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Artículo sobre la oración en revista Agua Viva por Luis Mª Mendizábal, Ex director

Nacional del APOR


(I)
Antes de comenzar quisiera recalcar que el tema de la oración, a medida que se va tomando
experiencia en la vida espiritual, se considera por un lado un tema muy importante y por otro
peligroso. Peligroso ¿por qué? Porque se abusa demasiado de la oración. Hay una ambivalencia
en la oración y por eso hoy se habla mucho de escuelas de oración, métodos de oración… con
muchos entusiasmos, y parece que puede dar la impresión de que se trata de una asignatura
aparte. Hay gente que viviendo una vida como la que hacía antes (sin ningún tipo de
conversión) quiere clases sobre oración y dedica largos ratos a clases de oración occidentales u
orientales.
Por eso es importante decir que la oración cristiana no es una asignatura sino que se integra
en la oración capital de Cristo. Es una vida y está integrada en la vida cristiana. La oración
capital de Cristo es inseparable de su vida de unión con el Padre de la cual constituye un
momento fuerte. Por eso la vida de unión de Jesús con el Padre es continua pero tiene sus
momentos fuertes de oración. Esto lo vemos en el Evangelio. Me parece interesante hacer una
observación: no aparece ninguna clase de Jesús sobre la oración. Esto tiene su importancia. No
nos imaginamos a Jesús dando unos cursillos de oración, ni enseñando posturas de oración…
esto nos ha de hacer reflexionar. Jesús vive de la oración, anima a la oración, enseña
prácticamente con su ejemplo a la oración… pero la oración no tiene ningún carácter de una
cierta artificialidad como se le puede dar cuando hablamos de escuelas de oración, en las que
fácilmente entra una artificialidad. También nosotros tenemos que decir que hemos sido
admitidos a una vida con Cristo. A vivir en la presencia del Señor y esta ha sido la gran
invitación del Señor para nosotros.
En el Decreto sobre la preparación para los candidatos al sacerdocio, que comienza con las
palabras Optatam totius, en el numero 8, se habla de la formación espiritual del futuro
sacerdote, y se insiste en que tiene que aprender, en que hay que enseñarle, a vivir unido a
Cristo como amigo con toda su vida, y que aquí es donde hay que poner el mayor acento. Ahí es
donde se tiene que fundamentar sólidamente y no sólo en el tiempo dedicado a la oración.
Los grandes santos han sido muy amantes de la oración. No concebimos un santo que no haya
tenido hambre de oración, pero eran muy diferentes en este punto y hasta desconfiados respecto
de ella, porque es verdad que es fundamental pero tiene sus peligros. Esta es la gran dialéctica
interior de la oración: es muy fundamental pero al mismo tiempo fácilmente se desvirtúa.
Porque es verdad que siendo fundamental, quizá ninguna otra realidad espiritual se presta tanto
a los engaños espirituales. Por eso es inepto justificar comportamientos inaceptables dentro de
la Iglesia con la excusa de que se trata de personas que se justifican porque hacen mucha
oración. ¡Esto es algo totalmente desafortunado! Yo diría ‘desgraciadamente hace mucha
oración’ porque con eso se confirma más en su postura de infidelidad.
Es conocida la respuesta de san Ignacio –y lo recuerda el p. Cámara en su memorial– ‘que de
100 hombres dados a largas oraciones y largas penitencias, los más de ellos venían
ordinariamente, a grandes inconvenientes. Máxime, de dureza de entendimiento… (lo cual
quiere decir que su oración ordinariamente era un ejercicio de entendimiento)… fijándose en lo
que tenía de antemano ya clavado en el’. El padre Cámara dice que el 90 o 99%. Por eso del

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mismo padre san Ignacio es conocida su postura de que ‘hacía más caso de mortificación de
honra que de carne, y más de afectos que no oración’. Y en una ocasión hablando precisamente
de un famoso provincial de los agustinos que intervenía en el Concilio de Trento y le
ponderaban que era persona considerable –dice así exactamente el memorial del padre Cámara–
‘acuérdame una vez de un buen religioso (que era este tal provincial de los agustinos) que él
conoce y diciendo yo que era de mucha oración el padre mudó y dijo ‘es hombre de mucha
mortificación’’. Así parece que en el modo de proceder y pensar del padre se ve claramente todo
esto.
Por eso me parece que es importante encuadrar la oración cristiana como un momento fuerte de
una vida nueva, que es una vida vivida esencialmente en la presencia de Cristo, en la
presencia del Padre. Y es lo primero que vamos a intentar delinear brevemente.
Estamos llamados a una vida de oración en la cual la oración está vinculada a la vida. Ahora
bien, esta vinculación de oración y vida, en la cual solemos insistir, son realidades que admiten
tantos matices y tantos aspectos que no siempre que existe una relación ya es buena la oración
sin más. En efecto, la relación entre oración y vida puede entenderse de dos maneras: o como
una lógica dentro de una línea de horizonte, por lo que según lo meditado yo tengo que vivir
consecuentemente y deducir la verdad. Pero esto no es necesario que haya sido una gran
oración. Puedo hacer yo lo mismo de una lectura. Si yo leo de verdad, tengo que ser
consecuente. Por tanto es una consecuencia en el mismo nivel de razonamiento humano. Por
ejemplo podría yo leer sobre Sócrates o Platón y meditando podría decir ‘me parece que tiene
razón, luego yo debo ser consecuente’. Entonces tendría una conexión entre ese convencimiento
y una práctica de vida. Así hay gente que convencidos a fuerza de meditar sobre la verdad de los
principios marxistas, luego es consecuente; y hay una correspondencia. En la oración podría
quedarme a ese nivel en el que yo he estado pensando unos argumentos y trato de ser lógico.
Pero no es esta la realidad en el orden sobrenatural.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Hay una segunda forma. Una
elevación de nivel que va transformando el corazón para hacerlo vivir en otro nivel, en otro
horizonte, y vivir en el. No solo para ese momento entrar en ese horizonte sino vivir la vida real
en ese horizonte porque al fin y al cabo en la oración yo no hago sino moverme como momento
fuerte en un horizonte de verdad; porque ‘la verdad os hará libres’ y nosotros vamos a la verdad.
En la oración yo entro en el horizonte de la verdad y ya no me bajo de el, sino que ilumino
desde ese horizonte toda mi existencia con una elevación del corazón. No es pues sólo la lógica
de una persona que es consecuente sino es el nivel espiritual, la vida, que es consecuente con
una elevación de la persona entera a esa cercanía de Dios.
De esta manera ultima ha de ser la relación entre oración y vida para que sea autentica la
oración. Porque en los otros casos podemos decir que sí hay una consecuencia: esta persona en
la oración está reflexionando, no llega de hecho al nivel de unión con Dios, pero está
reflexionando, da cada día dos horas de oración en el cual está dando vuelta a los problemas
como el los ve y luego actúa consecuentemente con lo que ha estado pensando esas dos horas. Y
esto ¿es oración? Pues no, no es verdadera oración. Este hombre tiene un principio de lógica
consecuente pero no de un elevarse al nivel divino sino de un ser consecuente con sus
razonamientos humanos. Y por eso el nivel de oración ha de ser elevación verdadera; y
consecuencia de esa elevación se va elevando la persona. No elevando solo un acto sino
elevando toda la persona a nivel del corazón y así se eleva ese estado oracional de intimidad
filial y con percepción íntima con Dios.

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Vamos a comenzar indicando esto. Primero, nosotros por la vida de gracia hemos sido llamados
a vivir en la presencia del Padre en Cristo. Toda oración tiene que incluirse en el común
denominador de alianza. Alianza nueva, la nueva alianza significa pacto pero no en un sentido
jurídico simplemente sino del Nuevo Testamento que es el pacto en el Espíritu Santo. Es una
alianza, como un matrimonio es una alianza. Es una relación interpersonal. Es un ser llamados a
la intimidad del Padre. No hemos sido llamados para que en ciertos momentos El nos abra la
puerta sino para que estemos siempre en la morada del Padre, para que estemos en la Presencia
de Dios. El canon segundo de la Misa dice que le damos gracias porque nos hace dignos de
servirle en su presencia. Es la llamada cristiana al fin y al cabo.
A veces la presentación del fin del hombre, en los ejercicios ignacianos, puede llevar a una
concepción de un Dios alejado, de un Dios sordo, ciego, como paralítico… como si todo
consistiera en que nosotros hacemos cosas hacia Dios: alabar a Dios, hacer reverencia (nosotros)
hacia Dios, servir a Dios, hacer cosas por El… pero no es esa la verdadera visión cristiana ni es
esa la intención ignaciana. Eso sería volver otra vez a la idea de un Dios totalmente distinto, de
un Dios lejano. La verdad no es esa, sino que el plan de Dios es que vivamos en la íntima
familiaridad con El, que estemos envueltos en los brazos de su amor continuamente. No solo
que tengamos momentos sino que vivamos en sus brazos, vivamos en su corazón, en el corazón
de Dios. Esto corresponde a las expresiones paulinas de Ef 1,4 que ‘hemos sido elegidos en
Cristo para que vivamos en su presencia en la caridad’. En su presencia siempre. Esta idea de
‘en su presencia’, del ejercicio de la presencia de Dios, acto de presencia antes de la oración,
hemos de entenderla en todo su realismo.
Hablamos de una presencia de Dios en la creación, presencia de Dios en las criaturas, El está
presente en todas partes… pero la presencia de Dios a la que somos llamados no es esa, porque
Dios está presente en toda las cosas pero no basta que Dios esté presente en todas las cosas para
que se realice esa presencia vital. Acto de presencia de Dios no es pensar que Dios está presente
sino ejercitar, ser pasible de la presencia de Dios. Es que esa presencia de Dios nos cale dentro.
Presencia en este sentido. Es lo que llama el Evangelio de san Juan ‘poner la morada’ que añade
al termino de presencia el de intimidad. Entonces Dios ha puesto su presencia en nuestro
corazón. ‘Si alguno me ama, mi Padre le amará y yo le amaré, y vendremos a él y haremos
nuestra morada en él’. Y nosotros hemos sido llamados a tener la morada en el Padre porque
toda morada, en la terminología del amor, es mutua. ‘En casa de mi Padre hay muchas moradas,
os voy a preparar un sitio y cuando os lo haya preparado os tomaré conmigo para que donde yo
esté estéis también vosotros’. Y la vida cristiana es ese morar en el Padre, pero ese morar
siempre sin salir nunca; y ese morar el Padre en nosotros y morar Cristo en nosotros. Eso es
presencia y nos ha llamado a vivir en esa presencia.
La presencia en el corazón del hombre no es presencia como está en las criaturas, es presencia
de amor, de relación personal de amor. Y nos ha llamado a esto. ¿Cómo podríamos nosotros
entrar a la presencia de Dios inaccesible? Con nuestras fuerzas ¡nunca! Por eso en la oración se
siente uno incapaz de entrar en la presencia de Dios. Porque se trata de entrada verdadera. Nada
impide que yo piense que Dios está presente, eso lo puedo hacer siempre, pero entrar en la
presencia es distinto. Es ser admitido en la presencia lo cual indica la gratuidad, la iniciativa
divina en ser admitidos a su presencia. Y en este ser admitidos Cristo es el camino ‘cuando yo
vaya y os haya preparado un sitio, os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también
vosotros’. Nos ha invitado, pues, el Señor a sus estancias íntimas, para que vivamos nuestra vida
real estando en la presencia del Señor. Estar en la presencia no quiere decir sólo que El nos ve,

