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18 junio, 2015  

Historia de cine Argentino

Por Ricardo García Oliveri. Publicado en Diccionario del Cine Iberoamericano.


España, Portugal y América; SGAE, 2011; Tomo 1, pags. 420-442.

ARGENTINA
I. Los inicios hasta la década de 1930. II. El éxito en el mercado de habla hispana. III.
El cine de la posguerra. IV. La realización cinematográfica a partir de la década de
1960. V. De la dictadura a la democracia.
I. LOS INICIOS HASTA LA DÉCADA DE 1930
El desarrollo del cine en Argentina y sus logros artísticos, coinciden en forma parcial
con el de una nación siempre en crisis, lo que la lleva de la posición de privilegio que
ostenta, dentro del concierto de las naciones, en el momento en que los hermanos
Lumière dan a conocer su invención, hasta un lugar secundario un siglo después.
Durante un periodo de tiempo considerable, se ubica a la cabeza del cine
latinoamericano, incluso desde el punto de vista cronológico: la primera exhibición
pública se lleva a efecto el 18 de julio de 1896, a menos de siete meses de la de fines de
1895 en París, en el Teatro Odeón de Buenos Aires, ya desaparecido. La organiza el
empresario de sala, Francisco Pastor, y el periodista Eustaquio Pellicer –en ocasiones,
operador– con material auténtico del sello Lumière. Antes, se registran proyecciones del
kinetoscopio, sistema desarrollado por el estadounidense Thomas Alva Edison, y del
vivomatógrafo, de origen inglés. Si otros países están más próximos a los grandes
centros, Argentina tiene la ventaja de su gigantesca ciudad-puerto, hacia la que
convergen buques de todas las banderas, que se llevan materias primas y traen
manufacturas, entre ellas, equipos cinematográficos. Los introduce en el país el belga
Enrique Lepage, importador de artículos fotográficos, con quien colaboran otros dos
pioneros: el austriaco Max Glücksmann, luego gran proveedor de película virgen en el
Río de la Plata, y el francés Eugenio Py, quien en 1897 registra La bandera argentina,
unos 17 metros, desaparecidos, y en 1900 el primer film concebido con criterio
documental, Viaje del doctor Campos Salles a Buenos Aires, en el que el presidente
electo brasileño es recibido por el primer mandatario local, Julio Argentino Roca, y por
el expresidente Bartolomé Mitre. Por la misma época el cirujano Alejandro Posadas
registra algunas de sus intervenciones quirúrgicas; el uruguayo Julio Raúl Alsina instala
el primer laboratorio con galería; Gregorio Otuño abre la primera sala y nace la primera
empresa distribuidora de películas, bajo el nombre de Sociedad General
Cinematográfica, fundada por el vasco Julián de Ajuria. Una vez instalado el
cinematógrafo, entonces comúnmente llamado “biógrafo”, como entretenimiento cada
vez más aceptado por el gran público, no se conoce de otras producciones nacionales,
hasta que no comienza el trabajo de ficción.
A fines de 1905 llega al país como integrante de un coro Mario Gallo, un pintoresco
italiano sin antecedentes fílmicos, pero perspicaz e imaginativo. Dedicado a diversas
actividades artísticas, incursiona en el cine tras conocer al también italiano Atilio
Lipizzi. Entre 1909 y 1913 realiza los primeros filmes argentinos de ficción, sobre cuyo
orden cronológico no hay pleno acuerdo; ellos son La Revolución de Mayo, La creación
del Himno Nacional, El fusilamiento de Dorrego, con intervención de los comediantes
Salvador Rosich, Eliseo Gutiérrez, Roberto Casaux –film considerado durante décadas
la primera película argentina de ficción, pero investigaciones posteriores asignan ese
lugar a La Revolución de Mayo–, La batalla de Maipú con Enrique de Rosas, Camila
O’Gorman, con Blanca Podestá, Güemes y sus gauchos, La batalla de San
Lorenzo, Juan Moreira, con Enrique Muiño, Muerte civil, con Giovanni Grasso
y Tierra baja, protagonizada por Pablo Podestá. Todos estos trabajos son de un marcado
primitivismo, pero Gallo consigue mantener vivo el interés y, poner en marcha una
industria que se consolida con la llegada del sonoro y mantiene un ritmo vital en las dos
décadas previas. Otro italiano, Federico Valle, llegado en 1911, resulta fundamental en
ese proceso. Es uno de los operadores del francés Méliès, aunque en Argentina
comienza por instalar un laboratorio para subtitular los filmes extranjeros; esto es el
germen de la empresa Cinematografía Valle, sobre la que en un tiempo descansa la
actividad industrial cinematográfica del país. Introduce los filmes institucionales que
realiza y produce con inventiva, llega a facturar más de mil y mantiene durante casi tres
lustros el noticiero cinematográfico, Film Revista, que registra escenas no autorizadas
del primer Mundial de Fútbol, celebrado en Montevideo en 1930. Idea, produce y
realiza el primer film argentino de dibujos animados, El apóstol (1917), una sátira al
presidente Hipólito Irigoyen para la cual convoca al escritor Alfredo de Laferrère, hijo
del dramaturgo Gregorio de Laferrère, los dibujantes Diógenes Taborda y Quirino
Cristiani, y el técnico francés Andrés Ducaud. Con 50 minutos de duración y más de
58.000 dibujos, el congreso de la especialidad realizado en Berlín en 1970 reconoce El
apóstolcomo el primer largometraje de dibujos animados del cine mundial. A esa
experiencia sigue otra de animación, esta vez con muñecos: Una noche de gala en el
Colón. Casi toda la obra de Federico Valle se pierde en un incendio, pero, su legado se
prolonga en sus continuadores, salvo uno de los primeros, el peruano José Bustamante y
Ballivián, quien vuelve a su país para dedicarse a la política, todos los demás son
argentinos o quedan en el país, como Cristiani y Ducaud y, entre otros, los fotógrafos
Alberto Etchebehere, Roque Funes, Antonio Merayo, Francis Boeniger y Antonio
Prieto, el técnico de sonido Mario Fezia, los directores Eduardo Morera y Luis Moglia
Barth y el periodista Chas de Cruz. Toda esta actividad acerca a los intelectuales que se
van interesando por el cine y también al público, aunque éste se inclina por los
productos extranjeros. En 1914 el dramaturgo Enrique García Velloso realiza Amalia,
sobre la novela de José Mármol, y al año siguiente Mariano Moreno y La Revolución
de Mayo, en ambos casos con el concurso de figuras del teatro y el apoyo técnico de
Glücksmann. En ese mismo año de 1915 el cine argentino obtiene su primer gran
éxito, Nobleza gaucha; bajo la dirección y guion de Humberto Cairo (texto revisado por
José González Castillo) y protagonizada por Orfilia Rico, narra un conflicto entre
porteños y provincianos; cuesta 20.000 pesos, recauda cerca de un millón, y por primera
vez posterga al material foráneo, llegando a exhibirse en 25 salas a la vez y, con
parecido éxito, en España, Brasil y otros países latinoamericanos. Para su realización
Cairo cuenta con el aporte de los fotógrafos Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto
Gunche. Estos dos fundan su propio estudio y convocan al cómico Florencio Parravicini
para Hasta después de muerta (1916), de parecida repercusión en la taquilla. Por esa
época se incorpora el dramaturgo Francisco Defilippis Novoa, improvisado realizador
de, entre otras, Flor de durazno (1917), con Carlos Gardel, Blanco y negro (1919), con
Victoria Ocampo, y La vendedora de Harrod’s (1920), con Berta Singerman.
La última década del mudo presenta un cine argentino escasamente relacionado con la
evolución que puede apreciarse en otros países. Dominado por la intuición, asiste a la
aparición de artesanos que se forman en la práctica, algunos con proyección futura,
como Moglia Barth, Julio Irigoyen (Tu cuna fue un conventillo, 1925) y Leopoldo
Torres Ríos, el más importante de todos; otros, florecen y decaen en la década de 1920,
como Edmo Cominetti (El matrero, 1924; La borrachera del tango, 1928) y Nelo
Cosimi, además actor (Mi alazán tostao, 1922). Quien lidera ese momento es José A.
Ferreyra, llegado del mundo de la plástica y dotado de una marcada sensibilidad
popular. Se inicia con Campo ajuera y La vuelta al pago (1919) y su obra adquiere
pronto un rumbo que respeta y repite tópicos como las madres cariñosas que defienden a
sus hijas de caer en la tentación y a los varones en la mala vida, el barrio humilde
opuesto a las luces del centro, o el amor triunfando sobre infidelidades de novios, hijos,
maridos y amantes; así destacan La muchacha del arrabal(1922), Melenita de
oro (1923), Organito de la tarde (1925) y Perdón, viejita (1927), una de sus mejores
piezas. Convencido de la inminencia del sonoro, tras dos intentos en 1930 (El cantar de
mi ciudad y La canción del gaucho), realiza en 1931 Muñequitas porteñas, con María
Turgenova y Floren Delbene, el primer film argentino con sonido y diálogos. El sistema
sincronizado Vitaphone funciona a medias, pero la obra queda como otro de sus logros.
Ferreyra no reconoce influencias a excepción de la de Evaristo Carriego, sigue filmando
hasta la década de 1940, pero su gran época es la que transcurre en los años señalados.

