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COLECCIÓN VOCES DE AMERICA

Osvaldo Bayer (2)

INDICE
Los rebeldes y los serviles
El realismo perfecto
La calle de los estudiantes
¡Güelga nomá, chamigo!
Moral de bragueta
El despojo
El amable Mayor Peirano
El santo padre y las mujeres argentinas
El niño y los pececillos
Panzermeyer
La declaracion
Nuestra topografia de terror
Los libros y el General
La guerra sustituta
Batallas argentinas
Una historia muy argentina
Crimen e impunidad
Génesis, desaparición y regreso de una pelicula
De Corach a Galtieri
El General y la madre
Indios y quebrados
Cutral – Có
Finalmente balas
Los rebeldes y los serviles

Capitán José Luis D’Andrea Mohr.


General Eduardo Cabanillas

Cuando en algunos años, los investigadores de las nuevas generaciones estudien la


política militar que llevaron a cabo los gobiernos de Alfonsín y Menem, no lo van a
poder creer. La tragedia que la dictadura originó en el país argentino había evidenciado
cabalmente la deficiencia y perversión que demostraron los institutos de enseñanza
militar en la preparación de los oficiales. El grado de alevosía de los crímenes, el robo,
la iniquidad de los métodos, la cobardía de los actos ante prisioneros inermes, la falta
más absoluta del honor y de los principios morales obligaban a los nuevos gobiernos
elegidos por el pueblo a emprender una limpieza total desde la base de las
instituciones armadas. Para ello había casos históricos: los ejércitos de Alemania e
Italia, por ejemplo, que se habían prestado a secundar a regímenes genocidas.
Después de la derrota, para ese nuevo comienzo, esos países eligieron a los pocos
oficiales que habían tenido el coraje de no obedecer las órdenes de quienes los
querían obligar a sumarse al crimen. Hasta cambiaron el nombre de sus fuerzas
armadas y modificaron fundamentalmente sus institutos de enseñanza. Pero ni Alfonsín
ni Menem creyeron conveniente seguir esa línea de honestidad y futuro para refundar
en democracia una nación con voluntad de justicia y del nunca más al crimen y al
despojo. No eligieron para guiar a las nuevas fuerzas armadas de la democracia a los
pocos oficiales con trayectoria democrática sino que uno a uno fueron pasando por las
jefaturas de los estados mayores individuos o definitivamente manchados en su honor
por los horribles crímenes de la pasada dictadura, o caracterizados por un vaivén cínico
o por lo menos rayanos en la conducta equívoca de un denominado equilibrio
francamente inmoral. (Del último, Balza, hemos asistido a ese “equilibrio” que sólo las
sociedades muy cínicas pueden aceptar. Recordemos el abrazo que dio Balza a
Pinochet en Chile a pocas horas de que el criminal chileno le había preguntado
sarcástico a los periodistas: “Yo no conozco los derechos humanos, ¿qué es esa
cosa?” y sobre el descubrimiento de tumbas masivas, había deslizado ese chiste:
“¿tumbas masivas? ¡qué economía!”.) No, todo lo contrario, los ministros de Defensa
de Alfonsín y Menem permitieron con total irresponsabilidad que los pocos oficiales
democráticos que se jugaron el pellejo y mostraron su coraje a toda prueba contra la
dictadura fueran eliminados del Ejército con toda hipocresía.
Recordemos si no cómo Alfonsín y sus adjuntos prefirieron pactar en aquella Semana
Santa con un infame patotero golpista y llegaron a arrastrarse al balcón para asegurar
al culo pintado de marras que iban a perdonar hasta el último picanero y secuestrador.
Pero, eso sí, con el coronel Juan José Cesio, quien tuvo el coraje bien criollo de
acompañar a las Madres de Plaza de Mayo en sus marchas y fue dado de baja por tal
causa por los uniformados del genocidio, a él, los Alfonsín y los Jaunarena de turno lo
ignoraron por completo, ni lo miraron, por las dudas que la mirada a ese noble hombre
los comprometiera. Para el coronel Juan José Cesio no hubo reincorporación ni con
Alfonsín ni con Menem, y Balza sigue guardando silencio, como con la venta de armas
y el caso Carrasco. Pero el genocida Bignone –el único general en la historia que
entregó a sus propios soldados– cobra diez mil pesos de jubilación de privilegio como
ex dictador de la Nación. Realidades argentinas.
Alfonsín tendría que adoptar el lema: Rico, sí; Cesio, no. A lo mejor lo eligen intendente
de San Miguel. Pero hay otro caso más patético aún –entre las injusticias militares-
políticas cometidas contra oficiales de las fuerzas armadas– que ya cae fuera de toda
lógica y que nuestros descendientes cuando lleguen a conocer que estas cosas se
hacían entre nosotros nos van a tomar como productos seleccionados del estupidismo
mágico, o del cobardismo merdoso.
Hace más de una década nuestro diario lo trató en detalle. Pero vamos a recordarlo
sucintamente porque el caso D’Andrea Mohr salta ahora a la actualidad por su reciente
libro Memoria de vida. Título que hace juego con la debida memoria con la que los
argentinos tendríamos que haber cumplido a partir del día en que comenzaron a
funcionar las instituciones republicanas, en aquel diciembre de 1983.
El capitán D’Andrea Mohr –que había sido obligado a pasar a retiro en diciembre de
1976 por negarse a cumplir determinadas órdenes– escribirá en un diario, en 1985, una
carta en la que calificaba de cobardes y criminales a las Juntas y llamaba heroicas a
las Madres de Plaza de Mayo. De inmediato, el general Manuel Agustín Estol –un
nombre para recordar como servidor de la burocracia uniformada– le inició juicio al
rebelde en dignidad “por deslealtad para con camaradas e instituciones de las fuerzas
armadas”. Cuando era todo lo contrario: el acusado había sido íntegramente fiel al
honor y a la verdad. Y entonces, el digno oficial le contestará al tribunal militar estas
palabras dignas de la antología del honor: “Se me acusa de deslealtad para con
camaradas o instituciones, por publicar lo que pienso de quienes han vulnerado, desde
el poder usurpado y total, valores que se debían y debieron defender. ¿Qué lealtad de
camarada se puede tener hacia quienes matan en nombre de la vida, roban en nombre
de la propiedad privada, aman el odio, predican los valores familiares y secuestran,
violan y saquean; todo ello en nombre de sus propias miserias que, lejos de ser motivo
de arrepentimiento, constituyen blasones inmorales de una supuesta cruzada
defensora del Occidente cristiano?”.
Finalmente, es ordenada una junta médica militar. Claro, un militar que se niega a
mentir sobre los crímenes militares es considerado un enfermo. En un diagnóstico
fraguado es declarado “personalidad psicopática con componentes paranoides y
elementos histéricos”, y dado de baja. Los médicos militares que firmaron esto contra
toda norma de honestidad cometiendo la peor de las tergiversaciones, eran Juan Ruda
Vega, José María Calazza y Vicente Donadío. Nombres para avergonzarse. Dice
además el diagnóstico que el estado psicopático paranoico tiene “franca tendencia a
desmejorar con los años”. Esto fue dictaminado hace doce años. Hoy, el ex capitán
D’Andrea Mohr está más cuerdo que nunca y cualquier examen médico descubriría la
sucia patraña. Todo este procedimiento fue apelado por D’Andrea Mohr ante la justicia
federal, pero el fiscal Strassera –que terminó como embajador de Alfonsín– lo rechazó.
Nunca se hizo justicia. Mientras tanto se ascendía a Cabanillas –quien fue derrotado
por el coraje civil del poeta Juan Gelman pero no por la acción que le correspondía a
los responsables– o se adosaban galones a Astiz o a tantos otros. Pero a aquellos
militares ejemplos de honestidad y grandeza, se los sigue ignorando, contra toda
norma de justicia y dignidad. Todos se han callado la boca: los mandatarios, los
ministros, los jueces, los legisladores.
Tanto Cesio como D’Andrea militan en el Centro de Militares Democráticos, que
preside el coronel Ballester. En una democracia sana y honesta deberían ser los
miembros de esa institución quienes dieran los lineamientos de enseñanza de los
institutos militares. Los cadetes tendrían que tener oportunidad de escuchar a estos
hombres, en clases especiales, y no ser educados como hasta ahora, con los noticieros
de Hitler, tal cual lo demostró el film Panteón militar de la televisión alemana. Las
comisiones legislativas deberían escuchar a estos hombres que se jugaron todo por no
pertenecer a los sucios ejecutores del sistema de desaparición de personas.
Aprenderían mucho. Por lo menos aprenderían a ver qué sucia ha sido la política militar
de quienes fueron elegidos por el pueblo desde 1983.
El Realismo Perfecto

Cuando uno recorre las líneas de los diarios de este mayo siente como si los pies
estuvieran pisando algo blando, resbaladizo, excrementicio. Como si al olfato le llegara
aroma de chiquero, inmundo, sórdido, pringón. El abrazo de dos generales: Balza con
Galtieri, la foto de Menem junto a Patti, los dos orgullosos de juntarse frente a cámara;
la propaganda en Tucumán para reelegir como mandamás al asesino más delineado
del siglo, en la figura de su hijo; el “almirante” Massera tal vez el asesino más contumaz
y aprovechado de la historia argentina, gozando su “prisión” en su “country” de
Pacheco; el riojano Maiorano, “defensor del pueblo” que cobra para defender a los
jubilados una jubilación de privilegio y un sueldo en total de diez mil pesos. Pero
además también cobra diez mil pesos mensuales, la lacra máxima de la vida argentina:
los dictadores fuera de servicio, como Bignone, el único general de la historia del
mundo que entregó a sus propios soldados para que los hicieran desaparecer, o ese
general franquista, de reducidísimo control inteligente, Levingston, que sus mismos
complotados lo echaron a los nueve meses. Pero, además, a todos los ganapanes de
la dictadura procesista, los que pusieron su culo en los sillones del poder
desaparecedor, les estamos pagando privilegio. Todo parece un chiste macabro. Un
realismo mágico del mal, la corte de un Alí Babá de cuarenta ladrones y más de treinta
millones de alcahuetes con columna vertebral de gomaespuma. ¡Cómo nos damos
cuenta ahora la gran oportunidad perdida en diciembre de 1983, aquel momento de
recuperar la democracia cabal, para siempre! No, todo se arregló en la viveza del
arreglo, del pacto mafioso. Se nos engañó con los discursos de balcón y con aquello de
que la casa está en orden y seguimos viviendo en la suciedad y la mentira.
Balza se abraza con Galtieri, su ex jefe y predecesor que denigró el nombre argentino
en todos los campos. Basta describir uno solo de sus crímenes: los ciegos de Rosario a
quienes despojó hasta de su perro lazarillo, su casa, sus muebles, su hijito y les dio esa
casa a los gendarmes para que hicieran sus festicholas; una infamia marca Galtieri que
supera en detalles todas y cada una de las crueldades de la historia de la infamia de
estos mundos cristianos; pero además de la crueldad con prisioneros y el robo de sus
pertenencias en lo que se destacó Galtieri cuando era comandante del segundo cuerpo
del ejército, está su absoluta inutilidad en la guerra de Malvinas. Ya antes demostró su
irresponsabilidad propia de general borracho. No lo digo yo sino el informe que hicieron
los generales de la comisión Rattenbach cuando juzgaron la derrota de Malvinas. Dice
textualmente: “En marzo de 1981... al poco tiempo al ocurrir un incidente con oficiales
del Ejército Argentino en Chile, el comandante en jefe del Ejército, general Galtieri,
dispuso el cierre de la frontera. Esta grave decisión inconsulta conmovió al nuevo
gobierno (Viola) y obligó a una intensa y delicada gestión por parte de nuestra
Cancillería. Por esa razón, el tema Malvinas quedó postergado”. Es decir, el general
temulento quería la guerra a toda costa, sea como sea y sea contra quien sea. Los
efluvios alcohólicos de media noche lo transformaban en un Napoleón de Villa Ortúzar;
su voz aguardentosa escuchada en el balcón de la Rosada es uno de los episodios
más bochornosos de toda nuestra historia. El general asesino y torturador haciéndose
el San Martín empujado por el cóctel de whisky, vino y la cobardía de todos. El general
en sus largos insomnios se frota con la sangre y el aliento de sus desaparecidos y
torturados y de sus soldaditos atrapados por la traición y la muerte y tiene sus
eyaculaciones como vómitos de alcohol y sangre agria. A ése lo abrazó el actual
máximo militar argentino. Fíjese cómo le ha quedado el uniforme, general Balza. Pero
por más que lo lave y lo friegue le va a oler mal, un olor que contiene cobardías
cargadas de efluvios nacidos de las glándulas acoquinadas por las marchas y
contramarchas del acomodamiento y las lascivias de la falta de coraje civil. En vez de
abrazar a vilestorturadores de embarazadas vaya a pedirle perdón en nombre de su
Ejército a los hijos que nacieron en las celdas de los campos de concentración.
Usted se está por ir, general Balza, es por eso que trata de acomodar las cargas, no
vaya a ser que el piso empiece a moverse de nuevo y los de ayer reaparezcan.
El segundo capítulo –tal vez el más inverosímil para un lector de otras latitudes– es el
que se desarrolla actualmente en Tucumán. Donde habrá elecciones en pocos días.
Describir al general Bussi es muy difícil, no alcanzan las palabras. Bastaría enumerar
todas las acusaciones comprobadas para formarse un cuadro de un monstruo que ni
siquiera sería apto para vivir en la jaula de un museo de la imaginación maligna.
Secuestrador, fusilador, torturador, con cuenta privada en Suiza. Que se puso a llorar
delante de todos los periodistas cuando le preguntaron dónde y de quién obtuvo ese
dinero y por qué lo tiene en Suiza. Detengámonos aquí. El general Bussi moqueando
como un pobre diablo, en su despacho de gobernador de Tucumán. Imagen detenida.
El episodio fue primera página de los diarios. El tucumano Isaías Nougués le recordó
en una carta pública que el señor general de la Nación Domingo Bussi, cuando la
madre del desaparecido joven Alsogaray le fue a pedir por su hijo con lágrimas en los
ojos, él, Bussi, le gritó a la afligida mujer “ahora no me venga a llorar aquí”. Valiente el
bruto de jinetas. ¿Vale la pena seguir después de esto? No, sólo para agregar, que
Bussi fue quien patrocinó una acción tan degradante que merecería el repudio para
siempre de toda la gente de bien: juntó a ciegos, tullidos, gangrenosos, pordioseros y
otros seres víctimas de la vida y los arrojó en selvas llenos de alimañas. Aquí paro. No
puedo seguir. Para continuar con esto necesitaría la capacidad de esos escritores que
en los sesenta hicieron famoso el estilo del “realismo mágico” y tener la imaginación de
un colombiano o un caribeño. Más todavía, tendría que ser capaz de emplear un nuevo
estilo que bien podría llamarse “realismo perverso”. Porque cómo si no me van a creer
justamente los seres humanos de otras latitudes si les digo que ese general fue electo
por las mayorías tucumanas como gobernador. Y eso que basta mirarle el rostro al
susodicho para darse cuenta de quién es y de lo que es capaz. Más todavía, ahora ha
empujado a su hijo para que lo represente en la gobernación, al estilo de aquellas
inverosímiles monarquías bananeras como la de Rafael Leonidas Trujillo. Y va a ser
elegido en las próximas elecciones. Bien, los argentinos somos capaces de todo y al
parecer, en especial los tucumanos. Dicen –lenguas muy pérfidas, por cierto, tal vez de
origen anarquista o marxista– que a Tucumán ya no la van a representar con la caña
de azúcar sino directamente con la banana.
Tucumán, la querida y amada provincia, donde pasé cuatro años de mi infancia. La
calle Lamadrid por donde pasaban los carros con la caña recién cortada, doña Josefa
Naranjo, la vecina que nos traía a los niños humitas y tamales, la plaza cercana con su
historia, el Aconquija, con sus verdes, sus azules y sus rojos. Hoy, el nido de los
ofidios.
Pero Tucumán volverá a surgir con todos aquellos que no se han rendido y que
merecen ser los actores de un segundo congreso, como aquel de 1816. Y La Rioja, la
de los llanos, dejará de ser la tierra de las jubilaciones de privilegio, de los Maiorano y
de los Granillo Ocampo (que conjuga la metáfora más inimaginable del realismo
perverso: funcionario de la dictadura militar de la desaparición de personas y ministro
de Justicia de la Nación de esta democracia).
También soñamos que por los llanos riojanos vuelva gente como aquel gaucho entre
los gauchos, el Chacho Peñaloza y aquel hombre del coraje civil y la palabra altruista:
el cura Angelelli.
La Calle de los Estudiantes

Estas dos últimas semanas hemos comenzado a sentir historia, la gente ha salido a la
calle y se ha puesto a marchar. El jueves pasado viví algo nunca experimentado en los
sesenta y cinco años que vivo en Belgrano. Estoy casi en una esquina que da a
Monroe. Durante todos los años vividos allí nunca vi marchar manifestaciones por esa
calle. Salvo las de los hinchas de River cuando salían campeones o le ganaban a
Boca. El jueves de la semana pasada un murmullo que avanzaba me alertó, después
me hizo levantar de la silla hasta que al final me llevó a abrir la puerta de casa y salir:
sí, eran estudiantes que avanzaban ocupando la calle de vereda a vereda y no gritaban
un anecdótico y pasajero eslogan de camiseta, sino que las palabras que invadían la
calle enunciaban dignidad y dejaban al desnudo la pobreza y el cinismo de los que nos
gobiernan. Me puse en puntas de pie en el umbral y los aplaudí entusiasmado. Se
iluminaron sus rostros de sonrisas y levantaron sus manos en saludo. Los vi pasar
como si todos tuviesen coronas de flores en sus cabezas, como si marchasen al triunfo
final como aquellos obreros de principio de siglo que con sus banderas llenaban las
avenidas para lograr las ocho horas de trabajo. Al día siguiente, en la Facultad de
Filosofía vinieron los estudiantes a pedirme que les diera una clase en la calle. Lo
hicimos, en Acoyte y Rivadavia. Esquina donde pasan todos los automóviles del mundo
al mismo tiempo. Era una escena para Fellini: todas las bocinas, todas las sirenas, los
ojos de vidrio y los palos amenazantes de mil policías. Y nosotros en el ágora griega
hablando de futuros y de la misión que cargábamos sobre los hombros de hacer felices
para ser felices. Estábamos defendiendo el derecho a la cultura popular, el ladrillo de la
escuela pública, el libro de la adolescencia y la dignidad de los maestros del pueblo. No
nos amilanaron ni los subcomisarios panzones, ni los alaridos histéricos de patrulleros
cada vez más cercanos, ni los frenéticos pero atildados dueños de los Ford Orion en
sus masturbados volantes. Una escena perfecta entre los rostros y la voz limpia del
sentir libertario frente a los dueños del poder que con chirrido morboso pegaban
pataditas impotentes encerrados en sus tanques civiles. La voz joven en la discusión
por los derechos de los sin derechos y los humillados, contra el murmullo sobón de la
sociedad establecida que era arrancada de sus discusiones vaselinadas de
candidaturas e internas. De pronto, lo que ellos llaman “democracia” había sido
reemplazada por la gente joven que llenaba las calles de la democracia sin comillas.
Cuando terminé la clase se me acercó un señor bien atildado, de bigotes ya canos,
bien afeitado con lavanda. Y, valiente, me increpó. Se lo veía acostumbrado a mandar.
“Usted arregla sus propios complejos en la calle -me dice, firme– pero yo por culpa
suya hace media hora que tengo mi auto parado sin poder pasar.” Lo miro y en tono
comprensivo, casi profesoral, le digo: “¿Sabe lo que es usted?”. Y le agrego la
respuesta: “Usted es un egoísta. A usted le preocupa su auto, a estos jóvenes les
preocupa la cultura de su pueblo. Vaya a quejarse a la Casa Rosada, por Rivadavia
derecho. Allí lo van a atender los suyos”. “No me confunda, yo no soy menemista”, me
responde. “No importa, lo van atender igual”, finalizo. Dos estudiantes lo toman de los
codos y lo devuelven a su destino.
Creo que, después de su espera obligada, el airado amigo del orden se habrá ido a
afiliar a algún partido de los Bussi, Patti o Rico. O soñarcon que vuelva la Liga
Patriótica Argentina, aquella fuerza de la gente de bien que limpió las calles y las
pampas patagónicas de gauchos alzados y anarquistas de pensamiento foráneo.
De Rivadavia y Acoyte volé a la Universidad del Comahue; allí en el aula magna
neuquina estaban los docentes, los representantes de los organismos de derechos
humanos, los estudiantes. Les hablé sobre misión y deber de la docencia justo cuando
los Menem, los Corach y los Anzorreguy querían proscribirla para financiar la vanidad
del lujo de su séquito. Los dueños del poder político quisieron arrojar a la docencia –
esa sublime claridad- al lugar de los trastos sin uso para dar lugar al posmodernismo a
la Yabrán-Yoma, mordida marca registrada. En ese aspecto, los argentinos hemos
superado ya el período del realismo mágico para pasar al de la turrada simple y llana,
sin disimulos. Por ejemplo esto, apenas un detalle al pasar: nuestro actual ministro de
Justicia de la Nación, doctor Granillo Ocampo, fue funcionario de la dictadura militar del
sistema de la desaparición de personas. Y ahora es nuestro ministro de Justicia. De
Justicia, repito. Lo merecemos. Además hace poco vimos el mal ejemplo dado por él en
las recientes elecciones internas del justicialismo, acusado de fraude, manipulaciones y
todas esas características que hacen a este período vergonzoso de nuestra vida
institucional. Un signo distinto que nos podría llevar a ser clasificados como
“Bananenrepublik”, con sello y todo. Esta realidad, por sí misma, es una bofetada a
todos los principios de la Etica, una burla para todos aquellos que dieron su vida por
dignidad y respeto. Al soportar esta realidad todos nos hacemos culpables del principio
de inmoralidad de nuestras acciones. Resulta hasta extraño: ¿por qué los argentinos
nos permitimos vivir con tanta falta de respeto hasta con nosotros mismos? ¿No es
también una falta de respeto a nuestros hijos, a nuestra familia, a las próximas
generaciones? ¿No es acaso mezclarnos en la impudicia? Cuando veo en qué
condiciones de deterioro tienen que estudiar los estudiantes de la facultad donde
enseño me pregunto si yo mismo estoy cumpliendo con mi deber ético. ¿Y si de tanto
esperar se corta la cuerda del equilibrio de la esperanza y somos lanzados por la santa
ira a defenestrar a sanguijuelas y aprovechados? La Calle, El Grito, La Protesta. Tres
nombres de diarios obreros del pasado, que lograron con el pulmón, la piedra, la furia y
la razón las ocho horas de trabajo. Mientras hoy, nuestros hijos trabajan catorce horas
en los McDonald’s.
Y de las tierras del Comahue me vine al café literario de las Madres de Plaza de Mayo.
Sí, un café literario. La incredulidad amenaza. Mientras Menem y consortes proyectan
poner piedras fundamentales de diez futuras cárceles, las Madres abren una librería
con café literario. Más que realismo mágico, realismo utópico. Les robaron a sus hijos
pero ellas crean una librería. Qué más decir. La secuencia lo dice todo. ¡Qué fuerza!
Mientras el Gobierno vota más millones para la SIDE y los gastos de representación,
las Madres colocan una vidriera con libros y una mesa de periódicos alternativos con
los sueños de los jóvenes de los barrios. Los estudiantes ya han ocupado las calles
argentinas.
¡Güelga nomá, chamigo!

