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R. Rorty, J. B. Schneewind y Q.

Ski nitor
(compiladores) r»
LA FILOSOFÍA
EN LA HISTORIA
Ensayos de historiografía de la filosofía
Colaboraciones de C.Taylor, A. Maclntyre. R. Rorty,
L Kriiger, I. Ilacking, B. Kuklick, \Y. Lepenies.
J. 15. Schneewind y Q. Skinncr

¡J9
Richard Rorty, J. B. Schneewind, Quentin Skinner
(com piladores)

LA FILOSOFIA EN LA HISTORIA
Ensayos de historiografía de la filosofía
C olaboraciones de:

Charles Taylor
Alasdair Maclntyre
Richard Rorty
Lorenz Krüger
Ian Hacking
Bruce Kuklick
Wolf Lepenies
J. B. Schneewind
Quentin Skinner

ediciones
RUDOS
B a r c e lo n a
B u e n a s A ir e s
M é x ic o
......................i j ' i n . i l ! ‘¡u!oso¡>liy m Hislory
i"i 1 1■11, i.lii ■n inj’lcs por Cambridge University Press, Cambridge

i i iili» i mil ilc I B a r d o Sinnott

' iiIm. i l.i ilo Julio Vivas

/ I<m

r : I I«v Cambridge University Press, Cambridge


■li ludas las ediciones en castellano,
l 1 1u iones Paidós Ibérica, S. A ;
M .niano C.'ubí, 92 - 08021 Barcelona
v I ihioiial Paidós, SAICF,
I >rlrnsa. S99 - Buenos Aires.

l:.11N M-4 7S09-582-8


I >, i.i.Mlo legal: B-204/1990

1111; 11< socu llurope, S. A.,


Nn lucilo, 2 - 08005 Barcelona

11■1 1 Hr-,»>en lispaña - Printed in Spain


S U M A R IO

P r e f a c i o ...................................................................................................................... 11
C olaboradores ..................................................................................................... 13
I n t r o d u c c i ó n .............................................................................................................. 15
1. La filosofía y su historia, Charles T a y l o r ............................31
2. La relación de la filosofía con su pasado, Alasdair M acintyre 49
3. La historiog rafía de la filosofía: cuatro géneros, R ichard
R o r t y .................................................................................................... 69
4. ¿P or qué estudiam os la h istoria de la filosofía?, Lorenz
K r ü g e r ............................................................................................. 99
5. Cinco parábolas, Ian H a c k i n g ................................................. 127
6. Siete pensadores y cómo crecieron: D escartes, Espinoza,
Leibniz; Locke,Berkeley, H um e; K ant, Bruce K u klick . 153
7. «Cuestiones interesantes» en la h isto ria de la filosofía y en
o tros ám bitos, W olf L e p e n i e s ................................................... 171
8. La C orporación Divina y la histo ria de la ética, J. B. Schnee­
w ind t .................................................................................................... 205
9. La idea de lib ertad negativa: perspectivas filosóficas e his­
tóricas, Q uentin S k i n n e r ......................................................... 227
I n d ic e a n a l í t i c o ..................................................................................................... 261
A M aurice M andelbaum
Las conferencias publicadas aquí fueron dictadas com o ciclo con
el títu lo general de «La filosofía en la historia» en la U niversidad
Johns H opkins d u ra n te 1982 y 1983. Ese ciclo fue posible gracias
a u n a subvención de la F undación Exxon p a ra la Educación, cuyo
presidente, d o cto r R obert Payton, hizo cuanto un am igo generoso y
paciente podía hacer p a ra ayudarnos en cada u n a de las etapas de
n u estra em presa. Su estím ulo y su fe en el proyecto nos alen taro n
con stan tem en te a lo largo de todos n u estro s cam bios de planes. E sta­
m os p ro fu n d am en te agradecidos p o r esa confianza y p o r la genero­
sidad de la Fundación.
Deseam os expresar n u estro agradecim iento a la U niversidad Johns
H opkins p o r habernos perm itido el uso de sus servicios de contabi­
lidad y p o r habernos proporcionado los m edios p a ra celebrar nues­
tra s reuniones. De los cuidados p rácticos de la organización se hizo
cargo la señora Nancy Thom pson, del D epartam ento de Filosofía de
la U niversidad Johns H opkins, quien resolvió las dificultades del
o tro lado del Océano y las contingencias locales con igual habilidad
y paciencia. Le expresam os n u estro m ás cálido agradecim iento. De­
seam os tam b ién expresar n u e stra g ra titu d al señor T. Cleveland por
su ayuda, y n u estro profundo agradecim iento a Jo n ath an Sinclair-
W ilson, n u estro ed ito r en la C am bridge U niversity Press, y a Elizabeth
O’Beirne-Ranelagh, quien corrigió los m anuscritos, p o r el cuidado y
la eficiencia que p usieron de m anifiesto en todas las etapas de la
producción de este libro.

R ic h a r d R o r ty
J . B . S c h n e e w in d
Q u e n t in S k in n e r
COLABORADORES

Ian Hacking es P rofesor de H istoria de la Filosofía de la Ciencia y


la Tecnología en la U niversidad de Toronto. Sus libros com prenden
The E m ergence of P robability (1975) y R epresenting and Intervening:
In tro d u cto ry Topics in the Philosophy of N atural Science (1984).

Lorenz Krüger es P rofesor de Filosofía en la U niversidad Libre de


B erlín. Sus publicaciones com prenden artícu lo s acerca de la filosofía
de la ciencia y acerca de la h isto ria de la filosofía m oderna, y dos
libros: R a tionalism us und E n tw u rt einer universalen Logik bei Leib-
niz (1969) y Der B egriff des E m pirism us: E rken n tn isth eo retisch e Stu-
dien am B eispiel John Loches (1973).

Bruce Kuklick es P rofesor de H istoria en la U niversidad de Pennsyl-


vania. Sus libros com prenden: Josiah Royce: An Intellectual Biogra-
p hy (1972), The Rise o f Am erican Philosophy: Cambridge Massachus-
sets, 1860-1930 (1977) y un estudio de próxim a aparición, C hurchm en
and Philosophers: From Jonathan E dw ards ílo John Dewey, 1746-1934.

Wolf Lepenies es P rofesor de Sociología en la U niversidad Libre de


B erlín y actu alm ente m iem bro de la Escuela de Ciencias Sociales del
In stitu to de E studios S uperiores de P rinceton. Sus libros incluyen
M elancholie und G esellschaft (1969), Soziologische Anthropologie
(1971) y Das E nde der N aturgeschichte (1976).

Alasdair M aclntyre es P rofesor de Filosofía en la U niversidad Van-


d erbilt. Sus libros incluyen A S h o rt H istory of E thics (1966) y A fter
V irtue (1981)
Richard Rorty es P rofesor de H um anidades en la U niversidad de
Virginia. Sus libros incluyen Philosophy and the M irror of Natu-
re (1979) y The C onsequences of Pragm atism (1982).

J. B. Scheneewind es P rofesor de Filosofía en la U niversidad Johns


H opkins. Sus libros incluyen B ackgrounds of English V ictorian Lite-
rature (1970) y Sid g w ick’s E thics and Victorian Moral Philosophy
(1977).
Quentin Skinner es P rofesor de Ciencias Políticas en la U niversidad
de C am bridge y m iem bro del C h rist’s College. Sus publicaciones in­
cluyen F oundations of M odern Poliíical Thought (1978) y Machiave-
Ui (1981).

C harles T aylor es P rofesor de Filosofía en la U niversidad McGill.


Sus lib ro s com prenden The E xplanaíion o f Behaviour (1964), Hegel
(1975), Hegel and M odern Society (1979). Dos volúm enes de sus Philo-
sophical Papers aparecerán próxim am ente en la C am bridge Univer-
sity Press.
INTRODUCCION

Im agine el lecto r u n a o b ra en m il volúm enes titu lad a H istoria


intelectual de Europa. Im agine adem ás una gran asam blea de pensa­
dores redivivos en la cual a cada u n a de las personas m encionadas
en las páginas de esa o b ra se le entrega u n ejem p lar y se le pide
que com ience p o r leer las secciones referen tes a él m ism o y después
lea altern ativ am en te hacia atrá s y hacia delante h asta que llegue
a d o m in ar los m il volúm enes. Una obra ideal con ese título ten d ría
que llen ar las siguientes condiciones:
1. La p erso n a cuyas actividades y cuyos escritos son tra ta d o s en
ella h alla ese tra ta m ie n to inteligible, salvo las observaciones inciden­
tales que dicen cosas com o: «Más tard e esto fue conocido com o
y: «Puesto que aún no se había establecido la distinción en tre X e Y,
el em pleo que A hace de “Z" no puede ser in terp re tad o com o
y llega a en ten d er aun esas observaciones cuando continúa leyendo.
2. Al co n clu ir el libro cada una de las personas tra ta d a s avala el
trata m ien to que se ha hecho de él como, p o r lo m enos, razonable­
m ente preciso y benévolo, por m ás que, p o r supuesto, no lo en­
cu en tre lo b astan te detallado.
3. En el m om ento en que h an leído el libro de cabo a rabo los
m iem bros de la asam blea se hallan en tan buenas condiciones de
in terc am b ia r opiniones, arg u m e n tar y to m ar p arte en una investiga­
ción colectiva acerca de tem as de interés com ún, como las fuentes
secu n d arias p a ra las obras de sus colegas lo perm itan.
Ello p arece co n stitu ir u n ideal plausible de la h isto ria intelectual
p o rq u e esperam os que una h isto ria así nos p erm ita percibir a E uropa
com o (p a ra decirlo con la frase de H olderlin ad ap tad a p o r G adam er)
«la conversación que somos». Tenem os la esperanza de que esa histo­
ria intelectu al u rd irá un hilo de creencias y de deseos superpuestos
lo b a sta n te grueso p ara que podam os rem o n tarn o s en la lectu ra a
través de los siglos sin ten er que preguntarnos nunca: «¿Por qué
h o m b res y m u jeres dotados de razón han pensado (o han hecho)
eso?» Pensam os pues que u n a H istoria intelectual de Europa ideal
d ebiera p e rm itir que, p o r ejem plo, Paracelso se pusiese en com u­
nicación con A rquím edes p o r u n lado y con Boyle p o r el otro. Debie­
ra h acer que Cicerón, M arsilio de P adua y B entham pudiesen iniciar
una discusión. R enunciar a tales esperanzas, creer que en puntos
cruciales no h ab rá concordancia y que en algún sentido se re g istra rá
una «inconm ensurabilidad» ta n grande que im pida el diálogo, es
re n u n ciar a la idea de progreso intelectual. Tal pesim ism o debe re­
signarse a ver en «la h isto ria del pensam iento europeo» u n a errónea
caracterización de lo que en realidad es una m iscelánea de tradicio­
nes en cerrad as cada u n a en sí m ism a. De acuerdo con ese m odo de
ver, no debiéram os em p ren d er u n a h isto ria intelectual, porque lo
que se req uiere es algo que se parece m ás a una serie de inform es
etnográficos. Tal pesim ism o es característico de aquellos a quienes
ha im p resionado el ca rác te r m arcadam ente extraño de algunas for­
m as de ex presarse y de ac tu a r del pasado europeo y el ca rác te r m a r­
cadam ente anacronístico (esto es, ininteligible p ara las figuras que
son tra ta d a s) de gran p arte de la h isto ria intelectual.
Se h a discutido m ucho e n tre los filósofos de la ciencia y en tre los
h isto riad o res si tal pesim ism o está justificado, es decir, si las dis­
continuidades, las revoluciones intelectuales y las ru p tu ra s epistem o­
lógicas deben ser in te rp re ta d a s sim plem ente como m om entos en los
cuales la com unicación se to rn a difícil o com o m om entos en los que
se to rn a verdaderam ente im posible. Creem os que ese pesim ism o no
está justificado, que siem pre hay lo que se ha llam ado «cabezas de
p u en te racionales» —no criterios de alto nivel sino trivialidades de
bajo nivel— que h an posibilitado el diálogo p o r encim a de los abis­
mos. Pues no deseam os d iscu tir la cuestión de si es posible escribir
la H istoria intelectual de Europa, sino m ás bien la cuestión siguien­
te: en la suposición de que la hu b iera escrito, ¿cuál sería su relación
con la h isto ria de la filosofía?
Tal cuestión se p lan tearía igualm ente si se sustituyese «filosofía»
p o r «economía», «ley», «m oralidad» o «la novela». Porque en la
H istoria intelectual de E uropa no se trazan líneas de dem arcación
en tre géneros, tem as o disciplinas. En realidad, un libro ideal con
ese títu lo no se p o d ría escrib ir sin h ab e r puesto en tre p arén tesis la
discusión de si d eterm in ad a cuestión era filosófica, científica o teo­
lógica, o si determ inado problem a lo era de m oral o de costum bres.
Dicho en térm inos m ás generales, en u n a h isto ria como ésa debieran
ponerse en tre p arén tesis la m ayoría de las cuestiones concernientes
a la referencia y a la verdad. P ara los propósitos de su tra b a jo , el
a u to r de una h isto ria así no se preocupa p o r com probar si Paracelso
estab a acertado respecto del sulfuro o Cicerón respecto de la re­
pública. Sólo le interesa conocer lo que cada uno h u b iera dicho en
resp u esta a sus contem poráneos, y facilitar la com unicación entre
todos ellos y sus predecesores y sus sucesores. En sus m il volúm enes
nun ca se p re sta ría atención a la pregunta: «¿De qué hab lan esas
personas?», y m ucho m enos a la pregu nta: «¿Cuál de ellas tenía ra ­
zón?» Por eso su a u to r debe escrib ir una crónica antes que un tra ­
tado. Es como el albacea literario de un esc rito r de ficciones ex­
trao rd in a riam en te im aginativo y productivo que ha urdido u n relato
d esm esuradam ente extenso y divagatorio que debe ser reco n stru id o a
p a rtir de las cartas del escrito r a sus am igos, los recuerdos de esos
am igos, anotaciones hechas en viejos papeles de envolver, ca rtas de
rechazo de los editores y, asim ism o, a p a rtir de los m anuscritos con­
servados. Aquel albacea debe p e n e tra r en el m undo de los textos
con la decisión de peg ar unos con otros los fragm entos y o b ten er la
versión idealm ente com pleta de esa obra de ficción. No debe perm i­
tirse in d ag ar cuáles de sus p arte s se basan en caracteres de la vida
real ni si ap ru eb a su tono m oral. No se ve a sí m ism o com o si estu ­
viese escribiendo un relato de progreso o de declinación porque, p ara
los p ro p ósitos de su trab ajo , no su sten ta ninguna opinión acerca
cóm o debe ser el desenlace.
P ara sus lectores, en cam bio, las cosas son distintas. Lo típico es
que lean su libro com o el relato de un progreso: u n progreso en el
cam po de su especial interés o de cuestiones que les incum ben espe­
cialm ente. (Algunos, p o r cierto, pueden leerlo com o el relato de una
declinación, pero tam bién ellos lo ven com o poseyendo u n a dirección.
Se p reocupan p o r cómo h a de ser el desenlace.) Sus lectores autom á­
ticam ente com entan distin tas secciones con frases como: «prim er
reconocim iento del hecho de que p», «prim era aprehensión clara del
concepto C» y «falta de reconocim iento de la irrelevancia de p p a ra r».
Si el lecto r es un filósofo que está m oderadam ente satisfecho con el
estado actual de su disciplina, se so rp ren d erá diciendo cosas com o
«Aquí la filosofía se disocia de... y com ienza a ten er una h isto ria p o r
sí m ism a» o «Ahora m e doy cuenta de que las figuras realm ente im­
p o rtan te s de la h isto ria de la filosofía fueron...». Todos los juicios
de ese tipo son intentos de poner las opiniones propias acerca de lo
que se tra te , en conexión con un relato acerca del descubrim iento
grad u al de esos hechos y del descubrim iento, aun m ás gradual, de un
léxico en el cual se puedan fo rm u lar las p reguntas p a ra las cuales
sus p ropias opiniones son respuestas.
Cuando un filósofo se dirige a la H istoria intelectual de E uropa en
busca de m ateriales p a ra una H istoria de la filosofía occidental, la
selección que él haga no dependerá únicam ente de la década y del
país en los que escribe, sino tam bién de sus intereses especiales en
el ám bito de la filosofía. Si está interesado fundam entalm ente en la
m etafísica, en la epistem ología y en la filosofía del lenguaje, tenderá
a p asa r p o r alto los vínculos en cuanto a convicciones y a léxico que
en la H istoria intelectual de E uropa unen e n tre sí a Espinoza y a
Séneca. E sta rá m ás in teresado en los lazos que unen a Espinoza con
D escartes. Si se dedica fundam entalm ente a la filosofía de la religión,
p re s ta rá atención a las conexiones existentes en tre E spinoza y Filón,
y se in te re sa rá m enos p o r las que vinculan en tre sí a Espinoza y
Huygens. Si se especializa en filosofía social, atenderá m ás a la re­
lación de E spinoza con H obbes que a su relación con Leibniz.
Espinoza re p resen tó u n p u n to nodal en un tejido de relaciones y
de preocupaciones p a ra el que no es fácil h allar un equivalente en la
organización de la vida intelectual del presente. A E spinoza no podría
h aberle sido sencillo resp o n d er a la preg u n ta de si lo que se hallaba
«en el ce n tro de su filosofía» era su interés en el tem a de Dios, en
el del E stado, en el de las pasiones, en el de la física m atem ática
o en el de lo que m ás tard e se conoció com o «teoría de las Ideas».
Pero el a u to r de una H istoria de la filosofía occidental se ve en la
necesidad de fo rm u lar p reguntas tales. El debe m ira r los escritos
de E spinoza com o organizados en torno de ciertos problem as defi-
n id am ente filosóficos y sep a rar la discusión de esos problem as de
«los in tereses tran sito rio s de la época de Espinoza».
El hecho de que el a u to r de la H istoria intelectual de E uropa pueda
ig n o rar tales cuestiones aligera su tare a y, en el fondo, la hace po­
sible. E n su o b ra no se caracteriza a Espinoza com o «filósofo» —en
tan to opuesto a «científico»— ni com o «rabino renegado» ni como
«racionalista» o «pan-psiquista». Se hace m ención de esos térm inos,
pero no se los em plea. La m edida de su tino y, p o r tan to , el grado
en que su o b ra se acerca al ideal, reside en gran m edida en su em ­
pleo de las com illas. Su libro no es de ayuda si se tra ta de co n stru ir
u n reticu lad o en el que E spinoza halle su lugar, es decir, que m ues­
tre que era u n «gran filósofo» o que no lo era.
C o n stru ir un reticulado así —esto es, elab o rar los criterios que
sirvan p a ra resp o n d er a p reguntas com o: «¿Debemos incluir a Es­
pinoza (o, p a ra co n sid erar casos m ás problem áticos, a M ontaigne o a
E m erson) en tre los filósofos?» o «¿Debemos incluirlos en tre los gran­
des filósofos?»— supone disponer de u n a concepción acerca de la
relación en tre la h isto ria in telectual y la realid ad de las cosas. P or­
que la idea de un «lugar propio» requiere un m undo in telectual rela­
tivam ente cerrado, esto es, u n determ inado esquem a de la realidad
y, p or tanto, de los problem as que la realidad p lan tea a la inteligen­
cia que la indaga. Exige que uno sepa b a sta n te acerca del m odo en
que el m undo (y ju stam en te no el m undo de las estrellas, los vege­
tales y el b arro , sino el de los poem as, los dilem as m orales y p olíti­
cos tam bién) se divide en áreas y en problem as, problem as resueltos
o p o r resolver. El a u to r de la H istoria intelectual de E uropa tiene
que h acer de cuenta que no sabe cómo es el m undo.
Es te n ta d o r expresar la diferencia existente en tre n u estro h isto ­
riad o r in telectual ideal y el au to r de una H istoria de la filosofía occi­
dental diciendo que el p rim ero se ocupa con los significados de ex­
presiones pasadas en tan to que el segundo se ocupa asim ism o con su
verd ad y con su im portancia. El p rim ero p re sta atención a las p au tas
p a ra el em pleo de los térm inos; el segundo, a la relación e n tre ese
em pleo y la realidad de los m undos físico y m oral. P ero tal m an era
de fo rm u lar la cuestión es, y h a sido, m uy errónea. P orque sugiere
que el segundo de los au to res puede co n sid erar la p alab ra del prim e­
ro com o el significado de u n a frase dada y c o n fro n tar entonces ese
significado con los hechos. Pero no es evidente que la H istoria in te­
lectual de E uropa nos hable acerca de lo que las frases del pasado
significan. La lectu ra com pleta de la versión ideal de ese libro (actu a­
lizada h a sta el año a n terio r) colocaría al supuesto h isto riad o r de la
filosofía en condiciones óptim as p a ra asignar u n significado a una
frase incluida en u n texto del pasado. Pero eso es como decir que el
p asa r años de su vida con los m iem bros de una trib u , charlando con
ellos, coloca al antropólogo en la posición óptim a p a ra tra d u c ir sus
expresiones. Es así, pero le puede q u ed ar aú n m uchísim o tra b a jo p o r
realizar an tes de ser capaz de actualizar esa capacidad. Una cosa es
e sta r de acuerdo con el juego del lenguaje de otro, y u n a cosa dife­
ren te tra d u c ir ese lenguaje al propio. De igual m anera, u n a cosa es
h ab e r llegado a conocer a fondo la H istoria intelectual de Europa, y
u n a cosa d iferen te es sab e r cómo fo rm u lar u n a de las frases citadas
en ella de m odo tal que p erm ita co n fro n tarla con la realid ad del
m undo.
E sa laguna existe en la m edida en que el léxico em pleado en las
frases nos choca a nosotros, m odernos, com o u n a m anera inadecuada,
desm añada, de d escrib ir el m undo o de p lan tea r los problem as p o r
tra ta r. P o r eso estam os ten tad o s de decir cosas como: «Bien, si se
considera que eso significa p, entonces es ciertam ente verdadero, y
en realid ad trivial; pero si se considera que significa q, entonces...»
La lectu ra de la H istoria intelectual de E uropa no nos ayuda, por sí
m ism a, a sab er cóm o debem os considerarlo. Pues si bien ese libro
puede p erm itirn o s sab er lo que el em isor original de la frase quiso
d ecir con ella, lo que h ab ría respondido ante toda u n a serie de p re­
guntas form uladas p o r sus contem poráneos a propósito del tipo de
acto de h ab la que estab a llevando a cabo y a propósito de la audien­
cia y la incidencia que aguardaba, toda esa inform ación nos sería de
de poca u tilid ad en el m om ento de o p ta r e n tre la in terp retació n de
la frase, con vistas a su confrontación con la realidad, com o p o
com o q. «P» y «q» son frases de nuestro lenguaje, frases adecuadas
y elegantes destinadas a a ju sta rse a los perfiles del m undo tal como
n o sotros lo conocem os. Los predicados que ellas contienen registran
las especies de cosas en las que sabem os que el m undo se divide
(p o r ejem plo: estrellas y galaxias, prudencia y m oralidad). La facili­
dad p a ra em plear m odos de h ab lar inadecuados y desm añados que
p rop o rcio n a u na acabada fam iliaridad con la H istoria intelectual de
E uropa nos ayuda m uy poco en el m om ento de saber cuál de esas
elegantes altern ativ as hay que p referir.
Es te n ta d o r p lan tea r la cuestión de si el significado o la referencia,
o am bas cosas, de los térm inos em pleados en u n a frase así h an cam ­
biado en lo que va desde los tiem pos del a u to r a los nuestros. Pero
no es evidente que uno u otro tipo de h isto riad o r deba fo rm u lar ne­
cesariam en te esa cuestión. El reciente debate de tales tem as por p ar­
te de los filósofos de la ciencia y de los filósofos del lenguaje fue
inspirado in d u dablem ente por problem as suscitados en la histo rio ­
grafía de las ciencias natu rales. P ero si bien ese debate h a servido
p ara am p liar y p a ra pro fu n d izar el ám bito de consideraciones y ejem ­
plos juzgados relevantes en la sem ántica filosófica, no ha producido
resu ltad o s que p erm itan a los h isto riad o res com prender con m ayor
claridad sus tareas o sus m étodos. Tam poco parece probable que ello
vaya a o c u rrir en el fu tu ro . Pues si bien ha sido la h isto ria de la
ciencia la que originó m uchas de las discusiones actuales acerca de
la significación y la referencia, esas discusiones se han ap artad o aho­
ra tan to de la p ráctica de la in terp retació n , que resu lta dudoso que
los h isto riad o res puedan e sp e rar que su rja algo así com o u n a «teoría
de la in terpretación». Ni la controversia e n tre G adam er y B etti acer­
ca de la ob jetividad de la in terp retació n , ni la de C harles Taylor y
M ary H esse acerca de la distinción en tre G eistesw issenschaften y Na-
turw issenschaften, ni la de Davidson y D um m ett respecto del holism o
en sem ántica, ni la concerniente a la variab ilidad de una teo ría causal
de la referencia, parecen ten er la p ro babilidad de in fo rm ar al p re te n ­
dido h isto riad o r de la filosofía m ás de lo que él ya sabe acerca del
m odo de u tilizar la H istoria intelectual de E uropa p a ra h a lla r la m a­
teria p rim a que necesita. Los m il volúm enes que h a leído le inform an
de cu an to se puede saber acerca de los cam bios producidos en el
em pleo de los térm inos que a él le interesan. Puede e sta r excusado
de d ecir que no le in teresa el m odo en que, sobre la base de ese em ­
pleo, la sem ántica procede a d istrib u ir significado y referencia.
Antes que «fundam entos filosóficos de la p ráctica de la in te rp re ta ­
ción», lo que ese h isto riad o r necesita es poder p ercib ir cuándo le
está p erm itid o excluir sim plem ente las frases en las que tales p ro ­
blem as de in terp re tació n parecen ser insolubles, y lim itarse a aque­
llas frases en las que es posible fo rja r una traducción a u n a lengua
m oderna que arm onice nítidam ente con la traducción de o tras fra­
ses. Lo típico es que una traducción así no sea literal, pero, con todo,
puede ser en teram en te correcta. El antropólogo tiene que decir a
m enudo cosas como: «Lo que dijo fue: “El o tro dios blanco m urió
p o rq u e riñó con el esp íritu que habita el m b u r i”, pero lo que quiso
d ecir era que Pogson Sm ith m urió porque, com o idiota, com ió algu­
nas de las bayas que crecen p o r allí.» A m enudo el h isto riad o r de la
filosofía tiene que decir cosas como: «Lo que K ant dijo fue: “E sta
id en tid ad p erm anente de la apercepción de una diversidad dada en
la intuición contiene una síntesis de representaciones y sólo es posi­
ble m ediante la conciencia de esta síntesis pero lo que quiso
decir es que, no o b stan te lo prim itiva y desordenada que se supone
que es la experiencia, si está acom pañada de autoconciencia, enton­
ces te n d rá que ad m itir al m enos el grado de organización intelectual
involucrada en la capacidad de afirm ar com o propio un estado m en­
tal pasado.» * M ediante la exclusión de algunas frases com o irrelevan­
tes p a ra sus propósitos y p a ra los propósitos que el propio a u to r se
h u b iera fijado en caso de conocer m ejor las cosas, y haciendo una
benévola presen tación de lo re stan te, ayuda al filósofo m u erto a
ac tu a r an te un nuevo público.
Ese m odo de d e p u ra r y de p a ra fra se a r da lugar a u n a h isto ria que
en n ad a se asem eja a u n a selección de textos de la H istoria intelec­
tual de Europa. Pero es m enester re c u rrir a él si se desea disponer
de una h isto ria «de la filosofía» o «del problem a de la relación entre
el alm a y el cuerpo» o «del em pirism o» o «de la m oral secular».
D ecir que tales h isto rias son anacronísticas es decir u n a verdad, pero
irrelev an te. Se da p o r sentado que son an acronísticas. El antro p ó lo ­
go no lleva a cabo su ta re a si m eram ente nos propone enseñarnos
a c h a rlar con su trib u favorita, a iniciarnos en sus ritos, etcétera.
Lo que querem os que se nos diga es si esa trib u tiene algo in te re ­
san te p a ra co n tarnos: in tere sa n te p a ra nuestras perspectivas, que
resp o n d en a nuestras preocupaciones, que nos inform a acerca de lo
que nosotros sabem os que existe. El antropólogo que rechace esa
tare a aduciendo que la depuración y la p aráfra sis d isto rsio n arán y
tra ic io n a rá n la in teg rid ad de la cu ltu ra de la trib u , ya no será a n tro ­
pólogo sino algo así com o devoto de un culto esotérico. Después de
todo, tra b a ja p a ra nosotros, no p a ra ellos. De m odo sem ejante, el his­
to ria d o r de X , donde X es algo que nos consta que es real e im ­
p o rtan te , tra b a ja p a ra aquellos de nosotros que com parten ese saber,
y no p a ra n u estro s desdichados antecesores que no lo hacen.
P or tan to , el que desee escrib ir una H istoria de la filosofía occi­
dental debe, o bien negar que la filosofía contem poránea es algo real
e im p o rtan te (en cuyo caso escrib irá una h isto ria de la filosofía como
quien escribe u n a h isto ria de la b ru je ría ) o bien p ro ced er a d e p u rar
las frases que no m erecen ser trad u cid as y tra d u c ir el re sto con la
conciencia de in c u rrir en anacronism os. La m ayoría de tales escri­
to res hace un poco de cada u n a de las dos cosas, pues los m ás de
ellos no tien en la esperanza de n a r ra r u n a h isto ria coherente a p a rtir
de todos los textos que ésta o aquella escuela filosófica contem po­
rán ea llam a «filosóficos». H isto ria coherente será la que nos m uestre
que algunos de esos textos son centrales y otros periféricos, algunos
genuinam ente filosóficos y otros m eram ente pseudoglosóficos (o sólo
tangencial y m o m entáneam ente filosóficos). El h isto riad o r de la filo­
sofía h a b rá de ten er un parecer en cuanto a si, p o r ejem plo, la filoso­
fía m oral es cen tral y la epistem ología relativam ente p eriférica p ara
el tem a, o inversam ente. Tam bién te n d rá que ten er una opinión acerca
de cuáles de las escuelas o m ovim ientos de la filosofía contem poránea
* La frase que com ienza con las palabras «Esta identidad perm anente» pro­
ced e de K ant, C rítica d e la razón pura, B 113. Lo que vien e d esp ués de «Lo que
qu iso d e cir es» está tom ado de Jonathan B en n ett, K a n t’s A n alytic, Cam bridge,
C am bridge U n iversity P ress, 1966, pág. 119.
deben ser considerados filosofía «genuina» o «im portante». Precisa­
m ente debido a sus divergencias en to rn o de tales tem as los histo ­
riadores de la filosofía desechan textos que sus rivales ponen de re­
lieve. Todo h isto riad o r de la filosofía tra b a ja p a ra u n «nosotros»
que está com puesto, básicam ente, p o r aquellos que ven la escena
filosófica co n tem poránea tal como ellos la ven. Así, cada uno tra ta rá
com o b ru je ría lo que otro tra ta rá com o antecedente de algún ele­
m ento real e im p o rtan te de la filosofía contem poránea.
De la caracterización que hem os hecho po d ría deducirse que el
h isto riad o r in telectual y el h isto riad o r de la filosofía realizan tra ­
bajo s tan d iferentes que re su lta difícil p en sa r que producen dos
especies de un m ism o género llam ado «historia». E n realidad am bos
expresan dudas de ese tipo acerca de lo que su c o n tra p a rte está h a ­
ciendo. Así, el h isto riad o r de la filosofía puede despreciar al histo ­
riad o r in telectual p o r considerarlo u n m ero anticuario. A su vez, el
segundo puede despreciar al p rim ero p o r considerarlo un m ero p ro ­
pagandista: alguien que reescribe el pasado en favor de u n a de las
facciones del presente. El h isto riad o r de la filosofía puede p en sa r
del h isto riad o r intelectual que es u n a persona que no se interesa
p o r la verdad filosófica, y éste puede pen sar de aquél que es una
p erso n a que no se in tere sa p o r la verdad histórica. Tales in tercam ­
bios de recrim inaciones h an dado lugar a intentos p o r a rre b a ta r la
h isto ria de la filosofía de las m anos de los historiadores intelectua­
les y a in ten to s inversos p o r re h ab ilitar la h isto ria in telectual argu­
m en tan d o que el p rim e r deber del h isto riad o r es evitar el anacronis­
mo. Se sugiere a veces que debiéram os d esa rro llar un te rc e r género,
u n ju sto m edio m ás filosófico que la H istoria intelectual de E uropa
e h istó ricam en te m ás preciso que cualquier H istoria de la filosofía
occidental conocida o actualm ente im aginable.
No es n u e stra intención sugerir que se in ten te lo uno o lo otro,
ni su g erir que es m enester un te rc e r género. Una oposición e n tre los
h isto riad o res intelectuales y los h isto riad o res de la filosofía nos parece
una oposición tan ficticia com o lo sería una oposición entre científi­
cos e ingenieros, o en tre bibliotecarios y eruditos, o en tre desb asta­
dores y talladores. Es u n a apariencia creada p o r el intento de ser
conceptuoso a propósito de «la n atu raleza de la historia» o de «la
n atu raleza de la filosofía», o a propósito de am bas, tra ta n d o «his­
toria» y «filosofía» com o designaciones de especies naturales, disci­
plinas cuyos tem as y cuyos objetivos son bien conocidos y se hallan
fu era de discusión. Tales intentos provocan acalorados resoplidos
en el sentido de que determ inado libro «no es lo que yo llam o his­
toria» o «no cuenta com o filosofía». En tales casos se da p o r sentado
que existe una p a rte bien conocida del m undo —el pasado— que es
el dom inio de la h isto ria, y o tra p arte, igualm ente bien conocida,
concebida p o r lo com ún como un conjunto de «problem as atem po-
rales», que es el dom inio de la filosofía.
N ada erróneo hay en la afirm ación de que «la h isto ria nos da la
verdad acerca del pasado», ap a rte de su trivialidad. Surgen, em pero,
falsos p roblem as cuando se in ten ta h acer una distinción en tre el co­
nocim iento de la relación del pasado con el p resen te y el conoci­
m iento acerca del pasado en sí m ism o. Esos son casos especiales
del falso p ro b lem a m ás general que se suscita cuando se in ten ta
d istin g u ir en tre el conocim iento acerca de la relación de la realidad
con n u e stra s m entes, n u estro s lenguajes y nu estro s intereses y p ro ­
pósitos, y el conocim iento acerca de la realid ad tal como es en sí
m ism a. Esos son falsos problem as, p orque no puede establecerse
ningún co n tra ste e n tre el conocim iento acerca de X y el conoci­
m iento acerca de las relaciones en tre X e Y , Z, etcétera. N ada puede
conocerse acerca de X a p a rte del m odo en que lo describim os en un
lenguaje que m u estra sus relaciones con Y, Z, etcétera. La idea de
«la verd ad acerca del pasado, no contam inada p o r las perspectivas y
los intereses del presente» es sem ejante a la idea de «esencia real, no
con tam in ad a p o r los preconceptos y los intereses constituidos en
cu alq u ier lenguaje hum ano». Es u n ideal rom ántico de pureza que no
g u ard a n inguna relación con indagación real alguna que los seres
hum anos hayan em prendido o puedan em prender.
La idea de «perseverar en los problem as filosóficos y ev itar la
afición a las antigüedades» es m enos ab su rd a que la de «perseverar
en el pasado y evitar su relación con el presente», y ello sólo debido
a que es posible sim plem ente en u m erar lo que h a de considerarse
com o «los problem as filosóficos», m ientras que no es posible señalar
«el pasado». E n o tra s p alabras: es posible d elim itar u n a cosa a la
cual den o m in ar «filosofía», especificando claram ente lo que h a de
con sid erarse y lo que no ha de considerarse com o tal, pero no es
posible d elim itar cosa alguna a la cual denom inar «historia» haciendo
un gesto p a ra in d icar lo que está a n u estra s espaldas. El térm ino
«filosofía» es suficientem ente flexible, de m odo que nadie se sor­
p ren d e dem asiado cuando u n filósofo proclam a que debe desecharse
la m itad del canon de «grandes filósofos» adm itido h asta entonces,
p o rq u e se h a d escubierto que los problem as de la filosofía son dife­
ren tes de com o se h abía pensado an terio rm en te. P or lo com ún un
filósofo así ac la rará que lo que se excluye debe ser asum ido com o
u n a cosa d istin ta de la filosofía («religión», «ciencia» o «literatura»).
Pero esa m ism a flexibilidad constituye la razón p o r la que no cabe
ten er esperanzas en la posibilidad de decir algo general y de interés
acerca de la relación en tre filosofía e h istoria.
Algo puede decirse en cam bio acerca de la relación existente en­
tre libros a los que es sum am ente fácil ver com o grandes fragm entos
de la H istoria intelectual de E uropa y libros que p reten d en ofrecer
to d a la h isto ria de la filosofía occidental o u n gran segm ento de ella.
Lo p rim ero que debe señalarse es que n u e stra an terio r caracteriza­
ción de esos dos géneros h a sido la caracterización de dos tipos idea­
les im posibles de realizar. N uestro h isto riad o r intelectual, al que
no in teresa el desenlace de la historia, y n u estro h isto riad o r de la
filosofía, que sabe perfectam ente bien qué es filosofía y de un vistazo
puede d istinguir u n problem a filosófico cen tral de uno periférico y
de uno no filosófico, son caricaturas. Pero hem os p rocurado conver­
tirlas en ca ricatu ra s sim páticas porque vem os a am bos com o casos
extrem os de esfuerzos en teram ente encom iables y en igual m edida
indispensables p ara la p ro sp erid ad de la república de las letras.
Cada uno de ellos suele verse llevado a la ca ricatu ra por sí m ism o,
p ero tal es la autocaricaturización a la que una ho n esta devoción
p o r u n fin valioso puede inducir.
N unca ex istirá un libro com o la H istoria intelectual de Europa,
y ello no sólo porque el ideal que hem os estipulado no p o d ría ser
alcanzado con sólo un m illar (o un m illón) de volúm enes, sino tam ­
bién porque —tal es la dim ensión de n u estro cerebro y la extensión
de n u estras vidas— nadie que haya leído o escrito algunos de esos
volúm enes p odría leer o escrib ir la m ayor p a rte de los restan tes. El
hecho de que todo h isto riad o r deba ser selectivo p a ra p o d er iniciar
su tra b a jo —escogiendo algunos textos com o centrales y relegando
otro s a las notas al pie— b asta p ara desengañarnos del ideal que he­
m os erigido. P ensar en que el estudio del discurso político en la
F rancia del siglo x ii, la m etafísica alem ana del siglo xix y la p in tu ra
de U rbino del siglo xv puedan un día confluir p ara fo rm a r u n tapiz
único que sería n u e stra H istoria intelectual de E uropa ideal, es algo
alen tad o r. Pero es la idea de u n libro no escrito p o r m ano hum ana.
Puesto que todo libro referen te a tales tem as estará condicionado
po r el sentido que su a u to r tiene de la relevancia, sentido determ inado
p o r todo lo que él conoce —no sim plem ente las cosas que conoce
acerca de su propia época sino p o r todo lo que conoce acerca de
todo—, ninguna obra de esa índole se com paginará inconsútilm ente
con o tras obras acerca de períodos o de tem as adyacentes escritos
p o r una generación precedente o p o r una generación posterior. Nin­
gún h isto riad o r intelectual p o d rá eludir esa selectividad que surge
au to m áticam ente del sab er que posee acerca de la ciencia, la teo­
logía, la filosofía y la lite ra tu ra de la actualidad. La h isto ria inte­
lectual no puede ser escrita p o r quienes desconocen la cu ltu ra de
sus p resu n to s lectores, porque una cosa es poner e n tre paréntesis
cuestiones de verdad y de referencia, y o tra cosa es desconocer cuándo
surgen esas cuestiones. P oner a los lectores de la actualidad en con­
tacto con una figura del pasado es precisam ente ser capaz de decir
cosas como: «Más ta rd e esto se conoció com o ...» y «Puesto que
aún no se h abía establecido una distinción en tre X e Y, el em pleo
que A hace de “Z ” no puede ser in terp re tad o com o ...». Pero saber
cuándo deben indicarse cosas así, o saber qué es lo que debe poner­
se e n tre p arén tesis y cuándo se lo debe hacer, exige saber qué ha
o cu rrid o recientem ente en áreas de todo tipo.
Así com o la necesidad de seleccionar im plica que el h isto riad o r
in telectu al no puede ignorar, aun cuando se lo propusiese, la filo­
sofía de su p ro p ia época cuando escribe acerca de E spinoza del m is­
m o m odo, la necesidad de escrib ir acerca de Espinoza (antes que
acerca de lo que se d iría al fo rm u lar ah o ra u n a de las frases de
E spinoza) im plica que el h isto riad o r de la filosofía no puede ignorar
la h isto ria intelectual. Ni, p o r cierto, lo h a rá p o r m ucho tiem po. La
pose que tales h isto riad o re s adoptan —«Bien, veam os si este m u­
chacho h a tenido razón en algo»— es sólo u n a pose, siem pre efím era.
No es posible estim ar si Espinoza tuvo razón en algo antes de esti­
m ar de qué hablaba. P uesto que el propio E spinoza puede no h ab e r
sabido acerca de qué estaba hablando al esc rib ir una frase d eterm i­
n ada (p o rq u e estaba m uy confundido en cuanto a la v erd ad era reali­
dad del m undo), no será posible p royectar su frase en el m undo
tal com o sabem os que es sin leer m uchísim as frases de ésas de
acuerdo con el m odesto m étodo herm enéutico y reconstructivo ca­
ra cterístico de los h isto riad o res intelectuales. No im p o rta cuán filis­
teo el h isto ria d o r de la filosofía se proponga ser: n ecesitará tra d u c ­
ciones de lo que Espinoza dijo, traducciones que le p erm itan ca p ta r
el v alor de verd ad de las frases de Espinoza. Ello le exigirá exam inar
críticam en te las traducciones actuales p a ra ver si están influidas por
las filosofías de alguna de las épocas que nos sep aran de Espinoza, y
ev entualm ente elab o rar sus propias traducciones. Lo desee o no, se
co n v ertirá en un eru d ito en h isto ria y en u n re tra d u c to r. Se verá
llevado a leer en la obra de los h isto riad o res intelectuales los estu ­
dios referen tes al am biente in telectual de Espinoza p a ra sab er cómo
debe h acer sus traducciones, de la m ism a m anera en que el histo­
ria d o r in telectu al derivará, consciente o inconscientem ente, de los
m ovim ientos filosóficos contem poráneos su visión de lo que m erece
ser traducido.
Así, el resu ltad o de la elaboración de esos dos tipos ideales, y de
la com probación de que son m eram ente ideales, estrib a en ad v e rtir
que no puede h ab e r u n a división ta ja n te e n tre las funciones de la
h isto ria in telectu al y las de la h isto ria de la filosofía. E n lu g ar de
ello, cada uno de estos dos géneros será corregido y actualizado p er­
m an en tem en te p o r el otro. Es posible ex p resar esta m o raleja con
o tro s térm in o s diciendo que bien podríam os olvidar los cucos del
«anacronism o» y de la «afición p o r las antigüedades». Si ser anacro-
nístico consiste en enlazar el pasado X con el p resen te Y en lugar
de estu d iarlo aisladam ente, entonces todo h isto riad o r lo es siem pre.
E n la p ráctica el cargo de anacronism o significa que se h a relacio­
nado el p asado X con u n contem poráneo Y en lugar de hacerlo con
u n contem p o rán eo Z, lo cual h ab ría estado m ejor. Es siem pre cues­
tió n de seleccionar en tre los intereses contem poráneos con los cuales
aso ciar X , y no cuestión de a b ju ra r de tales intereses. Sin alguna
form a de selección, el h isto riad o r está reducido a re p e tir los textos
que constituyen el pasado relevante. Pero, ¿p o r qué h acer eso? Nos
dirigim os al h isto riad o r p orque no entendem os el ejem p lar del texto
que ya tenem os. D arnos un segundo ejem p lar no nos será de ayuda.
C om prender el texto es precisam ente relacionarlo provechosam ente
con o tra cosa. La ú nica cuestión es la de cuál h a de ser esa o tra cosa.
Inversam ente, si ser u n aficionado a las antigüedades consiste en
estu d iar X sin co n sid erar tales intereses, nadie ha logrado jam ás ser
un aficionado a las antigüedades. A lo sum o se h a b rá logrado relacio­
n a r X con algún Y que to rn a a X m enos in teresan te que si se lo
h u b iera relacionado con Z. Algún interés debe d ictar las cuestiones
que planteam os y los criterios de relevancia que em pleam os, y los
intereses contem poráneos apuntan, al m enos, hacia una h isto ria inte­
resan te. El evitarlos m eram ente h a rá que en su lugar se coloquen
los intereses de alguna generación precedente. Es posible hacerlo, p o r
supuesto, pero, a no ser que ésos sean tam bién nu estro s intereses, no
hay ninguna razón p ara hacerlo.
A n u estro m odo de ver, nada puede decirse de m anera general en
resp u esta a la pregunta: «¿Cómo debe escribirse la h isto ria de la
filosofía?», excepto: «Con la m ayor autoconsciencia posible: con el
conocim iento m ás pleno que pueda alcanzarse de la variedad de los
intereses contem poráneos p a ra los cuales una figura del pasado pueda
ser relevante.» No o bstante, una vez que se desciende del nivel de las
cuestiones referentes a «la n atu raleza de la h isto ria de la filosofía»,
re sta m ucho p o r decir acerca de las tendencias contem poráneas en la
histo rio g rafía de la filosofía. Podríam os sostener que en G ran B reta­
ña y en los E stados Unidos la historiografía de la filosofía ha sido
en los últim os tiem pos m enos autoconsciente de lo que debiera. En
p a rtic u la r la filosofía analítica h a obrado en c o n tra de la autocons­
ciencia de la especie deseada. Los filósofos analíticos no han experi­
m en tad o necesidad alguna de situ arse d en tro de «la conversación que
somos» señalada p o r G adam er, p orque se consideran los p rim ero s en
h ab e r com prendido qué es la filosofía y cuáles son las cuestiones
au tén ticam en te filosóficas.
El resu ltad o de ten er tal im agen de sí m ism o h a sido u n in ten to de
en tre sa c a r los «elem entos auténticam ente filosóficos» p resentes en
la o b ra de figuras del pasado, ap artan d o com o irrelevantes sus inte­
reses «religiosos», «científicos», «literarios», «políticos» o «ideológi­
cos». Se h a to m ad o h ab itu al co n sid erar los intereses de la filosofía
an alítica contem poránea com o el foco de la atención y h acer a un
lado las preocupaciones religiosas, científicas, literarias, políticas o
ideológicas de la actualidad, al igual que las de los filósofos de la
actu alid ad que no pertenecen a la corriente analítica. A su vez ello
a c arrea com o consecuencia u n a división de los filósofos del pasado en
aquellos que an ticiparon las cuestiones p lan tead as p o r los filósofos
analíticos contem poráneos y aquellos que dem o raro n la m adurez de
la filosofía distrayendo su atención hacia o tra s cuestiones. Una acti­
tu d así da lu g ar a u n a h isto ria de la filosofía que elude la n arración
continua, pero que se parece m ás bien a u n a colección de anécdotas:
an écdotas acerca de h o m bres que tropezaron con las cuestiones filo­
sóficas «reales» pero no cayeron en la cuenta de lo que habían descu­
b ierto. Es difícil lograr que u n a secuencia de tales anécdotas se com ­
pagine con n arracio n es com o las que elaboran los h isto riad o res in­
telectuales. Es inevitable de tal m odo que tales narraciones choquen
a los filósofos analíticos p o r «no d ar con la cuestión filosófica», y
que los h isto riad o res intelectuales perciban a los filósofos analíticos
com o personas que «anacronísticam ente» leen las preocupaciones ac­
tuales allá, en el pasado.
Como hem os dicho, «anacronism o» no es el cargo correcto que debe
fo rm u larse. Lo deplorable sería, m ás bien, que esas h isto rias acerca
de hom bres que casi h an dado con lo que ah o ra sabem os que es
filosofía, son com o h isto rias acerca de personas que h ab ría n descu­
b ierto Am érica si se h u b iera n largado a navegar un poco después.
Una colección de tales relatos no puede ser historia de nada. De acuer­
do con el m odo en que los propios filósofos analíticos p re sen tan la
situación, no hay en realid ad nada a lo que co rresponda llam ar «la
h isto ria de la filosofía», sino únicam ente una h isto ria de la casi-filo-
sofía, ú n icam en te u n a p re h isto ria de la filosofía. Si los filósofos ana­
líticos estu v ieran dispuestos a a c ep tar esta consecuencia, si estuvieran
dispuestos a conceder la elaboración de n arracio n es coherentes a los
h isto riad o res intelectuales y no les in q u ietara si éstos en efecto h an
advertido «la cuestión filosófica», todo po d ría e s ta r m uy bien. Pero
no están dispuestos a eso. Ellos quisieran h acer las dos cosas.
Eso no m arch ará. Los filósofos analíticos no pueden ser los des­
cu b rid o res de lo que D escartes y K ant realm en te estaban haciendo,
y, a la vez, la culm inación de u n a gran tradición, los actores del epi­
sodio final del relato de un progreso. No pueden elab o rar u n a n a rra ­
ción así excluyendo, p o r ejem plo, a la m ayoría de los pensadores
que vivieron é n tre Occam y D escartes o en tre K ant y Frege. Una
n arració n llena de lagunas com o ésa no d ará cuenta de «cómo m a­
duró la filosofía» sino que m eram ente m o stra rá cómo, en varias oca­
siones, estuvo próxim a a m ad u rar.
La p referen cia p o r tales colecciones de anécdotas suscita im pa­
ciencia an te los intentos de los h isto riad o res intelectuales p o r p re­
se n ta r u n a n arració n continuada. Los filósofos analíticos perciben
tales in ten to s com o una com binación indebida de lo que es filosofía
con lo que no lo es, com o u n a com prensión erró n ea de las cuestio­
nes filosóficas en la que se las m ezcla con cuestiones religiosas, lite­
ra ria s o de o tra naturaleza. E sta a c titu d no es tan to re su ltad o del
trata m ien to de la filosofía com o una «ciencia rigurosa» recientem ente
d esarro llad a, cuanto de co n tin u ar sosteniendo u n a concepción pre-
ku h n ian a de la histo rio g rafía de las ciencias rigurosas. P ara una
concepción así, no varían las preg u n tas sino las respuestas. En cam ­
bio, p a ra u n a concepción kuhniana la prin cipal tare a de u n histo ­
riad o r de una disciplina científica es la de co m p ren d er cuándo y
p o r qué variaro n las cuestiones. La principal deficiencia de la m oda­
lidad de h isto ria de la filosofía a la que la filosofía analítica ha dado
lugar, es su falta de in terés p o r el surgim iento y la decadencia de las
cuestiones. P ara com prender p o r qué determ inadas cuestiones, a
las que alguna vez se llam ó «filosóficas», fueron sustitu id as p o r otras,
y p o r qué las antiguas cuestiones pasaro n a ser clasificadas como
«religiosas», «ideológicas», «literarias», «sociológicas», etcétera, es m e­
n ester conocer m uchísim o acerca de los procesos religiosos, sociales
o literario s. R equiere que se vea a los X s pasados en térm inos Zs no
filosóficos p resentes y, asim ism o, en térm inos de los Y s que son los
tópicos de la filosofía analítica contem poránea.
Es u n a p ena que los filósofos analíticos hayan in ten tad o conce­
b irse a sí m ism os com o culm inación del desarrollo de u n a especie
n a tu ra l de la actividad h u m ana («reflexión filosófica»), antes que
sim plem ente com o los actores de una iniciativa intelectual reciente
y brillan te. Ese in ten to h a tenido efectos negativos no sólo en las
relaciones en tre filósofos e h isto riad o res intelectuales (y, p o r tanto,
con m ucho Sp rachstreit acerca de lo que debe considerarse como
«historia de la filosofía»), sino tam bién en la filosofía m ism a. P or­
que la m atriz d isciplinaria de la filosofía analítica h a hecho que p ara
los que se hallan d en tro de ella se to rn ase cada vez m ás ard u o re­
conocer que las cuestiones planteadas una vez p o r los grandes fi­
lósofos ya m u ertos, siguen siendo aún p lanteadas p o r contem porá­
neos... contem poráneos que no cuentan ni como «filósofos» ni como
«científicos». La filosofía analítica heredó del positivism o la idea de
que los únicos in terlo cu to res aptos de los filósofos eran los científi­
cos, y así la reciente h isto ria de la filosofía h a indagado relaciones
en tre K ant y H elm holtz, pero no entre K ant y Valéry, en tre H um e
y G. E. M oore pero no e n tre H um e y Jefferson. La m ism a idea ha
hecho que les re su lta ra difícil a los filósofos analíticos p en sa r en su
relación con la cu ltu ra en su conjunto y, en cam bio, p articu larm en te
fácil h acer a u n lado, com o distracción inútil, la cuestión de su rela­
ción con el resto de las hum anidades. Al p ro c u ra r in te rp re ta r las fi­
guras del pasado com o quienes hacían cosas que culm inaron en lo
que ah o ra hace la filosofía analítica, los filósofos cierran m uchísim os
de los cam inos a través de los cuales las obras de figuras del pasado
trad icio n alm en te ro tu lad as com o «filósofos» conducen a m uchísim as
o tra s cosas que prosiguen en la actualidad. Al lim itar el cam po de los
Y s contem poráneos a aquellos con los que los X s del pasado pueden
ser puestos en relación, lim itan tan to su capacidad p ara leer a los
filósofos del pasado com o su propia im aginación filosófica.
E ste p roblem a de falta de autoconsciencia en cuanto al lugar
que se ocupa en la h isto ria era m enos agudo antes del surgim iento
de la filosofía analítica, y ello debido sim plem ente a que la form a­
ción en la especialidad era entonces m ucho m ás histórica. En períodos
anterio res, la re in te rp reta ció n de los filósofos del pasado en form a
tal de m odificar la explicación del «progreso filosófico» heredada, era
u n a m odalidad h ab itu al de expresión filosófica. Tal enfoque de la
filosofía gen erab a a veces el exceso de autoconsciencia h istó rica que
N ietzsche caracterizó com o «un perjuicio que la h isto ria produce a
la vida». Pero tuvo el beneficio de inculcar u n sentido de la contingen­
cia histó rica, u n a cierta sensibilidad al hecho de que «filosofía» ha
designado a cosas en teram en te diversas. Sugería que la filosofía podía
no ser u n a especie n atu ra l, u n a cosa que poseyese u n a esencia real,
y que la p alab ra «filosofía» funciona com o u n dem ostrativo —que
delim ita el área de un espacio lógico que el h ab lan te ocupa— antes
que un rígido designador.
No estam os sugiriendo que a la filosofía se la ejerza m ejo r en la
form a de un com entario histórico, ni m ucho m enos que deba d e ja r
de ser «analítica». Pero sí sugerim os que los filósofos analíticos p a­
sarán p o r alto u na fo rm a positiva de autoconsciencia en tan to ig­
noren los in ten to s de los h isto riad o res intelectuales p o r inculcar un
sentido de la contingencia histórica. P or las razones que hem os refe­
rido en lo que precede pensam os que no es ú til p a ra la filosofía o
p a ra la h isto ria intelectual p re te n d e r que ellas puedan o p erar de
m an era recíp ro cam ente independiente. No presentam os ninguna su­
gerencia co n creta respecto del m odo en que h a b ría que m odificar las
m atrices disciplinarias actuales a fin de h acer m ás m anifiesta la
inevitable in terd ep endencia de esos cam pos, pero tenem os la espe­
ranza de que los ensayos incluidos en este volum en hagan que quie­
nes tra b a ja n en am bos cam pos sean m ás conscientes de la posibilidad
de tales reform as.
C a p ít u l o 1

LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

Charles Taylor

H ay u n ideal, u n a m eta que aflora de vez en cuando en la filosofía.


Su inspiración es la de b a r re r con el pasado y ten er de las cosas una
com prensión que sea en teram en te contem poránea. Subyace a ello la
a tra ctiv a idea de lib era rse del peso m uerto de los e rro res y las ilu­
siones del pasado. El pensam iento se sacude las cadenas. Ello puede
re q u e rir cierta a u stera valentía puesto que, n atu ralm en te, nos hem os
puesto cóm odos, hem os llegado a sentirnos seguros en la p risió n del
pasado. P ero es tam b ién estim ulante.
Un g ran m odelo de u n a cosa así es la ru p tu ra galileana en la cien­
cia. Los sociólogos y los psicólocos anuncian periódicam ente algo se­
m ejante, o bien nos aseguran su inm inencia. Pero la últim a vez que
en n u e stra c u ltu ra esos vientos em p u jaro n a la filosofía fue cuando
el surgim iento del positivism o lógico, hace casi m edio siglo. Como
doctrina, p ro n to debió ponerse a la defensiva y desde entonces se
b ate en re tira d a. P ero el hábito de e n c ara r la filosofía com o u n a acti­
vidad que debe ser llevada a cabo en térm inos en teram en te contem ­
poráneos, subsistió y se h alla aún m uy difundido. Pueden leerse au to ­
res del pasado, p ero se los debe tr a ta r com o si fu eran contem po­
ráneos. Ellos se ganan el derecho de p a rtic ip a r en el diálogo porque
es el caso que ofrecen buenas form ulaciones de tal o cual posición
que m erece ser escuchada. No se los exam ina com o orígenes, sino
com o fuentes intem porales.
La concepción de la n atu raleza de la filosofía que se opone a ésa
es la que tan vigorosam ente enunció Hegel. De acuerdo con ella, la
filosofía y la h isto ria de la filosofía son u n a sola cosa. Uno no puede
eje rc e r la p rim era sin e jercer tam bién la segunda. Dicho de otro
m odo, p a ra co m p ren d er adecuadam ente ciertos problem as, ciertas
cuestiones, ciertas conclusiones, es esencial hacerlo genéticam ente.
Sin a d h e rir a las razones precisas de Hegel, es una visión de este
tipo la que me propongo defender aquí. Q uisiera m o stra r que este
hecho concerniente a la filosofía, el que sea intrínsecam ente h istó ri­
ca, es m anifestación de u n a verdad m ás general concerniente a la
vida y a la sociedad hum ana, de la cual, según pienso, se derivan cier­
tas conclusiones acerca de la validez y de la argum entación en el
terren o de la filosofía.
E n p rim er lugar, perm ítasem e p re se n ta r nuevam ente la cuestión
desde la perspectiva de la visión histórica. La filosofía es u n a activi­
dad que involucra esencialm ente, en tre o tra s cosas, el exam en de lo
que hacem os, pensam os, creem os y suponem os, en form a ta l que sa­
cam os m ás claram en te a la luz n u estra s razones, o bien tornam os
m ás visibles las alternativas, o, de un m odo u otro, nos ponem os en
m ejo res condiciones p a ra d ar debida cu en ta de n u estra acción, de
n u estro s pensam ientos, de nu estras creencias o de n u estra s suposi­
ciones. E n buena m edida, la filosofía involucra la explicitación de lo
que inicialm ente se halla tácito.
A hora bien: u n a de las form as de sostener la tesis histórica acerca
de la filosofía consiste en arg u m en tar que una acertad a explicitación
reclam a a m enudo —aunque nunca se reduce sim plem ente a ello—
re cu p erar las articulaciones anteriores que h an caído en el olvido.
E n o tras p alabras, el tipo de análisis que necesitam os a fin de h a­
llarnos en m ejores condiciones p a ra asu m ir la posición debida, exige
que recuperem os form ulaciones anteriores; exactam ente, las que ne­
cesitam os p a ra d a r cuenta de los orígenes de n u estro s pensam ientos,
de n u estra s creencias, de nu estras suposiciones y de n u estra s accio­
nes p resentes.
Q uisiera convencer al lector de que es así, ante todo atendiendo a
u n p a r de ejem plos. Ellos son, p o r cierto, discutibles, pero en tal
caso m i tesis fu n dam ental lo es igualm ente.
Tom em os p rim ero un haz de suposiciones, m uy atacado en la ac­
tu alid ad (y con razón), al que denom inaré «el m odelo epistem ológi­
co». Las nociones fundam entales que lo definen son las de que nues­
tro sab er acerca del m undo, ya sea que ese sab er asum a la form a
organizada, reglam entada, que llam arem os ciencia, o las form as m ás
laxas del sab e r com ún cotidiano, debe en ten d erse en térm inos de
rep resen tacio n es form ativas —ya sean ellas ideas de la m ente, esta­
dos del cerebro, afirm aciones que aceptam os, o cualquier o tra cosa—
de la realid ad «externa». Un corolario de esta concepción es que po­
dem os an alizar el sab er y la com prensión que tenem os de los dem ás
de acu erd o con el m ism o m odelo representacional, de m anera tal
que, p o r ejem plo, puedo a c la rar la com prensión del idiolecto em plea­
do p o r o tra p ersona al h ab lar, describiéndolo en los térm inos de una
teoría que yo sostengo acerca de la p ersona en cuestión y de los
significados de sus p alab ras. Si buscam os un ejem plo destacado de
un filósofo de influencia asociado a este m odelo epistem ológico, el
no m b re de Quine nos viene de m anera n a tu ra l a la m ente.
E n lo que se refiere, ahora, a los que ad o p tan u n a ac titu d crítica
respecto de este m odelo, parece m anifiesto que la situación es la
siguiente: los que lo p ro p o n en son im perm eables a las objeciones
que p o d rían fo rm ulárseles —p o r ejem plo, ni siquiera entienden la
intención de quien pone en tela de juicio el su p u esto de que n u e stra
com prensión m utua en la conversación pueda ser analizada en té r­
minos de teorías que cada uno sostiene respecto del o tro —•, porque
no ven en qué puede c o n sistir una altern ativ a concebible de ese
m odelo epistem ológico. E se es el desafío al que hace frente el que
form ula la objeción. P ara él, lo que re su lta m anifiesto es que tene­
mos g ran necesidad de un replanteo claro que m u estre al m odelo
epistem ológico como u n a posible in terp re tació n e n tre o tras, y no
com o la única im agen concebible de la m ente en el m undo.
Ahora bien: es una cuestión de hecho que los que hicieron un
acertad o análisis de ese tipo —p o r ejem plo, Hegel, Heidegger, Mar-
leau-Ponty— re cu rrie ro n a la h istoria. Esto es, sus análisis involu­
craro n la recu p eración de las form ulaciones que se hallaban en los
orígenes del m odelo epistem ológico. Y, en p artic u la r, la restitución
y la re in te rp reta ció n de D escartes y de K ant han desem peñado un
papel de im p o rtan cia en esa crítica. Pero —po d ría arg u m en tarse— no
tenía que se r así: fue precisam ente el hecho de que los críticos eran
profesores de filosofía, los cuales en esas cu ltu ra s (la alem ana y la
francesa) padecen una n o to ria deform ación profesional, lo que los
condujo com pulsivam ente a exponer y re in te rp re ta r los textos ca­
nónicos. La tare a p o d ría h ab e r sido llevada a cabo de otro m odo.
Yo no acepto ese punto de vista. No pienso que sea accidental
que se re c u rra a la h isto ria en ese punto. Ello se debe a que allí ha
lenido lu g ar u n olvido. E n opinión del crítico, el p artid a rio del m o­
delo epistem ológico está, p o r así decir, aprisionado p o r su modelo,
pues no ad vierte en absoluto qué altern ativ a p o d ría p resen tarse. Pero
en ello está, en u n aspecto de im portancia, m enos apercibido que los
pensadores que fu ndaron ese m odelo. Es v erd ad que tam bién pueden
haber sostenido la opinión de que cualquier o tra explicación del co­
nocim iento e ra confusa e incoherente y que había que ad o p ta r su
concepción. E sta parece h a b e r sido p o r cierto la perspectiva de Des­
ca ite s. Y uno de los hechos m ás llam ativos en el p an o ram a intelec-
lual en el cual actuó, era el de que el m odelo aristotélico-escolástico
de conocim iento, originariam ente m uy distinto, fue siendo entendido
en el R enacim iento de m an era progresivam ente m ás erró n ea y ex­
puesto cad a vez m ás com o si fuera u n a teo ría rep resen tacio n al.1
Subsiste, con todo, e n tre un D escartes y un Quine una diferencia,
:i saber, que p o r dogm ática que haya sido la creencia del p rim ero en
I. Léase lo señ alad o por G ilson acerca de E u staq u io de Saint Paul, proba-
lilcm cn le la figura de la escolástica tardía cuyas obras podrían haber influido
i ii D escartes en La Fleche. E. G ilson, E tu d e s s u r le role d e la p en sée m ed ié va le
ih iiis la fo rm a tio n d u s y s té m e ca rtesien , París, Vrin, 1930.
que su explicación era la única coherente, de todos m odos llegó a
ella p o r m edio de uno de aquellos análisis creativos que, según sos­
tengo, constituyen la esencia de la filosofía.
Al d ecir esto no quiero en m odo alguno im pugnar o m inim izar
la originalidad de Quine. El m ism o Quine h a estado en el origen de
algunos no tab les análisis creativos; p o r ejem plo, los que ab ren el ca­
m ino a una epistem ología «naturalizada». Pero ellos se en cuentran
sólidam ente establecidos den tro del m odelo epistem ológico, en tan to
que los de D escartes son los que fundan ese m odelo. Los análisis de
Quine nos re su lta rá n suficientes si el m odelo nos parece indiscutible.
Pero si se lo q u iere p o n er en cuestión, entonces tenem os que recu­
r r ir a los de D escartes.
E n o tras p alab ras, si se quiere escap ar de la prisión epistem ológi­
ca, si se quiere e sta r en condiciones de no ver ya ese m odelo como
u n m apa en el que se indica cóm o son obviam ente las cosas en re­
lación con la m ente en el m undo, sino com o una opción e n tre otras,
entonces u n p rim e r paso es el de ver que es algo a lo que se puede
llegar a adherir a p a r tir de u n nuevo análisis creativo, algo cuyas
razones se p o d rían indicar. Y eso se logra volviendo a las form ula­
ciones que lo h an fundado.
Pero, p o r supuesto, ni siquiera eso b a sta rá en este caso. Si que­
rem os ser capaces de concebir altern ativ as genuinas p a ra ese m odelo,
entonces tam poco podem os to m ar la form ulación de D escartes como
definitiva. Lo que necesitam os es u n a nueva reform ulación de lo que
hizo, que haga ju stic ia a las altern ativ as que él relegó a los desechos
de la h isto ria, principalm ente, en este caso, a la concepción aristo ­
télica.2 Tenem os que situ a r la concepción aristotélica en el centro de
la atención m ás allá de las deform aciones del R enacim iento tardío
que hicieron de ella fácil p re sa de la naciente concepción epistem o­
lógica. Sólo de ese m odo podem os llegar a ver verdaderam ente la em ­
presa ca rtesian a com o u n a de u n a serie de alternativas posibles:
porque, en térm inos del m ism o D escartes, se p re sen ta como el único
m odo sensato de ver las cosas. Si uno vuelve a a b rir las salidas que
él excluyó, en p a rte restituyendo sus form ulaciones (esto es, los
pasos a través de los cuales las excluyó), uno tiene que re in te rp re ta r
esos pasos. Y ello significa u n a nueva restitución, la cual nos lleva a
re m o n ta r aún m ás la historia: en este caso, h asta A ristóteles y
Santo Tomás.
Una cosa es evidente: si en el in ten to de escapar del m odelo
epistem ológico uno se rem o n ta a D escartes, entonces no se puede
ac e p ta r sin m ás el juicio de éste. Uno debe re in te rp re ta r su d estru c­
ción creativ a del pasado, lo cual significa re s titu ir ese pasado. No res­
titu ir a D escartes p a ra ese com etido sin re stitu ir tam bién a Aris­

2. Aunque no só lo la aristotélica; hab ía co n cep cion es platón icas a las que


igu alm en te se debiera volver.
tóteles. Pero, ¿he convencido al lector de que debe hacérselo re sti­
tuyendo a D escartes? Acaso le he dado las razones p o r las cuales
ése es un m odo adecuado de h ac er las cosas, pero, ¿le he dem ostrado
que ése es el m odo de hacerlas? ¿Por qué no se pueden re co n stru ir
y en u n ciar razones p u ra m e n te contem poráneas p o r las que los p a rti­
darios del m odelo epistem ológico se aferra n a él y, al hacerlo, seña­
lar altern ativ as p u ram en te contem poráneas, sin re tro ced e r en la h is­
toria? ¿No es en cierto m odo lo que tam bién h an hecho, p o r ejem plo,
Heidegger y M erleau-Ponty? El fam oso análisis de H eidegger del
«ser-el-mundo», pongam os p o r caso, ofrece u n a explicación alte rn a ­
tiva de la m ente-en-el-m undo (si los heideggerianos me perd o n an la
expresión), que p arece h allarse exenta de h istoria.
La razón p o r la que la explicación genética es indispensable se
relaciona en p a rte con la n atu raleza que el olvido reviste aquí.
¿E n qué fo rm a u n m odelo com o el epistem ológico d eja de ser u n
excitante logro del análisis creativo p a ra convertirse en la cosa m ás
obvia del m undo? ¿Cómo se m edia al olvido? Ello acontece p orque
el m odelo p asa a ser el principio organizador de u n am plio secto r
de las p rácticas p o r m edio de las cuales pensam os, actuam os y m an­
tenem os tra to con el m undo. En este caso p a rtic u la r el m odelo se
insertó en n u estra m an era de cu ltiv ar la ciencia n atu ral, en n u e stra
tecnología, en al m enos algunas de las form as pred o m in an tes en que
organizam os la vida política (las atom ísticas), tam bién en m uchos de
los m odos en que curam os, reglam entam os y organizam os a los hom ­
bres en la sociedad y en o tras esferas que no es posible m encionar
por se r dem asiado num erosas. E sa es la form a en que el m odelo pudo
alcanzar el nivel de u n indiscutible presu p u esto de fondo. Lo que
organiza y da sentido a u n a p a rte tan grande de n u e stra vida no
puede sino ap arecer incuestionable a p rim era vista, y com o algo p a ra
lo cual es difícil incluso concebir una alternativa.
Se tiene una im presión irónica de cóm o h an cam biado las cosas
cuando se lee la advertencia que D escartes dirige a sus lectores, de
estu d ia r con d etenim iento las M editaciones y aun dedicar un m es a
reflexionar acerca de la prim era: ta n arduo le p arecía ro m p er con
la a c titu d m en tal a n te rio r y c a p ta r la verdad del dualism o. E n la
actualidad, filósofos que com parten mi convicción se pasan años
intentando lo g rar que los estu d ian tes (y décadas in ten tad o lo g rar
que los colegas) vean que hay una alternativa. E n cam bio, el dualis­
mo cartesian o puede ser com prendido en u n día p o r estu d ian tes que
aún no se h an graduado. La idea de que sólo puede h ab e r dos a lte r­
nativas viables ■ —H obbes o D escartes— es ad m itid a p o r m uchos, y
constituye u n a tesis perfectam en te com prensible aun p a ra aquellos
que la rechazan con fervor. S ienten su fuerza y la necesidad de refu ­
tarla. La situ ació n en la década de 1640 no era así.
Si se in te n ta estab lecer las razones de este cam bio en la a trib u ­
ción de la carga de la p ru e b a en d istin tas épocas —de p o r qué
algunas concepciones deben lu ch ar p a ra alcanzar aceptación y cóm o
adq u ieren c a rá c te r de adm isibles a través de u n análisis creativo,
m ien tras que o tras, p o r así decir, son creíbles desde el com ienzo—
h a de h allarse la resp u esta en el trasfondo de las p rácticas —cien­
tíficas, tecnológicas y de acción— y en la naturaleza de los princi­
pios que las organizan. C iertam ente, éstos nunca son m onolíticos;
p ero en una sociedad y en un m om ento dados, las in terp retacio n es
y las prácticas dom inantes pueden e s ta r vinculadas en tal form a con
un m odelo determ inado, que éste, p o r así decir, es constantem ente
proyectado p o r sus m iem bros como siendo ése el m odo en que las
cosas m anifiestam ente son. Creo que tal es el caso del m odelo epis­
tem ológico —y ello tan to d irectam ente com o a través de su conexión
con concepciones m odernas, de gran influencia, acerca del individuo
y de la lib ertad y dignidad.
Pero si es así, entonces no es posible lib rarse del m odelo sólo
señalando u n a alternativa. Lo que se requiere es su p e ra r el p resu ­
puesto de que la im agen establecida es la única que puede conce­
birse. Pero p a ra hacerlo debem os to m a r u n a nueva posición respecto
de n u estras prácticas. En lugar de vivir en ellas y to m ar la versión
de las cosas im plícita en ellas com o el m odo en que las cosas son,
tenem os que com prender cóm o han llegado esas prácticas a la exis­
tencia, cóm o llegaron a en c errar u n a d eterm in ad a visión de las cosas.
E n o tras p alab ras, p a ra a n u lar el olvido debem os explicarnos a no­
so tro s m ism os cóm o ocurrió, llegar a sab er de qué m odo una im a­
gen fue deslizándose desde su ca rác te r de descubrim iento al de
p resu p u esto tácito, a la condición de hecho dem asiado obvio p a ra que
se lo m encione. Pero ello re p resen ta u n a explicación genética, una
explicación que re stitu y a las form ulaciones a través de las cuales
tuvo lugar su fijación en la práctica. L ibrarnos del presu p u esto del
c a rá c te r único del m odelo exige que pongam os al descubierto los
orígenes. E sa es la razón p o r la cual la filosofía es ineludiblem ente
histórica.
He p ro cu rad o exponer esta tesis en relación con el m odelo episte­
mológico, p ero p o d ría h ab e r escogido m uchos otros ejem plos. Así,
po d ría h ab e r m encionado los p resu p u esto s atom istas o los presu p u es­
tos acerca de los derechos individuales que constituyen el punto de
p a rtid a de m uchas teorías m orales y políticas contem poráneas (pién­
sese, p o r ejem plo, en Nozick y Rawls). V erse libre del p resupuesto
del carác te r único del m odelo exige, tam bién aquí, que retro ced a­
m os, p o r ejem plo, a K ant y a Locke. En cada caso se debe re tro ced e r
h a sta la ú ltim a form ulación claram ente expresada, u n a form ulación
que no descansa en un trasfondo de prácticas que otorga a la im agen
un aspecto altru ístico carente de toda problem aticidad, esto es, que
no descansa en un trasfondo que v irtu alm en te asegura que, sin un
especial esfuerzo de recuperación, no p o d rá decirse m ucho, o m ucho
no p arecerá digno de ser dicho.
Pero la restitu ció n h istó rica no sólo es im p o rtan te cuando uno
(i níere lib rarse de una im agen determ inada. Es m uy im p o rtan te p ara
mi tesis que aun en ese caso negativo, en el que se quiere escapar
de algo, es m en ester co m p ren d er el pasado a fin de liberarse. Pero
1;\ liberación no es el único m otivo posible. Tam bién podem os ver­
nos conducidos a form ulaciones m ás tem pranas a fin de restituir
una im agen, o las p rácticas que se piensan que ella inform a. E sa es
!;i razón, p o r ejem plo, de p o r qué algunos se dirigen a las form ula-
i iones p aradigm áticas de la trad ició n cívica h u m anista. O, sin pro-
>m a r u n franco rechazo o u n a plena restitución, podem os b u sca r
l>:ira n u estro tiem po u n a reform ulación clara de alguna d octrina tra ­
dicional, y tam bién esto puede re q u e rir que retrocedam os. P ara te­
ner una visión m ás adecuada de toda la gam a de posibilidades, qui­
mera decir algo en térm inos generales acerca de las prácticas y sus
explicitaciones.

II

C reo que nos ay u dará a e n ten d e r esta form a de indagación filosó-


ln y la m an era en que ella nos rem ite a n u estro s orígenes, si nos
M i n a m o s en el co n texto de la necesidad, que a m enudo experim en-
I.unos, de fo rm u lar el sentido de n u estra s p rácticas, necesidad que
io n Irecuencia debe ser satisfecha a su vez m ediante una considera-
iio i i histórica.
1.1 contexto en el cual surge esa necesidad está dado p o r el hecho
de que u n a de las form as básicas —d esearía d em o strar que es la
Iorina básica— en que reconocem os y señalam os las cosas que son
im portantes p a ra nosotros en el contexto hum ano tiene lugar p o r
medio de lo que podem os llam ar las prácticas sociales. Con esto
nllim o quiero decir en líneas generales: form as en que regularm ente
no:, com portam os los unos en relación con los otros, o los unos fren-
le a los otros, las cuales (a) involucran cierta com prensión m u tu a y
(l>) perm iten d iscrim in ar en tre lo correcto y lo erróneo, e n tre lo
apropiado y lo inapropiado.
Aliora bien: las p rácticas sociales pueden ser en b u en a m edida
i.11 i l a s . Ello no quiere decir que las llevem os a cabo sin el lenguaje.
< ;r.i no hay p rá ctica que uno pueda im aginar que no req u iera alguna
l o r m a de in tercam b io verbal. Q uiero decir en cam bio que el bien, el
v a lo r inco rp o rad o en u n a práctica, su sentido o propósito, puede
n o s e r expresam ente form ulado. Las personas que intervienen en ella
llenen que p ercib ir el bien o el p ropósito en alguna form a: esto se
m a n i f i e s t a , p o r ejem plo, en las recrim inaciones que se hacen las u n as
¡i la s o tra s cuando y erran (o en las aprobaciones que se from ulan
cuando se ac tú a bien). Pero pueden no disponer de u n a form a de
decir en qué co n siste el bien.
Así pues, los que p ra ctican u n a rte —ya sea el de to c a r g u itarra
flam enca o el de la filosofía— fo rm u lan ciertos juicios de excelencia.
Pueden h a b e r expresado o no en qué consiste la excelencia. En el se­
gundo de los casos m encionados es probable que se lo haya hecho,
po rq u e los filósofos se h allan com pulsivam ente inclinados a h acer
explícitas las cosas, m ien tras que en el p rim ero lo es m enos. E n
éste puede resp o n d erse por m edio del aplauso o de alguna o tra fo r­
m a de reconocim iento, com o la im itación, la aceptación de la pericia,
etcétera. Pueden d isponer de térm inos p ara designar las diferentes
form as de excelencia, o ni siquiera eso. P ero au n en este últim o caso
hay, no o bstante, discrim inaciones no a rb itra rias. Se es inducido a
te n e r u n a percepción de ellas m ientras se es introducido en la p rá c­
tica. Se las ap ren d e al ap ren d er el cante jondo m ism o; se las ap ren ­
de de u n m aestro. La p ráctica involucra esas discrim inaciones, y ello
de m an era esencial; en otro caso, no es la p ráctica que ella es. Pero
las n o rm as pueden ser en gran m edida no explícitas.
Tóm ese el ejem plo del caballero; o el de su ap aren te opuesto, el
ho m b re «m achista». E n uno y o tro caso la explicitación de las norm as
que indican cóm o se debe ac tu a r y sen tir p a ra ser u n verdadero
caballero o u n verdadero m achista, puede ser m uy escasa. Pero esa
explicitación te n d rá lugar en el m odo en que se actú a respecto de
los otros, respecto de las m ujeres, etcétera; y en b u en a m edida se
la llevará a cabo tam bién en el m odo en que nos m ostram os a los
otros, en el m odo en que nos p resentam os en el espacio público. El
estilo tiene aquí m uchísim a im portancia. Es éste o tro conjunto de
p rácticas que hem os aprendido, com o el lenguaje, de los otros, con
u n m ínim o de explicitación form al. E n realidad, el verdadero rasgo
de u n caballero es el vivir según reglas no escritas. Quien necesita
que las reglas sean explícitas, no es u n caballero.
Existe u n a escala de explicitación. El extrem o in ferio r corresponde
al caso en el que no se em plea absolutam ente ninguna p alab ra des­
criptiva. P or así decir, vivimos n u estro m achism o en teram en te en el
m odo en que perm anecem os de pie, cam inam os, nos dirigim os a las
m u jeres o a otros hom bres. Se lo lleva en el estilo y en el m odo de
p re sen tarse a sí m ism o. Podem os su p o n er ahora que nos desplaza­
m os h asta llegar al pu n to en el que se em plean térm inos que designan
virtu d es —p o r ejem plo, «m achista» y «caballero»— y acaso tam bién
u n vocabulario m ás variado —«galante», «valeroso», etcétera—, pero
sin que la explicitación vaya m ás allá. O hallam os u n lenguaje en el
que los aciertos y las incorrecciones poseen nom bres, pero no se
fo rm u la aún qué es lo que hace que sean aciertos e incorrecciones.
E n el extrem o su p erio r hallam os p rácticas en las que se h a d eter­
m inado p lenam ente el sentido de la actividad —los bienes que le
subyacen o los propósitos insertos en ella— y u n a elaborada ju stifi­
cación de ellas, hecha en térm inos filosóficos, que incluye, acaso, la
teoría que se halla en su base.
Ahora bien: el fin tácito de esa escala es en cierto m odo prim ario,
listo es, som os in troducidos en los bienes de n u e stra sociedad y
som os iniciados en sus pro p ó sito s m ucho m ás, y m ucho antes, p o r
medio de sus p rácticas no explicitadas que p o r m edio de fo rm u la­
ciones.
O ntogenéticam ente hablando, ello es p erfectam ente claro. N uestro
lenguaje m ism o está en tre tejid o con un vasto co njunto de p rácticas
sociales: conversación, intercam bio, el d ar y el re cib ir órdenes, etcéte­
ra. Lo ap rendem os sólo a través de esos intercam bios. E n especial,
aprendem os los térm inos que designan virtudes, excelencias, cosas
dignas de ad m iración o de desprecio, etcétera, p rim era m en te a tra ­
vés de su aplicación a casos p artic u la res en el curso de tales in te r­
cam bios.
Ello quiere d ecir que, au n cuando m ás ta rd e desarrollem os nues-
i i'o propio p u n to de vista, n u e stra pro p ia com prensión y n u e stra p ro ­
pia in terp retació n , originariam ente aprehendem os esos térm inos a
I ravés de los juicios encerrados en la calificación de los actos fo rm u ­
lada p o r los otros, y después p o r nosotros m ism os, en los in terc am ­
bios p o r m edio de los cuales aprendem os las prácticas. Aun el vo­
cabulario necesario p a ra una form ulación m ás p ro fu n d a es el que
podem os a d q u irir en las p rácticas de form ación en las que ap ren ­
dem os, p o r ejem plo, a reflexionar acerca de las cuestiones m orales
v a describ irlas, o aprendem os el em pleo de los vocabularios cien-
liTicos y m etafísicos, etcétera.
E sto nos ayuda a a c la ra r el proceso que an terio rm en te llam é
«olvido histórico». Cuando u n a perspectiva obtenida inicialm ente
por m edio de un heroico esfuerzo de sobreexplicitación p asa a cons­
titu ir la base de u n a p ráctica social am pliam ente difundida, puede
c o n tin u ar in form ando la vida de una sociedad —el sentido com ún
puede llegar a verla incluso com o v irtualm ente inm odificable—, aun
cuando las form ulaciones originarias, y especialm ente el trasfondo
ilc razones en que se apoyaban, hayan sido acaso en teram en te ab an ­
donadas y sean reco rd ad as sólo p o r especialistas. Y aun estos ú lti­
mos, em p u jad o s p o r el sentido com ún de su época, no reconocerán
i-l significado de algunos de los argum entos originarios, form ulados
m icialm ente en u n m undo cuyos presu p u esto s fu n d a m e n tales>eran
muy distintos. Sostengo que u n a cosa así ocurrió con la perspectiva
a tom ista, ce n trad a en la epistem ología, cuyo p re c u rso r fue D escar­
t e s , en tre otros, en el siglo x v i i .
P oner en tela de juicio u n a perspectiva así equivale a a n u la r ese
proceso de olvido. De n ad a servirá sólo p re se n ta r u n a altern ativ a en
la m edida en que sigam os siendo p risioneros de los térm inos de cier­
to «sentido com ún» heredado. P orque, si éste nos retiene p o r hallarse
inserto en n u e stra s prácticas, entonces, p a ra n eu tra liz ar sus efectos,
tenem os que h ac er explícito lo que ellas encam an. De o tro modo
seguirem os estando aprisionados, p o r así decir, en el cam po de fuer­
zas de un sentido com ún que fru stra todos n u estro s intentos p o r
to m ar una posición crítica respecto de sus supuestos básicos. Ese
cam po d isto rsio n a las alternativas, hace que parezcan extravagantes
o inconcebibles. P ara to m a r cierta distancia respecto de él, debem os
fo rm u lar lo que hoy se halla tácito.
Ello nos ayuda a a c la rar p o r qué este proceso de reform ulación
involucra tan a m enudo un retroceso en la h istoria. Con m ucha fre­
cuencia no podem os su scitar de m anera realm ente efectiva u n a nueva
cuestión m ientras no hayam os vuelto a hacer explícita n u estras prác­
ticas reales. Pero m uchas veces éstas son deudoras de un pu n to de
v ista que fue form ulado m ejo r o m ás plenam ente o de m an era m ás
clara, en el pasado. L ograr u n a aclaración respecto de ellas supone
volver a esa form ulación. Y ello puede no ser fácil. Porque aun
cuando las fórm ulas de pensadores an terio res son rep etid as con
veneración p o r los especialistas, con frecuencia las razones en que se
apoyaban se to rn a n opacas en un período p osterior.
P or supuesto, la recuperación de u n a fórm ula a n te rio r jam ás es
suficiente p a ra volver a hacer explícita u n a práctica. Sería u n a visión
insen satam ente idealista la de en ten d e r que todas las prácticas ac­
tuales son de algún m odo la concreción de teorías explícitas an terio ­
res. P ero el caso que planteo aquí no depende de u n a tesis tan ex­
trañ a. B asta con que, p o r la razón que fuere, se hayan recogido
form ulaciones an terio res y se les haya concedido la condición
de form ulaciones fundam entales o paradigm áticas en el desarrollo de
u n a p ráctica. Entonces, aunque el cam bio social, los im pulsos, la
presión de las o tra s prácticas, los aciertos inesperados, las m odifi­
caciones de la escala social y el olvido histórico hayan producido sus
efectos —de m odo tal que el resu ltad o final llegue a ser en teram en te
irreconocible p ara quienes establecieron p o r p rim era vez aquellas
fó rm u las—, no o b stan te puede que la recuperación de sus form ula­
ciones sea u n a condición esencial p a ra com prender ese resultado.
P ara to m ar un ejem plo conocido, la sociedad m oderna, basada
en la noción de agentes individuales libres relacionados e n tre sí por
co n trato s, colaboró en la form ación del trasfondo en el cual se
desarrolló el capitalism o tecnológico. Pero este desarrollo h a m odi­
ficado el contexto de la práctica. Quienes hoy p ractican la teoría
o rig in aria no pueden entenderla de la m ism a m an era en que lo hacían
sus predecesores; el intento de hacerlo desem boca en la confusión
y en la oscuridad. H ace falta forzosam ente una reform ulación.
Pero tal reform ulación requiere que uno acierte con la form a
originaria. No se tra ta de que la form ulación originaria constituya de
algún m odo la verd ad era expresión de lo que está en la base de la
realid ad actual. P or el contrario, ha tenido lugar un cam bio muy
grande al surgir las gigantescas y b u ro cráticas corporaciones m ulti­
nacionales y las e stru c tu ra s estatales contem poráneas. Pero com o la
realidad actu al es re su ltad o de la evolución, y del hiperdesarrollo,
de u n a sociedad inform ada p o r el m odelo originario, es esencial volver
a éste p a ra hallarse en condiciones de en ten d er lo que hoy existe.
1.a sociedad no coincide con el original. P ero es exactam ente eso.
Nos las habernos con u n a sociedad que no coincide con ese original.
Ello hace que, p a ra e n ten d e r a la sociedad, lo m ás im p o rtan te sea
en ten d er el original.
Así, el capitalism o m oderno no está en fase con el sistem a des­
crito y p ro p u esto p o r Adam Sm ith. Eso hace que sea esencial sa­
ber con clarid ad lo que Adam Sm ith dijo. Ello se debe a que (a) la
suya fue u na explicitación p aradigm ática de las prácticas y de la
au tocom prensión que co lab o raro n en la form ación del capitalism o
m oderno en buen a p a rte del planeta, y (b) esa explicitación fue a su
vez realm en te recogida y colaboró en la configuración del proceso.
Aun cuando Adam S m ith no hubiese publicado La riqueza de las
naciones en 1776, la lectu ra del m an u scrito seguiría siendo m uy im ­
p o rtan te en la actu alidad p o r la razón (a); p ero tam bién la conside­
ram os sum am ente im p o rtan te en v irtu d de la razón (b).
E sto no equivale en absoluto a decir que Adam S m ith nos ofrezca
la teo ría del capitalism o contem poráneo. Los que lo piensan no de­
ben de e sta r en sus cabales, p o r m uchos que sean los Prem ios Nobel
que ganen o p o r grandes que sean los E stados que desgobiernen.
Pero sí equivale a decir que una teoría que determ ina de ese m odo
la form a que ad q uiere u n desarrollo se to rn a indispensable p ara
en ten d e r v erd ad eram en te ese desarrollo y lo que deriva de él, por
d isco rd an te que llegue a ser el resu ltad o final. Lo que hace falta es
co m p ren d er claram ente las teorías con las cuales n u e stra cam biante
realidad p resen te no concuerda. Con ello no aludim os a teo rías re­
ferentes a ellos que no sean correctas, sino a las que desem peñaron,
y aún pueden desem peñar, un papel form ativo.
Así, p a ra en ten dernos a nosotros m ism os en el presente nos ve­
mos llevados al pasado en bu sca de las afirm aciones paradigm áticas
ile n u estra s explicitaciones form ativas. Nos vemos forzados a re tro ­
ceder h asta el d escubrim iento pleno de aquello en lo que hem os es-
Lado, o en lo que n u estra s prácticas fueron fo rjad as. He señalado
que esta necesidad puede su rg ir com o resu ltad o de un cam bio o de
un desarrollo. Pero tam bién puede su rg ir en razón del m odo en que
las explicitaciones pueden d isto rsio n ar u o cu ltar en p a rte lo que está
im plícito en las p rácticas.
Ese puede ser el caso de u n a explicitación form ativa en u n pe­
ríodo dado. Puede ser la explicitación dom inante y generalm ente
acep tad a y ser fo rm ativa p o r ese m otivo; pero puede o scu recer o
n egar p a rte s im p o rtan tes de la realid ad im plícita en n u estra s p rá c ­
ticas. S erá d isto rsiva en cuanto esas prácticas siguen siendo llevadas
a cabo; continuam os obedeciendo a o tro s bienes, pero de m an era con­
fusa y reconocida sólo a m edias.
Podem os h a lla r un buen ejem plo de ello atendiendo a las dem o­
cracias liberales m odernas. Hay tre s grandes form ulaciones, o tipos
de teoría, que h an desem peñado u n papel de im p o rtan cia en el desa­
rro llo de esas sociedades. La fuente decisiva fue la teo ría originaria
del ho m b re —u n a teo ría de base m edieval— que entiende a éste como
p o rta d o r de derechos y som etido al im perium y a la ley, cuyo télos
básico era la defensa y la protección de aquellos derechos. La se­
gunda fue la atom ista, la cual ve a los hom bres com o seres que bus­
can la p ro sp eridad, cada uno de acuerdo con su estrateg ia individual,
y que se un en p a ra vivir som etidos a la ley en razón del interés co­
m ún y de las necesidades de seguridad que son sentidas igualm ente
p o r todos. La te rc era es el m odelo h u m an ista cívico, que nos ve com o
ciudadanos de una república, bajo una ley com ún que nos da iden­
tidad.
Las tres h an desem peñado d iferen tes papeles en el desarrollo de
la sociedad m oderna. H an tenido gravitación en épocas diferentes;
el m odelo h u m an ista cívico sufrió incluso u n eclipse p ara re ap arece r
m ás tard e. Pero todos ellos h an dejado su sedim ento en las prácticas
de las rep úblicas m odernas. Puede o cu rrir, no ob stan te, que p ara un
g rupo dado p o r u n tiem po u n a de ellas se eclipse. La herencia cívica
h u m an ista fue poco reconocida en las dem ocracias anglosajonas de
las últim as décadas, no sólo en los m edios académ icos sino tam bién
en m uchos sectores de la población. Como resu ltad o de ello tendió a
p re d o m in a r u n a concepción ato m ista del interés, una noción de la
vida política com o la conciliación de los intereses de los individuos y
de los grupos, la cual sin duda fue exacta h asta cierto punto, pero
tam b ién ciega a la inm ensa im portancia de la ciudadanía p a ra los
h o m b res m odernos, no sólo como u n a b a rre ra in stru m en tal co n tra
la explotación p o r p a rte del gobierno. Ello deja en la som bra todas
las p rácticas, sim bólicas y transactivas, m ediante las cuales se evoca
que la ciu d adanía es p a rte de la dignidad de u n a p ersona libre, que
uno no es en teram en te libre y adulto si vive b ajo tu tela. Ello se ateso­
ra en innum erables sitios: en la corrección y en la incorrección del
o b ra r en n u estra vida social y política; en n u estra s exigencias de
se r oídos; en la im p o rtan cia que se adjudica a la honestidad con que
se lleve a cabo la elección de los gobernantes; en la celosa vigilancia
de la resp o n sabilidad de los servidores públicos; en el desafío de la
a u to rid a d p o r los subordinados, no sólo en la esfera política sino
tam b ién en las universidades, en la fam ilia, en los lugares de trab a­
jo, etcétera.
Aquí tenem os el típico caso de u n a form ulación distorsiva o p ar­
cial que actúa com o pantalla. P ara e n ten d e r qué es lo que está ocu­
rrien d o en un caso com o éste, tenem os que ir hacia atrás. Debem os
re c u p e ra r la ú ltim a form ulación p u ra del aspecto que se está supri-
iniendo de este m odo. H ay que re p e tir que ello no se debe a que sólo
podam os leer la realid ad com o la encarnación de aquélla. P or el
co n trario , sólo puede h ab e r habido una distorsión en la p rá ctica
como re su ltad o de esa ceguera y esa p arcialid ad en la form ulación.
1‘cro com o esa ú ltim a form ulación plena nos d ará la teo ría con la
cual n u e stra sociedad no concuerda, ella es u n a p a rte indispensable
de la h isto ria.
Y así, de todas esas form as, el hecho de que n u estra s prácticas
estén m odeladas p o r form ulaciones y que éstas im p rim an u n a d e te r­
m inada dirección a su desarrollo, hace que autocom prensión y re-
lo n n u lació n nos re m itan al pasado: a los paradigm as que h a dado
íorm a al desarrollo o a los bienes reprim idos que h an estado ac tu a n ­
do. La rep resió n puede h acer que el pasado se vuelva irrelevante allí
donde realm en te logra abolir to talm en te las prácticas cuyos bienes
im plícitos encubre. Pero eso o cu rre m ucho m ás ra ram en te de lo
que p o d ría pensarse. N u estras prácticas son en realid ad m uy flexibles
V persisten tes. Además, se hallan con frecuencia vinculadas en tre
sí, de m an era que es v irtu alm en te im posible su p rim ir algunas y, al
mismo tiem po, m an ten e r otras. Las prácticas in terrelacio n ad as de
la dem ocracia liberal es u n ejem plo de ello. ¿Cómo elim in ar la ciuda­
danía y co n serv ar a la vez la sociedad de derechos o de actores indi­
viduales estratégicos? Tal cosa no es fácil de im aginar. P ara ten er
lo uno sin lo otro, es m en este r que se tra te de sociedades con una
historia m uy d iferente de la n u estra. Acaso algunas sociedades lati­
noam ericanas sean así, o algunas o tras sociedades del T ercer M undo.
listos ejem plos ilu stran lo que señalé al final de la p rim era sección
de este tra b a jo . Podem os vernos llevados a u n a recuperación h istó ­
rica no sólo p o r la necesidad de escapar de u n a d eterm in ad a fo rm a so­
cial, sino tam b ién p o r el deseo de re s titu ir o re s ta u ra r u n a fo rm a
social que se h alla som etida a una p resió n y co rre el peligro de p er­
derse. Tal es la intención con la que en n u e stra época los p artid a rio s
del hum anism o cívico frecuentem ente re cu rre n a la historia. O po­
dem os no e s ta r seguros y desear o rien ta rn o s resp ecto de la realidad
■■<n ial dom inante. Ello puede m otivar u n a recuperación h istó rica
i om el objeto, p or ejem plo, de p ro d u c ir u n a teo ría m ás adecuada del
capitalism o desarro llado actual.
I.o com ún a to d as esas em presas es la necesidad de h acer explíci-
l o lo que en las p rácticas actuales es tácito. E n todos esos casos
n o s vemos conducidos a lo que podem os llam ar la ú ltim a —esto es,
la más recien te— form ulación clara del bien o del propósito inserto
e n la p ráctica. Y ello a veces puede hacernos re tro ced e r aun m ás,
h a s t a la persp ectiv a c o n tra la cual fue elaborada aquella form ulación.
III

