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Este texto es un extracto del libro “Descubrir la célula” de Sensio Carratalá Beguer; editado por

SM en 1995.

1. Al principio, la curiosidad

La curiosidad ha llevado al hombre a recorrer la tierra, explorar los océanos y aventurarse al espacio
exterior. Pero su cuerpo no es capaz de realizar estas proezas sin ayuda; por ello tiene que inventar
instrumentos que le permitan satisfacer sus deseos de conocer y superar sus limitaciones.

La vista es el más perfecto de los sentidos, pero el ojo humano no es capaz de distinguir objetos
menores de una décima de milímetro. Por eso fue tan decisiva la invención del microscopio. Con él fue
posible la observación de objetos muy pequeños, imposibles de ver a simple vista.

Y con ello tuvo lugar no sólo el descubrimiento de la célula, sino también el nacimiento de dos nuevas
ciencias: la citología (la parte de la biología que estudia la célula) y la microbiología (que estudia los
microbios).

Aunque las lentes para mejorar la visión existían desde tiempos muy antiguos, curiosamente los
primeros microscopios, que aparecieron en el siglo XV, no llevaban lentes, sino espejos cóncavos, pero
eran poco eficaces.

Hubo que esperar unos cien años hasta la aparición de microscopios de lentes. Y bastantes más hasta
la observación de la célula.
Los hallazgos que entonces se sucedieron llamaron la atención de muchos curiosos que querían ver por sí
mismos el espectáculo de los inquietos microbios moviéndose bajo el microscopio. Algunos los
contemplaban casi como diversión, pero otros realizaron brillantes trabajos. A menudo las observaciones
eran decepcionantes, pues aquellos primitivos aparatos eran difíciles de manejar. Y, como suele ocurrir con
las novedades, algunos científicos pensaban que el microscopio no mostraba la realidad, sino sólo ilusiones,
lo cual, a veces, era cierto. Con frecuencia las imágenes eran confusas y los microscopistas tenían que
adivinar con esfuerzo lo que veían.

El nombre de célula
Antes de la invención del microscopio, las células, desde luego, existían, pero nadie lo sabía. Su
descubrimiento no se produjo hasta bien entrado el siglo XVII. Un inglés llamado Robert Hooke publicó en
1665 un pequeño libro de sólo 60 páginas, titulado Micrografía, que fue la primera colección de dibujos
que plasmaba lo observado por medio del microscopio.

Uno de los dibujos representaba las celdillas microscópicas de una fina lámina de corcho. Precisamente
célula significa celdilla, y tal nombre, dado por Hooke, ha llegado hasta nosotros.

Aquel trozo de corcho no contenía en realidad células vivas, sino solamente paredes celulares; por eso
las celdas aparecían vacías. Y aunque en otras observaciones llegó a darse cuenta de que algunas de sus
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células contenían sustancias en su interior, nunca dio a este hecho mucha importancia, tal vez porque sus
investigaciones le llevaron a otros campos de la ciencia y sólo dedicó dos años al estudio de la biología.
Pero este breve espacio de tiempo fue suficiente para que las 60 páginas de su Micrografía ofreciesen al
mundo una selección de importantes y sorprendentes descubrimientos.

El comerciante de paños más importante del mundo


Cuatro días antes había llovido sobre la ciudad holandesa de Delft, y aún quedaba algo de agua en el
cazo que Antón van Leeuwenhoek, comerciante de paños, había dejado a la intemperie en el patio de su
casa. Era un cazo nuevo, de barro, esmaltado de azul por dentro. Leeuwenhoek tomó una gota de agua y
se dispuso a observarla al microscopio: miles de seres minúsculos la poblaban; seres transparentes y vivos,
increíblemente pequeños, se movían en todas direcciones y ofrecían a sus ojos un panorama
insospechado. No era la primera vez que observaba microorganismos, pero nunca antes los había visto en
el agua de lluvia. El holandés Leeuwenhoek no se hizo famoso por su comercio de tejidos, sino por sus
observaciones microscópicas, que pudo llevar a cabo gracias a su afición por las lentes. Pulía los vidrios
como nadie. Mientras que el inglés Robert Hooke empleaba un microscopio compuesto y formado por
dos lentes, y obtenía entre 30 y 40 aumentos, él, con un microscopio de una sola lente, alcanzó 266
aumentos.
Leeuwenhoek no tenía grandes conocimientos científicos y siempre se consideró un aficionado, pero
fue el primer hombre en ver los capilares sanguíneos, los espermatozoides y las bacterias.
Durante más de veinte años sus cartas llegaron a la asociación científica más importante de su tiempo, la
Royal Society, de Londres (*), informando sobre sus hallazgos. Eran cartas escritas en holandés, que los
ingleses debían traducir pues Leeuwenhoek no conocía más idioma que el suyo. Cuando en 1680 lo
hicieron miembro de la sociedad en reconocimiento a sus aportaciones, Leeuwenhoek, que no prestaba
jamás sus instrumentos y guardaba absoluto secreto sobre sus métodos de investigación, regaló a la Royal
Society 26 de sus microscopios. Precisamente el secretario de la Royal Society era por entonces Robert
Hooke. De su importancia puede dar idea el hecho de que sus dibujos fueron la mejor colección de
ilustraciones microscópicas durante más de un siglo, y algunas de sus preparaciones aún se conservan. En
su tienda de Delft recibió la visita de la reina Ana, de Inglaterra, y de Catalina la Grande, de Rusia.
Llegó a ser, no cabe duda, el comerciante de paños más famoso del mundo.

