre se proyecta más allá, abriendo continuamente nuevos
horizontes. Esta proyección temporal es lo que permite al Dasein superar la
fragmentación y la dispersión, imprimiendo a su devenir un sentido histórico.
La existencia auténtica es un “ser para la muerte”. Es una posibilidad que
pertenece exclusivamente al individuo, pues “nadie puede asumir el morir de
otro. Todo ‘estar ahí’ tiene que asumir siempre, personalmente, su propia
muerte. En la medida en que la muerte ‘es’, es siempre radicalmente mi
muerte”. La experiencia de esa imposibilidad futura no se obtiene mediante la
especulación abstracta, sino a través de un sentimiento: la angustia, que surge
ante la perspectiva del propio no ser. Esta angustia, que en la vida auténtica
nos impulsa a no detenernos en ninguna concreción, se convierte en temor en
la vida inauténtica. “La existencia anónima y superficial no tiene la valentía de
la angustia ante la muerte”. Por el contrario, la existencia auténtica excluye el
temor, pues no ignora que el poder ser sólo puede actualizarse mediante la
estructura temporal del Dasein. De hecho, la muerte es lo que garantiza
nuestra libertad, al mantener abierta la expectativa de nuevas posibilidades.
Por eso, el Dasein es, en un sentido originario, porvenir.
Esto no significa que el tiempo pueda fragmentarse en secuencias, pues el
porvenir que anticipa posibilidades, surge del pasado y mantiene una referencia
permanente hacia él. Y entre el pasado y el porvenir, se halla el presente. Se
trata de tres determinaciones del tiempo que se caracterizan por “estar fuera
de sí”, ya que futuro, presente y pasado comparten un impulso común de
trascendencia. Es lo que Heidegger llama éxtasis: “Porvenir, ‘haber sido’ y
presente revelan el carácter del ‘a por’, del ‘hacia atrás’ y del ‘encontrarse con’.
La temporalidad es el ‘fuera de sí’ originario, en sí y para sí. Por eso llamamos
éxtasis de la temporalidad a los fenómenos definidos como porvenir, ‘haber
sido’ y presente”.
En la vida inauténtica, el tiempo está dominado por la expectativa del éxito y el
apego a los logros mundanos. En cambio, en la vida auténtica, que asume la
perspectiva de la muerte como la condición absoluta de la libertad humana, se
mantiene la apertura del Dasein, actualizando el pasado como rememoración
de lo ya sido, y vivificando el presente como instante, donde el hombre repudia
lo impropio (las habladurías, la curiosidad, la ambigüedad) y se apropia de su
destino mediante su capacidad de elaborar y realizar proyectos, sin solidificar
su acción en ninguna posibilidad. La actitud de Heidegger hacia el pasado no
es de ruptura, sino de querer lo que ha sido, regresando a las posibilidades que
constituyeron el presente. Esta especie de amor fati (Heidegger cita aquí a
Nietzsche) salva al pasado de su estado atemporal, abstracto, insertándolo en
una relación crítica con el presente, pues la vida auténtica, al repetir las
posibilidades que constituyeron su ser actual, establece un trato respetuoso
con lo anterior, mostrando que el hoy no es una superación de lo precedente,
sino su continuación.
Ser y tiempo quedó inconcluso. La ontología general que justificaba las páginas
precedentes nunca se desarrolló. Posteriormente, Heidegger explicaría la
interrupción como el reconocimiento implícito de que no era posible proseguir
su análisis con el lenguaje heredado de la tradición metafísica. La diferencia
ontológica (esto es, la diferencia entre el ser y lo ente) apenas puede explicarse
con los conceptos de una tradición que desde Platón identifica el ser con lo
ente. Esta conclusión imprimirá un giro (Kehre) al pensamiento de Heidegger,
marcando el inicio de una segunda etapa donde ya no se tratará de analizar el
ente para acceder al ser, sino de buscar el claro (Lichtung) donde se produce
su manifestación o autorrevelación.

