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Eugenio Montejo, “El terror de caer en K”

Confieso mis temores ante la letra K. es la duodécima de nuestro alfabeto, la novena consonante,
quizás la menos eficaz pero la más peligrosa. Los diccionarios voluminosos no le consagran más de tres
páginas, casi todas apretujadas de palabras exóticas, impronunciables, accesorias. Podría eliminarse y
confiar a la C dura, que ha heredado todo el esfuerzo de la Kappa griega, su antiguo trabajo. Podría
culpársele de amparar el mayor número de neologismos y vocablos atragantados. Sin embargo, su casi
inutilidad no mengua un ápice el enigmático respeto con que siempre domina. Porque habla menos que
sus hermanas, y siempre en lengua extraña, está más llena de silencio y resulta más significante la K.
Disimula sus poderes una geometría de líneas rectas, que integran la vertical y dos oblicuas,
interceptadas por encima de su altura media. Reconozcamos su belleza angular, tan atractiva como la A o
la Z. Más que éstas, parece acumular una suma máxima de tensiones. Su reposo está cargado de fuerza, no
difiere del arco, y con la perfección acoplada de una saeta. Mis temores, sin embargo, proceden de su
identificación antropoforma. La K semeja, con una precisión sutil, las extremidades de un hombre en
marcha. Es un hombre que siempre camina, no sé hacia dónde ni por qué, con la erosión esquelética de
una escultura de Giacometti. Sus huesos han tomado el grosor de sus cuerpos validos de una liviandad
metálica. La K soporta, por eso, grandes marchas. Pero es una marcha desolada, por landas cenicientas,
baldías y no sabría tampoco por qué, antaño pobladas, florecientes. La K recorre esa extensión en
silencio, interfiere en un volumen escaso de palabras, no se la comprende ni espera ser comprendida.
Padece un exilio superior al de la X o la Y. Si se la observa, se sabe que desdeña la locuacidad de la M, el
torpe tableteo de la T. La K tal vez por esto no se detiene. Medita quizás el viejo aforismo taoísta: “el que
sabe, no habla; el que habla, no sabe”.
La K esgrime su altivez para ocultar su desamparo. Y su desamparo cae en evidencia. Nuestro
temor no impide una tácita conmiseración. La K no representa peligro en ella misma; sabemos que el arco
por sí solo no se dispara. Los peligros están fuera y la rodean; por eso la evitamos y sentimos terror en su
presencia. Es el terror de caer en K. Porque K, desde cierto tiempo, no es en Occidente una simple letra, la
convención gráfica de un componente de significados; es, más bien, un significante, una zona maldita,
azarosa, amenazadora: K. veamos por qué.
“Seguramente se había calumniado a K –dice la primera línea de El proceso– pues, sin haber hecho
nada malo, fue detenido una mañana”. Tan breves frases, tan simples como absurdas, proponen menos un
juego a la imaginación que una evidente alusión de extremado peligro. Pasamos las páginas para seguir
una extraña mitología de la culpa que, a través de un engranaje perfectamente montado, concluye con la
eliminación, sin razones reales o aparentes, de K. El condenado es muerto en manos de un verdugo
oportuno con un puñal, que bien pudo ser una kama, “puñal circasiano de hoja muy ancha”, o un kangiar,
“puñal grande, a modo de machete”, o un keblán, “especie de puñal corto javanés”. (Citas del Larousse.) La
suposición puede suplir la identificación del arma, aunque no el sitio en donde fue enterrada –el corazón–
, ni la frase final del condenado: “como un perro, dijo, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle”.
Kafka dibujó una situación de condena sin causa, de ejecutoria sin palmos de lógica. K se había
atado a un deber ser cotidianamente normal, incapaz de quebrantarle su integridad de juris. ¿Qué hizo K
para caer en K? A esa pregunta Kafka no responde, y es de creer que escribe su libro para averiguarlo, ya

U.C.V. Escuela de Letras. Semestre 1-2014. Prof. Erika Roosen. Poesía y poetas, “Dioses profundos”, la poesía de Eugenio Montejo
que, según se sabe, no para publicarlo. ¿Era Kafka el mismo K, como se ha insinuado? Kafka temía llegar a
ser el propio K, como cada uno de nosotros ciertamente lo teme hoy en cualquier punto de la tierra. De
nada vale la objeción de Marta Robert de que Kafka, al publicar su obra, hubiese dado un nombre al
personaje. Porque ese nombre no existe ni a estas alturas es dable reemplazarlo, de modo simbólico toda
funesta hora de inculpación absurda en nuestro tiempo es fatalmente la hora de K.
La condición de K se presenta, de común, montada sobre tres elementos: dos en relación directa y
uno, el inculpado, sin conexión lógica y, por ello, factor de cuasi comicidad en la novela, y de angustia y
temor en la vida real. Basta que, por un simple azar, encarnemos ese tercer elemento para que hayamos
caído en territorio de K y ya nadie pueda salvarnos. En El proceso, tal condición se articula así: la sociedad
(primer elemento) y el siempre inaccesible tribunal (segundo elemento), atrapan a K. La novela gana su
fuerza de la ausencia de causalidad posible entre la víctima y el sumario. Años después, el esquema, ya no
novelado sino pavorosamente real, se presenta para el pueblo judío. Los campos de concentración
exterminan a millones de seres en la inocente condición de K.
Vemos que en El proceso el exterminio pudo ser lento, tramado, postergado y, en cierto modo, en
Auschwitz lo fue. Pero también puede ser súbito, atronador, fulminante: la mañana del seis de agosto de
1945, en Hiroshima y, días después en Nagasaki, ciento cincuenta mil hombres sucumbieron bajo la
atmósfera pestilencial de K.
La condición de K la esquematiza una total inocencia ante el ajusticiamiento, la indefensión del
condenado, el azar de la circunstancia y el estupor con que el hombre constata la fragilidad de los valores
morales, los únicos a partir de los cuales es posible la vida.
La fatalidad de K repite a diario su aleatorio percance. Hace poco el conde Karl von Spreti,
Embajador alemán en Guatemala, pereció en la arácnida zona de K. Ajeno a una situación que se sirve de
su vida como objeto, padece la estupidez de un azar que lo conecta con una pugnacidad de la cual es
totalmente ajeno. Desde estos umbrales temerosos debe ser releído El proceso. Puede, incluso, inventarse
un nombre judío o japonés o alemán: la condición de K posee en todas partes la misma identidad cruel,
amenazante.
No ha de confundirse con el riesgo moral o espiritual del héroe que desafía, por un sistema de
creencias, el mecanismo inquisidor de su época, aunque su martirologio se torne igualmente brutal
(Sócrates, Cristo, Galileo): es la pura inocencia atada a una mutilación sin causa.
Así puedo explicarme el temor que por instantes asocio a la letra K. Creo mirarla cruzar en su
mutismo la calle donde vivo. Tiene el aire lamentoso de un soplo de flauta fúnebre. En sus huesos, palpo
la corrosión atómica que Giacometti transmutaba a sus bronces. La saludo desde lejos y hago cuanto
puedo por esquivarla. No es una letra, sino una condición, un espectro.

1970

U.C.V. Escuela de Letras. Semestre 1-2014. Prof. Erika Roosen. Poesía y poetas, “Dioses profundos”, la poesía de Eugenio Montejo

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