2. Células por todas partes

A través del microscopio, un mundo ignorado desde el principio de los tiempos había aparecido por
sorpresa ante los ojos del hombre, un mundo de seres minúsculos que los científicos se dedicaron a
conocer, clasificar e interpretar.

Los microscopistas encontraban células de formas variadas y en número inagotable allí donde dirigían
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sus aparatos. Estos inesperados seres vivos poblaban las charcas, habitaban el suelo, y formaban las
plantas, los animales y los hombres.

Un problema muy viejo

Aristóteles, el mayor sabio de la antigüedad, había dicho en el siglo IV a.C. que, si bien muchos
animales se reproducían para tener hijos semejantes a ellos, la tierra, la materia inerte, podía generar
espontáneamente muchos seres vivos, sin necesidad de progenitores. A esta teoría se la llamó “teoría de la
generación espontánea”

Naturalmente, en la antigua Grecia, donde abundaban los ganaderos, no se hablaba de que la tierra
pudiese engendrar directamente un cuadrúpedo —una oveja, por ejemplo—, sino de la aparición de
multitud de seres cuya reproducción era desconocida. Eran en general pequeños, como moluscos,
artrópodos, hierbas, e incluso animales superiores, como peces y ratones. El propio Aristóteles explicaba
cómo se formaban las anguilas a partir del barro.
Tales ideas imperaron durante casi toda la historia de la humanidad, a veces con retrocesos evidentes.
Durante la Edad Media se decía que había un árbol a la orilla de un lago en Escocia cuyas hojas se
convertían en peces al caer en el agua, y en pájaros cuando caían en tierra. Y que, en el lejano país de
los tártaros, los corderos podían nacer del tallo de cierta planta, como si fueran frutos. Fue una época en
que las historias más increíbles corrían de país en país, de ciudad en ciudad.

Todavía en plena Edad Moderna, en 1648, el holandés Van Helmont ofrecía recetas para conseguir
escorpiones, ratones y otros animales a partir de hierbas, trapos usados, granos de trigo e ingredientes
semejantes. Al parecer, no se comprobaban tales afirmaciones, y estas recetas podían parecer
perfectamente eficaces sin que nadie se esforzara en demostrar que los ratones se obtenían a partir de
ratones, y los escorpiones, de escorpiones.

El primero que puso a prueba estas ideas fue el italiano Francesco Redi, el cual hizo en 1668 un
experimento crucial. Todo el mundo sabía que un trozo de carne se pudría al cabo de cierto tiempo, y
que entonces, en su interior, aparecían gusanos. La gente creía que los gusanos se formaban de la misma
carne.

Pero Redi puso carne en dos tarros de vidrio y tapó uno de ellos con una gasa, mientras el otro quedaba
abierto. Unos días más tarde, la carne del tarro abierto tenía gusanos, y la carne protegida por la gasa
no tenía ninguno. Redi demostró que sólo aparecían gusanos si las moscas depositaban sus huevos en la
carne. La carne sola no los producía. Fue un importante golpe contra la idea de la generación espontánea.

Algo demasiado pequeño

A Leeuwenhoek, eso de que los seres vivos pudieran aparecer sin más de la materia inerte le parecía
una creencia poco razonable y bastante antipática.

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A su pesar, fueron los microscopistas, con Leeuwenhoek a la cabeza, quienes ayudaron sin quererlo a
los partidarios de la teoría de la generación espontánea.
Los mismos instrumentos que sirvieron para ver que los insectos eran mucho más complejos de lo que
se pensaba —y era difícil creer en la aparición espontánea de algo muy complicado— sirvieron también
para poner a la vista, de quien quisiera mirar, cantidades fantásticas de seres que parecían simples como
burbujas. Los científicos estaban dispuestos a aceptar que los insectos y otros invertebrados tuviesen
progenitores, pero ¿quién iba a pensar lo mismo de los microbios?, ¿cómo iba a reproducirse algo tan
pequeño?

De modo que la mayoría de ellos pensó que los microorganismos sí que aparecían directamente de la
tierra inerte, sin necesidad alguna de huevo o semilla. Pasó mucho tiempo hasta que fue posible
demostrar que también esta idea era errónea, y que las células no eran, pese a su tamaño, tan simples.

¿De dónde proceden las células?