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sino que somos admitidos a su intimidad. Estar en la presencia quiere decir dejarse calar por el
amor envolvente de Dios. Y estamos llamados a vivir en esa presencia. De tal manera que todo
nuestro actuar sea reflejo de esa presencia del Señor.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Cristo es el camino, el que nos
introduce a esa intimidad. La presencia interpersonal, que es vivir en la presencia del Señor, se
comunica mientras nosotros nos movemos ante su mirada, ante su amor. Va penetrándonos y
envolviéndonos en su amor. No se puede estar en la presencia sin sentir esa presencia de una
manera verdadera, sin que esa presencia cale. Eso es lo que Dios quiere. Que estemos
penetrados de su amor continuamente. La presencia interpersonal implica estar abierto,
dejándose penetrar. Es una continua revelación. Estar llamado a vivir en la presencia es estar
llamado a acoger continuamente una revelación de sí mismo de Dios a nosotros, que en la
presencia se revela, se comunica. Eso es lo que llamamos conversación intima, filial con Dios.
La revelación en Cristo no es simplemente contarnos que existe algo determinado en Dios. La
revelación siempre es revelación de la intimidad de su amor. Por lo tanto estamos llamados y el
Señor quiere revelársenos. No quiere decir que añade verdades que ya están reveladas en Cristo,
pero no es simplemente que El dijo esas palabras y nosotros vamos únicamente a conocerlas,
sino que en esas palabras el mismo Dios se nos revela amorosamente. Es lo que llamara san
Ignacio tan frecuentemente ‘conocimiento amoroso’. Lo que llama san Juan de la Cruz ‘noticia
amorosa’. Es que se revela, se da y se da…
Nosotros conocemos a Dios no sólo con un conocimiento abstractivo a través de todas las
criaturas que nos llevan a conocer y saber que hay un creador, que es infinito, que tiene que
estar presente en ellas; si no que El nos penetra y en ese penetrarnos lo conocemos, y lo
conocemos con lo que llamamos ‘luz de fe’. La luz de fe no es una simple abstracción sino que
tiene una cierta inmediatez. Cuando Dios se revela se comunica también. Es algo que también
nos pasa con otras cosas. Por ejemplo, si nosotros tenemos unos rayos X nosotros vemos la
realidad desde el interior de las cosas, pero no porque yo no tenga esos rayos X no sea verdad lo
que yo veo, veo lo que existe. Pero no basta que eso exista para que yo vea, necesito las dos
cosas: que exista y que yo tenga esos rayos para penétralo. Pues bien, Dios me introduce en la
realidad sobrenatural, divina, gracias a que El mismo se me revela y comunica. El mismo
interiormente, con la luz de la fe, me introduce. De tal forma que podemos decir, de verdad, que
es introducirnos al trato amigable con Dios y Dios nos introduce a su amor, a su intimidad de
amor. Esto es lo que llamamos también ‘conocimiento interno’ que no es simplemente
conocimiento de las cosas interiores de otro (que puedo yo conocer por otros capítulos) sino
conocimiento que nos introduce en el otro. Y no nos introduce si El mismo no se nos manifiesta,
no se nos revela… El mismo nos abre el camino. Conocimiento que viene del hecho que El
vitalmente se ha introducido en nosotros.
Esta es la vida a la cual nosotros hemos sido llamados. Vida realmente maravillosa, vida de fe,
vida en la presencia del Señor y esto gracias a una llamada del Señor. Si en el plan divino, el
Señor, de tal manera quiere, entablando ese contacto con nosotros, realizar en nosotros sus
planes, que los haga sacramento de su presencia. Es decir, que nosotros sirvamos, en cierta
manera, de vehículo para que Dios se acerque a los demás. Y ese sacramento de la presencia en
el corazón se hace precisamente por la manifestación del corazón. Es decir, que en el amor
humano -que es la manifestación del corazón- se perciben unas irisaciones del amor divino que
lo informa. Y de esta manera el cristiano se convierte en sacramento de la presencia de Dios.
Esta es la vida, pues, a la cual nosotros hemos sido llamados.

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La palabra que recuerda en la carta a los romanos 8,30 ‘a los que predestinó a estos los llamó’,
la llamada. En el Nuevo Testamento, la vida en la presencia de Dios se pone en relación con la
llamada, con la vocación ‘nos llamó’. Nos quiso llamar… es la gratuidad. El llamar no es
simplemente dar una voz sino es una voz en la cual el que llama invita a penetrar en El. Y por lo
tanto, ya en sí lleva un contenido de revelación. Toda llamada tiene algo de revelación, cuando
llama el Señor. Y la vida cristiana es una verdadera creación nueva porque esta vida es una
creación nueva. El vivir así es una creación porque eso es obra de Dios, no obra nuestra. Por eso
tenemos que tener la conciencia clara de que en esta conversación hemos de introducirnos en el
campo de Dios. Y que vivir la vida cristiana es vivir en el campo de Dios.
Entonces el mismo san Pablo en 2Cor4,6 dice ‘aquel Dios que había mandado ‘la luz brille en
las tinieblas’ la hizo resplandecer en nuestros corazones’. El mismo hizo brillar esa luz. Esa luz
que es reflejo de Él que es la luz, ‘vosotros sois luz del mundo’. Y la luz es Cristo ‘yo soy la luz
del mundo’. Y de una manera más delicada lo explica también san Juan cuando en sus primeros
capítulos marca siete días en correspondencia con los siete días de la creación, queriendo
veladamente significar que se trata de una nueva creación. Y recorriendo el capitulo primero de
san Juan se va viendo como indica al día siguiente… al día siguiente…. Y así cuatro días. Y
luego dice ‘después de tres días’: los siete días de la creación. Al séptimo día habla de las bodas
de Caná, del signo de la redención. Es pues como una creación, muy discreta, pero una
verdadera creación.
Y ¿en qué consiste esa creación? En la llamada de Cristo. Ella es la que nos crea y la que nos
coloca en este horizonte, que sin suprimir estas realidades, las envuelve y nos pone en otro
nivel. A lo que el Señor nos llama es a que vivamos todo esto pero en otra clave, en otro
horizonte. Y entonces cambia el sentido de las cosas; y las cosas no se quedan ya en una especie
de prisión que nos encarcela sino que comprendemos que vivimos en una presencia del infinito
amor, y que todas las cosas son transparencia de ese amor. Ahí es donde tenemos que vivir. No
arrancándonos de la realidad del mundo sino iluminando esa realidad, viviéndola con esta
actitud interior.
Así tenemos que vivir la vida de fe. El conocimiento de Dios y de la realidades divinas empeña
no solo la inteligencia sino todas las potencias del hombre. La Palabra de Dios se dirige al
hombre en su totalidad, en su integridad. Y esa Palabra es eficaz. Nos hace conocer a Dios en
cuanto nos asimila a El y nos transforma en El. Esto es inseparable. El conocer a Dios consiste
en que El entra en nosotros, nos da ese conocimiento amoroso. Yo no puedo conocer
amorosamente si El primero no se me ha abierto, y el abrirse quiere decir que El se ha
introducido dentro y me ha invitado a acogerle. Yo entonces, simplemente me abro a esa luz del
Señor. Ese conocimiento, pues, es un conocimiento espiritual. Lo vemos expresado desde muy
antiguo, desde los Padres de la Iglesia en la Doctrina de los sentidos espirituales.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | La fe es el ‘órgano’ mediante el cual
el hombre entero entra en relación con la realidad Dios y la realidad de este mundo divino u
horizonte divino. La fe tiene sus ojos, la vida de fe. No es que para creer tengamos que tener
unos ojos especiales, sino que el hombre introducido en esta vida divina tiene sus propios ojos
de fe para ver a Dios.
Nosotros en el orden espiritual podemos hablar de un cierto ver a Dios, no verlo con los ojos
corporales porque Dios no es visible con los ojos corporales pero hay algo análogo, más
profundo (como cuando decimos: ‘yo veo muy claro esto’ o ‘he visto que esa persona tenia tal

