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Jito, el jitomato

Sonia Ea Limón Suárez


D ianita tenía cinco años y era una
niña vivaracha y risueña a la que
le gustaban los libros. Por
eso, pronto aprendió a leer.
Ella contaba con la dicha de
tener a su abuelita Mima,
quien le narraba cuentos
interesantes y bellos.
Una tarde, el sol se escondió para dar paso a enormes nubes de agua y, senta-
da muy cerca del regazo de su abuela, quien reposaba en una mecedora cómoda,
la pequeña le pidió que le contara una de esas historias que ella sabía. La amable y
erna anciana respondió:
—Hace varios cientos de años, los españoles llevaron el jitomate de América
a Europa, pero por mucho empo permaneció en los jardines botánicos como una
curiosidad porque la gente lo confundió con un fruto venenoso llamado poma de
amor. Con el paso de los años, los italianos aprendieron a diferenciarlos y hoy en
día preparan salsas, ensaladas, sopas, jugos y hasta cocteles con el jitomate.

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—¡Qué interesante abuelita! ¿Qué más?
¡Cuéntame, cuéntame! —expresó emocio-
nada la pequeña.
—Un día, en un campo resplandecien-
te, digno de admiración y alegría, ¡lleno
de jitomates!, resultó que uno de ellos
era diferente. Todos sus hermanos lucían
rechonchos, rojos y jugositos, pero
nuestro amiguito Jito, el jitoma-
to, ¡no había crecido!
—¡Oh, qué desgracia! No crecí como mis herma-
nos. ¿Qué será de mí? —se lamentó Jito.
Por fin llegó el momento en que los
campesinos, muy contentos, levantaron
la cosecha. Sólo escogieron a los mejores,
los pusieron en cajas para venderlos en una empa-
cadora donde los harían puré de tomate. Todos los
jitomates fueron seleccionados. Todos, menos uno:
Jito, a quien aventaron al piso como
cualquier basura.
¡Oh, qué caída tuvo! ¡Pobre ami-
guito! Entre sollozos no le quedó
más que permanecer en el suelo,
sobre la erra y las piedras.

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Ese mismo día, por la tarde, comenzó a soplar aire: ¡Fiiuuuu!... ¡Fiiuuuu!... Y era
tan fueœe que el pobre tomato rodó ladera abajo. Jito gritaba de dolor y terror:
—¡Ay de mí! ¡Mi pequeño cuerpecito! ¡Qué dolor! ¡Me voy a hacer puré!
¡Pobre jitomate! Había que verlo para que se le desba-
ratara a uno el corazón. Rodaba y rodaba. ¿Acaso
su carrera no tendría fin? En ese momento,
rebotó contra una piedra y cayó al lado
del camino, junto a una casucha de lo
más pobre que te puedas imaginar.
La noche lo cubrió todo, el vien-
to cesó y, con el canto del gallo,
nació un nuevo día. ¡El sol resplan-
decía! Era un nuevo amanecer, una
nueva esperanza.

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Un niño de pies descalzos, ropa humilde y mirada triste, que habitaba esa peque-
ña casa, llegó hasta donde se encontraba Jito, lo vio y se extrañó al
contemplarlo tan pequeño. Tal parecía que Jito imploraba:
—¡Levántame, niño, por favor! ¡Me duele
todo mi redondo cuerpecito!
Como por encanto, el niño lo
recogió y lo llevó a su hogar. Al lle-
gar, gritó emocionado:
—¡Mamá, mamá! ¡Mira lo que
encontré! ¡Un jitomato! ¿Podrías hacer-
me una rica sopita con él?
—No, hijito, es tan pequeño que
no alcanzaría ni para un plato de sopa
—respondió la mamá.

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Jito contempló la humildad de la morada en que vivía aquella mujer con su hijo
y muy triste se dijo:
—Soy tan insignificante. Si tan sólo sirviera para calmar el hambre de este
pequeño y de su madre…
Entonces, la mujer se quedó pensava y luego de un rato exclamó:
—¡Ya sé qué haremos, hijo! Sembraremos las semillas y después de un empo
nos darán jitomates.
Jito suspiró aliviado. Había una esperanza. Ese mismo día, pusieron las simien-
tes a secar al sol, para luego sembrarlas.
Pasó el empo y las plantas crecieron grandes, florearon. Una mañana soleada,
el chico salió y no podía creer lo que sus ojos veían. Las matas estaban cargadas de
jitomates bellos, ¡enormes! El niño saltó de alegría y de inmediato buscó a su madre:
—¡Mami! ¡Mami! ¡Ven a ver nuestros jitomates!
Ambos se acercaron presurosos a contemplar tal milagro. ¡Tendrían algo más de
alimento!

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Desde el fondo de la erra, el espíritu de
Jito, orgulloso, contemplaba los bellos hijos
que habían dado sus semillas. Qué maravi-
llado se sentía, a la vez que pensaba:
—Veo que no era tan insignificante. Ser-
ví para dar felicidad y alimento a esta familia.
¡Qué alegría!
Madre e hijo cosecharon los ricos y jugosos
tomates que Jito les dio. Llenos de sasfacción los
disfrutaron. El chico creció un poco más
sano y no olvidó jamás a aquel jitoma-
to. Cada vez que lo recordaba, miraba al
cielo y lo veía. ¡Cuán grande y maravi-
lloso había sido en realidad!

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—¡Oh! ¡Qué bello cuento abuelita! —dijo Dianita conmovida.
—Sí, hijita. Nos enseña que por muy insignificante que otros nos quieran hacer
senr, no debemos permirlo. Todos somos valiosos y siempre tendremos algo
bueno para dar a los demás.
—¡Gracias abuelita! Nunca olvidaré tus enseñanzas ni permiré que nadie me
haga senr menos.
Así, con mucho amor, abuela y nieta se fundieron en un cálido abrazo.

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