II. EL ÉXITO EN EL MERCADO DE HABLA HISPANA


Con la llegada del sonoro se establece la industria, aparecen las grandes figuras y se
forman los directores aptos para que luzcan en películas que triunfan en Argentina y en
todo el mercado de habla hispana. Entre 1931 y 1932 se realizan algunas películas
sonorizadas en diversos sistemas, todas difícilmente audibles. El año clave es 1933, ya
que el 27 de abril se estrena ¡Tango! en el cine Real de la calle Esmeralda. Su director,
Luis Moglia Barth desarrolla la idea a partir de una leve trama argumental de Carlos “el
Malevo” Muñoz (Carlos de la Púa). La otra figura decisiva es Ángel Mentaste, un
importante ejecutivo en una distribuidora de películas, conoce el negocio y, cuando se
lanza a producir, no descuida detalle; consigue otros aportes societarios y funda
Argentina Sono Film. El elenco de ¡Tango! aglutina varias leyendas de la pantalla, el
teatro y la canción: Luis Sandrini, Tita Merello, Pepe Arias, Libertad Lamarque,
Azucena Maizani, estrella del momento que sólo aparece al comienzo interpretando La
canción de Buenos Aires, y en el número de cierre con Milonga del 900, entre otros y
las orquestas de Juan de Dios Filiberto, Pedro Maffia, Osvaldo Fresedo, Edgardo
Donato, Juan D’Arienzo y La Guardia Vieja, El Cachafaz (José Ovidio Bianquet),
Carmencita Calderón, bailarines, y el pianista Luis Visca. El film tiene mejor fotografía,
de Alberto Etchebehere, que sonido, pero entre la novedad y las figuras resulta un éxito
tal que se confirma como obra fundacional. El 19 de mayo, en el cine Astor de la calle
Corrientes, se estrena Los tres berretines, título inicial del sello Lumiton; sus
fundadores, César José Guerrico, Luis Romero Carranza y Enrique T. (Telémaco)
Susini, reúnen un capital de trescientos mil pesos, en su mayor parte invertidos en los
estudios, con la más avanzada tecnología, que levantan en la localidad de Munro; el film
cuesta apenas dieciocho mil y recauda más de un millón. Basado en la pieza homónima
de Arnaldo Malfatti y Nicolás de las Llanderas, se convoca a Luis Sandrini, que la
representa exitosamente en teatro, y comienza a definir el tipo que lo hace célebre. El
título alude al tango, el fútbol y el cine, manías de moda que desasosiegan al hogar
presidido por Luis Arata. Además están Luisa Vehil, Florindo Ferrario, Benita Puér
tolas, Héctor Quintanilla y la orquesta de Osvaldo Fresedo. Susini, pionero de la
radiofonía en 1920, lleva la voz de mando durante el rodaje, pero con aportes del
director de fotografía John Alton, del compaginador húngaro Lazlo Kish, del jefe de
laboratorio Juan Carlos Lemos y de Francisco Múgica, por entonces asistente; los
créditos atribuyen la dirección al Equipo Lumiton. Se inicia la época de los grandes
estudios. El proyecto inicial de Argentina Sono Film es de tres títulos, todos a cargo de
Moglia Barth, y Mentasti lo cumple no obstante la defección de algunos socios tras el
fracaso del segundo, Dancing (1933), con Arturo García Buhr, Amanda Ledesma, Tito
Lusiardo y otros. Se resarce ampliamente con Riachuelo (1934), protagonizada por
Sandrini. Para entonces incorpora a la empresa a sus hijos Luis Ángel y Atilio, quien
dirige la empresa durante mucho tiempo, convertido en el productor paradigmático del
cine argentino. En ese año se crea Río de la Plata, estudio fundado por Francisco
Canaro, Jaime Yankelevich y Juan Cossio con el propósito de aprovechar la popularidad
de las estrellas; su primer producto es Ídolos de la radio de Eduardo Morera (1934), con
Ada Falcón, Ignacio Corsini, Olinda Bozán, Tita Merello. Caracterizados por la
diversidad, los directores que surgen con el sonoro tienen en común la intuición, el
entusiasmo y el sentido de lo popular. Estos realizadores provienen por lo general de la
clase media y todos coinciden, en esa etapa en un cine ingenuo, considerado ordinario
por las clases altas y apenas costumbrista por los estetas, pero con virtudes que no se
ven perjudicadas por sus contenidos, eminentemente localistas. El fenómeno no deja de
retroalimentarse durante años. En 1935 se estrenan catorce películas, de las cuales más
de la mitad son de debutantes, algunos alcanzan después un influencia poderosa. Del
teatro, y de Italia proviene Mario Soffici, actor y ayudante del Negro Ferreyra en Calles
de Buenos Aires (1933), debuta como director con El alma del bandoneón, con Libertad
Lamarque y Santiago Arrieta, el 20 de febrero en el Monumental, sala considerada la
“catedral del cine nacional”, y estrena poco después La barra mendocina, con José
Gola, Elsa O’Connor, Marcelo Ruggero y otros. Su filmografía abarca cinco décadas y
culmina en la de 1970, cuando es designado director nacional de Cinematografía. El
francés Daniel Tinayre presenta su ópera prima Bajo la Santa Federación, basada en un
radioteatro, que es la película argentina más cara hasta ese momento. Manuel Romero
también proviene de la escena, de la llamada revista porteña. Su película Noches de
Buenos Aires con Tita Merello, Fernando Ochoa, Enrique Serrano e Irma Córdoba,
revitaliza a Lumiton, tras el fracaso de Ayer y hoy, por lo que de inmediato realiza para
el mismo sello El caballo del pueblo. Aunque es un proyecto costoso, propone un éxito
seguro al recuperar para el cine nacional a Carlos Gardel, quien durante el sonoro sólo
filma en el extranjero. La muerte de Gardel en Medellín (Colombia), impide la
realización del proyecto. Como la preproducción está muy avanzada se sigue adelante
con Juan Carlos Thorry. Luis Saslavsky, oriundo de Santa Fe, llega al cine procedente
de las artes plásticas, el cine experimental y el periodismo; su paso por Hollywood,
como corresponsal, pero también asesor de películas como Volando a Río de T.
Freeland (1933), le facilita al regresar, el acceso a la realización. A diferencia de los
casos precedentes se inicia con un fracaso comercial, Crimen a las tres, pero le abre un
camino y puede imponer su estilo poco más tarde. Alberto de Zavalía debuta
con Escala en la ciudad y Arturo S. Mom con Monte criollo, cuyo protagonista es
Francisco Petrone. A comienzos de 1936 estrena el italiano Luis César Amadori Puerto
Nuevo, su primer trabajo con Pepe Arias.
A pesar de que todos sus
largometrajes son extranjeros, Carlos Gardel forma parte del acervo fílmico argentino.
Además de la ya citada película muda Flor de durazno, el cantor interviene en diez
cortometrajes dirigidos por Eduardo Morera, cada uno con una canción que le da título
y ocasionalmente, con la aparición de otra figura en carácter de acompañante.
Registrados por el sistema de sincronización entre 1930 y 1932, sus títulos
son Añoranzas, Canchero, El carretero (con Arturo de Nava), Enfundá la
mandolina, Mano a mano (con Celedonio Flores), Padrino pelao, Rosas de otoño (con
Francisco Canaro), Tengo miedo, Viejo smoking y Yira… yira (con su creador, Enrique
Santos Discépolo). Sus largometrajes de producción francesa son Luces de Buenos
Aires de Adelqui Millar y Manuel Romero (1931); La casa es seria / La maison est
sérieuse de Lucien Jaquelux (1932), con Imperio Argentina, único largometraje no
estrenado en Argentina; Espéramede L. Gasnier (1933), Melodía de arrabal de Gasnier
y A. Le Pera (1933), con Imperio Argentina; Cuesta abajo de Gasnier (1934), con Mona
Maris. En Estados Unidos filma con Paramount El tango en Broadway de Gasnier
(1934), El día que me quieras y Tango Bar de John Reinhardt (1935). Su trágica muerte
convierte al cantor en mito e insoslayable personaje de película. En 1939 Hugo del
Carril, protagoniza La vida de Carlos Gardel de Alberto de Zavalía. El equivalente
femenino, en cine del “Morocho del Abasto”, es Libertad Lamarque. Esta cantante-
actriz, posee un estilo interpretativo tan personal como el del cantor, y también capta
públicos locales e internacionales. Se impone gracias a Ayúdame a vivir de J. A.
Ferreyra (1936), con Floren Delbene, título que inicia una serie de éxitos que se
continúan en La ley que olvidaron también de Ferreyra (1938), Madreselva de L. C.
Amadori (1938,) y los títulos más ambiciosos desde lo estético que Argentina Sono
Film confía a Luis Saslavsky, tales como Puerta cerrada (1939) y La casa del
recuerdo (1940). Luego de su pelea con Eva Duarte durante el rodaje de La cabalgata
del circo de M. Soffici (1945), parte al exilio, realizando una nutrida carrera en México.
Lamarque es la figura que más espectadores hispanoparlantes aporta al cine argentino.
La actividad es incesante: 1942 registra la cifra récord de 57 largometrajes estrenados;
la industria cuenta con veintinueve galerías, doce de ellas dotadas de todos los
adelantos. Las principales productoras, aparte de las dos pioneras que siguen en plena
actividad, son Pampa Films, Estudios San Miguel, Establecimientos Filmadores
Argentinos (Efa), Sociedad Impresora de Discos Electrofónicos (Side) y Artistas
Argentinos Asociados. La mayoría están en el área metropolitana, pero no faltan las del
interior del país, como Film Andes, en la provincia de Mendoza. Es la época en que
aparecen, o se afirman, los directores que cimentan el cine argentino. Mario Soffici,
realiza las valiosas Viento norte (1937) y Kilómetro 111 (1938); en 1939, El viejo
doctor y Prisioneros de la tierra, elegido en la década de 1980 la mejor película
argentina de todos los tiempos por un jurado de casi cien especialistas. En el mismo año
se inicia el chileno Carlos Borcosque, ya con trabajos en su país, con el estreno de Alas
de mi patria, donde mucho tiene que ver su experiencia como aviador, y su gran
éxito, Y mañana serán hombres, que lo define como un especialista en temática y
elencos juveniles. También en 1930, Francisco Mugica dirige dos películas: Margarita,
Armando y su padre, sobre una pieza de Jardiel Poncela, y Así es la vida, gran éxito
apoyado por su elenco: Enrique Muiño, Elías Alippi, Felisa Mary, Sabina Olmos,
Enrique Serrano, Arturo García Buh; poco después realiza una obra modélica, Los
martes, orquídeas (1941), con guion original de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari,
donde se revela Mirtha Legrand, junto a Enrique Serrano y Juan Carlos
Thorry. Kilómetro 111, Así es la vida y Los martes, orquídeas son ejemplos de
diferentes tipos de comedia.
La guerra gaucha (Lucas Demare, 1942)
En 1942 el cine argentino comienza a producir, dentro del género épico, una
reconstrucción histórica a partir de texto preexistente que resulta además un
entretenimiento. Esto se concreta en La guerra gaucha de Lucas Demare, film que es el
resultado de un largo proceso y de la confluencia de múltiples circunstancias. Demare se
encuentra en Barcelona como integrante de la orquesta de su hermano Lucio, Fugazot e
Irusta, abandona la música, y se interesa por el cine, sortea con rapidez los distintos
pasos del escalafón y ya listo para dirigir, el estallido de la guerra civil (1936-39)
paraliza el proyecto, por lo que regresa a Argentina. Ya en Buenos Aires es integrante
de la “Barra del Ateneo”, grupo de artistas con deseos de renovación que se reúnen en el
café del mismo nombre, unidos alrededor del actor y director Elías Alippi; junto a él y
su compañero de teatro, Enrique Muiño, el productor Enrique Faustin más los actores
Francisco Petrone y Ángel Magaña. Afines de 1941 fundan Artistas Argentinos
Asociados (AAA), empresa a la que se aproximan muchos otros: Lucio Demare, el
fotógrafo estadounidense Bob Roberts, los jóvenes Humberto Peruzzi (camarógrafo),
Ralph Pappier (escenógrafo), René Mugica (actor), Carlos Rinaldi (montador), los
asistentes Hugo Fregonese y Rubén W. Cavallotti, más dos escritores, el letrista de
tango Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat. Son quienes trabajan sobre los relatos
eslabonados por Leopoldo Lugones en su libro La guerra gaucha. La noticia de que
Alippi está enfermo, incurable, paraliza a todos. Los testimonios coinciden en que
ninguno considera la posibilidad de empezar a filmar con otro actor en su lugar.
Encuentran un proyecto donde no hay papel para Alippi, El viejo Hucha, que dirige L.
Demare (1942), resulta una excelente práctica para todo el equipo, y cuando el líder
muere se lanzan a concretar el anterior proyecto, sumando a Sebastián Chiola, en el rol
de Alippi, y a Amelia Bence, en el principal rol femenino. La guerra gaucha se estrena
en el Ambassador en noviembre de 1942 y se convierte en la película argentina más
vista hasta ese momento, superando las marcas locales de Lo que el viento se llevó de V.
Fleming (1939). Varios integrantes del equipo se convierten más tarde en realizadores
notables: Fregonese, Pappier, Cavallotti, Mugica, Rinaldi. Éxitos inmediatos de Demare
y el sello AAA son Su mejor alumno (1944), el mejor retrato de Domingo Faustino
Sarmiento, encarnado por Muiño, en el cine local, y Pampa bárbara, otro film histórico
y épico, codirigido por Demare y Fregonese, con Petrone y la actriz teatral Luisa Vehil.
Los éxitos de la pantalla argentina son constantes: Soffici dirige otra destacada
comedia, Yo quiero morir contigo (1941) y Tres hombres de río (1943). De ese año
son Juvenilia, en la que Augusto César Vatteone recurre a un texto de Miguel Cané,
sobre sus recuerdos del Colegio Nacional de Buenos Aires, para concretar una evocativa
superproducción en la que Gori Muñoz debe realizar 52 decorados diferentes a la vez
que de este film, por ser una estudiantina, surgen las carreras artísticas de Ricardo
Passano, Mario Medrano, Gogó Andreu, Hugo Pimentel, Domingo Márquez, Marco
Zucker y Nelly Daren; junto a ellos, los más experimentados José Olarra, Ernesto
Vilches, Eloy Álvarez, Rafael Frontaura, Elisa Galvé, Francisco López Silva y Enrique
Chaico; Safo, historia de una pasión, de Carlos Hugo Christensen, con Mecha Ortiz y
Roberto Escalada; Casa de muñecas, de Ibsen, según Ernesto Arancibia, con Delia
Garcés; y Stella, de Benito Perojo, con Zully Moreno. En 1944 Christensen obtiene otro
gran éxito con La pequeña señora de Pérez, con Mirtha Legrand y Juan Carlos Thorry,
y AAA concreta El muerto falta a la cita, comedia policial dirigida por el exiliado
francés Pierre Chenal, a quien se recurre para aliviar la tarea de Demare, donde se lucen
Magaña y Chiola.
La prosperidad del cine argentino le permite abordar producciones insólitas en el año
1945, como La dama duende, de Estudios San Miguel, donde salvo el director, Luis
Saslavsky, y la protagonista, Delia Garcés, todo el resto son españoles exiliados en el
Río de la Plata: los adaptadores, María Teresa León y Rafael Alberti, el director de
fotografía, José María Beltrán, el de arte, Gori Muñoz, el compositor Julián Bautista, y
los actores Enrique Álvarez Diosdado, Antonia Herrero, Manuel Collado, Amalia
Sánchez Ariño, Ernesto Vilches, Andrés Mejuto, Paquita Garzón, Helena Cortesina,
Alejandro Maximino, Manolo Díaz, Alberto Contreras, Francisco López Silva y otros,
la casi totalidad de los cuales queda en el país debido a la hospitalidad incondicional
que encuentran. Allá en el setenta y tantos es un melodrama histórico de Francisco
Múgica, sobre la primera mujer médica, Cecilia Grierson (Silvana Roth), y La
cabalgata del circo, una superproducción musical con dos astros, Libertad Lamarque y
Hugo del Carril, y un elenco integrado por Orestes Caviglia, José Olarra, Juan José
Míguez, Armando Bó y Eva Duarte. El nivel de producción es ejemplar y refleja una
industria consolidada, sin embargo posteriormente, la segunda guerra mundial hace
notar sus estragos.
III. EL CINE DE LA POSGUERRA
La posguerra impone nuevas reglas de juego, el mundo se transforma, las leyes del
mercado pasan a ser otras. El cine argentino tiene una infraestructura que pocos países
poseen: domina absolutamente el mercado interno, ocupa una posición envidiable en el
de habla hispana y trata de conservar lo ganado, para lo cual recurre a un lenguaje
menos localista y a historias de corte internacional. Si se confrontan los mejores filmes
de 1940-41 con los de apenas seis o siete años después, no parecen haber sido realizados
en el mismo país. 1946 propone una serie de títulos tan agradables cuanto
olvidables: No salgas esta noche de Arturo García Buhr, El viaje sin regreso de
Chenal, El capitán Pérez de Cahen Salaberry, La honra de los hombres de Carlos
Schlieper, Cinco besos y Camino del infierno de Saslavsky, la segunda, en codirección
con Tinayre. En la misma línea se ubican los tres mayores éxitos de público, Donde
mueren las palabras, que realiza Hugo Fregonese para AAA, con el soporte de calidad
propio de ese sello pero una historia rocambolesca, cuyo mérito mayor es incluir
el ballet como componente esencial; El ángel desnudo de Carlos Hugo Christensen para
Lumiton, que publicita un inexistente desnudo integral de la novel Olga Zubarry;
y Adiós Pampa mía de Manuel Romero, con el cantor Alberto Castillo. Todo el cine del
periodo se caracteriza por un pretendido internacionalismo, como vía para seguir
ganando mercados, lo que no ocurre, y esconde la intención de eludir temáticas
referidas a la realidad del país en ese momento, o de cualquier pasado más o menos
cercano. En la segunda mitad de la década de 1940 la gravedad del proceso no se
advierte. Durante 1947 nacen dos nuevos sellos: Emelco, que se convierte en líder e
irrumpe con un gran éxito, El retrato de Schlieper, comedia con Mirtha Legrand, e
Interamericana que produce A sangre fría, un buen policial negro de Tinayre sobre libro
de Saslavsky, protagonizado por Amelia Bence y Pedro López Lagar. La tradicional
Argentina Sono Film se afirma internacionalmente al año siguiente con Dios se lo
pague que se convierte en el mayor éxito económico hasta ese entonces. La idea es de
Atilio Mentasti, quien advierte que la pieza del brasileño Joracy Camargo, que llega a
representarse en dos salas porteñas al mismo tiempo, es un éxito seguro en la pantalla.
Confía el film a Luis César Amadori, a la combinación calidad-popularidad, se suman
cuestiones sociales, concretamente el enfrentamiento de pobres versus ricos, pero, lejos
de cualquier enfoque ideológico, se trata de un melodrama rotundo, protagonizado por
el argentino radicado en México, Arturo de Córdova y Zully Moreno, con Enrique
Chaico como secundario. Aunque no lo logra, es considerado para el premio Oscar al
mejor film hablado en idioma extranjero, galardón que la Academia de Hollywood
otorga por entonces de manera no sistemática y sin dar a conocer los títulos no
premiados; este detalle hace que algunos especialistas lo consideren el primer candidato
argentino al celebrado premio, aunque la mayoría sostiene que ese honor corresponde,
ya en la década de 1970, a La tregua de Sergio Renán (1974).
Notable excepción a esta política orientada a conquistar públicos foráneos es Leopoldo
Torres Ríos, cabeza de una estirpe que se prolonga en su famoso hijo, Torre Nilsson, sus
nietos Javier y Pablo Torre, y sus bisnietos, también cineastas. La diferencia de
apellidos es sencilla: Torre es el correcto, pero como en los créditos de la primera
película en que participa está mal reproducido y en la siguiente también, decide
mantenerlo así. Junto a su hermano Carlos, actor, realizador y ante todo, director de
fotografía, Leopoldo Torres Ríos hace cine desde el periodo mudo; su carrera registra
no pocos éxitos, pero el fracaso de La vuelta al nido (1938), notable obra anticipatoria –
sin palabras en pleno auge de los diálogos– llena de la mejor poesía ciudadana, con
Amelia Bence y José Gola, lo devalúa y lo desmoraliza. Confiesa que, para vivir, tiene
que probar su capacidad para “hacer las mismas macanas que los otros” y da como
ejemplo El sobretodo de Céspedes (1939). Dirige trece filmes antes de Pelota de
trapo (1948), donde demuestra que es capaz de realizar productos de potencia fílmica y
aceptación masiva al mismo tiempo. Inspirada en la serie de notas que desde tiempo
atrás el cronista deportivo Ricardo Lorenzo “Borocotó” publica en la revista El
Gráfico sobre la historia, sólo a medias inventada, del club de barrio Sacachispas que
ansía triunfar en el fútbol. Lo produce Armando Bó con el sello recién fundado
Sociedad Independiente Filmadora (Sifa), además de interpretar el papel del
protagonista adulto en la parte menos valiosa del film, ya que la primera mitad es
antológica.

Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949)


