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Agustín de Hipona”
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a Milán, llamada Casicíaco. En este lugar, se trazan las líneas de las primeras obras
pequeñas (opusculum) de Agustín, básicamente diálogos de fuerte contenido filosófico
cristiano. Los diálogos reflejan las reuniones que llevaban a cabo diariamente.
Entre el 386 y el 388, aproximadamente, Agustín escribe:
“Sobre la vida feliz” (De Beata Vita)
“Contra los académicos” (Contra academicos)
“Sobre la inmortalidad del alma” (De inmortalitate animae)
“Sobre la dimensión del alma” (De quantitate animae)
“Sobre el orden” (De Ordine)
“Soliloquios” (Soliloquiorum)
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“A.– Así opino; pero no veo el modo de conseguirlo. ¿Acaso conozco
algo semejante a Dios para poder decir: «tal como conozco esto, así
quiero conocer a Dios»?
Primer argumento:
Si reconozco que todavía no conozco algo, es porque tengo algún indicio o
alguna señal de lo que quiero conocer. Si no, no podría reconocer lo que hasta ahora me
resulta desconocido.
Primera cuestión:
¿Dónde encuentro esa señal que me permite establecer los criterios para conocer
a Dios?
Segundo argumento:
Si tomo como modelo de comparación el conocimiento que tengo de las cosas,
éste siempre me resultará insuficiente (y, por lo tanto, será perfectible). Yo busco a
Dios, la suma perfección. Entonces, debo buscar un criterio de verdad que resulte
suficientemente evidente.
Segunda cuestión:
¿Será posible conocer, más allá de la simple creencia, a Dios, cuando no puedo
conocer suficientemente a alguien cercano a mí?
1
E. Gilson dice: “Si la verdad es divina, y el hombre no es dios, no debe el hombre poseerla. Pero, como
sin embargo, la posee, el único modo que encuentra San Agustín para explicar la paradójica presencia
de la verdad inteligible, que es divina, en el hombre, que no es dios, consiste en considerar al hombre
como conocedor de ella a la luz permanente de una verdad supremamente inteligible y subsistente por sí,
es decir, a la luz de Dios.” (Dios y la filosofía, II, p. 77).
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A partir del capítulo IV en Soliloquios, Agustín comienza a hacer referencia al
problema planteado por el escepticismo con respecto a la consecución de la verdad en
nuestro conocimiento. Algo importante a destacar es el giro que decide tomar, con
respecto a ciertas nociones como la de sabio y sabiduría; en este giro se muestra la
ruptura necesaria que se da entre la filosofía pagana y la “verdadera filosofía”.
Tradicionalmente, el sabio puede ser tomado de dos maneras, (1) el que busca la verdad,
y su sabiduría está en ser consciente de esa actitud de búsqueda –Sócrates, y en cierto
modo, Aristóteles- ; y (2) quien posee la verdad y una vida feliz –posturas helenísticas
positivas, y platonismo.
Agustín, discute la idea del status de sabio como quien posee la verdad, por
varias razones:
1 ¿Puedo, realmente, poseer la verdad? Los estoicos decían que la verdad de un
objeto puedo aprehenderla mediante un asentimiento firme de la razón, basado en los
datos aportados por los sentidos. La verdad es la correspondencia entre una certeza
íntima de la razón que asiente a los “fantasmas” de la imaginación, y las cosas.
2 La verdad de algo, o sea, que yo pueda asumir algo como verdadero de una
forma objetiva, depende de mis vicisitudes sensoriales y mentales. Los escépticos
atacaron este punto; la pretendida objetividad se diluye en criterios subjetivos. Para el
escepticismo, el hombre no es medida de la verdad, por tanto no queda posibilidad de
proferir algún enunciado como verdadero sin caer en la mera opinión, pero la ciencia no
se construye con opiniones, por lo tanto no es posible, por parte del hombre, generar
ciencia. Pero quien tendería a la ciencia es el sabio, no el hombre común, preso de la
ignorancia; entonces el sabio, consciente de la imposibilidad de la ciencia, debe
suspender todo juicio con pretensión de verdad.
