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Condiciones de la Iglesia para

apoyar la Independencia
JOSÉ DAVID CORTÉS GUERRERO*DOCENTE, DEPARTAMENTO DE HISTORIA, FACULTAD DE
CIENCIAS HUMANAS, UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
Al querer ser moderno, el naciente Estado se enfrentó a
un mundo tradicional en el cual la Iglesia católica
jugaba un papel primordial en el control sociopolítico y
económico. En la actualidad, pese a que ha perdido el
exclusivismo de antaño, el hecho de que el 90 % de los
colombianos afirme ser católico, según el Vaticano, le
permite seguir participando en asuntos que le competen
a toda la sociedad.
Iglesia de Ocaña, acuarela de Carmelo Fernández, Comisión Corográfica, Colección
Biblioteca Nacional.

En 1808, cuando el rey de España Fernando VII fue tomado prisionero por
Napoleón Bonaparte, multitud de voces se alzaron para condenar ese hecho.
La Iglesia católica, tanto en la Península como en sus colonias, no fue la
excepción. Afirmaba que ese acto atentaba contra la soberanía del monarca,
la cual provenía de Dios –explicación que se daba desde por lo menos el
siglo xvii– es decir que era de origen divino.
Sin embargo con el paso del tiempo lo que parecía una actitud monolítica
comenzó a presentar fisuras. En las colonias americanas fue creciendo el
número de quienes cuestionaban no solo la soberanía del monarca, sino que
esas colonias siguieran unidas a España, con lo que se ponía sobre el tapete
una posible independencia. Aunque la jerarquía de la Iglesia católica y
buena parte del clero secular y regular estaban en contra de la separación
de las colonias de su metrópoli, sectores de esa institución vieron con
buenos ojos que se diera la separación.
Quienes se oponían lo hacían argumentando que se vulneraba
flagrantemente el orden natural y el derecho divino, en el que se afirmaba
que la soberanía del monarca provenía directamente de Dios. Por su parte,
quienes la respaldaban indicaban que España no había cultivado una buena
relación con sus colonias, y por lo tanto se justificaba la independencia; uno
de ellos fue el clérigo Juan Fernández de Sotomayor con su célebre
catecismo político de 1814.
Para ventilar la discusión se emplearon mecanismos religiosos como
sermones, catecismos, pastorales, oraciones, rogativas y plegarias, entre
otros. La controversia fue latente desde finales de la primera década del
siglo XIX hasta cuando la Independencia era un hecho consumado, es decir
en los primeros años de la década de 1820.
Para ventilar la discusión entre quienes respaldaban una posible
independencia y quienes se oponían a ella, se emplearon
mecanismos religiosos como sermones, catecismos, pastorales,
oraciones, rogativas y plegarias, entre otros.
En esencia la jerarquía tendía a oponerse a cualquier alteración del orden
existente, por lo que criticó con vehemencia todo intento independentista.
Un ejemplo de ello es el del reconocido obispo de Popayán Salvador
Ximénez de Enciso, de origen español, quien se opuso a la Independencia,
pero cuando esta se consumó se convirtió en un fuerte aliado del proyecto
republicano encabezado por Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander;
incluso desde el púlpito –como lo harían muchos eclesiásticos.
Iglesia del Rosario de Cúcuta, acuarela de Carmelo Fernández, Comisón
Corográfica, Colección Biblioteca Nacional.
Aceptación con condiciones
La Iglesia católica aceptó la Independencia con la condición de que ella y la
religión católica mantuvieran prevalencia e importancia en el naciente país.
Esa fue una de las condiciones que puso el papa Gregorio XVI para darle
visto bueno a la emancipación, lo que ocurrió en 1835, convirtiendo a la
Nueva Granada –actual Colombia– en la primera república resultante de la
Independencia en ser aceptada por la Santa Sede.
Lo que pretendía la Iglesia católica era que en la naciente república se
aplicara el mismo principio que en la colonia: la intolerancia religiosa, es
decir que solo se profesara la religión católica, apostólica y romana, lo que