Me propongo ah o ra situ a r sobre ese trasfondo lo que en la pri­


m era sección denom iné «nuevos análisis creativos». Las reform ulacio­
nes filosóficas que nos p erm iten h a lla r una posición m ás a p ta para
d a r ju stificada cuenta de una creencia, u n supuesto o u n conjunto
de ideas, tienen algo de la n atu raleza de n u estras form ulaciones de
las p rácticas subsistentes. Ellas convierten lo que se ha sum ergido
h asta alcanzar el nivel de principio organizador de n u estras prácticas
actuales —y p o r eso se halla m ás allá de todo exam en— en u n a con­
cepción p a ra la cual puede h a b e r razones, en favor o en contra. Y son
genéticas e h istó ricas p o r el m ism o m otivo. P ara en ten d e r acabada­
m ente dónde nos hallam os, tenem os que en ten d er cóm o hem os lle­
gado al lu g ar en que estam os. Tenem os que re g resar al últim o descu­
b rim ien to nítido, el cual, en el caso de las cuestiones filosóficas, será
u n a form ulación. P or ello h acer filosofía, al m enos si ello involucra
tales nuevos análisis creativos, es inseparable de h ac er h isto ria de
la filosofía.
El análisis tiene ram ificaciones in teresan tes en relación con la
cuestión de la verdad y de la relatividad de las cuestiones filosóficas.
E n los últim os años la corriente de la crítica co n tra el m odelo epis­
tem ológico se h a increm entado. Se h a advertido cada vez m ás am ­
pliam en te que ese m odelo no constituye la única im agen concebible
de la mente-en-el-mundo. Existen alternativas. Pero en algunos casos
el d escubrim iento de esas alternativas h a sido considerado com o un
arg um ento en favor de u n a especie de relativism o filosófico o, al m e­
nos, de una concepción que podría catalogarse com o no realista, de
acu erd o con la cual la razón no podría ac tu a r com o á rb itro p a ra deci­
d ir en tre las d istin tas alternativas. El p ro feso r R orty parece defen­
d e r u n a concepción así. Las distin tas im ágenes de la mente-en-el-
m undo pueden ser su sten tad as en térm inos de los m odos de vida, los
m odos de sentir, etcétera, que ellas involucran. Podem os elaborar
u n a argum entación persuasiva en favor de una o de o tra a la luz
de las p referencias de los hom bres en m ateria de form as de vida.
P ero no podem os sostener que una es m ás verdadera que otra, m ás
fiel a la realidad o a cóm o son las cosas.
Se considera, incluso, que decir algo com o esto últim o equivale a
a d h erirse a un m odo de expresión que sólo cobra sentido dentro del
p u n to de vista representacional, en razón de que tiene cierto dejo del
m odelo de la verdad como correspondencia, que es el que de m a­
n e ra m ás n a tu ra l surge cuando uno se em plaza en aquel pu n to de
vista. Pero u n criterio que sólo co b ra sentido dentro de u n m odelo,
difícilm ente pueda a rb itra r entre distintos modelos.
A hora bien: creo que hay un gran e rro r en esa concepción no
realista. No com prende en teram en te el sentido de lo que hem os
aprendido al poner en tela de juicio el m odelo epistem ológico. Ello
no es sim plem ente que la noción de verdad, de fidelidad a la realidad,
no deba ser analizado de acuerdo con el m odelo basado en el con­
cepto de correspondencia. Es, m ás fundam entalm ente, que si se
opta p o r esa visión no realista, se entiende erróneam ente, p o r ejem ­
plo, la natu raleza m ism a del discurso p o r el que escapam os de la
prisión epistem ológica.
La cuestión es que no se tra ta de u n debate en tre dos proposicio­
nes antagónicas en el sentido ord in ario en que lo son las hipótesis
em píricas; p o r ejem plo, la cosm ológica hipótesis del big bang y
las que sostienen el estado uniform e. E n este últim o caso, la verdad
de la u n a es incom patible con la verdad de la o tra, pero no con su
inteligibilidad. Pero en n u estro caso la oposición es m ás aguda. Toda
la validez del m odelo epistem ológico se apoya en la supuesta ininte­
ligibilidad de la teoría antagónica. Es esta suposición lo que u n a ex­
plicación m enos d isto rsio n ad a de la h isto ria d esbarata.
La v erd ad está involucrada aquí en dos niveles: se libera a la ex­
plicación de la h isto ria de ciertas distorsiones —p o r ejem plo, se re­
tí ime a A ristóteles de los com entarios de la escolástica tard ía— y con
ello es m enos falsa; y se m u estra que es falso el supuesto de la
unicidad. Ello no d eterm in a necesariam ente u n a nueva resp u esta
única al enigm a de la mente-en-el-mundo. P ro bablem ente nunca es­
tem os en esa situación. Pero sí significa que las concepciones filosó-
lieas que estab an basadas en el supuesto de la unicidad no pueden
ser ya sostenidas en su fo rm a actual. P or ejem plo, ya no se podrá
suponer que cada uno de los in terlo cu to res posee u n a teo ría respecto
del otro, teo ría que cada uno de ellos aplica cuando sostienen un
diálogo com prensible.
P asar a tra ta r la cuestión com o si, al h ab e r entendido a am bos
interlocutores, uno p u d iera ser au tén ticam en te agnóstico fren te a
ellos —com o sin d u d a o cu rre en el caso de las dos hipótesis cosm o­
lógicas— es h ab e r olvidado cuál es la n atu ra leza de la cuestión:
11 no la inteligibilidad de uno im plica la falsedad del otro.
T ra ta rlas com o hipótesis antagónicas e n tre las cuales uno no pue­
de d irim ir p o r m edio de la razón equivale v erdaderam ente a recaer
e n la persp ectiv a epistem ológica. Ese es el p u n to de vista que con-
linnó dando lu g ar a argum entos escépticos, y que propende a ha­
cernos ver a toda preten sió n de conocim iento com o concerniente a
nn dom inio de en tidades que se hallan m ás allá de n u e stra s re p re­
sentaciones; y que, a su vez, nos em puja a las fam osas p ro p u estas: al
escepticism o, a u n a distinción en tre lo trascen d en tal y lo em pírico,
;i una reducción de la cuestión de la verdad a la eficacia, o a la que
I uese. Todas esas pro p u estas tienen sentido dentro del paradigm a
epistem ológico. Y se hallan fuera de propósito u n a vez que aquél ha
sido p u esto en tela de juicio. C ontinuam os su stentándolas sólo si no
hem os llegado a com prender lo que im plica el d esb aratam ien to del
supuesto de la unicidad.
Pero de este análisis deriva u n a cuestión aun m ás im p o rtan te, con­
cern ien te a los lím ites de la razón filosófica. No estam os condenados
al agnosticism o fren te a esas dos explicaciones de la mente-en-el-
m undo. E n realidad, no podem os p erm anecer indecisos después de
h a b e r com prendido qué es lo que está en juego, a cau sa de la rela­
ción existente e n tre las dos concepciones antagónicas, la verdad de
u n a de las cuales im pugna la inteligibilidad de la otra. E sas dos con­
cepciones se hallan, em pero, en esa relación debido al m odo en que
h an llegado a in sertarse en la h isto ria y en las prácticas de n u estra
civilización. La exclusividad del m odelo epistem ológico fue un in stru ­
m ento polém ico de im p o rtan cia al establecerse nuevas form as de
pensam iento científico y nuevas prácticas tecnológicas, políticas y
éticas. La cuestión es si podem os fo rm u lar u n a explicación m enos
d isto rsio n ad a del surgim iento y de la continuación de esas prácticas
abandonando el presu p u esto de su exclusividad. La cuestión surge
d en tro de u n a c u ltu ra y de u n a h isto ria; dentro de u n con ju n to de
prácticas, ta l com o en tre form ulaciones antagónicas de esas prác­
ticas.
Ello quiere decir que nos encontrarem os en una situación muy
d istin ta si oponem os dos concepciones filosóficas procedentes de
cu ltu ra s y de h isto rias m uy diversas. Si se nos llam a a decidir entre
la visión b u d ista del yo y las concepciones occidentales de la p er­
sonalidad, nos hallarem os en dificultades. No estoy diciendo que
cuestiones com o ésa sean finalm ente im posibles de decidir; pero es
claro que al en cararlas no tenem os la m ás rem o ta idea acerca de
cóm o m an ejarse en la ta re a de dirim irla. Iiüaginem os que se pide a un
e x tra te rre s tre que establezca cuál es la civilización que h a de llevarse
la p alm a p o r su ste n ta r la concepción m ás plausible de la naturaleza
hu m an a. In m ed iatam en te p a rtiría de regreso a Sirio. Una decisión
de ese tipo p resupone que hem os elaborado un lenguaje com ún. Y esto
q u iere decir: u n con ju n to de p rácticas en com ún. T endríam os que
h a b e r crecido ju n to s com o civilizaciones p a ra que pudiésem os ver
cóm o juzgar.
P ero la com probación de estos lím ites de la razón filosófica m ues­
tr a o tro m odo de identificar el e rro r de la concepción filosófica no
realista. Es el de asim ilar todas las cuestiones filosóficas, inclusive
las com parables a la referen te al m odelo epistem ológico, al tipo de
cuestiones que n u estro e x tra te rre stre debería en fren tar. Pero po d ría­
m os co n sid erar que todas las discusiones son así sólo si de hecho en
ninguna p a rte estuviéram os en casa, esto es, si no perteneciéram os
a ninguna cu ltu ra o a ningún conjunto de prácticas. Una concepción
filosófica no re alista p u ra sólo ten d ría sentido p a ra u n sujeto en tera­
m ente sin conexiones y eq u id istan te de to d as las culturas. La im agen
de u n su jeto así es, p o r supuesto, o tra de las nociones originadas
p o r la trad ició n epistem ológica. Y éste es acaso o tro de los aspectos
en que los que del d erru m b e del m odelo epistem ológico concluyen
una su erte de concepción no re alista últim a, ponen de m anifiesto que
aún no se h an em ancipado en teram en te de aquél.
C a p ít u l o 2

LA RELACION DE LA FILOSOFIA CON SU PASADO

Alasdair M acintyre

D esdichadam ente es fácil en c errarse en el siguiente dilem a: o bien


leemos las filosofías del pasado en form a tal que ellas se tornen
relevantes p a ra n u estro s problem as y n u estra s em presas contem po­
ráneas, tran sfo rm án d o las, en la m edida de lo posible, en lo que ellas
habrían sido en caso de fo rm a r p a rte de la filosofía actual, y mi­
nim izando o ignorando o, incluso, p resen tan d o a veces erróneam ente
lo que se resiste a tal tran sfo rm ació n p orque se halla inextricable­
m ente ligado con los elem entos del pasado que lo to rn a n radical­
m ente d istin to de la filosofía actual; o bien, en lu g ar de ello, nos to­
m am os g ran cuidado en leerlas en sus propios térm inos, preservando
m eticulosam ente su c a rá c te r idiosincrásico y específico, de m odo tal
que no p u ed an ap a rec er en el p resen te sino com o un con ju n to de
piezas de m useo. Es posible e stim ar la fuerza de este dilem a obser­
vando que, aunque su m era form ulación b a sta p a ra que am bas a lte r­
nativas nos re su lten in satisfacto rias, en la p ráctica sucum bim os, no
obstan te, m uy a m enudo a la una o a la otra. El hecho de que lo
hagam os es sin du d a consecuencia tan to de la variedad com o de la
l'.i avitación del m odo en que nos hallem os separados o alejados de las
lases p asad as de la h isto ria de la filosofía.
C onsidérese an te todo el efecto de los cam bios verificados en la
división académ ica del trab a jo . Es ca racterístico que en la actualidad
distingam os los p roblem as y las investigaciones filosóficas de los
problem as y las investigaciones científicas, h istó ricas o teológicas.
IVro ello no siem pre ha sido así. La am bición de H um e era la de
s e r el N ew ton de las ciencias m orales; y D escartes pensó que la re­
lación de su m etafísica con su física era la existente en tre el tronco
V las ram as de u n m ism o árbol. Lo que tendem os a tra ta r como his-
loria de la filosofía en el sentido propio de la expresión, involucra
basLante a m enudo la selección de lo que nosotros ah o ra considera­
m o s que son las p arte s au tén ticam en te filosóficas de todos m ás am ­
plios. Pero al h acerlo no podem os ev itar la distorsión; las afirm acio­
nes conceptuales, p o r u n a p arte, y las afirm aciones em píricas y teóri­
cas, p o r o tra, son en buena m edida inseparables: ésa es u n a lección
que puede ap ren d erse tan to de la h isto ria m ism a com o de la consi­
deración de las im plicaciones de la crítica de Quine a la distinción
e n tre lo analítico y lo sintético. El tem a de la filosofía m oral de los
siglos x v n y x v m proporciona u n ejem plo elocuente. Sus herederas
y beneficiarías intelectuales del siglo xx ab arcan no sólo la em po­
b recida y dism inuida disciplina en que se h a convertido la ética
filosófica m oderna en las m anos de la m ayor p a rte de sus cultores,
sino tam bién la psicología y las re sta n te s ciencias sociales. Y, p o r su­
puesto, ello no h a dado lugar sim plem ente a un reordenam iento de
tem as y cuestiones. El proceso m ism o de reordenam iento h a sido
tran sfo rm ad o r, y las transform aciones se han extendido, m ás allá de
las disciplinas académ icas, a la lengua de la vida cotidiana. Es carac­
terístico que los análisis de costos y beneficios, las evaluaciones
psicológicas de los rasgos de la personalidad y los estudios del orden
y del desorden político se lleven a cabo en la actualidad en u n a form a
que supone que ésas no son actividades esencialm ente m orales. El
cam po de la m oralidad se h a reducido ju n to con el de la filosofía
m oral.
Una segunda dim ensión de la diferencia h istó rica es igualm ente
obvia: la del cam bio en la estru ctu ració n in tern a de la filosofía en
el sentido de cuáles son las discusiones que deben considerarse cen­
trales y cuáles m arginales, cuáles m étodos son fecundos y cuáles es­
tériles. Me refiero aquí a discusiones antes que a problem as porque
lo que suscita u n a discusión pueden ser precisam ente concepciones
divergentes acerca de lo que es problem ático. Y p robablem ente u n a di­
vergencia acerca de lo que es problem ático sea inseparable de una
divergencia acerca de los fines que la actividad filosófica debe p er­
seguir. De tal m odo, lo que es o parece ser la m ism a argum entación,
o u n a argum entación m uy parecida, form ulada en dos épocas filo­
sóficas distin tas, puede ten er significados m uy distintos. El em pleo
que San Agustín hace del cogito no es en absoluto el m ism o que de
él hace D escartes. La concepción agustiniana del lugar que la defini­
ción ostensiva ocupa en el aprendizaje del lenguaje ap u n ta a la ilu­
m inación divina de la inteligencia; la concepción, m uy sim ilar, de
W ittgenstein (el hecho de que W ittgenstein considere erróneam ente
que su explicación está reñida con la de San Agustín da m ás fuerza
a mi tesis central) ap u n ta al concepto de form a de vida.
E stos dos tipos de diferencia se hallan reforzados por u n a tercera:
la del género literario. Platón, Berkeley, D iderot y John W isdom
escribieron textos filosóficos con la form a de diálogo. Pero los diálo­
gos de Platón constituyen un género filosófico m uy distinto de cuanto
fuese posible en los siglos x v m o xx; y en el curso de la com posi­
ción de su diálogo P latón m ism o modificó el género. T anto San Agus­
tín com o San Anselmo escribieron textos filosóficos con la fo rm a de
u n a plegaria; Santo Tom ás y Duns Escoto, con la de un debate in­
telectual; D ante y Pope, en form a poética; Espinoza, en lo que él
co n sid erab a que era la fo rm a de la geom etría; Hegel, com o historia;
George E liot, D ostoeivsky y S artre, bajo la form a de novelas, y m u­
chos de no so tro s en ese género m ás tardío, el m ás excéntrico de to­
dos los géneros filosóficos: el artículo destinado a u n a revista espe­
cializada.
Los cam bios verificados en la totalid ad de la división académ ica
del trab a jo , en la e stru c tu ració n in tern a de la filosofía y en el género
literario , se hallan p o r cierto estrecham ente relacionados con el cam ­
bio co n cep tu al y tam b ién e n tre sí, aunque no com o tres procesos
en in teracció n m u tu a y en interacción con u n cuarto proceso, sino
com o asp ecto de u n a y la m ism a realidad, com pleja pero u n itaria, que
es la h isto ria. El grado que alcanza el cam bio conceptual se co rres­
ponde con el grado de dificultad con que se tropieza cuando se in­
ten ta tra d u c ir o p a ra fra se a r los conceptos propios de u n a c u ltu ra
lingüística y filosófica específica p o r m edio de los conceptos de que
disponen o que pueden elab o rar los m iem bros de una c u ltu ra lingüís­
tica y filosófica m uy d istin ta. Pienso, p o r ejem plo, en innovaciones
lingüísticas com o las necesarias en la h isto ria de la filosofía griega
prim itiv a de George Thom son, esc rita en irlandés m oderno, y, asi­
m ism o, en sus traducciones de Platón a la m ism a lengua. Los p ro ­
blem as con que debe de h ab e r tropezado T hom son se aclaran si se
considera el re su ltad o de la resolución de problem as paralelos que
se p lan tean en la trad u cció n de poesía. Tóm ese un p asaje hom érico;
p o r ejem plo, las p alab ras que S arpedón dirige a G lauco en Ilía-
da X II, 309-328; y com párense las in terp retacio n es de C hapm an en
el siglo xvi con la de Pope en el siglo x v m y la de Fitzgerald en el
siglo xx. Hay, p o r cierto, puntos en los cuales uno de ellos desfigura
el original griego y o tro no. P ero en m uchos aspectos no com piten
en tre sí: Fitzgerald es p a ra su época un excelente tra d u c to r, y
C hapm an y Pope lo son tam bién p ara las suyas. La noción de una
trad u cció n in tem p o ral p erfec ta carece de sentido. Y no veo razones
p ara su p o n er que ello no sea verdad a propósito de Platón, com o lo
es a p ro p ó sito de H om ero (la veneración de Jo w ett com pite m aravi­
llosam ente con la veneración de Lang, Leaf o M yers).
S ería co m pletam ente erróneo ded u cir de las consideraciones p re­
sen tad as h a sta aquí que algún secto r del pasado nos sea necesaria­
m ente inaccesible aquí y ahora. P ero ellas sí sugieren la am p litu d
y la ingeniosidad de las estratag em as que debem os em plear p a ra no
perm an ecer prisio n eros del p resen te, com o a m enudo o cu rre en pro­
porción insospechada, al p re te n d e r volvernos hacia el pasado. Con
ello acen tú an el dilem a que form ulé al com ienzo. Pues la argum en­
tación sugiere h a s ta ah o ra que en b u en a m edida el sentim iento de
contin u id ad que ta n ta s h isto rias clásicas de la filosofía nos p ro p o r­
cionan, es ilusorio y depende del uso erróneo, aunque sin du d a incons­
ciente, de u n co n ju n to de artificios d estinados a o cu ltar la diferencia,
a llenar la d iscontinuidad y a d isim ular la ininteligibilidad. Pero aun
ese falaz sentim iento de continuidad puede ser elim inado si leem os
m uchas h isto rias clásicas de la filosofía escritas en diferentes épocas
y lugares. E m préndase el ejercicio de leer la h isto ria de la filosofía
desde la época de K ant en alem án, desde la época de Dugald S tew art
en inglés, y desde la época de V ictor Cousin en francés, h asta el
presente, e inm ediatam ente se a d v e rtirá una dim ensión com plem en­
taria de la diferencia. Cada época, a veces h asta cada generación,
tiene su p ropio canon de los grandes au to res filosóficos y h asta de
las grandes obras filosóficas. C onsidérese el diferente trata m ien to
de que en d iferentes épocas y lugares son objeto G iordano B runo,
Hum e, Port-Royal o Hegel. O considérese cuánto ha variado por
m om entos la im p o rtan cia relativa asignada a los distintos diálogos
de P latón desde el R enacim iento. E stas diferencias en p a rte reflejan
y en p arte refuerzan algunas de las o tras diferencias que ya he seña­
lado. Sugieren el m odo en que la h isto ria de la filosofía, com o sub-
disciplina, puede ocasionalm ente co lab o rar en la consolidación de los
p rejuicios del p resen te aislándonos de los elem entos del pasado que
m ás po d rían p ertu rb arn o s. Debo re p e tir que nada hay en la argu­
m entación p recedente que sugiera que alguna p arte del pasado es
necesariam ente inasequible. Pero la m ultiplicación de los factores
contingentes sugiere tam bién que no podem os d esc artar ninguna de
las dos posibilidades siguientes. Una es la de que puede h ab e r pe­
ríodos de la h isto ria de la filosofía tan ajenos el uno al o tro que el
p o sterio r no pueda ten er la esperanza de llegar a com p ren d er ade­
cuadam ente al otro, sino que inevitablem ente lo in te rp re ta rá de m a­
n era errónea. E sto parece h ab e r ocurrido ya, p o r ejem plo, en la
incom prensión de la Ilustración francesa del siglo x v m respecto del
p ensam iento m edieval. Sin em bargo, podem os sen tir que esa posi­
bilidad no nos am enaza a nosotros, puesto que n u e stra capacidad
de identificar acertad am en te tales casos de in terp re tació n errónea
sugiere que podem os su p erar las b a rre ra s y eludir los obstáculos
que n u estro s predecesores del siglo x v m no pudieron vencer. Por
supuesto, tal orgullo cu ltu ral puede e sta r fuera de lugar. Pero aun
cuando no lo esté, se nos p resen ta una segunda posibilidad, a saber,
la de que el buen éxito m ism o que obtengam os al in te rp re ta r social,
c u ltu ral e intelectualm ente períodos de la h isto ria de la filosofía que
nos son extraños, nos p erm ita conocer m odos del pensam iento y de
la investigación filosóficos cuyas form as y cuyos p resu p u esto s son
tan d iferentes de los nuestros, que no seam os capaces de descubrir
en los conceptos y en las norm as un acuerdo suficiente p a ra p ro p o r­
cio n ar las razones p a ra decidir entre las tesis divergentes e incom pa­
tibles en carnadas en tales m odos sin in c u rrir en una petición de
principio. Porque, sea cual fuere la norm a o el criterio al que consi­
derem os racional apelar, ha de ser u n a n o rm a o un crite rio cuyo
em pleo presuponga ya la justificabilidad racional de nu estro s propios
m odos específicos de pensam iento y de investigación filosóficos, m ien­
tras que, debido precisam ente a su p erten en cia tan ín tim a al con­
texto de aquellos m odos, jam ás h ab ría n parecido racionalm ente ju s­
tificables —y acaso jam ás les h ab rían parecido inteligibles— a aque­
llos cuyo m odo de pensam iento y de investigación filosóficos, extraño
p ara n o sotros, es uno de aquellos con los cuales nos proponem os en­
tab lar u n a discusión racional. Pero si esto o cu rriera, entonces se pon­
d ría en tela de juicio la racionalidad de n u estro s propios m odos de
pensam iento y de investigación filosóficos. Porque tom aríam os cono­
cim iento de la existencia de o tro con ju n to antagónico de conviccio­
nes, actitu d es y form as filosóficas de investigación cuyas pretensiones
im plícitas o explícitas a la hegem onía racional serían incom pati­
bles con las pretensiones paralelas encarnadas en n u e stra propia
actividad filosófica, sin que se pudiese d e m o stra r p o r m edio de una
argum entación racional —pues to d a argum entación válida y relevante
nos h a ría p re su p o n er lo que debem os d em o strar— que se re fu ta n o
se an u lan aquellas pretensiones en favor de las n u estras. (P o r cierto,
los antropólogos h an ad v ertid o en ocasiones que cuando se in ten ta
definir n u e stra relación con el m odo de actividad filosófica ejercida
en una trad ició n cu ltu ra l ajena a la n u estra , pueden p lan tearse pre­
cisam ente cuestiones del m ism o tipo; pero aquí m e in teresan sólo
los p roblem as específicos que se suscitan cuando nos ocupam os de
períodos pasados de n u e stra p ro p ia tradición cultural.)
El hecho es, p o r supuesto, que en situaciones com o las que estoy
considerando, razones exactam ente de la m ism a índole que las que
nos im piden ad u cir u n a g aran tía racional p a ra afirm ar la su p erio ri­
dad de n u estro m odo de e jercer la actividad filosófica respecto del
de algún período de n u estro pasado que diverja de aquél, im pedirán
asim ism o ad u cir u n a g aran tía racional p a ra p re fe rir sus p reten sio ­
nes a las n u estras. P ero es m uy poco el consuelo que eso puede pro­
porcionar. P orque fue, al m enos en p arte, el descubrim iento de m o­
dalidades teológicas de investigación divergente, in se rta en form as
divergentes de p rá ctica religiosa, e igualm ente incapaces —y p o r mo-
livos sem ejan tes—, de re fu ta r la u n a las tesis fundam entales de la
o tra p o r m edio de argum entos racionales, lo que condujo, d u ra n te
la Ilu strac ió n y en el período siguiente a ella, al descrédito de la
teología com o m odo de investigación racional. Se suscita así necesa­
riam ente la p reg u n ta de p o r qué no h a de su frir la filosofía el m ism o
descrédito.
E sta p reg u n ta tiene su fuerza a causa de dos razones distin tas. La
p rim era es que ella re p resen ta una versión m ás artificiosa de una
p regunta p lan tead a ya a m enudo p o r quienes no son filósofos. La filo­
sofía —suele so sten erse— se diferencia de las ciencias n atu ra les por
su incapacidad de resolver desacuerdos fundam entales; si los filósofos
se dirigen al m undo con voces variables y disonantes, ¿por qué h a de
p restárseles atención? E n segundo lugar, consideraciones del género
de las que he estado aduciendo refuerzan ese intento, b urdo pero
com ún, de d esa cre d itar a la filosofía. Exam ínese con m ayor deteni­
m iento cóm o es posible lograr buen éxito en la ta re a de co rreg ir las
in terp retacio n es erróneas de que es objeto algún período p a rtic u la r
del pasado filosófico, estableciendo las diferencias radicales que lo
separan de n osotros, en form a tal que parezca que no som os racio­
nalm ente capaces de resolver la cuestión de cuál de los p u n to s de
vista fu ndam entales es el correcto. Extraigo nuevam ente u n ejem plo
de la filosofía m oral.
En un capítulo de Freedom and Reason titu lad o «Backsliding»
[«R eincidencia»] el p ro feso r R. M. H aré subraya lo siguiente:

Existen analogías... entre expresiones como «considero bueno» y


«considero que debo» por una parte y la palabra «quiero» por otra...
No obstante, las analogías entre el querer y el hacer juicios de valor
no deben obsesionamos tanto que ignoremos sus diferencias. Acaso
el haber hecho esto último condujo a Sócrates a sus famosas di­
ficultades acerca de la debilidad moral. Los juicios de valor difieren
de los deseos por el hecho de que pueden ser unlversalizados... y
casi todas las dificultades de Sócrates provienen de no haberlo
advertido. (Haré, 1963: 71.)

La n o ta al pie de la página de H aré correspondiente a este texto


no rem ite a la fuente platónica original, el Protágoras, sino a la discu­
sión aristo télica del libro V II de la Etica nicom aquea (1145&, 25).
E ntiendo que las «fam osas dificultades» de S ócrates que se m encio­
n an son las de su afirm ación de que nadie actúa en form a co n tra ria
a lo que es lo m ejor, salvo p o r ignorancia, lo cual perm ite a Aris­
tóteles su gerir inicialm ente que lo que él considera com o la tesis
de S ócrates está com pletam ente reñ id a con tá phainóm ena de akrasía;
y que la afirm ación de H aré según la cual, con sólo reconocer la dis­
tinción en tre deseo y form ulación de juicios de valor en que el m ism o
H aré insiste, S ócrates h ab ría entendido que si yo quiero algo al
pu n to de que lo persigo aun cuando o b ra r así es co n trario al juicio
de valor acerca del m odo en que los hom bres deben com portarse
en ese tipo p a rtic u la r de situaciones, y al cual h asta ese m om ento
m e he som etido, entonces, puesto que está en mi poder no in te n ta r
satisfacer ese deseo p articu lar, no puede ser que ahora yo real­
m ente acepte el juicio de valor. Así, de acuerdo con el pu n to de
vista de H aré, nadie actúa jam ás en form a tal que im plique el
desprecio de sus propios juicios de valor, porque «es tautológico
decir que no podem os asen tir sinceram ente a u n m andato dirigido
a nosotros, y al m ism o tiem po no llevarlo a cabo si ahora es la
ocasión de llevarlo a cabo y está en n u estro poder (físico y psíquico)
hacerlo» (H aré, 1952, citado en H aré, 1963: 79). Así pues, si Sócrates
hubiese tenido el m ism o grado de penetración que H aré, jam ás h a­
b ría in cu rrid o en sus fam osas dificultades.
Lo que, en la versión platónica, S ócrates hace y dice, h a debido
su frir dos tran sfo rm aciones p a ra que H aré haya podido en c o n trar
en S ó crates u n a víctim a propiciatoria. El contexto original del Pro-
tágoras es de ca rác te r dialéctico, y en él el p ro p ó sito inm ediato de
S ócrates es re fu ta r la creencia de hoi polloí según la cual los hom bres
pueden verse ap a rtad o s de la persecución de lo que saben que es el
bien al su cu m b ir a la atracció n del placer, en tan to que el propósito
u lterio r de S ócrates se refiere al lugar que el conocim iento ocupa
en tre las v irtudes. Calificar al contexto de dialéctico equivale a decir
que entendem os erró n eam en te a S ócrates si consideram os que en esos
lugares fo rm u la afirm aciones en el curso de u n desarrollo que ap u n ­
ta a d eterm in ad as conclusiones, e rro r a m enudo alentado p o r los
trad u cto res. Al final del Protágoras se p re sen ta a Sócrates diciendo:
«Me p arece que ah o ra la salida de n u estro s argum entos de hace
un m o m en to — he árti éxodos— es com o un ho m b re que nos acusa
y se b u rla de n o so tro s...» (361a, 4). C. C. W. Taylor trad u c e «he árti
éxodo» com o «las conclusiones que acabam os de alcanzar», tra d u c ­
ción que elim ina la connotación d ram ática de esa expresión —una
exodos es, e n tre o tras cosas, el final de una pieza teatral, y el em pleo
<lc esa p alab ra aquí se relaciona con el em pleo de térm inos propios
de la com edia en otros lugares del diálogo— y da lugar a la falsa
suposición de que S ócrates h a in ten tad o llegar a una conclusión y
reconoce ah o ra su fracaso. P ero la actividad filosófica de S ócrates, al
m enos según se la re p resen ta en estos lugares del Protágoras, era de
luiLuraleza m uy d istin ta de la que los filósofos posteriores em pren­
dían al afirm ar prem isas y ex tra er de ellas conclusiones, y el p rim e­
ro de los filósofos p o sterio res en entenderlo equivocadam ente fue
Aristóteles.
E n realidad, A ristóteles no se re fería a ninguna de las dificulta­
des de S ócrates, fam osas o no, ni consideraba que estuviese haciendo
tal cosa. P orque cuando señala que la concepción que él atribuye
¡i S ócrates está reñ id a con tá phainóm ena, lo que quiere decir no
i s que ella esté reñida con «los hechos observados» (trad u cció n de
W. D. R oss) o con «los m eros hechos» (traducción de H. R ackham ),
'•iiio con las opiniones recibidas (Owen, 1961), algo que el S ócrates
del Protágoras ya com prendía m uy bien. Y lo que A ristóteles con-
• luye —y, p o r cierto, él sí está form ulando afirm aciones y ex tra­
yendo conclusiones— es, explícitam ente (1147b, 15), que S ócrates
le u ía razón, que quien parece h acer lo que es co n trario a lo que él sabe
<11 ii- es lo m ejo r p a ra él, no puede sab er en realidad que es así.
I’n r supuesto, al m an ife sta r su acuerdo con S ócrates A ristóteles se
ha anticipado a sus descendientes m odernos en ig n o rar los pasos
I m a le s del Protágoras y la n atu raleza dialéctica de la actividad filo-
■olica de S ócrates, exponiendo, p o r tan to , erró n eam en te la d o ctrin a
de éste. Pero esta exposición erró n ea es a su vez erró n eam en te ex-
IMiesla cuando la discusión aristo télica de la akrasía es tra ta d a p o r
H aré como una discusión acerca de los m ism os tem as que H aré dis­
cute b ajo los títulos de «reincidencia» y «debilidad de la voluntad»,
de m an era que la explicación de H aré acerca de esos tem as puede
ser utilizada —como lo es p o r el propio H aré— p ara aclararn o s lo
que hay de verdadero y lo que hay de erróneo en la teo ría socrática
(y, p o r im plicación, en la aristotélica) acerca de la akrasía.
Lo que en ello se ignora son las decisivas diferencias en el con­
texto m oral y cultural, que hacen que el lugar que la reincidencia
ocupa en la m oralidad m oderna tenga que ser m uy d istin to de la
akrasía en el pensam iento y en la acción ateniense. El contexto de
la teoría de A ristóteles —se ad v ertirá que en mi opinión se debe ser
m uy cauteloso al ad ju d ica r una teo ría a S ócrates— es u n enfoque
teleológico de las virtudes en el cual es necesario d ar cuenta de cómo
u n ho m b re puede llevar a cabo acciones ju stas sin ser, sin em bargo,
ju sto , y asim ism o de cóm o un hom bre puede llevar a cabo acciones
in ju stas sin ser sim plem ente un hom bre injusto. La explicación de
esto últim o es al m enos una de las funciones centrales de la expli­
cación aristotélica de la akrasía (1151a, 11). La akrasía n ad a tiene
que ver con las condiciones p a ra acep tar juicios de valor. Su ap ari­
ción presupone una distinción e n tre la persona que posee las vir­
tu d es y la p ersona que, aunque tiene u n a opinión co rrec ta y acaso
conocim iento del fin al que las virtudes están subordinadas, carece
de ellas. Una condición p a ra que una persona m u estre akrasía es
que sus convicciones m orales no req u ieran corrección en cuanto a su
contenido. Aquello de lo que una persona que m anifiesta akrasía ca­
rece, es la plena epistém e operativa en esta ocasión p a rtic u la r y la
plena disposición del carác te r necesaria p a ra sostener y realizar esa
operación. En cam bio, en un enfoque norm ativo m oderno de la
m oralidad, com o lo es el de H aré, no sólo puede no h ab e r u n lugar
p a ra las especies de epistém e relevantes y, en realidad, ni siquiera
u n a concepción de ellas, sino que puede no existir la posibilidad
lógica de un hiato en tre conocim iento y acción com o el que ejem pli­
fica la akrasía. E n una concepción n orm ativa acep tar principios es
a c tu a r según ellos, salvo en las ocasiones en las que no está en el
p o d er de uno hacerlo. Pero la akrasía no es sólo cuestión de d eter­
m inadas ocasiones; es un rasgo de carácter.
El hecho de que la akrasía y la debilidad de la voluntad o reinci­
dencia sean tan d istin tas en tre sí es algo que no ha de sorprendernos
si rep aram o s en la radical diferencia que separa a los contextos
cu ltu rales y m orales. Una m oralidad norm ativa de principios está en
su elem ento en un m undo social esencialm ente poskantiano en el
que la m oralidad establecida es u n a m oralidad de reglas m orales que
el agente se prescribe a sí m ism o y en la cual el o b ra r en form a
d istin ta de la concordante con la propia p rotestación m oral de obe­
diencia a reglas específicas, es m an ifestar lo que H aré llam a «reinci­
dencia». Pero en m odo alguno es el akratés de m anera necesaria o
ca racterística u n a reincidente. Es alguien cuya educación m oral es
aún incom pleta e im perfecta, cuyo m ovim iento hacia el télos que es su
v erd ad ero bien y el b ien p o r él ya reconocido —aunque acaso reco­
nocido de m an era aún im plícita m ás que explícita—, es desviado p o r
su fa lta de control sobre las páthe que experim enta. P or tan to , el
akratés ocupa un lugar m uy d istinto, en un orden m odal m uy dis­
tinto, del que tan to la teo ría m oral n orm ativa com o la p ráctica m oral
m o d ern a acu erdan al reincidente. P ero h ab e r com prendido esto
equivale a h ab er corregido in terp retacio n es erró n eas a costa de ten er
que e n fre n ta r u n a situación que, según la he caracterizado a n te rio r­
m ente, pone en tela de juicio la g aran tía racional de puntos de
vista filosóficos fundam entales.
E n el corazón de la m oral filosófica griega se halla la figura del
agente m oral educado cuyos deseos y cuyas elecciones son dirigidas
p or las v irtu d es hacia bienes auténticos y, en ú ltim a instancia, hacia
el bien. E n el corazón de la filosofía m oral típicam ente m o d ern a se
halla la figura del individuo autónom o cuyas elecciones son soberanas
y ú ltim as, y cuyos deseos, según u n a de las versiones de tal teoría
m oral, deben ser balanceados con los de toda o tra persona o, según
o tra de las versiones de la m ism a teoría, deben ser lim itados por
reglas categóricas que im ponen restricciones n eu trales en todos los
deseos y en todos los intereses. E n la concepción carac te rístic a de
los griegos la ju stic ia es u n a cuestión de m érito: se tra ta de asignar
bienes en concordancia con la contribución que uno hace a aquella
lo rm a de com unidad política que constituye la arena m oral. E n la
concepción típ icam ente m oderna, la ju stic ia es u n a cuestión de igual­
dad fu n d am ental. En cada uno de los cuerpos de teorías los con­
ceptos nucleares están in terrelacionados de tal m odo con un com ­
plejo cuerpo de creencias, actitu d es y p rácticas, que a b stra e r cada
<1Herencia conceptual con el objeto de resolver las cuestiones una
por una, im plica necesariam ente, en la m ayoría de los casos, u n fal­
seam iento y u na distorsión, en tan to que ver cada cuerpo de teorías
com o u n todo es d escu b rir que cada uno tra e consigo su propia
explicación de la justificación racional de los juicios acerca de la
l>l áctica m oral.
E ste ejem plo p a rtic u la r del dilem a suscitado p o r la relación de
hi filosofía del p resen te con la del pasado, pone de m anifiesto las
d istin tas dim ensiones de la diferencia que he enum erado a n te rio r­
m ente. E l pen sam iento griego, lo m ism o que la p ráctica griega, en-
I ¡ende la m oral y la política com o objeto u n itario de investigación; la
leoría m o ral m oderna se distingue de la filosofía política y asim is­
mo, y con m ayor claridad, de la ciencia política. De tal m odo,
l;i división académ ica del tra b a jo nos p erm ite p ro ced er com o si nues­
tros alum nos p u d ieran en ten d er la E tica de A ristóteles sin leer la
l’olítica e inversam ente. El pensam iento m oral griego considera com o
cosas cen trales p a ra su esfera de intereses cuestiones referen tes a
la psicología de la n atu raleza h u m an a que son tan ex trañ as a la filo­
sofía m oral típicam ente m oderna, com o algunas de las cuestiones
cen trales p a ra esta ú ltim a filosofía —p o r ejem plo, la distinción en­
tre hecho y valor o la relación e n tre m oralidad y u tilid ad — lo son
p ara Platón y A ristóteles. Apenas si hace falta m encionar las dife­
rencias que derivan del em pleo distin to de los géneros literario s y
de la canonización de determ inados cuerpos de escritos. Las dificul­
tades de la p aráfra sis conceptual se h allan en el núcleo m ism o del
problem a. De m odo que el que vemos aquí es un ejem plo vivido y
elocuente de lo que es p roducto de n u e stra incapacidad p ara resol­
ver el dilem a inicial: la consiguiente incapacidad p ara e n c ara r la
filosofía m o ral del p atrim onio cu ltu ral a p a rtir del cual n u estra
p ro p ia filosofía m oral fue posible. ¿Qué podríam os resp o n d er ante
eso?
Una estrateg ia atra ctiv a consiste en ignorar toda la situación, cosa
que, al fin y al cabo, la m ayoría de noso tros ya hace. E sto es, conti­
nuarem os tra ta n d o n u estro pasado filosófico de dos m aneras distin­
tas. P or u n a p arte, com o filósofos, definiendo n u e stra disciplina de
acuerdo con lo que los m iem bros de la A m erican Philosophical As-
sociation reg ularm ente hacen, adm itirem os a los filósofos del pasado
en n u estra s discusiones sólo en nu estro s propios térm inos, y si ello
supone una distorsión histórica, acaso ta n to m ejor. H arem os al p a­
sado el cum plido de suponer que es filosóficam ente tan agudo como
lo som os nosotros. P or o tra p arte, com o histo riad o res de la filosofía
p ro cu rarem o s con verdadero escrúpulo en ten d er el pasado tal como
realm en te fue y, si con ello el pasado se to rn a irrelevante desde el
p u n to de vista filosófico, sim plem ente desacreditarem os la relevan­
cia y, donde otros hab lan de afición de anticuarios, nosotros h abla­
rem os de erudición.
Podem os así felicitarnos p o r el m om ento de que lo que parecía
ser un p roblem a agudo se ha convertido en realidad en u n a hábil so­
lución. P ero ese placer no puede ser sino m om entáneo. P orque tal
solución acarrea u n a clara y —espero— inaceptable consecuencia. El
pasado se h ab rá convertido en nada m ás que el reino del de fa d o .
Sólo el p resen te será el reino del de iure. Se h ab rá definido el estu ­
dio del pasado en form a tal que de él quede excluida toda considera­
ción acerca de lo que es verdadero o bueno o e stá racionalm ente
garantizado, sustituyéndosela p o r la de lo que los hom bres del pasado,
con sus peculiares conceptos de verdad, b ondad y racionalidad, cre­
yeron que era así. La indagación de lo que realm ente es bueno, ver­
dadero y racional se reserv ará al presente. P ero debe ad v ertirse que
p a ra toda generación filosófica p a rtic u la r su ocupación con el p re­
sente sólo puede ser tem p o raria; en un fu tu ro no m uy d istan te se
h a b rá convertido en u n a p a rte m ás del pasado filosófico. Sus pregun­
tas y sus respuestas de iure se tra n sfo rm a rá n en u n m arco de refe­
ren cia de facto. R esultará que no han contribuido a una investiga-
eión que se co n tinúa a través de las generaciones, sino que se han
ap a rtad o de la investigación filosófica activa p a ra convertirse en m ero
lem a de los h isto riad o res. Quine h a dicho, en chiste, que hay dos
lipos de p erso n as que se in teresan p o r la filosofía: las que se in te re ­
san p o r la filosofía y las que se in teresan p o r la h isto ria de la filoso-
I ía. E n la concepción que acabo de esbozar, el chiste que sirve de
réplica al a n te rio r es el de que las personas in teresad as ah o ra p o r la
lilosofía e s tá n p re d estin ad as a convertirse en aquellos p o r quienes
lian de in tere sa rse sólo los que se interesen p o r la h isto ria de la
lilosofía d en tro de cien años. De tal m odo, la anulación filosófica del
pasado d eb id a a esa concepción de la relación en tre el pasado y el
presente, re su lta se r u n m odo de anularnos a nosotros m ism os de
nnLemano. E sta p a rtic u la r división del tra b a jo e n tre el h isto riad o r
positivo y el filósofo asegura que con el tiem po todo quede librado
a la p o sitividad histórica.
Parece, pues, que no es posible ig n o rar el dilem a; tam bién la inac­
ción te n d rá d rá stica s consecuencias negativas. Sólo u n a convincente
explicación acerca del m odo en que es posible e n c ara r filosófica­
m ente el pasado filosófico, adem ás de hacerlo históricam ente, nos
p ro p o rcionará lo que necesitam os. Pero u n a explicación así deberá
i l a r cu enta del m odo en que u n a perspectiva filosófica de gran alcance

puede p o n erse en relación con o tra en los casos en que cada u n a de


ellas involucra su pro p ia concepción acerca de lo que es su p erio rid ad
racional, de m odo tal que ap a ren tem e n te no sea posible re c u rrir a
una p a u ta n eu tra l o independiente. Pero no som os ciertam en te los
prim eros en n ecesitar de tal explicación. Los problem as referen tes
al m odo en que pueden resolverse racionalm ente las discusiones
cuando éstas sep aran a quienes se ad hieren a p u n to s de vista am plios
v com prensivos cuyos desacuerdos sistem áticos abarcan desacuer­
d o s acerca del m odo en que deban caracterizarse aquellos desacuerdos

y ni qué decir acerca de resolverlos—, h an sido ya encarados p o r


l o s h isto riad o res y p o r los filósofos de la ciencia n a tu ra l b ajo el título

ipie les confirió Thom as K uhn. Son problem as de inconm ensurabi­


lidad. P or tan to , vale la pena p re g u n ta rse cuál es —o acaso cuál de­
biera ser— la situación del debate, p a ra ver si podem os e x tra er de
*'■1 algo que nos ayude a resolver n u estro propio problem a.
Las características de las ciencias n atu ra les —ca racterísticas cuya
identificación llevó a K uhn a sus afirm aciones iniciales acerca de la
inconm ensurabilidad— tenían, p o r cierto, un alcance m ucho m ás li-
nuiado que las ca rac te rístic as de la filosofía que dan lu g ar a n u estro
presente problem a. En p rim e r lugar, aun en u n h isto riad o r ta n am ­
plio com o K uhn, de acuerdo con la visión de ciencia n a tu ra l que
¡mima al co n ju n to de su argum entación, las concepciones m odernas
de esa ciencia pueden d eterm in a r am pliam ente cuáles son las teorías
Vcuáles las actividades de las sociedades prem o d ern as que deben
contarse com o p re cu rso ra s de la h isto ria de la ciencia natu ral. Y ello
está, p or cierto, en teram en te legitim ado, porque n u estro propio con­
cepto de ciencia n atu ra l es u n concepto claram ente m oderno, origi­
nado en tre los siglos xvi y xix, en ta n to que el concepto de filosofía
no lo es. No obstante, la form a que adquirió inicialm ente el problem a
en K uhn fue precisam ente la m ism a del nuestro: ¿cómo es posible
tra ta r com o antagónicas tesis in sertas en contextos tan d istin to s que
no es posible disponer de ningún criterio o de ninguna norm a neu­
tra l de argum entación, tal como, según Kuhn, suele o c u rrir cuando
se co n fro n tan en tre sí dos am plios cuerpos de teorías científicas,
com o la cosm ología física de A ristóteles y la de Galileo? E n tales
casos no podem os re c u rrir a datos n eu trales e independientes p ro ­
porcionados p o r la observación, pues el m odo en que caractericem os
y aun el m odo en que percibam os los datos p ertin e n te s y, ap a rte
de eso, cuáles datos que considerem os p ertin e n te observar, depen­
d erán de cuál de las perspectivas teóricas en disp u ta hayam os adop­
tado prim ero: «cuando A ristóteles y Galileo observaban u n a p ied ra
a la que se hacía oscilar, el p rim ero veía un m ovim iento forzado y
el segundo un péndulo», escribió K uhn en su p rim era form ulación
de esta cuestión. Más tard e concluyó que debe rechazarse toda idea
de u na lucha «entre las entidades con las que la teo ría puebla la
naturaleza», p o r u n lado, y «lo que realm ente existe», p o r otro: «No
hay, según pienso, ninguna m anera de in te rp re ta r expresiones como
“realm en te existe” que sea independiente de toda teoría» (K uhn, 1970:
121 y 206). Ello equivale a decir que todo cuerpo de teorías de gran
am plitud, com o los indicados, llega a nosotros provisto de su propia
conceptualización acerca de la realid ad observable que ella explica.
De ahí que no sea posible re cu rrir, m ás allá del cuerpo de teo rías, a
u na realid ad que pueda ser observada con independencia y n e u tra ­
lidad.
P or o tra p arte, K uhn p resen ta tam bién argum entos destinados a
m o s tra r que la utilización de criterios en apariencia independientes,
com o el grado de confirm ación de un cuerpo teórico en relación con
o tro p o r m edio de la observación, o com o la com paración de grado
y el tipo de anom alía que es posible identificar en cada uno de los
dos cuerpos teóricos en disputa, no nos p roporciona los criterios
n eu trales e independientes y racionalm ente garantizados que asp ira­
m os a descubrir. Pues tan to la elección de lo que considerem os como
casos significativos confirm atorios de una teo ría com o la de las ano­
m alías que considerem os de im portancia central, y no de im p o rtan cia
secundaria, en una teoría o en la relación de u n a teoría con la ob­
servación, dependerán tam bién de m anera decisiva de cuál de las
perspectivas teóricas en disputa adoptem os. P or tanto, si nos atene­
m os a los argum entos de Kuhn, nos vem os obligados, según parece, a
co n clu ir que en opciones teóricas com o las indicadas carecem os ver­
d ad eram en te de todo criterio independiente y n eu tra l p o r m edio del
cual pudiésem os ev aluar las tesis en frentadas. Tales cuerpos de teo­
rías p arecen ser m u tu am en te inconm ensurables.
Las reacciones de los filósofos de la ciencia a la identificación
del fenóm eno de la inconm ensurabilidad hecha p o r K uhn, h an sido
en su m ayoría de dos tipos. Algunos h an sostenido que en realid ad
K uhn está equivocado y que el concepto de inconm ensurabilidad no
tiene aplicación e n la h isto ria de la ciencia. O tros h an aceptado la
tesis de K uhn y h an defendido derivaciones ex traíd as de ella que
revisten u n c a rá c te r m ás rad ical que las que él hubiese aceptado.
Unos y o tro s están de acuerdo en la validez de la siguiente conse­
cuencia: si, y en la m edida en que, el concepto de inconm ensurabili­
dad pu ed a aplicarse a la elección e n tre cuerpos teóricos co n tra p u es­
tos, no disponem os de fundam entos racionales p a ra a c ep tar uno de
ellos m ás bien que el otro. Q uisiera p o n er en duda esa consecuencia.
El argum ento que m e propongo d esa rro llar exige que p rim eram en te
subrayem os dos p u n to s a los que los filósofos de la ciencia quizá
no h an p re sta d o suficiente atención.
E l p rim ero es que en las ciencias n atu rales, com o en o tro s ám bi­
tos, las teo rías tienen u n a existencia esencialm ente histórica. No exis­
te u n a cosa com o la teo ría cinética de los gases; existe sólo la teo ría
cinética tal com o era en 1850, la teo ría ta l com o era en 1870, la
teoría tal com o es ahora, etcétera. Y de igual m odo no existe u n a
cosa com o la teo ría física (aristo télica) m edieval com o tal, sino sólo
esa teo ría ta l com o fue sostenida en P arís a com ienzos del siglo xiv
0 en P adua a fines del xv. E sto es, las teorías p rogresan o d ejan de
progresar, y lo hacen p o rq u e —y en la m edida en que— p o r m edio
<lo sus inconsistencias y sus insuficiencias —inconsistencias e insufi­
ciencias juzgadas de acuerdo con las norm as de la pro p ia teo ría—
|n o p o rc io n a n u n a definición de los problem as cuya solución p ro p o r­
ciona a su vez u n a orientación p a ra fo rm u lar y re fo rm u lar esa m ism a
1coria. E sto es, las inconsistencias y las insuficiencias de una teo ría
nunca deben ser co nsideradas com o aspectos m eram ente negativos
«le la teo ría en cuestión. C onstituyen, en efecto, los puntos en los
t nales la teo ría se provee a sí m ism a de problem as, de aquellos p ro ­
blem as en cuyo trata m ien to ella se m u estra aú n capaz de crecer, a ú n
i i c n tíficam ente fértil o, p o r o tra p arte , incapaz de crecer y estéril.
Al proveerse a sí m ism a de problem as, u n a teo ría se provee a sí m is­
ma de m etas y de una cierta p a u ta p a ra su progreso o p a ra su fa lta
tic progreso en dirección de esas m etas. La im p o rtan cia de este pu n to
para el p ro b lem a de la inconm ensurabilidad se ad v e rtirá claram ente
i nando añ adam os el segundo.
I -as teo rías p artic u la res de pequeña escala nos llegan en su m ayor
parle in sertas en cuerpos de teorías m ás am plios; estos últim os se
hallan a su vez in serto s en u n sistem a de supuestos aún m ás com ­
prensivos. Son estos sistem as los que p roporcionan el en tram ad o de
contin u id ad en el tiem po d en tro del cual se opera la tran sició n de un
cuerpo de teorías a o tro cuerpo de teorías con el cual el p rim ero
es inconm ensurable. Tiene que ex istir u n en tram ad o así, p orque sin
los recu rso s conceptuales que él provee no podríam os en ten d er a
am bos cuerpos de teorías com o cuerpos de teorías antagónicos que
p resen tan explicaciones altern ativ as e incom patibles de un m ism o y
único o b jeto y ofrecen m edios incom patibles y divergentes p ara
alcanzar un m ism o y único co njunto de m etas teóricas. Una condi­
ción p a ra que dos cuerpos de teorías antagónicos sean au tén ticam en te
inconm ensurables es que la especificación del objeto y de las m etas
teóricas que co m p arten no sea tal que nos proporcione m otivos
p a ra o p ta r racionalm ente en tre ellos; pero sin la com ún especificación
del o b jeto y de las m etas teóricas en el nivel del en tram ad o de su­
puestos —en el nivel de la W eltanschauung— las teorías sencillam en­
te caracerán de las propiedades lógicas necesarias p a ra que con se­
g u rid ad podam os clasificarlas com o antagónicas. Así, en la teo ría
física los conceptos de peso, de masa tal com o la define N ew to n y
de m asa tal com o es definida en la m ecánica cuántica —conceptos
in sertos en cuerpos de teorías inconm ensurables— deben ser igual­
m ente entendidos com o conceptos de la propiedad de los cuerpos que
d eterm in a su m ovim iento relativo si hem os de p o d er e n ten d e r lo
que hace que am bas sean teorías antagónicas. Y es este léxico com ún,
p erten ecien te a u n nivel superior, este rep erto rio de sentidos, y de
referencias que se halla en el plano de la W eltanschauung, lo que
hace que los que se adhieren a teorías antagónicas inconm ensurables
reconozcan que se dirigen a lo que en ese nivel puede definirse com o
las m ism as m etas. Así, el físico m edieval enredado en los problem as
intern o s de la teo ría del ím petu, los seguidores ren acen tistas de Ga-
lileo y los científicos del siglo xx que contribuyeron a la m ecánica
cuántica, dispusieron o disponen de u n léxico m ás o m enos com ún
que les p erm ite reconocerse com prom etidos en el intento de alcan­
za r la explicación m ás general y m ás com pleta posible del m ovi­
m iento de los cuerpos. ¿Por qué tiene esto im portancia?
La tiene porque hace falta u n a form ulación adecuada de esos
dos p u n to s no sólo p a ra el planteo de los problem as a que da lugar
la in co nm ensurabilidad de dos cuerpos de teorías antagónicos, sino
tam b ién p ara su solución. Y es posible fo rm u lar ah o ra esa solución
b ajo la form a de u n criterio p o r m edio del cual puede juzgarse la
su p erio rid ad racional de u n cuerpo de teorías de gran escala respec­
to de o tro . Un cuerpo de teorías de ese tipo —p o r ejem plo, la m e­
cánica new toniana— puede ser juzgado com o decisivam ente superior
a o tro —p o r ejem plo, la m ecánica de la d octrina m edieval del ím pe­
tu — si y sólo si el p rim er cuerpo de teorías nos perm ite d a r una
explicación adecuada y —de acuerdo con las m ejores norm as de que
dispongam os— v erdadera de p o r qué el segundo cuerpo de teorías
gozó de los éxitos y de las victorias que obtuvo y sufrió las d erro tas
y las fru stracio n es que padeció, definiéndose en ello el éxito y el
fracaso, y la v ictoria y la d erro ta, en térm in o s de las norm as del
éxito y del fracaso, y de la v icto ria y de la d erro ta, proporcionadas
p o r lo que an tes he denom inado la problem ática in tern a del segundo
cuerpo de teorías. No es el éxito y el fracaso, el progreso y la este­
rilidad, tal com o los identificam os al fo rm u lar n u estro s juicios desde
la p ersp ectiv a de la teo ría racionalm ente superior, lo que nos p ro ­
p o rcio n ará el m aterial p a ra que esa teo ría explique. Se tra ta del
éxito y el fracaso, del progreso y la esterilid ad en térm inos ta n to de
los problem as com o de los fines que fueron o pudieron h ab e r sido
identificados p o r los ad h eren tes de la teo ría racionalm ente inferior.
Así, desde el p u n to de vista de la m ecánica new toniana es posible
explicar p o r qué los teóricos del ím petu, al no disponer del concepto
de inercia, p u dieron avanzar sólo h a sta determ inado p u n to y no
m ás allá en la solución de aquellos problem as que obstaculizaban su
m arch a h acia la m eta de fo rm u lar las ecuaciones generales del m o­
vim iento.
Lo que sostengo es, pues, que u n cuerpo inconm ensurable de
teorías científicas puede com unicarse con o tro a través del tiem po,
no sólo p o rq u e p ro p o rcio n a u n co n ju n to de soluciones m ás ap tas
p ara sus p roblem as cen trales —puesto que, n atu ralm en te, es en la
definición de lo que constituye u n problem a cen tral donde con toda
pro b ab ilid ad dos teorías inconm ensurables discrepen—, sino p orque
pro p o rcio n a u n a explicación h istó rica de p o r qué algunas de las expe­
riencias fu n d am entales de sus adherentes, verificadas cuando éstos
luchaban con sus propios problem as, fueron com o fueron. La apli­
cación de esta p ru e b a de su p erio rid ad racional es m ás sim ple en los
casos en que es posible com plem entarla con o tra p ru eb a que p o r sí
m ism a no es ni necesaria ni suficiente p ara decidir e n tre las tesis
de dos cuerpos de teorías antagónicas e inconm ensurables. En los
casos en que la trad ició n investigativa definida p o r un determ inado
cuerpo de teo rías h a degenerado en lo que se refiere a la coherencia
o a la esterilid ad , o no puede a d a p ta rse a los nuevos descubrim ien­
tos sin caer en la incoherencia (é ste es en lo esencial el significado
de los in ten to s iniciales de Galileo de arm onizar los nuevos descu­
brim ientos con la antigua física), los propio s p artid a rio s de ese cuer­
po de teo rías pueden te n e r buenos m otivos p a ra rechazarla, sin que
ad v iertan aún con clarid ad buenas razones p a ra o p ta r p o r u n a a lte r­
nativa d eterm in ad a com o m erecedora de su adhesión. (Hago esta
observación p a ra co rreg ir lo que sostuve en m i trab a jo de 1977, si
bien en general veo este argum ento com o u n desarrollo de algunas
afirm aciones incluidas en él.) Vale la pena n o ta r que en re alid ad no
necesitam os a ñ a d ir a los criterio s form ulados el req u isito com ple­
m entario de que el cuerpo de teorías juzgado racionalm ente su p erio r
deba ser relativ am ente coherente (no, p o r cierto, dem asiado cohe­
rente, pues, com o he sugerido, la incoherencia es fuente del pro­
greso in telectu al) y fecundo en la resolución de problem as, p orque
ningún cuerpo de teorías que deje de satisfacer este req u isito puede,
de hecho, o frecer la explicación h istó rica cuyo proporcionam iento es
la p ru eb a de la superioridad racional.
Lo que, de m anera acaso sorpresiva, se desprende, pues, de lo que
precede, es que la h isto ria de la ciencia n atu ra l tiene en cierto m odo
la p rim acía resp ecto de las ciencias naturales. Al m enos en lo que
se refiere a los grandes cuerpos inconm ensurables de teorías identi­
ficados p rim eram en te p o r K uhn, en el ám bito de la ciencia n atu ra l
es su p erio r la teo ría que su m in istra las razones p a ra cierta especie
de explicación histórica: la que confiere a la n arrac ió n del pasado
una inteligibilidad que de o tro m odo no tendría. E n u n a proporción
decisiva la su p erio rid ad racional de la m ecánica new toniana deriva
de su ap titu d p ara proveernos de una explicación de las experiencias
de fru stració n intelectual de fines del período m edieval. El m odo
en que juzgam os la posición de la ciencia depende del m odo en que
juzgam os la calidad de la h isto ria que ella ayuda a lograr. Se sigue
de ello que en el terren o de la ciencia n a tu ra l ninguna teo ría es
defendida com o tal; lo es, o deja de serlo, sólo en relación con aque­
llas de en tre sus predecesoras con las que h asta entonces h an con­
tendido. Las razones m ás poderosas que tenem os p a ra a c e p ta r la
m ecánica cuántica son u n a conjunción de su explicación d e la n a tu ­
raleza y de la explicación histórica con la que aquella explicación
de la n atu raleza puede colaborar p a ra d ar cu e n ta del d erru m b e de la
m ecánica new toniana. Existe, entonces, una insuprim ible referencia
h istó rica retro sp ectiv a que une a cada perspectiva científica con la
predecesora con la que es inconm ensurable. Las ciencias naturales,
a p esa r de la m entalidad an tih istó rica que con ta n ta frecuencia im­
pregna su enseñanza y su transm isión, no pueden evadirse de su pa­
sado. Pero h ab e r reconocido eso equivale a h ab e r alcanzado un punto
en el cual es posible volver de la h isto ria de las ciencias n atu rales
a la de la filosofía y exam inar si la relación en tre el pasado y el p re­
sente en el ám bito de la filosofía puede ser entendida, si no de la
m ism a m anera, al m enos de m an era m uy análoga.
Una condición p a ra poder hacerlo sería la de d ar u n a resp u esta
de m an era al m enos m ínim am ente satisfacto ria a las cuestiones sus­
citad as p o r tres diferencias decisivas existentes e n tre los problem as
p lanteados p o r las ciencias natu rales y los planteados p o r la filosofía.
E n p rim e r lugar, según señalé al com ienzo, K uhn pudo apoyarse en
una definición m oderna de las ciencias n atu rales a fin de d elim itar
en el pasado lo que puede considerarse com o su h istoria. Pero en
filosofía, p o r razones que ahora son obvias, sería fatal p ara todo nues­
tro proyecto d e ja r que el presente de la filosofía determ inase lo que
deba co n siderarse com o el pasado filosófico. Ello no quiere decir,
em pero, que no contem os con ningún recurso. Porque, m ien tras que
las ciencias n atu rales extraen su definición m ínim a y u n ita ria del
p u n to que han alcanzado en la actualidad, la filosofía puede ex traer
u n a definición m ínim a y u n ita ria sem ejante de su pu n to de partida.
No puede co n sid erarse com o filósofo a nadie que finalm ente no tenga
que ser juzgado según las n o rm as establecidas p o r Platón. No digo
esto sólo p orque, en e x tra o rd in aria m edida, P latón realm ente pro­
porcionó a la filosofía tan to su pu n to de p a rtid a com o la definición
de su cam po y de su objeto. Adem ás Platón trasciende, en la form a
que he indicado, las lim itaciones de la filosofía p reso crática y, al
hacerlo, establece una n o rm a p a ra todo intento u lte rio r de trascen­
d er a su vez sus lim itaciones. Así hizo posible a A ristóteles; en reali­
dad, así hizo posible a la filosofía. De ahí que todos los filósofos pos­
teriores a P latón deban e n fre n ta r u n a situación en la cual, si uno no
puede tra sc e n d e r las lim itaciones de las posiciones fundam entales
de Platón, o lo que uno considere com o tales lim itaciones, entonces
uno no tiene suficientes razones p a ra no reconocerse a sí m ism o como
platónico, a no ser, claro está, que uno abandone definitivam ente la
lilosofía. Coleridge se equivocó al p en sa r que todo hom bre es o pla­
tónico o aristotélico, p ero h ab ría tenido razón si hubiese afirm ado
que todo h o m b re es o platónico o u n a cosa d istin ta, lo cual constitu­
ye u na disyunción exhaustiva no trivial, p orque toda filosofía debe
co n ten er esa insuprim ible referencia retro sp ectiv a a los diálogos de
Platón. R econocerlo es p ro p o rcio n ar a la filosofía una un id ad m íni­
ma en sentido ta n to prospectivo com o retrospectivo, un id ad m ínim a
que la situ ació n actu al de las ciencias n atu rales proporciona sólo en
sentido retrospectivo.
E n segundo lugar, u n aspecto im p o rtan te de m i tesis acerca de
las ciencias n atu ra les era la afirm ación de que los fenóm enos de
d iscontinuidad que re p re se n ta la inconm ensurabilidad, se registran
d en tro de u n en tram ad o de continuidad que se da en el nivel de lo
que llam é W eltanschauung, esto es, el con ju n to de supuestos y de
puntos de referen cia com partidos p o r todos y que no son puestos
en tela de juicio au n cuando m uchas o tra s cosas lo sean. P odría
sugerirse que, com o las grandes controversias filosóficas suelen in­
flu ir en su esfera lo que he llam ado W eltanschauung, po d rían faltar,
en episodios p o r lo dem ás m uy sem ejantes de la h isto ria de la filo­
sofía, los elem entos de co ntinuidad necesarios, los supuestos y los
puntos de referen cia com partidos necesarios, cuya caracterización
es esencial aun p ara las afirm aciones y m ucho m ás p a ra la solución
de determ in ad o s p roblem as de inconm ensurabilidad. No m e propon­
go, p o r cierto, d iscu tir la tesis según la cual las grandes controver­
sias filosóficas tien en u n alcance m ayor que las m ás radicales dispu-
las en el terren o de las ciencias natu rales, y que a m enudo abarcan
lo que he llam ado W eltanschauung. P ero aun las disputas filosófi­
cas m ás radicales tienen lugar en el contexto de elem entos de con-
linuidad que no son distintos. La v erd ad filosófica —y es en efecto
una verd ad — de que no es posible p o n er en tela de juicio todas las
cosas a la vez, tiene su im portancia; y cuando, p o r ejem plo, aborda­
mos los fenóm enos de discontinuidad que se re g istra n en la historia,
de las p áthe aristotélicas, las pasiones del siglo xvn, los sentim ientos
del siglo x v i i i y las em ociones del siglo xx, lo hacem os sabiendo que
ira y tem or, o sus equivalentes, tienen que figurar en el catálogo
de cada u n a de ellas, y que aun cuando tengam os n u estra s reservas
p a ra trad u c ir, p o r ejem plo, ira d irectam ente como «ira» y tim or como
«tem or», n u estra s reservas deben ser expresadas en form a ta l que
se adv ierta tan to lo que esa traducción logra com o lo que no logra.
Ello equivale a decir que las form as de discontinuidad y de diferen­
cia que he enum erado al comienzo de mi argum entación exigen com o
c o n tra p a rte u n catálogo igualm ente com prensivo de las form as de
continuidad, de sem ejanza y de recurrencia. El problem a suscitado
p o r los hechos de discontinuidad y p o r las diferencias no h ab ría
quedado en m odo alguno elim inado o atenuado si hubiésem os seña­
lado antes ese hecho. Pero advertirlo en este m om ento u lterio r de
m i argum entación es u n a condición previa p a ra p asa r de una con­
clusión referen te a la h isto ria de las ciencias n atu ra les a una conclu­
sión referen te a la h isto ria de la filosofía.
E n te rc e r lugar, mi explicación de la relación en tre las ciencias
n atu ra les y su h isto ria da p o r sentado que en esa h isto ria casi u m ­
v ersalm ente lo a n te rio r es derro tad o p o r lo posterior. Pero si bien
de hecho ello h a sido así, no fue ni es necesariam ente así. Y en filo­
sofía veo m uchas m enos razones p a ra c reer que ha sido así. y no
veo ab so lu tam ente ninguna razón p a ra p a r tir del supuesto de que
h a sido así. Pero, tra s h ab e r expresado esta advertencia, no encuen­
tro m ayores obstáculos p ara re fo rm u lar la explicación antes dada
acerca de lo que en el terren o de las ciencias n atu ra les acred ita a
un g ran cuerpo de teorías como racionalm ente su p erio r a otro, en
fo rm a ta l que ella se convierte en u n a explicación de lo que acredita
a u n g ran cuerpo de teorías filosóficas com o racionalm ente superior
a otro. Esa reform ulación es como sigue.
Debe reconocerse que los argum entos, las controversias y los en­
fren tam ien to s filosóficos son al m enos de dos especies distintas.
E stán, p o r cierto, los que se desenvuelven dentro de un conjunto de
su p u esto s am pliam ente com partidos concernientes al trasfondo de
creencias, a las norm as de argum entación, a los m odos de caracte­
rizar los contraejem plos, a los m odelos de refutación, etcétera. Pero
e stán tam bién las controversias y los enfren tam ien to s en tre perspec­
tivas antagónicas de gran escala que he señalado an terio rm en te, en
las que el desacuerdo es sistem ático, de m anera tal que parece eli­
m in arse la posibilidad de toda p au ta com ún p a ra la resolución ra ­
cional del desacuerdo. Cada u n a de las perspectivas opuestas en tales
confrontaciones de gran escala ten d rá su propia p roblem ática in ter­
na, sus m om entos de incoherencia, sus problem as aún no resueltos,
juzgando todo ello p o r sus propias p au tas de lo que es problem ático,
de lo que es coherente y de lo que es u na solución satisfactoria. Por
cierto, los p artid a rio s de u n a perspectiva d eterm in ad a pueden no
reconocer siem pre lo que envolucraría la aplicación de sus propias
p au tas, y no hace falta que nos lim item os a lo que de hecho reco­
nocen o reconocieron, a fin de afirm ar que lo que constituye la su­
p erio rid a d racional de una perspectiva filosófica de gran escala sobre
o tra es su capacidad de trasc en d er las lim itaciones de ésta p ro p o r­
cionando desde su propio punto de vista u n a explicación y una com ­
pren sió n m ás adecuada de las deficiencias, las fru stracio n es y las
incoherencias del o tro p u n to de vista (esto es, de lo que son defi­
ciencias, fru stracio n es e incoherencias de acuerdo con las p au tas in­
tern as de ese o tro pu n to de vista) que las que ese otro p u n to de
vista puede d a r de p o r sí, en form a tal que nos p erm ite d ar una
explicación h istó rica m ás acabada, una exposición m ás adecuada y
m ás inteligible de ese o tro pu n to de vista y de sus éxitos y de sus
fallas, que las que él puede p ro p o rcio n ar de p o r sí.
R esulta entonces que, así com o los logros de las ciencias n a tu ­
rales finalm ente deben ser juzgados en térm inos de los logros de la
h isto ria de esas ciencias, de igual m odo los logros de la filosofía
deben se r juzgados en térm inos de los logros de la h isto ria de la
filosofía. De acuerdo con esta concepción, la h isto ria de la filosofía
es la p a rte de la filosofía que señorea sobre el resto de esta disci­
plina. Es ésta u n a conclusión que a algunos p arecerá p a rad ó jica y a
m uchos n ad a bienvenida. P ero tiene al m enos u n m érito: no es ori­
ginal. Vico, Hegel y Collingwood llegaron, en m uchos puntos, a tesis
notab lem en te parecidas, y ello, p o r cierto, no fue en m odo alguno
casual. P ero al cim en tar su punto de vista cada uno de ellos aceptó,
lal com o yo debo hacerlo, que la p ru eb a decisiva de tesis así no tiene
lugar en el nivel de argum entación en el que yo me he m anejado
liasta ah o ra y en el que ellos m ism os a m enudo se m anejaron. La
p regunta decisiva es la de si realm ente es posible escrib ir u n a histo ­
ria de la especie requerida. Y la única form a de resp o n d er a esa
p regunta es la de in te n ta r escribirla, ya sea que salga m al o se tenga
éxito.

BIBLIOGRAFIA

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1952.
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C a p ít u l o 3

LA HISTORIOGRAFIA DE LA FILOSOFIA:
CUATRO GENEROS

R ichard R orty

I. R econstrucciones racionales e históricas

Los filósofos analíticos que han em prendido «reconstrucciones


racionales» de los argum entos de grandes filósofos ya m uertos lo han
hecho con la esperanza de tra ta r a estos filósofos com o contem po­
ráneos, com o colegas con los cuales pueden in terc am b ia r p u n to s de
vista. H an arg u m en tado que, a no ser que se proceda así, se podría
po n er a la h isto ria de la filosofía en m anos de los historiadores, a
quienes p re sen tan com o sim ples doxógrafos an tes que com o busca­
dores de la verd ad filosófica. No obstante, tales reconstrucciones han
dado lu g ar a rep ro ch es de anacronism o. A m enudo se acusa a los
histo riad o res analíticos de la filosofía de a lte ra r los textos dándoles
la form a de proposiciones como las que com únm ente se discuten
en las revistas de filosofía. Se sostiene que no h a b ría que obligar a
A ristóteles o a K ant a to m ar p artid o en las discusiones actuales de
la filosofía del lenguaje o de la m eta ética. P arece darse u n dilem a:
o bien im ponem os al filósofo m uerto n u estro s problem as y n u estro
léxico lo b a sta n te p a ra h acer de él u n in terlo cu to r, o bien lim itam os
n u estra actividad in te rp re ta tiv a a h acer que sus erro res parezcan
m enos ingenuos colocándolos en el contexto de los oscuros tiem pos
en que fueron escritos.
Sin em bargo, esas altern ativ as no constituyen un dilem a. D ebiéra­
mos h acer am bas cosas, pero p o r separado. D ebiéram os tr a ta r la
h isto ria de la filosofía com o trata m o s la h isto ria de la ciencia. En
este ú ltim o terren o no nos rehusam os a decir que conocem os m ejor
que n u estro s antep asados aquello de lo cual éstos hablaban. No
pensam os que se in cu rra en un anacronism o al decir que A ristóteles
sostenía un m odelo falso de los cielos, o que Galeno no en ten d ía el
m odo en que funciona el sistem a circulatorio. Dam os p o r sen tad a la
perdonable ignorancia de los grandes científicos m uertos. D ebiéram os
e sta r igualm ente dispuestos a decir que A ristóteles desdichadam ente
ignoraba que no existen cosas tales com o las esencias reales, o Leib-
niz que Dios no existe, o D escartes que la m ente no es sino el siste­
m a nervioso ce n tral en una descripción alternativa. Vacilam os sólo
p orque tenem os colegas que tam bién ignoran esos hechos, y a quie­
nes cortésm ente no caracterizam os com o «ignorantes» sino com o p er­
sonas «que su sten tan concepciones filosóficas diferentes». Los h isto ­
riad o res de la ciencia no tienen colegas que crean en las esferas cris­
talinas o que duden de la explicación de la circulación sanguínea dada
p o r Harvey, y se hallan p o r tan to libres de tales restricciones.
No hay n ad a erróneo en la a c titu d de d ejar deliberadam ente que
n u estra s propias opiniones filosóficas determ inen los térm inos en
que se d escriban las ideas del filósofo que ha m uerto. P ero existen
razones p a ra describirlos tam bién en o tro s térm inos, en sus propios
térm inos. Es provechoso re cre ar el escenario intelectual en el que
los m uerto s vivieron sus vidas, en p a rtic u la r las conversaciones, re a­
les o im aginarias, que pudieron h ab er m antenido con sus contem po­
ráneos (o casi contem poráneos). P ara ciertos propósitos es prove­
choso conocer cóm o h ablaban hom bres que no sabían tan to como
n o sotros sabem os, y conocerlo con b a sta n te detalle, de m anera que
podam os im aginarnos a nosotros m ism os hablando la m ism a lengua
anticuada. El antropólogo desea saber cómo hablan los prim itivos
e n tre sí y, asim ism o, cóm o reaccionan a la educación que reciben
de los m isioneros. Con ese propósito in ten ta m eterse en sus cabezas y
p en sa r en térm inos que jam ás soñaría em plear en su país. De igual
m odo, el h isto riad o r de la ciencia que puede im aginar lo que Aris­
tóteles p o dría h ab e r dicho en un diálogo acerca del cielo con A ristar­
co y Ptolom eo, conoce algo de interés que perm anece oculto p ara el
astrofísico «progresista» que sólo ve cóm o los argum entos de Ga­
lileo h ab rían anonadado a A ristóteles. Hay un conocim iento —un
conocim iento histórico—, al cual puede llegarse sólo si uno pone en­
tre parén tesis el conocim iento, m ás adecuado, que posee, p o r ejem ­
plo, acerca del m ovim iento de los cielos o la existencia de Dios.
La búsqueda de tal conocim iento histó rico debe obedecer a la
regla fo rm ulada p o r Q uentin Skinner:

De ningún agente puede decirse finalmente que haya dicho o hecho


algo de lo que nunca se lo pueda inducir a aceptar que es una des­
cripción correcta de lo que ha dicho o ha hecho. (Skinner, 1960: 28.)

S k in n er dice que esta m áxim a excluye «la posibilidad de que una


explicación aceptable de la conducta de un agente pueda jam ás sub­
sistir tra s la dem ostración de que esa explicación dependía de crite­
rios de descripción y de clasificación de los que el propio agente no
disponía». Hay un sentido fundam ental de «lo que el agente dijo o
hizo», así com o de «explicación de la conducta del agente», p ara el
cual ésta es una restricción ineludible. Si deseam os una explicación
de la co n d u cta de A ristóteles o de Locke que se aju ste a esa re stric ­
ción, ten d rem o s que lim itarnos, no ob stan te, a u n a que, en su lími-
le ideal, nos diga qué p o d rían h ab e r dicho en re sp u esta a todas las
críticas o a las p reguntas que p o d rían h ab erles dirigido sus contem ­
poráneos (o, m ás precisam ente, el sector determ inado de sus con-
lem poráneos o casi contem poráneos cuyas críticas y cuyas preg u n tas
ellos p o d rían h ab er com prendido en seguida de m an era correcta,
es Lo es, todos los hom bres que, p a ra decirlo en térm inos generales,
«hablaban la m ism a lengua», en tre o tras cosas p o rq u e eran tan ig­
norantes de lo que ah o ra n o so tro s sabem os com o lo era el gran fi­
lósofo m ism o). Podem os desear seguir adelante y fo rm u lar preg u n tas
l omo: «¿Qué h ab ría dicho A ristóteles de las lunas de Jú p ite r (o del
■iiiLiesencialismo de Quine)?», o: «¿Qué h ab ría dicho Locke de los
sindicatos (o acerca de Rawls)?», o: «¿Qué h a b ría dicho B erkeley
ilol. in ten to de Ayer o de B ennett de “lingüistificar” sus opiniones
;icerca de la percepción sensible y de la m ateria?». Pero no definire­
mos las re sp u estas que nos im aginam os que ellos darían a tales p re ­
guntas com o descripciones de lo que «dijeron o hicieron» en el sen-
í itlo que S k in n er da a esta expresión.
La p rin cip al razón p o r la que procuram os u n conocim iento his-
ió rico de lo que prim itivos no reeducados o filósofos o científicos
m uertos se h ab ría n dicho los unos a los otros, reside en que ello nos
.iyuda a reconocer que h an tenido form as de vida intelectual dis­
tintas de las n u estras. Como correctam en te dice S kinner (1969:
S2-53), «el valor indispensable del estudio de la h isto ria de las ideas»
e s ap ren d er «la distinción e n tre lo que es necesario y lo que m era­

m ente es p ro d u cto de n u e stra s propias y contingentes convenciones».


I.o ú ltim o es, según continúa diciendo, «la clave de la conciencia
misma». Pero tam bién deseam os im aginarnos conversaciones e n tre
nosotros m ism os (cuyas contingentes convenciones incluyen el acuer­
do general en cu anto a que, p o r ejem plo, no hay esencias reales, no
existe Dios, etc.) y los poderosos m uertos. Lo deseam os no sólo p o r­
gue es agradable e star a la a ltu ra de n u estro s superiores, sino porque
<|iiisiéramos ser capaces de ver la h isto ria de n u estra especie com o
un prolongado diálogo. Q uerem os ser capaces de verla de esa m a­
nera a fin de aseg u rarnos de que en el curso de la h isto ria de la
(pie tenem os constancia h a habido u n progreso racional, y que nos
distinguim os de n u estro s antepasados p o r razones que ellos podrían
ser llevados a acep tar. La necesidad de re sta b le cer la confianza en
este p u n to es tan grande com o la necesidad de conciencia. N ecesita­
mos im ag in ar a A ristóteles estudiando a Galileo o a Quine y cam ­
biando de opinión, a Santo Tom ás leyendo a N ew ton o a H um e y
cam biando la suya, etcétera. N ecesitam os p en sa r que, en la filosofía
com o en la ciencia, los poderosos m u erto s equivocados contem plan
desde el cielo n u estro s recientes aciertos y se sienten dichosos al ver
(pie sus e rro res han sido corregidos.
Ello quiere decir que no estam os interesados solam ente en lo que
el A ristóteles que cam inaba las calles de Atenas «pudo ser inducido
a a c ep tar com o u n a descripción co rrec ta de lo que dijo o hizo», sino
en lo que un A ristóteles idealm ente razonable y educable puede ser
inducido a a c e p ta r com o u n a descripción así. El aborigen ideal puede
eventualm ente ser inducido a a c ep tar como una descripción de él
la de quien h a cooperado en la continuación de un sistem a m o n ár­
quico destinado a facilitar los in ju sto s arreglos económ icos de su
trib u . Un gu ardián ideal del Gulag puede eventualm ente ser llevado a
verse a sí m ism o com o quien h a traicionado la lealtad que debía
a sus co m p atriotas rusos. Un A ristóteles ideal puede ser inducido a
d escribirse a sí m ism o com o quien erróneam ente h a considerado los
estadios taxonóm icos p re p ara to rio s de la investigación biológica com o
la esencia de toda investigación científica. En el m om ento en que es
llevada a a c ep tar una nueva descripción com o ésas de lo que dijo
o hizo, cada u n a de esas personas im aginarias se h a tran sfo rm ad o en
«uno de nosotros». Es n u estro contem poráneo o n u estro conciuda­
dano o un m iem bro m ás de la m ism a m atriz disciplinaria a la que
pertenecem os.
Puede h allarse un ejem plo de un diálogo sem ejante con un m u er­
to «reeducado» en la obra de S traw son (1966) acerca de K ant. The
B ounds o f Sense está inspirado en los m ism os m otivos que In d ivi­
duáis: la convicción de que la psicología atom ista de H um e está
co m pletam ente e rra d a y es artificial, y que los intentos de reem plazar
la e stru c tu ra «aristotélica» de las cosas, reconocida p o r el sentido
com ún, p o r «hechos» o p o r «estím ulos» (a la m anera de W hitehead
y Quine) están to talm en te desencam inados. Puesto que K ant coinci­
de con esta línea de pensam iento y gran p arte de la «Analítica tra s ­
cendental» está dedicada a la form ulación de observaciones simila-
les, es n a tu ra l que alguien con los intereses de S traw son se proponga
m o s tra r a K ant que puede h acer esas observaciones sin decir otras
cosas, m enos plausibles, que él dice. E stas últim as son cosas que el
p rogreso de la filosofía desde los días de K ant nos h a librado de la
ten tació n de afirm ar. S traw son puede m o stra r a K ant, p o r ejem plo,
cóm o p rescin d ir de nociones como «en la m ente» o «creado por la
m ente», nociones de las cuales W ittgenstein y Ryle nos h an liberado.
El diálogo de S traw son con K ant es com o el que uno puede m an ten er
con alguien que está b rillan te y originalm ente en lo cierto acerca de
algo que es m uy querido p a ra uno, pero que de m anera exasperante
m ezcla ese tem a con gran cantidad de to n terías obsoletas. O tros
ejem plos de tales diálogos son los de Ayer (1936) y B ennett (1971)
con los em piristas ingleses acerca del fenom enalism o, diálogos en
los que se in ten ta e x tra er la esencia p u ra del fenom enalism o sepa­
rán d o la de cuestiones referentes a la fisiología de la percepción y
a la existencia de Dios (tem as acerca de los cuales estam os ah o ra m e­
jo r inform ados y podem os p o r tan to a d v e rtir su irrelevancia). Se cum-
pie aquí u n a vez m ás el deseo n atu ra l de h a b la r con hom bres
ruyas ideas son en p a rte m uy sem ejantes a las n u estras, con la es­
peranza de inducirlos a a c e p ta r que tenem os esas ideas m ás claras, o
io n la esperanza de ten erlas m ás claras en el curso del diálogo.1
Tales in ten to s de conm ensuración son, por cierto, anacronísticos.
I'ero si se los lleva a cabo con pleno conocim iento de que tienen
1. P or tan to , no puedo e sta r de acuerdo con las severas críticas que M ichael
Avcrs dirige a tales inten to s, ni con su afirm ación de que es u n a «ilusión» el
■ivcr que las ideas de la m etafísica, de la lógica y de la epistem ología corn­
il.uLen con las ideas m atem áticas de Euclides «una independencia respecto de
lei:; accidentes de la historia» (Ayers, 1978: 46). E stoy de acuerdo con la afirma-
• ¡mi de B ennett, citada p o r Ayers en la página 54 de ese ensayo, según la
■n;il «com prendem os a K an t sólo en la m edida en que podem os decir, clara-
iiirnLe y en térm inos co n tem poráneos, cuáles eran los p rob lem as que tra ta b a ,
i ii.'iIes de ellos son aún p ro b lem as y cuál es la co n trib u ció n de K an t a su solu-
t m ui». La réplica de Ayers es que «de acuerdo con su in te rp re ta c ió n n a tu ral,
i sii afirm ación [la de B en n ett] im plica que no es posible u n a cosa ta l com o la
Miinprensión de un filósofo en sus propios térm in o s en ta n to algo d istin to de
la difícil proeza de poner en relación su pen sam ien to con lo que n o so tro s mis-
mus quisiéram os decir, y an terio r, a ella». Yo añ ad iría, en apoyo de B ennett,
111 ie en cierto sentido podem os en efecto co m p ren d er en sus propios térm in o s
lo que un filósofo dice antes de p o n er en relación su p ensam iento con el nues-
lio, pero que se tra ta de u n a fo rm a m ínim a de com prensión co m p arab le con
l;i capacidad de in terca m b ia r co rtesías en u n a lengua d istin ta de la n u e stra
.ni ser capaz de tra d u c ir a ésta lo q u e se está diciendo. De m an era sem ejan te
r . posible ap ren d er a d em o strar los teo rem as m atem ático s de E uclides en
i11 ¡ego antes de ap ren d er a trad u c irlo s a la term inología especial de las ma-
leináticas contem poráneas. La trad u cció n es n ecesaria si «com prender» significa
iill’.o m ás que to m a r p a rte en ritu ales cuyo sentido se nos escapa, y si tra d u c ir
una expresión equivale a ponerla en arm o n ía con nu estras p rácticas. (Véase la
nula 3 m ás abajo.) Sólo puede llevarse a cabo con éxito u n a reco n stru cció n
histórica si se tiene u n a idea de lo que uno m ism o piensa acerca de las cues­
tiones en discusión, aunque ello sólo sea que éstas sean falsos problem as. Los
inlentos de u na reconstru cció n h istó rica que no se vincule con los intereses del
•inlor en este sentido (p o r ejem plo, la o b ra de W olfson acerca de E spinoza) no
■un ta n to reconstrucciones h istó ricas cuanto recopilaciones de m a te rial en b ru to
para tales reconstrucciones. Así, a n te la afirm ación de Ayers (pág. 61), de que
■rn lugar de sostener la term inología de Locke en c o n tra de la de n u estras
inopias teorías, debiéram os in te n ta r co m p ren d er sus p ro p ó sito s ponien d o en
relación pensam iento y sensación ta l com o él lo hace», yo su b ray aría q u e no
lindemos hacer m ucho de esto últim o m ie n tras no hayam os hecho b a sta n te de
lo prim ero. Si uno no cree que existen facultades m entales tales como «pensa­
miento» y «sensación» (com o es el caso de m uchos de n o so tro s, filósofos de la
m ente p o sterio res a W ittgenstein), uno deb erá dedicar cierto tiem po a im agi­
narse los equivalentes aceptables de los térm in o s de Locke antes de seguir
leyendo p a ra ver cóm o los em plea: lo m ism o que los ateos hacem os al leer
obras de teología m oral. E n general creo que Ayers se excede en la oposición
m ire «nuestros térm inos» y «sus térm inos» al d ecir que es posible h ace r p ri­
m ero u n a reconstrucció n h istó rica y d e ja r la reco n stru cció n racional p a ra des­
pués. Ambos géneros no .pueden ser tan independientes, p o rq u e no podrem os
saber m ucho acerca de lo que u n filósofo m u e rto ha dicho an tes de figurarnos
,|né sabía de cierto. E stos dos tem as deben ser vistos com o dos^ m om entos
di: un m ovim iento contin u o en to rn o del círculo herm enéutico, u n círculo en el
in a l es necesario g irar m uchas veces antes de e m p ren d er cualquiera de los d os
¡¡pos de reconstrucción.
ese carácter, son inobjetables. Los únicos problem as que suscitan
son el pro b lem a verbal de si debe considerarse que las re co n stru c­
ciones racionales «aclaran lo que los filósofos m uertos realm ente han
dicho», y el problem a, asim ism o verbal, de si quienes llevan a cabo las
reconstrucciones racionales están «realm ente» haciendo historia. N ada
depende de la re sp u esta a u n a u o tra de estas preguntas. Es n atu ­
ra l d escrib ir a Colón com o el d escubridor de Am érica y no de Catay,
no sabiendo que lo hacía. Casi tan n a tu ra l com o eso es caracterizar
a A ristóteles com o quien, ignorándolo, describía los efectos de la
gravedad m ás bien que el m ovim iento n atu ra l hacia abajo. Es algo
apenas m ás forzado —pero con ello sólo se da un paso m ás adelante
en la m ism a línea— describ ir a Platón como quien inconscientem ente
creía que todas las p alab ras eran nom bres (o cualquier o tra prem i­
sa que los com entadores m odernos de orientación sem ántica hallen a
m ano al re co n stru ir sus argum entos). Es m uy claro que en el sentido
que S kinner da a «decir» P latón no dijo nada sem ejante. Cuando
en fo rm a anacrónica decim os que «realm ente» sostuvo tales doc­
trin as, querem os d a r a en ten d er que, en una discusión im aginaria
con filósofos de la actualidad acerca de si él h ab ría sostenido alguna
o tra concepción, se vería llevado a una prem isa que nunca form uló
y que se refiere a un tem a que nunca consideró: una prem isa que
acaso debe serle sugerida p o r un benévolo re p resen ta n te de las re­
construcciones racionales.
Las reconstrucciones históricas de lo que pensadores m uertos
«no reeducados» h ab ría n dicho a sus contem poráneos —re co n stru c­
ciones que se atienen a la regla de S kinner— son, idealm ente, recons­
trucciones con las que todos los historiadores pueden e sta r de acuer­
do. Si la cuestión es la de lo que Locke probablem ente h ab ría dicho
a un H obbes que hubiese vivido y conservado sus facultades algunas
décadas m ás, no hay razón p o r la que los h isto riad o res no lleguen a
u n acuerdo, acuerdo que p o d ría ser confirm ado p o r el descubrim iento
de un m an u scrito de Locke en el que éste im aginase una conversación
en tre él y H obbes. Las reconstrucciones racionales, p o r o tra parte,
no tienden a coincidir, y no hay m otivo p o r el que debiesen hacerlo.
Una p ersona que piensa que la cuestión de si todas las palabras son
nom bres, o cualquier o tra tesis sem ántica, es una de las cuestiones
decisivas p ara su p ro p ia concepción acerca de m uchos otros tem as,
m an ten d rá con P latón un diálogo im aginario muy distinto del que
so sten d ría u n a persona que piensa que la filosofía del lenguaje es
u n a m oda pasajera, irrelevante p ara las verdaderas discrepancias que
sep aran a P latón de sus grandes antagonistas m odernos (W hitehead,
H eidegger o Popper, p o r ejem plo). El p artid a rio de Frege, el de Krip-
ke, el de P opper, el de W hitehead y el de H eidegger desean, cada
uno de ellos, «reeducar» a Platón de una m anera en cada caso dis­
tin ta an tes de em pezar a d iscu tir con él.
Si nos representam os la discusión e n tre los grandes filósofos
m uertos com o altern an d o e n tre la reconstrucción histórica, que de­
pende de la obediencia a la regla de S kinner, y la reconstrucción ra ­
cional, que depende de que se la ignora, no h a b rá necesariam ente
un conflicto e n tre am bas. Cuando respetem os la regla de Skinner, da­
remos del p en sador m u erto u n a explicación «en sus propios térm i­
nos», haciendo caso om iso del hecho de que pensaríam os m al de
quien aún hoy em please esos térm inos. Cuando ignoram os la regla
de S kinner, dam os una explicación en n u estro s propios térm inos,
haciendo caso om iso del hecho de que el p ensador m uerto, dados los
hábitos lingüísticos en los que vivió, rech azaría esos térm inos com o
extraños a sus intereses y a sus intenciones. E m pero, el co n traste
en tre esas dos tareas no debe ser entendido com o el que existe en tre
la ta re a de d escu b rir lo que el pen sad o r del pasado pensó y la de des­
cu b rir si lo que dijo era verdad. D escubrir lo que u n a persona dice
equivale a d escu b rir de qué m an era su expresión se acom oda a sus
pautas generales de conducta lingüística y de o tro orden; esto es,
equivale m ás o m enos a d escu b rir lo que h a b ría dicho al resp o n d er
;i p reg u n tas acerca de lo que dijo an terio rm en te. Así, «lo que dice»
varía según quién form ule esas preguntas. Dicho en térm inos m ás
generales: «lo dicho» v aría según la am p litu d de la gam a de con­
ductas reales o posibles que uno tiene en cuenta. Suele decirse,
con m ucha razonabilidad, que uno descubre lo que dijo atendiendo a
l<> uno, después agrega, cuando se escucha reaccionar a las consecuen­
cias de su expresión original. Es perfectam en te razonable d escrib ir
;i Locke descubriendo lo que él realm ente decía, lo que realm ente
estab a estableciendo en el Segundo Tratado, sólo después de h ab e r
conversado en el cielo sucesivam ente con Jefferson, Marx y Rawls.
Tam bién es p erfectam en te razonable h acer a un lado la cuestión de
l<> que un Locke ideal e in m o rtal h a b ría decidido que decía. H ace­
mos esto últim o si estam o s interesados en las diferencias en tre lo que
ora se r p en sad o r político en la In g la te rra de Locke y en n u e stra
cu ltu ra del siglo xx de este lado del Atlántico.
Podem os, p o r cierto, lim ita r el térm in o «significado» a lo que nos
proponem os h a lla r en la segunda em presa, esto es, en la skinneriana,
en lugar de em plearlo en form a tal que p erm ita que un texto tenga
lantos significados cuantos contextos dialécticos haya en los que
pueda ser situado. Si deseam os lim itarlo de ese m odo, podem os adop-
lar la distinción e n tre «significado» (m eaning) y «significación» (sig­
uí ficance ) establecida p o r E. D. H irsch, y re strin g ir el p rim er térm ino
i lo que está de acuerdo con las intenciones del a u to r en la época de
la com posición del texto, y em plear «significación» p ara el caso en
el que se lo in se rta en algún o tro contexto.2 Pero nada depende de

2. A p ro p ó sito de e sta d istin ción , véase H irsch (1976: 2 y sigs.). D ebo decir
i | mo
no estoy de acuerdo con la afirm ación de H irsch, sem ejan te a la de Ayers,
ck; que no p od em os descub rir la significación sin haber d escub ierto antes el
eso, salvo que optem os por in sistir en que la ta re a del «historiador»
es la de d escu b rir el «significado» y (en el caso de los textos filosó­
ficos) la del «filósofo» indagar la «significación» y eventualm ente la
verdad. Lo que im p o rta es a c la rar que la captación del significado de
una afirm ación depende de que se sitúe a ésta en un contexto, y no
es cuestión de esc arb a r en la cabeza de quien la form ula p a ra sacar
u na p ep ita de sentido. Que privilegiem os el contexto constituido p o r
lo que el que la form uló pensaba al respecto en la época en que lo
hizo, depende de lo que nos propongam os alcanzar pensando acerca
de la afirm ación. Si lo que nos proponem os es, como dice Skinner,
«consciencia», entonces debem os evitar el anacronism o tan to cuanto
sea posible. Si nos proponem os u n a autojustificación p o r m edio de
un diálogo con los pensadores m uertos acerca de n u estro s proble­
m as actuales, entonces som os libres de en treg arn o s a ello ta n to cuan­
to queram os m ien tras nos dem os cuenta de que estam os procedien­
do así.
¿Y qué, pues, en cuanto a establecer si lo que el pen sad o r m uerto
dice es verdad? Así com o la determ inación del significado es cues­
tión de colocar u n a afirm ación en el contexto de u n a conducta real
o posible, de igual m odo, la determ inación de la verdad es cuestión
de colocarla en el contexto de las afirm aciones que nosotros m ism os
estaríam os dispuestos a form ular. P uesto que lo que considerem os
p a u ta inteligible de conducta está en función de lo que creem os que
es verdad, no es posible establecer la v erd ad y el significado com o
cosas independientes la una de la otra.3 H ab rá tan tas re co n stru c­
ciones racionales que p reten d an d esc u b rir verdades significativas,
o fecundas e im p o rtan tes falsedades, en las obras de los grandes
filósofos m uertos, cuantos contextos significativam ente distintos haya,
en los cuales pu ed an in sertarse esas obras. P ara re p e tir m i observa­
ción inicial: la ap a ren te diferencia que existe en tre la h isto ria de la
ciencia y la h isto ria de la filosofía es poco m ás que u n reflejo del

significado, y ello por las m ism as razones, de insp iración davidsoniana, por las
q ue m e he m an ifestad o en d esacuerdo con Ayers en la n ota precedente.
3. E n los artículos de D onald D avidson reu nidos en su I n q u i n e s In to Inter-
p re t a ti o n and T ruth , que aparecerá próxim am en te, se hallarán razones en favor
de la afirm ación que h e consignad o en las n o ta s precedentes, de acuerdo con
la cual no p od em os descubrir lo que alguien dice sin descubrir antes en qué
sen tid o sus prácticas, tanto lin gü ísticas com o de otro carácter, se asem ejan a
las nu estras y difieren de ellas, ni p od em os hacerlo tam p oco al m argen de la
gen erosa su p osición de que la m a yo r ía de su s con viccion es son correctas. Tanto
la su p osición de Ayers, de que las recon stru ccion es h istóricas preceden natu­
ralm ente a las racionales, com o la de H irsch, de que el d escub rim ien to del
significado precede n atu ralm ente al descu b rim ien to de la significación, descan­
san, a m i m o d o de ver, en un a teoría insu ficien tem en te h o lística de la inter­
pretación, teoría que he d efendido en o tro lugar (por ejem p lo, en «Pragm atism ,
D avidson and truth», que aparecerá en un volu m en de en sayos acerca de Da­
v id so n com pilad os por E rnest Lepore).
hecho, caren te de interés, de que algunos de esos distintos contex­
tos re p resen ta n las diferentes opiniones de m iem bros de la m ism a
profesión. P or eso, acerca de cuántas verdades pueden d escubrirse
en los escritos de A ristóteles, hallam os m ayor desacuerdo en tre los
h isto riad o res de la filosofía que en tre los h isto riad o res de la biología.
La resolución de esas discrepancias es u n a cuestión m ás «filosófica»
que «histórica». Si e n tre los h isto riad o res de la biología se a rrib a ra
a un desacuerdo sem ejante, su resolución sería un tem a «biológico»
an tes que «histórico».