Es una constante de hierro: la historia les da la razón siempre a los luchadores de la


dignidad, por más humildes que sean. Y tal vez, por humildes, sus figuras se recortan
en el tiempo con más claridad. Sucedió allá por los años veinte. En la tierra del
quebracho. A los hacheros se les comenzó a prohibir los pañuelos rojos que, como
costumbre, llevaban al cuello, y las camisas rojas que vestían en el trabajo. Ese color
acostumbrado en los habitantes de la región no se podía usar más porque, según los
serviles empleados de la empresa inglesa La Forestal, era “comunista y anarquista”. La
policía privada de la empresa se encargaba de proceder: trabajador que llevaba
pañuelo rojo o camisa granate era obligado a desnudarse, le daban latigazos hasta
desvanecerlo y le prendían un cintillo azul y blanco y le hacían gritar bien fuerte: ¡viva la
Patria! Todo esto en la Argentina de don Hipólito Yrigoyen, elegido por el pueblo, que
mandó al ejército argentino a reprimir al gauchaje alzado que se había levantado al
grito de “¡Oh, añá! ¡Güelga nomá, chamigo!”, levantando el puño y con pocos
rémingtons “Colí”, de caños y culatas recortados, que les habían hecho llegar los
anarquistas de Buenos Aires a través de los marineros de los buques del Paraná.
Fue una solidaridad épica. La huelga reventó como una bomba de brazos alzados
desde el Chaco santafesino, por el Chaco, Formosa, hasta el mismo Puerto Infierno, y
la parte santiagueña desde Quimilí a Pampa de los Guanacos. Los obreros ferroviarios
anarquistas pararon el Central Norte Argentino y el Provincial de Santa Fe para impedir
el movimiento de tropas del 12 de Infantería, en el cual estaba el teniente Juan
Domingo Perón. Pero no sólo los ferroviarios sino también los marineros de la FORA
pararon las embarcaciones y las tripulaciones de los barcos extranjeros que venían a
recoger la sagrada madera roja de los quebrachales se negaron a recibirla. Y los
portuarios, con sus rostros arrugados de puro indios, escupían a los crumiros traídos de
otras latitudes que servían por un pan y un vaso de vino a los señores británicos bajo el
cielo impiadoso de un permanente sol despiadado. Dos millones de hectáreas poseían
los gentlemen de Londres. (“¿Argentina? Oh, yes, yes, sí, sí, allá hablan portugués,
buena carne”). Dos millones de hectáreas, dos millones de hectáreas. Dos millones...
de madera noble, de madera dura como el hierro. Roja. Arbol tras árbol, de cien años
de crecimiento, caían para Su Majestad Británica, y desaparecían para los hijos de la
tierra. Globalización de la injusticia, que se joda la negrada, son todos borrachos,
haraganes, analfabetos, sucios, no saben ni hablar castellano, se maman. Metalen
bala, nomás. En el mismo año, el 10 de Caballería fusilaba a los peones patagónicos
en defensa de los latifundios británicos.
Los curas se metieron en sus templos a rezar y para agradecer la infinita bondad de
Dios, nuestro Señor. Mientras los hijos de la Tierra gritaban “Oh, añá, güelga nomá,
chamigo”. Pero la empresa británica no se anduvo con chicas, inmediatamente armó su
propia policía. El mismo modelo que en los años setenta emplearía uno de los hombres
más desdeñables de nuestra historia, López Rega: las tres A. Bajo el nombre de Liga
Patriótica Argentina (fundada en Buenos Aires por el Perito Moreno, Monseñor
D’Andrea, el acaudalado Manuel de Anchorena y Manuel Carles, funcionario radical).
La Forestal contrató a temibles criminales que traían de la cárcel de Misiones y les
puso sombreros cowboys –que los obreros llamaban “sombrero galpón”– a los cuales
les adosaban una escarapela patria. Y salían a la búsqueda de obreros huelguistas
para acribillarlos a balazos. La primera víctima fue el dirigente anarcosindicalista
Francisco Coronel, el más querido por las peonadas y hacheros de Puerto del Infierno.
Jamás ni el ejército ni la policía molestó a los cuadros criminales de la Liga pagados
por la empresa extranjera. Al contrario, los protegieron para asegurar el éxito final. El
monumento final a tanta crueldad e ignominia fue el incendio del local de la Federación
Obrera y las viviendas de todos aquellos trabajadores que no se sometieron. El
últimoen resistir fue el gaucho Altamirano, que cayó en poder de los bandidos de La
Forestal, a quien no sólo lo curtieron a latigazos sino que le prendieron fuego a su
casita donde vivía con su mujer y numerosos hijos. Todo en nombre de la libra
esterlina.
Pero el asesinato de obreros no fue lo más terrible de esta injusticia que entristece
esas zonas, vacías ya de nobles bosques. En 1939, muchos años después de la
huelga, el diputado Doldán denunciaba la verdadera consecuencia del capitalismo
ladrón. El diputado Doldán denunciará en la Cámara de Diputados: “En el
departamento Vera, sobre 4463 defunciones sólo 1533 enfermos tuvieron asistencia
médica y cerca de 3000 no la tuvieron. Estudiando las cifras de la mortalidad infantil
desde 1928 a 1938, considerando los nacidos muertos y los fallecidos hasta los diez
años de edad inclusive, el 42,5 por ciento corresponde a niños. Pero la cifra es más
abultada porque muchas criaturas nacidas muertas o fallecidas poco después del parto
no son denunciadas al registro civil, lo que ocurre en los parajes más apartados y
boscosos. Y ahora viene otro párrafo que desbarata toda posible disculpa o
interpretación contraria: en el distrito de Garabato el 80,5 por ciento de los
fallecimientos corresponde a la juventud entre los once y los treinta y cinco años”. No
sólo se habían llevado nuestros árboles sino también nuestros niños. Todo el mundo se
calló la boca. A políticos, militares y a la Iglesia les pareció todo lo más natural.
Estoy en la Feria del Libro. He comenzado a acariciar las tapas de un libro. Es La
Forestal, de Gastón Gori, vuelto a editar después de más de treinta años. El maestro
Gastón Gori, conciso, justo, valiente. Pese a las represiones que sufrió en su vida de
ochenta y cuatro años, que continúa en su denuncia constante, ve que muy poco es lo
que ha cambiado. Hace más de treinta años describía así el final de esta tragedia
griega que es La Forestal, síntesis desgarradora de lo que fue capaz el primer mundo
con las riquezas de las latitudes del sur. “La Forestal llegó, robó y se fue; casas
desocupadas y entre yuyales, en cuyos derrumbes, grietas y descascaramientos
trabajan el tiempo y las lluvias; viejas casillas despintadas con sus chapas retorcidas y
sin gente que las habite; ranchos caídos. Derruida la antigua fábrica de tanino, la zona
es la imagen del desaliento, es el saldo de la evacuación de La Forestal. Altos yuyos en
los antiguos clubes y cancha de tenis de los altos funcionarios y en las explanadas de
las playas donde defendieran su vida obreros en trágicas horas y donde el sudor de
varias generaciones regara el suelo; yuyos en la vieja herrería, yuyos avanzando y
cubriendo los vestigios de instalaciones para un ferrocarril que ya no existe; yuyos en
los intersticios de puertas y ventanas de casas abandonadas. Rodeadas de tristeza en
las caras de niños que piden limosna.”
Pero la memoria revive. Este libro, La Forestal, de Gastón Gori, está de nuevo entre
nosotros, testigo de la infame historia de la explotación del hombre y de la riqueza de la
naturaleza. Ojalá los maestros enseñen a sus alumnos lo que ocurrió por los años
veinte en tierra argentina para que comprendan aquel “¡Oh, añá! ¡Güelga nomá,
chamigo!”, como el arma de la rebeldía contra nuestra tan actual humillación.
Gracias, viejo maestro Gastón Gori, el de las tierras de mi niñez.
Moral de Bragueta

En derechos humanos quedaríamos como falsos predicadores si nos mantuviéramos


en exactas definiciones académicas e ignoramos nuestra realidad. Mientras nosotros
nos imaginamos con todo entusiasmo un mundo en el derecho, el altruismo y la
defensa de la vida, caen bombas, misiles y toda la parafernalia de la cobardía que da la
fuerza bruta, en ciudades abiertas y matan niños, jóvenes encintas, adolescentes que
escriben poesía, maestros que enseñan a escribir y soñar, a trabajadores de la salud
que tratan de curar una herida mientras otros matan desde centrales de cohetes o de
aviones que ya ni muestran sus caras. Sonríen los fabricantes de armas, sonríen los
inmorales demagogos, los militares ponen caras de imprescindibles. Y los pueblos
miran para otro lado y no reaccionan mientras no les toque a ellos. Los obispos rezan.
Los intelectuales, callan. Los dirigentes sindicales del sistema visten cada vez mejor y
se dedican a sostener a los que están en el poder siempre y cuando no se los
investigue en su corrupción. Y los políticos profesionales se comportan como siempre.
Acabo de leer el testimonio del periodista alemán Erich Glauber de su visita al campo
de refugiados de Györ, en Hungría. Se llama Detrás de alambre de púa rodeado de un
hedor infernal. Yo lo hubiera titulado: A cincuenta años de la declaración de la carta de
derechos humanos. En ese campamento de refugiados van a parar kosovares pero
también todo aquel ser humano del tercer mundo que busca meterse –sin visación– a
través de las fronteras para buscar trabajo en los países grandes de Europa, es decir,
las víctimas directas de la globalización. Ese artículo comienza así: “Apática, la afligida
mujer está sentada en la cucha de abajo de un armatoste para dormir. La mirada de la
mujer de unos treinticinco años está fija en el vacío mientras las cuentas del rosario se
deslizan durante horas por sus dedos. Hace apenas dos semanas que esta kosovar
apareció con tres hijos en el campamento en los suburbios de la ciudad industrial
húngara de Györ. La mujer no responde a mis preguntas. Al primer día de su llegada,
su hijita enferma fue llevada a un hospital. Desde ese momento a la mujer no se le
permite visitar a su propia hija, ni siquiera le informaron sobre su enfermedad. En el
campo reina un hedor infernal. Con una capacidad para 80 internados ya hay 240
personas. El piso del único retrete está inundado de materias fecales y basura. Para
comer deben ir en grupos de veinte a otro campamento y lo tienen que hacer a paso
rápido y luego comer en veinte minutos, porque esperan otros turnos. Los refugiados
entre sí se entienden por señas cuando son de distintos países, porque hay sólo un
traductor para todos. Cuando la gente no aguanta más y protesta en forma
desesperada, los guardianes sacan sus porras de goma y les pegan a todos, también a
las mujeres. El jabón y la pasta dentífrica enviados por el Alto Comisariado de
Naciones Unidas en forma gratuita para los refugiados les son vendidos por los
guardianes. Esto desespera a los perseguidos porque no reciben dinero y deben oblar
lo poco que tienen”. Bien, basta.
Pero no nos lavemos las manos y apaguemos el televisor pensando qué bárbaros son
los seres humanos de otras latitudes. Vayamos al Bajo Flores. Esto ya no es
extranjeros con extranjeros, sino argentinos con argentinos, o argentinos con
latinoamericanos, que es lo mismo, mejor dicho que debería ser lo mismo. El Bajo
Flores es espejo de nuestra vergüenza, es la copia del campo de refugiados de Györ.
Si se comparan los noticieros del mismo día se va a ver que son idénticos los rostros
de los niños con esa tristeza que da el sentir el desamparo en que los dejan. En vez de
reír con los juguetes, aprenden a soportar lo injusto entre asombrados y asustados.
Aprenden las injusticias desde el vientre de sus madres.Aprenden a saber, desde que
miran la luz, que para ellos nunca llegarán la felicidad y la ternura, dos mil años
después de Jesucristo. Qué fracaso para los cristianos: dos mil años y cada vez hay
más globalización de la hipocresía y el egoísmo.
Ni los niños de Györ ni de Kosovo ni del Bajo Flores –aquellos más blancos, los
nuestros con el hermoso color de la tierra– son considerados seres humanos por una
sociedad mundial egoísta y corrupta. Ni tampoco los niños de Belgrado a los cuales se
les mandan bombas y misiles en la forma más cobarde y bestial. Pero claro, luego el
hombre de la Casa Blanca de Washington, descendiente directo de Antístenes el
Cínico, pide disculpas si hay niños que mueren después de autorizar el lanzamiento de
bombas y misiles. Pero después, en brutal constancia, prosigue con más misiles, como
postre, de acuerdo con los principios éticos de nuestro comisario Patti, cambiándole
sólo una palabra: primero tiro y después pido disculpas.
Hemos visto cómo nuestros así llamados “representantes del pueblo” se lavaron las
manos de su responsabilidad con comunicaditos de palabras que se las lleva el viento
en vez de salir a la calle, acampar en la villa quemada y decir: de aquí no nos
movemos hasta que las familias con niños no reciban una casa de material.
A apenas dos centenas de días del segundo milenio vemos como la Biblia ha ido a
parar junto al calefón. Donde el Papa pide por Pinochet y a nosotros se nos da a elegir
entre candidatos, uno que se pasó sonriendo a la dictadura y luego levantó el brazo
para darles el perdón a los asesinos de uniforme y el otro “no se dio cuenta” de que en
su provincia se prohijó la maldita policía. Es así que hoy la única esperanza de que se
prenda una lucecita al final del túnel son los organismos de derechos humanos con
esas mujeres del pañuelo blanco a la vanguardia, que no paran de caminar.
La OTAN ha pisoteado a Naciones Unidas. Desde la guarida militar defensora de un
sistema de privilegios se mata desde el aire con bastante precisión, una precisión que
tal vez muy pronto ayude a matar sin tener que pedir disculpas. Principios morales ya
no sirven para nada. Se ataca a Serbia que quiere la llamada limpieza étnica a tiro
limpio pero se ignora el genocidio contra el pueblo kurdo por parte de los turcos. Claro,
la diferencia es que Turquía –que nunca fue castigada por la matanza de cientos de
miles de armenios en la segunda década de este siglo– es gran compradora de armas
occidentales y tiene un territorio estratégico en la política internacional. Negocios son
negocios. Moral occidental y cristiana. Clinton y su moral de bragueta. El Papa y
Pinochet, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín, siglo veinte cambalache
problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
A doscientos días del segundo milenio nuestros modelos patrios son Bussi, Patti y
Rico. Nuestro himno nacional, el tango “Cambalache”. Discepolín desde el cielo sonríe
traspasado de tristeza. Cinco cajas manzaneras llegan al Bajo Flores con doce horas
de retraso mientras que nuestro Presidente juega al golf a pocos pasos del súper
aeropuerto de Anillaco. Los argentinos somos derechos y humanos.
Pero todavía no se ha borrado la palabra coraje que las mujeres de pañuelo blanco
grabaron para siempre en las calles argentinas. Y ya despuntan los Hijos en las anchas
alamedas que abrieron sus padres. El general Balza se ha escondido en el Hospital
Militar. Tiene hernia de disco.
El Despojo

Cuando uno regresa al país –a la región, hubieran dicho los libertarios, quienes sabían
expresar sus principios hasta en la palabra aparentemente más insospechable– siente
casi siempre una alegría de infancia, una nostalgia feliz. Pero cuando justo uno llega en
el tiempo en que se recuerdan los días de la infamia, en aquellos días en que a uno se
lo perseguía como a un perro sarnoso, indefenso y de puertas cerradas, que se
entreabrían a veces sólo para cuchichear el nombre de un amigo asesinado. La época
de la infamia, la época del despojo.
Se llega con la tristeza del recuerdo, del dolor que habrán tenido los rostros de los
perseguidos en el momento supremo, sorprendidos por lo inexplicable.
Recorro las calles de la persecución y de aquel miedo de marzo. Me encuentro con mi
amigo Claudio Capuano, médico. Viene cargado de papeles. Son papeles para una
investigación que está haciendo. Sobre los trabajadores de la salud desaparecidos.
Trabajadores de la salud, qué definición hermosa. Salud, el saludo libertario y salud, la
joya de la alegría, de la hermandad, del caminar sonriente por las alamedas de la vida.
Los niños sanos. Y conformaron justamente ellos una de las hermandades –hermosa
palabra hispana– más perseguidas por los reptiles de marrón terroso. Basta un solo
nombre, Hospital Posadas, para desnudar todo el crimen de esos días que sólo puede
describirse con un solo nombre: general Suárez Mason, sí, ese que terminó huyendo a
Estados Unidos –de donde lo trajeron esposado– después de declarar que él no actuó
en la represión sino que los culpables eran otros generales. Para este capítulo
fundamental de la Historia Universal de la Infamia está el video de la televisión
estadounidense –así paga el diablo– que deja desnudo al General de la Nación de
breeches y botas chorreadas en el momento de la verdad.
¡Con qué saña se persiguió a los trabajadores de la salud! Claro, porque son ellos los
que tienen a diario el verdadero rostro de la sociedad, en ese cuadro vivo constante
que es el hospital. Toda la documentación que me muestra Claudio Capuano se refiere
a un caso sobrecogedor. Sin explicaciones.
23 de marzo de 1977, la jefa de residentes del Hospital Italiano, doctora Alicia Ofelia
Cassano, de 27 años, camina con su marido, el estudiante del último año de Medicina,
Roque Gioia, por la calle Rincón al 300, de Banfield. Son las 17.30. De pronto se bajan
de tres automóviles individuos armados. Un “operativo”, en la jerga militar de los
hombres de Videla. Les dan la voz de alto a los dos jóvenes. La doctora Cassano se
detiene, sorprendida; Roque Gioia no obedece y ahí nomás lo balean con toda
impunidad. Ninguno de los dos atacados tenía armas. Todo esto a la vista de una
veintena de testigos: viandantes, vecinos, la propia policía. A la joven y al herido los
cargan en un auto y los llevan al Country Club de Banfield. Allí, en presencia de
incontables testigos asustados y sorprendidos, la obligan a Alicia a desnudarse. El
teniente del Ejército Juan Eduardo Aguiar Duhalde, jefe del operativo, le grita con
vozarrón militar de macho externo: “Largá la pastilla, largá la pastilla”. Alicia no tiene
ninguna pastilla, entonces la meten desnuda en el baúl del mismo auto donde su
esposo se desangra y expira.
Y ahora comienza la larga muerte de la doctora Alicia Cassano. Durará meses, y su
humillación será total, bajo la mano maestra del general de la Nación Argentina Carlos
Suárez Mason, en quien el ministro de Economía Martínez de Hoz tiene una confianza
absoluta: va a ordenar el país para poder adoptar sin problemas el sistema “liberal” que
ha prometido a la sonriente y esperanzada banca extranjera. Y para eso, Martínez de
Hoz sabe que deberán morir muchos médicos, docentes, estudiantes, delegados
obreros, madres encintas. Todo un programa para enorgullecer a los argentinos de
bien. En el caso de la joven médica, Suárez Mason será ayudado por verdugos
implacables: el coronel Minicucci, tristemente ridícula figura en breeches recortados “a
la SS”; y otro más: el teniente coronel apellido repetido Suasnávar Suasnávar. La
desesperada madre recorrerá cielo y tierra hasta que será atendida por el susodicho
Suasnávar Suasnávar, que le gritará detrás de su escritorio un anatema definitivo:
“Señora, no se queje: su hija curó”. Curó, tal cual. Un pecado mortal. Sí, la joven
doctora Cassano había curado a víctimas sobrevivientes de los crímenes de las AAA
de López Rega, llevadas al Hospital Italiano. Ni en literatura encontraríamos una
palabra tan definitiva para una condena a muerte: “curó”. Curó, capitán Suasnávar
Suasnávar. Nos lo imaginamos hoy ya retirado, con cara de buen abuelo llevar a sus
nietitos al jardín de infantes o no, mostrando sus medallas de Obediencia Debida y
Punto Final, otorgadas por Alfonsín, sintiéndose sanmartiniano por haber ganado la
batalla contra la médica de 27 años que “curó”.
En el campo El Vesubio, la joven médica fue torturada y humillada hasta el hartazgo
por los lansquenetes de Suárez Mason y Minicucci. Han quedado los testimonios de los
sobrevivientes que conocieron a Alicia en ese antro de perversión: uno de ellos, Carlos
Watts, relatará su experiencia en ese campo, donde era dueño, señor y Dios, el
teniente coronel Durán Sáenz, quien años después será premiado por Alfonsín y
Caputo como agregado militar en México y donde será corrido por los exiliados
argentinos.
Relata Watts: “Yo estaba muy mal de mi rodilla derecha como consecuencia de la
picana y de un episodio ocurrido, en el mismo Vesubio: en un momento se asesinó a
patadas a un compañero que era delegado del Banco de Tokio, Luis Pérez (nos
imaginamos la satisfacción de Martínez de Hoz y de la banca internacional).
Estábamos Martín Vázquez y yo. Lo que intentamos fue cantar el Himno y nos dieron
patadas. A mí me destruyeron la rodilla quedando a mi lado un charco de sangre”.
Watts será atendido por una compañera de prisión: Alicia Cassano. Trabajadora de la
salud aún en el antro de la muerte. La psicóloga Ana Di Salvo, que estuvo prisionera en
ese campo describe así a la joven médica: “Padecía con el recuerdo del asesinato de
su marido y las diarias humillaciones que recibíamos, pero siempre nos infundía ánimo
con su alegría. Recuerdo que tarareaba siempre el tango ‘María’. El día de su
cumpleaños las compañeras de cautiverio le hicimos un disfraz con los pocos trapos
que poseíamos. Ella se vistió e imitó a una modelo en la pasarela de desfile de modas
y dijo: ‘Pertenezco a la boutique me cago en la elegancia’. Era dicharachera y animosa.
Parecía una estudiante de medicina y no una médica-jefe del Hospital Italiano”. Hasta
que la “trasladaron”.
Se iniciará entonces otro capítulo de esta historia infame: el desesperado golpear de
puertas de la madre de Alicia. Cuarteles, iglesias, burócratas. La madre posee aún
todas las respuestas que recibió de los obispos ante su grito de ayuda. Es increíble el
cinismo y la frialdad. El arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, le contestará “no deje
de consagrar sus amarguras a la Santísima Virgen para que ella derrame consuelo y
alegría”. Subordinación y valor.
Pero sin duda alguna, el detalle más mezquino de toda esta historia del dolor es que al
día siguiente del secuestro de Alicia y del asesinato de su esposo, cuatro camiones
militares se detuvieron frente al domicilio de ambos, violaron la puerta y se llevaron los
muebles recién comprados por la pareja y absolutamente todos los enseres y objetos.
Dejaron la casa vacía. Felonía en uniforme.
General Balza: su obligación moral es averiguar qué miembro del Ejército sacó
provecho de ese infamante robo. Quién de sus subordinados se acuesta hoy en el
lecho de Alicia y Roque. Hágalo, general, porque si no los argentinos vamos a
sospechar de por vida de todos los militares activos en esa época, hasta de usted
mismo, que era coronel, si encubre la infamia.
Alicia Cassano: trabajadora de la salud. (Hoy mientras caen bombas en Belgrado y se
asesina a campesinos de Kosovo, los trabajadores de la salud trabajan para salvar
vidas. Gracias, doctor Capuano.)
El Amable Mayor Peirano