se puede ver con claridad en la Constitución Políticas desde los inicios de la
independencia. Sin embargo desde la misma Independencia se propusieron
tres escenarios que durante la dominación española estaban restringidos:
*la libertad económica,
*la libertad política y
*la libertad religiosa.
Así, desde la década de 1820 se buscó la manera de que denominaciones
religiosas diferentes a la católica tuvieran cabida en el país, sobre todo por
cuestiones prácticas, ya que muchas de las personas que llegaban como
diplomáticos o en función de negocios no eran católicas. Esto, como era de
suponerse, generó fuertes tensiones no solo con la Iglesia como institución
sino también con sus más fuertes defensores.
Después de consumarse la Independencia, la Iglesia y la religión católicas
siguieron siendo preponderantes en la sociedad colombiana, aunque con el
paso del tiempo perdieron el exclusivismo que poseían. Por ejemplo la
religión ha sido vista por élites políticas, independientemente de sus
filiaciones partidistas, como factor fundamental no solo de cohesión e
identidad sino también de control social.
A mediados del siglo XIX, cuando reformas liberales buscaron
cuestionar el poder de la Iglesia católica y los privilegios de la
religión, esta respondió indicando que los legisladores no
deberían elaborar leyes que atentaran contra los intereses de un
pueblo católico, como lo era el colombiano.
Desde los primeros años después de la Independencia se buscó que la
religión católica fuera entendida como un elemento de identidad nacional. A
mediados del siglo xix, cuando reformas liberales buscaron cuestionar el
poder de la Iglesia católica y los privilegios de la religión, esta respondió
indicando que los legisladores no deberían elaborar leyes que atentaran
contra los intereses de un pueblo católico, como lo era el colombiano.
Pero fue en la Regeneración, con la Constitución Política de 1886, y con el
Concordato firmado entre Colombia y la Santa Sede en 1887, que el nivel de
identificación del colombiano con el catolicismo alcanzó un punto alto.
En el artículo 38 de dicha Constitución se indicaba que la religión de la
nación era la católica, apostólica y romana, y que ella era elemento
fundamental del orden social. En el citado Concordato, el Estado colombiano
le cedió a la Iglesia católica funciones como la vigilancia de la educación
pública, el registro de la población y el manejo de las fronteras por medio de
las misiones religiosas.
Y para reforzar el simbolismo, en 1902 el país fue consagrado al Sagrado
Corazón de Jesús, con lo que se pasó a afirmar, popularmente, que
“Colombia es el país del Sagrado Corazón”, sobre todo para hacer alusión a
aspectos paradójicos, contradictorios y anecdóticos que pasaban en el
territorio nacional. Sin embargo este aspecto que se considera exclusivo del
país no lo es, ya que en 1899 el papa León XIII consagró a toda la
humanidad a aquella devoción, y por lo menos 12 países también fueron
consagrados, entre ellos Ecuador (1874), Venezuela (1900), México (1924) y
Perú (1954).
Aunque en el artículo 19 de la Constitución Política de 1991 se estipula la
libertad religiosa en el país –la cual se reglamenta en la Ley 133 de 1994–,
en la actualidad tanto la Iglesia como la religión católica siguen siendo las
preponderantes. Con cifras del Anuario Pontificio  2019 y del Annuarium
Statisticum Ecclesiae  2017 se puede afirmar que Colombia es el séptimo
país con mayor cantidad de católicos, equivalentes al 90 % de la población,
lo cual no significa que todos ellos sean practicantes y que cumplan con los
preceptos de la religión. Aunque no es posible cuantificar, muchos de esos
católicos son nominales, es decir que fueron bautizados pero no cumplen
con lo ordenado por la Iglesia. Aun así, el solo hecho de que la mayoría de
la población siga siendo católica le da bases a la Iglesia, como institución, de
participar activamente en la vida pública del país opinando sobre asuntos
que le competen a toda la sociedad.