LA SUPERACIÓN DE LA METAFÍSICA

Cuando en Ser y tiempo, Heidegger utiliza la expresión “ser cabe las cosas”
para referirse a la situación del Dasein, pretende subrayar que el ser-ahí abre y
funda un mundo al ser arrojado a su apertura, estableciendo una relación de
uso con las cosas que “están a la mano” para la realización de su proyectar.
Efectivamente, el Dasein abre un horizonte en el que se manifiestan los entes,
pero este horizonte trasciende y precede (no en el sentido cronológico) a los
entes. Esto significa que toda verdad óntica supone la verdad ontológica. La
historia de la metafísica ha olvidado esto y ha olvidado que lo ha olvidado. Es el
“olvido del ser”, que ha imposibilitado la culminación de la analítica
existenciaria. Al identificar el ser con la simple presencia, la metafísica se ha
convertido en física. Podemos rastrear esta transformación en la doctrina de
Aristóteles, Hegel o Nietzsche. Su descripción del ser como acto puro,
concepto absoluto o voluntad de poder, es una prolongación del planteamiento
platónico de identificar ser y verdad.
Esta interpretación no puede estar más alejada de la actitud de los primeros
filósofos, que concebían la verdad como revelación del ser, esto es:
como aletheia o desvelamiento. Platón, en cambio, sustituyó el
desocultamiento del ser por la normatividad u objetividad del pensamiento
humano. El valor desplazó a la manifestación del ser. Nietzsche intentó
desmontar esta operación, describiendo la verdad como “una especie de error”,
pero al describir el ser como valor, como voluntad de poder, no logró superar la
perspectiva metafísica que pretendía trascender. “Todo valorar –escribe
Heidegger en su Carta sobre el humanismo– es una subjetivización, incluso
cuando valora positivamente. No deja ser a lo ente, sino que lo hace valer
única y exclusivamente como objeto de su propio quehacer”.
La herencia de la metafísica nos impide conocer el ser mediante el análisis del
ente que se pregunta por su sentido. Sólo queda aguardar la iniciativa del ser,
su manifestación. El hombre únicamente puede colocarse en la situación de
experimentar esta autorrevelación. La verdadera libertad consiste en “dejar ser
al ente”, situándose en una condición de apertura y disponibilidad hacia él. Al
hombre le cabe “abandonarse a la revelación o descubrimiento del ente como
tal”. Dicho de otro modo: el hombre no dispone de libertad, sino que es la
libertad la que dispone de él. Esta revelación no se produce en la metafísica ni
las ciencias positivas, sino en el lenguaje y, más concretamente, en el lenguaje
poético.

ARTE Y POESÍA

En El origen de la obra de arte, Heidegger describe la transmutación que se


produce en el cuadro de Van Gogh, donde los zuecos de una campesina
pierden su condición de utensilios para revelar el Mundo de su propietaria: su
fatiga, la fertilidad de la tierra, los ciclos de las cosechas, la expectativa de
lluvia. En esta manifestación surge el conflicto entre el Mundo, la luz o claridad
que rodea al conjunto de referencias significativas de la existencia individual, y
la Tierra, la oscuridad o la reserva de lo que aún no pertenece a una relación
significativa, pero que está a la espera de la desocultación de su sentido.
Heidegger explica esta tensión con el ejemplo de un templo, donde la
aspiración hacia arriba, hacia la luz, contrasta con “la pesantez que tira hacia
abajo… […] La verdad existe sólo como la lucha entre alumbramiento y
ocultación, en la interacción entre mundo y tierra. La verdad se arreglará en la
obra como esa lucha de mundo y materia”.
En Hölderlin y la esencia de la poesía, Heidegger atribuye al lenguaje poético la
fundación del ser. La poesía es la lengua en su estado originario, que, al
nombrar las cosas, funda el ser. “La poesía es el lenguaje original de un pueblo
histórico”. No es el hombre el que habla, sino el ser que se dice a sí mismo por
medio del lenguaje. Al hombre, sólo le corresponde escuchar, mantenerse en
una disposición de escucha. “El hombre habla sólo en cuanto responde al
lenguaje”. La poesía no utiliza las palabras como un instrumento, sino que es lo
que hace posible el lenguaje. Por eso, la comprensión del lenguaje sólo puede
realizarse mediante la esencia (Wesen) de la poesía. El poeta es un mediador,
el hombre que des-cubre que más allá de los entes, existe el ser que “se da”
(es gibt) en ellos. Los poetas marcan el advenimiento de las épocas: “Hölderlin,
en tanto que funda nuevamente la esencia de la poesía, determina, el primero,
un tiempo nuevo. Es el tiempo de los dioses huidos y del advenimiento de
Dios. Es el tiempo de ‘indigencia’, de ‘miseria’, porque doblemente sufre de
privación y negación: los dioses huidos ya no están, y aún no ha llegado el que
está por venir”.
Aunque en Identidad y diferencia, Heidegger protesta contra las acusaciones
de ateísmo que afectan a su pensamiento, el uso de términos religiosos no
implica en su caso una perspectiva sobrenatural. En su filosofía, las cosas del
mundo aparecen como dioses que se revelan de acuerdo con las
determinaciones epocales del ser. En ¿Y para qué poetas?, Heidegger
establece una analogía entre la Physis griega, que se muestra y se oculta,
emerge y se retrae, y las palabras de Rilke: “la Naturaleza abandona a los
entes al riesgo de su oscuro deseo”. En ambos casos, se plantea la posibilidad
de que los entes olviden su relación con el ser. La misión de poetas y
pensadores, que “moran, cercanos, en la cumbre de los montes más
separados” es pastorear el ser, posibilitando la apertura donde se revela lo que
los entes son. Su función es la de actuar como testigo ontológico de la verdad.