La noticia pegó un puñetazo y puso las cosas en su orden, después de tantos años. El
gobierno alemán acaba de reconocer que el militar argentino conocido como el “mayor
Peirano” actuó durante la dictadura militar en la embajada de ese país en Buenos Aires
como receptor de denuncias de desaparecidos. Es decir, la misma función que cumplió
en el vicariato castrense el conocido monseñor Grasselli. Se hacía atender a los
desesperados familiares de los desaparecidos, por los lobos. Disimulados como
consejeros, de aire bonachón y palabras de consuelo. Los lobos. Feroces, cínicos, que
pasaban de inmediato los datos a sus superiores.
Me alegra inmensamente que el gobierno alemán de Schröeder, que tiene como
canciller al Joshka Fischer, del Partido Verde, haya reconocido la verdad, que no es
otra cosa que la inmensa culpa de muchos gobiernos extranjeros de haber colaborado
con la dictadura de los asesinos de uniforme de la Argentina.
Verdad sostenida desde hace veintitrés años por los organismos de derechos humanos
de Alemania y los exiliados argentinos. Ahora se viene a corroborar todo aquello que
sostuvimos y escribimos y denunciamos en aquellos terribles años. Ha quedado en
descubierto para siempre –como decíamos– el hilo de toda una política tortuosa e
inmoral de complicidad disimulada con coartadas. Se simuló actuar en favor de los
perseguidos pero en sí lo único que importaba era no hacer peligrar los grandes
negocios que se hicieron con la dictadura. Pero ayer también leímos que el vocero de
la Cancillería alemana agregaba: “Para la embajada alemana en Buenos Aires, durante
los difíciles años de la dictadura militar argentina, su tarea más importante fue
preocuparse por el cuerpo y alma de los alemanes y descendientes de alemanes por
encima de cualquier otro problema”.
Aquí se miente en forma cínica. La realidad es la siguiente: ni la embajada ni el
gobierno alemán no lograron salvar a ningún desaparecido de esa nacionalidad. Bastan
dos ejemplos: en el caso de Elizabeth Käsemann, alemana, y Diana Houston, inglesa,
que fueron detenidas juntas, el gobierno británico exigió la inmediata libertad de esta
última y Diana Houston subía a un avión británico 72 horas después; el gobierno
alemán, en cambio, tardó semanas en interesarse por el caso y envió tibias cartas.
Resultado: Elizabeth fue asesinada. El caso Klaus Zieschank: el gobierno francés
exigió la inmediata libertad de la detenida Anita Lorea de Jaroslawsky, quien se hallaba
en la misma celda del campo de concentración donde estaba Klaus Zieschank. La
ciudadana francesa salió a la semana, en cambio, Klaus Zieschank fue arrojado desde
un avión al Río de la Plata y apareció su cuerpo en la costa cercana a Magdalena. En
tomar el caso Zieschank, el gobierno alemán tardó meses, y todo fue muy débil. Lo que
sostiene ahora la Cancillería alemana se puede refutar con toda la abundante y precisa
documentación publicada en el libro Derechos humanos y política exterior (República
Federal de Alemania y Argentina - 1976-1983) del abogado de derechos humanos Tino
Thun, Bremen, 1985, jamás desmentida por el gobierno de Bonn, ni tampoco por los
protagonistas de toda esa falsa política.
El mayor Peirano es apenas un muñeco sangriento en esta historia desalmada. Los
responsables fueron quienes en aquella época manejaron la economía argentina,
empezando por Martínez de Hoz –que se inició conaquel famoso decreto de
indemnización a Siemens– y los grandes consorcios alemanes que ganaron las
licitaciones del campeonato mundial del ‘78 y los fabricantes de armas que se hicieron
la gran fiesta mientras en los campos de concentración argentinos se mataba a lo
mejor de su juventud.
Lo denunciamos en aquella época. Como decimos, todo fue registrado y editado con
pruebas irrefutables que servirán ahora para los juicios que coordina la Coalición contra
la Impunidad, de Nuremberg, contra los represores argentinos que cometieron
crímenes contra ciudadanos alemanes. Todo llega. Funcionarios de Bonn que en aquel
tiempo nos recibieron en sus salones para escucharnos con cinismo y hacer luego todo
lo contrario de lo que prometieron tendrán ahora que declarar, y ya se deben sentir muy
molestos ahora en que la noticia del reconocimiento de la existencia del “mayor
Peirano” ha llegado a sus casas donde gozan –casi todos ellos ya– las bendiciones de
una jubilación opípara en pago de los buenos servicios prestados por ver hacer y
callarse la boca.
Se acaba de escribir que el actual gobierno alemán, recién llegado al poder, va a tener
una política distinta con respecto de los derechos humanos porque es socialdemócrata
en su mayoría. Debo decir que también el gobierno del ‘76 al ‘82 fue socialdemócrata.
Su primer ministro, Helmut Schmidt, que reemplazó a Willy Brandt en ese cargo. Hace
pocos días, Helmut Schmidt –ya retirado de la política– cumplió ochenta años de edad.
Se le hizo un homenaje. En primera fila estaba sentado su íntimo amigo, el ex ministro
de Relaciones Exteriores de Estados Unidos Henry Kissinger, sí, el mismo, el que
estuvo complicado en el golpe de Estado de Pinochet. Uno se pregunta cómo un
demócrata puede ser amigo de un político que se manejó en Latinoamérica con la CIA
y el Pentágono. Pero, ojalá que la esperanza no nos traicione. Aquí, en Alemania, los
juicios contra los genocidas se seguirán adelante. No sé si se llegará a la condena,
pero por lo pronto se llegará a la verdad. Los nombres de los asesinos aparecerán en
las primeras páginas de los diarios.
Me sobreviene una pena enorme porque algunos de los familiares de las víctimas de la
dictadura ya han fallecido y no podrán ver ese triunfo. En el caso de Elizabeth
Käsemann, asesinada por el coronel Durán Sáenz, del campo de concentración El
Vesubio, se simuló un tiroteo en Monte Grande y se mató a tiros a la joven prisionera.
Elizabeth era hija del más famoso teólogo de Alemania, profesor de la Universidad de
Tübingen, Ernst Käsemann. El desesperado padre fue a la Argentina a recuperar el
cadáver de su hija y darle cristiana sepultura en Tübingen. Cuando llegó sufrió toda
clase de humillaciones por ser padre de una “guerrillera”. Conversé largamente con él
en su casa después del acto de homenaje en el cementerio de Tübingen donde hablé
de la responsabilidad de mi país en esa muerte. Fue cuando el profesor Käsemann me
dio detalles –que años después me corroboró cuando hicimos el film Elizabeth, de
cómo habían sido los trámites para obtener el cuerpo sin vida de su tan amada hija.
Cuando me lo relató, me dijo que sentía “ira, vergüenza y duelo” por todo lo que
soportó en Buenos Aires. Me confió que la embajada alemana, para ayudarlo a
encontrar los restos de su hija, lo puso en contacto con un oficial argentino –que es
casi seguro haya sido el “mayor Peirano”– quien para después de jugarla de amable le
señaló que iba a ser posible, pero que eso costaba dinero. El profesor Käsemann tuvo
que comprar el cuerpo de su hija por 26.000 dólares y lo entregó a ese “nexo”
uniformado. Cuando le propuse que me permitiera hacer la denuncia pública de tamaña
perfidia, me repuso el teólogo Käsemann: “No, quiero guardar el secreto para mí
porque me avergüenzo de haberme prestado a ese sucio negocio cuando tendría que
haberlo rechazado indignado y haberme conformado con el recuerdo de mi hermosa
hija viva. Además, a Judas no se le reclamó jamás que devolviera sus dineros”. Me
hizo prometer que jamás hablaría de esto. Pero el profesor Käsemann ya ha fallecido y
me siento liberado de mi promesa. Lo mínimo que espero es que la autoridad máxima
del Ejército, general Balza, se dé por aludido y dé con el “mayor Peirano”. No le
resultará difícil. Megustaría enfrentarlo a este mayor o menor para preguntarle qué
pasó con los 26.000 dólares cobrados al dolor de un padre. Enfrentarlo, pero no en el
programa de Mariano Grondona donde ya fueron presentados en sociedad asesinos
natos como el almirante Massera o el comisario Etchecolatz, sino aquí, ante jueces
neutrales. Pero, ya sabemos, se escudarán en las sombras de sus propias cobardías y
no saldrán a la luz. Balza dirá otra vez que no le consta. No vendrán de motu proprio a
defender eso que ellos llaman honor.
Habría para escribir tomos de estas relaciones pecaminosas. Se me acaba el espacio.
Pero no las ganas de seguir con la denuncia contra los que tienen las manos sucias de
sangre y de las monedas de Judas.
El Santo Padre y las Mujeres Argentinas

El péndulo ha terminado su trayectoria hacia el centro e inicia el camino por el ala del
deber. Las valijas han sido preparadas antes de esta nota. Allá, en Buenos Aires me
esperan los pasillos llenos de voces eternamente juveniles que me hacen recordar las
mías de hace medio siglo cuando uno se iniciaba, las voces de los pasillos que llevan a
las aulas. Allí estaremos otra vez escuchándolas, dialogando con ellas, con las voces
estudiantiles para hablar de la experiencia de la humanidad y ensayar salidas en
búsqueda del gran encuentro.
Mientras tanto dejo esta Europa tan llena de contradicciones como antes, pese a los
cambios. Tiene Alemania un nuevo gobierno socialdemócrata-verde donde los verdes
entraron al lujoso lenocinio del poder preguntando si allí se toma limonada y los
socialdemócratas, en pocos días demuestran ser otra vez artistas eximios en aquello
de cambiar todo para no modificar absolutamente, absolutamente nada. Eso sí,
cambiaron la marca de la cosmética política y se apoltronaron para recomenzar el
eterno debate de que si primero hay que subir los salarios para que la gente pueda
gastar más y mover la producción, o rebajar los impuestos para atraer capitales.
Sonreír a la izquierda y a la derecha, sonreír eternamente como las mujeres de las
vidrieras de las viejas callejuelas de los puertos. Pero al primer cañonazo del capital le
dieron el pase en blanco a su ministro Lafontaine, que creía que podía doblar por la
zurda.
Pero no nos pongamos discepolianos y empecemos a hablar en voz alta, a hacer las
preguntas que en una clase de Etica nos harían adolescentes medianamente
inteligentes. Por ejemplo, uno de los tantos problemas: ¿por qué se sacrifica al pueblo
kurdo y no se da la voz de alto a la infame política de Turquía contra esa minoría? ¿Por
qué jamás se recuerda el genocidio que cometió ese país con los armenios en la
segunda década de este siglo con la matanza cobarde de cientos de miles de niños,
mujeres y hombres? La primera pregunta tiene una respuesta indigna pero
políticamente correcta: es que Alemania ha firmado un contrato fabuloso para la venta
de armas a Turquía. (Los diputados verdes todavía no han preguntado por esa
inmoralidad, siguen tomando la naranjada que solícitos les alcanzan los sonrientes
funcionarios de la “Realpolitik”.) El ministro del Interior socialdemócrata Otto Schily se
ha mostrado indignado por las manifestaciones de los kurdos en las calles alemanas
que no produjeron ni muertos ni heridos, sólo cuatro jóvenes kurdos –entre ellos una
chica de dieciocho años– sin armas que fueron asesinados con un tiro en la nuca cada
uno por la custodia del consulado israelí en Berlín cuando intentaron entrar en esas
oficinas. Pero sobre este inexplicable hecho de sangre todos se callan la boca: terreno
extraterritorial, comentan los que tendrían que intervenir pero miran hacia otro lado. Es
que el pueblo kurdo no tiene “lobby”, palabra mágica. Por ejemplo: el secuestro de
Ocalam rompió contra todos los principios jurídicos que deberían regir la vida de
Occidente, pero es que Turquía permite una base a los norteamericanos para desde
allí atacar a Irak. Todo es explicable, desde el punto de vista del oportunismo y el
interés económico y político.
Podríamos traer en profusión esta temática de la actual Europa. Pero vamos a
centrarnos en un tema que mueve a la sociedad alemana y que es de debate en todo el
mundo: el aborto. Habíamos escrito ya que Alemania logró una de las leyes sobre el
tema más sabias basadas en la opinión de expertos científicos en la materia, de las
asociaciones de mujeres, de psicólogos, sociólogos, políticos y de las iglesias. Los
obispos alemanes aceptaron en principio la ley pero no así el Papa. Para quien aborto
es directamente un crimen. (Esto no obsta para que el Santo Padre corra adefender a
uno de los más aviesos y alevosos asesinos de uniforme: Pinochet.) Los obispos
alemanes se reunieron y le enviaron a Wojtyla una propuesta para suavizar diferencias.
Todavía no ha llegado la respuesta. Pero mientras tanto han salido a la palestra varios
teólogos católicos para terminar con la farsa. Eugen Drewermann, que además de ser
teólogo es psicoterapeuta, le ha replicado en forma concisa con argumentos que
servirán para esclarecer a muchos obispos, principalmente del Tercer Mundo, que no
saben cómo enfrentar este problema profundamente humano. Drewermann ha salido a
la palestra para enfrentar al Papa mientras casi todos sus hermanos en la fe agachan
la cabeza y se ponen de rodillas ante el “pontífice”. Dice Drewermann: “Aborto no es
sinónimo de crimen. La posición de la Iglesia de Roma se puede comparar con el
fanatismo de las sectas religiosas de Estados Unidos. Quiere hacer creer en forma
dogmática que todo aborto es un crimen”. Y contra lo que sostiene el Papa de que la
vida humana comienza en el momento de la fecundación del óvulo, replica el teólogo:
“¿Cómo puede sostener eso? Hasta hace pocos años predicaba contra la ‘muerte
blanca’, es decir, la pérdida de semen que ‘no debía ser dilapidado’. Esto es tan
absurdo como la prohibición estricta de todo anticonceptivo”. “Desde hace poco –
expresa Drewermann– la Iglesia de Roma se remite a la biología. Repite que cada
óvulo fecundado, cada cigoto, contiene la genoma de un ser humano. ¿Pero, acaso por
eso, un cigoto es un ser humano? Sí, sostiene la moral papal con demanda de
infalibilidad y acusa a cientos de miles de mujeres, que usan espiral, de aborto
prematuro y boicotea con todos los medios una discusión razonada sobre ‘después de
la píldora’. Pero la biología no sirve para tal rigorismo: ella conoce sólo los pasos de la
evolución y no idiosincrasias ya listas”. “Por eso –continúa– sostiene la Iglesia de Roma
que en el momento de la concepción Dios crea un alma inmortal”. Dice que “este juicio
es por demás discutible en su mezcla de biología y metafísica. Por ejemplo, el Papa
ruega, ‘acompañado de las almas de los niños abortados’ para que Dios perdone a sus
madres ‘convertidas en asesinas’. Pero cigotos se pierden en abortos espontáneos.”
Y Drewermann, con una ironía genial, se pregunta: “¿Es entonces Dios un asesino sólo
porque la naturaleza tiene que probar cuándo la vida es posible biológicamente? ¿Es
que acaso una mujer desde el comienzo ya no tiene derecho a ningún plazo para
decidir si puede soportar física, psíquica y socialmente un embarazo? Se puede creer
en la ‘creación’ de los hombres por Dios y en su resurrección también sin la teoría del
alma de Platón; pero el plazo de la decisión en el problema del aborto sólo debería
vencer cuando el cerebro del feto esté tan conformado que sean posible las primeras
reacciones ante el dolor y el miedo. En suma: quien aborta un feto hasta el tercer mes
no mata a ningún ‘niño’. Por eso ninguna mujer que aborta así es una asesina”. Y para
las que lo hacen después, la ley contempla una serie de necesidades de urgencia.
Luego, Drewermann recurre al principio de bondad, que debería acompañar todos los
pasos del pensamiento cristiano: “Los seres humanos en estado de necesidad
necesitan comprensión y no condena. Debería ser cristiano el saber qué necesidad de
‘salvación’ tiene el ser humano desamparado. En cambio, la Iglesia Romana ignora
conscientemente la dimensión de lo trágico en la vida humana en beneficio de una
dogmática salvacionista mágica-sacramental. Quien aún siempre hace uso de la
excomunión como castigo por el aborto no ejercita humanidad, sólo quiere tener razón
en vez de escuchar a Dios.”
Cuando uno lee esto y repara en la soberbia de los príncipes de la Iglesia de Roma no
puede dejar de pensar en la terrible figura que significa que el Papa, que llama
asesinas a las mujeres que abortan, haya pedido por Pinochet, sayón de la tortura y el
crimen. ¡Qué dolor deben haber sentido todas las madres de las víctimas de Pinochet!
En cambio, el general disfrazado de falso prusiano habrá eructado ruidosamente y se
debe haber pedorreado de puro gusto y haber hecho el corte de manga cuando
seenteró del mensaje del Vaticano. El Papa con él. Por eso, permítaseme algo que
escribo con todo el corazón: mi abrazo a las Madres de Plaza de Mayo que le
expresaron al Santo Padre toda la rabia contenida ante su pedido por el verdugo. Mi
apoyo solidario a las Madres por esa misiva “imprudente”. Así, como acostumbran
ellas. Las únicas que son capaces. Compárense esas palabras escritas con la sangre
de sus hijos con la misiva alcahueta y llorona del señor Presidente de los argentinos al
Pontífice Wojtyla. Creemos que ahí en esas dos cartas está definida la Etica de los
argentinos. Una, en su extremo altruismo e indignada y desbordante sed de justicia. La
otra, chorreante de palabras de moralina gacha y redituable, a la que se nos tiene
acostumbrados y por la que se nos propone reeleccionismos
El Niño y los Pecesillos