I. LAS CRISIS DE LOS NUEVOS ESTADOS INDEPENDIENTES Los tres fenómenos de


organización, universalización y secularización se dan conjuntamente aunque cada
uno sea el objetivo principal de ciertas épocas. Podríamos decir que fue la
organización de las nuevas naciones lo que absorbió la energía de las primeras
generaciones; la universalización pudo producirse efectivamente después, y con
ella, paulatinamente, la secularización se fue haciendo presente a niveles más
profundos, a medida que los Estados iban adquiriendo conciencia de su
autonomía. Veamos rápidamente estos tres aspectos por separado.1 1. Crisis de
organización de las nuevas naciones La independencia de las antiguas Provincias
españolas de América, no significó simplemente una mera separación de la
metrópolis, sino un cambio profundo al nivel de la civilización, de las técnicas
políticas, económicas, etc. Es perfectamente ex- _______________ 1. Cfr. Notas
bibliográficas, IX, pág. 214. 91 plicable que haya producido una natural
desorientación en un primer momento, para después irse constituyendo
paulatinamente un nuevo orden propiamente latinoamericano, esto comienza
realmente a producirse en el siglo xx. Esa crisis de crecimiento se nos aparece
como recorriendo cierto camino dialéctico, pendular, de una posición extrema a
otra. Sin embargo, con el tiempo, se van alcanzando posiciones definidas. En todo
este proceso la Iglesia se vio sustancialmente comprometida, por cuanto ha
significado, en toda la Historia latinoamericana, una de las instituciones
constitutivas de dicha historia. La sociedad colonial poseía ciertas clases sociales
que se distinguían tanto por sus funciones como por el grado de cultura, de poder
económico y por la raza. Estas clases eran las siguientes: 1) Los españoles nacidos
en España, quienes desempeñaban de hecho todo el gobierno (tanto en el
virreynato como en la Audiencia y en gran parte del Episcopado); 2) Los criollos
(hijos de españoles nacidos en América) que gobernaban en los Cabildos, y a veces
llegaban a los altos cargos de la administración; había entre ellos muchos ricos y
algunos ennoblecidos por la Corona; como en Europa, la profesión de leyes fue la
más importante de este grupo (Les Tiers); 3) Los mestizos, que poco a poco fueron
siendo la gran masa urbana; 4) Los indios, que eran la gran masa rural; 5) Los
negros y mulatos que recuperarían la libertad por el proceso de la Independencia.
La Corona absolutista dirigía totalmente las Provincias o Colonias Americanas. Al
producirse la independencia, los criollos toman el poder, desplazando a los
españoles de la Administración y el episcopado -una verdadera Revolución
Francesa, donde la burguesía criolla organizará sus instrumentos de poder. Esa
élite oligárquica y de inspiración económica liberal o fisiócrata, comenzará la
organización legal y cultural de las nuevas Naciones. Primeramente se va
descartando la monarquía para definir un tipo de democracia representativa. Se
entabla la lucha entre federalistas y unitarios, triunfando, de hecho, en la mayoría
de los casos el unitarismo de las grandes capitales. Por otra parte, «la primera
generación revolucionaria -constituida por hombres formados en la colonia, e,
incluso, integrados en los cuadros vitales y profesionales hispanos- fracasó en 92
su ideología confederacionista, como ocurre con Bolívar en la Asamblea de
Panamá (1826), después de la cual se escindía el potente cuerpo territorial aunado
por él y que hubiera podido ser el cogollo de la futura confederación
sudamericana, en tres naciones: Colombia, Venezuela y Ecuador. En 1839, queda
prácticamente disuelta la Confederación Centroamericana... Chile deshacía de
1837 a 1838 el intento de unión entre Bolivia y Perú».2 Esto producirá,
naturalmente, un gran separatismo de cada nación y de las nuevas Iglesias
nacionales. El Imperio Colonial hispánico desaparece, y con él la Nueva
«Cristiandad» americana. Es necesario considerar, como hemos indicado arriba,
que en el momento de la independencia el 20 por ciento solamente era blanco, un
26 por ciento mestizo, un 46 por ciento indio y un 8 por ciento negro y además, los
blancos se reunían casi todos en las ciudades. El movimiento emancipador
-esencialmente urbano-, fue dirigido sólo por los blancos criollos, y en defensa de
sus intereses. El centralismo borbónico -igual que el francés de la época-, produjo
la disminución de la vida municipal y su natural descontento. El impuesto
decretado por Carlos III -per capita- benefició a los ya ricos y diferenció aún más a
los pobres. Encontramos, entonces, a fines del siglo XVIII, una sociedad clasista,
blanca y «los otros»; urbana y rural; enriquecidos y paupérrimos, una sociedad
profundamente dividida. Las élites criollas no temerán unirse al poder extranjero
para realizar sus objetivos. A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Inglaterra es
el foco originante de la revolución en el Occidente. Revolución política -el
parlamentarismo-, económica -el liberalismo capitalista-, técnica -el maquinismo-,
intelectual -el empirismo en ciencias y el contractualismo individualista en teoría
política. El naciente Imperio inglés se apoyó, de hecho, en un principio que ha sido
llamado el pacto colonial. La metrópolis anglosajona vendía a sus colonias
productos manufacturados, mientras que las colonias vendían las materias primas
y de consumo para la _______________ 2. Cfr. Notas Bibliográficas, X, pág. 215. 93
industria y la comunidad metropolitana. Este hecho se apoyaba en el real desnivel
de desarrollo industrial -ciertamente, al menos, era un hecho real, es decir, no