II. La G eistesgeschichte com o form ación del canon

H asta ah o ra he sugerido que la h isto ria de la filosofía difiere de


la h isto ria de una ciencia n atu ra l sólo incidentalm ente. En am bas
en contram os u n co n tra ste en tre explicaciones contextualistas que cie­
rran el paso a desarrollos u lterio res, y explicaciones «progresistas»
que re cu rre n a n u estro m ejo r conocim iento. La única diferencia que
he m encionado es la de que, como la filosofía es u n a disciplina m ás
polém ica que la biología, las reconstrucciones anacrónicas de los
grandes filósofos del pasado son m ás variadas que las de los grandes
biólogos del pasado. Pero h a sta ah o ra he om itido en mi discusión
el p ro b lem a de cómo distin g u ir a quien cuenta com o u n gran filósofo
del pasado, en tan to opuesto a un gran hom bre del pasado que no
lo sea. He pasado p o r alto, pues, el problem a de cóm o distinguir la
historia de la filosofía de la h isto ria del «pensam iento» o de la
«cultura». E n la h isto ria de la biología no se suscitan problem as de
este ú ltim o tipo porque la h isto ria de la biología es coextensiva con
la h isto ria de los escritos acerca de p lan tas y anim ales. El problem a
surge sólo en la h isto ria de la quím ica, pero de m anera relativa­
m ente trivial, p orque nadie se preocupa dem asiado de si llam am os
a Paracelso «quím ico», «alquim ista» o am bas cosas. Cuestiones como

l a de si Plinio era biólogo en el m ism o sentido en que lo era Mendel,

') si el De generatione et corruptione de A ristóteles debe considerarse


una o b ra de quím ica, no in sp iran p ro fu n d as pasiones. Ello se debe
a que en esas áreas claram ente podem os n a rra r la h isto ria de un
progreso. No tiene m ayor im p o rtan cia en qué m om ento se inicia esa
historia, esto es, en qué m om ento vemos que de u n caos de especula­
ción surge u n a «disciplina».
Ello es im p o rtan te, en cam bio, si pasam os a la h isto ria de la filo­
sofía. Ello se debe a que «historia de la filosofía» abarca un terc er
l-i ñero, ap a rte de los dos que he discutido h asta ahora. Al lado de
l a s reco n stru cciones históricas de c a rá c te r skinneriano, com o la de

l.ocke hecha p o r John Dunn o la de Sidgw ick hecha p o r J. B. Schnee-


wind, y al lado de las reconstrucciones racionales com o la de los
cinpiristas ingleses esc rita p o r B ennett o la de K ant, de Straw son,
se hallan las grandes y vastas n arracio n es geistesgeschichtlich, género
cuyo parad igm a es Hegel. E n nuestro tiem po este género está repre­
sentado, en tre otros, p o r Heidegger, R eichenbach, F oucault, Blumen-
berg y M aclntyre.4 A punta a la autojustificación, lo m ism o que la
reco n strucción racional, pero en una escala diferente. Es típico de
las reconstrucciones racionales que tiendan a decir que los grandes
filósofos m u erto s h an tenido algunas ideas excelentes, pero que la­
m en tab lem ente no eran correctas debido a «las lim itaciones de su
época». R egularm ente se lim itan a u n a sección relativam ente pequeña
de la o b ra del filósofo; p o r ejem plo, la relación e n tre apariencia y
realid ad en K ant, o la m odalidad en Leibniz, o las nociones de esen­
cia, existencia y predicación en A ristóteles. Se las escribe a la luz
de algunas obras filosóficas recientes de las que puede decirse razo­
nablem ente que tra ta n «acerca de las m ism as cuestiones» que el gran
filósofo m u erto discutía. E stán destinadas a m o stra r que la respues­
ta que éste dio a esas cuestiones, aunque plausibles y atractivas, re­
quieren una reform ulación o u n a depuración, o, acaso, una precisa
refu tació n como la que recientem ente o tra o b ra de la especialidad ha
hecho posible. En cam bio, la G eistesgeschichíe actúa en el nivel de
las p ro blem áticas antes que en el de las soluciones de los problem as.
Dedica m ayor p a rte del tiem po a p reg u n tar: «¿Por qué la cuestión
de... fue u n a cuestión central p ara el pensam iento de este filósofo?»,
o: «¿Por qué alguien consideró seriam ente el problem a de...?», que
a p reg u n tarse en qué sentido la resp u esta o la solución p ropuesta
p o r un g ran filósofo del pasado concuerda con la de filósofos contem ­
poráneos. Es típico que exponga al filósofo en térm inos de toda su
o b ra antes que en los térm inos de sus argum entos m ás célebres
(p o r ejem plo, a K ant como el au to r de las tres Críticas, p artid a rio
apasionado de la Revolución F rancesa, p re c u rso r de la teología de
S chleierm acher, etcétera, antes que a K ant com o au to r de la «Ana­
lítica trascendental»). P rocura ju stificar que el h isto riad o r y sus
am igos tengan el tipo de intereses filosóficos que tienen —que con­

4. Pienso en H eidegger (1973) y en el m odo en que en su s obras p osterio­


res con cretó eso s esb ozos. H e d iscu tid o el libro de R eichenbach The Rise of
Scientific P hilosop hy (la versión m ás am plia de la historia p o sitiv ista de cóm o
la filosofía em ergió gradualm ente del prejuicio y la c o n fu sió n ) en m i trabajo
de 1982 (págs. 211 y sigs.). The O r d e r of Things, de F oucault, es d iscu tid o com o
ejem p lo de G eistesgesch ichíe en la últim a sección del presente trabajo. Mis re­
feren cias a B lum enberg y a M aclntyre lo son resp ectivam en te a sus obras The
L egitim acy of the M o d e rn Age y a A fter Virtue. Al afirm ar que ésas son obras
de au toju stificación n o quiero dar a entender, por cierto, que ju stifiqu en el
actual estad o de cosas, sino m ás bien que ju stifican la actitu d del autor res­
pecto e se estad o de cosas. Las m elan cólicas h istorias de H eidegger, F oucault y
M cln tyre condenan las prácticas presentes p ero justifican los pareceres que
su s autores adoptan resp ecto de esas prácticas y, con ello, justifican la selec­
ción que ellos hacen de lo que debe considerarse com o una d iscu sión filosó­
fica aprem iante. La m ism a fun ción cum plen las h istorias op tim ista s de H egel,
R eichenbach y B lum enberg.
sideren que la filosofía es lo que ellos consideran que es—, antes
que el que den a los problem as filosóficos las soluciones p articu lares
que ellos dan. P ro cu ran o to rg ar plausibilidad a u n a determ inada
imagen de la filosofía, antes que o to rg ar plausibilidad a determ inada
solución a u n p roblem a filosófico destacando cóm o u n gran filósofo
del p asado anticipó esa solución o, curiosam ente, que no lo haya
hecho.
La existencia de e sta tercera, geistesgeschichtlich, fo rm a de his­
toria de la filosofía es u n a razón co m plem entaria de la diferencia que
prim a facie se re g istra e n tre la h isto ria de la ciencia y la h isto ria de
la filosofía. Los h isto riad o re s de las ciencias no experim entan la
m enor necesidad de ju stific ar que, com o físicos, estem os interesados
en las p artíc u la s elem entales o, com o biólogos, en el ADN. Si uno
puede sin tetiz ar esteroides, no necesita de u n a legitim ación histórica.
Pero los filósofos sí necesitan ju stificar su in teré s p o r la sem ántica,
p o r la percepción o p o r la un id ad de sujeto y objeto o p o r el ensan­
cham iento de la lib e rta d h u m an a o p o r aquello en lo que esté de
hecho in teresad o el filósofo que nos esté n a rra n d o la enorm e y vasta
historia. Las cuestiones a las que las h isto rias geistesgeschichtlich
de la filosofía están prin cip alm en te consagradas son la de cuáles
problem as son «los problem as de la filosofía», la de cuáles cuestiones
son las cuestiones filosóficas. En cam bio, las h isto rias de la biología
o de la quím ica pueden d e sc a rta r esas cuestiones p o r ser sólo
verbales. Pueden to m a r sim plem ente los sectores generalm ente no po­
lém icos de la disciplina en cuestión com o aquello a lo cual la his­
to ria conduce. El term in u s ad quem de la-historia-de-la-ciencia-como-
historia-de-progreso, no está en disputa.
He dicho an terio rm en te que u n a razón de la ap a ren te diferencia
existente en tre la h isto ria de la ciencia y la h isto ria de la filosofía
derivaba del hecho de que los filósofos que discrepan, p o r ejem plo,
acerca de la existencia de Dios son, no o b stan te, colegas profesiona­
les. La segunda razón de la ap a ren te d iferencia e strib a en que quie­
nes d iscrepan acerca de si la existencia de Dios es u n a cuestión
im p o rtan te, in tere sa n te o «real», son asim ism o colegas profesionales.
La disciplina académ ica llam ada «filosofía» engloba no sólo respues­
tas d istin tas a las cuestiones filosóficas, sino tam b ién u n to tal desa­
cuerdo acerca de qué cuestiones son filosóficas. Desde este p u n to de
vista, las reconstrucciones racionales y las re in te rp reta cio n es geistes­
geschichtlich difieren sólo en grado: en el grado de desacuerdo con
los grandes filósofos m uertos que son o bjeto de reconstrucción o de
re in terp retació n . Si uno está en desacuerdo con él prin cip alm en te en
las soluciones de los problem as, antes que en cuáles son los proble­
m as que re q u ie ren discusión, uno p en sa rá que lo está reconstruyendo
(com o, p o r ejem plo, Ayer reconstruyó a B erkeley). Si uno piensa
que está m o stran d o lo que no se debe p en sa r acerca de lo que él
inten tó p en sa r (com o, por ejem plo, en la re cu sato ria in terp retació n
que Ayer hace de H eidegger o en la recu sato ria descripción que Hei-
degger hace de K ierkegaard com o « escrito r religioso» antes que como
«pensador»), entonces uno pen sará que está explicando p o r qué no
debiera considerárselo com o mi colega filósofo. Uno redefinirá «fi­
losofía» en form a tal de leerlo a p a rtir del canon.
La form ación del canon no es u n pro blem a p a ra la h isto ria de la
ciencia. No hay necesidad de asociar la propia actividad científica
con la de algún gran científico m u erto a fin de que parezca m ás digna
de respeto, ni de d esacred itar a algún predecesor p resu n tam en te dis­
tinguido p resentándolo como pseudocientífico a fin de legitim ar los
propios intereses. La form ación de u n canon es im p o rtan te en la his­
to ria de la filosofía p orque «filosofía», adem ás de sus em pleos des­
criptivos, tiene u n im p o rtan te em pleo honorífico. E m pleada descrip­
tivam ente, la expresión «cuestión filosófica» puede designar a una
cuestión com únm ente debatida p o r alguna «escuela» contem poránea,
o puede designar a u n a cuestión deb atid a p o r todas o p o r m uchas
de las figuras h istó ricas habitualm ente catalogadas como «filósofos».
E m pleada honoríficam ente, sin em bargo, designa a cuestiones que
deben ser debatidas: que son tan generales y ta n im p o rtan tes que
debieran h ab e r estado en la m ente de los pensadores de todos los
tiem pos y de todos los lugares, ya sea que esos pensadores hayan
p ro cu rad o fo rm u larlas explícitam ente o no.5
E ste em pleo honorífico de la expresión «cuestión filosófica» es, en
teoría, irrelevante p a ra las reconstrucciones racionales. Un filósofo
contem poráneo que se propone d iscu tir con D escartes acerca del dua­
lism o del alm a y el cuerpo, o con K ant acerca de la distinción en­
tre apariencia y realidad, o con A ristóteles acerca de la significación
y la referencia, no necesita afirm ar ■ —y h ab itu alm en te no afirm a—
que esos tem as son ineludibles toda vez que u n ser hum ano reflexio­
n a acerca de su condición y de su destino. Lo típico es que el que
lleva a cabo una reconstrucción racional se lim ite a decir que
ésos son tem as que h an hecho una in teresan te carrera, y que acerca
de ellos siguen escribiéndose obras interesantes, tal com o u n h isto ­
ria d o r de la ciencia po d ría decir lo m ism o acerca de la taxonom ía
5. La necesid ad de un em p leo honorífico de «filosofía», de un canon, y de
una autoju stificación , m e parece que explica lo que John Dunn llam a «la m is­
terio sa tendencia, que se observa esp ecialm en te en la h istoria del p en sam ien to
p olítico, a hacer que los textos con sistan en la indicación de a qué propo­
sicion es de qué obra im portante rem ite el autor de qué p rop osición en qué otra
obra im portante» (1980: 15). E sa tendencia es la n ota característica de la m a­
yoría de las G e istesg esch ic h te , y no m e parece que sea m isteriosa. Es la ten ­
dencia a la que tanto los historiadores com o los filósofos dan rienda su elta
cuando se quitan la toga y conversan acerca de lo que han encontrado de útil
en su s grandes lib ros favoritos. A m i m odo de ver, lo bu en o de la Geistesge­
sch ic h te —lo que la hace ind ispensab le— es que satisface n ecesid ades que ni la
h isto ria no filosófica ni la filosofía no h istórica pueden colm ar. (E n la últim a
secció n del p resente ensayo puede hallarse un a d iscu sión de la p osib ilid ad de
que reprim am os esas n ecesid ades.)
de las aves o de las variedades de la locura. P ara los fines de la
reco nstrucción racional y de la consiguiente discusión no es necesa­
rio in q u ietarse p o r sab er si un tem a es «ineludible». P ara la Geiste-
sgeschichte, esto es, p a ra la h isto ria in telectual con m oraleja, existe
en cam bio tal necesidad. P orque la m o raleja por ex tra er es la de
que hem os m antenido —o no hem os m antenido— el ru m b o correcto al
p lan tear las cuestiones filosóficas que ú ltim am ente hem os planteado,
y que el G eisteshistoriker está justificado al ad o p ta r determ in ad a p ro ­
blem ática. M ientras que el que cultiva la reconstrucción racional sien-
le tan poco la necesidad de preg u n tarse si la filosofía an d a en el
rum bo correcto, como el h isto riad o r de la ciencia la de p reg u n tarse
si la condición de la bioquím ica contem poránea es buena.
El em pleo honorífico de «filosofía» es tam bién irrelevante, en
leoría p a ra la reco n stru cció n histórica. Si la G eistesgeschichíe lee a
Locke o a K ierkegaard a p a r tir del canon filosófico, los h isto riad o res
eontextualistas pueden c o n tin u ar describiendo, im p ertu rb ab les, cóm o
era ser Locke o K ierkegaard. Desde el punto de vista de la h isto ria
co n textualista no hay necesidad de enorm es h isto rias que ab arq u en
varios siglos p ara in se rta r en ellas u n a explicación de lo que sig­
nificaba ocuparse de la política en la In g la te rra del siglo xvii o de
la religión en la D inam arca del siglo xix. P ara tales h isto riad o res, la
cuestión de si las figuras que ellos escogen «realm ente» eran u n filó­
sofo fu n d am en tal o un filósofo secundario, u n político, un teólogo o
mi literato , es ta n irrelevante com o lo son las actividades taxonóm i­
cas de la Sociedad O rnitológica A m ericana p a ra el n a tu ra lista de
cam po que to m a notas acerca de la conducta de apaream iento de un
p ájaro ca rp in tero que aquella sociedad acaba de reclasificar a sus
espaldas. Uno p o d ría, según la p ro p ia capacidad filosófica, co m p artir
la convicción anglosajona de que ningún progreso filosófico se p ro ­
d ujo en lo que va de K ant a Frege, y, com o h isto riad o r, com placerse
de todos m odos en revivir las preocupaciones de S chiller y Schelling.
P ero esa independencia teórica, com ún a las reconstrucciones his-
Iúricas y a las racionales, respecto de la form ación de u n canon,
raram en te es llevada a la práctica. Los que cultivan la reconstruc-
eión racional en realidad no se m olestan en re c o n stru ir filósofos
m enores y en d iscu tir con ellos. Los que cultivan la reconstrucción
h istórica desean re c o n stru ir figuras que fueron «significativas» en el
desarrollo de algo: si no de la filosofía, acaso del «pensam iento
europeo» o del «pensam iento m oderno». En am bos géneros recons-
Iructivos se tra b a ja siem pre buscando la o b ra m ás reciente referid a
a la form ación del canon, y éste es el privilegio del G eisteshistoriker,
porque él es quien m an eja expresiones com o «filosofía» o «cuestión
filosófica» en su sentido honorífico. Es él p o r tan to el que decide
euáles son los tem as (dignos de ser objeto del pensam iento, esto es,
el que establece cuáles cuestiones son las que p ertenecen a las «con­
venciones contingentes» de la actu alid ad y cuáles las que nos vinculan
con nu estro s predecesores). Como persona que decide quién «descu­
bría» lo que realm ente era im p o rtan te y quién m eram ente se d istraía
con los epifenóm enos de su época, desem peña el papel que en el
m undo antiguo desem peñaba el sabio. Una diferencia que separa
a ese m undo del n u estro estrib a en el hecho de que la elevada cu ltu ra
de los tiem pos m odernos h a llegado a tom ar consciencia de que
las cuestiones que los hom bres p ensaban que eran ineludibles, han
cam biado en el tran sc u rso de los siglos. H em os llegado a tom ar
consciencia —cosa que el m undo antiguo no logró— de que podem os
no sab er cuáles son las cuestiones realm en te im p o rtan tes. Tem em os
que acaso estem os tra b a ja n d o aú n con vocabularios filosóficos cuya
relación con «los verdaderos» problem as sea la m ism a que, p o r ejem ­
plo, el vocabulario de A ristóteles guarda con «el verdadero» objeto
de la astrofísica. La percepción de que la elección del vocabulario es
p o r m enos tan im p o rtan te com o las resp u estas a las p reguntas plan­
teadas con un vocabulario determ inado, h a hecho que el Geisteshis-
to riker desplazase al filósofo (o, com o en el caso de Hegel, N ietzsche
y Heidegger, h a hecho que el térm ino «filosofía» se em plee como
designación de cierta especie, p artic u la rm en te a b stra cta y de juego
libre, de la h isto ria intelectual).
E ste últim o punto puede ser expresado de m anera m ás sim ple
diciendo que en la actualidad nadie está seguro de que el sentido
descriptivo de «cuestión filosófica» tenga m ucho que ver con su
sentido honorífico. N adie está dem asiado seguro de si las cuestiones
d iscutidas p o r los profesores de filosofía (de una escuela) contem ­
poráneos, «necesariam ente» o m eram en te form an p a rte de nues­
tras «convenciones contingentes». Por o tra p arte, nadie está seguro
de si las cuestiones discutidas p o r todo o p o r la m ayor p a rte del
canon de grandes filósofos m u erto s que nos ofrecen libros denom ina­
dos H istoria de la filosofía occidental —cuestiones como: los uni­
versales, el alm a y el cuerpo, el libre arb itrio , apariencia y realidad,
hecho y valor, etc é te ra — son cuestiones im portantes. A veces, tan to
d en tro com o fu era de la filosofía, se escucha fo rm u lar la sospecha
de que algunas de ellas, o todas, son «m eram ente filosóficas»; expre­
sión em pleada con el m ism o sentido peyorativo con que un quím ico
dice «alquím ico», un m arx ista « su p erestru ctu ral» o un aristó crata
«clase media». La consciencia que nos dan las reconstrucciones his­
tó ricas es la consciencia de que hom bres que fueron n u estro s pares
intelectuales y m orales, no estaban interesados en cuestiones que nos
p arecen inevitables y profundas. Como tales reconstrucciones h istó ri­
cas son una fuente de duda en cuanto a si la filosofía (en cualquiera de
sus sentidos descriptivos) es im p o rtan te, es el G eisteshistoriker el
que asigna su lu g ar al filósofo, m ás bien que a la inversa. Y lo hace
elaborando un elenco de personajes históricos, y un dram ático rela­
to, que m u estra en qué form a hem os llegado a plantearnos preguntas
que hoy creem os ineludibles y profundas. Cuando esos personajes
dejan escritos, éstos p asan a fo rm ar un canon, un catálogo de l e c t u ­
ras que uno debe h ab e r exam inado cuidadosam ente p ara ju stificar lo
que se es.
Puedo re su m ir lo que he estado diciendo acerca del te rc e r g é n e iro
de la h isto rio g rafía de la filosofía, señalando que es el género que s e
hace responsable de identificar qué escrito res son «los grandes f iló s o ­
fos del pasado». E n ese papel se halla en una relación p a r a s i t a r i a
con los o tro s dos géneros —las reconstrucciones históricas y l a s
reconstrucciones racionales, y tam bién a diferencia de la h isto ria d e
la ciencia, debe precaverse de in c u rrir en anacronism os, porque sa o
puede e n c ara r la cuestión de quién debe ser considerado com o filó s o fo
como u n a cuestión ya re su elta p o r la p ráctica de quienes m ás t a r d e
fueron caracterizados así. No o bstante, a diferencia de las re c o n s -
liucciones históricas, no puede quedarse con el vocabulario e m p le a d o
por u n a figura del pasado. Debe «situar» ese vocabulario en una s e r i e
de vocabularios y estim ar su im p o rtan cia insertándolo en u n a n a rira -
<ión que sigue el hilo de los cam bios de vocabulario. Se justifica a sí
misma, de m an era sim ilar a com o lo hace la reconstrucción r a c io n a l,
pero la em p u ja el m ism o anhelo de m ayor consciencia que lleva a
l o s hom bres a em p re n d er reconstrucciones históricas. Pues la G e iste s -

ycschichte se propone m an ten ern o s conscientes del hecho de q i.ie


m i) estam os en cam ino, y de que el dram ático relato que nos o f r e c e
lia de ser continuado p o r n u estro s descendientes. Cuando es p l e n a ­
mente consciente, se p reg u n ta si acaso todas las cuestiones d iscix ti­
llas h asta ah ora no h an sido p a rte de «convenciones c o n tin g e n te s»
de épocas pasadas. In siste en el hecho de que aun cuando algunas d e
rilas hayan sido n ecesarias e ineludibles, no sabem os con certeiza
■náles lo fueron.

III. Doxografía

Los tres géneros que he descrito h asta aquí apenas si están r e la -


' .....ados con el p rim ero que nos viene a m ientes cuando se e m p le a
l.i expresión « historia de la filosofía». E ste género —el cuarto p a r a
mi - es el m ás conocido y el m ás dudoso. Lo llam aré «doxografía.».
I a ejem plifican libros que p a rte n de Tales o de D escartes y v a n a
p .n ar a alguna figura m ás o m enos contem poránea del au to r, e n u m e -
i.wulo lo que diversas figuras trad icio n alm en te llam adas «filósofos»
ilijeron acerca de problem as tradicionalm ente llam ados «filosóficos».
I". éste el género que provoca ab u rrim ie n to y desesperación. A él
iiliule G ilbert Ryle (1971: x) al señalar ab ru p ta m en te, com o una ex cu -
‘..i de su p ro p ia av e n tu rad a reco n stru cció n racional de Platón y de
iih os filósofos, que «la existencia de n u estra s clásicas h isto rias d e la
lilosofía» era «una calam idad, y no el m ero riesgo de una ca lam id ad » .
Sospecho que la m ayoría de sus lectores estaban sinceram ente de
acuerdo con él. Aun los m ás honestos, escrupulosos y exhaustivos li­
b ro s titulados H istoria de la filosofía —especialm ente ésos, en reali­
d ad— parecen descortezar a los pensadores que discuten. Es a esta
calam idad a lo que los defensores de la reconstrucción histórica
responden insistiendo en la necesidad de estu d iar el contexto en que
cada texto fue escrito, y al que los defensores de la reconstrucción
racional resp onden insistiendo en que observam os a los grandes filó­
sofos del pasado a la luz «de las m ejores obras que hoy se producen
acerca de los problem as que ellos discutieron». Ambos son intentos
de d ar nueva vida a figuras a las que sin q u erer se h a m om ificado.
La explicación de esta calam idad estriba, según pienso, en que la
m ayor p arte de los h isto riad o res de la filosofía que in ten tan n a rra r
«la h isto ria de la filosofía desde los presocráticos h asta nuestros
días» saben de antem ano cuáles han de ser los títulos de la m ayoría
de sus capítulos. En realidad, saben que sus editores no aceptarían
sus m an u scritos si se om itiera buen núm ero de los títu lo s esperados.
Es típico que tra b a je n con un canon que tenía sentido en el m arco
de las nociones neokantianas del siglo xix de «los problem as ce n tra­
les de la filosofía», nociones que pocos lectores actuales tom an en
serio. Ello h a dado lugar al desesperado intento de hacer que Leibniz
y Hegel, Mili y Nietzsche, D escartes y C arnap hablen acerca de tem as
com unes, tengan el h isto riad o r o sus lectores algún in terés por esos
tem as o no.
E n el sentido en que em plearé aquí el térm ino, la doxografía es
el in ten to de im poner una problem ática a u n canon elaborado al m a r­
gen de esa p roblem ática, o, inversam ente, de im poner u n canon a una
p ro b lem ática establecida al m argen de ese canon. Diógenes Laercio
dio m ala fam a a la doxografía al in sistir en responder a la pregunta
«¿Qué pensó X que era el bien?» p ara todo X incluido en un canon
p reviam ente form ulado. Los h isto riad o res del siglo xix le dieron una
fam a aun p eo r al in sistir en responder a la pregunta: «¿Cuál pensó X
que era la n atu raleza del conocim iento?» p ara todo X incluido en
u n canon sim ilar. Los filósofos analíticos están bien encam inados en
el sentido de em peorar la situación al in sistir en o b ten er u n a respues­
ta a la p reg u nta: «¿Cuál era la teoría del significado de X?», lo m ism o
que los heideggerianos al in sistir en o b ten er una resp u esta a la p re­
gunta: «¿Qué pensó X que era el Ser?» Tales desm añados intentos de
h acer, no obstante, que las nuevas doxografías se iniciaron h ab itu al­
m en te com o intentos revisionistas, novedosos y decididos, de disipar
la som nolencia de la tradición doxográfica precedente, intentos inspi­
rad o s p o r la convicción de que finalm ente se había descubierto la
v erd ad era p roblem ática de la filosofía. La dificultad de la doxografía
es, pues, que ella re p resen ta un intento tibio de contarnos u n a nueva
h isto ria del progreso intelectual describiendo todos los textos a la
luz de d escubrim ientos recientes. Es tibio porque le falta valentía p ara
re ad ap tar el canon de m an era que se aju ste a los nuevos descubri­
mientos.
La p rin cip al razón de esta re ite ra d a tibieza es la idea de que «fi­
losofía» es el nom bre de u n a especie n atu ral: el nom bre de una
disciplina que, en todos los tiem pos y en todos los lugares, se h a
propuesto ah o n d ar en las m ism as pro fu n d as y fundam entales cues­
tiones. Así, u n a vez que de alguna m an era se h a identificado a al­
guien com o un «gran filósofo» (p o r oposición al gran poeta, al gran
científico, al gran teólogo, al gran teórico de la política, o lo que
luere), debe p resen társelo com o investigando aquellas cuestiones.6
Puesto que cada nueva generación de filósofos p re te n d e h ab e r des­
cubierto cuáles son en realid ad esas cuestiones pro fu n d as y funda­
m entales, cada una tiene que im aginar la m anera de ver al gran filóso­
fo com o habiéndose ocupado con ellas. De ese m odo obtenem os
nuevas doxografías anim osas que, pocas generaciones m ás tarde, se
m u estran ta n calam itosas com o sus predecesoras.
P ara desem barazarnos de esa idea de que la filosofía es u n a es­
pecie n atu ra] hacen falta, p o r un lado, m ás y m ejores re co n stru c­
ciones histó ricas y, p o r otro, m ás G eistesgeschichte segura de sí.
Debemos darnos cu enta de que las cuestiones que las «contingentes
('(invenciones» de la época p re sen te nos hace ver com o las cuestiones,
son cuestiones que pueden ser m ejores que las que nuestros predece­
sores se p lan tearo n , pero no n ecesitan ser las m ism as. No son cues-
l iones con las que cualquier ser hum ano pensante necesariam ente
se haya topado. Debem os vernos, no com o respondiendo a los m is­
mos estím ulos a los que n u estro s predecesores respondieron, sino
como habiendo creado p a ra nosotros m ism os estím ulos nuevos y m ás
interesantes. D ebiéram os justificarnos afirm ando que form ulam os m e­
jores cuestiones, no afirm ando que dam os m ejores respuestas a las
«cuestiones p ro fu n d as y fundam entales» p erm anentes a las que nues-
l ios antep asad o s respondieron m al. Podem os p en sa r que las cues-
Iiones fu ndam entales de la filosofía son cuestiones que en realidad
lodos los hom bres deben h ab erse form ulado, o cuestiones que todos
l o s h o m b res se h ab ría n form ulado de h a b e r podido, pero no que las

cuestiones que todos los hom bres se form ularon efectivam ente, lo
supiesen o no. Una cosa es decir que el gran filósofo del pasado
s e h ab ría visto llevado a so sten er d eterm in ad a concepción acerca de

cierto tem a si h u b iéram os tenido la posibilidad de h a b la r con él y po­

6. En Jonath an Rée se halla m ucha in form ación acerca del desarrollo de


hi idea de que existe un conjun to com ún ah istórico de cu estion es a las que
lus filósofos han de respond er. E n su ex celen te ensayo «P hilosophy and th e
II is Iory o f the philosophy» R ée habla de la con vicción de R enouvier de que «la
Itunada h istoria de la filosofía era en realidad sólo la h istoria de ind ividu os
■iiic op tan por d iferen tes p osicion es filosóficas; las p o sicio n es m ism as se en-
i nentran siem p re allí, etern am en te d isp on ib les e invariables» (R ée, 1978: 17).
I .so es el su p u esto que orien ta a lo que lla m o doxografía.
nerlo en condiciones de ver cuáles son en realidad las cuestiones
fundam entales de la filosofía. O tra cosa es decir que sostuvo acerca
de ese tem a una concepción «im plícita» que podem os ex tra er de lo
que escribió. A m enudo lo que in teresa en él es que jam ás se le cruzó
p o r la m ente que debía ten er u n a concepción acerca de ese tem a.
Es p recisam ente la inform ación de ese tipo la inform ación de interés
que obtenem os de las reconstrucciones históricas contextualistas.
Mi afirm ación de que la filosofía no es una especie n a tu ra l puede
ser refo rm u lad a en relación con la noción co rrien te según la cual
la filosofía se ocupa con m etaproblem as «m etodológicos» o «concep­
tuales» desechados p o r las disciplinas especiales o, m ás generalm ente,
p o r o tras áreas de la cultura. Tal afirm ación es plausible si lo que
con ella se da a en ten d er es que en todas las épocas ha habido cues­
tiones surgidas de la colisión en tre las viejas ideas y las nuevas
(en las ciencias, en las artes, en la política, etc.), y que esas cues­
tiones constituyen el ám bito de com petencia de los intelectuales m ás
originales, d iletantes e im aginativos del m om ento. Pero se to rn a ina­
ceptable si con ella se da a en ten d er que esas cuestiones se refieren
siem pre a los m ism os tem as, por ejem plo, la n atu raleza del conoci­
m iento, la realidad, la verdad, la significación o alguna o tra ab stra c­
ción lo suficientem ente oscura p a ra d ilu ir las diferencias existentes
en tre las diversas épocas históricas. Puede p aro d iarse esa noción
de filosofía im aginando que en los com ienzos del estudio de los ani­
m ales se hubiese establecido una distinción en tre u n a «biología pri­
m era» y u n a «biología segunda», análoga a la distinción aristotélica
en tre u n a «filosofía prim era» y u n a «física». De acuerdo con esa
concepción, los anim ales m ás grandes, m ás notorios, m ás im presio­
n an tes y paradigm áticos, serían objeto de una disciplina especial. Se
h u b iera n d esarrollado así teorías acerca de los rasgos com unes a la
pitón, al oso, al león, al águila, al avestruz y a la ballena. Tales teo­
rías, form uladas con la ayuda de abstracciones adecuadam ente oscu­
ras, serían b astan te ingeniosas e interesantes. Pero se h u b iera conti­
nuado descubriendo cosas que podían a ju sta rse al canon de «ani­
m ales prim eros». La ra ta gigante de S um atra, las m ariposas gigantes
del B rasil, y (de m anera m ás polém ica) el unicornio, ten d ría n que
h ab e r sido tom ados en consideración. Los criterios de adecuación
de las teorías de la biología p rim era se h u b ieran vuelto m enos claros
a m edida que se fuese am pliando el canon. E ntonces vendrían los
huesos del dínornis y del m am ut. Las cosas se hub ieran com plicado
aú n m ás. E ventualm ente, los especialistas en biología segunda h a­
b ría n tenido tan to éxito en la producción de nuevas form as de vida
en tu b o s de ensayo, que se d ivertirían haciendo crecer sus gigantes­
cas nuevas creaciones y exigiendo a los atu rd id o s especialistas en bio­
logía p rim era que les hiciesen u n lugar. El contem plar las contor­
siones de los especialistas en biología p rim era cuando intentasen
id ear teorías que adm itiesen esos nuevos ítem s canónicos h ab ría
originado cierto desprecio p o r la biología p rim era com o disciplina
autónom a.
Las analogías que he in ten tad o establecer relacionan a la «biolo­
gía prim era» con la «historia de la filosofía» y a la «biología segun­
da» con la « historia intelectual». D esconectada de la h istoria, m ás
am plia, de los intelectuales, la h isto ria de la filosofía cobra cierto
sentido si ab arca sólo uno o dos siglos; si es, p o r ejem plo, una his­
toria de los pasos que co n d u jero n de D escartes a K ant. La h isto ria
del d esarrollo que lleva de la subjetividad cartesian a h a sta la filosofía
trascendental, elaborada p o r Hegel, o la historia, debida a Gilson,
de la reductio ad absurdum de las teorías rep resen tacio n alistas del
conocim iento, son ejem plos de in teresan tes narraciones que pueden
ser elab o rad as ignorando contextos m ás am plios. E sas son p recisa­
m ente dos de las m uchas form as aceptables e in teresan tes de regis­
tra r sim ilitudes y diferencias en un co njunto de figuras n o to rias e
im presionantes que ab arcan alred ed o r de ciento seten ta y cinco años
(D escartes, H obbes, M alebranche, Locke, C ondillac, Leibniz, Wolff,
IBerkeley, H um e y K ant, añadiendo o quitando algunos nom bres a
discreción del h isto riad o r de la filosofía). Pero si se in ten ta enlazar
en Hegel m ism o uno de los extrem os de esa historia, o en B acon y
Kamus el o tro , entonces las cosas se to rn an m ás bien tendenciosas.
Cuando uno se propone p o n er en relación a P latón y A ristóteles, p are­
ce h ab e r tan tas form as d istin tas de hacerlo —dependiendo ello del
diálogo platónico o del tra ta d o aristotélico que uno considere «fun­
dam ental»—, que las h isto rias altern ativ as com ienzan a p ro liferar
desenfrenadam ente. Además, P latón y A ristóteles son tan enorm es e
im presionantes, que describirlos m ediante térm inos originariam ente
elaborados p ara su em pleo a propósito de hom bres com o H obbes y
Uerkeley com ienza a p arece r un poco extraño. D espués está el p ro ­
blem a de si debe tra ta rs e a San Agustín o a S anto Tom ás y a Occam
como filósofos o com o teólogos, p ara no m encionar los problem as
provocados p o r Lao Tsé, S h an k ara y especím enes exóticos parecidos.
I’ara em p eo rar las cosas, m ien tras los h isto riad o res de la filosofía se
preguntan cóm o m eter a toda esa gente b ajo los antiguos ru b ro s,
m alignos in telectuales continúan urdiendo nuevos com puestos in te­
lectuales y desafiando a los h isto riad o res de la filosofía a que se nie­
guen a llam arlos «filosofías». C uando se ha to rn ad o necesario id ear
una h isto ria que conecte a todos los nom bres m encionados, o a la
m ayoría de ellos, con G. E. Moore, Saúl K ripke y Gilíes Deleuze,
los h isto riad o res de la filosofía ya están casi dispuestos a renunciar.
Debieran ren unciar. D ebiéram os d ejar de in te n ta r escrib ir libros
con el títu lo de H istoria de la filosofía que em piecen con Tales y con­
cluyan, p o r ejem plo, con W ittgenstein. En tales libros se hallan a
cada paso excusas desesperadam ente artificiosas por no d iscutir, por
ejem plo, a Plotino, Com te o K ierkegaard. V alerosam ente in ten tan
en c o n trar algunas «preocupaciones» que se extienden a lo largo de
los grandes filósofos incluidos. Pero continuam ente se ven em bara­
zados p o r el hecho de que aun las figuras m ás pro m in en tes e insos­
layables no discuten algunos de esos tem as, o p o r la existencia de
esos prolongados lapsos estériles en los que esta o aquella preocupa­
ción parece h ab e r desaparecido de la m ente de todos. (Tienen que in­
quietarse, p o r ejem plo, p o r la ausencia o la escasez de capítulos
titulados «La epistem ología en el siglo xvi» o «La filosofía m oral en
en el siglo X I I » o «La lógica en el siglo xvm ».) No es llam ativo que
los h isto riad o res intelectuales geistesgeschichtlich —los que escribie­
ron las vastas h isto rias au to ju stificato rias— a m enudo desdeñen la
doxografía del tipo que es com ún a W indelband y Russell. Ni lo es
tam poco el hecho de que los filósofos analíticos y los heideggerianos
in ten ten —cada uno de los dos grupos a su m anera— d escu b rir algo
nuevo p a ra que la h isto ria de la filosofía exista. El in ten to de desna-
ta r la h isto ria intelectual escribiendo u n a h isto ria «de la filosofía»
está tan condenado de antem ano com o el intento de m is im aginarios
especialistas en «biología prim era» de d esn atar el reino anim al. Am­
bos in ten to s suponen que determ inados com ponentes elem entales de
u n a m ateria h eteró clita que se agita en el fondo n a tu ra lm e n te han
de em erger a la superficie.
La an terio r im agen del desnatam iento supone u n co n tra ste entre
la h isto ria, m ás p u ra y elevada, de u n a cosa llam ada «filosofía» —la
búsq u ed a de u n conocim iento acerca de tem as perm anentes y peren­
nes p o r p arte de hom bres especializados en tal cosa— y la «historia
intelectual» com o crónica de extravagantes tergiversaciones de opi­
nión e n tre hom bres que eran, en el m ejo r de los casos, literatos, ac­
tivistas políticos o clérigos. Cuando se ponen en tela de juicio esa
im agen y el co n tra ste im plícito en ella, suele experim entarse como
un agravio la sugerencia de que la filosofía no es la búsqueda de un
conocim iento, sino (com o suelen decir los estudiantes de p rim er año)
«sólo u n a cuestión de opiniones». O bien se expresa la m ism a ofensa
diciendo que si elim inásem os el tradicional contraste, reduciríam os
la filosofía a «retórica» (como opuesta a «lógica») o «persuasión»
(com o o p u esta a «argum entación») o a alguna o tra cosa b aja y lite­
ra ria an tes que elevada y científica. P uesto que la im agen que la filo­
sofía tiene de sí m ism a como disciplina profesional depende aún de
su ca rác te r cuasi científico, la crítica dirigida al supuesto que se halla
tra s la m etáfora del desnatam iento es considerada com o un cuestio-
n am ien to dirigido a la filosofía m ism a com o actividad profesional,
y no m eram ente a u n a ram a de ella llam ada «historia de la filosofía».
Es posible m itigar la ofensa, y evitar, a la vez la m etáfo ra del des­
natam ien to , adoptando una visión sociológica de la distinción entre
conocim iento, o saber, y opinión. De acuerdo con esa visión, decir
que algo es cuestión de opinión equivale a decir que el hecho de ap a r­
ta rse del consenso h ab itu al acerca de ese tem a es com patible con la
p erten en cia a una com unidad relevante. D ecir que es conocim iento
equivale a decir que el desacuerdo es incom patible con esa p e rte ­
nencia. P o r ejem plo, en los E stados Unidos la elección de la persona
por quien ha de votarse es «una cuestión de opinión», p ero sabem os
que la p re n sa debe e sta r libre de censura oficial. Rusos bienpensan-
tes saben que tal cen su ra es necesaria, pero ven com o u n a cuestión
de opinión la de si h a de enviarse a los disiden tes a cam pos de
trab a jo o a asilos. E sas dos com unidades no aceptan como m iem bros
de ellas a aquellos que no afirm an que sea conocim iento lo que ge­
neralm ente es considerado com o tal. De m anera análoga, decir que la
existencia de las esencias reales o la de Dios es, en los In stitu to s de
lilosofía, u n a «cuestión de opinión» es decir que personas que disien­
ten en ese p u n to pueden no o b stan te o b ten er subvenciones o em pleos
en las m ism as instituciones, o to rg a r títulos a los m ism os estu d ian ­
tes, etcétera. E n cam bio, las que su sten tan las ideas de Ptolom eo acer­
ca de los p lan etas o las de W illiam Jennings B ryan acerca del origen
de las especies, son excluidos de todo In stitu to de astro n o m ía y de
biología que se precie, p orque la p erten en cia a ellos req u iere que
tino sepa que esas opiniones son falsas. De esa m anera, alguien puede
legitim ar el em pleo que hace de la expresión «conocim iento filosófico»
con sólo re m itir a u n a com unidad de filósofos consciente de sí, la ad­
misión a la cual exija un acuerdo acerca de ciertos p untos (por ejem ­
plo, que existen, o que no existen, esencias reales, o derechos hum a­
nos inalienables, o Dios). D entro de esa com unidad h a b rá acuerdo
;ieerca de p rem isas conocidas, y bú sq u ed a de m ás conocim iento, exac­
tam ente en el sentido en que hallam os tales prem isas y tal búsqueda
en los In stitu to s de biología y de astronom ía.
No o b stan te, la existencia de una com unidad así es com pleta­
m ente irrelev an te p a ra la cuestión de si algo la vincula con A ristóte­
les, Plotino, D escartes, K ant, Moore, K ripke o Deleuze. Tales com u­
nidades serían libres de estab lecer sus propios antecesores intelec­
tuales sin re ferirse a un canon, previam ente fijado, de grandes filó-
solos del pasado. Tam bién p o d rían s u s te n ta r no ten er absolutam ente
ningún an tecesor. P odrían sen tirse en lib ertad de ex tra er del pasado
los segm entos que a ellas les gusten y llam arlas «la h isto ria de la
lilosofía» sin re m itirse a n ad a que alguien previam ente haya deno­
m inado «filosofía», o tam bién de ig n o rar en teram en te el pasado.
Ouien esté disp u esto a re n u n ciar al in ten to de h a lla r intereses co­
m unes que lo un an a la A m erican Philosophical A ssociation o a la
Mind Association o a la D eutsche P hilosophische G esellschaft (y uno
lendría que e sta r u n poco loco p a ra no e sta r dispuesto a re n u n ciar
■i ese in tento), es libre entonces de re n u n ciar al in ten to de escrib ir
una H istoria de la filosofía con los aco stum b rados títulos de cap ítu ­
lo. Esa p ersona tiene la lib e rta d de c rear un nuevo canon en la m e­
dida en que resp ete el derecho de los o tro s p a ra c re a r cánones alte r­
nativos. D ebiéram os salu d ar la aparición de hom bres que, com o
Reichenbach, desechan a Hegel. D ebiéram os a le n ta r a los que sienten
la tentación de deshacerse de A ristóteles como de u n biólogo que se
m etió en h o n duras o de Berkeley com o de un obispo excéntrico, o de
Frege como de u n lógico original con injustificadas pretensiones epis­
tem ológicas, o de M oore com o de u n en can tad o r aficionado que nun­
ca entendió m uy bien lo que hacían los profesionales. D ebiéram os ur-
girlos a que lo intenten, y ver qué tipo de histo ria pueden contarnos
cuando se d eja afu era a aquellas figuras y se incluyen o tras m enos
conocidas. Sólo con la ayuda de tales alteraciones experim entales del
canon puede eludirse la doxografía. Son precisam ente tales altera­
ciones las que hacen posible la G eistesgeschichte y desalientan la
doxografía.

IV. H istoria intelectual

H asta ah o ra h e distinguido cuatro géneros y he sugerido que pode­


m os d e ja r que uno de ellos perezca. Los tres re sta n te s son indispen­
sables y no se excluyen en tre sí. Las reconstrucciones racionales son
necesarias pues colaboran a que los filósofos actuales pensem os nues­
tro s problem as íntegram ente. Las reconstrucciones históricas son ne­
cesarias p o rq u e nos advierten que esos problem as son p roductos his­
tóricos, al d em o strar que no eran visibles p a ra n u estro s predecesores.
La G eistesgeschichte es necesaria p a ra legitim ar n u estra convicción
de que nos hallam os en m ejor situación que esos predecesores debido
a que hem os llegado a re p a ra r en esos problem as. Todo libro de his­
to ria de la filosofía consistirá, por supuesto, en u n a m ezcla de esos
tres géneros. Pero p o r lo com ún p red o m in ará a uno u otro m otivo, ya
que hay tres tareas d istin tas p o r llevar a cabo. La distinción de esas
tres tareas es im p o rtan te y no debe elim inársela. Es precisam ente la
tensión en tre el anim oso «progresism o» de los p artid a rio s de las re­
construcciones racionales y la reflexiva e irónica em patia de los
contextualistas —en tre la necesidad de llevarse bien con la tare a
em p ren d id a y la necesidad de ver todo, incluso esa tarea, como
una convención contingente— lo que da lu g ar a la necesidad de una
G eistesgeschichte, de la autojustificación que este te rc e r género p ro ­
porciona. No ob stan te, cada una de tales justificaciones provoca la
eventual aparición de u n a nueva serie de com placientes doxografías,
el disgusto p o r las cuales in sp irará nuevas reconstrucciones racio­
nales b ajo la égida de nuevas problem áticas filosóficas que h ab rán
surgido en tre tanto. E stos tres géneros constituyen p o r tan to un lindo
ejem plo de la clásica tría d a dialéctica hegeliana.
Q uisiera em plear la expresión «historia intelectual» p ara designar
un género m ucho m ás rico y difuso: un género que cae fuera de esa
tríad a . E n mi opinión, la h isto ria in telectual consiste en descripcio­
nes de aquello en lo que los intelectuales estab an em peñados en una
época determ inada, y de su interacción con el re sto de la sociedad,
descripciones que, en su m ayor p arte , ponen e n tre parén tesis la cues­
tión de qué actividades d esarro llab an qué intelectuales. La h isto ria
intelectual puede p a sa r p o r alto ciertos problem as que hace fa lta
plan tear p a ra escrib ir la h isto ria de u n a disciplina, a saber, problem as
como el de estab lecer quién es u n científico, quién u n poeta, quién u n
filósofo, etcétera. D escripciones com o las que tengo en m ente pueden
aparecer en obras con títu lo s com o «La vida in telectu al en la B olonia
del siglo xv», p ero tam bién en algunos ra ro s capítulos o ap a rtad o s de
historias políticas, sociales, económ icas o diplom áticas, y aun en
algunos ra ro s capítulos o ap a rtad o s de las h isto rias de la filosofía
(de cu alquiera de los cu atro géneros distinguidos m ás arrib a). C uan­
do son leídos y ponderados p o r quien está interesado en determ inado
segm ento espaciotem poral, tales obras, capítulos y ap artad o s perm i-
len p ercib ir en qué consistía ser un intelectual en ese m om ento y en
ese lugar: qué libros se leían, cuáles eran las inquietudes, cuáles eran
los vocabularios, las esperanzas, los am igos, los enem igos y las ca­
rreras posibles.
P ara p ercib ir lo que era ser u n a p ersona joven e intelectualm ente
curiosa en determ in ado m om ento y en determ inado lugar hace falta
conocer m ucha h isto ria social, política y económ ica, y asim ism o m u ­
cha h isto ria de la disciplina. Un libro com o M aking of the E nglish
W orking Class (1963), de E. P. Thom pson, nos dice m ucho acerca de
las posibilidades y los públicos a que ten ían acceso Paine y C obbett,
v asim ism o, acerca de los salarios y de las condiciones de vida de
l o s m ineros y de los tejedores, y acerca de las tácticas de los políti-

1 os. Un libro com o Moral P hilosophy at Seventeent-C entury Har-


yurd (1981), de N orm an Fiering, nos dice m ucho acerca del tipo de
intelectual que uno podía ser en H arv ard d u ra n te ese período. El
hlii'o de Fiering ab u nda en secciones referen tes a las biografías de
i ci [ores de H a rv ard y de gobernadores de M assachusetts, lo cual per-
mi le p ercib ir cóm o h an cam biado esas posibilidades. El de T hom pson
incluye m uchas secciones referentes a las biografías de B entham y
de M elbourne que ponen de m anifiesto cóm o h an cam biado o tras po-
• il>¡l¡clades. La to talid ad de esos libros y de esas secciones se reúnen
• ii l a m ente de quien los lee en form a tal que puede p ercib ir las dife-

icncias en tre las opciones que se le p re sen tan a un in telectual en dife-


m ules épocas y lugares.
Hajo el lem a « historia intelectual» yo incluiría libros acerca de
l o d o s aquellos h o m b res que ejerciero n u n a e x tra o rd in aria influencia

v n o form an p a rte del canon de los grandes filósofos del pasado, si


h icn suele llam árselos «filósofos», ya sea p o rq u e ocuparon cáted ras
de lilosofía, o sim plem ente a falta de m ejo r idea: hom bres com o Duns
l;,.i o i o , B runo, R am us, M ersenne, W olff, D iderot, Cousin, Schopen-
l i . m e r , H am ilton, McCosh, B ergson y Austin. La discusión de estas

h i ' u r a s m enores» se une a m enudo a u n a p ro lija descripción de o r­

denam ientos in stitucionales y de m odelos disciplinarios, porque p a rte


del p roblem a histórico que ellas plan tean es la explicación de por
qué esos filósofos que no son grandes filósofos o que son cuasi filóso­
fos, debieran h ab e r sido considerados con ta n ta m ayor seriedad
que los filósofos com probadam ente grandes de su época. D espués es­
tán los libros acerca del pensam iento y la influencia de h o m bres que
habitu alm ente no son llam ados «filósofos», pero que son al m enos
casos lim ítrofes de la especie. Son hom bres que, en realidad, hicieron
los tra b a jo s que vulgarm ente se supone que los filósofos hacen: p ro ­
m over la refo rm a social, p ro p o rcio n ar nuevos léxicos p a ra la refle­
xión m oral, desviar el curso de las disciplinas científicas y literarias
hacia nuevos canales. Incluyen, por ejem plo, a Paracelso, M ontaigne,
Grocio, Bayle, Lessing, Paine, Coleridge, A lejandro von H um boldt,
E m erson, T. H. Huxley, M athew Arnold, W eber, F reud, Franz Boas,
W alter Lippm an, D. H. Law rence y T. S. K uhn, p ara no m encionar a
todos aquellos nom bres escasam ente conocidos (por ejem plo, los
au to res de influyentes tra ta d o s acerca de los fundam entos filosóficos
de la P olizeiw issenschaft) que aparecen en las notas al pie de página
de los libros de Foucault. Si uno desea com prender qué era ser un
eru d ito en la Alemania del siglo xvi, o u n pensador político en los
E stados Unidos del siglo x v i i i , o u n científico en la F rancia de fines
del siglo xix o un p erio d ista en la In g late rra de com ienzos del si­
glo xx —si uno desea conocer las disensiones, las tentaciones y los
dilem as con que se en fren tab a un joven que quería fo rm a r p a rte de
la c u ltu ra su p erio r de esos tiem pos y de esos lugares— , son hom bres
com o ésos los que uno tiene que conocer. Si uno sabe b a sta n te acerca
de m uchos de ellos, uno puede n a rra r u n a h isto ria y detallada his­
to ria acerca de la conversación de E uropa, una h isto ria en la cual
D escartes, H um e, K ant y Hegel son m encionados sólo de paso.
Una vez que descendem os desde el nivel del salto-de-cum bre-en­
cu m b re de la G eistesgeschichíe al áspero corazón de la h isto ria inte­
lectual, las distinciones en tre los grandes filósofos y los filósofos me­
nores del pasado, e n tre los casos claros y los casos fronterizos de
«filosofía», y en tre filosofía, lite ratu ra , política, religión, y ciencias
sociales, son cada vez m enos im portantes. La cuestión de si W eber
fue u n sociólogo o un filósofo, Arnold un crítico literario o un filóso­
fo, F reu d un psicólogo o u n filósofo, L ippm an un filósofo o un pe­
rio d ista, así com o la de si podem os incluir a F rancis Bacon como
filósofo cuando excluim os a R obert Fludd, son obviam ente cuestiones
que se deben p la n te a r después de que hayam os escrito n u e stra his­
to ria intelectual, y no antes. A parecerán, o no aparecerán, interesan­
tes filiaciones que enlacen esos casos fronterizos con casos m ás claros
de «filosofía», y sobre la base de esas filiaciones rectificarem os nues­
tr a taxonom ía. Además, los nuevos casos paradigm áticos de filosofía
dan lu g ar a térm inos nuevos p a ra tales filiaciones. Las nuevas ex­
posiciones de la h isto ria intelectual in tera ctú an con los desarrollos
contem poráneos p ara rectificar de m an era continua la lista de «filoso-
fos», y eventualm ente esas rectificaciones originan nuevos cánones de
grandes filósofos del pasado. Lo m ism o que la h isto ria de cualquier
o tra cosa, la h isto ria de la filosofía es escrita p o r los vencedores. Los
vencedores logran elegir a sus antepasados —en el sentido de que
deciden cuáles de sus dem asiado num erosos antepasados m encio­
nar—, escriben sus biografías y las tran sm iten a sus descendientes.
E n la m edida en que el térm ino «filosofía» tenga un em pleo ho­
norífico, im p o rtará qué figuras son consideradas com o «filósofos».
Así, si las cosas m archan bien, podem os esp erar continuas revisiones
del canon filosófico con el fin de arm onizarlo con las necesidades p re ­
sentes de la cu ltu ra superior. Si m archan mal, cabe e sp e rar la ob sti­
nada p erp etu ació n de u n canon que parecerá m ás arcaico y ficticio a
m edida que pasan las décadas. E n la im agen que de ella me he p ro ­
puesto p re sen tar, la h isto ria intelectual es el m aterial en b ru to de la
historiografía de la filosofía o, p a ra v aria r de m etáfora, el suelo a
p a rtir del cual pueden crecer las h isto rias de la filosofía. La tría d a
hegeliana que he esbozado se to rn a posible sólo u n a vez que, teniendo
e n cu enta tan to las necesidades contem poráneas com o las obras re-

i lentes de los h isto riad o res intelectuales revisionistas, hem os fo rm u ­


l a d o u n canon filosófico. Por o tra p arte, la doxografía, com o género

ipie pretende h allar u n a vena co ntinua de m ineral filosófico que corre


.1 l ravés de todos los segm entos espaciotem porales descritos p o r la
Insloria intelectual, es relativam ente independiente de los desarrollos
■K l nales de la h isto ria intelectual. Sus raíces se hallan en el pasado,
mi la olvidada com binación de necesidades culturales ya trascen d id as
v de h isto ria in telectual obsoleta que dio lugar al canon que ella
n nrra.
Sin em bargo, la u tilid ad de la h isto ria intelectual no e strib a sólo
• n su papel de in sp ira r la reform ulación de cánones (filosóficos o de
" lio carácter). E lla es ú til tam bién p orque desem peña, respecto de
l a (Geistesgeschichte, el m ism o papel dialéctico que la reconstrucción

lir.lórica desem peña respecto de la reconstrucción racional. He se­


ñ a la d o que las reco nstrucciones históricas nos tra e n a la m em oria
indas esas curiosas discusiones m enores que in q u ietaro n a lo filósofos
dr p a n nom bre, las que los d istra je ro n de los problem as «reales»
v -persistentes» que nosotros, los m odernos, hem os logrado p o n er
lii|i> una luz m ás clara. Al recordárnoslas, inducen u n sano escepti-
■i a n o acerca de si n u estro s problem as no son tan etéreos y son tan
i' a l e s . E n fo rm a análoga, Ong a p ropósito de R am us, Y ates a pro-
I"'-ai<i de Lull, Fiering a propósito de M ather, W artofsky a p ropósito
di l'euerbach, etcétera, nos recu erd an que los grandes filósofos del
p a s a d o a cuya reco n strucción dedicam os n u estro tiem po, tuvieron a
......... m enos influencia —ocuparon u n lugar m enos cen tral en la
..... versación de sus propias generaciones y en la de varias generacio-
iii \ siguientes— que m uchísim os hom bres en los que jam ás hem os
|i> u s a d o . Ellos tam b ién nos hacen ver a los hom bres que figuran en
nu estro canon usual como m enos originales, m enos característicos
de lo que nos h abía parecido antes. Pasam os a verlos com o espe­
cím enes en los que se re ite ra un tipo extinguido, antes que como
cum bres de m ontañas. Así la h isto ria intelectual hace que la Geis-
tesgeschichte se m antenga honesta, tal como las reconstrucciones
h istóricas lo hacen con las reconstrucciones racionales.
La h o n estid ad consiste aquí en te n e r presente la posibilidad de
que n u e stra conversación au to ju stificato ria sea con cria tu ra s de
n u estra p ro pia fan tasía antes que con personajes históricos, aun cuan­
do éstos sean personajes históricos idealm ente reeducados. Tal posi­
bilidad debe ser reconocida p o r aquellos que declaran esc rib ir Geis-
tesgeschichte, p orque deben p reocuparse por ver si los títulos de sus
capítulos acaso no h an sido dem asiado influidos p o r los de las doxo-
grafías. E n p artic u la r, cuando un pro feso r de filosofía se propone
em p ren d er u n proyecto autojustificatorio así, hab itu alm en te lo hace
sólo después de h ab e r dado d u ran te décadas cursos acerca de varios
grandes filósofos del pasado: acerca de aquellos cuyos nom bres apa­
recen en el p ro g ram a de exám enes de sus estudiantes, un program a
que él quizás ha heredado antes que com puesto. Es n a tu ra l p ara
él escrib ir G eistesgeschichte enhebrando unas con o tras m uchas de
sus anotaciones, esto es, saltando de u n a a o tra de las viejas altas
cum bres y pasando en silencio las llanuras filosóficas de, p o r ejem ­
plo, los siglos x i i i y xv. Cosas de este tipo han llevado a casos ex­
trem os com o el in ten to de H eidegger de escrib ir «la h isto ria del Ser»
com entando textos m encionados en los exám enes de doctorado en
filosofía de las universidades alem anas a com ienzos de este siglo.
Cuando h a pasado la im presión que deja el dram a puesto en escena
p o r Heidegger, uno puede em pezar a h a lla r sospechoso ese Ser tan
estrech am ente atado al program a.
Los seguidores de H eidegger m odificaron el program a a fin de
h ac er que todo condujese a Nietzsche y a Heidegger, tal com o los
seguidores de R ussell cam biaron el suyo p ara hacer que todo con­
dujese a Frege y a Russell. La G eistesgeschichte puede cam biar los
cánones de u n a m an era que en la doxografía no se observa. Pero tal
revisión p arcial del canon pone de relieve que N ietzsche sólo puede
p arece r tan im p o rtan te a personas m uy im presionadas p o r la ética
kan tian a, así como Frege sólo puede p arece r tan im p o rtan te a perso­
n as im presionadas por la epistem ología kantiana. Con todo, nos deja
cavilando en la cuestión de cómo K ant llegó a ser p rim eram en te tan
im p o rtan te. P ropendem os a explicar a n u estro s alum nos que su pen­
sam iento filosófico debe p e n e tra r a K ant y no g irar en torno de él.
P ero no es claro que dem os a en ten d er o tra cosa ap arte de que no
h an de en ten d er n u estro s propios libros si no han leído los de Kant.
C uando nos ap artam os del canon filosófico en la form a en que lo
hace posible la lectu ra de las detalladas e in trin cad as narraciones que
se hallan en la h isto ria intelectual, podem os p reguntarnos si es tan
im portante p a ra los aiiAüiiivsa cuiiciiuci lo que nosotros, los filósofos
contem poráneos, estam os haciendo. Es u n a honesta duda acerca de
••i mismo com o ésa la que da a los hom bres el m otivo y el valor de
escribir u na G eistesgeschichíe radicalm ente innovadora tal com o se
1.1 halla ejem plificada en T he Order of Things, de F oucault, con su
lam osa referen cia a «la figura que llam am os Hume».
Los p artid a rio s de F oucault pueden o b je ta r m i caracterización de
ese libro com o G eistesgeschichíe, pero es im p o rtan te p a ra mi arg u ­
m entación ag ru p arla ju n to con las h isto rias de Hegel y de Blumen-
licrg, p o r ejem plo. A p esa r de la insistencia de F oucault en la m ate-
i i.ilidad y en la contingencia, y de su consciente oposición al carác te r
yrisílich y dialéctico de la h isto ria de Hegel, hay m uchas seme-
lanz.as en tre esta h isto ria y la suya. Ambas ayudan a resp o n d er a la
pregunta que la doxografía evade: ¿en qué sentido estam os en m ejo r
■.il nación y en qué sentido estam os en p eo r situación que este o aquel
in iiju n to de predecesores? Ambos nos asignan un lugar en u n a epo­
peya, en la epopeya de la E u ro p a m oderna, si bien en el caso de
l'oucault se tra ta de una epopeya que ningún G eschick preside. La
ile Foucault, lo m ism o que la de Hegel, es u n a h isto ria con u n a mo-
ialeja: es v erd ad que tan to F oucault com o sus lectores hallan di-
ln nllades p a ra fo rm u lar esa m oraleja, pero debem os re co rd a r que
l<> m ismo fue cierto a p ro p ó sito de Hegel y de sus lectores. F oucault
a s o c ia «la figura que llam am os Hum e» con lo que los m édicos y la
pul ¡cía hacían en esa época, tal com o Hegel vincula a varios filósofos
mui lo que hacían los sacerdotes y los tiran o s de su época. La sub-
.11 neión de lo m aterial en lo esp iritu al en Hegel cum ple la m ism a fun-
• mu que la explicación de la verdad en térm inos de p o d er en F oucault.
Ambos in ten tan convencernos a nosotros, los intelectuales, de algo
11 11e u rg en tem en te necesitam os creer: que la c u ltu ra superior de un
período d eterm in ado no es algo insustancial, sino, antes bien, ex­
presión de algo que siem pre va a lo profundo.
Insisto en este p u n to porque el ejem plo de Foucault, unido a la
sospecha que he form ulado acerca de la filosofía com o especie na-
liiral, y acerca del m odelo del desnatam iento p a ra la relación e n tre
la h isto ria in telectual y la h isto ria de la filosofía, p o d ría conducir a
1.1 sugerencia de que si la doxografía m archa, se lleva a la Geisiesge-
m hichte consigo. M uchos ad m irad o res de F oucault están inclinados
¡i pensar que ya no necesitam os explicaciones acerca de cóm o die
>’il>[el sehen einander. E n realidad, uno p o d ría se n tir la tentación
■le avanzar aún m ás y sugerir que «la h isto rio g rafía de la filosofía»
i e l l a m ism a u n a noción que h a sobrevivido a su utilidad, porque,
• n general, el em pleo honorífico de «filosofía» h a sobrevivido a la
■uva. Si disponem os de esa especie de h isto ria intelectual com pleja,
ilensa, cautelosa con los cánones (filosóficos) literarios, científicos
ii o íros), ¿no tenem os b astan te ? ¿H ay m ás necesidad de la h isto ria
ile una cosa especial llam ada «filosofía» que de ejercer una disci­
plina que o sten ta ese m ism o nom bre? Si realm ente creem os que no
existe Dios ni las esencias reales ni su stitu to alguno de esas cosas,
si seguim os a Foucault y som os consecuentem ente m ateria listas y
nom inalistas, ¿no querrem os revolver las cosas al pu n to de que no
haya fo rm a de distin g u ir la n ata de la leche, lo conceptual y filosófi­
co de lo em pírico e h istó ric o ? 7
Como buen m aterialista y nom inalista, obviam ente sim patizo con
esa línea de pensam iento. Pero com o aficionado a la G eistesgeschich­
te quisiera resistirm e a ella. Soy enteram ente p a rtid a rio de desem ­
barazarse de cánones que se han vuelto m eram ente anticuados, pero
no creo que podam os p asarla sin cánones. Ello se debe a que no po­
dem os p asarla sin héroes. N ecesitam os de las cim as de las m ontañas
p a ra elevar la m irada hacia ellas. N ecesitam os contarnos a nosotros
m ism os detalladas h isto rias acerca de los poderosos m u erto s p ara
h acer que n u estra s esperanzas de sobrepasarlos se concreten. Nece­
sitam os tam b ién la idea de que existe algo tal com o «filosofía» en el
sentido honorífico del térm ino, la idea de que hay —si tuviéram os
el talento de plantearlas-— ciertas cuestiones que todos los hom bres
deben de h ab erse form ulado siem pre. No podem os ren u n ciar a esa
idea sin re n u n ciar a la noción de que los intelectuales de las épocas
an terio res de la h isto ria europea form an una com unidad, una com u­
nidad de la que es bueno ser m iem bro. Si hem os de p e rsistir en
esta im agen de nosotros m ism os, tenem os que sostener conversacio­
nes im aginarias con los m uertos, y, asim ism o, la convicción de que
hem os visto m ás que ellos. Ello quiere decir que necesitam os de la
G eistesgeschichte, de conversaciones au tojustificatorias. La a ltern a­
tiva es el intento que F oucault u n a vez anunció, pero al cual, espero,
ha renunciado: el in ten to de no ten er ro stro , de trasc en d er la com u­
n idad de los intelectuales europeos fingiendo u n a anonim idad sin
contexto, com o esos p ersonajes de B eckett que han renunciado a la
autojustificación, al intercam bio dialógico y a la esperanza. Si uno
en efecto desea em p ren d er ese intento, entonces, p o r supuesto, la
G eistesgeschichte —aun la variedad de una G eistesgeschichte m ate­
rialista, nom inalista, entzauberte, que estoy adjudicando a F oucault—
es u n a de las p rim eras cosas de las cuales uno debe deshacerse. He
escrito lo an terio r en la suposición de que no querem os llevar a cabo
ese intento, sino que, p o r el contrario, querem os hacer que nues­
tro diálogo con los m uertos sea m ás rico y pleno.

7. Una expresión de esa línea escép tica de p en sam ien to es la polém ica de
Jonathan Rée contra el papel de «la idea de la H istoria de la Filosofía» al pre­
sen tar a «la filosofía com o un sector autón om o y eterno de la producción in te­
lectual» y com o poseyen d o «una historia de sí m ism a que se interna en el pa­
sad o com o un tún el a través de los siglos» (R ée, 1978: 32). E stoy enteram ente
de acuerdo con Rée, pero pienso que es p osib le evitar ese m ito, continuan do los
tres géneros que he encom en dado, sim p lem en te por m edio del uso c onscien te de
«filosofía» com o térm ino hon orífico antes que descriptivo.
E n esa suposición, lo que necesitam os es ver la h isto ria de la
filosofía com o la h isto ria de los h om bres que h an hecho in ten to s
espléndidos p ero m uy fallidos de fo rm u lar las p reguntas que noso­
tros debem os fo rm ular. Esos serán los candidatos p a ra u n canon,
esto es, p a ra u n a lista de los au to res que uno debiera saber m uy bien
que debe leer antes de in te n ta r im aginarse cuáles son las cuestiones
lilosóficas en el sentido honorífico de «filosofía». P or supuesto, un
candidato determ in ad o puede co m p artir los intereses de éste o de
aquel grupo de filósofos contem poráneos, o no hacerlo. Uno no e sta rá
i-n condiciones de saber si la falla es de él o del grupo en cuestión
liasta que uno haya leído a todos los o tro s candidatos y establecido
su propio canon, o relatad o la p ro p ia G eistesgeschichte. C uanto m a­
yor sea el carác te r de h isto ria intelectual de la h isto ria que ob ten ­
gamos, y del tipo de aquellas en las que no in q u ieta qué cuestiones
son filosóficas y quién debe ser considerado filósofo, tan to m ejores
serán n u e stra s posibilidades de disponer de una lista conveniente­
m ente am plia de candidatos p a ra u n canon. C uanto m ás variados sean
los cánones que adoptem os —cuanto m ás rivalicen con las Geiste-
sgeschichten que tengam os a m ano— tan to m ayor será n u e stra apti-
11 id p a ra re co n stru ir, p rim ero racionalm ente y después h istó rica­
mente, a los pensadores de interés. A m edida que ese certam en se
vuelva m ás intenso, la tendencia a esc rib ir doxografías será m enos
Inerte, y con ello ten drem os de sobra. No es probable que el ce rta­
men concluya alguna vez, pero m ien tras p ersista no habrem os p e r­
dido ese sentido de com unidad que únicam ente el diálogo apasionado
liace posible.8

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8. A gradezco a David H ollinger por su s ú tiles ob servacion es acerca de la


i'iim era versión de este trabajo, y al C e nter fo r A d v a n c ed S t u d y in the Beha-
i ioral Sciences por proporcion arm e las con d icion es ideales para su red acción .
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C a p í t u l o 4

¿POR QUE ESTUDIAMOS LA HISTORIA


DE LA FILOSOFIA?

L orenz K rüger

D ifícilm ente pueda d iscu tirse que en la actu alid ad la ab ru m ad o ra


m ayoría de los filósofos se dedica, al m enos en p arte, al estudio de
la h isto ria de su cam po. E n este aspecto el proceder de o tras disci­
plinas es diferente, y en u n a época el proceder de los filósofos era
asim ism o diferente. ¿Existen buenas razones p a ra ese cam bio? ¿Co­
nocemos esas razones? ¿D isponem os de una concepción bien fundada
y co m p artid a p o r todos acerca de p o r qué y con qué objeto la m ayoría
de los filósofos o la profesión en general estudiam os la h isto ria de
la filosofía? No lo creo. He obtenido esta im presión a p a rtir de m u­
chas conversaciones que he sostenido y a p a rtir de m is lecturas, in­
cluyendo la lectu ra de lo que yo m ism o he escrito.
Mi p rim era sospecha de que hay algo de dudoso en n u estra ap a­
rente afinidad con la h isto ria filosófica surgió al leer estudios filosófi­
cos en teram en te correctos e in teresan tes en sí m ism os, pero precedi­
dos p o r ráp id as y vagas declaraciones —de un tipo m uy conocido— en
el sentido de que esos estudios era n em prendidos desde u n a perspec­
tiva sistem ática o teniendo p resen te u n a finalidad sistem ática. La de
decir u n a cosa así es, al parecer, u n a ac titu d prestigiosa reciente­
m ente ad o p tad a p o r los filósofos, ac titu d que se to rn a cada vez m ás
m arcada a m edida que los intereses de la profesión se vuelven m ás
históricos. Debem os preg u n tarn o s h asta qué p u n to esa estrateg ia co­
mún de reco n ciliar los estudios históricos con las tare as actuales es
convincente. Me p arece que a veces puede alcanzarse esa reconci­
liación de m ejo r m an era p o r m edio de una sim ple indagación de
la h isto ria tal com o puedan sugerirla los contingentes intereses in­
dividuales y dejando que entonces la h isto ria hable p o r sí m ism a.
Kn ocasiones aquella ac titu d d elata una m ala consciencia, advertida
i) inadvertida, que deriva de saber que las cuestiones urgentes que­
dan sin resp u esta, deficiencia que es posible o cu ltar o, al m enos, ju s ­
tificar con éxito p o r m edio de retorcidos desvíos hacia el pasado.
Con frecuencia aquella a c titu d m eram ente revela, p o r cierto, el buen
sentido de un a u to r que ha advertido la p rofundidad del problem a que
tra ta y de ese m odo se ve llevado a la conclusión de que lo m ejor
que puede h ac er es volverse hacia sus grandes predecesores a fin
de abordarlo.
Sea como fuese, advierto una discrepancia o un desequilibrio en­
tre la im presionante cantidad de estudios históricos (a m enudo exce­
lentes) p o r un lado, y el alcance de la com prensión y de la justifica­
ción de tales estudios p o r otro. La im portancia de ese desequilibrio
no sería tan grande si no fuera p o r el hecho de que los filósofos
estu d ian la h isto ria a p a rtir de una cierta consciencia de sus nece­
sidades y de sus obligaciones profesionales. No obstante, esa cons­
ciencia está lejos de ser clara y distinta: antes bien, ella constituye
p o r sí u n p ro blem a filosófico. Dicho en pocas palabras, creo que es
indispensable com prender, si no superar, el desequilibrio o la discre­
pancia en tre la p ráctica de la investigación y las autovaloraciones
teóricas.
En este trab ajo , m i intento de h acer frente a esa ú ltim a cuestión
estará guiado p o r la idea de que al m enos una razón de im p o rtan ­
cia, si no la m ás im p o rtan te, del hecho de que los filósofos estudien
la h isto ria de la filosofía estrib a en que las ciencias n atu rales y la
tecnología b asad a en las ciencias natu rales poseen u n a irred u ctib le
dim ensión histórica. E sto no equivale a la trivial observación de que
la ciencia y la tecnología no em ergen rep en tin am en te com o Palas
Atenea de la cabeza de Zeus. La cuestión es, m ás bien, que no se las
puede co m p render adecuadam ente si no se las ve com o aconteci­
m ientos históricos únicos.
A p rim era vista puede p arece r en teram ente inaceptable suponer
que la filosofía recibe su irred u ctib le h istoricidad de las ciencias
naturales. Pues estas disciplinas se caracterizan precisam ente p o r su
capacidad de d esarro llarse exitosam ente sin preocuparse por su ori­
gen o p o r su h istoria. Se las estim a ju stam en te p orque sus re su lta­
dos rem iten firm em ente a los hechos n atu rales, los cuales se sitúan
m ás allá de la historia. P or ello podría parecer que si la filosofía pue­
de vincularse con esas disciplinas, o en la m edida en que ello sea
posible, deberá ser capaz de su p erar las contingencias de la histo­
ria de la razón y de alcanzar finalm ente una verdad firme. (Uno
piensa aquí en K ant com o uno de los filósofos que se propuso re­
fo rm a r la filosofía de acuerdo con el m odelo de la ciencia n atu ra l a
fin de «colocar a la m etafísica en el cam ino seguro de la cien cia» .)1
Inversam ente, cabría e sp e rar que sólo en la m edida en que se la
disocia de la ciencia n a tu ra l y se la vincula con o tras disciplinas
académ icas, o con el conjunto de la vida social o cultural, la filosofía
se vuelve esencial e irreductiblem ente histórica. (Podem os pensar

I. Kant, 1781 y 1787, B X X III-X X IV .


aquí en H eg el2 o en la A ufbau der geschichtlichen W elt in den
G eistesw issenscahften, de D ilthey [Dilthey, 1910] o, m ás reciente­
m ente, en G adam er [G adam er, 1960], cuya o b ra considerarem os m ás
d etallad am en te en lo que sigue.) P or tanto, mi in ten to de poner en
relación la histo ricidad de la filosofía p rim aria m e n te con las ciencias
n atu rales parecerá e sta r erróneam ente orientado. Creo, no obstante,
que u n enfoque m ás tradicional y atendible no a c e rta rá en la dem os­
tración, a la que me propongo llegar, de que la filosofía es esencial­
m en te de n atu raleza histórica.3
En el desarrollo y en la defensa de esta inaceptable tesis avan­
zaré dando distin tos pasos: (I) d iscutiré la concepción de la his­
to ria de la filosofía m ás am pliam ente difundida y de m ás fácil acep­
tación: la concepción que la p re sen ta fundam entalm ente como una
«historia de los problem as». E spero d em o strar su insuficiencia y,
en p artic u la r, tam bién su ca rác te r fu n d am entalm ente ahistórico.
(II) A ñadiré algunas observaciones referen tes a la relación existente
en tre la ciencia m oderna y la filosofía que pueden a c la rar los m otivos
p o r los que se vincula a la h isto ria de la filosofía con disciplinas
d istintas de las ciencias n aturales. (III) A continuación d iscutiré
una versión, reciente y de peso, de la afinidad en tre la filosofía en­
tendida histó ricam ente y las G eistesw issenschaften: la filosofía h e r­
m enéutica de Hans-Georg G adam er, e in ten taré señalar las lim itacio­
nes de esa concepción. (IV ) Me vuelvo entonces a la cuestión de si
las ciencias n atu rales y la tecnología no son tam bién ellas in trín seca­
m ente históricas, concepción que espero p o d er p re se n ta r com o plau­
sible. (V) En la ú ltim a sección extraeré algunas conclusiones que h a ­
blan en favor de la h istoricidad de la filosofía m ism a, y p ondré en
relación esta tesis con las figuras y con los tem as fundam entales de
la filosofía alem ana de este siglo.

La idea de escrib ir h isto rias de problem as filosóficos (o «historias


problem áticas» de la filosofía) se desarrolló poco a poco en el curso
de la elaboración de las m ás com plicadas h isto rias de los sistem as
2. Una con cisa fórm u la dice: «La filosofía [e s] su tiem p o aprehendido en
el pensam iento», H egel, 1920, Vorrede, Bubner, 1982, presen ta un ilu m in ador
análisis de la con exión entre la filosofía y las ciencias so cia les estab lecid as por
H egel, en el que se pone especial én fasis en esa sen ten cia hegeliana.
3. Doy por sen tad o que (casi) todos adm itirán que en oca sio n es hay razones
p rácticas para estu d iar el m aterial h istórico a fin de lograr una com pren sión
filosófica tran sh istórica. El ob jetivo del p resente trab ajo es m ostrar que esa
p osición es dem asiad o débil: no hace ju sticia con n u estro s com p rom isos h is­
tóricos reales ni revela el alcan ce y la im p ortan cia de n u estras tareas h istóricas.
filosóficos. Fue form ulada p o r W indelband y difundida m ás tard e
p o r Nicolai H artm a n n en Alemania.4 En la actualidad ejerce un p re­
dom inio casi indiscutido, en especial en los países de habla inglesa.
Sim plificando un poco las cosas puede decirse que el núcleo com ún
de las d istin tas variedades de esta concepción reside en el supuesto
de que la filosofía se caracteriza p o r un conjunto específico de tareas
que se m antiene constante a lo largo de la historia. Ese conjunto, se
sostiene, se pone de m anifiesto en la constante re cu rren cia de ciertos
problem as típicos y, asim ism o, en la persistencia de ciertos enfoques
altern ativ o s fu ndam entales p a ra su solución. En un nivel de sufi­
ciente generalidad es posible ilu s tra r fácilm ente esa concepción m e­
diante ejem plos: desde Platón form ulam os p reguntas com o «¿Qué
es el conocim iento?» o «¿Cuáles son los fundam entos de la conduc­
ta m oral?», etcétera. Es quizá m enos claro cóm o deba indicarse la
tipología de actitu d es alternativas que re cu rre n com o re sp u esta a
tales problem as. P resum iblem ente debem os pen sar en pares de con­
ceptos como «noologismo dogm ático» y «em pirism o escéptico» (según
la term inología em pleada p o r K ant en su histo ria de la razón),5 o
«idealism o» y «m aterialism o», «libertad» y «determ inism o» (Renou-
vier, 1885-1886), etcétera.
Sin em bargo, no es necesario acep tar tales esquem atizaciones para
explicar la idea cen tral de la h isto ria de «problem as». M aurice Man-
delbaum (1965) h a explicado esa idea distinguiendo e n tre «historias
evolutivas» espacial y tem p o ralm en te continuas por u n a p arte, e «his­
to rias parciales» o «especiales» discontinuas p o r o tra parte. La histo­
ria cu ltu ral es un ejem plo del p rim er tipo; la h isto ria de la filosofía
es un ejem plo del segundo. Las conexiones in tern as en las historias
de la segunda especie consisten en argum entos recíprocam ente rela­
cionados que cubren las lagunas espaciotem porales y proporcionan,
al m ism o tiem po, los nexos causales. La existencia de tales conexiones
da cuenta tam bién de la independencia o la autonom ía intelectual
de la disciplina, la cual, p o r cierto, no tiene p o r qué desconocer las
excepciones o ser absoluta. E sta concepción es m uy conocida y am ­
p liam ente aceptada. Cuenta, adem ás, con u n a innegable base en la
realidad: u n filósofo lee y critica al otro.
Puede ser m ás in teresan te preg u n tarse cómo y p o r qué ha surgi­
do el creciente interés p o r los problem as com o algo opuesto a las
doctrinas, las teorías o los sistem as. Por qué un conjunto de proble­
m as, u n con ju nto de térm inos en los cuales pueden form ularse los
problem as, m ás u n conjunto de enfoques básicos de esos problem as,
son datos que constituyen una base todavía m uy pobre p ara la con­
tin uidad, en com paración con lo que en otros casos se considera como
4. E sta corriente de la historiografía de la filosofía se halla porm enoriza-
d am ente descrita en G eldsetzer, 1968b. O tras fu en tes se citan en O ehler, 1957;
véa se esp ecialm en te su n ota 29 en pág. 521.
5. Im m an uel K ant, 1781 y 1787, A 852/B 880 y sigs.
requisito previo p a ra reconocer la existencia de u n a y la m ism a dis­
ciplina que se desarrolla con tin u ad am en te a lo largo del tiem po, a
saber, m étodos y teorías. Cabe c o n je tu ra r que la restricción a los
problem as y a los enfoques tiene algo que ver con la creciente opo­
sición a la m etafísica que tuvo lugar tra s la declinación de los gran­
des sistem as idealistas. En efecto, el tem a de los «problem as» re a­
parece u n a y o tra vez e n tre los críticos de Hegel en torno del paso
al siglo p resente. A los nom bres de los h isto riad o res alem anes de p ro ­
blem as pueden añad irse nom bres ingleses: en 1910 y 1911 G. E. M oore
dicta u n curso con el títu lo Som e Main P roblem s of Philosophy, y en
1912 B. R ussell publica The P roblem s of Philosophy.6 La nueva es­
trateg ia del análisis filosófico (com o opuesto a la construcción de
teorías y de sistem as) conduce eventualm ente a los aforism os en
los que el ú ltim o W ittgenstein proponía p ara la filosofía un papel
m eram en te terap éu tico, entendiendo que su función se lim ita a la
disolución de rom pecabezas o de problem as aislados. E stas ráp id as
observaciones ap u n tan sólo a m o stra r el precio que el h isto riad o r de
problem as tiene que pagar: ren u n cia a la búsqueda de una continui­
dad teórica p a ra salvar la continuidad en el nivel de los problem as.
No obstan te, en el siglo xix difícilm ente podían preverse tales
costos. P or el co n trario : debe de haberse considerado que el c e n tra r
la atención en los problem as co n stitu ía u n procedim iento típ icam en ­
te científico y, p o r tanto, u n a estra te g ia que debía ser in tro d u cid a en
las ciencias sociales, en las hum anidades y, asim ism o, en la h isto ria
y en la filosofía. Los problem as deben haberse p resen tad o entonces
como el tópico n a tu ra l y, en realidad com o el tópico conductor, de
la h istoriografía.
P ro bablem ente pueda hallarse u n a razón com plem entaria de la
decisión de lim itarse a los problem as en la falta de sistem as filosó­
ficos que hiciesen fren te a la ráp id a expansión del conocim iento cien­
tífico en diversas disciplinas que tuvo lugar d u ra n te el siglo xix.
Los filósofos deben de h ab e r sentido que era cada vez m ás difícil
m an ten er el prestigio y la aceptabilidad intelectual de su tra b a jo en
el m undo científico. El m odelo historiográfico de la h isto ria de los
problem as sirvió, en tre o tra s cosas, p a ra h acer lugar a algo sem ejan­
te al p rogreso en la investigación filosófica. W indelband, p o r ejem plo,
observa que «cada uno de los grandes sistem as filosóficos em prende
la resolución de su ta re a reform ulándola nuevam ente ab ovo com o
si apenas h u b iesen existido o tro s sistem as» (W indelband, 1889:
Einleitung, § 2.1, pág. 7), m ien tras in ten ta, sin em bargo, a través de
la h isto ria de los sistem as anteriores, d escu b rir la e stru c tu ra pei'ma-
n ente de la razón hum ana (W indelband, 1889: Einleitung, § 2.6, pág. 16;
6. Agradezco a Ian H acking por hab erm e hecho reparar en este rasgo de
la reciente h istoria de la filosofía. H asta donde sé, no hay h asta ahora estu d io s
detallad os y aclaratorios al respecto. A gradezco a Lorraine D aston su s ilu m i­
nadores com en tarios.
cf. págs. 11 a 14). En su artículo «Philosophy, H istoriography of»
del diccionario inglés de filosofía John Passm ore codifica, p o r así
decir, la concepción de que la h isto ria de los problem as es progre­
siva; dice: «el h isto riad o r de la filosofía, a diferencia del h isto riad o r
de la cultu ra, se interesa especialm ente en los períodos de progre­
so».7 La filosofía, se halla aquí caracterizada en form a análoga a
o tras disciplinas, esto es, com o una investigación (relativam ente)
autónom a. Es eso, p o r cierto, lo que hace que la concepción de la
h isto ria de la filosofía com o h isto ria de problem as esté tan divulgada.8
Pasaré ah o ra a estim ar críticam ente esa concepción. Estoy lejos
de su sten tar que sea erróneo en todos los casos cultivar la histo ria
de los problem as; tal h isto ria constituye una form a a m enudo útil,
y a veces excelente, de filosofía. No ob stan te, creo que la co rrespon­
diente posición historiográfica, considerada com o com ponente de
u na teo ría filosófica, es m uy deficiente. A causa de esa deficiencia la
h isto ria de los problem as om ite e n fren tar un aspecto central de la
ta re a histórica. La idea re cto ra de mi crítica es la de que la con­
cepción de la h isto ria de la filosofía com o una h isto ria de los p ro ­
blem as su stituye el desarrollo au tén ticam en te tem poral p o r u n espu­
rio presente. P ara explicar esta afirm ación d iscutiré tres cuestiones
concatenadas: 1) la asim ilación de la filosofía a la investigación
u su al es errónea; 2) la filosofía no es autónom a; y 3) la concepción
que asim ila la filosofía a la investigación usual, autónom a, elim ina la
v erd ad era dim ensión h istó rica de la filosofía.
R especto de (1) puede observarse, de paso, que la p ro p ia suposi­
ción de una persistencia de los problem as no arm oniza con la afir­
m ación de que la filosofía progresa. El progreso parecería im plicar
que los problem as son resueltos, y no que recurren. Podría repli­
carse que tam bién en la h isto ria de la investigación usual —p o r ejem ­
plo, en el ám bito de la teoría física— los problem as recurren; tal es
el caso, en tre otros, del problem a de la e stru c tu ra de la m ateria.
P ara resp o n d er a esa objeción debo h acer una observación m ás
esencial, a saber, que p lan tea r el problem a de la m ateria en la actua­
lidad es una cosa d istin ta de p lantearla en la A ntigüedad o en el
7. P assm ore, 1967, 22. El texto citad o se refiere al historiador de problem as,
tal com o lo m uestra el contexto.
8. Jürgen M ittelstrau ss ha defendido recien tem en te la concep ción de la h is­
toria de la filosofía co m o h istoria de problem as sosten ien d o que es la única
que nos p erm ite in terp retar a la h istoria de la filosofía com o disciplin a de la
que p od em os extraer una enseñanza (M ittelstrass, 1977). E ste autor está de
acuerdo con John P assm ore, quien había afirm ado que «sólo de la h istoria de
los problem as tiene el filósofo algo que aprender» (P assam ore, 1965; la cita es
de la pág. 31). Lo que debe aclararse aquí es la siguiente pregunta: ¿enseñar
acerca de qué o para qué? P assm ore y M ittelstrass parecen su pon er para esa
pregunta una resp u esta que es ind ep en dien te del con ocim ien to h istórico y que
determ ina si una historiografía dada condu ce a la enseñanza o no. Lo que m e
propon go poner en tela de ju icio en este trabajo es p recisam ente el su p u esto de
tal ind ependencia.
siglo xvii. La situación de un problem a en u n a ciencia n a tu ra l no
está d eterm in ad a p o r la pugna e n tre concepciones básicas a lte rn a ti­
vas (p o r ejem plo, e stru c tu ra continua versus e stru c tu ra ato m ísti­
ca); p o r ello no perm anece invariable a lo largo del tiem po, sino que
es tran sfo rm ad a esencialm ente p o r la teoría precedente. El ato m ista
m oderno no pone en relación su o b ra con la de D em ócrito, aun cuan­
do pueda decirse que com parte con este filósofo el enfoque fu n d a­
m ental, sino, an tes bien, con ciertos aspectos de la m ecánica del
continuum ; p o r ejem plo, con la m ecánica de las ondas. El c a rá c te r
progresivo de la investigación científica parece depender de la exis­
tencia de u n a serie de teorías, las cuales pueden no ser m u tu am en te
com patibles, p ero son susceptibles de ser puestas en relación y m e­
jo rad as poco a poco. En cam bio, la pretensión del h isto riad o r de p ro ­
blem as descansa en el supuesto de que en la filosofía no se reg istra
una co n tinuidad teórica de ese tipo.
R especto de (2), esto es, respecto de la autonom ía de la filosofía,
uno deb erá p reg u n tarse de dónde provienen los problem as de la filo­
sofía. Por su p ro p ia naturaleza, la concepción de la h isto ria de la
filosofía com o h isto ria de problem as no deja lugar p a ra u n a expli­
cación filosófica del origen y de la im portancia (relativ a) de esos
problem as. En los textos de los h isto riad o res de los problem as que
he leído, el origen de los nuevos problem as aparece siem pre com o
u na suposición fáctica adicional; en realidad, com o u n a concesión
que en buen a m edida se acerca a la aceptación de objeciones co n tra
la au to n o m ía de la filosofía. D ejaré que W indelband, uno de los m ás
decididos defensores de la autonom ía, hable en favor de su posición:

La filosofía recibe sus problemas, lo mismo que el m aterial para


su solución, de las ideas de la consciencia general de la época y de
las necesidades de la sociedad. Las grandes realizaciones y las cues­
tiones nuevas de las ciencias particulares, el movimiento de la cons­
ciencia religiosa, las revoluciones de la vida social y política dan
repentinamente a la filosofía nuevos impulsos y determinan las
direcciones en que ha de orientarse su interés (...) y, en medida
no inferior, los cambios de las preguntas y de las respuestas a lo
largo del tiempo.9

No sólo la autonom ía, sino tam bién la existencia o, al m enos, la


im p o rtan cia de los problem as re c u rre n te s p arecen ser puestos en tela
de juicio aquí. (Más adelante discutirem os brevem ente el m odo en que
W indelband in ten ta escap ar de esta dificultad.) Si el contexto histórico
es un contexto form ado p o r problem as, y no p o r doctrinas o p o r
teorías, entonces no es posible explicar o evaluar la selección, la gra­
vitación y la in terrelación de esos problem as con la ayuda de u n a
teo ría filosófica previa. E n lugar de ello, necesitarem os u n a evalua­

9. W indelband, 1889, E inleitun g, § 2.4, pág. 11.


ción p erm an en te de la situación del problem a actual de acuerdo con
las necesidades que se advierten en el presente. N ada erró n eo pa­
rece h ab er en ello en el supuesto de que la capacidad de ad v ertir
las necesidades sea suficientem ente aguda. Pero en esta concepción
no se indica el m otivo p o r el cual los problem as deban reaparecer,
o sean en algún sentido específicam ente filosóficos. Además, la esen­
cial referen cia al p resen te red u cirá el pasado (o, m ás exactam ente,
los problem as del pasado tal com o hayan sido seleccionados p ara
su estudio) a u n p resen te espurio.
P o r últim o, en relación con (3), esto es, a propósito de u n tem a
de la filosofía que sea invariable en el tiem po, debem os conside­
ra r la posibilidad de reclam ar u n dom inio de la realidad com o espe­
cífico de la filosofía. La existencia de u n a cosa así explicaría la p er­
sistencia de las cuestiones aun sin que se diese u n a continuidad en
las teorías. P uesto que no hay aspecto o p a rte de la realidad que no
sea reclam ado tam bién al m enos p o r alguna o tra disciplina, la suge­
rencia de que exista un tem a específico de la filosofía parece no tener
m ucho sustento. Podem os considerar, de todos m odos, el tem a que
tiene m ayores probabilidades de co n stitu ir el tem a específico de la
filosofía. Si nos lim itam os al período m oderno, ese tem a es sin duda
el intelecto y la consciencia hum anos, la m ente hum ana o, en térm inos
m ás generales, la n atu raleza hum ana. La m ayor p a rte de los grandes
filósofos m odernos considera que el exam en de ese tem a constituye
el nú m ero teórico de sus doctrinas. K ant expresó de la m ejo r m ane­
ra cuál era el objetivo que la crítica de la facultad hum ana de co­
nocim iento se p roponía alcanzar: convertir a la m etafísica en una
ciencia.10 No tenem os que sorprendernos, p o r tanto, si hallam os ves­
tigios de esa idea en u n h isto riad o r de problem as pu n tu alm en te
k an tian o como W indelband, quien señala, p o r ejem plo, lo siguiente:
«C onstituyen el tem a de la h isto ria de la filosofía aquellas form acio­
nes cognitivas que, consistiendo en form as de concebir o de juzgar, se
h an m antenido vivas perm anentem ente y por ello h an puesto de
m anifiesto claram ente la e stru c tu ra in tern a de la razón.» 11 El cono­
cim iento que la razón tiene de sí m ism a vuelve a ap arecer en el cen­
tro m ism o de la ap a ren te h istoricidad de la h isto ria de los proble­
m as.12 R ichard R orty h a sostenido recientem ente que el supuesto
de u n a razón h u m ana o de u n a n atu raleza hum ana intem poral es
esencial p a ra la pro p ia idea de la filosofía m oderna como disciplina

10. K ant, 1781 y 1787, B X XIII-X X IV .


11. W indelband, 1889, E inleitung, § 2.1, pág. 7.
12. Cabe n o ta r que los h isto riad o res de p ro b lem as po sterio res que desecha­
ro n el residuo de trascen d en talism o de la h isto rio g rafía de W indelband, no
disponen ya de u n a fun d am en tació n conceptual de la auto n o m ía de la filosofía y
de la identidad de los problem as. La posibilidad de defender esta concepción
está m ucho m ás ín tim am en te ligada a la epistem ología tradicional de lo que a
m enudo se advierte.
autónom a, y que constituyó el vehículo de lo que él denom ina «un
inten to de escap ar de la h istoria».13
E stoy de acuerdo con R orty en dos de sus tesis fundam entales:
a) que el grandioso intento de la filosofía m oderna por co n stitu irse
en u n a disciplina independiente y fundam ental era hostil a la v er­
d ad era histo ricid ad , y b) que ese in ten to fracasó. El fracaso se debió
en p a rte a la exitosa com petencia que con ella protagonizó la ciencia
exitosam ente, la cual puso en tela de juicio el carác te r a priori de
la filosofía, y en p a rte y, acaso, p rincipalm ente, a una im p o rtan te
inadvertencia: ex h yp o th esi los problem as y los enfoques posibles
para su solución son ellos m ism os ahistóricos. Pueden surgir en el
curso de la h isto ria, pero sólo com o posibles nuevos tem as de una
consideración filosófica tran sh istó rica . Som os nosotros, que vivimos
en la actualidad, quienes tenem os n u estro s problem as. M odesta y
sabiam ente decidim os am p liar el círculo de p articip an tes en la dis­
cusión filosófica a quienes p restam o s atención, p a ra incluir en él a
m uchos de n u estro s notables colegas del pasado. Tal es —dicho rá p i­
dam ente— la ac titu d im plícita en la concepción de la h isto ria de la
filosofía com o h isto ria de problem as; esa actitu d corresponde en gran
m edida a su p rá ctica historiográfica real y, a veces, tam bién a sus
autoevaluaciones teóricas.14
P ara evitar m alentendidos debo su b ra y ar que no estoy objetando
el ocasional tra ta m ie n to de n u estro s grandes predecesores com o si
fuesen contem poráneos; podem os, p o r cierto, ap ren d er d irectam ente
de ellos. La suposición de que existen problem as com unes a ellos
y a no so tro s puede incluso d escu b rir u n a com prensión histórica. Lo
que p ara mí constituye u n intrincado problem a son las condiciones
de posibilidad de aquel aprendizaje y de esta com prensión. La h isto ­
ria de los problem as los deja com o hechos sin explicación. A esta
lim itación corresponde otra: las razones p ara p ro d u c ir obras h is­
tóricas siguen siendo ad hoc y m eram ente pragm áticas. La h isto ria
no se p re sen ta com o un com ponente esencial de la filosofía, o bien
la p ro p ia filosofía no es concebida com o algo histórico.
El resu ltad o de mi crítica es, en pocas palabras, el siguiente: la
h isto ria de la filosofía tal com o es concebida por el h isto riad o r de
problem as carece del contexto teórico indispensable p a ra que se la
pueda asim ilar a la investigación científica (lo cual co n stitu ía el obje­
tivo del h isto riad o r de problem as). El contexto ausente puede ser
13. R orty, 1978, 8-9. Los h isto ria d o re s contem poráneos de p roblem as p a re ­
cen e sta r de acuerdo: P assm ore, p o r ejem plo, explica la re c u rren cia de los
problem as desde P latón aduciendo el hecho de que todos som os seres h u ­
manos (1965, pág. 13).
14. M ichael Ayers expone en fo rm a crítica u n ejem plo saliente: P. F. S traw ­
son elogia a J. B en n ett p o r tr a ta r a K an t com o «un gran co ntem poráneo...
i on el cual podem os discutir», ta l com o podem os hacerlo con Locke, Leibniz,
llerkeley y H um e no m enos q u e con Ryle, Ayer y Quine. Así en B ennett (1968)
«cerca de K ant; la exposición está to m ad a de Rée, Ayers y W estoby, 1978, 55.
suplido desde afuera, ya sea desde la ciencia o desde la historia
cu ltu ral y social en general. Pero el h isto riad o r de problem as no
puede, com o filósofo, acep tar esa suplem entación, p o rq u e viola la
autonom ía de la filosofía, cosa que él considera m uy valiosa. Además,
contradice su fundam ental convicción de que existen problem as p er­
m anentes. P or o tra p arte , el intento de suplir el contexto faltan te
de la h isto ria de la filosofía desde el in te rio r de la filosofía y estable­
cer de ese m odo su autonom ía, reposa en una evaluación de la situa­
ción actual del problem a. Ello conduce así a la reducción del pasado
a un presen te espurio; ello involucra la pérd id a de la historia.
Una consecuencia de todo eso es que la concepción de la historia
de la filosofía como h isto ria de problem as retien e la discrepancia,
antes m encionada, en tre una práctica historiográfica y su com pren­
sión o su justificación filosófica, pace la difundida tesis de acuerdo
con la cual sólo esa concepción puede su p erar la discrepancia.15 O tra
consecuencia, acaso m ás im p o rtan te, es que una justificación filo­
sófica, aun cuando lo sea del conjunto actual de los problem as fi­
losóficos, está condenada a fracasar. P ara que fuese exitosa la filoso­
fía debiera disponer de una estru c tu ra teórica tan firm e com o la de
las ciencias que h an llegado a u n buen resultado. Puesto que, como
es reconocido, no es posible disponer de nada sem ejante, cabe p re­
gu n tarse si la búsqueda de una analogía en tre la filosofía y la ciencia
no estaba quizá m al orientada. ¿Acaso debe concebirse la relación
en tre la ciencia y la filosofía de una m anera com pletam ente dis­
tin ta?

