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INDICE
Los rebeldes y los serviles
El realismo perfecto
La calle de los estudiantes
¡Güelga nomá, chamigo!
Moral de bragueta
El despojo
El amable Mayor Peirano
El santo padre y las mujeres argentinas
El niño y los pececillos
Panzermeyer
La declaracion
Nuestra topografia de terror
Los libros y el General
La guerra sustituta
Batallas argentinas
Una historia muy argentina
Crimen e impunidad
Génesis, desaparición y regreso de una pelicula
De Corach a Galtieri
El General y la madre
Indios y quebrados
Cutral – Có
Finalmente balas
Los rebeldes y los serviles
Cuando uno recorre las líneas de los diarios de este mayo siente como si los pies
estuvieran pisando algo blando, resbaladizo, excrementicio. Como si al olfato le llegara
aroma de chiquero, inmundo, sórdido, pringón. El abrazo de dos generales: Balza con
Galtieri, la foto de Menem junto a Patti, los dos orgullosos de juntarse frente a cámara;
la propaganda en Tucumán para reelegir como mandamás al asesino más delineado
del siglo, en la figura de su hijo; el “almirante” Massera tal vez el asesino más contumaz
y aprovechado de la historia argentina, gozando su “prisión” en su “country” de
Pacheco; el riojano Maiorano, “defensor del pueblo” que cobra para defender a los
jubilados una jubilación de privilegio y un sueldo en total de diez mil pesos. Pero
además también cobra diez mil pesos mensuales, la lacra máxima de la vida argentina:
los dictadores fuera de servicio, como Bignone, el único general de la historia del
mundo que entregó a sus propios soldados para que los hicieran desaparecer, o ese
general franquista, de reducidísimo control inteligente, Levingston, que sus mismos
complotados lo echaron a los nueve meses. Pero, además, a todos los ganapanes de
la dictadura procesista, los que pusieron su culo en los sillones del poder
desaparecedor, les estamos pagando privilegio. Todo parece un chiste macabro. Un
realismo mágico del mal, la corte de un Alí Babá de cuarenta ladrones y más de treinta
millones de alcahuetes con columna vertebral de gomaespuma. ¡Cómo nos damos
cuenta ahora la gran oportunidad perdida en diciembre de 1983, aquel momento de
recuperar la democracia cabal, para siempre! No, todo se arregló en la viveza del
arreglo, del pacto mafioso. Se nos engañó con los discursos de balcón y con aquello de
que la casa está en orden y seguimos viviendo en la suciedad y la mentira.
Balza se abraza con Galtieri, su ex jefe y predecesor que denigró el nombre argentino
en todos los campos. Basta describir uno solo de sus crímenes: los ciegos de Rosario a
quienes despojó hasta de su perro lazarillo, su casa, sus muebles, su hijito y les dio esa
casa a los gendarmes para que hicieran sus festicholas; una infamia marca Galtieri que
supera en detalles todas y cada una de las crueldades de la historia de la infamia de
estos mundos cristianos; pero además de la crueldad con prisioneros y el robo de sus
pertenencias en lo que se destacó Galtieri cuando era comandante del segundo cuerpo
del ejército, está su absoluta inutilidad en la guerra de Malvinas. Ya antes demostró su
irresponsabilidad propia de general borracho. No lo digo yo sino el informe que hicieron
los generales de la comisión Rattenbach cuando juzgaron la derrota de Malvinas. Dice
textualmente: “En marzo de 1981... al poco tiempo al ocurrir un incidente con oficiales
del Ejército Argentino en Chile, el comandante en jefe del Ejército, general Galtieri,
dispuso el cierre de la frontera. Esta grave decisión inconsulta conmovió al nuevo
gobierno (Viola) y obligó a una intensa y delicada gestión por parte de nuestra
Cancillería. Por esa razón, el tema Malvinas quedó postergado”. Es decir, el general
temulento quería la guerra a toda costa, sea como sea y sea contra quien sea. Los
efluvios alcohólicos de media noche lo transformaban en un Napoleón de Villa Ortúzar;
su voz aguardentosa escuchada en el balcón de la Rosada es uno de los episodios
más bochornosos de toda nuestra historia. El general asesino y torturador haciéndose
el San Martín empujado por el cóctel de whisky, vino y la cobardía de todos. El general
en sus largos insomnios se frota con la sangre y el aliento de sus desaparecidos y
torturados y de sus soldaditos atrapados por la traición y la muerte y tiene sus
eyaculaciones como vómitos de alcohol y sangre agria. A ése lo abrazó el actual
máximo militar argentino. Fíjese cómo le ha quedado el uniforme, general Balza. Pero
por más que lo lave y lo friegue le va a oler mal, un olor que contiene cobardías
cargadas de efluvios nacidos de las glándulas acoquinadas por las marchas y
contramarchas del acomodamiento y las lascivias de la falta de coraje civil. En vez de
abrazar a vilestorturadores de embarazadas vaya a pedirle perdón en nombre de su
Ejército a los hijos que nacieron en las celdas de los campos de concentración.
Usted se está por ir, general Balza, es por eso que trata de acomodar las cargas, no
vaya a ser que el piso empiece a moverse de nuevo y los de ayer reaparezcan.
El segundo capítulo –tal vez el más inverosímil para un lector de otras latitudes– es el
que se desarrolla actualmente en Tucumán. Donde habrá elecciones en pocos días.
Describir al general Bussi es muy difícil, no alcanzan las palabras. Bastaría enumerar
todas las acusaciones comprobadas para formarse un cuadro de un monstruo que ni
siquiera sería apto para vivir en la jaula de un museo de la imaginación maligna.
Secuestrador, fusilador, torturador, con cuenta privada en Suiza. Que se puso a llorar
delante de todos los periodistas cuando le preguntaron dónde y de quién obtuvo ese
dinero y por qué lo tiene en Suiza. Detengámonos aquí. El general Bussi moqueando
como un pobre diablo, en su despacho de gobernador de Tucumán. Imagen detenida.
El episodio fue primera página de los diarios. El tucumano Isaías Nougués le recordó
en una carta pública que el señor general de la Nación Domingo Bussi, cuando la
madre del desaparecido joven Alsogaray le fue a pedir por su hijo con lágrimas en los
ojos, él, Bussi, le gritó a la afligida mujer “ahora no me venga a llorar aquí”. Valiente el
bruto de jinetas. ¿Vale la pena seguir después de esto? No, sólo para agregar, que
Bussi fue quien patrocinó una acción tan degradante que merecería el repudio para
siempre de toda la gente de bien: juntó a ciegos, tullidos, gangrenosos, pordioseros y
otros seres víctimas de la vida y los arrojó en selvas llenos de alimañas. Aquí paro. No
puedo seguir. Para continuar con esto necesitaría la capacidad de esos escritores que
en los sesenta hicieron famoso el estilo del “realismo mágico” y tener la imaginación de
un colombiano o un caribeño. Más todavía, tendría que ser capaz de emplear un nuevo
estilo que bien podría llamarse “realismo perverso”. Porque cómo si no me van a creer
justamente los seres humanos de otras latitudes si les digo que ese general fue electo
por las mayorías tucumanas como gobernador. Y eso que basta mirarle el rostro al
susodicho para darse cuenta de quién es y de lo que es capaz. Más todavía, ahora ha
empujado a su hijo para que lo represente en la gobernación, al estilo de aquellas
inverosímiles monarquías bananeras como la de Rafael Leonidas Trujillo. Y va a ser
elegido en las próximas elecciones. Bien, los argentinos somos capaces de todo y al
parecer, en especial los tucumanos. Dicen –lenguas muy pérfidas, por cierto, tal vez de
origen anarquista o marxista– que a Tucumán ya no la van a representar con la caña
de azúcar sino directamente con la banana.
Tucumán, la querida y amada provincia, donde pasé cuatro años de mi infancia. La
calle Lamadrid por donde pasaban los carros con la caña recién cortada, doña Josefa
Naranjo, la vecina que nos traía a los niños humitas y tamales, la plaza cercana con su
historia, el Aconquija, con sus verdes, sus azules y sus rojos. Hoy, el nido de los
ofidios.
Pero Tucumán volverá a surgir con todos aquellos que no se han rendido y que
merecen ser los actores de un segundo congreso, como aquel de 1816. Y La Rioja, la
de los llanos, dejará de ser la tierra de las jubilaciones de privilegio, de los Maiorano y
de los Granillo Ocampo (que conjuga la metáfora más inimaginable del realismo
perverso: funcionario de la dictadura militar de la desaparición de personas y ministro
de Justicia de la Nación de esta democracia).
También soñamos que por los llanos riojanos vuelva gente como aquel gaucho entre
los gauchos, el Chacho Peñaloza y aquel hombre del coraje civil y la palabra altruista:
el cura Angelelli.
La Calle de los Estudiantes
Estas dos últimas semanas hemos comenzado a sentir historia, la gente ha salido a la
calle y se ha puesto a marchar. El jueves pasado viví algo nunca experimentado en los
sesenta y cinco años que vivo en Belgrano. Estoy casi en una esquina que da a
Monroe. Durante todos los años vividos allí nunca vi marchar manifestaciones por esa
calle. Salvo las de los hinchas de River cuando salían campeones o le ganaban a
Boca. El jueves de la semana pasada un murmullo que avanzaba me alertó, después
me hizo levantar de la silla hasta que al final me llevó a abrir la puerta de casa y salir:
sí, eran estudiantes que avanzaban ocupando la calle de vereda a vereda y no gritaban
un anecdótico y pasajero eslogan de camiseta, sino que las palabras que invadían la
calle enunciaban dignidad y dejaban al desnudo la pobreza y el cinismo de los que nos
gobiernan. Me puse en puntas de pie en el umbral y los aplaudí entusiasmado. Se
iluminaron sus rostros de sonrisas y levantaron sus manos en saludo. Los vi pasar
como si todos tuviesen coronas de flores en sus cabezas, como si marchasen al triunfo
final como aquellos obreros de principio de siglo que con sus banderas llenaban las
avenidas para lograr las ocho horas de trabajo. Al día siguiente, en la Facultad de
Filosofía vinieron los estudiantes a pedirme que les diera una clase en la calle. Lo
hicimos, en Acoyte y Rivadavia. Esquina donde pasan todos los automóviles del mundo
al mismo tiempo. Era una escena para Fellini: todas las bocinas, todas las sirenas, los
ojos de vidrio y los palos amenazantes de mil policías. Y nosotros en el ágora griega
hablando de futuros y de la misión que cargábamos sobre los hombros de hacer felices
para ser felices. Estábamos defendiendo el derecho a la cultura popular, el ladrillo de la
escuela pública, el libro de la adolescencia y la dignidad de los maestros del pueblo. No
nos amilanaron ni los subcomisarios panzones, ni los alaridos histéricos de patrulleros
cada vez más cercanos, ni los frenéticos pero atildados dueños de los Ford Orion en
sus masturbados volantes. Una escena perfecta entre los rostros y la voz limpia del
sentir libertario frente a los dueños del poder que con chirrido morboso pegaban
pataditas impotentes encerrados en sus tanques civiles. La voz joven en la discusión
por los derechos de los sin derechos y los humillados, contra el murmullo sobón de la
sociedad establecida que era arrancada de sus discusiones vaselinadas de
candidaturas e internas. De pronto, lo que ellos llaman “democracia” había sido
reemplazada por la gente joven que llenaba las calles de la democracia sin comillas.
Cuando terminé la clase se me acercó un señor bien atildado, de bigotes ya canos,
bien afeitado con lavanda. Y, valiente, me increpó. Se lo veía acostumbrado a mandar.
“Usted arregla sus propios complejos en la calle -me dice, firme– pero yo por culpa
suya hace media hora que tengo mi auto parado sin poder pasar.” Lo miro y en tono
comprensivo, casi profesoral, le digo: “¿Sabe lo que es usted?”. Y le agrego la
respuesta: “Usted es un egoísta. A usted le preocupa su auto, a estos jóvenes les
preocupa la cultura de su pueblo. Vaya a quejarse a la Casa Rosada, por Rivadavia
derecho. Allí lo van a atender los suyos”. “No me confunda, yo no soy menemista”, me
responde. “No importa, lo van atender igual”, finalizo. Dos estudiantes lo toman de los
codos y lo devuelven a su destino.
Creo que, después de su espera obligada, el airado amigo del orden se habrá ido a
afiliar a algún partido de los Bussi, Patti o Rico. O soñarcon que vuelva la Liga
Patriótica Argentina, aquella fuerza de la gente de bien que limpió las calles y las
pampas patagónicas de gauchos alzados y anarquistas de pensamiento foráneo.