ficticio como la economía mercantil española, que dependía de la explotación del
oro o la plata americana, practicada por el Imperio de las Austrias. El Estado inglés,
cuya tradición y orígenes deben buscarse en el tipo de Estado comercial de una
Fenicia, Cartago, Venecianos, Genoveses, etc., gracias a la racionalización de la
técnica económica y el desarrollo maquinístico -base de la industria- impuso a
todos los pueblos un sistema económico que A. Smith expone en su The wealth of
nations. Este sistema, que de hecho propone a las regiones productoras de
materias primas «abrirse» al mercado de los recientes países industriales, significa
entonces un progreso ante el mercantilismo español. El español vendía materia
prima o de consumo -que las colonias podían producir- para comprar los metales
preciosos; el inglés producía objetos manufacturados para comprar productos
agropecuarios o materia prima para sus industrias (es decir, exigía a sus
compradores acrecentar su agricultura y minería, al menos). España se oponía, u
organizaba la explotación agropecuaria, ganadera y minera con medidas
monopolistas que impedían una vida real de la economía. Inglaterra propondrá un
sistema mejor, pero con el tiempo, cuando las Colonias políticas o económicas
pretendan comenzar la era industrial, comprenderán que tienen un doble
problema a resolver: la oposición concreta y política de las oligarquías industriales
de los países desarrollados al propio desarrollo, y la competencia desigual de los
productos manufacturados -a través de una experiencia secular, y a mucho menor
precio. Liberados de España políticamente, e igualmente de su monopolio artificial
en lo económico, las nuevas colonias independizadas, los nuevos países libres, no
pueden sino caer en la organización del pacto colonial inglés (o de sus seguidores:
Europa continental y Estados Unidos): los países subdesarrollados, desde un punto
de vista industrial, verán fijar el precio de sus materias primas por los países
altamente industrializados, que pueden así vender cada vez más caros sus
productos manufacturados. Este sistema se ha denominado liberalismo capitalista
en 94 el plano internacional. En verdad es un colonialismo económico basado en la
primacía industrial. La Iglesia, que se había solidarizado con el régimen
monárquico en la Colonia, se solidarizará, de hecho, con la nueva oligarquía, criolla
primero, burguesa después. Los siglos XIX y XX serán, para las nuevas repúblicas
latinoamericanas, dos siglos de lucha por constituir una agricultura, ganadería,
minería que les permite entrar realmente en un mercado libre -dominado por los
países industrializados, especialmente Inglaterra y Estados Unidos después.
Mientras que se trate de la explotación de las materias primas -bajo la dirección de
capitales criollos o extranjeros (Ingleses primero, pero sobre todo
norteamericanos en Centro América, Caribe y norte de América del Sur)- nuestros
países contarán con la protección de los países industrializados. Sin embargo,
cuando se trata de entrar realmente en la comunidad de naciones como países
industrializados -es decir, que pretenden emanciparse del pacto colonial-, en ese
momento comienza una lucha que cuenta con dos factores solidariamente
unificados: los capitales de los países industrializados que ven liberarse sus fáciles
mercados de materias primas a bajo costo; las oligarquías criollas liberales que son
las que han vivido del beneficio de este sistema, en perfecta coordinación con el
capital industrial extranjero. Las actuales revoluciones pretenden, por una parte,
destruir el pacto colonial, es decir, impedir que sean los países industrializados los
que fijen el precio de las materias primas y aumenten así el precio de los
productos manufacturados -superando sus crisis internas por un sistema
impositivo bien simple, que desorganiza absolutamente la economía de los países
industrialmente subdesarrollados. Por otra parte, dichas revoluciones pretenden
obtener el poder de las oligarquías criollas extranjeraizantes que poseyendo de
hecho todo el poder económico y político, permiten mantener a las repúblicas en
ese estado de productores de materias primas a bajo costo para los países
altamente industrializados. Todo esto es fruto de una política española, que
fundamentó el progreso ficticio económico del Imperio en el recurso fluctuante de
los metales preciosos y no en el trabajo técnico de su pue- 95 blo. España eligió el
camino más fácil: explotar con los indios el metal americano, en lugar de
encaminarse por la senda estrecha que tomó Inglaterra: el trabajo consciente y
diario de un pueblo industrioso. La falta de visión económica de España fue
catastrófica para España, pero también para nosotros los latinoamericanos.
España bien hubiera podido tener hierro y carbón pero esto habría significado un
austero, simple, cotidiano, trabajo industrial. Prefirió extraer sólo oro y plata, lo
cual, a corto plazo, produjo un efímero esplendor, y a largo plazo la catástrofe
económica que todavía sufriremos por algún tiempo. La Iglesia, más o menos
comprometida con los gobiernos conservadores -ya que el sistema de Patronato
era mantenido o se ligaba a dichas minorías por relaciones sociales- se presentará,
durante algún tiempo, como un tanto extranjera a los intereses del pueblo más
humilde, de los indios, del obrero, de los pobres. En la medida en que los
gobiernos liberales o semi-socialistas han liberado a la Iglesia, ésta puede -en el
presenteser un factor importante en la reorganización de la sociedad
latinoamericana.

