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El Renacimiento y la Revolución Científica

El Renacimiento
Suele considerarse el Renacimiento como el período de la historia de Europa en el cual se produce una ruptura
con el género de vida practicado durante la mayor parte de la Edad Media y se sientan las bases de lo que será
la cultura moderna propiamente dicha.
En lo que se refiere a la historia de la filosofía, se produce una transformación de la mentalidad escolástica
que dominó el pensamiento sistemático durante la Baja Edad Media. Debido a la matematización de la ciencia y
a la aparición de las estructuras políticas que determinarán el mundo occidental hasta el siglo xxi, esa mentalidad
dará lugar a unos nuevos «sistemas» de pensamiento desligados ya de los presupuestos intelectuales que habían
estado vigentes desde la Antigüedad.
Es preciso notar, no obstante, que bajo esta ambigua denominación de «Renacimiento» se mencionan al menos
tres fenómenos culturales diferentes:
1) El humanismo: lentamente gestado desde los comienzos del arte gótico, el humanismo se apoya en la
recuperación de los saberes de la Antigüedad y tiene su principal expresión en el mundo de las artes y las
letras.
Se produjo una profunda renovación de las artes (el desarrollo de la perspectiva naturalista en la pintura, que
tiene movimientos equivalentes en las otras artes) y de la literatura considerada en su sentido más general. En
este último aspecto, el estudio de las lenguas clásicas (latín y griego) provocó una auténtica resurrección de los
autores grecorromanos, que durante la Edad Media habían sido leídos solo parcial e indirectamente o en
traducciones defectuosas y no siempre acertadas.
Esa recuperación de los autores de la época antigua modifica por completo los modos de escribir y de pensar no
solo en las disciplinas propiamente «literarias», sino en lo que concierne al derecho, a la política, a la moral y al
estudio de las costumbres, siendo este último uno de los factores que contribuyeron a la configuración de los
Estados-nación.
El humanismo es el fenómeno cultural más visible del Renacimiento, especialmente si observamos los
acontecimientos desde el centro de irradiación que constituye Italia a partir del siglo XV; no obstante, desborda
el mundo italiano y latino, difundiéndose por toda Europa y encontrando figuras tan ilustres como las de Erasmo
de Rotterdam o el español Juan Luis Vives.
En este mismo contexto es en el que hay que situar el inicio del llamado «siglo de Oro» de la literatura en lengua
castellana, desde la obra narrativa de Cervantes a la poesía mística de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz,
pasando por la magistral obra del gramático Antonio de Nebrija.
2) La Reforma protestante: ese movimiento de «retorno a los orígenes» no solamente produjo un «renacimiento»
del paganismo y del estudio de los clásicos, sino también un intento de rescatar el espíritu originario del
cristianismo frente a lo que es percibido como una cierta «decadencia» ocurrida sobre todo durante los años de
consolidación de la escolástica medieval.
De esta reacción acabará por surgir la Reforma, que dividirá a la Iglesia cristiana en dos bandos, cuyos conflictos
alcanzaron también dimensiones políticas e históricas de primer orden.
3) La Revolución Científica: en un período que comienza con Galileo y Kepler y que desembocará en la obra
de Newton, el desarrollo de la física matemática como ciencia teórico-experimental supondrá una ruptura
definitiva, por una parte, con el modelo de pensamiento científico heredado de la Antigüedad y de la Edad Media
y, por otra, con el cosmos finito y el universo cerrado y geocéntrico que constituían la «visión del mundo»
establecida en esas épocas anteriores.
El trastorno de la propia concepción de la ciencia irá acompañado, en los siglos posteriores, del trastorno de la
vida civil y hasta de la cotidianidad familiar, en la medida en que la tecnología convierta en impactos sociales los
descubrimientos de la física moderna.

La Revolución Científica
El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico
Antes de abordar el estudio de la Revolución Científica, es necesario considerar la física aristotélica y las
cosmovisiones elaboradas por Aristóteles y por Ptolomeo, pues en gran parte se va a oponer a ellas. La
cosmovisión de Aristóteles es de carácter realista, mientras que Ptolomeo presenta un esquema positivista.