De Rivadavia y Acoyte volé a la Universidad del Comahue; allí en el aula magna
neuquina estaban los docentes, los representantes de los organismos de derechos
humanos, los estudiantes. Les hablé sobre misión y deber de la docencia justo cuando
los Menem, los Corach y los Anzorreguy querían proscribirla para financiar la vanidad
del lujo de su séquito. Los dueños del poder político quisieron arrojar a la docencia –
esa sublime claridad- al lugar de los trastos sin uso para dar lugar al posmodernismo a
la Yabrán-Yoma, mordida marca registrada. En ese aspecto, los argentinos hemos
superado ya el período del realismo mágico para pasar al de la turrada simple y llana,
sin disimulos. Por ejemplo esto, apenas un detalle al pasar: nuestro actual ministro de
Justicia de la Nación, doctor Granillo Ocampo, fue funcionario de la dictadura militar del
sistema de la desaparición de personas. Y ahora es nuestro ministro de Justicia. De
Justicia, repito. Lo merecemos. Además hace poco vimos el mal ejemplo dado por él en
las recientes elecciones internas del justicialismo, acusado de fraude, manipulaciones y
todas esas características que hacen a este período vergonzoso de nuestra vida
institucional. Un signo distinto que nos podría llevar a ser clasificados como
“Bananenrepublik”, con sello y todo. Esta realidad, por sí misma, es una bofetada a
todos los principios de la Etica, una burla para todos aquellos que dieron su vida por
dignidad y respeto. Al soportar esta realidad todos nos hacemos culpables del principio
de inmoralidad de nuestras acciones. Resulta hasta extraño: ¿por qué los argentinos
nos permitimos vivir con tanta falta de respeto hasta con nosotros mismos? ¿No es
también una falta de respeto a nuestros hijos, a nuestra familia, a las próximas
generaciones? ¿No es acaso mezclarnos en la impudicia? Cuando veo en qué
condiciones de deterioro tienen que estudiar los estudiantes de la facultad donde
enseño me pregunto si yo mismo estoy cumpliendo con mi deber ético. ¿Y si de tanto
esperar se corta la cuerda del equilibrio de la esperanza y somos lanzados por la santa
ira a defenestrar a sanguijuelas y aprovechados? La Calle, El Grito, La Protesta. Tres
nombres de diarios obreros del pasado, que lograron con el pulmón, la piedra, la furia y
la razón las ocho horas de trabajo. Mientras hoy, nuestros hijos trabajan catorce horas
en los McDonald’s.
Y de las tierras del Comahue me vine al café literario de las Madres de Plaza de Mayo.
Sí, un café literario. La incredulidad amenaza. Mientras Menem y consortes proyectan
poner piedras fundamentales de diez futuras cárceles, las Madres abren una librería
con café literario. Más que realismo mágico, realismo utópico. Les robaron a sus hijos
pero ellas crean una librería. Qué más decir. La secuencia lo dice todo. ¡Qué fuerza!
Mientras el Gobierno vota más millones para la SIDE y los gastos de representación,
las Madres colocan una vidriera con libros y una mesa de periódicos alternativos con
los sueños de los jóvenes de los barrios. Los estudiantes ya han ocupado las calles
argentinas.
¡Güelga nomá, chamigo!
Cuando uno regresa al país –a la región, hubieran dicho los libertarios, quienes sabían
expresar sus principios hasta en la palabra aparentemente más insospechable– siente
casi siempre una alegría de infancia, una nostalgia feliz. Pero cuando justo uno llega en
el tiempo en que se recuerdan los días de la infamia, en aquellos días en que a uno se
lo perseguía como a un perro sarnoso, indefenso y de puertas cerradas, que se
entreabrían a veces sólo para cuchichear el nombre de un amigo asesinado. La época
de la infamia, la época del despojo.
Se llega con la tristeza del recuerdo, del dolor que habrán tenido los rostros de los
perseguidos en el momento supremo, sorprendidos por lo inexplicable.
Recorro las calles de la persecución y de aquel miedo de marzo. Me encuentro con mi
amigo Claudio Capuano, médico. Viene cargado de papeles. Son papeles para una
investigación que está haciendo. Sobre los trabajadores de la salud desaparecidos.
Trabajadores de la salud, qué definición hermosa. Salud, el saludo libertario y salud, la
joya de la alegría, de la hermandad, del caminar sonriente por las alamedas de la vida.
Los niños sanos. Y conformaron justamente ellos una de las hermandades –hermosa
palabra hispana– más perseguidas por los reptiles de marrón terroso. Basta un solo
nombre, Hospital Posadas, para desnudar todo el crimen de esos días que sólo puede
describirse con un solo nombre: general Suárez Mason, sí, ese que terminó huyendo a
Estados Unidos –de donde lo trajeron esposado– después de declarar que él no actuó
en la represión sino que los culpables eran otros generales. Para este capítulo
fundamental de la Historia Universal de la Infamia está el video de la televisión
estadounidense –así paga el diablo– que deja desnudo al General de la Nación de
breeches y botas chorreadas en el momento de la verdad.
¡Con qué saña se persiguió a los trabajadores de la salud! Claro, porque son ellos los
que tienen a diario el verdadero rostro de la sociedad, en ese cuadro vivo constante
que es el hospital. Toda la documentación que me muestra Claudio Capuano se refiere
a un caso sobrecogedor. Sin explicaciones.
23 de marzo de 1977, la jefa de residentes del Hospital Italiano, doctora Alicia Ofelia
Cassano, de 27 años, camina con su marido, el estudiante del último año de Medicina,
Roque Gioia, por la calle Rincón al 300, de Banfield. Son las 17.30. De pronto se bajan
de tres automóviles individuos armados. Un “operativo”, en la jerga militar de los
hombres de Videla. Les dan la voz de alto a los dos jóvenes. La doctora Cassano se
detiene, sorprendida; Roque Gioia no obedece y ahí nomás lo balean con toda
impunidad. Ninguno de los dos atacados tenía armas. Todo esto a la vista de una
veintena de testigos: viandantes, vecinos, la propia policía. A la joven y al herido los
cargan en un auto y los llevan al Country Club de Banfield. Allí, en presencia de
incontables testigos asustados y sorprendidos, la obligan a Alicia a desnudarse. El
teniente del Ejército Juan Eduardo Aguiar Duhalde, jefe del operativo, le grita con
vozarrón militar de macho externo: “Largá la pastilla, largá la pastilla”. Alicia no tiene
ninguna pastilla, entonces la meten desnuda en el baúl del mismo auto donde su
esposo se desangra y expira.
Y ahora comienza la larga muerte de la doctora Alicia Cassano. Durará meses, y su
humillación será total, bajo la mano maestra del general de la Nación Argentina Carlos
Suárez Mason, en quien el ministro de Economía Martínez de Hoz tiene una confianza
absoluta: va a ordenar el país para poder adoptar sin problemas el sistema “liberal” que
ha prometido a la sonriente y esperanzada banca extranjera. Y para eso, Martínez de
Hoz sabe que deberán morir muchos médicos, docentes, estudiantes, delegados
obreros, madres encintas. Todo un programa para enorgullecer a los argentinos de
bien. En el caso de la joven médica, Suárez Mason será ayudado por verdugos
implacables: el coronel Minicucci, tristemente ridícula figura en breeches recortados “a
la SS”; y otro más: el teniente coronel apellido repetido Suasnávar Suasnávar. La
desesperada madre recorrerá cielo y tierra hasta que será atendida por el susodicho
Suasnávar Suasnávar, que le gritará detrás de su escritorio un anatema definitivo:
“Señora, no se queje: su hija curó”. Curó, tal cual. Un pecado mortal. Sí, la joven
doctora Cassano había curado a víctimas sobrevivientes de los crímenes de las AAA
de López Rega, llevadas al Hospital Italiano. Ni en literatura encontraríamos una
palabra tan definitiva para una condena a muerte: “curó”. Curó, capitán Suasnávar
Suasnávar. Nos lo imaginamos hoy ya retirado, con cara de buen abuelo llevar a sus
nietitos al jardín de infantes o no, mostrando sus medallas de Obediencia Debida y
Punto Final, otorgadas por Alfonsín, sintiéndose sanmartiniano por haber ganado la
batalla contra la médica de 27 años que “curó”.
En el campo El Vesubio, la joven médica fue torturada y humillada hasta el hartazgo
por los lansquenetes de Suárez Mason y Minicucci. Han quedado los testimonios de los
sobrevivientes que conocieron a Alicia en ese antro de perversión: uno de ellos, Carlos
Watts, relatará su experiencia en ese campo, donde era dueño, señor y Dios, el
teniente coronel Durán Sáenz, quien años después será premiado por Alfonsín y
Caputo como agregado militar en México y donde será corrido por los exiliados
argentinos.
Relata Watts: “Yo estaba muy mal de mi rodilla derecha como consecuencia de la
picana y de un episodio ocurrido, en el mismo Vesubio: en un momento se asesinó a
patadas a un compañero que era delegado del Banco de Tokio, Luis Pérez (nos
imaginamos la satisfacción de Martínez de Hoz y de la banca internacional).
Estábamos Martín Vázquez y yo. Lo que intentamos fue cantar el Himno y nos dieron
patadas. A mí me destruyeron la rodilla quedando a mi lado un charco de sangre”.
Watts será atendido por una compañera de prisión: Alicia Cassano. Trabajadora de la
salud aún en el antro de la muerte. La psicóloga Ana Di Salvo, que estuvo prisionera en
ese campo describe así a la joven médica: “Padecía con el recuerdo del asesinato de
su marido y las diarias humillaciones que recibíamos, pero siempre nos infundía ánimo
con su alegría. Recuerdo que tarareaba siempre el tango ‘María’. El día de su
cumpleaños las compañeras de cautiverio le hicimos un disfraz con los pocos trapos
que poseíamos. Ella se vistió e imitó a una modelo en la pasarela de desfile de modas
y dijo: ‘Pertenezco a la boutique me cago en la elegancia’. Era dicharachera y animosa.
Parecía una estudiante de medicina y no una médica-jefe del Hospital Italiano”. Hasta
que la “trasladaron”.
Se iniciará entonces otro capítulo de esta historia infame: el desesperado golpear de
puertas de la madre de Alicia. Cuarteles, iglesias, burócratas. La madre posee aún
todas las respuestas que recibió de los obispos ante su grito de ayuda. Es increíble el
cinismo y la frialdad. El arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, le contestará “no deje
de consagrar sus amarguras a la Santísima Virgen para que ella derrame consuelo y
alegría”. Subordinación y valor.
Pero sin duda alguna, el detalle más mezquino de toda esta historia del dolor es que al
día siguiente del secuestro de Alicia y del asesinato de su esposo, cuatro camiones
militares se detuvieron frente al domicilio de ambos, violaron la puerta y se llevaron los
muebles recién comprados por la pareja y absolutamente todos los enseres y objetos.
Dejaron la casa vacía. Felonía en uniforme.
General Balza: su obligación moral es averiguar qué miembro del Ejército sacó
provecho de ese infamante robo. Quién de sus subordinados se acuesta hoy en el
lecho de Alicia y Roque. Hágalo, general, porque si no los argentinos vamos a
sospechar de por vida de todos los militares activos en esa época, hasta de usted
mismo, que era coronel, si encubre la infamia.
Alicia Cassano: trabajadora de la salud. (Hoy mientras caen bombas en Belgrado y se
asesina a campesinos de Kosovo, los trabajadores de la salud trabajan para salvar
vidas. Gracias, doctor Capuano.)
El Amable Mayor Peirano
La noticia pegó un puñetazo y puso las cosas en su orden, después de tantos años. El
gobierno alemán acaba de reconocer que el militar argentino conocido como el “mayor
Peirano” actuó durante la dictadura militar en la embajada de ese país en Buenos Aires
como receptor de denuncias de desaparecidos. Es decir, la misma función que cumplió
en el vicariato castrense el conocido monseñor Grasselli. Se hacía atender a los
desesperados familiares de los desaparecidos, por los lobos. Disimulados como
consejeros, de aire bonachón y palabras de consuelo. Los lobos. Feroces, cínicos, que
pasaban de inmediato los datos a sus superiores.
Me alegra inmensamente que el gobierno alemán de Schröeder, que tiene como
canciller al Joshka Fischer, del Partido Verde, haya reconocido la verdad, que no es
otra cosa que la inmensa culpa de muchos gobiernos extranjeros de haber colaborado
con la dictadura de los asesinos de uniforme de la Argentina.