LUCRECIA RAQUEL ENRÍQUEZ, Pontificia Universidad Católica


de Chile | Cuando tocan ya a su fin las celebraciones por los
Bicentenarios de los países americanos iniciadas en 2010, es la
hora de los balances, pero también una nueva oportunidad para
echar la vista atrás y recordar algunos de los episodios que
contribuyeron a configurar la  identidad nacional de los diferentes
pueblos. Estas páginas quieren detenerse en uno de esos aspectos
fundacionales: el papel de la Iglesia en los procesos de
independencia y el protagonismo de los múltiples actores
eclesiásticos en este contexto de cambio político.

Las relaciones con la Santa Sede, la catolicidad de los nuevos


Estados, los debates sobre el lugar de la Iglesia en los mismos o los
primeros embates del liberalismo son algunos de los temas
desarrollados en este estudio, una modesta aproximación a
aquellos años que cambiaron la fisonomía de todo un continente.

Consideraciones introductorias

Publicar a fines de 2011 una nueva reflexión sobre un tema


vinculado a los Bicentenarios de los países americanos parece no
solo poco original, sino también de una insistencia un poco
majadera. Sin embargo, no lo es tanto, porque el tema –o los
temas– relacionados con la Iglesia, el clero, las monjas o la
religión han sido poco abordados y, sobre todo, poco integrados
a la visión política, económica, social, cultural e ideológica de lo
ocurrido en América a partir de la coyuntura desencadenada por los
acontecimientos de 1808 y 1810 en la Península. ¿Por qué? La

respuesta es múltiple.