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intención’… ver qué hay dentro de nosotros) pues hay un ver espiritual para ver a Dios, hay
unos oídos para escuchar su Palabra. Hay unos oídos por los cuales solemos decir que hemos
oído lo que el Señor nos habla. No son los oídos corporales. Hay un tacto que tampoco son las
manos del cuerpo.
Al hablar del conocimiento de Dios hay que recurrir a esta doctrina de los sentidos espirituales
que garantizan su carácter vital y experimental. Vivir la vida de aquí abajo quiere decir entrar en
relación a través de los sentidos con el mundo. Cuando decimos que yo vivo esta vida lo
decimos porque entramos en relación con este mundo a través de los sentidos, y me quedo en
ese nivel de los sentidos. Vivir la vida del cielo, vivir la vida celeste, ser familiar de Dios
significa que, por la acción de Dios que nos ha invitado y llamado, hemos sido introducidos a
entrar en relación con Dios a través de una experiencia de los sentidos espirituales. Y ya desde
el principio, desde el momento de creer, hay una cierta inmediatez con el Señor que luego va
creciendo a través de toda la ascesis a lo largo de la vida. Y así llega hasta los momentos
cumbres con iluminaciones propias que el Señor se digna a conceder a sus almas predilectas.
Cuando nosotros, por ejemplo, en algunas frases decimos como en unos versos conocidos de
santa Teresa ‘vea quien quisiere rosas y jazmines, que si yo te viere veré mil jardines’. Esto lo
puede decir incluso un enamorado humano. Y es verdad que el disfrute del amado supera la
satisfacción de los sentidos corporales. El disfrutar de ese amor es más que si viera mil jardines.
Produce una satisfacción más honda, es otro sentido interior que ve, que gusta, que toca. Pues
bien, este es el mundo en el cual nosotros hemos sido introducidos a esta vida. Y esta vida
nosotros la vivimos con los sentidos espirituales y con un sentimiento espiritual también,
profundo, que suele llamarse devoción en sentido teológico-espiritual. No esa devoción sensible
de un momento de oración sino es esa especie de unción interior, que es esa presencia del Señor,
porque ungiendo ilumina desde dentro y es el vivir en esa unción del Señor.
Un autor llamado Molina en el Comentario a la primera parte de santo Tomás dice que: “esta
devoción, en sentido teológico, si es auténtica y verdadera, es como una iluminación del rostro
divino sobre sus siervos, la cual el profeta real en el salmo 30 pedía con estas palabras ‘ilumina
tu rostro sobre tu siervo’. Pero en esa devoción Dios se siente presente (esta es la presencia del
Señor) para proteger y para ayudar. Uno nota esa presencia protectora y auxiliadora por esa
unción interior que está calándole dentro, vive en la presencia del Señor y da testimonio a
nuestro espíritu que nos ama y que somos sus hijos. Interiormente, nos hace sentirnos amados,
sentirnos hijos. Es el Espíritu el que nos unge así. Por ella se abre la puerta para que podamos
hablar a Dios como propicio a nosotros y presente a nosotros con reverencia y con valentía”,
estas son las palabras de Molina que indica esta presencia del Señor. Hay que recordar siempre
estas palabras: “Dios propicio, Dios protector, Dios auxiliador, Dios cercano, Dios amante, nos
ama, somos hijos…”, esto es lo que queda como tono, como algo que cala dentro, porque es el
valor supremo para quién vive en la presencia del Señor. No arrancado de la realidad pero
redimensionando todas las realidades desde esta liberación. Ya la creación no me angustia, no
me estrecha, no me ahoga porque hay un amor que a través de toda ella se transparenta. Vive en
la presencia del Señor.
Otro de los puntos es que todo esto incluye ser llamado a la conversación de todo el orden
espiritual, que es también lógico. No es una ficción ‘extra’ el que hablemos de la vida trinitaria,
no es una ficción nuestra el que hablemos de la Virgen como madre, o hablemos de los santos
como hermanos y auxiliadores nuestros, amigos de Cristo, ni es una ficción nuestra el que
hablemos de los ángeles… pues todas estas realidades son tan reales como nosotros, como yo y

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como tu, y por lo tanto lo que se trata es de vivir en la presencia de Dios que conlleva vivir
también todas las realidades divinas.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | No está reñida la presencia de Dios
con esta presencia de su realidad creada que es la que constituye todo este mundo en el cual
vivimos. Y por eso para nosotros todas estas realidades deben ser tan verdaderas como las que
palpamos con los sentidos. Y por tanto la vida de oración serán momentos de este encuentro
fuerte en determinadas circunstancias y vemos ello en ejemplos de los santos, donde ellos viven
en su vida de oración esta realidad a la cual se abren. Es vivir la verdad, vivir de veras como lo
hace la Iglesia en la Eucaristía, en el momento fuerte, cuando no hace invocar y sentirnos en
comunión con la Virgen, los apóstoles, los mártires, los ángeles y los santos… Esto es vivir en
cristiano, vivir bajo la mirada amorosa y bajo el amor omnipotente y cercano de Dios.
Es en este mundo en el que estamos llamados a la conversación en Cristo. En realidad Jesucristo
resucitado vivo se nos comunica ahora, conversamos con El, nos comunicamos con El. La
lección que nos dan los 40 días después de la resurrección es clara en este sentido. Durante esos
días Jesús glorioso nos quiere dar una especie de introducción a lo que ha de ser la vida cristiana
nuestra y así lo vemos a El, glorioso, que está ya con los apóstoles porque en el momento de las
apariciones no es que entonces se hace presente sino que es entonces cuando se da a sentir de
manera especial. Pero El está presente a ellos siempre. Y cuanto Tomás duda y no acepta el
testimonio de los apóstoles, Jesús lo conoce porque está presente en medio de ellos, aun cuando
no se manifiesta hasta el momento concreto determinado. Pero luego en determinados momento
se da a sentir también incluso prefijados por El: “Id a Galilea y allí me veréis”, y entonces ellos
tienen ese contacto particular, en fe, con Cristo resucitado vivo a través de sus sentidos
corporales porque es una cesión del Señor, una condescendencia, que se les quiere mostrar a sí.
Y así durante 40 días. De esta manera nos hace como una introducción, y así la presenta
también San Lucas en los Hechos de los Apóstoles que antes de empezar a describir la vida que
nosotros ahora vivimos con Cristo describe los 40 días: ‘durante 40 días se les mostró’ como
indicando que esa fue la introducción para luego vivir como nosotros, con nosotros, ahora
Cristo está presente a nosotros de una manera verdadera, no precisamente con la manera
eucarística donde tenemos su presencia designable, que es el cuerpo de Cristo, que es otro tipo
de presencia que nos envuelve pero está presente a nosotros Cristo siempre. Y en determinados
momentos se nos comunica, no a través de los sentidos exteriores sino a través de los sentidos
interiores.
Por eso para nosotros tiene que ser una evidencia no sólo racional por la fe (en el sentido de
afirmación) sino que vivamos esta presencia verdadera de Jesucristo, esta presencia verdadera
del Corazón de Cristo. Por esa expresión que utilizamos ‘Jesucristo haría hoy…’ es sospechosa.
Sospechosa, en primer lugar, porque cada uno dice que Jesucristo haría lo que él piensa, Y
segundo, es sospechosa porque parece que Jesucristo ahora no tiene nada que decir, que dijo ya
todo lo que tenía que decir, mientras que la verdad es que Jesucristo ahora quiere de nosotros
sus proyectos. Lo que Jesucristo quiere que yo haga ahora, eso es lo que tengo que buscar en
esta vida, vivir así en la presencia del Señor.
Este mundo, pues, en el que estamos llamados a vivir así, dando gracias a Dios porque nos hace
servirle en su presencia, porque El nos ha llamado a esta intimidad, y nos ha adentrado en el
palacio divino, en las moradas divinas. Ésta, no puede ser menos que una vida experimental.
Ahí está precisamente esa vida nueva y en eso consiste la vida nueva. Consiste en ese contacto
con Cristo que se realiza precisamente en el resguardo de las miradas del mundo como dice el

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Señor, el mundo no ve al Espíritu ni le puede ver. En un vivir que se identifica con esa devoción
infusa espiritualmente experimental. Hay una experimentación a través de los sentidos y hay
otra experiencia íntima, profunda, espiritualmente experimental. Se identifica con la
familiaridad divina, custodiada en la paz que supera todos los sentidos y que se manifiesta en un
cierto modo en nosotros visible, histórico, en esa sociabilidad luminosa que distingue y
caracteriza al cristiano lleno de Dios. Ese es el verdadero triunfo de Cristo.
Evidentemente se trata de algo que es experimental. Si nos decía Molina en la frase anterior ‘se
siente a Dios cercano, protector, auxiliador…’ se trata, por lo tanto, de una verdadera
experiencia pero muy lejos de esas experiencias que a veces se anhelan, propias de muchos de
hoy y buscadas en escuelas de oración que son experiencias emotivas, conmovedoras,
espeluznantes. No es ese tipo de experiencia. La espiritual le puede acompañar una emotividad
pero ese no es el punto fuerte sino es esa experiencia honda, y además muy diversa. No solo
experimentamos la cumbre de la unión con Dios, sino que se experimenta la presencia de
muchas maneras por ejemplo, yo puedo sentir y experimentar que Dios me mueve hacia su
abrazo íntimo, que no lo tengo todavía, pero siento que El me mueve a ello y que interiormente
me impulsa y me llama. Es un sentir, un experimentar que no solo es el abrazo íntimo sino que
estamos hablando de elementos diversos dentro del ámbito de la experiencia espiritual que
tenemos que ir conociendo para realizar plenamente esta vida a la cual el Señor nos ha llamado.
Supuesta esta vida, la oración es un momento fuerte de la comunicación con Dios. Dentro de
una vida vivida así hay momentos en los cuales uno deja todo lo demás para ocuparse en esa
presencia de Dios. Y a esto llamamos oración, en sus formas más diversas. Pero en el fondo es
dejarlo todo para ocupar la persona entera solo en ese trato de la presencia amorosa de Dios, que
según la invitación que el Señor nos haga, tendrá unas formas u otras, dentro de la cual habrá
una actividad nuestra, que podemos nosotros desarrollar movidos por la gracia escondida que en
nosotros actúa y que podrá tener formas diversas. Eso es ya lo que nos ocupará cuando
hablemos de la oración formal. Es el momento fuerte de la comunicación con Dios.
Es ese momento fuerte dónde se encuentra a Dios con la oración, como lo define la beata
Angela de Follino: oración es donde se encuentra a Dios. Quiere decir donde uno se dedica solo
a encontrar a Dios y dónde de hecho se encuentra con Dios, porque esa cercanía de Dios se
presenta a nosotros de formas diversas, parece que a veces se aleja y otras se acerca en lo que es
su repercusión en nosotros, y en esa dedicación total, en el momento de la oración, nos
ocupamos sólo de esa presencia del Señor para ver si lo conseguimos encontrar. Encontrar si El
nos descubre su rostro. Dios pues, conversa con el hombre a lo largo de toda su vida. Nos ha
llamado esta conversación, a esa comunicación y revelación, y muy particularmente se puede
decir que en el momento fuerte de la oración.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | ¿Cómo habla Dios al hombre? Aquí
entramos en el misterio de la Palabra de Dios, y de la palabra en general. Es un misterio
maravilloso. San Ignacio, en una de sus cartas a Sor Teresa Relladel, a la que había conocido en
sus tiempos de Manresa y Barcelona, y luego estando ella en París también la escribió alguna
carta espiritual, le habla –para iluminarla un poco– de dos lecciones que el Señor acostumbra a
dar o permitir, la una da y la otra permite.
La que da es consolación interior ‘que echa toda turbación, trae a todo amor del Señor, y a
quienes ilumina en tal consolación, es a quienes descubre muchos secretos y más adelanta’. La
otra elección es la desolación que permite. Y luego añade más adelante ‘ahora resta hablar lo