II

E n este punto pueden ser pertin en tes algunas observaciones re­


feren tes a la relación en tre la filosofía y o tras disciplinas. E spero que
ellas puedan p re p a ra r el cam ino p ara una concepción m ás acabada
del carác te r histórico de la filosofía. O riginariam ente, y d u ran te
largo tiem po, fue m uy difícil, si no im posible, tra z a r una línea de
separación en tre la filosofía y o tras disciplinas teóricas. E sto es ver­
dad al m enos p ara la tradición europea, p articu larm en te p a ra los
grandes innovadores de la filosofía m oderna. Los Principia Philoso-
phiae de D escartes y la trilogía de H obbes form ada p o r De corpore,

15. Así, John P assm ore identifica «la historia problem ática de la filosofía»
con la «historia real de la filosofía», y afirma q u e só lo la historia de ese tipo
pu ed e ayudar al filósofo a convertirse en m ejor filósofo (P assm ore, 1965, 30-31).
En A lem ania K laus Oehler ha sosten id o la tesis de que «el problem a es el lazo
verdadero y esencial entre la filosofía y su historia» (O ehler, 1957, 524). V éase
tam bién la n ota 8 m ás arriba.
De hom ine y De cive ilu stra n con m ucha claridad aquello a lo que
aludo. P or o tra parte, ha sido u n a cosa m uy m anifiesta desde la b ri­
llante época de la ciencia griega que las m atem áticas y las ciencias
exactas pueden g u ardarse a sí m ism as. Ellas contienen en sí las
norm as de sus p ro p ias verdades y de sus acciones. Dicho brevem ente,
asp iran a la autonom ía y son capaces de poseerla.
El térm in o «autonom ía» se opone aquí al térm ino «tradicionali-
dad», esto es, a la pro p ied ad de ser determ inado p o r la tradición.
E sta oposición es u n aspecto conocido de la caracterización que la
Ilu stració n hacía de sí m ism a, pero requiere de todos m odos un
com entario. Las ciencias exactas, ¿no tienen y necesitan de sus p ro ­
pias tradiciones? Parece b astan te evidente que sí; pero entonces debe
resolverse la difícil cuestión de cóm o pueden evitar re c u rrir a la
trad ició n p a ra ju stificarse a sí m ism as. Un cam ino m uy sencillo p a ra
hacerlo consiste en aducir la presencia y la p erm an en te disponibili­
dad del o bjeto de estudio: la naturaleza. E n realid ad parece existir
un solo ejem plo en sentido co n trario de u n a ciencia 16 que no tiene
dificultades con la tradicionalidad sino que hace de ella un uso esen­
cial p a ra su legitim ación: la teología. Su «objeto», Dios, es concebido
com o siem pre p resen te e inm utable (m ás que la naturaleza) pero
caren te del rasgo de la disponibilidad.
Ahora bien: la teología sum inistró un m arco de referencia con­
fiable p ara todo conocim iento y p a ra toda acción h asta el surgim ien­
to de la ciencia m oderna. A los efectos de mi argum ento, daré p o r
sentado que la confianza que se tenía en ese m arco tiene que h a b e r
ido pareciendo cada vez m ás discutible a m edida que se reconocía
la au tonom ía de la ciencia. La filosofía, que se hallaba entrelazada con
las ciencias que afirm aban su autonom ía y era aún casi inseparable
de ellas, se libró de su posición an cillar respecto de la teología y en
fo rm a m uy n atu ra l asum ió el papel de se r la única fuente alte rn a ­
tiva de o rien tació n p a ra el conocim iento y p a ra la acción. Sin em ­
bargo, en u n aspecto decisivo la filosofía no pudo asem ejarse a la
teología: no pudo som eterse a la tradicionalidad. En ese aspecto la
filosofía europea no sólo se inició com o disciplina secular, sino que
tam bién se reafirm ó com o tal, al m argen de todo lo que, p o r lo
dem ás, pued a distin guirla de las ciencias corrientes y útiles.
A consecuencia de ello la filosofía se vio fren te al problem a de su
relación con el m undo, esto es, com o un objeto de estudio que posee
la presencia y la disponibilidad necesarias p a ra hacer posible la
autonom ía. El ráp id o crecim iento de las ciencias n atu ra les en trañ ó

16. En este p u n to debo so licitar del lecto r perm iso p a ra em plear el térm in o
«ciencia» p a ra designar to d a disciplina con p a u ta s profesionales y p reten sio n es
cognoscitivas reconocibles que se enseña en in stitu cio n es de altos estudios; en
una p alab ra, p a ra designar todo lo que en alem án se denom ina «Wissenschaft».
P ara m i presen te pro p ó sito este uso inflacionario del térm in o tiene u n a v e n ta ­
ja: no p resupone un a d eterm in ad a clasificación de las disciplinas académ icas.
p a ra la filosofía una singularización institucional y sustancial cada
vez m ayor, lo cual obligó a los filósofos a p ro c u rar una fundamenta-,
ción independiente y específicam ente filosófica de la autonom ía. La
filosofía derivó hacia una filosofía trascendental, esto es, hacia un
in ten to de ju stificar toda pretensión de objetividad m ediante la in­
dagación que el sujeto cognoscente hace de sí m ism o. La filosofía
halla su p ropio objeto en el intelecto hum ano y en la consciencia
hum ana, o en la razón en sus dos aspectos, el teórico y el práctico,
con el objeto de conectarlos en una e stru c tu ra conceptual unitaria.
Con ello pareció posible u n conocim iento filosófico que no apela a
la tradicionalidad, puesto que o tras ciencias habían alcanzado la
autonom ía estableciendo u n a relación específica con determ inados
aspectos o p artes de la n atu raleza (no hum ana).
No m e propongo indagar las dificultades y el eventual fracaso de
la filosofía trascendental. (Creo que es posible y necesario co n tin u ar
exam inando las cuestiones y los argum entos trascendentales, pero
no disponer de una teoría o u n a disciplina trascendental.) Ya hem os
dado p o r sentado ese fracaso al reconocer la inicial plausibilidad de
la concepción de la h isto ria de la filosofía com o h isto ria de p ro b le­
m as. El re c u rre n te conflicto de las afirm aciones filosóficas a priori
con los descubrim ientos científicos no es la m enos im p o rtan te de las
razones de ese fracaso. Los principios de la ciencia n atu ra l de K ant
rep resen tan uno de los casos a los que se refiere lo anterior. Se trata ,
no o b stante, de un fracaso que se p ro d u jo debido a razones de m u­
cho peso, e n tre las cuales se destacan el entrelazam iento de la filo­
sofía con o tras ciencias y su orientación hacia una autonom ía.
Con estas breves observaciones históricas no pretendo ofrecer
sino perspectivas conocidas; no obstante, pueden p erm itim o s ad v ertir
con m ayor claridad las posibilidades que se ofrecen p a ra u n a cap­
tación teórica de la historicidad, firm em ente establecida, de la filo­
sofía del presente que se observa en la p ráctica académ ica actual
y, ocasionalm ente, en la autoevaluación consciente de los filósofos.
Veo dos posibilidades de esa índole: a) ro m p er los vínculos que
unen a la filosofía con las ciencias n atu rales (p resu n tam en te) ahistó-
ricas y ligarla con las ciencias históricas y sociales, disciplinas algo
m ás recientes pero en vigoroso desarrollo, o b ) m o stra r la historici­
dad in trín seca de todas las ciencias, en p a rtic u la r y principalm ente
de las ciencias n aturales. D iscutiré am bas posibilidades en ese orden.
Puede decirse que la posibilidad a) fue puesta de m anifiesto por
p rim era vez p o r Hegel. E ste filósofo se m antuvo dentro del m arco
de la filosofía trascendental, pero dio ya p o r sentada la p rio rid ad
de la com prensión histórica respecto de la de la ciencia n a tu ra l y
p re p a ró con ello el terren o p ara la p o sterio r alianza de la principal
co rrien te de la filosofía continental con las G eistesw issenschaften
históricas. Si bien las tesis trascendentales de Hegel y su idealism o
fu ero n du ram ente criticados, esa nueva alianza arraigó en la m ente
de algunos de los pensadores posthegelianos m ás sobresalientes, com o
Marx, Nietzsche, Dilthey y H eidegger. La o b ra de Hans-Georg Ga-
dam er re p resen ta una fase reciente de ese desarrollo y u n a expre­
sión p artic u la rm en te explícita de sus supuestos fundam entales. P or
ello me propongo exam inar su concepción de la inevitable h isto rici­
dad de la filosofía a fin de esbozar con la m ayor claridad posible
una altern ativ a de la concepción de la h isto ria de la filosofía com o
h isto ria de problem as, concepción de la que he afirm ado que es
au fond ahistórica.

III

Puesto que m e refiero a G adam er sólo com o ejem plo de d eterm i­


nado tipo de filosofía de m en talid ad histórica, estoy exim ido de la
tare a de e stim ar su o b ra en general. Me lim itaré a algunos rasgos de
su pensam iento que considero especialm ente sugerentes y útiles. El
prin cip al libro de G adam er (G adam er, 1967a) contiene u n in ten to de
d escu b rir la v erd ad era n atu raleza de la filosofía, en p a rtic u la r su
h istoricidad, relacionándola con el a rte y con las G eistesw issenschaf­
ten. E n bu en a m edida el ca rác te r diferencial de estas últim as es
establecido p o r m edio de su c o n tra ste con las ciencias natu rales.
E n todo ello la intención de G adam er no es la de elab o rar una
m etodología de la G eistesw issenschaften ni una teo ría estética, sino
fu n d am en talm en te u n nuevo enfoque filosófico e incluso una nueva
ontología. T ra ta de la universalidad de la herm enéutica y de la on-
tología del lenguaje.17
Si, com o he sostenido, es lícito caracterizar a la filosofía pre-
hegeliana p o r su estrecho vínculo con las ciencias naturales, puede
ser m uy aclarato rio exam inar el m odo en que G adam er señala el
co n tra ste en tre las ciencias n atu rales y las G eistesw issenschaften.
Es posible re su m ir el núcleo de su concepción en dos tesis: 1) La fo r­
m a típica y, asim ism o, m ás elevada de conocim iento en el ám bito
hum ano o social no es el establecim iento y la explicación de los
hechos, sino su com prensión. 2) La com prensión no es una actividad
que se lleve a cabo de acuerdo con determ inadas reglas m etodológi­
cas, sino que consiste m ás bien en desplazarse a la situación de uno
en la tradición. Una frase subrayada p o r G adam er en W ahrheit und
M ethode reza: «No debe concebirse la com prensión m ism a tan to
com o un acto de la subjetividad, sino m ás bien com o un ingreso

17. Gadam er, 1960, V o rw o r t; véase tam bién «EHe U n iversalitát des herme-
neutisch en P roblem s» en G adam er, 1967a, 101-112.
en el acontecim iento de la tradición.» 18 P ara ver en qué sentido estos
principios ro m pen radicalm ente con el m odelo epistem ológico tra ­
dicional es ú til o bservar que, de acuerdo con G adam er, un sim ple
cam bio de lado, esto es, de las ciencias natu rales a las ciencias so­
ciales e h istóricas, no h ab ría sido suficiente p a ra tra n sfo rm a r la
filosofía dándole su nueva configuración. E n una detenida discusión
de las ideas de Dilthey, G adam er m u estra que los estudios históricos
am plios y u n a autovaloración h isto ricista no b astan de p o r sí p ara
p o n er de m anifiesto una verdadera dim ensión h istórica en el conoci­
m iento. De acuerdo con este análisis, la principal razón de esa insu­
ficiencia debe buscarse en el hecho de que Dilthey hubiese invocado
el p aradigm a de las ciencias naturales. Dilthey cree que sólo es
posible aseg u rar el carác te r científico y cognoscitivo de la h isto ria
alcanzando u n a objetividad. Se propone com pletar la em presa ini­
ciada b ajo la égida de las ciencias naturales con una Ilustración
histórica. E n la p ráctica ello significa sencillam ente que Dilthey p er­
sigue el ideal de en ten d er los testim onios del pasado de m anera
acabada y en to ta l coherencia con los hechos que ellos expresan.
Una cita aclarará lo que G adam er tiene en m ente: «El in té rp re te es
en teram en te contem poráneo del autor. Ese es el triu n fo del m étodo
filológico, (...) D ilthey está en teram en te poseído p o r la idea de ese
triunfo. E n él apoya la equivalencia de las G eistesw issenschaften
[con las ciencias n atu rales]» (G adam er, 1960: 227). E sta in te rp re ta ­
ción de D ilthey hecha p o r G adam er arm oniza con el hecho, su b ra­
yado p o r los h isto riad o res de los problem as, de que el m étodo his­
tórico crítico surgió al m ism o tiem po que la Nueva Ciencia. (El
trata m ien to crítico de la B iblia hecho p o r H obbes y p o r Espinoza
son ejem plos de ello.) C oncuerda, adem ás, con la idea de que una
h isto ria de problem as realistas depende esencialm ente de la posi­
bilidad de u n a filología objetiva (B rehier, 1975: especialm ente pági­
na 170). Lo m ism o que la h isto ria de los problem as, el historicism o
de Dilthey no tran sg red e los lím ites de un p resen te espurio am plia­
do. Ni aun u n a percepción agudizada de la historia como cam bio
objetivo m u estra p o r qué tenem os que estu d iar la historia. Gada­
m er cree que tal razón surge sólo de u n m odelo epistem ológico
rad icalm en te distinto: el de la com prensión (V erstehen).
La com prensión, entendida como desplazam iento a la situación que
se ocupa en la tradición, rom pe con la idea de un observador im pa­
sible. La experiencia obtenida en ese desplazam iento es analizada
según el m odelo de la relación personal que cada uno de nosotros
puede m an ten er con o tra persona: la relación de ser un tú p a ra un
yo, la cual difiere de toda relación que un tú o u n yo pueda m ante­
18. G adam er, 1960, 275. H ay que citar esta afirm ación, particu larm en te im ­
p ortante, en su original alem án: «Das Verstehen ist se lber nicht so se h r ais
eine H a n d ltm g d e r S u b j e k t iv i ta t zu denken, so n d er n ais Einrücken in ein Über-
lieferungsgeschehen, ...»
n er con u n a te rc era persona (G adam er, 1960: 340 y sigs.). Sólo si al
m ism o tiem po descubro y determ ino activam ente m i situación re s­
pecto de o tro m e hallo en condiciones de ad q u irir conocim iento de
mí m ism o y de la o tra persona. Sólo si descubrim os y, al m ism o
tiem po, determ inam os n u e stra situación respecto del pasado alcan­
zamos un autén tico conocim iento histórico. La unicidad de esta expe­
riencia herm en éu tica se opone a la repetibilidad de las experiencias
en las ciencias experim entales.19
De tal m odo, o tro rasgo de este enfoque —rasgo im plicado en las
tesis 1) y 2) consignadas m ás a rrib a — es el siguiente: 3) queda su­
p erad a la oposición epistem ológica tradicional en tre lo subjetivo y
lo objetivo. Ya no se tra ta de p reg u n tarse si una concepción es
aceptada p o rq u e se a ju s ta con los llam ados hechos o porque se
a ju sta con teorías previas. El m odelo que perm ite lograr esa descon­
certan te fusión no es algo en absoluto m isterioso sino un aconte­
cim iento h istórico de ca rác te r en teram en te usual: la in terp re tació n
teológica y legal. Las fuentes —libros sagrados o d eterm inadas le-

19. G adam er, 1960, parte 2, II. 3.b, esp ecialm en te págs. 330 y 340. E s ése un
rasgo decisivo de la concep ción de G adam er que éste tom a de H eidegger. N in ­
guno de los dos filósofos procura hallar verdades antropológicas universaliza-
bles. Dicho m ás precisam ente: para ellos la antropología tien e un carácter inelu­
dib lem en te h istórico. David H oy se equivoca en su fino análisis de la con cep ­
ción heideggeriana de la h istoria (H oy, 1978) cuando espera hallar en S e r y
T ie m po una antropología tran sh istórica, esto es, «un análisis o n tológico [qu e]
produce una categoría característica de la existen cia hum ana en general y no
es aplicab le só lo a una cultura o a una tradición h istórica específicas com o la
de E uropa occidental» (pág. 344). David H oy continúa diciendo: «[H eidegger]
no sugiere que la historia se refiera a la un icidad de los h ech os pasados. Para
H eidegger el h istoriad or debiera recuperar para su propia época las p osib ili­
dades existen cia les de la época pasada» (pág. 347). La recup eración de las p o si­
bilid ades del pasado es en realidad tod o el ob jeto de la tarea de hacer h isto ­
ria; pero cuáles sean esas p osib ilid ad es, es un a cu estión de la «fa k tis c h e exis-
tentielle Wahl» ún ica que se origina a partir del futuro: «Die H isto ire... ze-itigt
sich aus d e r Z u k u n f t » (H eidegger, 1926, 395). E ntiend o que esta extraña frase
quiere decir algo así com o la sim ple verdad de que escribir h istoria es in evita­
blem en te tam b ién continuar la h istoria activam en te con vistas a un fu tu ro
anticip ado. E s é se el sen tid o en que la h istoriografía carece de «validez u n i­
versal» (H eidegger, 1926, 395), afirm ación que H oy correctam en te p ercibe com o
enigm ática (pág. 348). Por tanto, no es «subjetiva»; p orqu e cada individuo p er­
ten ece a una cultura social integrada. N o ob stan te, es específica y única para
un a situ ación h istórica (por op osición a situ ación ind ividu al) dada. ¿Cómo pudo
haber creído H eidegger, si no, hacer una con trib u ción a la filosofía ahondando
en las p rofun didad es de una tradición h istórica ún ica y llam arla «historia del
Ser»? R orty ha expresado una idea decisiva al escribir: «Toda la fuerza del
pen sam ien to de H eidegger resid e en su con cep ción de la h istoria de la filosofía»
(R orty, 1978, 257; véase tam bién 243). T odo ello es asim ism o acep tado delib e­
radam ente por G adam er. Para m í es una cu estión im portante la de estab lecer
hasta qué pu nto eso im plica un im p erialism o in telectu al europeo en n u estra
situ ación h istórica presente. E sa cu estión haría que nos resu lte b astan te m o ­
lesta la b ú sq ueda de con cep tos alternativos de la h istoricid ad esen cial aun
cuando no pod am os aguardar un retorno a algo sem ejan te a la antropología
universal.
yes— son aplicadas a situaciones nuevas, y de ese m odo se crean
nuevos dogm as o nuevos precedentes legales. El logro filosófico de
G adam er consiste en hab er conferido a esos acontecim ientos digni­
dad ontológica, esto es, en habernos enseñado que se los puede ver
com o fenóm enos que re p resen ta n la e stru c tu ra general de todo lo
histórico.
Un últim o rasgo debe m encionarse ahora: 4) como sólo puede
alcanzarse la com prensión m ediante u n intento, siem pre renovado,
de redefinir las relaciones entre la persona que com prende y la que
es com prendida, «finalm ente —señala G adam er— toda com prensión
es com prensión de sí mismo».20
Preguntém onos ah o ra si la reo rien tació n de la filosofía que la
ap a rta de las ciencias natu rales y la acerca a las ciencias históricas
fue exitosa. En vistas de 4), parece claro que un éxito pleno reque­
rirá que todo lo h istó rico pueda a ju sta rse al m odelo de la auto-
com prensión. ¿E n qué consiste la h isto ria hum ana consciente? O, m e­
jo r, ¿cuál es el o bjeto de la com prensión? (H asta aquí m e he refe­
rido ú nicam ente a la e stru c tu ra form al del conocim iento histórico.)
P robablem ente la breve resp u esta de G adam er sería: toda la he­
rencia cu ltu ral en la m edida en que está incorporada en el lengua­
je, u n a herencia que ab arca tam bién a la naturaleza, pero la n a tu ­
raleza tal como la conocem os o la n atu raleza tal como hem os llegado
a p o d er h a b la r de ella. Así dice G adam er: «El ser que puede ser
contendido es lenguaje» (G adam er, 1960: 450).
E sa sentencia provoca dudas: ¿basta con com prender el lengua­
je? ¿R ealm ente n ad a com prendem os ap a rte del lenguaje? ¿C om pren­
d eríam os el lenguaje si com prendiéram os sólo lenguaje? Después
de todo, el lenguaje se refiere a algo que sólo ocasionalm ente es a
su vez lenguaje o la actividad inteligible de un hablante. El lenguaje
se refiere tam bién a aquellas condiciones de las acciones y del habla
que se hallan m ás allá del alcance de la acción hum ana, esto es, a
la naturaleza. ¿No com prendem os la naturaleza, p o r lim itada que
pued a ser n u e stra com prensión? 21 Con estas preguntas retó ricas me

20. G adam er, 1960, 246. Es ilum inador com parar esta afirm ación con la no­
ción de G adam er de dos esp ecies de experiencias (1960, parte 2, I I .3.b ) . G adam er
so stie n e que, m ientras que la experiencia repetible de las ciencias natu rales ne­
cesariam en te elim ina tod a historicidad , la experien cia herm enéutica resulta ser
la «propia» porque sólo ella transform a nu estra conscien cia y crea con ello el
carácter irred uctib lem ente h istórico de tod o con ocim ien to.
21. T engo conocim ien to del con texto en que G adam er presenta su tesis
de que tod o lo que puede ser com prendido es lenguaje. A m pliando la expe­
riencia con textos y con versacion es llega a hablar de la acción de las cosas
m ism as («das Tun d e r Sache s e l b s t ») que se apodera de n osotros, que p od em os
hablar, de m anera que en este sentido las cosas acerca de las cuales puede
hab er un len guaje p oseen ellas m ism as la estru ctu ra de un lenguaje. D icho
aún m ás exactam ente: «El len guaje es el m edio en el cual el yo y el m undo
se m u estran com o originariam en te un idos (G adam er, 1960, 449 y sig.). Mi crítica
propongo ex p resar m i inquietud ante la autosuficiencia de un cosm os
intelligibilis de aspecto idealista. Me parece que esa tendencia idea­
lista, si bien puede ser sep arad a de la actividad de la herm enéutica,
no puede serlo de la tesis de la universalidad de la herm enéutica.22
pero en tal caso el análisis, estru c tu ra lm e n te atractivo, de la h isto rici­
dad se logra a un alto precio: el confinam iento de lo histórico en la
esfera del lenguaje y del significado o, dicho en térm inos algo dis­
tintos, la concepción de que la h isto ria se agota en la continuación
de sí m ism a de la c u ltu ra consciente a la m an era de u n a levadura
que ap a ren tem e n te crece desde sí m ism a.
¿E s ésa u n a concepción perjudicial? R orty, nuevo defensor de la
herm enéutica, cree que «los acontecim ientos que nos to rn an capaces
de decir cosas nuevas e in teresan tes acerca de nosotros m ism os son
... m ás “esen ciales” p a ra nosotros (...) que los acontecim ientos que
m odifican n u e stra s form as o n u estras norm as de vida» (R orty, 1979:
359). Tal afirm ación sería increíblem ente fuerte e inaceptable si no
fu e ra p o r la restricción señalada en tre paréntesis y om itida en la
cita precedente, la cual dice: «al m enos p a ra nosotros, in telectu a­
les relativ am en te ociosos que hab itam o s u n a región del m undo esta­
ble y próspera». Si elim inam os esa restricción, o con sólo d u d ar de
la estab ilid ad (p ara lo cual existen m ás razones de las que posible­
m ente cu alq u iera desearía), se insinúan dos peligros de la concepción
h erm en éu tica: 1) la subestim ación de las innovaciones m ateriales y
2) la falta de ad ap tación al pluralism o histórico o cultural.
R especto de (1), podem os conceder que los cam bios m ás d ram á­
ticos e irrevocables que se p roducen en la h isto ria dependen, e n tre
o tras cosas, de las condiciones de la com prensión y de la autocom -
pren sió n que caracterizan a u n a c u ltu ra determ inada; pero no se
los puede co m p ren d er únicam ente en relación con esas condiciones,
y m ucho m enos pueden p roducirse a p a rtir de ellas. El m undo
tecnológico y científico de la actualidad no es p o r cierto re su ltad o
de u n a tran sfo rm ació n de n u estra s consciencias, aun cuando tales
tran sform acio n es desem peñan sin duda un papel en ello. Una de las

se dirige precisam en te a esa su erte de esp ecu lación poskan tian a referente a
la unidad del m undo, el len guaje y la conciencia reflexiva.
22. La observación de que la idea de un m undo am plio y cerrado de la com ­
pren sión trae con sigo con n otacion es id ealistas se halla exp lícitam en te form u lada,
por ejem p lo, en G eldsetzer, 1968a (véan se págs. 10-11). K arl-Otto Apel ha se ñ a ­
lado las raíces id ealistas de las G e istes w is se n sc h a fte n (Apel, 1967, esp ecialm en ­
te 35-53). R ichard R orty cita e sto s te x to s y so stie n e que la asociación del id ea­
lism o con la herm en éu tica está fuera de lugar (R orty, 1979, VII.4); pero puede
decir tal cosa sólo porque desea d efender la necesid ad de la herm en éu tica, no
su universalidad. A dem ás, considera a la h erm en éu tica com o vehícu lo de ed i­
ficación antes que de la verdad, en ta n to que G adam er es m ucho m ás am bi­
c io so al decir: «La com p ren sión ... es au tén tica experiencia, e sto es, un en cu en ­
tro con algo que se afirm a com o verdadero» (1960, 463).
tareas principales de n u estra com prensión es no reflexiva: concierne
a la interacción m aterial entre el hom bre y la n atu raleza y a las con­
diciones naturales que gobiernan a la conducta hu m an a en esa in­
teracción.
E n cuanto a 2), el p ro g ram a herm enéutico (el de G adam er, no el
de R orty), p o r su propia lógica in tern a (aunque quizá co n tra su
propio espíritu), se refiere siem pre a una tradición p artic u la r, a sa­
ber, la trad ición respecto de la cual el ocupar la pro p ia situación
constituye el acontecim iento de la com prensión. E n el enfoque de
G adam er queda com o problem a sin resolver el análisis de la es­
tru c tu ra de los acontecim ientos de com unicación que unen a dos
tradiciones independientes, salvo en térm inos de subordinación de
una a otra. Bien podría ser que la com prensión tra n sc u ltu ra l de la
natu raleza y de la relación del hom bre con la n atu raleza resu lte ser
un elem ento esencial en el análisis de esos acontecim ientos.
Como conclusión de las consideraciones precedentes deseo consig­
n a r lo que sigue: acaso pueda reten erse la e stru c tu ra de la h isto ri­
cidad d escrita p o r G adam er rechazando al m ism o tiem po su exclu­
siva orientación hacia las G eistesw issenschaften históricas. El con­
tra s te en tre las ciencias natu rales y las G eistesw issenschaften en lo
que se refiere a la historicidad bien puede ser erróneo. De ello con­
cluyo que vale la pena co n sid erar la posibilidad b), m encionada al
final de la sección II, esto es, la historicidad intrínseca de las pien-
cias n atu rales.

IV

D u rante el apogeo de la filosofía trascen d en tal y de la autonom ía


de las ciencias h ab ría sido insultante p o n er en tela de juicio el
ca rác te r tran sh istó rico de la ciencia n atu ral. El triu n fo del pensa­
m iento evolucionista en el siglo xix no m odificó en principio esa
situación. Pero la creciente incidencia de la ciencia en la vida y en
las instituciones sociales hizo que se dirigiera la atención a las con­
diciones de la producción social de la ciencia y de la tecnología.
Sólo entonces se tornó atrayente pen sar en térm inos de m odelos de
desarrollo científico esencialm ente históricos, esto es, no acum ulati­
vos y no convergentes. Después de The S tru ctu re of Scien tific Revo-
lutions de T hom as K uhn (1962), la nueva concepción historicista,
aun cuando no se hallase fuera de toda discusión, pasó a se r pro­
piedad intelectual com ún de los filósofos de la ciencia. No obstan­
te, en la m edida en que continuam os suponiendo que existe afuera
u n a realid ad llam ada «naturaleza» que es invariable o que a lo
largo de la h isto ria de la ciencia y de la tecnología cam bia sólo en
form a im p ercep tib le debido a la len titu d de su cam bio, p arecería na­
tu ral seguir viendo a la ciencia y a la tecnología com o el descubri­
m iento y la utilización graduales de un te rrito rio h asta entonces des­
conocido. Ante este cuadro p arecería posible en principio, al m enos
a propósito de sectores determ inados de ese territo rio , tra z a r algo
así com o un m apa definitivo y p en sa r en algo así com o u n a lista
exhaustiva de los usos de sus productos.
Nada hay en n u estro conocim iento científico del p resen te que
hable en c o n tra de la concepción ontológica que subyace a esa m e­
táfora. Sin em bargo, n u estra experiencia real de la ciencia no coincide
con ella. P uesto que las disciplinas que p ro sp eran y pro g resan son
fun d am en talm en te disciplinas teóricas, esto es, sus objetos son co­
sas o fenóm enos que nunca hem os de p ercib ir de m anera d irecta
o de m an era sem ejante a com o se dice que un descubridor percibe
un nuevo país. A parte de la percepción de las cosas y de los acon­
tecim ientos corrientes, identificam os los objetos únicam ente a través
del m edio que constituyen las teorías. Además, el uso técnico de la
n atu raleza m ás d esarrollado es inseparable de esa form a de iden­
tificar lo invisible. E n una era a la que hem os llegado a denom inar
«edad atóm ica» no es difícil h a lla r un fácil ejem plo de aquello a lo
que aludo.
Una consecuencia del ca rác te r teórico de la ciencia que la filoso­
fía de la ciencia ha com probado recientem ente de m anera clara, es
lo que podem os llam ar la «historicidad local» de la investigación:
nunca es posible ju zgar una nueva teoría sólo en relación con los
fenóm enos em píricos p ara cuya explicación ha sido form ulada; hace
falta, ap a rte de eso, una com paración con las teorías previam ente
adm itidas.23 Además, generalm ente se em plean las teorías p o sterio ­
res p a ra in te rp re ta r a las que les han precedido y p ara estim ar los
lím ites de su aplicabilidad. La contraposición de la teoría de la gra­
vedad de E instein con la de N ewton es u n ejem plo clásico.
E ste ejem plo nos perm ite p a sa r a o tra observación referen te a la
h isto ricid ad de la ciencia, observación m ucho m enos frecuentem ente
hecha y m ucho m ás discutible. Me propongo so sten er que las cien­
cias n atu rales no sólo tienen la propiedad de poseer una h isto rici­
dad local sino tam bién una «historicidad global». Con ello quiero
d ecir que tan to el d escubrim iento com o la justificación de toda nue­
va teo ría necesita de la teo ría precedente, o, m ás bien, del encadena­
m iento o de la red fo rm ad a p o r las teorías precedentes. A p rim era
vista, tal afirm ación, si bien acaso resu lte aceptable en lo que se
refiere al descubrim iento, p arece rá m anifiestam ente falsa en lo que
atañ e a la justificación. Si la justificación de una teoría em pírica
consiste n ad a m ás que en su adecuación em pírica, las teorías p rece­

23. En esta con clu sión coin ciden en teram en te filó so fo s fu n d am en tales tan
d istin to s entre sí com o Karl P opper y T hom as Kuhn.
dentes son irrelevantes. Ahora bien: en esa form a la objeción ni si­
quiera es com patible con la histo ricid ad local. Más im p o rtan te es
ad v e rtir que la variedad de teorías em píricam ente adecuadas que
pueden concebirse, es m ucho m ás am plia. Sus lím ites son siem pre
evasivos. Es p robable que esa variedad ni siquiera sea finita. ¿Cómo
las reducim os, entonces, en la investigación real, a m edidas m aneja­
bles? En to d as las disciplinas que avanzan exitosam ente ello se logra
con la ayuda de teorías ya existentes y (en parte) exitosas. (P or cier­
to, no todas las teorías de esas características sirven a tal propósito;
la cuestión es que algunas sí. Sólo en el caso de disciplinas cuyo
progreso es dudoso puede e sta r ausente la historicidad global, y ser
su h isto ricid ad de una especie distinta: no intrínseca sino extrínse­
ca.) P ara ilu strarlo podem os rem itirnos nuevam ente a N ew ton y a
E instein: de no h a b e r sido p o r la m ecánica y la teo ría de la gravi­
tación new tonianas, sería difícil en ten d e r que se haya descubierto
la relatividad general o se haya considerado atractiv a su e stru c tu ra
conceptual.24
Sólo la h isto ricid ad global nos p erm ite considerar a cada teoría
nueva no com o u n a teo ría que com pite con las anteriores, sino como
su continuación corregida. Sin ello difícilm ente podría p resen tarse
com o aceptable una tesis que, p o r cierto, es com patible con el cono­
cim iento científico actual, aunque no acreditado p o r él, a saber, la
de que las teo rías sucesivas tra ta n de la m ism a realidad; p o r ejem ­
plo, la gravitación. (Se adm ite, p o r supuesto, que se refieren, al m e­
nos en p arte, a los m ism os fenóm enos observables.) Sólo la h isto ri­
cidad global, entonces, hace posible el progreso teórico, puesto que
la adm isión del progreso excluye la visión del cam bio teórico como
la sim ple su stitución de una teo ría p o r otra.
Si consideram os asim ism o el progreso tecnológico, esto es, el cre­
cim iento, en alcance y en intensidad, de la interacción en tre hom bre
y n atu raleza («progreso» no es aquí u n térm ino que exprese u n
valor), tendrem os que a d m itir la com binación de dos cosas: 1) una
natu raleza invariable (o cuya variación es im perceptible p o r su len­
titu d ) m ás allá del poder hum ano, y 2) u n a h isto ria única de la
investigación de la naturaleza y de su utilización. La ciencia es acce­
sible sólo como algo histórico, incluyendo en ello sus afirm aciones
referen tes a algo transhistórico.
E ste sim ple estado de cosas está íntim am ente ligado con la n a tu ­

24. E s m ucho lo que podría añadirse en e ste respecto; por ejem plo, que
algunos elem en tos específicos de la teoría de N ew ton , com o la equivalencia
entre la m asa inercial y la m asa gravitacional, h allan una explicación por m edio
de la teoría de E instein; o que no es p osib le determ inar la adecuación em píri­
ca de la teoría de E in stein sino m ediante el em pleo de la de N ew ton (su p on ién ­
dose en ton ces la com p atib ilid ad concep tual y nu m érica de am bas teorías), com o
en el caso del cálculo del valor observando del m ovim ien to del perih elio de
M ercurio.
raleza de la verd ad científica. Sólo las proposiciones acerca de las
que es posible, en principio, decidir de m anera directa, pueden ser
v erd ad eras o falsas en el sentido co rrien te y no problem ático del
térm ino; en el caso de las teorías científicas —en realidad, ya en el
caso de las afirm aciones teóricas p articu lares que ad q u ieren signi­
ficado y verificabilidad sólo en el m arco de u n a teoría— ello no es
así. Ni la teo ría de la gravitación de N ew ton ni (probablem ente) la
de E instein son sim plem ente verdaderas o falsas, si bien alguna p ro ­
piedad que guarda cierta relación con la diferencia en tre «verdade­
ro» y «falso» es com ún a am bas y las distingue, p o r ejem plo, de la
teoría de la gravitación de D escartes (cuya refutación consideró
N ew ton que m erecía todo un libro de sus Principia).
Por tanto, es im posible in te rp re ta r las teorías científicas com o
entidades que, al final de la investigación o en u n caso fáctico ideal
en sentido co n trario, q u ep a en ten d e r com o una im agen de la reali­
dad que sea v erd ad era en el sentido corriente del térm ino. No sólo
el sueño filosófico de u n a ciencia a priori fue una ilusión: la con­
cepción teleológica del conocim iento científico, tal com o es defendi­
da p o r C harles S anders Pierce o p o r K arl R aim und P opper no es
m enos im posible.25 Me propongo sostener la concepción opuesta:
no es posible evaluar el objeto de la ciencia y el conocim iento que
tenem os de él en relación con un punto im aginario de convergencia
situado en el futu ro, sino en relación con el cam ino cognoscitivo de
experiencia y de teorización re co rrid o en el pasado.
Una elaboración y u n a defensa m ás detalladas de esta tesis se
hallan m ás allá de los propósitos de este trab a jo .26 No obstante, pue­
de ser provechoso concluir esta p a rte de m i ensayo con el agregado
de u n a breve lista de los p untos que a m i juicio m erecen u n exam en
u lte rio r y que pueden avalar m i tesis ante el lector. 1) La tesis arm o­
niza con la realid ad de la investigación en el sentido de que los
logros científicos siem pre tienen u n com ienzo pero nunca tienen un
fin. 2) Es un lu g ar com ún a trib u ir a la ciencia u n papel (auto-)crítico,

25. D ebe observarse en este con texto que esa concep ción ayuda a G adam er
a establecer el con traste entre la ciencia y las discip lin as h erm en éu ticas que
e sto y in tentand o destruir. E scrib e Gadamer: «El ob jeto de las ciencias n atu ­
rales puede ser determ inad o idealiter com o lo que se conocería una vez conclu id a
la in vestigación» (G adam er, 1960, 269).
26. Uno de los pu ntos fu n d am en tales de esa elab oración y de esa defensa
sería la explicación de por qué el carácter h istórico de la ciencia, que sosten go
que es esencial, no involucra, sin em bargo, la práctica de una investigación
h istórica en la ciencia. P arece necesario invocar aquí el carácter n o reflexivo
de la ciencia: jam ás una discip lin a científica inclu ye una in vestigación de su
propia actividad y de su d esarrollo. Si, com o he de sosten er, en la d ivisión del
trabajo de investigación la filosofía se ha con vertid o (o ha de con vertirse) en
la con scien cia del m un do científico, tien e que cargar con tod o el p eso de la
h istoricidad . La práctica de la filosofía osten tará ese rasgo en m ayor o m enor
grado, según las con d icion es h istó rica s (m ás abajo, en la sección V, se hallarán
ind icaciones referentes a lo que quiero dar a entender).
esto es, re s ta r credibilidad a cualquier sugerencia en el sentido de
que un logro científico pueda ser definitivo. 3) N u estra relación p rác­
tica con el m undo, en la m edida en que está d eterm in ad a por la
ciencia, es la de e n fre n ta r un fu tu ro abierto, antes que la de a p u n ta r
a u n a m eta preconcebida; ello es v erd ad tanto a propósito de la
orientación in telectual como a propósito de la aplicación tecnológica.
En este sentido la ciencia se asem eja al lenguaje natu ral. E ste últim o
sirve perm an entem ente p ara h acer fren te a situaciones nuevas, y ello
b asta p ara que nunca pueda convertirse en u n lenguaje com pleto o
ideal, o nunca pueda adm itirse la aproxim ación a u n lenguaje tal
como m edida de su adecuación. De igual m odo, la ciencia no adm ite
la aproxim ación a u n tipo ideal de conocim iento com o m edida de
su progreso. Por últim o, 4) la ciencia sólo es posible com o experien­
cia. La experiencia de un individuo no se desarrolla en u n lapso breve,
sino sólo en el curso de la vida. P or ser u n a especie de experiencia
social o colectiva, la ciencia no es, ni siquiera en principio, pro­
ducto del p resen te (de u n m om ento afortunado, p o r así decir), sino
sólo de una prolongada historia. Sólo cuando se la ve com o tal es
posible en ten d erla y tam bién, cabe esperar, controlarla.

Es m om ento de volver a la filosofía y ap licar a ella la lección que


he in ten tad o ex tra er de la ciencia. H em os discutido ya la íntim a
relación que existe en tre la ciencia y la filosofía, especialm ente du­
ra n te la época m oderna. Ahora podem os ex tra er de ella una conclu­
sión: cab ría e sp e rar que la filosofía m antuviese con la h isto ria una
relación m uy sem ejante a la que las ciencias m antienen con la his­
toria. En la m edida en que las ciencias tuvieron com o m eta el des­
cu b rim ien to de un orden atem poral y etern o de las cosas, la filoso­
fía se vio llevada a concebir su ta re a en los m ism os térm inos, e
inversam ente. (No se supone con ello una distinción rígida en tre la
filosofía y la ciencia, y m ucho m enos una orientación causal.) La fi­
losofía investigó la estru c tu ra, que trasciende al tiem po, de la ra ­
zón o de la naturaleza hum anas. Cuando las ciencias transgredieron
los esquem as ontológicos preconcebidos, pero parecieron acercarse
poco a poco a la V erdad, tam bién la filosofía pudo ten er la espe­
ranza de h allar la ley de su desarrollo en suposiciones o en antici­
paciones de una fase definitiva y perfecta. E ste m odelo puede ob­
servarse desde Hegel h asta la actualidad; nom bres tan diferentes
com o los de C harles S anders Pierce, K arl P opper y Jürgen H aberm as
o cu rren a la m ente en relación con ello.
Además, en la m edida en que en las ciencias sea posible aislar los
problem as p articu lares e investigarlos separados de su contexto y,
en especial, separados de su desarrollo histórico, la filosofía se verá
estim ulada —y h a sido estim ulada— a llevar a cabo el m ism o intento.
Con frecuencia, tan to en el pasado com o en la actualidad, esa e stra ­
tegia ha tenido sentido y h a sido tan exitosa cuanto la filosofía puede
serlo. Pero en u n a perspectiva ahistórica o en la perspectiva de la
h isto ria de la filosofía com o h isto ria de los problem as, se d isto rsio ­
n ará a algunos de éstos, y otros ni siquiera serán planteados. La
d istorsión am enaza a aquellos problem as de gran generalidad que
m encioné an terio rm en te, tales como: «¿Qué es el conocim iento?» o
«¿Cuáles son los fundam entos de la m oral?» ¿Cómo podem os h a b la r
con sentido acerca del conocim iento sin co n sid erar el caso p arad ig ­
m ático del conocim iento, es decir, el conocim iento científico, con su
dinám ica h istó rica? ¿Cómo podem os cu ltiv ar exitosam ente la ética
en la actu alid ad sin colocar en el lugar cen tral la p lu ralid ad cu ltu ral
del plan eta o el novedoso hecho de que las consecuencias de n u e stra s
acciones afectan a m uchas de las generaciones fu tu ras? Los p ro b le­
m as que en la perspectiva de la h isto ria de la filosofía como h isto ria
de los problem as ni siquiera se plantean, com prenden a los que po­
seen en sí m ism os un contenido histórico, ante todo la cuestión de
las fuentes y las m etas de la ciencia y de la tecnología.
E sta ú ltim a observación m e conduce al punto con el que deseo
concluir este ensayo. Me parece que el radical giro histórico de la
filosofía que he esbozado con especial referencia a G adam er, se
originó a p a rtir de u n a fuente que en G adam er m ism o no se to rn a
suficientem ente perceptible, debido a que este filósofo ce n tra su
atención prin cip alm ente en las G eistesw issenschaften. E sa fuente es
la experiencia de la ciencia y de la tecnología com o fuerzas h istó ricas
o, en realidad, como n u estro sino histórico. Sólo si se reconoce esa
experiencia puede tenerse la esperanza de d ar u n a explicación ade­
cuada de la in transigente h istoricidad de algunas de las tendencias
filosóficas m ás recientes. H eidegger y el últim o H usserl ofrecen ejem ­
plos salientes de ello.
La o b ra de H usserl acerca de la crisis de las ciencias europeas
(H usserl, 1934-1936) atestigua con la m áxim a claridad deseable que
fue su in q u ietu d ante la ciencia (n atu ral) m oderna lo que lo llevó
a e stu d iar la h isto ria del pensam iento m oderno. H usserl, sostenedor
de u n análisis a priori de la consciencia hum ana, llegó a escribir, al
térm ino de su c a rre ra, afirm aciones com o las siguientes: «Puesto
que no sólo tenem os u n a herencia cu ltu ral y espiritual, sino que,
adem ás, no som os o tra cosa ap a rte de lo que hem os llegado a ser a
través de n u e stra h isto ria cu ltu ral y espiritual, tenem os una tare a
que es au tén ticam en te nuestra. Podem os en c ara rla con pro p ied ad ...
ú n icam en te a través de u n a com prensión crítica de la to talid a d de
la h isto ria: de nuestra historia» (H usserl, 1934-1936: 72; edición
de S tró k er, pág. 77). E stas frases se hallan en m edio de un análisis de
la ciencia n a tu ra l y de la filosofía m odernas desde Galileo a K ant.27
El oscuro y a m enudo repelente m isticism o de H eidegger se desa­
rro lla a p a rtir de una preocupación sim ilar: la desesperada búsqueda
de u n a nueva fo rm a de lenguaje o de pensam iento («D en ken » como
opuesto a «filosofía», a la cual él ve indisolublem ente unida a la tra ­
dición científica) que pueda d ar cuenta de la ciencia y de la tecno­
logía com o n u estro destino histórico. E sa es la razón p o r la cual
H eidegger no se vuelve a ninguna form a de sabiduría extracientífica
como, p o r ejem plo, el budism o, sino a los presocráticos, y piensa
que p a ra ca p ta r la contingencia h istó rica de la civilización europea
y, p o r tanto, m undial m oderna, es necesaria u n a «destrucción» de
la h isto ria de la m etafísica europea.28
E stos dos ejem plos ilu stran el m otivo p o r el cual consideram os
difícil, si no im posible, m odelar a la filosofía de acuerdo con el pa­
radigm a tradicional (es decir, ahistórico) de la investigación cien­
tífica: la ciencia m ism a com o fenóm eno histórico se h a convertido
en uno de los tem as fundam entales de la filosofía.29 Debido a la inse­
parab ilid ad de la ciencia y la tecnología, este hecho afecta a la filo­
sofía p ráctica no m enos que a la teórica.
¿Acaso debem os entonces seguir a H eidegger y convertirnos en
posm etafísicos de la ciencia?
Al po n er énfasis en la im portancia de H eidegger p ara n u estro
tem a no m e propongo im plicar una resp u esta afirm ativa a la p re­
g u nta precedente, si bien ello no se debe tan to a razones obvias,
relacionadas con las dificultades p a ra identificarm e con una tra d i­
ción cu ltu ral determ in ad a de la Alem ania de en tre las dos G uerras

27. Jonathan Rée (R ée, Ayers, W estoby, 1978, 18) agrupa a H usserl ju n to con
W ittgenstein, el Círculo de V iena y otros revolucionarios an tih istóricos. Eso
es correcto en relación con el prim er H usserl, y m uestra lo d rástico de su
cam bio en los ú ltim o s añ os de su carrera.
28. El germ en del enfoqu e de H eidegger se encuentra ya en su obra de
1926; en ella contrasta la vida cotid ian a con la experiencia científica. Su diag­
n ó stico del p en sam ien to m oderno (1950a) representa una fa se ulterior. En 1949,
1953a y 1953& se hallan tesis salien tes acerca de la consecuencia fundam ental
de la h istoria del Ser: la tecnología. H ay m ucho m aterial disp erso acerca de
la cien cia y la tecn ología en H eidegger; un estu d io al resp ecto se halla en
Franzen, 1975, 4.2.1. El de L oscerbo (1981) es un am plio estu d io en el que se
m u estra la persisten cia del tem a a lo largo de gran parte del pensam iento
de H eidegger.
29. Si W indelband no hu b iese trabajado aún b ajo la irresistib le influencia
de K ant, y tam bién b ajo la de H egel, o si hubiera vivid o en una época en la
que la am bivalen te dinám ica de la ciencia fu ese tan clara com o lo es ahora,
podría haber extraído ya la m ism a conclu sión. Al m en os él vio ya en la ciencia
la principal preocu pación de la filosofía, según se pu ed e ver en textos com o el
siguiente: «Die Geschichte de s N a m e n s Philosophie ist die Gaschichte d e r Kul-
tu r b e d e u tu n g d e r W issen sc h a ft» (W indelband, 1882, 20). El objetivo fundam ental
del estu d io de la filosofía antigua es, para él, el de perm itir «com prender el
origen de la ciencia occid en tal en general» (W indelband, 1893, 1). E se es ya un
tem a heideggeriano.
o con la recusable idiosincrasia de Heidegger. Más bien m e refiero a
lo que considero concepciones erróneas residuales de la ciencia y
de la filosofía que se hallan en m uchos de los llam ados enfoques
«trascendentales» adoptados en la trad ició n alem ana, especialm ente
p o r H usserl, H eidegger y G adam er. Esos autores parecen p en sa r que
p a ra ver a la ciencia y a la tecnología como algo así como n u estro
sino o n u e stra tare a h istó rica hace falta, ante todo, cierta d istancia
respecto de la ciencia; p o r así decir, u n espacio libre de ciencia p a ra
m an io b rar in telectualm ente. Aunque difieren m ucho en tre sí en otros
aspectos, H usserl, H eidegger y G adam er coinciden en su enfoque
fu n d am en tal de este problem a: buscan el espacio de m aniobras en
la experiencia precientífica o extracientífica, en el «Lebensw elt», que
incluye al a rte y a la cu ltu ra.30 In ten ta n , adem ás, a p re sa r esas expe­
riencias en u n a disciplina filosófica autónom a: u n a teoría « trascen ­
dental» dirigida a d em o strar, en p rim e r lugar, las condiciones que
hacen posible to d as las investigaciones m etodológicas de la n a tu ra ­
leza y del hom bre.11 (Debe n o tarse que el últim o H eidegger reem ­
plazó la distinción e n tre la filosofía trascen d en tal y las disciplinas
p articu lares p o r la oposición e n tre todas las disciplinas trad icio n a­
les, incluida la filosofía, y una nueva form a de pen sar el ser; pero
no me propongo d iscu tir aquí esa decisión. H a sta donde se m e al­
canza, ello no afecta al siguiente argum ento.)
Ahora bien: es indudablem ente cierto que todas las disciplinas
m etodológicas se originan en la vida com ún, y que posiblem ente no
pueda in tro d u cirse ningún lenguaje científico si no es con la ayuda
del habla cotidiana. Pero es erróneo to m a r este tru ism o com o p u n to
de p a rtid a de una crítica filosófica, independiente, de la ciencia y lo
es en dos aspectos. 1) El L ebensw elt precientífico, extracientífico o
exento de ciencia, es u n artificio. N uestra vida h a pasado a estar,

30. H usserl (ya bajo la influencia de su discípu lo H eidegger) tom a a la


L e b e n s w e lt com o p u n to de partida de su crítica trascen d en tal de la ciencia
(H u sserl, 1934-1936, parte III); su p rop ósito es el de recuperar la «Lebensbedeut-
sa m k e it» de la ciencia, cuya pérdida es el problem a fun dam ental de su in v es­
tigación (ibid., § 3). El fam oso análisis de la experien cia cotid ian a que H eideg­
ger presenta en su obra de 1926 señala el pu nto de partida de su p osterior
crítica a la tecn ología, en la cual estab lece el con traste entre la vida sencilla,
la experien cia p oética, etcétera, por una parte, y la rep resen tación científica,
el dom in io tecn ológico, etcétera, por la otra. (Un ejem p lo p articu larm en te e lo ­
cuente, entre m u ch os otros, puede hallarse en H eidegger, 1950b.) G adam er ex­
tien de n otab lem en te el ám bito de las experien cias relevantes; desea inclu ir el
arte y la cultura en tanto son configuradas por la tradición histórica. Tal am ­
pliación con stitu ye el m otivo y la justificación m ás profun das de su orien tación
hacia las G e iste s w is se n sc h a fte n ; su in terés prim ario no es el de desarrollar una
m etod ología o una filosofía de esas disciplin as (G adam er, 1960, Einleitung,
págs. X X V -X X V I; 1967b, esp ecialm en te 119).
31. H usserl, 1934-1936, 34a, 38-42; H eidegger, 1926. Tam bién G adam er apu nta a
«algo que ... preced e a la ciencia m oderna y la hace posible» (1960, XV; véase
tam b ién 1967b, 119). De acuerdo con e llo procura establecer la universalidad
de la herm en éu tica con la ayuda de una «ontología» del len guaje (1960, parte III).
p o r así decir, em papada de ciencia y de tecnología. No sólo los peli­
gros y las prom esas de hoy, nuestros tem ores y n u estras esperanzas,
son m uy distintos de lo que solían ser en siglos pasados: tam bién
las convicciones, los proyectos de acción y de vida han variado fun­
dam entalm ente. P or eso en la actualidad apenas si es posible sep a rar
el L ebensw elt del m undo tal com o es visto y m odelado p o r la cien­
cia. El pu n to de p a rtid a del análisis filosófico sólo puede ser u n a
«■Lebenswelt científica». 2) La separación en tre las disciplinas o las
ciencias p articu lares y u n a teoría filosófica trascendental, es sum a­
m ente discutible. Hay buenas razones p ara ad m itir cuestiones tra s­
cendentales y argum entos trascendentales; pero después de dos si­
glos de teorías trascendentales supuestam ente a priori, m as en rea­
lidad variables, debiéram os concluir que el intento de estab lecer una
au to rid ad filosófica independiente h a fracasado. En caso de conflicto
en tre un científico y u n filósofo, norm alm ente este últim o p erd erá
la batalla, a no ser que el p rim ero extrapole su especialidad p ara
h acer de ella u na teo ría única y om nicom prensiva del m undo, en cuyo
caso sencillam ente se convertirá en u n filósofo del a priori.
Además, el enfoque trascendental, especialm ente en su versión
herm en éu tica (V erstehen com o existenciario —H eidegger— o una
ontología del lenguaje —G adam er— ), se p resen ta com o conceptual­
m ente inadecuado p a ra tra ta r ap ropiadam ente la novedad histórica.
La interacción y el descubrim iento m ateriales requieren un estatu to
conceptual coordinado, al lado de las estru c tu ras reflexivas de la
autoexperiencia. Ya he form ulado este rep aro contra G adam er al
referirm e a las im plicaciones idealistas de la herm enéutica universa­
lista. Parece p o d er ser aplicado en general a todos los enfoques
trascen d en tales en los que «trascendental» rem ite a una teoría a
priori de la subjetividad.
Por tan to , u n a cosa es conceder que H eidegger y G adam er ofre­
cen u n a p ro fu nda percepción de la h istoricidad de la filosofía, y
o tra cosa es acep tar sus argum entos específicos. Ambos se concen­
tra n en la experiencia extracientífica de la vida, o en las Geisteswis-
senschaften, en form a tal que pasan p o r alto el irresuelto problem a
filosófico de com prender adecuadam ente la relación en tre esos do­
m inios: el de la experiencia científica y la acción científicam ente fun­
dada. Yo sugeriría que tal com prensión en tra ñ a ría el reconocim iento
de la h isto ricidad del conocim iento científico.
P ara resu m ir brevem ente: he intentado sostener que en n u estra
trad ició n la filosofía está inseparablem ente entrelazada con las cien­
cias (en el sentido am plio del térm ino), y que, p o r ello, la h isto ria de
la filosofía es igualm ente inseparable de la h isto ria de las ciencias.
Las ciencias, especialm ente las ciencias n atu ra les en su relación con
la tecnología, no pueden ser entendidas —y m ucho m enos m aneja­
das— adecuadam ente, salvo sobre la base de n u e stra experiencia
h istó rica (si acaso pueden ser entendidas y m anejadas). E sta afirm a­
ción será válida entonces tam bién a propósito de la filosofía. Nece­
sitam os estu d ia r la h isto ria de la filosofía no sólo p ara sac ar p ro ­
vecho de la presencia virtual de nu estro s grandes colegas del pasado,
y no sólo p a ra m e jo ra r n u e s tra com prensión de la génesis del es­
p íritu (y, en ese sentido, n u estro autoconocim iento). La h isto ria de
la filosofía es n ecesaria si la filosofía ha de o b ra r com o algo sem e­
ja n te a la consciencia profesionalizada del m undo científico y tec­
nológico, y, cabe esperar, com o su consciencia m oral.32

BIBLIOGRAFIA

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32. N ancy C artw irght, Ian H aking y L orraine D aston tuvieron la am abili­
dad de leer un borrador de este trabajo y m e ayudaron a aclarar m is p en sa­
m ientos; sé, em pero, que no pude h ab érm elas deb id am en te con su s críticas
y con su s preguntas. Fueron m uy in stru ctivas para m í las d iscu sion es que
m antuve en la U n iversidad Johns H opk in s y en la U n iversidad de T ubinga, y
es m ucho lo que aprendí esp ecialm en te de Jerom e Schn eew ind , R ichard R orty y
R üdiger B ubner, y asim ism o de las con versacion es que so stu v o con H ans-G eorg
G adam er y con H ans-Friedrich Fulda. N orton W ise m e ayudó en la traducción
de las citas de autores alem an es. Por ú ltim o —aunque no es lo m en os im ­
portante— , debo m encion ar m i deuda con R ichard R orty por su m eticu losa
corrección e stilístic a , sin la cual el texto de e ste trabajo d ifícilm en te habría
resultado legible.
La cita es de Hegel, Samtliche Werke, ed. H. Glockner, vol. VII, Stutt-
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C a p ít u l o 5

CINCO PARABOLAS

la n H acking

E ste lib ro no p re se n ta u n a d o ctrin a m onolítica, pero sí tiene un


tono subversivo. P rom overá algunas actitu d es iconoclastas, ensan­
chará algunos horizontes y p ro c u ra rá que los filósofos conozcan m e­
jo r el ferm en to contenido en las p ro p u estas actuales p ara la escritu ­
ra de la h isto ria. Mis propias ideas son lo suficientem ente exóticas
p ara que se m e incluya en este libro, pero en tal com pañía debiera
prim ero co n fesar cierto resp eto p o r m ás lectu ras o bstinadas y ana­
crónicas del canon de los grandes filósofos. El enfoque que de la
histo ria de la filosofía tienen las am istades epistolares puede irrita r­
me tan to com o a cualquiera. A través de los m ares del tiem po se
destacan com o co rresponsales algunos héroes cuyas p alab ras deben
leerse com o la ob ra de niños, b rillan tes pero en situación de des­
ventaja, de un cam po de refugiados, p ro fu n d am en te in stru ctiv as pero
necesitadas de firm e corrección. D etesto eso, pero m i p rim era p a­
rábola, titu lad a «La fam ilia verde», expresa precisam ente un m en­
saje an tih istó rico así. D escartes (p o r ejem plo) vive, o yo opino que
es así. Mi segunda p arábola es u n an tíd o to instantáneo. Se llam a
«La p a ra d o ja de B recht», y está elaborada en to rn o del hecho de que
B recht, al leer a D escartes, no pudo d ejar de exclam ar que Des­
cartes vivió en u n m undo com pletam ente distinto del n u estro (o en
todo caso del de B recht).
Mi te rc era parábola, titu lad a «D em asiadas palabras» es una auto-
llagelación. Se refiere a u n a concepción claram en te radical acerca
del m odo en que la h isto ria del conocim iento d eterm in a la n a tu ra ­
leza de los p roblem as filosóficos. Una vez esa concepción fue la mía.
La rep ito ah o ra p ara re p u d ia r la visión idealista y verbalista de la
filosofía de la cual deriva.
Las dos ú ltim as p arábolas, llam adas «R ehacer el m undo» y «C rear
seres hum anos», son asim ism o com plem entarias y antitéticas. E n
resum en, a p esa r de cu anto he aprendido de T. S. K uhn, creo que en
un resp ecto fu n d am en tal la h isto ria no im p o rta p a ra la filosofía
de las ciencias n atu rales, m ien tras que sí im porta p ara la filosofía de
p o r lo m enos algunas de las ciencias hum anas. E stas serán, entre
m is ideas, las m ás difíciles de aclarar, pero, al m enos p a ra quienes
prefieren las tesis a las parábolas, hay allí u n a tesis. E n cierto sen­
tido es u na castaña vieja pero to stad a —espero— en carbones nuevos.
Las p aráb o las pueden ser evasivas, pero las cinco parábolas que
a continuación presento, al m enos, se refieren a d istin tas relaciones
en tre la filosofía y su pasado. La p rim era es una advertencia en
cuanto a que la lectu ra anacrónica de algunos textos canónicos pue­
de poseer de p o r sí u n valor fundam ental. La segunda recuerda que
esos m ism os textos pueden h a b la r en favor de u n a com pleta dislo­
cación de n u e stra p a rte respecto de n u estro pasado. La terc era con­
cierne al uso exagerado de la h isto ria en el análisis de conceptos y
de problem as filosóficos. La cu a rta se refiere a la h isto ria y a la
filosofía y de la ciencia natu ral, m ien tras que la quinta versa acerca
de la h isto ria y la filosofía de algunas de las ciencias sociales y
hum anas. La c u a rta recu rre m ás a T. S. Kuhn; la quinta, a Michel
Foucault.

I. La fam ilia verde

Hace no m ucho tiem po visité la ciudad fénix de Dresde, la cual,


ap a rte de sus colecciones de arte europed, alberga u n a notable ex­
posición de porcelana china. Debem os am bas cosas al hom bre que
en S ajonia todos llam an Augusto der Stark, si bien técnicam ente
es Augusto II (1670-1733), en algún tiem po rey de Polonia, y Federico
Augusto I, elector de Sajonia. Es m enos adm irado p o r su habilidad
com o político y com o guerrero que p o r su p ro fu sa colección de
obras de arte, p o r su prodigiosa fuerza y (en algunos lugares) por
h ab er pro creado la m ás grande cantidad de niños que se registre
en la h isto ria. Augusto com pró cu an ta porcelana de calidad llegó a
sus m anos. El ám bito a que corresponden sus piezas es lim itado: la
m ayoría de ellas proceden del período de K ’ang Hsi, 1662-1722. En
1717 m andó co n stru ir u n pequeño palacio p a ra sus porcelanas chi­
nas, y ese m ism o año canjeó a Federico Guillerm o I de P rusia un
granado regim iento de D ragones p o r 151 ja rro n e s conocidos aún como
los Dragonenvasen. Si bien es verdad que em puñó, no m uy eficaz­
m ente, su espada, no era ningún prusiano. Augusto der S ta rk hizo
fun d am en talm ente el am or, no la guerra. Em pleó el dinero desti­
nado a la investigación y el desarrollo, no en el cañón, sino en la
quím ica, apoyando financieram ente el redescubrim iento del antiguo
secreto chino de la m an u factu ra de porcelana, con lo que Meissen,
en Sajonia, se convirtió en la principal fábrica europea de porcelana.
(E llo ten ía tan to u n interés com ercial com o estético, pues en aque­
llos días la porcelana era la principal m ercancía m anu factu rad a que
se im p o rtab a a E uropa.)
Conozco poco de porcelana. Consigno, sin la m enor p reten sió n de
discernim iento, que en D resde m is ojos fueron cautivados especial­
m ente p o r las obras hechas en el estilo llam ado «la fam ilia verde».
E n u na de las grandes regiones exportadoras se desarro llaro n nue­
vas técnicas de esm altado. Los resu ltad o s fueron m aravillosam ente
bellos. No destaco las piezas de Augusto der S ta rk como la culm i­
nación del arte chino. Suelen ser m ás estim adas en O ccidente las
obras algo p o steriores, y sé m uy bien que obras m ucho m ás tem ­
pranas tienen u n a gracia y u n a sim plicidad que afectan al e sp íritu
m ás pro fu n d am en te. R ecurro a la fam ilia verde m ás bien com o p a ­
rábola de la variación de los gustos y de la p ersistencia de los va­
lores.
Augusto der S ta rk pudo h a b e r am ado sus porcelanas chinas al
punto de h a b e r hecho co n stru ir u n palacio p a ra ellas, pero los con-
naisseurs p o sterio res co nsideraron que no ten ían m ás valor que u n a
colección de m uñecas. D urante un siglo se agostaron en una bodega
a b a rro ta d a en la que en días oscuros apenas si se pueden co lu m b rar
las form as salientes de algunas de las piezas de m ayor tam año. Un
hom bre en especial custodió este oscuro tesoro: el Dr. Gustav K lem m ;
él canjeó duplicados de piezas con otros polvorientos conservadores
p ara am p liar la que se convertiría en la colección de este género
de obras m ás nobles de E uropa. Sólo hacia fines del siglo xix se
la devolvió a la luz. E ntonces se hizo pública p a ra m aravilla y de­
leite no sólo de especialistas sino tam bién de personas de paso com o
yo. D u rante la Segunda G uerra M undial las piezas de cerám ica china
reg resaro n a las bodegas y sobrevivieron a la destrucción de Dresde.
Todas las colecciones de esta ciudad fueron llevadas entonces a
Moscú p a ra su cuidado y custodia. En 1958 regresaron p a ra ser alb er­
gadas en las re co n stru id as nobles habitaciones del palacio Zwinger.
Es posible em plear esta contingencia p a ra re la ta r dos h isto rias
opuestas. Una dice: he aquí u n a típica h isto ria h u m an a de opulencia,
codicia, cam bios del gusto, destrucción, supervivencia. Sólo u n a se­
cuencia de accidentes creó el com ercio chino de exportación de ob­
jeto s ap ropiados p a ra cierta m oda europea de las cosas chinas alre­
ded o r de 1700, llevó algunos ejem plares característicos b ajo pródigo
techo, vio a la preferencia pública a p a rta rse de ellos, fue testigo de
u n renacim iento, de u n a tem p estad de fuego y de u n regreso. Es u n
m ero hecho histó rico que Leibniz (p o r ejem plo) tuviera gran afición
p o r las o b ras chinas, pues tal era la m oda de su tiem po. De igual
m odo yo, m ás insipientem ente, m e em bobo tam bién ante ellas, con­
dicionado p o r las tendencias actuales. En cam bio, p a ra Wolff, K ant
o Hegel no eran dignas de adm iración. En pocas palabras: hubo
períodos en que esas piezas fueron valoradas y períodos en que
se las despreció, se las olvidó, no se las am ó. Lo m ism o o cu rrirá
nuevam ente, no sólo en E u ro p a sino tam bién en el país en el que
se las fabricó. En pocos años se las condenará com o ejem plo de
tem p ran a subordinación a la burguesía europea y a sus colonias
(la fam ilia verde tuvo enorm e éxito entre las fam ilias de colonos
de Indonesia). Años m ás tard e se las sacará de las bodegas chinas
y se las investirá de un au ra to talm en te distinta. E vid en tem en te, no
hay en esos chism es valor intrínseco alguno: ascienden y descienden
en la escala de la adm iración hum ana según soplen los vientos.
R aram ente los relativistas afirm an su posición de m an era tan
burda, p ero eso es en líneas generales lo que piensan. N adie p retende
que la conclusión: «no hay en esos chism es valor intrínseco algu­
no» se siga de los hechos p resentados en mi ejem plo; p ero m e p ro ­
pongo establecer, en contra de esa conclusión, u n a afirm ación algo
m ás em pírica, apoyada, según pienso, p o r los hechos históricos. Sos­
tengo que, sea cual fuere la duración de las edades oscuras, m ien­
tras las bodegas nos preserven u n a buena colección de obras del
estilo de la fam ilia verde, h ab rá generaciones que las redescubran.
Se harán ver una y o tra vez. No hace falta re co rd a r que esa porce­
lana se h a rá ver sólo en determ inadas condiciones de prosperidad,
orgullo y excentricidades hum anas (tales com o la extravagante p rác­
tica de a tra v esar desapacibles regiones p a ra d ar vueltas en una ex­
trañ a in stitución que llam am os «museo»).
No p reten d o p a ra la fam ilia verde u n valor intrínseco que se halle
en los cielos, sino sólo un valor esencialm ente hum ano, u n m inúscu­
lo ejem plo de un haz de valores intrínsecam ente hum anos, algunos
de los cuales se m anifiestan m ás vigorosam ente en u n m om ento y
otros m ás vigorosam ente en otro m om ento. Las creaciones de los
hom bres poseen una extraña persistencia que co n tra sta con la m oda.
La m ayor p a rte de la h o jarasca que cream os no tiene ese valor.
Una experiencia suficientem ente am plia de las viejas colecciones p ri­
vadas europeas —cuyas piezas son conservadas m ás p o r razones de
piedad h istó rica que p o r razones de gusto— nos asegura que el he­
cho de ser «m useificado» es de valor casi irrelevante. La colección
de Augusto es especial, como lo atestigua su sistem ática supervi­
vencia y renacim iento.
¿Qué tiene que ver esto con la filosofía? El resurgim iento del his-
toricism o en la filosofía acarrea el relativism o que le es propio.
R ichard R orty lo h a atrap ad o —o se piensa que lo h a hecho— en
su vigoroso libro Philosophy and the M irror of N ature. Yo era di­
chosam ente inm une a ese m ensaje. Poco antes de la aparición de la
o b ra de R orty yo dictaba a los estudiantes un curso de introducción
a los filósofos que fueron contem poráneos de la fam ilia verde y de
Augusto der Stark. Mi héroe había sido Leibniz, y, com o de cos­
tu m b re, m i audiencia m e m irab a con pena. Pero después de la ú lti­
m a clase algunos estu d ian tes m e ro d earo n y com enzaron con el con­
vencional «¡C aram ba, qué buen curso!». Las observaciones posterio­
res eran m ás instructivas: «Pero u sted no podía hacer m enos ...
en tre esos grandes libros; digo, com o los de D escartes...» Am aban
a D escartes y sus M editaciones.
O curre que doy terrib le s lecciones acerca de D escartes, pues
siem pre refu n fuño diciendo que no lo entiendo dem asiado. Pero eso
no im p o rta. D escartes h ab la de m an era d irecta a esos jóvenes que
acerca de D escartes y de su época conocen tan poco com o yo acerca
de la fam ilia verde y de su época. Pero así com o la fam ilia verde se
m e m ostró a m í p o r sí m ism a, de igual m odo D escartes se les m u estra
p o r sí m ism o a ellos. Mi lista de lectu ras cum ple la función de la
galería Zwinger: es la p ro p ia porcelana, o la p ro p ia lectura, y no
la galería o el aula, lo que produce la exhibición. El valor de Des­
cartes p a ra esos estu d ian tes es en teram en te anacrónico, fu e ra del
tiem po. La m itad de ellos h a b rá com enzado con la idea de que Des­
cartes y S a rtre eran contem poráneos, p o r ser am bos franceses. D escar­
tes, m ucho m ás que S artre, puede h ablarles d irectam ente a través
de los m ares del tiem po. El historicism o, aun el de R orty, lo olvida.
Un p rin cip ian te necesita alim entos; después, espacio; después,
tiem po; después, un incentivo p a ra leer, y a m enudo eso apenas si
b asta, p orque, lo m ism o que la fam ilia verde. D escartes te n d rá sus
ascensos y sus descensos. H ace ciento cincuenta años, en Londres,
E spinoza cau saba fu ro r y D escartes era ignorado. E n la actualidad
ninguno de los dos cae bien en D resde o en Cantón. Ambos serán
m uy leídos allí en el fu tu ro si las condiciones físicas y hum anas lo
p erm iten; eso es al m enos lo que creo.
E n lo que se refiere a n u estra s circunstancias m ás inm ediatas,
uno de diez m il cursos de conferencias servirá com o la galería en
la que D escartes se exhiba. Puede ser mi balbuceante in ten to de
situ a r a D escartes en la p ro b lem ática de sus días; puede ser la des­
trucción de Rorty; o puede ser alguno de los clásicos cursos de los
am igos-epistolares-a-través-de-los-m ares-del-tiem po. No presento nin­
gún argum ento p a ra avalar m i convicción, sino que solam ente invito
a dirigirse a la experiencia. Rem edo a G. E. M oore cuando alzaba su
m ano an te u na audiencia de ansiosos escépticos. La m ayoría de no­
sotros estam os tam bién dem asiado ansiosos aún p a ra re c o rd a r el
m odo en que D escartes nos habló inicialm ente. Ese es el punto al
que se refiere m i parábola. Extraigo de mi pasado reciente u n pa­
ralelo de esa p rim e ra expresión. Invito a los lectores a in v en tar o a
rem em o rar sus propios paralelos personales. Pero si se resisten
a ello, perm ítasem e señalarlo u n a vez m ás; Hegel dom inó en la for­
m ación de Dewey y acaso en la de Pierce y tam bién en la de los
en cu m brados M oore y Russell, quienes en pocos años los arrasaro n .
No obstan te, Hegel perm aneció largo tiem po inadvertido en tre quie­
nes leen y escriben en inglés. P ero m e b asta con señalar al a u to r
del capítulo inicial de este libro, C harles Taylor (cuyas exposiciones
tien en m ucho que ver con la nueva p ráctica anglohablante de leer
a Hegel) p ara re co rd a r al lecto r que Hegel está de regreso. Poco
antes el lecto r de habla francesa hallaba dificultades aun m ayores al
in te n ta r la lectu ra de Hegel, h asta que le a n H yppolite proporcionó
la galería en la que Hegel se m o straría nuevam ente. Pero ahora h as­
ta hallam os a Michel Foucault —p o r m ás que en sus publicaciones
pued a ap arecer com o denegador de la sustancialidad del «texto»—
dispuesto a ad m itir con júbilo en u n diálogo, al preg u n társele p o r su
reacción a la Fenom enología del espíritu, que es un beau livre. Como
en efecto lo es. P ara u n escrito r com o Hegel eso es h ab lar o tra vez
directam ente, p rim ero a los franceses y después a nosotros, tras
décadas de olvido.

II. La paradoja de B recht

Después de h a b e r expresado cierta sab id u ría convencional, debo


cuando m enos consignar la sabiduría opuesta. Me cuesta m ucho h a­
llar un sentido en D escartes, incluso después de h ab er leído a sus
co m en taristas, a sus predecesores y los 'm ás arcanos textos de su
época. Cuanto m ás logro entenderlo, tan to m ás m e parece h a b ita r
en un universo extraño. Ello es algo singular, porque D escartes creó
la esc ritu ra filosófica francesa y continúa siendo uno de sus m odelos
dom inantes. No d eb atiré ah o ra m is problem as recu rrien d o a pedan­
tescos escrúpulos. En lugar de ello, consideraré algunas no tas es­
critas p o r B ertold B recht en 1923, cuando, tam bién él, había leído a
D escartes con consternación.
Es ú til rem itirse a B recht porque su reacción es m uy directa.
«¡Este ho m b re debe de vivir en otro tiem po, en u n m undo diferente
del mío!» No le in q u ietan las sutilezas. Su queja deriva de un po­
deroso estado de perp lejid ad ante la proposición fundam ental de
D escartes. ¿Cómo es posible que el pensam iento sea la g aran tía de
mi existencia? Lo que m e asegura de m i existencia es lo que hago:
pero no cu alq u ier form a del hacer. Es el hacer con un propósito, en
especial los actos que form an p arte de la obra que hago. B recht es
u n escrito r. Su tra b a jo es la escritura. Es bien consciente del papel
que se halla frente a él. Pero no es ese sab er el que (a la m anera de
M oore) lo hace e s ta r seguro de la existencia del papel. Desea escrib ir
en él, y lo hace. Dispone del papel en el que están escritas sus ano­
taciones, lo cam bia. No puede ten er ninguna duda de ello. Añade, un
poco irónicam ente, que debe de ser muy dificultoso saber algo de
la existencia sin m anipularlo.
B recht escribe m anifiestam ente a p a rtir de una ideología. Su si­
guiente com entario se titu la: «Presentación del capitalism o com o fo r­
m a de existencia que requiere de dem asiado pensam iento y de dem a­
siadas virtudes.» Es en la práctica, y no en la teoría, como están
co n stitu id o s él y su ser. Volviendo tácitam en te a Berkeley, destaca
que m uy bien se puede d u d ar de si enfrente existe o no un árbol.
Pero sería un poco m olesto si no existieran árboles o cosas sem e­
jantes, p o rq u e entonces estaríam os m uertos p o r falta de oxígeno.
Esa verdad puede ser conocida p o r m edio de la teoría, pero es la
interacción p ráctica con los árboles lo que constituye el núcleo
de esa certeza.
Alguno sen tirá que B recht vive en otro m undo, un m undo m enos
fam iliar que el de D escartes. El lecto r puede d isen tir de la ideología
ap aren tem en te ingenua de B recht, y sen tir aún su grito de asom bro
ante la expresión de D escartes. No estoy diciendo que el pirronism o
sea im pensable. Los h om bres pasan p o r operaciones intelectuales
que los conducen a expresiones escépticas, y pasan después p o r o tras
operaciones tales que los alivian del escepticism o. No m e opongo a
eso. No estoy esgrim iendo los argum entos lingüísticos del «caso
paradigm ático» de hace un p a r de generaciones, en los que se sos­
tenía que no es posible em plear coherentem ente el inglés p a ra p lan­
te a r problem as escépticos. B recht m e conduce a u n a zozobra de m ás
peso. ¿Cómo puede u n a persona, con la seriedad m ás profunda, h a ­
cer que la existencia dependa del pensam iento? ¿Cómo rem ed iar u n a
dud a real m ediante u n encadenam iento de reflexiones que culm inan
en: «aun cuando dudo, pienso, y si pienso, soy»? El paso a la res
cogitans p arece tran sp a re n te en com paración con ese p rim e r p en sa­
m iento. C uriosam ente H intikka da u n paso in terp re tativ o casi brech-
tiano cuando sostiene que el cogito debe ser entendido com o u n a
expresión p erfo rm ativ a en el sentido de J. L. Austin. Puede ver esto:
un o ra d o r m oderno, cuyo tra b a jo es hablar, puede h a b la r p a ra p ro ­
b a r que existe. Todos hem os oído a personas a las que en form a
sarcástica caracterizam os ju stam en te en esos térm inos. Pero no es
eso lo que D escartes está haciendo, ni hay lectores de H in tik k a a
los que p o r regla general la in terp re tació n «perform ativa» del cogito
persuada.
No estoy llam ando la atención acerca de conceptos cartesianos
que h an sido tran sm u tad o s («sustancia») o que h an m uerto («reali-
tatis o b jetiva e», expresión correctam en te trad u c id a p o r Anscombe
y Geach com o «realidad representativa»). Podem os, con esfuerzo, re­
co n stru ir esos conceptos. B recht form ula u n a p ro testa c o n tra el
núcleo m ism o del pensam iento de D escartes. N ingún ser de m i tiem ­
po —afirm a B rech t— puede proponerse seriam ente la sentencia ca r­
tesian a fundam ental.
E stoy de acuerdo. He dicho tam bién en mi p rim era p arábola que
cada u n a de las sucesivas generaciones am a las M editaciones y se
siente en ese texto com o en su elem ento. Creo que ésa es u n a p a ra ­
d oja insoluble de la h isto ria y de la filosofía. «Se puede m e jo ra r la
historia», «Los estu d ian tes son poseídos p o r el estilo de la p ro sa
cartesian a, sólo creen que la entienden y se relacionan con ella em-
páticam ente»: ésas son sólo expresiones de consuelo que no captan
la seriedad de la reacción b rech tian a, o no ca p ta n la seriedad de los
estu d ian tes a los que D escartes h ab la de m anera directa. Uno no
necesita, n atu ra lm e n te , re c u rrir a B recht p ara h acer esta observa­
ción. La creo ú til p a ra que recordem os que m ientras que nosotros,
los filósofos, nos vam os p o r las ram as, u n profano a lerta e inquisi­
tivo puede llegar in m ediatam ente al corazón de lo que en D escartes
es ininteligible.

III. D emasiadas palabras

B recht pone en relación el surgim iento del capitalism o con dos


vicios gem elos: dem asiadas virtudes, dem asiado pensam iento. No
son ésos n u estro s vicios. N uestro problem a son las dem asiadas pala­
b ras: dem asiada confianza en las p alab ras com o lo que lo es todo,
la su stan cia de la filosofía. Acaso Philosophy and the M irror of Na-
ture, de R ichard R orty, con su d o ctrin a cen tral de la «conversación»,
p arecerá algún día una filosofía de ca rác te r tan lingüístico com o el
análisis que hace u n a o dos generaciones provino de Oxford. P ara
re c o rd a r en qué consistió es m ejo r p en sa r en la ru tin a antes que en
la ocasional inspiración de un m aestro com o Austin. Leemos en un
libro acerca de la ética de K ant, p o r ejem plo, que «una discusión
que se m antiene estrictam en te d en tro de los lím ites de la ética no
ten d ría ningún propósito m ás allá del análisis y la clarificación de
n u estro pensam iento m oral y de los térm inos que em pleam os p ara
ex p resar ese pensam iento». Su au to r, A. R. C. Duncan, tran scrib e
adem ás la definición de Sidgwick, procedente de la p rim era página
de su E tica : «el estudio de lo que es correcto o de lo que debe ser
en la m edida en que depende de los actos voluntarios de los indi­
viduos». D uncan dice que él y Sidgw ick com parten la m ism a con­
cepción de la ética. ¡Ay, pobre Sidgwick, pobre K ant, que creyeron
que estab an estu d ian d o lo que es correcto o lo que debe ser! Po­
dríam os h a b la r aquí de u n a obnubilación lingüística: una obnubi­
lación que p erm ite que uno tran sc rib a u n a frase de la p rim era pági­
n a de Sidgw ick sin ser capaz de leerla. G ustav B ergm ann escribió
acerca del «giro lingüístico» de la filosofía, sugerente expresión que
R o rty em pleó p a ra d a r títu lo a u n a antología de ese período. Como
lo m u estra la notable com pilación de R orty, el giro lingüístico ap re­
m iante, y, visto retrospectivam ente, parece h ab e r sido dem asiado
aprem ian te. Hay, no obstante, vendas lingüísticas que cubren los
ojos y son m ás sutiles que las que nos hacen leer a K ant com o un
filósofo del lenguaje. P ara evitar faltas de cortesía m e arran c aré
las m ías. Se publicó en u n libro com o The Em ergence of Probability
y en u n a solem ne conferencia acerca de Leibniz, D escartes y la filo­
sofía de las m atem áticas pronunciada en la Academ ia B ritánica. E sta
conferencia concluía con la afirm ación de que «es form ada p o r la
p reh isto ria, y sólo la arqueología puede m o stra r esa form a». E stas
fru slerías grandilocuentes p usieron de m anifiesto claram ente que yo
había estado leyendo a F oucault, pero significativam ente yo había
estado leyendo an te todo Les M ots et les Choses, una obra que no
pone tan to énfasis en las m o ts a expensas de las choses, cuanto con­
tiene una vigorosa tesis acerca del m odo en que las p alab ras im ­
ponen u n ord en en las cosas.
Es fácil estab lecer u n a serie de prem isas que conducen a mi pu n to
de vista h istórico lingüístico. La m ayoría de ellas parecerán ser
lugares com unes m ien tras no se las reúna. Alguna vez re p resen ta ro n
mi m etodología. Como tal las afirm é en una reunión del Club de
Ciencias M orales de la U niversidad de C am bridge en la prim avera
de 1974. V arios de los colaboradores del p re sen te volum en se h alla­
ban en tre el público, en tre ellos uno de los com piladores, Q uentin
S kinner, a quien puedo ap e la r com o testigo.