En tiempos en que los europeos ponen de moda las coproducciones, se realiza la
primera, con Italia: Emigrantes, escrita, dirigida y protagonizada por Aldo Fabrizi
(1984), de resultados desparejos. Lucas Demare obtiene resultados muy interesantes
con La calle grita, comedia de costumbres que gira en torno a la carestía de la vida. En
1949, Luis Saslavsky entrega una brillante humorada y, al tiempo, un gran
espectáculo, Vidalita, que se burla del gauchismo en boga a partir del socorrido recurso
de la heroína travestida; esta comedia es cuestionada por tomar en solfa la figura del
gaucho y mostrar uno homosexual (la desenvuelta Mirtha Legrand). Avivato, película
cómica, de Enrique Cahen Salaberry con Pepe Iglesias, es el gran éxito de taquilla del
año. Los italianos imponen, además, el neorrealismo, del que participa Emigrantes, pero
que halla una excepcional réplica vernácula en Apenas un delincuente (1949) de Hugo
Fregonese. En el argumento participan tres periodistas: Chas de Cruz escribe la idea,
inspirada en hechos reales, y José Ramón Luna y Raimundo Calcagno “Calki”, la
desarrollan en colaboración con Tulio Demichelli. Es la primera película argentina
sonora que se filma muda y luego se dobla en estudios; el sistema, que sigue vigente
otros treinta años en el país, parece contradictorio en relación con los fines propuestos,
pero es el único con que se cuenta para imprimir dinamismo a la acción y permitir
movilidad a una cámara que procura reproducir el espíritu documental; Jorge Salcedo
compone con precisión al complejo protagonista. Hugo del Carril, actor y cantor, debuta
como director en Historia del 900 (1948), colorida pintura de Buenos Aires finisecular;
se nota desde ese inicio que aporta al cine popular frescura, fluidez y un oficio que
perfecciona en entregas sucesivas. Tras el interesante paso evolutivo de Surcos de
sangre(1950), rodada en Chile, Del Carril consuma dos años después un avance enorme
con Las aguas bajan turbias, uno de los mejores títulos argentinos de tema social;
ambientado, como Prisioneros de la tierra de M. Soffici (1939), en los yerbatales
misioneros, describe la explotación y los esfuerzos de los “mensús” para sindicalizarse,
hacia 1924. En el momento del rodaje, el autor de la novela original El río oscuro está
detenido por motivos políticos; el director gestiona un permiso especial para visitarlo en
la cárcel y el nombre de Alfredo Varela no puede figurar en los créditos del film. Hugo
del Carril aporta al cine argentino la sinceridad de su enfoque, gran cuota de coraje y
una renovación alejada de cualquier sofisticación.
En el panorama del cine argentino en los tempranos años de la década de 1950
predomina la superficialidad en forma de comedias de todo tipo, pero lo social y el cine
intelectual se hacen un espacio. Entre las primeras destacan La barra de la esquina de
Julio Saraceni (1950), con Alberto Castillo y José Marrone; tres que hace ese mismo
año Carlos Schlieper –Cuando besa mi marido, Esposa último modelo y Arroz con
leche– y la de más éxito, La vendedora de fantasías del binomio Daniel Tinayre-Mirtha
Legrand, con Alberto Closas. Entonces aparece un inesperado giro intelectual
potenciado por Torres Ríos, tradicionalmente respetuoso con los gustos más sencillos de
la gente. Luego del éxito de Pelota de trapo elige un asunto que sabe minoritario, que
años atrás le rechazan a su hijo, Leopoldo Torre Nilsson y con quien codirige la
adaptación de El perjurio de la nieve de Adolfo Bioy Casares, retitulada El crimen de
Oribe. El hombre llamado a revolucionar como nadie el cine argentino tiene acceso a la
industria, con una obra que, sin ser perfecta, resulta renovadora. Padre e hijo coinciden
en la siguiente El hijo del crack (1953), y de inmediato Torre Nilsson dirige solo
en Días de odio, adaptación del cuento de Jorge Luis Borges Emma Zunz, y, en ese
mismo 1954, La Tigra, sobre pieza de Florencio Sánchez, que no se estrena hasta
bastante después. Tal vez ese contratiempo lleva al artista a una de sus escasas
concesiones, la honesta e interesante Para vestir santos (1955), historia de una solterona
encarnada por Tita Merello, quien viene de revelar su potencialidad dramática en
Filomena Marturano de Luis Mottura, estrenada en 1950. Esta actriz es uno de los
puntales de Los isleros de Lucas Demare, un film clave que al año siguiente restaura la
confianza en la producción nacional y su posible autenticidad. Demare, quien desde La
calle grita (1948) sólo rueda La culpa la tuvo el otro (1950), vuelve a los temas
rotundos que le dan fama. En Los isleros se encuentra la cuestión social que desnuda la
novela de Ernesto L. Castro, pero los dramas individuales pasan a primer plano, la
oposición entre Carancha (Tita Merello) y Leandro (Arturo García Buhr) permite
percibir la dura existencia de los habitantes de las islas del Paraná. Un conflicto, entre el
gobierno y el actor, que debe exiliarse, motiva que el film sea bajado de las carteleras en
plena explotación; sin embargo, cuando se repone el público vuelve a apoyarlo como al
principio. En 1952 la producción desciende a treinta y cinco estrenos, cierra Lumiton,
quiebra Emelco, dejan de filmar San Miguel y Efa y comienza a tambalear
Interamericana; sólo quedan en actividad normal Argentina Sono Film y AAA, y en
menor escala Mapol y General Belgrano; el resto de la producción es independiente y
bastante precaria. La guerra hace tiempo que ha concluido pero vuelve a faltar película
virgen; opera el mercado negro, pero esta situación queda conjurada al reactivar
Laboratorios Alex su planta de emulsionado, fuera de uso desde 1946. Este mismo
laboratorio da en 1953 un paso decisivo para el procesamiento de película en color. En
1954 Mario Soffici estrena Barrio gris, válida pintura de los suburbios de Buenos Aires,
que eleva al estrellato a Alberto de Mendoza. Su enorme repercusión origina una
especie de secuela, Oro bajo, del mismo director (1955-56), y el que esté basado en el
libro de un escritor sin antecedentes, Joaquín Gómez Bas, abre las puertas a más
literatos noveles: Marco Denevi, Adolfo Jasca, Beatriz Guido, David Viñas, Juan José
Manauta, Abelardo Arias y otros. En noviembre de 1954 se realiza un Festival
Internacional con muchas películas, estrellas y novedades mundiales como el
Cinemascope y el sistema 3D, ambos llegan expresamente para el acontecimiento.
Aunque no es competitivo y no se habla de continuidad, resulta un acontecimiento y
deja una semilla que germina algunos años después, en otro contexto. La calidad de la
cinematografía nacional continúa declinando. De los primeros meses de 1955 sólo
pueden rescatarse Mercado de abasto, comedia costumbrista filmada por Demare con su
habitual solvencia, La Quintrala, evocación histórica de Hugo del Carril, Mi marido y
mi novio, comedia de Schlieper, y La delatora, policial de Kurt Land que ve muy poca
gente por razones ajenas a su valor intrínseco: se estrena dos días después del
bombardeo de la Plaza de Mayo, hecho ocurrido el 26 de junio, en el primer intento
militar organizado para derrocar al gobierno de Perón. Demasiado poco para un año en
que la actividad aún no se fractura, y que marca un récord en materia de figuras
importadas, pues llegan a Argentina los mexicanos Emilio Fernández, Gabriel Figueroa,
Armando Silvestre, el italiano Erno Crisa (estos cuatro para la realización de La Tierra
del Fuego se apaga, ambicioso, pero fallido proyecto que no fue coproducción, sino una
empresa nacional con pretensiones de trascender internacionalmente), el chileno
Lautaro Murúa, los españoles Antonio Vilar y Carmen Sevilla, entre otros, al mismo
tiempo que se revelan interesantes figuras locales. En mayo de ese año se produce el
estreno de Lo que le pasó a Reynoso, primera película argentina en colores, de L. Torres
Ríos. En 1955, además, se produce la incorporación de Fernando Ayala, otro creador
importante que acompaña la renovación, con un film de refinada espiritualidad, Ayer
fue primavera, que permite descubrir a Analía Gadé.
Tras la caída del gobierno de Juan Domingo Perón, la Argentina bucólica del bienestar
desaparece y tiene lugar un caos que incluye rencores, revanchas o simples traiciones de
quienes cambian de bando a tiempo y se transforman en verdugos de aquellos a quienes
antes alentaron y alabaron. Vuelven del exilio artistas como Francisco Petrone, María
Rosa Gallo, Niní Marshall y Arturo García Buhr; algunos sólo lo hacen más tarde y
esporádicamente, pues prefieren conservar su residencia en los países que los han
acogido, como Libertad Lamarque en México, Orestes Caviglia en Uruguay y Carlos
Hugo Christensen en Brasil, pero otros deben partir al exilio como Luis César Amadori
y Zully Moreno y, en menor medida en cuanto al origen político de su destierro, Pepe
Iglesias, Alberto de Mendoza, Alberto Closas (se repatria), Juan Carlos Thorry y Analía
Gadé, mientras una cantidad considerable de artistas permanece en el país sin
posibilidades inmediatas de conseguir trabajo. Este último grupo cubre una gama
excesivamente amplia: están Fanny Navarro, Enrique Muiño y Pedro Quartucci, que
apenas meses antes de la caída del régimen acepta participar en el ciclo de
microprogramas propagandísticos que se transmiten en cadena por LRA Radio del
Estado. Las reglas según las cuales se aplican las sanciones no son claras, ni ecuánimes;
incluso, a fines de 1955 son arrestados Amadori, los hermanos Mentasti y Del Carril;
pasan las fiestas en la cárcel y al cabo de poco tiempo son liberados sin que lo actuado
“afecte su buen nombre y honor”. El caso de Hugo del Carril, resulta paradigmático:
jamás se le acusa antes, ni se le prueba delito alguno; su “crimen” es intervenir como
cantor en la versión más difundida de la Marcha Peronista, resultado de su constante
adhesión a las causas populares. Hasta Lucas Demare, un realizador al margen del
peronismo, ve cómo se perjudica su ambiciosa superproducción El último perro (1956),
porque el protagonista es Hugo del Carril, pues se le sugiere borrarlo de los títulos o,
ubicar su nombre en sitio menos destacado, opciones que Demare descarta. Varias
películas se ven demoradas por temor a hostilidades contra algunas de sus figuras.
Sobreviven principios que caracterizan a la mayoría de los artistas de aquella época,
pero el clima con que se cierra 1955 es aterrador, entre grupos antagónicos, intolerancia
extrema y alarmante desorientación oficial. La comisión investigadora de la disuelta
Secretaría de Prensa y Difusión, manejada por Raúl Alejandro Apold, da a conocer los
costos astronómicos del Festival de Mar del Plata y afirma que durante el peronismo
“con la película virgen se hicieron permanentes discriminaciones y se impusieron
condiciones a las empresas filmadoras para imponer… primeras figuras. Se entregaron
grandes cantidades a noticieros y empresas preferidas y quienes tenían penurias por ese
material debieron solicitarlo aviniéndose a condiciones extra cinematográficas que se
les imponían previamente”.

Otras medidas que toma el nuevo gobierno son cancelar los subsidios que perciben los
noticiarios Sucesos Argentinos y Panamericano, y liberan la comercialización de
película virgen; queda demostrado que las nuevas autoridades derogan la política
peronista en la materia, pero no saben cómo reemplazarla. Esa incertidumbre agudiza
los problemas latentes: se escinden las entidades de los directores y de los productores,
frente al casi recién creado Comité de Defensa del Cine Argentino se encuentra el
Movimiento de Recuperación del Cine Argentino. Acaso con la intención de conformar
a todos, Antonio Aíta, funcionario sin experiencia en la materia, es designado director
de Espectáculos lo cual sólo genera enojos. En abril de 1956 no hay ninguna película en
rodaje. Si la cantidad de estrenos nacionales de ese año no alarma –36 contra 43 de
1955– es debido a la gran cantidad de novedades que se encuentran demoradas a
instancias del gobierno militar que toma el poder en 1955 y que entonces son
autorizadas. En el panorama de ese año destacan, por distintos motivos, El último perro,
primer film que Lucas Demare dirige en color, con fotografía de Humberto Peruzzi,
basado en el libro de Guillermo House sobre los puestos de la frontera contra el indio,
obra notable por su despliegue y por sus actuaciones: Hugo del Carril, Nelly Panizza,
Jacinto Herrera, Rosa Catá, Gloria Ferrandiz y otros; Horizontes de piedra de Román
Viñoly Barreto, también en color, con un notable tratamiento fotográfico de la quebrada
de Humahuaca, con un guion lleno de lugares comunes; Graciela y El protegido, ambas
de Torre Nilsson, la primera, casi un anticipo estético de lo que el realizador realiza el
año siguiente; la otra, una interesante incursión en el mundo del cine; Más allá del
olvido de H. del Carril, es un excelente ejemplo del nivel de producción alcanzado; Los
tallos amargos de Fernando Ayala confirma las posibilidades del realizador, y Edad
difícil, bello film costumbrista de Leopoldo Torres Ríos, a propósito de los tropiezos de
una pareja adolescente encarnada por Oscar Rovito y Bárbara Mújica. Sin embargo, el
mayor éxito de la temporada es un título odiado por los peronistas, Después del
silencio de Demare, que pasa revista concretamente, al asesinato del obrero gráfico
Godoy, la “desaparición” y tortura del estudiante Bravo y el secuestro del doctor Caride.
La casa del ángel (Leopoldo Torre Nilsson, 1957)
El estreno de La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson el 11 de julio de 1957, en el
cine Ocean y simultáneos, resulta el punto de inflexión que señala un antes y un después
en el devenir del cine argentino, con una nueva concepción y una nueva manera de
hacer cine. Leopoldo Torre Nilsson tiene, a partir de allí, admiradores y detractores, en
ambos casos encarnizados. Lo que hasta entonces es pura teoría se convierte en la mejor
película argentina del año, fenómeno que se repite en temporadas posteriores. La
probable existencia de un cine nuevo y otro viejo, disyuntiva que no existe en el cine
argentino, se convierte en materia candente de discusión. La fecha de estreno no es
ociosa: se transita por la segunda mitad del año y junto con otro conocido el mismo día
–La bestia humana de Daniel Tinayre– es el primer estreno nacional de 1957. El
protegido, que se presenta el 22 de noviembre, es el último de 1956. Han transcurrido
casi ocho meses sin estrenos nacionales, algo que no ocurre desde la década de 1930;
ello demuestra que Torre Nilsson, “Babsy”, como lo conocen todos en el medio, es un
maestro en dos aspectos; filmar en circunstancias adversas y promocionarse, ya que
logra presentar La casa del ángel en el Festival de Cannes, donde no está siquiera
invitada, y alcanza una gran repercusión. Otro dato a tener en cuenta de Torre Nilsson
es que Graciela es producido por Argentina Sono Film; El protegido, por General
Belgrano, la empresa de los hermanos Carreras; tres de sus filmes anteriores los produce
Amando Bó; es decir que Torre Nilsson consigue imponer su cine, diverso y
considerado contestatario, desde la misma producción más tradicional. La casa del
ángel, además de sus encuadres e imágenes insólitas para la época, con el aporte del
fotógrafo Aníbal González Paz es decisivo en este rubro, y de la música dodecafónica
de Juan Carlos Paz, señala el ingreso en la industria de Beatriz Guido, autora de la
novela original y, a partir de allí, guionista decisiva en el cine argentino. El film trata de
los traumas de una adolescente de la clase aristocrática frente al despertar sexual,
confrontación que se corporiza en Elsa Daniel, quien a partir de allí encarna múltiples
variantes del personaje, casi siempre a las órdenes del mismo director, y Lautaro Murúa,
más lo que lo realza y distingue es la manera, insólita para la época, de poner los hechos
en términos estrictamente fílmicos; esa renovación del lenguaje incluye un
replanteamiento temático, iniciado por el cine argentino anticipándose a otros ejemplos
y que no se detiene.

Rodaje de El protegido (Leopoldo Torre Nilsson, 1955)


Semejante actividad tiene una explicación que incluye el deseo de las nuevas
generaciones por manifestarse, pues el año 1957 se ha iniciado con la sanción del
Decreto Ley 62/57, que establece en sus principales puntos: a) medidas de fomento para
la cinematografía nacional en su carácter de industria, comercio, arte, medio de difusión
y de educación; b) garantizar la libertad de expresión, equiparándola a la libertad de
prensa; c) la creación de un organismo, el Instituto Nacional de Cinematografía, que
como ente autárquico dependiente del Ministerio de Educación y Justicia, reemplace a
la Dirección General de Espectáculos; d) la calificación de las películas nacionales, a los
efectos de su exhibición y según su calidad, en dos categorías: “A” (de exhibición
obligatoria y con derecho a todos los beneficios establecidos por la flamante norma
jurídica) y “B” (de exhibición no obligatoria y sin beneficios); e) la calificación de las
salas cinematográficas, así como la determinación de los turnos de exhibición y de los
porcentajes a pagar por los exhibidores; f) la protección de la minoridad mediante la
creación de una subcomisión calificadora de filmes; g) la conformación de un Fondo de
Fomento Cinematográfico, integrado por el 10% del precio de las localidades, el
importe de las tasas de visado de las películas extranjeras y las multas u otros recursos
específicos; h) el otorgamiento de beneficios económicos para la industria (créditos
bancarios, fondos de recuperación industrial, premios a la producción, entre otros); i) la
difusión en el exterior de las películas de exhibición obligatoria; j) la creación y el
mantenimiento de un Centro Experimental Cinematográfico para la formación de
realizadores, artistas y técnicos; k) el fomento del cortometraje; l) la aplicación de
sanciones a quienes ejercitaren censura o impidieren la libre circulación y exhibición de
una obra cinematográfica. Es una legislación de ejemplaridad pocas veces igualada. El
Instituto Nacional de Cinematografía comienza a funcionar de inmediato en un predio
de la calle Junín, en tanto se construye, en la calle Lima, de la ciudad de Buenos Aires,
el edificio que es su sede. La calificación de las películas nacionales en dos categorías,
“A” y “B”, demuestra ser un concepto erróneo que da lugar a reiteradas injusticias, por
lo que es desestimada en algunos años más. El Fondo de Fomento Cinematográfico
tiene sus vaivenes en los sucesivos gobiernos. La difusión de películas argentinas en el
exterior resulta una disposición utópica; la creación del Centro Experimental
Cinematográfico, después Escuela Nacional de Experimentación y Realización
Cinematográfica (Enerc) se demora casi una década, y finalmente se hace efectiva,
durante el gobierno democrático de Arturo Illia, sometida a esta legislación; el fomento
del cortometraje –como existe en Francia y países del este de Europa– jamás se pone en
práctica por el rechazo de los circuitos exhibidores. Este grupo es el gran opositor al
Decreto Ley, que valora como anticonstitucional y atentatorio contra la libre empresa,
en especial porque las “medias” de exhibición que favorecen al cine argentino le privan
de los porcentajes más jugosos que dejan los productos extranjeros, en especial los de
Hollywood. Este conflicto se atenúa durante un tiempo, pero nunca se supera, en épocas
posteriores, más bien se agudiza.