La física y el cielo aristotélico


El cosmos aristotélico
El cosmos artistotélico puede ser descrito como un sistema cerrado y finito, teleológicamente ordenado. El
principio rector reza así: «todo lo que se mueve es movido por otra cosa». En la cúspide del sistema encontramos
el motor inmóvil, acto puro, que mueve eróticamente (todas las cosas ansían parecerse a él).
El motor inmóvil no puede –a pesar de algunas vacilaciones del propio Aristóteles– estar en contacto con el
mundo: es el mundo el que tiende a él como a su fin último. Por debajo se encuentra el primer motor, que pone
en movimiento la esfera de las estrellas fijas; esta, a su vez, mueve la esfera de Saturno, y así sucesivamente,
hasta el orbe lunar.
Estas esferas están constituidas de una sustancia, el éter, en la que se equilibran perfectamente la materia y la
forma. Su movimiento es circular. Son ellas las que determinan el tiempo («imagen móvil de la eternidad», en
palabras de Platón). Esa sustancia es denominada, también, quinta essentia (las otras cuatro, terrestres, son la
tierra, el agua, el aire y el fuego).
Por debajo del orbe sublunar se encuentra la Tierra estática, en el centro del universo, y estructurada según
los cuatro elementos antes citados. Una conmoción desordenó parcialmente la ordenación elemental,
engendrando así el movimiento; en efecto, en la Tierra los elementos están mezclados.

Las anomalías en la cosmología aristotélica

Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son: geocentrismo; esferas concéntricas y
cristalinas en torno a una Tierra estable, y movimiento uniforme de tales orbes celestes. Todo ello está
inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente –para explicar los días y las noches– por el primer
motor, especie de alma del mundo movida, a su vez, por el motor inmóvil: Dios.
Esta armonía, expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia griega: finitud del cosmos, uniformidad y
circularidad como movimiento perfecto (lo más cercano a la inmutabilidad del Dios), se veía desde el principio
perturbada, con todo, por dos fenómenos: cometas y planetas.
Con respecto a los cometas, la solución ofrecida resultaba convincente, dada la ausencia de instrumentos de
precisión: se trataría de «meteoros»; esto es, de fenómenos producidos en la región sublunar por la fricción de
las capas de aire y fuego que rodeaban la Tierra.
Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol y de la Luna, de movimiento regular,
algunas «estrellas» variaban periódicamente de intensidad lumínica, y otras (especialmente Venus y Marte)
aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando hacia atrás en movimiento retrógrado. Por eso se las
llamó «planetas» (palabra griega que significa ‘vagabundo’, ‘errante’).

Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo kepleriano-galileano

El realismo de la revolución copernicana


La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la Tierra deja de ser el centro del
universo, y el Sol viene a ocupar ese lugar. Este fue el hallazgo de Copérnico.
Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos físicos, no artificios
matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las constantes de epiciclos y deferentes usadas por
Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban invertidas con respecto a las de los demás planetas: prueba de que
estos estaban más cerca del Sol que de la Tierra.
Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente a los 80 ptolemaicos.
Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el «escándalo» de los ecuantes, haciendo que las
órbitas en torno al Sol describieran círculos con movimiento uniforme. Esta búsqueda de lo sencillo y armónico –
la restauración de la armonía celeste– es lo que guía el pensamiento de Copérnico.
Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza griega: el
movimiento uniforme y circular es el único natural, el único perfecto: la imagen de la divinidad misma. Si la causa
es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su movimiento, porque «La sabiduría de la naturaleza es
tal que no produce nada superfluo e inútil».
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas la armonía del
universo, donde todo está sopesado y equilibrado, por otra, eleva el orbe sublunar a la categoría celeste,
acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan cuidadosamente diferenciados en el pensamiento griego.
También la Tierra, su descripción y sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una clara raigambre
cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo en él es valioso. El universo es un
mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por el mejor y más regular Artífice».
Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al Sol, imagen misma
de Dios:
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este templo hermosísimo, esta lámpara
en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin
razón, le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama el Dios visible, y Sófocles, en
su Electra, el que todo lo ve. Así, en realidad, el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los
astros».
Copérnico, N.:
Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:
1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.
2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias relativas de los planetas.
3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.
Las anomalías en el heliocentrismo copernicano
El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico consecuente: la
imprecisión de la órbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.
En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El perfeccionamiento en
los métodos de observación astronómica permitió determinar su posición: sin duda, se encontraban más allá del
orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo aristotélico se cuarteaba, y hasta el carácter concluso de la Creación
(terminada en el séptimo día) se ponía en entredicho frente a algo que era un hecho, no una teoría más o menos
estetizante como la de Copérnico.
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de ideas, en donde los
continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las continuas hipótesis
para intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo.
Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las esferas cristalinas que sostendrían los
planetas, y sugiere un nuevo sistema cósmico conciliador entre Copérnico y Ptolomeo: la Luna, el Sol y la
esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra, inmóvil, pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol.
Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) llevaría al límite el giro copernicano. El rechazo absoluto de los
orbes cristalinos le lleva a imaginar una infinidad de mundos simultáneamente existentes, en los que planetas
y estrellas giran en la inmensidad de un espacio vacío e infinito.
Se pedía en la época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos astronómicos y una nueva teoría que,
sobre la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los nuevos descubrimientos y las exigencias
de la razón matematizante, de raigambre platónica. El hombre que logró llevar a cabo tal empresa fue Johannes
Kepler.

