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La metáfora del pastor que conduce su rebaño, profundamente arraigada en la experiencia de los
«arameos nómadas» Dt 26,5 que fueron los patriarcas de Israel en medio de una civilización de
pastores Gen 4,2, expresa admirablemente dos aspectos, aparentemente contrarios y con frecuencia
separados, de la autoridad ejercida sobre los hombres. El pastor es a la vez un jefe y un compañero.
Es un hombre fuerte, capaz de defender su rebaño contra los animales salvajes 1Sa 17,34-
37 Mt 10,16 Act 20,29; es también delicado con sus ovejas, conociendo su estado Prov 27,23, adaptándose a
su situación Gen 33,13s, llevándolas en sus brazos Is 40,11, queriendo con cariño a una u otra «como a su
hija» 2Sa 12,3. Su autoridad no se discute, está fundada en la entrega y en el amor. En el antiguo
Oriente (Babilonia, Asiria) los reyes se consideraban fácilmente como pastores, a los que la divinidad
había confiado el servicio de reunir y de cuidar las ovejas del rebaño. Sobre este fondo detalla la Biblia
las relaciones que unen a Israel con Dios, a través de Cristo y sus delegados.
AT
NT
En la época de Cristo se juzgaba diversamente a los pastores. Se los asemejaba a ladrones y a
matones, pero se guardaba presente en la memoria la profecía del pastor venidero. Jesús la cumple;
parece incluso haber querido situar a los pastores entre los «pequeños» que, como los publicanos y
las prostitutas, reciben de buena gana la Buena Nueva. En este sentido se puede interpretar la acogida
que los pastores de Belén reservaron a Jesús, nacido probablemente en su establo Lc 2,8-20. Jesús, fiel
a la tradición bíblica, pinta la solicitud misericordiosa de Dios con los rasgos del pastor que va en
busca de la oveja perdida Lc 15,4-7. Sin embargo, en su persona es en la que se realiza la espera del
buen pastor, y él es quien delega a ciertos hombres una función pastoral en la Iglesia.