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Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
1. La última canción
2. En el vientre de la ballena
Del diario de Claude Hestermeyer
3. El chico del chaleco de terciopelo verde
4. Los señores de las ballenas
Del diario de Claude Hestermeyer
5. El taller de Ellie
6. Alegría en una ejecución
Del diario de Claude Hestermeyer
7. Camina libremente entre nosotros
Del diario de Claude Hestermeyer
8. La catedral de Santa Celestina
Del diario de Claude Hestermeyer
9. Experimentos con agua de mar
Del diario de Claude Hestermeyer
10. El orfanato
11. La amenaza
Del diario de Claude Hestermeyer
12. La Ostrería
13. La Torre de la Serpiente
Del diario de Claude Hestermeyer
14. Antes de la Gran Inundación del mundo
15. Una visita de Hargrath
16. El Receptáculo
Del diario de Claude Hestermeyer
17. Su nombre
18. La perla
19. Los otros cuarenta y cinco
Del diario de Claude Hestermeyer
20. El chico que se perdió en el mar
21. El tiburón en el teatro
Del diario de Claude Hestermeyer
22. Fragmentos desaparecidos
23. Finn
Del diario de Claude Hestermeyer
24. La historia de Anna
25. El verdadero santo
26. El Enemigo
27. El niño de la barca de remos
Epílogo
Huérfanos de la marea
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Struan Murray
Para Ruaraidh, Robbie y Nona
1
La última canción
En el vientre de la ballena
El taller de Ellie
El orfanato
La amenaza
La Ostrería
La Torre de la Serpiente
El Receptáculo
Su nombre
La perla
El tiburón en el teatro
Fragmentos desaparecidos
Finn
La historia de Anna
—¿Ellie?
Ellie tenía la vista fija en sus brazos vacíos, en el espacio
que ocupaba su hermano hacía tan solo unos instantes. Su
propia respiración le retumbaba en los oídos.
—¿Dónde…? ¿Dónde…?
Retrocedió tambaleante hasta que tropezó con uno de los
bancos de trabajo. Sus hombros se arquearon hasta rozar
prácticamente los lóbulos de las orejas y presionó los dientes
con tanta fuerza que sintió una punzada de dolor en la
mandíbula.
—¿Qué pasa, Ellie?
Anna bajaba de la biblioteca, vestida aún con la ropa del día
anterior y con la cara abotargada por el sueño.
—Te he oído hablar. ¿Dónde está Seth?
—No hablaba con él —aclaró Ellie. Movió la cabeza en
todas direcciones y, al hacerlo, notó un extraño crujido en la
nuca, como si tuviese gravilla entre las vértebras—. Hay
algo… distinto —dijo, y una gota de agua helada penetró en su
corazón—. Creo que acabo de cometer un grave error.
—¿A qué te refieres? Estás temblando, Ellie. —Anna
empezó a frotarle los brazos para que entrara en calor—. ¡Y
estás helada, además! Espera un momento, ¿estabas hablando
con eso?
Ellie respondió con un gesto afirmativo. Estaba
rememorando mentalmente toda la conversación que había
mantenido con Finn.
—Por un momento lo he querido, como si fuese de verdad
mi hermano.
Anna parecía como si acabase de tragarse un gusano.
—¿Y por qué te has sentido así?
—Ha sido voluntario. Cuando me sentía así, el dolor
desapareció. —Se frotó el pecho—. Aunque solo por un rato.
Anna arrugó la frente, perpleja.
Ellie miró de reojo el diario de Hestermeyer, que seguía
abierto en el suelo.
—Si un parásito se alimenta de su anfitrión, es porque
necesita algo que solo este puede proporcionarle. Creo que eso
es lo que Finn ha estado buscando todo este tiempo. Y creo
también que es el secreto que contienen las páginas que faltan.
Cogió el diario.
—Escucha: «He sido un estúpido. He permitido que se
llevara lo mejor de mí» —leyó Ellie en voz alta—. Es lo que
dice justo después de las páginas que faltan. Siempre he
pensado que quería decir que había utilizado demasiados
deseos y que por eso estaba tan débil. Pero a lo mejor es que se
dio cuenta de que su error no era otro que entregarle su amor
al Enemigo, como si en realidad fuera Peter. Y eso era lo que
este necesitaba: el amor que Hestermeyer sentía por Peter. O el
amor que yo sentía por mi hermano. —Se le subió de repente
el corazón a la garganta—. Y es justo lo que acabo de
entregarle.