Kepler: la caída del movimiento circular y la ley de armonía


Kepler no solo era un minucioso observador, era también un gran matemático y, sobre todo, un fervoroso místico,
que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las esferas. Así, la pasión obsesiva por la
exactitud matemática se veía en él reforzada por su creencia en un universo perfecto, creado y regido por un
Dios matemático.
La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué los planetas y las estrellas no se
dispersaban en los espacios infinitos, «algo» debía mantenerlos en sus órbitas. Ahora, traspasando el
magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el sistema? Kepler se estaba acercando, así,
a la teoría newtoniana.
Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió llegar a ese resultado, al observar ligeras
variaciones en la órbita lunar. «Abandono –diría en una famosa carta– las oscuridades de la física para refugiarme
en las claridades de la matemática».
Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba confirmar empíricamente su
geométrico sistema. Por ello, se dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe. Los datos que allí pudo manejar
le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu
Physica Coelestis (Nueva astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.

Las leyes del movimiento de los planetas


En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:
1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.
2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la línea que une su centro con el Sol barre
áreas iguales en tiempos iguales.
La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de la circularidad como
movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni Galileo lograron zafarse).
Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del pensamiento kepleriano: su respeto
ante los datos extraídos por la observación y su filosofía platonizante.
«Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la naturaleza en conexión con muy precisas concepciones, dos cosas saltan a la
vista:

1. La ciencia natural no es de ningún modo –para Kepler– un medio que sirva a los fines materiales del hombre ni a su técnica, con
cuya ayuda pueda sentirse menos incómodo en un mundo imperfecto y que le abra la vía del progreso. Por el contrario, la ciencia
es medio para la elevación del espíritu, una vía para hallar reposo y consuelo en la contemplación de la eterna perfección del
universo creado.

2. En estrecha conexión con lo anterior se encuentra el sorprendente menosprecio de lo empírico. La experiencia no es más que un
fortuito descubrir hechos que mucho mejor pueden ser concebidos partiendo de los principios apriorísticos. La completa coincidencia
entre el orden de las «cosas del sentido», obras de Dios, y las leyes matemáticas e inteligibles, “ideas” de Dios, es el tema básico
del harmonices mundi. Motivos platónicos y neoplatónicos llevan a Kepler a la concepción de que leer la obra de Dios –la naturaleza–
no es más que descubrir las relaciones entre las cantidades y las figuras geométricas. “La geometría, eterna como Dios y surgida
del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que este fuera el mejor y más hermoso, el más semejante a su
Creador”».

Heisenberg, W.: La imagen de la naturaleza en la física actual. Seix Barral, Barcelona, 1969.