1. La filosofía se refiere a problem as. E sta no es u n a verdad


eterna. Fue fijada en inglés p o r títulos com o S om e Main Problem s of
Philosophy (M oore, Londres, Lecciones en el M orley College, invier­
no de 1910-1911), S om e P roblem s of P hilosophy (Jam es, 1911), The
P roblem s o f Philosophy (Russell, 1911).
2. Los problem as filosóficos son conceptuales. Surgen de hechos
referen tes a conceptos y de la confusión conceptual.
3. Una explicación verbal de conceptos. Un concepto no es una
en tid ad a b stra c ta no lingüística cap tad a p o r n u e stra m ente. Se lo
debe en ten d e r en térm inos de las p alab ras que em pleam os p a ra ex­
p re sa r el concepto y de los contextos en que em pleam os esas p a­
labras.
4. Las palabras en sus lugares. Un concepto no es m ás que una
p alabra, o varias p alab ras, en los lugares en que son em pleadas.
Una vez que hem os considerado las frases en las cuales se em plea la
palab ra, los actos llevados a cabo al expresar las frases, las condicio­
nes de o p o rtu n id ad o de au to rid a d p a ra la expresión de esas frases,
etcétera, hem os agotado cuanto hay que decir acerca del concepto.
Una versión e stric ta diría que hem os agotado el concepto cuando
hem os considerado (per im possibile) todas las expresiones específi­
cas reales de las p alab ras correspondientes. Una versión m enos es­
tric ta nos au to rizaría a co n sid erar las circu n stan cias en las cuales
la p alab ra p o d ría ser em pleada pero en realid ad no lo es. El rigor
me inclina hacia la versión estricta, pero la m ás flexible es m ás
aceptada.
5. Los conceptos y las palabras no son cosas idénticas. Ello se
debe a que, ap a rte de la am bigüedad sincrónica, las m ism as pala­
bras, a través de cam bios de distinto tipo, pueden llegar a ex p resar
conceptos diferentes. Pero los conceptos no deben ser m ultiplicados
m ás allá de lo necesario. La diferencia de lugar p roporciona la p ru e ­
ba de la diferencia en el concepto: la palab ra es em pleada por dife­
ren tes clases de personas p a ra h ac er cosas diferentes. Aún adm iro
una teo ría acerca de cómo h acer ta l cosa y que m uchas veces no
es tenida en cu en ta en este sentido: la de Sem antic Analysis, de
Paul Ziff. A nálogam ente, debem os acep tar que en diferentes m o­
m entos el m ism o concepto puede ser expresado m ediante palabras
diferentes d entro de la m ism a com unidad. Una inclinación por las
ideas de Ziff m e hace ser en este respecto m ás cauteloso de lo que
se es com únm ente. Tomo en serio el M odern E nglish Usage de
Fow ler y su afirm ación de que en el inglés de G ran B retañ a existe
un solo tipo de sinónim os exactos; p o r ejem plo, furze y gorse [«árgo-
m a»]. Aún hoy, al a d v e rtir que la p a la b ra «determ inism o» aparece
en Alem ania alred ed o r de 1788, y que su em pleo en térm inos de causas
eficientes an tes que en térm inos de m otivos p re d eterm in an tes se di­
funde en todos los lenguajes europeos alrededor de 1860, me veo
so rp ren d en tem en te inclinado a decir que con el uso de la palab ra
apareció un nuevo concepto.
6. Revoluciones. En los cuerpos de conocim ientos tienen lugar
ru p tu ra s, m utaciones, fractu ra s epistem ológicas, cortes: cuantas m e­
táfo ras el lecto r desee. Lo típico es que un concepto, u n a categoría o
un m odo de clasificación pueda no sobrevivir indem ne a una revo­
lución. Aun cuando conservem os la m ism a palabra, ella p o d rá ex­
p re sa r un concepto nuevo que reem plaza a uno anterior. No debem os
su cu m b ir a u n exceso de inconm ensuralibidad en este punto. No nos
es forzoso suponer que u n hablante posrevolucionario tenga dificul­
tades p ara co m p ren d er a un hablante prerrevolucionario que p erm a­
nece adherido a las antiguas m odalidades. Pero de ello sí se sigue,
si se añade la prem isa precedente, que los conceptos pueden tener
un com ienzo y un fin.
7. Conceptos problem áticos. P or lo m enos u n a de las especies
fu ndam entales de confusión conceptual surge con los conceptos que
pasan a la existencia en u n a ru p tu ra com parativam ente m arcada.
Ello puede o c u rrir de m an era trivial, sencillam ente p orque las p er­
sonas no h an tenido tiem po p a ra resolver las cosas.
8. Problem as persistentes. E stá tam bién el estereotipo m enos tri­
vial de que algunos problem as filosóficos p ersisten a lo largo de toda
la vida de u n concepto. Algunos problem as son tan viejos com o el
m undo, pero otros son específicos y están fechados, e incluso pode­
m os p en sar que algunos realm ente m u riero n hace tan to tiem po que
ni siq u iera todos los artificios herm enéuticos de resurrección que hay
en el m undo pueden devolverlos a la vida. Conocemos tam bién el
fenóm eno del m ism o conjunto de argum entos que son form ulados
u n a y o tra vez, de generación en generación. Ahora estam os cerca
del térm ino de n u estro viaje, y pasa a co nvertirse en clara especula­
ción el que el problem a su rja debido a lo que haya hecho posible
ese concepto. Es com o si el concepto problem ático tuviera una cons­
ciencia desdichada.
9. « E sta consciencia desdichada, internam ente fragm entada, p o r­
que su n atu ra leza esencialm ente contradicha es p ara ella u n a cons­
ciencia única, debe ten er siem pre presente en una consciencia tam ­
bién la o tra; y entonces es llevada, a p a rtir de cada una, o tra vez
al propio m om ento en que im agina que h a alcanzado exitosam ente
u n a pacífica u n id ad con la o tra...»
El noveno pu n to no es u n a prem isa, sino un proyecto cuya in­
fluencia h a sido am plia. M arx y F reu d son los gigantes engendrados
p o r Hegel, p ero los filósofos conocen tam bién ese m odelo. E n la
filosofía an alítica está tan fu ertem en te vinculado con la te ra p ia com o
lo está en Freud. Los m ás probados tera p eu tas fueron los analistas
del lenguaje que pensaron que u n a vez elim inadas las confusiones
lingüísticas los problem as filosóficos desaparecerían. V inieron en­
tonces los an alistas no lingüísticos, el m ás notable de los cuales fue
John W isdom , y que hicieron explícitas com paraciones con la psi­
coterapia. W ittgenstein ejerció cierta influencia sobre la form ación
de las ideas de W isdom , pero encuentro en la propia o b ra de W itt­
genstein m enos m enciones de la «terapia» que m uchos o tro s de sus
lectores. El proyecto hegeliano, sea cual fuere su procedencia, me
lleva a mi ú ltim a prem isa. Es la m enos probable de todas.
10. Los conceptos tienen recuerdos o, en todo caso, en n u estro s
propios m odelos de palab ra rem edam os inconscientem ente la filoge­
nia de n u estro s conceptos. Algunos de n u estro s problem as filosóficos
acerca de los conceptos son resu ltad o de su historia. N uestro des­
concierto no surge de aquella p a rte d eliberada de n u e stra h isto ria
que recordam os, sino de la que olvidam os. Un concepto se to rn a
posible en un m om ento determ inado. Es hecho posible p o r u n orde­
n am ien to d iferen te de ideas an terio res que se d erru m b aro n o esta­
llaron. Un p roblem a filosófico es creado p o r la falta de coherencia
en tre el estado a n te rio r y el nuevo. Los conceptos recu erd an ese
hecho, p ero no so tro s no: nos la pasam os royendo problem as ete r­
n am en te (o d u ra n te el lapso de vida del concepto) porque no enten­
dem os que la fu en te del problem a es la falta de coherencia en tre el
concepto y aquel o rdenam iento a n te rio r de las ideas que hizo posi­
ble al concepto.
El m odelo de la te ra p ia nos en señaría que podem os resolver o
disolver n u estro s p roblem as acom etiendo su p reh isto ria. Yo me a p a r­
to vehem entem ente de ese m odelo. Es extraño a la h isto ria de la
consciencia desdichada. H ace m ás o m enos diez años u n ecléctico
p siq u iatra noruego subrayó en u n a conversación que m antuve con él
que F reud era b rillan te en la explicación de los fenóm enos psíqui­
cos, desde los lapsos h a sta la neurosis pasando p o r los sueños. Sus
explicaciones suelen se r m agníficas, lo m ejo r que hay en plaza, aun­
que, en lo que se refiere a la curación de las personas, F reud no es
especialm ente bueno ni m alo. La observación acerca de la curación
tiene sus tediosos p artid a rio s en favor y en contra. La observación
acerca de la explicación m e resu ltó excitante. En p arte debido a una
form ación positivista, yo no im aginaba posible creer en explicaciones
carentes de sus correspondientes predicciones. Ahora po d ría ad m itir
a la vez que la explicación de F reud y de los freudianos acerca del
sueño y de m uchas conductas extrañas eran sencillam ente brillantes.
Pero no cu entan p a ra la curación.

E sta p rem isa negativa (la de que no debe aguardarse u n a tera­


pia) cierra el fundam ento de m i m odelo de explicación de (algunos)
problem as filosóficos. P ara ca p ta r la n atu raleza de los problem as
filosóficos se debe com prender la p re h isto ria de los conceptos pro­
blem áticos y lo que los hace posible. De ese m odo se explicarían los
problem as. No es necesario que ello influya en cuanto a si los proble­
m as co ntinúan inquietándonos. P ara los que buscan soluciones a los
problem as filosóficos su explicación no re p resen ta rá ninguna ayuda.
P or o tra p arte, u n a explicación del concepto de «problem a filo­
sófico» (de acuerdo con la p rim era prem isa, un concepto fechado en
el sentido de la q u in ta prem isa) podría, según espero, in crem en tar
n u estra incom odidad frente a la idea m ism a de resolver problem as
filosóficos.
Puedo ca ricatu riz ar estas p rem isas diciendo que consisten en
una pizca de esto y u n a pizca de aquello, pero h asta llegar al ver­
dadero final, eran los lugares com unes de una form ación perfecta­
m e n te tradicional en filosofía analítica. Aun en el final, donde lo que
se p ro c u rab a era un análisis m ás historizante que filosófico, las
ideas adicionales eran escasam ente originales.
¿P or qué no m e agradan ya esas prem isas? En p rim er lugar, no
p o r su énfasis en el lenguaje o en el pasado. Sino —como m uchos
podían hab erm e advertido— debido a la prem isa inicial. Se estaba
en la tare a de «resolver» problem as filosóficos. A pesar de un gallar­
do in ten to de hacerlo en relación con el razonam iento probable y
de un coqueteo m ás breve con ese enfoque en la filosofía de las
m atem áticas, yo no lo estaba haciendo. Pero, ¿no he tenido éxito en
la tare a de explicar la existencia y la persistencia de los problem as?
Bien, a nadie le agradan las explicaciones tanto como a mí: ¡una
b u en a advertencia!
A hora creo que yo estaba haciendo o tra cosa. E staba em barcado
en el estudio del desarrollo de diferentes estilos de razonam iento,
lab o r h istó rica que creo que es de gran im portancia. He sido capaz
de afirm ar tal cosa sólo m ucho m ás recientem ente, gracias a las su­
gerencias que he hallado en un libro de A. C. Crom bie: Stiles of
S cien tific T hinking in the European Tradition. H abría llegado a sa­
b erlo m ucho antes de un libro que es aú n m ucho m ás m encionado
que leído: Genesis and D evelopm ent of a S cien tific Fact, de Ludwig
Fleck, en el que se dicen m uchas cosas in teresan tes acerca del Denk-
stil, au n cuando p o r esa época (1935) poco faltab a p ara que se abu­
sase de ese giro em pleándolo en expresiones com o «estilo judío
de pensam iento». Fleck sobrevivió a esas expresiones. (Su profesión
era la de san itarista. Fue u n talentoso experim entador m édico que
en 1942 se las arregló p a ra p ublicar un tra b a jo acerca de la diag­
nosis del tifus. Lo hizo en la Gazeta Z ydow ska, una publicación ju ­
día clan d estin a de Lvov. Después de 1945, cuando tenía unos cin­
cu enta años y h ab ía logrado salir de los cam pos de concentración,
publicó m ás de u n cen ten ar de artículos m édicos acerca de la in­
vestigación experim ental h a sta su m uerte, acaecida en 1961.)
Una vez que se renuncia a la p rim era p rem isa de 1911, según
la cual la filosofía tra ta de problem as, ninguna de las restan tes se
m antiene m uy firme. En determ inado sentido son terrib lem en te fir­
m es, p o rque form an p a rte del gam bito idealista que tan to se ha
difundido en la filosofía occidental. La filosofía tra ta de problem as, los
problem as nacen de las p alab ras, las soluciones deben referirse a
las palab ras, y surge entonces la «conversación». Aun cuando la con­
versación afirm e que rechaza las prem isas, ella surge igualm ente.
O casionalm ente alguno aúlla. Un ejem plo de ello es C. S. Peirce, el
único ex p erim en tad o r idóneo de n u estro canon, quien, al ver lo que
los v erb alistas h ab ían hecho con su palab ra «pragm atism o», aulló
«ic» e inventó la p alab ra, si no el hecho, del pragm aticism o. El prag ­
m atism o es n o m in alista e idealista, las dos cosas; pero el p rag m a­
ticism o de Peirce, com o él declaró pendencieram ente, es en teram en ­
te realista. Aunque tiene su concepción acerca del significado de las
p alabras, no red u ce la filosofía a palabras. Tam poco lo hace Fleck,
en teram en te sensible a los estilos de razonam iento, porque un experi­
m en tad o r no puede p erm itirse el lujo del idealism o ni el de su form a
actu al del verbalism o. Una ta re a in stru ctiv a p a ra un a u to r m ás crí­
tico que yo, sería la de com probar si cada revolución poscoperni-
cana enaltecida p o r K uhn no h a sido en realid ad prom ovida p o r el
tra b a jo de lab o rato rio: hechos, no pensam ientos; m anipulación, no
el pensar.
He desnudado una secuencia de prem isas que conducen a u n a fo r­
m a de h acer filosofía históricam ente. Se a ju sta al tem a de esta serie
de ensayos. In tern am en te, d en tro de esta secuencia de parábolas,
tiene al m enos o tro papel. Me sugiere que una m etodología bien
articu lad a puede conducirnos a un tra b a jo in teresan te p a ra el cual
la m etodología es en realidad en teram en te irrelevante. Si el p resen te
volum en re su lta exitoso, p ro p o n d rá m etodologías que im p o rtan sólo
en tan to dan lugar a un tra b a jo in teresan te p ara el cual las m eto ­
dologías son irrelevantes.
IV. R ehacer el m u n d o

N inguno de su generación h a tenido una incidencia m ás d ram á­


tica en la filosofía de la ciencia que T. S. Kuhn. Toda discusión
acerca de la relación entre h isto ria y filosofía de la ciencia com enzará
con The S tru ctu re o f S cientific R evolutions. Ello es extraño, porque
K hun escribió sólo acerca de la ciencia n atu ral; en realidad, acerca
de las ciencias físicas. Hay una opinión, avalada por su antigüedad,
según la cual la h isto ria im p o rta p a ra el contenido m ism o de las
ciencias hum anas, m ien tras que no im p o rta dem asiado p a ra las cien­
cias n atu rales. Si K uhn h u b iera logrado historificar n u e stra com ­
pren sió n de la ciencia natu ral, esa hazaña h ab ría sido revoluciona­
ria. Me propongo d em o strar p o r qué no lo logró, y d ar o tra vuelta
a la vieja referen te a la diferencia existente en tre la ciencia n atu ra l
y la ciencia social. Ello no es en m odo alguno una crítica dirigida
a K uhn. Creo que la totalidad de la o b ra de este h isto riad o r lo
coloca en tre los filósofos fundam entales de este siglo. Por regla ge­
neral los filósofos responden únicam ente a la obra m encionada. Su
lab o r acerca de la experim entación, la m edición y la segunda revo­
lución científica (todo ello publicado en The E ssential T ensión ) tiene
u na im p o rtancia com parable. Su tra b a jo histórico m ás reciente, Black
B o d y Theory and the Q uantum D iscontinuity, 1894-1912, corresponde
a los tem as trata d o s en S tru ctu re y re p resen ta un logro notable. Pero
es posible in stru irse en K uhn en la form a m ás acabada y sostener, no
obstan te, que en cierto sentido no acertó a historificar la ciencia na­
tural, ni podía hab er acertado en ello.
La distinción que establezco se m anifiesta en el nivel de una de
las disputas filosóficas m ás antiguas. Concierne al nom inalism o. La
versión m ás extrem a del nom inalism o dice que cream os las cate­
gorías que em pleam os p a ra describir el m undo. Es ésta una de las
do ctrin as m ás m isteriosas; acaso p o r ello, lo m ism o que el solipsis-
mo, casi nunca ha sido su stentada. El problem a consiste en que no
com prendem os por qué el m undo re su lta ta n trata b le p a ra nuestros
sistem as de denom inación. ¿No tiene que h ab e r en el m undo cier­
tas especies naturales p a ra que las categorías que hem os inventado
se a ju ste n a ellas? ¿No es eso u n a refutación del nom inalism o es­
tricto ?
Sostengo que K uhn ha hecho p ro g resar considerablem ente la cau­
sa n o m inalista al d ar cierta explicación del m odo en que al m enos
un grupo im portante de «nuestras» categorías pasa a la existencia en
el curso de las revoluciones científicas. Existe una construcción de
nuevos sistem as de clasificación que van de la m ano con d eterm ina­
dos intereses por describir el m undo, intereses íntim am ente conec­
tad o s con las «anomalías» en las que u n a com unidad concentra su
atención en épocas de «crisis». A la vez, esto no puede conducirnos
a u n verdadero nom inalism o estricto , porque, p a ra que pueda reco­
nocerse u n logro revolucionario, es m en ester que las anom alías «real­
m ente» aparezcan, a fin de que se las p u ed a resolver en regla. La eli­
m inación de la anom alía nunca es suficiente, enseña K uhn, porque
p a ra que u na revolución «prenda» se req u ieren condiciones sociales
de to d a especie. Pero la re alid ad debe co n trib u ir siquiera en p a r­
te: m ás de lo que u n nom inalism o m ás radical, m ás estricto, con­
sentiría.
El c o n tra ste que establezco con las ciencias sociales es com o si­
gue. E n la ciencia n a tu ra l n u e s tra invención de categorías no m odi­
fica «realm ente» el m odo en que el m undo opera. Aun cuando cree­
m os nuevos fenóm enos que antes de n u estro s esfuerzos científicos no
existían, lo hacem os sólo con licencia del m undo (o así lo creem os).
Pero en los fenóm enos sociales, al idear clasificaciones y categorías
nuevas, podem os g en erar nuevas especies de hom bres y nuevas es­
pecies de acción. Lo que afirm o es que podem os «crear seres hu m a­
nos» en u n sentido m ás fu erte que aquel en que «cream os» el m un­
do. La diferencia se conecta, com o digo, con la vieja cuestión del
nom inalism o. Se conecta tam bién con la h isto ria, porque los objetos
de las ciencias sociales —los seres hum anos y los grupos de seres
hum an o s— son co n stituidos p o r u n proceso histórico, m ien tras que
los objetos de las ciencias n atu ra les —p artic u la res in stru m en to s ex­
p erim en tales— son creados en el tiem po pero, en cierto sentido, no
son constitu id o s h istóricam ente.
Debo ser claro en cuanto a que busco, a tientas, una com pleja
distinción e n tre las ciencias sociales y las ciencias naturales. Acaso
debiera h acer u n a ad vertencia c o n tra la distinción m ás superficial
de todas. Es curioso, incluso cómico, que los físicos hayan p restad o
poca atención a Kuhn. Los p erio d istas científicos pueden hoy llenar
sus artícu lo s con la p alab ra «paradigm a», pero no es ésa u n a p alab ra
que desem peñe algún papel en la reflexión acerca de la investigación
seria. O curre ju stam en te lo opuesto en las ciencias sociales y psi­
cológicas. D ifícilm ente la S tru ctu re de K uhn hubiese aparecido p u ­
blicada cuando en las reuniones anuales de la Asociación Psicológica
A m ericana o de la Asociación Sociológica A m ericana los discursos
presidenciales reconocían su necesidad de paradigm as. Siem pre me
ha parecido que en el uso de su fam oso térm ino K uhn fue m uchísi­
mo m ás claro que la m ayoría de sus lectores, incluidos los presid en ­
tes de doctas sociedades. Si sostengo que en cierto sentido K uhn
no h a tenido éxito en la historificación de la ciencia física, no lo
hago p o rq u e su term inología haya estado m ás de m oda en las cien­
cias sociales. Muy p o r el contrario: puede ser que la incidencia de
K uhn en las ciencias sociales sea señal de la falta de autocom pren-
sión que se re g istra en ellas.
Evoquem os p rim eram en te la reacción filosófica ante el libro de
Kuhn. Su a u to r fue acusado de socavar escandalosam ente la racio­
nalidad. La «ciencia norm al» parecía no tener ninguna de las v irtu ­
des que u n a generación a n te rio r de positivistas le había adjudicado
a la ciencia. P eor aún: el cam bio revolucionario no era acum ulativo;
ni se p roducía p o rq u e hubiese u n a bu en a razón p a ra llevarlo a cabo,
sólida evidencia p a ra la nueva ciencia posrevolucionaria. P arte de
la com unidad filosófica defendió sus vulnerados derechos y protestó
que la h isto ria nunca podría enseñarnos nada acerca de la raciona­
lidad científica. El h isto riad o r p o d ría m o stra r algunos hechos de
la h isto ria de la ciencia, pero siem pre h aría falta el filósofo para
decir si esos hechos eran racionales o no.
La p rim era ola de reacción filosófica fue, pues, con m otivo de la
racionalidad, y aún se discute la contribución de K uhn —si aportó
alguna— a la m etodología de la ciencia. El m ism o K uhn estab a un
poco preocupado p o r esa recepción, com o se lo advierte en su curso
«objetividad, juicio de valor y elección de teoría», 1973. S uscribía
finalm ente a los valores tradicionales: las teorías deben ser escru­
pulosas, consistentes, de am plio alcancé, sim ples y fru ctífera s en
nuevos descubrim ientos. Insistió en que esos objetivos no eran en
general decisivos. Además, el peso relativo atribuido a esas conside­
raciones varía de un grupo de investigación a otro, de una disciplina
a o tra, y de u n a era de la ciencia a otra. P or últim o, el verdadero
d esorden de la investigación es dem asiado caótico p a ra que pueda
h ab e r u n algoritm o sistem ático. K uhn no fue, sin em bargo, u n irra ­
cionalista que reb ajase esos valores del sentido com ún, y, en m i opi­
nión, el ru m o r de u n a «crisis de la racionalidad» provocado p o r K uhn
fue exagerado.
O tro tem a de K uhn fue, al com ienzo, m enos discutido que el de
la racionalidad: u n antirrealism o; u n a poderosa tentación, al p are­
cer, p o r el idealism o. No sólo son las revoluciones «cam bios de la
visión del m undo» —afirm ación no dem asiado atrevida— , sino que
K uhn está «tentado» de decir que después de una revolución se «vive
en u n m undo distinto». Hoy, unos veinte años después de la publi­
cación del libro (período d u ra n te el cual K uhn com pletó su m onu­
m en tal estudio acerca de la em bestida de la cuantización), volvió
a aquel tem a. Los hom bres ven, en efecto, el m undo de diferente
m an era: ¡no hay m ejo r prueba de ello que el hecho de que lo dibu­
je n de m an era diferente! K uhn ilu stra esto con los prim eros dibujos
de la pila eléctrica de Volta. Si los exam inam os con atención de­
bem os decir que los p ares no pueden h a b e r sido hechos así, porque
sencillam ente no h u b iera n funcionado. El p a r voltaico, podem os aña­
dir, no es u n a invención m enor, sino uno de los in stru m en to s funda­
m entales de toda la ciencia. Se lo creó en 1800, en coincidencia con
el renacim iento de la teo ría ondulatoria de la luz, de las radiaciones
in fra rro ja s y de m uchas o tras cosas que no hallan u n lugar inm e­
diato en la física new toniana. La invención de V olta fue fundam en­
tal p o rq u e proveyó u n a corriente continua de electricidad y con
ello hizo que la aguja m agnética se desviara. In auguró así u n a nueva
época: la del electrom agnetism o.
La «tentación» de K uhn «de h ab lar de que se vive en un m undo
diferente» sugiere que es un p ensador idealista, esto es, una p e r­
sona que sostiene, en cierto m odo, que la razón y sus ideas d eter­
m inan la e stru c tu ra de n u estro m undo. P ero pienso que él no es
idealista, y propongo que no pensem os en la dicotom ía poskan tian a
realism o / idealism o, sino en la antigua distinción escolástica realis­
mo / nom inalism o. K uhn no se cuenta en tre los que ponen en tela
de juicio la existencia ab so lu ta de las entidades o de los fenóm enos
científicos, ni en tre los que dudan de las condiciones de verdad de
las proposiciones teóricas. Cree, en lugar de eso, que las clasifica­
ciones, las categorías y las posibles descripciones que desarrollam os,
son en gran m edida de n u e stra invención. Pero en lugar de d e ja r
inaclarado el m isterio de cóm o pasan a la existencia las categorías
hum anas, K uhn hace ah o ra de la creación y de la adaptación de los
esquem as de clasificación u n elem ento de su definición de revo­
lución:

L o q u e c a r a c t e r i z a a l a s r e v o lu c io n e s e s , p u e s , e l c a m b i o d e m u ­
c h a s d e la s c a t e g o r í a s t a x o n ó m i c a s n e c e s a r i a s p a r a l a d e s c r i p c i ó n y
p a r a l a g e n e r a li z a c ió n c ie n tíf ic a s . A d e m á s , e l c a m b i o c o n s i s t e e n la
a d a p t a c i ó n n o s ó lo d e lo s c r i t e r i o s r e l e v a n t e s p a r a la c a te g o r iz a -
c ió n , s i n o t a m b i é n d e l m o d o e n q u e se d i s t r i b u y e n o b j e t o s y s i t u a ­
c io n e s e n t r e la s c a t e g o r í a s p r e e x i s t e n t e s .

In te rp re to esto com o u n a form a de nom inalism o, y lo denom ino


«nom inalism o revolucionario», p o rq u e la tran sició n de u n sistem a de
categorías a o tra se produce d u ra n te las ru p tu ra s revolucionarias
con el pasado cuyas e stru c tu ra s K uhn se propone describir. Es tam ­
bién, p o r cierto, u n nom inalism o historificado, porque explica h istó ­
ricam en te (¿o es sólo u n a m etáfora histórica?) la génesis y la tra n s­
form ación de los sistem as de denom inación. Tiene adem ás el gran
valor de ser local antes que global, porque si bien incluye en tre las
revoluciones los grandes acontecim ientos (Lavoisier, Copérnico), K uhn
insiste en que la m ayoría de las revoluciones se dan sólo d en tro de
u n a red u cid a com unidad de, digam os, unos cetenares de investiga­
dores fundam entales.
El nom inalism o revolucionario de K uhn sugiere la posibilidad de
u na h isto ria del cam bio de las categorías. Pero bien puede p arece r
que los o b jeto s de las ciencias, aunque descritos m ediante cam ­
b ian tes sistem as de categorías, no se constituyen ellos m ism os h is­
tó ricam ente. Pero, ¿qué son esos objetos? ¿Incluyen a los pares
voltaicos, p o r ejem plo? ¿Incluyen fenóm enos tales com o la desvia­
ción de u n a aguja m agnética p o r la co rrien te eléctrica continua, o
los m ás ingeniosos artificios de F araday, el generador eléctrico y la
dínam o eléctrica? Esos no son ru b ro s eternos del inventario del
universo, sino que pasan a la existencia en m om entos bien definidos.
Ni m e satisface decir que las invenciones tienen una fecha, m ientras
que los fenóm enos y las leyes de la n atu raleza en las que ellas se
basan son eternas. H e estado sosteniendo d u ran te cierto tiem po que
u n a de las actividades fundam entales del experim entador en el ám bi­
to de las ciencias físicas es, en sentido com pletam ente literal, crear
fenóm enos que antes no existían. Además, la ciencia física (como
opuesta a la astronom ía) se refiere en su m ayor p a rte a fenóm enos
que no ex istieron h a sta que los h o m bres les dieron existencia. Lo que
desde la década de 1980 los físicos h an llam ado «efectos» (el efecto
fotoeléctrico, el efecto Zeeman, el efecto Com pton, el efecto Jo-
sephson) son, en lo fundam ental, fenóm enos que no existían, al m e­
nos en estado puro, en ningún lugar de la p u ra naturaleza, pero de
su sten tarse que constituyen aquellos a lo cual la física se refiere
o h a llegado a referirse. E n mi reciente li,bro R epresenting and In-
tervening establezco de m anera m ás porm enorizada y cuidada esta
idea. La form ulo aquí con m enos consideraciones p a ra sugerir que
hay u n a razón que perm ite decir que los objetos m ism os de la
ciencia física no son sim plem ente recategorizados y reordenados,
com o dice Kuhn, sino que pasan a la existencia gracias al ingenio
hum ano.
Si llego a ese extrem o, ¿no se d erru m b a la distinción e n tre cien­
cia h u m an a y ciencia n a tu ra l que he propuesto? ¿No es el caso que
los objetos de la ciencia n a tu ra l se convierten en «históricam ente
constituidos»? No lo creo. E n realid ad he vuelto a la consideración
seria de la ciencia experim ental precisam ente p ara su ste n ta r varias
conclusiones realistas, antiidealistas, antinom inalistas. E n la sección
de R epresentig and In terven in g dedicada a la «representación», afir­
m o que en principio ninguna discusión en el nivel de la teorización
p o n d rá fin a ninguna de las controversias en tre el realism o y el an ti­
realism o lib radas en el ám bito de la filosofía de la ciencia natu ral. En
la sección referen te a la «intervención», sostengo que el recono­
cim iento de los hechos de la vida experim ental y de la m odifica­
ción del m undo conduce vigorosam ente al realism o científico. El lec­
to r identificará ah o ra u n a de las fuentes de mi adm iración p o r el
directo m aterialism o de B recht, que afirm a a la «m anipulación», an­
tes que al «pensam iento», com o fuente del realism o. Mi «realism o
experim ental» no invita al nom inalism o en m ayor m edida que lo
hace el m aterialism o de B recht. Creo que los fenóm enos físicos que
son creados p o r los seres hum anos son m ás bien flexibles al cam bio
teórico. El ejem plo del p a r voltaico aducido por el propio K uhn sir­
ve bien a m i propósito.
K uhn escribe que V olta vio a su invención en analogía con la
b o tella de Leyden. La descripción que V olta hace de ella es extraña, y
no podem os d a r créd ito a sus dibujos, porque están hechos so b re
la base de analogías erróneas. Pero la cosa anduvo. La co rrie n te
fluyó. Una vez hecho eso, la física nunca volvió atrás. De igual m odo,
el efecto fotoeléctrico fue p roducido quizá por p rim era vez en 1829
p o r B ecquerel. A lo largo del siglo xix se obtuvieron m uchas m a n i­
festaciones fotoeléctricas. Es posible arg u m en tar a la m a n e ra de
K uhn diciendo que el efecto no fue propiam ente «descubierto» h a s ta
la época de L enard (1902) o incluso h asta E instein y la teoría d e los
fotones (1905). P or cierto, u n a vez que disponem os de la te o ría po­
dem os em p lear los fenóm enos que hem os com enzado a crear. Las
p u erta s au to m áticas de los superm ercados y la televisión no e sta b a n
m uy atrá s. Pero si (com o algunos h an sostenido) fuera necesario
rev isar p ro fu n d am en te la teo ría de los fotones o rechazarla rev o lu ­
cionariam ente, no p o r ello las p u e rta s de los superm ercados d e ja ­
rían de funcionar. Los fenóm enos se ad a p ta n a la teoría. La física
elem ental puede enseñar una h isto ria com pletam ente distinta acerca
del m odo en que operan, pero operarán. Aun cuando, para volver a
c itar a K uhn, haya una «adaptación no sólo de los criterios rele­
vantes p a ra la categorización, sino tam bién del m odo en que se dis­
trib u y en ob jeto s y situaciones en tre las categorías preexistentes»,
los fenóm enos que hem os creado co n tin u arán existiendo y las inven­
ciones co n tin u arán funcionando. El interés que tengam os p o r ellos
puede d esaparecer. Podem os reem plazarlos p o r fenóm enos m ás ú ti­
les o m ás in teresantes. P odríam os p e rd e r las habilidades necesarias
p ara p ro d u c ir un fenóm eno (nadie puede en la actualidad tra b a ja r
el latón com o lo hacía el asisten te de u n laboratorio en el siglo xix,
y estoy seguro de que la m ayoría de las antiguas técnicas de pulido
de lentes hoy han dejado de em plearse). Soy el últim o filósofo en
olvidar los cam bios radicales que se p roducen en las técnicas expe­
rim entales. Sigo sosteniendo que los objetos de la ciencia física en
b uena m edida son creados p o r los hom bres, y que una vez creados no
hay m otivos, ap a rte de la apostasía hum ana, p o r los que no deban
co n tin u ar p ersistiendo.
Afirmo, pues, que K uhn nos conduce a u n «nom inalism o revolucio­
nario» que to rn a al nom inalism o m enos m isterioso al d esc rib ir los
procesos histó rico s p o r los cuales p asan a la existencia nuevas ca­
tegorías y nuevas distribuciones de los objetos. Pero sostengo que
un paso ap a ren tem e n te m ás radical —creencia literal en la crea­
ción de los fenóm enos— m u estra p o r qué los objetos de la ciencia,
si bien pasan a la existencia en u n m om ento del tiem po, no se cons­
tituyen h istó ricam ente. Son fenóm enos después, al m argen de lo
que ocu rra. Llamo a esto «realism o experim ental».
No hay que asu starse p o r agregar algunos «ismos» m ás a nues­
tro «ísm icam ente» con tu rb ad o m undo. Yo diría que mi posición es
notab lem en te parecida a la que h a dado lugar el «racionalism o apli­
cado y m aterialism o técnico» de G astón B achelard. Ningún o tro fi­
lósofo o h isto ria d o r estudió tan intensam ente las realidades de la
vida experim ental, ni hubo o tro m enos inclinado que él a suponer
que la razón carece de im p o rtan cia (su racionalism o aplicado). Hace
cu aren ta años B achelard enseñaba que en las ciencias se producen
ru p tu ra s epistem ológicas (p o r ejem plo: «el efecto fotoeléctrico re­
p resen ta u n a discontinuidad absoluta en la h isto ria de las ciencias»).
Al m ism o tiem po creía en la acum ulación científica y en la connaisan-
ce aprochée. Lo que acum ulam os son técnicas experim entales y es­
tilos de razonam iento. La filosofía de la ciencia de habla inglesa ha
discutido dem asiado la cuestión de si el conocim iento teórico se
acum ula. P osiblem ente no o cu rra así. ¿Y qué hay con ello? Los fe­
nóm enos y las razones se acum ulan.
T ras este pequeño gesto de cortesía hacia B achelard paso a uno
de sus descendientes espirituales, a saber, M ichael F oucault. In ten ­
ta ré ten er p resen te una de las advertencias expresadas p o r Addison
en The Spectator: «Algunas reglas generales extraídas de los autores
franceses, acom pañadas de ciertas p alab ras extravagantes, pueden
elevar a un esc rito r inculto y pesado an te el crítico m ás juicioso y
form idable.» 1

V. Crear seres hum anos

Al final de u n a reciente reseña de Consequences o f Pragm atism ,


de R orty, B ern ard W illiam s cita p rim ero una frase de F oucault ci­
tad a p o r Rorty: «el ser del lenguaje continúa brillando siem pre con
m ás inten sid ad en el horizonte».

Continúa diciendo entonces que si no tenemos presente que la


ciencia encuentra sus caminos a partir de la celda de las palabras,
y si no volvemos a tener en cuenta que la búsqueda de ciencia es
una de nuestras experiencias esenciales del ser, forzada por la ver­
dad, hallaremos que los resplandores del lenguaje en el horizonte se
convierte en los del fuego en el que el héroe soberanamente libresco
del Auto da Fé de Cantti se inmola en su biblioteca.

Tales juegos de m eta-m eta-citas sugieren pocos ardores, pero ten­


go dos m otivos p ara c ita r a W illams. El m enos im portante, e inci­
dental, es que el propio W illam s puede e sta r atrap ad o en la celda
de las p alabras. El cam ino p ara salir de la celda de W illam s no es
el ser forzado p o r verdad sino el crear fenóm enos. Sólo en u n a filo­
sofía de la ciencia verbalística y dom inada p o r la teoría, «la búsque­
da de ciencia es una de n u estras experiencias esenciales del ser for­
zada p o r la verdad». Tom em os el ejem plo reciente de un descubri­

1. S p e c ta to r, 291 (sáb ado 2 de sep tiem b re), 1711-1712.


m iento de im portancia. El hecho en cuestión o cu rrió hace tre s m e­
ses. Confirm a algunas co n jetu ras hechas p o r Ferm i algunos años
antes. F erm i p en saba que debía de existir u n a partícula, u n a débil
p artícu la elem ental o bosón W, que fuese en cierto sentido el « tran s­
m isor» de las corrientes n eu tra s débiles (así com o el electrón tra n s­
m ite las co rrien tes cargadas o rdinarias). A lrededor de 1970 se inten­
tab a h a lla r el W, pero entonces la com unidad de la física de alta
energía pasó a investigar las co rrien tes n eu trales débiles m ism as.
C onsideraron el W com o u n a m era entidad hipotética, com o una
invención de n u e stra im aginación. La búsqueda no se reinició sino
esta década, en niveles de energía m ucho m ás elevados que lo que
Ferm i h ab ía creído necesario. F inalm ente en enero de 1983 el Con­
sejo E uropeo de Investigaciones Científicas anunció que h ab ía loca­
lizado el W en la desintegración del protón-antoprotón a 540 billones
de electrovoltios. Puede co n tarse u n com plejo relato de h isto ria de
la ciencia a pro p ó sito del abandono y la reiniciación de la b ú sq u ed a
de W. H ubo p o r cierto circunstancias forzosas, pero no un «forza­
m iento de la verdad». No supongo que exista u n a teo ría verd ad era de
la verdad, p ero existe u n a que es instructiva, a saber, la teo ría de la
red u ndancia, de acuerdo con la cual «p es verdad» no dice m ás
que p. Si algo verbal forzó a los p rim ero s investigadores, fue p, no
la verd ad de p. Lo que en realid ad forzó a los trab a jad o res de la
investigación fue la necesidad de disponer de m ayores fuentes de
energía; se tuvo que esp e ra r a la siguiente generación p a ra c re a r los
fenóm enos buscados que involucren la desintegración del protón-
an tip ro tó n . H ubo circunstancias co nstrictivas perm anentem ente, pero
ninguna de ellas se relacionaba con la verdad, a no ser que p o r u n a
viciosa p en d ien te sem ántica expresem os las constricciones con el
em pleo de la re d u n d an te p alab ra «verdadero».
La teo ría de la verdad b asad a en la idea de redundancia es ins­
tru ctiv a p ero insuficiente. No m e refiero a deficiencias form ales, sino
a deficiencias filosóficas. Da lu g ar a que parezca que la expresión
«es verdadero» es m eram ente red undante, pero inocua. Creo que
invita a ascen d er p o r la p endiente sem ántica y nos abre el cam ino
hacia aquella celda de p alab ras en la que los filósofos, sin excluir
a W illam s, se confinan. Si existe u n a teoría in teresan te de la verdad
p o r d iscu tir en este m om ento, se la h allará en lo que F oucault con­
signa com o «sugerencias su jetas a u lte rio r pru eb a y evaluación»:

« V e rd a d » d e b e e n t e n d e r s e c o m o u n s i s t e m a d e p r o c e d i m i e n t o s
o r d e n a d o s p a r a la p r o d u c c i ó n , la r e g u la c i ó n , l a d i s t r i b u c i ó n , l a c i r c u ­
la c i ó n y l a o p e r a c i ó n d e a f ir m a c io n e s .
L a « v e rd a d » m a n tie n e u n a re la c ió n c ir c u la r c o n s is te m a s d e
p o d e r q u e l a p r o d u c e n y l a s u s t e n t a n , y c o n lo s e f e c to s d e p o d e r
q u e e ll a in d u c e y q u e la e x ti e n d e n .
Si la verdad en cierra p ara n o so tro s un interés filosófico, debié­
ram os p re s ta r atención al m odo en que pasan a la existencia afirm a­
ciones con el c a rá c te r de susceptibles de ser verdaderas o falsas y de
posibles objetos de conocim iento. Pero aun en este caso «verdadero»
es red u n d an te, p o rq u e aquello de lo que nos ocupam os es sim ple­
m ente el m odo en que las afirm aciones pasan a la existencia.
Tal es la observación incidental que m e proponía hacer. Veamos
ah o ra qué o cu rre con la crítica que W illiam s dirige a F oulcault. No
ob stan te las opiniones acerca de The Order of Things que m e form é
después, las observaciones de W illam s me parecen curiosam ente
fu era de lugar. Los libros de Foucault tra ta n en su m ayor p arte
acerca de las prácticas y del m odo en que afectan el h ab la en la
que las fijam os y son a su vez afectadas p o r ella. El re su ltad o de
ello es m enos u n a fascinación p o r las p alab ras que p o r los seres
hum anos y las instituciones, p o r lo que les hacem os a los seres h u ­
m anos o hacem os p o r ellos. F oucault está noblem ente obsesionado
p o r lo que considera que es opresión: el asilo, la prisión, el hospital,
la salud pública y la m edicina forense. Su m isión de esas prácticas
puede ser en teram en te errónea. Hay quien dice que ya h a provocado
u n daño in d escriptible a los pobres desequilibrios a los que se dejó
an d a r lib rem ente p o r las calles de las ciudades de los E stados Uni­
dos p o rque F oucault convenció a los m édicos de que no se debe
d eten er a los desequilibrados. Pero una cosa es clara: sin p re te n d er
en m odo alguno ignorar el valor de las im p o rtan tes actividades po­
líticas de C harles Taylor, F oucault h a estado m ás lejos de en cerrarse
en u n a celda de p alab ras que cualquiera de quienes h an sido invita­
dos a co n trib u ir al presente volum en. Además, es precisam ente su
o b ra intelectual, su o b ra filosófica, la que ap a rta n u e stra atención
de n u e stra habla p ara dirigirla a n u estra s prácticas.
No estoy negando el verbalism o de Foucault. Pocas personas han
leído su p rim e r libro, acerca del su rre alista R aym ond R oussell. Rous-
sell parece ser un verdadero com pendio del hom bre encerrado en
la celda de las palabras. Uno de sus libros se titula: «Cómo he es­
crito algunos de m is libros.» Dice que in te n ta ría h allar u n a frase
tal que, si se cam biase la le tra de una de las palabras, se m odificaría
el significado de todas las p alab ras de la frase y asim ism o la gra­
m ática. (E sp ero que nadie en el MIT se en tere de eso.) E ntonces
se escribe la p rim era frase al comienzo de una novela y se sigue
h a sta term in ar el libro con la segunda frase. E scribió un libro, «Im ­
presiones de Egipto», y después recorrió E gipto p a ra asegurarse de
que n ada de lo consignado en su libro era verdad. Provenía de buena
estirp e. Su m adre, rica y loca, fletó u n a nave p a ra h acer un viaje a
la India. Al acercarse a la costa extendió su catalejo, dijo: «Ahora
ya he visto la India», y em prendió el viaje de regreso. Roussell se
suicidó. Todo ello puede in te rp re ta rse en el nivel de una obsesión
lingüística hiperparisina. Pero una caricatu ra, aun cuando se la viva
seriam ente, puede ser in te rp re ta d a tam bién com o algo que nos orien­
ta hacia su exacto opuesto.
Sea com o fuere la cuestión de la frase de Roussell, considerem os
la secuencia fu n d am ental de la o b ra de Foucault: el m anicom io, la
clínica, la prisión, la sexualidad y, en general, el entrelazam iento de
«conocim iento» y «poder». H e señalado que K uhn nada dice acerca
de las ciencias sociales o del conocim iento de los seres hum anos,
del m ism o m odo, F oucault n ad a dice de las ciencias físicas. Sus
observaciones acerca de lo que, de m anera encantadora, llam am os
ciencias de la vida, están dirigidas principalm ente, aunque no ente­
ram ente, al m odo en que interferim os en las vidas hum anas. He
escuchado c ritic a r a F oucault p o r tem er a la ciencia física. Consi­
derem os, en lu g ar de eso, la hipótesis de que la división del trab a jo
es en lo esencial correcta: K uhn p a ra las ciencias físicas y Foucault
p a ra las cuestiones hum anas.
Me ce n tra ré en u n a sola cosa, estableciendo u n c o n tra ste espe­
cífico con el nom inalism o revolucionario de K uhn. El p roblem a del
nom inalism o escolástico, pienso, consiste en que deja en to tal m isterio
n u e stra in teracción con el m undo y la descripción que hacem os de
él. Podem os en ten d er m uy bien p o r qué la p alab ra «lápiz» se co rres­
ponde p erfectam en te con determ inados objetos. Fabricam os lápices:
p o r eso éstos existen. El nom inalism o referen te a los p ro d u cto s del
artificio h um ano no constituye ningún problem a. Es el nom inalism o
referen te a hierbas, árboles y estrellas el que constituye u n p ro b le­
m a. ¿E n qué fo rm a pueden n u estra s p alab ras c u a d ra r a la tie rra y
a los cielos si no hay, an tes que nosotros, árboles y estrellas? Un
nom inalism o estricto y universal es un absurdo m isterio. ¿Qué ocu­
rre, em pero, con las categorías que se aplican a los seres hum anos?
Los seres hum anos están vivos o m uertos, son grandes o peque­
ños, fu ertes o débiles, creadores o trab a jad o res, disp aratad o s o inte­
ligentes. E stas categorías surgen de la naturaleza de los propios
seres hum anos, aunque ah o ra sabem os m uy bien en qué form a es
posible re to rc e r la «inteligencia» m ediante cocientes. Pero considé­
rense las categorías tan reelaboradas p o r Foucault, que com pren­
den la locura, la crim inalidad y o tras desviaciones. C onsidérese in­
cluso su afirm ación (en la cual no creo dem asiado) acerca de lo que
era u n soldado en la época m edieval y lo que ha llegado a ser con
las nuevas in stituciones de la disciplina y el uniform e: los propios
soldados p asan a ser especies de seres hum anos distintos. Podem os
com enzar a ca p ta r u n a form a d iferente de nom inalism o a la que
llam o nom inalism o dinám ico. Las categorías de seres hum anos pasan
a la existencia al m ism o tiem po en que las especies de seres hum a­
nos pasan a la existencia p a ra co rresp o n d er a esas categorías, y existe
e n tre esos procesos u n a interacción en am bas direcciones.
E sto no es dem asiado sensacional, cuando la m ayoría de las cosas
in teresan tes en n o so tro s son lo que elegim os h ac er o intentam os no
hacer, cómo nos conducim os bien o nos conducim os mal. Adhiero
a la concepción sostenida por G. E. M. Anscombe en In ten tio n , según
la cual en todo respecto la acción intencional es acción con arreglo
a una descripción. Tiene que haber, pues, descripciones. Si podem os
d em o strar que las descripciones varían, que algunas llegan y o tras se
van, entonces sencillam ente h a b rá u n a variación en lo que podem os
(como u na cuestión de lógica) h acer o no hacer. Es posible re in te r­
p re ta r m uchos de los libros de F oucault com o consistentes en p arte
en histo rias acerca de la conexión en tre ciertas especies de descrip­
ciones que pasan a la existencia y dejan de existir, y ciertas especies
de seres hum anos que pasan a la existencia y dejan de existir. Y, lo
que es m ás im p o rtan te, uno m ism o puede h acer expresam ente tra ­
bajos de ese tipo. E studio el m ás insípido de los tem as: las estad ís­
ticas del siglo X IX . R esulta ser uno de los aspectos de lo que Foucault
llam a u n a «biopolítica de la población», la cual «da lugar a am plias
m ediciones, a evaluaciones estadísticas, a intervenciones dirigidas a
la to talid ad del cuerpo social o a grupos considerados com o u n todo».
¿Qué hallo al com ienzo del gran torbellino de núm eros, alrededor
de 1820? No o tra cosa que la estadística de las desviaciones, o de la
locura, del suicidio, de la prostitución, de la vagancia, del crim en
c o n tra las personas, del crim en c o n tra la propiedad, de la ebriedad,
de les miserables. Ese vasto conjunto de datos reciben el nom bre de
anályse morale. E ncontram os constantes subdivisiones y reo rd en a­
m iento del loco, p o r ejem plo, com o progresos válidos. H allam os
clasificaciones de m ás de cuatro m il casilleros diferentes de los m o­
tivos de asesinato. No creo que los locos de esas especies, o esos
m otivos de asesinato, hayan existido en general h asta que pasó a la
existencia la p ráctica de com putarlos.
C onstantem ente se inventaban nuevas form as de hacer el recuen­
to de los seres hum anos. Se creaban nuevas ab e rtu ras en las que
se podía caer y se r contado. Incluso, los censos hechos cada diez
años en los distintos E stados revelan asom brosam ente que las ca­
tegorías en las que se distribuyen a los seres hum anos varían cada
diez años. En p a rte ello se debe a que el cam bio social genera nue­
vas categorías de seres hum anos, pero pienso que los recuentos no
eran m eros inform es. E ra n p arte de una creación —elaborada, hon­
ra d a y, a decir verdad, inocente— de nuevas especies del m odo de
ser de los seres hum anos, y éstos inocentem ente «elegían» caer en
esas nuevas categorías.
Foucault h abla de «dos polos de desarrollo», uno de los cuales
es la biopolítica y el otro u n a «anatom opolítica del cuerpo hum ano»,
referen te al individuo, al cuerpo y a sus acciones. E sto es una cosa
acerca de la cual no sé tan to que pueda fo rm u lar un juicio fundado.
Pero sigo, no obstante, un hilo, y sostengo que se inventó al m enos
u n a especie de insania, y entonces los seres hum anos desequilibrados
h asta cierto punto eligieron ser locos de esa form a. El caso es el
de la p erso n alid ad m últiple. H asta 1875 no se registran m ás que uno
o dos casos de personalidad m últiple por generación. Después hay
u na m u ltitu d de ellos. Además, esta especie de insania desem peñó
un papel político m uy claro. P ierre Janet, el disi infinido p siq u iatra,
refiere que u n a tal Félida X, que a tra jo m ucho l a a l c i u ion en 1875,
cobró la m ayor im portancia. «Su h isto ria fue el ¡irán argum ento
que los psicólogos positivistas em plearon en la época de las heroi­
cas luchas co n tra el dogm atism o espiritualista d e l a e s c u e l a de Cou-
sin. Pero p a ra Félida no es seguro que existiese u n a c á t e d r a de Psi­
cología en el Collége de France.» Jan et o c u p o p i e < ¡sám ente esa
cátedra. D espués de Félida, hubo u n tó rre n le d e c a s o s d e personali­
dad m últiple que aún no se h a agotado. ¿ Q u i c i o d e u que virtual­
m ente no hubo casos de personalidad m ú l t i p l e a n t e s d e I e l i d a ? ¿No
o cu rre sólo que los m édicos sim plem ente ...... in-...... registrarlos?
Puedo e s ta r en un erro r, pero lo que quien» dei u es <|ne solam ente
después de que los m édicos hubieron hecho su tiat>.i|o las personas
p e rtu rb a d a s dispusieron de ese síndrom e para ado|>i.u los 1 I síndro­
m e floreció en F ran cia y pasó después a los l i t a d o ■. i lindos, que ahora
es su hogar.
No tengo u n a idea de lo que tal nom inalism o d i n á m i c o puede
re p resen ta r. C onsiderem os de todos m o d o s mi-. mi|>ln .......... e s p ara la
h isto ria y la filosofía de las ciencias s o c i a l e s l <> >m mo qne el no­
m inalism o revolucionario de K uhn, el nom inalism o dinám ico de Fou­
cau lt es un nom inalism o historizado. Pero hay d|-o <|m es funda­
m en talm en te distinto. La h isto ria desem pen a u n i | I e s e n c i a l en
la co n stitución de los objetos allí donde los ol>|i ios ..... los seres
hum anos y las form as en que se com portan A |» . u d- mi d octrina
ra d ic a l a c e rc a d e la c r e a c ió n e x p e rim e n la l de i . i ...... .......... .. s o s te n g o
la visión del sentido com ún según la cual el <t <• i>> i.. i ■.. le. i rico es
atem p o ral al m enos h a sta este grado: si uno I■ • ■!< h i m inadas
cosas, ap arecerán determ inados fenóm enos. ....... .i <| ■*.........ion has­
ta este siglo. N osotros los produjim os. Pero lo ............ m n- eslá im­
puesto p o r «el m undo». Las categorías creadas | >>.i lo ,|u, l'oiicault
llam a an atom opolítica y biopolítica, al igual que .1 m m o |(> inter­
m ediario de relaciones» e n tre aquellas dos pul 1 1o i • i < <ousiiiuido
en u n m arco esencialm ente histórico. No obsiani. , . . u u i minos
de esas m ism as categorías com o las ciencias hum an.■ • .u nesgan
a describirnos. Además, esas ciencias generan n u e v a s . ii.|>.nias, las
cuales, en p arte, generan nuevas especies de seres .............. Ií chace­
m os el m undo, pero cream os seres hum anos. I’n >i ..mu uh de su
advertencia acerca de los escritos pesados y las p a l a i n a . h.un esas
extravagantes con que cerré mi cu a rta parábola. Ad.h .........si nl>ió
lo siguiente: «es u n a cosa m uy cierta que un aulm q ........... lia apren­
dido el a rte de distin g u ir las p alab ras y las cosa ., v poner en
o rd en sus p en sam ientos y expresarlos según su modo .1. v. i perso­
nal, sean cuales fueren los conceptos que tengan, se ¡■. ni. m en la
confusión y en la oscuridad». Creo que, en las llam adas ciencias
sociales y h u m anas, nos perderem os en la confusión y en la oscuri­
dad aún p o r un tiem po, porque en esos dom inios la distinción entre
p alab ra y cosa se to rn a p erm anentem ente borrosa. Son precisam en­
te los m étodos experim entales, a m i m odo de ver esenciales p ara
las ciencias físicas, los que —afirm o— hacen que el nom inalism o
revolucionario historificador de K uhn no llegue a ser un nom inalis­
mo estricto. Los m étodos experim entales de las ciencias hum anas
son algo distinto. La falta de u n a n ítid a distinción en tre p alab ra y
cosa está en la base de la fam osa observación final de W ittgenstein,
de que en psicología (y en disciplinas com parables) «existen m éto­
dos experim entales y confusión conceptual». Aquí la «arqueología»
de F oulcault puede todavía re su lta r útil, no p ara «enseñar a la m osca
a salir»,* sino al m enos p a ra ca p ta r las form as de la in terrelación
en tre «poder» y «conocim iento» que literalm en te nos constituyen
com o seres hum anos. Ello re p re se n ta ría la incidencia m ás fu e rte de
la h isto ria en la filosofía. Pero m ien tras no podam os realizar m ejor
esa tarea, d eb erá seguir siendo u n a paráb o la m ás, deliberadam ente
abierta, com o todas las parábolas, a dem asiadas interpretaciones.

* C om o es n otorio, el autor alude al conocid o parágrafo 309 de las In ve stig a­


cio nes filosóficas de Ludwig W ittgenstein («¿Cuál e s tu ob jetivo en filosofía? —
M ostrarle a la m osca la salida de la b o tella cazam oscas»). [R .]
C a p ít u l o 6

SIE T E PENSADORES Y COMO CRECIERON: DESCARTES,


ESPINOZA, LEIB N IZ; LOCKE, BERKELEY, HUME; KANT

Bruce K u klick

Los estudios literario s, filosóficos e históricos descansan a m e­


nudo en u n a noción de lo que es canónico. En la filosofía de los
E stados Unidos los eru d ito s van de Jo n ath an E dw ards a John
Dewey; en la lite ra tu ra de ese m ism o país, de Jam es F enim ore Coo-
p er a F. S cott Fitzgerald; en teo ría política, de Platón a H obbes y a
Locke; en crítica literaria, de A ristóteles a T. S. Eliot (o quizás a
H arold Bloom); en pensam iento económico, de Adams Sm ith a John
M aynard Keynes. Los textos o los au to res que cubren los espacios
desde la A h asta la Z en ésa y en o tras tradiciones intelectuales,
co n stituyen el canon, y existe una n arració n co m plem entaria que
enlaza u n texto con o tro o un a u to r con otro: una «historia de» la
lite ra tu ra n o rteam ericana, del pensam iento económ ico y así sucesi­
vam ente. La form a m ás convencional de tales h isto rias está en c arn a­
d a en los cursos universitarios y en los textos que los acom pañan.
En este ensayo se exam ina u n curso así: el de H istoria de la Filoso­
fía M oderna, y los textos que han ayudado a crearlo.
Si a un filósofo de los E stados Unidos se le p re g u n ta ra p o r qué
los siete n o m b res m encionados en el título de ese tra b a jo c o n stitu ­
yen la filosofía m oderna, la resp u esta inicial sería: fueron los m e­
jo res, y existen en tre ellos vínculos históricos y filosóficos. E sa es
u n a resp u esta inm ediata, porque la reflexión hace p o r lo com ún que
el filósofo se sienta levem ente incóm odo. En In g late rra la Filosofía
M oderna es: D escartes, Locke, Berkeley, Hum e; y sólo recien tem en te
K ant. En F ran cia se acentúa m arcad am en te la o tra línea —en direc­
ción del racionalism o cartesiano: D escartes, Geulincz, M alebranche— ,
a lo que sucede un rápido viaje a través del siglo x v i i i h asta K ant.
E n Alem ania hallam os lo que p o d ría llam arse un Drang nach la
Crítica: Leibniz, W olff, K ant.1 El análisis de la m anera en q u e se

1. Mi in form ación acerca de las ideas in glesas proviene de los D ep artam en ­


to s de E xám enes de O xford y de Cam bridge. P ero Scruton, 1981, señala q u e la
estableció el grupo vigente en los E stados Unidos contribuye, al
m enos, a re ñ n a r la resp u esta de m i filósofo a la p reg u n ta «¿Por qué
esos filósofos?»; pero tam bién nos dice algo acerca de la ocupación
de escrib ir la h isto ria de la filosofía.2
Comienzo con la h isto ria de las ideas en los siglos xvi y xvn.
Una línea im p o rtan te entre los h u m an istas del R enacim iento fue su
crítica de lo que ellos veían como la añagaza aristotélica de la esco­
lástica. Los h u m an istas sostenían que la filosofía debía ser la guía
p a ra la vida, y que la escolástica, al concentrarse en ciertos aspectos
de la lógica de A ristóteles, había a p a rtad o a la filosofía de los asun­
tos de los hom bres. En oposición a ello, algunos h u m an istas insistían
en que la retó rica debía ser elevada a la m ism a a ltu ra que la lógica;
de ese m odo no sólo se sería capaz de ca p ta r la verdad, sino tam bién
de convencer a otros de ella. E sta noción halló su form ulación m ás
extrem a en la o b ra de Pedro R am us, cuya obra titu lad a Dialecticae
fue decisiva p a ra la controversia intelectual en la E u ro p a de su siglo
tras su publicación en 1543. R am us inventó un nuevo m odo de en­
ten d er el m undo —su dialéctica—, que sintetizaba lógica y retórica.
El novedoso m étodo era u n m odo de análisis que capacitaba a quien
lo ap ren d ía p ara ca p ta r la e stru c tu ra de ciertas proposiciones —por
tan to , si la proposición era verdadera, tam bién la e stru c tu ra del
m undo— y, p o r últim o, la m anera convincente de expresar esas
verdades. El hum anism o de R am us fue la colum na v erteb ral filo­
sófica de gran p arte de la teología calvinista, y en In g late rra gravitó
en las obras de los p u ritan o s de C am bridge de fines del siglo xvi,
A lexander R ichardson y W illiam Ames. Ames, en p artic u la r, fue una
figura saliente de com ienzos del siglo xvn. N unca llegó a e sta r en el
Nuevo M undo, si bien proyectaba una expedición hacia ese conti­
n en te en la época de su m uerte, en el segundo cuarto de siglo. No
obstan te, las ideas y los textos de Ames fueron fundam entales p ara
los p u ritan o s de Am érica del N orte y constituyeron el núcleo de su
pensam iento en el período de setenta y cinco años que siguieron a
la fundación de H arv ard en 1636. En 1714 el norteam ericano Sam uel

versión norteam ericana puede ser ahora al m en os anglon orteam ericana. Un


b u en ejem p lo del tratam ien to francés es Brehier, 1930 y 1938. A D escartes y el
cartesian ism o se le dedican ochenta páginas, a M alebranche vein tioch o, a John
Locke y la filosofía inglesa vein ticinco, a H um e d iecisiete, a C ondillac dieciocho,
a R ou sseau quince. Algunos de los tratam ien tos alem an es clásicos se citan m ás
abajo en el texto.
2. Los estu d ios acerca del m odo en que com pren dem os la h istoria de la
filosofía n o son frecuentes; un excelente libro, aparecido recientem en te, es, sin
em bargo, Loeb, 1981. El lector debe consu ltar tam b ién el núm ero esp ecial de
The Monist, 1969, M andelbaum , 1976 y W alton, 1977. Un estu d io en el que se
reflexiona acerca de la form ación de la tradición literaria norteam ericana, que
tam b ién ha sido provech oso, es B aym , 1981. A sim ism o Skinner, 1987 atiende a
la cu estión de lo canónico.
Johnson, p ro n to a ser tu to r en Yale y conocido com o m aestro de
Jo n ath an E dw ards, escribió su Encyclopedia of Philosophy. E ste
libro no en cierra un conocim iento firme acerca del universo, p ero sí
la erudición filosófica recibida en Am érica del N orte a com ienzos
del siglo x v i i i . Antes de su ap o stasía —se convirtió al episcopalianis-
mo— el propio Johnson fue considerado com o un p ensador sobre­
saliente de Nueva In g laterra. E n la E ncyclopedia p resen ta u n breve
esbozo de la filosofía desde Adán. El resum en del desarrollo desde
la edad apostólica m erece ser citado in ex te n so :

Desde Grecia la filosofía fue introducida en Italia y desde allí a


Alemania, Holanda, España, Francia e Inglaterra. En esos países se
hallaron no pocos de los más grandes hombres; porque su doctrina
era cristiana. Entre esos innumerables hombres, las sectas princi­
pales eran las de los platónicos, la de los peripatéticos y la de los
eclécticos. El jefe de los eclécticos fue un gran hombre, Ramus,
cuya huella siguió Richardson; a éste siguió después Ames, el más
grande de todos ellos; y nosotros seguimos a Ames.

Voilá! H e aquí la trad ició n que constituyó el p rim e r foco de


especulación en Am érica del N orte: Platón, A ristóteles, Pedro R am us,
A lexander R ichardson, W illiam Ames, y Sam uel Johnson de Yale.3
E sta es u n a visión levem ente inexacta de la trad ició n de com ien­
zos del siglo x v i i i . H acia fines del siglo x v n se conoció y se apreció
en Am érica del N o rte el pensam iento cartesiano, al que se in te rp re ­
tab a h ab itu alm en te com o u n a extensión de las ideas de R am us.
Después de 1690 se difundió u n a versión m arcadam ente racio n alista
de Locke. Es ju sto decir que a m ediados del siglo x v i i i ya no se
co n sid erab a que el grupo de pensadores que acabo de m encionar
en cerrasen to d a la sabiduría. Se divulgaron las nuevas d o ctrinas fi­
losóficas de Locke (y de N ew ton), si bien se tra ta b a aún de un Locke
en tendido en un m arco cartesiano: de u n Locke visto a través de la
lente del racio n alista new toniano inglés Sam uel Clarke. Se em pleó
ese Locke p rin cip alm ente p a ra «m odernizar» la teología calvinista;
ése es el elem ento característico de la o b ra de Jo n ath an E dw ards.4
E n la A m érica del N orte de fines del siglo x v i i i , la filosofía había
com enzado a em erger com o una em presa independiente, pero no h a­
b ía ya un co n ju n to de doctrinas coherentes y aceptado p o r todos a
cuya form ación hubiesen contribuido unos pocos hom bres. P or u n a
p arte , p a ra los pensadores, p ro fu n d am en te religiosos, que tra b a ja b a n
con el nuevo sistem a establecido p o r E dw ards, la tradición que era
decisiva p a ra la visión ra m ista del m undo había perdido im portancia.
P or o tra p arte, los filósofos que tra b a ja b a n en los colegios n o rteam e­

3. E sta explicación se apoya en F low er y M urphey, 1977 (la cita de Johnson


se h alla en ese trabajo, I, 20), y M urphey, 1979.
4. La base para este su m ario provien e de F low er y M urphey (1977, I, 365-373).
ricanos h ab ían em pezado a ver a D escartes y a Locke com o «grandes
hom bres» cuyas obras h abía que leer; pero no se concebía a ninguno
de los dos com o p arte s de un diálogo en curso.
El paso al nuevo siglo señaló el com ienzo de una trad ició n clara­
m ente «m oderna». El pensam iento de la Ilustración inglesa y fra n ­
cesa, atractiv o p a ra hom bres como F ranklin y Jefferson, era visto
con h o stilidad p o r la m ayoría de los pensadores de form ación filo­
sófica y teológica. Hum e, en p artic u la r, era visto con tem o r y des­
precio. Pero teólogos y filósofos hallaron en u n a Ilu strac ió n escocesa
a d u lterad a u n antídoto co n tra Hum e, con lo que com enzó u n a alianza
en tre los pensadores estadounidenses y el realism o «natural» de los
escoceses que d u ra ría m edio siglo. Los teólogos que en las escuelas
de su especialidad em pleaban la filosofía como trasfondo de sus
estudios, y los filósofos que en los colegios tra ta b a n problem as cla­
ram en te filosóficos p o r sí m ism os, ju ra ro n fidelidad a T hom as Reid
y h allaron en su obra toda u n a serie de persuasivas resp u estas al
escepticism o de H um e. E n el curso del siglo xix surgió una definida
tradición de pensam iento. Leído a la luz de los posteriores d esarro ­
llos hechos en Escocia, Locke fue in terp re tad o de u n a m an era que
se relaciona con la que los m anuales p re sen tan en la actualidad: la
del realism o y el em pirism o del sentido com ún; el Locke racio n alista
se to rn ó m enos im portante, y lo m ism o ocurrió con su predecesor
D escartes. Además, el ex trao rd in ario triu n fo de Reid y sus seguidores
convirtió a H um e en u n a figura secundaria. H ubo u n a transición
n a tu ra l del Locke em pirista al Reid em pirista, pero ese Locke no
era aún el n u estro. E ra alguien que, sean cuales fueren sus virtudes,
ejem plificaba el m ayor defecto del pensam iento del siglo x v n : la
adhesión a una teoría representacional del conocim iento. El paso de
Locke a Reid consistió en la corrección que el segundo hacía del e rro r
del p rim ero m ediante una teo ría de la percepción directa. El pensa­
m iento de Reid pareció h ab e r sido reforzado en sus detalles por su
discípulo, Dugald S tew art. Además, ad en trad o el siglo xix los esta­
dounidenses creyeron que con la o b ra de S ir W illiam H am ilton la
posición escocesa había superado la crítica de Reid hecha p o r K ant
en la Crítica de la razón pura. H am ilton fue u n hom bre de inm ensa
erudición; in tro d u jo el pensam iento alem án en In g late rra en la déca­
da de 1830, y ejerció la cáted ra de Lógica y M etafísica en E dim burgo.
E n los E stados Unidos se lo reconoció com o quien había refinado
las ideas escocesas p ara recoger lo que h u b iera de valioso en Kant.
Tenem os, pues, aquí una segunda tradición en los E stados Unidos,
la cual predom inó h asta 1870 aproxim adam ente: Locke, Reid, Ste­
w a rt y S ir W illiam H am ilton.
E n 1865 Jo hn S tu a rt Mili publicó su E xam ination of the Philosophy
o f S ir W illiam Hamilton', Mili estaba en el apogeo de su ca rre ra, y
H am ilton, que había m uerto diez años antes, no podía responder.
Mili fue tam bién capaz de sacar provecho del carácter fragm entario
y asistem ático del corpus de H am ilton —gran p arte de su o b ra fue
publicada p ó stu m am ente p o r sus discípulos— y acu sar a su a u to r
de lo que a m uchos pareció obvias contradicciones. Con m agistral
estilo polém ico, Mili destruyó el prestigio de H am ilton, no sólo en
G ran B retañ a sino tam bién en los E stados Unidos.
El éxito de la E xam ination de Mili es un dato crucial p a ra com ­
p ren d er el d esarrollo de la concepción contem poránea de la Filosofía
M oderna en los E stados Unidos, pero no fue p a ra Mili u n éxito
personal. P or el lado negativo, no sólo destruyó a H am ilton, sino que
tam bién a rru in ó la credibilidad de toda la réplica escocesa a H um e.
Mili dejó sólo a Locke en pie. P or el lado positivo, Mili convirtió a
lo que p o d ría caracterizarse com o la posición em p irista escéptica,
en algo que nuevam ente debía ser conjurado. Pero no fue Mili —ni
su E xam ination ni su Logic— el que se tornó lectu ra obligada; fue
m ás bien H um e el que ocupó un lugar prom inente en el em pirism o.
La E xam ination de Mili se difundió en los círculos filosóficos
estadounidenses en to rn o de 1870. Diez años m ás tard e se fijaron
las líneas fu n d am entales de la tradición del siglo xx. Pues en su
b úsq u ed a de u n a «respuesta» a Hum e, los filósofos n orteam ericanos
de o rien tació n teológica com enzaron a en fren tarse con la Crítica de
la razón pura de m anera directa, en lugar de hacerlo m ediante sus
in terp retacio n es escocesas. K ant cobró im p o rtan cia tam bién en In ­
g laterra, p ero el profundo c a rá c te r religioso de la vida intelectual
n o rteam erican a hizo que en los E stados Unidos persistiese h asta
m ucho después de que en In g late rra la m oda hubo pasado. En los
E stados Unidos el apreciado K ant reem plazó al deslucido H am ilton
en su condición de co n q u istad o r del escepticism o religioso. Los fi­
lósofos se com placían en en señ ar y llegaron a creer que, al d esp ertar
a K ant de su sueño dogm ático, H um e había conducido directam en­
te a su sucesor y a su propia refutación. Tenem os, p o r tanto, el
com ienzo de la Filosofía M oderna: Locke, H um e, Kant.
Me propongo ah o ra re señ ar el m odo en que se com pletó ese es­
bozo; p ero an tes de eso es necesario decir algo acerca de la in tro ­
ducción del m anual de la h isto ria de la filosofía en el discurso filo­
sófico estadounidense. La biblioteca del colegio estadounidense ha
sido p o r largo tiem po el repositorio de los m anuales em pleados para
inculcar filosofía. Esos textos eran de dos tipos: resúm enes, reela-
b o rad o s, de las ideas de los pensadores preferidos, e investigaciones
sinópticas originales del ám bito de la filosofía m oral con algunas
soluciones ap ro piadas p a ra problem as de lo que podríam os llam ar
la filosofía de la razón. En 1871 y en 1873 se tra d u je ro n del alem án
los dos volúm enes de la H istory of Philosophy fro m Thales to the
P resent T im e 5 de Überweg, la cual h abía sido publicada originaria­
m ente de 1862 a 1866. La o b ra de Ü berw eg fue m uy conocida en los

5. Ü berw eg, 1871, 1873.


E stados Unidos, p ero en realidad sólo ejem plifica el in terés entonces
creciente p o r los sectores especulativos de «la h isto ria de la filoso­
fía» tal com o se la concibe en Alem ania. Lo que ello significó p a ra los
estadounidenses fue que la filosofía conscientem ente pasó a ser vista,
p rim ero, com o u n a em presa colectiva en la que la hum an id ad había
«encarnado en concepción científica sus visiones del m u n d o y sus
juicios de vida», p a ra citar la traducción norteam erican a de 1893
de la H istory de W indelband.6 Segundo, pasó a ser vista com o una
dialéctica en la que había un im pulso intrínseco hacia la verdadera
n atu raleza del pensam iento, p a ra p a ra fra se a r la aún com pleja H is­
tory o f P hilosophy n o rteam erican a de F ran k Thilly.7 F inalm ente, pasó
a vérsela com o u n decurso que conducía inevitablem ente, a través
de los alem anes, a las superiores ideas del presente. Como dice
A rth u r K enyon Rogers en su ex tra o rd in aria S tu d e n t’s H istory of
Philosophy, él alcanzó los objetivos de su libro «por m edio de una
m ódica reproducción de la filosofía hegeliana de la historia».8 El libro
de R ogers se publicó p o r p rim era vez en 1901, pero hubo después
m uchas ediciones y reim presiones. Es texto de p ru eb a de una «His­
to ria de la Filosofía M oderna» norteam ericana. Las obras alem anas
no lo son, pero en las dos últim as décadas del siglo xix co n stitu ­
yeron p ara los norteam ericanos el m odelo de cómo debe ser una
au tén tica h isto ria del pensam iento m oderno y de cóm o debe estable­
cerse u n a vinculación en tre los pensadores.
E sos m odelos, unidos a los tres filósofos aún vigentes después del
ataq u e de Mili —Locke, H um e y K ant—, re p resen ta ro n cuanto fue
esencial p ara p ro d u c ir algo m ás que u n a serie de «grandes pensado­
res» o incluso una tradición de discurso p redom inante: el canon de
la Filosofía M oderna. P ara m o stra r cóm o se lo form ó llam aré p ri­
m ero la atención acerca de un renacim iento local del interés p o r
D escartes y de u n a preocupación p o r B erkeley in sp irad a p o r el res­
peto de los n o rteam ericanos p o r los neohegelianos ingleses.
P ara los norteam ericanos K ant suscitó la cuestión de la inteligibi­
lidad del realism o representacional. Ellos hallaro n en D escartes un
realista a quien podía reprochársele u n a serie de erro res que el
pensam iento k antiano podía corregir. Tam bién Locke era un realista
rep resen tacio n al, pero en los E stados Unidos no era sólo y m eram ente
un epistem ólogo: era tam bién el p ad re intelectual de la C onstitu­
ción. E ra el «filósofo de América», «el grande y celebrado señor
Locke», cuyas expresiones de afecto p o r A m érica del N orte databa
de los días de la Revolución. El lugar de D escartes en el canon es en
p arte testim onio de la veneración de la c u ltu ra p o r Locke, y en p a r­

6. W indelband, 1893, 9 (el subrayado se halla en el original).


7. T hilly, 1914, 1-2. Tam bién debiera leerse el p refacio de la tercera edición
revisada (T hilly y W ood, 1956, v-viii).
8. R ogers, 1907, vi. E sta «Nueva edición revisada» es la m ás antigua que
he encontrado.
te testim onio del deseo de los pensadores n o rteam ericanos del si­
glo x ix de em peñarse en h allar una víctim a p ro p iciato ria filosófioá.
D escartes apareció com o el principal racionalista. P or no h allarse
interesad o en la observación científica, se lo podía co n trap o n er a l
em p irista Locke. E ste desarrollo se coordinó intelectualm ente con
el surgim iento del idealism o alem án, el cual, en su m ás extravagante
form a, puede ser visto com o la in fo rtu n ad a culm inación de u n racio­
nalism o desenfrenado. Pero esa culm inación sólo se pondría de m a­
nifiesto después de la P rim era G uerra M undial. A fines del siglo xix
se destacab a al racionalism o cartesiano p a ra p o n er de relieve lo
que h abía de sensible en el em pirism o de Locke.
B erkeley em ergió com o u n a figura fundam ental p o r razones dife­
rentes. Aquí los n o rteam ericanos estaban influidos p o r los id ealistas
ingleses que resu citaro n a B erkeley com o p re cu rso r de sus p ro p ias
ideas hegelianas. Los norteam ericanos se acercaron a la o b ra de Ale-
x an d er Cam pbell F rase r y Thom as Hill Green: el p rim ero redescubrió
a Berkeley p a ra los lectores ingleses; el segundo encabezó en G ran
B retañ a el com bate p o r el reconocim iento de la realid ad del yo com o
en tid ad consciente.
Los influyentes artículos de Chales Peirce de la década de 1870
y la o b ra de Josiah Royce Religious A spects of P hilosophy, publicada
en 1885, la cual fue ex trao rd in ariam en te im p o rtan te, re p resen ta n lo
que o cu rría con D escartes y Berkeley en los E stados Unidos. N inguno
de aquellos dos au to res fue un defensor del realism o representacio-
nal cartesiano, pero cada uno de ellos —Royce, basándose en el
ejem plo de Peirce— tom an a D escartes com o la p rim era m u estra
de lo que h ab ía habido de erróneo en la filosofía m oderna y de los
argum entos fu ndam entales de varias concepciones equivocadas: el
dualism o, la teorización a priori acerca de la ciencia y la teo ría causal
de la percepción. Sus respuestas a B erkeley eran m ás com plejas:
Peirce se pro p u so s u s te n ta r el idealism o p lu ralista de B erkeley pero
condenando su nom inalism o; Royce in te rp re tó a B erkeley com o un
filósofo que llega sólo h asta la m itad del cam ino que conduce a la
co rrecta posición del idealism o absoluto. No obstante, p a ra am bos
el tra ta m ie n to que hacen de Berkeley desem peñó un papel sem e­
ja n te al de su tra ta m ie n to de D escartes; hubo de este filósofo un
renacim iento que lo colocó al comienzo del canon; B erkeley pasó a
fo rm a r p a rte de él sin p ro ced er de ningún lu g ar definido. P or cierto,
en el caso de B erkeley es posible ver que su in terp re tació n en el
g rupo de pensadores com o u n a figura cronológicam ente situ ad a e n tre
Locke y Hum e, llevó u lterio rm en te a la conclusión, fundada en el
p o st hoc ergo p ro p ter hoc, de que B erkeley había aceptado los p re ­
supuesto de Locke, y que Hum e, recogiendo el m ensaje de Berkeley,
los continuó en todos los aspectos. Se exaltó así a D escartes, en p a rte
p o rq u e n ad ie deseaba a ta c a r a Locke; y la exaltación de B erkeley
reflejó, en p arte , la incidencia de la m etrópolis en la provincia.
Es m ás difícil ver de qué m odo los sucesores de D escartes se
unieron a los otros cinco. Espinoza y Leibniz ingresaron tard íam en te
en el canon, y aú n hoy, sospecho, posiblem ente se los excluya del
curso de Filosofía M oderna si uno llega a em p antanarse en las Me­
ditaciones o si se le quiere dedicar m ucho tiem po al E nsayo sobre
el en ten d im iento hum ano. Tengo acerca de ellos u n a co n jetu ra ba­
sada en los hechos.
E n 1892 Royce escribió u n estudio, m uy leído, titu lad o The Spirit
o f M odern Philosophy. Como reco rd ab a Georg H erb ert Mead, debie­
ra h ab e r «una edición especial de The Spirit of M odern Philosophy
en cu ad ern ada en m arro q u í fileteado, m árgenes ilum inados y p arág ra­
fos inicialados, e ilu strad o con im ágenes de Rafael, p ara sim bolizar
lo que significó p a ra los jóvenes el que Royce com enzara a enseñar
en Cam bridge».9 En la segunda p arte del libro se p ro c u ra d em o strar
que el idealism o de Royce era com patible con D arw in, pero la
p rim era p a rte era u n a h isto ria de la filosofía. Si bien era claro que
la o b ra de Royce era enteram ente personal, su a u to r ejerció una
decisiva au toridad. Lo que entendía p o r Filosofía M oderna era un
estudio de los filósofos poskantianos (para él) m ás o m enos con­
tem poráneos: Fichte, Hegel, Schopenhauer. Pero su concepción de
lo que p a ra nosotros es el período de la Filosofía M oderna es cu­
riosa. Su culm inación era K ant; antes de ello, Royce consideraba
que el período com prendía dos épocas. P rim ero, «el p en sad o r especu­
lativo m ás profundo» del siglo x v i i , Espinoza; segundo, el período
que va «de Espinoza a Kant».10 ¿Por qué esa veneración p o r Espi­
noza? Sim plem ente porque Royce vio en Espinoza el filósofo que
an tes de K ant rep resen tó m ás claram ente la verdad que Royce había
alcanzado en 1892: la verdad del idealism o absoluto.
Unos quince años m ás tard e se escribió otro opúsculo p a ra esos
tiem pos, que es im p o rtan te p ara com prender la histo ria de la filoso­
fía ta l com o se la concebía entonces. En el p rim er capítulo de su
P ragm atism distinguió W illiam s Jam es e n tre los filósofos de espíritu
d u ro y los filósofos de esp íritu blando, en tre los que él llam aba empi-
rista s y racionalistas. No se tra ta de d iscu tir el m odo en que Jam es
entiende la h isto ria de la filosofía p er se, pero en tre o tras cosas
Jam es llam a la atención acerca de Espinoza y Leibniz com o m entali­
dades m onista y p lu ralista respectivam ente, y señala a Leibniz como
filósofo m onista no o b stan te ser racionalista: de acuerdo con la
tipología de Jam es, los racionalistas eran m onistas y los em piristas
eran p lu ralistas. A los fines de este exam en conviene d estacar que
la o b ra de Jam es está dirigida fundam entalm ente a d ar validez al
m onism o del a u to r en el contexto de la discusión de aquellos días,
que era, a su entender, aunque erróneam ente denom inada así, m o­

9. Mead, 1916-1917, 69.


10. R oyce, 1892, 41, 9.
nista. Royce era el an tag o n ista decisivo, y la discusión en tre éste y
Jam es definió los lím ites del debate filosófico en los E stados Unidos
p o r u n a generación. Jam es seguram ente sabía de la gran im p o rtan cia
que Royce h ab ía concebido a Espinoza. Si bien au n u n som ero cono­
cim iento de la m an era en que Jam es entiende a Leibniz pone de
m anifiesto que no era p a rtid a rio del optim ism o sostenido p o r este
filósofo, es tam b ién evidente que anhelaba h a lla r en el pasado especu­
lativo un co n ju n to de cuestiones sem ejantes a las que h ab ían im ­
pulsado su propio pensam iento. Tengo el p resen tim ien to de el hecho
de que E spinoza y Leibniz ocupen los lugares que ocupan es ra s tro
pluralism o de com ienzos del siglo xx. Sólo si se ve de ese m odo el
florecim iento del canon —esto es, del p a r form ado p o r E spinoza y
Leibniz— puede explicarse que se p resen te a Leibniz co rrien tem en ­
te com o el sucesor de Espinoza (o como su altern ativ a) m ás bien que
com o crítico del em pirism o de Locke, lo cual no es m enos plausible
que lo an terio r. Tenem os así: D escartes, Espinoza, Leibniz. He insi­
nuado ya que en Am érica del N orte el racionalism o de la filosofía
m o d ern a fue fru to de la incidencia del idealism o absoluto a fines
del siglo xix. Tenem os ahora m ás pru eb as de ello. E n los E stados
Unidos Jam es hizo m ucho p o r a c re d ita r la existencia de la trad ició n
racionalista; hizo tam bién m ucho p o r d esa cre d itar su m érito en
co n traposición con el em pirism o, el pluralism o y el respeto p o r la
ciencia.
D escartes, Espinoza, Leibniz; Locke, Berkeley, H um e; K ant. P ero
éste no es el final de la historia. La p re g u n ta que debe fo rm u larse
ah o ra es: ¿qué pasó con H egel? Y la resp u esta c o rrec ta es: aunque
pu ed a h ab e r sido golpeado con an terio rid ad , lo m ataro n en la P ri­
m era G uerra M undial.
E n los círculos filosóficos no rteam erican o s de fines del siglo xix
h ab ía m ás hegelianos de todo género que los que uno p o d ría enu­
m erar. Royce no era hegeliano, pero su concepción de la h isto ria
del p en sam ien to conduce a Hegel y a través de Hegel. Aun W illiam
Jam es, com o he señalado, pro p en d ía a definirse en oposición a los
seguidores de Hegel. George Sylvester M orris, que p o r un tiem po
presidió en el m odo alguno insignificante eje Hopkins-M innesota-
M ichigan de incipiente filosofía profesional, ejem plificaba m ejo r el
tipo de figura poderosa que alen tab a el estudio de Hegel. M orris
fue, adem ás, el tra d u c to r de la H istory o f P hilosophy de Überweg.
No o b stan te, el m ejo r ejem plo es la o b ra del discípulo hegeliano
de M orris, Jo h n Dewey.
E n 1884 Dewey escribió u n artícu lo titu lad o «K ant and philoso-
phic m ethod». Lo que se en cu en tra en ese ensayo es u n a cabal con­
cepción de la h isto ria de la filosofía p ro p ia del siglo X X , concepción
que claram en te proviene de las ideas alem anas de m ediados del
siglo xxx referen tes a la h isto ria especulativa. Dewey sostenía que
hay en la h isto ria del pensam iento una lógica in tern a que conducía,
a través de los em p iristas y los racionalistas, a K ant y a su heredero
Hegel, quien com pletaba al an terio r. C uatro años m ás ta rd e , en 1888,
Dewey publicó u n im p o rtan te libro acerca de Leibniz, L eibniz’s N ew
Essays C oncerning the H um an Understanding, p a rte de u n a serie
editad a p o r M orris dedicada al análisis de los grandes tra ta d o s de
la filosofía alem ana. Pero el propósito de esa obra de Dewey no era
sólo la in terp re tació n de Leibniz. Dewey se proponía tam bién reha­
cer el canon que él había sancionado ta n poco tiem po antes. El tra ­
tam iento de Leibniz era un tra ta m ie n to hegeliano: Dewey encontró
en él resp u estas a cuestiones de peso p a ra los estudiosos n o rteam e­
ricanos de Hegel de fines del siglo xix. Sostenía que Leibniz an tici­
paba el tra ta m ie n to de la percepción del m undo n a tu ra l que llegó
a su realización m ás plena con el idealism o; la preocupación de
Leibniz era la de explicar en qué fo rm a lo físico contiene en sí los
gérm enes de lo espiritual. Más aún: Dewey estaba interesado en
d em o strar que en su m ayor p a rte la tradición del em pirism o era
irrelevante p a ra com prender el desarrollo de la filosofía m oderna.
F orm aban el canon Locke (con el Ensayo), Leibniz (en su refutación
de Locke), K ant y Hegel. Dewey sostiene que, si bien com únm ente
se en tendía que H um e había despertado a K ant de su sueño dog­
m ático, era m ás im p o rtan te reconocer que, antes de ese hecho, ya
Leibniz h ab ía p re p ara d o a K ant p ara escrib ir lo que escribió des­
pués de aquel sueño." B aste decir que Hegel form aba p arte , con
m ucho, del canon a fines del siglo xix.
D urante la p rim e ra década del siglo xx el crédito de Hegel dis­
m inuyó con el sugerim iento de diversas form as locales del realism o.
No o b stante, el m ovim iento an tiid ealista h ab ría rep resen tad o p ara
el lugar de Hegel en la Filosofía M oderna un peligro no m uy serio
de no h ab er sido p o r la G uerra. La h istérica g ritería académ ica con­
tra todo lo alem án desde 1914 h asta 1918, es un hecho bien probado
de la h isto ria social n o rteam ericana, y no hace falta subrayarlo
aquí. Vale la pena consignar, em pero, que en el terreno de la filo­
sofía la h isteria condujo a u n desquite c o n tra el idealism o absoluto,
especialm ente en la m edida en que tuvo u n a dim ensión social: esa
fo rm a m o n struosa del egoísm o teutónico en la vida política era una
de las causas pro fu n d as de la guerra. D espués de la guerra, Hegel se
convirtió, p a ra los norteam ericanos, en u n a figura cándida, pom posa,
derrotada, indigna de la gran tradición. E n realidad, lo llam ativo no
es que Hegel se desvaneciera, sino la perm anencia de K ant. Y, en
arm o n ía con este desarrollo, el K ant que perm aneció no fue el K ant
lleno de elem entos de la m etafísica trascendental. E ra m ás bien el
K ant que expuso C. I. Lewis: el austero epistem ólogo trascendental,
no el m etafísico trascendental. P ara expresar este pu n to en térm inos

11. Véase: D ew ey, 1969, 428-435.


del canon: el K ant del canon sintetiza al racionalism o y al em p iris­
mo; ya no es tan to el p ad re de Hegel.

N ada de lo que he dicho debe en ten d erse com o u n a afirm ación


de que los siete ho m bres no fuesen los m ejores filósofos en el lapso
que va de 1605 (A dvancem ent of Learning, de B acon) a 1788 (E ssay
on the A ctive Powers, de Reid). Tam poco m e propongo poner en
tela de juicio que en tre esos pensadores puedan establecerse salien­
tes relaciones filosóficas o históricas, o de am bos tipos. Lo que deseo
afirm ar es que ni los m éritos in trínsecos de los siete filósofos ni las
conexiones ex istentes e n tre ellos son suficientes p ara d ar cuenta del
lugar que ocupan com o m anifestaciones de la Filosofía M oderna.
De m an era com pleja el canon refleja la h isto ria del vencedor; esa
m anera es com pleja en dos sentidos: en p rim e r lugar, esos siete
filósofos canónicos no fueron a fines del siglo XIX figuras polém icas
vivas con las que la filosofía de esos años p u d iera e n tra r en discu­
sión; eran tam bién sím bolos de los problem as que in q u ietab an a los
p rincipales filósofos norteam ericanos y, en conform idad con ello,
a toda la com unidad filosófica del período. E n térm inos de incidencia
en la época, la E xam ination de Mili, es, con m ucho, el libro de m ayor
im p o rtan cia acerca del cual yo haya escrito. Pero ni en la E xam ina­
tion ni en la Logic se convirtió Mili a sí m ism o en m iem bro del
canon; lo que hizo fue señalar problem as decisivos —el escepticism o
y su refu tació n — sim bolizados en K ant y en Hum e. De igual m odo,
no puede h allarse en los E stados Unidos ningún p artid a rio de la
posición de D escartes; lo que sí puede com probarse es la convicción
de que D escartes h abía planteado u n problem a cardinal. La relación
de la consciencia con su objeto era u n enigm a que h abía que resolver.
P ara los filósofos n o rteam ericanos D escartes se había equivocado en
todo —p o r m om entos Peirce y Royce lo p re sen tan casi com o u n
necio—, p ero su o b ra esbozaba u n p roblem a epistem ológico fu n d a­
m ental. Como he afirm ado, Espinoza ocupaba un lugar cen tral en
el canon explícito de Royce, pero era D escartes el filósofo con quien
Royce estab a m ás com prom etido y el p rim ero en ser canonizado.
N o es pues la h isto ria del vencedor en el sentido de que la E dad de
Oro a p o rta ra sus héroes personales, sino en el sentido de que la
E d ad de Oro nos legó los h om bres que encarnaban sus inquietudes
m ás profundas.
Al p re se n ta r la precedente breve visión retro sp ectiv a de las tra ­
diciones y de los grandes pensadores de los siglos x v n , x v m y de
la p rim era p a rte del XIX, m i p ropósito era en p a rte el de m o stra r
que las cosas h ab ían cam biado.
La Filosofía M oderna re p resen ta de m an era com pleja la h isto ria
del vencedor tam bién en el sentido de que con la rígida form ación
del canon coincidió el hecho de que se relegara a la universidad la
enseñanza de todo m aterial filosófico. Los h isto riad o res profesionales
han definido rígidam ente períodos h istóricos «naturales» —R enaci­
m iento, R eform a, H isto ria M oderna— y los filósofos profesionales han
aportado el curso, fijam ente establecido, que es tem a del presente
trab ajo . Puede sostenerse que la institucionalización y la burocrati-
zación de la filosofía en las universidades puede p re serv ar el canon
presente, sean cuales fueren las conexiones que los h isto riad o res
puedan establecer en tre las tradiciones de los siglos X I I y x v i i i , y
sean cuales fueren las intenciones que, según aquéllos descubran,
tuvieron los pensadores de esas tradiciones. Y el canon puede m an­
ten erse al m argen de su relevancia p a ra los problem as filosóficos
vigentes, si bien, p o r cierto, su existencia incide en el m odo en que
la filosofía reconoce lo que constituye un problem a digno de estudio.
La Filosofía M oderna puede e sta r «ahí», en el plan de estudio, casi
com o una pieza de m useo. P ara quienes lo establecieron, los siete
filósofos eran tan to interlocutores de la discusión com o un rep erto rio
de problem as; en la actualidad, si algo tiene im portancia, son los
p roblem as. La razón de este desarrollo es que el sistem a de cursos-
unidades puede h ab e r obligado a los filósofos a re n d ir hom enaje a
antepasados a los cuales en realidad ya no reverencian. La h isto ria
es del vencedor, p o r tanto, en un segundo sentido: el sistem a de la
educación su p erio r puede h ab e r am pliado el alcance de la victoria
ob ten id a m ucho m ás allá de lo que h ab ría ocurrido en caso de que la
universidad no hubiese llegado a m onopolizar el estudio de la filo­
sofía y no hubiese sellado la victoria en form as que poco tienen que
ver con las ideas en general. Sin duda, com o el p resen te ensayo lo
m u estra, las tradiciones se modifican. Pero u n a de las razones por
las que he lim itado el em pleo del térm ino «canon» a los siete filóso­
fos ha sido la de aprovechar sus connotaciones religiosas. Ya no
ponem os en tela de juicio cuáles libros de la B iblia son canónicos,
pero ya no los usam os tam poco p ara guiarnos en la vida.

Me propongo concluir este tra b a jo ocupándom e con u n a cues­


tió n que, en p arte , m e em pujó a h acer esta digresión histórica. La di­
gresión da lugar a que se plantee la cuestión de la em presa de escri­
b ir lo que se denom ina «historia de la filosofía».
E sa em presa tiene m anifiestam ente una dim ensión valorativa in­
tern a. Los eruditos escriben narraciones acerca de hom bres que de
u n m odo u o tro son dignos de estudio. Una h isto ria que tra te de igual
m odo acerca de todas las personas que consideren h ab e r tenido pen­
sam ientos filosóficos o que asignen un espacio a toda persona como
ésa sobre la base de la m agnitud del corpas de sus escritos, debiera
se r desechada inm ediatam ente.
Es legítim o escrib ir u n a h isto ria de la filosofía guiándose p o r lo
que ejerció una influencia en una época determ inada; esto es, un
estudio de los pensadores que en su m om ento otros pensadores con­
sid eraro n im portantes. Pero tales estudios tienen un valor lim itado
y no com p ren d en los aspectos críticos de lo que consideram os que
es «la h isto ria de la filosofía». P or ejem plo, reconoceríam os la u ti­
lidad, pero tam b ién la estrechez de m iras, de una h isto ria del ra ­
cionalism o co n tin en tal desde, pongam os p o r caso, 1630 a 1730 en la
que apenas se m encionase a E spinoza y se p re sta ra gran atención
a C hristian W olff p o r considerárselo la figura culm inante de la
tradición. P o r o tra p arte, la noción de «historia de la filosofía» no
se agota en la idea de u n a n arrac ió n acerca de pensadores que m e­
ram en te son im p o rtan tes p a ra un a u to r contem poráneo; rechazam os
el enfoque p resen tad o p o r B ertra n d R ussell en A H istory of W es­
tern Philosophy. Con todo, p a ra volver a los sueños de K ant, no afir­
m am os que K ant se haya desp ertad o p a ra adorm ecerse nuevam ente;
reconocem os que es de poco valor a trib u ir im p o rtan cia o fa lta de
im p o rtan cia a K ant sobre la b ase de que lo que alguna au to rid ad
determ in ad a, com o Russell, accidentalm ente crea.
La explicación que m ejo r descubre lo que pienso que es la com ­
pren sió n com ún de lo que es la h isto ria de la filosofía, se asem eja
a la concepción de los com prom isos p erm anentes de una com unidad
extendida en el tiem po, sostenida por C harles Peirce. De algún m odo,
creo, la com unidad de los filósofos —los que están en vida, los que
ya h an m u erto y los que aún h an de venir— desecha lo que en el
p en sam ien to del pasado hay de tran sito rio y retien e lo que en él hay
de durad ero : es p ro bable que en un m om ento determ inado el canon
aceptado resu lte defectuoso p o r contener filósofos o conceptos sin
m érito; pero la m ejo r guía de que puede disponer p a ra establecer
qué es lo que m erece la pena, es el consenso contem poráneo de los
com petentes; y es verosím il que la sab id u ría filosófica encerrada p o r
el grupo de notables inm ortalizados en un m om ento dado, sea m ás
ap ro p iad a p a ra revelar la au tén tica filosofía que el grupo in m o rtali­
zado en un m om ento m arcad am en te an terio r; y el criterio últim o
p a ra in clu ir significativam ente a una figura en la trad ició n es el
im p rim a tu r de alguna h ip o tética com unidad fu tu ra que la com uni­
dad p resen te sólo falible e im perfectam ente p ro c u ra alcanzar. E sto
es, lo que he llam ado concepción com ún se asem eja m ucho a la
enunciada p o r R oger en la S tu d e n t’s H istory de 1901, la cual depende
de «una m ódica rep roducción de la filosofía hegeliana de la historia».
Los d esarrollos referidos p o r h isto rias sucesivas reflejan de algún
m odo un ord en y u n a inteligencia crecientes.
Me p arece que mi relato de la evolución del canon del siglo xx
debe a r ro ja r alguna duda acerca de esta últim a afirm ación. Puede
ser que mi h isto ria desarrolle la astucia de la razón. Pero estoy m ás
persu ad id o de que si alguien cree que la astu cia de la razón está
en todas p artes, ello se debe a que esa astu cia es supuesta. Lo que
la h isto ria exhibe es que diversos individuos poseían u n a m oderada
can tid ad de form as variables de talen to filosófico. El que se atrib u y a
a alguien u n a sab id uría canónica, puede depender en p arte de algo
así como la «capacidad intrínseca» convalidada o atestig u ad a p o r el
trab a jo de la com unidad, o eq u ip arad a a él. Pero, p o r cierto, las
histo rias de la filosofía que descansan en un criterio así p a ra d eter­
m inar quién debe ser incluido, o que proponen alguna te o ría de un
avance especulativo o de una e stru c tu ra subyacente, se equivocan
b astan te.
Considérense los elem entos intelectuales que p arecen ser no racio­
nales. La ideología operó como un factor: por ejem plo, el com pro­
m iso con el idealism o absoluto o con Locke. H ubo así tam bién lo
que, a falta de m ejo r palabra, llam aría ciertos tropos; p o r ejem plo,
racionalism o versus em pirism o; m onism o versus pluralism o. La lu­
cha en tre los p ad res filosóficos y sus hijos fue asim ism o im p o rtan te:
p o r ejem plo, el desagrado de Peirce p o r D escartes, la veneración de
Dewey p o r Hegel. Finalm ente, están las m odas y los tem ores especu­
lativos: ¿cómo, si no, explicar a B erkeley y a Hum e?
C onsidérense las influencias sociales de ca rác te r no intelectual.
El tono religioso de la Am érica del N orte del siglo xix ayudó a crear
a K ant; la posición de los E stados Unidos como provincia cu ltu ral
de In g late rra ayudó a crear a B erkeley; la reverencia p o r Locke
com o héroe intelectual del período constitucional ayudó a crear a
D escartes; la P rim era G uerra M undial ayudó a d e stru ir a Hegel; y
la influencia académ ica de los pensadores n orteam ericanos m ás im ­
p o rtan te s de fines del siglo xix y de com ienzos del xx perm itió que
prevaleciera d eterm in ad a visión de los siglos xvn y xvm .
La erección del canon depende tam bién del desorden, del azar, de
las transiciones culturales que, si no reflejan la casualidad, tam poco
expresan u n propósito dom inante, de los juegos de poder académ icos
y de la p u ra inercia glacial de las instituciones de la educación su­
p erio r.12 Si la h isto ria nos m u estra este vulgar resultado, entonces,
la concepción com ún de la h isto ria de la filosofía no se diferencia
de ninguna o tra que yo haya exam inado. La «historia de la filosofía»
no es sino la h isto ria de filósofos considerados m eritorios p o r otros
filósofos d u ran te cierto lapso.