Anna cogió la manta de Ellie y se la echó por los hombros.
—Escúchame bien, de momento estás viva —dijo—. De
modo que aún no es demasiado tarde.
—Pero no creo que Hestermeyer durara mucho tiempo más
después de eso. En la última entrada, menciona su intención de
ir directamente a la Torre del Reloj de San Ángelo en cuanto
hubiese entregado su diario a la universidad. Y allí fue donde
murió. Imagino que lo más probable es que me quede un día
de vida, como mucho.
Anna emitió un gemido y tomó asiento al lado de Ellie.
—A lo mejor necesitarías…, no sé, negarle otra vez tu amor
—sugirió.
—Ya, pero ¿y eso cómo se hace?
—Piensa que si el Enemigo te ha tendido una trampa para
que le entregues tu amor, a lo mejor lo que debes hacer es
redirigir ese amor hacia el rumbo correcto… hacia el auténtico
Finn.
—Pero si ni siquiera recuerdo cómo era, Anna —dijo Ellie,
con la voz tomada—. Soy incapaz de visualizar su cara, ni de
rememorar el tono de su voz. Cada vez que lo intento, siento
un dolor espantoso en el pecho. No creo que el Enemigo me
permita recordar a mi hermano de verdad. Lleva todo este
tiempo intentando sustituirlo.
—Pues, en ese caso, tenemos que estimular tu mente. ¿Qué
te parece esto? —Anna cogió un tubo grueso de arcilla negra,
con una ballena grabada en el lateral. Sopló en su interior y
por el otro extremo salió un gorgoteo húmedo—. Esto era
suyo, ¿verdad?
—Me parece que sí —respondió con vaguedad Ellie—.
Pero no recuerdo cómo ni cuándo lo utilizaba.
Anna se mordió el labio.
—¿Y sus dibujos? —Recorrió el taller con la vista y sonrió
—. Los guardas en aquel arcón, ¿verdad? —preguntó,
señalando una caja metálica de gran tamaño que había junto a
la puerta de la habitación de Ellie. Corrió hacia allí—.
¡Haremos eso! Bastará con que mires bien esos dibujos y
seguro que entonces te acordarás de Finn.
La chica esbozó una mueca de dolor al ver la mirada
esperanzada de Anna cuando se disponía a abrir la tapa del
arcón. De pronto, la sonrisa de la huérfana titubeó, desapareció
por completo.
—Vaya —dijo, sacando del interior del arcón una masa de
papel grisáceo, con la tinta corrida y las hojas pegadas entre sí.
Miró a Ellie, sorprendida—. ¿Qué ha pasado?
Ellie bajó la vista hacia el suelo, triste y avergonzada.
—Cuando el Enemigo los salvó de la destrucción en el
orfanato, los guardé en ese arcón pensando que sería un lugar
seguro. Pero un día, unos meses después, vi una foca que se
había quedado enredada en una red, en un pozo entre las rocas
al que era imposible acceder. Se estaba ahogando, y por eso le
pedí a Finn… —Hizo una pausa para coger aire—. Le pedí al
Enemigo que salvara la foca. Vació el pozo. Y luego, un día
que volví a abrir el arcón…, me lo encontré lleno de agua de
mar.
Anna, pensativa, volvió al lado de Ellie.
—Estoy segura de que en el almacén del orfanato aún
quedan algunos dibujos de Finn.
—¿Tú crees?
—Sí. —Se le subieron los colores—. A veces, iba allí y me
quedaba un rato mirándolos.
El cuerpo de Ellie se zarandeó con un suspiro.
—Pero en el almacén hay miles de dibujos antiguos.
Necesitarás un ejército para localizar los suyos.
Anna se enderezó con orgullo.
—Tengo un ejército. Los huérfanos me ayudarán. Los
pondré a trabajar a primera hora de la mañana. —Posó la
mano en el hombro de Ellie—. Encontraremos la manera de
vencerlo.
La chica iba a pasarse la mano por el pelo pero se detuvo
antes de hacer el gesto, temerosa de que le cayera aún más.
—Se parece a mi hermano para que lo quiera. ¿Cómo voy a
vencerlo? No puedo dejar de querer a mi hermano.
—Y no tienes por qué hacerlo. Lo que sí tienes que hacer es
dejar de confundirlo con el Enemigo. Es muy sencillo.