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que sentimos leyendo de Dios Nuestro Señor’. Esto es, lo que sentimos (consolación o
desolación) ¿como lo hemos de entender? ‘Y entendido sabernos aprovechar’.
Acaece que muchas veces el Señor nuestro mueve y fuerza nuestra ánima a una operación u a
otra abriendo nuestra ánima. Mueve y fuerza abriendo nunca estrechando. Abriendo quiere decir
siempre receptividad, comunicándose El, dilatando y ensanchado el corazón. Es a saber
hablando dentro de ella sin ruido alguno de voces. ¿Cómo? Alzando toda a su divino Amor.
Ensanchándola, elevándola, poniéndola más en su presencia. Y nosotros a su sentido, aunque
quisiésemos, no podemos resistir, no podemos menos de saber lo que nos quiere decir. Esto es
un hablar.
No es pues una excepción cuando el Señor en ciertos hechos maravillosos, por ejemplo
Lourdes, Fátima… habla a unas criaturas suyas. Puede ser extraordinario el camino por el que
habla pero el hecho de que hable es normal, porque el Señor normalmente habla. Lo que pasa es
que hay que escuchar y tener los oídos abiertos. Recuerdo el caso de aquella religiosa que tenía
una niña en la escuela de unos 6 o 7 años que solía decir con mucho aplomo ‘a mi Jesús me dice
en el corazón que no debo ser envidiosa…’, ‘a mi Jesús me dice (tal cosa…)’ exponiendo unos
principios realmente buenos. Y un día la religiosa, cansada ya, le dijo ‘mira niña le vas a decir a
Jesús que también a mi me hable, que no me habla nunca’ y dice que la niña la miró con unos
ojazos, y le dice ‘pero madre, si Jesús habla siempre, será que usted no le oye’. Y me dijo la
religiosa: ‘fuel la mayor lección de mi vida’. Pues bien, hay una palabra del Señor, hay una
palabra que nos habla.
Ya hemos insistido anteriormente en que debemos vivir en la presencia de Dios y que este es el
elemento de la economía nueva, del Nuevo Testamento y hemos tratado de matizar lo que lleva
consigo ese vivir en la presencia. Pues en la base de ese vivir en la presencia, está la vocación,
la llamada. No podríamos entrar en el nivel de presencia si gratuitamente el Señor no nos
introdujera llamándonos. Es claro pues, que antes de vivir en la presencia puede darse una
oración en sentido, sobre todo, de petición. Utilizando imágenes humanas que siempre nos
ayudan e iluminan, diríamos que hay un cierto recurso a Dios que podría asemejarse a lo que
sucede a quien vive en las cercanías, por ejemplo, del Vaticano. Y de vez en cuando se
encuentra con el Papa que sale a la ventana o baja a la Basílica de San Pedro y dialoga con él, en
cierta manera, para volver enseguida a la vida desenvuelta bajo las construcciones del Vaticano,
en las calles y en la vida normal de aquellos barrios que rodean el Vaticano. En este caso
tendríamos una llamada a un coloquio, pero una llamada que saca de un nivel de vida
momentáneamente estableciendo ese contacto dialogal. Momentáneamente se pone en la
presencia, por lo demás está bajo una mirada superior o podemos decir, bajo la protección, pero
no está viviendo en la intimidad.
Esta primera oración que podríamos llamar y que tiene un carácter indudablemente de más
transitoriedad y brevedad, presupone que el Papa se asome a la ventana; presupone esa
iniciativa de Dios. Que el Papa baje a la Basílica y admita a ese diálogo. En este sentido también
aquí se presupone una llamada, una vocación. Es una palabra del Señor, de llamada, de
revelación, que está en la base de esa oración.
Pero cuando hay una llamada que nos invita a vivir en el interior del Palacio Vaticano, a vivir
habitualmente sirviéndole en su presencia, y dentro de esta habitual manera de moverse en su
presencia hay momentos de una audiencia personal más intima, más comunicativa. De este

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aspecto es la oración cristiana en el sentido pleno. Es la oración del que vive en la presencia del
Padre, en Cristo, por el don y actuación del Espíritu Santo.
Y si aquella primera forma, decíamos, presupone una llamada, con mucha más razón esta
segunda forma que es llamada a la vivencia habitual y continuada en la intimidad de la
presencia de Dios. Si bien, hay una llamada a intimidades diversas que es lo que señala grados
sucesivos. En el capítulo 14 de san Juan dice Jesús ‘en casa de mi Padre hay muchas moradas’
esto es, hay muchos niveles de presencia, niveles de intimidad.
Esa palabra de llamada a la intimidad estable y círculos más íntimos nos coloca en una situación
de conversación habitual donde nosotros vivimos. La vida no es una simple unión física si no
que es conversación, comunicación permanente. Hay pues en ese estado, en esa vida, una unión
y una conversación correspondiente a esa unión. Hay una admisión a nivel de presencia y una
conversación correspondiente a ese nivel de presencia, diríamos pues, una unión y una
comunicación de esa unión que a veces, en los escritos de san Juan, se designa con el nombre de
comunión. Unión y comunicación de unión.
Para esto se nos da el Espíritu Santo, para que estando en nosotros, dentro de nosotros, haga
viva, interiorice en nosotros la Palabra de Dios.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Vamos a entrar en el misterio de esta
Palabra de Dios ya que en la meditación es la ocupación principal. La Palabra de Dios, digamos
ya de entrada, no hay que entender lo escrito materialmente. Cuando decimos que Dios está
presente en su Palabra o Cristo está presente en su Palabra, no hemos de entender que está
presente en el libro, en la palabra escrita. Esto es un signo. No se trata de la palabra
materialmente considerada así escrita ni su sentido sólo conceptual (porque la palabra en sí tiene
un sentido), sino que cuando hablamos de la oración la debemos entender como la Palabra
dirigida, pronunciada a cada uno, que toca el corazón. Es lo que los autores espirituales, los
Padres, suelen llamar la ‘Voz del Amado’ refiriéndose a los textos del Cantar de los Cantares.
Es esa voz del que me ama y al que yo amo. Esa palabra mutua, palabra viva, la carta dirigida a
mi y no simplemente lo que está escrito en un papel.
Así entramos en el misterio de la Palabra, de su meditación y contemplación. La Palabra es
puente, es medio de comunicación pero no es el término. El término es el silencio. El grado más
íntimo y profundo del silencio. Y toda experiencia humana está compuesta de palabra y silencio,
es el juego de los dos. Vamos a hacer una reflexión sobre este punto. Primero, en general, sobre
el sentido del silencio, y por otro la Palabra que lleva al silencio.
Cuando en la vida de oración se habla del valor del silencio hay que caer en la cuenta de que
hay muchos tipos de silencios, y no todos los silencios son valiosos. Hay un silencio que es
puramente físico, un simple callarse, y no tiene especial valor como tal. El silencio
ascéticamente es siempre un silencio dinámico. Es el silencio del escuchar. Toda persona para
escuchar hace silencio. Es el gesto del que habiendo creído escuchar algo, forma silencio
alrededor y manda a los demás que callen ‘creo que he oído algo’. Y entonces crea el silencio
dinámico que crea el silencio de escucha. Esta es la postura ascética, inicial: el silencio de
escucha. Es el silencio que se pide, por ejemplo, al ejercitante que quiere hacer ejercicios
espirituales. Lo que se le pide no es solo una simple disciplina exterior ni es un respeto a los
demás solamente (aunque tanto vale), sino es la postura dinámica del que escucha formando
silencio para captar mejor la palabra que se le dirige.

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Pero hay luego otros silencios. Un reciente autor alemán recogía estas cuatro clases de silencio
que iba valorizando: el silencio del pavor nocturno, cuando en medio de la noche, en la selva,
hay silencio, es un silencio que sobrecoge, que produce un sentido de pavor. Este no es el gran
silencio valioso del que vamos a hablar en conexión de la Palabra. Otro es el silencio de la
acedia y la sequedad interior, que también forma dentro del alma un silencio, una sequedad
que no se le ocurre nada, no tiene ningún pensamiento, es todo árido. Tampoco este tiene en sí
un especial valor. Pero hay un silencio de respeto y reverencia, silencio que impone la
presencia de alguien que respetamos y que impone un silencio. Este ya tiene una referencia
hacia un tu, y ya no es sólo la atención de escucha de algo, es el silencio respetuoso ante alguien
que nosotros particularmente estimamos. Aquí ya entramos en el silencio de la oración. Y
finalmente está el silencio místico del encuentro.
Estos silencios están siempre entrelazados con las palabras. Fijémonos en este detalle: lo más
importante en el trato entre dos personas que se aman no es la palabra, es el silencio. Mientras
que estas personas hablan no han llegado a la comunicación total de sí mismas. Cuando lleguen
a un encuentro total, callarán. Será el silencio del encuentro. Y en el orden espiritual el silencio
del encuentro místico, del encuentro con Dios. Cuando éste se crea es un silencio totalmente
distinto.
El silencio, por lo tanto, es ambivalente. En el silencio se da la palabra honda, profunda, porque
se da la comunicación total. Si en los otros silencios se da la palabra, en el místico se da la
palabra honda. La palabra entonces viene a ser como un puente que se lanza y que hay que
pasarlo y no quedarse en el, si no, no cumple con su misión. La palabra nuestra tiene que
terminar en el silencio, tiene que llegar a la fusión total, sobre todo cuando se habla de la
palabra dirigida, de la palabra de amor. Experiencia pues compuesta de palabra y silencio. En
toda palabra hay algo de silencio si es verdadera palabra de amor, y generalmente va
decreciendo en lugar del silencio, la palabra va mitigándose. Quizás podría aplicarse a esto algo
de lo que agudamente decía san Agustín refiriéndose a san Juan Bautista y al Señor ‘san Juan
Bautista era la voz, Jesús era la Palabra. La voz tenía que disminuir, la Palabra tenía que crecer
(entendiendo por Palabra el sentido de lo que está bajo la voz). La voz es comunicadora del
contenido de la Palabra’.
Ahora bien, esa relación humana que se realiza en ese juego palabra-silencio es imagen de la
Palabra silenciosa de Dios. Se puede encontrar el silencio en la Palabra como sentido último de
lo que Dios nos da. Dice san Juan de la Cruz ‘una Palabra dijo Dios y la dijo en silencio, y en
ella lo dijo todo’.
Vamos a fijarnos en esta Palabra de Dios, analizando un poco este contenido de la Palabra, ese
misterio de la Palabra. Palabra que hemos de meditar, por la que debemos entrar porque la
Palabra se nos abre y nos invita a entrar.
Palabra de Dios no es el mero sonido material o de letras escritas, y cuando esa Palabra no
cumple su misión en nosotros puede darse incluso el peligro de una cierta idolatría de la palabra
material. Se da la idolatría cuando en lugar de sentir la Palabra como dirigida a mí, como
contenido que es la persona que se da, me detengo en la materialidad del sonido y en el análisis
de lo que es esa materialidad. Entonces se convierte en una idolatría de la palabra. Esto,
indudablemente, puede darse, y no es oración. La oración es el contacto con la Palabra dirigida
de Dios, con la Palabra viva de Dios para lo cual necesitamos la acción continua del Espíritu
Santo.