12. Puede resultar interesan te aquí un ejem p lo cuantitativo. La obra, en


varios volúm enes, de F rederick C opleston H is to r y o f P h ilosoph y —elogiada con
m ucha ju sticia— incluye varios volúm enes dedicados a la F ilosofía M oderna
que respond en en gran m edida a la línea norteam ericana. H ay ochenta páginas
dedicadas a H um e y, desp ués, un capítulo de m en os de cuarenta páginas titu ­
la d o «H um e, For and Against», en el que se discu ten resp u estas dadas a la filo­
sofía de Hume; en él se conced en a Reid cinco páginas (C opleston, 1964). ¿Cree
alguien verdaderam ente que H um e es qu ince veces m ás filósofo que R eid o que
los que estuvieron en favor de H um e, y escribieron tan to antes com o después
de él, eran rep resentantes m en os destacados de esa p osición , al pu nto de que
se los considere com o n otas al pie de la obra de aquel filósofo? ¿Y cóm o ju s­
tificar un breve capítulo general dedicado a esas resp u estas a H um e, y un
pequ eñ o libro —el siguiente de la serie— acerca de K ant, cuando se interpre­
ta, a la m anera norteam ericana, la filosofía de este ú ltim o com o otra respuesta?
N o form u lo estas preguntas con una in tención m eram ente retórica.
No escribim os la (o «una») h isto ria de la filosofía; lo que escribi­
mos son h isto rias de filósofos de los que pensam os, o de los que
otro s piensan, que son grandes filósofos.13 R. G. Collingwood nos en­
señó hace tiem po que las narraciones históricas son resp u estas a
preguntas. Mi análisis de la h isto ria de la filosofía m oderna sugiere
entonces que inicialm ente las preg u n tas que los h isto riad o res de la
filosofía se fo rm u laro n son: ¿cuáles filósofos del pasado son gran ­
des filósofos y cóm o se relacionan con lo que nos in teresa ahora?
Los h isto riad o res de la filosofía m ás recientes h an reducido aún m ás
la com plejidad de la interrogación. Ellos se preg u n tan únicam ente:
¿cómo se relacionan los filósofos convencionalm ente grandes con lo
que nos in teresa ah ora? S ugeriría, com o conclusión, que esas p re­
guntas no son p artic u la rm en te sutiles. E vitan toda form a de inda­
gación de las ideas del pasado a cam bio de in fo rm arse acerca de lo
que u n subgrupo de profesionales de la filosofía considera que tiene
im p o rtan cia d en tro del pensam iento del pasado. La em presa de la
h isto ria de la filosofía en su form a corriente no se basa en u n erro r,
pero sí descansa en u n a curiosidad m uy débil p o r el pasado.14

13. M urphey (1979) adopta esta p osición , a la que llam a «h istoricism o» y


opon e al p resen tism o. Pero m e parece que este autor m ezcla dos cu estio n es.
La prim era de ellas es: 1) ¿P odem os recuperar las in ten cion es de los p en sa­
dores del pasado o interp retarlos en form a tal de aprender de e llo s só lo lo
que es im portante para nosotros? Los que dicen que p od em os recuperar las
in ten cion es serían, creo, h istoricistas; los que lo niegan, o im plican que p od em os
aprender sólo lo que es im p ortan te para n o so tro s, son p resen tistas. La segunda
es una cu estión a la que im p lícitam en te este trabajo procura dar respuesta;
2) ¿P odem os escrib ir una h istoria del p en sam ien to sin p resu p u estos valorativos
acerca de lo que un grupo lim itad o considera que es m eritorio? D ebo decir
que la resp u esta a esta pregunta es negativa, y M urphey coin cid e en ello. Pero
la resp u esta que ano da a 2) no im plica ninguna resp u esta a 1). M urphey pa­
rece creer que una resp u esta a 2) im plica un h istoricism o. N o es así. Me pa­
rece, en realidad, que si som os escép ticos en cu an to al valor de la h isto ria
convencion al de la filosofía, será m ás d ifícil so sten er un h istoricism o. La recu­
peración de las in ten cion es depende de que seam os capaces de aislar la co m u ­
nidad con la cual el autor se propon e com unicarse y excluir de ese m od o los
significados que para él no existían . Una resp u esta n egativa a 2) pon e en duda,
creo, nu estra capacidad para aislar esa com unidad, pero no es ése un tem a
que pueda ser exam in ado en este trabajo.
14. Cabe n otar dos om ision es hechas en este ensayo. En prim er lugar, cual­
quiera que conozca bien la bib liografía filosófica b ásica referente a este períod o
sabrá que hay lagunas h istóricas en la narración. Creo que una explicación m ás
detallad a no haría variar los lin eam ien tos fu n d am en tales de la narración. Pero
una afirm ación com o ésa no convencería a nadie que n o e stu v iese ya con ven ­
cido. Más b ien he de subrayar que el p rop ósito del p resen te ensayo no es dar
cu enta precisa de los d esarrollos, sino referirse a una nueva especie de pro­
blem as que se plan tean en la h istoria de las ideas.
La segun da o m isió n involucra m i decisión de no ocuparm e con los argum en­
to s filosóficos que han condu cid o a lo s cam bios a los que m e he referido. El
m otivo de esta om isión no es que e so s argum entos carezcan de im portancia, o
que yo sea incapaz de p resen tarlos. M uchos de e llo s son con sid erad os ad nau-
seam en K uklick, 1977; debe llam arse la atención , adem ás, p articu larm en te
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acerca de la crítica que M ili hace de H am ilton y acerca de la respuesta a ellos


discu tid as en los capítulos 1 a 7. A cerca de D ew ey el lector pu ed e consu ltar
K uklick, 1985 (de próxim a aparición). E sos argum entos están au sen tes del pre­
sen te trabajo, no p recisam ente porque éste sea breve y yo no desee repetirm e;
adem ás, el p rop ósito de e ste ensayo es prom over otra e sp ecie de discusión en la
historia de las ideas.
—, y W o o d , L ed g er : History of Philosophy, 3." ed. rev., Nueva York, Holt,
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Nueva York, Macmillan, 1893.
C a p ít u l o 7

«CUESTIONES INTERESANTES» EN LA HISTORIA


DE LA FILOSOFIA Y EN OTROS AMBITOS

W olf Lepenies

Die E inzelw issenschaften w issen oft


g ar nicht, durch w elche F aeden sie
von den G edanken d er grossen Philosophen
abhaengen.
J acob B u r c k h a r d t

I. Introducción: una m irada a la historia de la ciencia

Fue u n sistem a filosófico lo que provocó uno de los m ás vigorosos


ataques que h a sta la fecha se h an dirigido co n tra el pensam iento
histórico o, al m enos, co n tra el énfasis excesivo en él. E n su tem prano
ensayo Uso y abuso de la historia (1873-1874) F riedrich N ietzsche es­
carnece el predom inio de la h isto ria en la c u ltu ra alem ana del si­
glo xix com o signo unívoco de la decadencia de la que sobre todo un
hom bre era responsable: Hegel, que reconoce a la razón en todo lo
histórico y p a ra quien el estadio m ás elevado y definitivo del proceso
de la h isto ria del m undo eventualm ente se produce m ien tras él
m ism o vive en B erlín. El ataq u e de N ietzsche sigue siendo ilum ina­
dor aun cuando lo separem os de su contexto originario. En tan to
tra ta de la ciencia y de la erudición m odernas, am plias secciones de
ese ensayo pueden ser in te rp re ta d a s com o dirigidas al uso y al abuso
de la h isto ria de la ciencia, ám bito en el que se com binan la ilusión
del p rogreso científico y la aberración del pensam iento histórico:

El progreso de la ciencia ha sido asombrosamente rápido en la


últim a década; pero piénsese en los sabios, esas gallinas extenuadas.
No son por cierto naturalezas «armoniosas»; meramente pueden
cacarear más que antes, porque ponen huevos más a menudo; pero
los huevos son cada vez más pequeños atmque los libros sean más
voluminosos (Nietzsche, 1957: 46).
La h isto ria de la ciencia, con su producción, m ás que ocasional, de
libros m uy volum inosos, no ha gozado de una rep u tació n especial­
m ente buena en tre los científicos. Ya sea que la escribiesen h isto ria­
dores profesionales o aficionados, o científicos en ejercicio o retirados,
se la h a visto siem pre —p ara p a ra fra se a r o tra vez a N ietzsche—
com o ocupación de u n a raza de eunucos, «bulliciosos su jeto s que se
com paran con los rom anos com o si fu eran sem ejantes a ellos», como
com pensación de los que nunca pudieron hacer ciencia ellos m is­
mos, ya sea p orque dejaro n de hacerla o porque nunca la hicieron
suficientem ente bien.
Las tres especies de h isto ria que N ietzsche pro p u so distinguir
—la m onum ental, la an ticu aría y la crítica— pueden h allarse asim is­
mo en la h isto ria de las ciencias. N inguna o tra disciplina h a tom ado
con m ás seriedad que la h isto ria de la ciencia la advertencia de
Nietzsche de que el pasado sólo puede ser explicado p o r lo que en
el p resen te es m ás poderoso. P or eso el h isto riad o r de la ciencia hace
un h ábito del llegar m ucho después de la época de la cosecha, y no
com o huésped bienvenido sino como huésped tolerado en la com ida
de acción de gracias celebrada p o r la com unidad científica, cayendo
a veces «tan b ajo que se satisface con cualquier alim ento y [devora]
ávidam ente cuantas m igas caen de la m esa bibliográfica». Que al
científico no le im porte cuando suscita el interés del h isto riad o r, y
que éste a b u rra cuando adula a aquél: ése es el dilem a que afro n ta
el h isto riad o r de la ciencia.
La suya era u n a h isto ria de m anual, com o la llam ó Joseph Agassi:

En la prim era edición de su historia de la física, de 1899, Cajori


calificó con un enorme signo negativo a los que creían en los elec­
trones. En la segunda edición, de 1929, calificó a esas mismas per­
sonas con un enorme signo positivo. Puede hallarse una crítica
explicación de tal cambio de actitud en el increíblemente ingenuo
prefacio de la segunda edición, en el que expresa su lealtad al ma­
nual de física al día. Así, toda vez que el manual se modifica, la his­
toria de la ciencia cambia en el mismo sentido (Agassi, 1963: 33).

No obstante, los histo riad o res de la ciencia n o escriben prefacios


o h isto rias de m anuales porque deseen com placer a los científicos.
Al hacerlo satisfacen, p o r lo general, tam bién las expectativas de
los profesionales de la h istoria. E n un m em orando presentado ante
la Real Academia de Ciencias de M unich en septiem bre de 1858,
Leopold von Ranke, uno de los pocos h isto riad o res algo interesados
en el tem a, sugirió acom eter una am plia serie de libros de historia
de la ciencia («Geschichte der W issenschaften»). E ra m anifiesto p ara
R anke que esos libros sólo podían ser escritos de una m anera es­
pecífica: ten d rían que c o n stitu ir una «historia de los resultados cien­
tíficos». E ra evidente que el h isto riad o r de la ciencia, siem pre estre-
chám ente asociado con el que ejercía en ese dom inio, debía c e n trarse
en las épocas m ás recientes del desarrollo científico, m ientras que al
h isto riad o r político le estaba perm itid o dirigirse a las épocas m ás
rem o tas de la h isto ria de la hum anidad.
Ni el com prom iso de R anke y su genuino in terés p o r el desarrollo
de la h isto ria de la ciencia, ni las innúm eras h isto rias de d istin tas
disciplinas que de hecho se h an esc rito después de su propuesta, h an
sido aceptadas, o se les ayudó a in co rp o rar a la profesión h istó rica
el cam po recientem ente establecido. P robablem ente los h isto riad o res
estab an convencidos de que el desarrollo de la ciencia debía ser p re­
sentado en la fo rm a de m anuales de h istoria, pero no podía in d u ­
círselos a que les gustasen. El que tan to los científicos en actividad
com o los h isto riad o res de la ciencia, co m p artan la concepción de la
h isto ria de las ciencias como un relato de esplendor y felicidad, con­
cepción ex p resad a p o r E d w ard Gibbon al com ienzo de su E ssay on
th e S tu d y o f L iterature (1764), no convence al h isto riad o r político
tradicional, que, inm erso en el m asoquism o característico de su dis­
ciplina, prefiere escrib ir la h isto ria de los im perios y, p o r tan to , de
acuerdo con Gibbon, la de las m iserias de la hum anidad.
Aunque co m p artía con quienes ejercen la ciencia la creencia en
un crecim iento acum ulativo del conocim iento y en un continuo p ro ­
greso del pensam iento científico, el h isto riad o r de la ciencia no sólo
nos n a rra u na h isto ria de los héroes y del culto a los héroes, sino que
al m ism o tiem po form ula u n a condena de los villanos. E n el esce­
n ario no ap arecen únicam ente ingeniosos adelantados y b rillan tes
pero incom prendidos p recu rso res: hay asim ism o heréticos y tra m ­
posos, p etard ista s y plagiarios, y, p o r p resen tarlo s, la h isto ria de la
ciencia constituyó, b astan te paradójicam ente, un esfuerzo constante
p o r re co rd a r al científico aquellos a quienes era m ejo r que olvidara.
P resen tan d o p a ra algunos el aspecto de u n panteón y p a ra otros el
de u n a peniten ciaría, la h isto ria de la ciencia fue, com o la describió
u n a vez G astón B achelard, u n a disciplina norm ativa con u n insacia­
ble in terés p o r los errores.
A unque no me propongo excusarm e p o r tra z a r este b u rd o esbozo
de u na im agen m ucho m ás sutil e in teresan te, me g ustaría d estacar
que en la h isto ria de la ciencia h a habido m ás bien diversas o rien ta­
ciones, y que p o d ría caracterizarse a algunas de ellas com o pertene­
cientes a d istin tas tradiciones nacionales de enseñanza y de investi­
gación. D istinguiendo en tre u n enfoque unidisciplinario y un enfoque
m u ltid iscip lin ario y separando la m odestia idiográfica de las aspi­
raciones nom otéticas, po d ría afirm arse que la ac titu d anglosajona en
la history of Science ha sido la de co n centrarse en u n grupo de dis­
ciplinas, a saber, las ciencias natu rales, m ien tras que las am plias
connotaciones del térm ino W issenschaft ha conducido a los histo ria­
dores de la ciencia alem anes a ocuparse con cam pos diversos de la
investigación y a p re s ta r especial atención a las diferencias intrínse­
cas que existen en tre ellos, esto es, a las diferencias existentes entre
las N atu rw issenschaften y las G eistew issenschaften. Tengo la im pre­
sión de que, acaso debido a la influencia de la epistem ología neokan-
tiana, la trad ició n alem ana en el terren o de la h isto ria de la ciencia
es in trín secam en te idiográfica en una fo rm a en que la trad ició n anglo­
sajona, que estuvo tam bién in tere sa d a en m odelos de desarro llo cien­
tífico m ás generales, jam ás lo h a sido. P or o tra p arte, hay u n a tra ­
dición específicam ente francesa de orientación m ás p lu ralista, com o
inm ediatam ente lo revela la denom inación de «histoire des sciences»,
y que no retro ced e ante la teorización. Debem os distin g u ir u n im ­
p o rtan te grupo de historiadores de la ciencia franceses, tan to de sus
colegas anglosajones com o de sus colegas alem anes, de los cuales
po d rían decir, com o C ournot: «Ces savants du N ord ne ressem blent
pas á nos tetes frangais.» S ería un problem a in tere sa n te p a ra la
p ro p ia h isto ria de la ciencia establecer p o r qué esta tradición france­
sa perm aneció m ás bien parroquial, dado el contexto internacional
en que siem pre ha dom inado la history o f science anglosajona. Sería
asim ism o in teresan te, creo, p re g u n ta rse p o r qué esa histoire des
sciences epistem ológicam ente orientada, encendida e inflam ada por
las osadas visiones de G astón B achelard y solidificada p o r la m eticu­
losa investigación em pírica de Georges Canguilhem , condujo a Mi-
chael F oucault y a sus seguidores a u n sendero que ah o ra resu lta
ser un callejón sin salida, a pesar de que el im ponente edificio en
el que se h a colocado el letrero de «Sin salida» es n ad a m enos que
el Collége de France.

II. La historia de la filosofía en cuatro filósofos

No sólo hay m uchas h isto rias de la filosofía: tam bién hay filosofías
de la h isto ria de la filosofía, h isto rias de la filosofía de la historia, e
histo rias de la h isto ria de la filosofía. La m ayor p arte de ellas con­
firm a la creencia de que la dem asiada reflexión sólo conduce hacia
atrá s, y que el erudito caviloso siem pre corre el peligro de conver­
tirse en lo que D iderot llam ó a su vez «un systém e agissant á re-
b o u rs». La p rofusión de libros de h isto ria de la filosofía no señala la
legitim idad del género, sino m ás bien la dificultad de lograrla. Con-
d o rcet debe de h ab e r estado de h u m o r irónico al afirm ar que no hay
m ejo r indicio del avance de un cam po que la facilidad con que
es posible escrib ir libros m ediocres acerca de él.
H éroes y villanos aparecen u n a vez m ás en la h isto ria de la filoso­
fía. P ara algunos —com o B rucker— es u n a señal de erro res y de
infinitos ejem plos de pensam iento equivocado y que induce a equi­
vocación. A m enudo es una h isto ria de dilem as (R enouvier), pero a
la vez —al m enos p a ra la m irada retrospectiva de Hegel— «una su­
cesión de m entes nobles». Difícilm ente so rp ren d a que los m anuales
de h isto ria de la filosofía suenen m uy parecidos a los m anuales de
h isto ria de la ciencia p o r ser escritos desde u n pu n to de vista filo­
sóficos diferente. La influencia de la ortodoxia p ro te sta n te y la in­
fluencia de Leibniz son m anifiestas en B ru ck n er (H istoria critica
philosophiae, 1742-1744), lo m ism o que en Tiedem ann (Geist der spe-
kulativen Philosophie, 1791-1797), y la h isto ria de la filosofía de Ten-
nem ann (G eschichte der Philosophie, 1798-1819) revela su origen
k antiano en no m en o r m edida en que la de H. R itte r (G eschichte der
Philosophie, 1829-1853) revela su esp íritu hegeliano (Delbos, 1917).
No con tin u aré discutiendo h isto rias de la filosofía. Es u n a ta re a
p a ra la cual no estoy p re p ara d o ni soy lo b a sta n te com petente. A pe­
sar de lo que he señalado h a sta aquí, acerca de este tem a se h an
escrito valiosos estudios, com o la H istoire de l’histoire de la philo-
soprie de Lucien B raun, precisam ente u n discípulo de Georges Can-
guilheim . Debem os reco rd ar, em pero, que lo que se analiza aquí es
siem pre investigación filosófica. Pero no es del todo evidente que la
h isto ria de la filosofía haya desem peñado en la investigación y en
las publicaciones filosóficas el m ism o papel que desem peñó en la
enseñanza de la filosofía y, p a ra u sa r u n a expresión de R o b ert Mer-
ton, en la tran sm isió n oral del conocim iento filosófico.
Hay un pro fundo ánim o an tih istó rico en toda la filosofía, u n a con­
fianza, continua y siem pre so rp ren d en te, del ego filosofante en sus
capacidades p a ra p ro c u rarse y gozar del encanto que sólo u n conoci­
m iento definitivo y com pleto puede p roporcionar, u n conocim iento
llevado, como dice K ant en los Prolegóm enos, «a tal com pletud y
fijeza, que ya no req u iere de u lte rio r m odificación ni está su jeto a
argum entación alguna p o r descubrim ientos nuevos» (K ant, 1950: 115).
E n este sentido, la filosofía es u n a disciplina nostálgica, pero que
sólo puede ser colm ada en el presente, nunca en el pasado. La his­
to ria de la filosofía parece ta n superficial p a ra los filósofos dogm á­
ticos como fútil a los escépticos. Se convierte en u n a inquietud de
la m ente (N ietzsche) y, p o r últim o, el certificado de defunción que
la filosofía llena p a ra sí m ism a cuando al final se la reduce al p u n to
de que sólo es posible esc rib ir su h isto ria (Troeltsch).
/ E l pasado de la filosofía no es igual que, p o r ejem plo, el pasado
de la quím ica. Un quím ico puede h ab e r escuchado h ab lar de La-
voisier, o h ab er leído acerca de él, pero p a ra él sería un derroche
de tiem po, y no ten d ría m ucho sentido, re p e tir en su lab o rato rio los
experim entos del T raité élém entaire./Los filósofos, en cam bio, aunque
se les consiente desconfiar de la duda radical de D escartes, rechazar
la m onadología de Leibniz o d e te sta r la concepción del E stado de
Hegel, difícilm ente pu ed an desd eñ ar a D escartes, Leibniz y Hegel p o r
ser sim plem ente anticuados. El pasado de la filosofía está vivo p o rq u e
posee una inextinguible capacidad de g en erar polém ica (G ueroult).
Sólo es posible p re serv ar esa capacidad, sostienen los filósofos, en la
m edida en que el pasado filosófico sea despojado de su contexto his­
tórico. El térm ino «presentism o» n u n ca suena a los filósofos com o
un reproche; no, al m enos, a aquellos que, como Hegel, declaran que
no hay p asado en la filosofía, sino sólo un presente. P or tan to , la
m ayoría de las h isto rias de la filosofía son o m eras clasificaciones y
cronologías, o u n a crítica de los dogm as y de las doctrinas. Sólo
ra ram en te in ten tan in te rp re ta r el pasado filosófico en su contexto
cultural.
P erm ítasem e ahora dirigirm e a cu atro filósofos y decir algo acerca
de sus concepciones de la h isto ria de la filosofía. E n tre ellos, Des­
cartes ejem plifica el hum or an tih istó rico característico no sólo de la
filosofía, sino tam bién de m uchas h isto rias de la filosofía. Hegel
reem plaza la h isto ria p o r la teleología. Dilthey in te rp re ta a la filoso­
fía como un sistem a cu ltu ral específico. H usserl in ten ta su p e ra r los
peligros del relativism o histórico in ten tan d o (re-)establecer a la filoso­
fía com o ciencia estricta. Al hablar, siquiera brevem ente, de esos cua­
tro filósofos, me propongo indicar que la h isto ria de la filosofía está
indisolublem ente entrelazada con la filosofía de la h isto ria y, en
principio, reducida a ella.

V ia je s c a r t e s ia n o s

René D escartes estuvo en F rancia y en B aviera, en Polonia y en


P rusia, en Suiza, Italia, H olanda y Suecia: fue, pues, un filósofo que
viajó m ucho, y probablem ente se sitúa, en térm inos de kilóm etros
reco rrid o s, en el extrem o su p erio r de una escala cuyo extrem o infe­
rio r debe ocupar sin duda Im m anuel K ant. Salvo un corto viaje por
m ar que dio lugar a una extensa n o ta al pie acerca de los m areos
provocados p o r la navegación en su A ntropología desde el punto
de vista pragm ático, K ant nunca abandonó su nativa K oenigsberg
en la P rusia oriental. D escartes y, con él, u n a nueva época de la
filosofía, com ienza con u n a pieza de lite ra tu ra de viajes. Tal es, según
sugiero, el m odo en que debem os ver p o r un m om ento el Discours
de la M éthode (1637).
Es tan to u n a n arrac ió n como un tratad o , y desde su inicio llam a
la atención u n a nota m ás bien íntim a:

Estuve entonces en Alemania, adonde había marchado con moti­


vo de las guerras que aún no han terminado; y cuando regresaba
a mi ejército tras la coronación del Emperador, el comienzo del
invierno hizo que me detuviera en un lugar en el que, por no hallar
un compañero de conversación que me entretuviera y, además, por
no tener, afortunadamente, preocupaciones o pasiones que me
turbaran, permanecí todo el tiempo solo en una abrigada habita­
ción en la que dispuse de total libertad para revisar mis pensamien­
tos (Descartes, 1965: 11).
La b ú sq u ed a ca rtesian a de u n a v erd ad en las ciencias es u n a
h isto ria de desengaño p o r la lectu ra de libros y de desilusión an te
la experiencia m u ndana. Las falacias de los que a ju sta n su co nducta
a los ejem plos h allados en los libros, son obvias:

Pero yo creía que ya había dedicado bastante tiempo a las len­


guas y a la lectura de los libros de los antiguos, tanto a sus histo­
rias como a sus mitos. Pues conversar con hombres de edades
pasadas es como viajar. Es bueno saber algo de las costumbres
de los distintos pueblos, a fin de juzgar las nuestras correctamente,
... Pero cuando se pasa mucho tiempo viajando, uno puede conver­
tirse en extranjero en el propio país, y cuando uno siente vivo in­
terés por las cosas del pasado, comúnmente permanece ignorante
de las del presente (Descartes, 1965: 7).

Ahora, a m ás ta rd a r, puede p arece r escasam ente original llam ar


al Discourse de D escartes pieza de lite ra tu ra de viajes: ésa es la
m etáfo ra del au to r, no la del lector. Al re c u rrir a ella D escartes p re ­
sen ta lo que p o d ría denom inarse el dilem a del filósofo. No estoy se­
guro de la influencia de D escartes en este sentido, pero m e so rprende
que el dilem a del etnógrafo, u n leitm o tiv desde R ousseau h asta Lévi-
S trau ss, suene com o u n a variación del tem a cartesiano, la cual ex­
presa, p o r así decir, los problem as del viaje al extranjero, en tan to
que D escartes se h ab ía referid o a los problem as de v iajar de regreso
al pasado.
P o r supuesto. D escartes no v iaja sólo de regreso al pasado, sino
tam bién a otro s países. E ventualm ente, las experiencias del etnó­
grafo acrecien tan el escepticism o del h isto riad o r: costum bres dis­
tin ta s n o son m ás satisfacto rias que libros antiguos, y la creencia del
filósofo «en algo que m e haya sido enseñado sólo p o r el ejem plo y la
co stum bre» desaparece com pletam ente.
P o r tan to , u n desencanto y u n a ru p tu ra con el propio pasado se­
ñ alan el com ienzo de la filosofía m oderna. La h isto ria de la filosofía
puede satisfacer, en el m ejo r de los casos, un deseo exótico, p orque
no nos es posible im aginar algo ta n extraño e increíble que no haya
sido dicho p o r algún filósofo. Sin em bargo, esta a c titu d an tih istó rica
se sitú a m uy cu idadosam ente en u n contexto histórico preciso. Des­
cartes sigue el consejo de Guez de Balzac de su m in istra r u n a h isto ria
de su e sp íritu y de su heroico com bate c o n tra los géants de l’école
(c a rta del 30 de m arzo de 1628). Al hacerlo, se satisfacía u n deseo
m ás bien com ún de co ntinuidad y de coherencia biográfica. Los argu­
m entos de quienes p ro c u ran m o s tra r dónde y con qué frecuencia
D escartes in cu rre en u n e rro r cronológico en su explicación, están
en teram en te fu e ra de lugar. D ifícilm ente sea una cuestión esencial
la de si las fechas que indica son co rrectas o incorrectas, pero es
im p o rtan te a d v e rtir que D escartes necesitó que nosotros, sus lecto­
res, supiéram os que hubo un m om ento de ilum inación que, en sus
m editaciones, lo condujo a la conclusión de que, en lugar de dejarse
guiar p o r los filósofos del pasado, debía guiarse en ad elan te p o r sí
mismo: de acuerdo con las Cogitationes privatae, ello ocurrió el
10 de noviem bre de 1619.
Los viajes de D escartes en el espacio y en el tiem po lo rem o n taro n
al ego filosofante. Ni los viajes im aginarios en el m undo de los libros
ni los viajes reales en el libro del m undo pueden p ro p o rcio n ar el
conocim iento sólido y firme que es necesario p a ra la fundam enta-
ción de la filosofía. El filósofo puede h allar ese conocim iento sólo
en sí m ism o, solitario pero seguro, en una habitación abrigada un
frío día de invierno.

E l ENSAYO DE HEGEL

E n sus Lecciones de historia de la filosofía (segunda edición, 1980),


Hegel d eclaraba que la influencia de D escartes estribó ante todo en
«su ac titu d de h acer a un lado todos los presupuestos precedentes
e in iciar [el pensam iento filosófico] en form a libre, sim ple y, asi­
m ism o, com ún» (Hegel, 1974: III, 221). D escartes había dicho que el
pensam iento debe iniciarse necesariam ente a p a rtir de sí m ism o, de
m odo que las filosofías precedentes eran hechas inm ediatam ente a
un lado. Fue su rechazo de las filosofías del pasado lo que aseguró
a D escartes su lugar en la h isto ria de la filosofía. D escartes, em pero,
no podía ser elogiado. Con él com enzó u n a nueva época de la filosofía,
pero puso m anos a la obra «de m anera m uy sim ple e ingenua, con una
n arració n de sus reflexiones [ta l] como se le habían ocurrido». Aun­
que puedan so n ar a reproche, Hegel form ula esas observaciones, no
o b stan te, con u n ánim o m ás bien distante: había que critica r a Des­
cartes, pero no se lo podía censurar. La aparición de su filosofía, lo
m ism o que la de cualquier o tra filosofía, respondía, de acuerdo con
Hegel, a u na necesidad.
P ara Hegel la h isto ria de la filosofía puede ser fácilm ente distin­
guida de la historia de la ciencia en razón de su m anifiesta desven­
taja: no h abía una concepción clara del objeto de la filosofía ni, por
tanto, consenso alguno acerca de su pasado y de sus posibles reali­
zaciones futuras. Se hab ían escrito h isto rias de la filosofía volum i­
nosas y h asta sabias, pero estab an dedicadas a lo que Hegel llam a­
ba «la existencia externa y la h isto ria externa de la filosofía», de lo
cual estab a visiblem ente ausente toda au tén tica inteligencia filosó­
fica. Los auto res de todas las historias de la filosofía precedentes eran
com o anim ales que percibían las notas sin que sus sentidos pudie­
ra n p e n e tra r la arm onía de una pieza m usical.
T ras h ab e r desdeñado a su m agistral m odo, p o r com unes y su­
perficiales, todas las ideas precedentes acerca de la h isto ria de la
filosofía, ese «cam po de b atalla cu b ierto p o r los huesos de los m u er­
tos», Hegel ex p resaba que nada hay de a rb itra rio en la actividad del
esp íritu pensante, y que cuanto o cu rre debe ser racional. El estudio
de la h isto ria de la filosofía es, p o r tan to , u n a introducción a la filo­
sofía m ism a. La filosofía, sistem a en desarrollo, no es o tra cosa que
su p ro p ia h isto ria. A cam bio de ese m odo de e s tru c tu ra r la h isto ria
debe p agarse el precio habitual: la teleología. E sa h isto ria de la fi­
losofía, a la que el propio Hegel llam a teodicea, se convierte en u n a
revelación «de lo que h a constituido la m eta del esp íritu a lo largo
de la historia», u n prolongado y com plejo ensayo, que al com ienzo
sonó desigual e inseguro, pero que después fue m ejorando co n stan ­
tem ente p a ra cu lm inar en una grandiosa arm onía, no exactam ente u n
p o tp o u rrí, com o suponía el oído poco ejercitado, sino una pieza
larga y coh eren te que Hegel, según se supo al final, no sólo dirigió,
sino que tam b ién arregló, corrigió y, quién sabe, acaso h asta com puso.
A fin de d esa rro llar su ideal de una h isto ria de la filosofía v erda­
d eram en te filosófica, Hegel solía com p ararla con la h isto ria de la
ciencia. Sin em bargo, u n a com paración con la h isto ria del a rte es
igualm ente apro p iad a, si no lo es m ás. Quizá no hay obra m ás cer­
cana a la H istoria de la filosofía de Hegel que la H istoria del arte
antiguo de Jo h an n Joachim W inckelm ann, a quien Hegel no pudo
m enos que elogiar como a quien h abía sugerido una nueva visión y
ab ierto p erspectivas novedosas en el m undo del arte. P ara W inckel­
m ann, la belleza p erfecta debía ser buscada en el pasado rem oto, en
los orígenes del a rte griego; p a ra Hegel la verdad ú ltim a se había
revelado finalm ente en el p resen te real de su p ro p ia filosofía. P ara
W inckelm ann la estética prevalecía sobre la h isto ria del arte, tal
com o u na filosofía de la h isto ria p a rtic u la r prevalecía sobre la h is­
to ria de la filosofía de Hegel.

Los A RCH IV O S DE D lL T H E Y

E n tre las ú ltim as obras que W ilhelm Dilthey fue capaz de con­
clu ir se con tab a u na h isto ria de la ju v en tu d de Hegel: uno de sus
m uchos in ten to s, com o él m ism o lo describió, de revivir la vida de
u n filósofo y p o r re c o n stru ir u n sistem a filosófico a p a rtir de m a­
n u scrito s («aus den Papieren zu schreiben»). D irigidas a com prender
la evolución del p ensam iento filosófico, las propias contribuciones
de D ilthey a la h isto ria de la filosofía están escritas incuestionable­
m en te en c o n tra de Hegel y con u n esp íritu hegeliano. P or ejem plo, en
deliberado c o n tra ste con Hegel, D ilthey explica el desarrollo de la
filosofía, no com o un cam bio progresivo del pensam iento ab stracto ,
sino com o p a rte in teg ran te de u n a h isto ria cu ltu ral m ás am plia. P or
largo tiem po la h isto ria de la filosofía se lim itó o bien a la biografía
de filósofos fam osos o bien a la h isto ria de disciplinas y especiali­
dades filosóficas de peso. Una h isto ria de la filosofía v erdaderam ente
«científica» re q u eriría tanto la adopción del m étodo filológico como
u n a ru p tu ra que dejase atrás el pensam iento histórico, esto es, un
pensam iento evolutivo (E ntw icklungsdenken). Esos dos presu p u esto s
existían an te todo en el pensam iento filosófico alem án, y Hegel se
h abía servido m uchísim o de ellos al d a r unidad a la h isto ria de la
filosofía revelando la e stru c tu ra de su desarrollo.
Pero Hegel no fue capaz de escrib ir la historia de la filosofía en
un contexto cu ltu ra l m ás am plio. Los prim eros atisbos de una his­
to ria cu ltu ral de la filosofía com o ésa podían hallarse en Port-Royal
de Saint-Beuve, en la H istory of Civilization in England de B uckle y
en la H istoire de la littérature anglaise de H ipólito Taine.
La cu ltu ra de u n a nación y de u n a época está re p resen ta d a por
su teología y p o r su lite ratu ra , p o r sus ciencias y p o r su filosofía.
Dilthey piensa que no es posible escrib ir la h isto ria de uno de esos
estra to s de la c u ltu ra sin to m ar en consideración los re sta n te s. No
o bstante, la filosofía ocupaba en tre ellos u n decisivo lu g ar privile­
giado. La poesía y la religión proporcionaban a la h u m anidad una
guía, pero les faltab a la sólida base de las ciencias positivas. En
cam bio, éstas podían ayudar al hom bre a explicar la naturaleza, pero
no podían indicarle ya el m odo de o rie n ta r su vida o ayudarle a com ­
p re n d er el m undo. Sólo la filosofía podía h acer am bas cosas. Consis­
tía en una com binación de ciencia y W eltanschauung, y la h isto ria
de la filosofía siem pre debía re co n stru ir y exhibir esa im agen doble.
D ilthey h abía caracterizado a las biografías filosóficas com o in­
ten to s iniciales e inm aduros de escrib ir la h isto ria de la filosofía.
N ada so rp ren dente hay en el hecho de que él m ism o hubiese escrito
las «vidas» de S chleierm acher y de Hegel y hubiese defendido vehe­
m entem ente la investigación biográfica. P ara D ilthey la naturaleza
h istó rica del hom bre era su naturaleza m ás elevada, y las biografías
co n stitu ían el m ejor cam ino p ara d em o strar esa concepción an tro ­
pológica. La h isto ria de la filosofía no era un sistem a, com o Hegel
la h ab ía concebido, sino que era un in stru m en to : con su ayuda
p ueden identificarse, localizarse y m edirse transform aciones que an­
tropológicam ente arraig an en visiones del m undo. Al escuchar a Dil­
they h a b la r acerca de la necesidad de re co n stru ir el contexto de un
sistem a filosófico y de reestablecer su desarrollo, no a p a rtir de
libros publicados sino a p a rtir de los m anuscritos originales del
filósofo, se tiene la im presión de que se asem eja a un investigador
de cam po m ás que a un catedrático y filólogo. La h isto ria de la filo­
sofía de Dilthey es una antropología llevada a cabo en el archivo.
L O S COMIENZOS DE HUSSERL

La concepción hegeliana de la h isto ria de la filosofía no sólo


condujo al d e sp e rta r de los enfoques científicos en el terren o de la
filosofía, sino tam bién a la erró n ea com prensión h isto ricista y es­
céptica de ella y, finalm ente, a u n a form a decadente de filosofía:
u n a taxonom ía de W eltanschauungen absolutam ente sin com prom i­
sos. E d m u n d H usserl trazó esa im agen en su p ersisten te p ropósito
de h acer de la filosofía u n a ciencia rigurosa. Su crítica no era en
m odo alguno una cosa sim plem ente personal. A com ienzos del si­
glo XX p red o m in aba en la filosofía u n generalizado sentim iento de
m alestar. Ni del enfoque, extrem adam ente sistem ático, de su h isto ­
ria, p ro p u esto p o r Hegel, ni del apu n talam ien to «antropológico»
hecho p o r Dilthey, h abía derivado orientación válida alguna. Final­
m ente, Jasp ers pareció reem p lazar la filosofía p o r la psicología al
referirse a las d iferentes visiones del m undo que hallaba en la h is­
to ria de la filosofía, a la m an era del p siq u iatra que, incapaz de ofre­
cer a sus pacientes u n a curación, se alegra de ser capaz al m enos de
clasificar sus enferm edades (R ickert, 1920-1921).
No obstan te, H usserl lam en tab a la decadencia del pensam iento
filosófico y la fragm entación de los sistem as filosóficos desde m edia­
dos del siglo XIX. Sencillam ente había dem asiadas escuelas, ram as y
especialidades. Cada tan to se halla aún filósofos, pero nunca sus filo­
sofías. E sta crisis, si bien no era la p rim era de la h isto ria de la
filosofía, condujo a un estado de an a rq u ía sin precedentes, puesto
que tam poco las ciencias positivas se m o strab an seguras en sus
procedim ientos y en sus resultados. Ello favoreció la difundida sen­
sación de que los valores tradicionales de E u ro p a se hab ían vuelto
obsoletos. La causa de esta deplorable situación residía, an te todo,
en el hecho de que el p re m a tu ro in ten to de la filosofía m oderna p o r
volverse m ás científica h ab ía provocado la autonom ía de la filosofía y
su separación tan to de las ciencias n atu rales com o de las hum anas,
sin a d e la n ta r con ello su e sta tu to com o disciplina. No sólo no logró
volverse m ás «científica», sino que adem ás se vio en fren tad a al
ard u o p ro b lem a de d eterm in a r sus relaciones con esos nuevos y
pro m eted o res cam pos del conocim iento. El in ten to de H usserl p o r
d e sa rro llar la filosofía com o u n a ciencia en el sentido estricto del
térm ino, n ad a tiene que ver con la im itación de «las m atem áticas
p u ras y de las ciencias n atu rales exactas, a las que n u n ca dejam os de
a d m ira r com o m odelos de disciplinas científicas rigurosas y alta­
m ente exitosas» (H usserl, 1970): 3-4). H abía que rechazar la idea
de u n a filosofía n a tu ra lista defendida p o r «fanáticos experim enta-
listas» y, ju n to con ella, la introspección de los h istoricistas. H usserl
in ten tó filosofar sin supuestos; el suyo fue el ideal de u n a filosofía
sin presupuestos. La filosofía sólo puede re cu p erar su créd ito cons­
tituyéndose com o «ciencia de los verdaderos com ienzos, de los orí­
genes».
La filosofía com o ciencia rigurosa sólo puede d esarro llarse com o
una fenom enología trascendental, m ediante un enérgico m ovim iento
de separación respecto de la opinión de filósofos del pasado y del
presente, y o rientado hacia las cosas m ism as. Pero si b ien la oposi­
ción de la fenom enología trascen d en tal a las consideraciones histó ­
ricas (R icoeur) se puso de m anifiesto desde el com ienzo m ism o, H us­
serl no descuidó en teram en te la h isto ria de la filosofía. Las refle­
xiones histó ricas de Crisis, p o r ejem plo, no fueron decididas sim ple­
m ente «a los efectos de una p resentación que im presionase (H us­
serl, 1970: xxix, Intro d u cció n del T raductor); no eran u n aspecto
accidental de su m étodo. P or o tra p arte, es obvio que H usserl en
m uchos lugares —en secciones históricas de su trab a jo tem prano y
program ático «La filosofía como ciencia estricta» (1910-1911), en la
extensa sección in tro d u cto ria titu lad a «H istoria crítica de las ideas»
con que ab ría sus lecciones de filosofía p rim era (1923-1924) y en la
p ro p ia Crisis (1938), y tam bién en los desarrollos históricos de m u­
chas de sus lecciones— intentó ante todo m o stra r que «los prim eros
filósofos no eran capaces de resolver los problem as que él hubiera
procedido a resolver m ediante la fenom enología» (1970: xxviii). H us­
serl echa u n a m irad a retrospectiva a las filosofías del pasado sólo p ara
asegurarse de esas deficiencias; p asa las páginas de un vasto errorum
index que constituye la h isto ria de la filosofía p ara p re p a ra r un
libro m ejor, dirigiendo su m irada a la h isto ria de la filosofía com o
p rep aració n m ental, com o una m otivación esp iritu al p a ra h allar la
única y sola v erd ad era filosofía: la fenom enología.
Cuando E d m und H usserl fue invitado p o r el In stitu í d ’E tudes
germ aniques y p o r la Société F ran^aise de Philosophie p a ra d ar
c u a tro lecciones con el carácter de una «Introducción a la fenom e­
nología trascendental», en febrero de 1929, habló en el A nphithéátre
D escartes de la Sorbona. Difícilm ente podía haberse hallado u n lu­
g ar m ás apto p a ra la p rim era presentación de lo que m ás tarde, en
la versión publicada, llam ó M editaciones Cartesianas. Cuando, al final
de esa obra, H usserl había desarrollado su idea central de una
epokhé fenom enológica, se pudo ad v e rtir con claridad h asta qué
pu n to h ab ía repetido y variado el tem a cartesiano, y que, lo m ism o
que D escartes, había in ten tad o igualm ente zafarse de todas las opi­
niones precedentes y em p ren d er un nuevo comienzo, «com m encer
to u t de nouveau dans les fondem ents».
H usserl vio a D escartes y se vio a sí m ism o com o «filósofos inci­
pientes» (anfangende P hilosophen). Al escrib ir acerca de D escartes
m anifestó u n a afinidad selectiva p o r las obras de ese filósofo, acaso
la ú n ica afinidad de esa índole que puede h allarse en sus reflexio­
nes. La filosofía, decía H usserl, fue siem pre una cuestión m ás bien
personal, y si bien las M editaciones no eran sólo docum ento del filo­
sofar de D escartes, eran aún u n m odelo p a ra todo nuevo com ienzo
de la filosofía. Sólo en su perju icio las ciencias positivas no to m a­
ron dem asiado conocim iento de las M editaciones, y H usserl em pren­
dió incluso u n a especie de reconstrucción con trafáctica de la h isto ria
de la filosofía europea preguntándose qué p o d ría h ab e r o cu rrid o si
no se h u b iera inhibido el crecim iento y el desarrollo del germ en de
la filosofía de D escartes.
P or supuesto, H usserl no continuó a p a rtir del punto en que Des­
cartes h ab ía dejado. D escartes pertenecía a aquellos que h acen un
d escubrim iento —el del ego cogito en su caso— pero desconocen lo
que h an descubierto. Las M editaciones cartesianas de H usserl se
dirigen a las deficiencias de D escartes tan to com o a las fallas de las
ciencias positivas. La fenom enología es el grandioso —quizá dem a­
siado grandioso— in ten to de cum plir u n a prom esa y co rreg ir un
erro r.
La ep o kh é fenom enológica es tam bién una epokhé histórica, aun
cuando H u sserl llegue a evocar las circunstancias h istó ricas en las
que D escartes escribió sus obras, a fin de ju stificar su propio in ten to
de su scitar u n renacim iento de las M editaciones, p reguntándose si el
in fo rtu n ad o p resen te que él vive no corresponde acaso al m iserable
pasado que provocó la filosofía de D escartes. S in em barggo, al refe­
rirse a D escartes, H usserl no se propone volver a un sistem a filosófi­
co del pasado. E stá in teresad o en la reconstitución de la idea m ism a
de filosofía, no en la reconstrucción del contexto cu ltu ral o del desa­
rro llo h istó rico de u n a filosofía determ inada. E n la h isto ria de la
filosofía se alm acenan ideas y proposiciones, y nosotros podem os
em plearlas p a ra n u estro s propósitos, sin p reo cuparnos dem asiado p o r
si p roceden de K ant o de S anto Tom ás, de D arw in o de A ristóteles,
de H elm holtz o de P aracelso. D ebiéram os e sta r m enos interesados
en D escartes que en los m otivos filosóficos de sus M editaciones, las
cuales son etern am en te válidas (E w igkeitsbedeutung). Cuando, al
final de sus com ienzos, H usserl cita a San Agustín —«Noli joras iré,
in te redi, in interiore hom ine habitat verita s»— el lecto r no puede
m enos que re co rd a r a D escartes, quien ya trescientos años antes
h ab ía reclam ado al filósofo que perm aneciera en casa, que m ira ra
d en tro de sí m ism o y nunca m ás v iajara de regreso a la h isto ria de
la filosofía.

III. Una historia de orden m edio

Deseo ah o ra p re se n ta r u n a altern ativ a a la noción de la h isto ria de


la filosofía p re sen tad a h a sta aquí. A fortunadam ente, esa altern ativ a
puede ser h allad a en los escritos de los m edios filósofos que ya he
m encionado. H e de ce n trarm e en la contribución de Hegel.
Antes de h a b la r de la h isto ria de la filosofía com o u n sistem a
de desarrollo en la Idea, cuya revelación h a constituido la m eta del
esp íritu a lo largo de la historia, y, finalm ente, com o v erd ad era teodi­
cea, Hegel desecha «las ideas corrientes» acerca de la h isto ria de la
filosofía. Al leer con diligencia los Anuales y b u rlarn o s de las inge­
n u as h isto riografías de antaño, no podem os sino h acer u n a señal de
asentim iento cuando Hegel declara que u n a m era colección de hechos
no constituye ciencia, y que «la n arrac ió n de algunas opiniones filo­
sóficas tal com o surgieron y se m anifestaron en el tiem po es árid a y
desprovista de interés».
En el repaso de diferentes géneros de la h isto ria de la filosofía,
em pero, el rechazo y el elogio no son las únicas form as de la valo­
ración de Hegel. E stá asim ism o la indiferencia. Lo que sugiero, pues,
es m odificar la tría d a hegeliana: d ar p o r sentado lo que él rechaza,
rechazar lo que él elogia, elogiar lo que le es indiferente:

La filosofía tiene una historia de sus orígenes, su difusión, su


madurez, su decadencia, su resurrección; una historia de quienes
la enseñaron, la promovieron y de quienes se opusieron a ella;
a menudo, también de su relación externa con la religión y, ocasio­
nalmente, con el Estado. Este aspecto de su historia da lugar, ade­
más, a cuestiones interesantes (Hegel, 1974: I, 9).

D eslindados de la histo ria de su «contenido interno», estos as­


pectos perten ecen a la «historia externa» de la filosofía. Aunque
Hegel dijo m ás cosas acerca de esta especie de h istoria, y da la im­
presión de que p o d ría volver a ella una vez escrita la h isto ria in tern a
de la filosofía, es indudable que esas «cuestiones interesantes» tu ­
vieron p a ra él sólo im p o rtan cia secundaria.
Si tenem os p resen te que Hegel concedió a la h isto ria externa
de la filosofía u n a cierta im portancia, aunque m enor, se hace po­
sible leer sus afirm aciones p rogram áticas en dos niveles diferentes.
El que la filosofía pertenezca a su propio tiem po y esté restrin g id a
sólo p o r sus propias lim itaciones, puede ser in terp retad o , com o hace
Hegel regularm ente, en la perspectiva de su filosofía de la historia:
cada filosofía es vista entonces como la m anifestación de un estadio
p a rtic u la r de la historia, com o u n eslabón en la cadena global del
d esarrollo espiritual. Pero cuando Hegel advierte, p o r ejem plo, que
«no debiéram os... convertir una antigua filosofía en algo m uy distin­
to de lo que fue originariam ente» y previene acerca de «no in tro ­
d u cir m aterial extraño» en la presentación de ideas filosóficas, in­
ten tab a an te todo p re serv ar el contexto de u n a filosofía específica:

La forma particular de una filosofía es, pues, contemporánea


de una constitución particular de los hombres entre los cuales hace
su aparición, con sus instituciones y formas de gobierno, con su
moralidad, su vida social y las capacidades, las costumbres y las
utilidades de ellas; así ocurre con sus intentos y sus logros en el
arte y en la ciencia, con sus religiones, sus guerras y sus relaciones
exteriores; también con la decadencia de los Estados en los que
ese principio y esa forma particular han mantenido su supremacía,
y con la originación y el desarrollo de nuevos Estados en los que
encuentra su manifestación y su desarrollo un principio más ele­
vado (Hegel, 1974: I, 53).
Una vez dirigida n u e stra atención a esas «cuestiones in tere sa n ­
tes», las hallam os en m om entos y en lugares en los que difícilm ente
hubiésem os esperado hallarlos alguna vez. Así, p a ra d ar u n solo
ejem plo, E d m und H usserl, al lanzarse tras la h isto ria de la idea
m ism a de filosofía, y sosteniendo su coherencia en v irtu d de una
«oculta un id ad de in terio rid ad intencional» («verborgene E in h eit
intentionaler Innerlichkeit»), de rep en te se detiene y com ienza a p re ­
g u n tarse si la concepción —en teram en te erró n ea en su opinión— de
que la psicología experim ental deba convertirse en la base de la filoso­
fía, no tiene acaso m ucho que v er con el deplorable hecho de que las
ciencias n atu ra les de su tiem po están alojadas en los d ep artam en to s
de filosofía y que en ellos la m ayoría de los científicos regularm ente
n o m b ran a psicólogos en las cáted ras de filosofía (H usserl, 1910“
1911: 321).
No sé qué contribuciones a la h isto ria de la filosofía que se con­
ce n tra en las «cuestiones interesantes» de Hegel existen ya. Lo que
sé, em pero, es que pueden hallarse im p o rtan tes fragm entos de ella
en las filosofías del pasado, pocas veces en lugares prom inentes, la
m ayoría de las veces ocultas p o r ahí, en n o tas al pie y en epílogos,
en obras m enores y en piezas ocasionales, ap aren tem en te espúrias,
p ero in q u ietan tem en te presentes. Comienza a em erger u n a nueva his­
to ria de la filosofía cuando —p ara no m encionar sino dos de las
«viejas» m etáfo ras— raíces y nacim ientos son m enos im p o rtan tes que
ram as y b autism os. No hallándose aún en posesión de resp u estas
com pletas y en busca todavía de «cuestiones interesantes», ésa será
u n a h isto ria de o rd en m edio, p a ra to m ar en préstam o u n a noción
de R o b ert M erton. Se situ a rá en algún pu n to en tre los sistem as an tro ­
pológicos de D ilthey y sus procedim ientos filológicos. No será tan
sag rad a com o la teodicea de Hegel ni tan superficial com o sus «ideas
corrientes», sino m ás bien ta n re alista y secular com o su h isto ria
externa.

IV. La historia de la filosofía en contexto disciplinario

No todos los filósofos viajan, pero casi todos ellos son arq u ite c­
tos, com o D escartes, que co m paraba la evolución de la filosofía con
el desarro llo de u n poblado antiguo. Pequeño villorrio al com ienzo,
se convirtió en u n a gran ciudad al final, aunque m al planificada, con
«un gran edificio aquí, uno pequeño allá» y con calles que eran to r­
cidas y d esp arejas. D escartes, proyectando sobre esa ciudad una
m irada estética, decidió co n stru ir u n a m ejor, «concebida y realizada
p o r u n solo arquitecto», ordenada p o r él, ingeniero filosófico, «en
com pleto acuerdo con su im aginación». P redom ina en la h isto ria
de la filosofía un deseo de pureza arquitectónica y el gozo de la pla­
nificación. Así, sugiere D escartes —puesto que no es posible recons­
tru ir enteram en te toda la ciudad— «considerar cada uno de [su s]
edificios p o r sí m ismo». K ant, casi con las m ism as p alabras, define
la ciencia com o un sistem a por sí m ism o que «arquitectónicam ente»
debe ser tra ta d o com o «un todo que existe de por sí... un edificio
separado e independiente, ... y no com o u n a dependencia o como
u na p arte de otro» (Crítica del Juicio, § 68). Finalm ente, Hegel, con
el fin de no con fundir el tratam ien to de la historia de la filosofía, se
expresa en favor de su separación de o tro s dep artam en to s del co­
nocim iento relacionados con ella.
Una pureza de esa índole —aunque tam poco en este pu n to estoy
seguro— puede ser ú til p a ra la epistem ología, pero tiene ciertam en­
te sus peligros p a ra la investigación h istó rica en general y en especial
p a ra lo que a p a rtir de ahora denom inaré «la h isto ria de las disci­
plinas».
P ara m o stra r lo que entiendo p o r ese género debo volver a los
escritos de m is filósofos y ser ¡ay! o tra vez rebelde a sus preceptos.
E n realidad pro pendo a p en sa r que p ara u n h isto riad o r las ciudades
viejas y m ad u ras que a D escartes no le agradan, son un lugar m u­
cho m ás apto p a ra vivir que los «distritos regulares» que él p rom ete
trazar, y que u n a m irad a a «[la] h isto ria de las o tras ciencias, de la
c u ltu ra y, an te todo, a la h isto ria del a rte y de la religión» podría
—pace Hegel— en riquecer la h isto ria de la filosofía. En su «Ana­
lítica del juicio teleológico» K ant distingue en tre los principia do­
m estica —los principios de u n a ciencia inherente a ella m ism a— y los
principios extraños, principia peregrina, que descansan en «concep­
ciones que sólo pueden ser confirm adas fuera de esa ciencia». K ant
dice que esas ciencias se basan en lem m ata, proposiciones auxiliares
que ellas «tom an en préstam o de o tra ciencia». N uevam ente, ésta po­
d ría ser u n a distinción ú til a los fines de la epistem ología o, en su
caso, p a ra los de la m etafísica, pero tales distinciones no encierran
ninguna utilid ad a los fines históricos, a no ser que los pongam os
en m ovim iento. Si atendem os a sus com ienzos y a sus desarrollos,
h allarem os que no hay ciencias de principios extraños y dom ésticos,
que no se tra ta de principia dom estica o peregrina, sino siem pre de
procesos de dom esticación y de peregrinación que constantem ente
cam bian de dirección y de m archa. La h isto ria de disciplinas es un
in ten to p o r describir y p o r com prender ese m ovim iento: no a tra ­
vés de u n a búsq ueda de lo arquitectónico de la razón pura, «la doc­
trin a de lo científico de n u estro conocim iento» (Crítica de la razón
pura, B 861), sino m ediante ejem plos de u n a arq u ite c tu ra h istó rica
que nos diga de qué m odo algo puede llegar a contem plarse com o
científico.
P ara em p lear fórm ulas de Q uentin Skinner: la h isto ria de disci­
plinas p ro c u ra re c u p e ra r intenciones, re c o n stru ir convenciones y res­
titu ir contextos. Se inicia con la observación, m ás bien trivial, de
que los am bientes cognoscitivos, h istóricos e institucionales de las
disciplinas están co nstituidos an te todo p o r o tras disciplinas, y que
debido a u n a «econom ía de recursos» (A bram s) cada disciplina que
se propone artic u la r, sistem atizar o institucio nalizar o profesiona­
lizar u n co n ju n to de ideas y de prácticas, p ro cu ra tam bién d istin g u ir­
se de o tras disciplinas existentes. P or lo com ún, im itará a algunas
pocas y critica rá a m uchas. E ste es uno de los presupuestos elem en­
tales p a ra lo g rar el reconocim iento de los pares académ icos y el
apoyo del público m ás am plio.
No es posible a trib u ir id en tid ad disciplinaria de u n a vez y p a ra
siem pre apelando al «significado últim o» de u n a ciencia. Se la ad ­
quiere, se la pone en tela de juicio, se la m antiene y se la m odifica,
en circu n stan cias históricas y cu ltu ra le s específicas. Una disciplina
afirm a u n a identidad cognoscitiva, la unicidad y la coherencia de
«sus orientaciones intelectuales, sus esquem as conceptuales, sus p a­
radigm as, sus p ro b lem áticas y sus h erram ien tas de investigación».
A la vez, debe h allar una identidad social «bajo la form a de sus
ord en am ien to s in stitucionales superiores» (M erton, 1979). F inalm ente
debe ad q u irirse u n a identidad histórica, la reconstitución de un p a­
sado disciplinario al cual en principio todos los m iem bros de u n a
com unidad científica estarán de acuerdo en pertenecer. La p ru eb a de
id en tid ad cognoscitiva cum ple el papel de un p ro g ram a teórico p ri­
m ariam en te distinguiéndola de disciplinas establecidas o rivales. Al­
canza la id en tid ad social p o r m edio de la estabilidad institucional, la
cual la to rn a m ás a p ta p a ra sobrevivir a la p erm an en te lucha aca­
dém ica. La afirm ación de u n a id en tid ad h istó rica la distingue de sus
com petidoras, p ero al m ism o tiem po im pide la diferenciación p re ­
m a tu ra de la disciplina. Yo su b ray aría especialm ente que el proceso
de institucionalización im plica actos de rechazo: las disciplinas ad ­
q u ieren su id en tid ad no sólo m ediante afirm aciones sino tam bién
m ediante negaciones. No sólo deben d ec la rar a quién desean seguir
sino tam b ién a quién desean abandonar. P ara esas estrategias de in­
serción y de elusión, la reputación de la disciplina es de sum a im ­
p o rtan cia: h ab itu alm en te la id en tid ad cognoscitiva, la identidad so­
cial y la id en tid ad h istó rica se form an según el m odelo de alguna
disciplina de m ucho prestigio, m ien tras que las afirm aciones de un i­
cid ad o de im itación de los rangos m ás b ajo s queda com o la excep­
ción de la regla. E n los tres niveles de form ación de id en tid ad pue­
den o b servarse procesos de selección, rechazo, alm acenam iento y
de recu p eració n de orientaciones alternativas.
E sta p erspectiva cobró im p o rtan cia en los últim os años, no sólo
en la h isto ria de las ciencias hum anas y de las ciencias sociales, sino
asim ism o en la h isto ria de las ciencias natu rales (G raham , Lepenies
y W eingart, 1983). E n ese ám bito se increm enta la opinión de que
en el lab o rato rio puede h ab e r m enos racionalidad, y en el inform e
de investigación m ás razonam iento, de lo que h asta ah o ra se había
supuesto. E n o tro lugar he re cu rrid o a esta perspectiva p a ra anali­
zar las relaciones, tan to históricas com o actuales, que existen entre
las disciplinas académ icas, y he in ten tad o explicar p o r qué esta
perspectiva, en m i opinión, h a com enzado a poner en tela de juicio
algunas de las concepciones m ás tradicionales de la h isto ria de la
ciencia que he m encionado al com ienzo del presente trab a jo . E n una
ob ra algo volum inosa acerca de h isto ria de la sociología (Lepenies,
1981) he p ro cu rad o re u n ir contribuciones que 1) discuten las rela­
ciones en tre la construcción de teorías en sociología y la h isto rio ­
grafía del cam po, 2) sientan la im p o rtan cia de narraciones, biografías
y autobiografías p a ra la adquisición de la identidad h istó rica de la
sociología, 3) ponen en relación grupos de teorías, escuelas y proce­
sos de institucionalización, 4) form ulan la distinción en tre la h isto ria
de la sociología propiam ente dicha y la h isto ria de la investigación
social em pírica com o diferencia en tre u n a h isto ria de discontinuida­
des y u n a h isto ria de continuidad, 5) buscan el origen de las rela­
ciones y los conflictos interdisciplinarios, 6) identifican las tradicio­
nes sociológicas nacionales, y 7) persiguen los cam biantes contactos
en tre algunas de ellas.
Si se m e p id iera un ejem plo de esa h isto ria de las ciencias, m en­
cionaría la obra de Georges Canguilhem , cuyo estudio de la com pli­
cada relación en tre las disciplinas y las ciencias de la vida en el si­
glo x v i i i qu ed ará com o un m odelo de precisión y com prensión (Can­
guilhem , 1950).
H usserl sugirió o rd e n ar el m undo social y sus alter egos «en aso­
ciados (U m w elt), contem poráneos (M itw elt), predecesores (Vor-
w elt) y sucesores (Folgew elt)». A tendiendo al m undo social de las
disciplinas, se puede distinguir la h isto ria tradicional de la ciencia,
com o h isto ria de los predecesores y los sucesores, de la h isto ria de
disciplinas aquí propuesta, com o h isto ria de asociados y contem po­
ráneos. Son ah o ra m enos im p o rtan tes las secuencias de influencia
que u n a re d de relaciones interdisciplinarias, y la p re h isto ria del
p resen te no llam a tan to la atención como los géneros em ergentes
y las etnografías disciplinarias del pasado (Geertz, 1983).

V. Un prim er ejem plo: W u n t y sus revistas

Me pregunto si tal perspectiva de una h isto ria de las disciplinas


no p o d ría desem peñar en la h isto ria de la filosofía un papel u n poco
m ás im p o rtan te que el que ha desem peñado h a sta ahora. La sucesión
de las ideas, las opiniones, los sistem as y las d o ctrinas filosóficas con­
tin u arían teniendo el principal interés, pero ni se la expondría inge­
nuam ente com o una sim ple n arración, ni se la juzgaría de u n a vez
p ara siem pre desde u n punto de vista filosófico superior. Se la re ­
flejaría, en cam bio, en la ram ificación de las especialidades filosófi­
cas, en el traslad o y en los intercam bios de los centros y las periferias
filosóficas, en la form ación de diferentes actitu d es nacionales en
la filosofía y fren te a ella, y, p o r últim o —pero no p o r ello m enos
im p o rtan te— en la m igración del pensam iento filosófico a otros cam ­
pos del conocim iento y a o tras disciplinas académ icas, y en el alm a­
cenam iento y la tran sfo rm ació n que allí experim entan.
El m otivo del lam ento de Hegel —de que «no se le deja lím i­
te... a la filosofía»— debiera convertirse en u n a razón de peso
p a ra que se renovase el in terés p o r su historia. La h isto ria de u n a
disciplina cu alq u iera debe escribirse forzosam ente en relación con
otras; p o r ejem plo, en relación con las disciplinas que aquella de la
cual se tra ta , id o latra, im ita com o m odelos, acep ta como aliadas,
tolera com o vecinas, rechaza com o rivales o desdeña com o inferio­
res. Ello es igualm ente cierto a propósito de la filosofía. D espués de
todo, ¿no es la h isto ria de la filosofía occidental al relato de su des­
falleciente dom inación de disciplinas, p rim ero de las ciencias n a tu ­
rales y, después, poco tiem po m ás tard e, de las ciencias hum anas y
sociales? ¿No es una h isto ria de segregaciones vacilantes y exitosas
y de fallidos acercam ientos, de tard ío s intentos p o r re s ta u ra r la un i­
dad e n tre la filosofía y su infiel descendencia, de los cuales la Crisis
de H usserl, su defensa de una filosofía com o ciencia estricta, es aca­
so el ejem plo m ás grandioso? Antes que p ro p u g n a r la p resentación de
p an o ram as tan vastos, sin em bargo, quisiera ve¡r esbozos que p re­
senten a la filosofía en un contexto disciplinario m ás pequeño, u n a
serie de im ágenes estáticas que, p resen tad as u n a tra s otra, ad q u ieran
el ca rác te r de un filme y revelen, no exactam ente objetos, sino sus
cam biantes relaciones, su aparición y su desaparición en u n m arco
de referen cia estable.
S olam ente puedo o frecer unos pocos ejem plos, de ca rác te r m ás
bien lim itado, de la h isto ria de la filosofía en u n contexto discipli­
nario. E n su m ayoría son ejem plos de lo que debería o p o d ría h a­
cerse, no de lo que ya se h a hecho. Casi todos ellos se restrin g en
a las ciencias h u m an as y a las ciencias sociales.
Una h isto ria de la filosofía en u n contexto disciplinario debiera
cen trarse, p o r cierto, en dos procesos: en la diferenciación de enfo­
ques, ram as y especialidades en la filosofía, y, asim ism o, en la sepa­
ración de cam pos de conocim iento de la filosofía. Tengo la im presión
de que am bos procesos h an sido en realid ad m inuciosam ente des­
crito s y aun in terp re tad o s, si bien a m enudo en form a discutible.
No se h a probado, em pero, p o n er esos procesos en relación en tre sí.
La separación de la psicología resp ecto de la filosofía —si ello en
efecto alguna vez se produjo— es quizás el caso m ejo r docum entado
h asta ah o ra (W oodw ard y Ash, 1982). E sa separación alcanzó su clí­
m ax con el ataq u e de H usserl al psicologism o com o in ten to m ás
osado p o r « considerar a la razón com o dependiente... de algo de
carácter no racional» (Wild, 1940: 20), ataque que al m ism o tiem po
alim entó la esperanza de los fenom enólogos de que eventualm ente la
psicología p u d iera convertirse en el fundam ento de todas las o tras
disciplinas u n a vez que se la hubiese radicalizado lo suficiente para
alcanzar dim ensión filosófica (G urw itsch, 1966: 68).
A fin de m o s tra r h asta qué pu n to esos procesos de separación y
de reconciliación pueden ser com plejos y sorprendentes en sus deta­
lles, he de p re se n ta r u n solo ejem plo. Se refiere al «origen» de la
psicología experim ental, norm alm ente asociado con la «fundación»,
en 1875, del lab o rato rio de W undt en Leipzig. E n 1883 W undt lanzó
u na nueva rev ista p a ra prom over sus ideas en m ateria de psicolo­
gía. El p rim e r núm ero incluía artículos acerca de inducción y apercep­
ción, cartas de colores, la lógica de la quím ica, el libre arb itrio , la
noción de sustancia en Locke y en H um e y la m edición de olores
y de sonidos. E ra u n a revista que prom ovía la psicología experi­
m ental, y sólo podía llevar u n título: Philosophische Studien. Un
año m ás tarde, al final del p rim e r volum en, W undt declaraba que
con toda deliberación había om itido cualquier afirm ación progra­
m ática en el p rim er núm ero de la revista. Los propios artículos de­
b ían d em o strar lo que el lector podía e sp e rar h allar en la nueva
revista. De todos m odos, señalaba W undt con bu rla, han form ulado
objeciones c o n tra el título de la revista aquellos filósofos que, ansio­
sos p o r leer artículos acerca de «problem as trascen d en tes e inm a­
nentes», la «noción de Ser» y los « E rro res tipográficos en las obras
de K ant» hallados m ás recientem ente —todos los títulos de artículos
im aginarios son de W undt, no m íos— se h an visto defraudados y
desalentados. Los filósofos especulativos y los literato s filósofos se
aterro rizab an al ad v e rtir quién estaba p o r integrarse en su alta
sociedad («Seit w ann hat m an gehórt, dass diese und ahnliche Dinge
es wagen, die gute G esellschaft der Philosophie ungem ütlich zu ma­
chen?»), y d eclaraban que no eran capaces de com prender lo que
o cu rría en la psicología, pero de todos m odos les desagradaba. De
h a b e r sabido de antem ano de esas quejas, concluía W undt con cierta
terq u ed ad , h ab ría cam biado el títu lo p o r el de Philosophische Studien,
aun cuando originariam ente hubiese pensado en otro.
Sólo p ara una visión retrospectiva, al parecer, el título de la
nueva rev ista de W undt suena polém ico, algo así com o u n nom de
guerre, m ediante el cual la reciente establecida psicología experi­
m en tal p retendía ser p arte legítim a de la filosofía, capaz de influir
en o tro s cam pos filosóficos com o la epistem ología, y de d em o strar
de m an era bien visible que la cuestión de qué era lo que debía ser
considerado com o verdadero problem a filosófico estaba lejos de es­
ta r decidida. La psicología experim ental se asem ejaba a u n eclecti­
cism o filosófico in vivo.
V einte años m ás tard e apareció el últim o núm ero de los Philoso-
phische S tu d ien . Con los dos volúm enes del F estschrift dedicado a
W undt se h ab ían publicado en to tal veinte volúm enes. W undt ap o r­
tab a un epílogo (S chlussw ort) en el que nostálgicam ente volvía la
m irad a a los heroicos com ienzos de la psicología experim ental, cuan­
do el In s titu to de Leipzig no era n ad a m ás que u n a m odesta em ­
p re sa privada. Al co n sid erar u n a vez m ás el problem a del títu lo de
la revista, W undt d eclaraba entonces ab iertam en te que h ab ía sido
u n títu lo delib erad am ente polém ico, «ein K am pfestitel». Sin em bargo
—y esto W undt no lo h abía dicho antes— el títu lo estaba dirigido
no sólo a los filósofos que se hab ían rehusado a realizar los necesa­
rios cursos in tro d u cto rio s a la psicología, sino tam bién c o n tra los
científicos n atu rales, especialm ente los fisiólogos que despreciaban
com o acientífico cu an to se relacionaba, siquiera rem otam ente, con la
filosofía.
A com ienzos del siglo xx W undt se veía a sí m ism o y a su psi­
cología en u n a posición m ás bien incóm oda. E n las ciencias n atu ra les
la N aturphilosophie especulativa, la filosofía n a tu ra l del siglo xix
que veinte años antes parecía com pletam ente obsoleta, surgía nueva­
m ente y h acía que la concepción epistem ológica, cautelosa y m ás
bien m oderada, de W undt y sus seguidores, ap areciera com o una
filosofía reaccionaria. P or el o tro lado, los llam ados «filósofos p u ­
ros», que rechazaban todo m étodo científico, y en especial el de la
psicología experim ental, h ab ían arrib ad o a la conclusión de que era
m ás o m enos tiem po de expulsar definitivam ente a la psicología de
la filosofía. W undt, sin em bargo, reafirm aba su convicción de que
las ciencias finalm ente re n u n ciarían a todos los sueños especulativos,
y que los filósofos caerían en la cuenta de la futilid ad de sus in ten ­
tos p o r pro m o v er u n a psicología que era ta n acientífica com o podía
serlo. W undt se ap resu rab a a a ñ a d ir que no debía co nsiderarse el
hecho de concluir con los Philosophische S tu d ien en ese m om ento
com o u na expresión de resignación. A p esa r de su título, la rev ista
había sido de alcances m arcadam ente locales en m uchos aspectos,
siendo prin cip alm en te u n órgano del propio in stitu to de W undt en
Leipzig y de su psicología. A hora se h ab ía fundado u n a publicación
con u na orien tació n m ás universal, el Arcfiiv fü r die gesam te Psy-
chologie —cuyo d irec to r era E. M eum ann, de Z urich—, la cual con­
tin u a ría con lo que W undt y su revista h ab ían iniciado veinte años
antes.
E n esas p alab ras finales, escritas en feb rero de 1903, W undt decía
hab erse p reg u n tad o ya si finalm ente h ab ía llegado el m om ento de
re n u n ciar al viejo n om bre de la revista y elegir otro, que eludiera
tan to la E scila científica del reduccionism o psicológico com o la
C aribdis filosófica de la N aturphilosophie especulativa, a saber: Psy-
chologische Stuáien. Parecía, no ob stan te, que esta reflexión, después
de h ab e r fu ndado el Archiv, e ra sólo u n a cura posterior.
Tres años m ás tard e aparecía u n a nueva revista de psicología. El
d irecto r era W ilhelm W undt. Su títu lo era Psychologische Studien.
En sus p alab ras de ap e rtu ra , escritas en diciem bre de 1904, W undt no
pudo m enos que referirse a la despedida que había escrito cuando
la in terru p ció n de los Philosophische Studien. No era necesario ju s­
tificar nuevam ente el cam bio de nom bre, pues las razones que p a ra
ello h ab ía dado dos años antes subsistían y eran aún válidas. Lo que
era necesario ju stificar era la p ro p ia aparición de la revista. Los
m otivos fueron repentinam ente obvios, aun cuando W undt no hu­
b iera sido capaz de anticiparlos poco tiem po antes. El A rchiv había
sido fundado p a ra realzar la diversidad de los enfoques psicológicos
y prop o rcio narles u n lugar «neutral» de publicación. No obstante, por
entonces se hab ían desarrollado ta n ta s psicologías diferentes y di­
versas que se volvía cada vez m ás ard u o identificar e n tre ellas el
enfoque peculiar de W undt. Los Philosophische S tu d ien hab ían con­
sistido fund am entalm ente en tra b a jo s realizados en el In stitu to de
Leipzig. Los Psy cholo gische Stu d ien estaría n reservados estrictam en ­
te a ellos. O tra razón —acaso m ás im p o rtan te— de la publicación
de la an tigua revista b ajo un nuevo título, era que en el Archiv los
problem as de psicología aplicada se hab ían vuelto tan im p o rtan tes
com o los problem as de psicología teórica.
W undt p ro c u rab a p re serv ar un lugar en el que se p u d iera ejercer
«el in terés pu ram en te teórico» de la psicología. M ientras que antes
el título «Philosophische Studien» declaraba que la psicología era
u n a p a rte legítim a de la filosofía, el títu lo «Psychologische Studien»
expresaba ahora la esperanza de que las orientaciones filosóficas no
d esap arecieran definitivam ente de la psicología.
He esbozado esta h isto ria —la del propio W undt— con el objeto
de m o stra r cuán com plicada ha sido la h isto ria de la llam ada sepa­
ración de la psicología de la filosofía. E sa h isto ria tiene m uchas
facetas que no puedo d iscu tir aquí. Dos aspectos debieran em pero
m encionarse. E n p rim er lugar, los procesos de especialización no in­
volucran n ecesariam ente el estrecham iento de los enfoques y de las
perspectivas. Vistos en u n contexto m ás am plio, interdisciplinario,
pueden, com o o cu rre en el caso de W undt y sus revistas, expresar el
deseo co n trario . Pueden p reserv ar la universalidad de u n program a
teórico tem prano. E n segundo lugar, advertim os nuevam ente lo im ­
p o rta n te que sigue siendo p a ra la h isto ria de las disciplinas la cues­
tió n «¿Qué hay en un nom bre?» (Stocking, 1971). No encierran m u­
cho significado los nom bres de los dogm as y de las especialidades
—o los nom bres de las revistas en este caso— y, com o ya lo supo
L am ennais, toda vez que las doctrinas se hallan en peligro, siem pre
se dispone de p alab ras que puedan reem plazarlos rápidam ente.
VI. O tros ejem plos: sociólogos en su país y en el extranjero

V aldría la pena re in te rp re ta r el papel de la filosofía en el con­


texto de nuevas disciplinas en tran c e de aparición, en p a rtic u la r en
el siglo xix, com o el de disciplina de referencia que incide en la
selección de p rogram as teóricos, m étodos, ordenam ientos in stitu ­
cionales y orientaciones h istó ricas de o tro s cam pos del conocim iento
y de o tras especialidades. (Mi propio punto de referencia es aquí la
form ulación hecha p o r R obert K. M erton del grupo de teo rías de
referencia.)
E n n inguna p arte, m e parece, cum plió la filosofía o, al m enos,
una p a rte sustancial de ella, su función de referencia con m ayor
facilidad que en la vida intelectual alem ana del siglo XIX. E n una
época de creciente desdén p o r la filosofía en general, el neokantism o
se tran sfo rm ó en á rb itro adm itido de la violenta com petencia de las
disciplinas académ icas. No sólo se clasificaba a éstas y se definían
sus relaciones m u tu as en u n nivel zwíerdisciplinario, sino que se
in terp re tab an en el nivel m írad iscip lin ario los m arcos epistem ológi­
cos de las actividades de investigación, y se evaluaban tan to las
altern ativ as teóricas com o las m etodológicas. P or largo tiem po la
im agen p ú b lica de las ciencias n atu rales y de las G eistesw issenschaf­
ten no fue m odelada tan to p o r las experiencias de la vida de labo­
ra to rio o p o r la com plejidad de la in terp re tació n de un texto, cuanto
p o r afirm aciones de filósofos que sostenían h ab e r resuelto lo que los
idiógrafos o los n o m otetas debían hacer. C uando, con el paso al nuevo
siglo, K arl L am precht y K u rt Breysig pusieron en tela de juicio la
orien tació n tradicional de la histo rio g rafía alem ana difundiendo su
m étodo, p reten d id am en te científico, de la h isto ria cultural, fracasa­
ron debido a m uchas y com plejas razones, pero ante todo porque
no ad v irtiero n cuán segura se sentía su disciplina con su paradigm a
idiográfico, y cuán poco dispuesta estaba a arriesg ar u n a com odidad
epistem ológica de la que se les había provisto desde afuera. El deba­
te acerca de las dos cu ltu ra s revela h asta qué punto las distinciones
d ifundidas p o r los neokantianos estab an aún vivas. No puede d ejar
de pen sarse, en este sentido, en la filosofía no sólo com o á rb itro e
in térp re te, sino al m ism o tiem po com o u n tertius gaudens, capaz de
p ro lo n g ar el conflicto y aun de intensificarlo y sacar provecho de él
p reten d ien d o resolverlo de u n a vez y p a ra siem pre.

A n t r o p o l o g ía f i l o s ó f i c a y la s o c i o l o g í a del c o n o c im ie n t o

La visión estática de las especialidades com o sim ples piezas de


disciplinas establecidas se modifica en cierto m odo si se re cu rre
al m arco de referencia que h e p resen tad o h asta aquí. Antes que
considerarlas com o p artes, se las p o d ría ver como p artíc u la s que se
m ueven de u n lado a otro pasando de u n a a o tra disciplina y que
v arían co n stan tem ente al m overse. C onsidérense la antropología filo­
sófica y la sociología del conocim iento, p o r ejem plo. Ambas se ori­
ginaron en u n contexto filosófico; lim itando el análisis al caso de
Alemania, se puede decir, incluso, que las dos fueron «creadas» por
un filósofo, Max Scheler. Se las puede v er a am bas com o resultado
de un cierto agotam iento que sufrió la filosofía a fines de siglo:
cuando su m odo tradicional de pensam iento alcanzó u n a impasse,
desplazó algunas ideas hacia su p ro p ia p eriferia y p o r últim o las
som etió a p ru e b a en un territo rio extraño.
Como sus nom bres lo sugieren, norm alm ente consideram os a la
antropología filosófica com o u n cam po de orientación m ás filosófica
que la sociología del conocim iento. Scheler deseaba d esa rro llar una
disciplina com o p reparación p a ra su fu tu ra m etafísica, pero esa dis­
ciplina era la sociología del conocim iento, no la antropología filosófi­
ca. La distinción decisiva entre ellas no es una distinción estática,
en térm in o s de las propiedades intrínsecas de u n cam po en p artic u ­
lar, sino u n a distinción dinám ica, en térm inos de las relaciones va­
riables existentes en tre varias áreas del conocim iento. La antropología
filosófica alcanzó siem pre lo m ejor de dos m undos, definiéndose como
la p a rte em pírica de u n a filosofía que se desarrolló avergonzándose
cada vez m ás de su pasado especulativo, y com o p a rte filosófica de
una ciencia social que aún se hallaba a la busca de u n a fundam en-
tación trascen d ental. Del otro lado, la sociología del conocim iento
fue despreciada com o sociologismo p o r u n a p arte , y com o especula­
ción filosófica p o r la o tra. La razón de este desigual trata m ien to es,
una vez m ás, u n a distinción concerniente al contexto antes que al
contenido. Se consideró a la antropología filosófica com o u n a espe­
cialidad casera que se origina y subsiste sólo en la filosofía alem ana
y en el pensam iento social alem án, en tan to que la sociología del co­
nocim iento fue u n a em presa de ca rác te r m ucho m ás internacional.
Después de 1945 los filósofos H elm ut Plessner y Arnold Gehlen, pro-
líficos estudiosos que habían continuado desarrollando la antropología
filosófica de Max Scheler, p asaron a e sta r a cargo de departam entos
de sociología, d em ostrando así la flexibilidad de su disciplina. Fue
únicam en te en el contexto alem án donde la W issenssoziologie de K arl
M annheim , la versión m ás desarrollada de la sociología del conoci­
m iento, se difundió com o un ataque a la filosofía y fue rechazado
com o tal. En el contexto anglosajón, em pero, se la descartó com o
m era filosofía, llam ándola K arl Popper, el anglosajón de Viena, no
«sociología» sino sim plem ente «versión hegeliana de la epistem o­
logía kantiana».
La s o c io l o g ía c o m o f il o s o f ía p o s it iv a

T ras h ab e r arrib ad o finalm ente —al cabo de m uchas y, a veces,


peligrosas incursiones en regiones poco conocidas— al te rrito rio
un poco m ás seguro de mi p ro p ia disciplina, no volveré a abando­
n arlo en lo que re sta de este ensayo. Lo que m e propongo hacer
p a ra concluir es m o s tra r en qué form a es posible investigar la com ­
pleja relación existente e n tre la filosofía y la sociología en el con­
texto de u n a h isto ria de disciplina. Puedo alu d ir al caso francés
sólo brevem ente; en cam bio, d iscutiré con m ás detalle la h isto ria
de la sociología alem ana.
Al im p u lsar a la nueva disciplina que era la sociología, Auguste
Com te in ten tó em anciparla de la filosofía reteniendo a la vez la bien
establecida rep u tación académ ica de esta últim a. Atacó a dos filoso­
fías precedentes, la teológica y la m etafísica, sólo p a ra crear una
terc era y m ejor: la filosofía positiva. El in te rp re ta b a la fundam enta-
ción de la sociología no com o u n acto de alzam iento, sino com o el
leal in ten to de c rear u n a filosofía m ejor, u n a filosofía que no de­
p en d iera ya de la Revelación o del pensam iento especulativo, sino
que estuviese firm em ente b asad a en la observación y en la experi­
m entación. Cuando, en 1867, apareció el p rim e r volum en de La Phi-
losphie positive, rev ista de la escuela com teiana, se lo iniciaba con
un artícu lo prog ram ático de L ittré acerca de las tre s filosofías. Había,
com o afirm aba L ittré, tan to u n a clasificación lógica como u n a evo­
lución teleológica de las disciplinas, y am bas culm inaban en el nuevo
cam po de la sociología. De u n a vez y p ara siem pre, el descubrim iento
de la je ra rq u ía n a tu ra l y didáctica de las disciplinas quedó com o
logro de Auguste Comte. La legitim idad de la sociología quedaba
aseg u rad a desde el m om ento en que en su desarrollo se había alcan­
zado un pu n to decisivo de no reto rn o : n u n ca m ás la teología y la
m etafísica serían capaces de co n q u istar el m ás pequeño espacio en
el que la filosofía positiva hubiese logrado éxito. Dado su carác te r
casi religioso, y dado el in ten to del positivista p o r c rear algo sem e­
ja n te a una fo rm a no teológica de culto, ello re su lta b a un poco exce­
sivo p a ra m uchos de los lectores de Comte, en tre ellos los herm anos
G oncourt, quienes, tra s h ab er leído su libro La Philosophie positive,
hicieron esta sarcástica observación: «Tres bon livre, s ’il y avait un
peu p lu s de positivism e!»
D urkheim , seguidor y crítico de Comte, invirtió su estrategia.
M ientras que Com te —p robablem ente el fu n d ad o r de la sociología
y, p o r cierto, su m ás in fo rtu n ad o fu n d ad o r de instituciones— intentó
an te todo g an ar el necesario reconocim iento académ ico p a ra la so­
ciología haciendo suya la legitim idad in telectual del filósofo, D ur­
kheim se concentró en la ta re a de aseg u rar una id en tid ad cognos­
citiva específica «independiente de to d a filosofía» com o dice en las
R ules o f Sociological M ethod. Sin em bargo, astu tam en te apoyó la
hegem onía de la filosofía en las universidades, y h asta aceptó
p or b astan te tiem po el papel auxiliar de la sociología com o p a rte
del plan de estudios de filosofía (K arady, 1979). La h isto ria de la
sociología francesa en el siglo xx no es m enos u n a h isto ria de su
herencia filosófica, la cual fue continuam ente negada y atacada, pero
que siem pre siguió ejerciendo u n a influencia. La profecía de Lévi-
S trauss, según la cual la ascendencia filosófica de la sociología fran ­
cesa, que en el pasado le había hecho algunas ju g arretas, p o d ría
«acreditarse finalm ente como su m ejo r capital» (Lévi-Strauss, 1945:
536), fue confirm ada sólo veinte años m ás tarde: en todo respecto
la sociología francesa, debido a su orientación filosófica, no sólo
ha resistido al rig o r em pírico de la sociología norteam ericana; se ha
convertido finalm ente —al m enos en opinión de los sociólogos fran ­
ceses— incluso en su m ala consciencia filosófica (B ourdieu y Passe-
ron, 1967).

L a OCULTA UNIDAD DE LA SOCIOLOGÍA ALEMANA

E n Alem ania la sociología obtuvo d u ra n te m ucho tiem po sólo una


débil id en tid ad institucional. El que Alem ania fuera u n país con so­
ciólogos p ero no con u n a sociología, era un hecho no sólo lam entado
en la R epública de W eim ar, sino ya señalado en el siglo xix, y se
re ite ra ría después de la Segunda G uerra M undial. El convencional
apotegm a de la desigualdad casi n a tu ra l de la ciencia social alem ana
d eja de ten er fundam ento, em pero, cuando se considera a la filosofía
y a la sociología en un contexto com ún.
Ya Hegel en la introducción a sus Lecciones de H istoria de la
Filosofía h ab ía in ten tad o distinguir un peculiar m odelo alem án del
desarrollo de la filosofía y de las ciencias respecto del de los otros
países europeos. M ientras que fuera de Alem ania «se habían prose­
guido con celo y con respeto las ciencias y el cultivo del entendi­
m iento», ya no se recordaba a la filosofía. Sólo en Alem ania siguió
siendo im p o rtante. «Hemos recibido —declaraba solem nem ente He­
gel— el alto llam ado de la N aturaleza de ser los conservadores de
esta llam a sagrada...»
N adie en Alem ania se som etió al llam ado de Hegel con m ás pun­
tu alid ad que el h isto riad o r H einrich von T reitschke, quien creía que
todo alem án había nacido con un instinto m etafísico: echado en los
bosques, la sangre le dictaba que yacía, estética y filosóficamente,
sobre su espalda, m ien tras que los otros, y especialm ente los
latinos, yacían toscam ente sobre sus estóm agos (Trilling, 1963: 235).
Cuando, en 1859, T reitschke atacab a a la nueva ciencia social en su
influyente tesis de doctorado en filosofía (Die Gesellschaftsw issen-
sch a ft), desconocía su derecho a establecerse com o nuevo cam po de
investigación. H abía en o tra s disciplinas puntos de vista sociológicos
que, p o r cierto, debían ser preservados, pero no había necesidad de la
sociología com o ciencia autónom a. Como tal era incluso peligrosa,
puesto que aceptaba —a fin de alcanzar su independencia cognosciti­
va respecto de la h isto ria y de las ciencias políticas tradicionales
(Sta a tsw issen sch a ften )— la separación de la sociedad respecto del
Estado. Pero el ataq u e de T reitschke co n tra la sociología era u n a
polém ica de m ala consciencia, al parecer. En m uchas cartas escritas
antes y después de su publicación, m anifestaba su disgusto p o r su
propio ensayo y p o r el in fo rtu n ad o tem a que había elegido p a ra él,
pues era dem asiado joven p a ra tra ta rlo , de cualquier m an era (c a rta s
del 11 de noviem bre de 1858, 26 de diciem bre de 1858, 19 de enero
de 1859 y del 25 de enero de 1859). El lector siente la im presión de
que el a u to r lleva a cabo su ataq u e con indiferencia, que está invo­
lucrado en una b atalla que no está dem asiado ansioso p o r gan ar
y que h ab ría sido m ejo r si en p rim e r lugar no la h u b iera planeado.
Una razón de esta ac titu d es, p o r cierto, el hecho de que R obert
von Mohl, co n tra quien T reitschke escribió su librito, había sido,
y seguiría siendo, uno de sus m ás influyentes p atro n o s y p ro te c to ­
res. Un acuerdo im plícito o, al m enos, un intento de llegar a él, p re ­
dom ina en la polém ica de T reitschke. E n co n tré un indicio, pequeño
pero revelador, de tal entendim iento m ien tras red actab a este artíc u ­
lo. El ejem p lar del libro de T reitschke Die G esellschaftsw issenschaft
que yo necesitaba debió ser solicitado p o r m edio del sistem a de p rés­
tam os en tre bibliotecas. F inalm ente llegó u n ejem p lar de la p rim era
edición p erteneciente a la vieja «College Library» de Yale, y que era
m anifiestam ente el ejem p lar personal del an tagonista de T reitschke.
La d ed icatoria m an u scrita en la p o rtad a decía: «H errn Geh. R ath
R ob ert von Mohl in b eso n d erer V erehrung, d er V erfasser.»
E n 1935, H ans Freyer, a u to r del influyente panfleto R evolution
fro m the R ight (1932), y sin duda uno de los com pañeros de ru ta
conservadores de nazism o, aunque nunca se incorporó al p artid o
ni a alguna de sus organizaciones, publicó u n artícu lo acerca de las
tareas p resen tes de la sociología alem ana («G egenw artsaufgaben der
deutschen Soziologie»), El títu lo era u n poco am biguo, porque se lo
podía in te rp re ta r com o el de u n a pieza de sociología «alem ana», esto
es, u n a sociología b asad a en la ideología ra cista y en la eugenesia.
El artícu lo era un in ten to p o r convencer a los jefes nazis p a ra que
no abolieran las ciencias sociales, porque podm an servir m uy bien a
propósitos ideológicos. Freyer, sean cuales fueren las m otivaciones
políticas que tenía, in ten tab a estab lecer u n origen específico y una
identidad cognoscitiva peculiar de la sociología alem ana, que la dis­
tinguiese tan to de las ciencias sociales britán icas com o de las fran ­
cesas. La característica m ás im p o rtan te de la sociología alem ana era
su estrech a alianza con la filosofía.
Había, según Freyer, algo paradójico, después de todo, en el ata­
que de Treitschke. La oposición en tre la sociedad civil y el E stado
como dos esferas diferentes tenía su origen en el propio Hegel, y la
nueva disciplina de la sociología podía señalarlo com o uno de sus
fundadores ju n to con H erder, K ant, Fichte y Schleierm acher. La
sociología alem ana se distinguía igualm ente de sus equivalentes anglo­
sajones y franceses p o r el hecho de que no expresaba convicción algu­
na en u n progreso social evolutivo. El desarrollo de O ccidente hacia
una sociedad de clases industrial era descrito con indiferencia, ni se lo
aceptaba ni se lo rechazaba, viéndoselo com o u n estadio tran sito rio ,
com o una situación de caos que h abía que to lera r h a sta que pu d iera
su rg ir u n nuevo orden social. La sociedad civil no era en m odo alguno
expresión de u n a ley n a tu ra l de la sociedad, como los m iopes teóri­
cos ingleses de la econom ía pensaban; era un fenóm eno histórico, y la
sociología constituía el intento p o r com prenderlo com o tal. En este
sentido, la sociología alem ana era, en m edida m ucho m ayor que la
ciencia social francesa e inglesa, a la vez h istórica y em pírica, pero
siem pre capaz, debido a su orientación filosófica, de reflejar el sig­
nificado y la e stru c tu ra de la sociedad y del E stado en general. El
hecho de que estuviese exenta de confundir la sociedad civil con el
sistem a n a tu ra l de la sociedad, explicaba el realism o de la sociología
alem ana. E ste realism o no provenía ni de una m etodología positiva
ni de u n a orientación avalorativa, sino de su legado filosófico, una
transform ación de la filosofía hegeliana del derecho que se verifica­
b a en u n verdadero esp íritu hegeliano.
En este sentido —-continuaba F reyer— T reitschke y sus oponentes
no se hallaban en bandos diferentes; puesto que estaban de acuer­
do en rech azar la situación histórica que había creado a la socio­
logía, esa coincidencia era m ucho m ás im p o rtan te que la disidencia
acerca de la form a y la orientación concretas de la nueva disciplina.
La ta rd ía y, p o r tanto, p recipitada industrialización de Alemania
halló a los sociólogos alem anes en guardia. P uesto que conocían el
m odelo inglés, contem plaban ese proceso con los ojos abiertos y
sin reservas interiores, com o lo hacían los franceses. En la filosofía
alem ana h abía hallado expresión p o r p rim era vez u n anhelo de su­
p e ra r a la sociedad civil m oderna; ese anhelo se continuaba y se
conservaba en la sociología alem ana. La sociología era tan to la ex­
presió n com o la condena de la sociedad industrial.
No puedo d iscu tir en este trab a jo el artículo de F reyer en su con­
texto histórico. Es im p o rtan te p orque re p resen ta u n a tradición de
la sociología alem ana que in ten ta establecer y conservar su cohe­
ren cia com o disciplina filosófica. No hay ninguna p arad o ja en la
afirm ación de que u n a cierta a c titu d antisociológica que caracteriza
a la filosofía alem ana tiene su origen en el m ism o contexto histórico
que u n a tradición específicam ente «alem ana» de la sociología. P ara
Nietzsche, que fue el prim ero y m ás persuasivo opositor a la socio-
logia, la decadencia de esa disciplina no se expresaba m enos en su
debilitam iento del in terés filosófico. P or supuesto, ello no era u n
renacim iento del hegelianism o, sino m ás bien u n a reacción c o n tra
él. Es im p o rtan te en este contexto que tan to cierta trad ició n con­
servadora de la sociología alem ana com o u n a versión específicam ente
alem ana del pensam iento antisociológico en filosofía, únicam ente pue­
den ser in te rp re ta d a s com o u n in ten to p o r revivir la estrecha re ­
lación en tre sociología y filosofía o d ep lo rar su pérdida.
La diversidad y la incoherencia de la sociología alem ana h a sido
siem pre lam en tad a p o r quienes la p ractican y m aliciosam ente ex­
pu esta p o r sus adversarios. No ob stan te, u n a vez que se sitú a a la
filosofía y a la sociología en u n contexto com ún, com ienza a ap a rec er
una im agen so rp rendente. Se to rn a m anifiesto que hay u n a p ersp ec­
tiva epistem ológica específica que da al pensam iento sociológico
alem án u n a u n id ad y una coherencia ocultas. En el paso a este siglo
esa un id ad se expresó ante todo en u n interés generalizado p o r la
filosofía k an tiana, la cual, según sugerían m uchos, p ro p o rcio n aría
u n a base sólida p a ra las ciencias sociales. En este respecto, K ant, y
no Hegel, aparece como «padre fundador» de la sociología alem ana.
(O tra cuestión es, em pero, la de si K ant, al e jercer u n a influencia en
D urkheim a través de R enouvier y de B runschw icg, p o r ejem plo, no
ha sido el p ad re fu n d ad o r de la sociología europea en general. Su
influencia, p ro fu n d a y persisten te, puede distin g u ir a la tradición
europea en el ám bito de las ciencias sociales, de la trad ició n n o r­
team ericana.)
No puedo e n tra r aquí en detalles. O bservaré únicam ente un de­
talle m enor, a fin de a c la ra r en qué estoy pensando. En la edición
inglesa de W irtsch a ft und G esellschaft, p re p a ra d a p o r G ünther R oth
y Claus W ilttich —la cual ha sido m uy elogiada, y con ju stic ia—, el
títu lo del p rim e r capítulo de W eber es trad u cid o com o «Basic
sociological term s» [«Térm inos sociológicos básicos»], con lo que
se p ierd e u n im p o rtan te, si no el m ás im p o rtan te, aspecto del ca­
pítulo. Porque en el original alem án el título «Soziologische Kate-
gorienlehre» [T eoría sociológica de las categorías»] tiene u n a con­
notación k an tian a que puede h allarse en los m ás diversos sistem as
de la sociología alem ana. Refleja la convicción de que la sociología,
a p esa r de todos sus legítim os intentos de distinguirse de la filo­
sofía, no h a p erdido su orientación trasc en d en tal en el exacto sen­
tido k an tian o del térm ino. «Trascendental» no significa u n a cosa que
va m ás allá de la experiencia, sino «lo que le precede a priori, pero
que sim plem ente está encam inado a h ac er posible el conocim iento
em pírico», com o dice K ant en los Prolegóm enos (K ant, 1950: 122-123).
E n este sentido, u n enfoque trascen d en tal caracteriza a la inci­
pien te sociología alem ana. Las categorías de W eber son expresión
de ella, tal com o lo es la b ú sq u ed a de Sim m el de u n a priori social
y su ensayo de in iciar la sociología con una p re g u n ta kantiana:
¿Cómo es posible la sociedad?
De la sociología alem ana no sólo se h a deplorado la diversidad.
Su desarrollo se h a caracterizado tam bién p o r la discontinuidad.
Después de la Segunda G uerra M undial parecía como si los sociólo­
gos alem anes, reeducándose diligentem ente, sucum biesen a u n em pi­
rism o aun m ás obtuso que el de sus colegas n orteam ericanos, a los
que ellos im itaban. E sta im agen no es com pletam ente falsa, dada la
diferenciación de las especialidades sociológicas y el lugar y la rep u ­
tación que ellas poseen en el cam po sociológico. Pero es en tera­
m ente erró n ea si se atiende a la sociología en su con ju n to y se la
sitúa, u na vez m ás, en el m ism o contexto que la filosofía. Inm edia­
tam ente uno advierte que, de diversas m aneras, los sociólogos ale­
m anes m ás im p o rtan tes habían preservado sus intereses y sus orien­
taciones filosóficas. T anto el em igante Plessner com o Gehlen, que no
era em igrante, d esarro llaro n sus concepciones sociológicas sobre la
base de u n a antropología filosófica. T anto el em igrante René Koenig
com o H elm ut Schelsky, que no em igró, favorablem ente inclinados
al kantism o, coincidían en que la sociología debía ten er u n a orienta­
ción trascen dental, que necesitaba de u n sistem a conceptual que
fuese a n te rio r a todo tra b a jo em pírico. T heodor W. Adorno y K arl R.
Popper, am bos inm igrantes, que sostuvieron una prolongada y agria
confrontación en la h isto ria de la sociología alem ana de la pos­
g u erra («P ositivism usstreit»), coincidían al m enos en oponerse los
dos a toda separación e stric ta en tre la sociología y la filosofía.
R esulta, pues, finalm ente, que la sociología alem ana, vista en un
vasto contexto am biental e histórico, estab a m ucho m enos dispersa
y ofrecía u n a discontinuidad m ucho m enor de lo que a m enudo se
ha afirm ado. Siem pre fue arduo identificar un sentido de perten en ­
cia y de solidaridad en tre los sociólogos alem anes. No o bstante, ese
sentido se m anifiesta en seguida cuando esos sociólogos van m ás
allá de los lím ites de su profesión e ingresan en la arena filosófica.
P or supuesto, aún están en desacuerdo. Pero parecen h ab e r dejado
a trá s las d isputas m enores (aunque verdaderam ente p ertu rb ad o ras),
a fin de ponerse de acuerdo acerca de las cuestiones m ayores (aun­
que m ás rem otas), lo m ism o que conciudadanos que diariam ente en­
cu en tran nuevas razones p ara ignorarse y aun odiarse en tre sí, pero
se reú n en alegrem ente cuando p o r casualidad se en cuentran en el
ex tran jero .