Verdad sostenida desde hace veintitrés años por los organismos de derechos humanos
de Alemania y los exiliados argentinos. Ahora se viene a corroborar todo aquello que
sostuvimos y escribimos y denunciamos en aquellos terribles años. Ha quedado en
descubierto para siempre –como decíamos– el hilo de toda una política tortuosa e
inmoral de complicidad disimulada con coartadas. Se simuló actuar en favor de los
perseguidos pero en sí lo único que importaba era no hacer peligrar los grandes
negocios que se hicieron con la dictadura. Pero ayer también leímos que el vocero de
la Cancillería alemana agregaba: “Para la embajada alemana en Buenos Aires, durante
los difíciles años de la dictadura militar argentina, su tarea más importante fue
preocuparse por el cuerpo y alma de los alemanes y descendientes de alemanes por
encima de cualquier otro problema”.
Aquí se miente en forma cínica. La realidad es la siguiente: ni la embajada ni el
gobierno alemán no lograron salvar a ningún desaparecido de esa nacionalidad. Bastan
dos ejemplos: en el caso de Elizabeth Käsemann, alemana, y Diana Houston, inglesa,
que fueron detenidas juntas, el gobierno británico exigió la inmediata libertad de esta
última y Diana Houston subía a un avión británico 72 horas después; el gobierno
alemán, en cambio, tardó semanas en interesarse por el caso y envió tibias cartas.
Resultado: Elizabeth fue asesinada. El caso Klaus Zieschank: el gobierno francés
exigió la inmediata libertad de la detenida Anita Lorea de Jaroslawsky, quien se hallaba
en la misma celda del campo de concentración donde estaba Klaus Zieschank. La
ciudadana francesa salió a la semana, en cambio, Klaus Zieschank fue arrojado desde
un avión al Río de la Plata y apareció su cuerpo en la costa cercana a Magdalena. En
tomar el caso Zieschank, el gobierno alemán tardó meses, y todo fue muy débil. Lo que
sostiene ahora la Cancillería alemana se puede refutar con toda la abundante y precisa
documentación publicada en el libro Derechos humanos y política exterior (República
Federal de Alemania y Argentina - 1976-1983) del abogado de derechos humanos Tino
Thun, Bremen, 1985, jamás desmentida por el gobierno de Bonn, ni tampoco por los
protagonistas de toda esa falsa política.
El mayor Peirano es apenas un muñeco sangriento en esta historia desalmada. Los
responsables fueron quienes en aquella época manejaron la economía argentina,
empezando por Martínez de Hoz –que se inició conaquel famoso decreto de
indemnización a Siemens– y los grandes consorcios alemanes que ganaron las
licitaciones del campeonato mundial del ‘78 y los fabricantes de armas que se hicieron
la gran fiesta mientras en los campos de concentración argentinos se mataba a lo
mejor de su juventud.
Lo denunciamos en aquella época. Como decimos, todo fue registrado y editado con
pruebas irrefutables que servirán ahora para los juicios que coordina la Coalición contra
la Impunidad, de Nuremberg, contra los represores argentinos que cometieron
crímenes contra ciudadanos alemanes. Todo llega. Funcionarios de Bonn que en aquel
tiempo nos recibieron en sus salones para escucharnos con cinismo y hacer luego todo
lo contrario de lo que prometieron tendrán ahora que declarar, y ya se deben sentir muy
molestos ahora en que la noticia del reconocimiento de la existencia del “mayor
Peirano” ha llegado a sus casas donde gozan –casi todos ellos ya– las bendiciones de
una jubilación opípara en pago de los buenos servicios prestados por ver hacer y
callarse la boca.
Se acaba de escribir que el actual gobierno alemán, recién llegado al poder, va a tener
una política distinta con respecto de los derechos humanos porque es socialdemócrata
en su mayoría. Debo decir que también el gobierno del ‘76 al ‘82 fue socialdemócrata.
Su primer ministro, Helmut Schmidt, que reemplazó a Willy Brandt en ese cargo. Hace
pocos días, Helmut Schmidt –ya retirado de la política– cumplió ochenta años de edad.
Se le hizo un homenaje. En primera fila estaba sentado su íntimo amigo, el ex ministro
de Relaciones Exteriores de Estados Unidos Henry Kissinger, sí, el mismo, el que
estuvo complicado en el golpe de Estado de Pinochet. Uno se pregunta cómo un
demócrata puede ser amigo de un político que se manejó en Latinoamérica con la CIA
y el Pentágono. Pero, ojalá que la esperanza no nos traicione. Aquí, en Alemania, los
juicios contra los genocidas se seguirán adelante. No sé si se llegará a la condena,
pero por lo pronto se llegará a la verdad. Los nombres de los asesinos aparecerán en
las primeras páginas de los diarios.
Me sobreviene una pena enorme porque algunos de los familiares de las víctimas de la
dictadura ya han fallecido y no podrán ver ese triunfo. En el caso de Elizabeth
Käsemann, asesinada por el coronel Durán Sáenz, del campo de concentración El
Vesubio, se simuló un tiroteo en Monte Grande y se mató a tiros a la joven prisionera.
Elizabeth era hija del más famoso teólogo de Alemania, profesor de la Universidad de
Tübingen, Ernst Käsemann. El desesperado padre fue a la Argentina a recuperar el
cadáver de su hija y darle cristiana sepultura en Tübingen. Cuando llegó sufrió toda
clase de humillaciones por ser padre de una “guerrillera”. Conversé largamente con él
en su casa después del acto de homenaje en el cementerio de Tübingen donde hablé
de la responsabilidad de mi país en esa muerte. Fue cuando el profesor Käsemann me
dio detalles –que años después me corroboró cuando hicimos el film Elizabeth, de
cómo habían sido los trámites para obtener el cuerpo sin vida de su tan amada hija.
Cuando me lo relató, me dijo que sentía “ira, vergüenza y duelo” por todo lo que
soportó en Buenos Aires. Me confió que la embajada alemana, para ayudarlo a
encontrar los restos de su hija, lo puso en contacto con un oficial argentino –que es
casi seguro haya sido el “mayor Peirano”– quien para después de jugarla de amable le
señaló que iba a ser posible, pero que eso costaba dinero. El profesor Käsemann tuvo
que comprar el cuerpo de su hija por 26.000 dólares y lo entregó a ese “nexo”
uniformado. Cuando le propuse que me permitiera hacer la denuncia pública de tamaña
perfidia, me repuso el teólogo Käsemann: “No, quiero guardar el secreto para mí
porque me avergüenzo de haberme prestado a ese sucio negocio cuando tendría que
haberlo rechazado indignado y haberme conformado con el recuerdo de mi hermosa
hija viva. Además, a Judas no se le reclamó jamás que devolviera sus dineros”. Me
hizo prometer que jamás hablaría de esto. Pero el profesor Käsemann ya ha fallecido y
me siento liberado de mi promesa. Lo mínimo que espero es que la autoridad máxima
del Ejército, general Balza, se dé por aludido y dé con el “mayor Peirano”. No le
resultará difícil. Megustaría enfrentarlo a este mayor o menor para preguntarle qué
pasó con los 26.000 dólares cobrados al dolor de un padre. Enfrentarlo, pero no en el
programa de Mariano Grondona donde ya fueron presentados en sociedad asesinos
natos como el almirante Massera o el comisario Etchecolatz, sino aquí, ante jueces
neutrales. Pero, ya sabemos, se escudarán en las sombras de sus propias cobardías y
no saldrán a la luz. Balza dirá otra vez que no le consta. No vendrán de motu proprio a
defender eso que ellos llaman honor.
Habría para escribir tomos de estas relaciones pecaminosas. Se me acaba el espacio.
Pero no las ganas de seguir con la denuncia contra los que tienen las manos sucias de
sangre y de las monedas de Judas.
El Santo Padre y las Mujeres Argentinas
El péndulo ha terminado su trayectoria hacia el centro e inicia el camino por el ala del
deber. Las valijas han sido preparadas antes de esta nota. Allá, en Buenos Aires me
esperan los pasillos llenos de voces eternamente juveniles que me hacen recordar las
mías de hace medio siglo cuando uno se iniciaba, las voces de los pasillos que llevan a
las aulas. Allí estaremos otra vez escuchándolas, dialogando con ellas, con las voces
estudiantiles para hablar de la experiencia de la humanidad y ensayar salidas en
búsqueda del gran encuentro.
Mientras tanto dejo esta Europa tan llena de contradicciones como antes, pese a los
cambios. Tiene Alemania un nuevo gobierno socialdemócrata-verde donde los verdes
entraron al lujoso lenocinio del poder preguntando si allí se toma limonada y los
socialdemócratas, en pocos días demuestran ser otra vez artistas eximios en aquello
de cambiar todo para no modificar absolutamente, absolutamente nada. Eso sí,
cambiaron la marca de la cosmética política y se apoltronaron para recomenzar el
eterno debate de que si primero hay que subir los salarios para que la gente pueda
gastar más y mover la producción, o rebajar los impuestos para atraer capitales.
Sonreír a la izquierda y a la derecha, sonreír eternamente como las mujeres de las
vidrieras de las viejas callejuelas de los puertos. Pero al primer cañonazo del capital le
dieron el pase en blanco a su ministro Lafontaine, que creía que podía doblar por la
zurda.
Pero no nos pongamos discepolianos y empecemos a hablar en voz alta, a hacer las
preguntas que en una clase de Etica nos harían adolescentes medianamente
inteligentes. Por ejemplo, uno de los tantos problemas: ¿por qué se sacrifica al pueblo
kurdo y no se da la voz de alto a la infame política de Turquía contra esa minoría? ¿Por
qué jamás se recuerda el genocidio que cometió ese país con los armenios en la
segunda década de este siglo con la matanza cobarde de cientos de miles de niños,
mujeres y hombres? La primera pregunta tiene una respuesta indigna pero
políticamente correcta: es que Alemania ha firmado un contrato fabuloso para la venta
de armas a Turquía. (Los diputados verdes todavía no han preguntado por esa
inmoralidad, siguen tomando la naranjada que solícitos les alcanzan los sonrientes
funcionarios de la “Realpolitik”.) El ministro del Interior socialdemócrata Otto Schily se
ha mostrado indignado por las manifestaciones de los kurdos en las calles alemanas
que no produjeron ni muertos ni heridos, sólo cuatro jóvenes kurdos –entre ellos una
chica de dieciocho años– sin armas que fueron asesinados con un tiro en la nuca cada
uno por la custodia del consulado israelí en Berlín cuando intentaron entrar en esas
oficinas. Pero sobre este inexplicable hecho de sangre todos se callan la boca: terreno
extraterritorial, comentan los que tendrían que intervenir pero miran hacia otro lado. Es
que el pueblo kurdo no tiene “lobby”, palabra mágica. Por ejemplo: el secuestro de
Ocalam rompió contra todos los principios jurídicos que deberían regir la vida de
Occidente, pero es que Turquía permite una base a los norteamericanos para desde
allí atacar a Irak. Todo es explicable, desde el punto de vista del oportunismo y el
interés económico y político.
Podríamos traer en profusión esta temática de la actual Europa. Pero vamos a
centrarnos en un tema que mueve a la sociedad alemana y que es de debate en todo el
mundo: el aborto. Habíamos escrito ya que Alemania logró una de las leyes sobre el
tema más sabias basadas en la opinión de expertos científicos en la materia, de las
asociaciones de mujeres, de psicólogos, sociólogos, políticos y de las iglesias. Los
obispos alemanes aceptaron en principio la ley pero no así el Papa. Para quien aborto
es directamente un crimen. (Esto no obsta para que el Santo Padre corra adefender a
uno de los más aviesos y alevosos asesinos de uniforme: Pinochet.) Los obispos
alemanes se reunieron y le enviaron a Wojtyla una propuesta para suavizar diferencias.
Todavía no ha llegado la respuesta. Pero mientras tanto han salido a la palestra varios
teólogos católicos para terminar con la farsa. Eugen Drewermann, que además de ser
teólogo es psicoterapeuta, le ha replicado en forma concisa con argumentos que
servirán para esclarecer a muchos obispos, principalmente del Tercer Mundo, que no
saben cómo enfrentar este problema profundamente humano. Drewermann ha salido a
la palestra para enfrentar al Papa mientras casi todos sus hermanos en la fe agachan
la cabeza y se ponen de rodillas ante el “pontífice”. Dice Drewermann: “Aborto no es
sinónimo de crimen. La posición de la Iglesia de Roma se puede comparar con el
fanatismo de las sectas religiosas de Estados Unidos. Quiere hacer creer en forma
dogmática que todo aborto es un crimen”. Y contra lo que sostiene el Papa de que la
vida humana comienza en el momento de la fecundación del óvulo, replica el teólogo:
“¿Cómo puede sostener eso? Hasta hace pocos años predicaba contra la ‘muerte
blanca’, es decir, la pérdida de semen que ‘no debía ser dilapidado’. Esto es tan
absurdo como la prohibición estricta de todo anticonceptivo”. “Desde hace poco –
expresa Drewermann– la Iglesia de Roma se remite a la biología. Repite que cada
óvulo fecundado, cada cigoto, contiene la genoma de un ser humano. ¿Pero, acaso por
eso, un cigoto es un ser humano? Sí, sostiene la moral papal con demanda de
infalibilidad y acusa a cientos de miles de mujeres, que usan espiral, de aborto
prematuro y boicotea con todos los medios una discusión razonada sobre ‘después de
la píldora’. Pero la biología no sirve para tal rigorismo: ella conoce sólo los pasos de la
evolución y no idiosincrasias ya listas”. “Por eso –continúa– sostiene la Iglesia de Roma
que en el momento de la concepción Dios crea un alma inmortal”. Dice que “este juicio
es por demás discutible en su mezcla de biología y metafísica. Por ejemplo, el Papa
ruega, ‘acompañado de las almas de los niños abortados’ para que Dios perdone a sus
madres ‘convertidas en asesinas’. Pero cigotos se pierden en abortos espontáneos.”