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Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Puede darse ese ‘detenerse en la
palabra’ que nos acontece, a veces, cuando estudiando el Evangelio mismo nos detenemos más
en la palabra, en el análisis de la materialidad de los hechos, comparación entre ellos, etc. con
una mera visión razonable, meramente humana, sin salir de eso que es conducto de una
comunicación de Dios. Es como si cuando me habla una persona me detuviera en el análisis
gramatical de las frases que me dice y no atendiera al sentido vivo de lo que en esa expresión y
en esa palabra me quiere transmitir de sí mismo.
La palabra es un signo. Es importante saber cómo nos habla Dios a través de signos y cómo nos
habla Dios a través de las palabras. Dios no nos habla, normalmente, a través de los oídos
materiales. No nos habla de manera milagrosa actuando directamente en nuestro interior sin más
porque El quiere de manera milagrosa transformarnos por dentro.
Meditemos un poco sobre qué es esa palabra. La palabra es un compuesto de voz y de sentido.
Vamos a intentar exponerlo a través de imágenes que nos puedan iluminar con la gracia del
Señor a fin de comprender como en la oración tenemos que ir hasta al fondo, a la palabra plena,
sustancial. Pues bien, la voz es como el sobre en el que va la palabra. La cual palabra contiene
algo del que habla. Cuando yo en una conferencia me dirijo a un público estoy utilizando mi
voz. Esa voz mía lleva dentro mi palabra y esa palabra está expresando algo de mí mismo. Yo
me doy a través de esa palabra, me estoy dando. El que habla envuelve eso suyo en la voz, en la
palabra, y lo envía. Yo quiero decir algo y transmitir algo mío. Entonces yo hago este trabajo:
eso mío lo envuelvo en la voz, en la palabra sensible y lo doy. Entonces el que escucha acoge
esa palabra envuelta en la voz, asimila lo que lleva y echa la envoltura a la papelera. Lo mismo
que hacemos con una carta que llega. La envoltura pasa, la voz ha pasado. La voz tiene que
cesar, la palabra tiene que crecer.
Hay, pues ya, dos tipos palabras. Una palabra que vendría a ser a modo de información o tipo
objetivo, como yo puedo transmitir la situación de una ciudad en la geografía universal, donde
yo transmito porque tengo ese conocimiento. Lo llamaríamos palabra de información o de
instrucción simple. Y hay otra palabra que llamo de revelación mía, de declaración de amor de
mi parte. Otra palabra muy distinta de la primera. Esta íntima tiene como sentido la persona
misma que se da, el don mismo de la persona. Esto lo podemos referir incluso a la palabra
escrita. Yo puedo servirme de la voz, del signo de esa voz, que es la palabra escrita, y entonces
la palabra escrita puede ser de nuevo de información y puede ser también de revelación de
amor. Cumplida su misión también esta es echada a la papelera. Ha cumplido su misión. No
sólo se echa el sobre que contiene esa carta sino que se puede echar el texto mismo, el cual es
como un sobre más sutil que cumplida la misión se desecha. Ya no lo necesito, se ha hecho la
transmisión y ya no lo necesito. Pero muchas veces se conserva, las personas conservamos las
cartas que hemos recibido. Esas cartas fueron palabra viva en el momento en que se escribieron.
Ahora ya no lo son. La palabra está ahí como recuerdo, momificado en cierta manera. Hizo su
función, realizó su misión y ahora queda escrita. Queda como recuerdo; recuerdo que suscita
experiencias pasadas incluso como incitador humano de amor porque recordando eso levanta
también en uno sentimientos de amor correspondientes a la experiencia vivida.
Pero fijémonos, cuando el que ha escrito la carta le llama por teléfono ahora y le dice ‘todo lo
que está ahí escrito te lo digo ahora’. Entonces, eso mismo vivifica la letra y le da el sentido de
amor actual y de exigencia actual. Esto es lo que hace el Espíritu Santo con la palabra escrita,
con la palabra que nosotros rumiamos. Es esa vivificación interior por la cual Dios dice ‘todo
eso escrito te lo digo ahora’ y Cristo por su Espíritu nos habla a través de eso que está escrito, a

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través de esa Palabra de Dios que se pronunció históricamente, en un momento histórico
concreto. Y ahora es Cristo resucitado vivo que actúa en nosotros a través de ese escrito, a
través de esa palabra suya histórica; pronunciada en el momento histórico concreto vivificada en
el Espíritu Santo.
Aquí estamos en lo que es la trama del trato con Dios. La oración, la meditación es pura vida.
Dios puede hablar íntimamente sin sonido de las palabras produciendo interiormente esa
comunicación que suele venir a través de las palabras; porque lo importante en esa
comunicación no es el sonido sino el transmitir eso que ha llegado a través del sonido. Si Dios
hace que lo que El quiere comunicar sin sonido se ponga en nosotros, en definitiva, ha hecho lo
mismo que la palabra, ha saltado eso. Lo podría hacer pero esto no es normal en la condición
humana. Dios ha hecho al hombre como es y Dios respeta lo que El ha hecho, y Dios actúa
sobre el hombre no de manera milagrosa sino según la naturaleza del mismo hombre.
No es normal, por lo tanto, esa actuación y comunicación sin sonido de palabras ninguno al
menos en un primer estadio. No es normal si primero no se ha iniciado el contacto con Dios a
través de los sentidos humanos incluso con la acción del Espíritu Santo. Y, de hecho, es la
manera que suele utilizar el Señor: a través de los sentidos, por la palabra sensible que llega a
nosotros sensiblemente por la predicación evangélica, por las lecturas, por el conocimiento
humano de los misterios de Cristo. Evidentemente con una asistencia del Señor pues El asiste a
esa acción de estos elementos humanos. El Espíritu Santo ilumina pero no es pura iluminación
sino que es asistencia a estos elementos que vienen a nosotros a través de los sentidos humanos.
Así podríamos ver cómo en san Juan, como lo ha notado exhaustivamente el P. de la Potterie,
suele distinguir el Señor dos pasos: ‘si creyerais en mi entonces conoceréis que soy yo’ es una
expresión bien sorprendente. Primero habla ‘si creyerais en mi’ luego ‘conoceréis quien soy yo’.
Pero es que para creer en El ¿no tengo que conocer quién es? Y es que el sentido de san Juan en
esta expresión indica un profundizar en el misterio de Cristo. Una cosa es la fe inicial y otra
cosa es el conocimiento del misterio de Cristo con una profundidad interior progresiva. Hay un
primer paso y luego viene la acción del Espíritu Santo que nos enseña, nos introduce, en la
verdad integral. Y entonces es cuando va llegando el alma al conocimiento del tipo, podríamos
decir, de experiencia interior, de quien es Cristo el Hijo de Dios, de su relación con el Padre, de
su relación con los hombres… Esos dos elementos que san Juan de la Cruz indica como puntos
cumbres de la comunicación de Dios que ilumina al alma sobre la relación de Cristo con el
Padre y de Cristo con los hombres.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Establecida la familiaridad con Dios se
puede hacer normal que Dios se comunique por comunicaciones inmediatas, más interiores, en la
efusión de su amor por la acción del Espíritu Santo. Hago referencia a estas comunicaciones más
inmediatas porque realmente hay signos exteriores, y hay otras manifestaciones más o menos
inmediatas de esa donación de la persona como son, en el orden humano: los signos del amor, un
apretón de manos, un abrazo… evidentemente que el mismo abrazo exterior es expresión, es signo
transmisor, de una efusión interior, pero es signo más inmediato, más inmediatamente. Así hablarán
los santos, entre ellos san Ignacio, de cómo Dios en su consolación interior abraza al alma. Y esto es
esa experiencia.
Esa palabra pues que Dios nos dirige a nosotros, sirviéndose y a través de nuestros sentidos, no es
pura palabra formada milagrosamente por Dios. Sino que así como en el orden humano nos podemos
servir de hechos naturales para darles el sentido de expresión personal ayudando con palabras