Ellie apretó los dientes.
—No, no lo es. Ya te lo he dicho: el Enemigo no va a
permitir que me acuerde de él. Para que tenga que contentarme
con el otro Finn y…
—Solo existe un Finn, Ellie —dijo con firmeza Anna,
cruzándose de brazos—. Tienes que recuperarlo.
—No puedo. Está muerto.
Anna puso cara de exasperación.
—Si te mueres tú, ¿crees que dejarías de existir y ya está?
—¡Sí!
—Te convertirías en alimento para los peces, pero no te
irías del todo. Yo seguiría recordándote, y los huérfanos
también. Y tendrían tus inventos y todos los juguetes que les
has hecho.
—Pero yo no estaría.
—Sí, sí que estarías, Ellie —aseguró Anna, y se le quebró
la voz, tomando por sorpresa a su amiga—. Y mañana, cuando
te marches de la Ciudad con Seth, seguirás estando conmigo
—añadió, secándose una lágrima.
Ellie se quedó mirándola, pasmada.
—Pensaba… que venías con nosotros.
Anna miró a Ellie con tristeza.
—No. No puedo dejarlos aquí. Seth y tú os cuidareis
mutuamente. Supongo que es un buen chico. Pero los
huérfanos no tienen a nadie más.
—¿Y si no volvemos a vernos nunca más? —dijo Ellie con
voz temblorosa.
—Nos veremos, Ellie. Te lo aseguro.
Se quedaron en silencio y el sonido intermitente de Anna
sorbiendo por la nariz llenó rápidamente el taller. Cogió a Ellie
por ambas manos y cerró los ojos.
—Cuando llegué al orfanato, estaba siempre enfadada. No
hacía más que meterme en peleas. Siempre por tonterías, como
cuando le eché aquella araña en el plato de sopa a Agatha
Timpson. —Sonrió aun sin tener ganas—. Hablo de la época
en la que la gobernanta Wilkins dirigía la institución. Cada vez
que me metía en algún problema, me encerraba en esa
carbonera que hay en la calle hasta que se acordaba de que
estaba allí y decidía sacarme. —Miró a Ellie—. A ti nunca te
metieron ahí, ¿verdad?
Ellie negó con la cabeza, aunque recordaba muy bien el
olor de aquel lugar. A humedad, como a verduras podridas.
—Ahí dentro hacía muchísimo frío —prosiguió Anna—.
Las paredes estaban cubiertas con una capa de moho verdoso y
la única luz que entraba era a través de aquel agujero con
barrotes que había en la puerta. Pasé mucho tiempo ahí
metida. Y, como consecuencia de eso, los demás huérfanos no
me hablaban.
»Y entonces llegasteis tu hermano y tú. Recuerdo que te vi
en la sala de manualidades, rodeada de artilugios de cuerda.
Siempre tenías lápices metidos entre el pelo. Te tenía por una
loca. Pero tu hermano era muy simpático y un gran dibujante.
Siempre estaba rodeado por un corrillo de niños, y también se
le daba muy bien contar cuentos. Y conmigo era agradable,
por mucho que Agatha Timpson le dijera a menudo que no se
me acercara. Pero tu hermano siempre me sonreía y
hablábamos de tiburones. Hacía mucho tiempo que no me
sonreía nadie.
»Entonces, un día, Callum Trant me empujó por el pasillo y
le mordí el tobillo como respuesta. Volvieron a encerrarme en
la carbonera y pasé allí dos días enteros. Para matar el tiempo,
intenté contarme a mí misma cuentos e historias, pero era
como si tuviera el cerebro abotargado. Como si lo hubiera
olvidado todo. Entonces, a la tercera mañana, oí un tintineo
fuera, en la calle. De pronto vi un palo que pasaba entre los
barrotes, con un papel pegado en el extremo. —Se le llenaron
los ojos de lágrimas, pero acto seguido esbozó una enorme
sonrisa—. Era un dibujo en el que aparecía yo a bordo de un
barco y con una lanza. Estaba cazando tiburones. Me pasé
horas contemplándolo. Era como si estuviera en otro lugar. —
Miró de nuevo a Ellie—. Después de aquello, cada vez que me
encerraban en la carbonera, Finn metía nuevos dibujos entre
los barrotes. A veces aparecía yo matando monstruos, pero a
partir del momento en que nos hicimos amigas, siempre
salíamos nosotros tres, compartiendo alguna aventura en el
mar. Gracias a eso, aunque estaba encerrada sola…, no me
sentía sola.