El año siguiente, considerado el de la recuperación y la consolidación de las nuevas


generaciones, se inicia con la obra de Mario Soffici, un maestro de otras
décadas. Rosaura a las diez, basada en un relato de Marco Denevi, es el canto del cisne
de uno de los mayores creadores del cine argentino; una obra que bajo una apariencia de
intriga policial desnuda las características de la sociedad de la cual procede; la simbiosis
entre la sabiduría del cineasta veterano y el empuje del escritor novel funciona a la
perfección y convierte el film en el mejor de un año 1958, que es pródigo en novedades.
Hugo del Carril demuestra que el furor por los argumentos extranjeros es cosa del
pasado y adapta Calles de tango de Bernardo Verbitsky, que pasa a llamarse Una cita
con la vida, interesante análisis de la adolescencia. En la misma temática insiste
exitosamente Torres Ríos con Demasiado jóvenes; Lucas Demare retorna al testimonio
social y, por primera vez, el cine argentino revela el fenómeno de una “villa miseria”
en Detrás de un largo muro, en tanto que destacan dos filmes de Argentina Sono Film:
Carlos Rinaldi consigue su mejor película con Las apariencias engañan, comedia muy
bien construida, y Rubén Cavallotti –debutante el año anterior con Cinco gallinas y el
cielo– realiza una segunda obra consagratoria, Procesado 1040, sobre la convivencia en
las cárceles entre delincuentes ocasionales y profesionales; el francés Pierre Chenal
regresa con el policial Sección desaparecidos, y el italiano, afincado en la Argentina,
Catrano Catrani consigue un gran éxito con Alto Paraná. El año, que se caracteriza por
la entrega del poder a un gobierno elegido por el pueblo, depara otros hechos
significativos. Fernando Ayala, quien a favor de la nueva ley funda Aries
Cinematográfica con su socio Héctor Olivera, da un paso consagratorio con El jefe, otro
de los éxitos de taquilla del año; el argumento de David Viñas pone en tela de juicio la
relación entre los hombres que ejercen el poder y sus sometidos, además el film permite
el lucimiento de un numeroso elenco juvenil. El secuestrador de Leopoldo Torre
Nilsson, a partir de una estructura testimonial, observa la naturaleza humana según el
efecto que hechos similares provocan en diferentes generaciones, es una obra hermética,
desorientadora, producto de un artista intransigente. Ayala y Torre Nilsson no se
identifican por su estilo ni por su manera de entender el mundo; al contrario, en este
momento se encuentran al frente de bandos estética e ideológicamente antagónicos. No
obstante, resultan los referentes mayores que van a encontrar las nuevas generaciones y
encarnan la necesaria fusión entre dos formas de hacer cine tradicionalmente
enfrentadas: la industrial y la independiente. Entre estos dos estrenos antitéticos, El
secuestrador, a fines de septiembre y El jefe, a mediados de octubre, se produce el de El
trueno entre las hojas de Armando Bó. Su nueva entrega, basada en libro de Augusto
Roa Bastos, parece incrementar esa constante incursión en lo social latinoamericano;
pero tras el estreno rodeado de cierta expectativa, por la presencia de un gran escritor
latinoamericano que por primera vez es llevado a la pantalla, los resultados no son los
esperados: la gente se ríe en los momentos serios, no entiende el problema que se le
intenta plantear, se burla de la mayoría de las actuaciones y sólo contiene el aliento
cuando la ex Miss Argentina Isabel Sarli, procede, por exigencias argumentales, al
primer desnudo integral del cine argentino. Bó convierte sus errores en un estilo
deliberado, encumbra a Sarli como estrella sexy y se consagra como el gran cultor
argentino del kitsch erótico. A partir de allí Bó-Sarli, también pareja en la vida real,
filman una película tras otra.
IV. LA REALIZACIÓN CINEMATOGRÁFICA A PARTIR DE LA DÉCADA
DE 1960
El año 1959 es el primero que transcurre íntegramente bajo un gobierno democrático.
En la presidencia del directorio del Instituto Nacional de Cinematografía (INC) se
reemplaza a Aíta por Narciso Machinandiarena, procedente de los Estudios San Miguel,
lo que implica un avance en todas las áreas del cine. Una vez más, los hechos socavan
las expectativas. Pocos días antes, el 29 de diciembre de 1958, el presidente de
Argentina, Arturo Frondizi, reconoce que el deterioro de la economía nacional, ha
llegado a su punto más crítico y le impone observar una política ortodoxa, poco
compatible con sus proyectos de gobierno. Se dicta un plan de austeridad que incluye la
cotización libre del dólar (el valor en pesos de la moneda estadounidense se duplica) y
la imposición de fuertes recargos a la importación como recurso para frenar el drenaje
de divisas. El costo del negativo virgen se duplica y triplica, la importación de cámaras
y accesorios es gravada en un 40% y los productos químicos para laboratorio, en 300%.
En promedio, los costos de la industria cinematográfica aumentan 60%. Los productores
quedan paralizados y la reactivación se frena bruscamente. Machinandiarena regresa a
la actividad privada y al frente del INC se nombra a Emilio Zolezzi quien decide aliviar
las exigencias en materia de aprobación de guiones y otorgamiento de créditos, medidas
que a la larga producen un descenso cualitativo, pero producción se revitaliza. Entre
tanto el apoyo del público al cine nacional sigue disminuyendo. Todos estos fenómenos
producen efectos a mediano plazo. En lo inmediato el cine argentino parece saludable:
en febrero Armando Bó, estrena Sabaleros, de nuevo con Sarli y él mismo al frente del
reparto, y en lugar del lejano Paraguay aprovecha la geografía vecina de la provincia de
Santa Fe; Hugo del Carril dirige Las tierras blancas, sobre guion de Juan José Manauta;
Daniel Tinayre compra un guion de mucho impacto al español Antonio Buero Vallejo,
en el que casi todos los protagonistas son ciegos, y filma En la ardiente oscuridad con
Legrand, Marzio, Murúa, Vehil, Favio y otros. Fernando Ayala sigue en su línea de
exigencia en El candidato, con Alcón, Zubarry, Marzio y, por única vez en la pantalla
argentina, el gran actor uruguayo Alberto Candeau. Los veteranos también se
encuentran presentes: dos veces Lucas Demare, con Mi esqueleto, mero vehículo para
Sandrini, y la más valiosa Zafra en la que aborda problemas sociales crónicos, con
Borges, Alcón, Enrique Fava y el cantautor Atahualpa Yupanqui en el papel de un
médico de campaña, el film provoca algunos intentos de censura por parte de los
ingenios azucareros. Otras dos películas de Leopoldo Torres Ríos, repiten casi lo
sucedido con Demare, pues a una convencional aunque correcta Campo
virgen sigue Aquello que amamos, que significa su adiós y en la que retorna a lo más
valioso de su obra, sencilla y profunda a la vez. Francisco Mugica, en su reaparición
luego de varios años, realiza He nacido en Buenos Aires, radiografía simplista y
simpática de la sociedad porteña de principios de siglo XX. Si éste es el gran éxito
comercial, a Torre Nilsson le toca hacer la mejor película del año, La caída, votada por
la crítica británica entre las diez mejores de 1959 a nivel mundial, anticipa la madurez
alcanzada por un artista que al año siguiente, con Fin de fiesta y Un guapo del 900,
estilizada versión del drama de Samuel Eichelbaum, se ratifica como uno de los
mayores cineastas del momento a nivel internacional. En marzo de 1959, se realiza una
nueva edición, la primera competitiva, del Festival Cinematográfico Internacional de la
República Argentina, que se lleva a cabo en Mar del Plata todos los años, a excepción
de 1964 cuando su sede es Buenos Aires, con aspiraciones de continuidad. Es una
iniciativa de la Asociación de Cronistas Cinematográficos, cuyos miembros toman a su
cargo todas las gestiones necesarias: convencer al gobierno y asegurar su apoyo,
conseguir que la Federación Internacional de Asociaciones de Productores de Películas
(FIAPF) reconozca al evento en la misma categoría que los de Venecia, Cannes y
Berlín, invitar películas y personalidades. En esa edición inaugural el premio máximo es
para Cuando huye el día /Fresas salvajes (Smultronstellet) de Ingmar Bergman, el lauro
al mejor film en español recae en El jefe de Fernando Ayala (1958) y el premio de la
crítica lo gana Heroica (Eroica) de Andzrzej Munk, que se cuenta entre los principales
invitados, junto con Abel Gance y Julien Duvivier.
Con la reglamentación, en el mismo año del fomento al cortometraje establecido por el
Decreto Ley de 1957, la producción en ese paso, hasta allí exigua, se incrementa y
alcanza niveles excepcionales: más de 250 títulos entre 1958 y 1963, varios cosechan
elogios y premios, como Buenos Aires de D. J. Kohon, Petrolita de V. Iturralde
Rúa, Sinfonía en No bemol de R. Kuhn, Gambartes y No deben morir de S.
Feldman, Diario de J. Berend, merecedor del Oso de Plata (Berlín, 1960), Moto
perpetuo de O. Wilenski, Faena de H. Ríos, Bazán de R. Tamayo (premio en Santa
Margherita Ligure, 1961), Historia negra y Sin memoria de R. Alventosa, La primera
fundación de Buenos Aires de F. Birri y del mismo realizador, el notable
documental Tire Dié, que tiene dos versiones: una, de posproducción amateur, que dura
casi una hora, y otra profesional de alrededor de treinta minutos. En ambos casos se
registran los avatares de los chicos de un asentamiento vecino al puente santafecino por
el que pasa el ferrocarril sobre el río Salado, cuyo lento tránsito acompañan saltando de
durmiente en durmiente, sobre el precipicio, reclamando una limosna de diez centavos
con el pedido que da título al film. Otros acontecimientos, en cambio, provocan una
crisis cada vez más acentuada; el primero es la eclosión televisiva, pues entre 1960 y
1961 aparecen tres canales privados que se suman al ya existente canal estatal y
revitalizan el medio a punto tal que el público local presta más atención a la pantalla
chica; además existen intentos de imponer cuotas de pantalla y la obligatoriedad de
exhibición del cortometraje, si bien nunca llegan a ponerse en práctica, lo cual preocupa
a distribuidores y exhibidores. Éstos, por otra parte, hace tiempo que libran una guerra
sorda contra el cine nacional, que recibe por cada localidad un porcentaje mayor que el
extranjero, medida absolutamente contraproducente, a lo anterior se suma el sistema de
clasificación de las películas en dos grupos, y que impone premios en efectivo a las
mejores según dictamen de un jurado integrado por representantes de distintos
organismos vinculados al cine y con sus propios intereses en juego; esto origina
verdaderos escándalos, produce resultados objetivamente injustos, provoca un malestar
generalizado, desata una desconfianza mutua y acentúa el abismo generacional.
Argentina tiene durante décadas una industria cinematográfica compartimentada, a la
que es muy difícil ingresar. Sin embargo, en esos años la estructura parece
resquebrajarse y una nueva generación que no proviene de las propias filas sino del
cortometraje o el cineclubismo y con un bagaje cultural que en los veteranos no abunda,
amenaza con ocupar un lugar e incorporar su propia estética, con novedosos sistemas de
producción. El clima político interno y externo favorece el proceso de cambio. Hay un
nuevo gobierno que proclama una fe democrática que incluye un apoyo casi
incondicional a los renovadores. En el plano internacional, está plenamente vigente
la Nouvelle Vague francesa, que en el Río de la Plata se reproduce con sus propias
características. Si es aconsejable que cada generación pretenda marchar a su propio
paso, no lo es menos la conveniencia de no desatender las enseñanzas del pasado, sin
embargo esto no ocurre. La premura de los jóvenes por ocupar un lugar, y la resistencia
de los que están a cederlo, provocan una ruptura que a ninguno beneficia. Se produce el
hecho paradójico de que a los nuevos realizadores argentinos, conocidos como “la
generación del 60”, les resulta relativamente sencillo filmar, pero sumamente difícil
estrenar; cosechan buenas críticas, pero pocos espectadores. Los nuevos cineastas, que
no están organizados y, en la mayor parte de los casos, sólo tienen en común la pasión
por el cine, comienzan a darse a conocer a fines de la década de 1950. El primero es
Simón Feldman, dueño de un gran rigor, que le permite convertirse en excelente
maestro, consigue realizar El negoción (1959), un largo en 16 mm, de gran impacto en
los circuitos alternativos. La respuesta obtenida lo lleva a realizar una nueva versión,
más profesional, con el mismo título. Tras esta sátira sobre los peculados ocurridos bajo
una dictadura imaginaria, el mismo director estrena, al año siguiente, Los de la mesa
diez, versión de una pieza teatral de Osvaldo Dragún convertida en estandarte del teatro
independiente. La obra trata sobre ilusiones y penurias de una joven pareja de la época.
Una anécdota vinculada a este film delata las irreconciliables diferencias entre los
representantes de la industria y los recién llegados y las formas que ellos asumen:
Feldman decide confiar las imágenes de su film a Ricardo Aronovich, el más notable
iluminador de la nueva generación, cuya experiencia deriva de los cortometrajes y la
publicidad, pero que no ha trabajado nunca en un largometraje, cuando, según es de
rigor, la producción solicita al Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina
(SICA) el visto bueno para su equipo técnico; SICA objeta al director de fotografía por
no estar afiliado, Aronovich quiere afiliarse, pero no puede, ya que para ello es preciso
haber trabajado al menos en una película de largometraje; un intríngulis sin precedentes
que rompe Feldman cuando decide filmar como sea. Ante los hechos consumados, el
sindicato se aviene, aunque ad referéndum de una evaluación posterior del trabajo.
Cuando el film está terminado y se estrena comercialmente, Aronovich es reprobado
con argumentos inadmisibles y continúa inhabilitado para ejercer su profesión. La
experiencia de otro debutante de 1960, Enrique Dawi, también resulta ilustrativa. Su
proyecto es Río abajo, que pretende narrar una historia muy lineal y casi documental,
apoyada en la elocuencia de las imágenes, sobre los pobladores del Bajo Paraná; la
propuesta es que la película sea protagonizada por los propios isleños del Delta y rodada
en color, para realzar la belleza de los paisajes en medio de los cuales sus pobladores
viven una existencia muy dura, pero el INC niega el préstamo. Sus funcionarios alegan
que en el film no trabajan figuras conocidas, éste finalmente se hace en blanco y negro
y acuciado por los tiempos, Dawi no tiene tiempo de modificar el encuadre, pensado en
función del color.
También en 1960 se inicia la carrera como director de Lautaro Murúa. El actor chileno,
que trabaja regularmente en Argentina desde 1954, llega al guion autobiográfico de
Jorge W. Ábalos, gracias a la intervención del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos,
quien le acerca a Shunko. Roa Bastos es el guionista de la historia, transcurrida en una
zona rural muy pobre de la provincia de Santiago del Estero, a la que llega un maestro
que se compromete con personajes a los que educa, pero de los cuales aprende mucho.
Algunas escenas del film están habladas en quechua y subtituladas. Actores
profesionales como el propio Murúa, Raúl del Valle y Raúl Parini, otros que no lo son,
incluso verdaderos habitantes del poblado de Huayco, viven las alternativas que expone
una obra imperfecta, pero de llamativa humanidad. Al año siguiente, el director
realiza Alias Gardelito, una de las mejores películas del periodo, junto con Hijo de
hombre de Demare, y La mano en la trampade Torre Nilsson. Es una historia de
malhechores que deriva en un análisis psicológico profundo y una crudísima variante de
la picaresca porteña. Murúa no se resiste a ser incluido en la Generación del 60, en
especial por privaciones y destratos compartidos, pero aclara que le preocupa una zona
de la realidad en la que los demás, con algunas excepciones, no se detienen. Un artista
tan inconformista y celoso de sus convicciones, que no se ocupa excesivamente de las
relaciones públicas y cuyas películas no tienen éxito comercial, no encuentra un
allanado. Murúa no vuelve a dirigir hasta la década de 1970, aunque es cierto que su
intensa actividad actoral también es una razón para ello. Otro que se inicia en la época,
es David José Kohon. Con Prisioneros de una noche(1960) gana cierto reconocimiento,
y con la siguiente Tres veces Ana (1961) recoge una respuesta del público inédita para
los de su generación. Es además crítico de cine y realizador de cortometrajes, destaca
entre sus colegas por un oficio más depurado. Sólo la cronología puede inducir al error
de incluir a José Martínez Suárez y a René Mugica como representantes de la
Generación del 60. Martínez Suárez, ayudante y asistente de, entre otros, su cuñado
Daniel Tinayre, debuta con El crack (1960), una de las buenas, y escasas, películas
argentinas dedicadas al fútbol, y en 1962 entrega Dar la cara, ambientada en el
bullicioso ambiente estudiantil que comienza a desilusionarse de Frondizi. Dos años
después realiza La salamanca, uno de los episodios de Viaje de una noche de verano,
después se muda a Chile, donde pasa décadas dedicado a la publicidad y comienza
como notable docente. René Mugica, que interviene como intérprete en la secuencia del
garito en El viejo Hucha, y asistido a Demare en La guerra gaucha, estrena su ópera
prima El centroforward murió al amanecer (1961), en correcta adaptación de un gran
éxito del teatro independiente; después sorprende con Hombre de la esquina
rosada (1962) probablemente una de las mejores versiones de un texto de Borges a los
que siguen La murga (1963) y El reñidero(1965), esta última basada en el texto teatral
de Sergio De Cecco, que traslada La Orestíada de Esquilo al barrio porteño de Palermo,
habitado por guapos, malevos y mujeres de dudosa catadura.
Los inundados (Fernando Birri, 1961)
El año 1961 resulta singular por varios motivos. Fernando Birri, que marcha a Italia en
la década de 1950 a conocer de cerca el neorrealismo en el Centro Sperimentale
Romano y asiste como meritorio al rodaje de El techo de Vittorio De Sica (1956),
regresa luego para impulsar la fundación del Instituto Cinematográfico de la
Universidad del Litoral en Santa Fe, de la cual es oriundo. Realiza varios cortometrajes
y estrena Los inundados (1962), su primer largo y el único que dirige en Argentina. Esta
obra de difícil catalogación, que el director define como “una historia de pícaros, donde
unos tienen más razón que otros”, mezcla el testimonio social con la diversión
inteligente a partir de un cuento de Mateo Booz sobre las desventuras de un matrimonio,
víctima de las periódicas inundaciones sufridas en la región. Doloritos Gaitán y su
mujer Óptima (encarnados por los intérpretes regionales Pirucho Gómez y Lola
Palombo) nunca consiguen superar su condición de inundados y terminan dependiendo
de los beneficios que reciben debido a ella. A fines de abril de 1961 Lucas Demare
estrena Hijo de hombre y Leopoldo Torre Nilsson, a principios de junio, La mano en la
trampa; esos filmes se ubican en lo más alto de sus filmografías. La de Demare, Hijo de
hombre, que no desmerece comparada con La guerra gaucha, Pampa bárbara y Los
isleños, representa un verdadero canto del cisne, aunque sigue haciendo cine durante
más de tres lustros, no vuelve a un nivel equiparable. Para Torre Nilsson, La mano en la
trampa es un logro que, a pesar de lo mucho y bueno que le queda por hacer, nunca
logra superar. Hijo de hombre está basada en Choferes del Chaco, la novela de Augusto
Roa Bastos ambientada durante la guerra que se desata entre Bolivia y Paraguay. El
film, una coproducción con España, muestra una historia que importa y conmueve,
frecuentes hallazgos narrativos y un elenco de gran nivel que incluye a Francisco Rabal,
Olga Zubarry, Carlos Estrada, Jacinto Herrera y otros. El mismo Paco Rabal encabeza el
reparto de La mano en la trampa, una de las más sugestivas muestras de la colaboración
entre Torre Nilsson y Beatriz Guido, y la más inquietante de sus reiteradas
intromisiones en el mundo de la alta burguesía. A fines del mismo año se estrena Piel
de verano, otra entrega del matrimonio, rodada en Punta del Este, Uruguay,
protagonizada por Alfredo Alcón y Graciela Borges. A partir de allí la carrera de Torre
Nilsson toma un sesgo impulsado, acaso, por las circunstancias: Setenta veces
siete (1962), sobre relatos de Dalmiro Sáenz, es un fallido intento de “blanquear”,
artísticamente hablando, a Isabel Sarli, con el español Rabal y el brasileño Jardel
Filho; Homenaje a la hora de la siesta (1962), coproducción con Alida Valli; La
terraza (1963), una mirada más al universo que separa a las distintas generaciones,
ciertamente eficaz aunque poco agrega a su obra. Siguen tres coproducciones con
dineros de Estados Unidos: El ojo que espía(1966), La chica del lunes (1967) y Los
traidores de San Ángel (1967), trabajo desmesurado y pretencioso sobre un dictador
latinoamericano, un material con bastante sustancia, pero sobre el que Torre Nilsson no
parece tener el dominio acreditado en otros ejemplos. Todavía en 1962, el nuevo cine
argentino se jerarquiza con otras dos óperas primas. La de Rodolfo Kuhn, Los jóvenes
viejos, considerada una de las mejores de todos los tiempos, aunque no consigue superar
cierto cinismo, acredita méritos indiscutibles: expone el ámbito de la juventud burguesa
desorientada y sin ánimo de trascender, un cuadro social poco o mal tratado por el cine
local, asimismo aporta un lenguaje fílmico inquieto y, al mismo tiempo, seguro. El film
cosecha críticas excesivas y varios galardones internacionales. La carrera de Kuhn se
prolonga en Los inconstantes (1963), en la misma línea y rotundo fracaso, y Pajarito
Gómez (1965), radiografía de los cantantes populares en esos años y la fauna que los
rodea. Manuel Antín, el otro debutante, llega con su primera aproximación al mundo de
Julio Cortázar, La cifra impar, sobre el cuento Cartas a mamá; Circe(1963) e Intimidad
de los parques (1964), continúan una línea premeditadamente hermética. Aunque vistas
fuera de contexto las obras de esta época del realizador son las que mejor abonan el gran
cargo que se formula a los nuevos cineastas: su absoluto desprecio por el espectador. A
la misma época pertenece Los venerables todos (1962), que no llega a estrenarse. En
1963, Fernando Ayala estrena Paula cautiva, considerada por algunos especialistas su
mejor película, con guion del director y Beatriz Guido a partir de un relato de ésta; y al
año siguiente, Primero yo, se ubica en una misma línea temática y dentro de una
equivalente orientación ideológica. Ambos filmes resumen las características del mejor
cine del prolífico realizador, su cuidado equilibrio entre entretenimiento y contenido; en
el primer caso la prostitución de altísimo nivel y en el segundo un playboy de los que
comienzan a asomar por entonces. Daniel Tinayre con el film La cigarra no es un
bicho (1963) inaugura un nuevo estilo de picaresca erótica nacional con una fabulosa
repercusión en la taquilla, superior a la que obtiene por su film La patota en 1960. El
nuevo film no trata de ningún insecto, sino de una posada por horas o albergue
transitorio. La película aborda este asunto recurriendo a situaciones elementales y
previsibles, a un humor en el que abundan palabrotas y otras procacidades. La fórmula,
que incluye un elenco multiestelar encargado de animar a las distintas parejas de
clientes, a las mucamas y demás personal de dichos establecimientos, se impone
ampliamente y es reproducida hasta la fatiga por, entre otros, la empresa Aries,
con Hotel alojamiento (1966) y La gran ruta (1971), ambas de Fernando Ayala; Lucas
Demare, La cigarra está que arde (1967); Julio Saraceni, Villa Cariño-Bosque
alojamiento (1967); Mario David, Disputas en la cama (1972); Fernando Siro, Autocine
mon amour (1972) y Leo Fleider, Crimen en el hotel alojamiento (1974). Con ligeras
variantes, todos ellos reproducen el mismo esquema: las infidelidades son descubiertas,
o corren peligro de serlo, y aflora el sentido de culpa burgués cuando la tranquilidad de
los felices pecadores es alterada por imprevistos incendios, epidemias, asaltos a mano
armada o redadas policiales.

