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A LA VERA DEL CAMINO

EL ATESTIGUAMIENTO DEL TIEMPO NO ES EL TIEMPO

En mis distendidos viajes por el fondo del gran cañón, hendiendo el desierto primordial, me
había encontrado con un anciano de indiscernibles proverbialidades que me había
advertido con una adusticidad absoluta que el final más deplorable para un ser humano era
morir, a la vera de su portal, sobre una silla mecedora, recordando las glorias de su pasado.
Semejante sentencia me perturbó hondamente, pues no quería admitir tal evento como
una lógica e irrefutable inercia de la vida. Había presenciado desafortunados ocasos
humanos, en desintegración orgánica y perceptual vertical, en estado terminal,
quedándome con ello, en la fantasiosa opción de una muerte heroica en lugar de un
decrecimiento por la languidez del alma. Borges coincidía con Whitman en que si,
hipotéticamente tuvieran una segunda oportunidad, nadarían más ríos y escalarían más
montañas. Yo también lo hubiera hecho, desde luego. Pero eso solo era una necia
ensoñación, sin ninguna clase de posible reivindicación. ¿”Tu recuerdas quién soy yo?” –
presencié casualmente la pregunta de una nonagenaria a su asistente enfermera,
pidiéndole una misericorde orientación que la redimiera de la amnesia en su extraviada
senilidad- No me quedé a escuchar la respuesta, pues ya tenía quebrado el corazón, y no
solo eso sino que había entrado en un irreversible estado de pánico silencioso. Mi destino
parecía estar sellado, el desecamiento de la otrora radiante flor. La cuestión de la
elegibilidad de la muerte ya estaba sentenciada a la necedad suprema, e intuía, del todo
conturbado, que nuestra máxima aspiración como seres humanos debería ser, en todo caso,
elongar en lo posible la expansión de nuestra vital reserva de energía primordial. Había leído
a Poe en el caso de Valdemar en un inocuo intento de detener la muerte, a Wilde
sobornando el trascurso inevitable, a Goethe tramoyando la parca para el desvío de su
destino, a Kazantzakis propositando la antítesis de la efemireidad, a los dioses del Olimpo
apostando la eternidad, todo ello en vano. Todo apuntaba a la inexorabilidad del sino final,
así que tuve que replegar mis recursos para intentar otros horizontes de apreciación. Por
una parte estaba la heroicidad de la vida, la de los grandes acometedores, los grandes
exploradores, apertores de las grandes sendas por las que habría de transitar la humanidad.
Muchos de ellos perecieron en su propia gesta, ganándose un halo legendario, y ese me
parecía un final glorioso, a cambio de una ignominiosa decrepitud al calor del lar. Pero
también existían otra clase de grandes odas, y para subrayarlas solo me bastaba remitirme
a las primeras semblanzas de mis padres, entregándose con una vehemencia total a la
salvaguarda del crecimiento de sus hijos. Viéndolo al privilegio de la distancia temporal,
resultaba asombroso ver la intensidad de acción y propósito, sin un atisbo de vacilación,
con un arrojo del cual ni siquiera yo hubiera podido hacer gala, condición de la cual llegué
a avergonzarme innúmeras e inconfesadas veces. Entonces comprendí que la odisea había
valido la pena: no solo propagar la vida, sino perpetuarse en ella a través de su inefable
continuidad, permutable como la verdadera esencia de la inmortalidad. Quedarse pues,
impertérrito ante el advenimiento de las nuevas marejadas, no estaba en mi haber,
claudicando antes del último instante del inefable salto. Mirar lo extraordinario y hacerlo
aún más extraordinario no podía traducirse más que en acceder a la conciencia de la
infinitud del tiempo reducido a un solo y último instante, una paradoja de imposible
resolución. Para el ser humano, parecía ser, escapar a la muerte significaba adquirir plena
percepción de su potencial de acción en su último acto, que eran todos los actos, en
conocimiento de que la evasión de tal condición solo podía ser una invitación a la
claudicación final, haberse declarado vencido antes de haber entrado al inevitable campo
de batalla de todos los días de nuestra prolífica vida. Al día siguiente regresé al sitio donde
la dulce anciana había extraviado su identidad, y su asistente me confió apesadumbrada su
predecible desaparición. Me despedí lo más brevemente posible. ¿Bajo qué necias
instancias iba yo a explicarle a una práctica enfermera que nuestra dama no había
desaparecido, sino que sencillamente ya se hallaba perpetuada en la plenitud de nuestras
fértiles existencias?

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