Ella los ve correr por la plaza cubierta de nieve, gritan, se ríen. Ella siente alegría. Se
diría que cuando hay sol en la nieve los quiere más, tiene ganas de levantarse, correr
hasta ellos y abrazarlos, besarlos, besarlos. Michael, Florian y Manuela, por ese orden.
Hoy serían cuatro, si no hubiera pasado lo de aquella noche. Su culpa. Se pone a
llorar, así, de pronto, y mira al sol. Era un varoncito. Ella ni miró cuando nació. Lo supo
después cuando la médica de la policía se lo dijo. Sí, esa noche fue así --dijo--. Su
marido, como siempre, después de ver en la televisión el capítulo de "Inspector Derrick"
y beber su cerveza se había ido a dormir. Ella se quedó sola, como esperando a
alguien. Y ese alguien vino pronto. Empezó a tener las contracciones del parto. Se fue
entonces al desván a acostarse en el viejo sofá cama. Habrán sido las cuatro cuando
se asomó el marido, no sospechó nada y se fue a trabajar. Sí, a eso de las seis se dio
cuenta de que en ese lugar iba a dar a luz. Dar a luz, dijo. "Di a luz en plena oscuridad",
les dice a los incrédulos policías. En esa plena oscuridad se presentó una señora
radiante, iluminada por su propio saco de lentejuelas. La extraña aparición, sonriente,
le dijo: "Me lo llevo, es para mí, muchas gracias". Y desapareció con el niño. Ella quedó
enceguecida por el resplandor multicolor de las lentejuelas. Y se quedó dormida hasta
que a eso de las siete se despertó totalmente mojada de sangre. Sintió miedo, se
arrastró hasta el teléfono y llamó a la ambulancia. Dejó la puerta de calle abierta y
perdió el sentido. Se despertó en el hospital, con custodia policial.
La señora de las lentejuelas no era otra que la muerte. Pero la había llamado ella. La
más terrible de las historias. La verdad.
El recién nacido fue encontrado. Cuando el médico de la ambulancia se dio cuenta de
que tenía ante sí una mujer que había parido, buscó a la criatura. Fue fácil. Bastó
seguir las gotas de sangre caídas en el piso. El recién nacido estaba muerto,
estrangulado, y yacía en una pecera con agua. Los pececillos estaban también
muertos. Una tijera en las cercanías delataba que había servido para cortar el cordón
umbilical.
La policía buscó como principal acusado al marido. Pero no, el marido era camionero y
estaba a más de trescientos kilómetros de su casa. Cuando lo trajeron esposado, él no
podía creer lo que veía ni lo que le contaban. Ni sabía que su mujer estaba
embarazada y, cuando salió a la madrugada, la vio dormida en el desván, como solía
hacerlo para no molestarlo cuando él partía a la madrugada. ¿Por qué la pecera estaba
en el sótano? Porque él la llevó allí hasta encontrar un mejor lugar en la casa. ¿Y qué
era eso de que Monika, su mujer, acababa de dar a luz? Si no estaba embarazada...
Los investigadores no daban con el hilo: primero la dama de la chaqueta con
lentejuelas que se lleva al niño, luego el niño muerto en la pecera, y un marido
absolutamente ignorante de todo. Cuando había llegado la ambulancia, en la pieza
contigua seguían durmiendo los otros tres hijos: Michael, Florian y Manuela.
La historia que logró reconstruirse revela la sordidez, el embrutecimiento de ciertas
vidas, lo veladamente trágico de las relaciones entre algunos hombres y mujeres que
viven juntos, existencias dentro de las sociedades consumistas sin ideales. Vacío, todo
vacío hasta en el aburrimiento. Ella, 35 años, triste, tímida, vestida como cualquier
mujer de cualquier barrio. Ama de casa aunque solía hacer reemplazos como
vendedora en el mercado, en alguna tienda o también en la limpieza de oficinas. El, de
39 años, más bien gordo, de pocas pulgas, camionero de profesión, sin amigos. Los
domingos sacaba al perro ovejero a pasear y luego cortaba leña. Después, fútbol en
televisión y alguna que otra policial. Ella salía con los chicos, cocinaba, hablaba por
teléfono con su madre.
El matrimonio, sólo rutina. Pero los dos estaban de acuerdo en ahorrar hasta terminar
de pagar la casa. Llegaban justo a fin de mes con las entradas. Por eso, los dos se
habían propuesto no tener más hijos. Cuando nació el segundo, Florian, los dos
sellaron el pacto. Pero ella volvió a quedar embarazada. La píldora era muy cara y
calculó mal. Al marido le escondió su estado. Con éxito. Hasta que ya, en el noveno
mes, comenzaron las contracciones del parto. El no dijo nada, la subió al auto y la llevó
al hospital. No la visitó, ni quiso mirar a la pequeña Manuela. Cuando ella volvió, él le
gritó durante una hora diciéndole que la próxima vez que quedara embarazada, la
mataba. Repitió diez veces: "Te mato". Nunca le había pegado, pero esas palabras "te
mato" la llenaron de terror. El se sentía traicionado al no haber notado que ella estaba
embarazada ni siquiera cuando el abrazo de los cuerpos los igualaba. Si bien la llegada
de la pequeña Manuela la había separado para siempre de su marido, sentía una
íntima alegría por esa niña que le sonreía desde tan abajo. Monika trabajó como nunca
para pagar ella misma todos los nuevos gastos que ocasionaba su hija. En ese ir y
venir de preocupaciones con grandes y chicos, Monika quedó de nuevo embarazada.
¿Cómo hacer? Otra vez su misma timidez la traicionó. No dijo nada a nadie. Tomó toda
clase de tabletas, empezó a fumar a escondidas, llevaba cargas pesadas y trabajaba el
doble de siempre. Creía que así se iba a desprender del fruto que llevaba dentro. Se
hizo vestidos amplios, pero esta vez ya nadie le iba a creer que estaba engordando por
comer mucho. Con sus miedos y su falta de iniciativa corrieron semanas y meses.
Hasta esa noche.
El marido reconoció en el juicio que le había dicho a ella que la mataría si quedaba
embarazada otra vez. Pero "fue por decir, no soy capaz de matar a nadie. Nunca le
levanté la mano", dijo, sombrío.
Ella lloró días y noches durante el juicio. No se defendió, pero una y otra vez, como
sonámbula repitió lo de la aparición con el saco de lentejuelas que se había llevado al
niño. Tal vez no para defenderse ante el juez pero sí ante sí misma.
Los vecinos le gritaron asesina. El obispo de la diócesis mencionó en la misa del
crimen y la llamó pecadora entre pecadoras. Y aprovechó para anatemizar el aborto.
Sólo los psicólogos y los jueces se tomaron todo el tiempo para encontrar una
explicación. Primero, permitieron que la visitaran sus tres pequeños hijos: Michael,
Florian y Manuela. La alegría fue inmensa. Ella los tuvo abrazados. Hasta que los
chicos comenzaron a preguntar.
La Justicia condenó a Monika, llamándola filicida, a sólo dos años de prisión en
suspenso. ("La situación de carga psicosocial --las deudas y un marido indiferente-- la
llevaron junto a su trastorno anímico y físico por el parto a una profunda perturbación
de su conciencia. Los jueces están convencidos de que ella no quería matar a su hijo:
un hecho así es completamente extraño a su naturaleza").
Ella pudo volver esa misma tarde a su casa. Las vecinas le gritaron "asesina". Los
hombres, en el boliche, relincharon a carcajadas contra la Justicia. El obispo se
santiguó y amenazó con la justicia divina de la que nadie de nosotros puede escapar.
Monika y su marido siguen viviendo juntos. No se hablan, pero no se separan. Los une
el espanto. La imagen del recién nacido en el fondo de la pecera. Una pregunta que
nadie respondió: ¿por qué también fueron encontrados muertos los pececillos?

(Hoy me propuse mirar en la casa de mi vecino y no sólo hablar de políticos y


hacedores. ¿Por qué mueren los niños junto a los pececillos de colores? En Alemania,
en 1997, hubo 24 filicidios; en Francia, 31; en Gran Bretaña, 30; En Italia, 28; en
España, 39; en la Argentina, en Brasil, en Chile... no hay estadísticas.)
Panzermeyer

Entre los cimbronazos emocionales más fuertes de los últimos años sufridos por todos
aquellos que no se resignan, en Alemania, a la superficialidad del olvido y siguen
preguntándose por qué Auschwitz, figura sin ninguna duda un libro que acaba de
aparecer sobre “Panzermeyer”, el general más joven de las SS de Hitler, el ídolo de
toda una época para la juventud. General mayor Kurt Meyer, apodado Panzermeyer
(“Meyer, el blindado” o “Meyer, el de los tanques”), condenado a muerte por los aliados
en 1945, pena luego transformada en cadena perpetua. El libro está escrito, no por un
biógrafo militar o por un historiador, sino por el propio hijo del general, Kurt Heinrich
Meyer, docente secundario. Su segundo nombre, Heinrich, le fue puesto por su padre,
el general, en homenaje a Heinrich Himmler, el asesino más manifiesto del régimen
nazi.
“Panzermeyer” falleció en 1961 y, hasta su muerte, siguió siendo fiel fanático del
nazismo. Su hijo tenía apenas 17 años cuando su padre murió. Ahora, ya con 54 años
ha escrito este libro que es un diálogo con su padre, el general nazi. Para eso utiliza las
cartas que “Panzermeyer” le envió desde la prisión. El libro es clara expresión del dolor
más profundo y la vergüenza del hijo frente a un padre así, que dedicó su vida a la
defensa de un régimen asesino, racista y autoritario.
Y es increíble la imaginación de la realidad: el epílogo del libro lo escribe Heinrich von
Trott zu Solz, hijo de uno de los integrantes del grupo que atentó contra Hitler el 20 de
julio de 1944, y que por ello fue ahorcado. En un mismo libro, el hijo del verdugo y el
hijo de la víctima.
Ni una tragedia griega logra como este libro meterse en el espíritu humano tan cargado
de dolor y del porqué. La reacción de un hijo ante su padre servidor del crimen. Al hijo
le cuesta comprender las razones del padre, el llamado idealismo del padre. Y empieza
a desmenuzar el tiempo histórico en que le tocó actuar a su progenitor, y sus normas
de vida, para poder entender todo. Al final, no lo comprende. Lo quiere demasiado para
poder perdonarlo, la desilusión es muy grande, es una frustración desgarrada. Pero
antes de llegar a ese dolor último, el hijo consulta toda la bibliografía nazi y antinazi,
recorre todos los campos de concentración, visita en Canadá la celda donde aquél
estuvo preso, dialoga con sus ex carceleros y con el cura de la prisión y culmina su
viaje investigativo en Auschwitz. ¿Por qué? Porque el hijo cada vez que quiso reprimir
avergonzado la actuación de su padre fue alcanzado por ese pasado. Supo entonces
que sólo podía lograr su identidad confrontándose con esa figura hecha bronce por el
barro del nazismo. Y se lanzó a investigar, quería saber todo. “Me es extraña toda
mentalidad de punto final”, escribe en su libro. Punto final. Una expresión también muy
argentina.
En aras del tiempo político de la Guerra Fría con la Unión Soviética, “Panzermeyer” es
amnistiado y sale en libertad en 1954. Es decir, que su hijo vivirá con su admirado
padre siete años, hasta que éste fallece. Cuando llega el padre a la casa, de regreso,
obliga a poner los cuadros de Hitler y de Federico el Grande en el comedor. Así
describe el hijo, las enseñanzas que le dio su padre al llegar: (el hijo transcribe todo
como si su padre estuviera presente y él conversara con él) “Las perspectivas que tú
me das, papá, son siempre las viejas: para ti la vida humana es ‘lucha’, un ‘espejo de la
naturaleza’. ‘Permanentemente –me dices– luchan el bien y el mal y el mal debe ser
eliminado de cuajo y exterminado por completo. Cuando el campesino hacendoso –
agrega– ha pasado el arado, ha abonado y sembrado la tierra le pide a Dios lluvia y el
calor del sol para lograr una buena cosecha. Pero, junto a los sanos y hermosos brotes
de la semilla crecen las odiosas hortigas y otras malezas parásitas. El cereal es
impotente para derrotarlos, entonces el campesino recurre a la máquina, a la azada o
al veneno y destruye todo lo parasitario. Pero él no sólo destruye esos cánceres sino
que trata de destruir de raíz el origen de ellos. El amor, la solidaridad y el temor de Dios
son atacados por el ocio, la codicia y desobediencia. La maleza del alma ahoga sin
piedad las buenas cualidades si nosotros no la exterminamos de cuajo. Por eso,
examínate a ti mismo, sé un buen luchador y destruye la infamia antes de que pueda
echar raíces en ti’”.
Según el hijo, el padre es un hombre del sí o no: divide al ser humano en sanos o
enfermos, débiles o fuertes.
“Panzermeyer” escribirá al hijo en 1949: “La creación es el traductor honrado de Dios, a
veces, traductor brutal ya que presenta la vida sin falsedades”. Y el hijo le responde:
“Como el Führer en Mein Kampf apuntas el instinto para encontrar el buen camino en
este mundo”. Y para demostrar esto reproduce un trozo de una carta que le escribió su
padre: “Las abejas y las hormigas son los únicos seres vivos que llevan a cabo una
vida comunitaria sin tropas policiales. La diferencia entre los hacendosos animalitos y
los seres humanos es que tanto hormigas como abejas se guían por su instinto
mientras que nosotros, los hombres, analizamos cada acción con el cerebro y como al
final todos tenemos una opinión diferente para dirigir una vida comunitaria es necesario
que uno tome el poder”.
Es decir la concepción totalitaria, sin posibilidades entre los extremos.
El padre le enseñó al hijo: “jamás mentir”. Y el hijo le pregunta: “Y luego vuelve al lema
de las SS: ‘Mi honor es ser fiel’”, y se pregunta: ¿fidelidad a quién, a un asesino, a un
anticristo? El único honor es ser fiel a los principios humanitarios y a la ética. Himmler
dijo en un discurso del 4 de octubre del ‘43: “El único policía que debemos tener dentro
debe ser la propia conciencia, el deber de fidelidad, de obediencia”. Por cierto, un
pensamiento nada ecuménico sino típico de toda teología totalitaria.
Luego de hablar de las víctimas, principalmente de los niños judíos, polacos y rusos, le
dice al padre: “Los crímenes del Tercer Reich sucedieron siempre detrás de un muro,
lugar en el que fueron ensalzadas las más altas virtudes morales: honor, valentía,
humildad, fidelidad y por siempre decencia. La moral de las SS, exigida continuamente
en nombre de la ideología de la raza superior, se hizo carne en las normas con
efectividad hacia afuera y, para la conciencia, en cambio se legitimaba al mismo tiempo
el terror y la arbitrariedad”. En las reglas a cumplir por las SS, ordenaba Himmler el 20
de abril de 1937: “Sed siempre caballerescos, sed siempre hombres SS tanto en la
lucha como en la vida”.
Esa decencia, obediencia, fidelidad, disciplina, fue la senda directa a Auschwitz. Esa es
la síntesis del nazismo y de sus artífices de la muerte.
Pero, el autor no echa toda la culpa a las bandas uniformadas. Todo fue posible porque
políticos, diplomáticos, juristas, médicos, el ejército, la iglesia, se callaron la boca o
aplaudieron al principio porque creían que así iba a retornar la decencia al país. (Aquí,
el autor recuerda que el cardenal Faulhaber, de Munich, celebró una misa de
agradecimiento el 21 de julio de 1944 porque Hitler se había salvado del atentado.)
Kurt Heinrich Meyer termina su libro sobre “Panzermeyer” en Auschwitz. Y escribe: “En
mi encuentro con los seres humanos en Auschwitz fui consciente del peligro de
equivocarme en el presente y en el futuro si me dedico a huir del pasado”. ¿Se pondrán
a pensar lo mismo los hijos de los Massera, y los Videla?
La Declaración

Cincuenta años de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones


Unidas”: la más hermosa página que pudieron concebir los seres humanos de la
Libertad y la Dignidad. Principios convertidos hoy en la gran mentira y la burla por los
poderes políticos y económicos que dominan el mundo.
Leamos el artículo primero: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos”.
Es una de las máximas más sabias, comparable con la letra de una canción de cuna o
de una poesía de amor. Pero ha quedado sólo en el papel, en un mundo en que hay
millones de esclavos reales, de desocupados, de hambrientos, de niñas y niños
prostituidos, de villas de emergencia, de exiliados, de minorías perseguidas y
despreciadas, de cárceles indignas, de torturas, de genocidas libres.
La Argentina firmó ese documento ejemplar y décadas después se convirtió en el país
donde se persiguió con los métodos más cobardes y repudiables a toda una
generación. Pero lo más triste de esta Argentina es que después, los gobiernos
constitucionales dejaron libres a todos los culpables de secuestros, torturas, robos a los
detenidos, rapto de sus hijos y finalmente el asesinato y el ocultamiento de los cuerpos
de las víctimas.
Luchemos para que los criminales terminen sus días en la cárcel y para que el pueblo
repudie y no los vote más a todos los políticos de la obediencia debida, el punto final y
los indultos que abusaron de sus mandatos democráticos pisoteando la Declaración de
Derechos Humanos.
Pero no sólo son los verdugos uniformados que echan su sombra sobre nuestro
presente y futuro sino todos aquellos poderes económicos, políticos y religiosos que los
utilizaron para reafirmar aún más su poder y hoy siguen siendo los que ponen y sacan
a los peones del tablero de la política.
Derechos Humanos significan esclarecimiento, educación, enseñar y dar el ejemplo en
la vida cívica: por eso nuestra vocación democrática debe acompañar a la escuela
pública y a la Universidad. Derechos Humanos significan restablecer la Salud Pública,
el derecho al descanso de los ancianos y a la infancia feliz de nuestros niños, y la
seguridad de un techo y un trabajo al hombre y a la mujer que se inician en nuestra
sociedad.
Pero no olvidemos al mundo que nos rodea: estudiemos el sistema globalizado que lo
domina y al conocer sus fines perversos apoyemos todo gesto de rebeldía de los
humildes por llevar a la realidad el bello y poético artículo primero de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos: Todos los seres humanos nacen libres e iguales
en dignidad y derechos.
Nuestra Topografia del Terror