LA CRÍTICA DE LA TÉCNICA

En la Carta sobre el humanismo (1947), dirigida inicialmente al pensador


francés Jean Beaufret, Heidegger escribe: “El hombre es el vecino del ser.
[…] No es sólo un ser vivo que junto a otras facultades posea también la del
lenguaje. Por el contrario, el lenguaje es la casa del ser: al habitarla el hombre
ex-siste, desde el momento en que, guardando la verdad del ser, pertenece a
ella. […] El hombre no es el señor del ente. El hombre es el pastor del ser. En
este ‘menos’ el hombre no sólo no pierde nada, sino que gana, puesto que
llega a la verdad del ser. Gana la esencial pobreza del pastor, cuya dignidad
consiste en ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad”. Sin
embargo, la “interpretación técnica del pensar” ha provocado el olvido de ese
cometido esencial. La técnica reduce el ente a su funcionalidad dentro de un
sistema instrumental. No hay nada más allá, ningún misterio. Sólo pura
facticidad y el pensamiento no es más que otro instrumento, sin otra función
que resolver los problemas que surjan en el desarrollo de las aplicaciones.
Heidegger no se limita a reprobar los efectos de la técnica. Su análisis es más
complejo. Su intención es recuperar la concepción de los griegos, que, al definir
la naturaleza como Physis, reconocían su carácter dinámico, creador. La
Physis era “poiesis”, creación, un proceso productivo que se abría a la
comprensión humana mediante la técnica. El sentido original de la técnica no
era el dominio, sino una forma de conocimiento que fabricaba útiles al servicio
de metas auténticas, verdaderas. La técnica ha perdido ese impulso originario
al convertirse en un instrumento de dominación. El campesino que siembra
utiliza la técnica para realizar una donación y entiende la cosecha como
aceptación. Su papel es actuar como el custodio de una renovación cíclica. Por
el contrario, una presa es una provocación, un acto de fuerza, una forma de
violencia que simboliza el espíritu de la actual sociedad industrial. Al obrar de
este modo, la técnica se ha convertido en devastación. Frente el “llegar al
luminoso ser” de la Physis, la industria moderna ha impuesto la destrucción, lo
“terriblemente monstruoso” (Ungeheure).
La superación de este horizonte no es sencillo, pues la metafísica no es tan
sólo un “error teórico”, sino el destino de la cultura occidental. El ser no se
muestra directamente. Se esconde al mismo tiempo que se revela. La
metafísica responde a estos ocultamientos y desvelamientos. Las formas en
que aparece y se emboza el ser del ente configuran la historia. Cada época es
una etapa en este itinerario. La metafísica es un estadio más en la historia del
ser. El olvido del ser forma parte de la historia del ser. En este sentido, la
historia es un orden necesario que recuerda el despliegue del Espíritu
hegeliano.
En esta etapa del pensamiento de Heidegger, el ser ya no se revela mediante
la comprensión que surge del uso de las cosas, sino en las formas en que se
manifiestan los cuatro aspectos del ser: la tierra, el cielo, lo divino y lo mortal.
Es lo que Heidegger llama “cuadratura de los cuatro” (Geviert). En
su Introducción a Heidegger, el filósofo italiano Gianni Vattimo escribe: “Estas
palabras poéticas se sustraen a una clarificación cabal y conceptual; pero el
hecho de que sean palabras poéticas ahora ya no puede significar un menor
peso teórico, ya que es en la poesía donde se da la verdad en su sentido más
radical”. Vattimo intenta, no obstante, una definición aproximada, sugiriendo
que los cuatro se pueden entender como direcciones o puntos cardinales,
“dimensiones de la apertura del mundo en que están los entes intramundanos”.
En sus últimos escritos, Heidegger habla de la esencia “bifronte” de la técnica
moderna. Por un lado, la técnica es la culminación de la metafísica, del olvido
del ser, pero por otro puede ser el “preludio del Erignis”. Podemos
traducir Erignis como evento, pero según Heidegger se trata de un término
intraducible, pues en él confluyen connotaciones del tao chino y
del logos griego. En palabras de Vattimo: “En rigor, del Erignis no se puede
decir ni que ‘es’ (como el ente), ni que ‘se da’ (como el ser), sino sólo que se
‘eventua’”. Sólo ulteriores interpretaciones podrán esclarecernos el sentido de
esta poderosa intuición que Heidegger sólo esbozó.
George Steiner afirma que “Martin Heidgger es el gran maestro del asombro, el
hombre cuya perplejidad ante el hecho escueto de que somos en lugar de no
ser ha colocado un obstáculo radiante en el camino de la obviedad. Su
pensamiento vuelve imperdonable cualquier gesto de condescendencia,
incluso momentáneo, ante el hecho de existir”. Su capacidad de abrir nuevas
sendas en el camino del pensar acredita su condición de pensamiento vivo. Su
influencia en pensadores como Gadamer, Derrida, Levinas o Vattimo corrobora
que sus palabras –a pesar de su innegable oscuridad y dificultad- siguen
iluminando nuestra perplejidad ante el misterio de que exista algo en vez de
nada.

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