Anna bajó la vista. Las lágrimas rodaban libremente por sus
mejillas y brillaban a la luz de la luna.
—Por lo tanto, aunque te marches con Seth, y aunque la
Inquisición guarde todos tus inventos en aquel almacén
horripilante y prenda fuego a tu taller, tú seguirás aquí. —Se
llevó la mano al pecho—. Seguirás siempre aquí, ¿entendido?
Ellie atrajo a Anna hacia ella y la abrazó con todas sus
fuerzas. Permanecieron así durante unos minutos felices, hasta
que Ellie notó que a su amiga le rugía el estómago.
Esta la miró y esbozó una mueca.
—¿Tienes algo de comida por aquí? No, espera, no hay
tiempo. Tengo que ir a buscar esos dibujos. —Se apartó a
regañadientes de Ellie—. Fry e Ibnet y los demás me
ayudarán. Pero, Ellie…
Anna bajó la vista con ansiedad, como si le diera miedo
decir lo que iba a decir.
—¿Qué pasa? —preguntó Ellie en voz baja.
—¿Te acuerdas de ayer, cuando le arrojaste aquel vaso de
agua a Seth porque te mencionó la muerte de tu hermano?
Ellie asintió. Anna respiró hondo.
—La que hizo eso fuiste tú, no el Enemigo. Tal vez no sea
esa cosa la que no te permite recordar a Finn. Tal vez seas tú
misma.
Ellie notó de repente una conocida sensación de vergüenza
en el pecho. Soltó la mano de Anna. Bajó la vista hacia el
suelo.
—Estabas intentando encontrar la manera de curarlo —
continuó Anna—. Estabas haciendo todo lo que podías por él.
Ellie la miró, aún avergonzada.
—Pero si hubiera estado allí a su lado…
De pronto, llamaron a la puerta. Las dos chicas
compartieron una mirada de preocupación. ¿Quién podía ser, a
aquellas horas?
—¡Ellie! Ellie, ¿estás ahí? Ellie, necesito que te despiertes.
Era la voz de Castion.
—Estoy aquí —dijo Ellie, corriendo hacia la puerta. La
abrió rápidamente y se encontró frente a frente con el señor de
las ballenas. Su expresión era muy seria—. ¿Qué sucede?
—Han encontrado tu barco submarino. La marea lo ha
arrastrado hacia los Verdes y lo han visto por allí hará cosa de
media hora.
Ellie se quedó mirándolo, perpleja.
—Pero… si lleva todo este tiempo en mi segundo taller. No
funciona.
Castion puso mala cara.
—No sé qué decirte. Pero está allí. Lo han avistado unos
guardias. Y ahora… se ha presentado allí la Inquisición.
—¿Qué? Pero ¿por qué? —preguntó Ellie, tan nerviosa que
notaba el latido del corazón en las sienes.
—Lo consideran sospechoso. Tendrías que ir y ofrecerles
alguna explicación.
Anna corrió a darle el abrigo a Ellie, junto con una camiseta
y un par de pantalones. Castion esperó fuera a que se
cambiara.
—¿Crees que puede haber salido al mar por culpa de la
tormenta? —preguntó Anna.
Ellie hizo un gesto negativo.
—Es imposible. —Se puso el abrigo—. ¿Qué has hecho,
Finn? —susurró, y una risilla infantil retumbó en su cabeza.
«¡Nada! —respondió una voz—. ¿Cómo quieres que haya
hecho algo? Tú misma has dicho que no me quedaban deseos
porque me negué a ayudarte a salvar a Hargrath. ¡Y siempre
tienes razón en todo! ¿Verdad, Nellie? Eres tan, pero que tan
lista…»
—Adelántate tú —le dijo apresuradamente a Anna—.
Enseguida te atrapo.
Ellie abrió unos centímetros la puerta del sótano y le habló
a la oscuridad.
—¡Seth!
—Mmm… —respondió la voz adormilada de Seth—.
¿Ellie? ¿Qué pasa?
—Tengo que salir. Tú quédate aquí. Mantente sano y salvo.
—¿Va todo bien?
Ellie frunció el ceño.
—No lo sé. Volveré en cuanto pueda.