“Topografía del terror” se llama la organización alemana que tiene su sede en el


antiguo terreno donde se levantaban los edificios centrales de la Gestapo, de las SS y
del Servicio de Seguridad, en la época de Hitler, en Berlín. Es decir toda la central del
Estado policial del nazismo. Hoy se levanta allí la exposición que muestra los crímenes
contra la humanidad, todo el régimen de terror que sufrió Europa desde 1933 a 1945. Y
dentro de una semana se reunirán allí historiadores y sociólogos de todo el mundo para
hablar de los delitos cometidos contra la humanidad en estos últimos cincuenta años,
entre ellos en la Argentina y en Chile. Temas por de más actuales con el trío Pinochet,
Videla y Massera. Pero hay más aún. En este diciembre de los Derechos Humanos,
uno de los libros que más ha sacudido la opinión pública de estas latitudes es el
publicado por la Universidad de Kansas. Se llama Facing My Lai. En él se transcriben
las actas de la conferencia de la Universidad de Tulane, Louisiana. En diciembre de
1994 se dieron cita en esa universidad trescientos científicos sociales, historiadores,
periodistas, oficiales y soldados de la guerra vietnamita, escritores, jueces y abogados.
¿Por qué ese encuentro? Bernd Greiner lo sintetiza así: “El debate sobre crímenes
contra la humanidad es una discusión moral que debe ser llevada a cabo por la
democracia, debe ser una meditación pública acerca de las actitudes colectivas. Con el
protocolo de Tulane tenemos ahora un documento de la conciencia y de la reflexión. Es
un texto que hace desfilar los olvidos voluntarios y perversos y da el tema para los
historiadores en el futuro”.
Bernd Greiner resume en pocas líneas centenares de páginas de testimonios y
documentos oficiales y privados: “El 16 de marzo de 1968, cerca de las 8 de la
mañana, avanzan miembros de la Task Force Barker sobre dos caseríos costeros
vietnamitas cercanos a Quang Ngai. Cuatro horas después, en My Lai 4 y My Khe 4, ya
no había más vida: no vivían ya ni seres humanos ni ganado ni perros ni gatos ni
gallinas”.
Ni seres humanos ni ganado ni perros ni gatos ni gallinas. Aquí el lector debería
detenerse y salir a caminar o a mirar por la ventana a ver si ve aún alguna mariposa,
algún colibrí. Porque ya no es posible volver atrás. Porque ahora viene la explicación
de lo ocurrido, como siempre, explicar lo inexplicable. Ahora tenemos que hablar de las
víctimas y de las bestias humanas de los verdugos. (De paso pensemos en Camps, en
Guglielminetti, en el general Otto Paladino, en el doctor Bergés, en Etchecolatz.) Dice
así: “Lo que se movía había sido exterminado en toda la línea. Los 504 habitantes,
todos civiles, yacían tirados mutilados hasta lo irreconocible, en parte amontonados en
las acequias, rojas de sangre. Infierno, una borrachera de pura violencia, el infierno en
la tierra: palabras para poder expresar el empeño vano en encontrar una expresión
idiomática para describir uno de los crímenes más espantosos en la historia de las
fuerzas armadas norteamericanas”. Occidentales y cristianos.
Sigamos con apenas algunos de los detalles transcriptos en las actas del encuentro
universitario de Tulane. “My Lai me conmovió hasta la médula de los huesos, expresó
un participante como conclusión final porque no podía creer que jóvenes
norteamericanos fueran capaces de un crimen así. Cómo ellos, apenas boy scouts,
podían imitar a los nazis.” Boy scouts. “Al principio el ejército creyó que la Compañía de
Charlie –como se llamaba la unidad– estaba compuesta con una selección negativa de
reclutas. Pero la verdad era lo contrario. Si en algo se distinguían esos soldados era
por su buena educación.” Buena educación. “Y por lo demás eran hombres normales,
ciudadanos estadounidenses término medio.” “Lo más estremecedor es que numerosos
oficiales no acataron las guías morales de la Convención de Ginebra; más, las
despreciaban. En My Lai, diferentes comandantes observaron desde helicópteros
durante horas enteras la carnicería. Y permitieron que ocurriera. Esos ejemplos hacen
vislumbrar lo que se calló en el proceso contra el teniente Calley –el único condenado
por el crimen– y el porqué algunos participantes de la conferencia de Tulane University
consideraron que ese proceso provocó más daños que utilidad para la sociedad
norteamericana.” Y explica el porqué: “Norma del éxito militar para el comando militar
norteamericano fue el número de enemigos muertos. Lo que valía no era la conquista
del terreno ni el valor del material capturado ni tampoco el número de los prisioneros,
sino el body count. ‘Cuando están muertos, todo vietnamés es un vietcong’, esta
expresión popular entre los GI prueba que la estrategia de Mc Namara y del presidente
Johnson era una invitación a la acción criminal”.
Claro, los muertos de My Lai eran nada más que vietnamitas, amarillos y con los ojos
oblicuos. Después los norteamericanos inspiraron y le dieron el empujón a Pinochet
para derrocar a fuego y horca al gobierno democrático de Allende. Y envió consejeros
militares al ejército argentino para terminar con la “subversión”. En el congreso de la
Universidad de Tulane se preguntaron cómo fue posible My Lai. Se dijeron que los
habitantes de My Lai estarían aún con vida si los soldados de la “Charlie Company”,
sobre la base de su educación básica recibida hubiéranse negado a cumplir con las
órdenes criminales. Esto nos hace razonar preguntándonos: ¿Qué ocurrió en las
Fuerzas Armadas argentinas? ¿Cómo fue posible, por ejemplo, la ESMA? Porque allí
ya no es My Lai donde un grupo de bestias uniformadas sale a matar todo borracho de
pura violencia e impunidad. Otra cosa es el refinamiento de preparar celdas para
torturar, en la forma más aviesa y cobarde, el derecho de someter como si el prisionero
fuese un gusano, de violar a la mujer prisionera. ¿Qué cabeza concibió todo eso?
¿Sólo el almirante Massera que hoy dice que no vio nada y sólo avistó a un prisionero
“al pasar”? ¿Pero dónde se formaron ese capitán Pernías torturador, con una cruz de
madera en el pecho, y ese Astiz, soplón de madres desesperadas? ¿En la Escuela de
Guerra Naval? Pero es más: ¿Dónde estuvieron en esos siete años del horror los
capellanes de las Fuerzas Armadas? ¿Qué hicieron? ¿Alguna vez la Iglesia les
preguntó algo?
Todos esos temas tendrían que haberse tratado y discutido ya en enero-diciembre de
1983, cuando los militares se fueron derrotados moral y materialmente. Esa pregunta
era vital para la democracia: ¿por qué tanto asesino y torturador en el ejército, la
marina de guerra, la aeronáutica, la Policía Federal, la Policía Bonaerense? ¿De qué
escuela habían salido los Menéndez, Gorleri y Durán Sáenz? ¿Los Vildoza, Acosta y
Chamorro?, ¿Los Agosti y Etchecolatz? ¿Vinieron por generación espontánea o fueron
formados en sus institutos? Estas preguntas fundamentales para la democracia tenían
que haberlas hecho los gobernantes de 1984, pero todo se arregló con palmaditas
radicales y sonrisas comiteriles en asados públicos, obediencia debida y punto final,
somos todos argentinos, son todos buenos muchachos. Y todo siguió con el sol del día
menemista con los indultos a los asesinos máximos.
Pero todavía no está dicha la última palabra. A ésta la tienen los luchadores en la calle
de los derechos humanos. El mundo entero ha pronunciado la palabra asesino para
llamar a ese tirano barato disfrazado de general llamado Pinochet y de los tembleques
Videla y Massera.
A raíz de las investigaciones realizadas en el encuentro de la universidad de Tulane, en
marzo de este año, el piloto Hugh Thompson y la tripulación de su helicóptero
recibieron la más alta condecoración del ejército norteamericano. Ellos, por iniciativa
propia, descendieron en My Lai y a punta de fusil ordenaron a los soldados
merodeadores parar con el crimen. En cambio, en la Argentina, el gobierno de Alfonsín
confirmó la baja del coronel Cesio que había acompañado a las Madres de Plaza de
Mayo para protestar por los crímenes de sus colegas de uniforme. Y Menem miró para
otro lado cuando le pidieron corregir la inmoral resolución de su predecesor.
Ojalá que nuestras universidades tomen el ejemplo de la casa de estudios
norteamericana de Tulane, y con sus docentes e investigadores dé, por fin, con la
verdad total del método de la desaparición de personas. Ojalá la reunión final de todas
las universidades se haga en la ESMA, nuestra topografía del terror.
Los Libros y el General

Esto de ver caer la nieve sobre el bosque desde el gran ventanal, armado internamente
con dosis de antibióticos puntuales y hasta bien rigurosos, ayuda a repasar, con cierta
melancolía, el actual invierno político europeo. No vamos a empezar, apenas llegado,
con el tema de los desocupados porque ya tendremos tiempo; no es un problema a
resolver ni en tres meses ni en tres años, a pesar de optimismos interesados. Ya ha
vuelto a ser el tema principal, en una trenzada feroz, principalmente aquí, en la
Alemania devenida socialdemócrata y ecologista. A Schröder, el nuevo primer ministro,
no le han dado los clásicos cien días de plazo, sino que de entrada lo han comenzado
a despedazar y a ofrecer sus mejores cortes al mercado de opiniones.
Pero, a la postre, no todo queda en la superficialidad o por lo menos en la falta de
permanencia de la discursiva parlamentaria. Hay cosas humildes, sencillas, pero de
enorme profundidad que se van lacrando en las bases de la sociedad. Por ejemplo
esto: que toda Alemania haya recordado el aniversario del día en que fue prohibido
hace 65 años ese pequeño gran libro: Sin novedad en el frente, de Erich Maria
Remarque. Una joya del coraje civil. Decir en aquel tiempo en un país preparado para
las armas que justamente la guerra no es una gesta ni una maravillosa experiencia sino
sólo carne podrida, olor a mierda, dolor gratuito, matar al descuidado, y donde
sobrevive sólo el que posee la capacidad de pisotear al débil, el duro, el medroso, el
alcahuete. El libro fue prohibido ya antes de Hitler y quemado luego en las hogueras de
la Pariser Platz en la célebre ceremonia de brujas del año 33. A Remarque se le
prohibió vivir en su paisaje y desde entonces deambuló con la fuerza de quien triunfa
con las ideas y con la tristeza de quien es perseguido por ser limpio. Las vidrieras de
las librerías se adornaron esta semana con viejas ediciones de su emocionante libro.
Uno de mis hijos me trajo –como quien hubiera realizado un hallazgo maravilloso– un
ejemplar de una de las primeras ediciones. Tal vez de la misma que un sábado al
mediodía, de 1937, nos trajo nuestro padre. Yo tenía diez años. Recuerdo que mi
hermano mayor –que tenía el privilegio de leerlo primero– tachó con tinta todas las
palabrotas de trinchera. Incontenible le grité: “¡verdugo!”, aunque no llevé la denuncia a
instancias superiores. Fue el libro definitivo para el pacifismo y el antimilitarismo.
Se puede decir que durante un cuarto de siglo, el lector alemán no pudo acceder a ese
registro minucioso de las experiencias de un joven apenas salido de la adolescencia,
puesto por sus mayores en el barro, frente al mandonismo, el golpe de bayoneta en el
vientre de alguien desconocido y con la igualdad del miedo, y la pregunta definitiva y
nunca respondida: ¿para qué?
Ahora, ese libro en todas las vidrieras, en todas las bibliotecas, en todos los colegios.
¿Acaso no avanza la humanidad? ¡¡Sí!! Una noticia que nos hace renacer el optimismo
aun a los que nos ha tocado vivir la experiencia argentina. Porque estaría mintiendo al
lector si aquí, en la euforia de ver definitivamente consagrado un libro pacifista leído en
la niñez, no volviera la vista hacia mi querido país y denunciara una vez más –y lo
seguiré haciendo hasta que se quiebre el silencio cómplice– que en la Argentina de la
democracia se premió a un quemador de libros. La figura más deleznable para un
demócrata: quien sobre la base de la fuerza de su uniforme se erige en máximo juez y
quema libros. La bravata de un ignorante uniformado erigido en custodio moral sobre la
base de la pistola y la extorsión de la fuerza. Lea el lector estos documentos de la
vergüenza argentina: “Queman textos subversivos en Córdoba: el comando del cuerpo
de Ejército III informa que en la fecha procede a incinerar esta documentación
perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no
quede ninguna parte de esos libros, folletos, revistas, etc., se toma esta resolución para
que con este material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el
verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, a nuestra familia,
nuestra iglesia, y, en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios,
Patria, Hogar”. Firma el comunicado el teniente coronel Gorleri. Este comunicado
puede leerse en todos los diarios del 30.4.76. Aquí está reproducido del diario La
Opinión de esa fecha.
Bien, si el lector observa las listas de ascensos otorgadas por el Senado de la Nación
en 1984 (por voto de la bancada de la Unión Cívica Radical) se va a encontrar con el
ascenso a general del coronel Gorleri, el mismo que ocho años antes había quemado
libros “por Dios, Patria, Hogar”. La democracia argentina premiaba así al cobarde oficial
que se había sacado todas las inhibiciones y practicado en público su masturbación de
sometedor de indefensos. Los senadores radicales votaron aunque tenían todos los
antecedentes del quemador de libros. Se dijo en aquel momento que había sido un
pedido del Pocho cordobés ya que Gorleri era el más querido de los oficiales de
Menéndez (sí, aquella fiera humana desaparecedor, torturador, secuestrador, que una
vez quiso correr con un puñal a fotógrafos y periodistas). Entre el Pocho y el general
Menéndez había quedado una amistad sellada durante los años de la ignominia
cuando los dos concurrían a una peña donde todos se regalaban elogios hasta el asco.
El general Gorleri. Una figura, un símbolo. El quemador de libros premiado con galones
por los representantes del pueblo. ¡Cuánta humillación para los autores de los libros
quemados! ¡Cuánta humillación para los lectores de los libros quemados! ¡Cuánta
humillación para los maestros que abrieron por primera vez las páginas de esos libros a
sus alumnos!
Todos los legisladores del Congreso nacional saben esta aberración: que cometieron
miembros de su seno, quienes premiaron a un miserable quemador de libros. Pero se
callaron y se callan la boca. Miraron para otro lado. La Sociedad Argentina de
Escritores convocó ese día a un congreso sobre la metáfora en tiempos de Francisco
de Paula Cacarreca. La Secretaría de Derechos Humanos no captó nunca la denuncia,
estarían de vacaciones; la Ssecretaría de Cultura premió a la autora de los amores de
Manuelita Rosas y Ciriaco Cuitiño. Zulemita, ante periodistas ingleses acreditados ante
el Foreign Office, dijo ignorar que en la Argentina se hubieran quemado libros. El
general Balza señaló que no pudo percibir durante esa época que ocurrieran cosas
como las denunciadas. Que en ese entonces no leía los diarios. ¿Puede soportar un
ejército tener entre sus filas un general quemador de libros? No contesta, no sabe.
¿Puede una democracia mantener con el esfuerzo de sus hijos el pago mensual de un
uniformado quemador de libros?
¿Habrá alguien que oiga esta pregunta?
Erich Maria Remarque: el triunfo de la palabra sobre la muerte. General de brigada
Gorleri: la República sometida a la mentira y al golpe de furca. Argentina, 1998.
La Guerra Sustituta

El vuelo de Roma a Francfort se retrasó porque se había perdido un japonés. Todos los
pasajeros eran japoneses, yo era el único cara pálida. Pienso: si el avión se cae voy a
pasar desapercibido como víctima ya que los diarios lacónicamente van a informar de
que se trataba de un conjunto de turistas nipones y no se van a tomar el trabajo de
descifrar los nombres de la lista de pasajeros. Por culpa del japonés perdido llego a la
estación de ferrocarril de Francfort apenas un minuto antes de que parta el tren que me
llevará a Bonn. Subo sin aliento con las dos valijas al tren, entro al compartimiento y
dejo las maletas susodichas en el pasillo. Pero de inmediato viene un guarda, quien
con toda cortesía me conmina a que ponga las valijas en el portaequipaje arriba del
asiento. Me dice que al comprar el billete me obligo a hacerlo. El orden debe existir. En
el compartimiento hay una sola pasajera que me mira y luego mira las valijas. Hago un
esfuerzo supremo para levantar la más chica por sobre mis hombros, pero fracaso.
Trastabillo. Me bamboleo con la valija en los brazos. De pronto la viajera se levanta y
me dice: "Déjeme a mí". Y no sólo me coloca la primera sino también la otra, la más
pesada. Sonrío, confundido y busco alguna explicación que me deje bien en mi calidad
varonil: "Es que --le digo-- ya tengo setentiún años y vengo de un largo viaje, desde el
sur de América". "Yo tengo setenticinco y vengo de Australia", me replica ella, sin
ninguna pose. Pienso, para darme fuerza: "Debe ser alguna delegada de una
organización feminista". Pero a poco se olvidan las diferencias de "género" e iniciamos
una larga conversación sobre la actualidad. Y por supuesto caemos indefectiblemente
en EL TEMA. El comportamiento de los hooligans alemanes en el Campeonato Mundial
de Francia. Más de media nación se ha avergonzado hasta la médula de los huesos y
la otra mitad mira al costado como si no hubiera leído la información de cómo los fans
borrachos habían dado una paliza casi mortal a un policía francés, sólo por el placer de
pegar y porque estaban desilusionados ante la falta de hinchas yugoslavos, cuyo
equipo se iba a enfrentar pocas horas después con el seleccionado germano. La
viajera está de acuerdo con la opinión de la encuesta cuyo resultado es que el 51 por
ciento de la población alemana pide que Alemania retire su equipo del Mundial, como
pedido de disculpas al mundo entero. Y piden también a la FIFA que no tenga en
cuenta a Alemania para ningún próximo certamen internacional de fútbol.
En los diarios alemanes se reflejan las opiniones de sociólogos e intérpretes de la
realidad social ante ese hecho de violencia. Las dos causas principales por las cuales
hay jóvenes que van al estadio a pegarse con quien sea, o a destruir vidrieras o
instalaciones públicas son dos: desocupación o falta de amor recibido. Pero hay otras
causas más que tratan de desentrañar los preocupados intérpretes sociales. Por
ejemplo, Manfred Schneider escribe: "La frase de Schiller: `El ser humano llega a ser
un hombre entero sólo cuando juega' pasó mucho antes que la invención del fútbol a
integrar el tesoro humanístico de citas. Schiller crea una verdad que en las pasadas
semanas se convirtió en la noticia principal. El hombre es también allí todo un hombre
cuando, sin una razón previsible, juega con riesgos mortales". Y continúa: "Los
hooligans son jugadores atraídos por la fascinación de la pequeña guerra callejera.
Juegan con un altísimo riesgo para dar su puntapié hacia el gol. El policía francés
herido de gravedad en Lens no es sólo víctima de un golpeador criminal sino de un
placer brutal del tiempo libre: hooliganismo es un resto bélico de la sociedad que busca
riesgo y emoción. Como si la monotonía de la paz les resultara ya insoportable,
muchos jóvenes claman por una diversión sangrienta. Y el fútbol les entrega todos los
momentos de la guerra sustituta y del humor marcial: emblemas, griterío, odio, miedo,
manifestaciones".
Mark Spörrle, por su parte, interrogó largamente a dos miembros de la agrupación que
casi linchó al policía francés. Pudo comprobar aquello que sostuvimos: cuando no
tienen enfrente a otro grupo de hinchas del equipo contrario, se la toman con la policía,
es un desafío. Uno de los hinchas señala casi con orgullo: a nosotros nos interesa la
pelea en sí antes del partido. Pero los noventa minutos de fútbol también nos interesan,
y luego, como gran desafío nos gusta la pelea al final. Casi como un principio ético,
aclara: "Jamás le vamos a pegar a un escolar o a un jubilado. No, buscamos el
encuentro contra los que piensan igual que nosotros y tienen nuestra misma fuerza".
Entre ellos existe un código de honor (dentro de la absoluta irracionalidad, reglas): "Si a
mí uno que está en el suelo me dice que ya basta, que ya recibió bastante, dejo de
pegarle".
El encuentro con la policía en Lens queda claro: "Antes de salir de viaje nos pusimos
todos de acuerdo en fajar a los hinchas de Yugoslavia. Pero no había, no vinieron, por
eso buscamos a los policías". Ningún regreso sin intentar una vivencia emocional. "Fue
como ir de caza: a veces nos caza la policía, esta vez salimos nosotros a cazar
policías". El deporte del riesgo y del peligro. Con seres humanos. Entre seres humanos.
Simpatizantes en busca de la muerte por el placer de despedazarse. Lo trágico a través
de los puños, las patadas y el bastonazo. "Vos buscás el equilibrio --sigue el hooligan--
que es justo el momento del encuentro, cuando los otros se vienen o vos los buscás, es
cuando te decís: esto, es lo que me gusta, ¡venga! Es la guerra."
Pienso en Ernst Jünger, el Borges alemán, con aquella descripción sensual de la
batalla cuerpo a cuerpo con bayoneta calada: "La sangre remolineaba por el cerebro y
las venas como ante una noche de amor deseada vivamente, pero aún en forma más
clara y enloquecedora. ¡El bautismo de fuego! El aire estaba cargado de tanta
desbordante masculinidad que cada hálito emborrachaba, de modo que se hubiera
podido estallar en llanto sin saber por qué. ¡Oh, corazones masculinos que podéis
llegar a sentir todo esto!". Y después: "El deber sagrado de la cultura más elevada es
poseer los batallones más fuertes". "Sólo hay una masa que no es ridícula: el ejército".
Y claro, el remate de todo esto no podía faltar. Es cuando escribe: "A pesar de que no
soy enemigo de la mujer, me irritaba siempre el ser femenino cuando el destino de la
batalla me arrojaba al hospital. De las acciones masculinas, enérgicas y lógicas de la
guerra entraba uno en una atmósfera de indefinidas irradiaciones".
El hooligan lo expresa con el idioma de la calle. "Lo que vale para nosotros es el
espíritu de camaradería, el sentido de pertenecernos entre nosotros, que es nuestro
poder. Un compañero lo dijo claramente: `Yo pego por mi club, por mi ciudad, por mi
patria'."
He llegado a Bonn, el tren se detiene. La viajera me ayuda a bajar las valijas. Nunca
me pasó esto, aceptar que una mujer me ayude en una cuestión de fuerza. Me siento
como si entrara en una atmósfera de indefinidas irradiaciones.
Batallas Argentinas