Este es el lado más peculiar que postra al cine


argentino. Abundan el humor de la más baja estofa, la búsqueda del éxito fácil, los
cantantes populares convertidos en protagonistas de comedias que son todas iguales; la
televisión se convierte en apenas un par de años en una gran influencia y aporta
estrellas, historias y su propia visión estética. En 1964 hay cuatro entidades que agrupan
a los productores, claro síntoma de la atomización de la industria, y abundan las peleas
lisas y llanas por premios en efectivo y subsidios. A ese estado de cosas se suma una
censura obtusa y fundamentalista, reimplantada por el gobierno que derroca a Frondizi,
sorpresivamente, pocos días antes de que asuma el nuevo presidente electo Arturo
Humberto Illia, un demócrata que debe pilotar en la tormenta su débil gobierno. El
Decreto 8205/63 crea el Consejo Nacional Honorario de Calificación Cinematográfica y
pone a su frente a Ramiro de la Fuente, un miembro de Acción Católica, quien con la
excusa de la moral, las buenas costumbres y los valores occidentales inicia una campaña
implacable y vergonzosa. No sólo son mutiladas y prohibidas películas extranjeras sino
también las nacionales, que para rodarse deben estar autorizadas por el INC, mientras se
abren procesos judiciales a distribuidores de material extranjero y a artistas locales
como M. Antín y F. Ayala. En tanto un periodista impulsa y aplaude, desde el
diario Clarín, la prohibición de El silencio (1963), el crítico Calki es sometido a juicio
por defender ese film de Ingmar Bergman y el derecho del público local a poder
juzgarlo sin tutelajes. En 1965 el actor del nuevo cine argentino, Leonardo Favio,
comienza a dirigir. Su ópera prima, Crónica de un niño solo, es autobiográfica y evoca
una infancia caracterizada por largas estadías en distintos orfelinatos y el paso por
juzgados de menores. Al ser el tema tan exigente y poco comercial, y no teniendo el
director experiencia en el oficio, antes de entregar el correspondiente subsidio el
Instituto exige un supervisor, y asume la responsabilidad Leopoldo Torre Nilsson, que
no acude a los escenarios del rodaje que debe vigilar, teniendo en cuenta la relación que
los une. Así que el creador figura dos veces en los títulos: como supervisor y en la
dedicatoria “A Babsy”. Favio rueda, en 1967 y en su Mendoza natal, su mejor película y
una de las más bellas del periodo, conocida como El romance del Aniceto y la
Francisca (el título es mucho más largo); protagonizada por Federico Luppi, Elsa
Daniel y María Vaner, es una pieza maestra inspirado en El Cenizo, título del cuento de
Zuhair Jury y nombre del gallo de riña del protagonista. El dependiente, también de
Favio (1968) es menos destacada que las anteriores, pero se encuentra a la altura de
aquellos antecedentes, conformando una trilogía excepcional. No vuelve a filmar en el
resto de la década.
El trasvasamiento generacional sigue estando a la orden del día. En 1968 se incorporan
Juan José Jusid, abordando en Tute cabrero, a partir de un texto del dramaturgo Roberto
Cossa, el tema del desempleo o la lucha por no perder el empleo, que resulta para el
país, de permanente actualidad; Héctor Olivera, el segundo socio de Aries que
incursiona en la realización, con Psexoanálisis, en clave de parodia sobre el
psicoanálisis, variante que prolonga el año siguiente con Los neuróticos; Gerardo
Vallejo con El camino hacia la muerte del viejo Reales, un semidocumental que estrena
en 1971, y especialmente Nicolás Sarquís con Palo y hueso, de gran autenticidad, sobre
texto de Juan José Saer. En 1969 lo hacen Alberto Fischerman, con The Players versus
Ángeles caídos, y Ricardo Becher, con Tiro de gracia, ambos muestran gran
preocupación por la estética, pero no cuentan con buena acogida del público. En 1970,
Raúl de la Torre da a conocer Juan Lamaglia y señora; David Stivel, Los herederos, y
Néstor Paternostro, Mosaico. No son tiempos fáciles, Solanas ya rueda
clandestinamente La hora de los hornos, en el que repudia la situación que vive la
nación, una vez más hay un gobierno de facto y un general usurpando la presidencia.
Sin embargo, el cine argentino atraviesa un periodo favorable, ya que algunos directores
concretan obras de significativa trascendencia. Un caso notorio es el de David José
Kohon, quien estrena en 1969 Breve cielo, película insólita que aborda con sensibilidad
el tema de la iniciación sexual, ubicado todo ello en una atmósfera porteña; y al año
siguiente Con alma y vida, irrumpe en el road film y el mundo del hampa. Manuel
Antín rueda en San Antonio de Areco, en los mismos lugares donde el escritor Ricardo
Güiraldes ubica la acción, una versión magistral de Don Segundo Sombra, en un alarde
de equilibrio entre los aciertos formales con el peso de la historia que cuenta y de los
personajes. Desde tiempo atrás Leopoldo Torre Nilsson manifiesta su intención de
llevar a la pantalla el Martín Fierro. La ocasión se le presenta cuando ésta ya finaliza y
el director concluye su vínculo con Estados Unidos, El ojo que espía, La chica del
lunes, Los traidores de San Ángel, pero no su relación con el productor puertorriqueño
André du Rona. Para adaptarlo convoca a un equipo de variados perfiles integrado por
Ulyses Petit de Murat, Beatriz Guido, Luis Pico Estrada, Edmundo Eichelbaum y
Héctor Grossi, y refuerza la teoría de un enfoque nada convencional. Cuando Martín
Fierro se estrena, protagonizada por Alfredo Alcón, queda claro que no está concebida
para romper molde alguno. El desencanto de los cinéfilos nada tiene que ver con lo que
expresa la taquilla, el éxito es tan grande que determina la resurrección del film
histórico argentino, proceso que tiene en Torre Nilsson a uno de sus más activos
agentes. La superproducción de Martín Fierro engendra un proceso que el director ya
no puede controlar pues los exhibidores, el sindicato, los intérpretes y el público
solicitan su continuidad. Hace El Santo de la Espada, a partir del libro homónimo de
Ricardo Rojas sobre el Libertador, y Güemes-La tierra en armas, sobre Martín Güemes,
el estratega de la guerra de guerrillas o montonera, que defiende el norte argentino de
los contraataques realistas. Ésta resulta la más creativa de las superproducciones
históricas del director, siempre con Alcón al frente de los repartos. La moda queda
impuesta y en 1971 René Mugica estrena Bajo el signo de la patria, sobre Manuel
Belgrano; Fernando Ayala, Argentino hasta la muerte, sobre la guerra del Paraguay, o
de la Triple Alianza; y Manuel Antín, Juan Manuel de Rosas, sobre el hacendado
bonaerense que toma el mando convertido en restaurador. Por otra parte, Solanas
concluye La hora de los hornos, que se convierte en film-estandarte, un referente
mundial de la época. Esto se explica por su coincidencia con el mayo francés, con la
matanza de estudiantes en México antes de las Olimpíadas, y con un estado
generalizado de descontento en los estamentos juveniles de occidente. Solanas apela a
todos sus conocimientos cinematográficos, musicales, literarios, así como a las
experiencias recogidas en años haciendo publicidad y consigue una película que
moviliza al espectador.
El Festival Internacional de Cine de la República Argentina, según se denomina en la
época, se sigue realizando puntualmente con un aporte de todos los sectores. Mar del
Plata continúa siendo la sede, a excepción de 1964, cuando se traslada a Buenos Aires.
En 1965 y 1966 vuelve a Mar del Plata, pero a mediados de dicho año un nuevo golpe
de Estado derroca al presidente en ejercicio y pone en su lugar al general Onganía. Los
militares no ven con buenos ojos el evento, que ya ha ganado prestigio internacional, y
creen encontrar una solución atendiendo una oferta efectuada por Brasil de compartirlo.
La Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográicos (FIAPF),
con sus reservas, reconoce el nuevo régimen y los años impares el Festival es
organizado por Brasil en Río de Janeiro, y los pares por Argentina, en Mar del Plata. El
sistema dura cuatro años. En 1971 Brasil renuncia a organizarlo y la entidad de los
productores desvincula a ambos países. Veintiséis años más tarde, Argentina recupera el
certamen: las gestiones en tal sentido son iniciadas por Salvador Sammaritano en 1994,
en su carácter de subdirector Nacional de Cinematografía, y se completan en 1996, con
Julio Mahárbiz al frente del Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Visuales
(Incaa).

V. DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA


Mientras tanto, en Argentina se abre un periodo lleno de expectativas que van a
eclosionar en 1974: se produce el reencuentro del cine argentino con su público, hay
muchos éxitos y títulos importantes, entre ellos La tregua, primer candidato argentino al
premio Oscar. Como un espejo de las violentas convulsiones que sacuden a la sociedad
argentina de la época, su cine recorre una trayectoria que va del llano a la cumbre, para
caer luego en las depresiones más profundas. En la nueva década Torre Nilsson, que
sigue siendo el cineasta argentino más reconocido rueda La maffia (1972), donde los
acontecimientos descritos en el film, básicamente las disputas mafiosas desatadas
durante la década de 1930 en la ciudad de Rosario, “la Chicago argentina”, son
históricos. El film es un éxito, al que sigue otro desafío: llevar al cine Los siete
locos (1973), la novela de Roberto Arlt. En esta película logra un producto muy
respetable, aunque no llega a transmitir la genialidad del original; ambos filmes tienen
por protagonista a Alfredo Alcón, rodeado por elencos relevantes. Fernando Ayala
también cambia de tónica. A fines de la década anterior tiene gran repercusión con
algunas comedias, en especial La fiaca (1969) y La guita (1970), con Norman Briski,
por lo que fluctúa entre ese género y los musicales, que se ponen de moda,
compartiendo la dirección de éstos últimos con H. Olivera. Tras La gran ruta (1971),
dentro del subgénero picaresco, siguen Argentinísima (1971), sobre el programa de
música nacional que produce Julio Márbiz (o Mahárbiz), El profesor
tirabombas (1972), última de una serie con Luis Sandrini, las anteriores son En mi casa
mando yo (1968), El profesor hippie (1969) y El profesor
patagónico (1970), Argentinísima 2 (1973) y Triángulo de cuatro (1975), otra comedia
aunque más ambiciosa, con F. Luppi, J. J. Camero, G. Borges, T. Biral y guion de María
Luisa Bemberg. En 1971 se producen la incorporación de Mario David, con El
ayudante, film en el que se revela el actor y productor José Slavin; Jorge Cedrón, con El
habilitado; Carlos Borcosque, hijo, con Santos Vega; María Herminia Avellaneda,
con Juguemos en el mundo; Edmund Valladares, con Nosotros los monos, ambientado
en el mundo del boxeo, y Mario Sabato, con Y que patatín y que patatán. Se trata en
general de películas que muestran inquietudes artísticas, pero que no tienen buena
recepción entre otras causas por ser realizadas al margen de la estructura industrial.
Cabe mencionar, dos títulos que sí provienen del propio corazón de la industria: Las
venganzas de Beto Sánchez (1973), una producción de Aries que dirige Héctor Olivera,
sobre idea de Ricardo Talesnik y Juan Moreira de Leonardo Favio (1973). Este
imprime a su estética una giro notable, ya que se impone como cantante popular y en
1968 protagoniza Fuiste mía un verano, título de uno de sus éxitos musicales que dirige
Eduardo Calcagno, y además alcanza muchos más reconocimientos que antes. Juan
Moreira se estrena el 24 de mayo de 1973, en la víspera de la asunción, por primera vez
en años, de un gobierno surgido del voto popular. El film resulta un enorme éxito.
Se produce de pronto una eclosión, dentro de cuyo marco tiene lugar el reencuentro del
cine argentino con su público. La causa es obvia: el movimiento que ubica a Héctor J.
Cámpora en el sillón presidencial. Este dura allí apenas cuarenta y nueve días, lapso
más que suficiente para abortar una gran ilusión popular, mas no para terminar, al
menos, una película. No hay una sola explicación para el fenómeno: la gran cantidad de
proyectos que están en carpeta o avanzados en silencio, la inercia que mantiene las
expectativas aun con un régimen de orientación política opuesta y un nuevo llamado a
elecciones y, la concepción de los artistas, que hacen oídos sordos a los alarmistas y se
aferran a la idea de concretar lo soñado. Es una primavera, nada más, pero que se
prolonga a lo largo de casi todo 1974. Los títulos que muestran el fenómeno son unos
pocos, y proceden por igual de cineastas consagrados, de debutantes o de realizadores
que atraviesan una etapa intermedia. Surge una pléyade que se beneficia con un nuevo
estado de cosas que no va a durar demasiado, apenas lo necesario para llevar
intranquilidad a determinados despachos. Los temas de fuerte connotación social y
antimperialismo militante se ubican a la cabeza, junto a historias cargadas de
humanidad o acertados enfoques de comedia que seguramente hubiera sido imposible
filmar un año antes, o uno después. Quebracho es la ópera prima de Ricardo Wulicher
(1974), quien estudia un par de años en el Centro Experimental del INC sin llegar a
graduarse. Ambientado en las provincias del nordeste durante la década de 1930, el film
está compuesto por tres historias en las que coexisten –no siempre confrontando– las
compañías inglesas, explotadoras de los recursos naturales, y las actividades, no
necesariamente claras, de los políticos locales. La Patagonia rebelde de Héctor Oliveira
(1974), desde el sur del territorio rescata ominosos sucesos transcurridos durante la
década de 1920, cuando una huelga revolucionaria impulsada por obreros inmigrantes,
casi todos anarquistas, pero decididamente apoyada por los paisanos y los indios, es
brutal e ilegalmente reprimida por los terratenientes, utilizando como fuerza de choque
al Ejército Argentino. Es el riesgo más grande asumido hasta ese momento por la
productora Aries, el realizador Héctor Olivera y el argumentista y coguionista Osvaldo
Bayer, cuyas investigaciones casi en soledad, pues el único antecedente es un libro de
José María Borrero, dan luz sobre hechos vergonzosos, largamente mantenidos en el
olvido. Ambas películas están muy bien interpretadas. En Quebracho se lucen varios
actores, con Lautaro Murúa a la cabeza; en La Patagonia rebelde, el elenco en su
totalidad, desde Luis Brandoni, Federico Luppi, Pepe Soriano y Héctor Alterio, hasta el
último extra convertido en huelguista patagónico, luce un grado equivalente de entrega
y de compromiso, que en más de un caso se va a volver en poco tiempo en su contra.
Los efluvios libertarios hace ya tiempo que son pasado, y las consignas que se siguen
entonando en foros, calles y plazas no alcanzan a ocultar las graves amenazas que se
ciernen sobre la endeble democracia montada por el segundo peronismo. El boom del
cine argentino originado en obras claramente ideológicas se extiende a todo tipo de
productos y se mantiene en tanto resulta buen negocio para distribuidores y exhibidores,
pero los límites no pueden sobrepasarse. Con ellos choca la película de Olivera, ya que
no sólo está a favor de los huelguistas y en contra de los poderosos, sino que revela la
indigna actitud de los militares en determinadas circunstancias. La Patagonia rebelde es
condenada a una especie de limbo: no se la prohíbe, pero tampoco se la autoriza,
mientras las semanas transcurren para desesperación de sus productores. Finalmente,
queda liberada por un hecho fortuito: Perón quiere molestar a un alto jefe militar,
descendiente de uno de los que aparece en el film, y se estrena un par de semanas antes
de la muerte del presidente, el 1 de julio de 1974, día en que el film recibe el Oso de
Plata en el Festival de Berlín; se exhibe cuatro meses a salas llenas, al cabo de los cuales
y ya reinando en el país una censura brutal, es retirada de circulación; se repone,
nuevamente con gran éxito pero ya en otro momento político, en enero de 1984. Caso
notable es el de La tregua (1974), ópera prima de Sergio Renán, prestigioso actor,
director teatral y de televisión. En un exitoso ciclo adapta a la pantalla chica la novela
de Mario Benedetti, en cuatro episodios de una hora y la lleva al cine con un resultado
sobresaliente que consagra al realizador, a la guionista Aída Bortnik y a buena parte del
elenco; es adquirida en muchos países y candidata al premio Oscar en idioma
extranjero, siendo la primera película argentina merecedora de tal distinción. El actor
Héctor Alterio destaca ampliamente en los tres títulos. En Quebracho como Mr.
Murphy, uno de los atildados ciudadanos británicos que disponen sobre bienes, y vidas,
argentinas; en La Patagonia rebelde es el teniente coronel Zavala fusilador de
huelguistas; y en La tregua, el protagonista Martín Santomé, el oficinista viudo al cual
la vida parece ofrecerle una segunda oportunidad. Después de más de veinte años
acumulando prestigio sin poder superar, en cine, personajes de mayor o menor
importancia, la consagración de Héctor Alterio resulta categórica, pero no puede gozar
de ella ya que estando en San Sebastián acompañando a La tregua, lo sorprende una
amenaza de muerte de la Alianza Anticomunista de Argentina, “triple A”, siniestra
organización fascista nacida ese mismo año que ya cuenta con varios asesinatos en su
haber. Comienza así un exilio que lo mantiene entre Argentina y España. Otro gran
éxito de 1974 es Boquitas pintadas, de Leopoldo Torre Nilsson, según la novela de
Manuel Puig, adaptada por el autor y Beatriz Guido, sobre historias secretas, o no tanto,
de la burguesía provinciana. También llevan multitudes a las salas: Leo Fleider
con Operación Rosa, Rosa, protagonizada por el cantante Sandro, y Enrique Cahen
Salaberry con Mi novia el…, que sobre un argumento de Oscar Viale resulta la mejor
película del cómico Alberto Olmedo. Mientras Mario Soffici, es colocado al frente del
INC, Lucas Demare, prefiere continuar activo y estrena La madre María, con Tita
Merello, y Solamente ella, con la cantante Susana Rinaldi. Estos títulos son los
principales de 1974, año terrible en otros aspectos pero benéfico en lo cinematográfico.
En el propio año la Motion Pictures envía al ejecutivo Jack Valenti a averiguar las
razones por las cuales las superproducciones de Hollywood deben esperar para ser
estrenadas en un remoto mercado sudamericano.
La tregua (Sergio Renán, 1974)
El panorama cambia en breve tiempo, pero durante 1975 todavía se logran éxitos de
taquilla. Entre los primeros se encuentra La Raulito, exponente del cine de Lautaro
Murúa, que con sus pintorescos personajes escapados de la vida real obtiene una gran
película; Marilina Ross, que ya es primera figura en Argentina, se consagra en España
gracias a esta película. Leonardo Favio expone su nuevo estilo en Nazareno Cruz y el
lobo, inspirada en los radioteatros de las décadas de 1940 y 1950. Daniel Tinayre vive
una explosiva reaparición con La Mary, melodrama protagonizado por la vedette Susana
Giménez y el campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, quienes durante el rodaje se
convierten en pareja. Juan José Jusid presenta su tercera obra, Los gauchos judíos,
buena película con reparto estelar, basada en las crónicas registradas por Alberto
Gerchunoff un siglo atrás; Héctor Olivera, El muerto, sobre cuento de Borges; Rodolfo
Kuhn, dirige su mejor película, La hora de María y el pájaro de oro, con Leonor
Manso, en la que deja de lado su temática ciudadana y burguesa para escarbar en
leyendas y supersticiones de la campaña; y Leopoldo Torre Nilsson estrena dos
obras: El Pibe Cabeza, inspirada en los archivos policiales, que lo continúa ubicando en
territorios mafiosos, y La guerra del cerdo, sobre una novela de Adolfo Bioy Casares, la
primera en mucho tiempo que no tiene a Alcón como protagonista y cuyo rendimiento
en la taquilla es marcadamente inferior al promedio del director. Estos son los capítulos
finales de su filmografía, pues sólo se agrega uno más. Torre Nilsson ya tiene
terminada Piedra libre, con la que proclama volver a “su” cine, a sus personajes de alta
sociedad que viven historias intrincadas y ligeramente escandalosas, según dictados de
Beatriz Guido, quien vuelve a ser su musa inspiradora. Está previsto como uno de los
estrenos importantes que abre en abril la temporada 1976, pero en marzo sobreviene el
golpe militar que instaura el tristemente célebre “proceso”. Cambian todos los
funcionarios, pero el único que continúa en su puesto es el encargado de la censura,
Miguel Paulino Tato. Piedra libre ya no puede estrenarse: el mismo funcionario que la
autorizara ahora la prohíbe pues “las circunstancias han cambiado”. La película se
estrena finalmente en septiembre, luego de un juicio que sigue complicando la salud del
director, que muere en 1978. Este no fue el único caso pues el golpe de Estado
sorprende a Alejandro Doria terminando su ópera prima sobre la década de 1930, Los
años infames; la estrena en 1978, como Proceso a la infamia, con una cantidad de
cortes que la tornan incomprensible. A pesar del clima poco propicio, aparecen algunas
piezas. José Martínez Suárez, que en 1974 estrena Los chantas, uno de los escasos
ejemplos de picaresca cinematográfica, presenta Los muchachos de antes no usaban
arsénico, obra cargada de humor negro para la cual convoca a los veteranos Mario
Soffici, Mecha Ortiz y Narciso Ibáñez Menta. Carlos Galettini llega con un interesante
debut, Juan que reía, pero en general son años inciertos, en los que predomina la
mediocridad. En 1978 se registran dos debuts dignos de atención: el de Zuhair Jury,
hermano de Leonardo Favio y guionista de todos sus filmes, con la bucólica El
fantástico mundo de la María Montiel y, sobre todo, La parte del león de Adolfo
Aristarain, que, bajo la estructura de un policial convencional, envía una suerte de
mensaje cifrado sobre las ambiciones, las crueldades y los rencores de personajes
cotidianos y reconocibles. Allí se inicia una de las carreras más estimulantes del último
tramo del cine argentino del siglo XX. En 1979, Alejandro Doria consigue un gran éxito
con La isla, que admite segundas lecturas, variante que subyuga al sensibilizado
espectador del Proceso, y en 1980 Raúl de la Torre obtiene el suyo con El infierno tan
temido, válida adaptación del cuento homónimo del uruguayo Juan Carlos Onetti. El
film es el sexto del director y está protagonizado por Graciela Borges, como viene
ocurriendo desde el segundo, Crónica de una señora (1971), al que siguen Heroína,
mixtura de dos temas de moda en 1972, el feminismo y el psicoanálisis, la fallida La
Revolución (1973) y Sola (1976), con la que vuelve a la línea anterior; de todos, su
pieza más convincente desde Juan Lamaglia y señora (1972) resulta El infierno tan
temido.
La carrera de Sergio Renán a partir de su candidatura al premio Oscar resulta
llamativa; Crecer de golpe (1977), su film siguiente, está basado en la muy triste y muy
tierna novela Alrededor de la jaula, de Haroldo Conti, escritor que se encuentra
desaparecido; el guion, nuevamente de Aída Bortnik, suaviza el amargo final con una
suerte de optimismo facilista y castrense; por lo demás, confirma las condiciones para
manejar intérpretes de Renán, quien acopla al veterano actor Ubaldo Martínez con el
niño Julio César Ludueña. Sorprendente y para muchos indignante es la siguiente La
fiesta de todos, terminada en 1979, una serie de sketches de poca o ninguna gracia, y
vergonzosamente triunfalistas, sobre el Mundial de Fútbol 78, disputado en Argentina y
ganado por el conjunto local, que incluye algunos segmentos documentales. Este es el
producto más enigmático de toda la historia del cine argentino, ya que la empresa Árbol
Solo SA no produce ninguna otra película, ni antes ni después. De inmediato el director
filma Sentimental, una historia sencilla que él mismo interpreta junto a Pepe Soriano,
Luisina Brando, Ulises Dumont y otros. También de 1980 es Queridas amigas, tardía
iniciación en el largometraje de Carlos Orgambide, quien encuentra protagonistas
ideales en Dora Baret, Luisina Brando y Graciela Dufau. La industria fílmica argentina
hace, una vez más, gala de su instinto de conservación, de su aptitud para sobrevivir en
las más adversas circunstancias. Los socios de Aries, por ejemplo, no dejan de producir,
mientras otros directores realizan las películas de Porcel y Olmedo, que ellos producen,
Ayala y Olivera codirigen El canto cuenta su historia (1976), luego el primero
realiza Los médicos(1978) y Desde el abismo (1980), en el que la actriz uruguaya
Thelma Biral es una sobreactuada dipsómana. Aries es la única empresa que subsiste
produciendo cine, ya que otras se dedican, durante esos años, a la distribución, la
publicidad, o desaparecen. Un análisis somero y benévolo demuestra el alto precio que
debe pagarse. Fernando Ayala realiza un par de títulos: Días de ilusión (1980) que
vincula a la estrella infantil Andrea del Boca con Poldy Bird, lacrimógena autora
de best sellers, y Abierto día y noche (1981), con el cómico televisivo Juan Carlos
Calabró, desaprovechado por el cine, recupera el caduco tema de los hoteles por hora.
Al “proceso” no le interesa tanto de qué se habla como que no se hable de temas
vedados, pero queda claro hasta dónde el sistema es perjudicial con sólo evaluar los
resultados: impera la mediocridad y unos pocos títulos rescatables destacan en cada
temporada. Héctor Olivera filma dos interesantes adaptaciones: del teatro procede La
nona (1979), obra de Roberto Cossa, y de la novela, Los viernes de la eternidad (1981),
incursión de María Granata en el realismo mágico. Dos debuts se registran ese año: uno,
casi inadvertido, el de Eliseo Subiela con La conquista del paraíso, filmada en 1980, y
mucho más promocionado es Momentos, de María Luisa Bemberg, quien de inmediato
realiza Señora de nadie, estrenada el 1° de abril de 1982 (el día anterior a la guerra del
Atlántico Sur) resulta un éxito más que aceptable. El gran impacto, de estima y de
taquilla, de esos años es Tiempo de revancha con la que Adolfo Aristarain (1981),
vuelve a las temáticas comprometidas; sin dejar de lado su inclinación hacia el cine de
entretenimiento, plantea un caso de corrupción gremial, negociados, crímenes y un
metamensaje que las autoridades no captan, pero el público sí: aun cuando no se pueda
hablar, siempre es posible decir ciertas cosas. El protagonista (Federico Luppi) sabiendo
que están aguardando que se delate, se corta la lengua para que ello no ocurra. A partir
de entonces Aristarain establece una relación artística fructífera con el actor.

Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain, 1981)


Tras la guerra de Malvinas el régimen militar, que promete continuidad hasta después
del año 2000, se desmorona. Su única preocupación es emprender la retirada menos
incómoda y sin proponérselo y sin la menor convicción, cede terreno en materia de
libertad de expresión. La obra emblemática del periodo que media entre la posguerra y
la predemocracia es anterior al oprobio que Leopoldo Galtieri y sus secuaces obligan a
vivir al pueblo argentino. Plata dulce se escribe, se preproduce y comienza a filmarse
antes del 2 de abril de 1982. La dirige Fernando Ayala, sobre idea de su socio Héctor
Olivera, que convierten en guion Jorge Goldenberg y Oscar Viale. Éste manifiesta en un
reportaje: “Sabíamos que la película se estaba filmando mientras los pibes morían en el
sur y pensábamos: ¡Qué descolocados quedamos! ¡La gente nos va a querer matar!” No
sucede nada de eso, el film, una comedia de alto poder corrosivo, se estrena a menos de
un mes de la rendición y demuestra ser lo que el público estaba necesitando: una burla
terrible a la economía del “proceso” y a su filosofía perversa. Nunca el realizador luce
más combativo, y lo hace en un momento en que las consecuencias pueden ser graves.
Ayala demuestra una vez más su afinado criterio para la dirección de actores, ubicando
en pie de igualdad a los experimentadísimos Federico Luppi, Julio De Grazia, Gianni
Lunadei, Nora Cullen, Adriana Aizenberg, Flora Steinberg y Alberto Segado, con
intérpretes noveles como la coprotagonista Marina Skell o Hernán Gené. Luppi,
precisamente, es la imagen visible de otras dos grandes obras del periodo: Últimos días
de la víctima, que Aristarain filma sobre la novela de Feinmann, y El arreglo, de Ayala,
según un guion original de los autores teatrales Cossa y Somigliana. En la primera es un
asesino a sueldo y en la otra es el único vecino de un barrio periférico que se niega a
pagar para tener agua corriente. En 1982 se estrena La muerte de Sebastián Arrache y
su pobre entierro, filmada por Nicolás Sarquís una década atrás; Juan Carlos Desanzo,
reconocido fotógrafo, debuta con El desquite, duro policial, y de inmediato hace En
retirada, sobre un represor acosado, ambos con Rodolfo Ranni; Eduardo Calcagno
presenta Los enemigos, sobre madre e hijo obsesionados que terminan matando
sospechosos, y Juan José Jusid Espérame mucho, mirada nostálgica sobre los
izquierdistas de las décadas de 1940 y 1950. Se suceden No habrá más penas ni olvido,
de Olivera, según la novela de Osvaldo Soriano ambientada en 1974, y La República
perdida, documental de montaje de Miguel Pérez, reflexiones muy válidas, ambas,
sobre los años recientes.
La llegada de la democracia parece consolidada, pero todos le ven débil y de
imprevisible futuro, aporta, otro panorama, mas no significa normalización alguna. Es
más, durante la primera década, desde diciembre de 1983, el cine argentino experimenta
situaciones tan cambiantes, que bien puede decirse que sólo la voluntad indeclinable de
los artistas lo mantiene de pie. Pasa de la eclosión de la democracia, con sus
turbulencias, hitos y consagraciones, a una virtual paralización, producto de la
inestabilidad y las hiperinflaciones. Como siempre, durante los primeros días de cada
nueva etapa se respiran los aromas del cambio que, en algún aspecto, no resultan
pasajeros. El gobierno de Raúl Alfonsín (1983-89), atento a las cuestiones culturales,
ubica a Manuel Antín como director nacional de Cinematografía, permaneciendo en el
cargo durante todo el gobierno alfonsinista, por lo que se convierte en el funcionario
que más tiempo ha permanecido al frente del INC o del Incaa. De inmediato, por
Decreto nº 279, designa a Jorge Miguel Couselo interventor en el Ente de Calificación
Cinematográfica con el expreso mandato de “cuidar que no se vulneren las libertades de
expresión”, premisa que se entiende incompatible con el funcionamiento del organismo
en cuestión. En alrededor de un mes el Ente es disuelto, gracias a la gestión ejemplar de
un funcionario que no encuentra en su designación la excusa ideal para eternizarse en el
cargo. Mientras tanto, el lunes 12 de diciembre de 1983, es decir, dos días después del
sábado 10 en que asume el poder el gobierno constitucional, comienza el rodaje
de Camila; su directora, María Luisa Bemberg, la proclama “primera película de la
democracia”, pero lo cierto es que el guion, los contratos y toda la preproducción se
ajustaron antes cuando existe una brutal ausencia de libertades. Sin embargo los hechos
dan, en cierto sentido, razón a la cineasta; todo el rodaje se consuma en medio de un
fervor inusual, y cuando la película se estrena, el 17 de mayo de 1984, el éxito es
detonante. Más allá de la excelente carrera internacional que le asegura el tema
largamente considerado por distintos proyectos, aunque nunca concretado y un elenco
que incluye a Susú Pecoraro, Imanol Arias y Héctor Alterio, Camila se convierte en la
película argentina más vista hasta ese momento, y la segunda beneficiada con una
candidatura para el premio Oscar al mejor film en idioma no inglés.
A partir de entonces se filman muchos temas postergados, impensables poco tiempo
atrás; el resultado es un cine ecléctico que tiene amplio eco en el exterior y que muestra
un balance general altamente positivo. En febrero de 1984, J. Martínez Suárez, que no
filma desde 1975, inicia el rodaje de Noches sin lunas ni soles; en marzo
empiezan Pasajeros de una pesadilla de Ayala, La historia oficial de L. Puenzo, y Los
chicos de la guerra de Bebe Kamín, entre otras; en abril, la ya citada En retirada, de
Desanzo, Cuarteles de invierno de Murúa, quien regresa de su destierro español, donde
hace La Raulito en libertad, con la también exiliada Marilina Ross, Flores robadas en
los jardines de Quilmes de A. Ottone, y Los tigres de la memoria de C. S. Galettini; en
mayo, Asesinato en el Senado de la Nación de J. J. Jusid, Todo o nada de Emilio
Vieyra, Darse cuenta de A. Doria, El juguete rabioso de J. M. Paolantonio, sobre la
novela de Roberto Arlt, y La Rosales de D. Lipszyc. No solo esta actividad continúa en
los meses sucesivos, sino que se estrenan películas rodadas años atrás; las más
significativas son Los hijos de Fierro, que Solanas realiza entre 1972 y 1974, y dos de
1983: Gracias por el fuego, en la que Renán adapta nuevamente al uruguayo Benedetti,
y Evita, quien quiera oír que oiga, que revela a Eduardo Mignogna. También de 1984
son Contar hasta diez de Oscar Barney Finn; Adiós, Roberto de E. Dawi, con Carlos
Andrés Calvo y Víctor Laplace, primer film argentino que, desde una perspectiva bien
porteña, tiene como centro la homosexualidad masculina, asunto ya presente, como
tema colateral, en La tregua; Los insomnes de C. Orgambide, sobre un cuento de
Beatriz Guido; Los días de junio de A. Fischerman, y El rigor del destino de Gerardo
Vallejo. 1985 marca el retorno de F. Solanas con un cine que, sin dejar de lado el
aspecto combativo, procura no desestimar las expectativas del espectador
común: Tangos-El exilio de Gardel, con Miguel Ángel Solá y la revelación de Gabriela
Toscano, es uno de los estrenos más interesantes de la temporada y también de los más
vistos. En el otro extremo de la repercusión, pero con méritos considerables, se
encuentran dos documentales: Hospital Borda: un llamado a la razón de Marcelo
Céspedes, filmada en el instituto para insanos más grande del país, y
especialmente, Gerónima de Raúl Tosso, que cuenta con el aporte de la actriz indígena
Luisa Calcumil para un retrato convincente, entrañable, de los aborígenes del sur. En
ambos casos se trata de trabajos concretados con ingentes sacrificios que hacen gala de
una producción muy afinada, que sabe cómo sacar el mejor partido del producto y
obtener la mayor difusión posible, inclusive en el exterior. De esa doble condición
resultan una síntesis otros dos títulos del año: La película del rey de Carlos Sorín,
director que proviene del medio publicitario que debuta en el largometraje, y apela al
viejo recurso del cine dentro del cine con una imaginación extraordinaria. El film trata
sobre Orelie Antoine de Tounens, aventurero francés que se proclama rey de la
Patagonia durante el siglo XIX, a través del caso un cineasta no menos delirante que,
una centuria más tarde, se propone llevar a la pantalla esa historia.
También Sentimientos (Mirta… de Liniers a Estambul) de Jorge Coscia y Guillermo
Saura, abunda en aciertos y, en un periodo donde no escasean reflexiones sobre el
nefasto pasado reciente, sabe hacerlo con emotiva inteligencia. No son los únicos
debutantes de esa etapa tan especial; surgen también Aníbal Di Salvo, veterano director
de fotografía, con el documental El caso Matías; José Santiso con Malayunta; Teo
Kofman con Perros de la noche; y Jorge Polaco con Diapasón, un espectro que va del
caso social y el documento a la alegoría y el universo marcadamente personal, casi una
síntesis del que Antín gusta considerar característico de su gestión, el “cine
manicomio”, es decir, cada cual (o cada loco) con su tema. Alejandro Doria consigue
grandes éxitos mediante rotundos golpes de efectos: en clave seria en Darse cuenta y en
tono de farsa en Esperando la carroza. La República perdida II, de Miguel Pérez, sin
repetir el éxito de la primera, resulta otro valioso documental de montaje; Galettini
consuma uno de sus mejores filmes en Seré cualquier cosa pero te quiero, un romance
cotidiano, lo mismo que Alberto Fischerman, quien evoca con acierto a un personaje y
su entorno en Gombrowicz o la seducción.

La historia oficial (Luis Puenzo, 1984)


Una serie tan significativa de buenas películas generalmente produce obras
emblemáticas, y así ocurre en este caso. Desde 1984 se habla de La historia oficial, el
film de Luis Puenzo. Este director con antecedentes en el largometraje, pero con gran
especialización en cine publicitario, es uno de los que mejor tratan el tema de los
desaparecidos; el guion, del director y Aída Bortnik, plantea el caso de un matrimonio –
Norma Aleandro y Héctor Alterio– en conflicto, debido a las dudas de la mujer sobre el
origen de la niña que han adoptado durante la dictadura. Se estrena al año siguiente con
gran éxito, que aumenta cuando la actriz gana, ex aequo, el premio en su categoría en el
Festival de Cannes y en 1986 se convierte en la primera película argentina ganadora del
premio Oscar. Más difícil aún es el camino para Hombre mirando al sudeste, segundo
largometraje de Eliseo Subiela, quien lo concluye en 1985; el film está más de un año
en los depósitos, durante el cual se realizan incontables proyecciones privadas. Todos
elogian su factura, pero nadie apuesta a un tema de los considerados difíciles, por fin, un
distribuidor se arriesga y obtiene una respuesta de público masiva y sorprendente.
Mucho más sencillo, pues sus realizadores acumulan de éxitos recientes, es el trámite
para Miss Mary, de Bemberg, otra interesante vuelta de tuerca sobre las conductas de la
clase dominante, y Sur, de Solanas. En líneas generales, durante este periodo, al cine
argentino le va mejor en el extranjero: cosecha premios y se gana un prestigio
largamente capitalizable. En lo interno, y si bien un sector de la producción se ha
estandarizado, no faltan los títulos que muestran nuevas inquietudes. En 1986 Olivera
filma La noche de los lápices, que denuncia el asesinato, en 1976 en La Plata, de
estudiantes secundarios que reclamaban la no suspensión del boleto estudiantil; Otra
historia de amor, de Américo Ortiz de Zárate, con Mario Pasik y Arturo Bonín, triunfa
con su descripción, llena de humor y buen gusto, de un osado amor homosexual. De
1987 son La clínica del doctor Cureta, de Alberto Fischerman; Made in Argentina, de
Juan José Jusid, adaptación del éxito escénico Made in Lanús, de Nelly Fernández
Tiscornia; En el nombre del hijo, segunda propuesta de Jorge Polaco; Sofía, de
Alejandro Doria, sobre los años de terror procesista; Debajo del mundo, primer trabajo
como directores de Juan Bautista Stagnaro y Beda Docampo Feijoo, sobre los años de
terror nazi; Memorias y olvidos, retorno de Simón Feldman y El dueño del sol de
Rodolfo Mórtola, veterano asistente que se inicia en la dirección, con Alfredo Alcón. En
febrero de 1988, La deuda interna de Miguel Pereira, un film del que los argentinos no
tienen prácticamente noticias, filmado en Jujuy en cooperativa, gana un Oso de Plata en
el Festival de Berlín; narra el caso de un chico de la quebrada de Humahuaca que no
conoce el mar, pero va a morir en Malvinas, a bordo del crucero General Belgrano. Su
éxito de público entronca con el de Sur de Solanas, y viene a demostrar hasta dónde es
inexacto el temor de que el espectador está saturado de esos temas.

La deuda interna (Miguel Pereira, 1988)