Salió del taller y atrapó enseguida a Castion y Anna. El
señor de las ballenas se detuvo un momento para reajustarse
las correas de su pierna mecánica y siguieron andando por la
calle del Orfanato.
La noche era fría. A lo lejos se oían los ladridos de un
perro, pero la Ciudad estaba dormida y todas sus ventanas,
oscuras. Recorrieron la amplia calle de San Horacio en
dirección a la costa. Doblaron una esquina y el mar se presentó
ante ellos con una línea de plateada luz de luna delimitando el
horizonte.
Ante ellos se extendían los Verdes, llamados así porque era
la única parte de la Ciudad con cierta vida vegetal —aunque
tremendamente escasa, eso sí, puesto que de la estrecha franja
de terreno gris y polvoriento apenas brotaba una docena de
flacos manzanos, retorcidos y encorvados como ancianos—.
Más allá de los Verdes, destacaba por encima del nivel del mar
un amplio tejado. Sobre él se habían congregado numerosas
siluetas, y todas ellas estiraban el cuello para inspeccionar algo
que había en el agua. A medida que fue acercándose, y a pesar
de la enorme cantidad de algas que envolvía sus hélices, Ellie
identificó perfectamente el objeto que se balanceaba en el mar:
la forma voluminosa, hecha con metal y cuero, de su fracasado
barco submarino.
Las siluetas acabaron siendo tres inquisidores y cuatro
miembros de la guardia. Tres de los guardias apuntaban con
sus ballestas el barco submarino, mientras que el cuarto
sujetaba las riendas de un caballo, que tenía sujeto a la brida
un largo de cuerda que se extendía hasta la nave.
Castion ayudó a Anna a encaramarse al tejado, y después a
Ellie.
—No te preocupes —dijo, al ver la expresión tensa de la
chica—. Seguro que podremos aclararlo todo.
Uno de los inquisidores, un joven pelirrojo, avanzó hacia
ellos.
—¿Eleanor Lancaster? —dijo sin más preámbulos—. Me
han dicho que esta máquina te pertenece.
—Sí —respondió Ellie con un hilo de voz.
—Dinos, entonces, cómo se abre.
Ella se quedó dudando.
—No puede abrirse desde fuera. Solo desde el interior.
El inquisidor la miró entrecerrando los ojos.
—Y entonces ¿qué hace aquí?
Ellie respondió tartamudeando.
—No-no lo sé. La última vez que vi el barco, es-estaba en
mi taller. Nunca conseguí que funcionara.
—Seguro que alguien la ha robado —intervino Anna.
El caballo se levantó sobre sus patas traseras y relinchó,
asustado. Los inquisidores y los guardias lo miraron,
sorprendidos, y a continuación dirigieron la vista hacia el
submarino.
Se oían ruidos en su interior. Un sonido de golpes.
Una mano batiendo contra las paredes de cuero.
—¡Ahí dentro hay alguien! —gritó un guardia, levantando
la ballesta para apuntalarla mejor sobre el hombro.
—Ellie —le dijo Castion al oído—. Dime qué pasa.
—Los tanques se están quedando sin aire —observó,
señalando el indicador de presión—. Quienquiera que esté ahí
dentro no puede respirar.
«¡Qué encantadoramente familiar me suena todo esto! —
exclamó la voz de Finn en su cabeza—. ¡Un enorme bulto
submarino arrastrado por la marea, con una persona
ahogándose y atrapada en su interior!»
—¿Quién es, Ellie? —preguntó Castion—. ¡Dímelo!
Se oyó entonces un chirrido metálico provocado por el giro
de una rueda metálica mal engrasada. La escotilla de forma
circular de la parte superior de la máquina se sacudió para
desplazarse un par de centímetros antes de abrirse por
completo.
Asomó por ella una mano temblorosa.
«Esto no te va a gustar en absoluto…», dijo Finn.
Y de repente, apareció un hombre por la escotilla, con su
pelo habitualmente impoluto enmarañado y grasiento, con
unos ojos oscuros abiertos de par en par de puro terror. Aspiró
grandes bocanadas de aire. Y entonces, cuando vio a Ellie, el
odio contrajo su cara macilenta.
—Tú —susurró—. ¡TÚ!
Ellie se alejó rápidamente y se acurrucó detrás de Anna.
Castion pronunció una sola palabra con incredulidad.
—Hargrath.
25
El verdadero santo
El Enemigo
Huérfanos de la marea