Frente a mí está nuevamente Ana Di Salvo. Sobreviviente del método de "desaparición


de personas". Sesenta años de edad, psicóloga, vive en Lomas de Zamora. En 1977,
estuvo setenta y tres días con su marido --Eduardo Kiernan-- en el infierno del campo
de concentración El Vesubio del Ejército Argentino, cuyo comandante fue el mayor
Pedro Alberto Durán Sáenz. Retomamos el diálogo de hace dos semanas.
Veintiún años después Ana María Salvo da su testimonio de esa era del espanto. No
puede olvidar los labios de la estudiante alemana Elisabeth Kaesemann que, apenas
llegó Ana María al Vesubio, le comunicaba su dirección en Alemania sin palabras, sólo
con el movimiento de su boca. El Ejército Argentino había prohibido la palabra. No sólo
quemaba libros, asesinaba a intelectuales y cercenaba las vidas jóvenes sino que
tampoco quería escuchar la voz humana, la de la protesta ante lo injusto. Al pueblo
sólo se le enseñaba a gritar ¡gol!, como ahora, y siempre a saber ser verdaderos
occidentales y cristianos.
Pero Elisabeth Kaesemann no se doblegó y hacía uso de la palabra sin sonido. Ana
María Di Salvo fue adivinando las letras que conformaban los labios de la prisionera:
Rottweilerstrasse 3, Tübingen, Alemania, le repetía todos los días. La dirección de su
padre, el profesor de teología Ernst Kaesemann.
Setenta y tres días estuvieron Ana Di Salvo y su marido. Setenta y tres días en el
infierno. Me relata su experiencia día tras día, todo hasta el mínimo detalle ha
conservado su mente durante veintiún años. El imperio del mayor Pedro Alberto Durán
Sáenz. Allí este ejemplar producto del Ejército Argentino ganó todas las batallas. (Las
detenidas debían desnudarse para el baño una por una en un tacho con la misma agua
para todas, un trapo y jabón en polvo. Cuando terminaban de enjabonarse, un guardia
les tiraba un baldazo. Después, a secarse con la misma toalla. Era una de las
humillaciones menores diarias.) Vaya a saber las represiones mentales sufridas por el
inspirado mayor Durán Sáenz en su infancia y adolescencia. Pero en seguida venía el
aspecto diferente de su personalidad. Invitaba a las presas individualmente a la
jefatura, donde habitaba él, a cincuenta metros o algo más de las cuchas y la
"enfermería" donde las únicas herramientas médicas eran las picanas. En su
residencia, el mayor Durán Sáenz se mostraba afable y simpático con las prisioneras y
las invitaba a bañarse en su propio baño. Ana María Di Salvo recuerda que había jabón
y después podían pasar a la habitación de al lado del despacho de Durán Sáenz, elegir
un vestido --casi todos de "polleritas muy cortitas"-- y dejar sus miserables vestimentas.
Hasta se ponía a disposición una caja con ropa interior femenina, en ese mismo cuarto
del jefe absoluto. Pero cuando debían regresar a las cuchas les quitaban todo otra vez.
De la ilusión a la humillación. Mayor Pedro Alberto Durán Sáenz, una mente clara.
Cuando hablaba con las prisioneras la jugaba de simpático y repetía que estaba
cumpliendo una labor patriótica, como esas especies de discursos aprendidos en
alguna escuela para militares de Fort Douglas o Panamá. El jefe almorzaba con Silvia,
su prisionera amante, y se hacía servir por otras presas. Una de ellas era la psicóloga
Marta Brea, quien debía poner la mesa del señor mayor. Este se mostraba satisfecho y
siempre le decía: "Se ve que usted pertenece a una buena familia ya que me pone un
platito especial para el pan". Hombre de finezas, el mayor.
Pero en el horror y la cobardía del poder, entre los humillados, crecía la flor de la
solidaridad. Recuerda Ana María Di Salvo que aquella Marta Brea que debía servir la
mesa del vejador le tejió a ella, con los dedos, una pequeña bufanda al crochet con
restos de lana que obtenía de harapos. Empezó a tejérsela un día en que Ana María le
había dicho que sentía frío en el cuello.
A Marta Brea la habían sacado del hospital de Lanús de los cabellos, al mediodía, en
pleno funcionamiento del nosocomio. Así tan seguros se sentían los hombres de botas
y uniformes. Los parientes de ella se movilizaron rápidamente y lograron una entrevista
con la esposa del dictador Videla. Esta los recibió y la pregunta de ella fue: ¿qué
profesión tiene la detenida? Psicóloga, le respondieron los familiares de la
desaparecida. La mujer del todopoderoso dictador como explicación de todo sólo dijo:
"Ah, psicóloga", como si eso ya valiera como sinónimo de subversiva, marxista y judía.
Tiempos muy argentinos, aquellos. Recuerda Ana María Di Salvo que una vez Marta
Brea rompió el obligado silencio de las cuchas diciéndole a ella en alta voz: "¿Y,
psicóloga, qué hacés?". "Estoy pensando, ¿y vos?, le respondió Ana María. "Estoy
moqueando", fue la respuesta entre irónica y de profunda tristeza de quien iba a
"desaparecer" poco después.
Ana María se lo pasó llorando las primeras largas semanas. Una piba llamada Lali, que
estaba en la cucha de al lado, para tratar de distraerla le preguntó una noche: "¿Qué
estás haciendo?". "Estoy pensando en mi pequeño hijo, Luciano", le contestó con un
balbuceo Ana María. Y Lali bajito, bajito, empezó a entonar canciones infantiles. O
aquella vez que trajeron a dos muchachos a las cuchas de las mujeres porque ya no
había lugar en el sector masculino. El silencio era total, hasta que se escuchó la voz de
uno de los recién llegados que decía de pronto: Recemos el rosario". Y muchos que
jamás lo habían hecho, de pronto, lo acompañaron. Porque era como si hicieran una
acción juntos, un acto de rebeldía contra el poder omnímodo.
Al despedirse de El Vesubio, Ana María le regaló a Elisabeth Kaesemann un saquito de
plástico rojo, ya que la habían traído sólo con una remera y hacía frío. Cuatro días
después de haber recobrado la libertad, Ana María y su esposo leyeron en los diarios el
asesinato de Elisabeth Kaesemann y de otro grupo de prisioneros de El Vesubio, en un
disimulado "combate" entre valientes oficiales y suboficiales de la Patria y vendidos
subversivos al oro extranjero.
Pero no tema el lector, el mayor Durán Sáenz fue premiado por sus logros. Llegó a
coronel; el gobierno de Alfonsín --siendo canciller Caputo-- permitió que el citado nos
representara como agregado militar en México.
Sí, durante la reconquistada democracia, ambos responsables permitieron también que
el torturador de la ESMA, capitán de corbeta José Dunda, fuera agregado militar en
Brasil y el coronel Osvaldo Riveros alias "Balita", conocido torturador, representara al
honor argentino en Honduras. Sólo la reacción de residentes argentinos en México hizo
que el héroe de El Vesubio, Durán Sáenz, tuviera que meter violín en bolsa y regresar
a la Patria. Aquí siguió teniendo suerte: se amparó en obediencia debida y punto final
para que no se lo siguiera juzgando en la cámara federal en la Causa "Cuerpo I de
Ejército" por violaciones y la aplicación de tormentos. Y hace apenas pocos meses, en
setiembre del '97, Durán Sáenz ganó definitivamente su batalla: fue contratado por el
intendente justicialista de General Alvear como "asesor de zona de crecimiento
común". Justicialista (piense el lector en el significado de esta palabra). Buena
perspectiva para el futuro.
Queridos lectores: ¿qué les parece la fórmula presidencial Bussi-Durán Sáenz, o Rico
(ya intendente de San Miguel)-Durán Sáenz, o, por qué no Durán Sáenz-Patti (ya
intendente de Escobar). No crea el lector que se trata de una inspiración del realismo
mágico. No, es auténtica realidad argentina, de pura cepa.
Elisabeth Kaesemann, sin voz, con el movimiento de labios, nos sigue dictando su
dirección. Como lo hizo en El Vesubio a Ana María Di Salvo, hace justo veintiún años.
Una Historia Muy Argentina

No es que uno sea suspicaz pero, ¿por qué los obispos de izquierda mueren en
accidentes automovilísticos? En Perú, entre 1982 y 1986, murieron cuatro obispos en
misteriosas colisiones; aquí, uno de los contados obispos que enfrentó con todo coraje
la dictadura de Videla, monseñor Angelelli, perdió su vida durante la dictadura militar en
un extraño choque en la ruta; al obispo de San Nicolás, verdadero paladín en defensa
de la gente perseguida durante ese tiempo, Ponce de León, también le tocó la misma
suerte; a monseñor Devoto, obispo de Goya, defensor de los campesinos, le pasó lo
mismo. Al obispo de Santa Fe, monseñor Zazpe, un camión lo chocó de atrás cuando
estaba en su automóvil, y salvó milagrosamente su vida. ¿Qué ocurre? ¿Acaso nuestro
buen Dios juega al choque de autitos a pila desde el cielo? Obispos y de izquierda. Una
mezcla detonante para establecidos y globalizados. Pero dejando de lado el triste e
irónico humor negro no podemos omitir la pregunta y presentar la queja: van a ser
ventiún años, que un verdadero pastor de pobres tuvo un accidente extraño que lo
eliminó justo en un momento clave: era testigo fundamental de la brutal represión
sufrida por los obreros del acero.
Monseñor Carlos Horacio Ponce de León era una figura clásica de esa nueva Iglesia
que había abierto las ventanas del catolicismo para que entraran las enseñanzas de
Jesús como un aire fresco. Ventana abierta por el buen viejo Juan XXIII. Ponce de
León supo lo que era la pobreza desde niño: era hijo de un taxista de la pampa
bonaerense. Se ordenó sacerdote a los 24 años y poco después pasó a ser cura de
barrio. El cura José Karaman, de Salto, señala que Ponce de León era "pastor de
vecindades: conocía el pelaje de sus ovejas; sus problemas, sus necesidades, sus
carencias, sus inquietudes". Por supuesto, un sacerdote así era de los que necesitaba
Juan XXIII. Y ya en 1962 lo designó obispo auxiliar de Salta. Estuvo en el Concilio
Vaticano II y volvió entusiasmado: hablaba de hacer un país más justo, un país de
hermanos.
En Salta, ante la mentalidad conservadora de la Iglesia de allá tuvo muchos choques
ya que él dedicó su trabajo a los chicos de la calle. Endulzó con el tiempo el rostro de
los salteñitos pobres que aprendieron a sonreír ante ese hombre bonachón que no les
pegaba ni les ordenaba penitencias como los demás sino que les hablaba pausado y
con calidez.
En una entrevista realizada por la investigadora Etel Capdevila, el cura Karaman
describe así a Ponce de León: "Varios curas jóvenes lo fuimos a visitar cuando lo
nombraron obispo de San Nicolás. Llegamos a la parroquia donde se hospedaba.
Después de breve espera, apareció. En el descanso de la escalera vimos a un hombre
más bien robusto, tirando a petisón, en mangas de camisa y en chancletas. Bajó los
escalones a los saltos y, cuando nosotros extendíamos la mano para besar su anillo
pastoral, no nos dio tiempo. Nos estrechó uno a uno en un fuerte abrazo. Quedamos
mudos. ¡A la mierda con el protocolo con todas sus excelencias! Nos invitó a subir a su
cuarto donde reinaba un despelote episcopal. Libros por un lado, cartas, cajones, ropa
y, como mudo testigo de ese encuentro, un calzoncillo a rayas sobre la cama. Ese
gesto lo pintó de cuerpo entero, y de alma también".
El mismo cura Karaman recuerda el primer encuentro con el obispo Ponce de León al
llegar a San Nicolás, en 1966: "Nos dijo: `Muchachos, acá hay que poner el Concilio en
marcha y hacer las reformas correspondientes. Que no sean sólo las reformas
litúrgicas sino una presencia de la Iglesia en la transformación de la sociedad. ¿Puedo
contar con los curas y las monjas?' Fue así como él entregó la conducción a los curas
jóvenes, cosa que a los curas viejos les revolvió las tripas. Eso trajo consecuencias,
sobre todo a nivel del compromiso social. La diócesis de San Nicolás comenzó a
acoger a sacerdotes que tenían enfrentamientos con los obispos conservadores".
A partir de ese momento, la Iglesia en la Argentina tuvo tres clases de obispos: los que
se tomaron en serio el Concilio Vaticano II y quisieron ayudar a lograr justicia en la
tierra; los que se envolvieron en incienso y mirra y que ante el terrorismo de Estado
rezaron y miraron al costado; y finalmente los que colaboraron desembozadamente con
los criminales de uniforme. Hay un documento del Movimiento de Sacerdotes para el
Tercer Mundo, ya de 1972 (¡qué premonitorio!), dirigido a la Asamblea Episcopal que
les dice a los obispos: "El pueblo oprimido se dirige a nosotros, sus pastores, para
interpelarnos: `Cuando fuimos hambreados, ¿dónde estuvieron? Cuando sufrimos en
barrios hambreados, ¿qué hicieron? Cuando fuimos proscriptos, ¿cómo reaccionaron?
Cuando fuimos torturados, ¿qué dijeron, y en qué tono lo dijeron? Cuando fuimos
masacrados en las cárceles, ¿qué actitud tomaron? Cuando se nos pretendía engañar
cambiando algo para que todo siguiera igual, ¿qué posición asumieron?' ".
Pero los príncipes de la Iglesia adoptarían la posición contraria: basta ese monseñor
Pio Laghi, nuncio apostólico, bendiciendo en Tucumán las tropas de Bussi, en plena
represión.
¡Qué solo se quedó monseñor Angelelli en los llanos de La Rioja! ¡Qué solo se quedó
monseñor Ponce de León en esa San Nicolás donde todos los días aparecía el cadáver
de un delegado obrero atravesado por las balas del plan Martínez de Hoz!
En las exequias del mártir Angelelli, el obispo Ponce de León ya sabía su suerte: "Yo
soy el próximo", dijo. Y fue el próximo. Un "accidente de tránsito" con las mismas
características. Y qué casualidad, Ponce de León llevaba ese día consigo la
documentación que había reunido sobre los obreros desaparecidos de Somisa y de
Acindar, documentación que involucraba al general Suárez Mason, al coronel Camblor
y al teniente coronel Saint Amant, jefe del regimiento de Junín. Este último odiaba al
obispo y le había negado la entrada a su cuartel diciéndole: "A mi cuartel no entran
comunistas". Hombre de principios, como Bussi.
El auto de Ponce de León será chocado justo en el lugar donde se encontraba él, por
una camioneta Ford. Se dirá después que falleció de "politraumatismo grave con
traumatismo encéfalo-craneano". La policía no permitirá al médico personal del obispo
entrar a ver el cuerpo. Siempre se sospechó que le habían destrozado la nuca a
golpes; igual procedimiento que con el obispo Angelelli. El joven que acompañaba a
Ponce de León en el auto, Víctor Martínez, que salió ileso del accidente, es detenido
por orden del teniente coronel Saint Amant por "subversivo", torturado ferozmente y
encarcelado. El auto no fue entregado ni dejado ver por la policía. La Iglesia nombra al
obispo Laguna para hacerse cargo del Obispado. Jamás Laguna se interesó por la
documentación robada ni por hacer una investigación sobre la muerte de Ponce de
León. En esa época desaparecerán los archivos del obispo muerto. Muerto Ponce de
León y toda su interpretación social y pastoral de la justicia y dignidad en el mundo,
dicen que apareció la Virgen en un campito, y toda la población va a pedirle milagros.
Ya nadie lucha por el prójimo, sino que espera la salvación rezando y tocando a la
Virgen. La síntesis la ha hecho el investigador rosarino Carlos del Frade: "San Nicolás
pasó de una pastoral comprometida, al milagro de exportación de la llamada Virgen del
Campito. Somisa pasó a integrar el patrimonio del poderoso grupo Techint. Más de 8
mil despidos. El Vaticano promete investigar los milagros de la Virgen del Campito,
pero jamás emitió una sola línea respecto de la muerte de monseñor Ponce de León".
Somos todos cristianos. Somos todos argentinos. Agradezcamos a Dios su infinita
sabiduría. Obediencia Debida y Punto Final. Amén.
Crimen e impunidad

Callar, enterrar, hacerse el desentendido, modificar el curso cuando resulte


conveniente ha dado buenos resultados en la política argentina. Pero nos fue alejando
cada vez más de los principios éticos, sin los cuales no hay democracia. Obediencia
debida y Punto Final hicieron posibles el nido de víboras que permitió a Bussi en
Tucumán, a Patti en Escobar, a Ruiz Palacios en el Chaco, a Ulloa en Salta, a los
policías santafecinos siempre presentes en las mismas oficinas desde donde torturaron
y a todos los demás que pasaron después de la carta blanca de las dos nefastas leyes
a compartir las instituciones que tendrían que haber estado reservadas para quienes
demostraron en los años de la infamia un poco de coraje civil y vergüenza democrática.
El Congreso de la Nación los legitimó. Fue el Parlamento -que tendría que ser el
símbolo por excelencia de la democracia- el que escondió los cadáveres en el ropero.
La bancada radical puso el pecho y quiso hacer olvidar con su actitud a los generales
de la picana, a los almirantes de la capucha, a los brigadieres del arrojar a vivos al río,
a los comisarios del rapto de niños, a los comandantes del derecho de botín. Fue sin
duda alguna el día más oprobioso de la historia del Congreso de la Nación. El
miércoles pasado asistimos a un acto lleno de emociones en un lugar símbolo: el
hospital Posadas. La gran entrada y los pasillos se llenaron del guardapolvo blanco de
médicos y enfermeras. Se recordó a las víctimas de la dictadura. Los desaparecidos.
Allí, en los fondos está la casa de la muerte donde se torturó y vejó al extremo a las
víctimas. Se descubrieron placas con los nombres de los profesionales de la salud que
perdieron sus vidas en manos de sicarios. Se inauguró un mural desde donde los ojos
nos miran. Se plantaron árboles, uno por cada desaparecido. Hubo profunda emoción.
Lo que ocurrió allí casi no se puede explicar con palabras. Está en la documentación de
los juicios que se hizo a los asesinos y a sus inspiradores. No nos equivocamos si
decimos que allí se aplicó con toda cobardía, brutalidad e impunidad la ley de las
bestias. Con pedido de perdón a las bestias. En el Posadas se secuestró sin ningún
mandato legal, se torturó, se vejó hasta el hartazgo. Testigos y documentos judiciales
dejan en claro que en ese lugar actuaron asesinos uniformados y rufianes sin uniforme,
todos de la peor calaña del submundo de la sevicia y el ensañamiento, que pasaron a
ser en esa casa donde la medicina solidaria luchaba por la salud y contra la muerte
-vaya la sarcástica ironía- los dueños de la vida y de la muerte.
La pregunta es: ¿por qué tanto ensañamiento? Primero leamos la versión militar. ¿Qué
dice en su libro el general
Reynaldo Bignone, el "héroe del Posadas", cuyas únicas batallas libradas más allá de
su escritorio de burócrata de uniforme fueron su entrada con efectivos de guerra a este
hospital y luego hacerse el ciego, el mudo y el sordo cuando el secuestro de dos de sus
propios soldados que hacían la conscripción en el Colegio Militar donde él era director?
Sobre la figura del general Bignone siempre pesará el triste y vergonzoso 28 de marzo
de 1976, cuando entró con helicópteros y camiones con soldados armados hasta los
dientes con metralletas, granadas de mano y fusiles. El "enemigo" eran médicos,
enfermeras, parturientas y enfermos. A los pocos minutos el general disfrazado de
campaña para asemejarse al mariscal Rommel podía informar a sus superiores que su
victoria había sido completa.
Leamos al propio Bignone, erigido en Dios de la vida y de la muerte en el hospital de
los barrios humildes, como da su versión de los hechos en su libro El último de facto.
Dice allí: "El pronunciamiento militar fue un miércoles. Al domingo siguiente me tocó
decidir si autorizaba o no la realización de espectáculos deportivos (...). El 27 y 28
recorrí dependencias del Ministerio de Bienestar Social ubicadas fuera de la Capital
Federal. Basándome en información de inteligencia dispuse intervenir y revisar
militarmente el hospital Posadas, ubicado en la localidad de Haedo. Se emplearon
oficiales y soldados, no cadetes del Colegio Militar. La operación se llevó a cabo sin
novedad. Si hubo detenciones, éstas fueron escasas, con fines identificatorios y con la
libertad inmediata de los afectados". Esta versión de Bignone, escrita dieciséis años
después de los hechos, confirma que la versión de "inteligencia" que según él sirvió de
pretexto a la irracional invasión de un hospital no se basaba en ningún "peligro
subversivo", ya que él mismo señala: "no hubo novedades". Pero el acto terrorista
militar ya estaba hecho: fue para sembrar miedo. Y aquí está la clave: Bignone no
invade ningún hospital o sanatorio del barrio Norte o de San Isidro, no, invade el
hospital que justamente estaba al lado de extensas villas de emergencia, de gente
humildísima y necesitada. Se procedió con la misma cobardía luego en otras villas de
emergencia, como la del Bajo Belgrano.
Bignone invade el hospital Posadas porque precisamente allí se había iniciado una
experiencia comunitaria de gran alcance social: los trabajadores de la salud realizaban
un proceso de participación con la comunidad circundante para dar respuesta a las
ingentes necesidades de salud de la gente que llegaba cada vez más del interior
argentino. Era la verdadera gente de la tierra que los militares no habían contemplado
en el plan de Martínez de Hoz. Pese a que Bignone no encontró ningún indicio
"subversivo", el Posadas quedó marcado y se iniciará el terror militar. A Bignone lo
sucederán dos verdugos de la peor especie: primero el coronel médico Abatino Di
Benedetto y luego el coronel médico Julio Ricardo Estévez, vaya a saber los complejos
personales de estos dos personajes que para demostrar que eran más coroneles que
médicos hicieron tabla rasa con los más elementales principios de ética de la condición
humana. El coronel Estévez trajo consigo a un grupo de criminales que adoptaron un
nombre televisivo, los "Swats", y que vaya a saber también por cuál anormalidad de
sus bajos instintos querían sobresalir por su cinismo y brutalidad. He aquí sus nombres,
de los cuales por cierto sus hijos y nietos tendrán el justo derecho de avergonzarse de
por vida: Ricardo Nicastro, jefe de la patota criminal; Luis Miña, Victorino Acosta,
Cecilio Abdenur, Hugo Oscar Delpech, Oscar Raúl Tevez, Juan Máximo Corteleza,
José Faraci, Luis Gyucci, Argentino Ríos, José Meza, Jorge Ocampo. Todos ellos
contaron con la información constante del jefe de servicios generales del hospital,
Carlos Ricci; del jefe de personal, Luis Dinallo, y del jefe de mantenimiento, Adolfo José
Marcolini, suboficial retirado de la Armada.
Las víctimas sufrieron inenarrables torturas y vejaciones, justamente en el chalet del
subdirector, habilitado por los verdugos como pozo de torturas. Los nombres de los
trabajadores de la salud sacrificados en nombre de "la forma de vida occidental y
cristiana" de los Videla y Massera son estos: Josefina Pedemonte, encargada de
guardería; Teresa Cuello, técnica de esterilización; Angélica Caeiro y Osvaldo Fraga,
enfermeros de emergencia; Jacobo Chester, empleado de estadística; Julio Quiroga,
empleado de imprenta; Jorge Roitman, médico, y María Esther Goulecdzian, psicóloga.
También desaparecieron el médico Daniel Calleja, el estudiante Ignacio Luna y la
vecina Natalia Almada, que no pertenecían al hospital pero que estaban vinculados a
él.
Hoy, los asesinos están todos libres gracias a las leyes de Obediencia Debida y Punto
Final de Alfonsín. Ni el general Bignone ni ninguno de los criminales que lo siguieron se
han asomado jamás por el hospital. Los nombres de las víctimas figuran como
advertencia en el hall de entrada. El chalet de torturas es hoy una escuela primaria
donde van niños de la villa Carlos Gardel. La vida se recupera. Pero los asesinos están
entre nosotros.
Génesis, Desaparición y Regreso de una Pelicula