Y Drewermann, con una ironía genial, se pregunta: “¿Es entonces Dios un asesino sólo
porque la naturaleza tiene que probar cuándo la vida es posible biológicamente? ¿Es
que acaso una mujer desde el comienzo ya no tiene derecho a ningún plazo para
decidir si puede soportar física, psíquica y socialmente un embarazo? Se puede creer
en la ‘creación’ de los hombres por Dios y en su resurrección también sin la teoría del
alma de Platón; pero el plazo de la decisión en el problema del aborto sólo debería
vencer cuando el cerebro del feto esté tan conformado que sean posible las primeras
reacciones ante el dolor y el miedo. En suma: quien aborta un feto hasta el tercer mes
no mata a ningún ‘niño’. Por eso ninguna mujer que aborta así es una asesina”. Y para
las que lo hacen después, la ley contempla una serie de necesidades de urgencia.
Luego, Drewermann recurre al principio de bondad, que debería acompañar todos los
pasos del pensamiento cristiano: “Los seres humanos en estado de necesidad
necesitan comprensión y no condena. Debería ser cristiano el saber qué necesidad de
‘salvación’ tiene el ser humano desamparado. En cambio, la Iglesia Romana ignora
conscientemente la dimensión de lo trágico en la vida humana en beneficio de una
dogmática salvacionista mágica-sacramental. Quien aún siempre hace uso de la
excomunión como castigo por el aborto no ejercita humanidad, sólo quiere tener razón
en vez de escuchar a Dios.”
Cuando uno lee esto y repara en la soberbia de los príncipes de la Iglesia de Roma no
puede dejar de pensar en la terrible figura que significa que el Papa, que llama
asesinas a las mujeres que abortan, haya pedido por Pinochet, sayón de la tortura y el
crimen. ¡Qué dolor deben haber sentido todas las madres de las víctimas de Pinochet!
En cambio, el general disfrazado de falso prusiano habrá eructado ruidosamente y se
debe haber pedorreado de puro gusto y haber hecho el corte de manga cuando
seenteró del mensaje del Vaticano. El Papa con él. Por eso, permítaseme algo que
escribo con todo el corazón: mi abrazo a las Madres de Plaza de Mayo que le
expresaron al Santo Padre toda la rabia contenida ante su pedido por el verdugo. Mi
apoyo solidario a las Madres por esa misiva “imprudente”. Así, como acostumbran
ellas. Las únicas que son capaces. Compárense esas palabras escritas con la sangre
de sus hijos con la misiva alcahueta y llorona del señor Presidente de los argentinos al
Pontífice Wojtyla. Creemos que ahí en esas dos cartas está definida la Etica de los
argentinos. Una, en su extremo altruismo e indignada y desbordante sed de justicia. La
otra, chorreante de palabras de moralina gacha y redituable, a la que se nos tiene
acostumbrados y por la que se nos propone reeleccionismos
El Niño y los Pecesillos
Ella los ve correr por la plaza cubierta de nieve, gritan, se ríen. Ella siente alegría. Se
diría que cuando hay sol en la nieve los quiere más, tiene ganas de levantarse, correr
hasta ellos y abrazarlos, besarlos, besarlos. Michael, Florian y Manuela, por ese orden.
Hoy serían cuatro, si no hubiera pasado lo de aquella noche. Su culpa. Se pone a
llorar, así, de pronto, y mira al sol. Era un varoncito. Ella ni miró cuando nació. Lo supo
después cuando la médica de la policía se lo dijo. Sí, esa noche fue así --dijo--. Su
marido, como siempre, después de ver en la televisión el capítulo de "Inspector Derrick"
y beber su cerveza se había ido a dormir. Ella se quedó sola, como esperando a
alguien. Y ese alguien vino pronto. Empezó a tener las contracciones del parto. Se fue
entonces al desván a acostarse en el viejo sofá cama. Habrán sido las cuatro cuando
se asomó el marido, no sospechó nada y se fue a trabajar. Sí, a eso de las seis se dio
cuenta de que en ese lugar iba a dar a luz. Dar a luz, dijo. "Di a luz en plena oscuridad",
les dice a los incrédulos policías. En esa plena oscuridad se presentó una señora
radiante, iluminada por su propio saco de lentejuelas. La extraña aparición, sonriente,
le dijo: "Me lo llevo, es para mí, muchas gracias". Y desapareció con el niño. Ella quedó
enceguecida por el resplandor multicolor de las lentejuelas. Y se quedó dormida hasta
que a eso de las siete se despertó totalmente mojada de sangre. Sintió miedo, se
arrastró hasta el teléfono y llamó a la ambulancia. Dejó la puerta de calle abierta y
perdió el sentido. Se despertó en el hospital, con custodia policial.
La señora de las lentejuelas no era otra que la muerte. Pero la había llamado ella. La
más terrible de las historias. La verdad.
El recién nacido fue encontrado. Cuando el médico de la ambulancia se dio cuenta de
que tenía ante sí una mujer que había parido, buscó a la criatura. Fue fácil. Bastó
seguir las gotas de sangre caídas en el piso. El recién nacido estaba muerto,
estrangulado, y yacía en una pecera con agua. Los pececillos estaban también
muertos. Una tijera en las cercanías delataba que había servido para cortar el cordón
umbilical.
La policía buscó como principal acusado al marido. Pero no, el marido era camionero y
estaba a más de trescientos kilómetros de su casa. Cuando lo trajeron esposado, él no
podía creer lo que veía ni lo que le contaban. Ni sabía que su mujer estaba
embarazada y, cuando salió a la madrugada, la vio dormida en el desván, como solía
hacerlo para no molestarlo cuando él partía a la madrugada. ¿Por qué la pecera estaba
en el sótano? Porque él la llevó allí hasta encontrar un mejor lugar en la casa. ¿Y qué
era eso de que Monika, su mujer, acababa de dar a luz? Si no estaba embarazada...
Los investigadores no daban con el hilo: primero la dama de la chaqueta con
lentejuelas que se lleva al niño, luego el niño muerto en la pecera, y un marido
absolutamente ignorante de todo. Cuando había llegado la ambulancia, en la pieza
contigua seguían durmiendo los otros tres hijos: Michael, Florian y Manuela.
La historia que logró reconstruirse revela la sordidez, el embrutecimiento de ciertas
vidas, lo veladamente trágico de las relaciones entre algunos hombres y mujeres que
viven juntos, existencias dentro de las sociedades consumistas sin ideales. Vacío, todo
vacío hasta en el aburrimiento. Ella, 35 años, triste, tímida, vestida como cualquier
mujer de cualquier barrio. Ama de casa aunque solía hacer reemplazos como
vendedora en el mercado, en alguna tienda o también en la limpieza de oficinas. El, de
39 años, más bien gordo, de pocas pulgas, camionero de profesión, sin amigos. Los
domingos sacaba al perro ovejero a pasear y luego cortaba leña. Después, fútbol en
televisión y alguna que otra policial. Ella salía con los chicos, cocinaba, hablaba por
teléfono con su madre.
El matrimonio, sólo rutina. Pero los dos estaban de acuerdo en ahorrar hasta terminar
de pagar la casa. Llegaban justo a fin de mes con las entradas. Por eso, los dos se
habían propuesto no tener más hijos. Cuando nació el segundo, Florian, los dos
sellaron el pacto. Pero ella volvió a quedar embarazada. La píldora era muy cara y
calculó mal. Al marido le escondió su estado. Con éxito. Hasta que ya, en el noveno
mes, comenzaron las contracciones del parto. El no dijo nada, la subió al auto y la llevó
al hospital. No la visitó, ni quiso mirar a la pequeña Manuela. Cuando ella volvió, él le
gritó durante una hora diciéndole que la próxima vez que quedara embarazada, la
mataba. Repitió diez veces: "Te mato". Nunca le había pegado, pero esas palabras "te
mato" la llenaron de terror. El se sentía traicionado al no haber notado que ella estaba
embarazada ni siquiera cuando el abrazo de los cuerpos los igualaba. Si bien la llegada
de la pequeña Manuela la había separado para siempre de su marido, sentía una
íntima alegría por esa niña que le sonreía desde tan abajo. Monika trabajó como nunca
para pagar ella misma todos los nuevos gastos que ocasionaba su hija. En ese ir y
venir de preocupaciones con grandes y chicos, Monika quedó de nuevo embarazada.
¿Cómo hacer? Otra vez su misma timidez la traicionó. No dijo nada a nadie. Tomó toda
clase de tabletas, empezó a fumar a escondidas, llevaba cargas pesadas y trabajaba el
doble de siempre. Creía que así se iba a desprender del fruto que llevaba dentro. Se
hizo vestidos amplios, pero esta vez ya nadie le iba a creer que estaba engordando por
comer mucho. Con sus miedos y su falta de iniciativa corrieron semanas y meses.
Hasta esa noche.
El marido reconoció en el juicio que le había dicho a ella que la mataría si quedaba
embarazada otra vez. Pero "fue por decir, no soy capaz de matar a nadie. Nunca le
levanté la mano", dijo, sombrío.
Ella lloró días y noches durante el juicio. No se defendió, pero una y otra vez, como
sonámbula repitió lo de la aparición con el saco de lentejuelas que se había llevado al
niño. Tal vez no para defenderse ante el juez pero sí ante sí misma.
Los vecinos le gritaron asesina. El obispo de la diócesis mencionó en la misa del
crimen y la llamó pecadora entre pecadoras. Y aprovechó para anatemizar el aborto.
Sólo los psicólogos y los jueces se tomaron todo el tiempo para encontrar una
explicación. Primero, permitieron que la visitaran sus tres pequeños hijos: Michael,
Florian y Manuela. La alegría fue inmensa. Ella los tuvo abrazados. Hasta que los
chicos comenzaron a preguntar.
La Justicia condenó a Monika, llamándola filicida, a sólo dos años de prisión en
suspenso. ("La situación de carga psicosocial --las deudas y un marido indiferente-- la
llevaron junto a su trastorno anímico y físico por el parto a una profunda perturbación
de su conciencia. Los jueces están convencidos de que ella no quería matar a su hijo:
un hecho así es completamente extraño a su naturaleza").
Ella pudo volver esa misma tarde a su casa. Las vecinas le gritaron "asesina". Los
hombres, en el boliche, relincharon a carcajadas contra la Justicia. El obispo se
santiguó y amenazó con la justicia divina de la que nadie de nosotros puede escapar.
Monika y su marido siguen viviendo juntos. No se hablan, pero no se separan. Los une
el espanto. La imagen del recién nacido en el fondo de la pecera. Una pregunta que
nadie respondió: ¿por qué también fueron encontrados muertos los pececillos?
Entre los cimbronazos emocionales más fuertes de los últimos años sufridos por todos
aquellos que no se resignan, en Alemania, a la superficialidad del olvido y siguen
preguntándose por qué Auschwitz, figura sin ninguna duda un libro que acaba de
aparecer sobre “Panzermeyer”, el general más joven de las SS de Hitler, el ídolo de
toda una época para la juventud. General mayor Kurt Meyer, apodado Panzermeyer
(“Meyer, el blindado” o “Meyer, el de los tanques”), condenado a muerte por los aliados
en 1945, pena luego transformada en cadena perpetua. El libro está escrito, no por un
biógrafo militar o por un historiador, sino por el propio hijo del general, Kurt Heinrich
Meyer, docente secundario. Su segundo nombre, Heinrich, le fue puesto por su padre,
el general, en homenaje a Heinrich Himmler, el asesino más manifiesto del régimen
nazi.
“Panzermeyer” falleció en 1961 y, hasta su muerte, siguió siendo fiel fanático del
nazismo. Su hijo tenía apenas 17 años cuando su padre murió. Ahora, ya con 54 años
ha escrito este libro que es un diálogo con su padre, el general nazi. Para eso utiliza las
cartas que “Panzermeyer” le envió desde la prisión. El libro es clara expresión del dolor
más profundo y la vergüenza del hijo frente a un padre así, que dedicó su vida a la
defensa de un régimen asesino, racista y autoritario.