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exteriores a transignificarlas, como puede hacer con el ofrecimiento de un ramo de flores, o como
puedo hacer con un signo de la naturaleza, por el cual yo le hago sentir lo que yo quiero por la
comunicación del conocimiento de esa realidad natural del agua que corre, por ejemplo, y le puedo
hablar de como mi afecto corre. Pues de una manera parecida el Señor lo hace así muchas veces,
sirviéndose de las realidades naturales y humanas. Por ejemplo, santa Teresa cuenta en su vida que
en una ocasión cuando ella estaba demasiado impedida por ciertos afectos humanos, tuvo lo que ella
llama una visión de un animal que le producía asco, y que ella vio en el locutorio donde estaba
conversando con aquellas amistades que tenía. Y ella pondera que no sabía cómo podía haber
entrado aquel animal en aquel sitio. Pero, no es esto quizás lo que hay que buscar como si fuera
sobrenatural, la presencia o la visión de aquel animal, sino que Dios puede actuar perfectamente
dando a sentir a través de esa realidad creada, normal por otra parte, el sentido interior que quiere
comunicar a la persona. A ella le hizo sentir la asquerosidad de su situación, cómo ella estaba siendo
esclava de unas tendencias que eran impedimento, suciedad, y eso lo sintió vivamente.
La palabra de Dios está en este hacer sentir; ahí, es donde Dios habla a través de esa realidad muchas
veces perfectamente normal y comprensible, pero le da luz, le da como el sentido, la transignifica en
cierta manera. Lo mismo sucede con palabras, con la vida de los hombres, con las exigencias y las
circunstancias de las personas que nos rodean. Es el arte que el Espíritu Santo comunica de descubrir
y captar lo que el Señor nos habla a través de todo ello. Y realmente cuando un hombre está atento al
Señor, es fiel a la luz interior del Espíritu, capta por todas partes la palabra que Dios le dirige a
través de las circunstancias, a través de las personas. Normalmente esto supone una fidelidad
interior. De hecho, la misma realidad creada, toda ella, es expresión de un amor inefable de Dios a
nosotros. Es palabra de Dios para nosotros, y es palabra de amor. Cuando un san Ignacio con el
bastón golpeaba la florecilla y le decía, “calla, calla que ya te entiendo”, es que realmente a través de
aquella palabra escuchaba la voz de Dios, el amor de Dios. Y eso será lo que el mismo san Ignacio
llamará contemplación para alcanzar amor, para reconocer los beneficios de Dios, para reconocer
con que amor nos acorrala a través de toda la creación. Esto no es imaginación, es realidad. Pero yo
no puedo entender esta realidad hasta que por Cristo no he llegado por la fe al conocimiento del
amor infinito de Dios para conmigo. Que luego entiendo que es el mismo Dios que ha creado todo
esto para mí, y que por lo tanto, en todo esto me ama con el mismo amor con que ha dado su vida
por mí. Porque esa es la realidad del amor de Dios a mí. Y esto es lo que da una luz interior que si
uno es fiel a ella, entonces va viendo la transparencia, como a través de todas las cosas Dios le está
hablando, la palabra de Dios.
Lo mismo que se sirve de la palabra de un predicador, de un conferenciante, que es una palabra que
en sí misma no producirá esos efectos. Pero el Señor asiste a esa palabra haciendo que produzca
dentro de la persona, a la cual Él ilumina, una impresión, un caer en la cuenta que es obra del
Espíritu en él. Que no es efecto simple de la materialidad de esa mi comunicación en un orden solo
humano. Pues lo mismo que se sirve de la palabra del predicador, lo mismo que se sirve de la
proclamación del magisterio de la Iglesia, lo mismo que se sirve de un libro, se sirve incluso del
pensamiento del hombre que rumia su Palabra y en ese rumiar, la Palabra le asiste. En ese rumiar la
Palabra, le ilumina a veces con una luz superior y le hace caer en la cuenta del amor con que se le
revela en eso mismo que está rumiando. Y esto va a ser la dedicación, a este rumiar esa Palabra de
Dios, lo que llamaremos meditación de la Palabra de Dios. Es rumiar en espíritu de fe la Palabra de
Dios, para que el corazón se vaya llenando de ella, transformando.
Tengamos pues esto claro. El plan divino por el cual Dios quiere transformarnos, quiere
divinizarnos, al cual se ordena la Redención, se ordena todo el proyecto divino de la Iglesia. Todo.

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Al fin y al cabo ¿para qué está la Iglesia en el mundo? Para que los hombres tengan vida divina,
lleguen a la intimidad gozosa del Padre en Cristo, en el Espíritu Santo, para eso está. Por eso si
nosotros mismos no lo vivimos, yo no sé que pensamos transmitir a los demás. Si al fin y al cabo les
queremos llevar a ésta vida. Pues bien a esto se ordena divinizar. ¿Cómo divinizas? Pues haciendo
amable a Dios, presentando a Dios amable. Dios se revela Amor, y nosotros debemos revelar ese
mismo amor.
Pero, ¿cómo Dios puede enamorar al hombre? Pues sencillamente le enamora según su propia
naturaleza, la naturaleza del hombre, haciéndose visible en Cristo. Es la maravilla del Misterio de la
Encarnación. Lo dice el Prefacio del día de Navidad: “Para que viendo visiblemente a Dios, seamos
arrebatados al amor del invisible”. Ese es el plan divino, viendo visiblemente a Dios. Cristo es la
Palabra del Padre, El es la Palabra. Cristo encarnado es la Palabra sensible del Padre.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Cuando nosotros vemos a Cristo,
según dice ‘El que me ve a mí, ve al Padre’ y vemos los sentimientos de Cristo que se revelan
en su naturaleza humana, de la persona divina, estamos viendo a Dios que se compadece, a Dios
que llama, a Dios que ama. Y entonces, consiguientemente, esa hermosura de Dios, ese amor de
Dios revelado a nosotros que se nos llega hasta dentro por la acción del Espíritu Santo, nos hace
caer en la cuenta de ese Amor y entonces establecemos nuestra vida en Dios. Somos arrebatados
al amor infinito. Esta misma palabra, arrebatados, indica la fuerza con que nos arranca de
nuestro horizonte humano para colocarnos en éste horizonte divino. Eso que se asemeja como a
una cierta muerte violenta, nos arranca.
Fue arrebatado de la tierra para que la malicia no manchara su corazón. Eso significa la
muerte violenta. Pues bien, de tal manera Cristo nos arrebata nos comunica la belleza del Padre,
nos atrae de tal manera que acontece como una muerte violenta en nosotros. Nos arranca
violentamente para colocarnos en el nivel de la presencia de Dios, y en esa presencia de Dios,
de alimentarnos con la intimidad de ese Dios, en eso ratos de oración en los cuales, rumiando
serenamente, pacíficamente la Palabra de Dios nos vamos transformando de claridad en claridad
en ese Dios que nos ama. Ahí tenemos pues nuestro oficio.
Lo que tenemos, pues, que tener clarísimo es que la vida de Cristo para nosotros no es un
recuerdo del pasado, sino que la contemplación de la vida de Cristo es el camino por el cual el
Espíritu Santo nos diviniza y nos transforma y nos dispone a sucesivas invasiones suyas en
nosotros. El gran camino es pues esta contemplación de los misterios. Por eso nuestra vida es
Cristo, Cristo ahora Resucitado, vivo, aún cuando en esa actitud de Resucitado y vivo, no hiere
nuestros sentidos, pero por la fuerza del Espíritu nos transforma y actúa sobre nosotros a través
de los misterios de su vida. Es como aquella carta escrita que Él con la fuerza del Espíritu me
hace entender interiormente que me la escribe a mí, ahora, y es verdad, me la dirige a mí ahora,
con esas palabras me habla Él ahora. Esta es la oración contemplativa cristiana, es ese diálogo
de amor de verdad ahora.
Ahora, es importante no confundirlo con un recuerdo de hechos pasados, de los cuales yo
deduzco una consecuencia, sino una verdadera revelación personal de Dios a mí de su amor por
mí, que me hace interiormente sentir que me ama y que en todo eso se me comunica
actualmente. Esta es la ocupación de la constitución Dei Verbum, lo que ha querido recalcarnos,
cuando nos indica cómo en su Palabra viva, Dios en Cristo ahora nos habla a nosotros, ahora se
comunica con nosotros a través de esa Palabra. Pero no solo por la Palabra, es por la fuerza del
Espíritu que es el que nos hace sentir, el que nos adentra, el que nos hace caer en la cuenta de lo

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que es esa Palabra Cristo. El ahora nos dirige, nos pide, nos exige, nos ama, nos ayuda. Todo
esto es la meditación viva de la Palabra de Dios, y esto es lo que es la oración mental
meditativa, contemplativa. Psicológicamente podrá tener formas diversas, pero en el fondo es la
comunicación en la Palabra. La Palabra dirigida a nosotros captada por nosotros y la palabra
transformativa de nosotros.
Podríamos, es este sentido, definir la meditación contemplativa de ésta manera, y entenderla así:
por la Redención de Cristo, por los Sacramentos de la Iglesia se nos ha dado el Espíritu Santo,
en nuestro espíritu que está en nosotros. Pero ese Don del Espíritu a nosotros admite una
progresiva adhesión y una intimidad cada vez más profunda. Por eso lo podemos invocar
continuamente: Ven Espíritu Santo… ¿Lo invocamos para que venga más profundamente? Lo
invocamos porque ya lo tenemos, y teniéndolo Él nos mueve a que lo deseemos más
hondamente. Esa venida progresiva del Espíritu Santo, esa interiorización transformativa del
Espíritu, no se hace simplemente porque le digo que venga y Él tiene una nueva entrada en
nosotros, sino que lo hace disponiéndonos, transformándonos, precisamente asistiendo nuestra
contemplación del misterio de Cristo. Recordad las palabras de Jesús en el Sermón de la Cena
cuando dice:[El Espíritu], Él os enseñará y os recordará todo lo que yo os he dicho…, también
os guiará, y os conducirá a la verdad integral. La verdad es Cristo mismo. Os conducirá a la
profundidad del misterio de Jesucristo, os conducirá a la profundidad del sentido de sus
palabras, de su vida, de sus misterios, y nunca fuera de Él, por eso no son como dos fuentes
distintas, una acción del Espíritu Santo con ciertas rarezas por otros campos y la acción de
Cristo por otra, y los dos como una parte influye en otra… ¡No! Todo lo que el Espíritu hace en
nosotros lo hace Cristo en nosotros por su Espíritu. Recibirá de lo mío-dice Jesús. De lo mío
recibirá. Y os lo dará, os recordará las palabras que yo os he dicho, y os introducirá en la
verdad. En la verdad integral que es Cristo. En la idea de san Juan como indicábamos… Si
creyérais en mí, entonces conoceréis que soy Yo. Quiere decir, apoyados en la fe, teniendo al
Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos introducirá en la profundidad de su misterio y así
introduciéndonos en la profundidad del misterio de Cristo nos introduce transformándonos al
mismo tiempo y al transformarnos nos dispone a una nueva comunicación del Espíritu Santo
que nos llena más profundamente; y así vamos caminando en esa dialéctica, de claridad en
claridad hasta transformarnos en Dios plenamente. Este es el proceso.
El Espíritu Santo nos lleva pues a contemplar a Cristo, precisamente para transformarnos. No
hace una transformación de una manera arbitraria y aislada, no, la transformación no nos viene
sino a través de la contemplación de Cristo, pero una contemplación que no es pura actividad
nuestra, sino que es esa contemplación elevada, asistida por el Espíritu Santo que nos interioriza
la Palabra de Cristo. Así lo dice el mismo Señor: Él os enseñará. Ese enseñar es interiorizar.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Hay dos palabras que pueden parecer
antagónicas en san Juan. Una cuando en el capítulo cuarto habla con la samaritana y le dice: ‘Si
conocieras el don de Dios tú le pedirías y Él te hubiera dado una Agua Viva’. Traducido por ‘te daría
(ahora) una agua viva’. Y la otra en el capítulo siete cuando hablando de ‘el que tiene sed venga a
Mí y beba’ dice: ‘esto lo decía del Espíritu que recibirían los que creyeran en Él. Todavía no había
Espíritu porque Jesús no había sido glorificado’. Entonces si comparamos estos dos pasajes aparece
un contraste. Allí (a la samaritana) le promete que le dará entonces el Agua Viva, y en el siguiente
texto dice que esa Agua significa el Espíritu que iban a recibir pero que la recibirían más tarde,
cuando fuera glorificado los que creyeran en Él.