Justo en 1974 todos aquellos que hicimos La Patagonia Rebelde nos ocupábamos todo
el día en hacer posible su exhibición. El film estaba listo pero no podía estrenarse por
cuestiones de censura. Juan Domingo Perón era el presidente y todo se había ido
corriendo hacia la derecha desde los tiempos de Cámpora. Antes, en el Ente (censura)
estaba Octavio Getino y él aprobó el guión sin ningún problema, igual que Mario
Sofficci, el talentoso y bonachón director de cine, que presidía el Instituto Nacional de
Cinematografía y que no encontró ningún inconveniente en entregar el préstamo a este
film histórico. Al contrario, lo hizo con alegría. Pero, ese paraíso de la cultura que fue el
gobierno de Cámpora apenas duró cuarenta y dos días y fue reemplazado por el yerno
de López Rega, Raúl Lastiri, por orden de Perón.
Yo lo conocía bien a Lastiri. En mis tiempos de estudiante me ganaba la vida como
bañero en la piscina del Club de Comunicaciones, en Núnez, en las vacaciones de
verano. Y todas las tardes, sin falta, entraba al club este caballero vestido de impecable
traje azul marino, camisa de cuello duro y llamativa corbata; se dirigía hacia la piscina y
me hacía siempre la misma pregunta: "Y pibe, ¿cómo están las minas?". Ese señor,
que me parecía un tanto ridículo con su atuendo poco deportivo, llegó a ser presidente
de la Nación. Lastiri, en aquel tiempo -a fines de los '40-, era secretario privado del
presidente del club. Un empleo tal vez inventado para darle sostén a este personaje
que tenía un no sé qué de cafiolo porteño. Pero mi mente adolescente, a pesar de
sueños y fantasías, no imaginó nunca, que este señor de diaria pregunta lasciva iba a
regir "los destinos del país", y también el mío, en 1973.
Porque este señor Lastiri -ya presidente- aprobó un decreto por el cual se prohibía mi
primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia (y por supuesto no sólo el
mío, sino una larga lista). Empezaba mal el gobierno peronista. Recuerdo mi
sentimiento de impotencia ante el acto degradante para la cultura de un palurdo así que
había irrumpido en el escenario político levantado por el dedo del General. Un año
después, ya con el General en el poder, nuevamente esa sensación de impotencia.
Esta vez todo fue más refinado, lo que pasó con el film La Patagonia Rebelde. Se
anunció con grandes avisos en los diarios del país para estrenarla el 2 de abril de 1974.
Pero el Ente no es que la haya prohibido, sino que no la calificó, y sin calificación no se
podía dar. El representante del Ministerio de Defensa se había mostrado en contra de
la exhibición. De manera que el film se encontró en una situación ambigua: ni estaba
permitido ni estaba prohibido.
Pero los problemas habían comenzado antes. durante la filmación, en la Patagonia, las
noticias que se recibían eran inquietantes. El 22 de enero, cuando estábamos filmando
en Puerto Deseado, supimos que Perón había destituido al gobernador de Buenos
Aires -Oscar Bidegain, de la izquierda de su partido- y lo había reemplazado por
Victorio Calabró, un integrante de la derecha y de la burocracia sindical. Y el 8 de
febrero se había producido un episodio, tal vez pequeño en el ámbito político, pero muy
significativo, ya que mostraba a Perón decidido a todo en su lucha contra la izquierda.
En una conferencia de prensa realizada en Olivos, la periodista Ana Guzzetti, de El
Mundo, le pregunta a Perón: "Señor Presidente, cuando usted tuvo la primera
conferencia de prensa le pregunté qué medidas iba a tomar el gobierno para parar la
escalada de atentados fascistas que sufrían los militantes populares. En el término de
dos semanas hubo exactamente veinticinco unidades básicas voladas, que no
pertenecen precisamente a la ultraizquierda; hubo doce militantes muertos y ayer se
descubrió el asesinato de un fotógrafo. Evidentemente todo está hecho por grupos
parapoliciales de ultraderecha". Perón, fuera de sí, le respondió: "¿Usted se hace
responsable de lo que dice? Eso de parapoliciales lo tiene que probar". Y se dirigió al
edecán aeronáutico y le indicó: "Tome los datos necesarios para que el Ministerio de
Justicia inicie la causa contra esta señorita". La joven le informó a Perón: "Le aclaro
que soy militante del movimiento peronista desde hace trece años". Perón le contestó:
"Hombre, lo disimula muy bien".
Nos imaginamos lo que le habría ocurrido a otro presidente que hubiera hecho tal gesto
de amedrentamiento contra el periodismo. Pero Perón podía permitirse una cosa así.
Este episodio nos hizo ver que todo el escenario represivo aumentaba y
paulatinamente se iba trasladando, como siempre sucede, a la cultura, y hasta a la vida
íntima del pueblo. Por ejemplo, el decreto de Perón de fines de febrero que controlaba
la comercialización de anticonceptivos. Se establecía que sólo podían ser vendidos con
receta y éstas debían estar en triplicado. Una medida que se explicaba solamente por
la injerencia de la Iglesia. Era un intento de represión de la vida sexual, sin ninguna
duda, a pesar de que se explicaba que "una disposición tendiente a aumentar la
natalidad como forma de alcanzar la meta de 50 milloones de habitantes para el año
dos mil". Si no se permitían condones menos se iba a permitir un film que denunciara
una escondida masacre patagónica ocurrida hace medio siglo.
Cuando terminamos de filmar exteriores y vinimos a Buenos Aires para interiores, se
produjo algo tan insólito que cuesta creerlo. El "navarrazo". Se levantó el jefe de policía
de Córdoba Antonio Navarro y con una docena de milicos volteó al gobernador Ricardo
Obregón Cano y al vicegobernador Atilio López; éste un gremialista combativo. Los dos
pertenecían a la izquierda del peronismo. Perón dejó de hacer maniobra e intervino la
provincia en vez de defender al legítimo gobernador. El ritmo de la filmación fue
acelerado mucho más con todo el apoyo de los actores y de todo el personal técnico,
aunque algunos de nosotros ya no creíamos en un buen final, pero por eso mismo
aumentaba la porfía. Ya la primera advertencia que debíamos darnos prisa nos la había
hecho el gobernador de Santa Cruz, don Jorge Cepernic. A él yo lo había conocido
años antes durante la investigación de las huelgas del '21. Era hijo de un trabajador
rural que había participado en la huelga y mucho me ayudó a encontrar testigos de la
época y en situar tumbas masivas. En aquel tiempo -estoy hablando del '69/'70-, él era
uno de los pocos justicialistas que hacía fe de su ideología partidaria abiertamente. Ese
riesgo y ese jugarse le abrió camino para posteriormente ser el candidato a gobernador
indiscutible de ese partido en 1973. Y por supuesto, fue electo gobernador. Cuando
supo de nuestros planes de llevar al film aquella investigación histórica, desde la
gobernación nos dio pleno apoyo y ayuda. Por eso él se sentía muy responsable y
preveía dificultades dado el enrarecimiento político de aquellas últimas semanas. Y en
ese enero de 1974, se vino desde Río Gallegos hasta una estancia -a cuarenta
kilómetros- donde estábamos filmando la escena del fusilamiento del líder obrero
Outerello (que hizo ese gran actor que se llamó Osvaldo Terranova). Desde una loma
vimos venir al gobernador, que se había bajado del auto y se aproximaba subiendo el
desnivel. Me llevó a un aparte y me dijo: "Acabo de recibir un telegrama del Ministerio
del Interior inquiriéndome quien dio el permiso para filmar en Santa Cruz La Patagonia
rebelde. Se ve que en el gobierno hay fuerzas que se oponen. Voy a hacer como que
no he recibido nada. Lo único que le pido es que traten de acelerar la filmación todo lo
posible. Deseo fervientemente que la película pueda terminarse".
De Corach a Galtieri

El miércoles estuve en Rosario. Fui al acto por el cual la Casa de los Ciegos se
convertía en la Casa de la Memoria. La fiesta se hizo en la calle de ese barrio, con
vecinos que trajeron sus sillas, abuelas, chicos. Cuando me tocó hablar dije entre otras
frases: "Es como llegar al paraíso. Partimos de la abyección, de los más bajos
sentimientos del hombre, de lo inimaginable en perversión. De lo cobarde, del abuso
total del poder, de la bota que deshace la rosa o destroza la mano de un niño. De la
petulancia más deleznable del uniformado. 17 de setiembre de 1977, Rosario, calle
Santiago 2815. La única batalla ganada por el general borracho. Leopoldo Fortunato
Galtieri. Un bochornoso remedo mussoliniano de torpeza y brutalidad. Rosario fue
testigo. Las fuerzas conjuntas asaltaron su esa casa y lograron la captura de tres
enemigos de la patria occidental y cristiana: Emilio Etelvino Vega de 33 años, ciego;
María Esther Ravelo, de 23 años, ciega, e Iván Alejandro Vega, de tres años. hijito de
ambos, y el perro lazarillo del matrimonio. Una vez capturados intervendría un famoso
cuadro de la Gendarmería Nacional, el comandante Carlos Augusto Feced, hombre
probado en mil batallas con su picana eléctrica; su fama atravesó todas las latitudes. A
este bravo gendarme se le murieron los dos ciegos en la tortura. Un episodio bastante
común en la vida de este servidor de la Patria. Pero sus sacrificios no fueron en vano,
porque pronto vendría el resarcimiento por tanto servicio prestado a la bandera
nacional: el derecho a las pertenencias de los ciegos y su hijito. Todo se llevaron en
camiones del ejército. Todo, hasta los enchufes. Hasta el triciclo del pequeño Iván. En
cualquier país civilizado eso es llamado por su nombre: saqueo, rapacidad, latrocinio,
pillaje, depredación, atraco, expoliación. En nuestro país, en cambio, a sus autores
Raúl Alfonsín los llamó 'héroes de Malvinas' y Carlos Menem 'salvadores de la
sociedad'. Pero todavía no hemos terminado con esta historia de la vileza y de la
infamia. Recurrimos a la ironía y la causticidad para describirla, porque es la única
manera de no claudicar de pura indignación ante tanta ruindad. Para el hartazgo,
vendría la ocupación de la Casa de los Ciegos por Gendarmería Nacional, como botín
de guerra. Y allí los gendarmes hacían sus fiestas familiares; bautismos, cumpleaños.
Queda como mudo testigo la parrilla donde asaban jugosos chorizos y crocantes
chinchulines entre risotadas y música. ¿Hay un ejemplo igual en la historia del mundo?
Ni Nerón ni Carcalla, ni en el atroz fundamentalismo de la Inquisición. Porque aquí se
junta la crueldad con la concusión, la sevicia con la avidez. Y todos se callaron la boca.
Durante once años de gobierno constitucional los gendarmes siguieron comiendo sus
chorizos y chinchulines en la Casa de los Ciegos. Los protegía el miedo y el
oportunismo y desde Plaza de Mayo se nos decía que 'La casa está en orden'." "Hace
ya un tiempo que la Casa de los Ciegos se convertiría en nuestra casa de Ana Frank.
Sí, porque esta época de superficialidad y corrupción sería reemplazada por los
tiempos maduros de la decencia y la Casa de los Ciegos sería visitada por niños,
adolescentes, jóvenes de nuestras escuelas, colegios, universitarios, para revivir con
unción el destino de Emilia y María Esther. La lucha de la Madres, de los abogados de
derechos humanos, de los honrados periodistas de Rosario/12 y de los pocos jueces
decentes que quedan en nuestro país lograron reconquistar a la Casa de los Ciegos y
que los militares del Segundo Cuerpo del Ejército y los gendarmes tuvieran que huir
como ratas por tirante.
" Fue como entrar al paraíso, el miércoles pasado. Porque no hay otro paraíso que el
de la verdad, la justicia, el de la eterna lucha por los valores éticos. La Casa de los
Ciegos ha pasado a ser La Casa de la Memoria. Un templo de la Memoria, mucho más
que las Iglesias que quedaron manchadas porque allí se dieron y se siguen dando los
sacramentos a los asesinos. Un Templo de la convivencia, de la dignidad. Pero del
paraíso debí regresar no al infierno, pero a un infiernillo pleno de olores a podrido de
corrupciones, negociados y personalidades farandulescas. Regresé a Buenos Aires y
concurrí al acto de Madres frente al portón de la Escuela de Mecánica de la Armada,
monumento ejemplar de la collonería. Era impactante ver esos rostros de mujeres
nobles de toda nobleza, enmarcados en sus pañuelos blancos frente al portón militar. Y
su cartel mudo que decía la verdad a secas: "Escuela de torturadores y asesinos de
Mecánica de la Armada". Pero claro, la verdad es inaguantable. Y de la única batalla
del general borracho pasé a la victoria total de los palos de Carlos Corach. El primer
plano de los nobles rostros de las Madres fue ocupado por las brutales jetas de
uniformados de azul y armados con los llamados bastones de Onganía. Contra la
palabra, los palos de Corach. Nuestro ministro del Interior ya tiene su lugar en la
historia. Valió la pena en la vida hacer tantas gambetas y tratar siempre de estar a flote.
Por supuesto, horas después el solícito Corach "lamentó los sucesos". Pero mientras
tanto se había logrado el propósito: malograr la protesta pacífica y advertir que la mano
viene pesada, por si alguno quiere protestar. En mi mente quedarán estas dos
imágenes: las Madres frente al antro del crimen y adentro, espiando desde la terraza,
uniformados parapetados escondiendo el rostro. La ESMA -como bien escribió Rodari-
recién pintada y acicalada en todo su esplendor por orden del ministro Camilión. (¡Qué
imagen para Freud!: el señor ministro quiso tal vez cubrir el crimen con pintura sino
también su propio colaboracionismo con los genocidas.) Las Madres y los verdugos. Y
entremedio, como un ratoncito diligente, el ministro Corach, claro, pero del lado de la
fuerza. Pasado y actualidad. Pero las Madres.

Nota del diario Página/12 de su edición del 25 de marzo de 1995.


El General y la Madre

El general y la madre. Un buen título para un Dürrenmatt. El general ha iniciado juicio


contra la madre. Pide severas penascontra ella. El general exhibe treinta y dos
medallas en el pecho, las hemos contado una por una. Para que no se le deforme la
chaquetilla las ha reemplazado por pequeños trocitos de géneros colorinches. Del lado
derechos del pecho lleva sus distintivos, entre los cuales se destaca la de oficial del
Estado Mayor. El general que durante toda su vida se calló la boca, se tapó los oídos y
miró para arriba tiene treinta y dos medallas. La madre como único distintivo lleva un
pañuelo blanco en la cabeza, como nuestras abuelas campesinas cuando llegaron a
las pampas. El general ha iniciado su batalla más ardua. La ha emprendido contra la
Madre de Plaza de Mayo porque ésta lo llamó "encubridor de violaciones a los
derechos humanos". La madre había dicho textualmente estas palabras inequívocas y
sujetas a una única interpretación, así, sin adornos metafóricos ni leguleyos.
En este sentido, el juez federal Jorge Ballesteros no tendrá que recurrir a los códigos
antiguos ni modernos o a intérpretes del derechos positivo en la materia. Pero la madre
habló aún más claro. Dijo que el general "si estuvo durante la dictadura militar en una
embajada, al callarse la boca, colaboró en tapar los crímenes de su ejército; si estuvo
en un cuartel, o dio o recibió órdenes que movieron la maquinaria de la tortura, el robo
y el asesinato de miles de personas, es un asesino; si lo hizo por obediencia debida
tendría que haber denunciado lo que vio, lo que calló y lo que supo, como primer deber
de un ciudadano honesto. No lo hizo, entonces es un encubridor. Y un encubridor es un
criminal. No cabe otra interpretación. Esa es la verdad". ¿Cabe otra interpretación de la
conducta del general Balza? Los políticos la harán de acuerdo a la conveniencia de
decir justo ahora esa verdad. Los negociadores por excelencia tratarán de ignorar el
episodio, o mejor dicho, ignorar la verdad de la madre.
Y la mayoría tranquilizará sus conciencias buscando en los grandes medios la opinión
de Ernesto Sábato. Pero esto es una constante y toda discusión es inútil. Por lo menos.
Dürrenmatt no la tomaría como eje de su análisis de dramaturgo. El se detendría sólo
en la obsesión argentina de explicar todo a través de los parágrafos burocráticos. Por
ejemplo: al ser preguntado el ministro de Defensa, Oscar Camilión, el porqué su
subordinado, el general Balza, ha iniciado juicio por injurias y calumnias a Hebe de
Bonafini, señaló que lo hizo por obligación, por deber a su honor de militar y a sus
subordinados. Porque si no lo hubiera hecho todo subordinado a él podría iniciarle
causa por no cumplimiento del deber. Ni más ni menos. Lo dijo el ministro de Menem
con gesto adusto acostumbrado y voz al tono. Tanto él como el ejército se manejan con
principios insoslayables.
Claro, pero habrá algún ciudadano, principalmente aquellos, muy pocos por cierto, que
crean que los principios deben respetarse en todo momento y en todos los casos, que
se preguntará: ¿cómo justo ahora y sólo ahora tiene la obligación de hacerlo y no
antes? ¿Cómo es que durante toda su carrera el general Balza se calló la boca y sólo
ahora se atreve a cumplir con el código del honor y su deber ante sus subordinados y
justo ante una Madre de Plaza de Mayo? ¿Por qué no utilizó ese deber de honor
cuando sus colegas de camada secuestraban a mujeres embarazadas, las torturaban y
les robaban todas sus pertenencias, como ahora él lo reconoce? Pero bien, podría
explicarlo que se calló la boca por "obediencia debida", aunque él mismo ha criticado -y
sólo a raíz del efecto Scilingo- ese principio reflotado por Alfonsín y sus legisladores.
¿Justamente ahora, a veinte años del genocidio, se acuerda el general de las 32
medallas que debe proceder de acuerdo a las normas del honor y reglamentarias?
Pero que justamente sea el ministro Camilión que recuerde esas normas es ya un
capítulo más de la historia universal de la infamia o del tratado ortodoxo del cinismo, en
su capítulo argentino. Ya que él también fue ministro de la dictadura y mientras en
aquel tiempo salió a defender esa represión ultraperversa hoy se muestra de acuerdo
con el principio del honor y los reglamentos para que se le inicie juicio a una madre a
quien le secuestraron, torturaron e hicieron desaparecer a sus dos hijos, a su nuera y a
su nieto próximo a nacer. Todo el peso de la ley para una mujer que dijo la verdad y
que se atrevió a decirla. Esa verdad que todos saben. Si Dürrematt habría desarrollado
el diálogo no hablado entre el general y la madre, lo hubiera denominado "Un disparate
más que trágico" para entrar en el encuadre más verídico. ¿Si el general Balza sabe
que su mandamás Camilión es un auténtico encubridor del sistema de desaparición de
personas, por qué se calla la boca y no envía un escrito diciéndole que su conducta
estuvo en contra de toda norma del honor y los reglamentos? ¿Por qué no le inicia
juicio por delitos de lesa humanidad? ¿Por qué en cambio si se lo hace a la víctima
directa de ese sistema represivo? ¿Cuál es la lógica de todo esto? ¿La que los
argentinos hemos llegado ya a ser campeones de perversidad burocrática? Estamos
atentos: ante los estrados de eso que los argentinos llamamos justicia se va a iniciar un
capítulo síntesis de nuestros últimos veinte años: el general y la madre, el general de
32 medallas que no objetó jamás la obediencia debida hasta que llegó a número uno, y
la madre que no se calló la boca, que no aprendió nada de esta sociedad ducha como
ninguna en el arte de mantenerse a flote. Sí, este juicio del general y la madre, tal vez
llegue a ser el símbolo que explique la esencia de esta generación argentina a las
juventudes futuras. ¿O es acaso un símbolo más claro esa foto del 29 de mayo último
donde el máximo verdugo de nuestras historia, Jorge Rafael Videla, recibe la comunión
de manos del cura Zaffaroni, en el homenaje al golpista Aramburu, acompañado de
Bernardo Neustdat -ex funcionario de ese peronismo que derrocó precisamente
Aramburu- y del general Jorge Miná, quien concurrió invistiendo la representación del
general Balza? El verdugo recibió el máximo sacramento católico a pocos días que los
obispos habían hecho esfuerzos por golpearse el pecho de tanto silencio ante el
sistema depravado de quien ahora recibe en la boca el cuerpo de Cristo. Un ejemplo
que tal vez el juez que juzgue a la madre por orden del general tenga en cuenta para
su veredicto.

Nota del diario Página/12 del 3 de junio de 1995.


