Está en la página 1de 8

Soy un Hikikomori

Ayo. Martyn
Agradecimientos:

Agradecer a Sarai Remón por su apoyo incondicional en todo este


proceso; a María Hernández por ser una excelente lectora beta y convertirse en
otro apoyo importante; a Nicolás Mazzoni por su ilimitada amistad; y, por
último y no menos importante, a mi familia, que siempre han estado ahí para mí.

Gracias, vida, por haberme permitido conocer a estas almas y otras más
que faltan por nombrar.
Introducción
Querido lector: la historia que vas a leer a continuación es tan real como
ficticia. En cierta manera, todos somos David Houlding. Nos abrazarán por última vez,
las voces de nuestra cabeza nos dirán lo poco que valemos y sentiremos la soledad
como nuestra mejor amiga algún día.
He conocido a muchas personas que han vivido estas circunstancias y la única
solución que ven ante estos problemas es el aislamiento mental. Y es algo
preocupante. No es malo aislarse en algún momento, pero hasta cierto punto, porque
ninguno de nosotros es inmune a un trastorno silencioso llamado depresión, que nos
lleva hacer locuras y nos causa otros problemas mentales, sean síndromes o
trastornos.
En el caso de Houlding, este joven desarrolla un síndrome real llamado
Hikikomori. Un problema que hace ausentar a la persona en su habitación durante
años acompañado de un estado depresivo. Se dio a conocer por primera vez en Japón,
un país con una terrible presión social, y, con el paso de los años, se ha ido
expandiendo a lo largo del mundo en otros países con cifras desorbitadas que te invito
a que investigues. Esto da mucho que pensar de la supuesta perfecta utopía que se ha
creado, de cómo esta sociedad oprime demasiado a las personas en muchos aspectos,
como el laboral o estudiantil, material y económico.
Por último, explicar que este libro habla de un infierno mental y, en parte, algo
de superación. Comento esto porque no deseo que esta novela se convierta en una
mala influencia para nadie. Solo expongo en ella lo que en verdad vivimos como seres
humanos cuando pasamos por la peor etapa de nuestras vidas.
Dicho esto, gracias por apostar por este título y espero que trasmita lo que yo
he sentido en cada palabra y, sobre todo, que te sientas identificado con el
protagonista; porque recuerda, todos somos David Houlding.

Ayo. Martyn
«… todos somos sabios cuando el problema no es nuestro».
David Houlding
Evaluación