V II. Conclusión: la dam a desaparece

Me p reg u nto si esta curiosa relación e n tre la sociología y la filo­


sofía —ejem plificado m ediante el caso alem án, pero no restringida
sólo a él— no nos dice algo acerca de la h isto ria de la filosofía en
general. No m e propongo lib ra r u n a discusión algo escolástica refle­
xionando acerca de cuánto, p o r qué y con qué derecho la filosofía
fue o d ebiera h ab e r sido ancilla o dom ina de la teología o de cual­
q u ier o tra disciplina. Antes bien, com o estoy m ás interesado en g ra­
dos y en p au tas de visibilidad que en problem as de jera rq u ía, con­
fesaré m i elevada estim a p o r ese p re p ara d o jesu íta que es Alfred
H itchcock y sugeriré que la h isto ria de la filosofía se investigue en
un contexto disciplinario com o u n a h isto ria llam ada The Lady Va-
nishes.
Una p erso n a m ás bien m ayor con la que acabam os de fam iliarizar­
nos —de m an eras y aspecto m anifiestam ente pasados de m oda, pero
a veces m uy aguda, y que m uy a m enudo silba u n a tonada ex trañ a—
es am enazada, atacad a y finalm ente desaparece. M ientras lam en ta­
mos su destino (p ero no dem asiado, porque e ra en realidad dem a­
siado anticuada), podem os escuchar de p ro n to su tonada, ah o ra fa­
m iliar, pues no pudim os m enos que silb ar así nosotros m ism os de
tan to en tan to . E stá allí, en u n lugar en el que nunca hubiéram os
esperado e n c o n trarla y, chispeante, nos cuenta lo que realm ente
o cu rría cuando creíam os que se había m archado p a ra siem pre.*

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C a p ít u l o 8

LA CORPORACION DIVINA Y LA HISTORIA DE I A ;F .T l( A

J. B. Schneew ind

Al e stu d iar la h isto ria de la filosofía nos sentim os m uchas veces


tentados de p ro y ectar hacia el pasado n u estra preocupación actu al
por problem as y m étodos. Una de las razones p o r las que nos está
perm itid o hacerlo es que no nos es posible leer inteligentem ente un
texto sin disp o n er de algún enfoque in terp re tativ o que es nuestro,
p o r incipiente que sea. E n la filosofía inglesa y norteam erican a con­
tem p o rán ea tan to la enseñanza com o el aprendizaje han sido en
gran m edida ahistóricos. C onsecuentem ente, al co n sid erar textos
anterio res, el m arco al que recu rrim o s p a ra in te n ta r com prenderlos
tiende a ser el que em pleam os en n u e stra tare a filosófica cotidiana.
Es pro b ab le que ese m arco parezca a uno com o indudablem ente ade­
cuado, y acaso no dispongam os de ningún otro.
Tal enfoque tropieza con un inconveniente especial cuando se es­
tud ia la h isto ria de la ética. Se sostiene generalm ente que la filosofía
m oderna se inicia con D escartes, y se la define esencialm ente p o r
sus preocupaciones epistem ológicas. Se considera que éstas están
a su vez m otivadas p o r la nueva ciencia y p o r el desafío cognoscitivo
que ella involucraba p a ra la d o ctrin a religiosa. P or supuesto, se a d ­
m ite que la m o ralid ad estab a involucrada en la religión. Pero Bacon,
D escartes y Locke no colocaron a las cuestiones éticas en el centro
de sus filosofías, y p areciera ser el C ristianism o com o teo ría del
m undo, an tes que com o m odo de vida, lo que en ú ltim a instancia
está en discusión en sus obras. De tal m odo, cuando dictam os un
curso titu lad o «H istoria de la Filosofía M oderna», h ab itu alm en te en­
señam os la h isto ria de la epistem ología y de la m etafísica, y com ún­
m ente no ofrecem os un curso com parable, al que se considere de
igual im p o rtan cia, acerca de la h isto ria de la ética m oderna. La h is­
toria de la ética es vista, si en realidad se la ve, com o una variable
dependiente. Ello arm oniza m uy bien con aquella línea de la ética
contem poránea que ve a la filosofía m oral como c e n trad a en esos
p arien tes cercanos de la epistem ología, los tem as de m etaética. En
este sentido es in teresan te ad v e rtir que existe un m odelo am plia­
m ente aceptado p a ra la enseñanza de la historia de la epistem ología
y de la m etafísica m odernas desde D escartes h asta K ant (m odelo
cuya h isto ria es exam inada por el p ro feso r K uklick en este m ism o
volum en), pero ningún m odelo sim ilar am pliam ente aceptado p ara
la enseñanza de la h isto ria de la ética m oderna. Por supuesto, es
posible que no haya en realidad u n a vida independiente p a ra la his­
to ria del pensam iento acerca de la m oralidad, que la ética m oderna
sim plem ente em ane de los cam bios de las m ejores perspectivas exis­
tentes acerca del conocim iento y de la constitución ú ltim a del univer­
so. No obstan te, creo que no es así. Y si no lo es, entonces se plantea
la in teresan te p re g u n ta de por qué se h a supuesto h a sta ah o ra que
es así. En lugar de especular aquí acerca de esa cuestión, m e cen­
tra ré en el esbozo de una form a altern ativ a de considerar la h isto ria
de la ética m oderna.
El período que h a de in teresarn o s se inicia a fines del siglo xvi
con la ob ra de M ontaigne, que inaugura la época m oderna en el
terren o del pensam iento m oral, y con la de H ooker, que p resen ta
la ú ltim a g ran form ulación en lengua inglesa de la antigua concep­
ción. Se extiende a lo largo de la época de K ant, B entham y Reid, dos
siglos m ás tarde. M ostraré que podem os ver el decurso del pensa­
m iento filosófico en m ateria de m oralidad d u ran te ese período como
cen trad o en d eterm inadas cuestiones éticas específicas, referen tes a
la cooperación, la ju sticia y la responsabilidad. No m e propongo ne­
gar que los cam bios producidos en el ám bito de la m etafísica y de
la epistem ología, y, asim ism o, en el de la creencia religiosa, fueron
de vital im p o rtancia p a ra el pensam iento en m ateria de m oralidad.
Pero u na teoría adecuada en esa m ateria encierra sus propias exi­
gencias, y las m odificaciones producidas en aquellas áreas adquieren
im p o rtan cia p a ra la m oralidad a través de u n a dinám ica que em ana
de aquellas exigencias. Es esa dinám ica la que confiere a la ética
m o d ern a su problem a cen tral y, con ello, su independencia.
Antes de p a sa r a lo que constituye mi tem a principal, deseo hacer
una observación acerca de la utilid ad que este trab a jo puede ofrecer.
P ara em plear térm inos hoy usuales, m e propongo p re se n ta r una
explicación predom inantem ente interna, antes que externa, de la his­
to ria de la ética en el período que se extiende aproxim adam ente des­
de la época de M ontaigne h asta la de K ant. P ara una explicación
in tern a, una sucesión de posiciones filosóficas se desarrolla a p a rtir
de consideraciones argum entativas o racionales en las que se em plean
fund am en talm ente los m ism os térm inos, y que se apoyan —cons­
cientem ente o no— en supuestos com unes. Una explicación que con­
tenga la afirm ación de que un supuesto com ún fue abandonado por
un p en sa d o r p o sterio r, seguirá siendo en gran m edida una explica­
ción in te rn a si pone de relieve que se com prende m ejor la con­
cepción consid eran do que resuelve las consecuencias del hecho de
ab an d o n ar u n a de las creencias sostenidas p o r los pensadores an te­
riores, p ero no to das ellas. Al d a r p rio rid ad a la búsqueda de u n a
explicación in tern a, no m e propongo sugerir que las consideraciones
externas carezcan de im p o rtan cia o no sean asequibles. E stoy lejos
de eso. P ero creo que p a ra e sta r en condiciones adecuadas p a ra b u s­
ca r la explicación externa de un desarrollo histórico en el ám bito
de la filosofía, debem os disponer prim ero de la m ejor explicación
in tern a posible.
Una de las razones de ello e strib a en que quisiéram os com pren­
d er la o b ra de los pensadores an terio res com o filósofos. De acuerdo
con el concepto que tenem os de la filosofía, ésta involucra la arg u ­
m entación y la elaboración de las im plicaciones en teram en te lógicas
de u n p rin cip io o de u n a posición. Q uerem os así que el h isto riad o r de
la filosofía nos explique a los pensadores anteriores, y sus conversa­
ciones, en fo rm a tal que exprese sus aspectos filosóficos. No estam os
satisfechos si sim plem ente se nos dice que llegaron a sostener d e te r­
m inadas concepciones —descuidándose p o r qué lo hicieron—, y que
esas concepciones influyeron en au to res p o sterio res —descuidando en
qué fo rm a lo hicieron— . Un im p o rtan te h isto riad o r intelectual nos
dice, p o r ejem plo, que la Ilu stració n «se desplazó siem pre desde un
sistem a del universo en que todas las decisiones de im p o rtan cia eran
tom adas fu era del hom bre, a u n sistem a en el que se convirtió en
resp o n sab ilid ad del hom bre el ocuparse él m ism o de ellas».1 Eso
puede se r cierto. En verdad, creo que lo es. Pero no lo com prendo
filosóficam ente h asta que logro ver cuáles fueron los pasos raciona­
les que co n d u jero n a varios pensadores desde el «sistem a» a n te rio r
al po sterio r. Y verlo es d isponer de u n a explicación in tern a del
cam bio.
E n fo rm a m ás general, creo que la explicación m ás satisfacto ria
posible de p o r qué una persona cree una cosa, es la que m u estra
que lo creído es verdad, o es re su ltad o exacto de un argum ento cons­
trictivo que p a rte de prem isas que la persona en cuestión acepta,
y que esa p erso n a estaba en condiciones aptas p a ra advertirlo. Po­
dem os te n e r necesidad de re c u rrir a factores externos p a ra explicar
p o r qué u n p en sad o r estab a en condiciones de ad v e rtir u n a verdad
o de ver im plicaciones, h a sta entonces inadvertidas, de algunas de
sus convicciones. P ero sentim os —sin duda con razón— que el he­
cho de que u n a p ersona advirtiese la verdad de alguna proposición
o viese la solidez de un argum ento que, a p a rtir de sus propias con­
vicciones, condujese a una nueva conclusión, tiene que ser u n a ex­
plicación firm e de p o r qué esa persona llegó a c reer lo que creyó. Si

1. Véase Wade, 1971, 21, donde se atribuye esta concepción a Cassirer.


una explicación así es asequible y co rrecta, se to rn a entonces inne­
cesaria la búsq ueda de una explicación u lterio r, no racional, de por
qué esa p ersona sostuvo esa creencia. P areciera pues que sólo cuando
no podem os h a lla r explicaciones in tern as de la h isto ria del pensa­
m iento debem os volvernos a las explicaciones externas; y si es así,
entonces es clara la razón de por qué tenem os que iniciar nuestro
trab a jo con la b ú squeda de explicaciones internas.
Ahora bien: esta concepción conduce —como lo lam enta, con ra ­
zón, un h isto riad o r del pensam iento político— «a una form a de his­
to ria que siem pre tiende esencialm ente a rem ontarse a los orígenes
de las cosas, a los com ienzos prim eros de las ideas que ella ve ope­
ra n te ... Los filósofos sienten la tentación de rem ontarse aguas a rri­
b a h asta llegar a la fuente. El h isto riad o r tiene que decirnos de qué
m odo el río hace su curso, p o r en m edio de qué obstáculos y de
qué dificultades».2 El peligro de suponer que debe d em o strarse que
las concepciones filosóficas son sim plem ente desarrollos de u n punto
o riginario absoluto, es real. Cabe tem er entonces que se ignoren los
contextos en los que se desenvuelven las posiciones filosóficas. Si
verd ad eram en te nos proponem os ser historiadores, aun cuando nues­
tro objeto sea la filosofía, debem os ser conscientes de esos peligros.
Debem os e sta r dispuestos a b u sca r y a reconocer puntos en los que
hay, d en tro de la h isto ria de la filosofía, discontinuidades radicales.
Pero u n m odo de localizar esos puntos consiste en llevar adelante la
b ú sq u ed a de explicaciones internas h asta que dejem os de en c o n trar­
las. Nos hallarem os entonces en u n a situación en la que deberem os
b u sca r explicaciones externas. Por cierto, m uchas de las conside­
raciones que nos ayudan a com prender de qué m odo llegó un pen­
sador a u n a posición en la que pudo ca p ta r u n a nueva verdad o un
nuevo argum ento, son externas. Cuestiones referentes a los m otivos
p o r los que determ inadas discusiones adq u iriero n relevancia en un
m om ento determ inado, o p o r los que se abandonaron en general su­
puestos que u n a vez hab ían sido com unes, m ientras que otros no fue­
ron abandonados, o p o r los que u n a línea de pensam iento tom ó de­
term in ad o cam ino e ignoró otros que eran igualm ente asequibles,
pueden exigir a m enudo respuestas con u n a b ase externa. Pero no hay
fo rm a de decir a priori qué tipo de explicación re su ltará accesible.
Sólo el detallado estudio de desarrollos p articu lares puede decír­
noslo.

II

Es indiscutible que, a com ienzos del período que consideraré, el


pensam iento estuvo dom inado p o r una persisten te concepción cris­

2. Venturi, 1971, 2-3.


tian a de la m oralidad. Pero una com prensión inadecuada de la lógica
de esa posición h a obstaculizado n u estra capacidad de p ercib ir su
papel en d esarrollos futuros. Se supone a m enudo que una de las
cuestiones esenciales en torno de u n a m o ralid ad religiosa es la de
si es, o no es, v o lu n tarista o intelectualista: si los actos m oralm ente
co rrectos son co rrectos p o rq u e Dios nos m anda llevarlos a cabo o,
inversam ente, si Dios nos m an d a llevarlos a cabo porque son co­
rrecto s en sí m ism os. E ste problem a, de significativa im p o rtan cia
p a ra los teólogos, tiene relevancia m ucho m enor p a ra la m oralidad
como tal. El in terés p o r él, reavivado a veces por el interés p o r la
llam ada falacia n atu ra lista, sirve sólo p a ra a p a rta r la atención de lo
que constituye u n aspecto m ucho m ás im p o rtan te de la m oralidad
cuando se la considera bajo la égida de una D ivinidad com o la que
el C ristianism o enseña. Mi in ten to de p re se n ta r una heu rística de la
h isto ria de la ética debe com enzar, p o r tanto, con el esbozo de un
m odelo de la concepción religiosa en el que se pongan de m anifiesto
los rasgos que considero m ás im portantes. Digo «modelo» porque, si
bien creo que m i bosquejo incluye los rasgos relevantes de u n a am ­
plia varied ad de concepciones realm ente existentes, deja tam bién
ab iertas varias opciones acerca del m odo en que deban com pletarse
los detalles. El esbozo que p re sen taré concluye con un cuadro de
lo que llam aré «la C orporación Divina», pero se inicia sim plem ente
con algunas observaciones acerca de la división del tra b a jo y la coo­
peración. Lo que digo puede ser obvio —acaso lam entablem ente ob­
vio— p ero no en m enor m edida cierto p ara todo ello.
C onsidérese, pues, la idea de u n a em presa cooperativa en la que
los agentes se reú n en p ara p ro d u c ir u n bien que ninguno de ellos
p o d ría p ro d u c ir solo. Cada uno de los p artic ip a n te s tiene u n a tare a
o un co n ju n to de tareas. Las tare as de cada uno pueden ser indica­
das b ajo la fo rm a de reglas en las que se expresan los deberes
de cada puesto. Es la realización, c o n ju n ta o sucesiva, p o r p a rte de
cada uno, de los deberes de su puesto lo que produce el bien. Puede
h ab e r o no un p uesto distinto, de rango m ás elevado, o un conjunto
de puestos, p a ra las funciones de supervisión o de dirección. Pero
ni un in sp ecto r ni un tra b a ja d o r de p rim e r rango es personalm ente
responsable de la producción del bien. No ob stan te, en m uchos casos
no sería razonable p a ra los agentes re strin g irse estricta m e n te a las
responsabilidades form alm ente establecidas y reh u sarse a ir m ás allá
de ellas. Suponem os h ab itu alm en te que cada agente tiene —p o r enci­
m a de las resp o n sabilidades indicadas com o deberes de su pu esto —
la resp o n sab ilid ad general de p re s ta r atención al m odo com o m ar­
chan las cosas, y de in terv en ir a fin de com pensar la acción defi­
ciente de otro s agentes o los efectos de contingencias im previstas. De
tal m odo, aun cuando a ningún tra b a ja d o r se le h a asignado indivi­
d u alm en te una responsabilidad definida com o «responsabilidad de
o rig in ar el bien que el grupo se propone producir» cada uno de ellos
tiene u n a cierta vaga responsabilidad de tener p resen te aquel bien
y de o rd en ar sus actividades de acuerdo con ello. Y cada uno de los
que p articip an en la em presa estaría sujeto a censura o, acaso, a
castigo en caso de ignorar esa responsabilidad general.
El que cada agente deba tener esa vaga responsabilidad general
no es un rasgo necesario de los trab a jo s hechos en cooperación. Por
el contrario, sólo es razonable atrib u írse la en determ inadas condicio­
nes. Esas condiciones pueden e sta r presentes o ausentes en grados
variables. Parece n atu ra l, por ejem plo, que, en la m edida en que la
com prensión que los particip an tes tienen del bien que debe p ro d u ­
cirse es m enor, m enos se los puede critic a r si se lim itan a cum plir
con sus deberes específicos. C uanto m enos sabe cada uno acerca del
modo en que los o tro s deben llevar a cabo su aporte, m enos sujeto
está cada uno a la crítica p o r aten d e r sólo a sus propias ocupacio­
nes. En la m edida en que haya, y se sepa que hay, un gran sistem a
de apoyo, de m odo tal que los erro res o las fallas de los otros sean
rem ediadas, d ecrecerá la vaga responsabilidad general que uno tiene
de o rd en ar las propias acciones atendiendo a los resultados. Si quien
está a cargo de inspeccionar el trab a jo que uno tiene, h a aclarado que
a uno se lo recom pensa p o r llevar a cabo sus propias obligaciones
estrictam en te, sin m ira r ni a lo que se hace a la izquierda o a la
derecha, entonces nuevam ente se reduce la posibilidad de ser cri­
ticado p o r hacerlo.
Im agine, pues, el lecto r que él tiene u n a tare a con responsabili­
dades bien definidas dentro de una v asta em presa cooperativa. Su
insp ecto r debe coordinar los esfuerzos de m uchos otros trab ajad o res
que el lecto r no conoce. A su vez, el inspector rinde cuentas ante
un d irecto r que ocupa un puesto aún m ás elevado, un d irecto r en tre
m uchos, vigilado a su vez por un genial ad m in istrad o r que se sabe
que atiende las vastas ram ificaciones de la com pleja, m ultifacética
y oculta operación. El lector, creo, com etería un gran e rro r si in ter­
firiese en la tarea de los otros. Sería inexcusable p ara él su p o n er que
p o d ría co m p render suficientem ente bien qué se p reten d ía que resu l­
tase de la intervención del tra b a jo de otro: pen sar que el adm inis­
tra d o r principal ha dejado de prever todas las contingencias, o ad ju ­
dicarse a sí m ism o responsabilidades directivas. En tal caso, las
responsabilidades que uno tiene fijan lím ites estricto s a las posibi­
lidades de crítica o de castigo. O al m enos ello es así en la esfera
de acción de la corporación. Un sargento que, ejecutando órdenes di­
rectas del com andante de su com pañía, asigna a un ingobernable gru­
po de soldados la tare a de lavar cubos de b asu ra d u ran te toda la
noche a una te m p e ra tu ra bajo cero, no es susceptible de crítica mi­
lita r si uno o dos hom bres enferm an de neum onía y m ueren. Pero
puede arg u m en tarse que se le pueden im p u ta r o tra s cosas. Un agen­
te secreto puede cum plir con sus deberes inobjetablem ente y recib ir
de sus su p eriores nada m ás que elogios, pero a p esar de ello está
expuesto a re cib ir graves reproches desde o tro punto de vista. P ara
ten er una organización en la que n u e stra s responsabilidades im pon­
gan un lím ite absoluto a las posibilidades de que se nos im p u te algo
—u na organización en la que debiéram os cum plir con n u estro s de­
beres sin p reo cu p arn o s p o r las consecuencias— debem os avanzar aún
u n poco m ás. El bien a cuya consecución colaboram os debe poseer
u n a im p o rtan cia suprem a y ser dem asiado com plejo p a ra que lo
podam os com prender. El encargado de la inspección debe ser absolu­
tam en te eficiente. N unca debe com eter e rro re s en cuanto a la m an era
de dividir el trab a jo . Debe an ticip arse a todas las contingencias y
d isp o n er de po d er suficiente p a ra h ac er fren te a cualquier im p re­
visto. Debe ser tan leal que no haya dudas en cuanto al m odo en
que dispone de los puestos. Debe, pues, d a r a cada uno de los agentes
instrucciones adecuadas acerca de sus tareas; debe asignarles tra ­
bajo s que estén d en tro de sus capacidades y recom pensarlos sobre
la base de sus m éritos. P or últim o —aunque no es lo m enos im por­
ta n te — debe ser tan bueno que nunca asigne tareas que desde algún
p u n to de vista sean im propias. E sa em presa cooperativa es la Cor­
p oración Divina, y su ad m in istrad o r es m anifiestam ente poco com ún.
E n realidad, en el m undo occidental se h a pensado generalm ente que
es único.

III

La visión del universo com o una C orporación Divina conlleva un


cierto m odo de en te n d e r las leyes m orales, que tiene, a su vez, im ­
p o rta n te s consecuencias p a ra la ta re a del filósofo m oral.
Las leyes m ediante las cuales Dios estru c tu ró las p artes inanim a­
das y sub h u m an as del cosm os y las leyes m ediante las cuales se orga­
nizaron las p a rte s hum anas y superiores, no son fundam entalm ente
d istin tas en especie. Son los m andatos que Dios dirige a sus cria tu ­
ras, y to d as deben obedecerlos. Pero hay u n a diferencia en el m odo
en que lo hacen. Las p arte s inanim adas y no racionales del universo
se a ju sta n a sus leyes (en la m edida en que lo hacen: no se puede
e sp e ra r u n aju ste perfecto en seres m enos que p erfectos) au to m áti­
cam ente, sin que haga falta ninguna especie de sab er consciente de
esas leyes. Las cria tu ra s racionales —los hom bres y, presum iblem en­
te, los ángeles— se a ju stan a ellas p o r m edio de elecciones cons­
cientes, guiadas p o r cierto grado o p o r cierta especie de sab e r acerca
de aquellas leyes. La diferencia en el papel que la consciencia desem ­
p eñ a p a ra aseg u rar que los agentes n atu rales y m orales actúen de
m an era ap ropiada, da lugar a una diferencia significativa en tre am ­
bos dom inios. Las leyes de los dos tipos deben ser universales. Deben
d eterm in a r el m odo en que debe co m p o rtarse toda en tid ad de la
especie que ellas gobiernan. De tal m odo, las leyes que gobiernan a
los seres hum anos, lo m ism o que las que gobiernan a las re sta n te s
especies n atu rales, deben aplicarse a todos los seres hum anos en
tan to son hum anos, m ientras que puede h ab e r leyes especiales p a ra
los subgrupos incluidos en la especie. (La C orporación Divina no re­
quiere, como tal, una estru c tu ra je rá rq u ic a o de clases en las socie­
dades hum anas.) Además, las leyes de los dos tipos deben ser las
d eterm in an tes suprem as de la co n d u cta de los seres que ellas go­
biernan. Después de todo, los designios de Dios no pueden fru stra rse .
Pero, ap a rte de ser universales y suprem as, las leyes que gobiernan
a los seres hum anos deben ten er un rasgo que en las leyes que go­
b iern an a las c ria tu ra s no racionales no es necesario. Deben ser
tales que los seres hum anos puedan llevar a cabo con conocim iento
de causa y de m anera deliberada lo que la ley exige. P orque si los
h om bres no pueden ac tu a r en conform idad con las leyes m orales,
esas leyes no pueden e stru c tu ra r en m odo alguno la contribución
hu m an a al bien cósm ico; y si no pudiéram os ac tu a r con plena cons­
ciencia de que obram os tal como ellas lo ordenan, la diferencia en­
tre las cria tu ra s racionales y las no racionales desaparecería. De­
signaré este te rc e r rasgo con el b á rb a ro tém ino de «ejecutabilidad»
[« perform ability»].
Es posible ver esos tres rasgos de las leyes del m undo m oral
tam bién como consecuencias n atu rales de u n a concepción de la m o­
ralid ad del tipo de la C orporación Divina. Como he dicho, es exi­
gencia de tal concepción que la cabeza de la em presa sea com pleta­
m ente ju sta. P ara aseg u rar n u e stra m otivación, las tareas que nos
im pone revisten suprem a im portancia p a ra cada uno de nosotros.
Por tan to , está bien que sepam os en qué consisten y que podem os
hacerlas. Si la ejecución es la condición p a ra que obtengam os nues­
tro s prem ios, no sería ju sto que unos tuvieran tareas m ás pesadas y
otro s tareas m ás llevaderas, o que alguno estuviera m ejo r equipado
p a ra h acer sus tra b a jo s y le resu ltasen p o r tan to m enos pesados.
P orque la recom pensa es esencialm ente la m ism a p a ra cada tra b a ­
jad o r. De tal m odo, el trab a jo que debem os realizar p a ra m erecerla
debe ser en algún aspecto fundam ental la m ism a p ara todos, y to­
dos deben ser igualm ente capaces de realizarlo. De acuerdo con ello,
el m undo m oral es un m undo ju sto , y, com o m iem bros de ese m un­
do, p articip am o s en una em presa cooperativa justa.
El filósofo n a tu ra l tiene, pues, la ta re a de explicar el m undo no
racional. E n él puede percibirse desorden e irregularidad, pero deben
po d er com prendérselos de algún m odo a la luz del orden y del p ro ­
pósito fundam entales. La filosofía m oral tiene una tare a análoga en
relación con el m undo m oral, esto es, el m undo de agentes goberna­
dos p o r la consciencia que ellos tienen de leyes universales, supre­
m as y ejecutables. Tam bién allí debe d em o strarse que es posible ex­
plicar el desorden y la irreg u larid ad ap arentes en térm inos de orden
y de su bordinación a los designios de Dios. No hay una ta ja n te discon­
tinuidad en tre la filosofía n a tu ra l y la filosofía m oral, pero sí algunas
diferencias. El filósofo m oral nos habla de la sustancia de las leyes
del m undo m oral, así com o el filósofo n a tu ra l nos habla de la su stan ­
cia de las leyes del m undo n atu ral. Además de ello, el filósofo m oral
debe p ro p o rcio n arnos una explicación de la universalidad, la su p re­
m acía y la ejecu tabilidad de las leyes m orales; esto es, debe explicar­
nos que puede h ab er u n m undo específicam ente m oral. Pero en cierto
sentido, que tiene su im portancia, el filósofo m oral, a diferencia del
filósofo n atu ra l, no nos dice n ad a nuevo. El filósofo n a tu ra l des­
c u b rirá aspectos h a sta entonces desconocidos del trab a jo del m undo
n atu ra l, y lo que nos inform e acerca de ellos nos en señ ará nuevos
m odos de la p a rte de la creación que Dios hizo p a ra que nos sirviéra­
m os de ella. E n cam bio, la filosofía m oral es correctiva an tes que
inform ativa. Su u tilid ad no e strib a en el descubrim iento de cosas
nuevas, sino en elim inar los e rro re s en los que p erm anentem ente
estam os ten tad o s de in cu rrir. P or tanto, ella nos despeja el cam ino
p a ra que podam os vivir con la guía no teórica que debe e s ta r a
disposición de todos nosotros.
No todos, d u ra n te el período que nos ocupa o antes o después
de él, h ab ría n estado de acuerdo en cuanto a que hay u n m undo
m oral. Pero la concepción cristian a de la m oralidad conduce n a tu ­
ralm ente, com o hem os indicado, a la convicción de que lo hay, y
ofrece u n a poderosa explicación tan to de su e stru c tu ra in tern a com o
de su ap a ren te desorden. Cuando las creencias cristianas fueron a ta ­
cadas y se d ebilitaron, o se las abandonó p o r entero, las explicacio­
nes que podían darse de la e stru c tu ra y de la posibilidad del m undo
m oral fueron tam bién obligadas a cam biar. Lo que ante todo me
propongo su g erir es que explicarem os m e jo r el desarrollo de la ética
m oderna si la consideram os com o re su ltad o de los intentos p o r de­
fen d er la creencia en la realid ad del m undo m oral entendido com o
u n a em presa cooperativa ju sta , aunque acom odándose a los cam bios
del b asam en to religioso de esa creencia o a las desviaciones respec­
to de él.

IV

H e in ten tad o m o s tra r que en la dinám ica de toda em presa en


la que los h o m b res tra b a ja n p a ra p ro d u c ir un bien que ninguno de
ellos p o d ría p ro d u c ir solo, se contiene u n im p o rtan te principio. E ste
principio es el de que la responsabilidad individual p o r el resu ltad o
exitoso de un esfuerzo en com ún, varía en relación inversa con la
co m p lejid ad de la em p resa y con la perfección del director. La Cor­
poración Divina encarna ese principio en m edida no m enor que
o tra s em presas sem ejantes. Pero la idea de la C orporación Divina tal
com o la he esbozado h asta aquí, es am bigua e im precisa en m uchos
aspectos de im portancia. La C orporación exige varios elem entos, cada
uno de los cuales puede ser in terp re tad o de distintas m aneras. Cada
m odo de concebir un elem ento reclam ará un modo distinto de com ­
p ren d er a los re sta n te s elem entos o las relaciones en tre los elem en­
tos, si h a de conservarse la e stru c tu ra de la C orporación. E s esta
am bigüedad o a p e rtu ra a m uchas in terp retacio n es lo que hace posible
u tilizar el m odelo p ara com prender u n a am plia gam a de posiciones.
D aré algunos ejem plos.
Perm ítasem e com enzar por el bien que los agentes que tra b a ja n
en la C orporación deben producir. H asta ah o ra h e hablado com o si
su trab a jo debiera culm inar en un p ro d u cto distin to del tra b a jo
m ism o. Ese es el m odo en que lo entienden m uchos teóricos de la
C orporación Divina que consideran que el pro d u cto es la felicidad
de la hum anidad. P ero tam bién o tras posiciones son posibles. P odría
co n siderarse a la C orporación Divina sobre la base de una analogía
con u n a com pañía de b allet o con u n a orquesta, casos en los cuales
el p ro d u cto no puede ser separado igualm ente de las actividades
de los ejecu tan tes. Se podría sostener entonces que n u e stra co n tri­
bución al orden cósm ico, o a que se ponga de m anifiesto plenam ente
la gloria de Dios, es sim plem ente el conducirnos en la form a en que
Dios nos h a m o strado que es la adecuada. E sta concepción del sen­
tido de la em presa cooperativa cobija o tra que, com o ella, no da
m ucha im p o rtan cia a las consecuencias. Dios, cabe observar, puede
o rig in ar cu alq u ier estado de cosas que podem os concebir, salvo uno,
al m argen de n u e stra cooperación. Lo único que no puede p ro d u cir
po r sí m ism o es n u e stra libre decisión de cooperar, n u estra elección
v o lu n taria de o b ra r como Dios lo ordena. Acaso la única co n trib u ­
ción que hacen los seres hum anos a la m anifestación cósm ica de
la gloria de Dios es el debido ordenam iento de sus alm as o de sus
voluntades.
D espués está, p o r cierto, la cuestión de la naturaleza y del esta­
tu to de las leyes que gobiernan el m undo m oral, lo cual constituye un
elem ento, si no el único, de im portancia. P uede sostenerse, quizá
sobre la base de fundam entos teológicos, que los principios m orales
son leyes que los decretos de Dios hacen necesarios y nos son tra n s ­
m itidos com o señales de n u estro s papeles en la m anifestación de su
gloria. No tendríam os entonces ni una com prensión racional de las
leyes m ism as ni entenderíam os dem asiado de qué m odo lo que se
nos encarga contribuye al bien cósm ico. P odría argüirse, si no, que
cada principio tom ado p o r sí m ism o debe ser intrínsecam ente razo­
nable, y que Dios pone en vigor los principios porque son así. E n­
tonces su racio n alidad debiera ser p a ra nosotros evidente p o r sí m is­
ma, au n cuando pudiéram os no com prender plenam ente el m odo en
que el papel que ellos definen p a ra no so tro s contribuye al bien cósm i­
co. P or o tra p arte , si suponem os que el sentido de la em presa coopera­
tiva es h acer que todos sean dichosos, entonces es n a tu ra l pen sar que
las leyes m orales son, m enos desde el p u n to de vista de Dios, reglas
generales de utilid ad. Desde la perspectiva h u m an a tales reglas siem ­
p re tienen excepciones. Así, p a ra p re serv ar su universalidad p o d ría­
mos so sten er que Dios siem pre exige que su creación obre según leyes
generales. O podríam os so sten er que las leyes son absolutas p a ra
n o sotros sim plem ente debido a n u e stra posición sub o rd in ad a d en tro
de la C orporación.
E stas opciones acerca de la n atu raleza o el estatu to de las leyes
del m undo m oral están, p o r cierto, estrecham ente vinculadas con
las opciones referen tes al m odo en que los agentes pueden llegar a
ten er consciencia de lo que h an de ser. La necesidad de d a r cu e n ta
de la ejecu tab ilid ad im pone aquí las principales lim itaciones. Si se
considera, p o r ejem plo, que las leyes m orales pueden ser descubiertas
p o r la razón, el filósofo debe explicar que en efecto todas las personas
tienen esencialm ente la m ism a capacidad de conocer las verdades
m orales. Los teóricos del conocim iento p robablem ente se desplacen
a u n a posición in tuicionista, al m enos a p ropósito de la m oralidad,
p uesto que p arece m anifiesto que las personas no tienen la m ism a
capacidad p a ra razo n ar acerca de cuestiones com plejas; y se h a sos­
tenido co rrien tem en te que las personas sí tienen la m ism a capacidad
p a ra co m p ren d er las verdades intuitivas. P ara eludir el intuicionis-
mo, y, con él, sus vínculos con teorías que involucran la aceptación
de ideas in n atas, o bien com o m an era de a ju sta rse al voluntarism o
teológico, el teórico p o d ría p re se n ta r u n a explicación no cognitiva
del sab er m oral. Ello p o d ría p e rm itir d a r cuenta fácilm ente de la
ejecu tabilidad, pu esto que puede ayudar con la cuestión m otivacio-
nal y, asim ism o, con la disponibilidad de u n a guía. Pero entonces
el req u isito de la universalidad exige explicar p o r qué las em ociones
m orales o el sentido m oral deban ser los m ism os en todos los hom ­
bres. Un teórico de la C orporación Divina ten d erá en todo caso a sos­
te n e r que existe un consensus gentium en m ateria m oral, y nece­
sita rá explicar lo que se p resen te com o u n a excepción seria a ese
acuerdo.
Acaso el rasgo m ás in tere sa n te de la epistem ología de las teorías
de la C orporación Divina sea el de que su ta re a fundam ental es la
de co lab o rar en la explicación. No se tra ta de justificar los p rin ci­
pios m orales com o tales. Se supone que todos nosotros, o la m ayoría
de no so tro s, sabem os lo que debem os h acer y estam os de acuerdo
acerca de los p u ntos principales. Se apela a la epistem ología p a ra
d e m o stra r p o r qué es así. No se re c u rre a ella p a ra su scitar o p a ra
elim in ar p ro fu n d as dudas escépticas acerca de la m oralidad en su
conjunto. Se p re sen tan argum entos —epistem ológicos o de o tra índo­
le— referen tes a los principios específicos que m ejo r ponen de m a­
nifiesto la su stan cia del m undo m oral. Y un filósofo bien puede
h allar un arg u m ento p a ra m o stra r que los principios m orales son ra­
cionales o que son pu ram en te em ocionales. Pero en cu alq u ier caso
la cuestión es cim en tar un desarrollo explicativo de la ju s ta em presa
cooperativa de la que todos som os p arte .
Por últim o, está la in terp re tació n de los m otivos de los agentes
p a ra llevar a cabo lo que les es asignado. Se tra ta de la vieja cues­
tión de la n atu ra leza hum ana. P ara p re c isa r el am plio m argen de am ­
bigüedad en juego aquí, debo o bservar que la C orporación, tal como
se la ha esbozado h a s ta aquí, p o d ría involucrar sólo la coordinación
del trab a jo de diversos agentes, y no necesariam ente su plena coo­
peración. Si u n a persona em pleara trab a jad o res p a ra p ro d u c ir un
bien que sólo u n esfuerzo conjunto puede p ro cu rar, pero los em ­
pleados no saben que están tra b a ja n d o ju n to con otros en u n p ro ­
yecto así, no podríam os decir que están cooperando los unos con
los otros. Si p erm itiéram o s que los em pleados supiesen que hay otros
agentes al lado de ellos y, aun, que tuviesen cierto conocim iento del
objetivo o del sentido de la em presa com ún, ello no nos au to rizaría
todavía a d ecir que su trab a jo es cooperativo. Será, a lo sum o, un
tra b a jo coordinado. P odrá decirse que los agentes cooperan sólo si,
adem ás de las condiciones indicadas h a sta aquí, es verdad tam bién
que p o r lo m enos u n a de las razones que cada agente tiene p ara
realizar su trab a jo es el deseo de ay u d ar a generar el bien a cuya
producción está d estinada la em presa.
Considerem os p rim ero a los tra b a ja d o re s que intervienen en una
em presa m eram ente coordinada. Es probable que tra b a je n sólo con
vistas a sus propios fines: cada uno de ellos ha aceptado el tra b a jo
p o r su rem uneración, y, en esa m edida, ninguno de ellos tiene fun­
dam entos p ara poner en tela de juicio la tare a que le es asignada.
Si cada uno sabe que hay otros em pleados, y sabe algo acerca del
sentido de la em presa en com ún, pero tra b a ja aún con la rem une­
ración, re su lta entonces que hay un principio análogo al que, según
he señalado, actú a en u n a em presa v erdad eram ente cooperativa. Po­
drem os ad v ertirlo im aginando a un tra b a ja d o r de u n a em presa
co o rd in ad a que desea in crem en tar sus rem uneraciones. Sabe que
tam bién otro s p articip an , y sabe del sentido de la em presa. Si el
p a tró n es leal, el tra b a ja d o r puede suponer razonablem ente que se
lo reco m p en sará en proporción con su ap o rte al bien que, p o r las
razones que fuere, el d irec to r desea pro d u cir. El tra b a ja d o r puede,
pues, p en sa r razonablem ente que puede in crem en tar su contribución
com pensando la deficiencia de la actuación de los otros, o haciendo
cosas que son im p o rtan tes pero se las deja sin hacer. Pero cuanto
m ás com pleja es la em presa y m ás perfecto el director, tan to m enos
razonable es p a ra el em pleado suponer que realm ente puede incre­
m en tar su contribución al bien y p asa r a m erecer p o r ello rem u n era­
ciones m ás altas yendo m ás allá de sus responsabilidades. En el caso
lím ite de la C orporación Divina no ten d ría razones p a ra p en sa r que
puede in cre m en tar sus rem uneraciones p o r esa vía. Los deberes del
em pleado serían p a ra éste absolutos, a pesar del hecho de que Dios
ve su tra b a jo com o dirigido a un propósito. La C orporación Divina
puede entonces m odelar algunos rasgos de m oralidad, ya sea que
considerem os que la corporación involucre coordinación o plena coo­
peración.
C onsiderem os ah o ra las cuestiones que se suscitan si lo que in­
volucra es cooperación. En tal caso, al m enos p a rte de la m otivación
p a ra p a rtic ip a r en la em presa está constituida p o r el deseo de ayu­
d ar en la originación del bien. Ello no necesariam ente equivale al
deseo de ese bien m ism o, sea cual fuere. Si el bien que debe p ro ­
ducirse en co n ju n to es v erd ad eram en te un bien com ún —esto es, un
bien que es u n bien p a ra cada uno de los agentes, ap a rte de se r el
bien p o r el cual Dios creó to d a la em presa—, entonces puede ofre­
cerse alguna de las varias explicaciones acerca del m odo en que cada
uno halla su p ro p ia dicha en ese bien. Si no se tra ta de un bien
com ún en ese sentido, entonces debe p re sen tarse u n a explicación
d istin ta del m otivo p o r el que participam os. Podem os ver eso tam ­
bién com o la cuestión de si las personas que p articip an com o agen­
tes en la C orporación Divina tien en d en tro de sí u n a fuente de orden,
esencial a su n aturaleza, que los conduce a a c tu a r com o m iem bros
de u n a em p resa cooperativa ju sta , o si, com o ocurre en u n a em presa
coordinada, deben ser inducidos o em pujados, m ediante sanciones
y recom pensas externas, a a c tu a r de m an era apropiada. E n cualquier
teoría de la m otivación, la necesidad de explicar la suprem acía de
las leyes m orales es tan im p o rtan te com o la necesidad de d a r cuenta
de la ejecutabilidad; y el filósofo debe tam b ién d ejar espacio p a ra
u na explicación de p o r qué no siem pre actuam os en concordancia
con las leyes del m undo m oral.

H asta ah o ra he m antenido m i discusión acerca de la C orporación


Divina al m argen de las realidades históricas. U nicam ente he inten­
tado m o s tra r que la idea puede en carn arse en una am plia variedad
de posiciones que tienen en com ún el rasgo esencial de basarse en
la lógica de la coordinación o la cooperación b ajo u n in sp ecto r p er­
fecto. No m e propongo su g erir que se h an ejem plificado realm ente
to d as las v arian tes posibles. Tam poco quiero decir que a com ienzos
del p eríodo que aquí consideram os la ética de la C orporación Di­
vina haya p redom inado b ajo la form a genérica y sim ple en que la he
p resen tad o . P or el co n trario : las doctrinas religiosas referentes a la
necesidad de la gracia divina, ya fuese en su form a m ás recia, anti-
pelagiana, o en form a m ás débil, sem ipelagiana, siem pre h an plan­
teado dificultades en relación con la ejecutabilidad, en tan to que los
escepticism os de variadas especies dieron lugar o a dudas acerca de
la universalidad, y el estoicism o y el m aquiavelism o p lan tea ro n di­
ficultades en relación con la suprem acía. Pero sí me propongo afir­
m ar que la C orporación Divina re p resen ta lo que se to rn ó cada vez
m ás im p o rtan te p a ra la enseñanza m oral del cristianism o. P or ello el
m odelo puede ser ú til p ara los propósitos del histo riad o r.
En p rim er lugar, nos ayuda a co m p ren d er los rasgos estru c tu rales
y dinám icos de u n a serie im p o rtan te de posiciones que realm ente
se h an dado y ejerciero n una influencia. Santo Tom ás de Aquino y
sus m uchos seguidores de la tradición de la ley n atu ral, tan to en el
lado católico com o en el p ro testan te, a través de Suárez y de H ooker,
sostienen concepciones que se aju stan al m odelo de la C orporación
Divina. Lo m ism o hacen los pensadores de la ley n a tu ra l «m oderna»
que dependen de Grocio. No hallam os pensadores com o Pufendorf,
B urlam aqui y V attel, que suscitan en la actualidad gran interés fi­
losófico, p orque el aspecto filosófico de sus obras, deslindado de sus
preocupaciones p o r la política y p o r la ley internacional, con fre­
cuencia m eram ente rep ite n lo que se había elaborado an teriorm ente.
Pero rep resen tan lo que creo que constituyó el m arco de pensa­
m iento com ún de los sectores cultos del m undo d u ra n te los si­
glos x v i i y x v i i i . Los filósofos de ese período a los que consideram os
en n u estro estudio, llam an n u estra atención en p a rte porque m odi­
ficaron ese m arco, se ap a rta ro n de él y, eventualm ente, lo abando­
naron. P ara com prenderlos es decisivo sab er de qué se ap artab an ,
ver p o r qué lo hacían y com probar h asta dónde llegaron. P or tanto,
la C orporación Divina es útil no sólo como punto de p a rtid a sino
tam b ién como punto de referencia. En la m edida en que un filósofo
se m antiene cercano a él, podem os considerarlo conservador; en la
m edida en que se a p a rta de él, como innovador. Ello nos proporciona
u n a cierta p au ta general del cam bio en el terren o de la filosofía m o­
ra l en térm in o s que po d rían h ab e r utilizado los pensadores del pe­
ríodo que in tentam os com prender, y no sólo en n u estro s propios
térm inos.
En segundo lugar, la idea de la C orporación Divina nos ayuda
a ver la h isto ria de la ética com o regulada p o r u n interés en el m un­
do m oral com o em presa cooperativa ju sta. Al colocar ante nosotros
el com plejo conjunto en el que deben aco rd arse los elem entos de
la vida m oral, sea cual fuere la in terp retació n filosófica que deba
dárseles, nos advierte que no debem os a trib u ir indebida im portancia
explicativa a discusiones filosóficas acerca de uno solo de esos ele­
m entos. Un cam bio en la in terp retació n de un elem ento reclam ará
otro s cam bios en la explicación filosófica del m undo m oral. La inte­
ligencia de la dinám ica que vincula a esos cam bios es quizá la he­
rram ie n ta m ás im p o rtan te que nos p roporciona la idea de la Cor­
poración Divina p a ra com prender la h isto ria de la ética en el pe­
ríodo al que nos referim os.
E n lo que sigue p ro c u raré ilu strarlo exam inando m uy ráp id am en te
los cam bios que condujeron a las posiciones de Reid, B entham y
K ant. Con la o b ra de estas figuras llegam os, creo, a la culm inación
del p eríodo clásico de la ética m oderna y a la transición a un nuevo
período. La idea de la C orporación Divina h a b rá servido p a ra su
propósito si nos p erm ite explicar el m odo en que sus concepciones
surgieron razonablem ente de concepciones anteriores.

VI

El cam bio fu n d am ental reg istrad o en el pensam iento religioso


d u ra n te el período que nos ocupa fue el rechazo, h asta donde fuese
posible, de la apelación al m isterio y a la incom prensibilidad com o
elem ento cen tral de toda elaboración conceptual adecuada de la fe
cristiana. Ese cam bio llevó a resu ltad o s dram áticos p ara la explica­
ción de la m o ralid ad dentro de la C orporación Divina. Cuando no
podem os en ten d e r ni el bien colectivo al que contribuim os ni nues­
tro propio papel en su producción, y cuando creem os en una vigi­
lancia providencial constante de la vida, sólo es racional —tal lo he
sostenido— co n sid erar nu estro s deberes com o absolutos. Ello es así,
tan to si cada uno de nosotros está m otivado únicam ente p o r el
propio in terés, com o si no lo está. P or consiguiente, el filósofo que
da cuenta del m undo m oral debe d ar de esos deberes una explicación
que dé lu g ar a esa form a de verlos, A m edida que los propósitos de
Dios se to rn a n m ás com prensibles y a m edida que se to rn a m ás
clara la p a rte que nos toca p a ra co laborar en ellos, hay cada vez
m enos razones p a ra concebir los deberes de esa m anera. E sto es
p artic u la rm en te cierto cuando se deja de v er a Dios p rim ariam en te
com o juez ju sto , y com ienza a concebírselo m ás bien com o A utor
Benevolente de la N aturaleza. Entonces su finalidad será n u e stra di­
cha, ya no la incom prensible m anifestación de u n a gloria infinita;
y si el objetivo es la dicha, la p arte que nos toca en su originación
es en ten d id a m ás fácilm ente. E sta tendencia cobra m ás fuerza cuan­
do, com o lo hacen los teístas y los deístas, se insista en que después
de la C reación Dios hizo que el m undo o b ra ra sin una providencia
especial im predecible, esto es, que puso en m ovim iento la m áquina
del m undo y la dejó sola. Porque entonces ya no podem os p en sa r
que un p o d er inteligente corrige nuestros erro res y n u estra s om isio­
nes, y com pensa los accidentes. Lo razonable es p en sa r que la p a rte
m ayor de la responsabilidad de o b ra r así es n u estra. Existen, pues,
cada vez m ejores razones p a ra en ten d e r la m oralidad en térm in o s de
n u e stra responsabilidad de aten d e r al objetivo de n u estro s deberes
—al bien que h an de p ro d u cir n u estro s esfuerzos cooperativos— como
guía d irecta de la acción.
Existen a la vez razones p ara re sis tir esa tendencia u tilita rista .
Como cabría esperar, se la puede p o n er en tela de juicio en razón
de que al u tilitarism o le es difícil explicar cómo sabe cada uno de
no so tro s qué es lo que h a de hacer. H allam os tam bién o tra form a
de razonar. N u e stra experiencia m oral —p ara no ap elar a la doc­
trin a religiosa— es em pleada com o fuente de argum entaciones con­
tra las concepciones u tilitaristas. N u e stra experiencia m oral tiene
u n peso racional porque, de acuerdo con u n a teoría de la C orpora­
ción Divina, Dios tiene que habernos propo rcionado el m odo de lle­
g ar a sab er qué es lo que se req u iere de nosotros. De ahí que la
experiencia p o r la cual cada uno de nosotros aprende a ac tu a r de­
bidam ente, tiene que reflejar las realidades del m undo m oral. Y como
esa experiencia está igualm ente a disposición de todos nosotros, ella
nos pro p o rcio n a datos com unes a p a rtir de los cuales arg ü ir razo­
nablem ente. B u tler es el locus classicus. T ras acep tar que el único
ca rác te r m oral positivo que podem os a d ju d ica r a Dios es la bondad,
ad m ite que Dios contem pla el m undo com o u n u tilitarista. Pero
no so tro s no nos hallam os en la situación de Dios. N osotros no sa­
bem os lo suficiente p a ra ser u tilitaristas, y la experiencia m oral nos
m u estra que tenem os deberes p artic u la res de o tras especies:

C o m o n o s o m o s j u e c e s c o m p e te n te s d e lo q u e e s tá e n g e n e r a l p a ra
e l b ie n d e l m u n d o , p u e d e h a b e r o tr o s fin e s in m e d ia t o s a lo s q u e
e s t a m o s d e s tin a d o s a p e r s e g u ir , a p a r te d e l d e h a c e r e l b ie n o p r o ­
d u c ir d ic h a . A u n q u e e l b ie n d e la c r e a c ió n s e a el ú n ic o fin d e su
A u to r, n o o b s ta n te , é l p u e d e h a b e r n o s im p u e s to o b lig a c io n e s p a r ­
tic u la r e s q u e p o d e m o s d is c e r n ir o se n tir , m u y d is t in ta s de la p e r ­
c e p c ió n d e q u e la o b s e r v a n c ia o la v io la c ió n d e e lla s e s p a r a d ic h a
o d e s d ic h a d e la s d e m á s c r ia tu r a s . Y é s e e s en r e a lid a d el c a s o
( T h e W o r k s o f B i s h o p B u t l e r , 1, 166n).

E n o tro s lugares B u tle r p re sen ta m uchos detalles en favor de esta


ú ltim a tesis. E n p a rte ataca aquí a H utcheson, quien sostiene que,
m ien tras que disponem os de un sentido m oral que nos sirve de
guía —evitándose con ello quebraderos de cabeza en relación con la
ejecu tab ilid ad —, sus dictados se re g istra n del m ejor m odo en una
ley u tilita rista . M ientras que B utler considera inaceptable esta ú lti­
m a conclusión, otros critican la concepción no cognitiva señalando
que es incapaz de d ar cuenta de la universalidad. El previsible re­
sultado de estos lances es la reafirm ación de la concepción intuiti-
vista en Price y, en ú ltim a instancia, en Reid.
E n R eid hallam os la ú ltim a y la m ás red u cid a de las teorías de
la C orporación Divina del siglo x v i i i . En realidad es discutible que
se lo d eba co n sid erar en general com o teórico de la Divina Corpo­
ración. Reid sostiene que los principios m orales son evidentes p o r
sí m ism os y que todo hom bre tiene de esos principios u n a com pren­
sión in tu itiv a suficiente p a ra guiar la acción de acuerdo con ellos.
Su análisis de la intuición concede a ésta en la aclaración de n u estro
conocim iento de la n atu ra leza el m ism o papel que tenía en nues­
tro conocim iento de la m oralidad. Puesto que con ello dispone de fun­
dam entos m uy generales p a ra a c ep tar que las convicciones m orales
co rrien tes tien en peso racional, p areciera no ten er necesidad de
apoyarse en la creencia b u tlerian a de que la facultad m oral nos ha
sido dada p o r Dios. P areciera tam bién que R eid no piensa que el
o b ra r de acuerdo con los principios, evidentes p o r sí m ism os, de la
m o ralidad, esté destinado a servir a o tro fin cualquiera m ás allá
de la conform idad m ism a. Parece, pues, defender u n a concepción
deontológica com o la que m ás tard e difundieron P rich ard y Ross.
Pero si en este sentido se h alla fu e ra del dom inio de la C orporación
Divina, existe o tro aspecto de su posición que no lo está. R eid sos­
tiene que n u estra s convicciones m orales ordinarias constituyen el
criterio que debem os em plear p a ra analizar teorías referen tes a las
leyes generales de la m oralidad. Y, teniendo p resen te ese citerio,
concluye, c o n tra H um e, que ninguna ley básica sim ple es adecuada.
E xisten unos diecisiete axiom as intuitivam ente evidentes de la m o­
ralidad. No es posible reducirlos a u n principio único. E n este pu n to
concluye la independencia de Reid respecto de la confianza en la
D ivinidad. Debe d isponer de u n Dios que garantice que n u e stra s in­
tuiciones revelan un m undo m oral, y no u n caos. Se necesita a Dios
p a ra e sta r seguro de que la lista, ap aren tem en te a rb itra ria , de axio­
m as es com pleta, y de que los axiom as no se hallan en conflicto en tre
sí. E n especial, Reid re c u rre a Dios p a ra m o stra r que la prudencia,
im p u esta p o r la evidencia, no e n tra en conflicto con las exigencias
de benevolencia, ju stic ia y con los re sta n te s principios, tam bién evi­
dentes p o r sí m ism os, de la m oralidad. C ontra el u tilitarism o m o­
n ista de quien, com o B entham , no ad m itía ninguna apelación a Dios
com o en tid ad explicativa, R eid podía d isponer sólo de dos líneas
arg u m en tativ as. Una es la de afirm ar que la m e jo r explicación del
hecho de que todos com partim os las m ism as convicciones m orales,
es la de que ellas re su ltan de la percepción exacta de la realidad
m o ral fu n d am en tal. La o tra es el recurso a lo evidente en sí m ism o.
P ero B en th am sostiene que la m ejo r explicación de esas conviccio­
nes co m p artid as es que surgen del condicionam iento social y psi­
cológico. A R eid le queda, p o r tan to , la epistem ología de un intui-
cionism o general com o línea básica de defensa de un pluralism o de
los principios m orales c o n tra el m onism o u tilita rista . E n este punto
em pezam os a vérnoslas con las cuestiones que p asa ro n a ser cen­
trale s en la siguiente fase de la h isto ria de la ética.
V II

La tarea de las teorías de la m oral secular en el período que va


de M ontaigne a K ant fue im puesta por la a p titu d de las teo rías de
la Corporación Divina p ara d ar cuenta de la m oralidad tal com o se
halla presen te en la sociedad de los tiem pos; adem ás, esa m oralidad
h abía sido m odelada en gran m edida p o r doctrinas anim adas p o r los
presu p u esto s de la C orporación Divina. De tal m odo, los m oralistas
seculares se vieron llevados a re ite ra r en sus teorías m uchos de los
rasgos de las concepciones de la C orporación Divina. Ello es noto­
riam en te claro en la o b ra de H obbes, y constituye tam bién u n a ca­
racterística de la concepción de Hum e. Un breve com entario acerca
de ellos nos p e rm itirá p o n er m ejor de m anifiesto la originalidad de
B entham y de K ant, y m o stra r las razones p o r las que considero que
estos dos últim os pensadores señalan el fin de u n m odo de com ­
p re n d e r el p roblem a de la filosofía m oral y el com ienzo de otro.
Pienso que es obvio que tan to H obbes com o H um e hallan m odos de
re p e tir esa relación en tre leyes m orales absolutas y el bien p ro d u ­
cido m ediante la coordinación o la cooperación, que es esencial en
las concepciones de la C orporación Divina. Es asim ism o claro que
cada uno de ellos en cu en tra un su stitu to que asum e al m enos al­
gunas de las funciones de Dios en aquellas concepciones. Lo que
deseo su b ray ar aquí está relacionado m ás bien con la concepción
que su sten ta en cuanto a la tare a de la filosofía m oral. Al lado de
las m uchas diferencias que separan a esos dos filósofos, éste es un
p u n to en que están de acuerdo.
Lo están en cuanto a que el m undo m oral no se sostiene sólo
p o rque cada uno de los individuos que p ertenecen a él com prenda
la explicación e n tera de la m oralidad; m ucho m enos porque cada
uno utilice d eliberadam ente la explicación filosófica de la m oralidad
al to m a r decisiones m orales. En realidad, H obbes y H um e estarían
de acuerdo en que sería sum am ente peligroso p ara el m undo m oral
que o cu rriera u n a cosa así. P ara H obbes, los ciudadanos h an de
co m p ren d er la m oralidad com o cosa de la regla de oro, com plem en­
tad a con u na prédica de las leyes, cuidadosam ente regulada, desde
el púlpito. Sus obras m ism as están dirigidas al gobernante, no a las
m asas p ara su u lte rio r debate. Hum e, sin p en sa r que se necesite
tan to de un control central, concibe al m undo m oral com o sostenido
po r n u estro s propios sentim ientos. Explica cóm o se hallan n a tu ra l­
m ente coordinados p a ra h acer su trab ajo , pero no sugiere que cada
uno de n o sotros deba h ac er de su explicación un principio que des­
pués apliquem os al to m ar n u estras decisiones. Posiblem ente haya
cierto lu g ar p ara «corregir nu estro s sentim ientos» en los m árgenes
del m undo m oral, pero no es el uso deliberado de la teoría lo que
da al m undo m oral su orden fundam ental.
El rechazo de esa concepción de los lím ites de la filosofía m oral
y su su stitu ció n p o r la creencia en que cada agente puede c o n trib u ir
d eliberadam ente al orden m oral debido m ediante el em pleo de un
principio de acción descubierto p o r un filósofo, es obra de B entham y
de K ant.
Con B en th am el cam bio no proviene tan to de una m otivación
filosófica in tern a, cuanto de la p ro fu n d a convicción de que el m un­
do social debe ser reform ado. Al no a c ep tar un principio cósm ico de
orden, B entham abandona en teram en te el punto de vista de la Cor­
poración Divina, pues no ve razones p a ra suponer que las creencias
m orales ex istentes h asta ese m om ento tengan algún valor com o guías
en esa em presa. Antes de que podam os saber de su valor, debem os
disponer de un criterio racional que podam os em plear deliberada­
m ente p a ra estim arlos. Ese criterio no sólo puede ser usado p o r los
gobernantes p a ra rem odelar sus sociedades; tam bién puede ser u sa­
do p o r los individuos al to m ar sus decisiones. P or tanto, B entham no
ofrece el p rin cip io u tilitario com o explicación de u n m undo m oral
en el que podem os e s ta r seguros de que ya, de algún m odo, h ab ita­
mos. E s m ás bien p a ra que nos guiem os al h ac er p o r nosotros m is­
m os y p a ra no so tros m ism os u n a com unidad que será m oral. No hay
nadie m ás que pueda asu m ir la responsabilidad de hacerlo.
B entham nos m u estra la radicalidad del cam bio que experim enta
la tare a de la filosofía m oral si no suponem os que hay algo así
com o el in sp ecto r general de u n a C orporación Divina, ni siquiera la
N aturaleza. A hora el filósofo debe o frecer los fundam entos raciona­
les de su principio, los cuales deben ser lo suficientem ente fu er­
tes p a ra convencer a personas que m uy bien pueden h a b e r sostenido
convicciones o p u estas a él. Las cuestiones referen tes al m odo en
que cada agente puede figurarse o llegar a sab e r qué debe h acer
en casos p articu lares, ad quieren u n a im p o rtan cia que no tenían en
la teo ría de la Divina C orporación y en sus equivalentes seculares.
Y las cuestiones referen tes a si es posible p ro b a r un p rim er p rin ci­
pio m oral de ese tipo, y de qué m odo ello es posible, pasan a ten er
u na im p o rtan cia nueva y m ucho m ayor. Una vez m ás nos hallam os
en un nuevo período de la filosofía m oral.

V III

Mi h isto ria debe te rm in a r con K ant; y a la luz de esa h isto ria, su


posición se p resen ta ex trao rd in ariam en te com pleja y, creo, p ro fu n ­
d am ente am bivalente. Sólo la necesidad m e conduce a la insensatez
de in te n ta r p re se n ta r un análisis de su lugar en la h isto ria de la
el ica al íinal de un ensayo.
Si K ant fu era el deontologista puro y sim ple por el que a m enudo
se lo ha tom ado, h a b ría ido aun m ás lejos que Reid en el abandono
de las concepciones de la m oralidad in scritas en la idea de la Cor­
poración Divina. H ab ría extraído de tales concepciones el elem ento
que subraya el ca rác te r absoluto de los deberes propios y lo h abría
incorporado en el todo de lo que es distintivam ente m oral. De ese
m odo h ab ría denegado el significado teleológico de los deberes ab ­
solutos que es fundam ental en las concepciones de la C orporación
Divina. H ab ría m o strad o que se puede d a r cuenta de la universa­
lidad de las exigencias m orales señalando su tran sp a ren te racionali­
dad. H ab ría eludido la necesidad que R eid tenía de re c u rrir a Dios
com o g aran tía de coherencia de la m oralidad, m ostrando que hay
un solo principio m oral. H ab ría m o strad o que puede asegurarse la
ejecutabilidad porque es fácil aplicar ese principio único, y porque
siem pre som os libres de o b ra r com o la m oralidad lo exige. Y h abría
garantizado la suprem acía de la m o ralid ad m ediante su insistencia
en el carác te r exclusivam ente categórico de aquélla. Es, por cierto,
esta ú ltim a afirm ación la que conduce a los lectores de K ant a pen­
sar que este filósofo ve a la m oralidad com o en teram ente separada
de toda preocupación por la cuestión teleológica de la ejecución del
deber. Pero tal lectu ra de K ant no es apropiada. M uchos com entado­
res han m o strado p o r qué es así, y acaso la cuestión no esté ya en
duda. Me propongo aquí sólo señalar un m odo de ponerlo de m a­
ní liesto que revela a la vez u n aspecto de im p o rtan cia en el que K ant
se m antiene aún p ro fu n d am en te in serto en la tradición de la Cor­
poración Divina.
Podrem os verlo si consideram os la concepción de K ant, re iterad a
por él con frecuencia, de que la v irtu d o la bondad m oral debe ser
enten d id a com o lo que nos hace dignos de ser dichosos. Es im por­
tan te ad v e rtir que esa explicación involucra u n a grave petición de
principio p ara que K ant la em plee. Uno de sus propósitos explícitos
es m o strar que la m oralidad nos constriñe con independencia de si
( 1 1 eem os que) Dios existe y nos recom pensa y nos castiga. P ero la
n o c ió n de m erecer algo —el bien o el mal, recom pensa o castigo—
•.olo cobra sentido en un contexto en el cual rige un sistem a de dis-
li ¡luición de bienes y de m ales de acuerdo con reglas o criterios
preestablecidos. Dado ese m étodo, es entonces ciertam ente obvio
■1111 - los que se atienen a las reglas y satisfacen los criterios (o lo
h a c e n «m ejor», si ello es pertinente), m erecen las recom pensas es-
i.iMccidas, y que los que q u eb ran tan las reglas m erecen los castigos.
Al la lia r tal contexto, no puede hallarse un sentido a la noción de
m erilo. La afirm ación de que alguien m erece m ejo r su erte que la que
l.i vida le ha d eparado no es sino el em pleo de una m etáfora para
ex p resar el sentido de que esa persona debería h ab er tenido m ejor
vida. De tal m odo, al d a r sim plem ente por sentado que la v irtu d
puede ser definida en térm inos de m erecer la dicha, K ant pone de
m anifiesto que ad m ite en teram en te un pu n to de vista que arm oniza
en form a p erfec ta con u n m undo ju sto , respecto del cual es co rrec ta
la concepción de la C orporación Divina, pero no tiene sentido si
vivimos en un universo neutral.
Por cierto, en u n aspecto de im p o rtan cia K ant no da sim plem ente
p o r sentado que vivam os en un m undo ju sto . Más bien sostiene que
la m oralidad nos exige que cream os que vivimos en un m undo así.
N u estras acciones m orales no deben ser llevadas a cabo, señala, en
razón de sus consecuencias. Deben ser llevadas a cabo sim plem ente
p o rq u e la ley m o ral las exige. No ob stan te, todos los actos racionales
tienen u n p ropósito, y tam b ién deben tenerlo los actos exigidos p o r
la m o ralidad. K ant cree poder d em o strar que el m undo req u erid o
p o r la m o ralid ad com o su resultado, es u n m undo en el que la dicha
es d istrib u id a de acuerdo con el m érito. Ahora bien: si no es razo­
nable ac tu a r sin p ropósito y si no podem os to m a r como propósito
u n a cosa que sabem os o creem os que es im posible, entonces debe­
m os creer que tal m undo es posible. Y p a ra creer que tal m undo es
posible, debem os creer tam bién —concluye K ant n o to riam en te— que
existe un Dios que puede hacerlo, porque los seres hum anos solos
no pueden co n tro lar aquellos aspectos de la N aturaleza que deben
o rd en arse si h a de originarse u n m undo m oral. Dicho en pocas pala­
b ras, K ant no puede concebir la m oralidad si no es en un m undo
e stru c tu ra d o tal com o la C orporación Divina lo estru c tu ra. En lugar
de v er el c a rá c te r absoluto de las exigencias del deber com o resu l­
tan te del previo conocim iento de que vivimos en u n m undo así, ve
esas exigencias com o lo que nos proporciona la única justificación
p a ra creer que lo hacem os.
Es bien sabido que este aspecto de la p o stu ra general de K ant
le acarreó dificultades m uy grandes. No me refiero a sus argum en­
tos m orales en favor de la existencia de Dios y de la inm ortalidad
del alm a, los cuales nos incom odan a nosotros m ás de lo que lo
in q u ietaro n a él. Me refiero m ás bien a la dificultad que h alla p a ra
explicar convincentem ente que la m oralidad puede ser perfectam en­
te ind ep en d ien te de u n a creencia religiosa, y su confianza en las re ­
com pensas de la v irtud, m ien tras sostiene, al m ism o tiem po, que la
m o ralid ad nos exige que tracem os u n a visión religiosa del m undo en
que actuam os. Si la negativa de K ant a re n u n ciar a esta ú ltim a p a rte
de tal com pleja creencia atestig u a la tenacidad de su com prom iso
con u n a concepción de la m oralidad en la línea de la C orporación
Divina, existe o tro aspecto de su pensam iento que m u estra clara­
m ente su ren u en cia a p erm an ecer den tro de esos lím ites. K ant siem ­
p re creyó que la capacidad que las p a rte s del m undo de Dios tienen
de co m p o rtarse com o p arte s de un todo ordenado, daba u n a p ru eb a
m ás sublim e de la gloria de Dios que la que daría la necesidad de
su intervención y dirección constantes. El resultado final de ello en
el pensam iento m ad u ro de K ant no es sólo la convicción roussoneana
de que la com prensión m oral es igualm ente accesible a todo ser h u ­
m ano norm al. Lo es tam bién la creencia de que el em pleo conscien­
te del conocim iento explícito de la ley m o ral no d esb a rataría el orden
m oral, sino que, p o r el contrario, lo consolidaría. Por tanto, entiende
a este principio com o principio explicativo de n u estra s conviccio­
nes m orales m ás pro fu n d as —al igual que en la teo ría de la C orpora­
ción Divina— y, asim ism o, com o principio regulador de n u estra s
decisiones —al igual que en la concepción de B entham — . P ero en sus
escritos h istó ricos y políticos la función directiva llega a te n e r un
papel cada vez m ayor. Debemos pen sar que en u n respecto som os
sem ejantes a Dios. Se nos exige que transform em os el m undo en una
com unidad m oral ju sta. La ley m oral nos m u estra las condiciones
que debem os cum plir p a ra que sea u n a com unidad en la que poda­
m os p a rtic ip a r voluntariam ente com o agentes racionales. K ant pa­
rece, pues, tra ta r cada vez en m ayor m edida el m undo m oral como
una tare a h istó rica antes que corno una certeza m etafísica o religio­
sa. E ste giro de su pensam iento confirm a que su concepción es, en
realidad, descendiente de la C orporación Divina. Como he señalado,
u n a consecuencia de la dinám ica de la C orporación Divina es el
que, en la m edida en que la actividad y la supervisión de Dios se re­
duce, la responsabilidad del hom bre se increm enta. Lo m ism o que
B entham , aunque de m anera m ucho m ás com pleja, K ant realm ente
no creyó que p udiéram os hacerla depender de Dios.3

BIBLIOGRAFIA

Utopia and Reform in the Enlightenment, Cambridge,


V EN T U R I, F r a n c o :
Cambridge University Press, 1971.
W ade , I ra O.: The Intellectual Origins of the French Revolution, Prince-
ton, Princeton University Press, 1971.
The Works of Bishop Butler, bajo la dirección de J. H. Bernard, Londres,
Macmillan, 1900.

3. E sto y su m am en te agradecido a J. J. K atz, T hom as N agel, Q uentin Skinner,


David Sachs, Richard R orty y John R aw s por su s com en tarios acerca de una
red acción anterior de este trabajo.
LA IDEA DE LIBERTAD NEGATIVA: PERSPECTIVAS
FILOSOFICAS E HISTORICAS

Q uentin S kin n er

El p ro p ó sito de este tra b a jo es exam inar un m edio posible p ara


en san ch ar n u e stra com prensión de los conceptos que em pleam os en
la discusión social y política.1 La ortodoxia dom inante nos invita a
p ro ced er co nsultando n u estra s intuiciones acerca de lo que es po­
sible o no es posible decir o hacer coherentem ente m ediante los
térm inos que generalm ente utilizam os p a ra expresar los conceptos
en cuestión. S o stendré que es posible com plem entar provechosa­
m ente ese enfoque confrontando esas intuiciones con u n exam en m ás
sistem ático de las teorías poco conocidas d en tro de las cuales a veces
aun n u estro s conceptos m ás conocidos han sido puestos en acción
en d iferentes períodos históricos.2

1. E sto y m uy agradecido a T hom as B aldw in, John Dunn, R ichard F lathm an,
R aym ond G euss, Su san Jam es, J. G. A. Pocock, R u ssell Price, Jam es Tully,
y a qu ienes ju n to conm igo son resp on sab les de esta com pilación, por la lectura
y el com en tario de los p rim eros borradores de e ste artículo. E stoy esp ecial­
m en te en deuda con T hom as B aldw in y con Su san Jam es por las m uchas discu­
sio n es que pu de so sten er con ello s, y porque m e brindaron una ayuda esencial.
U na versión anterior del p resen te en sayo con stitu yó la b ase de las leccion es
M essen ger que dicté en la U niversidad Cornell en octubre de 1983. P osterior­
m en te h ice algunas revision es a la luz de la valiosa crítica que recogí en ese
en ton ces, en esp ecial de parte de Terry Irw in, John Lyons y John N ajem y.
2. D esarrollo, pues, una línea de pensam iento originariam ente esbozada al
final de Skinner, 1969, 52-53. E sa argum entación m antiene a su vez una m ani­
fiesta deuda con las form u lacion es con ten id as en la In trod ucción a M aclntyre,
1966 y e n D unn, 1968, dos estu d ios que han influido m ucho en m í. D ebo añadir
que si al prin cip io tengo p resente que la tesis de la in conm ensu rab ilidad , tal
co m o es defendida esp ecialm en te por Feyerabend, 1981, sirve para pon er en
tela de ju icio la idea m ism a de segu ir la línea de p en sam ien to que tengo en
cuenta, só lo pu ed o resp on d er que u n a de las exp ectativas que ten go a propó­
Una de las form as de avanzar en esta línea de pensam iento con­
sistiría en p re se n ta r u n a defensa general de esta concepción de la
«relevancia» de la h isto ria de la filosofía p ara la com prensión de las
discusiones filosóficas contem poráneas. E n lugar de eso in ten taré,
em pero, a p o rta r u n a contribución m ás directa, aun cuando acaso sea
tam bién m ás m odesta, al tem a de este libro, centrándom e en un
concepto en p a rtic u la r que es, al m ism o tiem po, fundam ental en las
discusiones actuales acerca de teo ría social y política y, a la vez, a
m i juicio, postergado por este tipo d e trata m ien to histórico.
El concepto en el que pienso es el de lib ertad política, el grado
de lib ertad ifreed o m o lib erty] p ara la acción de que los agentes
individuales disponen dentro de los lím ites que les im pone su p er­
tenencia a una sociedad política.3 Lo p rim ero que debe observarse es
que, en tre los filósofos de habla inglesa de la actualidad, la discu­
sión de este tem a ha dado lugar a u n a conclusión que dispone de un
grado de aceptación notablem ente am plio. Es la de que —p a ra citar
una fórm ula debida originariam ente a B entham y difundida recien­
tem ente p o r Isaiah B erlín—■el concepto de lib ertad es esencialm ente
un concepto «negativo». Esto es, se dice que su presencia está seña­
lada p o r la ausencia de alguna o tra cosa; específicam ente, por la
ausencia de algún elem ento constrictivo que inhiba al agente de poder
ac tu a r de m anera independiente en la prosecución de los fines que
é l 4 h a elegido. Tal com o lo expresa G erald MacCallum, en térm inos
que se han vuelto clásicos en la bibliografía actual, «cada vez que
está en tela de juicio la lib ertad de u n agente, se tra ta siem pre de
la lib ertad respecto de alguna im posición o de alguna restricción
p ara h acer o no h acer algo, o p ara llegar a ser o no llegar a ser una
cosa, o de u n a in terferen cia o una b a rre ra p ara ello» (M acCallum,
1972: 176).5

sito de las argum entacion es que presento en este artículo —no la expectativa
central, si bien está lejo s de ser m od esta— es la de que pueda hacer algo (al
m enos en relación con las teorías acerca del m un do social) para poner en tela
de ju icio la tesis m ism a de la inconm ensurabilidad.
3. Al discutir este concep to algunos filósofos (p or ejem plo, O ppenheim , 1981)
prefieren hablar de lib ertad [ f r e e d o m ] social, en tan to que otros (por ejem p lo,
R aw ls, 1971) hablan siem pre de libertad [lib e rty ]. H asta donde pu ed o ver, esta
diferencia en la term in ología nada im plica. Por consiguiente, a lo largo de la
siguiente argum entación m e consideraré en libertad para tratar esos dos tér­
m inos com o sin ón im os exactos y para em plear in d istin tam en te uno u otro.
4. O «ella», naturalm ente. En el curso de este artículo m e perm itiré, no
ob stan te, em plear «él» com o abreviatura de «él o ella».
5. N ótese que e llo im plica que si un análisis negativo de la libertad tom a
siem p re una form a triádica (com o en este p u n to sugiere M acCallum ), inclu i­
rá siem pre al m enos una referencia im plícita a la p osesión , por parte del agente,
de una volun tad ind ep en dien te, no forzada, a consecu en cia de la cual es capaz
de obrar lib rem en te en la p rosecución de los fines que ha elegido. Es verdad
que en ocasion es eso ha sid o p u esto en tela de ju icio. John Gray, por ejem plo
(1980, 511), sostien e que «la libertad debe ser considerada básicam en te com o un
No sería exagerado decir que esa suposición —la de que la única
idea coherente de lib ertad es la idea negativa de no estar im pedido—
ha co n stituido el b asam ento de todo el desarrollo del pensam iento
político co n tra ctu alista m oderno. H allam os que ya Thom as H obbes
lo expresa en la conclusión del capítulo titulado «Acerca de la li­
b e rta d de los sujetos» del Leviatán, en el cual p re sen ta u n a fo rm u ­
lación, llam ad a a ejercer una influencia m uy grande, de la tesis de
que «la lib e rta d [liberty or fre e d o m ] significa (propiam ente) la ausen­
cia de oposición», y no significa ninguna o tra cosa (H obbes, 1969:
261). El m ism o supuesto, expresado a m enudo específicam ente en los
térm inos del análisis triádico de MacCallum, continúa circulando a
lo largo de la bibliografía actual. B enn y W einstein, p o r ejem plo,
ad o p tan im p lícitam ente el esquem a de M acCallum en su im p o rtan te
ensayo acerca de la lib ertad com o no restricción de opciones, y
lo m ism o hace O ppenheim en su reciente discusión de la lib e rta d
social com o capacidad de escoger alternativas.6 En Theory of Justice,
de Rawls, en Social P hilosophy, de Feinberg, y en m uchas o tra s
teorizaciones contem poráneas se invoca explícitam ente el m ism o
análisis, con u n a referencia d irecta al clásico artículo de M acCallum .7
Es cierto, sin duda, que, a pesar de esta coincidencia fundam ental
y p ersisten te, siem pre h a habido discusiones en tre los p artid a rio s
de la tesis «negativa» acerca de la n aturaleza de las circunstancias
en las cuales es propio decir que se h a infringido, o no se h a in frin ­
gido, la lib ertad de algún agente individual. P orque siem pre ha h a ­
bido convicciones divergentes respecto de lo que deba ser considerado
com o oposición y, p o r tan to , respecto de la especie de im posición
que lim ita a la lib ertad , com o opuesta a la m era lim itación de la
capacidad de los agentes de llevar a cabo acciones. Mucho m ás im ­
p o rta n te que ello, em pero, p a ra los fines de esta argum entación es
la generalizada adhesión de que es objeto la conclusión de que

con cep to diádico, y no com o un concep to triádico», afirm ación que él so stien e
recurriendo a la crítica que Isaiah B erlin form u la contra M acCallum en razón
de que é ste su p u esta m en te n o advierte que «un hom b re que lucha con tra su s
cadenas o un p u eb lo que lucha contra la esclavitu d no se propon e n ecesaria­
m en te co m o ob jetiv o un estad o ulterior definido» (B erlin , 1969, xliii, n ota).
Pero es sin duda evid en te que el hom b re en lucha del ejem p lo de B erlin es
una p erson a que desea verse libre de un elem en to de in terferen cia y,»al m ism o
tiem p o, ser (lib rem en te, ind ep en d ien tem en te) capaz de hacer, de ser o de con­
vertirse en algo —en últim a instan cia, para con vertirse e n un hom b re lib erado
de la coacción que le im ponen su s cadenas y, en con secu en cia (e ip so f a d o ) ,
libre para obrar, debe op tar por obrar así. P arece claro, para decirlo breve­
m ente, que el ejem p lo m en cion ad o pasa por alto la cu estión plan teada por M ac­
Callum , e sto es, que cuand o d ecim os de un agente que no es ob jeto de con s­
tricción , e llo equivale a decir que e s capaz de obrar según su voluntad; o de
optar p or p erm anecer inactivo, por su pu esto.
6. V éase B en n y W einstein, 1971, 201; O ppenheim , 1981, 66.
7. V éase R aw ls, 1971, 202; Feinberg, 1973, 11, 16.
—como lo señala C harles Taylor en su arrem etid a co n tra este con­
senso— la idea de lib ertad debe ser analizada como un m ero «con­
cepto de oportunidades», com o consistiendo sólo en la ausencia de
constricciones, y, p o r ello, como desvinculada de la prosecución de
Lodo íin o todo p ropósito determ inado (Taylor, 1979: 177).
Es típico de los teóricos que sostienen una idea negativa de la
libertad —H obbes es una vez m ás el ejem plo clásico— que indiquen
las im plicaciones de esa tesis cen tral en térm inos polém icos. La fina­
lidad de ese m odo de proceder ha sido p o r lo general el de rechazar
tíos postulados referen tes a la lib ertad social —ocasionalm ente de­
fendidos los dos en la historia de la teo ría política m o d ern a— en
razón de que son incom patibles con la idea fundam ental de que gozar
de lib ertad social es sim plem ente cuestión de no ser obstaculizado,
lino de ellos ha sido la sugerencia de que sólo es posible ase g u rar la
libertad individual d en tro de una fo rm a p a rtic u la r de com unidad
auLónoma. Dicho m ás claram ente: lo que se afirm a es que (como
dice R ousseau en Du C ontrat Social) la conservación de la lib ertad
personal depende de la ejecución de los servicios públicos. La o tra
propuesta, relacionada con la precedente, que es objeto del ataque
de los teóricos del concepto negativo de la libertad, es la de que las
cualidades req u erid as en cada ciudadano individualm ente a fin de
aseg u rar la realización efectiva de esos deberes cívicos, deben ser las
virtudes cívicas. P ara decirlo, o tra vez, m ás claram ente (com o lo hace
Espinoza en el T ractatus Politicus), lo que se sostiene es que la liber-
Lad supone la virtud, que únicam ente los virtuosos son v erd ad era­
m ente o plenam ente capaces de ase g u rar su propia lib ertad indi­
vidual.
A m an era de resp u esta a esas p arad o jas, algunos teóricos con­
tem poráneos de la lib ertad negativa sim plem ente han seguido a H ob­
bes en su insistencia en que, puesto que la lib ertad de los sujetos
debe involucrar «inm unidad respecto del servicio del Estado», toda
afirm ación en el sentido de que la lib ertad involucra la ejecución
de tales servicios, y de que p ara ejecu tarlo s es necesario el cultivo
de las virtudes, tiene que e sta r com pletam ente desencam inada (H ob­
bes, 1968: 266). Isaiah B erlín subraya, por ejem plo, al final de su
celebrado ensayo «Two concepts of liberty», que h ab lar de que uno
se to rn a libre llevando a cabo virtuosam ente sus deberes sociales y,
por tanto, equiparando v irtu d con interés, es sim plem ente «echar
un m anto m etafísico sobre una hipocresía que o se engaña a sí m is­
ma o es deliberada» (B erlín, 1967: 171). La reacción m ás m oderada
y habitual, em pero, h a sido la de sugerir que, sean cuales fueren
los m éritos de las dos afirm aciones heterodoxas que he puesto de
relieve, no concuerdan p o r cierto con un análisis negativo de la li­
b ertad , y deben de ap u n ta r en cam bio a una concepción diferente
—acaso, incluso, a un concepto diferente— de la lib ertad política.
Tal parece ser la concepción del propio B erlin en u n a sección p re­
cedente de su ensayo, en la cual adm ite que podríam os co n sid erar
una versión secularizada de la creencia de que el servicio a Dios es
la lib ertad p erfecta «sin h ac er con ello que la palab ra “lib e rta d ”
p ierd a en teram en te su significado», si bien añade que el significado
que en tal caso debiéram os a trib u ir al térm ino probablem ente no
sería el exigido p o r u n a concepción negativa de la lib ertad (B er­
lín, 1969: 160-162).
A p esar de esas lim itaciones, los defensores m ás im parciales de
la lib ertad negativa h an aceptado a veces la posibilidad de elab o rar
u na teo ría coh eren te —aunque inh ab itu al— de la libertad social, en
la que la lib e rta d de los individuos p u d iera conectarse con los idea­
les de v irtu d y de servicio público.8 Como B erlín, en p articu lar, ha
subrayado, todo lo que hace falta añadir p a ra que tales afirm acio­
nes com iencen a a d q u irir sentido es la sugerencia -—en ú ltim a ins­
tancia aristo télica— de que som os seres m orales que poseen d eter­
m inados fines v erdaderos y propósitos racionales, y que nos hallam os
en posesión de n u e stra lib ertad en el sentido m ás pleno cuando vivi­
mos en u n a com unidad tal, y actuam os en fo rm a tal, que aquellos
fines y aquellos propósitos se logran tan to cuanto es posible (Ber-
lin, 1969: 145-154).
Algunos au to res contem poráneos h an añadido, adem ás, que de­
bem os agregar esta p rem isa co m plem entaria y reconocer que (dicho
con p alab ras de C harles Taylor) la lib ertad no es un concepto de
« oportunidad» sino de «ejercicio», que som os libres sólo «en el eje r­
cicio de ciertas capacidades» y, p o r tanto, que «no som os libres, o
m enos libres, cuando esas capacidades están obstaculizadas o no se
realizan» (Taylor, 1979: 179). Lo ca racterístico es que tales teóricos,
tra s h ab e r dado ese paso, procedan a observar que ello nos lleva al
m enos a co n sid erar la rehabilitación de las dos tesis acerca de la li­
b e rta d social tan vigorosam ente rechazadas p o r H obbes y sus dis­
cípulos m odernos. En p rim e r lugar, com o señala Taylor, si la n a tu ­
raleza h u m an a no tiene en realidad u n a esencia, no deja de ser
plausible la suposición —sostenida de hecho p o r m uchos filósofos de
la A ntigüedad— de que su plena realización sólo es posible «en
d eterm in ad a fo rm a de sociedad» a la que es m en ester que sirvam os y
defendam os, si tan to n u e stra v erdadera n atu raleza com o, p o r consi­
guiente, n u e stra p ro p ia lib e rta d individual han de alcanzar su desa­
rrollo m ás pleno (Taylor, 1979: 193). Y, en segundo lugar, com o Ben­
jam ín Gibbs, p o r ejem plo, sostiene en su obra Freedom and Libera-

8. Pero en m odo alguno ocurre que tod os hayan sid o tan im parciales. Los
segu id ores estrictos de H obb es (com o Steiner, 1974-1975; Day, 1983 y Flew , 1983)
in siste n en que el ún ico m od o de dar cu enta del con cep to de libertad es el ne­
gativo. Y, en la m edida en que el análisis de M acCallum su giere un a com ­
pren sión n egativa de la lib ertad com o ausen cia de co n striccio n es sob re las op­
cion es del agente (las que él h ace), aq u ello es tam bién una im p licación de su
con cep ción y de las que depend en de ella.
limi, una vez que hem os reconocido que n u e stra lib ertad depende
■•ilc la obtención y el goce de los bienes cardinales apropiados a
lu ic s L r a naturaleza», difícilm ente podríam os evitar la u lte rio r con-
i-lusión de que la p rá ctica de las virtudes puede ser indispensable
p a r a la ejecución de las acciones m o ralm en te im p o rtan tes que sir­
v e n p ara señalarnos com o «acabadam ente libres» (Gibbs, 1976: 22,
I.VM31).
I’nede decirse, pues, que b u en a p a rte de la discusión en tre los
que conciben la lib ertad social como una noción negativa de o p o rtu ­
nidad y los que la conciben como u n a noción positiva de ejercicio,
deriva de u na controversia m ás p rofunda acerca de la n atu raleza
hum ana. Lo que au fo n d está en cuestión es si podem os ten er la
rspi-ranza de d istin g u ir u n a noción objetiva de eudaim onía, o ple­
n it u d hum ana.9 Los que desdeñan esa esperanza p o r considerarla
ilusoria —tal com o hacen B erlin y sus m uchos seguidores— conclu­
yen que p o r ello es u n peligroso e rro r conectar la lib ertad individual
eim los ideales de v irtu d y de servicio público. Los que creen en
ni leí eses hum anos reales o identificables —Taylor, Gibbs y o tro s—
responden insistiendo que por ello puede al m enos su sten tarse que
•.iilo el ciudadano virtuoso, anim ado p o r los intereses públicos y que
■11 ve al E stado, se halla en plena posesión de su libertad.
I Ilo a su vez im plica, no obstante, que hay un p resupuesto fun­
dam ental co m partido p rácticam ente p o r todos los que particip an en
l.i disensión actual acerca de la lib ertad social. Incluso C harles Tay-
l < e Isaiah B erlin pueden e sta r de acuerdo en lo siguiente: sólo si
l»<idemos d a r u n contenido a la idea de plenitud hum ana objetiva
«abe esp erar que adquiera sentido una teo ría que aspire a poner en
( iiesl ion el concepto de lib ertad individual con actos virtuosos de
s e r v i c i o público.
I a (esis que me propongo defender es la de que ese presupuesto
n i n n í n fundam ental es un erro r. Y a fin de defenderla me volveré
i l<> que considero que son las lecciones de la historia. In te n ta ré
...... - . l i a r que en una trad ició n de pensam iento m ás tem p ran a y ahora
ili-.n liada la idea negativa de la lib ertad com o m era ausencia de obs-
im eeinn p ara el o b ra r de los agentes individuales en la prosecución
d<- l o s lines elegidos p o r ellos, se com bina con las ideas de v irtu d y
d e s e r v i c i o público precisam ente en la form a en que en la actualidad

in d a s l a s p artes en disp u ta consideran im posible h acer sin in cu rrir

e n u n a incoherencia. In ten ta ré, pues, co m p letar y corregir el sen tir


■I.....inaiile y erró n eam ente estrecho de lo que se puede y no se puede
h . i e e r y decir con el concepto de lib ertad negativa, exam inando el his-
loiial de las cosas, m uy distintas, que se han hecho con ese con­
. e p l o en fases an terio res de la historia de n u e stra cultura.
'i l'sioy en deuda con B aldw in , 1984 por haber su brayado y señalado que
. ii rl um lco de las con cep cion es m ás «positivas» de la libertad estriba una
■<mt rpt ion así.
II