La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de vista filosófico. Cabe señalar que,
con ella, desaparecen por fin los ecuantes de la astronomía, respetando, sin embargo, la exigencia de
uniformidad del movimiento angular.
Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en su perihelio. Como antes se apuntó,
Kepler sugirió –correctamente– que se debía a una fuerza emanada por el Sol, pero la seguía concibiendo de
una forma cuasimística, como poderes o facultades que «tiraban» del planeta.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de dos planetas cualesquiera son
proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol».
La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda, el movimiento angular de su órbita;
pero es la tercera la que consigue enlazar en un sistema todos los planetas. Solo a partir de Kepler puede hablarse
de un sistema solar. La tercera ley es denominada, con justicia, la ley de armonía del movimiento planetario.
Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la Modernidad: un maravilloso mecanismo de
relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a los cuerpos (caída del concepto griego de physis). En
palabras del propio Kepler:
«Mi intento ha sido demostrar que la máquina celeste ha de compararse no a un organismo divino, sino más bien a una obra de
relojería. […] Así como en aquella toda la variedad de movimientos son producto de una simple fuerza magnética, también en el
caso de la máquina de un reloj todos sus movimientos son causados por un simple peso. Además, demuestro cómo esta concepción
física ha de presentarse a través del cálculo y la geometría».

Kepler, J.: Carta a Herwart, 1605.

La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que Kepler necesitaba para conciliar realidad
e idealidad, física y cálculo. Pero sabemos que no pudo llegar a describirla matemáticamente. Para ello, habría
necesitado la ley de inercia, implícitamente establecida por Galileo. Kepler fue incapaz de dar ese gigantesco
paso: la matematización total del universo.

Galileo: la matematización del universo


Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre no copia al celeste
por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave para descifrar sus enigmas:
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser
leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en que está escrito. Está escrito en
lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible
entender una sola palabra»

(Galileo: Il saggiatore, 1623).

Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo como este. La lectura del mundo con
ojos matemáticos tenía necesariamente que chocar de frente con los dos grandes poderes de su tiempo: la ciencia
aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar primero, brevemente, las posiciones de ambos poderes.

El método resolutivo-compositivo
El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo vigente en su época y, por otra, contra la
mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una generalización inductiva.
La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve y toca. Pero
introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente asumidos, a través de la tradición y la
educación.
El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las características relevantes de un
fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún más, el pitagorismo de Galileo lo lleva a
considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades segundas) como irreales, meramente subjetivas.
Realmente solo existe aquello que puede ser objeto de medida (cualidades primeras).
Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los traza Galileo en su
carta a Pierre Carcavy (1637):
1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solo las propiedades
esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las diversas propiedades
esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen después una serie de consecuencias, precisamente las que
puedan ser objeto de resolución experimental.
3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.
El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La razón impone sus leyes a la
experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice de la potencia del intelecto. Es el
inicio de la razón como factor de dominio del mundo.

El mundo como una máquina: la mecánica clásica


Aunque en una época posterior al Renacimiento, conviene que añadamos algunas notas sobre el mecanicismo
de Descartes y la física de Newton para completar la exposición de la Revolución Científica.

La máquina cartesiana del mundo


El siglo XVII vio triunfar en Europa la Revolución Científica iniciada por Copérnico, Kepler y Galileo. A los
esfuerzos de estos pioneros por instaurar un método experimental, y a su insistencia casi religiosa en valorar la
precisión y exactitud de las matemáticas, se agrega ahora una cosmovisión de miras tan ambiciosas como las
del derruido sistema aristotélico: la filosofía mecanicista de Descartes. Podemos agrupar así los rasgos esenciales
de este mecanicismo:
1) Solo existe lo matematizable: figura, tamaño y movimiento, que son las cualidades primarias. Las otras
cualidades quedan reducidas al ámbito de lo subjetivo.
2) En consecuencia, las «cosas» naturales se reducen a masas puntuales moviéndose en el espacio euclídeo
(infinito, isotópico y tridimensional).
3) Toda acción y reacción deben ejercerse mediante choque o impulso. En todo caso, por contacto.
4) Es suficiente describir matemáticamente las leyes que rigen estos movimientos y acciones; el ámbito de la
causalidad se reduce a la causa eficiente, y esta, a la función que relaciona dos variables.
5) El tiempo deviene un concepto secundario, desde el momento en que el lugar de la ubicación de las masas es
un espacio infinito: el punto de partida de un movimiento (medida del tiempo) es arbitrario y reversible.
6) Los principios que rigen la inmensa maquinaria del sistema son dos: el de «inercia» y el de «conservación
del momento o cantidad de movimiento».
Como consecuencia de estos postulados del mecanicismo cartesiano, la física queda subsumida en la cinemática
(desplazamiento de masas puntuales en un espacio infinito). Así, aunque Descartes enunció por vez primera,
explícitamente, la ley de inercia (principio fundamental de la física), le fue imposible introducir en su sistema las
consideraciones dinámicas de Galileo (caída de los graves) y de Kepler (segunda ley).
Por otra parte, su repudio de las cualidades ocultas le llevó, necesariamente, a postular un espacio lleno (acción
por contacto). El descubrimiento de fuerzas aparentemente actuantes a distancia (gravedad, magnetismo y
electricidad) quedaba reducido en su sistema a la imaginería, no matemática, de los torbellinos.