Mi nombre es David Houlding, aunque quizá eso no te


importe y, sinceramente, no tengo ningunas ganas de hablar de mi
vida ahora mismo, pero dijeron que si lo hago podrías ayudarme;
sin embargo, lo dudo. Mi vida es demasiado compleja para
entenderla, ni yo sabría decirte cuál es la mejor manera para
hacerlo.
Como sabes, provengo de una familia adinerada. Así que
podrás imaginarte: dos coches lujosos, una casa demasiado
grande para tres personas y un gran danés que siempre lo han
querido para vigilar esta. Pobre perro. Me imagino la soledad que
habrá sentido todo este tiempo.
Ahora tengo veinticuatro años y dicen que es la edad
perfecta para empezar a programar tu futuro. Se supone que estás
acabando tu carrera universitaria, que es hora de trabajar, de
casarte e, incluso, de hipotecar tu vida en una vivienda donde
tendrás que aguantar unos vecinos muy plastas para el resto de tu
vida. A la mierda todo eso. Soy demasiado joven para pensar en
esclavizarme. Creo que la vida es mucho más, pero, sinceramente,
vivimos en un mundo donde se deciden nuestros pasos. Desde
que damos un paso fuera de la línea ya estamos marcando
rebeldía. Somos personas vagas, que no nos gusta hacer lo que
odiamos hacer y que siempre seremos unos fracasados por no
haber cumplido las metas que te marca la sociedad. ¡Qué triste!
Tus metas las tiene que marcar una imperfecta utopía.
Lo peor es que hay muchas personas que piensan lo mismo,
pero siguen metidos en la misma mierda. No es una simple idea
que va y viene, para mí esto es una creencia. Una creencia que, si
cada uno de nosotros nos la implantáramos, viviríamos más
conformes con lo que hacemos. No trabajaríamos en profesiones
absurdas que aborrecemos para luego comprarnos cosas que
supuestamente nos harían un poco más dichosos. Las pequeñas
cosas son las que realmente nos hacen felices, créeme, lo he
aprendido estos cuatro años. Tener tres coches diferentes no
debería hacerme más feliz; tengo un solo culo, así que siempre
tendré que usar uno. Y si alguien cree lo contrario, simplemente
para poder alardear de lo que tiene y así sentirse más tranquilo
consigo mismo, entonces, permíteme decirte, amigo mío, quien
tiene un serio problema no soy yo, sino ese alguien. Porque si lo
piensas, las personas con esa mentalidad son personas
desconfiadas que no han sabido valorarse ellos mismos y que
dependen de algo para sentirse valorados. Yo sé que no me
aprecio mucho, pero tampoco dependo de nada para hacerlo. Y
eso es lo que me diferencia de ellos. Bueno, lo que yo piense o
deje de pesar creo que no te importa mucho, así que voy a
contarte la razón por la que estoy aquí.
2

Siempre he sido muy introvertido. A veces no sé qué


conversación tener con la persona que tengo delante porque siento
que aburro. Ya sabes, esas típicas y normales inseguridades que
solemos tener algunos. Y aunque sean normales, se hacen muy
cansinas. Tener que aguantar estos defectos toda la vida no es
fácil, créeme.
Me eduqué en colegios privados de renombre. Podrás pensar
que soy un privilegiado por ello, pero creo que fue un error.
Como te acabo de decir, nunca he encajado en ningún grupo por
mi forma de ser y menos en los grupos de esos lugares.
Solamente hice amistad con una persona. Un chico muy
agradable llamado Tim Friedman. Lo conocí de la peor manera
que una persona conoce a otra. Un día, en un cambio de aula, el
grupo de los guaperas de mi clase tuvo la magnífica idea de jugar
al rugby con el borrador de pizarra en medio de los pasillos. Uno
de ellos, el más gracioso de los tres, lanzó el objeto con todas sus
fuerzas a mi cara. Sinceramente, ni me percaté de que lo había
hecho, caí en la cuenta cuando una sensación cálida bajaba por mi
mejilla derecha. Me había roto la ceja. Manché todo el uniforme
de sangre y, como pude, taponé la herida con la manga del suéter
y me dirigí a los aseos. Recuerdo ensuciar todo el lavabo. No
dejaba de sangrar, joder. En esos momentos entró Friedman y, sin
conocerme de nada, me ayudó. Su padre era médico y, al parecer,
él optaba a lo mismo, así que sabía lo que estaba haciendo.
—Esto tiene mala pinta y seguro que necesitas puntos —me
dijo.
Me acompañó a la enfermería y no se equivocaba. Dos
puntos me pusieron, con la tontería. Lógicamente, tuve que
mentir. Le dije a la enfermera que resbalé en los servicios y me
golpeé la cabeza contra el lavabo. Si hubiera dicho la verdad,
seguro que esos guaperas me hubieran roto la otra ceja o vete a
saber tú el qué.
Desde ese momento, Friedman y yo empezamos a hablar
mucho. Fuimos como carne y uña. Se convirtió en mi mejor
amigo, y yo espero haberme convertido en el de él también, pero
no lo sé. A veces, las cosas está bien hablarlas. Decirle a esa
persona lo importante que es para ti creo que es lo correcto; si no,
te puedes arrepentir, como me pasó a mí. Y son errores que
cargarás siempre.

También podría gustarte