3 Tradicionalmente, el sabio es quien aspira a una vida feliz, y su camino es la
búsqueda de la verdad. Cuando la posee, llega a la verdadera felicidad, libre de temores
y perturbaciones. Pero, si no hay criterio de verdad posible sin caer en la subjetividad y
la opinión, ¿cómo el sabio puede ser feliz? Sin embargo, el sabio escéptico sí se dice
que es feliz, ya que vive en la ataraxia mediante la suspensión del juicio, sin afirmar ni
negar nada con certeza.
Agustín, encuentra aquí una contradicción, ya que verdad y felicidad son parte
de un mismo camino, la búsqueda de la verdad me acerca a ella y a su vez a la vida
feliz. No se puede ser feliz en la ignorancia, sólo es feliz quien llega a la verdad.
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“-Luego el hombre no puede alcanzar la dicha -dijo Trigecio-. ¿Y cómo
puede ser dichoso sin lograr lo que tan ardientemente desea? Pero no;
el hombre puede ser feliz, porque puede vivir conforme a aquella
porción imperial del ánimo, a que todo lo demás debe subordinarse.
Luego puede hallar la verdad. Y si no, repliéguese sobre sí mismo y
renuncie al ideal de la verdad, para que, al no poder conseguirlo, no
sea necesariamente desdichado.
-Pues ésa es cabalmente -repuso Licencio- la bienaventuranza del
hombre: buscar bien la verdad; eso es llegar al fin, más allá del cual no
puede pasarse. Luego el que con menos ardor de lo que conviene
investiga la verdad, no alcanza el fin del hombre; mas quien se
consagra a su búsqueda según sus fuerzas y deber, aun sin dar con ella,
es feliz, pues hace cuanto debe según su condición natural, Y si no la
descubre, es defecto de la naturaleza.
Finalmente, como todo hombre por necesidad es feliz o desgraciado,
¿no raya en locura el decir que es infeliz el hombre que día y noche se
dedica a la investigación de la verdad? Luego será dichoso.”
(Contra académicos, Libro I, cap. III, 238)
Entonces, Agustín parece que retorna a la idea del ideal del sabio como amante
de la verdad, y no como poseedor, y menos aún como negador de la misma. Pero como
dice en el texto anterior, quien busca, aspira a la verdad, y asume que puede llegar a
ella, y eso ya lo hace feliz, aunque no sea plenamente feliz.
Igualmente, no se olvida de las críticas escépticas a las canónicas dogmáticas, y,
como plantee anteriormente, debe realizar un giro en lo concerniente a la definición de
sabio. El sabio ya no puede ser quien busca la verdad en el mundo exterior, en la
naturaleza y el orden social, ya que en esa relación de correspondencia entre el juicio y
la cosa, se mezclan elementos subjetivos y relativos.
El sabio sí es quien aspira a la verdad y a una vida feliz, pero el modelo
comparativo que establezca un criterio firme de reconocimiento de la misma no puede
ser nada relativo y mudable; y lo existente en el mundo es relativo y mudable, o por lo
menos, lo que el hombre puede captar fuera de sí mismo así lo es (en términos
puramente filosóficos). Pero, términos teológicos, y así lo piensa y cree Agustín, todo
fuera de mí, en el mundo, es relativo y mudable.
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Entonces, ¿hacia dónde debe dirigirse el Hombre en su aspiración a la verdad?
¿dónde encuentra ese modelo absoluto, criterio inmutable de la verdad de las cosas? Por
supuesto, que es en Dios. Si hay un modelo, un ejemplar bajo el cual todo se mida y
compare, éste debe ser único y eterno: Dios.
Fuera del conocido relato en el Libro X de Confesiones, donde transmite cómo
debe ser el camino que realiza el sabio cristiano (o santo) para llegar a la Verdad (Dios)
y así llegar a la vida feliz o bienaventurada (beata vita), hay, ya, en estas primeras obras
algunas ideas interesantes, donde Agustín establece el giro gnoseológico necesario para
no caer en el escepticismo y en una teología negativa.