Por un lado, porque la construcción de las historias nacionales


durante el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, tuvo como
contexto los enfrentamientos ideológicos entre liberales y
conservadores. Por otro, cuando el historiador decide abordar el
tema se encuentra con serios problemas para entenderlo en todas
sus dimensiones, debido a la complejidad de los asuntos
eclesiásticos. Por último, nos acercamos a la época con preguntas
un tanto periodísticas, como: ¿cuál fue la posición de la Iglesia
ante el cambio político?

En el fondo, estamos preguntando cuál fue el papel de la Iglesia


institucional, pensando en que se dio una instrucción uniforme
para abordar la situación desde Roma o desde la jerarquía local,
que hubo una posición oficial de la Iglesia frente al cambio político.
Lejos de ser así, reinó la diversidad por ciertas características de la
Iglesia de la época que hoy día nos cuesta entender.

Mirando la Iglesia actual, o la del pasado reciente, atribuimos a la


del pasado más lejano las características de “actor social” y de ser
una institución gobernada desde un centro cuyos miembros
obedecían a directrices de acción. Por el contrario, en la época
sobre la cual estamos reflexionando, en la Iglesia había múltiples
autoridades con intereses a veces contrapuestos: el rey patrón,
el Papa, los superiores de las órdenes religiosas, el obispo local,
por nombrar las más importantes.

Por eso, creemos que preguntarse por “el papel de la Iglesia” en la


independencia americana remite a un concepto centralizado de la
misma que no era el que existía. La Iglesia como institución se
construyó históricamente, y un momento clave de ese proceso tuvo
lugar en la nueva relación entablada por los Estados independientes
americanos y la Santa Sede en el siglo XIX.

Teniendo en cuenta estas


consideraciones, nos parece más pertinente e interesante
reflexionar sobre qué pasó con estos múltiples actores eclesiásticos
en el contexto del cambio político, y hacerlo mirando al horizonte,
hacia el siglo XIX, marcado por la construcción de nuevos Estados y
de una Iglesia centralizada, cada vez más romana.

Además, estamos entrando en una nueva etapa del entendimiento


de lo ocurrido en 1810 y los años siguientes en América. Las
celebraciones de los Bicentenarios despertaron y renovaron en
muchos países americanos el interés por los temas que se
consideran fundacionales de la nación y, por ende, de la
nacionalidad. Nos encontramos en plena etapa de publicación y
circulación de nuevas interpretaciones; por eso, aún es temprano
para intentar una nueva síntesis sobre cómo se han abordado e
integrado a esos análisis los temas relativos a la religión, la Iglesia y
los eclesiásticos.

Sin embargo, con lo que ya se ha trabajado y lo que está


apareciendo, creemos que es posible presentar las nuevas
temáticas de estudio. En las celebraciones de los centenarios, la
historiografía eclesiástica reivindicó el papel de la Iglesia y del
clero en los procesos independentistas, se centró en sus aportes y
protagonismos, ante la acusación por parte del liberalismo de que la
posición proespañola de la Iglesia la había restado de la
construcción del Estado nación.

Hoy día, aunque esta temática no ha desaparecido –y sin


menospreciar su importancia–, se ha producido un desplazamiento
hacia el entendimiento de otros aspectos poco considerados por
esa interpretación. Muchos de ellos eran más bien continuidades de
la política religiosa monárquica, más específicamente borbónica.

De ahí que los temas que más interesan son los relativos a la
relación con la Santa Sede, la Inquisición, la reforma de las órdenes
regulares, el patronato, el clero secular en la política, la relación
jurisdiccional entre la Iglesia y los nuevos Estados independientes
(republicanos o monárquicos), las discusiones en torno a las
diversas definiciones de la catolicidad de los nuevos Estados, las
doctrinas galicanas, los primeros embates de un temprano
liberalismo, los debates en torno al lugar de la Iglesia en la
república. Abordaremos cada uno de estos temas, por cierto,
profundamente interrelacionados, y trataremos de comparar sus
diferentes interpretaciones en los contextos independentistas de
cada Estado.