Fischerman insiste en la línea popular y obtiene nuevo éxito adaptando otra
historieta, Las puertitas del señor López; Raúl de la Torre, que viene de hacer Pobre
mariposa, con Graciela Borges, propone una experiencia totalmente diferente y sin su
estrella, en Color escondido. En 1989, año de convulsionados sucesos políticos y
sociales en el que Raúl Alfonsín debe entregar el gobierno antes de lo previsto al nuevo
presidente electo Carlos Saúl Menem, se destacan La amiga, de Jeannine Meerapfel
(argentina con años de residencia alemana), con Liv Ullmann y Cipe Lincovsky, sobre
Madres de Plaza de Mayo y, en menor medida, Nunca estuve en Viena, de Antonio
Larreta, prestigioso guionista uruguayo que debuta como realizador. Sin embargo, la
que se coloca por encima de todas en esa temporada es una película de Luis Puenzo, de
producción estadounidense, Old Gringo, protagonizada por Jane Fonda y Gregory Peck.
Es una realización totalmente atípica para Columbia, con argentinos en puestos clave,
no sólo el director, también la guionista Aída Bortnik, el director de fotografía Félix
Monti, el camarógrafo Aldo Lobótrico, los asistentes Raúl Outeda y Rodrigo Furth, el
compaginador Juan Carlos Macías y el actor chileno Patricio Contreras, filmando en
Estados Unidos, lo cual genera una campaña de prensa adversa que llega a las críticas,
para colmo copiadas por algunos comentaristas del sur. Resulta un excelente film,
consumado por un director que es el único que puede entregar a Hollywood un producto
fiel al diseño y, a la vez, a sus propias convicciones, a lo cual se añade una de las
mejores actuaciones de Gregory Peck. En Argentina se llama Gringo viejo y llega en
agosto de 1989, cuando la primavera democrática agoniza y se ciernen el caos y el
posmodernismo.
La etapa que se inicia, en forma casi coincidente con la nueva década, tiene múltiples
altibajos. Se da un momento en el que, por primera vez desde la década de 1930, no hay
ninguna película argentina en rodaje: el país vive dos hiperinflaciones, una detrás de la
otra, y en medio de ese panorama incierto es difícil concretar negocios de por sí tan
azarosos como los del cine. El nuevo gobierno tiene una política en la materia
totalmente errática, caracterizada por los constantes cambios en la dirección del INC.
Durante la década de Menem (1989-99) el gobierno no tiene proyectos culturales que
defender, por lo que los cargos se reparten atendiendo a los intereses más diversos;
luego de casi seis años con Manuel Antín dirigiendo el INC con acuerdo bastante
generalizado, se sucede al frente de ese organismo un grupo de personalidades de
tendencias y características muy diferentes: a un funcionario de carrera de conocida
filiación peronista, José Antonio Anastasio, que muere a poco de asumir el cargo, sigue
el veterano realizador René Mugica, socialista de reconocida probidad; y cuando éste
renuncia en tiempo récord por no admitir injerencias del ejecutivo, se llegan algunos
interinatos, el fugaz paso del distribuidor Bernardo Zupnik, de filiación peronista,
impugnado por varias entidades, y termina ocupando el cargo un empresario
gastronómico, Guido Parisier. Precisamente, la nueva Ley de Fomento y Regulación de
la Actividad Cinematográfica contiene una serie de impedimentos para la dirección del
INC, que pasa a ser Incaa. Ello se debe a la preocupación de los legisladores, Fernando
Solanas entre otros, en relación a la conducta de quienes pasaban por el cargo. Cuando
el escritor Jorge Asís es designado secretario de Cultura coloca a Antonio Ottone, que
lleva al cine su novela Flores robadas en los jardines de Quilmes (1985) y a Salvador
Sammaritano, como subdirector, y al renunciar ambos es nombrado el locutor y
promotor musical Julio Mahárbiz. Semejante política, sumada a medidas de carácter
general que la mayoría de los intelectuales juzga perjudiciales, origina una oposición
generalizada.
Paulatinamente la actividad se normaliza y llega a ser pujante. Inciden en ello factores
externos; en primer lugar, la estabilidad de la moneda, lograda hacia 1992 sobre bases
especulativas, que permite presupuestar con un margen de seguridad que parece
olvidado; además los aportes empresariales, en primer lugar de las televisiones, llegados
“porque ahora el cine es negocio”, ayudan a concretar importantes proyectos. El resto lo
ponen los propios artistas, con imaginación y constancia. De 1990 destacan dos obras
muy distintas: Últimas imágenes del naufragio, hermética y subyugante propuesta de
Subiela, y Cien veces no debo, de Doria, que cada vez más apuesta al público masivo.
En 1991 las más relevantes resultan la comedia Ya no hay hombres, nueva y eficaz
apelación de Alberto Fischerman al cine comercial; Después de la tormenta, duro
testimonio sobre Argentina posterior al caos, que además significa el debut en el
largometraje del documentalista Tristán Bauer; La noche eterna, documental de
Marcelo Céspedes y Carmen Guarini; y Las tumbas, la más taquillera del año, de Javier
Torre, primer hijo de Leopoldo Torre Nilsson. En 1992, a favor de esa contingencia
económica de apariencia favorable, Adolfo Aristarain estrena Un lugar en el mundo,
realizada en 1991, con todo el equipo técnico trabajando en cooperativa, además de
aportes privados y del estado, sobre el oprobioso pasado y el angustiante presente del
tercer mundo, con Federico Luppi, Cecilia Roth, Leonor Benedetto y José Sacristán. Se
llevan los lauros El lado oscuro del corazón, excelente metáfora de Eliseo Subiela con
Darío Grandinetti y la revelación de Sandra Ballesteros. Se suma a los anteriores el giro
que trata de imprimir Jorge Polaco a su filmografía, convocando al popular grupo
cómico Midachi para protagonizar Siempre es difícil volver a casa, según
el thriller regionalista de Antonio Dal Masetto, que no tiene los resultados esperados.
En 1993 se estrenan Perdido por perdido, ópera prima en clave policial de Alberto
Lecchi; ¿Dónde estás, amor de mi vida… que no te puedo encontrar?, de Juan José
Jusid; y Un muro de silencio, película única de Lita Stantic y una aproximación al tema
de los desaparecidos, con el cual la realizadora tiene un profundo compromiso, pues en
esa condición se encuentra Pablo Szir, quien fuera su pareja en sus tiempos de
cortometrajista. Luis Puenzo es de nuevo el autor del trabajo más enjundioso de ese año;
este director anuncia que volverá a filmar en su país y que para ello cuenta con los
derechos de La peste, la novela de Albert Camus, un texto considerado intocable, de un
autor al que realizadores europeos no se atreven. La peste se estrena en 1993, pero se
planifica en 1990 y se filma en 1991, a todo costo, en lugares muy bien elegidos de
Buenos Aires y alrededores y con un elenco internacional: William Hurt, Sandrine
Bonnaire, Raúl Juliá, Robert Duvall, Lautaro Murúa y otros; el film recibe una
valoración desfavorable por parte de la crítica europea, pero es un film de calidad que
no logra atrapar al espectador como los anteriores.
Jusid encara en 1997 uno de los desafíos mayores de su carrera: Bajo bandera, agudo
cuestionamiento del ya inexistente servicio militar obligatorio que une varias historias
del libro homónimo de Guillermo Saccomano (no permitido durante décadas),
protagonizada por Federico Luppi y Miguel Ángel Solá, pero no entusiasma al
espectador. A partir de allí el director se dedica a películas de apelación mucho más
directa. Héctor Olivera realiza, a lo largo de la década de 1990, El caso María Soledad,
reconstrucción de escandalosos sucesos acaecidos poco tiempo atrás en la provincia de
Catamarca que originan la caída del gobierno local, y Una sombra ya pronto serás,
sobre la novela de Osvaldo Soriano. María Luisa Bemberg, dirige Yo, la peor de
todas (1990), sobre Sor Juana Inés de la Cruz, y De eso no se habla (1993),
protagonizada por Marcello Mastroianni, obra que parece señalar un cambio de
dirección en su filmografía. Fallece en 1995, dejando un guion inédito para el film El
impostor que producen sus hijos, dirige su asistente Alejandro Maci y se estrena en
1997. Leonardo Favio estrena Gatica, el Mono (1995) evocación del boxeador de ese
apellido cuyo ascenso y caída, entre 1945 y 1955, coinciden con los de Perón, del cual
es propagandista incondicional. Después Favio comienza una extensa reconstrucción del
movimiento peronista, documental de varias horas sufragado por el gobierno de la
provincia de Buenos Aires con dinero público: se titula Perón, sinfonía de un
sentimiento estrenada en televisión. Beda Docampo Feijóo filma, nuevamente en Praga,
dos bellos filmes impregnados de literatura: Los amores de Kafka (1987), con Susú
Pecoraro y Jorge Marrale, y El marido perfecto (1993), con Tim Roth, Ana Belén y
Peter Firth; en Argentina, tras dos videos, ¿Dónde queda el paraíso? y Locos de
contento, realizados en la primera mitad de la década de 1990, intenta sin fortuna la
sátira con pretensiones de crítica social y de costumbres en El mundo contra mí (1996)
y Buenos Aires me mata (1997). Juan Bautista Stagnaro, por su parte, tras El camino del
sur (1987), coproducción con Yugoslavia, hace Casas de fuego (1994), sobre la figura
del médico Salvador Mazza, el principal investigador argentino de la endémica
enfermedad social conocida como mal de Chagas, y luego incursiona en el cine
comercial con La furia que, adecuando esquemas remanidos a escenarios y elenco
locales, el cantante Diego Torres y Luis Brandoni, se convierte en uno de los grandes
éxitos de 1997. Esto se vincula con un nuevo fenómeno: por primera vez desde sus años
mejores, las décadas de 1930 y 1940, el cine argentino comienza a producir títulos que
disputan palmo a palmo la cartelera local al hegemónico cine estadounidense y el
secreto parece consistir en copiarle a Hollywood sus fórmulas. Si bien la de Stagnaro es
la primera, la película que más recauda en 1997 es Comodines, con dos figuras de
amplia fama en la televisión, Adrián Suar y Carlos Calvo, en una superproducción
perfectamente diseñada, dirigida por Jorge Nisco, que no tiene en ese momento ninguna
experiencia cinematográfica. Marcelo Piñeyro, exjefe de producción de Puenzo,
comienza a dirigir en 1993 y se convierte en un récord local al acumular éxitos
rotundos cuya clave no reside en copiar modelos extranjeros, sino en conocer los
códigos juveniles. Sus filmes tienen en común a la guionista Aída Bortnik y a los
actores Héctor Alterio y Leonardo Sbaraglia: Tango feroz, sobre un mito
del rock argentino (Tanguito), con Fernán Mirás, Cecilia Dopazo e Imanol
Arias; Caballos salvajes (1995), con Dopazo, Mirás y Federico Luppi, claro rescate del
cine de acción estadounidense adaptado la sensibilidad local, y Cenizas del
paraíso (1997), con Cecilia Roth y Leticia Brédice, que pone en tela de juicio a la
justicia. Eduardo Mignogna, que no filma desde Flop(1990) se reincorpora en 1996 con
la exitosa Sol de otoño, en la que el tema universal de la soledad es aprovechado al
máximo por el guion y los intérpretes ideales, Luppi y Norma Aleandro. La película que
al parecer puede representar a Argentina en los premios Oscar, se ve reemplazada
por Eva Perón que es desestimada por la Academia de Hollywood. La carrera de
Mignogna se torna a partir de este punto mucho más activa; a El faro / El faro del
sur y La fuga, sobre novela propia, sigue Cleopatra (2003), títulos bien filmados
aunque, especialmente el último, siguen de los cánones del cine comercial; este
realizador dirige, en 2005, El viento, que está a la altura de su mejor cine y en la que el
actor Federico Luppi alcanza una de las cimas de su carrera.
Pizza, birra, faso (Israel Adri‡n Caetano y Bruno Stagnaro, 1998)
En la segunda mitad de la década de 1990, se produce una irrupción de nuevos
realizadores que algunos ven como un recambio generacional, pero que significa, ante
todo, la continuidad creativa. Inciden en el fenómeno varios elementos, pero es decisiva
la sanción de la Ley 24.377, aprobada por el Senado el 28 de septiembre de 1994. Su
contenido es múltiple e innovador, ya que asigna al INC la injerencia en todo el
espectro audiovisual, por lo que pasa a denominarse Instituto Nacional de Cine y Artes
Audiovisuales (Incaa). Dispone la creación de una cinemateca nacional, pero lo esencial
es que amplía significativamente el Fondo de Fomento, ya que al impuesto del 10%
sobre el valor de cada entrada de cine agrega un gravamen similar a los videos y otro
del 25% a los ingresos que el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) percibe de la
televisión en concepto de derechos por difusión de material fílmico; además, al
existente subsidio por recuperación industrial, según los billetes vendidos, se suma otro
a los medios electrónicos, una medida que es un verdadero acierto. Los resultados no
tardan en hacerse ver: al año siguiente de promulgada la ley la cantidad de estrenos
nacionales se triplica y el público que ve cine argentino se multiplica casi por siete; de
todos modos, el partido que sacan los nuevos directores de tal estado de cosas resulta
relativo. Hay una fecha clave: el 15 de enero de 1998, cuando se presenta en una sala de
primera línea Pizza, birra, faso, la notable ópera prima de Israel Adrián Caetano y
Bruno Stagnaro; ese lanzamiento, producto del convencimiento de un veterano
distribuidor, demuestra en la práctica lo que muchos afirman en teoría: que en igualdad
de condiciones el cine de los nuevos puede tener una carrera comercial honorable,
incluso superior a la de muchos productos rutinarios, fuesen locales o importados. Ese
estreno, convertido en un hito, reconoce precursores y antecedentes varios, pero hay uno
insoslayable: el 19 de mayo de 1995, en condiciones de lanzamiento mucho más
incómodas, se estrena Historias breves, largo integrado por nueve cortometrajes, de diez
realizadores, ganadores del concurso del Instituto, realizados por estudiantes de distintas
escuelas de cine con la coordinación de Bebe Kamín, que disponen de un subsidio,
módico aunque estimulante. En realidad es el segundo concurso, pero es la primera vez
que surge la idea de agrupar obras de tal diversidad en una sola película para su
presentación pública. Tal antecedente, en el que figuran varios nombres clave del cine
argentino nuevo, sirve para demostrar la existencia de artistas valiosos. Destacan
entonces Dónde y cuándo Oliveira perdió a Achala de U. Rosell y A.
Tambornino, Guarisove-Los olvidados de B. Stagnaro, Noches áticas de S.
Gugliotta, Niños envueltos de D. Burman, Cuesta debajo de I. A. Caetano, Ojos de
fuego de J. Gaggero, Rey muerto de L. Martel, La ausencia de P. Ramos y La simple
razón de T. Gicovate (film conocido luego como Historias breves I, pues después se
realizan II, III y IV en 1996, 1999 y 2004, respectivamente).

Otros elementos que ayudan son adelantos técnicos como las cámaras digitales y las
nuevas islas de edición, que facilitan y abaratan los rodajes, y la presencia de
corporaciones trasnacionales en la exhibición, que se produce, también, a partir de 1995.
Si bien los multicines manejan el negocio a su arbitrio e imponen nuevas reglas
(desaparecen los controles de las distribuidoras, discontinúan los horarios de exhibición,
desplazan películas de éxito para privilegiar superproducciones, entre otros), su
aparición resulta beneficiosa pues la proliferación de pantallas, a pesar de una obvia
preferencia por los títulos más comerciales de las compañías estadounidenses, genera
una constante necesidad de material, de modo que llegan a salas masivas obras que
difícilmente lo hubiesen logrado antes. La cadena de Espacios Incaa favorece
igualmente el estreno de filmes considerados difíciles, así como la llegada a regiones del
país donde o no existen cines o éstos exhiben casi exclusivamente material extranjero.
La existencia de Espacios Incaa es consecuencia de la decisión, adoptada en 2002, en
plena crisis nacional, de convertir al Incaa en un ente autárquico, con un presidente y un
vicepresidente que duran en el cargo cuatro años con independencia de los cambios
políticos.
En la primera década del siglo XXI coexisten películas de muy distinta factura. Las hay
de éxito masivo y consumadas con gran destreza, como las de Marcelo Piñeyro: Tango
feroz (2001), con guion de A. Bortnik, Plata quemada (2002), Kamchatka (2002) y El
método (2005), o Nueve reinas de F. Bielinsky (2000), quien en su segundo título, El
aura(2005) procura un tono más oscuro sin perder de vista la taquilla. Las comedias que
Juan José Campanella realiza en su país, El hijo de la novia (2001) y Luna de
Avellaneda (2004), se inspiran en modelos de probada eficacia. Las coproducciones
internacionales de L. Puenzo, La puta y la ballena (2004); A. Aristarain, Roma(2004);
E. Subiela, Lifting del corazón (2005); o las realizadas, a veces en coproducción, por
sellos como Argentina Sono Film o Patagonik, de correcta factura técnica, pero nulas
aspiraciones artísticas como las comedias Papá es un ídolo de J. J. Jusid
(2000); Almejas y mejillones (2000) y Elsa y Fred (2005) de M. Carnevale; H.
Olivera, ¡Ay, Juancito! (2004); A. Lecchi, Nueces para el amor (2000) y Una estrella y
dos cafés (2006); C. Sorín, Historias mínimas (2002) y El perro, (2004); T.
Bauer, Iluminados por el fuego (2005) y A. Agresti, Valentín (2002), son buenos
ejemplos del cine de una mayor inversión y, correlativamente, con más expectativas en
materia de recaudación. Otro grupo de realizadores llevan adelante filmes con un
incremento en el valor artístico como I. A. Caetano, que tras Bolivia (2001) dirige Un
oso rojo (2002) y Crónica de una fuga(2006); L. Martel, por sus radiografías de la
burguesía de Salta en La ciénaga (2001) y La niña santa(2004); D. Burman, El abrazo
partido (2004); y P. Trapero, que enfrenta el tema de la policía corrupta en El
bonaerense (2002). En el género de las comedias destacan las de D. Szifrón, El fondo
del mar(2003) y Tiempo de valientes (2005); así como L. Bender, Felicidades (2000);
S. Gugliotta, Un día de suerte (2002); G. David, Taxi, un encuentro (2001); R.
Grande, Rosarigasinos (2001); G. Postiglione, El asadito (2000); J. Gaggero, Cama
adentro (2004); P. Hernández, Herencia (2001) y, entre otros, J. Antín con el dibujo
animado Mercano, el marciano (2002). Existe además un “circuito festivalero” a nivel
mundial, del que participan algunos cineastas argentinos cuya característica es la
sujeción a ciertos códigos propios y la desatención hacia los que movilizan al
espectador común; pero aún ellos –L. Ortega, Caja negra (2002) y Monobloc (2005); L.
Alonso, La libertad (2001) y Los muertos(2004); A. Carri, Los rubios (2003)
y Géminis (2005), y otros– encuentran un público que tal vez no busquen. Cabe agregar
el excepcional documental de F. Solanas La dignidad de los nadies (2005) y la obra del
dibujante profesional R. Perrone, que desde la aparición del video realiza películas en
ese soporte, siempre en Ituzaingó, localidad del conurbano bonaerense, Peluca y
Marisita (2002). En el nuevo milenio, la diversidad y las diferencias siguen siendo la
constante de un cine argentino que tiene en esto su principal rasgo de identidad.

BIBLIOGRAFÍA:
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