“Deja, pues, a un lado tu pregunta, si te place, y discutamos entre los dos, con la mayor
sagacidad posible, si puede hallarse la verdad. Por lo que a mí toca, tengo a mano
muchos argumentos que oponer a la doctrina de los académicos; nuestra diferencia de
opiniones se reduce a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede
descubrirse la verdad; en cambio, a mí me parece que puede hallarse. Pues el
desconocimiento de la verdad me es particular, si ellos fingían, o seguramente es
común a ellos y a mí.”
(Ibid., Libro II, cap. VI, 246)
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según las Escrituras son “huellas de Dios” (vestigia Dei), vestigios de su Creación, pero
en ellos no puede encontrarse a Dios.
El hombre a “imagen y semejanza” de Dios, posee la razón y la voluntad para
buscar a Dios en sí mismo. No divinizando al hombre, sino entendiendo a él como
participando del Verbo.
***
“Cosas muy diferentes son estas tres de aquella Trinidad; mas dígolas
para que se ejerciten en sí mismos y prueben y sientan cuán diferentes
son. Y las tres cosas que digo son: ser, conocer y querer. Porque yo soy,
y conozco, y quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero
ser y conocer. Vea, por tanto, quien pueda, en estas tres cosas, cuán
inseparable sea la vida, siendo una la vida, y una la mente, y una la
esencia, y cuán, finalmente, inseparable de ella la distinción, no
obstante que existe la distinción. Ciertamente que cada uno está delante
de sí; así que atienda a si y vea y hábleme después. Y cuando hubiere
hallado algo en estas cosas y hubiese hablado, no por eso piense ya
2
COCHRANE, C., XI, p.399.
9
haber hallado aquello que es inconmutable sobre todas las cosas, y
existe inconmutablemente, y conoce inconmutablemente, y quiere
inconmutablemente.”
Esta certeza primera no indica que hemos llegado a la Verdad, pero sí que el
camino para su búsqueda es el trayecto del alma. Se nos presenta con suma evidencia la
existencia de la verdad en nosotros, una imagen de la Verdad Suprema; hay algo en
nosotros que nos permite juzgar, reflexionar y entender las cosas inferiores, y de alguna
manera, las superiores. Porque, según él, la verdad no está en las cosas sensibles, pero
por lo visto podemos encontrarla en nuestro interior, en nuestra mente, porque al
explorar nuestra mente, descubriremos “que hay un orden espiritual que lleva la marca
de necesidad, inmutabilidad y eternidad.” 3
Si bien, decía, que no hay alusiones claras, todavía en estas obras, sobre la
imagen trinitaria en nuestra alma, en Sobre la inmortalidad del alma (De inmortalitate
animae), Agustín al tiempo que desarrolla algunos argumentos a favor de lo que
transmite el título de la obra, lleva a cabo un esbozo de lo que posteriormente tratará en
obras de madurez:
3
GARRIDO, J. J., V, p. 79.
10
sujeto donde se da la misma debe serlo también, y este sujeto es el alma humana.
Asimismo, toma como argumento la relación de la razón misma con el alma. 4
La rectitud del alma en el conocimiento de una razón de orden entre las cosas, es
una verdad. Decimos que esta cosa o esta relación es verdadera, pero ¿cómo juzgamos
el valor de verdad? Estamos, nuevamente, ante la encrucijada escéptica. Pero, Agustín
ya explicitó la irrefutabilidad de la conciencia sobre sí misma. Toda reflexión del alma
lleva a captar inmediatamente su ser, su conocer, su querer, su engañarse, su dudar, etc.
Puedo dudar y poner en tela de juicio las opiniones y enunciados sobre algo externo o
interno a mí, pero la realidad misma de la autoconciencia, no. Así como, tampoco,
puedo poner en duda, dice, la impresión que recibo de los sentidos, no hay exactitud ni
error en la percepción misma, sino que lo hay en la opinión y el juicio que emito sobre
lo que percibo.