Se sucedían las sorpresas. Desde que Robert Hooke publicó en 1665 su Micrografía, otros
investigadores extendieron sus trabajos a todo tipo de seres vivos e inanimados. Se tomaron muestras de
todas partes y se realizaron miles de preparaciones microscópicas, que fueron sometidas a cuidadosas
observaciones. Los resultados fueron completando un panorama inconcebible antes del microscopio: todos
los seres vivos estaban formados por células. No era que tuviesen células, sino que ellos mismos estaban
constituidos por un conjunto de células cuyo número podía variar desde una, en los protozoos, hasta
billones, como en los árboles o los grandes animales.
Hierbas, líquenes, arbustos, árboles y hongos, todos estaban hechos de células. Y también los insectos,
las medusas, los peces, los moluscos, los reptiles, etc. En todos ellos era posible descubrir células en
cada músculo, en cada hoja, en los conductos de sangre o savia, en el sombrerillo de una seta, en el
filamento de un alga o en la lámina de un liquen pegado a la roca...
Las células se encuentran allí donde hay vida. A veces constituyen grandes organismos, como los
animales y vegetales, y otras viven como individuos independientes.
La vida se extiende desde el fondo de los mares hasta las cumbres de las montañas, desde los hielos
polares hasta el ecuador, habita las islas más lejanas y los desiertos más inhóspitos. Causa sorpresa,
seguramente, saber que es difícil definir con exactitud qué es la vida. También asombra a aquellos
acostumbrados a ver árboles y animales superiores enterarse de que, a niveles microscópicos, no es fácil
clasificar los seres vivos en algunos casos. Pero donde hay vida sobre nuestro planeta, ésta va unida a la
estructura de tamaño microscópico llamada célula. Ante su abundancia, se puede entender que brillantes
naturalistas pensaran que la generación espontánea era la explicación adecuada para tal cantidad de seres
vivos, tal cantidad de células que podían hallarse por todas partes. Pero no era ésta la verdadera
respuesta.

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«Omnis cellula e cellula»
Durante todo el siglo XIX, se había ido perfilando alrededor de la célula la teoría celular, con
aportaciones de científicos de toda Europa.
Schleiden, un abogado alemán de carácter irascible que, tras sobrevivir a un intento de suicidio,
cambió la abogacía por la botánica, y sobre todo Schwann, también alemán, pero zoólogo y más apacible,
recogieron las ideas que ya aparecían en toda Europa y expresaron, en la teoría celular, que los seres vivos
están formados por células vivas, y que la célula tiene un papel fundamental en toda la biología.
Schwann formuló la teoría celular en 1842. Pero hubo que esperar veinte años más para que Pasteur
demostrara con sus experimentos que los seres vivos no brotan de la materia inerte, sino que únicamente
aparecen cuando los caldos nutritivos de los experimentos se ponen en contacto con gérmenes presentes
en el agua, el aire o los objetos empleados. Pasteur hirvió caldos nutritivos en frascos cuyo cuello recordaba
al de un cisne, de manera que el agua que hervía formaba un tapón líquido. Era una forma de impedir que
el caldo se contaminara con partículas del aire. Demostró así que los resultados contrarios obtenidos por
otros investigadores se debían a que no habían sido bastante cuidadosos.
Durante cierto tiempo, algunos científicos siguieron defendiendo la generación espontánea de los
microorganismos, pero el golpe asestado por Pasteur con sus experimentos resultó definitivo. Finalmente, la
idea que parecía tan lógica en tiempos de la antigua Grecia fue abandonada 2.200 años después de
Aristóteles.
Pocas ideas han resistido tanto el transcurso del tiempo. No conviene olvidar que el experimento de
Pasteur fue realizado hace tan sólo ¡130 años!
«Omnis cellula e cellula» es la sentencia de Rudolf Virchow, otro alemán. La pronunció en 1855,
cuando Pasteur no había hecho aún su famoso experimento. La frase significa: «toda célula proviene de
otra célula», y es todo un símbolo del cambio que habían sufrido las ideas, anticipándose a las
investigaciones que comprobarían su veracidad.
Un tema pendiente
Había quedado sin demostrar una excepción muy importante. Una excepción que ponía en duda el
papel de las células en aquello que más interesa al hombre: la naturaleza de su propia inteligencia,
aquello que le permite mantener su dominio sobre el resto de los seres vivos.
Se descubrían células en la piel, en el corazón, en los músculos, en los huesos, en la sangre, etc., pero
no en el cerebro. Comenzó a pensarse que el sistema nervioso no estaba formado por células.
Santiago Ramón y Cajal consiguió finalmente, en 1884, demostrar que también había células en el
cerebro. Lo hizo con un método muy especial: tiñendo unas células y dejando otras sin teñir. Así se pudo
distinguir la neurona, la célula nerviosa de forma ramificada y, por tanto, difícil de ver con las técnicas
normales.
El trabajo de Ramón y Cajal le valió el respeto y la admiración de la comunidad científica. Por fin, todo
el organismo humano podía entenderse por medio de la teoría celular.

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Cajal recibió el premio Nobel de Medicina en 1.906

(*) La Royal Society de Londres: asociación nacida en 1645, formada por caballeros ilustres que
se reunían para debatir los nuevos descubrimientos y los métodos de experimentación empleados por
Galileo Galilei

Rebatir: desmentir, oponerse.

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