La emancipación del reino de español surge cuando los dirigentes de Chiapas en


Guatemala, por medio de un acuerdo, impulsaron su Independencia del Reino de
Guatemala y declararon su rompimiento con las autoridades de la Audiencia para unirse
al Imperio Mexicano.

Ante dicha noticia, el Ayuntamiento de Guatemala decidió convocar a una junta general
en el Real Palacio para el 15 de septiembre.

Fueron llamados: el Arzobispado, la Real Audiencia, el Ayuntamiento, el Claustro


Universitario, el Colegio de Abogados, la Auditoría de Guerra, los jefes generales de los
cuerpos militares, el Protomedicato, las órdenes religiosas, los curas párrocos y la
Diputación Provincial.

La nota citatoria para convocar a los miembros de la Iglesia llegó al Deán del cabildo
catedralicio, por lo que el mismo decidió citar a una reunión urgente de los canónigos
para esa noche.

A la reunión se presentaron todos sus miembros; se les leyó la nota citatoria que les
solicitaba la asistencia de dos representantes del Cabildo a la junta del día siguiente.

Así, la representación de la Iglesia estuvo encabezada por el arzobispo de Guatemala,


doctor fray Ramón Casaus y Torres; el deán doctor Antonio García Redondo, quien
representó al cabildo eclesiástico; también asistió el canónigo José María Castilla, con
el cargo de provisor y vicario general del Arzobispado; además, la Iglesia incluyó en su
representación a los superiores de las órdenes religiosas y a los rectores de las
principales parroquias.

La junta extraordinaria se declaró abierta el 15 de setiembre de 1821 y se leyeron los


comunicados de los ayuntamientos de Chiapas, Comitán y Tuxtla con la nota para
considerar la Independencia y unirse al Plan de Iguala; luego de abierta la sesión, se
puso en discusión lo que se había comunicado en la nota citatoria.

No a la Independencia

El primero que hizo uso de la palabra fue el arzobispo Casaus y Torres que, como se ha
señalado, era un seguidor de la Monarquía y sostuvo sus ideas durante su alocución.
Atacó cualquier forma de independencia que se propusiera y, más aún, la fórmula
propuesta por el Plan de Iguala y los independentistas, y señaló que la Junta de Notables
no tenía nada qué hacer más que esperar la decisión de la Corte española sobre dicho
plan.

Lo siguió José Cecilio del Valle, quien a pesar de tener el cargo de Auditor de Guerra,
se pronunció a favor de la independencia de España y en contra del arzobispo, pero
sugirió esperar y consultar antes de tomar cualquier medida.

El otro miembro de la Iglesia que continúo fue el provisor y vicario general de la Iglesia
de Guatemala, el canónigo José María Castilla. Él atacó la propuesta de espera de Del
Valle y rechazó totalmente lo propuesto por Casaus y Torres; sus palabras fueron de
gran fervor libertario por una independencia total y sin espera, como lo señala Estrada
Monroy.

Esta actitud y sus manifestaciones, señalaron una rasgadura del cuerpo de la Iglesia, ya
que atacó fuertemente a su cabeza. El ambiente del recinto se fue caldeando hasta que
cundió el entusiasmo total lo que fue secundado por el pueblo congregado en las
afueras.

Ante el giro que se estaba dando de los acontecimientos, Casaus y Torres muy
indignado, pero manteniendo la compostura, solicitó que se le permitiera retirarse del
recinto, lo que se le concedió.

A favor de la independencia

De los 17 representantes de la Iglesia, entre sacerdotes y frailes que asistieron a la Junta


de Notables, ocho se pronunciaron a favor de la independencia y nueve en contra.

Con la independencia vinieron pronto los conflictos serios, especialmente con Francisco


Morazán, quien fue proclamado Presidente de la Federación, e invade Guatemala,
saqueando la Capital de la Federación.