En estas ideas se aleja de la tradición platónica, y ajusta más su perspectiva a las
filosofías helenísticas. Los sentidos, si bien, son una forma de conocer inferior al
entendimiento y a la contemplación, no por eso hay que desdeñarlos. Son necesarios
para realizar el trayecto de conocimiento de lo conocido a lo desconocido.
4
Argumento similar en Soliloquios, II, 13.
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R.– Y la línea y la esfera, ¿son cosas idénticas o diversas?
A.– Muy diversas.
R.– Si, pues, igualmente conoces ambas cosas y tanto difieren entre sí,
según afirmas, luego hay una ciencia indiferente de cosas diferentes.
A.– ¿Quien lo niega?
R.– Tú lo has negado hace poco pues preguntándote cómo quieres
conocer a Dios hasta decir basta, me respondiste que no podías
explicarlo, por no conocer ninguna cosa con que se midiera el
conocimiento de Dios, pues nada semejante a Él te ofrecía la ciencia.
Ahora bien ¿la línea y la esfera son semejantes?
A.– ¿Quién dice eso?
R.– Pues yo no te he preguntado si conoces algo parecido a Dios, sino si
conoces algo con una ciencia tan perfecta como la que quisieras tener
de Dios. Lo mismo conoces la línea que la esfera, siendo cosas
diferentes entre sí. Dime, pues, si te bastará conocer a Dios como
conoces una esfera geométrica, esto es, con un conocimiento cierto y
seguro.”
(Soliloquios, Libro I, cap. IV)
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ser lo que es?” 5 . Por otra parte, la evidencia inmediata, la intuición intelectual, es
garantía de verdad. Con la llegada de las obras físicas y metafísicas de Aristóteles a la
Europa del siglo XII, y su posterior asimilación, la evidencia intuitiva deja de ser
garantía de verdad, aunque sí de saber que algo es (aprehensión inmediata del ser
existente), pero no qué es (aprehensión mediata de la esencia o quididad); pero para
esto, va a ser necesaria una progresiva distinción entre esencia y existencia (filosofía
árabe). Esa garantía de verdad pasará al ámbito del juicio y la reflexión.
***
“A.– Pues eso digo y así defino, sin temor a que mi definición sea
rechazada por demasiado breve. La verdad me parece que es «lo que
es».
R.– Nada, pues, habrá falso, pues todo lo que es, es verdadero.”
(Soliloquios, Libro II, cap. V)
5
GILSON, E., II, p. 80.
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existen en cuanto son verdaderas; sin embargo, porque se me presente
esto tan evidente, de ningún modo eludiré el problema. En efecto, si
ninguna esencia en cuanto es esencia tiene algo contrario, mucho menos
tiene contrario aquella primera esencia, que se llama verdad, en cuanto
es esencia. Lo primero es verdadero; efectivamente toda esencia no es
esencia por otra cosa sino porque es. El ser no tiene como contrario
sino el no ser, por lo cual nada hay contrario a la esencia. Luego de
ningún modo cosa alguna puede ser contraria a aquella sustancia que
es absolutamente suprema y primera. De parte de la cual si el alma
posee aquello mismo por lo que ella es, -porque esto que el alma no lo
tiene de sí misma, no lo puede tener de otra parte sino de aquel ser que
por esto mismo es más perfecto que el alma- no hay ser por cuya causa
lo pierda, porque no hay ningún ser contrario a ese ser por el que lo
tiene; y por eso, no deja de existir. La sabiduría empero, porque la tiene
por conversión hacia aquello de lo que procede, la puede perder por
separación. Porque la separación es contraria a la conversión. Pero
aquel ser que participa de aquél al que ninguna cosa es contraria, no
tiene ninguna posibilidad por la que pueda perderlo. En consecuencia el
alma no puede perecer.”
(Sobre la inmortalidad del alma, Cap. XII, 19)
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Cuarta reflexión: El símil de la visión y la luz.
La metáfora de la visión y de la luz para explicar, de una forma didáctica, la
relación entre conocimiento humano y la verdad, proviene de la filosofía antigua. Platón
la utiliza más de una vez, sobre todo en el diálogo República. De cualquier manera, el
significado mismo de teoría como actividad intelectual (theorein) es, aproximadamente,
ver con la mente, contemplar con la mente, y ésta significación se rescata ya en la
filosofía presocrática.