Y es increíble la imaginación de la realidad: el epílogo del libro lo escribe Heinrich von
Trott zu Solz, hijo de uno de los integrantes del grupo que atentó contra Hitler el 20 de
julio de 1944, y que por ello fue ahorcado. En un mismo libro, el hijo del verdugo y el
hijo de la víctima.
Ni una tragedia griega logra como este libro meterse en el espíritu humano tan cargado
de dolor y del porqué. La reacción de un hijo ante su padre servidor del crimen. Al hijo
le cuesta comprender las razones del padre, el llamado idealismo del padre. Y empieza
a desmenuzar el tiempo histórico en que le tocó actuar a su progenitor, y sus normas
de vida, para poder entender todo. Al final, no lo comprende. Lo quiere demasiado para
poder perdonarlo, la desilusión es muy grande, es una frustración desgarrada. Pero
antes de llegar a ese dolor último, el hijo consulta toda la bibliografía nazi y antinazi,
recorre todos los campos de concentración, visita en Canadá la celda donde aquél
estuvo preso, dialoga con sus ex carceleros y con el cura de la prisión y culmina su
viaje investigativo en Auschwitz. ¿Por qué? Porque el hijo cada vez que quiso reprimir
avergonzado la actuación de su padre fue alcanzado por ese pasado. Supo entonces
que sólo podía lograr su identidad confrontándose con esa figura hecha bronce por el
barro del nazismo. Y se lanzó a investigar, quería saber todo. “Me es extraña toda
mentalidad de punto final”, escribe en su libro. Punto final. Una expresión también muy
argentina.
En aras del tiempo político de la Guerra Fría con la Unión Soviética, “Panzermeyer” es
amnistiado y sale en libertad en 1954. Es decir, que su hijo vivirá con su admirado
padre siete años, hasta que éste fallece. Cuando llega el padre a la casa, de regreso,
obliga a poner los cuadros de Hitler y de Federico el Grande en el comedor. Así
describe el hijo, las enseñanzas que le dio su padre al llegar: (el hijo transcribe todo
como si su padre estuviera presente y él conversara con él) “Las perspectivas que tú
me das, papá, son siempre las viejas: para ti la vida humana es ‘lucha’, un ‘espejo de la
naturaleza’. ‘Permanentemente –me dices– luchan el bien y el mal y el mal debe ser
eliminado de cuajo y exterminado por completo. Cuando el campesino hacendoso –
agrega– ha pasado el arado, ha abonado y sembrado la tierra le pide a Dios lluvia y el
calor del sol para lograr una buena cosecha. Pero, junto a los sanos y hermosos brotes
de la semilla crecen las odiosas hortigas y otras malezas parásitas. El cereal es
impotente para derrotarlos, entonces el campesino recurre a la máquina, a la azada o
al veneno y destruye todo lo parasitario. Pero él no sólo destruye esos cánceres sino
que trata de destruir de raíz el origen de ellos. El amor, la solidaridad y el temor de Dios
son atacados por el ocio, la codicia y desobediencia. La maleza del alma ahoga sin
piedad las buenas cualidades si nosotros no la exterminamos de cuajo. Por eso,
examínate a ti mismo, sé un buen luchador y destruye la infamia antes de que pueda
echar raíces en ti’”.
Según el hijo, el padre es un hombre del sí o no: divide al ser humano en sanos o
enfermos, débiles o fuertes.
“Panzermeyer” escribirá al hijo en 1949: “La creación es el traductor honrado de Dios, a
veces, traductor brutal ya que presenta la vida sin falsedades”. Y el hijo le responde:
“Como el Führer en Mein Kampf apuntas el instinto para encontrar el buen camino en
este mundo”. Y para demostrar esto reproduce un trozo de una carta que le escribió su
padre: “Las abejas y las hormigas son los únicos seres vivos que llevan a cabo una
vida comunitaria sin tropas policiales. La diferencia entre los hacendosos animalitos y
los seres humanos es que tanto hormigas como abejas se guían por su instinto
mientras que nosotros, los hombres, analizamos cada acción con el cerebro y como al
final todos tenemos una opinión diferente para dirigir una vida comunitaria es necesario
que uno tome el poder”.
Es decir la concepción totalitaria, sin posibilidades entre los extremos.
El padre le enseñó al hijo: “jamás mentir”. Y el hijo le pregunta: “Y luego vuelve al lema
de las SS: ‘Mi honor es ser fiel’”, y se pregunta: ¿fidelidad a quién, a un asesino, a un
anticristo? El único honor es ser fiel a los principios humanitarios y a la ética. Himmler
dijo en un discurso del 4 de octubre del ‘43: “El único policía que debemos tener dentro
debe ser la propia conciencia, el deber de fidelidad, de obediencia”. Por cierto, un
pensamiento nada ecuménico sino típico de toda teología totalitaria.
Luego de hablar de las víctimas, principalmente de los niños judíos, polacos y rusos, le
dice al padre: “Los crímenes del Tercer Reich sucedieron siempre detrás de un muro,
lugar en el que fueron ensalzadas las más altas virtudes morales: honor, valentía,
humildad, fidelidad y por siempre decencia. La moral de las SS, exigida continuamente
en nombre de la ideología de la raza superior, se hizo carne en las normas con
efectividad hacia afuera y, para la conciencia, en cambio se legitimaba al mismo tiempo
el terror y la arbitrariedad”. En las reglas a cumplir por las SS, ordenaba Himmler el 20
de abril de 1937: “Sed siempre caballerescos, sed siempre hombres SS tanto en la
lucha como en la vida”.
Esa decencia, obediencia, fidelidad, disciplina, fue la senda directa a Auschwitz. Esa es
la síntesis del nazismo y de sus artífices de la muerte.
Pero, el autor no echa toda la culpa a las bandas uniformadas. Todo fue posible porque
políticos, diplomáticos, juristas, médicos, el ejército, la iglesia, se callaron la boca o
aplaudieron al principio porque creían que así iba a retornar la decencia al país. (Aquí,
el autor recuerda que el cardenal Faulhaber, de Munich, celebró una misa de
agradecimiento el 21 de julio de 1944 porque Hitler se había salvado del atentado.)
Kurt Heinrich Meyer termina su libro sobre “Panzermeyer” en Auschwitz. Y escribe: “En
mi encuentro con los seres humanos en Auschwitz fui consciente del peligro de
equivocarme en el presente y en el futuro si me dedico a huir del pasado”. ¿Se pondrán
a pensar lo mismo los hijos de los Massera, y los Videla?
La Declaración
Esto de ver caer la nieve sobre el bosque desde el gran ventanal, armado internamente
con dosis de antibióticos puntuales y hasta bien rigurosos, ayuda a repasar, con cierta
melancolía, el actual invierno político europeo. No vamos a empezar, apenas llegado,
con el tema de los desocupados porque ya tendremos tiempo; no es un problema a
resolver ni en tres meses ni en tres años, a pesar de optimismos interesados. Ya ha
vuelto a ser el tema principal, en una trenzada feroz, principalmente aquí, en la
Alemania devenida socialdemócrata y ecologista. A Schröder, el nuevo primer ministro,
no le han dado los clásicos cien días de plazo, sino que de entrada lo han comenzado
a despedazar y a ofrecer sus mejores cortes al mercado de opiniones.
Pero, a la postre, no todo queda en la superficialidad o por lo menos en la falta de
permanencia de la discursiva parlamentaria. Hay cosas humildes, sencillas, pero de
enorme profundidad que se van lacrando en las bases de la sociedad. Por ejemplo
esto: que toda Alemania haya recordado el aniversario del día en que fue prohibido
hace 65 años ese pequeño gran libro: Sin novedad en el frente, de Erich Maria
Remarque. Una joya del coraje civil. Decir en aquel tiempo en un país preparado para
las armas que justamente la guerra no es una gesta ni una maravillosa experiencia sino
sólo carne podrida, olor a mierda, dolor gratuito, matar al descuidado, y donde
sobrevive sólo el que posee la capacidad de pisotear al débil, el duro, el medroso, el
alcahuete. El libro fue prohibido ya antes de Hitler y quemado luego en las hogueras de
la Pariser Platz en la célebre ceremonia de brujas del año 33. A Remarque se le
prohibió vivir en su paisaje y desde entonces deambuló con la fuerza de quien triunfa
con las ideas y con la tristeza de quien es perseguido por ser limpio. Las vidrieras de
las librerías se adornaron esta semana con viejas ediciones de su emocionante libro.
Uno de mis hijos me trajo –como quien hubiera realizado un hallazgo maravilloso– un
ejemplar de una de las primeras ediciones. Tal vez de la misma que un sábado al
mediodía, de 1937, nos trajo nuestro padre. Yo tenía diez años. Recuerdo que mi
hermano mayor –que tenía el privilegio de leerlo primero– tachó con tinta todas las
palabrotas de trinchera. Incontenible le grité: “¡verdugo!”, aunque no llevé la denuncia a
instancias superiores. Fue el libro definitivo para el pacifismo y el antimilitarismo.
Se puede decir que durante un cuarto de siglo, el lector alemán no pudo acceder a ese
registro minucioso de las experiencias de un joven apenas salido de la adolescencia,
puesto por sus mayores en el barro, frente al mandonismo, el golpe de bayoneta en el
vientre de alguien desconocido y con la igualdad del miedo, y la pregunta definitiva y
nunca respondida: ¿para qué?
Ahora, ese libro en todas las vidrieras, en todas las bibliotecas, en todos los colegios.
¿Acaso no avanza la humanidad? ¡¡Sí!! Una noticia que nos hace renacer el optimismo
aun a los que nos ha tocado vivir la experiencia argentina. Porque estaría mintiendo al
lector si aquí, en la euforia de ver definitivamente consagrado un libro pacifista leído en
la niñez, no volviera la vista hacia mi querido país y denunciara una vez más –y lo
seguiré haciendo hasta que se quiebre el silencio cómplice– que en la Argentina de la
democracia se premió a un quemador de libros. La figura más deleznable para un
demócrata: quien sobre la base de la fuerza de su uniforme se erige en máximo juez y
quema libros. La bravata de un ignorante uniformado erigido en custodio moral sobre la
base de la pistola y la extorsión de la fuerza. Lea el lector estos documentos de la
vergüenza argentina: “Queman textos subversivos en Córdoba: el comando del cuerpo
de Ejército III informa que en la fecha procede a incinerar esta documentación
perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no
quede ninguna parte de esos libros, folletos, revistas, etc., se toma esta resolución para
que con este material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el
verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, a nuestra familia,
nuestra iglesia, y, en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios,
Patria, Hogar”. Firma el comunicado el teniente coronel Gorleri. Este comunicado
puede leerse en todos los diarios del 30.4.76. Aquí está reproducido del diario La
Opinión de esa fecha.
Bien, si el lector observa las listas de ascensos otorgadas por el Senado de la Nación
en 1984 (por voto de la bancada de la Unión Cívica Radical) se va a encontrar con el
ascenso a general del coronel Gorleri, el mismo que ocho años antes había quemado
libros “por Dios, Patria, Hogar”. La democracia argentina premiaba así al cobarde oficial
que se había sacado todas las inhibiciones y practicado en público su masturbación de
sometedor de indefensos. Los senadores radicales votaron aunque tenían todos los
antecedentes del quemador de libros. Se dijo en aquel momento que había sido un
pedido del Pocho cordobés ya que Gorleri era el más querido de los oficiales de
Menéndez (sí, aquella fiera humana desaparecedor, torturador, secuestrador, que una
vez quiso correr con un puñal a fotógrafos y periodistas). Entre el Pocho y el general
Menéndez había quedado una amistad sellada durante los años de la ignominia
cuando los dos concurrían a una peña donde todos se regalaban elogios hasta el asco.
El general Gorleri. Una figura, un símbolo. El quemador de libros premiado con galones
por los representantes del pueblo. ¡Cuánta humillación para los autores de los libros
quemados! ¡Cuánta humillación para los lectores de los libros quemados! ¡Cuánta
humillación para los maestros que abrieron por primera vez las páginas de esos libros a
sus alumnos!
Todos los legisladores del Congreso nacional saben esta aberración: que cometieron
miembros de su seno, quienes premiaron a un miserable quemador de libros. Pero se
callaron y se callan la boca. Miraron para otro lado. La Sociedad Argentina de
Escritores convocó ese día a un congreso sobre la metáfora en tiempos de Francisco
de Paula Cacarreca. La Secretaría de Derechos Humanos no captó nunca la denuncia,
estarían de vacaciones; la Ssecretaría de Cultura premió a la autora de los amores de
Manuelita Rosas y Ciriaco Cuitiño. Zulemita, ante periodistas ingleses acreditados ante
el Foreign Office, dijo ignorar que en la Argentina se hubieran quemado libros. El
general Balza señaló que no pudo percibir durante esa época que ocurrieran cosas
como las denunciadas. Que en ese entonces no leía los diarios. ¿Puede soportar un
ejército tener entre sus filas un general quemador de libros? No contesta, no sabe.