No obstan te, an tes de em p ren d er esa ta re a es m enester resp o n ­


d er p rim eram en te a u n a obvia p reg u n ta acerca de tal m odo de p ro ­
ceder. Pues p o d ría m uy bien p lan tearse la cuestión de por qué p ro ­
pongo ex am in ar en este contexto el registro histó rico en lugar de
in te n ta r d irectam en te d esa rro llar u n análisis filosófico m ás com pren­
sivo de la lib e rta d negativa. Mi re sp u esta no es que yo suponga que
no haya que p en sa r en tales ejercicios p u ram en te conceptuales; p o r
el co n trario : ellos constituyen la carac te rístic a de las contribucio­
nes m ás ho n d as y m ás originales al debate contem poráneo.10 Se tr a ta
m ás bien de que, a causa de algunas suposiciones m uy difundidas
acerca de los m étodos m ás adecuados p a ra el estudio de los con­
ceptos sociales y políticos, sugerir que podría utilizarse un concepto
co h eren tem en te de m an era no habitual, probablem ente llegaría a
p arece r m ucho m enos convincente que m o stra r que se lo ha u tili­
zado de m an era in h ab itu al pero coherente.
Es posible ilu s tra r fácilm ente la n atu raleza de las suposiciones en
las que estoy pensando a p a r tir de la bibliografía actual acerca del
concepto de lib ertad . El postulado básico de todos los autores que
he m encionado h asta ah o ra es que explicar un concepto com o el de
lib ertad social, consiste en d a r cu en ta de los significados de los té r­
m inos que em pleam os p a ra expresarlo. Se está de acuerdo, adem ás,
en que la com prensión de los significados de tales térm inos es u n a
cuestión co n cerniente a la com prensión de su uso correcto, a la
captación de lo que se puede y lo que no se puede decir y h acer
con ellos.11
H asta ahí todo va bien; o, m ejor, h asta ahí todo va w ittgenstei-
nianam ente, lo cual estoy dispuesto a suponer que, en estos tem as,
significa lo m ism o. A parte de eso, se tiende a e q u ip arar esos proce­
dim ientos con u n a explicación del m odo en que nosotros p o r lo
general em pleam os los térm inos del caso. Lo que se nos p rescrib e
ex am in ar es, pues, «lo que no rm alm en te diríam os» acerca de la li­
b erta d , y lo que advertim os que «no querem os decir» cuando reflexio­
nam os en form a d ebidam ente consciente acerca de los usos del
térm in o .12 Se nos dice que perm anezcam os «lo m ás cerca posible

10. T engo p resen te esp ecialm en te M acCallum , 1972 y B aldw in , 1984.


11. Para una p resen tación exp lícita de eso s p ostu lad os, aplicad os al «de­
sarrollo» del con cep to de libertad, véa se por ejem p lo P arent, 1974a, 149-151 y
O ppenheim , 1981, 148-150, 179-182.
12. P arent, 1974b, 432-433. V éase tam b ién B enn y W einstein, 1971, 194 en re­
lación con la necesid ad de exam inar «lo que generalm en te se puede decir» acerca
del lenguaje ordinario» en razón de que el cam ino m ás seguro para
com prender un concepto como el de lib ertad consiste en ca p ta r «lo
que n o rm alm ente dam os a entender» m ediante el térm ino «libertad».13
Ello no equivale a decir que el «lenguaje ordinario» tenga la
ú ltim a p alabra, y la m ayoría de los au to re s que he estad o discutien­
do se esfuerzan p o r distanciarse de u n a suposición tan desacred ita­
da. Por el co n trario: se da p o r supuesto que cuando nos desplazam os
hacia u na posición de equilibrio en tre n u estras intuiciones re fere n ­
tes a u n concepto y las exigencias del uso corriente, bien puede re­
su ltar necesario regular lo que estam os dispuestos a decir acerca
de un concepto com o el de libertad, a la luz de lo que advertim os que
decim os acerca de otros conceptos estrech am en te relacionados con
aquél, tales com o los de derecho, responsabilidad, coerción, etcétera.
El verdadero objetivo del análisis conceptual —tal com o, p o r ejem ­
plo, lo form ula F einberg— es, pues, a rrib a r, m ediante la reflexión
acerca de «lo que norm alm ente dam os a entender cuando em plea­
m os ciertas palabras», a un delineam iento m ás acabado de «lo que
sería m ejo r que significáram os si hem os de com unicarnos eficaz­
m ente, evitar las p arad o jas y lograr coherencia general».14
No o b stante, com o lo ponen de m anifiesto las citas precedentes,
la cuestión co ntinúa refiriéndose a lo que nosotros som os capaces
de decir y de significar sin incoherencia. Dado tal enfoque, es fácil
ver de qué m odo todo intento p u ram en te analítico de p o n er en co­
nexión la idea de lib ertad negativa con los ideales de v irtu d y de
servicio, p ro p enda a ap a rec er com o n ad a convincente y com o sus­
ceptible de ser inm ediatam ente desechado. Porque es obvio que
nosotros no podem os ten er la esperanza de poner en conexión la
idea de lib ertad con la obligación de llevar a cabo actos virtuosos de
servicio público, salvo en el inconcebible caso de hacerlo a expensas
de ren u n ciar a n u estra s intuiciones acerca de los derechos indivi­
duales, o de hacer que ellas p ierdan su sentido. Pero ello a su vez
quiere decir que —en el caso de los au to res que he estado conside­
ran d o — a quien insiste en in te n ta r explicar el concepto de esa m a­
nera, op u esta a lo que indican las intuiciones, sólo le son ofrecidas
dos respuestas. La m ás benévola es la de sugerir —com o B erlín, p o r
ejem plo, tiende a decir— que en realidad debe de e star hablándose
de o tra cosa; que debe de «tenerse un concepto distinto» de lib ertad .15

del térm ino «libertad» a fin de com prender el concep to, y su ataque a la
explicación de Parent en 1974, 435 en razón de que «evidentem ente (e s) con­
trario al u so norm al» el que «se esté obligado a desconfiar de la caracterización
de la lib ertad que inclu so la hace posible».
13. A p rop ósito de esta indicación, véase O ppenheim , 1981, 179.
14. V éase Feinberg, 1973. Un p u n to de v ista sim ilar se halla en Parent, 1974a,
166; Raz, 1970, 303-304 y O ppenheim , 1981, 179-180, quien cita tan to a Feinberg
com o a Raz con aprobación.
15. V éase Berlín, 1969, esp ecialm en te 154-162; véase Ryan, 1980, 497.
Pero la re sp u esta m ás usual consiste en so sten er —-como hace, p o r
ejem plo, P are n t— que sim plem ente se debe de ser víctim a de u n a
confusión. El p o n er en conexión la idea de lib e rta d con principios
tales como la v irtu d o el dom inio racional de sí m ism o, según nos lo
advierte P aren t afablem ente, deja de expresar «lo que o rd in aria­
m ente dam os a entender» m ediante el térm ino «libertad» o, aun,
no se relaciona con ello. De lo cual concluye que cualquier intento
de frag u ar tal vínculo sólo puede conducir a u n a com prensión e rró ­
nea del concepto en cuestión.16
Con la esperanza de ev itar de antem ano ser excluido de esa m a­
n era antes de in iciarse la discusión, m e propongo eludir el análisis
conceptual y volverm e, en cam bio, a la historia. Antes de hacerlo,
es m enester, em pero, in tro d u cir aun o tra n o ta prelim in ar de adver­
tencia. P ara que exista alguna perspectiva de ap elar al pasado en la
fo rm a que he esbozado —com o u n m edio p a ra poner en tela de
juicio n u estra s opiniones actuales an tes que p a ra ap u n tala rlas— ,
tendrem os que reexam inar, y h a s ta rechazar, las razones que h ab i­
tu alm en te aducen p a ra ocuparse con el estudio de la h isto ria de la
filosofía los principales cultores de ese tem a en la actualidad.
Puede h allarse una discusión típica de esas razones, debida a un
especialista destacado, en la «Introducción» al libro de J. L. Mackie
que lleva el rev elad or títu lo de Problem s fro m Locke. Ella se inicia
con la enunciación de los p resu p u esto s básicos de gran p a rte de la
producción con tem poránea en el ám bito de la h isto ria de la filosofía:
el de que existe cierta esfera determ in ad a de problem as que cons­
titu y en la disciplina que es la filosofía, y que, p o r consiguiente, po­
dem os a g u a rd ar que hallarem os la esfera correlativa de los tra ta ­
m ientos histó rico s de esos problem as, algunos de los cuales pueden
re su lta r ser «de p erm an en te interés filosófico».17 De ello se sigue que,
si nos p roponem os u n a h isto ria provechosa, debem os aju starn o s a
dos pautas. La p rim era es la de co n cen trarse exactam ente en los tex­
tos históricos, y exactam ente en las secciones de esos textos, en
los que se pone de m anifiesto inm ediatam ente que en verdad se desa­
rro llan conceptos p a ra elab o rar argum entos conocidos con los que
podem os e n tra r d irectam en te en discusión. M ackie expresa clara­
m ente esa regla al d estac ar en su «Introducción» que «no in ten ta
exponer o estu d ia r la filosofía de Locke com o u n todo, ni la p arte
de esa filosofía que se puede h allar en el E nsayo», puesto que su
objetivo es exclusivam ente d iscu tir «un conjunto lim itado de p ro ­

16. Parent, 1974a, 152, 166 y 1974b, 434. V éase tam bién Gray, 1980, 511, quien
in siste en que con u n a reflexión acerca de «las expresion es in teligib les que
tien en que ver con la libertad» p od em os desechar la afirm ación de M acCallum de
que el térm ino siem pre im plica u n a relación triádica.
17. M ackie, 1976, 1. De acuerdo con las form u lacion es m ás op tim ista s, tales
tratam ien tos h istó rico s pu ed en ser en oca sio n es de in terés filosófico p e r m a ­
nente. V éase, por ejem p lo, O’Connor, 1964, ix.
blem as de p erm a n en te interés filosófico» planteados y considerados
en diferentes lugares de la o b ra de Locke (Mackie, 1976: 1).
La segunda p a u ta es la de que, pu esto que la razón p a ra exhum ar
a los grandes filósofos del pasado es la de que nos ayudan a h allar
m ejores resp uestas a nu estras propias preguntas, debem os estar
suficientem ente p rep arad o s p a ra re fo rm u lar sus pensam ientos en
nu estro p ropio lenguaje, buscando u n a reconstrucción racional de
lo que ellos creían, antes que una im agen, en teram en te auténtica
desde el p u n to de vista histórico, en la que esos dos proyectos
com ienzan a e n tra r en conflicto. M ackie ofrece nuevam ente u n a afir­
m ación p artic u la rm en te clara de su com etido al observar que el p ro ­
pósito p rincipal de su obra «no es exponer las concepciones de
Locke, o e stu d iar sus relaciones con sus contem poráneos o cuasi
contem poráneos, sino tra b a ja r con vistas a las soluciones de los p ro ­
blem as m ism os» (M ackie, 1976: 2).
El valor de la observancia de esas reglas, se nos asegura final­
m ente, reside en su capacidad de proporcionarnos un m odo fácil y
rápido de re p a rtir n u e stra herencia intelectual. Si dam os con un
texto filosófico, o con u n a sección de un texto in teresan te p o r o tras
razones, en el que el au to r com ienza a d iscutir un tem a que (como
dice M ackie) «no es p a ra nosotros u n a cuestión viva», lo procedente
es cam biarlo de sitio p a ra p asa r a estu d iarlo b ajo u n títu lo aparte,
el de «la h isto ria general de las ideas» (M ackie, 1976: 4). Se consi­
d era que ése es el nom bre de u n a disciplina distinta, que se ocupa
con cuestiones de significado «puram ente histórico», com o opuestas
a las de significación «intrínsecam ente filosófica».18 E n ocasiones se
da a en ten d er firm em ente que es difícil en ten d er cóm o tales cues­
tiones (no siendo «vivas») puedan ten er en general alguna signifi­
cación. Pero se adm ite h abitualm ente que bien pueden en c e rra r un
in terés p a ra quienes están interesados en tales cosas. Ellos serán
precisam ente los h isto riad o res de las ideas, los cuales no se en tre­
g arán a investigaciones que revistan im p o rtan cia alguna p a ra la fi­
losofía.
No deseo, p o r cierto, poner en tela de juicio la obvia verdad de
que en m uchos aspectos de la h isto ria de la filosofía m oderna se
reg istra una am plia continuidad, de m odo tal que en ocasiones po­
dem os aguzar n u estro ingenio discutiendo directam ente con quienes
son n u estro s predecesores y n u estro s superiores. No obstante, deseo
su g erir que existen al m enos dos razones p a ra poner en tela de ju i­
cio la suposición de que debiera escribirse la h isto ria de la filosofía
com o si no fuera realm ente historia. Una es que, aun cuando nos
sentim os seguros al decir de alguno de los filósofos del pasado que
h ab ita en un continuo atem poral, y que debate una cuestión que

18. Una afirm ación rep resentativa de la cu estión form ulada recientem en te
en esos exactos térm inos, puede hallarse por ejem p lo en Scruton, 1981, 10-11.
en la actu alid ad posee im portancia, y lo hace con u n estilo e n tera­
m ente contem poráneo, difícilm ente podam os afirm ar que hem os en­
tendido al filósofo en cuestión o arrib ad o a u n a in terp retació n de su
pensam iento, m ien tras nos lim item os sim plem ente a explicar y co­
m en tar la e s tru c tu ra de sus argum entos. No proseguiré aquí con esta
objeción, p ero considero que em p re n d er u n a discusión es siem pre
discu tir con alguien, razonar en favor o en co n tra de d eterm in ad a
conclusión o de determ inado curso de acción. Al ser ello así, la ta re a
de in te rp re ta r u n texto que contenga tales form as de razonam iento
exigirá de no so tros (p a ra h a b la r hiperesquem áticam ente) que si­
gam os en el enfoque dos líneas que m e parecen en últim a instancia
inseparables, si bien a m enudo se las sep ara en form a tal que la
segunda es om itida. La ta re a inicial es obviam ente re cu p erar la sus­
tan cia del arg um ento m ism o. Si deseam os, em pero, llegar a u n a in­
terp retació n del texto, a una com prensión de p o r qué sus contenidos
son com o son y no de o tra m anera, nos ag u ard a aún la u lte rio r ta re a
de re co b ra r lo que el a u to r p u ed a h a b e r querido decir al arg u m e n tar
en la p recisa fo rm a en que lo hizo. Debem os, pues, e sta r en con­
diciones de d ar cu enta de lo que él hacía al p re se n ta r su arg u m en ta­
ción, esto es, qué serie de conclusiones, qué curso de acción estaba
apoyando o defendiendo, atacando o rechazando, ridiculizando con
ironía, desdeñando con polém ico silencio, etcétera, etcétera, a lo lar­
go de toda la gam a de actos de habla encarnados en el acto, v asta­
m ente com plejo, de com unicación intencional que puede decirse
que toda o b ra de razonam iento discursivo com prende.
Una de m is dudas acerca del enfoque dom inante de que es objeto
la h isto ria de la filosofía, es que sistem áticam en te ignora este últim o
aspecto de la ta re a in terp retativ a. Paso ahora a mi o tra crítica, a la
cual me propongo d ar un tra ta m ie n to m ucho m ás extenso. E sta
crítica afirm a que la noción de «relevancia» contenida en el enfoque
ortodoxo es in n ecesariam ente re stric tiv a y, en realidad, filistea. De
acuerdo con la concepción que he resum ido, la h isto ria de la filo­
sofía es «relevante» sólo si podem os utilizarla com o u n espejo que
nos devuelva reflejadas n u estra s propias creencias y supuestos. Si
podem os hacerlo, ello asum e «significación in trín secam en te filosófi­
ca»; si no lo logram os, subsiste com o u n a cosa «de interés p u ram en te
histórico». E n pocas p alabras: el único m odo de ap ren d er del pa­
sado es ap ro p iarse de él. E n lugar de eso, m e propongo sugerir que
pueden ser p recisam ente los aspectos del pasado que a p rim era
vista p arecen carecer de relevancia contem poráneam ente los que,
exam inados m ás de cerca, re su lten poseer una significación filosófica
m ás inm ediata. Pues su relevancia puede e strib a r en el hecho de
que, en lugar de pro p o rcio n arn o s el placer h ab itu al y cuidadosa­
m ente am añado del reconocim iento, nos ponen en condiciones de
re tro c e d e r en n u estra s creencias y en los conceptos que em pleam os
p a ra expresarlas, obligándonos quizás a reconsiderar, a refo rm u lar
o aun (com o a continuación p ro c u ra ré indicar) a a b a n d o n ar algunas
de n u estras convicciones actuales a la luz de esas perspectivas m ás
am plias.
P ara a b rir la senda hacia esa noción m ás com prensiva de «rele­
vancia», abogo, pues, p o r una h isto ria de la filosofía que, en lugar de
su m in istra r reconstrucciones racionales a la luz de los prejuicios
actuales, p ro cu re evitar a estos últim os tan to cuanto sea posible.
Es indudable que no se los puede ev itar en teram ente. Es, con razón,
un lugar com ún de las teorías h erm enéuticas que, com o especial­
m ente G adam er lo h a destacado, en n u e stra aprehensión im aginativa
de textos h istóricos es fácil que nos hallem os condicionados en u n a
form a de la que ni siquiera podem os e s ta r seguros de p o d er llegar
a ser conscientes. Cuanto propongo es que, en vez de inclinarnos
an te esa lim itación y erigirla en principio, debem os lu c h a r co n tra
ella con to d as las arm as que los h isto riad o res ya com enzaron a ela­
b o ra r en sus esfuerzos por re co n stru ir sin anacronism o las mentali-
tés extrañas a nosotros de períodos anteriores.

II I

Las observaciones precedentes son excesivam ente program áticas


y pueden so n ar algo estridentes. P ro cu raré ahora darles consistencia
refiriéndolas al caso específico que he planteado, esto es, la cuestión
de lo que es posible y no es posible h acer y decir coherentem ente
con n u estro concepto de lib ertad negativa. Como ya lo he insinuado,
mi tesis es la siguiente: es m enester que m irem os m ás allá de los
confines de las discusiones actuales acerca de la lib ertad positiva
versus la lib ertad negativa, a fin de investigar la totalidad de los
argum entos referen tes a la lib ertad social elaborados en el curso
de la filosofía política de la E uropa m oderna; y que esa indagación
nos conducirá a u n a línea de argum entaciones acerca de la lib ertad
negativa que en el curso de la discusión actual h a sido am pliam ente
om itida, pero que sirve p a ra a rro ja r algunas dudas acerca de los
térm in o s de esa p ro p ia discusión.
La p erd id a línea de argum entación que desearía re h a b ilita r es la
que se halla in serta en la teo ría republicana clásica y, especialm ente,
rom ana, de la ciudadanía, teo ría que gozó de un resurgim iento b ri­
llante, aunque efím ero, en la E u ro p a re n ace n tista antes de ser contra­
dicha y eventualm ente eclipsada p o r los estilos m ás individualistas
(y, en especial, co n tractu alistas) de razonam iento político que triu n ­
fa ro n en el curso del siglo xvn. El éxito de la teo ría opositora, sobre
todo en la form ulación hecha p o r enem igos confesos del republica­
nism o clásico como Thom as H obbes, fue ta n com pleto que p ro n to
se convirtió en u n tru ism o la afirm ación de que —com o h ab ía soste­
nido H obbes— to d a teoría de la lib ertad negativa debe ser en efecto
u n a teo ría d e los derechos individuales.19 Al llegar a las discusiones
actuales hallam os que ese supuesto se halla ta n p ro fu n d am en te a rra i­
gado, que en u n a o b ra com o Anarchy, S ta te and Utopia, de R obert
Nozick, se la sien ta al com ienzo com o el único axiom a indiscutible
sobre el que después se erige la to talid a d del sistem a conceptual.20
P ero no siem pre se h a visto la cuestión bajo esa luz. Como los críti­
cos republicanos de H obbes vanam ente in te n ta b a n señalar o p o rtu n a­
m ente, jam ás hubo razones p a ra a c e p ta r la falaz tesis de H obbes de
acuerdo con la cual, al analizar la lib e rta d com o u n derecho, m era­
m ente fo rm u lab a definiciones neu trales de térm inos. P or el contrario,
com o en especial Jam es H arrin g to n p ro c u rab a sostener en su Ocea-
na, de 1656, cabía ver esa concepción de la lib ertad no sólo como
polém ica sino com o sum am ente pobre.21 A dherirse a ella suponía vol­
v er las espaldas a las tradiciones políticas de «los antiguos», especial­
m en te el ideal del estoicism o rom ano de la lib ertad bajo la ley. Tam ­
bién suponía —lo cual acarreab a un em pobrecim iento aún m ayor—
ig n o rar las lecciones im p artid as m ás recientem ente p o r el discípulo
m ás versado de los m oralistas rom anos, Nicolás M aquiavelo, a quien
H a rrin g to n exaltaba com o «el único político de los tiem pos poste­
riores», y de cuyos D iscursos sobre Tito Livio decía que constituían
el in ten to m ás im p o rtan te de re cu p erar y de ap licar u n a com pren­
sión esencialm ente clásica de la lib ertad política a las condiciones
de la E u ro p a p o sterio r a la E dad M edia (H arrington, 1977: 161-162).
Me hallo p len am ente de acuerdo con estos juicios de H a rrin g to n
—los cuales p ro n to serían repetidos p o r Espinoza—, y en lo que
sigue m i objetivo principal será sim plem ente el de am pliarlos.22
E sto es, in te n ta ré m o stra r que es la del estilo de pensam iento del
estoicism o rom ano acerca de la lib ertad política la tradición que en

19. Acerca del tr asfon d o de este desarrollo, véase Tuck, 1979, donde se h a­
llará tam b ién una im p ortan te d iscu sión acerca de la con cep ción de H obbes
acerca de los derechos ind ividu ales. E n relación con los m ism os su p u estos com o
trasfon d o del p en sam ien to de Locke, véa se T ully, 1980.
20. Así, la frase inicial de N ozick, 1974 reza: «Los ind ividu os tien en dere­
c h os, y hay cosas que ninguna p erson a n i nin gún grupo pu ed en hacerles (sin
v iolar su s derechos).» V éase N ozick, 1974, ix.
21. En relación con el trasfon d o de esta afirm ación, véase P ocock, 1981.
P ocock se h a esforzado m ás que nadie por revivir e sta p erspectiva harringto-
niana y por aclarar su s fu en tes en M aquiavelo. V éase P ocock. 1975, a quien
m u ch o adeudo. E n relación con la in d icación general que aquí form u lo, en e!
sen tid o de que a fin de ob ten er una p ersp ectiva m ás crítica acerca de los
su p u esto s y las creencias actuales deb em os volvernos a los m o m en tos h istóricos
en los que las ortod oxias del p resen te eran aún h eterod oxias, véase tam b ién el
trabajo de Charles T aylor in clu id o en este m ism o volum en.
22. T am bién in ten to hacerlo, a p r o p ó sito de otro a sp ecto de las op in ion es
de M aquiavelo acerca de la lib ertad social, en Skinner, 1893, a rtícu lo que
pu ed e ser leíd o co m o u n a co n tin u ación del p resente.
realidad debem os an te todo re cu p erar si deseam os h a lla r u n correc­
tivo del dogm atism o referen te al tem a de la lib ertad social que ca­
racterizan tan to al Leviatán de H obbes como a los escrito s de los
teóricos m ás recientes de los derechos n atu rales o hum anos. Y me
co n cen traré en los Discursos de M aquiavelo acerca de Tito Livio p o r
ser —p ara cita r el juicio de Espinoza— la reelaboración m ás ú til y
aguda de la teo ría clásica en los anales del pensam iento político m o­
derno (Espinoza, 1958: 313). Me dedicaré, pues, a d e sa rro llar una
tesis h istó rica acerca de las intenciones de M aquiavelo en sus D iscur­
sos y, asim ism o, u n a discusión m ás general acerca del valor de la
recuperación de lo que considero que fue la línea de pensam iento
de M aquiavelo. Mi tesis h istórica —a la que p o r el m om ento lam en­
tablem ente sólo puedo a sp ira r a p re se n ta r de m anera escueta y
p rogram ática—23 es que, si bien puede afirm arse que son p o r cierto
m uchas las cosas que M aquiavelo lleva a cabo en sus D iscursos,
acaso lo que cen tralm en te le in teresa es expresar —en p a rte p ara
p o n erla en tela de juicio, pero prin cip alm en te p a ra re ite ra rla — aque­
lla concepción de la libertas que h abía sido fundam ental objeto de
preocupación del pensam iento político republicano de los rom anos,
pero que p o sterio rm en te había sido obliterado p o r la com prensión,
m uy distin ta, de ese concepto que caracteriza a la E dad Media.24
Ya he sentado mi tesis m ás general, a saber, la de que la recuperación
de la e stru c tu ra de esa teoría, h asta donde es posible en sus propios
térm inos, puede ayudarnos a su vez a am pliar n u e stra com prensión
de la lib ertad negativa.

IV

E n los dos capítulos iniciales del libro p rim ero de sus D iscursos
M aquiavelo define lo que significa ser u n hom bre libre. Pero em ­
pren d e la discusión fundam ental de la lib ertad social en la u lterio r

23. Aguardo publicar en breve una m onografía acerca de la idea rep ublica­
na de libertad, en la que presen taré y docum entaré m ás acabadam ente las d is­
tin ta s afirm aciones que aquí debo form u lar de m anera inevitab lem ente concisa.
N ótese que, en lo que sigue, tod as las referencias lo son a M aquiavelo, 1980, y
que todas las traduccion es han sido hechas por m í, si b ien debo expresar m i
agradecim iento a R u ssell Price por su correspon dencia acerca de los problem as
de traducción que plan tea el texto de M aquiavelo, correspon dencia que ha sido
para m í un valioso auxilio. A dviértase tam bién que, debido a que el con texto
indica claram en te todas las veces que cito de los Disc ursos, m e ha parecido
su ficien te consignar la referencia a las páginas de esta fu en te dentro de mi
propio texto sin añadir en cada caso «M aquiavelo, 1960».
24. Para esta concep ción de la libertad política, véase H arding, 1980 y las re­
ferencias indicadas allí.
secuencia de capítulos, en los cuales considera los fines y los pro­
pósitos que los h o m bres com únm ente persiguen en la sociedad políti­
ca y, en consecuencia, sus fundam entos p a ra v alo rar su lib ertad . No
obstan te, con el c a rá c te r de u n p relim in ar a esa discusión señala
ante todo que en todas las organizaciones políticas reco rd ad as por
la h isto ria h an existido siem pre dos grupos de ciudadanos, diferen-
ciables en líneas generales, que siem pre han tenido disposiciones
(um ori) co n tra p u estas y, p o r consiguiente, razones diversas p a ra va­
lo ra r su lib e rta d de perseguir los fines que han elegido (137). Por
u n lado están los grandi, el rico y el poderoso, a quienes en ocasiones
M aquiavelo identifica con la nobleza (139). Lo característico es que sus
p rincipales deseos sean los de alcanzar el p o d er y la gloria p a ra sí
m ism os y ev itar la ignom inia a todo precio (150, 203). Además, a m e­
nudo desean esos fines con ta n ta pasión, que los persiguen con in­
tem perancia,25 tom ando su in tem perancia la form a de lo que Ma­
quiavelo llam a am bizione, u n a tendencia a alcanzar la preem inencia
a expensas de cu alquier otro (139, 414).26 E stas actitudes p erm iten
explicar p o r qué los grandi otorgan u n valor tan alto a su lib ertad
p ersonal. Pues su principal objetivo es n a tu ra lm e n te m antenerse
cuanto es posible libres de toda obstrucción ( senza ostacülo) a fin
de o b ra r de m odo de alcanzar la gloria p a ra sí m ism os m ediante
la dom inación de los otros (176, 236). Como concluye M aquiavelo, una
m inoría así «desidera di essere libera p er com andare» (176).
Así com o siem pre h ab rá grandi, siem pre e sta rá la m asa de los
ciudadanos o rdinarios, la plebe o popolo (130). Su principal preocu­
pación será h ab itu alm en te sólo la de vivir u n a vida segura «sin in­
q u ietudes acerca del libre gozo de su propiedad, sin dudas acerca
del h on o r de las m ujeres y los niños de su fam ilia, sin tem o r alguno
p o r ellos m ism os» (174). Pero tam bién ellos son proclives a experi­
m e n ta r esos deseos apasionadam ente y, en consecuencia, a perse­
guirlos con in tem p erancia. E n este caso la tendencia a la in tem p eran ­
cia tom a la fo rm a de lo que M aquiavelo llam a licenza, «un deseo
excesivo de libertad», un afán p o r evitar toda intervención en sus
asuntos, au n de p a rte del gobierno legítim o (134, 139, 227). A con­
secuencia de ello, tam bién el popolo m u estra u n a elevada conside­
ración —dem asiado elevada en realidad— p o r su lib ertad perso­
n al (139). P orque su objetivo fun d am en tal es n atu ra lm e n te el de
m an ten erse libre, h a sta donde es posible, de toda form a de in terfe­

25. E sto es, por lo que M aquiavelo llam a m étod os stra o rd in a ri. N ó te se que
eso s so n m étod os, co m o dirían Cicerón o T ito Livio, ex tra o rd in em . Pero obrar
r e d e e t o rd in e (otra frase favorita de T ito L ivio), es sa tisfa cer uno de los dos
escritos del obrar tem p e ra n tia , con tem planza. (V éase la n ota 32 m ás abajo.)
D e ahí que p od am os d ecir que los m étod os stra o r d in a ri son , para M aquiavelo
lo m ism o que para su s fu en tes clásicas, ca so s de intem peran cia.
26. E l m ejor exam en del pap el de la a m b izio n e en el con ju n to del pensa­
m ien to p o lítico de M aquiavelo se lo hallará en Price, 1982.
rencia a fin de p asa r sus vidas sin perturbaciones. Según resum e,
nuevam ente, M aquiavelo, «desiderano la liberta per vivere sicu-
ri» (176).
R esu ltará m anifiesto ah o ra que tal explicación de p o r qué todos
los ciudadanos valoran su lib ertad es al m ism o tiem po u n a expli­
cación de lo que M aquiavelo da a e n ten d e r al h ab lar de la lib ertad
de los agentes individuales en la sociedad política. Es claro que
piensa que son libres en el sentido de no h allar obstáculos en la
prosecución de todo fin que ellos hayan decidido fijarse p a ra sí m is­
mos. Tal com o lo señala en el capítulo inicial del libro prim ero, ser
un hom bre libre es hallarse en condiciones de ac tu a r «sin depender
de otros». Es decir, es libre en el sentido «negativo» o rd in ario de
ser independiente de toda lim itación im puesta p o r los dem ás agentes
sociales y, en consecuencia, libre —com o añade M aquiavelo en el
m ism o lugar con referencia a los agentes colectivos— p a ra ac tu a r de
acuerdo con la voluntad y el juicio de uno m ism o (126).
Es im p o rtan te su b ray ar este punto, siquiera porque contradice
dos afirm aciones sostenidas a m enudo p o r com entadores de los Dis­
cursos. Una es la de que M aquiavelo in troduce el fundam ental térm i­
no «liberta» en su discusión «sin tom arse el tra b a jo de definirlo», de
m an era que el sentido de esa palab ra aparece sólo gradualm ente en
el curso de la argum entación.27 La o tra es la de que, apenas co­
m ienza M aquiavelo a aclarar su significado, se trasluce que el térm ino
«libertad», tal com o él lo usa, «no tiene el sentido» que en la actua­
lidad debiéram os asignarle; p o r el co n trario , «debe tom árselo en un
sentido com pletam ente distinto».28
N inguna de esas dos afirm aciones parece h allarse garantizada.
Como acabam os de observar, M aquiavelo com ienza por se n ta r exac­
tam en te qué es lo que quiere d ar a en ten d er cuando habla de liber­
tad individual: entiende p o r ella ausencia de constricción, en especial,
ausencia de toda lim itación im puesta p o r otros agentes sociales a
la p ro p ia capacidad de ac tu a r de m anera independiente en la p ro ­
secución de los objetivos que uno h a elegido. Pero com o hem os visto
al com ienzo, no hay en m odo alguno nada inhabitual en la atribución
de ese sentido p a rtic u la r al térm ino «libertad». H ablar de la lib ertad
com o cuestión de ser independiente de o tro s agentes sociales y,
en consecuencia, de ser capaz de perseguir los propios fines, es re­
p e tir una de las fórm ulas m ás conocidas e n tre las em pleadas p o r los
teóricos contem poráneos de la lib ertad negativa, con cuya e stru c tu ra
fu n d am en tal de análisis M aquiavelo no parece d iscrep ar en absoluto.
P uesto que son m uchas las m etas que nos proponem os perseguir,
obviam ente nos in tere sa rá en la form a de com unidad que m ejor nos
27. R enaudet, 1956, 186. Un ju icio sim ilar se hallará en Pocock, 1975, 196:
Cadoni, 1962, 462n; C olish, 1971, 323-324.
28. G uillem ain, 1977, 321; Cadoni, 1962, 482. Juicios sim ilares se hallan en
H exter, 1979, 293-294; P rezzolini, 1968, 63.
asegure la lib e rta d de perseguirlas, ya sea que los objetivos en que
pensam os sean el poder y la gloria p a ra nosotros m ism os, o sim ple­
m ente los de aseg u rar el goce de n u e stra pro p ied ad y de n u e stra
vida fam iliar. La p reg u n ta que entonces se plan tea es claram ente
ésta: ¿en qué fo rm a de organización política podem os esp erar con
m ayor confianza que n u e stra lib ertad de p erseguir los fines que h e­
m os elegido sea la m ás grande?
A títu lo de re sp u esta a esa pregunta, M aquiavelo in troduce —a
com ienzos del libro segundo— en su discusión de la lib ertad social,
una afirm ación inu sual pero fundam ental. La única form a de orga­
nización política en la que los ciudadanos pueden te n e r la esperanza
de co n serv ar to d a lib ertad de perseguir sus propios fines, sostiene,
será la organización política en la que tenga sentido decir que la
com unidad m ism a «vive en un m odo de vida libre». Sólo en tales
com unidades pueden los ciudadanos am biciosos ten er la esperanza
de alcanzar p o d er y gloria «ascendiendo p o r m edio de su habilidad
a posiciones prom inentes» (284). Sólo en tales com unidades pueden
los m iem bros o rd in arios del popolo te n e r la esperanza de vivir en
la seguridad «sin in q u ietu d alguna porque su pro p ied ad les sea
quitada» (284). Sólo en u n a com unidad libre, en u n vivere libero, es
posible gozar librem ente de tales beneficios (174).
Pero, ¿qué es lo que M aquiavelo quiere decir al p red icar la liber­
tad de una com unidad en su conjunto? Como lo aclara al com ienzo
del libro prim ero , lo que entiende p o r el térm ino «libertad» cuando
lo em plea en esa form a, es exactam ente lo m ism o que quiere decir
cuando h ab la de la lib ertad de los cuerpos n atu rales com o opuestos
a los cuerpos sociales. Es u n a ciudad libre la que «no está su jeta a
la supervisión de ninguna otra», y, p o r tanto, es capaz, debido a que
no está constreñida, «de gobernarse a sí m ism a de acuerdo con su
p ro p ia voluntad» y de o b ra r en la consecución de los fines que ha
elegido (129).
Al re u n ir estas dos afirm aciones llegam os a la siguiente tesis: de
acuerdo con M aquiavelo, el goce continuo de la lib ertad personal
es sólo posible p a ra los m iem bros de u n a com unidad au tárq u ica en
la que la voluntad del cuerpo político d eterm in a sus propias accio­
nes, las acciones de la com unidad com o un todo.
R esta p re g u n ta r cuál es la fo rm a de gobierno m ás ap ro p iad a p a ra
m an ten e r tal vivere libero o lib ertad política. M aquiavelo cree que
es posible, al m enos teóricam ente, que u n a com unidad goce de un
m odo de vida lib re b ajo una form a m onárquica de gobierno. Pues
no hay en principio razón alguna p o r la que un rey no haya de orga­
nizar las leyes de su reino en form a ta l que reflejen la voluntad ge­
neral —y sirvan p o r tan to a la prom oción del bien com ún— de la
com unidad com o un todo.29 No obstante, insiste en general en que

29. En relación con esta posib ilid ad , véase M aquiavelo, 1960, 154, 193-194.
«sin duda ese ideal del bien com ún p ropiam ente es servido sólo en
las repúblicas, en las que únicam ente se sigue todo lo que tiende
a prom overlo» (280). De acuerdo con ello, la form ulación m ás p re­
cisa de la tesis de M aquiavelo es la siguiente: sólo los que viven
bajo form as republicanas de gobierno pueden ten er la esperanza de
conservar todo elem ento de la lib ertad personal p ara p erseg u ir los
fines que h an elegido, ya sea que estos fines supongan la adquisición
de poder y de gloria, o m eram ente la preservación de la seguridad
y del b ien estar. Como señala en u n fundam ental resum en a com ien­
zos del libro segundo, ello perm ite «com prender fácilm ente p o r qué
en todos los pueblos b ro ta u n a inclinación hacia el vivere libero».
P orque la experiencia nos dice que, ya sea que estem os interesados
en el po d er y en la gloria, o m eram ente en la segura acum ulación
de riqueza, siem pre será m ejor p a ra no so tro s vivir en esa organiza­
ción política, en razón de que «ninguna ciudad h a sido jam ás capaz
de expandirse en cualquiera de esos dos aspectos —en p o d er o en
riqueza— si no h an sido State in liberta » (280).
E sta conclusión —la de que la lib ertad personal sólo puede ha­
llarse plenam ente garantizada en u n a fo rm a au tárq u ica de com unidad
republicana-— re p resen ta el núcleo y el nervio de todas las teorías
republicanas clásicas de la ciudadanía. No obstante, los defensores
m ás recientes de la lib ertad negativa habitualm ente la h an desdeña­
do com o un m anifiesto absurdo. H obbes, p o r ejem plo, p ro c u ra des­
hacerse de ella m ediante el típico recurso de u n a afirm ación cate­
górica, señalando en el Leviatán que «ya sea el E stado m onárquico
o popular, la lib e rta d sigue siendo la m ism a» (H obbes, 1968: 266).
Y su tesis ha sido a su vez rep etid a p o r la m ayoría de los defen­
sores de la lib ertad negativa en el curso de la discusión contem po­
ránea. N u estra próxim a tare a ha de ser, pues, exam inar las razones
que M aquiavelo ofrece p a ra insistir, en cam bio, en que la preserva­
ción de la lib ertad negativa en realidad exige la m anutención de un
tipo p a rtic u la r de régim en.

La clave del razonam iento de M aquiavelo en esta fase puede ser


hallad a en su explicación acerca del lugar de la am bizione en la vida
política. Como ya hem os visto, él cree que el ejercicio de la am bición
es invariablem ente fatal p a ra la lib ertad de aquel co n tra quien se

388-390; una excelente discusión acerca de este p u n to se hallará en Colish,


1971, 345.
la dirige exitosam ente, puesto que tom a la form a de una libido do-
m inandi, un p lacer en ejercer coerción sobre los otros y utilizarlos
com o m edios p a ra los propios fines. A continuación es m en ester re­
conocer que, según M aquiavelo, esa disposición a ac tu a r am biciosa­
m ente surge de dos m an eras distintas, ninguna de las cuales pode­
m os ten er la esperanza de d e rro ta r, a no ser que seam os m iem bros
de una com unidad autárquica.
Ya hem os tropezado con una de esas dos m aneras. Surge —p a ra
utilizar la term inología de M aquiavelo— «desde dentro» de u n a
com unidad y refleja el deseo de los grandi de lo g rar p o d er m ediante
la opresión de sus conciudadanos. Es ésta una am enaza insuprim ible,
pues siem pre se en cu en tra grandi e n tre nosotros, y están invariable­
m ente d isp uestos a perseguir aquellos fines egoístas. Es caracterís-
co que p ro cu ren o b ten er tales fines congregando en to rn o de sí g ru ­
pos d e partigiani, o p artid a rio s, y aspirando a em plear esas «fuerzas
privadas» p a ra a rre b a ta r el m anejo del gobierno de m anos de la
com unidad y ap o d erarse del p o d er (p o r ejem plo, 452, 464). M aquia­
velo distingue tres m odos principales según los cuales los grandi
se conducen h ab itu alm en te p a ra o b ten er esos p artid ario s. Pueden
p ro c u ra r ser reelectos p a ra las funciones públicas p o r períodos de­
m asiado prolongados y convertirse así en fuentes de creciente pa­
tronazgo y, asim ism o, en objeto de creciente lealtad personal (p o r
ejem plo, 452-453, 455-456). Pueden g astar su excepcional riqueza p ara
lo g rar el apoyo y el favor del popolo a expensas del interés público
(463-464). O pued en em plear su elevada posición social y su re p u ­
tación p a ra in tim id ar a sus conciudadanos y p ersu ad irlo s de que
ad o p ten m edidas que conducen a la prom oción de las am biciones
p artic u la res m ás que a la del bien de la com unidad com o u n todo
(p o r ejem plo, 207, 236). En todos los casos se produce la m ism a reac­
ción en cadena: «de los p artid a rio s surgen en las ciudades las fac­
ciones, y de las facciones su ruina» (148). La m o raleja es que «a no
ser que la ciudad se esfuerce p o r idear distin to s m odos y m edios
p a ra doblegar la am bizione de los grandi, éstos ráp id am en te la lle­
varán a la ruina» y «la red u cirán a la servidum bre» (218).
De la o tra fo rm a de la am bizione que describe dice M aquiavelo
que surge y am enaza a las com unidades libres «desde afuera». En
este p u n to la p e n e tra n te im agen del cuerpo político en acción sus­
ten ta todo el peso del argum ento. Pues se dice que el paralelo en tre
los cuerpos n atu ra les y los cuerpos sociales se extiende h a sta el he­
cho de que tienen las m ism as disposiciones. Tal com o alguno indi­
viduos asp iran a u n a vida calm a, en tan to o tro s van en busca del
p o d er y de la gloria, de igual m odo o cu rre con los cuerpos políticos:
algunos se lim itan a «vivir en calm a y gozar de su lib ertad d en tro
de sus propios lím ites», pero otros tienen la am bición de dom inar
a sus vecinos y de oblígalos a a c tu a r com o E stados clientes (p o r
ejem plo, 334-335). Como siem pre, la antigua R om a es m encionada
como la m ejo r ilu stració n de esta verdad general. Debido a la ambi-
zione los rom anos llevaron continuam ente la guerra co n tra los pue­
blos que los rodeaban, logrando su p ro p ia «suprem a grandeza», su
propio poder y su propia gloria, m ediante la conquista de cada uno
de sus pueblos vecinos uno por uno, despojándolos de su liberta
y som etiéndolos a Rom a (p o r ejem plo, 279, 294).
Lo m ism o que en los individuos grandi, esta disposición a ac tu a r
am biciosam ente es, en las com unidades consideradas en su conjunto,
a la vez n atu ra l e insuprim ible. Algunas com unidades jam ás están
«satisfechas con lim itarse a sí m isma», sino que siem pre están «bus­
cando dom inar a otras», de lo cual se sigue que «m onarcas y re­
públicas vecinas siem pre experim entan un n atu ra l aborrecim iento
recíproco, p ro ducto de esa am bizione di dominare» (219, 426). Ade­
m ás, tal como los clientes de los am biciosos grandi se en cu en tran
obligados a servir a los fines de su p ro tecto r, de igual m odo los
ciudadano de un E stado que se convierte en cliente de o tro p er­
derán au to m áticam ente su lib ertad personal, porque se verán obli­
gados a ejec u tar lo que m anda quien los h a conquistado, apenas su
com unidad es reducida a la servidum bre (p o r ejem plo, 129, 334-335,
426). Se sigue de ello que toda ciudad que desee p re serv ar su liber­
tad siem pre debe e sta r p rep arad a p a ra co n q u istar a o tras, porque
«a no ser que uno esté preparado p a ra atacar, se c o rrerá el riesgo
de ser atacado» (199, 335). La m oraleja es en este caso que «nunca
se puede ten er la esperanza de h allarse seguro, salvo m ediante el
ejercicio del poder» (127).
Existen, en resum en, dos am enazas tan to co n tra la lib ertad p er­
sonal como co n tra la cívica, las cuales surgen de la om nipresencia
de la am bizione. ¿Cómo se las puede com batir? C onsidérese en p ri­
m er térm ino el peligro de «la servidum bre que surge desde fuera».
P ara h acer fren te a esa am enaza, los m iem bros de una com unidad
libre deben, n atu ralm en te, seguir los m étodos correctos y cultivar
las cualidades apropiadas p ara una defensa eficaz. M aquiavelo con­
sid era que unos y o tras son los m ism os tan to p ara los cuerpos polí­
ticos com o p ara los naturales. El m étodo co rrecto es establecer dis­
posiciones m ilitares p ara aseg u rar «que los ciudadanos obren como
defensores de su p ro p ia libertad»; p o r tanto, alejarlos de la adop­
ción de la desidiosa y afem inada altern ativ a de c o n tra ta r a o tro s o
de confiarse en otros p ara que com batan en su ayuda (186-189). Con­
fiar en m ercenarios, según advierte reiterad am en te M aquiavelo, es
la form a segura de provocar la ru in a de una ciudad y de p erd er la
p ro p ia libertad, sencillam ente porque el único m otivo p ara com batir
«es la pequeña m onta de la paga que se les da». Ello significa que
«nunca serán leales, nunca serán am igos de uno al p u n to de p erd er
sus vidas p o r la causa de uno». En cam bio, un ejército de ciudada­
nos siem pre se esforzará p o r alcanzar la gloria en el ataque y por
conservar su lib ertad en la defensa, y, p o r tan to , e sta rá m ucho m ás
dispuesto a co m b atir h asta la m u erte (213; cf. 303, 369). P or cierto,
M aquiavelo no dice con ello que una ciudad que defiende su cuerpo
con sus p ro p ias arm as g aran tizará entonces a los ciudadanos su
libertad. F ren te a una su p erio rid ad ex tra o rd in aria , com o la que los
sam nitas com p ro b aron al co m b atir c o n tra Rom a, no hay en definiti­
va esperanza alguna de ev itar la servidum bre (279, 285). Pero sí nos
advierte que, si no estam os personalm ente dispuestos a c o n trib u ir a
la defensa de n u e stra com unidad co n tra la agresión externa, «la
dejarem os expuesta como presa de quien decida atacarla», a conse­
cuencia de lo cual antes de lo que se supone nos verem os esclavi­
zados (144; véase 304-306, 369).
E n tre las cualidades personales que debem os cultivar p a ra de­
fen d er n u e stra lib ertad con m ayor eficacia, M aquiavelo destaca ante
todo dos. E n p rim e r lugar, debem os ser sabios. Pero la sabiduría que
necesitam os no es en m odo alguno la del sabio consciente y juicioso,
los savi a los que M aquiavelo (siguiendo a Tito Livio) tra ta general­
m ente con ironía. Ser savio es, p o r lo com ún, carecer precisam ente
de aquellas cualidades de sab id u ría que son realm ente esenciales en
las cuestiones m ilitares y, en realidad, tam bién en las civiles (349,
361). Las cualidades relevantes son las necesarias p ara elab o rar ju i­
cios prácticos, el cálculo cuidadoso y eficaz de las posibilidades y de
los resu ltad o s. Son, en u n a palabra, las cualidades de la prudenza.
Cuando m archam os a la g u erra la p ru d en cia nos indica cóm o debe­
m os conducir la cam paña, cóm o sobrellevar los cam bios de fo rtu n a
(p o r ejem plo, 302, 314, 362). Es u n a de las cualidades p o r las que
los grandes com andantes m ilitares siem pre se h an distinguido, jefes
com o Tulio y Camilo, decisivos los dos p a ra el éxito inicial de R om a,
cada uno de los cuales fue p ru d en tissim o en el ejercicio del m ando
(186, 428).
La o tra cualidad indispensable p a ra la defensa eficaz es p o r
supuesto el anim o, la valentía, a la que M aquiavelo en ocasiones aso­
cia con la ostinazione, firm e determ inación y perseverancia. La va­
lentía es el o tro a trib u to fundam ental de los m ás grandes jefes m i­
litares, com o M aquiavelo reite rad am e n te señala al referirse a los
éxitos m ilitares de la R om a de los p rim ero s tiem pos. Cuando Cin-
cinato, p o r ejem plo, abandonó el arado al ser llam ado p a ra organizar
la defensa de su ciudad, asum ió la d ictad u ra, reunió u n ejército,
avanzó y d erro tó al enem igo en u n lapso d ram áticam en te breve. La
cualidad a la que debe esa victoria es la grandezza detlo anim o, su
gran valentía. «Nada en el m undo lo am edrentó, n ad a lo alarm ó o lo
confundió en m odo alguno» (458). La valentía es tam bién la cuali­
dad que an te todo debe insuflarse en cada uno de los soldados
si h a de obten erse la victoria. N ada es m ás letal, n ad a puede aca­
rr e a r m ás fácilm ente u n a «franca derro ta» que «el accidente que
tiene el efecto de q u ita r a u n ejército su valentía» y dejarlo a te rra ­
do (487). Como nos lo re cu erd a ante todo la conducta de los france­
ses en la b atalla, la «im petuosidad natu ral» jam ás es suficiente; lo
que se requiere es u n a im petuosidad disciplinada p o r la perseveran­
cia o, en u na palab ra, valentía (484).
Aun cuando se haya com batido exitosam ente la am bición «exter­
na», subsiste el peligro, m ás insidioso, de que la m ism a m alvada dis­
posición s u rja «desde dentro» de la ciudad, en los pechos de los
ciudadanos que la conducen, y nos reduzca así a la servidum bre.
¿De qué m odo se la puede prevenir? M aquiavelo arguye nuevam ente
que, en p rim era instancia, ello es cuestión de establecer las reglas y
las disposiciones co rrectas y alude nuevam ente a la m etáfo ra del
cuerpo político al indicar cuáles son las leyes que se requieren.
Deben ser tales que im pidan que cu alq u ier m iem bro del cuerpo en
p a rtic u la r ejerza una influencia indebida o coercitiva sobre su vo­
luntad. Pero ello quiere decir que si las leyes que gobiernan la con­
d u cta de la com unidad h an de expresar su voluntad general, y no
m eram en te la voluntad de su p a rte activa y m ás am biciosa, deben
ex istir antes que n ad a leyes e instituciones capaces de servir com o
un tem peram ento —u n in stru m en to p a ra atem p e rar, u n freno— para
co n tro lar la am bizione egoísta de los ricos y de la nobleza (423). Pues,
com o afirm a reite rad am e n te M aquiavelo —recu rrien d o a u n a m etá­
fora m uy em pleada p o r Virgilio, al igual que p o r Tito Livio y p o r
Cicerón—, si los grandes no son «refrenados», si no se les «pone
freno» (a freno), su n a tu ra l intem perancia ráp id am en te conducirá
a desordenados y tiránicos resultados.30
F inalm ente, tan to en las cuestiones civiles com o en las m ilitares
existen ciertas cualidades que todos los ciudadanos deben cultivar
p a ra que actúen com o vigilantes guardianes de su p ro p ia libertad.
O tra vez destaca M aquiavelo dos de ellas. N uevam ente afirm a que la
p rim era es la sabiduría, pero, u n a vez m ás, esa sabiduría no es la del
sabio profesional. Más bien se tra ta de la sabiduría m undana o la
p rudencia del hom bre de E stado experim entado, el hom bre de capa­
cidad p ráctica p ara ju zg ar cuál es el m ejo r curso de acción y p ara
seguirlo. No se afirm a m eram ente que esta cualidad sea indispensa­
ble p a ra u n a conducción política eficaz; es tam bién u n a de las tesis
cen trales de la teoría política de M aquiavelo que jam ás puede u n a
com unidad ten er esperanzas de e sta r «bien ordenada» si no es pues­
ta en orden p o r un prudente ordinatore, p o r un sabio m undano que
organice su vida cívica (129-130, 153, 480). A parte de ello, no es m e­
nos decisivo que todos los ciudadanos que aspiren a in terv en ir en
el gobierno, a co laborar en el sustentam iento de la lib ertad de su

30. V éase M aquiavelo, 1960, 136 y tam bién 142, 179-180, 218, 229-231, 243-244,
257, 314. En relación con la idea clásica de te m p e r a m e n tu m que M aquiavelo
tam b ién cita, véase Cicerón, De legibus, 111, 10, 24. R esp ecto de la im agen del
fren o, véase V irgilio, Eneida, I, 541 (lugar al que M aquiavelo parece aludir
en 173) y I, 523. En relación con el u so de la m ism a m etáfora en T ito Livio,
Ab u r b e condita , véase por ejem p lo, 26, 29, 7.
com unidad, deben ser h o m bres de prudencia. Si nos preguntam os,
p o r ejem plo, cóm o fue capaz la antigua Rom a de in stitu ir «todas las
leyes n ecesarias p a ra p re serv ar su libertad» du ran te tan to tiem po,
hallarem os que la ciudad fue p erm anentem ente organizada y reo r­
ganizada «por m uchísim os hom bres que eran p ru d e n ti», y que ese
hecho es la clave p a ra explicar su éxito (241-244).
La o tra cualidad que todo ciudadano debe cultivar es el deseo
de ev itar to d a fo rm a de conducta in tem p era n te y desordenada, ase­
gurando con ello que las cuestiones cívicas sean debatidas y decididas
en u n estilo ordenado, bien tem perado. E n este punto, recogiendo el
ideal rom ano de la tem perantia, M aquiavelo sigue de cerca sus fuen­
tes clásicas —especialm ente Tito Livio y Cicerón— y divide su dis­
cusión en dos p artes. Uno de los aspectos de la tem perantia, como
lo h ab ía explicado Cicerón en De Officiis, consiste en el con ju n to
de cualidades que u n ciudadano debe ad q u irir p a ra delib erar y ac tu a r
v erd ad eram en te a la m anera de u n hom bre de E stado. Y la m ás
im p o rtan te de ellas, según afirm a con insistencia, son m odestia y
m oderatio.31 M aquiavelo está en teram en te de acuerdo en ello. «El
consejero no tiene o tra fo rm a de ac tu a r ap a rte de la de hacerlo
m oderatam ente» y «defender sus opiniones desapasionadam ente y
con m o d estia » (482). La o tra existencia de la tem perantia, com o había
añadido C icerón (I. 40. 142), es la de que todos deben co m p o rtarse
«con orden» (ordine), sentim iento que se re en cu e n tra en la insisten­
cia de Tito Livio en que es necesario a c tu a r recte et ordine, de m a­
n era re c ta y o rd enada.32 Una vez m ás M aquiavelo está en teram en te
de acuerdo. P ara conservar un vivere libero los ciudadanos deben
ev itar todo disordine y co m p o rtarse ordinariam ente, de m anera orde­
nada. Si se p erm iten los m étodos in tem p eran tes y desordenados
(m o d i straordinari), de ello re su lta rá la tiranía; pero m ien tras se
sigan m étodos tem perados ( m odi ordinari), puede p reserv arse exito­
sam ente la lib ertad d u ra n te largos períodos de tiem po (146-149;
cf. 188, 191, 242, 244).
M aquiavelo nos ayuda resum iendo toda su argum entación hacia
el final del libro prim ero , en el curso de su explicación de p o r qué
cree que las ciudades de T oscana «fácilm ente h ab ría n intro d u cid o un
vivere civile» con sólo h ab e r surgido u n hom bre p ru d e n te (un uom o
p ru d en te) p a ra guiarlos «con un conocim iento de la política antigua».
Como fu n d am en tos de ese juicio señala el hecho de que los m iem ­
b ro s de las com unidades en cuestión siem pre h an exhibido animo,
valentía, y ordine, tem p eran cia y orden. De lo cual se sigue que con
sólo h ab e r añadido el fa lta n te ingrediente de un con d u cto r prudente
«h ab rían sido capaces de conservar su libertad» (257).

31. Cicerón, De Officiis, I, 27, 93; véase también I, 27, 96; I, 40, 143; I, 45, 159.
32. Por ejemplo, Tito Livio, Ab urbe condita, 24, 31, 7; 28, 39, 18; 30, 17, 12.
VI

Hobbes asegura en su Leviatán que

la libertad de la que se hace frecuente y elogiosa mención en las


historias y en la filosofía de los griegos y de los romanos de la
Antigüedad y en los escritos y los discursos de los que han reci­
bido de ellos toda su instrucción en la política, no es la libertad
de los particulares sino la libertad del Estado (Hobbes, 1968: 266).

Ahora podem os ver, sin em bargo, que H obbes o bien no com prendió
el quid del argum ento republicano clásico que he p rocurado recons­
tru ir, o bien (lo cual constituye u n a hipótesis m ucho m ás probable)
in ten ta d eliberadam ente distorsionarlo. P orque el punto cen tral de
aquel argum ento es ciertam ente que la lib ertad del E stado y la li­
b e rta d de los p artic u la res no pueden ser consideradas p o r separado,
en la form a en que H obbes y sus epígonos en tre los teóricos contem ­
poráneos de la lib ertad negativa, h an supuesto. La esencia de la tesis
rep u b lican a es que, a no ser que se m antenga una organización po­
lítica «en un estado de libertad» (en el sentido negativo co rrien te de
hallarse libre de toda constricción p ara ac tu a r de acuerdo con la
p ro p ia voluntad), los m iem bros de tal cuerpo político se verán des­
pojados de su lib ertad personal (u n a vez m ás en el sentido nega­
tivo co rrien te de p e rd e r la lib ertad de p erseg u ir los propios fines).
Los fu n d am en to s de esta conclusión son que, tan p ro n to com o un
cuerpo político p ierde su capacidad de ac tu a r de acuerdo con su
voluntad general y pasa a e sta r som etido a la voluntad de sus propios
grandi am biciosos o a la de alguna com unidad vecina am biciosa, sus
ciudadanos se verán trata d o s como m edios al servicio de los fines
de sus dom inadores y p erd erá n p o r tan to la lib e rta d de perseguir sus
propios objetivos. P or tanto, la esclavización de una com unidad
ac arrea inevitablem ente la p érd id a de la lib ertad individual; inversa­
m ente, la lib ertad de los p articu lares, pace H obbes, sólo puede ser
aseg u rad a en un E stado libre.
Además, co m prender este punto es, a la vez, ver que no hay difi­
cultad alguna en defender las afirm aciones acerca de la lib ertad
social que, com o hem os visto al comienzo, los filósofos contem porá­
neos pro p en d en a estigm atizar de p aradójicas o, al m enos, de incom ­
patibles con u n a concepción negativa de la lib ertad individual.
La p rim era era la sugerencia de que sólo los que de todo corazón
se ponen al servicio de su com unidad son capaces de aseg u rar su
propia libertad. Podem os ver ahora que, desde la perspectiva del
pensam iento republicano clásico, ello no equivale a fo rm u lar una
p arad o ja, sino u n a verdad perfectam en te cierta. P ara un a u to r com o
M aquiavelo la lib e rta d de cada uno de los ciudadanos depende en
p rim e r térm in o de su capacidad de co m b atir «la servidum bre que
viene de afuera». Pero ello sólo puede hacerse si desean em p ren d er
ellos m ism os la defensa de su p ro p ia organización política. Se sigue
de ello que la disposición a ofrecerse com o voluntario p ara el servi­
cio activo, in co rp o rarse al servicio arm ado, llevar a cabo el propio
servicio m ilitar, constituye u n a condición n ecesaria p a ra conservar
la p ro p ia lib e rta d individual a salvo de la servidum bre. Si no nos p re ­
param os p a ra ac tu a r com o «los que con sus propias arm as conser­
varon la lib ertad de Roma» y «estam os dispuestos a ac tu a r de ese
m odo p a ra defen d er n u e stra patria», serem os conquistados y esclavi­
zados (237, 283).
P ara M aquiavelo la lib ertad personal depende tam bién de que
se im pida que los grandi fuercen al popolo a servir a sus fines. Pero
la ú nica m an era de im p ed ir que o cu rra tal cosa es organizar el
E stad o en fo rm a ta l que cada ciudadano sea igualm ente capaz de
desem p eñ ar u n papel en la decisión de las acciones del cuerpo po­
lítico com o u n todo. E sto a su vez q uiere decir que la disposición
a serv ir en las funciones públicas, a llevar adelante una vida de ser­
vicio público, a realizar servicios públicos voluntariam ente, consti­
tuye o tra condición necesaria p a ra m an ten e r la propia libertad. Sólo
si estam os dispuestos «a a c tu a r en favor de lo público» (452), «a
h acer el bien p ara la com unidad» (155), a «prom over» y « ac tu a r en
beneficio» del bien com ún (153-154), a o b servar y seguir cuanto se
necesita p a ra apoyarlo (280), tendrem os esperanzas de ev itar un
estado de tira n ía y de dependencia personal.
Ya C icerón h ab ía señalado en De O fficiis (I. 10. 31) que sólo es
posible p re serv ar la lib ertad individual y cívica si com m uni u tilita ti
serviatur, si obram os «como esclavos del interés público». Y en Tito
Livio se re ite ra con frecuencia el llam ativo em pleo del m ism o voca­
b u lario de la esclavitud p a ra describ ir la condición de la lib ertad po­
lítica.33 M aquiavelo sim plem ente re ite ra el m ism o oxím oron clásico:
el precio que tenem os que p agar p a ra gozar de determ inado grado
de lib ertad p ersonal con determ inado grado de seguridad constante,
es la servidum bre pública voluntaria.
Paso ah o ra a la o tra afirm ación que, de acuerdo con lo que los
au to res contem poráneos generalm ente sostienen, es incom patible con
u n análisis negativo de la lib ertad individual. Es la afirm ación, rela­
cionada con la p recedente, de que los atrib u to s que se req u ieren en
cada ciudadano en p a rtic u la r p a ra llevar a cabo aquellos servicios
públicos, deben ser, en efecto, las virtudes, y que, p o r tanto, sólo
los que o b ra n v irtu o sam en te son capaces de aseg u rar su p ro p ia li­

33. Por ejemplo, Tito Livio, Ab urbe condita, 5, 10, 5.


bertad. Si volvem os a la explicación de M aquiavelo acerca de las cua­
lidades que es m en ester cultivar p a ra serv ir al E stado tan to en la
gu erra como en la paz, vem os que tam bién ésta se p resen ta, desde la
p erspectiva del pensam iento republicano clásico, com o u n a verdad
p erfectam ente cierta.
Se nos dice que necesitam os ante todo tres cualidades: valentía,
p ara defender n u e stra libertad; tem planza y orden, p a ra m an ten er
un gobierno libre; prudencia, p a ra h ac er que tan to las em presas ci­
viles como las m ilitares alcancen la m ayor eficacia. P ero al señalar
estos atrib u to s M aquiavelo invoca ciertam en te tres de las cuatro
v irtudes «cardinales» enum eradas p o r los h isto riad o res y p o r los
m oralistas rom anos, todos los cuales coinciden en que —p a ra citar
la form ulación de Cicerón en De inventione— el concepto global de
la virtus generalis se divide en cuatro com ponentes, y que éstos son
«prudencia, ju sticia, valentía y tem planza» (II. 53. 159). Además, como
hem os visto, M aquiavelo adhiere a las dos tesis fundam entales que
los teóricos republicanos clásicos hab ían propugnado en relación
con la significación de esas cualidades, tesis que en cu en tran su de­
sarrollo m ás sistem ático en el De O fficiis de Cicerón. Una de ellas
es la de que esas cu atro cualidades son precisam ente los atrib u to s
que es m en ester que adquiram os p a ra cum plir con nu estro s deberes
terren ales m ás elevados, los de servir a la com unidad en la guerra
y en la paz; la otra es la de que n u e s tra capacidad p a ra asegurar
tan to n u e stra lib ertad com o la de n u e stra patria depende en teram en ­
te de n u estra v oluntaria disposición p a ra realizar aquellos officia.
Es verdad, p o r cierto, que el análisis de M aquiavelo difiere del
de Cicerón en un respecto sum am ente im p o rtan te. Porque introduce
tácitam en te u n a alteración —pequeña en apariencia, pero de ex tra o r­
d in aria significación— en el análisis clásico de las virtudes requeridas
p ara servir a las com m unes utilitates: elim ina la cualidad de la ju s­
ticia, la cualidad que en De O fficiis C icerón p resen tab a com o el es­
plen d o r que corona a la v irtu d (I. 7. 20).
Ello no significa que M aquiavelo om ita en sus D iscursos la dis­
cusión del concepto de justicia. En realidad va siguiendo el análisis
ciceroniano de ese concepto casi palab ra p o r palabra. Cicerón sos­
tiene en De O fficiis que la esencia de la ju sticia consiste en evitar la
iniuria, la ofensa co n tra ria al ius, esto es, al derecho (I. 7. 20). Esa
ofensa puede ten er lugar de dos m odos: com o resu ltad o del engaño
o com o resu ltad o de la crueldad y la violencia «brutal» e «inhum a­
na» (I. 11. 35-35; I. 13. 40-41). La observancia de los dictados de la
ju stic ia consiste, pues, en ev itar esos dos vicios, y tal deber nos toca
de igual m odo en todo m om ento. Porque en la g u erra debe m ante­
nerse la bu en a fe y evitar la crueldad no en m enor m edida que en la
paz (I. 11. 34-37). P or últim o, se afirm a que la observancia de esos
deberes es en n u estro interés. Si obram os in ju stam en te no sólo nos
privarem os del h onor y de la gloria: debilitarem os n u estra capacidad
de prom over el bien com ún y, p o r tanto, de sostener n u e stra pro p ia
lib ertad (I. 14. 43; cf. III. 10. 40 - I I I . 25. 96).
M aquiavelo está en teram en te de acuerdo con esta explicación acer­
ca de lo que constituye la v irtu d de la justicia. Pero rechaza cate­
g óricam ente la decisiva afirm ación de que la observancia de esa
v irtu d favorece in variablem ente al bien com ún. C onsidera que ello es
u n e rro r m anifiesto y desastroso, y su juicio divergente nos conduce
al núcleo de su originalidad y de su c a rá c te r subversivo com o teórico
de la política. En p rim e r térm ino, M aquiavelo responde establecien­
do u na firm e d istinción en tre la ju sticia en la g u erra y en la paz,
sosteniendo que con frecuencia en la g u erra am bas form as de iniuria
son indispensables. El engaño suele ser decisivo p a ra o b ten er la vic­
to ria, y es ab su rdo co n sid erar que pueda dism inuir la gloria (493­
494). Ello no es m enos cierto a p ropósito de la crueldad, cualidad
que caracterizó a los m ás grandes generales rom anos, com o Cam ilo
y M anlio, y que resu ltó vital en el caso de uno y de otro p a ra que lo­
grasen el éxito (488-454). Las m ism as enseñanzas se aplican, adem ás,
casi con la m ism a fuerza a los asuntos civiles. El fraude, au n q u e en
este caso es rep robable, suele ser no o b stan te esencial p a ra realizar
grandes cosas (311-312, 493). Y si bien la cru eldad puede ser ten id a
asim ism o com o u n a acusación co n tra quien la practica, es innegable
que a m enudo se la te n d rá que p racticar, y que siem pre h a b rá que
p erd o n arla p a ra p re serv ar exitosam ente la vida y la lib ertad de una
com unidad lib re (153-154, 175, 311-312, 468, 494-495).
Ello re p resen ta u n a ru p tu ra con el análisis republicano clásico
de las v irtu d es cardinales, ru p tu ra que señala el com ienzo de una
nueva época; difícilm ente pueda exagerarse su ca rác te r de ru p tu ra
re p en tin a y com pleta. P ero es casi tan im p o rtan te com o eso d estacar
que ése re p resen ta el único desacuerdo de M aquiavelo con sus a u to ­
rid ad es clásicas. El resto de sus análisis de la virtü y de sus rela­
ciones con la liberta son de c a rá c te r im pecablem ente ciceroniano. No
sólo ce n tra su elaboración en torno de las cualidades de la va­
lentía, la tem planza y la prudencia; regularm ente m enciona esos a tri­
b u to s com o elem entos de la v irtu d y, asim ism o, com o precondiciones
de la lib ertad . Cuando se p re sen ta al general de todo un ejérci­
to com o un ho m bre que d em u estra ten er animo, se dice tam bién
de él que pone de m anifiesto un elem ento de la virtü (p o r ejem ­
plo, 231, 310, 484-485). Tam bién cuando u n a com unidad y sus m iem ­
b ro s alcanzan la n o ta del ordine, de e sta r bene ordinata, se dice
que están en posesión de u n elem ento de la virtü (p o r ejem plo, 379­
380). C uando se exalta a jefes m ilitares y civiles debido a un o b ra r
virtuoso, se lo hace p o rq u e h an dem ostrado excepcional prudenza
(p o r ejem plo, 127-129, 186, 454). E n todos esos casos, las cualidades
que aseguran la lib ertad son v irtu d es cardinales.
Lo que hacem os no es, p o r cierto, o frecer una lectu ra ortodoxa
de la concepción de M aquiavelo del significado y de la significación
de la virtü. Chabod resum e el m odo de ver m ás co rrien te acerca de
este tem a al d ec la rar que «virtü no es en M aquiavelo u n a cualidad
“m o ra l” como lo es p ara nosotros; se refiere, m ás bien, a la pose­
sión de energía o de capacidad p a ra decidir y p a ra actuar» (Chabod,
1964: 248). P ero no estoy negando tal cosa; h asta ahí, esa afirm ación
es p o r cierto co rrecta. El em pleo m ás am plio que M aquiavelo hace
consistentem ente del térm ino virtü se re g istra allí donde se refiere
a los m edios a través de los cuales obtenem os resultados p articu lares;
los m edios, como aún decim os, en v irtu d de los cuales se llega a ellos
(p o r ejem plo, 172, 295, 354, 381). A consecuencia de ello, cuando en
los Discursos p asa a h a b la r de los re su ltad o s que m ás interés revisten
p a ra él en esa o b ra —la preservación de la lib ertad y el logro de
la grandeza cívica—, em plea consistentem ente el térm ino virtü p ara
designar las cualidades hum anas re q u erid as p a ra poder alcanzar esos
objetivos. Por tanto, al h ab lar de virtü en tales contextos h ab la de
habilidades, talentos, capacidades. A propósito de generales y de
ejércitos, suele o bservar que la cualidad que los pone en condicio­
nes de vencer a los enemigos, de alcanzar grandes victorias, es su
virtü (p o r ejem plo, 184, 279, 452). Y al d iscu tir el papel de la virtü
en los asuntos civiles, em plea de igual m anera el térm ino p a ra de­
signar los talentos requeridos p ara fu n d a r ciudades, im poner en ellas
u n a adm in istración ordenada, im pedir las disensiones, evitar la co­
rrupción, conservar u n a hegem onía decisiva, y apoyar todas las de­
m ás artes de la paz (p o r ejem plo, 127, 154, 178-179).
La objeción que form ulo a análisis com o el de Chabod es que no
avanzan lo suficiente.34 Debem os aún preg u n tarn o s p o r la naturaleza
de los talentos o las capacidades que p erm iten alcanzar grandes re­
sultados en los asuntos civiles y m ilitares. Y si profundizam os esta
segunda cuestión, hallam os, com o hem os visto, que la resp u esta de
M aquiavelo nos llega en dos p artes. P or un lado se nos exige cierta
insensibilidad, cierta disposición a h acer a u n lado las exigencias de
la ju sticia y a ac tu a r con crueldad y perfidia cuando ello es nece­
sario p a ra favorecer al bien com ún. Pero p o r o tro lado se nos dice
que las dem ás cualidades que debem os poseer son la valentía, la
tem planza y la prudencia. En el corazón de la teoría política de Ma­
quiavelo hay p or consiguiente, un m ensaje p u ram en te clásico, elabora­
do con el m ism o juego de p alab ras que todos los teóricos republicanos
clásicos h an utilizado. Si nos preguntam os en v irtud de qué cuali­
dades, de qué talentos o de qué habilidades podem os ten er la espe­
ranza de aseg u rar n u e stra propia lib ertad y c o n trib u ir al bien co­
m ún, la resp u esta es: en virtu d de las virtudes.

34. Lo mismo me parece que se aplica a Price, 1973, si bien este trabajo
constituye la mejor discusión existente acerca de los usos del término virtü
a lo largo de las obras políticas de Maquiavelo.
V II

Me propongo ahora, a la luz del p recedente intento de esbozar


la e stru c tu ra de u n a teoría republicana clásica de la lib ertad , vol­
verm e a las discusiones actuales acerca de la idea de lib e rta d nega­
tiva de la que he p artid o . Concluiré finalm ente con la sugerencia de
que los m ateriales históricos que he p resen tad o son relevantes p ara
esas discusiones en dos sentidos, relacionados en tre sí.
Ellos nos m u estran , en p rim e r lugar, que los térm inos del debate
contem poráneo se h an to rn ad o confusos. Todas las p arte s concuer-
d an en que u n a teo ría de la lib ertad que pone en relación la
idea de lib e rta d social con la realización de actos virtuosos de ser­
vicio público, ten d ría que com enzar p o r estab lecer determ inados fi­
nes com o fines racionales que todos h an de perseguir, y que debiera
entonces estab lecer que la obtención de esos fines nos p o n d ría en
posesión de n u e stra lib e rta d en el sentido m ás pleno o m ás verda­
dero. P o r cierto, ésa es una m an era de p o n er en conexión los con­
ceptos de lib ertad , v irtu d y servicio. G eneralm ente se sostiene (aun­
que, creo, en fo rm a e rró n e a )35 que ése es el p ro ced er de Espinoza
en el T ractatus Politicus, y ciertam en te parece ser el de R ousseau en
el Contrato Social. No es, em pero, la única form a de proceder, como
los filósofos analíticos de la actualidad propenden a suponer. E n una
teo ría com o la de M aquiavelo el pu n to de p a rtid a no es u n a re p re­
sentación de la eudaim onía o de los intereses hum anos reales, sino
sim plem ente u n a concepción de los «hum ores» que nos im pelen a
elegir y a p erseg u ir n u estro s variados fines. De tal m odo, M aquiave­
lo no se opone a la suposición hobbesiana de que el térm ino «liber­
tad» designa p ro p iam en te la capacidad de p erseg u ir tales fines sin
im pedim entos. S encillam ente sostiene que tra s un detenido exam en
se ad vierte que tan to la realización de servicios públicos com o el
cultivo de las v irtudes req u erid as p a ra ella, son in stru m en to s nece­
sarios p a ra ev itar la coerción y la servidum bre, y son, p o r tanto,
asim ism o condiciones indispensables p a ra aseg u rar todo grado de
lib e rta d perso n al en el sentido hobbesiano del térm ino.
E sto m e lleva a co n sid erar el segundo sentido en que la teoría
rep u b lican a clásica es relevante p a ra las discusiones actuales. A causa
de h a b e r p asado p o r alto la posibilidad de que u n a teo ría de la li­
b e rta d negativa p u d iera coherentem ente ten er la e stru c tu ra que aca­
35. Porque tales interpretaciones subestiman la amplitud con que Espinoza
reformula ideas republicanas clásicas, en especial tal como son desarrolladas
por Maquiavelo en los Discursos. Una excelente rectificación, junto con todas
las referencias a los puntos de vista opuestos, se hallará en Haitsma Mulier, 1980.
bo de esbozar, m uchos filósofos h an pasad o a enunciar acerca de
ese concepto o tras afirm aciones que ellos consideran que lo son de
verdades generales, pero que en re alid ad son verdaderas sólo de sus
propias teorías p artic u la res de la lib ertad negativa.
Una de ellas h a sido la tesis de H obbes según la cual toda teo ría
de la lib ertad negativa debe ser efectivam ente una teo ría de las
lib ertad es individuales. Como hem os visto, esa tesis h a llegado a
ten er la je ra rq u ía de un axiom a en m uchas discusiones contem po­
ráneas de la lib ertad negativa. La lib ertad de acción, se nos asegura,
«es u n derecho»; hay u n «derecho m oral a la libertad»; se nos obli­
ga a concebir n u e s tra lib ertad com o u n derecho n a tu ra l y, a la
vez, com o u n m edio p a ra aseg u rar n u estro s re sta n te s derechos.36
Como ah o ra h a de ser m anifiesto, ésos son m eros dogm as. Una teo ría
clásica com o la de M aquiavelo nos perm ite ver que no debem os for­
zosam ente concebir n u e stra lib ertad de esa m anera. La de M aquia­
velo es u n a teo ría de la lib ertad negativa, pero él la d esarro lla sin
re c u rrir a concepto alguno de los derechos individuales. Si b ien a m e­
nudo h ab la de lo que es onesto (sic) o m oralm ente correcto, no hay en
todos sus escritos políticos, que yo sepa, lugar alguno en el que hable
de agentes individuales com o p o rtad o res de d iritti o derechos.37 P or
el co n trario , p o d ría expresarse la esencia de su teoría política dicien­
do que el logro de la lib ertad social no puede ser cuestión de asegurar
n u estro s derechos personales, pues exige com o algo indispensable
la realización de nu estro s deberes sociales. P ara quienes respon­
den —a la m an era de los escolásticos contem poráneos de M aquiavelo
y de sus descendientes co n tractu alistas— que el m ejo r m odo de
aseg u rar n u estra lib ertad personal es, no obstante, el de concebirla
com o un derecho, com o u n a especie de propiedad m oral y defenderla
abso lu tam en te co n tra todas las form as de in terferencia externa, los
teóricos republicanos clásicos ten d rán u n a réplica obvia. A doptar
esa actitu d , sostiene, no resum e m eram ente la corrupción de la
ciudadanía, sino que constituye tam bién (com o toda renuncia al
d eb er social) un caso de falta de prudencia en el m ás alto grado.
El ciudadano p ru d e n te advierte que, sea cual fuere el grado de li­
b erta d negativa de que pueda gozar, ello sólo puede ser el resu ltad o
—y, si se quiere, la recom pensa— de un firm e reconocim iento y de
la prosecución del bien público a expensas de todo fin pu ram en te
individual y privado.

36. Acerca de estas afirmaciones véanse respectivamente Day, 1977, 270;


Day, 1973, 18; McCloske, 1965, 404-405.
37. Colish, 1971, 345-346 sostiene que «Maquiavelo a menudo pone en rela­
ción la libertó, con ciertos derechos privados» e «identifica claramente la liber­
tad con la protección de los derechos privados». En ninguna de las obras
políticas de Maquiavelo he hallado un texto que pueda servir de fundamento
para tales afirmaciones. Una buena corrección de tales afirmaciones anacrónicas
puede hallarse en Sasso, 1958, 333-341.
No o b stan te, com o hem os visto, los teóricos contem poráneos de
la lib ertad negativa no carecen, a su vez, de u n a réplica en este punto.
H an llegado a den u n ciar com o peligroso sinsentido m etafísico la
fu n d am en tal sugerencia de que la realización de nu estro s deberes
p u d iera ser en n u estro interés. P ero ah o ra re su lta rá claro que tam ­
bién eso es u n erro r. M aquiavelo cree ciertam ente que com o ciuda­
danos tenem os un deber ( u ffic io ) p o r cum plir (482), deber que con­
siste en ac o n sejar y en serv ir a n u e stra com unidad según n u estras
capacidades. E xisten así m uchas cosas, nos dice reiterad am en te,
que debem os h ac er y m uchas o tras que debem os evitar. P ero la ra­
zón que nos ofrece p a ra el cultivo de las v irtu d es y p a ra servir al bien
com ún, nun ca es el de que ésos sean n u estro s deberes. La razón es
siem pre que esas cosas rep resen tan , com o en efecto lo son, el m e­
jo r e, incluso, el único m edio p a ra que «obrem os bien» en n u estro
propio beneficio, y, en p artic u la r, el único m edio p ara aseg u rar un
grado de lib ertad personal p a ra perseguir los fines que hem os elegido
(p o r ejem plo, 280). P or tanto, si bien M aquiavelo nunca habla de
intereses, en u n sentido p erfectam ente claro y no m etafísico es co­
rrecto decir que cree que n u estro d eber y n u estro s intereses son una
y la m ism a cosa. Se lo elogia, adem ás, p o r el desapacible énfasis
que pone en la idea de que todos los hom bres son m alvados, y que
no puede esp erarse que hagan algo bueno a no ser que vean que
ello re d u n d ará en su propio bien. De tal m odo, su sentencia defini­
tiva no es m eram ente la de que la ap a ren te p arad o ja del deb er como
interés, enuncia, una vez m ás, una au tén tica verdad; com o sus auto­
rid ad es clásicas, tam bién él cree que afirm a la m ás afo rtu n ad a de
todas las verdades m orales. Pues, a no ser que a la generalidad de los
h o m b res m alvados se le p u ed a d ar razones egoístas p ara o b ra r vir­
tuosam ente, es im probable que alguno de ellos lleve a cabo acción
v irtu o sa alguna.

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INDICE DE AUTORES/ANALITICO

Benn, S., 229, 233n


Bennett, Jonathan, 21n, 71, 72, 77,
A 107n
Bentham, Jeremy, 15, 91, 206, 219,
Addison, Joseph, 146, 151 221, 223, 226, 228
Adorno, Theodor W., 200 Bergmann, Gustav, 134
Agassi, Joseph, 172 Bergson, Henri, 91
Agustín, san, 50, 87, 183. Berkeley, George, 50, 71, 79, 87, 90,
American Philosophical Association, 107n, 132, 153, 158, 159, 161, 166
58, 89 Berlin, Isaiah, 229n 230, 231, 232,
Ames, William, 154, 155 234, 234n
Anscombe, G. E. M., 133, 150 Betti, U., 20
Anselmo, san, 50 Bloom, Harold, 153
Apel, Karl-Otto, 115 Blemenberg, Hans, 78, 95
Aquino, santo Tomás de, 34, 50, 71, Boas, Franz, 92
87, 183, 218 Boyle, Robert, 15
Aristarco, 70 Braun, Lucien, 175
Aristóteles Brecht, Berthold, 127, 132-134, 144
— influencia e interpretación de, 45, Brehier, Emile, 154n
66, 70-72, 87, 154, 155, 231 Breysig, Kurt, 193
— filosofía moral de, 57-58, 231 Brucker, J. J., 174
— teoría física de, 60, 61, 69-71, 74, Bruno, Giordano, 52
76, 77, 82, 86, 89 Brunschwicg, Léon, 199
— y akrasía, 54-56 Bryan, William Jennings, 89
— y páthe, 66 Bubner, Rüdiger, lOln
— y Platón, 54-56, 65 Buckle, Henry Thomas, 180
— Véase también 69, 78, 80, 89, 153, budismo, 46, 123
183 Burckhardt, Jacob, 171
aristotelismo, 33, 34, 72, 154 Burlamaqui, Jean Jacques, 218
Arnold, Matthew, 92 Butler, Joseph, 220
Arquímedes, 15
Austin, J. L., 91, 133, 134
Ayer, A. J., 71, 72, 79 C
Ayers, Michael, 73n, 75n, 76n
Calvino, calvinismo, 154, 156
Canguilhelm, Georges, 174, 188
B Carnap, Rudolf, 84
cartesianos, véase Descartes
Bacon, Francis, 87, 92, 163, 205 Cassirer, Ernst, 207n
Bachelard, Gastón, 145, 173, 174 Cicerón, 15, 16, 241n, 248, 249, 251
Baldwin, Thomas, 232n, 233n. 252, 254
Balzac, Guez de, 177 Círculo de Viena, 122n
Bayle, Pierre, 92 Clarke, Samuel, 155
Beckett, Samuel, 96 Cobbet, William, 91
Becquerel, A. C., 145 Coleridge, Samuel Tavlor, 65, 92
Colish, M., 256n
Collingwood, R. G., 67, 167
Comte, Auguste, 87, 195 E
Condillac, Etienne Bonnot de, 87,
154n Edwards, Jonathan, 153, 155
Condorcet, marqués de, 174 Einstein, Albert, 118, 119, 145
Copémicc, Nicolás, 143 Eliot, George, 51
Copleston, Frederick, 166n Emerson, Ralph Waldo, 18, 92
Cournot, Antoine, 174 Espinoza, Benedicto (Baruch), 17-18,
Cousin, Víctor, 52, 91, 151 25, 51, 73n, 131, 160, 161, 163, 165,
cristianos, cristiandad, 209-226 pas- 230, 239, 240, 255
sim Escoto, Juan Duns (Erígena), 50, 91
Crombie, A. C., 138 estoicismo, estoicos, 218, 239, 240
Euclides, 73n
CH
F
Chabod, F., 254
Chapman, George, 51 Faraday, Michael, 144
Feinberg, Joel, 229, 234
Fermi, Enrico, 147
D Feuerbach, Ludwig Andreas, 93
Fiering, Norma, 91, 93
Dante Alighieri, 51 Filón, 17
Darwin, Charles Robert, 160, 183 Fitzgerald, Edward, 51
Davidson, Donald, 20, 76n Fleck, Ludwig, 138
Deleuze, Gilíes, 87, 89 Fludd, Robert, 92
Demócrito, 105 Foucault, Michel, 78n, 92, 95 , 96, 128,
Descartes 132, 134-135, 146-151, 174
— cogito de, 50, 131-134, 182-183 Frankíin, Benjamín, 156
— epistemología y escepticismo de, Fraser, Alexander Campbell, 159
34, 35, 39 * Frege, Gottlob, 27, 74, 81, 90, 94
— Husserl y, 182-183 Freud, Sigmund, 92, 137, 138
— reputación y papel en la historia Frever, Hans, 197-198
de la filosofía, 17, 27, 33, 35, 39,
84, 87, 89, 93, 108, 131-134, 153,
156-160 passim, 163, 165, 166, 175, G
182-183, 185-186, 205-206
— viajes de, 176-177, 178 Gadamer, Hans-Georg, 15, 20, 26, 101,
— y dualismo, 37, 80 111-114, 116, 119n, 121, 123, 123n,
— y la gravitación, 119 124, 138
— y relación entre metafísica y fí­ Galeno, 69
sica, 29 Galileo, 31, 60, 63, 70, 71, 122
— Véase también 70, 127 Gehlen, Arnold, 194, 200
Deutsche Philosophische Gesell- Geldsetzer, L., 115n
schaft, 89 Geulincz, Arnold, 153
Dewey, John, 131, 153, 161-162, 166 Gibbon, Edward, 173
Diderot, Denis, 50, 91, 174 Gibbs, Benjamín, 231
Dilthey, Wilhelm, 101, 111, 112, 176, Gilson, E., 33n, 87
179-181, 185 Goncourt, Edmond v Jules de, 195
Diógenes Laercio, 84 Gray, John, 228n, 235n
Dostoievskv, Fedor Mijailocich, 51 Green, Thomas Hill, 159
Dummet, Michael, 20 Grocio, Hugo, 92, 218
Duncan, A. R, C., 134 Gueroult, Martial, 175
Dunn, John, 77, 80n, 227n
Durkheim, Emile, 195, 199
H J
Habermas, Jürgen, 120 James, William, 135, 160, 161
Hamilton, Sir William, 91, 156, 157, Janet, Pierre, 151
168n Jaspers, Karí, 181
Haré, R. M„ 54-56 Jefferson, Thomas, 28, 75, 156
Harrington, James, 239 Johnson, Samuel, 155
Hartmann, Nicolai, 102 Jowett, Benjamín, 51
Harvey, William, 70
Heidegger, Martin, 33, 35, 74, 78, 82,
84, 88, 94, 111, 113n, 121, 122, 123,
124 K
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich
— Nietzsche y, 171 Kant, Immanuel
— reputación e influencia de, 89, 92, — Bennet y, 21n, 72, 107
103, 110, 122n, 131-132, 137, 157, — ética de, 56-57, 94-95, 134, 206, 219­
161-163, 165-166, 178-180, 181, 194, 226
196-200 — filosofía y ciencia, 100, 106, 110,
— tríada hegeliana, 90, 93, 184 121, 175, 185-186
— y la naturaleza e historia de la — influencia y status, 94-95, 122n,
filosofía, 31, 33, 50-51, 67, 77-78, 82, 156-166 passim, 166n, 175
87, 95, 100, ¡10, 157, 165-166, 171, — interpretación de, 20, 28, 33, 72
174, 175, 178-179, 181, 183-186, 189, 74, 81, 107n
196 — sociología, 193-194, 197-200
— y la sociología, 194, 197-200 — Strawson y, 72, 77, 107n
— Véase también 84, 92, 120, 129, — vida de, 176
160 — Véase también, 27, 28, 36, 52, 69,
Helmholtz, Hermann Ludwig von, 87, 89, 92, 102, 129, 153, 183, 190,
28, 183 206
Herder, Johann Gottfried, 198 — Véase también neokantianos
Hesse, Mary, 20 Keynes, John Maynard, 153
Hintikka, Jaakko, 133 Koenig, René, 200
Hirsch, E. D„ 75 Kripke, Saúl, 87, 89
Hitchcock, Alfred, 201 Kuhn, T. S„ 27-28, 59-61, 64, 92, 116,
Hobbes, Thomas, 17, 35, 74, 87, 108, 117n, 127, 128, 139, 140-145, 149,
112, 153, 222, 229, 230, 231, 239, 240, 151, 152
244, 250, 256
Homero, 51
Hooker, Richard, 206, 218 L
Hoy, David, 113n
Humboldt, Alejandro, 92 Lamennais, Hugues Félicité Robert
Hume, David de, 192
— Foucault y, 95 Lamprecht, Karl, 193
— influencia de, 52, 153, 156-159, 161­ Lao-Tse, 87
163, 166, 166n, Lavoisier, Antoine-Laurent, 143, 175
— Wundt y, 190 Lawrence, D. H., 92
— y la ciencia moral, 49, 221-223 Leibnitz, Gottfried Wilhelm, 17, 70,
— y Moore, 28 78, 84, 87, 107n, 120, 134, 153, 160,
— y Strawson, 72, 107n 161, 162, 175
— Véase también 28, 71, 87, 92 Lenard, Philipp, 145
Husserl, Edmund, 121, 123, 123n, 176, Lessing, Gotthold Ephraim, 92
181-183, 185, 188-190 Lévi-Strauss, Claude, 177, 196
Hutcheson, Francis, 220 Lewis, C. I., 162
Huxley, T. H„ 92 Lippman, Walter, 92
Huygens, C., 17 Littré, Emile, 195
Hypolyte, Jean, 132 Locke, John, 36, 71, 74, 75, 77, 81,
87, 107n, 153, 155-166 passim, 198,
205, 235, 236, 239n
Lull, Ramón, 93 P
Paine, Thomas, 91
M Paracelso, 15, 16, 77, 92, 183
Parent, W., 233n, 235
MacCallum, Gerald, 228, 229n, 231n, Passmore, John, 104, 108n
233n, 235n Peirce, Charles, 119, 120, 139, 159,
McCosh, James, 91 163, 165
Maclntyre, Alasdair, 78, 227n pirronismo, 133
Mackie, J. L„ 235, 235n, 236 Platón, platonismo, 50, 51, 53-55, 58,
Malebranche, Nicolás, 87, 153 65, 74, 75, 84, 87, 101-102, 107n,
Mandelbaum, Maurice, 102 153, 155. Véase también Sócrates
Mannheim, Karl, 194 Plessner, Helmut, 194, 200
Maquiavelo, Nicolás, 218, 239-257 Plinio el Viejo, 77
Marsilio de Padua, 15 Plotino, 87, 89
Marx, marxismo, 75, 83, 111, 137 Pocock, J., 239n, 242n
Mather, Cotton, 93 Pope, Alexander, 51
Mead, George Herbert, 160 Popper, Karl, 74, 117n, 119, 120, 194,
Mendel, Gregor Johann, 77 200
Merleau-Ponty, Maurice, 33, 35 Port-Royal, 52
Mersenne, Marin, 91 presocráticos, 65, 122
Merton, Robert K„ 175, 185, 187, 193 Price, Richard, 220
Meumann, E., 191 Prichard, H. A., 221
Mili, John Stuart, 84, 156-157, 163, Ptolomeo, 70, 89
168n Pufendorf, Samuel von, 218
Mind Association, 89
Mittelstrauss, Jürgen, 104n
Mohl, Robert von, 197 Q
Montaigne, Michel Eyquem de, 18,
92, 206, 222 Quine, Willard, V., 32-34, 50, 59, 71­
Moore, G. E„ 28, 87, 89, 103, 131-132, 72, 107n
135
Morris, George Sylvester, 161, 162
Murphey, Murray G., 167n R
Ramus, Peter, 87, 91, 93, 154, 155
Ranke, Leopold von, 172
N Rawuls, John, 36, 75, 229, 229n
Raz, J., 234n
neokantianos, 84, 173, 193 Rée, Jonathan, 85n, 96n, 122n
Newton, Isaac; ciencia newtoniana, Reichenbach, Hans, 78, 89
62-64, 71, 117-118, 142, 155 Reid, Thomas, 156, 163, 166n, 206,
Nietzsche, Friedrich, 29, 82, 84, 94, 219
111, 171-172, 175, 198 Renouvier, Charles Bernard, 85n,
Nozick, Robert, 36, 239n 174, 199
Richardson, Alexander, 154, 155
Ricoeur, Paul, 182
Ritter, H„ 175
O Rorty, Richard, 44, 106-107, 115, 116,
130, 131, 134, 146
Occam, Guillermo de, 27, 87 Ross, William David, 221
O’Connor, D., 235n Roth, Günther, 199
Oehler, Klaus, 108n Rousseau, Jean-Jacques, 154n, 177,
Ong, Walter J., 93 226, 230, 235
Oppenheim, F., 128n, 229, 233n, 234n Roussell, Raymond, 148
Royce, Josiah, 159-161, 167 Treitschke, Heinrich von, 196-198
Russell, Bertrand, 87, 94, 103, 131, Troeltsch, Ernst, 175
135, 165
Ryle, Gilbert, 72, 83, 107n
U
S Überweg, Friedrich, 157, 161
Saint Paul, Eustaquio de, 33n
Sainte-Beuve, Charles Augustin, 180
Sartre, Jean-Paul, 51, 131 V
Scruton, Roger, 236n
Scheler, Max, 194 Valéry, Paul, 28
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph Vattel, Emerich de, 218
von, 81 Vico, Gianbattista, 67
Schelsky, Helmut, 200 Virgilio, 248
Schiller, Friedrich, 81 Volta, conde Alejandro, 142, 144
Schleiermacher, Friedrich, 78, 180,
198
Schneewind, J. B., 77 W
Schopenhauer, Arthur, 91, 160
Séneca, 17 Wartofsky, M., 93
Shankara, 87 Weber, Max, 92, 199
Sidgwick, Henry, 77, 134 Weinstein, W., 229, 233n
Skinner, Quentin, 70, 71, 74, 76, 77, Whitehead, Alfred North, 72, 74
135, 187 Williams, Bernard, 146-148
Smith, Adem, 41, 153 Wiltich, Claus, 199
Sócrates, 54-56. Véase también Pla­ Winckelmann, Johann Joachim, 179
tón Windelband, Wilhelm, 88, 103, 105,
Stewart, Dugald, 52, 156 122n, 158
Strawson, P. F., 72, 77, 107n Wisdom, John, 50, 137
Suárez, Francisco, 218 Wittgenstein, Ludwig, 50, 72, 73n,
103, 122n, 137, 152, 233
T Wolff, Christian, 87, 91, 129, 153,
165
Taine, Hippolyte, 180 Wolfson, H., 73n
Tales, 83, 87 Wundt, Wilhelm, 188, 190-192
Taylor, C. C. W„ 55
Taylor, Charles, 20, 131, 148, 230, 231,
232, 239n Y
Tennemann, Wilhelm Gottlieb, 175
Thilly, Frank, 158 Yates, Francés A., 93
Thompson, E. P., 91
Thomson, George, 51
Tiedemann, Dietrich, 175 Z
Tito Livio, 239, 240, 241n, 247, 248,
249, 251 Ziff, Paul, 136

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