La medida más radical que toma el 9 de julio es el destierro a perpetuidad y en forma


inmediata del Arzobispo Metropolitano, el dominico Ramón Cassaus y Torres,
juntamente con todas las órdenes religiosas, despojando a la Iglesia de todos sus bienes,
derechos y privilegios.

la Iglesia en América Central es el nudo de amarre de unas naciones que comienzan su


andadura en medio de agitaciones políticas permanentes y guerras civiles. En la medida
en que las naciones se van configurando -desde la independencia hasta la fecha se ha
intentado determinar los límites geográficos- queda más patente la fe cristiana como
plasma nutricio de estos países. Las intransigencias, las persecuciones, los
apasionamientos, no han desatado ese nudo que les permite hablar de una identidad. Los
abusos y desaciertos personales, por muchos que hayan sido, no consiguen opacar la
realidad de una Iglesia presente siempre junto áI indígena, al pobre, al enfermo, a todo
necesitado. Las órdenes religiosas rebasan las estadísticas de hombres y mujeres
entregados de lleno a esa labor de hospitales, asilos, orfanatorios, leprosarios y en
muchas instituciones creadas por la caridad evangélica. En m~dio del mayor
apasionamiento político anticlerical, el dictador Barrios ordenará en Guatemala que
permanezcan las Hermanas de la Caridad. Lo mismo ocurrirá en los años siguientes a la
Revolución de octubre del 44'. En las décadas últimas se ha dejado oír en
Centroamérica, la acusación de la Iglesia como culpable del atraso económico. Es una
acusación cargada de prejuicios: basta leer unas páginas de historia política y económica
para encontrar las causas. No hace falta, tampoco, hacer muchos cálculos: si los
millones que ha supuesto la guerra en estos treinta años, se hubieran invertido en la
promoción social, económica y cultural, Centroamérica estaría en los niveles más altos.
La fragilidad política y económica ha facilitado que Centroamérica sea un laboratorio
internacional de experimentos sociopolíticos, que se someta a pautas y
condicionamientos, de toda clase de organismos. Han sido, por desgracia, años de
destrucción y de muerte. Las iglesias locales han sufrido la tempestad.

Así, la Iglesia ha sido pionera de la educación para todos los


estamentos sociales y en todos los niveles educativos, pero ha
sido abanderada muy especialmente, y digámoslo con legítimo
orgullo, de la educación de los pobres: ¡de los marginados
sociales!

Esta tenaz labor, que es parte esencial de su vocación como


Iglesia, tiene en el clero regular y en el diocesano insignes
figuras, pero también las tiene en la presencia femenina de las
obras apostólicas y en el laicado

En este sentido, la Iglesia ha sabido “llegar” a la siempre muy


difícil “ruralidad”, y aún a los más complejos “territorios de
misión”, que lo son de por sí la gran mayoría de estas tierras
centroamericanas, así como también ha penetrado
exitosamente en las barriadas “urbano – marginales” de las
grandes ciudades de esta área geográfica.

Es digna de mención la excepcional obra de las y los


franciscanos, dominicos, mercedarios, betlehemitas,
salesianos, vicentinos… por sólo mencionar algunos.
En estos menesteres, su obra ha sido fecundísima, alcanzando
efectos decisivos en la construcción de los países que hoy
somos y que, de otra forma, no se habrían logrado. Sólo esta
mención:

Legislación e instituciones sociales, orfanatos, hospitales,


hogares de ancianos, casas de acogida, centros formativos en
artes y oficios, y, en fin, la inagotable lista de las
organizaciones caritativas de la Iglesia de las que ha hablado
extensamente Benedicto XVI en “Deus caritas est”, diciendo
que son un “opus proprium” suyo.

Asimismo, la Iglesia ha sabido contribuir con la construcción y


la conservación de la “identidad cultural” centroamericana:

su decisivo influjo se nota de manera fehaciente en los


procesos de “inculturación” de la fe, incluyendo la producción,
la promoción, la conservación y la custodia del patrimonio
cultural de estos pueblos hermanos.

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