¿Puede una democracia mantener con el esfuerzo de sus hijos el pago mensual de un
uniformado quemador de libros?
¿Habrá alguien que oiga esta pregunta?
Erich Maria Remarque: el triunfo de la palabra sobre la muerte. General de brigada
Gorleri: la República sometida a la mentira y al golpe de furca. Argentina, 1998.
La Guerra Sustituta
El vuelo de Roma a Francfort se retrasó porque se había perdido un japonés. Todos los
pasajeros eran japoneses, yo era el único cara pálida. Pienso: si el avión se cae voy a
pasar desapercibido como víctima ya que los diarios lacónicamente van a informar de
que se trataba de un conjunto de turistas nipones y no se van a tomar el trabajo de
descifrar los nombres de la lista de pasajeros. Por culpa del japonés perdido llego a la
estación de ferrocarril de Francfort apenas un minuto antes de que parta el tren que me
llevará a Bonn. Subo sin aliento con las dos valijas al tren, entro al compartimiento y
dejo las maletas susodichas en el pasillo. Pero de inmediato viene un guarda, quien
con toda cortesía me conmina a que ponga las valijas en el portaequipaje arriba del
asiento. Me dice que al comprar el billete me obligo a hacerlo. El orden debe existir. En
el compartimiento hay una sola pasajera que me mira y luego mira las valijas. Hago un
esfuerzo supremo para levantar la más chica por sobre mis hombros, pero fracaso.
Trastabillo. Me bamboleo con la valija en los brazos. De pronto la viajera se levanta y
me dice: "Déjeme a mí". Y no sólo me coloca la primera sino también la otra, la más
pesada. Sonrío, confundido y busco alguna explicación que me deje bien en mi calidad
varonil: "Es que --le digo-- ya tengo setentiún años y vengo de un largo viaje, desde el
sur de América". "Yo tengo setenticinco y vengo de Australia", me replica ella, sin
ninguna pose. Pienso, para darme fuerza: "Debe ser alguna delegada de una
organización feminista". Pero a poco se olvidan las diferencias de "género" e iniciamos
una larga conversación sobre la actualidad. Y por supuesto caemos indefectiblemente
en EL TEMA. El comportamiento de los hooligans alemanes en el Campeonato Mundial
de Francia. Más de media nación se ha avergonzado hasta la médula de los huesos y
la otra mitad mira al costado como si no hubiera leído la información de cómo los fans
borrachos habían dado una paliza casi mortal a un policía francés, sólo por el placer de
pegar y porque estaban desilusionados ante la falta de hinchas yugoslavos, cuyo
equipo se iba a enfrentar pocas horas después con el seleccionado germano. La
viajera está de acuerdo con la opinión de la encuesta cuyo resultado es que el 51 por
ciento de la población alemana pide que Alemania retire su equipo del Mundial, como
pedido de disculpas al mundo entero. Y piden también a la FIFA que no tenga en
cuenta a Alemania para ningún próximo certamen internacional de fútbol.
En los diarios alemanes se reflejan las opiniones de sociólogos e intérpretes de la
realidad social ante ese hecho de violencia. Las dos causas principales por las cuales
hay jóvenes que van al estadio a pegarse con quien sea, o a destruir vidrieras o
instalaciones públicas son dos: desocupación o falta de amor recibido. Pero hay otras
causas más que tratan de desentrañar los preocupados intérpretes sociales. Por
ejemplo, Manfred Schneider escribe: "La frase de Schiller: `El ser humano llega a ser
un hombre entero sólo cuando juega' pasó mucho antes que la invención del fútbol a
integrar el tesoro humanístico de citas. Schiller crea una verdad que en las pasadas
semanas se convirtió en la noticia principal. El hombre es también allí todo un hombre
cuando, sin una razón previsible, juega con riesgos mortales". Y continúa: "Los
hooligans son jugadores atraídos por la fascinación de la pequeña guerra callejera.
Juegan con un altísimo riesgo para dar su puntapié hacia el gol. El policía francés
herido de gravedad en Lens no es sólo víctima de un golpeador criminal sino de un
placer brutal del tiempo libre: hooliganismo es un resto bélico de la sociedad que busca
riesgo y emoción. Como si la monotonía de la paz les resultara ya insoportable,
muchos jóvenes claman por una diversión sangrienta. Y el fútbol les entrega todos los
momentos de la guerra sustituta y del humor marcial: emblemas, griterío, odio, miedo,
manifestaciones".
Mark Spörrle, por su parte, interrogó largamente a dos miembros de la agrupación que
casi linchó al policía francés. Pudo comprobar aquello que sostuvimos: cuando no
tienen enfrente a otro grupo de hinchas del equipo contrario, se la toman con la policía,
es un desafío. Uno de los hinchas señala casi con orgullo: a nosotros nos interesa la
pelea en sí antes del partido. Pero los noventa minutos de fútbol también nos interesan,
y luego, como gran desafío nos gusta la pelea al final. Casi como un principio ético,
aclara: "Jamás le vamos a pegar a un escolar o a un jubilado. No, buscamos el
encuentro contra los que piensan igual que nosotros y tienen nuestra misma fuerza".
Entre ellos existe un código de honor (dentro de la absoluta irracionalidad, reglas): "Si a
mí uno que está en el suelo me dice que ya basta, que ya recibió bastante, dejo de
pegarle".
El encuentro con la policía en Lens queda claro: "Antes de salir de viaje nos pusimos
todos de acuerdo en fajar a los hinchas de Yugoslavia. Pero no había, no vinieron, por
eso buscamos a los policías". Ningún regreso sin intentar una vivencia emocional. "Fue
como ir de caza: a veces nos caza la policía, esta vez salimos nosotros a cazar
policías". El deporte del riesgo y del peligro. Con seres humanos. Entre seres humanos.
Simpatizantes en busca de la muerte por el placer de despedazarse. Lo trágico a través
de los puños, las patadas y el bastonazo. "Vos buscás el equilibrio --sigue el hooligan--
que es justo el momento del encuentro, cuando los otros se vienen o vos los buscás, es
cuando te decís: esto, es lo que me gusta, ¡venga! Es la guerra."
Pienso en Ernst Jünger, el Borges alemán, con aquella descripción sensual de la
batalla cuerpo a cuerpo con bayoneta calada: "La sangre remolineaba por el cerebro y
las venas como ante una noche de amor deseada vivamente, pero aún en forma más
clara y enloquecedora. ¡El bautismo de fuego! El aire estaba cargado de tanta
desbordante masculinidad que cada hálito emborrachaba, de modo que se hubiera
podido estallar en llanto sin saber por qué. ¡Oh, corazones masculinos que podéis
llegar a sentir todo esto!". Y después: "El deber sagrado de la cultura más elevada es
poseer los batallones más fuertes". "Sólo hay una masa que no es ridícula: el ejército".
Y claro, el remate de todo esto no podía faltar. Es cuando escribe: "A pesar de que no
soy enemigo de la mujer, me irritaba siempre el ser femenino cuando el destino de la
batalla me arrojaba al hospital. De las acciones masculinas, enérgicas y lógicas de la
guerra entraba uno en una atmósfera de indefinidas irradiaciones".
El hooligan lo expresa con el idioma de la calle. "Lo que vale para nosotros es el
espíritu de camaradería, el sentido de pertenecernos entre nosotros, que es nuestro
poder. Un compañero lo dijo claramente: `Yo pego por mi club, por mi ciudad, por mi
patria'."
He llegado a Bonn, el tren se detiene. La viajera me ayuda a bajar las valijas. Nunca
me pasó esto, aceptar que una mujer me ayude en una cuestión de fuerza. Me siento
como si entrara en una atmósfera de indefinidas irradiaciones.
Batallas Argentinas
No es que uno sea suspicaz pero, ¿por qué los obispos de izquierda mueren en
accidentes automovilísticos? En Perú, entre 1982 y 1986, murieron cuatro obispos en
misteriosas colisiones; aquí, uno de los contados obispos que enfrentó con todo coraje
la dictadura de Videla, monseñor Angelelli, perdió su vida durante la dictadura militar en
un extraño choque en la ruta; al obispo de San Nicolás, verdadero paladín en defensa
de la gente perseguida durante ese tiempo, Ponce de León, también le tocó la misma
suerte; a monseñor Devoto, obispo de Goya, defensor de los campesinos, le pasó lo
mismo. Al obispo de Santa Fe, monseñor Zazpe, un camión lo chocó de atrás cuando
estaba en su automóvil, y salvó milagrosamente su vida. ¿Qué ocurre? ¿Acaso nuestro
buen Dios juega al choque de autitos a pila desde el cielo? Obispos y de izquierda. Una
mezcla detonante para establecidos y globalizados. Pero dejando de lado el triste e
irónico humor negro no podemos omitir la pregunta y presentar la queja: van a ser
ventiún años, que un verdadero pastor de pobres tuvo un accidente extraño que lo
eliminó justo en un momento clave: era testigo fundamental de la brutal represión
sufrida por los obreros del acero.
Monseñor Carlos Horacio Ponce de León era una figura clásica de esa nueva Iglesia
que había abierto las ventanas del catolicismo para que entraran las enseñanzas de
Jesús como un aire fresco. Ventana abierta por el buen viejo Juan XXIII. Ponce de
León supo lo que era la pobreza desde niño: era hijo de un taxista de la pampa
bonaerense. Se ordenó sacerdote a los 24 años y poco después pasó a ser cura de
barrio. El cura José Karaman, de Salto, señala que Ponce de León era "pastor de
vecindades: conocía el pelaje de sus ovejas; sus problemas, sus necesidades, sus
carencias, sus inquietudes". Por supuesto, un sacerdote así era de los que necesitaba
Juan XXIII. Y ya en 1962 lo designó obispo auxiliar de Salta. Estuvo en el Concilio
Vaticano II y volvió entusiasmado: hablaba de hacer un país más justo, un país de
hermanos.
En Salta, ante la mentalidad conservadora de la Iglesia de allá tuvo muchos choques
ya que él dedicó su trabajo a los chicos de la calle. Endulzó con el tiempo el rostro de
los salteñitos pobres que aprendieron a sonreír ante ese hombre bonachón que no les
pegaba ni les ordenaba penitencias como los demás sino que les hablaba pausado y
con calidez.
En una entrevista realizada por la investigadora Etel Capdevila, el cura Karaman
describe así a Ponce de León: "Varios curas jóvenes lo fuimos a visitar cuando lo
nombraron obispo de San Nicolás. Llegamos a la parroquia donde se hospedaba.
Después de breve espera, apareció. En el descanso de la escalera vimos a un hombre
más bien robusto, tirando a petisón, en mangas de camisa y en chancletas. Bajó los
escalones a los saltos y, cuando nosotros extendíamos la mano para besar su anillo
pastoral, no nos dio tiempo. Nos estrechó uno a uno en un fuerte abrazo. Quedamos
mudos. ¡A la mierda con el protocolo con todas sus excelencias! Nos invitó a subir a su
cuarto donde reinaba un despelote episcopal. Libros por un lado, cartas, cajones, ropa
y, como mudo testigo de ese encuentro, un calzoncillo a rayas sobre la cama. Ese
gesto lo pintó de cuerpo entero, y de alma también".
El mismo cura Karaman recuerda el primer encuentro con el obispo Ponce de León al
llegar a San Nicolás, en 1966: "Nos dijo: `Muchachos, acá hay que poner el Concilio en
marcha y hacer las reformas correspondientes. Que no sean sólo las reformas
litúrgicas sino una presencia de la Iglesia en la transformación de la sociedad. ¿Puedo
contar con los curas y las monjas?' Fue así como él entregó la conducción a los curas
jóvenes, cosa que a los curas viejos les revolvió las tripas. Eso trajo consecuencias,
sobre todo a nivel del compromiso social. La diócesis de San Nicolás comenzó a
acoger a sacerdotes que tenían enfrentamientos con los obispos conservadores".