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Escrutando los textos tenemos que comprender que esa Agua Viva es en el primer caso la Palabra de
Jesús, la Palabra de Dios. Y ahora esa Agua Viva se hace viva en una fuente que salta hasta la vida
eterna, una fuente que en el interior brota cuando por la acción del Espíritu Santo se interioriza.
Jesús da pues su Palabra con alguna –podemos decir– participación del Espíritu Santo. Pero el Don
del Espíritu vendrá después, y cuando venga el Don del Espíritu, esa Palabra de Jesús se
interiorizará, se hará transformativa interiormente. Entonces es cuando vivirás y conocerás el
misterio de Cristo, la profundidad del misterio de Cristo.
Pues bien, ésta es nuestra ocupación en la meditación, en la contemplación meditativa. El objetivo es
siempre la Palabra de Dios. Se trata de reflexionar en espíritu de fe sobre esa Palabra de Dios para
que el corazón se compenetre de ella. Es como reducir a una formula lo que el Evangelio nos
observa sobre María: ‘María conservaba todas estas palabras rumiándolas en su corazón’. Ahí vemos
a María como el gran modelo de la contemplación del misterio de Cristo. María asiste a este
misterio. Ese misterio le cala, la penetra dentro. Pero luego ella queda rumiando ese misterio en su
corazón. Y el rumiar no es solo una actividad humana, no; es volver sobre ello con la acción del
Espíritu Santo que le ilumina sobre el sentido de la revelación de Cristo. Es muy hermoso entender
la analogía de nuestra meditación con la meditación de María. Cuidado, analogía.
María, por ejemplo, nos recuerda el Evangelio de san Lucas en diversos momentos que conservaba
estas palabras en su corazón. Uno de los momentos es cuando Jesús queda en el Templo. Dice
expresamente: ‘Ellos no entendieron aquellas palabras’. Después ellos se volvieron de Jerusalén, se
volvieron a Nazaret. Y allí durante aquel tiempo de vida oculta, Jesús les estaba sometido. Y dice al
final: ‘María conservaba todas estas cosas en su corazón’, rumiándolas en su corazón. Es la acción
de esa meditación de María, meditación espiritual de María conviviendo con Cristo, y sin embargo
rumiando con una luz interior, la que le hace vivir cada vez más intensamente su convivencia con
Cristo y le hace entender por la presencia misma de Cristo la profundidad del misterio que ahí se
contiene: que Jesús es el Hijo del Padre. Pero vivido, experimentado. ‘¿No sabíais que debo
ocuparme en las cosas de mi Padre…?’ Con unos proyectos a la mente humana incompresibles. Y
cuando iba viendo a Jesús que se le había manifestado así como Hijo del Padre y luego lo veía así en
la vida ordinaria, ella quedaba llena de silencio, de respeto hacia aquel Niño que había manifestado
aquel destello que le iba penetrando cada vez más hondamente por la acción del Espíritu y uniendole
más profundamente con Jesús.
Algo de eso es lo que sucede en nuestra vida. Nosotros vivimos con Cristo, vivimos con Él, pero
cuando Él de alguna manera nos deja captar un destello de su misterio es necesario rumiar esa
Palabra. Ha venido con una palabra, esa Palabra del Evangelio, una palabra de la Iglesia, una palabra
de un libro, una palabra de una persona que nos ha comunicado unas ideas sobre Jesús y queda uno
rumiando, rumiando, estando con Jesús. Estando con Él, rumiando con una actitud abierta, no
poniendo todo en la disciplina con la cual yo discurra y piense los argumentos que yo diga, que yo
siga. No es eso. Es ocuparse con esa Palabra amorosamente, dejando que por la acción del Espíritu
Santo penetre dentro de nosotros y al penetrar dentro de nosotros nos transforme, nos asemeje a
Cristo, nos de criterio de Cristo, nos haga verlo todo a la luz de ese amor de Cristo.
LOS OBSTÁCULOS EN LA ORACIÓN
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Esbozamos en los números
anteriores el sentido profundo, vital, de la oración cristiana y, dentro de esa vivencia en
la presencia de Dios a la cual está llamado el cristiano, el valor de la oración meditativa
de la Palabra de Dios, el misterio de la Palabra de Dios, la comunicación de Dios a

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través de Cristo que se ha hecho hombre y que es para nosotros visibilidad del Padre.
Son, como veíamos, realidades grandiosas que parece deberían llenarnos, atraernos,
íntimamente hacia su perfecta y consoladora actuación. Y sin embargo, encontramos
dificultades para ello, y una de ellas, que suele presentarse frecuentemente, está
relacionada con lo que llamamos la espontaneidad del hombre.
Suele recalcarse que la oración debe ser espontánea. Se afirma que si la oración se hace
sin ganas, en estado de aridez, es inútil. Que hay que orar cuando uno se siente
inclinado a ello, que lo demás sería hipocresía, pérdida de tiempo, puesto que es
fundamental que la oración sea sincera y auténtica. Términos, todos estos, que resultan
muy ambiguos y muy fáciles para crear confusión. Por eso vamos a ocuparnos de estos
temas tocando, particularmente, el aspecto del sentimiento en la oración, las dificultades
de distracciones en la oración, la aridez o sequedad con la que frecuentemente tropieza
uno en la práctica de la oración.
Primero partamos del sentimiento y la oración e indiquemos, dentro de éste tema del
sentimiento, lo que es el sentimiento interno. Es ciertamente fundamental el sentimiento
en la vida espiritual, y concretamente en la oración. Sea como objetivo de la oración,
sea como dificultad o facilidad para ella. Lo que buscamos en la oración y obtenemos en
la oración cristiana es el encuentro con Dios. Como decía la Beata Ángela de Foligno:
‘La oración es donde se encuentra a Dios’. Encuentro sabroso, amoroso, gustoso
sustancialmente; siempre que entendamos el sentimiento interno, el sentido cumbre de
esta palabra. Es decir, de las realidades sobrenaturales concretas que nosotros
asimilamos e integramos, sea de la presencia amorosa del Señor que nos afecta
internamente y que interioricemos transformando el corazón del hombre.
Precisamente, anteriormente, veíamos cómo la meditación contemplativa es una
reflexión en espíritu de fe sobre la Palabra de Dios para que el corazón se empape de
ella. Es claro que ese empaparse es un empaparse vital, es un empaparse afectivo. Pero
es claro también que no se trata de emotividades concomitantes que aún no siendo
malas, y aun siendo buenas, no son fundamentales, son más periféricas y accidentales.
Cuando hablamos de éste empapar el corazón se trata de una radicación en el centro de
nuestra persona profunda y estable, en el sentido que los autores espirituales daban a la
palabra afecto. Tiene que crearse en nosotros el afecto de Dios. Tiene que crearse dentro
de nosotros esa unción interior que nos une a Dios y que nos hace sabrosa nuestra unión
con Él. Esta palabra ‘afecto’ la contraponían estos grandes autores espirituales a los
‘afectos’ (en plural) que se refieren más a esos sentimientos variables, a esas vicisitudes
diversas del campo afectivo del hombre. Estos afectos son mudables. El afecto es
permanente, es estable, es lo que solidifica el corazón del hombre.
Dicho en el mismo amor humano, tiene que irse formando una radicación de lo que
llamamos amor estable. La radicación del sentimiento íntimo que es el amor, no se
confunde tampoco en el orden humano con las emociones que en determinados casos
concretos, circunstancias concretas, pueden acompañar a ese afecto interior. Si
hablamos nosotros de sentimiento interno aún en el lenguaje humano, de verdadero
enamoramiento, que luego aplicaremos a Dios, a Cristo, nos referimos siempre a esa
actitud honda que se da también en el orden humano. Es, por ejemplo, cuando un hijo
amante de su padre se une con él, constituye con él como una sola cosa, sin que le
acompañen en esa unión verdadera, de indiscutible amor, de las emociones exaltantes
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del amor que es propio de un noviazgo. Es otro matiz, pero es profundamente verdadero
el sentimiento hondo que les une sin que tenga repercusiones emotivas.
En éste sentido, yendo por este camino, la oración es la gran escuela del sentimiento
cristiano. Es la gran escuela de la filiación, diría, internamente sentida donde va
clavándose cada vez más dentro en el corazón que somos hijos, que sentimos como
hijos queridísimos del Padre. Es la gran escuela del sentimiento de la paternidad de
Dios, experimentada en el descanso del corazón. San Ignacio, en los ejercicios,
continuamente exhorta y lleva al ejercitante a pedir a Dios y a buscar sentimiento
interno; sentimiento interno del amor del Señor, sentimiento interno de las realidades
sobrenaturales. Esta palabra, conocimiento íntimo, sentimiento interno, lenguaje
espiritual conocido, no sólo se refiere conocimiento o sentimiento íntimo de la
intimidad de Cristo, sino sentimiento íntimo que llegue al fondo de nuestro corazón. Es
pues, enriquecimiento de nuestro sentimiento interior. En efecto, en ese lenguaje
ignaciano, por sentimiento objetivo (de la oración indudablemente) se entiende una
especie de elevación general, una investidura de afectos, de modos de sentir profundos,
que le hacen al hombre obrar connaturalmente de una manera que no es la de la carne y
sangre.
Supone, pues, un conjunto de disposiciones interiores, de sentimientos, una especial
plenitud y dominio de lo que san Pablo llama espíritu, capaz de unión con el Espíritu de
Cristo, e incluso el Espíritu Santo. De tal manera, que el hombre compenetrado en sus
actuaciones con la verdad de que Cristo lo hace todo en él, cuando actúa se siente como
arrebatado, transportado, poseído por ese Espíritu, que sabe que gusta
experimentalmente y que es Cristo, el Hijo, que lo pone con el Padre, que le orienta
hacia el Padre, que ordena todas sus intenciones y actuaciones hacia el Padre, que se
siente coordinado, subordinado, orientado como miembro de Cristo, y en Cristo al
Padre. Ese es el sentimiento interno. Va creando dentro esa actitud cordial interior.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Cuando el hombre se
encuentra dominado por el sentimiento interno que se erradica en el corazón, entonces,
se siente como silencioso en su actividad. Su propia palabra participa del silencio de
Dios, y en ese silencio íntimo percibe una actuación, un hablar, un moverse que,
claramente, proviene de Otro Ser íntimamente dueño de nosotros. Es cierto que nos
hace proceder al exterior con la misma seguridad como si fuéramos nosotros mismos sin
intervención de nadie, pero el que actúa siente en su interior que surge dentro de él, pero
no de él, ese actuar, ese clamar que llega hasta el Padre. El Espíritu que está en nosotros
clama ‘¡Padre!’.
Este sentir internamente implica una penetración amorosa hacia adentro de la verdad
que hemos estado contemplando y proponiendo, de esa verdad que es Cristo mismo. Es
como una posesión de Cristo, una compenetración mía con El. Es decir, de tal manera
me penetra y moldea y gobierna todo y en todo que yo me siento calado y como
empapado hasta la médula por esa presencia del Señor. Es ese sentir que corresponde al
miembro de Cristo. Como dice san Pablo a los Filipenses: sentid en vosotros lo que
corresponde a vosotros como miembros de Cristo. Este es el objetivo de la oración: ir
creando, integrándonos en esa realidad, e integrando en nosotros esa realidad,
asimilándola profundamente. Pero llegar a esta situación de desarrollo del amor requiere
tiempo y esfuerzo, porque es parte de la madurez cristiana. Y siendo como es tan
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hermosa ésta disposición interior resulta que es difícil de alcanzar, es meta difícil que
tenemos que obtener. De ahí que surjan dificultades en la práctica.
Ya estamos en el otro matiz del sentimiento, es el obstáculo de la espontaneidad. Siendo
realidades tan grandiosas, tan reales, pero llevan consigo una actuación de nuestra
naturaleza humana que no está habituada a esas alturas. Al ser llevada hacia ellas opone
las resistencias de su inadaptación y hay en nosotros una resistencia como a quién le
atraen poderosamente las bellezas impresionantes de las Cordilleras Andinas, pero
sintiendo las dificultades de respiración, las dificultades de corazón, de presión
sanguínea para poder permanecer y llegar a aquellas alturas. Esto resalta una vez más en
el hombre la conocida dualidad que llevamos dentro. Eso que experimentamos y se nos
presenta, a veces, como dos personas que son casi contradictorias, esa dualidad carne-
espíritu.
La tensión proclamada por el apóstol san Pablo, entre los dos deseos de la carne y los
deseos del espíritu. Ya que cada uno de ellos tiene su dinámica, tiene sus exigencias
interiores. Y como tales dinámicas, que son, constituyen una tendencia espontánea. Y
apareció la palabra: tendencia espontánea. Sea del espíritu, sea de la carne. Para quien
ha sido dado y regalado ya con la gracia del Espíritu Santo, existe en su interior una
verdadera espontaneidad hacia Dios, hacia la conversación amigable con Dios, pero no
deja de existir una resistencia de la comodidad de la carne, de las atracciones de los
sentidos, que en los momentos más sublimes de la unión con Dios no dejan de hacer
acto de presencia tirando del espíritu hacia abajo. Y a esto todavía se le añade la
insistencia nuestra tan frecuente a recordarnos que hemos de encarnarnos, que somos
encarnados, que no escape el espíritu, que tenemos que volver a la carne, y esto a veces
es para nosotros un justificante de una cesión nuestra a la dinámica de la carne.
Cuando la vida del espíritu no está cultivada asiduamente, cuando cede ampliamente a
las inclinaciones carnales y pone su vida en las realidades materiales, entonces, esas
inclinaciones fomentadas se vigorizan, y se debilita –y casi parece cesar– la fuerza de la
tendencia del espíritu hacia esas alturas. Ya no tiene ganas de volar. Según la
prevalencia de esta tendencia, se caracteriza la persona concreta como espiritual o como
animal. Y también según esta prevalencia el nivel de vida, en que consiguientemente
vive, será su espontaneidad o carnal o espiritual.
Consiguientemente aparecerá clara la consecuencia. Pretender que un hombre carnal por
sus inclinaciones, por sus apetencias seguidas y fomentadas, por donde pone su corazón
haga espontáneamente oración es un despropósito, es imposible. Quizás haya momentos
en que la acción de la gracia, superando un poco su tono vital de carne, le lleve
victoriosamente a orar, pero hace falta una acción de la gracia particularmente
victoriosa. Un hombre cristiano normal, que somos nosotros habitualmente, somos
carnales-espirituales. Ni somos tan subidamente espirituales, ni somos tan
profundamente carnales. Y nosotros en éste caso tenemos que discernir constantemente
si la espontaneidad que percibimos es de la carne o del espíritu. Porque precisamente
toda la eficacia de la vida espiritual está en que reconozcamos siempre y sigamos las
sugerencias del Espíritu en nuestro espíritu, y que controlemos espiritualmente las
espontaneidades de la carne.

