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No podemos pasar por alto el hecho de que hace una semana unos de los genios más grandes de la

humanidad habría cumplido 265 años. Nacido el 27 de enero de 1756, Wolfgang Amadeus Mozart
fue el ícono del niño prodigio en el mundo musical del momento (ícono que más tarde sería
retomado por Felix Mendelssohn): compuso su primera sinfonia a los ocho años, su primera ópera a
los diez. Deberíamos decir que fue un gran exponente del clasicismo, pero esto no sería exacto si no
agregáramos el componente lúdico, desafiante, incluso erótico que caracteriza a su producción; la
risa, la irreverencia, la aparente simplicidad de la ironía fueron las marcas de su personalidad. Con
esto queremos decir lo siguiente: se trató de un genio cuya vida no se amoldó a los cánones
estéticos que su época pregonaba (de allí sus conocidas características: mujeriego, procrastinador
célebre, adicto al opio), y algo de esa indiferencia, de esa liviandad (que de ningún modo es
ligereza), se traduce en la música. Su escritura es cristalina, transparente, y algo muy misterioso -y a
veces inasible, que muy probablemente sea el fundamento de su inmortalidad- se agita debajo de su
superficialidad, su sencillez. Tanta es la claridad y la austeridad de esta escritura que se presenta
como un desafío enorme para el intérprete: no sólo cada error técnico, por más minúsculo que sea,
puede hacer que la obra caiga (algo que no pasa con otros compositores), sino que ella misma exige,
a condición de que suene mínimamente aceptable, una idea, una fraseo, un compromiso activo por
parte del instrumentista.
Sin embargo, el cuarteto que hoy nos toca representa algo muy diferente al resto de sus obras . Se
trata del segundo número de una serie de cuartetos dedicados al gran -inmenso- maestro del cuarteto
de cuerdas: Joseph Haydn. Como tal, representa una de las piezas más refinadas, trabajadas y
dedicadas de Mozart. Se ve acá -en toda esta serie de cuartetos- un Wolfgang maduro, serio, incluso
experimental. El no. 15, en Re menor, se abre con un primer movimento que rápidamente nos
retrotrae al universo barroco en sus primeros compases, pero que luego, con la presentación del
segundo tema -en Fa Mayor-, nos devuelve al mundo clásico, galante, haciendo de esta forma que
toda la obra se estrcuture como una suerte de síntesis virtual entre ambos universos de discurso. Si
se escucha con atención, se puede percibir en todos los movimientos algo que subyace: es la
repetición obsesiva de notas que se abre con el acompañamiento de violin 2 y viola. Este
“subjectum” de la obra se tornará en su marca distintiva.
Sin dudas, Mozart, un genio fallecido en plena miseria y enterrado en fosa común, nos deja, a
cambio de su corta -pero intensa- vida, un misterio. Parte de ese misterio -que compromete al arte
en su conjunto- es lo que nos lo hace tan difícil de interpretar, porque se trata de preguntarnos en
qué punto preciso la perfección en la forma y la belleza, como algo simple pero a la vez
conmovedor, pueden encontrarse.

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