A partir de ese momento, la Iglesia en la Argentina tuvo tres clases de obispos: los que
se tomaron en serio el Concilio Vaticano II y quisieron ayudar a lograr justicia en la
tierra; los que se envolvieron en incienso y mirra y que ante el terrorismo de Estado
rezaron y miraron al costado; y finalmente los que colaboraron desembozadamente con
los criminales de uniforme. Hay un documento del Movimiento de Sacerdotes para el
Tercer Mundo, ya de 1972 (¡qué premonitorio!), dirigido a la Asamblea Episcopal que
les dice a los obispos: "El pueblo oprimido se dirige a nosotros, sus pastores, para
interpelarnos: `Cuando fuimos hambreados, ¿dónde estuvieron? Cuando sufrimos en
barrios hambreados, ¿qué hicieron? Cuando fuimos proscriptos, ¿cómo reaccionaron?
Cuando fuimos torturados, ¿qué dijeron, y en qué tono lo dijeron? Cuando fuimos
masacrados en las cárceles, ¿qué actitud tomaron? Cuando se nos pretendía engañar
cambiando algo para que todo siguiera igual, ¿qué posición asumieron?' ".
Pero los príncipes de la Iglesia adoptarían la posición contraria: basta ese monseñor
Pio Laghi, nuncio apostólico, bendiciendo en Tucumán las tropas de Bussi, en plena
represión.
¡Qué solo se quedó monseñor Angelelli en los llanos de La Rioja! ¡Qué solo se quedó
monseñor Ponce de León en esa San Nicolás donde todos los días aparecía el cadáver
de un delegado obrero atravesado por las balas del plan Martínez de Hoz!
En las exequias del mártir Angelelli, el obispo Ponce de León ya sabía su suerte: "Yo
soy el próximo", dijo. Y fue el próximo. Un "accidente de tránsito" con las mismas
características. Y qué casualidad, Ponce de León llevaba ese día consigo la
documentación que había reunido sobre los obreros desaparecidos de Somisa y de
Acindar, documentación que involucraba al general Suárez Mason, al coronel Camblor
y al teniente coronel Saint Amant, jefe del regimiento de Junín. Este último odiaba al
obispo y le había negado la entrada a su cuartel diciéndole: "A mi cuartel no entran
comunistas". Hombre de principios, como Bussi.
El auto de Ponce de León será chocado justo en el lugar donde se encontraba él, por
una camioneta Ford. Se dirá después que falleció de "politraumatismo grave con
traumatismo encéfalo-craneano". La policía no permitirá al médico personal del obispo
entrar a ver el cuerpo. Siempre se sospechó que le habían destrozado la nuca a
golpes; igual procedimiento que con el obispo Angelelli. El joven que acompañaba a
Ponce de León en el auto, Víctor Martínez, que salió ileso del accidente, es detenido
por orden del teniente coronel Saint Amant por "subversivo", torturado ferozmente y
encarcelado. El auto no fue entregado ni dejado ver por la policía. La Iglesia nombra al
obispo Laguna para hacerse cargo del Obispado. Jamás Laguna se interesó por la
documentación robada ni por hacer una investigación sobre la muerte de Ponce de
León. En esa época desaparecerán los archivos del obispo muerto. Muerto Ponce de
León y toda su interpretación social y pastoral de la justicia y dignidad en el mundo,
dicen que apareció la Virgen en un campito, y toda la población va a pedirle milagros.
Ya nadie lucha por el prójimo, sino que espera la salvación rezando y tocando a la
Virgen. La síntesis la ha hecho el investigador rosarino Carlos del Frade: "San Nicolás
pasó de una pastoral comprometida, al milagro de exportación de la llamada Virgen del
Campito. Somisa pasó a integrar el patrimonio del poderoso grupo Techint. Más de 8
mil despidos. El Vaticano promete investigar los milagros de la Virgen del Campito,
pero jamás emitió una sola línea respecto de la muerte de monseñor Ponce de León".
Somos todos cristianos. Somos todos argentinos. Agradezcamos a Dios su infinita
sabiduría. Obediencia Debida y Punto Final. Amén.
Crimen e impunidad
Justo en 1974 todos aquellos que hicimos La Patagonia Rebelde nos ocupábamos todo
el día en hacer posible su exhibición. El film estaba listo pero no podía estrenarse por
cuestiones de censura. Juan Domingo Perón era el presidente y todo se había ido
corriendo hacia la derecha desde los tiempos de Cámpora. Antes, en el Ente (censura)
estaba Octavio Getino y él aprobó el guión sin ningún problema, igual que Mario
Sofficci, el talentoso y bonachón director de cine, que presidía el Instituto Nacional de
Cinematografía y que no encontró ningún inconveniente en entregar el préstamo a este
film histórico. Al contrario, lo hizo con alegría. Pero, ese paraíso de la cultura que fue el
gobierno de Cámpora apenas duró cuarenta y dos días y fue reemplazado por el yerno
de López Rega, Raúl Lastiri, por orden de Perón.
Yo lo conocía bien a Lastiri. En mis tiempos de estudiante me ganaba la vida como
bañero en la piscina del Club de Comunicaciones, en Núnez, en las vacaciones de
verano. Y todas las tardes, sin falta, entraba al club este caballero vestido de impecable
traje azul marino, camisa de cuello duro y llamativa corbata; se dirigía hacia la piscina y
me hacía siempre la misma pregunta: "Y pibe, ¿cómo están las minas?". Ese señor,
que me parecía un tanto ridículo con su atuendo poco deportivo, llegó a ser presidente
de la Nación. Lastiri, en aquel tiempo -a fines de los '40-, era secretario privado del
presidente del club. Un empleo tal vez inventado para darle sostén a este personaje
que tenía un no sé qué de cafiolo porteño. Pero mi mente adolescente, a pesar de
sueños y fantasías, no imaginó nunca, que este señor de diaria pregunta lasciva iba a
regir "los destinos del país", y también el mío, en 1973.
Porque este señor Lastiri -ya presidente- aprobó un decreto por el cual se prohibía mi
primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia (y por supuesto no sólo el
mío, sino una larga lista). Empezaba mal el gobierno peronista. Recuerdo mi
sentimiento de impotencia ante el acto degradante para la cultura de un palurdo así que
había irrumpido en el escenario político levantado por el dedo del General. Un año
después, ya con el General en el poder, nuevamente esa sensación de impotencia.
Esta vez todo fue más refinado, lo que pasó con el film La Patagonia Rebelde. Se
anunció con grandes avisos en los diarios del país para estrenarla el 2 de abril de 1974.
Pero el Ente no es que la haya prohibido, sino que no la calificó, y sin calificación no se
podía dar. El representante del Ministerio de Defensa se había mostrado en contra de
la exhibición. De manera que el film se encontró en una situación ambigua: ni estaba
permitido ni estaba prohibido.
Pero los problemas habían comenzado antes. durante la filmación, en la Patagonia, las
noticias que se recibían eran inquietantes. El 22 de enero, cuando estábamos filmando
en Puerto Deseado, supimos que Perón había destituido al gobernador de Buenos
Aires -Oscar Bidegain, de la izquierda de su partido- y lo había reemplazado por
Victorio Calabró, un integrante de la derecha y de la burocracia sindical. Y el 8 de
febrero se había producido un episodio, tal vez pequeño en el ámbito político, pero muy
significativo, ya que mostraba a Perón decidido a todo en su lucha contra la izquierda.
En una conferencia de prensa realizada en Olivos, la periodista Ana Guzzetti, de El
Mundo, le pregunta a Perón: "Señor Presidente, cuando usted tuvo la primera
conferencia de prensa le pregunté qué medidas iba a tomar el gobierno para parar la
escalada de atentados fascistas que sufrían los militantes populares. En el término de
dos semanas hubo exactamente veinticinco unidades básicas voladas, que no
pertenecen precisamente a la ultraizquierda; hubo doce militantes muertos y ayer se
descubrió el asesinato de un fotógrafo. Evidentemente todo está hecho por grupos
parapoliciales de ultraderecha". Perón, fuera de sí, le respondió: "¿Usted se hace
responsable de lo que dice? Eso de parapoliciales lo tiene que probar". Y se dirigió al
edecán aeronáutico y le indicó: "Tome los datos necesarios para que el Ministerio de
Justicia inicie la causa contra esta señorita". La joven le informó a Perón: "Le aclaro
que soy militante del movimiento peronista desde hace trece años". Perón le contestó:
"Hombre, lo disimula muy bien".
Nos imaginamos lo que le habría ocurrido a otro presidente que hubiera hecho tal gesto
de amedrentamiento contra el periodismo. Pero Perón podía permitirse una cosa así.
Este episodio nos hizo ver que todo el escenario represivo aumentaba y
paulatinamente se iba trasladando, como siempre sucede, a la cultura, y hasta a la vida
íntima del pueblo. Por ejemplo, el decreto de Perón de fines de febrero que controlaba
la comercialización de anticonceptivos. Se establecía que sólo podían ser vendidos con
receta y éstas debían estar en triplicado. Una medida que se explicaba solamente por
la injerencia de la Iglesia. Era un intento de represión de la vida sexual, sin ninguna
duda, a pesar de que se explicaba que "una disposición tendiente a aumentar la
natalidad como forma de alcanzar la meta de 50 milloones de habitantes para el año
dos mil". Si no se permitían condones menos se iba a permitir un film que denunciara
una escondida masacre patagónica ocurrida hace medio siglo.
Cuando terminamos de filmar exteriores y vinimos a Buenos Aires para interiores, se
produjo algo tan insólito que cuesta creerlo. El "navarrazo". Se levantó el jefe de policía
de Córdoba Antonio Navarro y con una docena de milicos volteó al gobernador Ricardo
Obregón Cano y al vicegobernador Atilio López; éste un gremialista combativo. Los dos
pertenecían a la izquierda del peronismo. Perón dejó de hacer maniobra e intervino la
provincia en vez de defender al legítimo gobernador. El ritmo de la filmación fue
acelerado mucho más con todo el apoyo de los actores y de todo el personal técnico,
aunque algunos de nosotros ya no creíamos en un buen final, pero por eso mismo
aumentaba la porfía. Ya la primera advertencia que debíamos darnos prisa nos la había
hecho el gobernador de Santa Cruz, don Jorge Cepernic. A él yo lo había conocido
años antes durante la investigación de las huelgas del '21. Era hijo de un trabajador
rural que había participado en la huelga y mucho me ayudó a encontrar testigos de la
época y en situar tumbas masivas. En aquel tiempo -estoy hablando del '69/'70-, él era
uno de los pocos justicialistas que hacía fe de su ideología partidaria abiertamente. Ese
riesgo y ese jugarse le abrió camino para posteriormente ser el candidato a gobernador
indiscutible de ese partido en 1973. Y por supuesto, fue electo gobernador. Cuando
supo de nuestros planes de llevar al film aquella investigación histórica, desde la
gobernación nos dio pleno apoyo y ayuda. Por eso él se sentía muy responsable y
preveía dificultades dado el enrarecimiento político de aquellas últimas semanas. Y en
ese enero de 1974, se vino desde Río Gallegos hasta una estancia -a cuarenta
kilómetros- donde estábamos filmando la escena del fusilamiento del líder obrero
Outerello (que hizo ese gran actor que se llamó Osvaldo Terranova). Desde una loma
vimos venir al gobernador, que se había bajado del auto y se aproximaba subiendo el
desnivel. Me llevó a un aparte y me dijo: "Acabo de recibir un telegrama del Ministerio
del Interior inquiriéndome quien dio el permiso para filmar en Santa Cruz La Patagonia
rebelde. Se ve que en el gobierno hay fuerzas que se oponen. Voy a hacer como que
no he recibido nada. Lo único que le pido es que traten de acelerar la filmación todo lo
posible. Deseo fervientemente que la película pueda terminarse".
De Corach a Galtieri
El miércoles estuve en Rosario. Fui al acto por el cual la Casa de los Ciegos se
convertía en la Casa de la Memoria. La fiesta se hizo en la calle de ese barrio, con
vecinos que trajeron sus sillas, abuelas, chicos. Cuando me tocó hablar dije entre otras
frases: "Es como llegar al paraíso. Partimos de la abyección, de los más bajos
sentimientos del hombre, de lo inimaginable en perversión. De lo cobarde, del abuso
total del poder, de la bota que deshace la rosa o destroza la mano de un niño. De la
petulancia más deleznable del uniformado. 17 de setiembre de 1977, Rosario, calle
Santiago 2815. La única batalla ganada por el general borracho. Leopoldo Fortunato
Galtieri. Un bochornoso remedo mussoliniano de torpeza y brutalidad. Rosario fue
testigo. Las fuerzas conjuntas asaltaron su esa casa y lograron la captura de tres
enemigos de la patria occidental y cristiana: Emilio Etelvino Vega de 33 años, ciego;
María Esther Ravelo, de 23 años, ciega, e Iván Alejandro Vega, de tres años. hijito de
ambos, y el perro lazarillo del matrimonio. Una vez capturados intervendría un famoso
cuadro de la Gendarmería Nacional, el comandante Carlos Augusto Feced, hombre
probado en mil batallas con su picana eléctrica; su fama atravesó todas las latitudes. A
este bravo gendarme se le murieron los dos ciegos en la tortura. Un episodio bastante
común en la vida de este servidor de la Patria. Pero sus sacrificios no fueron en vano,
porque pronto vendría el resarcimiento por tanto servicio prestado a la bandera
nacional: el derecho a las pertenencias de los ciegos y su hijito. Todo se llevaron en
camiones del ejército. Todo, hasta los enchufes. Hasta el triciclo del pequeño Iván. En
cualquier país civilizado eso es llamado por su nombre: saqueo, rapacidad, latrocinio,
pillaje, depredación, atraco, expoliación. En nuestro país, en cambio, a sus autores
Raúl Alfonsín los llamó 'héroes de Malvinas' y Carlos Menem 'salvadores de la
sociedad'. Pero todavía no hemos terminado con esta historia de la vileza y de la
infamia. Recurrimos a la ironía y la causticidad para describirla, porque es la única
manera de no claudicar de pura indignación ante tanta ruindad. Para el hartazgo,
vendría la ocupación de la Casa de los Ciegos por Gendarmería Nacional, como botín
de guerra. Y allí los gendarmes hacían sus fiestas familiares; bautismos, cumpleaños.