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Por tanto es necesario que nos formemos cristianamente hasta una plena asimilación,
internamente sentida, de la vida en la presencia de Dios a través de una superación de
los vaivenes y espontaneidades de los sentimientos.
Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | El gran enemigo del progreso
en la oración, de la elevación de la vida hasta la presencia de Dios mantenida, es la
mutabilidad del sentimiento. Es básico el principio ascético de la ‘perseverancia en las
desganas’, de la fidelidad al tiempo de la oración. Por consiguiente, no podrá ser nunca
persona de oración cristiana quién no esté decidido a aburrirse largamente en la oración,
quien no esté decidido a ser fiel a la cita establecida con el Señor aunque sientas
desganas, aunque haga frío y caigan copos de nieve; porque tiene que haber una
disposición interior sólida, decidida y convencida del valor y de la importancia del
encuentro vivo con Dios, en una entrega total a su presencia amorosa. La oración hecha
sin espontaneidad carnal se hace con espontaneidad espiritual. Y una oración hecha así,
aun en medio de la sequedad, con espontaneidad espiritual de fidelidad al Espíritu, no
tiene nada de insinceridad ni de hipocresía. Como parecería significar el hecho de que al
no sentir y estar haciendo oración parece que soy hipócrita; porque la sinceridad no
consiste en la correspondencia entre sentimiento y expresión exterior, si no entre
convicción interior personal y expresión exterior. Cuando la expresión corresponde al
convencimiento íntimo personal no hay hipocresía, aunque esté ausente el sentimiento
en ese momento o, al menos, la vivacidad del sentimiento. Y esa oración es sincera,
autentica y es cristiana.
Esto mismo que acabamos de analizar suele expresarse con otras palabras: ‘Yo hago
oración cuando tengo necesidad’. Pero esa necesidad se puede entender como necesidad
objetiva para las finalidades de lo que la misma oración pretende en la vida espiritual, y
puede entenderse como sentir psicológicamente necesidad, cuando siento necesidad. En
el primer sentido es correcta. Debemos hacer oración porque necesitamos esa oración
para vivir plenamente nuestra vida cristiana en la presencia de Dios. En el segundo
sentido, decir: ‘Yo hago oración cuando psicológicamente siento necesidad de ella’,
entonces, se confunde ésta expresión con el tener ganas de hacer oración, con la
apetencia. Y se suele dar la experiencia que cuanto más necesidad objetiva tiene uno de
orar, menos ganas suele tener de hacerlo. Es pues, fundamental en la vida de oración, la
perseverancia, impertérrita, en el esfuerzo sincero por orar, por mantenerse fiel a los
momentos fuertes de esa vida vivida en la presencia de Dios.
Y pasamos al segundo aspecto que suele presentarse como obstáculo, como punto en el
cual muchas veces tropezamos al querer hacer la oración. Y es el punto de las
distracciones en la oración, que, indudablemente, es uno de los caballos de batalla. No
raras veces se identifica la buena oración con un pasar el tiempo de la oración sin
distraerse. Es curiosa esta mentalidad, pero es real. Si preguntáramos a algunas
personas: ¿qué es hacer oración? Quizás no lo digan, pero irían a decir ‘es pasar media
hora sin distraerse delante del Señor’. Se identifica así frecuentemente. Conviene, por lo
tanto, recordar lo que ya decíamos desde el principio, ese elemento sencillo, básico,
pero fundamental: la actitud clave de la oración es estar con Jesucristo. Es estarse
amando al amado, según la expresión de san Juan de la Cruz ‘olvido de lo creado,
memoria del Creador, atención al interior y estarse amando al amado’. ‘Es tratar de

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amistad con quien sabemos que nos ama’, según la definición teresiana. Mantenerse en
la presencia amorosa del Señor en entrega total de sí mismo.
Ahora bien, antes de ir analizando un poco ésta materia de las distracciones podemos
puntualizar, y creo que puede iluminarnos notablemente, lo siguiente: la distracción se
refiere a esa actitud de oración fundamental, esa que está en la base, y que actúa bajo
formas diversas. Como una convivencia con una persona a la que se ama es
conversación. Se puede llamar conversación, pero no consiste en conversar. Esta
indicación puede iluminar mucho. Cuando uno quiere tratar amigablemente con un
amigo y ha estado con él, solemos decir (de ese contacto entre los dos): ‘He estado con
tal amigo’, ‘he estado varios días con él’, o ‘he estado con él un par de horas por la
tarde’. Y no solemos decir ‘he estado hablando con tal persona’, porque el elemento
fundamental no es el hablar, es el estar con esa persona. Es claro que estando con esa
persona también he conversado con él, también he hablado con él. Es normal que,
estando juntos, conversemos o tratemos de algunas cosas o de otros asuntos. Pero
diríamos que lo formal e importante es que estemos juntos.
Esto es lo que hemos intentado hacer: estar juntos. Las mismas expresiones que
utilizamos dan prueba de ello: ‘¿Por qué no salimos juntos una tarde? ¿Quedamos?
¿Salimos juntos?’ No es como quien va a tratar un negocio simplemente como suele
suceder cuando se trata de otro tipo de conversación. Lo sustancial es, pues, el estar. Y
también, en éste punto de la oración, lo sustancial es el estar con Jesucristo. Estar con el
Padre. Estar con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Estar con los ángeles y santos.
Estar. Y los métodos de los que solemos hablar y de que hablaremos más adelante
(cuando hablemos de las ascesis, del trabajo…) se referirán a esa sobre-estructura del
conversar. La distracción de la oración se refiere fundamentalmente a separarse de la
actitud fundamental de oración: he dejado de estar junto con Él, he dejado de estar con
Él. Ese es el punto principal y esencial de distracción de la oración.

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