El neoplatonismo hace uso de este símil para poder explicar la idea de
emanación desde el Uno (Unidad absoluta) hacia los seres múltiples, particulares y
sensibles, o, en otras palabras, para explicar el despliegue de la Unidad. La necesidad de
explicar la unidad inherente a todo lo que es, y no de una manera dicotómica, lleva a
relacionar visualmente la gradación del ser en términos de mayor o menor luminosidad
proveniente del acercamiento o alejamiento ontológico de la fuente primordial y basal
(“la luz” o “el sol”). 6
Agustín, como ha sido planteado, fiel a la imagen trinitaria, descubre en el
conocimiento humano ciertos niveles conexos y jerárquicos: la percepción sensible, la
razón (ratio scientiae), y la sabiduría (ratio sapientiae). 7 Ante esto, él mismo aplica el
símil citado anteriormente: el alma racional, la capacidad de razonar, la razón que juzga
las cosas, la intuición de las ideas ejemplares con las cuales juzgo, la ascensión
sapiencial hacia el Verbo de Dios, tienen su imagen correspondiente en el ojo, la
capacidad de ver, el mirar, y el ver o contemplar. A su vez, la potencia de Dios de quien
depende todo, se asume como necesaria para el acercamiento a él; este poder de la
Bondad de Dios hacia el hombre, es la Iluminación.
6
En la perspectiva plotiniana, el acceso contemplativo a la Unidad implica un estado extático en el cual el
alma se diluye en el absoluto, es la pérdida del yo. En la visión agustiniana, el alma llega a la
contemplación de Dios sin perder su naturaleza; la resolución es un acceso contemplativo racional y no
una pérdida de sí. Es interesante ver como intenta dar solución a este tema, Juan Escoto Erígena en el
Periphyseon (I, 450B-451B).
7
Ibid. 2, pp. 402-403.
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No es lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que ver. Luego el alma
necesita tres cosas: tener ojos, mirar, ver. El ojo del alma es la mente
pura de toda mancha corporal, esto es, alejada y limpia del apetito de las
cosas corruptibles. Y esto principalmente se consigue con la fe; porque
nadie se esforzará por conseguir la salud de los ojos si no la cree
indispensable para ver lo que no puede mostrársele por hallarse
inquinada y débil. Y si cree que realmente, sanando de su enfermedad
alcanzará la visión, pero le falta la esperanza de lograr la salud, ¿no es
verdad que rechazará todo remedio, resistiéndose a los mandatos del
médico?”
(Soliloquios, Libro I, cap. VI)
8
Ibid. 3, p. 80.
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neoplatonizante y religiosa (como en el caso de algunos falasifa árabes, por ejemplo
Avicena o Ibn Sina) aceptan la idea del intelecto agente como un iluminador externo.
“R.– La mirada del alma es la razón; pero como no todo el que mira ve,
la mirada buena y perfecta, seguida de la visión, se llama virtud; así, la
virtud es la recta y perfecta razón. Con todo, la misma mirada de los ojos
ya sanos no puede volverse a la luz, si no permanecen las tres virtudes: la
fe, haciéndole creer que en el objeto de su visión está la vida feliz; la
esperanza, confiando en que lo verá, si mira bien; la caridad, queriendo
contemplarlo y gozar de él. A la mirada sigue la visión misma de Dios,
que es el fin de la mirada (no porque ésta cese ya, sino porque no hay más
que mirar). Esta es la verdadera y perfecta virtud: la razón que llega a su
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El camino hacia la verdad está, como vimos, definido en tres niveles necesarios (percepciones sensibles,
razón científica, y sabiduría). Asimismo, hay tres estados del alma racional que deben darse para llegar a
la verdad de algo: la atracción hacia un objeto (suggestio), la disposición hacia la verdad de ese objeto
(cupiditas), y el asentimiento ante la verdad de ese objeto (consensio rationis). Ibid., p. 434.