Queda como mudo testigo la parrilla donde asaban jugosos chorizos y crocantes
chinchulines entre risotadas y música. ¿Hay un ejemplo igual en la historia del mundo?
Ni Nerón ni Carcalla, ni en el atroz fundamentalismo de la Inquisición. Porque aquí se
junta la crueldad con la concusión, la sevicia con la avidez. Y todos se callaron la boca.
Durante once años de gobierno constitucional los gendarmes siguieron comiendo sus
chorizos y chinchulines en la Casa de los Ciegos. Los protegía el miedo y el
oportunismo y desde Plaza de Mayo se nos decía que 'La casa está en orden'." "Hace
ya un tiempo que la Casa de los Ciegos se convertiría en nuestra casa de Ana Frank.
Sí, porque esta época de superficialidad y corrupción sería reemplazada por los
tiempos maduros de la decencia y la Casa de los Ciegos sería visitada por niños,
adolescentes, jóvenes de nuestras escuelas, colegios, universitarios, para revivir con
unción el destino de Emilia y María Esther. La lucha de la Madres, de los abogados de
derechos humanos, de los honrados periodistas de Rosario/12 y de los pocos jueces
decentes que quedan en nuestro país lograron reconquistar a la Casa de los Ciegos y
que los militares del Segundo Cuerpo del Ejército y los gendarmes tuvieran que huir
como ratas por tirante.
" Fue como entrar al paraíso, el miércoles pasado. Porque no hay otro paraíso que el
de la verdad, la justicia, el de la eterna lucha por los valores éticos. La Casa de los
Ciegos ha pasado a ser La Casa de la Memoria. Un templo de la Memoria, mucho más
que las Iglesias que quedaron manchadas porque allí se dieron y se siguen dando los
sacramentos a los asesinos. Un Templo de la convivencia, de la dignidad. Pero del
paraíso debí regresar no al infierno, pero a un infiernillo pleno de olores a podrido de
corrupciones, negociados y personalidades farandulescas. Regresé a Buenos Aires y
concurrí al acto de Madres frente al portón de la Escuela de Mecánica de la Armada,
monumento ejemplar de la collonería. Era impactante ver esos rostros de mujeres
nobles de toda nobleza, enmarcados en sus pañuelos blancos frente al portón militar. Y
su cartel mudo que decía la verdad a secas: "Escuela de torturadores y asesinos de
Mecánica de la Armada". Pero claro, la verdad es inaguantable. Y de la única batalla
del general borracho pasé a la victoria total de los palos de Carlos Corach. El primer
plano de los nobles rostros de las Madres fue ocupado por las brutales jetas de
uniformados de azul y armados con los llamados bastones de Onganía. Contra la
palabra, los palos de Corach. Nuestro ministro del Interior ya tiene su lugar en la
historia. Valió la pena en la vida hacer tantas gambetas y tratar siempre de estar a flote.
Por supuesto, horas después el solícito Corach "lamentó los sucesos". Pero mientras
tanto se había logrado el propósito: malograr la protesta pacífica y advertir que la mano
viene pesada, por si alguno quiere protestar. En mi mente quedarán estas dos
imágenes: las Madres frente al antro del crimen y adentro, espiando desde la terraza,
uniformados parapetados escondiendo el rostro. La ESMA -como bien escribió Rodari-
recién pintada y acicalada en todo su esplendor por orden del ministro Camilión. (¡Qué
imagen para Freud!: el señor ministro quiso tal vez cubrir el crimen con pintura sino
también su propio colaboracionismo con los genocidas.) Las Madres y los verdugos. Y
entremedio, como un ratoncito diligente, el ministro Corach, claro, pero del lado de la
fuerza. Pasado y actualidad. Pero las Madres.
Cutral-Có es otra epopeya patagónica. Sus poetas y sus músicos ya la van a plasmar
en el verso y la música. Fuenteovejuna sureña, nuestra, hija del viento, la tierra y el
sueño mapuche y pehuenche. Fue auténtico pueblo patagónico aunque algunos
paniaguados de trastienda comenzaron a deslizar el término de infiltrados. Fue todo
Cutral-Có, entero. Entero y solo contra el Poder. La solidaridad les dio el calor
necesario en ese inmenso frío y soledad. El grito de los neuquinos de Cutral-Có fue
otro capítulo de la eterna Patagonia Rebelde. Hace setenta y cinco años el Ejército
Nacional les metió balas a los pobres gauchos que pedían dos paquetes de velas por
mes para iluminar su pobreza de noche y que los botiquines para curar sus sarnas y
erupciones estuvieran en castellano y no en inglés. Los uniformados de siempre lo
arreglaron con cuatro tiros por gaucho. Y los políticos, y los curas de Buenos Aires
murmuraban algo así como "ideas extranjerizantes" y miraron para el Norte. Pero esta
vez no. Se probó con los uniformados de siempre que llegaron hasta tomar posiciones
y disparar algún proyectil desde la distancia de la cobardía y la impunidad. Pero
tuvieron que retroceder igual que como en aquella escena antológica del Cordobazo en
que la montada con sus sables y sus cascos huye despavorida. A Cutral-Có tuvo que
venir el Poder y el Sistema a dialogar con Cutral-Có sobre los problemas de Cutral-Có.
La victoria fue material y moral. Sin atenuantes. Con las mejores armas de la
democracia verdadera: la desobediencia civil y la rebeldía. La desobediencia debida. El
viento fresco nos vino desde la Patagonia como tratando de ventilar tanta estupidez y
frivolidad impregnada en el moho de Balcarce 50 y de Callao y Rivadavia. Días antes
los chubutenses se pusieron a marchar y dijeron NO a Gastre. Y va a ser NO. NO al
negocio perfecto de Buenos Aires: llevarse el gas, el petróleo y la energía y, como
contrapartida, llenar de más soledad y aislamiento a la Patagonia, arrojando allí la
basura nuclear del consumismo primermundista. Pero ya no todo será tan fácil. La
gente está aprendiendo la fuerza de la desobediencia civil cuando los gobernantes
creen que llegar el poder significa servirse y no servir. Cuando humillan al pueblo. Lo
pudimos ver cuando el presidente de la Nación, el jueves, luego de abandonar la
reunión de los gobernadores patagónicos, en vez de dirigirse de inmediato a Cutral-Có
para abrazar a esas mujeres, niños y hombres tan valientes y llevarles la admiración
del pueblo argentino, voló en su avión particular a su residencia para ver un partido de
fútbol. Nos preguntamos: ¿qué hubieran pensado, por ejemplo, los filósofos griegos de
un hecho así? Tal vez hubieran descalificado no sólo a un gobernante así, sino también
al país que lo eligió. ¿Y los primeros teólogos cristianos que sostenían que el hombre
había sido creado a imagen y semejanza de Dios? Cicerón hubiera alzado la voz,
seguro, advirtiendo acerca de la paciencia de los pueblos y Caracalla, envidioso,
hubiera organizado una nueva final en su circo. Pero volvamos a lo positivo. Y para
todos aquellos que amamos hasta la emoción todo el paisaje patagónico nos ha
satisfecho el primer paso de algo que predicamos contra viento y marea: la unidad
patagónica para que diga basta el poder central. La asamblea de gobernadores
patagónicos y el Parlamento patagónico son dos primeros pasos hacia un diálogo más
sincero con el poder de Buenos Aires. Será una victoria si se comienza a pisar fuerte,
será una derrota más si se los convierte en dos organismos burocráticos más. Pero
después de los efectos Gastre y Cutral-Có no será recomendable para los
responsables que caigan en promesas vacías. Para la futura conducta a seguir basta
mirar el anterior ejemplo del pueblo neuquino, que con su presencia desbordante en las
calles produjo el milagro de dejar al desnudo el caso Carrasco y, con él, hacer caer el
sistema del servicio militar obligatorio, verdadero principio esclavista aprovechado
durante casi un siglo por tiranuelos de uniforme para provecho propio y de sus
complejos inferiorizantes. Sin duda alguna, el paso de monseñor Jaime de Nevares
dejó su profunda huella en todas esas sufridas latitudes, en la fuerza que va
adquiriendo esa gente sureña para hacer valer sus derechos y no resignarse con las
migajas que les quiere hacer llegar un régimen injusto basado en aquello de que
porque están lejos, no se los ve. Hace justo un año que el Senado de la Nación empleó
casi dos horas de debate para repudiar declaraciones mías a Página/12 acerca de la
Patagonia. La iniciativa era del senador ultramenemista Felipe Ludueña, uno de los
más acendrados defensores de la privatización de YPF, hombre del sindicalista y
empresario Diego Ibáñez, el íntimo amigo de José Luis Manzano y del empresario
Alfredo Yabrán. El repudio propuesto por Ludueña fue seguido y votado principalmente
por senadores que tienen algo que esconder por su apoyo a dictaduras. Ahí, en Cutral-
Có y en Plaza Huincul, están las causas directas de la privatización de YPF, que se
hizo sin prever las consecuencias que iba a tener eso en la gente patagónica. Tal vez,
Ludueña y consortes pensaron que cualquier protesta se arreglaba fácilmente enviando
a la gendarmería a reprimir. Pero en Cutral-Có los patagónicos no retrocedieron ni un
centímetro cuando llegaron los gendarmes con sus armas. No lo vi al "representante
del pueblo" Ludueña dirigirse a Cutral-Có a escuchar la voz del pueblo. Ludueña y sus
colegas senadores tuvieron tiempo para repudiar mis palabras de esperanza y rebeldía
pero se callaron la boca ante la santa indignación de los hijos de la tierra patagónica.
Mi agradecimiento como argentino a la gente de Cutral-Có porque nos ha demostrado
como se hace la democracia. Y mi recuerdo a tantos pioneros de la justicia que a
través de las décadas lucharon por más dignidad. Justo se cumplen 38 años en que fui
expulsado por la Gendarmería Nacional de la pequeña ciudad de Esquel, en Chubut.
Primero fui cesanteado del diario local por el propietario del mismo, Luis Feldman
Josín, por mi pecado de defender la tierra de mapuches y pequeños plantadores. Pero
no quedé solo, en aquella lejanía y dentro de un régimen medieval, salieron a
defenderme las humildes organizaciones obreras que en comunicados denunciaron
que Feldman Josín poseía "un verdadero monopolio periodístico ligado a los intereses
oligárquicos antiobreros y unido al gran capital de terratenientes y latifundistas que
pretenden conformar en el pueblo una mentalidad favorable a los intereses de la clase
dominante". Con emoción recuerdo a esos trabajadores que con su desobediencia
debida arriesgaban todo. Algunos nombres de los firmantes: Honorio Soto, Lloyds
Roberts, Salustino Gajardo, Cardenio Escobar, Manuel Perrotta, José Barría, Diego
Tapia, Juan Gallardo, Germán Urbina. De haber vivido en Cutral-Có, hoy, me los
imagino formando parte del vecindario rebelde. Y no sólo ha comenzado a soplar el
viento patagónico. También de La Quiaca y Jujuy ha comenzado a sentirse el viento
Norte.
¿A quién le debemos el ejemplo? Mil jueves. A las Madres. Aplicaron su desobediencia
debida y su rebeldía cuando el miedo y la cobardía de todos cerraban las puertas. La
épica argentina ganó su mejor página. Un pañuelo blanco contra la picana, la
desaparición, el robo de niños, las patotas de la cúspide. Mil jueves el pañuelo blanco.
El mejor aporte a la democracia. Gracias, Madres.
Sábado 29 de junio de 1996.
Finalmente Balas