Antecedentes de la física de Newton


La segunda mitad del siglo XVII estuvo ocupada enteramente en un esfuerzo de renovación mental pocas veces
igualado en la historia, encaminado a conciliar en un sistema unitario los descubrimientos parciales de estos
grandes hombres:
1) Se trataba de conjugar la geometría analítica cartesiana con el concepto dinámico de derivada del tiempo,
implícitamente descubierto por Galileo. Asistimos, así, a los albores de la noción de razón empírico-analítica antes
explicada. El resultado, decisivo en la historia de la matemática, fue la invención del cálculo infinitesimal.
2) Se trataba, también, de asignar una causa física a las leyes empíricas de Kepler. El resultado sería el
descubrimiento, aún no superado, de la teoría de la gravitación universal.
3) En tercer lugar, había que combinar la cinemática cartesiana con la dinámica de Galileo, en un único sistema
físico: la mecánica.
4) Por último, había que introducir en el edificio de la mecánica fuerzas como el magnetismo y la electricidad,
incompatibles con el universo inerte de Descartes.
Estas cuatro conquistas, pilares del inmenso edificio de la ciencia moderna, se agrupan en torno a un hombre:
Sir Isaac Newton.

El sistema del mundo: Newton


La inducción, método de la ciencia
Newton dio un giro decisivo a la filosofía natural (física), abandonando el racionalismo de los pioneros y
cumpliendo, más bien, el programa empirista iniciado por Francis Bacon. Con Newton, la matemática deja de ser
el fundamento para convertirse en un medio auxiliar: la geometría nace de la mecánica y sin ella no tiene sentido.
La ciencia no comienza, pues, con una demostración matemática, sino con una construcción a partir de lo
sensible. El método de la ciencia, afirma Newton frente al racionalismo continental, es la inducción.
La tercera regla del filosofar de Newton trata del «principio de inducción» (o, más exactamente, de transducción:
paso de lo observable a lo inobservable). En esta tercera regla se abandonan, por un momento, los aspectos
metodológicos para mostrarnos la estructura de la materia. Se trata de un claro atomismo del que se excluye
explícitamente toda afirmación de vivacidad o actividad por parte de la materia. La atracción de la gravedad es
extrínseca a los cuerpos.
Tesis fundamentales de la mecánica clásica
Entre las principales tesis de la mecánica clásica con implicaciones filosóficas, tanto en su aspecto ontológico
como epistemológico, hay que señalar las siguientes:
1) Todo objeto tiene una consistencia y existencia permanentes en el tiempo. Kant estableció que uno de los
principios que regulan los objetos de la naturaleza física es la «permanencia de la sustancia».
2) «La naturaleza no da saltos». Es el «principio de continuidad de la naturaleza», en consonancia con la
continuidad del tiempo y del espacio.
3) Las cualidades y magnitudes atribuibles a cada objeto en tanto que sustancia tienen un valor definido en todo
tiempo. El objeto tiene tales magnitudes.
4) El estado y las reglas o principios que regulan el estado y su cambio es independiente de la observación y
medida que pueda llevar a cabo cualquier investigación o experimento.
5) La naturaleza está regida por el «principio de causalidad». Nada sucede sin razón; nada acontece sin una
causa; es decir, sin una regla que determina los objetos y que permite predecir todo suceso. Por ello, se habla de
la concepción mecanicista y determinista de la naturaleza.

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