Indios y Quebrados

"Se logró apresar a matacos, 65 de ellos bien armados además de 12 niños, 12


mujeres y una vieja que traían por adivina y que los traía a la ciudad. Pero
considerando el disgusto del vecindario, las ningunas proporciones de asegurarlos y
transportarlos al interior sin un crecido costo de la real hacienda y que en caso de
hacerlo era inevitablemente que escapando uno u otro se volviesen a sus países y
sirviesen estos de guías para conducir a los otros por estos caminos (...) y que su
subsistencia sería enormemente perjudicial, los mandé pasar por las armas y dejarlos
pendientes de los árboles". Este documento no puede ser más burocrático y cruel. Fue
firmado en Tucumán, en abril de 1781, por el gobernador español Mestre y enviado al
Virrey Vértiz, quien lo aprobó. (Nosotros los argentinos siempre diligentes y genuflexos
ante el poder premiamos en este siglo al feroz virrey español Vértiz con el nombre de
una de las más importantes calles de Palermo. En las escuelas se nos enseñó que
había sido una personalidad notable porque había traído el primer alumbrado o algo
así. Enhorabuena. Pero alguna vez vendrá alguien con espíritu de justicia y
reemplazará el nombre del ilustre asesino por el de "Matacos".) Con este documento la
investigadora argentina María Poderti inicia un estudio serio y lleno de hallazgos
titulado "La sublevación de Tupac Amaru y sus implicancias en Tucumán". El de María
Poderti es un trabajo erudito: fue el primero que leí como jurado en el concurso Casa
de las Américas. Se me invitó a La Habana después de 36 años de haber visitado
Cuba, en un gesto que habla de apertura. Cincuenta fueron los ensayos que debí leer.
Y un gran orgullo: constatar en las obras a juzgar la presencia de la Latinoamérica de la
creación real y silenciosa. Obras que abarcan los grandes temas de la búsqueda e
interpretación. Desde "Los pueblos invisibles: los indígenas frente a la nación", del
mexicano Díaz Polanco, a "Fines de siglo, fin de milenio" del profesor argentino Hugo
Biagini, pasando por "Los derechos humanos entre realidades y convencionalismos",
del chileno Hernán Montesinos, y 47 obras más de todas las regiones de estas tierras
latinoamericanas de lo real maravilloso, esclavas y libertarias. El libro triunfador por
unanimidad del jurado (España, Perú, Brasil, Cuba y Argentina) es el grande y
sorprendente trabajo del tucumano Eduardo Rosenzvaig: "Etnias y árboles: historia del
universo ecológico Gran Chaco". Su estilo es nuevo: a la profunda investigación de
todos los aspectos científicos de la región plena de mitos, secretos y desgarradoras
mutaciones producidas por la avidez, la inocencia de los expulsados de su paraíso, la
correlatividad y el medio, la sorpresa y el poder, se une la magia del estilo y una muy
suave ironía impregnada de cierta tristeza y hasta bondad por todo lo demasiado
humano. Ya el prólogo del libro de Rosenzvaig es una pieza maestra y toma el
derrotero de Morin: "Nos hallamos en el corazón de una tragedia insondable. Por todas
partes se combate ciegamente contra los enemigos parciales, enemigos antiguos,
enemigos nuestros, nuevos amigos. Se ama, se odia, se yerra, se sufre, se subleva, se
resigna, se cree, se deja de creer, se vuelve a creer. Aún no hemos comprendido la
tragedia que vivimos. El lugar de ser el foco de la nueva conciencia, la ciencia
contribuye al nuevo oscurantismo". El trabajo estudia las transformaciones ambientales
de esa zona de la inmensidad y el misterio en los siglos XVI a XVIII, el ecotono de la
militarización, la alienación republicana, el paradigma urbano y los derrames y
pulverizaciones étnicas; las consecuencias del obraje, la deforestación y el avance del
desierto; el impacto de la desertización en el imaginario y la religiosidad popular; la
reversibilidad de los biomas, la situación ecológica actual y su prognosis. Cuando la
naturaleza pudo en fin ser tratada como mercancía -escribe Rosenzvaig- se recurrió a
tres herramientas: vías férreas, quinina y fusiles de repetición. Trenes para talar el
bosque. Quinina para soportar el paludismo. Fusiles de repetición para eliminar lo
étnico y completar la apropiación territorial. Como costaba más caro adiestrar un indio
que importar inmigrantes, la República los mató. Y trajo inmigrantes. Salvo en las
tareas de plantación como el azúcar donde costaba más caro adiestrar un animal que
un indio. La primer especie en desaparecer en el ambiente del Chaco fue el aborigen.
El comandante Fontana asistió en 1880 al final de la etnia payaguá. Los últimos 17
canoeros. Cuenta cómo vivían ellos invadidos por una tristeza de desaparición.
Lloraban largamente por cada una de sus pérdidas. "Mientras en Estados Unidos
-prosigue Rosenzvaig- la frontera fue una empresa civil, en la Argentina fue militar. El
Chaco fue un adiestramiento del ejército argentino en la vida civil. Un ensayo para
gobernar. Los golpes de Estado militares fueron un largo correlato de las campañas del
desierto." La limpieza étnica y el árbol como víctima: el desequilibrio ecológico: "el
resultado no fue ni ciudad de acero soñada ni colonización a lo norteamericano, sino
una simbiosis latifundista-militar. Un Estado represor y un obraje represor". (¿Cómo se
inserta la libertad en el ecosistema? El comandante Fontana relata el caso de un indio
prisionero al que se le ató al cuello un cordel cuyo extremo iba asegurado el caballo de
un soldado. El indio no dio un paso esperando que el cordel lo ahorcase. A otro indio
detenido cuando el oficial lo amenazó con quemarlo vivo, el indígena contestó
introduciendo su pie en el fuego). El militar Fontana se refiere a su civilización como la
de los hombres blancos, es decir, sin obviar la tonalidad colonialista racista diseminada
por el mundo entero a partir de la explotación del África. El humanismo técnico. "Cada
expedición punitiva que regresaba del Chaco daba lugar a grandes festejos. Se
embanderaban las casas ricas, aclamándose a los que llegaban trayendo trofeos:
indiecitos perdonados, mujeres indias y botín. Después de la muerte del indio, la del
quebracho. Y vendrá el desierto. Los antiguos dioses de las hojas y los troncos
devinieron en el católico señor de Mailin. Durante décadas, después de la procesión del
santo y la cruz los altoparlantes de la Iglesia transmitían marchas militares. Hoy es una
gran feria. La conciencia de una ecología de plástico elaborada por el sistema
periférico. Un libro fundamental. Nacido en la tierra donde gobierna Bussi. Dos
gobernadores a través de los siglos: Mestre y Bussi: aquel colgaba indios. Este
desapareció argentinos. Y Rosenzvaig redacta en la misma provincia un libro sabio
Cutral – Có

Cutral-Có es otra epopeya patagónica. Sus poetas y sus músicos ya la van a plasmar
en el verso y la música. Fuenteovejuna sureña, nuestra, hija del viento, la tierra y el
sueño mapuche y pehuenche. Fue auténtico pueblo patagónico aunque algunos
paniaguados de trastienda comenzaron a deslizar el término de infiltrados. Fue todo
Cutral-Có, entero. Entero y solo contra el Poder. La solidaridad les dio el calor
necesario en ese inmenso frío y soledad. El grito de los neuquinos de Cutral-Có fue
otro capítulo de la eterna Patagonia Rebelde. Hace setenta y cinco años el Ejército
Nacional les metió balas a los pobres gauchos que pedían dos paquetes de velas por
mes para iluminar su pobreza de noche y que los botiquines para curar sus sarnas y
erupciones estuvieran en castellano y no en inglés. Los uniformados de siempre lo
arreglaron con cuatro tiros por gaucho. Y los políticos, y los curas de Buenos Aires
murmuraban algo así como "ideas extranjerizantes" y miraron para el Norte. Pero esta
vez no. Se probó con los uniformados de siempre que llegaron hasta tomar posiciones
y disparar algún proyectil desde la distancia de la cobardía y la impunidad. Pero
tuvieron que retroceder igual que como en aquella escena antológica del Cordobazo en
que la montada con sus sables y sus cascos huye despavorida. A Cutral-Có tuvo que
venir el Poder y el Sistema a dialogar con Cutral-Có sobre los problemas de Cutral-Có.
La victoria fue material y moral. Sin atenuantes. Con las mejores armas de la
democracia verdadera: la desobediencia civil y la rebeldía. La desobediencia debida. El
viento fresco nos vino desde la Patagonia como tratando de ventilar tanta estupidez y
frivolidad impregnada en el moho de Balcarce 50 y de Callao y Rivadavia. Días antes
los chubutenses se pusieron a marchar y dijeron NO a Gastre. Y va a ser NO. NO al
negocio perfecto de Buenos Aires: llevarse el gas, el petróleo y la energía y, como
contrapartida, llenar de más soledad y aislamiento a la Patagonia, arrojando allí la
basura nuclear del consumismo primermundista. Pero ya no todo será tan fácil. La
gente está aprendiendo la fuerza de la desobediencia civil cuando los gobernantes
creen que llegar el poder significa servirse y no servir. Cuando humillan al pueblo. Lo
pudimos ver cuando el presidente de la Nación, el jueves, luego de abandonar la
reunión de los gobernadores patagónicos, en vez de dirigirse de inmediato a Cutral-Có
para abrazar a esas mujeres, niños y hombres tan valientes y llevarles la admiración
del pueblo argentino, voló en su avión particular a su residencia para ver un partido de
fútbol. Nos preguntamos: ¿qué hubieran pensado, por ejemplo, los filósofos griegos de
un hecho así? Tal vez hubieran descalificado no sólo a un gobernante así, sino también
al país que lo eligió. ¿Y los primeros teólogos cristianos que sostenían que el hombre
había sido creado a imagen y semejanza de Dios? Cicerón hubiera alzado la voz,
seguro, advirtiendo acerca de la paciencia de los pueblos y Caracalla, envidioso,
hubiera organizado una nueva final en su circo. Pero volvamos a lo positivo. Y para
todos aquellos que amamos hasta la emoción todo el paisaje patagónico nos ha
satisfecho el primer paso de algo que predicamos contra viento y marea: la unidad
patagónica para que diga basta el poder central. La asamblea de gobernadores
patagónicos y el Parlamento patagónico son dos primeros pasos hacia un diálogo más
sincero con el poder de Buenos Aires. Será una victoria si se comienza a pisar fuerte,
será una derrota más si se los convierte en dos organismos burocráticos más. Pero
después de los efectos Gastre y Cutral-Có no será recomendable para los
responsables que caigan en promesas vacías. Para la futura conducta a seguir basta
mirar el anterior ejemplo del pueblo neuquino, que con su presencia desbordante en las
calles produjo el milagro de dejar al desnudo el caso Carrasco y, con él, hacer caer el
sistema del servicio militar obligatorio, verdadero principio esclavista aprovechado
durante casi un siglo por tiranuelos de uniforme para provecho propio y de sus
complejos inferiorizantes. Sin duda alguna, el paso de monseñor Jaime de Nevares
dejó su profunda huella en todas esas sufridas latitudes, en la fuerza que va
adquiriendo esa gente sureña para hacer valer sus derechos y no resignarse con las
migajas que les quiere hacer llegar un régimen injusto basado en aquello de que
porque están lejos, no se los ve. Hace justo un año que el Senado de la Nación empleó
casi dos horas de debate para repudiar declaraciones mías a Página/12 acerca de la
Patagonia. La iniciativa era del senador ultramenemista Felipe Ludueña, uno de los
más acendrados defensores de la privatización de YPF, hombre del sindicalista y
empresario Diego Ibáñez, el íntimo amigo de José Luis Manzano y del empresario
Alfredo Yabrán. El repudio propuesto por Ludueña fue seguido y votado principalmente
por senadores que tienen algo que esconder por su apoyo a dictaduras. Ahí, en Cutral-
Có y en Plaza Huincul, están las causas directas de la privatización de YPF, que se
hizo sin prever las consecuencias que iba a tener eso en la gente patagónica. Tal vez,
Ludueña y consortes pensaron que cualquier protesta se arreglaba fácilmente enviando
a la gendarmería a reprimir. Pero en Cutral-Có los patagónicos no retrocedieron ni un
centímetro cuando llegaron los gendarmes con sus armas. No lo vi al "representante
del pueblo" Ludueña dirigirse a Cutral-Có a escuchar la voz del pueblo. Ludueña y sus
colegas senadores tuvieron tiempo para repudiar mis palabras de esperanza y rebeldía
pero se callaron la boca ante la santa indignación de los hijos de la tierra patagónica.
Mi agradecimiento como argentino a la gente de Cutral-Có porque nos ha demostrado
como se hace la democracia. Y mi recuerdo a tantos pioneros de la justicia que a
través de las décadas lucharon por más dignidad. Justo se cumplen 38 años en que fui
expulsado por la Gendarmería Nacional de la pequeña ciudad de Esquel, en Chubut.
Primero fui cesanteado del diario local por el propietario del mismo, Luis Feldman
Josín, por mi pecado de defender la tierra de mapuches y pequeños plantadores. Pero
no quedé solo, en aquella lejanía y dentro de un régimen medieval, salieron a
defenderme las humildes organizaciones obreras que en comunicados denunciaron
que Feldman Josín poseía "un verdadero monopolio periodístico ligado a los intereses
oligárquicos antiobreros y unido al gran capital de terratenientes y latifundistas que
pretenden conformar en el pueblo una mentalidad favorable a los intereses de la clase
dominante". Con emoción recuerdo a esos trabajadores que con su desobediencia
debida arriesgaban todo. Algunos nombres de los firmantes: Honorio Soto, Lloyds
Roberts, Salustino Gajardo, Cardenio Escobar, Manuel Perrotta, José Barría, Diego
Tapia, Juan Gallardo, Germán Urbina. De haber vivido en Cutral-Có, hoy, me los
imagino formando parte del vecindario rebelde. Y no sólo ha comenzado a soplar el
viento patagónico. También de La Quiaca y Jujuy ha comenzado a sentirse el viento
Norte.
¿A quién le debemos el ejemplo? Mil jueves. A las Madres. Aplicaron su desobediencia
debida y su rebeldía cuando el miedo y la cobardía de todos cerraban las puertas. La
épica argentina ganó su mejor página. Un pañuelo blanco contra la picana, la
desaparición, el robo de niños, las patotas de la cúspide. Mil jueves el pañuelo blanco.
El mejor aporte a la democracia. Gracias, Madres.
Sábado 29 de junio de 1996.
Finalmente Balas

Discursos, conversaciones, manifestaciones, pero finalmente balas. Un desarrollo


natural de las relaciones entre argentinos. Principalmente de Buenos Aires con la
Patagonia. Allí, cuando la gente se enoja, téngalo por seguro que el gobierno provincial
o finalmente nacional, o viceversa, o los dos juntos, les mete bala. Y repiten desde
hace más de siete décadas la consabida explicación de que todo es acción de
agitadores extraños, o de infiltrados, de profesionales o de "zurditos" (palabra ésta
dicha con cierto tono intimista y con el cual ya se califica de antemano todo análisis de
una lucha llevada por los sin trabajo o los humillados).
Pareciera que desde el tiempo de Roca, la Patagonia sigue siendo el Far South. El
desierto. La conquista del desierto, como lo dieron en llamar los historiadores de la
república europea.
Aunque ese "desierto" tenía habitantes desde los tiempos del paraíso terrenal. Todo se
arregló a tiros. Pareciera que se sigue teniendo el mismo concepto de la Patagonia.
Pasó después en el '21, cuando los obreros del campo quisieron pequeñas
reivindicaciones. El gobierno central les mandó la caballería y las reivindicaciones
quedaron en las tumbas masivas. Total, la Patagonia quedaba lejos, se podían hacer
esas cosas porque las noticias llegaban cuando ya estaba todo terminado. Eso se
creía. Desde ese momento Patagonia fue símbolo de impunidad. Toda la historia está
sembrada de estos hechos hasta el hoy de Víctor Choque y Teresa Rodríguez.
Que son símbolos nada más ni nada menos de los otros balazos: los hechos atroces
de la economía desalmada. Se crean industrias allí, la gente va en busca de trabajo, se
forman núcleos poblacionales con enorme sacrificio y luego, desde Buenos Aires, se
toca un timbre y las fábricas y las fuentes de trabajo se cierran. No se pregunta nada a
nadie. Se cierra y se acabó. Se hunde de desesperación a los jóvenes con familias y a
los casi viejos que dejaron sus lares para sacrificarse en el nuevo clima duro e
inhospitalario. Quien no crea vaya a darse un viajecito turístico por Sierra Grande, por
Ushuaia, por Río Turbio, por Comodoro. Porque allá la falta de fuentes de trabajo no se
puede arreglar con kiosquitos en la esquina o con remises, o vendiendo ballenitas en el
subte. Cuando la gente, demasiado paciente y confiada, pierde la paciencia y la fe y
siente que le han robado con promesas y que los de Buenos Aires se construyen
mansiones en Anillaco con su pista y sus canchas de golf, entonces se les nubla la
vista, recoge la piedra y la arroja contra los representantes de los humilladores. Entra
en el sagrado fuego de la rebeldía, que es decir un no rotundo a seguir siendo usado.
Porque el humillado siente en la piel esos gases y balazos de los uniformados que no
defienden precisamente los principios republicanos sino que defienden los privilegios
de los que abusan el poder. La gente no votó para que el Presidente tenga un
aeropuerto propio en Anillaco ni para que el señor Yabrán tenga mil millones ni para
que la mafia policial bonaerense asesine para poder seguir tranquilamente con su
comercio de drogas. Lo votó para vivir humildemente, sí, pero con derecho al trabajo,
escuela para sus hijos, salud pública y un techo. Y para que además sus padres
ancianos tengan su merecido descanso y no una vejez de miseria. Esa es la única
subversión, la subversión de los valores.
Así de sencillo.
Aquello de hace unos años de los agitadores "pagados por Moscú" fue un buen
pretexto para defender la "democracia occidental y cristiana", es decir, el modus vivendi
dictado desde Washington. Pero ya no vale para el mundo de hoy. ¿Por qué en Cutral-
Có se arrojan piedras y en los countries de Escobar se respeta la democracia? Y eso
que, posiblemente, en los countries de Escobar haya más gente que ha leído a Marx
que en Cutral-Có. Y sin embargo en Cutral-Có ya son dos veces que la gente sale a la
calle y empieza a tirar piedras. ¿Por qué? No se necesita ninguna sesuda
interpretación sociológica académica: porque sencillamente la gente no tiene trabajo.
Perdone el lector esta seguidilla de palabras que parecen perogrulladas, pero ante los
discursos últimos de Menem, Corach y Decibe no cabe otra respuesta, porque
justamente son las razones de la gente de Cutral-Có. Esta página está escrita así para
que por fin entendamos el idioma de Cutral-Có. Entender aquí, el idioma de allá.
Pero vayamos a un hecho de hace un poco más de dos décadas. Tal vez en esta
comparación vamos a entender mejor las cosas. Fue en junio de 1973. El actual
presidente era gobernador de La Rioja. Y en esa provincia había un obispo realmente
cristiano, monseñor Angelelli. Ese día en Anillaco hubo una pueblada al revés. Los
poderosos de la zona se reunieron para expulsar del pueblo a monseñor Angelelli, que
había llegado allí para ofrecer misa. Los dueños de las tierras y de las aguas querían
"dar un escarmiento al obispo" porque éste se había manifestado partidario de repartir
tierras abandonadas, en Aminga, a auténticos trabajadores riojanos que padecían
hambre y miseria.
La turba de los dueños de la tierra encabezada por Amado Menem, César Menem,
Manuel Menem y Manuel Fanor del Moral sitiaron la capilla y exigieron al obispo que se
fuera del lugar. Y allí sí, qué curioso, había elementos agitadores, conocidos policías y
gente de los servicios como Manuel Yáñez, que había viajado expresamente desde
Vicente López y que llevaba la voz cantante de los patrones. Era quien profería los
insultos más irreproducibles, como dice la crónica periodística de la época. La
bochornosa jornada terminó con el obispo y sus curas abandonando la capilla
perseguido por los insultos y las pedradas de los notables del pueblo. El término más
suave contra Angelelli expresado por la "turba" menemista (las comillas en "turba" fue
porque para unificar el lenguaje vamos a aplicar en este relato los términos que esta
semana aplicó Carlos Saúl Menem contra los fogoneros de Cutral-Có), decíamos que
el término más suave que oyeron los oídos del obispo fue "comunista". Ese día
ganaron ampliamente los Menem y sus amigos del poder. Fue el triunfo más definido
del menemismo en toda la historia de Anillaco. Poco después Angelelli fue asesinado.
Ante la televisión alemana, en el año 1986, el señor Amado Menem declaró
textualmente que "Angelelli se buscó la muerte porque era comunista".
Entonces comparemos las piedras. El presidente Menem -y, por supuesto su marmitón
Corach- llegaron al paroxismo de la indignación por las piedras de Cutral-Có
disparadas contra gendarmes uniformados que los hacían aparecer como verdaderas
fortalezas espaciales.
La pregunta viene ahora: ¿qué diferencia hay entre las piedras de Anillaco y las piedras
deCutral-Có? Las de los dueños de la tierra capitaneados por la familia Menem, en
aquel 1973, defendían sus posesiones de tierras y aguas. Las piedras de Cutral-Có son
símbolo de la rebeldía de los humillados. ¿O acaso hay alguna diferencia entre las que
lanzaron los esclavos en torno a Espartaco hace dos mil años y las de Cutral-Có?
Aquellos eran esclavos del trabajo, éstos no tienen trabajo. Cutral-Có y Anillaco. La
humillación de los argentinos pobres contra la prepotencia de los argentinos del poder.
Impotencia y prepotencia. Teresa Rodríguez no muere por una piedra sino por una
bala. Es enterrada. Y ya está.
Era sirvienta.
Nosotros lo miramos todo por televisión. Seguros. Porque Corach va a proteger la
democracia.

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