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fin, premiada con la vida feliz. Y la visión es un acto intelectual que se
verifica en el alma como resultado de la unión del entendimiento y de
objeto inteligible, lo mismo que para la visión ocular concurren el sentido
y el objeto visible, y ninguno de ellos se puede eliminar, so pena de
anularla.”
(Ibid.)
***
18
Quinta reflexión: el camino hacia la verdad. Relación entre verdad, error y
semejanza.
En nuestra mente, la opinión dada mediante un enunciado acerca de un
objeto, puede tender a la verdad, si es que el juicio toma como modelo a las ideas
innatas (imágenes de las ideas divinas), y se ajusta rectamente al ser del objeto.
Un juicio erróneo es un juicio que se aleja del modelo o ejemplar inmutable que
se hace imagen en el alma. Asimismo, un juicio erróneo es el juicio que no
expresa lo que el objeto (o cosa) es.
Algo es lo que es (su esencia: una esencia creada), y no lo que se le
asemeja, o lo que me parece. Por esto, para Agustín, los sentidos me aportan datos
necesarios para conectarme con la realidad sensible, pero ésta es cambiante y
mudable. La “mirada” interior del alma apunta a la pretensión de conocer la
realidad de una forma objetiva (ciencia), ya que la “forma a priori” de la
objetividad gnoseológica está en las ideas ejemplares en mi interior, las cuales
permiten descubrir la correspondencia con el ser de las cosas (formas o esencias).
Hay, por su parte, una crítica fuerte a la tendencia a configurar la verdad
en relación a la semejanza o al parecer. Esta crítica apunta a las desviaciones que
pueden darse en nuestra percepción sensible con respecto a los objetos, y el
entender lo semejante y desigual como igual. Así, en los sueños puedo percibir
alguien que es hombre X pero no es el verdadero hombre X, sino uno semejante,
y en este caso inferior (no tiene existencia subsistente). También, un ser puedo
percibirlo, en sueños, con otra forma distinta a la real.
Por otro lado, estando despierto también puede suceder que dos cosas
distintas, me parezcan por su gran semejanza, iguales. Debería poder aceptar que
una pintura sobre un determinado objeto no es el objeto mismo, tal como la
imagen en el espejo no es el objeto mismo, sino semejante y, por tanto, es falso.
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Según Agustín, la semejanza de las cosas “en lo que toca a los ojos, es
origen de la falsedad.” 10 La verosimilitud es origen de la falsedad, y esta
verosimilitud surge por la percepción del alma, y, por otro lado, de la experiencia
sobre las semejanzas en la naturaleza. Esta verosimilitud se “disfraza” de verdad,
en la relación de cosas desiguales, juzgándolas como iguales; o ambas verdaderas,
cuando una es verdadera y la otra es falsa, motivando el error en nuestro juicio.
Resulta interesante ver como Agustín se enfrenta a las conclusiones
escépticas. Pero sin caer por ello en un razonamiento ingenuo sobre la pretensión
de verdad. Así, hecha mano a las propia duda para poner en tela de juicio cierto
status de enunciados que pueden pecar de engaño o de error y falsedad. No es una
postura escéptica metódica, pero asume que hay que establecer claramente las
posibles fuentes de error en nuestra alma, para así avanzar en la ciencia y
sabiduría. Esta duda es la misma que le brindó confirmación de que soy alguien
existente y que sé que soy ese alguien (fallum, ergo sum).
La solución escéptica, nuevamente, es combatida por Agustín. El único
garante de la ciencia es la verdad. Y la verdad de las cosas alcanzada con el
trabajo de la razón, si bien no es fin último del hombre, sí es garantía de la
ascensión progresiva hacia la esperada contemplación de Dios.
***
Bibliografía.
AGUSTÍN de Hipona, San: Obras. Ed. Católica, 1946.
COHRANE, C. N.: Cristianismo y cultura clásica. FCE, Bs As, 1949.
GARRIDO, Juan José: El pensamiento de los Padres de la Iglesia, Akal, Madrid,
1997.
GILSON, Etienne: Dios y la filosofía. Emecé, Bs As, 1945.
10
Soliloquios, II, 6.
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